NOTAS
EN TORNO A LA CRISIS DEL LIBERALISMO
Por HUGO E. BIAGINI
La cuestión de la crisis del liberalismo constituye uno de esos tópicos
casi remanidos que desde hace tiempo vienen dando mucho que hablar. Si
pasáramos revista a la bibliografía pertinente descubriríamos que su caudal
se ha ido engrosando tanto que su sola enumeración requeriría un volumen
ad hoc. Desde los albores de nuestra centuria, no sólo artículos especiales
sino también libros enteros han dejado documentada constancia sobre el particular. Y ello es así sin necesidad de entrar frontalmente en la copiosa literatura izquierdista o derechista que se ha dedicado a cuestionar el liberalismo.
Si bien resulta un lugar común aludir al amplio predominio liberal
durante el siglo pasado —más específicamente desde la caída de Napoleón
hasta la primera guerra mundial— no es menos cierto que, pese a esa hegemonía, los principios e instituciones liberales comienzan a ser amenazados
ya desde el mismo momento en que ellos se asientan en Europa con la
Revolución Francesa; amenazas que provenían ora de un conservadurismo
reaccionario, ora de tendencias igualitaristas que procuraban limitar o suprimir la libre concurrencia y la propiedad privada.
Más allá de las impugnaciones que surgen en distintos sectores socialistas, nacionalistas y tradicionalistas, algunos adeptos liberales se abocan a
desarrollar, a partir de la segunda mitad del siglo xix, una modalidad más
cercana al colectivismo que mitigará el generalizado predicamento del liberalismo ortodoxo. La declinación de este último empieza a sentirse al tiempo que se observa, junto al avance del proletariado, la pérdida de confianza
en el mercado autorregulador, cuyo cimbronazo más decisivo recién se produciría con la débácle de 1929.
La política imperialista, el auge de los monopolios, las guerras en gran
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Revista de Estudios Políticos (Nueva Época)
Núm. 30, Noviembre-Diciembre 1982
HUGO E. BIAGINI
mo más moderno admitirá una mayor injerencia de los poderes públicos y
la responsabilidad de éstos ante el bienestar general, encontrando su punto
de partida en el jacobinismo rousseauniano para prolongarse muy matizadamente en autores como Guido de Ruggiero, Bertrand Russell y John
K. Galbraith.
Tal diferenciación no supone que la formulación inicial haya perdido
toda resonancia, pues ella aparece remozada, por ejemplo, en libros recientes de tanta significación como el de Robert Nozik, Artarchy, State & Utopia, o en el «neoliberalismo» que se consolida en el Coloquio Walter Lippmann realizado hacia 1938 en París, donde se dieron cita figuras como las
de Friedrich von Hayek, Wilhelm Rópke, Jacques Rueff, Alexander Rustow,
Ludwig von Mises y otros. Este último intento restaurador comparte, entre
otros puntos, con versiones tradicionales como la manchesteriana, la convicción de preservar la propiedad privada junto al mecanismo de precios en
un mercado libre y con moneda sana.
Desde el punto de vista disciplinario, se encuentra yuxtapuesta una
amplia diversidad de encuadramientos. Así cabe referirse a un liberalismo
ético y axiológico que exalta el valor de la autonomía personal, a un liberalismo intelectual y científico —privilegia la actitud dialógica y el espíritu de
experimentación—, o a un liberalismo histórico y antropológico, partidario
del progreso y de la perfectibilidad. Por un lado, el liberalismo jurídico
viene a proclamar los derechos civiles y la igualdad ante la ley, mientras que
liberalismo pedagógico defiende la enseñanza obligatoria y las libertades
académicas, así como el liberalismo religioso brega por una actitud tolerante ante los distintos cultos y la separación de la Iglesia del Estado.
También tenemos el muy difundido liberalismo económico, con su inclinación hacia la libre competencia, así como no puede omitirse el liberalismo sociológico, el cual se muestra proclive a concebir la sociedad en términos atomistas, aunque existen algunas posturas que se han acercado a una
suerte de organicismo y hasta de colectivismo para afincarse en las ideas
de relación e interconexión. Finalmente, el liberalismo político afirma que la
acción del gobierno debe estar sujeta a lo que estipulan las leyes y la Constitución, a la división del poder y a la aquiescencia de los ciudadanos.
