Interculturalidad: una aproximación antropológica
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Gunther Dietz*
Introducción:
la interculturalidad
y sus polisemias
Cada vez es más común que se utilice la noción
de interculturalidad para hacer referencia a las
relaciones que existen entre los diversos grupos humanos que conforman una sociedad
dada. Si bien originalmente dicho concepto
se acuñó mediante una concepción de cultura
estática y reificada, a manera de la suma de las
relaciones entre culturas, actualmente se usa
como un término más complejo y polisémico
que se refiere a las relaciones que existen dentro
de la sociedad entre diversas constelaciones de
mayoría-minoría, y que se definen no sólo en
términos de cultura, sino también en términos
de etnicidad, lengua, denominación religiosa
y/o nacionalidad. Por consiguiente, el referente
empírico de cada una de estas constelaciones
es sumamente contextual: en algunas sociedades, la interculturalidad se utiliza para referir
a la diversidad “provocada” por la migración,
mientras que en otras la misma noción se aplica para las interacciones entre pueblos indígenas y descendientes de colonizadores.
En términos generales, y siguiendo sus
usos en la literatura antropológica y de ciencias sociales, propongo definir y clasificar la
noción de interculturalidad de acuerdo con
tres ejes semánticos diferentes, pero complementarios: 1) la distinción entre la interculturalidad como un concepto descriptivo en
oposición a otro prescriptivo; 2) la subyacente
asunción implícita de una noción de cultura
estática, en oposición a una noción dinámica;
y 3) la aplicación más bien funcionalista del
concepto de interculturalidad, a fin de analizar el statu quo de cierta sociedad, versus su
aplicación crítica y emancipatoria, para identificar los conflictos inherentes y las fuentes de
transformación societaria.
Estos tres ejes se definirán en la siguiente
sección, primera de las seis que conforman
este texto. En la segunda sección se analiza la
interculturalidad de manera tipológica, en relación con tres paradigmas científico-sociales
subyacentes: desigualdad, diferencia y diversidad. En tercer lugar, se propone un esquema para distinguir tres fuentes y corrientes
principales del debate contemporáneo sobre
interculturalidad y de sus nociones adyacentes: la anglosajona, la europea continental y
la latinoamericana. En la cuarta sección se
identifica el marco teórico más amplio dentro
del cual se insertan estos debates, el cual se
relaciona con el nacionalismo, la etnicidad y
el multiculturalismo. En la quinta sección se
sintetizan las principales aplicaciones empíricas de la noción de interculturalidad, tanto
en la antropología como en la pedagogía y en
disciplinas relacionadas. Finalmente, en la última sección se realiza un breve bosquejo de
las más recientes tendencias de los debates que
están teniendo lugar sobre la interculturalidad, tanto en el Norte como en el Sur.
* Investigador titular del Instituto de Investigaciones en Educación de la Universidad Veracruzana (México). Investigador nacional nivel III. CE:
[email protected]
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Traducido del inglés por Irlanda Villegas e Ivette Utrera. Una versión más amplia será publicada en la International
Encyclopedia of Anthropology, editada por Hilay Gallan (Hoboken, NJ, Wiley).
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Los ejes de la interculturalidad
La naturaleza descriptiva y prescriptiva de
la interculturalidad como concepto
En los casos en los que la interculturalidad no
se utiliza de manera prescriptiva, sino como
una herramienta descriptiva y analítica, ésta
se define como el conjunto de interrelaciones que estructuran una sociedad dada, en
términos de cultura, etnicidad, lengua, denominación religiosa y/o nacionalidad; se trata
de un ensamble que se percibe mediante la
articulación de los diferentes grupos de “nosotros” versus “ellos”, los cuales interactúan
en constelaciones mayoría-minoría que, a
menudo, se encuentran en constante cambio.
Frecuentemente estas relaciones son asimétricas en relación con el poder político y socioeconómico establecido y suelen reflejar las maneras históricamente arraigadas de visibilizar
o invisibilizar la diversidad, así como la manera de estigmatizar la otredad y de discriminar
a ciertos grupos en particular (Dietz, 2012).
En contraste con el concepto alternativo
de multiculturalidad, el énfasis que se pone en
la interculturalidad como una herramienta
descriptiva no se basa tanto en la composición
internamente diversa de la sociedad, ni en su
segmentación en diferentes grupos, como lo
sugeriría el enfoque multicultural; la perspectiva intercultural enfatiza no la composición
de los grupos, sino el tipo y la calidad de las
relaciones intergrupales dentro de una sociedad. Por lo tanto, aquí no se distingue a la minoría de la mayoría en términos demográficos
ni cuantitativos, sino en términos de poder
—el poder de definir quién pertenece a una
mayoría y quién es estigmatizado como minoría—. Como detallaré más abajo, el arraigo
histórico de estos procesos de inclusión y exclusión forma parte de un análisis intercultural de la sociedad (Dietz y Mateos, 2009).
Debido a este potencial crítico del concepto de interculturalidad, el término también
suele utilizarse más bien de manera prescriptiva, como una noción normativa. En este
sentido, la interculturalidad es, en ocasiones,
acuñada como “interculturalismo” (Gundara,
2000), un programa transformador que tiene como objetivo hacer que las sociedades
contemporáneas sean más conscientes de
sus diversidades internas, y más inclusivas y
simétricas en relación con sus —así denominadas— minorías. Nuevamente, mientras el
multiculturalismo como programa normativo desarrolla medidas de acción afirmativa y
discriminación positiva con el fin de “empoderar” a ciertos grupos en particular dentro
de la sociedad, el interculturalismo hace énfasis en la necesidad de transformar la naturaleza de las relaciones entre estos grupos, lo
cual implica no sólo empoderar a unos, sino
también alterar las percepciones de la mayoría
y promover los procesos recíprocos de identificación entre grupos que han sido privilegiados y aquellos que han sido excluidos históricamente, “entre aquellos que no quieren
recordar y aquellos que no pueden olvidar”
(Santos, 2010: 131).
Las nociones estáticas
y dinámicas de cultura
Desde sus orígenes en la antropología funcionalista aplicada, la idea de establecer o promover las relaciones “inter-culturales” o “inter-étnicas” se ha desarrollado paralelamente
a un concepto de cultura más bien estático.
Dentro de esta tradición, las relaciones entre
culturas son percibidas como relaciones entre
grupos de personas que pertenecen a diferentes culturas, expresadas mediante diferentes
elementos, modelos o instituciones que se
consideran factores definitorios de sus respectivos grupos y culturas. Tanto las explicaciones estructurales-funcionalistas europeas de
la diversidad cultural, como el enfoque estadounidense de áreas culturales, han influido
en una primera generación de enfoques de
la interculturalidad particularmente latinoamericanos, los cuales aún conciben las características, patrones o instituciones culturales
como expresiones “objetivas” de la diferencia
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cultural y, consecuentemente, como fuentes
de relaciones interculturales.
