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Espacio identidad y literatura en Hispanoamerica

"Juzgo -y deseo no equivocarme-que nada para la cultura actual puede ser más importante, urgente, emocionante -y, por otra parte, inevitable-que el dirigir la atenciónprecisamente hoy-al espacio convencional" 3 .

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE SINALOA Héctor Melesio Cuén Ojeda Rector Jesús Madueña Molina Secretario General César Sánchez Montoya Director de Servicios Escolares Manuel de Jesús Lara Salazar Secretario de Administración y Finanzas Juan Salvador Avilés Ochoa Coordinador General de Extensión de la Cultura y los Servicios Elba Gabriela Zazueta Directora de Editorial Wenceslao Salazar Suárez Director de Imprenta Universitaria ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRICA Espacio, identidad y literatura en Hispanoamérica Alicia Llarena UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE SINALOA Espacio, identidad y literatura en Hispanoamérica Alicia Llarena Jefe de producción: Corrección: Diseño de portada: Tipografía: Ilustración de portada: Lorenzo Morales Zamora Juan Andrés Montoya Adiel Robles Castro Irma Mireya Zazueta Franco Berbel 1ª edición UAS, agosto 2007 D.R.: © UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE SINALOA EDITORIAL Burócratas 274-3 Col. Burócrata 80030, Culiacán Rosales, Sinaloa Telfax: 715- 59- 92 ISBN: 978-970-660-199-5 Edición con fines académicos, no lucrativa Impreso y hecho en México INTRODUCCIÓN Mi interés por el espacio literario, y por su significado en la definición de la literatura hispanoamericana, no es nuevo. De hecho, empezó hace más de una década, cuando me vi obligada a explicar la función del espacio imaginario en las novelas clásicas del realismo mágico. Era evidente que Comala y Macondo jugaban un papel importante en la verosimilitud de sus ficciones respectivas, pero en la poética y la teoría magicorrealista, sin embargo, el lugar dedicado a estos espacios imaginarios era insignificante, frente a la supremacía total del narrador y de su particular punto de vista. Era un lugar común que gran parte del encantamiento de la prosa de García Márquez y Juan Rulfo residía en ese narrador capaz de contar lo extraordinario como si fuera cotidiano, y viceversa; pero muy pocos habían reparado en la función central del espacio imaginario, en su potencial habilidad para dotar de verosimilitud y de representatividad a la novela hispanoamericana, con una envidiable economía de recursos técnicos. Tratando de encajar estas impresiones, fue en esta etapa de la investigación sobre el realismo mágico y lo real maravilloso cuando me tropecé, precisamente, con las preguntas, paradojas y cuestiones que dieron origen a esta reflexión sobre el espacio y la identidad en Hispanoamérica. Como podrá observarse, aquella pregunta primigenia sobre el espacio Alicia Llarena imaginario se transformó en algo más hon do y, sobre todo, en una estrecha relación investigadora que, desde entonces, ha tenido continuidad en mi ejercicio académico. Ya sea en publicaciones, en coloquios, o en los seminarios y cursos de doctorado que he tenido ocasión de impartir en distintos ámbitos y países, mis reflexiones sobre el espacio literario han sido siempre una piedra angular, fragmentos dispersos que esperaban la ocasión de reunirse en un discurso como éste. Debo añadir aquí que la marginación que caracterizó al espacio literario en la discusión sobre el realismo mágico y lo real maravilloso, sólo es un síntoma de su olvido general en el marco de la teoría literaria y en la teoría de la narración, factores que me obligaron en su momento a hacer acopio de materiales afines en otras disciplinas y a confrontar el descrédito que la cuestión del espacio originaba en el entorno mismo de la crítica literaria hispanoamericanista, resistente como se sabe a los fantasmas del caduco “telurismo” regionalista. Lejos de las novelas de la selva, el espacio literario —al menos en apariencia— había perdido su rutilante protagonismo, y la asociación entre paisaje y narrativa hispanoamericana llegó a constituir, para muchos, una relación malsana y eurocéntrica, que sobrevaloraba el exotismo del continente como símbolo de americanidad. En medio de estos vacíos teóricos y a través de estas sospechas y rechazos, la investigación sobre el espacio literario fue convirtiéndose en una aventura intelectual estimulante, que afectaba no sólo al texto literario como forma, es decir, al papel de este ingrediente del relato en la estructura de una novela, sino al sentido, y a los sentidos, 8 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRICA que el espacio desempeña en una historia literaria, en la expresión de la identidad y en la interpretación y definición de la cultura. Con el tiempo, las preguntas se hicieron más densas y los procesos socio -culturales de las últimas décadas no han hecho más que acentuar mis inquietudes al respecto. Y es que, a medida que aumentaba mi certeza sobre el poder semántico del espacio liter ario, éste ha ido cobrando un renovado interés, que puede palparse en distintos ámbitos del escenario teórico más reciente: desde la descentralización de las literaturas nacionales y la irrupción de las periferias, hasta los movi mientos migratorios, o los contrastes entre la globalización y el multiculturalismo, pasando por las reflexiones sobre la diversidad y la diferencia, lo cierto es que en nuestros días el espacio literario es un signo privilegiado en la interpretación y la valoración de las culturas , e incluso un campo de estudios que ya manifiesta su autonomía entre las modas académicas, como indica el surgimiento de la “ecocrítica”, quizás las última venganza del espacio frente al largo descuido teórico y social al que lo hemos ido relegando, y que algunos denunciaron hace tiempo con visionaria claridad: El espacio está tomando venganza por las múltiples ocasiones en que fue subordinado. He aquí que está pasando a un primer plano en los intereses investigativos de la poética: resulta que no es ya simplemente uno de los componentes de la realidad presentada, sino que constituye el centro de la semántica de la obra y la base de otros ordenamientos que aparecen en ella. 1 1 Januzs Slawinsky, 1989, p. 268. 9 Alicia Llarena En el caso de la literatura hispanoamericana, habrá que considerar especialmente la paradoja del espacio literario, porque a pesar de su incidencia directa en momentos centrales de su proceso histórico, de su peso específico en la representación de América y de sus estrechas relaciones con la definición de la iden tidad cultural del continente, o tal vez precisamente por estas mismas razones, ha sido un elemento singular y contradictorio, celebrado y rechazado a un tiempo y por el mismo motivo, su identificación con “lo americano”. Como elemento vertebrador de la identidad cultural, de la imagen de América, y de algunos de los problemas literarios más persistentes a lo largo de su historia, el espacio estuvo presente desde el principio, en las primeras noticias sobre América, en los textos fundacionales de los diario s, las historias, las crónicas o las cartas de relación; en los albores de la independencia ya fue un motivo expreso y voluntario de americanismo y de conciencia nacional; más tarde se erigió en personaje principal de la novela regionalista, la “Novela de la tierra”. Y aún cuando el exceso y el lastre del regionalismo literario provocaron entre los nuevos narradores hispanoamericanos el rechazo del paisaje, en la segunda mitad del siglo XX, el espacio siguió teniendo, hasta en los casos menos visibles, un peso determinante. Es sabido que el “telurismo” militante, descriptivo y localista de aquellos narradores regionales desapareció del horizonte literario, pero el “espacio” siguió teniendo una enorme capacidad significativa, hasta el punto de articular desde entonces uno de los procesos más interesantes de la nueva novela hispanoamericana: el espacio no será ya el 10 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRICA argumento del relato, pero sí el elemento central del proceso narrativo, como refleja la nómina de nombres estelares en el canon literario de Hispa noamérica, desde los espacios fantásticos de Borges a los espacios imaginarios de Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez u Osvaldo Soriano; desde la teoría de los contextos de Alejo Carpentier hasta los espacios de la inmigración o el desarraigo (Roberto Arlt y la escritura del exilio); desde los espacios marginales de “La Onda” mexicana a los espacios de hibridación y la frontera México-USA, o desde el resurgimiento, en los últimos años, de las “literaturas regionales” en gran parte de los países hispanoamericanos, todo parece indicar que l as imágenes espaciales, y las formas y estrategias espaciales, no sólo han sido abundantes en la segunda mitad del siglo, sino que son, ahora más que nunca, decisivas e imprescin dibles en la conformación de los mapas culturales e imaginarios del nuevo siglo. La vinculación del espacio con la expresión de la identidad, y con la fundación y construcción de ésta, no es, evidentemente, un fenómeno exclusivo de Hispanoamérica, sino al contrario, es uno de esos grandes universales, que articula el desarrollo de cualquier tradición literaria, con independencia de su prestigio y de sus años de antigüedad. Pero es lógico que, por la contemporaneidad del proceso literario de Hispanoamérica, por la más o menos recient e configuración de su campo de estudios y por la confluencia de los muchos factores que han matizado el devenir de sus expresiones culturales, los efectos del espacio literario puedan sentirse con más intensidad en el continente y 11 Alicia Llarena puedan resultar peculiarmente complejos. De un lado, la “invención de América” convirtió en un problema teórico la representación del continente; por otro lado, y en un nivel práctico, los narradores hispanoamericanos se han visto obligados, incluso tras la desaparición de las “no velas de la tierra”, a resolver las enormes dificultades de una urgente tarea, “nombrar América”, presentarla y representarla en el contexto universal, fundar en este dominio su propia geografía imaginaria. Inevitablemente, y desde este punto de vista, los escritores hispanoamericanos estaban llamados a participar en la construcción de una “mitología conductora”, y en la revelación de la “tierra inédita”, tarea privilegiada y universalista donde las haya, que en nada se parece a un localismo folklorista y chato, como advirtiera en plena reflexión vanguardista el escritor canario Agustín Espinosa : La música que salve a un pueblo, a un astro o a una isla, no será nunca música de esta clase. Sino música integral. Sino la creación de una mitología. De un clima poético donde cada pedazo de pueblo, astro o isla, pueda se ntarse a repasar heroicidades. Sino aquella literatura que imponga su m ódulo vivo sobre la tierra inédita. No ha sido de otro modo cómo el mundo ha visto, durante siglos, la India que creó Camoens; o la Grecia que fabricó Homero; o la Roma que hizo Virgilio; o la América que edificó Ercilla; o la España que invent aron nuestros romances viejos. Una tierra sin tradición fuerte, sin atmósfera poética, sufre la amenaza de un difumino fatal... Lo que yo he buscado realizar, sobre todo, ha sido esto: un mundo poético; una mitología conductora 2. 2 Agustín Espinosa, 1988, pp. 9 -10. 12 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRICA Por el conocimiento más o menos reciente de la historia literaria de Hispanoamérica, y por la enorme diversidad que emana de su sistema múltiple, fruto en definiti va de las diecinueve literaturas nacionales que en éste participan, por no entrar ahora en otros detalles también considerables, es difícil atender a los tantos y tan profundos aspectos que tienen relación con el espacio. La geografía de Hispanoamérica, má s allá de su materia física, es inmensa, y su cartografía dista mucho de ser aún un planisferio completo. De ahí que en ciertos momentos de la historia, los territorios emerjan acentuando su personalidad con energía y dando testimonio cultural de su existencia en el conjunto del paisaje nacional. Son momentos, por cierto, que guardan una estrecha relación dialéctica con lo universal: el contacto con la ilustración europea produjo una apasionada defensa de América y de sus gentes, visible en hombres como Bel lo o Clavijero; el espíritu romántico occidental, y su combinación con la independencia política del continente, tuvo como vehículo expresivo una escritura comprometida con el espacio nacional, en tanto portador de identidad precisamente; la novela regionalista se embarcó en su proyecto americano justo en medio de los afanes cosmopolitas de la vanguardia, movimiento éste que, por otra parte, tampoco fue insensible a la cuestión de la identidad, expresamente convertida en materia artística, como en el caso paradigmático de la poesía negrista, y en materia teórica o ensayo, como sucedió en los debates indigenistas de Mariátegui; por su parte, la recepción y el éxito de la nueva novela hispanoamericana y el consiguiente 13 Alicia Llarena reconocimiento de su especificidad cultu ral, coincidirán también con los instantes de mayor universalidad y espacialización de sus instrumentos narrativos; y en cualquier caso, es obvio que en la relación dinámica y tensa entre América y Occidente late siempre, y en el fondo, una cuestión de esp acios. Desde esta misma perspectiva, subrayaré que en las últimas décadas del siglo XX, y justo cuando el mundo se ha embarcado definitivamente en la globalización de la aldea y asistimos en directo a los milagros tecnológicos de la comunicación, la literatura hispanoamericana vive un nuevo proceso de “regionalización”, haciendo visibles sus localidades y provincias menos céntricas. Ello es lo que sucede en países como Argentina o Chile y, especialmente, entre los llamados “narradores del norte” de México, cuya aparición en el escenario artístico resultó cuando menos desafiante en un país de enorme tendencia al centralismo. En ese mapa, los estados norteños han sido víctimas históricas del olvido, pero su cercanía con la frontera estadounidense y el impulso editorial de sus últimos creadores, les han devuelto de pronto un inusitado protagonismo. Nombres como Jesús Gardea, Daniel Sada, Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite o Rosina Conde, entre una pléyade heterogénea y abundante de escritores, son hoy referencias ineludibles en el panorama de la literatura mexicana, y sus discursos, como en toda escritura emergente, que tantea su identidad y busca la autodefinición, han logrado forjar a estas alturas una interesante colección de imágenes y signos espa ciales, que explican y que fijan su interesante ámbito psicogeo - 14 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRICA gráfico en el imaginario cultural y colectivo, añadiendo otros nombres a la topografía literaria del continente: la representación literaria de Chihuahua, de Tijuana o de Coahuila, no sólo amplifica en el presente las modalidades y los matices de la escritura hispanoamericana, anunciando nuevos territorios para el lector, sino que lo hace, una vez más, apelando a la capacidad semántica del espacio y a sus funciones identitarias. Conviene record ar al respecto que la emergencia de la narrativa norteña y el énfasis en mostrar la realidad de su paisaje humano y cultural, son proporcionales y paralelos a su contacto con el mundo que hay más allá de la línea, the border, la frontera. Y es que, mientras la línea se abre en ambas direcciones y se contaminan las ciudades fronterizas, la literatura del norte de México se aferra a sus signos culturales en la misma medida en que se abandona a la influencia de Norteamérica. Esta es, en definitiva, la dinámica que estas páginas quieren poner de manifiesto, la que se establece entre el espacio, la escritura y la identidad, la que hace posible resolver las contradicciones y paradojas entre lo propio y lo universal, la que reaparece en los momentos inaugurales de una tradición, la que a lo largo de la historia del humanismo y de la literatura, hasta el pórtico de este nuevo siglo, ha ido configurando, nada más y nada menos, que nuestra imagen del mundo. 15 1. EL ESPACIO LITERARIO: AUSENCIA Y PROTAGONISMO 1.1 La importancia del espacio: fundamentos culturales “Juzgo –y deseo no equivocarme– que nada para la cultura actual puede ser más importante, urgente, emocionante – y, por otra parte, inevitable– que el dirigir la atención – precisamente hoy– al espacio convencional” 3. “All experience is placed experience” 4. S i contrastamos los manuales de teoría literaria y los estudios sobre la narración, es fácil descubrir quiénes son los protagonistas del relato: la supremacía del “narrador”, del “punto de vista” y la “pe rspectiva narrativa” es absoluta; y no menos abundante la atención que se presta a ingredientes tan decisivos en la estructura de una obra como el “tiempo”, o como los propios “personajes”. Entre estos pesos pesados del discurso narrativo, el “espacio lite rario”, sin embargo, no pasa de ser uno de esos sobreentendidos del que, precisamente por serlo, se habla poco y con brevedad. A menudo, el “espacio” sólo fue considerado como el escenario donde transcurren las acciones, un elemento sin duda indispensable, porque todo ocurre en algún lugar y porque provee de datos esenciales para orientar la 3 4 Víctor d’Ors, Labor, 1969, p. 9. Rockwell Gray, 1989, pp. 9 -53. Alicia Llarena expectativa del lector y del relato. Pero, más allá de estas funciones contextuales y de su servidumbre simbólica con respecto al argumento, las anotaciones sobre el “espacio” siguen siendo escasas en el conjunto teórico y en el análisis de la obra literaria. Es obvio que esta combinación entre el tópico narrativo de que “todo sucede en alguna parte” y el hecho de que la información espacial tenga una estrecha dependencia con el aparato descriptivo del relato, ha orillado su significación y promovido cierta ambigüedad teórica: “Pocos de los con ceptos que se derivan de los textos narrativos –se lamentan algunos– son evidentes por sí mismos, e inclu so se han mantenido tan vagos como el concepto de espacio” 5. Esta imprecisión no se corresponde, por cierto, con la claridad que emana de la propia escritura y con las impresiones del escritor ante su oficio, que a menudo son portadoras de un sentido intuitivo sobre el valor de esta herramienta y de su alta capacidad instrumental en el ámbito semántico de un texto, como revela, por ejemplo, esta jugosa reflexión del conocido novelista Gonzalo Torrente Ballester: Me tiene sorprendido [...] el que, habiéndose concedido excepcional atención al tiempo [...] se haya dejado al margen el espacio [...] Los técnicos de la literatura, cuando hablan de espacio, mencionan, o se refieren, a los lugares de la acción, que pueden ser descritos, meramente nombrados o aludidos. Lo que no suele pensarse, ni pedirle a una obra narrativa, es que nos proporcione no la idea, sino la emoción del espacio. [...] Esta desatención de los elementos espaciales en cuanto emociones posibles del lector se justifica en el caso de obras 5 Mieke Bal, 1985, p. 101. 18 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A narrativas cuya finalidad es la comunicación ordenada de unos hechos, pues la economía del relato exige el uso de los materiales necesarios, y sólo ellos: de muchos de los talantes del relato dependerá la amplitud de los materiales descriptivos. Pero el arte narrativo hace más que desarrollar historias, pues queriéndolo o sin querer llega o puede llegar a la invención y construcción de mundos poéticos autosuficientes; y en un mundo inventado, la presencia del espacio [...] funciona de manera distinta que en el relato escueto. Aq uí se pueden ofrecer al lector intuiciones espaciales, además de temporales, y, por tanto, vivencias, mucho más independientes del argumento que en el mero relato, o por lo menos relacionado con él de otra manera. Admito sin dificultad que lograrlo con las meras palabras es cosa ardua 6. En medio del vacío y la desatención teórica hacia el espacio, las últimas décadas del siglo XX enfatizaron su papel central en el discurso narrativo y en el proceso literario, gracias a las voces que reivindican mayor profundidad en la valoración de sus funciones, a la aparición de nuevos materiales bibliográficos, e incluso al advenimiento de nuevas corrientes de pensamiento en el circuito académico, como la “ecocrítica”, la “ecosofía” o el “ecofeminismo” y que junto a otros síntomas socioculturales dan cuenta de un fenómeno que a estas alturas no ofrece ya ninguna duda: que “el mundo actual en su actuar y en su pensar se nos está volviendo cada vez más ‘espacialista’” 7. 6 Gonzalo Torrente Ballester, 1984, p. III. Víctor d’Ors, loc. cit., p. 9. En una disciplina tan estrecha mente ligada al espacio como la Geografía, este fenómeno aflora incluso en el lenguaje, como ya indicara Meter Gould: “Pensamos en palabras, y las palabras reflejan nuestro pensamiento. Uno de los mayores 7 19 Alicia Llarena Resulta interesante –y desde luego muy significativo – que la pasión espacial haya irradiado en todos los órdenes de la ciencia y la existencia justo cuando el nuevo siglo nos enfrenta a decisivos cambios de paradigmas, obligán donos a reconducir, necesariamente, nuestra relación con el espacio que habitamos , nuestra complicidad con el entorno, en medio de la vorágine moderna que parece alejarnos del mismo. La alienación del espacio ha sido señalada por Leonard Lutwack, quien observa en el sujeto contemporáneo los efectos de un tiempo que ha transmutado la noción de espacio por la noción de movimiento, como consecuencia de la centralización de los poderes de gobierno y de los procesos económicos, del desarrollo del transporte y la comunicación, y de la redistribución radical de los espacios residenciales. Tale s procesos requieren para Lutwack del reconocimiento de esta nueva condición humana, donde la importancia del espacio fijo en la vida del individuo disminuye en favor de localizaciones gobernadas por la movilidad y las comunicaciones 8, sumiendo al hombre en una nueva sintomatología, el síndrome del “Anyplace” (ningún cambios que se produjeron a finales de los 50 y p rincipios de los 60 fue el uso adjetivo de la palabra «espacial» para lo que antes se podía haber llamado «geográfico». Se habla desde entonces de interacción espacial, organización espacial, estadística, relaciones, comporta miento, modelos, planificación , aplicaciones, patrones, difusión… y estructura espacial” (Peter Gould, 1987, p. 7). 8 “The dwindling importance of fixed places in the lives of individuals… the change from a life influenced by locations to a life governed by mobility and communications” , Leonard Lutwack, 1984, p. 213. 20 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A lugar), el mal moderno del “sin-espacio” (“The peculiarly modern malaise called placelessness”) 9. La pérdida de la referencia espacial parece evidente a la luz de las grandes masas migratoria s que han cambiado el rostro de la tierra en las últimas décadas, prodigando el desplazamiento entre las naciones y los consiguientes desajustes entre identidad y territorio. Pero curiosamente – y esto es lo que nos interesa subrayar– el peso específico del espacio se ha vuelto mayor a medida que han crecido los procesos globalizadores, reavivando las interferencias entre lo local y lo global que ya han quedado estigmatizada s en un nuevo término, la “glocalización”. Así, movilidad y desplaza miento, comunicación y exilio, internacionalización e itinerancia, no han conseguido restar presencia a regiones y provincias, sino al contrario, las han dotado de un relieve especial, afirmando la importancia del territorio, como sugieren las modas étnicas, el énfasis ecológico, e incluso los intereses de la nueva geografía, atenta hoy como nunca a los efectos sociales del espacio más inmediato: “En la medida en que se conoce el territorio –apunta Villanueva Zarazaga– se ayuda a comprender temas y problemas, algunos recurrentes y en la actualidad candentes, como los nacionalismos, la identidad territorial, los temas de conflictos fronterizos y movimientos irredentistas, y la ordenación territorial en sí” 10. En este mismo sentido, es precisamente ahora, en el contexto de la globalización, cuando humanistas como Alain Finkielkraut recuperan el concepto de “arraigo” 9 Leonard Lutwack, 1984, pp. 182 -183. Villanueva Zarazaga, 2002, p. 2. 10 21 Alicia Llarena esbozado en su día por Simone Weil en Echar raíces (1943), un libro que Albert Camus, su editor, consideró en su día como un auténtico tratado de civilización. Par a Weil, “El arraigo es quizás la necesidad más importante y la más desconocida del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la existencia de la colectividad, una colectividad que conserva vivos algunos tesoros del pasado y algunos presentimientos del porvenir” 11. De acuerdo con esta necesidad, Finkielkraut rehabilita en Du bon usage de la mémoire (2000) 12, junto a Tzvetan Todorov, el arraigo del ser humano en lo concreto y lo particular, frente al humanismo abstracto y el fundamentalismo tecnológico. Y en unas recientes declaraciones al respecto, señala que “La filósofa Simone Weil ya denunciaba lo bárbaro que resulta el desarraigo de los hombres [...] En la época moderna, la técnica nos ha permitido desligarnos de la tierra, hoy en día, creo que debemos desligarnos de la técnica para conservar cierto contacto con la tierra” 13. Si bien es cierto que el cosmopolitismo del pensamiento ilustrado, en el siglo XVIII, encarnó la necesidad del individuo de desligarse de los prejuicios de la tradición para alcanzar valores universales, la necesidad es ahora muy distinta, pues se trata de desligarse de los prejuicios de la globalización, evitando los efectos de una peligrosa disyunción entre lo particular y lo universal: “El mundo no es forzosamente lo 11 Simone Weil, 1996, p. 51. Tzvetan Todorov, R. Marientras y A. Finkielkraut, 2000. 13 Anne Rapin, 2000. 12 22 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A que nos dice esta forma de la mundialización, ni sólo redes. Es también territorios, naciones, paisajes [...] . Sí, hay territorios, sí, hay adhesiones, sí, la cuestión de las fronteras sigue siendo capital, sí, también hay agricultores y paisajes” 14. El desarraigo geográfico no sólo quiebra las relaciones de la colectividad con su territorio, con la pérdida consiguiente de referentes simbólicos colectivos –el desarraigo cultural–, sino que impide responder, en términos heideggerianos, a los procesos básicos de la existencia humana, tal como fueron concebidos en su conocido Ser y tiempo: “el encontrarse (caer en la cuenta de ser en un lugar o tiempo determinados), el comprenderse (hacerse cargo de la propia situación) y el hablar (tener la capacidad de manifestarse)” 15. Por otro lado, no olvidemos que incluso en el espacio profano, como apuntaba Mircea Eliade, la experiencia espacial es una experiencia religiosa, en el sentido etimológico, portadora de raíz y de estabilidad: “El paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan incluso para el hombre más declaradamente no religioso, una cualidad excepcional, única: Son los lugares santos de su universo privado” 16. Volviendo al terreno literario, y recordando la ausencia del espacio en el discurso teórico, no es extraño que estos síntomas sociales hayan generado una mayor atención de sus funciones en el dominio de la escritura y que , abrigado 14 Anne Rapin, 2000. Luis Gildardo Rivera Galindo, 2001. 16 Luis Gildardo Rivera Galindo, 2001. 15 23 Alicia Llarena por esta temperatura histórica, empiece a hacerse realidad la profecía de Janusz Slawinski, uno de los pioneros en la denuncia de esta prolongada ausencia: Se puede prever fundamentadamente que la pro blemática del espacio literario ocupará en un futuro no lejano un lugar tan privilegiado en los marcos de la poética como los que ocupa ron —todavía hace poco tiempo — la problemática del narrador y la situación narrativa, la problemática del tiempo, la problemática de la morfología de la fábula, o —últimamente— la problemática del diálogo y la dialogici dad17. Por otra parte, una de las cuestiones más atractivas en esta revitalización teórica, es que el concepto “espacio” afecta a múltiples disciplinas, ya que de hecho es “el más interdisciplinar de los objetos concretos” 18, lo que enriquece de un modo extraordinario las reflexiones sobre su valor cultural y sus funciones literarias, al trasladar los variados contenidos de otras materias al ter reno de la escritura, supliendo de paso, con la afinidad de otros campos de estudio, las carencias ya mencionadas. Sin la pretensión de abarcar aquí las definiciones del espacio en todas las disciplinas donde tenga una sólida presencia, debo indicar que las ideas heterogéneas comparecerán en esta aproximación teórica para poner de relieve el papel nuclear del espacio en la conformación, percepción y expresión escrita de la cultura. En realidad, la alusión a otros discursos y a otros campos científicos, es un signo antiguo en las reflexiones espaciales, y no sólo por su 17 18 Janusz Slawinski, 1989, p. 267. Milton Santos, 1996, p. 59. 24 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A marginación literaria, sino porque, en definitiva, el espacio es un elemento cardinal e insustituible en toda ordenación e interpretación del mundo, y toda reflexión en torno suyo es científicamente significativa, como apunta Ackerman desde el ámbito geográfico: “Lo que las relaciones espaciales nos dicen acerca de las conexiones en el sistema es significativo para la ciencia como un todo” 19. Es notorio además que el aprove chamiento de este material científico ha señalado importantes caminos para el arte, y no son pocos los términos que podrían tomarse en beneficio del análisis literario. En su clásico libro sobre la Estructuras del texto artístico , Yuri Lotman apunta, por ejemplo, que conceptos como el de “espacio cromático ” o “espacio de fases”, que “consti tuyen la base de modelos espaciales ampliamente utilizado en óptica y electrotec nia”, ofrecen la “posibilidad de construir modelos espaciales de conceptos que no poseen en sí una natur aleza espacial”20, cuestión digna a su juicio de un análisis riguroso. Es evidente también que los lenguajes propios de otros dominios –desde la arquitectura a la geografía, desde la filosofía a la antropología, o “los lenguajes de las teorías físicas, cosmológicas o astronómicas”21–, con su interesante provisión de noticias y argumentos sobre el tema, dotan al espacio literario de una sustancia teórica más corpórea y de un aura más contundente, aunque en materias tan próximas como la literatura y la filosofía el parentesco no se consolidó con claridad hasta finales del siglo XVIII, tal como indica Ricardo Gullón: 19 Edward Ackerman, 1976, p. 9. Yuri Lotman, 1978, pp. 270 -271. 21 Januzs Slawinski, 1989, p. 273. 20 25 Alicia Llarena “hasta llegar a Kant no encontra mos una idea del espacio que pueda vincularse con cierta justificación al espacio literario: lo que Kant llama espacio subjetivo y su rela ción con las cosas se acerca al modo imaginati vo con que el poeta enfrenta el problema”22. Y es que, ciertamente, en el ámbito de la filosofía, las consideraciones espaciales fueron durante siglos de baja intensidad, sobre todo si se comparan a las que esta misma disciplina otorgó históricamente a categorías como el tiempo, de acuerdo con sus efectos sobre la realidad. Sobre este agravio comparativo se expresa el filósofo español Xavier Zubiri en un extenso volumen , de carácter póstumo, que desde el título mismo ya ubica al espacio como factor protagónico de la “inteligencia sentiente”, su contribución más conocida a la teoría del conocimiento: Este problema del espacio puede parecer un tema de menor volumen que el problema d el tiempo. Al fin y al cabo, se piensa que el tiempo está en la mente de todos como algo universal, algo que concierne a todo lo real; y además todo el mundo habla del tiempo. En cambio, del espacio se dice: “¡Bah! El espacio es algo que tienen algun as cosas, las cosas espaciales —la inteligencia no es espacial, etc. —”. Y, por consiguiente, el espacio parece que es algo muy arrinconado respecto del volumen fabuloso que tiene el tiempo como un coeficiente que afecta a cualquier realidad 23. En la larga tradición filosófica de Occidente, el tránsito desde el pensamiento temporalista hacia el pensamiento espacialista no tuvo lugar hasta la segunda mitad del siglo 22 23 Ricardo Gullón, 1980, p. 1. Xavier Zubiri, 1996, p. 17. 26 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A tal como describe Bollnow 24. En su breve repaso histórico del problema espacial, éste percibe que el tránsito tuvo su origen en los años treinta, gracias a las contribuciones sobre el “espacio vivido” de Graf Dürckheim, las obras de Minkowsky (Le temps veçu, 1932 y Vers une Cosmologie, 1936) la literatura psicopatológica de E. Straus sobre el “espaci o resonante”, y la noción de “extravío” y el “Daseinanálisis” de Binswanger, para quien “la situación espiritual de la existencia humana sólo puede ser comprendida a partir de un esquema espacial” 25. Sin embargo, y a pesar del interés que apuntaban estos comienzos en las disciplinas médicas, las ideas espaciales no se extendieron a la filosofía hasta 1939, cuando H. Lassen, partiendo de los apuntes sobre el “espacio mítico” descrito por Cassirer en su Filosofía de las formas simbólicas (1923-1929) “defendió la significación fundamental de la espacialidad en la estructura de la existencia humana” 26, aunque sus valiosas intuiciones, por cierto, pasaron desapercibidas y no encontraron continuidad hasta los años cincuenta, primero en el anuario Situation (1954) publicado en Amberes alrededor de la figura de Frederic Buytendijk, donde se integran importantes trabajos sobre la estructura del espacio concreto vivencial y, finalmente, en las reflexiones fenomenológicas y poéticas de Gaston Bachelard, expuestas en su ya clásico Poética del espacio (1958). Mención especial en este largo trayecto merecen también XX, 24 Otto Friedrich Bollnow, 1969, pp. 21 -31. Otto Friedrich Bollnow, 1969, p. 54. 26 Otto Friedrich Bollnow, 1969, p. 22. 25 27 Alicia Llarena las reflexiones sobre el “habitar” de Merleau -Ponty (Fenomenología de la percepción , 1945) y es obvio que, sobre el conjunto de esta nueva historia del problema espacial, planea lógicamente la sombra alargada de Heidegger, cuya influencia hasta hoy no puede olvidarse, y a quien el propio Bollnow otorga un lugar de privilegio en los contenidos de su libro Hombre y espacio (1963), el volumen que concede al espacio, al fin, un protagonismo definitivo en la aventura del pensamiento y de la filosofía. Al margen de que las especula ciones filosóficas, antropológicas, simbólicas, científicas y sociales que intervienen en la defini ción del concepto “espacio” resulten fundamentales para subrayar su significado y sus funciones, no debe desdeñarse que, en sí mismas, éstas nos obliguen a elaborar un ejercicio crítico flexible, abierto de modo sistemático a una interdisciplinariedad enriquece dora, y que, a la vista de los r esultados, conviene asumir sin paliativos: “No pienso, pues, po stular en el dominio de la espaciología literaria —afirma Slawinski— el limitarse a una sola perspectiva investigativa y una fidelidad absoluta a los problemas vinculados con esa perspectiva. Considero que todos los tipos de reflexión [...] son admisibles en idéntica medida y pueden ser combinados de diferentes maneras” 27 De hecho, parte de la curiosidad y el renovado interés que la espaciología ha despertado en las últimas décadas –y no sólo en el terreno literario–, tiene que ver con esta combinación de disciplinas; y es que en este caso, más que el método, importa el camino, que tiende a ramificarse, que está lleno de preguntas, y que 27 Januzs Slawinski, 1989, p. 276. 28 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A requiere por ello de su propia fórmula, de su propia sintaxis, la que ponga de manifiesto sus aspectos más notables, cualquiera que ésta sea: “No hay líneas rectas, ni en las cosas, ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las co sas”28 –diría Deleuze–, palabras que, a buen seguro, corroborarían los que han prestado hasta hoy una profunda atención al espacio: Se habrá visto –señala Zubiri al final de su extenso capítulo espacial– que en este estudio han pasado ante la vista cosas muy diversas: unas de física, otras de matemática, alusiones a la vida animal, a la inteligencia humana, a la historia, etc. No pretendo ser víctima irreflexiva de una estructura inducida, que sería in casu dejarme llevar del tópico de la llamada clasificación de las ciencias, sino justamente al revés: de realizar todo lo modestamente que se quiera (pero, como esfuerzo y como intención, realizarlo de una manera auténtica) la conjunción de todos los recursos, porque todos son pocos si lo que queremos es arrancar a las cosas reales aunque no sea más que una esquirla de su intrínseca inteligibilidad 29. La atracción por el espacio, antigua como el mundo, está llena en efecto de líneas ondulantes y caminos indirectos; entre otras cosas por el carácter mítico y simbólico que tiene en las distintas culturas del planeta. Ya Ernst Cassirer se refería al “aura reve rencial que rodea en un comienzo al ‘lími te’ espacial”30, de ahí las ceremonias y los ritos con que se acompañan las 28 Gilles Deleuze, 1996, p. 13. Xavier Zubiri, 1996, p. 205. 30 Ernst Cassirer, 1985, p. 137. 29 29 Alicia Llarena fundaciones y trazados de los pueblos p rimigenios, y la trascendencia del instante en que se fijan los puntos cardinales. En este mismo sentido, Juan Eduardo Cirlot subraya que “Este simbolismo de las zonas espaciales informa o sobredetermina todo otro símbolo material, sea natural, artístico o gráfico”31 hecho visible incluso en expresiones que se han vuelto cotidianas, y que tienen, como sabemos, una carga ideológica importante : relaciones Norte/Sur; Primer Mundo/Tercer Mundo, Centro/Periferia, etc.32, e incluso en la abundancia de ideas y c onceptos que antes no se expresaban espacialmente y que hoy son un lugar común en el ámbito mediático o en el de la simple conversación, tal como demostró George Matoré en su conocido ensayo sobre el espacio humano (“ conferencia cumbre”, “de alto nivel”, “línea de conducta”, “ruedas de prensa”, “sectores sociales”, etc.) 33. Del mismo modo, esta consideración de las primeras orientaciones espaciales como primeras referencias simbólicas y arquetípicas, está descrita en el pensamiento de Gilbert Durand, para quien: “Los puntos cardinales del espacio abarcan las gran des clasificaciones simbólicas de los Regímenes de la imagen y sus estructuras” 34; es más, 31 Juan Eduardo Cirlot, 1988, p. 192. “Este y oeste, norte y sur no son distinciones que sirvan de modo esencialmente idéntico para la orientación dentro del mundo de las percepciones empíricas, sino q ue a cada una de ellas le es inherente un ser y una significación propios y específicos, una vida mitológica intima” (Ernst Cassirer, 1985, p. 133). El énfasis es nuestro. 