Sobre el relato 1
Las siguientes consideraciones tienen por objeto sugerir algunas estrategias para la
lectura de textos narrativos a partir de la reflexión y del análisis de sus estructuras y de su
organización. Para empezar, habría que pensar que narrar no es un acto meramente ocioso, un
simple pasa-tiempo; es, como diría Paul Ricoeur, la única forma de organizar y conferirle
sentido a nuestra experiencia temporal. Nada más. Pero nada menos. De los relatos que nos
hacemos sobre el mundo surge una forma de significación que sólo es posible por medios
narrativos; una significación plenamente temporal, porque sólo se construye en la experiencia
gradual de la lectura. Esto es lo que se conoce como significación narrativa, una forma de
significación que no es únicamente intelectual (aunque también lo es, una especie de
“silogismo temporal”, como diría Peter Brooks). En la producción de la significación
narrativa concurre, además, una inteligencia emocional que abre la significación a lo emotivo
y plenamente vivencial que sólo puede darse en la experiencia, eminentemente temporal y
hermenéutica, de la lectura. Porque la literatura, y en especial la narrativa, es una forma
especial de comprensión y de explicación del mundo—una actividad, por ende, plenamente
hermenéutica que permite interpretar la significación narrativa no sólo como significados
intelectuales sino como experiencia significante, como una manera de comprenderse al
comprender el mundo del otro. Es, por ejemplo y entre otras cosas, esa sensación, al final de
la lectura, de abandonar un mundo al que creíamos pertenecer, un mundo con sentido (en más
de un sentido) que renueva el del nuestro. Por otra parte, habría que pensar que la identidad
misma no es un retrato sino un relato; que sólo puede darse en y por el tiempo; que, por lo
tanto, no hay identidad sino narrada, pues, como diría Proust, “uno no se realiza más que de
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El presente trabajo es una elaboración sobre el texto publicado originalmente como: “Sobre el relato. Algunas
consideraciones”, en Emilia Rébora Togno (Coordinadora general), Antología de textos literarios en inglés.
Facultad de Filosofía y Letras, D.G.A.P.A., UNAM, México, 2007, pp. 15-36
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manera sucesiva”. He ahí otra de las formas fundamentales de la significación narrativa—la
identidad narrada.
Ahora bien, un relato verbal, en tanto que (re)organización y (re)significación de la
experiencia, está doblemente mediado. La primera estructura de mediación es el propio
lenguaje, capaz de atribuir significados y de construir universos de discurso
autorreferenciales (Todorov). Es por ello que, si bien un relato establece un contrato de
inteligibilidad (Culler) con el mundo del extratexto—aun el más fantástico o maravilloso de
los relatos nos es, paradójicamente, inteligible, un mundo habitable—, simultáneamente, la
lengua permite la autorreferencia, gracias a ciertos elementos propios del sistema, como la
anáfora o las descripciones definidas, entre otros. De tal suerte que al describir un perro—
digamos—el solo nombre común remite, en un primer momento, a los perros del mundo, a
una clase; las siguientes menciones y/o descripciones, sin embargo, remitirán a lo ya dicho;
no a un perro cualquiera, no al significado general de perro, sino al del texto, al creado por el
discurso. De ahí que importe sobremanera estudiar las formas tanto discursivas como
narrativas por medio de las cuales se va creando un mundo posible (Doležel). Sin perder
conexiones de inteligibilidad con el de la acción humana, es un mundo que opera bajo su
propia lógica, un mundo que establece sus propias coordenadas espacio-temporales, sus
propios planos de realidad, independientemente de que estos coincidan o no con los del
mundo del extratexto.
La segunda forma de mediación (Stanzel), absolutamente constitutiva en el caso de un
relato verbal, es el narrador. A diferencia de otras formas de representación de acción
humana, en un relato verbal esa acción nos llega mediada por un narrador. En el drama, por
ejemplo, la acción humana se representa en la inmediatez del proceso; es el diálogo de los
personajes el que nos da esa acción en proceso. En un relato verbal, en cambio, alguien nos da
cuenta de esa acción devenida historia. Para otras formas de representación de acción humana,
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el narrador es una figura optativa; para el relato verbal es absolutamente constitutiva—si bien
no exclusiva, como lo veremos al abordar los distintos tipos de discurso que configuran un
relato. Así pues, el relato nos da acceso a un mundo posible por intermediación del discurso
de un narrador. Atendamos primeramente a esa voz narrativa y a los diversos tipos de
discurso que configuran un relato.
I. Las voces que orquestan un relato
Si bien el acto mismo de narrar es una estructura de mediación fundamental en todo
relato verbal, esta función puede ser asumida por una o varias voces. En ciertos relatos,
independientemente del grado de complejidad, esa función narrativa se concentra en un solo
narrador, a quien le atribuimos autoridad y conocimiento total sobre el mundo que va
construyendo en su narración. Pero esta función se puede diversificar, incluso relativizar, al
ser cumplida parcialmente por otro(s) narrador(es) o por algún personaje que, en un momento
dado, asume el discurso narrativo para dar cuenta de un segmento de la historia que el
narrador principal ignora, o bien la historia que nos cuenta el personaje acaba siendo “otra
historia”. Por lo tanto, la instancia de la narración puede no sólo multiplicarse sino aparecer
en distintos niveles y con distintos grados de “autoridad” y “confiabilidad”.
