Obituario de
Alfredo Molano Bravo
(1944-2019)
https://doi.org/10.15446/achsc.v47n2.86134
Alfredo Molano Bravo nació en 1944, en una familia bogotana de clase
media alta que conservaba algunas tierras en el altiplano cundiboyacense y
en los Llanos, y que tenía refinados gustos con dejos aristocráticos. De allí
salió el amor por el campo y sus trabajadores, así como por las corridas de
toros, a las que seguiría asistiendo hasta sus últimos días, a pesar de la creciente controversia en torno a esta afición. En cambio, ante la tierra siempre
mantuvo una distancia crítica, especialmente por su desigual distribución
en el país, de manera que prefirió inclinarse por los desposeídos.
Como muchas veces lo narró, Molano conoció la violencia a los cuatro
años, cuando desde su casa en La Calera vislumbró en el rojo atardecer del 9
de abril de 1948 a la Bogotá que ardía tras la muerte del caudillo. Días después,
presenció la ejecución de unos “nueveabrileños” por parte del alcalde de ese
municipio. La experiencia traumática de ver los cadáveres de “chusmeros”
liberales, se repetiría en los pueblos en los que pasaba vacaciones en las tierras calientes de Cundinamarca y Tolima. Pero en él, esa experiencia, que
para cualquier niño sería paralizante, se convirtió en motor de búsqueda
de las causas de nuestra violencia y la raíz de su profunda esperanza en las
bondades de la paz para Colombia.
Siguiendo con los recuerdos de Molano, su bachillerato no fue
nada brillante, y más bien transcurrió entre billares y cines. Cuando llegó
la hora de entrar a la universidad, se apartó de la tradición familiar de la
abogacía para ingresar a la carrera de sociología, recién fundada por tres
profesores que lo marcarían de por vida, cada uno a su modo: Orlando Fals
Borda, Camilo Torres Restrepo y Eduardo Umaña Luna. De acuerdo con
Francisco “Pacho” Leal, su compañero de pupitre en las aulas universitarias,
el Molano de esos años era todavía un muchacho de vestimenta formal:
“Cuando lo conocí, de chaleco, corbata y zapatos embolados, no imaginé
que fuera a cambiar su pinta tan radicalmente”.1 En todo caso, se metió
1.
Francisco Leal Buitrago, “Mi amigo Molano”, El Espectador [Bogotá] nov. 9, 2019.
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a fondo en los estudios sociológicos —me imagino que sacrificando los
billares, no así el cine que siempre le encantó—, mientras disfrutó la vida
extracurricular de la Nacional de esos años, incluidas la encerrona en el
auditorio de Derecho a Carlos Lleras Restrepo cuando era candidato del
Frente Nacional en 1964 y uno que otro tropel en la 26 o en la 45. Cuando
se graduó, Héctor Abad Gómez lo vinculó al Incora para aclimatar la
reforma agraria en el explosivo departamento de Córdoba. Por esas épocas
comenzó a cuestionar la rigidez de la academia por su distancia ante la
gente de carne y hueso. Sin embargo, no había llegado aún el momento
de la “ruptura epistemológica”, como él mismo la llamó en su discurso al
recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional en 2014.2
En sus palabras de agradecimiento por la distinción, recordó que por esos
años, siguiendo las enseñanzas de sus maestros,
buscábamos la verdad en algún barrio del sur de Bogotá y en alguna
vereda de Boyacá donde hacíamos prácticas de campo para contrastar
las tesis de la sociología académica, un poco densa, a decir verdad. Una
distancia que fue aumentando al ritmo en que me reencontré con la
mirada campesina, ese agujero por donde sigo mirando el país.3
A pesar de esos incipientes quiebres intelectuales, emprendió el viaje
a París para hacer su doctorado bajo la guía del reconocido colombianista
Daniel Pécaut. Parece que en la meca de la intelectualidad latinoamericana
de esos años aprendió poco y divagó mucho, según su propio testimonio.
