EL POLIFACETISMO DEL TRADUCTOR (JURÍDICO Y JURADO)
Roberto Mayoral Asensio
Universidad de Granada
Al traductor, como a todos los demás profesionales, se le pueden atribuir una serie de
cualidades y una serie de competencias o habilidades que le permitan realizar de forma
idónea su actividad.
No me voy a detener en hablar de cualidades del traductor, aunque muchos estarían de
acuerdo en que el sentido común es la más valorada de todas ellas. El sentido común en
traducción cumple en buena medida la función que en las actividades científicas cumplen
sus aparatos teóricos. Tampoco vamos a hablar ahora de los conocimientos que se le
suponen al traductor (lingüísticos, culturales, temáticos, técnicos, etc.).
«Habilidades» o «competencias» son conceptos problemáticos; ante todo, porque se les
puede atribuir a estos términos significados diferentes y, en segundo lugar, porque algunos
de estos significados son artefactos teóricos que no tienen ningún correlato en la vida
profesional. Pienso que
•
no hay un nivel de competencia o habilidad que permita de forma universal definir
al «traductor profesional» frente al «traductor no profesional», siendo estos dos
conceptos también conceptos mal definidos
•
las habilidades o competencias se encuentran en permanente estado de adquisición
y perfeccionamiento para cada persona
•
no es imprescindible contar con todas las competencias al mismo tiempo para
poder ejercer profesionalmente
•
no todas las competencias se tienen al mismo nivel de excelencia para la misma
persona
•
las habilidades no se ejercitan siempre en el mismo grado; un mismo traductor las
ejercita de forma diferente según factores como las exigencias del encargo o su
estado físico y mental
•
el resultado global de la actividad desplegada por el traductor resulta, entre otros
factores, de una pugna entre diferentes actividades cuyo ejercicio puede resultar
contradictorio (la actividad de documentación es contradictoria con la que persigue
la rentabilidad económica, por ejemplo); el resultado global deviene de aplicar un
sistema de prioridades que, además, es diferente en cada acto de traducción.
Para sortear, por tanto, conflictos de coherencia teórica, me voy a ir al terreno de la práctica
traductora y no al de los conceptos teóricos y voy a describir actividades o prácticas de
diferente tipo que, en diferentes grados (de nulo a muy elevado) y de forma
complementaria y al mismo tiempo contradictoria entre sí, es posible encontrar en la
actividad polifacética de la traducción. La traducción es una actividad compleja, que no
consiste tan sólo de una operación mental o manual, sino que es el resultado de muchas de
ellas ejercidas de forma simultánea y en diferentes medidas, al servicio de un mismo fin.
Estas actividades se pueden detectar prácticamente en cualquier especialidad de la
traducción y no solamente en la jurídica y en la jurada, aunque algunas de ellas son más
prototípicas de la traducción jurídica y de la jurada que de otras modalidades de traducción.
En este trabajo voy a hablar de «traducción jurídica y jurada» aun cuando ambas formas de
traducción no son lo mismo, ni siquiera son dos categorías de la misma clase cuando
tipificamos la traducción. Pero ambas comparten un entorno profesional jurídicoadministrativo que impone características comunes a ambas categorías. También en este
trabajo voy a hablar de «texto especializado», aún cuando este concepto no sea
satisfactorio y se encuentre mal definido. Pero no es mi propósito ahora ahondar en la
discusión de estos temas, aunque sea consciente de incurrir como consecuencia en
simplificaciones y, por tanto, en imprecisiones.
Aquí voy a referirme a tan sólo uno de los tipos de traductores especializados posibles, el
que cuenta con una presencia abrumadoramente mayoritaria en nuestro entorno: el
traductor que no es experto en el tema que traduce y cuya formación básica es la de
traductor. Los planteamientos habrían de ser necesariamente distintos para aquel traductor
especializado que tiene una formación básica de experto y se acerca desde ella a la
traducción, o para el caso de que coincidan en la misma persona al mismo nivel las
formaciones de experto y de traductor.
1. El traductor como comunicador
Esta faceta la comparte el traductor con todos los demás mediadores (lingüísticos y/o
culturales y/o administrativos), como pueden ser los redactores, documentalistas,
periodistas o terminólogos.
