Reseñas
La pintura mural prehispánica
en México
vo l. T eotihuacán
coordinado por Beatriz de la Fuente
México, Universidad Nacional Autónoma de México
(Instituto de Investigaciones Estéticas)-Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes-Instituto Nacional
de Antropología e Historia, , tomos, ils.
por
Las obras colectivas exigen tratos específicos
en las reseñas bibliográficas. Esto deriva no
sólo de su mayor complejidad, sino de su
variedad misma. Algunas de ellas, muy comunes en nuestros días, son colecciones
temáticas compuestas por ponencias presentadas en encuentros académicos y, por tanto, su edición viene a ser algo así como un
producto secundario de lo que fue proyectado medularmente como un acto de debate
científico. Otras derivan de un plan inicial
de reunión de monografías dirigidas hacia
un tema general desde diversas perspectivas
o especialidades. Éstas presuponen una mayor atención al libro como producto final.
Otras más, como la que aquí se reseña, son
parte fundamental de una verdadera empresa académica, de un proyecto complejo que
requiere de la formación de un equipo multidisciplinario, de un trabajo organizado y
de una cuidadosa coordinación de recursos
intelectuales y materiales.
En las primeras predomina como característica la heterogeneidad de su composición. Por lo común, el reseñador elige los trabajos que desea tratar y, relativamente, poco
tiene que atender al problema de la estructura de la obra en su conjunto. Los libros de
la segunda clase exigen un cuidado mayor
en la crítica de la concepción del proyecto,
del equilibrio en el tratamiento de las diversas partes del libro y de la homogeneidad en
la calidad de autores y monografías. Las
obras de la tercera clase someten al reseñador al problema de elección de enfoque
apropiado y lo obligan a explicar sus
opciones. En este caso me encuentro, por lo
que el primer paso debe ser la exposición de
la naturaleza del proyecto.
El propósito original del proyecto, según lo explica Beatriz de la Fuente —su directora y la coordinadora de la obra— fue el
registro in situ de todos los murales prehispánicos de México. El enfrentamiento con
la realidad frenó el intento inicial: las pinturas eran tan numerosas que su registro
requería un proyecto de mayores dimensiones. Paradójicamente, la elaboración de
un nuevo plan de trabajo llevó a diseñar
metas mucho más ambiciosas que exigían,
en primer término, la organización de un
equipo multidisciplinario de trabajo coordinado; la formación de un catálogo razonado
sobre los testimonios de pintura mural prehispánica que subsisten en México; la investigación conjugada sobre los murales desde
las diferentes disciplinas integradas en el
equipo, y la edición de los resultados de esta
empresa académica.
El proyecto, iniciado en por Beatriz de la Fuente, dio origen al Seminario de
Pintura Mural Prehispánica, formado por
investigadores y técnicos de distintas disciplinas y artes que, como puede suponerse,
manejan métodos muy diversos y técnicas
muy específicas. Este equipo debe articular
sus actividades en la labor conjunta: está
compuesto por historiadores, historiadores
del arte (concebidos como profesionistas de
una disciplina muy específica, de acuerdo
con los enfoques teóricos del equipo), arqueólogos, arquitectos, biólogos, arqueoastrónomos, químicos, epigrafistas, fotógrafos,
dibujantes, restauradores, etcétera.
Institucionalmente, los miembros del
equipo tienen una adscripción diversa, pues
son profesionistas tanto de la Universidad
Nacional Autónoma de México como del
Instituto Nacional de Antropología e Historia. Para organizar las tareas han fungido
como cotitulares del proyecto los investigadores Arturo Pascual Soto y Leticia Staines
Cicero.
La constitución de este complejo equipo ha tenido dos metas intervinculadas: la
formación del catálogo y la elaboración de
estudios sobre la pintura mural desde las
distintas perspectivas de los especialistas. La
primera meta fue el levantamiento de un
inventario sistemático, crítico y gráfico de la
pintura mural; la segunda, el estudio y la interpretación del material registrado.
La magnitud del proyecto exigió dividirlo en etapas. La primera se dedicó a la
pintura mural teotihuacana y desembocó en
los dos tomos del primer volumen que ahora se reseña. En el primer tomo, el catálogo,
se ofrece un registro puntual de las pinturas
de T eotihuacan a partir de la redacción de
cédulas explicativas y de abundantes ilustraciones que comprenden fotografías, dibujos,
pinturas reconstructivas, planos y mapas. El
segundo tomo se destinó a la publicación de
los estudios realizados por el grupo interdisciplinario. La siguiente etapa, ya avanzada,
tendrá como tema los murales del área maya, y le seguirán los volúmenes correspondientes a las pinturas de la costa del golfo de
México, de Oaxaca y del altiplano central
de México, en este último caso, de las obras
creadas por las culturas indígenas posteriores a la teotihuacana.
Guiado por mis intereses profesionales,
me siento atraído por el contenido de ambos tomos. De una parte, la concentración
del material visual y de la información técnica pone a disposición de quienes nos
dedicamos a las expresiones de los pueblos
mesoamericanos un acervo valiosísimo por
su sistematización, por su utilidad y por la
facilidad de su manejo. De la otra, los estudios especializados que se publican en el
segundo tomo son propuestas de debates
científicos que deberemos responder quienes nos dedicamos a este tipo de estudios.
Pero no todo puede ser abordado en la misma reseña. La apreciación global del proyecto es posible a partir de los juicios sobre el
primer tomo. La crítica al segundo deberá
ser particularizada por diferentes especialistas y hará necesarias las largas argumentaciones propias del diálogo científico. No es
el lugar indicado para esta última crítica.
Me referiré, por tanto, al contenido del catálogo.
El registro de los murales teotihuacanos
se hizo a partir de una clara ubicación de las
pinturas in situ, identificando los edificios a
los cuales pertenecen dichas obras por medio
de una numeración fácilmente comprensible. Se consignan, además, los datos de las
pinturas que han sido removidas de sus
lugares de origen, precisando su colocación
actual. Para la debida identificación, se dan
números y nombres a las pinturas y a los
edificios, con el cuidado de conservar, junto
a las nuevas designaciones, las utilizadas por
los arqueólogos de proyectos anteriores y las
populares. Con esto se evitan la confusión y
las engorrosas búsquedas de equivalencias.
Quedan incluidas en el registro las pinturas
descubiertas en los trabajos arqueológicos
más recientes. Es, por tanto, un registro
puesto al día y ordenado bajo criterios de
clasificación explícitos y lógicos.
Antecede al desarrollo de las cédulas un
breve capítulo en el que se precisan los elementos arquitectónicos utilizados en el registro de los murales. En dicho capítulo se
fija la nomenclatura y se ilustra con dibujos
que proporcionan ejemplos suficientemente
claros.
Las cédulas son sistemáticas en su desarrollo y ricas en contenido. Resumo su exposición a los encabezados generales: ) hallazgo y localización actual, ) historia y
condición del mural, ) descripción material, ) descripción formal e interpretación y
) referencias bibliográficas. El lector que
desee conocer el desglose de estos puntos
encontrará la lista completa en las páginas
y del tomo . Como puede observarse, se pretende concentrar los datos más importantes sobre los murales y se remite al
interesado a las fuentes bibliográficas en las
que puede ampliar su información.
El registro no es exhaustivo. Se omiten
las ilustraciones y la descripción de algunos
murales. Es el caso de las pinturas de Amanalco que no están in situ. Su ausencia no
queda debidamente justificada. De ellas sólo
se dice que su referencia puede encontrarse
en las obras de Berrin y Pasztory. Creo que
son informaciones que deberían agregarse
en las ediciones futuras de esta obra.
El material gráfico, aspecto fundamental de este proyecto, se integra por una
considerable cantidad de fotografías a color
de los murales catalogados. Se acompañan
de dibujos en los cuales pueden apreciarse
rasgos que no se perciben en las reproducciones fotográficas y pinturas reconstructivas que permiten apreciar obras que hoy
están desaparecidas o en grave proceso de
degradación. En este aspecto destaca la
labor de José Francisco Villaseñor. La vista
general de lo que fue el mural de los Animales Mitológicos es uno de los grandes logros de esta obra.
La ubicación arquitectónica por medio
de planos, plantas, dibujos isométricos y
perspectivas aumenta considerablemente la
apreciación de los murales. Con ella se da
una idea de los volúmenes y disposición conjunta de las obras. Para la mejor comprensión del contexto formal en que existieron
las pinturas en el tiempo de su producción,
se calcula la altura de las paredes a partir de
un promedio de los pocos muros cuyo estado
de conservación permite hoy hacer una medida. En esta contextualización arquitectónica destaca la labor de Gerardo A. Ramírez.
