Abstract
Crecí en la ciudad de México. La primera sacudida que tuve, a los 6 años, fue el temblor de 1985. El estado de alerta y los simulacros constantes marcaron mis miedos, la sensibilidad que aún llevo en el cuerpo ante cualquier movimiento de la tierra, y la certeza de que lo peor aparece sin anunciarse. Así llegaron muchas cosas. Un día encontramos la casa robada, vacía, los baños manchados con excremento. “Me siento violado”, me dijo mi padre, impotente, esperando durante horas a que llegara una patrulla sólo para anunciar que no había nada que hacer. Nunca más volví a dormir en paz ahí. Llegó también el día en que asaltaron a mi hermano en Satélite y se lo llevaron a dar vueltas eternas en su camioneta con una pistola en la sien. Esa fue la primera vez. La segunda, se lo llevaron cuando salía del hospital en el que trabajaba como residente, sin haber dormido en días, ganando un salario mínimo que no podía saciar a los ladrones que lo amedrentaron hasta el siguiente día, mientras esperaban a que pudiera sacar dinero del cajero de nuevo. Llegó también el día en que secuestraron a mi tío. Fueron meses en los que la única certidumbre era que estábamos vigilados; todos nuestros movimientos en la mira de los plagiarios. Regresó con la cicatriz de un balazo en la pierna y otra mirada.
Ilustración: Kathia Recio
Sin poder nombrar el porqué, dejé el país a los 22 años. Busqué todas las oportunidades posibles para estudiar fuera de México. Así fue como llegué a la frontera norte, a enfrentarme con la realidad de mi país fuera de mi país. En la Ciudad de México había estudiado en una escuela privada en donde nos inculcaron valores de justicia social y comunidad. Con mis compañeros construimos una biblioteca en una comunidad cercana; pintamos murales; trabajamos (y más bien estorbamos) en una escuela rural autosustentable; participamos como asesores en programas vespertinos para niños de una escuela pública y en programas de educación para adultos. Desde nuestro espacio protegido conocimos las realidades de desigualdad, discriminación y pobreza de México y aprendimos que había formas de participar y generar cambios poco a poco. Pero fue en la frontera en donde entendí el privilegio que significaba poder esperar a que cambiaran las cosas cuando a un lado mío había mujeres y hombres —muchos de mi edad o menores— dispuestos a perder la vida, a someterse a abusos y condiciones de trabajo inaceptables, y a vivir con el dolor inconmensurable de separarse de sus hijos por encontrar otra opción fuera de México, por darle algo mejor a su familia, por escapar de otra muerte.
Llevo ya 12 años viviendo en Estados Unidos, pero con la mirada siempre en México, siempre volviendo y buscando la posibilidad de esos cambios. De este lado he aprendido sobre la resistencia, sobre la fuerza de quienes ya han sacrificado tanto y persisten en su lucha por los demás. Desde aquí he entendido cómo se construyen puentes entre organizaciones comunitarias, instituciones públicas y privadas, gobiernos, empresas y sociedad civil para lograr transformaciones desde lo íntimo y lo local hasta lo nacional; la diferencia entre lo efímero y lo que perdura cuando hay participación democrática, transparencia y rendición de cuentas. Desde estos espacios transnacionales, transfronterizos he visto cómo se abren posibilidades para construir otras formas de participación social y política; otras maneras de relacionarnos y de solidarizarnos que a veces logran romper con diferencias y desigualdades de género o de clase que en México a veces parecen impensables. Desde los movimientos sociales a favor de los derechos de las personas que migran también he visto cómo ser de aquí y de allá, y abrir nuestra perspectiva para ver el otro lado, nos da la posibilidad de reimaginar nuevas formas de ciudadanía, participación y solidaridad, en ambos lados de la frontera.
Cada vez que cruzo la frontera de regreso a México recuerdo lo que es vivir en ese estado de alerta que aprendí de niña. Me vuelvo a preparar para eso que llega sin anunciarse y que cada vez es más devastador: miles de desaparecidos y muertos, periodistas asesinados, feminicidios. Y es la misma impunidad, la misma corrupción, la misma injusticia y la misma desigualdad que hace que todos los esfuerzos por organizarnos y lograr cambios parezcan tan lejanos e inasequibles. Pero también veo la voluntad de lucha, la fuerza de la sociedad civil y su movilización: del EZLN hasta el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, las asociaciones de familiares de desaparecidos que caminan sin descanso en medio de una búsqueda y un dolor que es de todos, las caravanas de madres, o las mujeres que bordan por la paz cada domingo en la plaza de Coyoacán.
Es ahí donde hay esperanza para reimaginar y reconstruir nuestro país: en los ejemplos cotidianos de quienes luchan por recuperar los espacios que hemos perdido, esos espacios que han cedido frente al miedo, la brutalidad de las violencias y al conformismo de quienes tienen el privilegio de poder esperar desde su comodidad a que las cosas cambien algún día, o que no cambien en lo absoluto. Es ahí, desde los ejemplos de tenacidad para recuperar espacios públicos, denunciar y resistir injusticias una y otra vez, y hacer de ello una lucha permanente que es de todos y requiere alianzas entre sectores, en donde se puede reconstruir el tejido social. Es ahí en donde podemos recuperar una visión de comunidad, transformar nuestras instituciones, hilar otro presente, otros futuros.
Alexandra Délano Alonso
Profesora de Asuntos Globales en la universidad The New School en Nueva York. Es autora de México y su diáspora en Estados Unidos: Las políticas de emigración desde 1848.