a) Unidad vocal del relato: el narrador único (Pimentel)
En general, un solo narrador—que se nos presenta además como fuente única de
información narrativa—tiende a ser percibido como una voz más o menos objetiva, más o
menos confiable; la impresión de objetividad se acentúa si este narrador nunca participó en
los hechos referidos: perfil clásico del llamado narrador en tercera persona, ya sea
omnisciente o focalizando su relato en la conciencia de algún personaje. Habría que observar,
sin embargo, que la narración en tercera persona no es garantía de objetividad e
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imparcialidad, debido a que el narrador puede ubicarse discursivamente en una perspectiva
moral o ideológica definida que lo haga pronunciar juicios de valor sobre lo que narra, dando
así la impresión de una narración sesgada de los hechos. Los juicios de valor expresados por
el narrador ya no son parte de un discurso narrativo sino de opinión—el llamado discurso
doxal o discurso gnómico (estrategia discursiva típica de mucho de la novela de los siglos
XVIII y XIX). Algunos críticos, en aras de una narración “transparente” como ideal,
descartan estas formas del discurso del narrador como meras “intrusiones de autor”; yo
considero, sin embargo, que la descalificación prescriptiva—en éste como en cualquier otro
aspecto del relato—no lleva a ninguna parte y que, en cambio, nos hace perder una dimensión
ideológica importantísima, pues el discurso doxal no sólo dibuja el perfil del narrador sino
que nos da pistas sobre el conflicto y/o la orientación ideológica de todo el relato. Ahora bien,
algunos narradores, menos parlanchines y por ende percibidos como más objetivos, “bajan el
volumen” de su subjetividad y narran los acontecimientos de manera más o menos neutra, su
voz se hace más “transparente”; o bien narran desde la perspectiva de un personaje, de tal
suerte que la subjetividad que por ahí se cuela es atribuible al personaje y no al narrador. Por
lo tanto, a mayor transparencia vocal, mayor impresión de objetividad.
Un narrador en primera persona, en cambio, pone la subjetividad en un primerísimo
plano de atención; el lector inmediatamente se pregunta sobre la ubicación de este narrador y
sobre la distancia que lo separa de los hechos referidos. Significativamente, quién es esa voz
que narra, dónde está y cuánto tiempo ha pasado, son preguntas que en general un lector no se
hace con respecto al típico narrador omnisciente en tercera persona; en cambio, son
fundamentales en el momento mismo en el que un “yo” se sube al escenario de la narración.
La subjetividad del narrador pasa así a un primer plano; por una parte participó en los hechos
que narra—ya sea porque nos cuenta su propia historia u otra historia de la que él fue
testigo—y eso le otorga un estatuto de personaje además de narrador, por lo cual es necesario
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observarlo en ambas funciones. Por otra parte, la subjetividad de su narración depende—entre
otras cosas—de la memoria, del grado de involucramiento, de la parcialidad de su
conocimiento y de la visión más o menos prejuiciada que tenga sobre los hechos. Este, por así
llamarlo, incremento en la subjetividad de la voz que narra está directamente relacionado con
un decremento en la confiabilidad. De hecho, lo que nos hace desconfiar de un narrador no
sólo es la subjetividad y parcialidad de la información sino, en muchas ocasiones, la
incompatibilidad entre lo que narra y la orientación que la trama le va dando al relato, a pesar
de las opiniones del propio narrador. Un narrador poco confiable tratará a toda costa de
convencer al lector de que él tiene razón, estrategia de persuasión/seducción que podrá
apreciarse en todas aquellas estructuras de interpelación al lector (Los papeles de Aspern, de
Henry James, es un buen ejemplo); o bien el narrador apelará constantemente a un código
moral o cultural que el lector podría no compartir con él (Lolita, de Nabokov, por ejemplo).
Finalmente, un narrador será menos confiable si otra fuente de información narrativa
desautoriza lo ya narrado. En este caso, la relativa confianza que podamos tener en él se torna
en incertidumbre, si no es que en franca desconfianza, al multiplicarse las instancias de
narración/información (aspecto, este último, exquisitamente parodiado en los múltiples
“narradores” del Quijote). Este es el efecto más fuerte de la fragmentación vocal de un relato,
como lo veremos en un momento. Pero antes, querría abordar otra importante forma de
inestabilidad vocal: la llamada narración en segunda persona.
Típica de una buena parte de la narrativa del siglo XX—sobre todo a partir de La
modificación, de Michel Butor—la narración en segunda persona propone problemas vocales
sumamente interesantes. Quien dice “tú” automáticamente activa una estructura de
interpelación: YO-TU (Filinich). En un relato estamos acostumbrados a que un “tú” venido de
la voz del narrador interpele, necesariamente, al lector, y muchos de los juegos vocales de ese
tipo de relatos satisfacen para luego frustrar esa expectativa (piénsese en los múltiples
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avatares del “tú” en aquella novela de Calvino que comienza colmando, literalmente, esta
expectativa: “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche
de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate”, para luego frustrarla repetida, casi podríamos
decir, vertiginosamente). Es también una convención bien conocida en el género epistolar, en
el que el “tú” es el destinatario de la carta en turno; del mismo modo, es una forma
convencional de representar el diálogo consigo mismo, desdoblando la conciencia en un “yo”
que le habla a un “tú” que no es otra cosa que el mismo “yo”. Pero fue la novela de la segunda
mitad del siglo XX la que promovió a un primer plano la narración en segunda persona como
elección vocal sistemática de todo el relato, sin que necesariamente se recurriera al género
epistolar o al monólogo interior para justificar ese primer plano del tú.
En todos estos casos, el lector tiene que definir muy bien la situación comunicativa del
texto que está leyendo, a riesgo de perderse en las ambigüedades de esta voz que oculta su
“yo”. Habría que recordar que toda comprensión narrativa depende del tipo de preguntas que
le hagamos al texto; una de las más importantes, si no es que la primera es ¿quién narra?, ¿de
qué clase de voz/personalidad se trata?, ¿qué tan confiable es la información que nos ofrece?