Cuando regresó a adelantar su tesis sobre la renta de la tierra en la región del
Ariari en los Llanos orientales, comenzó su ruptura epistemológica y ética,
pues prefirió oír los relatos campesinos a seguir las acartonadas instrucciones
de los profesores franceses. Los testimonios recogidos en su trabajo de campo los fue fundiendo en personajes colectivos con nombres reales o a veces
inventados, sin acompañarlos de notas a pie de página ni referencias teóricas
o metodológicas. Todo ello fue tachado de antiacadémico al, supuestamente,
diluir la distinción entre la verdad y la ficción, y por no saberse a ciencia cierta
quién hablaba en los relatos: si los entrevistados o el entrevistador.
2.
3.
Merecido reconocimiento en el que puso mucho empeño el Departamento de
Historia, que lo solicitó durante varios años.
“Palabras de Alfredo Molano al recibir el doctorado Honoris Causa”, Universidad
Nacional de Colombia, sep. 26, 2014. Disponible en: https://prensarural.org/spip/
spip.php?article15098.
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De esta forma fue descartando el título doctoral para seguir la senda
de escuchar relatos de la Colombia profunda y escribirlos, algo que se le fue
imponiendo como un deber ser pero que hizo con agrado. Así lo señaló en su
discurso al recibir el premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista
en 2016: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus
padecimientos, su valor, sus ilusiones […] Mi oficio de escribir se reduce a
editar voces que han sido distorsionadas, falsificadas, ignoradas”.4
Estos cambios encajan en la primera imagen que recuerdo de él a fines
de la década de 1970, cuando era investigador del cinep. Al entrar a su
oficina un día cualquiera me encontré con un señor muy serio, de pelo
largo, pinta informal con mochila, bluyines y tenis de tela. Ya era otro
distinto de aquel muchacho refinado que conoció Pacho Leal en sus inicios
universitarios, pero lo que más me llamó la atención fue que tuviera un
par de diccionarios de la lengua castellana sobre su escritorio, sugiriendo
que escribir relatos de la gente es un arte que exige coherente sintaxis y
correcta ortografía. Luego comprendí que el aprecio por la buena escritura
no respondía tanto a una vanidad personal sino a la exigencia de respeto
por quienes le contaban sus historias. Hoy contrasto este recuerdo con la
afirmación del historiador marxista británico Eduard Palmer Thompson,
para quien la historia “desde abajo” ante todo debe ser buena historia,
sólidamente construida y mejor contada.
Pero en aras de la verdad, el Alfredo Molano de fines de la década de
1970 no había consumado aún su distancia radical ante la academia, lo cual
es también una faceta interesante de su vida, pues muestra que si dejó de
usar las normas académicas en sus escritos, no era porque les tuviera pereza
o no fuera capaz de seguirlas, sino porque “éticamente” no respondían a lo
que estaba descubriendo. Así, lo encontramos en 1977 como editor de
los dos volúmenes derivados del Simposio Mundial de Ciencias Sociales
realizado en Cartagena ese año bajo la orientación de Fals Borda. Dicho
evento reunió la intelectualidad más granada de las ciencias sociales a nivel
global que propugnaba por nuevos métodos de investigación, lo que ya se
conocía como Investigación Acción Participativa (iap). Alfredo Molano, en
su calidad de editor, escribió una pesada introducción a los dos volúmenes,
en la que quiso demostrar que la iap no era un método más de intervención
sociológica, sino una forma nueva de hacer ciencia y, simultáneamente, de
transformar el mundo, pues integraba la teoría y la práctica, convirtiendo a
4.
Alfredo Molano, “Escribir, vivir”, El Espectador [Bogotá] oct. 31, 2019.
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esta última en el criterio de verdad. Poco después, todavía como investigador
de cinep, escribió un valioso texto sobre las amnistías de Rojas Pinilla
y Lleras Camargo en el marco de La Violencia de la década de 1950. El
documento, de unas 160 páginas, fue publicado en la revista Controversia
(n.° 86-87 de 1980), y lo que sorprende de él no es solo la ágil reconstrucción
de la historia reciente del país con interpretaciones que iban más lejos de las de
sus maestros de la Nacional, sino el abundante uso de fuentes citadas a pie
de página, así como los anexos de información de prensa que inserta al final
junto con los respectivos decretos de las amnistías.
