ISSN: 1579-7422
Tirant, 20 (2017), pp. 25-36
Mencía de Mendoza y los libros de caballerías
Jesús Duce García
(Universidad de Zaragoza)
RESUMEN
Figura ejemplar del Renacimiento español, doña Mencía de Mendoza, marquesa del Zenete y duquesa de Calabria, se caracterizó
por su espléndida formación humanista y su apoyo incondicional a la cultura y el arte. Entre otras muchas de sus aiciones, hay que
considerar su acercamiento a los libros de caballerías, lo que resulta sorprendente si tenemos en cuenta el rechazo absoluto de algunos
maestros del Humanismo respecto a este tipo de literatura. El contrapunto de esta cuestión lo realizó el escritor valenciano Dionís
Clemente, quien dedicó a la marquesa el Valerián de Hungría, voluminoso libro de caballerías.
PALABAS CLAVE
Mencía de Mendoza, libros de caballerías.
ABSTACT
A leading igure of the Spanish Renaissance, Mencía de Mendoza, marchioness of Zenete and duchess of Calabria, was known for
her splendid education in humanities and her unconditional support of culture and art. Her taste for romances of chivalry stands out
among her interests, and this circumstance seems surprising given the rejection some great Humanist masters showed for this kind
of literature. he counterpoint to this issue was the Valencian writer Dionís Clemente, who dedicated his voluminous romance of
chivalry Valerían de Hungría to the marchioness.
KEYWORDS
Mencía de Mendoza, romances of chivalry.
Rebut: 4/04/2017.
Acceptat: 5/07/2017
Jesús Duce García
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La «instruida Minerva»
La igura de doña Mencía de Mendoza, marquesa del Zenete, condesa de Breda y duquesa
de Calabria, es una de las más atractivas e interesantes del Renacimiento español. Y no por sus
ensayos o sus poemas, que podría ser lo esperable si acaso los hubiera (ignotos son, por el
momento), sino por su reconocida formación humanística, hecho insólito en una época en la que
las mujeres apenas tenían posibilidad de desarrollar estudio alguno, y sólo, desde luego, en el caso
de que pertenecieran a la más alta aristocracia, como así ocurría precisamente con doña Mencía.
Diversas investigaciones en las últimas décadas han documentado la singularidad de la
marquesa, su amplio bagaje en conocimientos e inquietudes de variada índole, su
admirable empeño en impulsar los estudios universitarios y en promover la publicación y divulgación de
libros, y su desprendida entrega en organizar encuentros y tertulias, en promocionar a estudiantes,
músicos y escritores, y en materializar, en in, una auténtica cámara de las maravillas, compuesta
esencialmente de un museo exquisito (entre joyas, medallas, pinturas y tapices) y una magníica
y bien nutrida biblioteca.1
Recuérdese que doña Mencía, perteneciente a una de las familias nobiliarias
más poderosas de Castilla ‒la antigua y prestigiosa casa de los Mendoza‒, contrajo matrimonio
en dos ocasiones, ambas bajo convenios bien explícitos. En primer lugar, con el conde Enrique de
Nassau, entre 1524 y 1538, lo que la llevó a residir en la ciudad Breda; allí conoció el arte lamenco y
estableció contacto con diversos pensadores y humanistas, como Guillermo Budé, y especialmente,
con Juan Luis Vives, que fue su gran amigo y preceptor en los últimos años de su estancia en
Flandes, convirtiéndose en el modelo intelectual más importante para la marquesa. Y en segundo
lugar, estuvo casada con don Fernando de Aragón, duque de Calabria y virrey de Valencia, desde 1541
hasta 1550, año del fallecimiento del duque, si bien doña Mencía le sobrevivió cuatro años,
ejerciendo la potestad y el dominio que le correspondía como consorte.
Precedida de gran reputación, Mencía de Mendoza se periló como la eigie fundamental
de la corte del duque de Calabria, espacio cortesano que había sido promovido anteriormente por
Germana de Foix, primera esposa de don Fernando, junto al propio duque y sus hermanas, las
infantas napolitanas. La marquesa del Zenete había recorrido distintas ciudades de España y Europa
y exhibía una brillante y completísima educación que sorprendió (y escandalizó) a muchos
de sus coetáneos (Bataillon 1998: 487). Había sido discípula de importantes sabios e intelectuales,
como ya hemos comentado, y había establecido algunos contactos con el círculo de Erasmo de
Roterdam (Steppe 1969: II, 449-506). No hay que olvidar la importancia de sus instructores en
suelo español, con su propio padre a la cabeza, Rodrigo de Mendoza, primer marqués del Zenete,
que se encargó personalmente de sus primeras enseñanzas cuando era niña; y cítese también a Juan
Maldonado, que la introdujo en el pensamiento humanista, y al valenciano Juan Andrés Strany
(Ferragut y Almenara 2003: 445-441), que fue su maestro en varias disciplinas.
