Academia.eduAcademia.edu

EL DESAFÍO DE MEJORAR LA ENSEÑANZA UNIVERSITARIA

Una propuesta para promover su innovación y jerarquizar su lugar en la Universidad. Hoy se exige, con razón, una educación superior más inclusiva y de mayor calidad para todos. Sin embargo, cuando se piensa en las muchas implicaciones cualitativas y cuantitativas de esas dos demandas y se las compara con lo que hasta ahora se ha venido haciendo para incrementar, en nombre de la inclusión y la buena educación, el acceso a ese nivel de la enseñanza, se cae en la cuenta del enorme desafío que se tiene por delante si se quiere avanzar en una respuesta seria a esas demandas. Porque incluir y ofrecer una formación de calidad implica mucho más que simplemente facilitar el acceso, aunque esto pueda considerarse una condición necesaria. Por razones complejas, que no se limitan al conocido deterioro de la enseñanza de nivel medio, los profesores universitarios de los primeros años saben que los alumnos que acceden a la universidad tienen hoy enormes dificultades de aprendizaje. Y aunque los diagnósticos al uso ponen su mayor énfasis en las carencias con que la mayoría llega a las aulas universitarias, se sabe también que una enseñanza poco o nada actualizada, no sólo en los contenidos que se enseñan sino también en la forma cómo se enseñan, es un factor adicional que plantea el desafío, no sólo de caracterizar el problema y explicar sus razones, sino también de identificar instrumentos de política apropiados para enfrentarlo. Una educación superior más inclusiva y de mayor calidad requiere, en consecuencia, instituciones y docentes dispuestos a innovar, a agregar valor a muchas de las acciones que se vienen realizando, a renovar lo que se enseña y sobre todo la forma cómo se enseña y los recursos de que se echa mano para ello. Esto vale sin duda para todas las instancias y niveles de la enseñanza, pero vale especialmente, en lo que aquí nos concierne, para los procesos de enseñanza y aprendizaje de los primeros años de la universidad.

EL DESAFÍO DE MEJORAR LA ENSEÑANZA UNIVERSITARIA Una propuesta para promover su innovación y jerarquizar su lugar en la Universidad El autor agradece especialmente la colaboración de María Ruiz Juri en la preparación de este capítulo, así como la atenta lectura de una versión preliminar del manuscrito, pero ella no es en modo alguno responsable de lo que finalmente aquí se dice ni de la forma en que se lo dice. Eduardo Sánchez Martínez Introducción Hoy se exige, con razón, una educación superior más inclusiva y de mayor calidad para todos. Sin embargo, cuando se piensa en las muchas implicaciones cualitativas y cuantitativas de esas dos demandas y se las compara con lo que hasta ahora se ha venido haciendo para incrementar, en nombre de la inclusión y la buena educación, el acceso a ese nivel de la enseñanza, se cae en la cuenta del enorme desafío que se tiene por delante si se quiere avanzar en una respuesta seria a esas demandas. Porque incluir y ofrecer una formación de calidad implica mucho más que simplemente facilitar el acceso, aunque esto pueda considerarse una condición necesaria. Por razones complejas, que no se limitan al conocido deterioro de la enseñanza de nivel medio, los profesores universitarios de los primeros años saben que los alumnos que acceden a la universidad tienen hoy enormes dificultades de aprendizaje. Y aunque los diagnósticos al uso ponen su mayor énfasis en las carencias con que la mayoría llega a las aulas universitarias, se sabe también que una enseñanza poco o nada actualizada, no sólo en los contenidos que se enseñan sino también en la forma cómo se enseñan, es un factor adicional que plantea el desafío, no sólo de caracterizar el problema y explicar sus razones, sino también de identificar instrumentos de política apropiados para enfrentarlo. Una educación superior más inclusiva y de mayor calidad requiere, en consecuencia, instituciones y docentes dispuestos a innovar, a agregar valor a muchas de las acciones que se vienen realizando, a renovar lo que se enseña y sobre todo la forma cómo se enseña y los recursos de que se echa mano para ello. Esto vale sin duda para todas las instancias y niveles de la enseñanza, pero vale especialmente, en lo que aquí nos concierne, para los procesos de enseñanza y aprendizaje de los primeros años de la universidad. En esta instancia los problemas de una débil formación previa son manifiestos y se deben por lo tanto considerar y en lo posible remediar, pero no son los únicos. Los docentes de los primeros años observan, en efecto, que los que tienen problemas para aprender no son sólo los que vienen con carencias debido a su pobre formación y a un background sociocultural débil (las generaciones que acceden por primera vez a los estudios superiores), sino que son casi todos los alumnos los que parecen tener problemas relacionados con el aprendizaje (los de las generaciones que acceden por primera vez y los que pertenecen a las generaciones que desde hace mucho tienen acceso a este nivel). De muchos de estos alumnos que tienen dificultades para aprender en la universidad, no se puede decir simplemente que no quieren o que no están dispuestos o capacitados para aprender, porque en otros ámbitos y contextos muchos de ellos se muestran motivados y aun con dificultades terminan aprendiendo aquello que despierta su interés. Pareciera entonces que, si en la universidad se prestara más atención a las características de los jóvenes de este tiempo y se les enseñara de otra forma, con los muchos recursos que la pedagogía y la tecnología hoy ponen a disposición, ellos tal vez se mostrarían más motivados y tendrían menos dificultades para aprender. Tanto para las generaciones que recién se asoman a la universidad, como para aquellas que siguen estudios superiores como parte de un hábito sociocultural y familiar consolidado, la enseñanza tradicional ya no logra resultados aceptables. Una de las críticas principales a este tipo de enseñanza tiene que ver con el hecho de que el aprendizaje que se logra como resultado es muy limitado si se basa en la repetición más o menos memorística de conceptos que no se han logrado comprender ni aplicar a situaciones de la vida real, así sean simuladas. Sin pretender simplificar tampoco las cosas suponiendo que todo se debe a la forma cómo se enseña, pero sabiendo que éste es un factor con una fuerte incidencia en los resultados que se logran, pareciera que el desafío a responder no es otro que el de ayudar a innovar y mejorar, promoviendo otras formas de enseñar, de modo que el esfuerzo que apunta a una mayor inclusión y calidad no se limite a un acceso que termina muy pronto en abandono (piénsese en las altísimas tasas de desgranamiento de que dan cuenta las estadísticas disponibles), sino que ello sea una oportunidad para que una proporción cada vez mayor de quienes ingresan a la universidad puedan avanzar efectivamente en su formación logrando el objetivo que se han propuesto y que las propias instituciones de educación superior tienen seguramente planteado como su mismísima razón de ser. Ahora bien, no hay razones para esperar que el esfuerzo de innovación que ello implica ocurrirá simplemente confiando en la voluntad individual de los docentes o en el esfuerzo institucional para que lo hagan. Aunque esas son condiciones necesarias, indispensables, no son sin embargo suficientes. Entre otras razones, porque se trata de innovaciones que requieren de los docentes, sobre todo inicialmente, más creatividad, más dedicación y más trabajo que el que hoy dedican a su tarea. Y a las instituciones les demandan más recursos y mejor gestión para promover y apoyar ese trabajo. La experiencia en esta materia da cuenta de que sin medios que compensen esos requerimientos y demandas, difícilmente se pueda avanzar. En este capítulo se plantea que más allá de las actitudes y de los necesarios esfuerzos individuales e institucionales, se requieren instrumentos de política pública que apunten específicamente a promover la innovación y a jerarquizar como consecuencia el lugar de la enseñanza y de la tarea específicamente docente en la Universidad. En esa dirección, se sostiene aquí que un mecanismo de incentivos a nivel del sistema universitario que apunte a apoyar el diseño e implementación de “proyectos de innovación pedagógica” que estén mediados por la tecnología y adaptados a cada contexto institucional, es hoy una alternativa estratégica que resulta conveniente ensayar. Pero no es lo único. Porque su éxito está asociado al desarrollo de otros compromisos e instrumentos de política orientados a mejorar la gestión institucional, que se deberán identificar y trabajar para que converjan en un apoyo sistémico a un mejoramiento de la enseñanza que resulte efectivo y convincente por su impacto en la calidad de los aprendizajes y en la inclusión. La mayor dificultad estriba en lograr identificar con claridad las características que debieran reunir tales proyectos para resultar elegibles, su evaluación ex-ante y sobre todo la necesaria evaluación ex-post en vistas a constatar resultados sustentables en el tiempo que por su carácter en buena parte cualitativo no es fácil visualizar. Ello es, sin embargo, de importancia decisiva, no sólo para que se justifique el esfuerzo económico que implica un sistema de incentivos, en particular cuando los resultados que se buscan muchas veces no se pueden