33 Georges Matoré, p. 394. 34 Gilbert Durand, 1982, p. 394. 32 30 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A “Estas categorías topológicas, tanto como estructurales, quizás sean el modelo de todas las categorías taxon ómicas, y el distingo afectivo y espacial que preside las denominaciones de las regiones del espacio sirve probablemente de modelo a todo el proceso mental de la distinción” 35. Mucho antes, el propio Eliade ( Lo sagrado y lo profano, 1956) había establecido algunas de esas distinciones principales, señalando cómo la diferenciación entre espacios sagrados y espacios profanos sirvió de fundamento central para la creación de las religiones, y cómo desde entonces se asignaron a esos espacios atributos cualitativamente distintos 36. Descrito en el orden simbólico como “la re gión intermedia entre el cosmos y el caos”37, el espacio es, en definitiva, una construcción lógica que ha sido constantemente reafirmada por la tradición oriental, la psicología experimentalista, la antropología o la sociología, especialmente atentas a la manifestación de las “leyes” espaciales. Pero el signo más rotundo de la capacidad simbólica del espacio, de su función como primera orientación pura e intelectual del cosmos y la prueba de que de las primeras delimitaciones 35 Gilbert Durand, 1982, p. 395. Especialmente interesantes para esta fundamentación cultural del espacio en Lo sagrado y lo profano de Mircea Eliade son los apartados: “El espacio sagrado y la sacralización del mundo”, el “Centro del Mundo”, “Nuestro mundo se sitúa siem pre en el centro”’, “La sacralidad de la naturaleza y la religión cósmica”, “Tierra Mater”, “Humi Positio (“la acción de depositar al niño en el suelo”). “La mujer, la tierra y la fecundidad”, “Simbolismo del árbol cósmico y cultos de la vegetación” y “Cuerpo -casa-cosmos”. 37 Juan Eduardo Cirlot, 1988, p.1 90. 36 31 Alicia Llarena espaciales se deriva cualquier otra ordenación del mundo, está sin duda alguna en el lenguaje, poblado de huellas de esta conexión. Términos como “punto de vista”, que describen la percepción de la realidad, resultan singularmente espaciales; y acciones tan decisivas en este mismo sentido como el verbo “contemplar”, guardan con el espacio una relación umbilical, presente en su raíz etimológica: [el término latino] “contem plari”, que designa la considera ción y visión teorética pura, se deriva etimológica y mate rialmente de la idea de “templum”, o sea, el espacio delimita do en el cual el augur efectuaba su observación del cielo 38. En busca de datos que pudieran confirmar, precisamente, la incidencia de esta interrelación entre el hombre y el espacio en el ámbito del lenguaje, el antropólogo Edward T. Hall asistirá en su búsqueda a un momento deslumbrante, el instante en que la intuición lingüística le revela un material inesperado: Fue su pensamiento [el de Edward Sapir] el que me hizo consultar el diccionario de bolsillo de Oxford y sacar de él todos los vocablos referentes al espa cio o que tienen connotaciones espaciales, como: junto, distante, arriba, abajo, lejos, unido, encerrado, ámbito, erra r, caer, nivel, erguido, adyacente, 38 Ernst Cassirer, 1985, p. 137. Abundando en esta idea, añadirá que “El estudio del lenguaje […] nos mostró que hay una multitud de relaciones de la más variada especie, especialmente, valiéndose del espacio. Por esta vía, las simples palabras espacial es se convirtieron en una especie de palabras espirituales originales. El mundo objetivo se hizo inteligible y transparente para el lenguaje en la medida en que logró retraducirlo a términos espaciales” (p. 119). 32 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A congruente, etc.. En una lista provisional salieron cerca de cinco mil vocablos que podían clasi ficarse en relación con lo espacial. Esto significa 20% de las palabras que con tiene el diccionario de bolsillo de Oxford. Aunque yo conocía a fondo mi propia civilización, no estaba preparado para este descubrimiento39. Como actividad artística que tiene en el lenguaje su principal herramienta (nada menos que aquélla sobre la cual edificamos el conocimiento y la civili zación) las imágenes espaciales y la espacialidad tendrán una repercusión inevitable y directa en la obra literaria. Entre los conocidos estudios fenomenológicos de Gaston Bachelard, La poética del espacio se inicia, precisamente, con esta clara pregunta: “¿Cómo una imagen, a veces muy singular, puede aparecer como una concentración de todo el psiquismo? ¿Cómo, también [...] puede ejercer acción – sin preparación alguna– sobre otras almas, en otros corazones, y eso, pese a todas las barreras del sentido común?”40. El filósofo sabe, entre otras cosas, que “las grandes imágenes tienen a la vez una historia y una prehistoria. Son siempre a un tiempo recuerdo y leyenda”, que “Toda imagen grande tiene un fondo onírico insondable” 41 y que “la imagen poética es un res altar súbito del psiquismo” 42. De ahí su fe científica en la fenomenología como elemento para una metafísica de la imaginación. Por otro lado, Bachelard también es 39 Edward T. Hall, 1987, pp. 116 -117. El énfasis es nuestro. Gaston Bachelard, 1983, pp. 9 -10. 41 Gaston Bachelard, 1983, p. 64. 42 Gaston Bachelard, 1983, p. 7. 40 33 Alicia Llarena consciente de que, entre las imágenes poéticas, las espaciales tienen un lugar privilegiado, porque “el espacio habitado trasciende el espacio geométrico”, porque “la casa remodela al hombre” 43 y porque a ese espacio real donde moramos se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes . El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la reflexión del geómetra. Es vivi do. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las parcialida des de la imaginación. En particular, atrae casi siempre . Concentra ser en el interior de los límites que protegen 44. El lenguaje habla, y las imágenes espaciales son, pues, portadoras de un enorme psiquismo, símbolos culturales y arquetípicos donde se resume la historia individual y colectiva, más allá del tiempo y las transformaciones; por eso, en esta galería de lugares descrita por Bachelard (la casa, el sótano, la buhardilla, el universo, los rincones...) hay algo próximo, familiar, reconocible, una fuente común de cuyo lenguaje simbólico pueden beber el ps icoanalista o el filósofo: En nuestra civilización, que pone la misma luz en todas partes e instala la electricidad en el sótano, ya no se baja al sótano con una vela encendida. Pero el inconsciente no se civiliza. Él sí toma la vela para bajar al sótano. El psicoanalista no puede 43 44 Gaston Bachelard, 1983, p. 79. Gaston Bachelard, 1983, p. 28. El énfasis es nuestro. 34 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A quedarse en la superficialidad de las comparaciones o metáforas y el fenomenólogo debe ir hasta el extremo de las imágenes 45. Desde el terreno de la antropología cultural, la categoría del espacio se percibe con la misma fuerza y con el mismo arraigo, como atestigua su presencia entre las páginas de Las estructuras antropológicas de lo imaginario, el libro donde Gilbert Durand sistematiza la que fue durante siglos “la loca de la casa”, el terreno inestable de la imaginación, y el territorio por excelencia de las imágenes poéticas. Como patrimonio imaginario de la humanidad, ese territorio es denso en símbolos y arquetipos, y su retórica tiene por ello la profundidad de lo universal. Entre esas imágenes, “la morada”, “la tumba”, o los símbolos de ascensión o de caída, tienen un acento deliberadamente espacial, y de entre todas sobresale la “Gran Madre telúrica”, la tierra. Con respecto a ésta, Durand posee argumentos suficientes para afirmar la universalidad de la creencia en la mate rnidad de la tierra, es más, “La Gran Madre es, con toda seguridad, la entidad religiosa y psicológica más universal” 46, hecho que explica su consiguiente elevación al plano social: “El sentimiento patriótico (habría que decir matriótico) no sería más que la intuición subjetiva de ese isomorfismo matriarcal y telúrico. La patria está representada casi siempre por características feminizadas [...] Muchas de las palabras que designan la tierra tienen etimologías que se explican por la intuición espacial del co ntinente: ‘Lugar’, ‘zona’, ‘provincia’” 47 y, de hecho, “el culto de la 45 Gaston Bachelard, 1983, p. 50. 35 Alicia Llarena naturaleza en Hugo y los románticos no sería otra cosa que una proyección de un complejo de retorno a la madre” 48. Teniendo en cuenta que el eterno femenino y el sentimiento de la naturaleza van unidos en literatura, no debe resultar extraño que, a finales del siglo XX, el llamado “ecofeminismo” haya visto en la correlación mujer-tierra un interesante campo teórico, cuyos primeros resultados arrojan un saldo negativo, tal como corresponde a la temperatura histórica e ideológica de la que emana su principal postulado: que la degradación de la tierra, la destrucción y violación del medio ambiente, el papel irrelevante que la naturaleza tiene en la sociedad homocéntrica y su confinamiento uti litario y mercantil a la función reproductiva es una imagen analógica de esas mismas acciones sobre el sujeto femenino 49. Partiendo de 46 Gilbert Durand, 1982, p. 223. Gilbert Durand, 1982, p. 219. 48 Gilbert Durand, 1982, p. 220. 49 El término “ecofeminismo” (o “feminismo ecológico”) se debe a la socióloga francesa Françoise D’Eaubonne, quien lo utiliza por vez primera en Le Feminismo ou la mort (1974). A partir de entonces sirve para designar los lazos de la lucha por el cambio de relaciones entre hombres y mujeres con la transformación de l as relaciones con el medioambiente. Desde entonces la teorización al respecto ha crecido notablemente, haciéndose v isible sobre todo en la última década del pasado siglo, a través de publicaciones como Reweaving the World: The Emergence of Ecofeminism (Irene Diamond and Gloria Fernan Orestein, 1990), una de las primeras antologías sobre el tema, y Ecofeminist Literary Criticism: Theory, Interpretation, Pedagogy (Greta Gaard and Patrick Murphey, eds., 998), volumen que revela la incidencia del movimiento en disciplinas académicas como la Crítica Literaria. 47 36 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A esta idea, el “ecofeminismo” se postula como un nuevo modo de reflexión sobre la naturaleza, la espiritualidad y la política, después de que una parte del movimiento feminista advirtiera que las organizaciones políticas raramente incluyen en sus programas componentes espirituales y que, al mismo tiempo, los grupos espirituales pocas veces cultivan la conciencia y la acción política; de ahí que el “ecofeminismo” haya trazado un puente entre la política, la espiritualidad y la naturaleza, enfatizando la necesidad de una comprensión pre patriarcal de la historia (entendida no como una nostálgica o romántica vuelta al pasado, sino como la necesidad de retornar a una relación no alienada e igualitaria con la naturaleza) y otorgando especial atención a todo tipo de relaciones de poder opresivas 50. Aún con las sospechas y recelos que algunas de sus facetas puedan estimular en el pensamiento contemporáneo (los enfoques “ecofemi nistas” no son unívocos, sino múltiples) 51, sobre todo por la postura esencialista y excluyente que busca propiedades comunes entre la mujer y la naturaleza, o por quienes elogian la diferencia femenina como potenc ial revolucionario, sin advertir que ya no es posible atribuir cualidades estables a mujeres y hombres, el debate es sin duda alentador e interesante cuando se entiende, holística 50 En el caso de Hispanoamérica, muchos de los aspectos teóricos del “ecofeminismo” concuerdan con la práctica literaria de escritoras como Rosario Castellanos o, más recientemente, con algunas de las escritoras del México fronterizo. 51 Vid. El volumen Ecofeminismos de Bárbara Holland-Cunz, 1996. 37 Alicia Llarena mente, como una práctica que busca “la salvación del cuerpo sagrado de la Tierra”52 y que quiere mostrar no sólo la conexión entre la dominación de las mujeres y de la naturaleza desde el punto de vista de la ideología cultural y de las estructuras sociales, sino introducir también nuevas formas de pensamiento, estimulando lo que ha dado en llamarse “ecojusticia”: Es bueno recordar que para muchos antropólogos la naturaleza y las mujeres son aprehendidas como realidades inferiores a la cultura, y ésta a su vez es asociada simbólica y culturalmente a los hombres. La separación en tre naturaleza y cultura se torna una clave interpretativa importante para la civilización occidental, manifestándose no sólo a través de la separación entre las llamadas ciencias humanas y las ciencias exactas, sino en el orden mismo de la organización po lítica. Algunos grupos humanos fueron denominados primitivos y “clasificados” como más próximos a la naturaleza, y por lo tanto inferiores. Esto justificó diferentes formas de dominación sobre la tierra y sobre diferentes grupos humanos. Negros, indios y m ujeres eran parte de la naturaleza y por eso se justificaba su sumisión al orden de la cultura 53. La idea de este “ecofemin ismo”, que pretende religar la conciencia humana a la naturaleza, ha sido desarrollada por Ivone Gebara en franca conexión con el pro blema del conocimiento y la teología 54, ampliando sus límites hacia 52 Ivone Gebara, 2000, p. 32. Ivone Gebara, 2000, p. 19. 54 Para Ivone Gebara “La ligazón entre ecofeminismo y teología parece tal vez hasta más estrecha que la ligazón entre feminismo y ecología. Esto es así porque tanto las mujeres como el ecosistema y la naturaleza estuvieron poco presentes en el discurso teológico oficial”, 53 38 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A una conciencia global, “en comunión con”, que logre rearticular de nuevo las interrelaciones entre subjetividad y objetividad, individualidad y col ectividad, trascendencia e inmanencia, ternura, compasión y solidaridad, plantas, animales y ser humano, y que no pretende prescindir del antropocentrismo inherente a la condición humana, pero tampoco de “nuestra realidad cósmica más amplia y de la realidad del ecosistema” 55. En conjunción con esta proposición ecofeminista que aspira a instalar la cuestión medioambiental más allá de la propia naturaleza, en una suerte de ecología global que reanude la relación interdependiente entre ésta y el hombre, podrían leerse también las ideas del movimiento “Deep Ecology” (“ecología profunda”) y el discurso crítico que Félix Guattari expone en Las tres ecologías. En el primero de los casos, la “ecología profunda”, establecida por el noruego Arne Naess en su ya célebre artículo “The Shallow and the Deep, long -range ecology movements: A summary” 56, propone una visión integrada de ahí que no sea extraño que también en los años setenta las preguntas teológicas sufrieran un cambio importante de orientación, y en lugar de preguntarse, como hasta entonces, “¿cómo podemos conocer a Dios, cómo se revela su voluntad?”, se cuestionaran “las maneras de transformar el mundo para tornarlo más justo […] ¿cómo vivir el Reino de Dios en la historia?”, cambio de intereses que a su juicio adquirió “contornos originales” en América Latina; entre o tros, con la llamada Teología de la Liberación (Iv one Gebara, 2000, pp. 2728). 55 Ivone Gebara, 2000, p. 72. 56 Arne Naess, 1973. Junto al término original “Deep Ecology” –el más extendido hasta la fecha – es también conocida como 39 Alicia Llarena entre el hombre y el medioambiente, enfatizando la igualdad biocéntrica, es decir, el hecho de que todas las cosas naturales (la vida, las montañas, los ecosistemas, los paisajes, etc.) tienen derecho intrínseco a la existencia, enfrentándose al paradigma antropocéntrico dominante que superpone y enfrenta al hombre con el medio natural. Influida por las culturas orientales (Taoísmo, Budismo, Zen), la reevaluación de las culturas nativas, el pensamiento filosófico de Spinoza, la actitud religiosa de San Francisco de Asís o el pacifismo de Mahatma Gandhi, propugnan una nueva psicología que integre la metafísica en la mente de la sociedad postindustrial, que involucre la dimensión espiritual y global en la ecología tradicional y que incorpore al conocimiento analítico y científico la antigua sabiduría, la que entendió la ciencia como contemplación del cosmos, ampliadora de conocimientos de la creación y de uno mismo, respetuosa con lo que Fritjof Capra denomina “la trama de la vida”: “La ecología profunda no separa a los humanos, ni a ninguna otra cosa, del entorno natural. Ve el mundo, no como una colección de objetos aislados, sino como una red de fenómenos fundamentales interconectados e inte rdependientes. La ecología profunda reconoce el valor intrínseco de todos los seres vivos y ve a los humanos como una mera hebra de la trama de la vida” 57. Lógicamente, los fundamentos de esta ecofilosofía, articulados en torno a los ocho puntos básicos que constituyen su manifiesto, suponen más que “ecofilosofía”, “ecosofía”, “ecosicología”, “egocentrismo”, “ecología radical” o “ecología revolucionaria”. 57 Fritjof Capra, 1999, p. 229. 40 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A una mera intervención práctica en la conservación del entorno, porque es, sobre todo, un pensamiento que aspira a impulsar una profunda transformación de nuestra visión del mundo, en un nivel ontológico, personal y cósmico, sustituyendo algunos de los más arraigados paradigmas y celebrando la diversidad como un estado culturalmente deseable 58, lo cual le ha supuesto un frontal rechazo de los sectores más furiosos y conservadores del actual capitalismo. En una línea semejante, y partiendo de la “ecología de las ideas” de Gregory Bateson –teórico de la “deep ecology”–, el discurso de Félix Guattari se instala asimismo en una línea integradora, proponiendo una suerte de “ecosofía” que articule a un tiempo los tres registros ecológicos: el del medio ambiente (la ecología natural) el de las relaciones sociales (la ecología social) y el de la subjetividad humana (la ecología mental). En el pórtico de su libro, la cita de 58 En resumen, las propuestas básicas de la “deep ecology” son éstas: sustituir la dominación de la naturaleza por una relación armónica con ella; respetar el valor intrínseco de toda forma de vida, en lugar de entender el medio natural como exclusiva fuente de recursos para satisfacción del hombre; abogar por la tenencia de necesidades simples en lugar de un crecimiento material y económico desmedido; abolir la creencia de la naturaleza como fuente de recursos y reservas ilimitadas, tomando conciencia de sus limitaciones; en lugar de progreso y soluciones de la alta tecnología, una tecnología apropiada y una ciencia no dominante; en lugar del fero z consumismo, la idea de suficiencia y reciclaje; desplazar las comunidades centralizadas y las naciones hacia las tradiciones minoritarias, la autonomía local y las bioregiones. 41 Alicia Llarena Bateson 59 indica ya una clara orientación religante, que Guattari reclama en los siguientes términos: “Hoy menos que nunca pueden separarse la naturaleza de la cultura, y hay que aprender a pensar ‘transversalmente’ las interacciones entre ecosistemas, mecanosfera y Universo de referencia sociales e individuales”60. A su juicio, las oposiciones dualistas tradicio nales que han guiado hasta ahora el pensamiento social, así como las cartografías geopolíticas, han laminado las subjetividades y mostrado su actual caducidad, como constatan los signos más visibles al respecto: “la multiplicación de las reivindicaciones nacionalitarias, ayer todavía marginales, y que hoy en día ocupan cada vez más el primer plano de las escenas políticas” 61. De hecho, si no se produce esa rearticulación de las tres ecologías, “desgrac iadamente se puede presagiar el ascenso de todos los peligros: los del racismo, del fanatismo religioso, de los cismas nacionalitarios que tienden hacia nuevas posturas reaccionarias, los de la explotación del trabajo de los niños, de la opresión de las mujeres...” 62. En un terreno individual, la pérdida de la subjetividad es especialmente visible en el ámbito de las 59 La cita de Bateson que Félix Guattari ubica como pórtico a su ensayo Las tres ecologías (1996) señala que “Así como existe una ecología de las malas hierbas existe una ecología de las malas ideas”, idea que constituye la tesis central de su libro Vers I’ecologie de I’esprit (Paris, 1980). Esta “ecología de las ideas”, por cierto, no se circunscribe únicamente al dominio de la sicología de los individuos, sino que se organiza en sistemas o “espíritus” (minds) colectivos, sobre los que Guattari edificará precisamente su “ecología social”. 60 Félix Guattari, 1996, p. 34. 61 Félix Guattari, 1996, p. 15. 62 Félix Guattari, 1996, p. 21. 42 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A “cartografías” o “Territorios existenciales”, de ahí que también sea necesario afrontar la crisis ecológica en el seno de la vida cotidiana (“d oméstica, conyugal, de vecindad, de creación y de ética personal”) porque “No es justo separar la acción de la psique, el socius y el medio ambiente” 63. El pensamiento de Guattari, y su defensa de la subjetividad y la singularización, es profundamente desestabilizador, no sólo con respecto al vigente sistema socioeconómico (al que denomina Capitalismo Mundial Integrado), sino a los mismos fundamentos culturales y científicos, a los que reclama otro clase de verdad (“No se tratará tanto de explicar esas prá cticas en términos de verdad científica como en función de su eficacia estético existencial” 64) y la consiguiente renovación de las prácticas en todos los órdenes de la vida: “Nuevas prácticas sociales, nuevas prácticas estéticas, nuevas prácticas del sí mismo en la relación con el otro, con el extranjero, con el extraño” 65, palabras que cobran una vital relevancia en el contexto espacial de la globalización, el multiculturalismo y las cuestiones fronterizas. Por otro lado, la relación de interdependencia ent re hombre y medio ambiente que hoy reclama esta suerte de ecosofía integral, resuena también en otros órdenes, actualizando de paso contenidos culturales y conceptos mitológicos que refuerzan la importancia del espacio, y propiciando además una interesante renovación en las 63 Félix Guattari, 1996, p. 32. Félix Guattari, 1996, p. 56. 65 Félix Guattari, 1996, p. 78. 64 43 Alicia Llarena líneas maestras de algunas disciplinas. Uno de los geógrafos más influyentes de las últimas décadas, Peter Gould, subraya cómo el restablecimiento de la alianza entre la geografía y la filosofía ha procurado a su disciplina importantes dividendos, hasta el punto de que una de las más pujantes tendencias de la geografía actual es la de incluir la investigación de la geografía humana en el marco más amplio de la teoría social 66. En el mismo sentido, Villanueva Zarazaga advierte cómo hasta ah ora “se ha dado preferencia a los modelos de sociedad que construyen un espacio basado en lo jurídico y en lo económico; ahora a la geografía le interesan también los modelos del hombre, que realiza unas representaciones espaciales en función del espacio v ivido y percibido por los habitantes” 67. De la trascendencia de la experiencia espacial –la compleja relación de intimidad entre hombre y espacio – puede hablarse extensamente , y puede hablarse en múltiples sentidos. Desde las observaciones antropológicas de Ernst Cassirer o las teorías de Carl Jung, hasta la exitosa y moderna revitalización de técnicas 66 Peter Gould, 1987, p. 18. A esta observación añadirá: “Y, una vez más «pensar sobre la geografía» nos lleva a «p ensar sobre el pensamiento». Lo que quiere decir que hemos aterrizado de plano en la más vieja de las tradiciones, la filosofía […]. Lo que hemos visto en lo mejor de la discusión geográfica de la última década es una firme resolución de renovar esa vieja unión con la tradición filosófica, que es en definitiva un elemento constitutivo de la tradición occidental en general”. 67 José Villanueva Zarazaga, 2002, p.7. 44 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A orientales como el Feng-Shui68, pasando por las valiosísimas reflexiones sobre el “habitar” de Heidegger, la propuesta urbanística y arquitectónica de la “psi cogeografía”, la interesante puesta en escena de la “Teoría del Emplazamiento” 69 o remontándonos incluso a los más antiguos tratados galénicos, lo cierto es que por todas partes asoman las huellas de esta definitiva relación entre el sujeto y su medio, y a rgumentos que enfatizan el carácter significativo del espacio vivido, de la localiza ción, del enraizamiento y la pertenencia, una cuestión más profunda que la mera persuasión en el orden físico, como señala Winifred Gallagher en The Power of Place al recordar que la influencia del medio ambiente en el hombre físico es obvia, pero que sus efectos en los estados psíquicos internos, aún siendo menos visibles, son más determinantes y acusados, hecho que puede constatarse en las analogías médicas establecidas p or Hipócrates (con su 68 El trabajo de Sara Rossbach, Feng Shui. The Chinese Art Of Placemen (1995), pone de relieve la importancia cultural del espacio incluso en las dimensiones más cotidianas de la existencia. 69 “Estar emplazados (de plaza, lugar y de plazo, tiempo) es estar citados en determinado tiempo y lugar para que demos razón del algo […]. Somos, por tanto, seres ‘puestos’ en cada instante en un lugar. Se trata de una ubicación material, consecuencia de nuestra res extensa, de la corporeidad que nos constituye, pero también de una ubicación simbólica, tejida en/por las redes de la res cogitans, nuestra mente […]. Habitamos un lugar y tiempo […] pero también habitamos lugares simbólicos en la semiosfera (Lotean), asignados por las redes de mediaciones culturales que nos constituyen. Existe, pues, una topología del ser de la que deriva una ontología topológica, y nuestro conocimiento es cartografía del ser” (Manuel Ángel Vázquez Medel, 2002-2003, p. 8). 45 Alicia Llarena clásico tratado sobre la correspondencia entre los humores corporales y las estaciones del año) o en la tesis de Posidonius sobre la estrecha relación entre invierno y melancolía 70. Necesariamente, hay que recordar en este punto que ya Herder, a quien se considera uno de los precursores del nacionalismo alemán, y cuya filosofía afirmó el derecho de los pueblos a expresar en forma autónoma su individualidad nacional y cultural ( Ideas para una filosofía de la historia de la Humanidad , 17841791), apeló a la relación entre “Genio natural y medio ambiente” como un método de conocimiento del alma nacional: “el clima –señaló– no impone su influjo a la fuerza, sino que promueve una proclividad determinada; confiere una disposición apenas percep tible, que se puede observar en el cuadro conjunto de las costumbres y el estilo de vida de ciertos pueblos bien arraigados en su tierra” 71. 70 Winifred Gallagher, 1994. Estas ideas pueden sintetizarse también en la siguiente sentencia de John Fraim: “Psychology becomes geogaphy, what is outside becomes what is inside. At its most effective symbolic level, the outside world becomes the inside psychological world” (John Fraim, 2001). 71 Johann G. von Herder, 2000, p. 41. Al respecto añadirá también “cuán poco sabemos de la consistencia y los efectos de los vientos en nuestras tierras, por no hablar del hermatán, samiel y siroco, […] nos damos cuenta de la multitud de trabajos previos que deberían realizarse antes de que se pueda llegar a una climatología fisiológica patológica, por no mencionar una psicológi ca que abarcaría la totalidad de las fuerzas intelectivas y emotivas. Mas también en este campo cada tentativa hecha con agudeza de ingenio tendrá su premio, y la posteridad deberá conceder a nuestra época hermosos laureles” (p. 38). 46 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Asimismo, no debe olvidarse que entre las teorías de la personalidad más populares de Carl Jung, para quien el “lugar” constituía un elemento central de la historia de las culturas y las naciones y los símbolos espaciales (como el “bosque”) significantes universales del inconsciente colectivo, hubo un hálito marcadamente espacializador, al establecer una relación de equ ivalencia entre el carácter extrovertido/introvertido y las posiciones geográficas de Occidente/Oriente 72. Huelga decir a estas alturas que las generalizaciones son siempre injustas y en gran medida peligrosas, pero también es verdad que entre nuestros hábitos mentales más arraigados, y en nuestro lenguaje cotidiano, siguen presentes aún las correlaciones de identidad entre continentes e individuos, personalidades y naciones, ésas que, por ejemplo, sitúan en África al hombre primitivo, en la India al hombre espiritual, en Europa al ser intelectual, en América Latina al exótico y romántico y en Norteamérica al individuo materialista y pragmático. La relación indisoluble entre ser y espacio fue subrayada especialmente desde el terreno antropológico por Ernst Cassirer, al insistir que “entre lo que una cosa ‘es’ y el lugar en que se encuentra no existe una relación meramente ‘externa’ y casual” 73, y que en los albores del pensamiento mitológico, la unidad entre microcosmos y macrocosmos se fundaba en la idea de q ue “no es el hombre el que está formado de las par tes del mundo, sino más bien es el mundo el que está formado de las partes del 72 73 Carl Jung, 1938. Ernst Cassirer, 1985, p. 126. 47 Alicia Llarena hombre”74, una cuestión en la que, mucho más adelante, incidirá el propio Heidegger: “Tenemos que aprender a reconocer que las cosas mismas son los lugares y que no pertenecen a un lugar” 75. La figura del filósofo alemán se ha vuelto imprescindible cuando se trata de explicar la profundidad de esta relación entre espacio y hombre, porque a él se deben las ya clásicas reflexiones sobre el sentido de “habitar”, la idea de “ser -en-el-espacio”, enmarcadas en su extenso análisis del “ser ahí”. Para Heidegger, “habitar” implica sobre todo enraizamiento y pertenencia, porque “habitar” significa estar en un lugar determinado, enraizado en él y pertenecer a él 76, reconocer, en fin, como dirá Bollnow al respecto, que los hombres no existen de modo arbitrario en el mundo, “sino que están ligados a él a través de un vínculo de confianza tal como el que une el alma al cuerpo y el que religa lo expresado con su expresión” 77, una cuestión, por consiguiente, de mutua pertenencia 78, que eleva el espacio al nivel de la lengua, otorgándole una poderosa capacidad de significación: El hombre es un ser localizado. Su estado constitutivo es el de aparecer arrojado sobre dos suelos primarios: la madre tierra y la lengua madre [...] Pertenencia doble: a tierra y lengua. Las 74 Ernst Cassirer, 1985, p. 125. Martin Heidegger, “El arte y el espacio”, 1992, p. 57. 76 Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, 1992, 125 -161. 77 Otto Friedrich Bollnow, 1969, p. 248. 78 “El lugar permite en cada momento un entorno, en cuanto que él reúne en éste las cosas de acuerdo a una mutua pertenencia” (Martin Heidegger, “El arte y el espacio”, 1992, p. 55). 75 48 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A dos conforman la duplicidad del territorio. Porque tierra es, también una trama de significación, en equivalencia a la lengua 79. Radicalizando ese estado de mutua pertenencia entre el hombre y el espacio y los evidentes efectos de éste sobre aquél, el pensamiento “psicogeográfico” –nombre connotador donde los haya – puso en escena una de las discusiones culturales más importantes de la segund a mitad del siglo XX. La propuesta emanó de la Inter nacional Situacionista, cuyas reflexiones sobre la ciudad, la espontaneidad y el espectáculo han desempeñado un papel importante en la política y el arte de las últimas cuatro décadas. Fundada en 1957 por artistas y escritores que representaban a distintas organizaciones de vanguardia, se inspiraron en el espíritu del dadaísmo y del surrealismo para reivindicar la unificación de la vida y del arte, haciendo frente al extremo funcionalismo del urbanismo de posguerra, que reprimía la capacidad creativa de los individuos. Aunque el grupo se autodisolvió en 1972, su visión del espacio como un medio de conocimiento y sus conceptos principales (la deriva, la psicogeografía y el urbanismo unitario) siguen poseyendo en la actualidad un indudable atractivo, pues respresentan en el sentido más material y práctico esa alianza entre el hombre y su medio, tal como se desprende de la propia definición de “psicogeografía” esbozada por Guy Debord en 1955: 79 Fernando Van de Wyngard, 2000 (Cit. en Mauricio A. Barría Jara, 2000, p. 6). 49 Alicia Llarena La psicogeografía podría definirse como el estudio de las leyes exactas y los efectos específicos del entorno geográfico, ya sea organizado conscientemente o no, sobre las emociones y el comportamiento de los individuos. El adjetivo psicogeográfico, que conserva una vaguedad bastante agradable, es aplicable por lo tanto a los resultados obtenidos mediante este tipo de investigación, a su influencia sobre los sentimientos humanos, e incluso en un sentido más amplio a cualquier situación o conducta que parezca reflejar este mismo espíritu de descubrimiento 80. El objetivo de las investigaciones y propuestas psicogeo gráficas fue sobre todo restaurar la función psicológica del entorno81, enfatizar la influencia del escenario, hacerlos perceptible, restituyendo precisamente el sentido de “habitar” en medio de un urbanismo funcional que olvidó que “crear una arquitectura significa construir un ambiente y fijar un modo de vida” 82. De ahí que, en la ciudad ideal concebida por los Situacionistas, además de los equipamientos indispensables para la seguridad y el confort de sus habitantes, deban incluirse necesariamente “edificios cargados de un gran poder de evocación y de influencia, edificios simbólicos que expresen los deseos, las fuerzas, los acontecimientos pasados, presentes y fut uros”83, 80 Guy Debord, 1996, p. 18. “Los funcionalistas –dirá Asger Jorn– ignoran la función psicológica del ambiente [...] El exterior de una casa no tiene porqué reflejar el interior, pero debe constituir una fuente de sensaciones poéticas para el observador” (Asge r Jorn, 1996, p. 34). 82 Asger Jorn, 1996, p. 51. 83 Gilles Ivain, 1996, p. 16. Tales edificios –añade– serán “Una prolongación racional de los antiguos sistemas religiosos, de los viejos cuentos y, sobre todo, del psicoanálisis en beneficio de la arquitectura 81 50 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A devolviéndole al individuo la perdida capacidad de apasionarse. Planificada desde un punto de vista psicogeográ fico, los distritos de esta ciudad se corresponderían con los distintos sentimientos que se encuentran en la vida cotidiana, existiendo así, por ejemplo, un Barrio Extravagante, un Barrio-Feliz reservado especialmente a la vivienda, un Barrio Históricos para museos y escuelas, un Barrio Útil para hospitales o tiendas de herramientas, etc., e incluso un “Astrolario” que agrupe a las especie s vegetales según sus relaciones con el ritmo de las estrellas, y que ofrezca a los habitantes citadinos una conciencia de lo cósmico 84. Más allá del Situacionismo, y de sus curiosas propuestas arquitectónicas para devolver al espacio su valor psicológico, no cabe duda de que el urbanismo, en tanto que diseño espacial fabricado por el hombre, es profundamente revelador y significativo, no sólo de épocas y tendencias, sino de la intensa asociación entre poder y espacio, tanto si nos referimos a los espacios de poder, como si nos referimos al poder del espacio. En significativas entrevistas tituladas, se hace cada día más urgente, a medida que desaparecen los motivos para apasionarse”. 84 Gilles Ivain, 1996, p. 17. A modo de anécdota, añadiré aquí la noticia sobre la existencia de un barrio psicogeográfico en la ciudad de Barcelona, del que dio cuenta en su momento la Inte rnacional Situacionista: “nos hemos enterado de que el urbanismo de la España franquista, motivado por idénticas intenciones moralizadoras, está a punto de destruir el barrio chino de Barcelona, donde ya ha cometido terribles estragos. El Barrio Chino de B arcelona, a diferencia del de Londres, recibió este nombre por razones puramente psicogeográficas, puesto que ningún chino ha vivido jamás en él” (Sin firma, “Viva la China actual”, Libero Andreotti y Xavier Costa, eds., 1996, p. 55). 51 Alicia Llarena precisamente, “El ojo del poder” y “Espacio, saber y poder”, Michael Foucault responderá sobre la arquitectura como modo de organización política, señalando que desde finales de siglo XVIII la ciencia arquitectónica tratará de servirse de la organización espacial con fines económico -políticos, respondiendo a las nuevas exigencias que plantearon los problemas de población, salud y urbanismo de aquellas fechas. Si bien con anterioridad el arte de construir respondió a las necesidades de manifestar el poder, la divinidad y la fuerza a través de palacios, iglesias y fortificaciones militares, desde el siglo XVIII en adelante “el anclaje espacial es una forma económico-política que hay que estudiar en detalle” 85, hasta el punto de que podría escribirse una ‘historia de los espacios’ –que sería al mismo tiempo una ‘historia de los poderes’– que comprendería desde las grandes estrategias de la geopolítica hasta las pequeña s tácticas del hábitat, de la arquitectura institucional, de la sala de clases o de la organización hospitalaria [...] Sorprende ver cuanto tiempo ha hecho falta para que el problema de los espacios aparezca como un problema histórico-político86. En este sentido, Foucault afirma de un modo determinante la importancia del espacio en toda forma de vida comunitaria y, aún más, en todo ejercicio de poder, subrayando que médicos y militares fueron históricamente los primeros gestores del espacio colectivo, en tanto desarrollaron una reflexión sobre la arquitectura en función de los objetivos y técnicas de gobierno de las sociedades. Así, a partir del siglo 85 86 Michael Foucault, 1980, p. 4. Michael Foucault, 1980, p. 3. 