Licenciatura en Gestión de Instituciones Educativas
Ética Profesional y Responsabilidad Social de las Instituciones Educativas
Unidad 2: Fundamentos de una Ética Profesional Teleológica
La Ética, incluida la de adjetivo Profesional, puede fundamentarse desde un enfoque teleológico, que podemos llamar también “eudaimonístico” o “eudemonológico” (del griego εὐδαιμονία, eudaimonía, es decir, “felicidad”), como el que intentaremos esbozar aquí, como desde un enfoque “deontológico” (del griego τὸ δέον, tò déon, “lo debido”). Respecto al primero, hay varias perspectivas (utilitarista, hedonista, etc., según qué bien se considera como el principal hacia el cual se dirige la totalidad de la vida práctica humana, es decir, en el que está depositada la felicidad de la persona), pero tomaremos principalmente la de corte aristotélico (del mismo Aristóteles y todos los que la han asumido de alguna manera). En relación al segundo, su principal teórico es Immanuel Kant, para quien la moralidad no se fundamenta en la finalidad de las acciones, habida cuenta de la naturaleza de la persona que las ejecuta, ni en su impacto en la felicidad del sujeto (que, para él, en el fondo es siempre un deseo material-sensible egoísta), sino en la universalización de la acción y la ausencia en ella de una intención subjetiva-egoísta (robar es malo, por ejemplo, porque no querría que todos los hombres, en mi posición, roben -por lo pronto, el ladrón no quiere que le roben a él-; y, como otra cada de la moneda, porque me considero como una excepción a la regla general, para satisfacer un deseo egoísta y particular). En general, al hablar de “Ética Profesional” suele pensarse muy rápidamente en el segundo enfoque (códigos de ética, deberes que hay que cumplir, normas externas-legales a respetar, etc.), y muy poco en el primero (desarrollo personal, felicidad, sentido de la vida, vivir bien, buenas cualidades a formar interiormente, formación del carácter, etc.). De ahí que vinculemos más a la Ética o Moral con algo que más bien obstaculiza ser felices, que algo que coopera para ello. Para Kant, de hecho, esta vida según el deber, en general, no está ligada a pasarla bien y ser feliz, por eso, para que el sujeto no pierda esperanza y motivación al actuar bien (según el deber), postula la necesidad práctica de una felicidad post mortem, donde seamos recompensados (la cuestión de la felicidad termina colándose en el planteo desde una exigencia práctica). Para la tradición aristotélica, en cambio, en el mismo obrar bien o virtuosamente ya está la recompensa y participación de la felicidad.
[Apuntes Lic. Juan I. Fernández Ruiz]
Temas tratados en esta unidad: La persona humana. Los actos humanos. El bien-fin y la felicidad. La ley eterna, natural y moral. La consciencia moral. Las fuentes de la moralidad: el objeto, el fin o intención y las circunstancias.
Introducción
¿De qué hablamos cuando hablamos de una Ética Profesional “Teleológica”? “Teleología” es una palabra compuesta, derivada de dos palabras griegas: τέλος (télos), que significa “fin, propósito”, y λóγος (lógos), que podría traducirse por “razón, palabra, sentido, inteligencia, discurso o estudio”. “Teleología”, entonces, designa la finalidad, el dirigirse hacia un objetivo, racionalmente, a partir de una palabra, una intención o propósito interior. La inteligencia concibe el sentido de una operación que se orienta hacia una meta, eso es teleología.
La finalidad o la tendencia hacia un fin es algo que se encuentra en todo el mundo de la naturaleza que nos rodea, desde las cosas inertes e inanimadas hasta las personas. Una piedra busca naturalmente ir hacia abajo, o hacia el centro de la tierra. Si yo la arrojo, no traza una dirección sin sentido, sino que, por alguna razón, respeta obligatoriamente un recorrido determinado, que la termina orientando siempre hacia su fin: abajo.
En una planta, esto se manifiesta de una manera más evidente, puesto que ya estamos ante un ser vivo, es decir, una realidad que tiene movimientos propios. Si yo dejo una piedra en tierra fértil junto con una semilla y vuelvo después de un tiempo, seguramente la piedra esté quieta en la misma posición en la que la dejé, salvo que haya habido un viento fuerte exterior, pero la semilla habrá arraigado en la tierra, comenzado a nutrirse y a crecer, quizás hasta ya la encuentre con sus primeros brotes. Con todos esos movimientos propios e interiores de la planta viviente, ella no hace más que buscar, inconscientemente, su propio bien, dirigiéndose hacia una finalidad determinada que explica todo su desenvolvimiento vital: su madurez vegetativa, que termina en los frutos.
Inconscientemente, dijimos. Los animales, sin embargo, se orientan hacia un fin ya captando, de alguna manera, ese mismo fin al que se dirigen, con cierta consciencia. En efecto, un león tiene sentidos que le permiten percibir la realidad y buscar, a partir de su conocimiento, aquellas cosas que le vienen bien, y dirigirse hacia ellas como hacia su fin o meta, por ejemplo, una presa como una gacela. No obstante, el león no puede sentarse cruzado de brazos a pensar el sentido último de su existencia, sino que todo su obrar está guiado instintivamente y por impulsos necesarios, de ahí que solo le interese lo que se vincula con su mejor adaptación al ambiente y su supervivencia, nada más.
En todos estos casos, entonces, no encontramos propiamente “teleología”, sino, más bien, “teleonomía”: de τέλος (télos), que ya sabemos qué significa, y νόμος (nómos), es decir, “norma o ley”. Todas las cosas que vemos en el mundo obran movidas hacia una finalidad, hacia sus propios fines, que son sus bienes, o sea, en búsqueda de aquellas cosas que les convienen según la naturaleza de cada una (la piedra hacia abajo; la planta hacia su fructificación, a través de la orientación hacia los nutrientes y el sol; el animal hacia su madurez vital, moviéndose en búsqueda de alimento, un hábitat apropiado, etc.), pero que o no lo saben de ningún modo (piedras, plantas) o no lo conocen de modo pleno, reflexivo, racional, sino solo instintivamente (animales). Todo se rige bajo un fin, todo obra obedeciendo la ley de una finalidad (“teleonomía”), de ahí la sorprendente regularidad que encontramos en los procesos naturales que respetan leyes de la naturaleza, pero no todo se rige bajo un fin propuesto intelectualmente y perseguido libremente (“teleología”).
A pesar de todo, encontramos una realidad que sí parece hacer esto: la persona humana. El ser humano es un viviente tal, que no solo se mueve hacia un fin por su naturaleza de modo inercial o instintivo, sino que se orienta a él según su propia naturaleza profunda que es racional, es decir, concibiendo su propia finalidad en su inteligencia, de modo reflexivo, y tendiendo hacia ella de modo libre, a partir de sí mismo y sus propias decisiones vitales. De ahí que, entre todas las cosas y todos los animales, reciba un nombre especial, precisamente el de “persona”, pero sobre esto volveremos más abajo. Todo obra teleonómicamente, pero solo la persona obra teleológicamente.
Volvamos a la pregunta inicial, ¿de qué hablamos cuando hablamos de una Ética Profesional Teleológica? Hablamos de la persona humana que actúa proyectándose hacia un fin (ser el mejor en tal deporte, cultivar una buena amistad, egresar del colegio, estudiar una carrera universitaria, comprometerse con una persona, formar una familia, ser un buen profesional, conseguir el trabajo de mis sueños, etc.), el cual conoce intelectualmente (de un modo más o menos profundo y consciente) y quiere voluntaria y libremente (aún condicionado por factores internos/genéticos o externos/socio-ambientales); y en ese auto-dirigirse hacia un fin, la persona se encuentra responsable de las decisiones y acciones que toma, de tal modo que se le pueden imputar y pueden estar conformes o no a lo que le hace verdaderamente bien (a su bienestar físico, psíquico y mental; y el de los que la rodean).
En este marco, entonces, podemos hablar de una “ética”, en la medida en que el hombre se dirige hacia un fin que lo desarrolla o que, por el contrario, lo denigra; y en la medida en que realiza actos que lo acercan o lo alejan respecto de esos fines. Los actos que me acercan a mi realización personal se llamarán “buenos”, los que me alejan se llamarán “malos”. Pero nótese la importancia, en cualquier caso, de la finalidad, como marco para hablar de una ética. Uno de los campos de acción en los que el hombre se desenvuelve vitalmente es la profesión. Sin entrar en más detalles de qué hace a una profesión ser tal, queremos dejar en claro, por ahora, que una Ética Profesional Teleológica estudia el obrar humano profesional, la conducta que realiza el hombre en su profesión, en la medida en que está dirigida hacia el fin que le da sentido a esa profesión, lo que le da su bondad (el bien en el que consiste ser médico, abogado, educador, ingeniero, etc.), y en la medida en que ese fin se inserta en la finalidad más amplia de toda la vida humana, que va más allá de la vida profesional.
Toda la vida humana no es vida profesional, sino que somos más que profesionales. Somos más que nuestra profesión, aunque nuestra profesión nos configure profundamente. Mi persona es más que mi ser analista de sistemas, por ejemplo. La vida humana se desenvuelve en otros campos, como el familiar, aunque todo esté, por supuesto, conectado. Una sólida Ética Profesional no debe considerar solamente la moralidad, el bien y el mal, del obrar humano en la profesión, sino también en su conexión e integración con el resto de ámbitos en los que se desarrolla la vida humana. En definitiva, una Ética Profesional Telológica, tema de la presente unidad (en relación a sus fundamentos), estudia cómo la búsqueda de la excelencia profesional colabora en la excelencia integral de la persona humana, para que siendo buen médico, abogado, educador, ingeniero, etc., sea, también, buena persona.
Este marco introductorio nos parece fundamental para ustedes que van a estar a cargo de la gestión de las Instituciones Educativas. Efectivamente, su profesión no debería desvincularse ni de la ética ni de la teleología. Gestionar no es únicamente una habilidad técnica, indiferente respecto del bien y el mal, sino que es una actividad profundamente moral, puesto que persigue el bien educativo e integral de las personas que pertenecen a su institución. La educación misma, que ustedes van a guiar, tiene un sentido intrínsecamente moral: no se trata de una transmisión moralmente aséptica de contenidos (mera información), sino de la formación de buenas cualidades en las personas, que las hagan mejores y más felices.
Además, gestionar no es un acto disociado de la finalidad. “Gestionar” viene del verbo latino gero, que significa “llevar a cabo, arrastrar, conducir, producir”. Gestionar es conducir hacia un fin. La primera persona que debe concebir en su lógos el télos hacia el que debe guiar su institución es el gestor o gerente. Si no tiene claridad del fin, todo se vuelve una práxis sin sentido, que agobia y debilita las fuerzas. Acerca de esto, volveremos más abajo.
La persona humana
“Persona” viene del griego πρόσωπον (prósopon), compuesto de πρóς- (prós), “delante de o ante”, y ὤψ, ὠπός (óps, opós, de donde viene “óptica”), “ojo, vista” y, por extensión, “rostro, cara, faz”. Persona significa, etimológicamente, “antifaz, máscara”. El origen procede del teatro griego, donde los personajes (palabra que tiene el mismo origen que “persona”), que eran hombres famosos, de cierta dignidad, o, al menos, representaban a hombres históricos de cierta excelencia (trágica o cómica), portaban una máscara para interpretar su papel. Podemos destacar varios aspectos de este origen de la noción de persona.
Primero, la conexión de la persona con el rostro, la faz. No porque la persona o su personalidad sea algo aparente y superficial, sino, al contrario, porque de entre todas las partes del cuerpo humano, la que más refleja la profunda interioridad humana es la cara y, en especial, la mirada. La mirada personal es un testigo de la subjetividad de la persona, es decir, que nos encontramos ante alguien, un sujeto. Cuando dos personas se ven o se miran atentamente a los ojos, no hay allí una mutua objetivación visual como podría darse entre dos animales cualesquiera que cruzan miradas, sino el inicio de un diálogo y un vínculo interior. Varios filósofos han reflexionado en este aspecto. Quizás el más conocido en los últimos tiempos sea el filósofo judío Emmanuel Lévinas.
La vista, la mirada, los ojos, se vincula con la capacidad contemplativa del hombre. Platón hasta llega a decir que “hombre”, en griego ἄνθρωπος (ánthropos), significa “el que contempla lo que ha visto” (ἀναθρῶν ἃ ὄπωπε; anathrón há ópope):
Este nombre, “ánthropos” significa que los demás animales no observan nada de lo que ven, ni razonan, ni contemplan (anathreí); pero el hombre, a la vez que ha visto -esto es “ópope”- también contempla y razona sobre lo que ha visto. De ahí que entre los animales sólo el hombre haya sido denominado correctamente “ánthropos”, porque contempla sobre lo que ha visto (anathrón há ópope)
Platón, Crátilo 399c 1-6..
La persona es un ser naturalmente contemplativo, que puede ver las cosas por sí mismas, que las puede considerar absolutamente hablando, de modo desinteresado, sin ningún propósito utilitario, pragmático y productivo. Podemos asombrarnos de la realidad tal cual es, por ejemplo, deteniéndonos a observar un amanecer. Al ver una gacela podemos apreciar la belleza de sus movimientos, mientras que esa gacela, ante los ojos de un león, no es más que un alimento, el objeto de una determinada conducta práctica, comer
“Los deleites de los otros sentidos se encuentran de un modo en los hombres, y de otro en los demás animales. En efecto, en los demás animales, a partir de los otros sentidos no se causan deleites sino en orden a los sensibles del tacto, como el león se deleita viendo al ciervo u oyendo su voz, a causa de la comida. Pero el hombre se deleita según los otros sentidos no solo a causa de esto, sino también por la conveniencia [misma] de los sensibles […] como cuando se deleita en el sonido bien armonizado” Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 141, a. 4, ad 3.
La persona puede ver de un modo especial, contemplativo y teórico. Eso implica que es alguien especial, un sujeto. Ahora bien, la persona también puede ser vista, puede ser el término de una mirada diferente. Ver a alguien a los ojos, dirigirle la mirada, prestarle atención, incluso únicamente contemplarlo sin emitir palabra alguna (no en un silencio incómodo, o una mirada “creepy” o de un “stalker”, sino en una confianza donde las palabras sobran), es signo de reconocer al otro como persona, como alguien que puede recibir en su corazón mi invitación. Diremos, en seguida, que dirigirle la palabra a otro, también es un acto que reconoce su personalidad. Estas actitudes no suelen dirigirse a otras cosas, y cuando lo hacen, por ejemplo hacia nuestra mascota, por alguna razón no encontramos el feedback suficiente.
Por supuesto que uno puede tener una mirada no-contemplativa, sino dominadora, utilitaria, manipuladora, transformadora sobre el mundo, las personas e, incluso, sí mismo. Pero, por eso, aquella mirada es impersonal, impersonalizante, objetivante. Quien me mira, no para verme realmente, para saber quién soy, sino para aprovecharse de algo mío, en el fondo no me mira. Es esa “mirada de pez”, fría, sin parpadear, de la que habla el filósofo francés Jean-Paul Sartre, esa mirada que no conecta con el otro y que supone, más bien, mirarse solo a sí mismo (o quizás ni siquiera eso, sino simplemente no mirar nada). Para Sartre la única mirada que existe es esta (“miradas que devoran” dice en A puerta cerrada), por eso, para él, las relaciones humanas son, en el fondo, imposibles (“el infierno son los otros”, según la expresión de la misma obra)
Jean Paul Sartre, El ser y la nada: “Esa mujer que veo venir hacia mí, ese hombre que pasa por la calle, ese mendigo al que oigo cantar desde mi ventana, son para mí objetos, no cabe duda”, ed. Altaya, 1993, p. 281.
Sintetizando este primer aspecto, podemos destacar que es propio de la persona tener una capacidad de mirar y leer profundamente la realidad, de sí mismo, de los demás, del mundo y, en última instancia, de Dios, fundamento de la realidad. Se ha dicho que Aristóteles definía al hombre, precisamente, como “animal racional”. Si bien es cierto en este sentido, veremos en seguida que su definición es ligeramente diferente. La inteligencia (intus legere: “leer adentro”) es propia de la persona. Su rostro, su mirada, manifiesta una identidad personal profunda, un ver no meramente sensitivo, con los ojos coroporales, sino espiritual o intelectivo, con los ojos de la mente.
En segundo lugar, resaltamos la idea de que la persona es un personaje, alguien que interpreta un papel en lo que Calderón de la Barca llama “el teatro del mundo”, es decir, que es un actor, alguien que obra y actúa. El ser actor, el poder obrar por uno mismo, tener una fuerza de acción propia, es algo único de las personas. Si bien decíamos en la introducción que los vivientes, como las plantas y los animales, ya tenían un obrar propio, interno, este obrar, sin embargo, responde más bien a fuerzas ciegas. La conducta vital humana, en cambio, responde a las mismas decisiones de la persona que las ejecuta. La vida personal está en nuestras propias manos: somos actores y autores. De allí que la persona actúe propiamente por sí misma, mientras que el resto de las cosas es actuada por otra cosa distinta. En el siguiente punto, analizaremos este tema de “los actos humanos”.
En tercer lugar, si la persona es un ser que puede entender la realidad por sí misma, con su inteligencia contemplativa, con su mirada, si tiene el rostro erguido sobre el mundo para ver la totalidad de las cosas que existen
“Tener estatura recta fue conveniente al hombre por cuatro motivos. Primero, ciertamente, porque los sentidos fueron dados al hombre no solo para procurar las cosas necesarias de la vida, como los otros animales; sino también para conocer. Por eso, mientras que el resto de los animales no se deleitan en los sensibles sino por el orden hacia los alimentos o lo venéreo, solo el hombre se deleita en la misma belleza de los sensibles según sí misma. Y, por esto, porque los sentidos tienen vigor (vigent) especialmente en el rostro, otros animales tienen la faz inclinada hacia la tierra, como buscando la comida y proveyéndose lo necesario para vivir (victu); el hombre, en cambio, tiene el rostro erguido, para que por el sentido, y especialmente por la vista, que es el más sutil y el que muestra más diferencias de las cosas, pueda libremente conocer todos los sensibles, tanto celestiales como terrenales, y recoga la verdad inteligible a partir de todas las cosas” Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae . I, q. 91, a. 3, ad 3.; si actúa por sí misma a partir de su libertad y las decisiones que ella misma toma a partir de lo que contempla de su propia realidad dada y la de las cosas que la rodean; entonces ser persona es algo muy valioso. Persona es nombre de dignidad y excelencia, como aquellos personajes del teatro griego. Así lo dice Santo Tomás de Aquino:
Porque en las comedias y tragedias se representaba a personajes famosos, se impuso el nombre de persona para indicar a alguien con dignidad. […] Como quiera que existir en la naturaleza racional es de la máxima dignidad, todo individuo de naturaleza racional [=ser humano] es llamado persona
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 29, a. 3, ad 2..
Toda persona es digna, es decir, vale por sí misma, y no por lo que hace o tiene, por lo que digan los demás, por el Estado, por su cultura, raza, religión, edad, virtudes, vicios, etc. Por el hecho de ser persona, ya se tiene un valor infinito e incalculable. Este ser por sí mismo, que vale por sí mismo o es digno, puede conocer por sí mismo y querer u obrar por sí mismo, como dijimos. “Persona significa aquello que es perfectísimo en toda la naturaleza, a saber, el subsistente en la naturaleza racional”
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 29, a. 3, c.. Los humanistas del renacimiento han alabado la dignidad humana siguiendo esta línea (por ejemplo, Giovanni Pico della Mirandola). Magnum miraculum homo est (“gran milagro es el hombre”), decía San Agustín de Hipona
San Agustín de Hipona, Sermones 126, 3, 4..
