ANTONIO BUERO VALLEJO, HIJO DE GUADALAJARA
Juan Pablo Calero Delso
El 24 de enero de 1983 el claustro de profesores del Instituto de Bachillerato
Mixto II de la ciudad de Guadalajara acordó que el centro educativo llevase el
nombre de Antonio Buero Vallejo, trasladando dicho acuerdo al Ayuntamiento de la
capital que, en un pleno celebrado el 1 de febrero de ese mismo año, aprobó por
unanimidad que el segundo Instituto de Bachillerato de nuestra ciudad llevase el
nombre de uno de sus hijos más ilustres.
Sin embargo, este mismo acuerdo ya había sido adoptado por el claustro de
profesores de ese mismo centro en el año 1979, a poco de que abriese sus puertas,
y también contaba con la aprobación del Ayuntamiento arriacense, pero hasta
agosto de 1982 para dar nombre a un centro de enseñanza también era necesario
contar con la conformidad de la Junta Directiva de la Asociación de Padres de
Alumnos, que reiteradamente se negó a conceder su permiso para que el Instituto
donde estudiaban sus hijos llevase el nombre del conocido autor teatral1. Esta
anécdota, si quieren de tono menor y que estoy seguro que hoy nadie querría
recordar, muestra con toda claridad la difícil relación que Antonio Buero Vallejo tuvo
con la ciudad que le vio nacer ahora hace un siglo.
Porque tenemos que reconocer que hubo frialdad en el trato que las
autoridades y las llamadas fuerzas vivas de Guadalajara dieron al personaje que hoy
nos convoca y que éste, por su parte, no insistía demasiado en sus orígenes
alcarreños, como si su lugar de nacimiento fuese fruto de la casualidad o, como
mucho, un accidente fortuito del destino. Pero, como dijo Max Aub, otro autor teatral
con el que tantas cosas tuvo en común, uno es “de donde ha hecho el Bachillerato”,
y personalmente estoy tan seguro de que esa frase es cierta como de que toda la
trayectoria vital y artística de Antonio Buero Vallejo hunde sus raíces en la
Guadalajara de “antes de la guerra” o, por decirlo con sus propias palabras: "en la
infancia está todo o casi todo".
1
En ese momento, Pedro Fernández era delegado provincial del Ministerio de Educación y Ciencia, y
la Asociación de Padres la presidía Narciso Agudo Encabo y formaron la Junta: Julio Espinosa, Juana
García Puntas, José García Ruano, María Teresa Abad, Julio Gálvez, María Teresa Largacha (Flores
y Abejas, 24 enero 1979), María Luisa Tébar, Pilar Peinado, Amparo Vegas, José Luis García de
Miguel y Salvador y Alfonso Toquero (íbidem, 28 septiembre 1979).
Antonio Buero Vallejo nació en Guadalajara el día 29 de septiembre de 1916;
ésta es una afirmación que todos conocemos y que nadie puede cuestionar. Pero,
en casi todas las ocasiones, se añade que esa circunstancia se debió a que su
padre estaba aquí destinado como profesor de la Academia de Ingenieros Militares,
como si sólo fuese un destino temporal fruto de un capricho del destino. Sin
embargo, la realidad es que la familia Buero Vallejo estaba profundamente
enraizada en esta ciudad.
Su primera y principal vinculación con Guadalajara era su madre, María del
Carmen Cruz Vallejo Calvo, que había nacido en la vecina localidad de Taracena el
16 de julio de 1887, hija de Antonio Vallejo Martínez y de Juana Calvo Garrido, en el
seno de una familia típicamente alcarreña, pues tanto sus padres como todos sus
abuelos habían visto la luz y vivían en las cercanías de la ciudad de Guadalajara.