Estas explicaciones de interculturalidad
más bien mecánicas, que suelen fusionar la
evolución geográfica, de distancia espacial
e históricamente divergente, y los impactos
contemporáneos “aculturadores” de la modernidad en un modelo fijo de intercambios
interculturales, han sido problematizados y
sustituidos al interior de la antropología por
nociones de cultura más dinámicas y complejas. Sin embargo, tal y como se ilustra más
adelante, otras ciencias sociales han heredado
de manera entusiasta, y en ocasiones acrítica,
tales nociones estáticas de cultura e interculturalidad. Tanto la antropología como los estudios culturales se han desplazado hacia definiciones de cultura en tanto interpretaciones
simbólicas, praxis rutinizadas, recursos colectivos, etcétera, lo cual implica que no existe
un simple espacio “entre culturas”, sino una
compleja articulación de procesos de autoadscripción y adscripción externa inter-, intra- y
trans-culturales, así como de identificación y
de creación de la “otredad” dentro de la sociedad. En consecuencia, hoy en día la interculturalidad se erige sobre una noción de cultura
mucho más híbrida, procesual y contextual.
La interculturalidad funcional y crítica
Por último, los usos de la interculturalidad
descriptiva y prescriptiva, así como sus subyacentes nociones estáticas o dinámicas de
cultura, pueden conducir a implicaciones más
amplias para el análisis científico-social de las
sociedades contemporáneas. En la literatura
producida tanto en el contexto europeo como
en el latinoamericano, se percibe una creciente
tensión entre una comprensión de la interculturalidad como estrategia programática, político-educativa, para pulir, suavizar o mitigar
las relaciones entre grupos, por una parte; y
una visión de la interculturalidad como estrategia transformadora para develar, cuestionar
y transformar desigualdades históricamente
arraigadas dentro de la sociedad. Mientras
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que en el primer caso las competencias interculturales se definen como herramientas y
recursos funcionales para elevar la tolerancia,
el entendimiento mutuo y la empatía con la
otredad, en el segundo caso estas capacidades
interculturales se interpretan y/o adquieren en
términos de antidiscriminación, concientización y negociación de conflictos.
En consecuencia, el modelo subyacente
de sociedad es más bien distinto en cada caso.
La interculturalidad como recurso funcional
para mejorar las relaciones sociales tiende a
reconocer acríticamente el statu quo actual
mediante la identificación de características
individuales (falta de competencias, falta de
habilidades de comunicación, falta de capital
humano, etcétera) como carencias y causas de
exclusión, de discriminación y de relaciones
asimétricas persistentes. Por consiguiente, las
competencias interculturales proveerán a los
miembros de la(s) minoría(s) excluida(s) de
las herramientas necesarias para competir en
los campos laborales nacionales o internacionales contemporáneos a fin de que se cubran
cualitativamente sus demandas en términos
del sistema político prevaleciente, y de que logren comunicarse en términos cosmopolitas
más allá de las fronteras. Por el contrario, la
interculturalidad crítica (Walsh, 2003) profundiza en la naturaleza histórica y estructural de
las desigualdades (imperiales, coloniales, etcétera) que moldea la diversidad cultural actual
e identifica a los actores colectivos que pueden
transformar las relaciones asimétricas, no de
manera individual sino sistémicamente, mediante el desarrollo de nuevos canales de participación, y de nuevos marcos jurídicos para
el reconocimiento de nuevas instituciones y/o
identificaciones poscoloniales.
La interculturalidad como
desigualdad, como diferencia
y como diversidad
Los tipos de definiciones de interculturalidad
que resultan de las combinaciones de estos tres
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ejes conceptuales revelan, en sus divergencias,
diferencias profundamente arraigadas en
relación con los paradigmas antropológicos
y —en términos más generales— científicosociales, así como en relación con las visiones
de sociedad que suscriben cada autor/a y su
comunidad académica. Por consiguiente, se
deben analizar los usos de interculturalidad
en sus dimensiones polisémicas y en estrecha
relación con las visiones correspondientes de
la sociedad contemporánea, la cual se favorece con alguno de esos usos específicos.
Con el fin de aclarar estas capas de significado, a continuación se propone un breve
esquema de los tres paradigmas subyacentes
que pueden identificarse cuando se emplea
la interculturalidad, en el “Norte global” tanto como en el “Sur global”, como una herramienta analítica en los debates sobre multiculturalismo, políticas de identidad, derechos
de reconocimiento, integración y/o autonomía. Cada uno de estos paradigmas se utiliza
frecuentemente en explicaciones monocausales por parte de autores o comunidades en
particular, pero sostengo que, entrelazados,
pueden garantizar un análisis de las diversidades mucho más rico, matizado, profundo y
multidimensional, mediante la combinación
de las identidades y los conceptos paradigmáticos subyacentes de desigualdad, diferencia y
diversidad:
Históricamente, el paradigma de la desigualdad se centra en un “análisis vertical” de
estructuraciones especialmente socioeconómicas (como en el caso de las teorías marxistas de clase y lucha de clases), pero también
incluye las inequidades de género (como en la
crítica feminista dominante del Norte sobre el
patriarcado) y las persistentes asimetrías coloniales y racializadas de casta. La interculturalidad, vista a través del lente de este paradigma, ha nutrido las respuestas institucionales
compensatorias, y a menudo asimilacionistas,
con la finalidad de “hacer igual lo desigual”, lo
cual ha identificado las carencias y/o incapacidades de ciertas minorías como fuentes de
desigualdad. Esto representa un enfoque universalista, profundamente arraigado —tanto
de manera teórica como programática— en
un hábito monocultural que se presenta y defiende como una característica trans-cultural
de una sociedad dada, más allá de las diferencias culturales o étnicas. Dicha demanda es el
clásico resultado del Estado-nación occidental y de su manera hegemónica de concebir las
ciencias sociales.
Por el contrario, el paradigma de la diferencia ha sido formulado, desarrollado y diseminado, tanto en el Norte como en el Sur, por
los nuevos movimientos sociales y sus particulares políticas de identidad. Este paradigma
promueve un “análisis horizontal”, a la inversa, de las orientaciones étnicas, culturales, religiosas, de género, de edad, generacional y de
orientación sexual, así como de las diferencias
relacionadas con diversas capacidades. Esto
se logra a través de estrategias de grupos específicos y de empoderamiento segregado para
cada una de las minorías involucradas. Las
características intra-culturales y las delimitaciones estratégicas hacia otros grupos (“nosotros” versus “ellos”) desencadenan la política
de identidad que se erige principalmente en
el discurso, más que en la praxis. El enfoque
correspondiente privilegia las respuestas particularistas y multiculturalistas que a menudo
ignoran, invisibilizan o minimizan las desigualdades socioeconómicas y las condiciones
estructurales más amplias.
