Introducción.
La antropología, la teoría
política y lo político
Mónica L. Espinosa Arango, Ph. D.
Alex Betancourt, Ph. D.
Este libro nace de los encuentros que hemos tenido colegas de diferentes
campos de las ciencias sociales. Algunos somos antropólogos interesados en los
vínculos de la historia, la violencia y la vida política y cultural en los llamados
pueblos no occidentales, tanto pasados como presentes; otros somos cientíicos políticos que trabajamos en teoría política, en particular, en teorías de la
democracia y la relación entre la violencia, la democracia y la responsabilidad
política; inalmente, otros trabajamos en estudios críticos del desarrollo y en la
manera como se forja el Estado a nivel local en las redes globalizadas del mundo
contemporáneo. Le hemos apostado a construir un intercambio interdisciplinario sobre lo político, que ofrezca una pluralidad de perspectivas sobre el poder.
Una de las características principales de lo político radica en la preocupación
por el carácter “colectivo” del poder político y su relación con la distribución de
recursos (Wolin, 1969). Lo anterior quiere decir que la pregunta por lo político
involucra una mirada a la experiencia social, al simbolismo que la rodea, a su
cotidianidad y a las prácticas socioculturales en las que hunde sus raíces. Asuntos
como el ejercicio de la autoridad y sus efectos; el establecimiento, legitimación
y representación del poder político, y los procesos de toma de decisión respecto
a recursos que afectan la vida común de una colectividad están integrados en
dichas prácticas socioculturales.
Con la publicación de este libro buscamos presentar un conjunto renovado
de análisis sobre la vida política moderna y las prácticas y elaboraciones sociales,
culturales, cientíicas y de poder que la fundan. Este libro ofrece a los lectores
oportunidades variadas y situadas en diferentes casos de estudio para pensar el
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El poder en plural
poder y las diferentes maneras como se articula lo político: la Historia Universal
de cara a una historia universal desde abajo, cuyo momento luminoso sería la
Revolución Haitiana; el Estado visto a través del prisma clastresiano de la lucha
contra el Estado como encarnación del Mal; el eurocentrismo invertido de la
ilosofía de Dussel con relación a la complejidad histórica de la modernidad temprana en el Caribe; el lugar de la catástrofe en el discurso político contemporáneo
y su doble momento de naturalización de la catástrofe y “catastroización” de
la política; la dialéctica social que subyace a los escenarios de exclusión de las
favelas en Brasil y las preguntas difíciles sobre la democracia a la luz de la experiencia cotidiana de ciudadanos para quienes la violencia es algo rutinario; y la
dinámica en la que se entretejen Estado, naturaleza y capital en las tierras bajas
del Pacíico colombiano a partir de la implementación del proceso de ordenamiento territorial durante la década de los noventas del siglo xx.
Esta introducción se estructura en torno a tres asuntos. En primer lugar, desarrolla una relexión sobre la relación entre antropología cultural y teoría política.
En segundo lugar, sitúa retrospectivamente la relación entre la antropología y lo
político desde propuestas que se originaron en la década de los sesentas del siglo
pasado, mostrando sus temas y problemas y evaluando su relevancia contemporánea. En tercer lugar, presenta las constelaciones antropolíticas, mostrando
los ejes temáticos y los principales argumentos desarrollados en las partes del
libro y en los capítulos especíicos.
La antropología cultural y la teoría política
La relación entre antropología cultural y teoría política no ha sido objeto de
elaboraciones frecuentes, aunque desde luego han existido propuestas de acercamiento –algunas pioneras, otras puntuales– de la antropología a la ciencia
política en la academia del Atlántico norte (Cohen, R., 1967; Cohen, A., 1978;
Aronof, 1986). Por razones del origen y el desarrollo de la disciplina, la antropología clásica se mantuvo a distancia de las preocupaciones asociadas a la consolidación teórico-metodológica de la ciencia política, dedicada a la investigación
de los asuntos públicos y los sistemas de gobierno occidentales. Los antropólogos
clásicos veían estos últimos en clara contraposición con los de las sociedades
no occidentales o “primitivas”, a cuyo estudio se abocaron. Aunque hubiese
referentes teóricos comunes en pensadores antiguos y modernos –Aristóteles,
Rousseau, Hobbes, Montaigne, Montesquieu, Engels y Marx, entre otros–, y
aunque pioneros de la antropología como L. H. Morgan hubiesen tratado algunos temas de la ilosofía política con relación al surgimiento de las normas y
formas de producción de las llamadas sociedades salvajes, bárbaras y civilizadas,
y aunque las ideas de E. Durkheim y M. Weber circularan ampliamente en los
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introducción
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medios intelectuales, no puede decirse que se haya dado una interpenetración
entre la antropología y los problemas de la ilosofía política antigua, medieval
o moderna.