52 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A la literatura política se interroga sobre el orden de una sociedad y lo que deben ser las ciudades, y no sólo por las exigencias de control y ordenamiento, sino también por la previsión necesaria para evitar epidemias y revueltas, y para promover una vida familiar conforme a la moral, de modo que los tratados que consideran la política como el arte de gobernar a los hombre tienen desde entonces uno o varios capítulos sobre el urbanismo, los abastecimientos colectivos, la higiene y la arquitectura privada. Este cambio “no está tal vez en las reflexiones de los arquitectos sobre la arquitectura, pero es muy perceptible en las reflexiones de los hombres políticos”87. Amén de esta conciencia sobre la relación entre poder y espacio, el filósofo advertirá la impronta espacial como la marca más visible de nuestro siglo, más allá del tiempo y de la propia movilidad, porque el problema del sitio o del emplazamiento ya no atañe sólo a cuestiones demográ ficas, sino también a otro tipo de cuestiones más vivenciales e inmediatas, que plantean serias interrogantes, y que confirman que “estamos en una época en que el espaci o se nos da bajo la forma de relaciones de emplazamientos” 88, y que continuamente hemos de preguntarnos, por tanto, “qué relaciones de proximidad, qué tipo de almacenamiento, de circulación, de identificación, de clasificación de elementos humanos deben ser tenidos en cuenta en tal o cuál situación para llegar a tal o cuál fin” 89. Estas observaciones, elaboradas en su conferencia “De los espacios otros” en 1967, señalan XVIII 87 Michael Foucault, “Space, Knowledge and Power”, 1984. Michael Foucault, “De los espacios otros”, 1984, p. 2. 89 Michael Foucault, “De los espacios otros”, 1984, p. 2. 88 53 Alicia Llarena también la profunda sacralización espacial que aún sostienen los cimientos de la cultura occidental, y que es visible en un terreno práctico, cotidiano, donde la vida aparece todavía controlada por oposiciones que admitimos como un lugar común (espacio público/privado, espacio familiar/social, espacio cultural/útil, espacio del ocio/laboral). El vínculo entre espacio y relaciones permite a Foucault definir en este punto una serie de emplazamientos que reconoceremos de inmediato, como los “emplazamientos de pasaje” (calles, trenes) “de detención provisoria” (cafés, cines o playas) “de descanso” (la casa, la habitación, la cama), pero también esos “espacios otros” que él mismo denomina “heterotopías” 90, espacios singulares que se encuentran en ciertos espacios sociales y cuyas funciones son muy diferentes de los espacios convencionales. El estudio y descripción de estas heterotopías (la “heterotopología”) resultará al filósofo revelador del espacio – mítico y real– en que vivimos, y desde luego de los cambios y mutaciones de una cultura, enunciando a partir de aquí sus principios comunes. El primero de ellos, por cierto, es la constatación de que son absolutamente universales y constantes en todo grupo humano, pues no hay una sola 90 Las heterotopías son para Foucault “lugar es reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la institución misma de la sociedad, que son especies de contra -emplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamiento s reales que se pueden encontrar en el interior de una cultura están a la vez representados, cuestionados o invertidos, especies de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables” (Michael Foucault, “De los espacios otros”, 1984, p. 3). 54 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A cultura en el universo que no construya sus propios “lugares otros”. Así, por ejemplo, se referirá a las “heterotopías d e crisis” (espacios reservados a quienes se encuentran en tal estado) que hoy han sido reemplazadas por las “heterotopías de desviación” (clínicas psiquiátricas, prisiones, geriátricos). En segunda instancia, las funciones que se adjudican a las heterotopías pueden ser socialmente modificadas en el curso de la historia y significativas, por tanto, de nuestros impulsos culturales, caso que ejemplifica con la cuestión de los cementerios y sus distintas ubicaciones a lo largo de los siglos. Si bien hasta el siglo XVIII el cementerio se encontraba en el centro de la ciudad, al lado de las iglesias, desde el siglo XIX fue desplazándose definitivamente hacia las afueras y los suburbios, alejando la materia inerte por el temor al contagio y la enfermedad: “era muy natural –comenta– que en la época en que se creía efectivamente en la resurrección de los cuerpos y en la inmortalidad del alma no se haya prestado al despojo mortal una importancia capital. Por el contrario, a partir del momento en que no se está muy seg uro de tener un alma, ni de que el cuerpo resucitará, tal vez sea necesario prestar mucha más atención a este despojo mortal” 91. El tercer principio de las heterotopías descrito por Foucault es su capacidad de yuxtaponer y reunir múltiples emplazamientos en un solo lugar (como demuestran el rectángulo de un escenario teatral, la sala rectangular de un cine, o ese espacio feliz que constituye el jardín desde la antigüedad) y en cuarto lugar su asociación con el tiempo, ya sea en los casos en que se pretende a cumular el infinito (museos y bibliotecas) como en aquellos más 91 Michael Foucault, “De los espacios otros”, 1984, p. 4. 55 Alicia Llarena fútiles y que sustituyen la función eternizante por una modalidad pasajera y crónica (las ferias, las ciudades de veraneo). El quinto principio de las heterotopías es que siempre suponen un sistema de apertura y uno de cierre, que las aíslan a la vez que las vuelven penetrables, lo cual es visible en los lugares de purificación (las saunas escandinavas, los hamman musulmanes) o de confinamiento (las prisiones) y, finalmente, que estos “espacios otros” son, con respecto al espacio restante, una función que se mueve entre dos extremos, creando espacios de ilusión (las casas de tolerancia) o espacios de compensación, tan reales, perfectos, ordenados y meticulosos como el nuestro (“Pienso por ejempl o en el momento de la primera ola de colonización, en el siglo XVII, en esas sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América y que eran lugares absolutamente perfectos” 92). Es obvio, pues, que la lucha por el espacio es agudamente política, como d emuestran hoy los últimos trabajos sobre la espacialidad y la nación 93, y que en la elaboración de ciudades y territorios pueden leerse con claridad nuestros patrones sociales, porque “La categoría del espacio [...] viene a constituir un paradigma cultural que marca la pauta del pensamiento y la acción en nuestra sociedad y en nuestra cultura” 94. En este ámbito, espacio y poder manifiestan sus lazos sin tapujos, como revela, por ejemplo, un análisis de los espacios considerados desde el género, con su tradicional división entre los espacios masculinos y femeninos, cuestión sin duda interesante que 92 Michael Foucault, “De los espacios otros”, 1984, p. 6. Vid. Graciela Montaldo, 1995, pp. 5 -17. 94 José Luis Ramírez González, 1996, p. 5. 93 56 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A pone de manifiesto no ya la tópica lucha espacial entre los sexos, sino algo más profundo y revelador: que “El problema básico de la mentalidad occidental no es el espacio del género, sino el espacio del poder y, sobre todo, el poder del espacio” 95. La concepción del espacio como una elaboración especializada de la cultura, incluso en el ámbito cotidiano de las relaciones interpersonales, fue observada desde los años sesenta en el terreno antropológico por Edward Hall, autor de la teoría “proxémica”, palabra con la que designa el espacio personal y la percepción que el hombre tiene de él96. Así, las normas proxémicas son distintas en los diversos contextos culturales, co mo demuestra su análisis de la vivencia espacial entre individuos de naciones diferentes, y en el “inconsciente cultural” de cada una de ellas el espacio opera como una fuerte dimensión oculta, un “lenguaje silencioso” capaz de comunicar sin la necesidad del gesto y la palabra 97 y de provocar incluso sutiles desavenencias y conflictos en medio de nuestro arraigado instinto de territorialidad, ya sea personal – “Imagínese qué efecto causaría que el anfitrión diera rienda suelta a sus sentimientos y dijese: [.. .] ¡a mí no me gusta que nadie se siente en mi sillón!” 98– o colectivo: 95 José Luis Ramírez González, 1996, p. 9. Edward T. Hall, 1987. 97 Edward T. Hall, 1989. 98 Pp. 174-175. Con respecto a esta sensación tan cotidiana de invasión de nuestro espacio personal, añadirá que “Debido a una razón desconocida, nuestra cultura tiende a quitar importancia o a obligarnos a reprimir y disociar nuestros sentimientos respecto al espacio. Lo relegamos a lo informal y es posible, incluso, que nos sintamos 96 57 Alicia Llarena En Latinoamérica la distancia de interacción es mucho menor que en Estados Unidos. En efecto, la gente no habla a gusto a no ser que se encuentre muy cerca de la distancia que en Norteamérica provoca sentimientos hostiles o estímulos sexuales. El resultado es que, cuando ellos se acercan, nosotros retrocedemos y nos apartamos. En consecuencia, piensan que somos distantes o fríos, reservados y poco amistosos. Nosotros, por nuestra parte, les acusamos constantemente de atosigarnos, empujarnos y echarnos el aliento encima” 99. Los análisis y observaciones de Edward Hall a propósito del instinto territorial y de las formas en que cada cultura establece sus propias normas proxémicas, se tornan especialmente relevantes en este momento histó rico, en que la globalización parece haberse convertido en un fenómeno irreversible, provocando nuevos debates sobre una dinámica que no es tan reciente, pero que alcanza a estas alturas una dimensión cru cial. Me refiero concretamente a las variadas tensiones entre lo local y lo universal, de las que surgen también no pocas reflexiones identitarias, porque lo que está en juego no es sólo la dimensión económica del efecto globalizador, sino tam bién y sobre todo sus dimensiones políticas y culturales. Ante esta tesitura, algunos apuntan una consigna singular, que se resume en los siguientes términos: “Globalicémonos pronto, sin perder la identidad, antes de que nos globalicen y la perdamos del todo” 100. culpables cuando advertimos que nos estamos poniendo furiosos porque alguien ha ocupado nuestro sitio”. 99 Edward T. Hall, 1989, pp. 194-195. 100 Horacio Capel, 1998, p. 10. 58 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A No resultará extraño que en esta encrucijada contem poránea la sensación de pérdida identitaria se acompañe de manifestaciones culturales que tienden a reforzarla y de anuncios que recuerdan, desde ámbitos muy distintos, la necesidad de un proceso integrador, que pueda ajustar las pulsiones regionales y la subjetividad individualidad, en el marco uniforme de esta nueva universalización. Las modas étnicas que tanto éxito han tenido en las últimas décadas, los nuevos y más variados cruzamientos socio culturales (los cholo-punks, los pachuco-krishnas, los ciberaztecas, los rockeros hopi, etc.) 101, la cada vez más creciente conciencia ecológica o los más recientes regionalismos literarios, a los que volveremos más adelante, apuntan sin duda en esta dirección, recordán donos que “son, en conjunto, ‘las raíces’, lo que nos une al universo” 102 y que no es posible prescindir de nuestra vivencia espacial en esta aspiración global de infinitud. Es más, si las reflexiones espacialistas han multiplicado sus proporciones en los úl timos tiempos, se debe en gran parte a esta intersección, que resulta a un tiempo amenazante y atractiva, y que nos brinda una inmejorable oportunidad de reconciliación, el arbitraje entre el horizonte y la perspectiva: No puedo ver jamás un objeto deslig ado de un punto de vista espacial, nunca “en sí”. [...] Por una parte la perspectiva es así la expresión de la “subjetividad” de su espacio, es decir, del hecho de que el hombre está ligado en su espacio a un determinado punto de vista; que sólo pueda cont emplarlo “desde dentro”. Pero, por otra parte, la perspectiva le permite 101 102 Guillermo Gómez-Peña, 1996. Víctor d’Ors, 1969, p. 18. 59 Alicia Llarena reconocer esta ligazón a un punto de vista. Horizonte y perspectiva están indisolublemente ligados. La perspectiva ordena las cosas dentro del horizonte, pero el horizonte, en que concurren todas las líneas paralelas, le confiere la solidez a la perspectiva [...]. Horizonte y perspectiva atan, pues, al hombre a la “finitud” de su existencia en el espacio, pero a la par le permiten actuar en él. No sólo colocan al hombre dentro de una determinada situación en el espacio, sino que le permiten reconocer esta situación y adquirir, gracias a ello, un firme apoyo en su espacio y una visión panorámica 103. Por otra parte, y desde un punto de vista filosófico, quizás no se haya reparado lo bastan te en que la particular cualidad del espacio en relación con el universo es precisamente la de servir como principio regionalizador, permitiendo que cada uno de los territorios estabilice su materia dentro de límites y formas variables, como ya señalara Xavier Zubiri al afirmar que “ El espacio regionaliza el Universo”, que es en sí mismo “un principio estructural de la constitución de distintas regiones en el Cosmos”, un “principio de regionalización” 104, lo que le otorga, en medio de esta temperatura históri ca, las importantes funciones que ya han sido advertidas desde el terreno de la nueva geografía: “¿Qué aporta la geografía hoy?” —se interroga esta disciplina— “La respuesta es un triple cometido, identitario, integrador y cívico 105”. En efecto, la evolución de esta disciplina y sus actuales objetivos, permiten comprender también la relevancia del espacio en las actuales circunstancias y la necesaria 103 Otto Friedrich Bollnow, 1969, pp. 77 -78. Xavier Zubiri, 1996, p. 165. 105 José Villanueva Zarazaga, 2002, p. 3. 104 60 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A armonía entre localidad y universo, tal como subraya Villanueva, recordando que si bien a finales del siglo XIX se reforzó el paradigma patriótico y la enseñanza geográfica debía transmitir en las escuelas la primacía del Estado con su identidad y sus límites, poco a poco se orientó hacia un mundo de grandes naciones, dominadoras de otras más pequeñas, hasta llega r a la geografía de los bloques antagónicos, para afrontar ahora el fenómeno de la mundialización y la globalización en estos términos: hoy “se debe enseñar una geografía que desde lo local se aproxime a lo mundial. Lo general y lo particular tienen hoy unos términos nuevos, globalización y fragmentación, que se sintetizan en uno, glocalización [...]. Es más, aunque parezcan apuestas contrarias, la mundialización y los particularismos, lo cierto es que van de la mano. Antoine Bailly nos dice que ‘el tiemp o de las arquitecturas regionales aparece correlativamente al establecimiento del sistema-mundo’” 106. Del mismo modo, entre los “Pensamientos sobre la geografía” de Peter Goud, ocupa un lugar preferente esta conciencia integradora capaz de resistirse a la semejanza material y la sumisión cultural que propugnan los sectores más radicales de la globalización: Si nos centramos exclusivamente en los niveles [...] región y micro-región, se pierde la noción de un mundo y un escenario mayores, de los que somos una parte. Si nos centramos exclusivamente en el nivel [...] del mundo como un todo, perdemos toda la individualidad que nos hace diferentes [...] Como geógrafos, debemos estar preparados para vivir en la 106 José Villanueva Zarazaga, 2002, pp. 2-3. 61 Alicia Llarena tensión de esos niveles jerárquicos, y ayudar así a ot ros a ver las partes y las totalidades. De no hacerlo así, es preferible abandonar y seguir el ejemplo de esos economistas que creen en un mundo sin espacio y que se preguntan cuántos precios pueden bailar en la cabeza de un alfiler 107. Para el geógrafo Milton Santos, y en este mismo sentido, la relevancia del regionalismo es incluso proporcionalmente directa al fenómeno de la mundialización, más aún, es una consecuencia inevitable de esta última, porque “Si el espacio se unifica para atender las necesidades de una producción globalizada, las regiones aparecen como distintas versiones de la mundialización. Esto no garantiza la homogeneidad, sino al contrario, instiga diferencias, las refuerza y hasta depende de ellas . Cuanto más sé mundializan los lugares, má s se vuelven singulares y específicos es decir, únicos” 108. El debate es intenso y en cierto modo no ha hecho más que empezar, porque el fenómeno globalizador y el énfasis regional guardan a su vez una estrecha relación con los apasionantes debates culturale s que han tomado la escena en las últimas décadas. Los llamados movimientos “post” (postmodernidad, postoccidentalismo, postorientalismo y postcolonialidad) han puesto en juego un proyecto crítico con la modernidad y especialmente con la expansión de un capitalismo sin fronteras que propaga la uniformidad y la estandarización en detrimento de la heterogeneidad. Este proyecto, como bien ha señalado Walter Mignolo desde América Latina, ha promovido en cambio “ la descen107 108 Peter Gould, 1987, p. 17. Milton Santos, 1996, p. 34. 62 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A tralización y la ruptura de la relación entre áreas culturales y producción de conocimientos”, contribuyendo “a la restitución de las historias locales como productoras de conocimientos que desafían, sustituyen y desplazan las historias y epistemologías globales” 109. De ahí que el espacio propio, la región, la perspectiva desde la que hoy miramos el horizonte, cobre en este punto un sentido trascendente, estimulando un pensamiento fronterizo y de confluencias, que intenta aproximarse al todo a través de un regreso al origen, de una filosofía de la complejidad ambivalente, como Salvador Pániker la denomina, que nos libere del mito de la unidad: “Aproximación al origen y pluralismo van unidos. Nadie tiene que imitar a nadie; pero nadie ha de sentirse excomunicado por el hecho de ser singular ¿De dónde esa nueva y antinómica exigencia? ¿Por qué se produce la implosión pluralista?” 110. Él mismo tantea la respuesta: de la conciencia de que “El ecosistema se nutre de todo esto; integra la unidad en la diversidad y la diversidad en la unidad. A mayor diversi dad mayor unidad” 111. En este orden de cosas, es visible que la cultura occidental se enfrenta todavía a las tensiones aún no resueltas entre lo individual y lo social, entre lo singular y lo universal, y que en la justa comprensión del espacio 109 Walter Mignolo, 1998. En un orden similar, debe subrayarse que “los estudios sobre las nuevas configuraciones culturales, así le s llamemos trasculturales, multiculturales o inter culturales, otorgan importancia a las configuraciones espaciales más que a las temporales” (Víctor Silva Echeto, 2002 -2003, p. 215). 110 Salvador Pániker, 2001, p. 27. 111 Salvador Pániker, 2001, p. 247. 63 Alicia Llarena residen no pocas de las claves que aportarán la rica solución a esas fuerzas en apariencia contrapuestas. Porque el enfoque postmodernista, entre otras cosas, ha puesto un énfasis especial en subrayar que las construc ciones culturales y la representación son socialme nte más determinantes que la propia política, y que “si se quiere entender el significado de los fenómenos nacionales, étnicos o raciales sólo se tienen que desenmascarar sus representaciones culturales, las imágenes a través de las cuales algunas gentes representan para otros los rasgos de la identidad nacional” 112. La tarea es compleja, pero tam bién enriquecedora y atractiva, porque se trata de discer nir, en una cultura como la nuestra, que se ha elevado sobre los pilares de la representación lingüística, una imagen del mundo superadora de aquellas ilusiones que hemos ido construyendo a través de la semántica. Nada puede decirse de la realidad con independencia del lenguaje que empleamos para hablar de esa misma realidad, porque es obvio que “donde hay cód igo lingüístico hay ideología” 113 y que, por tanto, nuestra experiencia espacial asumió en el transcurso de la historia los aditamentos y matices de sus representaciones. De ahí que, como imagen fundacional del universo, el tejido textual del espacio sea, p robablemente, como hemos querido destacar en estas páginas, el fundamento cultural más decisivo en nuestra percepción del mundo. 112 113 Anthony D. Smith, 2000, p. 193. Salvador Pániker, 2001, p. 286. 64 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A 1. 2 El lenguaje silencioso: n arración y espacio “Place symbolism plays a critical role in stories. In fact we argue that p lace symbolism is at the very core of stories”114. “It seems somewhat ironic that the world which surrounds us is more hidden from our view than the objects within this world. But this is truly the situation today”115. Y a lo hemos señalado con anterioridad : que el espacio literario fue, hasta hace poco, el aspecto que dispuso de una menor atención en el discurso teórico y crítico, oscurecido por esos pesos pesados del universo narrativo que, como el punto de vista, el personaje o el tiempo , acaparaban casi todo el protagonismo 116. Sin embargo, son muchas las razones y argumentos que indican que esa especie de “lenguaje silencioso”, el lenguaje espacial, no es sólo un ingrediente decisivo en el tejido textual de una novela, sino el auténtico corazón de la histo ria117, el 114 John Fraim, 2001. John Fraim, 2001. 116 En este sentido, es preciso mencionar aquí el sintetizador esfuerzo de Natalia Álvarez Méndez, autora de Espacios narrativos (Universidad de León, 2002), en cuya primera parte se accede a un clarificador análisis del espacio en el ámbito de la teoría literaria. 117 “El espacio es mucho más que el mero soporte o el punto de referencia de la acción; es su auténtico propulsor” (Antonio Garrido, 1993, p. 210). 115 65 Alicia Llarena elemento mediador entre todas las instancias del relato 118, el principio del que dependen y en el que toman sentido las figuras y acontecimientos de una fábula cualquiera 119, porque el espacio es, en definitiva, “la forma de lo imaginario” 120, “la forma a priori de la creatividad espiritual y el dominio del espíritu sobre el mundo” 121, el que posee la capacidad de convocar, poner en juego y sugerir todo tipo de relaciones arquetípicas sutiles, y donde tiene lugar “el trayecto antropológico; es decir, el in cesante intercambio que existe en el nivel de lo imaginario entre las pulsiones 118 “Si la semiótica de la narración se ha dado cuen ta del impasse al que conduce una investigación exclusivamente funcional, limitada al nivel de las acciones y de las conductas; una profundización teórica y metodológica, capaz de enriquecer el conocimiento del discurso, deberá tener en cuenta los múltiple s niveles verticales y horizontales del texto narrativo, entre los que, a nuestro juicio, el topológico merece una especial atención pues a él se le ha confiado la preciosa tarea de mediar y modelar las diversas isotopías del relato” ( Angelo Marchese, 1989, p. 344-345). 119 “Se apunta así a la exigencia de entender el espacio como parte de un conjunto que le da sentido. Su relación con el tiempo, con los personajes, con el narrador, con el lector, y la de ellos con él, importa más que la consideración aislada de cada uno de estos elementos” (Ricardo Gullón, 1980, p. 21). 120 Gilbert Durand, 1979, p. 393. Abundan en el libro de Durand expresiones semejantes que enfatizan el poder del espacio como asiento predilecto de la imaginación: el espacio como “sensorium general de la función fantástica” (p. 387), como la “forma a priori del poder eufémico del pensamiento” (p. 388), y como la “forma a priori de la fantástica” (p. 379). 121 Gilbert Durand, 1979, p. 408. 66 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas que emanan del medio cósmico y social” 122. De este trayecto hay pruebas abundantes en la literatura universal y, es más, es ese mutuo itinerario que va desde el espacio real al subjetivo, y desde el espacio geográfico al espacio de la percepción, el que permite al arte impregnar al mundo con su sustancia imaginaria. Nuestra idea del espacio, nuestra imagen de ciudades, países y territorios, está fuertemente condicionada por la cultura y por la influencia directa de los discursos artísticos, tal como señalamos al inicio de este ensayo en la lúcida afirmación de Agustín Espinosa sobre la India creada por Camoens, la Grecia fabricada por Homero, la Roma de Virgilio, la América edificada por Ercilla o la España inventada en los romances viejos, espacios textuales que han sido forjados en la representación literaria y de los que emana una especial “mitología conductora”, una imborrab le huella psíquica en el conjunto de nuestro imaginario colectivo. Y es que , como apunta Gilbert Durand, todo proceso imaginario, podría resumirse en una “topología fantástica”, y toda mitología “viene a apoyarse, antes o después, en una ‘geografía’ legendaria”123, un territorio que ha ido fraguándose en la profundidad de las operaciones artísticas. Desde este punto de vista, no debe extrañarnos que a finales del siglo XIX Óscar Wilde responsabilizara a la pintura impresionista del rasgo meteorológico más conocido de la ciudad de Londres, el que le ha conferido a la ciudad, precisamente, su nota más singular y su rasgo espacial más distintivo. He aquí 122 123 Gilbert Durand, 1979, p. 35. Gilbert Durand, 1979, p. 394. 67 Alicia Llarena el agudo razonamiento del escritor irlandés sobre la obstinada niebla londinense: ¿A quién sino a los impresionistas, debemos esas maravillosas nieblas parduscas que rastrean por nuestras calles de Londres, esfumando la luz de los faroles y co nvirtiendo las casas en sombras monstruosas? [...] El cambio extraordinario que ha tenido lugar en el clima de Londres du rante los últimos diez años se debe por entero a una escuela artística [...] Las cosas son porque las vemos, y cómo lo vemos, depende de las artes que nos han influenciado [...] En la actualidad, la gente ve nieblas no porque haya tales nieblas, sino porqu e los poetas y los pintores le han enseñado la misteriosa belleza de sus efectos. Es muy posible que desde hace siglos haya habido nieblas en Londres. Sí, seguramente las ha habido. Pero nadie las veía, y de ahí que nada sepamos de su existencia en aquellos tiempos. Hasta que el Arte las inventó, puede decirse que no empezaron a existir 124. Es obvio que Wilde no exagera, y que hay otras muchas fundaciones semejantes repartidas a lo largo del arte y la literatura universal, porque en una cultura como la nuestra, que erige el conocimiento sobre las bases del discurso y la representación, el lenguaje artístico es 124 Óscar Wilde, 1972, pp. 37-38. Podrían recordarse aquí las palabras de Deleuze sobre la contaminación entre la realidad y lo imaginario: “En el límite, lo imaginario es una imagen virtual que se pega al objeto real, e inversamente, para constituir un cristal de inconsciente. No basta con que el objeto real, el paisaje real, evoque imágenes similares o vecinas: debe liberar su propia imagen virtual, al mismo tiempo que ésta, como paisaje imaginario, se introduce en lo real siguiendo un circuito en e l que cada uno de ambos términos persigue al otro, se intercambia con el otro” (Gilles Deleuze, 1996, p. 91). 68 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A esencial en la percepción de la realidad, en nuestra íntima relación con ella, e incluso en el fortalecimiento de la sensación de pertenencia, como su brayan las más recientes reflexiones sobre la nación y la cuestión nacionalista. En este sentido se manifiesta Benedict Anderson en uno de los libros más influyentes sobre el tema, al entender los nacionalismos no como ideologías políticas, sino como grandes sistemas culturales 125, en los cuales los discursos artísticos desempeñan un rol fundamental. Del mismo modo, y apelando a las aportaciones de las teorías postestructuralistas sobre el conocimiento narrativo, Homi Bhabha destacará el poder del discurso, d e la textualidad, la enunciación y la escritura como poderosas estrategias en el establecimiento y la conformación de los espacios naciones 126. Si el estado moderno recrea sus territorios a través de medios ideológicos, como también sugiere Lennard J. Davis, “El patriotismo moderno es, por tanto, un producto del lenguaje y de la difusión de la información” 127, lo cual equivale, en palabras de Anthony D. Smith, a asumir que “la nación no tiene existencia fuera de su imaginería y de sus representaciones” 128, y a entender por qué en el proceso de invención de una comunidad imaginaria la creación de una literatura canónica resulta ser uno de los mecanismos más arraigados y populares, al presentar la “imagen nacional 125 Benedict Anderson, 1993. Homi Bhabha, 2000, pp. 215. 127 Lennard J. Davis, 2002, p. 90. 128 Anthony D. Smith, 2000, p. 188. 126 69 Alicia Llarena con un tejido textual” en el que pueden reconocerse propios y extraños, compatriotas y forasteros: Construir la nación es más una cuestión de diseminar representaciones simbólicas que de forjar instituciones culturales o redes sociales. Aprehendemos los significados de la nación a través de las imágenes qu e proyecta, los símbolos que usa y las ficciones que evoca en novelas, obras de teatro, poemas, óperas, baladas, panfletos y periódicos que un público lector alfabetizado devora ávidamente” 129. Si las imágenes que van configurando el sentido de una nación son decisivas, no sólo como portadoras de cohesión de un territorio, sino también como proyección del mismo, el espacio y las imágenes espaciales operan como un sistema de relación cuya poderosa y enérgica “función de fundamentación” sirve “como instrumento y órgano de la explicación del mundo [...] un factor ideal que interviene en la tarea general del conocimiento” 130. Paradójicamente, y a pesar de esta enorme significación y de la profundidad de sus oficios, el simbolismo y el contexto espacial es el aspecto menos visible de la comunicación, como ha demostrado John Fraim en su trabajo sobre el significado psicológico, dramático y cultural del espacio en el ámbito de la literatura, el cine, la televisión y el lenguaje publicitario. Y aunque el simbolismo espa cial es el contexto oculto de la comunicación, tal como se indica desde el título, su vocabulario y su sintaxis deparan una suerte de tipología espacial cuyos efectos sobre la 129 130 Anthony D. Smith, 2000, P. 190. Ernst Cassirer, 1985, pp. 121 -122. 70 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A mitología y el relato ofrecen si n duda “el mejor método de comunicación de los modelos de totalidad de la psique humana” 131. Es más, del tratamiento espacial pueden deducirse otras instancias, como ha puesto de relieve el reciente campo interdisciplinario que emergió en los estudios literarios y culturales de las últimas décad as, la llamada “ecocrítica” o “green criticism”. Aunque el término tiene su origen en 1978, en el ensayo de William Rueckert “Literature and Ecology. An Experiment in Ecocriticism” 132, no consolidó su presencia en el vocabulario teórico hasta que Cheryll Glotfelty, en el encuentro de la Western Literature Association de 1989, revivió el término y sugirió su adopción para referirse al campo crítico conocido hasta entonces como “the study of nature writting”, y que se había ocupado sobre todo de nociones como la literat ura pastoril, el desierto romántico, o el naturalismo literario, tomando como objeto de estudio la interconexión entre el mundo natural y la cultura, tal como se muestra a través de la lengua y la expresión escrita. Desde esta base, y lejos de haberse convertido en un “ism”-machine generado por la factoría académica, la ecocrítica introdujo una serie de interrogantes que acentúan desde el texto literario y el lenguaje la capacidad ideológica del espacio, al destacar cómo la escritura transmite valores con p rofundas implicaciones socio-culturales, y subrayando en el discurso espacial, y en su tratamiento literario, cuestiones relativas a la valoración, el significado, la tradición y el 131 132 John Fraim, 2001. William Rueckert, 1996. pp. 105 -123. 71 Alicia Llarena punto de vista sobre el mundo natural. Desde esta perspectiva, en la introducción a The Ecocriticism Reader, el volumen ya canónico de la corriente ecocrítica, Glotfelty sugiere un rico campo de reflexión sobre un amplio abanico de interrogantes como éstas: ¿cómo la naturaleza es representada en este soneto? ¿qué rol juega el mundo físico en el argumento de esta novela? ¿Son los valores expresados en esta obra consecuentes con la sabiduría ecológica? ¿Cómo nuestras metáforas de la tierra influyen en nuestro modo de tratarla? ¿Cómo podemos caracterizar la escritura de la naturaleza como un género? ¿En adición a la raza, la clase y el género, podría el espacio llegar a ser una nueva categoría crítica? ¿Los hombres escriben sobre la naturaleza de manera distinta a las mujeres? ¿En qué sentido la misma capacidad de leer y escribir a fectó a la relación de la humanidad con el mundo natural? ¿Cómo ha cambiado con el tiempo el concepto de lo salvaje? ¿De qué modo y hasta qué punto el efecto de la crisis medioambiental se está filtrando en la literatura contemporánea y la cultura popular? ¿Qué visión de la naturaleza tiene el gobierno USA y qué retórica refuerza esa visión? ¿Qué influencia tiene la ciencia de la ecología en los estudios literarios? ¿Hasta qué punto la ciencia misma está abierta al análisis literario? 133 133 Cheryll Glotfelty, 1996. La citada introducción de Glotfelty puede leerse también en su texto “What is Ecocriticism?” [Online: www.asle.umn.edu/conf/other_conf/ wla/1994/glotfelty.html], en la web oficial de la ASLE (“Association for the Study of Literature and Environment”) [http://asle.umn.edu], punto de referencia para el tema, y donde el lector interesado encontrará información crítica y bibliográfica abundante y actualizada (vid. también en esta web “The New Emphasis on ‘Place’ in Literature”, de Katsunori Yamazato; “Some Principles of Ecocritcism”, de Don Scheese; “What is 72 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Como todo campo de trabajo en sus instantes iniciales, Glotfelty añade que el estudio de las relaciones entre la literatura y el medio ambiente comenzará primero buscando imágenes de la naturaleza en la literatura canónica, e identificando los estereotipos principales (Edén, Arcadia, etc.), para rescatar más tarde la tradición marginada de textos escritos desde la naturaleza y alcanzar finalmente una fase teórica preocupada por las construcciones literarias del ser humano en relación con su entorno natural (de ahí su conexión y su interés por poéticas ecológicas ligadas a movimientos como la “ecología profunda” o el “ecofeminismo”). Es obvio que, en el terreno específicamente literario , el espacio es el resultado de una operación verbal y de las decisiones tomadas –nunca ingenuamente– en el plano estilístico del texto, y que por tanto es un fenómeno explicable y susceptible de análisis en el plano morfológico de la obra, el registro más elemental y primario de esa interesante problemática que ha resultado ser la espaciología literaria. Proyectado desde este nivel, el espacio tendrá otras muchas consecuencias, y cada una de ellas podría constituir a su vez un importante campo de análisis y reflexión teórica, como sugiere Januzs Slawinsky en su interesante delimitación del tema 134. En las páginas siguientes, y partiendo de los deslindes que él plantea, me propongo sintetizar las afirmaciones que Ecocriticism?” de Allison B. Wallace y “Ecocriticism: Storytelling, Values, Communication, Contact”, de Scott Slovic). 134 Januzs Slawinsky, 1989. 73 Alicia Llarena desde la teoría literaria y la narratología han ido contri buyendo hasta el momento a percibir las posibilidades del espacio literario y a apreciar la relevancia de sus distintas manifestaciones textuales aún en las obras donde de un modo engañoso parece haber sido relegado a un segundo plano135. Más allá de la llamada por Wolfgang Kayser “novela de espacio”, donde su protagonismo es evidente, h ay otros modos sutiles de erigirse en el actor principal de un relato, y en el auténtico corazón de la fábula, como tendremos ocasión de ver. Kayser, en efecto, distinguió en su clásico manual tres tipos de géneros novelescos: la novela “de acontecimiento”, “de personaje” y “novelas de espacio” 136, caracterizando esta última como aquella donde la primacía se concede a la descripción del ambiente histórico y de los sectores sociales en que discurre la trama (como en los casos de Balzac, Zola y Eça de Queirós) o donde el ambiente descrito es predominantemente geográfico o telúrico (Ferreira de Castro y Aquilino Ribeiro, a los que también debe añadirse la llamada “novela de la tierra” en Hispanoamérica). 135 Lógicamente, no es nuestra intención agotar aquí la síntesis teórica sobre el espacio literario, ni resumir el conjunto de trabajos teóricos al respecto. Se trata más bien de insinuar y enfatizar la relevancia del espacio literario y de recordar los núcleos reflexivos más constantes e influyentes en ese ámbito. Al margen de los títulos a los que haremos referencia en este apartado, el lector interesado encontrará una síntesis bibliográfica en trabajos recientes como El texto narrativo de Alberto Garrido Domínguez (1993) , o en La novela de M. del Carmen Bobes Naves (1993). 136 Wolfgang Kayser, 1965, pp. 482 y ss. 74 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A En ambos casos, la función del espacio es manifiesta y explícita, y de hecho es ya un lugar común que en el siglo XIX “Lo que ordinariamente se designa como novela de época y novela de sociedad no son más que tipos especiales de la novela de espacio” 137, por no abundar ahora en el mencionado “regionalismo” hispanoamericano, al que tendremos ocasión de regresar. Pero mucho antes de esta evidente explosión decimonónica, la propia estructura de muchas de las grandes obras de la historia literaria universal destilan una fuerte concepción espacial, como sucede por ejemp lo en La Ilíada y La Odisea, que dependen íntimamente del contraste entre los espacios diversos por los que vemos moverse a sus personajes 138. Sea como fuere, en una forma más o menos oculta, más o menos palpable, más o menos llamativa o silenciosa, el espacio siempre está allí, en el interior de la fábula y del relato, contaminando el discurso y 137 Wolfgang Kayser, 1965, p. 483. Al respecto explica que “Cuando Balzac agrupó sus novelas en serie: “Etudes de la vie privée”, “Etudes de la vie de province”, “Etudes de la vie parisienne”, que reunió después nuevamente como “Etudes sociales”; cuando le dio el título global de Comédie humaine (y tenía razón al invocar la sombra de Dante, el épico del espacio) todo ello nos indica el profundísimo deseo de abarcar el mundo como espacio” (p. 485). Más adelante añade: “En Stendhal se produjo una transición hacia la novela de espacio” (se refiere a Rouge et Noire, subtitulada Chronique de 1830, donde hay una evolución de la novela de evolución a la novela de espacio, más clara aún en la Chartreuse de Parme. Esta relación entre novela de evolución y novela de espacio se hace más íntima todavía en Flaubert” (pp. 487 -488). 138 Vid. John Fraim (2001), y Leonard Lutwack (1984), donde hay ejemplos abundantes al respecto. 