Ahora bien, además de esta reflexión sobre la persona a partir del significado de la palabra desde su origen griego, otro posible origen etimológico sería desde el latín. “Persona” vendría de personare, es decir, “sonar a través de, sonar completamente, resonar”. Se vincula con la idea de máscara, porque se supone que las máscaras griegas tenían una disposición tal que permitían que la voz del personaje se amplificara y se escuchara en todo el teatro (más allá de la acústica del lugar, de la que estaban perfectamente al tanto). Pero podríamos decir que lo destacable aquí es la relación entre la persona y la palabra. El hombre es un ser que habla.
Dijimos que la definición aristotélica de hombre dada más arriba, animal racional, era inexacta. Lo que él dice es lo siguiente: “el hombre es de entre los animales el único que tiene palabra”
Aristóteles, Política 1253a 9-10.. No es “animal racional” (zóon logistikón), sino “animal que tiene palabra” (zóon lógon échon). La persona es un animal que tiene lógos, palabra, un ser verbal, logístico, lingüístico. ¿Qué cosa especial tendría esto? ¿Tan importante es poder hablar? A estas preguntas hay que responder dos cosas: primero, que no se trata de la simple emisión de un sonido, como puede darse en la comunicación animal; segundo, que aquí estamos hablando de un hablar o decir interior, estamos hablando de palabras mentales o del corazón, y no de voces exteriores.
La voz animal es llamada por Aristóteles phoné (de donde viene “telé-fono”). El animal es un ser fonético, pero no lógico, logístico. La voz animal comunica o expresa significados concretos y particulares asociados fundamentalmente a algo práctico o a la dimensión emocional. Un perro ladra para que lo saque a pasear; el gato maúlla porque le duele la pata; un murciélago se ubica en el espacio mediante ecolocaión para guiar su vuelo; el baile de una abeja le indica a las demás dónde hay flores con polen; etc.
El hombre, en cambio, puede concebir en su corazón el significado profundo, esencial, de una cosa: por ejemplo, el ser padre o la paternidad. No a este o cual padre, como un cachorro reconoce a su progenitor, sino a lo que significa ser padre absolutamente. De hecho, puede aplicar ese significado a otras realidades: padres de la patria, el padre de la medicina, etc. La palabra humana, entonces, puede ir más allá de lo particular, alcanzando lo universal, puede ser meramente contemplativa y no estar necesariamente ligada a un fin práctico, puede no querer expresar una emoción, sino, quizás, un ideal difícil de alcanzar, etc. El padre-perro, por ejemplo, que reconoce a su hijo-cachorro, no lo conoce en tanto que “hijo”, sino en cuanto sabe que debe hacer con él ciertas acciones: alimentarlo, cuidarlo, lamerlo, etc. El padre-hombre, en cambio, más allá de las pautas de conducta que reconoce que debe ejercer frente a su hijo, sabe que éste es un ser aparte, valioso de por sí.
La comunicación de estas palabras con las cuales el hombre capta el sentido de sí mismo, del mundo, de los demás, del devenir histórico, de la cultura, etc., expresadas mediante su lenguaje, constituyen el entramado de las familias y ciudades. Ese es el contexto de la frase de Aristóteles:
El porqué sea el hombre un animal político (zóon politikón), más aún que las abejas y todo otro animal gregario, es evidente. La naturaleza -según hemos dicho- no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra. La voz es señal de pena y de placer, y por esto se encuentra en los demás animales (cuya naturaleza ha llegado hasta el punto de tener sensaciones de pena y de placer y comunicarlas entre sí). Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto; y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad
Aristóteles, Política 1253a 8-18..
Así como el hombre accede al sentido profundo de las cosas, así también las expresa mediante una palabra profunda del corazón. En general, estas palabras de la mente o del corazón, las llamamos “conceptos” o “ideas”. La persona es aquella que puede hacer “resonar” en su interior a la totalidad de las cosas que son. La persona con su lógos, su palabra interior, puede captar el lógos de las cosas, el sentido o palabra de la realidad. Las cosas son como palabras, que guardan un mensaje, que el hombre puede leer, escuchar, y expresar interiormente mediante sus palabras. Podemos nombrar las cosas: “esto es un perro”, “el gato es un felino”, “los manzanos dan manzanas”, etc.
A partir de sus concepciones internas el hombre pasa a obrar exteriormente, puesto que antes de actuar, piensa y concibe lo que va a hacer. Al captar lo que son las cosas, al captar quién soy yo, paso a obrar por un fin. Como dijimos, el hombre actúa “teleológicamente”, es decir, que su propósito, meta o finalidad (télos), se encuentra poseída en un lógos, una palabra o intención interior desde la que obra. Como dice San Agustín de Hipona: “nadie hace algo queriendo, que primero no lo haya dicho en su corazón”
San Agustín de Hipona, De Trinitate IX, 7. En este sentido, una persona que no obra a partir de la palabra que concibe en su corazón, sino como movido por algo distinto y extraño, una persona no-libre, se la llama “adicta” (“sin palabras”)..
Un último posible origen etimológico latino de la palabra persona es per se una: “una (de) por sí” o “una única realidad por sí misma”. El nombre de persona designa algo total, integral, unitario, y no algo accesorio, adyacente a otra cosa, un apéndice removible, una nota a pie de página de un sistema o clase social, etc. La unidad personal también implica la singularidad e irrepetibilidad de cada sujeto. Cada persona es insustituible e irremplazable
La persona no puede ser intercambiable, no tiene precio, sino que su valor es absoluto, la persona tiene dignidad. Cf. Immanuel Kant, Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, Madrid, 1990: “En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”. Y antes dijo: “los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, o sea, como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto, limita todo capricho en este sentido (y es, en definitiva, objeto de respeto)”.: no hubo nadie como ella, no existe nadie como ella y no habrá nadie igual. Podemos reemplazar un objeto, una planta, un rol dentro de la sociedad, etc., pero no a la persona misma. Podemos hablar de una especie de “soledad metafísica” en la que, en el fondo de cada uno, estamos solos-con-nosotros. Algunos llaman a esto la “incomunicabilidad ontológica”
“A la razón de persona pertenece ser incomunicable, según la definición de Ricardo de San Víctor [existencia incomunicable de la naturaleza divina]” Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 30, a. 4, arg. 2. “Ontológico” viene del griego ὤν, ὄντος (ón, óntos), participio presente del verbo “ser” (εἰμί; eimí). Nuestro ser no es común, sino algo propio de cada uno.
Ahora bien, esta máxima incomunicabilidad ontológica, lejos de volvernos seres cerrados, herméticos, es lo que posibilita una máxima comunicabilidad operativa, en el obrar. Podemos vincularnos con otros, con un tú, precisamente porque somos un yo. Si nuestro “yo” no fuera propio, sino común con otros (algo genérico e impersonal
Esta sería la postura antihumanista de autores como Schopenhauer (voluntad ciega e irracional de vivir), Nietzsche (voluntad de poder), Freud (ello inconsciente), etc. Para estos pensadores, el hombre, en última instancia, estaría gobernado por una fuerza extraña, conflictiva, oscura e irracional, impersonal y genérica. Por eso veían como necesariamente imposible la vinculación amorosa con los demás. ), entonces no habría nada ni nadie que se relacione. La “soledad metafísica” es la condición para una verdadera vinculación con los demás (una “compañía o asociación epistemológico-ética” o “cognitivo-afectiva”). Mientras más uno está en lo propio, mejor dispuesto está para relacionarse con lo distinto. La relación no es absoluta, sino que precisa un absoluto que se relacione. Relación es relación entre dos que no son relación, sino que se relacionan entre sí. El “personalismo dialógico o comunitario” (Carlos Díaz, por ejemplo) ha reflexionado bastante en esta línea.
La unidad personal no excluye la unión con otros, más aún, la fundamenta. Tampoco excluye que en el hombre encontremos una multiplicidad de dimensiones, integradas y conectadas unas con otras. El hombre, al decir del psicólogo W. Stern, es una unitas multiplex (“unidad múltiple”). Somos complejos. En la realidad personal entendemos tanto partes materiales, biológicas, orgánicas, como realidades espirituales, experiencias subjetivas, actos mentales, recuerdos, etc. La persona es un animal racional, afectivo, emocional, sentimental, perceptivo, espiritual, corporal, técnico, social, relacional, religioso, artístico y un largo etcétera.
A lo largo de toda la historia de la filosofía, y de la antropología en particular, ha habido múltiples reducccionismos, es decir, posturas que absolutizaban alguno de estos aspectos de la persona. Tomando la parte la convirtieron en el todo. Así, el rico poliedro que es el hombre, quedó simplificado en una simple cara: materialismos, espiritualismos, dualismos, etc. Sin negar la profunda identidad unitaria del hombre, no debemos negar la multiplicidad de sus dimensiones, capacidades y actividades. Ni pura unitas, ni puro multiplex: unitas multiplex.
Más allá de todas estas reflexiones a partir de la etimología de la palabra persona, podemos intentar condensar todo lo que hemos dicho con la definición clásica de persona, dada por el filósofo latino romano del siglo V-VI, Severino Boecio. Su definición de persona, que fue asumida por toda la tradición posterior, se encuentra en un contexto teológico. Efectivamente, el tema de la persona es fruto de la reflexión católica acerca del misterio de la Santísima Trinidad y Jesucristo. Algo que nos parece tan común y obvio hoy en día, como que todos los seres humanos son personas y gozan de derechos, y hay que respetarlos, etc., es posible gracias a la tradición cristiana (sea uno parte o refractario de dicha tradición).
Los filósofos y teólogos cristianos tuvieron que agudizar lo más posible lo que entendían por persona, para poder decir que es razonable afirmar, conforme a lo que enseña la fe, que en Dios hay una única naturaleza divina (simple, perfecta, buena, infinita, omnipresente, inmutable, eterna, omnisciente, viva, providente, omnipotente, etc.) en la que subsisten tres personas realmente distintas entre sí -aunque no tres realidades distintas- (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo); y que en Cristo hay dos naturalezas (divina, común a las Tres personas, y humana, como la nuestra), pero una única persona divina (la persona del Hijo), de tal manera que Jesús es el Hijo, que tiene naturaleza divina desde toda la eternidad, pero que ha asumido y unido a Sí temporalmente una naturaleza humana, como la nuestra, tomada de la Virgen María.
En este marco, Boecio afirma que la persona es la naturae rationalis individua substantia (“substancia individual de naturaleza racional”)
Boecio, Liber de Persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium, ad Joannem Diaconum Ecclesiae Romanae, cap. III, col. 1343 C-D.. El hombre es una substancia individual: es una unidad, una totalidad, que tiene ser por sí mismo, que es singularísima y única. Su individualidad substancial, subjetiva, se manifiesta en la unicidad de su rostro y su mirada, en su nombre y apellido. “Hombre” apunta a qué es algo, su naturaleza; “persona”, en cambio, al quién es alguien, al cada cual, la substancia individual. El hombre es un individuo de naturaleza racional, es decir, capaz de entender, de captar profundamente la verdad de las cosas, de concebir en su interior, por medio de una palabra, el sentido último de sí mismo, de los demás, y del mundo, y de querer libremente, como dueño de sí mismo, su propio bien-fin, que es su felicidad. La persona es una substancia relacional, que desde el núcleo vital de su corazón se puede vincular con el corazón de otra persona, en intimidad de conocimiento y amor. Es una única substancia, pero de una naturaleza que incluye una amplia y rica gama de aspectos y factores, que deben verse de modo integral y unitario, para no fragmentar y despedazar al hombre.
Finalmente, querríamos cerrar con dos ideas: la primera, la persona humana como “microcosmos” u “horizonte”; la segunda, la persona como “misterio”. Dice Santo Tomás de Aquino: “en el hombre hay cierta semejanza del orden del universo; por eso se lo llama también mundo menor [o microcosmos]: porque todas las naturalezas casi como que confluyen en el hombre”
Santo Tomás de Aquino, In Sententias II, d. 1, q. 2, a. 3, sc. 2. “Y, a causa de esto, el hombre es llamado mundo menor, porque todas las creaturas del mundo se encuentran, de alguna manera, en él” Summa Theologiae I, q. 91, a. 1, c. Esto no quiere decir que en el hombre se encuentre lo propio del nivel vegetativo y del sensitivo del mismo modo que se encuentra en las plantas y en los animales. Lo que el hombre tiene de planta y de animal, por decirlo de alguna manera, se encuentra en él de modo plenamente humano y personal, atravesado íntegramente por su racionalidad específica. Ponemos un ejemplo básico: la alimentación es un dinamismo que ya encontramos en las plantas, aunque de un modo más sofisticado en los animales, pero el comer humano es esencialmente diferente de ambos, puesto que cocinamos nuestra comida, nos la servimos en platos, la comemos con cubiertos, la condimentamos, se la ofrecemos a otro con quien queremos compartir una conversación o una cena romántica; podemos renunciar a comer por cierto tiempo o a ciertos tipos de comidas o modos de comer; podemos pensar acerca de la comida y la alimentación (estudiar nutrición, ingeniería en alimentos, etc.), etc. Lo vegetativo y brutal del hombre no está en él en estado puro. En este sentido, hasta es impropio hablar de “lo vegetativo” en el hombre o “lo animal” de lo humano, como si fuera una realidad idéntica entre, por ejemplo, Juan y su mascota, solo que en Juan “además” habría racionalidad. Todo en el hombre es humano.. Ya decía Aristóteles que el alma humana es, en cierto modo, todas las cosas
“[Hay] algo que ha nacido para convenir con todo ente [todo lo real]: esto es el alma [humana], que es en cierto modo todas las cosas, como se dice en el libro III Acerca del Alma [de Aristóteles]” De Veritate q. 1, a. 1, c. . El hombre tiene algo de mineral, de vegetal, de animal y de espiritual. Es como un horizonte
“Ella [el alma humana] ha sido constituida en el confín de las substancias corporales y de las separadas [del cuerpo]” Santo Tomás de Aquino, Quaestio disputata de anima a. 1, c. que separa y, al mismo tiempo, une, el cielo y la tierra, lo celestial-espiritual y lo terrestre-material. En este sentido, no solo es minor mundus, sino también inter mundus (“entre mundo”). De allí que pueda elevarse hacia lo superior o degradarse hacia lo inferior
“El hombre no es ni un ángel ni una bestia; y la desgracia quiere que quien desea hacerse el ángel, haga la bestia” Pascal, Pensamientos 358. Es una idea transversal en Pascal, que retoma una tesis que hallamos en los Padres de la Iglesia, hablar de la “miseria y grandeza” del hombre. Como lo sintetiza él, el hombre es un “junco (o caña) pensante”: “El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: es suficiente un vapor, una gota de agua. Pero, aún cuando el universo lo aplastara, el hombre sería mucho más noble que aquello que lo mata: porque él sabe que muere y conoce la ventaja que el universo tiene sobre él. De eso, el universo no sabe nada” 347..
Somos algo piedras: tenemos un cuerpo físico que se encuentra junto con otros cuerpos y está regulado bajo sus leyes, sujeto a las dimensiones espacio-temporales, compuestos de elementos químicos, que puede deteriorarse, envejecer, enfermarse y, eventualmente, morir. Nuestro cuerpo puede analizarse físico-químicamente, anatómicamente, incluso matemáticamente. Somos también algo plantas: nuestro cuerpo no es simple materia, sino que es un cuerpo vital, es decir, un organismo, cuyas partes son, precisamente, órganos, que funcionan recíprocamente en orden a las actividades vitales del todo. Podemos nutrirnos, crecer y reproducirnos, como ya lo hacen las plantas. Además, nuestro cuerpo orgánico es la raíz de nuestra sexualidad; el cuerpo humano es sexuado, masculino o femenino. Somos animales: con capacidad de percepción sensible y toda una esfera emocional. Nuestro organismo está hecho para que conozcamos sensiblemente las cosas y, a partir de este conocimiento valorativo, busquemos con nuestro afecto las cosas que nos hacen bien. El cerebro es central en este sentido.
Somos espirituales: podemos entender qué es algo, universalmente hablando y no necesariamente en su realización material-individual; expresarlo mediante conceptos; podemos volver completamente sobre nosotros mismos y no solo entender algo, sino también entender que lo entendemos, más aún, entendernos a nosotros mismos, captarnos personalmente (poder decir “yo”); tenemos la capacidad de buscar el bien en general, y no tal o cual bien particular, sino bienes como la justicia; podemos querer estos bienes con libertad de arbitrio; querernos a nosotros mismos, elegir quién queremos ser. Somos un microcosmos, todo el universo está condensando en nosotros, somos la síntesis de todas las cosas.
En una palabra, la persona es un misterio. “Misterio”
Cf. Gabriel Marcel, El hombre problemático, Editorial Sudamericana, 1956, Buenos Aires; El misterio del ser, BAC, 2002, Madrid. no significa algo absurdo, irracional, oscuro. Al contrario, significa que en el fondo del corazón humano hay tanta luminosidad, tanta originalidad, algo tan potente en su sentido, que es supra-racional, que no podemos agotar del todo con nuestra comprensión. Siempre nuestros conceptos y palabras se van a quedar chicas para expresar quiénes somos nosotros mismos y los demás. La persona huye a la delimitación precisa de la idea, se escapa a la objetivación, “supera infinitamente al hombre” decía Pascal
Blaise Pascal, Pensamientos 434.. Al pensar en nosotros mismos, somos “un abismo que llama a otro abismo” (Sal 42, 8). Detrás de cada persona hay un fondo insondable, asombroso, inagotable. No es que no podamos decir nada de la persona, sino que siempre podemos decir más, porque la persona es un siempre-más.
Los actos humanos
La persona no es un ser estático, sino dinámico. Todas las cosas tienen inclinaciones interiores hacia sus operaciones y actividades propias. Cada cosa se ordena a ejercer ciertas actividades como hacia sus fines propios y específicos. Cada cosa está hecha, de alguna manera, para la plenitud de su dinamismo. Esto se verifica especialmente en los vivientes. Una planta, por ejemplo, está hecha para nutrirse, crecer y reproducirse: en su periplo vital, comienza a actuar frente a la realidad para aprovecharse de ella, para recibir de ella todos los bienes por los que va a aumentar su propia perfección; así, toma los nutrientes del suelo, aprovecha el agua, se vuelve hacia el sol (fototropismos), etc.; de este modo, va alimentándose y creciendo, desarrollándose; en algún punto, alcanza su madurez biológica y, entonces, realiza una actividad que no nace de la indigencia, sino de la sobreabundancia, de tal manera que, por medio de esa actividad, busca comunicar o difundir su propia naturaleza a otro individuo (se trata de la reproducción).