Por su parte, la teoría política también experimentó una desconexión severa
con respecto a los supuestos que subyacían a muchos de sus enunciados. Entre
las preocupaciones fundamentales de los teóricos políticos se encontraban la
naturaleza del ser humano, el papel de las instituciones políticas y el desarrollo
de nociones especíicas de lo político. Dentro de estas preocupaciones, la más
cercana a la antropología era la relativa a la naturaleza del ser humano. Una
mirada a los pensadores canónicos de la historia de la teoría política, tales como Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Locke y Rousseau, revela que cada
uno de ellos suponía que los seres humanos tenían rasgos y conductas que se
entendían como universales. Por ejemplo, Maquiavelo y Hobbes compartían una
noción bastante pesimista del ser humano; ambos lo veían como un ser egoísta,
envidioso, falto de solidaridad y preocupado únicamente por su propio interés.
En cada pensador, las nociones sobre la naturaleza del ser humano tuvieron
sus corolarios especíicos. En el caso de Maquiavelo, la famosa “economía de la
violencia”; en el de Hobbes, la conocida “guerra de todos contra todos”. Quizás
uno de los ejemplos más célebres sea la popularizada noción del “noble salvaje”
de Rousseau. El pasaje del estado de naturaleza del ser humano a la sociedad
política, descrito por Rousseau en el Discurso sobre el origen y fundamento de
la desigualdad entre los hombres (1754), quizás sea uno de los momentos más
antropológicos de la teoría política. Tan central ha sido la discusión de Rousseau
que Claude Lévi-Strauss le dedicó toda una sección en su libro El pensamiento
salvaje (1962). Sin embargo, en raras ocasiones los teóricos políticos han examinado seriamente el contenido antropológico de sus supuestos (Wood, 1972).
Por otro lado, desde la antropología han existido propuestas de crear vasos comunicantes entre ideas ilosóicas y problemas antropológicos. En su
momento, Pierre Clastres (1978/1969) propuso una “revolución copernicana”
para repensar el poder en las sociedades primitivas y establecer un principio
de exterioridad del Estado (tal como lo analizaremos en este libro), para lo cual
recurrió y respondió a algunas inquietudes de la ilosofía política moderna. De
igual forma, desarrolló una fuerte crítica al etnocentrismo de la teoría occidental. Por su parte, Cliford Geertz (2002/2000) fue de los pocos antropólogos
que se propusieron disertar explícitamente desde la antropología sobre temas
de la ilosofía política, insistiendo en construir un puente entre el interés distintivamente antropológico por “la singularidad de los modos de vida de otros
pueblos” y la investigación empírica, por un lado, y la experiencia humana en
una dimensión amplia, por otro. En este sentido, se dio a la tarea de relexionar
sobre los problemas epistemológicos del conocimiento, sobre la modernidad y
sobre los problemas políticos contemporáneos derivados de los conlictos étni-
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El poder en plural
cos. También cabe destacar la relexión crítica que hizo Marshall Sahlins (2011)
sobre las nociones de naturaleza humana tomando como punto de partida la
idea de los impulsos egoístas del ser humano, que ha sido la base de la ideología
del capitalismo y de varias teorías políticas y económicas modernas.