En el caso de la narración en segunda persona, estamos obligados a hacer una pregunta mucho
más problemática: ¿quien es ese “yo” que dice “tú”? En toda estructura de comunicación, el
yo y el tú son perfectamente solidarios; no se puede pensar el uno sin pensar el otro. Si bien es
cierto que en un enunciado en “yo” se puede, más o menos, hacer caso omiso del “tú”, en un
enunciado en segunda persona es imposible desentenderse del “yo”, pues quien dice “tú” es,
necesariamente, un “yo”. Es por ello que en un relato en segunda persona importa
sobremanera establecer la identidad de ese “yo”; de otro modo nos arriesgamos a perder un
aspecto crucial de la significación narrativa. Esta pregunta es fundamental para un texto como
Aura, de Carlos Fuentes, en el que la inestabilidad vocal es extraordinaria: ¿quién es ese yo
que le habla de tú a Felipe Montero? La respuesta en los términos simples de la convención
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del desdoblamiento de la conciencia es claramente insatisfactoria. Responder a esa pregunta
es, en muchos sentidos, tener acceso a una significación narrativa compleja que active la
densidad temporal de este relato en el que el presente corre hacia un futuro que no es otra
cosa, tal vez, que la repetición / actualización / presentificación / eternización del pasado.
b) Fragmentación vocal del relato: narradores múltiples y delegados (Pimentel)
No todos los relatos provienen de la información que nos da un solo narrador; algunos son,
verdaderamente, un mosaico de voces (si se nos permite semejante híbrido espacio-temporal).
La multiplicidad vocal se expresa en la alternancia, en la orquestación de las voces o en la
multiplicación de los niveles narrativos en los que se inscribe la instancia vocal. En un gran
número de novelas, la instancia de la narración va cambiando, ya sea de manera alternada,
interpolada, o multiplicándose de manera más o menos arbitraria, completando la información
acerca de la historia u ofreciendo una nueva historia. Por ejemplo, en Casa desolada, de
Charles Dickens, la voz dominante la constituye un narrador en tercera persona del tipo
omnisciente que permite grandes panorámicas espacio-temporales “objetivas”, pero matizado,
relativizado incluso, por una voz subjetiva—los capítulos interpolados del relato de Esther
Summerson.
En La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, la ambigüedad de las voces es
extraordinaria; no sólo porque hay dos narradores en primera persona y es difícil anclar la
identidad de cada uno de ellos, sino que, además, hay una voz en tercera persona que a veces
narra desde la conciencia de los personajes, a veces desde fuera (por esta forma tan
distanciada de narrar en focalización externa no sabremos quién mató al Esclavo sino hasta el
final). De hecho la extrema cercanía entre una narración en primera persona y una en tercera,
focalizada en la conciencia del personaje nos hace dudar de la identidad de uno de los
narradores en primera persona, creyendo que se trata de Alberto cuando es, en realidad, el
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Jaguar cuya identidad como narrador en primera persona se irá develando hacia el final. Así la
fragmentación vocal puede crear esta sensación de inestabilidad, de incertidumbre no sólo en
la identidad de los personajes sino en la construcción misma del mundo narrado.
En la extraordinaria orquestación vocal, que corresponde al mosaico espacio-temporal
de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, hay una cierta alternancia en bloques de secuencias entre las
narradas en primera persona por Juan Preciado y aquéllas que componen el rompecabezas de
la historia de Pedro Páramo, narradas en tercera persona. Empero, dentro de este díptico vocal
dominante se multiplican las voces y los niveles: narran unos que antes eran personajes—
Damiana Cisneros, Eduviges, Dorotea—para colmar el vacío de información que caracteriza a
Juan Preciado como narrador no informado; narra Susana San Juan desde ultratumba, aunque
ya antes había figurado como personaje en el relato en tercera persona sobre la adolescencia
de Pedro.
En El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, narra un marino en primera persona,
quien luego cede, o mejor dicho sucumbe ante la palabra de Marlow, otro marino que también
narra en primera persona. Marlow es otro de esos narradores desinformados que cuenta una
historia que originalmente desconoce pero la va armando paulatinamente, como un
rompecabezas, a partir de otros “informantes”, verdaderos narradores delegados que lo
ayudan a construir la historia penosamente, multiplicando vertiginosamente las instancias de
la narración, lo cual implica multiplicar la mediación, interponiendo una distancia—y una
incertidumbre—cada vez mayor entre los hechos referidos y su recepción por el lector.
Estos rompecabezas vocales no son, necesariamente, un juego perverso; algo nos
quieren decir y para ello debemos interrogarlos, confrontarlos, relativizarlos, para poder así
desentrañar una significación narrativa compleja. Cuando aquél que antes era personaje
asume el acto de la narración para colmar huecos en la historia, ese acto de enunciación
narrativo lo convierte en un narrador delegado cuya perspectiva y/o grado de conocimiento
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de la historia habrá que confrontar con la del narrador principal e interpretar en consecuencia;
en cambio, cuando aquél que antes era personaje asume el acto de la narración para contar una
nueva historia, habrá que preguntarse qué relación tiene esta historia enmarcada con respecto
a la narración que la enmarca: las matrushkas narrativas—del tipo Mil y una noches—no
están ahí nada más para darnos un vértigo narrativo: algo significan.