A partir de todos los actos, operaciones, actividades, dinamismos del ser vivo, se despliega y desarrolla o se entrega la propia perfección en la que consiste esa cosa. Cuando una cosa nace no se encuentra en toda su plenitud, tiene que moverse para alcanzarla y, una vez alcanzada, la esparce. Aplicado a la persona, podemos decir, entonces, que sus acciones van a ser los medios por los que va a acrecentar su modo de ser, por los que va a realizarse más plenamente a sí mismo y, así, llegar a su fin, que es su bien. La persona es y se hace; es, pero todavía no es todo lo que puede ser, tiene que hacerse. Ni su ser es acabado ni su hacerse es desde la nada, sino que es, pero tiene un potencial de ampliación de ser, y se hace, pero a partir de lo que ya es, precisamente para acrecentar lo que ya es.
Ahora bien, el modo en el que se mueve la persona es bien distinto del que tiene cualquier otra cosa. Las cosas artificiales y las inanimadas e inertes, como los minerales, se mueven desde un principio exterior, o sea, son más bien movidas. Un celular, aunque parezca que actúa solo, en el fondo, depende de que alguien lo use. Ya dijimos más arriba que una piedra no se moverá hasta tanto sea movida por algún factor externo (alguien que la agarre, un terremoto, un viento, el impulso del agua, etc.).
Las cosas con vida empiezan a moverse desde sí mismas, a partir de un principio interior. Precisamente, nos damos cuenta de que algo está vivo cuando se mueve a sí mismo. Ese principio radical por el que algo se mueve a sí mismo, por el que está vivo, Aristóteles lo llama alma. “Alma” en griego se dice Ψυχή (psyché), de donde viene “psicología”, y en latín se tradujo por anima. Una cosa tiene alma, en cuanto tiene vida, en cuanto está animada. Los vivientes son los animados. Una cosa sin vida está inanimada (“sin alma”). Con “alma”, entonces, no nos referimos a una realidad sutil, fantasmagórica, sino al principio vital de un viviente: aquello por lo que primeramente es, tiene vida y obra (se alimenta, crece, se reproduce, percibe, se emociona, entiende, quiere, etc.). El alma es lo que estructura y configura a un organismo (vegetal, animal o humano -cuerpo-). Cada viviente tiene una única alma que es como su actividad o energía más radical, a partir de la cual tiene múltiples actividades o actos que expanden esa energía inicial.
Este movimiento que brota desde el interior de la cosa, y en este sentido es “natural”, puede ser doble. 1. Sin conocimiento, como es el caso del mundo vegetal. 2. Con conocimiento: este modo manifiesta una mayor interioridad, puesto que la actividad de la cosa brota de una capacidad interiorizante de la cosa, que es el conocimiento. Por el conocimiento, un animal, por ejemplo, interioriza la realidad (el león percibe una gacela, poseyéndola en su interior de modo inmaterial) y a partir de ese conocimiento se emociona (emoción de deseo) y actúa (corre por alcanzarla e interiorizarla materialmente). Aristóteles dice que ya estas actividades que nacen del interior del animal a partir de una percepción sensible pueden llamarse “voluntarias” (aunque en el animal no halla con propiedad “voluntad”). Acto voluntario significa: movimiento intrínseco con conocimiento. Estas actividades ya se dan, entonces, en los animales y en los niños sin uso de razón (pero que ya tienen con toda propiedad “voluntad”).
Pero hay todavía un grado superior de acto voluntario, que es cuando se da un acto voluntario perfecto. Y el acto es perfecto cuando nace de un conocimiento perfecto, es decir, intelectual, puesto que solo así el que lo hace conoce el fin al que tiende por medio de esa operación en cuanto tal. Un animal y un niño perciben el fin por el que obran, pero de modo imperfecto. A partir del uso racional, en cambio, el fin por el que uno hace lo que hace puede percibirse reflexivamente y con deliberación. Decíamos que el león no puede sentarse de brazos cruzados a pensar su proyecto vital: el hombre maduro puede. Ese acto voluntario con conocimiento intelectual se llama propiamente “acto humano”. El acto humano es aquel que se inserta dentro de una comprensión reflexiva respecto de sí mismo, es decir, aquel acto que brota como concreción de una proyección anticipativa de la propia vida en su totalidad, que refleja un modo o estilo de vida que el sujeto a asumido.
No todo acto, entonces, es “acto humano” (actus humanus), sino que algunas cosas que hacemos son simplemente “actos del hombre” (actus hominis). Hay acciones que hacemos, pero que más bien “suceden en” nosotros: más que hacerlas, nos pasan. Hay otras cosas, en cambio, que somos nosotros mismos los que principalmente las hacemos, que somos “dueños” de ellas. Tenemos dominio sobre nosotros mismos a partir de este conocimiento deliberativo del fin por el que hacemos algo y podemos querer realizarlo libremente y con nuestra voluntad: este es, propiamente, el acto humano. Ejemplos de actos del hombre: hacer la digestión, la respiración, un acto reflejo, estornudar, dormir, incluso alguna emoción repentina que no hayamos controlado (veo a alguien que espontáneamente me atrae y me genera deseo, por ejemplo; será un acto humano lo que yo, luego, haga libremente con ese sentimiento), etc. Ejemplos de actos humanos o voluntarios: resolver un problema matemático, desearle un feliz cumpleaños a un amigo, mentirle a mi jefe, dejarme llevar por el enojo, etc.
Como se ve, esta distinción es importante en términos morales. Los actos del hombre caen fuera del orden moral, mientras que los actos humanos son específicamente morales, pueden ser buenos o malos moralmente hablando, justamente en la medida en que son voluntarios y somos nosotros mismos los responsables de hacerlos.
Se llaman actos “humanos” porque el hombre los hace a partir de aquello que lo define como hombre en cuanto tal, es decir, la naturaleza racional: su inteligencia y voluntad. Esto no significa que sean voluntarios solo los actos que brotan directamente de la inteligencia y la voluntad (lo que se llaman “actos elícitos”), sino que también serán voluntarios aquellos actos que brotan indirectamente de estas dos potencias superiores, a través de alguna capacidad o facultad inferior (“actos imperados”, es decir, ordenados por la voluntad, pero ejecutados por otra capacidad operativa). Por ejemplo, empujar a propósito a una persona es un acto que se ejecuta mediante nuestros miembros exteriores, pero es voluntario en la medida en que, en última instancia, depende de un querer interior.
Hay cosas que hacemos o que nos pasan que suceden involuntariamente, contrarias a nuestra voluntad. Esto sucede solo en los actos imperados o mandados por la voluntad, nunca en los elícitos: puede no suceder algo que yo quiero (puedo querer hablar y tener algún desorden en el habla que me lo impida; puedo querer empujar a alguien y que alguien me lo impida agarrándome; etc.), pero mí querer mismo no puede ser violentado (no se puede forzar u obligar, de modo involuntario, precisamente un querer profundo e individual; nadie puede meterse en mi interior para hacer que quiera algo sin querer; sí puede suceder que alguien me obligue, por ejemplo, a darle el celular, pero lo haré, justamente, no queriéndolo interiormente: pero el ladrón no puede hacer que yo lo quiera interiormente).
Tres factores producen involuntariedad en nuestras acciones: 1. La violencia o compulsión: por definición lo violento es aquello que es contrario a la naturaleza (la piedra naturalmente tiende hacia la tierra, por lo que arrojarla hacia arriba es un movimiento violento) y a la voluntad. Coaccionar o forzar a alguien es hacer que haga algo involuntariamente, sin querer. La violencia implica ser movido por algo o alguien externamente o de modo extraño, ajeno, alienado, pero, es importante esta aclaración, sin una moción interior paralela, o esa, sin la colaboración o cooperación interior del sujeto. Dicho en otros términos, no necesariamente todo acto que se produce a partir de algún factor externo al sujeto le genera violencia, sino solo si no brota a la vez del interior o para su bien profundo. Si un amigo me aconseja hacer algo, no por eso el acto es violento. Si una madre obliga a su hijo a abrigarse porque hace frío, eso tampoco es propiamente “violento”, porque si bien va en contra de la voluntad del niño (suponiendo que no quiera abrigarse, porque quiere seguir jugandop), sin embargo, la voluntad del niño querría el bien que ve la madre al abrigarlo: no enfermarse. Todavía la voluntad del niño no sabe que es un mal para él seguir jugando sin el abrigo con el frío que hace en ese momento. En definitiva, no sería violencia porque sería para el bien interior del niño, que él no quiere en ese momento, pero querría si pudiera verlo.
2. Las emociones negativas (fundamentalmente el miedo, pero también el enojo, la tristeza, la desesperación, angustia, ansiedad, etc.) pueden hacer que haga algo que no querría hacer si no estuviera padeciendo esa emoción. Por miedo podemos hacer algo que sin miedo no haríamos. Estas emociones mezclan involuntariedad en nuestras acciones, de tal modo que ya no son puramente voluntarias, sin embargo, es importante aclararlo, no producen absolutamente involuntariedad, es decir, las acciones que hacemos movidos o arastrados por nuestras pasiones, nos son imputables y somos responsables de ellas (tenemos, en última instancia, voluntariedad respecto de ellas). Las emociones positivas (la alegría, por ejemplo, o el placer asociado a ella) más bien aumentan la voluntariedad de la acción, es decir, dan más ganas de hacerlo, tienen más fuerza de arrastre. La relación entre la emoción y la voluntariedad es compleja y, al menos por ahora, no la trataremos.
3. La ignorancia, finalmente, puede producir involuntariedad en nuestras acciones, puesto que nos priva del conocimiento, requisito fundamental para la voluntariedad (para tender hacia un fin a partir de un propósito o intención racional y deliberada). Igualmente, hay que distinguir, porque una cosa es actuar “con ignorancia” y otra “por ignorancia”. Se actúa “con” ignorancia cuando el desconocimiento es concomitante o posterior a la acción libre, es decir, cuando el sujeto mismo, o bien quiere no-saber (esta ignorancia voluntaria se llama “ignorancia afectada”; por ejemplo: no pongo la alarma porque quiero no-escuchar su sonido para no levantarme al día siguiente, faltar al trabajo y, así, poder excusarme), o bien ignora lo que podría y debería saber (“ignorancia de mala elección”), es decir, no puso suficiente empeño voluntario para saber algo que necesitaba saber para actuar bien. Esta falta de atención o cuidado puede llamarse también “negligencia” (por ejemplo, un cirujano que pasa a operar sin saber del todo cómo hacerlo o sin estar seguro de haber practicado suficientemente). Estas especies de ignorancias voluntarias, actuar con ignornacia, no producen involuntario, no me excusan de la responsabilidad de lo que hice sin saber.
Otra cosa, en cambio, es obrar “por ignorancia”, es decir, cuando la ignorancia viene antes de la decisión libre. Así, uno quiere lo que, de saber, no querría. Esta ignorancia involuntaria e invencible (o sea, no superable: por más atención o cuidado no había forma de saber lo que ignoro, no se debe a una omisión personal voluntaria) excusa de la responsabilidad moral de la acción y más bien suscita misericordia o compasión y perdón, que castigo (como el que suscitaba la ignorancia voluntaria y vencible o superable). Un ejemplo: siendo experto en tiro, salgo a cazar en un terreno permitido y con todos los cuidados posibles; le disparo a un ciervo, pero cuando me acerco era una persona que había ingresado sin permiso al terreno; podíamos decir que si bien asesiné a alguien, sin embargo, no soy un homicida, puesto que no sabía; de saber que era una persona no habría disparado (en todo caso, el sujeto puede ser imputado de homicidio culposo). Caso distinto es si le disparo al ciervo, me acerco y encuentro a una persona que quería matar: aquí no es una ignorancia que produce involuntario, puesto que si bien no sabía que le disparaba a la persona, sin embargo, de saber, lo hubiera hecho igual.
Una aclaración importante, en lo que hace a la excusabilidad, imputabilidad y responsabilidad o no de las acciones dada la ignorancia del sujeto al hacerlas, es la siguiente: la ignorancia de los principios morales no excusa del acto inmoral, sino que la persona es responsable de aquella ignorancia y puede ser digna de demérito y castigo. Por ejemplo, si voy al cine a ver Harry Potter, miento diciendo que tengo entrada (presentando una falsa), me atrapan, y me excuso diciendo que no sabía que mentir está mal, eso no va a ser suficiente para que no me permitan la permanencia en la sala. En cambio, la ignorancia de la que aquí se habla es respecto de determinadas circunstancias concretas del contexto de acción (por supuesto que no tengo que conocer todas las variables que están involucradas en mis acciones, de lo contrario, siempre obraría ignorando, ya que la inteligencia humana no puede conocerlas todas, pero sí conocer las mínimas relevantes para la decisión que debo tomar). Siguiendo el ejemplo, si voy al cine a ver Harry Potter y entro en la sala equivocada (donde están proyectando Star Wars, supongamos) porque en mi boleto pusieron mal el número de sala, y me atrapan, seguramente tomen mi defensa de que no sabía que esa no era la sala correspondiente.
Regresando a los actos plenamente humanos, voluntarios, ya sea elícitos o imperados, podemos decir que son múltiples. Ya hemos dicho que la persona es una unitas multiplex: si bien hay acciones humanas que son más centrales y propias del hombre, las más elevadas de él, por ejemplo entender y amar, sin embargo, la persona puede desplegar una rica gama de actividades y sería reductivo absolutizar alguna periférica de todas ellas (tomando la expresión de H. Marcuse, sería volver al hombre “unidireccional”). Esto, no obstante, ocurre muchas veces en nuestra cultura, de tal modo que entendemos a la persona como un homo faber (“hombre que produce o fabrica”), homo laborans (“hombre que trabaja”), homo consumens vel consumericus (“hombre que consume”), homo economicus (“hombre económico”), homo tecnologicus (“hombre tecnológico”, pensemos en todo el movimiento transhumanista contemporáneo), etc. En general, solemos explotar las actividades humanas por las que el hombre transforma la realidad, la utiliza, la produce, la vende y consume.
Aristóteles, desde una perspectiva más rica, habla de una triple actividad humana (en la que engloba potencialmente un amplio abanico de dinamismos): 1. La θεωρία (theoría) o contemplatio (“contemplación”). 2. La πρᾱξις (práxis) o actio (“acción”). 3. La ποίησις (poíesis) o factio, productio (“producción”). La contemplación, de la que ya hemos hablado, es la actividad más elevada del hombre, por la que capta la verdad de las cosas y, fundamentalmente, el sentido último de todo cuanto existe, es decir, a todo en su fundamento o causa primera. En esto consiste la actividad filosófica y teológica, el ejercicio de la sabiduría. Por esto, la contemplación se extiende principalmente al saboreo o gusto (de allí viene “sabiduría”) de las realidades divinas, principales o fundamentales. Pero toda mirada profunda y atenta de una realidad por sí misma es, en cierto sentido, contemplativa, teórica o especulativa, de allí que la contemplación incluye al afecto. Se trata de un ver amoroso o un conocimiento por familiaridad con aquello que se mira. Solo quien ama a algo o a alguien, puede verlo en su profundidad, con contemplación. Por esto, propiamente se contemplan las personas. Sin embargo, el hombre puede estudiar e investigar atentamente diversos objetos, cultivando variadas ciencias: matemática, física, química, historia, etc.
El hombre también puede conocer la verdad en orden a aplicarla a algo práctico, conocer algo que guíe la conducta. Aquí entramos propiamente en el ámbito de la acción, de la práxis. Todo el terreno moral, por ejemplo, se ubica principalmente aquí, puesto que lo que el hombre conoce no lo vuelve absolutamente hablando una buena o mala persona, sino qué es lo que hace con ese conocimiento, cómo actúa. La acción educativa corresponde también a esta esfera práctica. Podemos nombrar también la práctica psicológica o psicoterapéutica, la medicina, el juego, el deporte, etc. Finalmente, el hombre puede, además, conocer algo en orden a transformar la realidad mediante su técnica, produciendo algo exteriormente. Toda la capacidad artística y estética del hombre se desarrolla en esta dimensión poiética: podemos cantar, escribir un poema, pintar un cuadro, bailar, etc. También podemos producir artefactos que tengan alguna funcionalidad más allá de su belleza, como es el caso del trabajo arquitectónico e ingenieril.
Habiendo hecho esta introducción general a las acciones humanas, trataremos brevemente los siguientes puntos: circunstancias, objeto, motivo y modo de los actos voluntarios, dejando para el próximo punto la cuestión acerca del fin de los actos humanos.
Nuestras actividades tienen circunstancias, están situadas en un contexto de acción dotado de una serie de características que vuelven únicas a las acciones que allí se realizan. Rodeando al acto (eso significa “cirunstancia”: lo que está circundando o rodeando) encontramos factores cuyo conocimiento es particularmente relevante para decidir bien en ese momento único e irrepetible (se trata de tener capacidad “circunspectiva”, es decir, de “ver lo que rodea”, para ser prudente en cada caso). Ignorar las circunstancias de un acto, de modo invencible, puede producir involuntario en un acto. Por ejemplo, hacerle un chiste a un amigo sobre su novia, pero ignorando que le cortó hace media hora, es una situación en la que nadie se metería voluntariamente. Pero, dicho en positivo, el desarrollo integral de la persona a través de sus operaciones requiere una atención, un cuidado o solicitud por cada situación particular con sus condiciones concretas. Si bien las circunstancias de los actos no hacen a su esencia, sin embargo, la afectan, son importantes.
Cicerón, en su Retórica, lista siete circunstancias: quién, qué, dónde, con qué, por qué, cómo y cuándo, pero la lista podría no ser exhaustiva (podemos agregar cuánto, por ejemplo). Ponemos algunos ejemplos para ver la relevancia de estos accidentes de nuestras acciones para la moralidad: no es lo mismo robar mil pesos que robar un banco entero (cuánto); no es lo mismo mentirle a un extraño que mentirle a mi padre, o que mienta un presidente hablándole al pueblo, a que mienta un ciudadano (quién); no es lo mismo usar botines, short deportivo y la remera de la Selección Argentina en un estadio de fútbol que en un templo (dónde); una cosa es hacerse el gracioso en un asado, otra en un funeral (dónde, cuándo); retar a un alumno puede ser hecho con cierta dulzura y compasión o sin piedad y con intención hiriente (cómo); etc.
Dijimos que las circunstancias rodean a la acción, pero ¿qué constituye al acto esencialmente hablando? El acto se configura especialmente en cuanto tal a partir de su “objeto”, es decir, lo que define a una acción, en primer lugar, es aquello sobre lo cual versa o trata. Por ejemplo, si la acción de agarrar algo recae sobre “lo ajeno”, ese “objeto” (lo ajeno) define a la acción de tomar o agarrar específicamente como “robar”. El objeto definitorio de nuestras acciones voluntarias, entonces, es aquello que queremos (¿qué quiero? O, ¿qué quiero hacer?; ya sea un acto elícito o imperado).
En cualquier caso, el objeto de la voluntad es el bien que aprehende la razón. La voluntad es una inclinación o “apetito”, como la llaman los clásicos, hacia un bien conveniente que es conocido y presentado por la inteligencia. La voluntad es un deseo racional, que sigue a la razón. Este bien captado por la inteligencia puede ser real y verdaderamente bueno o, en cambio, ser visto bajo una apariencia de bondad, pero que, en el fondo, es algo malo. En este sentido, la voluntad nunca quiere algo malo en cuanto tal, sino en cuanto le considera algún bien por el cual ese mal se vuelve atractivo y elegible. Por ejemplo, un ladrón no busca directamente dañar al otro, sino poseer dinero de modo fácil (incluso intentando lo primero, no lo haría si con eso no consiguiese dinero fácil). Optar por algo que al sujeto le parece bueno bajo algún aspecto, pero que, en realidad, es malo, por supuesto que no vuelve moralmente buena a la acción, pero permite entender por qué actúa. La pura maldad no tiene poder motivante para activar la voluntad humana.