apreciar en el corto plazo, sino también para que se justifique intentar generalizar una experiencia que inicialmente deberá tener el carácter de piloto . La enseñanza universitaria en cuestión Aunque se trata de una de las funciones sustantivas de la universidad, y en muchísimos casos la más demandante en términos de recursos dada la creciente cantidad de alumnos a atender, la enseñanza universitaria no ha sido tradicionalmente objeto de mucho análisis ni menos de preocupación por su efectividad e impacto. Se suponía que la competencia disciplinar de los profesores era suficiente para garantizar buenos aprendizajes. En algunos de los países desarrollados, ello ha ocurrido en parte por la creencia de que quienes avanzan en la carrera de investigación pueden también cumplir bien las funciones de docencia, y en parte por el fuerte peso que la investigación tiene en muchas universidades, que de hecho ha ido dejando a la enseñanza en un plano si se quiere secundario, más allá de lo que digan sus estatutos y reglamentaciones. En países como el nuestro, donde la investigación en muchas universidades no ha adquirido aún la significación que sería deseable, la enseñanza ha terminado por insumir buena parte de los recursos disponibles, pero ello ha ocurrido simplemente por la creciente masividad de las aulas, sobre todo en los primeros años, y no por la prioridad que se le asigna ni por la realización de estudios y actividades destinados a mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje. La competencia del profesor en su disciplina, y la norma estatutaria (con frecuencia puramente formal) según la cual todo docente debe hacer investigación y todo investigador debe hacer docencia, han terminado por ser los factores que legitiman el acceso y el avance en la carrera docente, aun por concurso, sin otras condiciones relacionadas con la capacidad profesional de enseñar. Aun cuando la situación es heterogénea y diversa según las instituciones y unidades académicas, sólo bien tardíamente, muchas veces de modo polémico y siempre dificultosamente y a medias, la pedagogía ha intentado incursionar en la academia como asesoramiento y apoyo al trabajo de los profesores en los procesos de enseñanza que tienen lugar en algunas unidades académicas de muchas universidades. En los años recientes la situación parece estar cambiando, al menos en términos de la preocupación que se observa en varios países y universidades por la cuestión de la enseñanza y su lugar en la institución. Más allá de los esfuerzos de la profesión pedagógica y de algunas investigaciones empíricas que aportan conclusiones importantes aunque siempre provisorias, asoman algunos debates académicos y de políticas de educación superior que pueden llevar a revisar creencias, diagnósticos y políticas en la materia. Enseñar e investigar: el cuestionamiento de una creencia Uno de esos debates tiene que ver con la tradicional suposición de que siendo la enseñanza y la investigación dos de las funciones sustantivas de la universidad, todo académico no sólo está en condiciones de cumplirlas sino que es parte de su función trabajar en las dos, cuando no también en la función de transferencia, además de la frecuente participación que se les requiere en el trabajo de los cuerpos colegiados. Como se puede ver en libros y trabajos que pueden considerarse hoy clásicos, como el del astrofísico francés Vladimir Kourganoff (1973), hay argumentos sólidos que ponen en tela de juicio esa creencia tan generalizada. Porque una cosa es que toda universidad tiene que desarrollar ambas funciones para ser considerada verdaderamente tal Esto es bien discutible hoy, cuando precisamente por la fuerte demanda de enseñanza superior muchas instituciones de ese nivel ya no responden a la idea clásica de universidad, aun cuando estén constituidas como tales y sigan llamándose así. J.J. Brunner comprueba que entre las cerca de 4000 instituciones de educación superior latinoamericanas, la mayoría de ellas universidades, alrededor del 93% son instituciones puramente docentes, aunque en algunas de éstas haya algo de lo que él llama “investigación artesanal” (Brunner, 2012) , y otra bien distinta es que cada uno de sus miembros tenga habilidades para desempeñarse bien en la enseñanza y en la investigación en sentido estricto El término “investigación” tiene significados distintos según el contexto en que se la utilice (investigación policial, periodismo de investigación, investigación científica, etc.). En el campo de la educación, es frecuente hoy hablar de investigación en el sentido de exploración, de búsqueda de información sobre un determinado tema o asunto, y así, ya en la escuela elemental a los chicos se les enseña a “investigar”. En el campo académico, investigación en sentido amplio suele hacer referencia a la búsqueda y análisis de la información existente sobre determinados temas (no siempre novedosos o recientes) para estar actualizado sobre ello, pero en sentido estricto el término investigación hace referencia al trabajo intelectual de carácter científico que lleva al descubrimiento de conocimientos nuevos, no existentes hasta el momento en el bagaje de conocimientos del campo disciplinar de que se trate. Por cierto que esta acepción debe adecuarse o matizarse cuando se habla, por ejemplo, de investigación aplicada, de investigación-acción, etc.. Cada una de esas funciones requiere condiciones personales y competencias profesionales bien distintas, y más allá de que afortunadamente hay académicos que pueden desempeñarse muy bien en ambas, los intentos de generalizar a todos esa doble competencia y responsabilidad lleva en muchos casos a que no se cumpla bien ninguna de las dos, cuando no a situaciones de tensión personal e institucional que tampoco contribuyen a la existencia de un ambiente intelectual saludable para la el desarrollo de la vida académica Conviene tener presente, además, que la distinción tiene sus matices y varía según el campo disciplinario de que se trate. La modalidad de enseñanza no es la misma en disciplinas donde los alumnos aprenden a través de su participación en la investigación que se desarrolla en el laboratorio, que en otras donde la enseñanza y la investigación aparecen como actividades bien distintas y hasta independientes. . En el mismo sentido, aunque en un contexto bien diferente al nuestro, una investigación reciente sobre la formación pedagógica de los profesores universitarios en Suecia (Ödalen et al., 2016), da cuenta de que en el último cuarto de siglo la educación superior de ese país ha pasado por una transformación profunda, como consecuencia de que la creciente masividad en las aulas universitarias, que no fue acompañada por un incremento presupuestario acorde, ha generado una seria amenaza a la calidad de la enseñanza, agravada por el hecho de que los docentes universitarios perciben que la preparación académica del estudiante medio ha venido declinando. En ese contexto, el debate parece haber llegado a su pico este año, 2016, cuando el ministro de educación superior declaró que las competencias pedagógicas de los docentes universitarios, que en su mayoría tienen el grado académico de PhD, eran insatisfactorias y se debían imponer mayores requerimientos pedagógicos para ser elegibles para la carrera docente universitaria. Sin duda, el interés de casi todos ellos al abrazar la carrera académica es la investigación más que la docencia, amparados en la suposición, que también parece existir en Suecia, de que “ser un buen investigador implica también ser un buen docente”, cuando en verdad -dicen los autores- cabría cuestionar si hay un vínculo causal tan claro entre “ser bueno en investigación” y “ser un gran profesor”. Como sea, este debate y la situación en las universidades parecen estar reflejando una creciente conciencia de que “no puede darse por supuesto que el hecho de que un individuo tenga un doctorado implica también que está bien pertrechado para la enseñanza” (ibidem). Y no solamente en Suecia, porque debates de este tipo se repiten de modo abierto o velado en varios de los países y universidades que por su nivel de desarrollo y reconocimiento académico solemos tener como referencia. En Estados Unidos, por caso, no es precisamente nueva la preocupación por la situación de la enseñanza en relación a la investigación. Según refiere David Dill (2003), fue Robert Nisbet quien analizó y censuró ya en 1970 el creciente desequilibrio que observaba entre enseñanza e investigación en las universidades de su país, que él atribuía en parte a un cierto debilitamiento de creencias arraigadas entre el profesorado sobre sus obligaciones profesionales, y en parte a a un debilitamiento de los vínculos entre las estructuras internas de las instituciones con las consecuencias que ello tiene para el comportamiento profesional de los profesores en relación a sus responsabilidades para con la enseñanza. Desde entonces, lo que se observa según Dill es que la relación entre enseñanza e investigación en el mundo universitario está cambiando al menos de dos formas, con la consiguiente preocupación: por un lado, hay una creciente preocupación porque los recursos destinados a la enseñanza están siendo usados para subsidiar la investigación (subvenciones cruzadas, fundamentalmente por el tiempo que los profesores dedican a la investigación a costa de la enseñanza); y por otro lado, hay también preocupación