Desde otro posicionamiento conceptual, Michel-Rolph Trouillot (2011/2003)
señaló que el horizonte peculiar de representación que llamó “el nicho del Salvaje”, característico de la ilosofía política y la ciencia modernas y asociado a “la
geografía de la imaginación de Occidente” y al mito del noble salvaje, no se forjó
en la Ilustración, sino en el colonialismo temprano. Trouillot insistió en que la
expansión europea en ultramar desde el siglo xvi no solo marcó el surgimiento
del colonialismo y el capitalismo, sino que fue decisiva en la construcción del
“nicho del Salvaje”. En esa medida, consideraba impensable hacer antropología sin historizar y criticar la relación de la antropología con la geografía de la
imaginación de Occidente, en la cual el pensamiento de Rousseau ha jugado
un papel central. En cierta medida, los planteamientos de Trouillot hacen eco
de las preocupaciones políticas y conceptuales de la antropología cultural de
la posguerra, sobre todo desde el reconocimiento temprano que tanto Pierre
Clastres como George Balandier hicieron de los problemas de etnocentrismo
en la teoría antropológica.
La siguiente sección no busca presentar un balance exhaustivo de la antropología política, sino examinar la manera en que la antropología abordó lo político
en un momento crítico y prolíico, y recorrer los caminos que se abrieron para
llegar a una pluralidad de estudios que exceden la idea de una “antropología
política”. En el camino esperamos desarrollar posibilidades iluminadoras de
diálogo con la teoría política.
La antropología y lo político
Los años inales de la década de los sesentas del siglo pasado fueron estimulantes para la relexión antropológica sobre el poder y la vida política. Desde
unas perspectivas críticas de la antropología tradicional, inluenciada por los
paradigmas del estructural-funcionalismo y de la evolución política, algunos
antropólogos propusieron nuevos modos de ver la vida política con relación a
las prácticas socioculturales (Gluckman, 1965; Swartz, Turner y Tuden, 1966;
Balandier, 1969/1967; Clastres, 1978/1969).1 Nos vamos a referir a dos trabajos
que, en nuestra opinión, tuvieron un inlujo decisivo en las relexiones teórico1 El libro compilado por J. Llobera (1979) en español es una fuente importante de documentación; está basado en la traducción de varios textos producidos entre las décadas de los cuarentas
y los sesentas del siglo pasado.
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introducción
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metodológicas posteriores. La pluralidad teórica y temática de las propuestas
contemporáneas hace difícil hablar de una “antropología política”, aunque sí
permite hablar de géneros y formas de etnografía política experimental y de
etnografías de lo político (Kurtz, 2001). Esto podría verse como parte de una
antropología de lo político.
El primer trabajo fue la base de una tendencia antropológica llamada retrospectivamente el “paradigma procesual” (Kurtz, 2001). Surgió a partir de
los estudios experimentales liderados por Marc Swartz, Victor Turner y Arthur
Tuden (1966) en torno a la antropología política. El segundo trabajo fue el propuesto por George Balandier (1969/1967), cuyos argumentos se convirtieron en
fundamento crítico para los debates antropológicos sobre la economía política
y la evolución política de las llamadas sociedades arcaicas.
El experimento de Swartz, Turner y Tuden intentaba establecer si había algún
tipo de cambio teórico-metodológico en la antropología vinculado con las profundas transformaciones políticas y los procesos de descolonización que vivían
para ese momento la mayoría de las sociedades estudiadas por los antropólogos.
El continente africano era el escenario paradigmático de enlace entre teoría y
práctica, ya que los estudios clásicos sobre la organización sociopolítica provenían de etnografías de pueblos africanos. Entre ellas cabe resaltar el estudio de
E. E. Evans-Pritchard (1977) sobre los nuer del alto Nilo en el Sudán, publicado
en 1940; la colección de estudios comparativos sobre la organización política y
el gobierno de las “tribus” ngwato (en el entonces protectorado de Bechuana),
bemba (Zambia), kede (Nigeria), bantú (Uganda), tallensi (Ghana) y nuer, así
como el imperio zulú (Suráfrica) y el reino de Angola (Uganda), dirigida por
Fortes y Evans-Pritchard (1963) y también publicada en 1940; y la colección de
estudios organizada por John Middleton y David Tait, publicada en 1958, sobre
seis sociedades segmentarias formadas por grupos de descendencia unilineal y
sin autoridad política centralizada: los dinka, los mandari, los amba y los lugbara, de África oriental, y los tiv y los konkomba, de África occidental (Middleton
y Tait, 1967).