Por último, el paradigma de la diversidad se formula a través de la crítica, tanto del
monoculturalismo asimilacionista como del
multiculturalismo esencializador. A diferencia de los otros dos paradigmas, este enfoque
arranca desde el carácter plural, multi-situado, contextual y, en consecuencia, necesariamente híbrido de cualquier identidad cultural, étnica, religiosa, de género o de clase
social. Estas identidades diversas se articulan
de manera individual y colectiva, en menor
medida, mediante discursos y, sobre todo,
a través de la praxis de interacciones entre
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actores heterogéneos en espacios híbridos,
intersticiales y compartidos. En consecuencia, la estrategia de análisis resultante tiende
a ser inter-cultural, en el sentido de búsqueda
de características de interacción relacionales,
transversales e interseccionales.
En su triple combinación, la desigualdad,
la diferencia y la diversidad constituyen en
su conjunto el punto de partida metodológico para un análisis intercultural de las constelaciones de las diversidades de mundos de
vida y también de su tratamiento o manejo
normativo de la diversidad. A través de este
análisis triádico, que no se limita a la “superficie” observable de patrones de interacción
intercultural, ni al contenido de los discursos de identidad étnica colectiva, la interculturalidad y la diversidad se hacen visibles y
analizables en tanto un fenómeno complejo.
Incluidas sus estructuraciones institucionales
subyacentes, el fenómeno de la interculturalidad se localiza, por lo tanto, en la estructura
misma de la sociedad contemporánea, como
una traducción contextual y relacional de una
“gramática de las diversidades” compartida y
subyacente (Dietz, 2012).
Contextos de origen anglosajón,
europeo continental y
latinoamericano
La interculturalidad, vista como discurso
académico, no sólo demuestra que existe un
nexo con paradigmas específicos de investigación social, sino que también es posible
seguir su rastro hasta llegar a distintas fuentes y corrientes regionales. Es posible que el
uso del adjetivo “intercultural” en diferentes
publicaciones antropológicas se remonte a la
antropología aplicada en América Latina de
los años cincuenta del siglo XX. Tanto antropólogos venezolanos como mexicanos comenzaron a referirse a la “educación intercultural” y a la “salud intercultural” como nuevas
esferas de interacción entre las iniciativas de
integración nacional lideradas por el Estado
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y por actores no-indígenas, pero enfocadas
hacia las culturas indígenas (Mateos, 2011).
Sin embargo, estos usos latinoamericanos de
interculturalidad no regresan sino hasta finales del siglo XX, después de haber interactuado con las nociones de interculturalidad
estadounidenses y europeas, que usualmente
han sido re-introducidas a la región mediante
el despliegue de distintas agencias de cooperación internacional.
La cercana interacción de la interculturalidad con el multiculturalismo y la educación
intercultural anglosajones ha sido particularmente influyente (Dietz y Mateos, 2013).
El discurso multicultural, que originalmente
surge en las sociedades que se autodefinen
como países colonos de inmigración y que
se ubican principalmente en Norteamérica
y en Oceanía, se ha convertido en el punto
ideológico principal que sirve como punto de
referencia para las nociones de interculturalidad. Las políticas públicas sobre educación
multicultural se han aplicado desde los años
ochenta del siglo XX dentro de estas sociedades poscoloniales, particularmente para
las minorías alóctonas, foráneas, no-nativas,
de inmigrantes. Sin embargo, tal y como lo
ilustra la larga tradición del indigenismo en
el contexto latinoamericano, y bajo supuestos nacionalistas, homogeneizadores y no
multiculturalistas, algunas políticas públicas
muy similares sobre la educación diferencial
han sido históricamente dirigidas a minorías
autóctonas, indígenas, no conformadas por
inmigrantes.
Consecuentemente, cuando los discursos
multiculturalistas comienzan a migrar de un
contexto a otro, sus puntos de partida originales —una matriz particular de las políticas
de identidad y de sus marcos institucionales
subyacentes— suelen terminar mezclados,
confundidos y supuestamente neutralizados
en su poder para moldear las “soluciones”
educativas en el nuevo contexto. La deconstrucción antropológica crítica de estos modelos de migración discursiva debe comenzar
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por el examen de sus orígenes y contextos
particulares y diferentes que, tanto en la sociedad estadounidense como en la británica,
se relacionan con los nuevos actores colectivos que cuestionan las promesas falaces y
racistas de un “crisol cultural” supuestamente
“neutral ante diferencias étnico-raciales” de la
sociedad hegemónica. Por lo tanto, estos actores luchan por empoderar distintivamente a
estudiantes que forman parte de una minoría
y que suelen encontrarse en ambientes escolares racializados, post-segregacionales y/o poscoloniales. En tales sociedades la educación
multicultural se formula, consecuentemente, como un programa de reconocimiento
político y trato diferencial para estos grupos
“minorizados”.
Por el contrario, en países europeos continentales se ha desarrollado la educación intercultural, mas no multicultural, y se le concibe
no como una demanda de la minoría dirigida
hacia actores colectivos, sino como una “integración” individualizada de estudiantes de
la minoría inmigrante en entornos laborales fordistas de la posguerra. Estas medidas
de integración evolucionaron lentamente
desde enfoques asimilacionistas y compensatorios hacia “soluciones” orientadas a una
interacción que transversaliza las divisiones
minoría-mayoría mediante un énfasis en el
desarrollo de competencias interculturales
individuales (Gundara, 2000).
Finalmente, en América Latina la educación intercultural resurge en la última década
del siglo XX como un discurso post-indigenista y como un medio para redefinir las relaciones entre los Estados-nación poscoloniales
y los pueblos indígenas mediante programas
educativos paralelos y hasta exclusivamente
“indígenas”. Aquí, la “educación intercultural
bilingüe” (EIB) se desplaza entre el empoderamiento comunal colectivamente orientado,
por un lado, y la provisión de acceso a instituciones educativas para estudiantes en lo
individual, por el otro (López y Küper, 2000;
Bertely et al., 2013).
De este modo, el campo de las políticas
públicas educativas diversificadas es particularmente apropiado para ilustrar los tres
rasgos diferenciales que se le otorgan a la
interculturalidad. Mientras que en Estados
Unidos y el Reino Unido existe una tendencia hacia una educación empoderadora dirigida a las minorías, en la Europa continental
se opta por una educación que transversalice
el fomento de habilidades o competencias
interculturales tanto para las minorías excluidas como, sobre todo, para las mayorías
excluyentes. Por otro lado, en América Latina
la educación intercultural surge durante una
fase post-indigenista que redefine las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas.