75 Alicia Llarena extendiendo sus redes de sentido sobre todos los ingredientes de la historia. ¿Cómo se fragua, entonces, ese proceso? ¿Y qué elementos deben ser considerados en la e spaciología literaria? ¿Desde qué perspectivas puede intentarse la necesaria reflexión teórica sobre el espacio literario? La cuestión es amplia porque el espacio es también una entidad compleja, sustentada en un soporte (el lenguaje) que no lo es menos y al que se agregan además las connotaciones históricas y socioculturales que intervienen en la percepción del mismo, y que implican tanto a la subjetividad del lector como a su competencia en la recepción del texto 139. Por ello, y frente a la dispersión y variedad de motivos en los que la espaciología literaria puede enfocar su atención, Slawinsky da cuenta de algunos objetivos esenciales y establece, al menos, una serie de delimitaciones que persiguen el orden teórico, y que atienden tanto al nivel morfológic o de la obra escrita como a la tradición literaria, el semantismo espacial, los 139 “La determinación se logra de nuevo sobre la base del marc o de referencia del lector. Cuando cierto acontecimiento se sitúe en Dublín, significará algo distinto para el lector que conoce bien la ciudad que para el que sólo sepa que Dublín es una gran urbe” ( Mieke Bal, 1985, p. 103). Angelo Marchese, por su parte, también señala lo siguiente: “La narración opera siempre con una selección de elementos que entran en un eventual campo espacial que nosotros reconstruimos, en la imaginación, sobre la base de los datos verbales del texto y sobre la base de los presupuestos semánticos y enciclopédicos que poseemos. El espacio está, pues, seleccionado y filtrado por una actitud perceptiva que será del narrador o, porque él la delega, de un personaje” (Angelo Marchese, 1989, pp. 313 -314). 76 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A patrones culturales, los arquetipos, las reflexiones filosóficas y la obra misma concebida como espacio, cuestiones todas que se entrelazan en el discurso teórico y literario, pero que también son susceptibles, a su juicio, de intereses investigadores particulares. En este orden de cosas, el espacio como fenómeno explicable en el orden morfológico del texto, como resultado de sus operaciones estilísticas, y como principio organizador de su nivel temático y composicional, constituye el primer objeto de la espaciología literaria, el terreno más obvio de expresión espacial, el que se halla en la superficie del relato, en el ámbito de su misma enunciación, y en el que habrá que tener en cuenta especialmente el plano de la “descripción”, del “escenario” y de los “sentidos añadidos”, porque entre todos ellos se fragua la representación del espacio. Con respecto a la descripción, no cabe duda de que ha sido hasta el momento el ingredient e que más reflexión ha suscitado cuando se habla de la cuestión espacial, y es natural, sobre todo a la luz de las dimensiones que alcanzó en la novela naturalista, y en general por la creencia de que es ella la responsable de definir y transmitir la localización de una novela. Lógicamente, no hay modo de analizar la tipología del espacio literario sin un estudio del enunciado descriptivo del texto, de ahí su amplia presencia en los manuales de teoría literaria y narratología, y de su absoluto protagonismo en los capítulos que al espacio se refieren. La descripción es, en primer término, la que contribuye a crear el efecto de realidad en el texto narrativo, dotándolo de “una memoria textual importante que facilita tanto el desarrollo de la trama como el éxit o 77 Alicia Llarena del proceso de lectura. Es, pues, un importante factor de cohesión textual” 140. Además, y al margen de la consabida capacidad para simbolizar la psicología y conducta de los personajes novelescos, es posible percibir la pertenencia del texto a una escuela o a un cierto movimiento estético, teniendo en cuenta los recursos, técnicas y variedades del enunciado descriptivo, pues “constituye una realidad vinculable al sistema de valores propio de cada una de ellas” 141. Por otro lado, y en este mismo nivel, Slawin sky recuerda que sería justo apreciar no sólo las oraciones descriptivas propiamente dichas, sino también los espacios que se hallan implícitos en otro tipo de expresiones (“ellos anduvieron y anduvieron”), así como ampliar aspectos sobre los que no se ha reflexionado lo bastante —la cuestión de los nombres propios como focos semánticos, por ejemplo, o la inferencia de propiedades del espacio presentado a través de metáforas y clisés fraseológicos propios de las descripciones poéticas — porque la descriptividad no es tanto una ‘forma’ como una tendencia semántica que puede tener índices independientes muy reducidos en la superficie del texto e intervenir como un aspecto de un enunciado de carácter esencialmente no descriptivo [...] independientemente del gr ado de nitidez y de la dimensión de los elementos descriptivos, su función es constante: la inclusión del parámetro espacial en la semántica del mensaje 142 140 Antonio Garrido, 1993, p. 222. Antonio Garrido, 1993, p. 236. 142 Januzs Slawinsky, 1989, p. 281. El énfasis es nuestro. 141 78 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Sin abandonar el mismo plano morfológico donde se inscribe la descripción, “el escenario completo” ( el conjunto de localizaciones, acontecimientos, escenas y situaciones en que participan los personajes, el que determina el territorio donde estos van a extenderse, y el que interviene también como índice de la estrategia comunicacional instituida en el relato) “constituye una de las grandes figuras semánticas de la obra”143. Es aquí donde tendrá lugar ese “ combate antropocósmico”, ese particular “cosmodrama” que Bachelard anunciara en estos términos: “Para quien se adentra en un cosmodrama, el mundo no es más un teatro abierto a los cuatro vientos, el paisaje no es más un decorado para paseantes, un trasfondo de fotografía en que el héroe viene a hacer destacar su actitud” 144. Y en efecto, para quien penetre agudamente en el profundo semantismo del “escenario” narrativo, los dividendos serán múltiples, como de hecho han puesto de relieve las profusas reflexiones sobre la estrecha relación entre espacio y personaje, pues si el espacio es una condición imprescindible para urdir y representar un mundo imaginario, también lo es para que personajes y objetos tomen consistencia y adquieran su sentido 145. Los territorios, como se sabe, están ligados con ciertos atributos y funciones de esos 143 Januzs Slawinsky, 1989, pp. 283 -286. Gaston Bachelard, 1985, p. 73 . 145 Desde la perspectiva ecocrítica, Lawrence Buell indaga en obras literarias donde el entorno n atural ha dejado de ser un simple mecanismo enmarcador para convertirse en protagonista, estudiando el “place-sense”, es decir, la conciencia de los seres humanos (narrador, personaje, sujeto poético) de pertenecer a un lugar específico que determina sus f ormas de ser y actuar (Lawrence Buell, 1995). 144 79 Alicia Llarena seres que los pueblan y atraviesan, y es ese lazo el que permite distinciones tan hondas y elementales como el “aquí” y el “allá”, el “extranjero” y la “patria”, la “ciudad” o la “aldea” 146, oposiciones que dejan de ser geográficas para convertirse en significado de orden psíquico e ideológico 147. Y si es obvio que “figuras y objetos son y significan en un contexto espacial al que impregnan y del que son impregnados” 148, que el espacio es un fuerte condicionante de los rasgos psico -sociológicos del personaje y tiene amplias funciones connotadoras de 146 Sobre esta clase de oposiciones aparentemente primarias se erige el drama de algunos clásicos de la literatura universal, como el de Emma Bovary: “Vemos, pues, cómo la novela se desarrolla en dos planos espaciales que corresponden a dos planos psicológicos: la ‘realidad’ de un rincón provinciano y el ‘sueño’ de países lejanos. El drama de Emma lo constituye el no poder vivir simultáneamente en ambos espacios; al final, la coexistencia de éstos se traducirá en un conflicto al que la protagonista no podrá encontrar otra salida que la muerte” (Roland Bourneuf y R. Ouellet, 1983, pp. 115 -146). 147 El espacio entonces “se semiotiza y convierte en exponente de relaciones de índole ideológica o psicológica”, de modo que alto/bajo, derecha/izquierda, dentro/fuera, cerca/lejos, cerrado/abierto, por ejemplo, serán términos indicadores de protección/indefensión, favorable/desfavorable, acogedor/hostil, etc. (Antonio Garrido, 1993, p. 216). En un sentido semejante se expresa Ángelo Marchese: “Las dicotomías ‘propio vs. ajeno’, ‘cercano vs. lejano’, ‘limitado vs. ilimitado’, ‘cerrado vs. abierto’ y otras parecidas, ejemplifican esquemas del mundo en los que el primer tema representa algo conocido, comprensible, protector, famil iar, mientras que el segundo término expresa los antivalores de lo extraño, de lo diverso, de lo incierto, de lo inculto o de lo negativo” (Ángelo Marchese, 1989, p. 326). 148 Ricardo Gullón, 1980, p. 2. 80 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A creencias y valores, como puso en primer pl ano la novela realista-naturalista y su tesis sobre la influencia del medio en la trayectoria vital del individuo 149, será imposible separarlos en el análisis narrativo. Angelo Marchese, en consonancia con esta imposibilidad, recuerda que ya Greimas advirtió que cuando una obra no pueda ser estudiada mediante la rígida lógica estructuralista, debe ser estudiada de acuerdo con los elementos arquetípicos del espacio, utilizando el instrumento del psicoanálisis 150, lo que subraya una vez más esa mutua y subterráne a “correlación de afectos” 151 entre espacio y personaje, que convierte al primero en algo más que un territorio: un “emblema” más que una mera “estancia” 152 o, como diría Bajtin, “el entorno de un alma”, donde el espíritu es tan importante como “la actitud del mundo con respecto al alma” 153. Precisamente porque el escenario es el conjunto de localizaciones, de acontecimientos, situaciones y escenas en las que participan los personajes novelescos, habrá que considerarlo también como el indicador de la trama, como sucede en el clásico motivo del camino del romance de 149 “El lugar más obvio para buscar ejemplos de las rela ciones entre espacio y personajes parece ser la novela naturalista, puesto que tienen la pretensión de describir la influencia del ambiente en el hombre” (Mieke Bal, 1985, p. 105). “La correlación entre topo grafía y personaje alcanza su cenit dentro del movimiento realista-naturalista” (Antonio Garrido, 1993, p. 236). 150 Angelo Marchese, 1989, p. 341. 151 Roland Bourneuf y R. Ouellet, 1983, p. 108. 152 Ricardo Gullón, 1980, p. 119. 153 M. Bajtin, 1989, p. 119. 81 Alicia Llarena aventuras, o en los territorios geográficos donde se suceden los hechos de la novela de viajes, sin olvidar el importante papel de indicio que desempeña como señal y anuncio de los estados de ánimo, est o es, “El espacio como metonimia o metáfora del personaje” 154, el que aclara, refleja y justifica sus cambiantes emociones, y que tuvo un papel esencial en los textos románticos y realistas, y en el expresionismo artístico -literario. No hay que olvidar, como apunta John Fraim, que el hecho de que el lugar tenga un fuerte efecto en los estados internos del sujeto lo convierte en el mejor vehículo de comunicación de esos estados, de ahí que el simbolismo asociado a esos espacios haya sido utilizado en una de la s formas más antiguas de comunicación: el relato ( the story)155. Asimismo, el escenario es también el portador de la estrategia comunicacional que el narrador decide imponer en la obra, el que establece de entrada las convenciones por las cuales ésta ha de ser transmitida a los lectores: “el escenario en que los lugares, sectores, territorios, paisajes e interiores están claramente sistematizados se remite a algunas convenciones que ligan a las dos partes que se comunican [...] en cambio, el escenario que pro voca una impresión de caos, por así decir, traiciona las convenciones de ese género: excluye cualquier orden modelo” 156. Finalmente, y en la concretización del espacio presentado a través de la descripción y del escenario, habrá que prestar atención a los se ntidos añadidos, a la 154 Antonio Garrido, 1993, p. 211. John Fraimm, 2001. 156 Januzs Slawinsky, 1989, pp. 285 -286. 155 82 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A producción de significados adicionales que en ese proceso engendrará el espacio: así, “el espacio tratado como equivalente de estados emocionales; la oposición de los espacios realistas y fantásticos; los interiores habitables como indicio del status social del héroe; el paisaje arcádico del idilio [...] el bosque espeso como el subconsciente; el recorrido de un camino como figura del perfeccionamiento espiritual; en todos estos casos, y en otros innumerable de género semejante, estamos ante connotaciones que pueden ser movilizadas en la medida en que exista en la obra una sistematización perceptible” 157. Más allá del espacio morfológico , un campo de atención no menos decisivo y significante deberá centrarse en las representaciones y con tenidos espaciales que se han fijado en el sistema semántico del lenguaje, y que se corresponde con las unidades léxicas y fraseológicas y con las expresiones metafóricas que tienen la habilidad de transmitir sustancia espacial a través del reconocimiento de un cierto tipo de habla individual, o del código lingüístico de un medio social determinado. La deducción del lector en este caso es instantánea, porque a través del habla de los personajes novelescos somos capaces de inferir su localización en el espa cio, su pertenencia, por ejemplo, a un entorno rural, o a una particular comunidad lingüística (la lengua fronteriza del Norte de México, sin ir más lejos). Ya en otro orden de cosas, Januzs Slawinsky reclama la atención hacia los esquemas espaciales que h an sido fijados por la tradición, que serán materia de la poética histórica, y 157 Januzs Slawinsky, 1989, p. 286. 83 Alicia Llarena que entenderá la topografía literaria en un sentido amplio, enfatizando y descubriendo los métodos descriptivos y las combinaciones espaciales que constituyen convenciones propias de corrientes literarias, géneros, épocas, movimientos y culturas. En este sentido, la galería de estereotipos que se han ido forjando a lo largo de la historia es abundante y significativa, desde “la declaración amorosa en el jardín y a la luz de la luna, la floresta como presagio de la lucha en los libros de caballerías, el castillo y las historias de fantasmas, el relato policíaco y los bajos fondos urbanos, etc.” 158, hasta el ya imprescindible concepto de “cronotopo” fijado por Bajtin (el cronotopo del camino común a la novela de aventuras, las novelas de caballería o la picaresca; el castillo de la novela gótica; el salón de los textos realistas...) a través del que puede establecerse incluso una historia de los géneros novelescos, porque “en el arte y en la literatura todas las determinaciones espacio -temporales son inseparables, y siempre matizadas desde el punto de vista emotivo-valorativo” 159. Al lado de los tópicos espaciales que han sido fijados en el decurso de la tradición literaria, merecen dest acarse igualmente los patrones culturales de la experiencia del espacio, es decir, esa serie de correlaciones que indican la 158 Antonio Garrido, 1993, 211. M. Bajtin, 1989, p. 393. Vid. M. Carmen Bobes, 1993, pp. 165 182. También Leonard Lutwack recordará recientemente que “Es difícil escapar a la proposición de que el análisis final de un lugar en literatura es usado con un propósito simbólico, de ahí que la repetición de ese simbolismo haya generado un sistema de arquetipos simbólicos espaciales, e incluso géneros literarios como el pastoral, el romance medieval o la novela gótica” (Leonard Lutwack, 1984). 159 84 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A jerarquía social del mismo (espacios públicos o privados, propios o ajenos, sagrados o profanos) y que son siempre portadores y expresivos de las valoraciones éticas, morales y cosmovisivas establecidas por zonas, provincias, regiones, países e incluso puntos cardinales. Este es sin duda uno de los aspectos más atractivos del lenguaje espacial de un texto, porque es obvio que las estructuras espaciales no sólo manifiestan el modelo o esquema del mundo del autor de un texto (la llamada Weltanschauung) sino algo más hondo aún, el hecho de que en “La instancia discursiva del juicio ético se insinúa profundamente en la óptica y la percep ción del espacio” 160. Las descripciones geográficas, los relatos de viajes o los textos historiográficos como las Crónicas de Indias pueden darnos múltiples ejemplos de esas valoraciones que, en muchos casos, siguen vigentes aún siglos más tarde de haber sido elaboradas en la lengua escrita, como sucede en la clásica antinomia tan traída y llevada con respecto a Hispanoamérica, “civilización y barbarie”, o como se insinúa en nuestros días en algunos populares anuncios publici tarios161. 160 Angelo Marchese, 1989, p. 316. Recuérdese al respecto la campaña publicitaria del licor de coco “Malibú” que circuló recientemente en las pantallas televisivas del país, popularizando incluso en el habla cotidiana la expresión “me estás estresando”, y que apela precisamente a estas valoraciones ideológicas, manifestando y estimulando a un tiempo el juicio ético tan extendido sobre el Caribe como el territorio del recreo y la parsimonia, donde nada se toma en serio: “Si en el Caribe se tomaran la vida tan en serio no tendríamos Malibú” –concluye textualmente el anuncio. Más allá de la intención cómica que persigue este spot publicitario, su lenguaje forma parte de una imagen estereotipada, que 161 85 Alicia Llarena En su interesante trabajo sobre las relaciones entre ficción e ideología, Lennard J. Davis señala que, con independencia de la distinción entre los tres tipos de espacio más comunes en el texto narrativo (la represen tación de una zona geográfica real, de un lugar totalmente ficticio, o de una localización real rebautizada que pretende ser ficticia) los territorios literarios nunca son ingenuos, su ideología es siempre intencional: “Todas estas representaciones son ideológicas en el sentido de que llevan incrustados significados sociales. Ningún autor puede recrear realmente un lugar, p ero al emplear París o Londres —al igual que Middlemarch o Cumbres Borras cosas— la localización se ve de hecho moldeada por la intersección de la imaginación literaria y la mitología social” 162. Siguiendo el hilo de la historia literaria inglesa, y bajo el auspicio de La conquista de América de Tzvetan Todorov, quien mostró la relación que existe entre la incorporación política y la incorporación lingüística y semiológica del Nuevo Continente a sus me trópolis, la tesis de Davis y el argumento principal de su libro es, precisamente, situar el uso novelístico del espacio en el desarrollo del colonialismo. A su juicio, para la mayor parte de las culturas anteriores a la llegada de la novela en sigue perpetuándose y que acarrea consigo implicaciones sociales quizás no tan simpáticas. 162 Lennard J. Davis, 2002, p. 79. Para enfatizar ese bagaje ideológico del espacio novelesco, Davis distingue entre terreno y escenario frente a “localización intencional” ( p. 105). En este sentido añadirá que “Las localizaciones son ideológicas precisamente porque delimitan la acción y encierran sentido aunque sólo aparenten describir con neutralidad” (pp. 86 -87). 86 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A la Europa del siglo XVIII, el espacio era un mero decorado o telón de fondo, sin la solidez novelística que sólo pudo producirse como consecuencia de los complejos procesos históricos y culturales que tuvieron lugar durante la época del desarrollo de la novela en Eu ropa. A partir de entonces “las localizaciones están entretejidas con explicaciones ideológicas acerca de la posesión de la propiedad” 163, porque “no puede existir el proyecto de colonizar sin la ayuda de estructuras ideológicas y lingüísticas” 164. Desde este punto de vista, toda creación de un espacio formará parte del control ideológico, hecho visible dentro del ámbito hispánico en la conquista e “invención de América”, cuyos textos revelan, como sabemos, las intenciones de la metrópoli, y las paradojas de un discurso que, en el intento de representar literariamente la tierra nueva, “la objetiviza y la falsifica al mismo tiempo” 165. El proceso señalado por Davis desde el decorado al espacio, o desde la geografía a la localización, no es privativo del texto literario. También en la historia del arte, como él mismo apunta, Kenneth Clark en El arte del paisaje ha demostrado de una forma similar la transformación del 163 Lennard J. Davis, 2002, pp. 76 -77. “Aproximadamente en la época en que Europa estaba elaborando su representación de las colonias, sus novelistas –o al menos Defoe– estaban colonizando otro tipo de espacio” (p. 89). 164 Lennard J. Davis, 2002, p. 89. 165 “El intento de transformar un territorio en una representación literaria da lugar a un espacio ‘desconocido reconocible’; una representación ideológica de la propiedad que de un solo golpe trata de darla a conocer a la vez que la objetiviza y la falsifica al mismo tiempo” (Lennard J. Davis, 2002, p. 78). 87 Alicia Llarena “paisaje del símbolo” medieval hacia el “paisaje de los acontecimientos”, donde la ideología ya hac e acto de presencia, mientras Ronald Paulson en Literary Landscapes, por su parte, explica que la historia misma del paisajismo es un proceso que va desde la mera descripción hasta la expresión del yo, y desde la simple topografía o la simbolización hacia los “paisajes de la mente”. En definitiva, nuestra percepción del espacio está mediati zada, sin duda alguna, por las valoraciones éticas y morales, y por la ideología que emana de las experiencias culturales que sus representaciones nos heredan y transmiten. Ya en otro orden de objetivos, la espaciología literaria se ocupará también de lo que Slawinsky llama los “universales espaciales arquetípicos”, es decir, “esas reminis cencias tenaces de yacimientos arcaicos del subconsciente colectivo” 166 que son las imágenes, símbolos y fábulas recurrentes, urdidas en torno a representaciones mentales como el centro, la casa, el camino, el abismo, el laberinto, etc., mostrando el papel que éstas juegan en la obra literaria y la formación de la imaginación de los es critores, y cómo se exteriorizan en el plano temático, estilístico y semántico de sus textos. No en pocas ocasiones, y a través de estas imágenes arquetípicas, el espacio se erige en una metáfora enunciada desde el título mismo de un relato (El túnel de Ernesto Sábato, El pozo de Onetti, Niebla de Unamuno o La colmena de Camilo José Cela), o identifica la modalidad espiritual de una época y movimiento (el abismo simbolista en la crisis de fin de siglo), o se revela 166 Januzs Slawinsky, 1989, p. 273. 88 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A como una materia constante y decisiva en la poética de un autor determinado (los laberintos de Borges). Y es que el espacio literario “es indisociable del mundo de los sím bolos, de los mitos y de los arquetipos, y en él cobran las palabras dimensiones semánticas especiales” 167. No debe olvidarse en este sentido la célebre “Teoría de las Corres pondencias” (con gran eco en el modernismo hispanoamericano) donde Baudelaire estableció, precisamente, la conexión y la similitud entre la realidad física y la realidad espiritual, erigiendo a la Naturalez a en un poblado bosque de símbolos y a los símbolos mismos en los auténticos depositarios de esas antiguas correspondencias, tal como rezan los primeros versos de su famosa composición poética: Es la Naturaleza templo, de cuyas basas Suben, de tiempo en tiempo, unas confusas voces; Pasa, a través de bosques de símbolos, el hombre, Al cual éstos observan con familiar mirada” 168. En la poética simbolista de finales del siglo XIX, como sabemos, la creación de una “atmósf era” —el espacio como símbolo— fue un apoyo principal para la expresión y comunicación de los estados de ánimo, de la realidad 167 Vítor Manuel de Aguiar e Silva, 1972, p. 24. Charles Baudelaire, 1982, p. 19. Siguiendo la teoría del poeta francés, precisamente, John Fraim ha descrito con exhaustividad en su reciente trabajo sobre el simbolismo del espacio las alineaciones o correspondencias entre los elementos espaciales y psicológicos (lo interior, lo exterior, lo vertical, etc ….) en el ámbito narrativo (John Fraim, 2001). 168 89 Alicia Llarena interior, de “lo indecible”, estableciendo así la posibilidad de aludir a lo real a través de un lenguaje que apeló al poderoso efecto transmisor de las sensaciones, un efecto profundo del que se alimenta desde entonces el espacio literario, y del que dio cuenta en su momento Georges Matoré. En su análisis sobre la geografía inconsciente del espacio humano, y aplicando un enfoque histórico, explicará precisamente el gran cambio que con respecto al Renacimiento experimentaron las imágenes espaciales, “que eran geométricas e intelectuales, y una mayor acentuación de la ‘sensación’ del espacio. Hoy en la idea de espacio se emplea más el movimiento y se va más allá de lo visual, hacia un espacio sensual mucho más profundo” 169. Por otro lado, en los órdenes verbales que conforman y establecen el espacio literario de una obra, el orden espacial y el simbólico coinciden y se entrelazan necesariamente, de modo que junto a la relación de términos espaciales como mundo, universo, ambiente, atmósfera, ámbito, zona, etc., se añadirán palabras como mágico, fantasmal, fantástico, irreal, onírico, poético o insólito, configurando así para el lector la red imaginaria y mitológica del texto 170, lo que permite a los llamados espacios imaginarios o simbólicos —y he aquí lo que nos interesa destacar— un singular comportamiento y una total independencia con respecto a lo real. Estos espacios, como bien ha observado Ricardo Gullón, se vinculan fundamentalmente a estados de ánimo y a predisposiciones mentales, lo que permite en definitiva “visualizarlos como recintos en que las cosas no son según las vemos en el 169 170 Cit. en Edward Hall, 1987, p. 117. Ricardo Gullón, 1980, p. 25. 90 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A contexto de la ‘normalidad’” 171. Podrían recordarse aquí, por ejemplo, las ya célebres palabras del narrador colombiano Gabriel García Márquez cuando al definir su famoso espacio novelesco se expresó en estos términos: “Macondo no es un lugar del mundo, sino un estado de ánimo”; pero también, y sin abandonar ese mismo territorio imaginario, podrá inferirse que, en verdad, su aldea es sin duda la clave de esa particular verosimilitud magicorrealista, la que permite la intersección de lo real y lo extraordinario, la que impone su efecto de realidad a lo largo y ancho de la novela, la que aprovecha, e n definitiva, la posibilidad artística de lo imaginario, porque “En las figuraciones simbólicas la [...] verdad se impone en el espacio de la lectura, que, entre otras cosas, ensancha la realidad incluyendo lo fantástico como anejo y complemento de lo cotidiano”172. Al margen de estos procesos simbólicos, la evolución desrealizadora de la escritura contemporánea también estimuló la concepción de la obra misma como espacio, es decir, como un territorio sui generis donde la disposición de los elementos narrativos tendrá también una significación importante. En principio, la crítica literaria y la teoría de la narración hacen uso con frecuencia de términos espaciales para explicar la estructura de un relato (refiriéndose, por ejemplo, a una novela dispuesta de fo rma concéntrica, circular, a modo de tríptico) y es visible que la influencia del discurso cinematográfico, con su particular técnica del montaje, y la sintaxis de sus planos, de sus cortes, etc., propició el movimiento del género narrativo en dirección de la 171 172 Ricardo Gullón, 1980, p. 24. Ricardo Gullón, 1980, p. 25. 91 Alicia Llarena “forma espacial”, expresión con la que Joseph Frank alude a la que puede percibirse en aquellas novelas cuyos elementos están yuxtapuestos en el espacio, y no desarrollados en el tiempo. En tales casos, antes que la presentación sucesiva de los acontecimientos, lo que se impone es la simultaneidad de éstos, y la clásica sucesión temporal es sustituida por una presentación de los hechos que se interrelacionan siguiendo parámetros espaciales: “Que la literatura moderna esté moviéndose, como piensa Joseph Frank, en dirección de la forma espacial, es muy posible” —explica Gullón— pues “el tipo de modernidad que empieza con Joyce, acentuó deliberadamente el proceso espacializador, según es fácil observar en novelistas como Djuna Barnes y John Hawkes, en el llamado ‘nouveau roman’ y en narradores de lengua española, como Cortázar o Juan Benet” 173. Que este movimiento guarda sin duda una estrecha relación con la libertad que experimentó en la novela moderna el punto de vista del narrador es evidente y, de hecho, buena parte de las reflexiones filosóficas sobre la naturaleza y la forma del espacio literario, concebido ya como copia o como una transformación del espacio físico, tuvo que ver, como sugiere Slawinsky, con conceptos tan espaciales como la disposición d e los objetos o “la distancia” entre ellos, motivos que suscitaron el desarrollo de la teoría de los puntos de vista del relato 174. Como veremos, “percepción” y “distancia” son valores principales a la hora de establecer el espacio representado en un texto, y del uso de ambas se deriva no sólo la 173 174 Ricardo Gullón, 1980, pp. 4 y 5. Januzs Slawinsky, 1989, p. 273. 92 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A sensación del mismo, tanto para el lector como para los propios personajes de la fábula, sino cuestiones más decisivas en el conjunto narrativo como la génesis de la verdad textual, es decir, la verosimilitud 175. En realidad, el proceso por el cual los paisajes dejaron de tratarse como tales, alterándose el sentido del aparato descriptivo del relato, para considerar el medio “como una realidad percibida y no como una realidad determinante” 176, se produjo desde finales de l siglo XIX. No es casual por ello mismo que en el marco de la narratología esta alianza entre espacio y percepción se presente habitualmente en términos indisolubles. Así Mieke Bal señala, por ejemplo, la distinción entre lugar y espacio teniendo en cuenta ese lazo, precisamente (“Estos lugares, contemplados en relación con su percepción reciben el nombre de espacio” 177), y Julia Kristeva, por su parte, entiende el espacio textual como un “espacio totalizado”, cuyo control obedece al punto de vista del narr ador, quien es, al fin y al cabo, el factor dominante del discurso: “El espacio de la novela es, pues, el espacio de la perspectiva” 178. En primera instancia, y como una realidad percibida, los sentidos desempeñarán un papel primordial en la 175 En otros trabajos hemos reflexionado ampliamente sobre la capacidad verosímil del espacio, concretamente en relación con los espacios de los textos magicorrealistas hispanoamericanos, donde los espacios imaginarios (como Macondo y Comala) son concluyentes en el proceso de integración de lo real y lo extraordinario (Vid. Alicia Llarena, 1997). 176 Roland Bourneuf y R. Ouellet, 1983, pp. 115 -146. 177 Mieke Bal, 1985, p. 101. 178 Julia Kristeva, 1981, p. 262. 93 Alicia Llarena representación literaria del espacio, especialmente la vista, el tacto y el oído, no sólo importantes para inducir a los lectores hacia una comprensión sensible de sus cualidades (los olores que se asocian al lugar de la acción, sus características visuales, etc.) sino m ás aún, para mostrar el modo en que los personajes del relato experimentan ese espacio al situarse en él. Y es que el espacio de la percepción es siempre una configuración de la conciencia 179, el resultado de nuestra interacción con el medio, tamizada lógicamente por nuestras propias impresiones y vivencias, determinantes en el conjunto de nuestra sensación espacial. Desde esta perspectiva, un personaje novelesco podrá padecer ante un espacio que le resulte inseguro, extraño, violento, o podrá regocijarse ante un espacio que sienta próximo, familiar, reconfortante; podrá sentirse perdido, enajenado, “fuera de sitio” o, por el contrario, podrá sentirse amparado y protegido. El abanico será tan amplio en este caso como los sujetos que pueblan las páginas de un texto novelesco, y más extenso que las simples percepciones que dependen de los tres sensores físicos mencionados, hasta conformar una suerte de “superespacio subjetivo”, término con el que Sartre ya distinguía el “espacio representativo” del simple “espacio perceptivo”, y que Gilbert Durand recupera, 179 “Tanto el espacio mitológico como el espacio de la percepción son siempre configuraciones de la conciencia” ( Ernst Cassirer, 1985, p. 117). En un sentido similar, Etienne Souriau argumenta que “E l paisaje literario [...] se muestra a través de vocablos: no es objeto de percepción, sino de imagen mental” (Etienne Souriau, 1998, p. 861). 94 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A precisamente, para aludir a las cualidades del espacio imaginario: [el espacio imaginario tiene] un carácter mucho más cualitativo que a extensión de la percepción: toda determinación espacial de un objeto en imagen se presenta como una propiedad absoluta. El espacio entonces se hace superlativo y abandona el terreno de la indiferente “localización” para comprometer la imagen en la “pertenencia” 180. Como centro del sentido de la obra literaria, la presentación del espacio resultará concluyente en la recepción de la lectura 181, obligando al narrador a tomar decisiones en el plano estilístico d el texto, donde “la distancia” —un concepto al fin y al cabo espacial — y el detallismo, van a erigirse en un mecanismo tra scendente. Del primero de los casos ya ha dado buena cuenta la teoría sobre el “punto de vista”, que se organiza en gran medida sobre la proximidad de las personas narrativas en torno a los acontecimientos de la fábula, y que observa la distancia no tanto como una cuestión física sino como un posicionamiento psíquico, una determinación espacial que influye directamente en nuestras reacción frente a la realidad del texto182. De ahí que “La distancia entre narrador y 180 Gilbert Durand, 1979, p. 338. “El lector está en el espacio novelesco —dirá Ricardo Gullón— su situación dependerá de una serie de circunstancias, ante todo de su posición, que determina la perspectiva, el punto de vista, la distancia” (Ricardo Gullón, 1980, p. 20). El énfasis es nuestro. 182 “El efecto de la información sobre el espacio no se determina sólo por la forma en que se comunica. La distancia desde la que se 181 95 Alicia Llarena narración, entre el narrador y sus material es, incluido el personaje, merece ser investigada cuidadosamente” 183. En el segundo supuesto, el recurso del detallismo descriptivo obedece siempre a profundas intenciones, como en el caso de los escritores realistas, que lo utilizan “para que el lector se sienta en terreno familiar”, sabedores de que así se “reducirá la distancia entre él y lo narrado” 184. Y en la estrategia narrativa de un autor como Alejo Carpentier, cuyas extensas descripciones del espacio americano en Los pasos perdidos son ya clásicas, sigue vigente aquella misma necesidad que en su momento condujo a los cronistas de Indias a cometer tales excesos (pensemos en la historia minuciosa de un Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo), oficiando con su discurso prolijo y pormenorizado una suerte d e función adánica, pues “su detallismo está motivado por el hecho de que el personaje entra en ese espacio por primera vez” 185. En íntima relación con la representación del espacio, y con el modo y la distancia en que éste es representado, no hay que perder de vista, finalmente, una cuestión vital para el desarrollo de la fábula, el que acaso sea el efecto definitivo del espacio verbal, la cuestión de la verosimilitud, la que hace posible la feliz resolución del pacto narrativo entre el texto y los lectores, entre la realidad del texto y la realidad. Aunque el uso del espacio presenta puede también afectar a la imagen que surja” (Mieke Bal, 1985, p. 107). 183 Ricardo Gullón, 1980, p. 129. 184 Ricardo Gullón, 1980, p. 19. 185 Mieke Bal, 1985, p. 107. 96 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A como motor de la “credibilidad” es un recurso antiguo de la literatura universal, y lo fue especialmente en géneros como el relato fantástico, es muy visible “la frecuencia y diversidad en que la ficción contemporánea recurre a la simbolización espacial para dar mayor plausibilidad a sus fantásticas imaginaciones” 186, hecho que tuvo en Hispanoamérica una relevante incidencia, como ahora veremos, a propósito de la creación de sus conocidos espacios imaginarios, donde lo real y lo extraordinario se ensamblaron con toda precisión. Sin ir tan lejos aún, y en un sentido más general, con independencia del género, el movimiento o la tendencia literaria, lo cierto es que gran parte de la verosimilitud de un texto novelesco depende íntimamente de su elaboración espacial, porque las referencias espaciales no sólo contribuyen (y de forma decisiva) a la creación del efecto de realidad sino que constituyen un poderoso factor de coherencia y cohesión tex tuales. En efecto, tanto la verosimilitud como el sentido del texto y no menos el ensamblaje de la microestructura encuentran en el espacio un soporte realmente sólido. 187 En efecto, el papel cohesor del espacio es poderoso y , de hecho, en un texto novelesco resulta ser “el lugar de la coherencia”, expresión con la que hace años dimos cuenta de sus hábiles y económicos efectos 188, subrayando el rol que juega en la poética magicorrealista. En este sentido, 186 Ricardo Gullón, 1980, p. 26 . Antonio Garrido, 1993, pp. 215 -216. 188 Vid. Alicia Llarena, 1995 y 1997. 187 97 Alicia Llarena aquí pueden percibirse con absoluta claridad lo s dones del espacio imaginario —elaboración verbal donde las haya, porque no apela a la realidad — aunando no sólo su capacidad verosímil, sino también su representatividad, con un escaso y a veces lacónico bagaje técnico. Como ya es de sobra conocido, el realismo mágico se define como la escritura donde lo fantástico es aceptado de forma natural (y viceversa), y como una poética donde la conciliación de ambos extremos (lo real y lo extraordinario) es total. Es obvio que el punto de vista del narrador contribuye de una forma importante a este proceso, pero aunque menos evidente, es el espacio literario el que procura llevarlo a buen término y permitir que se desarrolle y que suceda 189. Ya señalaba al respecto Ernst Cassirer que el espacio “es capaz de unificar hasta lo más heterogéneo, haciéndolo comparable y de algún modo ‘similar’ entre sí” 190, y que el espacio mitológico opera básicamente como un esquema ideal a través del cual “pueden ser interrelacionados los más disímiles elementos que a primera vista resulten inco mparables” 191. He aquí la razón del espacio imaginario como estrategia histórica de la literatura fantástica, como recurso clásico 189 “El hecho de que ‘esto está sucediendo aquí’ es tan importante como ‘el cómo es aquí’, el cual permite que sucedan estos acontecimientos” (Mieke Bal, 1985, p. 103). “La coherencia entre sitio y situación contribuye a la aceptación de lo fantástico como natural” (Mieke Bal, 1985, p. 28). 