Swartz, Turner y Tuden propusieron reexaminar la teoría a la luz de los fenómenos de cambio sociocultural y modernización político-económica que se
venían dando entre los pueblos no occidentales. La idea era lograr una mejor
comprensión de los procesos dinámicos del conlicto. Aunque posicionados en
una analítica funcionalista que llamaron “procesual”, estos autores asumieron
como lugar primario de indagación la interacción de los agentes políticos. Su
postura se diferenció del enfoque antropológico previo en las estructuras de
gobierno o en las estructuras de descendencia y linajes de parientes asociados a
un territorio. La inluencia de la Escuela de Manchester fue importante en este
giro. Liderados por Max Gluckman, sus investigadores estaban interesados en
examinar los conlictos de intereses y valores, la sucesión de cargos, los rangos
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El poder en plural
de autoridad y las leyes consuetudinarias, al igual que los mecanismos rituales
de resolución de conlictos (Gluckman, 1965). Swartz, Turner y Tuden centraron
su atención en los conlictos derivados de la acción de los agentes políticos, en las
formas de mediación y resolución de estos conlictos, en la transformación de
los códigos, los cargos políticos y las formas de ejercer autoridad, y en la relación
entre política y ritual. Desde allí propusieron un acercamiento procesual a la
dimensión de lo político, haciendo énfasis en la continuidad espacio-temporal.
En líneas generales, argumentaron que el análisis del campo político no
solo debía dar cuenta de la dinámica entre personalidades (jefes) y grupos, sino
de la discrepancia entre las metas públicas perseguidas por los agentes de una
colectividad y las conductas que estos desarrollaban para alcanzarlas. Era el
lugar adecuado para analizar el surgimiento de conlictos y tensiones que no
necesariamente llevaban a la preservación de instituciones y estructuras sino,
muchas veces, a su inestabilidad y subversión dentro de un campo diferencial
de logros en el uso del poder público y en las formas de control, distribución y
reparto de metas y recursos escasos.
Turner insistió en la importancia de estudiar lo que llamó el “drama social”
o “drama del vivir”, una estructura o unidad procesual que todo individuo y
colectivo que compartiera ideas y lazos basados en una historia común experimentaba a lo largo de la vida (Turner, 1982). El drama social era un desafío perpetuo a cualquier aspiración de perfección de una organización política y social,
es decir, era un “universal procesual” que demostraba que la vida sociopolítica
siempre involucraba competencia por metas (poder, dignidad, prestigio, honor
o pureza) y recursos escasos (bienes, territorio, dinero o mujeres). En síntesis,
Turner sostuvo que el drama social era una “estructura situacional de sentido”
caracterizada por cuatro fases: ruptura, crisis, reparación o ajuste, y reintegración o reconocimiento de la ruptura. Todo colectivo humano con aspiraciones
de comunidad política experimentaba rupturas o producía consensos cuyo
desencadenamiento mostraba “la estructura de la acción política” de un modo
procesual, es decir, dinámico y local, no estático y generalizante. El drama social promovía una poiesis o reconiguración del sentido cultural, aun cuando
signiicara el desmantelamiento de antiguas estructuras de sentido.
Si bien el vigor del paradigma procesual declinó hacia inales de los ochentas, contribuyó a revertir el estructuralismo de los estudios antropológicos
tradicionales sobre la vida política y sus funcionalidades, y a establecer una
serie de criterios conceptuales para abordar la dinámica, competencia y tensión
propias del campo político. Los procesuales resaltaron la agencia de los sujetos
políticos, sus narrativas y sus procesos relexivos y de autorrepresentación,
por lo general maniiestos en rituales sacros y profanos, expresiones artísticas,
formas teatrales y deportivas y actividades performáticas en su sentido más
amplio (Schechner, 2006).
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introducción
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Balandier (1969/1967), al igual que Swartz, Turner y Tuden, hizo énfasis en la
importancia de analizar –si bien dentro de una perspectiva no funcionalista– las
relaciones de poder, las estructuras que le brindaban a este su fundamento, los
tipos de estratiicación social que lo hacían necesario y los rituales que aseguraban su arraigo en lo sagrado e intervenían en sus estrategias. Si para aquellos
el carácter público e intencional de las conductas de los agentes con relación al
uso del poder era central en la movilización del capital político y en la conformación del campo político, para Balandier era además primordial construir un
proyecto histórico y comparatista que demostrara la relevancia de lo político
en la diferenciación histórica de las sociedades globales y, en particular, en las
“formas políticas otras”, en las que el Estado no estaba claramente constituido, y
que contrastaban con aquellas en las que sí existía bajo diversas coniguraciones.