Al llegar a Valencia, ya como duquesa de Calabria y virreina plenipotenciaria, doña
Mencía inició sus acercamientos al Estudi General, con la intención de proponer diversos
proyectos, y se puso en contacto con destacados profesores y catedráticos, como Juan Ángel González,
Francisco Decio, Juan Molina y Miguel Jerónimo Ledesma. Una de sus iniciativas constituyó el
1. Sobre Mencía de Mendoza, deben consultarse, cuando menos, los siguientes estudios: Lasso de la Vega (1942), Steppe (1969: II,
449-506), Vosters (1985: 3-20) y (2007), Hidalgo Ogáyar (1997: 93-102 y 2011: 80-89); Martí Ferrando (2000: 73-89); Solervicens
Bo (2003a: 313-32 y 2003b: II, 1067-1093); y especialmente, el documentado y completísimo estudio de García Pérez (2004), al que
acudimos en todo momento.
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apoyo económico y material a una serie de estudiantes valencianos que se estaban formando en
distintas universidades españolas y europeas; tal era el caso de Francisco de Acebes, Pedro de
Huete y fray Álvaro de Mendoza, que estudiaban en la Universidad de París, y también de Francés
Escrivá, hijo del Racional de Valencia, que hacía lo propio en la Universidad de Alcalá. Desde esa
misma perspectiva, quiso promover diversas empresas culturales, sociales y educativas, como la
construcción de nuevas iglesias y la creación de colegios y aulas universitarias, además de motivar
la implantación de nuevos planes de estudio, aines enteramente a los studia humanitatis (Felipo
Orts 1993 y 1998: 141-155). La «instruida Minerva», como la llamaron algunos intelectuales,
linajuda titular de un espléndido patrimonio −durante varios años se dijo que era la mujer más
rica de la nobleza española−, y igura, en in, bastante respetada (aunque no siempre comprendida
o reconocida), tanto en los territorios de la corona española como en buena parte de Europa, no
tardará en integrarse en el atractivo espacio cortesano de formas italianizantes y renacentistas; un
espacio que doña Mencía hará suyo en gran medida, incorporando sus gustos y orientaciones
artísticas, y propiciando la existencia de no pocos admiradores que pronto solazarán a la
marquesa con surtidas dádivas y dedicatorias.
Entre otros aspectos ya reseñados, conviene resaltar su apoyo a los escritores locales y su interés
constante en adquirir conocimientos, a través, sobre todo, del contacto directo con vecinos y foráneos. Doña
Mencía convocaba frecuentemente a poetas, músicos, intelectuales humanistas y nobles preocupados
por la cultura −incluso podemos añadir la visita del propio Carlos V y el príncipe Felipe en diciembre de
1542, entrada triunfal incluida−, y promovía también la representación de obras de teatro en el Palacio
del Real y las audiciones de la ya por entonces muy afamada capilla musical, según se colige de los
cronistas Francisco de Villanueva (Castañeda 1911: 268-286) y José Sigüenza (1907-1909:
127-137), o de las acotaciones del poeta y dramaturgo Joan Fernández de Heredia, el cual rememora
la petición que le hizo doña Mencía de volver a representar la farsa titulada el Coloquio de las
damas valencianas ‒también llamada La visita‒, para lo cual tuvo que escribir un nuevo introito,
acomodándolo a las nuevas circunstancias. La pieza había sido esceniicada primeramente en
1525, en el palacio del arzobispo, ante Germana de Foix y el marqués de Brandeburgo (Muñoz
2001: 51-52).