Otro recurso novedoso es la reconstrucción
de formas y colores de murales dañados; se
hacen a partir de técnicas de cómputo, técnica que ilustra cómo fue el mural de las
águilas de T otómetla en las figuras revitalizadas por Ricardo Alvarado.
El catálogo, en su conjunto, es una obra
excepcional. Es el fruto de una labor de romanos. Reúne en forma sistemática un considerable volumen de información que, concentrada, potencia su valor porque permite
apreciar globalmente lo que fue la producción pictórica mural teotihuacana. La posibilidad de comparación inmediata de formas, colorido, símbolos, épocas, estilos y
ubicación relativa hace que el especialista
adquiera una nueva apreciación del conjunto al correlacionar los datos con mayor facilidad y provecho. Por lo que toca a la metodología, los resultados de esta primera etapa
sirven para fundar las futuras investigaciones sobre la pintura mural y proporcionan
elementos para la catalogación de otras formas de expresión artística. Es un proyecto
que sugiere y facilita la creación de proyectos similares que, de realizarse, proporcionarán de inmediato información suficiente
para la retroalimentación interpretativa de
los símbolos de las antiguas culturas de nuestro país. El libro cumple también la función
de conservación y preservación del patrimonio, en tanto permite detectar la falta o el
deterioro de los restos arqueológicos que
han quedado registrados.
Sin embargo, debe tomarse en cuenta
que un trabajo de esta naturaleza nunca
puede considerarse obra concluida. Los criterios tradicionales de la cristalización de una
investigación en un libro no son suficientes.
T anto en T eotihuacan como en el resto de
las zonas arqueológicas del país, los nuevos
descubrimientos irán desfasando los logros
de esta obra si no es concebida como banco
permanente de información. Esto en cuanto
al catálogo; pero otro tanto puede decirse de
los trabajos que integran el segundo tomo.
Son, en su unidad con la información del
catálogo, una indudable fuente de debate
científico que avivará la discusión entre los
especialistas, y en este sentido las argumentaciones de un futuro inmediato cambiarán
perspectivas y enriquecerán el campo de
estudio. Esto también deberá ser consignado. ¿Cuál será la solución? ¿Ediciones
subsecuentes, sujetas también a la rápida superación? Las actuales técnicas de cómputo
pueden ser la salida a otro tipo de edición,
de la que este volumen puede ser el arranque. Pensemos en la posibilidad de que los
especialistas obtengamos versiones computarizadas, siempre al día, del material
iconográfico que precisamos. Pensemos también, con mayor ambición, en que podamos
navegar virtualmente frente a murales reconstruidos con formas y colores originales.
El primer paso para esta clase de realizaciones ya está dado, y lo es el volumen sobre
la pintura mural de T eotihuacan. La magnitud del proyecto y los alcances logrados en
su primera etapa permiten esperar que se
traspasen los límites de la utopía.
Si esto se lograra, propondría yo desde
ahora algunos cambios de criterio en la
continuación de esta obra. El primero, una
adición a los puntos de la cédula: la consignación — en todos los casos en que sea
posible— de la antigüedad atribuible a la
obra. Esta información aparece algunas veces en el punto . de la cédula; pero no
siempre queda registrada. Reconozco que en
ocasiones el cálculo debe hacerse dentro de
parámetros demasiado amplios. Así nos lo
aclara Rubén Cabrera al referirse a la cronología de los murales de Atetelco: “Del cuantioso acervo pictórico, la gran cantidad de
murales teotihuacanos hasta hoy descubiertos, solamente algunos tienen una temporalidad aproximada, inferida por la cronología
que poseían los edificios en los que se ubican, y aún así no se puede precisar en qué
momento de la existencia del muro que los
soporta fueron ejecutados, aunque en la
mayoría de los casos debieron ser pintados
cuando entró en funciones el edificio al que
corresponden” (tomo , p. ). Pero, aun
demasiado vago o demasiado dudoso, el
señalamiento cronológico es útil. Podría
agregarse a la cédula, en todo caso, de qué
autores proviene el cálculo, qué verosimilitud posee, etcétera.
El segundo criterio que no comparto es
el de omitir casos específicos del registro
general. Esto sucede cuando el texto se refiere a La Ventilla, T otómetla y T epantitla.
En los dos primeros la omisión se debe a
que la información se hizo a partir de notas
informativas realizadas casi inmediatamente
después del hallazgo; en el tercero, a que en
el segundo tomo del primer volumen María
T eresa Uriarte da a conocer una nueva interpretación de las escenas que han sido
conocidas con el nombre de T lalocan. Creo
que la información, aunque resultara repetitiva en algunas de sus partes, debería consignarse con respeto a la forma establecida
en la cédula canónica, lo que garantizaría no
sólo la uniformidad del conjunto, sino la
facilidad de la consulta. Más allá de lo anterior, la excepción puede provocar omisiones
en el registro y la ilustración de pinturas importantes, como son los imponentes árboles
de T epantitla, con sus troncos retorcidos,
sus flores, néctar, aves, jades, arañas, peces,
mariposas y la misteriosa divinidad donadora que se yergue sobre la cueva repleta de semillas. Son imágenes, por cierto, que han
sido objeto de numerosos estudios y comentarios entre los especialistas.
C ristóbal de V illalpando,
ca. -. C atálogo razonado
de Juana Gutiérrez Haces, Pedro Ángeles,
Clara Bargellini y Rogelio Ruiz Gomar
México, Fomento Cultural Banamex-Universidad
Nacional Autónoma de México (Instituto de Investigaciones Estéticas), , p., ils.
por
Resultado de un trabajo llevado a cabo en el
Instituto de Investigaciones Estéticas de la
con el patrocinio de Fomento Cultural Banamex, el libro que ahora se presenta, con ser un bellísimo objeto de fácil (y,
por lo lujoso, casi sensual) manejo, es una
contribución de máxima importancia para
los estudios sobre la pintura barroca novohispana.
La obra se divide fundamentalmente en
dos partes: una serie de estudios y el catálogo del corpus de la obra de Villalpando. La
primera parte empieza, después de las presentaciones institucionales, con un corto ensayo de Jonathan B rown (“C ristóbal de
Villalpando y la pintura barroca española”,
pp. -). Sigue el estudio de la obra propiamente dicha dividido en cuatro capítulos, los cuales corresponden a otras tantas
fases de la carrera del pintor, según los autores: una primera desde los comienzos, hacia , hasta ; la segunda desde
hasta ; la tercera desde hasta ,
y la última desde hasta la muerte del
artista, en . Por su lado, el catálogo está
dividido en dos partes, el “catálogo razona-
do” (pp. -) y el “catálogo general” (pp.
-), y cierra con una lista de “obras cercanas al estilo de Villalpando” de nueve
piezas, todas reproducidas en color (pp.
-). La bibliografía integral llena ocho
páginas (pp. -).
El “catálogo general”, en realidad un estudio a profundidad de una parte del “catálogo general”, contiene piezas (algunas
corresponden a series o a retablos completos), con textos firmados por los respectivos
autores, reproducciones en color de gran
formato y, a veces, detalles a toda la página
de las obras estudiadas. El “catálogo general” comprende toda la obra de Villalpando,
limitándose las respectivas fichas a los datos
técnicos: materiales, dimensiones, procedencia, bibliografía, fortuna crítica para los
cuadros más significativos o conocidos. Este
minucioso aparato crítico será de inmensa
utilidad para todos los estudios y trabajos
futuros sobre Villalpando.
El libro está magníficamente ilustrado
con fotos en color de gran calidad de toda la
obra de Villalpando, con cuadros de sus
antecesores y contemporáneos y con grabados utilizados por el maestro novohispano.
En el catálogo razonado se incluyen además
fotos en color de los retablos pintados por
Villalpando (núms. , y ), los cuales
se repiten en el catálogo general en esquemas dibujados (al que se agrega el retablo de
Huaquechula, núm. ).
Difícilmente se podría exagerar la importancia de este nuevo Villalpando. Sobre
el pintor, aparte los estudios parciales de los
últimos años incorporados en distintas publicaciones, libros, revistas y obras colectivas, disponíamos de la clásica y antigua
monografía de Francisco de la Maza (),
indispensable, por cierto, pero ilustrada con
tristísimas reproducciones en blanco y ne-
gro, inutilizables en el salón de clase. Por
otro lado, el corpus de Villalpando comprende ahora el doble de las obras catalogadas por D e la Maza. D elante de este
suntuoso libro, tenemos la impresión de
que llegó por fin el libro que el pintor barroco más importante de América hace
mucho merecía. Y quizá también nosotros,
sus infatigables admiradores.
