ARTÍCULOS
Alessio Gava
Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience
Facundo Bey
Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico:
ética y política en la tradición socrático-platónica
Guillermo Sibilia
El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos
según Spinoza
NOTAS
Marianela Calleja
Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética
Carlos Emel Rendón
“Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento
como extrañamiento
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
En este número:
REVISTA
LATINOAMERICANA
de FILOSOFÍA
Centro de
Investigaciones
Filosóficas
Buenos Aires
Argentina
CRóNiCAS
Clara Alicia Jalif de Bertranou
Juan Carlos Torchia Estrada (1927-2016)
Vol. 45 l Nº1 l Otoño 2019
Vol. 45
Nº1
Otoño 2019
ISSN 0325-0725
REVISTA
LATINOAMERICANA
de FILOSOFÍA
Vol. 45
Nº1
Otoño 2019
COMITÉ EDITORIAL
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Secretario de redacción: Juan M. Melone l UBA l CONICET
Bibliográficas: Adrián Ratto l UBA l CONICET
CONSULTORES ACADÉMICOS
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Mario Caimi l Edgardo Castro l Carla Cordua l Eleonora Cresto l Marcelo Dascal
Ernesto Garzón Valdés l Jorge E. Gracia l Leiser Madanes l Carlos Ulises Moulines
Eleonora Orlando l Pablo Pavesi l Carlos Pereda l Mario Presas
María Isabel Santa Cruz l Plínio Junqueira Smith l Ernesto Sosa l Carlos Thiebaut
Roberto Torretti l Margarita Valdés
L
a Revista Latinoamericana de Filosofía aspira a que en ella colaboren todos aquellos
estudiosos que quieran exponer ante sus colegas y el público en general el resultado
de sus investigaciones dentro del ámbito de temas relacionados con la filosofía. Quiere
ser, por lo pronto, una publicación abierta a todas las corrientes, ideas y tendencias filosóficas; su única condición previa es la de que los conceptos sean elaborados con rigor
y expresados mediante una argumentación racional, esto es, que apele a la razón como
última instancia universalmente válida. Tanto como las tesis expuestas, interesan, pues, las
razones que las sustentan. La Revista Latinoamericana de Filosofía da la bienvenida a toda
colaboración que admita este punto de partida general.
[email protected]
La Revista Latinoamericana de Filosofía es una revista de acceso abierto que se encuentra indexada en
las siguientes bases de datos: EBSCO, Latindex (Catálogo), Repertoire bibliographique de la philosophie,
SciELO (Argentina), The Philosopher’s Index. Se publica los meses de mayo y noviembre de cada año.
Director Responsable: Edgardo Castro, Presidente del Centro de Investigaciones Filosóficas, CIF, propietario de la publicación. Domicilio Legal: Miñones 2073, C1428ATE, Buenos Aires. Copyright: Centro de
Investigaciones Filosóficas, CIF. Queda hecho el depósito que marca la Ley Nº 11.723.
ISSN 0325-0725
Diseño de cubierta e interiores: Verónica Grandjean
Corrección y armado: Marina Pérez
Mayo 2019
REVISTA
LATINOAMERICANA
de FILOSOFÍA
SUMARIO
A rtíCu los
ALESSIO GAVA
Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience _ 7
FACUNDO BEY
Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico: ética y política en la tradición
socrático-platónica _ 33
GUILLERMO SIBILIA
El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos según Spinoza _ 63
NotAs
MARIANELA CALLEJA
Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética _ 95
CARLOS EMEL RENDÓN
“Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento como extrañamiento _ 107
CróN ICAs
CLARA ALICIA JALIF DE BERTRANOU
Juan Carlos Torchia Estrada (1927-2016) _ 123
CoM E N tA r Ios BI Bl IoGr Á F ICos
DIEGO LAWLER y DIANA I. PÉREZ (comps.)
La segunda persona y las emociones (M. Travaglia) _ 129
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Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
MIGUEL ESCRIBANO CABEZA
Complejidad y dinámica en Leibniz: un vitalismo ilustrado (F. Martínez
Mosquera) _ 132
CARLOS THIEBAUT y ANTONIO GÓMEZ RAMOS
Las razones de la amargura: variaciones y tientos sobre el resentimiento, el perdón y la
justicia (M. Fleitas González) _ 135
ADELA CORTINA
Aporofobia, el rechazo al pobre: un desafío para la democracia (D. PallarésDomínguez) _ 138
COLABORADORES
ALESSIO GAVA es doctor en Lógica y Filosofía de la ciencia por la Universidad
Federal de Minas Gerais (Brasil). En 1998 se graduó en Física en la Universidad de Trieste
(Italia). Se desempeñó como docente en Italia y en Suiza, y actualmente dicta Matemática
en la Universidad Estatal de Paraná (UNESPAR, Apucarana, Brasil). Su principal área de
investigación es la filosofía de la ciencia.
[email protected]
FACUNDO BEY es licenciado en Ciencia política por la Universidad de
Buenos Aires y actualmente cursa su doctorado en Filosofía en esa misma universidad. Se
desempeña como profesor adjunto de Ciencia Política en la Universidad del Salvador y
es investigador en formación del Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Sus
principales temas de estudio son la relación entre filosofía, poesía y política, y la recepción
de Platón y Aristóteles en la obra de Hans-Georg Gadamer.
[email protected]
GUILLERMO SIBILIA es doctor en Filosofía y licenciado en Ciencia política
por la Universidad de Buenos Aires.Actualmente es becario posdoctoral del CONICET. Se
desempeña asimismo como docente de Teoría política y social II (moderna) en la Facultad
de Ciencias Sociales (UBA). Se especializa en la filosofía de Spinoza; sus áreas de interés se
extienden a otros pensadores de la modernidad, tales como Rousseau y Kant, y a filósofos
contemporáneos como Merleau-Ponty y Claude Lefort.
[email protected]
MARIANELA CALLEJA es doctora en Filosofía por la Universidad de Helsinki.
Desarrolla temas de filosofía del tiempo y filosofía de la música, y, en general, sobre
estética y teoría del conocimiento. Realizó estudios posdoctorales sobre creatividad
(CONICET).Actualmente dicta el seminario “La filosofía de la música en las ideas estéticas
contemporáneas” en la Fundación Martínez Estrada.
[email protected]
CARLOS EMEL RENDÓN es doctor en Filosofía por la Universidad
de Antioquia (Colombia). Actualmente se desempeña como profesor asociado en
el Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín. Es director del
Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre el Reconocimiento (GIER). Su área de
especialización es la filosofía práctica moderna y contemporánea.
[email protected]
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Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
l 5
A RT Í C U L O S
Kusch and van Fraassen on
Microscopic Experience
ALESSIO GAVA
Universidade Estadual do Paraná
Abstract: Martin Kusch has recently defended
Bas van Fraassen’s controversial view on microscopes,
according to which these devices are not “windows
on an invisible world”, but rather “image generators”.
Both authors also claim that, since in a microscopic
detection it is not possible to empirically investigate the
geometrical relations between all the elements involved,
one is entitled to maintain an agnostic view about
the reality of the entity allegedly represented by the
produced image. In this paper I argue that, contrary to
what Kusch maintains, this might not be a neutral way
to render scientific evidence. Moreover, a constructive
empiricist can support a realist interpretation of
microscopic images. In fact, constructive empiricism
and van Fraassen’s own anti-realism do not necessarily
amount to the same thing.
Key-words: constructive empiricism, Kusch,
microscopes, theory-ladenness of experience, van
Fraassen.
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Kusch y van Fraassen sobre la experiencia microscópica
Resumen: Recientemente, Martin Kusch ha defendido la controvertida posición de van Fraassen acerca de los microscopios, según la cual
estos instrumentos no son “ventanas a un mundo invisible”, sino más bien
“generadores de imágenes”. Ambos autores sostienen que, dado que en la
detección microscópica no es posible investigar empíricamente las relaciones
geométricas entre todos los elementos implicados, uno está autorizado a
mantener una posición agnóstica sobre la realidad de la entidad presuntamente representada por la imagen producida. En este artículo argumento
que, contra lo que sostiene Kusch, esto podría no ser una manera neutral de
formular la evidencia científica. Además, un empirista constructivo puede
apoyar una interpretación realista de las imágenes microscópicas. De hecho,
el empirismo constructivo de van Fraassen y su propio antirrealismo no son
necesariamente una misma cosa.
Palabras clave: empirismo constructivo, Kusch, microscopios, carga
teórica de la experiencia, van Fraassen.
8 l
I
n his “Microscopes and the Theory-Ladenness of Experience in
Bas van Fraassen’s Recent Work”, Martin Kusch discusses van
Fraassen’s notoriously controversial view on microscopes (see Kusch 2015).
Countering the quite usual perspective under which these devices are seen as
“windows on an invisible world”, the originator of constructive empiricism
prefers to consider them as “engines for the creation of new phenomena”;
i.e., of new observables that scientific theories must account for. According
to van Fraassen, the same metaphor can guide our interpretation of the use
of instruments in general (see van Fraassen 2008: 96-99). Kusch’s work is a
defense of van Fraassen’s stand against some of the criticisms that appeared
since The Scientific Image was published in 1980.
In this paper I introduce and discuss Kusch’s arguments. In particular,
I will maintain that a constructive empiricist position does not necessarily
match van Fraassen’s own anti-realism. I will also maintain that, because
the Dutch philosophers’ view on science aims at making sense of science,
maintaining that it is a legitimate alternative to scientific realism, on the
ground that it is not proven to be incoherent or false by its opponents (see
Kusch 2015: 172), is not enough.
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
1. On van Fraassen’s reply to Hacking
T
he first criticism I want to consider is Ian Hacking’s famous
paper on microscopes (see Hacking 1981), which offers three
specific arguments to undermine van Fraassen’s view: the “manipulability
argument”, i.e., the “microscopists’ practical ability to interfere with the
entity on the microscope slide that convinces them of the reality of the
structures they observe” (Kusch 2015: 169); the “argument from preposterous
coincidence” (as Kusch calls it), which claims that it would be a “cosmic
coincidence” if different kinds of microscopes, functioning according to very
different physical principles, produced similar outputs; and the well-known
“argument of the grid”. While van Fraassen ignores the first one, all of them
are addressed by Kusch, who nonetheless takes the Dutch philosopher’s
answer (see van Fraassen 1985) to be on target.
I am afraid that van Fraassen’s reply to the “argument of the grid”
might fail to convince all, however. Kusch presents Hacking’s argument in
these terms:
Assume we draw a grid and reduce it photographically until it is no longer
visible. Assume further that we then place the (photographically reduced)
object under a microscope; if the latter is working properly, then we are
going to see the original grid again (Kusch 2015: 169).
Hacking (1983: 2003) adds that one knows that what we see through
the microscope is veridical “because we made the grid to be just that way”.
According to van Fraassen (and Kusch), Hacking is begging the question:
van Fraassen detects a circularity here. It is a precondition of the possibility of
our knowing that the microscopic image is veridical that the photographic
reduction has maintained the structure of the drawn grid. And it is a part of
the evidence for the belief that photographic reduction has maintained the
structure of the drawn grid that the microscopic image is veridical (Kusch
2015: 170).
In order to know that the microscopic image is veridical, however,
one might be happy to just compare it with the original (visible to the naked
eye) one. Do we actually have to make assumptions before reaching the
conclusion that the microscopic image faithfully replicates the grid we have
drawn and then photographically reduced? Perhaps we do not.
Now, Hacking may have not been very clear (or even unhappy) when
he said that we made the grid to be just that way, but he adds: “Moreover
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we can check the results with any kind of microscope” (Hacking 1983: 203).
Kusch ignores this addendum, however, as it has allegedly been answered
before in reply to the “argument from preposterous coincidence”: “we
might have used the first microscope as the standard for the correctness of
the output of the second. But then the two microscopes cannot count as
independent witnesses of a real structure” (Kusch 2015: 170; see also van
Fraassen 1985: 297-298). Microscopes are calibrated against each other, says
van Fraassen; therefore checking the result of one by relying on another is
redundant and, above all, inconclusive.
This answer is not completely convincing either, since calibration is
a bit more refined operation than van Fraassen and Kusch think it is.1 Not
to mention that claiming that “we do not need the ‘imputed unobservable
structure’ in order to explain the similar or even identical outputs of the two
microscopes” (Kusch 2015: 170), since the sameness of the input suffices to
explain this circumstance, might not be true. As a matter of fact, it might
suffice in case one knows that the imputed entity is actually interacting with
similar mechanisms, which is what Kusch maintains (see Kusch 2015: 170;
in van Fraassen 1985: 298 there is no mention to the alleged similarity of
the microscopes); but Hacking is quite clear in stressing that he is talking
about devices that function according to very different physical principles
– “two totally different kinds of physical systems” says Hacking (1983: 202).
They just share the name ‘microscope’, one might add, but are different
instruments. Why shall we say that they are similar then?
It would be better, in this case, to just stick to the sameness of the
inputs – as van Fraassen apparently does – and insist that there is no need for
further explanations. For it is “such an unlimited demand for explanation
[that] leads to a demand for hidden variables, which runs contrary to at least
one major school of thought in twentieth-century physics” (van Fraassen
1980: 23; see also van Fraassen 1989: 178). But would this be appropriate?
Then again, it is not only by verifying whether another microscope
provides the same output that the belief in the veridicality of the produced
image is warranted. Not only can we generally check the results with any
kind of microscope, but in the case of the grid, we can check the result with
the original grid too.
1
Moreover, saying that “we might have used the first microscope as the standard for the
correctness of the output of the second” might not be very effective, unless we do know that
this is the case. Otherwise, a very obvious reply could be: “but we don’t have!”.
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
2. On van Fraassen’s reply to Teller
S
ince van Fraassen ignored Hacking’s “manipulability argument”,
Kusch passes then to Teller’s phenomenological objection against
van Fraassen’s application of his “engine of creation” metaphor to all the
instruments used in science (see Teller 2001). A reply to the argument from
manipulative realism is nonetheless left for the second part of the paper,
when Kusch links the realist interpretations of the use of microscopes to the
issue of the theory-ladenness of experience.
Teller has a say about van Fraassen’s metaphor: it might very well
work for devices such as the oscilloscope, says the author of “Whither
Constructive Empiricism?” (see Teller 2001) but not for the stethoscope
or the microscope. These instruments, in fact, allow their users to perform
direct observations.
Van Fraassen replies to Teller in his “Constructive Empiricism Now”
(2001) (and in his last book too, see van Fraassen 2008); yet he ignores
the stethoscope case – so does Kusch, accordingly – probably under the
assumption that the response to the microscope case is enough (it would
have been interesting to hear what he and Kusch have to say in the
stethoscope case too, though). At any rate, Kusch considers van Fraassen’s
counter-argument on microscopes effective.
Still, some few remarks are worth considering. First, it is certainly
true that the microscope’s output can be sent into a scanner that transmits
to a computer or projector, so that we can see the image on a monitor or a
screen, as van Fraassen explains (see 2008: 106). The tenet that we are seeing
the microstructure of the object on the slide (rather than an image) vanishes
at the moment we scan and project the image on a screen, adds Kusch (see
2015: 176). The same is true of telescopes as well, though.2
Of course this is not news. In The Scientific Image van Fraassen
wrote: “A look through a telescope at the moons of Jupiter seems to me
a clear case of observation, since astronauts will no doubt be able to see
them as well from close up” (van Fraassen 1980: 16). This may lead one
to think that van Fraassen admits that it is possible to observe through
2 Van Fraassen’s reply to Teller can be read as an answer also to William Seager, who in a
1995 paper on the debate between Hacking and the Dutch philosopher invites the latter to
provide an alternative description to the former’s “manipulability argument”: “The anti-realist owes us an alternative understanding of our micro-practices which can dissolve our
sense of conviction or at least explain it in terms which do not presuppose the reality of
microstructure” (Seager 1995: 461).
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telescopes – while not through microscopes. But Teller explained that in
spite of the above, “what we do with a telescope does not itself count
as observing (…) in the relevant sense” (Teller 2001: 126). As I said in
the introduction, according to van Fraassen the engines-for-the-creationof-new-phenomena metaphor can guide our interpretation of the use of
instruments in general, not only of microscopes (see Van Fraassen 2008:
96-99; see also Kusch 2015: 171).
Does this mean that one could keep neutrality with regard to the
existence of the entities allegedly represented by an image obtained through
a telescope? Are realist commitments optional in this case as well, as it
happens with microscopes (see Kusch 2015: 172-173)? Of course they are,
or at least no less optional than the commitments one can assume in the case
of a microscopic image. True, in the case of the telescope, it is in principle
possible to empirically (here meaning with no instrumental assistance)
investigate the relations between the eye and the telescopic image on the
one side, and the postulated observable entity on the other side – while it
is not in the microscope case, according to van Fraassen and Kusch.3 But it
seems a logical rather than a physical possibility, in most cases. Think of the
exoplanet Beta Pictoris b, for instance. Will a human being ever be able to
observe a planet that is 63 light-years away from Earth? I do not think so.
Following Philip Hanson and Edwin Levy, once might say that exoplanets
and bacteria are actually “close to being evidentially on a par” (Hanson and
Levy 1982: 291). Van Fraassen has given us an account of microscopes; he
owes us one of telescopes too. Or so I argue.
Be that as it may, another brief remark is on Kusch’s implicit idea that
a constructive empiricist should share van Fraassen’s vision on the outputs
of any type of microscope (see 2015: 172). My opinion is that one can
be a constructive empiricist even admitting a realist interpretation of some
microscopic images instead.Van Fraassen seems ready to admit that:
3 The locutions “empirical” and “detectable with no instrumental aid” are considered as
synonyms by the two philosophers. Clearly, then, saying that it is not possible to perform
observations through a microscope, because it is an “engine of creation” (of images), rather
than because it is not possible to empirically prove what one allegedly sees when using
this device, only apparently prevents van Fraassen from one possible charge of circularity:
that it is not possible to observe through a microscope because it not possible to detect the
same object without it, which would be the result of taking for granted in advance that
observation is unaided detection. In fact, the very same charge resurfaces when the issue is
the veridicality of the images produced by microscopes (see Kusch 2015: 172). Actually, the
issue of circularity seems to lurk under the surface of the whole discussion on microscopes.
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
What about the observable/unobservable distinction then? The main points
of our discussion are not much affected by just where precisely the line
is drawn. I draw the line this side of things only appearing in optical microscope images, but won’t really mind very much if you take this option
only, for example, for the electron microscope. After all, optical microscopes
don’t reveal all that much of the cosmos, no matter how veridical or accurate
their images are. The empiricist point is not lost if the line is drawn in a somewhat
different way from the way I draw it. The point would be lost only if no such
line drawing was to be considered relevant to our understanding of science
(van Fraassen 2008: 110).
In view of these considerations, perhaps it would be more cautious
not to use “van Fraassen” and “constructive empiricist” as interchangeable
locutions – as Kusch instead does. Constructive empiricism can survive
the admission of the reality of bacteria and paramecia (see also Hacking
1983: 208); van Fraassen’s own anti-realism cannot. They are two different
positions.
3. On van Fraassen’s reply to Alspector-Kelly
T
he third and more important attack to van Fraassen’s position on
microscopes is analyzed by Kusch thereafter. It came from Marc
Alspector-Kelly in his article “Seeing the Unobservable” (see Alspector-Kelly
2004), which Kusch takes to be a mere development and refinement of
Hacking and Teller’s previous arguments. Alspector-Kelly in fact claims
that “the sense that one really is looking at something real when one looks
through the microscope at a cell remains phenomenologically irresistible”
(2004: 336); which of course reminds Teller “phenomenological objection”
and Hacking’s “dramatic sense of the reality” of what one (apparently) sees
when one looks through such device (see Alspector-Kelly 2004: 332).
Alspector-Kelly is explicit about the pull the argument from phenomenology
has on him. Like Hacking he aims to underpin it with further, allegedly
independent, reflections some of which try to turn the tables on van Fraassen.
But here too the constructive empiricist can make a plausible case that the
further arguments are toothless without the argument from phenomenology,
and that the latter invokes a realist theory-laden experience (Kusch 2015: 181).
Alspector-Kelly claims that van Fraassen’s idea that observation is
unaided perception is neither a conceptual truth nor an obvious result of
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14 l
our intuitive judgments.4 Therefore, van Fraassen’s stand should be backed
up by an argument – or better by a philosophy of perception (see AlspectorKelly 2004: 332). In other words, a discussion about what “to observe”
means should precede a debate on the alleged possibility of performing an
observation by means of some instrument.
Alspector-Kelly’s arguments are meant to show that one can actually
see paramecia and other microscopic entities through a microscope.5 One
line of reasoning is that epistemic considerations shape our use of “to see”;
and since this use tracks correlation and fidelity and very often instruments
score better than unaided perception in this respect, then we should admit
that in some cases we do observe through them.
Kusch answers that other factors are involved in the determination
of the scope of the verb “to see”, such as analogy. Therefore, Alspector-Kelly
is not allowed to stick to correlation and fidelity only. However, if “seeing a
dream” or “seeing a hallucination” is a legitimate way of speaking, as Kusch
seems to suggest (see 2015: 178), then this might rather be a point in favor
of Alspector-Kelly’s argument than the contrary. It is van Fraassen, in fact,
the one who wants to limit the scope of the verb to a very narrow range
and exclude instruments. But if we can see a dream or a hallucination, then
why couldn’t we also see a paramecium or a microstructure in a blood cell
through a microscope?
Our intuitive judgments are another important factor in determining
our applications of “to see”. According to van Fraassen (1992: 18), “the word
‘observe’ (…) has a common use, more or less the same as that of ‘perceive’.
The same is true of the word ‘observable’ (…). In philosophical discussion I
take it that it is meant to have its common use, unless otherwise indicated”.6
Which is the common use of the verb “to see”? Which are the criteria that
govern its use?
In the microscope case, the common use of this verb is what
4
Not even Feyerabend and Sellars’s “pragmatic theory of observation”, that van Fraassen
endorses (see his 1992: 14), rules out the possibility of performing an observation by means
of some instrument (see Alspector-Kelly 2004: 339-342).
5 Which means that the claim that “the engine-of-creation view is actually shared by constructive empiricist and scientific realist” (Kusch 2015: 172) is not so pacific.
6 It should also be remembered that van Fraassen’s crucial distinction is the observable/
unobservable one and that sight is of course just one of the modalities through which an
observation can be performed, despite being almost always considered the paradigmatic
case. Peculiarities of the verb “to see” should not make one lose sight of the general picture.
What about the stethoscope case mentioned by Teller? Does the physician hear the patient’s
heartbeat through it?
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
probably leads Teller and Alspector-Kelly to conclude that one actually sees a
paramecium through a microscope (Hacking too?). Just as one undoubtedly
judges that we actually see a copy of The Scientific Image on the table even if
we are wearing glasses, or a stamp collector reckons that she perceives small
details of her Penny Black through a magnifying lens.
Still, our intuitive judgments may very well be wrong. As a matter of
fact, as van Fraassen (2001: 158) explains,
[…] my experiences are the events that happen to me of which I am aware.
Such an event has two sides, so to say: what really happens to me and the
spontaneous judgment I make in response, which classifies that event in
some way. In good cases the two coincide, but often they do not.
Sometimes one can even be aware of having made a spontaneous
judgment of which she then doubts if pressed, such as in the case of the
detection of very distant objects or of nanoscale ones, through the Hubble
Space Telescope or a Scanning Tunneling Electron Microscope. “Once the
subjects learn how the images are produced, and how much computer
enhancement is involved (…) they begin to withdraw terms like ‘seeing’ and
‘observing’” (Kusch 2015: 178).
Yet, intuitive judgments could be wrong even in the case of unaided
perception. Van Fraassen (2001: 158) provides an example: “I trip over a
marmot but take it to be a cat. What happened to me was that I tripped
over a marmot, but I ‘experienced it as’ tripping over a cat”. Does it mean
that intuitive judgments should not be a relevant factor in determining our
applications of “to see”? Perhaps that would be too much. But since unaided
perception is admittedly fallible, then the fact that experience “has two sides”
might not be such a strong argument against “aided observation” (insofar as
it is appropriate to speak this way) either.
Now, as said before, Alspector-Kelly (2004: 336) writes that “the sense
that one really is looking at something real when one looks through the
microscope at a cell remains phenomenologically irresistible”. One of the
reasons underpinning this claim is explained by Hacking and has to do with
the (alleged?) manipulability of (some of) the entities detected by using a
microscope.Van Fraassen did not address this specific argument in his 1985
response, but Kusch maintains that he implicitly did – pace Resnik, who criticized van Fraassen for this very reason (see Resnik 1994).
Kusch’s point is that what the spontaneous judgment “I see the
paramecium” shows is merely that “microscopic experience is already laden
with the philosophical view of microscopes-as-windows on an (otherwise)
invisible world”, though “many non-philosophers in our culture will also
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
l 15
16 l
spontaneously make judgments of the realist thought when using microscopes”
(Kusch 2015: 180). Only against the backdrop of a realist philosophical theory,
widespread as it can be, is it plausible to think that the microscopist observes
herself as manipulating microscopic entities (see Kusch 2015: 181).
Let us assume that any spontaneous judgment of the I-see-theparamecium kind does not provide an independent confirmation of
one’s realist epistemology of instrumentally-aided visual experience, but
is rather an expression of that very realist epistemology (see Kusch 2015:
180). What about unaided vision then? As van Fraassen admits, sentences
like “Soggy bread is a common complaint about microwaved sandwiches”
or “With satellite television you can go anywhere. Miami, New Orleans,
London, Belfast and Berlin”, show that we are “immersed in a language
which is thoroughly theory-infected” (van Fraassen 1980: 81), living in a
world our ancestors of two centuries ago could not enter. But of course,
in this respect, our ancestors’ world was also different from their ancestors’
one (“I bought sugar plums near Saint-Lazare station in my recent trip to
Paris by train”). And so on.7 We have always been immersed in a language
which is thoroughly theory-infected, and this obviously applies to any
spontaneous judgment that results from detection, whether aided or not.
If one can be skeptic about microscopic detection on the grounds that the
alleged dramatic sense of reality that some of them deliver is nothing but an
expression of a realist epistemology, even when one sees that a mite cannot
jump anymore after a microscopist has (allegedly?) removed its legs, then
how can she rebut a skeptic argument about the reality of a tree that she
judges she sees in front of her?
Remember than van Fraassen himself is a self-declared common
sense realist:
I try to be an empiricist, and as I understand that tradition (what it is, and
what it could be in days to come) it involves a common sense realism in
which reference to observable phenomena is unproblematic: rocks, seas, stars,
persons, bicycles… (van Fraassen 2008: 3).
What makes him judge that when he looks at the sky in a cloudless
night he sees a lot of stars? And that the object he is riding is a bicycle?
One of the main assumptions he implicitly needs to make in order to
7 It is not only a matter of different historical periods, of course, as the famous example of
“the Stone Age people recently found in the Philippines” provided by van Fraassen in The
Scientific Image (1980: 15) shows.
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
know these facts, is common sense realism. Only against the backdrop of a
common-sense-realist philosophical theory, in fact, widespread as it can be,
is it plausible to think that the philosopher observes himself as seeing and
manipulating macroscopic entities. But, one might reply (borrowing Kusch’s
words), that the mere fact a philosophical theory has gained widespread
acceptance – indeed that it has become part of our folk-understanding of
stars and bicycles – does not make it less of a theory, or less philosophical.
To summarize, the argument of theory-ladenness may constitute
a double-edged sword; and perhaps it would be dangerous for an à-laKusch constructive empiricist to invoke it against a realist interpretation of
microscopic detection as it might debunk common sense realism too. But
then what?
Kusch (2015: 181) closes his paper by saying:
Nor does it help to invoke our folk-theory of seeing as supporting the case
of the realist: even if this theory were realist, it would only confirm the
suspicion of the constructive empiricist, to wit, that we may be in the grip of
a false or at least unconfirmed theory.
Depending on what Kusch means by “unconfirmed”, however, we
may very well be in the grip of a false or at least unconfirmed theory even
about trees, stars and bicycles. Does this suffice to undermine the case of the
constructive empiricist and confirm the suspicion of the skeptic? Wouldn’t
we run the risk of throwing out the baby with the bath water, when we
appeal to the theory-ladenness of our spontaneous judgments?
Moreover, Alspector-Kelly might in turn reply that van Fraassen
and Kusch’s arguments are toothless unless it is coupled with the argument
from common-sense-realism phenomenology, and that the latter invokes
a common-sense-realist theory-laden experience (or worse, a “fraassiansense” theory-laden experience).8 Perhaps, contrary to what Kusch thinks,
not even van Fraassen’s arguments are launched “from a platform that would
be neutral regarding the two opposed views” (Kusch 2015: 181).
8
In Laws and Symmetry, van Fraassen (1989: 178) notoriously wrote: “we can and do see
the truth about many things: ourselves, others, trees and animals, clouds and rivers – in the
immediacy of experience”. But he did not include in this list any microscopic entity. Hence
Alspector-Kelly (2004: 331) replied: “what we can see in the ‘immediacy’ of experience
and what is detectable by means of the unaided senses – are not the same. There is no
incoherence in maintaining that the immediacy of experience is capable of disclosing to us
truths concerning entities that are not detectable by the naked eye”.
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Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
l 17
4. “A biological objection” and the realists’ beachhead
W
18 l
illiam Seager (1995: 468) reckons that since van Fraassen
sets human observability as the great epistemological divide,
then “the realism battle must be fought at the fairly moderate level of
unobservability represented by the grid and the receptacles. These form the
realists’ beachhead, from which an assault deeper into the territory of the
unobservable would be hard to contain”.
Charles and Carol Chihara seem to have taken on Seager’s suggestion and raised “a biological objection” to van Fraassen’s stand on aided
detection – before Seager’s claim, though. In their paper “A Biological Objection to Constructive Empiricism” (1993), these authors report the case
of a kind of mite, Histiostoma laboratorium, which is barely visible to the
naked eye (yet “observable” in van Fraassen’s sense): “Still, these organisms
are so tiny that people are unable to discern any of the organism’s structure
with the naked eye. One can see that such an organism can move quite
rapidly across a glass plate. How does it do this? How does it get around?”
(Chihara and Chihara 1993: 654). The obvious answer is that these mites
have legs. As a matter of fact, the two authors continue, one can “see” what
appears to be eight leg-like structures that move in ways appropriate to
locomotion, if we use a microscope. Since these leg-like structures are not
visible to the naked eye, however, van Fraassen would probably reply that
“one is not warranted by any empirical evidence in concluding that these
leg-like structures exist” (Chihara and Chihara 1993: 654).
It turns out that a scientist trained to do dissections with the aid of a dissection
microscope can remove these legs – at least (not to beg any questions) this is
what the scientist would claim that she has done, when peering through her
microscope she ‘sees’ that the mite no longer possesses these eight appendages.
One could then see, with the naked eye, that the mite no longer changes its
position on the glass slide. Indeed, one could then see that the mite falls off
the glass slide when the slide is tilted. Of course, one need not terminate one’s
investigations at this point.There are a great many additional experiments that
could be performed with these mites that biologists would regard as providing
us with convincing evidence that these legs exist. Suppose, for example, that
it is found that when the legs on one side of the mite are removed (according
to what the scientist ‘sees’ through the dissection microscope), the mite
continues to move, but in a strange almost circular fashion. Would not such
results provide us with additional evidence for the existence of these legs?
(Chihara and Chihara 1993: 654-655).
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
Chihara and Chihara (1993: 655-656) describe other consequences
of the alleged removal of the mite’s legs – it cannot jump anymore, for
example – and ask: “If all such results are held by the constructive empiricist
not to provide any significant evidence for the existence of these legs,
will not biologists begin to wonder just what these philosophers mean by
‘evidence’?”.
The authors here raise an important point that Kusch seems to
overlook: not only has constructive empiricism the ambition of being a
coherent alternative-to-realism description of science, but it is meant to make
sense of it too – this is actually constructive empiricism’s aim! (See Buekens
and Muller 2012: 94). And of course the biological example the authors
provide is meant to show that constructive empiricism fails to do that.
I will come back to this point later in the paper. Sticking to Chihara
and Chihara’s “biological objection”, instead, is it only against the backdrop
of a realist philosophical theory that we can plausibly to think that the
microscopist observes herself as manipulating the mite’s “legs”, as Kusch
claims? Again, Alspector-Kelly has a view about this. Talking about the
examples of observables and unobservables provided in The Scientific Image, he
writes:“Van Fraassen sets up the issue in a way that suggests that there really is
not much to discuss, as it is pretty obvious in the cases that he emphasizes that
we do not really see the unobservable in question” (Alspector-Kelly 2004:
333). It seems that the same can be said about Kusch, who just takes on van
Fraassen’s examples – or the ones to which the latter replies – and does not
discuss any other. If, on the other hand, it is at the border set by van Fraassen
that the realist must fight, as suggested by Seager, then it is at the very same
border that the anti-realist à la van Fraassen must try to uphold her position.
There lies the trench that the realist must try to sweep away and cross and that
the anti-realist (at least the “orthodox one”) must try to defend.
5. Magnifying lenses, optical microscopes and their outputs
M
agnifying lenses certainly stand at the abovementioned
trench.9 Thanks to these tools, visible entities appear closer
(or bigger), but one can also detect invisible-to-the-naked-eye details of
them, such as in the previous example of the stamp collector. How do these
instruments work?
9 So
do glasses?
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Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
l 19
A magnifying lens is just a biconvex lens made of glass. According to
classical (geometrical) optics, light rays from the detected object pass through
the lens and are refracted toward the eye of the observer, in such a way that
the subject has the impression of seeing the object bigger (or closer).
Simple
magnifying lens
Subject
Virtual
image
Retina
Source: <https://www.sciencelearn.org.nz/resources/496-how-microscopes-magnify>
Figure 1
20 l
As the above picture shows, the only real image involved is the one
that is formed on the observer’s retina. Just as in unaided vision. The sole
difference is that a transparent medium bends the light rays. Terrestrials
usually receive lights rays from the objects they see after these rays travel in
a medium. In most cases air, sometimes water. Differences in atmospheric
density can cause a deflection of the rays, giving rise to phenomena like
mirages and fata morganas – and consequently motivate wrong intuitive
judgments about the location of the detected objects. The presence of a
medium between the object and the observer should not constitute a reason
to deny that the detection of the flower through the magnifying glass is an
observation, then, on pain of denying that one can see tout court – on Earth,
at least. On what grounds could van Fraassen or Kusch maintain that in this
case what we see is an image of the flower and not (directly) the object?
Again, the only real image involved is the one formed on the observer’s
retina. Just as in unaided vision. If one denies that the subject actually sees
the flower, despite using an (optical) instrument, how does she vindicate this
claim? Does the observer see the flower?
The case of the optical microscope is slightly different. Light
microscopes are built in accordance with the very same theory that
explains how a magnifying lens works and do actually rely on lenses for
their functioning. The so-called “compound microscope” has two short-
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
focal-length convex lenses. According to classical (geometrical) optics, the
objective gives a real, inverted image of the object which is then magnified
by the eye lens, offering a final virtual image.
Eye
Eye lens
Initial image
Objective lens
Final image
Object
Source: <http://www.schoolphysics.co.uk/age11-14/Light/text/Microscope/index.html>
Figure 2
The above description apparently fits van Fraassen’s engine-ofproduction account of instruments. According to the very same theory
followed to build them, microscopes produce a real image of the object on
the slide, which is what the observer actually detects through the eye lens.
Is van Fraassen right then? Is it an image what an observer sees through
a microscope, pace Teller and Alspector-Kelly? Is that the intervening
observable between the eye and the slide whose existence Alspector-Kelly
(see 2004: 334) denies?10
However, the real image is not the final one. Both in the microscope
and in the magnifying-glass cases what the observer sees is actually a virtual
image. That being so, according to classical optics even a simple magnifying
lens is but an engine of creation, and the appropriate way of speaking would
be that what the observer sees through this tool is an image – and not that
she can actually (directly) see the object that the image represents. Were
10 One might wonder how van Fraassen could know in his case that what an observer detects
through a microscope is an image, though.
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22 l
this not the case, then the observer would not have the impression that the
object is closer (or bigger) than it is in fact. Perceiving an object bigger or
closer than it actually is happens in unaided vision too, though. The socalled “Moon illusion”, for instance, causes the Moon to appear larger near
the horizon than it does higher up in the sky. Moreover, in unaided vision
objects might also appear dislocated, such as in the previously mentioned
mirage and fata morgana cases.
Yet, one might object that virtual images do not actually exist, as the
adjective “virtual” indicates. They might be considered a mere geometrical
projection. What is seen, it might then be added, is the object, in the case of
the magnifying glass; and a real image, in the case of the light microscope
(light rays have been bended, but have not lost the information they were
carrying). Van Fraassen would probably not be happy with this account of
what happens when one uses an optical instrument, for it would force him
to admit that one can actually observe some invisible-to-the-naked-eye
structures through a magnifying lens, such as the legs of a mite.
Even from this perspective, then, and according to classical optics,
microscopes do actually produce an image, here meaning the real one that
– as explained before – is created between the objective lens and the eye lens
(see the picture above). Since a real image corresponds to a concentration of
light rays – but the same is true of virtual images too –, one could actually
consider that “it is something” (van Fraassen 2008: 105), even if not a thing,
not a material object (and yet, since E = mc2 and van Fraassen seems to admit
the theory of relativity as our conceptual background…).
Still, van Fraassen (2001: 158) wrote that images do not exist:
We never see images, because images do not exist. (…) Since we can’t see
things that don’t exist, the phrase “seeing an image” is code for something we
are describing metaphorically or analogically. It is similar to “Macbeth saw a
dagger” in the scene where he reports that sort of experience although there
is no dagger there.
Of course, this does not apply to images which are actually material
objects, such as paintings and photos (see 2001: 159). In Scientific Representation:
Paradoxes of Perspective, van Fraassen put forward a table containing a
categorization of images (see 2008: 104). His aim in the book, however,
was to discuss the reality of what they represent and not the issue of images
per se. As a matter of fact, van Fraassen suggested that, for all we know, the
images produced by a microscope could be in a situation analogous to that
of the rainbows, which are “images of nothing”. He added that reflections in
the water, rainbows, and the like (including microscopic images) are “public
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
hallucinations” and apparently retreated from denying their existence; yet
it is not clear whether they constitute an ontological category apart or an
empty set. In fact, this remains as an open question.
Apparently, then, the optical theory fits the engine-of-creation
vision on the use of instrumentation in science, at least when it comes to
microscopes. Still, this argument cannot be used to support van Fraassen’s
stand on microscopic detection, as it would turn the latter theory dependent
(see van Fraassen 1980: 57-58).
Thus the point is whether the real image produced by the objective
lens (or rather the final one, which is a virtual image) is veridical or not – in
other words, whether it faithfully represents an extant entity. Kusch thinks
we will never know, since there is no empirical (unaided) access to the
detected entity that guarantees the belief that the image is in fact veridical.
Does this apply to any optical tool?
6. An inference to the best explanation?
E
ye loupes consist in low-magnification (usually between 4X and
10X) glass lenses, mounted in plastic eye cup cells. They allow
the wearers (watchmakers and jewelers typically use them), to visualize small
details of the object they manipulate. The images these devices produce
(insofar as it is appropriate to speak this way) give the observer a dramatic
sense of reality. Most likely, the same sense of reality the mite’s legs from
Chihara and Chihara’s example involve. Various kinds of mite are visible to
the naked eye and can of course be detected with the use of a loupe too. Is
the image produced by the magnifier veridical or can one only claim that it
is partly veridical and partly accept that “there is no way of knowing”?
Besides, would it be appropriate to say that in the case discussed by
Chihara and Chihara it is but an inference to the best explanation (IBE)
what leads the microscopist to conclude that the mite she has detected can
move thanks to an invisible-to-the-naked-eye leg-structure, which is what
Hacking has been “charged with” by van Fraassen (see van Fraassen 1985:
298 and Kusch 2015: 170)? What happens in the example of the mite is not
that the microscopist gets to the conclusion that these organisms do have
legs from the available evidence (and prefers this hypothesis to other ones).