Con esto conectamos con el tema de la motivación de la acción voluntaria: ¿qué nos mueve a querer? Esto puede ser entendido desde dos puntos de vista complementarios: por un lado, ¿por qué queremos? (motor; ¿desde dónde surge la acción, cuál es su principio?); por otro, ¿para qué queremos? (motivo; ¿hacia dónde se dirige la acción como a su finalidad?). Lo primero que debemos decir es que necesitamos que algo/alguien nos mueva, porque de entrada podemos o actuar o no actuar y, si actuamos, podemos querer/hacer esto o aquello. Nos encontramos, entonces, en un estado de indeterminación o potencial, por lo que algo tiene que dar inicio al movimiento voluntario. Aristóteles decía que liber est causa sui (“el libre es causa de sí”), o sea, la voluntad tiene la capacidad de moverse a sí misma a actuar, aunque, no obstante, precise de alguna realidad externa que la atraiga (algún bien-motivante; alguna razón). Por nuestra voluntad tenemos dominio, señorío, por sobre nuestros actos, para ejecutarlos. La voluntad misma se dirige hacia un fin o bien (el de ella misma o el de cualquiera de nuestras dimensiones humanas: todo bien de la persona está incluido en lo que nuestra voluntad puede querer para nosotros; la voluntad mueve a toda la persona a conseguir los bienes de todas sus actividades y capacidades).
Respecto de querer/hacer una u otra cosa, eso depende de qué objeto le presenta la inteligencia a la voluntad; y no solo de que la inteligencia considere alguna realidad, sino que la presente fundamentalmente como buena o conveniente, apetecible, deseable, atractiva. Se trata de un conocimiento axiológico o valorativo de la realidad y no una mera “información” estática de las cosas. Un joven, por ejemplo, puede concebir múltiples carreras universitarias para perseguir, pero hasta tanto no considere el valor de alguna particular, el peso axiológico que tiene para su proyecto vital particular, no va a pasar a actuar y elegirla.
¿De qué depende la captación de la bondad o conveniencia del objeto aprehendido por la razón para que la voluntad lo quiera? Primero, de las mismas características de aquello que se me presenta: la bondad de lo real (de una persona, de un animal, una planta, de una carrera universitaria, de un paseo, de un cuadro, de algún acontecimiento, etc.) es de suyo atractiva, potente para mover al hombre. Cuando la realidad no se presenta atractiva y suficientemente motivante, no suele ser por un problema que viene del objeto, sino del sujeto, que es muy superficial, o perdió capacidad de asombro, de atención, de contemplación, etc. No obstante esto, en segundo lugar, depende también de la disposición afectiva del sujeto para recibir lo real. De este modo, los actos que hacemos son movidos, muchas veces, por nuestras emociones, que nos hacen ver la realidad de una manera que sea acorde a la emoción que estamos sintiendo. Si estoy triste porque estoy enfermo, por ejemplo, veré con otros ojos, de modo más valioso, al bien de la salud. Las emociones nos hacen parecer convenientes los objetos, sea o no verdaderamente lo que nos convenga.
En esta línea, todo lo que influye en nuestros estados afectivos puede modificar nuestra percepción para inclinar la balanza de nuestra decisión a una parte más que a otra, aunque siempre quede la potestad de la libertad de la voluntad en dejarse llevar o no por esa influencia
Puede suceder, no obstante, que el sujeto se vea imposibilitado a hacer pleno uso de sus capacidades racionales, por ejemplo porque no cuenta con la edad suficiente, o por alguna psicopatología, enfermedad mental, o porque nació en la selva ajeno a toda civilización (“niños-lobo”), etc. En estos casos no parece cumplir las condiciones mínimas para realizar actos voluntarios y humanos, es decir, plenamente morales y responsables. . Podemos incluir aquí, por ejemplo, la real influencia, aunque demasiado exagerada en nuestros días, que pueden ejercer los astros en nuestras decisiones (el sol, la luna, las estrellas, los planetas, etc.), siempre y cuando, repetimos, se mantenga su carácter de “condicionamiento” de nuestras acciones y no de “determinación necesaria”. Por supuesto, también, toda nuestra estructura temperamental: por temperamento estamos más o menos dispuestos afectivamente para querer tal o cual bien, para ser más fácilmente activados por alguna emoción o para adquirir más prontamente alguna buena o mala cualidad del carácter (virtudes o vicios). Nuestras propias disposiciones habituales, virtudes y vicios, afectan también en la consideración de lo que nos parece bueno o malo y a partir de lo cual procedemos a actuar. Un lujurioso, por ejemplo, está afectivamente dispuesto de tal manera que solo ve la realidad, fundamentalmente de las personas, en términos de utilidad, dominio y provecho personal (meras fuentes de placer).
Una pregunta que se plantea aquí, pero de la que hablaremos más abajo, es si existe algún bien absolutamente atractivo hacia el que tienda en última instancia nuestra voluntad. Dicho de otro modo, si nuestra voluntad está naturalmente orientada hacia una para qué último, un bien soberano y perfecto, suficiente por sí mismo, que no se desee por otra cosa distinta de él mismo, sino que sea en razón de lo cual elegimos cualquier otra cosa por él. Esto es lo que Aristóteles llama “felicidad” y que algunos psicólogos contemporáneos llaman “sentido de la vida”, aquello en lo que radica el “bien humano”.
Pero volviendo a lo anterior, el objeto-bien que le presenta la inteligencia a la voluntad (qué queremos), con o sin influencia de nuestras percepciones sensibles, emociones y estados físicos (y todo lo ligado a ello: astros, temperamento, hábitos, costumbres, ambiente, educación, necesidades fisiológicas, etc.) está estrechamente ligado a hacia dónde dirijimos nuestra conducta y nuestras decisiones (para qué queremos), de tal modo que el objeto-bien será también el fin por el que hacemos lo que hacemos. Lo que ocurre también es que nuestras acciones voluntarias pueden estar dirigidas hacia un fin a mediano o largo plazo y hacia algún acto en el plazo inmediato como medio para alcanzar ese fin. Así, un mismo fin puede motivar la toma de decisión de diversos actos, cada uno diferente por su objeto específico, aunque todos unificados como eslabones de una misma cadena-fin. Un ejemplo: para aprobar una materia, uno tiene que estudiar, descansar, leer, escribir, dialogar, asistir a clase, rendir, etc. Todos esos actos, cada uno con su objeto, está unido en la misma finalidad.
En general, podemos reconducir la finalidad de nuestras acciones a deseos voluntarios internos, es decir, qué es aquello que, en nuestro corazón, realmente queremos conseguir, hacia dónde queremos dirigir las cosas que hacemos (orden de la intención). El objeto, en cambio, puede verse más bien en cada acto particular exterior (orden de la ejecución). Lo más decisivo del acto va a ser la intención interior y subjetiva que lo motiva, más que lo que objetivamente se hace: por ejemplo, el que roba para apostar en el casino, es más ludópata que ladrón (porque el sentido de robar es apostar). O, por ejemplo, una “misma” acción exterior recibe una calificación moral diferente por la intención que la motiva: una cosa es levantar el brazo con la intención de frenar el colectivo, otra para saludar a Hitler.
De ahí que un solo y mismo acto visto “desde fuera” pueda ser, visto “desde adentro”, múltiple: v. gr., si voy desde mi casa hasta la facultad con la intención de copiarme, pero a mitad de camino me arrepiento y decido que no voy a hacer trampa, entonces “físicamente” es un solo movimiento (el trayecto que me lleva, en colectivo supongamos, desde mi casa hasta la facultad), pero “moralmente” son dos actos distintos: uno malo, que quedó solo en la intención del corazón, sin pasar a la obra-ejecución exterior; y otro bueno, que se inició en la honestidad del corazón y finalizó cuando entregué la hoja en blanco. También puede suceder al revés, que distintos actos “físicos” sean un único acto “moral”: realmente, una cosa es encestar al aro varias veces, otra es levantar la copa de la victoria; pero, moralmente, una cosa se ordena por sí misma a la otra, constituyendo un único acto moral.
Ahora bien, un último punto decisivo y central para una correcta comprensión de la actividad humana, del dinamismo de la persona, tiene que ver con el modo como se mueve la voluntad (¿cómo me muevo a querer?). La voluntad, ¿quiere por necesidad y determinación, de modo fatal, todo lo que quiere?, ¿es libre en sus elecciones? Nuestra vida, ¿está en nuestras manos, más allá de todos los condicionamientos, o es el resultado de fuerzas extrañas, infra o suprahumanas, que no dominamos? Es una cuestión fundamental para entender cómo se desenvuelve la propia vida y qué lugar ocupa la propia iniciativa en el desarrollo de nuestra biografía.
Sin desarrollar el tema in extenso y dejado de lado la posición “determinista” (que niega la libertad, por motivos de tipo teológicos, filosóficos o científicos), podemos decir que, así como cualquier cosa tiene una inclinación o impulso interior y natural, necesario, hacia su propio bien o perfección (la piedra hacia abajo, la planta y el animal hacia su madurez vital, etc.), al que alcanza mediante sus operaciones específicas (caer en el caso de la piedra, fotosíntesis en la planta, percibir y emocionarse en el caso del animal, entre otras operaciones), así también la voluntad tiende natural y necesariamente hacia su propio objeto (el bien en cuanto tal, presentado por la inteligencia
No a este o aquel bien, hacia el que la voluntad no se dirige con necesidad (podríamos no elegir ningún bien particular del que se nos presenta), sino hacia el bien en cuanto tal, en toda su fuerza universal y absoluta (no podemos no elegir algo sino como bueno; incluso el mal se quiere en su apariencia de bien).), hacia todo lo conveniente para ella, para las diversas capacidades humanas (por ejemplo, naturalmente queremos la comida para nuestro organismo, el oxígeno para nuestros pulmones, la vista para nuestros ojos, la verdad para nuestra inteligencia, etc.) y para el hombre entero en general (por naturaleza deseamos voluntariamente nuestro propio ser y nuestra propia vida y queremos que se conserve y acreciente). También sostiene Aristóteles que por naturaleza queremos nuestro bien total y perfecto, es decir, ser felices. Nuestra voluntad está por naturaleza orientada, entonces, hacia un fin último de toda nuestra vida, aquello que le da sentido, pero sobre esto volveremos en el siguiente punto.
Nótese, es muy importante, que “voluntad” o “voluntario” y “naturaleza” o “natural” no se oponen. Por diversos motivos filosóficos, tendemos a oponer este par de conceptos como irreconciliables. Por un lado, “naturaleza es una palabra que nos induce a pensar en un determinismo mecánico, si la consideramos negativamente, y a la frescura de lo que no está alterado por la intromisión artiicial de la razón, si lo miramos desde el lado positivo; voluntad, por su parte, nos lleva a pensar en la autonomía y la libertad, si la consideramos positivamente, y en el autocontrol o incluso en la represión o deformación de lo natural, si la vemos desde el lado negativo”
Martín F. Echavarría, “Naturaleza y voluntad según Tomás de Aquino”, en Espíritu LXVI (2017), nº 154: 345. Cf. Santo Tomás de Aquino, De Potentia q. 10, a. 2, ad 5: “La natural necesidad según la cual se dice que la voluntad quiere algo por necesidad, como la felicidad, no repugna a la libertad de la voluntad, como enseña San Agustín. Pues la libertad de la voluntad se opone a la violencia o coacción, pero no hay violencia o coacción en el hecho de que algo se mueva según el orden de su naturaleza, sino más bien en el hecho de que se impida el movimiento natural: como cuando se impide a algo pesado que descienda [..]. Por esto, la voluntad libremente apetece la felicidad, aunque la apetezca necesariamente”.. Pero clásicamente, tanto lo natural como lo voluntario es aquello que procede desde dentro, a partir de un principio interior de la cosa; la diferencia está en que el movimiento meramente natural procede sin conocimiento del fin hacia el que se dirige ese movimiento, mientras que lo voluntario supone un conocimiento del fin, añadiendo cierta autodirección en el movimiento. Lo voluntario es más íntimo que lo natural, no más extrínseco; lo engloba.
Ahora bien, no todo lo que quiere la voluntad lo quiere con necesidad. Si la voluntad quiere (podría no querer), quiere necesariamente el bien sin más, absolutamente considerado en toda su universalidad; pero, si se le presenta a la voluntad un bien que no contiene en sí toda la potencialidad del bien, es decir, que se trata de un bien particular y no de un bien que sea bueno bajo todo aspecto posible (es un bien, no el bien; por ejemplo, una manzana), entonces la voluntad no se siente necesariamente atraído hacia él, sino que puede no quererlo, es libre de elegirlo o no (puedo elegir comer la manzana o no; o comer una pera). Fijémonos, es importante, que la determinación necesaria de la voluntad hacia el Bien, con mayúscula, fundamenta la indeterminación libre de la voluntad respecto de cualesquiera de los bienes del mundo.
Esa indeterminación (que la voluntad no-esté-determinada a ningún bien particular, sino que pueda elegir libremente cualquiera) no significa de modo primario una no-atracción al bien particular, sino, fundamentalmente, una atracción-relativa a aquel bien. Efectivamente, cualquier bien particular, que la inteligencia, a través de los sentidos, nos presenta como objeto para nuestro querer, recibe toda su fuerza atractiva o atrayente, motivante e interpelante, de lo que aquel bien tiene de participación, conexión o semejanza con el Bien en cuanto tal. Pero esa atracción es relativa, precisamente porque en su particularidad y finitud aquel bien no realiza de modo total el bien absoluto, razón por la cual siempre puede tener algún aspecto considerable por el que no sea atractivo ni elegible. Si se nos apareciera en persona el bien más perfecto posible no podríamos no elegirlo, sino que nuestra voluntad se sentiría irresistiblemente, aunque voluntariamente (desde dentro, con conocimiento), movida hacia él como un metal hacia el imán. Hasta tanto, en esta vida vamos eligiendo aquello que nos parece que nos lleva hacia una plenitud del bien.
Una última aclaración es fundamental a este respecto. La indeterminación, indiferencia o multidireccionalidad de la voluntad respecto de los bienes que nos rodean, y no la tendencia determinada y necesaria hacia ellos (como pareciera que se da en el resto de los seres que, por eso, no obran libremente, sino natural e instintivamente), no constituye la esencia de lo que es ser libre, sino, más bien, el grado más bajo e inferior de la libertad. Sin duda, es un signo de que somos libres el hecho de que podamos o no elegir los bienes, no sintiéndonos necesariamente arrastrados hacia ellos por impulsos indómitos, pero, ¿ser plenamente libre es que todo me sea indiferente?, ¿consiste la libertad en que nada me atraiga absolutamente? Por esto dijimos que esta indeterminación no debe verse como una no-atracción, sino como una atracción-relativa, es decir, como una invitación a ver en los bienes particulares, no lo que tienen de no-atrayente, sino, precisamente, lo que tienen de conexión con el Bien pleno, de relación con la atracción última de la voluntad: el Bien por sí mismo y absoluto.
Así, ser libre consistiría en ver atentamente la realidad y considerar cuáles son los bienes que más y mejor participan del bien total de mi naturaleza; acto seguido, en quererlos de un modo cada vez más intenso y comprometido. La libertad humana radicaría en un pasaje de una indeterminación inicial, hacia una autodeterminación cada vez mayor hacia el propio bien personal
Cf. René Descartes, Meditaciones Metafísicas IV: “Para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos -sea porque conozco con certeza que en él están el bien y la verdad, sea porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento- tanto más libremente lo escojo. Y, ciertamente, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y corroboran. Es en cambio aquella indiferencia, que experimento cuando ninguna razón me dirige a una parte más bien que a otra, el grado ínfimo de la libertad, y más bien arguye imperfección en el conocimiento, que perfección en la voluntad; pues, de conocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero… sería por completo libre, sin ser nunca indiferente”.. Por experiencia sabemos que las personas que más libres se sienten son aquellas que se han comprometido y determinado con todas sus fuerzas hacia algún bien que colma sus deseos más profundos y que, por alguna razón, también favorece al crecimiento de los demás. A esto se ordenan precisamente las virtudes, para que nuestras capacidades estén habituadas y determinadas hacia sus operaciones perfectas y plenas
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 55, a. 1, c.: “Las potencias racionales, que son propias del hombre, no están determinadas a un solo acto, sino más bien indeterminadas respecto de muchos; pues se determinan a los actos por los hábitos. Por tanto, las virtudes humanas son hábitos”; Summa Contra Gentiles III, c. 138: “La virtud, cuanto fuera más perfecta, tanto más vehementemente hace tender la voluntad hacia el bien de la virtud, y tanto menos decaer de él”..
La libertad de la voluntad, entonces, está en perfecta armonía con dos tipos de determinación-necesidad: por un lado, a parte ante, con la tendencia natural de nuestro ser hacia nuestro bien total, el fin último o la felicidad (la armonía estaría en que, precisamente, cualquier elección de algún bien particular es posible en la medida en que con aquella decisión se está buscando, en última instancia, ser feliz; pero la felicidad misma no estaría sujeta a elección: no puedo no querer ser feliz, aunque sí pueda elegir en qué deposito mi felicidad); por otro, a parte post, con el ejercicio mismo de la libertad o con su desarrollo, que consistiría en una creciente ganancia de determinación y necesidad hacia aquello que me hace verdaderamente feliz.
Ser libre, entonces, no es tanto tener una capacidad neutra para elegir entre diversas opciones (mientras más mejor) sin sentirme atraído más fuertemente por ninguna, sino en aferrarme, de entre todas esas opciones, a la que es mejor. Uno puede perder, incluso, mucha capacidad de elección entre posibilidades, pero no dejar de ser libre, es decir, no perder la capacidad de adhesión al bien que da sentido a la propia vida. Un ejemplo es el cardenal de la Iglesia Católica, François-Xavier Nguyen Van Thuan, que fue arrestado por el régimen comunista en Vietnam, su país natal, y aprisionado 13 años, 9 de ellos en confinamiento o aislación estricta. No tenía libertad de posibilidades, pero eso no le impidió escribir: “en este mar de extrema amargura me siento más libre que nunca”
François-Xavier Nguyen Van Thuan, Cinco panes y dos peces. . Como decía Nietzsche: “quien tiene un por qué soporta cualquier cómo”.
Un último matiz a este respecto de la libertad y su relación con la elección de posibilidades alternativas. Queremos referirnos a la posibilidad del mal. Sin duda que poder hacer el mal es signo de que estamos ante un agente moral, racional y libre (un caballo no miente), pero cosa distinta es que en la esencia misma de la libertad se incluya la posibilidad de hacer el mal o, peor, que en la realización del mal mismo el sujeto acreciente su ser libre, se libere. Hacer el mal no es liberarse, sino más bien reprimir o frustrar las virtualidades racionales inherentes en el hombre
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 63, a. 9, c.: “el pecado es contrario a la inclinación natural”.. Es paradójico: podemos mentir porque somos racionales y libres, pero es irracional y esclavizante mentir de hecho. Kirkegaard dice que el mal es el único caso en el que la posibilidad es mejor que la realidad, puesto que respecto de cualquier bien es al revés: poder tener 100 dólares es peor que tenerlos; poder mentir es una grandeza, porque manifiesta que somos libres (el animal ni tiene esa posibilidad), pero mentir realmente es la destrucción moral del hombre.
