LOS VAGABUNDOS DEL DHARMA
Jack Kerouac
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
http:/ / www.katarsis.rottenass.com
Tít ulo de la edición original:
The Dharma Bums Viking Press Nueva York, 1958
Traducción de Mariano Ant olín Rat o
Primera edición: noviembre 1996
Segunda edición: enero 1997
(c) EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996
Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona
ISBN: 84-339-2360-9
Depósit o Legal: B. 2184-1997
Print ed in Spain
Liberduplex, S.L., Const it ució, 19, 08014 Barcelona
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Dedicado a Han Chan
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Salt ando a un mercancías que iba a Los Ángeles un mediodía de f inales de sept iembre de
1955, me inst alé en un furgón y, t umbado con mi bolsa del ej ércit o baj o la cabeza y las
piernas cruzadas, cont emplé las nubes mient ras rodábamos hacia el nort e, a Sant a
Bárbara. Era un t ren de cercanías y yo planeaba dormir aquella noche en la playa de
Sant a Bárbara v a la mañana siguient e coger ot ro, de cercanías t ambién, hast a San Luis
Obispo, o si no el mercancías de primera clase direct o a San Francisco de las diecinueve.
Cerca de Camarillo, donde Charlie Parker se había vuelt o loco y recuperado la cordura,
un viej o vagabundo delgado y baj o salt ó a mi furgón cuando nos dirigíamos a una vía
muert a para dej ar paso a ot ro t ren, y pareció sorprendido de verme. Se inst aló en el
ot ro ext remo del furgón y se t umbó frent e a mí, con la cabeza apoyada en su mísero
hat illo, y no dij o nada. Al rat o pit aron, después de que hubiera pasado el vagón de
mercancías en dirección est e dej ando libre la vía principal, y nos incorporamos porque
el aire se había enfriado y la neblina se ext endía desde la mar cubriendo los valles más
t emplados de la cost a. Ambos, el vagabundo y yo, t ras infruct uosos int ent os por
arrebuj arnos con nuest ra ropa sobre el hierro f río, nos levant amos y caminamos deprisa
y salt amos y movimos los brazos, cada uno en su ext remo del fur gón. Poco después
enfilamos ot ra vía muert a en una est ación muy pequeña y pensé que necesit aba un
bocado y vino de Tokay para redondear la f ría noche camino de Sant a Bárbara.
-¿Podría echarle un vist azo a mi bolsa mient ras baj o a conseguir una bot ella de vino?
-Pues claro.
Me apeé de un salt o por uno de los lados y at ravesé corriendo la aut opist a 101 hast a la
t ienda, y compré, además del vino, algo de pan y frut a. Volví corriendo a mi t ren de
mercancías, que t enía que esperar ot ro cuart o de hora en aquel sit io ahora soleado y
calient e. Pero empezaba a caer la t arde y haría frío en seguida. El vagabundo est aba
sent ado en su ext remo del f urgón con las piernas cruzadas ant e un mísero ref rigerio
consist ent e en una lat a de sardinas. Me dio pena y le dij e:
-¿Qué t al un t rago de vino para ent rar en calor? A lo mej or t ambién quiere un poco de
pan y queso para acompañar las sardinas.
-Pues claro.
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Hablaba desde muy lej os, como desde el int erior de una humilde laringe asust ada o que
no quería hacerse oír. Yo había comprado el queso t res días at rás en Ciudad de México,
ant es del largo y barat o viaj e en aut obús por Zacat ecas y Durango y Chihuahua, más de
t res mil kilómet ros hast a la front era de El Paso. Comió el queso y el pan y bebió el vino
con ganas y agradecimient os. Yo est aba encant ado. Recordé aquel versículo del Sut ra
del Diamant e que dice:
"Pract ica la caridad sin t ener en la ment e idea alguna acerca de la caridad, pues la
caridad, después de t odo, sólo es una palabra."
En aquellos días era muy devot o y pract icaba mis devociones religiosas casi a la
perfección. Desde ent onces me he vuelt o un t ant o hipócrit a con respect o a mi piedad de
boca para af uera y algo cansado y cínico. . . Pero ent onces creía de verdad en la caridad
y amabilidad y humildad y celo y t ranquilidad y sabiduría y éxt asis, y me creía un
ant iguo bikhu con ropa act ual que erraba por el mundo (habit ualment e por el inmenso
arco t riangular de Nueva York, Ciudad de México y San Francisco) con el fin de hacer
girar la rueda del Significado Aut ént ico, o Dharma, y hacer mérit os como un f ut uro Buda
(Iluminado) y como un fut uro Héroe en el Paraíso. Todavía no conocía a Japhy Ryder -lo
conocería una semana después-, ni había oído hablar de los "Vagabundos del Dharma",
aunque ya era un perfect o Vagabundo del Dharma y me consideraba un peregrino
religioso. El vagabundo del furgón fort aleció t odas mis creencias al ent rar en calor con
el vino y hablar y t erminar por enseñarme un papelit o que cont enía una oración de Sant a
Teresit a en la que anunciaba que después de su muert e volvería a la t ierra y derramaría
sobre ella rosas, para siempre, y para t odos los seres vivos.
-¿Dónde consiguió eso? -le pregunt é.
-Bueno, lo recort é de una revist a hace un par de años, en Los Ángeles. Siempre lo llevo
conmigo.
-¿Y se sient a en los furgones y lo lee? -Casi t odos los días.
No habló mucho más del asunt o, ni t ampoco se ext endió sobre Sant a Teresit a, y era muy
humilde con respect o a su religiosidad y me habló poco de sus cuest iones personales. Era
el t ipo de vagabundo de poca est at ura, delgado y t ranquilo, al que nadie prest a mucha
at ención ni siquiera en el barrio chino, por no hablar de la calle Mayor. Si un policía lo
echaba a empuj ones de algún sit io, no se resist ía y desaparecía, y si los guardas j urados
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del ferrocarril andaban por allí cerca cuando había un t ren de mercancías list o para
salir, era práct icament e imposible que vieran al hombrecillo escondido ent re la maleza y
salt ando a un vagón desde la sombra. Cuando le cont é que planeaba subir la noche
siguient e al Silbador, el t ren de mercancías de primera clase, dij o:
-¡Ah! ¿Quieres decir el Fant asma de Medianoche? -¿Llamáis así al Silbador?
-Al parecer, has t rabaj ado en esa línea.
-Sí. Fui guardaf renos en la Sout hern Pacif ic.
-Bueno, nosot ros, los vagabundos, lo llamamos el Fant asma de Medianoche porque se
coge en Los Ángeles y nadie t e ve hast a que llegas a San Francisco por la mañana. Va así
de rápido.
-En los t ramos rect os alcanza los cient o t reint a kilómet ros por hora, t ío.
-Sí, pero hace un frío t remendo por la noche cuando enf ila la cost a nort e de Gaviot a y
sigue la línea de la rompient e.
-La rompient e, eso es, después vienen las mont añas, una vez pasada Margarit a.
-Margarit a, eso es; he cogido ese Fant asma de Medianoche muchas más veces de las que
puedo recordar.
-¿Cuánt os años hace que no va por casa?
-Más de los que puedo recordar. Vivía en Ohio.
Pero el t ren se puso en marcha, el vient o volvió a enfriarse y cavó la neblina ot ra vez, y
pasamos la hora y media siguient e haciendo t odo lo que podíamos y más para no
congelarnos y dej ar de cast añet ear t ant o. Yo est aba acurrucado en una esquina y
medit aba sobre el calor, el calor de Dios, para combat ir el frío; después di salt it os, moví
brazos y piernas y cant é. Sin embargo, el vagabundo t enía más paciencia que yo y se
mant enía t umbado casi t odo el rat o, rumiando sus pensamient os y desamparado. Los
dient es me cast añet eaban y t enía los labios azules. Al oscurecer vimos aliviados la
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siluet a de las mont añas f amiliares de Sant a Bárbara y enseguida nos det uvimos y nos
calent amos j unt o a las vías baj o la t ibia noche est rellada.
Dij e adiós al vagabundo de Sant a Teresit a en el cruce, donde salt amos a t ierra, y me f ui
a dormir a la arena envuelt o en mi mant a, lej os de la playa, al pie de un acant ilado
donde la bofia no pudiera verme y echarme. Calent é unas salchichas clavadas a unos
palos recién cort ados y puest os sobre una gran hoguera, y t ambién una lat a de j udías y
una de macarrones al queso, v bebí mi vino recién comprado y disfrut é de una de las
noches más agradables de mi vida. Me met í en el agua y chapot eé un poco y est uve
mirando la esplendorosa noche est rellada, el universo diez
veces maravilloso de oscuridad y diamant es de Avalokit esvara.
"Bien, Ray -me dij e cont ent o-, sólo quedan unos pocos kilómet ros. Lo has conseguido
ot ra vez. "
Feliz. Solo con mis pant alones cort os, descalzo, el pelo alborot ado, j unt o al fuego,
cant ando, bebiendo vino, escupiendo, salt ando, corret eando -¡est o sí que es vida!Complet ament e solo y libre en las suaves arenas de la playa con los suspiros del mar
cerca y las t it ilant es y cálidas est rellas, vírgenes de Falopio, ref lej ándose en el vient re
f luido del canal ext erior. Y si las lat as est án al roj o vivo y no puedes cogerlas con la
mano, usa t us viej os guant es de f erroviario; con eso bast a. Dej é que la comida se
enf riara un poco para disf rut ar un poco más del vino y de mis pensamient os. Me sent é
con las piernas cruzadas sobre la arena e hice balance de mi vida. Bueno, allí est aba, ¿y
qué?
"¿Qué me deparará el porvenir?"
Ent onces, el vino excit ó mi apet it o y t uve que lanzarme sobre las salchichas. Las mordí
por un ext remo suj et ándolas con el palo por el ot ro, y ñam ñam, y luego me dediqué a
las dos sabrosas lat as at acándolas con mi viej a cuchara y sacando j udías y t rozos de
cerdo, o de macarrones y salsa picant e, y quizá t ambién un poco de arena.
"¿Cuánt os granos de arena habrá en est a playa? -pensé-. ¿Habrá t ant os granos de arena
como est rellas en el cielo? -ñam, ñam-. Y si es así, ¿cuánt os seres humanos habrán
exist ido? En realidad, ¿cuánt os seres vivos habrán exist ido desde ant es del comienzo de
los t iempos sin principio? Bueno, creo que habría que calcular el número de granos de
arena de est a playa y el de las est rellas del cielo, en cada uno de los diez mil enormes
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macrocosmos, lo que daría un número de granos de arena que ni la IBM ni la Burroughs
podrían comput ar. ¿Y cuánt os serán? -t rago de vino-; realment e no lo sé, pero en est e
preciso moment o esa dulce Sant a Teresit a y el viej o vagabundo est án derramando sobre
mi cabeza un par de docenas de t rillones de sext illones de descreídas e innumerables
rosas mezcladas con lirios."
Después, t erminada la comida, secados los labios con mi pañuelo roj o, lavé los plat os
con agua salada, di pat adas a unos t errones de arena, anduve de acá para allá, sequé los
plat os, los guardé, devolví la viej a cuchara al int erior del saco húmedo por el aire del
mar, y me t endí envuelt o en la mant a para pasar una buena noche de descanso bien
ganado. Me despert é en mit ad de la noche.
"¿Dónde est oy? ¿Qué es ese baloncest o de la et ernidad que las chicas j uegan aquí, a mi
lado, en la viej a casa de mi vida? ¿Est á en llamas la casa?"
Pero sólo es el rumor de las olas que se acercan más y más con la marea alt a a mi cama
de mant as.
"Soy t an duro y t an viej o como una concha", y me vuelvo a dormir y sueño que mient ras
duermo consumo t res rebanadas de alient o de pan... ¡Pobre ment e humana, y pobre
hombre solit ario de la playa!, y Dios observándolo mient ras sonríe y yo digo... Y soñé
con mi casa de hace t ant o t iempo en Nueva Inglat erra y mis gat it os t rat ando de
seguirme durant e miles de kilómet ros por las carret eras que cruzan América, y mi madre
llevando un bult o a la espalda, y mi padre corriendo t ras el efímero e inalcanzable t ren,
y soñé y me despert é en un grisáceo amanecer, lo vi, resoplé (porque había vist o que
t odo el horizont e giraba como si un t ramoyist a se hubiera apresurado a ponerlo en su
sit io y hacerme creer en su realidad), y me volví a dormir.
"Todo da lo mismo", oí que decía mi voz en el vacío que se abraza t an fácilment e
durant e el sueño.
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El vagabundo de Sant a Teresit a f ue el primer Vagabundo del Dharma aut ént ico que
conocí, y el segundo fue el número uno de t odos los Vagabundos del Dharma y, de
hecho, fue él, Japhy Ryder, quien acuñó la f rase. Japhy Ryder era un t ipo del est e de
Oregón criado con su padre y madre v hermana en una cabaña de t roncos escondida en
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el bosque: desde el principio fue un hombre de los bosques, un leñador, un granj ero,
int eresado por los animales y la sabiduría india, así que cuando llegó a la universidad,
quisiéralo él o no, est aba ya bien preparado para sus est udios, primero de ant ropología,
después de los mit os indios y post eriorment e de los t ext os aut ént icos de mit ología india.
Por últ imo, aprendió chino y j aponés y se convirt ió en un erudit o en cuest iones
orient ales y descubrió a los más grandes Vagabundos del Dharma, a los lunát icos zen de
China y Japón. Al mismo t iempo, como era un muchacho del Noroest e con t endencias
idealist as, se int eresó por el viej o anarquismo del I. W. W ( 1), y aprendió a t ocar la
guit arra y a cant ar ant iguas canciones prolet arias que acompañaban su int erés por las
canciones indias y su f olklore. Le vi por pr imera vez caminando por una calle de San
Francisco a la semana siguient e (después de haber hecho aut ost op desde Sant a Bárbara
de un t irón y, aunque nadie lo crea, en el coche conducido por una chica rubia
guapísima vest ida sólo con un bañador sin t irant es blanco como la nieve y descalza y con
una pulsera de oro en el t obillo, y era un Lincoln Mercury últ imo modelo roj o canela, y
la chica quería bencedrina para conducir sin parar hast a la ciudad y cuando le dij e que
t enía un poco en mi bolsa del ej ércit o grit ó: "¡Fant ást ico!"). Y vi a Japhy que caminaba
con ese curioso paso largo de mont añero, v llevaba una pequeña mochila a la espalda
llena de libros v cepillos de dient es y a saber qué más porque era su mochila pequeña
para "baj ar -a-la-ciudad" independient e de su gran mochila con el saco de dormir, poncho
y cacerolas. Llevaba una pequeña perilla que le daba un ext raño aspect o orient al con sus
oj os verdes un t ant o oblicuos, pero no parecía en modo alguno un bohemio (un parásit o
del mundo del art e). Era delgado, moreno, vigoroso, expansivo, cordial y de fácil
conversación, y hast a decía hola a los vagabundos de la calle y cuando se le pregunt aba
algo respondía direct ament e sin rodeos lo que se le ocurría y siempre de un modo
chispeant e y suelt o.
-¿Dónde conocist e a Ray Smit h? -le pregunt aron en cuant o ent ramos en The Place, el bar
favorit o de los t ipos más pasados de la zona de la playa.
-Bueno, siempre conozco a mis bodhisat t vas en la calle -respondió a grit os, y pidió unas
cervezas.
Y fue una noche t remenda, una noche hist órica en muchos sent idos. Japhy y algunos
ot ros poet as (él t ambién escribía poesía y t raducía al inglés poemas chinos y j aponeses)
habían organizado una lect ura de poemas en la Galería Seis, en el cent ro de la ciudad.
Se habían cit ado en el bar y se est aban poniendo a t ono. Pero mient ras los veía por allí
1
Industrial Workers of the World (Obreros Industriales del Mundo), (N. del T.)
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de pie o sent ados, comprendí que Japhy era el único que no t enía aspect o de poet a,
aunque de hecho lo f uera. Los ot ros poet as eran o t íos pasados con gaf as de concha y
pelo negro alborot ado como Alvah Goldbook, o pálidos y delicados poet as como Ike
O'Shay (vest ido de t raj e), o it alianos renacent ist as de aspect o amable y f uera de est e
mundo como Francis DaPavia (que parecía un cura j oven), o liant es anarquist as de pelo
alborot ado y chalina como Rheinhold Cacoet hes, o t ipos de gafas y t amaño enorme,
t ranquilos y callados, como Warren Coughlin. Y t odos los demás promet edores poet as
est aban t ambién sent ados por allí, vest idos de modos dist int os, con chaquet as de pana
de gast ados codos, zapat os est ropeados, libros asomándoles por los bolsillos. Sin
embargo, Japhy llevaba unas t oscas ropas de obrero compradas de segunda mano en el
Mont e de Piedad que le servían para t repar a las mont añas y andar por el bosque y para
sent arse de noche a campo abiert o j unt o a una hoguera, o para moverse haciendo
aut ost op siempre cost a arriba y cost a abaj o. De hecho, en su pequeña mochila llevaba
t ambién un divert ido gorro alpino verde que se ponía cuando llegaba al pie de una
mont aña, habit ualment e cant ando, ant es de iniciar un ascenso de quizá miles de
met ros. Llevaba unas bot as de mont aña muy caras que eran su orgullo y su felicidad, de
f abricación it aliana, con las que andaba haciendo ruido por el suelo cubiert o de serrín
del bar como un ant iguo maderero. Japhy no era alt o, sólo algo más de met ro set ent a,
pero era f uert e y ágil y musculoso. Su rost ro era una máscara de huesos t rist es, pero sus
oj os brillaban como los de los viej os sabios bromist as de China, sobre la pequeña perilla,
como para compensar el lado duro de su agradable cara. Tenía los dient es algo
amarillos, debido a su t emprano descuido de la limpieza en el bosque, pero no se not aba
demasiado, aunque abría mucho la boca para reírse a mandíbula bat ient e de los chist es.
A veces se quedaba quiet o y callado y se limit aba a mirar t rist ement e el suelo como si
fuera muy t ímido. Pero ot ras veces era muy divert ido. Demost raba t enerme simpat ía y
se int eresó por la hist oria del vagabundo de Sant a Teresit a y lo que le cont é de mis
experiencias en t renes de carga o haciendo aut ost op o caminando por el bosque.
Inmediat ament e decidió que yo era un gran "bodhisat t va", lo que quiere decir "gran
criat ura sabia" o "gran ángel sabio", y que adornaba est e mundo con mi sinceridad.
Nuest ro sant o budist a favorit o era el mismo: Avalokit esvara, o, en j aponés, Kwannon el
de las Once Cabezas. Sabía t odo t ipo de det alles del budismo t ibet ano, chino,
mahayana, hinayana, j aponés y hast a birmano, pero en seguida le advert í que me la
t raían f loj a la mit ología y t odos esos nombres y clases de budismo nacionales, puest o
que sólo me int eresaba la primera de las cuat ro nobles verdades de Sakyamuni: Toda
vida es dolor. Y hast a un ciert o punt o me int eresaba, además, la t ercera: Es posible la
supresión del dolor, lo que ent onces no creía para nada posible. (Todavía no había
digerido el Lankavat ara Sut ra que enseña que finalment e en el mundo no hay más que
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ment e y, por t ant o, t odo es posible incluida la supresión del dolor.) El t ronco de Japhy
era el supraescrit o Warren Coughlin, un t ipo bonachón y cordial con más de ochent a
kilos de carne de poet a encima, de quien Japhy me dij o (al oído) que result aba más
int eresant e de lo que parecía.
-¿Quién es?
-Es mi mej or amigo desde los t iempos de Oregón, nos conocemos desde hace mucho
t iempo. Al principio uno piensa que es t orpe y est úpido, pero la verdad es que es un
diamant e de muchos quilat es. Ya lo verás. No baj es la guardia porque t e puede
arrinconar. Es capaz de hacer que t e vuele la cabeza sólo con una palabra oport una.
-¿Por qué?
-Es un gran bodhisat t va mist erioso y creo que quizá sea una reencarnación de Asagna, el
gran sabio mahayana de hace siglos.
-Y yo, ¿quién soy?
-No lo sé, quizá la Cabra.
-¿La Cabra?
-O quizá seas Cara de Barro.
-¿Quién es Cara de Barro?
-Cara de Barro es el barro de t u cara de cabra. Qué dirías si a alguien le pregunt aran:
"¿El perro t iene la nat uraleza de Buda?", y respondiera: "¡Wu!"
-Diría que era un mont ón de est úpido budismo zen...
Est o confundió un poco a Japhy. -Escucha, Japhy -le dij e-, no soy budist a zen, soy un
budist a serio, soy un soñador hinayana de lo más ant iguo que se asust a ant e el
mahayanismo post erior. -Y así cont inué t oda la noche, mant eniendo que el budismo zen
no se cent raba t ant o en la bondad como en la confusión del int elect o para que ést e
perciba la ilusión de t odas las fuent es de las cosas-. Es mezquino -me quej é-. Todos
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aquellos maest ros zen t irando a sus j óvenes discípulos al barro porque no pueden
responder a sus inocent es cuest iones verbales.
-Era porque querían que comprendieran que el barro es mej or que las palabras, chico.
Pero no consigo recrear (ni esf orzándome) la exact a brillant ez de t odas las respuest as de
Japhy y sus observaciones y salidas que me llevaron a mal t raer durant e t oda la noche y
que acabaron por enseñarme algo que cambió mis planes de vida.
En cualquier caso seguí al grupo de poet as aulladores a la lect ura de la Galería Seis de
aquella noche, que fue, ent re ot ras cosas import ant es, la noche del comienzo del Renaci
mient o Poét ico de San Francisco. Est aban allí t odos. Fue una noche enloquecida. Y yo f ui
el que puso las cosas a t ono cuando hice una colect a a base de monedas de diez y
veint icinco cent avos ent re el envarado audit orio que est aba de pie en la galería y volví
con t res garraf as de borgoña calif orniano de cuat ro lit ros cada una y t odos se animaron,
así que hacia las once, cuando Alvah Goldbook leía, o mej or, gemía su poema "¡Aullido!",
borracho, con los brazos ext endidos, t odo el mundo grit aba: "¡Sigue! ¡Sigue! ¡Sigue!"
(como en una sesión de j azz) y el viej o Rheinhold Cacoet hes, el padre del mundillo
poét ico de Frisco, lloraba de felicidad. El propio Japhy leyó sus delicados poemas sobre
Coyot e, el dios de los indios de la meset a nort eamericana (creo), o por lo menos el dios
de los indios del Noroest e, Kwakiut l y t odos los demás.
-¡Jódet e!, dij o Coyot e, y se largó -leía Japhy al dist inguido audit orio, haciéndoles aullar
de alegría, pues t odo result aba delicado y j ódet e era una palabra sucia que se volvía
limpia. Y t ambién est aban sus t iernos versos líricos, como los de los osos comiendo
bayas, que demost raban su amor a los animales, y grandes versos mist eriosos sobre
bueyes por los caminos mongoles que demost raban su conocimient o de la lit erat ura
orient al, incluso de Hsuan Tsung, el gran monj e chino que anduvo desde China al Tibet ,
desde Lanchow a Kashgar y Mongolia llevando una barrit a de incienso en la mano.
Después, Japhy demost ró su humor t abernario con versos sobre los ligues de Coyot e. Y
sus ideas anarquist as sobre cómo los nort eamericanos no saben vivir, en versos sobre
individuos at rapados en salas de est ar hechas con pobres árboles cort ados por sierras
mecánicas (demost rando aquí, además, su procedencia y educación como leñador en el
Nort e). Su voz era prof unda y sonora y, en ciert o modo, valient e, como la voz de los
ant iguos oradores y héroes nort eamericanos.
Había algo decidido y enérgico y
humanament e esperanzado que me gust aba de él, mient ras los ot ros poet as, o eran
demasiado exquisit os con su est et icismo, o demasiado hist éricament e cínicos para
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abrigar ninguna esperanza, o demasiado abst ract os o int imist as, o demasiado polít icos, o
como Coughlin demasiado incomprensibles para que se les ent endiera (el enorme
Coughlin diciendo cosas sobre "procesos sin clarificar", aunque cuando Coughlin dij o que
la revelación era una cuest ión personal advert í el pot ent e budismo y los sent imient os
idealist as de Japhy, que ést e había compart ido con el bondadoso Coughlin en su época
de compañeros de universidad, como yo había compart ido mis sent imient os con Alvah en
el Est e y con ot ros menos apocalípt icos y direct os, pero en ningún sent ido más
simpát icos y last imeros).
Mient ras t ant o,
mont ones de personas seguían de pie en la galería a oscuras
esf orzándose por no perder palabra de la asombrosa lect ura poét ica mient ras yo iba de
grupo en grupo invit ándoles a que echaran un t rago o volvía al est rado y me sent aba en
la part e derecha solt ando grit os de aprobación y hast a f rases ent eras coment ando algo
sin que nadie me invit ara a ello, pero t ambién sin que molest aran a nadie en medio de
la alegría general. Fue una gran noche. El delicado Francis DaPavia leyó, en delicadas
páginas de papel cebolla amarillo, o rosa, que sost enía en sus largos y blancos dedos,
unos poemas de su ínt imo amigo Alt man que había t omado demasiado peyot e en
Chihuahua (¿o murió de polio?), pero no leyó ninguno de sus propios poemas: una
maravillosa elegía en memoria del j oven poet a muert o capaz de arrancar lágrimas al
Cervant es del Capít ulo Siet e, y leída con una'delicada voz inglesa que me hizo llorar de
risa para mis adent ros aunque luego llegué a conocer mej or a Francis y me gust ó.
Ent re la gent e que andaba por allí est aba Rosie Buchanan, una chica, de pelo cort o,
pelirroj a, delgada, guapa, una t ía verdaderament e pasada y amiga de t odos los que
cont a ban en la playa, que había sido modelo de pint or y hast a escribía ella misma y
vibraba de excit ación en aquellos t iempos porque est aba enamorada de mi viej o t ronco
Cody.
-Maravilloso, ¿eh, Rosie? -le grit é, y se met ió un lingot azo de vino y me miró con oj os
brillant es.
Cody est aba j ust o det rás de ella con los brazos agarrándola por la cint ura. Ent re los
poet as, Rheinhold Cacoet hes, con su chalina y su andraj osa chaquet a, se levant aba de
vez en cuando y present aba medio en broma con su divert ida voz de falset e al siguient e
poet a; pero, como digo, eran las once y media cuando se habían leído t odos los poemas
y t odo el mundo andaba de un lado para ot ro pregunt ándose qué había pasado allí y qué
iba a pasar con la poesía nort eamericana, y el viej o Cacoet hes se secaba las lágrimas
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con un pañuelo. Y t odos, es decir los poet as, nos unimos a él y fuimos en varios coches
hast a Chinat own para cenar f abulosament e, con palillos y conversaciones a grit os en
plena noche en uno de esos animados y enormes rest aurant es chinos de San Francisco. Y
sucedió que era el rest aurant e chino favorit o de Japhy, el Nam Yuen, y me enseñó lo
que debía pedir y cómo se comía con palillos y me cont ó algunas anécdot as de los
lunát icos zen de Orient e y me puso t an cont ent o (t ambién t eníamos una bot ella de vino
delant e) que acabé por levant arme y me dirigí al viej o cocinero que est aba a la puert a
de la cocina y le pregunt é:
-¿Por qué vino el bodhidharma desde el oest e? -El bodhidharma fue el indio que llevó el
budismo al est e, a China.
-¿Y a mí qué me import a? -respondió el viej o cocinero, con los oj os ent ornados.
-Una respuest a perfect a, absolut ament e perfect a. Ahora ya sabes lo que ent iendo por
zen -me dij o Japhy cuando se lo cont é.
Tenía que aprender un mont ón de cosas más. En especial, cómo t rat ar a las chicas...,
según el modo lunát ico zen de Japhy, y t uve oport unidad de comprobarlo con mis
propios oj os la semana siguient e.
3
En Berkeley yo est aba viviendo con Alvah Goldbook en su casit a cubiert a de rosas en la
part e t rasera de una casa mayor de la calle Milvia. El viej o y carcomido porche se
inclinaba hacia adelant e, hacia el suelo, ent re parras, con una mecedora bast ant e
cómoda en la que me sent aba t odas las mañanas a leer mi Sut ra del Diamant e. El
t erreno de alrededor est aba lleno de plant as t omat eras casi en sazón, y ment a, ment a,
t odo olía a ment a, y un viej o y hermoso árbol baj o el que me gust aba sent arme y
medit ar en aquellas perfect as y frescas noches est relladas del incomparable oct ubre
californiano. Teníamos una pequeña y perfect a cocina de gas, pero no nevera, aunque
eso no import ara. Teníamos t ambién un pequeño y perfect o cuart o de baño con bañera y
agua calient e, y una habit ación bast ant e grande llena de almohadones y est eras y
colchones para dormir, y libros, libros, cient os de libros, desde Cat ulo a Pound y Blyt h, a
álbumes de Bach y Beet hoven (y hast a un disco de swing de Ella Fit zgerald con un Clark
Terry muy int eresant e a la t rompet a) y un buen f onógraf o Webcor de t res velocidades
que sonaba lo bast ant e f uert e como para hacer volar el t ej ado; y est e t ej ado era de
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madera cont rachapada, y las paredes t ambién, y una noche en una de nuest ras
borracheras de lunát icos zen at ravesé encant ado esa pared con el puño y Coughlin me
vio y la at ravesó con la cabeza lo menos diez cent ímet ros.
A un par de kilómet ros de allí, baj ando Milvia y luego subiendo hacia el campus de la
Universidad de California, en la part e de at rás de ot ra casa enorme de una calle
t ranquila (Hillegass), Japhy vivía en su propia cabaña que era infinit ament e más
pequeña que la nuest ra, aproximadament e de cuat ro por cuat ro, sin nada apart e de las
t ípicas pert enencias de Japhy, que most raba así su creencia en la sencilla vida
monást ica -ni una silla, ni siquiera una mecedora sent iment al; únicament e est eras-. En
un rincón est aba su f amosa mochila grande con cazos y sart enes muy limpios encaj ados
unos dent ro de ot ros formando una unidad compact a at ada con un pañuelo azul. Después
est aban sus zuecos j aponeses de madera de pat a, que nunca usaba, y un par de
calcet ines con los que andaba suavement e por encima de sus preciosas est eras, con el
sit io j ust o para los cuat ro dedos en una part e y para el dedo gordo en la ot ra. También
t enía bast ant es cest as de las de naranj as, t odas llenas de hermosos libros académicos,
algunos de ellos en lenguas orient ales, t odos los grandes sut ras, coment arios a los
sut ras, las obras complet as de D. T. Suzuki y una bonit a edición de haikus j aponeses en
cuat ro volúmenes. También t enía una valiosa colección de poesía occident al. De hecho,
si hubiera ent rado un ladrón a robar, las únicas cosas que habría encont rado de
aut ént ico valor hubieran sido los libros. La ropa de Japhy consist ía en prendas que le
habían regalado o que había comprado de segunda mano, con expresión confusa y feliz,
en los almacenes del Ej ércit o de Salvación: calcet ines de lana remendados, camiset as de
color, camisas de f aena, pant alones vaqueros, mocasines y unos cuant os j erséis de
cuello alt o que se ponía uno encima del ot ro en las frías noches de las sierras
calif ornianas y en la zona de las cascadas de Washingt on y Oregón durant e aquellas
caminat as increíblement e largas que a veces duraban semanas y semanas con sólo unos
pocos kilos de comida seca en la mochila. Unos cuant os cest os de naranj as servían de
mesa, sobre la cual, una soleada t arde en la que aparecí por allí, humeaba una pacífica
t aza de t é j unt o a él mient ras se inclinaba con aspect o serio encima de los caract eres
chinos del poet a Han Chan. Coughlin me había dado su dirección y al ent rar vi la
biciclet a de Japhy en el césped de delant e de la casa más grande (donde vivía la dueña)
y luego unos cant os rodados y piedras y unos divert idos árboles enanos que había t raído
de sus paseos por la mont aña para preparar su propio "j ardín j aponés de té" o "j ardín de
la casa de t é", con un pino muy adecuado que suspiraba sobre su nuevo y diminut o
domicilio.
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Jamás había vist o una escena t an pacíf ica como cuando, en aquel at ardecer roj izo,
simplement e abrí la pequeña puert a y miré dent ro y le vi al fondo de la cabaña, sent ado
en un almohadón encima de la est era con las piernas cruzadas, y las gaf as puest as que le
hacían parecer viej o y est udioso y sabio, con un libro en el regazo y la f ina t et era y la
t aza de porcelana humeando a su lado. Levant ó la vist a t ranquilament e, vio quién era y
dij o:
-Ray, ent ra. -Y volvió a clavar los oj os en los caract eres chinos.
-¿Qué est ás haciendo?
-Traduzco el gran poema de Han Chan t it ulado "Mont aña Fría" escrit o hace mil años y
part e de él garabat eado en las paredes de los riscos a cient os de kilómet ros de cualquier
ot ro ser vivo.
-¡Vaya!
-Cuando ent res en est a casa debes quit art e los zapat os, puedes est ropear las est eras con
ellos.
-Así que me quit é los zapat os y los dej é cuidadosament e al lado de la puert a y él me
alcanzó un almohadón y me sent é con las piernas cruzadas j unt o a la pared de madera y
me ofreció una t aza de t é-. ¿Has leído el Libro del Té? -pregunt ó.
-No, ¿qué libro dices?
-Es un t rat ado muy complet o sobre el modo de hacer el t é ut ilizando el conocimient o de
dos mil años de preparación del t é. Algunas de las descripciones del efect o del primer
sorbo de t é, y del segundo, y del t ercero, son realment e t remendas y maravillosas.
-Esos t ipos se colocan con nada, ¿verdad?
-Bébet e el t é y verás; es un t é verde muy bueno.
-Era bueno y me sent í inmediat ament e t ranquilo y reconfort ado-.
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-¿Quieres que t e lea part es de est e poema de Han Chan? ¿Quieres que t e cuent e cosas de
Han Chan?
-¡Claro!
-Verás, Han Chan era un sabio chino que se cansó de la ciudad y se escondió en la
mont aña.
-¡Hombre! Eso suena a t i.
-En aquel t iempo se podía hacer eso de verdad. Vivía en una cueva, no lej os de un
monast erio budist a del dist rit o Tang-Sing, de Tien Ta¡, y su único amigo humano era Shit e, el absurdo lunát ico zen que t rabaj aba en el monast erio y lo barría con una escoba.
Shi-t e era t ambién poet a, pero no dej ó nada escrit o. De vez en cuando, Han Chan
baj aba de Mont aña Fría con su t raj e de cort ezas y ent raba en la cocina calient e y
esperaba a que le dieran de comer, pero ninguno de los monj es quería darle comida
porque se negaba a ent rar en la orden y at ender la campana de la medit ación t res veces
al día. Verás por qué, pues en algunas de sus manifest aciones, como... Pero, escucha,
miraré aquí y t e lo t raduciré del chino. -Me incliné por encima de su hombro y observé
cómo leía aquellos ext raños y enrevesados caract eres chinos-. "Trepando a Mont aña Fría,
sendero arriba; el sendero a Mont aña Fría sube y sube: un largo desfiladero lleno de
rocas de un alud, el ancho t orrent e y la hierba empañada de neblina. El musgo es
resbaladizo, aunque no ha est ado lloviendo, el pino cant a, pero no hace vient o, ¿quién
es capaz de romper las at aduras del mundo y sent arse conmigo ent re blancas nubes?"
-¡Est upendo!
-Claro que es mi t raducción al inglés. Ves que hay cinco caract eres en cada verso y
t engo que añadir las preposiciones y art ículos y demás part ículas occident ales.
-¿Por qué no t e limit as a t raducirlo t al y como est á, es decir, si hay cinco caract eres,
pones cinco palabras? ¿Qué signif ican est os cinco primeros caract eres?
-El caráct er de t repar, el caráct er de sendero, el caráct er de arriba, el caráct er de
mont aña, el caráct er de f río.
-Muy bien, pues ent onces t raduce "Trepar sendero arriba Mont aña Fría".
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-Sí, pero ¿qué haces con el caráct er de largo, el caráct er de desf iladero, el caráct er de
alud, el caráct er de rocas y el caráct er de caer?
-¿Dónde pone eso?
-En el t ercer verso. Habría que leer: "Largo desfiladero lleno alud rocas."
-Bueno, eso t odavía es mej or.
-Sí, ya pensé en ello, pero t engo que somet erlo a la aprobación de los especialist as en
chino de la universidad y aclarar su sent ido en inglés.
-¡Chico, est o es magnífico! -dij e cont emplando la pequeña casa-. Y t ú sent ado aquí t an
t ranquilo a est a hora t an t ranquila est udiando solo con las gaf as puest as...
-Ray, lo que t ienes que hacer es subir conmigo a una mont aña en seguida. ¿Qué t e
parecería escalar el Mat t erhorn?
-Muy bien. ¿Dónde est á eso?
-Arriba, en las Alt as Sierras. Podemos ir hast a allí con Henry Morley en su coche y llevar
las mochilas y empezar en el lago. Yo podría llevar t oda la comida y mat erial que
necesit amos en la mochila grande y t ú podrías pedir a Alvah su mochila pequeña y llevar
calcet ines y calzado de repuest o y alguna cosa más.
-¿Qué signif ican est os caract eres?
-Est os caract eres signif ican que Han Chan baj ó de la mont aña después de vagar durant e
muchos años por ella para ver a sus amigos de la ciudad, y dice: "Hast a hace poco viví en
Mont aña Fría, et cét era, y ayer visit é a amigos y f amiliares; más de la mit ad se había ido
a los Manant iales Amarillos", est o, los Manant iales Amarillos, signif ica la muert e, "ahora
por la mañana encaro mi solit aria sombra. No puedo est udiar con los oj os llenos de
lágrimas. "
-Es lo mismo que t ú, Japhy, est udiando con los oj os llenos de lágrimas.
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-¡No t engo los oj os llenos de lágrimas!
-¿No los t endrás dent ro de mucho, mucho t iempo?
-Sin duda los t endré, Ray..., y mira aquí: "En la mont aña hace frío; siempre ha hecho
f río, no sólo est e año", fíj at e, est á alt o de verdad, a lo mej or a cuat ro mil met ros o más,
y dice: "Dent adas crest as siempre nevadas, bosques en sombríos barrancos escupiendo
niebla a finales de j unio, hoj as que empiezan a caer a primeros de agost o, y aquí est oy
t an alt o como si me hubiera colocado..."
-¡Colocado!
-Es mi t raducción; de hecho dice que est á t an alt o como un hombre sensual de la
ciudad, pero yo hago una t raducción moderna y pasot a.
-¡Maravilloso! -Y le pregunt é por qué Han Chan era su héroe.
-Porque -respondió- era un poet a, un hombre de las mont añas, un budist a dedicado a
medit ar sobre la esencia de t odas las cosas, y t ambién, dicho sea de paso, un
veget ariano, aunque yo no lo soy, pues creo que en est e mundo moderno ser veget ariano
es pasarse demasiado, ya que t odas las cosas conscient es comen lo que pueden. Y
además, era un hombre solit ario capaz de hacérselo solo y vivir con pureza y
aut ént icament e para sí mismo.
-Eso t ambién suena a t i.
-Y t ambién a t i, Ray; no se me ha olvidado lo que me cont ast e de lo que hacías
medit ando en los bosques de Carolina del Nort e y t odo lo demás.
Japhy est aba muy t rist e, hundido. Nunca le había vist o t an apagado, melancólico,
pensat ivo. Su voz era t ierna como la de una madre; parecía hablar desde muy lej os a
una pobre criat ura anhelant e (yo) que necesit aba oír su mensaj e. No se cent raba en
nada, era como si est uviera en t rance.
-¿Has medit ado hoy?
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-Sí, lo primero que hago por la mañana es medit ar ant es del desayuno, y siempre medit o
un buen rat o por la t arde, a menos que me int errumpan.
-¿Y quién t e int errumpe?
-Bueno, la gent e. A veces Coughlin, y Alvah vino ayer, y Rol St urlason, y t engo a esa
chica que viene a j ugar al yabyum.
-¿Al yabyum? ¿Y eso qué es?
-¿No. conoces el yabyum, Smit h? Ya t e hablaré de él en ot ra ocasión.
Parecía demasiado t rist e para hablar del yabyum, del que supe un par de noches más
t arde. Hablamos "un rat o mas de Han Chan y los poemas de las rocas, y cuando ya me
iba, Rol St urlason, un t ipo alt o, rubio y guapo, llegó para discut ir su viaj e a Japón con
él. A est e Rol St urlason le int eresaba mucho el famoso j ardín de piedras del monast erio
de Shokokuj i, de Kiot o, que no es más que viej os cant os rodados sit uados de t al modo, al
parecer de un modo est ét ico y míst ico, que hace que t odos los años vayan allí miles de
t urist as y monj es a cont emplar las piedras en la arena y obt ener la paz de espírit u.
Jamás había conocido a personas t an serias y al t iempo inquiet as. No volví a ver a Rol
St urlason; se fue a Japón poco después, pero no olvidé lo que dij o de las piedras a mi
pregunt a: "¿Y quién las colocó de ese modo t an maravilloso?"
-No lo sabe nadie. Quizá un monj e o unos monj es hace mucho. Pero hay una forma
definida, aunque mist eriosa, en la disposición de las piedras. Sólo a t ravés de la f orma
podremos comprender el vacío.
Me enseñó una f ot o de los cant os rodados en la arena bien rast rillada que parecían islas
en un mar que t enía oj os (los declives) y est aban rodeadas por el claust ro del pat io de
un monast erio. Después me enseñó un diagrama de la disposición de las piedras con una
proyección en siluet a y me enseñó la lógica geomét rica y t odo lo demás, y mencionó la
f rase. "individualidad solit aria" y llamó a las piedras "choques cont ra el espacio", t odo
haciendo referencia a algo relacionado con un koan que me int eresaba menos que él y
especialment e que el bueno de Japhy que preparaba más t é en el ruidoso hornillo de
pet róleo y nos of reció unas t azas con una reverencia silenciosa casi orient al. Fue algo
complet ament e diferent e a la noche de la lect ura de poemas.
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Sin embargo, a la noche siguient e, hacia las doce, Coughlin y Alvah y yo nos reunimos y
decidimos comprar un garraf ón de cuat ro lit ros de borgoña e irrumpir en la cabaña de
Japhy.
-¿Qué est ará haciendo est a noche? -pregunt é.
-Bueno -respondió Coughlin-, segurament e est udiando, vamos a verlo.
Compramos el garraf ón en la avenida Shat t uck y baj amos t odavía más y volví a ver su
pobre biciclet a en el césped. -Japhy se pasa el día ent ero Berkeley arriba y Berkeley
abaj o en biciclet a con la mochila a la espalda -dij o Coughlin-. También solía hacer lo
mismo en el Reed College de Oregón. Allí era t oda una inst it ución. Luego mont ábamos
f iest as t remendas y bebíamos vino y venían chicas y t erminábamos salt ando por la
vent ana y gast ando bromas a t odo el mundo.
-¡Ext raño! ¡Muy ext raño! -dij o Alvah, poniendo cara de asombro y mordiéndose el labio.
El propio Alvah est udiaba con mucho cuidado a nuest ro amigo, alborot ador y, al t iempo,
t ranquilo. Llegamos a la puert ecit a. Japhy levant ó la vist a del libro que est udiaba, en
est a ocasión poesía nort eamericana, con las piernas cruzadas y las gaf as puest as, y no
dij o nada except o "¡ah!" con un t ono curiosament e civilizado.
Nos quit amos los zapat os y caminamos por los dos met ros de est era hast a ponernos j unt o
a él. Fui el últ imo en descalzarme y t enía el garrafón en la mano y se lo enseñé desde el
ot ro ext remo del cuart o, y Japhy sin abandonar su post ura, solt ó:
-¡Bieeeen! -Y salt ó direct ament e hacia mí at errizando a mis pies en post ura de luchador
que t uviera un puñal en la mano. Y de pront o lo t enía y t ocó el garrafón con él y el
crist al hizo "¡clic!".
Era el salt o más ext raño que había vist o en mi vida, except uados los de los acróbat as,
algo así como el de una cabra mont esa. También me recordó a un samurai, un guerrero
j aponés: el grit o, el salt o, la post ura y aquella expresión de cómico enfado en los oj os
salt ones mient ras hacía una mueca divert ida. Me dio la impresión de que, de hecho, se
t rat aba de una quej a porque habíamos int errumpido su est udio, y t ambién cont ra el
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propio vino que lo emborracharía y haría que echara a perder una noche de lect ura.
Pero sin más alborot os descorchó el garraf ón y bebió un t rago larguísimo y t odos nos
sent amos con las piernas cruzadas y pasamos cuat ro horas grit ándonos cosas unos a
ot ros, y fue una de las noches más divert idas. Algunas de las cosas que dij imos eran de
est e t ipo:
JAPHY. Bueno, Coughlin, viej o asqueroso, ¿qué has est ado haciendo últ imament e?
COUGHLN. Nada.
ALVAH. ¿Qué son t odos esos libros de ahí? ¡Hombre, Pound! ¿Te gust a Pound?
JAPHY. Si no fuera porque confundió el nombre de Li Po y le llamó por su nombre
j aponés y armó t odo aquel lío, est á muy bien... de hecho, es mi poet a favorit o.
RAY. ¿Pound? ¿Quién puede t ener como poet a favorit o a ese loco pret encioso?
JAPHY. Bebe un poco más de vino, Smit h, est ás diciendo t ont erías. ¿Cuál es t u poet a
favorit o, Alvah?
RAY. ¿Por qué no me pregunt a nadie a mí cuál es mi poet a favorit o? Sé más poesía que
t odos vosot ros j unt os. JAPHY. ¿De verdad?
ALVAH. Posiblement e. ¿No habéis leído el nuevo libro de poemas de Ray que acaba de
escribir en México: "la rueda de la t emblorosa idea carnal gira en el vacío despidiendo
cont racciones,
puercoespines,
elefant es,
personas,
polvo
de
est rellas,
locos,
insensat ez...".
RAY. ¡No es así!
JAPHY. Hablando de carne, ¿habéis leído el nuevo poema de...?
Et c., et c. Luego, t odo t erminó desint egrándose en un follón de conversaciones y grit os y
con nosot ros revolcándonos de risa por el suelo y finalment e con Alvah y Coughlin y yo
subiendo por la silenciosa calle de la facult ad cogidos del brazo cant ando "Eli Eli" a voz
en grit o y dej ando caer el garraf ón vacío que se hizo añicos a nuest ros pies. Pero le
habíamos hecho perder su noche de est udio y me sent í molest o por ello hast a la noche
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siguient e, cuando Japhy apareció en nuest ra casa con una chica bast ant e guapa y ent ró
y le dij o que se desvist iera; cosa que ella hizo de inmediat o.
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Era algo que est aba de acuerdo con las t eorías de Japhy acerca de las muj eres y el
j oder. Se me olvidó mencionar que el día en que el art ist a de las piedras le había
visit ado a últ ima hora de la t arde, apareció por allí poco después una rubia con bot as de
goma y una t única t ibet ana con bot ones de madera, y durant e la conversación general
pregunt ó cosas de nuest ro plan de escalar el mont e Mat t erhorn y dij o:
-¿No podría ir con vosot ros? -Pues a ella t ambién le gust aba la mont aña.
-Pues claro -respondió Japhy, con aquella voz t an divert ida que usaba para bromear; una
voz enérgica y profunda, imit ación de la de un maderero del Noroest e que conocía, de
hecho un guardabosques, el viej o Burnie Byers-; pues claro, ven con nosot ros y t e la
met eremos t odos a t res mil met ros de alt ura. -Y lo dij o de un modo t an divert ido e
informal y, de hecho, serio, que la chica no se molest ó, más bien pareció complacida. Y
con ese mismo espírit u t raía ahora a esa chica, Princess, a nuest ra casa. Era alrededor
de las ocho de la t arde y había oscurecido.
Alvah y yo est ábamos t omando
t ranquilament e el t é y leyendo poemas o pasándolos a máquina, y dos biciclet as se
det uvieron a la ent rada: Japhy en la suya, Princess en ot ra. Princess t enía los oj os grises
y el pelo muy rubio y era muy guapa y sólo t enía veint e años. Debo decir una cosa
acerca de ella: Princess est aba loca por el sexo y loca por los hombres, así que no hubo
demasiados problemas para convencerla de que j ugara al yabyum.
-¿No sabes lo que es el yabyum, Smit h? -dij o Japhy, con su pot ent e vozarrón,
moviéndose agit ado mient ras cogía a Princess de la mano-. Princess y yo t e vamos a
enseñar lo que es.
-Me parece bien -dij e-, sea lo que sea.
Yo t ambién conocía a Princess de ant es y había est ado loco por ella, en la ciudad,
aproximadament e un año at rás. Era ot ra ext raña coincidencia que Princess hubiera
conocido a Japhy y se enamorara de él, t ambién locament e; y hacía lo que él le
mandase. Siempre que venía gent e a visit arnos yo ponía un pañuelo roj o sobre la
lamparit a de la pared y apagaba la luz del t echo para que el ambient e fuera fresco y
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roj izo y adecuado para sent arse y beber vino y charlar. Hice eso, y cuando volví de la
cocina con una bot ella en la mano no podía creer lo que decían mis oj os al ver a Japhy y
a Alvah que se est aban desnudando y t irando la ropa en cualquier lado y a Princess que
ya est aba complet ament e desnuda, con su piel, blanca como la nieve cuando es
alcanzada por el roj o sol del at ardecer, a la luz roj a de la pared.
-¿Qué coño pasa? -dij e.
-Aquí t ienes el yabyum, Smit h -dij o Japhy, y se sent ó con las piernas cruzadas en un
almohadón del suelo e hizo un gest o a Princess que se sent ó encima de él, dándole la
cara, con los brazos alrededor del cuello, y se quedaron sent ados así sin decir nada
durant e un rat o. Japhy no est aba nada nervioso y seguía sent ado allí de la f orma
adecuada, pues así t enía que ser. -Est o es lo que hacen en los t emplos del Tibet . Es una
ceremonia sagrada y se lleva a cabo delant e de monj es que cant an. La gent e reza y
recit a Om Mani Pahdme Hum, que significa Así Sea el Rayo en el Oscuro Vacío. Yo soy el
rayo y Princess el oscuro vacío, ¿ent iendes?
-Pero ¿qué piensa ella de est o? -grit é casi desesperado. ¡Había pensado t ant as cosas
idealist as de aquella chica el año ant erior! Y había dado muchísimas vuelt as al asunt o de
si est aba bien que me la t irara, porque era t an j oven y t odo lo demás.
-¡Oh, es delicioso! -dij o Princess-. Ven y haz la prueba.
-Pero yo no puedo sent arme así. -Japhy est aba sent ado en la posición del lot o, que es
como se llama, con los t obillos encima de los muslos. Alvah est aba sent ado sobre el
colchón y t rat aba de hacer lo mismo. Finalment e, las piernas de Japhy empezaron a
dolerle y se ext endió sobre el colchón donde ambos, él y Alvah, empezaron a explorar el
t errit orio. Todavía no podía creerlo.
-Quít at e la ropa y ven aquí con nosot ros, Smit h.
Pero apart e de t odos mis sent imient os hacia Princess, est aba el año de celibat o que
había pasado creyendo que la luj uria era la causa direct a del nacimient o, que era la
causa direct a del sufrimient o y la muert e y no mient o si digo que había llegado a un
punt o en el que consideraba los impulsos sexuales ofensivos y hast a crueles.
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"Las muj eres guapas cavan las sepult uras", me decía siempre que volvía la cabeza
involunt ariament e para observar a las incomparables bellezas indias de México. Y la
ausencia de impulsos sexuales act ivos t ambién me había proporcionado una nueva vida
pacífica con la que disfrut aba muchísimo. Pero aquello era demasiado. Todavía me
asust aba t ener que desnudarme; además, nunca me había gust ado hacerlo ant e más de
una persona, especialment e con hombres alrededor. Pero a Japhy t odo est o se la t raía
floj a y en seguida est aba haciéndoselo pasar a Princess a base de bien y pront o. Le llegó
el t urno a Alvah (con sus enormes oj os f ij os en la luz roj a, y t an serio leyendo poemas un
minut o ant es). Así que dij e:
-¿Qué os parece si me dedico a t rabaj arle el brazo?
-¡Adelant e, muy bien! -Y lo hice, t umbándome en el suelo complet ament e vest ido y
besándole la mano, luego la muñeca, luego seguí subiendo por el brazo, y ella se reía y
casi lloraba de gust o con t odas las part es de su cuerpo t rabaj adas a fondo. Todo el
pacífico celibat o de mi budismo se est aba yendo por el desagüe.
-Smit h, desconfío de cualquier t ipo de budismo o de cualquier filosofía o sist ema social
que rechace el sexo -dij o Japhy, muy serio y conscient e ahora que est aba sat isfecho y se
sent aba desnudo y con las piernas cruzadas en el colchón y se liaba un pit illo de Bull
Durham (lo cual const it uía part e de su vida "sencilla"). La cosa t erminó con t odos
desnudos y haciendo alegrement e café en la cocina y Princess sent ada en el suelo con
las rodillas cogidas con los brazos sin ningún mot ivo, sólo por hacerlo; después
t erminamos por bañarnos los dos j unt os y oíamos a Alvah y a Japhy en la ot ra habit ación
discut iendo de orgías lunát icas de amor libre zen.
-Oye, Princess, deberíamos hacerlo t odos los j ueves por la noche -grit ó Japhy-. Será una
f unción regular.
-¡Sí, sí! -grit ó a su vez Princess desde la bañera. Decía que le gust aba mucho hacerlo y
añadió-: ¿Sabes? Me sient o como la madre de t odas las cosas y t engo que cuidar de mis
hij it os.
-También eres una cosa muy preciosa.
-Pero soy la viej a madre de la t ierra, soy una bodhisat t va. -Est aba un poco chiflada,
pero cuando la oí decir "bodhisat t va" comprendí que t ambién ella quería ser una gran
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budist a como Japhy, y al ser una muj er no t enía ot ro modo de expresarlo que así, con
aquel act o t radicionalment e enraizado en la ceremonia yabyum del budismo t ibet ano.
Así que t odo est aba bien.
Alvah lo había pasado muy bien y est aba a favor de la idea de "t odos los j ueves por la
noche", y yo lo mismo.
-Alvah, Princess dice que es una bodhisat t va. -Claro que lo es.
-Dice que es la madre de t odos nosot ros.
-Las muj eres bodhisat t vas del Tibet y ciert as zonas de la ant igua India -dij o Japhy,- eran
llevadas y ut ilizadas como concubinas sagradas de los t emplos y a veces de cuevas
rit uales y hacían mérit os y medit aban. Todos ellos, hombres y muj eres, medit aban,
ayunaban, j odían así, volvían a comer, bebían, hablaban, peregrinaban, vivían en
viharas durant e la est ación de las lluvias y al aire libre en la seca, y no se pregunt aban
qué hacer con el sexo, que es algo que siempre me ha gust ado de las religiones
orient ales. Y lo que siempre he int ent ado saber de los indios de nuest ro país... Sabéis,
cuando era niño en Oregón no me sent ía nort eamericano en absolut o, con t odos esos
ideales de casa en las af ueras y represión sexual y esa t remenda censura gris de la
prensa de cuant o son valores humanos, y cuando descubrí el budismo de repent e sent í
que había vivido ot ra vida ant erior hacía innumerables años y ahora debido a f alt as y
pecados de esa vida se me había degradado a un t ipo de exist encia más penoso y mi
karma era nacer en Nort eamérica, donde nadie se diviert e ni cree en nada, y menos que
nada en la libert ad. Por eso me gust an siempre los movimient os libert arios, como el
anarquismo del Noroest e, los viej os héroes de la Mat anza de Everet t y t odos...
La cosa siguió con apasionadas discusiones acerca de t odos est os t emas y finalment e
Princess se vist ió y se fue a casa en biciclet a con Japhy, y Alvah y yo nos quedamos
sent ados uno f rent e al ot ro baj o la t enue luz roj a.
-Ya t e habrás dado cuent a, Ray, de que Japhy es realment e agudo... De hecho es el t ío
más agudo y rebelde y loco que he conocido nunca. Y lo que más me gust a de él es que
es el gran héroe de la Cost a Oest e; sabes que llevo aquí dos años y nunca había conocido
a nadie con una int eligencia aut ént icament e iluminada.
Casi
había perdido las
esperanzas en la Cost a Oest e. Y además, est á su formación orient al, su Pound; t oma
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peyot e y t iene visiones, sube mont añas y es un bhiku... ¡Claro! Japhy Ryder es un grande
y nuevo héroe de la cult ura nort eamericana.
-¡Est á loco! -asent í-. Y ot ra de las cosas que me gust an de él son esos moment os
t ranquilos y melancólicos en los que no habla casi nada...
-Sí, me pregunt o qué será de él al final.
-Creo que t erminará como Han Chan viviendo solo en la mont aña y escribiendo poemas
en las paredes de los riscos o recit ándoselos a mult it udes reunidas a la ent rada de su
cueva.
-O quizá vaya a Hollywood y sea una est rella de cine. ¿Sabes lo que me dij o el ot ro día?
"Alvah, ya sabes que j amás he pensado en hacer películas y convert irme en una est rella.
Puedo hacer de t odo, pero eso no lo he int ent ado t odavía." Y yo creo que puede hacer
de t odo. ¿Te has fij ado en el modo en que t iene enrollada a Princess?
-Nat uralment e.
Y esa misma noche más t arde, mient ras Alvah dormía, me sent é baj o el árbol de la
ent rada y miré las est rellas y luego cerré los oj os para medit ar t rat ando de
t ranquilizarme y volver a mi ser habit ual.
Alvah no podía dormir y salió y se t umbó en la hierba mirando el cielo, y dij o:
-Grandes nubes de vapor cruzan la oscuridad, lo que me hace comprender que vivimos
en un aut ént ico planet a. -Cierra los oj os y verás mucho más que eso.
-¡Vaya, hombre! No consigo saber lo que quieres decir con t odas esas cosas -añadió,
enf adado.
Siempre le molest aban mis conferencias sobre el éxt asis Samadhi, que es el est ado que
se alcanza cuando uno lo det iene t odo y det iene la ment e y con los oj os cerrados ve una
especie de et erna t rama de energía eléct rica ululant e en lugar de las t rist es imágenes y
formas de los obj et os, que son, después de t odo, imaginarios. Y quien no lo crea que
vuelva dent ro de un billón de años y lo niegue.
27
-No t e parece -siguió Alvah- que result a mucho más int eresant e ser como Japhy y andar
con chicas y est udiar y pasar lo bien y hacer algo de verdad, en lugar de est ar sent ado
t ont ament e debaj o de los árboles.
-Para nada -dij e, y est aba seguro de ello y sabía que Japhy est aría de acuerdo conmigo-.
Lo único que hace Japhy es divert irse en el vacío.
-No lo creo.
-Te apuest o lo que quieras a que es así. La semana que viene le acompañaré a la
mont aña y lo averiguaré y t e lo cont aré.
-Muy bien -suspiró-, en cuant o a mí, me limit aré a seguir siendo Alvah Goldbook y al
diablo con t oda esa mierda budist a.
-Algún día lo lament arás. No ent iendo por qué no consigues comprender lo que t e est oy
explicando: son t us seis sent idos los que t e engañan y t e hacen creer, no sólo que t ienes
seis sent idos, sino además que ent ras en cont act o con el mundo ext erior por medio de
ellos. Si no fuera por t us oj os no me verías. Si no f uera por t us oídos no oirías ese avión.
Si no f uera por t u nariz no olerías est a ment a a medianoche. Si no f uera por t u lengua no
apreciarías la dif erencia de sabor ent re A y B. Si no f uera por t u cuerpo, no sent irías a
Princess. No hay yo, ni avión, ni ment e, ni Princess, ni nada. ¡Por el amor de Dios! ¿Es
que quieres vivir engañado t odos y cada uno de los maldit os minut os de t u vida?
-Sí, eso es lo que quiero, y doy gracias a Dios porque haya surgido algo de la nada.
-Bueno, hay algo más que quiero decirt e: se t rat a del ot ro aspect o, de que la nada ha
surgido de algo, y de que ese algo es Dharmakaya, el cuerpo del verdadero Significado, y
que esa nada es est o, y que t odo es conf usión y charla. Me voy a la cama.