Tanto Swartz, Turner y Tuden como Balandier tenían claro que adoptar una
perspectiva histórica era necesario para reconceptualizar la antropología política; sin embargo, las características y metas de esa historización de la cultura
eran distintas. El acercamiento procesual de Swartz, Turner y Tuden a lo político
no hacía énfasis en las discusiones teóricas más amplias sobre la presencia o
ausencia del Estado como marcador de las sociedades políticas, sino que estaba
circunscrito a un redimensionamiento de la dinámica política en el nivel de la
experiencia y la interacción de los individuos. Por su parte, el acercamiento de
Balandier era más próximo a lo que se discutía en la ilosofía política europea,
sobre todo bajo el inlujo de las ideas de Rousseau respecto al hombre en estado
de naturaleza y al hombre político, las sociedades naturales y las sociedades
políticas fundadas en el contrato social. Balandier estaba interesado en señalar
que lo político también era constitutivo de las sociedades sin Estado y que, por
lo tanto, era un fenómeno susceptible de ser estudiado de modo comparativo.
Su propuesta resaltaba la necesidad de aprehender las diferentes expresiones de
la realidad política en toda su extensión histórica y geográica.
Al igual que Pierre Clastres en su ensayo de 1969 “Copérnico y los salvajes”,
en el que denunció el etnocentrismo cultural del pensamiento occidental y abogó
por entender las sociedades sin Estado más allá de la idea occidental según la cual
toda relación de poder, en particular de poder político, entraña una relación de
orden-obediencia (Clastres, 1978/1969), Balandier señaló el etnocentrismo de la
mayoría de las teorías políticas y propugnó por una localización y delimitación
del campo político que tuviera en cuenta la energía difusa del poder, siempre
orientada hacia adentro y hacia afuera, siempre percibida por sus efectos y generadora de asimetrías que afectan la vida social. En este orden de ideas, insistió
en el potencial variable de desigualdad generado por el poder y en su carácter
ambiguo y sacro, incluso en contextos seculares. Al mismo tiempo, orientó sus
preocupaciones al problema de la situación colonial y la descolonización desde
su experiencia como antropólogo africanista, y exhortó a otros antropólogos a
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El poder en plural
hacer estudios sobre las dinámicas de competición, impugnación y persuasión
del campo político, asumiendo el tiempo histórico como dimensión deinidora
de este campo y asociando las sociedades arcaicas con la Historia.
El interés distintivamente antropológico por las llamadas sociedades primitivas, sumado a la crítica al etnocentrismo de la teoría misma que estas dos
tendencias promovieron bajo distintos modos y metas, tuvo el efecto de revelar la centralidad e historicidad de lo político en el estudio de las dinámicas y
tensiones de los grupos humanos. De igual forma, demostró la importancia
de la política local, la agencia de los sujetos y las dinámicas del ejercicio del
poder entre grupos de interés que no necesariamente estaban circunscritas a
las formas institucionales de gobierno. Finalmente, abrió interesantes rutas
de indagación en torno a la relación entre política y ritual y entre política y
religión, el carácter ambiguo y sacro del poder, la teatralidad del poder, el poder mágico y la reiicación del Estado (para algunos ejemplos, véanse Geertz,
1980 y Taussig, 1997).
Durante la década de los sesentas, la mirada de la antropología al aspecto
rutinario del ejercicio del poder, la dinámica de los agentes locales y los grupos
de interés, y el carácter sacro y ambiguo de la micropolítica fue también el catalizador de relexiones sobre las relaciones entre antropología y ciencia política.
En 1967, Ronald Cohen planteó que el acercamiento entre estas dos disciplinas
debía basarse en una atención cuidadosa a la relación de las escalas, métodos y
técnicas de análisis de la micropolítica y la macropolítica. Más adelante, propuso un modelo de análisis del sistema político encaminado a mostrar que este
consistía no solo en la estructura de autoridad, sino en su actuación, desarrollo
y persistencia en una polity (Cohen, R., 1978). De esta forma intentó superar la
visión antiestatal y tribalista de los estudios antropológicos de las décadas de los
cuarentas y cincuentas, centrados en la creación de clasiicaciones de sistemas
de linajes asociados a territorios. Por su parte, Abner Cohen (1978) propuso una
analítica del simbolismo de las relaciones de poder que partía de la fortaleza
microsociológica del análisis a profundidad y a pequeña escala, propio de la
antropología, y de su articulación a las formulaciones teóricas macrosociológicas sobre el Estado y la vida política moderna, propias de la ciencia política.