Para el estudio de la obra de Villalpando, los autores han privilegiado un análisis de
tipo formal e iconográfico, metodología
apropiada y fecunda. A partir de las pinturas fechadas de Villalpando, los autores
presentan obras nuevas y proponen una cronología del desarrollo formal del pintor.
Como tantos otros contemporáneos suyos,
Villalpando comienza por utilizar formas
sólidas circunscritas por un dibujo firme y
evoluciona hacia la disolución de los contornos, utilizando una pincelada suelta y
rápida. A estas características se asocia una
composición monumental y, a partir de un
cierto momento, un tipo muy particular de
manierismo barroco, típico de la pintura novohispana de la época. Los cuatro capítulos
de la primera parte acompañan la trayectoria
humana del pintor y analizan de manera sistemática todos los aspectos de su actividad
profesional, repartida fundamentalmente
entre las ciudades de México y Puebla.
Sobre la infancia y primera formación
de Villalpando poco se sabe. Su cronología
empieza en realidad en , con la noticia
documentada de su matrimonio; en los mismos años, su nombre aparece relacionado
con los pintores Pedro Ramírez y Baltasar
de Echave Rioja. En el primer capítulo se
discute la creación de una “escuela mexicana de pintura” en el siglo , la tradicional
influencia sevillana y el influjo de Rubens, a
lo que los autores agregan ahora la impor-
tancia de los pintores de Madrid de mediados del siglo.
Las primeras obras conocidas de Villalpando son las del retablo mayor del convento franciscano de Huaquechula, Puebla, en
(núm. , esquema del retablo en p. ),
muy repintadas a fines del siglo . Otra
serie importante de esta primera etapa es la
que el pintor hizo para la sacristía de los
carmelitas de San Ángel (núm. ). Los cuatro cuadros de la iglesia de Jesús Nazareno
T latempan, en Cholula (núm. ), parecen
constituir un ciclo completo y simétrico:
Cristo perdonando a dos mujeres pecadoras
(la samaritana y la adúltera) y curando a dos
hombres (el sordomudo y un ciego).
Como es sabido, Villalpando —al igual
que muchos artistas de su época— utilizó
con frecuencia grabados europeos como
modelo o fuente de inspiración para sus
obras. A los ejemplos mencionados en el
catálogo en el primer capítulo, puedo agregar dos pinturas inspiradas en grabados de
Adriaen Collaert de obras de Martín de Vos:
la bellísima Jesús y la samaritana (núm. .) y
La multiplicación de los panes y de los peces
(núm. ) [véase The New Hollstein: Dutch
Flemish Etchings, Engravings, and Woodcuts,
- , Koninklij ke van Poll, R ij ksMuseum, , vol. , núms. y
respectivamente]. D e hecho, La multiplicación… no ha sido copiada de una obra
peninsular sino directamente del grabado
flamenco, el mismo modelo utilizado por
Herrera el Viejo y Murillo y, en el Brasil, por
Domingos Rodrigues en la capilla-mayor de
la catedral de Salvador, Bahía (-).
El segundo capítulo estudia la producción realizada entre los años y .
De esta época es una serie de dolorosas firmadas (núms. -), con interesantes variaciones iconográficas, y El lavatorio, del
C armen de Puebla, igualmente firmado
(núm. ), donde Villalpando se divierte
con los efectos lumínicos. En el Martirio de
San Lorenzo, de T lalpujahua, Michoacán
(núm. ), según el modelo de T iziano
(probablemente, creo yo, a partir del grabado atribuido a Martino Rota que invierte la
composición de Cort), los autores descubren un cambio de dirección, hacia una más
grande soltura de pinceles, mientras que con
La asunción de la Virgen, de la catedral de
Aguascalientes (núm. ), Villalpando realiza la conquista del dinamismo y de la monumentalidad compositivas.
El barroco se afirma en Nueva España a
partir de los años , cuando Villalpando, muy probablemente, ya dispone de
taller propio. En estos años se acentúa la
influencia de Rubens sobre nuestro pintor,
la cual ya se había manifestado en los apóstoles del Museo de Q uerétaro (núm. ),
pintados seguramente de acuerdo con los
grabados de Ryckemans y de Isselburg (San
Felipe, San Bartolomé y San Mateo; núms.
., . y . respectivamente). Un ejemplo
de esta influencia puede observarse en La
asunción, de Guadalajara (núm. ), la cual,
contrariamente a lo que afirman los autores
(pp. - y ), es una versión literal,
tanto en su parte superior como en la inferior, del grabado de Bolswert que reproduce
el boceto o, mejor dicho, uno de los modelli de Rubens ( , Buckingham Palace),
para la tabla de la catedral de Amberes
(véase D idier Bodart, Rubens e l'incisione
nelle collezioni del Gabinetto Nazionale delle
Stampe, catálogo de la exposición de la Villa
della Farnesina alla Lungara, de febrero de abril, , Roma, D e Luca, ,
núm. ).
Para los dominicos de la ciudad de México, Villalpando compuso lo que puede ser
“el primero de los grandes lienzos ejecutados en la década de ” (p. ), la soberbia y compleja La lactación de Santo
Domingo (núm. ). Por estas fechas, el pintor elabora un tipo fisionómico particular
que lo va a distinguir de otros maestros novohispanos.
Con Santa Teresa recibe el velo y el collar
de la Virgen y San José (núm. ), que los
autores fechan al inicio de los años ochenta,
Villalpando realiza una composición original, alejándose del prototipo propuesto por
el grabado de Collaert-Galle de , seguido por Luis Juárez. Villalpando construye
una composición simétrica, con la santa entre la Virgen y San José y un rico fondo de
arquitectura en la parte superior.
Pocos años después, Villalpando pasa a
Puebla, donde va a dej ar una serie de
importantes obras. La creación más espectacular de este periodo es la fabulosa La transfiguración, de la catedral, de (núm. ),
obra de . m de altura cuyo programa
debe haber sido elaborado por el obispo
Fernández de Santa C ruz. Siguiendo la
vieja tradición tipológica, la pintura sobrepone un episodio del Antiguo T estamento
(Moisés y la serpiente de bronce) a la transfiguración. Sin embargo, en la Biblia pauperum el primer episodio estaba asociado al
Cristo en la cruz, mientras que en la pintura de Puebla sólo se representó, a un costado de la composición, la cruz con los instrumentos de la pasión. En realidad, la
pintura se explica por el contexto de rivalidad entre clero regular y clero secular en el
obispado de Puebla, y por el protagonismo
en ella del obispo Fernández de Santa Cruz,
de quien, en suma, el cuadro es un retrato
simbólico. Agréguese que la figura de
Cristo en la parte superior puede haberse
inspirado en la composición del Veronés en
la Academia de Venecia (), que Villalpando podía conocer por el grabado de Lukas Kilian.
En comienza Villalpando una serie
de lienzos para la sacristía de la catedral de
México, el conjunto pictórico barroco más
monumental de toda América, con el tema
general del triunfo de la iglesia. Las gigantescas pinturas siguen las célebres composiciones rubenianas de las Descalzas Reales de
Madrid y también, como los autores revelan, un grabado de Adriaen Collaert basado
en Martín de Vos, Los oficios del orden eclesiástico (p. ). La utilización de esta fuente posibilita una lectura iconográfica más
fina del T riunfo de la religión (núm. ).
Villalpando termina esta serie en , la
cual será continuada, como se sabe, por los
dos lienzos de Juan Correa.
En , nombrado veedor del gremio
de pintores y doradores, Villalpando se encuentra en el cenit de su prestigio profesional y social. Después de unos contrastadísimos Desposorios místicos de Santa Rosa de
Lima , de la Universidad de California en
Santa Barbara (núm. ), el pintor se marcha de nuevo a Puebla para pintar, al óleo
sobre tela, la cúpula de la catedral, única
obra americana de este tipo (núms. y ).
Realizada entre y , a ella se refieren
muy probablemente unos villancicos de Juana Inés de la Cruz compuestos para la fiesta
de la inmaculada de este último año. El programa iconográfico de la cúpula es complejo,
centrado en la exaltación de María-Ecclesia,
portadora de la salvación; anunciada por
Moisés, Elías y el Bautista; asimilada a la
custodia y al Arca de la Alianza; inmaculada
percibida en los cielos por sus padres; prefigurada, en fin, por Judith, Ruth, Esther y
Jahel, las cuatro heroínas del Antiguo T estamento, representadas en las pechinas.
