ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO
AÑO XX, BOGOTÁ, 2014, PP. XXXX, ISSN XXXX
42
Andrés Rosler*(Argentina)
Estado de derecho, delito político y terrorismo
RESUMEN
Este trabajo explora dos grandes tesis que subyacen al tratamiento que el Estado de derecho le ha dado al delito político. Mientras que la tesis que vamos a denominar “liberal”
(el camino que tomara originariamente en el siglo XIX) sostiene que el delito político o
ideológico es menos disvalioso que el común, la tesis que vamos a designar “soberana” (que
predominara de hecho antes de la institución liberal del delito político y que ha reemergido en los últimos años) cree exactamente lo contrario: para ella, el delito ideológico es
más disvalioso que su contraparte común. A continuación, primero distinguiremos entre
el delito común y el delito ideológico o político. Luego, examinaremos las dos posiciones
que los Estados han seguido en relación con el delito político, la “soberana” y la “liberal”,
respectivamente. Por último, discutiremos el colapso de la distinción entre la tesis liberal y
la soberana en caso de delitos ideológicos excepcionales como el terrorismo, y el desafío
que tal clase de delito representa para el Estado de derecho liberal.
Palabras clave: delito político, soberanía, liberalismo, terrorismo.
ZUSAMMENFASSUNG
Der Beitrag untersucht zwei Hauptthesen, die der Behandlung von politischen Straftaten
durch den Rechtsstaat zu Grunde liegen. Im Gegensatz zu der These, die man (angesichts
ihres Ursprungs im 19. Jahrhundert) als „liberal“ bezeichnen kann, und die die Auffassung
vertritt, dass politisch oder weltanschaulich motivierte Straftaten einen geringeren Unrechtsgehalt aufweisen als gemeine, geht die These, die als „hoheitsrechtlich“ bezeichnet
werden kann (die vor der liberalen Institutionalisierung der politischen Straftat vorherrschend war und seit einigen Jahren wieder vermehrt vertreten wird), von der entgegengesetzten Position aus: für sie hat die weltanschaulich motivierte Straftat einen höheren
* Investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Cientíicas y Técnicas
(Conicet), profesor titular de Filosofía del Derecho, Universidad de Buenos Aires.
[email protected].
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Unrechtsgehalt als die gemeine. Im Folgenden wird zunächst zwischen gemeinen und
weltanschaulichen oder politischen Straftaten unterschieden. Danach werden die beiden
von den Staaten im Umgang mit politischen Straftaten eingenommenen Positionen, die
„hoheitsrechtliche““ und die „liberale“,“,, untersucht. Schließlich werden der Zusammenbruch der Unterscheidung zwischen der liberalen und der hoheitsrechtlichen These bei
außerordentlichen politisch motivierten Verbrechen, wie etwa Terrorismus, sowie die Herausforderung, die Straftaten dieser Art für den liberalen Rechtsstaat bedeuten, dsikutiert.
Schlagwörter: Politische Verbrechen, Souveränität, Liberalismus, Terrorismus.
ABSTRACT
This paper explores two underlying propositions that govern the treatment of political
crimes under the Rule of Law. Whereas, the “Liberal” thesis (originally proposed in the 19th
Century) argues that political or ideological offenses are actually ‘less worse’ than “common” crime, the “Sovereign” thesis (which, in fact, predominated prior to the liberal institution of political offense, and recently re-emerged) assumes the opposite position that
ideological offenses are much worse than their common counterpart. The paper starts by
distinguishing between common crime and ideological or political crime and continues
by examining these two positions regarding political offences assumed by States. Finally,
the discussion refers to the collapse of the distinction between the Liberal and Sovereign
theses in the case of exceptional ideological crimes such as terrorism and the challenge
that this type of offense poses to the Liberal Rule of Law.
Keywords: Political offense, sovereignty, liberalism, terrorism.
Uno de los puntos más altos en el desarrollo del Estado de derecho liberal tuvo lugar
probablemente en el siglo XIX, con ocasión de la regulación del así llamado delito
político. La expresión ‘delito político’, en sus comienzos, hacía referencia a la desobediencia al derecho por causas políticas. Bajo un Estado de derecho que se preciara de
ser tal, el delincuente político debía recibir un tratamiento privilegiado fundamentalmente en términos de, en primer lugar, la abolición de la pena de muerte (tal como nos
lo recuerda la Constitución argentina), pero, además, la aplicación de condenas más
leves que las de los delitos comunes, la denegación de la extradición y el derecho de
asilo (la defensa por delito político fue incluida por primera vez en el tratado francobelga de 1834), amnistía, prescripción de la acción, sin mencionar el hecho de que,
ocasionalmente, el delincuente político podía convertirse incluso en un patriota o un
luchador por la libertad, dependiendo de las circunstancias.
A primera vista, semejante régimen especial para el delito político no está libre de
paradojas. En efecto, por un lado, la noción misma de ‘delito político’ parece ser redundante. Por ejemplo, según Rousseau, todos los delincuentes son enemigos de la sociedad:
“Todo malhechor al atacar el derecho social deviene por sus muy serios crímenes [for-
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faits] rebelde y traidor a la patria, cesa de ser un miembro violando sus leyes, e incluso le
hace la guerra”.1 Por el otro lado, el delito político parece ser imposible o contradictorio,
algo así como un delito permitido, un “piadoso crimen” en las palabras de Antígona.2
Además, esta contradicción se acentúa si tenemos en cuenta que el reconocimiento de
estatus político alcanza a quienes se alzan contra un régimen democrático en el sentido
liberal del término. De ahí que tenga sentido preguntarse por la razón de esta indulgencia con quienes transgreden las leyes de un régimen que se caracteriza por ser el más
generoso en términos de la libertad de expresión y de oportunidades de llegar al poder.3
En realidad, alguien podría sostener que el delito político debería recibir exactamente
el tratamiento contrario.
Precisamente, la aparición en escena del terrorismo en los últimos años ha hecho que
el Estado de derecho reviera su posición acerca del delito ideológico. El hecho mismo de
que el acto delictivo esté inspirado en o por una ideología o principio juega en contra
de dicho acto, antes que a favor. La designación misma de un acto como “terrorista”,
según el uso corriente de la expresión, indica claramente que el delito ideológico o
principista ha perdido la superioridad moral de la que gozara otrora.
En este trabajo quisiera explorar estas dos grandes tesis que subyacen al tratamiento
que el Estado de derecho le ha dado al delito ideológico o principista si se quiere. Mientras
que la tesis que vamos a denominar “liberal” (el camino que tomara originariamente en el
siglo XIX) sostiene que el delito político o ideológico es menos disvalioso que el común,
la tesis que vamos a designar “soberana” (que predominara de hecho antes de la institución liberal del delito político y que ha reemergido en los últimos años) cree exactamente
lo contrario: para ella, el delito ideológico es más disvalioso que su contraparte común.