Rather, she has the impression of seeing a leg-like structure “attached” to
the mite and performs a series of experiments to test the hypothesis that
what she has detected are actually the legs of the little animal. Since it turns
out that everything goes as expected (and she can actually see that the mite
does not jump anymore if the legs are (allegedly) removed, or that it keeps
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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still, falls off the glass slide when the slide is tilted and so on), she feels that
her belief in the existence of a leg structure in the mite is warranted. Hasty
conclusion? Another case where “whether this microscopic object is well
behaved or not, is, for the constructive empiricist, something that we infer
on the basis of the microscopic image” (Kusch 2015: 176)? An inference to
the best explanation? An expression of a realist epistemology? In case van
Fraassen and Kusch still wanted to maintain a skeptic attitude towards the
legs of the mite, then “will not biologists begin to wonder just what these
philosophers mean by ‘evidence’?” (Chihara and Chihara 1993: 656).
7. The debate on microscopes and the aim of constructive
empiricism
T
24 l
he debate on microscopes – a very actual matter in the philosophy
of science – is often presented as part of a wide debate between
realists and anti-realists. Is this an accurate way of presenting it? Is admitting
that the abovementioned (observable) mite does have (unobservable-tothe-naked-eye) legs tantamount to being realist? The “believer” would be
a realist with respect to this particular entity, of course; but, I argue, that
is not enough to make her a realist tout court (meaning a scientific realist).
The microscopist from Chihara and Chihara’s example could very well be
a constructive empiricist and continue to be one even in case she believed
in the existence of invisible-to-the-naked-eye structures in mites and other
entities, such as paramecia and the like. Again, van Fraassen (see 2001: 163
and 2008: 110) seems ready to admit this. So perhaps the trench that the
anti-realist must try to defend might be dug in a safer area, elsewhere from
where van Fraassen dug it initially.
Describing the debate on microscopes as a realism-vs-anti-realism
one, then, as it often happens, might not be accurate; furthermore, it could
even be detrimental for constructive empiricism (or anti-realism). For, if the
border is traced “at the fairly moderate level of unobservability represented
by the grid and the receptacles” (or at the even more moderate level of
the mite’s legs), then the realists might quite easily cross that border and
“an assault deeper into the territory of the unobservable would be hard to
contain” (Seager 1995: 468).
This also means that throwing all microscopes into the same pot, as
Kusch (see 2015: 177) seems to do, is perhaps not accurate either. Simple
optical microscopes, such as the ones that can be bought in a toy shop,
produce images that a constructive empiricist might consider veridical. Such
devices are definitely different from scanning electron microscopes, which
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
means that they just share the name “microscope” and nothing else. That
being so, admitting the existence of a general category of tools that fall under
the label “microscopes” can be sound, but treating them all alike is not.
Now, the reason why Kusch throws all microscopes into the same pot
has already been explained. If “empirical” is tantamount to van Fraassen’s
“observable” (that is, detectable with no instrumental aid), as it is to him,
then there is no possible empirical access to the microscopic entities detected
through a microscope. According to the two philosophers, “empiricism
asks us to limit our commitments to empirical phenomena” (Kusch 2015:
175), yet microscopic entities are not empirical phenomena (for the reason
just explained), ergo commitments to the existence of paramecia, leg-like
structures in the mite, etc. are optional.
Since this is an argument used to rebut Teller’s “phenomenological
objection”, however, Kusch (and van Fraassen) might be charged of missing
the target, at least in this specific case. It is quite clear, in fact, that the above
syllogism depends on the equivalence between “empirical” and “à-la-vanFraassen observable”. Teller and many others would not accept this premise,
hence they would reject the conclusion.
Of course, as Kusch is aware of this he adds:
The scientific realist might object here that van Fraassen is assuming the
very point he is trying to prove against the realist: to wit, that the object
on the slide is not directly observable, and that there is a relevant epistemic
difference between the case of the reflection and the case of the microscopic
entity.The answer to this is, to repeat, that van Fraassen is not trying to refute
the scientific realist. All he is seeking to establish is that the constructive
empiricist stance is not incoherent (Kusch 2015: 172).
Are we all running in circles and do not actually communicate? If
this were the case, then one might say that scientific realists have their own
vision on scientific instrumentation and their own interpretation of what
“empirical” and “observable” mean, while van Fraassen has his own. If so
the each position could only defeat its rival by finding some inconsistency
in it. Both scientific realism and constructive empiricism are rational and
legitimate positions, however, therefore this war can have no winner. But since
voluntarism allows for the peaceful coexistence of two different positions on
the same topic, then there is no problem with it. Within voluntarism, the
epistemological framework adopted by van Fraassen, issues of justification do
not arise and one’s set of beliefs just needs to show logical consistency and
probabilistic coherence in order not to be considered rational (see Dicken,
2010: 27-28). Nonetheless, van Fraassen can be considered the moral winner,
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l 25
26 l
for his aim was just to show that there is a coherent alternative to scientific
realism, namely his constructive empiricism, and he succeeded in fulfilling
his purpose.
All hunky-dory then? Well, not so fast.Van Fraassen’s aim is not just
“to show that his stance is not incoherent or proven false by his opponents”
– rather than demonstrating “that it is the only viable position” (Kusch
2015: 172). As Buekens and Muller (2012: 94 and 99) clearly state, instead,
making sense of science is “the aim of CE [constructive empiricism]”. Of
course it is. If van Fraassen’s goal were just to propose a coherent alternative
to scientific realism, then would he focus on the observables given all the
problems that the concept of observability entails? Why not sticking to
the observed, instead (see Alspector-Kelly 2001)? Here is van Fraassen’s
answer: “constructive empiricism is a doctrine about the aim of science.
The doctrine that science aims to give us theories which match what we
actually observe is incompatible with what it is virtually universally agreed
about scientific practice” (Monton and van Fraassen 2003: 407). Recall also
that, in “Constructive Empiricism Now”, van Fraassen (2001: 164) wrote
that “constructive empiricism is a view of what science is”. Buekens and
Muller are right then: constructive empiricism’s aim is to make sense of
science! (And that is the reason why they criticize van Fraassen’s notion of
observability).
A full defense of van Fraassen’s position on instruments should not
only focus on its coherence, but on its adherence to scientific practice
too. On the latter aspect, however, things are not so bright for the Dutch
philosopher. Several authors regard his as being divorced from “real science”
and its practices. Both scientists and philosophers do it – such as Carol and
Charles Chihara, for instance. Hasok Chang (2004: 85) wrote:“I think that his
critics are correct when they argue that van Fraassen’s notion of observability
does not have all that much relevance for scientific practice”.11 Accordingly,
“without denying the validity of van Fraassen’s concept of observability, I
believe we can also profitably adopt a different notion of observability that
takes into account historical contingency and scientific progress” (Chang
2004: 86). And of course Chang here refers to van Fraassen’s account of
instrumental detection.
11
Seager writes: “If we define the observable as what can be perceived with the unaided
human senses, we obtain a reasonably clear and fairly sharp distinction between what can
be observed and what cannot. This is not a distinction that can be argued away; it is the
significance of this distinction within the general issue of scientific realism that is moot”
(1995: 459). And so on.
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
8. On the alleged neutrality of constructive empiricism
M
y final remark is on the alleged neutrality of constructive
empiricism. Kusch (2015: 180) says that Alspector-Kelly
“does not recognize the importance and possibility of reading the results of
science in a way that is neutral with respect to the debate between scientific
realist and constructive empiricist”. According to the Austrian philosopher,
“van Fraassen is entitled to demand that the scientific evidence be rendered
in a neutral way, and that this neutral way is precisely the constructiveempiricist interpretation” (Kusch 2015: 180). But is there really a neutral
way to render scientific evidence? Moreover, and more importantly, is the
constructive-empiricist interpretation a neutral one (all the more “neutral
with respect to the debate between scientific realist and constructive
empiricist”)? Granted, the constructive-empiricist interpretation might
be seen as a “middle way” between scientific and instrumentalist realists.
But this does not render this account neutral. “None of Alspector-Kelly’s
arguments is launched from a platform that would be neutral regarding the
two opposed views” (Kusch 2015: 181), says the author of “Microscopes
and the Theory-Ladenness of Experience” in the conclusion of his paper.
Yet if Kusch and van Fraassen’s reply relies on a non-shared acceptation of
“empirical” and “observable”, then they could perhaps be charged with the
same sort of “misconduct”.
9. Conclusion
A
ccording to van Fraassen and Kusch, both microscopes and
telescopes produce images, nonetheless their outputs allow for
different interpretations. The difference relies on whether it is possible to
empirically study the geometrical relations between the elements involved
or not. While in the telescope case it is, at least in principle, the same is not
true of the images produced by microscopes. In this case, “the geometrical
relations are not all open to empirical study: we cannot empirically
investigate the geometrical relations between the eye and the microscopic
image on the one side, and the postulated unobservable entity on the other
side” (Kusch 2015: 172). This is why van Fraassen feels one is entitled to
suspend belief and embrace an agnostic stance about the reality of the entity
detected through a microscope.
It is quite clear that van Fraassen’s (and Kusch’s) use of “empirical”
is pretty narrow, though. As Teller (2001: 129) puts it – as mentioned in
previous sections – “van Fraassen has a quite specific criterion: Something
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28 l
counts as empirical if it can be observed, without the use of instruments, by
oneself or by any in one’s epistemic community”.
Here, “empirical” means “originating in or based on observation or
experience” and references to experience trace back to the etymology of
the word. According to van Fraassen, experience can offer us information
only about what is observable (see van Fraassen 1985: 253), which explains
why, at the end of the day, “empirical” and “observable” are interchangeable,
at least to him (and Kusch). Nothing about the use of instruments is implicit
in the concepts of experience and of observation, nor in their etymology,
however. This allows Sara Vollmer, among many others, to criticize van
Fraassen’s position and remark that “instrument-assisted observation can
give experiential information, too” (Vollmer 2000: 362).
“Observation” is not necessarily equivalent to “unaided detection”.
If it were, van Fraassen’s stand on the use of instruments in science would be
shared by many. Instead, his position on microscopes is controversial and quite
isolated – to say the least! Now, the aim of this paper is neither to support
nor to reject any alternative account of what one can do by using an optical
instrument. But I hope I have made it clear that if, ultimately, these alternative
arguments “are toothless without the argument from phenomenology, and
(…) the latter invokes a realist theory-laden experience” (Kusch 2015: 181),
then perhaps the same can be said of van Fraassen’s (and Kusch’s) defense of
their view on microscopes. With the obvious difference that, in their case,
the argument relies on an anti-realist account of microscopic experience.
According to van Fraassen, to detect is to be distinguished from to observe
(see, for instance, van Fraassen 2008: 93). As Contessa (2006: 456) writes:
Microscopes, cloud chambers, laser interferometers and other scientific
instruments allow us to detect entities, but detection has to be carefully
distinguished from observation. A look through a microscope does not allow us
to observe directly a paramecium; only to observe an image of a paramecium,
or to detect a paramecium.
Of course “van Fraassen is entitled to demand that the scientific
evidence be rendered in a neutral way” (Kusch 2015: 180).This is very likely
a key desideratum shared by any scientist and any philosopher of science.
But the claim that “this neutral way is precisely the constructive-empiricist
interpretation” (Kusch 2015: 180) is not at all pacific.
Constructive empiricism is a doctrine about the aim of science,
namely “to give us theories which are empirically adequate” (van Fraassen
1980: 12). Since this might be roughly interpreted as meaning that, according
to a constructive empiricist, full acceptance of science involves believing that
AlEssIo GAVA - Kusch and van Fraassen on Microscopic Experience l 7-31
what the sciences say about the observable parts of the world is true, while
the rest need not matter (see van Fraassen, 2005: 111), it is clear that this
anti-realist view of science must rely on a feasible distinction between what
is observable and what is not (see van Fraassen 2004: 1).Van Fraassen (2008:
110) draws the line “this side of things only appearing in optical microscope
images”, but admits that it could be drawn elsewhere. In fact, “this would
still leave intact all the main philosophical positions of van Fraassen’s anti-realism”, as Hacking (1983: 208) correctly pointed out.
As a consequence, it is possible to distinguish van Fraassen’s own
anti-realism from constructive empiricism. Kusch, instead, equates the two;
and when he says that the constructive-empiricist interpretation is a neutral
way of rendering the scientific evidence (see Kusch 2015: 180), he there
has in mind, among other things, the identity between “empirical” and
“observable” and that between “observation” and “unaided perception” –
the latter being not uncontroversial.
For this very reason, there are several alternative constructiveempiricist ways of rendering the scientific evidence. An example is (the-selfdeclared-constructive-empiricist) Otávio Bueno’s characterization of “visual
evidence”, put forward in this decade, which offers “a way of extending
the observable beyond instances of unaided perception, but which still
preserves, within an empiricist view, cases in which certain objects cannot
be observed” (Bueno 2011: 290). Actually, many others’ arguments – such
as Teller’s and Alspector-Kelly’s, for instance – could be used to extend
the observable beyond instances of unaided perception, but still within an
empiricist perspective.
Again, this could help constructive empiricism to get closer to
making sense of science which, as already suggested, is one of its fundamental
desiderata. Merely contenting with the acknowledgment that it represents a
coherent alternative to scientific realism is not enough, pace Kusch.12
rEFErENCEs
Alspector-Kelly, M. (2004), “Seeing the Unobservable:Van Fraassen and the Limits of
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Buekens, F. and Muller, F. A. (2012), “Intentionality versus Constructive Empiricism”,
Erkenntnis, 76: 91-100
12 I would like to thank an anonymous reviewer of this Journal for the insightful comments
on an earlier draft of this paper.
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Received: 17-06-2018; accepted: 09-04-2019
l 31
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico
aristotélico: ética y política en la tradición
socrático-platónica
FACUNDO BEY
Instituto de Filosofía Ezequiel de Olaso (CONICET)
Universidad Nacional de San Martín
Resumen: El objetivo de este artículo es presentar y analizar las principales hipótesis de HansGeorg Gadamer en Der aristotelische Protreptikos und
die entwicklungsgeschichtliche Betrachtung der aristotelischen
Ethik (1928), poniendo énfasis en la recuperación gadameriana de las nociones de phrónesis, hedoné y, en
menor medida, phýsis. Se intenta demostrar que en
este trabajo temprano de Gadamer hay, en términos
metodológicos e interpretativos, más que una discusión
con Werner Jaeger en relación con el Protréptico y la
ética aristotélica. Finalmente, este artículo sostiene que
es posible leer en las principales argumentaciones del
ensayo la primera maduración intelectual de relevancia
de Gadamer, expresada en forma de diálogo crítico con
sus grandes maestros (Paul Natorp, Nicolai Hartmann,
Martin Heidegger, Paul Friedländer), a partir de las
nuevas posibilidades interpretativas que la filología y
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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fenomenología le abrieron para el estudio de la filosofía ético-política de
Platón y Aristóteles. Las consecuencias teóricas de este temprano artículo
habrían signado tanto el camino de sus siguientes intervenciones teóricas en
torno a la filosofía política platónica como también los futuros desarrollos de
la hermenéutica filosófica.
Palabras clave: fenomenología del diálogo, doctrina del placer, política filosófica, experiencia antepredicativa.
Hans-Georg Gadamer’s on the Aristotelian Protrepticus:
Ethics and Politics in the Socratic-Platonic Tradition
34 l
Abstract: The aim of this paper is to present and analyse the main
hypotheses of Hans-Georg Gadamer in Der aristotelische Protreptikos und die
entwicklungsgeschichtliche Betrachtung der aristotelischen Ethik (1928), emphasizing the Gadamerian reception of the notions of phrónesis, hedoné and, to
a lesser extent, phýsis. It will be attempted to show that in this early work
of Gadamer there is more than a methodological and interpretative debate
regarding the Protrepticus and the Aristotelian ethics. Lastly, the paper argues
that it is possible to read in the main arguments of this early essay the first
intellectual maturation of relevance of Gadamer, expressed in the form of
a critical dialogue with his great masters (Paul Natorp, Nicolai Hartmann,
Martin Heidegger, Paul Friedländer), departing from the new interpretative
possibilities that philology and phenomenology opened to his studies on
the ethical-political philosophy of Plato and Aristotle. The theoretical consequences of this early article would have both paved the way of Gadamer’s
next theoretical interventions regarding Platonic political philosophy as well
as for the future developments of philosophical hermeneutics.
Key-words: phenomenology of dialogue, doctrine of pleasure, philosophical politics, antepredicative experience.
1. Introducción
E
l 20 de julio de 1927, Hans-Georg Gadamer aprobó el Staatsexamen en Filología. Ese mismo año, en abril, su maestro Martin
Heidegger había publicado Sein und Zeit. La primera publicación importante
de Gadamer, por su lado, llegaría al año siguiente y le valdría cierto reconocimiento dentro del mundo de la filología. Se trataba de un trabajo que había
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
sido presentado y discutido un año antes en el seminario de Paul Friedländer
y que recibió como título Der aristotelische Protreptikos und die entwicklungsgeschichtliche Betrachtung der aristotelischen Ethik (El Protréptico aristotélico y
la consideración de la ética de Aristóteles desde el punto de vista del desarrollo histórico) (Gadamer 1928a: 138-164; GW 5: 164-185; véase Gadamer 2000: 51).
En aquel ensayo, nunca traducido del alemán a otra lengua, Gadamer puso
en discusión, no sin audacia, la interpretación filológica de Aristóteles que
había propuesto un ya consagrado Werner Jaeger en Aristoteles, Grundlegung
einer Geschichte seiner Entwicklung (1923). El presente artículo despliega por
primera vez en castellano un análisis de este poco conocido ensayo, así como
traducciones parciales de él, con la intención de realizar un aporte general a
los estudios sobre el pensamiento de Gadamer y la hermenéutica filosófica
en Hispanoamérica.
Un aspecto que nunca se ha reflejado en los textos que analizan la obra
de Gadamer es que este trabajo del filósofo marburgués fue la primera publicación que logró tener repercusión en ambos lados del Atlántico. El artículo
fue resumido en sus argumentos principales por Herman Louis Ebeling
(1929: 289), filólogo y profesor de griego en el Goucher College y colega de
Edward Finch, único doctorando estadounidense de Wilamowitz (Briggs Jr.
1994: 153). También fue reseñado en la revista The Classical Quarterly, editada
nada menos que por el destacado traductor inglés de Platón, Reginald Hackforth. En aquella publicación se le reprochó al texto de Gadamer el no
poder probar con suficiencia la autenticidad de la Ética Eudemia (Summaries
of Periodicals 1929: 121). Unos años más tarde, compartió esta opinión el
filólogo clásico Johannes Geffcken (1932: 404, n. 4), en un artículo publicado
en la misma revista en donde apareció originalmente el ensayo de Gadamer
sobre el Protréptico, es decir, la prestigiosa Hermes. Por último, en Francia el
filólogo Germaine Rouillard (1929: 311) recogió la aparición del artículo en
el “Bulletin Bibliographique” de la Revue des Études Grecques.
Pero la reseña crítica más importante fue sin duda la realizada ese
mismo 1928 por la filóloga de origen alemán Mary Craig Needler, a pedido
del director de la revista Classical Philology, el eminente filólogo estadounidense y estudioso de Platón Paul Shorey. Profesora entonces del ilustre Wellesley College de Massachusetts, Needler escribió un artículo en esa revista
destinado a comparar partes de su tesis doctoral –titulada The Relationship
of the Eudemian to the Nichomachean Ethics of Aristotle (1926)– con el texto
de Gadamer. El estudio de Needler, que no dejaba de destacar (y complementar) el tratamiento que había realizado Gadamer de la phrónesis en debate
con Jaeger, resultó sumamente elogioso. La autora radicalizó algunas de las
hipótesis del marburgués, presentando ciertos argumentos de Jaeger simplemente como absurdos (véase Needler 1928: 281).
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l 35
36 l
Es cierto que pocos años antes se había ya despertado en Gadamer el
interés por el tratamiento que Jaeger había dado al Protréptico de Aristóteles.1
También es verdad que en su tesis de doctorado, dirigida conjuntamente
por Paul Natorp y Nicolai Hartmann, el joven filósofo marburgués había
estudiado la obra de Platón,2 en particular la noción de placer. Sin embargo,
la publicación del artículo aquí analizado inaugura una nueva etapa en la
formación y la producción teórica de Gadamer, signada por un interés cada
vez mayor por el estudio de los clásicos, particularmente de la dialéctica
platónica, la noción de phrónesis y la experiencia hermenéutica del diálogo.
Los puntos de partida para la lectura crítica de Gadamer están constituidos por lo que identificó como los tres principales elementos de la interpretación filosófica de Jaeger: “1) la historia del concepto de phrónesis; 2)
el ideal de una ética exacta; 3) La doctrina de las Ideas del Protréptico” (GW
5: 171).3
El ensayo de Gadamer fue originalmente publicado en el número 63
de la mencionada revista Hermes, editada entonces por los reconocidos filólogos Richard Heinze y Alfred Körte.4 En su artículo, Gadamer cuestionaba
el lugar que Jaeger, desde una perspectiva que es posible llamar “genético-progresiva”, le daba al Protréptico con respecto al Filebo platónico, en la
medida en que la primera de estas obras es caracterizada allí por el profesor
de la entonces Friedrich-Wilhelms-Universität de Berlín como un escrito
ético de juventud presuntamente plagado de “idealismo”. En consecuencia,
según el marburgués, la interpretación de Jaeger obturaba la comprensión
de que el Protréptico “como sugiere el título –de protréptein, “estimular”, “des-
1
Todas las traducciones relativas a los volúmenes 5, 7 y 10 de la Gesammelte Werke (GW)
de Gadamer nos pertenecen. Sobre el desacuerdo de Gadamer con las interpretaciones de
Jaeger, se tiene noticia temprana por medio de una carta de Gadamer a Heidegger del 24 de
septiembre de 1925 (Gadamer 2000: 48-50).
2 La tesis de Gadamer, de 1922, que continúa inédita, llevó como título Das Wesen der Lust
nach den platonischen Dialogen.
3 Gadamer redirige al lector al apartado del primer capítulo del libro de Jaeger, “Der Protreptikos” (1923: 80-102).
4 En 1928 se publicó también una extensa reseña de Gadamer sobre el libro de Jaeger en el
número 17 de la prestigiosa revista Logos (Gadamer 1928b: 132-140). En esta reseña, Gadamer remite a su artículo, principalmente en lo que hace a la “hipótesis del desarrollo”
(Gadamer 1928b: 136). El único libro que se cita en esa reseña por fuera del de Jaeger, en
relación con la ambigüedad de la metafísica aristotélica y su posible formulación desde una
investigación ontológica, es Ser y tiempo (Gadamer 1928b: 139). En ese mismo número de la
revista Logos Gadamer (1928c: 130-132) publica también una reseña en la que se hace eco de
una nueva edición de la Metafísica de Aristóteles, que había sido recientemente editada en
Inglaterra por William David Ross.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
pertar”– no contiene una concepción ética, sino una apelación a la filosofía”
(Di Cesare 2007: 23), es decir, que sus argumentos se dirigen, en palabras
de Gadamer, hacia “la filosofía teorética y práctica por igual” (GW 5: 173).
Fundamentalmente, para Jaeger, la obra de Aristóteles podía ser reducida, antes que a una unidad sistemática, a una serie de doctrinas que
fueron evolucionando desde el platonismo hasta el período del Liceo (Gadamer 2000: 73-74, n. 11). Por lo tanto, Jaeger sostenía que, en un extremo,
por su supuesta adhesión a la “doctrina de las Ideas”, Aristóteles en el Protréptico parecería considerarse un platónico (GW 5: 152). Su punto de partida
era el fragmento 55.6-14:
Pero esto no es capaz de hacerlo quien no ha cultivado la filosofía y no ha
conocido la verdad.Y, en las demás artes, no alcanzan el saber íntegramente,
al no obtener los instrumentos y los razonamientos más exactos de objetos
primeros en sí mismos, sino de objetos segundos, terceros o aún más alejados,
y extraen sus razonamientos de la experiencia. A diferencia de los demás, solo
en el caso del filósofo tiene lugar la imitación a partir de objetos exactos en
sí mismos. Pues él los contempla en sí mismos y no sus imitaciones. (Protr.
55.6-14; trad. de Vallejo Campos).
A propósito de este pasaje, Jaeger afirma:
[…] la expresión “primeras cosas” no puede aludir al universal abstracto en
el sentido posterior de Aristóteles, porque lo universal abstracto no se pone
en contraste con “imitaciones” (mimémata) de ninguna especie. “Imitaciones”
es de nuevo un término específicamente platónico, que no puede usarse con
sentido independiente de la doctrina de que las formas son arquetipos (paradeígmata). (Jaeger 1946: 111).
Al otro lado de este continuum, el Aristóteles maduro de la Ética a
Nicómaco, tras haber desarrollado conceptos totalmente relacionados con
la actividad práctica mundana, habría devenido un “realista” (Sullivan 1989:
57-58). Gadamer, siguiendo a su maestro Friedländer,5 logró demostrar en
su artículo que la postulada continuidad entre el Filebo platónico y el Pro-
5 La
lectura de Platón propuesta por Friedländer, muy influida por Jaspers (y, sobre todo en
ese momento, por Nietzsche), ha sido caracterizada como “existencialista y antisistemática” (Girgenti 2008: 43) e identificada con una visión “holística” del sentido de lo histórico
(Sullivan 1989: 47). En ella, la “doctrina de las Ideas” no tiene lugar sino como una errónea
atribución de sus intérpretes, de Aristóteles a Heidegger (Sullivan 1989: 49).
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l 37
38 l
tréptico aristotélico, con la que estaría de acuerdo, podría fundarse antes bien
en la llamada “doctrina de las Ideas” solo en el caso de que se le imputara
al pensamiento platónico, como propio y evidente, el canon sostenido por
la fuerza dogmática de cierta convención académica de matriz alemana, que
dejaba de lado la reformulación que tuvo lugar en la filosofía del ateniense
entre Fedón y Filebo (Sullivan 1989: 58-59, 65). Detrás de Jaeger se encontraba, desde luego, una extensa tradición que había tratado hasta entonces a
los diálogos platónicos como meros vehículos de doctrinas. No habría, por
tanto, para Gadamer, posibilidad legítima alguna de establecer un desplazamiento, como había inferido Jaeger, desde una afirmación de un modelo o
doctrina matemática hacia la formación de un pensador que se tornaba cada
vez más flexible (Sullivan 1989: 64).
Además, que Aristóteles no era un realista y que su filosofía permanecía “en el suelo del lógos” sócratico-platónico era algo que Gadamer ya
había aprendido de Heidegger en 1923, durante el verano que compartieron en Todtnauberg (Gadamer 2015: 381). En este sentido, para Gadamer
sería ejemplar la noción de phrónesis –presente con anterioridad a Aristóteles,
tanto en la poesía como en la filosofía, como ha señalado muchos años
después Snell (1977)–, tal como aparece en el Protréptico: ella se mantenía
en el terreno metafísico platónico. En su carta dirigida a Heidegger el 15
de marzo de 1928 le comentaba así a este último ciertos detalles acerca de
la estructura y contenidos de la versión que luego presentaría como tesis de
habilitación, bajo el título Interpretation des Platonischen Philebos,6 que resultan
de interés para lo que sigue:
Espero concluir en estos días con el primer capítulo (la dialéctica), que está
orientado no tanto a interpretar las diversas fórmulas, para hacerlas armónicas, sino a demostrar que la teoría de la dialéctica, desarrollada en el Filebo,
pertenece al contexto más amplio en que se basa aquel auténtico lógos filosófico que tuvo inicio con Sócrates. (Gadamer 2000: 52).
Empero, lo que podría parecer una concesión a Jaeger, es lo que le
permitirá elaborar su refutación. Para Gadamer, el recurso a la phrónesis en
Aristóteles no tendría como horizonte únicamente la perfecta congruencia
entre el nivel terminológico y la determinación científica, sino que, sobre
todo en el Protréptico, su significado –hasta aquí definido como razón práctica
(GW 5: 171)– debería ser aprehendido más bien como condición de po-
6 Gadamer se habilitó en 1928 en la Philipps-Universität Marburg bajo la supervisión conjunta de Martin Heidegger y Paul Friedländer.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
sibilidad de la función comunicativa del discurso concreto. De este modo,
a Gadamer se le presenta con claridad que el Protréptico, para comenzar, no
tiene de modo alguno como objetivo aquello que deja traslucir Jaeger, es
decir, la fijación terminológica de la phrónesis (GW 5: 172-173).
Esto último es importante porque permite visualizar que una lectura
evolutiva como la de Jaeger colisiona con una propuesta y un proyecto
como los que están contenidos en la aproximación de Gadamer, atenta al uso
fáctico del lenguaje. Por un lado, porque el sentido que adopta la phrónesis
en De anima o en Metafísica se encuentra, antes que bajo el influjo de la Academia platónica, más bien cercano al de episteme y noûs, al carácter distintivo
del hombre lato sensu, a lo que hay en él de divino stricto sensu (GW 5: 172).
Por otro lado, ¿qué posibilidades interpretativas podía abrir la tendencia a
que muchas de las principales nociones éticas y retóricas aristotélicas –como
comenta Gadamer en el prefacio a la reimpresión de 1982 de Platos dialektische Ethik– aparecieran en los debates académicos sin traducir, tendencia
defendida por la escuela berlinesa de Jaeger, impidiendo la verdadera tarea de
expresar por los propios medios lingüísticos el modo en que las cosas mismas
se presentaban en el pensamiento griego? (GW 5: 161). ¿O no se trataba
acaso de esto el legado fenomenológico del maestro de Meßkirch al que Gadamer nunca quiso renunciar, sin por eso recaer en los muchos sinsentidos
de las “traducciones” heideggerianas al alemán?
Después de que conseguí un trato vivo con los clásicos griegos encontré el
camino hacia la filosofía. Este camino que he recorrido, tenía naturalmente
también el beneplácito de Heidegger, quien permaneció en lo fundamental
como mi modelo, sin que yo fuera su imitador. Lo que se podía aprender
de Heidegger era sobre todo esto: que las palabras griegas, aun si tienen
función conceptual, permanecen como palabras y toman su significado conceptual del lenguaje vivo. Aprendí que uno solo se puede liberar de todo el
eco del Medioevo latinizado en la filosofía, que domina en mayor o menor
medida indiscutidamente la construcción de conceptos en nuestro siglo, si
uno aprende como los griegos a ganar el sentido conceptual del propio lenguaje hablado vivamente. (Gadamer 2002a: 139).
Para volver a mis años marburgueses, al principio no quería convertirme
en filólogo clásico, pero una vez que conocí a Heidegger se hizo evidente
para mí que justamente debía hacer esto [...] alcancé así, durante esos años,
mi autonomía frente a Heidegger y aprendí en este tema algunas cosas que
Heidegger nunca aprendió a ciertos niveles: por ejemplo, he aprendido a
comprender aquello que en un diálogo de Platón se puede ver si se tiene
el suficiente respeto por lo que dice. Para lograr esto, sin embargo, se debe
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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l 39
conocer muy bien el griego: y Heidegger no lo conocía así de bien [...]
Así que cuando me preguntan sobre las interpretaciones heideggerianas no
puedo dejar de decir que Heidegger rara vez ha interpretado un texto de
manera correcta en términos filológicos. (Gadamer 1982: 173; la traducción
nos pertenece).
40 l
Robert Sullivan, en su libro Political Hermeneutics: the Early Thinking
of Hans-Georg Gadamer (1989), ha sido el único en destacar no solo la discusión del marburgués con Jaeger en relación con la lectura de Aristóteles,
sino también, en particular, en función de la valoración del Filebo. En este
sentido, para el autor estadounidense es central para comprender la interpretación gadameriana del esfuerzo más general de la empresa platónica,
su recurso a la idea de mezcla (Mischung) y su relación con las nociones de
phrónesis y hedoné. En su insistencia sobre la idea de mezcla se encontraría
una apuesta de Gadamer a favor de una aproximación dialéctica a Platón
y a su pensamiento ético, muy lejana de la lectura de Jaeger (y también de
Heidegger), en la que Platón pondría a un mismo nivel, según extrapola
el propio Sullivan (1989: 66), tanto la dimensión racional como apetitiva
del hombre a la hora de reflexionar sobre el buen vivir. Por ello, Sullivan
confiere legítimamente especial importancia al siguiente pasaje del texto en
el que Gadamer se refiere al Filebo: “El objetivo de toda la investigación es
delimitar la pretensión de la phrónesis y del hedoné sobre el buen vivir de la
fáctica existencia humana. Solo en una mezcla de ambos se puede buscar
este bien en la vida” (GW 5: 177).
Las consecuencias de que Gadamer adoptara un tratamiento esencialmente dialógico de la filosofía, a partir de los propios diálogos platónicos,
comienzan a reflejarse en este estudio y a desplegarse, sobre todo, a partir
de la tesis de habilitación. Con razón, Sullivan (1989: 67) ha puesto énfasis
también en la referida reticencia de Gadamer a considerar en forma determinante el valor terminológico de las nociones aristotélicas, y esto tiene
su raíz en la asunción de una correlación entre lenguaje y pensamiento
que se desprende del propio análisis de Gadamer. Según el estadounidense,
Gadamer entendió tempranamente tanto a Platón como a Aristóteles como
pensadores del diálogo. Esta caracterización, más allá de la forma continua
del discurso aristotélico, sería incompatible con la fijación conceptual de
un significado unívoco y determinante para ciertas palabras, operación que
negaría el fundamento dialógico del mismo pensar.
Es cierto que esto último está también vinculado con la referencia
que Gadamer hace en el texto a la diferencia entre una era de predominio
de la conversación, que Sullivan (1989: 67-70) prefiere llamar “speaking
culture” por sobre el discurso escrito (véase GW 5: 171-172). Tres años
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
después de la publicación del ensayo sobre el Protréptico, Gadamer afirmará
en el que sería su primer libro, Platos dialektische Ethik, que el lenguaje no es
“una simple copia del ente”, un portador neutral de significados, sino fundamento de la comprensión y, por lo tanto, de la existencia humana en cuanto
posibilidad más alta de ser del ente y del bíos filosófico-político (GW 5: 53).
Para Gadamer, que da especial atención a la famosa “segunda navegación”
socrática del Fedón, ser y lógos en Platón se relacionan de modo tal que, para
empezar, el habla resulta un originario “tener que ver en común con algo”,
en el sentido de estar comprometidos con “algo” por medio de la palabra,
suelo común de la existencia y el conocimiento (GW 5: 23; el resaltado es
nuestro). En la pólis, la “comunalidad de intereses vitales” (Gemeinsamkeit des
Lebensinteresses) (GW 5) se despliega a partir de aquella originaria precomprensión común del mundo, esto es, en la formación del lenguaje, en la cual
se comprenden todos aquellos que previamente lo han acordado y pueden
hacerlo de manera siempre nueva en la discusión, ya que lo que es objeto
de la dialéctica es lo amphisbetésimon, no la mera oposición entre opiniones,
sino ese algo que está bajo –y a la vez conforma– el ámbito de la disputa
(GW 5: 73, n. 20; 33; véase Phdr. 263a).
En consecuencia, para Gadamer reducir el texto aristotélico (o platónico) al “discurso terminológico como única actitud comunicativa (Sprechhaltung) es, en todo caso, un absurdo” (GW 5: 172). Las relaciones de
sentido (Bedeutungsbezüge) resultan definidas, antes que terminológicamente
o temáticamente, por la función comunicativa (Mitteilungsfunktion) que tiene
lugar en el lenguaje concreto (konkreten Sprechens) (GW 5). Es elocuente la
cita retomada por Sullivan:
En estos argumentos no se habla de una terminología científica unificada. Por
el contrario, vemos cambiar la consistencia terminológica de argumento a argumento.
Además, lo que resulta revelado en todos estos argumentos es el esfuerzo, en
la medida de lo posible, por no cargar con la terminología. (GW 5: 178, el
resaltado pertenece al original)
Sullivan entiende que la tesis de Gadamer acerca de que Aristóteles
no tenía un lenguaje terminológico le permitió destacar en su ensayo que
el estagirita “no era el tipo de pensador [monológico] que Jaeger hubiera
querido que sea. En suma, era, en cambio, un pensador dialógico” (Sullivan
1989: 68).
Finalmente, Sullivan insiste en que la disputa filosófica con Jaeger
sobre la tarea filológica, es decir, sobre la afirmación de la primacía cultural
del discurso hablado (speaking culture) por sobre el escrito (writing culture),
es el significado más relevante de este texto, en la medida en que, según
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entiende, preanuncia la primacía fundamental de la pregunta (tema que
será retomado en Wahrheit und Methode). Traducido y extrapolado por Sullivan en términos sociopolíticos esto representaría una defensa de la actitud crítica de la Alemania de Weimar por sobre el espíritu burocratizado
y cientificista del Reich guillermino (Sullivan 1989: 68-69). Por mi parte,
respecto de esto último, y sin desmerecer la lectura de Sullivan en lo que
hace a otros aspectos, considero más adecuado permanecer en el claro de
las palabras, aunque tardías, del propio Gadamer, que se sitúan inequívocamente bajo la potencia poético-política de la Carta VII (344c) –a la que le
dedicará su atención a partir de su Praktisches Wissen (1930)– así como de
Fedro (276a-278a):
42 l
Como es bien sabido, contamos solo con unas pocas piezas fragmentarias
que dan testimonio del inicio del pensamiento griego, y estas están, en
última instancia, también sostenidas por el interés que estos comienzos le
habían suscitado a Aristóteles, el cual, a través de los siglos de la tradición
griega, fue transmitido a la historia de la educación europea. La significancia
del inicio es, sin embargo, especial desde el punto de vista hermenéutico.
En el sentido estricto de la palabra es un comienzo casi sin palabras. Son
citas, pues, arrancadas del río del pensamiento, y el contexto en el cual
estas oraciones fueron originalmente dichas oralmente ya no está disponible.
Son, por tanto, como los problemas de la “Historia de los problemas”7 y
como los “enunciados” de la tradición de la escuela anglosajona. Ninguna
reconstrucción filológica puede reemplazar lo que la verdadera habla es,
a causa de su propia naturaleza. Los primeros textos realmente filosóficos
de los griegos que poseemos son los diálogos platónicos y los así llamados
“tratados para la enseñanza” de Aristóteles.
Ambos textos nos confrontan inmediatamente con el problema hermenéutico
fundamental de la escritura. Los diálogos de Platón son conversaciones
escritas por un gran maestro con arte filosófico y poético y, sin embargo,
sabemos por el mismo Platón que no nos legó una presentación escrita de
7 Escribe
Marco Sgarbi 2011: 74: “A fines del siglo XIX, la Problemgeschichte nació junto con
la obra de Wilhelm Windelband Geschichte der Philosophie, subtitulada Geschichte der Probleme
und der zu ihrer Lösung erzeugten Begriffe. Sin embargo, fue Nicolai Hartmann el primero en
elaborar una teoría comprensiva de la historia de los problemas en su Zur Methode der Philosophiegeschichte. Hartmann afirma que los problemas son el núcleo de la historia de la filosofía,
así como las condiciones trascendentales de la posibilidad de la historia, apelando a la afirmación de Platón de que los conceptos no son más que reducciones de problemas eternos”
(la traducción nos pertenece). Véase Windelband 1892, así como Hartmann 1909: 459-485.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
su doctrina y que no quiso hacerlo. Esto significa que nos ha confrontado
inequívocamente con la necesidad de pasar por una duplicación mimética,
es decir, a través de la conversación escrita, [la necesidad] de volver a la
conversación originalmente hablada en la que el pensamiento encuentra sus
palabras –una tarea que nunca se puede realizar plenamente–. Ciertamente,
es posible ver a través de los ojos de Aristóteles y leer lo que fue pensado en
esa conversación. Pero, desde una nueva mediación, uno lee [solo] un rastro
del discurso hablado en los así llamados “textos” del corpus aristotélico que
nos han sido transmitidos. (GW 10: 351-352; la traducción nos pertenece).8
Según la lectura que propongo, en el ensayo sobre el Protréptico intervendría ya el problema de la escritura, tema relevante para la hermenéutica filosófica, a través de la presencia de la distinción socrático-platónica entre diégesis y mímesis, puesta en marcha a partir de la más temprana
noción gadameriana de juego (Spiel) que puede encontrarse en su obra,
aunque este término no aparezca literalmente en 1928 y deba esperarse
hasta Platos dialektische Ethik: Phänomenologische Interpretationen zum Philebos (1931), para encontrar una primera caracterización del mismo como
modo de la existencia presente y compartida en una actividad cuyo objeto
está supeditado al propio “por-mor-de[l]” (Worumwillen) jugar (GW 5: 25).