El traductor como comunicador tiene la vocación de ejercer de puente entre culturas, la
tendencia a dar explicaciones que permitan comprender realidades extrañas o poco
familiares. Esto produce con frecuencia un estilo característico de la traducción, diferente al
de los mensajes producidos en y para la misma cultura. Es el estilo propio del comunicador
consciente de que su destinatario no es el destinatario primario para el que se diseñó el
mensaje original sino un destinatario secundario diferente (Sager, 1997:28-9). Este esfuerzo
por comunicar culturas es positivo en cuanto a la comprensión, pero puede resultar
negativo en cuanto a otros factores de eficacia de la comunicación (falta de naturalidad,
prolijidad, mezcla de géneros, continuidad discursiva, etc.).
También puede resultar contradictorio este esfuerzo con las exigencias de literalidad que
con frecuencia plantean destinatarios y clientes.
2. El traductor como lingüista
Aquí utilizo «lingüista» en un sentido cercano al que en inglés tiene «linguist», de persona
con capacidad para aprender y hablar lenguas extranjeras, más que en el sentido del español
de persona que se dedica a la disciplina de la lingüística. Por imitación de otras
denominaciones del mundo anglosajón, como «paramedic» y «paralegal», podríamos
llamarle al traductor «paralingüista». No creo que el traductor tenga que ser un lingüista en
sentido estricto para ejercer profesionalmente.
La lingüística se puede ocupar del estudio y descripción de la lengua o de la lengua como
instrumento de comunicación. El interés prioritario del traductor es la comunicación;
empujado por este interés se puede ver obligado a realizar actividades propias del lingüista
como la creación neológica o la normalización (tanto en el sentido de optar por los
términos más apropiados como en el sentido de ajustar la expresión lingüística a la norma).
Pero, cuando la eficacia comunicativa entra en contradicción con la corrección o con la
idoneidad desde el punto de vista normativo, creo que debe optar por la primera.
Los servicios del traductor jurídico o jurado también pueden verse reclamados en su
calidad de paralingüista: por ejemplo, para identificar orígenes geográficos según los
dialectos, para opinar sobre el significado exacto de palabras o el carácter de los
documentos o para opinar sobre si un texto ha sido redactado por un hablante nativo de la
lengua o no (caso del fax de Roldán).
3. El traductor como jurista
Creo que no es imprescindible que el traductor jurídico o jurado sea un jurista y la práctica
nos lo evidencia abrumadoramente: la mayor parte de los traductores jurídicos no son
abogados. Creo de todas formas que es necesario reivindicar el papel del traductor jurídico
y jurado como auxiliar de la justicia, como persona que suplementa los servicios de los
juristas, que presta una asistencia jurídica de primera mano en ausencia de otros
profesionales del Derecho. En los países anglosajones existe ya el concepto de «paralegal»
para esta asistencia jurídica primaria y creo que sería aplicable a nuestros profesionales
traductores.
Esta cualidad de auxiliar de la justicia difícilmente va a ser aceptable por ahora en nuestra
cultura jurídica, por mucho que se corresponda con la realidad. Ni siquiera se le reconoce
en muchos casos al traductor o intérprete ante los tribunales su calidad de «intérprete» de
los documentos jurídicos, interpretación que nuestra cultura jurídica reserva en la teoría tan
sólo a legisladores y jueces y en la práctica a las profesiones jurídicas.
La actividad parajurídica del traductor resulta especialmente evidente en las actividades
propias de la interpretación social o para los servicios sociales («community interpreting»).
Los servicios del traductor jurídico o jurado como experto legal pueden ser requeridos por
la administración de justicia o por los clientes: para establecer el significado de términos,
para caracterizar documentos o para informar sobre legislación de otros países y su
aplicación al propio, por ejemplo en el caso del derecho de familia en Derecho
Internacional Público.
4. El traductor como emulador
El traductor es un especialista en emular a otras personas. «Emular» tiene dos significados,
uno es «imitar las acciones de otro intentando igualarlas» y el otro es cuando la imitación
intenta incluso «superarlas». Ambas actividades pueden ser relacionadas con el ejercicio de
la traducción, aunque la aceptabilidad de la segunda puede resultar muy problemática.
El conocimiento que el traductor jurídico o jurado tiene del Derecho no es el del lego pero
tampoco es el del jurista; no es conocimiento experto, aunque su ideal sea alcanzarlo. Las
técnicas de documentación (gestión de la información) no son suficientes para que el
traductor comprenda un texto como experto. Los mediadores precisan de un tipo especial
de gestión de la información que les permita acercarse lo suficiente al conocimiento experto
para que su traducción sea aceptable por los expertos o por otros destinatarios como
replica válida del original. En este aspecto, la situación del traductor de textos
especializados es la misma que la de los demás mediadores. Como dice Robinson en su
apartado «Faking It» (1997: 148-51), «los traductores somos falsificadores, fingidores,
impostores».