-Bueno, a veces veo un relámpago de iluminación en lo que int ent as exponer, pero
créeme, t engo más sat oris con Princess que con las palabras.
-Son sat oris de t u insensat a carne, de t u luj uria.
-Sé que mi redent or vive.
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-¿Qué redent or y qué vive?
-Mira, dej emos est o y limit émonos a vivir.
-¡Y un coj ón! Cuando pensaba como t ú, Alvah, era t an miserable y avaro corno lo eres t ú
ahora. Lo único que quieres es escapar y ponert e f eo y que t e peguen y t e j odan y t e
volverás viej o y enf ermo y t e zarandeará el samsara porque est ás af errado a la j odida
carne et erna del ret orno, y lo t endrás merecido, t e lo aseguro.
-No result a muy agradable. Todos se angust ian y t rat an de vivir con lo que t ienen. Tu
budismo t e ha vuelt o misera ble, Ray, v hace que t engas miedo a quit art e la ropa para
celebrar una sencilla y sana orgía.
-Bien, pero ¿al final no lo hice?
-Sí, pero después de muchos melindres... Bueno, dej émoslo.
Alvah se fue a la cama, sent ado v cerrados los oj os, pensé: "Est e pensar se ha det enido",
pero como t enía que pensar en no pensar no se det enía, pero me invadió una oleada de
alegría al comprender que t oda aquella pert urbación era simplement e un sueño que ya
había t erminado y que no t enía que preocuparme, puest o que yo no era "Yo" y rogué a
Dios, o Tat hagat a, para que me concediera t iempo y sensat ez y f uerzas suf icient es para
ser capaz de decirle a la gent e lo que sabía (aunque no puedo hacerlo ni siquiera ahora)
v así t odos se ent erarían de lo que sabía v no se desesperarían t ant o. El viej o árbol
rumiaba sobre mí, silencioso como una cosa viva. Oí a un rat ón moverse ent re la hierba
del j ardín. Los t ej ados de Berkeley parecían como last imosa carne viva est remeciéndose
que prot egiera a dolient es fant asmas de la et ernidad de los cielos a los que t emían
mirar. Cuando por fin me fui a la cama no me sent ía engañado por ninguna Princess ni
por el deseo de ninguna no Princess v nadie est aba en desacuerdo conmigo y me sent í
alegre y dormí bien.
6
Y llegó el moment o de nuest ra gran expedición a la mont aña. Japhy vino a recogerme al
caer la t arde en biciclet a. Cogimos la mochila de Alvah v la pusimos en la cest a de la
bici. Saqué calcet ines v j erséis. Pero no t enía calzado adecuado para el mont e v lo único
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que podía servirme eran las playeras de Japhy, viej as per o resist ent es. Mis zapat os eran
demasiado flexibles v est aban gast ados.
-Así será mej or, Ray, con playeras t endrás los pies ligeros v podrás t repar de roca en
roca sin problemas. Claro que nos cambiaremos de calzado de vez en cuando y t al.
-¿Qué pasa con la comida? ¿Qué es lo que llevas? -Bien, pero ant es de hablar de comida,
R-a-a-y -a veces me llamaba por mi nombre de pila y cuando lo hacía siempre arrast raba
mucho, melancólicament e, la única sílaba, "R-a-a-a-v", como si se preocupara de mi
bienest ar-, t e diré que t engo t u saco de dormir, no es de plumas de pat o como el mío, y
por supuest o es más pesado, pero vest ido y con una buena hoguera t e sent irás cómodo
allá arriba.
-Con la ropa puest a, bien, pero ¿por qué un buen fuego? Es sólo oct ubre.
-Sí, pero allá arriba se est á baj o cero, R-a-a-y, incluso en oct ubre -me dij o t rist ement e.
-¿De noche?
-Sí, de noche, y de día hace un calor agradable. Verás, el viej o John Muir solía ir a
aquellas mont añas sólo con su viej o capot e milit ar y una bolsa de papel llena de pan
duro y dormía envuelt o en el capot e y moj aba el pan seco en agua cuando quería comer,
erraba por allí durant e meses ent eros ant es de volver a la ciudad.
-¡Dios mío! ¡Debía ser un t ipo duro!
-En cuant o a la comida, he baj ado hast a la calle del Mercado y en el Palacio de Crist al
compré mi cereal favorit o, bulgur, que es una especie de t rigo búlgaro sin refinar, y lo
mezclaré con t aquit os de t ocino y así t endremos una rica sopa para los t res, Morley y
nosot ros. Y t ambién llevo t é; uno siempre agradece una buena t aza de t é bien calient e
baj o esas frías est rellas. Y llevo un aut ént ico pudín de chocolat e, no ese pudín
inst ant áneo falsificado sino un aut ént ico pudín de chocolat e que calent aremos y
agit aremos bien en el fuego y luego lo dej aremos enfriar encima de la nieve.
-¡Est upendo, chico!
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-Así que en vez del arroz que llevo siempre, en est a ocasión haremos ese pudín en t u
honor, R-a-a-y, y en el bulgur voy a poner t odo t ipo de veget ales secos, los compré en la
Ski Shop. Comeremos y desayunaremos eso, y en cuant o a aliment os que nos den fuerza
llevo est a gran bolsa de cacahuet es y uvas pasas, y ot ra bolsa con orej ones y ciruelas
pasas. -Y me enseñó el diminut o paquet e que cont enía t oda est a import ant e comida
para t res hombres hechos y derechos que iban a pasar veint icuat ro horas o más subiendo
a las mont añas-. Lo más import ant e cuando se va a la mont aña es llevar el menor peso
posible, los paquet es t e impiden movert e con comodidad.
-Pero yo creo que en ese paquet e no hay bast ant e comida.
-Sí la hay, el agua la hincha.
-¿Llevamos vino?
-No, allá arriba no va bien, en cuant o est ás a gran alt ura no sient es necesidad de
alcohol.
No le creí, pero no dij e nada. Pusimos mis cosas en la biciclet a y at ravesamos el campus
hast a casa de Japhy empuj ando la bici por la acera. Era un claro y f río at ardecer de las
mil y una noches y la t orre del reloj de la Universidad de California era una limpia
sombra oscura dest acándose sobre un fondo de cipreses y eucalipt os y t odo t ipo de
árboles; sonaban campanas en algún sit io, y el aire era f resco.
-Va a hacer f río allá arriba -dij o Japhy, pero aquella noche se sent ía muy bien y rió
cuando le pregunt é sobre el j ueves siguient e con Princess-. Mira, ya hemos pract icado el
yabyum un par de veces más desde la ot ra noche; Princess viene a mi casa en cualquier
moment o del día o de la noche y, t ío, no acept a el no como respuest a. Así que
proporciono ent era sat isf acción a la bodhisat t va. -Y Japhy quería hablar de t odo, de su
infancia en Oregón-. Verás, mi madre v mi padre y mi hermana llevaban una vida
realment e primit iva en aquella cabaña de t roncos, y en las mañanas de invierno t an frías
t odos nos desvest íamos y vest íamos delant e del fuego, t eníamos que hacerlo, y por eso
no soy como t ú en eso del desnudarse, quiero decir que no me da vergüenza ni nada
hacerlo.
-¿Y qué solías hacer cuando f uist e a la universidad? -En verano siempre t rabaj aba para el
gobierno como vigilant e cont ra incendios... Deberías hacer eso el verano que viene,
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Smit h... y en invierno esquiaba mucho y solía andar por el campus muy orgulloso con mis
bast ones. También subí a unas cuant as mont añas, incluyendo una larga caminat a Rainier
arriba, casi hast a la cima, donde se firma. Por fin, un año llegué hast a arriba del t odo.
Hay muy pocas firmas, sabes. Y subí cumbres de la zona de las Cascadas durant e la
t emporada y f uera de ella, y t rabaj é de maderero. Smit h, t engo que hablart e de las
avent uras de los leñadores del Noroest e, me gust a hacerlo, lo mismo que a t i t e gust a
hablar de los f errocarriles; t enías que haber vist o aquellos t renes de vía est recha de por
allí arriba y aquellas f rías mañanas de invierno con nieve y la panza llena de t ort it as y
sirope y caf é negro; chico, levant as el hacha ant e el primer t ronco de la mañana y no
hay nada como eso.
-Es igual que mi sueño de Gran Noroest e. Los indios kwat iut l, la policía mont ada...
-Bueno, ésos son del Canadá, de la Columbia Brit ánica; solía encont rarme con ellos en
los senderos de la mont aña. Pasamos empuj ando la bici por delant e de varios edificios y
caf et erías de la universidad y miramos dent ro del Robbie para ver si había algún
conocido. Est aba Alvah t rabaj ando en su t urno de camarero. Japhy y yo t eníamos un
aspect o curioso en el campus con nuest ra ropa, y de hecho Japhy era considerado un
excént rico en el campus, cosa bast ant e habit ual en esos sit ios donde se considera raro al
hombre aut ént ico; las universidades no son más que lugares donde est á una clase media
sin ninguna personalidad, que normalment e encuent ra su expresión más perf ect a en los
alrededores del campus con sus hileras de casas de gent e acomodada con césped y
aparat os de t elevisión en t odas las habit aciones y t odos mirando las mismas cosas y
pensando lo mismo al mismo t iempo mient ras los Japhys del mundo merodean por la
espesura para oír la voz de esa espesura, para encont rar el éxt asis de las est rellas, para
encont rar el oscuro mist erio secret o del origen de est a miserable civilización sin
expresión.
-Toda est a gent e -decía Japhy- t iene cuart os de baño alicat ados de blanco y se llenan de
mierda como los osos en el mont e, pero t oda esa mierda se va por los desagües y nadie
piensa en ella y en que su propio origen est á en esa mierda y en la algalia y la espuma
de la mar. Se pasan el día ent ero lavándose las manos con j abón perfumado, y desearían
comérselo escondidos en el cuart o de baño.
Japhy t enía mont ones de ideas, las t enía t odas. Llegamos a su casa cuando anochecía y
se podía oler a leña ardiendo y a hoj as quemadas, y lo empaquet amos t odo y f uimos
calle abaj o para reunirnos con Henry Morley que t enía coche. Henry Morley era un t ipo
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de gafas muy informado, aunque t ambién excént rico; en el campus result aba más
excént rico y raro que Japhy. Era bibliot ecario, t enía pocos amigos y era mont añero. Su
casit a de una sola habit ación en una apart ada calle de Berkeley est aba llena de libros y
f ot os de mont añismo y había bast ant es mochilas, bot as de mont aña y esquíes. Me
asombró oírle hablar, pues hablaba exact ament e igual que Rheinhold Cacoet hes, el
crít ico, y result ó que habían sido muy amigos t iempo at rás y habían subido mont añas
j unt os y no podría decir si Morley había influido en Cacoet hes o a la inversa. Me parecía
que el que había influido era Morley. Tenían el mismo modo de hablar baj o, sarcást ico,
ingenioso y bien formulado, con miles de imágenes. Cuando Japhy y yo ent ramos había
unos cuant os amigos de Morley reunidos allí (un grupo ext raño que incluía a un chino, un
alemán y algunos ot ros est udiant es de una u ot ra cosa), y Morley dij o:
-Llevaré mi colchón neumát ico. Vosot ros, muchachos, podéis dormir, si queréis, en el
duro y frío suelo, pero yo no voy a prescindir de est e colchón neumát ico, gast é dieciséis
dólares en él, lo compré en los almacenes del ej ércit o, en Oakland, y anduve por allí el
día ent ero pregunt ando si con pat ines podría considerarse t écnicament e un vehículo. -Y
siguió así con bromas que me result aban incomprensibles (y lo mismo a los ot ros) aunque
casi nadie le escuchaba, y siguió hablando y hablando como para sí mismo, pero me
gust ó desde el principio. Suspiramos cuando vimos los enormes mont ones de cosas que
quería llevarse al mont e: comida enlat ada, y, además de su colchón neumát ico, insist ió
en llevar un zapapico y un equipo variadísimo que no necesit ábamos.
-Puedes llevar esa hacha, Morley, aunque no creo que la necesit es, pero la comida en
lat a no es más que agua que t ienes que echart e a la espalda, ¿no t e das cuent a de que
hay t odo el agua que queramos esperándonos allá arriba?
-Bueno, yo pensaba que una lat a de est e chop suey chino iría bien.
-Llevo bast ant e comida para t odos. Vámonos.
Morley pasó mucho rat o hablando y yendo de un lado para ot ro y empaquet ando sus
inverosímiles cosas, y por fin dij imos adiós a sus amigos y subimos al pequeño coche
inglés de Morley y nos pusimos en marcha, hacia las diez, en dirección a Tracy; luego
subiríamos a Bridgeport , desde donde conduciríamos ot ros doce kilómet ros hast a el
comienzo del sendero del lago.
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Me sent é en el asient o de at rás y ellos hablaban en el de delant e. Morley era un
aut ént ico loco que aparecería (más t arde) con un lit ro de bat ido esperando que me lo
bebiera, pero hice que me llevara a una t ienda de bebidas, aunque el plan consist ía en
hacer que le acompañara a ver a una chica con la que yo debería act uar como
pacificador o algo así: llegamos a la puert a de la chica, la abrió y, cuando vio quién era,
cerró de un port azo y nos f uimos.
-Pero ¿qué es lo que pasa?
-Es una hist oria bast ant e larga -dij o Morley vagament e, y nunca llegué a ent erarme de lo
que pasaba.
Ot ra vez, y viendo que Alvah no t enía somier en la cama, apareció por casa como un
f ant asma cuando nos acabábamos de levant ar y hacíamos caf é con un enorme somier de
cama de mat rimonio que, en cuant o se fue, nos apresuramos a esconder en el cobert izo.
También nos t raj o t ablas y de t odo, incluidas unas inut ilizables est ant erías para libros;
t odo t ipo de cosas, como digo, y años después t uve ot ras disparat adas avent uras con él
cuando fuimos los dos a su casa de Cont ra Cost a (de la que era propiet ario y alquilaba) y
nos pasamos t ardes increíbles mient ras me pagaba dos dólares a la hora por sacar cubos
de barro de su sót ano inundado, y él sacaba el barro a mano y est aba negro y cubiert o
de barro como Tart arilouak, el rey de los t ipos de barro de Parat ioalaouakak, y con una
ext raña mueca de placer en la cara; y después, cuando pasábamos por un pueblo y
quisimos comprar helados y caminábamos por la calle principal (habíamos hecho
aut ost op con nuest ros cubos y escobas) con los helados en la mano y golpeando a t odo el
mundo por las est rechas aceras, como una parej a de cómicos de una viej a película muda
de Hollywood. En t odo caso, era una persona muy ext raña desde t odos los punt os de
vist a. Ahora conducía el coche en dirección a Tracy por aquella abarrot ada aut opist a de
cuat ro carriles y hablaba sin parar, y por cada cosa que decía Japhy, él t enía que decir
doce y la cosa iba más o menos así:
-Por Dios, últ imament e me sient o muy est udioso, creo que la semana que viene leeré
algo sobre ornit ología -decía Japhy, por ej emplo.
-¿Quién no se sient e est udioso -respondía Morleycuando no t iene al lado a una chica
t ost ada por el sol de la Riviera?
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Siempre que Japhy decía algo se volvía hacia él y le miraba y solt aba una de esas
t ont erías brillant es t ot alment e serio; no conseguía ent ender qué t ipo de ext raño erudit o
y secret o payaso lingüíst ico era baj o est os cielos de Calif ornia. Si Japhy mencionaba los
sacos de dormir, Morley replicaba con cosas como ést a:
-Soy poseedor de un saco de dormir francés azul pálido, de poco peso, pluma de ganso,
una buena compra, me parece, lo encont ré en Vancouver, muy adecuado para Daisy
Mae. Un t ipo t ot alment e inadecuado para Canadá. Todo el mundo quiere saber si su
abuelo era el explorador que conoció a un esquimal. Yo mismo soy del Polo Nort e. -¿De
qué est ás hablando? -pregunt aba yo desde el asient o de at rás.
Y Japhy decía:
-Sólo es una cint a magnet ofónica int eresant e.
Les dij e que t enía un comienzo de t romboflebit is, coágulos de sangre en las venas de los
pies, y que t enía miedo a la ascensión del día siguient e, no porque me pareciera dificil,
sino porque podría encont rarme peor al regreso. Morley dij o:
-¿La t romboflebit is es un rit mo especial al mear?
Y cuando dij e algo de los t ipos del Oest e, me respondió: -Soy un t ipo del Oest e bast ant e
idiot a... Fíj at e en los prej uicios que hemos llevado a Inglat erra.
-Morley, t ú est ás loco.
-No lo sé, quizá lo est é, pero si lo est oy de t odas maneras dej aré un t est ament o
maravilloso. -Y luego añadió sin venir a cuent o-: Bueno, no sabéis lo mucho que me
gust a subir mont añas con dos poet as. Yo t ambién voy a escribir un libro, será sobre
Ragusa, una ciudad república marít ima de f inales de la Edad Media, of recieron la
secret aría a Maquiavelo y resolvieron los problemas de clase y durant e una generación
cont aron con un lenguaj e que se impuso para las relaciones diplomát icas de Levant e.
Est o fue debido a la influencia de los t urcos, nat uralment e.
-Nat uralment e -dij imos.
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Así que levant ó la voz y nos hizo est a pregunt a: -¿Podéis aseguraros una Navidad con una
aproximación de sólo dieciocho millones de segundos a la izquierda de la chimenea roj a
original?
-Nat uralment e -dij o Japhy, riendo.
-Muy bien -dij o Morley, conduciendo el coche por curvas cada vez más frecuent es-. Est án
preparando aut obuses especiales par a los renos que van a la Conferencia de la Felicidad
que se celebra de corazón-a-corazón, ant es de iniciarse la t emporada, en lo más
profundo de la sierra a exact ament e diez mil quinient os sesent a met ros del mot el
primit ivo. Será algo más nuevo que un análisis, y mucho más sencillo. Si uno pierde el
billet e se conviert e en gnomo, el equipo es agradable y hay rumores de que las
convenciones del Tribunal de Act ores se est án hinchando y se derramarán rebot adas de
la Legión. De t odos modos, Smit h -se volvió hacia mí-, cuando busques el camino de
regreso a la selva emocional recibirás un regalo de... alguien. ¿No crees que el sirope de
arce t e ayudaría a sent irt e mej or?
-Claro que sí, Henry.
Y así era Morley. Ent ret ant o el coche había empezado a subir por las est ribaciones y
pasamos por diversos pueblos de aspect o siniest ro donde nos det uvimos a poner gasolina
y no vimos a nadie, except o a diversos Elvis Presley en pant alones vaqueros en la
carret era, esperando que alguien los animara, pero ya llegaba hast a nosot ros un rumor
de arroyos y sent imos que las mont añas más alt as no est aban lej os. Una noche agradable
y pura, y por fin llegamos a un camino asfalt ado muy est recho y enfilamos en dirección a
las propias mont añas. Pinos muy alt os empezaron a aparecer a los lados de la carret era
y t ambién riscos ocasionales. El aire era penet rant e y maravilloso. Además, era la
víspera de la apert ura de la t emporada de caza y en el bar donde nos det uvimos a t omar
un t rago había muchos cazadores con gorros roj os y camisas de lana algo borrachos y
t ont os con t odas sus armas y cart uchos en los coches y pregunt ándonos inquiet os si
habíamos vist o a algún venado o no. Desde luego, habíamos vist o a un venado, j ust o
ant es de llegar al bar. Morley conducía y hablaba y decía:
-Bueno, Ryder, a lo mej or eres el Lord Tennyson de nuest ro pequeño equipo de t enis de
la Cost a, t e llaman el Nuevo Bohemio y t e comparan a los Caballeros de la Tabla
Redonda menos Amadís el Grande y los esplendores ext raordinarios del pequeño reino
moro que fue vendido en bloque a Et iopía por diecisiet e mil camellos y mil seiscient os
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soldados de a pie cuando César t odavía no había sido dest et ado. -Y en est o, el venado
est aba en la carret era, deslumbrado por nuest ros f aros, pet rif icado ant es de salt ar a los
mat orrales de un lado de la carret era y desaparecer en el repent ino y vast o silencio de
diamant es del bosque (que percibimos clarament e porque Morley había parado el
mot or), y oímos cada vez más lej os el ruido de sus pezuñas corriendo hacia su refugio de
las nieblas de las alt uras. Est ábamos de verdad en pleno mont e; Morley dij o que a una
alt ura de unos mil met ros. Oíamos los arroyos corriendo mont e abaj o salt ando ent re
rocas iluminadas por las est rellas, pero no los veíamos.
-¡Eh, venadit o! -grit é al animal-. No t e preocupes que no t e vamos a disparar.
Luego ya est ábamos en el bar donde nos det uvimos ant e mi insist encia ("En est as
cumbres t an frías del nort e a medianoche no hay nada mej or para el alma del hombre
que un buen vaso de oport o espeso como los j arabes de sir Art hur"). ..
-De acuerdo, Smit h -dij o Japhy-, pero me parece que no deberíamos beber en una
excursión como ést a.
-Pero ¿qué coño import a?
-Bueno, bueno, pero piensa en t odo el dinero que hemos ahorrado comprando los
aliment os secos más barat os para est e f in de semana y cómo nos lo vamos a beber ahora
mismo.
-Ésa es la hist oria de mi vida, rico o pobre, y por lo general, pobre y requet epobre.
Ent ramos en el bar, que era un parador de est ilo alpino j unt o a la carret era, como un
chalet suizo, con cabezas de alce y grabados de venados en las paredes y la propia gent e
que est aba en el bar parecía de un anuncio de la t emporada de caza, aunque t odos
est aban bebidos; era una masa confusa de sombras en el bar en penumbra mient ras
ent rábamos y nos sent ábamos en t res t aburet es y pedíamos el oport o. El oport o
result aba ext raño en el país del whisky de los cazadores, pero el barman sacó una viej a
bot ella de oport o Christ ian Brot hers y nos sirvió un par de t ragos en anchos vasos de vino
(Morley era abst emio) y Japhy y yo bebimos y nos sent imos muy bien.
-¡Ah! -dij o Japhy, reconfort ado por el vino y la medianoche-. Pront o volveré al Nort e a
visit ar los húmedos bosques de mi infancia y las mont añas nebulosas y a mis viej os y
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mordaces amigos int elect uales y a mis viej os amigos leñadores t an borrachos; por Dios,
Ray, no habrás vivido nada hast a que hayas est ado allí conmigo o sin mí. Y después me
iré a Japón y andaré por aquellas mont añas en busca de ant iguos t emplos escondidos y
olvidados y de viej os sabios de cient o nueve años rezando a Kwannon en cabañas y
medit ando t ant o que cuando salen de la medit ación se ríen de t odo lo que se mueve.
Pero eso no quiere decir que no me gust e Nort eamérica, por Dios que no, aunque odie a
est os maldit os cazadores cuyo único afán es coger un arma y apunt ar a seres indefensos
y mat arlos, por cada ser conscient e o criat ura viva que mat en t endrán que renacer mil
veces y sufrir los horrores del samsara y se lo t endrán bien merecido.
-¿Oyes eso, Morley? ¿Tú qué piensas?
-Mi budismo no es más que un débil y dolient e int erés por alguno de los dibuj os que han
hecho, aunque debo decir que a veces Cacoet hes alcanza una ent usiast a not a de budis
mo en sus poemas de la mont aña, aunque de hecho nunca me haya int eresado el
budismo como creencia. -En realidad, se la t raía floj a cualquier t ipo de diferencia-. Soy
neut ral -añadió riéndose feliz con una especie de vehement e mirada de reoj o, y Japhy
grit ó:
-¡Neut ral es lo que es el budismo!
-Bueno, ese oport o va a hacert e devolver hast a la primera papilla. Sabes que est oy
decepcionado a f ort iori porque no hay licor benedict ino ni t ampoco t rapense, sólo agua
bendit a y licor Christ ian Brot hers. No es que me sient a muy expansivo por est ar aquí, en
est e curioso bar que parece la sede social de los escrit ores pancist as, almacenist as
armenios t odos ellos, y prot est ant es bien int encionados y t orpes que van de excursión en
grupo y quieren, aunque no sepan cómo, evit ar la concepción. Est os t ipos son t ont os del
culo -añadió con una súbit a revelación-. La leche de por aquí debe ser buena, pues hay
más vacas que personas. Ahí arriba t iene que haber una raza diferent e de anglos, pero
no me gust a especialment e su aspect o. Los t ipos más rápidos de por aquí deben ir a
cincuent a y cinco kilómet ros. Bueno, Japhy -dij o como conclusión-, si algún día
consigues un cargo público, espero que t e compres un t raj e en Brooks Brot hers. Espero
que no t e enrolles en fiest as de art ist as donde quizá... digamos -vio que ent raban unas
cuant as chicas- j óvenes cazadoras... Por eso deberían est ar abiert os los j ardines de
infancia t odo el año.
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Pero a los cazadores no les gust ó que est uviésemos allí apart e hablando en voz baj a de
nuest ros diversos asunt os personales y se nos unieron y en seguida había por t odo aquel
bar oval brillant es arengas sobre los venados de la localidad, sobre los mont es que había
que subir, sobre qué hacer, y cuando oyeron que habíamos venido hast a aquí, no a
mat ar animales sino sólo a escalar mont añas, nos consideraron unos excént ricos sin
remedio y nos dej aron solos. Japhy y yo habíamos bebido un par de copas y nos
sent íamos muy bien y volvimos al coche con Morley y reanudamos la marcha. Subimos y
subimos y cada vez los árboles eran más alt os y hacía más f río, hast a que por f in eran
casi las dos de la madrugada y dij eron que t odavía falt aba mucho para llegar a
Bridgeport y al comienzo del sendero, así que lo mej or era que durmiéramos en aquel
bosque met idos en nuest ros sacos y t ermináramos la j ornada.
-Nos levant aremos al amanecer y nos pondremos en marcha. Tenemos est e pan moreno y
est e queso -dij o Japhy, sacando el pan moreno y el queso que había met ido en la
mochila en el últ imo moment o- y t endremos un buen desayuno y guardaremos el bulgur
y las demás cosas para nuest ro desayuno de mañana por la mañana a más de t res mil
met ros de alt ura.
De acuerdo. Sin dej ar de hablar, Morley conduj o el coche a un sit io alf ombrado de
pinocha bast ant e dura baj o un amplio parque nat ural de pinos y abet os, algunos de
t reint a met ros de alt ura. Era un lugar t ranquilo iluminado por las
est rellas con escarcha en el suelo y un silencio de muert e, si se except uaban los
ocasionales y leves rumores en la maleza donde acaso algún conej o nos oía pet rificado.
Saqué mi saco de dormir y lo ext endí y me quit é los zapat os suspirando de felicidad;
met í los pies con los calcet ines puest os en el saco y miraba alegrement e alrededor a los
árboles enormes y pensaba: "¡Qué noche de sueño delicioso voy a t ener, y qué bien
medit aré en est e int enso silencio de ninguna part e!"
-Oye, al parecer el señor Morley ha olvidado su saco de dormir -me grit ó Japhy desde el
coche.
-¿Cómo? Bien, ¿y ahora qué?
Discut ieron el asunt o un rat o mient ras paseaban los haces de luz de sus lint ernas sobre
la escarcha, y luego Japhy vino y me dij o:
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-Tienes que salir de ahí, Smit h; sólo t enemos dos sacos de dormir, así que los abriremos
por la cremallera y los ext enderemos para hacer una mant a para los t res. ¡Maldit a sea!
Vaya f río que vamos a pasar.
-¿Cómo? ¡El frío se nos met erá por debaj o!
-Sí, pero Henry no puede dormir en el coche, se congelaría; no t iene calefacción.
-¡Me cago en la put a! ¡Y yo que est aba dispuest o a disf rut ar t ant o de est o! -gemí
saliendo del saco y poniéndome los zapat os y Japhy en seguida unió los dos sacos y los
puso encima de los ponchos y ya se disponía a dormir y echamos a suert es y me t ocó
dormir en el cent ro y t enía f río y las est rellas eran carámbanos burlones.
Me t umbé y Morley soplaba como un maníaco hinchando su ridículo colchón neumát ico
para t umbarse a mi lado, pero en cuant o lo hinchó y se t endió encima de él, empezó a
agit arse y levant arse y suspirar y se volvía a un lado y a ot ro baj o las gélidas est rellas
mient ras Japhy roncaba, Japhy que no se ent eraba de t oda est a agit ación. Por fin,
Morley vio que no podía dormir y se levant ó y fue al coche probablement e a decirse esas
locuras que solía solt ar sin parar y casi me había dormido cuando a los pocos minut os
est aba de vuelt a, congelado, y se met ió baj o la mant a, pero seguía dando vuelt as y
revuelt as y solt ando maldiciones de vez en cuando, t ambién suspiraba y la cosa siguió así
durant e lo que me pareció una et ernidad y luego vi que Aurora est aba empalideciendo el
borde orient al de Amida y ya est ábamos t odos de pie. ¡Aquel loco de Morley!
Y eso fue sólo el comienzo de las desvent uras de est e curioso t ipo (como en seguida se
verá), est e hombre curiosísimo que probablement e era el único mont añero en la hist oria
del mundo que olvidó su saco de dormir.
"¡Cielos! -pensé-. ¿Por qué no se le habrá olvidado el colchón neumát ico en lugar del
saco?"
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Desde el mismísimo moment o en que nos reunimos con Morley, ést e emit ía sin parar
repent inos grit it os para est ar a t ono con nuest ra avent ura. Eran simples "¡Alaiu!" que
int ent aban sonar a t iroleses, y los solt aba en las sit uaciones más ext rañas, como cuando
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t odavía est aba con sus amigos chinos y alemanes, y cuando después ent ramos en el
coche "¡Alaiu!", y luego, cuando nos baj amos y ent ramos en el bar, "¡Alaiu!".
Ahora, cuando Japhy se despert ó y vio que había amanecido y se levant ó y corrió a
reunir leña y t irit aba ant e un t ímido f uego, Morley se despert ó de su inquiet o sueño,
bost ezó y solt ó un "¡Alaiu!" que el eco mult iplicó a lo lej os. Yo me levant é t ambién, y
t odo lo que podíamos hacer para calent arnos era dar salt it os y mover rápidament e los
brazos lo mismo que habíamos hecho el viej o vagabundo y yo en el furgón, en la cost a
meridional. Pero Japhy en seguida consiguió más leña y pront o chisporrot eaba una
espléndida hoguera y de espaldas a ella grit ábamos y hablábamos.
Era una hermosa mañana. Los rayos del sol, de un roj o primigenio, aparecieron sobre las
cumbres y at ravesaban la espesura del bosque como si pasaran a t ravés de los vit rales de
una cat edral, y la neblina subía al encuent ro del sol y por t odas part es llegaba hast a
nosot ros el rugido secret o de los t orrent es que probablement e llevarían películas de
hielo arrancadas de sus remansos. Un sit io ext raordinario para pescar. En seguida est aba
grit ando "¡Alaiu!" yo mismo, pero cuando Japhy fue a coger más leña y no lo vimos
durant e un rat o y Morley grit ó "¡Alaiu!", Japhy respondió con un simple "¡Jau!" que,
según dij o, era el modo en que los indios se llamaban en la mont aña y result aba mucho
más bonit o; así que empecé a grit ar t ambién "¡Jau!".
Luego subimos al coche y part imos. Comimos el pan y el queso. No había diferencia
ent re el Morley de esa mañana y el de la noche pasada, except o que su voz, con aquel
t ono divert ido y cult o, sonaba quizá más de acuerdo con la frescura de aquella mañana,
un sonido que recordaba al de los que se levant an muy pront o, ese dej e un t ant o ronco y
anhelant e, como el del que se lanza al nuevo día. El sol calent ó en seguida. El pan negro
estaba bueno, había sido preparado por la muj er de Sean Monahan; Sean que t enía una
casa en Cort e Madera, donde t odos podíamos ir sin pagar ningún alquiler. El queso era
un Cheddar curado. Pero no me gust ó demasiado, y en cuant o est uvimos en pleno campo
si n ver casas ni gent e empecé a echar de menos un buen desayuno calient e y de pront o,
después de haber cruzado un puent ecillo sobre un t orrent e, vimos un pequeño albergue
j unt o a la carret era baj o impresionant es enebros y salía humo por la chimenea y t enía
un anuncio de neón en la puert a y un cart el en la vent ana donde decía que servían
t ort it as y caf é.
-¡Vamos a ent rar ahí, necesit amos un desayuno de adult os si vamos a est ar escalando
mont es el día ent ero! Nadie se opuso a mi iniciat iva y ent ramos y nos sent amos y una
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muj er amable nos at endió con esa alegre locuacidad de la gent e que vive en sit ios
apart ados.
-¡Qué, chicos! De caza, ¿eh?
-No -respondió Japhy-. Sólo vamos a subir el Mat t erhorn.
-¡El Mat t erhorn! Yo no lo haría aunque me pagaran mil dólares.
Ent ret ant o f ui al servicio que había en la part e t rasera y me lavé con agua del grif o
deliciosament e fría y me hormigueó la cara, luego bebí unos t ragos y fue como si me
ent rara hielo líquido en el est ómago y me sent é allí realment e cont ent o y bebí más.
Unos perros de lanas ladraban a la dorada luz del sol que llegaba a t ravés de las ramas
de abet os y pinos de más de t reint a met ros de alt ura. Dist inguí unas cumbres coronadas
de nieve en la dist ancia. Una de ellas era el Mat t erhorn.
Volví a ent rar y las t ort it as est aban list as, calient es y humeant es, y eché sirope sobre las
mant ecosas t ort it as y las cort é y t omé café calient e y comí. Henry y Japhy hicieron lo
mismo, y por una vez no hablábamos. Luego bebimos aquella incomparable agua fría
mient ras ent raban cazadores con bot as de mont aña y camisas de lana. Pero no
cazadores borrachos como los de la noche ant erior, sino cazadores muy serios dispuest os
a ponerse en marcha en cuant o desayunaran. Nadie pensaba en beber alcohol aquella
mañana.
Subimos al coche, cruzamos ot ro puent e sobre un t orrent e, cruzamos un prado donde
había unas cuant as vacas y cabañas de t roncos, y salimos a un llano desde el que se
dist inguía clarament e el Mat t erhorn alzándose por encima de t odas las demás cumbres.
Era el más impresionant e de t odos los dent ados picos de la part e sur.
-¡Ahí lo t enéis! -dij o Morley aut ént icament e orgulloso-. ¿No es hermoso? ¿No os recuerda
a los Alpes? Tengo una colección de f ot os de mont añas cubiert as de nieve que os
enseñaré en alguna ocasión.
-Me gust an las cosas reales -dij o Japhy, mirando con seriedad hacia las mont añas, y en
aquella mirada dist ant e, aquel suspiro ínt imo, vi que se encont raba de nuevo en casa.
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Bridgeport es un pequeño pueblo dormido que recuerda curiosament e a Nueva Inglat erra
y se encuent ra en el llano. Dos rest aurant es, dos est aciones de servicio, una escuela,
t odo bordeando la carret era 395 que pasa por allí baj ando desde Bishop y luego subiendo
t odo el rat o hast a Carson Cit y, Nevada.
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Ent onces t uvo lugar ot ro increíble ret raso, cuando Morley decidió ver si encont raba
alguna t ienda abiert a en Bridgeport donde comprar un saco de dormir o, por lo menos,
una lona o t ela encerada de alguna clase para dormir a casi t res mil met ros de alt ura
aquella noche que, a j uzgar por la noche ant erior a unos mil met ros, iba a ser bast ant e
f ría. Mient ras, Japhy y yo esperábamos sent ados baj o el ahora calient e sol de las diez de
la mañana sobre la yerba de la escuela, observando el ocasional t ráfico que pasaba por
la cercana y poco concurrida carret era y cont emplando a un j oven indio que hacía
aut ost op en dirección nort e. Hablamos de él con int erés:
-Eso es lo que me gust aría hacer; andar haciendo aut ost op por ahí y sent irme libre,
imaginando que soy indio y haciendo t odo eso. Maldit a sea, Smit h, vamos a hablar con él
y desearle buena suert e.
El indio no era muy comunicat ivo, pero t ampoco se most ró esquivo y nos cont ó que iba
demasiado despacio por la 395. Le deseamos suert e. Ent ret ant o seguíamos sin ver a
Morley que se había perdido en aquel pequeño poblado.
-¿Qué est ará haciendo? ¿Despert ando al dueño de alguna t ienda y sacándole de la cama?
Por fin, Morley volvió y dij o que no había encont rado nada adecuado y que la única cosa
que se podía hacer era alquilar un par de mant as en el albergue del lago. Subimos al
coche, ret rocedimos unos cuant os cient os de met ros por la carret era y nos dirigimos al
sur hacia las resplandecient es nieves sin huella alguna arriba en el aire azul. Pasamos
j unt o a los lagos Gemelos y llegamos al albergue, que era una enorme casa blanca.
Morley ent ró y ent regó cinco dólares de depósit o por el uso de un par de mant as durant e
aquella noche. Una muj er est aba de pie a la ent rada con los brazos en j arras, los perros
ladraban. La carret era est aba llena de polvo, una carret era sucia, pero el lago t enía una
pureza de cera. En él, los reflej os de los riscos y mont añas aparecían con claridad. Pero
est aban arreglando la carret era y podíamos ver una nube de polvo amarillo delant e por
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donde t eníamos que caminar un rat o mient ras bordeábamos el lago a lo largo de un
arroyo para luego subir por el mont e hast a el comienzo del sendero.
Aparcamos el coche y sacamos nuest ras cosas y nos las repart imos baj o el calient e sol.
Japhy met ió algunas cosas en mi mochila y me dij o que t enía que llevarlas o acabaría
cayendo de cabeza al lago. Lo decía muy serio, en plan líder, y eso me gust ó más que
nada. Después, con idént ica seriedad infant il, se inclinó sobre el polvo del camino y con
el zapapico empezó a dibuj ar un gran círculo dent ro del que represent ó varias cosas.
-¿Qué es eso?
-Est oy haciendo un mandala mágico que no sólo nos ayudará durant e el ascenso, sino
que además, y después de unas cuant as acciones y cánt icos, me permit irá predecir el
f ut uro.
-¿Qué es un mandala?
-Son los dibuj os budist as y siempre son círculos llenos de cosas, el círculo represent a el
vacío y las cosas la ilusión, ¿ent iendes? A veces hay mandalas pint ados en la cabeza de
ciert os bodhisat t vas y est udiándolos puedes saber su hist oria. Son de origen t ibet ano.
Llevaba mis playeras y ahora me encasquet é el gorro que Japhy me había ent regado, y
que era una boina francesa negra que me puse ladeada y me eché la mochila a la
espalda y est aba en condiciones de ponerme en marcha. Con las playeras y la boina me
sent ía más como un pint or bohemio que como un mont añero. Sin embargo, Japhy
llevaba sus preciosas bot as y su pequeño sombrero suizo con una pluma y parecía un elfo
algo rudo. Me lo imagino ahora en la mont aña, aquella mañana. Ést a es la visión: es una
mañana muy pura en la alt a y seca sierra, a lo lej os los abet os dan sombra a las laderas
nevadas, algo más cerca, las f ormas de los pinos, y allí el propio Japhy con su sombrerit o
y una enorme mochila a la espalda y una flor en la mano izquierda que t iene enganchada
a la correa de la mochila que le cruza el pecho; la hierba crece ent re los mont ones de
rocas y piedras; dist ant es j irones de niebla acuchillan los cost ados de la mañana, y sus
oj os brillan alegres. Est á en camino, sus héroes son John Muir, Han Chan, Shin-t e y Li Po,
John Burroughs, Paul Bunyan y Kropot kin; es baj o y t iene un divert ido modo de sacar el
vient re cuando camina, pero no porque t enga el vient re grande, sino porque su espina
dorsal se curva un poco; compensa est o con sus largas zancadas t an vigorosas como las
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de un hombre alt o (como comprobé siguiéndole sendero arriba), y su pecho es amplio y
sus hombros anchos.
-Me sient o muy bien est a mañana, Japhy -le dij e mient ras cerrábamos el coche y nos
echábamos a andar por el camino del lago con nuest ros bult os, ocupando t odo el ancho
de lado a lado como soldados de infant ería un t ant o dispersos-.
¿No es est o
infinit ament e mej or que The Place? Est arán emborrachándose allí en una deliciosa
mañana de sábado como ést a, y nosot ros aquí j unt o al purísimo lago caminando a t ravés
del aire fresco y limpio. ¡De verdad que est o es un haiku!
-Las comparaciones son odiosas, Smit h -dij o Japhy poniéndose a mi alt ura y cit ando a
Cervant es y haciendo una observación de budist a zen-. No encuent ro que sea diferent e
est ar en The Place a subir al Mat t erhorn, se t rat a del mismo vacío, j oven.
Pensé en est o y comprendí que t enía razón, que las comparaciones son odiosas, que t odo
es lo mismo, aunque est aba seguro de sent irme bien y, de repent e, me di cuent a de que
est o (a pesar de las hinchadas venas de mi pie) me sent aría muy bien y me apart aría de
la bebida y quizá me hiciera apreciar un modo de vida t ot alment e nuevo. -Japhy, me
alegra habert e conocido. Voy a aprender a llenar las mochilas y a vivir escondido en
est as mont añas cuando me canse de la civilización. De hecho, doy gracias por habert e
conocido.
-Bueno, Smit h, t ambién yo doy gracias por habert e conocido y por aprender a escribir
espont áneament e y t odo eso.
-Eso no es nada.
-Para mí es mucho. Vamos, muchachos, un poco más deprisa, no t enemos t iempo que
perder.
Poco a poco nos fuimos acercando al polvo amarillo donde había máquinas t rabaj ando y
obreros enormes y sudorosos que ni siquiera nos miraron mient ras t rabaj aban y j uraban.
Para ellos, escalar el mont e hubiera supuest o paga doble o cuádruple en un día como
hoy: un sábado.
Japhy y yo reímos pensando en eso. Me sent í un poco incómodo con mi ridícula boina,
pero los obreros no nos miraron y pront o los dej amos at rás y nos acercamos a la últ ima
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t ienda de t roncos al pie del sendero. Era, pues, una cabaña de t roncos levant ada al f inal
del lago y est aba dent ro de una V de poderosos riscos. Nos det uvimos y descansamos un
rat o en los escalones de la ent rada. Habíamos caminado unos seis kilómet ros, pero por
un camino llano y en buenas condiciones. Ent ramos y compramos azúcar y gallet as y
coca-colas y cosas así. Ent onces, y de repent e, Morley, que no había callado durant e los
seis kilómet ros que habíamos caminado y que t enía un aspect o divert ido con la enorme
mochila donde llevaba el colchón hinchable (ahora deshinchado) y sin sombrero ni nada
en la cabeza, así que parecía exact ament e lo que parece en la bibliot eca, y eso a pesar
de aquellos anchos pant alones que llevaba, recordó que se había olvidado de vaciar el
cárt er.
-Conque t e has olvidado de vaciar el cárt er -dij e yo al not ar su const ernación y sin saber
mucho de coches-. Conque se t e ha olvidado cart eriar el vacier.
-No, no. Eso significa que si la t emperat ura baj a de cero est a noche, el j odido radiador
revent ará y no podremos volver a casa y t endremos que caminar veint e kilómet ros hast a
Bridgeport y nos quedaremos colgados.
-Bueno, a lo mej or no hace t ant o frío est a noche.
-No podemos correr ese riesgo -dij o Morley, y por ent onces yo est aba indignado cont ra él
porque siempre encont raba manera de olvidar cosas, liarlo t odo, ret rasarnos y hacer que
el it inerario fuera un círculo vicioso en lugar de una excursión relat ivament e sencilla.
-¿Y qué vas a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¿Ret roceder los seis kilómet ros?
-Sólo podemos hacer una cosa. Vuelvo yo solo, vacío el cárt er, regreso, y sigo el sendero
y me reúno con vosot ros est a noche.
-Encenderé un buen fuego -dij o Japhy-, y lo verás desde lej os y podrás alcanzarnos.
-Es f ácil.
-Pero t endrás que dart e prisa y llegar j unt o a nosot ros a la caída de la t arde.
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-Lo haré, me pondré en marcha ahora mismo. Pero ent onces me dio pena el pobre Henry
y le dij e: -¡Qué coño! ¿Quieres decir que vas a andar det rás de nosot ros el día ent ero? ¡A
la mierda con ese cárt er! Vent e con nosot ros.
-Cost ará demasiado dinero arreglarlo si se congela, Smit h, es mej or que vuelva. Puedo
pensar un mont ón de cosas agradables y ent erarme aproximadament e de lo que habléis
a lo largo del día si me pongo en marcha ahora mismo. No lancéis rugidos a las abej as y
no hagáis daño al perro, y si se j uega un part ido de t enis y nadie lleva camisa no abráis
mucho los oj os ant e el reflect or o el sol os echará encima el culo de una chica, y
t ambién gat os y caj as de f rut a y naranj as dent ro... -Y t ras decir est o, sin más rodeos ni
ceremonias, se fue carret era abaj o diciendo adiós con la mano y farfullando algo más,
hablando consigo mismo, así que le chillamos:
-Hast a pront o, Henry, dat e prisa. -Y no respondió y siguió caminando encogiéndose de
hombr os.
-Mira -dij e-, me parece que no le import a nada. Le bast a con andar por ahí y olvidarse
las cosas.
-Y darse palmadas en la t ripa y ver las cosas como son, igual que Chuangt sé. -Y Japhy y
yo solt amos una carcaj ada viendo a Henry alej arse vacilant e, solo y loco, baj ando por la
carret era que acabábamos de subir.
-Bien, cont inuemos -dij o Japhy-. Cuando me pese demasiado est a mochila t an grande
cambiaremos de carga. -Est oy preparado. Tío, dámela ahora, t engo ganas de llevar algo
pesado. No sabes lo bien que me sient o, t ío, vamos. -Cambiamos, pues, de cargas y
seguimos.
Los dos nos sent íamos muy bien y hablamos un largo t recho, de t odo t ipo de cosas;
lit erat ura, las mont añas, chicas, Princess, los poet as j aponeses, nuest ras ant eriores
avent uras, y de pront o me di cuent a que era una aut ént ica bendición que Morley se
hubiera olvidado de vaciar el cárt er, pues en el caso cont rario Japhy no habría podido
met er baza en t odo el sant o día y en cambio ahora yo t enía la oport unidad de oírle
exponer sus ideas. El modo que t enía de hacer las cosas y de caminar me recordaba a
Mike, el amigo de mi infancia al que t ambién le gust aba abrir camino, a Buck Jones, t an
serio,
con los oj os dirigidos a lej anos horizont es,
a Nat t y Bumppo,
haciéndome
frecuent es indicaciones: "Por aquí es demasiado profundo, bordearemos el arroyo hast a
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que podamos vadearlo", o, "hay barro blando al f ondo, será mej or rodear est e sit io", y
t odo lo decía muy en serio. Y me lo imaginaba en su infancia en aquellos bosques del
est e de Oregón. Caminaba igual que hablaba, desde det rás podía ver que met ía un poco
los pies hacia dent ro, exact ament e como yo; pero cuando llegaba el moment o de subir
los ponía hacia fuera, como Chaplin, para que su paso fuera más fácil y firme.
Cruzamos una especie de cauce embarr ado con densos mat orrales y sauces y salimos al
ot ro lado un poco moj ados y seguimos sendero arriba. Est aba clarament e señalado y
había sido reparado recient ement e por peones camineros, pero llegamos a una zona
donde una roca que había caído cerraba el paso. Japhy t omó grandes precauciones para
apart ar la roca diciendo:
-Yo t rabaj aba de peón caminero, no soport o ver un camino cegado como est á ést e,
Smit h.
Según íbamos subiendo el lago aparecía debaj o de nosot ros y, de pront o, en aquella
superf icie azul claro vimos los profundos aguj eros donde el lago t enía sus manant iales,
igual que pozos negros, y t ambién vimos cardúmenes de peces.
-¡Est o es como un mañana en China y he cumplido los cinco años en el t iempo sin
principio! -exclamé, y sent í ganas de sent arme en el sendero y sacar mi cuaderno y
escribir mis impresiones sobre t odo aquello.
-Mira allí -dij o Japhy, ent usiasmado t ambién-, chopos amarillos. Est o me recuerda un
haiku...: "Al hablar de la vida lit eraria, los chopos amarillos."
Al caminar por esos paraj es se pueden ent ender las perfect as gemas de los haikus que
han escrit o los poet as orient ales, no se embriagaban nunca en las mont añas, no se
excit aban, simplement e regist raban con alegría infant il lo que veían, sin art ificios
lit erarios ni expresiones delicadas. Hicimos haikus mient ras subíamos serpent eando por
laderas cubiert as de mat orrales.
-Rocas en el borde del precipicio -dij e-, ¿por qué no se caen?
-Eso podría ser un haiku y no serlo -dij o Japhy-, quizá result e demasiado complicado. Un
aut ént ico haiku t iene que ser t an simple como el pan y, sin embargo, hacert e ver las
cosas reales. Tal vez el haiku más grande de t odos es el que dice: "El gorrión salt a por la
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galería, con las pat as moj adas." Es de Shiki. Ves clarament e las huellas moj adas como
una visión eü t u ment e, y en esas pocas palabras t ambién ves t oda la lluvia que ha
est ado cayendo ese día y casi hueles la pinocha moj ada.
-¡Dime ot ro!
-Trat aré de que sea uno mío, vamos a ver: "El lago debaj o... los negros aguj eros forman
manant iales." ¡No, est o no es un haiku! ¡Maldit a sea! ¡Uno nunca t iene suficient e
cuidado con los haikus!
-¿Qué t e parece si los hacemos al subir y de un modo espont áneo?
-¡Mira, mira! -grit ó feliz-. Flores de la mont aña, fíj at e qué delicado color azul t ienen. Y
allí arriba, claro, hay amapolas calif ornianas. Todo el prado est á t achonado de color.
Por ciert o, allá arriba veo un aut ént ico pino blanco de California, ya no se ven muchos.
-Sabes mucho de páj aros y árboles y t odo eso, ¿verdad? -Lo he est udiado t oda mi vida.
Luego seguimos subiendo y la conversación se hizo más esporádica, superficial y risueña.
Pront o llegamos a un recodo del sendero donde de pront o ést e se hizo oscuro y
est ábamos en la sombra de un arroyo que discurría con gran f ragor ent re rocas. Un
t ronco caído formaba un puent e perfect o sobre las agit adas y espumosas aguas, nos
t endimos encima de él y baj amos la cabeza y nos moj amos el pelo y bebimos mient ras el
agua nos salpicaba la cara; era como t ener la cabeza baj o la corrient e de un dique. Me
quedé un largo minut o allí disfrut ando del súbit o frescor.
-¡Est o es como un anuncio de la cerveza Rainer! -grit ó Japhy.
-Vamos a sent arnos un rat o para disf rut ar de est e sit io. -Chico, ¡no sabes lo mucho que
nos queda t odavía! -Es igual, no est oy cansado.
-Ya lo est arás, f iera.
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Seguimos y yo me sent ía inmensament e bien ant e el aspect o en ciert o modo inmort al
que t enía el sendero, ahora en las primeras horas de la t arde, con las laderas cubiert as
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de hierba que parecían envuelt as en nubes de polvo de oro viej o, y los insect os
revolot eando sobre las piedras v el vient o suspirando en t emblorosas danzas por encima
de las piedras calient es, y el modo en que de pront o el sendero desembocaba en una
zona sombría y fresca con grandes árboles por encima de nuest ras cabezas y luz mucho
más profunda. Y t ambién el lago allá abaj o convert ido en un lago de j uguet e con
aquellos aguj eros negros perfect ament e visibles t odavía y las sombras de la nube gigant e
sobre el lago, y el t rágico caminit o que se alej aba serpent eant e por el que el pobre
Morley regresaba.
-¿Puedes ver a Morley allá abaj o? Japhy miró largament e.
-Veo una pequeña nube de polvo, a lo mej or es él que ya est á de vuelt a.
Me parecía que ya había vist o ant es el ant iguo at ardecer del sendero; los prados, las
rocas y las amapolas de pront o me hacían revivir la rugient e corrient e con el t ronco que
servía de puent e y el verdor del fondo, y había algo indescript ible en mi corazón que me
hacía pensar que había vivido ant es y que en esa vida ya había recorrido el sendero en
circunst ancias semej ant es acompañado por ot ro bodhisat t va, aunque quizá se t rat ara de
un viaj e más import ant e, y t enía ganas de t enderme a la orilla del sendero y recordar
t odo eso. Los bosques producen eso, siempre parecen familiares, perdidos hace t iempo,
como el rost ro de un parient e muert o hace mucho, como un viej o sueño, como un
fragment o de una canción olvidada que se desliza por encima del agua, y más que nada
como la dorada et ernidad de la infancia pasada o de la madurez pasada con t odo el vivir
y el morir y la t rist eza de hace un millón de años, y las nubes que pasan por arriba
parecen t est ificar (con su solit aria familiaridad) est e sent imient o, casi un éxt asis, con
dest ellos de recuerdos súbit os, y sint iéndome sudoroso y soñolient o me decía que sería
muy agradable dormir y soñar en la hierba. A medida que subíamos nos sent íamos más
cansados, y ahora, como dos aut ént icos escaladores, ya no hablábamos ni t eníamos que
hablar y est ábamos alegres y, de hecho, Japhy lo mencionó volviéndose hacia mí t ras
media hora de silencio:
-Así es como más me gust a, cuando no se t ienen ganas ni de hablar, como si fuéramos
animales que se comunican por una silenciosa t elepat ía.
Y así, ent regados a nuest ros propios pensamient os, seguimos subiendo; Japhy usando ese
paso que ya he mencionado, y yo con mi propio paso, que era cort o, lent o y pacient e, y
me permit ía subir mont aña arriba kilómet ro y medio a la hora; así que siempre iba unos
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t reint a met ros det rás de él y cuando se nos ocurría algún haiku ahora t eníamos que
grit árnoslo hacia at rás o hacia adelant e. En seguida llegamos a la part e más alt a del
sendero donde dej aba de haberlo, al incomparable prado de ensueño que t enía una
laguna en el cent ro y después del cual había piedras y nada más que piedras.
-La única señal que t enemos ahora para saber el camino que debemos seguir son los
hit os.
-¿Qué hit os?
-¿Ves esas piedras de ahí?
-¿Esas piedras de ahí, dices? ¡Pero, hombre, si sólo veo kilómet ros de piedras que llevan
a la cima!
-¿Ves ese mont oncit o de piedras de ahí, j unt o al pino? Se t rat a de un hit o puest o por
ot ros escaladores. Hast a podría ser uno que puse yo mismo en el cincuent a y cuat ro,
pero no est oy seguro. Ahora iremos de piedra en piedra at ent os a los hit os y así
sabremos más o menos por dónde ir. Aunque, claro est á, que sabemos por dónde ir; esa
ladera de ahí delant e, ¿la ves?, es la meset a que debemos alcanzar.
-¿Meset a? ¡Dios mío! ¡Yo creía que eso era la cima de la mont aña!
-Pues no lo es, después de eso hay una meset a y después un pedregal y después más
rocas y luego llegaremos a un lago alpino no mayor que est a laguna y después t odavía
viene la ascensión f inal, unos t rescient os met ros casi en
vert ical hast a la cima del mundo desde donde se ve t oda California y part e de Nevada y
donde el vient o sopla que t e levant a.
-¡Guau!... ¿Y cuánt o nos llevará?
-Lo más que podemos esperar es est ablecer nuest ro campament o en la meset a est a
noche. La llamo meset a y de hecho no lo es, es sólo una plat af orma ent re riscos.
Pero en el ext remo final más elevado del sendero había un lugar bellísimo y dij e:
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-Tío, mira eso... -Un prado de ensueño, pinos en un ext remo, y la laguna, el aire limpio
y fresco, las nubes de la t arde corriendo doradas-. ¿Por qué no nos quedamos a dormir
aquí? Creo que nunca había vist o un sit io t an hermoso.
-Est o no es nada. Es hermoso, claro, pero podríamos despert arnos mañana por la mañana
y encont rarnos con t res docenas de maest ros que subieron a caballo y est án f riendo
bacon a nuest ro lado. En el sit io adonde vamos no verás a nadie, y si hay alguien será un
mont añero, o dos, pero no lo creo en est a época del año. Puede nevar en cualquier
moment o. Si lo hace est a noche, t ú y yo podemos decir adiós a la vida.
-Bueno, pues adiós, Japhy. En cualquier caso podemos descansar un rat o aquí y beber un
poco de agua y admirar el prado.
Nos sent íamos cansados y bien.
Nos t umbamos en la hierba y descansamos e
int ercambiamos las mochilas y nos las suj et amos y reanudamos la marcha. Casi al t iempo
la hierba se t erminó y empezaron las piedras; subimos a la primera, y desde ent onces
t odo consist ió en salt ar de piedra en piedra, ascendiendo de modo gradual, subiendo por
un valle de piedras de unos ocho kilómet ros que se hacía más y más escarpado con
inmensos despeñaderos a ambos lados que formaban las paredes del valle, hast a cerca
del risco donde avanzamos casi gat eando.
-¿Y qué hay det rás de ese risco?
-Hay hierba alt a, mat orrales, piedras dispersas, bellos arroyos con meandros que t ienen
hielo en los remansos incluso a mediodía, manchas de nieve, árboles t remendos y una
roca t an grande como dos casas de Alvah una encima de la ot ra que se inclina hacia
adelant e y forma una especie de concavidad donde podemos acampar y encender un
buen fuego que calient e la pared de piedra. Después de eso se t ermina la hierba y el
bosque. Eso será a unos t res mil met ros de alt ura, más o menos.
Con las playeras me result aba facilísimo bailar ágilment e de piedra en piedra, pero al
cabo de un rat o not é que Japhy hacía lo mismo con mucha más gracia y que se movía sin
esfuerzo de piedra en piedra, a veces bailando deliberadament e y cruzando las piernas
de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y yo t rat é de seguir sus pasos durant e
unos moment os, pero en seguida comprendí que era mej or que eligiera mis propias
piedras y me dedicara a mi propia danza.
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-El secret o de est e modo de escalar -dij o Japhy- es como el zen. No hay que pensar. Hay
que limit arse a bailar. Es la cosa más fácil del mundo. De hecho más fácil t odavía que
caminar por t erreno llano, que result a t an monót ono. Se present an pequeños problemas
a cada paso y, sin embargo, nunca dudas y t e encuent ras de repent e encima de ot ra
piedra que has elegido sin ningún mot ivo especial, j ust o como en el zen. -Y así era.
Ya casi no hablábamos. Los músculos de las piernas se cansaban. Pasamos horas, quizá
t res, subiendo por aquel valle t an largo. Por ent onces llegó el at ardecer y la luz se iba
poniendo color ámbar y las sombras caían siniest ras sobre el valle de piedras y eso, en
lugar de asust art e, t e proporcionaba una nueva sensación de inmort alidad. Los hit os
est aban dispuest os de forma que se veían con facilidad: t e subías a una roca y mirabas
hacia adelant e y localizabas un hit o (normalment e eran dos piedras planas, una encima
de ot ra, y a veces ot ra más redonda encima como adorno) y t e dirigías en su dirección.
El obj et ivo de est os hit os, dispuest os así por escaladores previos, era ahorrar un par de
kilómet ros o más andando de un lado a ot ro del inmenso valle. Ent ret ant o, nuest ro
t orrent e rugía por allí cerca, aunque ahora era más f ino y t ranquilo, procedent e de la
propia cara del risco, en aquel moment o dist ant e un kilómet ro y medio valle arriba,
brot ando de una mancha negra que dist inguí en la roca gris.
Salt ar de piedra en piedra y sin caer nunca, con una mochila a la espalda, es más fácil
de lo que parece; es imposible caerse cuando se sigue el rit mo de la danza. Miré valle
abaj o varias veces y me sorprendió comprobar lo alt os que est ábamos y ver más lej os
aún horizont es de nuevas mont añas. Nuest ro hermoso valle en lo alt o del sendero era
como un pequeño calvero en el bosque de Arden. Luego la rut a se hizo más empinada, el
sol se puso más roj o, y muy pront o empecé a ver manchas de nieve en la sombra de
algunas rocas. Llegamos a un lugar donde el risco de enfrent e parecía echársenos
encima. En ese moment o vi que Japhy dej aba a un lado su mochila y me acerqué a él.