El tercer capítulo trata de los años noventa. Éstos constituyen, para los autores,
una época de transición, calma y probablemente un poco conservadora, antes del regreso al barroquismo del último periodo.
Después de las monumentales obras de Puebla, Villalpando regresa definitivamente a
México. Ahí pinta una Vista de la plaza
mayor (núm. ), un documento de gran
importancia tanto sobre la vida social del
México virreinal como para la historia arquitectónica del Zócalo. La serie sobre la
vida de San Francisco, de Guatemala, de
circa (núm. ), constaba de cuadros, de los cuales subsisten apenas , algunos en muy malas condiciones. D e la
misma década es El dulce nombre de María ,
del M useo de la B asílica de G uadalupe
(núm. ), donde una vez más la Virgen
aparece asimilada al Arca de la Alianza.
Los desposorios de la Virgen, del Carmen
de la ciudad de México (núm. .), que
emparejan con una bien titulada Purificación de Santa Ana (núm. .), presentan
el curioso tema del vestido del sacerdote decorado con una serie de ojos. El tema es una
creación mexicana y, según creo, surge por
primera vez con Luis Juárez en Atlixco,
Puebla (véase Rogelio Ruiz Gomar, El pintor Luis Juárez. Su vida y su obra, México,
Universidad Nacional Autónoma de México [Instituto de Investigaciones Estéticas],
, núm. ), antes de instalarse definitivamente, con Villalpando y Correa, en la
pintura mexicana del siglo . En Los desposorios, el ojo debe significar la divina providencia, lo cual implicaría la idea de la
intencionalidad divina del matrimonio de
María, concebido como elemento determinante del proceso de salvación (véase Luís
de Moura Sobral, Bento Coelho (-) e
a cultura do seu tempo , Lisboa, Instituto
Português do Património Arquitectónico e
Arqueológico, , p. ).
De la misma época es La iglesia militante y la iglesia triunfante, de la catedral de
Guadalajara (núm. ), una variante de la
colosal obra de México. Debe notarse que
la figura de la iglesia triunfante lleva un
cetro con un ojo en su extremidad, atributo
de la modestia para Ripa. Esta figura puede
derivar de la personificación de la óptica en
el frontispicio de Rubens para el libro de
Francisco Aguilonius, Opticorum. Libri sex
(Amberes, ). Otra obra importante del
periodo es el retablo de Santa Rosa de Lima
(doce cuadros), en la capilla de San Felipe
de Jesús de la catedral de la ciudad de México, de - (núm. ).
D e los años noventa es la serie sobre
San Joaquín y Santa Ana , de La Profesa
(núm. ), con los curiosos episodios de La
Virgen niña ofrecida a la T rinidad (núm.
. ) y de San Joaquín y la Virgen niña
(núm. .), así como otras interesantes series devocionales sobre San José (núm. ) y
la Virgen (núm. ). En algunas de estas
pinturas —y también en el fabuloso Cristo
en el aposentillo (núm. )— , Villalpando
demuestra un interés particular por la figura
del “admonitor” arbertiano, el cual, colocado “entre” la pintura y el espacio del espectador, señala la escena.
Con el pasaje del siglo empieza la última etapa de la carrera de Villalpando. Es
entonces cuando se manifiesta con más evidencia una especie de manierismo barroco
que también ocurre en otras partes de Occidente en la segunda mitad del siglo ,
uno de cuyos precursores podrá ser el flamenco Simon de Vos ( - ). L os
desposorios de José y Asenet (núm. .) son
un buen ejemplo de estas tendencias. El
programa del retablo de Santa Rosa, de Az-
capotzalco (núm. ) comprende, además
de las pinturas del retablo propiamente dicho, una serie de lienzos colocados por encima, en las paredes. M uy interesante y
admirablemente resuelta es La promesa de la
eucaristía , de La Profesa (núm. .), de un
probable retablo de San Pedro. D e esta
época son también las fabulosas alegorías
del Museo Regional de Guadalupe, Zacatecas, de (núm. ). Los cuadros presentan importantes novedades iconográficas
y configuran densos conceptos teológicos,
desde la mística ciudad de Dios, basada en
los escritos de María de Jesús de Agreda,
hasta una curiosa versión de la sagrada
familia ampliada, que puede colocarse en la
tradición de la sacra conversazione y del
árbol de Jesé, pasando por una rara anunciación bajo una cúpula de los nueve coros
angélicos, y por el árbol de la vida, de simbología eucarística e inmaculista.
La última gran serie de Villalpando está
constituida por los medios puntos con
escenas de la vida de San Ignacio, de T epotzotlán, de (núm. ), basados en los
grabados de Rubens-Barbé. El pintor introdujo modificaciones significativas en las
composiciones de las estampas, según las
necesidades de la narración de su ciclo, agregando detalles e incluso inventando algunas
escenas. El capítulo termina con una nómina de pintores que fueron o pudieron haber
sido seguidores de Villalpando
Redactado a ocho manos, pero con gran
unidad metodológica y hasta estilística, el
libro es de manejo muy fácil, pese a que, como suele acontecer con este tipo de obras,
es necesario pasar con frecuencia de los textos de la primera parte a las noticias del catálogo razonado o a las ilustraciones del
catálogo general.
H aciendas de D urango
de Miguel Vallebueno Garcinava
Monterrey-T onalco, Gobierno del Estado de DurangoUniversidad Juárez del Estado de Durango-Secretaría
de T urismo-Graphic Factory, , p., ils., mapas.
por
y
Haciendas de Durango, de Miguel Vallebueno, es ciertamente un hermoso libro muy
agradable a la vista, atractivo para cualquiera, especialista o no, que se asome a sus páginas, pero tiene además otra cualidad: se
basa en un sólido trabajo de investigación,
lo cual lo convierte en un valioso instrumento de consulta y de análisis.
Podría parecer anacrónico iniciar la reseña de un libro reciente sobre las haciendas
norteñas refiriéndose al pionero de los estudios sobre este tema, François Chevalier, y a
su libro La formación de los grandes latifundios en México. Tierra y sociedad en los siglos
XVI y XVII (México, Fondo de Cultura Económica, ). Sin embargo, en el caso particular de la gran propiedad norteña el libro
sigue siendo válido y de hecho partiremos
de este punto para mostrar más de cerca en
qué consiste la originalidad del trabajo de
Miguel Vallebueno. No es un secreto para
nadie, en el medio de los historiadores mexicanos, que en los últimos años se ha desarrollado una acerba y de hecho muy injusta
“crítica” a lo que se ha dado en llamar las
“tesis” de Chevalier, en particular en lo referente a lo que se dice fueron sus propuestas
acerca del funcionamiento de la hacienda
ligada al latifundio. Hay quien ha llegado al
extremo de afirmar que el latifundio norteño colonial fue sólo un invento, producto
de la mente febril de Chevalier y que, en
realidad, esa gran propiedad nunca existió,
salvo en regiones marginales donde la falta
de agua y de recursos explotables facilitaba
la acumulación de grandes territorios en
pocas manos (véase por ejemplo José Cuello, “El mito de la hacienda colonial en el
norte de México”, en Empresarios indios y
estado. Perfil de la economía mexicana , compilación de Arij Ouwenel y Cristina T orales
Pacheco, Amsterdam, , , pp. ). Sin embargo, esta crítica —en especial
para el caso del norte— se basa en un absoluto desconocimiento del fenómeno. Sucedía, simplemente, que durante décadas
nadie volvió a abrir, de manera seria, este
expediente. Muchas de las fuentes empleadas por Chevalier, de excelente calidad aunque sumamente difíciles de consultar por
encontrarse en archivos particulares, nunca
fueron tocadas nuevamente y algunas de
ellas se perdieron, quizá sin remedio.
Esto significa que cualquiera que intentara reemprender el estudio de las haciendas
norteñas debía primero proveerse de una
sólida e innovadora base documental. Esto
es justamente lo que durante años, y con
enorme paciencia, ha estado haciendo Miguel Vallebueno para el caso de las haciendas duranguenses. Pilas enormes de fotocopias, millares de fichas, interminables
cuadernos de notas, conforman la base documental que apoya este trabajo. A partir de
ello, en sus páginas introductorias, Vallebueno ofrece un panorama del desarrollo de
las grandes haciendas duranguenses desde el
siglo hasta la reforma agraria, para luego
abocarse al estudio de haciendas cuya
característica en común es que conservan
hoy en día una parte de sus antiguas estructuras arquitectónicas y con ello, valga decirlo también, parte de su belleza de antaño.