Aquí, la noción de interculturalidad ha vuelto a aparecer en la educación con el deseo de
superar tanto las limitaciones políticas como
pedagógicas de la antigua educación indígena
bilingüe y bicultural, pero aún mantiene un
fuerte sesgo hacia el trato preferencial de cuestiones étnico-indígenas. Por lo tanto, el viejo
“problema del indio” sigue constituyendo el
núcleo de las preocupaciones identitarias del
Estado-nación latinoamericano; éste es cada
vez más el caso que se da bajo el impacto de
los nuevos movimientos indígenas y sus demandas de autonomía.
La interculturalidad en relación
con la cultura, la etnicidad y el
nacionalismo
¿Qué relación conceptual establecemos entonces entre la interculturalidad y fenómenos
como el nacionalismo y la etnicidad? Tal y
como la teoría de la etnicidad ha demostrado
en las últimas décadas, ni el fenómeno de la delimitación étnica y/o nacional, ni las diferencias culturales a las cuales estas delimitaciones
recurren son justificables como esencias inmutables. Sin embargo, también ha quedado
claro que el repertorio aparente de posibilidades para “inventar tradiciones” y seleccionar
características culturales diacríticas está sujeto
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a las múltiples relaciones de poder que ligan al
grupo en particular en cuestión con el estrato
socioeconómico y con el Estado-nación (cfr.
Dietz, 2012). Resulta, por tanto, necesario evitar recaer en los extremos reduccionistas del
constructivismo o del primordialismo y distinguir ahora, claramente, entre, por un lado,
el concepto de cultura y, por el otro, los conceptos de etnicidad y/o nacionalismo.
La cultura y la etnicidad como líneas
determinantes de la interculturalidad
Los actores sociales, los miembros de un grupo étnico específico y los portadores de un legado cultural en particular, no reinventan su
cultura a diario, ni cambian constantemente
su identidad de grupo. La reproducción cultural, tanto de manera intra- como inter-generacional, suscita —mediante la praxis cotidiana— procesos de lo que Giddens (1995) acuñó
como “rutinización”, la cual, a su vez, estructura dicha praxis. Esta rutinización permite que
el actor social gestione su continuidad, tanto
en aspectos culturales objetivados —instituciones, rituales y significados pre-establecidos— como en aspectos culturales subjetivados —conocimiento concreto sobre prácticas
y representaciones por parte de los miembros
del grupo en cuestión—. La convergencia e interacción permanente de ambos aspectos de
la cultura, su objetivación institucional —que
puede ser analizada a nivel etic— y su subjetivación individual —que únicamente puede
ser capturada desde una perspectiva emic—,
genera un canon de prácticas y representaciones culturalmente específicas, un habitus distintivo, en términos de Bourdieu (1991).
Este enfoque “praxeológico” acerca de la
cultura no sólo contribuye a superar el viejo
debate entre el objetivismo y el subjetivismo
cultural, es decir, la dicotomía entre estructura versus actor, sino que, al mismo tiempo,
contribuye a distinguir entre los procesos de
reproducción cultural y los procesos de identificación étnica. Mientras la reproducción
y/o transformación de la cultura heredada se
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lleva a cabo mediante la “actualización” y/o
la modificación de prácticas simbólicas ritualizadas, la identificación étnica se realiza
con un conjunto de ciertos actores sociales, y
la delimitación de este conjunto, en contraste con otro conjunto de actores, implica un
acto discursivo —consciente, aunque después
internalizado— de comparar, seleccionar y
dotar de significado a ciertas prácticas y representaciones culturales como emblemas de
contraste en la situación intercultural.
Lo intracultural y lo intercultural
Ésta es la razón por la cual la etnicidad no
es ningún evento arbitrario: la selección y la
asignación de significado, a nivel discursivo,
de estos emblemas o “marcadores étnicos”,
está limitada por el habitus distintivo de los
grupos involucrados, esto es, de acuerdo
con su praxis cultural. Por consiguiente, la
etnicidad es el epifenómeno de un contacto intercultural que, a su vez, estructura la
interacción de dicho contacto mediante la
selección de ciertos marcadores de contraste
en oposición a otros. En tanto mecanismo
formal de delimitación, la política de identidad de un grupo en particular, concebida
como una política de reconocimiento, media
las relaciones entre lo que se considera intracultural, como algo “propio”, y lo que es percibido como inter-cultural, como algo “ajeno”.
En función del tipo de contraste que se haya
escogido, las pautas de interacción se amplían
o restringen con estereotipos específicos del
“nosotros” versus “ellos”. Sin embargo, durante todo este proceso intercultural, la etnicidad
no sólo estructura la relación intercultural,
sino que también modifica las estructuras
intra-culturales, objetivando ciertos elementos culturales e instrumentalizándolos como
marcadores étnicos.
El nacionalismo y su impacto en la
interculturalidad
De este modo, la selección arbitraria, a manos
del nacionalismo, de una variante dialectal, y
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su institucionalización como lengua nacional,
generan —mediante su transmisión intergeneracional— un habitus hegemónico en la
mayoría de las sociedades nacionalizadas. Al
enfocar la educación en esta lengua estandarizada, este habitus se expresa en un sentido
común asumido sobre la “normalidad” y la
“naturalidad” y, como resultado, la diversidad dialectal y lingüística se considera como
un “problema escolar”. De manera similar,
el uso constante y recurrente de estereotipos
biologizados de un grupo dominante a través
de sus pautas de comunicación intercultural
con otro grupo no-hegemónico estabilizará
las distinciones culturales pseudo-biológicas
mediante topoi racializados de percepción.
La simbolización selectiva inherente tanto
a la etnicidad como al nacionalismo reifica las
diferencias relativas; la cultura rutinizada y
habitualizada se convierte, así, en una fuente
de identidad para grupos delimitantes, con el
objeto de dirigir los procesos de etnogénesis:
lo que antaño era una praxis rutinaria, ahora se convierte en una parte de la política de
identidad explícita. En este sentido, la cultura
y la etnicidad son dos conceptos próximos e
íntimamente relacionados, en cuya interacción de discurso identitario y praxis cultural
crean relaciones y delimitaciones tanto interculturales como intraculturales.