Estas intervenciones fueron parte de la reemergencia del Estado como aspecto
central en la dirección, el desarrollo y la pluralización de la vida política moderna
de las hasta entonces llamadas “tribus” y “bandas”. Tal postura contrastaba con
el énfasis sincrónico en los linajes de descendencia unilineal, la segmentariedad
y los procesos de isión/fusión que habían sido descritos como la base de la vida
política y los conlictos intertribales de las sociedades africanas descentralizadas,
resumidos en la famosa relación entre sangre (blood) y territorio (soil) defendida
por la teoría británica de los linajes (Kuper, 2006).
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introducción
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De todas formas, la antropología tenía un precedente de relexión sobre el
origen del Estado. El marxismo había inluenciado el estudio del surgimiento de
aparatos de gobierno y formas de autoridad asociados al modo de producción
asiático, en el que se inscribían las sociedades no capitalistas. La reemergencia del
Estado como nodo analítico y campo de investigación empírica tomó distintas
rutas. Es el caso de la obra de Pierre Clastres, quien en los sesentas y setentas
defendió la existencia no solo de sociedades sin Estado, sino de sociedades contra el Estado (Clastres, 1978/1969). Igualmente, el interés por el Estado generó
debates sobre su reiicación, sus efectos y márgenes, su formación cotidiana y el
problema contemporáneo de la incertidumbre de la ley y la arbitrariedad de la
autoridad (Abrams, 1988/1977; Trouillot, 2011/2003; Das y Poole, 2004).
Por otra parte, el problema del ejercicio, la sublimación, la legitimación y
la representación del poder bajo contextos culturales especíicos o inluencias
políticas globalizadas también se mantuvo como un campo de indagación antropológica (Fogelson y Adams, 1977; Cheater, 1999). La construcción de consensos sociales y su expresión política, así como la reconstrucción de sujetos
colectivos mediante acuerdos basados no solo en experiencias de clase sino en
experiencias culturales, fueron temas centrales en el desarrollo de la teoría de
los Nuevos Movimientos Sociales. Los pioneros de este campo, entre los que se
destaca Arturo Escobar, insistieron en la importancia de examinar la relación
entre cultura y política, así como la esfera pública, las formas de construcción
de ciudadanía y las dinámicas de la cultura asociadas a la movilización política
entre sujetos que hasta entonces no habían sido reconocidos plenamente como
políticos (Escobar y Álvarez, 1992; Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998).
John Gledhill (2000) ha planteado que si la antropología política tradicional se enfrentó al problema de utilizar las formas de organización política de
las sociedades europeas modernas como la base de una tipología en la que las
sociedades no estatales y no europeas ocuparon la categoría negativa de lo no
estatal y lo no político –lo tribal, premoderno y/o atávico–, y los Estados antiguos
–premodernos– fueron vistos como versiones arcaicas del Estado arquetípico
moderno, la antropología política postradicional se ha enfrentado al imperativo
de revisar críticamente su bagaje eurocéntrico. En este orden de ideas cabe resaltar dos asuntos clave en las reelaboraciones antropológicas sobre lo político:
por un lado, la identiicación y el análisis de los problemas de etnocentrismo y
eurocentrismo de la teoría misma; por otro, la ampliación del horizonte de análisis de la cultura, dejando atrás visiones estáticas, autocontenidas y sincrónicas
de la misma. Esta ha sido una gran contribución de la antropología cultural a
las ciencias sociales contemporáneas.