Para los historiadores y, en particular, para
aquéllos que dentro de este gremio se especializan en cuestiones de arte, no es un ejercicio superfluo, ni mucho menos, adentrarse
en el estudio de un grupo social como el
gran hacendado, en este caso particular del
norteño. Al igual que los magnates de otras
latitudes, los grandes hacendados eran ellos,
junto con el clero regular y secular, los principales promotores de la llegada de todo
tipo de artistas y obra plástica hasta regiones
a veces completamente aisladas e ignotas: no
era raro incluso que se hicieran de los servicios de los artistas y técnicos más renombrados del momento. Desde su posición, imponían sus gustos e influían de una manera
o de otra en las modas y expresiones artísticas, al menos a nivel local. Al comparar el
desarrollo de la arquitectura en el centro de
México y en una zona tan alejada de la capital como Durango, el historiador puede dar
cuenta tanto del nivel de integración de
aquellos territorios a la vida cultural del virreinato, y después de la nación, como de
sus diferencias.
Como punto de partida de su análisis,
Vallebueno agrupó sus haciendas en ocho
regiones, consignadas en un mapa al final
del texto. No hay que dejarse sorprender
demasiado por la distribución espacial de
estas haciendas. Si bien casi todas las que
fueron incluidas en esta selección se hallan
situadas en las llanuras semidesérticas del
altiplano central (sólo algunas de ellas se
hallan en el sotomontano oriental de la sierra Madre), ello no significa que se trate de
propiedades económicamente precarias. T odas ellas tenían acceso al agua, ya fuera de
un río, de una laguna o de un ojo de agua y
sus campos agrícolas irrigados eran, en muchos casos, sumamente fértiles. Este factor
es tan importante para explicar el surgimiento y la existencia de las grandes propiedades septentrionales que lamentamos
que ni los ríos ni los ojos de agua estén reportados en el mapa final; sin embargo,
quedan consignadas en el texto las referencias para un ulterior estudio de este tema
fundamental.
Después de esta introducción general,
Vallebueno analiza la historia de cada una
de las haciendas elegidas desde su fundación, haciendo en particular un seguimiento
de los cambios de propietarios que las afectaron y tratando de ubicar, a partir de ello,
la aparición de estructuras arquitectónicas y
la progresiva incorporación de elementos
artísticos en ellas. La presencia de las bellas
fotografías que —en el sentido más amplio
del término— ilustran este trabajo se justifica de este modo plenamente. Más que simples añadidos, estas imágenes se convierten
en elementos para la investigación; en otras
palabras, son una vía de acceso irreemplazable a elementos de la vida cotidiana de
estas haciendas en el pasado, que de otra
manera permanecerían para siempre olvidados. Para ubicar estas imágenes en su contexto, Vallebueno se apoya, como decíamos,
en numerosas fuentes primarias, algunas de
las cuales provienen de archivos privados y
las más de acervos públicos (Archivo de
Instrumentos Públicos de Jalisco, Biblioteca
Pública de Jalisco, Archivo Histórico del
Estado de D urango, Archivo de Notarías
del Estado de Durango y Archivo de la Catedral de Durango).
Gracias a lo anterior, la obra de Vallebueno es un instrumento de trabajo sumamente valioso, que bien podría catalogarse
como un modelo del género. En nuestra
opinión, es muy superior al libro de Ricardo
Rendón, Haciendas de México (México, Banamex, ), cuyo escueto texto se pierde
en generalidades que muy poco ilustran al
lector, especialista o no, acerca de la vida y
las peculiaridades de las haciendas que allí
aparecen. Es igualmente más completo que
Haciendas de Chihuahua (Chihuahua, Gobierno del Estado de Chihuahua, ), cuyo texto fue tomado de notas inconclusas
del desaparecido historiador Guillermo Porras Muñoz; los editores de este libro ni siquiera tuvieron el cuidado de añadir notas o
alguna pequeña introducción.
Un elemento importante del estudio de
Vallebueno es que hace notar que las estructuras coloniales que sobreviven en Durango
datan sólo de finales del siglo . Incluso
podría pensarse que fue justamente entonces la época de oro de las haciendas norteñas
(véase Salvador Álvarez, “T endencias regionales de la propiedad territorial en el norte
de la Nueva España”, en Actas del II Congreso de Historia Regional Comparada , Ciudad Juárez, [editor], , pp. -). En
ese periodo aparecieron los magníficos caserones, capillas, almacenes y casas de cuadrillas que hoy se conservan del periodo
colonial, y muchas también de las que se remodelaron durante el siglo . El autor
también examina cómo eran las antiguas
capillas de las haciendas que mejor se conservaron, ya que fueron respetadas por los
revolucionarios y se restauraron gracias al
interés de los vecinos. En cambio, la llamada casa grande y el resto de los edificios,
generalmente construidos de adobe, sufrieron mucho más los embates del tiempo y las
turbulencias sociales. En el libro se destaca
igualmente un grupo importante de haciendas que aparecieron como tales ya en el siglo
y algunas en pleno porfiriato, lo que da
testimonio de la vitalidad que esta forma de
propiedad territorial conservó durante ese
largo periodo.
Este libro puede verse también, en suma, como una suerte de catálogo de elementos de un paisaje rural norteño que se
creó durante el periodo colonial y sobrevivió en un convulsionado siglo . En efecto, a pesar del letargo económico que vivió
la región durante los dos primeros tercios de
ese siglo, la hacienda no sólo no perdió su
importancia sino que en muchos casos la
incrementó. No es de extrañar, así, que durante el porfiriato la hacienda, que era una
de las bases de la economía norteña, se renueve al influjo de las actividades económicas que se introdujeron durante ese periodo:
en este libro vemos cómo, lejos de desaparecer, esta última modernización permitió un
renacimiento de la arquitectura de la hacienda que seguía siendo un elemento esencial del paisaje rural norteño.
El análisis de la vida de estas haciendas
es, dentro de los límites de espacio asignado
al autor, lo más exhaustivo posible. Para
cada una de las haciendas contempladas en
su estudio, Vallebueno señala el primer dueño, la fecha de fundación y, en la medida de
lo posible, los cambios de propietario. Cita
a los viajeros y visitadores que hacen mención de ella y termina con la descripción de
la arquitectura de los edificios y de la riqueza artística de los bienes que aún se conservan. Las descripciones vienen a menudo
a sustituir las fotos de detalles arquitectónicos que, desgraciadamente, ya no pudieron incluirse en la publicación. El libro
comprende también fotografías antiguas e
interesantes mapas coloniales inéditos de la
época colonial y del siglo . Las referencias de datos de carácter social o económico
son más esporádicas pero no por ello menos
interesantes. Nos hubiera gustado también
encontrar cuando menos algún estudio de
inventarios de bienes de esos potentes
hacendados. La sencillez arquitectónica de
esas haciendas, a menudo calificada incluso
de austera, no correspondía forzosamente
con los bienes muebles que poseían los
dueños de esos latifundios norteños, cuyo
gusto por la ostentación ha dado pie a centenares de consejas en aquellas regiones (en
el norte sólo contamos para este tema con el
trabajo de Gustavo Curiel, Los bienes del
mayorazgo de los Cortés del Rey en . La
casa de San José del Parral y las haciendas del
río Conchos, Chih. , México, Universidad
Nacional Autónoma de México [Instituto
de Investigaciones Estéticas], , referente
a la hacienda de los Cortés del Rey, de principios del siglo , situada en el actual
territorio de Chihuahua). No puede descartarse, por ejemplo, que el magnificente
adorno que encontramos descrito para
muchas de las capillas de haciendas tuviera
su contraparte en el decorado interior de las
viviendas principales. Sin embargo, restan
muy pocos ejemplos de los objetos que se
encontraban en el interior de estas casas.
Como bienes valiosos que eran, en innumerables ocasiones muebles y obras de arte
sirvieron para ayudar a subsanar deudas e
hipotecas de hacendados en épocas malas,
de manera que es sólo recurriendo a los
inventarios como sería posible reconstruir
este jirón de la vida cotidiana de entonces.
La reforma agraria y el consecuente desmantelamiento de las haciendas hizo también
que los propietarios removieran su añejo y
valioso mobiliario, por lo que gran parte de
lo poco que queda se encuentra hoy, a veces, en anónimas viviendas citadinas.
Vallebueno distingue tres etapas constructivas para las haciendas: el fin del periodo
colonial, la mitad del siglo y el porfiriato. Podemos relacionar esos tres momentos
con periodos de expansión territorial de las
haciendas: las composiciones de tierras del
siglo permitieron a los hacendados
adquirir derechos legales sobre tierras que
no habían ocupado aún; hacia la mitad del
siglo se consolidaron las oligarquías y
cacicazgos que salieron triunfantes después
de los largos disturbios característicos de las
primeras décadas del México independiente,
y durante el porfiriato florecieron las
grandes propiedades territoriales con el
decidido apoyo del poder central. Vallebueno realiza una prosopografía de los
hacendados duranguenses más prominentes
y encuentra una coincidencia entre etapas
constructivas y renovación de las oligarquías
locales.