Si la «comprensión perfecta» de un texto es una meta inalcanzable, imposible, esto es
especialmente cierto en el caso del traductor especializado que no reúne al mismo tiempo la
condición de experto: es moneda común en el ejercicio profesional de la traducción que
una parte del texto no se haya comprendido de forma suficiente o incluso que el traductor
«puentee» el significado dando directamente un equivalente que le merezca suficiente
confianza, aún sin comprender el significado de las palabras implicadas.
Los traductores en general, además de pretender el conocimiento experto, pueden
pretender el estilo y la maestría expresivos del autor del original (tampoco se pueden
alcanzar simplemente con técnicas de documentación) y además puede colocarse en el lugar
de:
el cliente:
•
diseñando un escopo o encargo para la traducción cuando, como ocurre
frecuentemente, el cliente no quiere o no puede darlo
•
estableciendo si la traducción va a tener un uso propio o va a documentar
un documento original (traducción instrumental y documental, Nord, 1997:
47-52)
•
juzgando la aceptabilidad para el cliente (que puede tener una concepción
muy literalista y poco profesional de la traducción) de diferentes formas de
traducción
el destinatario:
•
juzgando la aceptabilidad para el destinatario (por ejemplo, la Administración, que
puede tener una concepción muy literalista y poco profesional) de diferentes formas
de traducir
•
diseñando su audiencia, de forma que pueda escoger de entre varias formas de
traducir la más adecuada a las características culturales, lingüísticas, de atención, etc.
de este público
•
estableciendo —si su producto va a ser recibido por los destinatarios junto con el
original (traducción jurada, subtitulado, voice-over, interpretación, etc.)— hasta qué
punto puede apartarse de la traducción más literal («traducción vulnerable», Díaz,
1997: 225); los destinatarios que comprenden ambas versiones al mismo tiempo
imponen formas más literales de traducción
•
en el caso de subtítulos, pues, para poder ajustar, necesita simular la velocidad de
lectura mental de los espectadores, que es hasta la tercera parte de rápida que la
suya propia
otros mediadores:
•
el actor de doblaje: en voice-over, pues para poder ajustar necesita simular la velocidad
de la interpretación en voz alta de los actores, que es diferente, más lenta por lo
general, a la suya propia
Aquí podemos encontrar la confluencia en el traductor de dos acepciones diferentes de
«intérprete», el intérprete-actor y el intérprete-mediador. El traductor participa del
mimetismo del actor.
5. El traductor como investigador
Hemos señalado en el apartado anterior que el conocimiento del traductor no es del
experto, que el traductor está en lucha permanente contra su propia ignorancia, simulando
un saber que no posee. Esta simulación exige en todo momento al traductor un esfuerzo de
acercamiento al saber del experto, exige un nivel de capacidad de comprensión que no haga
fracasar la comunicación especializada aun cuando, como hemos dicho, la capacidad de
comprensión del experto se escape a sus posibilidades. Así, el traductor utiliza técnicas de
documentación para poder intervenir en la comunicación de información que se escapa a
su comprensión. Este esfuerzo, para que sea rentable, tiene que ser un esfuerzo ad hoc para
aquellos campos en los que no se tiene previsto trabajar de forma asidua. Será sistemático
y programado de antemano para aquellos campos en los que sí se prevea la realización de
trabajo de forma asidua, aunque no precisa ser tan amplio ni extenso que permita de la
conversión del mismo traductor en experto.
