Colloquia Revista de Pensamiento y Cultura
Vol. 3 (2016), págs. 152 - 157. ISSN: 1390-8731
Recepción: 30-08-2016. Aceptación: 20-07-2016. Publicación electrónica: 13-04-2016
Amistad con Juan Ignacio Larrea Holguín
José Ayala Lasso *
Resumen: Este artículo reflexiona sobre la figura de Juan Ignacio Larrea Holguín, en cuanto ser
humano, a través de la mirada de José Ayala Lasso, Tres veces Canciller de la República, quien fue su
discípulo y amigo. Además de sus facetas de jurista y humanista, estas páginas hacen mención a la
relación que Larrea Holguín tenía con la naturaleza, a la que consideraba el ambiente único y esencial
con el que el hombre debe trabajar para construir el bienestar temporal como el destino eterno del
ser humano. Ser mejor para servir mejor fue el lema de toda su vida. Por muchos años, Juan Larrea
fue miembro de la Junta Consultiva de Relaciones Exteriores, organismo que, desde su creación en
los albores del siglo XX, había cumplido una misión trascendental: asesorar desinteresada y
patrióticamente al Canciller ecuatoriano sobre los asuntos más importantes y delicados de la política
internacional y de las relaciones internacionales.
Palabras clave: jurista, humanista, Canciller, Juan Larrea Holguín, política internacional, relaciones
internacionales
Abstract: This article reflects on Juan Ignacio Larrea Holguín as a human being through the eyes of
José Ayala Lasso, who served in three different occasions as Minister of Foreign Affairs and who
was also his disciple and friend. Aside from showing him as a humanist and a jurist, these pages
mention Larrea Holguin’s relationship with nature, which he considered to be the one and essential
environment with which human beings must work in order to build their temporary and eternal
destiny. Being better at serving better was the motto of his whole life. During many years, Juan
Larrea was a member of the Foreign Affairs Advisory Board, institution that, since its creation in the
beginnings of the 20th Century had been fulfilling a transcendental mission: unselfishly and
patriotically advice the Ecuadorian Minister of Foreign Affairs on the most important and delicate
matters of international politics and international relationships.
Key words: jurist, humanist, Minister of Foreign Affairs, international politics, international
relationships.
*
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Academia Nacional de Historia del Ecuador, Academia Ecuatoriana de la Lengua
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Amistad con Juan Ignacio Larrea Holguín
I. Introducción
La Universidad de los Hemisferios y, más específicamente, el doctor Eduardo Daniel Crespo
Cuesta y el doctor Juan Carlos Riofrío Martínez concibieron, hace algunos meses, la idea de honrar
la memoria de Juan Ignacio Larrea Holguín organizando este Primer Congreso de Derecho y
Humanidades dedicado a recordar la personalidad de tan ilustre ecuatoriano, a difundir sus ideas y
sus obras, a poner de relieve sus extraordinarios aportes a la ética, el derecho, las ciencias y las artes y
a señalar su trascendental significación en lo tocante a los valores del espíritu y la conciencia, no solo
en el Ecuador sino, ciertamente, fuera de las fronteras patrias. A presentar, en suma, a Juan Ignacio
Larrea Holguín, con sus cualidades de jurista y humanista, convencido del carácter inmortal e
irreemplazable de los seres humanos, como decía Bernanos, actuando como un ser social, solidario,
identificado con todos y cada uno de sus semejantes, humilde y sencillo, hecho de luz y de sombras,
como lo diría el gran poeta Gabriel y Galán, cuyo rol ejemplar irá progresivamente pasando de la
penumbra a la luz para iluminar nuestra convulsionada realidad nacional, tan necesitada de
orientaciones permanentes, de guías generosos y desinteresados, de prédicas por el ejemplo, de
fraternidad, de metas claras.
Creo que la Universidad de los Hemisferios y los doctores Crespo y Riofrío merecen el
reconocimiento general por esta iniciativa, que ha convocado a destacadas personalidades de nuestro
continente, cuyas ponencias que anticipamos sabias, objetivas y profundas, nos inducirán a
reflexionar sobre Juan Ignacio Larrea Holguín, en toda la complejidad de su humanismo, que él supo
expresar con sencillez y diafanidad, y en los sustantivos y abundantes aportes que hizo a la teoría y a
la práctica del derecho.