-Bien, dej aremos nuest ra carga aquí y subiremos esos pocos met ros por la ladera de est e
paredón, por aquel sit io que parece más accesible. Encont raremos el sit io donde
acampar. Lo recuerdo bien. En realidad, puedes quedart e por aquí y descansar o
meneárt ela mient ras doy una vuelt a. Me gust a andar solo.
De acuerdo. Me sent é y me cambié los calcet ines moj ados y la camiset a empapada por
prendas secas y crucé las piernas y descansé y silbé durant e una media hora; una
ocupación realment e agradable, y Japhy volvió y dij o que había encont rado el sit io. Yo
creía que sólo quedaba un breve paseo hast a el lugar donde descansaríamos, pero casi
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nos llevó ot ra hora t repar unas piedras y salt ar por encima de ot ras hast a llegar al plano
de la plat aforma, y allí, sobre una zona de hierba más o menos llana, caminar unos
doscient os met ros hast a donde había una gran roca gris rodeada de pinos. El lugar era
esplendoroso: nieve en el suelo, manchas blancas en la hierba, y murmurant es arroyos y
las enormes y silenciosas mont añas de piedra a ambos lados, y el vient o soplando y el
olor a brezos. Vadeamos un adorable arroyuelo de un palmo de profundidad, agua
t ransparent e con pureza de perla, y llegamos a la enorme roca. Había t roncos
carbonizados de ot ros mont añeros que habían acampado allí.
-¿Dónde est á el Mat t erhorn?
-Desde aquí no se puede ver, aunque... -señaló una gran plat af orma lej ana y una cañada
con maleza que doblaba a la derecha-... dando la vuelt a por allí, un par de kilómet ros o
así más allá, nos encont raremos al pie del Mat t herhorn. -¡Coño, t ío! ¡Eso nos va a llevar
ot ro día ent ero! -No cuando se viaj a conmigo, Smit h.
-Bien, Ryderit o, me parece bien.
-De acuerdo, Smit hit o, y ahora vamos a descansar y disf rut ar de t odo est o y
prepararemos la cena y esperaremos al viej o Morleyt o.
Así que abrimos las mochilas y sacamos las cosas y f umamos y lo pasamos bien. Ahora las
mont añas t enían un mat iz rosado. Quiero decir las rocas, porque sólo había rocas sólidas
cubiert as por los át omos de polvo acumulados desde el t iempo sin principio. De hecho
me asust aban aquellas dent adas monst ruosidades que t eníamos alrededor y por encima.
-¡Qué silencio!
-Sí, t ío, ¿sabes?, para mí una mont aña es un Buda. Piensa en su paciencia; cient os de
miles de años inmóvil aquí en un perfect o silencio y como rezando por t odos los seres
vivos esperando que se t erminen nuest ras agit aciones y locuras.
Japhy sacó el t é, un t é chino, y echó un poco en un bot e de hoj alat a, y el f uego se había
avivado ent ret ant o, aunque t odavía era pequeño porque no se había puest o el sol, y
clavó un largo palo ent re unas rocas y colgó de él la t et era y el agua hirvió en seguida y
la vert ió en el bot e de hoj alat a y t omamos nuest ro t é en vasos de est año. Yo mismo
había t raído el agua de un arroyo, y era un agua f ría y pura como la nieve y como los
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oj os con párpados de crist al del cielo. Y nuest ro t é era con gran dif erencia el más puro y
t onificant e que había t omado en t oda mi vida y daba ganas de t omar más y más y nos
quit ó la sed, v, desde luego, nos proporcionó un delicioso calor en el est ómago.
-Ahora ent enderás la pasión orient al por el t é -dij o Japhy-. Recuerda ese libro del que t e
hablé sobre el primer sorbo que es alegría, el segundo goce, el t ercero serenidad, el
cuart o locura, el quint o éxt asis.
-Sí, es un buen compañero.
La roca j unt o a la que habíamos acampado era una maravilla. Tenía unos diez met ros de
alt o por ot ros diez de base, un cuadrado casi perf ect o, v unos árboles ret orcidos
inclinándose sobre ella v como mirándonos desde arriba. Desde la base avanzaba hacia
adelant e formando una concavidad, así que si llovía est aríamos parcialment e cubiert os.
-¿Cómo llegaría est a inmensa hij a de put a hast a aquí? -Probablement e fue dej ada por el
glaciar en ret irada. ¿Ves aquel campo de nieve de allí?
-Sí.
-Es lo que queda del glaciar. No se puede comprender si cayó hast a aquí desde mont añas
prehist óricas inconcebibles, o si at errizó aquí cuando la t ierra est alló durant e el
levant amient o del j urásico. Ray, est ar aquí no es como est ar sent ado en un salón de t é
de Berkelev. Est o es el comienzo v el fin del mundo. Fíj at e en est os pacient es budas
mirándonos sin decir nada.
-Y vinist e aquí t ot alment e solo...
-Anduve por aquí semanas int erminables, j ust o como John Muir, iba de un lado para ot ro
siguiendo las vet as de cuarcit a o recogiendo amapolas, o simplement e caminando sin
parar, cant ando, desnudo v preparando la comida v riendo.
-Japhy, t engo que decírt elo; me pareces el t ipo más feliz del mundo y eres grande, t e lo
aseguro. Me alegra t ant o aprender t ant as cosas. . . Est e sit io, además, hace que sient a
una profunda devoción. ¿Sabes que hice una oración?
-¿Cuál?
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-Me sient o y digo... bueno, paso revist a a t odos mis amigos y parient es y enemigos uno a
uno, sin aliment ar odio o agradecimient o alguno, y digo algo como: "Japhy Ryder,
igualment e vacío, igualment e digno de ser amado, igualment e un próximo Buda", luego
sigo y digo: "David O. Selznick, igualment e vacío, igualment e digno de ser amado,
igualment e un próximo Buda", aunque la verdad es que no ut ilizo nombres como David
O. Selznick, sólo los de la gent e que conozco porque cuando digo las palabras:
"Igualment e un próximo Buda", quiero pensar en los oj os, como en los de Morley, esos
oj os azules t ras las gafas, y cuando uno piensa "igualment e un próximo Buda", piensa en
esos oj os y de hecho de pront o ve el aut ént ico secret o de la serenidad y la verdad de su
próxima budeidad. Luego, uno piensa en los oj os del enemigo.
-Eso es est upendo, Ray. -Y Japhy sacó su cuaderno de not as y escribió la oración y movió
la cabeza admirado-. Es realment e est upendo, voy a enseñarles est a oración a t odos los
monj es que conozca en el Japón. Todo t e va bien, Ray, el único problema que t ienes es
que nunca aprendist e a venir a sit ios como ést e y dej as que el mundo t e ahogue en su
mierda y has sido ult raj ado..., aunque como digo las comparaciones son odiosas, lo que
ahora decimos es ciert o.
Sacó el bulgur, t rigo sin refinar desmenuzado, y lo mezcló con un par de paquet es de
legumbres y veget ales secos y lo puso t odo en la cacerola para que est uviera bien cocido
al caer la t arde. Empezamos a escuchar t rat ando de oír los grit os de Morley, que no
llegaban. Comenzamos a preocuparnos por él.
-El problema es que, j oder, si se ha caído de una piedra y se ha rot o una pierna, nadie
podrá ayudarle. Es peligroso... Yo he hecho est e camino solo, pero soy muy bueno
escalando, soy como una cabra mont esa.
-Tengo hambre.
-Yo t ambién, j oder, quisiera que llegara en seguida. Vamos a pasear un poco por ahí,
comeremos bolas de nieve y beberemos agua y esperaremos.
Hicimos eso, explorando el ext remo superior de la lisa plat aforma, y volvimos. Por
ent onces el sol ya se había puest o det rás de la pared occident al de nuest ro valle, y
oscurecía, y t odo se volvía más roj o, más f río, y surgían haces púrpura det rás de las
dent adas cumbres. El cielo era profundo. Incluso empezamos a ver unas pálidas
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est rellas, por lo menos una o dos. De repent e oímos un dist ant e "¡Alaiu!" y Japhy se puso
en pie de un salt o y subió a una piedra y grit ó: "¡Ju! ¡Ju! ¡Ju!"
Llegó ot ro "¡Alaiu!". -¿Est á muy lej os?
-¡Dios mío! Por el sonido se diría que ni siquiera ha empezado. No est á ni al comienzo
del valle de piedras. No puede pasar por allí de noche.
-¿Qué podemos hacer?
-Vamos hast a el borde del risco y nos sent aremos allí y le llamaremos durant e una hora.
Llevaremos los cacahuet es y las pasas y comeremos eso mient ras esperamos. Quizá no
est é t an lej os como pienso.
Subimos al promont orio desde donde podíamos ver el valle ent ero y Japhy se sent ó en la
post ura del lot o con las piernas cruzadas encima de una roca y sacó su rosario de madera
y rezó. Es decir, simplement e mant uvo las cuent as en las manos puest as hacia abaj o y
los pulgares j unt os. Y se quedó mirando hacia adelant e sin mover ni un solo músculo. Me
sent é lo mej or que pude encima de una roca y est uvimos así sin decir nada y medit ando.
Sólo que yo medit aba con los oj os cerrados. El silencio era un inmenso ruido. Desde
donde est ábamos, el rumor del arroyo, el gorgot eo y parlot eo del arroyo, llegaba
bloqueado por las rocas. Oímos algunos "Alaius" melancólicos más, pero parecía que se
alej aban más y más cada vez. Cuando abrí los oj os el rosa era mucho más púrpura. Las
est rellas empezaron a brillar. Caí en una profunda medit ación, sint iendo que las
mont añas eran realment e budas y amigas nuest ras y t uve la ext raña sensación de que
había algo raro en que sólo hubiera t res hombres en t odo aquel inmenso valle: el míst ico
número t res. Nirmanakaya, Sambhogakaya y Dharmakaya. Pedí la salvación y la f elicidad
et erna para el pobre Morley. En una ocasión abrí los oj os y vi a Japhy sent ado allí rígido
como una piedra y sent í ganas de reír porque me pareció muy divert ido. Pero las
mont añas eran poderosas y solemnes, y lo mismo Japhy, y debido a eso, de hecho, la
risa t endría que ser solemne.
Era algo hermoso. Los t int es rosados se desvanecieron y ent onces t odo era una oscuridad
púrpura y el rumor del silencio era como un t orrent e de olas de diamant e que
at ravesaran los pórt icos líquidos de nuest ros oídos y f ueran capaces de t ranquilizar a un
hombre durant e mil años. Pedí por Japhy, por su fut ura salvación y felicidad y event ual
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budeidad. Todo era complet ament e serio, complet ament e alucinant e, complet ament e
feliz.
"Las rocas son espacio -pensé-, y el espacio es ilusión." Tuve un millón de pensamient os.
Japhy hacía lo mismo. Me ext rañaba el modo en que medit aba con los oj os abiert os. Y
ant e t odo est aba humanament e asombrado de que ese muchacho que est udiaba con
t ant a int ensidad poesía orient al y ant ropología y ornit ología y t odas las demás cosas y
que era un recio avent urero en senderos y mont añas t ambién sacara de repent e su
ent ernecedor y hermoso rosario de madera y se pusiera a rezar allí con solemnidad,
como un viej o sant o del desiert o, aunque result ara t an curioso en Nort eamérica, con los
alt os hornos y los aeropuert os. El mundo no debe ser t an malo cuando producía t ipos
como Japhy, pensé, y me sent í cont ent o. El dolor de t odos mis músculos y el hambre
eran bast ant e desagradables, y las oscuras rocas que nos rodeaban, el hecho de que no
hubiera nadie que t e calmara con besos y palabras suaves, de que est uviera allí sent ado
medit ando y pidiendo por el mundo con ot ro j oven vehement e... era algo bueno haber
nacido para morir, aunque sólo f uera para eso, como nos ocurría a nosot ros. Algo saldrá
de t odo est o, amigos míos, en las Vías Láct eas de la et ernidad desplegándose ant e
nuest ros mágicos oj os sin envidia. Tuve ganas de cont arle a Japhy t odo lo que pensaba,
pero comprendí que no import aba y además, en cualquier caso, él ya lo sabía, y el
silencio es la mont aña de oro. -¡Alaiu! -grit aba Morley, y ahora era de noche, y Japhy
dij o:
-Bueno, parece que t odo indica que t odavía est á lej os. Creo que t endrá la suficient e
cordura como para inst alar su propio campament o por ahí abaj o, así que regresemos al
nuest ro y preparemos la cena.
-De acuerdo. -Y grit amos "¡Ju!" un par de veces para t ranquilizar a Morley. Sabíamos que
t endría la cordura precisa.
Y así fue, como luego supimos. Acampó y se envolvió en las dos mant as que había
alquilado,
encima de su cama neumát ica,
y durmió la noche ent era en aquel
incomparable prado con la laguna y los pinos, según nos cont aría al reunirse con nosot ros
al día siguient e.
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Anduve por allí cerca y cogí pequeños palos que sirvieran de ast illas para la hoguera y
después f ui a reunir t rozos mayores y, por f in, cogí t roncos bast ant e grandes: result aban
fáci les de encont rar por allí. Teníamos una hoguera que Morley habría vist o a ocho
kilómet ros de dist ancia si no hubiera est ado escondida det rás del risco, fuera de su
vist a. La hoguera enviaba cont ra la pared de piedra el calor, y la pared lo absorbía y lo
devolvía, así que est ábamos en una habit ación calient e except uadas las punt as de
nuest ras narices que se enf riaban cuando dej ábamos el lugar para t raer leña y agua.
Japhy puso el bulgur en la olla con agua y empezó a hervirlo y lo revolvió con un palo
mient ras est aba ocupado preparando el pudín de chocolat e y lo ponía a calent ar en ot ra
olla que sacó de mi mochila. También preparó más t é. Luego sacó un j uego doble de
palillos y en seguida t eníamos la cena list a y nos reímos. Fue la cena más deliciosa de
t oda mi vida. Arriba, más allá del resplandor anaranj ado de nuest ra hoguera, se veían
inmensos sist emas de incont ables est rellas, como resplandores individuales o como
guirnaldas de Venus o enormes Vías Láct eas inconmensurables para el ent endimient o
humano, t odo f río, azul, plat a, aunque nuest ra hoguera y nuest ra comida eran rosas y
apet it osas. Y t al y como había predicho Japhy, no t uve las menores ganas de beber
alcohol, me había olvidado de él, la alt ura era excesiva, el ej ercicio duro, el aire
demasiado vivo y bast aba con él para ponert e borracho como una cuba. Fue una cena
est upenda; siempre se come mej or cuando se t oman pequeños t rozos con los palillos, sin
t ragar demasiada cant idad, por est e mot ivo la ley de la supervivencia de Darwin t iene
mej or aplicación en China: si uno no sabe manej ar los palillos y conseguir igualar a los
más hábiles en la olla familiar, se muere de hambre. En cualquier caso, t erminé
ayudándome con el dedo índice.
Terminada la cena, Japhy rest regó cuidadosament e los cacharros con un est ropaj o
met álico y me hizo t raer agua. La cogí en una lat a vacía que habían dej ado ot ros
mont añeros, y t ras llenarla en un est anque de est rellas, volví con ella y una bola de
nieve, y Japhy lavó los plat os con agua previament e hervida.
-Normalment e no lavo los plat os, sólo los at o con mi pañuelo azul, porque esas cosas
realment e no import an..., aunque seguro que est e t ipo de conocimient os no los
apreciarían esos del edificio de Madison Avenue, ¿cómo se llaman?..., esa empresa
inglesa, ¿cómo se llama? Creo que Urber and Urber, ¡a la mierda! Y ahora voy a sacar mi
mapa del f irmament o y ver cómo andan las cosas est a noche. Las est rellas son mucho
más numerosas que t odos t us f amosos sut ras Surangamy. -Así que desplegó su mapa del
firmament o y lo hizo girar un poco, y lo aj ust ó y miró y dij o-: Son exact ament e las ocho
cuarent a y ocho.
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-¿Cómo lo sabes?
-Sino no est aría donde est á si no fueran las ocho cuarent a y ocho... ¿Sabes lo que me
gust a de t i, Ray? Evocas en mí el aut ént ico lenguaj e de est e país que es el lenguaj e de
los obreros, de los ferroviarios, de los leñadores. ¿Les has oído hablar alguna vez?
-Pues claro. Conocí a un t ipo, un conduct or de un camión cist erna lleno de pet róleo, que
me recogió en Houst on, Texas, una medianoche después de que un marica due ño de un
mot el, que se llamaba muy adecuadament e el Albergue del Dandy, me echara y me
dij era que si no conseguía que me recogiera alguien dormiría al sereno; así que esperé
como una hora en la carret era t ot alment e desiert a y de pront o llegó un camión
conducido por un cherokee que me dij o que lo era, aunque se llamaba Johnson o Ally
Reynolds o algo parecido, y empezó a hablar más o menos así: "Mira, chaval, yo salí de
debaj o de las faldas de mamá ant es de que t ú llegaras a oler el río y vine al Oest e para
conducir como un loco por los campos pet rolíferos de Texas...", y siguió con una especie
de charla rít mica y se ocupaba de t odo t ipo de cosas siguiendo el rit mo de los acelerones
y frenazos y cambios de velocidad del camión y ést e rodaba a más de cien por hora y su
relat o iba igual de rápido, algo magnífico, eso es lo que yo llamo poesía.
-Eso quería decir. Deberías oír al viej o Burnie Byers hablar de esa misma manera en la
zona del Skagit . Ray, t ienes que ir allí.
-De acuerdo, iré.
Japhy, arrodillado sobre el mapa, est udiaba el firmament o, inclinado un poco hacia
adelant e para mirar a t ravés de las ramas de los árboles, que enmarcaban nuest ras
piedras, con su perilla y t odo, y con aquella poderosa roca grisácea det rás de él, igual,
exact ament e igual que la visión que yo había t enido de los viej os maest ros zen de China
en la inmensidad. Est aba doblado un poco hacia adelant e, de rodillas, como si t uviera un
sut ra sagrado en la mano. Pero en seguida se dirigió a la mancha de nieve y volvió con el
pudín de chocolat e que ahora est aba helado y delicioso a más no poder. Nos echamos
encima de él.
-Quizá deberíamos dej ar un poco para Morley. -No se conservará, el sol de la mañana lo
desharía.
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La hoguera dej ó de crepit ar y sólo quedaron enormes brasas, pero enormes de verdad,
de dos met ros de largo. La noche imponía cada vez más su sensación de gélido crist al, y
el olor de los humeant es leños era t an delicioso como el del pudín de chocolat e. Fui un
rat o a dar un paseo j unt o al arroyo casi helado y me sent é a medit ar j unt o a un t ronco
caído y las enormes paredes de las mont añas a ambos lados de nuest ro valle eran masas
silenciosas. Hacía demasiado frío para quedarse allí más de un minut o. Cuando regresé
nuest ra hoguera color naranj a ref lej aba su resplandor en la enorme roca y Japhy,
arrodillado y cont emplando el firmament o a más de t res mil met ros por encima del
rechinant e mundo, era la imagen misma de la paz y el buen sent ido. Había ot ro aspect o
de Japhy que me asombraba: su poderoso y t ierno sent ido de la caridad. Siempre est aba
regalando cosas, siempre pract icando lo que los budist as llaman el Paramit a de Dana, la
perf ección de la caridad.
Cuando volví y me sent é j unt o al fuego, dij o:
-Bueno, Smit h, ya es hora de que t engas un rosario de cuent as de j uj u, así que quédat e
con ést e. -Y me ent regó las cuent as de madera oscura unidas por una cuerda negra y
brillant e con un bello lazo en el ext remo.
-No puedes regalarme una cosa así. Procede de Japón, ¿no?
-Tengo ot ro j uego de cuent as negras. Smit h, la oración que me enseñast e ant es merece
un rosario de cuent as de j uj u como ést e. En cualquier caso, es t uyo.
Minut os después liquidamos el rest o del pudín de chocolat e, aunque Japhy consiguió que
yo t omara la part e mayor. Luego, cuando ext endió ramas sobre la piedra y encima del
poncho, se aseguró que su saco de dormir est uviera más alej ado del fuego que el mío
para que yo est uviera bien calient e. Siempre est aba pract icando la caridad. De hecho
me la enseñó cuando una semana más t arde le regalé unas agradables camiset as que
había encont rado en los almacenes del Mont e de Piedad. Correspondió a est e regalo
dándome un recipient e de plást ico para guardar aliment os. En broma, le regalé una flor
muy grande del j ardín de Alvah. Un día más t arde me t raj o solemnement e un pequeño
ramo de flores recogidas en los j ardines públicos de Berkeley.
-Y puedes quedart e con las playeras, además -dij o-. Tengo ot ro par más viej o que ése,
pero igual de buenas.
61
-Mira, no puedo acept ar t odo est o.
-Smit h, ¿no t e das cuent a de que es un privilegio regalar cosas a los demás? -Y lo hacía
de un modo muy agradable. No había nada de navideño ni de ost ent oso, sino algo casi
t rist e, y en ocasiones sus regalos eran cosas viej as que t enían el encant o de lo út il y lo
melancólico.
Nos met imos en los sacos de dormir, ya hacía un frío gélido, era alrededor de las once, y
hablamos un rat o más ant es de que uno de los dos dej ara de responder y en seguida nos
dormimos. Mient ras Japhy roncaba me despert é y seguí t umbado mirando a las est rellas
y dando gracias a Dios por haber subido a est a mont aña. Mis piernas est aban mej or, t odo
el cuerpo revigorizado. Los cruj idos de los t roncos apagándose eran como Japhy
haciendo coment arios sobre mi felicidad. Le miré, su cabeza est aba met ida en el saco
de plumas de pat o. Su f orma acurrucada era la única cosa que se podía ver en muchos
kilómet ros de oscuridad sat urada y concent rada de deseos de ser buena. Pensé: "¡Qué
cosa más ext raña es el hombre! Como dice la Biblia: "¿Quién conoce el espírit u del
hombre que mira a lo alt o?" Est e pobre muchacho diez años más j oven que yo
haciéndome parecer un idiot a que olvida t odos los ideales y la alegría que t enía ant es,
en mis recient es años de bebedor decepcionado. ¿Y qué le import a no t ener dinero? No
necesit a el dinero, lo único que necesit a es su mochila con esas bolsit as de comida seca
y un buen par de zapat os, y allá se va a disfrut ar de los privilegios de un millonario en
sit ios como ést e. ¿Y qué millonario con got a podría llegar hast a est a roca? Nos ha llevado
un día ent ero llegar hast a aquí." Y me promet í que iniciaría una nueva vida. "Por t odo el
Oest e y por las mont añas del Est e, y t ambién por el desiert o, vagabundearé con una
mochila, seguiré el camino puro." Y me dormí t ras hundir la nariz dent ro del saco de
dormir y me despert é hacia el alba t emblando; el suelo húmedo había at ravesado el
impermeable y el saco, y mis cost illas est aban sobre un suelo más húmedo que el de una
cama moj ada. El alient o me humeaba. Me volví sobre el ot ro lado y volví a dormirme:
mis sueños fueron puros sueños fríos como agua helada, pero sueños felices, no
pesadillas.
Cuando me despert é de nuevo y la luz del sol era de un primigenio color naranj a que
llegaba a t ravés de los riscos del est e y baj aba por ent re nuest ras f ragant es ramas de
pino, me sent í como cuando era niño y había llegado el moment o de j ugar el día ent ero
porque era sábado. Japhy ya est aba levant ado y cant aba y haciendo aire con las manos
avivaba un pequeño rescoldo. El suelo t enía escarcha blanca. Se alej ó corriendo y grit ó:
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"¡Alaiu!", y, ¡Dios mío!, de pront o oímos que Morley cont est aba mucho más cerca que la
noche ant erior.
-Ya se ha puest o en camino. Despiert a, Smit h, y t oma una t aza de t é, t e sent ará bien, ya
verás.
Me levant é y pesqué las playeras dent ro del saco de dormir donde las había t enido t oda
la noche para que se calent aran y me las puse, y t ambién me puse la boina y di un salt o
y corrí unos cuant os met ros por la hierba. El arroyo est aba helado, except o por el
cent ro, donde las burbuj as se alej aban t int ineando. Me t umbé boca abaj o y t omé un
profundo t rago, moj ándome la cara. No hay sensación mej or en el mundo que lavarse la
cara en el agua f ría una mañana en la mont aña. Después volví y Japhy est aba calent ando
los rest os de la cena de la noche ant erior que est aba t odavía bast ant e rica. Luego me
acerqué al borde del risco y grit amos hacia Morley, y de repent e lo vimos a lo lej os. Una
delgada figura dos o t res kilómet ros valle abaj o moviéndose como un ser enano animado
en el inmenso vacío.
-Esa pequeña mancha de allí abaj o es nuest ro ocurrent e amigo Morley -dij o Japhy, con
su curiosa voz pot ent e de leñador.
Unas dos horas después, Morley est aba a una dist ancia desde la que podía hablar
mient ras salt aba las piedras f inales en dirección a nosot ros que lo esperábamos sent ados
en una roca al sol, que ya calent aba.
-La Asociación Femenina de Ayuda dice que debo present arme aquí para ver si a
vosot ros, muchachos, os gust a llevar cint as azules cosidas a la camisa, dicen que queda
mucha limonada rosa y que lord Mount bat t en se est á impacient ando. Me parece que
est án est udiando el origen de ese recient e conf lict o en el Orient e Medio, o pref erirán
t omar café. En mi opinión deberían t ener más cuidado con un par de lit erat os como
vosot ros. . . -Y siguió así, sin parar y sin razón alguna, parlot eando baj o el feliz cielo azul
de la mañana con su apagada sonrisa, sudando un poco debido al prolongado esfuerzo
mat ut ino.
-Bueno, Morley, ¿est ás preparado para subir al Mat t erhorn?
-Lo est aré en cuant o me cambie est os calcet ines moj ados.
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11
Hacia mediodía nos pusimos en marcha dej ando nuest ras mochilas en el campament o al
que probablement e nadie llegaría hast a por lo menos el año próximo, y seguimos valle
arriba con sólo un poco de comida y un equipo de pr imeros auxilios. El valle era más
largo de lo que parecía. Casi inmediat ament e eran las dos de la t arde y el sol se est aba
poniendo más dorado y se levant ó vient o y empecé a pensar: "¡Dios mío, vamos a t ener
que subir a esa mont aña de noche!"
-Tienes razón, t enemos que darnos prisa -dij o Japhy, después de que le comunicara mis
t emores.
-¿Por qué no lo dej amos y volvemos a casa?
-Vamos, vamos, f iera, subiremos corriendo a esa mont aña y luego volveremos a casa.
El valle era largo, largo, largo. En su ext remo superior se hizo muy escarpado y empecé
a t ener miedo de caerme; las piedras eran pequeñas y resbaladizas y me dolían los
t obillos debido al esfuerzo muscular del día ant erior. Pero Morley seguía caminando y
hablando y me di cuent a de que t enía una gran resist encia. Japhy se quit ó los
pant alones y parecía un indio; quiero decir que se quedó en pelot as si se except úa un
t aparrabos, y avanzaba casi quinient os met ros por delant e de nosot ros; a veces nos
esperaba un poco para darnos t iempo a que le alcanzáramos, y luego seguía, moviéndose
más deprisa, esperando escalar la mont aña ese mismo día. Morley iba el segundo, t odo
el t iempo, unos cincuent a met ros por delant e de mí. Yo no t enía prisa. Luego, cuando la
t arde avanzó, decidí adelant ar a Morley y reunirme con Japhy. Ahora est ábamos a unos
t res mil quinient os met ros de alt ura y hacía frío y había mucha nieve y hacia el est e
veíamos inmensas mont añas coronadas de nieve y vast as ext ensiones de valle a sus pies
y práct icament e nos encont rábamos en la cima de Calif ornia. En un det erminado
moment o t uve que gat ear, lo mismo que los ot ros, por un est recho lecho de roca,
alrededor de una piedra salient e, y me asust é de verdad: la caída era de unos t reint a
met ros, lo bast ant e como para romperme la crisma, encima de ot ro pequeño lecho de
roca donde rebot aría como preparación para una segunda caída, la definit iva, de unos
t rescient os met ros. Ahora el vient o arreciaba. Sin embargo, t oda esa t arde, en un grado
incluso mayor que la ant erior, est uvo llena de premoniciones o recuerdos, como si
hubiera est ado allí ant es, t repando por aquellas rocas, con obj et ivos más ant iguos, más
serios, más sencillos. Por fin llegamos al pie del Mat t erhorn donde había una bellísima
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laguna desconocida para la mayoría de los hombres de est e mundo, cont emplada sólo
por un puñado de mont añeros, una laguna a más de t res mil quinient os met ros de alt ura
con nieve en las orillas y bellas flores y bella hierba, un prado alpino, llano y de
ensueño, sobre el que me t umbé en seguida quit ándome los zapat os. Japhy, que ya
llevaba allí media hora, se había vest ido ot ra vez porque hacía f río. Morley subía det rás
de nosot ros sonriendo. Nos sent amos allí observando la inminent e escarpadura t an
empinada que const it uía el t ramo final del Mat t erhorn.
-No parece excesivament e difícil -dij e, animado-, llegaremos en seguida.
-No, Ray, es mucho más de lo que parece. ¿No t e das cuent a de que son unos t rescient os
met ros más?
-¿Tant o?
-A menos que nos demos prisa y marchemos dos veces más rápido que hast a ahora, no
conseguiremos regresar a nuest ro campament o ant es de que caiga la noche y no
llegaremos al coche, allí, al lado de la cabaña de t roncos, ant es de mañana por la
mañana.
-¡Vaya!
-Est oy cansado -dij o Morley-, no pienso int ent ar el ascenso.
-Me parece muy bien -respondí-. La f inalidad del mont añero no es demost rar que puede
llegar a la cima de una mont aña, sino encont rarse en un lugar salvaj e.
-Bueno, pues yo subiré -dij o Japhy.
-Pues si t ú subes, yo iré cont igo.
-¿Y t ú, Morley?
-No creo que lo consiguiera. Esperaré aquí.
El vient o era muy fuert e, y pensaba que en cuant o subiéramos unos cuant os met ros por
la ladera est orbaría nuest ra ascensión.
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Japhy cogió un pequeño paquet e de cacahuet es y uvas pasas y dij o:
-Ést a será nuest ra gasolina, chico. Ray, ¿est ás dispuest o a ir el doble de deprisa?
-Lo est oy. ¿Qué dirían los de The Place si supieran que he hecho t odo est e camino para
raj arme en el últ imo minut o?
-Es t arde, démonos prisa. -Y Japhy empezó a caminar muy deprisa y hast a corría a veces
cuando había que ir hacia la derecha o la izquierda por arist as de pedregales. Un
pedregal es un derrumbe de piedras y arena y es muy dificil de escalar, pues siempre se
producen pequeños aludes. Bast aban unos pocos pasos para que nos pareciera que
subíamos más y más como en un t erroríf ico ascensor, y t uve que t ragar saliva cuando me
volví a mirar hacia abaj o y vi t odo el est ado de California, o así parecía, ext endiéndose
en t res direcciones baj o los amplios cielos azules con impresionant es nubes del espacio
planet ario e inmensas perspect ivas de valles dist ant es y hast a meset as, y si no me
equivocaba t odo el est ado de Nevada est aba t ambién allí, ant e mi vist a. Era at errador
mirar hacia abaj o y ver a Morley, un punt o soñador que nos est aba esperando junt o al
lago. "¿Por qué no me habré quedado con el viej o Henry?", pensé. Y ahora empecé a
t ener miedo a subir más, miedo a est ar demasiado arriba. También empecé a t emer que
el vient o me barriera. Todas las pesadillas que había t enido sobre caídas de una
mont aña, por un precipicio o desde un piso alt o me pasaron por la cabeza con perfect a
claridad. Y, encima, cada doce pasos que dábamos, nos sent íamos exhaust os.
-Eso es por la alt ura, Ray -dij o Japhy, sent ándose a mi lado, j adeant e-. Tomaremos unas
pasas y unos cacahuet es y ya verás la f uerza que t e dan.
Y cada vez que t omábamos aquel t remendo vigorizant e, ambos t repábamos sin decir
nada ot ros veint e o t reint a pasos. Ent onces nos sent ábamos de nuevo, sudando en el
vient o frío, j adeando, en el t echo del mundo, sorbiéndonos los mocos como chavales
j ugando a últ ima hora de la t arde un sábado de invierno. Ahora el vient o empezó a
aullar como en las películas de La Mort aj a del Tibet . La pendient e era demasiado para
mí; ahora t enía miedo a mirar hacia abaj o; lo hice: ni siquiera conseguí dist inguir a
Morley j unt o a la laguna.
-¡Dat e prisa! -grit ó Japhy, desde unos t reint a met ros más arriba-. Se est á haciendo
t ardísimo.
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Miré hacia la cumbre. Est aba allí mismo. Llegaría a ella en cinco minut os.
-Sólo nos queda media hora -grit ó Japhy. No podía creerlo. Tras cinco minut os de rabiosa
ascensión, me dej é caer y miré hacia arriba y la cumbre seguía donde ant es. Lo que
menos me gust aba de aquella cumbre era que t odas las nubes del mundo pasaban a
t ravés de ella como si fueran niebla.
-En realidad yo no t engo nada que hacer allí arriba -murmuré-. ¿Por qué me dej aría
enrollar en est o?
Japhy iba ahora mucho más adelant e, me había dej ado las pasas y los cacahuet es y, con
una especie de solemnidad solit aria, había decidido llegar a la cumbre, aunque muriera
en el empeño. No volvió a sent arse. Pront o est aba t odo un campo de fút bol, unos cien
met ros, por delant e de mí; cada vez era más pequeño. Volví la cabeza como la muj er de
Lot h.
-¡Est á demasiado alt o! -aullé en dirección a Japhy, dominado por el pánico.
No me oyó. Avancé unos cuant os pasos más y caí exhaust o panza abaj o, resbalando un
poco.
-¡Est á demasiado alt o! -volví a grit ar aut ént icament e asust ado.
¿Qué pasaría si no podía evit ar el seguir deslizándome hacia abaj o por el pedregal? Esa
maldit a cabra mont esa de Japhy seguía salt ando por ent re la hierba, allí delant e, de
roca en roca, cada vez más arriba. Sólo dist inguía el brillo de sus suelas.
-¿Cómo voy a seguir a un loco como ése?
Pero como un dement e, como un desesperado, le seguí. Por fin llegué a una especie de
salient e donde pude sent arme en un plano horizont al en lugar de t ener que agarrarme a
algo para no caer hacia abaj o, y me acurruqué allí para que el vient o no me arrast rara y
miré hacia abaj o y alrededor y t omé una decisión.
-¡Me quedo aquí! -le grit é a Japhy.
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-Vamos, Smit h, sólo quedan ot ros cinco minut os. ¡Est oy a t reint a met ros de la cumbre!
-¡Me quedo aquí! ¡Est á demasiado alt o!
No dij o nada y siguió. Vi que se caía y resoplaba y volvía a ponerse en pie y reanudaba la
marcha.
Me acurruqué t odavía más en el salient e y cerré los oj os y pensé: "¡Maldit a vida est a!
¿Por qué t enemos que nacer y sólo por eso nuest ra pobre carne queda somet ida a unos
horrores t an t erribles como las enormes mont añas y las rocas y los espacios abiert os?", y
recordé at errorizado el famoso dicho zen: "Cuando llegues a la cumbre de una mont aña,
sigue subiendo." Y se me pusieron los pelos de punt a.
¡Y me había parecido un poema maravilloso sent ado en las est eras de Alvah! Ahora me
hacía lat ir más deprisa el corazón y desear no haber nacido.
"De hecho, cuando Japhy llegue a la cima de esa cumbre, seguirá subiendo, lo mismo
que el vient o que sopla. Pero est e viej o filósofo se quedará aquí. -Y cerré los oj os-.
Además -pensé-, descansa y no t e inquiet es, no t ienes que demost rar nada a nadie."
Y de repent e, oí en el vient o un hermoso grit o ent recort ado de una ext raña musicalidad
y míst ica int ensidad, y miré hacia arriba, y allí est aba Japhy de pie encima de la cumbre
del Mat t erhorn lanzando su grit o alegre de conquist ador de las cumbres y de Buda azot e
de la mont aña. Era algo hermoso. Y t ambién era cómico, allí arriba, en aquella no t an
cómica cima de California, ent re t oda aquella niebla veloz. Pero t enía que reconocerle
su valor, el esf uerzo, el sudor y aquel grit o humano de t riunf o: nat a en lo alt o de un
helado. No t uve fuerza suficient e para responder a su grit o. Anduvo de un lado para ot ro
invest igando fuera de mi vist a el pequeño t erreno llano (según dij o) que se ext endía
unos cuant os met ros hacia el oest e y que después caía quizá hast a los propios suelos
cubiert os de aserrín de Virginia Cit y. Era una locura. Le oía grit arme, pero me acurruqué
t odavía más en mi rincón prot ect or. Miré abaj o hacia el pequeño lago donde Morley
est aba t umbado con una hierba en la boca y dij e en voz alt a:
-Aquí t enemos el karma de est os t res hombres: Japhy Ryder se lanza t riunfant e hacia la
cumbre y llega a ella; yo casi llego, pero me raj o y quedo acurrucado en est e maldit o
aguj ero. Sin embargo, el más list o de los t res, el poet a de poet as, se queda ahí t umbado
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con una rodilla sobre ot ra, mirando el cielo y mordisqueando una flor en una deliciosa
ensoñación j unt o a la deliciosa plage. ¡Maldit a sea! No volverán a t raerme aquí arriba.
12
Ahora est aba realment e asombrado ant e la sabiduría de Morley: "¡Y con t odas aquellas
j odidas fot ografias de los Alpes Suizos!", pensé.
Ent onces, de repent e, t odo era j ust o igual que en el j azz: sucedió en un loco segundo o
así: miré hacia arriba y vi a Japhy corriendo mont aña abaj o; daba salt os t remendos de
cinco met ros, corría, brincaba, at errizaba con gran habilidad sobre los t acones de sus
bot as, lanzaba ent onces ot ro largo y enloquecido alarido mient ras baj aba por las laderas
del mundo, y en ese súbit o relámpago comprendí que es imposible caerse de una
mont aña, idiot a de mí, y lanzando un alarido me puse en pie de repent e y empecé a
correr mont aña abaj o det rás de él dando t ambién unos pasos enormes, salt ando y
corriendo f ant ást icament e como él, y en cinco minut os más o menos, Japhy Ryder y yo
(con mis playeras, clavando los t acones de las playeras en la arena, en las piedras, en
las rocas, sin preocuparme dado lo ansioso que me sent ía por baj ar de allí) baj amos y
grit amos como cabras mont esas o, como yo digo, igual que lunát icos chinos de hace mil
años, de t al manera que pusimos los pelos de punt a al medit abundo Morley, que seguía
j unt o al lago y que dij o que levant ó la vist a y nos vio volando mont aña abaj o y no podía
creer lo que le decían sus oj os. De hecho, en uno de mis mayores salt os y más feroces
alaridos de alegría, llegué volando j ust o hast a la orilla del lago y clavé los t acones de
mis playeras en el barro y me quedé sent ado allí, encant ado de la vida. Japhy ya se
est aba quit ando las bot as y sacando de su int erior arena y guij arros. Era maravilloso. Me
quit é las playeras y saqué de ellas un par de cubos de polvo de lava, y dij e:
-¡Ah, Japhy, me has enseñado la últ ima lección de t odas: uno no puede caerse de una
mont aña!
-Eso es lo que quiere decir el dicho: "Cuando llegues a la cima de una mont aña, sigue
subiendo, Smit h."
-¡Joder, t ío! Aquel grit o de t riunfo que lanzast e fue la cosa más bella que he oído en
t oda mi vida. Me habría gust ado t ener un magnet óf ono para grabarlo.
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-Esas cosas no son para que las oiga la gent e de por ahí abaj o -dij o Japhy, mort alment e
serio.
-Sí, t ienes t oda la razón. Esos vagabundos sedent arios sent ados en almohadones no
merecen oír el grit o del t riunfant e azot e de la mont aña. Pero cuando miré y t e vi
corriendo por esa mont aña abaj o de repent e, lo ent endí t odo.
-Vaya, Smit h, así que hoy has t enido un pequeño sat ori, ¿no es así? -dij o Morley.
-¿Y t ú qué has hecho por aquí abaj o? -Dormir casi t odo el t iempo.
-Bien, maldit a sea, no llegué a la cumbre. Ahora me avergüenzo de mí mismo porque al
saber cómo se baj a de una mont aña sé cómo se sube a ella y que es imposible caerse,
pero ya es demasiado t arde.
-Volveremos el verano que viene, Ray, y subiremos. ¿Es que no t e das cuent a de que ést a
es la primera vez que has subido a la mont aña y que dej ast e al vet erano Morley aquí
abaj o, muy por det rás de t i?
-Claro -dij o Morley-. ¿No crees que deberían concederle a Smit h el t ít ulo de f iera por lo
que ha hecho hoy?
-Claro que sí -dij o Japhy, y me sent í orgulloso de verdad. Era un fiera.
-Bien, j oder, la próxima vez que vengamos seré un aut ént ico león.
-Vámonos de aquí, t íos, ahora nos queda un largo t recho, t odavía t enemos que baj ar por
el valle de piedras y después t omar ese sendero del lago. Dudo que poda mos hacer t odo
ese camino ant es de que sea noche cerrada.
-Vamos. -Nos pusimos de pie e iniciamos el regreso. Est a vez, cuando llegué a aquel
lecho de piedra que me había asust ado, act ué con gran solt ura y salt é y bailé a lo largo
de él, pues había aprendido de verdad que uno no puede caerse de una mont aña. Si uno
puede caerse o no de una mont aña, eso no lo sé, pero yo había aprendido que no se
puede. Y así lo acept é.
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Me alegró, con t odo, encont rarme en el valle y perder de vist a t odo aquel espacio de
cielo abiert o y, por fin, hacia las cinco, cuando ya at ardecía, iba unos cient os de met ros
det rás de los ot ros dos y caminaba solo, siguiendo el camino que me señalaban las
negras cagarrut as de los venados; cant aba y pensaba, nada me esperaba ni t enía nada
de qué preocuparme, sólo seguir las cagarrut as de los venados con los oj os clavados en
el suelo y disfrut ar de la vida. En un det erminado moment o miré y vi al loco de Japhy
que había t repado para divert irse a la cima de una ladera nevada y se dej aba resbalar,
unos cuant os cient os de met ros, t umbado de espaldas, grit ando encant ado. Y no sólo
eso: se había vuelt o a quit ar los pant alones y los llevaba enrollados alrededor del cuello.
Hacía est o sólo por comodidad, lo que es ciert o, y porque nadie podía verlo ent onces,
aunque me imagino perfect ament e que si fuera a la mont aña con chicas haría lo mismo.
Podía oír que Morley le hablaba en el grande y solit ario valle: incluso t apado por las
rocas sabía que era su voz. Terminé por seguir el sendero de los venados de un modo t an
const ant e que me encont ré baj ando senderos y subiendo riscos t ot alment e fuera de la
vist a de los ot ros, aunque seguía oyéndolos; pero confiaba t ant o en el inst int o del dulce
y milenario venado que, j ust ament e cuando se hacía de noche, su ant iguo sendero me
llevó direct ament e a la orilla del arroyo familiar (donde los venados llevaban bebiendo
los últ imos cinco mil años) y vi desde allí el resplandor de la hoguera de Japhy que daba
t onos anaranj ados y vivos a la enorme roca. La luna br illaba muy alt a en el cielo.
-Bueno, esa luna será nuest ra salvación, t odavía t enemos que andar unos doce
kilómet ros cuest a abaj o. Comimos un poco y t omamos mucho t é y preparamos las
mochilas con t odas nuest ras cosas. Nunca había pasado moment os más felices en mi vida
que aquellos solit arios inst ant es en los que baj aba por el sendero de venados, y cuando
cargamos las mochilas, me volví y lancé una últ ima mirada en aquella dirección. Ya
había oscurecido y t uve la esperanza de ver alguno de los venados, pero no había nada a
la vist a y sent í una gran grat it ud por t odo aquello. Había sido como cuando uno es niño y
ha pasado el día ent ero corret eando por bosques y prados y vuelve a casa al at ardecer
con los oj os clavados en el suelo, arrast rando los pies, pensando y silbando, t al y como
debían de sent irse los niños indios cuando seguían a sus padres desde el río Russian al
Shast a doscient os años at rás, y como los niños árabes que siguen a sus padres, las
huellas de sus padres; era un sonsonet e de gozosa soledad, sorbiéndome los mocos como
una niña llevando a casa a su hermanit o en el t rineo y los dos van cant ando aires
imaginarios y hacen muecas al suelo y son ellos mismos ant es de ent rar en la cocina y
poner la cara seria del mundo de los mayores. Pero ¿puede haber algo más serio que
seguir el rast ro de unos venados hast a encont rar el agua?
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Llegamos a la escarpadura y baj amos por el valle de piedras durant e unos ocho
kilómet ros a la clara luz de la luna, lo que hacía fácil salt ar de piedra en piedra, unas
piedras ahora blancas, con manchas de negra sombra. Todo era limpio y claro y bello a
la luz de la luna. A veces se veía el relámpago de plat a de un arroyo. Más abaj o est aban
los pinos y el prado y la laguna.
En est o, mis pies se negaron a seguir. Llamé a Japhy y pedí disculpas. No podía seguir
salt ando. Tenía ampollas, no sólo en las plant as, sino a los lados de los pies que carecían
de prot ección. Así que hizo un cambio conmigo y me dej ó sus bot as.
Con aquellas bot as f uert es, ligeras y prot ect oras, sabía que podría caminar bien. Fue
una magníf ica sensación nueva ser capaz de salt ar de roca en roca sin sent ir el dolor a
t ravés de las f inas playeras. Por ot ra part e, t ambién f ue un alivio para Japhy sent ir de
repent e su ligereza y disfrut ó de ella. Nos apresuramos valle abaj o. Pero según íbamos
avanzando nos inclinábamos más y más: est ábamos realment e cansados. Con las pesadas
mochilas result aba dif icil cont rolar los músculos necesarios para seguir mont aña abaj o,
lo que en ocasiones es más dificil que subirla. Y había t odas aquellas rocas a las que
t eníamos que subir y salt ar de una a ot ra; y a veces, t ras haber caminado por arena,
debíamos escalar o bordear algún risco. También nos encont rábamos a veces bloqueados
por malezas inf ranqueables y era preciso rodearlas o abrirnos paso aplast ándolas y en
ocasiones se me enganchaba la mochila en esas malezas y me quedaba desenredándola
mient ras maldecía y solt aba t acos baj o la luz de la luna. Ninguno de nosot ros hablaba.
Yo t ambién est aba enfadado porque Japhy y Morley t emían det enerse a descansar,
decían que result aba peligroso.
-Pero ¿por qué? Hay luna, hast a podríamos dormir por aquí.
-No, t enemos que llegar al coche est a misma noche. -Bueno, pero paremos aquí un
minut o. Las piernas ya no me sost ienen.
-De acuerdo, pero sólo un minut o.
Pero nunca descansaban lo suficient e y me pareció que iba a ponerme hist érico. Incluso
empecé a maldecirles y, en un det erminado moment o, le grit é a Japhy:
-¿Qué sent ido t iene mat arse de est e modo? ¿Llamas divert irse a est o? -(Tus ideas son
est upideces, añadí para mis adent ros).
72
Un poco de cansancio cambia muchas cosas. Et ernidades de rocas iluminadas por la luna
y mat orrales y rocas e hit os y aquel t erroríf ico valle con las dos murallas de mont e y
finalment e parecía que t odo había t erminado, pero nada, t odavía quedaba... Y mis
piernas pedían a grit os un alt o, y yo maldecía y daba pat adas a las ramas y acabé
t irándome al suelo para descansar un minut o.
-Vamos, Ray, que t odo t ermina. -De hecho comprendí que lo que me falt aba eran
ánimos, y que lo sabía desde hacía t iempo. Pero est aba gozoso. Y cuando llegamos al
prado alpino me t umbé boca abaj o y bebí agua y disfrut é pacíficament e en silencio
mient ras Japhy y Morley hablaban y se preocupaban por recorrer el rest o del camino a
t iempo.
-No os preocupéis de eso, es una noche hermosísima y hemos caminado mucho. Bebed
un poco de agua y t umbaos por aquí unos cinco o diez minut os, y t odo se arreglará por sí
mismo.
Ahora el f ilósof o era yo. Y de hecho, Japhy se most ró de acuerdo conmigo y
descansamos pacíficament e. Aquel largo y maravilloso descanso proporcionó a mis
huesos la seguridad de que me llevarían perf ect ament e hast a el lago. Era maravilloso
baj ar por el sendero. La luz de la luna se filt raba a t ravés del follaj e y mot eaba las
espaldas de Japhy y Morley que caminaban delant e de mí. Adopt amos con nuest ras
mochilas una buena marcha rít mica y disfrut ábamos mient ras baj ábamos en zigzag por el
sendero, siempre con una marcha rít mica. Y aquel rumoroso arroyo era bellísimo a la luz
de la luna, aquellos dest ellos de luna en el agua, aquella espuma blanca como la nieve,
aquellos árboles negrísimos, propios de un paraíso mágico de sombra y luna. El aire
empezó a ser más cálido y agradable y de hecho pensé que ya podía oler de nuevo a
seres humanos. Sent íamos ya el agradable y rancio olor de las aguas del lago, y de las
flores, y del polvo blando del llano. Allí arriba sólo olía a nieve y a hielo y a roca
muert a. Aquí, en cambio, est aba el olor a madera calent ada por el sol, a polvo soleado
que descansaba a la luz de la luna, a barro del lago, a f lores, a paj a, a t odas esas cosas
buenas de la t ierra. Era agradable baj ar por el sendero. Hubo un moment o en que me
sent í más cansado que nunca, mucho más que en aquel int erminable valle de pi edra,
pero ya se podía ver allí abaj o el ref ugio del lago, una agradable luz, v por lo t ant o ya
no me import aba nada. Morley y Japhy hablaban sin parar y sólo nos quedaba llegar
hast a el coche. De pront o, como en un sueño agradable, despert ando súbit ament e de
una pesadilla int erminable que se acabó, est ábamos caminando por la carret era y había
73
casas y había aut omóviles aparcados baj o los árboles y el coche de Morley est aba
t ambién allí.
-Por la t ibieza del aire -dij o Morley, inclinándose sobre el coche una vez que dej amos las
mochilas en el suelo-, deduzco que la noche pasada no ha helado. Volví a vaciar el
cárt er para nada.
-Bueno, a lo mej or heló...
Morley ent ró en el albergue a comprar aceit e y le dij eron que no había helado nada, que
había sido una de las noches más calient es del año.
-Tant a molest ia para nada -dij e.
Pero ya no nos preocupaba nada.
Est ábamos
hambrient os y añadí-: Vayamos hast a Bridgeport y t omemos una buena hamburguesa con
pat at as f rit as y caf é muy calient e en cualquier sit io.
Seguimos la polvorient a carret era que bordeaba el lago baj o la luz de la luna, nos
paramos en el albergue y Morley devolvió las mant as, y llegamos a un pueblecit o y
aparcamos. ¡Pobre Japhy! Fue ent onces cuando descubrí su t alón de Aquiles. Est e
hombre duro y pequeño que no se asust aba de nada y podía andar solo por el mont e
durant e semanas ent eras y dominar mont añas, t enía miedo a ent rar en un rest aurant e
porque la gent e que había dent ro iba demasiado bien vest ida. Morley y yo nos reímos y
dij imos:
-¿Qué import a eso? Vamos a ent rar y comeremos ahí. Pero Japhy pensaba que el sit io
que habíamos elegido parecía demasiado burgués e insist ió en que fuéramos a un
rest aurant e con pint a prolet aria que había al ot ro lado de la carret era. Ent ramos allí y
result ó ser un lugar improvisado con camareras perezosas que t ardaron más de cinco
minut os en venir a at endernos. Me enfadé y dij e:
-Vamos al ot ro sit io. ¿De qué t ienes miedo, Japhy? ¿Qué más t e da? Quizá sepas muchas
cosas de las mont añas, pero de comer no t ienes ni idea.
De hecho nos sent imos mut uament e un t ant o molest os y me sent í mal. Pero ent ramos en
el ot ro sit io, que era el mej or rest aurant e de los dos, con una barra a un lado y muchos
cazadores bebiendo a la t enue luz del salón, y había muchas mesas con familias ent eras
alrededor comiendo t ras haber elegido de ent re una gran variedad de plat os. El menú
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era amplio y apet it oso: había t rucha de río y t odo. A Japhy, me di cuent a, le asust aba
además gast ar diez cent avos de mas en una buena comida. Fui a la barra y pedí una
copa de oport o y la t raj e hast a donde nos habíamos sent ado (y Japhy: "Ray, ¿est ás
seguro de que puedes permit irt e est e luj o?") y yo me burlé un poco de él. Ahora se
sent ía mej or.
-¿Qué pasa cont igo, Japhy? A lo mej or es que eres un viej o anarquist a al que le asust a la
sociedad. ¿Qué puede import art e t odo est o? Las comparaciones son odiosas.
-Bien, Smit h, sólo me pareció que est e sit io est aba lleno de asquerosos ricachos de la
mierda y que los precios serían demasiado alt os. Te lo reconozco, me asust a t odo est e
bienest ar nort eamericano. Sólo soy un viej o bikhu y no t engo nada que ver con est e
nivel de vida t an elevado, ¡maldit a sea!, t oda mi vida he sido pobre y no consigo
acost umbrarme a ciert as cosas.
-Est upendo, t us debilidades son admirables. Te las compro.
Y cenamos muy bien con pat at as al horno y chulet as de cerdo y ensalada y bollos y
past el de frambuesa y guarnición. Teníamos un hambre t an honrada que aquello no fue
una diversión, sino una necesidad. Después de cenar fuimos a una t ienda de bebidas y
compramos una bot ella de moscat el y el viej o propiet ario y un amigo suyo que est aba
allí nos miraron y dij eron:
-¿Dónde habéis est ado, muchachos?
-Hemos subido al Mat t erhorn, hast a arriba del t odo -dij e orgullosament e. Se limit aron a
observarnos at ent ament e, boquiabiert os. Me sent ía muy orgulloso y compré un puro y
añadí-: A más de t res mil quinient os met ros, sí, señor, y hemos vuelt o con t ant a hambre
y sint iéndonos t an bien que est e vino nos va a venir de perlas.
Seguían boquiabiert os. Los t res est ábamos quemados por el sol y sucios y con pint a
mont araz. No dij eron nada pensando que est ábamos locos.
Subimos al coche y nos dirigimos a San Francisco bebiendo y riéndonos y cont ando largas
hist orias y Morley conducía realment e bien aquella noche y rodábamos en silencio y
at ravesamos las calles de Berkeley grises al amanecer mient ras Japhy y yo dormíamos
como t roncos en el asient o de at rás. En un det erminado moment o me despert é como un
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niño y me dij eron que est aba en casa y me apeé del coche t ambaleant e y crucé la hierba
de la ent rada y abrí mis mant as y me acurruqué y quedé dormido hast a muy avanzada la
t arde con sueños muy bellos. Cuando me despert é al día siguient e, las venas de -los pies
est aban t ot alment e deshinchadas. Había eliminado los coágulos de sangre. Me sent í muy
feliz.
13
Cuando me levant é al día siguient e no pude evit ar el sonreír pensando en Japhy
encogido delant e de aquel llamat ivo rest aurant e pregunt ándose si nos dej arían ent rar o
no. Era la primera vez que lo había vist o asust ado de algo. Pensé hablarle de esas cosas
aquella misma noche. Pero aquella noche pasó de t odo. En primer lugar, Alvah había
salido por unas horas y yo est aba solo leyendo cuando de repent e oí una biciclet a
delant e de la casa y miré y vi que era princess.
-¿Dónde est án los demás? -pregunt ó. -¿Cuánt o puedes quedart e?
-Tengo que irme ahora mismo, a no ser que t elefonee a mi madre.
-Vamos a llamarla. -Muy bien.
Fuimos al t eléfono público de la est ación de servicio de la esquina y dij o a su madre que
volvería dent ro de un par de horas, y cuando caminábamos por la acera le pasé el brazo
por la cint ura, pero apret ándole con la mano el vient re, y ella exclamó:
-¡Oohh! No puedo resist irlo. -Y casi nos caemos de la acera y me mordió la camisa j ust o
cuando pasaba j unt o a nosot ros una viej a que nos riñó enfadada y después de que se
alej ase nos dimos un larguísimo y loco beso apasionado baj o los árboles del at ardecer.
Corrimos a casa donde ella se pasó una hora lit eralment e ret orciéndose ent re mis brazos
y Alvah ent ró en medio de nuest ros rit os f inales de bodhisat t vas. Tomamos el habit ual
baño j unt os. Era est upendo est ar sent ados en la bañera llena de agua calient e charlando
y enj abonándonos mut uament e. ¡Pobre Princess! Era sincera en t odo lo que decía. Me
gust aba de verdad y me ent ernecía y hast a llegué a advert irle:
-No seas t an lanzada y evit a las orgías con quince t ipos en la cima de una mont aña.
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Japhy llegó después de que se fuera ella, y t ambién vino Coughlin y, de repent e
(t eníamos vino), se inició una fiest a enloquecida. Las cosas empezaron cuando Coughlin
y yo, que ya est ábamos borrachos, paseamos por una concurrida calle cogidos del brazo
llevando enormes f lores que habíamos encont rado en un j ardín, y con una nueva garraf a
de vino, solt ando haikus y saludos y sat oris a t odo el que veíamos por la calle y t odo el
mundo nos sonreía. -Caminamos diez kilómet ros llevando una flor enorme -grit aba
Coughlin.
Yo iba encant ado con él. Parecía una rat a de bibliot eca o un gordo a revent ar, pero era
un hombre de verdad. Fuimos a visit ar a un profesor del Depart ament o de Inglés de la
Universidad de California al que conocíamos y Coughlin dej ó los zapat os en la puert a y
ent ró bailando en casa del at ónit o profesor, asust ándolo un poco, aunque de hecho por
ent onces Coughlin ya era un poet a bast ant e conocido. Después, descalzos y con nuest ras
enormes f lores y nuest ro garraf ón, volvimos a casa hacia las diez de la noche. Yo
acababa de recibir un giro post al aquel mismo día, una beca de t rescient os dólares, y le
dij e a Japhy:
-Bueno, ahora ya lo he aprendido t odo, est oy preparado. ¿Por qué no me acompañas
mañana a Oakland y me ayudas a comprar una mochila y út iles y equipo para que pueda
irme al desiert o?
-Muy bien, conseguiré el coche de Morley y vendré por t i a primera hora de la mañana;
pero ahora, ¿qué t al seguir con est e vino?
Puse el pañuelo roj o en la bombilla y bebimos vino y est uvimos allí sent ados charlando.
Fue una gran noche de conversaciones muy int eresant es. Primero, Japhy cont ó sus
últ imas avent uras, cuando había sido marino mercant e en el puert o de Nueva York, en
1948, y andaba con una navaj a en el bolsillo, cosa que nos sorprendió mucho a Alvah y a
mí, y después habló de una chica de la que est uvo enamorado y con la que había vivido
en Calif ornia.
-Me t enía salido a t odas horas, j oder. Ent onces, Coughlin dij o:
-Cuént ales lo del Gran Ciruelo, Japhy. Y al inst ant e, Japhy dij o:
-Gran Ciruelo, el maest ro zen, fue int errogado. Se le pregunt ó cuál era el gran
significado del budismo, y él dij o que flores de j unco, t allos de sauce, aguj as de bambú,
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hilos de lino, en ot ras palabras, agárrat e, muchacho, el éxt asis es general, eso es lo que
significa, el éxt asis de la ment e, el mundo no es sino ment e, y ¿qué es la ment e? La
ment e no es sino el mundo, j oder. Ent onces el ant epasado Caballo dij o: "Esa ment e es
Buda." También dij o: "Ninguna ment e es Buda." Luego, hablando de Gran Ciruelo,
añadió: "La ciruela est á madura."