190 Ernst Cassirer, 1985, p. 119. 191 Ernst Cassirer, 1985, p. 118. 98 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A de la literatura universal 192, y como procedimiento específico de los textos magicorrealistas. La construcción de la aldea de Macondo, y la Comala de Juan Rulfo, dotan al texto narrativo, a sus acciones, su narrador y sus personajes, de una franca independencia con respecto a la realidad, asumiendo las ventajas del espacio imaginario como motor de la verosimilitud textual, como géne sis de esa cohesión entre lo cotidiano y lo irreal, sin perder en el trayecto su oficio connotador de la realidad americana, su visible representatividad cultural, y todo ello, además, con una marcada economía de medios descriptivos. No hará falta el detallismo de un relato realista, pues bastará 192 En la espléndida Guía de lugares imaginarios , escrita al estilo de las enciclopedias geográficas del siglo XIX, Alberto Manguel y Gianni Guadalupi han reunido más de seiscientos espacios ficticios (y reproducido más de un centenar de mapas) que desde Homero hasta nuestros días, desde las obras del ciclo artúrico hasta Kafka o Melville, ponen de manifiesto la importancia de este motivo literario a lo largo de toda la historia de la literatura universal. A pesar de la relación incompleta, que excluye territorios como Yoknapatawpha de Faulkner, la referencia resulta imprescindible para un viaje literario hacia los imperecederos y sugestivos paisajes de la imaginación: “Nueva York, Calcuta, Madrid, son sin duda ciudades extraordinarias, pero no pueden compararse a la Ciudad Esmeralda de Oz [...] o la Ciudad de los Césares, prehispánica me trópolis americana, fuente de la primera democracia del Nuevo Mundo. Somalia o Lichtenstein interesan al turista; pero palidecen ante las maravillas de Narnia o la isla del Dr. Moreau. Las pasiones políticas de Perú o de Afganistán crean titulares en los periódicos, pero son transitorias —no como las inmortales querellas de Oceanía o Ruritania. ¿Y quién no se resignaría a nunca contemplar las cataratas del Niágara si le prometiesen una visita guiada por las aguas milagrosas que conociera Gordon Pym?” (Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, 1992). 99 Alicia Llarena delimitar un territorio imaginario para que el mundo novelesco empiece a tomar cuerpo ante un lector que, desde esa fundación textual, se encuentra ya ante otro mundo, con sus reglas privativas, su conducta específ ica, su propio ordenamiento de la nueva realidad propuesta en la ficción. Probablemente, nunca como en estos casos fue tan cierto que “La obra no imita la Naturaleza colocándonos en el mundo, sino ofreciéndonos el acceso a un mundo posible, una posibilidad de mundo” 193. Desde esta posibilidad, precisamente, y con el bagaje teórico y cultural que se ha descrito hasta aquí, hemos querido leer la cartografía literaria hispanoamericana, enfatizando sobre todo el papel que el espacio desempeña en la expresión de su identidad, y los conflictos y soluciones que la representación del continente ha suscitado en el transcurso de su historia. Y es que, desde la vieja cartografía hasta la conformación de sus nuevos y recientes territorios, el mapa literario de Hispanoamérica dista mucho de ser un lenguaje discreto y silencioso. 193 Etienne Souriau, 1998, p. 820. 100 2. ESPACIO E IDENTIDAD: HACIA UN MAPA LITERARIO DE HISPANOAMÉRICA En los momentos fundacionales de una literatura, la relación con la tierra, con el espacio (natural o construido) define muchas de las formas y materiales de la escritura 194 S i en los últimos años los trabajos sobre el espacio literario y la espacialidad han ido ganando terreno en casi todos los ámbitos, tales reflexiones se anuncian especialmente interesantes en el caso de la literatura hispanoamericana, donde el tema adquiere una especial relevancia y donde a veces, como sabemos, tuvo un papel protagónico. De entrada, no hay que olvidar los equívocos geográficos relacionados con el descubrimiento de América y su confusión espacia l con las Indias; y tampoco la propia y disputada cuestión del nombre, que en el IV Centenario llegó a erigirse en el tema central de un largo y complejo debate: Siempre ha sido un problema para nosotros poder identificarnos. Saber cómo nos llamamos. Des de que, a comienzos del siglo XIX, el nombre de América deja de tener un sentido general para pasar a designar sólo a los Estados Unidos, los que vivimos al sur del Río Bravo nos encontramos 194 Graciela Montaldo, 1999, p. 19. Alicia Llarena en busca de nuestros propios papeles de identidad. Somos una especie de exiliados en nuestro propio continente. Ya lo constataba Humboldt en el suplemento agregado a la edición del Ensayo político sobre la isla de Cuba [...] ‘Es molesto cuando se habla de pueblos que desempeñan un papel importante en la escena mundial, y no tienen nombres colectivos. La palabra ‘americano’ no puede seguir siendo aplicada únicamente a los ciudadanos de los Estados Unidos de América del Norte, y sería deseable que esta nomenclatura de naciones independientes del Nuevo Continente pudiera se r fijada de una manera a la vez cómoda, armoniosa y precisa .195 Por otro lado, dentro del proceso histórico de la literatura hispanoamericana, el paisaje fue uno de los elementos más persistentes y, entre los términos que han definido su historia literaria, el “telurismo” adquirió por momentos el rango de piedra ang ular, hasta convertirse en un reiterado factor de identificación. Así, es frecuente que, cuando se trata de describir el conjunto de peculiaridades del sistema literario hispanoamericano, muchos se refieran a la obsesiva representación de la naturaleza como una característica constante de su historia, una materia temática y artística que, junto a factores como el mestizaje, el sincretismo, la transculturación, el barroco, la pluralidad étnica, la búsqueda de identidad o la tensión entre lo americano y lo cosmopolita, han servido para caracterizar 195 Miguel Rojas Mix, 1991, p. 32. En este volumen Rojas Mix recuerda la señalada polémica del IV Centenario y ofrece un amplio catálogo de los nombres que a lo largo de la historia le han sido asignados al continente, mostrando además las motivaciones políticas y sociales que oculta cada uno de ellos, porque es preciso no olvidar al respecto que la cuestión del nombre no ha sido ni es inocente. 102 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A la singularidad y especificidad de la literatura continental. En efecto, el sentimiento de la naturaleza americana se percibió muy pronto como una constan te temática de su escritura, tal como indica su presencia protagónica en la célebre Historia de la poesía hispanoamericana de Marcelino Menéndez y Pelayo, que destacó en su día la preponderancia de la descripción paisajística como uno de los rasgos representativos del género en Hispanoamérica: “Por eso lo más original de la poesía americana es, en primer lugar, la poesía descriptiva, y en segundo lugar, la poesía política” 196. El arraigo de esta materia como motivo “original” ya había sido expresado por hombres como Andrés Bello, cuando en su “Alocución a la Poesía” (1823) ofrec ió la naturaleza de la “fecunda zona” y las guerras de la independencia como temario americanista para las letras del porvenir. En este mismo contexto debe subrayarse también la decisiva influencia que en su tiempo ejerci eron los escritos de Humboldt, a quien el propio Bello acompañara en su ascensión a la cima del monte Ávila durante su viaje a Caracas, textos que lograron transmitir la emoción del paisaje americano y en cuya pasión ya se anunciaban de algún modo los persistentes telurismos románticos. Sus numerosas obras sobre el Nuevo Continente fueron un importante acicate para los movimientos independentistas, pues el edificio político se construyó sobre los pilares de un conocimiento cuya elevación inaugura Humboldt con sus estudios científicos, hecho reconocido por el propio Libertador de América, Simón Bolívar, en su ya célebre 196 Marcelino Menéndez Pelayo, 1911, p. 16. 103 Alicia Llarena sentencia: “El Barón de Humboldt ha hecho más bienes a la América que todos sus conquistadores”. No es casual entonces que el naturalista alemán reapareciera en los albores del romanticismo argentino y que Domingo Faustino Sarmiento apel ara al sabio alemán cuando quiso legar el gran tema de la naturaleza telúrica de la Pampa a los “romancistas”, quienes d ebían construir una literatura nacional original. Así, en el capítulo II de Facundo. Civilización y Barbarie (1845), bajo un epígrafe de Humboldt, precisamente —“Ainsi que l’océan, les steppes remplissent l’esprit du sentiment de l’infini” — Sarmiento invita a transmitir por la palabra la irrefrenable fascinación estética que la barbarie ejercía sobre su vocación de racionalista modernizador: ...no puede, por otra parte, negarse que esta situación tiene su costado poético, y faces dignas de la pluma del rom ancista. Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia...197. Ya en el entorno de la crítica literaria hispanoamericanista, Pedro Henríquez Ureña puso especial énfasis en la presencia absorbente del paisaje al describir las “fórmulas de america nismo” de la literatura continental, advirtiendo de su excesivo protagonismo frente a otros motivos y señalando su desgaste a lo largo de la historia literaria, pero subrayando sobre todo la 197 Domingo Faustino Sarmiento, 1986, p. 36. 104 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A importancia de un tema que contribuyó en su tiempo a “educar” los ojos y la visión de América: La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la idea: hemos abusado en la aplicación: hay en nuestra poesía romántica tantos paisajes como en nuestra pintura impresio nista. La tarea de describir, que nació del entu siasmo, degeneró en hábito mecánico. Pero ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros escritores coloniales, en quienes sólo de raro en raro asomaba la faz genuina de la tierra, c omo en las serranías peruanas del Inca Garcilaso, pasamos poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander Von Humboldt y de Chateaubriand, a la directa visión de la naturale za. De mucha olvidada literatura del siglo XIX sería justicia y deleite arrancar una vivaz colección de paisajes y miniaturas de fauna y flora 198. El factor americanista del paisaje, por cierto, no radicaba para Henríquez Ureña en la exterioridad de la descripción y en la materia geográfica del continente, sino en los resortes profundos de la expresión, es decir, en las formas con que el tema había sido y habría de ser representado literariamente, una matización sin duda importante y que vincula el tema del paisaje a una cuestión no tanto física como artística. Por su parte, Luis Alberto Sánchez elevó también a rasgo dominante de unificación e identificación de la literatura hispanoamericana el arraigo telúrico, advirtiendo que América existe, pues, como un todo, en función de su geogra fía. El territorio la nivela, le da unidad y personería. Poco importa que el paisaje, emanación de la geografía, no atraiga directa y 198 Pedro Henríquez Ureña, 1960, p. 246. 105 Alicia Llarena concretamente como objetivo inmediato, a sus escritores; mucho más importante y decisivo es que ese paisaje, o mejor, la fuerza de la naturaleza, imprima su marca sobre los individuos, selle con su sello a la literatura americana, explicable sólo a través de la clave de su ambiente físico. Tanto es así que la novela hispanoamericana no ha podido sacudir se de la férula del panorama199. Ciertamente, la literatura hispanoamericana ha trabajado sin cesar en la descripción del altiplano, de la pampa, de los fértiles valles, de la selva, del llano y de la sabana y, de hecho, sin la naturaleza americana no existirían La Vorágine (1924), ni Doña Bárbara (1930) ni el preámbulo del Facundo (1845), ni Don Segundo Sombra (1926), ni la poesía de José Santos Chocano, Gabriela Mistral o Pablo Neruda, entre otros muchos clásicos de su historia literaria. Y si bien es obvio que a estas alturas nos desborda el americanismo militante de los te xtos regionalistas —las grandes “novelas de la tierra” — nadie duda de la importancia trascendental del paisaje en el proceso de emancipación de la novela y en la búsqueda de su “expresión americana”. El escritor colombiano Gabri el García Márquez, por ejemplo, alude a esa deuda de un modo explícito al señalar que “esta gente removió muy bien la tierra para que los que vinieron después pudiéramos sembrar más fácilmente” 200; y entre las conocidas formulaciones teóricas sobre la “novel a primitiva”, Mario Vargas Llosa valora al regionalismo por 199 200 Luis Alberto Sánchez, 1962, p. 32. Gabriel García Márquez, 1991, p. 119. 106 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A su representatividad de lo americano, observando en lo telúrico un primer encuentro entre ide ntidad y escritura: Artísticamente siguen enajenados a formas postizas, pero se advierte en ellos una originalidad temática; sus libros han ganado una cierta represe ntatividad [...] Seres, objetos y paisajes desempeñan en estas ficciones una función parecida, casi indiferenciable: están allí no por lo que son sino por lo que representan. ¿Y qué representan? Los valores “autóctonos” o “telúricos” de América”. 201 Más allá de la fiebre regionalista, y una vez desplazado el paisaje en la Nueva Novela, el protagonismo espacial seguirá intacto, pues aun cuando el “ telurismo” perdió fuerza, no ocurrió lo mismo c on el “espacio” literario, que encontró sutiles formas de permanecer en el centro del discurso: El túnel (1948) de Ernesto Sábato; El pozo (1939) de Juan Carlos Onetti; los laberintos de Bo rges; los grandes espacios imaginarios de Rulfo y García Márquez; las recreaciones “telúricas” de la novela neoindigenista (Asturias y Hombres de maíz, 1949; Arguedas y Los ríos profundos, 1956); la tematización del espacio en Mujica Lainez (La casa, 1954) o su apremio por mitificar la capital de Argentina (Misteriosa Buenos Aires, 1951); las reflexiones de Alejo Carpentier sobre el “contexto”, su teoría de Lo Real Maravilloso Americano, la “función adánica” que el cubano adjudica al escritor continental o su derroche espacial en Los pasos perdidos (1953), no son más que algunas expresiones de la intensa esp acialización 201 Mario Vargas Llosa, 1991, p. 361. 107 Alicia Llarena de la novela en Hispanoamérica, máxime en un período que se presentaba a sí mismo como superador del regionalismo y, sobre todo, de su obsesión y tratamiento del espacio americano. En este mismo sentido, ya es clásica la afirmación de Carlos Fuentes cuando explica que la vasta tarea de Hispanoamérica después de la Independencia consistió no sólo en la apropiación del territorio, sino en la apropiación del espacio, pues “el conquistador llegó en busca de los tesoros de la naturaleza, no de la personalidad de los hombres, y liberarse, en la segunda década del siglo XIX, del conquistador, significaba también convertir la naturaleza enajenada en naturaleza propia” 202. El camino señalado por Fuentes no fue fácil, po rque en él acechaban escollos literarios, estilísticos e ideológicos a los que el escritor hispanoamericano debería buscar soluciones y respuesta, convirtiendo esa dinámica de aprehensión y reconocimiento de la naturaleza propia en uno de los procesos más interesantes de la literatura continental. De ahí que, por estas mismas razones, una lectura de sus espacios literarios como imágenes significantes de la cultura americana, de sus puntos de vista, de su pasado, y aún de su destino, resulten de un enorme interés. No en vano el problema de la representación del espacio americano es casi siempre el directo responsable de las más audaces e imaginativas soluciones, tanto en el proceso de su escritura, como en el proceso de definición de la identidad continental, pues si para conquistar de nuevo su naturaleza enajenada América 202 Carlos Fuentes, 1991, pp. 76-77. 108 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A debía despojarse primero de las falsas imágenes heredadas por una tradición asimismo extraña, el espacio será el eje sobre el que giren, incesantemente, muchos de sus conflictos y aportaciones más singulares. Obviamente, la cuestión espacial resulta densa, porque incumbe a una materia que se expresa en diecinueve literaturas nacionales, que abarca además un tiempo histórico enorme (desde los textos de Colón a nuestros días) y que afecta a com plejas sustancias socio-culturales que participan directamente en la conformación y percepción cultural de América. Ante esta perspectiva múltiple y casi inabarcable, las siguientes páginas sólo apuntan los rasgos esenciales de la representación espacial en Hispanoamérica, describiendo sus hitos históricos, enfatizando su relevancia como factor expresivo y conformador de la identidad, y subrayando su vigencia como un marco de reflexiones que ilumine el propósito final de este trabajo: el reconocimiento de los nuevos regionalismos en las últimas décadas del siglo XX y, en especial, el que tiene lugar entre los nuevos narradores del Norte de México 203. 2.1. La vieja cartografía: problemas recurrentes Para empezar, y como pórtico a estas breves notas sobre el espacio literario en el período colonial de Hispanoamérica, 203 Buena parte de los aspectos desarrollados en las siguientes páginas continúan una línea de investigación que ya fue esbozada, de un modo esquemático, en nuestro trabajo “Espacio y li teratura en Hispanoamérica” (Alicia Llarena, 2002). 109 Alicia Llarena no sería ocioso recordar la conversación que el joven principito de la fascinante novela de Saint -Exupéry mantiene con un viejo geógrafo en su visita al sexto planeta, y donde éste tendrá ocasión de explicarle ya no sólo la radical importancia de la cartografía, sino también y sobre todo las precauciones imprescindibles de su oficio. He aquí sus luminosas palabras: —Es muy bello vuestro planeta. ¿Tiene océano? —No puedo saberlo —dijo el geógrafo. —¡Ah! —El principito estaba decepcionado —. ¿Y montañas? —No puedo saberlo —dijo el geógrafo. —¡Pero eres geógrafo! —Es cierto —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador. [...]. El geógrafo es demasiado importante para ambular. No debe dejar su despacho. P ero recibe allí a los exploradores. Les interroga y toma nota de sus observaciones. Y si las observaciones de alguno le parecen interesantes, el geógrafo hace levantar una encuesta acerca de la moralidad del explorador. —¿Por qué? —Porque un explorador que mintiera produciría catástrofes en los libros de geografía. [...] —Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más valiosos de todos los libros. Nunca pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de lugar. Es muy raro que un océano pierda su agua. Escribimos cosas eternas 204. Porque el espacio es precisamente un punto de anclaje y una imagen fundacional de la realidad, las geografías literarias, traducidas a un plano artístico, serán también 204 Antoine de Saint-Exupéry, 1984, pp. 65-68. El énfasis es nuestro. 110 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A signos complejos, abarcadores y expresivos, con una enorme capacidad de resonancia en los m apas mentales y sociológicos de pueblos y de individuos; de hecho, nuestros hábitos psicológicos, perceptivos y socio culturales dependen en gran medida de nuestra relación con el espacio, de nuestra suma de afectos o desencuentros, de nuestro enraizamiento o nuestra distancia, de nuestra extrañeza o de nuestra pertenencia con respecto al mismo, de ahí que no sea exagerada la cautela del viejo geógrafo de Saint -Exupéry con respecto a sus informantes: antes de hacer cualqu ier trazo indeleble sobre el mapa, se cuida bien de anotar con lápiz los testimonios de los exploradores, y “Para anotarlos con tinta –subraya– se espera a que el explorador haya suministrado pruebas” 205, pues nada resultaría más dañino que una mentira o que una moralidad interesada y sospechosa en cuestión tan sagrada y eterna como la cartografía, la primera referencia verdadera del mundo. ¿Qué sucedería, entonces, si con esta misma percepción del geógrafo interpretáramos la historia literaria de América Latina? ¿Hubo “mentiras” en la relación sobre el espacio americano? ¿Hubo problemas? ¿Y soluciones? ¿Qué imágenes espaciales se han ido f ijando en el imaginario americano? ¿Y a qué responde cada una de ellas? ¿Cuáles fueron las intenciones de los exploradores ? ¿A qué designios morales respondieron sus acciones sobre el mapa? Y en estos días, ¿cómo es el nuevo planisferio de Hispanoamérica? ¿Qué signos espaciales están ahora en construcción? ¿Cuál es, en fin, a estas alturas, el resultado 205 Antoine de Saint-Exupéry, 1984, p. 67. 111 Alicia Llarena de aquel proceso de reencuentro con la naturaleza enajenada? Mucho se ha escrito sobre la responsabilidad de los Cronistas en el planisferio original del continente, sobre la fundación y el trazado del imaginario cultural que inspiran los escritores coloniales y sobre los asp ectos problemáticos que se inauguran desde entonces en la definición de la identidad y en el ejercicio de la e scritura: de un lado, la intensa idealización de América (El Dorado, el Paraíso) que desprendieron aqu ellos textos, más tarde perpetuada y celebrada en la literatura romántica, aunque con objetivos bien distintos; de otro, la demonización de ese mismo espacio como escenario natural de la barbarie, a la que hubo de responder Clavijero con su Historia Antigua de México (1780-1781). Ambos extremos no sólo legaron al siglo XX una serie de conocidos dualismos ideológicos (unidad/diversidad, civ ilización/barbarie, regionalismo/cosmopolitismo) 206 sino otras empresas de largo alcance, operaciones que enfrent arán directamente al escritor con la escritura y de c uyas dificultades dio buena cuenta el lenguaje de los cronistas. Así, en sus Cartas de Relación (1519-1526), Hernán Cortés escenifica los arduos inconvenientes de la representación de América 206 Como apunta Fernando Ainsa, “En el mosaico de novelas y cuentos que sigue apostando dialécticamente a la reactualización permanente de los dualismos de la identidad americana hecha de nociones ambivalentes como unidad y divers idad, evasión y arraigo, tradición y renovación, civilización y barbarie, Ariel y Calibán, y tantas parejas antinómicas que han desfilado por nuestras páginas, también hemos descubierto ‘signos’ inequívocos de la ‘ide ntidad americana’” (Fernando Ainsa, 1986, p. 510). 112 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A señalando que “para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas, y maravi llosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitan [...] sería menester mucho tiempo y ser muchos rela tores y muy expertos”, hecho al que añade además otro grave inconveniente: “mas como pudiere diré a lgunas cosas de las que vi, que aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender”207. El conquistador refleja en estas líneas un doble problema, intuyendo a la vez la doble necesidad del escritor americano: habilidad para sintetizar en la escritura la vasta realidad de América y poder de convicción para hacerla creíble y verosímil208. A la hora de establecer una valoración de los t extos sobre el descubrimiento y la conquista de América, y de la imagen espacial que éstos legaron a la posteridad, conviene no perder de vista que ese histórico encuentro fue en cierto modo la realización de una serie de “topos imaginarios” 209 presentes en la tradición literaria occidental, y que a ello contribuyó también el absoluto desconocimiento del continente y su aparición imprevisible en el escenario 207 Hernán Cortés, 1988, p. 62. De cómo los cronistas van resolviendo de forma gradual la inicial imposibilidad lingüística de describir América hemos escrito en “Un asombro verbal para un descubrimiento: los Cronistas de Indias (Colón, Cortés, Bernal, Las Casas)”, (Alicia Llarena, 1994). 209 Fernando Ainsa utiliza esta expresión para referirse al caudal de leyendas medievales que en gran medida “premeditaron” la revelación y percepción del continente como “fantásti co” (Fernando Ainsa, 1988). 208 113 Alicia Llarena global210. Tampoco debe obviarse que “por definición, todo informe es mentiroso” 211, y que la finalidad literaria de esos textos fue secundaria, movidos como lo estaban por intereses políticos y estratégicos, hecho por el que Anderson Imbert advirtiera del peligro que representa para un lector contemporáneo emocionarse con la lengua de Cristóbal Colón y “colaborar imaginativamente con él”, hasta el punto de tomar sus desnudas e ingenuas descripciones por voluntarios “rasgos estéticos” de su estilo 212. Sin embargo, y más allá de estas cuestiones, el lenguaje de los cronistas ofrece una materia interesante para c omprobar la relación entre espacio e identidad, no sólo porque los textos han influido notablemente en los tópicos fundacionales sobre América Latina (entre el edén y la barbarie, la exuberancia y la alteridad) sino porque en esos textos que narran el encuentro primerizo con el Nuevo Continente la dificultad de la representación es explícita y transparente, obligando a sus autores a un esfuerzo lingüístico cuyas huellas alcanzan, como veremos, a la escritura contemporánea. En términos universales, como señ ala Barbara Stafford, los cronistas de viaje siempre han tenido problemas para 210 Tzvetan Todorov afirma que “El encuentro más asombroso de la historia occidental es sin duda el Descubrimiento de América –o más bien de los americanos. En los descubrimientos de los ot ros continentes no hay verdaderamente ese sentimiento de extrañeza radical: los europeos no ignoraron nunca del todo la existencia de África, o de la India, o de la China; el recuerdo está siempre ya presente, desde los orígenes” (T. Todorov, 1979, p. 20). 211 José Joaquín Blanco, 1989, p. 31 212 Enrique Anderson Imbert, 1987, p. 19. 114 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A representar lo que contemplan 213, y es un síntoma general que acudan a las asociaciones mentales con el mundo del que proceden y al cual conocen. En el caso que nos ocupa, sin embargo, la cuestión resultó más compleja, porque “ el problema de América era que no había ruinas ni reliquias y que sus mitos estaban ocultos tras el oscuro manto de los signos y símbolos indígenas americanos, de modo que la jungla se resistía a tales asocia ciones” 214. El lenguaje, entonces, fue un poderoso mecanismo para aminorar la extrañeza del Nuevo Continente, obligándose a sí mismo a una compleja tarea de adecuación. Y es que, desbordados por la nueva realidad, los cronistas acuden a ciertos recursos que intensifican en el lector el efecto “maravilloso”, pero son frecuentes a un tiempo aquellas expresiones en que el único camino verbal parecer ser, precisamente, la negación de la capacidad del verbo. En este último sentido, el balbuceo lingüístico se inic ia con Cristóbal Colón (“mil maneras de frutas que me no es posible escribir” 215; “que no hay persona que lo sepa decir”216) y continúa en Hernán Cortés (“no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella”217; “que por la prolijidad ... y aun por no saber poner los nombres, no las expreso” 218) para dar paso en Bernal Díaz del Castillo a su detallismo abrumador y al “acriolla 213 Barbara Stafford, 1984. Lennard J. Davis, 2002, pp. 93 -94. 215 Cristóbal Colón, 1982 (Primer Viaje, 4 de Noviembre). 216 Cristóbal Colón, 1982 (Primer Viaje, 16 de Noviembre). 217 Hernán Cortés, 1988, p. 61. 218 Hernán Cortés, 1988, p. 63. 214 115 Alicia Llarena miento de la palabra”219, esto es, al mestizaje lingüístico capaz de suplir en parte ese vacío entre la lengua y l a realidad. En efecto, por su conocido deseo de veracidad y su obsesión por el detallismo, Bernal toma material lingüístico de las lenguas indígenas, pero es más, también sugiere constantemente el concurso de la vista para certificar la otredad y vastedad de América: “una cosa es haberlo visto la manera y fuerzas que tenía que no como lo escribo” 220, “Qué quieren más que diga, ...es para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas” 221, “Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí s e vendían, porque eran de tan diversas calidades, que para que lo acabáramos de ver e inquirir... en dos días no se viera todo” 222. He aquí un aspecto digno de especial atención, pues ya no se trata de la capacidad del idioma para enfren tarse al Nuevo Mundo, sino de la incapacidad del lenguaje para hacerlo creíble en su lectura, preocupación que de modo ocasional estuvo también presente en Colón y Hernán Cortés. Será interesante comprobar también cómo a partir del momento en que los cronistas recono cen las dificultades del idioma, el enriquecimiento de su lenguaje es paulatino, y en el esfuerzo por representar “lo extraño” acuden tanto a un material de orden semántico como a ciertas actitudes literarias, generando en casi todos un alarde verbal. Así, desde el uso abundante del término “maravilla” con el que tanto se prodiga Colón y hasta la poeticidad del Inca 219 Guillermo Serés, 1989, p. 36. Bernal Díaz del Castillo, 1989, cap. XCI. 221 Bernal Díaz del Castillo, 1989, cap. XCI. 222 Bernal Díaz del Castillo, 1989, cap. XCII. 220 116 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Garcilaso, los procesos por los cuales se formaliza la extrañeza ofrecen un variado abanico de posibilidades. El primero de ellos, por ser el más instintivo y cercano, es la aplicación del “comparativismo”, una acción por cierto que va ampliando sus horizontes desde las sencillas comparaciones nacionales de Colón (es el “tiempo como abril en el Andalucía” 223) y de Cortés (“y por tanto no me pondré en expresar cosa de ellos mas de que en España no hay su semejable” 224) hacia las más sofisticadas de Bernal Díaz de Castillo, que incluye a otros países de Europa (“soldados que habían estado en Constantinopla e en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño e llena de tanta gente no la habían visto”225) hasta llegar al Padre Las Casas, quien acude no ya sólo a países sino incluso a continentes (“Porque ni en Roma, ni en Tebas, ni en Menfis, ni en Atenas, que fuero n ciudades nominantísimas y donde rebosaba la religión y rito de los ídolos e idolatría, no se lee que hobiesen tantos [...] Pues fuera de aquellas ciudades, en toda la Europa, ni Asia, ni Africa... no había tantos como en sola la Nueva España”226) sin olvidar el momento en que Bernal, para explicar las maravillas de América, toma como referencia no ya la realidad sino la propia imaginación, en su conocida alusión al Amadís de Gaula. Por cierto que esta ecuación comparativa que percibe a América en sus semeja nzas con España, como apuntara Antonello Gerbi, “aunque ya un 223 Cristóbal Colón, 1982 (Primer Viaje, 16 de Diciembre). Hernán Cortés, 1988, p.67. 225 Bernal Díaz del Castillo, 1989, cap. XCII. 226 Bartolomé de Las Casas, 1958. 224 117 Alicia Llarena tanto atrevida, es sólo un trampolín para la hipérbo le”227, como se apreciará en la defensa americana de Las Casas, quien no repara en hiperbolizar la grandeza mexicana a través de ecuaciones más audaces para argumentar “la invención exquisita y extraña” y la “sotileza de ingenio enestas gentes”, tal como revelan sus descripciones del Templo Mayor de la Ciudad de México: “Y así, aquel de Tebas en esto no excede a este mexicano, antes queste, en ello y en muchas otras cosas le hacen ventaja” 228. Junto a la estrategia comparatista, nos interesa destacar aquí otros gestos verbales que emanan de la necesidad verosímil del cronista, mecanismos que revelan su sorpresa ante la realidad desconocida y que req uieren de cierta astucia retórica para hacerla visible ante los ojos de sus lejanos destinatarios. En este sentido, Walter Mignolo ha señalado en Colón el uso de modelos literarios que implican no tanto una actitud escritu ral como operaciones destinadas a subrayar la sorpresa229; así sucede con su insistencia en la naturaleza americana, deudora de la moda idílica de su tiempo 230, pero a la vez respuesta a la 227 Antonello Gerbi, 1978, pp. 32-33. Bartolomé de Las Casas, 1958, cap. CXXXII. 229 Walter Mignolo, 1982, p. 62. 230 No debe perderse de vista que la descripción de América en Cristóbal Colón estuvo mediatizada por la tópica medieval del locus amoenus y por su vinculación con el motivo cristiano del Paraíso terrenal, recurso retórico descriptivo ya señalado por Curtius (Véase Ernst Robert Curtius, 1975, pp. 263 -286). En este sentido recordará Todorov que la creencia más notable de Colón (la creencia cristiana en el paraíso terrenal), y su lectura de la Imago Mundi de Pedro de Ailly, que ubicó el paraíso en una región templada más all á del ecuador, 228 118 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A perplejidad de sus visiones, como la que tuvo lugar el día doce de enero: “Quedaba espantado de ser tan grande la isla Española”. Más interesante resulta en este caso el discurso de Bernal Díaz del Castillo, que a través de su “ retórica de la llaneza” o de “la astucia del candor”, como las llama Francisco Rico 231, nos introduce en lo maravilloso de un modo natural. También Ramón Iglesias resalta en Hernán Cortés esa “naturalidad con que acepta lo maravi lloso”232; y en cuanto a Fray Bartolomé de las Casas, sus frecuentes y sistemáticas exageraciones, que constituyen el rasgo esencial de su escritura, son hoy re conocidas como un procedimiento estilístico destinado a “realzar la veracidad” del discurso 233, estimulando en los lectores un vínculo afectivo con el mundo descubierto. Es más, con esa misma finalidad Las Casas hará uso de los cronistas que le preceden, citando sus notas admirativas sobre América y empleándolas como argumento en su defensa de las Indias. determinó necesariamente su visión del paisaje americano (Tzvetan Todorov, 1998, pp. 13-41) hasta el punto de que “La interpretación de los signos de la naturaleza que practica Colón está determinada por el resultado al que tiene que llegar” (p. 31). José Carlos Rovira, por su parte, destaca cómo el imaginario europeo que se proyecta en la realidad americana y los primeros mitos sobre América, generan en el siglo XVI, sobre todo a partir de la obra de Tomás Moro (1516), el cambio del espacio geográfico medieval al espacio utópico renacentista, y cómo esa imagen fundacional de América como territorio de la Utopía se extenderá hasta La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos (José Carlos Rovira, 1993, pp. 6 -14). 231 Francisco Rico, 1989, p. 10. 232 Ramón Iglesias, 1980, p. 21. 233 André Saint-Lu, 1982, p. 125. 119 Alicia Llarena Es así como, en los textos fundacionales de la historia literaria de Hispanoamérica, vastedad y verosimilitud van a configurarse como problemas del discurso ; un discurso que asume el desconocimiento de América y que se enfrenta a esa ignorancia a través de ecuaciones comparativas, hipérboles, mestizaje lingüístico, detallismo abundante e “ingenuidad” candorosa en la descripción de lo maravilloso, formas que s ustituyen en el lenguaje la necesidad de “ver para creer”, y a la que acudirán siglos más tarde algunos de los nombres más relevantes de la Nueva Novela hispanoamericana. En las arduas descripciones de los cronistas, por otra parte, están latentes otras c uestiones problemáticas que afectan a la percepción del Nuevo Continente, un espacio al fin y al cabo “inventado” en los textos historiográficos conforme a las expectativas legendarias de Occidente y a los procesos de la colonización y la conquista, y cuya identidad empezará a desvelarse, real y definitivamente, en los albores de la independencia. Será a partir de entonces cuando, espoleado por los relatos científicos de Humboldt, por la polémica defensa de los jesuitas expulsos y por las propias tensiones independentistas, naturaleza, paisaje y espacio adquieran un valor cultural y político, convirtiéndose en el soporte semiótico de la identidad americana: “A fines del siglo XVIII y principios del XIX —explica Montaldo— la cuestión del territorio tuvo una centralidad tal que recodificó espacios y discursos acerca de lo otro, varió los límites al ampliar las 120 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A escalas y creó los nuevos relatos maestros que constituirán a las nuevas poblaciones americanas” 234. Los múltiples acontecimientos que tienen lugar a finales del siglo XVIII (como el decreto de expulsión de los jesuitas en 1767 o la insurrección popular encabezada por Túpac Amaru en 1780) son la expresión política de un complejo proceso ideológico que se acompaña en la cultura de cuantiosas y decisivas ind agaciones identitarias. Los ideales de la Revolución francesa, la formación de una conciencia criolla independentista, la fundación de asociaciones culturales que estimulan el conocimiento y la valoración de las peculiaridades regionales y la pasión por el estudio y la observación científica, constituyen el poso donde se fraguan los grandes hitos de la escritura americana y un pensamiento comprometido en transmutar el espacio enajenado en un territorio singular y propio. De esta enajenación da buena cuenta , entre otras, la célebre obra de Cornelio de Pauw, Recherches philosophiques sur les Américains, publicada en Berlín en 1768, donde argumenta la debilidad congénita de los habitantes del Nuevo Mundo, y a cuyos despropósitos responderá directamente Francisco Javier Clavijero en su documentada Historia antigua de México (1780-1781). Muchas de las historias generales publicadas en estas fechas participan también de esta misma intención contestadora, abonando la crucial polémica sobre el Nuevo Mundo establecida entre los naturalistas europeos y los jesuitas expulsos, a la que muchos consideran como el germen anticipatorio del movimiento independentista. 234 Graciela Montaldo, 1995, p. 17. 