Adelantar aquí esta noción operativa de juego y mencionar el por-mor-de
es relevante porque, según Gadamer, constituirían juntos, para Platón y
Aristóteles, el punto de referencia para la comprensión y el cuidado de sí
en función de lo agathón (GW 5: 40, 44, 58), la condición de la autocomprensión del Dasein en una areté determinada cada vez de cara al Bien y en
vistas a una acción situada. Como se verá en el siguiente apartado, tener
en cuenta esto último es fundamental para recuperar la figura del filósofo
planteada en el ensayo sobre el Protréptico, entendido este como el estadista
sabio, orientado según el kairós, en medio de la experiencia concreta de la
pólis, cuya tarea está por encima de cualquier estatuto tipificado pero no
más allá de su comparecencia ante los otros.
8
Entre corchetes se han completado las frases allí donde se presentaba alguna dificultad. La
cita forma parte de Mit der Sprache denken, de 1990 (GW 10: 346-353). Merece aclararse también que Friedländer 1964: 118, 125, 177 ya había problematizado la cuestión de las dudas
de Platón sobre el valor de la escritura y ponderado el ideal dialógico, así como también su
impulso artístico.
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2. Fenomenología del diálogo, doctrina del placer, política
filosófica y experiencia antepredicativa
E
44 l
xisten otras cuestiones tan importantes como las anteriores que
nos permiten recuperar aspectos alternativos del artículo sobre
el Protréptico; por caso, su tono específicamente filosófico-político. Sullivan
tiene razón en destacar la ya mencionada noción de mezcla, pues en ella va
una gran apuesta interpretativa de Gadamer que está en estrecha relación
con la idea de medida (Maß) en Platón. En este sentido, cabe retomar la
cuestión de la mezcla en el tratamiento del Filebo dentro del artículo sobre
el Protréptico, sobre todo con relación al planteo más general sobre cómo
Platón expondría y adaptaría su concepto de ciencia a la experiencia concreta (konkrete Erfahrung) (GW 5: 177). Lo que Aristóteles recuperaría del
ateniense en el Protréptico es la disposición –presente tanto en el Político9
como en el Filebo– a afrontar científicamente al Dasein fáctico, formulada
en la tarea de alcanzar una mezcla apropiada. Esta mezcla solo podría ser
estimada por medio de una medida, buscando “reconciliar la realidad con
el reconocimiento de la ‘impureza’ real del principio de exactitud” (GW
5: 176). Efectivamente, es constitutiva de la bondad de la mezcla y del
carácter correcto de esta “impureza” la pretensión conjunta sobre el buen
vivir tanto de la phrónesis como de la hedoné (aunque la noción de medida
no sea determinante para sus componentes, ya que esta se definiría en
9
Gadamer se refiere al Político pero no ahonda en él. Inferimos que podría tratarse de Plt.
301e-302a. James Risser 2003: 97 ha sabido señalar, siguiendo la lectura de Gadamer de la
filosofía platónica y la cuestión de lo uno y lo múltiple, el problema de “alcanzar una mezcla
apropiada”. Risser afirma, comenzando con el Filebo (64e), que “[...] aprendemos que lo
bueno en la vida humana es aparecer en este ser que es mixto, pero esto significa que este
aparece en relación con la medida (métron). Y para la cuestión del bien, esta medida debe ser
a la vez la medida correcta o justa (métrion). Es decir, para que la mezcla que es la vida no
sea destructiva, debe tener una medida adecuada, una proporcionalidad o una medida de
acuerdo a un brebaje de la vida bien mezclado. Luego, el bien es precisamente este límite, esta
medida decisiva, que en la vida humana se ha refugiado en la naturaleza de lo bello, porque
‘la medida (metriótes) y la proporción (symmetría) coinciden en todas partes’” (Risser 2003). La
traducción nos pertenece. Para la traslación de la cita de Filebo he utilizado la versión de Durán. En consonancia con lo que sigue, Risser recurre al Político para mostrar en qué sentido
la tarea de la filosofía puede ser “encontrar la medida en la mezcla” (Risser 2003: 98). De las
dos artes de la medida que discuten Sócrates y el extranjero, en la segunda, a la que pertenece
el dominio de la política, se trata de medir “en relación con el justo medio, es decir, con lo
conveniente (prépon), lo oportuno (kairón), lo debido (déon) y, en general, todo aquello que se
halla situado en el medio, alejado de los extremos” (Plt., 284e). La traducción del Político es
de María Isabel Santa Cruz.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
relación con la mezcla como una totalidad nueva y unitaria y no al revés).
Así, Gadamer puede afirmar que mezcla y medida son conceptos paralelos
(GW 5: 176-177).
Pero la medida no es la exactitud. En el Protréptico la figura del
político, es decir, de quien actúa desde una ciencia de lo ético-político
(ethisch-politische Wissenschaft), por tomar un caso ejemplar que señala Gadamer, es comparado con el tékton (constructor) antes que con el geómetra.
Y no en virtud de mostrar a la política tan exacta como puede ser una
tékhne, lo que –advierte Gadamer– sería contradictorio con lo establecido
en Ética a Nicómaco A7. Esta comparación tiene valor en la medida en que
marca cómo, en realidad, el político necesita saber, a diferencia del constructor con respecto a sus construcciones, en qué se basa la naturaleza misma
de la vida en común. La intención del Protréptico, entonces, sería alumbrar
su orientación a las cosas mismas y no a la imitación externa ni a la comparación: el político debe dirigir la mirada a la naturaleza antes que imitar ciegamente, como los sofistas y rétores, las leyes y constituciones ya existentes
(GW 5: 174-175). Claramente, cuando Gadamer afirma que “la intuición
de la phýsis es demandada por la auténtica política filosófica” (GW 5: 175)10,
está, entonces, teniendo en cuenta aquello y considerando el fragmento 55.3
del Protréptico, al que, por otro lado, él mismo hace referencia:
l 45
Efectivamente, así como en las demás artes productivas los mejores instrumentos se han descubierto a partir de la naturaleza –por ejemplo, en la construcción, la plomada, la regla o el compás, los hemos obtenido de (la observación) del agua, de la luz y de los rayos del sol que nos sirven como criterio
para comprobar lo que es suficientemente recto y plano desde el punto de
vista perceptivo–, de la misma manera el político también debe estar en
posesión de ciertas normas derivadas de la naturaleza en sí misma y de la
verdad, en referencia a las cuales juzgue qué es justo, bello y conveniente.
Pues igual que allí estos instrumentos superan a todos los demás, también la
mejor ley es la que mejor concuerda con la naturaleza. (Protr. 55.3; trad. de
Vallejo Campos).
Muchas de las cuestiones aquí planteadas serán centrales en los análisis
posteriores de Gadamer: no solo en su tesis de habilitación, sino también en
10 A
pesar de que sea más beneficioso permitir al texto gadameriano que se exprese con mayor libertad ¿no es, acaso, inevitable oír en esta afirmación el dictum de Heidegger 2009: 73:
“La comparación y tipificación sincrética de todo no da de suyo un auténtico conocimiento
esencial”?
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Plato und die Dichter (1934). Más que ser un filósofo, el político del Protréptico
aristotélico debe actuar como un filósofo. No debe actuar y juzgar según una filosofía, ni debe llevar adelante una política adecuada a la filosofía: es su acción la
que debe ser filosófica, es decir, dirigida cada vez a la phýsis, a la experiencia
concreta de la pólis, que evidentemente no se corresponde con esta o aquella
pólis, ni con el conocimiento relativo a la variedad de arreglos institucionales.
La acción reflexiva, que no es el producto de la aplicación de una tékhne o
de la theoría, se presenta como el ámbito donde tienen lugar, fundamentalmente, la existencia fáctica y la tarea de alcanzar una mezcla justa entre
phrónesis y hedoné en vistas del buen vivir:11
Donde el Protréptico delinea la imagen del verdadero estadista sabio, [este
aparece] en relación con las realidades políticas; allí es donde justamente
se exterioriza de qué modo este saber debe ser vivo, versátil, superior a los
estatutos, orientado según el kairós y las tareas características de la siempre
nueva realidad. En contraste, los estatutos y la ley, que son rígidos, son solo
soluciones provisionales en comparación con las tareas políticas reales y fundamentalmente son inadecuados a lo que se demanda en el sentido del verdadero saber. (GW 5: 176)
46 l
En términos de Gadamer, Aristóteles, en sus referencias a la “doctrina
de las Ideas”, trataba de probar la necesidad de la filosofía no para toda política, sino para una política que además de ser idónea fuera también razonable, virtuosa, es decir, valiente y capaz de rendir cuentas (este es acaso el
doble sentido de la areté socrática, su indisociable relación con la phrónesis y la
andreía), y orientada al bien (GW 5: 178; véase EN 1144a23).Y ello no debe
llevar a un pensamiento banal que haga del Protréptico un llamado al gobierno
por parte de una secta doctrinaria de iniciados, ni a la filosofía una fuga de
la política. Por el contrario, la apelación a la filosofía, a “despertar”, pretende,
justamente, interpelar, al modo del elogio (ἐπαινέω), como una verdadera
alabanza (Preist) exhortativa de todos los diversos caminos del pensamiento,
al conjunto de la ciudadanía como comunidad y así elevar en importancia
el puesto de los asuntos que comprometen mutuamente a los hombres por
medio de una invitación general, directa y popular, a reflexionar, sin buscar
imponer una doctrina específica, sino afirmar la no siempre evidente aunque
íntima relación entre filosofía y política (GW 5: 170).
11
El carácter decisivo de este planteo se aprecia con más claridad en la caracterización gadameriana de la decisión platónica por la filosofía en Plato und die Dichter. Al respecto, nos
permitimos remitir a Bey 2017.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
Por otro lado, aunque Gadamer no lo mencione, no es imposible
pensar que el Protréptico proporciona también una nueva manera de comprender la crítica socrático-platónica a la poesía mimética al inicio del libro
X de República (595a-b), desde una perspectiva que pondera un modo de
poieîn en el que la dimensión imitativa está siempre supeditada a la intuición
de la phýsis, igualmente válido para el arte como para la legislación de las
ciudades. En esa misma línea se encuentra lo que sostiene Platón en su Carta
V, dirigida a Pérdicas, rey de Macedonia:
Los regímenes políticos, en efecto, tienen cada uno su lengua (phoné), como
si se tratara de seres vivos: hay un lenguaje propio de la democracia, otro de
la oligarquía, otro, a su vez, de la monarquía; podría decirse que son muchos
los que conocen estos idiomas, pero, excepto unos pocos, están muy lejos
de comprenderlos a fondo. Ahora bien, el régimen que habla en su propia
lengua a los dioses y a los hombres, y acomoda sus acciones a este lenguaje,
prospera continuamente y se conserva, mientras que el que imita a otro
perece. (Ep. V, 321d-e; trad. de Zaragoza y Gómez Cardó)
Todavía hay mucho más para decir con respecto al ensayo sobre el
Protréptico. Si retomamos el prefacio de 1982 a la reimpresión de la primera
edición de Platos dialektische Ethik es posible notar que, más de medio siglo
después de su publicación, Gadamer recuerda que este libro, cuyo programa
había nacido en 1928 de cara a su tesis de habilitación y, por lo tanto, prácticamente junto con el texto sobre el Protréptico, o más bien, como consecuencia
de esa primera investigación sobre Aristóteles,12 se inscribía en un marco más
amplio que la polémica con Jaeger. Se trataba de hacer justicia a la herencia
fenomenológica –en particular al legado heideggeriano– y de evitar “los
aires doctos aprendidos de la ciencia y la terminología técnica tradicional”
para provocar “que las cosas, por así decirlo, entraran al propio cuerpo”
(GW 5: 161). Es tentador, en tal caso, ver en el artículo sobre el Protréptico
confirmada la propia lectura retrospectiva de Gadamer (2015: 383; GW 2:
488), al referirse a los objetivos de su tesis de habilitación, a saber: “aclarar
la función de la dialéctica platónica desde la fenomenología del diálogo, y a
la doctrina del placer y sus formas mediante un análisis fenomenológico de
12 En
su Selbstdarstellung, asegura Gadamer (2015: 383) que el libro de 1931, procedente de
la tesis de habilitación, “fue en realidad un libro abortado sobre Aristóteles. Mi punto de
partida fue el doblete de los dos tratados aristotélicos sobre el “placer” (Et. Nic. H 10-13
y K 1-5)”.
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los verdaderos fenómenos de la vida”.13 Esta actitud fenomenológica, signo
metodológico inconfundible, involucra, desde luego, una evidente voluntad
de polémica con la filología de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff y con
el Dritte Humanismus de Jaeger. Aunque no exclusivamente. O al menos es
posible sostener que su reafirmación tanto tiempo después no permite entender su énfasis únicamente de ese modo.
Retomando por un momento la versión publicada de su tesis de habilitación, es posible advertir allí una indicación que pone a su lector en el
camino de un cuestionamiento de serias implicancias, pues ya en ese texto
se expresa una idea central que acompañará luego toda la obra de Gadamer,
que es preciso desplegar y que se deriva, como se ha demostrado, del ensayo
sobre el Protréptico. Me refiero a que “la definición, oikeîos lógos ousías, no es
un fin en sí mismo, sino, en cambio, hace posible un modo científico de
lidiar con (o, dependiendo del caso, pensar sobre) una cosa” (GW 5: 79-80).
En relación con la cuestión “terminológica”, Gadamer continúa así en la
carta antes citada enviada a Heidegger en 1928 donde le refiere algunos de
los contenidos de su tesis de habilitación:
48 l
Tal contexto no se agota, sin embargo, en el concepto de “definición”. Al
contrario, busco mostrar que la “definición” no es por sí misma un fin, sino
que constituye, en cambio, aquello que da certeza sobre el conocimiento
de una cosa, en el intento de encontrar la relación justa con ella misma. Me
parece que, también con relación a esto, el Filebo ofrece la demostración más
clara. La división en especies está al servicio de una justa mezcla (por lo tanto,
de una koinonía de las especies). (Gadamer 2000: 52)
En este sentido es que el carácter dialéctico de la filosofía platónica
radica en que “en el concebir (Begreifen) se mantiene en camino al concepto
(unterwegs zum Begriff)” (GW 5: 6). Por ello sostiene Gadamer:
Los temas serios […] son aquellos que no resultan suficientemente evidentes
a partir de la intuición de la experiencia (aus der Anschauung der Erfahrung),
tales como qué es el verdadero político, el verdadero filósofo, el verdadero
orador, es decir, posibilidades de la existencia humana sobre cuyo ser y naturaleza reina la disputa. La clarificación dialéctica de estas posibilidades existenciales, el logro de este oikeîos lógos, significa dar cuenta de aquello que el
hombre pretende ser. (GW 5: 73)
13 Tomamos como punto de partida la traducción de Manuel Olasagasti, pero se realizaron
modificaciones en la última parte de la frase.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
El lector atento reconocerá que no es difícil ver aquí contenidos los
fundamentos de la hermenéutica filosófica desde el punto de vista de que
esta no consiste en una técnica de la interpretación orientada a la acuñación
de conceptos y fijación de sentidos, sino que su investigación se orienta a
la naturaleza de la comprensión en cuanto fenómeno elemental de la existencia humana. Diría muchos años después Gadamer:
Así se plantea, con creciente urgencia, la tarea de llevar al hombre nuevamente a la comprensión de sí mismo. Para esto sirve, desde la Antigüedad,
la filosofía, también bajo la forma de lo que yo llamo hermenéutica (como
teoría y también como praxis del arte de comprender y de hacer hablar a lo
extraño y a lo que se ha vuelto extraño). (Gadamer 1981: 92)
Esa comprensión primera, de importantes consecuencias políticas,
describe una forma de comprensión de sí, de la propia posición del hombre
en el mundo al que pertenece y en el que obra como si le perteneciera; un
modo de que el hombre se disponga a ponerse de acuerdo consigo mismo
y, por lo tanto, una posibilidad de que pueda ponerse de acuerdo con otros.
Esta poderosa idea será desarrollada por Gadamer, principalmente mediante
el análisis del diálogo socrático, de la dialéctica platónica y de la raíz socrático-platónica de la phrónesis aristotélica, en sus siguientes publicaciones del
período.14
La cuestión terminológica ocupa también un lugar relevante en la
obra más reconocida de Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode. Allí,
tres décadas después del texto sobre el Protréptico, Gadamer (2017: 498499) afirmará que “cualquier acuñación de una terminología científica
[…] representa una fase […]” del “proceso iterativo” que comprende una
suerte de “metalenguaje”, un “ideal de la Ilustración de los siglos XVIII
y XX”, que pretendería sostenerse a sí mismo solo como un “sistema de
símbolos artificiales definidos unívocamente”, un “lenguaje puramente
simbólico del cálculo lógico”, un “arte combinatorio de un sistema de
14
Me refiero en particular a Praktisches Wissen, Platos dialektische Ethik. Phänomenologische Interpretationen zum Philebos y Plato und die Dichter. Considérese el siguiente testimonio de Gadamer: “El significado de todo mi trabajo –el significado que se extiende a lo largo de mis
estudios posteriores también– fue mostrar que, a pesar de todas las críticas de Aristóteles, una
oposición de plano entre Platón y Aristóteles no es en absoluto correcta. En aquellos días ya
estaba empezando a ver eso: no, aquí hay una conexión mucho más íntima, una conexión
que luego pude confirmar bastante bien, incluso con la phrónesis, que es realmente un concepto platónico” (2002c: 25). La traducción nos pertenece.
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signos de matemática”. Este sistema de matriz leibniziana, con su consecuente pretensión de characteristica universalis, bien podría remontarse hasta
el lenguaje simbólico que se presentó en la Antigüedad por primera vez
por medio de los Primeros analíticos del Órganon aristotélico (An. pr., 25a ss.)
y, en la Modernidad, a través de la cartesiana doble exigencia de claridad
y distinción de la primera regla para las representaciones y conceptos del
Discurso del método.
La referencia aquí realizada a Wahrheit und Methode (recurriendo Gadamer en su obra más conocida explícitamente a Humboldt)15 se justifica en
la medida en que repone exactamente el mismo argumento de 1927/1928
en relación con el empobrecimiento al que son sometidas las relaciones de
sentido de una palabra en su exclusiva determinación terminológico-conceptual, no solo en claro detrimento de su función comunicativa sino, e
indisociablemente, bajo la pretensión de la “superación fundamental de la
contingencia de las lenguas históricas y de la indeterminación de sus conceptos” (Gadamer 2017: 498). El “término” (Terminus) aparece caracterizado
allí del siguiente modo:
50 l
Una palabra cuyo significado está delimitado unívocamente en cuanto a que
se refiere a un concepto definido. Un término siempre es algo artificial, bien
porque la palabra misma está formada artificialmente, bien –lo que es más
frecuente– porque una palabra usual es extraída de toda la plenitud y anchura
de sus relaciones de significado y fijada a un determinado sentido conceptual.
(Gadamer 2017: 498)
Recuperando entonces la hipótesis inicial de este artículo sobre la
posibilidad de que en el ensayo sobre el Protréptico nos encontremos ante
algo más que un debate con Jaeger, Wilamowitz y el Dritte Humanismus, es
notable cómo la temática aquí abordada, aunque en una clave diversa, se
vincula directamente con el análisis del enunciado predicativo en el §33
de Sein und Zeit. Sugiero, en consecuencia, que la crítica que estaría elaborando Gadamer se presenta en un sentido similar al planteado en esos
mismos años por Heidegger a la dimensión propia del –en términos de
Alejandro Vigo (2008: 88)– “acceso antepredicativo al ente y el mundo”.
Esta crítica se haría efectiva en el énfasis que ponen ambos autores sobre la
experiencia antepredicativa, distinguiéndose en ello del “contexto de experiencia” husserliano.
15 La referencia es a la novena sección de Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues:
und ihren Einfluss auf die geistige Entwickelung des Menschengeschlechts (1830-1835) de Humboldt.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
Como bien afirma Donatella Di Cesare (2003: 38-39), la polémica
heideggeriana tenía como rival a la “tradición lógica” que sostenía la primacía de la abstracción apofántica del enunciado y buscaba mostrar, en
cambio, su secundariedad, esto es, su carácter derivado (y empobrecido) con
respecto a la “hermenéutica” “pre-enunciativa” originaria. Por medio de la
distinción de las tres significaciones del enunciado, Heidegger establecía que
para dar cuenta fenomenológicamente del enunciado debía ser incorporado
“al mismo tiempo” el aspecto intencional-referencial a la estructura lógico-semántica y a la función comunicativa en su facticidad, escapando así
al estrechamiento de miras al que llevarían los enfoques logicistas.16 Estos
últimos, al desligar al enunciado de su contexto pragmático, dejaban de lado
su carácter intencional y “la función pragmático-comunicacional del enunciado como tal” (Vigo 2008: 96).
Sobre todo, pareciera haber una especial afinidad entre los argumentos
de Gadamer y los razonamientos que permiten la segunda y tercera distinción
del referido §33.17 Por un lado, indica Vigo, Heidegger demuestra que la Prädikation o “determinación” (Bestimmung) predicativa es posible por medio de
la mostración indicativa (Vigo 2008: 90). Por otro, la tercera distinción de los
tres significados del “enunciado” (Aussage), es decir, la Mitteilung o comunicación (reconstruida interpretativamente por Heidegger como Mit-teilung)
podría ser traducida como “participación comunicativa” (Vigo 2008: 91) y
“apunta a la función esencialmente comunicativa del enunciado, tal como
este funciona de hecho en su empleo efectivo dentro del contexto real-pragmático propio del uso habitual del lenguaje” (Vigo 2008: 92). En su función
comunicativa, el enunciado predicativo, constituye un modo peculiar de ser,
derivado de la interpretación, que presupone al Dasein en cuanto Mitdasein
(Vigo 2008: 92). Como se puede leer en el mismo parágrafo de Sein und
Zeit: “el enunciado no puede negar su origen ontológico en la interpretación comprensora. El ‘en cuanto’ originario de la interpretación circunspectivamente comprensora (hermeneía) será llamado ‘en cuanto’ hermenéutico
existencial, a diferencia del ‘en cuanto’ apofántico del enunciado” (Heidegger
2009: 177). En la misma línea, en el §44 Heidegger afirma:
16
Por carácter intencional debe entenderse la orientación de la consciencia en dirección a
un contenido que le es heterogéneo, independientemente de los elementos constitutivos del
acto intencional, partiendo del sentido escolástico de intentio, dirección, que recupera primero Franz Brentano, hacia 1874, en forma restringida al fenómeno psíquico, tan influyente
como Bernard Bolzano sobre la fenomenología de Husserl.
17 Los otros dos sentidos del enunciado son la “mostración indicativa” (Aufzeigung) y la “predicación” (Prädikation) (Vigo 2008: 89).
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l 51
El enunciado y la estructura del enunciado, vale decir, el “en cuanto” apofántico, están fundados en la interpretación y en la estructura de la interpretación, esto es, en el “en cuanto” hermenéutico, y, más originariamente aún,
en el comprender y en la aperturidad del Dasein. (Heidegger 2009: 239)
52 l
Aún con mayor claridad se expresó Heidegger en el semestre estival
1928/1929, en su curso Einleitung in die Philosophie. En el §10, titulado
“Verdad como verdad del enunciado”, recurre a los tratados aristotélicos
Sobre el alma (De an. 430a 27ss.) y Sobre la interpretación (Int. 17a 1-4) para
indicar el lugar tradicional de la verdad en la filosofía, como verdad del
enunciado, y la permanencia inconmovible de esta determinación (Heidegger
1999: 57-59). Su punto de partida se encuentra en la filosofía antigua, en
particular, en la distinción que hace Aristóteles entre lógos semantikós y lógos
apophantikós, en la medida en que no toda habla resulta mostrativa, pero sí
significativa (Heidegger 1999: 58). Si la verdad se viera reducida a la verdad
del enunciado, entonces la ciencia, comprendida por su meta, no podría
ser otra cosa que “un contexto de oraciones verdaderas”, ordenadas unas
junto a otras, y que se “fundamentan mutuamente” (Heidegger 1999: 59).
Como promotores contemporáneos de esta definición de ciencia, Heidegger
englobaba sin ambigüedades a Edmund Husserl tanto como a Hermann
Cohen (Heidegger 1999: 59-60).
A partir del §12, Heidegger inicia su investigación sobre el fundamento de la verdad “en algo más originario que no tiene el carácter del
enunciado” como “síntesis predicativa”, es decir, el “des-ocultamiento” que
conviene al ente, lo primariamente verdadero (Heidegger 1999: 77, 88, 113).
El nuevo punto de partida, para poder luego dar con el desocultamiento
que conviene en cada caso a una forma distinta del ser del ente, esto es, lo
Vorhanden, lo Zuhanden y a la existencia o Dasein, será allí el contexto que
procura el sein bei, el esse-apud, el ser-cabe o ser-junto (al ente intramundano)
que subyace al enunciado, cooriginariamente con el Miteinandersein (serunos-con-otros) (Heidegger 1999: 79 y 126).
Quien advirtió la importancia de esta distinción, pero también las
afinidades y diferencias entre Gadamer y Heidegger, volviendo a pasar por el
§33 de Sein und Zeit y por Aristóteles, ha sido Di Cesare, en su libro Utopia
del comprendere (2003).18 A diferencia de la lectura propuesta en el presente
18
Desde otra perspectiva, Jean Grondin (1995: 105) señala la convergencia entre Gadamer
y Heidegger en relación con la crítica a la construcción de la lógica de la proposición y asegura que ambos autores habrían aprendido de Agustín de Hipona que “el significado que el
lenguaje media no implica ‘el significado lógico extraíble de la proposición sino, en su lugar,
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
artículo basada en el ensayo gadameriano sobre el Protréptico, la autora recurre allí principalmente a un texto de 1972, Hermeneutik als praktische Philosophie19, junto al ya citado tratado Sobre la interpretación.
Apelando entonces a esta obra de Aristóteles, Di Cesare (2003: 40)
muestra cómo, si bien es cierto que, para el estagirita, “el pasaje de la experiencia hermenéutica es el pasaje del lógos semantikós al lógos apophantikós”, el
hecho de que todo lógos sea semántico, aunque no todo lógos sea apofántico,
significa que no todo discurso cumple una función lógica y comporta un
juicio sobre la verdad o falsedad de algo (Int. 17a 1-4).20 Esta distinción
y puntualización es relevante para comprender los tempranos puntos de
contacto y las distancias entre Gadamer y Heidegger en torno al lenguaje,
porque permite tener en cuenta que, por un lado, “el lógos apofántico es un
caso del lógos semántico” (Di Cesare 2003: 41), una determinación, y no su
sustituto; y, sobre todo, que, por otro lado, el lógos apofántico permanece
siempre anclado a una referencia ontológica en cuanto ella es criterio necesario de verificación, mientras que el lógos semántico ni se reduce al contenido del pensamiento lógico, ni requiere de una tal referencia.
3. Conclusiones
A
pesar de las afinidades entre el análisis heideggeriano y gadameriano, insalvable es la diferencia en relación con el carácter
originario, que afirma la hermenéutica filosófica, de la lingüisticidad (que no
debe ser confundida en ningún momento con el lenguaje) de la experiencia
del mundo. El enunciado es, en todo caso, la antítesis de la lingüisticidad y no
de algo situado más allá del enunciado. Para Gadamer, en lugar de quedar
el entrelazamiento (Verflechtung) que en él ocurre’” (véase GW 1: 403/404). Ambas traducciones me pertenecen. Gadamer reenvía, en una nota al pie al comentario citado de Wahrheit
und Methode, a Lipps 1938 y Austin 1962.
19 Este texto fue primero publicado en una compilación editada por Manfred Riedel en 1972
y luego en el libro de Gadamer Vernunft im Zeitalter der Wissenschaft: Aufsätze (1976). Citamos
por la traducción castellana (1981).
20 Repongo al castellano la traducción que realiza del fragmento la propia Di Cesare: “Todo
discurso es, entonces, semántico, no ya a la manera de un instrumento natural, sino […] por
tradición. Apofánticos no son, sin embargo, todos los discursos, sino solo aquellos en los que
subsiste una enunciación verdadera o falsa”. Véase la traducción al castellano de Candel San
Martín (1995): “Todo enunciado es significativo, pero no como un instrumento <natural>,
sino por convención, como ya se ha dicho; ahora bien, no todo enunciado es asertivo, sino
<solo> aquel en que se da la verdad o la falsedad.”
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54 l
relegado en los márgenes de la inautenticidad, el enunciado puede y debe ser
abordado, pero como respuesta a una pregunta motivada que ya es, a su vez, siempre
una respuesta motivada (Gadamer 1981: 75).Toda pregunta, observa Di Cesare
(2003: 43), “responde a una solicitación”: este movimiento, “esta lógica de
pregunta y respuesta”, es una lógica que bien podría ser llamada dialógica.21
Para reforzar la idea que propongo sobre que el desarrollo de Gadamer en este ensayo también puede ser leído como una crítica lanzada a
la fenomenología de la época, aunque desde su propia comprensión de la
fenomenología,22 me permito enfatizar aquí una serie de afirmaciones que,
si bien fueron manifestadas más de sesenta años después de la publicación
del artículo sobre el Protréptico, podrían justificar mi interpretación. El 30
de septiembre de 1992 Alfons Grieder le realizó a Gadamer una entrevista
en la Universidad de Friburgo, en la que el propio Gadamer afirmó, en
forma de pregunta retórica, que su ensayo de 1928 había puesto cabeza
abajo al Aristóteles de Jaeger y donde además expresó su descontento con
las limitaciones de la fenomenología (Gadamer 1995: 119). En esa misma
entrevista, dijo que la fenomenología era algo sobre lo que entonces se
declamaba más de lo que se lo hacía (a excepción de los casos de Max
Scheler, Martin Heidegger o Hans Lipps) (Gadamer 1995: 124).23 Luego
precisó su cuestionamiento: “En lugar de que los conceptos simplemente
sean aplicados a todo tipo de cosas, deberían ser utilizados en movimientos
21 La tesis de que ningún enunciado puede ser entendido sino como respuesta a una pregunta,
había sido ya caracterizada por Gadamer como el “fenómeno hermenéutico originario” (hermeneutische Urphänomen) en “Die Universalität des hermeneutischen Problems”, texto publicado primero en Philosophisches Jahrbuch 73, (1966: 215-225), luego en sus Kleine Schriften I
(KS I: 101-112) y, finalmente, en Wahrheit und Methode 2 (GW 2: 266). Esta tesis es anticipada
en los desarrollos de “Der hermeneutische Vorrang der Frage”, en el tercer apartado de la
tercera sección de la segunda parte de Wahrheit und Methode (GW 1: 344-360).
22 En el cierre de la transcripción de su conferencia Phänomenologie, Hermeneutik, Metaphysik,
Gadamer dirá: “La fenomenología, la hermenéutica y la metafísica no son tres puntos de
vista filosóficos distintos, sino el filosofar mismo”. La traducción aquí citada es la de Ramón
Rodríguez (2016: 162). Esta conferencia fue leída por primera vez el 24 de febrero de 1981
en el auditorio de la Academia Colombiana de Literatura en Bogotá y repetida en mayo de
1983 en el auditorio de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
(1983: 9-14), publicándose en alemán recién en 1995, en el décimo volumen de su Gesammelte Werke (GW 10: 100-109). Véase Lammi 1991: 492-497).
23 Un comentario similar introduce en el prefacio a la reimpresión de 1982 de Platos dialektische Ethik, aunque con resonancias más contemporáneas: “La fenomenología no es tanto
algo sobre lo que se habla (lo que hoy sucede más bien demasiado, antes que demasiado poco)
como algo que uno debe practicar y aprender (cosa que acontece, con seguridad, demasiado
poco en estos días)” (GW 5: 162-163).
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
de pensamiento que broten del espíritu del lenguaje y del poder de la
intuición […]”.24 Por último, agregó:
Usted me preguntó si estoy satisfecho con el movimiento fenomenológico.
Mi respuesta es la siguiente: no precisamente donde se presenta a sí mismo
como un cierto sistema técnico conceptual y se convierte, de tal modo, en
escolasticismo. Sin embargo, hasta cierto punto, esto es lo que le sucedió a la
fenomenología. (Gadamer 1995: 124-125)
Parece innegable la afinidad del texto sobre el Protréptico con el análisis
heideggeriano,25 incluso si se adopta como cierta mi sugerencia de que Gadamer está también criticando un aspecto de la fenomenología, sobre todo
el ideal de un lenguaje filosófico puramente conceptual, la mentada “universalidad de la congruencia entre lenguaje y pensamiento” (Husserl 1929: 22).
No porque la intencionalidad no tenga un lugar central para Husserl, sino
porque en lugar de ser entendida como la esencia de la conciencia, a partir
de la crítica heideggeriana la estructura de la intencionalidad se trastoca en
la esencia de todo Dasein, se basa ontológicamente en la constitución fundamental del Dasein (Heidegger GA 24: 82; véase Heidegger 2000: 88).
Empero, no sería inadmisible conjeturar que el rechazo de Gadamer
al concepto de definición (Definition) como finalidad, podría encerrar, en su
persistencia, un nuevo principio de debate con Heidegger también a propósito de la fórmula sobre el enunciado introducida por el segundo en Sein
und Zeit, justamente, en su calidad de Definition (GA 2: 156, véase Heidegger,
2009: 175) y, por ello, exhaustiva en cuanto fórmula, desde un punto de vista
esencialmente indisociable de la ontología (Vigo 2008: 96). Esto parece plausible sobre todo si se considera una de las hipótesis del presente artículo, esto
es, que en esta etapa de la obra de Gadamer, en la que comienza a estudiar la
recepción platónica de la dialéctica de la pregunta socrática desde el punto
de vista de la ética, es posible entrever ya incluso un principio de divergencia,
y por qué no de polémica, con su maestro Heidegger. No debe dejarse de
lado que en Sein und Zeit este había afirmado que la “dialéctica” –así entrecomillada en el original– “era una auténtica perplejidad filosófica” (eine echte
philosophische Verlegenheit) (GA 2: 25), que había sido superada por Aristóteles.
24 Todas
las traducciones de esta entrevista nos pertenecen.
en libro sobre el Filebo habrá una recuperación del problema. Sorprendentemente, en ese texto Gadamer toma el mismo ejemplo que da Heidegger, en el §33 de Sein und
Zeit, de un enunciado motivado circunspectivamente: “el martillo es demasiado pesado”.
Véase GW 5: 23 y GA 2: 154-157.
25 También
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Efectivamente, en este texto de 1928 quedan estructuradas las bases
de un debate crítico con Heidegger (y sus otros mentores) que tiene en el
centro a Aristóteles, pero sobre todo a Platón. Fueron expuestos anteriormente los tonos y los motivos de la crítica de Gadamer a Jaeger. Lo que cabe
precisar ahora es que la teoría de Jaeger, que da con un Aristóteles “realista”,
crítico del “idealismo platónico” llevaba, a su vez, un tono polémico propio,
dirigido al Platón neokantiano de Natorp. Este Platón de Natorp fue, a su
vez, blanco de la rehabilitación heideggeriana de la crítica “radical” de Aristóteles a Platón en su seminario sobre el Sofista de 1925,26 como bien señaló
Robert Dostal (1997: 291-293). Gadamer mismo sostuvo en un texto de
1976 titulado “Plato”, refiriéndose a la lectura de Heidegger:
En varios aspectos, Aristóteles no solo fue su contrincante, sino también
su cómplice. Lo que Heidegger interpretó de una manera productiva eran
sobre todo el rechazo aristotélico de la idea general del bien en Platón, su
apelación a la idea de la analogía y su profundización en la esencia de la
physis, es decir, sobre todo el libro 6 de la Etica a Nicómaco y el libro 2 de la
Física. (Gadamer 2002b: 84)
56 l
Para echar más luz con respecto a sus maestros neokantianos de Marburgo merece considerarse, a su vez, el siguiente pasaje del prefacio de Gadamer a su libro de 1978 Die Idee des Guten zwischen Plato und Aristoteles:
cuando fue interpretada la “Idea” como “ley natural”, reuniendo así a Platón
y a Galileo, la interpretación neokantiana de Platón, especialmente la de
Natorp, procedió demasiado provocativamente con el texto griego, permaneciendo insensible a las diferencias históricas. Si se parte de esta interpretación neokantiana idealista de Platón, entonces la crítica de Aristóteles
a Platón solo puede parecer un absurdo malentendido. Este hecho contribuyó aún más a la dificultad para reconocer el efecto unitario en Platón
y Aristóteles, bloqueando así la plena incorporación de la herencia griega
en nuestro propio pensamiento filosófico. Estas yuxtaposiciones triviales e
ingenuas tales como “Platón, el idealista”, versus “Aristóteles, el realista”,
lograron vigencia universal, aunque en realidad solo confirmaron la profun-
26 La
aceptación de Gadamer de la identificación heideggeriana en su curso sobre el Sofista de
1925 entre Sócrates y Platón se torna superflua si no se considera la elaboración del continuo
entre diálogo y dialéctica desde el punto de vista de la ética, de cuño propiamente gadameriano. Al respecto de dicha identificación en el curso de Heidegger (y el abandono, en 1952,
de dicha identificación en Was heißt Denken, GA 8) véase Zuckert 1996: 294, n. 8.
FACuNDo BEY - Hans-Georg Gadamer sobre el Protréptico aristotélico l 33-61
didad verdaderamente abismal de los prejuicios en cualquier idealismo de la
conciencia. (GW 7: 128-129).
En el reflejo de la crítica de Gadamer al Platón de Aristóteles, y a la
interpretación de Jaeger del Platón aristotélico y de “la doctrina de las Ideas”,
se deja ver también, sin reponer en su lugar la lectura logicista aprendida de
Natorp, una crítica tanto al Aristóteles de Hartmann como al dogmatismo
del Platón heideggeriano. Para terminar, vale la pena citar el testimonio de
Gadamer en un texto de respuesta a Dostal en el que despejará toda duda
respecto a sus disidencias con Heidegger:
No acompañé la insistencia de Heidegger sobre la superioridad de Aristóteles por sobre el modelo platónico. Esta insistencia no puede ser descripta
sumariamente y solo puede ser verificada del todo por medio del acceso a
las lecciones tempranas de Heidegger en Friburgo y Marburgo que recientemente se han obtenido. […] Fueron solamente las extrañas limitaciones bajo
las cuales Heidegger condujo su apropiación de Platón que me empujaron
a un camino propio que, en última instancia, me llevó a un permanente
diálogo con Platón. La tarea que de tal modo se me presentó fue realmente
muy exhaustiva y podía ser llevada adelante únicamente con modestia y
hasta un cierto punto: revelar un gran maestro del lenguaje y de la formación
poética de hombres tal como lo era Platón, un cierto tipo de anticipación
del giro tardío de Aristóteles hacia la filosofía práctica precisamente gracias al
estilo ingenioso y divertido de Platón, e ir tras las implicaciones metafísicas
de un tal entendimiento (Gadamer 1997: 308, la trad. nos pertenece).
No sería muy arriesgado aventurar que con “las extrañas limitaciones
bajo las cuales Heidegger condujo su apropiación de Platón” Gadamer se
refería a la lectura heideggeriana del ateniense como proyección crítica de
la interpretación que hicieran de Platón el tomismo, el neokantismo y la
fenomenología husserliana y su reducción a lo que estas reelaboraciones
extrajeron de su pensamiento.
En síntesis, el ensayo de Gadamer sobre el Protréptico es un texto que
está atravesado por diferentes temas y debates en los que se evidencia la
primera maduración de las posiciones metodológicas y conceptuales de su
pensamiento por medio de un diálogo crítico con sus insignes e influyentes
mentores y con algunas de las principales corrientes filosóficas y filológicas
de la primera mitad del siglo XX como fueron el neokantismo, el realismo
crítico, la filología positivista, la fenomenología, la analítica existencial y
el tercer humanismo. Sus argumentos se dirigieron con distinta intensidad
a teorizar sobre la unidad del carácter teorético y práctico del conoci-
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l 57
miento; la experiencia dialéctica del lenguaje y el pensamiento reunidas en
el diálogo; también cómo las nociones de phrónesis y hedoné se relacionan
dialécticamente en la ética platónica; a presentar un nuevo significado para
la relación entre política y filosofía; a analizar la noción de phrónesis como
y desde su función comunicativa en la facticidad del lenguaje concreto; a
desarrollar una crítica, a partir de Sócrates, Platón y Aristóteles, a la fijación
conceptual de un significado unívoco y determinante para ciertas palabras;
a realizar una crítica al “neoescolasticismo” de cuño husserliano (y hartmanniano), en una clave similar a la de Heidegger, en relación con el acceso
antepredictativo al ente y el mundo; a esbozar un principio de debate con
la fórmula sobre el enunciado introducida por el propio Heidegger en Sein
und Zeit; y, por último, a cuestionar la caracterización de Platón realizada
por Heidegger a partir de su lectura de Aristóteles. Sin exagerar más que un
tanto, bien podría decirse que se trata de un programa puesto en marcha, y
sujeto a la marcha más que al programa, por los siguientes setenta y cuatro
años.