-Bueno, t odo eso es muy int eresant e -observó Alvah-. Pero "Oú sont les neiges d'ant an?".
-Bueno, en part e est oy de acuerdo cont igo porque el problema es que esa gent e veía las
flores como si est uvieran soñando, aunque, j oder, el mundo es real. Smit h y Goold book
y t odos viven como si fuera un sueño, mierda, como si ellos mismos fueran sueños o
punt os. El dolor o el amor o el peligro t e hacen real de nuevo. ¿No es así, Ray, como lo
sent ist e cuando est abas t an asust ado en aquel salient e? -Todo era real, es ciert o.
-Por eso los hombres de la front era son siempre héroes y siempre fueron mis héroes y
siempre lo serán. Est án const ant ement e alert a ant e la realidad de las cosas que puede
ser real y t ambién irreal, no les import a. El Sut ra del Diamant e dice: "No t engas ideas
preconcebidas sobre la realidad de la exist encia ni sobre la irrealidad de la exist encia", o
algo así. Los grillet es se ablandarán y las porras caerán al suelo. Seamos libres en
cualquier caso.
-El president e de Est ados Unidos de pront o est á bizco y se va volando -grit o.
-¡Y las anchoas serán polvo! -grit a Coughlin.
-El Golden Gate cruj e con el óxido del ponient e -dice Alvah.
-¡Y las anchoas serán polvo! -insist e Coughlin.
-Dame ot ro t rago de la garraf a. ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! -Japhy se pone en pie de un salt o-. He
est ado leyendo a Whit man, oíd lo que dice: Alzaos, esclavos, y haced t emblar al déspot a
ext ranj ero. Señala así la act it ud del Bardo, del bardo lunát ico zen de los viej os senderos
del desiert o que ve que el mundo ent ero es una cosa llena de gent e que anda de un lado
para ot ro cargada con mochilas, Vagabundos del Dharma negándose a seguir la demanda
general de la producción de que consuman y, por t ant o, de que t rabaj en para t ener el
privilegio
de
consumir
t oda
esa
mierda
que
en
realidad
no
necesit an,
como
ref rigeradores, aparat os de t elevisión, coches, coches nuevos y llamat ivos, brillant ina
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para el pelo de una det erminada marca y desodorant es y porquería en general que
siempre t ermina en el cubo de la basura una semana después; t odos ellos presos en un
sist ema de t rabaj o, producción, consumo, t rabaj o, producción, consumo... Tengo la
visión de una gran revolución de mochilas, de miles y hast a de millones de j óvenes
nort eamericanos con mochilas y subiendo a las mont añas a rezar, haciendo que los niños
rían y que se alegren los ancianos, haciendo que las chicas sean felices y t ambién las
señoras mayores, que serán más felices t odavía, t odos ellos lunát icos zen que andan
escribiendo poemas que surgen de sus cabezas sin mot ivo y siendo amables y realizando
act os ext raños que proporcionan visiones de libert ad et erna a t odo el mundo y a t odas
las criat uras vivas; eso es lo que me gust a de vosot ros dos, Goldbook y Smit h, que sois
dos t ipos de la Cost a Est e a la que creía muert a.
-¡Y nosot ros que pensábamos que la muert a era la Cost a Oest e!
-Habéis t raído hast a aquí un vient o ref rescant e. Pensad en el granit o puro del j urásico
de Sierra Nevada con las dispersas y alt as coníf eras de la últ ima era glacial y los lagos
que acabamos de ver y que son una de las más grandes expresiones de est a t ierra;
pensad en lo aut ént icament e grande y lo sabia que será est a América, con t oda esa
energía y exuberancia y espacio cent rado en el Dharma.
-¡Vaya! -dice Alvah-. ¡Joder con ese viej o y cansado Dharma!
-¡Sí! Lo que necesit amos es un zendo flot ant e donde un viej o bódhisat t va pueda ir de un
sit io a ot ro y est ar siempre seguro de encont rar sit io donde dormir y amigos y comida.
-"Los j óvenes est aban alegres y esperaban algo más y Jack preparó la comida, en honor
de la muert a" -recit é.
-¿Qué es eso?
-Es un poema que he escrit o. "Los j óvenes est aban sent ados en una arboleda escuchando
al Amigo que les hablaba de las llaves. Muchachos, dij o ést e, el Dharma es una puert a...
Veamos... Chicos, os hablo de las llaves porque hay mont ones de llaves, pero sólo una
puert a, una colmena para las abej as. Así que escuchadme y t rat aré de cont ároslo t odo
t al y como lo oí hace t iempo en la Casa de la Tierra Pura. A vosot ros, muchachos con
dient es empapados de vino que no ent endéis est as palabras, os lo explicaré de un modo
más sencillo, como una bot ella de vino y un buen fuego, baj o las divinas est rellas. Y
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ahora escuchadme, y cuando hayáis comprendido el Dharma de los ant iguos budas y
deseado sent aros con la verdad baj o un árbol solit ario, en Yuma, Arizona, o dondequiera
que est éis, no me deis las gracias por haberos cont ado lo que a mí me han cont ado. Así
es la rueda que hago girar, ésa es la razón de que yo exist a: la Ment e es el Hacedor, sin
mot ivo alguno, porque t odo lo creado ha sido creado para desaparecer."
-Eso es demasiado pesimist a y como un mal sueño -dij o Alvah-, aunque el sent ido es
puro, como el de Melville. -Tendremos un zendo flot ant e para los j óvenes del Amigo
empapados en vino. Vendrán a él y se inst alarán y aprenderán a t omar el t é lo mismo
que aprendió Ray, y t ambién a medit ar como debería hacerlo Alvah, y yo seré el monj e
que est á al frent e del zendo con una gran t inaj a llena de grillos.
-¿Grillos?
-Eso es, una serie de monast erios para que vayan los amigos y se recluyan y medit en
dent ro de ellos, podemos inst alar grupos de cabañas en la Sierra o en las Alt as Casca das
o como dice Ray allá en México y t ener enormes grupos de hombres sant os y puros que
se reúnen para beber y hablar y rezar y pensar en que las ondas de la salvación fluyen en
noches como ést a, y además t ener muj eres, pequeñas chozas con f amilias religiosas,
como en los viej os t iempos de los purit anos. ¿Quién dice que la policía nort eamericana y
los republicanos y los demócrat as t ienen que decirnos lo que t enemos que hacer?
-¿Y qué pasa con los grillos?
-Una gran t inaj a llena de grillos, dame ot ro t rago, Coughlin, grillos de un par de
milímet ros de largo con grandes ant enas blancas a los que criaré yo mismo; peque ños
seres sensibles dent ro de una bot ella que cant arán realment e bien en cuant o crezcan.
Quiero nadar en los ríos y beber leche de cabra y hablar con monj es y leer únicament e
libros chinos y deambular por los valles hablando con los campesinos y sus hij os.
Tenemos que organizar semanas de recogimient o colect ivo en nuest ros zendos donde
nuest ras ment es t rat en de volar y salir despedidas como resort es y ent onces como
buenos soldados volveremos a reunirlo t odo con los oj os cerrados, except uando, claro, lo
que est á equivocado. ¿Has oído mi últ imo poema, Goldbook?
-No, ¿cómo es?
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-"Madre de hij os, hermana, hij a del anciano enf ermo, virgen, t u blusa est á rot a, y t ienes
hambre y est ás desnuda, yo t ambién t engo hambre, t oma est os poemas."
-Bonit o, bonit o...
-Quiero ir en biciclet a baj o el calor de la t arde, llevar sandalias de cuero del Pakist án,
hablar en voz alt a a monj es zen amigos envuelt os en delgadas t únicas de verano y con la
cabeza rapada. Quiero vivir en t emplos de oro, beber cerveza, decir adiós, ir a
Yokohama, al t umult uoso puert o de Asia lleno de siervos y baj eles, esperar, t rabaj ar,
regresar, ir, ir a Japón, volver a Est ados Unidos, leer a Hakuin, limpiarme los dient es con
arena y disciplinarme t odo el t iempo mient ras sigo sin llegar a ningún sit io, y aprender
así... aprender que mi cuerpo y t odo se cansa y enf erma y desaparece y así averiguar
t odas las cosas de Hakuyu.
-¿Quién es Hakuyu?
-Su nombre significa Blanca Oscuridad, su nombre significa el que vive en las mont añas
de regreso del Agua Blanca del Nort e adonde iré caminando, ¡por Dios! t iene que est ar
lleno de empinadas gargant as cubiert as de pinos y valles de bambú y riscos.
-¡Iré cont igo! -(Era yo).
-Quiero leer cosas sobre Hakuin que f ue a ver al anciano que vivía en una cueva, dormía
con ciervos y comía cast añas, y el viej o le dij o que dej ase de medit ar y dej ase de pensar
en los koans, como Ray dice, y que en lugar de eso aprendiera a dormir y despert ar, le
dij o, y cuando t e acuest es debes doblar las piernas y respirar profundament e y después
concent rar la ment e en un punt o que est é cinco cent ímet ros por debaj o del ombligo
hast a que t e sient as como una bola de energía y ent onces empiezas a respirar desde los
t alones y t e concent ras diciéndot e que el cent ro est á j ust o aquí, y es La Tierra Pura de
Amida,
el
cent ro de la ment e,
y cuando despiert as debes empezar
a respirar
conscient ement e y est irart e un poco y pensar en lo mismo el rest o del t iempo.
-Mira, eso me gust a -dice Alvah-, esas señales indicadoras que llevan a alguna part e. ¿Y
qué más?
-El rest o del t iempo, le dij o, no debes esforzart e por pensar en nada, simplement e come
bien, no demasiado, y duerme bien, y el viej o Hakuyu dij o que ent onces t enía
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t rescient os años y que imaginaba que viviría ot ros quinient os más. ¡Oye! Eso me hace
pensar que a lo mej or anda t odavía por allí, si es que queda alguien.
-¡O el past or le dio una pat ada a su perro! -cort ó Coughlin.
-Espero encont rar esa cueva en Japón.
-No se puede vivir en est e mundo, pero no hay ot ro sit io adonde ir -dij o riendo Coughlin.
-¿Qué significa eso? -pregunt é.
-Significa que la silla donde est oy sent ado es el t rono de un león y que el león se mueve,
ruge.
-¿Y qué dice?
-Dice: "¡Raj ula! ¡Raj ula! ¡Cara de la Gloria! ¡Universo mast icado y t ragado!"
-¡Valient e chorrada! -prot est é yo.
-Me voy a Marin Count y dent ro de unas semanas -dij o Japhy-. Pasaré cient os de veces
alrededor del Tamalpais y cont ribuiré a purif icar la at mósf era y a que los espírit us
locales se acost umbren al sonido de un sut ra. ¿Qué piensas de eso, Alvah?
-Pienso que es una alucinación maravillosa y que me gust an esas cosas.
-El problema cont igo, Alvah, es que no haces bast ant e zazen por la noche, en especial
cuando hace frío afuera, que es cuando sient a mej or, además deberías casart e y t ener
hij os mest izos, manuscrit os, mant as hechas en casa y leche mat erna sobre el suelo feliz
de una casa como ést a. Consíguet e una cabaña que no est é excesivament e lej os de la
ciudad, vive modest ament e, vet e a ligar a los bares de vez en cuando, escribe y piensa
encima de las colinas y aprende a cort ar leña y a hablar con las abuelas, t ont o del culo,
coge cargas de leña y dáselas, bat e palmas, consigue favores sobrenat urales, aprende el
art e de las f lores y cult iva crisant emos j unt o a la puert a, y cásat e, por el amor de Dios,
consíguet e una chica sensible y list a que mande a la mierda los mart inis y t odas esas
est upideces de la cocina.
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-¡Hombre! -dice Alvah, sent ándose muy derecho y alegre-, ¿y qué más?
-Piensa en las golondrinas y en las chot acabras que llenan los campos. ¿Sabes, Ray? Ayer
t raduj e ot ra est rof a de Han Chan, escucha: "Mont aña Fría es una casa, carece de vigas y
paredes, a derecha e izquierda est án abiert as las seis puert as, el vest íbulo es el cielo
azul, las habit aciones est án desocupadas y vacías, la pared del est e choca cont ra la del
oest e, en el cent ro no hay nada. Nadie me inquiet a, cuando hace f río, enciendo una
pequeña hoguera, cuando t engo hambre preparo unas verduras, nada t engo que ver con
el kulak, con su granero y sus past izales... levant a una prisión para sí mismo y una vez
dent ro de ella, no puede salir, piensa en ello, podría sucedert e a t i."
Después, Japhy cogió su guit arra y se puso a cant ar, finalment e t ambién yo cogí la
guit arra y compuse una canción a part ir de las not as que obt enía pulsando las cuerdas
con los dedos, rasgueándolas, dram, dram, dram, y cant é la canción del Fant asma de
Medianoche, el t ren de mercancías.
-Cuando hablas del Fant asma de Medianoche de California, ¿sabes en qué pienso, Smit h?
En calor, mucho calor, y en bambú creciendo más de diez met ros v balanceándose en la
brisa y más calor y un mont ón de monj es alborot ando con sus f laut as en algún sit io y
cuando recit an sut ras con redobles de t ambor y ruido de campanillas y ruido de bast ones
es como oír a un enorme coyot e prehist órico cant ando... Las cosas que residen en
vosot ros, locos, se remont an a los días en que los hombres se casaban con osos y
hablaban al búf alo ant e Dios. Pásame ot ro t rago. Tened siempre los calcet ines
remendados y las bot as engrasadas.
Pero como si eso no fuera bast ant e, Coughlin dice con t oda t ranquilidad:
-Sacad punt a a vuest ros lápices, arreglaos la corbat a, sacad brillo a los zapat os y cerraos
la braguet a, limpiaos los dient es, peinaos, fregad el suelo, comed past eles de fresa,
abrid los oj os...
-Peinad el suelo y comed los oj os, eso est á bien -dice Alvah, pellizcándose muy serio el
labio de abaj o. -Recordando t odo el t iempo en que he hecho cuant o he podido, pero el
rododendro sólo est á iluminado a medias, y las hormigas y las abej as son comunist as y
los t ranvías est án aburridos.
-Y j aponesit os en el t ren F cant ando Inky Dinky Parly Vu -grit é yo.
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-Y las mont añas viven en la ignorancia t ot al así que por eso abandono; por t ant o, quit aos
los zapat os y met éoslos en el bolsillo. Acabo de cont est ar a t odas vuest ras pregunt as,
venga un t rago, mauvais suj et .
-No pises al t ont o del culo -grit é borracho.
-Trat a de hacerlo sin pisar al armadillo -dice Coughlin-. No seas mamón t oda la vida,
est úpido de mierda.
¿No ves lo que quiero decir? Mi león ha comido bast ant e v yo duermo al lado de él.
-;Oh! -dice Alvah-. Me gust aría ent ender t odo eso.
Y yo est aba asombrado, MUY asombrado, por el rápido maravilloso golpet eo en mi
cerebro dormido. Todos est ábamos superpasados v borrachos. Fue una noche loca.
Terminó con Coughlin y yo peleándonos v haciendo aguj eros en las paredes y a punt o de
derribar la ,casa: Alvah est aba muv enf adado al día siguient e. Durant e la lucha casi le
rompo la pierna al pobre Coughlin; incluso yo mismo t erminé con una ast illa clavada
varios cent ímet ros en la piel que sólo saldría casi un año después. Ent ret ant o, en
det erminado moment o, Morlev apareció en la puert a como un espect ro llevando un par
de lit ros de yogur y pregunt ando si queríamos un poco. Japhy se fue a las donde la
madrugada diciendo que vendría a recogerme por la mañana para iniciar el gran día
dest inado a la compra de mi equipo. Todo anduvo muy bien con los lunát icos zen; el
furgón del manicomio est aba demasiado lej os para oírnos. Pero hay una enseñanza en
t odo est o, como se comprueba al pasear de noche por una calle de los alrededores y hay
una casa v ot ra a ambos lados de la calle, t odas ellas con' la lámpara del cuart o de est ar
encendida v dent ro el cuadrado azulado de la t elevisión, cada familia concent rando su
at ención en el mismo espect áculo v nadie habla; silencio t ambién en los alrededores;
perros que t e ladran porque pasas sobre pies humanos v no sobre ruedas. Se comprende
lo que quiero decir: uno empieza a parecerse a t odo el mundo y piensa t ambién como
t odos, v los lunát icos zen hace t iempo que han vuelt o al polvo, con la risa en el polvo de
sus labios. Sólo se puede decir una cosa de la gent e que mira la t elevisión, de los
millones v millones clavados en el Oj o único: no hacen daño a nadie mient ras est án ahí
sent ados delant e del Oj o. Pero t ampoco hace daño Japhy... lo veo en los años venideros
caminando sigilosament e con la mochila a la espalda, por calles de las afueras, pasando
j unt o a las azules vent anas de la t elevisión, solo, dueño de los únicos pensamient os no
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elect rificados por el Amo de la Conexión. En lo que a mí respect a, quizá la respuest a
est é en mi poema del Amigo que dice:
-¿Quién gast ó est a broma cruel a uno t ras ot ro, escapándose como una rat a al desiert o
t an llano? -pregunt ó Mont ana Slim, gest iculando hacia él, el amigo de los hombres, en su
cubil de león-. ¿Se volvió loco Dios, como aquel indio que era un dador con más vuelt as
que el mismo río? ¿Por qué nos dio aquel j ardín, un paraíso, para inundárnoslo luego
t odo vengat ivo? Dinos, buen amigo, lo que sepas; Harry v Dick quieren saber ese t ruco y
por qué es t an baj o y t an mezquino el Et erno Escenario. ¿Dónde est á el sent ido de t ant a
comedia?,
Y pensé que quizá pudiera saberlo con est os Vagabundos del Dharma.
14
Pero yo t enía mis propios planes y ést os no t enían nada que ver con el aspect o "lunát ico"
de t odo est o. Quería hacerme con un equipo complet o, con t odo lo necesario para
dormir, abrigarme, cocinar, comer, es decir, con una cocina v un dormit orio port át iles, v
largarme a alguna part e y encont rar la soledad perfect a y cont emplar el vacío perfect o
de mi ment e v ser complet ament e neut ral con respect o a t odas v cada una de mis ideas.
También quería rezar, dedicarme sólo a eso; rezar por t odas las criat uras vivas;
consideraba que ésa era la única act ividad decent e que quedaba en el mundo. Est ar en
alguna apart ada orilla, o en el desiert o, o en la mont aña, o en una cabaña de México o
de Adirondack, y descansar y est ar t ranquilo y no hacer nada más; pract icar lo que los
chinos llaman "hacer- nada". De hecho, no quería t ener nada que ver ni con las ideas de
Japhy acerca de la sociedad (a mi j uicio era mej or evit arla, rodearla), ni con ninguna de
las ideas de Alvah sobre sacarle a la vida t odo lo que se pueda porque su t rist eza es muy
dulce y uno morirá algún día.
Cuando Japhy vino a recogerme a la mañana siguient e, yo est aba pensando en t odo est o.
Él, Alvah y yo fuimos a Oakland en el coche de Morley y est uvimos en los almacenes del
Mont e de Piedad y del Ej ércit o de Salvación comprando camisas de f ranela (a cincuent a
cent avos cada una) y camiset as. Todos habíamos elegido camiset as de color, y sólo un
minut o después, cuando cruzábamos la calle baj o el limpio sol de la mañana, Japhy dij o:
-Fij aos, la t ierra es un planet a f resco y lozano, ¿por qué preocuparse de nada? -(lo cual
es ciert o).
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Luego, en las t iendas de ropa de segunda mano, revolvimos t odo t ipo de caj ones y
est ant es polvorient os llenos de camisas lavadas y remendadas de t odos los vagabundos
del universo. Compré calcet ines, un par de medias de lana escocesas muy largas que me
llegaban por encima de la rodilla y me result arían muy út iles en las noches frías cuando
medit ara baj o la helada. Y compré una bonit a chaquet a de lona con cremallera por
novent a cent avos.
Luego fuimos al enorme almacén del ej ércit o de Oakland y al fondo había colgados sacos
de dormir y t oda clase de equipamient o, incluidos colchones neumát icos como el de
Morley, cant imploras, lint ernas, t iendas de campaña, rifles, bot as de agua, y los más
inverosímiles obj et os para cazadores y pescadores. De t odo aquello, Japhy y yo elegimos
un mont ón de cosas út iles para los bikhus. Él compró una especie de parrilla de aluminio
y me la regaló; como es de aluminio nunca se est ropea y permit e calent ar cualquier t ipo
de cacharro encima de una hoguera. Eligió un excelent e saco de dormir usado de pluma
de pat o;
ant es abrió la cremallera y examinó el
int erior.
Luego una mochila
complet ament e nueva, de la que me sent í muy orgulloso.
-Te regalaré mi funda para la bolsa de dormir -dij o Japhy.
Luego decidí comprar unos vasos de plást ico blanco, y unos guant es de f erroviario
nuevos. Consideré que t enía unas bot as bast ant e nuevas en el Est e, adonde iría por
Navidades, aunque t ambién pensé en comprarme un par de bot as de mont aña it alianas
como las de Japhy.
Volvimos a Berkeley y fuimos al Ski Shop, y cuando ent ramos y el empleado vino a
at endernos, Japhy dij o con su voz de leñador:
-Aquí equipando a unos amigos para el Apocalipsis.
Y me llevó a la part e t rasera de la t ienda y cogió una especie de impermeable de nailon
con capucha, que se puede poner por encima cubriendo incluso la mochila (dando el
aspect o de un monj e j orobado) y que t e prot ege por complet o de la lluvia. También
puede hacerse con él una pequeña t ienda de campaña y usarlo como aislant e del suelo
colocado debaj o del saco de dormir. Compré un bot e de plást ico blando con t apa de
rosca que podía ut ilizarse (me dij e) para llevar miel al mont e. Pero post eriorment e lo
usé para llevar vino más que para ot ra cosa, y más t arde aún, cuando hice algún dinero,
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para llevar whisky. También compré una bat idora de plást ico que me result ó muy út il,
pues con sólo una cucharada de leche en polvo y un poco de agua de un arroyo permit ía
preparar un vaso de leche. Compré un j uego de bolsas para comida como el de Japhy.
Quedé verdaderament e equipado para el Apocalipsis, y no est oy bromeando; si cayera
una bomba at ómica sobre San Francisco aquella misma noche t odo lo que t enía que
hacer era largarme de allí, lo más lej os posible, con mi comida empaquet ada y mi
dormit orio y mi cocina encima, sin ningún problema en el mundo. La gran adquisición
f inal f ue una bat ería de cocina: dos cacharros grandes met idos uno dent ro de ot ro, con
una t apadera que era t ambién sart én, y vasos de est año y unos pequeños cubiert os de
aluminio que encaj aban unos en ot ros. Japhy me regaló ot ra cosa de su propio equipo:
una cuchara normal y corrient e. Pero sacó unos alicat es y la dobló por el mango, y dij o:
-¿Ves? Cuando t engas que sacar un cacharro de una hoguera demasiado grande, no t ienes
más que usar est o. Y me sent í un hombre nuevo.
15
Me puse la camisa de f ranela nueva y los calcet ines y una camiset a de las recién
adquiridas, y unos pant alones vaqueros, preparé la mochila con t odas las cosas muy bien
guardadas dent ro de ella, me la eché a la espalda y me fui aquella misma noche a San
Francisco sólo con obj et o de callej ear por la ciudad con t odo el equipo encima. Baj é por
la calle Mission cant ando alegrement e. Fui a la calle Tercera del barrio chino para
degust ar mis donut s f avorit os y café, y los vagabundos de por allí se quedaron fascinados
y querían saber si andaba buscando uranio. No quería ponerme a solt ar discursos sobre lo
que me proponía encont rar y que era infinit ament e más valioso para la humanidad que
cualquier mineral, y dej é que dij eran:
-Chico, t odo lo que t ienes que hacer es ir a Colorado y andar por allí con uno de esos
pequeños cont adores Geiger y t e harás millonario.
-En el barrio chino t odo el mundo quiere ser millonario.
-Gracias, muchachos -respondí-, a lo mej or lo hago.
-También hay mont ones de uranio en la región del Yukón.
-Y en Chihuahua -dij o un viej o-. Apost aría lo que fuera a que en Chihuahua hay uranio.
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Me alej é y paseé por San Francisco con mi enorme mochila, f eliz. Fui hast a casa de Rosie
para verla a ella y a Cody. Quedé muy asombrado cuando la vi. Había cambiado de
repent e. Est aba delgadísima, era puro hueso, y t enia los oj os dilat ados de miedo y
saliéndosele de las órbit as.
-¿Qué es lo que le pasa?
Cody me llevó a la ot ra habit ación y me dij o que no hablara con ella.
-Se ha puest o así en las últ imas cuarent a y ocho horas.
-Pero ¿qué le pasa?
-Dice que escribió una list a con t odos nuest ros nombres y t odos nuest ros pecados, o eso
dice, y luego t rat ó de t irarla por el ret ret e del sit io donde t rabaj a, y la list a era t an
grande que at ascó el ret ret e y t uvieron que llamar a alguien de sanidad para que lo
desat ascara y asegura que el t ipo llevaba uniforme y que era de la bofia y que se llevó la
list a a la comisaría y que nos van a det ener a t odos. Ha f lipado, eso es t odo. -Cody era
un viej o amigo mío que había vivido conmigo en aquella buhardilla de San Francisco años
at rás. Un buen amigo de verdad-. ¿Y no t e has f ij ado en las señales que t iene en los
brazos?
-Sí. -Había vist o sus brazos, que est aban t odos llenos de cort es.
-Int ent ó cort arse las venas con un viej o cuchillo que no cort aba bien. Est oy muy
preocupado por ella. ¿Podrías quedart e a hacerle compañía mient ras voy a t rabaj ar?
-Verás, t ío...
-Hombre, no seas así. Ya sabes lo que dice la Biblia: "Hast a el más pequeño de est os... "
-Sí, muy bien, pero planeaba divert irme un poco est a noche.
-No t odo es diversión en la vida. A veces uno t iene ciert as responsabilidades, ¿no t e
parece?
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No iba a t ener ocasión de lucir mi nuevo equipo en The Place. Cody me llevó en coche
hast a la cafet ería de Van Ness, donde con el dinero que me dio, le compré un par de
bocadillos a Rosie y volví solo y t rat é de que comiera. Est aba sent ada en la cocina y me
miraba fij ament e.
-Pero ¿es que no t e das cuent a de lo que significa? -repet ía-. Ahora lo saben t odo de t i.
-¿De quién?
-De t i.
-¿De mí?
-De t i, y de Alvah y de Cody, y de ese Japhy Ryder, de t odos vosot ros, y de mí. De t odos
los que andan por The Place. Nos van a det ener a t odos mañana, si no es ant es. -Y
miraba a la puert a at errorizada.
-¿Por qué int ent ast e cort art e las venas? ¿No es lo peor que uno puede hacerse a sí
mismo?
-Porque ya no quiero vivir. Te est oy diciendo que va a haber una gran redada de la
policía.
-No, lo que va a haber es una gran revolución de mochilas -dij e riendo sin darme cuent a
de lo grave que era la sit uación; de hecho, Cody y yo ni nos habíamos ent erado, aunque
debiéramos habernos dado cuent a viendo los cort es que se había hecho de lo lej os que
quería ir -. Escúchame -empecé, pero no me escuchaba.
-¿Es que no t e das cuent a de lo que est á pasando? -grit aba ella, mirándome con oj os
desorbit ados y sinceros, t rat ando de que, por una loca t elepat ía, creyera que t odo lo
que decía era verdad. De pie, en la cocina del pequeño apart ament o, con los
esquelét icos brazos levant ados suplicando y t rat ando de explicarse, las piernas rígidas,
el roj o cabello encrespado, t emblaba y se est remecía y se llevaba las manos a la cabeza
de vez en cuando.
-¡Todo eso es un disparat e! -le grit é, y de pront o sent í lo que siempre sient o cuando
t rat o de explicar el Dharma a la gent e, a Alvah, a mi madre, a mis parient es, a mis
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novias, a t odo el mundo: nunca escuchan, siempre quieren que yo les escuche a ellos,
porque ellos saben y yo no sé nada, sólo soy un inút il y un idiot a que no ent iende el
aut ént ico significado y la gran import ancia de est e mundo t an real.
-La policía va a hacer una redada y nos det endrán a t odos, y no sólo eso, sino que nos
van a int errogar semanas y semanas y quizá hast a años para que conf esemos t odos los
delit os y pecados que hemos comet ido, es una red, se ext iende en t odas direcciones,
t erminarán por det ener a t odos los de Nort h Beach y hast a a t odos los de Greenwich
Village, y llegarán a París y al final el mundo ent ero est ará en la cárcel, ¿no t e das
cuent a de que est o es sólo el comienzo? -Salt aba ant e cualquier ruido pensando que era
la pasma que venía a det enernos.
-¿Por qué no me escuchas? -repet ía yo, pero cada vez que lo decía ella me hipnot izaba
con sus oj os desorbit ados, y est uvo a punt o de hacerme creer en lo que ella creía a
f uerza de ent regarse por complet o a las locas lucubraciones de su ment e-. Rosie, est ás
creando t odas esas ideas a part ir de nada, ¿acaso no t e das cuent a de que est a vida es
sólo un sueño? ¿Por qué no t e calmas y disfrut as del amor de Dios? ¡Dios eres t ú,
maniát ica!
-¡Oh, van a dest ruirt e, Ray, lo veo perfect ament e, van a perseguir t ambién a t odos los
grupos religiosos y acabarán con ellos. Es sólo el comienzo. Todo est á relacionado con
Rusia, pero no lo dirán... y hay algo que oí de los rayos del sol y de algo que pasa
mient ras se duerme. ¡Ray, el mundo no volverá a ser el mismo!
-¿Qué mundo? ¿Qué t e import a t odo eso? Haz el favor de callart e, me est ás asust ando.
¡No! Por Dios, no me est ás asust ando y no quiero seguir escuchándot e. -Me fui muy
enfadado, compré una bot ella de vino y corrí en busca de Cowboy y de ot ros músicos y
regresé con t odo el grupo para seguir cuidándola-. Toma un poco de vino, eso t e hará ser
sensat a.
-No, no beberé alcohol, t odo ese vino que bebéis es veneno, quema el est ómago y
embot a el cerebro. ¿Qué es lo que no t e funciona bien? ¿No t e das cuent a de lo que est á
pasando?
-Vamos, vamos.
-Es mi últ ima noche en la t ierra -añadió.
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Los músicos y yo bebimos el vino y hablamos hast a cerca de medianoche y Rosie parecía
est ar mej or, t endida en el sofá, hablando, incluso riendo un poco, comiendo los
bocadillos y bebiendo el t é que le preparé. Los músicos se fueron y yo me quedé
dormido sobr e el suelo de la cocina met ido en mi saco de dormir nuevo. Pero cuando
Cody volvió aquella noche y yo me había ido ya, Rosie subió al t ej ado mient ras él est aba
durmiendo y rompió el t ragaluz para t ener unos t rozos de crist al con los que cort arse las
venas, y allí est aba sent ada desangrándose al amanecer cuando la vio un vecino y llamó
a la policía y cuando la pasma subió al t ej ado para ayudarla pasó lo que t enía que pasar:
Rosie vio a los de la bofia y creyendo que iban a det enernos a t odos, echó a correr por el
borde del t ej ado. Un j oven agent e irlandés se lanzó como un j ugador de rugby para
suj et arla y consiguió agarrarla por la bat a, pero ella se solt ó y cayó desnuda a la acera,
seis pisos debaj o. Los músicos que vivían en el piso baj o y que habían pasado la noche
ent era hablando y poniendo discos, oyeron el golpe sordo. Miraron por la vent ana y
vieron un espect áculo horrible.
-Tío, nos dej ó dest rozados, no vamos a poder t ocar est a noche, Ray.
Corrieron las cort inas de la vent ana t emblorosos. Cody seguía dormido... Cuando me lo
cont aron al día siguient e, cuando vi en el periódico una X señalando el sit io de la acera
donde había caído, pensé: "¿Por qué no quiso escucharme? ¿Acaso le est aba diciendo
t ont erías? ¿Es que mis ideas son est úpidas e inf ant iles? ¿No es ya hora de que empiece a
seguir lo que sé que es verdadero?"
Y eso hice. La semana siguient e recogí mis cosas decidido a lanzarme a la carret era y a
dej ar est a ciudad de la ignorancia que es la ciudad moderna. Dij e adiós a Japhy y a los
demás, y salt é a mi t ren de carga en dirección a la cost a, a Los Ángeles. ¡Pobre Rosie!
Est aba absolut ament e segura de que el mundo era real y que el miedo era real, y ¿qué
es real?
"Por lo menos -pensé- est á en el Cielo, y lo sabe."
16
Y est o fue lo que me dij e: "Ahora sigo el camino que lleva al Cielo."
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De pront o, me di cuent a de que t endría que enseñar un mont ón de cosas en el
t ranscurso de mi vida. Como digo, est uve con Japhy ant es de irme, paseamos
t rist ement e por el parque de Chinat own, comimos en el Nan Yuen, salimos, nos
sent amos en la hierba, era domingo, y súbit ament e había un grupo de predicadores
negros que se dirigían a grupos dispersos de familias chinas que no most raban ningún
int erés hacia lo que decían dej ando que sus hij os corret earan por la hierba, y t ambién a
vagabundos que no se preocupaban de esos predicadores mucho más que los chinos. Una
muj er grande y gorda, como Ma Rainey, solt aba un sermón a voz en grit o, con las piernas
muy abiert as y fij as en el suelo, y t an pr ont o hablaba como cant aba un blues. Era
hermoso y el mot ivo por el que est a muj er, que era una magnífica predicadora, no
est uviera predicando en una iglesia, era que de vez en cuando t enía que despej arse la
gargant a y, isplash!, escupía con t oda su f uerza cont ra la hierba.
-Y os digo que el Señor cuida de vosot ros si reconocéis que t enéis un nuevo país... Sí. -Y
lanzaba un escupit aj o a cinco met ros de dist ancia.
-¿Lo. ves? -le dij e a Japhy-. Eso no lo podría hacer dent ro de una iglesia, pero ¿has oído
alguna vez a un predicador mej or?
-Tienes razón -dice Japhy-. Pero no me gust an t odas esas cosas que est á cont ando de
Jesucrist o.
-¿Qué hay de malo en Jesucrist o? ¿Acaso no habló del Cielo? ¿Es que el Cielo no es lo
mismo que el Nirvana de Buda?
-Eso, según t u int erpret ación, Smit h.
-Japhy, había cosas que t rat é de cont arle a Rosie y encont ré que no podía decírselas
debido al cisma que separa el budismo del crist ianismo, Orient e de Occident e. ¿Qué
coño import a eso? ¿No est amos ahora t odos en el Cielo?
-¿Quién dij o eso?
-¿Es est o el nirvana o no?
-Ahora est amos t ant o en el nirvana como en el samsara. -Palabras, palabras, ¿qué hay en
una palabra? Nirvana. Y, además, ¿no oyes cómo t e llama esa muj er y t e dice que
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t ienes una nueva pat ria, un nuevo país de Buda? -Japhv parecía cont ent o y sonrió-.
Países budist as en t odas part es para cada uno de nosot ros, y Rosie era una f lor y
dej amos que se marchit ara.
-Nunca has dicho nada más ciert o, Ray.
La muj er se nos acercó, y se fij ó en nosot ros, además, y de modo especial en mí. Hast a
me llamó querido.
-Puedo ver en t us oj os que ent iendes t odo lo que est oy diciendo, querido. Quiero que
sepas que quiero que vayas al Cielo y seas feliz. Quiero que ent iendas t odas las cosas
que est oy diciendo.
-Oigo y ent iendo.
Al ot ro lado de la calle est aba el nuevo t emplo budist a que t rat aban de const ruir unos
cuant os j óvenes de la Cámara de Comercio China de Chinat own, y una noche yo había
pasado por allí y, borracho, me había unido a ellos y t ransport ado arena en una
carret illa. Eran j óvenes Sinclair Lewis idealist as y lanzados que vivían en buenas casas y
se ponían pant alones vaqueros para t rabaj ar en la const rucción de la iglesia, del mismo
modo que hacen en las ciudades del Medio Oest e los chicos del Medio Oest e con un
Richard Nixon de rost ro radiant e como capat az y la pradera alrededor. Aquí, en el
corazón de la pequeña y sofist icada zona de San Francisco conocida por Chinat own,
hacían lo mismo aunque su iglesia fuera la de Buda. Era ext raño, pero a Japhy no le
int eresaba el budismo de Chinat own porque era un budismo t radicional, y prefería el
budismo int elect ual y art íst ico del zen -y eso que yo int ent aba conseguir que viera que
eran la misma cosa-. En el rest aurant e habíamos comido con palillos y nos gust ó. Ahora
me despedía y no sabía cuándo lo volvería a ver.
Det rás de la muj er negra había un predicador que se balanceaba con los oj os cerrados
diciendo:
-Así es, así es. Ella nos dij o:
-Que Dios os bendiga, muchachos, por escuchar lo que os t engo que decir. No olvidéis
que, para el que ama a Dios, t odas las cosas se j unt an en el bien, para quienes son
llamados de acuerdo con Sus obj et ivos. Romanos, ocho, dieciocho, chicos. Y hay una
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nueva pat ria esperándoos, y est ad seguros de mant eneros a la alt ura de vuest ras
obligaciones. ¿Me oís?
-Sí, señora, est amos at ent os. Dij e adiós a Japhy.
Pasé unos cuant os días en casa de Cody, en las colinas. Cody est aba t remendament e
impresionado por el suicidio de Rosie y decía sin parar que t enía que rezar por ella
noche y día en un moment o t an concret o como ést e cuando, como se había suicidado, su
alma andaba en pena por la superf icie de la t ierra esperando ir al inf ierno o al
purgat orio. -Tenemos que met erla en el purgat orio, t ío.
Así que le ayudé a rezar cuando dormía por las noches sobre el césped de la ent rada
dent ro de mi nuevo saco de dormir. Durant e esos días recogí en mi libret a de not as los
poemit as que me recit aban los niños:
-A a... que vengo ya... I i... t e quiero a t i... U u... el cielo es azul... soy más alt o que t ú
. . . t ut urú.
Mient ras, Cody decía:
-No bebas t ant o de ese vino añej o.
A últ ima hora de la t arde del lunes est aba en las vías de la est ación de San José y
esperaba al Silbador de la t arde. Pero aquel día no pasaba y t uve que esperar por el
Fant asma de Medianoche de las siet e t reint a. En cuant o se hizo de noche, calent é una
lat a de macarrones en una pequeña hoguera de ramas que encendí ent re los densos
mat orrales de al lado de las vías, y comí. El Fant asma llegaba. Un guardaguj as amigo me
dij o que era mej or que no subiera al t ren porque en el cruce había un vigilant e siniest ro
con una enorme lint erna que miraba si había alguien subido a los vagones y si lo
encont raba t elef oneaba a Wat sonville para que lo echaran.
-Ahora, en invierno -me dij o-, hay gent e que abre los vagones cerrados rompiendo las
vent anillas y dej a bot ellas por el suelo, j odiendo t odo el t ren.
Me deslicé hast a el ext remo est e de la est ación con la mochila a cuest as, y cogí el
Fant asma casi cuando ya salía, más allá del cruce donde est aba el vigilant e, y ext endí el
saco de dormir y me quit é los zapat os, los puse baj o mi chaquet a doblada, me met í en
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el saco y dormí espléndidament e t odo el t rayect o hast a Wat sonville donde me escondí
ent re la maleza hast a que el t ren se puso en marcha de nuevo, subí ot ra vez y dormí
ent onces el rest o de la noche mient ras volaba hacia la increíble cost a y ¡oh, Buda! ¡Tu
luz de la luna! ¡Oh, Crist o! ¡Tu resplandor en el mar! El mar, Surf , Tangair, Gaviot a, el
t ren iba a cient o t reint a kilómet ros por hora y yo calent it o dent ro del saco de dormir
volando hacia el Sur, camino de casa a pasar las Navidades. De hecho, no me despert é
hast a las siet e de la mañana cuando el t ren disminuía la marcha al ent rar en Los Ángeles
y lo primero que vi, cuando me est aba poniendo los zapat os y preparando mis cosas para
baj ar en marcha, fue a un ferroviario que me saludaba diciendo:
-¡Bienvenido a Los Ángeles!
Pero t enía que salir de allí en seguida. El smog era espeso, los oj os me lloraban, el sol
calent aba, el aire apest aba, Los Ángeles es un infierno. Los hij os de Cody me habían
cont agiado un resf riado y t enía ese viej o virus de Calif ornia y me sent ía bast ant e mal.
Con el agua que got eaba de un vagón frigorífico y que recogí en el cuenco de las manos,
me lavé la cara y los dient es y me peiné y me dirigí a Los Ángeles para esperar hast a las
siet e y media de la t arde en que planeaba coger el mercancías de primera clase, el
Silbador, hast a Yuma, Arizona. Fue un horrible día de espera. Tomé café en los cafet ines
del barrio chino, en la calle Mayor de la part e Sur, a diecisiet e cent avos cada uno.
Al anochecer me puse al acecho del t ren. Un vagabundo est aba sent ado j unt o a una
puert a observándome con especial int erés. Me acerqué a hablarle. Me dij o que había
sido marine, que era de Pat t erson, Nueva Jersey, y después de un rat o sacó un papel
que a veces leía en los t renes de carga. Lo miré. Era una cit a de la Digha Nikaya, las
palabras de Buda.
Sonreí; no dij e nada. Era un vagabundo muy hablador que no bebía, un vagabundo
idealist a y dij o:
-Eso es t odo y me gust a hacerlo. Salt o a los t renes de mercancías y recorro el país y
preparo la comida, que son lat as que calient o en hogueras. Y pref iero eso a ser rico y
t ener casa y t rabaj o. Est oy encant ado. Tenía art rit is, ya sabes, pasé años en el hospit al.
Encont ré un modo de curarme y ent onces me lancé a la carret era y llevo en ella desde
ent onces.
-¿Qué hicist e para curart e la art rit is? Yo t engo t rombof lebit is.
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-¿De verdad? Bueno, t ambién f uncionará cont igo. Limít at e a est ar cabeza abaj o t res
minut os al día o quizá cinco minut os. Todas las mañanas, cuando me levant o, est é en la
orilla de un río o en un t ren en marcha, o donde sea, me pongo cabeza abaj o y cuent o
hast a quinient os. Son t res minut os, ¿no? -Le preocupaba mucho saber si cont ar hast a
quinient os cost aba t res minut os. Era raro. Me f iguré que en la escuela sus not as de
arit mét ica no debieron de ser muy buenas.
-Sí, poco más o menos.
-Haz eso t odos los días y t e desaparecerá la flebit is lo mismo que a mí la art rit is. Tengo
ya cuarent a años. También t e irá bien t omar leche calient e y miel al acost art e, yo
siempre llevo un t arro de miel -sacó uno de su hat illo-, y pongo la leche y la miel en una
lat a y la calient o, y la bebo. Con esas dos cosas bast a.
-De acuerdo -respondí promet iéndome seguir su consej o, puest o que era Buda.
El result ado fue que unos t res meses después me desapareció la flebit is y no volvió a
manifest arse nunca más, algo realment e raro. En realidad, desde ent onces siempre que
int ent o cont árselo a los médicos no me dej an seguir porque piensan que est oy loco.
Vagabundo del Dharma, Vagabundo del Dharma. Nunca olvidé a aquel int eligent e ex
marine j udío de Pat t erson, Nueva Jersey, quienquiera que fuese, con su papel que leía
por la noche j unt o a las rezumant es plat aformas de los complej os indust riales de una
Nort eamérica que t odavía es la Nort eamérica mágica.
A las siet e y media llegó mi Silbador y los guardaguj as lo revisaban cuando me escondí
en unos mat orrales para subirme a él, parcialment e ocult o t ras un post e t elefónico. El
t ren se puso en marcha sorprendent ement e deprisa, en mi opinión, y cargado con los
veint it ant os kilos de mochila, corrí t ras él hast a que vi una agradable barra y me agarré
a ella y salt é. Subí hast a el t echo del f urgón para t ener una buena vist a del t ren ent ero y
ver dónde est aba el vagón plat aforma. Sagrado humo y chispas celest iales; pero en
cuant o el t ren adquiría velocidad y salía de la est ación vi que se t rat aba de un hij oput a
mercancías con dieciocho vagones cerrados. Íbamos a unos t reint a kilómet ros por hora y
t enía que salt ar o j ugarme la vida porque dent ro de un moment o el t ren iría por lo
menos a cient o t reint a y t endría que mant enerme suj et o a lo que fuera (algo imposible
en el t echo de un furgón cerrado), así que baj é por las barras met álicas, después de
haber solt ado la hebilla de mi correa que se había enganchado en el t echo, y me
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encont ré agarrado a la barra más baj a y dispuest o a salt ar..., pero el t ren iba demasiado
deprisa. Puse a un lado la mochila y la suj et é t ranquilament e con la mano y luego t omé
la loca decisión de salt ar esperando que t odo saliera bien y me t ambaleé unos cuant os
pasos y me encont ré sano y salvo en el suelo.
Pero ahora est aba cinco kilómet ros dent ro de la j ungla indust rial de Los Ángeles en
medio de una noche dominada por el smog que me ahogaba y provocaba náuseas y t uve
que dormir t oda la noche j unt o a una cerca de alambre de espino, en una zanj a próxima
a las vías, despert ándome cada poco el follón que armaban los guardaguj as del Sout hern
Pacific y.Sant a Fe que andaban por allí, hast a que el ambient e se despej ó a medianoche
y empecé a respirar mej or (pensaba y rezaba dent ro del saco de dormir). Pero en
seguida volvieron la niebla y el smog y, al amanecer, una espant osa nube húmeda muy
blanca, y hacía demasiado calor para dormir dent ro del saco y fuera result aba muy
desagradable; la noche ent era, pues, fue horrible, si se except úa el amanecer en que un
páj aro me bendij o con sus t rinos.
Lo único que podía hacer era largarme de Los Ángeles. De acuerdo con las inst rucciones
de mi amigo est uve cabeza abaj o, apoyado cont ra una valla para no caerme. Eso hizo
que mej orara de mi resf riado. Luego caminé hast a la est ación de aut obuses (cruzando
vías y calles apart adas) y cogí un aut obús barat o para hacer los cuarent a kilómet ros
hast a Riverside. Unos de la pasma miraron recelosament e la mochila que llevaba a la
espalda. Todo quedaba lej ísimos de la cómoda pureza de est ar con Japhy Ryder en aquel
prado de la mont aña baj o las pacíf icas y cant arinas est rellas.
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Me llevó cuarent a kilómet ros j ust os salir del smog de Los Ángeles; en Riverside el sol
brillaba limpio y claro. Me animó ver un hermoso sauce seco con arena blanca y un hilo
de río en el medio cuando pasábamos por el puent e a la ent rada de Riverside. Est aba
buscando mi primera oport unidad de pasar la noche al aire libre y poner a prueba mis
nuevas ideas. Pero en la calurosa est ación de aut obuses me vio un negro y se f ij ó en la
mochila y se me acercó y dij o que en part e era mohawk, y cuando le respondí diciéndole
que pensaba volver por la carret era para dormir en el lecho seco del río, dij o:
-No, señor, no puede hacerlo, los policías de est e sit io son los peores de t odo el est ado.
Si t e ven allí abaj o t e encerrarán, muchacho -siguió-, t ambién a mí me gust aría dormir
al aire libre, pero es ilegal.
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-Est o no es la India -le dij e picado, y me alej é dispuest o a int ent arlo. Era como el
vigilant e de la est ación de San José; pero aunque fuera ilegal y t rat aran de det enerme,
lo único que podía hacer era int ent arlo y mant ener me ocult o. Me reí pensando en lo que
sucedería si yo fuera Fuke, el sabio chino del siglo noveno que andaba por China
agit ando sin parar una campanilla. La única alt ernat iva que se present aba de dormir al
aire libre, coger t renes de mercancías y hacer lo que me diera la gana, lo comprendí
perfect ament e, era sent arme j unt o con ot ras miles de personas delant e de un aparat o
de
t elevisión
en
una casa de
locos,
donde
seríamos "vigilados".
Ent ré
en
un
supermercado y compré j ugo concent rado de naranj a y queso cremoso y pan blanco, con
lo que pensaba aliment arme hast a el día siguient e en que haría aut ost op desde el ot ro
ext remo de la ciudad. Vi muchos coches pat rulla de la pasma y cómo me miraban con
recelo: policías delgados, bien pagados y aliment ados, en coches últ imo modelo con
t odos aquellos equipos de radio t an caros evit ando que los bikhus durmieran en su
t errit orio aquella noche.
En el bosque que había j unt o a la aut opist a lancé una mirada at ent a para asegurarme de
que no había coches pat rulla a la vist a y me met í decidido ent re los árboles. Había
mucha maleza seca y caminé aplast ándola sin molest arme en buscar el sendero. Me
dirigí decidido hacia las doradas arenas del lecho seco del río que dist inguía allí delant e.
El puent e est aba t endido sobre la maleza y nadie me podía ver a menos que se parara y
mirara hacia abaj o. Como un criminal me abrí paso ent re la frágil maleza y salí sudando
de allí y me met í hast a el t obillo en zanj as llenas de agua, y luego, cuando encont ré un
sit io despej ado, ent ré en una especie de bosquecillo de bambúes; dudé y no encendí una
pequeña hoguera hast a que anocheció y nadie podía ver el humo, y t uve cuidado de que
no hubiera muchas llamas. Ext endí mi impermeable con el saco de dormir encima, y
t odo sobre un lecho de hoj as secas y bambúes. Los álamos amarillos llenaban el aire de
la t arde de humo dorado haciendo que me parpadearan los oj os. Era un sit io agradable si
se except úa el rugido de los camiones que pasaban por encima del puent e. Me
molest aban bast ant e la cabeza y los senos nasales y est uve cabeza abaj o unos cinco
minut os. Me reí: "¿Qué pensaría la gent e si me viera?"
Pero aquello no t enía nada de cómico, me sent ía t rist e, realment e t rist e, como la noche
ant erior en aquel horrible paraj e lleno de niebla de la zona indust rial de Los Ángeles,
cuando de hecho había llegado a llorar un poco. Después de t odo, un hombre sin hogar
t iene derecho a llorar, pues t odas las cosas del mundo se levant an cont ra él.
98
Oscureció. Saqué una t art era y f ui a buscar agua, pero t uve que at ravesar t ant a maleza
que cuando volví a donde había acampado la mayoría del agua se había derramado.
Mezclé en mi nueva bat idora de plást ico el agua con zumo de naranj a concent rado y me
preparé una naranj ada fría, luego ext endí el queso sobre el pan y comí encant ado.
"Est a noche -pensé- dormiré mucho y rezaré baj o las est rellas para que el Señor me
conceda la Budeidad una vez que mi t rabaj o de Buda est é t erminado, amén."
Y como eran las Navidades, añadí:
"Que el Señor os bendiga a t odos y haga descender una t ierna y feliz Navidad sobre
vuest ros t echos y espero que los ángeles se sient en en ellos la noche de la grande y
aut ént ica Est rella, amén."
Y más t arde, met ido en el saco de dormir, pensé mient ras f umaba: "Todo es posible. Yo
soy Dios, soy Buda, soy un Ray Smit h imperfect o, t odo al mismo t iempo, soy un espacio
vacío, soy t odas las cosas. Tengo t odo el t iempo del mundo de vida a vida para hacer lo
que hay que hacer, para hacer lo que est á hecho, para hacer lo hecho sin t iempo, un
t iempo que por
dent ro es infinit ament e perfect o.
¿Para qué llorar? ¿Para qué
preocuparse? Perfect o como la esencia de la ment e y las ment es de las cáscaras de
plát ano."
Y añadí eso riendo al recordar a mis poét icos amigos lunát icos zen Vagabundos del
Dharma de San Francisco a los que empezaba a echar de menos. Y t ambién añadí una
breve oración por Rosie.
"Si viviera podría haber venido conmigo aquí, quizá hubiera podido decirle algo, hacer
que viera las cosas de modo diferent e. A lo mej or sólo hubiera hecho el amor con ella
sin decirle nada. "
Pasé largo rat o medit ando con las piernas cruzadas, pero el ruido de los camiones me
molest aba. Pront o salieron las est rellas y mi pequeña hoguera les mandó un poco de
humo. Me deslicé dent ro del saco hacia las once y dormí bien, salvo por los t rozos de
bambú que había dej ado de las hoj as y que me hicieron dar vuelt as durant e t oda la
noche.
99
"Es mej or dormir en una cama incómoda libre que dormir sin libert ad en una cama
cómoda."
Pensaba en t odo t ipo de cosas según iba pasando el t iempo. Había empezado una nueva
vida con mi nuevo equipo: era un Don Quij ot e t ierno. Por la mañana me sent ía bien y lo
primero que hice fue medit ar y rezar un poco:
"Bendigo t odas las cosas vivas. Os bendigo en el present e int erminable, os bendigo en el
f ut uro int er minable, amén." Y est a breve oración hizo que me sint iera bien y así seguía
cuando empaquet é t odas mis cosas y fui a t rompicones hast a el agua que baj aba de una
roca al ot ro lado de la aut opist a. Un agua de manant ial deliciosa con la que me lavé la
cara y los dient es y bebí. Ent onces est aba preparado para recorrer haciendo aut ost op los
cerca de cinco mil kilómet ros hast a Rocky Mount , Carolina del Nort e, donde me
esperaba mi madre, segurament e lavando los plat os en su querida y pobre cocina.
18
La canción que est aba de moda por ent onces era una de Roy Hamilt on: "Everybody's Got
a Home but Me" ("Todos t ienen casa menos yo"). Yo iba cant ándola mient ras at rave saba
Riverside. En el ot ro ext remo de la ciudad me sit ué en la aut opist a y me recogió una
parej a de j óvenes que me llevaron hast a un aeropuert o que est aba a unos ocho
kilómet ros, y desde allí fui con un t ipo bast ant e callado hast a Beaumont , California,
pero me dej ó a unos seis o siet e kilómet ros del cent ro, en una aut opist a de dos
direcciones donde nadie se paraba, así que decidí caminar en aquel aire hermoso y
resplandecient e. En Beaumont comí perrit os calient es, hamburguesas y una bolsa de
pat at as frit as y bebí un bat ido de fresa ent re j óvenes est udiant es. Luego, en el ot ro
ext remo de la ciudad, me recogió un mexicano que se llamaba Jaimy y que me dij o que
era hij o del gobernador de Baj a California, México, pero no le creí. Era un borrachuzo y
quiso que le comprara vino que t erminó vomit ando por la vent anilla sin dej ar de
conducir: un t rist e, hundido y desamparado j oven de oj os melancólicos y muy bonit os,
algo loco. Se dirigía a Mexicali que quedaba un poco apart ado de mi camino, aunque
est aba lo bast ant e cerca de Arizona como para que me viniera bien.
En Calexico la gent e andaba haciendo las compras de Navidad por la calle Mayor y había
increíbles bellezas mexicanas asombrosament e perfect as que iban mej orando t ant o que
cuando las primeras volvían a pasar habían quedado borradas en mi ment e. Yo andaba
por allí mirándolo t odo, t omando un helado, y esperando a Jaimy que dij o que t enía que
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hacer una gest ión y que luego me recogería de nuevo y me llevaría personalment e a
Mexicali, México, donde me present aría a sus amigos. Planeaba cenar bien y barat o
aquella noche en México, y luego seguir viaj e. Jaimy no volvió a aparecer, claro. Crucé
la f ront era andando y doblé a la derecha por una callej a est recha para evit ar la calle de
los vendedores ambulant es, y fui inmediat ament e a cambiar el agua al canario en una
obra, pero un vigilant e mexicano loco con uniforme consideró que aquello era una gran
infracción y me dij o algo, y cuando le dij e "No sé" (en español), respondió: "No sabes,
¿policía?" (t ambién en cast ellano); ¡y el t ipo amenazaba con avisar a la pasma sólo
Porque yo había meado en aquellos escombros! Pero luego me di cuent a, y me
ent rist eció, de que había meado j ust o en el sit io donde él solía hacer fuego por la
noche: había rest os de madera carbonizados. Seguí por la calle embarrada sint iéndome
realment e mal y t rist e, con la enorme mochila a la espalda, mient ras el vigilant e me
miraba con expresión t rist ísima.
Llegué a una colina y vi grandes cauces llenos de barro, con hedores y charcos y
espant osos senderos con muj eres y burros renqueando al at ardecer; un viej o mendigo
chino mexicano me llamó la at ención y nos det uvimos a charlar, v cuando le cont é que
quería dormir por allí (de hecho est aba pensando en ir un poco más allá, a la ladera de
las mont añas), me miró horrorizado y, como era sordomudo, hizo gest os de que podían
robarme la mochila y mat arme si lo hacía, y me di cuent a en seguida de que t enía razón.
Ya no est aba en Nort eamérica. A uno u ot ro lado de la f ront era, en cualquier part e
donde met iera las narices, un hombre sin hogar est aba con el agua al cuello. ¿Dónde
encont raría un bosquecillo t ranquilo en el que medit ar y vivir para siempre? Después de
que el viej o int ent ara cont arme su vida por señas, me alej é agit ando la mano y
sonriendo y crucé la llanura y un est recho puent e sobre las aguas amarillent as y llegué al
barrio pobre de casas de adobe de Mexicali, donde como siempre la alegría mexicana me
encant ó, y comí una deliciosa cazuela de sopa de cocido con t rozos de cabeza y cebolla
cruda, pues en la front era había cambiado veint icinco cent avos por t res pesos en billet es
y un mont ón de monedas enormes. Mient ras comía en el pequeño most rador de barro de
la calle, observé a la gent e, los perros miserables, las cant inas, las put as, oí la música,
pasaban t ipos indolent es por la est recha carret era y al ot ro lado de la calle había un
inolvidable Salón de Belleza con un espej o sin marco en una pared vacía y sillas y una
belleza de diecisiet e años con el pelo con rulos soñando delant e del espej o, pero t enía
al lado un viej o bust o de yeso con una peluca, y det rás un t ipo enorme con bigot e y un
j ersey de esquí hurgándose los dient es y un chaval delant e del espej o de la silla de al
lado comiendo un plát ano, y en la acera había unos cuant os niños reunidos como delant e
de un cine y pensé: "Vaya, Mexicali ent ero un sábado por la t arde. Gracias, Señor, por
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devolverme las ganas de vivir, por t us formas siempre recurrent es en Tu Vient re de
Fert ilidad Exuberant e."
Todas mis lágrimas no eran en vano. Al f in t odo f uncionaba.
Después callej eé y compré una especie de rosquilla calient e, luego dos naranj as a una
chica, y volví a cruzar el puent e al caer la t arde y me dirigí cont ent o a la f ront era. Pero
allí me det uvieron t res desagradables guardias nort eamericanos y regist raron hoscos
t oda la mochila.
-¿Qué ha comprado en México?
-Nada.
No me creían. Siguieron regist rando. Después de manosear los paquet es de pat at as f rit as
de Beaumont que me habían sobrado y las uvas pasas y los cacahuet es y las zanahorias, y
las lat as de cerdo y j udías compradas para el camino, y los bollos de pan int egral, se
asquearon y me dej aron seguir. Era divert ido, de verdad; esperaban encont rar una
mochila llena de opio de Sinaloa, seguro, o yerba de Mazat lán, o heroína de Panamá. A
lo mej or creían que venía caminando desde Panamá. No conseguían sit uarme.
Fui a la est ación de los aut obuses Greyhound y compré un billet e hast a El Cent ro y la
aut opist a principal. Pensaba coger el Fant asma de Medianoche para Arizona y est ar en
Yuma aquella misma noche y dormir en el cauce del Colorado, que hacía t iempo que me
at raía. Pero las cosas se est ropearon; en El Cent ro fui a la est ación y anduve por allí, y
por fin hablé con un maquinist a que hacía señales a una máquina en maniobras.
-¿Dónde est á el Silbador?
-No pasa por El Cent ro.
Me sorprendió mi est upidez.
-El único mercancías que puedes coger pasa ant es por México, luego por Yuma, pero t e
encont rarán y t e echarán a pat adas y t erminarás en un calabozo mexicano, t ío.