Así, la libertad no consistiría tampoco en poder elegir entre el bien y el mal, como si fueran dos opciones simétricas (una “prohibida” y otra “permitida”). Bien y mal no son igualmente válidos, sino que el bien representa plenitud, mientras que el mal es carencia, falta, privación. No se trata, entonces, de elegir entre 2 opciones equidistantes y posibles, solo que con diversas consecuencias externas o de castigo, sino entre una opción íntegra y completa y otra opción que representa una deficiencia respecto de la otra, que no alcanza la plenitud que se encuentra en la primera.
Elegir el mal siempre implica elegir de menos, de ahí que implique cierta impotencia, que debilite las energías, que frustre porque no se llegó a todo lo que se esperaba, que, entonces, se intente repetir lo más posible sin fin (por ejemplo, sexo, sexo y más sexo, casual, con diversas personas, sin amor, etc.), etc. Elegir el bien, en cambio, aumenta la libertad, la fortalece, vigoriza el propio ser, satisface, no lleva de suyo a un crecimiento infinito en extensión o repetición cuantitativa de acciones sino que puede implicar una expansión infinita en intensidad por la cualidad misma del acto (siguiendo el ejemplo, relaciones sexuales intensas que aumentan el amor por esa persona única). De alguna manera, cuánto más libre se es, tanto menos flexible al mal se vuelve la voluntad y tanto más se fija en el bien
Santo Tomás de Aquino, In Sent. III, d. 18, q. 1, a. 2, ad 5: “Poder pecar no es libertad de arbitrio ni parte de la libertad, como dice Anselmo. […] Aunque el libre arbitrio en nosotros se relacione tanto hacia el bien como hacia el mal, sin embargo, no es para el mal, sino para el bien”; In Sent. II, d. 25, q. 1, a. 1, ad 2: “No pertenece a la esencia del libre arbitrio que se relacione indeterminadamente hacia el bien o hacia el mal: porque el libre arbitrio está ordenado por sí mismo hacia el bien, puesto que el bien es objeto de la voluntad, y no tiende hacia el mal sino a causa de algún defecto, porque se aprehende como bueno; puesto que la voluntad o la elección no son sino del bien o del bien aparente: y, por esto, dónde existiese un libre arbitrio perfectísimo, allí no podría tender hacia el mal, porque no puede ser imperfecto”; Summa Theologiae I, q. 62, a. 8, ad 3: “Que el libre arbitrio pueda elegir algo separándose del orden del fin, lo que es pecar, esto pertenece al defecto de libertad. Por esto, hay mayor libertad de arbitrio en los ángeles, que no pueden pecar, que en nosotros, que podemos pecar”; De Veritate q. 22, a. 6, c.: “Querer el mal ni es libertad ni parte de la libertad aunque sea cierto signo de libertad”; Summa Contra Gnetiles III, c. 138: “Si hubiese llegado al fin de la perfección, llevaría consigo cierta necesidad de obrar bien, como ocurre en los bienaventurados, que no pueden pecar. Y, sin embargo, nada pierden por esto ni la libertad de la voluntad ni la bondad del acto”..
El bien-fin de los actos humanos y la felicidad
Ya hemos insistido numerosas veces en que todo agente obra en vistas a una finalidad, ya sea propuesta conscientemente (como en el caso del hombre), ya sea perseguida de modo inconsciente (como en el resto de los seres). El hombre actúa movido por su voluntad deliberada, es decir, sus actos brotan desde su voluntad a partir de una consideración racional del fin que, en cuanto se lo propone, en esa medida lo considera como un “bien” a conseguir (sea real o aparente). No es que el hombre siempre reflexiona delicadamente en casa cosa que hace, pero si hace algo libremente, aunque sea de modo espontáneo y sin mucha deliberación, sin embargo, si alguien le pregunta por qué obró así, debería poder explicarlo y dar cuentas de esa acción humana o voluntaria, como si la hubiera hecho de modo expresamente deliberado. El hombre se dirige a sí mismo hacia su propio fin, mientras que el resto de las cosas son dirigidas hacia sus fines específicos a partir de sus inclinaciones naturales-inconscientes.
Cada acción concreta que hacemos, entonces, no puede entenderse sin referencia a un fin hacia el que se dirige como hacia su bien propio. El filósofo y psicólogo Franz Brentano, siguiendo a Aristóteles (de quien hizo la tesis doctoral), insistió en este carácter “intencional” de nuestras acciones, en la “intencionalidad”. Todo acto está en tensión, “tiende hacia”, un fin-bien. Las acciones no se entienden por su mera descripción eficiente-material, sino por su sentido. El acto de ver, por ejemplo, no puede agotarse en simples cambios físicos en el ojo o en un ejercicio del vidente, sino que, para entenderlo plenamente, tengo que apelar a la realidad del color: ver es ver algo. Todo acto tiene un “para qué” o “hacia dónde”, que si desaparece, entonces no aparece el acto mismo. El movimiento mismo no arranca si no tiene un rumbo.
Este fin, en cuanto tal, siempre es algo que se tiene por “bueno” por quien lo intenta, sea o no su bien real. Lo importante es que nada se movería a hacer algo si no considerase que eso le atrae de alguna manera. Lo que motiva a actuar es precisamente el bien (incluso en el caso de un acto abominable: matar a alguien me atrae porque con eso cobro el seguro, sino no me atraería, por ejemplo). Dice Aristóteles en las primeras líneas de la Ética a Nicómaco que el bien es, precisamente, lo que todas las cosas apetecen, hacia lo que todo aspira. Lo que motiva la conducta es algo que se capta como conveniente, con ciertas perfecciones, adecuado para el sujeto, en una palabra, “valioso”.
“Valor” en griego se dice ἄξιος (áxios, de donde viene “axiología”), del verbo ἄγω (ágo, de donde viene “estrat-ega” o “estrat-egia”, es decir, “conductor o conducción del ejército”), que significa “guiar, conducir”: el valor, el bien que se encuentra en las cosas, es el que guía, el que da direccionalidad, el que conduce a la acción desde dentro. De áxios viene “axioma”, que es el principio regulador de un razonamiento, aquello en cuya base se sustenta todo y él no se sustenta en nada (es evidente e indemostrable, todo se demuestra desde él). En el ámbito práctico, dice Aristóteles, el principio es el fin, es decir, lo que configura la acción regulándola, orientándola, es el fin, que mueve al sujeto por atracción, impulsándolo desde dentro. Como dice Tomás de Aquino: el fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución. El fin está desde el principio a modo de proyecto, intención, propósito, que motiva todo el movimiento que va a llevar a su realización, a alcanzar, conseguir y gozar el fin.
¿Cómo hace el fin para estar ya desde el principio? Dijimos que en la intención, pero agreguemos: en el conocimiento. El hombre se dirige hacia un fin-bien que le presenta anticipadamente su conocimiento. Nadie ama lo que no conoce, decía San Agustín. Nuestro conocimiento juzga algo como bueno para nosotros y a partir de ahí nos movemos a conseguirlo. De ahí que cuando no se tenga en claro la finalidad que se persigue o la bondad de la meta a la que uno se dirige (no sé a dónde voy o no sé por qué es bueno dirigirme hacia donde sé que voy), entonces falta motivación en la acción. Ojos que no ven, corazón que no siente, sostiene el refrán.
Ahora bien, aquí cabe hacer una consideración filosófica
Dice Albert Camus que esta es “la” pregunta filosófica, por antonomasia: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” El mito de Sísifo, Losada, Buenos Aires, 1953.. La filosofía va hasta el fondo de las cosas, hasta sus causas últimas. Podemos preguntarnos entonces: si cada actividad puntual, aislada, que nosotros realizamos tiene una finalidad-bondad inmediata o próxima (el finis operis, dirían los escolásticos –“fin de la obra u operación”-), ¿no existe una finalidad o sentido global, omniabarcador y envolvente de toda nuestra vida práctica?, ¿algo así como un fin último, mediato y remoto de toda nuestra actividad vital en cuanto tal (finis operantis –“fin del que obra”-)? Si todas nuestras acciones tienen su bien, ¿no hay acaso un “bien humano”? Se puede comer bien, respirar bien, crecer bien, alegrarse bien, entristecerse bien, ver bien, oír bien, querer bien, entender bien, etc., ¿se puede, en última instancia, “vivir bien”, tener una “vida buena”? Alguien puede ser buen músico, excelente químico, buen profesor, etc., ¿puede ser “buena persona”? La convicción aristotélica es que sí, y que todas esas preguntas apuntan a lo que todos los hombres suelen llamar “felicidad”, ser “feliz”, lo que Aristóteles llama εὐδαιμονία (eudaimonía).
No podemos analizar las argumentaciones en todos sus detalles, pero, básicamente, si todo lo que hacemos lo hacemos por un fin y para algo, entonces, podemos preguntarnos si eso, a su vez, se hace en vistas a otra cosa, y así sucesivamente. Si esa cadena de fines perseguidos por la acción va hasta el infinito, entonces la acción no comenzaría jamas, puesto que nunca reposaría en un fin que la motive. Una serie infinita de fines, unos conectados esencialmente con otros (un fin es razón de querer otro, y este de otro, y así), es imposible. Por lo tanto, es necesario que exista un fin que sea último, es decir, que no se desee por otro fin distinto o ulterior a él, sino que por él se deseen todos los demás. Cualquier fin toma su poder atractivo de aquel fin soberano, que con su bondad atrae por sí mismo.
Ponemos un ejemplo aplicado a un orden vital particular como es la vida universitaria: ¿para qué estudiar? Para aprobar la materia; ¿para qué aprobar la materia? Para pasar de año; ¿para qué pasar de año? Para cursar una materia correlativa con la anterior; ¿y esto para qué?, etc., etc. Debemos llegar, necesariamente, a un fin último en este orden, que justifica cualquier acción y finalidad intermedia, de lo contario nunca comenzaríamos a estudiar: por ejemplo, ser abogado (esto se quiere por sí mismo y todo lo que se quiere antes se quiere en vistas a eso; todo lo que se conecta con este fin será querible, mientras que todo lo que no, rechazable). Volviendo a la convicción aristótelica, la pregunta “¿para qué?” puede llevarse radicalmente hasta el fondo: ser abogado, formar una familia, ser un buen profesional, ganar un campeonato, y cualquier otro fin que uno se proponga en su vida, ¿tiene un para qué último? Aristóteles responde: sí, ser feliz.
Este bien-fin último, absoluto, perfecto y suficiente, ¿puede ser múltiple? Parecería que no, porque toda la vida humana práctica es una sola, de tal modo que el hombre no podría tender con toda su vitalidad hacia múltiples fines últimos soberanos. No hay “felicidades múltiples”, es decir, múltiples bienes perfectos que satisfagan al corazón humano, sino que algo único se apropia para sí dicha satisfacción. En el Evangelio se lee: “nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 24). Hay un único fin último y es imposible una pluralidad de fines últimos simultáneos.
Hay una tendencia natural a la felicidad: todos queremos ser felices, nadie quiere ser miserable, sino que todos quieren vivir una buena vida humana completa. Querer ser feliz no se elige, sino que en ser felices estamos todos de acuerdo. Dicho a la inversa, es fácil notar que cuando la vida no se dirige hacia una finalidad sino que se fragmenta, entonces se experimenta el sin-sentido de la infelicidad. Si la vida no tiene un para qué, ¿para qué vivir?
Ahora bien, donde aparecen las elecciones, diferencias entre las personas, diversidad de opiniones e incluso conflictos y debates es respecto al contenido de la felicidad
Aristóteles, Ética a Nicómaco: “la palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad, y según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios”.. ¿En qué consiste ser feliz?, ¿cuál es ese bien-fin último que le da sentido a toda la vida? Incluso los filósofos más nihilistas reconocían que el hombre busca la felicidad, pero lo que negaron es que efectivamente pueda alcanzarla. Como dice Sartre, “el hombre es una pasión inútil”
El ser y la nada, Cuarta parte, capítulo II, III, p. 637. Sigmund Freud reconoce también que el hombre desea la felicidad, pero sostiene que es irrealizable, el hombre no puede ser feliz. Si bien a veces parece que el psicoanálisis pone el fin del hombre en el placer, sobre todo sexual, sin embargo, desde una lectura más integral de la obra freudiana, se ve claramente que la finalidad del hombre, aunque no cabe hablar de una teleología para Freud, es más bien la disolución en lo inorgánico y la muerte. “[Los hombres] aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. […] Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aún estaríamos por afirmar que el plan de la creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz” El malestar en la cultura.: pasión, en cuanto tiende a la felicidad y al sentido; inútil, porque en el fondo no hay sentido, sino que la vida es absurda. Otra pregunta, entonces, es, supuesto que nos ponemos de acuerdo en el contenido de la felicidad (supongamos, por ejemplo, que la felicidad está en el dinero), ¿se puede alcanzar ese bien-fin? Una última pregunta sería: ¿cómo?
Habiendo dicho que es necesario admitir un fin último y también que ese fin último debe ser uno solo, podemos preguntarnos si ese fin último único, la felicidad, es, a la vez, uno y el mismo para todos los hombres (si es común). Lo que nos hace felices, ¿es lo mismo para todos o es diferente en cada caso? Es claro que no todos los hombres depositan su felicidad en el mismo candidato, pero yo pienso, siguiendo a Aristóteles, que, a pesar de eso, no todos los candidatos son igualmente razonables o válidos para saciar de verdad al corazón del hombre. No por querer imponerle mi candidato de felicidad al resto o para menospreciar arbitrariamente el suyo, sino por un análisis crítico, objetivo y racional, que tenga en cuenta el tipo de ser que somos nosotros, las personas, como agentes racionales. Si la felicidad es la plenitud de la naturaleza humana, y la naturaleza humana es común a todos, aunque en cada individuo personal se realice de un modo único, entonces la felicidad es común a todos, aunque cada uno la alcance personalmente, según su propio camino.
A una planta no le viene bien cualquier cosa, sino que habrá bienes que le vienen realmente bien (ciertos nutrientes, determinada cantidad de agua, cierta temperatura solar, etc.) y otros que le vengan mal (echarle ácido, por ejemplo); esto es común a todos los que comparten la naturaleza de ese tipo de planta. Esto depende de un análisis cuidadoso de qué tipo de ser es la planta. Cómo tratar a la planta no puede desvincularse de qué es la planta (¿cómo se compone?, ¿cómo funciona?, etc.). Lo mismo para el hombre: el “sentido” del hombre (entendido como “finalidad”) no puede desvincularse del “sentido” del hombre (como “aquello que lo define”, su “estructura inteligible”). A la ética le interesa, en definitiva, preguntarse “¿quién soy yo?” para responder a esta otra pregunta “¿cómo debo tratarme?”
A partir de Hume se ha defendido la llamada “falacia naturalista”, según la cual sería un salto ilógico, un paso en falso, partir de lo que “es” el hombre (momento descriptivo) para devenir a lo que “debe ser” (momento prescriptivo). El argumento es cierto si realmente hay un pasaje de mera descripción a prescripción, pero no es así el caso al considerar la naturaleza humana. En efecto, ya en la consideración especulativa de qué es el hombre, se descubren ciertas orientaciones, virtualidades, capacidades, orientaciones, o como se quieran llamar, que se orientan hacia una finalidad determinada, respecto de algún bien que las perfecciona, y de ahí puede concluirse, sin saltos falaces, que “lo bueno”, lo que “debe” hacerse, es desplegar dichas potencialidades. Por poner un ejemplo tomado del ámbito técnico, si alguien me pregunta “qué es” un termo, en la respuesta no puede faltar el factor funcional-teleológico de conservar la temperatura del agua (no se puede describir como un mero recipiente sin apelar a su función propia), y si caliento agua para tomar mates y a los dos mates el agua sale fría, puedo decir que ese termo no obra “como debe ser” y puedo pretender repararlo para que alcance su fin de acuerdo a su naturaleza. , de ahí que los dos principios que sintetizan la ética clásica son: “conócete a ti mismo” (expresión grabada en el dintel del templo de Apolo ubicado en Delfos) y “sé quien eres” (frase del poeta griego Píndaro).
Así, considero que hay una felicidad, un bien humano, que objetivamente coincide para todos los individuos de la especie humana. Ahora bien, para cada persona, en cada caso, el apropiarse, alcanzar, conseguir y participar o gozar de esta felicidad, subjetivamente hablando, mediante sus operaciones propias, su propio dinamismo vital, cada cual con sus diversas circunstancias (de todo tipo, históricas, políticas, familiares, ambientales, étnicas, religiosas, etc.), será diferente
Aristóteles, Ética a Nicómaco: “no es, en nuestra opinión, un error completo formarse una idea del bien y de la felicidad en vista de lo que le pasa a cada uno en su vida propia”.. Pero sostengo que no todo bien le viene realmente bien al hombre: por ejemplo, no creo que el dinero resista al análisis crítico como candidato último de la felicidad humana. Suponiendo, siguiendo el ejemplo, que la felicidad esté en el dinero, entonces sería ese bien el que nos hace felices a todos, pero en cada caso se conseguría de modo diferente (alguno siendo empresario, otro por herencia, otro -aunque muy poco seguramente- enseñando, etc.). Podría sintetizar estas últimas ideas con la siguiente imagen de Santo Tomás:
Del mismo modo que lo dulce es agradable a todos los gustos, pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa. Sin embargo, se debe considerar propiamente como dulzura más agradable la que satisface al gusto más refinado. De igual modo se debe considerar como bien más perfecto el deseado como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto
Summa Theologiae I-II, q. 1, a. 7, c. Cf. q. 2, a. 1, ad 1: “Todas las cosas corporales obedecen al dinero, por lo que se refiere a la multitud de los necios, que sólo reconocen bienes corporales, que pueden adquirirse con dinero. Pero no son los necios, sino los sabios, quienes deben facilitarnos el criterio acerca de los bienes humanos, del mismo modo que el criterio acerca de los sabores debemos tomarlo de quienes tienen el gusto bien dispuesto”..
Distingamos, entonces, dos aspectos de la felicidad: primero, la “felicidad objetiva o causalmente hablando”, es decir, la cosa misma o aquel bien perfecto mismo que causa nuestra felicidad; segundo, la “felicidad subjetiva o esencialmente hablando”, o sea, aquella operación perfecta y propia del hombre por la que él adquiere o aprovecha ese Bien y se constituye en alguien feliz. La felicidad es una actividad que solo se encuentra en el hombre. Solo a la persona podemos llamarla, con propiedad, “feliz”, puesto que solo ella tendrá una actividad por la que puede asirse del Bien Absoluto. El resto de las cosas, con sus propias actividades, propiamente no alcanzan al mismo Bien Absoluto, aunque impropiamente pueda decirse que son “felices” en la medida en que despliegan perfectamente sus aptitudes naturales (así, un “manzano feliz” sería el que da buenas manzanas en su estado maduro)
El resto de los seres, inferiores al hombre, no pueden captar algo así como un bien-fin global de todo su dinamismo vital. Todas las cosas están como encerradas a bienes particulares y no pueden trascender más allá de ellos. Para un león no hay proyectos vitales, a largo plazo, sino respuestas más o menos inmediatas detonadas por su deseo de adaptarse al medioambiente y sobrevivir lo mejor posible tanto a nivel individual como de la manada. El hombre, en cambio, por sus capacidades racionales, inteligencia y voluntad, es capaz del bien universal, en cuanto tal..