Aición necia, páginas pestíferas
Ahora bien, de entre las distintas aiciones de doña Mencía, hay una que llama la atención o,
cuando menos, no parece ajustarse adecuadamente con la imagen de erudición y sobriedad que
la marquesa brindaba. Si repasamos su ingente biblioteca de 949 volúmenes ‒proveniente en gran
medida del patrimonio familiar‒, se puede comprobar que se hallaba abastecida especialmente
de textos humanísticos, principalmente de sus maestros Erasmo de Roterdam, Juan Luis Vives
y Guillermo Budé, y también de literatura clásica, con la presencia de Virgilio, Cicerón, Plinio,
Aristóteles, Platón, Suetonio, Lucano, Homero, Juvenal, Jenofonte, Catón, y muchos otros, como
corresponde a una distinguida estudiosa de dichas materias. Fruto de sus personales y nuevas
adquisiciones, la biblioteca llegó a contar con libros y documentos en ocho lenguas distintas: latín,
italiano, alemán, francés, griego, castellano, catalán y portugués, destacándose con diferencia los
compendios históricos y los libros de literatura. También resulta de sumo interés, tal como explica
la profesora Noelia García Pérez (2004: 126-127), la existencia de ciertos textos relacionados con
el debate femenino producido por la querelle des femmes, en concreto obras traducidas de Plutarco
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y Boccaccio y, especialmente, el libro Sur la noblesse et l’excellence du sexe féminin ‒traducción de
De nobilitate et praeccellentia faemini sexus‒ de Enrique Cornelio Agrippa, quien reivindicaba la igualdad
entre los sexos y hacía responsables a los hombres de la tiranía a la que se veían sometidas las mujeres en
todos los ámbitos, lo que viene a poner de maniiesto un peril inconformista y rebelde de la marquesa,
bastante singular en los tiempos que corrían. Otras importantes adquisiciones de doña Mencía fueron
el Orlando furioso y La Cassaria, ambas de Ariosto, dos volúmenes de El Cortesano de Castiglione, y
un poemario de Vitoria Colonna, entre otros autores italianos de su máxima predilección. Del
mismo modo, la compilación libresca incluyó algunos de los escritores valencianos con los que la
marquesa tenía una estrecha relación; véase Juan Ángel González, con el Tragitriumpho de don
Rodrigo de Mendoza y de Bivar, Marqués primero de Zenete, Conde del Cid, y Sylvia ad Menciam
de Mendoziam, obras de innegable tono encomiástico; también Miguel Jerónimo Ledesma, con De
pleuritide, Juan Baptista Aynés y sus Apologías y Epístolas, y varias traducciones al castellano realizadas por
el también humanista Juan de Molina.
Pero téngase muy en cuenta que esta enorme biblioteca, según nos informa Solervicens Bo,
albergó un número signiicativo de obras en lengua romance, y entre ellas (y aquí surge lo que podría
entenderse como inesperado), algunas de estirpe caballeresca, en concreto el vasto Lanzarote en
prosa, que debemos suponer en su lengua original, y por supuesto, un ejemplar del Valerián de Hungría,
voluminoso libro de caballerías escrito por el notario valenciano Dionís Clemente, quien había
ofrendado su obra en homenaje a la marquesa, tal como puede leerse en el prólogo oportuno.
Por otra parte, no debe olvidarse que doña Mencía había heredado la acreditada biblioteca de
su padre, Rodrigo de Mendoza, colección que pudo alcanzar los 632 títulos, depositados entre las
localidades de Valencia y Ayora. Esta biblioteca se había surtido en gran medida por el rico legado de los
Mendoza, procedente, en primera instancia, del cardenal Pedro González de Mendoza, padre de
don Rodrigo, y también del propio marqués de Santillana, bisabuelo de doña Mencía. La ilosofía,
la religión y la literatura fueron las materias más abundantes en estos anaqueles, con libros en latín y
en griego de Aristóteles, Santo Tomás, Alberto Magno, Ovidio, Horacio, Cicerón y Tito Livio, entre
muchos otros; también se hallaban las gramáticas y retóricas clásicas de Quintiliano y Aulio Gelio,
las italianas de Lorenzo Valla, Leonardo Bruni y Pico della Mirandola, o la española de Antonio de
Nebrija, entre las más importantes. No faltaban tampoco las obras de Dante, Petrarca y Boccaccio,
los Proverbios del marqués de Santillana, Las trescientas de Juan de Mena, el Cancionero de Juan del
Encina, y tres ejemplares del Cancionero General de Hernando del Castillo, por citar los títulos más
signiicativos. Y como muestra inapelable de lo que venimos escudriñando, existían igualmente varios
textos caballerescos, como El séptimo libro de Amadís [Lisuarte de Grecia], La Poncella de Francia,
la Crónica del rey don Rodrigo de Pedro del Corral y dos ejemplares de La historia del emperador
Carlomagno y de los doce pares, amén de otras crónicas caballerescas no identiicadas, diversos
tratados militares y algunas composiciones sobre el mítico Alejandro Magno, muestrario irrefutable
de los gustos literarios del marqués del Zenete (Sánchez Cantón, 1942).
Para completar este inventario libresco, tenemos que acudir a la magníica biblioteca del duque
de Calabria (Repullés, 1874), a la que seguramente la marquesa tuvo acceso privilegiado. La biblioteca de don Fernando provenía en buena parte de la hacienda napolitana de su familia, iniciada con
solera en los tiempos de Alfonso el Magnánimo, por lo que en ella aparecían varios libros italianos,
con Dante y Petrarca como asientos fundamentales, superados, eso sí, por las obras clásicas en latín o
griego, de la mano de Virgilio, Horacio, Ovidio, Juvenal, Terencio, Plauto y Séneca, entre otros
tantos, además de tratados militares, crónicas de reyes, libros de geografía, y especialmente
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libros religiosos, biblias, epístolas, sermones y vidas de santos, con numerosos opúsculos de
San Agustín y Santo Tomás.