Es una figura de la que se conoce muy poco y de la que es fácil extraer
conclusiones equivocadas. En principio, podría pasar por una mujer convencional
que había conseguido el sueño de muchas jóvenes alcarreñas de su tiempo, a las
que se forzaba a conseguir “un buen partido”. Y en esta ciudad casi ninguno era
mejor que alguno de los jóvenes alumnos de la Academia de Ingenieros, una
ambición que en la Guadalajara de la época se llamaba “cadetear”, es decir, buscar
un novio cadete. Hay que añadir que los futuros oficiales de Ingenieros también
favorecían esas relaciones, reservando siempre tiempo y espacio a las jóvenes
casaderas en todas su fiestas y celebraciones.
Sin embargo, la madre de Antonio Buero Vallejo no debía de ser una mujer
convencional; y quiero compartir con ustedes tres momentos que nos lo indican: el
primero su emancipación legal mediante escritura pública ante notario desde el día
26 de junio de 1907, antes de alcanzar la mayoría de edad, en una decisión insólita
en aquel tiempo; el segundo, las mañanas de domingo, cuando toda la familia subía
la Calle Mayor hasta la Iglesia de San Nicolás y ella se quedaba fuera, a la vista de
todos y siendo blanco seguro de chismes y habladurías, mientras su marido y sus
hijos entraban a oír misa. Y el tercer momento, cuando en mayo de 1941 recibió del
Ministerio del Ejército el importe de “los haberes dejados de percibir en zona roja”
por su marido fusilado, que le fueron entregados por el mismo Ejército que había
detenido, juzgado y condenado a muerte a su hijo Antonio, una sentencia cuyo
cumplimiento ella habría esperado con angustia y que había sido finalmente
conmutada por una larga pena de cárcel que entonces todavía estaba cumpliendo.
Pero no cabe duda que el principal protagonista de la infancia de Antonio
Buero Vallejo fue su padre: Francisco Buero García. Había nacido en Cádiz el 12 de
diciembre de 1883, hijo de Antonio Buero Gadea y de Isabel García Fernández. En
esa capital andaluza aprendió sus primeras letras, en la llamada “Institución de
Enseñanza” gaditana donde destacó y fue premiado como alumno notable 2.
Pero, como quiso continuar sus estudios en el ejército, abandonó su ciudad
natal y, decidido a ingresar en el cuerpo de Ingenieros militares, acudió como
alumno a la academia preparatoria que el teniente coronel Manuel Gautier tenía
cerca de aquí, en la misma plaza que la Academia de Ingenieros y frente al Palacio
del Infantado3. Así pues, con sólo 18 años de edad, Francisco Buero García se vino
a Guadalajara, ingresando en la Academia el día 1 de septiembre de 19024.
Completó sus estudios y el 22 de septiembre de 1908 se le adjudicó su primer
destino: teniente en la Compañía de Zapadores de la Comandancia de Gran
Canaria5. En octubre de 1910 se le envió de regresó a la Península por haber sido
consignado con el mismo empleo al 5º Regimiento Mixto de Ingenieros, pero nunca
se incorporó a dicha unidad militar pues en el mes de noviembre fue destinado a la
Academia de Ingenieros de Guadalajara como profesor ayudante de lengua inglesa
para la clase de 2º grado. Seguramente, el motivo de tan rápido traslado a la
Península y de su incorporación al cuadro de profesores de la Academia fuese su
boda inminente: en diciembre de 1910 se le concedió licencia para contraer
matrimonio6, como así hizo el 4 de enero de 1911 en la parroquia de Santiago.
En Guadalajara vivió durante casi veinticinco años, hasta que en 1934
ascendió a coronel y fue trasladado al 2º Regimiento de Ferrocarriles en Madrid.
Nunca quiso abandonar esta ciudad; ascendido a capitán el 4 de octubre de 1912,
fue destinado a la 6ª Compañía del Depósito de Ferrocarriles pero siguió como
profesor de la Academia en comisión de servicios, y lo mismo ocurrió cuando el 2 de
octubre de 1921 ascendió a comandante y quedó como disponible en la V Región
Militar. Perteneció al cuadro de profesores de la Academia incluso después del
incendio del edificio el 4 de febrero de 1924 y, cuando se cuestionó su continuidad,
consiguió destino en el Parque Central de Ingenieros arriacense en 1929.
