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TESORO MEXICANO. Preámbulo

2015, Tesoro Mexicano. Imagenes de la naturaleza entre el Viejo y el Nuevo Mundo

En este corto preámbulo, el curador y coautor anticipa las lineas guía del libro, aludiendo polemicamente a la imprecisión de muchos estudios sobre la figura y obra de Francisco Hernández

Preámbulo Indias el responsable de la fallida publicación del Tesoro, sino el rey en persona. La epístola a Arias Montano fue compuesta a comienzos de 1578 y no, evidentemente, en los años siguientes. No fue médico de cámara de Felipe II sino, más humildemente, médico de la casa real. En cuanto a su obra, Hernández le dejó los borradores a su hijo Juan Fernández Sotomayor, quien a su vez los legó a un convento toledano. Felipe II supo de su existencia y ordenó llevarlos al Escorial; después de su muerte se perdieron o se dispersaron. El sustantivo “tesoro” posee múltiples significados. En el presente contexto, es inseparable del adjetivo “mexicano”, y designa una recopilación de animales y plantas peregrinas que el Doctor Francisco Hernández rastreó a lo largo y ancho de México entre 1571 y 1577; las mismas especies que, reproducidas por pintores indígenas, reunió en 16 cuerpos de libros forrados en cordobán azul. Las páginas que siguen vierten sobre dicha obra y los equívocos que la circundan... comenzando por la expresión “Tesoro Mexicano”. Inicialmente, esta fue acuñada en latín para titular un extracto póstumo de los volúmenes de Hernández, el renombrado Rerum Medicarum Novae Hispaniae Thesaurus. Publicado en 1651, al cabo de largas peripecias editoriales, el Thesaurus refleja solo en parte el sentido original del Tesoro; sin embargo, es común llamarlo Tesoro Mexicano, Tesoro Messicano o Mexican Threasury. No es un juego de palabras: el Thesaurus ha desbancado la obra de Hernández, concentrando sobre sí toda la atención. Los 16 tomos de la historia natural de la Nueva España no despertaron jamás el interés debido: fueron admirados por contados prelados y frailes jerónimos en virtud del colorido de las láminas, y de las cantoneras y manezuelas de plata que decoraban la encuadernación, mas ninguno los leyó cuidadosamente. Por mandato de Felipe II, el Doctor Nardo Antonio Recchi los compendió en un solo volumen, suprimiendo lo que no correspondía a su concepto de la materia médica, es decir, tachando la mayor parte del texto hernandino. Los académicos Linceos se empeñaron en ensanchar los límites marcados por Recchi, pero, no disponiendo de los manuscritos de Hernández, se quedaron cortos. Total, el Tesoro Mexicano es distinto del Thesaurus y sus derivados. Para decirlo con Shakespeare, el Tesoro Mexicano es “such stuff as dreams are made on”. Si lo identificamos con el Thesaurus, es concreto como un tomo in-folio de 1.081 páginas, 32,4x21,6x8 cm y un peso de 12 libras. En cambio, entendido como recopilación de las riquezas naturales de México, es inasible como una sombra: la sombra de 16 volúmenes en papel marquilla rebosantes de cosas peregrinas. Mientras que de pesados tomos in-folio están llenas las bibliotecas, los libros que son y no son abundan solo en la imaginación de Jorge Luis Borges. El valor del Tesoro Mexicano estriba precisamente en su naturaleza incierta, etérea: es este equívoco, al fin y al cabo, el que ha nutrido a través de los siglos su atractivo. Alrededor suyo se han tejido leyendas, conjeturas y especulaciones, con el resultado de que la incertidumbre ha seguido creciendo. Así las cosas, se asoma una pregunta similar a la que Descartes se puso ante un trozo de cera: desnudado de los cuentos que lo envuelven ¿qué queda del Tesoro Mexicano? Siete sílabas, dos vocablos y la nostalgia por lo que fue. Como suele ocurrir con los fantasmas, el asunto no concierne a la realidad de las cosas, sino a las sábanas blancas que las recubren. La expedición del Doctor Hernández recorrió la meseta central con el cometido expreso de inventariar las plantas medicinales de la Nueva España, la perla más preciada de la corona española. Sin embargo, lejos de limitarse a enumerar y valorar las especies útiles, el Protomédico se detuvo a estudiar el entorno físico en su totalidad, describiéndolo con meticulosidad proto-científica. Logró este resultado con la ayuda de herbolarios, médicos y pintores nahuas: fueron estos, en verdad, quienes le entregaron las llaves del Tesoro