Con generosidad, los doctores Crespo y Riofrío me solicitaron, por intermedio de la Academia
Ecuatoriana de la Lengua, aceptar el encargo honrosísimo de intervenir en la sesión inaugural de este
Primer Congreso, pedido que no dudé en aceptar de inmediato. Me propongo pues, evocar, en un
puñado de recuerdos, la memoria de Juan Ignacio Larrea Holguín, a quien me unió una amistad
profunda y respetuosa, motivada por nuestra coincidente condición de alumnos de los Hermanos de
las Escuelas Cristianas de La Salle, en donde recibimos una sólida formación académica y moral,
fortalecida no tanto por la frecuencia de nuestras encuentros como por las similares perspectivas de
nuestras convicciones relativas al ser humano, a su trascendencia, a la naturaleza universal y a las
causas eficiente y final de aquello que incluimos en el ilimitado vocablo de la creación y de la vida.
Si bien los años de diferencia en la edad, que se miran más significativos y hasta infranqueables
durante la infancia y la temprana juventud, no obraban a favor de contactos más frecuentes, la
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común identificación con principios e ideales nos fue acercando. A comienzos de la década de los
años cuarenta, el Colegio La Salle había tenido la feliz iniciativa de crear una distinción académica
para premiar al alumno que durante toda su vida de estudios hubiera sobresalido nítidamente entre
todos sus compañeros. Juan Ignacio Larrea, que había cursado sus estudios primarios y secundarios
en la institución lasallana, aunque no siempre en el Ecuador, fue galardonado como el Abanderado
del año 1946. Al anunciarle esa honrosísima designación, las autoridades del colegio recordaron que
ella estaba reservada al alumno que en el conjunto de los doce años de educación primaria y
secundaria hubiere obtenido los mejores resultados académicos dando demostraciones prácticas de
poseer una personalidad sólidamente formada, lista para entregar su aporte a la sociedad y a la
nación entera. Cursaba yo entonces los últimos años de primaria y observaba, con admiración, al
joven abanderado, serio y formal, marchando al ritmo de los compases militares, haciendo flamear
los colores de la bandera como emblema de unión y de esperanza, con transparente mirada y firme
voluntad. Entonces, para mi infantil experiencia, los símbolos de la nación y de la juventud
responsable, estaban personificados en Juan Ignacio Larrea Holguín.
Ese mismo año 1946, Juan Ignacio Larrea Holguín recibió la Medalla “La Salle” por su “buena
conducta, aprovechamiento sobresaliente y capacidades morales”. Había seguido la especialización
en Ciencias Filosóficas y Sociales y obtuvo en todas las materias –Religión, Urbanidad, Historia y
Geografía del Ecuador, Filosofía, Literatura, Idiomas, Economía Política, Derecho Constitucional,
Historia de la Civilización, Psicología, Geografía Universal y Gimnasia- la nota de 100 sobre 100.
Años después, cuando me cupo el inmerecido honor de ser el Abanderado de La Salle, en
1951, comprendí mejor el significado de ese galardón que une, en su esencia, a los símbolos de la
patria con la excelencia en la formación cívica y ética de la juventud, a la reflexión sobre los destinos
de la nación con la forma en que la sociedad educa a sus integrantes, al bienestar general del pueblo
con la misión de sus dirigentes que no puede ser otra que vivir y luchar a favor de la libertad, la
moral, los derechos, la justicia.
Juan Ignacio Larrea amaba la naturaleza en todas sus manifestaciones, la admiraba porque era
el símbolo viviente de las fuerzas que la habían creado y sometido a reglas de evolución
invariablemente cumplidas por miles de milenios y descubría en ella un destino y una finalidad
estrictamente ligados a los designios de la divinidad.