2
Diario Oficial de Avisos, 27 de diciembre de 1890.
El Liberal, 10 de septiembre de 1901.
4
La Correspondencia Militar del 27 de agosto de 1902.
5
La Correspondencia Militar, 8 septiembre 1908.
6
La Correspondencia Militar, 26 de diciembre de 1910. La boda se anunció en la prensa local en el
mes de octubre; ver Flores y Abejas, 20 de noviembre de 1910.
3
Formar parte del claustro de profesores de la Academia de Ingenieros de
Guadalajara no era, en aquellos años, un asunto menor. Este centro educativo se
encontraba a la vanguardia de la investigación científica en su campo, y no sólo en
España. Si como alumno había compartido pupitre con condiscípulos como Eduardo
Barrón (uno de los cuatro primeros pilotos militares españoles con Emilio Herrera –el
padre de José Herrera Petere-), José Cubillo Fluiters y Juan Beigbeder (que también
estuvieron con él en el claustro de la Academia) o con José Ortiz Echagüe; como
profesor coincidió con el coronel Eduardo Mier Miura, que ejercía el puesto de
profesor de Matemáticas que él ocuparía más tarde y que, en el mismo curso en el
que aquél se incorporaba al claustro de la Academia, éste leía su discurso de
ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, después de haber sido también
nombrado socio corresponsal de la Real Sociedad Geográfica española.
No descubro nada nuevo si digo que en Guadalajara estuvo la cuna de la
aerostación y de la aviación en España, pero me gustaría compartir con ustedes una
anécdota que creo que pocos conocerán. En 1856 el inglés Charles Clifford vino a
Guadalajara para tomar las primeras fotografías de nuestra ciudad; y al año
siguiente el fundador de la Academia de Ingenieros, el general Antonio Remón Zarco
del Valle, propuso que desde ese curso se tomase una placa de todos los alumnos
que ingresasen en la Academia, con el objetivo de que, cuando lo mereciesen, esa
fotografía pudiese ser incorporada a la Galería de Retratos que existía en el edificio
de la Academia. Podrán pensar que ser el inventor de las orlas escolares (o de eso
que los norteamericanos llaman facebook) no es un mérito científico digno de
destacarse, pero yo creo que muestra con toda claridad la apertura de miras y la
mentalidad innovadora de la Academia de Ingenieros de Guadalajara, de su
fundador y de sus profesores.
Desde luego que Francisco Buero compartió ese espíritu científico: durante
muchos años fue profesor de Cálculo, en 1910 intervino en el trazado de un tranvía
de Las Palmas al Puerto de la Luz en la isla de Gran Canaria, en diciembre de 1915
formó parte de la tripulación del globo Sirio en un viaje hasta las cercanías de
Tortosa7 y en octubre de 1924 sufrió extensas quemaduras de pronóstico reservado
en la cabeza y en el brazo izquierdo a causa de una explosión de las sustancias que
manipulaba mientras experimentaba con pólvora en el laboratorio de la Academia8.
7
8
La Época, 2 de diciembre de 1915.
El Siglo Futuro, 8 de octubre de 1924.
Pero a mí me gustaría resaltar hoy su faceta de humanista, quizás más
profunda incluso que la de científico o militar. En sus primeros años en la Academia
de Ingenieros fue profesor de lengua inglesa, idioma del que fue traductor, y también
hablaba y conocía el francés y el italiano. Fue autor de un trabajo de casi cien
páginas titulado Noticia histórica acerca de la Galería de retratos de ingenieros
ilustres, que fue publicado por el Memorial de Ingenieros en 1928 y con el que
buscaba preservar la memoria de los cuadros y fotografías de la ya citada galería de
retratos que se habían perdido irremisiblemente en el incendio de 1924. La palabra y
la imagen fueron dos de sus aficiones más constantes y permanentes.