La etapa constructiva de las haciendas
del siglo se inserta en la última fase del
barroco, como lo demuestra el autor al describir las casas de la hacienda de La Punta y
la del Mortero, que tienen un claro parecido
con la casa Zambrano de la capital duranguense, la cual fue edificada también en esa
época. En , el neoclásico fue introducido en el estado de Durango por la prominente familia de hacendados Yandiola-del
Campo y floreció a mediados del siglo cuando se verificó el auge algodonero en la región. No fue sino hasta la segunda mitad
del siglo , señala Vallebueno, cuando los
dueños de las haciendas sustituyeron los viejos altares de las capillas por altares de cantera. Aparecieron también los típicos torreones
que, se supone, tuvieron su origen en las
guerras sostenidas en aquella época contra
los apaches, pero cuyo papel como elemento
decorativo — nos parece— debe todavía
estudiarse. A finales de la centuria se construyeron las primeras capillas neogóticas
(haciendas de El Saucillo y Las Lajas) y se
introdujo en Durango la moda de los chalets
de tipo europeo que vinieron a dar muerte
al típico patio de origen colonial que había
perdurado hasta entonces. Por otra parte
— como lo han analizado el propio Vallebueno y Fernando Berrojalviz, en un interesante artículo publicado en el número de
la revista Transición, de la Universidad de
Durango), a partir de finales del siglo
los vascos llegaron a dominar la oligarquía
local. Esta presencia masiva de vascos en la
élite regional se reflejó en la arquitectura de
las haciendas con la aparición del juego del
rebote, que llegó a conformar una parte tradicional de las haciendas norteñas durante
todo el siglo .
A todo lo largo del texto, Vallebueno se
empeña en fechar las construcciones, nombrar a los arquitectos y encontrar especificidades locales en el desarrollo de los estilos,
por lo que este libro pionero servirá de referencia y consulta para todos los historiadores del arte interesados en el tema. Si bien
los editores hicieron una lista cuidadosa de
las haciendas estudiadas en cada municipio,
por desgracia el libro no cuenta con índice
onomástico. Carece también de una bibliografía general. Vallebueno emprendió una
tarea tan necesaria como gigantesca y ciertamente logró establecer premisas generales,
lo cual constituye un enorme avance. Él abre
el camino para los futuros estudios al localizar las haciendas, registrarlas y reunir sobre
el tema una gran cantidad de documentos.
Además, gracias a su paciente trabajo de catalogación, las autoridades gubernamentales
poseen ya un invaluable instrumento de trabajo para tratar de salvaguardar una importante parte del patrimonio histórico regional.
Concluye el libro con un breve epílogo,
el índice de las haciendas y un utilísimo
mapa de ubicación de las haciendas consideradas, donde aparece la actual red de caminos. Esto permitirá a los curiosos ir a los
lugares para reconocer las ruinas y edificios
fotografiados en el libro; constatamos en
efecto que, salvo excepciones, todas están situadas en zonas accesibles por carretera.
Sólo lamentamos, para terminar, que el
nombre del autor no aparezca en la portada
exterior ni interior. En cambio, todos los
honores son dados al gobernador de D urango, Maximiliano Silerio Esparza, quien
— en su brevísima presentación— se contenta con agradecer a la Secretaría de T urismo la publicación de esta obra (esta presentación se acompaña, por cierto, con una
foto a todo color del gobernante). El nombre del autor tuvimos que buscarlo entre los
de las numerosas personas merecedoras de
algún crédito por haber “contribuido” a la
publicación del libro. Curiosamente, Vallebueno aparece allí mencionado por partida
doble: se le da crédito por haber realizado la
“investigación y textos” y por haber tenido a
su cargo el “cuidado de la edición”. T al parece que estas personas ignoran la diferencia
que existe entre un autor y un “colaborador” en una obra científica: semejante modo
de hacer las cosas no hace sino desprestigiar
a los políticos de la entidad, por el poco
aprecio que le tienen a la labor académica.
México, ciudad de papel
de Gonzalo Celorio
México, T usquets, , p.
por
Gonzalo Celorio define a la ciudad de México como “atroz y amada, fascinante y desoladora, inhabitable e inevitable.” Desde su
casa en las montañas de San Nicolás T otolapan, ve la inmensa mancha urbana y reflexiona sobre sus valores. Para Celorio, la
historia de la formación urbana, desde México-T enochtitlan hasta la megalópolis de
hoy, es la historia de sus destrucciones permanentes. Cada época inventa su propia
ciudad, sus propias arquitecturas, mismas
que deberían expresar la voluntad del tiempo en el espacio. No sólo la modernización
en el siglo dejó su sello en la textura de la
ciudad, negando la herencia estructural del
pasado: el autor realiza un breve recorrido
para hablarnos de las sucesivas etapas que
han revuelto el cuerpo de la ciudad: el cambio de la capital mexica por la ciudad virreinal, la renovación de la urbe en el siglo
, la revolución urbana desde la independencia y, finalmente la “americanización” del México moderno. Dice Celorio:
“Es una ciudad en la que no se pueden recargar los recuerdos.”
La memoria urbana sólo sobrevive en lo
que Celorio llama la ciudad de papel, es decir en las descripciones, himnos y novelas
que nos permiten revitalizar las ricas dimensiones históricas. En un panorama impre-
sionante marcado por el soldado-cronista
Bernal Díaz del Castillo y el novelista Carlos Fuentes, emerge el potencial creativo y
conflictivo de la ciudad de México. Parece
que los monumentos arquitectónicos sobrevivientes sólo dan un resplandor modesto de lo que hizo de esta ciudad una de
las más fascinantes del mundo. C on la
memoria urbana depositada en la literatura,
se intensifica la nostalgia por los valores perdidos en la megalópolis actual. Recordando
el himno de Alexander von H umboldt
sobre las condiciones geográficas únicas de
la ciudad de México, es posible estimular los
pensamientos para rescatar las cualidades
ecológicas y la cultura urbana hoy, al fin del
siglo y milenio.
De lo que Celorio habla es de la ciudad
que tenemos en la cabeza, la ciudad imaginaria que cada ciudadano tiene, que a veces
logra expresar o tal vez intenta conservar. Es
el motor que hace a la cultura urbana sobrevivir a todos los cambios, catástrofes y contaminaciones. Sin una reflexión de la ciudad,
sea complaciente o crítica, muere la vitalidad
urbana; más aún, regresaríamos a un estado
primitivo en el que la aglomeración urbana
solo funcionaría como campo de batalla de
intereses particulares. Enfrentado cotidianamente con el desarrollo crítico de la megalópolis M éxico, con su disolución de
comunidades, su destrucción ecológica, con
su transformación radical permanente, en
fin, el libro nos hace pensar, detenernos en la
lectura, y reflexionar.
Celorio persigue una estrategia doble:
recordar a la ciudad literaria como una rica
herencia cultural y, también, añadir un nuevo capítulo, una nueva hoja de la misma
ciudad de papel. Fijar la memoria urbana en
papel, ése es el juego pensativo y autocrítico
del homme des lettres. T an sutil como ins-
pirado, Celorio sabe atraer a sus lectores en
esta búsqueda palpitante de las huellas históricas de la ciudad. Su discurso sobre la destrucción real y el rescate imaginario de la
ciudad abre espacios intelectuales para entender el complejo fenómeno de la ciudad,
o sea la megalópolis México. Su propuesta
para leer la ciudad se funda en la filosofía
urbana de Walter Benjamin y su magnífica,
indefinida y con frecuencia sobreexplotada
obra sobre los passages de París. La reconstrucción metafísica de la ciudad que Benjamin propone define esos fragmentos de la
cultura urbana que dan sentido en el rápido
proceso de la modernización —un método
que vale la pena aplicar a la megalópolis
México.
Uno de los cuestionamientos que surgen de la lectura de México, ciudad de papel
es que la cultura urbana sólo puede sobrevivir en las hojas pobladas de palabras (o en
las pantallas de la pintura o del cine). Sin
embargo, si el proceso de entendimiento
sólo se refiere a sí mismo y no inspira la formación vital de la megalópolis, bastaría una
nueva biblioteca de Alejandría en lugar de la
ciudad vital. Hay que pensar sobre las posibilidades de intervenir en la planificación
urbana, su redefinición como tarea filosófica, para dominar el cambio estructural que
siempre caracterizó a la cultura de las ciudades. El excelente libro de Celorio tendría
que circular en las oficinas del gobierno del
Distrito Federal como inspiración para preservar o recrear una ciudad viable —porque
ninguna ciudad literaria o virtual puede reemplazar a la ciudad real con la que tenemos que vivir.