porque los profesores están cada vez menos comprometidos en mejorar la calidad del aprendizaje de los estudiantes, y en cambio sí lo están en asegurar sus propias agendas de investigación. Y no es sólo preocupación por la mayor importancia y prioridad que de hecho se asigna a la investigación como tal. Hoy en día, en todas partes y en particular en Estados Unidos, la búsqueda de prestigio se ha convertido en una obsesión de casi todas las universidades, prestigio que contrariamente a lo que pudiera suponerse no deriva fundamentalmente de la calidad de la enseñanza que ofrecen y de los aprendizajes que logran sus alumnos sino de otro conjunto de factores que no siempre son un reflejo de esa calidad. “Es posible, dice al respecto Liz Reisberg, que la tradición académica dificulte reorientar las evaluaciones y las auditorías al aprendizaje y a la pedagogía. Existen poderosas tendencias que impactan negativamente contra la creciente preocupación por parte de los organismos de aseguramiento de la calidad. El prestigio, los rankings y el financiamiento recompensan la investigación con mayor facilidad que la excelencia en la enseñanza” (Reisberg, 2014: 255). Ampliando un poco el alcance de la mirada, es tal vez exagerado hablar de una “subordinación de la enseñanza a la investigación”, como pareciera que lo hace A. Bernasconi (2015), aunque según él mismo señala eso no es ya sostenible. Y ello, porque sin subestimar la relevancia que cada vez más tiene la investigación para el prestigio de las instituciones en las que se realiza y para el desarrollo de los países, es cierto que no se puede negar que la mayoría de instituciones de educación superior en el mundo, en gran parte universidades, no hacen en rigor investigación y que para ellas la única excelencia factible es la de la enseñanza y el aprendizaje. Y tampoco se puede negar, agrega Bernasconi, que para la gran mayoría de estudiantes que no asiste a instituciones de élite (las “universidades de investigación” o similares), la existencia de una masa crítica de docentes con probada competencia en el arte de enseñar es lo que hace la diferencia entre una alta probabilidad de elevadas tasas de abandono o la posibilidad más real de lograr un buen dominio de la disciplina o profesión que el título respalda. La pregunta por la calidad de la enseñanza Un segundo debate tiene que ver con el complicado problema de la calidad y efectividad de la enseñanza en el nivel superior. Los sistemas de aseguramiento de la calidad, establecidos y activos desde hace ya varias décadas en la mayoría de los países, no han logrado evitar que siga todavía en pié la pregunta por la calidad de la enseñanza, específicamente, y no sólo por la calidad institucional en general. Ello como consecuencia de que la mayoría de esos sistemas se limitan a evaluar poco más que los insumos con los que las instituciones universitarias cuentan para el cumplimiento de sus funciones sustantivas, sin que logren penetrar en el corazón mismo de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Es sabido, por ejemplo, que en un país que cuenta con una cantidad importante de buenas universidades, como Estados Unidos, en los últimos años se vienen cuestionando sus sistemas de acreditación, con más de un siglo de existencia, entre otras razones porque los indicadores y estándares utilizados parecen no dar suficiente cuenta del nivel de desempeño de las instituciones, y también, porque los criterios que se tienen en cuenta no logran penetrar en los procesos de enseñanza y aprendizaje, su efectividad y sus debilidades en términos de resultados (Dill, 2014), más allá de sus logros en materia de investigación, que como se ha dicho antes para las grandes universidades es sin duda lo prioritario y en función de lo cual se organiza y se desarrolla la enseñanza. Para las políticas públicas, tanto del gobierno federal cuya influencia allí es siempre indirecta, como de los gobiernos estatales que pueden ejercer un mayor control a través de las regulaciones y el financiamiento, la preocupación mayor tiene que ver precisamente con los resultados que se logran y con el buen uso de los recursos que se asignan. Pero muchos académicos y organismos responsables de la calidad parecen dudar mucho de que ese tipo de resultados cuantificables reflejen realmente aspectos mucho más cualitativos propios de los procesos de enseñanza y su impacto en los aprendizajes de los estudiantes, aunque esos aspectos son por supuesto mucho más difíciles de observar y medir. En el Reino Unido, donde el nivel de la enseñanza en las universidades ha sido siempre bien valorado gracias a los buenos diseños curriculares y al tradicional y reconocido compromiso de sus académicos con el sostenimiento de altos estándares de calidad, se reportan tres iniciativas recientes que ponen su atención en la calidad de la enseñanza y los aprendizajes Una primera tiene que ver con los procesos de evaluación de la calidad de los organismos de financiamiento en los años recientes (2014 y 2015), que sobre todo en Inglaterra y Escocia generaron un fuerte sacudón en los abordajes internos y externos de evaluación de la calidad de la enseñanza. Otra de las manifestaciones de esta preocupación por la enseñanza tiene que ver con la puesta a consideración de una directiva de trabajo sobre “excelencia en la enseñanza”, anunciada por el Ministro de Educación Superior en Londres, cuyo contenido forma parte de un “Libro Verde” publicado en 2015. Y el tercer hecho importante es la conformación de una Comisión Parlamentaria que ha comenzado su trabajo analizando las dos propuestas comentadas así como su potencial impacto en el conjunto del sistema de educación superior del Reino Unido (Middlehurst, 2016: 27). . Ello está generando debates tan interesantes como arduos, que seguramente tienen, como señala R. Middlehurst (2016), motivaciones y explicaciones desde distintas perspectivas (política, económica, social), pero que más allá de ello muestran la preocupación no sólo académica sino de alta política por el lugar de la enseñanza y la calidad y efectividad que realmente tiene en un mundo hipercompetitivo y un sistema académico necesitado de atraer estudiantes de todo el mundo. Este inesperado protagonismo de la enseñanza en tiempos de fuerte apuesta por la investigación era algo desconocido hasta no hace mucho tiempo. En este segundo debate sobre la calidad de la enseñanza se inscriben también frecuentes manifestaciones expresadas en distintos ámbitos universitarios de nuestro continente, aunque en Argentina esa discusión, como tantas otras, no tiene aún la presencia y el vigor que sería deseable. María José Lemaitre, una distinguida especialista chilena con vasta experiencia internacional en evaluación de universidades, que en años pasados presidiera la Red Internacional de Agencias de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior (INQAAHE, según su sigla en inglés) expresa muy bien, en un trabajo de hace algunos años, algunas de esas preocupaciones y desafíos. Constata, en efecto, que la educación superior está sujeta hoy a fuertes presiones a favor del cambio, al que debe hacer frente en condiciones por demás difíciles. “Se le sigue exigiendo, señala, que atraiga y trabaje con estudiantes altamente calificados (los mejores y más brillantes de cada generación) y que también capacite a los profesionales, investigadores y científicos de alto nivel que la sociedad necesita (…). Al mismo tiempo, se le exige que acepte y capacite a una población mucho mayor de estudiantes, con diferentes experiencias de vida, nuevas aspiraciones y calificaciones académicas generalmente inferiores, que necesitan desarrollar áreas y habilidades que hasta ahora no han formado parte del currículo universitario común” (Lemaitre, 2009: 175). La mayoría de estos cambios y desafíos, agrega, tienen un fuerte impacto tanto en la gestión de las instituciones como en la función de enseñanza de las universidades, que según ella debe redefinirse no sólo organizacionalmente sino también en sus diseños curriculares y en sus enfoques pedagógicos para atender las necesidades de formación de esa población tan heterogénea y diversa. En este contexto, la docencia demanda una atención prioritaria en las instituciones, por lo cual es necesario, dice, “revalorizar(la) como una función crítica y ajustar los métodos para el desarrollo, evaluación y promoción del personal académico… Si la docencia tiene un rol central en una institución de educación terciaria, la organización académica, que tradicionalmente se concentra en el desarrollo de las disciplinas, debe hacerse cargo de ello. La forma en que se distribuyen los recursos también debe reflejar este énfasis, al igual que los mecanismos para su distribución. Esto incluye políticas de contratación e inversión, estrategias de desarrollo académico, los contenidos de la investigación, y los estudios, métodos y criterios utilizados para la evaluación del personal académico” (ibídem: 177). Es para atender a estos y otros desafíos que los sistemas de aseguramiento de la calidad, que son en general conservadores y a los que ella conoce muy bien, deben ”cambiar el enfoque” hacia una visión menos tradicional, fundamentalmente ayudando a las instituciones universitarias a desarrollar su capacidad de autorregulación, ya que la calidad de la enseñanza es finalmente responsabilidad principal de ellas y no de instancias externas “Sin embargo, mientras lo primordial sea la investigación, y mientras las instituciones compitan por tener el mejor profesorado de investigación, no es probable que exijan que los profesores estén cualificados en enseñanza, por mucho que se la nombre en los requisitos para nombramientos, concesiones de titularidad y promoción. Para que el rendimiento docente de un profesor tenga la misma consideración que sus investigaciones es necesaria una transformación de la cultura y la conducta académicas, una transformación que no es previsible que se produzca si se deja en manos del propio profesorado…” (Bates y Sangra, 2012: 219). . La mirada desde afuera seguirá siendo sin embargo necesaria para ayudar a hacer un poco mejor las cosas que ya se vienen haciendo, no tanto para ayudar a innovar. La enseñanza y el impacto de la tecnología Junto a estos dos debates, sobre si las competencias y cualidades para la investigación habilitan también para la docencia, que en realidad viene de bastante lejos y tiene mucha miga, y sobre la calidad y efectividad que se puede atribuir a la enseñanza y las formas de garantizarla, hay un tercero más reciente generado por la creciente incorporación de las nuevas tecnologías de la información y comunicación en los procesos de enseñanza y aprendizaje. El debate aquí es si los entornos virtuales de aprendizaje, que en su estado de desarrollo actual tienen una enorme potencialidad y múltiples ventajas, son capaces por sí mismos de introducir cambios sustantivos en la pauta de enseñanza tradicional, con impacto en los aprendizajes, o bien si ello requiere atender además a otras condiciones. Y en esta temática hay investigaciones importantes y experiencias aplicadas en diversos países, que no cabe aquí analizar en detalle pero cuyas enseñanzas y conclusiones son relevantes para nuestro propósito Pueden verse, entre muchos otros, los trabajos de Barberá (2008), Maggio (2012), Bates y Sangra (2011), López García (2016), Carneiro (2011), etc. Para un buen análisis del tema en el caso de una carrera universitaria, merece verse la tesis de M. Ruiz Juri (2016), y para otra investigación empírica sobre el tema, pero más centrada en el uso de los sistemas de gestión del aprendizaje en la docencia universitaria, puede verse Rodríguez et al. (2014). . Es indudable que los entornos virtuales de aprendizaje han alcanzado hoy un desarrollo y un grado de sofisticación tal que casi no se concibe prescindir de ellos en los ámbitos educativos, incluyendo por cierto los de la educación universitaria. Como es sabido, las tecnologías de la información y comunicación que están en la base de estos entornos son parte de la vida cotidiana, y en consecuencia son muy familiares a los esquemas cognitivos de las nuevas generaciones de estudiantes. La interacción e interactividad que permiten facilita el trabajo colaborativo y hace posible relaciones más estrechas y personales, no sólo de los estudiantes entre sí sino también entre el docente y sus alumnos. La posibilidad de acceder a los materiales de estudio, que son hoy mucho más diversos en términos de presentación y lenguajes, en cualquier momento y circunstancia, hace que valores tan apreciados para un aprendizaje efectivo como la motivación y la autonomía para el estudio, puedan generarse y cultivarse con mayor asiduidad. El alcance de estos medios asegura por otra parte que las instituciones educativas, y las universidades en particular, puedan llegar con su propuesta mucho más allá del campus, a ámbitos y regiones donde la enseñanza tradicional no tenía posibilidad alguna, abriendo así las puertas a una mayor democratización de la educación. Y los estudiantes universitarios, aprendiendo a estudiar con estos medios, se preparan sin que se lo propongan para la actualización permanente que el ejercicio de la profesión les requerirá mañana, no sólo en las ya conformadas sociedades de la información, sino también en las que están en camino de serlo. Sin embargo, la conclusión tal vez más importante de las investigaciones sobre este tema, es que la sola presencia de estas nuevas tecnologías en las aulas, no alteran por sí mismas el paradigma tradicional de la enseñanza universitaria. Esos estudios y observaciones de diversas experiencias prácticas conocidas, muestran que la incorporación de tecnologías al margen de una propuesta de enseñanza con objetivos pedagógicos y didácticos claros, no genera por sí misma un mejoramiento de las prácticas de enseñanza que impacte efectivamente en la calidad de los aprendizajes. Es más, pareciera que no hacen sino confirmar las prácticas docentes existentes. Esta conclusión no niega la relevancia y las ventajas que las nuevas tecnologías tienen para la enseñanza, pero advierte que para que incidan realmente en una transformación de esas prácticas docentes, deben concebirse como parte de una sólida propuesta de enseñanza. Y es a ésta a quien cabe la responsabilidad definir los objetivos pedagógicos y didácticos que se quieren alcanzar y los procesos cognitivos sobre los cuales se quiere incidir mediante un mejor aprovechamiento de esos recursos. Pareciera que en estas condiciones, y sólo en estas condiciones, la potencialidad de las tecnologías para ayudar a cambiar la pauta de enseñanza tradicional es indudable y hoy directamente irreemplazable. Estas conclusiones de los planteos teóricos actuales y de las experiencias prácticas que en distintos lugares y circunstancias se han llevado a cabo, son de la mayor importancia para el objetivo de promover en las universidades formas de enseñar más efectivas y más adaptadas a las características y al perfil de los jóvenes de estos tiempos, con el propósito último de mejorar la calidad de la educación que reciben y hacer más sustentables los procesos de inclusión. Como para esa búsqueda resulta clave el papel de los profesores, verdaderos actores protagónicos en cualquier esfuerzo de transformación de la enseñanza, la estrategia que aquí se propone apunta a estimular, mediante un mecanismo de incentivos, su participación activa en el desarrollo de proyectos de innovación pedagógica mediados por la tecnología, concebidos para operar en instituciones que muestren estar comprometidas con ese mismo objetivo. Si fuera posible generalizar gradualmente un proceso de este tipo, que inicialmente debiera concebirse como experiencias piloto, sería de esperar una jerarquización del lugar de la enseñanza en el marco de las funciones sustantivas de las instituciones universitarias. Algunas observaciones para una mirada de conjunto Sin ninguna pretensión de presentar aquí un diagnóstico en sentido estricto, pueden resultar útiles algunas observaciones de conjunto sobre el caso argentino que es el que nos interesa. Lo primero que se podría decir es que aquí, como en otros países de la región, aunque la enseñanza y la investigación han aparecido siempre formalmente como dos de las funciones sustantivas de las instituciones universitarias, con igual importancia, jerarquía y obligación para los académicos de cumplirlas, se ha terminado de hecho transando en favor de la enseñanza. Es la conclusión que se obtiene cuando la cuestión se ve, por ejemplo, desde el punto de vista de los recursos asignados a esas funciones, no tanto como consecuencia de la aplicación de una política deliberada con ese objetivo, sino por la necesidad imperiosa de atender a una demanda de educación universitaria por momentos explosiva, aunque ahora esté ‘amesetada’ desde hace ya bastante tiempo, sobre todo en las universidades estatales. Como dice M. Dávila teniendo en vista el panorama de la región, “la opción (ante los crecientes requerimientos de financiamiento para la educación de grado en expansión) ha sido la de reasignar los recursos hacia la docencia y el mantenimiento burocrático de las instituciones en detrimento de las inversiones en laboratorios, bibliotecas y gastos corrientes de investigación…” (Dávila, 2012: 70). Aquí, los esfuerzos posteriores y más recientes tendientes a dar a la investigación un mayor impulso y protagonismo, a través de una mayor inversión y de un mecanismo de incentivos que en sus comienzos operó como un estímulo realmente importante para quienes lo obtenían, son por ello justificados y han permitido incrementar la actividad de investigación en las universidades, aun cuando pueda discutirse si lo que se hace es siempre investigación de calidad en sentido estricto, sobre todo en ciertas áreas disciplinarias, y si es la investigación más apropiada para los requerimientos del país. Incentivos y un cierto desdén por los aspectos cualitativos de la enseñanza Ahora bien, en el caso de las universidades esos incentivos y el estímulo generado, sobre todo inicialmente, han tenido como una de sus consecuencias no deseadas, que la actividad de enseñanza, ante la carencia de estímulos semejantes a los existentes para la investigación, ha ido quedando atrás, sin estímulos ni acicates capaces de contribuir a su renovación. No es ésta sin embargo la única causa. En nuestra cultura universitaria, como ocurre en otros países según recién veíamos, existe una creencia muy arraigada en que una buena enseñanza depende fundamentalmente del dominio del conocimiento disciplinar por parte de quien la brinda, y casi que no importa su competencia profesional para enseñar. Y aunque empiezan a emerger excepciones, sobre todo en algunas unidades académicas con un cuerpo