A continuación, primero, distinguiré entre el delito común y el delito ideológico o
político. Luego, examinaré desde un punto de vista histórico-conceptual las dos posiciones que los Estados han seguido en relación con el delito político, la “soberana” y la
“liberal”, respectivamente. Finalmente, estudiaremos el colapso de la distinción entre la
tesis liberal y la soberana en caso de delitos ideológicos excepcionales como el terrorismo,
y las aporías que tal clase de delito representa para el Estado de derecho liberal, una vez
que se pone en duda la caracterización moralizadora del terrorismo.
1. La caracterización del delito político
El delito común es aquel cuyo tipo contiene acciones moralmente inaceptables debido a que, en la terminología de la ilosofía práctica moderna, nadie podría querer
1
Jean-Jacques Rousseau, Du Contract Social, en R. Derathé (ed.), Œuvres complètes, Paris,
Gallimard, 1964, p. 376.
2
Sófocles, Antígona, trad. de Assela Alamillo, Madrid, Gredos, 2000, p. 80.
3
Ver, v. g., Sophie Dreyfus, Généalogie du délit politique, Paris, Foundation de Varenne, 2009,
pp. 9, 281, 368.
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razonablemente la máxima que guía dichas acciones. En palabras de Kant, el criminal
comete su acción “como una excepción a la regla (eximirse de ella en ocasiones)” y “no
hace más que desviarse de la ley (aunque deliberadamente); puede a la vez detestar su
propia transgresión y desear solo eludir la ley, sin negarle formalmente obediencia”.4
Hobbes, por su parte, diría que el criminal “acepta” la ley, aunque no la “observa”.5 En
efecto, hasta quienes cometen tales delitos comunes comparten la justiicación de su
prohibición y lo único que les interesa es salirse con la suya. De ahí que se pueda decir
que el delincuente común se contradice a conciencia, y dicha contradicción entre la
acción y la máxima que subyace al comportamiento criminal común es una muy seria
candidata para una justiicación del castigo.6
Ciertamente, cuáles delitos caen bajo semejante descripción puede ser objeto de
prolongadas discusiones; después de todo, no pocos objetan la moralidad de varias
de las prohibiciones penales. Sin embargo, nadie podría razonablemente oponerse a
la protección que el Código Penal le otorga, v. g., a la vida y a la integridad corporal.
La situación del delito político es completamente diferente, entendiendo esta noción
del modo más laxo posible, sea siguiendo estándares o teorías subjetivas u objetivas. Voy
a entender, en efecto, esta noción de tal forma que para que exista un delito político es
suiciente que igure una causa política en su explicación, esto es, que el acto en cuestión
esté al servicio de una causa política. De ahí que tanto un acto cuyo móvil sea político
debido a que el autor actúa por razones políticas como un acto motivado por razones
autointeresadas, pero originado por una razón política, son delitos políticos a los efectos
de nuestra discusión.
El delito político, entonces, contiene una acción que para algunos, para bien o mal,
“no merece el nombre de crimen, porque su autor en nada se parece a los criminales”.7 En
las palabras de Kant, el delincuente principista comete su crimen “siguiendo la máxima
de una regla adoptada como objetiva (como universalmente válida)”, de tal forma que
“rechaza la autoridad de la ley misma, […] y convierte en regla de su acción obrar contra
la ley; por tanto, su máxima no solo se opone a la ley por defecto (negative), sino incluso
dañándola (contrarie) o, como se dice, diametralmente, como contradicción (digamos,
de un modo hostil)”.8
La gran diferencia entre el delito común y el político consiste entonces en que mientras que el delincuente común busca salirse con la suya, el delincuente político aspira a
una justiicación al menos incipiente, en todo caso desde el punto de vista del autor di4
Immanuel Kant, Metafísica de las costumbres, A. Cortina Orts (ed.), Madrid, Tecnos, 1989,
p. 153.
5
homas Hobbes, Elementos ilosóicos. Del ciudadano, A. Rosler (ed.), Buenos Aires, Hydra,
2010, pp. 278-279.
6
Es por eso que Hegel sostiene que el castigo es el derecho del delincuente porque está contenido en su acción. Ver Georg W. F. Hegel, Principios de la ilosofía del Derecho, 2a. ed., Juan Luis
Vermal (ed.), Barcelona, Edhasa, 1988, p. 161.
7
Georges Sorel, Relexiones sobre la violencia, trad. F. Trapero, Madrid, Alianza, 1976, p. 162.
8
Kant, op. cit., p. 153.
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recto o indirecto, mediato o inmediato del acto. El delincuente político –en sentido más
o menos mediato–, de hecho, suele ser abnegado, estar dispuesto a pagar el precio de su
desobediencia y no tiene empacho en ensayar una justiicación, al extremo de invitar
con dicha justiicación a la universalización de su conducta. En resumen, la motivación
del delito político no es autointeresada sino abnegada y, además, dicha motivación se
debe a la justiicación de la acción, al menos desde el punto de vista del autor del delito.9
Ciertamente, desde el punto de vista del Estado, la situación no es vista con los mismos ojos. La autocomprensión del delincuente político no tiene por qué ser compartida
por los magistrados, por ejemplo. Sin embargo, todo lo que hace falta para que el delito
sea principista o político es que cierta razón o justiicación universalizadora pueda al
menos despegar. Dicha justiicación no tiene por qué tener éxito. Otro tanto sucede con
el resto de los rasgos del delito político. No tenemos por qué suponer que la abnegación
o el desprecio por el materialismo, el compromiso con una causa o idealismo, sean valiosos en términos absolutos. Es por eso por lo cual, hasta aquí, queda abierta la discusión
acerca de si el delito político es moralmente preferible al común.
La misma caliicación “política” del delito (o “ideológica” para el caso) también deja
abierta la valoración de dicho acto. En efecto, hasta aquí, decir que un delito es político
es una descripción sine ira et studio que fácilmente puede adquirir un sentido peyorativo,
tal como ha sucedido desde la recepción de Maquiavelo (como se suele manifestar, v. g.,
que un paro es “político” para desprestigiarlo o porque obedece a un interés sectorial),
o bien puede adquirir un sentido positivo, tal como ha sido el caso desde los orígenes
griegos de la expresión y, en particular, en la tradición republicana.