Con todo, es dable advertir que los autores no siempre coinciden en
comulgar con la totalidad de esos aspectos doctrinarios, sino que a veces
adhieren alguno de ellos en detrimento de otros, admitiendo, v. gr., el liberalismo económico, pero desestimando el de carácter político, o a la
inversa.
Bajo una óptica filosófica, tampoco se encuentran idénticas respuestas a
un único sistema metafísico o gnoseológico. De tal manera, cabe observar
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variadas posiciones liberales que oscilan entre el materialismo y el espiritualismo, el realismo y el idealismo, acumulándose una multitud de tendencias: racionalistas, empiristas, voluntaristas, emotivistas, relativistas o escépticas. Con mayor precisión, habría que distinguir las vertientes jusnaturalistas, contractualistas e iluministas, los enfoques románticos e historicistas,
las escuelas utilitaristas, positivistas y evolucionistas, o las perspectivas agnósticas y teístas, melioristas y pesimistas, hedonistas y estoicas, etc.
Si recurrimos a la aproximación ideológica, descubrimos una falta similar
de uniformidad en el liberalismo, el cual parece poseer Ja especial particularidad de alternar con las fuerzas de izquierda o con las de derecha. Así lo
vemos adoptar por momentos un perfil ecuménico o nacional, conservador
o libertario, fascistizante o socialista, colonialista o anti-imperialista, depredador o ecológico, elitista o igualitario, aristocrático o burgués, centrista
o ultrista.
Concomitantemente, atendiendo a una arista institucional, se plantea la
necesidad de determinar la vinculación entre el liberalismo y la democracia.
La causa liberal pura resulta esencialmente ajena a la instancia democrática,
pues ésta se orienta a la plasmación de la voluntad general y de una mayoría gobernante, mientras aquélla prefiere alcanzar la felicidad personal mediante un régimen de notables y con el sufragio más o menos limitado. Sin
embargo, en los hechos, a veces se ha producido cierta convergencia de las
dos direcciones bajo la forma del demo-liberalismo, donde la libertad y la
competencia se hallan aparentemente menos reñidas con la igualdad, aceptándose un monto mayor de planificación y dirigismo estatal. Dichas variaciones fácticas aparecen también en la misma literatura liberal, donde
democracia y liberalismo ora se mantienen separados, ora se fusionan,
ora se le asigna una franca superioridad a una u otra orientación.
Para abordar la complejidad del liberalismo debe conocerse su panorama geográfico, i. e., algunas de sus diversas manifestaciones nacionales y
partidarias, las cuales nos evidencian, asimismo, acepciones muy encontradas en cuanto a la interpretación del término «liberal», al que, según los
distintos ámbitos, se asimilará a una posición radicalizada, moderada o
sencillamente reaccionaria.
Así, en Gran Bretaña, la prédica liberal ha hecho valer con preferencia
los derechos de las minorías, sin preocuparse tanto por ideales como el de
la soberanía popular. Los sectores más empeñados en combatir la miseria
y la ignorancia confluyeron finalmente en el laborismo y el ala anti-intervencionista se integra con el Partido Conservador. En el juego de esas polaridades se forja, en definitiva, la mentalidad liberal inglesa.
Francia, que dio lugar a un trascendente movimiento liberal católico, es
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uno de los sitios de Europa donde mayor ambigüedad presenta el vocablo
liberal, pues para algunos éste supone allí algo opuesto a «retardatario» y
para otros revela una postura intermedia entre el monarquismo de derecha
y los grupos socialistas, anarquistas, sindicalistas y comunistas.
Salvo ciertos esfuerzos por elaborar una variante de corte social, el liberalismo italiano, a semejanza del sueco, el danés o el alemán, responde más bien a la ortodoxia del laissez-faire, mientras que en Estados Unidos
la palabra liberal está conectada a una especie de progresismo izquierdizante.
El liberalismo, además de representar aleatoriamente una concepción
filosófica, una ideología, una cosmovisión y un régimen de gobierno,
puede ser tomado psicológicamente, como cierta actitud, carácter o idiosincrasia: cuando se habla, por ejemplo, del espíritu liberal en tanto temperamento abierto e independiente que confía más en el proceso indagatorio
que en el corpus doctrinario mismo. Así se haría alusión a un tipo de personalidad generosa, equitativa, renuente al modo autoritario de ser y dispuesta a medirse contra los abusos, arbitrariedades, privilegios o sufrimientos mundanos.