Era aficionado, en consecuencia, al montañismo, al andinismo, a las excursiones hacia los
montes de nuestra imponente cordillera, porque de esa manera se ponía en más cercano e íntimo
contacto con la naturaleza, a la que consideraba, más que como un conjunto de bienes puesto al
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servicio del ser humano, como el ambiente único y esencial con el que este debía trabajar
incansablemente para construir, en un ambiente de libertad, sujeto al espacio y al tiempo, tanto su
bienestar temporal como su destino eterno. Coincidimos también en esta vivificante afición y, junto
a un grupo de amigos, nos vinculamos al Club de Andinismo Nuevos Horizontes. Fueron muchas
las jornadas que compartimos al escalar los Ilinizas, el Cotacachi, en cuyas cumbres brillaban
entonces las nieves perpetuas, el Cayambe, el Pichincha y otras cumbres ecuatorianas.
La trascendental pregunta relativa al sentido de la vida tenía para Juan Ignacio una respuesta
clara y nítida, dictada por su inquebrantable fe. Subir, subir siempre hacia la unión con Dios era la
meta que debía conseguirse. Las cumbres montañosas, en este sentido, desempeñaban un papel de
alto simbolismo. Tenían un valor en sí mismas porque eran un objetivo escogido con discriminación
intelectual y cuidadoso análisis, pero, al mismo tiempo, constituían una forma u ocasión para poner a
prueba la voluntad y el esfuerzo, la determinación del espíritu para volar sobre riscos y quebradas, la
propia capacidad de decidir sobre el rumbo y el ritmo de los entusiasmos generosos exigiéndoles
serenidad, prudencia, madurez con el fin de llegar a cada vez mejores y más inamovibles cimas, a
nuevos horizontes.
Para Juan Ignacio Larrea, llegar a la cumbre, coronar un empeño personal, no tenía
importancia en cuanto expresión concreta de valores subjetivos. Ser mejor para servir mejor fue el
lema de toda su vida. No cabía coronar las cumbres para echar, desde ellas, una mirada de
suficiencia, vanidosa o altanera sino para experimentar la propia pequeñez y observar, con mayor
objetividad, la realidad de los demás. Llegar a la cumbre era perseguir infatigablemente un ideal, sin
ahorrar ni sacrificios ni esfuerzos. Y todo ideal debe estar íntimamente ligado a la naturaleza
trascendental del ser humano, al sentido de solidaridad que debe primar en todos sus actos. Escalar
las cumbres andinas era, para Juan Ignacio, un entrenamiento en virtud y un ejercicio de
determinación y entrega.
La naturaleza inspiró otra de sus aficiones: la pintura, en la que se explayó y en la que dejó
plasmada su visión de la vida. Muchos de sus cuadros reflejan esa contemplación bucólica de la
naturaleza, tan propia de Virgilio, pero ponen también de manifiesto un espíritu en lucha
permanente, en lucha contra sí mismo. En sus cuadros luce enseñoreada la sencillez y la tolerancia,
pero se observa también cuáles fueron para Juan Ignacio el sentido del descanso y la relación
profunda entre medios y fines. Sus valores estéticos estuvieron inspirados por la moral, definidos
por la moral y limitados por la moral.
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Su ordenación como sacerdote coincidió con mi ingreso a la Universidad Católica en la que
fue mi profesor de Código Civil, reemplazando al prestigioso maestro José María Pérez Echanique, y
en la más complicada de las materias de la facultad: derecho internacional privado. Exigente consigo
mismo hasta el extremo, debe haber dedicado mucho tiempo a la preparación de sus clases. Las
impartía con seriedad, versación, lógica y paciencia. Nunca le faltaron las tres primeras virtudes, pero
en algunas ocasiones –nihil humanun a me alienum puto- las travesuras de los alumnos que, casi de
la misma edad, veían en él más al contemporáneo que al profesor, hicieron que perdiera
momentáneamente la última.
El cumplimiento de sus deberes como sacerdote y de mis obligaciones como profesional de la
diplomacia disminuyeron radicalmente las oportunidades de encuentros y conversaciones. Sin
embargo, nunca dejé de seguir, con admiración y afecto, el desarrollo de sus actividades académicas
y religiosas. Sus virtudes como Arzobispo fueron muchas y su labor, singularmente en Quito, Ibarra
y Guayaquil, pasará a la historia cada vez con mayor nitidez.