Algunas aclaraciones antes de precisar el sentido de esos dos aspectos. Ser feliz o la felicidad no es simplemente “tener éxito”. El éxito es moralmente neutro. Un ladrón que se propone robar un banco y lo consigue, pensando que la felicidad está en tener dinero a toda costa, tiene éxito, pero no puede decirse que es feliz, es decir, que logró el bien pleno de la naturaleza humana en su persona. Será un ladrón exitoso, pero no una persona exitosa (que haya desplegado las potencialidades propiamente racionales y humanas). Ser feliz no es simplemente alcanzar un fin, sino el fin que constituye el bien del hombre.
Ser feliz tampoco consiste en “estar alegre”. Muchas veces decimos que tales cosas (personas, sucesos, hobbies, deportes, etc.) nos hacen felices, simplemente porque nos hacen sentir bien, nos gustan y nos dan momentos de alegría. Sin duda que estas cosas favorecen a nuestro desarrollo personal, pero la felicidad no es una realidad transitoria, sino un estado permanente que, si se alcanza, se reposa en él plenamente. Aún si las cosas que nos hacen “felices” no fueran pasajeras sino que nos brindaran cierto estado permanente de felicidad, como quien se siente pleno y satisfecho con su vida, sin embargo, nadie en ninguna situación puede decir que ya no puede aspirar a más, a mejorar, a ser más feliz. Nadie en esta vida puede decir “ya está”. Por tanto, la felicidad trasciende incluso al estado en el que se encuentra una persona que vive felizmente. Ella estará participando establemente de la felicidad, pero todavía en esta vida se encuentra en tensión hacia ella. Veremos que la felicidad, con todas las letras, si bien ya puede poseerse en esa vida de modo germinal, sin embargo solo puede ser posible en un estado personal inmortal. En general, los filósofos que han negado la inmortalidad personal, los materialistas por ejemplo, o niegan la felicidad o la hacen consistir más bien en un paraíso terrenal (pero que tiene fecha de caducidad).
En este sentido, hay cosas que a algunas personas les gusta y las hace sentir bien, que a otras no. Pero no por esto puede decirse que la felicidad dependa de cada uno y sea meramente subjetiva y relativa a la opinión personal, puesto que, volviendo al ejemplo inicial, así no habría absolutamente nada que decirle al ladrón: para él ser feliz es tener el dinero ajeno a toda costa, motivo por el cual roba; pero esto no pasa el tamiz del análisis racional, vinculante a todos los hombres. Con este ejemplo se percibe también que la felicidad personal no es ajena al bien común, cosa que Aristóteles tenía muy claro.
Volvamos a los dos aspectos de la felicidad. La pregunta sería en qué bien perfecto consiste la felicidad y, por tanto, por medio de cuál operación o actividad humana paralela la persona puede entrar en posesión de dicho bien supremo (como si dijera que la felicidad está objetiva o causalmente en la Coca-Cola y subjetiva o esencialmente en destaparla y beber). Desde Platón, todos los bienes humanos se pueden sintetizar en tres: 1. Bienes exteriores al hombre: tanto naturales como artificiales; podemos resumirlos diciendo que consisten en las “riquezas”. Algunos sostienen, entonces, que la felicidad está en las riquezas y las cosas materiales, en usarlas, producirlas, venderlas, consumirlas, tenerlas, retenerlas, aumentarlas y acumularlas. Ser feliz es ser rico. Las personas que depositan su felicidad en el dinero configuran toda su personalidad en torno a este amor que domina su corazón, constituyendo en ellos un verdadero modo de ser o estilo de vida. Podemos decir, siguiendo a Aristóteles, que tienen un estilo de vida lucrativo y utilitarista, que son hombres económicos. El problema de que la felicidad esté en las riquezas es que éstas son un medio y no un fin, por lo que estructural o constitutivamente es imposible que el fin último esté en las riquezas.
Dentro de los bienes interiores del hombre, tenemos: 2. Los del cuerpo: que son aquellos que conservan y aumentan el bienestar físico, tanto individual, mediante la comida y la bebida, como de la especie, el sexo. Estos tres bienes corporales (exteriores, pero que se ordenan al cuerpo) producen placer cuando se usan (comer, tomar, reproducirse, son operaciones que deleitan). Para algunos la felicidad está en el placer del comer alimentos, tomar bebidas y sexual. Son personas con un estilo de vida o un modo de ser hedonista o voluptuoso, que orientan toda experiencia hacia el placer individual. Estos dos candidatos, el dinero y el placer, están muy unidos. Más bien los hombres depositan su felicidad en los bienes del cuerpo que en los exteriores, porque la felicidad es un bien para uno, no para las cosas. Los bienes exteriores no se desean sino para ordenarlos al placer físico. Con el dinero se quiere conseguir aquello que se puede gozar o que puede brindar una comodidad corporal. El dinero es un bien útil, un medio, el placer en cambio se puede querer por sí mismo, puede ser el fin del dinero.
En general, los hombres piensan que van a ser felices con la combinación de estos bienes: poseyendo bienes materiales, dinero suficiente (¿cuánto lo es?), viajando, manteniendo relaciones sexuales, yendo a fiestas, descansando, yendo al gimnasio, etc. No sostenemos que nada de esto sea malo. Nótese que nunca dejamos de hablar de “bienes”. El problema puede aparecer cuando se configuran como fines últimos o bienes supremos, pudiendo haber otros que más plenamente sacian las aspiraciones propiamente humanas. Si así fuera el caso, estos hombres estarían amando más unos bienes que debieran, no no-amar, sino amar-menos (o según el modo/medida que les corresponde según el orden que deben guardar en una vida humana integral). El mal, entonces, no estaría en “querer males”, sino en “querer mal los bienes”.
El problema de que la felicidad esté en los bienes sensibles o visibles (que experimentamos con los sentidos), en el placer físico, es que volvería el ideal de vida humano comparable a la plenitud de una vida bestial. La felicidad del hombre no distaría del bien que podría alcanzar un chimpancé o una jirafa.
3. Los del alma: que son variados, pero que podríamos sintetizar en las perfecciones que podemos adquirir a nivel cognoscitivo (potencian nuestra inteligencia y sentidos), es decir, las diversas ciencias, que nos permiten conocer la verdad respecto de algún ámbito de la realidad (matemática, física, historia, etc.), y artes, que nos permiten conocer ciertos principios que guían la producción de algún efecto exterior (música, poesía, arquitectura, etc.); y aquellas que potencian nuestra vida afectiva, nuestras tendencias (voluntad, emociones), que son las virtudes (justicia, obediencia, generosidad, fortaleza, paciencia, perseverancia, templanza, modestia, mansedumbre, etc.).
Algunos depositan su felicidad en la adquisición del poder, en aumentar su capacidad para obrar e influenciar sobre la realidad y las personas, a través de estas perfecciones cognitivo-afectivas. Ser feliz sería ser poderoso. Otros en el honor, fama y alabanza de las personas respecto de sus excelencias (talentos, temperamentos, ciencias, artes, virtudes, etc.; este ideal de vida se encuentra ampliamente favorecido, hoy en día, por la tecnología). Ser feliz es ser famoso. En un sentido, el estilo de vida de estos hombres se puede reducir al lucrativo y hedonista, porque el foco no está en sus excelencias interiores por las que son aclamados o por las que ejercen el poder, sino en la reducción o depresión de esos bienes a algún bienestar emocional, físico o exterior, aunque Aristóteles habla de un género de vida político o público, que pone la felicidad o en el poder o en las aclamaciones populares.
En el fondo, si alguien quiere ser aplaudido por hacer un acto de generosidad (que le saquen una foto entregando un cheque a un hospital, por ejemplo), en realidad no hace un acto de generosidad, de tal manera que aquí no estaríamos hablando de personas que tienen virtudes y ponen su felicidad en ellas (lo que se acercaría bastante al ideal de felicidad aristotélico al que apuntamos), sino en personas que aparentan una vida virtuosa para que su “bondad” sea aclamada por la opinión pública, o de algún grupo, o incluso solo para sí mismos aún si nadie pueda verlos. Con las ciencias no ocurre lo mismo, porque aunque alguien quiera ser alabado por la ciencia que tiene (un profesor pedante, por ejemplo, que sabe mucho de ingeniería), sin embargo, eso no implica que realmente no tenga ese conocimiento perfecto (puede ser un excelente ingeniero).
El problema de poner la felicidad en el poder es que éste es un principio de operación, una capacidad para actuar, mientras que la felicidad, repetimos, es un fin. Además, el poder se encuentra tanto en buenos como en malos, como es bien sabido, por lo que no necesariamente es el bien humano. El problema de colocar la felicidad en la fama, la gloria y los honores es que éstos están más bien en quienes nos afaman, glorían u honrar que en nosotros, mientras que la felicidad debe ser un bien interior; además, dependen de la opinión de la gente que es variable y frágil, mientra que ser feliz es una operación estable.
Tomás de Aquino sostiene que aquel que coloca su bien-fin perfecto en alguno de estos bienes, en el fondo, tiene un amor desordenado de sí mismo. El amor desordenado de sí sería el origen del despliegue de todas las acciones que la persona realiza a lo largo de su vida en su afán por conseguir plenamente alguno de estos bienes. Hay dos aspectos distinguibles: por un lado, el ámbito del fin, la vertiente subjetiva, que consiste en un amor desordenado de sí mismo, del propio bien, de la felicidad (recordemos que para Santo Tomás, siguiendo la definición que Aristóteles coloca en su Retórica, amar es querer el bien para alguien: amarse, entonces, es querer el bien para sí, querer ser feliz); por otro, el ámbito de los medios, la vertiente objetiva, que consiste en un desear desordenadamente para sí todos estos bienes exteriores e interiores: dinero, placer o alabanza.
Del amor desordenado de sí mismo, que podríamos llamar “soberbia” (deseo desordenado de la propia excelencia y perfección), surgen los famosos “vicios o pecados capitales”, al menos los cuatro principales. Amarse es querer el bien para sí; el bien que se desea para uno mismo es triple como dijimos; amarse desordenadamente a sí mismo provoca un deseo desordenado de los bienes exteriores o riquezas, en lo que consiste la avaricia o codicia, de los bienes placenteros del cuerpo, en lo que consiste la gula y la lujuria, y de los bienes espirituales del alma, en lo que radica la vanagloria o vanidad. La búsqueda de la felicidad lleva a muchas personas a ser vanidosas, lujuriosas, gulosas, avaras, etc. Todas estas opciones de vida se enraizan como en su fundamento último en ponerse a sí mismo como centro de gravitación de la propia existencia. De ahí que un error en la consideración de qué es la felicidad lleva a la configuración de un carácter vicioso, porque la personalidad se desordena en su desorientación respecto del fin y la persona no crece rectamente.
Al contrario, el acierto respecto del contenido de la felicidad, llevado a la práctica, provoca que la persona comience a desplegar de manera recta y ordenada, saludable, todas sus potencialidades, de tal modo que comienzan a generarse virtudes que lo disponen a obrar racionalmente, de modo debido, acomodado a la naturaleza humana, y de manera cada vez más placentera. La personalidad se va integrando y armonizando en sus distintos elementos y empieza a unificarse con fuerza hacia el verdadero fin del hombre. El amor propio se maximiza y se articula con un amor intenso de las demás personas.
Pero entonces, ¿qué otro candidato posible hay de la felicidad? Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, se da cuenta que ninguno de los tres tipos de bienes creados puede satisfacer plenamente el ansia o deseo infinito del corazón humano, puesto que todo bien creado (exterior o interior, del alma o del cuerpo) es finito, transitorio, caduco, móvil, parcial, etc
Santo Tomás de Aquino, Beata Gens: ”Todas las cosas pasan como sombras […] no llenan […] Encuentras en las cosas terrenas lo que permanece, lo que llena el deseo, y te confieso que allí está la felicidad; pero no se encuentra”. Summa Theologiae I-II, q. 5, a. 3, c.: “En esta vida se puede tener alguna participación de la bienaventuranza [=felicidad], pero no se puede tener la bienaventuranza perfecta y verdadera. Y esto se puede comprender de dos modos. En primer lugar, por la misma razón común de bienaventuranza, pues la bienaventuranza excluye todo mal y colma todo deseo, por ser el bien perfecto y suficiente. Pero la vida presente está sometida a muchos males que no pueden evitarse: tanto la ignorancia por parte del entendimiento, como el deseo desordenado por parte del apetito, y múltiples penalidades por parte del cuerpo, que enumera minuciosamente Agustín en XIX De civ. Dei. Igualmente tampoco el deseo de bien puede saciarse en esta vida, pues el hombre desea naturalmente la permanencia del bien que tiene. Pero los bienes de la vida presente son transitorios, puesto que la vida misma pasa y la deseamos naturalmente, queremos que permanezca sin interrupción, porque el hombre rehúye naturalmente la muerte. Por consiguiente, es imposible tener en esta vida la verdadera bienaventuranza. […]”. En Summa Theologiae I-II, q. 2, Santo Tomás hace una refutación uno a uno de los posibles candidatos de la felicidad enumerados anteriormente: riquezas, honores, fama o gloria, poder, bienes del cuerpo, placer y bienes del alma. Pero, en síntesis, la posición radica en que ningún bien creado puede ser el bien perfecto del hombre.. El deseo de felicidad, en cambio, apunta a un bien infinito, permanente, eterno, inmóvil, total, que no contenga ninguna mezcla de maldad, y, por sobre todo, personal, es decir, no un mero objeto, sino otra persona con quien vincularse (con inteligencia y voluntad). Una realidad de estas características, un ser personal perfecto, que contenga toda la bondad posible, eterno, inmutable, inteligente, afectivo, etc., es lo que todos entienden por Dios. Dios, entonces, es la felicidad, objetiva y causalmente hablando, del hombre.
Esto ya se encuentra en Aristóteles, filósofo pagano griego del siglo IV a. C., no es, por tanto, un argumento teológico o una intromisión religiosa en este desarrollo ético-filosófico que estamos intentando realizar
En todo caso la tradición teológica cristiana asumirá estas tesis eudaimonológicas de Aristóteles, pero las llevará mucho más allá. Se dice que Santo Tomás bautizó a Aristóteles, pero sin duda que tuvo que usar mucha agua. La Revelación nos enseña que la felicidad perfecta del hombre, su “bienaventuranza”, consiste en la visión de la esencia divina, del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, con la comunión de los santos (ángeles y hombres), en el gozo de la vida eterna después de la muerte. Nadie jamás pudo pensar ni imaginar tan alto misterio. . El Filósofo antiguo analiza la naturaleza humana y reconoce que su felicidad, su bien perfecto, debe consistir en el buen despliegue de la función propia del hombre (lo que él llama ἔργον, érgon). Lo propio del hombre es entender. La felicidad humana debe consistir en una operación intelectual, bien ejercida, en su estado pleno, es decir, de acuerdo a la virtud, de modo virtuoso. Pero, ¿entender qué? Dice Aristóteles que debe ser lo máximamente inteligible, aquello que es más verdadero y perfecto, es decir, Dios, actualidad y perfección pura, primer motor inmóvil de todo el universo. Ser feliz, entonces, consiste en la contemplación virtuosa del fundamento último que da horizonte a toda la vida. Se trata del género de vida que Aristóteles llama contemplativa, teórica o intelectual
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 3, a. 5, c.: “la mejor potencia es el entendimiento, y su mejor objeto el bien divino, que no es, ciertamente, objeto del entendimiento práctico, sino del especulativo. Por consiguiente, en esta operación, es decir, en la contemplación de las cosas divinas, consiste fundamentalmente la bienaventuranza. Y porque parece que cada uno es su parte mejor, como se dice en los libros IX y X Ethic., por eso mismo esta operación es la más adecuada al hombre y la más agradable”; I, q. 26, a. 2: “La bienaventuranza indica el bien perfecto de la naturaleza intelectual. Por eso, así como todas las cosas desean su perfección, así también la naturaleza intelectual desea ser bienaventurada. Lo más perfecto que hay en la naturaleza intelectual es la operación intelectual por la que, en cierto modo, lo capta todo. Por eso, la bienaventuranza de cualquier naturaleza intelectual creada consiste en entender”.
A partir de esta mirada profunda puesta en Dios se ponen los pasos en acción para guiar toda la vida práctica que, en la medida en que está regulada por esa contemplación, lleva a ella y, entonces, hace participar al hombre de la felicidad en esta vida cuanto sea posible, hasta tanto pueda ver a Dios cara a cara. Esta participación de la felicidad en el camino de la vida hasta la meta definitiva no es otra cosa que las virtudes. Ya en esta vida podemos ser felices en la medida en que vivimos según la recta razón, en cuanto formamos nuestro carácter por las virtudes. Las virtudes llevan al hombre a lo máximo de su potencial, acercándolo a su felicidad. Sin embargo, la felicidad en sentido absoluto no es posible en esta vida, puesto que Dios no puede ser visto mientras tengamos un cuerpo mortal. Además, no podemos entender a Dios, como podamos, en todo momento de la vida, sino que hay urgencias que dirigen nuestra mirada a bienes temporales. Como dice Aristóteles, ser feliz es algo más bien propio solo de Dios, que puede contemplarse a Sí mismo eternamente, mientras que los hombres contemplan a Dios de modo intermitente, en cuanto Él les comunica el conocimiento que tiene de Sí mismo.
Sintetizemos estas ideas con el siguiente párrafo de Santo Tomás:
Es imposible que la bienaventuranza [=felicidad] del hombre esté en algún bien creado. Porque la bienaventuranza es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo contrario no sería fin último si aún quedara algo apetecible. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal. Por eso está claro que sólo el bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre, como se dice en Sal 102,5: El que colma de bienes tu deseo. Luego la bienaventuranza del hombre consiste en Dios solo
Summa Theologiae I-II, q. 2, a. 8, c..
“[E]l fin último del hombre es el bien increado, es decir, Dios, el único que con su bondad infinita puede llenar perfectamente la voluntad del hombre”
Summa Theologiae I-II, q. 3, a. 1, c.; dice Aristóteles al finalizar la Ética a Eudemo: “El bien del hombre, la felicidad, consiste en contemplar y servir al dios”.. Vista por parte del hombre mismo, la felicidad va a consistir en la operación propiamente humana, el érgon del hombre, ejercido de modo estable y perfecto, virtuoso, por el que puede asirse, de algún modo, de la realidad divina: “el fin último del hombre es algo creado existente en él, y no es otra cosa que la consecución o disfrute del fin último [Dios, Bien Increado]”
Summa Theologiae I-II, q. 3, a. 1, c.. Esta consecusión o disfrute, en esta vida, de Dios, no puede hacerse todo el tiempo de modo actual, sino que por las urgencias de la vida y multiplicidad de factores, a veces no ejercimos dicha operación, aunque no necesariamente hagamos algo contrario a ella. Pero en la medida de lo posible, la felicidad en esta vida va a radicar en la vida contemplativa. La vida práctica nacería y sería expresión de la abundancia de la contemplación, las virtudes éticas ayudarían al hombre a vivir conforme a lo que contempla.