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REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
El problema de la atribución de la eternidad a
los modos finitos según Spinoza
GUILLERMO SIBILIA
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
l 63
Resumen: La atribución de la eternidad a los
modos finitos es una de las cuestiones más difíciles y
polémicas de todo el pensamiento spinoziano. Nuestro
objetivo en este artículo apunta a elucidar la doctrina
oscura y polémica de la eternidad de la mente, o más
precisamente del entendimiento humano. Esta meta
incluye dos propósitos: por un lado, indagar los motivos que determinan el rechazo por parte de Spinoza
de concebir la eternidad de la mente en los términos
tradicionales de la inmortalidad del alma y, por el otro,
comprender qué puede significar que, cuando muere el
cuerpo, permanece algo de la mente que es eterno, tal
como afirma Spinoza en la proposición 23 de la Quinta
Parte.
Palabras clave: eternidad, inmortalidad, entendimiento, salvación.
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
The Problem of the Attribution of Eternity
to Finite Modes in Spinoza
Abstract: The attribution of eternity to finite modes is one of the
most difficult and controversial issues of Spinozism. In this article we aim to
elucidate the obscure and polemical doctrine of the eternity of the mind,
or more precisely of the human understanding. Our objective includes two
purposes: on the one hand, we aim to investigate the reasons that determine
Spinoza’s rejection of conceiving the eternity of the mind in the traditional
terms of an immortality of the soul; and on the other, we aim to understand
what it may mean that, when the body dies, something of the mind remains,
as Spinoza affirms in E V, 23.
Key-words: eternity, immortality, understanding, salvation.
1. Introducción
C
64 l
omo puede reconocer cualquier lector, en la última parte
de la Ética1 –cuyo sugestivo título es “De la potencia del
entendimiento o de la libertad humana”– se distinguen claramente dos
secciones, divididas por el escolio de la proposición 20. Allí Spinoza dice
haber estudiado antes todo aquello que concierne a la “vida presente”, esto
es, a la duración de la mente y del cuerpo, así como también a todo aquello
que puede la mente contra los afectos nocivos. A partir de ese momento,
el filósofo holandés se propone demostrar una doctrina oscura y polémica:
la eternidad de la mente, o más precisamente del entendimiento humano.
Más allá de esa oscuridad, sea como fuere que comprendamos esa doctrina,
algo es seguro: para Spinoza no se trata de un problema menor; por cierto,
el solo hecho de que no haya cerrado la obra después de haber expuesto los
1
En este artículo, utilizamos las siguientes abreviaciones para referirnos a las obras de Spinoza: CM = Pensamientos metafísicos (seguido por el número de capítulo); KV = Tratado breve
(seguido por la parte, el capítulo y el parágrafo correspondiente); TIE = Tratado de la reforma
del entendimiento (seguido por el número de parágrafo); TTP = Tratado teológico político (seguido
por el número de capítulo); TP = Tratado político (seguido por el número de capítulo y, en
arábigos, por el número de parágrafo); E = Ética (seguido por el número romano correspondiente a la parte de la obra, luego en números arábigos la proposición, y cuando corresponde,
se señala si se trata de una demostración, un escolio, un corolario, un axioma, o una explicación). Utilizamos la edición canónica de Carl Gebhardt de las obras completas de Spinoza y,
para todas las citas textuales, las traducciones al español de Atilano Domínguez.
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
remedios contra los afectos es un testimonio irrefutable de ello.
Las cuestiones que son objeto de este artículo, relativas al problema
de la atribución de la eternidad a los modos finitos, son sin dudas las más
difíciles y polémicas de todo el pensamiento spinoziano. Es por eso que lo
que sigue no pretende en absoluto resolver todas las dificultades que conlleva la teoría spinoziana de la eternidad de la mente. Nuestro interés es más
bien otro: aceptando los puntos oscuros de la doctrina, queremos descubrir
el sentido que acompaña y dirige ciertas afirmaciones de nuestro autor.
Nuestro objetivo incluye dos propósitos: por un lado, indagar los motivos
que determinan el rechazo por parte de Spinoza de concebir la eternidad de
la mente en los términos tradicionales de una inmortalidad del alma y, por el
otro, comprender qué puede significar que, cuando muere el cuerpo, “permanece algo” (aliquid remanet) de la mente que es eterno, tal como afirma
Spinoza en la proposición 23 de la Quinta Parte de la Ética.
2. Inmortalidad del alma versus eternidad de la mente
C
omencemos por el hecho de que nuestro autor rechaza presentar
su doctrina de la eternidad de los modos finitos en la Ética en
los términos de la inmortalidad del alma. ¿A qué obedece esa negativa en el
discurso spinoziano? ¿Implica la ausencia casi total del concepto de immortalitas en este texto que la teoría de la inmortalidad del alma desaparece por
completo?2 ¿No debemos pensar que se halla cubierta prudentemente en la
doctrina de la eternidad de la mente? Esta parece ser la opinión de Wolfson,
para quien la última parte de la obra póstuma no tiene otro propósito que
demostrar, en la senda de la tradición judía de su formación juvenil, la inmortalidad del alma y refutar a quienes, como Uriel da Costa, la niegan
(Wolfson 1934: 323 ss.). Sin embargo, si esto fuera así, deberíamos conceder
que la aproximación de Spinoza a la cuestión que nos ocupa es únicamente
el producto de su adhesión a ciertas doctrinas de la teología judía y cristiana
que identifican la inmortalidad del alma con una forma de existencia “más
allá”, con una promesa futura. O bien, para defender de esa acusación a
Spinoza, podríamos pensar que las últimas proposiciones de la Ética expresan
simplemente la prudencia de nuestro autor, por lo cual su discurso final
sería solo una concesión destinada a proteger la radical heterodoxia de la
2
Nos preguntamos si desaparece por completo porque, como veremos, en los Pensamientos
metafísicos, obra de juventud de Spinoza, se afirma explícitamente la inmortalidad del alma
humana. (CM II, 12).
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66 l
obra. ¿Acaso debemos elegir alguna de esas vías? Como esperamos mostrar,
creemos que ninguna de estas opciones puede sostenerse y que la posición
de Spinoza es tan original como difícil de comprender.
Para dilucidar por qué no hay que asimilar la eternidad atribuida a los
modos finitos con la inmortalidad del alma y para responder en los mismos
términos que se plantea la cuestión en el desarrollo de la filosofía spinoziana,
conviene resumir muy brevemente la forma en que aparece la doctrina en
los textos que preceden a la Ética.
El mayor contraste con la obra póstuma lo encontramos en el único
escrito que Spinoza publicó en vida con su nombre. En efecto, en los Pensamientos metafísicos, texto que no expresa tanto el pensamiento de nuestro
autor cuanto su lectura y enmienda del cartesianismo y la escolástica, Spinoza
afirma y demuestra la inmortalidad del alma. El filósofo holandés sigue a Descartes, para quien la inmortalidad supone una forma de subsistencia basada
en el carácter sustancial de la mente, cuya conservación depende de la voluntad inmutable del Dios creador. En pocas líneas, nuestro autor reproduce
prácticamente la misma doctrina: la mente es inmortal en virtud de las leyes
de la naturaleza, es decir, a causa de los decretos inmutables establecidos por
Dios; de lo que se sigue que una sustancia no puede ser destruida ni por sí
misma ni por Dios; en consecuencia, la mente permanece o dura (más allá
del cuerpo) gracias al concurso divino (CM II, 12). Es cierto que un poco
antes, más precisamente en el capítulo 8, Spinoza cuestiona indirectamente
la noción cartesiana de voluntad divina (CM II, 8). Sin embargo, cuando
analiza y demuestra la inmortalidad en el capítulo 12, sostiene –en línea con
la filosofía cartesiana– que “quien tiene potestad para crear una cosa lo tiene
también para destruirla”, y que “Dios puede cambiar” las leyes que fijó (CM
II, 12). En este sentido, podemos concluir que en los Pensamientos metafísicos,
más allá de las críticas que realiza a muchos aspectos de su filosofía, Spinoza
se mantiene a grandes rasgos fiel a Descartes.3
El otro escrito que Spinoza publicó en vida (aunque de forma
anónima) no merece aquí mucho análisis. En todo caso, sirve a nuestro
propósito más por lo que no dice que por aquello que afirma. En efecto, el
Tratado teológico político, muy probablemente escrito unos años después de la
publicación de la obra prologada por Meyer, no aborda de manera explícita
la cuestión metafísica de la inmortalidad. De hecho, el término aparece una
sola vez y lejos de cualquier significado técnico. Ahora bien, aunque esa
ausencia –en un escrito cuyo interés primordial es estudiar la relación entre
3 Jaquet
1997: 88 y Rousset 2000: 209.
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
religión y política–— no nos sorprende demasiado, lo que sí llama nuestra
atención, y debe por eso ser destacado, es que Spinoza omite la inmortalidad
en su listado de los “dogmas de la fe universal” requeridos para asegurar la
vida común en una ciudad, entre los que menciona ciertamente la creencia
en un Dios que juzga y perdona (TTP XIV). El silencio de nuestro autor
no puede ser sino deliberado y opera, en este sentido, como el signo de su
rechazo a considerar el juicio y la sanción divinas como elementos vinculados a la subsistencia después de la muerte, es decir, a la inmortalidad. De
esa manera, sin la necesidad de decirlo abiertamente, Spinoza excluye de la
moral la preocupación por una vida en un más allá, algo que la Ética confirmará (Rousset 2000: 207).
Los otros textos que fueron publicados de manera póstuma son en
cambio muy importantes para el tema que nos ocupa.4 Como sabemos,
el Tratado de la reforma del entendimiento, que es anterior a los escritos que
mencionamos antes, no estudia en ninguna parte el problema de la inmortalidad y se interesa por la determinación de un bien que “hiciera gozar
[a quien lo descubriera] eternamente de una alegría continua y suprema”
(TIE §1). Sin embargo, en la medida en que presenta una introducción a la
filosofía y al modo de vida que conlleva, este opúsculo inconcluso ofrece
elementos importantes para comprender la posición definitiva de Spinoza.
En el parágrafo §89, por ejemplo, donde nuestro autor indica el uso que
podemos hacer de las palabras y aquel que deberíamos hacer para satisfacer
las exigencias del entendimiento, sostiene que el término “inmortalidad” es
un nombre negativo:
Añádase a ello que las palabras están formadas según el capricho y la comprensión del vulgo, y que, por tanto, no son más que signos de las cosas,
tal como están en la imaginación y no en el entendimiento. Lo cual se ve
en que a todas aquellas cosas que solo se hallan en el entendimiento y no
en la imaginación les impusieron con frecuencia nombres negativos, tales
como incorpóreo, infinito, etc.; y, además, muchas cosas que son afirmativas
las expresan negativamente, y al revés, por ejemplo, increado, independiente,
4
Omitimos en este resumen el Tratado político y la Correspondencia. El primero puesto que su
abordaje del problema de la eternidad es tangencial y no se vincula con la cuestión específica
de la inmortalidad del alma; solo se menciona la noción de “eterno” en relación con el poder
de Dios o con las leyes que se siguen de su naturaleza (véase por ejemplo TP II, 2 y 8). En lo
que concierne a la Correspondencia, omitimos el comentario de algunas cartas en las que –también tangencialmente– aparece el problema (sobre todo en el intercambio con Blyenbergh),
porque no agregan mucho ni ofrecen una prueba formal de la inmortalidad.
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infinito, inmortal, etc. Es que sus contrarios los imaginamos mucho más fácilmente […]. (TIE § 89)
68 l
La posición de Spinoza no deja lugar a dudas: puesto que la imaginación no puede concebir positivamente lo eterno, los seres finitos se lo
representan como la negación de lo mortal. De esta manera, a partir de su
contrario, se forja la noción de una inmortalidad como subsistencia, que
termina prevaleciendo sobre el uso positivo y basado en el entendimiento
de la de eternidad. Desde la perspectiva que abre este texto de juventud,
entonces, la inmortalidad no es otra cosa que la versión imaginativa de una
realidad o aspecto positivo de los seres finitos que solo el entendimiento
puede aprehender.
Finalmente, debemos referirnos al Tratado breve, texto importante
para nosotros porque –a diferencia de los Pensamientos metafísicos– rechaza
de manera explícita la teoría de la creación continua y, en consecuencia,
no admite ninguna distancia esencial entre Dios y sus efectos. Al contrario,
afirma la inmanencia de las cosas en Dios y, sobre todo, su “unión” (por
ejemplo KV II, 26 § 9). Ahora bien, pareciera que en esta obra Spinoza no
se atiene a su propia advertencia del Tratado de la reforma del entendimiento, ya
que aparentemente utiliza sin distinguir los conceptos de inmortal y eterno
para caracterizar el estado inalterable del entendimiento humano que se une
a Dios. En efecto, en la nota 15 del Prefacio de la segunda parte dice que
el alma es un modo en la sustancia pensante, que al unirse con sustancias
que son siempre las mismas, ha podido hacerse a sí misma eterna (KV II,
Prefacio). Pero más adelante, demuestra la indestructibilidad del alma en un
capítulo al que titula: “De la inmortalidad del alma” (KV II, 23).
Si el Tratado breve es posterior al Tratado de la reforma del entendimiento,
¿cómo debemos comprender esa utilización de los términos? ¿Son aquí
nociones intercambiables? Para comenzar a dar una respuesta, debemos
destacar dos cosas: en primer lugar, que la obra que comentamos fue el
resultado de sucesivas redacciones. De hecho, como sabemos, existen dos
manuscritos en holandés del Tratado breve y ninguno fue escrito por Spinoza.
En segundo lugar, hay que subrayar el hecho de que todas las obras que de
hecho fueron escritas por el filósofo holandés distinguen sistemáticamente
los conceptos de inmortalidad y eternidad e imputan el primero a una
concepción imaginativa de lo eterno. Por lo tanto, quizás tiene razón Jaquet
al sostener que el deslizamiento de un término a otro no es en absoluto
accidental sino deliberado y repetido (Jaquet 1997: 80 ss.). En efecto, la
intérprete muestra cómo, inmediatamente después de haber aclarado la
naturaleza de la unión con Dios y de afirmar que de ella se sigue “una
estabilidad eterna e inmutable” (KV II, 22 §7), Spinoza sostiene que “si
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
observamos con atención qué es el alma y de dónde provienen su cambio
y su duración, veremos fácilmente si es mortal o inmortal” (KV II, 23 §1).
Y agrega que en el último capítulo del Tratado breve, el filósofo holandés
deduce la eternidad del entendimiento a partir de la imposibilidad de que
sea destruido por una causa interior o exterior y de la inmutabilidad del Dios
eterno que produce ese entendimiento (KV II, 26 8). La argumentación
de la intérprete puede resumirse de la siguiente manera. Según ella, en el
capítulo titulado “De la inmortalidad del alma”, nuestro autor se limita
únicamente a mostrar que la temporalidad del alma depende del objeto
al que está unido: si se une a una cosa que cambia y muere, ella también
debe perecer; si se une a una cosa inmutable e imperecedera, “deberá, por
el contrario, permanecer inmutable” (KV II, 23 1-2). La inmortalidad es
aquí sinónimo de indestructibilidad e inmutabilidad y caracteriza el estado
de un ser que no dispone el poder para comenzar a existir ni para dejar de
hacerlo y que depende de una causa imperecedera e inmutable. Ahora bien,
en el capítulo 23 no se juzga la naturaleza de esa inmutabilidad. Es por eso
que la demostración de la eternidad del entendimiento requiere algo más
que la evidencia de su carácter inmortal. Según el capítulo 26, el último
de este escrito, hacen falta tres condiciones: primero, la ausencia de una
causa interna de destrucción; en segundo lugar, la ausencia de una causa
externa que pueda destruir el entendimiento; finalmente, la presencia de una
causa interior (o inmanente) eterna. Si no se cumple la tercera cláusula, el
entendimiento puede gozar a lo sumo de una sempiternidad, pero no puede
decirse que es eterno. Por eso, Jaquet concluye que en el Tratado breve, la
“inmortalidad es indiscutiblemente una noción negativa e incompleta porque
solo indica la ausencia de una causa de destrucción sin precisar la naturaleza
de la inmutabilidad” (Jaquet 1997: 86). De esta manera, aunque el título
del capítulo 23 (“De la inmortalidad del alma”) pueda inducir a equívocos,
vemos que el interés de Spinoza en la segunda parte de la obra es establecer
la eternidad del entendimiento. En este sentido, la inmortalidad es solo una
etapa en la demostración de esa eternidad y no debe confundirse con ella.
En definitiva, a pesar de las apariencias, los términos nos son utilizados por
Spinoza como sinónimos, no son equivalentes ni intercambiables.
Ahora bien, aunque para nuestro autor no son nociones idénticas,
hay que reconocer que la explicación de la eternidad de la mente (o del
entendimiento verdadero) es en este escrito oscura, en la medida en que se
fundamenta en una “unión” con la “sustancia pensante” (o con Dios) que la
filosofía madura de Spinoza rechazará por completo. Sin embargo, sea como
fuere que interpretemos el Tratado breve, algo es seguro: el estado inmutable
que alcanza por sí misma la mente uniéndose a Dios, no es de ninguna
manera una inmortalidad personal. Es decir, no se trata de una vida futura
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post mortem, en la que un individuo encontraría la felicidad suprema. Este
rechazo representa la posición de Spinoza incluso en su obra más sistemática,
la Ética. Pero, a diferencia del Tratado breve, nuestro autor ya no considera
necesario recurrir a la noción de inmortalidad para probar la eternidad de
la mente o de una parte suya. De hecho, en este texto, el término immortalitas no figura ni una sola vez: no es empleado nunca para caracterizar la
naturaleza de Dios, ni para explicar la de la “existencia” que pertenece a la
mente sin relación con la duración del cuerpo. Spinoza utiliza solo una vez
el adjetivo “inmortal” en la Quinta Parte, más precisamente en el escolio de
E V, 41. No obstante, el término aparece en el contexto de la descripción que
hace nuestro autor de la convicción común del vulgo, y no para expresar su
propio pensamiento. En efecto, Spinoza critica la persuasión del vulgo y de
todos aquellos que piensan que una vida virtuosa solo vale la pena si conduce
a una recompensa en un más allá (E V, 41 escolio). Ahora bien, si hay algo que
caracteriza de manera constante su filosofía práctica es la oposición a cualquier moral que prescriba el deber de la renuncia por sobre el esfuerzo de
la liberación. Resulta evidente, entonces, que nuestro autor quiere subrayar
allí la importancia de la virtud en esta vida, sin atar los comportamientos de
un ánimo firme a la esperanza de premios o al temor a castigos, y que, por lo
tanto, no pretende equiparar la eternidad con la inmortalidad.
Se podría objetar esto recurriendo al escolio de la proposición 20
de la Quinta Parte, en donde Spinoza dice que, después de haber explicado
“todo lo que se refiere a la vida presente”, pasará a estudiar “las cosas que
pertenecen a la duración de la mente sin relación con el cuerpo” (E V,
20 escolio). Puesto que la inmortalidad se refiere, como vimos, siempre
a alguna forma de duración o subsistencia, el filósofo holandés parecería
avalar indirectamente la equiparación entre la eternidad y una existencia post
mortem. Sin embargo, como recuerdan Prelorentzos y Jaquet, debemos tener
en cuenta que no utiliza allí el término “duración” en su sentido técnico, tal
como fue definido en la Segunda Parte, sino en uno genérico, conforme al
uso de la escolástica. Esto significa que en ese escolio bisagra nuestro autor no
prejuzga la naturaleza de la existencia de la mente sin relación con el cuerpo
antes de demostrar su eternidad.5 Por otro lado, tampoco debemos olvidar
que Spinoza se toma el cuidado en la Quinta Parte de la Ética de distinguir
dos modalidades diferentes de actualidad y de aprehensión de las cosas (E V,
29 escolio). La duración (que supone una determinación espacio-temporal)
y la eternidad (que no se puede explicar por la duración o por el tiempo) son
5 Prelorentzos
1992: 417, nota 3; Jaquet 1997: 139.
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
siempre conceptos que definen propiedades irreductibles o, mejor, formas
distintas de la actualidad o ser de una misma cosa. En este sentido, y en virtud
de esa irreductibilidad, no puede pensarse que la eternidad de la mente
–que será demostrada recién a partir de E V, 22– es una prolongación de
la existencia actual presente. Al contrario, debe siempre diferenciarse de su
duración hic et nunc.6
Para Spinoza, no hay entonces una inmortalidad personal, una supervivencia post mortem de la identidad subjetiva, tal como la imaginación y la
memoria la representan e incluso tal como contribuyen a configurarla. La
eternidad no está en una existencia previa que podríamos recordar ni en una
existencia posterior a la que accederíamos por gracia divina, conservando las
trazas singulares del yo que define la imaginación y la memoria. Spinoza expresa esto claramente en el escolio de E V, 23, que comentaremos más adelante, y que puede interpretarse como una respuesta polémica a la tradicional
(y vulgar) equiparación de lo eterno con lo inmortal o con la permanencia
de la persona que fuimos, mientras tuvimos una vida presente. Como dice
Spinoza: “No puede suceder […] que recordemos haber existido antes del
cuerpo, puesto que no puede existir de ello ningún vestigio en el cuerpo, ni
puede la eternidad definirse por el tiempo ni tener con él relación alguna”
(E V, 23 escolio).
Se objetará que nuestro autor dice en la proposición que “permanece
algo” (aliquid remanet) de la mente que es eterno (E V, 23). Sin embargo,
Spinoza puede utilizar de manera legítima esa expresión porque existen dos
maneras de concebir las cosas: sub specie aeternitatis y sub specie durationis. Esto
significa que el verbo remanet refiere a una subsistencia luego de la muerte
únicamente si se conciben las cosas en relación con un tiempo y un lugar
determinados; por el contrario, si se las considera como contenidas en Dios
y siguiéndose de la necesidad de su naturaleza, esto es, como efectos de su
libre necesidad, no debe interpretarse que la “permanencia” indica una existencia cronológica o que el verbo correspondiente tiene una connotación
temporal. Por lo tanto, estamos de acuerdo con Jaquet cuando afirma que
Spinoza no temporaliza nunca la eternidad (Jaquet 1997: 135-136). Desde
este punto de vista, entonces, la creencia en una inmortalidad personal es solo
el resultado de una confusión, es la consecuencia del intento de comprender
a través de la sola imaginación algo que solo puede ser entendido. Spinoza
confirma esto un poco más adelante:
6 Sin embargo, como veremos más adelante, es “durante” la existencia actual de los seres
humanos que es posible, para unos pocos, ejercer y desarrollar la aptitud de comprender qué
es para Spinoza ese “algo” (aliquid) eterno en algunos seres humanos.
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Si atendemos a la opinión común de los hombres, veremos que ellos son sin
duda conscientes de la eternidad de su mente; pero que la confunden con la
duración y la atribuyen a la imaginación, o sea, a la memoria que creen que
permanece después de la muerte. (E V, 34 escolio).
En definitiva, podemos concluir que también en la Ética Spinoza rechaza tanto la doctrina tradicional de la inmortalidad del alma como también
la necesidad de recurrir a esa expresión para probar la eternidad de una parte
de la mente, esto es, de la idea que expresa la esencia del cuerpo sub specie
aeternitatis. En este sentido, el abandono del concepto immortalitas en esa obra
no es el resultado de un accidente, sino que se debe a una modificación
profunda de la doctrina, tanto respecto de los Pensamientos metafísicos como
del Tratado breve. Ahora bien, luego de este recorrido, constatamos que no
alcanza con distinguir la inmortalidad de la eternidad y sostener que para
Spinoza no son términos intercambiables. Para nuestro propósito, es necesario ir más lejos y analizar el estatus ontológico de la eternidad atribuida
por Spinoza de manera explícita y positiva a los modos finitos en las últimas
proposiciones de la Ética.
72 l
3. Los modos finitos, la eternidad y la salvación humana
L
os problemas que movilizan este apartado y que intentaremos elucidar aquí pueden resumirse en las siguientes preguntas. ¿Cómo
podemos comprender el sentido de las últimas proposiciones de la Ética?
¿Cómo se explica allí la atribución de la eternidad a los modos finitos y, más
precisamente, a los seres humanos? Si, como hemos visto, Spinoza rechaza
de manera constante la concepción tradicional de la inmortalidad personal
y si no temporaliza nunca la eternidad, ¿cómo debemos interpretar uno de
los pasajes más citados de la Ética, donde afirma que “sentimos y experimentamos que nosotros somos eternos” (sentimus experimunque nos aeternos esse) (E
V, 23 escolio)? ¿Cómo se relaciona esta “experiencia” con la concepción sub
specie aeternitatis?
Antes de intentar una respuesta, permítasenos subrayar tres cosas que
consideramos indispensables para una comprensión adecuada del problema
que nos ocupa. Por un lado, como venimos de ver, la reflexión que comienza
en la proposición 21 de la Quinta Parte no se refiere a una prometida vida
futura. No hay inmortalidad (o duración más allá de la muerte) sino desde
la perspectiva de la imaginación que confunde la eternidad con la existencia
actual determinada. Spinoza no quiere decir que –a partir de E V, 22– se re-
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
ferirá a la existencia de los seres humanos después de la muerte; quiere decir
que, con la meditación acerca de los remedios contra los afectos nocivos,
ha finalizado su presentación de lo que concierne a la vida de los hombres
en cuanto existencia actual presente. ¿Significa esto que hay otra vida “más
allá”? De ninguna manera, pero sí hay otra manera de vivir, que se vincula
con la potencia intrínseca que caracteriza a la mente (la potencia de pensar
y conocer) y que constituye el fundamento definitivo del proyecto ético
spinozista que reduce la salvación humana o beatitud a la liberación.
Por otro lado, es innegable que la Ética extiende el concepto de
eternidad más allá del confín que le asignaba el discurso de los Pensamientos
metafísicos, cuando hacía de ella una propiedad exclusiva de Dios. En efecto, la
segunda sección de la Quinta Parte, muchas veces con un lenguaje bastante
ambiguo, explica que la eternidad se comunica a todas las cosas que se siguen
de la potencia de Dios e incluso a los seres humanos, o más precisamente, a
su entendimiento adecuado y a una “parte” de su mente. La obra póstuma
rompe entonces con el esquema cartesiano de los Pensamientos metafísicos, en
el que Dios no comunica a sus criaturas esa propiedad suya.
Finalmente, para comprender cómo procede la atribución de la
eternidad a cierto aspecto de ciertos modos finitos en la Ética, hay que
tener en cuenta que de acuerdo con la ontología de Spinoza los modos
finitos son actuales en dos sentidos: tienen una existencia actual presente
o duración, que designa su existencia determinada por causas exteriores, y
también tienen una actualidad que corresponde a su ser formal, al hecho
de que sus esencias formales están contenidas eternamente en los atributos
divinos del que son solo una expresión parcial. Como se desprende de E I,
16, esto significa que son todos en cierta medida eternos, cuando se los considera no a partir de su determinación extrínseca y como cosas vinculadas a
una dimensión espacio-temporal, sino como esencias actuales que se siguen
–más tarde o más temprano, pero de manera absolutamente necesaria– de
la naturaleza divina. Desde esta perspectiva, todas las cosas particulares son
efectos absolutamente necesarios de una trama infinita, de una producción
eterna e intemporal.7 En el mismo sentido debe leerse la proposición 45 de
la Segunda Parte, en la cual Spinoza dice que las “cosas singulares” que existen en acto implican necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios (E
7
Subrayemos aquí la restricción que impone la expresión “en cierta medida”: Spinoza no
dice nunca que las esencias son eternas, sino que son “verdades eternas” o que son “cosas”
que Dios concibe con verdad. La única vez en toda su obra que dice que las esencias de las
cosas son eternas, lo hace con reticencia y a través del discurso de la creación que está criticando (CM II, 1).
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74 l
II, 45). Incluso, para evitar cualquier confusión, en el escolio que añade a esa
proposición, nuestro autor agrega que por “existencia actual” no se refiere
a la duración (que depende de causas externas), sino a “la naturaleza misma
de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares por el hecho de que de
la necesidad eterna de Dios proceden infinitas cosas en infinitos modos”, es
decir, “la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto son en Dios” (E II,
45 escolio; subrayado nuestro). Para Spinoza, esto significa que las esencias
de las cosas no son entes posibles que Dios decide crear voluntaria y contingentemente en algún momento; por el contrario, son siempre efectos que
se siguen necesariamente de las leyes de su naturaleza infinita, de la misma
forma que de la naturaleza del triángulo se sigue siempre que sus tres ángulos
son iguales a dos rectos (véase al respecto E I, 17 escolio).
En conformidad con estos puntos, podemos diferenciar entonces dos
perspectivas a partir de las cuales Spinoza atribuye la eternidad a la mente
humana en la ontología de la Quinta Parte de la Ética. Una concierne a lo
que Matheron ha llamado la “eternidad en sí”, esto es, a la eternidad que
pertenece a todas las cosas singulares en su esencia, en la medida en que hay
de ellas una idea en el entendimiento de Dios; la otra, corresponde a la
“eternidad para sí”, es decir, a la mayor o menor conciencia y conocimiento
de esa propiedad, que ya no es exclusividad de Dios, sino que se le atribuye
legítimamente a cierto aspecto de los modos finitos que se vincula con la
salvación de los seres humanos (Matheron 2011: 693-705).
4. La “eternidad en sí”: lo eterno como propiedad común de
todas las mentes
L
a primera perspectiva, que se desarrolla a lo largo de las
proposiciones 21 a 23, explica en qué consiste y en qué no consiste
la eternidad de la mente. Spinoza comienza por el segundo punto, para
desestimar de entrada cualquier confusión de esa propiedad que, como dirá,
“pertenece a la esencia de la mente” con lo que tradicional y vulgarmente
se llama inmortalidad. En este sentido, en E V, 21 sostiene que la “mente
no puede imaginar nada ni recordar las cosas pasadas sino mientras dura el
cuerpo (nisi durante corpore)”. Para demostrar esto, nuestro autor se apoya de
manera exclusiva en determinados pasajes de la Segunda Parte de la Ética.
Primero evoca el célebre corolario de la proposición 8 para afirmar que la
mente expresa la existencia actual de su cuerpo y que, por consiguiente,
concibe como actuales las afecciones corporales únicamente mientras dura el
cuerpo (E V, 21 demostración). Esta referencia se repetirá en la demostración
de E V, 23, lo cual revela que ese corolario es fundamental para comprender
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
ciertos aspectos importantes de la doctrina de la eternidad de la mente.
El filósofo holandés establece allí una distinción entre dos tipos de
actualidad de las cosas singulares, ya sea que se las considere solamente en
cuanto están “comprendidas” (es decir, contenidas) en los atributos, o bien
se las conciba en cuanto que existen partes extra partes, es decir, no solo comprendidas en los atributos, sino además en cuanto que se dice que duran
(E II, 8 corolario). En otras palabras, podemos considerar las cosas naturales
como contenidas en acto y eternamente en los atributos de Dios, por un
lado, y como cosas que duran y se esfuerzan por perseverar en la existencia,
es decir, con una presencia (también en acto) en el tiempo, por el otro. La
naturaleza de esta segunda manera de existir no conlleva muchas dificultades;
se trata de la existencia actual presente, que depende de la determinación de
causas externas y finitas. Más difícil, en cambio, es la primera; no solo porque
Spinoza no nos dice en ese corolario en qué consiste, sino porque no hace
referencia a ella hasta este momento de la deducción.
Sin embargo, el filósofo holandés nos suministra ciertos indicios importantes para entender la utilización de ese corolario en la sección final de la
Ética. En primer lugar, nos advierte acerca del modo como afecta la llamada
doctrina del “paralelismo” al problema que nos ocupa. Reenviando al escolio
de E II, 7, sostiene que a la inclusión de una esencia formal en un atributo
de Dios corresponde la “existencia” de su idea como comprendida en la idea
de Dios y no simplemente como contenida en el atributo pensamiento (E
II, 8 corolario y escolio). Es cierto que eso supone que –en cuanto tiene o
es una esencia formal– también está contenida en ese atributo, pues todas
las ideas son “en sí mismas” modos del atributo pensamiento. Ahora bien, lo
que importa señalar aquí es que esas ideas están también comprendidas en
el intelecto infinito (esto es, en el modo infinito inmediato de ese mismo
atributo), justamente porque es el punto que Spinoza va a desarrollar en la
Quinta Parte. En segundo lugar, aunque no nos diga positivamente en qué
consiste la existencia de las cosas en cuanto contenidas en los atributos divinos, el corolario sí precisa de qué modalidad de la existencia se distingue,
a saber: de la existencia actual presente o duración. En efecto, como ya indicamos, para las cosas singulares en general (incluidas las ideas) “existir” en
cuanto que están solamente contenidas en los atributos no es existir en un
tiempo y lugar determinados. Quizás hasta podría decirse que no es “existir”
tout court, y que, por consiguiente, “estar contenidas” en los atributos no
significa otra cosa que tener una esencia que se sigue necesariamente de la
esencia divina.
Ahora bien, esta correspondencia vale también para las ideas de las
cosas que existen en acto, que según Spinoza “implican” una existencia “por la
que se dice que duran” (E II, 8 corolario). Esto significa, en otras palabras,
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que las ideas que Dios tiene o que están en el entendimiento infinito –y que
ya expresan objetivamente tanto la existencia de la cosa (un cuerpo) como
aquello que le sucede (sus afecciones)– deben asimismo estar sujetas a la duración en cuanto a su realidad formal. La mente de Pablo por caso –es decir,
la idea del cuerpo de Pablo– tiene una existencia actual, hic et nunc. ¿Pero
qué pasa cuando una idea –que está en Dios– no expresa objetivamente la
existencia de una cosa que dura? ¿Qué pasa, por ejemplo, cuando desaparece
el cuerpo de Pablo o cuando no consideramos el objeto de la idea-mente de
Pablo? ¿Acaso hay que decir que esa idea no es nada, que es un puro posible
en el intelecto infinito? ¿O debemos considerar que expresa siempre “algo”
que no depende de la duración y que, por lo tanto, es una verdad eterna?
Spinoza es riguroso en la respuesta. Puesto que de la naturaleza divina se
sigue necesaria y eternamente “todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito”, esto es, todo lo que “debe” existir (E I, 16), resulta claro
que, si en Dios hay algo que expresa una verdad eterna, ese “algo” es independiente de cualquier consideración temporal.
Por lo tanto, si Spinoza evoca en E V, 21 el corolario de E II, 8, no
lo hace para afirmar una supuesta existencia en la eternidad de cosas que ya
no existen más o que todavía lo hacen en la duración. Es cierto que Spinoza
subraya el hecho de que las cosas singulares tienen una doble actualidad; pero
eso no significa que, cuando no existen en acto, “existen” y están esperando
en algún cielo de las formas su producción por una potencia infinita (Dios),
o bien que, cuando su cuerpo muere, comienzan a existir en la eternidad por
gracia divina. En este sentido, el acento puesto por el filósofo holandés en la
modalidad actual de las esencias contenidas en los atributos (y de sus ideas en
la idea infinita), tiene el propósito de aclarar un aspecto importante relativo
a la eternidad de la mente humana (o mejor dicho del entendimiento), a saber:
que es una propiedad de su esencia y que se relaciona con la manera como
se vive hic et nunc la eternidad, pero no con la postulación de alguna esfera o
dimensión irreductible y separada de la existencia de las cosas. El corolario
no es una meditación acerca de lo que sucederá después de la muerte o de
lo que habría sucedido antes de la existencia en la duración, sino acerca de
aquello que sucede y puede suceder mientras el modo finito existe.
Comprendemos entonces el primer movimiento deductivo de la
demostración de E V 21, donde –como ya señalamos– Spinoza afirma que
la mente expresa la existencia actual de su cuerpo y concibe como actuales las afecciones corporales, únicamente mientras dura el cuerpo (nisi durante
corpore). De acuerdo con lo anterior, esto significa que la mente es –en su
ser actual– la idea que Dios tiene de nuestro cuerpo existente en acto, es
decir, la idea que expresa objetivamente la existencia actual de nuestro cuerpo
y de todo lo que le sucede. Ahora bien, como vimos, esa idea tiene (según
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
E II, 8 corolario) una existencia temporal y expresa objetivamente la existencia actual de su ideatum solo en la medida en que este último existe de
manera actual en la duración. Por lo tanto, aunque Spinoza deja ciertamente
abierta aquí la cuestión de si la mente puede o no expresar “otra cosa”, establece ya algo importante: cuando un cuerpo deja de durar, la mente que
es su idea no puede de ninguna manera expresar la existencia actual de su
cuerpo, porque eso implicaría ipso facto que Dios concibe algo falso; esto es,
implicaría que hay en el entendimiento infinito una idea (una mente) que
expresa objetivamente la existencia actual de un cuerpo que sin embargo
no existe en acto.
La demostración de E V, 21 finaliza con las consecuencias que se desprenden de todo lo anterior:
Y, por tanto (et consequenter) (por E II, 26), [la mente] no concibe ningún
cuerpo como actualmente existente sino mientras dura su propio cuerpo.Y
por lo mismo, no puede imaginar nada (ver la definición de la imaginación
en E II, 17 escolio) ni recordar las cosas pasadas sino mientras dura el cuerpo
(ver la definición de la memoria en E II, 18 escolio) (E V, 21 demostración).
Puesto que tiene una existencia actual presente únicamente mientras
su objeto tiene una existencia actual presente y, por eso, solo percibe los
cuerpos exteriores como existentes en acto –aquí y ahora– a través de las
afecciones de su cuerpo, no puede suceder que la mente humana conciba
un cuerpo cualquiera, cuando el cuerpo del que ella es la idea ha dejado de
existir actualmente. Por el mismo motivo, no puede imaginar nada ni recordar las cosas pasadas que la modificaron sino mientras dura su cuerpo. En
este sentido, incluso antes de explicar si la mente es destruida “totalmente”
con el cuerpo, Spinoza establece que no subsiste nada de ella relacionado
con la imaginación y con la memoria.
Ahora bien, esa manera de pensar y concebir las cosas como actuales
en un espacio y tiempo determinados y en función de la forma en que
afectan al cuerpo, si bien es la más común, no es la única. La locución adverbial con la que se abre la proposición 22 (que explicita las reglas que
permiten sustraer la mente y su funcionamiento de la lógica de la duración)
evidencia precisamente esto: “Sin embargo, en Dios (In deo tamen) existe necesariamente una idea que expresa la esencia de este o aquel cuerpo humano
sub specie aeternitatis” (E V, 22).
¿Qué significa esta extraña afirmación y cómo se relaciona con la
mente humana y el cuerpo del que aquella es la idea? Spinoza demuestra esa
proposición recordando primero que Dios (o el ser absolutamente infinito)
es causa tanto de la existencia de los cuerpos en la duración como de su
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esencia y que, por lo tanto, esta última “debe concebirse necesariamente” por
su esencia infinita (E V, 22 demostración).8 En seguida, el filósofo holandés
subraya el principio de necesidad que caracteriza la producción eterna de
lo real, de la que Dios tiene una idea. Para ello, remite a dos proposiciones
muy importantes: la 16 del De Deo, y la 3 del De origine et natura mentis (E V,
22 demostración). Como sabemos, según la primera, de la naturaleza divina
deben seguirse infinitas cosas en infinitos modos, es decir, todo lo que puede
caer bajo un entendimiento infinito. De acuerdo con la segunda, en Dios se
da necesariamente una idea, tanto de su esencia como de todas las cosas que se
siguen necesariamente de ella. El razonamiento de Spinoza en la proposición
22 puede entonces resumirse de la siguiente forma: puesto que Dios es causa
de la esencia y de la existencia de todas las cosas, debe ser causa de la esencia
singular de todos los cuerpos.Y ello de acuerdo a una necesidad independiente
de cualquier consideración temporal. Esto significa que las “cosas” (o mejor
dicho, las esencias de las cosas) se siguen de la esencia de Dios con una
necesidad absoluta y eterna. Por lo tanto, puesto que todas las esencias –
según la proposición 16– se siguen de la naturaleza divina de una manera
absolutamente necesaria, también la esencia singular “de este o aquel cuerpo
humano” se concibe como una verdad eterna, en cuanto es una consecuencia
de la esencia de Dios, es decir, en cuanto es una expresión particular del
atributo extensión del que hay una idea en Dios. Pero simultáneamente, en
virtud de la correspondencia de los atributos, lo anterior implica que la idea
por la cual el ser perfectísimo –en su entendimiento infinito– concibe esa
esencia es asimismo una verdad eterna.
