Pintores de novela: Frenhofer, de Balzac, por Pablo
Luzuriaga
Los pintores de ficción, Andréi Chartkov de Gogol, Claudio Lantier de
Zolá y Mijaílov de Tolstoi podrían integrar una galería coronada por el
gran Frenhofer, el anciano pintor protagonista de La obra maestra
desconocida, novela corta escrita por Balzac en 1832. Se trata de uno de
los pintores más enigmáticos de esta historia del arte ficcional que
venimos proponiendo en las últimas notas (ver: EdM). A través de la
figura de Frenhofer, Balzac anticipó con una distancia de ochenta años la
emergencia del cubismo.
Los pintores realistas de esta galería posible predicen en sus excesos
problemas de la teoría del arte del siglo XX: Chartkov se preguntaba,
frente al retrato endiablado, si acaso la imitación servil de la naturaleza
no constituía un fallo cuyo resultado era un grito agudo y disonante;
Lantier es el producto de una lectura errada de Cézanne; y Mijaílov,
basado en el pintor ruso Kramskoy, es un índice del modernismo
pictórico; el caso de Frenhofer es el más claro dentro de lo que la crítica
suele denominar “literatura de anticipación”.
La historia del pintor Frenhofer está ambientada en 1612, y en ella
participan artistas reales de los siglos XVI y XVII europeo: “Pourbus”,
probablemente Franz Pourbus el joven (1569 – 1622), pintor flamenco
hijo de Franz el viejo y nieto de Pieter Pourbus, que en la nouvelle
aparece como un artista ya maduro y firme admirador de Frenhofer; y
“Poussin”, Nicolás Poussin (1594 – 1665), el pintor francés que dio
origen al clasicismo y que se nos presenta como un joven artista.
El relato narra el encuentro de tres generaciones: el anciano
consagrado, Frenhofer, el pintor maduro y el joven que se inicia.
Asimismo, Frenhofer dice ser discípulo del pintor flamenco Mabuse (1438
– 1532) y se muestra como un firme detractor de Rubens (1577 –
1640). Anclada durante la regencia de María de Médici, la nouvelle ocupa
un arco de influencias en pintura que se extiende desde mediados del
siglo XV a mediados del XVII.
I. Las ideas de Frenhofer
!
Enrique IV de Francia,
Franz Pourbus el joven
En la escena inicial los tres artistas se encuentran en el taller de
Pourbus, contemplando la María Egipcíaca en la que trabajaba el pintor
“al que le debemos [según afirma el narrador] el admirable retrato de
Enrique IV”.
Si bien Frenhofer aprueba la composición de Pourbus,
cuando este le pregunta si es de su agrado, el anciano responde: “sí y
no”, para luego desarrollar una serie de reprobaciones mediante las que,
por vez primera en el relato, nos enteramos acerca de las peculiares
preocupaciones estéticas del anciano consagrado:
“Tu mujer no está mal hecha, pero no tiene vida. ¡Ustedes creen haber hecho todo en cuanto
han dibujado correctamente una figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyes de la
anatomía! […] Para ser un gran poeta no basta conocer a fondo la sintaxis y no cometer
errores de lenguaje. Mira tu santa Pourbus. A primera vista parece admirable; pero en una
segunda ojeada se percibe que está pegada al fondo de la tela y que no se podría rodear su
cuerpo. Es una silueta que sólo tiene una sola cara, es una figura recortada, es una imagen
incapaz de volverse o de cambiar de posición. No siento aire entre ese brazo y el ámbito del
cuadro; faltan el espacio y la profundidad; sin embargo, la perspectiva es correcta, y la
degradación atmosférica está observada con exactitud; pero, a pesar de los loables esfuerzos,
no puedo creer que ese bello cuerpo esté animado por el tibio aliento de la vida”.
Correcto el dibujo, el uso de los colores, y la perspectiva del ambiente,
aun así falta “la vida”. La figura está pegada al fondo. No hay aire. La
figura no se podría mover. “La imitación servil” es pura apariencia
superficial, ¡“la silueta tiene una sola cara”!