El desafío de una antropología cultural contemporánea interesada en lo
político es examinar el desarrollo, la complejización, la desintegración o la rearticulación de los sistemas político-sociales no occidentales de manera que el
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El poder en plural
paradigma del Estado y su centralidad en el mundo y el pensamiento modernos
no ocluyan sus historias y dinámicas ni las absorban dentro de una idea teleológica del Estado. Del mismo modo, siguen siendo necesarios los análisis sobre el
impacto de largo plazo y la globalización de las formas occidentales de organización sociopolítica en el resto del mundo, desde la instalación de administraciones
coloniales, el desarrollo del Estado moderno y su relación con el nacionalismo,
hasta el lorecimiento de los conlictos sociopolíticos y territoriales asociados
a la democracia liberal, al multiculturalismo y a la crisis de la soberanía de los
Estados-nación. Desde luego, estos temas no agotan la agenda.
Además de los asuntos de teoría y escala que son parte del diálogo entre antropología y teoría política, es importante detenerse en las implicaciones metodológicas y ético-políticas de la relación de la antropología con los Otros, con
sus narrativas y estructuras de signiicado. El o la practicante de la antropología
desarrolla una preocupación por el lugar y estatus de la visión y los sentidos de
mundo de los otros, y también una conciencia de sus propios referentes epistemológicos, bien sea que ese acercamiento se obtenga mediante encuentros cara
a cara o mediante fuentes documentales, etnohistóricas y arqueológicas. La etnografía como concepto, método y práctica es determinante en la contribución
de la antropología al análisis político, tal como lo enfatizan David Nugent y Joan
Vincent (2007). De igual forma, es central en lo que hoy se conoce como antropología activista, que acepta la dimensión política de la producción y legitimación
del conocimiento y asume los riesgos de las tensiones y contradicciones de la
relación entre investigador e investigados, dentro de una visión que aboga por
la justicia social y reconoce las virtudes de articular investigación y activismo
(Hale, 2007). También es central en el desarrollo de la antropología colaborativa, cuya meta es igualmente la de promover la justicia social y crear las bases de
una colaboración intercultural de coteorización entre investigadores nativos y
antropólogos (Rappaport, 2005 y 2007).
La relación entre el antropólogo o la antropóloga y unas visiones y prácticas
otras incluyen cuestionamientos que van desde cómo acceder a ellas, para qué y
por qué, hasta cómo reconocerlas y entenderlas histórica y culturalmente, cómo
acercarse a ellas dialógicamente y de forma activista e intercultural, teniendo en
cuenta la relación política que se establece en esa mediación. Esta preocupación
también está relacionada con otros ejes de relexión de la antropología cultural
contemporánea: las narrativas y su relación con la construcción del texto etnográico, así como las disyuntivas que emergen al articular voces, experiencias
y relatos de vida manteniendo una actitud relexiva respecto a la producción y
legitimación del conocimiento y a la cotemporalidad de investigadores y sujetos de investigación. Algunas de estas inquietudes han sido elaboradas por la
llamada antropología política posmoderna, el género de la etnografía política
experimental, las etnografías de lo político y las etnografías feministas (véanse,
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introducción
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por ejemplo, Behar y Gordon, 1995; Abu-Lughod, 2008; Visweswaran, 2008;
Fabian, 1990; Taussig, 1987 y 2003 y Price, 2005).
En suma, la antropología cultural que se orienta a la experiencia de lo político
y a la dinámica del campo político atendiendo narraciones y experiencias que
forman parte del tejido de la vida diaria de individuos y colectivos particulares,
de las formas en las que se estructura la diferencial sexual y de género; de sus
rutinas, rituales y elaboraciones simbólicas; de sus formas de ejercer autoridad,
afrontar conlictos y tomar decisiones que afectan la vida pública, puede potenciar encuentros signiicativos con la teoría política y las preocupaciones por la
vida pública y la responsabilidad política, la violencia del poder y el poder de la
violencia. Es un campo abierto para el análisis y la investigación, al que esperamos contribuir con los textos de este libro.