Por añadidura, pese al vasto panorama bosquejado acerca de las principales categorías que es necesario manejar para una adecuada delimitación
y valoración del liberalismo, no se agotan aquí las caracterizaciones en ciernes, pudiéndose también plantear el asunto conforme a un patrón de legitimidad. Más allá de aquellos que, por diferentes motivos, le niegan al liberalismo toda validez, no faltan, v. gr., quienes —aun desde enfoques disímiles
como Lewis Munford o John Hallowell y sin dejar de aludir a una expresión transitoria o degenerativa que califican de empírica o formal— se han
referido a un liberalismo ideal o integral que se identificaría con la concepción auténticamente humanista.
En consecuencia, pese a los distintos indicadores que trasuntarían la
magnitud del liberalismo, podría llegar a pensarse, luego de efectuado un
examen como el precedente, que su zarandeada crisis no pasa de ser sino
un pseudoproblema como esos que, según ciertos empiristas lógicos, se disuelven o minimizan a la luz del mero análisis conceptual.
Sin embargo, no puede soslayarse la existencia dentro del liberalismo
de ciertas proposiciones básicas que han sufrido un jaqueamiento tal que
las torna en algo difícilmente reivindicable.
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MITOS
Una vez desentrañados los rostros casi inaprehensibles del liberalismo,
también hay que procurar describir algunos de sus rasgos más erróneos,
endebles o ilusorios; sin desconocer por ello la existencia de otros elementos dignos de ser rescatados.
Entre las aserciones liberales injustas, lógicamente inconsistentes o desmentidas por la crítica —a veces desde sus mismas filas— y por la propia
realidad histórica, están aquellas que han sostenido lo siguiente:
— que hay una antinomia o una marcada discontinuidad entre lo particular y lo universal, lo concreto y lo abstracto, la técnica y la teoría,
el hecho y el valor, las cosas y las ideas, el deseo y el entendimiento;
— que la realidad toda responde siempre a cambios graduales o acumulativos y desecha los saltos bruscos;
— que los hombres, constituyendo en sí mismos unidades autosuficientes, se guían por propósitos racionales orientados hacia el bien y la
perfección;
— que el adelanto cognoscitivo es equiparable al mejoramiento de la
moral y la justicia, que las exhortaciones a la concordia y a la equidad
siempre terminan por imponerse;
— que los descubrimientos e invenciones, junto al incremento de riquezas y comodidades, producen una mayor comprensión entre los
seres humanos;
— que la sociedad, así como la nación y el gobierno, no representan
más que la suma o agregado de sus distintos componentes;
— que el poder siempre corrompe y que el mejor gobierno es el que
menos gobierna;
— que la función del Estado, entidad puramente externa, debe ser negativa, reduciéndose a combatir el desorden local y la agresión proveniente del exterior;
— que el mejor gobierno no reposa sobre el predominio de las mayorías, sino en la preservación de los derechos particulares;
— que cada hombre, al igual que cada nación, no deben ser de suyo
equivalentes a un voto y que si los más «aptos» no pueden dirigirlo
todo por su exclusiva cuenta deben tener al menos una mayor representad vidad o peso electoral;
— que hay un orden natural que regula armónicamente los distintos
intereses en juego;
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— que existe una conspiración colectivista mundial que lleva a la destrucción de la maquinaria sabia y automática del mercado;
— que la libertad política está indisolublemente ligada a la libertad económica;
— que la división del trabajo y la libertad de comercio —principio eterno y universal que sobrepasa el dominio pecuniario— conducen a
la paz y a la solidaridad internacional;
— que la libertad y la seguridad individuales son más importantes que
la igualdad y la democracia;
— que la democracia liberal es un lujo político que no todos los países
están en condiciones de asumir;
— que la desigualdad representa el principio y el fin de las cosas y que
en lugar de ser un obstáculo para el desarrollo constituye el germen
de la prosperidad;
— que el progreso civilizatorio y la seguridad social dependen mucho
más del carácter de los hombres, de su propia iniciativa, que de las
mismas instituciones, mientras que la decadencia proviene de los
vicios y defectos personales;
— que el mundo moderno reporta una igualdad de oportunidades que
minimiza las divisiones sociales, permitiendo que el chico vagundo
de hoy pueda ser un gerente del mañana y que el hijo de un ejecutivo perezoso pase a ocupar el sitio de aquél;
— que las diferencias de fortuna traducen las desigualdades psíquicas
y morales inherentes al hombre, con lo cual la existencia de clases
se convierte en un elemento racional;
— que la clase media es no sólo la garantía para que el orden social
funcione normalmente sino también la condición más propicia para
alcanzar la felicidad;
— que aquellos a quienes su trabajo sólo les sirve para no perecer de
inanición siempre serán una clase inferior de hombres;
— que el creciente proceso de industrialización implica una disminución del poder militar;
— que los liberales, declarando el sinsentido de las guerras, son partidarios de la persuasión pacífica y constituyen además verdaderos
paladines contra las supersticiones y contra toda forma de opresión.