Un texto es un pozo sin fondo de información. Su contenido sólo se materializa para cada
lector en cada momento, pues cada lector en cada momento aporta un contexto que hace
su comprensión personal y, por tanto, parcial. Esto es más cierto para los textos
«humanísticos» y cierto en menor medida para los textos más técnicos (en la
comunicación técnica tiene más relevancia la transmisión de información y en la no-técnica
la interpretación de la información), pero incluso la interpretación de estos textos depende
en una medida significativa del contexto que aporta cada lector. Lo que ocurre es que, para
los fines de la mediación, el contexto del traductor es un contexto más limitado y reducido
que el del experto, pero este contexto del mediador puede ser suficiente para las exigencias
de calidad del producto bajo unas condiciones determinadas y no para otras. Se habla
mucho de las convenciones que hacen que el público acepte las traducciones
cinematográficas como versiones originales, pero, probablemente, siempre que se ofrece
una traducción —y que esta traducción es percibida por el destinatario como traducción y
no como un original— exista una complicidad del destinatario que le lleve a éste a aceptar
la traducción como si de un original se tratara y aceptar, en cierto modo, un texto que no
termina de cumplir con las exigencias y convenciones de un texto experto (ni con las
convenciones de género) como si en realidad lo fuera. El umbral de aceptabilidad para el
destinatario de la traducción percibida como traducción sería menos exigente de la misma
manera que quien ve un película de cine descargada desde Internet puede aceptar que la
imagen y el sonido sean pésimos y que se vean las siluetas de los espectadores en pantalla
cuando la grabación se ha hecho desde la misma sala cinematográfica, en tanto que no
aceptaría si viera esta película en la sala.
La traducción es por definición —como actividad humana— una tarea imperfecta, aunque
al realizarla no se abandone la ambición de perfección. El traductor especializado se mueve
siempre en la frontera entre lo que sabe y lo que no sabe y es consciente de que tiene que
adentrarse en terreno incógnito, en el terreno propio de otros que le observan y que sí son
expertos. Pocos profesionales hacen un esfuerzo tan grande como los traductores para
aprender lo que no saben.
La traducción es una actividad muy solitaria e individualista, pero el esfuerzo por saber
exige al traductor un entorno colaborativo (e interdisciplinar o interprofesional). Es una de
las grandes contradicciones de su trabajo.
La actividad de investigación en el traductor suele resultar contradictoria con el principio de
rentabilidad profesional, pues la documentación no es una actividad que el traductor
profesional pueda realizar ad libitum: si la realiza por encima de las exigencias de calidad que
el cliente le plantea, está actuando de forma poco prudente desde el punto de vista de la
rentabilidad de su esfuerzo.
6. El traductor como detective
El traductor jurado y jurídico se plantea siempre —aunque sea de forma automática e
inconsciente— la validez del acto jurídico en el que está interviniendo y la autenticidad de
los documentos que está traduciendo; hace trabajo policial. Así, si recibe un expediente
académico, se planteará la autenticidad del expediente, la coherencia de los diferentes
documentos y si las aspiraciones de convalidación de su cliente se corresponden con la
realidad; siempre que recibe un documento se pregunta la nacionalidad de quien lo ha
redactado, si esa lengua era la materna del redactor o cuál es el sistema de escritura de esta
lengua materna; si recibe un documento de pago, se preguntará si es auténtico o intentan
engañar a su cliente; si le presentan un escrito que supuestamente ha redactado un niño, se
planteará si no ha sido redactado en realidad por un adulto; evaluará la autenticidad de
sellos y firmas; buscará rectificaciones y modificaciones que sugieran falsificación, etc. Si el
sentido común es una cualidad imprescindible en cualquier traductor, la curiosidad es una
cualidad inseparable de la condición de traductor jurídico o jurado. Gracias a su curiosidad,
el traductor podrá estar más seguro de la legalidad y del respeto a la ética de la operación en
la que participa.
7. El traductor como persona de negocios
La traducción es una actividad profesional que debe ser rentable para quien la ejerce. El
traductor debe medir sus esfuerzos para no derrocharlos. No existe un de nivel calidad
único para el trabajo del traductor ni la perfección es una meta alcanzable. La calidad con la
que trabaje el traductor es el resultado de su negociación con el cliente y un mismo
traductor puede trabajar bajo condiciones muy distintas.
Esta faceta del traductor entra en conflicto permanente con muchas otras, con todas
aquellas que le impulsen a perseguir la perfección sin medir el esfuerzo: investigación,
principios éticos, servicio público, beneficencia, atención al cliente, etc.
8. El traductor como profesional
Comportarse de forma profesional exige al traductor no sólo buscar la máxima rentabilidad
a su trabajo sino también ofrecer un buen servicio a su cliente: debe ser una persona
accesible, siempre disponible, seria, competente y justa en la elaboración de presupuestos.
Un aspecto importante de la profesionalidad es responder de forma satisfactoria a las
expectativas que de nosotros tiene el cliente. Esto supone para el traductor jurado o
jurídico el aceptar cualquier actividad que el cliente le proponga relacionada con la
mediación lingüística que no sea opuesta a sus principios éticos o deontológicos. En la
actualidad un cliente puede proponer al traductor que le haga traducción directa e inversa,
escrita y oral, para varias lenguas, redacción monolingüe, confección de glosarios, atención
a clientes, correspondencia, comunicaciones, etc. El cliente, por lo general, no entiende
todas estas actividades como propias de diversos profesionales y no está dispuesto a
contratar a varios profesionales distintos para cubrir sus necesidades lingüísticas y de
mediación.