El complot contra César es un caso muy ilustrativo de la ambigüedad valorativa del
delito político. Algunos, como Dante, condenan a verdaderos delincuentes políticos como Bruto y Casio al último círculo del inierno debido a que ellos “han hecho más que
traicionar a un hombre pues han dañado un orden político querido por Dios, orden que
debía dar al mundo la paz y la unidad en previsión de la Encarnación y de la Redención”.10
Otros, como Tito Livio, tal como Ben Jonson nos lo recuerda en su tragedia Sejano, “a
menudo nombra […] a Casio, y a […] Bruto también, como hombres de la mayor dignidad, no como ladrones y parricidas” (III.1). Tácito cuenta, en el mismo sentido, que bajo
Augusto “la muerte del dictador César pareció a unos la acción más deplorable y a otros
la más hermosa [aliis pessimum, aliis pulcherrimum]”.11 Y Lucano se había pronunciado
incluso en contra de la posibilidad misma de pretender saber quién tenía razón: “Quién
9
Es por eso precisamente que Antígona quería gritar su acción, pregonarla ante todos (Sófocles, op. cit., p. 80). Por ejemplo, cuando Ismene le pide a su hermana Antígona que mantenga
oculta la transgresión que estaba a punto de cometer y por la cual Antígona se haría famosa para
toda la posteridad, Antígona le contesta: “¡Ah, grítalo! Mucho más odiosa me serás si callas, si no
lo pregonas ante todos”.
10
hierry Sol, Fallait-il tuer César? L’argumentation politique de Dante à Maquiavel, Paris, Dalloz, 2005, p. 37. Bruto comete un “crimen político” (Sol, p. 38).
11
Anales, I.8.
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con más justicia las armas empuñó no es lícito saberlo, un gran juez a cada uno ampara:
la causa vencedora a los dioses complació, a Catón la vencida”.12
O tomemos el caso del Satán de Milton. Su desobediencia no es un acto delictivo
común, ya que desafía al orden soberano divino en su totalidad. En otras palabras, la destrucción que emprende no es solo criminal sino que además tiene un aire distintivamente
principista o ideológico, ya que Satán decía enfrentarse a la dominación por parte de un
igual cuyo gobierno se apoyaba en la omnipotencia o soberanía y que prohibía el acceso
al conocimiento (uno de los dogmas de la futura Ilustración),13 y que incluso hizo que, v.
g., William Blake creyera que Milton, sin saberlo, había tomado partido por el Diablo.14
La cuestión es si la naturaleza ideológica de su accionar agrava o atenúa la criminalidad
de los actos de Satán.15 Es hora de examinar estas dos opciones.
2. La tesis soberana
Para comprender mejor la tesis liberal sobre el delito político convendría empezar por
el camino no tomado inicialmente por el Estado de derecho, i. e., la tesis soberana, su
antecesora y adversaria. La tesis soberana cree que el delito político, cuyo paradigma
era el tipo del crimen de lesa majestad, es una infracción mala in se16 y mucho más
disvaliosa que su contraparte común. Por ejemplo, para un distinguido exponente de
esta tesis como Kant, la pretensión de actuar correctamente al desobedecer el derecho,
ni qué decir la de enjuiciar al gobernante, juega en contra del delincuente político ya
que este “rechaza la autoridad de la ley misma, de cuya validez no puede abjurar, sin
embargo, ante su razón”.17 El delincuente político, entonces, ni observa ni acepta la
autoridad política. En las palabras de Lutero, “a un rebelde has de situarlo lejos, lejos
del asesino o del ladrón o de cualquier otro malhechor. Un asesino u otro malhechor
deja subsistir la cabeza y la autoridad, solo ataca a sus miembros o a sus bienes; incluso
teme a la autoridad. […]. El rebelde, por el contrario, ataca a la cabeza misma, le ata-
12
Lucano, Farsalia, Jesús Bartolomé Gómez (ed.), Madrid, Cátedra, 2003, p. 157.
John Milton, El paraíso perdido, Esteban Pujals (ed.), Madrid, Cátedra, 1986, p. 79.
14
Ver Anthony David Nuttall, he Alternative Trinity. Gnostic Heresy in Marlowe, Milton, and
Blake, Oxford, Oxford University Press, 1988, p. 224.
15
Esta oscilación es típica de otro caso de desobediencia principista, como por ejemplo la de
Prometeo, según Esquilo. Se trata literalmente de un ilántropo que desobedeció a los dioses (ver
Esquilo, Tragedias, trad. B. Perea, Madrid, Gredos, 1982, pp. 329, 331).
16
“Traición es un delito en sí mismo [of it self], malum in se, y, por lo tanto, un delito de common
law, y alta traición es el delito más alto de common law que puede existir; y por lo tanto, no solo el
estatuto sino la razón sin un estatuto lo hace un delito” (homas Hobbes, Writings on Common Law
and Hereditary Right, Alan Cromartie y Quentin Skinner (eds.), Oxford, Oxford University Press,
2005, p. 69).
17
Kant, op. cit., p. 153.
13
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ca su espada y su oicio”.18 Según esta tesis, todo derecho debe ser soberano y “todas
las soberanías posibles actúan necesariamente como si fueran infalibles; pues todo
gobierno es absoluto; y desde el momento en que se lo puede resistir bajo pretexto de
error o de injusticia, no existe más”.19
En primer lugar, quienes deienden esta concepción de la soberanía suelen adherir a
cierta versión de la tesis de la teología política. En efecto,
Hubo un tiempo en el cual las disposiciones políticas prevalecientes de las
sociedades terrenales –particularmente las que tomaban la forma de monarquías
absolutas– se creía que habían sido diseñadas por Dios de acuerdo con el ordenamiento del reino celestial. […]. Perturbar intencionalmente estas disposiciones
políticas era por lo tanto equivalente a desaiar la voluntad del Creador y resistir al
monarca estaba a la par con resistir a Dios mismo.20
En este mismo sentido, Bodin creía que dado que el universo está sujeto a la sola y
soberana majestad de Dios, del mismo modo el Estado debía estar sujeto a la sola y soberana majestad del príncipe (VI. 4). También la relación soberano-súbdito era comparada
con la de padre-hijo y de ahí por supuesto la equiparación entre el parricidio (que era
considerado el peor de los crímenes) y el delito político.
En segundo lugar, quienes suscriben la tesis soberana suponen (1) que existe una
conexión necesaria entre la soberanía y la prevención del desorden, y (2) que existe una
conexión entre el principismo o idealismo de esta clase de desobediencia y las peores
consecuencias que acarrea. Quizás esto se deba a que quienes solo buscan salirse con
la suya no quieren alterar el orden social, sino todo lo contrario, ya que solo pueden
lucrar a partir de dicho orden; el principismo, por el contrario, afecta al orden social en
su conjunto.