DERIVACIONES
Si se asocia estrechamente el liberalismo con criterios como los que se
acaban de sintetizar no resulta dificultoso reconocer la caducidad experi150
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mentada por ese modelo liberal, pues, pese a que el mismo no deja por momentos de reaparecer, han quedado desenmascarados muchos de sus presupuestos y otros han recibido un mentís práctico, pudiéndose inferir incluso
de él resultados francamente adversos a los que en principio postula. Esto
no impedirá preguntarse luego por la existencia de aspectos recuperables
en el liberalismo y por las limitaciones que surgen en el mismo intento de
asimilación.
Una dinámica tan compleja como la de las sociedades modernas ha
hecho que cada uno deba condicionarse a muchísimas pautas que no dependen de su mero arbitrio, el cual, por otra parte, nunca le ha permitido al individuo —sujeto a distintos factores irracionales que operan dentro y fuera
suyo— un desarrollo totalmente al margen del proceso de socialización.
Este último, como el Estado mínimo, no denota per se una merma para la
realización personal y su poder de integración está ligado al tipo de régimen
en particular.
La tesis del Estado mínimo o neutral no debe confundirse con la de un
gobierno débil, pues muchas gestiones liberales han estado al servicio de
una minoría poderosa y han protagonizado sojuzgantes expansiones transnacionales. Por otro lado, un gobierno fuerte no es, sin más, sinónimo de
impopularidad ni de ilegitimidad. El decrecimiento estatal no mejora de
suyo las condiciones de vida, pues, por ejemplo, ¿cómo podrían quebrar
muchos países el subdesarrollo sin una planificación estructural y una apreciable dosis proteccionista como la que incluso practican desde hace tiempo
las naciones más favorecidas?
Si la verdad, el bien y otros valores culturales representan algo más que
variables construcciones subjetivas cabe admitir que el Estado se preocupe
por impulsarlos y por hacer incluso a la gente más feliz. Además, el peligro
de la corrupción del poder parece alejarse si se cuenta con una extensa base
de representatividad. La prescindencia estatal no puede ser sustentada a
todo trapo cuando se dan serias tensiones sociales. La suposición de que
existe a la postre un equilibrio automático ha sido rebatida por los prolongados conflictos que viene arrastrando consigo el capitalismo. Por lo demás,
tanto la historia como la naturaleza no siguen siempre un ritmo evolutivo
constante, sino que a veces aparecen por ejemplo en ellas novedades o rupturas verdaderamente imprevistas. Esto no supone plantear una fractura
entre los distintos órdenes de la realidad y el pensamiento, como se había
señalado en uno de los mitos liberales.
Asimismo, las proclamas sobre la libertad de comercio y de empresa han
coincidido de consuno con la explotación más desenfrenada o con gobiernos profundamente autoritarios. El industrialismo tampoco ha conducido
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por su cuenta al logro de la paz y la justicia, sino que a veces ha marchado junto a un militarismo desembozado. El esquema de la competencia no
supone, en todos los que se hallan sujetos a ella, un idéntico punto de partida, una paridad entre los competidores. La llamada Ubre empresa ha llevado a eliminar hasta la misma competición, pues, además de los inconvenientes que existen para concebir una real igualdad de oportunidades, está
el hecho de que la exaltada competencia inter-individual ha ido perdiendo
cada vez más terreno para ser sustituida por coaliciones grupales que en
forma corporativa dominan el mercado para su beneficio exclusivo.