Ahora bien, en el espacio de incertidumbre que se abre al multiplicar las instancias de
la narración, aparece una figura suplementaria a la del narrador: la del autor implícito,
concepto de Wayne C. Booth que nos permite evadir los enredos con los datos biográficos del
autor histórico (y ni qué decir del existencial, el de carne y hueso), confusión que en nada
ayudaría a iluminar la significación narrativa de un texto. Frente a la multiplicidad de
narradores y la consiguiente incertidumbre, surge la pregunta: ¿quién organiza este relato?,
¿quién es el responsable de esta orquestación en voces? Cuando en una novela se interpolan
otros discursos—periodísticos, publicitarios, epistolares, epigráficos u otros—¿quién los
incluye?, y, sobretodo ¿qué quieren decir? En general, todas estas funciones de selección y
organización están a cargo del narrador cuando es él la única fuente de información (narradorautoridad, autorizado, ¿autoritario?), pero cuando pierde este “monopolio”, en la rivalidad que
necesariamente se da entre su voz y la de otros, ¿quién es responsable de las interpolaciones,
de las citas, de los otros discursos? La figura del autor implícito se convierte así en un centro
de indagación ideológica, una directriz en el entramado del relato.
Más aún, como ya lo habíamos apuntado, en esta arena de la multiplicidad vocal crece
exponencialmente el problema de la confiabilidad con respecto a los narradores, si tan sólo
porque entra en juego el problema de la perspectiva que, al multiplicarse, relativiza la
significación de lo que se nos dice. Pero antes de abordar el problema de la perspectiva
narrativa, quisiera regresar a la diversidad discursiva de un relato.
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II.
Los tipos de discurso que configuran un relato
Hemos venido insistiendo en que la mediación narrativa—es decir, la figura de un narrador—
es constitutiva de un relato verbal, lo cual implica que el discurso narrativo es la forma
discursiva dominante. Como diría Gérard Genette, el discurso narrativo—o texto—es lo único
que tenemos a nuestra disposición para analizar la realidad narrativa. Es discurso, en tanto
que alguien lo enuncia; es narrativo, en tanto que ese alguien cuenta una historia. Añadiría yo
otras características que permiten, tipológicamente, distinguir el discurso narrativo de otras
formas discursivas. Por una parte, el encadenamiento lógico-cronológico—es decir
entramado—de por lo menos dos acciones le da al discurso narrativo una identidad mínima.
Por otra parte, en términos puramente sintácticos, el discurso narrativo tiene un perfil
específico que le da su identidad: es un discurso que se construye en una especie de montaje
temporal en distintos planos que se distinguen por los tiempos gramaticales correspondientes;
toda una puesta en escena que implica una correlación de los tiempos verbales en términos
relativos de anterioridad, posterioridad, simultaneidad, contemporaneidad, etc.; todos ellos
interconectados por adverbios y frases adverbiales de todo tipo que señalan los tiempos
diferentes y sus relaciones entre sí, tramándolos, y en esa trama elemental de la articulación
temporal de las acciones estaría la esencia del discurso narrativo, como una entidad diferente
de otros tipos de discurso: “Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y,
con el mesmo tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba
tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo...” (Quijote, I, XVII).
No obstante, y muy a pesar de la relativa dominancia del discurso narrativo como
modalidad enunciativa básica, todo relato verbal está configurado a partir de una pluralidad
de discursos. Como diría Bajtín, la novela es polifónica y en ella se dejan oír toda suerte de
discursos sociales, culturales, profesionales, idiosincrásicos... Podríamos afirmar, con todo,
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que en el relato, especialmente la novela, dominan dos modos básicos de enunciación en
alternancia: el discurso narrativo (la mediación fundamental de todo relato verbal) y el
dramático o discurso directo (la representación no mediada—narrativamente, claro está—de
la acción humana por medio del diálogo de los personajes). Así, en la novela hay dos voces
dominantes—aunque cada una de ellas sea susceptible de multiplicarse—y por ende dos
modos dominantes de enunciación: habla el narrador, habla el personaje; el primer modo de
enunciación es narrativo, el segundo dramático. Una forma sintética en la que convergen
ambos modos la constituye el discurso indirecto libre, en el que el discurso narrativo se
apropia del discurso, esencialmente dramático, del personaje para narrarlo. El discurso
indirecto libre abre un espacio que podríamos llamar estereofónico, incluso estereoscópico,
pues gracias a una doble referencia temporal y aun espacial—la del narrador, para quien lo
narrado ya es pasado, y la del personaje, para quien lo que ocurre está apenas en proceso y es
parte de su experiencia aquí y ahora—pasado y presente se funden en un solo acto de
enunciación. Más aún, en el discurso indirecto libre existe la posibilidad de dos perspectivas
simultáneas—la del narrador y la del personaje—convergiendo en una misma estructura
sintáctico-semántica. “Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba
a despertarse, que estaba despierto...” (Cortázar, “La noche boca arriba”). Como podrá
observarse, las cursivas remiten a un discurso narrativo que se articula a partir de una tercera
persona y un pasado estructurado en modulaciones temporales correlacionadas (alcanzó,
sabía, iba a despertarse); no obstante, los subrayados claramente remiten a la experiencia
inmediata del personaje—el “ahora” en el texto de Cortázar es el ahora del moteca, no del
narrador.
Al tríptico discurso narrativo-discurso directo-discurso indirecto libre se añade, como
posibilidad, una tercera forma discursiva, el discurso gnómico o doxal—caracterizado por el
discurso argumentativo o generalizante, enunciado en el presente intemporal de la
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generalización, la reflexión filosófica y la enunciación de leyes—discurso por medio del cual
el narrador expresa sus opiniones y reflexiona sobre el mundo, incluyendo aquél que su
narración va construyendo. Empero, es importante hacer notar que el discurso gnómico no es
privativo del narrador; podría, igualmente, ser pronunciado por un personaje. Por eso es muy
importante aprender a distinguir las voces que nos hablan, con objeto de poder afiliar
vocalmente una cierta postura ideológica. Y es que en el discurso dramático de los personajes
se abre el escenario a la heterogeneidad discursiva. Así un personaje toma la palabra para
expresar sentimientos, dar órdenes, amenazar, exhortar, persuadir, seducir... incluso para
narrar o para dar opiniones—en estos dos últimos casos se reduplican, como en espejo, las
funciones mismas del narrador. Es entonces que el personaje se convierte en un narrador, ya
sea delegado porque completa la historia, ya sea como el narrador segundo de una nueva
historia (enmarcada).