Luego entonces, ¿de qué manera estos
conceptos de cultura, etnicidad e interculturalidad se vinculan con las estrategias del
nacionalismo? Aparte de las diferencias en las
maneras en que el Estado-nación es deseado
o vindicado por los movimientos nacionalistas, en relación con las estrategias nacionalistas de las políticas de identidad, éstos no
difieren estructuralmente de aquellos que se
emplean en los movimientos étnicos. Ambas
maneras pueden compararse y clasificarse
con la distinción de tres “estrategias hegemónicas” (Alonso, 1994; Smith, 1996): 1) la territorialización convierte el espacio en territorio, a menudo incluso en “territorio sagrado”
(Smith, 1996), y transforma así los espacios
superpuestos y liminales de interacción entre
grupos, en fronteras nítidas que los separan;
es el grupo hegemónico como portador del
proyecto nacional el que acaba definiendo el
centro de la nación y la periferia sub-nacional;
2) la substancialización reinterpreta las relaciones sociales de forma biologizante a fin de
conferirle a la emergente y aun endeble entidad nacional una apariencia cuasi-natural,
inmutable, basada, a menudo, en un “mito
de elección étnica” (Smith, 1996). Partiendo
de la autodefinición del grupo portador del
proyecto nacionalizador, el Estado-nación inventa así a la sociedad nacional a su imagen y
semejanza; y 3) la temporalización consiste en
imponer, desde el Estado-nación, una versión
única de las múltiples “tradiciones inventadas”, reinterpretándola como pasado común
primordial del proyecto nacional, como una
determinada “época dorada” (Smith, 1996).
Debido a este tipo de canonización de la historia, no sólo se institucionaliza la “memoria
autorizada”, sino también la “amnesia colectiva”, el “olvido” igualmente sancionado de
todas las otras tradiciones.
Este proceso de formación del Estadonación homogeneiza hacia adentro —estableciendo una ciudadanía inclusiva concebida
como nación cívica—, mientras que se delimita hacia afuera —haciendo distinciones de
acuerdo con la nacionalidad—. Esta dualidad
ilustra lo que Habermas (1999) denomina el
“doble rostro de Jano” en el concepto de nación. A pesar de estas matrices distintivas que
la combinación específica de esta dualidad
confiere a cada Estado-nación existente, el
núcleo ideológico es idéntico. El nacionalismo genera el Estado-nación; toda vez que éste
se establece, el grupo promotor de dicho proyecto de Estado lo convierte en “nacionalismo
nacionalizante” (Brubaker, 1996), en un proyecto homogeneizador que constantemente
tiene que redefinir las relaciones entre aquel
grupo y los demás, de acuerdo con el “lugar”
que ocupa dentro de este proyecto nacionalizador. Consecuentemente, la formación de
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este Estado-nación “clásico” nunca es un capítulo cerrado: la constante reemergencia y
recuperación de interpretaciones divergentes
por parte de los grupos no-hegemónicos o
contra-hegemónicos obliga al Estado a implementar continuamente nuevas estrategias
institucionales a fin de lograr su anhelo original: homogeneizar e integrar a los grupos,
convirtiendo con ello la ficción nacionalista
en una realidad nacional.
Por lo tanto, persiste un conflicto intrínseco entre el nacionalismo de Estado y la etnicidad. Es el poder del Estado el que acaba definiendo la relación dialéctica que surge entre el
nacionalismo nacionalizador y los despliegues
de la etnicidad particularizante. La capacidad
hegemónica de su proyecto nacional condiciona el “margen de maniobra” de los proyectos
étnicos no-hegemónicos y delimita el campo
de actuación de la confrontación entre ambos
proyectos. La redefinición de lo intercultural
versus lo intracultural, consecuentemente,
forma parte tanto de un proyecto nacional hegemónico como, de manera simultánea, de un
proyecto de etnicidad contra-hegemónico por
parte de los grupos subalternos no-nacionalizados dentro de la sociedad. Ésta es la razón
por la cual la interculturalidad se convierte rápidamente en una arena, o incluso en un campo de batalla entre enfoques “desde arriba”,
funcionales y reproduccionistas, por un lado,
y enfoques “desde abajo”, críticos y transformacionistas, por el otro.
La importancia de la educación (nacional)
para la interculturalidad
A partir de la consideración de estas interrelaciones entre cultura, etnicidad, interculturalidad y nacionalismo, una tarea esencial
de la antropología consiste en “desmenuzar”,
de manera crítica, los discursos sobre multiculturalidad e interculturalidad (Meer y
Modood, 2012), así como las relaciones que
existen entre estos discursos y sus respectivas prácticas, tal como se materializan en
la supuesta educación intercultural. El trato
200
diferencial —ya sea asimilador, integrador o
segregador— suministrado por un sistema
oficial de educación nacionalizado y enfocado
en determinados y supuestos grupos de minorías, es una parte integral de la política de
identidad del Estado-nación. La percepción
de la otredad es, simultáneamente, producto
y productor de identidad. Esta interrelación
estrecha entre la noción del “nosotros” y el
“ellos” es no sólo evidente en las pedagogías
clásicas del nacionalismo nacionalizador del
siglo XIX; las nuevas pedagogías del multiculturalismo y del interculturalismo también deben analizarse no como una simple respuesta a la diversificación interna que se da en el
aula, sino como expresiones contemporáneas
del proyecto de identidad nacional: la interculturalidad desde la perspectiva hegemónica
del Estado implica que haya una pedagogía
oficial de la otredad, del lidiar con los otros
aún-no-nacionales.
En este sentido, es sorprendente que en el
contexto europeo continental la presencia de
las minorías nativas y sus reivindicaciones por
el reconocimiento en la arena educativa no
haya desencadenado esfuerzo alguno de interculturalización; los esfuerzos no de interculturalización, sino de “integración” de minorías
nativas, ya sea abiertamente asimilacionistas
o explícitamente segregacionistas, han constituido la respuesta programática a las demandas étnicas en Noruega (por el pueblo sami),
en Dinamarca (por los groenlandeses), en
Alemania (por los sorbios), en Francia (por los
normandos, occitanos y corsos), en Italia (por
los tiroles del sur), en Grecia (por los pónticos
y macedonios) así como en varios países de
Europa del Este. Dentro de todos estos contextos, las soluciones interculturales que se dan
a los problemas escolares se han implementado solamente cuando minorías inmigradas
(turcos, árabes, Roma o gitanos de Europa del
Este, etcétera) se hicieron “visibles” y fueron
problematizados en las escuelas (Dietz, 2012).