Por eso no es de extrañar que fuese, en palabras de su hijo Antonio, “un gran
aficionado [al teatro], me llevaba con él a las ferias, a ver las compañías que
llegaban a Guadalajara, y luego tenía una aceptable biblioteca de teatro”, inclinación
que le llevo a comprar “un teatrito infantil precioso”, que Buero Vallejo conservó para
su hijo, y con el que alimentó una afición dramática que “se lo debo a él”.
Es indudable que la infancia de Antonio Buero Vallejo está profundamente
marcada por su padre y el ambiente en el que vivía, no sólo en sus juegos y
aficiones, sino también en su instrucción, pues nunca fue a la escuela primaria y
preparó en casa bajo supervisión paterna el temido examen de ingreso en el
Bachillerato, examen que los niños hacían con sólo diez años y que era la llave para
entrar en el Instituto y así proseguir con su formación académica y poder ejercer una
profesión de éxito.
Si Francisco Buero García y la Academia de Ingenieros marcaron su infancia,
la adolescencia de Antonio Buero Vallejo está indisolublemente unida al Instituto de
Bachillerato de Guadalajara, al que se incorporó después de aprobar ese examen de
ingreso, antes de cumplir los diez años. Porque, siguiendo sus palabras, desde 1926
en el Instituto alcarreño no sólo tuvo profesores… también encontró maestros.
En aquellos años la ciudad de Guadalajara estaba cambiando. Siempre había
sido una ciudad políticamente progresista, pero social y económicamente sus
habitantes vivían bajo el peso de las convenciones y del paternalismo de sus
caciques, de los que el conde de Romanones sólo era la cabeza más visible. La
apertura, precisamente a partir de 1916, de las fábricas de La Hispano-Suiza, matriz
de la empresa que se había fundado para abrir aquí nuevas factorías, empujaron
hasta la ciudad a cientos de trabajadores venidos de otras provincias y cambió la
fisonomía de la ciudad: nuevos barrios pero, sobre todo, nuevas mentalidades.
Simultáneamente, y seguramente no por casualidad, en esos mismos años
llegaron a Guadalajara un grupo de profesores que convirtieron el Instituto y la
Escuela Normal alcarreños en un foco de pensamiento y divulgación cuya
importancia, en el conjunto del país, no desmerecía de la de la Academia de
Ingenieros. No faltaban en la ciudad anteriores iniciativas de mérito, como el Ateneo
Instructivo del Obrero y la Escuela Laica, pero por entonces, y de la mano de estos
jóvenes profesores, la ciencia y la cultura experimentaron en tierras alcarreñas un
impulso extraordinario.
No voy a extenderme sobre su paso por el Instituto, pero me gustaría recordar
el entorno cultural de la ciudad en aquellos años, un ambiente que sólo se puede
conocer guiado por sus agitadores: Marcelino Martín González del Arco (catedrático
de Física y Química en el Instituto desde 1916), los hermanos Miguel y Modesto
Bargalló (catedráticos de Historia y de Física y Química en la Normal de Maestros
desde 1915), el novelista Arturo Barea (secretario del Consejo de Administración de
La Hispano de Guadalajara desde 1918) o Jorge Moya de la Torre, a quien Buero
Vallejo definió así: “finísimo poeta en Cármina, aquel libro suyo que leímos con
fruición; hombre chistoso y melancólico al tiempo que era, un poco, como otro don
Antonio Machado que le hubiese tocado en suerte a nuestra ciudad” y a quien
Ramón de Garciasol señalaba como “quizá el intelectual más destacado” de todos.
No estaban solos; los recién llegados se sumaron a Gabriel Vergara Martín
(nuestro erudito local, aunque se resistiese a vivir entre nosotros), Juan Dantín
Cereceda (profesor de Geografía del Instituto de 1912 a 1922 y prolífico escritor),
Julio Juan y Blanquer (eterno director del Instituto desde 1927 y catedrático de
Matemáticas) y Tomás de la Rica (director de la Escuela Laica, que fue proclamada
por Odón de Buen como la primera “sucursal” de la Escuela Moderna de Francisco
Ferrer Guardia, y de la municipal de Artes y Oficios). Y otros vendrían después, ya
en vísperas de la Guerra Civil, como José Robledano (profesor de dibujo del Instituto
y, según se dice, el primer dibujante que uso “bocadillos” en sus viñetas).