Junto a ese majestuoso séquito, reunido pacientemente tras varias generaciones, las estanterías
mostraban un más que notable despliegue caballeresco, cuya adquisición corresponde con claridad
al virrey de Valencia, a tenor de las fechas de edición observadas: Los cuatro libros de Amadís (2),
Libro del hijo de don Tristán, Palmerín de Olivia (2), Don Leonís de Grecia —del que no se conoce
ejemplar alguno—, Valerían de Hungría (2), Lucidante de Tracia —libro perdido, pero registrado
también por el biblióilo Fernando Colón—, Las Sergas de Esplandián, Los nueve de la fama, La
doncella de Francia, El conde Partinuplés, Roberto el Diablo, Los cuatro libros de Clarián, Félix Magno,
Florambel, el VI de Amadís[Florisando], el VII de Amadís [Lisuarte de Grecia], el décimo de Amadís
[Florisel de Niquea], los dos libros de Espejo de Caballerías, el cuarto de don Reinaldos (2),
Trapisonda, Lidamor, y El caballero de la Rosa ‒que posiblemente se trata del Claribalte—.
Responsabilidad del duque tuvo que ser también la obtención de volúmenes como el Roman
de la Rose, Orlando furioso, los Furs de Valencia, los Fueros de Aragón, los Emblemata de Alciato, El
Cortesano de Castiglione, Las trescientas de Juan de Mena, y varias obras de Pedro Mexía y de fray
Antonio de Guevara, por ser libros, todos ellos, que se publicaron (revisados u originales) en las
primeras décadas del siglo XVI.
Alrededor de treinta obras de literatura caballeresca se hallaban al alcance de doña Mencía,
por lo que pudo leerlas en algún momento de su vida, bien en sus residencias españolas o bien en
el castillo de Breda, y quizá con mayor probabilidad en el palacio de Valencia, donde dos grandes
bibliotecas, dos colecciones de imponente hechura y extenso abolengo, conluyeron en un mismo
espacio. De entre la amplia familia caballeresca que hemos enumerado, se advierte un importante
número de libros de caballerías, género del que están presentes algunas de sus creaciones más determinantes,
como Amadís de Gaula —padre de toda esta máquina, en palabras de Lope—, Las Sergas de Esplandián,
Palmerín de Olivia y Clarián de Landanís, además de varios volúmenes del longevo ciclo amadisiano, y
también, en buena lógica, algunos títulos que se imprimieron en las prensas valencianas (recordemos a
este tenor que el Claribalte estaba dedicado a don Fernando, y el Valerián, ya lo dijimos, a la marquesa).
Por otra parte, también se encuentran diversas narraciones caballerescas breves, que muestran
una persistencia temática en los hábitos lectores de los duques, más allá de los aspectos
editoriales, y junto a ellas se asoman igualmente varias crónicas caballerescas, algunas obras de
tradición artúrica y otros textos de variada e incluso difícil asignación, con la sugerente compañía
de algunas historias caballerescas en lengua francesa, posiblemente obtenidas por doña Mencía
en su estancia en Flandes.
Llegados a este punto, conviene plantearse algunas cuestiones nada desdeñables: ¿por qué razón una
mujer culta y distinguida como la marquesa del Zenete, educada principalmente en los preceptos del
humanismo, leía libros de caballerías y otras obras caballerescas? ¿Acaso los maestros humanistas recomendaban la lectura de estos textos o la entendían como un entretenimiento positivo y enriquecedor?
No, desde luego; era justamente todo lo contrario. Los humanistas se mostraban abiertamente en
contra de dicha literatura y así lo manifestaban de forma categórica en buena parte de sus escritos.
Nada menos que Juan Luis Vives, posiblemente el máximo avalista de doña Mencía,2 justiicaba
con no pocos argumentos el rechazo a la literatura caballeresca (y también a otros géneros), que
entendía como inadecuada y turbulenta para la educación de la mujer:
2. Quince años antes de ser su discípula, Vives ya elogiaba de forma rotunda a la marquesa: «En mi Valencia yo veo como va creciendo en
discreción y años doña Mencía de Mendoza, hija del marqués del Zenete, que si no me engaña la esperanza será loada en su día» (1994:
62).