-Ya t engo bast ant e de México, gracias.
102
Así que me fui al cruce del pueblo donde los coches doblan hacia el est e, camino de
Yuma, y empecé a hacer aut ost op. Durant e una hora no t uve suert e. De repent e, un
gran camión se paró al lado; el chófer se baj ó y se puso a rebuscar en una malet a.
-¿Va hacia el est e? -pregunt é.
-En cuant o me diviert a un poco en Mexicali. ¿Conoces algo de México?
-Viví allí años.
Me miró de arriba abaj o. Era un buen t ipo, gordo, alegre, del Medio Oest e. Le gust é.
-¿Qué t e parece si me enseñas algo de Mexicali est a noche y luego t e llevo a Tucson?
-¡Est upendo!
Subimos al camión y volvimos direct ament e a Mexicali por la carret era que acababa de
recorrer en aut obús. Pero merecía la pena llegar hast a Tucson. Aparcamos el camión en
Calexico, que ahora est aba t ranquilo, eran las once, v pasamos a Mexicali y le apart é de
las casas de put as para t urist as y le llevé a los aut ént icos y viej os salones mexicanos
donde había chicas que bailaban por un peso y t equila de verdad v diversión a mont ones.
Fue una noche est upenda; el camionero bailó y se divirt ió, se hizo una fot o con una
chica y se bebió unos veint e t equilas. En un det erminado moment o de la noche se nos
unió un t ío de color que era algo marica pero t erriblement e divert ido y nos llevó a una
casa de put as, y luego, cuando salíamos, un policía mexicano le quit ó su navaj a
aut omát ica.
-Es la t ercera navaj a que est os hij oput as me quit an est e mes -dij o.
Por la mañana, Beaudrv (el camionero) y yo volvimos al camión con los oj os hinchados y
resaca y él no perdió t iempo v se dirigió direct ament e -a Yuma sin volver a El Cent ro por
la est upenda aut opist a 98 sin t ráf ico y rect a durant e más de cient o cincuent a kilómet ros
llegando a Gray Wells a cient o t reint a por hora. En seguida llegaríamos a Tucson.
Habíamos t omado un almuerzo ligero en las afueras de Yuma y ahora decía que t enía
ganas de una buena chulet a.
103
-Lo malo es que en est os sit ios para camioneros nunca t ienen las grandes chulet as que a
mí me gust an.
-Bueno, pues sólo t ienes que aparcar el camión delant e de uno de esos supermercados
de Tucson que hay j unt o a la aut opist a y t e compro una chulet a de cinco cent ímet ros de
grosor y nos paramos en el desiert o y enciendo una hoguera y t e preparo la mej or
chulet a de t u vida.
No me creía, pero así lo hice. Dej adas at rás las luces de Tucson en un at ardecer roj o
fuego sobre el desiert o, se det uvo y encendí una hoguera con ramas de mezquit e,
añadiendo ramas mayores y luego t roncos según se iba haciendo de noche, v cuando las
brasas est uvieron list as t rat é de poner la carne encima suj et a en un espet ón, pero ést e
se quemó, así que freí las enormes chulet as en su propia grasa en mi maravillosa sart én
nueva y le di mi navaj a y se la zampaba diciendo:
-Ñam, ñam, es la mej or chulet a que he comido en mi vida.
También había comprado leche, así que t eníamos sólo chulet as y leche, un gran
banquet e de prot eínas, sent ados allí en la arena mient ras los coches pasaban zumbando
por la aut opist a j unt o a nuest ra pequeña hoguera.
-¿Dónde aprendist e t odas est as cosas t an divert idas? -me dij o, riendo-. Bueno, va sabes
que cuando digo divert idas no las desprecio para nada, sé lo que valen. Aquí me t ienes
mat ándome con est e t rast o yendo y viniendo de Ohio a Los Ángeles y gano más de lo que
t ú has t enido en t oda t u vida de vagabundo, pero eres el único que disf rut a la vida Y, no
sólo eso, además lo haces sin t rabaj ar ni necesit ar un mont ón de dinero. Vamos a ver,
¿quién es más list o, t ú o yo?
Y t enía una preciosa casa en Ohio, y muj er, hij a, árbol de Navidad, dos coches, garaj e,
césped, cort adora de césped, pero no podía disfrut ar de nada de eso porque de hecho
no era libre. Era la t rist e verdad. No quiero decir que yo f uera mej or que él, nada de
eso, era un t ipo est upendo y yo le gust aba y él me gust aba y dij o:
-Bien, voy a decir t e una cosa, ¿qué t e parece si t e llevo hast a Ohio?
-¡Est upendo! Así casi me dej arás en casa. Voy al sur de allí, a Carolina del Nort e.
104
-Al principio dudaba en proponért elo por los t ipos del seguro Markell, ¿sabes que si t e
encuent ran viaj ando conmigo perderé mi empleo?
-Vaya, coño... Es algo realment e j odido.
-Sin duda lo es, pero t e digo una cosa, después de est a chulet a que me has preparado,
aunque haya t enido que pagarla yo, pero que t ú has cocinado y aquí est ás lavando los
plat os con arena, sólo puedo decirt e que se met an el empleo en el culo, pues ahora eres
mi amigo y t engo derecho a llevar a un amigo en el camión.
-De acuerdo -dij e-, y rezaré para que no nos paren esos t ipos del seguro Markell.
-Si t enemos buena suert e no lo harán, pues ahora es sábado y est aremos en Springfield,
Ohio, hacia el amanecer del mart es si piso a fondo est e t rast o y eso es más o menos lo
que dura su fin de semana.
¡Y vaya si pisó a f ondo el t rast o! Desde aquel desiert o de Arizona zumbamos a t ravés de
Nuevo México, t omamos el at aj o que lleva de Las Cruces a Alamogordo, donde hicieron
explot ar la primera bomba at ómica y donde yo t uve una ext raña visión cuando
pasábamos a t oda velocidad: al ver las nubes por encima de las mont añas de Alamogordo
parecía que t enían impresas en el cielo est as palabras: "Est o es la Imposibilidad de la
exist encia de t odo."
¡Ext raño lugar para aquella visión realment e ext raña! Y luego se lanzó a t ravés de la
hermosa comarca india de At ascadero, en las alt uras de Nuevo México, y había hermosos
valles verdes y pinos y ondulados prados como en Nueva Inglat erra, y luego baj amos a
Oklahoma (en las afueras de Bowie, Arizona, echamos un sueñecit o al amanecer, él en el
camión, yo en mi saco de dormir sobre la fría arcilla roj a sin más t echo que el brillo de
las est rellas y alrededor el silencio y en la dist ancia un coyot e), y en seguida
at ravesamos Arkansas y devoramos ese est ado en una t arde y luego Missouri y San Luis, y
por f in el lunes por la noche at ravesamos Illinois e Indiana como una exhalación y
ent ramos en el querido y nevado Ohio con t odas las luces de Navidad en las vent anas de
viej as granj as que llenaron mi corazón de alegría.
"Uf -pensé-. Todo el largo camino desde los cálidos brazos de las chicas de Mexicali hast a
las nieves navideñas de Ohio de un t irón. "
105
Beaudry t enía una radio en el salpicadero y la t uvo funcionando a t ope durant e t odo el
viaj e t ambién. No hablamos mucho, de vez en cuando él grit aba cont ándome una
anécdot a, y t enía una voz t an pot ent e que llegó a perforarme el t ímpano (el izquierdo) y
me dolió, haciéndome pegar un salt o de medio met ro en el asient o. Era fabuloso.
Hicimos un mont ón de buenas comidas t ambién en varios de sus rest aurant es favorit os
de la carret era, una de ellas en Oklahoma, donde comimos cerdo al horno y boniat os
dignos de la propia cocina de mi madre, comimos y comimos, él siempre t enía hambre, y
yo t ambién, est ábamos en invierno y hacía frío y era Navidad en los campos y la comida
era buena.
En Independence, Missouri, hicimos nuest ra única parada para dormir en una habit ación;
era un hot el de casi cinco dólares por persona, lo que result aba un robo, pero él
necesit aba dormir y yo no podía esperarle en el camión baj o cero. Cuando me despert é
por la mañana, miré af uera y vi a t odos los j óvenes ambiciosos con t raj e que iban a
t rabaj ar a las compañías de seguros esperando llegar a ser algún día como Harry
Truman. Hacia el amanecer del mart es Beaudry me dej ó en las afueras de Springñeld,
Ohio, en medio de una t errible ola de frío, y nos dij imos adiós un t ant o t rist es.
Fui a un bar, t omé un t é, hice balance, fui a un hot el y dormí profundament e agot ado.
Después adquirí un billet e para Rocky Mount , puest o que era imposible hacer aut ost op
de Ohio a Carolina del Nort e por t oda aquella región mont añosa en invierno at ravesando
Blue Ridge y t odo. Pero me impacient é y decidí hacer aut ost op de cualquier forma y
pedí al aut obús que se det uviera en las af ueras y volví caminando a la est ación de
aut obuses para que me devolvieran el import e del billet e. No quisieron darme el dinero.
La conclusión de mi loca impaciencia f ue que t uve que esperar más de ocho horas el
siguient e aut obús a Charlest on, en el oest e de Virginia. Empecé haciendo aut ost op en las
afueras de Springfield esperando coger el aut obús en un pueblo de más adelant e, era
sólo para divert irme, pero se me congelaron los pies y las manos esperando de pie en
pequeños pueblos melancólicos al ponerse el día. Un vehículo me llevó a un pueblecit o y
allí me quedé esperando j unt o a la oficina de t elégrafos que t ambién hacía de est ación,
hast a que llegó mi aut obús. Result ó que el aut obús iba abarrot ado y marchó lent ament e
por la zona mont añosa durant e t oda la noche y al amanecer subió a las alt uras de Blue
Ridge, una bella región con muchos árboles ent onces baj o la nieve; luego, t ras un día
ent ero de det enerse y seguir, det enerse y seguir, baj amos las mont añas hast a Mount
Airy, y por fin, al cabo de siglos, llegamos a Raleigh donde cambié a mi aut obús local y
di inst rucciones al conduct or de que me dej ara en una carret era de segundo orden que
106
serpent ea unos cinco kilómet ros a t ravés de bosques de pinos hast a la casa de mi madre
en Big Easonburg Woods, que es un cruce cercano a Rocky Mount .
Me dej ó allí hacia las ocho de la t arde y anduve los cinco kilómet ros por la helada y
silenciosa carret era de Carolina baj o la luna, observando a un react or que pasó por
encima, su est ela derivó a t ravés de la cara de la luna y cort ó en dos el círculo de nieve.
Era maravilloso haber vuelt o al Est e con nieve, en Navidad, con lucecit as ocasionales en
las vent anas de las granj as, los bosques silenciosos, los calveros de los pinares t an
desnudos y lúgubres, la vía del t ren alej ándose ent re los bosques gris azulado hacia mi
sueño.
A las nueve en punt o cruzaba t ambaleant e con t odo mi equipo el pat io de mi madre y
allí est aba ella j unt o al fregadero de azulej os blancos de la cocina, fregando los plat os y
esperándome con expresión acongoj ada (llegaba con ret raso), preocupada por si llegaría
alguna vez y probablement e pensando:
"Pobre Raymond, ¿por qué t iene que andar siempre por ahí haciendo aut ost op y
preocupándome t ant o? ¿Por qué no es como las demás personas?"
Y yo pensaba en Japhy mient ras est aba allí de pie en el frío pat io mirándola y me decía:
"¿Por qué le molest an t ant o a Japhy los azulej os blancos del f regadero y los "aparat os de
cocina" como él los llama? La gent e t iene buen corazón, t ant o si viven como Vagabundos
del Dharma como si no. La compasión es el corazón del budismo."
Det rás de la casa había un gran bosque de pinos donde podría pasarme t odo el invierno y
la primavera medit ando baj o los árboles y descubriendo por mí mismo la verdad de
t odas las cosas. Era muy feliz. Anduve alrededor de la casa y miré el árbol de Navidad
j unt o a la vent ana. A unos cien met ros carret era abaj o, las dos t iendas del pueblo
const it uían una brillant e y cálida escena en el, por lo demás, frío vacío del bosque. Fui
hast a la caset a del perro y me encont ré al viej o Bob t emblando y resoplando de frío.
Lloriqueó de alegría al verme. Lo desat é y ladró y salt ó a mi alrededor y ent ró conmigo
en la casa donde abracé a mi madre en la calient e cocina y mi hermana y mi cuñado
vinieron del cuart o de est ar y me dieron la bienvenida, y mi sobrinit o Lou t ambién, y
est aba en casa de nuevo.
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Todos querían que durmiera en el sof á del cuart o de est ar j unt o a la acogedora est uf a
de pet róleo, pero yo insist í en que quería que mi cuart o fuera (como ant es) el porche
t rasero con sus seis vent anas dando a los yermos campos invernales y a los pinares de
más allá, dej ando t odas las vent anas abiert as y ext endiendo mi querido saco de dormir
sobre el sofá que había allí para dormir sumido en el sueño puro de las noches de
invierno con la cabeza hundida dent ro del suave calor del nailon y las plumas de pat o.
Cuando se acost aron, me puse la chaquet a y el gorro con orej eras v los guant es de
ferroviario, y encima de t odo eso mi impermeable de nailon, y paseé baj o la luz de la
luna por los campos de algodón como un monj e amort aj ado. El suelo est aba cubiert o de
escarcha. El viej o cement erio, carret era abaj o, brillaba con la escarcha. Los t ej ados de
las granj as cercanas eran como blancos paneles de nieve. At ravesé los surcos de los
campos de algodón seguido por Bob, un buen perro de caza, y por el pequeño Sandy, que
pert enecía a los Joyner, nuest ros vecinos, y por unos cuant os perros vagabundos más
(t odos los perros me quieren), y llegué al lindero del bosque. Allí, la primavera pasada,
había t razado un pequeño sendero cuando iba a medit ar baj o mi j oven pino favorit o. El
sendero seguía allí. Mi ent rada oficial al bosque la const it uían un par de pinos j óvenes
que hacían de puert a. Siempre hacía una reverencia allí y j unt aba las manos v daba las
gracias a Avalokit esvara por la maravilla del bosque. Luego ent ré, precedido por la
blancura lunar de Bob, camino de mi pino, donde mi viej o lecho de paj a seguía est ando
al pie del árbol. Arreglé mi impermeable y mis piernas y me sent é a medit ar.
Los perros t ambién medit aban. Todos est ábamos absolut ament e quiet os. El campo
ent ero est aba helado y silencioso a la luz de la luna, no había ni siquiera los leves ruidos
de los conej os o los mapaches. Un f río silencio absolut o. Quizá un perro ladraba a unos
ocho kilómet ros hacia Sandy Cross. Sólo llegaba el débil, debilísimo ruido de enormes
camiones rodando en la noche por la 301, a unos veint e kilómet ros, y por supuest o el
rumor ocasional de las máquinas diesel de la At lant ic Coast Line, con pasaj eros o
mercancías, yendo hacia el nort e y el sur, a Nueva York y Florida. Una noche bendit a.
Inmediat ament e caí en un t rance carent e de pensamient os donde de nuevo se me
reveló: "Est e pensar ha cesado."
Y suspiré porque ya no t enía que pensar y sent í que t odo mi cuerpo se sumergía en una
bienavent uranza en la que no podía dej ar de creer, complet ament e relaj ado y en paz
con t odo el efímero mundo del sueño y del que sueña y del propio soñar. Acudían
además a mí t odo t ipo de pensamient os, como: "Un hombre que pract ica la bondad en el
campo merece t odos los t emplos que levant a est e mundo."
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Y alargué la mano y acaricié al viej o Bob, que me miró cont ent o.
"Todas las cosas vivas y muert as como est os perros y yo van y vienen sin ninguna
duración o sust ancia propia, Dios mío, y con t odo, posiblement e ni exist amos. ¡Qué
ext raño, qué valioso, qué bueno para nosot ros! ¡Qué horror si el mundo hubiera sido
real, porque si fuera real, sería inmort al!"
Mi impermeable de nailon me prot egía del frío, como una t ienda de campaña a la
medida, y me quedé mucho t iempo allí sent ado, con las piernas cruzadas, en los bosques
invernales de medianoche, por lo menos una hora. Luego volví a casa, me calent é con el
fuego del cuart o de est ar mient ras los demás dormían, después me met í en el saco que
est aba en el porche y me quedé dormido.
La noche siguient e era Nochebuena y la pasé con una bot ella de vino delant e de la
t elevisión disfrut ando del programa y de la misa de gallo de la cat edral de San Pat ricio,
en Nueva York, con obispos of iciando, y ceremonias resplandecient es y f ieles; los
sacerdot es con sus vest iduras de encaj e blanco como la nieve ant e grandes alt ares que
no eran ni la mit ad de grandes que mi lecho de paj a de debaj o del pequeño pino, me
imaginé. Luego, a medianoche, muy silenciosos, los pequeños padres, mi hermana y mi
cuñado, pusieron los regalos baj o el árbol, y aquello result ó más glorioso que t odos los
Gloria in Excelsis Deos de la Iglesia de Roma y de t odos sus obispos.
"Pues, después de t odo -pensé-, Agust ín era un eunuco y Francisco mi hermano idiot a."
Mi gat o Davey, de repent e, me bendij o, dulce gat o, al salt ar a mi regazo. Cogí la Biblia y
leí un poco de San Pablo j unt o a la est ufa calient e y las luces del árbol:
"Dej ad que se vuelva necio para que pueda volverse sabio."
Y pensé en el bueno de Japhy y deseé que est uviera disfrut ando de la Nochebuena
conmigo.
"Ahora ya est áis colmados -dice San Pablo-, ya os habéis vuelt o ricos. Los sant os j uzgarán
el mundo."
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Luego, en una explosión de hermosa poesía, más hermosa que t odas las lect uras de
poesía de t odos los Renacimient os de San Francisco, añade:
"Aliment os para el vient re, y el vient re para los aliment os; pero Dios reducirá a nada a
ambos."
"Sí -pensé-. Se paga con el hocico lo que t iene una vida t an cort a..."
Esa semana me quedé solo en casa, pues mi madre t uvo que ir a Nueva York a un funeral
y los ot ros t rabaj aban. Todas las t ardes iba al pinar con los perros, y leía, est u diaba,
medit aba baj o el cálido sol del invierno sureño, y luego volvía y preparaba la cena para
t odos al at ardecer. Además, inst alé una cest a y pract icaba el baloncest o a la puest a del
sol. Por la noche, una vez que se habían acost ado, volvía al bosque baj o la luz de las
est rellas e incluso baj o la lluvia con mi impermeable. El bosque me acept aba. Me
divert ía escribiendo poemas al est ilo de Emily Dickinson, como:
"Enciende una hoguera, combat e a los ment irosos. ¿Qué diferencia hay en la exist encia?"
O: "Una semilla de sandía produce una necesidad, grande y j ugosa, igual que la
aut ocracia. " "Que t odo f lorezca y haya bienavent uranza por siempre j amás", rezaba en el
bosque por la noche. Seguía componiendo nuevas y mej ores oraciones. Y más poemas,
como cuando cae la nieve:
"No f recuent e, la sagrada nieve, t an suave, la sagrada f uent e." Y en ciert a ocasión
escribí: "Los Cuat ro Inevit ables: 1. Libros Mohosos. 2. Nat uraleza sin Int erés. 3.
Exist encia Insulsa. 4. Nirvana Vacío; ¡cómpralos, muchacho!"
O escribía en t ardes aburridas cuando ni el budismo ni la poesía ni el vino ni la soledad
ni el baloncest o conseguían dominar mi perezosa pero inquiet a carne:
"Nada que hacer, ¡oh, vaya! Práct icament e sólo t rist eza." Una t arde cont emplaba a los
pat os en la zona de los cerdos del ot ro lado de la carret era, y era domingo, y los
predicadores grit aban por radio Carolina y escribí: "Imaginaos a t odos los gusanos
et ernos vivos y muert os y los pat os se los comen..., ahí t enéis el sermón de la escuela
dominical."
En un sueño oía las palabras:
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"El dolor no es sino el soplo de una concubina." Pero en Shakespeare eso se diría: "¡Ay, a
fe mía que suena demasiado frío."
Y ent onces, de repent e, una noche después de cenar, cuando paseaba por la fría y
vent osa oscuridad del pat io, me sent í t remendament e deprimido y me t iré al suelo y
grit é: "¡Voy a morir!" porque no había nada más que hacer en la fría soledad de est a
dura t ierra inhóspit a, y al moment o la suave bendición de la iluminación fue como leche
en mis párpados y me sent í confort ado. Y me di cuent a de que ést a era la verdad que
Rosie conocía, y t ambién t odos los demás muert os, mi padre muert o y mi hermano
muert o y los t íos y t ías y primos muert os, la verdad que se realiza en los huesos del
muert o y que est á más allá del Árbol de Buda y de la Cruz de Jesús. Cree que el mundo
es una f lor et érea y vive. ¡Yo sabía est o! También sabía que yo era el peor vagabundo
del mundo. La luz del diamant e est aba en mis oj os.
Mi gat o maulló j unt o a la nevera, ansioso de ver qué maravilloso deleit e cont enía. Le di
de comer.
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Con el t iempo mis medit aciones y est udios empezaron a dar frut o. La cosa en realidad
empezó a finales de enero, una noche muy fría en el silencio mort al del bosque cuando
casi me pareció oír unas palabras que decían: "Todo est á muy bien, por siempre y
siempre y siempre."
Solt é un t remendo grit o, era la una de la madrugada, v los perros dieron un salt o y se
movieron alegres. Me sent í como aullando a las est rellas. Uní las manos y recé:
-¡Oh, sabio y sereno espírit u de la Iluminación! Todo est á muy bien por siempre y
siempre y siempre y t e doy las gracias, t odas mis gracias, amén.
¿Qué me import aba la t orre de los vampiros y el semen y los huesos y el polvo? Me sent ía
libre y, por lo t ant o, era libre.
De pront o, t uve ganas de escribir a Warren Coughlin, en quien ahora pensaba
int ensament e, y recordaba su humildad y silencio ent re los inút iles grit os de Alvah y
Japhy y de mí mismo:
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-Sí, Coughlin, ahora es relucient e y lo hemos conseguido. Hemos llevado a América como
una mant a brillant e hast a ese más brillant e Ya de ninguna part e -dij e.
En febrero empezó a hacer menos frío y el suelo empezó a ablandarse un poco y las
noches en el bosque fueron más t ibias y mis sueños en el porche más agradables. Las
estrellas parecían hacerse más húmedas en el cielo, y mayores. Baj o las est rellas yo
dormit aba con las piernas cruzadas j unt o a mi árbol y en mi duermevela me est aba
diciendo: "¿Moab? ¿Quién es Moab?", y me despert é con un mechón de pelo en la mano,
un mechón arrancado a uno de los perros. Así, despiert o, t uve pensamient os como:
"Todo son apariencias diferent es de lo mismo, mi amodorramient o, el mechón, Moab,
t odo un suurno efímero. Todo pert enece al mismo vacío. ¡Bendit o sea!"
Luego hice que est as palabras circularan por mi ment e para adiest rarme:
"Yo soy vacío, no soy diferent e del vacío, ni el vacío es diferent e a mí, pues el vacío soy
yo."
Había un charco con una est rella brillando en él. Escupí en el charco, la est rella
desapareció y yo dij e:
-¿Es real esa est rella?
No era inconscient e del hecho de que había un buen fuego esperando a que volviera de
est as medit aciones de medianoche; me lo proporcionaba amablement e mi cuñado que
est aba un poco molest o y cansado de verme por allí sin t rabaj ar. Una vez le recit é un
verso de alguien sobre cómo se crece con el sufrimient o, y dij o:
-Si t ú creces con el suf rimient o, yo ya debería ser t an grande como est a casa.
Cuando iba a la t ienda a comprar pan y leche, los t ipos que est aban allí ent re cañas de
pescar y barriles de melaza me decían:
-¿Qué coño haces en el bosque? -Bueno, voy allí a est udiar.
-¿No eres ya algo mayor para ser est udiant e? -Bueno, a veces sólo voy allí a echar un
sueñecit o. Pero yo les veía andar por el campo el día ent ero buscan do algo que hacer
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para que sus muj eres creyeran que eran unos hombres muy ocupados y que t rabaj aban
duro, y no me podían engañar. Sabía que en secret o lo que querían era ir a dormir al
bosque, o simplement e sent arse sin hacer nada, como hacía yo sin que me diera
vergüenza. Nunca me molest aron. ¿Cómo iba a cont arles que mi sabiduría era el
conocimient o de que la sust ancia de mis huesos y de los suyos y de los huesos de los
muert os en la t ierra, que la lluvia por la noche es la sust ancia común individual,
perdurablement e t ranquila y bendit a? Que lo creyeran o no t ampoco me import aba. Una
noche con mi impermeable, sent ado baj o un fuert e chaparrón, compuse una cancioncilla
para acompañar el sonido de la lluvia en mi capucha de goma: -Las got as de lluvia son
éxt asis, las got as de lluvia no son diferent es que el éxt asis, ni el éxt asis es diferent e que
las got as de lluvia, sí, el éxt asis es las got as de lluvia. ¡Sigue lloviendo, oh, nube!
Así que cómo podía import arme lo que los viej os mast icadores de t abaco de la t ienda del
cruce dij eran sobre mi mort al excent ricidad; t odos nos convert imos en lo mismo en la
sepult ura, además. Hast a me emborraché un poco con uno de esos viej os en una ocasión
y anduvimos en coche por las carret eras de la zona y de hecho le expliqué cómo me
sent aba en aquellos bosques a medit ar y él lo ent endió de verdad y dij o que le gust aría
hacer la prueba si t uviera t iempo o consiguiera reunir el suficient e valor, y había algo de
lúgubre envidia en su voz. Todo el mundo lo sabe t odo.
21
Llegó la primavera después de int ensas lluvias que lo barrieron t odo; había charcos
marrones por t odas part es en los húmedos y marchit os campos. Fuert es vient os calient es
empuj aron nubes blancas como la nieve por delant e del sol y el seco aire. Eran días
dorados con una hermosa luna por la noche; hacía calor y una rana valient e croaba a las
once de la noche en el Arroyo del Buda, donde yo había inst alado mi nuevo lecho de
paj a debaj o de un par de árboles ret orcidos j unt o a un claro del pinar y una ext ensión
de hierba seca y un delgado arroyuelo. Allí, un día, mi sobrinit o Lou me acompañó y yo
cogí un obj et o del suelo y lo alcé en silencio, sent ado debaj o del árbol, y Lou,
mirándome, pregunt ó:
-¿Qué es eso?
-Eso -le respondí y, con un movimient o nivelador de la mano, dij e-: Tat hat a. Repit iendo-: Eso. . . es eso.
113
Y sólo cuando le dij e que era una piña consiguió formarse la idea imaginaria de la
palabra
"piña",
pues,
de
hecho,
como
se
dice
en
el
sut ra:
"La
Vacuidad es
Discriminación."
Y él dij o:
-La cabeza me salt ó y los sesos se me ret orcieron y luego los oj os empezaron a parecer
pepinos y el pelo un remolino y el remolino me lamió la barbilla. -Luego añadió- ¿Por
qué no hago un poema? -Quería celebrar aquel moment o.
-Muy bien, pero hazlo en seguida, al t iempo que caminas.
-De acuerdo... "Los pinos ondulan, el vient o t rat a de susurrar algo, los páj aros dicen pío,
pío, pío, y los halcones vuelan j ark-j ark-j ark"...
-¡Oye! ¡Est amos en peligro!
-¿Por qué?
-El halcón... ¡j ark, j ark, j ark!
-¿Y qué?
-¡Jark! ¡Jark!... Nada.
Tiré de mi silenciosa pipa, en paz y calma el corazón. Llamaba a mi nueva arboleda "La
arboleda del árbol gemel o", debido a los dos t roncos en los que me apoyaba y que se
enredaban uno en ot ro; un abet o blanco brillando por la noche y que me most raba a más
de cien met ros de dist ancia el sit io adonde iba, aunque el viej o Bob me most raba el
camino con su blancura a lo largo del oscuro sendero. Un sendero en el que una noche
perdí el rosario que me había regalado Japhy, pero lo encont ré al día siguient e j ust o en
el sendero, imaginándome: "El Dharma no se puede perder, nada se puede perder en un
sendero t ransit ado." Ent onces ya había mañanas de primavera con los perros felices, y yo
olvidando la Senda del Budismo y limit ándome a est ar cont ent o; observaba revolot ear a
los nuevos paj arillos t odavía sin el grosor del verano; los perros bost ezando y casi
t ragándose mi Dharma; la hierba meciéndose, las gallinas cloqueando. Noches de
primavera pract icando el Dhyana baj o la nebulosa luna. Veo la verdad:
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"Aquí, est o, es Eso. El mundo, t al cual es, es el Cielo, y ando buscando un Cielo fuera de
lo que hay, y sólo est e mundo mezquino es el Cielo. ¡Ah, si pudiera comprender! ¡Si
consiguiera olvidarme de mí mismo y encaminar mis medit aciones a la liberación, al
despert ar y a la bendición de t odas las criat uras vivas, me daría cuent a de que lo que
hay en t odas part es es éxt asis!"
Tardes que se alargaban y yo simplement e sent ado en la paj a hast a que me cansaba de
"pensar en nada" y me iba a dormir y t enía fugaces sueños como aquel t an raro que t uve
una vez en que est aba en una especie de át ico fant asmal v grisáceo arrast rando malet as
de carne gris que me ent regaba mi madre y yo me quej aba impacient e: "¡No quiero
volver a baj ar!" (a hacer ese t rabaj o mundano). Y sent ía que ent onces era un ser vacío
llamado a disf rut ar del éxt asis del aut ént ico cuerpo sin f in.
Días que seguían a días, y yo en mono, sin peinarme, casi sin af eit ar, acompañada
únicament e de perros y gat os, viviendo ot ra vez la felicidad de la niñez. Ent ret ant o
solicit é v obt uve un puest o de vigilant e de incendios para el verano en el Servicio
Forest al, en el pico de la Desolación, en las Alt as Cascadas, est ado de Washingt on. Así
que decidí que en marzo me inst alaría en la cabaña de Japhy para est ar más cerca de
Washingt on cuando llegase el verano.
Los domingos por la t arde mi familia quería que fuera de paseo en coche con el los, pero
yo prefería quedarme en casa solo, y ellos se enfadaban y decían:
-Pero, ¿qué es lo que t e pasa?
Y los oía discut ir en la cocina sobre la inut ilidad de mi budismo, y luego t odos subían al
coche y se marchaban y vo iba a la cocina y cant aba: "Las mesas est án vacías, t odos se
han ido", con la música de "You're Learning t he Blues", de Frank Sinat ra.
Me sent ía loco de remat e y de lo más feliz. Los domingos por la t arde, pues, iba a mi
bosque con los perros y me sent aba y ponía las palmas de la mano hacia arriba y recibía
puñados de ardient e sol en ellas.
"El nirvana es la pat a que se mueve", decía, al ver la primera cosa que vi cuando abrí los
oj os después de la medit ación, y que era la pat a de Bob moviéndose en la hierba
mient ras el perro soñaba. Después volví a casa por mi claro, puro, t ransit ado sendero,
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esperando la noche en la que vería de nuevo a los innumerables budas ocult os en el aire
a la luz de la luna.
Pero mi serenidad quedó definit ivament e int errumpida debido a una curiosa discusión
con mi cuñado; empezó a quej arse de que desat aba a Bob y me lo llevaba al bosque.
-He gast ado demasiado dinero en ese perro para que ahora vengas y lo suelt es.
-¿Te gust aría a t i est ar suj et o a una cadena el día ent ero y llorar como est e perro? -le
dij e.
-A mí no me molest a -respondió.
-Y a mí no me import a -añadió mi hermana.
Me enfadé t ant o que me largué al bosque, y era un domingo por la t arde y decidí
quedarme sent ado allí sin cenar hast a medianoche, y ent onces volver y recoger mis
cosas y marcharme. Pero a las pocas horas mi madre ya me est aba llamando desde el
porche t rasero para que f uera a cenar, yo no quería ir y, por f in, el pequeño Lou vino
hast a mi árbol y me pidió que volviera.
En el arroyo había ranas que croaban en los moment os más raros int errumpiendo mi
medit ación como a propósit o, y una vez en pleno mediodía una rana croó t res veces y se
quedó en silencio el rest o del día, como t rat ando de explicarme La Triple Vía. Ahora la
rana croó una vez. Sent í que era una señal que significaba la única Vía de la Compasión,
y volví decidido a olvidar t odo el asunt o; hast a mi pena por el perro. ¡Qué sueño t an
t rist e e inút il! De nuevo en el bosque aquella misma noche, pasando las cuent as del
rosario, f ormulé oraciones curiosas como ést as:
"Mi orgullo ha sido herido, eso es vacuidad; mi int erés es el Dharma, eso es vacuidad; me
sient o orgulloso de mi afect o por los animales, eso es vacuidad; mi idea de la cadena,
eso es vacui dad; la compasión de Ananda, hast a eso es vacuidad."
Quizá si hubiera est ado por allí un viej o maest ro zen le habría dado una pat ada al perro
encadenado para que t odos t uvieran un súbit o at isbo de iluminación. Me esforzaba por
librarme de la idea de personas y perros, y de mí mismo. Me sent ía profundament e
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dolido debido al molest o asunt o aquel de int ent ar negar lo que era evident e. En
cualquier caso, fue un t ierno y leve drama de domingo en el campo.
"Raymond no quiere encadenar al perro." Y ent onces, de repent e, baj o el árbol, de
noche, t uve una idea asombrosa. "¡Todo est á vacío, pero iluminado! Las cosas est án
vacías en el t iempo, el espacio y la ment e."
Lo concret é t odo, y al día siguient e, sint iéndome muy alegre, consideré que había
llegado el moment o de explicárselo t odo a mi familia. Se rieron más que ot ra cosa.
-¡Pero escuchad! ¡No! ¡Mirad! Si es muy fácil, dej ad que os lo explique del modo más
sencillo y conciso que pueda. Todas las cosas est án vacías, ¿no es así?
-¿Qué quieres decir con vacías? ¿Acaso no t engo est a naranj a en la mano?
-Est á vacía, t odo est á vacío, las cosas vienen pero para irse, t odas las cosas hechas
t ienen que deshacerse, y t ienen que deshacerse simplement e porque fueron hechas.
Ni siquiera admit ió est o nadie.
-Tú y t u Buda, ¿por qué no sigues la religión con la que nacist e? -dij eron mi madre y mi
hermana.
-Todo se va, se ha ido ya, ya ha venido y se ha ido -grit é-. ¡Ah! -me alej é unos pasos,
regresando en seguida-, y las cosas est án vacías porque se manif iest an, ¿no es así? Las
veis, pero est án hechas de át omos que no se pueden medir ni pesar ni coger; hast a los
cient íficos más t ont os lo saben ahora. No hay nada que encont rar en los át omos más
lej anos, las cosas sólo son disposiciones de algo que parece sólido al aparecer en el
espacio, ni son verdaderas ni falsas, son pura y simplement e fant asmas.
-¡Fant asmas! -grit ó asombrado el pequeño Lou. Est aba de acuerdo conmigo de verdad,
pero le asust aba mi insist encia en los "fant asmas".
-Mira -dij o mi cuñado-, si las cosas est án vacías, ¿cómo puedo sent ir est a naranj a? La
saboreo v la t rago, ¿no es así? Respóndeme a eso.
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-Tu ment e crea la naranj a al verla, oírla, t ocarla, olerla, gust arla y pensar en ella, pero
sin esa ment e, como t ú la llamas, la naranj a no sería vist a, ni oída, ni gust ada ni t an
siquiera ment alment e apreciada, porque de hecho ¡esa naranj a depende de t u ment e
para exist ir! ¿No lo ves? Por sí misma es una no-cosa, en realidad es algo ment al, sólo la
ve t u ment e. En ot ras palabras: est á vacía y despiert a.
-Bien, aun siendo así, sigue sin int eresarme.
Volví aquella noche al bosque lleno de ent usiasmo v pensé: "¿Qué significa que me
encuent re en est e mundo sin fin, pensando en que soy un hombre sent ado baj o las
est rellas en el t echo del mundo y, sin embargo, en realidad vacío y alert a en medio de
la vacuidad e iluminación de t odo? Significa que est oy vacío e iluminado, que sé que
est oy vacío, iluminado, y que no hay dif erencia ent re yo v t odo lo demás. En ot ras
palabras, significa que me he convert ido en lo mismo que t odo lo demás. Significa que
me he convert ido en un Buda."
Lo sent í de verdad y creí en ello v me regocij é pensando en que t enía que cont árselo a
Japhy en cuant o volviera a California.
-Por lo menos, me escuchará -murmuré y sent ía una gran compasión por los árboles:
éramos la misma cosa; acaricié a los perros que nunca discut ían conmigo. Todos los
perros aman a Dios. Son más list os que sus amos. Se lo dij e a los perros t ambién, y me
escuchaban con las orej as t iesas y lamiéndome la cara. Les daba igual una cosa que ot ra
con t al de que yo siguiera allí. San Ramón de los Perros, eso es lo que fui aquel año, a no
ser que f uera nadie o nada.
A veces en el bosque me limit aba a sent arme v a mirar las cosas t rat ando de adivinar el
secret o de la exist encia. Mir aba los sant os, los largos, los amarillos hierbaj os doblados
que ant e mí const it uían una est era de hierba Sede del Tat hagat a de la Pureza mient ras
señalaban en t odas las direcciones y charlaban volubles cuando el vient o dict aba Ta, Ta,
Ta, en grupos chismosos con algunos de est os hierbaj os solit arios orgullosos de most rarse
apart e, o enfermos y medio muert os y caídos, la ent era congregación de los hierbaj os
vivos al vient o de pront o sonando como campanas y salt ando excit ados y t odo amarillo y
pegado a la t ierra y pienso Est o es.
-Rop rop rop -grit o a los hierbaj os, y se muest ran a barlovent o alargando sondas
int eligent es para señalar y t ent ar y engañar; algunos int roduciendo en la florecida
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imaginación la pert urbadora idea, húmeda de t ierra, de que habían convert ido en karma
sus propias raíces y t allos... Era mágico. Me duermo y sueño las palabras: "Gracias a
est as enseñanzas, la t ierra llegará a su fin", y sueño que mamá asient e solemnement e
con t oda la cabeza, ej em, y los oj os cerrados. ¿Qué me import aban t odas aquellas
molest as heridas y aburridas inquiet udes del mundo? Los huesos humanos no son más que
vanas líneas que se desvanecen, el universo ent ero un vacío molde de est rellas.
"Soy una Rat a Bikhu Vacía", soñé.
¿Qué me import aba el graznido del pequeño uno mismo que vaga por t odas part es? Me
ocupaba de la manifest ación, desasimient o, separación, surgimient o, aparición, rechazo,
inanidad, alej amient o, ext inción del rompimient o con t odo, fuera, fuera, at rás, chas,
chas.
"El polvo de mi pensamient o reunido dent ro de un globo -pensé-, en est a soledad sin
t iempo", y en realidad sonreí porque al fin est aba viendo la blanca luz en t odas part es,
en t odas las cosas.
El vient o cálido hizo hablar profundament e a los pinos una noche en que empezaba a
experiment ar
lo
que
se
llama
"Samapat t i",
que
en
sánscrit o
signif ica
Visit as
Trascendent a les. Tenía la ment e un t ant o adormecida, pero físicament e est aba
despiert o del t odo allí sent ado derecho baj o mi árbol cuando, de repent e, vi flores,
mont añas de ellas color rosa, rosa salmón, en el chisss del silencioso bosque (conseguir
el nirvana es como localizar el silencio) y vi una ant igua visión del Dipankara Buda que
era el Buda que nunca decía nada, a Dipankara como una enorme y nevada Pirámide
Buda con espesas y negras cej as enmarañadas, igual que John L. Levis, y una mirada
t errible, t odo en un sit io ant iguo, un campo ant iguo nevado como Alban ("Un nuevo
campo", había grit ado la predicadora negra), t oda la visión erizándome el pelo.
Recuerdo el ext raño y mágico grit o f inal que evocó en mí, signifique lo que signifique:
Colyalcolor. Y aquélla, la visión, est aba desprovist a de cualquier sensación de ser yo
mismo, era pura ausencia de ego, simplement e unas act ividades et éreas e indómit as
desprovist as de cualquier predicado dañino... desprovist as de esfuerzo, desprovist as de
error.
"Todo es perfect o -pensé-. La forma es vacuidad y la vacuidad es forma, y est amos aquí
para siempre en una u ot ra forma, que es vacía. Lo que los muert os han conseguido:
est e rico murmullo silencioso de la Pura Tierra Iluminada. "
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Tuve ganas de grit ar por encima de los bosques y los t echos de Carolina del Nort e
anunciando la verdad simple y gloriosa. Luego dij e:
-Tengo la mochila preparada y es primavera, voy a ir al Sudoest e, a las t ierras secas, a la
ext ensa y solit aria región de Texas y Chihuahua y a las alegres calles noct urnas de
México, con música saliendo por las puert as, chicas, vino, yerba, grandes sombreros,
¡viva! ¿Qué import a? Como las hormigas, que no t ienen nada que hacer y se pasan el día
ent ero at areadas, yo no t engo que hacer nada más que lo que quiera y ser amable y, con
t odo, mant enerme sin influencias de las consideraciones imaginarias y rezar por la luz.
Sent ado, pues, en mi árbol-Buda, en aquel "colyalcolor" de flores rosas y roj as y blanco
marfil, ent re bandadas de mágicas aves t ranscendent es reconociendo la iluminación de
mi ment e con suaves y mist eriosos cant os (la alondra sin rumbo), en el perfume et éreo,
mist eriosament e ant iguo, y la beat it ud de los campos-Buda, vi que mi vida era una
resplandecient e página en blanco y que podía hacer t odo lo que quisiera.
Algo ext raño sucedió al día siguient e que ilust ró el aut ént ico poder que había obt enido
de est as mágicas visiones. Mi madre llevaba cinco días t osiendo y la nariz le chorreaba y
ahora empezaba a dolerle la gargant a t ant o que sus t oses result aban penosas y me
sonaban
muy
mal.
Decidí
sumirme
en
un
profundo
t rance
y
aut ohipnot izarme,
recordándome: "Todo est á vacío e iluminado", para averiguar el origen y curar la
enfermedad de mi madre. Al inst ant e, en mis oj os cerrados, t uve la visión de una bot ella
de brandy que luego vi que era Heet , un medicament o para friegas, y encima de eso,
superpuest o como en un fundido cinemat ográfico, dist inguí clarament e un cuadro de
unas florecillas blancas, redondas, de pét alos pequeños. Al inst ant e me levant é, era
medianoche, mi madre t osía en la cama, y salí y cogí varios floreros con capullos que mi
hermana había colocado por la casa la semana ant erior y los saqué f uera. Luego cogí un
poco de Heet del armario de las medicinas y le dij e a mi madre que se frot ara la
gargant a. Al día siguient e la t os había desaparecido. Post eriorment e, cuando ya me
había ido al Oest e haciendo aut ost op, una enfermera amiga nuest ra oyó la hist oria y
dij o:
-Sí, eso suena como a alergia a las f lores.
Durant e esa visión y esas act ividades comprendí de modo perf ect ament e claro que la
gent e enferma al ut ilizar las coyunt uras físicas para cast igarse a sí misma, debido a su
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nat uraleza aut orreguladora de Dios, o su nat uraleza de Buda, o su nat uraleza de Alá, o
de cualquier nombre que se quiera dar a Dios, y que t odo f unciona aut omát icament e de
esa manera. Ést e fue el primer y últ imo "milagro" porque t emí int eresarme demasiado
por
est as cosas y
envanecerme.
También
est aba
un
poco
asust ado
de
t ant a
responsabilidad.
Todos los de mi f amilia se ent eraron de mi visión y de lo que había hecho, pero no
pareció int eresarles demasiado; de hecho, t ampoco me int eresó a mí. Y eso est aba bien.
Ahora era muy rico, un supe mult imillonario en gracias t ranscendent ales Samapat t i, a
causa de un karma bueno y humilde, quizá porque me había compadecido del perro y
perdonado a los hombres. Pero t ambién sabía que era un heredero bienavent urado, y
que el pecado final, el peor, es la int egridad. Así que t erminaría con aquello y me
lanzaría a la carret era e iría a ver a Japhy. "No dej es que las penas t e vuelvan malo",
cant a Frank Sinat ra. Durant e mi últ ima noche en el bosque, la víspera de mi marcha a
dedo, oí la palabra "cuerpo ast ral", que se ref ería a que las cosas no deben hacerse
desaparecer, sino que debe hacerse que despiert en a su aut ént ico cuerpo, a su cuerpo
ast ral, supremament e puro. Vi que no había que hacer nada porque nunca pasa nada ni
nunca pasará nada: t odas las cosas son luz vacía. Así que me f ui muy f ort alecido, con mi
mochila, dando un beso de adiós a mi madre. Se había gast ado cinco dólares en poner
unas medias suelas nuevas de goma con ref uerzo a mis viej as bot as y ahora est aba
perf ect ament e preparado para el t rabaj o del próximo verano en la mont aña. Nuest ro
viej o amigo Tom, el t endero, un aut ént ico personaj e, me llevó en su vehículo hast a la
aut opist a 64 y allá nos dij imos adiós con la mano y empecé a hacer aut ost op para
recorrer los cinco mil kilómet ros de vuelt a a Calif ornia. Regresaría de nuevo a casa las
próximas Navidades.
22
Ent ret ant o, Japhy est aba esperándome en su agradable y pequeña cabaña de Cort e
Madera, California. Se había inst alado en la finca de Sean Monahan, en una cabaña de
t roncos const ruida det rás de una hilera de cipreses sobre una escarpada colina cubiert a
de hierba, y t ambién de eucalipt os y pinos, det rás de la casa principal de Sean. La
cabaña había sido levant ada por un viej o para morir dent ro de ella, años at rás. Est aba
bien const ruida. Fui invit ado a ir a vivir allí y quedarme t odo el t iempo que quisiera, y
sin pagar alquiler. La cabaña la había hecho habit able, t ras años de abandono, Whit ey
Jones, cuñado de Sean Monahan, un t ipo j oven y muy buen carpint er o, que había puest o
arpillera cubriendo las paredes de madera e inst alado una buena est ufa de leña y una
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lámpara de pet róleo y luego nunca vivió allí, pues t uvo que irse a t rabaj ar lej os del
pueblo. Conque Japhy se t rasladó allí para t erminar sus est udios y llevar una maravillosa
vida solit aria. Si alguien quería verlo, t enía que subir la empinada pendient e. En el suelo
había est eras de espart o y Japhy me dij o en una cart a:
"Me sient o y fumo una pipa y t omo t é y oigo al vient o azot ar las delgadas ramas de los
eucalipt os semej ant es a lát igos, y rugir a las hileras de cipreses."
Se quedaba allí hast a el 15 de mayo, fecha en que zarparía para Japón, donde le había
invit ado una fundación nort eamericana para que est uviera en un monast erio y est udiara
con un maest ro.
"Ent ret ant o -escribía Japhy-, puedes venir a compart ir la lóbrega cabaña de un salvaj e,
con vino, y chicas los fines de semana y buena comida y un fuego de leña. Monahan nos
dará dinero para comer a cambio de que le cort emos unos cuant os árboles de su cercado
y hagamos leña con ellos y t e enseñaré a ser leñador."
Durant e aquel invierno, Japhy había ido en aut ost op a su pueblo nat al del Noroest e;
había at ravesado la nieve Port land arriba, más allá de la zona de los glaciares azules, y
finalment e est uvo en la granj a de un amigo, en el nort e de Washingt on, un sit io llamado
Nooksack Valley, donde se quedó una semana en una dest art alada cabaña de recogedor
de fresas escalando, además, algunos de los mont es próximos. Nombres como "Nooksack"
y "Parque Nacional del Mont e Baker", excit aban mi imaginación al evocar las hermosas y
crist alinas visiones de nieve y hielo y pinos del lej ano Nort e de mis sueños infant iles...
Pero ahora est aba allí de pie, en una carret era baj o el calor de abril, en Carolina del
Nort e, esperando que me cogiera alguien. En seguida pasó un est udiant e que me llevó
hast a un pueblo llamado Nashville, en pleno campo, donde me asé al sol durant e media
hora ant es de que me recogiera un t acit urno, aunque amable, oficial del ej ércit o que
me llevó direct ament e hast a Greenville, en Carolina del Sur. Tras t odo aquel invierno y
part e de la primavera de increíble paz durmiendo en el porche y descansando en el
bosque, las molest ias del aut ost op me result aban peores que nunca, un aut ént ico
infierno. De hecho, en Greenville t uve que caminar inút ilment e unos cinco kilómet ros
baj o el ardient e sol, perdido en un laberint o de calles, buscando una det erminada
aut opist a, y pasé delant e de una especie de fragua donde había t ipos de color muy
negros y sudorosos y cubiert os de carbón, y grit é: " ¡De repent e est oy ot ra vez en el
infierno!" cuando not é la oleada de calor.
122
Pero en la carret era empezó a llover y t ras unas cuant as et apas me encont ré, en plena
noche de lluvia, en Georgia, donde descansé sent ado encima de la mochila baj o el alero
de unos viej os almacenes y bebí media bot ella de vino. Era una noche lluviosa, nadie me
recogió. Cuando apareció el aut obús Greyhound, lo paré y fui en él hast a Gainesville. En
Gainesville pensé dormir j unt o a la vía del t ren un rat o, pero est aba a casi dos
kilómet ros, y j ust o cuando decidí dormir en la est ación, pasó una cuadrilla de
f erroviarios camino del t rabaj o y me vieron, así que me ret iré a un sit io apart ado de las
vías, pero el coche de la policía andaba por allí (probablement e le habían hablado de mí
los ferroviarios, o no le habían hablado), y t uve que irme; en cualquier caso había
muchos mosquit os, y volví a la ciudad y me quedé esperando a que me recogiera alguien
a las luces brillant es de los rest aurant es del cent ro, y los policías sin duda me veían y sin
embargo no me hicieron pregunt as ni me molest aron.
Pero nadie me cogía, y como empezaba a amanecer, me fui a dormir por cuat ro dólares
a un hot el y me duché y descansé. Pero ¡ot ra vez sent í la sensación de abandono y
soledad que t uve en Navidades durant e mi viaj e de vuelt a al Est e! De lo único que
est aba de verdad orgulloso era de mis nuevas medias suelas y de mi mochila. Por la
mañana, después de desayunar en un siniest ro rest aurant e con vent iladores en el t echo
y muchas moscas, me dirigí a la ardient e carret era y conseguí que un camionero me
llevara a Flowery Branch, Georgia; unos cuant os viaj es más me llevaron a t ravés de
At lant a hast a un pueblecit o llamado St onewall, donde me recogió un sureño enorme y
muy gordo con sombrero de ala ancha que apest aba a whisky y t odo el t iempo cont aba
chist es y se volvía a mirarme para ver si me reía, mient ras lanzaba el coche cont ra los
blandos t erraplenes que bordeaban la carret era y dej aba grandes nubes de polvo a
nuest ra espalda, así que bast ant e ant es de que llegara a su dest ino, le rogué que parara
y le dij e que quería baj arme a comer algo.
-Est upendo, muchacho, comeré algo t ambién y luego ot ra vez en marcha. -Est aba
borracho y conducía muy deprisa.
-Bien, t engo que ir al ret ret e -dij e arrast rando las palabras.
La experiencia me había j odido, así que decidí mandar a la mierda el aut ost op. Tenía
bast ant e dinero para coger un aut obús hast a El Paso, y desde allí me dedicaría a salt ar a
los mercancías de la Sout hern Pacific que son diez veces mas seguros. Además, la idea
de ir direct ament e hast a El Paso, Texas, baj o los claros cielos azules del seco Sudoest e y
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los int erminables desiert os donde dormir, sin bofia, me decidió. Est aba ansioso por
encont rarme lej os del Sur, lej os de aquella Georgia de esclavos.
El aut obús llegó a las cuat ro en punt o y est ábamos en Birmingham, Alabama, en plena
noche, y allí esperé el próximo aut obús en un banco t rat ando de dormir con los brazos
apoyados en la mochila, pero permanecí despiert o cont emplando cómo pululaban los
pálidos f ant asmas de las est aciones de aut obuses nort eamericanas: de hecho, una muj er
pasó a mi lado como una volut a de humo, y quedé definit ivament e seguro de que no
exist ía. En la cara se le ref lej aba la f e fant asmal en lo que est aba haciendo... Y en la
mía, por la misma razón, t ambién. Después de Birmingham, en seguida se hallaba
Luisiana y luego los campos pet rolíferos del est e de Texas, luego Dallas, luego un día
ent ero de viaj e en un aut obús abarrot ado de reclut as a t ravés de la inmensa ext ensión
de Texas hast a El Paso, adonde llegamos hacia medianoche, y por ent onces yo est aba
t an agot ado que lo único que quería era dormir. Pero no fui a un hot el, t enía que mirar
por el dinero, y me eché la mochila ,a la espalda y me dirigí direct ament e hacia la
est ación de f errocarril para ext ender mi saco de dormir en algún sit io cerca de las vías.
Fue ent onces, aquella noche, cuando comprendí el sueño que me había hecho comprar
la mochila t ot alment e equipada.
Fue una noche maravillosa y t uve el sueño más maravilloso de mi vida. Primero fui hast a
las vías y anduve por allí caut elosament e, det rás de las hileras de vagones, y al llegar al
ext remo oest e de la est ación seguí caminando porque, de pront o, en la oscuridad, vi un
desiert o allí delant e. Dist inguía rocas, arbust os secos, mont añas cercanas; t odo vago a la
luz de las est rellas.
"¿Por qué andar por viaduct os y raíles? -pensé-. Lo único que t engo que hacer es caminar
un poco y est aré f uera del alcance de los vigilant es de la est ación y, por lo mismo, de
los vagabundos."
Seguí caminando por la senda principal unos cuant os kilómet ros y en seguida est uve a
campo abiert o en pleno desiert o. Mis gruesas bot as eran perf ect as para caminar ent re
maleza y piedras. Era cerca de la una de la madrugada y deseaba dormir para dej ar
at rás el largo viaj e desde Carolina. Por fin vi una mont aña a la derecha y me gust ó,
después de haber pasado por un largo valle con muchas luces, sin duda una cárcel o
penal. "No t e acerques por ahí, chaval", pensé, y luego subí por el cauce seco de un
arroyo; a la luz de las est rellas, la arena y las rocas eran blancas. Subí y subí.
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De pront o, me sent í encant ado al darme cuent a de que est aba complet ament e solo y a
salvo y de que nadie me iba a despert ar en t oda la noche. ¡Una revelación asombrosa! Y
además, en la mochila t enía t odo lo que necesit aba; había llenado de agua fresca mi
bot ella de plást ico en la est ación de aut obuses ant es de ponerme en marcha. Seguí
subiendo por el cauce, así que cuando al fin me di la vuelt a y miré hacia at rás, dist inguí
t odo México, t odo Chihuahua, el relucient e desiert o de arena brillando baj o una luna
que se ponía y que era enorme y brillaba j ust o encima de las mont añas de Chihuahua.
Las vías de la Sout hern Pacific corren paralelas al Río Grande hast a más allá de El Paso,
así que desde donde est aba, en el lado nort eamericano, dist inguía j ust o hast a el río que
separa los dos países. La arena del arroyo era suave y sedosa. Desplegué mi saco de
dormir y me descalcé y bebí un t rago de agua y encendí la pipa y me crucé de piernas y
me sent í cont ent o. Ni el menor sonido; en el desiert o t odavía era invierno. Muy lej os,
sólo el ruido de la est ación donde maniobraban con los vagones haciendo t remendos
poms que despert aban a t odo El Paso, pero no a mí. Mi única compañía era aquella luna
de Chihuahua que se iba hundiendo más y más según la miraba, perdiendo su blanca luz
y poniéndose más y más amarilla. Sin embargo, cuando me di la vuelt a para dormirme,
brillaba como un f oco en la cara y t uve que esconderla para poder dormir. Siguiendo con
mi cost umbre de poner nombre a los sit ios, llamé "Quebrada del apache" a ést e. De
hecho, dormí bien.
Por la mañana descubrí el rast ro de una serpient e de cascabel en la arena, pero podría
ser del verano ant erior. Había bast ant es pisadas de bot as de cazador. El cielo era de un
azul resplandecient e aquella mañana, el sol calent aba, había muchas ramas secas para
encender una hoguera. Tenía lat as de cerdo y j udías en mi espaciosa mochila. Desayuné
como un duque. El único problema era el agua, pensé, pues me la había bebido t oda y el
sol calent aba y t enía sed. Subí por el seco arroyo arriba para explorarlo y llegué hast a su
nacimient o, una sólida pared de roca a cuyo pie la arena era t odavía más blanda y suave
que la de la noche ant erior. Decidí acampar allí aquella noche, después de un día muy
agradable en el viej o Juárez disf rut ando con las iglesias y las calles y la comida
mexicana. Durant e un rat o pensé en dej ar la mochila escondida ent re las piedras, pero
aun siendo poco probable, podía pasar por allí un viej o vagabundo o un cazador y
encont rarla, así que me la eché a la espalda y baj é por el cauce seco del arroyo hast a la
senda y caminé por ella los cinco kilómet ros hast a El Paso, y dej é la mochila por
veint icinco cent avos en la consigna de la est ación del ferrocarril. Luego crucé la ciudad
caminando y llegué a la front era, pagué veint e cent avos y pasé al ot ro lado.
125
Terminó por ser un día enloquecido, aunque empezó de un modo bast ant e sensat o en la
iglesia de Sant a María de Guadalupe, luego di un paseo por el mercado indio y me sent é
en los bancos del parque ent re los alegres e infant iles mexicanos, pero después vinieron
los bares y unas cuant as copas de más y grit é en español a los bigot udos peones
mexicanos:
-¡Todas las granas de arena del desiert o de Chihuahua son vacuidad!
Y finalment e me uní a un grupo de siniest ros apaches mexicanos muy raros que me
llevaron a su churret osa chabola de piedra y me pasaban yerba a la luz de unas velas e
invit aron a sus amigos y t odo era un mont ón de cabezas difuminadas por la luz de las
velas y el humo. De hecho me desagradó el sit io y recordé mi perfect a quebrada de
arena blanca y el sit io donde dormiría aquella noche y me despedí. Pero no querían que
me fuera. Uno de ellos me robó unas cuant as cosas de mi bolsa de la compra, pero no
me import ó. Uno de los chicos mexicanos era marica y se había enamorado de mí y
quería acompañarme a California. En Juárez ya era de noche; t odos los clubs noct urnos
resonaban. Fuimos a t omar una cerveza a uno donde sólo había soldados negros
despat arrados con chicas en sus rodillas, un bar demencial, con rock and roll en la
máquina de discos, algo así como un paraíso. El chico mexicano quería que saliéramos a
la calle y chist ara a los chavales nort eamericanos y les dij era que sabía dónde había
chicas.
-Y ent onces, yo me los llevo a mi habit ación, chisss, ¡y nada de chicas! -dij o el
mexicano.
No pude deshacerme de él hast a la f ront era. Nos dij imos adiós. Pero aquélla era la
ciudad del mal y yo t enía a mi sant o desiert o esperándome.
Crucé la f ront era caminando ansiosament e y at ravesé El Paso y f ui a la est ación de
ferrocarril, recogí la mochila, lancé un gran suspiro, y anduve sin pausa aquellos cinco
kilómet ros hast a el arroyo, que era bast ant e f ácil de reconocer a la luz de la luna, y
subí, mis pies haciendo aquel solit ario zuap zuap de las bot as de Japhy, y me di cuent a
que sin duda había aprendido de Japhy el modo de expulsar a los demonios del mundo y
la ciudad y de encont rar mi alma aut ént ica y pura, siempre que t uviera una mochila
decent e a la espalda. Volví a mi campament o y ext endí el saco de dormir y di las gracias
al Señor por t odo lo que me est aba dando. En aquel moment o, el recuerdo de t oda
aquella larga y siniest ra t arde fumando marihuana con mexicanos de sombrero ladeado
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en un sórdido cuart o a la luz de unas velas era como un sueño, un mal sueño, igual que
uno de mis sueños sobre la paj a en el Arroyo del Buda, Carolina del Nort e. Medit é y
recé. No exist e en el mundo ningún lugar donde se pueda dormir t an bien como de
noche en el desiert o, en invierno, provist o de un buen saco de dormir calient e de pluma
de pat o. El silencio es t an int enso que uno puede oír rugir a su propia sangre en los
oídos, aunque más fuert e que eso, y con mucho, es el mist erioso ruido que yo siempre
ident ifico con el ruido del diamant e de la sabiduría, el mist erioso sonido del propio
silencio que es un gran Chsssssss que recuerda algo que parece haberse olvidado a causa
de la t ensión, algo que remit e a los días del nacimient o. Me gust aría poder explicárselo
a las personas a quienes quiero, a mi madre, a Japhy, pero no exist en palabras que
describan su nada y su pureza.