Ahora bien, todo discurso es, por así decirlo, una puesta en perspectiva. Importa
entonces analizar los discursos que orquestan un relato para ubicar esa mirada sobre el mundo
que cada uno de ellos conlleva y que, inevitablemente, entra en conflicto con los demás.
III.
La perspectiva narrativa: una postura frente al mundo
Todo relato está inscrito en un haz de perspectivas que matizan y relativizan la
representación/construcción del mundo narrado. La perspectiva narrativa se define
elementalmente como un filtro, es decir, una selección y una restricción de la información
narrativa (Genette). Ningún relato, por exhaustivo que se quiera, cuenta todo de manera
irrestricta; ni el más omnisciente de los narradores lo sabe todo ni cuenta todo lo que sabe.
Cualquier representación inteligible de acción humana implica una selección y, por ende, un
sistema de inclusiones y exclusiones, así como de restricciones que organizan todos los
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aspectos del relato. Las restricciones o limitaciones pueden ser de orden espacial, cognitivo,
lingüístico, perceptivo, moral, ideológico, etc., atribuibles ya sea al narrador o a los
personajes. Cuatro son las perspectivas básicas: la del narrador, la del personaje, la de la
trama y la del lector (Iser, Pimentel). Por comodidad hablamos de cuatro, pero habría que
pensar que cada una puede, a su vez, multiplicarse indefinidamente convirtiendo el haz de
perspectivas en un verdadero laberinto o en una auténtica maraña.
a) La perspectiva del narrador
Hemos visto que el narrador puede asumir una postura frente al mundo por medio del
discurso gnómico, pero también puede hacer valer su perspectiva asumiendo una postura
frente a su relato, haciendo valer su privilegio cognitivo por encima de cualquier otro
personaje, moviéndose en el tiempo y en el espacio ad libitum; tiene, además, la libertad de
entrar a la conciencia de cualquiera de sus personajes cuando y como quiera—en pocas
palabras, se trata de un narrador que se impone un mínimo de restricciones al narrar, el
tradicional narrador omnisciente que narra en focalización cero, en la terminología de
Genette, lo cual implica precisamente una narración sin un foco definido. Pero el narrador en
tercera persona, aun cuando sea él quien enuncia, puede renunciar a sus privilegios cognitivos
y focalizar su relato en la conciencia de algún personaje—narración en focalización interna,
según Genette—; en otras palabras puede no hacer valer su perspectiva a pesar de ser el
enunciador del discurso. Asumirá entonces todas las limitaciones del personaje y sólo narrará
desde esa perspectiva, como si no supiera más de lo que el personaje sabe, ni pudiera percibir
más de lo que el personaje percibe. Las formas discursivas privilegiadas para la narración
focalizada son el discurso indirecto libre y la pisconarración (Cohn). En la primera, como lo
hemos visto, convergen dos voces, dos discursos—el del narrador y el del personaje. Claro
está que el discurso del narrador, en ese caso, se puede hacer tan transparente que sólo quede
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de su voz el armazón básico de la elección gramatical del tiempo pasado y la tercera persona,
haciendo que las peculiaridades sintácticas, léxicas y semánticas del discurso sean atribuibles
al personaje y no al narrador. En el caso de la psiconarración, en cambio, el narrador da
cuenta de los procesos mentales de su personaje aunque las palabras, como tales, no sean
necesariamente atribuibles al personaje sino al narrador. De cualquier modo, el relato está
focalizado, en mayor o en menor grado, en la conciencia de ese personaje. Las marcas
discursivas de la psiconarración son, esencialmente, lo que podríamos llamar psicoverbos, es
decir, verbos que señalan la interioridad de la acción referida: sintió, pensó, imaginó, temía,
deseaba, le repugnaba... Ahora bien, si focalizar el relato en la conciencia de un personaje le
implica al narrador abandonar su perspectiva, aun así puede hacerla valer por medio de
disonancias que nos hablen de las limitaciones no ya del personaje sino del narrador. Son en
especial notables en estos casos las disonancias morales o ideológicas. Un buen ejemplo es el
“duelo” moral que se establece entre el narrador y Aschenbach en Muerte en Venecia, de
Thomas Mann, a pesar de que se trata de un relato focalizado en el protagonista, puesto que
no vemos ni sabemos más de lo que ve o sabe Aschenbach; nunca se nos permite, por ejemplo
(y cuánto nos gustaría), el ingreso a la conciencia de Tadzio o a la de su madre. Sin embargo
la disonancia va creciendo conforme evoluciona el relato, convirtiéndose en un duelo de
perspectivas, de visiones de mundo.
Si un narrador en tercera persona tiene estas opciones de restricción modulada, el
narrador en primera persona no tiene otra opción que la de focalizar en sí mismo. No obstante,
tiene el privilegio de multiplicar sus perspectivas en el tiempo, pues siendo ese mismo “yo”,
puede hacer valer su perspectiva como yo-que-narra o su perspectiva—incluso sus múltiples
perspectivas—como yo-narrado a lo largo del tiempo. En pocas palabras, el “yo” de la
primera persona puede moverse entre sus perspectivas como narrador y como personaje. Una
consecuencia interesante de que la narración en primera persona esté pre-focalizada—como
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diría Genette—es que no pudiendo penetrar en la conciencia de nadie más que en la del
propio “yo”, toda narración sobre el otro es, necesariamente, una narración en focalización
externa; es decir, lo que se representa es la imposibilidad de penetrar en la conciencia de
otros. Esto es especialmente notable en narración testimonial, en la que el centro de interés
narrativo no es la vida del narrador sino la de otro; el narrador participa en los hechos
referidos pero sólo como testigo. La interioridad del otro, en estos casos, se ve sometida a una
mediación más: la especulación del narrador con respecto a lo que el personaje sienta o
piense—especulación marcada por verbos como: supongo, me imagino, tal vez,
probablemente, puede ser que haya sentido... En este tipo de narración, la perspectiva es
claramente la del narrador en primera persona aunque modulada por la especulación sobre la
perspectiva del otro. Invoco nada más textos clásicos como The Great Gatsby, de Scott
Fitzgerald; “A Rose for Emily”, de William Faulkner, o Crónica de una muerte anunciada, de
Gabriel García Márquez.