El caso de España es particularmente
ilustrativo para este sesgo nacional en los dis-
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cursos interculturales. Durante décadas, en
dicho país se han discutido calurosa y polémicamente los derechos colectivos de los grupos
autóctonos bajo premisas nacionalistas, mas
no multiculturalistas ni interculturalistas,
aunque estas soluciones interculturales sí se
han buscado para las minorías de inmigrantes de magrebíes y latinoamericanos. Hasta
ahora, los nacionalismos catalán, vasco, gallego e incluso andaluz emplean discursos
etnizadores y auto-asimilatorios para sus
propias declaraciones nacionales, aun cuando, en contraste, recurren a un discurso intercultural, a veces segregatorio, para tratar
a sus respectivas nuevas comunidades inmigradas. A través de estas líneas divisorias, las
identidades como otredades, históricamente
arraigadas y definidas de manera dicotómica
—estigmatizado en el caso de España como
el “enemigo” histórico de origen externo (el
“moro”) o como el “enemigo” histórico de origen interno (los gitanos o Roma)— resurgen
cuando los modelos y los discursos interculturales son importados y adoptados por la
sociedad mayoritaria y por los diseñadores de
políticas actuales.
Puntos de origen disciplinarios y
convergencias interculturales
A continuación, se analiza cómo se llevan a
cabo las diferentes traducciones de la noción
de interculturalidad en las principales constelaciones disciplinarias e interdisciplinarias
que nutren el campo de aplicación del enfoque intercultural.
La pedagogía intercultural y la
antropología de la educación
La interculturalidad en la educación no ha
sido promovida únicamente por políticas
oficiales dirigidas por el Estado; el potencial
normativo y prescriptivo arriba mencionado, que ha caracterizado al concepto desde que éste formara parte de la agenda de
los movimientos sociales (de comunidades
inmigrantes en Europa, comunidades afroestadounidenses y/o chicanas en los Estados
Unidos de América, comunidades indígenas
en América Latina y en Oceanía), han contribuido al surgimiento de una nueva (sub) disciplina, la pedagogía intercultural y/o la educación intercultural (Dietz y Mateos, 2009). Es
en este contexto, entonces, en el que se da un
encuentro entre la pedagogía y la antropología. Es obvio que este encuentro no se limita
sólo al discurso intercultural. Al menos, desde la creación en Estados Unidos del Consejo
de Antropología y Educación en 1968, la antropología de la educación se ha caracterizado por integrar la investigación etnográfica y
comparativa sobre la adquisición intergeneracional de los mecanismos de interacción
culturalmente específicos —a través de la socialización— y el conocimiento —mediante
la inculturación— con la teorización general
sobre los conceptos de cultura e identidad.
Esta orientación analítica y comparativa
de la emergente subdisciplina de la antropología de la educación contrasta no sólo con la
carga normativa de la educación intercultural, sino también con el entusiasmo que suele
surgir casi de inmediato hacia la intervención
pedagógica. Debido a ello, desde el inicio se ha
podido percibir un distanciamiento gradual
entre la antropología de la educación como
subdisciplina de la antropología, por un lado,
y la antropología pedagógica, por el otro, que
se remonta al interés “científico” original de
Montessori, quien amplió sus preguntas y,
por ello, se acercó a la filosofía, y especialmente a la ética.
Dentro del contexto de la incipiente pedagogía intercultural, una interpretación predominantemente auxiliar e instrumental del
conocimiento antropológico ha creado un reduccionismo conceptual-terminológico que
ha tenido un impacto negativo sobre la estrategia misma de interculturalizar la esfera
educativa. Al reflejar una tendencia profundamente arraigada en la pedagogía, la de problematizar la existencia de la diversidad cultural
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en el aula, algunos conceptos básicos de la
antropología, tales como cultura, grupo étnico y etnicidad, se aplican y operacionalizan
recuperando definiciones decimonónicas de
estos conceptos. Además de recurrir al uso de
racionalizaciones (las diferencias culturales,
por ejemplo), usualmente se llega a etnicizar
mediante la reificación de sus portadores: un
niño minoritizado por la mirada escolar acaba
“perteneciendo” a una determinada cultura y
a menudo también a una etnicidad específica.
No sólo suele esencializarse así la diferencia intergrupal en la llamada educación
intercultural, sino que, al mismo tiempo, los
fenómenos individual y grupal, así como las
perspectivas emic y etic se suelen mezclar indiscriminadamente; nociones tan disímiles
como cultura, etnicidad, diferencias fenotípicas y situaciones demográficas se confunden
y, finalmente, se recurre a los estereotipos
históricos que Occidente mantiene acerca del
otro, el topoi de los “gitanos”, “los musulmanes”, “los indígenas” etcétera. En este tipo de
“cortocircuitos terminológicos” se hacen evidentes las consecuencias prácticas de la estrategia de la problematización de la diversidad
cultural, fomentada tanto por la pedagogía
clásica como por el multiculturalismo diferencial. Toda vez que se transfiere al aula la
política de la diferencia, la otredad se convierte en un problema, y su solución se culturaliza
al reinterpretar las desigualdades socioeconómicas, legales y/o políticas como supuestas
diferencias culturales.
En un des-encuentro entre estas tendencias en la educación intercultural, una tarea
antropológica en particular consiste en “decodificar” este tipo de discurso pedagógico
culturalista y en “des-culturalizar” sus interpretaciones de sesgo culturalista. Un ejemplo
es el análisis antes mencionado de desempeño
escolar por estudiantes provenientes de contextos migratorios y/o de minorías. Cuando
en el contexto europeo continental los “éxitos” y los “fracasos” de los estudiantes inmigrantes se comparan con el desempeño de los
202
estudiantes nativos, una gran parte del llamado problema pedagógico, supuestamente
creado por la presencia de niños de origen migrante y/o minoritario, es explicable con los
términos clásicos de la estratificación social,
no con características culturales, lingüísticas,
étnicas o religiosas.
Estudios interculturales
El término “estudios interculturales” se acuñó
con el fin de designar un campo emergente
de preocupaciones transdisciplinarias en relación con los contactos y las relaciones que,
tanto a nivel individual como colectivo, son
articuladas en contextos de diversidad y heterogeneidad cultural. Esta diversidad cultural,
concebida como el resultado de la presencia
de minorías étnicas y/o culturales, o del establecimiento de nuevas comunidades de inmigrantes en el corazón de las sociedades contemporáneas, se estudia en contextos dentro
y fuera de la escuela, así como en situaciones
de discriminación que reflejan xenofobia y racismo en las diferentes esferas de sociedades
cada vez más diversas.
Estos estudios reflejan la confluencia
de diferentes factores que indican transformaciones profundas dentro de la academia
misma. Los “estudios étnicos”, que han sido
desarrollados particularmente en la educación superior estadounidense, buscan superar su fase inicial de constituirse en nichos de
auto-estudio por los miembros de la propia
minoría. De manera simultánea, bajo la influencia de las teorías críticas, los “estudios
culturales”, sobre todo británicos, pero luego
también latinoamericanos, recuperan enfoques teóricos centrados en los conflictos que
estructuran las sociedades contemporáneas,
lo cual genera una nueva dimensión intercultural. Además, dentro de las disciplinas
“clásicas” de las ciencias sociales, el estudio
de la diversidad cultural y su énfasis en las
relaciones entre las minorías y las mayorías,
así como entre migrantes y no-migrantes,
favorece un movimiento interdisciplinario
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hacia “lo intercultural”. Finalmente, nuevas
subdisciplinas como la pedagogía, la psicología, la lingüística y la filosofía interculturales,
tienden a desarrollar una dinámica de investigación transdisciplinaria que permita acercar
aún más sus respectivos “objetos” de estudio.