docente más joven y mentalidad más abierta y modernizante, las dimensiones pedagógica y tecnológica son todavía consideradas por muchos docentes como totalmente secundarias, cuando no directamente inútiles para ese menester. Y los intentos de apoyo pedagógico ofrecidos en muchas universidades, aunque en general aparecieron como se dijo antes algo tardíamente, en muchos casos ha sido duramente resistido, en parte por cierta endeblez profesional del apoyo o por la estrategia ensayada para ofrecerlo, y en parte por la mentalidad dominante y la falta de actualización sobre los requerimientos que tiene hoy la tarea de enseñar “Han sido varios los intentos de la pedagogía por incidir en la enseñanza universitaria. En la mayor parte de los casos estos intentos han resultado fallidos por dos motivos principales: 1) la baja capacidad del pensamiento pedagógico para identificar, analizar y enfrentar las situaciones y problemas específicos del proceso de enseñanza y aprendizaje de este nivel, y 2) la existencia de un fuerte prejuicio antipedagógico en gran parte de la comunidad académica universitaria, acrecentado en muchas ocasiones por las propias intervenciones del campo pedagógico. En este contexto debe enmarcarse todo nuevo intento de la pedagogía por intervenir en el sistema universitario, por un lado, sabiéndose sin recetas o consejos universales y, por el otro, asumiendo su desprestigio dentro de la comunidad docente universitaria” (Tedesco et al., 2014:79).. Este persistente descuido de la enseñanza –de la forma cómo por lo general se brinda, de sus requerimientos, de su calidad, de su adaptación a los alumnos de este tiempo y en consecuencia de su efectividad en términos de aprendizaje-- tiene naturalmente sus consecuencias. Por una parte, para muchos académicos la actividad específicamente docente ha ido perdiendo interés y atractivo frente a las otras funciones de la universidad, en particular frente a la investigación. Ésta se ha vuelto ahora, para muchos universitarios, más atractiva desde el punto de vista del prestigio que otorga y de las recompensas que su ejercicio conlleva, con las múltiples implicaciones que este hecho tiene para la enseñanza y su rol crucial en los procesos de mejoramiento de la calidad de los aprendizajes y de una inclusión más efectiva. Y no es que se trate, es innecesario decirlo, de optar por una u otra de tales funciones. El desafío consiste en fortalecer ambas y lograr balancear mejor su importancia relativa. Al fin y al cabo, y más allá de la idea de universidad que tengamos, sin capacidad para formar profesionales y científicos de buen nivel y sin trabajo de investigación serio, las dos cosas, no hay hoy posibilidad alguna de tener buenas universidades y de un desarrollo del país que sea sustentable y que permita mejorar la calidad de vida de la gente. Por otra parte, no es solamente que la enseñanza pierde atractivo para los mejores profesores. Es que se observa además una gradual desvalorización de la enseñanza de grado. Empieza a surgir una suerte de estratificación dentro de esta función clave de la universidad. Aun en tiempos de cierta quietud en el crecimiento de la matrícula, los primeros años son siempre los más numerosos y demandantes, aquellos en los que los docentes deben atender una cantidad de alumnos que suele estar lejos de los estándares deseables. Y es además en estos cursos donde más trabajo hay, no sólo por la cantidad de alumnos, sino también por las dificultades de aprendizaje manifiestas que muchos de ellos traen de la enseñanza media, agravadas en muchos casos por la ausencia de un contexto familiar y social que de alguna forma contenga y apoye En las universidades públicas, debido a la rigidez del régimen salarial y del escalafón docente, más allá de la descentralización vigente, por lo general no hay, para quienes deben atender esos cursos, recompensas que justifiquen el tiempo y el esfuerzo que se debe dedicar a la tarea de enseñar. En el mejor de los casos suele ofrecerse una mayor dedicación, lo cual no estaría por cierto mal si ello estuviere asignado a la tarea específica de enseñar en ese nivel, que podría implicar también actividades de investigación sobre la enseñanza, por cierto necesaria y cuyo desarrollo habría que promover. Pero en la práctica las mayores dedicaciones suelen traer consigo la obligación de cumplir diversas actividades de gestión académica, cuando no de transferencia o extensión, necesarias sin duda, pero que deberían asegurarse y remunerarse por otra vía. . En los cursos superiores las dificultades comentadas son menores, porque hay menos alumnos y porque los que quedan se supone que, al menos en su mayoría, han superado las dificultades que se observan en los que recién se asoman por las aulas universitarias. Y en parte por estas mismas razones, pero también por la forma cómo se organizan y se remuneran las actividades de posgrado, enseñar en este nivel tiene otra valoración, otras recompensas y otro prestigio a los ojos de los pares Aunque no es objeto de este capítulo, esta situación debería desafiar la imaginación de los responsables de las políticas públicas y de las propias instituciones, generando condiciones que hagan atractivo enseñar en los primeros años, de modo que los mejores docentes tengan razones y se vean estimulados a inclinarse por esa alternativa.. ¿Una grieta más? En fin, en parte tal vez como consecuencia de todo esto, está surgiendo una suerte de “cesura”, una zona de clivaje entre profesores que enseñan y profesores que investigan. Aunque no existen, que sepamos, investigaciones empíricas que lo pongan en evidencia, los comentarios que se escuchan entre colegas y ciertas actitudes y reacciones consecuentes con ello parecen ser indicios de una cierta amenaza de quiebre en el cuerpo docente, al cual debería prestarse atención. Porque no es en este caso un quiebre motivado por sostener posiciones ideológicas o políticas encontradas, o que deriva de la pertenencia a escuelas o líneas de pensamiento distintas, sino más simplemente de la percepción sobre el dispar reconocimiento con que se recompensa la actividad de unos y de otros. Aunque depende mucho de situaciones económicas y de coyunturas fiscales cambiantes, es muy probable que hoy ese dispar reconocimiento tenga que ver más con recompensas simbólicas que materiales, con frecuencia sin embargo mezcladas. Como sea, parece importante estar atentos a estos indicios y contar con información y con instrumentos de política que ayuden a corregir a tiempo factores que pueden estar incidiendo en el desempeño de un rol que tiene una incidencia decisiva en los procesos de aprendizaje asociados al rendimiento y a la calidad de la formación de los estudiantes. La enseñanza no es todo, pero merece atención El tema de la enseñanza y su lugar en la vida académica y en las políticas universitarias no es por lo tanto menor. En una investigación sobre las políticas que las universidades estatales argentinas llevan a cabo para retener y graduar a sus estudiantes (García de Fanelli, 2015), se encontró que, a juicio de los responsables académicos de una muestra de tales universidades, los factores que parecen tener mayor relevancia en la retención de los estudiantes de primer año, tienen que ver más con la formación previa y la enseñanza que reciben de sus docentes en la universidad (estrategias pedagógicas que utilizan, mecanismos de evaluación, etc.) que con otros factores a los cuales suele atribuirse más importancia (disponibilidad de becas, orientación vocacional, actividades institucionales de integración) La percepción de los secretarios académicos encuestados sobre la retención en 1° año es la siguiente: Factores que tienen mayor relevancia en la retención: Deficiente formación previa (61% de menciones), Inadecuadas estrategias pedagógicas de los docentes (52% de menciones), Mecanismos de evaluación de los docentes (35% de menciones). Factores que parecen no tener mayor incidencia: La orientación vocacional, La oferta de becas, Las actividades institucionales encaminadas a integrar a los ingresantes en la vida universitaria. (García de Fanelli, 2015: 13-14).. Aunque se trata de percepciones y es como tales que se deben valorar, no deja de llamar la atención que sean precisamente los funcionarios que trabajan en las áreas académicas y que están por lo tanto en permanente contacto con los problemas y dificultades de los estudiantes, los que adviertan la incidencia que la enseñanza y sus distintos componentes parecen tener en el rendimiento de éstos y en la escasa efectividad de la inicial inclusión universitaria lograda a través del sistema de admisión de la universidad o unidad académica de que se trate. Sería sin duda un error concluir esta argumentación simplificando las cosas y señalando que las características de la enseñanza impartida lo explican todo, desde el bajo rendimiento hasta la débil formación de los que logran graduarse, con las consecuencias individuales y sociales que ello indudablemente tiene. En un tema complejo como el del rendimiento académico de los estudiantes, lo que se sabe es que los factores que intervienen son múltiples y que están muy vinculados entre sí. La enseñanza es sólo uno de esos factores, pero no es para nada un factor intrascendente y desdeñable. Y requiere por ello que tanto las políticas públicas específicas como las propias instituciones universitarias le presten la