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Deberían igualmente ocuparse de los libros pestíferos, como son, en España, Amadís, Esplandián, Florisando, Tirant lo Blanch y Tristán, cuyas locuras nunca tienen inal y de los
que a diario salen títulos nuevos; la alcahueta Celestina, madre de necedades y cárcel de amores;
en Francia, Lanzarote del Lago, Paris y Viana, Ponto y Sidonia, Pedro de Provenza y Magalona y Melusina, señora implacable; en Bélgica, donde yo vivo, Florio y Blancalor, Leonela
y Canamoro, Curial y Floreta, Píramo y Tisbe; existen otras en lenguas romances traducidas
del latín, como las muy estúpidas gracias del Poggio, Euríalo y Lucrecia y el Decamerón de
Boccaccio. Todos estos libros los escribieron ociosos, que hacían mal uso de los días
de descanso, ignorantes, entregados a los vicios y a la inmundicia y me sorprendería si en
ellos se encontrase algo que deleitara, a no ser que las inmoralidades nos sedujeran sobremanera. No se puede esperar erudición de unos hombres que ni tan siquiera han contemplado la sombra de la propia erudición. Cuando están narrando, ¿qué placer puede haber
en aquellos relatos que ellos van ideando con tanto descaro y tan plagados de necedades? Este, él solo, mató veinte hombres, aquél treinta; otro, después de ser traspasado por
innumerables heridas y abandonado ya como muerto, de repente vuelve a la vida y, al día
siguiente, devuelto a su salud y a sus fuerzas primeras, en un combate singular derrota a
dos gigantes y se presenta cargado de oro, plata, seda y joyas en tanta cantidad que una nave
de transporte es incapaz de cargar (Vives, 1994: 67-68).
En su conocida obra De institutione feminae christianae (1523), el pensador y pedagogo
valenciano arremetió con virulencia contra lo que entendía como literatura banal y voluptuosa,
esto es, los libros de caballerías y las historias amorosas, fundamentalmente. Asimismo, se dirigió
con gran severidad a las doncellas aicionadas a las aventuras de caballeros andantes y damas
enamoradas, asegurando que «más les valiera no sólo no haber aprendido jamás a leer sino
haber perdido los ojos para no leerlas y los oídos para no escucharlas», cuyo redoble bíblico queda
fuera de toda duda. En otros de sus libros, pero sobre todo en el De oicio mariti (1528) y en el
De causis corruptarum artium (1531), Vives siguió condenando la literatura de entretenimiento y,
en especial, los libros de caballerías, «cuyas locuras nunca tienen inal», y a los que consideraba
inmorales, vergonzosos, libidinosos, corruptos y mentirosos, entre otros muchos apelativos.
Con todo, Vives pensaba que la mujer era un animal racional idéntico al hombre y por ello
merecía (o necesitaba) una educación muy determinada; esta tesis apenas se había contemplado
en épocas pretéritas y tampoco era compartida por muchos de sus contemporáneos, quienes veían
a la mujer incapaz de adquirir un alto nivel intelectual. Ahora bien, en su proyecto educativo para
la mujer cristiana, Vives acota drásticamente las lecturas potenciales que deberán de cimentar
dicha preparación para la vida conyugal. La mujer sólo podrá leer libros religiosos, especialmente
la Biblia, los escritos de los Papas y las vidas y hechos de los santos; también podrá tener acceso
a ciertos autores de ilosofía moral, como Platón, Séneca, Plutarco o Cicerón, todo ello en latín o
griego, por supuesto, aunque Vives deiende también el aprendizaje y el uso de la lengua vernácula. Le
será muy conveniente leer algunas obras de Aristóteles, concretamente las que tratan de economía
doméstica; y deberá acercarse igualmente a escritores menos conocidos, como Filelfo o Vergerio,
que se ocupan de la educación de los niños. El trazado concluyente de este exiguo programa es la
salvaguarda de la castidad y la educación para la piedad y la bondad, en tanto que itinerario
característico y único de la mujer, distanciándose así de otras componendas, como la
capacitación para el desempeño de cualquier trabajo o responsabilidad, que queda
exclusivamente en manos del hombre.
Doña Mencía de Mendoza no siguió exactamente ese pautado, como puede deducirse de lo
observado. Es cierto que Vives fue una referencia indiscutible para la marquesa, y muchos de
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los textos que aquél recomendaba se encontraban en las bibliotecas que doña Mencía tenía a
su disposición. Pero los repertorios de dichos lugares eran mucho más amplios y variopintos y
admitían igualmente varios de los títulos que el ilósofo zahería con auténtica inquina, empezando por numerosos libros de caballerías y algunas obras artúricas como el Tristán y el Lanzarote.
Y para mayor demostración de lo que estamos esgrimiendo, quizá sirva de ocurrente colofón
la dedicatoria que aparece en el prólogo del Valerián de Hungría, donde se indica que dicho libro,
«nuevamente traduzido de su original latín por Dionís Clemente», está «dedicado y dirigido a
la ilustríssima señora doña Mencía de Mendoça, marquesa del Zenete». Resulta cuando menos
sorprendente que en plena madurez de la ahora duquesa de Calabria, en un momento en el que
su adscripción al humanismo y sus amplios conocimientos se hallan perfectamente acreditados,
un escritor valenciano le dedique el libro de caballerías más corpulento que se haya escrito jamás,
a excepción de los dilatados ciclos caballerescos en torno a una igura determinada (Amadises,
Palmerines, Clarianes, y otros).