121 Alicia Llarena En este mismo sentido, el “viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente ” que Humboldt (el “segundo descubridor de América”, también llamado por Bolívar “descubridor científico de América” ) lleva a cabo entre 1799 y 1804, le otorgará una naturaleza definitiva e incontestable a los dones del continente, y notables argumentos a los que van a erigirse en libertadores políticos y guías espirituales de las nuevas naciones. La historia, la ciencia y la poesía se confabulan en su expresión admirativa de la naturaleza americana, confiriendo una intención autóctona a la escritura y animando el cultivo del americ anismo literario. En Rusticatio mexicana (1782) el jesuita guatemalteco Rafael Landívar, a quien Menéndez Pelayo considera como punto de arranque de la poesía americana y Henríquez Ureña el descubridor de su naturaleza, exhibe ya una apasionada defensa de la tierra; en la oda Al Paraná (1801) del argentino Manuel José de Lavardén el orgullo del paisaje es explícito y su exaltación de la belleza nativa algo más que una simple admiración telúrica : el símbolo de un pueblo y de sus gentes; en la naturaleza anti llana encontrará Manuel de Zequeira y Arango los motivos más célebres de su poesía, como su famosa oda “A la piña”, a la que llama “la pompa de mi patria”; y en la misma isla de Cuba Manuel Justo de Rubalcava publicará también su Silva cubana, un canto a las frutas de la tierra que, como señala Cintio Vitier, no sólo conti núa las descripciones iniciadas por Silvestre de Balboa, sino que se convierten en una manifestación del enfrentamiento con España, iniciando una línea de metáforas naturales que alcanzará al 122 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A siglo XX235. En la tribuna política y en la prosa periodística hombres como Bolívar (Carta de Jamaica, 1815; Discurso de la Angostura, 1819) fomentarán el cultivo de la expresión americana, y en 1816 José Joaquín Fernández de Lizardi, “el pensador mexica no”, conciencia crítica de su tiempo y baluarte hasta hoy de la identidad nacional, inaugura con El Periquillo Sarniento la novela continental. La consumación de la independencia política de la América española, que se gesta entre 1810 y 1826, cristalizó el debate sobre la emancipación literaria, convirtiendo la profunda alianza entre territorio, escritura e identidad en la doctrina ideológica y estética de todo el siglo XIX: Emancipación, Nuevo Mundo, Naturaleza, Cultura, Barbarie: estos términos comienzan a armar el nuevo relato maestro de interpretación de la realidad latinoamericana que se irá imponiendo en ordenanzas, proclamas, constituciones, tratados científicos, ensayos y poemas a lo largo de todo el siglo XIX [...] El espacio y el territorio está n en la base de toda reflexión sobre lo nacional y la identidad se define, en un nivel sustancial, como el vínculo con la tierra. 236 Las sucesivas escuelas artísticas —neoclasicismo, romanticismo y realismo— justificarán sus recursos en su pregonada capacidad para expresar las peculiaridades diferenciales de la América hispa na, a pesar de la procedencia extranjera de esas poéticas, acentuando en cambio su eficacia revel adora de la singularidad nacional 235 236 Vid. Cintio Vitier, 1958. Graciela Montaldo, 1999, p. 17. 123 Alicia Llarena o regional. Así, en la primera generación de esc ritores decimonónicos se anuncian ya los proyectos de la búsqueda de identidad cultural y literaria, un plan americanista que encuentra en los nombres de Andrés Bello, José Joaquín Olmedo y José María Heredia a sus artífices principales, y en el telúrico v irgilianismo americano y los primeros compases de la poesía gauchesca sus expresiones más relevantes. Bello legó a las siguientes generaciones los fragmentos de un poema inconcluso titulado América, donde propugna la independencia cultural y celebra las e xcelencias de la naturaleza americana. Tanto en su Alocución a la poesía (1823) como en su silva a la Agricultura de la zona tórrida (1826), e imbuido de la estela de Virgilio, el humanismo renacentista de Fray Luis de León, la literatura jesuítica sobre América y el naturalismo científico de Humboldt, su pensamiento poético será la fórmula para habilitar desde la expresión artística un encuentro definitivo con lo propio, estableciendo la dirección y el programa para las nuevas naciones, un programa que otorgará desde entonces “jerarquía poética” al español americano y temas abundantes para la práctica del americanismo paisajista 237: “tiempo es que dejes ya la culta Europa,/ que tu nativa rustiquez desama,/ y que dirijas el vuelo adonde te abre/ el mundo de Co lón su grande escena”, escribirá en la alocuión, fundando en su palabra el lenguaje simbólico de las nuevas sociedades y la original capacidad representativa de la escritura americana. Como Ángel Rama señalara al respecto, “Esa 237 Emilio Carilla, 1977, p. 231. 124 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A originalidad sólo podría alc anzarse, tal como lo postula Bello y lo ratificarán los sucesores románticos, mediante la representatividad de la región en la cual surgían” 238, y ello en connivencia con los modelos foráneos que utilizaron como soportes de su escritura, porque a las distintas tendencias decimonónicas, más que “la legítima búsqueda de enriquecimiento complementario, las movió el deseo de independizarse de las fuentes primeras, al punto de poder decirse que, desde el discurso crítico de la segunda mitad del siglo XVIII hasta nuestros días, ésa fue la consigna principal: independizarse” 239. En la obra de Heredia, por su parte, “Empezaba el diálogo arrobador entre el cubano y su paisaje, que fue encantamiento revolucionario [...] en él se encendiera la ardiente y dulcísima chispa, la lógica del paisaje, el argu mento de la tierra”, iniciando con ello “la lógica de nuestra physis, el argumentar de nuestra naturaleza, el argumento de nuestra historia” 240. Estas primeras semillas sembradas sobre el territorio americano germinarán definiti vamente en la escritura romántica, que prestará una máxima atención al paisaje natural y social del continente. La pasión yoística del romanticismo y su sensibilidad exacerbada se avienen perfectamente a los movimientos nacionalistas y los anhelos libertarios, conduciendo sobre sus formas la búsqueda de la independencia cultural y de la singularidad 238 Ángel Rama, 1982, p. 13. Ángel Rama, 1982, p. 11. 240 Cintio Vitier, 1958. 239 125 Alicia Llarena identitaria. La huella anímica de Johann G. von Herder 241, cuya filosofía exploró en los orígenes del individuo y de los pueblos, subrayando la importancia del “c olor local” y caracterizando al sentimiento como el motor evolutivo de la colectividad (una evolución que se inicia en la Naturaleza, precisamente, para culminar en la Historia) puede sentirse en muchas de las acciones artísticas del momento. En esa tónica, por ejemplo, deben situarse las palabras con que Esteban Echeve rría explica su “Proyecto y prospecto de una colección de canciones nacionales”: No tocaremos la cuerda heroica, ni invocaremos gloriosos recuer dos de la Patria, porque nos está vedado po r ahora hablar dignamente al entusiasmo nacional; pero en la viva e inagotable fuente de la poesía, en el corazón, buscaremos inspiraciones, colores en nuestro suelo, y en nuestra vida social asuntos interesantes 242. En el mismo ámbito geográfico, el R ío de la Plata, auténtico corazón del romanticismo hispanoamericano, Juan María Gutiérrez no dudará en identificar al movimiento romántico con el programa más adecuado para la articulación de una literatura nacional, enfatizando sus posibilidades concienciadoras sobre la patria. “La poesía romántica —dice— no es el fruto sencillo y espontáneo del corazón, o la expresión armoniosa de los caprichos de la 241 Entre las obras influyentes del alemán pueden mencionarse Orígenes del lenguaje (1772), Canciones de todos los pueblos (1798) y sobre todo Ideas para una filosofía de la historia de la Humanidad (publicada entre 1784 y 1791). 242 Esteban Echeverría (cit. en Emilio Carilla, 1983, 59). 126 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A fantasía, sino la voz última de la conciencia” 243; de esa conciencia emana su apelación a la naturaleza, al paisaje y al territorio americano como sujetos prioritarios de la identidad artística y social, tal como expresa en su “ Fisonomía del saber español...”: “Si hemos de tener una literatura hagamos que sea nacional; que represente nuestras costumbres y nuestra naturaleza, así como nuestros lagos y nue stros anchos ríos sólo reflejan en sus aguas las estrellas de nuestro hemisferio”244. Con el mismo ánimo, y siguiendo las ideas de Larra sobre la proyección social de lo nacional en la literatura, se pronunciará el chileno José Victorino Lastarria en su Discurso de la Sociedad Literaria (1842), anunciando en sus palabras las necesidades de una literatura que debía incluir entre la élite letrada de su tiempo el rostro de los sectores más populares y la fisonomía co mpleta del paisaje nacional, llevando a cabo la que Ángel Rama denomina “conquista de las culturas internas” y que, años más tarde, encontrará en José Hernández al mentor definitivo y en el gaucho Martín Fierro (1872 y 1879) su expresión más célebre: la nacionalidad de una literatura consiste en que tenga una vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conser vando fielmente la estampa de su carácter, de ese carácter que reproducirá tanto mejor mientras sea más popu lar. Es necesario que la literatura no sea el esclusivo patrimonio de una clase previlejiada, que no se encierre en un círculo estrecho, porque entonces 243 244 Graciela Montaldo, 1999, p. 43. Juan María Gutiérrez, 1977, p. 154. 127 Alicia Llarena acabará por someterse a un gusto apoca do a fuerza de sutilezas245. En este contexto anímico, estético, político y social del romanticismo hispanoamericano, años de fundación de la patria y del lenguaje simbólico que habrá de edificarla, “el territorio será la representación semiótica de lo propio. La práctica escritural presume dotar de una tradición histórica, cultural a las nuevas naciones” 246, y cristalizan como en un torrente las imágenes naturales del alma colectiva: así en Argentina con el desierto y la pampa de Echeverría y la naturaleza de Alberdi, Mármol, Mitre o Juan María Gutiérrez; así en México con la descripción del paisaje nacional de Altamirano o la revitalización del universo azteca en José Joaquín Pesado; así también la “Oda a la zona tórrida” de Fermín Toro en Venezuela, bajo la égida visible de Andrés Bello. Y así, en definitiva, el espacio de Sarmiento, que “insiste en el propósito de Echevarría de hacer de y con el paisaje un tema literario que pueda señalar y denunciar el problema político”247, y cuya ubicación geográfica será el eje argumental de su Facundo: el espacio, la geografía y las territorialidades son parte central de sus tesis sobre América Latina y de su definición de la civilización y la barbarie; es desde el territorio (que no se ha transitado pero que conoce a través de los relatos) que 245 José Victorino Lastarria (cit. en Emilio Carilla, 1983, p. 60). Stefania Mosca, 1995, p. 75. 247 Lelia Area, 1995, p. 52. 246 128 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Sarmiento piensa la conformación de la identidad latinoa mericana. 248 En el proceso de consolidación de una literatura nacional y en la búsqueda de la expresión americana, la novela del siglo XIX, por su parte, dará buena cuenta del problema político, cultural e histórico que vive Hispanoamérica, alumbrando una prosa donde abunda el presente patriótico y el pasado precolombino y colonial —sustentos de un regreso a los orígenes de la nación — y cuyo escenario habrá de ser la incomparable naturaleza americana, imbuida del exotismo romántico y, más tarde, de la prominencia del contexto y la observación realista. A la manera de Rousseau, Fenimore Cooper, Bernardin de Saint-Pierre o Chateaubriand, el paisaje se vuelve arrobador y admirable (María de Jorge Isaacs, 1867), pero también será el signo de la tensión polarizad a entre “civilización” y “barbarie” ( Cumandá, de Juan León Mera, 1879) y el argumento de las primeras denuncias indígenas y antiesclavistas ( Guatimozín, 1846, y Sab, 1841, de Gertrudis Gómez de Avellaneda). Sumémosle a esa inmersión en el paisaje americano el esfuerzo de un Tomás Carrasquilla por reproducir el habla de Antioquia en Colombia, la identificación entre hombre y espacio en el relato naturalista y su minuciosa descripción de las costumbres, el registro de las transformaciones sociales en la vida porteña que llevó a cabo la generación del 80 en Argentina, la creación del pueblo imaginario de Kíllac en el interior de Perú con el que Clorinda Matto de Turner 248 Graciela Montaldo, 1999, p. 69. 129 Alicia Llarena expone el problema indígena del país, los ambientes prostibularios de la Ciudad de México don de acontecen las ficciones de Federico Gamboa, el sentimiento trágico de la naturaleza en las plantaciones de caña venezolanas de Manuel Vicente Romero (antecedente para Uslar Pietri de las futuras ficciones de un Gallegos), la expansión y el arraigo del relato costumbrista y el hallazgo de Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas (1860), y entenderemos el valor de un período literario que pretende encontrar en la manifestación de sus peculiaridades nacionales y en la riqueza de su materia telúrica la representatividad y originalidad de su expresión artística. 2.2 Notas para un nuevo planisferio Más allá del esfuerzo y los aciertos esbozados hasta aquí, la búsqueda de la expresión americana se prolongaría en la escritura de la primera mitad del siglo XX, articulándose en torno a las tensiones no res ueltas de la identidad cultural (cosmopolitismo/americanismo y civilización/barbarie) y que, en términos espaciales, pueden resumirse como la confrontación entre la ciudad y el campo, la América urbana y la América interior, visiblemente distantes en el mapa continental. Por otro lado, y desde un punto de vista estético, si el uso de las sucesivas escuelas europeas del siglo XIX se había justificado por aquella capacidad expresiva de las peculiaridades de Hispan oamérica, por su competencia en la revelación de las singularidades regionales, la misma actitud se encontrará también en el siglo XX, tanto en la poética del regionalismo literario 130 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A como en el vanguardismo, visiblemente coincidentes en su nacionalismo, a pesar del enfrentamiento entre ambas poéticas y de los mutuos reproches entre “cosmopolitas” y “americanos”. Tal como apunta Rama: El criterio de representatividad [...] resurge en el período nacionalista y social que aproximadamente va de 1910 a 19 40 [...] criollismo, nativismo, regionalismo, indigenismo, negrismo, y también vanguar dismo urbano, modernización experimentalista, futurismo, restauran el principio de representatividad, otra vez teorizado como condición de originalidad e independencia 249. Debe subrayarse que la naturaleza, el paisaje y el espacio seguirán teniendo en esas décadas un papel protagónico, pero también que a lo largo del siglo habrán de convertirse, además, en el auténtico programa de su producción narrativa y en la imagen c ondensadora de la identidad americana: es posible descubrir una constante en la narrati va continental: la búsqueda de un “centro”, la aspira ción a construir un “templo” a partir del cual la realidad y los demás tienden a ordenarse y a adquirir un sentido. Estas notas de búsqueda subterrá nea que están presentes en una novelísti ca que carece de “hogares” y de visiones estables del contorno, suponen una visión conflicti va del espacio o “alrededor” al cual hacen objeto o por el cual son agredidos250. 249 250 Ángel Rama, 1985, p. 15. Fernando Ainsa, 1984, p. 23. 131 Alicia Llarena La búsqueda de ese “centro” será parte de un proceso inconcluso que tuvo en el período emancipador su punto de arranque y que conjuga en su evolución la necesidad de “originalidad, independencia y representatividad”, ejes semánticos sobre los que desc ansa para Rama la evolución de la escritura hispanoamericana. En esa evolución, el encuentro de América consigo misma requería de aquellos materiales que otorgaran una máxima definición a su identidad, y entre los cuales las fundaciones espaciales van a tener un papel determinante. En su ya clásico ensayo sobre la Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa, Fernando Ainsa destaca precisamente la enorme “significación novelesca del espacio americano”, la “fundación de un sistema de lugares”, la práct ica del “nacionalismo geográfico” y, en gen eral, el valor central de las imágenes espaciales como sustancias portadoras de los contenidos, conflictos y singularidades de la cultura y el ser americanos 251. Imágenes, por cierto, ampliamente expresivas de la compleja relación entre América y Europa, porque no debe olvidarse que algunos de los iconos de la escritura continental (pienso en Asturias o en Carpentier, por no volver sobre el propio Andrés Bello) toman conciencia de “lo americano” en sus distintas incursiones europeas, cuestión ésta recurrente en las experiencias del viaje, el exilio o el desarraigo; no en pocas ocasiones el encuentro de la identidad cultural iberoamericana se producirá a través del “movimiento centrífugo” de América hacia Europa 252, un movimiento 251 252 Vid. Fernando Ainsa, 1986 . Vid. Fernando Ainsa, Ibidem, 1986, 369-370. 132 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A cuyas consecuencias describió recientemente Fernando Ainsa de esta manera: “Ser más uno mismo en el afuera (aquí) que en su propio país (allá)” 253. Debe recordarse al mismo tiempo que la necesidad de dar forma y expresión literaria a la “variedad ” y “vastedad” de América, desde sus propias sustancias geográficas hasta la espesura de su historia o las diferencias de sus regiones, guarda una estrecha relación con otro elemento estilístico conformador de su literatura, como ha demostrado Mauricio Ostria en su significativo artículo “Notas sobre la importancia de los entornos en la literatura hispanoa mericana”254. Desde sus antecedentes más lejanos (las Relaciones y las Crónicas) hasta nuestros días, la literatura del continente manifiesta, a su juicio, una constante voluntad testimonial, en la que se incluye la búsqueda de un lenguaje adecuado para expresar la realidad propia, incorporando para ello la especificidad americana (costumbres, mitos, leyendas, folklore, etc.) pero también “un constante esf uerzo por incorporar su referente espacio temporal a las estructuras del discurso literario, de forma cada vez más entrañable” 255. De ahí que, una vez asumida la capacidad del lenguaje “como recurso caracterizador del mund o, los narradores regionalistas, influidos por una estrecha idea de realismo lingüístico”, inauguren el advenimiento de términos populares e indígenas en la literatura continental. Si es precisamente la obra narrativa “la más necesitada de entornos verbales”, como señala Ostria, siguiendo l as 253 Fernando Ainsa, 2000, p. 14 Mauricio Ostria, 1988, pp. 57-75. 255 Mauricio Ostria, 1988, p. 59 254 133 Alicia Llarena funciones descritas por Coseriu en sus conocidas teorías lingüísticas sobre texto y contexto y en sus anotaciones sobre el lenguaje y la poesía, la narrativa hispanoamericana “por su carácter más o menos marginal respecto de la tradición literaria de Occidente” ha estado “más urgida y necesitada de verbalizar orgánicamente sus entornos culturales, supliendo de esa forma la ignorancia que de ellos se tiene más allá de sus fronteras” 256. Ciertamente, el escritor se verá obligado a “construir lingüísticament e todos los contextos extraverbales (físicos, étnicos, culturales, históricos, políticos, sociales, etc.) de aquella realidad sui generis”, que son recreados en el texto mediante “descripciones frecuentes, explicaciones, inclusión de léxico autóctono, abundancia de imágenes sensoriales [...] la incorporación del habla coloquial” y la creación de un lenguaje “capaz de potenciar una visión americana desde dentro”257. La importancia del entorno y la necesidad de su construcción en el texto literario está estrec hamente vinculada al carácter esencialmen te barroco de los relatos hispanoamericanos, como señaló en su momento Alejo Carpentier, quien concibe la abundancia estilística americana como un producto inevitable de la filiación mestiza de su cultura y de la d escripción espontánea de su realidad psicofísica: La descripción es ineludible, y la descripción de un mundo barroco ha de ser necesariamente barroca [...] Tengo que lograr 256 257 Mauricio Ostria, 1988, p. 62. Mauricio Ostria, 1988, p. 63. 134 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A con mis palabras un barroquismo paralelo al barroquismo del paisaje del trópico templado. Y nos encontramos con que eso conduce lógicamente a un barroquismo que se produce espontáneamente en nuestra literatura258. A partir de este razonamiento definirá Alejo Carpentier el proceso del barroco literario hispanoamericano, señalando una línea de continuidad que va desde Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés (abrumados por la insuficiencia del lenguaje ante lo “real maravilloso”) hasta los autores modernistas —inventores de una poesía “sumamente barroca”— y desde éstos a La Vorágine (1924), Canaima (1935) o la narrativa de Miguel Ángel Asturias. Su recorrido demostrará que ese espíritu barroco, lejos de desapare cer, tiende a intensificarse: Y lo barroco que ustedes conocen, la novela con temporánea latinoamericana [...] es debida a una generación de novelistas en pie hoy en día, que están producien do obras que traducen el ámbito americano, tanto ciudadano como de la selva o de los campos, de modo totalmente barroco259. A partir de estos conceptos, resultará comprensible la relación de afinidad entre “telurismo” y “barroco” a lo largo de la historia literaria hispanoamericana, y el por qué de la apelación a los contextos idiomáti cos en su narrativa, hecho que coincidió, por otra parte, con la creciente y paulatina conciencia —en los escritores y en sus críticos— de que la mera descripción, al modo del 258 259 Alejo Carpentier, 1984, p. 124. Alejo Carpentier, 1984, p. 125. 135 Alicia Llarena realismo tradicional, no lograría expresar lo americano con un alcance universal. Al describir la moderna continuación del proyecto identitario americanista en el siglo XX, saltarán a la vista sus hallazgos y sus enormes dificultades, cuestiones ambas que ya pudieron percibirse en el programa estético de los narradores regionalistas. Movidos por el afán de representar la verdadera realidad de América y de hacerlo con todas las consecuencias, éstos acometen una tarea sin precedentes: despojar al continente de los excesos idealistas por los que se había vertebrado hasta entonces la visión de América —ya sea por las paradisíacas imágenes suscitadas tras el descubrimiento y la conquista, o por la reciente exaltación romántica — y hacer visible su realidad específica. Es preciso, pues, recrear el espacio americano con todos los instrumentos disponibles en el texto y dotar al continente de una literatura singular y propia, aunque fuera a costa de una escritura compulsiva, afanada por legitimar y dignificar América en el imaginario universal, que tropezará con enormes escollos discursivos: el exceso descriptivo del espacio americano, la topificación de personajes y argumentos, la preponderanci a de localismos y el uso intencionado y abundante del léxico americano representan una inflexión importante en el discurso literario de Hispanoamérica, pues si bien los escritores regionalistas logran integrar en el texto narrativo la máxima cantidad de elementos americanos, también es verdad que desembocan en un discurso sin salida, cercado por los mismos instrumentos que los dotó de autoridad y de prestigio, actualizando viejos problemas en la 136 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A representación imaginaria de América. En otras palabras, la célebre estrategia telúrica de la novela regionalista y la pericia del narrador al convertir el espacio en protagonista de sus obras resolvió una parte de la enajenación y el desconocimiento de América, pero no se liberó, en definitiva, de los conflictos aún dominantes en la escritura. A pesar de todo (o quizás por ello) no puede negarse el valor del regionalismo en la historia literaria hispanoamericana, pues su programa estético respondió a claras intenciones ideológicas: “Por exigencias de mi temperamento —escribe el autor de Doña Bárbara— yo no podía limitarme a una pincelada de singularidades individuales que compusieran caracteres puros, sino que necesitaba elegir mis personajes entre las criaturas reales que fuesen causas o hechuras del infortunio de mi país, porque algo además de un simple literato ha habido siempre en mí” 260. La elección de la materia narrativa era importante, pues no se trataba sólo de escoger un argumento sino de presentar la verdadera realidad de América, hasta el punto de que el dese o de verdad y de exactitud invadió muchas veces los objetivos de la sociología, y se propuso expresamente como un corrector de ésta, tal como comenta Mariano Azuela : La sociología en pantuflas, bata, radiador, etc., nos hacía reír. En la sierra no es fácil acordarse de que los sabios de gabinete poseen ricos juegos de lentes y tiempo sobrado para ajustar y afocar; de que son ellos los únicos que, con una buena digestión y un mejor dormir, pueden darse el lujo de la grandeza de alma y perspicacia mental ne cesarias para apartar 260 Rómulo Gallegos, 1991, p. 264. 137 Alicia Llarena del campo microscópico la maraña de crímenes, lágrimas, sangre, dolor y desolación, y contemplar en toda su pureza el mármol de la Revolución emergiendo triunfal del cieno donde lo hundieron los matricidas 261 A esas alturas de la historia es evidente que sobraban las interpretaciones teóricas sobre América, las miradas lejanas y remotas. Era preciso bajar al ruedo de la realidad americana, “convivir con los genuinos revolucionarios, los de abajo, ya que hasta entonces mis observaciones se habían limitado al tedioso mundo de la pequeña burguesía” 262. Y es en este escenario, en este intenso trabajo de campo, donde la novela regionalista recurre a la piedra angular de su propuesta literaria; imbuidos por los efluvios deterministas del natural ismo y obsesionados por explicar el medio en que se desenvuelven sus acontecimientos novelescos, la geografía americana se eleva a un primer plano, consolidando en el siglo XX uno de los más viejos recursos de la afirmación americanista: la naturaleza, el paisaje, la geografía. Junto al ímpetu de estos escritores ampliamente comprometidos con la realidad de América, un fenómeno sociológico paralelo (la expectación que causó este modelo narrativo fuera de sus fronteras, y la identificación de los lectores con esos textos) proyectó sobre el regionalismo una energía cultural que superó el ámbito estrictamente literario: fue imagen representativa de la América independiente, registro de su diferencia y de su 261 262 Mariano Azuela, 1991, p. 209. Mariano Azuela, 1991, p. 209. 138 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A heterogeneidad, símbolo de un proyecto ideológico qu e se había iniciado en la actividad política de Simón Bolívar y que, desde principios del siglo XIX, con Andrés Bello a la cabeza, había ido sumando esfuerzos en el terreno literario. De ahí que, con todo y sus limitaciones, la valoración de la práctica regional sea positiva y no sólo como producto de un tiempo histórico o como materia significante de la realidad americana 263, sino como agente de influencias en la narrativa posterior, tal como desprenden las siguientes reflexiones de Antonio Cándido en los años setenta: fue una etapa necesaria, que dirigió a la literatura, sobre todo la novela y el cuento, a la realidad local. Algunas veces fue oportunidad de buena expresión literaria, aunque en su mayoría sus productos han envejecido. No obstante, desde cierto ángulo, quizá no se pueda decir que acabó; y muchos que hoy lo atacan, en verdad lo practican. [...] Basta tener en cuenta que algu nos entre los buenos, e incluso entre los mejores, encuen tran en ella sustancia para libros universalmente válidos, como José María Arguedas, Gabriel García Márquez, Au gusto Roa Bastos y Joao Guimaraes Rosa. Solamente en los países de absoluto predominio de la cultura de las grandes ciuda des, como la 263 El regionalismo —señala Antonio Cándido— “fue y sigue siendo todavía fuerza estimulante en la literatura. En la fase de conciencia de país nuevo, correspondiente a la situación de retraso, da lugar sobre todo a lo pintoresco decorativo y funciona como descu brimiento, reconocimiento de la realidad del país y su incorpora ción a los temas de literatura. En la fase de subdesarrollo, funciona como presciencia y después como conciencia de la crisis, motivando lo documental y, con el sentimiento de urgencia, el empeño político” (Antonio Cándido, 1976, p. 350). 139 Alicia Llarena Argentina, el Uruguay y quizá Chile, la literatura regio nal se ha vuelto un real anacronismo”264. Pero el éxito contrastado de la novela regionalista en su objetivo de representación de la realidad de América, de la que da cuenta su prolongada existencia en el panorama contemporáneo, hasta 1940 aproximadamente, tuvo también otras consecuencias, al provocar una excesiva identificación de la literatura continental con sus motivos y prototipos más habituales, acrecentando el descrédito posterior del término “telurismo” en tanto palabra sospechosa de hospedar una mirada l imitada y eurocéntrica sobre la produ cción literaria de América, perpetuadora de los resabios coloniales del subdesarrollo y la dependencia: [Son] ciertas formas primarias de nativismo y regiona lismo literario, que reducen los problemas humanos a elemen to pintoresco, transformando la pasión y el sufrimiento del hombre rural o de las poblaciones de color en un equivalente de los ananaes, y de las papayas. Esta actitud [...] redun da en servir a un lector urbano europeo, o artifi cialmente europeizado, la realidad casi turística que le gustaría ver en América. Sin darse cuenta el nativismo más sincero se arriesga a hacerse mani festación ideológica del mismo colonialismo cultu ral, que su cultor 264 Antonio Cándido, 1976, p. 351. Por cierto, el “anacronismo” que Cándido señala sobre la literatura regional en países como Argentina y Chile, de amplia tradición urbana y europea, parece haber vuelto a la escena en la literatura de las últimas décadas del siglo XX, tal como veremos más adelante al referirnos a los “nuevos regionalismos”. 140 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A rechazaría en el plano de la razón clara, y que pone de relieve una situación de subdesarrollo y consecuente dependencia265. En efecto, el carácter casi exclusivo del regionalismo como imagen de América degeneró en un tópico trillado, suscitando la irritación contra la moda telúrica y una enconada animadversión contra el paisaje. La naturaleza fue aborrecida con la misma intensidad con que había sido aclamada, y las denuncias sobre la visión parcial que la novela regionalista ofrecía de la realidad americana —su nombrada ausencia de universalidad — no se hicieron esperar. Huir de la tierra se convirtió desde entonces en el punto de salida de la Nueva Novela, que negó con rotundidad las estrategias de representación del regionalismo. La misma negación puede encontrarse en el discurso teórico y crítico de la liter atura hispanoamericana, pues agotada la omnipresencia de la naturaleza y del paisaje, y al hilo de los nuevos acontecimientos, el espacio perdió también su protagonismo como epicentro de la reflexión americanista; de hecho, la observación más común sobre la Nueva Novela fue resumida, precisamente, en el conocido tránsito del “del paisaje al hombre” 266, que se convertiría 265 Antonio Cándido, 1976, p. 349. Como ha dicho Mario Benedetti, la naturaleza pasó de ser una “fuerza exterior” en La Vorágine a convertirse en una “fuerza interior” en La casa verde y otras novelas posteriores: “A medida que el personaje se va cargando, no exactamente de concien cia social, pero sí de sociedad (es decir, a medida que la sociedad ensancha su importancia en la vida individual), su actitud ante la naturaleza ya no es de estupor y sumisión. Es decir, el paisaje puede permanecer estático, pero la mirada 266 141 Alicia Llarena para los nuevos escritores en un acto “estéticamente subversivo”: Si pensamos en la reverencia más o menos sincera, más o menos retórica que los poetas finiseculares reservaron para el ámbito natural, la parquedad con que los poetas actuales asumen el paisaje se convierte en un acto estéticamente subversivo. El paisaje textual de un Othón, la pincelada trémula de un Zorrilla de San Martín, o la versión sensual de un Heredia, parecen hoy en día más lejanos que Homero. Queda un legatario, sin embargo, y de notable aliento: Pablo Neruda. [...] El paisaje que ven los nuevos poetas es tan austero, tan escasamente prestigioso a priori, que el crítico debe exprimir verdaderamente su memoria para extraer de esos delgados libros uno que otro arbolito enclenque, alguna llanura meramente hostil” 267 Ahora bien, si es cierto que el telurismo parece concluir a partir de los años cuarenta, nos interesa subra yar que, paradójicamente, será en el uso del espacio literario donde la nueva escritura encontraría algunas de sus mejores soluciones. El minucioso det allismo de Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, que revivió en las páginas de los autores regionalistas, tendrá su continuidad en Alejo Carpentier, que justifica el derroche barroco de la escritura americana por la necesidad de nombrar y revelar la inédita cambia. Y al cambiar la mirada el paisaje obedece a esa presión poco menos que dialéctica, y también se dinamiza, pero si n avasallar al personaje [...] Mientras en la obra de Rivera la selva es una bárbara crispa ción esperpéntica que se venga de los hombres y deglute al personaje, en las obras de Roa Bastos y Vargas Llosa la selva se repliega, cede al personaje su preeminencia narrativa” (Mario Benedetti, 1976, p. 361). 267 Mario Benedetti, 1976, p. 361. 142 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A realidad del continente. Y el ansia de verosimilitud de los Cronistas, será la misma que conduzca a Ga rcía Márquez a resolver en la solución espacial de Cien años de soledad (1967) los problemas de representación de un universo al que urge dotar de credibilidad. De ello se deduce que la obsesión del espacio no concluyó con la muerte del telurismo regionalista, sino que seguía enfrentada a los viejos problemas del origen y a las dificultades cartográficas de los antiguos exploradores, obligando al narrador hispanoamericano a experimentar a fondo la capacidad expresiva y sintetizadora de las funciones espacia les del relato. Por este camino —el que va de la abundancia descriptiva de los textos regionalistas hasta la sintética elaboración espacial de Macondo, y “desde los vastos e infinitos espacios naturales del campo o de la selva agresiva y barroca, al espacio circunscripto y caótico de la ciudad, primero “real” y externa (Ro berto Arlt), y progresivamente simbólica, interior y subterránea (Marechal, Sábato, Fuentes, Cortázar) hasta las ciudades míticas y fundan tes de García Márquez (Macondo) y de Onetti (Santa María)”268—, la función del espacio y sus distintas expresiones literarias tomó dos direcciones: la primera, una depuración evidente del aparato formal (barroco) del telurismo americano; la segunda, la transformación del espacio desde un mero contexto verbal hacia el verdadero eje estructurante del relato (como ocurre en las célebres novelas de Rulfo y García Márquez). En este sentido, debe destacarse que desde los albores de la Nueva Novela hasta uno de sus momentos climát icos, va 268 Graciela N. Ricci, 1985, p. 186. 143 Alicia Llarena a desarrollarse una interesante línea de continuidad que se extiende desde Borges hasta Gabriel García Márquez, y donde el uso del espacio imaginario irá desplazándose desde la literatura fantástica al Realismo Mágico, implementando en ese proceso el grado de referenciali dad de la novela hispanoamericana. La mera existencia de Comala y Macondo induce a la verosimilitud, sortea los escollos descriptivos y contr ibuye al desenlace de un problema: el de la insuficiencia literaria ante la representación de América 269, cuyos espacios encarnarán con los mínimos recursos. Recordemos si no los lacónicos apuntes rulfianos en Pedro Páramo, o las líneas que dedica García Márquez a la descri pción de su aldea, para observar sus efectos de un modo gráfico: las notas sobre su espacio imaginario en Cien años de soledad no sobrepasan las tres páginas de una novela de más de trescientas y, sin embargo, pronto se extendió la idea de que Macondo es una imagen mítica del Caribe, y de la historia nacional de Colombia, y por si fuera poco el reflejo y la síntesis de toda América Latina; que la historia de Macondo es la historia de todo un continente. Y es que, en el esfuerzo del narrador por “economizar” las funciones espaciales del relato, se descubre que la restricción telúrica no sólo no menoscaba la representatividad del continente americano, sino todo lo contrario: a ello se deben los espacios mágicos, míticos e imag inarios de Hombres de maíz (1949), Pedro Páramo (1955) y Cien 269 “Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura —dirá García Márquez—, es el de la insuficiencia de las palabras” (Gabriel García Márquez, 1991, p. 125). 144 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A años de soledad (1967), la creación simbólica de la Santa María de Onetti, e incluso uno de los mecanismos fundamentales de la prosa de Alejo Carpentier y de su planteamiento de Lo Real Maravilloso Americano, esbozado como una suerte de superposi ción de espacios (físicos y culturales), procesos literarios en los que el relato fantástico de Borges tuvo un papel esencial, abriendo la posibilidad de incorporar el espacio propio de la literatura fantástica al Realismo Mágico, para dotarlo aquí no sólo de una visible modernidad narrativa, sino de una profunda especificidad cu ltural: Recuerdo el asombro con que en 1940 leíamos su cuento 'Tlön, Uqbar, Urbis Tertius” —dirá Enrique Anderson Imbert— Hace treinta años Borges transformaba experiencias de Buenos Aires en ficciones inverosímiles, y para que su inverosimi litud resultase tolerable a un pequeño público las situaba en la India o en el planeta Tlön. Hoy García Már quez, para que el gran público tolere sus inverosímiles ficciones, las sitúa en Macondo, que es el corazón de nuestra América 270. La crítica literaria no perm aneció inmune a los ecos de la progresiva interiorización y simbolización de la estructura espacial y a la construcción subjetiva de una nueva geografía cuyo hallazgo del espacio imaginario representó su punto culminante. De hecho, la reflexión sobre esos “espacios-síntesis” fue constante, como demuestran las denominaciones que estos lugares han recibido en el conjunto de la crítica, subrayando el magnetismo que despiertan: a veces responderán al nombre 270 Enrique Anderson Imbert, 1976, p. 22. 