atención que merece. El desafío de mejorar la enseñanza universitaria Sería también un error suponer que nada se ha hecho al respecto. En la mayoría de las instituciones, tanto públicas como privadas, desde hace tiempos que se organizan actividades de capacitación y actualización de su personal docente, a veces con foco en campos disciplinares específicos, a veces centrados en la dimensión pedagógica relacionada con las estrategias y metodologías de enseñanza. Es más: a partir de los años ’90, con el fortalecimiento y acreditación de las carreras de posgrado, no son pocas las universidades que organizan y ofrecen especializaciones y maestrías en “docencia universitaria”, casi todas las cuales tienen precisamente como objetivo mejorar las competencias profesionales para la enseñanza en el nivel superior. Y gracias a las facilidades que muchas instituciones brindan a sus docentes, no son pocos los profesores que se inscriben y siguen estas trayectorias de formación. Lo que no se sabe, porque no se han realizado hasta ahora evaluaciones de impacto que vayan más allá de experiencias micro, es en qué medida los aprendizajes que los cursantes obtienen en esas actividades sobre nuevos paradigmas de enseñanza, nuevas formas de enseñar y evaluar, aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos de enseñanza y aprendizaje, etc., son luego incorporadas efectivamente en su rol docente. Al margen de la satisfacción inmediata que por lo general expresan sobre la calidad y utilidad de lo aprendido, la sospecha que muchos tienen, y que algunos estudios realizados en otros países muestran, es que la transferencia que luego cada docente hace de ello a su actividad en el aula (presencial o virtual) resulta dificultosa cuando se pretende que no quede en aspectos secundarios o formales, y los avances son por lo general escasos cuando no contradictorios (véanse, entre otros, Rodríguez Espinoza et al., 2014; Ödalen et al., 2016). El desafío sigue siendo, por lo tanto, impulsar una necesaria renovación de la enseñanza, que no se limite a organizar cursos que seguramente mejoran y actualizan los conocimientos de sus asistentes, pero que resultan después poco efectivos a la hora de transferir esos conocimientos y habilidades a su tarea en el aula. Hoy se vuelve imperioso imaginar otras estrategias para promover la innovación en las formas de enseñar, no sólo para aprovechar los renovados recursos y metodologías de la pedagogía y los grandes avance de las tecnologías aplicables a los procesos de enseñanza y aprendizaje, sino paralelamente por la urgente necesidad de atender a una población de estudiantes con perfiles heterogéneos y una formación previa débil, que ya no aprenden eficazmente cuando tienen ante sí a docentes que enseñan como a ellos se les enseñó, y que siguen enseñando “del mismo modo que se hacía en el siglo pasado, porque el cambio de época que hoy vivimos requiere de nuevos enfoques, métodos y estrategias formativas…” (López Calva, 2014: 163). Por cierto, poner el foco en la forma como hoy se sigue enseñando y en sus consecuencias en los aprendizajes, no debe llevar a simplificar las cosas y a desconocer la complejidad de una realidad como la nuestra, que tiene su primera y acaso principal explicación en el deterioro de los niveles educativos previos, muy especialmente de la escuela secundaria. Pero precisamente por ello, no debe subestimarse la importancia que tienen, especialmente para esa realidad, algunos factores como las formas predominantes de enseñanza en la universidad, que cada vez más no logran resultados aceptables en términos de aprendizaje. Innovar en las formas de enseñar implica hoy, conforme veíamos antes, incorporar los recursos de la tecnología en el marco de propuestas pedagógicas consistentes y sólidas Como se anotó al interrogarnos sobre la calidad de la enseñanza, el uso de la tecnología aplicada a esa actividad tiene sin duda múltiples ventajas, pero no cambia por sí misma el paradigma tradicional, y es más, pareciera según algunos estudios que lo consolida. Por ello, la condición de que sea parte de una propuesta educativa innovadora seriamente concebida es ciertamente central para un cambio más promisorio., que permitan superar muchas de las debilidades de la forma tradicional de enseñar (enseñanza centrada en el profesor más que en el alumno, memorización, ….). Pero ello requiere, como se comprende fácilmente, un efectivo protagonismo de los docentes (cambio del rol que les cabe, nuevas responsabilidades., etc.), que no se limite a tomar cursos de capacitación, sino que, haciéndolos, los complementen y aprovechen sus enseñanzas para diseñar y ejecutar proyectos de innovación pedagógica mediados por la tecnología a partir del compromiso y el apoyo de las instituciones a las que pertenecen, sin lo cual no habrá cambios verdaderos. Ahora bien, como se dijo al comienzo ello no ocurrirá por la simple voluntad individual de los docentes, aun con el apoyo de sus instituciones. En primer lugar, porque comprometerse en una estrategia como la que aquí se propone implica para el docente, sobre todo inicialmente pero también después, más trabajo, más dedicación y en consecuencia más tiempo, que por más vocación y sentido de la responsabilidad profesional que haya nadie estará dispuesto a ofrecerlo si no hay algún tipo de compensación por ello. En segundo lugar, porque el éxito de una propuesta de este tipo no se logra por la simple suma de los esfuerzos individuales: es un trabajo de equipos e idealmente debiera pensarse como un trabajo en red, que no se concibe sin el compromiso de la institución con la estrategia seguida y el apoyo a los docentes interesados en embarcarse y trabajar en su consecución. Y en tercer lugar, porque este compromiso y apoyo institucional, necesario, imprescindible, no resuelve sin embargo el requisito de contar con algún tipo de recompensa que opere como estímulo y motivación para el trabajo de los docentes dispuestos a involucrarse en una propuesta de este tipo. Ello requerirá, necesariamente, una política pública sostenida en el tiempo, que vea el carácter estratégico que tiene trabajar la cuestión de la enseñanza en vistas a mejorar la calidad de la formación universitaria y sus amplias implicancias para una inclusión efectiva. Una propuesta tendiente a mejorar la enseñanza debiera conducir también a jerarquizar gradualmente su lugar en la universidad. Se espera en consecuencia que una política de innovación, con el alcance y el sentido a que aquí se hace referencia, contribuya a jerarquizar el lugar de la enseñanza en la universidad en el marco de sus funciones sustantivas. Aunque secundaria, porque el objetivo principal es mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje en vistas a incrementar los niveles de inclusión, no sería por cierto una contribución menor de esa política. Elementos para una política de mejoramiento de la enseñanza Se trata por lo tanto ahora de identificar algunos lineamientos e instrumentos que podrían caracterizar a esa política a nivel del sistema (SPU). Importa en este sentido caracterizar el incentivo propuesto como estímulo, la concreción de la propuesta en un proyecto de innovación, las condiciones de elegibilidad, el apoyo institucional que debe acompañar la experiencia, su integración en un programa más amplio que facilite su implementación y financiamiento, y la necesaria evaluación de resultados e impacto. El incentivo Sin ninguna pretensión de entrar aquí en cuestiones operativas, conviene sí puntualizar algunas características del incentivo, imaginado para: Propuestas de innovación pedagógica y tecnológica preparadas por equipos de trabajo (integrados por docentes de una asignatura o de más de una siempre que haya entre ellas afinidad disciplinar), y no propuestas individuales de trabajo. Propuestas situadas en un contexto institucional específico, y no propuestas meramente teóricas o trabajadas en abstracto. Propuestas que cuenten con explícito apoyo institucional, y no proyectos que sólo cuenten con la disposición y buena voluntad de sus autores. Propuestas concretas pero amplias en su concepción y flexibles en su instrumentación, que tengan en cuenta las características y formas de trabajo de la disciplina de que se trate. Propuestas pensadas como experiencias piloto, al menos inicialmente, sujetas por tanto a un proceso gradual de evaluación de resultados, y no propuestas para instalarse desde el comienzo como acabadas y definitivas. Proyectos de innovación pedagógica Las propuestas de trabajo debieran concretarse en proyectos de innovación pedagógica mediados por la tecnología, teniendo en cuenta que si bien “cada proyecto es único”, todos debieran reflejar en su diseño la atención que se ha prestado a un conjunto de características que se consideran esenciales para el fin que se persigue: Una adecuada consistencia entre fines y medios (racionalidad técnica), pero también un reconocimiento de la incertidumbre y apertura que caracteriza a los procesos de enseñanza y aprendizaje (racionalidad comunicativa) La “racionalidad comunicativa”, con ese nombre u otros, es una característica o exigencia que se acepta hoy de modo generalizado, especialmente para los proyectos sociales y en particular educativos (Mena et al., 2005; Sánchez Martínez, 2009; Webb, 2003; etc.). El libro de Mena y colaboradoras, aunque pensado específicamente para proyectos de educación a distancia, es