Respecto a la citada dedicatoria, hay que decir que la marquesa del Zenete, dentro del
género editorial caballeresco, se constituye en el único ejemplo de destinatario que reúne tres
aspectos muy signiicativos. Se trata, en primer lugar, de una mujer, con todo lo que ello representa
en la sociedad de aquellos años, donde la fémina tiene un papel absolutamente subsidiario en casi
todas de las parcelas de la misma; en segundo lugar, es una intelectual que se ha formado cumplidamente en los studia humanitatis y ha establecido vínculos con intelectuales, artistas y profesores
de reconocida talla; y por último, también está comprometida, al menos en algún grado, con la
orientación filosófica de Erasmo de Rotterdam y sus seguidores, tal como se desprende de
algunos testimonios. Así pues, Dionís Clemente está solicitando el beneplácito de una inquieta
igura de la alta nobleza que en cierta manera representa los nuevos tiempos renacentistas y las
nuevas formas de entender y promover la cultura, incluyéndose, desde luego, su faceta reivindicativa
como mujer, cuestión que había ejercido en diferentes lances diplomáticos, como el controvertido
proceso de su matrimonio con el duque de Calabria (García Pérez, 2004: 72-85).3
Mujeres lectoras, caballeros andantes
¿Por qué Clemente dedica el Valerián de Hungría a la discípula de uno de los humanistas
que más ailadamente había despreciado el género caballeresco? ¿Y por qué lo hace precisamente
a una mujer, siendo que Vives había censurado con rotundidad la literatura de caballerías como
entretenimiento femenino, entendiéndola como literatura nefanda y depravada que abocaba sin
remisión al pecado? Aunque no encontramos una respuesta plenamente satisfactoria (acaso
porque no existe en ese grado), podemos sopesar algunos aspectos que son más plausibles
por su categorización: en primer término, la natural independencia de gustos y aiciones que
3. Auténtico asunto de estado, los prolegómenos de este enlace fueron largos y enjundiosos, y generaron diversas y profundas controversias.
Don Fernando y doña Mencía exigían diferentes prebendas que no siempre resultaban compatibles. Principalmente, el duque de
Calabria quería obtener suicientes ventajas económicas y materiales que ampliaran sus fondos y rentas virreinales; por otra parte,
recelaba del carácter de aquella mujer orgullosa e inteligente, de la que temía que pudiera hacerle sombra o quitarle poder en algunas
parcelas de su dominio. Doña Mencía, en su caso, pugnaba igualmente por sus intereses patrimoniales, que estaban mucho más
consolidados y acumulaban una riqueza de varias generaciones; al mismo tiempo, apelaba con especial énfasis en contra de una
amante del duque, doña Esperanza, requiriendo, como condición sine qua non en las negaciones, que fuera repudiada y expulsada
del reino de Valencia. Finalmente, el emperador Carlos V irmó las capitulaciones del nuevo desposorio, celebrado en Ayora el 13 de
enero de 1541.
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seguramente concurría entre unos y otros lectores, bien fueran ricos, pobres, mandatarios o
sirvientes, hombres o mujeres, como demuestran las distintas posesiones librescas de la época,
con numerosos ejemplos que ha dado a conocer Philippe Berger en sus múltiples investigaciones
(1981: 97-101, y 1990: 83-99).
De igual modo, debe contemplarse un factor notoriamente referencial en la época renacentista:
los libros de caballerías se constituían en lecturas o audiciones de esparcimiento indicadas sobre
todo para las mujeres, lo que en buena lógica se producía por la evidente intención de los autores de
conectar con la sensibilidad del público lector femenino, que era mucho más numeroso y entusiasta
que el de los hombres. En efecto, abundantes damas de la nobleza, así como diversas mujeres de la
burguesía e incluso de algunos sectores del pueblo llano, y también algunas monjas y mujeres piadosas,
poseyeron o tuvieron a su alcance diversas bibliotecas, en las que, además de libros religiosos y obras
espirituales y morales, que solían ser las mayores recomendaciones para la lectura instructiva, también
se incluían no pocos tomos de carácter profano, preferentemente los del género caballeresco, como
han demostrado los estudiosos Pedro Cátedra y Anastasio Rojo, a partir del cotejo de cuantiosos
inventarios:
Una buena porción de las condenas de la lectura de los libros de caballerías se hace en virtud del
hecho de ser leídos por mujeres, casadas y doncellas, y eso tanto en España como en otros
países […] No era sólo una construcción patriarcal: las habilidades de la mujer como
reproductora de narraciones orales de toda índole, de lo que es un buen testimonio el
propio Boccaccio y los narradores del siglo XVI que enmarcan sus cuentos en tertulias
femeninas, tiene su correlato nada sorprendente en su predisposición no sólo por narrar,
sino también por las lecturas de icción, empezando por la caballeresca (2004: 163).