De ahí que, para la tesis soberana, un crimen de lesa soberanía tenga consecuencias
mucho peores que un delito común. Como explica Hobbes, y en esto es seguido por
pensadores tan distintos como Beccaria y De Maistre,21 “los crímenes que los latinos
18
Martín Lutero, “Carta sobre el duro librito contra los campesinos”, en Joaquín Abellán (ed.),
Escritos Políticos, Madrid, Tecnos, 1986, p. 121. Ver Rafaele Laudani, Disobedience in Western Political hought, trad. Jason Francis McGimsey, Cambridge, Cambridge University Press, 2013, p. 40.
19
Joseph de Maistre, Du Pape, Paris, 1841, pp. 1-2.
20
Ned Dobos, Insurrection and Intervention, Cambridge, Cambridge University Press, 2011,
p. 1.
21
Un santo patrono del abolicionismo de la pena capital como Beccaria creía que “La muerte de un ciudadano solo puede considerarse necesaria por dos motivos. El primero, cuando, aun
privado de libertad tenga todavía tales relaciones y un poder tal que comprometa la seguridad de
la nación; cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno
establecida. Así la muerte de algún ciudadano se hace necesaria cuando la nación recobra o pierde
su libertad, o en el tiempo de la anarquía, en el que los desórdenes mismos ocupan el lugar de las
leyes”. El segundo motivo “por el que puede considerarse justa y necesaria la pena de muerte” tendría
lugar cuando la muerte de un ciudadano “fuese el verdadero y único freno para impedir que los
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entendían por Crimina laesae Majestatis […] son crímenes mayores que los mismos actos
cometidos en contra de hombres privados: porque el daño mismo se extiende a todos”.22
El peligro que representaba la desobediencia política era tal que de hecho hasta la
desobediencia pacíica o no violenta era considerada un crimen de lesa majestad,23 y la
tentativa era suiciente para conigurar el delito, en épocas en que la tentativa ni siquiera
estaba tipiicada, por así decir, en varios casos.24
Cabe destacar a esta altura el ecumenismo ideológico de la tesis soberana. En efecto,
ya hemos visto que pensadores tan distintos como Beccaria y De Maistre comparten
ciertas creencias distintivamente soberanas. Y de hecho, el ecumenismo soberano abarca
no solo a pensadores diferentes sino a discursos políticos distintos. En efecto, aunque
es natural asociar la tesis soberana con la causa monárquica, en realidad se trata de una
tesis de prosapia notablemente republicana. Cicerón, por ejemplo, estaba convencido
de que nada podía ser peor que “cometer un crimen en contra de [minueri] la majestad
del pueblo romano mediante la violencia”.25 Luego el Imperio Romano, y monarquías
y otros imperios, le dieron una calurosa bienvenida al régimen del delito de “majestas”.
La antigua simpatía republicana por la tesis soberana fue revalidada por los revolucionarios republicanos modernos.26 En efecto, si bien los revolucionarios franceses eran
abolicionistas capitales, hacían una excepción para el caso de los delitos políticos. Durante
la Revolución Francesa, muchos diputados –de los cuales el más conocido quizás era
Robespierre– creían que, aunque la pena capital no debía tener lugar en la sociedad civil,
Luis XVI presentaba una “cruel excepción a las leyes ordinarias” y que era “el único que
podía […] recibir legítimamente” la pena de muerte. Nicolas-Marie Quinette, miembro de la Convención, el 6 de diciembre de 1792 claramente sacó a la luz la naturaleza
agravante de los delitos políticos: “Estoy de acuerdo con los que piensan que este castigo
demás cometan delitos” (Cesare Beccaria, De los delitos y de las penas, Perfecto Andrés Ibáñez (ed.),
Madrid, Trotta, 2011, p. 205). De Maistre sostiene que “Uno de los mayores crímenes que se pueden
cometer es sin duda el atentado contra la soberanía, ninguno tiene consecuencias más terribles”
(Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, trad. Joaquín Poch Elío, Madrid, Tecnos, 1990,
p. 11).
22
Es el punto mencionado por Rosencrantz en Hamlet: “La cesación de majestad no muere sola,
sino que como un abismo atrae lo que está cerca de ella. […]. Nunca solo suspiró el rey sino con un
gemido general” (William Shakespeare, Hamlet, G. R. Gibbard (ed.), Oxford, Oxford University
Press, 1987, p. 271).
23
Ver Mario Sbriccoli, Crimen Laesae Maiestatis, Milán, Giufré, 1974, p. 144.
24
Ver Dreyfus, op. cit., pp. 48-49.
25
Filípicas I.21.
26
Incluso los adversarios de la revolución notaron el parecido: “En el siglo dieciséis los revoltosos
atribuyeron la soberanía a la Iglesia, es decir al pueblo. El siglo dieciocho no hizo sino transportar
esta máxima a la política; es el mismo sistema, la misma teoría, hasta sus últimas consecuencias.
¿Qué diferencia hay entre la Iglesia de Dios, únicamente conducida por su palabra, y la gran república
una e indivisible, únicamente gobernada por las leyes y los diputados del pueblo soberana? Ninguna.
Es la misma locura, habiendo solamente cambiado de época y de nombre” (De Maistre, Du Pape,
pp. 3-4).