Curiosamente, en los obituarios de prensa poco se mencionan estas
primeras publicaciones de Molano y solo se señala que su primer libro fue
Los bombardeos en El Pato, que apareció pocos meses después también en
la revista Controversia (n.° 89 de 1980), pero en esta ocasión en colaboración con Alejandro Reyes, algo que también se suele omitir en las notas
periodísticas. En efecto, aquí ya encontramos al Alfredo Molano que todos
recordamos. En la introducción a este texto, en forma significativa se insiste
en “la verdad” de los relatos que se reúnen en forma imaginaria en una sola
cabeza, por demás femenina —Sofía Espinosa—. Como lo advierten los
autores en la presentación, fueron testimonios recogidos por Molano en el
estadio de Neiva, donde estaban refugiados los campesinos que huían de los
bombardeos en la zona de colonización de El Pato, una de las estigmatizadas
“republicas independientes” de los años sesenta. Los desplazados todavía
eran perseguidos a “sangre y fuego” por el simple hecho de ser colonos y
de simpatizar con la izquierda electoral agrupada en la Unión Nacional de
Oposición (uno). En unas 30 páginas Molano relata los avatares de esos
campesinos, así como sus luchas y esperanzas. En el texto ya no hay notas
a pie de página ni citas académicas. Solo están las voces de los colonos
fundidas en un solo relato en primera persona femenina. A continuación,
Alejandro Reyes hace el “análisis sociológico” en el que sí hay un despliegue teórico con el consabido aparataje crítico. Pero la fuente principal de
la reflexión de Reyes es el testimonio de Sofía Espinosa, a quien cita como
si fuera un personaje de carne y hueso. Estas dos formas de escritura, que
anticipaban, sin saberlo, los famosos dos “canales” que Fals Borda usaría
en Historia doble de la Costa, mostraban cómo ambos investigadores se
complementaban por esa época.
Años después, Alfredo Molano se lanzó solo tras la historia de la Colombia profunda con el libro Los años del Tropel (1985), también editado por
el cinep, con prólogo de su director, el padre Alejandro Angulo, con quien
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tuvo una estrecha amistad. En él despliega ampliamente su particular forma
de reconstruir las voces de los de abajo. Son narraciones que, para describir
la violencia en Colombia, reúnen diversos testimonios en seis personajes
colectivos creados por Molano: unos son conservadores, otros liberales;
unos trabajan como colonos, otros como negociantes; hay un profesor y una
campesina; unos provienen de Boyacá y los Santanderes, otros del centro del
país y algunos más de los Llanos. Son las voces olvidadas de las que hablaba
en su discurso doctoral en la Universidad Nacional.
Sus siguientes libros profundizarían esta senda investigativa, pero ya
en forma independiente de centros de investigación y universidades, pues en
periodos anteriores Molano también había incursionado en la labor docente.
Ahora, además, encontró un espacio para la publicación que ligaría el
destino con su producción: El Áncora Editores. A medida que publicaba más
libros y su obra era ampliamente conocida, la polémica académica subía de
tono. Tanto así que su antiguo maestro, Orlando Fals Borda, terció en un
prólogo a Siguiendo el corte (1989), valorando la producción de su exdiscípulo
sin que lo desvelara si escribía como sociólogo, periodista o literato. Fals
consideraba que la técnica usada por Molano era lo que llamó la “imputación”
sociológica, en este caso no tanto para llenar vacíos interpretativos, sino
para reunir testimonios en un personaje ficticio o real que habla en primera
persona. Pero, acota el fundador de la sociología colombiana, “esas técnicas
no se aprendieron en la academia. Se desarrollaron por fuera de ella como
una alternativa investigativa válida […] especialmente donde no hay
documentación escrita ni fuentes secundarias accesibles”.5 Aunque insiste
en que Molano ha demostrado en estudios previos ser un sociólogo “bien
formado”, reconoce —con alguna dosis autocrítica— que su producción,
como la de muchos otros egresados de la Nacional, no corresponde a la
“sociología institucional”.
Pero los debates académicos fueron polémicas entre colegas, a veces
un poco ácidas, pero nunca estigmatizadoras ni violentas. Otra fue la reacción
que fueron provocando sus escritos sobre la relación entre la concentración
de la tierra y la violencia, uno de sus argumentos recurrentes, ampliamente
difundidos también en sus columnas dominicales en El Espectador. Viejos y
nuevos terratenientes y ganaderos, así como narcotraficantes y paramilitares, desde una ideología de derecha, comenzaron a tacharlo de guerrillero
5.