"¿Exist e una verdad indudable y definida que se pueda enseñar a t odos los seres vivos?",
era la pregunt a que probablement e se hacía Dipankara, el de grandes cej as nevadas, y
su respuest a era el rumoroso silencio del diamant e.
23
Por la mañana t enía que lanzarme a la carret era o nunca llegaría a la acogedora cabaña
de California. Me quedaban unos ocho dólares del dinero en met álico que llevaba
conmigo. Baj é hast a la aut opist a y empecé a hacer aut ost op, esperando t ener suert e en
seguida. Me recogió un viaj ant e. Dij o:
-Aquí, en El Paso, t enemos t rescient os sesent a días al año de un sol magnífico y mi
muj er se acaba de comprar un aparat o para secar la ropa.
Me llevó hast a Las Cruces, Nuevo México, y allí crucé caminando el pueblo, siguiendo la
aut opist a, y llegué al ot ro ext remo y vi un viej o y hermoso árbol enor me y decidí
t umbarme allí a descansar.
"Dado que se t rat a de un sueño que ya ha t erminado, he llegado ya a Calif ornia; por
t ant o, decido descansar debaj o de est e árbol hast a el mediodía", cosa que hice,
t umbado; hast a eché una siest ecit a; muy agradable t odo.
Después me levant é y fui hast a el puent e del t ren, y j ust o ent onces me vio un t ipo y
dij o:
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-¿Le gust aría ganar un par de dólares a la hora ayudándome a t ransport ar un piano?
Necesit aba el dinero y dij e que sí. Dej amos mi mochila en su depósit o de mudanzas y
f uimos con su camionet a hast a una casa de las af ueras de Las Cruces, donde había un
grupo de personas bast ant e agradables de clase media charlando en el porche, y el t ipo
y yo nos baj amos de la camionet a con la carret illa de mano y las almohadillas y sacamos
el piano, t ambién un mont ón de muebles, y luego lo llevamos t odo a su nueva casa y lo
met imos dent ro y eso f ue t odo. Dos horas, me dio cuat ro dólares y f ui a un rest aurant e
de camioneros y cené como un duque y t odo est aba bien por aquella t arde y aquella
noche. Just o ent onces se det uvo un coche, conducido por un enorme t ej ano con
sombrero, con una j oven parej a mexicana con pint a de pobres en el asient o de at rás, la
chica t enía un niño en brazos, y me ofreció llevarme hast a Los Ángeles por diez dólares.
-Le daré t odo lo que t engo, que son sólo cuat ro dólares -le dij e.
-Bueno, maldit a sea, suba de t odos modos.
Hablaba y hablaba y conduj o t oda la noche a t ravés de Arizona y el desiert o de
California y me dej ó a la ent rada de Los Ángeles a un t iro de piedra de la est ación del
t ren a las nueve en punt o de la mañana, y el único desast re consist ió en que aquella
pobre muj er mexicana t iró algo de la comida del niño encima de mi mochila que est aba
en el suelo del coche y t uve que limpiarla enfadado. Pero había sido gent e bast ant e
agradable. De hecho, mient ras at ravesábamos Arizona les expliqué algo de budismo, en
especial les hablé del karma, la reencarnación, y t odos parecían encant ados de oírme.
-O sea, ¿que hay posibilidad de volver a int ent arlo de nuevo? -pregunt ó el pobre
mexicanit o que est aba t odo vendado debido a una pelea que había t enido en Juárez la
noche ant erior.
-Eso es lo que dicen.
-Muy bien, maldit a sea, la próxima vez que nazca espero no ser el mismo que ahora.
Y en cuant o al enorme t ej ano, si había alguien que necesit ara ot ra oport unidad, ese
alguien era él: sus hist orias duraron t oda la noche y siempre eran sobre cómo había
zurrado a t al o cual por est o o lo ot ro. Por lo que cont ó, había dej ado f uera de combat e
a t ipos suf icient es como para f ormar un vengat ivo ej ércit o de f ant asmas af ligidos que
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arrasara Texas. Pero me di cuent a de que más que ot ra cosa era un ment iroso y no creí
ni la mit ad de las cosas que cont aba y hacia medianoche dej é de escucharle. Ahora, a
las nueve de la mañana, en Los Ángeles, me dirigí caminando a la est ación, desayuné
donut s y caf é en un bar sent ado en la barra, mient ras charlaba con el encargado, un
it aliano que quería saber lo que andaba haciendo por allí con aquella mochila t an
grande, luego fui a la est ación y me sent é en la hierba mirando cómo formaban los
t renes.
Orgulloso porque en ot ro t iempo había sido guardafrenos, comet í el error de andar j unt o
a las vías con la mochila a la espalda charlando con los guardaguj as, inf ormándome del
próximo t ren de cercanías, cuando de repent e llegó un guardia enorme y muy j oven y
muy alt o con una pist ola a la cadera, balanceándose dent ro de una cart uchera, como el
sheriff de Cochise y Wyat t Earp de la t elevisión, y mirándome fríament e desde detrás de
sus gaf as de sol me ordenó apart arme de las vías. Volví a la carret era mient ras él me
seguía con la mirada con los brazos en j arras. Cabreado, seguí carret era abaj o y salt é de
nuevo la valla de la est ación y me quedé t umbado un rat o en la hierba. Luego me sent é,
mordisqueé una hierbecit a, pero siempre mant eniéndome agachado y a la espera. En
seguida oí unos pit idos agudos y supe que el t ren est aba list o y salt é por encima de unos
vagones llegando al t ren que me int eresaba. Subí al t ren, que ya se ponía en marcha, y
la est ación de Los Ángeles iba quedando at rás y yo permanecía t umbado allí con la
hierbecilla en la boca, siempre baj o la inolvidable mirada del vigilant e, que ahora t enía
t ambién los brazos en j arras, pero por un mot ivo dif erent e. De hecho, hast a se rascó la
cabeza.
El cercanías iba a Sant a Bárbara donde fui a la playa, nadé un poco y calent é algo de
comida en una hoguera que hice en la arena, regresando a la est ación con t iempo de
sobra para coger El Fant asma de Medianoche. El Fant asma de Medianoche est á
compuest o básicament e por vagones descubiert os con remolques de camión suj et os a
ellos con cables de acero. Las enormes ruedas de los remolques quedan encaj adas en
bloques de madera. Como siempre apoyo la cabeza en est os bloques, diría adiós a Ray si
se produj era un choque. Consideré que si mi dest ino era morir en el Fant asma de
Medianoche, no por eso dej aría de ser mi dest ino. Consideré t ambién que había unas
cuant as cosas que Dios quería que hiciera t odavía. El Fant asma llegó a la hora j ust a y
salt é a uno de los vagones, me inst alé debaj o de un remolque, ext endí mi saco de
dormir, met í las bot as ent re la chaquet a enrollada que me servía de almohada, me
relaj é y suspiré. Zum, est ábamos en marcha. Y ent onces ent endí por qué los vagabundos
lo llaman el Fant asma de Medianoche, pues, agot ado, en cont ra de cualquier consej o,
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me quedé dormido y sólo despert é baj o el resplandor de las luces de la oficina de la
est ación de San Luis Obispo, una sit uación realment e peligrosa, pues el t ren se había
parado en el peor sit io. Pero no había ni un alma a la vist a, era plena noche, y además
precisament e ent onces, cuando me despert é de mi perfect o sueño, se oyeron pit idos
repet idos delant e y ya nos alej ábamos de allí, exact ament e igual que fant asmas. Y no
me despert é hast a casi San Francisco, ya por la mañana. Me quedaba un dólar y Japhy
me est aba esperando en la cabaña. El viaj e ent ero había sido rápido y esclarecedor
como un sueño, y est aba de regreso.
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Si los Vagabundos del Dharma llegan a t ener alguna vez aquí, en Nort eamérica,
hermanos legos que lleven vidas normales con sus muj eres y sus hij os y sus casas, serán
como Sean Monahan.
Sean era un j oven carpint ero que vivía en una viej a casa de madera de lo alt o del
camino forest al que part ía de las amont onadas casas de Cort e Madera; conducía un viej o
t rast o, había añadido él solo un porche a la casa para que sirviera de cuart o de j ugar a
sus hij os, y había elegido una muj er que est aba de acuerdo con él en t odos los det alles
acerca de cómo disf rut ar de la vida con poco dinero. A Sean le gust aba t omarse días
libres y dej ar el t rabaj o sólo para subir a la cabaña de la colina, que pert enecía a la
f inca que t enía arrendada, y pasarse el día medit ando y est udiando los sut ras budist as y
t omando t azas de t é y durmiendo la siest a. Su muj er era Christ ine, una chica muy
guapa, con un pelo rubio como la miel que le caía encima de los hombros, que andaba
descalza por la casa y el t erreno t endiendo la ropa y cociendo su propio pan y past eles.
Era expert a en preparar una comida con nada. El año ant erior, Japhy le había regalado
por su cumpleaños una bolsa de cinco kilos de harina, y les encant ó el regalo. En
realidad, Sean era un pat riarca de la ant igüedad; aunque sólo t enía veint idós años,
llevaba una larga barba como la de San José, y ent re ella podían vérsele sus blancos
dient es de perla cuando sonreía, y brillar sus j óvenes oj os azules. Ya t enían dos hij it as,
que t ambién andaban descalzas por la casa y el t erreno y empezaban a saber cuidar de
sí mismas. La casa de Sean tenía est eras de espart o por el suelo, y t ambién se rogaba al
que ent raba en ella que se descalzase. Tenía mont ones de libros y su único luj o era un
aparat o de alt a fidelidad donde ponía su excelent e colección de discos indios y de
flamenco y de j azz. Tenía hast a discos chinos y j aponeses. La mesa para comer era baj a,
lacada en negro, una mesa de est ilo j aponés, y para comer en casa de Sean uno no sólo
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t enía que quedarse en calcet ines, t ambién debía sent arse en las est eras como pudiera.
Christ ine era buenísima haciendo sopas y bizcochos deliciosos.
Cuando llegué allí aquel mediodía, después de apearme del aut obús y de subir como un
par de kilómet ros por la cuest a de alquit rán,
Christ ine me obligó a sent arme
inmediat ament e delant e de una sopa calient e y un pan t ambién calient e con
mant equilla. Era una criat ura adorable.
-Sean y Japhy est án t rabaj ando en Sausalit o. Volverán a casa hacia las cinco.
-Voy a subir a la cabaña y echar una oj eada y esperaré allí.
-Bueno, pero si quieres puedes quedart e aquí y poner el t ocadiscos.
-Temo est orbart e.
-No me est orbarás, t odo lo que t engo que hacer es t ender est a ropa y preparar algo de
pan para est a noche y remendar unas cuant as cosas.
Con una muj er como ést a, Sean, que sólo t rabaj aba ocasionalment e de carpint ero, había
conseguido reunir unos cuant os miles de dólares en el banco. Y, lo mismo que un
pat riarca de la ant igüedad, era generoso, siempre insist iendo en dart e de comer, y si
había doce personas en la casa, organizaba un banquet e (sencillo pero delicioso) en la
mesa de fuera, y siempre con un garrafón de vino t int o. Sin embargo, era un arreglo
colect ivo; era muy est rict o con respect o a eso; hacía una colect a para el vino, y si venía
gent e, como siempre sucedía, a pasar un largo fin de semana, se esperaba que t raj eran
comida o dinero para comida. Luego, por la noche, baj o los árboles y las est rellas de su
t erreno, con t odo el mundo bien aliment ado y bebiendo vino t int o, Sean sacaba su
guit arra y cant aba canciones f olk. Cuando me cansaba de aquello, subía a la colina y me
iba a dormir.
Después de almorzar y hablar un rat o con Christ ine, subí a la colina. La ladera, muy
empinada, se iniciaba casi en la misma puert a de at rás. Había grandes abet os y ot ras
clases de pinos, y en la finca pegada a la de Sean, un prado de ensueño con flores
silvest res y dos hermosos bayos cuyos esbelt os cuellos se inclinaban sobre la j ugosa
hierba baj o el calient e sol.
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"¡Muchacho, est o va a ser t odavía mej or que el bosque de Carolina del Nort e! ", pensé,
empezando a subir. En la ladera era donde Sean y Japhy habían t alado t res eucalipt os
enormes y los habían cort ado (except o los t roncos) con una sierra mecánica. Ahora los
t roncos est aban preparados y vi que habían empezado a part irlos con cuñas y mazas y
hachas de doble filo. La pequeña senda que subía a la colina era t an empinada que casi
había que doblarse hacia delant e y caminar como un mono. Luego seguía una hilera de
cipreses plant ados por el anciano que había muert o en la colina años at rás. Est a hilera
prot egía de los vient os f ríos y de las nieblas procedent es del océano que azot aban la
f inca. La ascensión se hacía en t res et apas: primero est aba la cerca t rasera de Sean;
luego, ot ra cerca, que formaba un pequeño parque de venados donde en realidad una
noche vi venados, cinco, descansando (la zona ent era era una reserva de caza mayor); y
después, la cerca final y la cima de la colina cubiert a de hierba con una brusca
hondonada a la derecha donde la cabaña result aba difícilment e visible baj o los árboles y
los arbust os f loridos. Det rás de la cabaña, una const rucción sólida de t res grandes
habit aciones de las que Japhy sólo ocupaba una, había mucha leña, un caballet e para
serrar y hachas y un ret ret e sin t echo, simplement e un aguj ero en el suelo y unas t ablas.
Era como la primera mañana del mundo en un sit io maravilloso, con el sol filt rándose a
t ravés del denso mar de hoj as, y páj aros y mariposas revolot eando, calor y suavidad, el
olor de los brezos y las flores de más allá de la cerca de alambre de espino que llevaba
hast a la cima de la mont aña y most raba un panorama de t oda la zona de Marin Count y.
Ent ré en la cabaña.
Encima de la puert a había una t abla con caract eres chinos; nunca supe lo que decía;
probablement e: "¡Mara, fuera de aquí!" (Mara el Tent ador). Dent ro admiré la hermosa
simplicidad del modo de vivir de Japhy, limpio, sensible, ext rañament e rico sin haber
gast ado nada en la decoración. Viej os f loreros de barro est allaban de ramillet es de
f lores cogidas en el t erreno de alrededor. Sus libros ordenadament e dispuest os en las
cest as de naranj as. El suelo cubiert o por est eras muy barat as. Las paredes, como dij e,
recubiert as de arpillera, que es uno de los papeles pint ados mej ores que se pueden
encont rar, muy at ract ivo y de olor agradable. Encima de la est era de Japhy había un
delgado colchón con un chal de lana escocesa de Paisley t apándolo, y sobre t odo eso,
cuidadosament e enrollado durant e el día, su saco de dormir. Det rás de una cort ina de
arpillera, en un armario, est aban su mochila y ot ros t rast os, f uera de la vist a. De la
arpillera de la pared colgaban hermosos grabados de ant iguas pint uras chinas sobre
seda, y mapas de Marin Count y y del noroest e de Washingt on y varios poemas escrit os
por Japhy y suj et os con chinchet as para que los leyera t odo el que quisiera. El últ imo
poema superpuest o encima de los demás decía:
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"Just o acaba de empezar con un colibrí det eniéndose encima del porche dos met ros más
allá de la puert a abiert a. Luego se fue, int errumpiendo mi est udio, y vi el viej o post e de
pino inclinado sobre el suelo, enredado en el gran arbust o de flores amarillas, más alt o
que yo, que t engo que apart ar cada vez que ent ro. El sol f ormando una t elaraña de
sombras al at ravesar sus ramas. Los gorriones coronados de blanco cant an incesant es en
los árboles; un gallo, allá abaj o en el valle, cacarea y cacarea. Sean Monahan, ahí f uera,
a mis espaldas, lee el Sut ra del Diamant e al sol. Ayer leí Migración de las aves. La
dorada avef ría y la golondrina del Árt ico son hoy esa gran abst racción a mi puert a,
porque los j ilgueros y pet irroj os pront o se irán y los que cogen nidos se llevarán t oda la
nidada, y pront o, un día brumoso de abril, llegará el calor a la colina, y sin ningún libro,
sabré que las aves marinas persiguen la primavera hacia el nort e a lo largo de la cost a:
anidarán en Alaska dent ro de seis semanas." Y lo firmaba: "Japhet M. Ryder, Cabaña de
los Cipreses, 18, III, 56."
No quise t ocar nada de la casa hast a que él volviera del t rabaj o, así que salí y me t umbé
al sol sobre la verde hierba t an alt a y esperé t oda la t arde f ant aseando. Pero luego se
me ocurrió:
"Podría prepararle a Japhy una buena cena." Y baj é la colina y siguiendo carret era abaj o
fui a la t ienda y compré j udías, cerdo salado y algunas cosas más, y volví y encendí el
f uego y preparé un guiso de Nueva Inglat erra con melaza y cebollas. Me asombró el
modo en que Japhy guardaba la comida: simplement e encima de un est ant e: dos
cebollas, una naranj a, una bolsa de germen de t rigo, lat as de curry en polvo, arroz,
t rozos mist eriosos de algas secas chinas, una bot ella de salsa de soj a (para preparar sus
mist eriosos plat os chinos). La sal y la pimient a est aban guardadas en pequeñas bolsas de
plást ico cerradas con una goma elást ica. No había en el mundo nada que Japhy
despreciara o perdiera. Ahora vo int roducía en su cocina aquel sust ancioso guiso de
j udías y cerdo, y quizá no le gust ara. También, t enía por allí un buen t rozo del pan
moreno de Christ ine, y el cuchillo para cort arlo era una simple navaj a clavada en una
t abla.
Oscureció y esperé f uera, dej ando la t art era de j udías en el f uego para que se
mant uviera calient e. Cort é un poco de leña y la añadí al mont ón de det rás del f ogón.
Llegaban vient o y niebla del Pacífico, los árboles se doblaban profundament e y
bramaban. Desde la cima de la colina no se veía nada except o árboles, árboles, un mar
rugient e de árboles. Era el paraíso. Como había refrescado, me met í dent ro y avivé el
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f uego, cant ando, y cerré las vent anas. Las vent anas eran sencillament e unas placas de
plást ico opaco de quit a y pon fabricadas hábilment e por Whit ey Jones, el hermano de
Christ ine, que dej aban ent rar la luz, aunque desde el int erior no se veía nada, y
prot egían del vient o f río. Pront o hizo calor en la acogedora cabaña. De pront o, oí un
"¡Ooh!" que procedía del rugient e mar de árboles de fuera. Era Japhy que volvía.
Salí a su encuent ro. Venía por la alt a hierba, cansado del t rabaj o, con el pesado andar
de sus bot as, la chaquet a echada sobre los hombros.
-Bueno, Smit h, ya est ás aquí.
-Te he preparado un buen plat o de j udías.
-¿De verdad? -Est aba inmensament e agradecido-. Chico, qué alivio volver a casa del
t rabaj o y no t ener que hacerse la cena. Est oy agot ado. -At acó las j udías con pan y el
café que yo había hecho en un cacharro, al est ilo francés, removiendo con una cuchara.
Fue una cena est upenda y luego encendimos nuest ras pipas y hablamos mient ras las
llamas crepit aban-.
-Ray, vas a pasar un verano maravilloso en el pico de la Desolación. Te hablaré de él.
-También pienso pasar una primavera est upenda aquí, en est a cabaña.
-Espera un poco, lo primero que vamos a hacer es invit ar est e f in de semana a dos chicas
nuevas bast ant e guapas, Psyche y Polly Whit more; espera un moment o. ¡Joder!... No
puedo invit arlas a las dos porque las dos est án enamoradas de mí y t endrán celos. De
t odos modos, celebramos grandes fiest as t odos los fines de semana, empezamos abaj o,
en casa de Sean, y t erminamos aquí. Y mañana no t rabaj o, así que le cort aré a Sean un
poco de leña. Es t odo lo que t ienes que hacer, no pide más. Pero si quieres t rabaj ar con
nosot ros en Sausalit o la semana que viene, puedes ganar diez dólares diarios.
-Est upendo... con eso compraremos j udías y cerdo y vino.
Japhy sacó un bonit o dibuj o de una mont aña.
-Aquí t ienes la mont aña que verás alzarse ant e t i, el Hozomeen. Yo mismo la dibuj é
hace dos veranos desde el pico Crát er. En el cincuent a y dos f ui por primera vez a esa
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zona del Skagit , haciendo aut ost op desde Frisco a Seat t le, y luego, una vez allí, con una
barba incipient e y la cabeza t ot alment e afeit ada...
-¡Con la cabeza afeit ada del t odo! ¿Y por qué?
-Para ser igual que un bikhu, ya sabes lo que dicen los sut ras.
-Pero ¿qué pensaba la gent e al vert e haciendo aut ost op con la cabeza af eit ada?
-Pensaban que est aba loco, pero t odo el mundo me cogía y yo explicaba el Dharma,
chico, y los dej aba iluminados.
-Me parece que t ambién yo hice algo de eso cuando venía en aut ost op hacia aquí... Te
hablaré de mi arroyo en las mont añas del desiert o.
-Espera un poco. Me pusieron de vigilant e en la mont aña del Crát er, pero como aquel
año había t ant a nieve en la cima de las mont añas, t uve que t rabaj ar ant es durant e un
mes en una pist a que est aban haciendo en la gargant a del Granit e Creek. Ya verás t odos
esos sit ios. Luego, con una reat a de mulas, cubrimos los diez kilómet ros finales por una
sinuosa senda t ibet ana, por encima de la línea de árboles, sobre las zonas nevadas hast a
las escarpadas cumbres del final, y luego t repé por los riscos en medio de una t orment a
de nieve y abrí la cabaña y preparé mi primera comida allí mient ras aullaba el vient o y
el hielo se acumulaba en las dos paredes cara al vient o. Chico, espera hast a que est és
allá arriba. Aquel año, mi amigo Jack Joseph est aba en el Desolación, donde vas a est ar
t ú.
-¡Vaya nombre! ¡Desolación! ¡Joder! ¡Sí que es un nombre raro! ¡De verdad que...!
-Fui el primer vigilant e de incendios que subió. Lo escuché por la radio en cuant o la
encendí y t odos los vigilant es me daban la bienvenida. Luego me puse en cont act o con
ot ras mont añas, t ambién t e darán un emisor-recept or; es casi un rit o que t odos los
vigilant es charlen de los osos que han vist o y hast a t e piden la recet a de bollos u ot ra
cosa y así t odo el rat o. Est ábamos en la cima del mundo hablándonos t odos por medio de
una red de radio separados unos de ot ros por cient os de kilómet ros. Es una zona muy
primit iva la que vas a conocer, chico. Desde la cabaña veía las luces del Desolación una
vez que había oscurecido. Jack Joseph leía sus libros de geología y durant e el día nos
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comunicábamos por medio de espej os para alinear los prismát icos en busca de incendios
según la posición de la brúj ula.
-Pues vaya, j amás conseguiré aprender eso, sólo soy un poet a vagabundo.
-Ya verás como aprendes, el polo magnét ico, la est rella polar y la aurora boreal... Jack
Joseph y yo hablábamos t odas las noches. Un día se le met ió un enj ambre de mariposas
en la at alaya que había encima del t ej ado y el depósit o de agua quedó lleno de ellas.
Ot ro día f ue a dar un paseo por los alrededores y se encont ró con un oso dormido.
-¡Vaya! Creo que ese sit io es muy agrest e.
-Y eso no es nada... y cuando se le echaba encima una t orment a eléct rica, me llamaba
para decir que desaparecía de las ondas, pues la t orment a est aba demasiado cerca para
que su radio f uncionara, y dej aba de oírsele y bailaban los rayos. Pero a medida que
avanzaba el verano, el Desolación se secaba y t enía flores y el ambient e era de égloga y
Jack andaba por los riscos y yo seguía en la mont aña del Crát er en t aparrabos y bot as
buscando nidos de chochas por pura y si mple curiosidad, t repando y met iendo las narices
en t odo, haciendo que me picaran las avispas... El Desolación, Ray, est á ahí arriba, a
unos dos mil met ros de alt it ud en dirección al Canadá y las alt uras de Chelan, y la sierra
de Picket t , con mont es como el Ret ador, el Terror, Furia, Desesperación. . . y t u propia
cordillera se llama la sierra del Hambre, y la zona mont añosa del pico Bost on y el pico
Buckner se ext iende hacia el sur, son miles de kilómet ros de mont añas, venados, osos,
conej os, halcones, t ruchas, ardillas. Te gust ará muchísimo, Ray, ya verás.
-Espero que sea así. Y que no me piquen las avispas porque...
Luego sacó sus libros y leyó un rat o, y yo t ambién leí, cada uno a la luz de su propia
lámpara de pet róleo. Fue una velada muy t ranquila en casa mient ras nos cubría la niebla
y rugía el vient o en los árboles de fuera, y por el valle, una mula iba quej ándose con los
grit os más t erribles que había oído j amás.
-Cuando una mula se lament a de ese modo -dij o Japhy-, me ent ran ganas de rezar por
t odos los seres vivos. -Luego medit ó durant e un rat o, inmóvil, en la post ura del lot o, y
después dij o-: Hora de acost arse. -Pero yo quería cont arle t odas las cosas que había
descubiert o aquel invierno medit ando en el bosque-. Son sólo palabras -dij o t rist emente,
sorprendiéndome-. No quiero oír t odas t us descripciones con palabras y palabras y
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palabras de lo que hicist e por el invierno, t ío, quiero ent ender las cosas a t ravés de la
acción.
Japhy había cambiado desde el año ant erior. Ya no t enía perilla, perdiendo así la
expresión divert ida y risueña de su rost ro, y ahora parecía más f laco y como de piedra.
También se había cort ado el pelo al cepillo y parecía un alemán, serio y, por encima de
t odo, t rist e. Ahora en su cara parecía haber algo así como decepción, y la había,
indudablement e, en su alma, y no quería escuchar mis vehement es explicaciones de que
t odo est aba bien por siempre j amás. De repent e, me dij o:
-Creo que voy a casarme pront o, est oy cansado de andar por ahí de un lado a ot ro.
-Pero yo creía que habías descubiert o el ideal de pobreza y libert ad zen.
-Tal vez me est é cansando de t odo eso. Cuando vuelva del monast erio j aponés
probablement e est aré hart o de t odo. A lo mej or me hago rico y t rabaj o y j unt o un
mont ón de dinero y vivo en una casa muy gr ande. -Pero un minut o después añadió-: Pero
¿quién querría esclavizarse a t odas esas cosas? Yo no, Smit h, lo que pasa es que est oy
deprimido y lo que me cuent as, t odavía me deprime más. Mi hermana ha vuelt o a la
ciudad, ¿sabes?
-¿Quién?
-Rhoda, mi hermana. Me crié con ella en los bosques de Oregón. Va a casarse con un t ipo
muy rico de Chicago, un aut ént ico cerca. Mi padre t ambién t iene problemas con su
hermana, mi t ía Noss. Es una verdadera bruj a.
-No deberías de habert e afeit ado la perilla, con ella t enías aspect o de sabio f eliz.
-Bueno, ya no soy un sabio f eliz, y est oy cansado. Est aba agot ado t ras un largo día de
t rabaj o. Decidimos irnos a dormir y olvidarlo t odo. De hecho est ábamos algo t rist es y
mut uament e molest os. Durant e el día había encont rado un sit io cerca de un rosal
silvest re donde pensaba inst alar mi saco de dormir. Lo había cubiert o con una capa de
hierba recién cort ada. Ahora, con mi lint erna y mi bot ella de agua f ría, f ui allí y me
sumergí en un hermoso descanso noct urno baj o los árboles que sollozaban. Ant es medit é
un poco, pues dent ro no podía medit ar t al y como Japhy había hecho. Después de t odo,
aquel invierno en el bosque por la noche necesit aba oír el sonido de animales y páj aros y
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not ar que la t ierra suspiraba debaj o para poder sent ir mi afinidad con t odos los seres
vivos, vacíos e iluminados y ya salvados para siempre. Pedí por Japhy: me parecía que
est aba cambiando y no para bien. Al amanecer llovió un poco y la lluvia repiquet eaba en
mi saco de dormir y ent onces me eché el impermeable por encima en vez de por debaj o,
solt é un t aco, y seguí durmiendo. A las siet e, el sol ya había salido y las mariposas se
posaban en las rosas j unt o a mi cabeza y un colibrí se lanzó en picado por encima de mí,
silbando y se marchó rápidament e encant ado. Pero est aba equivocado con respect o a
Japhy y su cambio. Aquélla fue una de las mañanas más maravillosas de nuest ra vida.
Allí est aba delant e de la puert a de la cabaña con una sart én muy grande en la mano
haciendo ruido y ent onando:
-Budam saranam gochami... Dhammam saranam gochami... Sangam saranam gochami...
-Y grit ando-: Vamos, muchacho, ¡las t ort it as est án list as! ¡Venga, levánt at e! ¡Bang,
bang, Bang!
Y el sol naranj a penet raba ent re los pinos y t odo volvía a ser maravilloso. De hecho,
Japhy había medit ado aquella noche y decidió que t enía razón en aferrarme al viej o y
buen Dharma.
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Japhy había preparado unas est upendas t ort it as de harina de t rigo moreno y t eníamos
sirope casero para acompañarlas y un poco de mant equilla. Le pregunt é qué signif icaba
aquella canción del "Gochami".
-Es un cánt ico que ent onan ant es de cada una de las t res comidas en los monast erios
budist as j aponeses. Budam Saranam Gochami significa encuent ro refugio en Buda; San
gam, encuent ro refugio en el t emplo; Dhammam, encuent ro refugio en el Dharma, la
verdad. Mañana por la mañana t e prepararé ot ro buen desayuno, un slumgullion. ¿Es que
nunca t omast e un rico y ant iguo slumgullion? Pues chico, no es más que huevos revuelt os
y pat at as, t odo mezclado.
-¿Es una comida de leñador?
-Allí arriba no hay leñadores, eso es una expresión del Est e. Allí los llaman hacheros. Ven
a t omar t us t ort it as y luego baj aremos y cort aremos t roncos, yo t e enseñaré a manej ar
un hacha de dos filos. -Cogió el hacha, la afiló y me enseñó a afilarla-. Y j amás ut ilices
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est a hacha con un t ronco que est é en el suelo, darías a las piedras y la embot arías,
ut iliza siempre ot ro t ronco o algo así de t aj ador.
Fui al ret ret e, y al volver, queriendo sorprender a Japhy con un t ruco zen, t iré el rollo
de papel higiénico por la vent ana abiert a y él solt ó un alarido de samurai y apareció por
la vent ana en bot as y pant alones cort os con un puñal en la mano, y dando un salt o de
casi cinco met ros, llegó hast a el cercado donde est aban los t roncos. Era una locura.
Empezamos a baj ar sint iéndonos alt os. Todos los t roncos a los que les había quit ado las
ramas t enían un cort e más o menos grande, donde uno podía met er más o menos la
pesada cuña de hierro, y luego, levant ando una maza de casi t res kilos por encima de la
cabeza, t e apart abas un poco para no alcanzart e el t obillo, y asest abas un golpe a la
cuña y part ías el t ronco limpiament e en dos. Luego, ponías cada una de est as mit ades en
el t aj ador, y con un golpe del hacha de doble filo, una hermosa hacha muy larga, afilada
como una navaj a de af eit ar, t enías el t ronco part ido en cuat ro. Luego cogías el cuart o
de t ronco y lo cort abas en dos part es. Japhy me enseñó a manej ar el mazo y el hacha sin
demasiada energía, pero cuando se animaba, me di cuent a de que t ambién manej aba el
hacha con t oda su fuerza, lanzando su famoso grit o o solt ando maldiciones. Pront o cogí
el t ranquillo y hacía aquello como si lo hubiera est ado haciendo t oda la vida.
Christ ine salió a mirarnos y nos dij o: -Os voy a preparar un buen almuerzo.
-Est upendo. -Japhy y Christ ine eran como hermanos. Part imos un mont ón de t roncos.
Result aba muy enrollart e dej ar caer el mazo encima de la cuña y not ar que el t ronco
cedía, si no a la primera, a la segunda vez. El olor a aserrín, pinos, la brisa del mar
soplando por encima de las plácidas mont añas, el cant o de las alondras, las mariposas
revolot eando por la hierba, t odo era perf ect o. Luego ent ramos y t omamos un buen
almuerzo: perrit os calient es y arroz y sopa y vino t int o y los bizcochos recién hechos por
Christ ine, y nos quedamos sent ados allí cruzados de piernas y descalzos manoseando la
vast a bibliot eca de Sean.
-¿Oíst e hablar de aquel discípulo que pregunt ó a su maest ro zen: Qué es el Buda?
-No. ¿Qué?
-"El Buda es un zurullo de mierda seca", fue la respuest a. Y el discípulo t uvo una
iluminación súbit a.
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-Pura mierda -dij e.
-¿No sabes lo que es la iluminación súbit a? Un discípulo acudió a un maest ro y respondió
a su koan y el maest ro le pegó con un palo y lo t iró por encima de la veranda a un
barrizal que est aba a cinco met ros. El discípulo se levant ó y se echó a reír. Luego se
convirt ió en maest ro. No t uvo la iluminación gracias a las palabras, sino a aquel
saludable empuj ón que lo echó fuera del porche.
"Rebozado en el barro para demost rar la crist alina verdad de la compasión", pensé. Bien,
no le volvería a solt ar mis "palabras" a Japhy nunca más.
-¡Oye! -grit ó, t irándome una f lor a la cabeza-. ¿Sabes cómo se convirt ió Kasyapa en el
primer pat riarca? El Buda iba a empezar a exponer un sut ra y doscient os cincuent a
bikhus est aban esperando con sus mant os en orden y las piernas cruzadas, y lo único que
hizo el Buda fue levant ar una flor. Todos quedaron perplej os. El Buda no decía nada.
Sólo Kasyapa sonreía. Así f ue como el Buda eligió a Kasyapa. Es lo que se llama el
sermón de la f lor, chico.
Fui a la cocina y cogí un plát ano y salí y dij e:
-Bien, t e voy a decir lo que es el nirvana.
-¿El qué?
Me comí el plát ano y t iré la cáscara y no dij e nada.
-Ahí t ienes -concluí-, el sermón del plát ano.
-¡Vaya! -grit ó Japhy-. ¿Has oído hablar alguna vez del Viej o Hombre Coyot e y de cómo él
y Zorro Plat eado iniciaron el mundo al caminar por el espacio vacío hast a que apareció
un poco de suelo baj o sus pies? Mira est e cuadr o, a propósit o. Aquí t ienes a los famosos
Toros.
Era una ant igua hist oriet a china que most raba primero a un j oven que iba al bosque con
un bast ón y un hat illo, como un vagabundo nort eamericano de 1905, y en las viñet as
siguient es se encuent ra con un t oro, t rat a de domarlo, t rat a de mont arlo, por f in lo
doma y lo mont a, pero luego se alej a del t oro y se limit a a sent arse a medit ar a la luz de
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la luna, y, finalment e, podía vérsele baj ar de la mont aña de la iluminación y, a
cont inuación, en la siguient e viñet a no hay nada en absolut o, y seguía una viñet a con un
árbol en flor, luego en la últ ima viñet a se ve que el j oven es un bruj o viej o y gordo que
se ríe llevando una enorme bolsa a la espalda camino de la ciudad donde va a
emborracharse con los carniceros, iluminado ya, mient ras ot ro j oven nuevo empieza a
subir la mont aña con un hat illo y un bast ón.
-Y así sigue y sigue, los discípulos y los maest ros pasan por lo mismo. Primero t ienen que
encont rar y domar el t oro de su esencia ment al, y luego dej arlo, después llegan por fin a
la nada, represent ada aquí por est a viñet a vacía, y luego, t ras llegar a la nada, lo
consiguen t odo, que son est os brot es del árbol, así que ya pueden volver a la ciudad y
emborracharse con los carniceros, como hacía Li Po.
Era, sin duda, una hist oriet a muy profunda que me recordó mi propia experiencia,
t rat ando de domar la ment e en el bosque, luego comprendiendo que t odo est aba vacío e
iluminado y que no t enía nada que hacer, y ahora emborrachándome con Japhy, el
carnicero del pueblo. Pusimos discos y nos quedamos allí t umbados fumando y luego
salimos a cort ar más leña.
Cuando a la caída de la t arde refrescó, subimos a la cabaña y nos lavamos y vest imos
para la gran fiest a de la noche del sábado. Durant e el día, Japhy subió y baj ó a la colina
por lo menos diez veces para llamar por t eléfono v hablar con Christ ine y conseguir pan
y t raer sábanas limpias para su chica de aquella noche (cuando t enía una chica ponía
sábanas limpias a su delgado colchón de encima de las est eras de paj a: un rit o). En
cambio, yo me limit é a est ar sent ado en la hierba sin hacer nada, o escribiendo haikus,
o mirando al viej o buit re que revolot eaba sobre la colina.
"Debe de haber alguna carroña por aquí", me imaginé. -¿Qué haces ahí sent ado el día
ent ero? -me pregunt ó Japhy.
-Pract ico la no-acción.
-¿Y qué diferencia hay? A la mierda, mi budismo es act ividad -dij o Japhy, lanzándose de
nuevo colina abaj o. Ent onces oí que est aba serrando y silbando a lo lej os. No podía
pararse ni un minut o. Sus medit aciones consist ían en hacer las cosas normales, a su
debido t iempo. Medit ó por primera vez al despert ar por la mañana, luego t uvo su
medit ación de media t arde, de sólo t res minut os, luego medit aría ant es de acost arse, y
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eso era t odo. Sin embargo, yo andaba por allí y dej aba vagar la imaginación t odo el
t iempo. Éramos dos monj es ext rañament e dist int os en la misma senda. Con t odo, cogí
una pala y nivelé el suelo de j unt o al rosal, j ust o donde est aba mi lecho de hierba: era
demasiado irregular para result ar cómodo: lo dej é bien alisado y aquella noche dormí
perfect ament e después de la gran fiest a y de t odo el vino.
Aquella gran fiest a fue una locura. Japhy t enía a una chica, Polly Whit more, que había
venido a verle. Una morenit a guapa con peinado a la española y oj os ocuros, de hecho
una aut ént ica belleza, y además mont añera. Acababa de divorciarse y vivía sola en
Millbrae. Y el hermano de Christ ine, Whit ey Jones, t raj o a su novia Pat sy. Y,
nat uralment e, est aba Sean, que volvió a casa después del t rabaj o y se lavó y arregló
para la fiest a. Vino ot ro chico a pasar el fin de semana: un rubio enorme llamado Bud
Diefendorf que t rabaj aba de bedel en la Asociación Budist a para pagarse el aloj amient o
y asist ir a las clases grat is. Una especie de enorme Buda fumador de pipa con t odo t ipo
de ext rañas ideas. Me gust ó Bud, era int eligent e, y me gust ó que hubiera empezado a
est udiar medicina en la Universidad de Chicago y luego lo dej ara por la filosofía y,
finalment e, siguiera a Buda, el gran asesino de t oda f ilosof ía. Dij o:
-Una vez soñé que est aba sent ado debaj o de un árbol t ocando el laúd y cant ando "No
t engo ni nombre". Era el bikhu sin nombre.
Result aba realment e agradable reunirse con t ant os budist as después del duro viaj e
haciendo aut ost op.
Sean era un míst ico y ext raño budist a con la ment e llena de superst iciones y
premoniciones.
-Creo en los demonios -dij o.
-Bueno -le respondí acariciando el pelo de su hij it a-, t odos los niños saben que t odo el
mundo va al Cielo. -A lo que asint ió suavement e con una t rist e inclinación de cabeza.
Era muy agradable y t odo el t iempo decía "Sí, sí, sí", y se pasaba largas horas en su viej o
bot e fondeado en la bahía que se hundía cuando había t orment a y t eníamos que sacarlo
a f uerza de remos y achicar el agua baj o la f ría niebla. Era sólo un desast re de bot e de
menos de cuat ro met ros de eslora, sin cabina que mereciera ese nombre, una ruina
flot ando en el agua alrededor de una oxidada ancla.
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Whit ey Jones, el hermano de Christ ine, era un muchacho amable de veint e años que
nunca decía nada y se limit aba a sonreír y acept aba las bromas sin prot est ar. Por
ej emplo, la fiest a t erminó de un modo dement e y las t res parej as se desnudaron del
t odo y bailaron una especie de polka cogidos de la mano alrededor del cuart o de est ar,
mient ras las niñas dormían en sus cunas. Eso ni a mí ni a Bud nos molest ó para nada, y
seguimos fumando nuest ras pipas y discut iendo de budismo en un rincón: lo mej or que
podíamos hacer, pues no había chicas para nosot ros. Y delant e t eníamos un hermoso t río
de ninfas bailando. Pero Japhy y Sean llevaron a Pat sy al dormit orio haciendo como que
se la iban a j oder, sólo para gast arle una broma a Whit ey, que se puso t odo colorado, y
hubo risas y carreras por t oda la casa.
Bud y yo seguíamos sent ados allí cruzados de piernas con unas chicas desnudas bailando
delant e y reímos dándonos cuent a de que era una sit uación familiar.
-Es como en una vida ant erior, Ray -dij o Bud-, t ú y yo éramos monj es en un monast erio
del Tibet y las chicas bailaban par a nosot ros ant es del yabyum.
-Sí, y éramos unos monj es viej os a quienes ya no les int eresaba el sexo. En cambio, Sean
y Japhy y Whit ey eran unos monj es j óvenes y t odavía est aban llenos del fuego del mal y
t enían un mont ón de cosas que aprender.
De cuando en cuando, Bud y yo mirábamos t oda aquella carne y nos relamíamos en
secret o. Pero la mayor part e del t iempo, de hecho, durant e casi t odo aquel j olgorio,
mant uve los oj os cerrados escuchando la música: t rat aba sincerament e de mant ener el
deseo fuera de mi ment e a fuerza de volunt ad y apret ando los dient es. Y para eso, lo
mej or era t ener los oj os cerrados. A pesar de las desnudeces y t odo lo demás, en
realidad fue una agradable fiest a familiar y t odo el mundo empezó a bost ezar con ganas
de irse a la cama. Whit ey se fue con Pat sy, Japhy subió a la colina con Polly y las
sábanas limpias, y yo desenrollé mi saco de dormir j unt o al rosal y me dormí. Bud
t ambién había t raído su saco de dormir y lo ext endió sobre las est eras del suelo de la
sala de est ar de Sean.
Por la mañana, Bud subió y encendió la pipa y se sent ó en la hierba charlando conmigo
mient ras me f rot aba los oj os para despert ar del t odo. Durant e ese día, el domingo, vino
gent e de t odas clases pregunt ando por los Monahan, y la mit ad de esa gent e subió a la
colina para ver la cabaña y a los dos f amosos y locos bikhus: Japhy y Ray. Ent re ellos,
143
est aban Alvah, Princess y Warren Coughlin. Sean preparó la mesa de delant e de la casa y
puso vino y hamburguesas encima y encendió una hoguera y sacó sus dos guit arras y era
un modo magnífico de vivir en la soleada California -comprendí en seguida- con t odo
aquel agradable Dharma y aquel mont añismo relacionado con él. Todos t enían sacos de
dormir y mochilas y algunos de ellos iban a hacer una excursión al día sigui ent e por las
sendas de Marin Count y que son t an bonit as. Los present es se dividieron, pues, en t res
grupos: los que est aban en el cuart o de est ar oyendo discos y hoj eando los libros; los de
la ent rada que comían y escuchaban a Sean t ocando la guit arra; y los de la cima de la
colina que bebían t é y se sent aban con las piernas cruzadas discut iendo de poesía y ot ras
cosas, del Dharma t ambién, o se paseaban por el prado viendo cómo hacían volar las
comet as los niños, o las muj eres mont ando a caballo. Todos los fines de semana se
desarrollaba la misma j ira campest re, una escena clásica de ángeles y muñecas pasando
unas horas en un vacío igual al vacío de la hist oriet a de los Toros y la rama f lorida.
Bud y yo est ábamos sent ados en la colina mirando las comet as.
-Esa comet a no subirá bast ant e, t iene la cola demasiado cort a -dij e.
-Oye -dij o Bud-, eso est á muy bien, me recuerda el problema principal de mis
medit aciones. El mot ivo por el que no puedo alcanzar el nirvana: simplement e porque
mi cola no es lo bast ant e larga. -Aspiró el humo y consideró seriament e lo que acababa
de decir.
Era el t ipo más serio del mundo. Consideró aquello t oda la noche y a la mañana
siguient e me dij o:
-La noche pasada me vi como si fuera un pez que nadaba en el vacío del mar, yendo a
derecha e izquierda sin conocer el signif icado de derecha y de izquierda, sólo gracias a
mi alet a caudal, est o es, a la cola de mi comet a. Así que soy un pez Buda y mi alet a
caudal es mi sabiduría.
-Es inf init a de verdad esa comet a -dij e.
Durant e esas f iest as siempre me eclipsaba un rat o para echar una siest a baj o los
eucalipt os, en vez de j unt o a mi rosal donde por el día hacía demasiado calor, y
descansaba muy bien a la sombra de los árboles. Una t arde, cuando cont emplaba las
ramas más alt as de est os árboles inmensament e alt os, empecé a not ar que las ramit as y
144
las hoj as de sus copas eran felices danzarinas líricas cont ent as de que les hubiera t ocado
est ar allí arriba, con t odo aquel murmullo del árbol balanceándose debaj o de ellas, un
árbol que bailaba y se mecía en un movimient o enorme y comunal y mist eriosament e
necesario, y así flot aban allí en el vacío expresando con el baile el significado del árbol.
Not é que las hoj as parecían casi humanas por el modo en que se doblaban y luego se
alzaban y luego iban de un lado a ot ro líricament e. Fue una visión disparat ada, pero
hermosa. Ot ra vez, debaj o de esos árboles, soñé que veía un t rono púrpura t odo
cubiert o de oro, con una especie de Papa o Pat riarca Et erno en él, y Rosie por allí cerca,
y en ese moment o Cody est aba en la cabaña charlando con unos amigos y parecía que se
encont raba a la izquierda de est a visión como una especie de arcángel, y cuando abrí los
oj os, vi que se t rat aba simplement e del sol que me daba en los párpados. Y como decía,
est aba aquel colibrí, un hermoso colibrí azul bast ant e pequeño, no mayor que una
libélula, que se lanzaba en picado silbando sobre mí, diciéndome sin duda hola, t odos
los días,
normalment e por
la mañana,
y siempre le cont est aba con
un
grit o
devolviéndole el saludo. Finalment e empezó a asomarse por la vent ana abiert a de la
cabaña, piando y zumbando con sus frenét icas alas, mirándome con unos oj illos
redondos, y luego, zas, se iba. ¡Aquel colibrí! ¡Un amigo californiano...!
Con t odo, a veces t enía miedo de que se lanzara direct ament e cont ra mi cabeza con su
pico t an largo como un alf iler de sombrero. También est aba aquella viej a rat a
merodeando por el sót ano de debaj o de la cabaña, y era convenient e t ener la puert a
cerrada por la noche. Mis ot ros amigos eran las hormigas, una colonia de ellas que
querían ent rar en la cabaña y llegar hast a la miel ("Llamando a t odas las hormigas,
llamando a t odas las hormigas. Hay que ent rar y conseguir la miel", cant ó un niño en la
cabaña uno de aquellos días), así que fui hast a el hormiguero e hice un camino de miel
que se dirigía al j ardín de at rás y durant e una semana disf rut aron de aquella nueva vet a.
Incluso me arrodillaba y hablaba con ellas. Había flores muy bonit as alrededor de la
cabaña, roj as, púrpura, rosa, y hacíamos ramillet es con ellas, pero el más bonit o de
t odos fue el que hizo una vez Japhy sólo con piñas y aguj as de pino. Tenía aquella
sencillez que caract erizaba t oda su vida. A veces, ent raba ruidosament e en la cabaña
con la sierra y, viéndome allí sent ado, decía:
-¿Por qué t e pasas sent ado el día ent ero?
-Porque soy el Buda conocido por el Desocupado.
145
Y ent onces era cuando la cara de Japhy se arrugaba con aquella divert ida risa t an suya
de niño, igual que un muchacho chino riéndose, con pat as de gallo apareciendo a los
lados de sus oj os y su larga boca muy abiert a. A veces se ent usiasmaba conmigo.
Todos querían a Japhy. Polly y Princess, y hast a Christ ine, que est aba casada, se habían
enamorado locament e de él, y secret ament e t odas t enían celos de la favorit a de Japhy,
Psyche, que apareció el fin de semana siguient e realment e guapa con pant alones
vaqueros y un cuello blanco sobre su j ersey de cuello vuelt o y una cara y un cuerpo muy
delicados. Japhy me confesó que est aba algo enamorado de ella. Pero le cost ó t rabaj o
convencerla de que para hacer el amor t enía que emborracharse ant es, pues una vez
que empezaba a beber, Psyche ya no podía parar. Ese fin de semana en que vino, Japhy
preparó slumgullion para los t res en la cabaña, y luego Sean nos dej ó su viej o coche y
fuimos unos cient o cincuent a kilómet ros cost a arriba hast a una playa solit aria donde
cogimos mej illones de las rocas bat idas por el mar y los ahumamos en una gran hoguera
de leña cubiert a de algas. Teníamos vino y pan y queso, y Psyche se pasó el día ent ero
t umbada boca abaj o con los vaqueros y el j ersey puest os sin decir nada. Pero en una
ocasión levant ó sus pequeños oj os azules y dij o:
-¡Qué oral eres, Smit h, siempre est ás comiendo y bebiendo!
-Soy Buda Come-vacío -dij e.
-¿No es guapa de verdad? -pregunt ó Japhy.
-Psyche -dij e-, est e mundo es la película de t odo lo que exist e, es una película hecha del
mismo mat erial en t odas part es y no pert enece a nadie, y es t odo lo que exist e. ¡Tont erías!
Corrimos por la playa. En una ocasión en que Japhy y Psyche se alej aron mucho y yo iba
caminando solo silbando "St ella", de St an Get z, una parej a de chicas muy guapas que
est aba con unos amigos me oyeron y una de ellas se volvió v dij o:
- ¡Swing!
Había grut as nat urales en la misma playa donde Japhy había celebrado grandes f iest as y
organizado bailes con t odos desnudos alrededor de una hoguera.
146
Luego llegaban los días de labor y se t erminaban las fiest as y Japhy y yo barríamos la
cabaña como viej os vagabundos limpiando el polvo de pequeños t emplos. Toda vía me
quedaba algo de mi pensión del últ imo ot oño, en cheques de viaj e, y cogí uno y fui al
supermercado aut opist a abaj o y compré harina de t rigo y de maíz, azúcar, melaza, miel,
sal,
pimient a,
cebollas,
arroz,
leche
en
polvo,
pan,
j udías,
guisant es,
pat at as,
zanahor ias, repollo, lechuga, café, cerillas de madera muy grandes para encender la
lumbre y volví t ambaleándome por la ladera hast a la colina con t odo aquello y un par de
lit ros de oport o. El pulcro y pequeño anaquel donde Japhy guardaba las reservas de
aliment os, de repent e quedó lleno de muchísima comida.
-¿Qué vamos a hacer con t odo est o? Tenemos que aliment ar a t ant os bikhus...
A su debido t iempo t uvimos a más bikhus de los que podíamos at ender: el pobre
borracho de Joe Mahoney, un amigo mío del año ant erior, apareció y durmió t res días
seguidos para recuperarse de ot ro pasón en Nort h Beach y The Place. Le llevé el
desayuno a la cama. Los fines de semana a veces había hast a doce amigos en la cabaña,
t odos discut iendo y dando voces y yo cogía harina de maíz y la mezclaba con cebolla
picada y sal y agua y echaba cucharadas de la mezcla en una sart én al f uego (con aceit e)
proporcionando a t odo el grupo t ort as deliciosas para acompañar el t é. En el Libro de los
Cambios chino un año ant es había echado un par de monedas para ver cuál era la
predicción de mi fut uro, y el result ado había sido: "Aliment arás a los demás."
Y, de hecho, me pasaba casi t odo el t iempo de pie delant e del fogón.
-¿Qué significa que esos árboles y mont añas de ahí fuera no sean mágicos sino r eales?
-¿Cómo? -decían.
-Significa que esos árboles y mont añas de ahí fuera no son mágicos sino reales.
-¿De verdad?
-¿Qué significa que esos árboles y mont añas de ahí fuera no sean en absolut o reales, sino
mágicos? -seguía yo. -Bueno, venga ya...
-Significa que esos árboles y mont añas no son en absolut o reales, sino mágicos.
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-Bueno, ¿y qué pasa con eso? ¡Maldit a sea!
-Pasa que vosot ros pregunt áis ¿y qué pasa con eso? ¡Maldit a sea! -grit é.
-¿Y qué?
-Significa que pregunt áis ¿y qué pasa con eso? ¡Maldit a sea!
-Vamos, t ío, ¿por qué no met es la cabeza en el saco de dormir y me t raes café?
Siempre est aba preparando café en el fogón.
-¡Cort a ya! -grit ó Warren Coughlin-. No hay quien t e aguant e.
Una t arde est aba sent ado con unos niños en la hierba y me pregunt aron:
-¿Por qué es azul el cielo?
-Porque el cielo es azul.
-Quiero saber por qué es azul el cielo.
-El cielo es azul porque quieres saber por qué es azul el cielo.
-¡Tont erías! -dij eron.
También había unos cuant os chavales que rondaban por allí y t iraban piedras al t ej ado
de la cabaña, creyendo que est aba abandonada. Una t arde, en la época en que Japhy
yvo t eníamos un gat it o negro, se acercaron sigilosament e a la puert a para mirar dent ro.
Just o cuando se disponían a abrir la puert a, la abrí yo con el gat o negro en brazos y dij e
en voz muy alt a:
-¡Soy un f ant asma!
Se at ragant aron y me miraron y me creyeron y dij eron:
-Sí.
148
En seguida est aban al ot ro lado de la colina. Nunca volvieron a t irar piedras. Seguro que
creyeron que yo era un bruj o.
26
Se hacían planes para una gran f iest a de despedida a Japhy, unos cuant os días ant es de
que su barco zarpara rumbo a Japón. Pensaba hacer el viaj e en un mercant e j aponés.
Iba a ser la f iest a mayor de t odas, y se ext endería desde el t ocadiscos de la sala de est ar
de Sean, hast a la hoguera del pat io, la cima de la colina y t odavía más lej os. Japhy y yo
est ábamos cansados de f iest as y no nos seducía la idea. Pero pensaba venir t odo el
mundo: t odas las chicas, incluida Psyche, y el poet a Cacoet hes, y Coughlin, y Alvah, y
Princess, y su nuevo novio, y hast a el direct or de la Asociación Budist a, Art hur Whane,
con su muj er e hij os, y t ambién el padre de Japhy, y por supuest o Bud, y parej as sin
especif icar de t odas part es que t raerían vino y comida y guit arras. Japhy dij o:
-Est oy cansado de est as f iest as. ¿Qué t al si t ú y yo nos vamos a las pist as de Marin
Count y después de la fiest a? Pasaremos unos cuant os días. Podemos coger las mochilas y
dirigirnos a la zona de Pot r ero, Meadows o a Laurel Dell.
-¡Est upendo!
En est o, de repent e una t arde apareció Rhoda, la hermana de Japhy, con su promet ido.
Iba a casarse en la casa del padre de Japhy, en Mill Valley, con una gran recepción y
t odo. Japhy y yo est ábamos sent ados en la cabaña una t arde bochornosa, y de pront o,
ella est aba en la puert a, delgada y rubia y preciosa, con su elegant e novio de Chicago,
un hombre muy guapo.
-¡Caramba! -grit ó Japhy, levant ándose de un salt o y besándola con un apasionado
abrazo, que ella le devolvió de t odo corazón. ¡Y cómo hablaron!
-Oye, ¿crees que result ará un buen marido?
-Lo será, lo he escogido con mucho cuidado, prot est ón. -Será mej or que lo sea o se las
t endrá que ver conmigo. Luego, en plan de alarde, encendió un gran fuego y dij o:
-Así es como hacemos las cosas en esos mont es de verdad del Nort e.
149
Luego echó demasiado pet róleo al fuego y se apart ó; esperó como un niño t ravieso y
¡bruuum!: se oyó una gran explosión en el int erior de la est ufa y sent í clarament e la
sacudida al ot ro lado de la habit ación. Est uvo a punt o de irse t odo al caraj o. Luego le
pregunt ó al pobre novio:
-Verás, ¿conoces algunas buenas post uras para la noche de bodas?
El pobre t ipo acababa de hacer el servicio milit ar en Birmania y quería hablar de ese
país, pero no consiguió met er baza. Japhy est aba más enloquecido que nunca y
aut ént icament e celoso. Le invit aron a la elegant e recepción y dij o:
-¿Podría present arme en pelot as?
-Haz lo que quieras, pero ven.
-Puedo imaginármelo t odo, la coct elera y t odas las señoras con sus elegant es sombreros
y los guaperas dest rozando corazones y música de órgano y t odo el mundo secándose los
oj os porque la novia es t an guapa y... ¿Por qué quieres ent rar a f ormar part e de la clase
media, Rhoda?
-¿Y qué me import a? -dij o ella-. Quiero empezar a vivir.
Su novio t enía mucho dinero. En realidad era un t ipo agradable y sent í que t uviera que
aguant ar t odo aquello con una sonrisa.
Después de que se fueron, Japhy dij o:
-No aguant ará a su lado más de seis meses. Rhoda es una chica muy loca y pref iere los
pant alones vaqueros y andar por ahí a quedarse encerrada en un apart ament o de
Chicago.
-La quieres, ¿verdad?
-Y no sabes cuánt o... Debería casarme con ella.
-¡Pero si es t u hermana!
150
-Y qué coj ones import a. Necesit a a un hombre de verdad como yo. No sabes lo salvaj e
que es, no t e criast e con ella en los bosques.
Rhoda era realment e guapa y lament é que se hubiera present ado con su novio. En t odo
aquel t umult o de muj eres t odavía no me había conseguido una para mí. No es que
pusiera demasiado int erés, pero a veces me sent ía solo viéndolos a t odos emparej ados y
pasándolo t an bien y ent onces t odo lo que podía hacer era met erme en el saco de
dormir j unt o al rosal y suspirar y decir bah. Para mí t odo se reducía a sabor de vino t int o
en la boca y a un mont ón de leña.
Pero por ent onces encont ré algo parecido a un cuervo muert o en el cercado de los
venados y pensé: "Bonit o espect áculo para los oj os de una persona sensible, y t odo
proviene del sexo."
Así que apart é el sexo de nuevo de mi cabeza. Mient ras el sol brillara y luego parpadeara
y volviera a brillar, me bast aba. Sería bueno y seguiría solo, no t endría avent uras, me
quedaría t ranquilo y sería bueno.
"La compasión es la est rella que guía -dij o Buda-. No discut as con las aut oridades o con
muj eres. Suplica. Sé humilde."
Escribí un poemit a dedicado a cuant os venían a la f iest a: "Hay en vuest ros párpados
guerras, y seda..., pero los sant os se han ido, ido t odos, libres de t odo eso."
En realidad me creía una especie de sant o dement e. Y eso se basaba en que me decía:
"Ray, no corras det rás del alcohol y las muj eres y la compañía, quédat e en la cabaña y
disfrut a de la relación nat ural con las cosas t al y como son."
