Abstract
HYA El estudio de un anillo, cuestión de la presente y breve exposición, extensible de igual manera a cualquier artefacto arqueológico, se podría enmarcar de la misma forma que los procesos de una autopsia de cuerpo humano. Las cuatro fases fundamentales en la necropsia para llegar a una conclusión final, precedida de una somera investigación (el levantamiento del cadáver, el examen externo, el examen interno y, finalmente, la realización de pruebas complementarias) tendrían su parangón en los procesos de datación y estudio de restos arqueológicos. Que duda cabe que el levantamiento del cadáver es esencial, como esencial es el contexto donde se produce el hallazgo arqueológico, el resto de las fases se solapan por perseguir los mismos fines. Es el caso de los anillos, esos diminutos objetos tan injustamente desatendidos, tan únicos, lejos de las repetidas y mecánicas acuñaciones monetales y aún así, hermanos menores de la cerámica y de cualquier otro artefacto arqueológico. A pesar del variado universo representativo que nos muestran, están subestimados y poco estudiados. Son verdaderas cápsulas de su tiempo pendientes de desentrañar los mensajes que trataban de trasmitir. Su cosmogonía y deidades, las costumbres y medio de vida de sus portadores, quedaron reflejados en estos objetos como reportaje fotográfico del tiempo al que pertenecen. Algunos no valorarán en su medida lo que uno personalmente experimenta en la investigación. Estos pequeños artefactos a veces deparan sorpresas. Presentan una iconografía difícil de entender. Uno los observa girándolos repetidamente entre los dedos, buscando una imagen racional. Tratando de escudriñar, entre la pátina, la suciedad milenaria y un importante deterioro, unas formas inteligibles al ojo moderno, comprensible en algunos caos solo dentro de la lógica de su tiempo. Una rara simbología que pudiera referirse a efemérides que nunca conoceremos. Pero sin embargo en otros casos es una satisfacción poder encuadrar la imagen, dotándola de una forma comprensiva al intelecto. Es, en ese esfuerzo, en esa búsqueda donde parece existir un vinculo sensitivo con el antiguo orfebre, un artista que con tan escasos medios realizó la diminuta incisión, esa entalladura llena de detalles que se nos va mostrando. Un difícil vaciado de una finura imposible, que uno, asombrado al poco tiempo de ir descubriendo los detalles, parecería entrar en conexión emocional con el artesano, que quizás espero también este momento. Nos estaba esperando detrás de las dudas del observador moderno, para que, como un acertijo al fin resuelto, poner en valor su obra, sincronizando para ello nuestros relojes biológicos a través del tiempo. Un momento de gloria, el reconocimiento de un esfuerzo tan lejano, que en modo de mi propio asombro y admiración, parecería sin duda corresponder íntegramente al artista. El ejemplo, que hemos elegido, dentro del gran universo de elementos existentes, es un anillo que formó parte de la colección Concepción M. García (1951), a la que tuvimos acceso hace años para el estudio de algunas de sus piezas. Este anillo en concreto, con origen presumible en el entorno de la localidad jienense de Linares, además de una desenfocada foto que nos fue remitida de su lamentable estado, parecería representar un motivo ecuestre. Todo ello nos sirvió además de su estudio y limpieza, para buscar también formas ocultas, lo que mas pudiera acercarse a su iconografía original. Sus características físicas se resumen en un aro seccionado de 4 mm. de grosor ligeramente plano convexo con 23,50 mm. de diámetro. Los 4,53 gramos de objeto roto, enmarcan un chatón horizontal ligeramente elíptico de 14 mm.x14,50 mm. y 4,5 mm. de grosor, donde aparece grabado mediante punzones la imagen globular de un caballo parado a izquierda, el excelente trabajo inciso dota al objeto además de prestigio y ostentación de la función de sello.