La bibliopatía caballeresca en las mujeres lectoras, tal como nos descubren y subrayan
Cátedra y Rojo, bien parece una razón de peso para interpretar la dedicatoria de Clemente y
explicar finalmente la inclinación de doña Mencía por los libros de caballerías, a pesar de las
duras directrices de Vives y de otros muchos autores (Sarmati 1996).4 De igual forma, pero ya
en el terreno de la icción, existen también numerosos testimonios de mujeres lectoras u oyentes
de historias caballerescas, trasunto, sin lugar a dudas, de la realidad que los escritores observaban
a su alrededor, bien en la corte y la ciudad, o bien en las ventas y en el retiro del campo o el refugio
conventual. Entre otros ejemplos, recordemos el singular caso de la doncella lectora que aparece
en el viaje del infante Roboán a las Ínsolas Dotadas, dentro del medieval Libro del Caballero Zifar,
episodio de enorme interés a tenor de la antigüedad del texto, lo que podría representar una muestra
de una costumbre verídica que el autor del Zifar hubiera contemplado en alguna ocasión:
E la donzella lleuaua el libro de la estoria de don Yuan e començo a leer en el. E la donzella
leye muy bien e muy apuestamente e muy ordenadamente, de guissa que entendie el
infante muy bien todo lo que ella leye, e tomaua en ello muy grand plazer e grand solaz;
4. La profesora Sarmati recupera hasta 93 discursos críticos sobre los libros de caballerías en los siglos XVI y XVII. Mayoritariamente,
los comentarios cargan tintas contra la caballeresca, desde Hernando Alonso de Herrera, en 1517, hasta Benito Remigio Noydens, en
1666, pasando por Vives, Antonio de Guevara, Francisco Delicado, Diego Gracián de Alderete, Juan de Valdés, Pero Mexía, fray Luis
de León, Huarte de San Juan, Jerónimo Zurita, Alonso López Pinciano y Baltasar Gracián, entre muchos otros. Existe la importante
salvedad de los elogios circunstanciales de Lope de Vega, que rememora con simpatía los «dulces poetas de Amadís de Gaula». A
tan copiosa y variopinta lista, añadimos por nuestra cuenta el ejemplo de Juan de Molina en su obra Los triumphos de Apiano, de 1522,
donde desprecia categóricamente la literatura caballeresca, tal como vemos recogido en Berger (1987: I, 176). Y no hay que olvidar,
claro está, el inmenso caudal cervantino, entre burlas y chanzas, cuya harina es de otro costal y no cabe, de tan ancha y magníica, en
este breve circunloquio.
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ca çiertamente non ha ome que oya la historia de don Yuan, que nos resçiba ende muy
grand plazer, por las palabras muy buenas que en el dizie. E todo ome que quisiere aver
solaz e plazer, e aver buenas costumbres, deve leer el libro de la estoria de don Yuan
(1983: 413).
Apuntemos también el ejemplo de las mujeres lectoras de libros de caballerías y novelas
pastoriles que se describen en un atractivo episodio del Guzmán de Alfarache (Segunda Parte,
libro tercero, capítulo tercero), cuando Guzmán prosigue con el suceso de su casamiento hasta
que su mujer falleció, lo que le da pie para criticar a las mujeres de costumbres liberales y reprobar
de paso los excesos y enajenaciones de la literatura de entretenimiento, a través de una ina ironía
que desmonta con gracia los supuestos disparates e incoherencias de las historias:
Otras muy curiosas, que dejándose de vestir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque
leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del
Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por
la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas
tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, que les diga el
camino de aquellas espesas lorestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de
donde van a parar en otro, y saliéndoles a el encuentro un león descabezado, las lleva
con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que
ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan
regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quién lo trae ni de dónde les
viene, porque todo es encantamiento. Allí están encerradas con toda honestidad y buen
tratamiento, hasta que viene don Galaor y mata el gigante, que me da lástima siempre
que oigo decir las crueldades con que los tratan, y fuera mejor que con una señora déstas
los hubieran enviado a Castilla, donde por sólo verlos pagaran muchos dineros con que
tuvieran bastante dote para casarse sin andar por tantas aventuras o desventuras, y así se
deshace todo el encantamiento. No falta otro tal como yo, que me dijo el otro día que si
a estas hermosas les atasen los libros tales a la redonda y les pegases fuego, que no sería
posible arder, porque su virtud lo mataría. Yo no digo nada y así lo protesto, porque voy
por el mundo sin saber adónde y lo mismo dirán de mí (Alemán 1983: 787-788).