145 Alicia Llarena de “pueblos-islas”271, destacando su poder de concentración; en otras ocasiones se los llama “siglas míticas” que dan forma al “mapa anímico” del autor” 272 o “Síntesis significantes de un único universo cultu ral”273; otras veces “geografías imaginarias”, “cifras poéticas” o “abreviaturas imaginarias” del universo, como apunta Juan Loveluck desentrañando certeramente sus virtudes: “La novela reciente [...] pugna por la invención o creación de espacios míticos (paraísos, purgatorios o lugares de magia y maravilla) que cifran la posibilidad de otro desc ubrimiento y de nuevas metáforas e imágenes del cosmos. Tal geografía imaginaria sustituye y renue va con vigor la preocupación topográfica descriptiva de los maestros regionalistas” 274. Paralelamente, si en la búsqueda de un nuevo lenguaje los narradores hispanoamericanos intensificaron los recursos espaciales al mismo tiempo que se alejaron del paisaje, en ese tránsito se enfatiza también un nuevo escenario: imantados por una realidad urbana que se había transformado gracias a la intensa explosión d emográfica, operando como el centro donde confluyen las importantes migraciones de aquellas fechas, la urbanización literaria no es sólo la respuesta temática a la m odernización social, sino sobre todo una respuesta estética, vinculada 271 Uno de los mayores logros de la novelística latino americana actual es “la posible construcción del ‘pueblo -isla’, auténtico ‘espacio concentrado’, revertido en mi to” (Fernando Ainsa, 1984, p. 40). 272 Carmelo Gariano, 1975, p. 347. 273 Graciela N. Ricci, 1985, p. 187. 274 Joan Loveluck, 1984, p. 16. 146 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A estrechamente a la renovación de las formas artísticas y al anhelo de universalidad. La represent ación literaria del espacio urbano era ineludible, no sólo porque las ciudades se habían convertido en populosos centros de atracción, sino porque éstas necesitaban constituirse en refe rencias de identidad y, como tales, en signos y “entidades culturales”275. La ciudad literaria no era nueva en América, pues ya había sido descrita en la novela decimonónica e inaugurada también por Roberto Arlt en los años veinte (El juguete rabioso, 1926). Más tarde, fue amplificada por autores como Mallea ( La ciudad junto al río inmóvil, 1936) y en las décadas siguientes se convertirá en el espacio simbólico donde se edifican los mapas urbanos de la identidad americana: Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres, 1948), Ernesto Sábato (Sobre héroes y tumbas, 1961), Juan Carlos Onetti (La vida breve, 1950), Carlos Fuentes (La región más transparente ; 1958) o Julio Cortázar (Rayuela, 1963) se erigen en geógrafos del alma nacional y elaboran espacios de significación que aspiran a ser míticos, esto es, universales, representantes de un espíritu colectivo. El deseo de proponerse como sustento cultural y mitológico para la interpretación de América es explícito en Carpentier, que resume la topografía de La Habana con el objeto de revelar una esencia que no será sólo urbana, sino sobre todo nacional ( El acoso, 1956); y en Manuel Mujica Lainez, que escribirá Misteriosa Buenos Aires (1951) para dotar a la ciudad de un aura 275 Esta es la expresión que Lezama Lima utiliza, precisamente, para diferenciar el paisaje (entidad natural) de la ciudad (e ntidad cultural). [Vid. José Lezama Lima, 1969]. 147 Alicia Llarena mítica en el imaginario universal: “Lo que quise hacer cuando escribí Misteriosa Buenos Aires, es darle a esta ciudad más mitos que la comunicaran con las grandes ciudades del mundo, que la vinculara a las grandes civilizaciones”276, “no hubiese podido escribir Misterieux París, o Misterious London; en cambio esta ciudad necesitaba Misteriosa Buenos Aires”277. En la historia literaria de Cuba, por cierto, se destaca que “los textos más trascendentales sobre la identidad nacional han aspirado a la encarnación del texto en la ciudad” 278, aspecto que puede constatar se incluso entre sus más recientes escritores, cuyas obras “diseñan una ciudad ideal, localizada entre los extremos de la esperanza y el terror, entre una distante Utopía y un inm inente Apocalipsis” 279. En este punto, La Habana sigue siendo un centro de gravitación importante no sólo en el género narrativo, sino también en la joven poesía cubana, cuyo 276 Manuel Mujica Lainez (en María Esther Vázquez, 1983, p. 64). Sobre esta novela de Lainez véase nuestro trabajo “ La ficción como psique de la historia: Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Lainez”, 1991, pp. 249-257. 277 Manuel Mujica Lainez (en María Esther Vázquez, 1983 , p.178). En otro lugar, Mujica Lainez insiste de nuevo en su propósito mitificador: “Sus cuentos —insinúa— se seguirán leyendo dentro de cien años porque la ciudad que los inspiró habrá crecido tanto para entonces que necesitará verdaderamente su mitolo gía, que es lo que ese pequeño libro aspira a ser” (Manuel Mujica Lainez, 1982). 278 Emma Álvarez-Tabío, 2000, p. 19. Este excelente ensayo muestra un interesante recorrido por las di stintas “invenciones de La Habana” en los textos centrales de Villaverde, Casal, Carpentier, Lezama, Piñera, Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas. 279 Emma Álvarez-Tabío, 2000, p.18. 148 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A diálogo con la ciudad anuncia intenciones más explícitas en este momento histórico, tan singular y complejo, del que dan cuenta los autores de las últimas décadas. Sirvan de referencia estos versos de Cartas desde Rusia, el primer libro del poeta Emilio García Montiel: A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire. El stadium es un gran respiradero en la ciudad podrida. En la ciudad de las columnas sórdidas, de los lentos portales oscuros. Entre el cansancio de un hombre que no puede llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir. [...] A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire. En un stadium no se juega el destino del país pero sí su nostalgia. O más bien la nostalgia de esta ciudad podrida. Remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada” 280. Que el trazado de La Habana en Alejo Carpentier adquirió carácter nacional es visible no sólo en sus ficciones, sino en la continuidad de sus símbolos 280 Vid. Alicia Llarena, 1994. Por otro lado, no debe obviarse que la diáspora cubana en las últimas décadas del siglo XX ha intensificado esa conversión de la ciudad en “un punto de confluencia en medio de la dispersión de la cultura cubana contemporánea. Es precisamente el deseo de conservar el sitio en que tan bien se est á, del que hablaba Eliseo Diego, el que impulsa la construcción de una ciudad textual que pueda ser habitada por un ser vi rtual (Emma Álvarez-Tabío, 2000, p. 18). 149 Alicia Llarena espaciales a través de las siguientes generaciones y en algunas de sus formulaciones teóricas más conocidas. Entre éstas, adquieren un brillo especial aquellas en las que el escritor cubano erige la urbe en signo de la identidad insular, como su ya célebre idea del “tercer estilo” tan abundante en La Habana , “ese estilo sin estilo”, el estilo ecléctico y mestizo de su singular arquitectura, o el no menos célebre arraigo popular de la imagen con la que convirtió a La Habana en “ la ciudad de las columnas”, o “la persistencia de la fórmula que propone en El acoso, en la que se trenzan la música y la ciudad, hallazgo explotado por muchos autores que le sucedieron, como Severo Sarduy y en particular, Gu illermo Cabrera Infante” 281. 2.3 El mapa interior: los nuevos regionalismos Si la Nueva Novela hispanoamericana trabajó las posibilidades espaciales del relato como soporte expresivo de su sustancia identitaria, alejándose del paisaje regionalista y de su estrecho localismo, como acabamos de ver, las últimas generaciones de escritores también han situado al espacio en el centro de sus ficciones, aunque ya no pretendan la novela total ni respondan a i mpulsos 281 Emma Álvarez-Tabío, 2000, p. 172. A la vista de la capacidad de Carpentier para convertir el espacio en materia identitaria, y al hilo de aquellas palabras de Óscar Wilde sobre la responsabilidad de la pintura impresionista en el fenómeno meteorológico de la niebla londinense, no sería ocioso preguntarse si había columnas en La Habana antes de Alejo Carpentier. 150 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A míticos o abarcadores de la realidad americana. Ya sea por la nombrada heterogeneidad de esta reciente narrativa — síntoma destacado del discurso posmoderno—, o porque ese “sistema de lugares” que se fue configurando en la trayectoria literaria del continente aún está en construcción y es imprescindible compl etar su geografía, las manifestaciones espaciales de fin de siglo son variadas, a veces contradictorias y, en todo caso, representativas de un tiempo histórico. Aunque aún recientes , y a pesar del dibujo a lápiz de las exploraciones de los nuevos geógrafos, las nuevas cartografías de Hispanoamér ica ya han dado pruebas de algunas transformaciones interesantes. Entre ellas, algunas operan en el nivel estructural del texto, ofreciéndose como estrategias de emancipación y supervivencia: nos referimos al uso del espacio imaginario, que parecía habers e diluido desde las míticas aldeas de García Márquez o Juan Rulfo y que, sin embargo, encuentra en las últimas décadas del siglo argumentos sociales para actualizarse en el discurso narrativo. Es el caso del escritor argentino Osvaldo Soriano, que inventa “Colonia Vela” para representar en su escenario la encarnizada lucha entre las facciones opuestas del peronismo (No habrá más pena ni olvido , 1978) y la conocida represión política que se vivió en Argentina (Cuarteles de invierno, 1980); o que inventa Bongwutsi, el ficticio país africano de A sus plantas rendido un león (1986) para cifrar en él una libre y paródica interpretación de la realidad nacional, de su realidad más concreta e inmediata. En consonancia con la 151 Alicia Llarena poética narrativa finisecular, Soriano no busca el barniz mítico del espacio imaginario presente en las décadas anteriores, sino que acomoda su capacidad simbólica a proporciones más cotidianas; así, sus invenciones geográficas denuncian y expresan la verdad social arropadas en la metáfora, siempre alusiva y elusiva, del espacio ficticio. Del mismo modo, como máscara propicia de un tiempo histórico y como símbolo de una realidad nacional, resulta curioso que otro escritor argentino, exiliado también como Soriano durante la dictadura, publ icara en 1982 un volumen de cuentos donde el relato central se ubicará asimismo en un país imaginario, eludiendo además cualquier referente histórico: “Niebla”, e scrito en instantes violentos y represivos de la dictadura argentina, no es sólo un país cuya ciudad agoniza de destrucción física y moral, es sobre todo la forma espacial con la que Blas Matamoros erigió también la memoria de aquel tiempo. En este aspecto, es notable y muy significativo que la narrativa argentina de los años 80 habilite a menudo sus esce narios como espacios simbólicos, hasta el punto de que una lectura de esos mismos lugares con respecto a los acontecimientos políticos de entonces resultaría a todas luces interesante y reveladora. Precisamente desde esta perspectiva interpreta Nora Domínguez la obra Conversación al sur (1981) de Marta Traba, una novela donde la espacialidad simb ólica (Buenos Aires, la Plaza de Mayo) “transforma lo nacional y personal en representaciones políticas y literarias de lo americano. De una formulación de lo latin oamericano que se dio en estos 152 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A confines del sur” 282; asimismo, la fundación de Santa Fe y Buenos Aires en Río de las congojas (1981) de Libertad Demitrópulos, permite leer “el presente en las transformaciones literarias del pasado, y, el pasado, en las actualizaciones formales de la literatura del presente” 283. Con respecto a la ciudad, es evidente que los últimos narradores también siguen confiándole un lugar prioritario en sus ficciones y que el clima posmoderno ha contribuido a la exploración de sus barrios , calles, rincones, márgenes y extrarradios, desde las narraciones de la “Onda” mexicana hasta la Lima de Jaime Bayly ( No se lo digas a nadie, 1994) o desde la vitalidad del género policiaco (donde la trama disfraza el objetivo prioritario en estas décadas: el contexto) hasta ese género que ha ido convirtiéndose en la enunciación urbana por excelencia, la crónica periodística, que algunos definen como la metáfora de los 80, porque “el gesto de contar [...] es un modo de sobrevivir en un paisaje urbano que s e transmuta a toda velocidad” 284. En este proceso, los nuevos cronistas de América operan en la memoria y en el presente colectivos dotando de cohesión con sus testimonios a un entorno demasiado efímero (Caracas) 285 o multitudinario 282 Nora Domínguez, 1991, p. 213. Nora Domínguez, 1991, p. 217. 284 Susana Rotker, 1993, pp. 122 -123. 285 “Si la urgencia pudiera constituirse en un género literario seguramente tendría la forma de la crónica periodística en la Venezuela de los años 80”, porque “Uno de los rasgos de Caracas como espacio de representación y referente es la mutación, la falta de historicidad. Este rasgo lo ha explicado sagazme nte el dramaturgo José Ignacio Cabrujas [...] al afirmar que creer en el pasado es en 283 153 Alicia Llarena (Ciudad de México), reflejo s en todo caso de la materia nacional, como explica Carlos Monsiváis: “no será redundante advertir que estos materiales [...] tienden a la configuración cronicada de un panorama ‘de costumbres’, ‘de moral social’ o de Figuras Sintomáticas y F enómenos Significativos del México del siglo XX”286. El mexicano, cuyas crónicas gozan de una indiscutible autoridad como conciencia y reflexión de lo nacional, es consciente de las profundas proyecciones del género, en tanto discurso que descubre y edifica la personalidad de una ciudad: Sucede a veces que sólo percibimos las calidades secretas o entrañables de una ciudad por el amor (necesariamente público) que alguno, que algunos le profesan o le han profesado. Por medio de ese int erés, de ese trato vigilante, nos Caracas un acto de fe. Es decir que si yo cuento que en tal esquina solía pasar mis tardes infantiles, mi interlocutor debe creer en lo único que queda de esa esquina: mis palabras [...] Pocos ejemplos tan vívidos como éste sobre la cap acidad del lenguaje para “hacer presentes” experiencias y significados, para objetivar el ‘aquí y el ahora’, para trascender lo cotidiano y reencontrar zonas de significado” (Susana Rotker, 1993, pp. 121 -122). 286 Carlos Monsiváis, 1985, p. 347. Para el mexicano, el “diluvio poblacional” que ha convertido a Ciudad de Méx ico en el lugar de “la demasiada gente”, no merma la fascinación que esta urbe ejerce en sus habitantes, “optimistas radicales” que sobreviven entre los síntomas apocalípticos del ozono y de la multitud, pract icantes de ceremonias y rituales que organizan el caos, y herederos de la nueva “teología de multitudes”: “Una predicción: somos tantos que ya ninguna creencia, ni la más oscura y extraviada, podrá estar sola ni un minuto siquiera” (Carlos Monsiváis, 1995, p. 38); “Somos tantos que el pensamiento más excéntrico es compartido por millones” (Carlos Monsiváis, 1995, p. 112). 154 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A allegamos determinados estímulos psicológicos, ciertas compensaciones visuales o sociales que, de pronto, revelan trasfondos o apariencias de la ciudad, le añaden logros o le señalan disminuciones, le ratifican o le informan de zonas sacras [...] la vuelven ella, la ciudad como lazo personal devastador o recompensante, la preservan o la liquidan [...] dentro del esplendor o la estrechez del mito. Como en el melodrama, la ciudad, ese concepto cada vez más arbitrario y agónico, vive y se sobrevive en sus amantes. Así, en el caso de la capital de la República Mexicana, la relación profunda con los escritores que fueron también en este siglo sus Cronistas oficiales: Luis González Obregón, Artemio del Valle Arizpe y Salvador Novo 287. Pero en medio del optimismo urbano al que apuntan las crónicas periodísticas de Carlos Monsiváis, en la escritura de las últimas décadas también es posible asistir a los momentos críticos de una clara “ devaluación del concepto de ciudad sin precedentes en la cultura occidental” 288 y que propicia, en algunos casos, el desvanecimiento del mito civilizador en favor de un regreso a lo natural: es lo que proyectan las experiencias telúricas del desierto mexicano en un relato como “Coyote” de Juan Villoro 289, 287 Carlos Monsiváis, 1985, p. 265. Emma Álvarez-Tabío, 2000, p. 16. 289 En efecto, este relato “pone en contraste el devaluado mundo urbano contemporáneo con la dimensión mítica y heroica que [...] alcanza el protagonista” en su particular aventura natural por el desierto mexicano (Belén Castro Morales, 1997, p. 305). “Estos sobrevivientes de la sociedad postindustrial —añade— sienten, tal vez más que nunca, la limitación de su estatus ‘civilizado’ y las estrechas metas que ha ido imponiendo la modernidad”, motivo por el que “la imagen salvaje de México —una construcción cultural— ha enraizado 288 155 Alicia Llarena o lo que se respira a través de las página s de Un viejo que leía novelas de amor (1989) de Luis Sepúlveda, epicentro textual de la llamada “novela ecológica”. La decadencia del ideal civilizador será también el tema dominante del encuentro entre el “buen salvaje” y la ciudad de Londres sobre el que Sylvia Iparraguirre fundamenta el argumento de su novela La Tierra del fuego (1998): Londres me mostraba una miseria que yo no conocía. En mi país eran tal vez más bárbaros y pobres, pero me atrevía a pensar que más felices. En Londres yo recordaba las tormentas que limpiaban la pampa y se llevaban lejos pobreza y pestes. En aquellos barrios, la enfermedad y la miseria se habían estancado sobre los adoquines [...] Años después comprobé que lo que el doctorcito llamó la “remisión de Button al estado salvaje” fue la más perfecta de las respuestas posibles a su experiencia con la civilización. La mejor posible, la ún ica290 La degradación del universo desarrollado y su equívoco programa civilizador alcanzará en Gioconda Belli una dimensión acusadora y global, sustancia explícita de Waslala. Memorial del futuro (1996), una novela donde, entre el escepticismo posmoderno y la posible utopía, llevará hasta el extremo la devastación ecológica de Latinoamérica, convertida en el basurero de los desechos tecnológicos del Primer Mundo. Desde un raro futurismo profundamente como arquetipo de la alteridad en el imaginario contemporáneo. La figura del salvaje ha cruzado la escritura hispanoamericana y llega hasta nuestro siglo [...] Aún hoy nos sigue llamando como una voz sumergida que interroga a nuestra razón. Y nos horroriza tanto como nos atrae” (p. 307). 290 Sylvia Iparraguirre, 1998, pp.121 -125. 156 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A realista que incursiona en la ciencia -ficción con los concluyentes datos de la realidad social, la búsqueda de “Waslala”, el lugar mítico de su discurso narrativo, no sólo apela a una sana preocupación medioambienta l, sino que alude también a la proyección de un posible imaginario nacional nicaragüense: en primer término, porque el territorio “Es una representación emotiva mía. Después del triunfo de la revolución, mi primer viaje al interior del país fue hacia esa zona. En tiempos de la lucha contra Somoza, Waslala era un cuartel muy fortificado de la guardia nacional, el territorio mítico de la guerrilla, la puerta a la montaña, donde estaba la esperanza, digamos” 291; y en segundo lugar, por las constantes alusiones al archivo simbólico del país, concentrado en torno a la figura de Don José (trasunto de José Coronel Urtecho) en la reescritura del mito del canal interoceánico y en la intensa mitificación del río (San Juan) a lo largo de toda la historia, elementos clave s del imaginario cultural de los personajes, que enlazan con la inspiración y el pensamiento que han suscitado a escritores, viajeros, descubridores y cronistas. En este sentido, Waslala entronca con la tradición y el pensamiento de Pablo Antonio Cuadra, entre cuyos Poemas nicaragüenses el titulado “Oda fluvial” es un hito identitario 292: “Río abajo, río arriba viajaron los extranjeros cargando delirios de grandeza, sueños , quimeras de canales interoceánicos, mitos de lo que se 291 Yazmín Ross, “Gioconda Belli y sus presagios. Entre la nada y la utopía” (entrevista) 292 Vid. Nicasio Urbina, “El mito del canal interoceánico en la literatura nicaragüense”, donde el autor hace un repaso interesante y documentado por esta tradición hidrográfica de la literatura nicaragüense. 157 Alicia Llarena podría hacer con ese país si su s habitantes se traicionaban los unos a los otros” 293. Al mismo tiempo, “Faguas”, el nombre imaginario con el que Gioconda Belli bautiza al país centroamericano (y al que ya había recurrido en su primera novela) es el lugar donde el narcotráfico de filina ( una sustancia nueva, mutación de marihuana y cocaína) expresa “la negociación política y la corrupción”, haciendo visible “el conflicto de la contradicción entre el nacionalismo ideológico y la dependencia económica” 294 y acentuando el enraizamiento espacial como defensa instintiva de la identidad. En el origen de su novela, espacio, utopía, imaginación y escritura formaron parte de este proyecto esperanzador: En ciertas regiones —señala la autora— lo que queda es el recurso de refugiarse en el tribalismo c omo única salvación de la identidad. Eso también tiene que ver con esos reagrupamientos beligerantes que se dan en Ruanda, en la antigua Yugoslavia. Son una reacción contra la mundialización, contra la amenaza que se percibe a la raíz de la identidad propia. Ni el capitalismo, ni ese tribalismo, ni la vuelta a valores conservadores —como propone la derecha—, ninguna de esas cosas conduce a la democracia y a la felicidad. Eso es lo que quiero plantear en Waslala. ¿De dónde va a venir la esperanza? Debe venir de la imaginación. Mientras no se pierda la fe en la capacidad de imaginar mundos diferentes, va a poder existir el mundo de la utopía 295. 293 Gioconda Belli, 1996, p. 18. Nicasio Urbina, “El mito del canal interoceánico en la literatura nicaragüense”. 295 Yazmín Ross, “Gioconda Belli y sus presagios. Entre la nada y la utopía”. 294 158 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Más allá de la vuelta a lo natural como respuesta a la decadencia del ideal urbano y civilizador, me interesa subrayar que el regreso a los paisajes interiores de América es también una afi rmación de identidad frente a los fenómenos centralizadores, de modo que, si en las primeras décadas del siglo los vastos espacios naturales se ofrecieron como signos del alma n acional y como territorios erigidos frente a la mirada eurocéntrica, en estos últimos años las provincias americanas toman la escena literaria, fundan de nuevo sus orígenes a través del paisaje y se postulan como textos desveladores de la nueva geografía nacional. El resurgimiento de las literaturas regionales en las últimas décadas del siglo XX —visibles y especialmente relevantes en países como Chile, Argentina y México — es sin duda uno de los fenómenos socio -culturales más atractivos e interesantes, en íntima relación con el auge de las periferias en el discurso posmoderno, con la consiguiente descentralización de la cultura, y con las lógicas tensiones entre la globalización y el localismo. De hecho, y aunque el antiguo inventario naturalista fue sustituido hace tiempo por el desarrollo de la narrativa urbana, psicológica , o enfocada en los problemas sociales de América Latina, proceso facilitado por el descrédito de los tópicos teluristas a los que ya hemos aludido, en las últimas décadas del siglo XX el espacio reapareció con energía postulándose de nuevo como mecanismo de representación de la realidad y la identidad americanas. La posmodernidad y el postboom, en este caso, han propiciado la aparición de “nuevos regionalismos”, en cuyos mapas interiores descansa el éxito y la popularidad de 159 Alicia Llarena autores tan consagrados a estas alturas como Daniel Moyano y Héctor Tizón en Argentina, Hernán Rivera Letelier en Chile, o los recientes narradores del Norte de México. La narrativa de Héctor Tizón, por ejemplo, recrea la geografía del noroeste argentino, territorio que es a un tiempo emocional y artístico, un compendio de paisaje y memoria que dan cuenta de “su lugar en el mundo”. Desde los cuentos de El gallo blanco (1992) donde se reflejan las circunstancias de la burguesía provinciana y las dificultades del sujeto femenino en esa misma sociedad arcaica, la fidelidad de Tizón a su geografía —que no será nunca pintoresca o folclórica— es constante, contribuyendo no sólo a desvelar en el discurso contemporáneo la América interior, sino a ofrecer a través suyo una lectura universal e interesante de la realidad socio-política del país. Así los viajes de un hombre a través de los pueblos inhóspitos del norte (Extraño y pálido fulgor, 1999), los rincones remotos de la Puna, con el sabor de los relatos de Faulkner y de Rulfo (Fuego en Casabindo, 1969), el amor a la tierra desde el testimonio del exilio ( La casa y el viento, 1984), la actualidad y la historia de una realidad regional a la vez terrible e ignorada (Luz de las crueles provincias, 1995), la memoria de una cultura fronteriza desdibujada en la vasta geografía argentina y en la desproporcionada tensión entre el interior y la ciudad de Buenos Aires ( Tierras de frontera, 2000) o la representación literaria de su lugar de origen —la pequeña población de Yala — tan frecuente en su obra (La mujer de Strasser, 1997). Por otro lado, las propias declaraciones del escritor son palmarias sobre las intenciones de este nuevo 160 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A regionalismo, y revelan su conciencia del espacio como factor identitario y su postura estética frente al fenómeno , luminoso y oscuro, de la globalización 296. De una parte, no hay que olvidar que Héctor Tizón, nacido en Yala, provincia de Jujuy, ha viajado intensamente por el mundo, y que en su calidad de diplomático primero, y exiliado después, vivió en ciudades como México, Milán o Madrid. Sin embargo, a su regreso definitivo a Argentina, y a pesar de ser hoy en día un clásico nacional dentro y fuera del país, decidió instalarse en la frontera con Bolivia, en “su norte más norte”, una elección vital a la que el propio escritor responderá de esta manera: “Cuando me preguntan por qué diablos vivo acá lo primero que contesto es que ya nada es lejos de nada” 297. En este sentido, el fin de su exilio europeo, visible en La casa y el viento, significó para Tizón “la recuperación de mi lugar, que es éste”, “los lugares que fueron míos, los de mi infancia y mi juventud” 298 otorgando continuidad no sólo a sus orígenes geográficos sino sobre todo a su proyecto 296 “Pero ahora el discurso oficial nos pretende globalizados, con tendencia a imponer la absoluta homogeneidad. De ser cierto esto, toda identidad habría desaparecido porque no habría sujeto [...] si aceptamos la globalización como uniformidad, s i ya no tenemos nada nuevo ni propio que decirnos, es que no sólo la literatura está muerta, sino que estamos muertos nosotros mismos [...] Cuando se pretende unificar, homogeneizar, allanar todo a lo mismo, es cuando surge el peligro del fundamentalismo, porque se ha querido globalizar con fórceps, imponiéndolo desde un centro paradójicamente ideológico” (Héctor Tizón, 1998). 297 Raquel Garzón, 1999. 298 Raquel Garzón, 1999. 161 Alicia Llarena literario: “Cuando empe cé a escribir, yo sentía que pertenecía a una región del país destinada a perder sus formas culturales propias y nació en mí cierta pretensión de anticuario: la idea de conservar voces destinadas a morir” 299. Y, en efecto, este narrador argentino, cuya obra ya ha sido traducida a más de una decena de idiomas en todo el mundo, va a erigirse en el vocero de su pueblo, practicando una escritura que acoge el habla provincial de Jujuy, alimentada también de aportes quechuas, enfrentándose con ella a las falsas di stinciones entre la escritura metropolitana y la escritura interior, a las que él mismo considera “entelequias inaprehensibles” en el discurso cultural de su país. En unos jugosos razonamientos suyos, a los que titula, precisamente, “Reflexiones de un escr itor de frontera sobre lo metropolitano y el interior”, Héctor Tizón se posiciona sobre esta histórica dicotomía que, desde la época de Sarmiento, ha conducido los designios y debates intelectuales de Argentina: Algunos suelen hablar de escribir desde el interior, desde los bordes, o desde el “centro”. ¿Cuál es el centro y cuáles los bordes? El problema es muy notable en nuestro país que, a mi juicio, ha reemplazado o superpuesto veleidosamente su identidad por apariencias voluntaristas: el “centro”, lo metropolitano por encima del resto del país, que vienen a ser como entelequias inaprehensibles, aunque todos sepamos de qué estamos hablando cuando hablamos de eso. 299 Raquel Garzón, 1999. 162 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A El viejo discurso –que aún a veces inficiona la crítica literaria sedicentemente académica, el comentario de notas periodísticas superficiales, insistía sobre el esquema neo -colonial: “Buenos Aires-interior”. Pensar en estos términos no tiene ya razón de ser aunque seguimos practicando ese esquema, como seguimos hablando de la “salida” y la “pues ta” del sol, conforme al modelo ptolomeico 300. Tal como se deduce de estas palabras, lo que Héctor Tizón pone en juego no es sólo un elemento decisivo en la conformación de la identidad cultural de Argentina, sino también la noción, marcadamente eurocéntric a y cosmopolita, del prestigio espacial, a la que nuestro escritor, como otros tantos en la historia literaria universal, no parece resignarse, mucho menos en este instante de profundos cambios sociológicos: “S i antes no fue necesario vivir —estar— en la metrópolis, ahora lo es menos. Ni Melville, ni Faulkner, ni Flaubert, ni entre nosotros, Horacio Quiroga, necesitaron desplazarse a las respectivas metrópolis del país que hab itaron, para escribir su obra”; y añadirá finalmente, desde la vasta experiencia personal que lo ha hecho transitar por distintos lugares del planeta, que “No es una falta que un hombre no quiera ser del lugar donde nació y trate de irse a otro lado. Lo que sí es lastimoso y se da a menudo es pensar que los lugares de prestigio lo prestigian a uno” 301. El caso de Daniel Moyano es también significativo en el contexto de los nuevos regionalismos y guarda algunas similitudes con el proyecto de Héctor Tizón. Nacido en la 300 301 Héctor Tizón, 1998. Héctor Tizón (en Raquel Garzón, 1999 ). 163 Alicia Llarena ciudad de Buenos Aires, se trasladó con sus padres a las sierras cordobesas cuando sólo contaba cuatro años de edad, y desde 1959 hasta su exilio en 1976 residi ó en la provincia argentina de La Rioja. Admirador de Kafka y de César Pavese, las novelas de Moyano tratan de indagar en las raíces culturales y en los orígenes identit arios del país, desde esa geografía regional en la que ubicará la mayor parte de su discurso artístico. Su obra, precisamente, es hoy apreciada no sólo por el innegable valor estético de su prosa y por constituirse en una de las pocas manifestaciones del realismo mágico en Argentina, sino sobre todo porque “Una de las preocupaciones esenciales [...] es la de definir la identidad nacional, cuestión esta que venimos arrastrando desde el Facundo de Sarmiento y que [...] todavía no hemos acabado de resolver” 302. Desde la aparición de su primera novela, Una luz muy lejana (1966) considerada la novela más cordobesa del autor, Daniel Moyano recorre la geografía de los pequeños pueblos del interior de Argentina, recuperando ese espacio perdido durante siglos en la mem oria colectiva del país. En Trino del diablo (1974) la ironía encarnizada del autor ya deja entrever de modo explícito el oscuro destino de la provincia riojana, en cuya desaparición es visible la inercia de esa problemática e histórica confrontación espacial: El nuevo gobierno, ante los agobiantes problemas riojanos, los había resuelto eliminando la provincia. Con la nueva división política, la parte cordillerana quedó para San Juan, la parte 302 Enrique Aurora, 1999. 164 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A norte para Catamarca y el resto para Córdoba. Los cordobeses habían instalado una fábrica de salchichas en la casa de gobierno, el gobernador había pasado a ser ordenanza en un pasillo de los Tribunales de San Juan, la historia provincial fue utilizada para hacer chistes y zambas, el arco de entrada a la ex ciudad se convirtió en un horno para asar empanadas, los hacheros de los llanos fueron castrados y sus mujeres inseminadas artificialmente con productos traídos de Japón, la ciudad capital fue taponada con quioscos, las del interior aradas, y el Obispo, que se resis tió, fue descendido a monaguillo por sugerencia del Cardenal Primado. Finalmente los perros, los burros, los gallos y los vendedores ambulantes fueron unificados en el rubro “varios”, embalados y remitidos a Bolivia en pago de una deuda 303. La contundencia narrativa de Daniel Moyano al enfrentarse a los fantasmas regionales de Argentina es percibida entre la crítica como una denuncia del desconocimiento de las raíces culturales del país, una infravaloración de sus tradiciones y una extrema falta de sensibilidad política con respecto al desarrollo de sus provincias, conductas que, por otra parte, hunden sus raíces en los períodos fundacionales postindependentistas, y que resumen el “enfrentamiento especular entre los modelos europeos y la raigambre aborigen, q ue no acabamos de conciliar en una fórmula en la que la condición de lo ‘criollo’ deje de concebirse como un estigma para, erigirse en cambio, en una base homogénea para la construcción de nuestra propia personalidad cultural” 304. 303 304 Daniel Moyano, 1974. Enrique Aurora, 1999. 165 Alicia Llarena En consonancia con ese pro yecto identitario y en la búsqueda de esa fórmula condensadora y no excluyente, deben leerse también El vuelo del tigre (1981), ubicada en Hualacato, un pueblo perdido entre la cordillera y el mar, texto donde la casa es vista como el centro sobre el que gira y se organiza toda experiencia, así como el relato del exilio en Libro de navíos y borrascas (1983), un diario de viajes en el que Rolando, su protagonista, narra la difícil travesía de un grupo de suramericanos entre dos grandes metrópolis, Buenos Aires y Barcelona. El tema del exilio, tan decisivo y central en la obra literaria de Moyano 305, cobrará aquí dimensiones nacionales, alimentadas por el mito que percibe al argentino como una especie de europeo desterrado, por la consiguiente sensación de desarraigo y porque esta situación, más allá del individuo, expresa en sus palabras una modalidad cultural colectiva: 305 En su interesante investigación sobre Daniel Moyano, Enrique Aurora periodiza la obra del autor argentino tomando como referencia esta temática, y advirtiendo en ella una doble per spectiva: de un lado, el exilio en su faceta individual, como categoría antropológica, como la preocupación metafísica y heideggeriana del “ser -en-el-mundo”, que desemboca inevitablemente en la sensación de extranjería y destierro, provocando una crisis de identidad personal y cultural (perspectiva presente en sus primeros libros de cuentos y sus dos primeras novelas, Una luz muy lejana y El oscuro); de otro lado, el exilio como conciencia colectiva, promotor de la necesidad de “reintegrarse a las coordenad as culturales propias” y del “interés de recuperar la identidad de un pueblo” (instancias que se insinúan en El trino del diablo y se enfatizan en sus novelas posteriores: El vuelo del tigre, Libro de navíos y borrascas y Tres golpes de timbal). Vid. Enrique Aurora, 1999. 166 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Somos de origen poco claro. Gente sin lugar fijo que va y viene. Cuando nos corren de un lugar nos vamos para el otro, y así andamos desde que cruzamos el estrecho de Bering como dicen. No somos de ninguna parte y se acabó. En el caso concreto de los rioplatenses, se simplifica más. Descendemos de un barco como éste. Hombre –barco como niños–probeta, que se pueden criar como cualquier otro, no necesitan una mamita que les dé la teta 306. En la última de sus novelas, Tres golpes de timbal (1989), Daniel Moyano dará vida literaria a ese destierro colectivo, al relatar la historia de Minas Altas, un pueblo que ha sido edificado por los habitantes sob revivientes de Lumbreras, población arrasada y destruida y cuyo origen, historia y destrucción se cuentan en la “canción del gallo blanco”, una pieza musical que, por esta misma razón, la comunidad busca afanosamente. Recuperar la canción es, en fin, el único modo de regresar a las raíces, “hallar el punto fundacional que asegure la veracidad de la continuidad en el tiempo” y elaborar “un discurso paralelo que asegure la pervivencia de las prácticas culturales que cohesionan a ese microcosmos” 307. Por lo que respecta a Chile, el caso del novelista Hernán Rivera Letelier no deja de resultar curioso y proveedor de asombros varios. Primero, porque este escritor autodidacta, originario de la VII Región del país, concretamente de Talca, fue hasta la publicación de su primera novela uno de los tantos mineros en las célebres salitreras del norte de Chile. Segundo, porque en poco tiempo consiguió el 306 307 Daniel Moyano, 1983, p. 143. Enrique Aurora, 1999. 167 Alicia Llarena reconocimiento de sus congéneres (obtuvo dos veces el Premio del Consejo Nacional de Literatura, en 1994 y 1996), la traducción a más de cinco idiomas y preciados galardones internacionales (la distinción “Chevalier des Arts el des Lettres” del Ministerio de Cultura en Francia y el premio de narrativa “Arzobispo Juan de San Clemente” a la mejor novela escrita en lengua espa ñola, otorgado en Galicia). Tercero, porque su narrativa es hoy en día un fenómeno social, hecho que evidencia la conversión en bestseller de algunos de sus textos, cuyas ediciones, en algunos casos, se agotaron incluso antes de haber sido puestas a la venta. Y cuarto, porque en las novelas publicadas hasta la fecha convergen las formas e intenciones del nuevo regionalismo hispanoamericano, reflotando para la historia chilena una geografía literaria cuyo peso en la historia real del país es de suma importan cia. La vida de Hernán Rivera Letelier ha trascurrido, desde los once años hasta el momento, en las distintas oficinas salitreras diseminadas por Iquique y Antofagasta, en el vasto desierto de Atacama. De hecho, el éxito literario, como en el caso de Héctor Tizón, no ha sido motivo suficiente para arrastrarlo hacia la metrópoli, ni capaz de arrancarlo de Antofagasta, donde vive en la actualidad. Y si es cierto que en sus comienzos el escritor pudo sentir que la curiosidad hacia su obra y hacia sí mismo se d ebía en parte al estereotipo que encarnaba (una suerte de autodidacta salvaje, ataviado de pala y picota), hoy nadie duda de que su aparición en el escenario artístico de Chile no se debe a las particulares condiciones de su biografía, sino al rico entramado de su propuesta literaria. 