Orlando Fals Borda, Antología (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia,
2010) 239.
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—infiltrado o no, poco importaba— y a amenazarlo en consecuencia.
Al principio se resistió a salir del país, pero el asesinato de amigos ambientalistas e intelectuales a finales de la década de 1990 lo pusieron en alerta y
lo obligaron a exilarse por varios años en Barcelona. En ese contexto transcribió historias de los desarraigados, bajo el título de Desterrados (2001). Aquí
ya no son solo los colonos expulsados por los bombardeos oficiales, por la
chulavita o por las motosierras paramilitares, sino también los desplazados
urbanos, quienes cuentan sus desgarradoras historias. Para ese momento el
estilo narrativo de Molano estaba consolidado y su propuesta metodológica era
aceptada por algunos sectores académicos que veían la necesidad de explorar
otras formas de acercarse a la realidad de los olvidados e ignorados del país.
Pero las derechas no cejaban en sus ataques y amenazas, lo que pospuso su
regreso hasta mediados de la primera década del 2000.
Sin flaquear en la búsqueda de las causas de la violencia, Molano siempre
postuló la necesidad de una salida política al conflicto armado. Por eso,
como le manifestaba a Antonia —su nieta preferida— en carta del 25 de
junio de 2016, se alegró profundamente con la desmovilización del m-19,
la expedición de la nueva Constitución del 91 y, sobre todo, con la firma de
los acuerdos de La Habana.6 En forma muy optimista, le decía a ella, que
dicha firma era el inicio de una Colombia sin guerra. Desafortunadamente,
los asesinatos de líderes sociales y desmovilizados controvirtieron esa
esperanza, pero Molano no se dejó desanimar e infatigablemente siguió
recorriendo el país, recogiendo historias y narrándolas en forma de libros
—más de 27— y cientos de crónicas y reportajes. Es una obra desigual,
como la de todo autor, con textos más consagrados que otros, pero en
todo caso es admirable no solo por la forma sino por el contenido crítico
y la orientación última de apostarle a la paz. Por ello también participó
activamente en el grupo de los doce —en realidad catorce— “historiadores”
del conflicto armado, de los cuales fue el único que ingresó luego a la
Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (cev), en la cual aportó hasta
el último día sus esfuerzos y conocimientos.
Molano murió el 31 de octubre de 2019, un día en el que se celebra una
fiesta que no le gustaba porque es importada. Se fue, como recuerda su
amigo Boaventura de Sousa Santos, en medio de los asesinatos de líderes
sociales y de desmovilizados, y, complementamos nosotros, pocos días
antes de este tremendo despertar ciudadano, especialmente juvenil, del Paro
6.
El Espectador [Bogotá] nov. 1, 2019.
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Nacional del 21n. Alfredo Molano Bravo nos dejó, pero su legado continúa
en muchas dimensiones: en la infatigable búsqueda de la verdad, no en el
sentido positivista, sino de aquella que refleja la realidad de la gente, pues
“escribir para mí, es ir hasta mis confines guiado por la vida del que está al
otro lado”;7 en el respeto a las voces de los olvidados e ignorados. Boaventura
tal vez tenga razón al decir que Molano fue el sociólogo más “objetivo”,
porque no construía “objetos” de investigación postrados a sus pies, sino
sujetos humanos iguales a él, dignos de ser escuchados; en la búsqueda de
métodos alternativos de investigación no sobre la gente, sino con ella, pues
como le dijo hace años un negro viejo en El Charco, Nariño: “Para conocer,
señor, hay que andar”;8 y finalmente, en descubrir las causas profundas de
la violencia para poder superarlas y así conseguir la anhelada paz. Solo así
podremos vivir “el último día de guerra en Colombia”, como lo confesó con
esperanza en la carta a su nieta Antonia.9
M au r icio A rch i l a N e i r a
U niversidad Nacional de Colombia
cinep
Bogotá, Colombia
7.
8.
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Alfredo Molano, “Escribir, vivir”, El Espectador [Bogotá] oct. 31, 2019.
“Palabras de Alfredo Molano al recibir el doctorado Honoris Causa”.
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