Ahora bien, los mejores ejemplos se hallan, como sucede con tantos otros aspectos y
materias, en las magníicas páginas del Quijote. En ellas aparece, por ejemplo, la joven Luscinda,
que es gran admiradora del Amadís de Gaula, del que conoce bien varios de sus personajes, según
relata Cardenio. Ahí está también la bella Dorotea, que ha leído diversos libros de caballerías,
aunque no recuerda bien algunos aspectos de ellos. Concurren igualmente la moza Maritornes,
la ventera y su hija, que han escuchado, por lo menos, las historias de Don Cirongilio de Tracia y
Felixmarte de Hircania, cuando algunos de los segadores que acudían a la posada de Juan
Palomeque el Zurdo tomaban los gruesos volúmenes y los leían en voz alta; la ventera
gustaba de escuchar aquellas historias porque le «olvidan de reñir», mientras que Maritornes
y la hija del ventero preferían su vertiente amorosa. Y no hay que olvidar a la Duquesa, a Altisidora y otras damas del castillo, que dicen conocer el Quijote y haber degustado igualmente no
pocos libros de caballeros y enamoradas. Estas y otras tantas potenciales lectoras, entendidas
o conocedoras del género caballeresco, surcan los capítulos de la obra de Cervantes, desde
el ama y la sobrina del hidalgo manchego hasta las pastoras, doncellas y criadas de diversos
escenarios de las dos partes del Quijote. Se trata, en deinitiva, de una representación heterogénea
de mujeres, tanto instruidas como analfabetas, que llegan a emocionarse, divertirse e incluso
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enamorarse por medio de los libros de caballerías, muestrario de un auténtico público femenino,
seguidor incondicional de estas obras, que Cervantes da muestras de conocer a la perfección, tal
como nos han explicado diversos investigadores (Marín Pina 1991: 129-148, 1993: 265-273, y
2005: 417-441; Chevalier 1976; Eisenberg 1982: 89-118; y Ramos 2003: 23-27).
Conclusión
Toda esta conluencia puede servir para entender en mejor medida a doña Mencía de
Mendoza y su acercamiento a la literatura de evasión caballeresca. El asunto no parece baladí y
proyecta el contexto oportuno en el que se presentó el notario Dionís Clemente con su enorme libro
bajo el brazo; esto es, el espacio cortesano de la Valencia renacentista, un escenario artístico, literario y
cultural en el que se habían entreverado las formas italianas de don Fernando y su familia de Nápoles con
las valencianas de la nobleza y la burguesía autóctona, las francesas derivadas de doña Germana, primera
mujer del duque, con las castellanas y aragonesas que se extendían bajo el palio de los Austrias, y donde
ahora se hallaba al frente la marquesa del Zenete, mujer orgullosa y sabia a partes iguales, humanista de
alta condición pero lectora lexible ante los devaneos de la fantasía y el erotismo, benefactora de
estudiantes e intelectuales pero amiga e impulsora del teatro festivo y la poesía amorosa, la ilustrísima mujer, en in, a la que Clemente se atreve a dirigir una «obra de tan baxo estilo», trenzada de
cosas «morales y llanas», siguiendo así los preceptos de las dedicatorias coetáneas, y a quien
también le suplica «sea servida de recebirla, y a ella y a mí otorgarnos nombre de suyos, pues
para en este siglo otra mayor bienaventurança no desseamos», lo que redunda, no cabe equívoco,
en el tópico de la captatio benevolentiae, pero acaso pretenda también exponer el trazo de una mujer
admirable y diferente que había roto cuantiosos moldes, pues no en vano se trata de la única ocasión
en que un libro de caballerías se dedica explícitamente a una mujer con tan alto nivel intelectual.5
En las postrimerías del prólogo, el escritor se atreve igualmente a recomendar a doña Mencía
la «interposición de los exercicios», en clara alusión a la desemejanza entre el contenido de su
libro y los conocimientos «sublimes y muy delicados» de la marquesa, todo lo cual se inserta
cabalmente en la idea de que «con la variedad de las cosas allende del natural desseo, nos causan
dessear larga vida». Y de esa forma, la aventura y la vida dan comienzo en el siguiente renglón.
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5. Existen otros ejemplos de dedicatoria femenina: el Florisel de Niquea, parte IV, en su edición de Salamanca, 1551, está dedicado
a la reina doña María de Austria, hija de Carlos V, mujer del rey Maximiliano e hija de don Fernando, rey de Hungría; el Platir,
Valladolid, 1533, está dedicado a don Pedro Álvarez Osorio y doña María de Pimentel, marqueses de Astorga; y el Febo el Troyano,
Barcelona, 1576, está dedicado a doña Mencía Faxarda y de Zúñiga, marquesa de los Vélez. Se advierten también casos de damas
innominadas que reciben la dedicatoria del Florando de Inglaterra o la Quinta Parte del Espejo de príncipes y caballeros, tal como
nos recuerda Marín Pina (2011: 366-367).
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