La explicación del error es que Pourbus trabajó indeciso entre dos
sistemas que sin éxito intentó sintetizar: el dibujo y el color, “la rigidez
precisa” de los maestros alemanes (Holbein y Durero) y la “feliz
abundancia” de los maestros italianos (Tiziano y Paolo Veronese); que si
bien se trataba de una “magnífica ambición” no había logrado ni “el
severo encanto de la sequedad”, ni “las engañosas magias del
claroscuro”. A pesar del esfuerzo, Pourbus no había logrado fundir con “el
fuego” de su genio esas dos maneras rivales; habiendo tenido que optar,
en verdad, por una de las dos. En su defensa el pintor intenta responder
que había estudiado minuciosamente el modelo antes de plasmarlo en el
lienzo, pero el viejo Frenhofer lo interrumpe con vehemencia: “¡La
misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tu no eres
un vil copista, sino un poeta!”. Y propone su teoría acerca de “la vida”
llevada al arte, lo que no es sino un complejo dominio de la forma:
“Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisionomía de las cosas y de los seres. ¡Los
efectos!, ¡los efectos! ¡Pero si éstos son los accidentes de la vida, y no la vida misma! Una
mano, ya que he puesto este ejemplo, no se relaciona solamente con el cuerpo, sino que
expresa y continúa un pensamiento que es necesario captar y plasmar. ¡Ni el pintor, ni el
poeta, ni el escultor deben separar el efecto de la causa que están irrefutablemente el uno en
la otra! ¡Esa es la verdadera lucha! […] La mano de ustedes reproduce, sin pensarlo, el modelo
que han copiado con su maestro. No profundizan en la intimidad de la forma, no la persiguen
con el necesario amor y perseverancia en sus rodeos y en sus huidas. La belleza es severa y
difícil y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla, cortejarla
con insistencia y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse. La forma es un Proteo
mucho menos aprehensible y más rico en repliegues que el Proteo de la fábula. Sólo tras
largos combates se la puede obligar a mostrarse bajo su verdadero aspecto; ustedes, ustedes
se contentan con la primera apariencia que se les ofrece, o todo lo más con la segunda, o con
la tercera; ¡no es así como actúan los luchadores victoriosos! Los pintores invictos que no se
dejan engañar por todos estos subterfugios, sino que perseveran hasta constreñir a la
naturaleza a mostrarse totalmente desnuda y en su verdadero significado. Así procedió Rafael
–dijo el anciano, quitándose el gorro de terciopelo para expresar el respeto que le inspiraba el
rey del arte-; su gran superioridad proviene del sentido íntimo que, en él, parece querer
quebrar la Forma.”
Para expresar “la vida” en el arte es necesario, según Frenhofer, dominar
la forma, definida por el anciano como un Proteo más cambiante que el
Proteo de la fábula: el dios del mar capaz de predecir el futuro, que
cambia de forma para esconderse y evitar hacerlo y que sólo contesta a
quien logre capturarlo. Los efectos son secundarios, superficiales,
aparentes. Para el pintor creado por Balzac, la naturaleza se muestra de
modo engañoso, mediante subterfugios, huye, da rodeos, se escapa y
esconde detrás de los efectos. La naturaleza, dinámica, es imposible de
ser aprehendida mediante la mera contemplación, Rafael “parece querer
quebrar la forma”.
“¡Ciertamente, una mujer porta su cabeza de esta manera, sostiene su falda así, sus ojos
languidecen Y se diluyen con ese aire de dulzura resignada, la sombra palpitante de las
pestañas flota así sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué falta, pues? Una nadería, pero
esa nada lo es todo. Han conseguido la apariencia de la vida, pero no han logrado expresar su
desbordante plenitud, ése no se qué que es quizá el alma y que flota como una bruma sobre la
forma exterior; en fin, esa flor de vida que Tiziano y Rafael supieron sorprender.”
La “desbordante” plenitud de la vida exige sobrepasar la mera
apariencia, reconocer una “nadería” que “lo es todo”.