también de ponderable interés y aplicación para proyectos educativos en general. . Una necesaria coherencia entre la opción teórica (y tecnológica) escogida y los objetivos, decisiones y acciones que se proponen para llevar el proyecto a la práctica. Una propuesta de enseñanza innovadora y viable, que partiendo de un diagnóstico de la situación en la que se trabaja y en la que se quiere aplicar, explicite los criterios que se tendrán en cuenta para definir qué se enseñará, cómo se enseñará y cómo se evaluarán sus resultados en términos de aprendizaje. Los tiempos, requerimientos y demás aspectos operativos necesarios para la aplicación de la propuesta de enseñanza (esto es, para la ejecución del proyecto). Condiciones de elegibilidad Los proyectos que aspiren a recibir el incentivo deben pasar obviamente por un proceso de evaluación ex-ante, que examine su carácter innovador, la calidad de la propuesta de enseñanza, su pertinencia para la situación a la cual está destinado, y su viabilidad. Ese proceso de evaluación, que podría tener lugar primero en una instancia a nivel de la institución y luego a nivel de la autoridad educativa nacional, debería por lo tanto constatar si están dadas básicamente un conjunto de condiciones como las siguientes: Carácter innovador: el “carácter innovador” de un proyecto se aprecia cuando se constata que apunta a una auténtica transformación, deliberada y sistemática, proponiendo cambios en las concepciones, las actitudes y las prácticas en materia de enseñanza y aprendizaje en la universidad. No hay sin embargo un único derrotero para ello: en la práctica la innovación puede seguir caminos diferentes, ya que es resultado de un proceso interactivo en el que suelen surgir imprevistos Para el trabajo operativo de evaluar el carácter innovador de un proyecto de mejoramiento de la enseñanza y el aprendizaje en la universidad, como el que aquí tenemos in mente, es útil revisar una serie de criterios que han sido propuestos por instituciones y autores, como el elaborado por la Red Innovemos de la Unesco.. Calidad de la propuesta de enseñanza y aprendizaje: en este punto, la evaluación debiera apuntar a verificar la “actitud básica hacia la enseñanza”, si efectivamente se prevé que el centro de atención pasa del profesor al alumno, con las muchas implicaciones que ello tiene: nuevas formas de trabajo con los alumnos, que van más allá de la mera transmisión de conocimientos del profesor; metodologías activas que promueven la interacción y el trabajo colaborativo; propuestas que incluyen búsqueda de información, análisis crítico y reflexión; uso de tecnologías apropiadas y consistentes con la concepción pedagógica a la cual se apunta sin ceñirse a una determinada, proponiendo un uso creativo de ellas en relación al contexto y al perfil de los alumnos implicados, etc. Pertinencia para la situación contextual: aquí cabría analizar si el proyecto ofrece una alternativa de solución que resulte consistente con una problemática institucional bien definida, y que esté alineada con el contenido de las políticas y prioridades planteadas en ese contexto, que se reconoce como uno de los factores más importantes para el éxito del emprendimiento, etc. Viabilidad: es precisamente el diagnóstico de ese contexto y la consistencia de la propuesta con la disponibilidad de medios afectados o susceptibles de afectación (humanos, económicos, materiales), lo que puede mostrar la viabilidad del proyecto, así como sus posibilidades de sostenerse y consolidarse en el tiempo. Evaluación de resultados e impacto: tal como se explica más adelante, para determinar esa sustentabilidad en el tiempo, la propuesta debiera aportar elementos para evaluar sus resultados e impacto. El apoyo institucional Tratándose, como se ha dicho, de un mecanismo de incentivos para proyectos situados en un contexto institucional dado, es de particular importancia el compromiso de la institución con la estrategia de innovación y mejoramiento de la enseñanza que anima a los proyectos que se elaboren y presenten, así como el apoyo concreto y explícito que se esté dispuesto a brindarles. Sin ello, parece difícil apostar al éxito de proyectos que, aun bien trabajados y formulados, terminarían probablemente fracasando si quedaran librados a su propia suerte. Ese compromiso debería manifestarse en hechos como los siguientes: Una gestión estratégica de la institución especialmente comprometida con el mejoramiento de los procesos de enseñanza y aprendizaje que en ella tienen lugar. Prioridad explícitamente asumida para la asignación de recursos, en sentido amplio, a los proyectos de innovación que, debidamente evaluados, resultaren aprobados. Acompañamiento efectivo a sus gestores y apoyos materiales sostenidos que faciliten la viabilidad de los proyectos que se ejecuten. Otras políticas institucionales de capacitación que acompañen y estimulen el surgimiento de una cultura de la innovación y el mejoramiento continuo, a las que se hace una breve referencia en el apartado siguiente. Contratos-programa Concebidos de la forma que se viene comentando, pareciera que un marco instrumental adecuado para la consideración, evaluación y financiamiento de este tipo de proyectos, al menos inicialmente, podría ser la figura de un “contrato-programa”, entendido como un acuerdo plurianual que resulta de una negociación entre una institución universitaria y la autoridad educativa nacional (Secretaría de Políticas Universitarias), por el cual ambas partes coinciden en la conveniencia de llevar adelante un “proyecto institucional”, dentro del cual podría incluirse un programa de mejoramiento de la enseñanza como el que aquí se postula, cuya implementación se considera prioritaria. En un esquema de este tipo, el Estado se compromete a asignar recursos para el financiamiento durante un lapso de 3 ó 4 años y la universidad asume la responsabilidad de ejecutar el o los programas incluidos en tiempo y forma, rindiendo debida cuenta de ello. Si bien el encuadre en esta figura, concebida inicialmente y luego aplicada en Francia y utilizada en otros lugares (Quebec en Canadá, varias comunidades autónomas en España, etc.), parece interesante y ha tenido entre nosotros algunas aplicaciones, no hay aún aquí sobre ello una evaluación definitiva Un análisis conciso de la experiencia francesa, puede verse en el sólido trabajo de A.M. García de Fanelli sobre la complejidad de la organización universitaria y los sistemas de incentivos (García de Fanelli, 2005: 140-153). Como alternativa a la figura de los contratos-programas, se señala en la obra mencionada que, “si el objetivo es premiar la excelencia académica o promover ciertas líneas específicas deseadas por la política del Estado, la mejor opción parece ser, en cambio, los contratos de asignación específica competitivos, como están presentes en el modelo inglés, por ejemplo”. Para el objetivo que aquí se propone, cuya probabilidad de éxito está asociada a que se den simultáneamente otros componentes y compromisos propios de un “proyecto institucional”, la figura del contrato-programa aparece en mi opinión como preferible. . Una de sus ventajas, de considerarse factible como marco instrumental inicial para la implementación y financiamiento de una propuesta como la que aquí se hace, es que la CONEAU podría incorporar el análisis de experiencias de ese tipo al hacer la evaluación externa de las universidades que las hayan incorporado en su proyecto institucional, disponiendo así de información valiosa sobre una de las funciones sustantivas de la universidad, sobre la cual los procesos de aseguramiento de la calidad no han logrado aún penetrar con la profundidad necesaria Tratándose de una propuesta de política que apunta básicamente al mejoramiento de la calidad de la enseñanza, como uno de los factores que seguramente incide en el rendimiento mejorando la retención y haciendo así más sustentable la inclusión, la misma debería difundirse y promoverse en todas las instituciones del sistema universitario, sean públicas o privadas. Aunque entre nosotros se trata de un tema polémico, la cuestión de la calidad de la formación universitaria es algo que al Estado debería preocupar y tratar de asegurar siempre, sin distinción del sistema de gestión (público o privado) de la institución de que se trate. Obviamente, para el caso de las instituciones privadas la propuesta debería adecuarse y trabajarse de modo que su financiamiento resulte de un acuerdo basado en el esfuerzo compartido de las partes (el Estado y las instituciones).. Evaluación de resultados e impacto Con una mirada estratégica que apunte al mediano y largo plazo, un elemento central de la política de mejoramiento de la enseñanza tiene que ver con la evaluación de resultados y de su impacto en el aprendizaje de los alumnos. Como lo que en definitiva importa es el cambio en la “actitud básica hacia la enseñanza” y en los resultados que de ello pueden derivar, y esto sólo se puede apreciar luego de un cierto tiempo, el momento de realizar esa evaluación deberá definirse en función de ello. Es en consecuencia importante que en el diseño del proyecto de innovación de cada equipo se formulen con la mayor claridad los objetivos a lograr y se deje constancia de la situación de partida, de modo que la evaluación resulte posible. Aunque la determinación del momento en que la evaluación puede tener lugar no es algo que pueda