Finalmente, la perspectiva del narrador se articula también en las peculiaridades de su
lenguaje: la sola elección léxica nos habla ya de un mundo y de una postura frente a él. El
lenguaje, como bien lo ha estudiado Bajtín en su teoría de la heteroglosia (término traducido
también como plurilingüismo), está perspectivado: cada idiolecto, cada discurso social,
profesional, político, religioso, etc., incide en el mundo con una mirada que le es propia.
Cuando un narrador de Balzac nos habla de la “inocencia” de los ojos azules de un personaje,
cuando otro de James habla de un poeta como un “dios” al que no necesita defender sino
“contemplar”, la sola elección léxica está cargada ideológicamente. De tal suerte que
podríamos hablar de una articulación de perspectivas: la inscrita—casi podríamos decir,
preinscrita—en el lenguaje mismo, y la inflexión particular que le imprime la perspectiva
individual del discurso de un narrador. De hecho, lo mismo podría decirse de la manera en
que se articula la perspectiva del personaje.
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b) La perspectiva del personaje
Considerando que un personaje es una construcción puramente discursiva; que no tiene, en
otras palabras, otro ser que no sea el del lenguaje, es capital analizar su discurso como una de
las formas privilegiadas—aunque no la única—de acceder a su ser. Así como el narrador es
también un efecto de discurso, en el mejor de los casos una proyección enunciativa del autor,
y nunca el autor como tal, del mismo modo, un personaje no es una persona y por tanto no
puede tratársela como tal—aun aquellos, migratorios desde Balzac, que aparecen de manera
ubicua en muchas novelas.
La perspectiva de un personaje se articula entonces en los dos modos de enunciación
básicos del discurso. Por una parte, la perspectiva del personaje está vehiculada por el
discurso del narrador—la narración en focalización interna, como lo hemos visto. En esos
casos, es importante hacer deslindes discursivos, interpretar el origen del discurso, si son esas
las palabras que dijo originalmente el personaje o son las que usa el narrador para describirnarrar al personaje, y con qué grados de disonancia o de prejuicio lo está describiendo. Por
otra parte, la perspectiva del personaje se observa en su propio discurso—discurso directo—
en el que el lector puede detectar tanto la presencia de otros discursos (sociales, familiares, de
clase, de época, etc.) y, por lo tanto, de otras posturas frente al mundo que la inflexión
idiosincrásica del discurso del personaje asumirá como suyas, o bien las asumirá en una
actitud contestataria o irónica.
Claro está que el personaje puede ser descrito desde otra perspectiva que no sea la
suya: la del narrador y/o la de otro personaje que lo describa. En este último caso habría que
considerar que—como en el drama—aquel personaje que caracteriza a otro se caracteriza más
a sí mismo que al personaje sobre el que se pronuncia.
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c) La perspectiva de la trama (Pimentel)
¿En qué sentido podríamos hablar de la perspectiva de la trama? De acuerdo con la definición
elemental que hemos ofrecido de lo que es la perspectiva, en el entramado de un relato hay
una selección y una restricción de la información narrativa determinada por una orientación
temática y eso es lo que nos permite postular una perspectiva para la trama. No obstante, a
primera vista, postularla como una perspectiva independiente parecería un contrasentido, si
consideramos que es el narrador el que opera esa selección, el que va tramando su relato y por
lo tanto, al ser responsable de la selección, sería él quien le imprimiera, necesariamente, su
propia perspectiva. No obstante, habría que tomar en cuenta varios factores. En primer lugar
el hecho de que no todos los relatos, ni siquiera la mayoría, están organizados por un solo
narrador, con lo cual se da, inmediatamente, un conflicto de perspectivas. En segundo lugar,
el problema mismo de la confiabilidad que trae a un primer plano la disparidad entre la
perspectiva del narrador y la orientación de la trama. En tercer lugar, habría que considerar
que el haz de perspectivas que teje el discurso de los diversos personajes y que, desde luego,
no están necesariamente en consonancia con la del narrador, puede incidir de manera
importante en la orientación de la trama. Siguiendo en este aspecto, aunque de manera parcial,
las reflexiones de Peter Brooks, habría que pensar que una trama es un principio de
interconexión y de intención y, por ende, de sentido, en ambos sentidos, dirección y
significación; que, por ello, toda secuencia es intencional (aunque no necesariamente refleje la
intención del autor, ni siquiera la del narrador, sino la intencionalidad del texto—Ricoeur),
orientada por el tema, incluso por el final del relato (Kermode), que en sí acusa una
orientación temática y, por ende, ideológica. Es por ello que la trama no es solamente una
estructura organizadora sino una estructura intencional, una dirección, un sentido.