Mexicano. En la época prehispánica, los aztecas habían desarrollado conocimientos botánicos y un gusto estético por las flores, las plantas y las plumas indudablemente superiores a los europeos. El aprecio por la naturaleza También Francisco Hernández es diferente de como lo pintan. El sabio toledano no murió en 1587, como se viene repitiendo desde hace dos siglos, sino en 1578, el 28 de mayo, para ser exactos. No fue sepultado en la iglesia de Santa Cruz sino en la de San Martín, como había dispuesto en el testamento. No fue el Consejo de 19 –extendido a aquellas divinidades que la simbolizaban–, la finura de la percepción sensorial, la conciencia del paisaje, el amor a lo bello, todo apunta a un entendimiento no superficial con el mundo físico. “Además de las sementeras de maíz y otras semillas –anota Francisco Javier Clavijero– tenían los mexicanos un gusto exquisito en la cultura de huertas y jardines en que había plantados con bello orden árboles frutales, hierbas medicinales y flores de que hacían grande uso por el sumo placer que en ellas tenían los mexicanos y por la costumbre que había de presentar a los reyes, señores, embajadores y otras personas, ramilletes de flores, además de la excesiva cantidad que se consumía en el culto a los dioses, así en los templos como en los oratorios privados”. Comenzando por Cortés, no hubo cronista que no se detuviera pasmado a describir la belleza de los jardines y huertas existentes al comienzo de la Conquista. En el singular apego de los mexicas al reino vegetal confluían lo estético y lo práctico. “Tenían yerbas para todas las enfermedades y dolores, de cuyos zumos y aplicaciones componían sus remedios y lograban admirables efectos”, escribe impresionado Antonio de Solís. En busca de nuevas especies útiles, los herbolarios no solo recorrían incansablemente la meseta del Anáhuac, sino que llegaban hasta las remotas selvas tropicales del sur. Su método investigativo era muy avanzado o, si se quiere, moderno. Sometían cada espécimen a un atento examen, lo pintaban, lo comparaban y finalmente lo clasificaban. Para este fin, se valían de una sofisticada nomenclatura, que reflejaba la mayor o menor similitud de las plantas recién descubiertas con especies ya conocidas, existentes en los jardines botánicos. Para distinguir una nueva especie de otra ya catalogada, rotulaban la primera con el mismo nombre de la segunda, pero agregándole un sufijo. El grado de complejidad del sistema clasificatorio era tal que los nombres describían de por sí los rasgos morfológicos y ambientales de las diferentes especies, como en el caso de “tepehoilacapitzxochitl”, nombre que significaba: “planta ornamental que crece a media altura, tiene tallo nudoso, se arrastra pero luego se vuelve erecta y sutil”. * La colaboración brindada por los nativos al sabio toledano ha llevado a un historiador a afirmar que “la obra de Hernández fue radicalmente mestiza, al igual que toda la cultura novohispana”. Mestiza, o sea, nacida del cruce de dos razas, blanca y mexica, encuentro de culturas, trueque de experiencias, convivencia de visiones... ¿Qué 20 otra acepción podría tener la palabra “mestizo”? Podría significar incomunicación, humillación, vejación, abuso... o sea, todo y lo contrario de todo. Y la participación de personal indígena en una expedición española emprendida por voluntad expresa de un monarca Habsburgo con el fin (inexpreso) de colmar las arcas reales ¿qué sentido tiene? ¿El de “colaboración”, de “colaboracionismo” o de “obligación”? Hernández era un humanista y un científico, convencido de que el conocimiento de la naturaleza era un apostolado y que el trabajo investigativo tenía que ser difundido (y compensado). Era un hombre cuerdo, impregnado de antiguos valores y saberes. El sentido de la inédita cooperación que dio origen al Tesoro Mexicano tiene mucho que ver con la visión del mundo de Francisco Hernández, visión que, a medida que la realidad americana fue llenando sus ojos, se volvió cada vez más férvida y sufrida: adjetivos más apropiados a una torturada historia de amor que a una simple expedición botánica. * Cfr. F. del Paso y Troncoso, La botánica entre los Nahuas, Anales del Museo Nacional de México, 3, 1886. A. de Ávila cuestiona la interpretación de Del Paso y Troncoso y sostiene que el nombre “tepehoilacapitzxochitl” debe interpretarsemás bien como “flor de flauta montés”.