En aquellos años también se hicieron visibles las mujeres, tanto entre el
profesorado de la Escuela Normal (Julia Morros, María del Carmen Oña, Visitación
Puertas Latorre…) como, más fugazmente, en el Instituto (la matemática María del
Carmen Martínez Sancho, formada en el espíritu de la ILE, fue en el curso 19301931 la primera profesora que dio clase en él). Aún no ocurría lo mismo entre el
alumnado: en 1930 había en el Instituto 363 alumnos y sólo 46 alumnas.
Todos ellos compartían una amplia cultura, que iba más allá de las
asignaturas que cada uno impartía; un afán reformador de aquella España caduca,
renovación que identificaban con el socialismo; y un espíritu divulgador que
convertía cualquier lugar en una tribuna. Buero Vallejo recordaba “las paseatas por
la calle Mayor” con Vera, su profesor de Dibujo; o el tiempo “de cháchara con
nosotros por el Balconcillo o el Amparo…” de estos “padres sin paternalismo” como
les llamaba; o el despacho de Claudio Pizarro, profesor y sacerdote, “donde algunos
tuvimos primeras noticias, o atinadas aclaraciones, del cubismo, del psicoanálisis, de
la filosofía alemana o española contemporánea…”. Yo añadiría las tertulias en los
Café de la Amistad y de Columnas, los artículos en Avante, los grupos de teatro
aficionado, como ese llamado “Muñoz Seca” al que perteneció Buero Vallejo.
Para la mayoría de ellos, la primera revolución tenía que ser la pedagógica. Y
había que empezar por el principio: por la escuela primaria; aún mejor, por formar a
los maestros de las escuelas primarias. Las Escuelas Normales de Guadalajara y
Cuenca se convirtieron en el motor de la renovación pedagógica española de la
mano de Modesto Bargalló y de Rodolfo Llopis e hicieron de la Revista de Escuelas
Normales, editada en nuestra ciudad, el vehículo de reflexión y difusión de sus
propuestas educativas. Una vez proclamada la Segunda República, Rodolfo Llopis
fue nombrado Director General de Enseñanza Primaria, con la misión de llevar a la
práctica las propuestas teóricas que en Guadalajara se habían ido elaborando, y se
llevó como secretario personal a Jorge Moya de la Torre, mientras Marcelino Martín
era elegido alcalde de Guadalajara y se sentaba en el Congreso de los Diputados
junto a Miguel Bargalló. Si hay una reforma de la República que disfrutó del aplauso
más generalizado entre sus contemporáneos y que hoy se ha ganado el más amplio
consenso entre los historiadores, esa fue, sin duda, la de la enseñanza primaria.
Pero primero cambiaron esta ciudad. Hacia el año 1930, uno de cada quince
de sus habitantes estaba inscrito en la Federación de Sociedades Obreras (lo que
en la Guadalajara de 2016 se traduciría en casi 6.000 afiliados activos), muchos de
ellos jóvenes trabajadores que, por ejemplo, disponían de un moderno gimnasio en
la Casa del Pueblo que sostenía equipos deportivos de atletismo, ciclismo o fútbol y
que llegó a disponer de su propio estadio (el conocido como de la Fuente de la Niña)
y a publicar su propio semanario deportivo: Zancadilla. Pero también estudiantes de
Bachillerato, que en esos años convirtieron el Instituto no sólo en un centro de
enseñanza reglada sino en una escuela de formación política y cultural.
Porque la lucha contra la Dictadura primorriverista y a favor de la República
tuvo una de sus puntas de lanza en los jóvenes estudiantes, que ya habían
protagonizado otras revueltas de carácter político (en Guadalajara en el curso 19041905 se manifestaron contra el ministro conservador Juan de la Cierva y sus planes
de estudio), pero nunca antes lo habían hecho con tanta intensidad y con tanto éxito.