Pero result aba difícil vivir allí arriba con t odas aquellas rubias que venían los fines de
semana y t ambién alguna que ot ra noche. Una vez, una morenit a muy guapa acept ó
subir conmigo a la colina y est ábamos allí en la oscuridad encima del colchón cuando, de
repent e, se abrió la puert a y ent raron Sean y Joe Mahoney bailando y riéndose, t rat ando
deliberadament e de que me enfadara... a no ser que creyeran de verdad en mis
esfuerzos ascét icos y fueran ángeles que venían a alej arme de la mala muj er. Cosa que
hicieron en el act o. A veces, cuando est aba muy borracho y colocado y sent ado de
piernas cruzadas en medio de una de las enloquecidas f iest as, t enía aut ént icas visiones
151
de una sant a niebla vacía en los párpados y cuando abría los oj os veía que t odos aquellos
buenos amigos est aban sent ados a mi alrededor esperando que me explicara; y nadie
consideraba mi conduct a ext raña, sino perf ect ament e nat ural ent re budist as; y t ant o si
al abrir los oj os explicaba algo como si no, quedaban sat isf echos. Durant e t oda esa
época, en realidad, sent ía un deseo irresist ible de cerrar los oj os cuando est aba
acompañado. Creo que a las chicas les asust aba.
-¿A qué se debe que est é siempre sent ado con los oj os cerrados?
La pequeña Praj na, la hij it a de dos años de Sean, se acercaba y me ponía un dedo en los
párpados y decía:
-¡Buba! ¡Buba!
A veces prefería llevarla de la mano a dar pequeños paseos mágicos por el j ardín, en
lugar de quedarme sent ado o charlando en el cuart o de est ar.
En cuant o a Japhy, le gust aba t odo lo que yo hacía siempre que procurara que la
lámpara de pet róleo no humeara y que no afilara el hacha de modo desigual. Era muy
est rict o para est as cosas.
-Tienes que aprender -decía-. Maldit a sea. Si hay algo que no puedo aguant ar es que las
cosas no se hagan bien. Era asombroso la de comidas que sabía preparar con los
product os de su anaquel. Tenía t odo t ipo de algas y raíces secas compradas en
Chinat own, y preparaba una mezcla de aquello con salsa de soj a y la echaba encima de
arroz hervido y result aba delicioso comido con palillos. Y allí sent ados al anochecer, con
los árboles rugiendo y las vent anas t odavía abiert as, con f río, comíamos ñam. ñam
aquellas deliciosas comidas chinas de fabricación casera. Japhy sabía manej ar los
palillos muy bien y comía rápidament e. Luego a veces yo lavaba los plat os y luego salía a
medit ar un rat o sobre mi lecho debaj o de los eucalipt os, y por la vent ana de la cabaña
veía el pardo resplandor de la lámpara de pet róleo de Japhy mient ras est aba sent ado
hurgándose los dient es. A veces salía a la puert a de la cabaña y grit aba:
-¡Ooooh! -Yo no le cont est aba y le oía murmurar-:
-¿Dónde coño est ará? -Y le veía escudriñar la oscuridad en busca de su bikhu.
152
Una noche est aba sent ado medit ando, cuando a mi izquierda oí un fuert e cruj ido. Miré y
era un venado que venía a visit ar su ant igua morada y a mordisquear un poco de follaj e.
A t ravés del valle sumergido en el crepúsculo la viej a mula seguía con su gimient e: "¡Ji
j o! ¡Ji j o!", como un ent recort ado cant o t irolés en el aire: como una t rompet a t ocada
por un ángel t erriblement e t rist e: como un aviso a la gent e que cenaba en sus casas de
que no t odo est aba t an bien como creían. Y, sin embargo, era un grit o de amor hacia
ot ra mula. Pero ésa era la razón de que...
Una noche medit aba en t an perfect a quiet ud que llegaron dos mosquit os y se me
posaron en una de las mej illas y se quedaron allí mucho t iempo sin picarme y luego se
marcharon, y no me habían picado.
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Pocos días ant es de la gran f iest a de despedida, Japhy y yo discut imos. Baj amos a San
Francisco para, dej ar su biciclet a en el mercant e at racado en el puert o, y después
fuimos al barrio chino baj o la llovizna a que nos cort aran el pelo por muy poco dinero en
la escuela de peluqueros. Finalment e, pensábamos buscar en los almacenes del Ej ércit o
de Salvación y del Mont e de Piedad algo de ropa int erior y cosas así. Mient ras
caminábamos baj o la llovizna por las concurridas calles ("¡Est o me recuerda a Seat t le!",
grit ó), t uve unas ganas invencibles de emborracharme para ponerme bien. Compré una
bot ella de oport o y lo dest apé y llevé a Japhy a una callej a y bebimos.
-Será mej or que no bebas demasiado -me dij o-. Ya sabes que después vamos a ir a
Berkeley a una conferencia y un coloquio en el Cent ro Budist a.
-No t engo ganas de ir, lo único que quiero es beber en las callej as.
-Te est án esperando; el año pasado les leí t odos t us poemas.
-No me import a. Mira esa niebla que hay ahí arriba y luego mira est e oport o t an cálido,
¿no t e hacen sent ir que cant as al vient o?
-No, no demasiado. Ray, ya sabes que Cacoet hes dice que bebes demasiado.
153
-¡Que se ocupe de su úlcera! ¿Por qué crees que t iene úlcera? Porque bebe demasiado.
¿Tengo yo una úlcera? ¡Nunca en la vida! ¡Bebo para alegrarme! Si no t e gust a que beba,
puedes ir t ú solo a la conferencia. Te esperaré en casa de Coughlin.
-Pero ¿es que vas a perdért ela sólo por un poco de vino?
-La sabiduría t ambién est á en el vino, ¡maldit a sea! -grit é-. ¡Toma un t rago!
-¡No quiero!
-Bueno, ent onces beberé yo.
Y t erminé la bot ella y volvimos a la calle Sext a, donde inmediat ament e ent ré en la
misma t ienda y compré ot ra. Ahora me encont raba bien.
Japhy est aba t rist e y decepcionado.
-¡Cómo esperas convert irt e en un bikhu bondadoso o en un bodhisat t va mahasat t va si t e
emborrachas cont inuament e!
-¿Has olvidado la últ ima viñet a de los Toros donde el viej o se emborracha con los
carniceros?
-¿Y qué? ¿Cómo vas a ent ender t u propia esencia ment al con la cabeza t oda embot ada y
los dient es manchados y lleno de náuseas?
-No t engo náuseas, me encuent ro bien. Podría f lot ar en esa niebla gris y volar por
encima de San Francisco como una gaviot a. ¿Te cont é alguna vez lo del barrio chino
est e? Viví por aquí...
-También yo he vivido en el barrio chino de Seat t le, y sé perfect ament e lo que pasa en
esos sit ios.
Los neones de t iendas y bares resplandecían en el gris de la noche lluviosa. Me sent ía
maravillosament e bien. Después de cort arnos el pelo fuimos al almacén del Mont e de
Piedad y anduvimos de pesca en los caj ones. Compramos calcet ines y camiset as,
cint urones y ot ras prendas viej as por muy poco. Yo seguía pegándole besos al vino: me
154
había colgado la bot ella del cint urón. Japhy est aba enfadado. Luego subimos al coche y
fuimos a Berkeley cruzando el puent e baj o la lluvia y siguiendo hast a las afueras de
Oakland, y luego hast a el cent ro, donde Japhy esperaba encont rar unos vaqueros de mi
t alla. Nos habíamos pasado el día ent ero mirando vaqueros usados para ver si me
servían. Seguí pegándole al vino y al fin Japhy cedió y bebió un poco y me enseñó el
poema que había escrit o mient ras me cort aban el pelo en el barrio chino:
"¡Moderna escuela de peluquería! Smit h, oj os cerrados, padece un cort e de pelo
t emiendo la fealdad. 50 cent avos. Un est udiant e de peluquero cet rino, García en su
bat a, dos chicos rubios, uno con cara asust ada y grandes orej as. Mirando desde los
asient os, dile: "Eres muy f eo y t ienes las orej as grandes." Llorará y suf rirá sin que ni
siquiera sea ciert o. El ot ro, de cara delgada, concent rado, vaqueros remendados y
zapat os rot os me mira delicadament e. Chico dolient e que se volverá duro y avaro en la
pubert ad; Ray y yo con una bot ella de oport o por dent ro en est e día lluvioso de mayo y
no hay levis usados de nuest ra t alla en la ciudad y el est udiant e de peluquero cort a el
pelo a lo barrio chino y el alumno maduro empieza su carrera en plena floración."
-¿Ves? -dij e-. No hubieras escrit o ese poema sin el vino que t e puso a t ono.
-Lo habría escrit o en cualquier caso. Tú eres el que bebes demasiado t odo el t iempo, no
sé cómo vas a llegar a la iluminación ni arreglárt el as para est ar en las mont añas, andas
t odo el rat o colina abaj o gast ando el dinero de las j udías en vino. Acabarás t irado en la
calle, lloviéndot e encima, borracho perdido, y t e llevarán a cualquier sit io. Ent onces
renacerás como encargado de bar abst emio para purgar t u karma. -Hablaba en serio y
est aba preocupado por mí, pero seguí bebiendo.
Cuando llegamos a casa de Alvah, ya era hora de salir para la conf erencia del Cent ro
Budist a. Dij e:
-Me quedaré aquí emborrachándome y os esperaré.
-Muy bien -dij o Japhy, mirándome sombríament e-. Es t u vida.
Est uvo f uera unas dos horas. Me sent ía t rist e y bebí demasiado y est aba mareado. Pero
había decidido no dej arme vencer por el alcohol y resist ir y demost rarle algo a Japhy.
De pront o, al anochecer, Japhy ent ró corriendo en la casa borracho perdido y grit ando:
155
-¿Sabes lo que pasó, Smit h? Fui a la conf erencia budist a y t odos est aban bebiendo sake
en t azas de t é y t odos se emborracharon. ¡Tenías razón! ¡Es t odo lo mismo! ¡Todos
borrachos y discut iendo del praj na! -Y después de eso Japhy y yo nunca volvimos a reñir.
28
Llegó la noche de la gran fiest a. Práct icament e podía oírse el aj et reo de la preparación
colina abaj o, y me sent í deprimido.
"¡Oh, Dios mío! La sociabilidad no es más que una gran sonrisa y una gran sonrisa no es
más que dient es. Me gust aría quedarme aquí y descansar y ser bueno."
Pero alguien t raj o vino y me puso en marcha.
Esa noche el vino corrió colina abaj o como un río. Sean había reunido un mont ón de
t roncos grandes para hacer una hoguera inmensa delant e de la casa. Era una noche de
mayo clara, est rellada, t emplada y agradable. Vino t odo el mundo. La fiest a se dividió
en seguida en las t res part es de siempre. Pasé la mayor part e del t iempo en el cuart o de
est ar donde ponían discos de Cal Tj ader y había un mont ón de chicas bailando mient ras
Bud y Sean y a veces Alvah y su nuevo t ronco, George, t ocaban el bongo en lat as puest as
boca abaj o.
Fuera, la escena era más t ranquila, con el resplandor del f uego y gent e sent ada en los
largos t roncos que Sean había sit uado alrededor de la hoguera, y en la mesa un banquet e
digno de un rey y de su hambrient o séquit o. Aquí, j unt o a la hoguera, lej os del frenesí
de los bongos del cuart o de est ar, Cacoet hes llevaba la bat ut a discut iendo de poesía con
los list os locales, en t érminos como ést os:
-Marshall Dashiell est á demasiado ocupado cuidándose la barba y conduciendo su
Mercedes Benz de cóct el en cóct el por Chevy Chase y la aguj a de Cleopat ra; O. O.
Dowler se pasea en limusina por Long Island y pasa los veranos chillando en la Plaza de
San Marcos; y el apodado Pequeña Camisa Recia, qué queréis, se las arregla muy bien
por Savile Row,con bombín y chaleco; y Manuel Drubbing es un culo inquiet o que mira
sin parar las revist as minorit arias para ver a quién cit an; y de Omar Tot t no t engo nada
que decir. Albert Law Livingst on est á muy ocupado firmando ej emplares de sus novelas y
mandando f elicit aciones de Navidad a Sarah Vaughan; a Ariadne Jones le molest a la
compañía Ford; Leont ine McGee dice que es viej a. Ent onces, ¿quién queda?
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-Ronald Firbank -dij o Coughlin.
-Creo que los únicos poet as aut ént icos de est e país, fuera de la órbit a de los que
est amos aquí, son el Doct or Musial, que probablement e est é murmurando det rás de las
cort inas de su cuart o de est ar en est e mismo moment o, y Dee Sampson, que es
demasiado rico. Eso hace que nos quede el querido Japhy, que se nos va a Japón, y
nuest ro llorón preferido, el amigo Goldbook, y el señor Coughlin que t iene una lengua
viperina. ¡Dios mío, el único bueno que queda soy yo! Por lo menos t engo un honrado
t rasf ondo anarquist a. Por lo menos t engo helada la nariz, bot as en los pies, y prot est as
en la boca. -Se ret orció el bigot e.
-¿Y qué pasa con Smit h?
-Bueno, supongo que en su aspect o más t errible es un bodhisat t va. Es t odo lo que puedo
decir de él. -Apart e, añadió medio en broma-: Se pasa borracho el día ent ero.
Esa noche t ambién vino Henry Morley, pero sólo un rat o, y se comport ó de un modo muy
raro sent ado al fondo leyendo las hist oriet as de Mad y esa nueva revist a llamada Hip. Se
f ue pront o, después de observar:
-Las salchichas son demasiado delgadas, ¿creéis que es un signo de los t iempos, o es que
Armour y Swif t usan mexicanos descarriados?
Nadie habló con él, except o Japhy y yo. Me ent rist eció verle irse t an t emprano; era
invisible como un fant asma, igual que siempre. Con t odo, est renó un t raj e marrón nuevo
para la ocasión, y de repent e ya no est aba.
Ent ret ant o, en la colina, donde las est rellas parpadeaban ent re los árboles,. había
parej as ocasionales que se revolcaban por la hierba o habían subido vino y guit arras y
celebraban fiest as por su cuent a dent ro de la cabaña. Fue una noche est upenda. Por fin
llegó el padre de Japhy, al salir de su t rabaj o; era un t ipo menudo, delgado, duro, j ust o
igual que Japhy, un poco calvo, pero t an enérgico y loco como su hij o. En seguida se
puso a bailar mambos con las chicas mient ras yo golpeaba f renét icament e una lat a.
-¡Sigue, t ío! -grit aba.
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Nunca había vist o a un bailarín más frenét ico. Movía las caderas delant e de la chica
hast a casi caerse, y sudaba, hacía visaj es, se agit aba, se reía: era el padre más loco que
ha bía vist o en mi vida. Hacía poco, en la boda de su hij a, había disuelt o la recepción al
irrumpir a cuat ro pat as con una piel de t igre encima y mordiendo los t obillos de las
señoras y rugiendo. Ahora había cogido a una chica muy alt a, de casi un met ro ochent a,
llamada Jane, la hacía girar en el aire y casi la est rella cont ra la bibliot eca. Japhy
andaba de un lado para ot ro con un garrafón en la mano, la cara resplandecient e de
felicidad. Durant e algún t iempo el follón del cuart o de est ar casi dej ó vacía la zona de
alrededor de la hoguera, y Psyche y Japhy bailaron como locos; luego Sean dio un salt o e
hizo girar por el aire a Psyche y ést a pareció perder el equilibrio y cayó j ust o ent re Bud
y yo que est ábamos sent ados en el suelo t ocando la percusión (Bud y yo nunca t eníamos
chicas y est ábamos aj enos a t odo) y se quedó allí t irada, dormida en nuest ro regazo
durant e un segundo. Tiramos de nuest ras pipas y seguimos t ocando. Polly Whit more
andaba t raj inando por la cocina, ayudaba a Christ ine y hast a hizo unos bollos riquísimos.
Me di cuent a de que se sent ía sola porque Psyche andaba por allí y Japhy ya no est aba
con ella, así que me acerqué y la cogí por la cint ura, pero me miró con t al miedo que no
hice nada. Parecía t erriblement e asust ada de mí. Princess andaba t ambién por allí con
su novio nuevo, y parecía molest a.
-¿Qué les das a t odas ést as? -pregunt é a Japhy-. ¿No me puedes pasar una?
-Coge a la que quieras. Est a noche no me import a.
Salí a la hoguera para escuchar las últ imas agudezas de Cacoet hes. Art hur Whane est aba
sent ado en un t ronco, bien vest ido, t raj e y corbat a, y me acerqué a él y le pregunt é:
-Bien, ¿y qué es el budismo? ¿Es imaginación f ant ást ica? ¿Magia del rayo? ¿Es t eat ro,
sueño? ¿O ni siquiera t eat ro, sólo sueño?
-No, para mí el budismo es conocer a la mayor cant idad de gent e posible.
Y por allí andaba, realment e afable, dando la mano a t odo el mundo y charlando como si
se t rat ara de un cóct el. Dent ro, la f iest a se volvía más y más f renét ica. Empecé a bailar
con aquella chica t an alt a. Era una fiera. Quise llevármela a la cima de la colina con una
garraf a de vino, pero su marido andaba por allí. Esa misma noche, pero más t arde,
apareció un negro y empezó a t ocar el bongo en su cabeza y mej illas y boca y pecho, y
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al golpearse obt enía sonidos realment e pot ent es, y t enía un rit mo t remendo. Todo el
mundo est aba encant ado y dij eron que era un bodhisat t va.
Llegaba gent e de t odas clases desde la ciudad, donde las not icias de la gran fiest a
corrían de bar en bar. De pront o, levant é la vist a y Alvah y George se est aban paseando
desnudos.
-¿Qué est áis haciendo?
-Bueno, decidimos quit arnos la ropa.
A nadie parecía import arle. De hecho vi que Cacoet hes y Art hur Whane, perf ect ament e
vest idos, mant enían una conversación muy seria con aquel par de locos desnudos.
Finalment e, Japhy se desnudó t ambién y andaba de un lado para ot ro con su garraf a.
Cada vez que alguna de las chicas le miraba, solt aba un pot ent e rugido y se echaba
encima de ella, que se apresuraba a salir corriendo de la casa, mient ras grit aba. Est aba
loco. Me pregunt aba lo que pasaría si la policía de Cort e Madera se olía lo que est aba
pasando y subía bramando en sus coches pat rulla. La hoguera era grandísima y desde la
carret era t odo el mundo podía ver lo que est aba pasando delant e de la casa. Sin
embargo, y de modo ext raño, nada quedaba f uera de lugar: la hoguera, la comida en la
mesa, los que t ocaban la guit arra, la espesa arboleda balanceándose al vient o y unos
cuant os t ipos desnudos... Todo result aba nat ural.
Me dirigí al padre de Japhy y le dij e:
-¿Qué piensa de Japhy andando desnudo por ahí?
-Me import a un caraj o. Japh, por lo que a mí respect a, puede hacer t odo lo que le dé la
gana. Oye, ¿dónde est á esa chica t an alt a con la que est aba bailando?
Era un perf ect o padre de Vagabundo del Dharma. Había pasado años dif íciles en su
j uvent ud cuando vivía en los bosques de Oregón, cuidando de t oda su familia en aquella
cabaña que había const ruido él mismo y con t odos los problemas que present a cult ivar
cualquier cosa en una t ierra dura de inviernos t an f ríos. Ahora t enía una empresa de
pint ura y ganaba mucho. Era dueño de una de las casas más bonit as de Mill Valley, que
se había encargado de const ruir, y t enía a su hermana a su cargo. La madre de Japhy
vivía sola en el Nort e, en una casa de huéspedes. Japhy se ocuparía de ella cuando
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volviera de Japón. Yo había leído una t rist e cart a de esa muj er. Japhy me cont ó que sus
padres se habían separado de modo definit ivo y que cuando volviera del monast erio
vería lo que podía hacer por ella. A Japhy no le gust aba hablar de esas cosas, y su padre,
desde luego, j amás la mencionaba. Pero me gust aba el padre de Japhy, me gust aba el
modo en que bailaba sudando y enloquecido; el modo que t enía de dej ar que t odos
hicieran lo que les apet eciera, v de volver a su casa a medianoche bailando baj o una
lluvia de flores hast a su coche aparcado en la carret era.
Al Lark era ot ra de las personas agradables que est aban por allí, y se quedó t odo el rat o
sent ado rasgueando su guit arra, t ocando acordes de blues y a veces de flamenco, y
mirando al vacío; y cuando t erminó la fiest a a las t res de la madrugada se fue con su
muj er a la part e de at rás v se t umbaron dent ro de unos sacos de dormir v los oí charlar
en la hierba.
-Vamos a bailar -decía ella.
-¡Oh, no, duérmet e de una vez! -decía él.
Psyche y Japhy est aban enfadados y aquella noche ella no quería subir a la colina y
hacer honor a las nuevas sábanas blancas. Se alej ó muy seria y vi que Japhy subía solo,
dando t umbos, borracho perdido. La fiest a había t erminado.
Acompañé a Psvche hast a su coche v le dij e:
-¡Vamos, guapa! ¿Por qué le das est e disgust o a Japhy la noche de su despedida?
-Ha sido muy malo conmigo, ¡que se valva a la mierda!
-Mira, Psvche, nadie t e va a comer allí arriba.
-Me da lo mismo, vuelvo a la ciudad.
-Bueno, pero no est á nada bien lo que haces y, además, Japhy me cont ó que est aba
enamorado de t i.
-No lo creo.
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-Así es la vida -dij e mient ras me alej aba con un gran garrafón de vino colgado de un
dedo.
Inicié la ascensión v oí que Psvche t rat aba de dar marcha at rás con el coche y girar en la
est recha carret era. La part e t rasera del coche se hundió en la cunet a y no podía sacarlo
y t erminó durmiendo en casa de Christ ine, t endida en el suelo.
Ent ret ant o, Bud y Coughlin v Alvah y George habían subido a la cabaña v est aban
t umbados por allí con diversas mantas v sacos de' dormir. Coloqué mi saco encima de la
suave hierba v me sent í el más afort unado de t odos. La fiest a había t erminado y t ambién
los grit os, pero ¿qué habíamos conseguido? Empecé a cant ar ent re t rago y t rago. Las
est rellas t enían un brillo enceguecedor.
-¡Un mosquit o t an grande como el mont e Meru es mucho mavor de lo que crees! -grit ó
Coughlin dent ro de la cabaña al oírme cant ar.
A mi vez, grit é:
-¡El casco de un caballo es más delicado de lo que parece!
Alvah salió corriendo en ropa int erior v bailó locament e v aulló largos poemas t endido en
la hierba. Por f in conseguimos que Bud se levant ara v se pusiera a hablar sin parar de sus
últ imas ocurrencias. Celebramos una especie de nueva fiest a allí arriba.
-¡Vamos abaj o a ver cuánt as chicas se han quedado! Baj é la ladera rodando la mit ad del
camino y t rat é de que Psyche subiera, pero est aba f uera de combat e t umbada en el
suelo. Las brasas de la gran hoguera t odavía est aban al roj o y daban mucho calor. Sean
roncaba en el dormit orio de su muj er. Cogí algo de pan de la mesa y lo unt é de queso
fresco; lo comí y bebí vino. Est aba t ot alment e solo j unt o al fuego y hacia el est e
empezaba a clarear.
-¡Qué borracho est oy! -dij e-. ¡Despert ad! ¡Despert ad! ¡Despert ad! -grit é-. ¡La cabra del
día est á empuj ando la mañana! ¡Nada de peros! ¡Bang! ¡Venid, chicas! ¡Lisiados! ¡Golfos!
¡Ladrones! ¡Chulos! ¡Verdugos! ¡Fuera!
En est o t uve una poderosa sensación: sent í una gran piedad por t odos los seres humanos,
fueran quienes fueran. Vi sus caras, sus bocas afligidas, sus personalidades, sus int ent os
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por est ar alegres, su pet ulancia, su sensación de pérdida, sus agudezas vacías y t orpes
en seguida olvidadas. Y t odo, ¿para qué? Comprendí que el ruido del silencio est aba en
t odas part es, y que, sin embargo, t odo y en t odas part es era silencio. ¿Qué pasaría si de
repent e nos despert áramos y comprendiéramos que lo que pensábamos que era est o y
aquello no fuera ni est o ni aquello para nada? Subí t ambaleándome a la colina, saludado
por los páj aros, y cont emplé a las f iguras acurrucadas que dormían en el suelo. ¿Quiénes
eran t odos est os ext raños f ant asmas enraizados conmigo a la t ont a e insignif icant e
avent ura t errest re? ¿Y quién era yo? ¡Pobre Japhy! A las ocho de la mañana se levant ó y
golpeó su sart én y ent onó el "Gochami" y nos llamó para desayunar t ort it as.
29
La fiest a duró varios días; la mañana del t ercer día la gent e seguía desperdigada por la
hierba cuando Japhy y yo sacamos sigilosament e nuest ras mochilas, con unos víveres
adecuados, y nos f uimos carret era abaj o con las primeras luces anaranj adas de uno de
los dorados días de California.
Iba a ser un día maravilloso, est ábamos de nuevo en nuest ro element o: las pist as
f orest ales.
Japhy est aba muy animado.
-¡Maldit a sea! Sient a muy bien dej ar at rás t ant a pasada y largarse al bosque. Cuando
vuelva de Japón, Ray, y haga realment e f río, nos pondremos ropa int erior calient e y
recorreremos el país haciendo aut ost op. Piensa en el océano, las mont añas, Alaska,
Klamat h..., un denso bosque de abet os adecuado para un bikhu, un lago con un millón
de pat os. ¡Est upendo! ¡Wu! Oye, ¿sabes lo que significa wu en chino?
-¿Qué?
-Niebla. Est os bosques de Marin son maravillosos; hoy t e enseñaré el bosque Muir,
aunque allá en el Nort e est é t oda esa aut ént ica zona mont añosa del Pacíf ico, el f ut uro
hogar de la encarnación del Dharma. ¿Sabes lo que voy a hacer? Escribiré un poema muy
largo que se t it ule "Ríos y mont añas sin fin", y lo escribiré t odo en un rollo que se
desenrollará sin parar lleno de nuevas sorpresas con las que se olvide t ot alment e lo que
hay escrit o ant es, algo así como un río, ¿ent iendes? O como una de esas pint uras chinas
en seda t an largas con un par de hombrecillos que caminan por un paisaj e sin fin con
162
viej os árboles ret orcidos y mont añas t an alt as que se funden con la niebla del vacío de la
part e superior de la seda. Me pasaré t res mil años escribiéndolo; cont endrá información
sobre la conservación del suelo, las aut oridades forest ales del valle del Tennessee, la
ast ronomía, la geología, los viaj es de Hsuan Tsung, la t eoría de la pint ura china, la
repoblación forest al, la ecología oceánica y las cadenas de supermercados.
-Adelant e, chico.
Como siempre, yo iba det rás de él y, cuando empezamos a escalar con las mochilas bien
suj et as a la espalda como si fuéramos animales de carga y no nos encont ráramos bien sin
llevar peso, de nuevo empezó el viej o y solit ario y agradable zap zap por el sendero,
muy despacio, a un kilómet ro y pico por hora. Llegamos al final de una carret era
empinada donde t uvimos que pasar por delant e de unas cuant as casas que se levant aban
j unt o a unos farallones cubiert os de mont e baj o con cascadas que se dividían en hilos de
agua. Subimos luego por un empinado prado lleno de mariposas y heno y un poco de
rocío: eran las siet e de la mañana. Luego baj amos por una carret era polvorient a, y
después, al final de est a polvorient a carret era que subía y subía, divisamos un hermoso
panorama: Cort e Madera y Mill Valley est aban allá lej os y, al fondo, dist inguimos la roj a
part e alt a del puent e de Golden Gat e.
-Mañana por la t arde, cuando vayamos camino de St imson Beach -dij o Japhy-, verás t oda
la blanca ciudad de San Francisco a muchos kilómet ros de dist ancia, en la bahía azul.
Ray, por Dios, en nuest ra vida f ut ura t endremos una hermosa t ribu libre en est os mont es
californianos, con muj eres y docenas de radiant es hij os iluminados; viviremos como los
indios, en t iendas, y comeremos bayas y brot es.
-¿Y j udías no?
-Escribiremos poemas,
t endremos una
imprent a
y
publicaremos nuest ros propios
poemas; será la Edit orial Dharma. Lo poet izaremos t odo y haremos un libro muy gordo
de bombas heladas para la gent e ignorant e.
-No. La gent e no est á t an mal, t ambién sufren. Siempre est amos leyendo que se quemó
una chabola en algún lugar del Medio Oest e y que murieron t res niños pequeños y hay
fot os de los padres llorando. Hast a se quemó el gat o. Japhy, ¿crees que Dios creó el
mundo para divert irse un día en que est aba aburrido? Porque si fuera así, sería un ser
mezquino.
163
-Pero ¿qué ent iendes t ú por Dios?
-Simplement e Tat hagat a, si quieres.
-Bueno, pues en los sut ras dice que Dios, o Tat hagat a, no creó el mundo a part ir de sus
ent rañas, sino que apareció debido a la ignorancia de los seres vivos.
-Pero él t ambién creó a esos seres vivos y a su ignorancia. Es una pena t odo est o. No
descansaré hast a que averigüe por qué, Japhy, por qué.
-¡Oye! ¡No inquiet es t ant o la esencia de t u ment e! Recuerda que en la pura esencia
ment al, Tat hagat a nunca se hace la pregunt a por qué; ni t an siquiera le proporciona
sent ido.
-Bien, ent onces en realidad nunca pasa nada. Me t iró un palo y me dio en un pie.
-Bien, eso no ha pasado -dij e.
-En realidad, no lo sé, Ray, pero comprendo que t e ent rist ezca el mundo. Sin duda es
muy t rist e. Fíj at e en la f iest a de la ot ra noche. Todos querían pasarlo bien e hicieron
esfuerzos para conseguirlo, y, sin embargo, al día siguient e nos despert amos bast ant e
t rist es y alej ados unos de ot ros. ¿Qué piensas de la muert e, Ray?
-Creo que la muert e es nuest ra recompensa. Cuando uno muere va direct ament e al Cielo
del nirvana, y se acabó lo que se daba.
-Pero supón que renacieras en el infierno y que los demonios t e met en bolas de acero al
roj o vivo por la boca. -La vida ya me ha met ido mucho acero por la boca. Pero creo que
eso sólo es un sueño preparado por unos cuant os monj es hist éricos que no ent endían la
serenidad del Buda baj o el Árbol Bo, o ni siquiera la de Crist o mirando desde lo alt o a
sus t ort uradores y perdonándolos.
-¿De verdad que t e gust a Crist o?
164
-Claro que sí. Y, a fin de cuent as, hay un mont ón de gent e que dice que es Mait reya, el
Buda que se había profet izado que aparecería después de Sakyamuni. ¿Sabes? Mait re va
en sánscrit o significa "Amor", y Crist o t odo el t iempo habla de amor.
-¡No empieces a predicar el crist ianismo! Ya t e est oy viendo en t u lecho de muert e
besando un crucifij o lo mismo que el viej o Karamazov o como nuest ro viej o amigo
Dwight Goddard que fue budist a t oda su vida y de repent e, en sus últ imos días, volvió al
crist ianismo. ¡Nunca me pasará una cosa así! Quiero est ar t odas las horas del día en un
t emplo solit ario medit ando delant e de una est at ua de Kwannon que est á encerrada
porque no la puede ver nadie: es demasiado poderosa. ¡Dale duro, viej o diamant e!
-Ya verás lo que pasa cuando baj e la marea.
-¿Te acuerdas de Rol St urlason, aquel amigo mío que f ue a Japón a est udiar las rocas de
Ryoanj i? Fue en un mercant e que se llamaba Serpient e Marina, así que pint ó una
serpient e marina con sirenas en una mampara del comedor y la t ripulación quedó
encant ada y t odos querían convert irse en Vagabundos del Dharma inmediat ament e.
Ahora anda subiendo el sagrado mont e Hiei, de Kiot o, segurament e con medio met ro de
nieve, pero sigue sin desviarse por donde no hay senderos, paso a paso, at ravesando
espesos bambúes y pinos ret orcidos como los de los dibuj os. Los pies húmedos y sin
acordarse de comer. Así es como hay que escalar.
-Por ciert o, ¿qué ropa vas a llevar en el monast erio? -¡Hombre! Lo adecuado. Prendas al
est ilo de la Dinast ía Tang. Un largo hábit o negro con amplias mangas y ext raños
pliegues. Para sent irme así orient al de verdad.
-Alvah dice que mient ras hay gent e como nosot ros que anda muy excit ada queriendo
parecer orient ales, ahora los orient ales se dedican a leer a los surrealist as y a Charles
Darwin, y que est án locos por vest irse a la moda occident al.
-En cualquier caso, Orient e se funde con Occident e. Piensa en la gran revolución
mundial que se producirá cuando el Orient e se funda de verdad con el Occident e. Y son
los t ipos como nosot ros los que inician el proceso. Piensa en los millones de t ipos del
mundo ent ero que andan por ahí con mochilas a la espalda en sit ios apart ados, o
viaj ando en aut ost op.
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-Eso suena a los primeros días de las Cruzadas, con Walt er el Mendigo y Pedro el
Ermit año encabezando grupos harapient os de creyent es camino de Tierra Sant a.
-Sí, pero aquello t enía la siniest rez y miseria europeas. Quiero que mis Vagabundos del
Dharma lleven la primavera en el corazón con t odo él f lorecido y los páj aros dej ando
caer sus pequeños excrement os y sorprendiendo a los gat os que hace un moment o
querían comerlos.
-¿En qué est ás pensando?
-Me limit o a hacer poemas ment ales mient ras trepo hacia el mont e Tamalpais. Mira allí
arriba, es un mont e maravilloso, el más hermoso del mundo. ¡Qué forma t an bella! Me
gust a el Tamalpais de verdad. Dormiremos allí est a noche. Nos llevará hast a últ ima hora
de la t arde alcanzarlo. La zona de Marin era mucho más f rondosa y amena que la áspera
zona de la sierra por donde t repamos el ot oño ant erior: t odo eran flores, árboles,
mat orrales, pero al lado de la senda t ambién había gran cant idad de ort igas. Cuando
llegamos al final del alt o camino polvorient o, de repent e nos encont ramos en un denso
bosque de pinos y seguimos un oleoduct o a t ravés de la espesura, t an umbría que el sol
de la mañana penet raba con dificult ad y hacía fresco y est aba húmedo. Pero el olor era
puro: a pinos y madera húmeda. Japhy no paró de hablar en t oda la mañana. Ahora que
est aba una vez más en pleno mont e, se comport aba como un chiquillo.
-Lo único malo de ese asunt o del monast erio j aponés es que, a pesar de t oda su
int eligencia y sus buenas int enciones, los nort eamericanos de allí saben muy poco de lo
que pasa en Nort eamérica y de los que est udiamos budismo por aquí. Y, además, no les
int eresa la poesía.
-¿Quiénes dices?
-Pues los que me mandan allí y pagan los gast os. Gast an mucho dinero preparando
elegant es escenas de j ardines y edit ando libros de arquit ect ura j aponesa, y t oda esa
porque ría que no le gust a a nadie y que sólo les result a út il a las divorciadas
nort eamericanas ricas en gira t uríst ica por Japón. En realidad, lo que debían de hacer
era const ruir o comprar una viej a casa j aponesa y t ener una huert a y un sit io donde
est ar y ser budist a, es decir, algo aut ént ico y no uno de esos bodrios habit uales para la
clase media nort eamericana con pret ensiones. De t odos modos, t engo muchas ganas de
encont rarme allí. Chico, hast a me puedo ver por la mañana sent ado en la est era con una
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mesa baj a al lado, escribiendo en mi máquina port át il, y con el hibachi cerca y un
cacharro de agua calient e y t odos mis papeles y mapas, la pipa y la lint erna, t odo muy
ordenado; y af uera ciruelos y pinos con nieve en las ramas, y arriba el mont e Heizan con
la nieve espesándose, y sugi e hinoki alrededor, y los pinos, chico, y los cedros...
Templos escondidos que se encuent ran al baj ar por senderos pedregosos; sit ios fríos muy
ant iguos con musgo donde croan las ranas, y dent ro est at uillas y lámparas colgant es y
lot os dorados y pint uras y olor a incienso y arcones lacados con est at uas. -Su barco
zarpaba dent ro de un par de días-. Pero me da pena dej ar California... a lo mej or por
eso quiero echarle una oj eada final hoy, Ray.
Desde el umbrío bosque de pinos subimos a un camino donde había un refugio de
mont aña. Luego cruzamos el camino, y después de andar ent re maleza cuest a abaj o,
llega mos a un sendero que probablement e no conocía nadie, a excepción de unos
cuant os mont añeros y, de pront o, ya est ábamos en los bosques del Muir. Era un ext enso
valle que se abría varios kilómet ros ant e nosot ros. Seguimos t res kilómet ros por una
viej a pist a f orest al y ent onces Japhy subió por la ladera hast a ot ra pist a que nadie
habría imaginado que se encont raba allí. Seguimos por ella, subiendo y baj ando a lo
largo de un t orrent e con t roncos caídos que nos permit ían cruzarlo y, de vez en cuando,
puent es que, según Japhy, habían const ruido los boys scout s: eran árboles serrados por
la mit ad con la part e plana hacia arriba sobre la que se podía caminar. Luego t repamos
por una empinada ladera cubiert a de pinos y salimos a la carret era. Subimos una loma
con hierba y salimos a una especie de anfit eat ro de est ilo griego con asient os de piedra
alrededor de algo parecido a un escenario t ambién de piedra dispuest o como para hacer
represent aciones t et ra dimensionales de Esquilo y Sófocles.
Bebimos agua y nos
sent amos y nos quit amos las bot as y cont emplamos la silenciosa obra de t eat ro desde los
asient os de piedra. A lo lej os, se veía el puent e del Golden Gat e y San Francisco t odo
blanco.
Japhy se puso a grit ar y silbar y cant ar, lleno de alegría. Nadie le oía.
-Así est arás en la cima del mont e de la Desolación est e verano, Ray.
-Cant aré con t odas mis fuerzas por primera vez en la vida.
-Sólo t e oirán los conej os, o quizás un oso con sent ido crít ico. Ray, esa zona del Skagit
donde vas a ir es el sit io mej or de Nort eamérica. Ese río que serpent ea corriendo y
salt ando ent re gargant as camino del vallé despoblado...
Mont es nevados que se
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desvanecen ent re los pinos... Y valles profundos y húmedos... como Big Beaver y Lit t le
Beaver, algunos de los mej ores bosques vírgenes de cedro roj o que quedan en el mundo.
Me acuerdo muchas veces de mi casa abandonada de la at alaya del mont e Crát er, y yo
allí sent ado, sólo con los conej os y el vient o que aúlla, envej eciendo mient ras los
conej os, agazapados en sus acogedoras madrigueras de debaj o de las piedras, calient es,
comen semillas o lo que coman los conej os. Cuant o más t e acercas a la aut ént ica
mat eria, a la piedra y al aire y al fuego y a la madera, muchacho, el mundo result a más
espirit ual. Toda esa gent e que se considera mat erialist a a ult ranza no sabe nada de eso.
Se consideran gent e práct ica y t ienen la cabeza llena de ideas y nociones confusas. Levant ó la mano-. Escucha esa ardilla.
-Me pregunt o qué est arán haciendo en casa de Sean. -Segurament e se acaban de
levant ar y est án empezando a beber ese vino t an agrio sent ados por allí diciendo
t ont erías. Deberían de haber venido con nosot ros, así aprenderían algo.
Cogió su mochila y se puso en marcha. A la media hora est ábamos en un hermoso prado,
después de seguir por una polvorient a senda a lo largo de arroyos poco profundos, y por
fin llegamos a la zona de Pot rero Meadows. Era un Parque Forest al Nacional con un
hogar de piedra y mesas para merendar y t odo lo necesario para acampar; pero no
vendría nadie hast a el
fin de semana.
Unos cuant os kilómet ros más allá,
nos
cont emplaba la at alaya de la cima del Tamalpais. Abrimos las mochilas y pasamos una
t arde muy t ranquila dormit ando al sol o con Japhy de un lado para ot ro mirando las
mariposas y los páj aros y t omando not as en su cuaderno, y yo me paseé solo por el ot ro
ext remo, al nort e, donde una desolada mont aña de roca muy parecida a las de las
Sierras se ext endía hacia el mar.
Al anochecer, Japhy encendió una gran hoguera y se puso a preparar la cena. Est ábamos
cansados y felices. Aquella noche hicimos una sopa que no olvidaré j amás y, de hecho,
fue la mej or sopa que t omé desde la época en que era un j oven y famoso escrit or en
Nueva York y comía en el Chambord o en Henri Cru. Consist ió en un par de paquet es de
guisant es secos echados en un cacharro de agua hirviendo con t ocino frit o. Lo revolvimos
hast a que volvió a hervir. Est aba rico y sabía de verdad a guisant es, y a t ocino ahumado;
lo adecuado para t omar al anochecer cuando empieza a hacer f río j unt o a una
crepit ant e hoguera.
Además,
mient ras pululaba por allí,
Japhy había encont rado
bej ines, unas set as silvest res, pero no de las de sombrilla, sino redondas, del t amaño de
pomelos y de carne t ersa y blanca. Las cort ó y las f rió en la grasa del t ocino y nos las
t omamos apart e con arroz f rit o. Fue una cena deliciosa. Lavamos los cacharros en el
168
bullicioso arroyo. La crepit ant e hoguera mant enía alej ados a los mosquit os. La luna
asomaba ent re las ramas de los pinos. Desenrollamos los sacos de dormir encima de la
hierba y nos acost amos pront o. Est ábamos muy cansados.
-Bien, Ray -dij o Japhy-, dent ro de muy poco est aré muy lej os, mar adent ro, y t ú
haciendo aut ost op cost a arriba hacia Seat t le, y luego camino de la zona del Skagit . Me
pregunt o qué será de nosot ros.
Nos dormimos pensando en est o. Durant e la noche t uve un sueño muy vivo, uno de los
sueños más claros que había t enido nunca. Vi clarament e un abarrot ado mercado chino,
sucio y lleno de humo, con mendigos y vendedores y animales de carga y barro y
cacharros humeando y mont ones de basura y verduras que se vendían met idas en sucios
recipient es de met al puest os en el suelo, y de repent e, un mendigo harapient o había
baj ado de las mont añas; un mendigo chino inimaginable, insignificant e, que est aba en
un ext remo del mercado cont emplándolo t odo con expresión divert ida. Era baj o, fuert e,
con el rost ro curt ido por el sol del desiert o y la mont aña; vest ía unos cuant os harapos;
llevaba un hat illo de cuero a la espalda; iba descalzo. Yo había vist o t ipos como aquél
con poca f recuencia, y sólo en México. A veces aparecían por Mont errey salidos de
aquellas mont añas rocosas; segurament e mendigos que vivían en cuevas. Pero el de
ahora era un chino el doble de pobre, el doble de duro; un vagabundo infinit ament e más
mist erioso; y sin duda se t rat aba de Japhy. Tenía su misma boca grande, sus mismos oj os
chispeant es, su misma cara angulosa (una cara como la de la mascarilla mort uoria de
Dost oievski, con pómulos prominent es y cabeza cuadrada); y era baj o y fornido como
Japhy. Me despert é al amanecer, pensando: "¡Vaya! ¿Le va a pasar eso a Japhy? A lo
mej or dej a el monast erio y desaparece y no lo vuelvo a ver nunca más. Será el espect ro
de Han Chan de las mont añas orient ales, y hast a los mismos chinos le t endrán miedo
viéndolo t an harapient o y derrot ado."
Se lo cont é a Japhy. Ya est aba preparando el fuego y silbando.
-Bueno, no t e quedes ahí met ido en el saco de dormir. Levánt at e y t rae un poco de
agua. ¡Yodelayj i, j u! Ray, t e t raeré unas barrit as de incienso del t emplo de Kiyomizu.
Las iré poniendo una a una en un gran incensario de bronce y haré el rit ual adecuado.
¿Qué opinas de eso? Sólo es un sueño que t uvist e. Si el t ipo era yo, pues bien, era yo, ¿y
qué? Siempre quej ándome, siempre j oven, ¡viva! -Sacó su pequeña hacha de la mochila y
anduvo a hachazo limpio ent re los arbust os y preparó una buena hoguera. Había neblina
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en los árboles y niebla en el suelo-. Vamos a recoger las cosas. Iremos hast a Laurel Dell.
Luego seguiremos por las pist as f orest ales y baj aremos hast a el mar para nadar un poco.
-Maravilloso.
Para aquella excursión, Japhy había t raído una mezcla deliciosa y muy energét ica;
gallet as Ry-Krisp, un queso Cheddar curado y un salchichón. Desayunamos t odo eso con
t é recién hecho y nos sent imos maravillosament e bien. Dos hombres pueden vivir
durant e dos días a base de pan concent rado y salchichón (carne concent rada) y queso, y
el conj unt o no pesa más de kilo y medio. Japhy est aba lleno de ideas de ese t ipo. ¡Qué
esperanza, qué energía humana, qué aut ént ico opt imismo nort eamericano encerraba su
pequeña est ruct ura física! Allí iba delant e de mí por la senda y se volvía y grit aba:
-Int ent a medit ar mient ras caminas. Limít at e a andar mirando al suelo y sin mirar a los
lados, y abandónat e mient ras el suelo desfila a t us pies.
Llegamos a Laurel Dell hacia las diez. También había allí hogares de piedras, parrillas y
mesas, pero los alrededores eran infinit ament e más hermosos que en Pot rero Meadows.
Había aut ént icos prados. Una belleza de ensueño con suave hierba alrededor y un linde
de f rondosos árboles. Hierba ondulant e y arroyos y nadie a la vist a.
-Dios mío, voy a volver aquí y t raeré comida y gasolina y un hornillo y prepararé la
comida sin hacer humo y así los del Servicio Forest al no vendrán a molest arme.
-Sí, pero si t e encuent ran cocinando f uera de est os hogares t e echarán, Smit h.
-Pero ¿qué voy a hacer si no los fines de semana? ¿Unirme a los que vienen de excursión?
Me esconderé por ahí, j unt o a ese hermoso prado. Me quedaré aquí para siempre.
-Y sólo hay t res kilómet ros cuest a abaj o hast a St imson Beach y la t ienda de comest ibles
que hay allí.
A mediodía nos pusimos en marcha hacia la playa. Fue una marcha t remendament e
agot adora. Subimos hast a los prados más alt os, desde donde pudimos ver ot ra vez San
Francisco en la lej anía, y luego baj amos por una senda muy empinada que parecía caer
direct ament e en el mar; a veces había que baj ar corriendo y, en una ocasión, casi
sent ados de culo. Un t orrent e de agua corría al lado de la senda. Adelant é a Japhy y,
170
mient ras cant aba alegrement e, empecé a baj ar t an deprisa por la senda, que lo dej é
casi un par de kilómet ros at rás y t uve que esperarle al pie de la cuest a. Japhy se lo
t omaba con más calma disfrut ando de los helechos y las flores. Dej amos las mochilas
encima de unas hoj as secas que había j unt o a los árboles y caminamos libres del peso
hast a los prados que caían sobre el mar pasando j unt o a varias granj as con vacas
past ando. Llegamos al pueblo donde compramos vino en la t ienda, y en seguida
est ábamos en la arena y ent re las olas. Era un día f resco con moment os ocasionales de
sol. Pero no nos import aba. Nos t iramos al agua y nadamos enérgicament e un rat o y
luego salimos y sacamos el salchichón y los Ry-Krisp y el queso, lo pusimos t odo encima
de un papel y, sent ados en la arena, comimos y bebimos vino y charlamos. Hast a me
eché una siest ecit a. Japhy se sent ía muy bien.
-¡Maldit a sea, Ray! Nunca sabrás lo cont ent o que est oy de haber decidido pasarnos est os
dos días en el mont e. Me sient o como nuevo. ¡Sé que de est o t iene que salir algo bueno!
-¿De est o?
-Bueno, de lo que sea, no lo sé... Del modo en que acept amos nuest ras vidas. Ni t ú ni yo
vamos a romperle la cara a nadie ni a ahogar a ninguna persona, en sent ido económico.
Nos dedicamos a rezar por t odos los seres vivos, y cuando seamos lo bast ant e f uert es
seremos capaces de hacer las cosas de verdad, como los ant iguos sant os. ¿Quién sabe? El
mundo podría despert arse y abrirse por t odas part es en una hermosa f lor del Dharma.
Dormit ó un poco, se despert ó y miró y dij o:
-Fíj at e en t oda esa ext ensión de agua que llega hast a Japón.
Cada vez se sent ía más t rist e por t ener que marcharse.
30
Iniciamos el regreso y recogimos las mochilas y seguimos subiendo por aquel sendero que
casi llegaba hast a el nivel del mar. Fue una ascensión dificil, ayudándonos con las manos
ent re rocas y arbust os, y nos dej ó exhaust os, pero al final llegamos a un hermoso prado
desde el que vimos de nuevo San Francisco en la dist ancia.
171
-Jack London solía andar por est e sendero -dij o Japhy. Seguimos por la ladera sur de una
hermosa mont aña desde donde, a lo largo de kilómet ros y durant e horas, t uvimos vist as
const ant es del Golden Gat e, e incluso de Oakland. Había bellos parques nat urales de
robles serenos, t odos dorados y verdes al caer la t arde, y muchas f lores silvest res. Una
vez vimos a un cervat illo encima de un mont ículo cubiert o de hier ba que nos miraba
asombrado. Baj amos por el prado hast a un bosque de pinos y luego subimos y subimos
por una cuest a t an empinada que empezamos a maldecir y a sudar ent re el polvo. Las
sendas son así: uno se sient e f lot ar en el paraíso shakespeariano de Arden y cree que va
a ver ninf as y past ores t ocando el camarillo, cuando de repent e se encuent ra baj o un sol
abrasador en un infierno de polvo y espinos y ort igas..., exact ament e igual que la vida.
-El mal karma produce aut omát icament e buen karma -dij o Japhy-. No t e quej es t ant o y
sigue, pront o est aremos cómodament e sent ados en una cumbre llana.
Los últ imos t res kilómet ros del mont e fueron t erribles y dij e:
-Japhy, hay una cosa que en est e moment o deseo más que cualquier ot ra en el
mundo..., más que cualquiera de las que he deseado en t oda mi vida. -Soplaba el f río
vient o del at ardecer y apresurábamos el paso inclinados baj o las mochilas por aquel
sendero int erminable.
-¿Cuál?
-Una de esas t ablet as de chocolat e Hershey t an maravillosas. Hast a me cont ent aría con
una de las más pequeñas. Por el mot ivo que sea, una de esas t ablet as sería mi salvación
en est e preciso inst ant e.
-Eso es t u budismo, una t ablet a de chocolat e Hershey. ¿Qué t e parecería est ar a la luz
de la luna, baj o un naranj o, con un helado de vainilla?
-Demasiado frío. Lo que necesit o, anhelo, pido, ansío... por lo que me est oy muriendo,
es por una t ablet a... Est ábamos muy cansados y no dej ábamos de caminar en dirección a
casa mient ras hablábamos como niños. Yo seguía repit iendo y repit iendo lo necesario
que me result aba una t ablet a de chocolat e. Lo decía de verdad. Necesit aba reponer
f uerzas. Me sent ía mareado y necesit aba azúcar, pero pensar en chocolat e y cacahuet es
deshaciéndoseme en la boca con aquel aire f río era excesivo.
172
Pront o est ábamos salt ando la valla del corral que llevaba al prado de los caballos de
encima de nuest ra cabaña. Luego asalt amos la alambrada de nuest ro t erreno y
anduvimos los siet e u ocho met ros de hierba alt a, una vez pasado mi lecho j unt o al
rosal, y llegamos a la puert a de nuest ra viej a cabañit a. Era la últ ima noche j unt os en
aquella casa. Nos sent amos t rist ement e en la cabaña a oscuras, quit ándonos las bot as y
suspirando. No podía hacer ot ra cosa que sent arme sobre mis pies. Sent arse encima de
los pies propios elimina el dolor.
-Para mí se han acabado las caminat as -dij e.
-Bueno, t odavía t enemos que conseguir algo que cenar -dij o Japhy-. Veo que est e fin de
semana lo t erminamos t odo. Voy a baj ar hast a el supermercado de la carret era a
comprar algo.
-Pero, t ío, ¿es que no est ás cansado? Vámonos a la cama, ya comeremos mañana.
Pero volvió a calzarse las bot as y salió. Todo el mundo se había ido, la fiest a había
t erminado en cuant o se dieron cuent a de que Japhy y yo habíamos desaparecido.
Encendí la lumbre y me t umbé y hast a dormí un rat o, y de pront o era de noche y Japhy
volvía y encendía la lámpara de pet róleo y colocaba la comida encima de la mesa, y
además, t raía t res t ablet as de chocolat e Hershey sólo para mí. Fueron las t ablet as
Hershey mej ores que comí nunca. También había t raído mi vino favorit o, oport o, sólo
para mí.
-Me voy, Ray, y me imaginé que debíamos celebrarlo... Su voz se arrast raba llena de
t rist eza y cansancio. Cuando Japhy est aba cansado, y a veces quedaba complet ament e
agot ado después de caminar o t rabaj ar, su voz sonaba lej ana y débil. Pero en seguida
reunió f uerzas y empezó a preparar la cena y a cant ar delant e del hornillo como un
millonario, haciendo ruido con las bot as sobre el suelo de madera de la cabaña,
preparando j arrones de f lores, calent ando agua para el t é, rasgueando su guit arra y
t rat ando de animarme, mient ras yo, t endido allí, miraba t rist ement e el t echo de
arpillera. Era nuest ra últ ima noche, ambos lo not ábamos.
-Me pregunt o cuál de los dos morirá ant es -murmuré en voz alt a-.
-Sea el que sea, vuelve, fant asma, y ent régale la llave.
173
-¡Ja! -Me t raj o la cena y comimos con las piernas cruzadas como t ant as ot ras noches:
oyendo sólo el vient o enfurecido en el océano de árboles y a nuest ros dient es haciendo
ñam ñam al comer nuest ros sencillos aliment os de bikhu.
-Piensa, Ray -dij o Japhy-, en cómo sería est e mont e de encima de la cabaña hace
t reint a mil años, en la época del hombre de Neandert hal. ¿Te das cuent a de que en
aquel t iempo, según los sut ras, ya había un Buda, Dipankara?
-¿El que nunca dij o nada?
-Imagínat e a t odos aquellos hombres-mono iluminados sent ados alrededor de una
hoguera en t orno a su Buda que no decía nada y lo sabía t odo.
Aquella misma noche, pero un poco más t arde, subió Sean y se sent ó cruzado de piernas
y habló breve y t rist ement e con Japhy. Todo había t erminado. Luego subió Chris t ine
con las dos niñas en brazos; era una chica fuert e y podía subir pendient es pronunciadas
con pesadas cargas. Aquella noche fui a dormir en mi saco j unt o al rosal y lament é la
repent ina y fría oscuridad que había caído sobre la cabaña.
Eso me recordó uno de los primeros capít ulos de la vida de Buda cuando decidió dej ar el
palacio, y a su af ligida esposa y a su hij o y a su pobre padre, y se alej ó a lomos de un
caballo blanco para ir al bosque a cort arse su pelo rubio y devolvió el caballo con un
criado que lloraba, embarcándose en un dificil viaj e a t ravés del bosque en pos de la
verdad et erna.
"Como los páj aros que se congregan en los árboles al at ardecer y luego desaparecen al
caer la noche, así son las separaciones del mundo", escribió Ashvhaghosha hace casi dos
mil años.
Al día siguient e pensé en hacerle un regalo de despedida, pero como no t enía mucho
dinero ni ideas al respect o, cogí un t rozo de papel no mayor que una uña y escribí
cuidadosament e en él: ¡Oj alá ut ilices el cort ador de diamant e de la misericordia! Y
cuando dij e adiós a Japhy en el puert o se lo ent regué. Lo leyó, se lo met ió en el bolsillo
y no dij o nada.
Y lo últ imo que pasó en San Francisco f ue que al f in Psyche se ablandó y le escribió una
not a que decía:
174
"Me reuniré cont igo en t u camarot e y t e daré lo que quieres", o algo parecido, y por eso
ninguno de nosot ros subió al barco para despedirse de él en el camarot e.
Psyche le est aba esperando allí para una escena de apasionado amor. Sólo dej amos a
Sean que subiera a bordo para ver si necesit aba algo de últ ima hora. Conque una vez que
t odos le dij imos adiós y nos fuimos, Japhy y Psyche probablement e hicieron el amor en
el camarot e y ent onces ella se echó a llorar e insist ió en que t ambién quería ir a Japón y
el capit án mandó que desembarcaran t odos, pero ella no quería y la cosa t erminó así:
El barco empezó a separarse del muelle y Japhy apareció en cubiert a con Psyche en
brazos, y sin dudarlo, la t iró al muelle -era lo bast ant e f uert e como para arroj ar a una
chica a t res met ros de dist ancia-, donde Sean pudo recogerla j ust o a t iempo. Y aunque
eso no se at uvo exact ament e al cort ador de diamant e de la misericordia, no est uvo nada
mal; Japhy quería llegar a la ot ra orilla y dedicarse a sus cosas. Sus cosas que se
concret aban en el Dharma. Y el mercant e zarpó y dej ó at rás el Golden Gat e y se perdió
en las procelosas inmensidades del gris Pacíf ico, rumbo al oest e. Psyche lloraba. Sean
lloraba. Todos est ábamos t rist es.
-Es una pena -dij o Warren Coughlin-, lo más probable es que desaparezca en el Asia
Cent ral mient ras realiza un viaj e t ranquilo, pero sin pausas, desde Kashgar a Lanchow,
vía Lhasa, con una recua de yacs t ibet anos mient ras vende palomit as de maíz, alfileres e
hilo de coser de varios colores y escala de cuando en cuando algún Himalaya, y
t erminará iluminando al Dala¡ Lama y a t odo el que se encuent re a varios kilómet ros a la
redonda y no volveremos a oír nada de él.
-No, no hará eso -dij e-. Nos quiere mucho.
-De t odas f ormas -añadió Alvah-, t odo t ermina siempre en lágrimas.
31
Ent onces, y como si el dedo de Japhy me indicara el camino, inicié mi marcha hacia el
nort e, camino de la mont aña.
175
Era la mañana del 18 de j unio de 1956. Baj é y dij e adiós a Christ ine y le di las gracias
por t odo y seguí carret era abaj o. Me despidió agit ando la mano desde la ent rada de la
casa.
-Nos vamos a sent ir muy solos por aquí ahora que t odos se han ido y no celebraremos
f iest as los f ines de semana -había dicho.
Disfrut ó de verdad con t odo lo que había pasado. Allí se quedó j unt o a la puert a,
descalza con la pequeña Praj na al lado, t ambién descalza, mient ras me alej aba por el
prado de los caballos.
El viaj e hacia el nort e fue fácil, como si me acompañaran los buenos deseos de Japhy de
que llegara a la mont aña que sería mía para siempre.
En la 101 me cogió
inmediat ament e un profesor de sociología, originario de Bost on, que solía cant ar en
Cape Cod y que el día ant erior se había desmayado en la boda de un amigo porque
llevaba algún t iempo ayunando. Cuando me dej ó en Cloverdale compré víveres para el
camino: un salchicón, un t rozo de queso Cheddar, RyKrisp y unos dát iles de post re, t odo
cuidadosament e met ido en mis bolsas para comida dent ro de la mochila. Todavía me
quedaban cacahuet es y uvas pasas de la últ ima excursión. Japhy había dicho:
-No necesit aré esos cacahuet es y uvas pasas en el mercant e.
Lo recordé con algo de t rist eza, y t ambién cómo era de cuidadoso Japhy en lo que se
ref iere a la comida y yo deseé que t odo el mundo se ocupara en serio de las cuest iones
aliment icias en lugar de fabricar cohet es y aparat os y explosivos, ut ilizando el dinero de
la comida de t odo el mundo en hacerlo salt ar t odo por los aires.