En definitiva, la proposición 22 afirma que “en Dios” (in Deo) –esto
es, en el entendimiento infinito– las ideas de las cosas se siguen de manera
absolutamente necesaria, de acuerdo con una ley de producción que no está
sometida a la duración o al tiempo (Macherey 1994: 124). Para lo que nos
interesa aquí, esto significa que, consideradas sub specie aeternitatis como afecciones de los atributos divinos, tal como se producen en y por Dios (es decir,
como expresiones de su potencia infinita), las cosas singulares y también sus
ideas son en cierta medida eternas. O para ser más precisos, corresponden a
verdades eternas.
La proposición 23 cierra esta primera perspectiva a partir de la cual es
estudiada la eternidad de la mente. La fórmula, cuya ambigüedad es causa de
8
Lo que la demostración afirma respecto del “cuerpo humano” vale, como veremos, para
toda cosa singular en la medida en que se expresa en modos que se siguen necesariamente de los
atributos divinos; es decir, vale para la esencia de los cuerpos, de las ideas, y de la de cualquier
otro modo de los infinitos atributos que no conocemos.
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muchas dificultades en el spinozismo, dice lo siguiente: “La mente humana
no puede ser totalmente destruida con el cuerpo, sino que permanece algo
de ella que es eterno” (E V, 23). ¿Qué significa que la mente humana no
puede ser “totalmente” destruida con el cuerpo? ¿Acaso “permanece” una
“parte” de ella luego de la muerte? Si, como vimos, no hay inmortalidad
personal, cuando muere Pablo ¿no debería su mente desaparecer por completo? Como hicimos antes, detengámonos en la demostración para dar una
respuesta a estas preguntas. Apoyándose en lo que acaba de ser afirmado antes
y en dos pasajes centrales de la Segunda Parte (E II, 13 y E II, 8 corolario),
Spinoza sostiene que el concepto o idea que está en Dios y que expresa la
esencia de este o aquel cuerpo sub specie aeternitatis es necesariamente algo
que “pertenece” a la esencia de esta o aquella mente humana correspondiente (E V, 23 demostración). Esto significa que, en tanto es la idea de una
esencia, la mente humana tiene también una esencia y, en cuanto tal, debe
ser concebida por Dios como una verdad eterna.
Sin embargo, es importante subrayar que, para demostrar esto, Spinoza
se apoya en la proposición 13 de la Segunda Parte. Como sabemos, en ella se
explica que el único objeto de la idea que constituye la mente es el cuerpo,
es decir, un modo de la extensión que existe en acto, y ninguna otra cosa
(E II, 13). En otras palabras, nos enseña que la mente es ante todo la idea de
un cuerpo existente en acto. Ahora bien, esa actualidad puede remitir, como
ya señalamos, a una existencia espacio-temporal o bien al hecho de que
ese cuerpo se sigue necesariamente de Dios, puesto que es una expresión
particular de uno de sus infinitos atributos. Precisamente a esto apunta el
corolario de la proposición 8 de la Segunda Parte, que figura en esta demostración (E V, 23 demostración).9 En este sentido, comprendemos que la
referencia a la proposición 13 está plenamente justificada: para nuestro autor,
la definición de la mente (como idea del cuerpo) sigue siendo válida; sim-
9
Como ya dijimos, Spinoza se pregunta en E II, 8 corolario qué pasa con las esencias de las
cosas y con sus ideas cuando no existen en la duración. La respuesta, que ahora nos resulta
más clara, puede resumirse así: las esencias de las cosas singulares (o, como dice Spinoza, las
esencias formales) y las ideas de esas esencias (o esencias objetivas de las cosas) son expresiones eternas de las cosas que se siguen de los atributos divinos. Son, por así decir, aspectos
independientes de la existencia determinada espacio-temporalmente. Por supuesto, esto no
significa que las esencias de las cosas y las ideas de esas esencias sean absolutamente independientes: no son causa de sí, sino de Dios bajo los atributos del que son una expresión particular. En este sentido, si bien las esencias son un aspecto independiente de la determinación
espacio-temporal de la cosa de la que son la esencia, esa determinación solo es inteligible a
la luz de la esencia eterna divina, es decir del ser absolutamente infinito que tiene in se todo
lo que produce.
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plemente sucede que sus términos son repensados aquí en función de la distinción entre la existencia del cuerpo y su esencia (Macherey 1994: 126). Por
lo tanto, la conclusión es siempre la misma: sea que consideremos la mente
humana como la idea de una existencia en acto o bien como la idea de una
esencia que nunca es un mero posible, se mantiene una correspondencia
estricta entre esta idea y su objeto que es el cuerpo, considerado ora en su
existencia actual, ora en su esencia, también actual. Subrayemos, sin embargo,
que no se trata aquí de la idea que nosotros tenemos, sino de la que Dios tiene.
Es decir, se trata de la mente como idea de Dios, en cuanto es un modo de
la sustancia (genitivo subjetivo) y en cuanto es asimismo una idea que tiene
por objeto un modo de Dios, un cuerpo (genitivo objetivo).
En este contexto, ¿qué significa que algo le “pertenece” a la esencia de
la mente? La expresión “ad essentiam mentis humanae pertinet” no puede sino
reenviarnos a E II, definición 2. En efecto, Spinoza explica allí que pertenece
a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone necesariamente la cosa,
y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o sea, aquello sin lo cual la
cosa no puede ser concebida y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede
ser ni ser concebido (E II, definición 2). De acuerdo con esa definición,
entonces, existe una relación de reciprocidad entre la esencia de una cosa
y sus propiedades constitutivas. En este sentido, decir que una característica
A pertenece a la esencia de una cosa X equivale a decir que X comporta
necesariamente A (o sea, que es imposible concebir que esa cosa no tenga
esa característica); y recíprocamente, que toda cosa que comporta o tiene
la característica A es necesariamente X (es decir, que es imposible concebir
que sea otra cosa que X) (Prelorentzos 1992: 433). En la demostración de la
proposición 23, la “cosa” X es una determinada mente humana; asimismo,
aquello que pertenece a su esencia (la característica A) consiste en ser la idea
o concepto de la esencia de X, es decir, en expresar objetivamente la esencia
de X (según la proposición 22, como vimos, la esencia del determinado
cuerpo correspondiente sub specie aeternitatis). De manera que, si aplicamos
la definición 2 de la Segunda Parte a esta demostración obtenemos lo siguiente: una mente humana no puede no expresar objetivamente –tal como
es en Dios– la esencia del cuerpo del que es idea; e inversamente, una idea o
concepto, que está en Dios y expresa la esencia del cuerpo humano sub specie
aeternitatis, no puede ser una cosa diferente de la mente humana, al menos en
uno de sus aspectos o funciones.10 Comprendemos así que la mente humana
es la idea de una esencia que se concibe sub specie aeternitatis; pero también
10 Rousset
1968: 33; Prelorentzos: 1992: 433 ss.; Macherey 1994: 126.
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que tiene una esencia (es una expresión del atributo pensamiento) que debe
ser concebida por Dios como una verdad eterna. Es en este sentido entonces
que Spinoza dice que a la esencia de la mente humana le pertenece “algo”
eterno (E V, 23 demostración).
Luego de este rodeo, antes de concluir esta sección volvamos a la pregunta inicial: ¿qué quiere decir qué “algo” de la mente “permanece” cuando
el cuerpo del que es la idea desaparece? En este punto, hay que reconocer
que Spinoza es un poco ambiguo. En efecto, por un lado, se apoya en E II,
13, que establece una unión o correspondencia estricta entre la mente y el
cuerpo. Ahora bien, por otro lado, introduce una distinción entre dos expresiones de esa unión o correspondencia: una en el plano de su existencia
actual, otra en el de sus esencias. Podría pensarse entonces que ese “algo”
que “permanece” cuando el cuerpo muere lo hace bajo la forma de una
sucesión cronológica; o mejor, podría creerse que la esencia de una cosa
continúa existiendo una vez que su existencia fue destruida. Sin embargo, es
manifiesto que Spinoza no puede significar que la mente sigue existiendo en
cuanto que expresa objetivamente un cuerpo que existe en acto, porque si
este deja de durar, también la mente lo hace en su existencia actual presente.
Ya no podrá ni imaginar ni recordar, ni ser consciente de las afecciones de
un cuerpo que ya no es más, porque tampoco habrá una mente (esto es, la
idea que existe en acto de un cuerpo) apta para hacerlo. Spinoza es, como
vimos, riguroso en este punto: no hay duración de la mente que suceda a
su existencia actual, no hay inmortalidad del alma personal. Después de la
muerte de Pablo, su mente no existe en un cielo de las formas para adquirir
así la salvación eterna. Ya hemos dicho que solo desde la perspectiva de la
duración puede pensarse que “algo de ella” permanece “luego” de la muerte.
Esa representación de una subsistencia temporal de la esencia de la mente
respecto de su existencia debe por lo tanto ser rechazada.
Como hemos visto, desde la perspectiva que resumen las proposiciones 21 a 23, la mente humana es eterna –y le cabe legítimamente ese adjetivo en el mismo sentido que a la sustancia– porque es la idea de una verdad
eterna que está en Dios, independiente de cualquier referencia temporal. Es
decir, la eternidad de la mente humana se fundamenta aquí en el hecho de
que es una idea o concepto que expresa sub specie aeternitatis la esencia del
cuerpo. Por lo tanto, como sostiene Matheron, de lo que se trata en este caso,
de acuerdo con esta perspectiva, es de la idea eterna que somos (o que Dios
tiene de nuestra mente) y no de la idea que nosotros tenemos o que podemos
tener (Matheron 2011: 700). Ahora bien, si esto es así, la atribución de la
eternidad no solo vale para los seres humanos, pues Dios concibe necesariamente como una verdad eterna todas las cosas que se siguen de su naturaleza
infinita. Es cierto que en el enunciado de E V, 23 Spinoza se refiere a la
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mente humana y que en E V, 22 dice que hay una idea en Dios que expresa
sub specie aeternitatis la esencia de este o aquel cuerpo humano. No obstante,
si tenemos en cuenta las demostraciones que acabamos de comentar y, sobre
todo, la ontología que las sustenta, resulta bastante claro que el razonamiento
de nuestro autor se fundamenta en un rasgo o propiedad común no solo a
todos los cuerpos sino a todas las cosas en general. Por eso, Allison sostiene
con razón que esta es una acepción “trivial” de la eternidad de la mente que
no se relaciona con lo específicamente humano y que, agreguemos, puede
predicarse de cualquier “cosa” (Allison 1987: 170-171). En este sentido, esta
eternidad no puede explicar aquello que sin dudas le interesa a Spinoza en
la Quinta Parte de la Ética: la salvación que pueden “conquistar” algunos
individuos a través del conocimiento. En definitiva, esta perspectiva nos dice
solamente que somos eternos pues tenemos una mente que es una idea (de
un cuerpo) que está en Dios más allá (o independientemente) de cualquier
referencia temporal, es decir, una idea que Dios necesariamente produce
autoproduciéndose eternamente. Pero ser una idea eterna no significa tener
ideas eternas. Para gozar efectivamente de una eternidad (más o menos)
consciente es necesario, de acuerdo con Spinoza, e ntrar en posesión formal
de nuestra potencia intrínseca de concebir las cosas sub specie aeternitatis, esto
es, devenir causa adecuada del conocimiento verdadero de las cosas tal como
son producidas por y en Dios.
5. La “eternidad para sí”: el conocimiento sub specie
aeternitatis y la salvación humana
C
omo mencionamos antes, Spinoza presenta sin embargo la
cuestión de la eternidad de la mente desde otra perspectiva, vinculada ya no con el fundamento de la comunicación de esa propiedad a todas
las cosas, esto es, con el hecho de que hay en Dios una idea que expresa sub
specie aeternitatis su esencia, sino con algo peculiar de la mente humana: el
conocimiento adecuado y la alegría que conlleva. Ya no se trata entonces de una
eternidad común o universal que se puede predicar tanto de Pablo como de
cualquier animal, sino de aquella que en los seres humanos, dotados de un
cuerpo y una mente complejas, se relaciona con su salvación, es decir, con
su realización ética. Esta perspectiva, que recorre las últimas proposiciones
de la Ética, nos explica asimismo que hay diferentes grados de conciencia y conocimiento de nosotros mismos, de las cosas y de Dios, y que, por lo tanto, unas
mentes humanas producen efectivamente más ideas adecuadas que otras, por
lo que, en ese sentido, participan en mayor medida de la eternidad. Como es
evidente, esta aproximación ya no concierne entonces a los seres humanos
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de manera indistinta, sino a algunos de ellos, a quienes probablemente está
dirigida la última parte de la Ética, a saber, aquellos que desean y logran (parcialmente) orientar su conatus hacia el conocimiento intuitivo y el amor que
de allí resulta y comprenden gracias a ello que la beatitud (entendida como
goce eterno de una alegría constante) no es un premio futuro a la virtud sino
el ejercicio mismo de una vida virtuosa, aquí y ahora. Veamos brevemente
como se desarrolla esta perspectiva en el texto.
Antes dijimos que hay que rechazar la representación de la eternidad
de la mente en los términos de una sucesión cronológica, como si la esencia
eterna comenzara a existir luego de la existencia temporal misma. Por los
mismos motivos también hay que rechazar que, para Spinoza, la mente
humana pueda tener en sí misma porciones absolutamente independientes.
O mejor dicho, debemos rechazar que ese “algo de ella” que según Spinoza
es eterno (ejus aliquid remanet, quod aeternum est) es una parte que constituiría
la esencia de la mente en oposición –o como una parte separada– a su
existencia actual. Como señalan de diversa manera Macherey y Rousset, esto
significa que la esencia no es una “parte” o un ser distinto de la existencia de
una cosa; la esencia y la existencia de una cosa no se diferencian como lo hacen
por ejemplo dos cuerpos, partes extra partes. Son dos aspectos del mismo modo
(sea un cuerpo o una idea).11 Recordemos de hecho que en la demostración
de la proposición 23 nuestro autor no dice que la mente humana es eterna,
sino que “algo” que pertenece a su esencia es “necesariamente eterno” (E
V, 23 demostración). Ahora bien, si, como vimos, esa eternidad no es una
inmortalidad del alma, si esa propiedad no pertenece irrestrictamente a la
existencia actual presente de los modos o a su esencia como si esta fuera
una parte separable y distinta de su existencia concreta, ¿qué es lo eterno
en ciertos modos finitos, y más precisamente en los seres humanos? ¿Cómo
debemos comprender la expresión del corolario de la proposición 40 donde
Spinoza sostiene que “la parte de la mente que permanece, cualquiera sea su
magnitud, es más perfecta que la restante” (E V, 40 corolario)?
Tanto la demostración como el escolio de la proposición 23 nos
ofrecen ya algunos indicios importantes. Por un lado, en la primera Spinoza
refiere a ese “algo” como una “idea o concepto” (E V, 23 demostración). Para
un lector de la Ética, esos términos remiten necesariamente a la definición
que aparece al inicio de la Segunda Parte, en la que se identifica la idea con
la acción de la mente:
11
Rousset 1968: 45; Macherey 1994: 129-130.
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Por idea entiendo el concepto de la mente, que la mente forma, porque es
cosa pensante. Explicación. Digo concepto, más bien que percepción, porque
el nombre percepción parece indicar que la mente es pasiva respecto del
objeto; concepto, en cambio, parece expresar una acción de la mente. (E II,
definición 3)
Por otro lado, y en el mismo sentido, en el escolio Spinoza dice que
la idea que expresa la esencia del cuerpo sub specie aeternitatis es un “modo
del pensar” (certus cogitandi modus) que pertenece a la esencia de la mente y es
necesariamente eterno (E V, 23 escolio). Como señala Rousset, con esa expresión el filósofo holandés reenvía a una cuestión relativa a la “naturaleza”
de la idea verdadera sobre la que había insistido al momento de elaborar su
teoría del conocimiento (Rousset 1968: 34). En efecto, Spinoza sostiene que
[…] tener una idea verdadera no significa sino que se conoce una cosa perfectamente o lo mejor posible. Y nadie en absoluto puede dudar de ello, a
menos que piense que una idea es algo mudo, cual pintura en una tabla, y no
un modo del pensar, a saber, el mismo entender. (E II, 43 escolio)
84 l
Hay como vemos una doble equivalencia: entre la idea y la acción
de la mente, por un lado, y entre esta última y el entendimiento de las cosas
de manera adecuada o verdadera, por el otro. Estos pasajes nos permiten
concluir entonces que aquello que Spinoza considera eterno, esto es, la idea
o concepto que pertenece a la esencia de la mente humana, es el acto de
concebir en tanto que constituye una de sus funciones; es decir, en tanto
la mente se define íntima y positivamente por una actividad irreductible a
la imaginación y a la memoria. En otras palabras, se trata de una aptitud o
capacidad intrínseca, una potencia de conocer que expresa una acción de la
mente.12 Nuestro autor no dice otra cosa cuando vincula en el escolio de E
V, 23 la experiencia de la eternidad con la concepción que la mente humana
puede tener de las cosas a partir de su “inteligencia”: “[…] sentimos y experimentamos que nosotros somos eternos. Pues la mente no siente menos las
cosas que concibe con la inteligencia que las que tiene en la memoria” (E
V, 23 escolio).
Ahora bien, ¿qué tipo de conocimiento es este? Como vimos, la principal característica de esta capacidad o modalidad de conocimiento es que
aprehende su objeto (la esencia del cuerpo) sub specie aeternitatis, esto es,
12
Rousset 1968: 35; Allison 1987: 171 ss.; Macherey 1994: 128; Jaquet 1997: 109-123.
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independientemente de cualquier referencia temporal. Si solo tuviésemos
en cuenta las proposiciones que siguen al escolio mencionado, podríamos
llegar a pensar que se trata únicamente del tercer género de conocimiento,
el cual, como dice Spinoza, constituye el supremo esfuerzo de la mente y su
máxima virtud (E V, 25). No obstante, basta con detenerse en ciertos pasajes
de la Segunda y la Quinta Parte de la Ética para comprender que alcanza
también al segundo género de conocimiento. Consideremos por ejemplo
la proposición 44 del De origine et natura mentis. Allí se dice que pertenece
a la naturaleza de la razón contemplar las cosas como necesarias y no como
contingentes (E II, 44). Luego de desarrollar la forma en que la imaginación
percibe los objetos externos (a saber, como situados en un contexto espacio-temporal y localizados en el tiempo), nuestro autor afirma en el segundo
corolario que es “propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas bajo
alguna especie de eternidad (sub quadam specie aeternitatis)” (E II, 44 corolario
2). La prueba es sencilla: remitiendo a la proposición 16 de la primera parte,
Spinoza dice que, puesto que la necesidad de las cosas “es la misma necesidad
de la naturaleza eterna de Dios”, “es propio de la naturaleza de la razón contemplar las cosas bajo esta especie de eternidad (sub hac specie aeternitatis)” (E
II, 44 corolario 2).
Por cierto, Spinoza no deja de aclarar allí que las nociones comunes,
fundamento de la razón, explican solo aquello que es común a todas las cosas
y no la esencia de una (o alguna) cosa singular. Podría objetarse entonces
el carácter eterno del conocimiento de segundo género, apelando a la expresión precisa que utiliza nuestro autor para describir lo que es propio de la
razón. En este sentido, los términos quadam (“alguna”, “una”) y hac (“esta”)
servirían para establecer una diferencia estricta entre el segundo y el tercer
género de conocimiento. Y solo la ciencia intuitiva conocería en su necesidad eterna las cosas. Sin embargo, antes de sacar conclusiones apresuradas
conviene tener presente al menos tres elementos adicionales. Para empezar,
no hay que olvidar que Spinoza reenvía a E II, 41, en donde afirma de
manera explícita que las ideas adecuadas pertenecen tanto al segundo como
al tercer género de conocimiento (E II, 44 demostración y demostración del
corolario). Pero sobre todo, hay que notar que el conocimiento sub quadam
specie aeternitatis cumple con la exigencia de la concepción sub specie aeternitatis, establecida en E V, 29 escolio. Allí, como sabemos, para precisar la
irreductibilidad de esta concepción respecto de todo lo que la mente conoce
en función de la existencia actual del cuerpo humano, el filósofo holandés
sostiene que para formarla es necesario comprender de manera verdadera
que las cosas están contenidas en Dios, que se siguen de su naturaleza y que
sus ideas implican la esencia eterna e infinita (E V, 29 escolio). Ahora bien,
esto vale también para lo que Spinoza sostiene del conocimiento racional
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en el corolario de la proposición 44 de la Segunda Parte. En efecto, como
mencionamos, la razón aprehende con verdad la necesidad de las cosas, tal
como son en sí, y vincula esa necesidad a la naturaleza eterna de Dios. Es
cierto que Spinoza no dice allí de manera explícita que para la razón las cosas
están contenidas en Dios y que implican su esencia. Pero el escolio de E II,
45, sin embargo, lo establece con toda evidencia y recuerda además que la
“existencia” de las cosas (concebidas de esa forma) no es la duración actual
sino la existencia o ser de las cosas en tanto son en Dios (E II, 45 escolio).
Por último, agreguemos a todo esto que en la demostración de E V, 29, que
reenvía precisamente al corolario de E II, 44, el filósofo holandés asimila el
conocimiento racional sub quadam specie aeternitatis de ese corolario con la
concepción sub specie aeternitatis:
[…] la eternidad no se puede explicar por la duración (por 1/d8 y su explicación). Luego, en este sentido, la mente no tiene la potestad de concebir
las cosas sub specie aeternitatis, sino porque por naturaleza es propio de la
razón concebir las cosas sub specie aeternitatis (por 2/44c) y porque también
pertenece a la naturaleza de la razón concebir la esencia del cuerpo sub specie
aeternitatis (por 5/23). (E V, 29 demostración)
86 l
Podemos concluir entonces que, de acuerdo con Spinoza, la razón es
capaz de comprender las cosas tanto sub quadam specie aeternitatis como sub
specie aeternitatis. En este sentido, no es legítimo apelar a la primera expresión
para establecer una discriminación entre el segundo y el tercer género de conocimiento (Jaquet 1997: 120-121). En ambos casos –ya sea que las conciba
a partir de las nociones comunes, ya sea que forme la idea adecuada de su
esencia singular– la mente humana “entiende” o concibe las cosas como absolutamente necesarias y eternas, independientemente del modo como nos
afectan. El término “quadam”, entonces, no tiene otro propósito que reenviar
al punto de vista particular (de la razón) en el que las cosas son conocidas a
partir de las propiedades comunes, lo cual no compromete el valor adecuado
de la concepción, puesto que las propiedades y la esencia del cuerpo son
ambas verdades eternas (Matheron 1969: 579).
Si hay una distinción importante, entonces, es la que se da entre las
ideas inadecuadas (que nos presentan las cosas y nuestros propios afectos fortuitamente y en función de las afecciones discontinuas del cuerpo) y las ideas
adecuadas del entendimiento, que nos permiten conocer las cosas y aquello
que nos sucede en su necesidad y verdad, ya sea a partir de las propiedades
comunes de nuestro cuerpo, o bien a partir de su esencia. La proposición
29, su demostración y el célebre escolio que las acompaña, apuntan precisamente a esto. Allí Spinoza sostiene por un lado que a la esencia de la mente
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
(que es siempre idea de un cuerpo según E II, 13) le pertenecen solo dos
maneras de concebir su cuerpo y las cosas exteriores: o bien sub specie aeternitatis, o bien sub specie durationis (E V, 29 escolio). Es decir, por su propia naturaleza, la mente humana tiene dos maneras de conocer, una que depende
de la concepción eterna de la esencia de su cuerpo y de las cosas, y otra que
depende de su existencia actual presente. La primera incluye al segundo y
tercer género de conocimiento, siendo su rasgo principal aprehender tanto la
esencia del cuerpo como la de las cosas, en sí mismas o a partir de sus propiedades, pero siempre como necesarias, nunca como contingentes y fortuitas,
pues esta es la característica principal de la percepción del primer género de
conocimiento, esto es, de la imaginación y de la relación espontánea del ser
humano con su entorno que aquella implica.
Es cierto que Spinoza subraya en el escolio que en la concepción
sub specie aeternitatis las cosas no dejan de concebirse o conocerse como
“actuales” (no hay espacio en el spinozismo para lo posible como instancia
opuesta o previa a lo actual). Pero su actualidad no corresponde a aquella que
depende de una dimensión espacio-temporal (E V, 29 escolio). La referencia
en ese escolio a E II 45 y a su escolio, que nuestro autor coloca deliberadamente al final de este razonamiento, echan todavía más luz al asunto. Allí,
como ya señalamos, el filósofo holandés distingue la duración y la “existencia misma de las cosas singulares en cuanto son en Dios (ipsa existentia
rerum singularium, quatenus in Deo sunt)” (E II, 45 escolio). Con esa alusión,
entonces, Spinoza no quiere decir que, en la medida en que concebimos la
realidad actual de nuestro cuerpo y de las cosas sub specie aeternitatis, estas
dejan de existir temporalmente; al contrario, apunta a subrayar el hecho de
que, a través de ese conocimiento, comprendemos que no existen solamente
en relación con el modo como nos afectan sino también, y sobre todo, “en
Dios”, esto es, como expresiones necesarias de la potencia infinita. Porque,
como dice nuestro autor en ese escolio, más allá de que las cosas finitas estén
determinadas por otras cosas finitas desde el exterior, partes extra partes, “la
fuerza […] con que cada una persevera en la existencia se sigue de la necesidad eterna de Dios” (E II 45, escolio). Spinoza reitera este mismo punto
un poco más adelante, al precisar de manera exacta el conocimiento que los
seres humanos pueden tener:
La eternidad es la misma esencia de Dios, en cuanto que esta implica la
existencia necesaria (por E I, definición 8). Concebir, pues, las cosas sub specie
aeternitatis es concebir las cosas, en cuanto que se conciben como seres reales
por la esencia de Dios, o sea, en cuanto que por la esencia de Dios implican
la existencia. (E V, 30 demostración)
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88 l
Este pasaje debe interpretarse del siguiente modo: Dios, o el ser absolutamente infinito, comunica a las cosas finitas la existencia necesaria, y por
eso su realidad no está sujeta a la contingencia. Por lo tanto, cuando esas cosas
(que tienen una existencia actual presente y pueden durar más o menos) se
conciben a partir de la esencia divina, que es su causa inmanente, la realidad
de esas cosas (siempre efectos de la potencia infinita) deja de ser considerada
en relación con la duración o el tiempo. Por el mismo motivo, entonces,
“en la medida en que nuestra mente se conoce a sí misma y al cuerpo sub
specie aeternitatis, tiene necesariamente el conocimiento de Dios y sabe que
ella está en Dios y se concibe por Dios” (E V, 30). En definitiva, la mente se
sabe eterna en el reconocimiento de su propia potencia de concebir las cosas
como efectos inmanentes y eternos de Dios. Sabe que es una cosa que está
intrínsecamente constituida por una aptitud irreductible a la imaginación.
Es decir, para decirlo de otra forma, en el conocimiento sub specie aeternitatis,
la mente humana sabe que participa de la eternidad divina, con la cual se
relaciona directamente por vía del conocimiento adecuado. El razonamiento
culmina por eso con la explicación de que la mente humana, que concibe
las cosas y su cuerpo (del que es la idea) como eternos y atemporales, es
ella misma eterna (mens ipsa aeterna est) (E V, 31). Ella no solo dispone de
la capacidad o aptitud de conocer las cosas sub specie aeternitatis, también se
afirma a sí misma como “causa adecuada o formal de ese conocimiento” (E
V, 31 demostración). De hecho, si no fuera eterna una “parte” suya, o mejor
dicho, en uno de sus aspectos constitutivos, jamás podría concebir las cosas
de ese modo.13
La mente, dijimos, se sabe eterna en el reconocimiento de su propia
potencia. Ahora bien, aquí podría presentarse un problema. Como vimos,
Spinoza sugiere que en un momento determinado de su existencia actual,
la mente descubre (o puede descubrir) su aspecto o ser eterno al mismo
tiempo que comprende la eternidad de Dios y la de la concepción necesaria
de las cosas (entre las que se cuenta a sí misma). ¿Acaso no es problemático
sostener que la mente reconoce en el curso de su existencia un aspecto
suyo que es eterno, esto es, intemporal? Es decir, el camino que conduce en
las últimas proposiciones de la Ética a la conciencia y conocimiento de la
eternidad, ¿no anula aquello que le da contenido y sentido a ese movimiento
progresivo de la mente? Spinoza no ignora el problema y por el contrario lo
afronta directamente en el escolio de E V, 31:
13 Matheron
1969: 580 y 2011: 704; Prelorentzos 1992: 484; Jaquet 1997: 109.
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
[…] hay que observar aquí que, aunque ya estamos seguros de que la mente
es eterna, en cuanto que concibe las cosas sub specie aeternitatis, nosotros, sin
embargo, a fin de explicar más fácilmente lo que queremos mostrar y que se
lo entienda mejor, consideraremos la mente, como hemos hecho hasta ahora,
como si ya comenzara a existir y ya comenzara a entender las cosas sub specie
aeternitatis. (E V, 31 escolio)
El conocimiento reflexivo, que obtenemos en un momento determinado, de que la mente es eterna (es decir, la idea de la idea eterna que
es nuestra mente) no está puesto en duda por el desarrollo tendencial y
progresivo con que esta certeza es adquirida por un individuo. Siempre que
entendemos adecuadamente las cosas emerge su carácter necesario, su eternidad. Se trata entonces, como reconoce Spinoza mismo, de una forma de
presentar su doctrina que permite comprender “más fácilmente” un rasgo
central que la caracteriza, a saber, que la conciencia de la eternidad está a
nuestro alcance y no en un cielo de las formas que la tornaría inaccesible
(Macherey 1994: 151). Esto supone que el conocimiento del tercer género
es en sí mismo eterno, pero que es en la duración (o mientras tenemos una
existencia actual presente) que tomamos (o que podemos tomar) conciencia,
poco a poco, de esa eternidad, en otras palabras, que podemos experimentar
que somos eternos.14 Es cierto que no es “por” la duración que conocemos
las cosas como eternas; es decir, no es porque concebimos la existencia actual
presente de nuestro cuerpo que podemos comprender adecuadamente la
eternidad de una parte de la mente y el modo como las cosas se siguen de
la esencia divina. Para percibir la mente y las cosas de esa forma es necesario,
como vimos, que concibamos la esencia del cuerpo sub specie aeternitatis (E
V, 29 y escolio). Lo cual da nacimiento a una conciencia que no es más de
orden temporal. Ahora bien, eso no quita que para que un individuo, en
algún momento de su historia personal o progresivamente, devenga consciente de la eternidad de su entendimiento y de las cosas, deba tener una
existencia actual presente. En caso contrario, ¿qué sentido podría tener el rechazo de Spinoza de presentar la doctrina de la eternidad en los términos de
una inmortalidad y, sobre todo, la profunda conexión que existe para nuestro
autor entre esa doctrina y la ética de la salvación o liberación humana?
14 Véase Matheron 1969: 582: “[…] la parte eterna de nuestro espíritu aumentará en el curso
del tiempo, a medida que se develen los aspectos cada vez más individualizados de nuestra
esencia”. Véase también: Rousset 1968: 40: “Por más que la expresión sea paradójica, es preciso reconocer que la idea de un progreso de la parte eterna del espíritu implica la afirmación
de su eternidad progresiva: así se encuentra definido el sentido de nuestra vida […]”
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Precisamente porque lo que está en juego es la virtud, el pensamiento
spinoziano se consagra, para finalizar, a una reflexión que considera el
problema de la eternidad de la mente desde una perspectiva específicamente
ética, vinculada con la salvación humana. En efecto, más allá del carácter
eterno que pueda tener la concepción del segundo género de conocimiento
y de la existencia de un pasaje al tercero (cuya naturaleza acabamos de mencionar), hay que tener presente que lo que quiere subrayar Spinoza en la
Quinta Parte de la Ética es el vínculo de este último género de conocimiento
con la beatitud y con la perfección humana. De hecho, como ya afirma en
el Prefacio de la Segunda Parte, su interés principal son los seres humanos y
aquello que puede conducirlos hacia su perfección:
Paso ya a explicar las cosas que debieron seguirse necesariamente de la esencia
de Dios, a saber, del ser eterno e infinito. No todas, sin duda, ya que en 1/16
hemos demostrado que de ella debieron seguirse infinitas cosas en infinitos
modos, sino tan solo aquellas que nos pueden llevar como de la mano al
conocimiento de la mente humana y de su felicidad suprema. (E II, Prefacio)
90 l
Si tenemos en cuenta ese pasaje, resulta claro que las últimas
proposiciones de la Ética no consideran solamente la identificación de
la capacidad de la mente de conocerse a sí misma y a las cosas sub specie
aeternitatis (a través de la llamada ciencia intuitiva) con su propia eternidad
(E V, 24-31). También explican el lazo de esa mente con la perfección y
beatitud a las que puede acceder el ser humano en la medida en que el
tercer género de conocimiento va acompañado del amor intelectual de
Dios (E V, 32-38). Esto ciertamente ya había sido sugerido por el filósofo
holandés antes, en las proposiciones que estudian los remedios de los
afectos. Sobre todo en el escolio de la proposición que cierra la primera
sección de la Quinta Parte, donde nuestro autor explica que la mente tiene,
a través del tercer género de conocimiento, la potestad de hacer que se
padezca menos por los afectos negativos, pudiendo nacer en consecuencia
el “amor a Dios”, amor erga Deum. En aquel momento de la deducción,
ese amor y el conocimiento del que surge aparecían como instrumentos
o fuerzas en la lucha contra las pasiones tristes; precisamente por eso se
los consideraba en su aspecto, por así decir, “terrenal” o temporal (E V, 20
escolio). Ahora, en esta segunda sección del De potentia intellectus seu de
Libertate humana –que no concierne a la “vida presente”–, Spinoza estudia
ese mismo amor eterno con la intención de mostrar que constituye la
beatitud humana y la suma perfección a la que puede aspirar un individuo
(Allison 1987: 164). No se trata entonces de una simple alegría, entendida
como el paso a una mayor perfección, sino de “la mayor alegría que puede
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
darse”, aquella que está acompañada de la idea de Dios como causa y que
escapa a cualquier determinación temporal (E V, 32). En este sentido, este
amor intelectual (amor Dei intellectualis) es, lo mismo que el conocimiento
del que surge, necesariamente eterno (E V, 33). Así, quien lo conquista,
por lo tanto, “está en posesión de la perfección misma” y es eternamente
“feliz” (E V, 33 escolio).
Como vemos, es en este momento del discurso que el “quien” se
vuelve importante. En efecto, para terminar con su argumentación Spinoza
agrega algo cardinal, relativo al carácter diferencial de esta eternidad. Para
comenzar, en E V, 38 dice que cuantas más cosas entiende la mente humana
con el segundo y el tercer género de conocimiento, menos padece por los
afectos que son malos y menos teme a la muerte (E V, 38). Dicho de otra
forma, esto significa que cuantas más ideas adecuadas tiene una mente
(cuya esencia “consiste en el conocimiento”), tanto más participa de la
eternidad en esta vida; en otras palabras, como dice nuestro autor en la
demostración correspondiente con cierta ambigüedad, “la mayor parte de
ella permanece”, pues no es “tocada por los afectos que son contrarios”
a su naturaleza (E V, 38 demostración). Insistamos en algo que ya dijimos:
nuestro autor no está afirmando una inmortalidad personal; simplemente
está diciendo que cuanto mayor es el conocimiento eterno y adecuado de
la mente, “la muerte es tanto menos nociva”, es decir, ocupa (en términos
de importancia) una porción mínima de su esfuerzo por perseverar en la
existencia (E V, 38 escolio).
Ahora bien, como es evidente, esto significa asimismo que esta
“eternidad parcial”, para retomar una expresión de Rousset, puede ser más
o menos desarrollada en los seres humanos (Rousset 1968: 37). En palabras
de Spinoza: “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una
mente cuya mayor parte es eterna” (E V, 39). La experiencia muestra esto con
mucha claridad. Ciertamente, en todos hay al menos una idea verdadera, del
mismo modo que a la esencia de todas las mentes pertenece sin dudas “algo”
eterno. Sin embargo, esto no significa que no haya diferencias y que no
puedan juzgarse, como hace Spinoza, los grados de participación individual
de la eternidad divina en términos de la virtud personal. Pues como sostiene
él mismo en la última proposición de la Ética, la felicidad (beatitudo) no es un
premio de la virtud que ha de esperarse sino el mismo ejercicio de la virtud
(E V, 42). A través de las intrincadas y complejas proposiciones finales de la
obra póstuma somos así reconducidos a la duración, esto es, a la existencia
actual presente, sin que ello entre en contradicción con lo anterior.
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l 91
6. Conclusión
E
92 l
l recorrido que hemos realizado, siguiendo la misma lógica argumentativa de Spinoza, nos permite comprender tres cosas. Por
un lado, que para Spinoza aquello que es eterno en los seres humanos es
sobre todo un conocimiento, una idea que forma parte de la esencia de su
mente, que se concibe a sí misma como causa formal del mismo y es en
ese sentido eterna. En otras palabras, lo eterno es el entendimiento en la
medida en que es causa adecuada de sus ideas eternas, ya sea en cuanto estas
se forman a partir de las propiedades comunes de las cosas, o bien en cuanto
que determinan su esencia singular. Por otro lado, comprendemos también
que esa eternidad consiste en una actividad inmanente y liberadora de la mente,
que puede procurar la salvación (beatitud, felicidad, libertad) de seres cuyo
esfuerzo es siempre perseverar en la existencia. Con lo cual, reencontramos
aquí ciertos rasgos que caracterizan a la acción divina, esto es, a la potencia
infinita en la Primera Parte de la Ética. Como sabemos, para Spinoza esa
acción causal es eterna y necesariamente libre, causa sui. Si bien es cierto que
los modos no pueden dejar de ser modos y nunca son causa de sí, en el esfuerzo que define intrínsecamente su mente identificamos una actividad inmanente y necesaria que no solo es eterna (pues se basa en una concepción
sub specie aeternitatis de su cuerpo y de las cosas) sino también liberadora, en
la medida en que expresa la autodeterminación del modo, es decir, la autodeterminación de la fuerza singular e intrínseca que lo atraviesa y constituye
eternamente. Ciertamente, para Spinoza esta salvación es muy difícil y no
puede ser alcanzada sin un gran esfuerzo. Por eso, aunque no niega nunca
que podamos tener (o que algunos puedan tener) esa aprehensión de las
cosas y de la propia vida, la Ética se cierra con una constatación drástica:
“Todo lo excelso es tan raro como difícil” (Omnia praeclara tam difficilia quam
rara sunt) (E V, 42 escolio).
Finalmente, comprendemos un rasgo particular de la concepción spinoziana de la eternidad, tal como es expuesta en la obra póstuma o, para ser
precisos, del problema que supone la atribución de esa propiedad a las cosas
particulares en el marco de su ontología de la inmanencia. Ya sea que la
concibamos como una noción común de la que se puede ser más o menos
consciente o como una propiedad inmanente que pertenece a la esencia
de la mente humana y expresa sub specie aeternitatis la esencia del cuerpo, la
conclusión es siempre la misma: a diferencia de lo que sostenía en los Pensamientos metafísicos, en esta obra madura Spinoza no atribuye exclusivamente
la eternidad a Dios, sino que la extiende legítimamente a otras realidades
que son sus efectos inmanentes y que dependen de una determinación que,
en cierta medida (esto es, parcialmente), escapa de los condicionamientos
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
externos. Por lo tanto, la enseñanza más importante de la parte final de esta
obra quizá sea esta: no hay que justificar ninguna inmortalidad del alma
frente a la tradición; los seres humanos son –aquí y ahora, aunque en mayor
o menor medida– eternos, puesto que sus mentes tienen efectivamente ideas
adecuadas que expresan sub specie aeternitatis la esencia del cuerpo y las de
las cosas exteriores. Es decir, en otras palabras, los seres humanos (o mejor:
algunos de ellos) pueden eventualmente concebir las cosas tal como son producidas en y por Dios. Pero si pueden hacerlo es precisamente porque “algo”
de ellos es también eterno: su entendimiento adecuado activo, expresión de
la potencia intrínseca de la mente de un ser que se esfuerza siempre cuanto
puede por perseverar en la existencia.