Ahora bien, la trama es ese punto de articulación entre lo que los formalistas rusos
llamaban la fabula y el sujet (Todorov), que no es otra cosa que la orientación temática de la
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fábula o historia; sería también un principio de organización que opera una síntesis entre lo
que los estructuralistas llaman la historia y el discurso (Todorov), relación binaria que
Genette refina en una relación tripartita—historia, discurso y narración—y que constituyen
las estrategias específicamente textuales que le van dando forma a esa historia. Si bien
historia y fabula se recubren de manera casi sinonímica, hay un hiato conceptual evidente
entre sujet y discurso; el primero designa la orientación temática, el segundo la organización
textual, las estrategias discursivas que vehiculan la historia. Es en este espacio conceptual,
entre discurso y sujet, que debemos pensar la trama. Quizá la definición que mejor zanja este
espacio es la que formula Ricoeur en términos de una configuración: la trama haría de una
simple cronología una configuración orientada por un sentido. Es en esta dinámica temporal,
como lo hemos visto, que se da esa esencial dimensión hermenéutica de la significación
narrativa, pues la narrativa misma es un modo de comprensión y de explicación (Brooks).
Más aún, esa configuración, en tanto que principio de selección orientada, constituye, en sí,
una perspectiva que no es necesariamente la del solo narrador, ni sólo la del los personajes, ni
siquiera la de las mismas convenciones que rigen el entramado, sino de la síntesis de todas
ellas. Piénsese, por ejemplo, en cuántas novelas decimonónicas la orientación de la trama va
en el sentido de castigar a la adúltera; perspectiva moral—de época, casi podríamos decir—
que con mucho rebasa la del autor o la del narrador, aunque no cabe duda que recibe su
inflexión individual de todas las perspectivas que interactúan en el relato.
Ahora bien, hay muchos tipos de trama (Muir, Gadamer, Ricoeur) que propondrían
diversas posturas frente al mundo desde su sola organización. Tramas de acción o de
aventuras que presuponen un mundo en que las acciones desencadenan otras tejiendo una
vasta red determinada causalmente, en la que los personajes son meros objetos que se mueven
estratégicamente de un eslabón al otro (La isla del tesoro, de Stevenson). Tramas centradas en
un personaje cuya actividad evoluciona en el tiempo y el espacio para abarcar “más mundo”,
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un espacio social que se despliega como un fresco, cuyo principio de organización no es
esencialmente causal sino episódico: las secuencias no se encadenan en términos de causa y
efecto, sino en términos de espacialidad y cronología. Ejemplo típico de esta forma de tramar
sería la novela picaresca. Tramas dramáticas y tramas de aprendizaje (Bildungsroman) en las
que el personaje incide en el curso de la acción y viceversa (“character is destiny”): la
actuación y evolución del personaje deciden la dirección de la acción; a su vez y de manera
recíproca, el acontecimiento incide en la evolución del personaje. Innumerables son las
novelas que responden a este tipo de entramado—Madame Bovary, de Flaubert, o Emma, de
Jane Austen, por mencionar sólo un par del tipo trama dramática; del tipo Bildungsroman, El
retrato del artista adolescente, de Joyce, Sons and Lovers, de Lawrence, o Buddenbrooks, de
Thomas Mann. En fin, tramas fragmentarias en las que el mundo se estrella, como Pedro
Páramo, de Rulfo, o The Sound and the Fury, de Faulkner; tramas que, al promover el
monólogo interior al primer plano de la representación de acción humana—una “acción”
plenamente interiorizada, “mentalizada”, por así decirlo, desdoblan la temporalidad de la
historia, de tal suerte que pueda postularse un tiempo de la historia exterior y otro interior—
Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, o un buen número de capítulos del Ulises, de Joyce. En
fin, que la forma de la trama es, en más de un sentido, la forma del mundo que la ficción
construye, en la que el lector resignifica su propio mundo.
d) La perspectiva del lector (Iser)
Finalmente, la perspectiva del lector es crucial para integrar a todas las demás. Es en el lector
donde convergen las otras perspectivas, pero es importante hacer notar que esto ocurre en el
tiempo, que esas otras perspectivas se activan y combinan en una constante actividad de
interpretación-reinterpretación, modificación, corrección, etc. Como diría Iser, al leer el lector
lo hace con un “punto de vista móvil”, temporal e interior a lo que va leyendo, pues no es
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posible aprehender nunca la totalidad de lo leído, como lo sería un objeto material, exterior,
que pudiera aprehenderse “de golpe”. Un texto, al ser no un objeto material sino mental pues
sólo se realiza en la lectura, nada más puede aprehenderse mentalmente, en el tiempo.
Empero, la mente del lector no es una “página en blanco” sobre la cual el texto se va
escribiendo de manera pasiva. El lector es ya, desde siempre, un ser que se posiciona frente al
mundo y, por ende, filtra, selecciona, al poner atención en ciertos aspectos del relato, recordar
unos y olvidar otros, conferir más importancia a algunos que a otros, etc. Es decir, además de
que las otras perspectivas convergen en el tiempo de manera gradual, matizada, corregida y
(re)interpretada, el lector hace pasar ese texto por el filtro de su subjetividad y desde su propio
horizonte cultural que sólo comparte parcialmente con el del texto. De este modo, si bien la
identidad puramente material del texto (el conjunto de sus signos, ordenados de cierta
manera) permanece más o menos la misma, cada lectura construye una “obra”, la
“representa”, la “ejecuta”—a la manera de un texto dramático o de una partitura musical
(Gadamer)—una obra que es la misma y a un tiempo otra, ya que surge del encuentro
fructífero de dos horizontes, el del texto y el del lector; un encuentro en el que, si bien la
mirada del lector activa la obra como un mundo diferente, la obra a su vez cambia al lector, lo
hace otro, si tan sólo porque en su experiencia posterior a la lectura de ese texto quedará
incorporado, con sus múltiples significaciones, el mundo posible construido por la
experiencia de la lectura.
IV.