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debe ser borrado de nuestra legislación civil; pero demostraré en el futuro que debe ser
reservado para crímenes políticos, o aquellos que buscan destruir a la libertad”.27
Ahora bien, la gravedad de los crímenes políticos repercute en diferentes aspectos
del tratamiento de los delincuentes. En primer lugar, el castigo mismo, por ejemplo en
el caso del common law, era bastante elocuente. En las palabras de Hobbes consistía en:
Ser arrastrado sobre un marco [Hurdle] desde la prisión hasta la horca, y ahí […]
ser colgado por el cuello, y puesto vivo sobre el suelo, y que se le quiten y quemen
las entrañas mientras está todavía vivo; y que se le corte la cabeza y que su cuerpo
sea dividido en cuatro partes, y que su cabeza y sus cuartos sean ubicados tal como
el rey lo determine.28
En segundo lugar, a pesar de que la responsabilidad familiar en Europa había desaparecido a partir del siglo XII, el delito de lesa majestad, paradigma del delito político,
no respetaba el principio de responsabilidad individual o personal, ya que su castigo no
se limitaba al suplicio del condenado sino que le seguían un número de penas complementarias que afectaban su entorno: los bienes le eran coniscados, su casa arrasada, la
familia desterrada y el patronímico abolido. Esta aspiración de borrar hasta el recuerdo
del culpable de lesa majestad (damnatio memoriae) llegó hasta la destrucción de la
casa del girondino Buzot por la Convención y la del hiers por la Comuna. Tampoco
la demencia exoneraba de responsabilidad por lesa majestad, ni siquiera la muerte, de
modo que ni el suicidio detenía necesariamente la acción penal.29
En tercer lugar, la repercusión procesal era dramática, tal como nos lo recuerda Sorel:
“Los procesos contra los enemigos del rey fueron siempre llevados de manera excepcional; se simpliicaban los procedimientos todo lo posible; se daban por suicientes pruebas
mediocres, que no hubieran bastado para los delitos ordinarios; se trataba de inligir
castigos ejemplares y que intimidasen profundamente”. Sorel enfatiza que el acuerdo
multipartidario entre monárquicos y republicanos subsiste, ya que lo mismo ocurrió
durante la revolución:
La ley del 22 de pradial se contenta con deiniciones un tanto difusas del crimen
político, con el in de no dejar escapatoria a ningún enemigo de la Revolución; y, en
lo que a pruebas respecta, son dignas de la más pura tradición del Antiguo Régimen
y de la Inquisición. “La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo
es cualquier clase de documento, ya sea material, moral, verbal o escrito, que de
modo natural puede lograr el asentimiento de toda persona justa y razonable. La
27
Dan Edelstein, he Terror of Natural Right. Republicanism, the Cult of Nature, and the French
Revolution, Chicago, Chicago University Press, 2009, p 151, núm. 97.
28
homas Hobbes, A Dialogue, op. cit., p. 117.
29
Ver Dreyfus, op. cit., pp. 51-52.
812
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regla de los juicios es la conciencia de los jurados iluminados por el amor a la patria;
su objetivo es el triunfo de la República y la derrota de sus enemigos”.30
La cepa revolucionaria del delito político, sin embargo, tiene ciertas características
distintivas. En primer lugar, el derecho aplicable. Dado que Luis XVI gozaba de inviolabilidad constitucional desde septiembre de 1791, durante su juicio fue invocado el
derecho natural o de gentes para poder acusarlo y condenarlo. Según Saint-Just, v. g., el
rey debía “ser juzgado como enemigo, […] nosotros tenemos menos que juzgarlo que
combatirlo, y […] no estando más en el contrato que une a los franceses, las formas del
procedimiento no están en absoluto en la ley civil, sino en la ley del derecho de gentes”.31
En segundo lugar, la naturaleza jurídica del objeto de la acusación contra Luis XVI
osciló entre un crimen y un acto bélico. Por un lado, la conducta de Luis XVI era considerada criminal. Saint-Just, en efecto, expresaba su preocupación de que en el futuro los
seres humanos “se asombrarán de la barbarie de un siglo en el cual tenía algo de religioso
juzgar a un tirano, cuando el pueblo que tenía un tirano para juzgar lo eleva al rango de
ciudadano antes de examinar sus crímenes”. Saint-Just advertía que “se sorprenderán un
día que en el siglo dieciocho se haya avanzado menos que desde los tiempos de César:
allí el tirano fue inmolado en pleno Senado, sin otras formalidades que veinticuatro puñaladas, y sin otra ley que la libertad de Roma. ¡Y hoy se hace con respeto el proceso de
un hombre asesino de un pueblo, capturado en lagrante delito, la mano en la sangre, la
mano en el crimen!”32 Vale agregar que a Luis XVI le cabe haber sido quizás el primer
“criminal en contra de la humanidad”, tal como lo describiera Robespierre.33
Pero, por el otro lado, el hecho mencionado por Saint-Just, según el cual no tenía
sentido llevar a juicio al rey ya que se trataba de un enemigo que debía ser muerto en el
Senado, sin más, implica que, para él, la cuestión no era de derecho penal sino bélica en
realidad, algo así como un “derecho penal del enemigo”. Obviamente, el sentido de tratar
criminales como enemigos es que elimina la burocracia del procedimiento penal de tal
forma que quienes desobedecen la autoridad del Estado pueden ser tratados de manera
más expeditiva. No hace falta acusación, juicio, audiencias; pueden ser capturados o
detenidos meramente por su pertenencia a un grupo, no hace falta evaluar la responsabilidad individual; los enemigos son juzgados –si es que lo son en absoluto– según los
estándares algo más relajados del derecho natural, no según el derecho positivo y, de
hecho, no hace falta acción alguna para poner en marcha el dispositivo estatal sino solo
la capacidad de dañar al Estado.
En tercer lugar, la sinécdoque. En efecto, algunos revolucionarios creen que no solo al
rey se le debe aplicar el derecho natural y que es un criminal en contra de o un enemigo
de la revolución o del pueblo francés, sino que además es un criminal contra o enemigo
30
31
32
33
Sorel, op. cit., p. 161.
Louis de Saint-Just, Oeuvres complètes, Paris, Gallimard, 2004, p. 476.
Idem.
Ver Edelstein, op. cit., pp. 150-151.
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO
813
de la humanidad en general. El rey es puesto en compañía de tiranos, salvajes, forajidos,
piratas y demás hostes humani generis.34
3. La tesis liberal
Para la tesis liberal, tal como dijimos al comienzo, el delito político es claramente mucho menos disvalioso que su contraparte común. Recordemos el tratamiento privilegiado que recibe el delincuente político en prisión, las condenas menores, la abolición
de la pena muerte, el derecho de asilo para delincuentes políticos, la amnistía, la prescripción de la acción, sin mencionar el hecho de que ocasionalmente el delincuente
político podía convertirse incluso en un patriota o un luchador por la libertad, dependiendo de las circunstancias.
Para dar una idea de la tesis liberal puesta en práctica repasemos la congratulación de
Francis Lieber –redactor del famoso “Código Lieber” para el uso del ejército de la Unión
en la guerra civil y un refugiado europeo en Estados Unidos– para
la […] Cámara de los Comunes por rechazar un proyecto de ley que habría hecho un delito fomentar la conspiración contra príncipes extranjeros en Inglaterra
y por liberar a Orsini, sospechoso de un complot contra la vida de Napoléon III
–decisiones que fueron ‘saludadas con algarabía por todo hombre en el continente
europeo que le desea lo mejor a la libertad’.