Toda la creación se ordena al hombre, más que el hombre a ella. El fin último del hombre no puede estar en ningún bien creado, sino al revés, el fin de todos los bienes creados es que el hombre los utilice para que él mismo se ordene a su fin último que trasciende la creación: es el Creador, fundamento último de la existencia y bondad de las cosas
Dada la dignidad personal, vista anteriormente, el fin de la persona no puede ser sino algo (alguien) que supere a la persona. La persona no puede orientarse como hacia su meta definitiva a nada que sea infra-personal. Lo que más queremos las personas son a otras personas y hacia ellas dirigimos todos nuestros esfuerzos intelectuales, afectivos y prácticos. De ahí la centralidad que Aristóteles le da a la amistad en el Ética (le dedica entero dos de los diez capítulos del libro). Para Santo Tomás esta amistad que hace al hombre feliz, este amor interpersonal, no puede ser sino con las Personas divinas. Si bien esto supera las fuerzas humanas (¿quién podría decir que es amigo de Dios por su capacidad natural?), sin embargo, es posible un amor natural de Dios, que sigue a su contemplación. . Todos los bienes exteriores deben favorecer al cuerpo humano. El cuerpo humano debe ser una ayuda intrínseca para el alma racional. El alma se ordena mediante la inteligencia y la voluntad libre, el entender y el amar, hacia Dios. Ser feliz, incluso en medio de las peores dificultades y sufrimientos de esta vida presente, es posible a todo aquel que puede elevar su mirada hacia la Causa Primera del universo y, sobre todo, dirigir su afecto hacia Ella.
Ley, consciencia y fuentes de la moralidad
Los actos humanos brotan de nuestras potencias, facultades o capacidades operativas interiores. En la medida en que esas acciones responden a nuestra naturaleza racional específica, están reguladas por la recta razón, y nos acercan hacia nuestro fin último, la felicidad, permitiéndonos el despliegue de una vida buena, honesta, saludable, agradable, en sentido estable, entonces surgen de potencias fortalecidas y vigorizadas por buenas disposiciones o cualificaciones del carácter: las virtudes. Las virtudes disponen habitualmente nuestras potencias para que obren excelentemente, de modo estable, rápido y placentero, en orden a una vida humana realizada.
En este sentido, la ciencia que aquí estamos apuntando es correctamente llamada “ética” y no “energética”. “Ética” viene de ἦθος (éthos), que significa “carácter, impronta”, entendido como el conjunto de nuestras disposiciones habituales, ya sea virtuosas o viciosas, por las que pensamos, sentimos y obramos de un modo particular en orden a un fin. “Energética” viene de ἐνέργεια (enérgeia), que significa “actividad”. A la ciencia moral, prima facie, no le interesa la bondad o maldad de tal acción particular, aislada y desonectada de la totalidad de la vida del sujeto (la Ética muchas veces pasó a ser mero estudio de múltiples casos y la determinación, difícil, de su moralidad: Casuística).
No importa tanto determinar si tal acción fue valiente o no, puesto que aún en el caso de que sea valiente quizás el sujeto no sea valiente, sino que le ha costado mucho hacerla. Lo que importa es qué carácter tenemos, cuál es nuestro modo estable de actuar, en orden a qué fin totalizador de la vida estamos orientando nuestras energías. ¿Qué sentido tiene determinar la moralidad de un acto puntual si el sentido global del sujeto se dirige en otra dirección? Ahora bien, en un segundo momento, podríamos decir que la Ética es, sobre todo, una Energética, en cuanto lo que más le interesa es el conjunto de actividades concretas que surgen de un carácter bien formado y que lo manifiestan.
Dicho esto, es fundamental para formar el carácter de las personas, de modo estable, y que estén bien dispuestas hacia las acciones racionales que las conducen hacia su fin último, la ley. Así como nuestras potencias bien habituadas por las virtudes son principios interiores de los actos humanos, así también las leyes son sus principios exteriores (aunque no meramente exterior, sino que desde fuera, mueven adentro). ¿Qué son las leyes? La palabra “ley” nos hace pensar fácilmente en una imposición voluntaria, pero clásicamente la ley “es algo de la razón”
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 90, a. 1, c.. “Ley”, en latín lex, viene de ligare, “ligar”, puesto que nos induce o retrahe de obrar. La regla o medida por la que uno es impulsado a actuar, en primer lugar, es la razón práctica, no la voluntad.
Nuestra razón práctica, en orden a que actuemos, considera en primer lugar, como dijimos, el fin, fundamentalmente el fin último, ya sea de un modo más o menos explícito. Cada uno al obrar concibe algún fin último al que orienta todos sus actos: la felicidad. “La ley se refiere máximamente al orden que se dirige hacia la felicidad”. Ahora bien, como dice Aristóteles, el hombre es un viviente o animal político. Un hombre particular es parte de una comunidad perfecta, la ciudad, hacia la que se ordena como a un todo. La comunidad política tiene su propio fin o bien común, que es superior, aunque lo incluya, al fin particular del ciudadano. “La ley se refiere propiamente al orden hacia la felicidad común”
Esta cita y la anterior están tomadas de Summa Theologiae I-II, q. 90, a. 2, c.. La “felicidad común” es principal, regula toda la conducta individual y comunitaria de la persona. Cualquier precepto de alguna acción particular no tiene razón de ley, carácter vinculante, a menos que se ordene hacia el bien común. Más bien los preceptos particulares aplican la ley a aquello singular que es regulado por la ley, haciendo participar en los fines particulares la ordenación al bien común.
En este sentido, la ley se encuentra principalmente en la razón de la autoridad. Ordenar al bien común es propio, o bien de toda la multitud civil, o bien de aquel/los que hace/n las veces de toda la multitud (persona/s pública/s que tiene/n el cuidado de toda la comunidad). En los demás miembros de la ciudad se encuentra como dirigidos o regulados por la ley, no como quien ordena. Quizás alguna persona particular, un amigo por ejemplo, puede inducirnos a obrar bien, pero no de modo eficaz, con fuerza coactiva. Si no le hago caso a mi amigo no me puede infligir ninguna pena. Otros sí pueden castigarnos, como nuestros padres o algunas autoridades de sociedades intermedias (un club, por ejemplo), pero sus estatutos son parciales respecto de las leyes que se refieren al bien común de toda la ciudad.
La autoridad precisa promulgar las leyes, para que los hombres las conozcan y obren conforme a ellas. Lex podría venir también de legere, “leer”, puesto que las leyes se dejan escritas para que tengan firmeza y la posteridad pueda seguirlas. Por medio de su promulgación, las leyes se aplican, puesto que así los sujetos se anotician de ellas y, así, adquieren fuerza obligatoria. ¿Qué es la ley entonces? Responde Santo Tomás de Aquino: “cierta ordenación de la razón hacia el bien común, promulgada por aquel quien tiene el cuidado de la comunidad”
Summa Theologiae I-II, q. 90, a. 4, c.. También dice: “la ley es cierto dictamen de la razón práctica en el principal que gobierna a alguna comunidad perfecta”
Summa Theologiae I-II, q. 91, a. 1, c..
Esta definición se aplica a diversos tipos o especies de leyes. En primer lugar, a la “ley eterna” o “razón suprema”. Toda la comunidad de las creaturas es gobernada o regida por la razón divina. El plan eterno, presente en la mente divina, según el cual el Creador ordena a todo el universo hacia su fín último es llamado “Providencia”, mientras que la ejecución temporal de aquel plan se llama “Gobierno divino”. La ley eterna es la misma razón eterna del gobierno de las cosas presente en Dios como principal cuidador del universo. Esta ley, desde una perspectiva teológica, es promulgada, de palabra, en la Palabra divina, el Hijo, segunda persona de la Trinidad; y, de escrito, en la Sagrada Escritura (“libro de la vida”). El fin o bien último común del gobierno divino es el mismo Dios: por la ley eterna todas las creaturas se ordenan hacia Él. Cualquier cosa, en el despliegue natural de sus capacidades y actividades propias, se acerca, de alguna manera, a Dios, en cuanto cumple lo que Él pensó y quiso de ella.
En segundo lugar, está la “ley natural”. Si la ley es la regla o medida de los actos humanos, podemos considerarla en el mismo que regula o mide, y así está en Dios como ley eterna, o como participada y presente en los mismos regulados o medidos por aquella ley que los orienta hacia el fin último, y así, puesto que todo cae bajo la Providencia divina, todo participa de algún modo de la ley eterna. ¿Cómo? De alguna manera ya lo respondimos al principio del apunte, como dice Santo Tomás: “(en cuanto) por su impresión tienen inclinaciones hacia los propios actos y fines”
Summa Theologiae I-II, q. 91, a. 2, c.. La ley según la cual Dios conduce todo hacia el fin global del universo está “impresa”, grabada, sellada, en cada cosa. Esa impresión significa una “inclinación”, tendencia, impulso o fuerza interior en cada cosa hacia sus propios actos y hacia sus propios fines-bienes individuales y específicos. Es en el ejercicio natural de cada cosa como se cumple la ley de la Providencia; Dios gobierna el universo a la par del despliegue normal de las cosas (y no entrometiéndose en el universo de modo extraño y ajeno). En este sentido, podemos volver a hablar de una “teleología” en la naturaleza, más allá de una “teleonomía”, en la medida en que todas las cosas están tensionadas hacia un fin y se mueven hacia él (télos) a partir de un lógos, pero no propio de cada cosa (la piedra no tiene conocimiento del fin hacia el que tiende), sino del Creador que las conduce. Todo es movido por la inteligencia divina.
Ahora bien, dentro de todas las cosas del universo, la persona o creatura racional está debajo de la Providencia de un modo singular y más excelente. Dios se preocupa especialmente de que el hombre alcance la felicidad, más que un ave alcance su comida o un lirio del campo al sol. Dios gobierna al hombre de tal manera que quiso que él sea alguien que sepa gobernarse a sí mismo. La persona participa más de la Providencia divina porque no solo es provista por Dios, sino que es providente para sí misma y para el resto de las creaturas. En la persona se participa la “razón eterna” por la que también tiene inclinaciones naturales hacia sus propios actos y fines debidos. Esta “participación de la ley eterna en la creatura racional” o “impresión de la luz divina en nosotros”
Idem., por la que discernimos qué sea bueno y qué malo, se llama, precisamente, “ley natural”. La ley natural está solo en el hombre, hablando con propiedad, puesto que en el resto de las cosas la participación de la ley eterna no se da al modo racional, y ya dijimos que la ley es algo de la razón (podría llamarse ley por semejanza -así hablabamos de una teleonomía-).
La razón humana es como cierta luz participada, por la que se le presentan al hombre iluminadas las verdades teóricas y prácticas básicas a partir de las cuales puede conocer la realidad y guiarse en su vida (como la luz de la linterna -ley natural- es, para quien está en un bosque nocturno, aquello por lo que puede distinguir los árboles, animales, senderos, etc., y caminar allí con cierta seguridad; dicha linterna participa de la luz del sol -ley eterna-). Cualquier acción humana, en cuanto se deriva de la razón y la voluntad, está primeramente dirigida hacia el fin último a partir de algo natural (una tendencia espontánea de nuestra naturaleza, y no algo sujeto a elección libre): por parte de la razón, ciertos primeros principios prácticos naturalmente conocidos (por ejemplo, el principio de “hacer el bien y evitar el mal”, naturalmente conocido por todos los hombres; esto se llama, en la tradición clásica, συντήρησις, syntéresis o syndéresis); por parte de la voluntad, un apetito o tendencia natural a la plenitud personal, a la vida buena, a la felicidad.
“Todas aquellas cosas hacia las que el hombre tiene natural inclinación, la razón las aprehende naturalmente como buenas, y, por consecuente, como obras a perseguir, y sus contrarios como males a evitar”
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 2, c.. De tal manera que según el orden de las inclinaciones naturales, es el orden de los preceptos de la ley de la naturaleza. Podemos distinguir tres inclinaciones de acuerdo a los tres niveles de vida integrados en la persona humana: 1. Inclinación al bien según la naturaleza, común a cualquier cosa existente (cualquier cosa busca, consciente o inconscientemente, la conservación y aumento de su ser según su naturaleza): pertenece a la ley natural aquello por lo que se conserva la vida del hombre y se impide lo contrario (derecho a la vida, derecho básico y fundamental de la ley natural). 2. Inclinación a algunos bienes más especiales, según la naturaleza que tenemos en común con los demás animales: es de ley natural aquello que la naturaleza enseña a todos los animales, como la unión del macho y la hembra para la procreación y educación, y cosas semejantes. 3. Inclinación al bien según la naturaleza de la razón, propia del hombre, como la tendencia natural a conocer la verdad, especialmente las verdades últimas (Dios, por ejemplo), a vivir en sociedad, etc.: pertenece a la ley natural que el hombre evite la ignorancia, que no ofenda a otros con los cuales debe convivir, etc.
Tres son las notas principales de la ley natural: 1. Unidad y universalidad: San Isidoro de Sevilla decía: “el derecho natural es común a todas las naciones”
Citado por Santo Tomás en Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 4, sc.. Todos los hombres, en cuanto son vivientes racionales y cada cosa tiende a obrar conforme a su ser propio, tiene una inclinación natural a obrar o vivir conforme a la razón: desde reglas operativas comunes hasta obras particulares contingentes y de lo más variadas. La rectitud práctica es diversa en todos respecto a las operaciones propias conclusivas (sí es la misma en general, pero hay excepciones; para cada persona qué es lo verdaderamente bueno en cada caso, es único y depende de la situación), pero es una apud omnes (“una para todos”) en relación a los primeros principos prácticos que guían ese obrar. Ponemos un ejemplo: para todos es verdadero obrar según la razón y, desde aquí, se puede derivar como conclusión operativa que los depósitos deben ser devueltos; esto es verdad en general, pero puede suceder que para algún caso hacer esto sea dañino e irracional: si alguien pide su depósito para impugnar a la patria. Por otra parte, el conocimiento de lo que pertenece a la ley natural en cada caso particular puede ser muy difícil y equivocado, puesto que no siempre tenemos claridad mental, sino que, muchas veces, nuestra razón está entenebrecida por las emociones, las malas costumbres (individuales o sociales
Los Aztecas, por ejemplo, estaban tan pervertidos en sus costumbres que les era difícil ver la maldad moral de los sacrificios humanos. ), la indisposición física, alguna patología, etc.
2. Inmutabilidad: “inmutable” significa que “no cambia”. Si “cambiar” significa que se le agregue algo (mediante la ley humana, por ejemplo, como veremos enseguida), entonces puede cambiar y es mutable (añadiendo leyes útiles para la vida humana según la razón). Si “cambiar” significa sustraer algo (que algo deje de ser de ley natural), entonces hay que distinguir: a. según los primeros principios de la ley natural, no puede cambiar sino que es absolutamente inmutable (el principio de la felicidad, por ejemplo); b. según los segundos preceptos (conclusiones prácticas próximas o cercanas a los primeros principios, derivados de ellos), entonces no suele cambiar, puesto que, en general, son rectos, pero pueden efectivamente cambiar en algo particular o en algunos casos (por algunas causas especiales que impidan observar tales preceptos). Es importante que el agente moral tenga la suficiente capacidad cognitiva para detectar en cada caso cuándo puede no-aplicar algún precepto secundario de la ley natural en orden a obrar con rectitud en casos excepcionales (lo que se llama gnóme), y hacerlo (epieikéia).
3. Imborrabilidad: Dice San Agustín: “tu ley ha sido escrita en los corazones de los hombres, la que ninguna iniquidad puede borrar”
Citado por Santo Tomás en Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 6, sc.. Los preceptos comunísimos son conocidos por todos y no pueden ser borrados universalmente hablando, en su raíz (por ejemplo: “hacer el bien y evitar el mal”; “dar a cada uno lo suyo”; “hacer a los demás lo que te gustaría que te hagan”, etc.); en lo particular operable, en cambio, o sea, qué hacer en este caso concreto conforme a la ley natural, se puede borrar, según que la razón está impedida para aplicar el principio común al acto particular, es decir, en la medida en que la razón se ve distorsionada o pervertida por alguna emoción, mala costumbre, patología, indisposición física, etc., y no puede orientar el acto particular al fin global del sujeto, su felicidad. Los preceptos secundarios (“no matar”, por ejemplo) pueden borrarse por malas persuasiones, costumbres perversas, hábitos corrompidos, etc. (así, del corazón de muchos alemanes ese precepto estaba borrado). Lo central es que siempre en consciencia el sujeto conserva un residuo, en el fondo de su alma, de aquello que es bueno hacer y malo evitar. El corazón humano siempre conserva una fuerza de realización del bien moral.
En tercer lugar, está la “ley humana”, “ley puesta (posita) humanamente” o “ley positiva”. Santo Tomás la compara con la ciencia: así como la razón especulativa o teórica, a partir de axiomas o principios indemostrables naturalmente conocidos (por ejemplo, el “principio de no contradicción” -PNC-: nada puede ser y no ser a la vez y bajo el mismo aspecto), encuentra por industria de la razón las conclusiones necesarias de las diversas ciencias (cualquier doctrina científica tiene que estar de acuerdo con el PNC, de lo contrario sostendría algo absurdo y contradictorio); así también la razón práctica, a partir de los preceptos de la ley natural, principios comunes e indemostrables (reglas básicas y generales de nuestros actos, contenidos en la syndéresis; por ejemplo: “dar a cada uno lo suyo”), descubre, ya sea a modo de derivación o de aplicación, la disposición de actos más particulares (ej.: pagarle al kioskero lo que le debo por el alfajor que compré). Esto es la ley humana: las direcciones particulares de los actos singulares.
Uno de los padres del derecho natural es Cicerón, quien en su Retórica conjuga la ley natural con la humana: “el inicio del derecho procede de la naturaleza; después, unas cosas se hicieron costumbre por utilidad de la razón; más adelante, estas cosas procedentes de la naturaleza y aprobadas por la costumbre fueron sancionadas por el miedo y la religación de las leyes”
Citado por Santo Tomás en Summa Theologiae I-II, q. 91, a. 3, c..
Es del todo útil y necesario que algunas leyes sean puestas por los hombres. La ley natural es insuficiente. En efecto, en el hombre existe naturalmente la aptitud o inclinación hacia las virtudes, buenas disposiciones habituales de nuestas capacidades operativas, que nos conducen a la plenitud humana, pero la misma perfección de la virtud, su posesión en estado pleno y no como mera aptitud, supone la mediación educativa, social y cultural. Para esta mediación el hombre no se basta a sí mismo fácilmente (le es difícil, por ejemplo, luchar con sus deseos desordenados de placer por sí solo; al menos en la adolescencia y juventud), sino que es necesario que la disciplina por la que llega al bien de la virtud le sea dada por otros. Estos “otros” pueden ser suficientemente los padres si el niño/adolescente/joven está bien dispuesto hacia la virtud (por sus talentos y temperamentos, por costumbre, entorno, disposición natural, etc.), pero si es un insolente, más pronto al vicio, que no es interpelado fácilmente por las palabras paternas, entonces se precisa la cohibición por la fuerza y el miedo a los castigos que ofrece el Estado. Así, no serán un estorbo para la paz de la sociedad y, más aún, se corregirán para vivir según la virtud de modo espontáneo y voluntario en un futuro
Este punto se vincula con la tesis de la tolerancia o permisión de ciertos actos malos o conductas viciosas en la sociedad: “la ley humana está hecha para la masa, en la que la mayor parte son hombres imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes” Summa Theologiae I-II, q. 96, a. 2, c..