168 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Poeta y amante de las palabras, como él mismo se define, es poseedor de una sintaxis original y lúdica, abarcadora de oralidad y de un lenguaje que compendia un abundante legado de expresiones populares del país, significante s literarios que ha erigido en la memoria y la identidad del espacio norteño al que retrata en sus novelas. La profundidad de la historia norteña, donde hoy se encuentran diseminadas los vestigios de las numerosas oficinas salitreras que un día fueron origen de la riqueza nacional (el famoso “oro blanco”, el nitrato de Chile) han encontrado en la prosa de Rivera Letelier no sólo a un hábil desvelador de su paisaje, sino al escritor que dignifica en su discurso artístico la materia de la pampa y del desierto . En su primera novela, La reina Isabel cantaba rancheras (1994) el escritor desempolva la vida íntima del Norte Grande de Chile, dando vida a “una incompleta relación de más de doscientos nombres de esos fantasmales escombros diseminados a través del desierto”308, paisaje nacional cuyo hallazgo anuncia y celebra en estos términos Luis Sepúlveda: “Estoy impresionado [...] por sus historias ligadas a la pampa y por todo el valor emocional e histórico que rescata el escritor del desierto más árido del mundo, pero más rico en historia social” 309. En torno a su personaje central, la prostituta más célebre del desierto, todo un recuento de hombres, soñadores, músicos, calicheros, borrachos, la radio, el cine, la música popular, las mujeres de alterne, la explotación obrera y, en fin, la vida curiosa y difícil que 308 Hernán Rivera Letelier, 2000, p.17. Luis Sepúlveda (en contratapa de La Reina Isabel cantaba rancheras, 2000). 309 169 Alicia Llarena animó durante décadas una zona esencial de la geografía chilena. Paradójicamente, la soledad de Atacama y la sequía del salitre son el marco geográfico de una ficción animada de vivencias que precisaban de un relato como éste, en cuyas páginas se advierten las reminiscencias temáticas de un Manuel Rojas, las huellas estilísticas de un García Márquez, el aliento lúdico de un Cortázar y la facilidad de Rulfo para convertir lo ordinario y cotidiano en un suceso mágico. Por la epopeya salitrera del conjunto de su obra Rivera Letelier es llamado con frecuencia “el hijo del salitre”, una materia cartografiada en su escritura y a lo largo de su piel, como él mismo confiesa (“El norte es mi historia, el norte es la historia de mi viejo, el norte fue lo que me cambió la vida” 310) y que le ha procurado a un tiempo el éxito de la memoria colectiva y el oscuro bagaje del falso estereotipo (“¿Le gusta que le digan ‘escritor pampino’? – Sí y no. Me carga cuando insisten en el c oncepto, como si hubiese algo de malo en ser del norte, de la pampa” 311). Desde este punto de vista, su hazaña literaria se debe en gran medida a su capacidad para convertir su biografía personal en una biografía colectiva, donde el paisaje reaparece, una y otra vez, erigiéndose en símbolo de la identidad del país y de uno de sus episodios principales. En su tercera novela, Fatamorgana de amor con banda de música (1998), Rivera Letelier da vida literaria a un 310 Sergio Benavides, “Hernán Rivera Letelier. Tinta de salitre” (entrevista). 311 José Ossandón, “Hernán Rivera Letelier: Mi sueño es ganar el Premio Nobel”. 170 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A poblado que tuvo luz propia en el llamado “Ciclo del Salitre”, un pueblo ubicado entre las ciudades de Calama y Antofagasta que en los años 20 gozó de una fama especial y que, como muchas de las oficinas salitreras, acabaría por extinguirse. Lo curioso de esta geografía, llamada “Pampa Unión”, es que a pesar de su enorme popularidad entre los pampinos nunca figuró en la cartografía de Chile: “Pampa Unión fue un espejismo. En sus 40 años de existencia jamás fue reconocida por el Estado” —señala Marcelo Soto— pero aunque “este pueblo fantasma que alguna vez soñó con ingresar a los mapas” 312 no tuviera nunca el reconocimiento oficial, su carácter casi legendario quedó inscrito en la memoria colectiva, porque Pampa Unión fue, sobre todo, el lugar de la alegría, del ocio y del descanso, el lugar donde coinciden españoles, yugoslavos, japoneses, argentinos, árabes y peruanos, alemanes, portugueses, comerciantes y aventureros, maleantes, barberos, vendedores ambulantes, etc., llegados desde cualquier punto del planeta en busca del “oro blanco”. Novela de burdeles, de teatros obreros y parrandas sin límite, Rivera Letelier concluyó de este modo la historia del pueblo integrándolo, definitivamente, en el imaginario nacional, después de una ardua investigación histórica y un trabajo de campo que lo llevaría, incluso, a visitar Pampa Unión y a escuchar sus silencios nocturnos dentro de un saco de dormir. En sus dos siguientes títulos, Los trenes se van al purgatorio (2000) y Santa María de las flores negras (2002), el narrador insistirá también en el territorio 312 Marcelo Soto, “Rivera Letelier: Pueblo maldito”. 171 Alicia Llarena artístico que lo ha convertido en uno de los valores más singulares de la nueva escritura chilena. En el primer caso, porque recrea el trayecto épico del Tren Longitudinal del Norte (conocido popularmente como el Longino) que atravesó el desierto chileno hasta 197 6, y en el que él mismo, cuando era niño, llegó junto a sus padres a las productivas salitreras de entonces. El periplo, que tenía una duración de cuatro días y cuatro noches, constituye un marco ideal para el desvelamiento de un viaje que no duda en calificar —y representar— como heroico: “Era un viaje heroico, en asientos de palo, abarrotado de gente, con personas durmiendo en las pisaderas, que tenían que amarrarse a ellas para no caerse. En ese tren se armaban y desarmaban matrimonios. Nacía gente, morí a gente y se hacía gente. Había velorios, francachelas, unas fiestas pantagruélicas” 313. En el segundo caso, la materia narrativa es un episodio convulso de la historia chilena, la matanza de la escuela de Santa María de Iquique en 1907, que el escritor transforma en la sustancia épica del texto. Curiosamente, es un hecho poco abordado por la historiografía clásica del país, pero con un fuerte arraigo, sin embargo, en su cultura popular, donde ha sido perpetuado a través de la célebre “Cantata Popular Santa María de Iquique” del grupo Quilapayún, pieza fundamental de la Nueva Canción Chilena 314. El texto de 313 Rodrigo Miranda, 2000. En 1907, y tras una considerable baja en el precio del salitre, los dueños de los yacimiento s mineros, en su mayoría extranjeros, decidieron reducir el salario de los trabajadores, provocando la movilización de éstos, que decidieron concentrarse en Iquique. Más de 314 172 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Rivera Letelier actualiza ese instante fatal de la historia, dotando al Norte Grande de Chile de su propio imaginario artístico, un imaginario, por cierto, q ue ya parece abrir una brecha en la escritura nacional, con la incorporación de otros jóvenes autores a los que él mismo denomina la “Escuadra del Norte” 315. En este recorrido por las geografías más recientes de Hispanoamérica, y por la eclosión significativ a de sus nuevos regionalismos, el caso de México resulta verdaderamente singular. Primero, porque la cultura mexicana ha sido históricamente centralista, atrincherándose durante décadas en torno a la producción literaria de la ciudad fagocitadora por excelencia, el Distrito Federal. Segundo, porque, enfrentándose a esa dinámica, precisamente, los llamados “Narradores del Norte”, o cinco mil de ellos se dirigieron entonces hacia la Escuela Santa María de Iquique, donde fueron posteriormente ametrallados por los militares chilenos al mando del general Roberto Silva Renard, con un resultado final de más de tres mil seisciento s muertos. A principios de los años 70, el director musical de Quilapayún, Eduardo Carrasco, solicita a Luis Advis, por entonces profesor de estética y compositor de música para obras de teatro, el arreglo de unas canciones y, en la conversación, Carrasco advierte que el músico iquiqueño había estado trabajando en una cantata inspirada en la masac re de los obreros del salitre. Hoy en día, la Cantata es considerada una de las piezas fundamentales de la Nueva Canción Chilena, inaugurando además la fusión inédita en el país entre la música culta y el folklore tradicional. 315 Así en el caso de Patricio Jara, un joven escritor que, siguiendo las huellas de Rivera Letelier, publicó recientemente la novela El sangrador (Santiago de Chile, 2002) por la que obtuvo el Premio del Consejo Nacional del Libro a la Mejor Novela Inédita, en el mismo año de su edición. 173 Alicia Llarena “Narradores del Desierto”, han emergido en las últimas décadas con una fuerza inusitada, sumando a sus atractivas escrituras su dimensión fronteriza y una clara reivindicación del paisaje regional, cuestión esta última que, por otra parte, es extensiva a otras provincias del país: Yo quería escribir —señala Severino Salazar—. Pero había un pequeño problema: quería escribir sobre m i tierra, sobre mi pueblo, sobre la gente que habitaba las extensas regiones de Zacatecas [...] Y eso no estaba bien visto en los años setenta. No estaba de moda la provincia en la Narrativa Mexicana. O en la narrativa que producían los jóvenes [...] La ll amada “novela de ciudad” estaba en su punto de madurez y prodigando sus frutos más jugosos. [...] En suma, la provincia estaba en el olvido y en el descrédito. Pero las ciudades de provincia seguían creciendo. [...] Afortunadamente, al regresar a México, dos años después, las nuevas voces de la provincia, de la nueva provincia, comenzaban a escucharse otra vez, desde diferentes puntos de nuestro país y desde finales de los setenta y principios de los ochenta. Jesús Gardea en el norte y su mítico Placeres, Gerardo Cornejo en los desiertos del noroeste, Luis Arturo Ramos en su natal Veracruz, Hernán Lara Zavala y su Zitilchén en el Sureste, Daniel Sada en la frontera del Norte y Mexicalli. Y muchos otros más. Todos ellos r evisitando la provincia, la nueva provincia, encontrándola cambiada, reivindicándola. Una provincia que ya no se parece a la de Yáñez o a la de Rulfo. Una provincia que había despertado a la modernidad”316. Las provincias mexicanas, en efecto, han tomado la escena literaria y entre sus voces a lgunas pueden ya considerarse clásicos de la literatura nacional. Pero entre 316 Severino Salazar, 1993, pp. 343 -345. 174 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A esas provincias, los estados norteños, sin lugar a dudas, la han tomado con más intensidad, proclamando a través de su escritura sus señas identitarias específicas y su pertenencia al conjunto geográfico mexicano. En este caso, además, confluyen ciertas paradojas, porque parte de los procesos descentralizadores han tenido su origen en la política nacional, proveedora, como veremos, de programas culturales como el de “Tierra Adentro ” —con carácter marcadamente provincial — o la creación del Colegio de la Frontera Norte , institución paralela al célebre Colegio de México en la capital federal. Además, en el ánimo de integrar la zona norteña en la totalidad de la cultura mexicana, no sól o late el deseo de reparar su exclusión histórica, sino el de afianzar la pertenencia nacional de sus regiones ante la cercana presencia de Norteamérica y las inevitables contaminaciones fronte rizas. No resulta sencillo sintetizar lo que a partir de las últimas décadas del siglo XX ha venido sucediendo en la vida literaria del norte de México. Y es que la actividad cultural y la creación artística ha n generado en la región, desde los años 80, un espectacular florecimiento de autores y de textos difícilment e reseñables en una breve visión de conjunto. Por otra parte, cuando se habla del norte de México se apunta en general a un espacio geográfico heterogéneo, acentuado por la presencia de los estados fronterizos, con un carácter sociológico más específico; y aún dentro de éstos, el desarrollo económico y cultural de la frontera manifiesta también una visible desigualdad. Frente a estas circunstancias, esta 175 Alicia Llarena aproximación focaliza el interés en los procesos más conocidos y señalados hasta el momento —la emergencia literaria del desierto y la escritura fronteriza — enfatizando sus autores más relevantes y dando cuenta de las obras que en el género narrativo han adquirido de algún modo el rango de textos fundacionales. En las descripciones crítico -literarias, “frontera” y “desierto” guardan ciertos parentescos y, en realidad, puede decirse que el primero de los nombres es una consecuencia del segundo. Tal como explica Eduardo Antonio Parra 317, sucede que la prosa del norte de México fue llamada en los años 80 “narrati va del desierto” por la presencia de los accidentes geográficos en sus autores estelares, fundadores entonces de una tradición regional: Jesús Gardea (Chihuahua), Gerardo Cornejo (Sonora), Ricardo Elizondo (Nuevo León), Severino Salazar (Zacatecas) y Daniel Sada (Mexicali) 318. Sin embargo, el término resultaría insuficiente para designar a otros escritores norteños cuya temática apuntaba en otras direcciones, de ahí la sustitución por el de “narrativa fronteriza”, el más extendido hasta la fecha, no sin ciert os debates: “Llamémosla, entonces, como queramos: literatura en la frontera, de la frontera, sobre la frontera. Como sea que se le nombre, es un acervo cultural 317 Eduardo Antonio Parra, 2001. Aunque originario de Mexicali, la narrativa de Daniel Sada refleja sobre todo las poblaciones de Coahuila. En la conformación de esta misma tradición literaria no deben olvidarse , por otro lado, los Cuentos del Desierto (1959) de Emma Dolujanoff, cuya materia artística incorpora los aspectos mágicos y legendarios de sus poblaciones indígenas. 318 176 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A prácticamente inédito que enriquece y amplía los horizontes de estudio de la literatura mexican a en su conjunto” 319. En un artículo titulado “De ciertos desiertos inciertos” 320, el poeta, narrador y ensayista Alfredo Espinoza, describe el valor identitario que el desierto alcanzó en el nuevo regionalismo mexicano de Chihuahua (“Y por los años ochenta lo s chihuahuenses nos enamoramos de nosotros mismos. Y el desierto fue nuestro espejo”), señalando que fue este, sin duda, el paisaje con mayor presencia entre los norteños, el que logró erigirse en el significante simbólico de la zona (“el desierto pulía nuestros rasgos, explicaba nuestra palabra austera, torpe, franca y agresiva”) y el motivo estético y literario a través del cual, en definitiva, los chihuahuenses exacerbaron su singularidad, reclamando el respeto y la atención a sus señas peculiares; exige ncia, por cierto, que a su juicio no pretendía una confrontación excluyente con el resto de la identidad nacional ni una desmembración de la mexicanidad, sino un deseo de contribuir a un nuevo concepto de nacionalidad: “se decía en aquellos candorosos días que habría que chihuahuenizar el país”. En ese proceso, el escritor apunta que el poema épico de 319 Gabriel Trujillo Muñoz, 1994, p. 9 Alfredo Espinoza, “De ciertos desiertos inciertos” . Él mismo contribuirá al nuevo regionalismo de Chihuahua con su novela Infierno grande (1990), los poemarios Desfiladero (1991) y Tatuar el humo, Premio Nacional de poesía "Gilberto Owen" (1992) y sus ensayos sobre la cultura del norte mexicano. Junto al poeta Rubén Mejía fue el coautor de la Muestra de la poesía chihuahuense 1976 1986 (1986). 320 177 Alicia Llarena Rogelio Treviño Septentrión (1993), que obtuvo el “Premio Chihuahua” en 1991, representa la culminación del regionalismo chihuahuense, pues en sus versos se entretejen las experiencias infantiles del poeta con los ingredientes simbólicos de la historia regional: el viaje de Artaud por las sierras tarahumaras, los corridos sobre Pancho Villa, la fauna y alimentos de la zona y hasta los cantos indígenas rarámuri. Es en este contexto donde se inscribe la obra narrativa de Jesús Gardea (1939-2000)321, a quien hoy se considera un máximo exponente de la “narrativa del desierto”. Autor de obras ya imprescindibles en el panorama nacional, y reconocido como uno de los val ores de la escritura mexicana con proyección internacional 322, su fundación imaginaria de “Placeres” (el lugar donde transcurren sus 321 La obra narrativa de Jesús Gardea se inició en 1979 con la publicación del volumen de relatos Los viernes de Lautaro (1979), al que seguirán Septiembre y los otros días (1980), De alba sombría (1985), Las luces del mundo (1986), Difícil de atrapar (1995), Donde el gimnasta (1999) y las novelas El sol que estás mirando (1981), La canción de las mulas muertas (1981), El tornavoz (1983), Soñar la guerra (1984), Los músicos y el fuego (1985), Sóbol (1985), El diablo en el ojo (1989), El agua de las esferas (1992), La ventana hundida (1992), Juegan los comensales (1998) y El biombo y los frutos (2001). José Manuel García -García y Adriana Candia publicaron recientemente “A la memoria de Jesús Gardea” (2002), una semblanza biobibliográfica disponible en la red [Online: www.almargen.com.mx] con los datos completos sobre su obra y los trabajos críticos más importantes que la misma ha generado hasta esa fecha. 322 Gardea es un escritor conocido por los lectores de Europa y Norteamérica. En 1998 veinticinco de sus cuentos fueron traducidos al inglés bajo el título de Stripping Away the Sorrows from this World . 178 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A ficciones, trasunto literario de Delicias, su localidad de origen, como él mismo confesaría 323) y la temática y el estilo de su prosa le han deparado no pocas —y en absoluto gratuitas— comparaciones con Juan Rulfo. En su pueblo remoto vibran las condiciones climáticas del antiparaíso, las extremas temperaturas de un universo semiárido, entre el calor asfixiante y las lluvias torrenciales, entre el azote de los vientos o el gélido frío, una suerte de “sofocado infierno” ( La canción de las mulas muertas, 1981), un paisaje en el que “no se ve otra cosa que soledades castigadas hasta la muerte por el sol” y donde “no sopla nada de aire ” o en ocasiones el cielo “está tan turbio que parece nocturno” ( El tornavoz, 1983), un espacio desolado en el que “cada quien vivía como encerrado en una celda. Carceleros el viento, el sol de verano y todos los años repletos de días que uno gastaba en gastarse. Placeres era una tabla de las sobrantes de cuando Dios fabricó las cosas del mundo” ( Soñar la guerra, 1984), “una tierra que ya no es de este mundo” (Los músicos y el fuego, 1985). Y si desde la edición de su primer libro, el conjunto de relatos Los viernes de Lautaro en 1979, la soledad y la incomunicación de sus personajes han logrado traducir los signos de un Placeres depresivo, sofocante y violento, estableciendo una mítica analogía entre el hombre y su espacio, el lenguaje sobre el que ésta se articula —lo más característico a lo largo de su obra — 323 “Bauticé Placeres a Delicias (el agua del bautizo transfigura)… Si yo mentaba la palabra Delicias, ellos [los personajes] y su mundo, huirían de mí. Tenía que buscar yo otro nombre para poderlo traer al papel, a los corralitos del papel” (Jesús Gardea, 1985). 179 Alicia Llarena es asimismo elemental y lacónico, austero como el desierto, detenido y poético, más sensorial que informativo (el calor, la luz del sol, el silencio, el olfato), un discurso en el que los detalles adqu ieren el carácter de una revelación. Es esta conjunción la que asemeja su prosa al universo narrativo de Juan Rulfo, aunque la personalidad literaria de Gardea es definida y bien distinta, entre otras cosas por la inclusión y el manejo de sutiles ironías y del humor contenido que le caracterizan. Si el desierto constituyó en los años ochenta la incorporación estable del escenario norteño a la literatura nacional, revelando la singularidad de sus paisajes y la materia artística de sus ritmos de vida, su expr esión y sus costumbres, el conjunto de la llamada literatura fronteriza fortaleció definitivamente esta presencia, visibilizando la frontera como una región cultural específica cuya personalidad histórica y sociológica le han conferido su propia identidad. En territorio mexicano, su estudio empezó a mediados de los ochenta, en parte por la preocupación del “centro” “por reforzar el fardo romántico de la identidad” 324, por “cultivar y nacionalizar a los estados fronterizos, dándose a conocer lo que consideró l a esencia de lo mexicano” 325. De ello da buena cuenta el Programa Cultural de las Fronteras, creado por el gobierno nacional en 1985, cuyo plan oficial planteó apoyar propuestas para las ciudades fronterizas en las cuales se rescataran y destacaran los valor es y tradiciones 324 325 Francisco Luna, 1994, p. 79. Rosina Conde, 1992, p. 52. 180 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A nacionales 326. Este programa de nacionalización se dirigía a una población a la que se consideraba, aún por esas fechas, como una población desculturizada e híbrida, en peligro de ser absorbida por la cultura anglosajona. Lógicamente, en la emergencia de los escritores de la zona jugaron a favor otros elementos importantes, entre ellos la decisión de los autores de permanecer en el lugar de origen para escribir y difundir sus obras y el aumento de las publicaciones sobre cultura y literatur a locales y regionales. De este modo fue configurándose una escritura que ha servido para reafirmar el sentido regional, para reconocerse en lo local, y que “ha dado más que cualquier otro icono autenticidad y legitimidad a nuestro Ser norteño. Ha delineado nuestra geografía, nuestro espacio y nos ha heredado historicidad, tiempo y ubicuidad” 327. Y es que, en efecto, en la década del ochenta todos compartieron una misma preocupación, el tema regional de “lo fronterizo”, en un momento histórico en el que el concepto de la Nación se enfrentaba —en palabras de Homi Baba— a un proceso de “disemiNación” 328. 326 Entre los proyectos de descentralización deben mencionarse los propiciados desde el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes a través de la colección “Letras de la República”, que publicó paulatinamente diversas antologías literarias de la mayor parte d e los estados fronterizos. Entre ellas destaca la de Luis Cortés Bargalló, Baja California piedra de serpiente: Prosa y poesía (siglos XVII -XX), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, con un estudio metódico y detallado de literatura d e y sobre Baja California. 327 Francisco Luna, 1994, p. 81. 328 Homi Bhabha, 1990, pp. 291-322. 181 Alicia Llarena Junto a la creación literaria, fue decisiva la labor de investigación y difusión de la cultura fronteriza, en una proporción hasta entonces desconocida en aquello s territorios, con la consiguiente proliferación de encuentros, seminarios y talleres literarios, a los que se sumarían también los nuevos intereses académicos 329. En esta dinámica se insertan los trabajos pioneros sobre la literatura norteña (los de Sergio Gómez Montero, Humberto Félix Berumen, Francisco Luna, Leobardo Saravia, Patricio Bayardo y Gabriel Trujillo, entre otros)330 y, más lejos aún, en esa misma eclosión del tema fronterizo y en la evidente actualidad de la que goza en nuestros días, debe interpretarse la seducción y el interés que ha despertado en autores que no sólo no pertenecen a la zona, sino que rebasan incluso el ámbito nacional: es el caso de Carlos Fuentes (La frontera de cristal,. Una novela en nueve cuentos, 1995)331 o del escritor español Arturo Pérez Reverte (La reina del Sur, 2002). 329 Así el Departamento de Humanidades en Hermosillo (Sonora), dedicado al estudio de la producción literario -cutural del estado; la cátedra de literatura regional de la Universidad Autónoma de Baja California; la creación en Tijuana del Centro de Estudios Fronterizos del Norte de México que, en 1986 fue rebautizado como El Colegio de la Frontera Norte. 330 En la Bibliografía se incorporan referencias importantes para el conocimiento y el estudio del fenómeno literario fronterizo. 331 Carlos Fuentes ya había abordado en Gringo Viejo la representación de la(s) frontera(s) entre estadounidenses y mexicanos, al narrar el encuentro entre gringos y mexicanos en el desierto de Chihuahua, justo en medio de los episodios revolucionarios. Sin embargo, los desencuentros que en esta novela resultaban dramáticos, adquieren en La frontera de cristal un tono cómico y paródico. 182 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A Bajo el rótulo general de “lo fronterizo”, los estudios culturales tienden a señalar y advertir como uno de los signos más característicos su palpable heterogeneidad, desde la variedad topográfica hasta la diversidad de sus recursos naturales, desde el clima hasta la desigualdad en el desarrollo urbano de sus estados, de modo que su creación literaria sea una manifestación cultural matizada por todos estos factores que convergen a lo largo de la franja fronteriza; una “línea” —no lo olvidemos— de más de tres mil kilómetros de extensión. De ahí que, entre otras cosas, no sólo se practique y recurra a la temática regional, sino también a la literatura fantástica, la ciencia -ficción, la escritura policíaca o la literatura intimista. En este sentido, es un hecho que la multiplicidad impediría un dictamen totalizante. En cuanto a los autores, junto a los ya reconocidos tanto en el centro de México como en el extranjero (Gerardo Cornejo, Jesús Gardea, Ricardo Elizondo, Rosina Conde, Alfredo Espinosa o Daniel Sada) conviven los que ya han logrado un sólido espacio en la literatura nacional (Luis Humberto Crosthwaite, José Manuel Di Bella, Rosario Sanmiguel, Regina Swan o Gabriel Trujillo) y los que apenas despiertan a la vida literaria de la región. Sin embargo, y a pesar de la heterogeneidad, desde el punto de vista temático la realidad geográfica (sierra, mar, desierto, ciudades o frontera) es fundamental, espacios que se han ido construyendo en un lenguaje de tend encia regional con una fuerte y lógica contaminación anglosajona, capaz de mostrar la realidad específica de la zona y de contestar, a un tiempo, a las imágenes heredadas 183 Alicia Llarena de la tradición, sobre todo a la imagen de la frontera como un lugar de fácil penetración cultural (contaminada en su lenguaje, costumbres y estilo de vida por el contacto con los Estados Unidos), o a su percepción como “border of fear/border of desire” 332, la antigua y deshabitada tierra de nadie: Hasta mediados de la década pasada, la fro ntera norte mexicana seguía siendo ‘tierra de bárbaros’ en el discurso nacional. Sin embargo, se sugirió que en el país s e había dado una transformación, por razones económicas, políticas y sociales, y la frontera norte experimentó una metamorfosis. De ser la ‘tierra de nadie’, se volvió ‘la casa de toda la gente’ 333. El caso de la literatura bajacalifornia puede resultar paradigmático al respecto, sobre todo cuando nos referimos al movimiento que toma el nombre de “La Californidad” y que se propuso, en los años sesenta, dotar a Baja California de su propia tradición y memoria cultural. El movimiento, surgido como extensión del movimiento vasconcelista en aras del fortalecimiento de la identidad nacional, tuvo como figura estelar a Rubén Vizcaíno Valencia 334, que introdujo las reflexiones sobre 332 Rolando Romero, “Border of Fear, Border of Desire”, Borderlines. Studies in American Culture , 1 (1993), pp. 36-70. 333 María Socorro Tabuenca Córdoba, 1997, p. 114. 334 Rubén Vizcaíno Valencia fue el creador de la Editorial Californidad y director del suplemento del periódico El Mexicano, en torno al cual se reunieron muchos de los integrantes del movimiento. En 1965 se celebró el Congreso de Escritores de Baja California que dio lugar, posteriormente, a la Asociación de Escritores de Baja California. El grupo promovió también la creación del Seminario de 184 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A la mexicanidad y la filosofía cultural de Samuel Ramos, Leopoldo Zea, José Gaos, Jorge Portilla y Octavio Paz. Así lo percibe el conocido escritor tijuanense Federico Campbell: Baja California crece con él y él crece co n Baja California, de la que se enamora. Emprende, tal vez sin proponérselo conscientemente, una indagación: la del laberinto de la soledad bajacaliforniana, un tanteo teórico tal vez originado en su aprendizaje filosófico de Mascarones, donde convivió co n muchos de los pensadores de su generación preocupados por el ser del mexicano —sobre la identidad del tijuanense y, por extensión, del habitante de estas tierras. Entrevió el carácter pragmático del fronterizo, su conformación ética labrada en el contacto con la cultura y la visión del mundo norteamericanas, su manera de vivir la mexicanidad 335. Los miembros de La Californidad dieron cuenta de la emergencia de la cultura bajacalifoniana moderna y fueron responsables además, de los primeros ensayos de críti ca literaria sobre Baja California y de la articulación de su memoria cultural. En el terreno estrictamente artístico, la novela Calle Revolución (1964) del propio Vizcaíno Valencia se convirtió en una de las expresiones novelísticas más importantes y polé micas, en tanto fundación simbólica y mítica de un espacio signado por el Cultura Mexicana (dirigido por Vizcaíno Valencia en la Universidad Autónoma de Baja California) y que tanta influencia tendría en las instituciones culturales estatales y municipales, al introducir los primeros talleres literarios, ejes de la transformación literaria peninsular. 335 Federico Campbell, 2000. 185 Alicia Llarena vicio y la depravación, tal como refiere Luis Cortés Bargalló: Las polémicas no son gratuitas, lo heterodoxo –lo interesante– de su trabajo consiste precisamente en la contradicción que implica mostrar un vicio con toda su carga descriptiva, para luego tratar de nulificar el efecto insoslayable del hecho ya sensibilizado por la escritura, con la moraleja de signo contrario. Una operación que por cierto llevaron a cabo con un efecto sorprendente Huysmans y León Bloy gracias a la profundidad de su reflexión moral y estética, profundidad perdida en la obra de Vizcaíno pero que significativamente describe un ámbito de valores que muchos otros escritores bajacalifornianos compartieron en e l periodo: fe en el progreso, en la defensa de los ‘valores nacionales’, en la 'cultura’ como elemento abstracto 336. Y es que, en efecto, Tijuana se presentaba en la novela como la ciudad de los pecados capitales, la urbe del deseo y el narcotráfico, de las masas de los inmigrantes más desfavorecidos del país y donde, a pesar de todo, aún tenían cabida la esperanza y el amor, expresiones de la dignidad humana. Fue a partir de este primer mosaico tijuanense que las imágenes de la urbe empezaron a aflorar, convirtiendo a la Avenida Revolución —el centro neurálgico de Tijuana— en el escenario de gran cantidad de escritores bajacalifornianos, testigos de sus transformaciones en todos los géneros literarios: Tijuana Go-Go (1967) de Vizcaíno Valencia; Tijuanenses (1989) de Federico Campbell; Blues cola de lagarto (1987), Cartografías del alma (1987), Nuestras vidas son otras (1994) y La pasión de Angélica 336 Luis Cortés Bargalló, 1994, p. 58. 186 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A según el Jonnhy Tecate (1996) de Roberto Castillo Udiarte; Arrieras somos (1994) de Rosina Conde o Marcela y el Rey al fin juntos (1988) y Estrella de la Calle Sexta (2000) de Luis Humberto Crosthwaite, entre otras. Debe saberse al respecto que la ciudad bajacaliforniana es la frontera de mayor tránsito del mundo, el paso más importante hacia los Estados Unidos, atravesada diariamente por más de cuatrocientas mil personas en ambas direcciones y que, desde los años treinta, Tijuana fue alineándose en torno a la Calle Revolución, poblada cada vez con mayor énfasis de bares, restaurantes, casas de juego y de cambio, p rostíbulos y hoteles, hasta ser hoy día la Avenida citadina más importante del noreste mexicano y una pieza principal en los estudios socio-culturales de la identidad fronteriza. Es así como la ciudad más visitada del mundo, a la que Néstor García Canclini ha definido como el “laboratorio de la posmodernidad”337, recibe en la escritura su propia “mitología conductora”, construcciones simbólicas que redimen sus antiguas vestiduras identitarias, transformando a la ciudad de los pecados capitales en una urbe lum inosa. En este mismo orden de cosas, no es extraño que Federico Campbell considere la “ tijuanización” de México como el fenómeno cultural de los años noventa, tal como expone en Máscara negra (1995), conjunto de artículos publicados en el diario La Jornada desde 1989 a 1993 y en los que se reflejan las temáticas y expresiones 337 “Durante los períodos en que estudié los conflictos interculturales del lado mexicano de la frontera, en Tijuana, en 1985 y 1988, varias veces pensé que esta ciudad es, junto a Nueva York, uno de los mayores laboratorios de la posmodernidad” (Néstor García Canclini, 1989, p. 293). 187 Alicia Llarena culturales fronterizas. Tampoco lo es que el complejo universo humano que se da cita en la ciudad, donde convergen todas las regiones mexicanas junto al dominio internacional, y donde la diversidad ideológica y actitudes vitales de todas clases y niveles le otorgan un importante hibridismo cultural y humano, haya fascinado a los escritores de Baja California, interesados en retratar su rica complejidad fronteriza: así en la poesía de Roberto Castillo; en los relatos y novelas de Daniel Sada, Vizcaíno Valencia, Luis Humberto Crosthwaite, Rosina Conde, Regina Swain, José Manuel Di Bella, Gabriel Trujillo o Federico Campbell; o en las crónicas de Leobardo Saravia Quiroz, Federico Campbell, Edmundo Lizardi o Martín Romero, universos poblados por la tipología social y humana más representativa de la zona, desde los obreros de las maquiladoras hasta los músicos callejeros, desde los guías turísticos hasta las prostitutas, desde los migrantes hasta la clientela de bares y cantinas. Finalmente, y más allá de los nuevos regionalismos, no podríamos cerrar estas páginas sin aludir siquiera con brevedad a otras interrogantes que, en la construcción literaria de la geografía americana de las últimas décadas, se relacionan estrechamente con la noción espacial del desplazamiento. Por un lado, deben mencionarse aquí los flujos migratorios hacia todas las direcciones y el trasiego entre fronteras de miles de hisp anoamericanos, factor que ha ido diluyendo la nacionalidad geográfica en una suerte de nacionalidad cultural. Por otro, también debe tenerse en cuenta que la representación de esa nueva espacialidad ha 188 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A encontrado sus metáforas no sólo en el nivel literario, sino también respuestas en el plano teór ico, reflejo crítico y especular de las ficciones y, lógicamente, de la temperatura social y cultural de fin de siglo. Margarita Mateo Palmer, por ejemplo, reivindica desde hace años una interpretación integral del Caribe, que sea capaz de explicar su totalidad y de abarcar sus nuevos y cambiantes escenarios geográficos con independencia de la lengua e incluso de la zona en que se ubique su producción artística. Desde esta perspectiva, su planteamiento denuncia la atomización de los estudios del Caribe en relación con espacios geográficos (islas, países) o comunidades lingüísticas (el Caribe hispánico es el más sistematizado hasta el momento), hasta el punto de que aún no ha podido establecerse “el grado de intensidad de los contactos interliterarios de la r egión” y, por lo tanto, menos aún la posibilidad de abordar las e xtensiones de la literatura caribeña fuera de su hábitat natural (la amplia comunidad puertorriqueña de Nueva York, o la comunidad cubana en la ciudad de Miami): “ninguna historia literaria (sobre el Caribe hispánico, francófono, etc.) será realmente válida —concluye acertadamente— sin una proyección integral hacia el área caribeña en su conjunto, es decir, hacia la comunidad interliteraria principal a la que pertenece”338. En un sentido semejante, y en estrecha relación con estos desplazamientos, deben entenderse las discusiones que la literatura fronteriza de México ha suscitado en estos años, pues la escritura chicana en Norteamérica desafía con su naturaleza híbrida las antiguas definiciones identitarias, como 338 Margarita Mateo Palmer, 1990, p. 10. 189 Alicia Llarena expresan los personajes de Carlos Fuentes en La frontera de cristal (1995), novela que anuncia sin ambages el nacimiento de sujetos portadores de la nueva espacialidad: “Yo no soy mexicano. Yo no soy gringo. Yo soy chicano. No soy gring o en USA y mexicano en México. Soy chicano en todas partes. No tengo que asimilarme a nada. Tengo mi propia historia” 339. Es obvio que, mientras se van configurando las nu evas cartografías, las interrogaciones no se han hecho esperar, ni tampoco las discusiones sobre la pertenencia de esos textos: ¿una pertenencia política o una pertenencia cultural? ¿Textos para la historia de Hispanoamérica o textos para la historia estadounidense? ¿Espacio geográfico o espacio ideológico? Desafíos, en fin, que nos obligan a contemplar con atención el mapa literario del continente para abordar la verdad de su geografía, porque “La búsqueda de las venas profundas de nuestras literaturas no es un capricho filológico, sino una necesidad creciente de la época: el arribo a una m adurez esclarecedora en los estudios literarios, no sólo del Caribe, sino de toda Latinoamérica en su conjunto” 340. 339 340 Carlos Fuentes, 1995, p. 294. Margarita Mateo Palmer, 1990, p. 15. 190 ESPACIO, IDENTIDAD Y LITERATURA EN HISPANOAMÉRIC A BLIOGRAFÍA AA.VV: En las fronteras del cuento. Jóvenes narradores del norte de Tamaulipas, (Selecc. 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El mapa interior: los nuevos regionalismos 150 BIBLIOGRAFÍA 191 Espacio, identidad y literatura en Hispanoamérica de Alicia Llarena, publicado por Editorial UAS, se terminó de imprimir y encuadernar en agosto de 2007, en los talleres de la Imprenta universitaria Ignacio Allende esquina con Josefa Ortiz de Domínguez Colonia Gabriel Leyva Culiacán Rosales, Sinaloa Tiraje: 1000 ejemplares