No solo Orsini, “sino Mazzini, Kossuth, Garibaldi y Herzen juntos con numerosos
refugiados de 1848 en un punto todos habían sido capaces de manifestarse públicamente en Londres mientras disfrutaban de asilo en Inglaterra ante la consternación de sus
gobiernos”.35
La tesis liberal del delito político descansa sobre una serie de supuestos. En primer
lugar, el énfasis en la moralidad del delito político tiene en mente una concepción especial
del Gobierno y del derecho que subyace a la tesis liberal, la cual sale claramente a la luz en
la pluma de un destacado defensor de la soberanía como De Maistre: “El que tuviera el
derecho de decirle al Papa que está equivocado, tendría, por la misma razón, el derecho
a desobedecerlo”.36 En efecto, para el liberalismo, la política debe apuntar al “consenso”
como el resultado de un intercambio de visiones y opiniones consideradas, de tal forma
que la tesis liberal tiene una considerable aura epistémica. La búsqueda de una respuesta
correcta nos hace ser conscientes de que nos podemos equivocar y que, por lo tanto, la
otra parte puede tener razón y entonces debemos mantener abiertas nuestras opciones,
incluso si semejante actitud compromete nuestro poder. Es la verdad misma la que nos
34
Ibid., p. 18.
Martti Koskenniemi, he Gentle Civilizer of Nations. he Rise and Fall of International Law
1870-1960, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, p. 68.
36
De Maistre, Du Pape, p. 6.
35
814
EL ESTADO DE DERECHO, DELITO POLÍTICO Y TERRORISMO / ANDRÉS ROSLER
hace venerar la pluralidad. Y de ahí que los liberales, al entender la política como una
búsqueda de la verdad entre competidores en paridad de condiciones, están dispuestos
a reconocerles estatus político incluso a quienes ocasionalmente optan por la violencia
para hacer sus reclamos, dado que hasta un enemigo vencido puede tener razón.
De la preocupación liberal por la motivación moral surge la crítica hacia la criminalización del desacuerdo político que es ínsita a la tesis soberana. Por ejemplo, Constant
creía que, en el fondo, el Gobierno mismo o la sociedad son los verdaderos responsables
de los delitos políticos. Los individuos tienen derecho a opinar sobre política y, de hecho, la existencia de una conspiración prueba que “la organización política de un país
en donde se urden estas conspiraciones es defectuosa”. Constant cree ciertamente que
dichas conspiraciones deben ser reprimidas en ocasiones, “pero la sociedad no debe
desplegar contra los crímenes de los que sus propios vicios son la causa sino la severidad indispensable; ya es lo suicientemente lamentable que ella esté forzada a castigar a
hombres que, si ella estuviera mejor organizada, no habrían devenido culpables jamás”.37
En otras palabras, quien desobedece el derecho por razones políticas, según esta visión,
es entendido como “un hombre de progreso, deseoso de mejorar las instituciones políticas de su país, teniendo intenciones loables, apresurando la marcha, adelantándose
a la humanidad, cuya única culpa es la de querer ir demasiado rápido y la de emplear,
para realizar los progresos que él ambiciona, medios irregulares, ilegales y violentos”.38
En segundo lugar, para la tesis liberal, el delito político es mala prohibita. Dicha relatividad constitutiva del delito político le juega necesariamente a favor. Por un lado, la
relatividad espacial de la noción de enemigo según la cual lo que caracteriza a un buen
ciudadano de un régimen podría considerarse enemistad declarada en otro régimen: el
enemigo de una nación no tiene por qué ser el enemigo del género humano de la humanidad, y un traidor a un país puede ser un excelente ciudadano en otro. Por el otro,
la relatividad temporal. Guizot, por ejemplo, advertía que
apenas se encontrará en la esfera de la política algún acto inocente o meritorio
que no haya recibido, en algún rincón del mundo o del tiempo, una incriminación
legal. […]. En cosas tan móviles, tan complicadas, la verdadera moralidad de las
acciones no se deja así determinar absolutamente ni aprisionar para siempre en el
texto de las leyes”.39
De hecho, los trastornos políticos ocasionados por la Revolución en Francia generaron
la necesidad de crear la igura del delito político, concediéndole autonomía normativa
para, de ese modo, proteger el orden jurídico.
37
Benjamin Constant, Écrits politiques, Paris, Gallimard, 1997, p. 580.
Georges Vidal, Cours de droit criminel et de science pénitentiaire, 2a. ed., Paris, A. Rousseau,
1901, p. 101. Ver Dreyfus, op. cit., pp. 353, 359, 360-361, 366.
39
François Guizot, Des conspirations et de la justice politique. De la peine de mort en matière
politique, Paris, Fayard, 1984, pp. 117-118.
38
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO
815
Aunque no es exactamente lo que Guizot tenía en mente, su tesis sobre la relatividad
temporal del delito político fue conirmada por lo que hoy sabemos sobre la huelga,
la cual dejó de ser un grave acto violento y, por eso, pasó de ser un delito que afectaba
sustancialmente derechos constitucionales básicos como la libertad de comercio y la
propiedad privada a convertirse en un derecho constitucional imprescindible.
En tercer lugar, la separación conceptual entre la sociedad y el Estado (o el Gobierno)
explica que el enemigo del Gobierno no es necesariamente un enemigo de la sociedad.40
La separación de la sociedad y del Estado deja además el lugar necesario para poner en
duda la soberanía o el monopolio de la acción política que la tesis soberana le atribuía al
Estado. Este fenómeno está estrechamente vinculado con la separación moderna entre
la razón u opinión pública y la razón u opinión de Estado.
En efecto, mientras que, por ejemplo, Montaigne y Hobbes creían que la opinión
pública era la del Estado, la opinión pública en el siglo XVIII corresponde a la de la sociedad civil entendida como una esfera intermedia entre el sector privado y el Estado,41
fenómeno que ya era perceptible a comienzos del siglo XVII en el Julio César de Shakespeare, en el cual la conexión entre la esfera pública y el delito político salta a la vista. En
efecto, cuando Antonio declama estar dispuesto a ser “amigo […] de todos y amarlos
[…] a todos” los que mataron a César, a condición de que le dieran “las razones de por
qué y en qué César era peligroso”, Bruto, quizás en un exceso de conianza, le responde:
“Nuestras razones están tan llenas de buenas consideraciones que si fueras tú, Antonio,
el hijo de César, estarías satisfecho. Si no, esto sería un espectáculo salvaje”.42 En el acto
siguiente, Bruto nos recuerda que César había sangrado “en aras de la justicia” y anuncia que “razones públicas serán ofrecidas de la muerte de César”. Esta última expresión
muestra no solo la aspiración principista de todo delito político, sino que además indica
la ambigüedad de la expresión ‘justo’ en ocasión del pasaje de su connotación estatal a la
burguesa, por así decir: se trata de razones públicas porque atañen al Estado y además
porque serán ofrecidas a la esfera pública.