Esto nos podría llevar a plantearnos qué es en realidad la traducción, y no conseguiríamos
ponernos de acuerdo. En algunos campos se plantean la honestidad de continuar su
actividad de estudio cuando su objeto de estudio está mal definido (LSP, géneros…). La
traducción es una actividad en cambio permanente y definible desde perspectivas muy
diferentes. Pudiera ser que la denominación de «mediación lingüística» se ajustara mejor a
lo que se espera en la actualidad de alguien que se ofrece como traductor profesional. Si no
se considera suficientemente preparado para alguna de las actividades que se le reclaman, el
traductor siempre puede acudir a la colaboración con otros traductores. Un viejo principio
deontológico decía que el traductor, antes de aceptar un encargo, debe estar seguro de que
puede hacerlo satisfactoriamente. Este principio deontológico, aplicado de forma estricta,
terminaría en nuestros días con la vida profesional de una buena parte de los traductores
pues ningún cliente va a confiar en un traductor que no está seguro desde el principio de
poder satisfacer sus necesidades.
De forma ocasional, el traductor puede verse también ante la posibilidad (no obligación,
por supuesto) de realizar actividades más distanciadas de la mediación lingüística
(redacción, mecanografía, lexicografía, subtitulación para sordos, doblaje…). Renunciar a
ganarse la vida con actividades para las que el traductor está suficientemente preparado,
aunque no formen parte de su perfil desde un punto de vista académico, parece poco
sensato.
9. El traductor como servicio público
En muchas ocasiones, la actividad del traductor jurídico o jurado es insustituible por la de
otros profesionales. Si no se hacen las traducciones, hay personas que resultan gravemente
perjudicadas. Este aspecto se relaciona directamente con la profesionalidad, pero también
con un nuevo aspecto: el del traductor como servidor público. Aunque la profesión de la
traducción es por lo general una profesión liberal (salvo en los casos en los que se forma
parte de un plantilla), denegar nuestros servicios a un posible cliente se hace éticamente
muy difícil si éste no va a encontrar otra solución profesional alternativa.
Esta faceta puede resultar contradictoria con la de la rentabilidad del ejercicio profesional.
10. El traductor como benefactor
Cuando el posible cliente es una persona necesitada, sin los medios económicos para poder
pagarse un servicio de mediación a precios de mercado, se plantean problemas éticos y
deontológicos sin solución satisfactoria en caso de que el Estado o las ONG no se hagan
cargo de los gastos. Ante la opción de que un inmigrante o un refugiado político o una
persona necesitada se quede sin papeles, sin protección jurídica, sin medios para defenderse
en la vida, muchos traductores optan por actuar como servicio de beneficencia, cubriendo
el hueco dejado por otras instituciones, y no cobrar o cobrar menos de los precios del
mercado. Pues bien, si la conciencia del traductor como persona se queda así muy tranquila,
ocurre todo lo contrario con su conciencia colectiva como profesional pues sabe que está
contraviniendo todo principio deontológico asociativo y que está actuando en contra de los
intereses de sus colegas.
11. El traductor como cuidador
Una parte significativa de los clientes que acuden al traductor lo hace en condiciones de
crisis y de inferioridad: no son capaces de comunicarse en una lengua extranjera, su futuro
está en juego, su situación administrativa y legal no está regularizada, tienen que tratar con
una administración que les produce desconfianza y miedo, están inmersos en
procedimientos judiciales civiles o penales traumáticos, su situación económica es precaria,
están pidiendo el reconocimiento de sus derechos… Independientemente de que el
traductor haya asumido su papel como profesional (remunerado), su papel como servidor
público (remunerado) e incluso su papel de benefactor (menos remunerado o sin
remunerar), su actitud hacia el cliente puede oscilar entre la frialdad/neutralidad y el calor y
la simpatía humanos. Creo que, del mismo modo que un acto médico tiene más éxito si el
paciente aprecia calor humano por parte del personal sanitario, un acto de mediación para
una persona bajo estrés y en crisis puede resultar más eficaz si esta persona aprecia
cordialidad en el traductor. Es bastante habitual en los intérpretes de juzgados españoles
que hagan recados para los detenidos, que se preocupen por su bienestar personal; creo
sinceramente que su actitud no es criticable por «afectar negativamente a la dignidad de la
profesión» (como opinan algunos intérpretes de conferencias) sino que hay que
reconocerla como parte integrante (aunque optativa) de su ejercicio profesional.