De manera similar, las disciplinas que tradicionalmente no se relacionan con el tema de
la diversidad cultural, tales como las ciencias
económicas y administrativas, así como las
ciencias políticas, descubren la interculturalidad al internacionalizar su esfera de estudio.
En este sentido, los incipientes “estudios
interculturales” reflejan el éxito alcanzado
por el multiculturalismo en su estrategia para
visualizar y tematizar la diversidad cultural
en todas las esferas de la sociedad contemporánea. La naturaleza polifónica y múltiple
de los fenómenos que han sido clasificados
como multiculturales o interculturales hace
imposible cualquier intento por cubrirlas en
su conjunto desde una perspectiva monodisciplinaria. Esto afecta, en primer lugar, la
perspectiva antropológica y su pérdida del
“monopolio” sobre el concepto de cultura, tal
y como ya sucedió con el surgimiento de los
estudios culturales. Sin embargo, debido al
ya mencionado uso frecuente de definiciones
mecánicas y esencializadas de cultura cuando el concepto migra de una disciplina a otra,
sigue siendo imprescindible un análisis antropológico crítico de la noción de cultura y de
sus conceptos afines.
Hermenéutica intercultural
En años recientes, con aportaciones lingüísticas y filosóficas y de la llamada comunicación
intercultural, se puede apreciar el intento de
superar los reduccionismos conceptuales que
aún caracterizan a menudo los usos de la noción de interculturalidad analizadas hasta este
punto. Ello se debe principalmente al encuentro entre la enseñanza de lenguas extranjeras,
la antropología interpretativa y la persistente
tradición hermenéutica que formula una primera propuesta interdisciplinaria, teórico-
metodológica, en relación con “lo que es intercultural”. Esta así denominada hermenéutica
intercultural (Stagl, 1993) se concibe a sí misma como una extensión y una sistematización
de la hermenéutica trascendental clásica que
—con evidentes ecos kantianos— reflexiona
sobre las condiciones que hacen posible la
comprensión, el entendimiento (Verstehen)
y la comunicación entre los seres humanos.
Dentro de este paradigma, todos los actos
de Verstehen se perciben como movimientos
siempre tentativos, aproximativos y necesariamente circulares hacia una “fusión de
horizontes” gadameriana. Solamente como
resultado de esta operación comparativa e
interpretativa se logra generar un significado
intersubjetivo.
En la antropología dedicada a la interculturalidad, así como en las filosofías y filologías interculturales incipientes, esta noción
hermenéutica se amplía y recurre al original
concepto de mundo de vida acuñado por la
fenomenología de Schütz. La pluralidad de
los mundos de vida, moldeados como un todo
autorreferencial que provee de significado a
sus miembros, requiere de una pluralización
de las pautas de comprensión. Las posibilidades de la comprensión intercultural, que
busca traducir entre estos tipos de mundos
de vida, no sólo dependen de las competencias y las habilidades lingüísticas, tal como lo
sugiere la comunicación intercultural, sino
también del desarrollo de diálogos reflexivos
y autorreflexivos.
La interculturalidad, entre
diversidad interseccional y
decolonialidad
Además de estos desarrollos disciplinarios e
interdisciplinarios que ilustran el surgimiento de los sub-ámbitos de especialización académica, en términos más generales los más
recientes debates antropológicos y de las ciencias sociales en torno a la interculturalidad
revelan, una vez más, una división persistente
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entre las posturas y las prioridades del Norte
y del Sur globales. En términos generales,
mientras que en los contextos del Norte la interculturalidad está cada vez más identificada
con una noción de diversidad de índole constructivista, anti-esencialista e interseccional,
las definiciones de interculturalidad promovidas desde el Sur enfatizan su vínculo cercano con los movimientos sociales subalternos
y emancipadores, que tienen como objetivo
descolonizar los sistemas de conocimiento
asimétricos, y que parten de la memoria como
tropo y de las relaciones Estado-sociedad.
Diversidad e interseccionalidad
Desde los años noventa del siglo XX y, en
especial, con el inicio del nuevo siglo, en el
“Norte global” la interculturalidad se discute,
se percibe y se problematiza cada vez más en
términos de diversidad y, particularmente,
de diversidad cultural (Dietz, 2012). Cuando
desde el multiculturalismo se hace un —tal
vez excesivo— énfasis en la diferencia, como
señalé arriba, surge rápidamente el problema
de cómo incluir otras fuentes de diferencia
—de género, migratorias o de capacidades
diferenciales— y de cómo abarcar las posibles
intersecciones entre estas fuentes de diferencia. Por lo tanto, el concepto de diferencia,
que sugiere la posibilidad de distinguir claramente entre sus rasgos o marcadores respectivos, se comienza a cuestionar y a sustituir de
manera gradual por la noción de diversidad
que, en contraste, enfatiza la multiplicidad,
la superposición y el entrecruzamiento entre
distintas fuentes de variabilidad humana. En
este sentido, la diversidad cultural se está empleando y definiendo en relación con la variabilidad social y cultural en la misma medida
en que se usa la biodiversidad para referirse a
variaciones biológicas, a hábitats ecológicos y
a ecosistemas diversos.
En los contextos discursivos sobre interculturalidad generados en el Norte, la diversidad tiende a convertirse en epítome de
la diversidad cultural, debido a que en una
204
sociedad crecientemente “glocalizada” y “superdiversa” la diversidad de los mundos de
vida, estilos de vida e identidades no pueden
separarse, sino que terminan mezclándose e
hibridizándose entre sí. Además, el discurso
sobre la diversidad tiende a incluir no sólo
una dimensión descriptiva —cómo las culturas, los grupos y las sociedades se estructuran
de manera diversa y cómo afrontan la heterogeneidad—, sino también una dimensión
altamente prescriptiva que señala cómo las
culturas, los grupos y las sociedades deberían
interactuar al interior de sí mismas y entre sí.