En cuarto lugar, tal como lo sostiene el penalista francés Joseph Ortolan hacia 1875,
“la pena del delito político tendrá siempre en su principio alguna cosa de las medidas que
se aplican a un enemigo: el legislador penal […] no debe perder de vista este carácter”.43
El enemigo al que se reiere el paradigma liberal francés, sin embargo, no es el de la guerra justa invocada por Saint-Just, sino el enemigo regular del derecho público europeo,
que con el tiempo permitió que incluso quienes combatieran en una guerra civil fueran
comprendidos dentro del régimen de beligerancia.44 El acto del delincuente ideológico
40
Ver Dreyfus, op. cit., p. 272.
Ver Jürgen Habermas, Strukturwandel der Öfentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie
der bürgerlichen Gesellschat, Frankfurt, Suhrkamp, 1990, pp. 162-163; Reinhart Koselleck, Kritik
und Krise. Eine Studie zur Pathogenese der bürgerlichen Welt, Frankfurt, Suhrkamp, 1973, p. 44.
42
William Shakespeare, Julius Caesar, Arthur Humphreys (ed.), Oxford, Oxford University
Press, 1984, p. 171.
43
Joseph Ortolan, Éléments de droit pénal, 4a. ed., Paris, Plon, 1875, § 707 (énfasis agregado).
44
Ver Carl Schmitt, Der Nomos der Erde, Berlin, Duncker & Humblot, 1950, pp. 274, 275, 278.
41
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EL ESTADO DE DERECHO, DELITO POLÍTICO Y TERRORISMO / ANDRÉS ROSLER
o político entonces merecería el mismo grado de autonomía normativa concedido al
acto de guerra.
En quinto lugar, la causa victoriosa complace a los dioses. En efecto, la otra cara de
reconocer que detrás del delincuente político hay un enemigo –aunque no el injusto o
irregular sino el relativo o justo del derecho público europeo– es reconocer que la performatividad tiene mucho que ver con la distinción entre un delincuente y un patriota.
Vidal señalaba en este sentido que “el autor de un crimen político, que es más un vencido
que un criminal, puede devenir, como resultado de una revolución favorable a sus ideas,
el vencedor de mañana llamado a la dirección regular del Estado y a la administración
pública de su país”.45 Sorel advertía exactamente lo mismo, aunque, como veremos más
abajo, con otros ines: “el criminal de hoy puede pasar a ser el juez de mañana”.46 Menachem Begin y Yasser Arafat son ejemplos de cómo hasta terroristas pueden convertirse
en estadistas.
4. Los límites de la tesis liberal y el regreso de la tesis soberana
Hablando de terrorismo, la tesis liberal es menos generosa –o liberal– de lo que parece,
ya que en el fondo no cualquier tipo de delito ideológico caliica como delito político en sentido estricto. En efecto, los mismos liberales que suscribían la superioridad
moral del delito principista distinguieron entre el delito político y lo que llamaban
“delitos antisociales”, o, si se quiere, entre principios correctos e incorrectos. Juristas
como Franz Lieber, que creían representar a la conciencia legal o jurídica del mundo
civilizado, defendían el voto universal, el constitucionalismo social y el Estado de derecho, no dudaron sin embargo en apelar a “la represión para defender su liberalismo
aristocrático” frente a los desafíos ocasionados por el anarquismo. En 1869, por otro
lado, Fedor Martens, el famoso profesor y diplomático ruso-báltico, argumentaba en
el Institut de Droit International que los tiempos habían cambiado. Mientras que el
número de refugiados políticos “reales” había disminuido, el número de “criminales”
políticos se había incrementado, y por esto último entendía: miembros de la Comuna,
nihilistas, socialistas, todos los que a través del homicidio y del incendio provocado o
estrago deseaban anarquía y celebraban los “instintos bestiales del hombre”.47
En este mismo sentido, en 1879 el Instituto de Derecho Internacional adoptó una
resolución según la cual los Estados podían ejercer jurisdicción penal extraterritorial
en caso de actos cometidos en cualquier lado por cualquier persona, si tales actos eran
ataques en contra de “la existencia social del Estado” o ponían en peligro su seguridad.
Anarquismo y comunismo constituían crímenes contra todos los Estados y, por lo tanto,
quienes actuaban inspirados por tales doctrinas se convertían en los nuevos enemigos
45
46
47
Vidal, op. cit., p. 103.
Sorel, op. cit., p. 154.
Ver Koskenniemi, op. cit., p. 69.
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO
817
de o criminales contra la humanidad. Al año siguiente, el Instituto se expresó a favor de
la denegación de extradición en caso de delitos políticos para el caso de actividades que
no coniguraran delitos comunes.
La discusión contemporánea sobre el terrorismo trae a colación un panorama muy
similar. El discurso de los derechos humanos ha restringido severamente el antiguo régimen del delito político para impedir que el terrorismo, un típico fenómeno de criminalidad ideológica, obtenga estatus político en términos de no extradición, asilo, privilegios
legales del acto de guerra, y qué decir del reconocimiento patriótico. Con lo cual, la tesis
liberal ha dejado paso a la soberana.
El retorno de la tesis soberana parece haber sido acompañado por el regreso de la
tesis de la teología política. Recientemente, Pierre Manent también ha señalado la estructura teológica de los delitos de lesa humanidad: “En el antiguo orden, el crimen más
grave e imperdonable era el sacrilegio –el crimen contra Dios, o las cosas consideradas
sacras, que incluían el regicidio y el parricidio–. En el nuevo orden democrático, el
crimen más grave, el crimen para el cual no hay prescripción de la acción, es el crimen
contra la humanidad”.48 Da la impresión entonces de que Su Majestad la Humanidad ha
ocupado el lugar de la antigua soberanía, tal como lo muestra –al menos en los idiomas
que derivan del latín– la expresión de crimen de lesa humanidad. El regreso de la tesis
soberana es acompañado por su explosivo coctel de un derecho aplicable controversial, la
oscilación del estatus normativo del terrorista entre criminal y enemigo, y, inalmente,
la sinécdoque universalista.49
Ahora bien, mi punto no es que el terrorismo contemporáneo es solo una creación
estatal mediante la cual el enemigo es criminalizado, sino que la manera soberana en
que solemos entenderlo contribuye a que la noción sea fácil presa de la moralización. En
efecto, la deinición estándar del terrorismo es tan moralizante que el intento de discutir
la moralidad de un acto terrorista lisa y llanamente es un sinsentido. Si bien la deinición
de todo concepto cultural alberga ingredientes valorativos, en el caso del terrorismo la
deinición usual tiene semejante carga valorativa que parece ser parte de una campaña
antes que una ayuda para pensar.50
En los últimos años no han faltado quienes proponen desmoralizar en cierto sentido
al terrorismo, de tal forma que recomiendan dejar de entenderlo como una ideología –o
qué decir como una patología psicológica– y entenderlo instrumentalmente como una
forma de violencia política, i. e. como el ataque deliberado contra no combatientes, con
independencia de quiénes sean los que realizan el acto (insurgentes o estatales) y de cuá48
Pierre Manent, A World beyond Politics. A Defense of the Nation-State, trad. Marc LePain,
Chicago, Chicago University Press, 2006, p. 124.