12. El traductor como notario
En nuestra cultura judicial, es habitual que todos los que están al servicio de una parte
mientan y engañen, ya que son pagados por esa parte. Es conocida la supuesta anécdota de
un secretario judicial que decía «¡Que entren los testigos falsos!». La objetividad se
consideraría una actitud poco profesional en muchas situaciones judiciales. Si esto es así
para todo el mundo, ¿por qué habría de ser diferente para los traductores que cobran de
una de las partes? En esta situación no es extrañar que, en nuestra cultura judicial, todo el
mundo desconfíe de la objetividad de los traductores y que, incluso, algunos letrados
intenten imponer a los traductores determinadas soluciones de traducción que resultan
favorables a los intereses de sus clientes.
La cultura de la traducción jurídica y jurada es exactamente la contraria a la que acabamos
de describir. El traductor persigue la mayor objetividad y, si su cliente no lo acepta, se
despide del cliente. Esto es especialmente cierto en el caso de la traducción jurada (también
denominada «traducción fehaciente», Feria: 2002). En este sentido, el traductor no es un
notario, pero también da fe de lo que, a su entender, dice un documento. En el mismo
sentido que antes «parajurista» y «paralingüista», podríamos hablar del traductor como
«paranotario».
Esta vocación de objetividad del traductor puede entrar en conflicto en ocasiones con sus
intereses de rentabilidad económica.
13. El traductor como mensajero
Hemos visto en el apartado 4 cómo el traductor puede proponerse mantener su trabajo
dentro de la actividad de imitación o réplica del original y sus autores o cómo puede verse
impulsado por la tentación de trascender a éste, imponer sus propios criterios e ideas,
incorporarlos a la traducción y compartir con el autor del original la autoría o suplantarle en
la misma (esta vez, en mi opinión, sí «con malas artes»). En el primer caso, el traductor
asume un papel de simple mensajero, de un instrumento de comunicación, de la misma
manera que son instrumentos de comunicación el redactor, el mecanógrafo o el cartero. Es
decir, el traductor asume su papel de «mandado». Esta actitud del traductor la podemos
formular como de «invisibilidad» frente a las propuestas de «visibilidad» (Venuti: 1995).
Volviendo a la superación de las acciones del autor del original (segunda acepción de la
palabra «emular», véase apartado 4), esta superación puede ofrecer dos aspectos. En primer
lugar, el traductor puede, de forma legítima y necesaria) mejorar el estilo, la gramaticalidad y
la precisión del original en algunas situaciones de traducción (no tanto en otras). Lo que
resulta más discutible es que el traductor pueda o deba, en la segunda opción, «mejorar las
ideas del original» de acuerdo con su propio sistema de valores (véase el apartado 13). Voy
a reducir pues este comentario a «emular» como «imitar», «suplantar» (sin su circunstancia
de «con malas artes», «simular», etc.), aunque resulte evidente que toda intención de imitar
lleva consigo una tentación humana difícilmente neutralizable de mejorar o superar a la
persona imitada, de trascenderla.
Creo que la actitud de invisibilidad es menos contradictoria con las actividades del
traductor como profesional (apartado 8) o como notario (apartado 12), en tanto que la
actitud de visibilidad favorece la creatividad (apartado 19), aunque se trate en este caso de
«ingeniería creativa».
14. El traductor como evaluador de riesgos
Como ya he señalado, el traductor jurídico y jurado se mueve constantemente en terrenos
ignotos, es observado y criticado por personas doctas en lo que el traductor ignora y
desconfiadas hacia su profesión. Las consecuencias de sus errores pueden ser graves, para
otras partes y para el mismo traductor. El traductor jurídico que no es al mismo tiempo
jurista se encuentra —habitualmente— en permanente estado de terror por «no saber
suficiente Derecho». Esto lleva al traductor a soluciones de traducción muy conservadoras
pero que le protegen de la crítica. Sospecha constantemente que los textos puedan
esconder matices jurídicos que desconoce y «por si acaso» traduce de las formas más
literales posibles (mismo número de palabras, en el mismo orden, con la misma forma
gramatical y con los significados que primero aparecen en el diccionario).