De la ley humana es importante resaltar tres puntos: 1. Derivación respecto de la ley natural. Como dice San Agustín: “no parece ser ley, la que no fuera justa”
Citado por Santo Tomás en Summa Theologiae I-II, q. 95, a. 2, c.. La ley, en tanto tiene fuerza de ley, en tanto tiene de justicia. La justicia de la ley puesta humanamente le viene de lo que tiene de refuerzo de las inclinaciones naturales del hombre hacia su bien-fin. Las leyes injustas no son ley, sino perversión o deformidad de la ley, parecen ley en su formalidad, en sus procesos de establecimiento, etc., pero en cuanto a la materialidad de su contenido no orientan racionalmente al hombre hacia el bien común. Algo es justo, en cambio, por el hecho de que es recto según la regla de la razón, y la regla primera de la razón es la ley natural. La legalidad de la ley positiva viene entonces por su derivación de las leyes naturales.
Ahora bien, esta derivación puede revistir diversas modalidades y no es un traspaso mágico e inmediato, como si alguien intuyera fácilmente qué es de ley natural y lo trasplantara por escrito en un código legislativo. Se necesita, por ejemplo, la cooperación dialógica entre los hombres. A grandes rasgos esta derivación puede ser de dos modos: a. la ley humana se deriva como conclusión o conjunto de conclusiones a partir de los principios de la ley natural (aquí coloca el Aquinte al “derecho de gentes”); por ejemplo, de “no hay que hacerle el mal a ninguno” se deriva “no matar”; b. la ley humana se deriva como determinación o especificación de algunas cosas más comunes, hechas por los juicios de expertos y prudentes (aquí coloca al “derecho civil”); por ejemplo, de “aquel que hace el mal, debe ser castigado” se deriva “tal persona debe ser castigada con tal pena” (que una persona vaya presa 20 o 25 años no es de ley natural, pero se deriva de ella a modo de determinación). En cualquier caso, la ley positiva debe ajustarse o adecuarse tanto a la ley eterna y natural, principios universales e inmutables, como a la coyuntura, el espacio y el tiempo propios de cada pueblo en cada cultura de la historia, particular y mutable.
2. Obligatoriedad o necesidad en el foro de la consciencia: Si la ley humana es justa, en virtud de la ley eterna y natural, de las que se deriva, entonces impone necesidad en la consciencia, se vuelve obligatoria. Si, en cambio, es injusta porque se opone al bien humano (a la vida, a la educación de los padres respecto de los hijos, al conocimiento, a la vida en sociedad, etc.), entonces depende: hay que evaluar, en el foro de la consciencia, con prudencia, si conviene o no cumplir la ley positiva. Podría suceder, por ejemplo, que desobedeciendo una ley injusta se provoque un mayor mal que obedeciéndola (escándalo, desorden social, etc.). La ley injusta no obliga ni impone necesidad a consciencia, pero su no-cumplimiento no es sin más, sino que está regulado por la prudencia civil. Ahora bien, si se opone al bien divino (leyes idolátricas, por ejemplo), lo prudente siempre es no cumplirla, es decir, nunca obligan a consciencia ni imponen necesidad. No sería lícito cumplir de todos modos una ley injusta que se opone al bien divino, por razón de algún bien mayor que, en prudencia, se salvaría, precisamente porque no habría un bien mayor que el divino. Desobedecer una ley injusta contra lo divino es siempre lo mejor.
Si solo existiera la ley positiva y uno negara la existencia de una ley supra-positiva (natural, eterna, divina), no cabría la posibilidad de la “objeción de consciencia”, uno no podría sustraerse de ningún modo de las obligaciones sociales. Uno puede desobedecer y no cumplir una ley a la que está sujeto en cuanto ciudadano, porque en su consciencia reconoce una ley diferente que lo liga de una manera más tensa, lo obliga de un modo más necesario: “puede ocurrir que alguien, aunque sometido de suyo a la ley, no esté obligado a ella en algunas cosas en las que se guía por una ley superior”
Summa Theologiae I-II, q. 96, a. 5, c. En este sentido, la única ley que verdaderamente obliga e impone necesidad en el foro de la consciencia es la ley eterna, divina y natural, puesto que la misma ley positiva o humana recibe su obligatoriedad de éstas. . Finalmente, puede suceder que un hombre no obedezca la literalidad de la ley, pero sí el espíritu según el cual fue escrita; por ejemplo, las leyes de tránsito están escritas para proteger la vida de los que se conducen por la vía pública; ahora bien, si estoy manejando, tengo una urgencia médica y necesito llegar de inmediato a un hospital, entonces, desobedeciendo o no cumpliendo la literalidad de las leyes de tránsito, pero sí su espíritu, puedo excederme en velocidad, saltear algún semáforo en rojo, conducir por la banquina, etc. (siempre y cuando conserve la prudencia y el espíritu de la ley, es decir, no cause mayores males para la vida de los que transitan; es lo que decíamos al nombrar a la gnóme y epieikéia)
Summa Theologiae I-II, q. 96, a. 6, sc.: “Dice San Hilario en IV De Trinit.: El sentido de las palabras debe tomarse de las causas que las inspiraron; porque no se subordinan las cosas a las palabras, sino las palabras a las cosas. Por consiguiente, más que a las palabras de la ley se ha de atender a las razones que movieron al legislador”; Cf. II-II, q. 51, a. 4; q. 120, aa. 1-2..
3. Mutabilidad: Dice San agustín: “La ley temporal, aunque sea justa, puede ser legítimamente cambiada en el curso del tiempo”
Citado por Santo Tomás en Summa Theologiae I-II, q. 97, a. 1, c.. Podemos aprender de nuestros errores y perfeccionar nuestras leyes. Podemos cambiar leyes inicuas. Además, puede cambiar la condición de las personas, cuyos actos se regulan por las leyes y, así, cambiar las leyes mismas. Si se puede mejorar la legislación en orden al bien común, siempre y cuando no se desprecie la tradición (y no se haga continuamente de tal modo que pierda estabilidad y seriedad), debe hacerse. San Agustín, nuevamente, ejemplifica la mutabilidad de las leyes humanas en el paso de una democracia a una aristocracia, formas legítimas de gobierno, según la condición de los hombres:
San Agustín explica esto en I De lib. arb. con el siguiente ejemplo: Cuando un pueblo es correcto, y ponderado y celosísimo guardián del bien común, es justo que se le reconozca por ley la facultad de nombrar él mismo a los magistrados que lo han de gobernar. Mas si este mismo pueblo, corrompiéndose poco a poco, cae en la venalidad del sufragio y entrega el mando a los infames y malvados, con razón se les priva del poder de nombrar cargos y retorna este poder al arbitrio de una minoría de hombres honestos
Idem..
Pasemos al tema de la consciencia moral
Cf. Santo Tomás de Aquino, De Veritate q. 17., a la que simplemente hemos hecho alusión. No hablamos aquí de la consciencia psicológica, según la cual, por ejemplo, nos damos cuenta que vivimos, de las cosas que nos ocurren interiormente, etc (así se dice que la consciencia es como una especie de “testigo” interior de nuestras acciones). Si bien la consciencia moral presupone ésta, sin embargo, se distingue. Aquí se trata de la apercepción que tenemos del bien y el mal. “Consciencia” o “conciencia” (preferimos la primer versión que conserva la “s” del original latino) viene del latín conscientia, compuesta de cum (“con”) y scientia (“ciencia, conocimiento”). La consciencia implica un conocimiento que se tiene en simultáneo con otro, es decir, se sabe algo y se tiene cierta advertencia simultánea de aquello que se sabe. También puede ser que uno tome consciencia de algo que ya ha hecho o ha de hacer, pero en cualquier caso se trata de un “saber-con”.
Llamamos con propiedad consciencia moral al acto por el cual aplicamos un conocimiento habitual a una acción particular, de tal manera que advertimos si este acto es o no recto moralmente hablando. Esta aplicación puede ser doble: 1. A modo de dirección o consejo: a partir de un conocimiento nos dirigimos o aconsejamos a hacer o no hacer algo (descubrimos qué debe hacerse deliberando a través de qué medios podemos lograrlo). En este primer sentido, se dice que la consciencia instiga, induce, obliga, urge e impide. 2. A modo de examen: habiendo hecho el acto, juzgamos si ha sido bien o mal hecho, según algún conocimiento (discutimos la rectitud de lo hecho a partir del conocimiento natural de los primeros principios o reglas morales -syndéresis-, o a partir de lo que sepamos de la ciencia moral, etc.). En este segundo sentido, se dice que la consciencia o bien acusa, remuerde o reprende, si lo hecho no concuerda con el conocimiento en referencia al cual lo examinamos (“mala consciencia”), o bien defiende o excusa, si obramos conforme a aquel conocimiento (“buena consciencia”).
El hombre tiene grabado en su corazón ciertos conocimientos acerca de qué está bien y qué está mal (ley natural) o puede aprenderlos mediante su propia experiencia, la experiencia ajena, la educación, las leyes humanas, etc., y en base a ellos, al mismo tiempo, dirige y juzga sus propias acciones. Los primeros principios comunes o universales de la ley natural, conocidos por todos de modo evidente e indemostrable, por ejemplo, que hay que hacer el bien y evitar el mal, que están habitualmente presentes en nuestra mente configurando nuestro modo de entender qué debemos hacer y qué no (hábito cognitivo práctico de la syndéresis), están grabados en el corazón y a partir de ellos se desenvuelve nuestra vida práctica, tanto en su dirección como en su examinación. Muchas veces, la consciencia está entenebrecida, oscurecida, mal formada, contaminada por la perversión de nuestras indisposiciones psíquico-afectivas o por alguna deficiencia física o patológica, por el entorno malsano cultural, etc. Así, se le dificulta al hombre saber qué debe hacer en cada caso y cómo reconocer la rectitud de lo que ha hecho. Es fundamental iluminar la consciencia, formarla. La chispa de la syndéresis, el conocimiento de base de qué está bien y qué mal en su sentido primario, de todos modos, siempre permanece.
La consciencia puede equivocarse. Podemos pensar que hicimos algo bien cuando, en realidad, obramos mal, y viceversa. No es lo mismo, dice Aristóteles en esta línea, ser intemperado o inmoderado y ser un incontinente: el que no tiene templanza se desordena y excede en los deseos de placer sin ningún tipo de remordimiento, incluso hasta con cierto gusto; el incontinente, al contrario, sucumbe ante la pasión que todavía no domina, pero se reprocha a sí mismo, se arrepiente y busca el perdón y la mejora personal, ganar señorío sobre su impulsividad. La consciencia en ambos es diferente.
Ahora bien, respecto de la moralidad de un acto que nace de una “consciencia errónea o que yerra”, en vez de una “consciencia recta”, tenemos que tratar el tema más amplio de la moralidad de los actos humanos, de las fuentes de la moralidad. ¿Qué factores vuelven buena o mala una acción? La bondad o maldad de un acto no es un condimento externo que se le agrega desde fuera, sino que brota del mismo hecho de que un acto humano es una acción hecha libre y deliberadamente. Las fuentes, entonces, debemos buscarlas en los componentes mismos del acto.
La moralidad de un acto no depende de sus efectos o consecuencias subsiguientes (siempre que no sean premeditadas y no sea usual que se sigan dichas repercusiones). Si doy limosna y la persona la usa para comprar drogas, por ejemplo, eso no vuelve mala mi acción (repito, siempre que uno no premedite que esa persona compraría drogas y desconozca involuntariamente que esa persona suela hacer eso con la plata que se le da). Si insulto a alguien y esta persona lo soporta y lo aprovecha para ganar paciencia, entonces no vuelve bueno mi insulto.
Para determinar la moralidad de una acción hay que tener en cuenta tres factores: 1. Objeto o materia (¿qué se hace?): es lo que especifica o determina a la acción, haciéndola tal acción. Si el objeto de por sí es perverso, entonces puede haber un “acto malo por su especie (o por su objeto)”. Por ejemplo, tomar “lo ajeno” es robar. Dicho acto es de suyo malo, por la misma acción que se realiza.
2. Fin, intención u objetivo (¿para qué se hace? ¿en orden a qué?): este es el factor más decisivo, puesto que el fin es lo que más configura y regula la acción, precisamente porque se actúa en orden a alcanzar un fin. Lo que se quiere hacer se quiere hacer para algo. Además, mientras que el objeto y las circunstancias apuntan más a la razón, el fin hace referencia más directa a la voluntad, que es la que pone en marcha toda nuestra vida moral. Puede haber un acto que sea bueno por su objeto, pero que se vuelva malo por la intención del que obra; por ejemplo, dar limosna o ser generoso es un acto bueno si miramos al objeto, pero si hacemos esto para subirlo a Instagram y ganar seguidores (vanidad), entonces el acto es malo. Al revés también: puede suceder que hagamos algo malo pretendiendo alcanzar con eso un buen objetivo, pero hay que saber que “el fin no justifica los medios”, es decir, nunca es justificable hacer algo malo por una intención buena; por ejemplo, amenazar a un alumno para que apruebe la materia.
También hay que tener en cuenta el fin último o Sumo Bien en el que el sujeto coloca su felicidad y hacia lo que orienta, en último término, todas su decisiones y acciones. Si bien un acto puntual puede ser moralmente bueno, aún cuando el sujeto tienda con todas sus fuerzas, en última instancia, hacia, supongamos, el dinero, sin embargo, a la Ética no le interesa tanto la determinación del bien y el mal de actos puntuales e inconexos del estilo de vida de la persona, sino más bien hacia dónde está dirigiendo su vida al fin y al cabo. Esto no hace, de todos modos, que un acto particular sea realmente malo, aunque el sujeto esté orientando su vida hacia el rumbo indicado.
3. Circunstancias: la moralidad depende de obrar cómo se debe, cuándo se debe, con quién se debe, etc. Si falla alguna de las circunstancias debidas a la acción, entonces el acto pierde integridad y cae en defectos. Las circunstancias añaden o quitan plenitud al acto. En general, no vuelven distinta a la acción, sino que le dan ciertas características, de tal manera que atenúan o agravan su moralidad, pero no vuelven bueno o malo un acto (supuesto que un acto es bueno o malo según su objeto y fin, entonces las circunstancias aumentan o disminuyen dicha moralidad); por ejemplo, robar es malo (por su objeto; incluso si el sujeto persiguiese un fin noble como donarlo a los pobres), pero es más grave robar mayor cantidad de plata que poca cantidad, o robar siendo rico que siendo pobre, o robarle a un pobre que a un rico, etc. Podría suceder, no obstante, que una circunstancia modifique la esencia del acto, volviéndolo un acto distinto: por ejemplo, robar en un templo no es simplemente robar, sino cometer un acto de sacrilegio.
Objeto, fin y circunstancias deben ser buenos y debidos para que la acción, en su integralidad, sea moralmente buena. El mal, en cambio, aparece, como decían los clásicos, a partir de cualquier defecto.
Precisemos un poco más estas fuentes para incluir el problema de la consciencia. La voluntad tiene por “objeto” un bien que le presenta la razón como conveniente. La bondad de la voluntad, de nuestros quereres, depende, entonces, de que siga a la razón. Si la voluntad no se dirige al bien que le proporciona la razón, entonces su acto va a ser desordenado y desproporcionado, porque va a seguir a un bien que le presentan los sentidos o la imaginación al margen de la razón. La razón, de este modo, es la regla próxima o inmediata de la voluntad desde la cual se mide su bondad. La luz de la razón, en la que están contenidas las chispas de la ley natural, es la que ilumina al bien que guía y regula a la voluntad, a partir de la cual hacemos todo lo que hacemos. El bien que la razón presenta debe ser, a su vez, un bien proporcionado a la naturaleza propia del hombre (tiene que ser algo que efectivamente me haga bien, que esté acomodado a mi naturaleza racional y pueda ser referido al bien común, de la comunidad de la que, como individuo, formo parte).
¿Qué pasa si mi razón me presenta un bien que, en el fondo, es malo? ¿Qué debería hacer mi voluntad en ese caso? Lo primero que hay que decir es que la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea es mala, es decir, está moralmente mal actuar en contra de la consciencia. Si a mí me parece que algo es bueno, aunque realmente sea malo, querer hacer lo contrario, es hacer el mal, aunque realmente sea hacer el bien. Si estoy convencido, por el motivo que sea, que robar es algo bueno, y no robo (actúo en contra de mi consciencia), entonces hago algo moralmente malo (aunque no-robar sea verdaderamente bueno). Si un sujeto a consciencia hace algo que le parece mal, aunque esté bien, él hace mal. La voluntad se estaría moviendo a un objeto que la razón le presenta como malo, aún si no lo fuera, y por tal motivo la voluntad “quiere el mal”. Por esto se dice que “la consciencia errónea obliga o vincula”. Dicho de otro modo: toda voluntad en desacuerdo con la razón (recta o errónea) es mala.
Ahora bien, la voluntad en acuerdo con la razón errónea puede ser tanto buena como mala. Dicho de otro modo, la consciencia errónea no siempre disculpa o excusa. Esto depende de qué tipo de ignorancia exista en ese error. Si uno yerra porque ignora algo involuntaria e invenciblemente, entonces sí disculpa. Por ejemplo, puede ser que alguien me mienta diciéndome que si aprieto un botón voy a ganar diez mil dólares, pero, en realidad, al apretarlo hago explotar una ciudad; si lo aprieto, mi voluntad está de acuerdo con mi consciencia errónea (no sé, sin culpa propia, que, al apretar el botón, vuelo una ciudad), pero yo no podría saber lo que ignoro, por lo tanto eso me disculpa de ese terrible suceso. En cambio, si la ignorancia es voluntaria y vencible, directa (“ignorancia afectada”) o indirectamente (“ignorancia de mala elección o negligencia”), entonces no disculpa. La voluntad que concuerda con la consciencia que yerra voluntariamente es mala, porque indica falta de atención o incluso malicia. Por ejemplo, si me dan una horca y me dicen que en un fardo de paja hay diez mil dólares, pero que también hay un niño escondido, y comienzo a picar y levantar la paja con la horca para buscar el dinero, pero termino apuñalando al pequeño, entonces no puedo decir que “no sabía dónde estaba el niño”.
Finalmente, hay que hacer dos aclaraciones. La primera es que existen acciones que son moralmente neutros o indiferentes según su objeto o especie, es decir, que de suyo no indican ninguna conveniencia o inconveniencia con la razón; por ejemplo, levantar una brizna del suelo o salir al campo. Sin embargo, en definitiva, ninguna acción voluntaria es indiferente en su individualidad concreta, puesto que, en último término, está animada por una intención de un fin que o concuerda o discuerda con la naturaleza humana y su felicidad. En este sentido, hasta la acción más insignificante y cotidiana, si se hace en las circunstancias debidas y en orden a una buena intención, puede favorecer a nuestro desarrollo personal. Si la acción individual no es plenamente humana y voluntaria, sino que procede de la imaginación u otro sentido, o incluso algún reflejo, entonces puede ser indiferente; por ejemplo, rascarse la barba, mover la mano o el pie, etc.
La segunda aclaración tiene que ver con las consecuencias que se siguen de la moralidad de las acciones humanas. Si el acto es bueno se sigue que es recto, laudable o digno de alabanza y meritorio, o sea, digno de premio o recompensa. Si el acto es malo se sigue que es torcido o desviado respecto del fin común de la vida humana, culpable, vituperable o digno de oprobio y demeritorio, o sea, digno de castigo.
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