49
Es irónico que el terrorismo (o mejor dicho el “terror”, ya que “terrorismo” es una expresión
termidoriana) haya sido una creación del discurso soberano revolucionario y que haya sido no
solo estatal sino legal. Ver Sophie Wahnich, In Defence of the Terror. Liberty or Death in the French
Revolution, trad. David Fernbach, London, Verso, 2012, pp. 48-49, 64-65.
50
C. A. J. Coady, Morality and Political Violence, Cambridge, Cambridge University Press, 2008,
p. 155.
818
EL ESTADO DE DERECHO, DELITO POLÍTICO Y TERRORISMO / ANDRÉS ROSLER
les sean los ines que inspiran dicho acto (principios o ideologías de izquierda o de derecha, o insurgentes o estatales). Semejante caracterización del terrorismo impide, v. g.,
que la expresión terrorismo de Estado sea redundante –tal como parece ser el caso en
Argentina– o imposible, como suelen alegar los Estados.
Ahora bien, quienes comparten esta caracterización instrumental o táctica del terrorismo no están de acuerdo acerca de si el terrorismo es necesariamente injustiicable o
inexcusable. Por ejemplo, Tony Coady adopta esta caracterización táctica o instrumental del terrorismo, pero sostiene que este es injustiicable en todo sentido debido a que
suscribe a una versión de la doctrina del doble efecto, según la cual nunca puede estar
justiicado el ataque deliberado contra no combatientes, sino solo aquello que fuera un
efecto colateral, esto es, previsto pero no deseado, de un acto moralmente bueno de modo
inherente y que no sea querido ni como meta ni como medio de la acción.51
Uwe Steinhof, por su parte, también adopta la concepción instrumental de terrorismo, pero cree que es posible que un acto terrorista sea, si no justiicable, quizás al menos
excusable. En efecto, Steinhof critica la doctrina del doble efecto, ya que cree que en lugar
de ser un medio eicaz para proteger los derechos de las víctimas de los actos de doble
efecto, no es sino un tranquilizante para las conciencias de los que violan tales derechos.
Los derechos de las víctimas son igualmente violados tanto en casos de muertes colaterales como en el caso de muertes deliberadas o directas, provocadas fundamentalmente
por los actos de guerra realizados por los Estados.52
Para ilustrar la crítica de Steinhof a la doctrina del doble efecto, podemos usar el
ejemplo de Philippa Foot que él mismo utiliza. Al salir en una expedición espeleológica,
un hombre obeso se queda atascado en una abertura, bloqueando la salida para sus compañeros. Infortunadamente, el nivel de agua en la caverna empieza a subir, de tal forma
que todos morirán si no pueden despejar la abertura. La única posibilidad de lograrlo
consiste en usar dinamita, que justo tenía uno de los expedicionarios, y volar al hombre
obeso. Foot sostiene que sería absurdo si los espeleólogos argumentaran que la muerte
del obeso sería solo una consecuencia previsible de la explosión y, por lo tanto, airmaran:
“No quisimos matarlo […] solo volarlo en pequeños pedazos”.53
Steinhof sostiene que, de hecho, la diferencia entre guerra y terrorismo no debería ser
una cuestión de principios, sino que debe residir “en las dimensiones y adecuación del
ataque”. Como resultado, si algunos actos como el bombardeo de Dresden o la represalia
del ejército israelí que aterrorizaba a la población palestina en su conjunto, el ataque de
Clinton contra Sudán, o la guerra en Irak están justiicados, “no es del todo claro por qué
el ataque al World Trade Center no debería estar justiicado”.54
51
Ibid., p. 167.
Uwe Steinhof, On the Ethics of War and Terrorism, Oxford, Oxford University Press, 2007.
53
Ibid., p. 39. La eventual reacción de los expedicionarios nos recuerda al lamento de Bruto la
noche anterior a la conspiración contra César: “¡Oh, si… pudiéramos llegar al espíritu de César y
no desmembrar a César! Pero, lamentablemente, César debe sangrar por eso” (Shakespeare, op. cit.,
p. 138).
54
Steinhof, op. cit., p. 124.
52
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO
819
Como podemos apreciar, la concepción táctica del terrorismo puede tomar el camino
soberano según nuestra terminología (para Coady, el terrorismo siempre está injustiicado), o el camino liberal, otra vez según terminología de Steinhof, según el cual la
teoría de la guerra justa estatal bien puede ser imposible de distinguir del terrorismo
y habría que ir caso por caso para ver si la acción en cuestión está justiicada, y para
saberlo habría que tener en cuenta sobre todo los resultados antes que las intenciones.
De otro modo, si adoptáramos la doctrina del doble efecto, inclinaríamos la balanza injustiicadamente a favor de los Estados, los cuales, por lo demás, provocan un número
de víctimas considerablemente superior al de los actos terroristas.
Sin embargo, la posición individualista de Steinhof sobre la guerra, según la cual los
individuos no necesitan mediación alguna para defenderse de instituciones que violen
sus derechos, sean o no Estados, parece ir demasiado lejos. Mientras que la tesis soberana inclina inmerecidamente la balanza a favor de los Estados, la tesis liberal parece
inclinar la balanza a favor de los terroristas o de quienes creyeran, incluso con buenas
intenciones, que el problema es la política misma y, por lo tanto, deberíamos deshacernos de la violencia política, i. e., de los Estados o de toda comunidad política. Quizás la
preocupación sea exagerada, ya que no hay tanta diferencia entre la tesis liberal y la soberana, tal como habíamos visto. La tesis liberal misma, como hemos examinado, tiene un
peril claramente soberano, al excluir cierta clase de conducta o acción de la protección
o reconocimiento político. La gran cuestión, ciertamente, como suele pasar en política,
es dónde trazar la raya, qué principios o ideologías son las correctas y cuáles no. Esta
discusión tendrá que quedar obviamente para otra oportunidad.
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