Nuestro traductor tiene que estar por tanto evaluando constantemente los riesgos de sus
soluciones de traducción en cuanto a su aceptabilidad por los destinatarios y en cuanto a la
posibilidad de error. Esta evaluación es una actividad que el traductor jurídico y jurado
realiza de forma continua, aunque sea de forma automática o inconsciente.
No todas las partes de un documento jurídico esconden el mismo riesgo para el traductor.
Los errores en traducción de documentos legales no se deberían evaluar por su gravedad
desde un punto de vista gramatical o lingüístico, de conocimiento de lenguas, sino por su
trascendencia desde el punto de vista de sus efectos jurídicos, bien en relación a la validez
del documento bien en relación a los posibles perjuicios o beneficios ocasionados a las
partes. Por otra parte, un documento jurídico contiene información de alto riesgo e
información de bajo riesgo para el traductor. El traductor jurídico debe evaluar también de
forma constante en riesgo que implica una traducción deficiente en cada una de las partes
de un documento, pues eso determinará las garantías que su traducción debe ofrecer en
cada momento y el esfuerzo que debe dedicar a cada una de las partes (si no hay riesgo,
podremos traducir con menos garantías pero, si la información es crucial, no podremos
entregar esa traducción hasta garantizar una solución satisfactoria).
15. El traductor como deontólogo
La práctica de la traducción jurídica y jurada está vinculada íntimamente a la deontología: la
adopción de decisiones traductológicas va muy frecuentemente acompañada de la toma de
decisiones deontólogicas en paralelo. Las decisiones del traductor se someten por tanto
permanentemente a varios criterios de evaluación: el profesional, el comunicativo, el de
aceptabilidad, el de rentabilidad, el de riesgo, el de servicio, el ético… Los criterios éticos
pueden entrar en conflicto con otros, por ejemplo, con el de rentabilidad o con el de
creatividad.
Como hemos señalado en el apartado 10, resulta útil hacer la distinción entre los criterios
de ética personal (los llamaremos «ética») y los criterios de ética colectiva, gremial o
asociativa (los llamaremos «deontología»). Si no lo hacemos así, corremos grave peligro de
imponer a los demás criterios de actuación que tan sólo derivan de nuestras creencias y
principios personales. Antiguos principios deontológicos de la traducción, como que el
traductor no debe realizar actividades que resulten contrarias para la dignidad de la
profesión, no hacen más que abrir camino a la arbitrariedad y el autoritarismo, pues su
valoración es plenamente subjetiva.
16. El traductor como aprendiz
Como ya hemos visto (apartados 4 y 5), el traductor lucha constantemente contra su propia
ignorancia, se mueve en arenas movedizas del conocimiento. También hemos visto que el
traductor hace un esfuerzo constante por aprender lo que no sabe hasta lograr que su
producción resulte aceptable como traducción en situaciones de comunicación
especializada en las que, de una manera o de otra, intervienen verdaderos expertos del
tema. Esto convierte al traductor en un aprendiz, en un estudiante permanente (Robinson,
1997: 47-92): una parte indisoluble de la operación de traducir es investigar y aprender.
Este trabajo de aprendizaje del traductor es, básicamente, autoaprendizaje, por mucho que
el trabajo de investigación tenga también un importante componente colectivo. El
autoaprendizaje exige básicamente grandes dosis de iniciativa pero también de autocrítica.
Los traductores se caracterizan, frente a otras profesiones relacionadas con la lengua, por
ser más conscientes de lo que desconocen que de lo que conocen. La ignorancia abruma al
traductor por muy culto que éste pueda ser.
17. El traductor como formador
Es una ambición común a todos los traductores el intentar formar a su cliente sobre los
criterios profesionales de calidad de la traducción, sobre cuáles son las exigencias de
dignidad de la práctica profesional, etc. Esta es una labor mucho más ardua y menos
productiva de lo que en un principio cabría suponer. También se presta a pecar por exceso
en su ejercicio: no se puede «andar sobrado» y explicarle al cliente cómo debe llevar sus
negocios o explicarle «qué es en realidad la traducción», porque, aunque el traductor pueda
aportar opiniones útiles, probablemente en estos terrenos quien más tiene que aprender es
el mismo traductor. Aunque la reflexión académica sobre la realidad profesional pueda
interactuar con ésta y modificarla, la guía de la realidad es la práctica profesional.