BIBlIoGrAFíA
Allison, H. E. (1987), Benedict de Spinoza: an Introduction (New Haven: Yale University
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Recibido: 26-09-2018; aceptado: 06-05-2019
94 l
GuIllErMo sIBIlIA - El problema de la atribución de la eternidad a los modos finitos l 63-94
N O TA S
Pulcre cogitandum:
analogías en la argumentación estética
MARIANELA CALLEJA
Universidad Nacional del Sur
l 95
Resumen: En sus recientes libros, Cuestiones
de fundamento (2014) y Reglas y diálogos: una discusión
lógica (2016), Jorge Roetti trata sobre las analogías como
ejemplo de fundamentación “insuficiente”. El propósito
de este trabajo es desarrollar este planteo, llevándolo
desde una posición leibniciana hacia una baumgartiana:
llegando a abordar las analogías positivamente, como
recurso ampliativo de conocimiento, atendiendo especialmente a su relevancia en la metateoría o fundamentación de tesis en estética. Nos detendremos en el caso
especial de las analogías cualitativas, cuyo sentido de la
semejanza, si bien es acotable, no puede determinarse
por un procedimiento exacto.
Palabras clave: conocimiento estético, analogías cualitativas, tipología de las analogías, semejanza,
herencia leibniciana.
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Pulcre cogitandum: Analogies in Aesthetic Argumentation
Abstract: In his recent books, Cuestiones de fundamento (2014) and
Reglas y diálogos: una discusión lógica (2016), Jorge Roetti deals with analogies
as an example of “insufficient” reason. The purpose of this paper is to develop this approach, taking it from a Leibnician position to a Baumgartian
one: coming to approach the analogies positively, as an expansive resource of
knowledge, paying particular attention to its relevance in the metatheory or
foundation of thesis in aesthetics. We will dwell on the special case of qualitative analogies, whose sense of similarity, although it can be limited, cannot
be determined by an exact procedure.
Key-words: aesthetic knowledge, qualitative analogies, typology of
analogies, similarity, Leibnizian heritage.
1. Analogía y fundamentación insuficiente
E
96 l
n términos leibnicianos, Jorge Roetti argumenta que la fundabilidad o defendibilidad insuficiente o imperfecta está ligada
a aquellos enunciados para los que toda objeción posible no es respondida
de manera suficiente o perfecta. Una tesis suficientemente fundada, por el
contrario, satisface estas condiciones: todas las hipótesis son verdaderas y la
regla de paso entre sus premisas conserva la verdad (Roetti 2014: 145). Por
lo tanto, un enunciado será fundable insuficientemente en los siguientes
casos:
(1) Cuando, ante un cuestionamiento, el orador pueda presentar al
menos una entidad (o una colección de entidades) externa(s) al lenguaje del
enunciado, que baste para persuadir a la audiencia o los cuestionadores (esto
es lo que corresponde a la teoría de la correspondencia y remite a la noción
de “verosimilitud” de la misma), o bien
(2) Cuando puede ofrecer a la audiencia o los cuestionadores un argumento sobre alguna forma de presunta compatibilidad del enunciado con
un sistema de otros enunciados previamente admitidos por esta audiencia,
aunque dicha compatibilidad no suponga necesariamente una demostración
(esto remite a una versión coherentista de la “verosimilitud” del enunciado)
(Roetti 2014: 56-57).
La fundamentación insuficiente no es atributo peculiar de las argumentaciones por analogía, sino que ella incluye también a otras formas de
argumentación como la inducción empírica, la abducción, las correlaciones
y las inferencias probabilísticas.
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
Como ya se definió arriba, las analogías son imperfectas en tanto
puede haber, en los silogismos en que ellas se expresan, una regla de paso
problemática o bien los enunciados pueden contener concepciones problemáticas, o ambas situaciones. Las tesis insuficientemente fundadas se caracterizan por un fundamento que, o bien ha superado mínimamente objeciones
pero no todas las objeciones posibles, o su regla de paso es imperfecta, es
decir, no conserva el grado de fundamento de la hipótesis menos fundada, o
ambas cosas (para su definición formal, véase Roetti 2014: 145-146).
Desde un punto de vista histórico, Aristóteles dividió (Top. I, 1:
100a25-101a4) entre inducción epistémica y dialéctica. La inducción epistémica “justifica enunciados universales a partir de un (solo) ejemplo particular”. Así, este tipo de inducción se corresponde con una argumentación
con demostración suficiente en términos de la teoría de la fundamentación
de Roetti. Este tipo de demostraciones son frecuentes en ciencias constructivas o simbólicas como la matemática o la lógica y en las protociencias
de ciencias empíricas como la protofísica, que “consiste en la presentación
de ejemplos, forzosamente individuales, pero que son generados mediante una
regla, esquema o norma de construcción, que es ella misma universal” (Roetti 2016:
391). Los ejemplos mencionados son: la construcción de los esquemas de la
imaginación temporal y espacial en Kant, la construcción en el tiempo del
intuicionismo matemático, entre otras construcciones de objetos teóricos
en general. Por su parte, la inducción dialéctica solo “justifica enunciados
generales a partir de una pluralidad de casos particulares” (Roetti 2016: 389).
Roetti divide entre silogismos dialécticos de fundamentación imperfecta (sd1) y (sd2). Sd1 se caracteriza porque una de sus premisas está insuficientemente fundada y la conclusión está fundada mediante una regla falible
(Roetti 2014: 156). Sd2 se caracteriza porque todos sus enunciados están
suficientemente fundados pero su regla de paso es falible (Roetti 2014: 157).
Las analogías o proporciones surgieron como “instrumento metódico
para la aclaración de estados de cosas de diferentes dominios de objetos”
(Roetti 2016: 413-424). Las analogías matemáticas “8:4=4:2” o ternas del
tipo ˂6, 4, 3˃, donde 6 excede a 4 por un tercio y, a su vez, 3 es excedido por
un tercio por 4, permiten calcular el término medio objetivamente. Las analogías en otros dominios, como en la ética aristotélica, nos exige la búsqueda
de un término medio entre exceso y defecto, sin embargo no calculable. “La
justicia, por ejemplo, es una relación al menos cuadripartita entre dos personas y sus fines o intereses (obras, acciones, cosas, etc.)” (Roetti 2016: 416).
Pablo Oyarzún, en el prólogo a su traducción de la Crítica de la facultad
de juzgar, trata el lugar del juicio reflexionante y su rol en el ejercicio de discernimiento en problemas de indeterminación. Oyarzún, como Roetti, cita
en primera instancia el caso de la jurisprudencia, es decir, la indeterminación
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como un problema primeramente ético (Oyarzún 1992: 13). El tema de las
analogías como caso límite en cuestiones de fundamento se propone desde
esta perspectiva avanzar sobre una fenomenología en diversas áreas de la
filosofía: analogías en metafísica, ética, filosofía política, económica, estética
(véase Roetti y Moro 2016). Aquí solo nos concentraremos en el último
grupo de aplicación y pondremos énfasis para ello en algunas cuestiones del
debate contemporáneo.
Avanzaremos hacia una clasificación de las analogías, partiremos de
su interpretación matemática hasta llegar a los límites difusos de la metáfora:
• Analogías cuantitativas: existe un procedimiento exacto para calcular.
• Analogías cualitativas: no son calculables de manera exacta, pero
todavía sus semejanzas son acotables.
Roetti detiene su análisis aquí, pero todavía podemos añadir:
• Metáforas: no está acotado el sentido de la semejanza, sus semejanzas
son abiertas e indeterminadas.
Si nos detenemos en la clasificación de las analogías cualitativas, que
son las que aquí nos interesan especialmente, todavía podremos dividir entre:
• Analogías estructurales: relaciones entre sistemas de objetos (Roetti
2016: 420; tomadas de Kuno Lorenz). Estas fueron particularmente
expresadas en términos de analogías constitutivas o constructivas,
pero son aplicables a las analogías de tipo cualitativas. Ejemplo en la
lógica clásica:
Sean dos especies E1 y E2 de un género G y sea una cualidad Q para
la cual valen que: (1) ‘Todos los E1 son Q’ y (2) ‘Todos los E2 son Q’,
entonces si (3) ‘Todos los E1 son P’, se puede concluir por analogía:
(4) ‘Todos los E2 son P’, si suponemos que (5) ‘Todos los Q son P’.
• Analogías funcionales: cuando sistemas de objetos son adecuados
para una misma tarea aunque sean diferentes las especies de sus elementos e incluso no sean estructuralmente análogos (Roetti 2016:
422; tomadas de Christian Thiel).
Nos movemos un momento de las clasificaciones en el ámbito de la
lógica a la situación de la analogía en la filosofía del lenguaje. Ludwig Wittgenstein indagó en este tema. El lenguaje es por un lado una pintura, una
representación, hasta llegar a la idea de lenguaje como analogía ambigua, por
lo complicado y variado. Carla Cordua lo expresa claramente:
El paso a la segunda época de su pensamiento no está señalado por el
abandono de la idea del lenguaje como representación del mundo sino más
bien por el incesante cuestionamiento y progresiva complicación de dicha
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
idea. […] ahora el carácter representativo de la realidad que el lenguaje tiene
no será, por un lado, sino una analogía ambigua, por otro, una comparación
para clarificar el carácter del lenguaje entre otras comparaciones metódicas.
(Cordua 1996: 193)
Nos remitimos a Wittgenstein, especialmente al segundo período
de su filosofía, porque atiende al método comparativo como distintivo del
quehacer filosófico: la perpetua búsqueda de diferencias y parecidos y de
claridad tranquilizadora en la confusión.Wittgenstein nos advierte asimismo
del peligro de la comparación de todo con todo que conlleva este método.
Sin embargo, la función de la analogía es iluminadora, describe usos
simbólicos que no están dados como los fenómenos; es preciso distinguir
entonces entre analogía sobre fenómenos y analogías del lenguaje o sobre
el lenguaje. Lo cierto es que las analogías para Wittgenstein no prueban nada.
Según Roetti, no lo pretenden.
Las analogías son corrientes, filosóficas o aún artísticas. Una importante analogía a la que se dedica es la del lenguaje como instrumento. Las
palabras, como los instrumentos, poseen diversas utilidades:
Piensa en las herramientas en una caja de herramientas: hay allí un martillo,
unas tenazas, un serrucho, un destornillador, un metro, una lata para cola,
cola, clavos y tornillos. Tan diversas como las funciones de estos objetos son
las funciones de las palabras (Wittgenstein 1953: § 11).
Esta analogía nos revela las cosas que hacemos con palabras, que
Cordua explicita:“[…] revelar intenciones, avisar novedades, expresar necesidades, comunicar conocimiento, narrar recuerdos, contar sueños, señalar direcciones, hacer promesas […]” (Cordua 1996: 200).
La dimensión del uso de analogías en filosofía se ejemplifica en la
obra de Wittgenstein por lo fecundas de sus comparaciones y por la repercusión en toda la investigación filosófica posterior:
Por una parte arroja luz sobre el lenguaje, nuestra relación con él, el lugar que
ocupa en nuestra vida y abre la perspectiva de la concepción wittgensteiniana
del significado como uso. Por otro lado, hace un aporte fecundo a la investigación de las palabras que designan conceptos psicológicos […] El examen
de los múltiples aspectos del ver, por ejemplo, comprende el distingo entre
ver y mirar (Cordua 1996: 208).
Una segunda aproximación a figuras análogas del lenguaje la elabora
Wittgenstein sobre los límites que esta primera analogía de “lenguaje-he-
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l 99
rramienta” le impone. A diferencia de los instrumentos, las palabras parecieran tener usos más variados; otro aspecto que las hace diferente es que
algunas parecieran no “servir para nada”. En esta nueva concepción entran
los chistes, los juegos de palabras, los gritos o exclamaciones expresivos, lo
cantado o murmurado, todas situaciones que Wittgenstein ubica en la figura
análoga del juego (véase Cordua 1996: 210).
2. Analogía y conocimiento estético
N
os propusimos al inicio abocarnos a las analogías en el dominio
estético. Si nos remontamos ya a los comienzos de la disciplina,
según Alexander G. Baumgarten en su Metafísica, la perspicacia (Einsicht),
la agudeza y el discernimiento implican una poderosa facultad de sentir y
concebir analogías:
100 l
§ 572. Percibo identidades y diferencias entre las cosas. Luego, tengo la
facultad de percibir identidades y diferencias entre las cosas, § 216. La primera
facultad sería mínima, si bastara solo para representar de manera muy débil,
respecto de dos percepciones poderosísimas, extremadamente semejantes, una
identidad mínima en medio de percepciones heterogéneas extremadamente
débiles, asociadas o anteriores. Por ende, tanto mayor es esta facultad cuanto
más numerosas, cuanto menos notorias, cuanto más diversas, cuanto más frecuentes y mayores son tanto las identidades como las correspondencias y las
igualdades de medida o proporciones, las similitudes; cuanto más poderosas
en medio de percepciones heterogéneas asociadas y anteriores, cuanto más
claramente son percibidas § 219. El hábito de observar identidades entre las
cosas es el ingenio en sentido estricto. (Baumgarten 1739: 19-20)
Por otra parte, el “análogo de la razón” o conocimiento sensible, facultad propia del objeto estético en Baumgarten, nos remite directamente a
su particular lectura de Leibniz:
Lo característico de Baumgarten es que para él el pensar algo no-claramente
significa representar algo expresivamente, esto, no se trata de un no-conocimiento, sino de un conocimiento distinto al del lógico-abstractivo. (Soto
Bruna 1987: 185)
Comenzamos con la definición de razón insuficiente de Roetti, de
herencia leibniciana, para profundizar hacia una noción de razón ampliativa,
creativa, que se inicia en la estética de Baumgarten:
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
Esta representación sensible, donde se sitúa la captación del objeto estético,
es para Baumgarten un analogum rationis, que no es solo la sensibilidad de
Leibniz o de Wolff sino que contiene un mayor valor gnoseológico y psicológico […] Mientras que para Leibniz la intuición sensible era un “todavía
no” del pensamiento, para Baumgarten es el análogo de la razón, con una
función propia, a saber, representar el conjunto de la multiplicidad de los
objetos sensibles. (Soto Bruna 1987: 185)
Baumgarten hereda a su vez que amplía la noción de conocimiento
de Leibniz. El fin de todo conocimiento para Leibniz es la perfección:
Pero la unidad en la multiplicidad no es otra cosa que la coincidencia, y
porque una cosa coincide más con esta que con aquella, fluye el orden del
que procede toda belleza, y la belleza despierta el amor. Así se ven felicidad,
placer, amor, perfección, ser, fuerza, libertad, coincidencia, orden y belleza
unidos entre sí, cosa en la que pocos reparan (EF, VII).
Esa “dispositio naturalis animae totius ad pulcre cogitandum” o “arte del
pensar bellamente” según Baumgarten (1752-1758a, §28 y 1752-158b, §1:
31), proporcionaría el perfeccionamiento del conocimiento sensible.
l 101
3. Analogías y argumentación en estética
L
a teoría estética contemporánea nos proporciona diversos
ejemplos de fundamentación de sus tesis a través del recurso a la
analogía. Es conveniente aclarar que nos detendremos en un aspecto de la
metateoría, no el arte, sino el discurso sobre el arte.
Una posible clasificación de analogías en la fundamentación estética
contemporánea podría incluir al menos los siguientes tipos principales, aun
sin ser exhaustiva:
• Perceptuales: semejanza entre universales perceptivos.
En el ámbito de la filosofía de la música, según Jennifer Robinson
escuchamos movimiento en la música, cuando sin embargo nada se mueve,
en el sentido de la traslación de objetos, debido a la actividad del sistema
motor. Lo mismo ocurre con las emociones, que no están la música, sino
que se despiertan en nosotros por un proceso de mímica. El paso defendible, aunque débilmente (ya no diremos insuficientemente), es el que
se da en la analogía del contagio emocional entre expresiones faciales y
corporales entre personas, y las expresiones y movimientos que activa la
música:
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La música es parecida a los humanos y puede sonar y mover como humano
pero no es un humano […] Más importante, las emociones empáticas se
sienten por o en nombre de otra persona, pero escuchando música triste o alegre
no hay persona por la que sintamos esa tristeza o alegría. Los sentimientos
pertenecen a nosotros mismos (Robinson 2016: 8; traducción de la autora).
102 l
Un segundo aspecto que revela la debilidad del argumento mediante
analogías es la capacidad que tiene de dejar sin acotar ciertas interpretaciones
opuestas: con respecto al argumento sobre la mímica emocional, los formalistas defenderán asimismo que solo detectamos movimientos y expresiones
emocionales en la música sin en verdad conmovernos o sentir algo nosotros
mismos (véase Robinson 2016: 9).
Nos hallamos pues ante un caso de analogía cualitativa-estructural;
el silogismo al que podemos reducir este argumento es del tipo Sd1. La
analogía entre emociones en la música-emociones humanas se hallaría débilmente fundada. Al menos sería falible el enunciado sobre las emociones en
la música, tanto como las conclusiones son falibles.
• Cognitivas: semejanza entre operaciones epistémicas y apreciación estética.
En el ámbito de la estética cognitiva, un ejemplo de analogía estructural es el que desarrolla Jérôme Dokic en su intento por dar una explicación de la experiencia estética como una variedad de sentimiento epistémico, específicamente como “la reflexión fenomenológica de la fluidez
del procesamiento” (Dokic 2016: 48). Esta fluidez responde a la facilidad
de procesamiento, bajo esfuerzo y alta velocidad; mientras la no fluidez, por
el contrario, al carácter complejo, nuevo o no familiar de ciertos estímulos.
Los problemas o debilidades que surgen de esta analogía es concretamente que “los artistas seleccionan a menudo obras de arte que provocan
no fluidez de procesamiento, al exhibir complejidad, no familiaridad, extrañamiento, no armonía, desbalance, indeterminación, incertidumbre”
(Dokic 2016: 51).
Por lo tanto, la analogía fluidez-placer o fluidez-goce estético y
su opuesta, no fluidez-displacer, es débil por lo anteriormente expuesto;
de modo que nuevamente nos hallamos ante una ampliación de nuestra
comprensión acerca de lo que involucra la experiencia estética, pero que es
débilmente fundable. Ni una objeción al menos puede ser defendida.
En los términos desarrollados, se trataría de un caso de analogía estructural, cuyo silogismo es de tipo Sd1, donde ambas premisas son falibles:
placer-familiaridad/goce estético-familiaridad. Por tanto, asimismo su conclusión es falible.
• Evaluativas: semejanza por adecuarse o reproducir un estándar o modelo.
En el ámbito de la filosofía de la crítica, Jean-Marie Schaeffer de-
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
sarrolló un programa descriptivista (véase Ibarlucía 2016; Schaeffer 1996,
2000, 2013a). Este consiste en dar preponderancia a los aspectos técnicos y
la adecuación a modelos preestablecidos (juicios teleológicos) como tarea
primordial de la crítica, dejando de lado apreciaciones subjetivas (juicio
estético). Schaeffer fundará su punto de vista en la analogía obra particular-procedimiento técnico objetivable.
Sin embargo, Ricardo Ibarlucía defiende un modelo superador de las
posiciones descriptivista y evaluacionista de la crítica de arte actual, mostrando la falencia de la argumentación que solo puede defenderse de al menos
una objeción pero que está en situación de equiparamiento respecto de otras
argumentaciones, aunque de sentido opuesto, pero similares en cuanto a su
fuerza explicativa. Según la primera, como señalamos, los juicios de la crítica
incluyen descripciones de las propiedades objetuales, son juicios técnicos;
según la segunda posición, defendida por Noël Carroll (2009), la crítica debería atender a las preferencias subjetivas o juicios de gusto. Para Ibarlucía,
estos aspectos pueden conjugarse: “el juicio crítico […] expone bajo la forma
de predicados de valor las propiedades objetuales que constituyen la causa de
la apreciación” (Ibarlucía 2016: 222).
Aquí nos encontramos ante un caso de analogía funcional entre
modelo standard objetivo-obra particular o reproducción del modelo. Se
trata de un Sd1 en tanto sus enunciados o premisas no son demostrables (en
qué sentido es este modelo creado/subjetivo o descubierto/objetivo) y el
paso de una a otra tampoco: la proporcionalidad cualitativa hace indemostrable la relación, porque es indeterminable.
• Heurísticas: semejanza entre órdenes diversos, biológicos y artísticos.
Una aproximación a la estética desde la filosofía natural, como la del
ya antes citado Jean-Marie Schaeffer, basa su argumentación en una homología o, en nuestros términos, analogía estructural. Schaeffer habla en
términos de “arquitectura” (del nido de las aves que construyen emparrados),
“decoración” (ya que estos nidos se pintan y se reacondicionan con flores
frescas, por ejemplo), “canto” (que produce el macho en su interior como
despliegue para seducción de la hembra), “observación” (de la hembra que
atiende al espectáculo), y “elección de preferencias” (la hembra podrá elegir
o rechazar la iniciativa del macho). La analogía entonces estaría dada entre la
creación y apreciación del espectáculo de las aves de emparrado, con nuestra
creación y apreciación estéticas.
Esta analogía pronto trae dificultades, como todas las analogías anteriormente expuestas. Una principal es su interpretación en términos funcionales, llevando la propuesta a entender el arte en términos de su servicio a
la selección sexual. La analogía se mantiene porque dos situaciones especialmente la sustentan: que el macho elabore el emparrado no con el fin con el
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l 103
104 l
que, por ejemplo, elabora la hembra el suyo para sus pichones, sino con un
propósito exhibitivo y, segundo, que haya un tiempo del cortejo distinto del
tiempo del apareamiento en sí mismo.
Dos situaciones se añaden a la argumentación por analogías: la
señalización costosa o empeño poco económico de las tareas de construcción
y exhibición del macho, y las de inversión cognitiva por parte de la hembra
que, tanto como el macho, desplaza reacciones comportamentales inmediatas
y es capaz de sincronizar con la propuesta del espectáculo.
La analogía que aquí tratamos tendrá el propósito de inventar una
hipótesis que luego deberá ser finamente elaborada, ya que esta analogía
de por sí no explicaría absolutamente que las aves experimenten una
experiencia estética al modo en que los humanos la experimentamos. Sin
embargo, la importancia heurística que reporta es la de aumentar nuestra
comprensión de los procesos perceptuales y cognitivos implicados en la
apreciación: niveles descendentes de atención, estados cognitivos divergentes
y categorización retardada (Schaeffer 2013b: 16-24).
Nos encontramos ante un caso de analogía funcional entre el
despliegue-cortejo de las aves y los procesos atencionales durante la
apreciación estética.Y desde un punto de vista de la argumentación, ante un
Sd2, porque sus enunciados están demostrados en campos diversos pero su
paso de uno a otro trae problemas en tanto la relación no es ni isomórfica ni
biunívoca; el isomorfismo requiere una preservación o invariancia estructural
y los sistemas de relaciones de un campo concuerdan solo parcialmente con
los del otro.
4. Conclusiones
H
emos definido lo que consideramos fundamentación de una tesis
por contraposición a su demostración, y los problemas relativos
a su fundamentación en dominios problemáticos. Nos hemos ocupado al
final de las analogías en estética y de una breve tipología. Podríamos avanzar
todavía y hallar, en esta tipología, diferentes niveles de análisis, relativos a:
• Experiencia y apreciación estética: analogías perceptuales y cognitivas.
• Evaluación y descripción/investigación estética: analogías evaluativas y heurísticas.
Las analogías como recurso en la argumentación estética no se
relacionan estrictamente ni a un razonamiento probable, ni a un recurso
literario que impacte por su efecto vívido en un discurso. Tienen relaciones
más directas con los usos escolásticos sobre proporción, aunque estas servían
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
para explicar la relación entre un ser supremo y los demás seres (Ferrater
Mora 1994: 158-160).
Una teoría de la razón ampliada, en este contexto, que admita como
legítimas las fundamentaciones demostrables tanto como las simplemente
fundables, nos permite entender las analogías por ejemplo como medios
para proponer la superación de tesis reduccionistas (véase Calleja 2016: 250251), en tanto son argumentos que añaden otras dimensiones a nuestra comprensión, en este caso, sobre los objetos estéticos o sobre teorías en torno al
objeto estético. Estos no son ni totalmente acotables ni exactos, sin embargo
son regulables por medio del alcance explicativo que otorgan.
Finalmente, las analogías como recurso para la fundamentación
poseen la mayor de las debilidades y sin embargo, su fuerza radica en la
creatividad que despliegan sus argumentos, sin la cual ningún conocimiento
nuevo sería posible. Como conclusión, nos quedamos con dos situaciones: si
bien las analogías no prueban definitivamente nada, constituyen un recurso
indispensable para la invención, revisión y ampliación del conocimiento en
general, en cuyo caso el conocimiento estético merece un lugar privilegiado
de acceso.
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Recibido: 02-03-2017; aceptado: 11-11-2018
MArIANElA CAllEJA - Pulcre cogitandum: analogías en la argumentación estética l 95-106
“Vivir en los otros”:
Rousseau y el reconocimiento
como extrañamiento
CARLOS EMEL RENDÓN
Universidad Nacional de Colombia
Resumen: En el presente artículo se pretende
una reconstrucción de la crítica moral, cultural y social
de Rousseau al deseo humano de valoración social. La
tesis que se defiende es la de que, para Rousseau, tal
deseo surge del sentimiento del “amor propio”, sentimiento que tiene por infundado y moralmente cuestionable, por cuanto nace, según él, de una falsa estimación
de sí mismo y de los demás. Nuestra atención se centra
en las razones que llevan a Rousseau a considerar el
deseo de estima pública o deseo de reconocimiento
social como un deseo que amenaza la posibilidad de
una vida autónoma, al esclavizar al hombre a la opinión
de sus semejantes. Desde esta perspectiva, en el artículo
se pretende mostrar la significación negativa que tiene
en Rousseau la búsqueda del reconocimiento, así como
el replanteamiento que propone del sentido de las relaciones intersubjetivas.
Palabras claves: reconocimiento, amor propio,
opinión, extrañamiento, autonomía.
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“Living in the Others”:
Rousseau and Recognition as Estrangement
Abstract: This paper offers a reconstruction of Rousseau’s moral,
cultural and social criticism of the human desire for social valuation. The
thesis advanced is that, according to Rousseau, such desire emerges from the
feeling of “self-love”, which he regarded as unfounded and morally reproachable, as it results from a false estimation of oneself and others. The paper is
focused on the reasons that lead Rousseau to consider the desire for public
esteem or social recognition as one that hampers the possibility of enjoying
an autonomous life, by enslaving human persons to the opinion of their
fellows. From this perspective, the paper aims to show the negative value
that the search for recognition involves for Rousseau and to examine his
attempts to rethink the sense of interpersonal relations.
Key-words: recognition, self-love, opinion, estrangement, autonomy.
L
108 l
a contribución de Rousseau al debate sobre el reconocimiento ha
sido rescatada en los últimos años (Neuhouser 2009: 27 ss.). Y es
que, en efecto, Rousseau es el primer pensador de la modernidad en hacer
consciente la importancia que tiene para todo individuo el ser reconocido
por parte de los otros, es decir, propiamente hablando, el obtener de ellos su
valoración o estima.1 Esta conciencia es la que despliega en la mayoría de sus
escritos y a ella se debe el que gran parte de su filosofía moral, política y de
la educación se articule en torno al estudio del deseo humano de valoración.
Este análisis es fundamentalmente crítico, dado que, por una parte, se alimenta
de la confrontación que, en sus escritos, incluyendo los autobiográficos, enfrenta a Rousseau con las instituciones y la cultura de su tiempo, y, de otra
parte, su análisis recoge aspectos de la visión negativa del hombre acuñados
por la antropología hobbesiana. Vista en esta doble dirección, el concepto
rousseauniano del reconocimiento se presenta como un concepto esencialmente negativo. El deseo humano de estima o valoración social es para él,
por un lado, expresión de la decadencia moral, social, política y cultural de
las instituciones de la “civilización” moderna, a la vez que, por el otro, es el
1
Esta es la acepción más cercana a una idea del “reconocimiento” en Rousseau, de ahí que,
a lo largo de este trabajo, empleemos estas expresiones suyas (“valoración”, “estima” o semejantes) como portadoras de su concepto de “reconocimiento”. Acerca de la diversidad de
acepciones de la expresión, véase Ricoeur 2006.
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
reflejo fiel de lo que son las relaciones y la vida del hombre en sociedad: un
desvelo constante por destacarse y sobresalir entre los demás. Mas sea como
crítica a las instituciones o como crítica de las relaciones sociales, Rousseau,
siguiendo en ello lo que Hobbes llamaba irónicamente “las verdaderas delicias
de la sociedad” (Hobbes 1999: 16), remonta el deseo de valoración social,
fundamentalmente, al llamado “amor propio”. Es, pues, en la crítica recurrente a la que somete Rousseau el “amor propio” (Neuhouser 2008: 29-53)
en casi todos sus escritos, donde se revela su posición frente al fenómeno del
reconocimiento: dado que este, en la forma específica de la “estima pública” o
de las “preferencias”, representa una variante esencial del (moralmente cuestionable) “amor propio”, su concepto de reconocimiento es la explicitación
negativa de la tendencia característica del hombre “civilizado” a obtener la
estima de sí y el valor de su propia existencia del entramado de relaciones
intersubjetivas orientadas por estrategias egocéntricas de autorrealización.
Considerada desde su pretensión crítica, la reflexión rousseauniana
ocupa un lugar aparte en la tradición moderna y contemporánea del discurso
sobre el reconocimiento.2 Pues Rousseau, a diferencia de Fichte y Hegel,
Mead y Honneth, por ejemplo, no concibe el reconocimiento (o lo que así
cabe llamar en él) en la perspectiva de un proceso de acuñación intersubjetivo
de identidad: su concepto de reconocimiento está lejos de ser un concepto
ligado a la pregunta por la condición (trascendental o empírica) bajo la cual
se constituye un sujeto autoconsciente o autónomo. Su crítica no solo no
comporta una reflexión ontológica como tal, sino que, incluso allí donde lo
asume como fenómeno social, está lejos de considerarlo como condición de
la realización del sujeto en el ámbito de su comunidad. Su crítica, como trataremos de mostrarlo en este trabajo, concibe el reconocimiento, por el contrario, como fuente de un extrañamiento que pone en riesgo el deber de la
autonomía moral del sujeto y, con ella, la posibilidad de una vida auténtica.
Ello, sin embargo, no significa que Rousseau no hubiera prestado atención a la
cuestión del aseguramiento de los derechos del individuo –su crítica al poder
y las instituciones descansa, en gran parte, en reclamaciones de este tipo– o que
le fuese ajeno el problema de la formación de la identidad ontológica y moral
de la persona –de ello trata también en sus escritos pedagógicos y morales–.
La motivación de su crítica puede verse, más bien, en su convicción de que
2
En esa medida, la afirmación de Neuhouser (2009: 27) de que la “teoría” del reconocimiento de Rousseau es una predecesora, entre otras, de las teorías de Fichte y Hegel, y que
respecto de ella todas las demás serían solo una “nota al pie de página”, es, en efecto, y contra
lo que él cree, una “exageración”. En el presente trabajo se pretende una refutación de esta
interpretación.
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110 l
el valor o la “dignidad” del individuo descansa en su propio ser moral y que
es allí, concretamente en la autonomía de su voluntad o la interioridad de la
“conciencia moral”, antes que en el contexto de las relaciones intersubjetivas,
donde él ha de encontrar o descubrir el “sentimiento de su existencia”. Su
crítica al deseo humano de valoración social, con su consiguiente defensa de
la valoración moral del sujeto obtenida de sí mismo, representa un intento por
pensar un ideal de relaciones intersubjetivas exentas de todo afán de instrumentalización o dominio de los implicados, antes que como la proclamación
de un credo romántico promotor del aislamiento social del individuo. Sea cual
sea la forma en que se quiera interpretar la crítica social, moral y cultural de
los dos Discursos, así como algunos pasajes del Emilio o la Nueva Eloísa, lo cierto
es que ella no postula la abstracción del ethos social que subyace a la formación
de la autonomía moral del sujeto, sino que pretende denunciar la amenaza de
dicha autonomía, procedente de ciertas instituciones de la sociedad moderna
como la “propiedad privada”, las “escuelas” o las “academias”.
En las reflexiones siguientes se intenta dar cuenta de la crítica rousseauniana al fenómeno del reconocimiento, partiendo para ello de la premisa
fundamental de que en dicha crítica pretende evidenciar la condición de extrañamiento en que se encuentra el hombre “civilizado”. Lo que nos importa
mostrar en este trabajo no es tanto un “concepto” de reconocimiento en
Rousseau, sino mostrar que, con Rousseau, el fenómeno del reconocimiento
aparece cuestionado como instancia aseguradora de la autonomía y la autenticidad del ser humano, cuestionamiento que llega hasta el punto en que el
reconocimiento se muestra inseparable del extrañamiento del individuo. Para
desarrollar esta tesis, abordaremos la reconstrucción de la crítica cultural que
expone en su Discurso sobre las ciencias y las artes (1.); a continuación, nos ocuparemos de la variante que esta crítica adopta en obras posteriores suyas (2.),
para, finalmente, fijar el valor de la contribución de la crítica rousseauniana al
discurso moderno y contemporáneo sobre el reconocimiento (3.).
1. Crítica cultural
C
on ocasión del concurso abierto por la Academia de Dijon en
1750, en el que se pedía resolver la cuestión de “si el restablecimiento de las Ciencias y las Artes ha contribuido a depurar las costumbres”
(Rousseau OE 7: 22; Rousseau 2010a: 167),3 Jean-Jacques Rousseau se dio
3 La
edición francesa de las obras completas de Rousseau –que se cita como OE seguida del
volumen y la página, seguida por la respectiva versión castellana– empleada en este artícu-
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
a la tarea, que le valió el premio, de dar una respuesta negativa a la cuestión
propuesta. Lejos de contribuir a la depuración de las costumbres, el restablecimiento de las ciencias y las artes no había hecho más que corromperlas: “Donde no hay efecto alguno, no hay causa que buscar; pero aquí el
efecto es cierto, la depravación real, y nuestras almas se han corrompido a
medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado a la perfección”
(Rousseau OE 7: 33; Rousseau 2010a: 176).4 Las diferentes consideraciones
históricas que emprende Rousseau en este Discours para demostrar esta tesis
apuntan en una única dirección: la vana curiosidad por el saber que ha
acarreado la depravación moral es atribuible a una única pasión humana, el
“orgullo” (“orgueil”) (Rousseau OE 7: 41; Rousseau 2010a: 184). Todas las
ciencias y las artes, tanto en los pueblos antiguos como en los modernos,
derivan de él y a él se debe el esfuerzo humano por salir de la “feliz ignorancia” en que la naturaleza había puesto al género humano. Por lo mismo,
la consecuencia es idéntica para todos los tiempos: la pérdida de la antigua
“virtud” política, es decir, aquella disposición patriótica que llevaba a los
individuos a sacrificar su vida y su libertad por la libertad y la felicidad de
sus pueblos. Nada hay en la vana curiosidad humana que pueda atribuirse a
un sincero deseo de saber, ni hay nada en la actitud de los sabios que pueda
entenderse como un deseo de hacer mejores a sus conciudadanos y a sus repúblicas. En la relación proporcional que existe entre progreso científico y
degradación moral, Rousseau no encuentra otra constante que el deseo de
los hombres por “agradarse recíprocamente” (Rousseau OE 7: 33; Rousseau
2010a: 176) y un incontenido “furor de distinguirse” (Rousseau OE 7: 45;
Rousseau 2010a: 187)5 y por ello considera sus propias reflexiones sobre el
tema como “humillantes” para la humanidad y mortificadoras “de nuestro
orgullo” (Rousseau OE 7: 41; Rousseau 2010a: 184).
La tendencia antiilustrada que atraviesa no pocos pasajes del Discours
sur les sciences et les arts resultaría explicable no solo a partir de la crítica
lo es la siguiente: Jean-Jacques Rousseau, Collection complète des oeuvres, Genève, 1780-1789.
4 En un sentido semejante había expresado en un pasaje anterior: “Antes de que el Arte
hubiera dado forma a nuestras maneras y enseñado a nuestras pasiones a hablar un lenguaje
afectado, nuestras costumbres eran rústicas, aunque naturales… La naturaleza humana, en el
fondo, no era mejor; mas los hombres hallaban su seguridad en la facilidad de convencerse
recíprocamente, y esta ventaja, cuyo precio ya no sentimos, les ahorraba muchos vicios.”
(Rousseau OE 7: 31; Rousseau 2010a: 174).
5 En la Profesión de fe del vicario saboyano ironizaba de manera semejante: “¿Dónde está el filósofo que, para gloria suya, no engañe a sabiendas al género humano? ¿Dónde el que, en lo más
recóndito de su corazón, se haya propuesto otra meta que la de distinguirse? … Lo esencial
reside en pensar de modo distinto que los demás.” (Rousseau OE 5: 16; Rousseau 2007: 77).
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112 l
rousseauniana a la idea del “progreso” científico y cultural como tal (véase
Bubner 2010), sino también a partir de la convicción, que habría de tener
no pocos seguidores entre los poetas y filósofos románticos alemanes de
comienzos del siglo XIX (véase Hölderlin 2008), de que dicho progreso,
al estar fundado en el orgullo humano, había traído consigo la disolución
de la unidad y armonía que caracterizaban la vida moral y política de los
pueblos ajenos a la influencia de las ciencias y las artes, al punto de que ello
ha conducido, en la época moderna, a la desaparición misma de los “ciudadanos” (“citoyens”) (Rousseau OE 7: 54; Rousseau 2010a: 196). Estos han
sido reemplazados por el hombre “culto”, el hombre de lettres. En consecuencia, se pierde así el orden de todos los valores: se premia lo “bello”, no ya
las “buenas acciones”; los talentos “agradables” son preferidos a los talentos
“útiles”; las obras de arte ya no representan a los “defensores de la patria” ni a
“los hombres enriquecidos por sus virtudes”: son “imágenes de todos los extravíos del corazón y de la razón”, que se convierten, a la postre, en modelos
de “malas acciones”. Coronando este cuadro de decadencia moral y política,
se halla la “filosofía”: los escritos de los filósofos están llenos de “lecciones”
temerarias y contradictorias, pues en ellas indagan asuntos que van contra la
verdadera idea de Dios, el verdadero ser de la naturaleza, las bases de la moral
y la dignidad del hombre; aprender sus lecciones significaría aprender las
“extravagancias del espíritu humano” (“les extravagances de l’esprit humain”).6
Si, pues, el conocimiento tiene su origen en el orgullo humano y es,
por ello, causa de la decadencia moral y política de individuos y pueblos, se
comprende entonces que Rousseau, al final de su Discours advierta sobre los
efectos que trae consigo la ocupación con las ciencias y las artes: habiéndose
originado en el orgullo, y siendo este la búsqueda de preferencia y agrado
entre los demás, su cultivo y fomento conlleva la dependencia del hombre
culto de la opinión ajena (con lo que anticipaba ya el espíritu de la crítica
social del Discurso sobre la desigualdad). De todas las oposiciones que pueden
extraerse de este texto, una de las más significativas es la que contrasta la dependencia del hombre de ciencia con la libertad de los “hombres vulgares”:
así se pone de manifiesto cuando, al final de su ensayo, y tras haber aconsejado a estos últimos no ir tras la “reputación” que deparan las ciencias y las
artes, se pregunta: “¿A qué buscar la felicidad en la opinión ajena si podemos
encontrarla en nosotros mismos?”.7 En su polémica Carta a D’Alembert sobre
los espectáculos, publicada ocho años después de este Discours, no hará más que
reforzar este punto de vista:
6 Rousseau
7 Rousseau
OE 7: 56; Rousseau 2010a: 198; véase Fichte 2006.
OE 7: 59; Rousseau 2010a: 201; véase Henning 2015.
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
Si nuestras costumbres nacen de nuestros propios sentimientos cuando vivimos en soledad, en la sociedad surgen de la opinión del prójimo. Cuando
no se vive en sí, sino en los demás, son los juicios de estos los que regulan
todo. Nada les parece bueno o deseable a los individuos, sino lo que el público ha juzgado como tal, y la única felicidad que la mayor parte de los
hombres conoce es la de ser considerados felices. (Rousseau OE 6: 508;
Rousseau 2009: 83).