En Las ciudades invisibles, Italo Calvino
hace reflexionar a Marco Polo: “Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las
palabras, se borran [… ]. Q uizá a Venecia
tengo miedo a perderla toda de una vez, si
hablo de ella. O quizá hablando de otras
ciudades la he perdido ya poco a poco.”
Los ecos de Mathias Goeritz.
C atálogo de la exposición
compilación de Ferruccio Asta
Catálogo de la exposición del Antiguo Colegio
de San Ildefonso, México, Instituto Nacional de Bellas
Artes-Universidad Nacional Autónoma de México
(Instituto de Investigaciones Estéticas-Coordinación
de Difusión Cultural-Antiguo Colegio
de San Ildefonso)-Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes-Instituto Goethe-Patronato de la Industria
Alemana para la Cultura, , p., ils.
Los ecos de Mathias Goeritz.
E nsayos y testimonios
compilación de Ida Rodríguez Prampolini
y Ferruccio Asta
México, Instituto Nacional de Bellas Artes-Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad
Nacional Autónoma de México (Instituto
de Investigaciones Estéticas-Antiguo Colegio de San
Ildefonso), , p., ils.
por
Mathias Goeritz fue un artista alemán que
vivió más de la mitad de su vida en México.
Goeritz llegó a nuestro país en , invitado por el maestro Ignacio Díaz Morales para impartir la cátedra de historia del arte en
la Escuela de Arquitectura de la Universidad
de Guadalajara. A partir de este momento,
Goeritz permaneció en México hasta ,
año en el que murió. Ya ha pasado casi una
década desde la desaparición de este gran
artista, quien marcó al medio cultural de México, no sólo a través de su original pensamiento artístico, sino también por medio
de su quehacer pedagógico, sus escritos de
crítica de arte y su labor como organizador,
promotor y curador de exhibiciones y simposios internacionales de arte.
Una de las retrospectivas más importantes de la obra de Mathias Goeritz ha sido, probablemente, Los ecos de Mathias Goeritz , exposición cuya curaduría estuvo a
cargo de Ferruccio Asta y que se presentó en
el Antiguo Colegio de San Ildefonso hasta el
de abril de . Con motivo de la exposición se organizó un seminario en el Instituto de I nvestigaciones Estéticas de la
, en el que —durante nueve meses—
historiadores, arquitectos y artistas discutieron, investigaron e hicieron crónica y
anécdota de la vida y obra de Goeritz. El
resultado de este trabajo son los dos libros
motivo de esta nota: el primero de ellos
constituye el catálogo de la exposición, conformado por dos textos de introducción
(“T odavía resuena su eco”, de Ida Rodríguez Prampolini [pp. - ], y “Mathias
Goeritz, su paso por el siglo”, de Ferruccio
Asta y Ana María Rodríguez [pp. -) y
por textos que analizan las distintas etapas del artista a partir de la curaduría de la
exposición. Estos textos van acompañados,
por supuesto, por una serie de ilustraciones
que representan una parte de la obra expuesta.
El segundo libro está formado por una
serie de ensayos y testimonios acerca de las
diversas facetas de Goeritz, escritos por críti-
cos de arte, arquitectos y artistas. Algunos
de estos autores, como los arquitectos Pedro
Friedeberg Landsberg, Ricardo de Robina
Rothiot y Luis Porter, el escultor holandés
Joop Beljon y los historiadores Ida Rodríguez Prampolini y Ferruccio Asta, fueron
alumnos, amigos o tuvieron lazos sentimentales importantes con Goeritz; esto hace que
sus testimonios tengan un enfoque transparente y directo de la multifacética personalidad de este artista.
De la exposición y su catálogo hay que
señalar que, probablemente, no habrían
podido realizarse de no haber sido por la
donación que Goeritz hizo de su archivo
personal y artístico al Centro Nacional de
Investigación de Artes Plásticas del en
. El curador de la exposición y los investigadores del seminario tuvieron acceso
irrestricto al material legado por Goeritz,
gracias a la colaboración de su actual director, Luis Rius.
El texto inicial de Los ecos de Mathias
Goeritz. Catálogo de la exposición, “Mathias
antes de Mathias. Influencia expresionista
en Goeritz”, de Natalia Carriazo (pp. -),
analiza la influencia que el movimiento
expresionista alemán tuvo sobre Goeritz en
sus años tempranos de estudiante, en el Berlín de los años treinta. El texto permite comprender la etapa siguiente del artista, en la
que realizaría una obra más madura; esto
fue en la España franquista de la segunda
posguerra, a donde Goeritz emigró en ,
después de una estadía de cuatro años en
Marruecos. En “La escuela de Altamira” (pp.
- ), Ida Rodríguez Prampolini relata
vívidamente aquellos años creativos en España y cuando Goeritz se mudó a Santillana
del Mar, ciudad cercana a las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, en donde
descubrió el arte arcaico del hombre prehis-
tórico, que lo dejaría marcado para toda la
vida. Rodríguez Prampolini conoció a Goeritz en Altamira, se convirtió en su alumna y
muchos años más tarde fue su compañera
en México. Por eso ofrece la imagen nítida
de un artista joven y audaz en un país extranjero, que intentaba infundirle a toda
costa una nueva savia al arte moderno. Rodríguez Prampolini analiza también la determinante influencia que tuvieron en
Goeritz Paul Klee, Joan Miró y Ángel Ferrant, quien fue su maestro y un gran amigo, y de cómo se convirtió en el elemento
catalizador de uno de los movimientos artísticos de vanguardia más importantes en España, la escuela de Altamira.
Algunos de los ensayos incluidos en el
catálogo de la exposición, como “La escultura de Mathias Goeritz”, de Ana María
T orres (pp. -), pecan un poco de ingenuos al poner demasiado énfasis en el aspecto
emocional, espiritual y expresivo de Goeritz.
Cierto es que el artista quiso ponerse en ese
extremo, pero lo hizo para combatir la decadencia del arte por el arte, y del arte excesivamente intelectual y desprovisto de un
contenido “expresivo”, pero Goeritz, que se
doctoró en filosofía e historia del arte, fue
un artista en el que distintas ideas y conceptos racionales se combinaron para darle
solidez a su discurso “emocional”. Afortunadamente, las contradicciones y el juego de
opuestos en la personalidad y en la obra de
Goeritz se hacen patentes en otros ensayos,
como “El Eco: una ecuación del movimiento” (pp. -), en el que Natalia Carriazo
describe el edificio-escultura diseñado por
Goeritz en para un museo de arte experimental. En el ensayo, Carriazo describe el
espacio de El Eco como “una experiencia vital inscrita dentro de una escala que oscila
entre la opresión y el movimiento”, pro-
duciendo una “reacción emocional que fluctúa entre la parálisis y la carrera”, y creando
una “tensión entre lo finito y lo infinito”
(pp. -). Carriazo también muestra el
interés de Goeritz de lograr un “arte total”,
en el que el movimiento que se genera dentro del binomio tiempo-espacio nos permita
ser poseedores de “un segmento de lo eterno
y lo innombrable” (p. ).
La idea de “arte total” estará presente en
Goeritz durante todo su periodo de producción en México, y esto se va a manifestar en
el trabajo en equipo que desarrolló con pintores y arquitectos para la creación de obras
de arte públicas. Ferruccio Asta nos describe
en su texto, “Arte urbano y arquitectura
emocional” (pp. -), la importante colaboración de Goeritz con el arquitecto Luis
Barragán y con el pintor Chucho Reyes, en
la que se conjugaron arquitectura, color y
escultura. T ambién subraya el interés de
Goeritz por “comprender el espacio arquitectónico como elemento escultórico grande”
(p. ). La participación de Goeritz en obras
arquitectónicas no se limitó a la escultura y
al diseño de espacios, sino que incluyó el uso
de vitrales para manejar el elemento lumínico, como en los vitrales de la catedral de la
ciudad de M éxico comisionados por el
arquitecto Ricardo Robina, los cuales —desgraciadamente— han desaparecido.