Por muchos años, Juan Larrea fue miembro de la Junta Consultiva de Relaciones Exteriores,
organismo que, desde su creación en los albores del siglo XX, había cumplido una misión
trascendental: asesorar desinteresada y patrióticamente al Canciller ecuatoriano sobre los asuntos
más importantes y delicados de la política internacional y de las relaciones internacionales. En tan
calificada como ilustre asamblea, siguiendo la tradición de Federico González Suárez, Juan Ignacio
dejaba oír su voz firme, clara, decidida, al servicio de los intereses permanentes de nuestro país,
singularmente en el tema relativo al centenario problema territorial que enfrentaba al Ecuador y al
Perú. Conocí de cerca esta actitud patriótica de Juan Ignacio, tanto porque, al comienzo de mi
carrera diplomática, ejercí las funciones de Secretario de la Junta Consultiva, como porque, en mi
condición de Canciller, me beneficié con los sabios consejos y opiniones de tan docto organismo,
hoy penosamente desaparecido.
Su dedicación al estudio y enseñanza del derecho le llevó a escribir más de cien libros sobre los
más variados temas de las ciencias jurídicas. La fundación de la Corporación de Estudios y
Publicaciones ha sido quizás el más valioso aporte para difundir el conocimiento de las
abundantísimas normas jurídicas producidas en el Ecuador, descubrir sus relaciones, coordinarlas y
atisbar así los mejores caminos para aplicarlas sin arbitrariedades ni imprecisiones. ¡Y qué decir de
sus comentarios al Código Civil, labor doctrinaria en la que brillan sus concepciones doctrinarias al
par que su versación sobre la filosofía del derecho, la sociología y, en suma, la condición humana!
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A comienzos del presente siglo me habló de uno de sus proyectos más importantes: la
Enciclopedia Jurídica, algunos de cuyos tomos ya han salido a la luz. Generosamente me pidió que
tomara a mi cargo la preparación de los tomos sobre derecho internacional, las relaciones
internacionales y la diplomacia. No sin temor acepté, gustoso y agradecido, tan complejo encargo.
Empecé a trabajar con el mayor entusiasmo cuando se me presentó ese azote tan temido y
devastador, envuelto en oscuridades científicas aún no aclaradas: el cáncer. Me vi sometido al
tratamiento de quimioterapia que debilita física y psicológicamente. Me abandonaron las fuerzas y,
ante la necesidad de no retardar el cumplimiento de la proyectada Enciclopedia, visité a Juan Ignacio
en su residencia y le pedí que me liberara del compromiso adquirido. El conocía la penosa
enfermedad que me aquejaba, mucho más que yo mismo, pues también la padecía con estoicismo y
optimismo ejemplares. Comprendió mis razones y aceptó mi pedido. Esa entrevista fue la última que
tuve con él.
En ella me transmitió lo que me atrevo a considerar rasgos esenciales de su
personalidad: bondad, comprensión, generosidad. ¿Cómo pude –me preguntaba yo despuésesgrimir como argumento para excusarme de un compromiso académico los problemas de mi salud
cuando la de él estaba mucho más afectada con la terrible enfermedad, lo que, sin embargo, nunca
disminuyó su dinamismo y sus interminables jornadas de trabajo?
En tal ocasión me obsequió los dos tomos de su tratado sobre Derecho Constitucional, con
una honrosa dedicatoria (“Para mi querido y admirado amigo, el Embajador José Ayala Lasso,
cordialmente. Juan I. Larrea H.”)
No ha sido mi propósito, al pronunciar estas palabras, examinar la personalidad de Juan
Ignacio Larrea Holguín el hombre, el sacerdote, el jurista, el humanista. Ni los muchos versados
expositores a los que escucharemos a lo largo de este Congreso de Derecho y Humanidades podrían
agotar el examen de su riquísima y polifacética personalidad. El ejercicio que hoy comienza debe
marcar el inicio de una investigación permanente que irá alimentándose con cuanto de bueno existe
en la vida y obras de ese hombre memorable.
Yo he querido limitarme a señalar cuatro o cinco recuerdos que tengo de Juan Ignacio Larrea
Holguín, mi amigo entrañable.
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