definirse en abstracto, podría suponerse que puede coincidir con la finalización del contrato-programa aquí imaginado. Y es ese el momento en que debiera preverse una partida presupuestaria específica para atender a futuro el costo de un programa de incentivos para los proyectos que resulten exitosos. Queda también por definir las condiciones que en lo sucesivo tales proyectos debieran cumplir para poder seguir acogiéndose al subsidio. Políticas y compromisos para acompañar la propuesta Se ha señalado antes la importancia de que las propuestas de innovación pedagógica que aquí se postulan, vayan acompañadas de apoyos institucionales concretos, sin los cuales es difícil que puedan resultar exitosas. Pero cabe enfatizar más aún y subrayar que el éxito de propuestas de ese tipo depende mucho de que sean parte de un plan estratégico más amplio, que incluya un conjunto de políticas públicas y de compromisos institucionales que sean convergentes y den sentido y operatividad al esfuerzo de conjunto. Entre ellos en mi opinión sobresalen: Políticas que apunten a una transformación estructural de la educación secundaria, ya que el origen del problema que se enfrenta, aunque no sea el único, tiene mucho que ver con la ya prolongada crisis de ese nivel de la enseñanza y su consecuencia más directa y visible, esto es, la cada vez más débil formación con que sus egresados deben afrontar los estudios universitarios. Políticas de articulación del nivel superior con el nivel medio de enseñanza, en parte relacionado con lo que se acaba de mencionar, pero que merece ser tratado seriamente buscando acuerdos indispensables para que el tránsito entre un nivel y otro asegure oportunidades para todos los interesados que estén dispuestos a hacer el esfuerzo que ello requiere, en un marco de razonable y creciente equidad. Políticas institucionales de formación y capacitación pedagógica y tecnológica de los docentes universitarios, sobre todo de los que se desempeñan en los primeros años. Existe ya suficiente evidencia de que la buena enseñanza raramente se logra con el solo dominio de la disciplina, aunque esto sea por supuesto indispensable. Hoy es imprescindible acompañar eso con los recursos de la pedagogía, de la didáctica y también de las tecnologías aplicadas a la enseñanza, para lo cual es necesario re-pensar la estrategia seguida para lograrlo, porque las modalidades tradicionales de hacerlo (cursos, talleres, incluso posgrados) están demostrando que son poco efectivas para transferir a la enseñanza en el aula (presencial o virtual) los paradigmas, enfoques y estrategias que se proponen en esos formatos de capacitación, sin duda necesarios pero insuficientes. Políticas institucionales de capacitación en programación y gestión curricular. Este es un punto en el que estamos prácticamente en el nivel cero, al menos en las universidades. La formación universitaria en esos campos pareciera haber estado más preocupada por intereses y preocupaciones ideológicas que por el dominio razonado y crítico de herramientas que ayuden a profesionalizar la gestión, que hoy cuenta con recursos y técnicas que entre nosotros brillan por su ausencia. En consecuencia, las posiciones ocupacionales respectivas suelen por lo general estar cubiertas por funcionarios que pueden tener buena formación y antecedentes en su disciplina pero no tanto, aun con buena voluntad, de gestión profesional en sentido estricto. En fin, políticas institucionales que prioricen líneas de investigación pedagógica y didáctica, destinadas a orientar a los profesores en sus decisiones relacionadas con la enseñanza. Este es un desafío que en mi opinión merece atención. En primer lugar, porque es difícil pensar que puedan generalizarse propuestas como la que aquí se hace, aunque se empiece por los docentes que suelen estar más predispuestos a ello en función de su edad, género, etc., si no hay un núcleo crítico de profesionales bien formados que dediquen una parte de su tiempo a la investigación pedagógica seria, que lleve a resultados que realimenten los crecientes requerimientos que puede suponerse generará un proceso amplio de innovación en las formas de enseñar en la universidad. Y en segundo lugar, porque esto evidencia que, en este campo como en otros, apostar a mejorar la enseñanza no puede de ningún modo implicar descuidar la importancia y el valor de la investigación, cuando de alcanzar buenos resultados se trata. * * * Este capítulo ha discurrido en torno a la necesidad de impulsar un mejoramiento de la enseñanza en la universidad, generando para ello incentivos que entusiasmen y motiven a avocarse a ello a sus verdaderos protagonistas que son los docentes universitarios. Al hacerlo, y al constatar cuál es el lugar de la enseñanza entre las funciones sustantivas de la universidad, de alguna forma se la ha comparado con la investigación, que pareciera ocupar una jerarquía superior. Sin embargo, de ninguna forma debiera interpretarse que lo que aquí se propone es quitar importancia o prioridad a la investigación. Al contrario, el objetivo debiera ser potenciar la relevancia y el lugar de esas dos funciones centrales en la institución universitaria, mejorando y jerarquizando la enseñanza y fortaleciendo la investigación, para que juntas contribuyan institucionalmente al desarrollo de una universidad más comprometida con su necesaria jerarquización intelectual y con la construcción de una sociedad más integrada y equitativa.- Referencias BARBERÁ, E. (2008). Cómo valorar la calidad de la enseñanza basada en TIC. Pautas e instrumentos de análisis, Barcelona: Graó, colección Critica y Fundamentos. BATES, A. y A. SANGRA (2011). La gestión de la tecnología en educación superior. Estrategias para transformar la enseñanza y el aprendizaje, Madrid: Octaedro. BERNASCONI, A. (2015). “The Challenge of Effective Teaching”, International Higher Education, N° 80 (Spring), p. 6. BRUNNER, J.J. (2012). “La idea de universidad en tiempos de masificación”, Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), México, UNAM/Universia, vol. III, n° 7, pp. 130-143(Puede también verse en http://ries.universia.net/index.php/ries/article/view/228). CARNEIRO, R. (2011). Los desafíos de las TIC para el cambio educativo: OEI-Fundación Santillana. DÁVILA, M. (2012). Tendencias recientes de los posgrados en América Latina, Buenos Aires: Ed. Teseo, p. 70. DILL, D.D. (2003). “The Degradation of the Academic Ethic: Teaching, Research, and Self Regulation”, en: www.ppaq.web.unc.edu DILL, D.D. (2014). “Ensuring Academic Standards in US Higher Education”, en: www.ppaq.web.unc.edu/files/2014/05/XEnsuring-Academic-Standards.pdf GARCÍA DE FANELLI, A.M., 2005. Universidad, organización e incentivos. Desafíos de la política de financiamiento frente a la complejidad institucional, Buenos Aires: Miño y Dávila. GARCÍA DE FANELLI, A.M., 2015. Políticas institucionales para mejorar la retención y la graduación en las universidades nacionales argentinas, Debate Universitario, n° 7 (noviembre), pp. 7-24. KOURGANOFF, V. (1973). La cara oculta de la universidad, Buenos Aires: Editorial Siglo Veinte. LEMAITRE, M.J. (2009). “Nuevos enfoques sobre aseguramiento de la calidad en un contexto de cambios”, Revista Calidad en Educación, n° 31, pp. 166-189. LÓPEZ CALVA, M. (2014). Hacia la construcción de un sistema universitario contrapunto, Revista de la Educación Superior, México, vol. 43, N° 171 (julio-set.), pp. 161-169. LÓPEZ GARCÍA, C. (2016). Enseñar con TIC. Nuevas y renovadas metodologías para la enseñanza superior: CINEP/IPC. MENA, M., L. RODRÍGUEZ y M.L. DIEZ (2005). El diseño de proyectos de educación a distancia. Páginas en construcción, Buenos Aires: Editorial Stella y La Crujía Ediciones. MIDDLEHURST, R., 2016. “UK Teaching Quality under the Microscope: What are the Drivers?”, International Higher Education, N° 84 (Winter), pp. 27-29. ÖDALEN, J. et al. (2016). “Teaching University Teachers to Become Better Teachers –does it work (and should it be made compulsory)?”, Weekley Digest, Academia.edu (recuperado el 24/08/16). MAGGIO, M. (2012). Enriquecer la enseñanza. Los ambientes con alta disposición tecnológica como oportunidad, Buenos Aires: Paidós. MORENO, C. (2014). Políticas, incentivos y cambio organizacional en la Educación Superior en México, México: Universidad de Guadalajara. REISBERG, L. (2014). “El debate sobre la calidad: estrategias y ambigüedades”, in Philip G. Altbach (ed.): Liderazgo para universidades de clase mundial. Desafíos para países en desarrollo, Buenos Aires: Univ. de Palermo, pp. 239-266. RODRÍGUEZ ESPINOZA, H., L.F. RESTREPO BETANCUR y D. ARANZAZU (2014). Alfabetización informática y uso de sistemas de gestión del aprendizaje en la docencia universitaria, Revista de la Educación Superior, México, vol. 43, N° 170 (julio-set.), pp. 139-159. RUIZ JURI, M. (2016). La integración del aula virtual en la enseñanza del Derecho. El caso de la carrera de Abogacía, Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba, 1a. ed. SANCHEZ MARTINEZ, E. (2009). Para un planeamiento estratégico de la educación. Elementos conceptuales y metodológicos, Córdoba: Ed. Brujas, 2da. Edición. TEDESCO, J.C., C. ABERBUJ e I. ZACARÍAS (2014). Pedagogía y democratización de la universidad, Buenos Aires: Aique. WEBB, G. (2003). Management of Academic Development, en S. Panda (ed.): Planning and Management in Distance Education, London: Kogan Page Ltd., pp. 87-97. 24