Antonio Buero Vallejo se sintió atraído por esta agitación política y cultural y por los
profesores que la impulsaban. Ingresó desde primera hora en la Federación
Alcarreña de Estudiantes (FAE), la asociación que sirvió de herramienta política a
los jóvenes bachilleres de la ciudad, con la que él y Ramón de Garciasol siguieron
en contacto como socios honorarios incluso cuando se trasladaron a estudiar a
Madrid, donde ambos ingresaron en la Federación Universitaria y Escolar (FUE).
En esos años los estudiantes del Instituto de Guadalajara publicaron dos
revistas de las que, lamentablemente, sólo han llegado hasta nosotros algunos
pocos números: FAE y El Bachiller Arriacense. Por desgracia no sabemos qué
artículos o qué dibujos se han perdido de jóvenes como Antonio Buero Vallejo y
Miguel Alonso Calvo o de otros estudiantes como Jesús García Perdices, que fue lo
más parecido a un director que tuvo la última de estas cabeceras.
De todas maneras, a este movimiento estudiantil debemos las primeras
muestras públicas de las inquietudes de Antonio Buero Vallejo. En 1932, con
dieciséis años, obtuvo el primer premio de un concurso literario convocado por la
FAE con su narración El único hombre y, en un mes tan significativo como octubre
de 1934, vio publicados tres dibujos en el Programa de Fiestas del Ayuntamiento de
Guadalajara; servían para ilustrar otros tantos breves textos de Federico Ruiz, que
firmaba con orgullo como “concejal obrero”, de su amigo Miguel Alonso Calvo, que
aún no se había visto forzado a ser Ramón de Garciasol, y de Marcelino Martín, al
que pertenecen estas palabras que yo creo que resumen perfectamente ese ideario
que conoció y convenció a Antonio Buero Vallejo: “Hacer hombres cultos es hacer
hombres revolucionarios, constructores de un mundo nuevo, hacia el cual se dirige
la flecha de la idea y el ansia redentora de la Humanidad dolorida”.
Como para su padre, la palabra y la imagen fueron las dos aficiones más
tempranas de Buero Vallejo, inclinaciones que en su caso no sólo eran compatibles
sino que estaban indisolublemente asociadas con ese compromiso ético con el
socialismo y la emancipación de las clases populares que asumió en el Instituto de
Guadalajara y que ya caracterizó toda su vida.
Y para terminar, me gustaría que retrocediesen conmigo al 8 de diciembre de
1971. Ese día se reunieron en un restaurante madrileño un grupo de escritores
convocados por una tertulia literaria que se llamaba Cenáculo Roncesvalles con
motivo de la entrega, en su primera convocatoria, del Premio Roncesvalles de
Literatura, que ese año recayó en Ángel María de Lera, y que le fue entregado por
Antonio Buero Vallejo; el cronista del diario ABC explicaba a sus lectores el
desarrollo de este encuentro: “Y como Lera es uno de los tres alcarreños universales
que tenemos en Madrid (los otros dos son el dramaturgo Buero Vallejo y el poeta
Ramón de Garciasol), a Buero, que estaba presente, le correspondió disparar la
primera ráfaga de amables adjetivos sobre Lera, con el que, además del paisanaje,
tiene tantas cosas comunes”9.
¡Y tantas cosas comunes! Los tres autores citados, Buero Vallejo nacido aquí
en 1916, Ramón de Garciasol que nació en Humanes en 1913 y Ángel María de
Lera que vio la luz en Baides en 1912, nos ofrecen la nostalgia de lo que pudo ser y
no fue. A ellos yo añadiría a José Herrera Petere, que vino al mundo en esta ciudad
en 1909, para hablar de nuestra particular “generación del 36”. ¡Un lujo para todos
los alcarreños! Los cuatro nacieron en Guadalajara con poquísimos años de
diferencia, los cuatro vivieron aquí su infancia (y en algún caso, su primera
juventud), y los cuatro sufrieron la suerte de tantos alcarreños del siglo XX: el exilio
político o la emigración económica, que también fue política.