Hasta este punto encontramos en la novela sólo las curiosas
afirmaciones estéticas del Frenhofer a propósito de la María Egipcíaca de
Pourbus. Luego Balzac nos conducirá al taller del anciano maestro donde
está su “obra maestra desconocida”. Pero detengámonos un instante a
observar las ideas de Frenhofer en la luz de la historia del arte. Ideas por
demás peculiares si tenemos en cuenta que la nouvelle de Balzac,
publicada en 1832, expone principios estéticos en boca de un pintor del
XVI y que, sin embargo, mantienen una sorprendente correspondencia
con concepciones del arte que tendrían lugar recién a comienzos del XX.
II. Ochenta años después
Las ideas del viejo pintor proponen una estrecha correspondencia con las
de quienes se propusieron cuestionar “el arte retiniano”. En 1912, los
cubistas Gleizes y Metzinger repasan la historia de la pintura desde
Courbet hasta sus días: evalúan el lugar del fundador del realismo
(recordemos que Courbet inaugura su muestra individual llamada “El
pabellón del realismo” en oposición a la academia, gesto que se volvería
un antecedente del Salón de los Rechazados, en 1845, trece años
después de que Balzac publicara su novela), el lugar de Manet y los
impresionistas y de Cézanne como referencias del cubismo:
“Para evaluar la importancia del cubismo hay que remontarse a Gustave Courbet.
Este maestro –luego que David Ingres concluyera magníficamente con el idealismo
secular-, en lugar de prodigarse en chismorreos serviles, como los Delaroche o los Devezia,
imaginó una aspiración realista de la que han participado todos los intentos modernos. Sin
embargo, Courbet siguió siendo esclavo de las peores convenciones visuales. Al ignorar que
para describir una relación verdadera hay que sacrificar mil apariencias, aceptó sin ningún
control intelectual cuanto su retina le comunicaba. No llegó a sospechar que el mundo visible
sólo se hace real a través de la operación de la mente, y que los objetos que nos golpean con
más fuerza no son siempre aquéllos cuya existencia es la más rica en verdades plásticas.
[…] A Courbet le ocurrió como a aquél que contempla por vez primera el océano, que,
distraído por el juego de las olas, no llega a sospechar de las profundidades; pero, lejos de
nuestra intención el reprochárselo, pues a él le debemos los entusiasmos actuales, tan sutiles
y poderosos.
Eduard Manet marca un punto más elevado. Sin embargo, su realismo es todavía deudor
del idealismo de Ingres, y su “Olympia” resulta pesada al lado de “La Odalisca”.
Agradezcámosle el haber transgredido las reglas caducas de la composición y el haber
rebajado el valor de la anécdota hasta el punto de ser capaz de pintar “cualquier cosa”.
[…] Después de él, se produce la escisión. La aspiración realista se desdobla en un realismo
de superficie y un realismo profundo. El primero es el realismo de los impresionistas –Monet,
Sisley, etc.-, el segundo el de Cézanne.
El arte de los impresionistas conlleva un no-sentido: trata de crear vida, por medio de la
diversidad de color, y propaga un dibujo endeble y nulo.
[…] Sin embargo, ninguna energía podría ir contra el impulso general del que deriva.
Abstengámonos de ver en el Impresionismo un falso comienzo. El único error posible en arte
es la imitación, que atenta contra la ley del tiempo, que es la ley.
[…] A Cézanne se le ha querido convertir en una especie de genio frustrado; se ha dicho que
sabía cosas admirables, pero que sólo llegaba a balbucearlas, nunca a cantarlas. Lo que sí es
cierto es que tuvo unos amigos funestos [ver nota sobre Claudio Lantier, alter ego de Cézanne
creado por su “amigo” E. Zolá]
[…] Cézanne nos enseña a dominar el dinamismo universal. Nos revela las modificaciones que
recíprocamente se infligen objetos a los que creíamos inanimados. Por él sabemos que la
alteración de las coloraciones de un cuerpo implica un cambio en su estructura. Cézanne
profetiza que el estudio de los volúmenes abrirá nuevos horizontes. Su obra, bloque
homogéneo, se mueve bajo la mirada, se contrae, se alarga, se funde o se enciende, y prueba
indefectiblemente que la pintura no es –o no es ya- el arte de imitar un objeto por medio de
las líneas y de los colores, sino el de dar una conciencia plástica a nuestro instinto.