El precio que el hombre paga por todo ello es el sometimiento de un
ideal de vida propio, que Rousseau concibe en términos de felicidad moral
y autonomía al juicio y a la opinión ajenos. La variante negativa que identificará su concepción del reconocimiento ha encontrado aquí su núcleo
filosófico fundamental.
2. Crítica moral y social
E
sta variante se concreta en la crítica sistemática del “amor
propio”, tal como Rousseau la desarrolla en el Discurso sobre el
origen de la desigualdad entre los hombres y en algunos textos finales de su vida,
incluyendo los autobiográficos. Una de sus exposiciones más penetrantes,
pero no tan conocida, es la que se encuentra en la obra, escrita a manera de
diálogo, Rousseau, juez de Jean-Jacques. Allí caracteriza el “amor propio” como
“un sentimiento relativo mediante el que uno se compara, que exige preferencias, cuyo goce es puramente negativo y que no busca satisfacción por el
beneficio propio, sino únicamente por el perjuicio ajeno.” (Rousseau OE 11:
22; Rousseau 2015: 36). En esa medida, el “amor propio” es un sentimiento
que solo puede surgir de relaciones que, como da a entender la definición,
exige ante todo (o conducen a) la “comparación” de los hombres entre sí
y a la obtención y goce de “preferencias”. Se trata, para Rousseau, de uno
y el mismo fenómeno: los hombres se comparan entre sí con el propósito
de “exigir” las preferencias de los demás (véase Taylor 2009). La tendencia
a compararse, como tendencia inherente al amor propio, es la tendencia a
confirmar y disfrutar de la ‘superioridad’ que nos reporta (o puede reportar)
la comparación. Compararse es un “salir de sí mismo” (“se transporter hors
de soi”) para reclamar o asignarse la superioridad (Rousseau OE 11: 205;
Rousseau 2015: 222). En esa medida, quien se compara no soporta verse
superado o rebajado, pues se compara, precisamente, para confirmar a través
de otros la superioridad de la que está convencido en su “amor propio”.
Por lo mismo, dicha pretensión conlleva el rechazo explícito de todo lo
que la niega. “Es imposible no sentir aversión por todo lo que nos supera,
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todo lo que nos rebaja, todo lo que nos oprime, todo lo que, siendo algo,
nos impide ser todo” (Rousseau OE 11: 205-206; Rousseau 2015: 222). En
esa medida, el amor propio será fuente de infelicidad: el hombre presa de él
nunca estará contento con su estado, y, por lo mismo, se verá arrastrado a las
“competencias”, los “celos”, las “rivalidades”, las “ofensas”, las “venganzas”
(Rousseau OE 11: 219; Rousseau 2015: 235), es decir, a las “pasiones rencorosas e irascibles” que su satisfacción o su negación despierta.
Ya antes, concretamente en el Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres, Rousseau se había dado a la tarea de mostrar
el vínculo entre al amor propio y este tipo de pasiones como pasiones que
afectan la relación del hombre con sus semejantes y ponen en riesgo la posibilidad de una existencia libre.
Así, en la Segunda Parte de este Discurso, Rousseau describe el surgimiento del sentimiento humano del “orgullo” como resultado de un proceso
de autodiferenciación de la especie animal, desencadenado de un sentimiento
de superioridad: fueron “las nuevas luces”, obtenidas con el desarrollo de
estrategias de autoconservación, las que lo llevaron a conocer la diferencia, la
superioridad y el lugar de privilegio de su especie:
114 l
...la primera mirada que dirigió sobre sí mismo produjo el primer movimiento de orgullo; así fue como sabiendo apenas distinguir aún las categorías,
y contemplándose en la primera por su especie, se preparaba de antemano a
pretenderla para su individualidad (Rousseau OE 1: 90; Rousseau 2010b: 279).
Por ello, precisamente en el contexto en que pretende explicar el
origen de las primeras reuniones humanas, Rousseau describe los primeros
encuentros de hombres y mujeres, en los que se da un “trato pasajero” que
progresa hasta la “frecuentación permanente”, como ocasiones para la “consideración” de diferentes “objetos” y el establecimiento de “comparaciones”
(Rousseau OE 1: 94; Rousseau 2010b: 283). De estas consideraciones y comparaciones llegan a adquirir las “ideas de mérito y de belleza” (Rousseau OE
1: 94; Rousseau 2010b: 283), ideas que, empero, no se referirán meramente
a los objetos externos: “mérito” y “belleza” son nociones que resultan de
comparaciones y las comparaciones producen “sentimientos de preferencia”
(“sentiments de préférence”). Sentiments de préférence son sentimientos que incitan al individuo a desear la consideración de los otros, a ser tenido por el
“mejor” en aquello que comparte o en que compite con ellos. Sentimientos
de esta índole son los que, según Rousseau, estarían en la base de aquellas
primeras e inocentes reuniones humanas, en las que hombres y mujeres,
agrupados “delante de cabañas o en torno a un gran árbol”, pretendían distinguirse en aquello a causa de lo que se reunían: así, cantaban y danzaban no
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
solo por el placer que ello comportaba, sino por el deseo explícito de hacerlo
mejor que los demás: una vez más, es la “mirada” lo que el hombre reclama
para sí: “Todos comenzaron a mirar a los demás y a querer ser mirado uno
mismo, y la estima pública tuvo un precio.” (Rousseau OE 1: 95; Rousseau
2010b: 283-284). La “estima pública” no es una concesión que se haga sin
más: no se concede a todos, y, por lo mismo, es preciso destacarse entre
todos. Solo la obtiene, sencillamente, el “mejor”. Por ello, “aquel que cantaba
o danzaba el mejor; el más bello, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente se convirtió en el más considerado.” (Rousseau OE 1: 95; Rousseau
2010b: 284).8 El deseo de la estima pública rompía toda igualdad entre los
hombres: solo “el más considerado” gozaba de ella en una medida tal que excluía de este privilegio a los otros. La “desigualdad” entre los hombres daba
así su “primer paso” (Rousseau OE 1: 95; Rousseau 2010b: 284).
Sin embargo, la pretensión a la consideración adquiere la forma de
un derecho, derecho que nadie quería ver negado: “Tan pronto como la
idea de la consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener
derecho a ella, y ya no fue posible que impunemente le faltara a nadie.”
(Rousseau OE 1: 95; Rousseau 2010b: 284). Si la “consideración” no podía
faltarle impunemente a nadie, su negación representaba, por consiguiente,
una ofensa. Negarle a alguien la consideración significaba despreciarlo, pues
el desprecio consiste no solo en negar el derecho a la estimación como tal,
sino también en mostrar que el otro no vale para los demás lo que vale para
sí mismo. Lo insoportable de la negación de ese derecho no es la negación
misma, sino el “desprecio” que esa negación representa. Lo que el hombre
experimenta como el verdadero “mal” es “el desprecio de su persona”
(“le mépris de sa personne”), la “injuria” que representa ser rebajado en el
propio valor (véase Kant 2012). Existe, por lo demás, un nexo entre ambas
experiencias: la experiencia de la consideración de algunos –los mejores, los
más bellos, los más fuertes, etc.– lleva aparejada no solo la negación de la
“consideración”, sino el “desprecio” de otros. La idea de la consideración
se hizo inseparable de la experiencia del desprecio, porque el desprecio se
medía por la consideración en que cada cual se tenía a sí mismo. Como no
podía faltarle impunemente a nadie, cada cual “castigaba el desprecio que se
le había manifestado de modo proporcionado al caso que hacía de sí mismo”
8
En el Emilio, Rousseau deducirá el deseo de la estima de la competencia por los afectos:
“Para ser amado, hay que hacerse amable; para ser preferido, hay que hacerse más amable que
otro, más amable que cualquier otro... De ahí las primeras miradas sobre nuestros semejantes,
de ahí las primeras comparaciones con ellos, de ahí la emulación, las rivalidades, la envidia.”
Rousseau OE 4: 364-365; Rousseau 2002: 317.
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(Rousseau OE 1: 95-96; Rousseau 2010b: 284). La concesión desigual de la
“consideración” no fue solo el “primer paso” hacia la desigualdad: a la vista
de los males que de ella se seguían –“vanidad” y “desprecio”, “vergüenza” y
“envidia”– fue también el “primer paso” hacia el “vicio”, hacia la decadencia
moral del hombre (Rousseau OE 1: 95; Rousseau 2010b: 284).
La “idea de la consideración”, presente ya en los “salvajes” (Rousseau
OE 1: 96; Rousseau 2010b: 284),9 condujo a los hombres a desear las cualidades que los hacen dignos de ella: anhelaron la “belleza”, la “fuerza”, la
“destreza”, los “talentos”, los “méritos”. Se dieron a la tarea de adquirirlas
o “afectarlas”, porque de ello, no ya de su ser mismo, dependían las “preferencias”. En su afán por tenerlas, el hombre llegó a aparentarlas, “en provecho propio hubo que mostrarse diferente de lo que uno era en efecto”
(Rousseau OE 1: 102; Rousseau 2010b: 290). Ya el hombre “primitivo”, de
alguna manera, comienza a separarse de sí mismo: su ser auténtico es desplazado por la apariencia. “Ser y parecer llegaron a ser dos cosas totalmente
diferentes” (Rousseau OE 1: 102; Rousseau 2010b: 290).“Parecer” significaba
mostrarse portando cualidades que no se tenía, sobre todo aquellas cualidades
que aseguraban las preferencias. Y el hombre se ve sujeto entonces a nuevas
necesidades: para obtener la consideración, debía satisfacer los ‘cánones’ que
esta imponía en materia de bienes, belleza, destreza, talento. También aquí
extrae Rousseau las consecuencias del estado de cosas creado por el afán de
consideración. Este afán torna al hombre “trapacero y artificioso”: porque
pretende que sus semejantes se interesen en su suerte, haciéndoles creer que,
trabajando en interés de él, trabajan en el suyo propio; lo hace, además, “imperioso y duro”: porque se ve obligado a abusar de todos aquellos que necesita; lo convierte, finalmente en “ambicioso”: porque se ve movido por un
ansia incesante de aumentar su fortuna, “menos por necesidad auténtica que
por ponerse por encima de los demás”. Así, poseídos todos por las mismas
pasiones, los hombres tienden deliberadamente a hacerse daño: pues, en su
afán de sobresalir frente a los otros, se ven arrastrados por “una negra inclinación a perjudicarse mutuamente” y por “una envidia secreta”. En esa
medida, las relaciones que pueden llegar a establecer estarán marcadas por
este afán, secreto o explícito, de satisfacer la ambición, y de someter para ello
a los otros: serán, en una palabra, relaciones fundadas en la “competencia y
rivalidad” (Rousseau OE 1: 103; Rousseau 2010b: 291). La vida en sociedad
es inevitablemente el terreno en el que tiene lugar la “lid” por las preferencias.
La imagen de una sociedad en la que los hombres se ven socialmente pre-
9
Véanse Cassirer 2007 y Lovejoy 2012.
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
sionados a la lucha por las preferencias es, precisamente, la que se impone al
final de este Discurso. La “lid por las preferencias” es una especie de “lucha por
el reconocimiento” porque, en sus relaciones mutuas, los hombres se hallan
empeñados en obtener frente a los otros honores y reputación, constituyendo
este comportamiento prácticamente el fin de las relaciones intersubjetivas.
La implicación fundamental de la lid por las preferencias, es decir, de la
realización del deseo de reconocimiento es, para Rousseau, el extrañamiento
del hombre (véase Jaeggi 2016). Como lo había mostrado a propósito de la
“comparación”, también aquí se da un salir del hombre fuera de sí mismo
motivado por el afán de ganar en la lucha por la reputación. El contraste que,
al final del segundo Discurso, establece Rousseau entre el “hombre salvaje”
y el “hombre civilizado”, busca, precisamente, explicitar las formas del extrañamiento que caracterizan la vida de este último. Activo, agitado y atormentado por las exigencias de la lid social, por un lado, y sometido, al mismo
tiempo, a las jerarquías del orden social, por otro, el “hombre civilizado”
pertenece a la clase de hombres “que tienen en mucho las miradas del resto
del universo, que saben ser felices con el testimonio de otro más que con el
suyo propio” (Rousseau OE 1: 127; Rousseau 2010b: 315). Por lo mismo, su
vida y su felicidad dependen, en suma, del juicio ajeno: tal hombre, advierte
Rousseau, “no sabe vivir más que en la opinión de los demás” (Rousseau
OE 1: 128; Rousseau 2010b: 315). Contrario a ello, el “hombre salvaje” es la
encarnación de aquel tipo de existencia caracterizada por la “indiferencia”
frente a los otros. Los otros, en esencia, no cuentan para él, al menos no en
la medida en que cuentan para el hombre civilizado. El contraste con el
“hombre salvaje” salta a la vista: a diferencia del “civilizado”, el “salvaje” es
“indiferente” a cualquier objeto que pueda aguijonear la ambición; en esa
medida, no conoce la vida agitada, atormentada y llevada por las apariencias
del hombre civilizado; por lo mismo, no conoce los medios (moralmente
cuestionables) de los que se vale el hombre civilizado para mantenerse en la
lid por las preferencias; no conoce la adulación, no conoce la hipocresía, no
conoce el servilismo... Para él, la más cruel de las muertes sería preferible
a la vida de trabajos “penosos” y “envidiados”, propia de un “ministro europeo” (Rousseau OE 1: 127; Rousseau 2010b: 315). Su indiferencia brota
del hecho de que, para él, “poder” y “reputación” son nociones carentes de
sentido, porque no tiene en nada la mirada del resto de los hombres; no
precisa, por ende, de su juicio, porque no necesita de su testimonio para
vivir: es de sí mismo de donde obtiene el “sentimiento de su existencia”. A
diferencia del hombre “civilizado”, “el salvaje vive en sí mismo”; (Rousseau
OE 1: 128; Rousseau 2010b: 315). A la luz de este contraste, los conceptos
de “civilizado” y “salvaje” cobran una significación que concentra la visión
rousseauniana del extrañamiento: el hombre “civilizado” es, por excelencia,
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el hombre necesitado de la “opinión”, del juicio de los otros, porque solo
de esa manera se afirma ante los demás; el hombre “salvaje”, en cambio, es
el hombre indiferente frente a sus semejantes, no porque estos carezcan de
valor a sus ojos, sino porque es ajeno al deseo de afirmación que solo se
alimenta de las relaciones con ellos. Lo contrario, por tanto, al estado de
esclavitud propia del hombre civilizado, la esclavitud de la opinión ajena,
no es tanto la libertad del hombre salvaje, cuanto su indiferencia, pues, la
indiferencia, antes que la libertad, es lo que identifica la naturaleza moral
del “salvaje”.
El extrañamiento del hombre moderno encuentra su expresión extrema en la vida condicionada por el deseo de la buena opinión. Si de lo que
se trata, en última instancia, no es de ser, sino de parecer lo que los demás
desean, “vivir en los demás” es vivir conforme al orden de las apariencias
y las convenciones que las aseguran. El extrañamiento inherente al deseo
del honor comporta la pérdida del ser original del hombre, la pérdida de la
autenticidad (véase Taylor 2009), que se sigue del obtener de los otros, antes
que de nosotros mismos, la fuente de la estimación y del respeto. Ambas
consecuencias conforman el horizonte crítico común sobre el que discurren
los dos Discursos.
118 l
3. Contribución
L
a concepción rousseauniana de la sociedad como terreno en
que se libra la lid por el reconocimiento da cuenta del hecho de
que su crítica al deseo humano de reconocimiento no se detuvo en las motivaciones subjetivas que originan tal deseo. Si el deseo de reconocimiento
brota de un “amor propio”, en el fondo una mezcla de orgullo y egoísmo,
la sociedad en que tal fenómeno se expresa será una sociedad dominada por
la lógica inmanente a dicha relación. La visión crítica que desde la perspectiva moral hace Rousseau de la vida social, y que comporta siempre la
analogía con el supuesto estado de naturaleza, parece anticipar la noción, en
sentido honnethiano, de una “patología”: en tanto que estructurada sobre
relaciones condicionadas por la instrumentalización y el dominio, la sociedad padece, en su conjunto, por el estado de cosas que crea un modelo
de autorrealización esencialmente individualista, en la medida en que dicha
autorrealización es posible solo por la exclusión de los otros del ámbito de
las preferencias. De ahí que su crítica implique, a la vez, el cuestionamiento
de las instituciones sociales como forjadoras, en algún sentido, de un ideal
de autorrealización que promueve una desigualdad (la desigualdad moral)
la cual, junto a la desigualdad social producida por la “propiedad privada”,
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
completa el cuadro de una sociedad interiormente escindida. La crítica
rousseauniana del “amor propio” es, en el fondo, crítica del individualismo
burgués, y resulta incompleta al margen de esta crítica. En el planteamiento
fundamental del Discurso sobre la desigualdad, ambas formas de desigualdad se
presentan como concomitantes, pues para Rousseau es claro que el deseo
de riqueza es inseparable de un (infundado) sentimiento de superioridad, y
que el sentimiento de superioridad se ve fomentado por la acumulación de
riqueza. El individualismo, consecuencia directa de la “propiedad privada”,
conlleva para Rousseau una especie de transmutación de todos los valores
(las sencillas virtudes del hombre natural), en la medida en que convierte
en ideal de vida y meta de todos los esfuerzos humanos, la realización, libre
de todo compromiso moral, del bien individual. Una vez más, Rousseau ve
en este proceso de decadencia moral un movimiento del “amor propio”, al
que ahora, ante el tipo de relaciones entre los hombres que conlleva y atendiendo a la supremacía del bien individual que entraña, llama “interesado”
(Rousseau OE 1:102; Rousseau 2010b: 290).
La crítica rousseauniana al amor propio no solo pone en entredicho
el ethos de las relaciones humanas orientadas por tal sentimiento, sino que
explicita el papel que este juega en la constitución de las instituciones y
prácticas de la sociedad burguesa (como la propiedad y el lujo). La crítica a la
propiedad privada es una consecuencia inevitable de su crítica al amor propio:
pues entre el sentimiento de superioridad que brota del “amor propio” y el
de poder que surge de la riqueza, no existe mayor diferencia, como no sea
el carácter infundado del primero, por ser producto de una falsa sobreestimación, frente al carácter empírico, socialmente mediado del segundo, por
resultar de relaciones concretas de sometimiento. Se trata, pues, en el fondo,
de dos fenómenos que se implican, uno de los cuales, la propiedad, es solo el
vehículo del otro, el amor propio.
Por ello, frente a las nefastas implicaciones morales y empíricas del
amor propio que impiden la realización del hombre como un ser moral o
autónomo en la medida en que lo someten inevitablemente a relaciones de
dependencia respecto a los otros, Rousseau postulará un principio moral
antagónico, que opera en su filosofía moral y de la educación como antítesis a las prácticas y formas de vida que impone la lógica moral y social del
cuestionable “amor propio”. Pues si este último es la fuente de todo egoísmo
y de toda competencia dañina entre los hombres, el “amor de sí”, sustraído
enteramente a la mediación social, será la fuente del cuidado y el fomento
de la humanidad.
No hay que confundir el amor propio con el amor de sí mismo; dos pasiones
muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de sí mismo es
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un sentimiento natural que lleva a todo animal a velar por su propia conservación y que, dirigido en el hombre por la razón y modificado por la piedad,
produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es más que un sentimiento relativo, ficticio y nacido en la sociedad, que lleva a cada individuo a
hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a los hombres todos
los males que mutuamente se hacen y que es la verdadera fuente del honor.
(Rousseau OE 1: 170-171, n. 15; Rousseau 2010b: 361, n. 15).10
120 l
En la medida en que su tendencia fundamental es fomentar la “humanidad” –en el sentido del cuidado de sí y de los otros– y la “virtud”, el “amor
de sí” constituye la fuente de la verdadera sociabilidad. Su importancia para
la filosofía moral y social de Rousseau, que aquí nos limitamos solo a señalar,
es determinante para comprender en qué medida la crítica social no pregona
la atomización del individuo: pues las “pasiones naturales” –la piedad, la solidaridad, el cuidado– son concebidas por Rousseau en la dirección de un
replanteamiento del papel que juegan las relaciones “intersubjetivas” para
una vida moralmente autónoma. Rousseau es consciente de la dependencia
esencial en que se encuentra el individuo respecto de experiencias como las
de la solidaridad, el cuidado y el respeto en orden a la consolidación de su
perfectibilidad moral, dependencia que, por supuesto, es enteramente diferente a la que caracteriza al “amor propio”: pues, a diferencia de esta última,
la dependencia de experiencias afirmativas como las referidas pone de relieve la importancia de los otros no solo para la propia autoafirmación sino
para el debido respeto a sí mismo. En ese sentido, la perfectibilidad moral
sería en sí misma resultado de esa especie de sociabilidad o humanidad que
posibilitan las experiencias intersubjetivas inherentes a la moral de la compasión, el cuidado y el amor de sí. En ninguna otra obra de Rousseau aflora
esta convicción tan claramente como en el Emilio, en la medida en que el
proyecto de la formación de la sensibilidad moral va allí de la mano de una
valoración diferente de las relaciones que comporta la vida social.11 En esta
obra, Rousseau deja en claro que la formación de dicha sensibilidad tiene la
forma de una “interacción moral”, dado que toda experiencia de afirmación
del propio ser moral a través del cuidado, la solidaridad y el respeto de sí
comporta la respectiva actitud moral de valoración de toda la “especie”. Es
a esta valoración recíproca de la propia condición moral entre el individuo
y su semejante –la humanidad– a la que apunta decididamente su defensa
de las “pasiones naturales” y es en relación con ella como cobra sentido su
10 Véanse
11 Véanse
Rousseau 2007, 2002 y Neuhouser 2009.
Rousseau 2002 y Habermas 1988.
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
crítica sistemática a las pasiones “artificiales” que alimenta el amor propio:
estas impiden el perfeccionamiento moral del hombre por cuanto que provocan su aislamiento social.
Sin embargo, parece ser un hecho evidente que la crítica social y
cultural del reconocimiento se encuentra en una indisoluble tensión con la
crítica moral. Pues mientras que la primera concibe en general sin más la
sociedad como una amenaza a la formación moral del hombre –así lo evidencia el programa trazado en el Emilio– la crítica moral, por el contrario,
no parece ver otro camino para dicha formación que, precisamente, la vida
en sociedad –como lo atestigua el primer libro del Contrato social (Rousseau
OE 1: 208-210; Rousseau 2010c: 43-44)–. Ahora bien, si se atendiera solo a
los rendimientos de la crítica socio-cultural del reconocimiento, se estaría,
como ya se insinuó, ante una crítica pionera de la crítica a las “patologías” sociales en las que, en las formas de extrañamiento y reificación sociales, tiende
a resolverse todo afán de autoafirmación individual que se sustrae a todo
compromiso moral. Mas si se repara en los rendimientos de su crítica moral,
se está ante un replanteamiento de la concepción del mundo social como
inhibidor del perfeccionamiento moral del hombre y, en esa medida, ante un
distanciamiento decidido de la visión antiilustrada de la cultura en general.
Tales rendimientos son los que hacen de Rousseau, no ya un teórico del
fenómeno del reconocimiento, sino un crítico original de sus complejidades,
más allá incluso de las tensiones no resueltas de su propio planteamiento.
BIBlIoGrAFíA
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122 l
CArlos EMEl rENDóN - “Vivir en los otros”: Rousseau y el reconocimiento l 107-122
C RÓ N I C A S
Juan Carlos Torchia Estrada
(1927-2016)
E
l 12 de diciembre de 2016 falleció inesperadamente en su hogar de Potomac, Maryland,
el ensayista e investigador de las ideas argentinas y latinoamericanas Juan Carlos Torchia Estrada. Había
nacido en Buenos Aires, el 1 de enero de 1927.
Su formación la realizó en el Colegio Libre
de Estudios Superiores junto al filósofo Francisco
Romero, pero también de forma autodidacta siguiendo
sus inquietudes intelectuales. De aquellos años databa
una amistad con quien consideró su maestro y al que
se sintió siempre ligado. Siendo el más joven del núcleo
que rodeó a Romero, cuando este murió en 1962, su
esposa Ana Luisa Fuchs lo hizo depositario de buena
parte de los papeles personales del filósofo. Esta cercanía
hizo que en varias oportunidades publicara textos
inéditos de Romero o escribiera sobre él, como cuando
organizó y publicó, con un largo estudio introductorio,
La estructura de la historia de la filosofía y otros ensayos
(Buenos Aires: Losada, 1967) y, más tarde, por encargo
del gobierno argentino, Francisco Romero: selección de
escritos (Buenos Aires: Secretaría de Cultura, 1994), a la
que antepuso una nota y anexó una bibliografía que
la completa. En los últimos años, Torchia Estrada nos
cedió el archivo que conformaba todo el epistolario
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l 123
124 l
de Romero, según lo recibió, y colaboró con extrema dedicación en su
edición, publicada después de mucho quehacer y con la ayuda de la hija
del filósofo, Beatriz Romero, mediante financiamiento del CONICET, que
lamentablemente no alcanzó a ver: Epistolario: selección, edición y notas de
Clara Alicia Jalif de Bertranou, estudio introductorio de Juan Carlos Torchia
Estrada (Buenos Aires: Corregidor, 2017).
En 1957 obtuvo un trabajo temporario en la entonces Unión Panamericana –hoy OEA– que se fue tornando permanente hasta completar
su definitiva radicación junto a su esposa e hija en Estados Unidos. En la
Organización llegó a ocupar altos cargos y en el momento de su jubilación
–postergada por solicitud de las autoridades– era secretario ejecutivo para la
Educación, la Ciencia y la Cultura. En ella dirigió la Revista Interamericana
de Bibliografía, en la cual publicó varios artículos y reseñas. Igualmente, impulsó la creación del Premio Interamericano de Cultura “Gabriela Mistral”
con el fin de reconocer a quienes habían contribuido a la identificación y
enriquecimiento de la cultura americana y de sus regiones, según la expresión de sus valores propios y de los valores universales incorporados a ella.
Este premio fue entregado a prestigiosos pensadores latinoamericanos como
Arturo Ardao, Francisco Miró Quesada, Gregorio Weinberg y Leopoldo Zea;
a poetas y escritores como Ernesto Sábato, Olga Orozco y Antonio Cisneros;
a musicólogos como Juan Orrego Salas y José Antonio Abreu; y, algo no
menor, al excelente Museo del Barro, creado en Asunción del Paraguay por
Carlos Colombino y sus colaboradores.
Dadas sus funciones, Torchia Estrada participó en numerosos eventos
y actividades en diversos países del continente, brindando especial asistencia
a quienes ocupaban la secretaría general. Y de las personas que conoció
como compañeros nunca olvidó las enseñanzas del gran polígrafo, periodista
e historiador mexicano Ermilo Abreu Gómez, “don Ermilo” en sus palabras,
a la sazón jefe de la División Filosofía y Letras del Departamento Cultural de
la Unión Panamericana, autor de la inolvidable Canek sobre el líder y mártir
yucateco, entre otras varias obras, a quien frecuentó. No obstante, prefería la
vida recoleta, casi monástica, porque le permitía leer y escribir, ensayar ideas
en la privacidad de su casa.
Muy joven, y antes de emigrar, por sugerencia de Romero publicó
La filosofía del siglo XX (Buenos Aires: Atlántida, 1955), una obra dirigida al
público general. Más tarde publicó La filosofía en la Argentina (Washington:
Unión Panamericana, 1961), primera obra sobre el tema y fuente de consulta, a la que no quiso reeditar ni “actualizar” porque pensaba que había que
lograr nuevos enfoques. En el prólogo de esta obra, leemos que su propósito
no había sido realizar una historia de las ideas, sino de las “manifestaciones
filosóficas en sentido estricto”, con carácter monográfico, esto es, algo dis-
CróNICAs
tinto, más acotado, sin menoscabo de los méritos de José Ingenieros en La
evolución de las ideas argentinas (2 volúmenes publicados en 1917 y 1920) y
de Alejandro Korn en Influencias filosóficas en la evolución nacional (fragmentos
originalmente editados entre 1912 y 1914 y luego, en forma completa, en
1936), libros que consideraba señeros.
Estudioso tenaz, nunca sintió urgencias por publicar. Sin embargo,
tenía verdadero respeto por el maestro platense y a él consagró varios escritos, luego reunidos en Alejandro Korn: profesión y vocación (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986). El título resulta sugestivo si
se piensa en la diferencia entre un quehacer diario y un gozo o aptitud que
convoca insistentemente (profesión/vocación), como quizá le sucedió a él
mismo.
Probablemente, el hecho de relacionarse con tantos libros que
llegaban a sus manos en la Library of Congress le hizo pensar que era necesario
profundizar sobre el fenómeno del trasplante filosófico producido en
tiempos novohispanos, en los que siempre halló matices diferenciales. Por
esa razón, durante varios lustros se dedicó a investigar qué había ocurrido
con aquellos antecedentes que precedieron a la filosofía de los siglos XIX
y XX en Latinoamérica. De este modo, tan temprano como en la década
de 1970 publicó en la Revista de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales
el artículo “La escolástica colonial en América Latina” (Vol. 9-10, 1979,
pp. 197-205). Sus metas en ese trabajo fueron: 1) comprender la escolástica
colonial como corriente filosófica en sí misma y en sus vínculos con otras
tradiciones, desde una doble perspectiva: comparada con el movimiento en
el otro lado del Atlántico, por cuanto era una extensión del mismo, y con la
filosofía moderna; 2) considerarla como una concepción del mundo traída a
las nuevas tierras y examinar su derrotero hasta su desplazamiento; y 3) pulsar
sus conexiones y rastrear las relaciones, si las hubo, entre este movimiento y
el posterior desenvolvimiento de las ideas en América, ya fuese en la filosofía
en sentido estricto o en la historia de las ideas en general.
Torchia Estrada juzgaba que el examen de cualquier corriente del
pensamiento latinoamericano se daba en dos vertientes: su naturaleza y valor
propio como pensamiento, por un lado, y su posible efecto sobre la sociedad,
por el otro. Sin dudas, este empeño y esta opinión se constituyeron en una
suerte de hoja de ruta, si se mira el devenir de sus labores. Apropiado nos
parece transcribir un párrafo suyo, perteneciente a un artículo muy posterior, que expresa una idea que sostuvo a lo largo del tiempo: “América y la
modernidad nacen aproximadamente al mismo tiempo. Pero la colonización,
con una que otra excepción, fue premoderna. Hispanoamérica ingresa a la
modernidad en el siglo XVIII. Allí se abre uno de los capítulos más interesantes de lo que luego se llamaría el pensamiento latinoamericano” (“El
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l 125
126 l
padre Antonio Rubio y la enseñanza filosófica de los jesuitas en la Nueva
España”, Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Vol. 13, 1996, p. 35).
Por otro lado, la presencia de la escolástica había suscitado en Hispanoamérica lo que llamó “la querella de la filosofía”. Sobre esa disputa
estableció una periodización que abarcaba: 1) la crisis de la escolástica en
el siglo XVIII; 2) las polémicas en torno a ella en los siglos XIX y XX; y
3) una etapa de “normalización” de los estudios de filosofía colonial en el
último tercio del siglo XX. Resultaba evidente que en esta etapa la filosofía
colonial ya era un objeto de atención sin necesidad de adherir a su andamiaje
y a sus supuestos (cf. “La querella de la escolástica hispanoamericana. Crisis,
polémica y normalización”, Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana,
Vol. 24, 2007, pp. 35-77).
Torchia Estrada dio a conocer otras investigaciones con detalles minuciosos que necesariamente debió compendiar en artículos más breves,
pero con notas que indican la cantidad de bibliografía consultada. Las más
importantes cuajaron en Filosofía y colonización en Hispanoamérica (México:
UNAM - Instituto de Investigaciones Filosóficas y CIALC, 2009), donde el
énfasis estuvo sobre todo en México y Perú, aunque luego fijó su mirada en
el Río de la Plata, como fue el análisis de la filosofía en el plan de estudios
del Deán Funes, y el de las contribuciones filosóficas de Juan Baltasar Maziel
(Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Vol. 25-26, 2008-2009, pp.
17-57; y Vol. 29, 2012, pp. 193-228, respectivamente). Precedentemente
había trabajado sobre Cuba y Venezuela. En el libro mencionado se detuvo
especialmente en fray Alonso de la Veracruz, el padre Antonio Rubio y fray
Tomás de Mercado. En su contratapa, debida a su pluma, leemos:
La conquista del llamado Nuevo Mundo trajo consigo un masivo trasplante
cultural del cual fue parte la filosofía. Del choque inicial surgió una identidad
nueva, protagonista de la historia latinoamericana, que asumió, desarrolló y
le dio un giro propio a la filosofía que la colonización trajo. Así asumida, la
filosofía se convirtió en instrumento para pensar la realidad desde América
Latina y para dilucidar la condición y el destino de la región.
Lewis U. Hanke, cuya obra más reconocida es The Spanish Struggle
for Justice in the Conquest of America (Phildelphia: University of Pennsylvania
Press, 1949), fue el primer Jefe de la División Hispánica de la Biblioteca del
Congreso y editor-fundador del Handbook of Latin American Studies, por lo
cual ha sido considerado el padre de los estudios latinoamericanistas en los
Estados Unidos de Norteamérica. Lo cierto es que en aquellos primeros
tiempos la sección Filosofía del Handbook le fue confiada a los filósofos argentinos Risieri Frondizi primero y, más tarde, a Aníbal Sánchez Reulet, al
CróNICAs
que sucedió Juan Carlos Torchia Estrada desde la década de 1960 hasta su
muerte. Si bien destinada en un principio a cubrir el área general de la filosofía producida en la región, con el tiempo el cúmulo de material fue tal que
debió circunscribirse a lo que llamaron “Pensamiento Latinoamericano”, de
manera que la sección apareció desde entonces con el título “Philosophy:
Latin American Thought”. El relevamiento bibliográfico hecho a conciencia
requería la lectura atenta de todas y cada una de las piezas recibidas, vertidas
en un brevísimo comentario crítico. Esta exigencia, de naturaleza ad honorem,
la cumplió Torchia Estrada de manera cabal.
Desde su función de Contributing Editor no solamente invirtió largas
horas en componer la sección, sino también en brindar asesoramiento tanto
en el Handbook como en la División Hispánica toda vez que le fue solicitado.
Era consciente del tiempo que le insumía, pero igualmente sentía que con
ello cumplía una misión de servicio a la comunidad del saber aunque fuera
sin mayores reconocimientos. Probablemente haya habido reconocimientos,
pero nunca hemos leído palabras de gratitud por estas actividades tan demandantes. Más aún, nos consta que concurrió a la Biblioteca del Congreso
de los Estados Unidos asiduamente porque en ese mundo de libros experimentaba el gusto por distintas lecturas enriquecedoras que servían también
como insumo para sus propias indagaciones.
Torchia Estrada sentía inclinación por la escritura y hasta intentaba
componer versos, pero donde más cómodo se sentía era en el ensayo. Aún
en las composiciones más rigurosas puede advertirse ese perfil. Dicho estilo
puede palparse también en sus notas periodísticas, sus prólogos, introducciones y comentarios. También poseía el buen criterio de quien debe amoldarse a la brevedad precisa para elaborar contribuciones en enciclopedias. Su
determinación mayor estaba en tender vínculos que acercasen al especialista
y a quien se sintiera atraído por el pensamiento filosófico latinoamericano.
En este sentido, consideraba importante dar a conocer todo tipo de fuentes
del pasado para contar con la mayor documentación posible en las tareas
de investigación, filosóficas o no. Un buen ejemplo de ello es que por su
mediación pudimos publicar los apuntes de clases de Alejandro Korn, dictadas en 1918 (Alejandro Korn, Lecciones de filosofía, c. 1918, transcripción y
primera edición por Clara Alicia Jalif de Bertranou, introducción de Juan
Carlos Torchia Estrada, Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, Facultad
de Filosofía y Letras, Instituto de Filosofía Argentina y Americana, 2011).
De actitud siempre generosa, muchos intelectuales contaron con su
ayuda, atenta a verificar datos, ampliar conocimientos o bien precisar puntos
de vista. Asimismo, tuvo la disposición para integrar consejos editoriales de
revistas, ya fuese como evaluador, o bien aportando criterios expresados con
prudencia y mesura. En más de una oportunidad ofició también de revisor
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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de estilo y de traducciones en obras de enjundia, hechos con total desprendimiento.
Por su valía fue distinguido como miembro de la Academia Argentina
de Letras, de la Academia Brasileña de Filosofía, del Centro Cultural Alberto Rougès (Tucumán, Argentina) y de la Academia Norteamericana de
la Lengua.
Tenía siempre nuevos proyectos, además de continuar con los que
se había trazado; no obstante, con el correr de los años la cotidianeidad le
impuso rigores y obligaciones que le quitaban su poco tiempo disponible.
Pese a ello, Juan Carlos Torchia Estrada dejó constancia de sus probados
antecedentes y de toda su inteligencia y cultura. Su mayor legado fue, sin
embargo, la calidad humana y su nivel de entrega como persona humilde,
sencilla, afable, de enorme bondad, que prefirió el recato antes que la jactancia vana.
Clara Alicia Jalif de Bertranou
Universidad Nacional de Cuyo
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
C O M E N TA R I O S
B I B L I O G R Á F I C O S
Diego Lawler y Diana i. Pérez (comps.),
La segunda persona y las emociones,
Buenos Aires, SADAF, 2017, 298 pp.
E
n La segunda persona y las emociones Diego Lawler y Diana
Inés Pérez compilan nueve trabajos
sobre filosofía de la mente, específicamente sobre el campo que se conoce
como atribución psicológica (i.e., la
atribución de mente a otros) desde la
llamada perspectiva de segunda persona. En estos trabajos se reconstruye esta
perspectiva, así como sus alternativas y
también las potencialidades que ofrece
para estudiar una diversidad de fenómenos de la vida psicológica y social
animal y humana. Frente a enfoques
cognitivos, los autores y autoras ponen
énfasis en las emociones y su relevancia
para una diversidad de procesos psicológicos. Este libro, en el que participan
reconocidos especialistas de Argentina,
Estados Unidos, Chile, España y Perú,
surge también como actas ampliadas
del Workshop que llevara el mismo
nombre y se realizara el año anterior
en la Sociedad Argentina de Análisis
Filosófico (SADAF) de Buenos Aires.
En la “Introducción” (pp. 13-22)
Lawler y Pérez reconstruyen las hipótesis principales de los demás capítulos
y ofrecen una primera introducción
a la perspectiva de segunda persona y
su lugar en la discusión contemporánea en psicología cognitiva. Esta perspectiva se opone, desde un enfoque
post-cognitivista, a enfoques tradicionales cognitivistas de corte cartesiano
(representacionales, la mente “teatro”) y
pone énfasis en las relaciones entre el
cerebro, el cuerpo y el ambiente (o lo
que se conoce como las 4E por sus iniciales en inglés: extendida, corporizada,
situada, enactiva, y, agregan ellos la quinta E: emocional). Esta perspectiva hace
foco en la interacción cuerpo a cuerpo
entre individuos y su involucramiento
recíproco como condiciones primarias
ontogenéticas y filogéneticas para el desarrollo de las capacidades de cognición
social. Reconocemos al otro como un
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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l 129
130 l
semejante dotado de mente y sus respuestas se vuelven causas de estados
mentales en nosotros en un constante
ida y vuelta. En un contexto global de
la investigación en que ninguna teoría
post-cognitivista se ha establecido como
dominante, este trabajo viene a mostrar
la fertilidad y potencia de adoptar esta
perspectiva, basada en trabajos de Davidson y Wittgenstein (entre otros) y de
la cual son importantes cultores Pérez,
Gomila, Scotto y Gallagher, quienes
participan de este volumen. Esta explicación es continuada en el último
capítulo del libro, “Lo que la segunda
persona no es” (pp. 275-297), firmado
por Pérez y Antoni Gomila. Con un
título en clara evocación al artículo de
1972 de Ned Block, ofrecen un repaso
ordenado y puntual respecto de qué
es la perspectiva de segunda persona.
Primero enumeran las características
que comparten quienes suscriben a
esta teoría y luego repasan una serie
de adscripciones usualmente atribuidas
a la segunda persona, pero que no se
aplican cabalmente. Este capítulo es
especialmente esclarecedor para ingresar
en este enfoque teórico y puede ser la
puerta de ingreso ideal para la lectora o
el lector novato en estas cuestiones.