Uno de los ensayos del primer volumen
que más sorprenden es “El tema de la torre
en la obra de Mathias Goeritz”, de Larissa
Pavlioukóva y Adrián Soto (pp. -). El
estudio de la simbología de la torre, elemento
arquitectónico que obsesiona a Goeritz durante años, trasciende la necesidad estética,
fálica y religiosa del hombre, para internarse
en el campo del esoterismo del sistema
cabalístico. El mensaje oculto del simbolismo numérico estará presente en la mayor
parte de sus obras escultóricas de gran escala; además, en algunas de estas obras se
manifiestan también “la contradicción y la
síntesis entre lo inferior y lo superior, entre
lo oscuro y lo luminoso” (p. ). Hay que
elogiar también el texto de Francisco Reyes
Palma, “La exposición de Los hartos” (pp.
-), en donde el autor hace la única
crítica atrevida a la personalidad contradictoria de Goeritz, pues aunque su faceta provocadora tenía como cometido hacer caer
por los suelos el arte banal, egocéntrico,
oportunista y destructivo, a veces su discurso no tuvo suficiente coherencia, como en el
caso de la exposición Los hartos, que acabó
siendo una especie de “declaratoria de la
defunción del arte” (p. ) en la que, sin
embargo, fueron presentadas algunas obras
de arte de mala calidad, y en la que participó José Luis Cuevas, artista ciento por
ciento ególatra que nada tenía que ver con
los postulados de Goeritz. A fin de cuentas,
G oeritz también tuvo la necesidad (que
todo artista tiene) de dirigir la atención
pública hacia su persona.
Finalmente, hay que destacar los dos
textos de Alicia Sánchez-Mejorada: “Poesía
concreta” y “Antecedentes del arte correo”
(pp. - y -, respectivamente).
En el primero, Sánchez-Mejorada proporciona un buen marco histórico para detectar
los antecedentes de la poesía concreta surgida en Suecia y en Brasil a principios de los
años cincuenta, y hace un estudio de diversos autores que han teorizado acerca de este
movimiento (como Emmett Williams, Max
Bense y Jasia Reichard). En el segundo texto, Sánchez-Mejorada saca a relucir la incesante renovación de conceptos en Goeritz,
pero también la constante reaparición de
éstos. Para ella, la principal virtud de Goeritz fue la de haber sido un generador de
ideas que lo convirtieron en una figura clave
de la renovación artística en México.
El volumen Los ecos de Mathias Goeritz.
Ensayos y testimonios comienza con una
introducción de Rita Eder (pp. -), en la
que se señala la importancia de realizar una
revisión crítica de la personalidad y de la
obra de Goeritz. Eder realiza una sinopsis
de los diferentes textos presentados. Algunos de éstos constituyen testimonios de carácter libre y otros son ensayos académicos
que realizan una investigación más profunda
de la obra de Goeritz, haciendo un estudio
asiduo de los marcos históricos y culturales
de las distintas etapas del artista, que nos
permiten establecer comparaciones y analogías que enriquecen el análisis.
De los textos presentados podemos resaltar la agradable y amena “Autobiografía
de Mathias Goeritz”, escrita por Pedro Friedeberg Landsberg (pp. - ), quien fue
alumno brillante y buen amigo del artista.
En “Ma Go: visión y memoria” (pp. -),
Rita Eder muestra la influencia que Hugo
Ball — uno de los fundadores del movimiento dadaísta— ejerció en Goeritz, al
punto que La huida del tiempo se convirtió
en uno de sus libros de cabecera. Ball fue
uno de los precursores de la idea del cruce
de las fronteras entre las artes, que tanto
marcó a Goeritz y que lo llevó a la creación
de El Eco.
Es muy afortunado el texto de Hilda
Urréchega Hernández, “Mathias Goeritz,
promotor de la renovación artística en España. La escuela de Altamira” (pp. -), debido a toda la información que proporciona
acerca del periodo de Goeritz en España, y
que permite comprender la importancia de
Goeritz como promotor y catalizador cultural en la España de aquellos tiempos.
Reluce también “La pedagogía de Mathias
Goeritz” (pp. -), el texto de Luis Porter
Galetear —arquitecto y alumno de Goeritz
en la — , que describe con detalle la
labor pedagógica del polifacético artista,
cuya finalidad era la formación de individuos con una sensibilidad artística amplia
que les permitiera resolver distintos problemas y retos en el diseño.
Además del ensayo de Porter, cuatro
textos del volumen tratan también de la
relación de Goeritz con la arquitectura. De
éstos, los que más destacan son “Goeritz,
artista y constructor”, de Christian Schneegas (pp. -), y “La Ruta de la amistad ”,
de Joop Beljon (pp. -). El ensayo de
Schneegas es interesante ya que habla de la
exposición que curó en la Academia de Bellas Artes de Berlín en , para mostrar
por vez primera los proyectos escultórico-arquitectónicos conocidos, que Goeritz
realizó en la ciudad de México. Por otro
lado, Beljon relata las dificultades que tuvo
Goeritz para realizar un simposio de escultores en México, que finalmente se cristalizó
en el proyecto de la Ruta de la Amistad para
los juegos olímpicos de . Este proyecto
dejó descontentas a varias personas, incluidos algunos escultores y, por supuesto, a los
enemigos de Goeritz. Beljon nos ofrece el
retrato de un artista y organizador imperfecto, pero profundamente humanista y con
grandes cualidades como persona.
El ensayo “O ratorio monocromático
Los hartos”, de Francisco Reyes Palma (pp.
-), ofrece una crítica más profunda de
la antagónica personalidad de Goeritz. El
autor describe a este artista como “antivanguardista radical”, y menciona que en esto
radica la dificultad de situarlo en el mundo
del arte. Para Reyes Palma, el valor de Goeritz consiste en ser un “mensajero de lo imposible, hacedor de obras que representan
todo y nada”, y que acabó por construir
“más una liturgia que una estética” (p. ).
Por otro lado, en “Hitlahavut, Avodá, Canavá, Schiflut: religión en la obra de Mathias Goeritz” (pp. -), Diana Briuolo
se ocupa del aspecto religioso en Goeritz,
pero también de sus contradicciones internas, las que lo llevaron a la vanidad y el egocentrismo que todo artista necesita en cierta
medida. Finalmente, Jorge Alberto Manrique, “Mathias Goeritz, el provocador”
(pp. -), analiza los orígenes de lo provocador en Goeritz, así como la situación
cultural del México de los años cincuenta y
sesenta, que permitió que este artista se convirtiera en el elemento que hizo que fermentaran las vanguardias mexicanas que
lucharon en contra del arte representado
por David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera.
Por último, quisiera mencionar el excelente ensayo “Lo mexicano en la obra de
Mathias Goeritz” (pp. -), en el que
Ida Rodríguez Prampolini hace un original
análisis de la influencia que tuvo el arte prehispánico en el quehacer artístico de Goeritz. Según Rodríguez Prampolini, Goeritz
encuentra sobre todo una influencia en las
grandes dimensiones de los conjuntos arquitectónicos precolombinos, aunque —al mismo tiempo— en Goeritz existe también una
preferencia por lo mínimo como contrapuesto a lo máximo. La influencia de lo mínimo la podemos encontrar en la escultura
mexicana, así como en la miniartesanía popular de M éxico. O tras influencias importantes que tuvo este artista fueron el
color y la luz de nuestro país, así como la
simbología numérica de las culturas prehispánicas mexicanas, en la que Goeritz encontró un eco del sistema de la cábala occidental
que tanto le interesaba. Por otro lado, la serpiente, símbolo de Quetzalcóatl, y los Cristos sangrantes de México fueron elementos
que indujeron a Goeritz a la creación de figuras abstractas análogas.
Cabe destacar también el texto de Andrea Giunta, “Proyectos fundadores. Mathias Goeritz y Jorge Romero Brest en la
escena artística de posguerra” (pp. -),
que establece un paralelo entre Goeritz y el
crítico y editor argentino Jorge Romero
Brest, quienes establecieron una estrecha
correspondencia entre y . Giunta
hace un estudio global de las corrientes
artísticas de la posguerra en España, Argentina y México, y hace resaltar el deseo
permanente de Goeritz por romper las fronteras geográficas. Asimismo, es notable la
selección de retratos de Goeritz y sus seres
queridos, las fotografías de obras importantes no expuestas, los recortes de periódicos y la ilustración de los manifiestos, así
como la exhaustiva investigación hemerográfica y bibliográfica realizada por Ana
María Rodríguez Pérez, “Mathias Goeritz:
escritos y recepción crítica” (pp. -).
T ambién hay que alabar el magnífico diseño
gráfico tanto de este libro como del catálogo
de la exposición, llevado a cabo por Daniela
Rocha Cito. Sin embargo, es una lástima
que no se haya incluido en este volumen un
índice onomástico y un índice general.