Quien comprenda a Cézanne presentirá al Cubismo. A partir de ahora podemos decir que sólo
existe entre esta escuela y las precedentes, una diferencia de intensidad, y que, para estar
seguros de ello, basta con considerar atentamente el proceso de este realismo que arranca de
la realidad superficial de Courbet, penetra con Cézanne en la realidad profunda y se llena de
luz, haciendo retroceder las fronteras de lo incognoscible.”
En este manifiesto del cubismo encontramos el acento puesto en la
función cognoscitiva del arte. Courbet pecó por aceptar sin más lo que su
retina le comunicaba ignorando que para describir una relación
verdadera debía sacrificar mil apariencias. El viejo Frenhofer cuestionaba
a los artistas que “se contentan con la primera apariencia que se les
ofrece, o todo lo más con la segunda, o con la tercera”. El manifiesto
cubista propone sospechar del mundo visible y de los objetos que “nos
golpean con más fuerza” que no son siempre aquellos cuya existencia es
la “más rica en verdades plásticas”, del mismo modo en que Frenhofer
entiende que es necesario ver más allá de los meros efectos para dar
cuenta de sus causas al mismo tiempo. Incluso, y aquí la
correspondencia es sorprendente, el manifiesto cubista propone una
analogía con el mar (la superficie aparente y las profundidades) del
mismo modo en que Frenhofer había pensado a la forma como el dios
Proteo, el dios del mar que cambia sus formas para no mostrarse y decir
sus verdades.
El manifiesto reivindica como origen del cubismo al “realismo
profundo” de Cézanne, frente al realismo de superficies del
impresionismo. La enseñanza de Cézanne según los cubistas es la de
dominar el dinamismo universal en donde la categoría del tiempo estaría
contemplada: recordemos que esta era una aspiración de Frenhofer, la
forma que hay que dominar es un proteo que muta en el tiempo, un
modo de pensar la naturaleza en los términos del materialismo dinámico.
La correspondencia entre las teorías del viejo pintor creado por Balzac y
el cubismo sorprende aún más si subrayamos una de las tantas críticas
que Frenhofer le hace a la María Egipcíaca de Pourbus: “Es una silueta
que sólo tiene una sola cara”.
Para hacer retroceder “las fronteras de lo incognoscible” es necesario
que el arte no se proponga más imitar a la naturaleza. La tradición que
sustentan Gleizes y Metzinger ubica al cubismo en una serie. Se trata de
una diferencia de “intensidad” y no de un corte abrupto. Los ochenta
años que separan la novela de Balzac de este manifiesto contienen el
desarrollo que estos artistas del cubismo formulan como punto de
partida, en una línea que va de Courbet a Cézanne, pasado por el
impresionismo y donde Frenhofer queda ubicado primero.
III. La obra maestra desconocida
Al acercamos a la pintura que el viejo Frenhofer efectivamente produjo
impulsado por sus ideas, la correspondencia se hace aún más intensa.
En la segunda parte del relato, Pourbus y el joven Poussin logran
acceder al taller de Frenhofer. Les permite ver su “obra maestra
desconocida”, la Belle Noiseuse (la bella mentirosa), en la que el artista
trabajaba desde hacía diez años en un estricto secreto. Se trataba de un
desnudo femenino que el viejo maestro consideraba “su mujer”; nadie
debía verla. Pourbus y Poussin logran entrar mediante un intercambio: el
joven pintor “entrega” a su novia, la hermosa Gillette, para que el viejo
la compare con su obra y decida por fin si es perfecta o no.