Las coordenadas espacio-temporales del mundo narrado
(Genette, Pimentel)
Un mundo narrado es un mundo posible que establece, como principio de realidad básico, un
espacio y un tiempo que le son propios y que operan bajo su propia lógica; un mundo de
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ficción que es real, paradoja que es preferible evitar con el concepto genettiano de universo
diegético: un mundo de ficción considerado la realidad por sus habitantes, con unas
coordenadas espacio-temporales que designa la propia ficción. Así, en el universo diegético
de En busca del tiempo perdido es posible tomar un tren de París a Balbec,
independientemente de que la segunda ubicación no exista en los mapas del mundo del
extratexto; ese mismo universo diegético está marcado por la evolución de los
acontecimientos que va desde 1870 hasta, aproximadamente, 1925, independientemente de
que Marcel Proust haya muerto en 1922. Ahora bien los espacios diegéticos que construye el
relato tienen un significado que, en general, va mucho más allá de ser el escenario neutro pero
necesario sobre el que evoluciona la acción. Para proyectar la ilusión de ese espacio, la forma
textual privilegiada es la descripción (Pimentel) que construye el espacio y los objetos que lo
pueblan de manera analítica y temporal, al desplegar las partes y atributos de un objeto o
espacio en el tiempo inevitable de la lengua, el de la cadena sintagmática. Dos consecuencias
importantes de esta actividad eminentemente analítica y temporal. La primera es una cuestión
de perspectiva y de significación narrativa, ya que las partes y atributos desplegados en una
serie predicativa (Hamon) implican, necesariamente, una selección. Es a partir de la selección
que la persona, lugar u objeto descrito cobran una significación importante; la descripción es
como un crisol en el que se funden los valores temáticos y simbólicos de un relato. Podríamos
afirmar que el despliegue descriptivo no es un mero ornamento sino el espacio privilegiado en
el que se van desarrollando los temas del relato; de ahí el valor narrativo de la descripción. La
segunda consecuencia de esta dimensión analítica y temporal de la descripción tiene que ver
con la manera gradual en que se va construyendo esa impresión de mundo que le es propia a
los textos narrativos. Es el lector quien, en el tiempo, va operando las síntesis, literalmente va
construyendo los lugares y objetos gradualmente, corrigiendo, aumentando, modificando
imágenes a partir de descripciones parciales y recurrentes que dentro de su imaginación
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acaban haciendo mundo. Gracias a esa “suspensión de la incredulidad” (suspension of
disbelief) de Coleridge, el lector acepta ese universo diegético, que él mismo ha ayudado a
construir, como un mundo cuya realidad es incuestionable para los que ahí habitan y, al
haberlo construido en su imaginación, también para el lector que lo ha hecho suyo.
Biblografía 2
Bakhtine, Mikhail, 1981: The Dialogic Imagination. Four Essays. Austin & London:
University of Texas Press
Barthes, Roland, et al., 1982: Análisis estructural del relato. (Trads.) Beatriz Dorriots, Ana
Nicole Vaisse. México: Premia.
Booth, Wayne C., 1961: The Rhetoric of Fiction. Chicago: The University of Chicago Press.
Brooks, Peter, 1984: Reading for the Plot. Design and Intention in Narrative. Cambridge,
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Cohn, Dorrit, 1978: Transparent Minds: Narrative Modes for Presenting Consciousness.
Princeton: Princeton University Press
Culler, Jonathan, 1975: Structuralist Poetics. Ithaca, New York: Cornell University Press.
Doležel, Lubomír , 1998: Heterocosmica. Fiction and Possible Worlds. Baltimore & London:
The Johns Hopkins University Press.
Filinich, María Isabel, 1997: La voz y la mirada. México: Plaza & Valdés / BUAP /
Universidad Iberoamericana, Golfo-Centro.
Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método, I. (Trads.) Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito.
Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977
Genette, Gérard, 1972: "Discours du récit", en Figures III, Paris: Seuil.
Hamon, Philippe, 1972: "Qu'est-ce qu'une description?" Poétique 2
1981: Introduction à l'analyse du descriptif. Paris: Hachette.
Iser, Wolfgang, 1978: The Act of Reading. A Theory of Aesthetic Response. Baltimore and
London: The Johns Hopkins University Press [1976]
Kermode, Frank, 1967: The Sense of an Ending. Oxford & New York: Oxford University
Press.
Muir, Edwin, s/f: The Structure of the Novel. New York: Harcourt, Brace & World, Inc. “A
Harbinger Book”.
2
A lo largo del texto, « Sobre el relato », hago referencias entre paréntesis a aquellos teóricos que abordan ese
problema en cuestión con mayor profundidad. Esta breve bibliografía ofrece los datos correspondientes.
22
Pimentel, Luz Aurora, 1998: El relato en perspectiva. Estudio de teoría narrativa. México:
Siglo XXI / UNAM.
2001: El espacio en la ficción / ficciones espaciales. México: Siglo XXI /
UNAM.
Ricoeur, Paul, 1981: "The Narrative Function". In Hermeneutics and the Human Sciences.
Cambridge & New York: Cambridge University Press.
1983, Temps et récit I. Paris: Seuil.
1984: Temps et récit II. La configuration du temps dans le récit de fiction.
Paris: Seuil.
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versión al español : Tiempo y narración, I, II y III. México: Siglo XXI,
1995-1999.
Stanzel, Franz, 1984/1986 [1979/1982]: A Theory of Narrative (trans.) C.Goedsche.
Cambridge: Cambridge University Press.
(Theorie des Erzählens. Götingen: Vandenhoeck & Ruprecht)
Todorov, Tzvetan, 1968: Qu’est-ce que le structuralisme. 2. Poétique. Paris : Seuil.
1971 : Poétique de la prose. Paris : Seuil.
_____& Oswald Ducrot, 1972: Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje,
“Referencia”. México: Siglo XXI.
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