En cuanto a la postulación de libertades y derechos universales —por
ejemplo, que el hombre debe ser considerado como un fin en sí— los liberales, pese a haber tenido el mérito de enunciar esos derechos, se ha limitado
por lo común a lanzar consignas formales, despreocupándose por el respaldo fáctico de tales afirmaciones y si la realidad muestra numerosos sectores que son tratados instrumentalmente. La burguesía, que ha dado lugar
a esa tónica iluminista, ha ido perdiendo el papel histórico de ser la clase
más representativa y convocante porque, entre otras cosas, se rehusa no
sólo a luchar contra las desigualdades adquiridas, sino a explicar lúcidamente la existencia de estas últimas. Aun cuando se admita la aplicación
del sufragio sin cortapisas, i. e., el mismo peso electoral a todos los ciudadanos, ello no implica que todos tengan similar efecto en el manejo de Ja
sociedad y el Estado.
¿Existen factores de la tradición liberal que convienen ser mantenidos
tanto en la actualidad como de un modo más o menos permanente? Para
responder a la cuestión no resulta difícil advertir que el liberalismo surgió
y se ha ido desenvolviendo como una expresión típica de la praxis y la
mentalidad burguesa a expensas de vastas capas de la población. Sin embargo, el liberalismo contendría elementos que trascienden el determinante
clasista y pasan a constituir un patrimonio común al que, si bien cuesta
calificar como suprahistórico, estaría en condiciones de integrarse a un ideario superior.
El socialismo humanizado, por ejemplo, ¿acaso no ha tenido que recurrir a algunas de las consignas pluralistas yacentes en el liberalismo?, el
cual, si bien ha perdido vigencia como doctrina consistente, como forma institucional y como partido capaz de atraer al pueblo, podría reverdecer bajo
otras manifestaciones políticas y filosóficas. Manifestaciones donde lo liberal no tenga una significación análoga a la de «capitalista», «interés privado», etc., sino a «democrático» o «antiburocrático»; al estilo en que aparece mentado lo liberal en la conversación que sostuvo Raymond Aron con
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el ex ministro de Economía checo, Ota Sik (cf. «Revolution or reform»,
Encounter, marzo 1971).
Algunas de Jas formas neoliberales se encontrarían más próximas a
dicha alternativa, toda vez que las mismas, más allá de sus latentes motivaciones, han concebido nuevas funciones para el gobierno que no estaban
contempladas en las versiones ortodoxas. Entre tales funciones hallamos la
propuesta de que el Estado se ocupe positivamente de fomentar el bienestar
comunitario, tomando a su cargo, v. gr., la planificación y el control de
la actividad económica.
No obstante, el Estado asistencial, al que dieron pie las nuevas proposiciones liberales, tampoco parece haber revertido demasiado la situación.
Y aun cuando haya logrado eliminar la miseria, al menos dentro de sus
propias fronteras, subsisten cierto tipo de problemas que parecen irremediables dentro de ese esquema; problemas como el de la concentración del poder en pocas manos, la tenencia de los medios de difusión por parte de intereses plutocráticos o, en general, el sometimiento de un país por otro y los diversos tipos de opresión interna que aparecen en cada una de las naciones
expuestas a los vaivenes imperialistas.
El liberalismo social entonces tampoco parece capaz de producir, como
se vaticinaba, ni la abolición de clases ni siquiera una movilidad sustantiva
que permita que las libertades virtuales de las sociedades liberales originarias pasen a convertirse en libertades efectivas, sin lo cual seguirían sonando a hueco todas las exhortaciones sobre el respeto mutuo.
Sin embargo, en ese nuevo ámbito, algo incierto todavía, donde el ser
no esté equiparado al tener y donde se dé una realización más genuina
del hombre con el hombre, también habrá que subsumir y reasimilar ciertos
valores perdurables de la mejor cosecha liberal. Aunque necesitan una sustantiva reformulación, no parecen banderas que se puedan arriar tan fácilmente, como pretenden los fascistas o el ultraizquierdismo, ni la libertad personal y las potencialidades individuales, ni el Estado de derecho y las garantías constitucionales, esto es, las limitaciones al abuso del poder. Tarde o
temprano, tampoco podrá subestimarse el modus vivendi basado en un espíritu de transigencia y permeable a la discusión o a la investigación crítica;
sin confundir nada de ello con el descreimiento, la pasividad o la legitimación del statu quo.
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HUGO E. BIAGINI
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