Lo que el maestro logró pintar impulsado por sus ideas, que tanto se
parecen a las del manifiesto cubista, se nos presenta de la siguiente
manera:
“-Pues bien, ¡aquí está! -les dijo el anciano, con los cabellos desordenados, con el rostro
inflamado por una exaltación sobrenatural, con los ojos centelleantes y jadeando como un
joven embriagado de amor-. ¡Ah, ah! -exclamó-, ¡no esperaban tanta perfección! Están ante
una mujer y buscan un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, su atmósfera es tan real,
que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido,
desaparecido! He aquí las formas mismas de una joven. ¿No he captado bien el color, la viveza
de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos ofrecen los
objetos que se encuentran inmersos en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Aprecian
cómo los contornos se destacan sobre el fondo? ¿No les parece que podrían pasar la mano por
esa espalda? Y es que durante siete años he estudiado los efectos del encuentro de la luz con
los objetos. Y estos cabellos, ¿no están inundados por la luz?... ¡Creo que ha respirado!... ¿Ven
este seno? ¡Ah! ¿Quién no querría adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Está a punto de
levantarse, fíjense.
-¿Ve usted algo? -preguntó Poussin a Pourbus.
-No. ¿Y usted?
-Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer vertical sobre
la tela que les mostraba, neutralizaba todos los efectos. Examinaron, entonces, la pintura,
colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose
alternativamente.
-Sí, sí, es una pintura -les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de este examen
escrupuloso-. Miren, aquí está el bastidor y esto es el caballete; en fin, aquí están mis colores
y mis pinceles.
Y tomó una brocha que les mostró con un gesto pueril.
-El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-.
Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de
extrañas líneas que forman un muro de pintura.”
Tan extremadamente realista es la pintura que supone que sus colegas
no pueden distinguirla del ambiente. Llevó tan al extremo sus
presupuestos estéticos que terminó, como más adelante indica el
narrador, pintando un “caos de colores, de tonalidades, de matices
indecisos”, una “bruma sin forma”. “Una multitud de extrañas líneas que
forman un muro de pintura”. Al leer la descripción de la obra maestra
desconocida, imaginamos por un momento a un crítico de arte del siglo
XIX observando una pintura de Jackson Pollock. El absoluto realista en
este relato de 1832 es el comienzo de la no figuración. Pourbus dirá de
esa pintura: “-Aquí -continuó Pourbus tocando la tela-, acaba nuestro
arte en la tierra.”
Entre 1831 y 1832, mientras Balzac escribe esta nouvelle está
configurando también los principios rectores de su obra. Su monumental
proyecto estético lo define entre 1833 y principios de la década del 40,
en los prefacios a la trilogía de Las ilusiones perdidas y en el prólogo de
la Comedia Humana. G. Lukács, en Balzac y el realismo francés (1951),
lee en la pintura de Frenhofer –a quien define como un héroe
tragicómico-, un “caos de colores intrincados” con el cual la mayor parte
del arte moderno ayudado por “las nuevas teorías estéticas” se contenta.
Desde la lógica lukacsiana el fracaso de Frenhofer es el comienzo de la
decadencia burguesa, de “la caída” que comienza en la literatura con
Flaubert y deriva en el surrealismo.
Quizás sea imposible determinar hasta qué punto Frenhofer es una
anticipación profética de lo que luego sucederá con la pintura o es una
causa, una profecía autocumplida: sabemos que el mismo Cézanne decía
identificarse con Frenhofer (había leído sus curiosas afirmaciones), y del
mismo modo Zolá configuró el personaje de Claudio Lantier, caricatura
de Cézanne, basándose en el viejo de la Obra maestra desconocida.
!
Una de las ilustraciones de Picasso
para la edición centenaria del relato del Balzac
Anticipación o profecía autocumplida, la historia efectiva de la
nouvelle, su historia más allá de nuestra interpretación que vincula las
ideas del viejo maestro con las del manifiesto cubista, no termina en el
postimpresionismo: en 1931, cuando faltaba un año para que se
cumpliera el centenario de su primera publicación, el editor Amoise
Vollard le solicitó a Pablo Picasso que realizara una serie de grabados
para ilustrar la edición conmemorativa. Cinco años más tarde, el pintor
nacido en Málaga tomó como lugar de residencia donde luego vivirá
hasta 1955, la vieja casona ubicada en la Rue des Grands Augustins de
París, la casa donde Balzac ubica el relato. En esa casa, donde Pourbus,
Poussin y Frenhofer observan la María Egipcíaca, Picasso compuso El
Guernica.
Pablo Luzuriaga (Buenos Aires)