Los cuatro pertenecieron a los vencidos en la Guerra Civil y esa identidad
marcó su obra literaria, iniciada durante la contienda y desarrollada desde los
primeros años de la posguerra; a todos se les pueden aplicar estas palabras de
Buero Vallejo en una entrevista que le hizo Fermín Cabal: “Yo creo que mi obra ha
sido inequívocamente de izquierdas, pero lo ha sido desde una perspectiva general”.
Una literatura con mayúsculas (nunca antes había nacido en esta provincia un
conjunto generacional de autores de esta importancia), una literatura plural (ninguno
se encastilló en un solo género y, además, tanto Buero Vallejo como Herrera Petere
además se dedicaron al dibujo), una literatura comprometida con la realidad, con la
verdad, con lo cotidiano, con la vida de las clases populares, a las que todos
pertenecieron por voluntad propia, más allá de sus circunstancias personales o
familiares, aunque la censura obligase a Buero a escribir “teatro simbolista”.
9
ABC, 9 de diciembre de 1971, y también La Vanguardia, 4 de diciembre de 1971.
Por si tanto fuese poco, los cuatro nos dejaron testimonio de un compromiso
ético profundo y humano, de una integridad que no retrocedió ante las tentaciones. Y
no quiero dejar de ofrecer algún testimonio de esa virtud cívica. Se dice que, muerto
el general Franco, José Herrera Petere solicitó su pasaporte español para poder
regresar a España pero que, como nadie parecía tener mucho interés en que
regresase, los trámites se alargaban y él, temeroso de morir antes de poder cumplir
su sueño, acudía todos los días a interesarse al Consulado en Ginebra con la
esperanza de que la muerte le llegase entre esas cuatro paredes y así poder morir
en tierra española. Y es de sobra conocido que Ramón de Garciasol renunció a
ejercer la abogacía, pues repetía que para actuar ante los tribunales “cuando yo
terminé la carrera, era necesario aplicar la ley que había en ese momento y yo no
consideraba justa esa ley”.
Sin embargo, a Ángel María de Lera la Diputación Provincial sólo le concedió
su premio Abeja de Oro después de fallecer en 1984 y no en 1968, cuando el
gobernador civil Luis Ibarra Landete obligó a retirar en su pueblo natal unas placas
que le homenajeaban10. A José Herrera Petere el alcalde de esta ciudad, Antonio
Román Jasanada, le negó en 2009 un nicho para que sus restos reposasen donde
había nacido11. Ya hemos visto lo que costó que Buero Vallejo diese nombre a un
Instituto de esta ciudad. En cuanto a Ramón de Garciasol, prefiero repetir sus
palabras de 1993 en la revista Añil: “La Diputación de Guadalajara no ha publicado
ninguna cosa de Buero o mía. En lo que a mí respecta, no he sido invitado, ni una
sola vez, a un acto cultural organizado por la Diputación”12.
El desprecio de las fuerzas vivas de su tierra natal fue otra de esas “cosas
comunes” que padecieron los escritores de nuestra particular “generación del 36”.
Un puñado de escritores de esta provincia que seguramente suscribirían estas
palabras de Ramón de Garciasol: “Mis relaciones con Guadalajara han sido de un
amor profundo, porque he nacido allí, pero después no me han admitido […] seguía
siendo odiado, sencillamente porque nunca estuve con los caciques”. Por favor, que
se remedie; no un día o dos; no con motivo de una efemérides como la que hoy
celebramos. Que se remedie para siempre, para que todos nosotros también
seamos dignos de declararnos, como Antonio Buero Vallejo, hijos de Guadalajara.
10
Flores y Abejas, 27 de noviembre de 1978.
Guadaqué.com, 30 diciembre 2009.
12
Añil, número 2, 1993. Páginas 47 a 50. La excelente entrevista la realizaron Luis Enrique Esteban,
Oliva Blanco y Alfonso González Calero.
11