Como consecuencia, el reconocimiento de
la diversidad se convierte en un postulado político, en una reivindicación articulada por organizaciones y movimientos de minorías que
luchan por ingresar al dominio público hegemónico —supuestamente homogéneo— de
las sociedades occidentales (Ribeiro, 2014). Los
diferentes contextos del Estado-nación europeo desencadenan diversas formas de acciones
colectivas y procedimientos de formulación
de demandas y reivindicaciones mediante los
cuales las minorías étnicas, culturales, nacionales, religiosas, de género y sexuales han logrado el acceso a la esfera pública. Mientras
que en la Unión Europea esta redefinición de
los ámbitos político y educativo por parte de
los actores de las nuevas minorías aún se considera un fenómeno novedoso, en los contextos anglosajones, particularmente en Estados
Unidos y Canadá, se percibe la persistencia
de una noción oficializada de “gestión de la
diversidad” que remite a las reivindicaciones
multiculturalistas de las distintas minorías.
Diferentes tipos de resoluciones judiciales que
establecen esquemas de acción afirmativa y
de oportunidad igualitaria de contratación
en instituciones públicas, organizaciones y
empresas, han obligado a actores tanto públicos como privados a introducir mecanismos
para promover y/o asegurar la diversidad en
sus contextos organizacionales particulares.
Como consecuencia, el discurso de la diversidad, del reconocimiento de la diversidad y de
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la gestión de la diversidad en su conjunto se
está convirtiendo en una ideología que, política y jurídicamente, promueve la percepción
de ciertos rasgos y características —género,
etnicidad, cultura, orientación sexual, por
ejemplo— en detrimento de otros, como la
clase social.
Por lo tanto, no se debe concebir la diversidad como una suma mecánica de diferencias,
sino como un enfoque multidimensional y de
múltiples perspectivas para el estudio de las
identidades, de los marcadores de identidad
y de las prácticas discriminatorias. En consecuencia, lo que constituirá el principal objeto
del enfoque de la diversidad no es la esencia
de un discurso identitario dado, sino las intersecciones entre los discursos y las prácticas
diversas y contradictorias. La noción de interseccionalidad, que proviene originalmente de
los debates feministas y multiculturalistas sobre la racialización de la mujer con antecedentes afroamericanos, latinos y de otras minorías, profundiza decisivamente la noción de
la interculturalidad al centrarse en los cruces
y reforzamientos, a menudo transversales, de
actitudes y actividades discriminatorias, y en
su impacto sobre la formación de identidades
individuales complejas en sus continuos procesos de transformación.
Por lo tanto, la interseccionalidad se ha
de abordar tanto para analizar procesos de
formación identitaria como, a la vez, para
identificar la percepción de discriminación,
estigmatización y racismo/sexismo/clasismo,
etcétera. La posibilidad y necesidad de combinar ambas visiones la aporta el aspecto
situacional de las decisiones identitarias de
un actor, en concordancia con los diferentes
niveles y tipos de identidades a los que él o
ella tengan acceso. A ello se agrega la visibilidad particular de una determinada fuente
de identidad, en relación con sus connotaciones estigmatizadas (o no) que pueden ser
analizadas mediante el discernimiento y la
reconstrucción de las intersecciones entre las
múltiples dimensiones de identidad. Tales
dimensiones pueden ser altamente versus escasamente visibilizadas y, simultáneamente,
pueden ser connotadas positivamente versus
negativamente. En complemento a estas distinciones, las diferencias de poder heredadas
en cada una de las dimensiones identitarias, a
menudo dicotómicas, tienen que considerarse durante todo el proceso de análisis.
La interculturalidad decolonial
y la ciudadanía intercultural
Esta noción de diversidad e interculturalidad interseccional, transversal e híbrida se ha
desarrollado particularmente en contextos
académicos y sociales del Norte y contrasta
considerablemente con los movimientos sociales y políticos de los actores colectivos del
Sur, como los movimientos indígenas de los
Andes y otras regiones latinoamericanas; éstos redefinen la interculturalidad en términos
de reconocimiento de la naturaleza colonial
y del origen de las relaciones intergrupales,
que remite a los Estados-nación poscoloniales contemporáneos (Aman, 2015). La “colonialidad” de las relaciones sociales contemporáneas, que persiste como una forma de
dominio racializado y que todavía estructura
la percepción de la diversidad (Quijano, 2005),
requiere ser reemplazada por una interculturalidad decolonial explícita, mediante un
programa académico y político que sustituya
las binariedades y dicotomías eurocéntricas,
impuestas externamente, por cosmologías,
cosmovisiones y definiciones intraculturales,
tales como el buen vivir, o el sumak kawsay,
propias de cada actor local y regional.
Este concepto de interculturalidad proveniente del Sur global, formulado tanto por
el discurso académico poscolonial como por
las reivindicaciones de los movimientos indígenas y afrodescendientes, es mucho más
explícitamente político y transformador en
su postura normativa que su “contraparte”
del Norte global (Walsh, 2003). Aunque converge con éste en su intento constructivista de
evitar esencializaciones demasiado simplistas
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de identidad y diferencia, la interculturalidad
decolonial rechaza consciente y explícitamente una celebración posmoderna de la hibridación. En lugar de ello, el reconocimiento de las
asimetrías coloniales y poscoloniales impulsa
a sus protagonistas a reconstruir actores colectivos, a rememorar los traumas históricos,
a recuperar las esferas de toma de decisión autónoma y a forzar al Estado-nación y a sus élites poscoloniales a redefinir la relación entre
el Estado y la sociedad, entre los grupos sociales dominantes, por un lado, y las comunidades indígenas, mestizas y afrodescendientes,
por el otro.
Por lo tanto, en las constelaciones de poder latinoamericanas, la interculturalidad
se concibe como conflictiva y dialógica: la
naturaleza conflictiva, frecuentemente violenta, de las relaciones intergrupales necesita
ser reconocida antes de que, en el futuro, un
diálogo de relaciones interculturales se lleve
a cabo entre todos los miembros y grupos de
la sociedad contemporánea. Para estos fines,
la reconstrucción intracultural dirigida hacia
adentro de la “indigeneidad” y de la autonomía entre las comunidades colonizadas es
un prerrequisito indispensable, tal y como
lo es el intercambio intercultural dirigido
hacia el exterior con los descendientes de los
colonizadores (Rivera, 2010). En algunos
Estados-nación, los diálogos interculturales
que procuran relacionar a todos los grupos de
la sociedad están comenzando a transformar
las constelaciones de poder poscoloniales,
a fin de redefinir las encrustradas matrices
mayoría-minoría mediante el reconocimiento de la composición plurinacional de la sociedad. Este reconocimiento se traduce en la
propuesta de una “ciudadanía intercultural”
(Alfaro et al., 2008), un régimen de ciudadanía
que se basa en las capacidades, intraculturalmente específicas e interculturalmente negociadas, para ejercer los derechos humanos en
situaciones donde se presenten desigualdades
y asimetrías persistentes e históricamente
arraigadas.
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