En “Intercorporeidad y reversibilidad: Merleau-Ponty, emoción, percepción e interacción”, Shaun Gallagher
(pp. 23-44) toma esta perspectiva fenomenológica para defender la teoría de
la interacción enactiva, poniendo foco
en el entrelazamiento perceptivo a partir del cual consideramos al otro, por la
captación de sus emociones, como un
sujeto que (nos) percibe también. Desde
aquí el autor pone énfasis en el aspecto
regulativo de las emociones en la definición de nuestras respuestas. Gallagher,
si bien no adscribe a la segunda persona
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
sino a la teoría de la interacción, es uno
de los filósofos vivos más reconocidos
en estas cuestiones.
El segundo capítulo, “Si queremos
saber cómo sopla el viento podemos mirar la
arena: pensar el desarrollo psicológico
observando el movimiento” (pp. 45-86),
de Silvia Español, toma como referencias teóricas la somática, el embodiment,
la perspectiva de segunda persona y la
psicología cognitiva del desarrollo para
analizar experiencias corporales de movimiento en la primera infancia. Sostiene que así, y tanto en soledad como en
interacción con adultos, se puede analizar la relación del movimiento en bebés
con el desarrollo sociocognitivo.
Carolina Scotto, en “Lo que el
aprendizaje del lenguaje revela sobre el
lenguaje (y sobre la cognición social)”
(pp. 87-140), defiende la importancia de
la perspectiva de segunda persona para
dar cuenta del proceso de adquisición de
lenguaje en las interacciones bebé-adulto y señala la relevancia de las habilidades de relación prelingüísticas realzadas
por la perspectiva de segunda persona
frente a los enfoques inferenciales.
“Atención compartida, triangulación y la perspectiva de la segunda
persona” (pp. 141-165) es el capítulo de
Pablo Quintanilla. En él se aborda el fenómeno de la comprensión, que es tratado deficitariamente por teorías rivales
que a su vez se muestran efectivas para
procesos cognitivos de edad madura. El
autor se orienta entonces a explicar la
compatibilidad de un modelo que incorpore las tres perspectivas, mostrando
que las divergencias no son contradictorias ni mucho menos impiden la articulación. Sostiene que la triangulación
sería fructífera para dar cuenta de la
comprensión intersubjetiva en su mayor
complejidad.
José Luis Liñán y Miguel Ángel
Pérez Jiménez proponen, en “Segunda persona y reconocimiento: entre los
afectos y la normatividad” (pp. 167196), un enfoque pragmatista sobre el
reconocimiento de otro individuo como persona según el cual, amén de los
aspectos normativos, se dé cuenta de
qué hacemos cuando consideramos a
alguien persona y parte de nuestra comunidad. Se sirven de la influencia de
nuestra afectividad para configurar la
intersubjetividad de un modo que antecede a la normatividad. En este sentido,
desarrollan y problematizan cuestiones
de reconocimiento, percepción, expresión y valoración afectivas, concluyendo
que es la capacidad de interacción emocional (en consonancia con la perspectiva de segunda persona) lo que funda el
reconocimiento y la posibilidad de pertenencia a una comunidad. En sus últimas páginas, los autores analizan consecuencias y potencialidades críticas que
este enfoque ofrece respecto de nuestras
definiciones de “comunidad”, sus límites y problemas.
En “‘Tú, ser abrazable’: la emoción
como percepción para la acción” (pp.
197-225), Jenefer Robinson trabaja el
vínculo entre percepción, emoción y
acción: las emociones nos hacen percibir el ambiente como accionable. Defiende para ello su propia concepción
de las emociones, su vínculo con las
percepciones y que, en tanto percepciones, las emociones son oportunidades
para la acción, en intensa discusión con
los interlocutores que han propuesto
cosas afines (Gibson, James, Frijda, Goldie, etc.). Su novedad es considerar las
emociones como respuestas reflejas de
alarma ante estímulos que afectan nuestro bienestar, intereses, objetivos y deseos, todas situaciones en las que nuestro
interés apasiona nuestra respuesta y de
un modo intensificado cuando el vínculo es con un/una semejante.
Patricia Brunsteins, en “El carácter emotivo de la experiencia empática” (pp. 227-247), continúa en una
senda similar al capítulo anterior. La
autora propone una noción amplia
de empatía que llama “integral” y un
acercamiento a las emociones como
percepciones para la acción. Su caracterización de empatía incorpora factores emotivos y cognitivos en diferentes
intensidades; la considera como sentir
una emoción a través de otra persona
(o animal), congruente pero no idéntica a la de aquella y a la vez poniéndose en su lugar y diferenciándose. Finalmente, afirma que el estudio de la
empatía debe atender a las emociones
tanto como al acceso cognitivo al otro,
trazando detalladamente las líneas que
conectan las teorías propuestas.
Tomás Balmaceda, en “Apuntes
acerca de la hipótesis de la percepción
directa de los estados mentales” (pp. 249274), trabaja esta teoría que privilegia el
acceso inmediato de los estados mentales
del otro y niega la mediación inferencial
de las otras teorías (teoría de la teoría
y de la simulación, que consideran que
los estados mentales no son observables).
Aunque afirma que esta es la mejor hipótesis disponible, dedica gran parte del
artículo no a su defensa directa, sino a
analizar críticamente puntos frágiles. Así,
recaba dificultades y desafíos que supone la percepción directa de los estados
mentales, especialmente desde perspectivas que hacen foco en la interacción
recíproca (como la de segunda persona
o la de la interacción, defendidas en esta compilación). En principio señala los
problemas conceptuales de acordar un
significado único tanto para “percep-
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l 131
ción” como para “directa”, un posible
solapamiento con el conductismo, la
relación de esta propuesta con la empatía, y una serie de supuestos que, indica,
deben ser debidamente problematizados
para seguir avanzando.
La edición de este volumen es
muy importante por diversos motivos.
Es el primer libro específico sobre el
tema realizado en español y se inserta
en importantes discusiones sobre las
investigaciones en torno a la mente en
una variedad de campos que exceden la
filosofía, ofreciendo un panorama interdisciplinario. Además, se trata de una
perspectiva que ha sido intensamente
desarrollada en nuestro país por Pérez,
132 l
en conjunto con investigadores de Iberoamérica, que durante las últimas dos
décadas han publicado trabajos originales sobre el tema. Podríamos leer en la
dedicatoria (“A los amigos, indispensables
segundas personas en la vida”) la clave comunitaria de este trabajo, en el cual un
elenco internacional de autores se citan
y referencian mutuamente y comparten un interés que excede la empatía
humana para pensar comunidades más
amplias. Celebro la aparición de La segunda persona y las emociones e invito a su
lectura y estudio.
MARCOS TRAVAGLIA
UBA
Miguel Escribano Cabeza, Complejidad y dinámica
en Leibniz: un vitalismo ilustrado, Granada,
Universidad de Granada, 2017, 286 pp.
E
n el presente libro, que es el
resultado de la reelaboración
de su tesis doctoral, Miguel Escribano
Cabezas propone una lúcida reconstrucción sistemática del pensamiento
de G. W. Leibniz en torno a su filosofía natural. La misma es abordada desde
los problemas metafísico-ontológicos
que presenta la noción de mónada como organismo vivo, desarrollada en un
fecundo y complejo diálogo entre la
tradición hermético-vitalista y la ciencia moderna de su tiempo. El proyecto
de reforma de la filosofía por parte de
Leibniz es abordado en este trabajo haciendo hincapié en su dinámica y me-
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
tafísica. Los dos ejes centrales de la tesis
están puestos en el vitalismo y la razón
simbólica leibnizianos. Como nos dice Cabezas, “el vitalismo leibniziano
alcanzó su madurez en la concepción
de la actividad de la mónada en términos de representación, pero cuidado, el
perspectivismo leibniziano no se limita
a, ni es esencialmente, la actividad de
un sujeto (humano), sino que caracteriza la actividad de toda sustancia en
tanto se encuentra en posesión de un
cuerpo orgánico. La actividad de representación se funda en aquello que hace
de un cuerpo un organismo, y esto es,
en esencia, su capacidad de compren-
der en su mismo ser orgánico un medio entorno diferenciado” (p. XII). El
entorno es el mundo de percepción de
la sustancia, admitiendo así una infinidad de grados representativos que se ve
reflejado en la diversidad natural, la que
asciende de las especies químicas hasta
la aparición de la conciencia o voluntad
animal y la autoconciencia del hombre.
A su vez, el simbolismo leibniziano, como carácter fundamental de la actividad
representativa del ser orgánico de la sustancia, es tratado desde el plano ontológico, diferenciándose de la clásica lectura que hace de la semiología leibniziana
una parte de su lógica o epistemología.
En el primer capítulo, “Metafísica
y combinatoria en los primeros escritos”, se aborda uno de los primeros problemas que interesaron profundamente
a Leibniz, que fue el de la individuación
y la consistencia de los cuerpos. Leibniz
defiende en sus primeros escritos una
propuesta mecanicista de raíz hobbesiana y gassendiana, la cual, con el tiempo,
derivará en un atomismo metafísico no
corpuscular, a saber, la monadología. La
divisibilidad de la materia al infinito y la
necesidad de un principio que dé razón
de la unidad de la multiplicidad de los
elementos que componen todo cuerpo
fuerzan la necesidad de aceptar y pensar
en la existencia de unidades metafísicas
que subyacen al mundo fenoménico. Se
destacan aquí las primeras discrepancias
del joven Leibniz con el mecanicismo
cartesiano de su tiempo, al entrever que
este no logra dar cuenta de la cohesión
y orden de los cuerpos.
El segundo capítulo, “La filosofía
de la naturaleza y la concepción de la
sustancia del joven Leibniz”, presenta
la teoría de la complexión leibniziana
de los cuerpos desarrollada en la Nueva
Física para superar las contradicciones
del mecanicismo. Leibniz desarrolla allí
la noción de que el principio universal
de todas las cosas es la circulación del
éter que, como un fluido, atraviesa todos
los cuerpos otorgándoles su cohesión
y posibilitando a su vez la transmisión
de la luz, el sonido y el calor. La fuerza
que anima y organiza los cuerpos proviene de este principio universal que
genera los fenómenos de la gravedad
y elasticidad, penetrando en la materia
y otorgándole una forma esférica a las
partículas más básicas, que Leibniz denominará “burbujas”. A su vez, se trata el esquematismo de la Micrografía de
Hooke y su concepto de “energía” como aporte esencial en su estudio de las
diversas estructuras internas de los cuerpos materiales. Otra de las influencias
del joven Leibniz, en su recuperación
del concepto de forma para su concepción de la sustancia, son la neumática y
la química corpuscular de Boyle, que le
facilitaron la noción de reacción química como la actividad por excelencia
de la naturaleza. Leibniz arribará así a
una noción de forma en tanto mens como fuerza plástica y principio vital que
otorga a cada individuo una estructura
corpórea determinada y autorregulada.
En el tercer capítulo, “De la lógica
a la dinámica: la evolución de la noción
de sustancia hasta su definición como
mónada”, Escribano Cabeza nos embarca en el camino progresivo que trazó
Leibniz en la búsqueda de una sólida
definición de sustancia desde sus primeros análisis lógicos de las definiciones
hasta el dinamismo interno del ser vivo.
Muestra progresivamente cómo Leibniz
llega a una de sus intuiciones esenciales,
al concebir la actividad de la sustancia
en términos de representación. El núcleo fundamental de todo pensamiento es expuesto desde la teoría de “las
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134 l
ideas”, concibiéndolas como facultades,
capacidades, disposiciones o hábitos naturales de la sustancia como sujeto. El
pensamiento, y con él la autoconsciencia humana, es presentado en tanto forma parte de una especie más abarcativa
que es la percepción. Esta, a su vez, es
englobada dentro de la noción leibniziana de “expresión”, la cual permite fundamentar la armonía preestablecida en
los distintos órdenes del mundo natural:
representación y mundo, cuerpo y alma,
conocimiento (orden de los conceptos)
y experiencia (orden de los fenómenos)
así como la armonía entre los sujetos
que conviven. La noción de sustancia
en Leibniz deviene al fin plenamente
vitalista al comprender toda sustancia
como ser vivo que posee un dinamismo propio.
Finalmente, en “El vitalismo leibniziano: una interpretación de la Armonía Universal en perspectiva ecológica”,
podemos encontrar la noción de vitalismo trascendental, según la cual a cada
ser vivo le corresponde un esquematismo particular por cuyo medio el individuo, el átomo metafísico, comprende
su entorno físico como mundo de percepción en relación con los órganos del
cuerpo. Se detallan aquí las discusiones
epistolares de Leibniz con Bernoulli y
De Volder sobre el entorno físico y el
mundo de la percepción, los problemas
de la organización de la materia y la
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
teoría de los movimientos conspirantes, que conecta el corpularismo con
su dinámica, entre otras cuestiones. Por
último, el capítulo pone énfasis en la
noción leibniziana de ecosistema como
armonía o dependencia mutua entre las
distintas especies que conviven, mostrando así cómo las intuiciones de Leibniz mantienen hoy en día una absoluta
actualidad y relevancia.
Para concluir, el presente trabajo
es decididamente recomendable para
quienes se interesen en el pensamiento
de Leibniz desde una perspectiva vitalista. No solo encontrarán un desarrollo prolijo y detallado de los problemas
centrales, sino que a su vez tendrán un
profundo despliegue de las influencias
e ideas que el filósofo fue adoptando y
criticando en el desarrollo de las mismas.
De esta manera, la obra que comentamos constituye un valioso aporte para la
investigación de la filosofía leibniziana,
en la medida en que contribuye a la revitalización de las interpretaciones sistematizadoras del filósofo de Hannover,
despegándose de las interpretaciones reduccionistas a que nos ha acostumbrado
el siglo pasado y haciendo hincapié en
la concepción del saber transdisciplinar
que tiene por principio la ligazón universal de todas las cosas.
F. MARTÍNEZ MOSQUERA
UCA
Carlos Thiebaut y Antonio Gómez Ramos,
Las razones de la amargura: variaciones y tientos sobre
el resentimiento, el perdón y la justicia,
Barcelona, Herder, 2018, 312 pp.
E
l libro que Carlos Thiebaut
y Antonio Gómez Ramos
nos ofrecen en esta oportunidad gira
en torno al resentimiento; y utilizo la
palabra “gira” porque las reflexiones que
allí se desarrollan no se enfocan tanto
en la naturaleza de la “cosa misma”, sino
en las dimensiones que el resentimiento
comunica y/o obstruye, y que en su
conjunto hacen a muchos de los tópicos
que la ética y filosofía política exploran.
De esta forma, y movidos por dispares
inquietudes, ambos autores concuerdan
en que el resentimiento abriga un
valioso componente normativo que
merece ser tematizado y problematizado
a contrapelo de la dominante postura
que cree ver en aquel una perversión,
o incluso enfermedad anímica y moral.
Por ello el libro se titula Razones de la
amargura y no El resentimiento y sus
implicaciones: el desafío sería recoger la
racionalidad que se resiste a ser olvidada
en el daño, y en aquella demanda suya que
muchas veces (sino las más) ni siquiera
llega a ser articulada comunicativa o
recognoscitivamente, y que por ello no
puede sino crecer deformada dentro
de la memoria, obligando a su agente a
desarrollar complejos aprendizajes para
no quedar varado en el dolor.
La vía que escogen para tratar este
asunto es el de la conversación: un diálogo dentro del cual la segunda persona
del singular logra establecer algo de la
intimidad y visceralidad de las aflicciones que mueven a los autores a explorar
los componentes normativos del resentimiento. En virtud de ello, el libro no
puede sino asumir un estilo ensayístico
que, entre otras cosas, le permite al lector un acercamiento bastante llano a los
argumentos expuestos. Esto se debe al
hecho de que la conversación pone de
relieve un mutuo esfuerzo por lograr el
entendimiento, el intercambio eficiente, en pos de alcanzar algo razonable de
forma solidaria, lo cual se agradece en
una era en la que los intercambios y las
compilaciones suelen ser más una colección de argumentos que una búsqueda cooperativa de la mejor comprensión
de un problema.
Pero la conversación no carece de
la pretensión de universalidad que suele
distinguir a toda discusión filosófica. En
particular, porque ambos autores se posicionan como “espectadores” (blancos
y europeos) del resentimiento ajeno. De
ahí que la conversación comience discutiendo y finalmente justificando esta
posición de espectador a partir de los
casos paradigmáticos de Max Horkheimer (en tanto burgués que empatiza
con el sufrimiento proletario) y Jaime
Gil de Biedma (en tanto consciente de
que su consciencia no le exoneraba de
sus complicidades), al punto de elaborar
la noción de “co-resentimiento” (cap. 1
y 2): una especie de sensibilidad moral
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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136 l
que le permitiría al espectador aprender
a escuchar el sufrimiento ajeno y separar la paja del trigo al atender las razones
de sus amarguras.
El co-resentimiento excluiría la
necesidad de recurrir a las no poco importantes investigaciones que desarrolla
la psicología moral, puesto que aquello
que estaría en juego sería la reconstrucción de la racionalidad que se esconde
en todo resentimiento ajeno. Ningún
autor niega las vertientes pesimistas
(aquellas que, a partir de Nietzsche,
Dostoievsky y Scheller, ven una depravación subjetiva en el Ressentiment) ni
optimistas (las que desde el mundo anglosajón perciben algo moral en el resentment) del resentimiento, lo cual les permite navegar dentro de los matices que
revela esta emoción al poner de relieve
sus orígenes, transfiguraciones creativas y persistencias temporales dentro
de la memoria personal. De esta forma,
los casos de Jean Améry y Antjie Krog
(caps. 7 y 8) cobran una relevancia sin
igual dentro de la conversación: ambos
creen que Améry y Krog son capaces de
“poner” (Setzen) las dos caras del resentimiento, aunque expiándolo de formas
diferentes, dentro de contextos también
diferentes. Uno, en tanto resentido que
se esfuerza por autoarticularse y autoexpresarse comunicativamente como
testimonio vivo y autorreflexivo del
Holocausto, y la otra, en tanto testigo
del resentimiento ajeno que se asume
cómplice del apartheid, son capaces de
mostrar lo insorteablemente individualizador y desolador que es el proceso de
subjetivación que tiene la posibilidad de
recorrer el resentido. Por este motivo es
que la escucha, y no la psicología moral,
gozaría de cierta prioridad dentro de
los procesos de comprensión y evaluación pública de las razones que pudie-
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
ran atrincherarse tras aquella emoción.
A diferencia del odio, el resentimiento aísla, y por ello constituye una
fuerza netamente individualizadora. Solo puede accederse a él desde la primera
y segunda personas, siendo la mutua y
personal opacidad algo a asumir en el
encuentro y no a negar o intentar eliminar. Difícilmente pueda hablarse de una
sociedad resentida, puesto que el resentimiento solo es vivido desde la primera
persona y empatizado desde la segunda.
De hecho, una de las coordenadas que
hacen a la intensa fuerza individualizadora del resentimiento guarda relación
con la “mutante persistencia” del daño,
y concomitante amargura, que se habría
vivido en el pasado: esta persistencia,
que no deja de tener sus opacidades,
se imprime sobre (o produce) un yo
sufriente pretérito que dificulta de sobremanera el libre habitar temporal del
presente y del futuro. Sin embargo, esta
obstaculización individual que Nietzsche entendía enfermiza, también supone una resistencia al olvido del daño,
de la amargura que este ocasiona desde
entonces, y de las razones que justifican
el actual “estar” o “ser” resentido: resentirse es, entre otras cosas, re-sentir-se dañado en un presente que se ata al pasado
(caps. 3 y 4).
Como se ha dicho, la individualización que promueve el resentimiento
no puede sino descansar en una amargura que abriga razones; y estas razones
no pueden dejar de ser atendibles para
un otro que escucha con el tacto adecuado. De ahí que los autores exploren
tres figuras que podrían colaborar con
la “clausura del daño” que origina el
resentimiento: el perdón, la justicia y la
reconciliación. Las tres figuras responden al tipo de razones que fundan las
demandas de la amargura, las cuales bien
pueden estar dirigidas hacia un individuo en concreto, hacia una institución,
o hacia una comunidad. Para el primer
caso, las demandas se articulan de tú-atú, y por ello es que pueden aspirar a
conseguir el arrepentimiento y el perdón; para el segundo, las demandas que
guardan relación con las dignidades
personales, y por ello, con las autocomprensiones jurídicas que se rigen por el
respeto, caben ser resueltas retributivamente en términos de “justicia restaurativa”; para el último caso la comunidad tendría la oportunidad de asumir y
apropiar errores que pudieron ocasionar
daños en el pasado, y lograr con ello una
suerte de autorreconciliación en términos hegelianos.
Claro está que esas figuras suponen
elementos nada fáciles de sostener (como lo es el asunto de qué es lo que se
debe reconciliar cuando nada en común
tienen la víctima y el victimario –caps.
9 y 10–). Pero a pesar de que aquellas
no llegan a ser conceptualizadas completamente, los autores las utilizan para
avanzar notas acerca de la naturaleza de
la actitud que les subyace, a saber, las de
la escucha, atención, y paciencia (cap.
11).Y esto lo hacen a través de una delgada vía negativa que se trabaja a uno y
otro lado, una que a veces es anecdótica
(como el caso del paseo por el Canal de
Berlín a Spandau, que se relata y analiza
urbana y arquitectónicamente con un
estilo narrativo exquisito), otras vivenciales (como sucede cuando comentan
el caso de los atentados etarras en España), y otras comentadas desde la postura de espectadores bien informados y
autoconscientes de sus limitaciones (lo
que ocurre a lo largo de los extensos
comentarios que le dedican al Truth and
Reconciliation Commission de Sudáfrica).
Esta delgada vía negativa les permite
visibilizar cómo el resentimiento puede formar parte de una sociedad libre
que aspire a la justicia, cuando en ella
habitan individuos que son capaces de
autoarticularse y comunicar a los demás
las razones de sus amarguras, y/o escuchar y atender esas expresiones en los
demás.
La conversación parece estar bastante lejos de concluir. No solo por lo
que aún tengan para agregar sus autores,
sino porque el acercamiento y las preguntas que proponen suscitan la prolongación de esta conversación en otros
lugares. Sobre todo porque las generalizaciones que caracterizan al pensamiento filosófico nos seducen a preguntarnos si, por ejemplo, las democracias
advenidas luego de los gobiernos militares del Cono Sur han sabido escuchar
y atender aquellos resentimientos que se
generan desde la década del 70 a la fecha. Uno de los méritos más destacables
de Razones de la amargura estriba en que
alienta el diálogo que se compromete a
alcanzar una comprensión adecuada de
todo lo que “gira” en torno al resentimiento. Un libro “anómalo e infrecuente”, confiesan y advierten sus autores,
que aporta mucho a la comprensión de
las razones que abrigan algunas amarguras: aporta estilo, ideas, y una camaradería que se propicia por ciertas formas de
escuchar y de ser paciente.
MARTÍN FLEITAS GONZÁLEZ
UdelaR
REVISTA LATINOAMERICANA de FILOSOFÍA
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l 137
Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre:
un desafío para la democracia, Barcelona,
Paidós, 2017, 196 pp.
E
138 l
n su último libro, la filósofa
Adela Cortina expone de una
manera muy pedagógica y adaptada
para un amplio público, una reflexión
crítica sobre el término que ella misma
acuñó. Aporofobia, el rechazo al pobre tiene
la virtud, entre otras, de incluir ya en
el título la explicación del mismo término. No se trata solamente de un estudio y reflexión crítica sobre el estado
de la pobreza actual, sino que es además
la descripción de una realidad social:
el fenómeno de animadversión hacia
aquellos que no pueden aportar nada en
la sociedad actual del intercambio. Bajo
el término “pobre” del título se incluye,
entre otros, a los refugiados políticos, a
los mendigos, a los inmigrantes pobres,
y a todos aquellos que esta sociedad
de consumo y bienestar invisibiliza.
Es decir, no solo se habla de pobreza
económica, sino de la imposibilidad de
llevar a cabo los propios planes de vida
y mantener una vida digna. El subtítulo
de la obra, un desafío para la democracia,
nos da a entender su tesis principal: una
sociedad justa para el siglo XXI debería
exigir moral, política y legalmente
acabar con el rechazo y la marginación
de estos colectivos, y debería hacerlo a
través del progreso y educación moral
de los individuos y las instituciones en
primer término.
El término “aporofobia” hace referencia a la lacra sin nombre de la que
Cortina nos habla en el primer capítulo.
Este es un concepto publicado por pri-
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
mera vez en el año 1995 en el diario
ABC cultural, con el que la autora se refiere al rechazo al pobre –etimológicamente áporos, “pobre”, y fobia, “rechazo
o miedo”– como una realidad social
contundente. Esta realidad transmite
que más allá de la etnia, la raza, o el hecho de ser extranjero, como causas de
odio o rechazo más habituales de ciertos colectivos, se trata de una cuestión
de pobreza. Por ello, era urgente que la
RAE incorporara el término, más allá
de las causas comunes que se suelen utilizar, como el uso social de una palabra. En efecto, “aporofobia” no era un
término que se usara masivamente, pero
sí un término necesario para identificar
un mal existente.
Este mal existente es inherente a
los delitos de odio, tal y como se expone
en el capítulo segundo. Estos delitos se
pueden dividir en incidentes o discursos de odio. Siguiendo a autores como
André Glucksmann, la autora enumera
tres características de estos delitos: no
se suelen cometer contra una persona
determinada sino indeterminada, por el
hecho de pertenecer a un colectivo con
una serie de características; estigmatizan
y denigran a un colectivo determinado,
atribuyéndole actos perjudiciales para la
sociedad; se realizan siempre contra minorías vulnerables, y quienes los realizan
están convencidos de su superioridad.
Para combatirlos, junto con el Estado y
el Derecho, se hace necesaria la acción
de una sociedad civil comprometida
con erradicar la desigualdad y cultivar
la dignidad.
En el capítulo tercero se incide
en los discursos de odio como principal obstáculo para la convivencia democrática. Estos discursos son cada
vez más difíciles de controlar debido a
las redes sociales y el ciberespacio. Tras
abordar la disyuntiva entre el “discurso
de odio” –que no debería ser protegido
por la libertad de expresión– y el “discurso impopular y ofensivo” –a menudo
protegido por esta– la autora apuesta no
solo por las medidas jurídicas sino por
el carácter ético de una democracia para prevenir el primero. Incluso, llega a
afirmar que el propio término “discurso
del odio” es en sí una contradicción. Es
un error hablar de “discurso” cuando
el odio es monológico. Quien lo pronuncia no considera al otro como un
interlocutor válido, niega al oyente su
capacidad de interlocución y de réplica.
Es una relación de asimetría y de desigualdad radical.
Precisamente, otra contradicción
se señala en el capítulo cuarto: aquella
existente entre lo que las instituciones
económicas y políticas legitiman moralmente, y lo que las personas terminan
haciendo. Tras repasar mínimamente
los niveles de desarrollo ontogenético
de la conciencia moral realizados por
Lawrence Kohlberg, seguido por la teoría de la evolución social de Jürgen Habermas, la autora explica el gran abismo
que existe entre la ética que legitiman
las instituciones y el juicio y la acción
de sus ciudadanos. Es decir, mientras
que se propugna un modelo de ciudadanía social en el que los ciudadanos
ven protegidos sus derechos y en la que
se predica la necesidad de construir un
mundo sin excluidos, la aporofobia sigue siendo una realidad. Mientras que
en la historia de la filosofía numerosos
autores han aludido a un “mal radical”
del ser humano, ha sido posible, en parte gracias a la entrada en vigor de las
neurociencias, estudiar esa especie de
mal radical desde el punto de vista neurobiológico.
Para intentar explicar las bases
neurobiológicas de la aporofobia, la autora remite primero a las de la xenofobia. Algunas teorías en neuroética han
señalado que los seres humanos somos
xenófobos empáticos por naturaleza.
Es decir, poseemos simpatía selectiva,
una tendencia biológica y evolutiva a
cooperar con el grupo y a considerar
como extraños a aquellos que provienen de fuera. Su origen posiblemente
se encuentre en las emociones sociales:
aquellas emociones que conducían al
prejuicio racial o cultural servían desde
el punto de vista evolutivo para detectar
las amenazas y los peligros hacia el propio grupo. Sin embargo, a pesar de que
nuestro cerebro cuenta con unos códigos de conducta seleccionados evolutivamente, existen otras conductas que no
pueden explicarse desde esta perspectiva, como el altruismo biológico. Esto
evidencia que el ser humano no solo
está programado neurobiológicamente
para el prejuicio, el rechazo, o la exclusión, sino también para la cooperación
y la solidaridad. Tomando como referencia la epigénesis proactiva de Katinka
Evers, la evolución del cerebro no solo
es biológica sino cultural, pues el aprendizaje y la experiencia se mezclan con
la acción de los genes. Crear unas instituciones y organizaciones justas y que
reconozcan a los “sin poder” será clave
para que las acciones de las personas
también se encaminen en este sentido.
Una vez tratadas las bases cerebrales y sociales de la aporofobia, y cómo
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140 l
estas pueden ser modificadas a través
no solo de la educación sino también
de las instituciones que fomenten la
dignidad humana, en el capítulo quinto la autora trata la relación que existe
entre la conciencia y la reputación en
la acción moral. Los estudios neurobiológicos de la conciencia moral apuntan
a que, evolutivamente, está muy ligada
al altruismo moral. Al parecer, la vergüenza y la reputación se convirtieron
en indispensables para la supervivencia
del individuo y del propio grupo. Sin
embargo, y bajo una perspectiva nietzscheana, parece que nos las arreglamos
mejor con nuestra conciencia que con
la mala reputación. Por tanto, y aplicado
al contexto que nos ocupa, nos vemos
obligados a desarrollar conductas más
prosociales cuando nos sentimos observados y peligra nuestra reputación. Pero
¿no existe entonces ningún momento
de obligación incondicionado? Desde
el punto de vista kantiano, la obligación
interna está en la base de la conciencia
moral y de los deberes hacia uno mismo
y hacia los demás. Son comunes para esta justificación las alusiones –en este y
en otros capítulos de la obra– al vínculo
incondicionado entre los seres humanos
como base de su reconocimiento recíproco, algo que la autora ya trató en
su Ética de la razón cordial. Este vínculo
cordial se toma como la primera base
para acabar con la aporofobia.
Sin embargo, además de una base
teórica que nos remita a un momento
incondicionado para la acción moral,
necesitamos también de la educación.
Precisamente, en el capítulo sexto se
aborda la disyuntiva entre la educación
y la intervención neurocientífica sobre
la motivación moral. Ciertamente, la
biomejora es un tema muy actual de
la bioética y la neuroética. La capaci-
CoMENtArIos BIBlIoGrÁFICos
dad de intervenir en la potenciación de
ciertas capacidades, como la memoria y
el razonamiento, nos ha hecho cuestionarnos si tal intervención es aceptable
y justa. Tras exponer las dos posiciones
enfrentadas a este respecto, “bioconservadores” y “transhumanistas”, la autora
se centra en las posibilidades de mejora en el ámbito moral. Algo que, para
autores como Thomas Douglas, no sería
un problema, mientras que para autores
como Julian Savulescu e Ingmar Persson sería un imperativo. El problema
es cómo realizar esa mejora e intentar
conjugar los bienes prudenciales con
los bienes morales. Es evidente que la
evolución de nuestras disposiciones biológicas no ha coincidido con el progreso moral en el nivel cultural. Más allá
de apostar por una eugenesia liberal o
autoritaria, hay que hacerlo por la educación moral, especialmente en los más
jóvenes, como primer paso.
En el capítulo séptimo se abordan
las desigualdades desde un análisis histórico y filosófico. En opinión de Cortina,
cuando hablamos de pobreza es preciso
aclarar cuatro cuestiones: (1) qué es ser
pobre desde el punto de vista económico; (2) si la pobreza es evitable o por el
contrario hay que acostumbrarse a ella;
(3) si las condiciones de salida equitativas son un derecho de las personas o
un cálculo de utilidades; (4) y si se trata de eliminar la pobreza material o de
reducir las desigualdades económicas
solamente.
En cuanto a la primera pregunta,
parece muy adecuada la definición de
Amartya Sen, quien desde el enfoque
de capacidades dice que ser pobre es la
incapacidad de poder llevar a cabo los
planes de vida y la carencia de las capacidades básicas necesarias. Con respecto
a la segunda pregunta, no fue hasta la
segunda Ilustración (años 60 y 70 del siglo XX) cuando la pobreza no se ve como algo inevitable, sino como algo que
debe eliminarse y, además, hacerlo es en
un deber del Estado. Es en ese momento
cuando se extiende la convicción de que
la pobreza es una coacción a la libertad
de las personas y, consecuentemente, es
inaceptable. En cuanto a la tercera pregunta, muchas políticas antipobreza han
hecho uso de “la trampa de la pobreza”,
es decir, que las personas tengan lo suficiente para sobrevivir, pero no para salir
de la pobreza. Es decir, no solo se trata
de proteger el régimen político y la estabilidad de una sociedad, sino también
promocionar a las personas pobres para
que puedan salir de la pobreza. La reducción de las desigualdades es clave como
forma de erradicar la pobreza, además de
ser uno de los objetivos del milenio.
Por último, en el capítulo octavo,
se aborda el tema de la hospitalidad como una de las posibles medidas contra la
aporofobia. Hospitalidad entendida como una virtud, por sus raíces históricas
y, especialmente, a partir de la tradición
kantiana. Pero también complementada
con la tradición de autores como Emmanuel Lévinas o Jacques Derrida en
cuanto a la apertura al otro como característica básica del ser humano. Es decir,
hospitalidad universal para una sociedad
cosmopolita, como exigencia ética in-
condicionada que brota del reconocimiento del respeto y la dignidad.
En definitiva, Aporofobia, el rechazo
al pobre: un desafío para la democracia supone una visión fresca y a la vez preocupada por un problema social que ha
estado vigente desde siempre, pero que
ahora por fin tiene un nombre propio.
Adela Cortina, quien ha mantenido
una fecunda y extensa carrera académica y comprometida con la ética a nivel
teórico y práctico, aborda desde una
perspectiva interdisciplinar a través de
estudios políticos, sociales, filosóficos y
también neurocientíficos este problema,
proponiendo horizontes de sentido, difíciles pero realistas.1
DANIEL PALLARÉS-DOMÍNGUEZ
Universitat Jaume I de Castellón
l 141
1
Este trabajo se inserta dentro de los objetivos del proyecto de la subvención para la
contratación de personal investigador en fase
posdoctoral [APOSTD/2017/003], concedida por la Consellería de Educación, Cultura
y Deporte de la Generalitat Valenciana, y el
Fondo Social Europeo. Además, esta contribución se enmarca en los objetivos concretos
del proyecto de investigación de Ministerio de
Economía y Competitividad titulado: “Neuroeducación moral para las éticas aplicadas”
[FFI2016-76753-C2-2-P].
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Vol. 45 Nº1 l Otoño 2019
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2 > Los artículos no deberán exceder las 10 000 palabras; las notas y los
estudios críticos, las 6000 palabras, las discusiones, las 3000 palabras y las reseñas bibliográficas las 1500 palabras. El Comité Editorial de la RLF se reserva el derecho de
decidir acerca de la publicación de trabajos que excedan la extensión indicada.
3 > Todos los artículos, notas, estudios críticos y discusiones deberán estar
acompañados por un resumen (de hasta 120 palabras) en la lengua original en que
fueron escritos, junto con tres a cinco palabras clave. También deberán acompañarse
de un abstract de la misma extensión y de tres a cinco keywords. Se recomienda que las
palabras clave no repitan las que aparecen en el título del trabajo. Los autores también
deberán adjuntar un curriculum vitae actualizado que no supere las 120 palabras.
4 > Todos los trabajos deberán incluir al final la bibliografía citada en una
única lista ordenada alfabéticamente. Las obras deberán citarse de acuerdo con las
normas bibliográficas especificadas en la sección B).
B) NORMAS BIBLIOgRáFICAS
1 > La RLF ha adoptado para las citas bibliográficas el sistema denominado
autor-año. Consecuentemente, las referencias en el texto o en las notas a pie de página
deben hacerse de acuerdo con los siguientes modelos:
a) Libro o artículo con número de página: (Habermas 1981: 302).
b) Libro o artículo con número de parágrafo: (Heidegger 1927: § 52).
c) Libro o artículo con número de página y nota: (Quine 1960: 171, n. 2).
d) Libro o artículo con referencia a varias páginas: (Ricoeur 1967: 135 ss.).
e) Obras completas con sigla, volumen y número de página: (Hegel GW 11:
279).
2 > Para el caso de las obras de autores clásicos se admitirán las siglas o abreviaturas usuales entre los especialistas, que deberán colocarse en bastardillas. Por
ejemplo: (Aristóteles, De an. III 2, 426a1-5); (Aristóteles, EN VII 1, 1145b10); (Kant,
KrV A 445 / B 473). Cuando no hubiere siglas o abreviaturas de este tipo, se podrá
emplear la referencia a las ediciones consideradas canónicas, o bien a las más conocidas. Deberán evitarse las referencias mediante las fechas de ediciones o traducciones
actuales de las obras citadas pero que son anacrónicas respecto de los autores, tales
como (Aristóteles 1998: 27) o (Kant 2005: 287).
3 > Cuando se cite una única obra, la referencia bibliográfica deberá colocarse
en el cuerpo del texto. Cuando se cite o se aluda a más de una obra o autor, las referencias correspondientes deberán colocarse en nota a pie de página. Deberán evitarse
todas las expresiones o abreviaturas latinas, tales como cfr., idem, ibidem, op. cit., y otras
semejantes. Las referencias a obras de las cuales no se hace una cita textual deben realizarse según los siguientes modelos:
a) Referencias en el texto: (véase Heidegger 1929).
b) Referencias en las notas a pie de página:
b.1) Un autor y múltiples obras: Véase Ricoeur 1967, 1973 y 1987.
b.2) Varios autores: Véanse Carnap 1932 y Neurath 1934.
b.3) Varios autores y obras: Véanse Quine 1960, 1973 y 1981; Davidson
1967, 1975 y 1984.
4 > Las citas textuales extensas, de tres líneas o más, deben colocarse sin
comillas, en letra más pequeña y con sangría en el margen izquierdo. La referencia
bibliográfica correspondiente no debe colocarse en nota a pie de página, sino entre
paréntesis, después del punto final del texto citado. Las citas más breves, ya sean oraciones completas o partes de una oración, deben insertarse en el texto del trabajo, con
letra de tamaño normal y entre comillas dobles, seguidas de la correspondiente referencia bibliográfica entre paréntesis. Todas las citas textuales deberán estar traducidas
al idioma en el cual está escrito el trabajo. En el caso de que haya consideraciones de
tipo filológico, se admitirán luego de la traducción, las correspondientes palabras o
expresiones originales, que deberán colocarse entre paréntesis y en bastardillas, por
ejemplo: (ousía), (tópos ouranós), (quod quid erat esse). Las palabras en griego, o en otras
lenguas que no empleen el alfabeto latino, deberán transliterarse de acuerdo con las
convenciones más usuales.
5 > Las obras mencionadas en el texto y las notas a pie de página deberán
listarse alfabéticamente al final, bajo el título BIBLIOGRAFÍA, y citarse de acuerdo
con los siguientes modelos.
Libros
Hacking, I. (1983), Representing and Intervening: Introductory Topics in the Philosophy of Natural Science (Cambridge: Cambridge University Press).
Compilaciones
Hollis, M. y Lukes, S. (1982) (comps.), Rationality and Relativism (Oxford:
Blackwell).
Capítulos de libro
Taylor, C. (1982), “Rationality”, en M. Hollis y S. Lukes (1982) (comps.),
Rationality and Relativism (Oxford: Blackwell, 87-105).
Artículos
Carnap, R. (1950), “Empiricism, Semantics, and Ontology”, Revue Internationale de Philosophie, 4: 20-40.
6 > En caso de dudas acerca de la manera de citar ediciones y traducciones de
las obras utilizadas, ya sea en el texto del trabajo, en las notas a pie de página o en la
bibliografía final, los autores deberán remitirse a la obra de Robert Ritter, The Oxford
Guide of Style (Oxford: Oxford University Press, 2002), en particular al capítulo 15,
páginas 566-572.
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Para suscripciones, pedidos, correspondencia
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