18. El traductor como teórico
De nuevo por analogía, al igual que he hablado del traductor como «paralingüista» y como
«parajurista», quiero proponer la perspectiva del traductor como «parateórico». El
traductor jurídico y jurado desarrolla dos tareas «parateóricas»: (1) alimentar con su
reflexión sobre la práctica del trabajo de los dedicados a la elaboración teórica y (2)
construir su propio sistema de generalizaciones.
La actividad que más me interesa en este momento es la segunda. El «aparato teórico» de
cada traductor individual está constituido básicamente por una caracterización de los
problemas y de sus posibles soluciones y por unas rutinas para la adopción de decisiones en
función de las circunstancias de cada acto de traducción concreto. El traductor no sigue sin
embargo estas rutinas de forma completa cada vez que aparece un problema sino que
establece soluciones de traducción «por defecto» —atajos metodológicos— que aplica
cuando no aprecia la existencia de circunstancias especiales que las pongan bajo sospecha.
Sigue el principio minimax de máxima eficacia con el mínimo esfuerzo. Pero tanto las
rutinas de toma de decisiones como el repertorio de soluciones por defecto —los recursos
«teóricos»— son permanentemente sometidos a crítica y revisión por el traductor
particular, conforme incrementa su experiencia y sus conocimientos técnicos, conforme
aprende, conforme hace nuevas traducciones. La tarea de aprendizaje en el traductor es, en
gran medida, una tarea simultánea a la de la traducción. Este autoaprendizaje y esta
elaboración de su propio aparato teórico requieren grande dosis de autocrítica, de
autoevaluación. El aprendizaje del traductor tiene un fuerte componente heurístico, frente
al conocimiento aportado por otros.
19. El traductor como artesano
El afán de trascendencia del traductor como creador, que ya hemos señalado en el apartado
13, y la visión teórica de los estudios de traducción como una ciencia impulsan a este
profesional a verse a sí mismo más como un científico inventor de la teoría de la relatividad
o como un premio Nobel de literatura que como un mensajero/mediador/mandado
altamente cualificado. Creo que sería más saludable y que nos daría una imagen más fiel de
nosotros mismos contemplarnos de vez en cuando más como un artesano que hace botijos
en su torno de alfarero que como un artista o un científico.
El traductor elabora un producto individual utilizando herramientas y la dimensión
creadora de su producto, normalmente, se reduce al carácter personal que todo artesano
imprime a su obra.
El carácter artesano del traductor exige el uso de herramientas, principalmente
informáticas. El traductor debe ser un usuario informático cualificado: ser capaz de trabajar
a distancia con Internet y en entornos colaborativos (con intranets) y debe ser capaz de
encontrar en la Red los textos paralelos que le permitan traducir mediante procedimientos
de copiar y pegar.
20. El traductor como creador
Para trabajar con creatividad no es necesario realizar obras artísticas originales, un trabajo
artesano bien hecho incorpora siempre dosis elevadas de creatividad, de expresión
personal. No se puede ser un buen mediador lingüístico sin cierta capacidad creativa. Todas
las actividades humanas están sujetas a cierto grado de subjetivismo y muchas de ellas se
dejan infiltrar con frecuencia por las experiencias, creencias y principios estéticos de quien
las realiza. En el caso específico de la traducción humana, no cabe esperar dos traducciones
iguales del mismo texto, ni siquiera bajo una identidad total de circunstancias, haciendo el
resultado de la traducción imprevisible. Toda traducción es el resultado, entre otras cosas,
de un acto de creación personal por parte de su traductor.
REFERENCIAS
DÍAZ, Jorge. El subtitulado en tanto que modalidad de traducción fílmica dentro del marco teórico de los
Estudios sobre Traducción (Misterioso asunto en Manhattan, Woody Allen, 1993).
Valencia: Universidad de Valencia (tesis doctoral).
FERIA, Manuel. 2002. La traducción fehaciente del árabe al español. Fundamentos históricos, jurídicos y
metodológicos. Málaga: Universidad de Málaga (tesis doctoral).
NORD, Christiane. 1997. Translating as a Purposeful Activity. Functionalist Approaches Explained.
Manchester: St. Jerome.
ROBINSON, Douglas. 1997. Becoming a Translator. An Accelerated Course. Londres: Routledge.
SAGER, Juan Carlos. 1997. Text Types and Translation. En Anna, TROSBORG, ed. Text
Typology and Translation. Amsterdam: John Benjamins: 25-42.
VENUTI, Lawrence. 1995. The Translator’s Invisibility: A History of Translation. Londres:
Routledge.