Anduve como un par de kilómet ros después de comer en la part e de at rás de un garaj e,
y llegué a un puent e del río Russian, donde quedé at ascado baj o una luz grisácea lo
menos durant e t res horas. Pero, de repent e, me recogió para hacer un t rayect o
inesperadament e cort o un granj ero con un t ic en la cara que iba con su muj er e hij o
hast a un pueblecit o, Prest on, donde un camionero se ofreció a llevarme hast a Eureka
("¡Eureka!", grit é) y en seguida se puso a hablar conmigo y me dij o:
-¡Maldit a sea! No sabes lo solo que me sient o en est e t rast o. Me gust a t ener alguien con
quien hablar por la noche. Si quieres t e llevaré hast a Crescent Cit y.
176
Quedaba un poco apart ado de mi camino, algo más al nort e de Eureka, pero dij e que
muy bien. El t ipo se llamaba Ray Bret on y me llevó unos cuat rocient os cincuent a kilóme
t ros baj o la lluvia, hablando sin parar t oda la noche de su vida, sus hermanos, sus
muj eres, hij os, padre, y en Humboldt Redwood Forest , en un rest aurant e llamado El
Bosque de Arden, cenamos maravillosament e bien mariscos y past el de fresas y helado
de vainilla de post re. Tomamos mucho café y lo pagó t odo él. Conseguí que dej ara de
hablar de sus problemas y empezamos a hablar de las Cosas Import ant es, y dij o:
-Sí, los que son buenos van al Cielo porque han est ado en el Cielo desde el principio. -Lo
que me pareció muy j ust o.
Viaj amos t oda la noche baj o la lluvia y llegamos a Crescent Cit y al amanecer. Era un
pueblo j unt o al mar y había niebla. Aparcó el camión en la arena, j unt o a la orilla, y
dormimos una hora. Luego se fue después de invit arme a desayunar: t ort it as y huevos.
Probablement e se había cansado de pagarme la comida. Ent onces anduve hast a las
af ueras de Crescent Cit y y seguí por una carret era hacia el est e. Era la aut opist a 199 y
por ella volví a la 99 que me llevaría a Port land y Seat t le más deprisa que la pint oresca,
pero más lent a, carret era de la cost a.
De repent e me sent í t an libre que empecé a caminar por el lado equivocado de la
carret era y hacía señales con el dedo andando como un sant o chino que no va a ninguna
part e mient ras me dirigía al mont e de mi alegría. ¡Pobre mundo angelical! De pront o,
t odo dej ó de import arme. Iba a caminar sin det enerme. Pero precisament e porque iba
bailando por el lado erróneo de la carret era y no me import aba, t odo el mundo empezó
a cogerme. Primero fue un buscador de oro con un pequeño t ract or, y hablamos
largament e de los bosques, de los mont es Siskiyou (que at ravesábamos en dirección a
Grant s Pass, Oregón), de cómo se prepara un buen pescado al horno. Me dij o que para
eso bast aba con encender una hoguera en la arena amarilla de un arroyo, y ent onces
ent errar el pescado en la arena calient e unas cuant as horas, sacarlo y quit arle la arena.
Se int eresó mucho por mi mochila y mis planes.
Me dej ó a la ent rada de un pueblo de las mont añas muy parecido a Bridgeport ,
California, donde Japhy y yo habíamos est ado sent ados al sol. Caminé un par de
kilómet ros y eché una siest a en el bosque, j ust o en el corazón de la sierra de Siskiyou.
Me despert é sint iéndome muy raro en medio de aquella desconocida niebla china. Seguí
andando por el lado equivocado de la carret era y en Kerby me cogió un vendedor de
coches usados, un t ipo rubio que me dej ó en Grant s Pass, y allí, después de que un
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grueso vaquero con un camión de grava t rat ara deliberadament e de pasar por encima de
mi mochila, conseguí que un melancólico leñador que t enía un casco en la cabeza me
llevara muy deprisa, subiendo y baj ando por un valle de ensueño hast a Canyonville,
donde, como ent re sueños, se det uvo un t ipo dement e con un camión lleno de guant es,
y el conduct or, Ernest Pet ersen, me dij o que subiera y se puso a hablar insist iendo en
que me sent ara en el asient o de cara a él (con lo que iba a t oda velocidad de espaldas a
la carret era), y me dej ó en Eugene, Oregón. Hablaba sin parar y de t odo t ipo de cosas y
compró cerveza y hast a se paró en varias est aciones de servicio para enseñar los
guant es. Dij o:
-Mi padre era un hombre est upendo que siempre decía: "En el mundo hay más grupas de
caballos que caballos." Era un gran aficionado a los deport es y acudía a las pruebas de
at let ismo con un cronómet ro y conducía de un modo t emerario y era un t ipo
independient e que se resist ía a afiliarse a los sindicat os.
Nos despedimos en el roj o at ardecer j unt o a una laguna de las af ueras de Eugene.
Pensaba pasar la noche allí. Ext endí mi saco de dormir debaj o de un pino j unt o a un
espeso mat orral que est aba al lado de la carret era, un poco alej ado de las casas de
campo desde las que ni podían ni querían verme porque t odo el mundo miraba la
t elevisión, y cené y dormí doce horas met ido en el saco. Sólo me despert é en una
ocasión en medio de la noche para unt arme de loción ant imosquit os.
Por la mañana divisé las impresionant es est ribaciones de la cordillera de Cascade, en
cuyo ext remo más sept ent rional, a unos seiscient os kilómet ros, casi en la f ront era con
Canadá, est aba mi mont aña. Por la mañana el arroyo est aba sucio a causa del aserradero
que había al ot ro lado de la carret era. Me lavé en el arroyo y me puse en marcha t ras
una breve oración con el rosario que Japhy me había regalado en el Mat t erhorn.
-Adoro la vacuidad de la divina cuent a del rosario del Buda.
Me recogieron inmediat ament e un par de rudos j óvenes que me llevaron hast a las
af ueras de Junct ion Cit y donde t omé caf é y anduve t res kilómet ros hast a un rest aurant e
de carret er a que me pareció bien y t omé t ort it as y luego seguí caminando por la
carret era y pasaban coches zumbando y me pregunt aba cómo conseguiría llegar hast a
Port land, por no hablar de Seat t le. Me cogió un divert ido pint or de brocha gorda con los
zapat os salpicados de pint ura y cuat ro lat as de medio lit ro de cerveza fría, que en
seguida se det uvo en un bar de la carret era para comprar más cerveza, y por f in
178
est ábamos en Port land cruzando puent es colgant es et ernos que se alzaban después de
que los pasáramos para dar paso a grúas f lot ant es que baj aban por aquel río t an sucio
rodeado de pinares. En el cent ro de Port land t omé un aut obús que por veint icinco
cent avos me llevó a Vancouver, Washingt on, donde comí una hamburguesa Coney Island,
luego salí a la aut opist a 99 y me recogió un agradable Okie, j oven, amable y bigot udo,
un aut ént ico bodhisat t va, que me dij o:
-Est oy muy orgulloso de habert e cogido y t ener alguien con quien hablar.
Nos parábamos cont inuament e a t omar café y ent onces él j ugaba a la máquina muy en
serio y, además, cogía a t odos los aut ost opist as de la carret era; primero a un t ipo
enorme, ot ro Okie de Alabama, y luego a un enloquecido marinero de Mont ana que
habló por los codos y dij o cosas int eligent es; y fuimos como balas hast a Olympia,
Washingt on, a más de cient o t reint a kilómet ros por hora por una sinuosa carret era que
at ravesaba los bosques y llegamos a la Base Naval de Bremert on, Washingt on, donde un
t ransbordador que cost aba cincuent a cent avos era t odo lo que me separaba de Seat t le.
Nos despedimos y el vagabundo Okie y yo subimos al t ransbordador. Le pagué el billet e
agradecido por la t errible suert e que había t enido en la carret era y hast a le di
cacahuet es y pasas que devoró hambrient o, por lo que t ambién le di salchichón y queso.
Luego, mient ras él se quedaba sent ado en la sala principal, subí a cubiert a mient ras el
t ransbordador emproaba la f ría llovizna para disf rut ar del canal de Puget Sound. El viaj e
hast a el puert o de Seat t le duraba una hora y encont ré una bot ella de vodka encaj ada en
la barandilla dent ro de un ej emplar de la revist a Time. Bebí t ranquilament e y abrí la
mochila y saqué mi j ersey grueso y me lo puse debaj o del impermeable y anduve por la
cubiert a vacía debido al frío y la niebla sint iéndome salvaj e y lírico. Y, de repent e, vi
que el Noroest e era muchísimo más de lo que imaginaba a part ir de los relat os de Japhy.
Había kilómet ros y kilómet ros de mont añas increíbles que se elevaban en t odos los
horizont es ent re j irones de nubes; el mont e Olympus y el mont e Baker, una gigant esca
f ranj a anaranj ada en los oscuros cielos de la zona del Pacífico que llevaba, lo sabía,
hacia las desolaciones siberianas de Hokkaido. Me arrimé a la cabina del puent e oyendo
dent ro la conversación a lo Mark Twain que mant enían el pat rón y el t imonel. En la
densa y oscura niebla de delant e unas grandes luces de neón roj as decían: PUERTO DE
SEATTLE. Y de pront o, t odo lo que Japhy me había cont ado de Seat t le empezó a colarse
en mi int erior como lluvia f ría. Podía not arlo y verlo, y no sólo imaginarlo. Era
exact ament e como él había dicho: húmedo, inmenso, cubiert o de bosques, mont añoso,
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f río, est imulant e, desaf iant e. El t ransbordador enf iló hacia el muelle en Alaska Way, y vi
de inmediat o los t ót ems de los viej os almacenes y la viej a locomot ora est ilo 1880 con
soñolient os fogoneros que iba clong clog a lo largo del malecón como en una escena de
mis sueños. Era una viej a locomot ora nort eamericana Casey Jones, la única que había
vist o, apart e de las de las películas de vaqueros. Pero ést a f uncionaba de verdad y
t iraba de los vagones baj o la t enue luz de la ciudad mágica.
Me dirigí de inmediat o a un agradable hot el bast ant e limpio de la zona del puert o, el
Hot el St evens, cogí una habit ación por un dólar set ent a y cinco la noche, t omé un baño
calient e y dormí muy bien, y por la mañana me afeit é y salí a la Primera Avenida y
encont ré casualment e unos almacenes del Mont e de Piedad con j erséis maravillosos y
ropa int erior de color y desayuné est upendament e con caf é a cinco cent avos en el
mercado abarrot ado a aquella hora de la mañana y con el cielo azul y• las nubes que
pasaban muy rápido por encima y las aguas del canal de Puget Sound brillando y
bailando baj o los viej os malecones. Era el aut ént ico Noroest e. A mediodía dej é el hot el
con mis nuevos calcet ines de lana y demás prendas bien guardadas y caminando me
dirigí encant ado a la 99, que est aba a unos pocos kilómet ros de la ciudad, y me
recogieron en seguida. Siempre breves t rayect os.
Ahora empezaba a dist inguir las Cascadas en el horizont e, al nordest e; increíbles
inmensidades y rocas aserradas y cubiert as de nieve que t e hacían t ragar saliva. La
carret era corría por los f ért iles valles del St ilaquamish y el Skagit : unos valles con
granj as y vacas past ando ant e aquel t elón de fondo de cimas cubiert as de nieve. Cuant o
más al nort e iba, mayores eran las mont añas, hast a que empecé a t ener miedo. Me
recogió un individuo que parecía un pulcro abogado con gafas en un coche muy serio,
pero que result ó ser el famoso Bat Lindst rom, el campeón de aut omovilismo, y su coche
t an serio t enía el mot or preparado y podía llegar a doscient os ochent a kilómet ros por
hora. Y se puso a demost rármelo lanzando el coche como una exhalación para que
pudiera oír aquel poderoso rugido. Luego me cogió un maderero que dij o que conocía a
los guardas forest ales del sit io adonde yo iba, y añadió:
-El valle del Skagit sigue al del Nilo en fert ilidad.
Me dej ó en la 1-G, que llevaba a la 17-A, la cual se met ía en el corazón de las mont añas,
y, de hecho, t erminaba en un camino de t ierra, en la presa del Diablo. Ahora est aba de
verdad en la zona mont añosa. Los que me cogían eran madereros, buscadores de uranio,
granj eros, y me llevaron hast a el últ imo pueblo grande de Skagit Valley, Sedro Woolley,
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un pueblo con un import ant e mercado, y luego seguí por una carret era que cada vez era
más est recha y con más curvas, siempre ent re escarpaduras y el río Skagit , que cuando
lo cruzamos por la 99, era un río de ensueño con prados a ambos lados, y ahora era un
t orrent e de nieve f undida que corría rápido ent re orillas cubiert as de barro. Empezaron
a aparecer acant ilados a ambos lados. Las mont añas cubiert as de nieve habían
desaparecido, ya no podía verlas aunque sent ía su presencia; y más y más cada vez.
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En una viej a t aberna vi a un viej o decrépit o que casi no podía moverse det rás del
most rador cuando le pedí una cerveza.
"Prefiero morir en una cueva glacial a pasar una t arde et erna en un sit io polvorient o
como ést e", pensé.
Una parej a muy amart elada me dej ó j unt o a una t ienda de comest ibles de Sauk y allí
hice el t rayect o f inal con un chulet a de largas pat illas morenas, un loco y borracho
guit arrist a del Skagit Valley que conducía como un demonio y que se det uvo ent re una
nube de polvo delant e de la Est ación Forest al de Marblemount . Est aba en casa.
El ayudant e del guardabosques est aba de pie mirándonos.
-¿Es ust ed Smit h? -Sí.
-¿Y ése? ¿Es amigo suyo?
-No, sólo me recogió y me t raj o hast a aquí.
-¿Quién se cree ust ed que es para andar a esa velocidad por propiedades del gobierno?
Tragué saliva, había dej ado de ser un bikhu libre. No lo volvería a ser hast a que me
encont rara en mi mont aña la semana próxima. Tenía que pasar una semana ent era en la
Escuela de Vigilant es de Incendios con un mont ón de j óvenes, t odos llevando cascos;
unos lo llevaban muy derecho, y ot ros, como yo, ladeado. Abrimos cort afuegos en el
bosque o t alamos árboles o provocamos pequeños incendios experiment ales. Y allí
conocí al ant iguo guardabosques y leñador Burnie Byers, el "hachero" al que Japhy
imit aba siempre con su voz profunda y ext raña.
181
Burnie y yo nos inst alábamos en el bosque dent ro de su camión y hablábamos de Japhy.
-Es una vergüenza que Japhy no haya vuelt o est e año. Era el mej or vigilant e de
incendios que he t enido nunca y, además, el mej or mont añero que he vist o en la vida.
Siem pre dispuest o a subir, deseando llegar a las cumbres. Sin duda el mej or chaval que
he conocido nunca. No le t enía miedo a nadie y siempre daba su opinión. Eso era lo que
más me gust aba de él. Si llega un moment o en que uno no puede decir lo que piensa,
ent onces debe perderse en lo más profundo del bosque y dej arse morir en una choza. Y
una cosa más sobre Japhy: est é donde est é, en t odo lo que le queda de vida y por muy
viej o que sea, siempre lo pasará bien.
Burnie t enía unos sesent a y cinco años y de hecho hablaba en t ono pat ernal de Japhy.
Algunos de los ot ros chicos le recordaban t ambién y me pregunt aron cuándo volvería.
Aquella noche, como era el cuarent a aniversario de Burnie en el Servicio Forest al, los
demás guardabosques le hicieron un regalo, que consist ía en un cint urón de acero.
Burnie siempre t enía problemas con los cint urones y en aquella época llevaba una
cuerda suj et ándole los pant alones. Así que se puso el cint urón y dij o algo divert ido de
que lo mej or sería que no comiera mucho, y t odos aplaudieron y rieron. Me dij e que
Burnie y Japhy probablement e eran las dos personas mej ores y más t rabaj adoras de t odo
est e país.
Después del cursillo en la escuela pasé ciert o t iempo subiendo a las mont añas que había
det rás del puest o f orest al o simplement e sent ado a orillas del Skagit con la pipa en la
boca y una bot ella de vino ent re las piernas; t ardes y noches ent eras a la luz de la luna,
mient ras los ot ros se iban a beber cerveza al pueblo. El río Skagit , en Marblemount , era
un claro arroyo de nieve líquida de un verde purísimo; arriba, los pinos del noroest e se
amort aj aban ent re nubes; y más allá, había cumbres con nubes desfilando por delant e
de ellas que a veces dej aban pasar los rayos del sol. Era una creación de las t ranquilas
mont añas; sin duda lo era est e t orrent e de pureza que t enía a los pies. El sol brillaba en
los rablones y algunos t roncos hacían f rent e a la corrient e. Los páj aros revolot eaban por
encima del agua, buscando a los sonrient es peces escondidos que sólo muy rarament e
daban un salt o fuera del agua, arqueados sus lomos, y caían de nuevo al agua, que
borraba t oda huella y seguía corriendo. Troncos y t ocones pasaban f lot ando a cuarent a
kilómet ros por hora. Supuse que si t rat aba de cruzar el río nadando, aunque f uera t an
est recho, no alcanzaría la ot ra orilla hast a un kilómet ro más abaj o. Era un río
maravilloso con un vacío de et ernidad dorada, olor a musgo y cort eza y ramas y barro,
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t odo haciendo desfilar mist eriosas visiones ant e mis oj os y, sin embargo, t ranquilo y
perenne como los árboles de las laderas y el sol que bailaba. Cuando miraba hacia las
nubes, ést as adquirían, según me dij e, rost ros de eremit as. Las ramas de los pinos
parecían cont ent as bañándose en el agua. Las copas de los árboles parecían encant adas
de que las nubes les sirvieran de sudario. Las hoj as acariciadas por el vient o del
nordest e y besadas por el sol parecían hechas para el goce. Las nieves de las alt uras del
horizont e, libres de t oda senda, parecían acogedoras y cálidas. Todo parecía libre para
siempre y agradable; t odo más allá de la verdad, más allá del azul del espacio vacío.
-Las mont añas son poderosament e pacient es, hombreBuda -dij e en voz alt a y t omé un
t rago.
Hacía f río, pero cuando el sol alcanzaba el t ronco en el que est aba sent ado, ést e se
convert ía en un horno al roj o vivo. Cuando volvía baj o la luz de la luna a ese viej o
t ronco, el mundo era como un sueño, como un fant asma, como una burbuj a, como una
sombra, como el rocío que se evapora, como el resplandor de un relámpago.
Por fin había llegado el moment o de prepararme para subir a la mont aña. Compré
comida a crédit o por valor de cuarent a y cinco dólares en la pequeña t ienda de Marble
mount y lo cargamos t odo en el camión -Happy el mulero y yo-, y f uimos cuest a arriba
hast a la presa del Diablo. A medida que avanzábamos, el Skagit se hacía más est recho y
más parecido a un t orrent e y, finalment e, empezó a salt ar sobre las rocas aliment ado
por cascadas que caían de las boscosas paredes de piedra que lo flanqueaban, y cada vez
se hacía más peñascoso y salvaj e. Habían represado el río Skagit en Newhalem, y
t ambién en la presa del Diablo, donde un gigant esco ascensor est ilo Pit t sburgh t e llevaba
hast a una plat aforma al nivel del lago del Diablo. Cuando hacia 1890 la fiebre del oro
llegó a est a región, los buscadores const ruyeron un sendero ent re los riscos de sólida
roca de la gargant a que iba de Newhalem hast a lo que es hoy el lago Ross, donde est aba
la últ ima presa, y habían llenado los arroyos Ruby, Granit e y Canyon de yacimient os que
nunca merecieron la pena. Ahora la mayor part e de est a senda quedaba debaj o del
agua. En 1919 un incendio había devast ado la región alt a del Skagit , y t oda la zona que
rodeaba Desolación, mi mont aña, había ardido y ardido durant e dos meses, llenando el
cielo de la part e sept ent rional de Washingt on y la Columbia Brit ánica de humo que
ocult aba el sol. El gobierno int ent ó combat irlo enviando mil hombres con recuas de
mulas que t ardaron en llegar t res semanas desde Marblemount , así que sólo las lluvias
pudieron con el incendio y apagaron las llamas, aunque, según me dij eron, t odavía se
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veían t roncos carbonizados en el pico de la Desolación y en algunos valles. Ésa era la
razón del nombre: Desolación.
-Chico -dij o el viej o y pint oresco Happy, que t odavía llevaba un viej o sombrero de
vaquero de su época de Wyoming y se liaba sus propios cigarrillos y gast aba bromas t odo
el t iempo-, a ver si no eres como el t ipo que t uvimos hace unos cuant os años en el
Desolación. Lo subimos hast a allí y era el t ipo más inút il que he vist o nunca; lo met í en
la at alaya y quiso f reírse un huevo para cenar y rompió la cáscara y se le escapó de la
sart én y el f ogón y f ue a parar encima de su bot a. No sabía si cagarse o mearse, ¡vaya
t ío! Y encima, cuando me fui y le dij e que no se enfadara demasiado consigo mismo, el
mamón va y me cont est a: "Sí, señor, sí, señor."
-Eso no me preocupa, lo único que quiero es est ar allí arriba solo t odo est e verano.
-Ahora dices eso, pero ya verás cómo cambias de copla en seguida. Todos son así de
valient es. Pero luego empiezan a hablar solos. Y eso no es lo malo, lo peor es cuando
empiezas a respondert e.
El viej o Happy llevaba las mulas de carga por el sendero de la gargant a, mient ras yo iba
en el bot e desde la presa del Diablo hast a el pie de la presa de Ross, desde donde se
veían inmensas ext ensiones hast a el mont e Baker y las ot ras mont añas del Servicio
Forest al en un amplio panorama que, desde los alrededores del lago Ross, se ext endía
brillando al sol hast a el mismo Canadá. En la presa de Ross, las balsas del Servicio
Forest al est aban amarradas un poco apart adas de la escarpada orilla cubiert a de
árboles. Result aba bast ant e duro dormir en aquellas lit eras, se balanceaban con la balsa
y los t roncos y las olas combinadas, y hacían un ruido que t e mant enía despiert o.
La noche en que dormí allí había luna llena que bailaba sobre las aguas. Uno de los
vigilant es dij o:
-La luna est á j ust o encima de la mont aña, y cuando veo eso siempre me imagino que
est oy viendo la siluet a de un coyot e.
Al fin había llegado el día lluvioso y gris de mi part ida para el pico de la Desolación. Uno
de los guardas f orest ales est aba con nosot ros, y los t res íbamos a subir y no iba a ser
nada agradable cabalgar el día ent ero baj o aquel diluvio.
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-Chico, debist e haber incluido un par de bot ellas de brandy ent re los víveres, vas a
necesit arlas allí arriba para luchar cont ra el f río -dij o Happy, mirándome con su gran
narizot a roj a.
Est ábamos de pie j unt o al corral; Happy daba de comer a los caballos suj et ándoles sacos
de pienso alrededor del cuello: los animales comían sin import arles la lluvia. Fuimos
pesadament e hast a la puert a de t roncos y la abrimos y dimos un rodeo baj o los inmensos
sudarios de los mont es Sourdough y Ruby. Las olas chocaban cont ra la lancha y nos
salpicaban. Ent ramos en la cabina del pilot o y ést e nos preparó una t aza de caf é. Los
abet os de la orilla, escasament e visibles, eran como filas de fant asmas ent re la neblina
del lago. Aquello era el aut ént ico rost ro amargo y ceñudo y miserable del Noroest e.
-¿Dónde est á el Desolación? -pregunt é.
-Hoy no lo verás hast a que est emos práct icament e en su cima -dij o Happy-, y ent onces
no t e va a gust ar demasiado. Ahora allí arriba est á nevando y granizando. Chico, ¿est ás
seguro de que no t ienes escondida una bot ellit a de brandy en algún sit io de la mochila?
Ya nos habíamos liquidado una bot ella de vino de moras que él había comprado en
Marblemount .
-Happy, cuando en sept iembre baj e de esa mont aña, t e invit aré a un lit ro de whisky
escocés.
Me iban a pagar bien por est ar en el mont e que buscaba. -Lo has promet ido, no t e
olvides de ello.
Japhy me había cont ado un mont ón de cosas de Happy el Empaquet ador, como le
llamaban. Happy era un buen hombre; él y el viej o Burnie Byers eran los mej ores
vet eranos de aquel sit io. Conocían la mont aña y sabían cargar a los animales y, sin
embargo, no ambicionaban convert irse en inspect ores forest ales.
Happy t ambién recordaba a Japhy con nost algia.
-Ese chico sabía un mont ón de canciones muy divert idas y muchas cosas así. Fíj at e que
hast a le gust aba hacer sendas. En una ocasión t uvo una novia china allá en Seat t le. La vi
en la habit ación de su hot el; t e digo que ese Japhy era una f iera con las muj eres.
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Casi podía oír la voz de Japhy cant ando alegres canciones con su guit arra mient ras el
vient o aullaba en t orno a la lancha y las olas grisáceas salpicaban las vent anas de la
cabina del pilot o.
"Y ést e es el lago de Japhy, y ahí est án las mont añas de Japhy", pensé, y t uve muchas
ganas de que Japhy est uviera aquí y de que me viera hacer lo que él quería que hiciera.
Dos horas después nos acercamos a la orilla escarpada y f rondosa del lago, unos doce
kilómet ros o así más arriba. Desembarcamos y amarramos la lancha a unos t ocones y
Happy le dio un palo a la primera mula que se lanzó bosque arriba con su carga a cuest as
y t repó por la resbaladiza orilla, con las pat as poco firmes y a punt o de caerse al lago
con t oda mi comida, pero siguió t repando ent re la neblina hast a un sendero donde se
paró a esperar a su amo. Luego las ot ras mulas, cargadas con bat erías y ot ro equipo
variado, la siguieron, y después Happy, que se puso en cabeza sobre su caballo, y luego
yo en Mabel, la yegua, y finalment e Wally, el guarda forest al.
Dij imos adiós con la mano al t ipo del remolcador e iniciamos una t rist e j ornada baj o la
lluvia, t repando por aquella zona árt ica ent re neblina y lluvia siguiendo est rechos
senderos de roca con árboles y mat orrales que nos calaban hast a los huesos cuando los
rozábamos. Yo llevaba mi impermeable de nailon at ado al pomo de la silla de mont ar y
en seguida me lo puse: un monj e amort aj ado a caballo. Happy y Wally no se t aparon con
nada y se limit aron a cabalgar empapados y con la cabeza baj a. El caballo a veces
resbalaba en las piedras del sendero. Seguimos y seguimos, siempre más y más arriba, y
por fin encont ramos un t ronco que había caído at ravesando el sendero y Happy
desmont ó y sacó su hacha de doble filo y empezó a golpear maldiciendo y sudando hast a
que consiguió abrir una nueva senda que rodeaba al árbol caído. Todo con ayuda de
Wally, mient ras a mí se me encomendaba la t area de vigilar a los animales, cosa que
hice sent ado cómodament e debaj o de un arbust o y liando un pit illo. Las mulas se
asust aron ant e lo escarpado y est recho de la senda que habían hecho, y Happy me dij o
enf adado:
-¡Maldit a sea, agárralas por las crines y llévat elas de aquí! -Luego, como la asust ada era
la yegua, añadió-: ¡Agarra bien esa j odida yegua, coj ones! ¿Es que voy a t ener que
hacerlo yo t odo?
186
Por fin, conseguimos seguir y t repamos y t repamos, y en seguida dej amos el mont e baj o
y ent ramos en nuevas cimas alpinas con prados pedregosos llenos de alt ramuces azules y
amapolas roj as que at ravesaban la neblina grisácea con un color desvaído mient ras el
vient o soplaba muy fuert e y ahora con aguanieve.
-¡Mil quinient os met ros ya! -grit ó Happy, desde delant e, dándose la vuelt a con su viej o
sombrero agit ado por el vient o mient ras se liaba un cigarrillo, cómodament e inst ala do
en la silla con t oda la experiencia de una vida a caballo. Los prados de brezos florecidos
subían y subían ent re la niebla y nosot ros seguíamos la senda en zig zag con el vient o
soplando cada vez más f uert e, hast a que por f in Happy volvió a grit ar:
-¿Ves esa enorme roca de ahí delant e? -Miré y ent re la niebla vi una roca gris semej ant e
a una mort aj a allí mismo delant e de nosot ros. Happy dij o ent onces-: Est á a más de
t rescient os met ros, aunque creas que puedes t ocarla ya. Cuando lleguemos allí casi
habremos t erminado. Sólo quedará ot ra media hora.
Un minut o después me grit ó:
-¿Est ás seguro de que no t e has t raído una bot ellit a ext ra de brandy, muchacho?
Est aba empapado y hecho una pena, pero no le import aba y pude oírle cant ar en el
vient o. Poco a poco íbamos subiendo práct icament e por encima del nivel de los árboles;
el prado dej ó paso a rocas y, de pront o, en el suelo había nieve a derecha e izquierda y
los caballos hundían las pat as en ella casi hast a el corvej ón. Podían verse los aguj eros
con agua que dej aban sus cascos. De hecho, ya est ábamos muy arriba. Con t odo,
alrededor no conseguía dist inguir nada, except o niebla y blanca nieve y j irones de
neblina que pasaban rápidament e. En un día despej ado habría vist o los profundos
precipicios a uno de los lados del sendero y sin duda me habría asust ado t emiendo que el
caballo resbalara y cayera. Pero ahora lo único que veía abaj o eran leves sugerencias de
copas de árboles que parecían mat as de arbust os.
"¡Oh, Japhy! -pensé-. ¡Y t ú surcando el océano en un barco seguro, calient e en t u
camarot e, escribiendo cart as a Psyche, a Sean y a Christ ine!"
La nieve se hizo más prof unda y el granizo empezó a azot ar nuest ros rost ros enroj ecidos
por la int emperie, y por fin Happy grit ó desde adelant e:
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-¡Ya casi hemos llegado!
Yo t enía f río y est aba calado. Me baj é de la yegua y me limit é a conducirla por la senda
mient ras el animal lanzaba una especie de gruñido de alivio al sent irse liberado de la
carga y me seguía obedient ement e. Aun sin mí, iba bast ant e cargado.
-¡Ahí est á! -grit ó Happy, y ent re la niebla que se arremolinaba en aquel t echo del
mundo, vi una curiosa cabaña con t ej ado en punt a, de aspect o casi chino, ent re
punt iagudos abet os y rocas, encima de una gran piedra desnuda y rodeada de campos
nevados y manchas de hierba empapada y de florecillas.
Tragué saliva. Result aba demasiado lóbrego y t rist e para que me gust ara.
-¿Va a ser est o mi casa y refugio durant e t odo el verano?
Avanzamos t rabaj osament e hast a el corral de t roncos const ruido por algún viej o
vigilant e de los años t reint a y at amos a los animales y descargamos los bult os. Happy
subió y quit ó la puert a prot ect ora y sacó las llaves y abrió; dent ro est aba oscuro, y el
suelo cubiert o de barro y las paredes húmedas y en un siniest ro camast ro de madera
había un somier hecho de cuerda (así no at raía los rayos) y las vent anas eran opacas a
causa del polvo, y lo peor de t odo, el suelo est aba cubiert o de revist as rot as y roídas por
los rat ones y de rest os de comida t ambién y de innumerables bolit as de las cagadas de
los rat ones.
-Bien -dij o Wally, enseñando sus grandes dient es-, t e va a llevar bast ant e t iempo limpiar
t odo est o, ¿verdad? Puedes empezar ahora mismo ret irando t odas esas lat as viej as del
est ant e y pasando una bayet a moj ada por encima para quit ar la suciedad.
Y lo hice, y t enía que hacerlo, est aba a sueldo.
Pero el bueno de Happy encendió un alegre fuego en la rechoncha est ufa y puso sobre
ella un cacharro con agua y echó dent ro media lat a de café y grit ó:
-No hay nada como un caf é realment e f uert e. En est a región, chico, nos gust a que el
café ponga los pelos de punt a. Miré por la vent ana: niebla.
-¿A qué alt ura est amos?
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-A dos mil met ros, más o menos.
-¿Y cómo voy a dist inguir los incendios? Ahí fuera sólo hay niebla.
-Dent ro de un par de días la barrerá el vient o y podrás ver cient os de kilómet ros, no t e
preocupes.
Pero no le creí. Recordé a Han Chan hablando de la niebla de Mont aña Fría, una niebla
que nunca se iba; empecé a apreciar la osadía de Han Chan. Happy y Wally salieron
conmigo y pasamos ciert o t iempo colocando el mást il del anemómet ro y haciendo ot ras
t areas. Luego Happy ent ró y preparó una cena est upenda en el hornillo: j amón y huevos,
acompañados de un café muy fuert e. Wally desempaquet ó el aparat o de radio recept oremisor que f uncionaba con bat erías de coche y se puso en cont acto con las balsas del
Ross. Después, desenrollaron sus sacos de dormir disponiéndose a pasar la noche en el
suelo, mient ras yo dormí en el húmedo camast ro met ido en mi propio saco.
Por la mañana t odavía nos rodeaba una niebla gris y hacía vient o. Prepararon los
animales y ant es de irse se volvieron y me dij eron:
-Bien, ¿qué t e parece el pico de la Desolación? Happy añadió:
-No olvides lo que t e dij e de responder a t us propias pregunt as. Y si se acerca un oso y
mira por la vent ana, limít at e a cerrar los oj os.
Las vent anas aullaban mient ras se alej aban f uera de mi vist a ent re la niebla y los
ret orcidos árboles de la cumbre, y en seguida dej é de verlos y ya est aba solo en el pico
de la Desolación, y me parecía que por t oda la et ernidad, convencido de que no saldría
vivo de allí. Trat aba dé dist inguir las mont añas, pero los ocasionales huecos que se
abrían ent re la niebla sólo revelaban unas f ormas vagas y dist ant es. Renuncié a ver nada
y ent ré y me pasé el día ent ero limpiando la cabaña.
Por la noche me puse el impermeable encima de la chaquet a y la ropa de abrigo y salí a
medit ar en el brumoso t echo del mundo. Aquí est aba la Gran Nube de la Verdad,
Dharmamega, el fin últ imo. Empecé a ver mi primera est rella a eso de las diez; de
pront o se disipó part e de la niebla y creí ver mont añas, inmensas e imponent es f ormas
que cerraban el paso, negras y blancas con nieve en la cima y, t an cerca que casi di un
189
salt o. A las once pude ver el lucero de la t arde por encima del Canadá, hacia el nort e, y
creí dist inguir una f ranj a naranj a de puest a de sol det rás de la niebla, pero t odo est o se
me f ue de la cabeza ant e el ruido que hacían las rat as arañando la puert a del sót ano. En
el desván, los rat ones corrían sobre sus pat it as negras ent re granos de arena y arroz y
t rast os dej ados allí por generaciones ent eras de perdedores del Desolación.
"Vaya, vaya -pensé-, ¿conseguiré que me llegue a gust ar? Y si no, ¿cómo me las arreglaré
para largarme?"
Lo mej or sería irse a la cama y hundir la cabeza dent ro del saco.
En mit ad de la noche, mient ras est aba medio dormido, abrí los oj os un poco, y de
repent e me despert é con los pelos de punt a: acababa de ver un enorme monst ruo negro
ant e mi vent ana. Lo miré y vi que t enía una est rella encima. Era el mont e Hozomeen
que est aba a muchos kilómet ros de dist ancia, en el Canadá, y se inclinaba sobre mi
cabaña para at isbar por la vent ana. La niebla había desaparecido por complet o y era una
noche est rellada. ¡Joder con la mont aña! Tenía la misma f orma inolvidable de una t orre
de bruj as que Japhy la había dado con su pincel cuando la dibuj ó en aquel cuadro que
colgaba de la arpillera de las paredes de Cort e Madera. Era una elevación de rocas que
daban vuelt as y vuelt as en espiral hast a alcanzar la cumbre donde una perf ect a t orre de
bruj as t erminada en punt a señalaba al infinit o. Hozomeen, Hozomeen, la mont aña más
siniest ra que había vist o nunca. Y la más hermosa t ambién en cuant o llegué a conocerla
bien y vi det rás de ella la Aurora Boreal ref lej ándose en t odo el hielo del Polo Nort e
desde el ot ro lado del mundo.
33
Así que por la mañana me despert é con el sol brillando en un hermoso cielo azul. Salí a
la ent rada de mi cabaña, y allí est aba t odo lo que Japhy me había dicho: cient os de
kilómet ros de puras rocas cubiert as de nieve y lagos vírgenes y alt os bosques, y debaj o,
en lugar del mundo, un mar de nubes color malvavisco, un mar plano como un t echo que
se ext endía kilómet ros y kilómet ros en t odas direcciones, cubriendo de nat a t odos los
valles; eran lo que se suelen llamar nubes baj as, que para mí, sobre aquel pináculo a dos
mil met ros de alt ura, quedaban muy por debaj o. Preparé café en el hornillo y salí y
calent é mis huesos empapados de niebla al sol, sent ado en los escalones de madera.
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-Ti, t i -dij e a un conej o peludo, y el animalit o disfrut ó durant e un minut o j unt o a mí del
mar de nubes. Freí j amón y huevos, excavé un aguj ero para la basura a unos cien met ros
senda abaj o, cogí leña e ident ifiqué los lugares con mis prismát icos y puse nombres a
t odas las rocas cort adas y mágicas, nombres que Japhy me había cant ado t an a menudo:
mont e Jack, mont e del Terror, mont e de la Furia, mont e del Desafio, mont e de la
Desesperación, el Cuerno de Oro, et Plant ón, pico Crát er, el Rubí, el mont e Baker,
mayor que el mundo en la dist ancia, al oest e, mont e del Garañón, el pico del Pulgar
Doblado, y los fabulosos nombres de los arroyos: los Tres Locos, el Canela, el Confusión,
el Rayo y el Congelador. Y t odo aquello era mío, no había ningún ot ro par de oj os
cont emplando ese inmenso universo panorámico de mat eria.
Tuve una t remenda
sensación de ensueño que no me dej aría en t odo aquel verano y que, de hecho, se hizo
mayor, en especial cuando me ponía cabeza abaj o para que me circulara la sangre, en lo
más alt o de la mont aña, ut ilizando un saco para apoyar la cabeza, y ent onces las
mont añas parecían burbuj as en el vacío vist o al revés. ¡En realidad me di cuent a de que
est aban cabeza abaj o lo mismo que yo! No había duda alguna de que la gravedad nos
mant iene a t odos int act os y cabeza abaj o cont ra la superficie del globo t errest re en un
infinit o espacio vacío. Y de pront o, me di cuent a t ambién de que est aba solo de verdad
y no t enía nada que hacer, except o comer y descansar y divert irme, y que nadie podría
crit icarme. Las f lorecillas crecían por t odas part es, ent re las rocas, y nadie las había
pedido que crecieran, como t ampoco a mí.
Por la t arde, el mar de nubes malvavisco se disipó parcialment e y el lago Ross apareció
ant e mi vist a. Un bello est anque cerúleo allá abaj o con las pequeñas embarcacio nes de
j uguet e de los excursionist as, unas embarcaciones que quedaban demasiado lej os como
para que las viera, pero que dej aban pequeñas est elas en el espej o del lago. Podían
verse pinos reflej ados cabeza abaj o en el lago señalando al infinit o. Esa misma t arde me
t umbé en la hierba con t oda aquella gloria ant e mí y me sent í un poco aburrido y pensé:
"Ahí no hay nada porque no me import a nada."
Y luego me puse en pie de un salt o y empecé a cant ar y a bailar y a silbar, y los fuert es
silbidos at ravesaban la Gargant a del Rayo porque aquello era demasiado inmenso para
que se produj era eco. Det rás de la cabaña había un gran campo nevado que me
proporcionaría agua f resca para beber hast a sept iembre; bast aría con un cubo al día que
se f undiría en el int erior, y luego met ería un vaso de est año y así siempre t endría agua
muy fría. Empezaba a sent irme más cont ent o de lo que me había sent ido durant e años y
años, desde la infancia; sí, me sent ía libre y alegre y solit ario.
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-Buddy-o, t ralará, lará, la -cant é mient ras me paseaba ent re las rocas.
Luego llegó la primera puest a de sol y result ó increíble. Las mont añas est aban cubiert as
de niebla rosa, las nubes quedaban lej os y rizadas y parecían ant iguas ciudades remo t as
con el esplendor de la t ierra del Buda. El vient o soplaba incesant e, fssssh, f ssssh,
sacudiendo ocasionalment e mi barco. El disco de la luna nueva era prognát ico y
result aba secret ament e cómico en la pálida t abla azulada de encima de los monst ruosos
hombros de niebla que se alzaban del lago Ross. Cumbres dent adas surgían como de
golpe por det rás de las laderas, semej ant es a las mont añas que dibuj aba de niño.
Parecía que en alguna part e se est aba celebrando un f est ival dorado. Escribí en mi
diario:
"¡Oh, qué feliz soy!", pues en los picos, al t erminar el día, veía la esperanza. Japhy t enía
razón.
La oscuridad iba envolviendo mi mont aña y pront o sería ot ra vez de noche y habría
est rellas y el Abominable Hombre de las Nieves merodearía por el Hozomeen. Encendí un
buen fuego en el hornillo y me preparé unos deliciosos bollos de cent eno y un est ofado
de carne. Un f uert e vient o del oest e bat ía la cabaña, que est aba bien const ruida con
varillas de acero que se hundían en hormigón: no sería arrancada. Est aba sat isfecho.
Siempre que miraba por la vent ana veía abet os alpinos sobre un fondo de cumbres
nevadas, nieblas cegadoras o, allá abaj o, el lago t odo rizado e iluminado por la luna
como un lago de j uguet e. Me hice un ramillet e de alt ramuces y amapolas y lo puse en un
cacharro con agua. La cumbre del mont e Jack est aba hecha de nubes plat eadas. A veces
veía el resplandor de relámpagos a lo lej os iluminando súbit ament e los increíbles
horizont es. Algunas mañanas había niebla, y mi sierra, la sierra del Hambre, quedaba
complet ament e envuelt a en leche.
El domingo siguient e, j ust o como el primero, el amanecer reveló un mar de brillant es
nubes planas a unos t rescient os met ros por debaj o de mí. Siempre que me sent ía
aburrido me liaba ot ro pit illo con el t abaco Prince Albert de la lat a; no hay nada mej or
en el mundo qué un pit illo recién liado que se disf rut a sin prisa. Me paseaba en la
quiet ud de brillant e plat a con horizont es rosados al oest e, y t odos los insect os se
aquiet aban en honor de la luna.
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Había días calurosos y desagradables con plagas de langost a y ot ros insect os, calor, nada
de aire, ninguna nube, en los que no conseguía ent ender que hiciera t ant o calor en una
mont aña del Nort e. A mediodía lo único que se oía era el zumbido sinfónico de un millón
de insect os, mis amigos. Pero llegaba la noche y, con ella, la luna del mont e, la luna que
rielaba en el lago, y yo salía y me sent aba en la hierba y medit aba cara al oest e
deseando que hubiera un Dios personal en t oda est a mat eria impersonal. Iba a mi campo
de nieve, sacaba una j arra de j alea púrpura y miraba la luna a t ravés de ella. Veía que
el mundo rodaba hacia la luna. Por la noche, mient ras est aba dent ro del saco, el venado
subía desde los bosques y mordisqueaba los rest os de comida que quedaban en los plat os
de est año que siempre dej aba a la puert a de la cabaña; machos con grandes cuernos,
hembras, y cervat illos preciosos que parecían mamíferos del ot ro mundo, de ot ro
planet a, con t odas aquellas rocas iluminadas por la luna det rás.
Luego podía llegar una t urbulent a lluvia lírica del sur t raída por el vient o, y yo decía:
-El sabor de la lluvia, ¿por qué arrodillarse? -Y t ambién-: Es el moment o de t omar un
café calient e y fumar un pit illo, chicos -dirigiéndome a mis imaginarios bikhus.
La luna se puso llena y con ella llegó la Aurora Boreal sobre el mont e Hozomeen ("Mira el
vacío y la quiet ud es t odavía mayor", había dicho Han Chan en la t raducción de Japhy); y
de hecho t odo est aba t an quiet o, que lo único que t enía que hacer era variar la posición
de mis piernas cruzadas sobre la hierba alpina para oír las pezuñas de los venados que
huían asust ados. Cabeza abaj o ant es de irme a la cama encima de aquel t echo de roca
iluminado por la luna, podía ver clarament e que la t ierra est aba en realidad cabeza
abaj o y que el hombre era un bicho raro y vano lleno de ideas ext rañas que caminaba al
revés presumiendo, y comprendía que el hombre recordaba por qué est e sueño de
planet as y plant as y Plant agenet s había sido const ruido de mat eria primordial. A veces
me enfadaba porque las cosas no me salían bien: cuando se me quemaba una t ort a o
resbalaba en el campo de nieve al ir a buscar agua, o la vez en que la pala se me cayó al
barranco; y me enf adaba t ant o que quería morder las cumbres de las mont añas, y
ent onces ent raba en la cabaña y daba una pat ada a la mesa y me hacía daño en un
dedo. Pero la ment e debe est ar vigilant e, y eso aunque la carne suf ra: las circunst ancias
de la exist encia son plenament e gloriosas.
Todo lo que t enía que hacer era mirar de vez en cuando el horizont e en busca de humo y
mant ener f uncionando el aparat o de radio emisor-recept or y barrer el suelo. La radio no
me daba mucho t rabaj o; no hubo incendios t an cercanos como para que t uviera que dar
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cuent a de ellos y no part icipé en las charlas de los vigilant es. Me lanzaron en paracaídas
un par de bat erías nuevas, aunque las que t enía seguían en buen est ado.
Una noche, en una visión mient ras medit aba, Avalokit esvara, el que Oía y Respondía las
Oraciones, me dij o: -Tienes poder para recordar a t odo el mundo que son personas
complet ament e libres.
Me puse la mano encima para recordármelo en primer lugar a mí mismo, y luego,
sint iéndome alegre, grit é:
-Ta -y abrí los oj os y vi una est rella fugaz.
Los mundos innumerables de la Vía Láct ea, palabras. Tomé la sopa en una t acit a y me
supo mucho mej or que t omada en una gran sopera..., mi sopa de guisant es y t ocino a lo
Japhy. Dormía siest as de un par de horas t odas las t ardes, me despert aba y comprendía
que "nada de est o sucedió nunca" al mirar las mont añas de mi alrededor. El mundo
est aba cabeza abaj o colgando en un océano de espacio sin fin y aquí est aba t oda esa
gent e sent ada en el cine viendo películas, allí, abaj o, en el mundo al que volvería... Me
paseaba por la ent rada de la cabaña al anochecer y cant aba "Ah, las horas pequeñas", y
cuando llegué a las palabras "cuando el mundo ent ero est é profundamént e dormido", se
me llenaron los oj os de lágrimas.
-Muy bien, mundo -dij e-, t e amaré.
Por la noche, en la cama, calient e y f eliz dent ro del saco sobre el acogedor camast ro de
madera, veía mi mesa y mi ropa a la luz de la luna y pensaba: "¡Pobre Raymond!, su día
es t an t rist e y con t ant as inquiet udes, sus impulsos son t an efímeros, ¡es t an complicado
y molest o t ener que vivir!", y luego me dormía como un corderit o. ¿Somos ángeles caídos
que nos negamos a creer que nada es nada y, por t ant o, nacemos para perder a los que
amamos y a nuest ros amigos más queridos uno a uno, y después nuest ra propia vida,
para probarnos?... Pero volvía la fría mañana con nubes que surgían de la Gargant a del
Rayo como humo gigant esco, con el lago abaj o siempre cerúleo y neut ro, y con el vacío
espacio igual que siempre. ¡Oh, rechinant es dient es de la t ierra! ¿Adónde lleva t odo est o
si no es a una dulce y dorada et ernidad para demost rar que t odo est á equivocado, para
demost rar que la propia demost ración carece de sent ido. . . ?
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Al f in llegó agost o con ráf agas que sacudieron mi cabaña y auguraron poco de august o.
Hice mermelada de frambuesas de color rubí al ponerse el sol. Puest as de sol
enfurecidas que lanzaban espumosos mares de nubes a t ravés de cort adas inimaginables,
con t odos los mat ices rosados de la esperanza det rás, y yo me sent ía j ust o como ellas,
brillant e y lúgubre más allá de las palabras. Por t odas part es t erribles campos de hielo y
de nieve; una brizna de hierba bailando en los vient os de la infinit ud, anclada a una
roca. Hacia el est e est aba gris; hacia el nort e, espant oso; hacia el oest e, en enloquecido
furor, dement es frenét icos luchaban en siniest ra lobreguez; hacia el sur, la neblina de
mi padre. El mont e Jack, con su sombrero de t rescient os met ros de roca dominando un
cent enar de campos de f út bol nevados. El arroyo Canela era una f ant asía de niebla
escocesa. El Shull se perdía ent re el Cuerno Dorado. Mi lámpara de pet róleo ardía en el
infinit o.
"Pobre carne t an débil -me dij e-, no hay solución."
Ya no sabía nada de nada y t ampoco me import aba nada en absolut o, y de repent e me
sent ía aut ént icament e libre. Luego llegaron las mañanas realment e frías y crepit aba el
f uego y cort aba leña con el hacha y la gorra puest a (una gorra con orej eras), y me sent ía
maravillosament e bien y perezoso en el int erior de la cabaña, empuj ado dent ro por las
nubes heladas. Lluvia, t ruenos en las mont añas, pero delant e de la est ufa leía mis
revist as ilust radas occident ales. Por t odas part es aire de nieve y humo de leña.
Finalment e llegó la nieve en un remolino amort aj ado procedent e del Hozomeen, j unt o al
Canadá. Llegó t empest uosa enviando blancos heraldos radiant es a t ravés de los que
miraba, lo vi perfect ament e, el ángel de la luz. Y el vient o se levant ó y se alzaron
oscuras nubes como si procedieran de una fragua. Canadá era un mar de niebla_ sin
sent ido. Y aquello llegó en un at aque en abanico anunciado por el cant ar del t ubo de mi
est ufa, y avanzó impet uoso y se t ragó mi viej o cielo azul que había est ado lleno de
nubes doradas; a lo lej os, el ret umbar de los t ruenos canadienses; y hacia el sur ot ra
t orment a mayor y más negra cerrándose como una pinza. Pero el Hozomeen se mant enía
f irme rechazando el at aque con un hosco silencio. Y nada podría inducir a los alegres
horizont es dorados del nordest e, donde no había t orment a, a cambiar su puest o con el
Desolación. De pront o, un arco iris verde y rosado se sit uó j ust o encima de la sierra del
Hambre a menos de t rescient os met ros de mi puert a, como una cent ella, como una
columna; viniendo ent re nubes arremolinadas y sol anaranj ado y t umult uoso.
-¿Qué es un arco iris, Señor? Un collar para los humildes.
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Y se encaj ó j ust o en el arroyo del Rayo, y lluvia y nieve cayeron simult áneament e y el
lago era de un blanco de leche dos kilómet r os más abaj o y t odo era una aut ént ica
locura. Salí y de repent e mi sombra f ue rodeada por el arco iris mient ras caminaba por
la cima y un mist erio con halo hizo que deseara rezar.
-¡Oh, Ray, el t ranscurso de t u vida es como una got a de lluvia dent ro del océano
ilimit ado que es el despert ar et erno! ¿Por qué seguir preocupado? Escribe a Japhy y
cuént aselo t odo.
La t orment a pasó y se f ue t an rápidament e como había llegado, y al caer la t arde, el
lago brilló cegadorament e. La caída de la t arde y mi est ropaj o secándose encima de la
roca. La caída de la t arde y mi espalda helada mient ras en la cima del mundo lleno de
nieve mi cubo. La caída de la t arde, y era yo y no el vacío lo que había cambiado. Un
anochecer cálido y rosado y yo medit ando baj o la media luna amarilla de agost o.
Siempre que oía el t rueno en las mont añas era como la plancha del amor de mi madre.
-¡Trueno y nieve! ¿Cómo seguiremos hacia adelant e? -cant é.
Y de pront o, habían llegado las lluvias t orrenciales, noches ent eras lloviendo, millones
de hect áreas de árboles lavados y lavados, y en el desván rat as milenarias durmiendo
sabiament e.
La mañana. Llegaba la clara sensación del ot oño, llegaba el final de mi t rabaj o. Ahora
los días eran vent osos y con rápidas nubes: un claro aspect o dorado ent re la bruma del
mediodía. La noche, preparar chocolat e calient e y cant ar j unt o al f uego. Llamaba a Han
Chan por los mont es: no obt uve respuest a. Llamaba a Han Chan en la niebla de la
mañana: silencio, se me dij o. Llamaba: Dipankara me inst ruía sin decir nada. Nieblas
que desfilan al vient o y yo cierro los oj os y habló el hornillo.
-¡Wuu! -grit é, y el ave en perfect o equilibrio sobre la copa del abet o se limit ó a mover la
cola; luego se fue y la dist ancia se hizo inmensament e blanca. Noches negras con
señales de osos: allí abaj o, en el aguj ero para la basura, las oxidadas lat as de leche
agria y
solidif icada y
evaporada mordidas y
dest rozadas por
poderosas garras:
Avalokit esvara el Oso. Nieblas gélidas con t erribles aguj eros. En mi calendario arranqué
el día cincuent a y cinco.
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Mi pelo había crecido, mis oj os eran de un azul puro en el espej o, mi piel est aba
t ost ada. Ot ra vez t emporales de lluvia la noche ent era, las lluvias del ot oño, y yo
calient e como una t ost ada dent ro del saco de dormir soñando con movimient os de la
inf ant ería que exploraba las mont añas; f rías y duras mañanas con vient o, ráf agas de
niebla, ráfagas de nubes, súbit os soles resplandecient es, la príst ina luz en las laderas y
t res leños crepit ando en el f uego mient ras yo, exult ant e, oía a Burnie Byers decir por la
radio que t odos los vigilant es baj aran aquel mismo día. La t emporada se había
t erminado. Paseé por los alrededores de la cabaña con una t aza de café colgada del
pulgar cant ando:
-Mont aña, mont añit a, en la hierba est á la ardillit a.
Y allí est aba mi ardilla, en el aire brillant e y claro y soleado, de pie encima de una
piedra, muy derecha, j unt aba las manos con un grano de avena ent re ellas. Lo
mordisqueó y se marchó: era la pequeña deuda de t odo lo que allí había. Al anochecer
se acercó por el nort e una gran pared de nubes.
-Brrrr -dij e. Y cant é-: Sí, sí, pero ella est uvo aquí. -Y me ref ería a mi cabaña y a cómo el
vient o no pudo con ella, y seguí-: Pasa, pasa, pasa, t ú que pasas a t ravés de t odo.
Encima de la mont aña perpendicular había vist o el giro complet o de sesent a soles. La
visión de la libert ad et erna era mía para siempre. La ardilla se perdió ent re las rocas y
surgió una mariposa. Así de sencillo era. Los páj aros revolot eaban alegres por encima de
la cabaña; cont aban con un camino de dos kilómet ros de moras hast a la línea de
bosques. Fui por últ ima vez hast a el borde de la Gargant a del Rayo. Aquí, sent ado el día
ent ero a lo largo de sesent a días, ent re la niebla o a la luz de la luna o del sol o,en la
oscuridad de la noche, había cont emplado los ret orcidos y nudosos arbolillos que
parecían crecer en el aire, en la pura roca.
Y de pront o, me pareció ver a aquel inimaginable vagabundo chino allí mismo, ent re la
niebla, con aquel humor inexpresable en su rost ro arrugado. No era el Japhy de la vida
real, el de las mochilas y el est udio del budismo y las enloquecidas fiest as de Cort e
Madera, era el Japhy más real que la vida, el Japhy de mis sueños, y est aba allí sin decir
nada.
-¡Fuera de aquí, ladrones de la ment e! -grit ó hacia abaj o, en dirección a las oquedades
de las increíbles Cascadas. Era el Japhy que me había aconsej ado subir aquí y que ahora,
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aunque est aba a más de diez mil kilómet ros de dist ancia, en Japón, respondiendo a la
campanilla de la medit ación (una campanilla que más t arde mandaría por correo a mi
madre, simplement e porque era mi madre y quería hacerle un regalo), aparecía encima
del pico de la Desolación j unt o a los ret orcidos árboles de las rocas cert ificando y
j ust ificando t odo lo que allí había.
-Japhy -dij e en voz alt a-, no sé cuándo nos volveremos a ver o lo que sucederá en el
porvenir, pero el Desolación, el Desolación... ¡No sabes lo que debo al Desolación!
Gracias, t e est aré agradecido siempre por guiarme hast a est e lugar donde lo he
aprendido t odo. Ahora ha llegado el t rist e moment o de volver a las ciudades y soy un par
de meses más viej o y exist e t oda esa humanidad y los bares y los espect áculos y el amor
valient e, t odo cabeza abaj o en el vacío. ¡Dios lo bendiga t odo! Pero Japhy, t ú y yo lo
sabemos para siempre.
¡Oh, j uvent ud et erna! ¡Oh, et erno llorar! -Abaj o, en el lago, aparecieron ref lej os
rosados de vapor celest ial y dij e-: ¡Dios mío, t e amo! -Y volví la vist a al cielo y sent í de
verdad lo que decía-. Me he enamorado de t i, Dios mío. Cuida de t odos nosot ros. No
import a como sea.
A los niños y los inocent es t odo les da igual.
Y siguiendo la cost umbre de Japhy de doblar una rodilla y dedicar una breve oración al
lugar que dej aba, como cuando dej ó la sierra, y en Marin, y cuando ofreció una oración
de grat it ud al dej ar la cabaña de Sean el día en que iba a embarcarse, del mismo modo
yo, al baj ar de la mont aña con la mochila a cuest as, me volví y me arrodillé en el
sendero y dij e:
-Gracias, cabaña.
-Y en seguida añadí-: ¡Bah! -haciendo una mueca, porque sabía que aquella cabaña y
aquella mont aña comprenderían lo que quería decir.
Después di la vuelt a y seguí sendero abaj o de vuelt a a est e mundo.
***
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Los Vagabundos del Dharma es una de las obras capit ales de Jack Kerouac, el escrit or
paradigmát ico de la generación beat . Sit uada en Calif ornia, expone el descubrimient o del
budismo y su primera ley, "la vida es suf rimient o", durant e la época en que su aut or se sent ía un
f racasado porque no encont raba edit or para sus libros. Pero además de un modo f ilosóf ico de
encarar el f racaso y de la búsqueda del aut ént ico signif icado -el Dharma-, por part e de unos
j óvenes desharrapados y f ebriles, expresa la comunión con la nat uraleza en la cima de alt as
mont añas, la f rat ernidad y la poesía. Y t odo ent re vino, marihuana y orgías, donde Kerouac
aparece como Ray Smit h, aunque el aut ént ico prot agonist a sea el poet a y budist a Gary Snyder,
que figura baj o el nombre de Japhy Ryder. Junt o a ellos pueden t ambién ident if icarse f ácilment e
Allen Ginsberg y Laurence Ferlinghet t i, ent re ot ros part icipant es en el llamado "renacimient o de
San Francisco", narrado con suma brillant ez en el libro.
Los Vagabundos del Dharma elevó a Kerouac a represent ant e esencial del resurgir de una
espirit ualidád que t ambién era un nuevo modo de relacionarse ent re los seres humanos y que
hoy, cuando se imponen las realidades virt uales y las rut as cibernét icas, supone un soplo de aire
puro y un impulso hacia ot ros mundos igual de poco sust anciales, pero donde los sent imient os
adquieren proporciones insólit as. Su lect ura no dej ará a nadie indif erent e e impulsará a explorar
dimensiones hast a ent onces sólo at isbadas, pero que su aut or sabe convert ir en cot idianas.
Nacido en Lowell (Massachuset t s), en 1922, en el seno de una f amilia de origen f rancocanadiense, Jack Kerouac est udió en un colegio cat ólico de su ciudad nat al. Fue f amoso j ugador
de f út bol nort eamericano y se mat riculó en la Universidad de Columbia, aunque no llegó a
graduarse. Recorrió Est ados Unidos t rabaj ando en múlt iples empleos. Después de alcanzar el
reconocimient o lit erario, se ret iró a Lowell, se casó y abandonó t oda act ividad pública. Con la
salud dest rozada por el alcohol, murió en 1969. Además de aut or de poemas y ensayos, publicó,
ent re ot ras novelas, En el camino y Los subt erráneos (ya edit adas en est a misma colección), que
han
hecho
que
siga
siendo
leído
masivament e
y
considerado
uno
de
los narradores
nort eamericanos más apasionant es.
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