Constelaciones antropolíticas
El libro está dividido en dos partes tituladas así: “En los límites de la cultura, el
poder y el conocimiento” y “La violencia, la catástrofe y el desarrollo: dimensiones de lo político”. La primera parte reúne las contribuciones de Buck-Morss,
Espinosa Arango y De La Luz Rodríguez. Cada uno de estos autores propone una
visión crítica con respecto a la producción de conocimiento sobre lo social y lo
político y la manera en que dicho conocimiento deine nuestras miradas sobre
eventos históricos y pueblos particulares. Buck-Morss establece una relación
crítica e inédita entre la obra ilosóica de Hegel y los eventos de la Revolución
Haitiana, relación mediante la cual reelabora la noción de lo universal en la
historia. Por su parte, Espinosa explora la relación entre la obra etnológica de
Pierre Clastres –particularmente aquella dedicada a la noción de sociedad contra
Estado– y la historia contemporánea de los achés del Paraguay, para mostrar
el doble proceso de relegamiento etnológico de este pueblo y de emergencia de
la noción del Estado como Mal. Finalmente, De La Luz Rodríguez analiza la
obra ilosóica de Enrique Dussel y la confronta con las perspectivas históricas
y etnohistóricas del Caribe prehispánico y la primera etapa de la conquista española para demostrar la importancia de ir más allá de una visión maniquea
del colonizador y el colonizado. En este sentido, los tres autores aportan a una
mirada crítica sobre los efectos del poder del conocimiento y la manera de representar eventos y procesos históricos que ameritan ser revisitados; de igual
forma, sugieren distintas maneras de abordar lo político y lo cultural.
Los planteamientos de Buck-Morss nos llevan a hacernos preguntas inquietantes sobre la fragilidad de la identidad cultural en los momentos críticos de
fragmentación forzada de pueblos. En la historia del mundo atlántico, estos
momentos han sido frecuentes y han signiicado una gran dosis de sufrimiento
12
El poder en plural
humano. Buck-Morss sugiere que dichos momentos llevan a los seres humanos a
constituir otro tipo de comunidades u otro tipo de lazos fraternales y solidarios
fundados en formas de “universalidad desde abajo”. Estas formas mantienen
una relación dialéctica con los imperativos y presupuestos occidentalistas de
la Historia Universal. Por su parte, los planteamientos de Espinosa y de De La
Luz resaltan posibilidades alternas de analizar las experiencias e historias otras,
bien sea que se trate de aprehenderlas sin lentes eurocéntricos, o que se trate de
convertirlas en formas de interlocución signiicativa dentro de la experiencia
común de la modernidad.
En su texto, titulado “Hegel, Haití y la historia universal”, Buck-Morss revisita un evento desdeñado por las representaciones ortodoxas y eurocéntricas de la
modernidad: la esclavitud colonial. La autora demuestra que la transformación
de la esclavitud colonial en algo moderno fue posible gracias a su forma capitalista. En este sentido, sostiene que el imperativo del capitalismo temprano no solo
fue buscar mecanismos para explotar la mano de obra de manera más eiciente,
sino obligar a los trabajadores a obedecer, algo que ocurrió de manera distinta
en Europa, bajo el concepto de mano de obra libre, y en las colonias, donde la
mano de obra estaba sujeta al lazo entre amo y esclavo. Las factorías, en opinión
de Buck-Morss, fueron los escenarios tempranos de dinámicas culturales y laborales modernas –el caso de las factorías portuguesas en la costa occidental
africana– que se propagaron progresivamente hacia las metrópolis europeas.
En su análisis, Buck-Morss resalta el rol de algunos pensadores radicales
europeos de la época que “hicieron el enlace implacable entre la esclavitud
colonial y las condiciones de trabajo, que casi rayaban en la esclavitud, de los
trabajadores ingleses domésticos”, desarrollando una conciencia antiesclavista
que pugnaba por la abolición de ambos sistemas. Para la autora, las ideas de estos pensadores, quienes se vieron a sí mismos como “ciudadanos del mundo”,
han sido obscurecidas por la historia de los nacionalismos modernos. En este
sentido, ella se pregunta: ¿quién es el sujeto colectivo de la historia? ¿La Nación,
la Civilización, la Clase o la Razón? Buck-Morss insiste en que estas categorías
llegan hasta nosotros “cargadas de residuos del pasado”, ya que contienen la historia sedimentada de sueños de utopía y de puntos ciegos culturales, de luchas
políticas y de efectos de poder, que nos enfrentan a la pregunta por la posibilidad
de una historia universal.
La concepción de esta historia universal se presenta en Buck-Morss como un
momento dialéctico dentro del pensamiento hegeliano –Hegel contra Hegel–,
que para ella está mediado por preocupaciones benjaminianas. Estas se expresan
en el rescate que hace Buck-Morss del imaginario del desposeído y en los aspectos
de moral y de justicia que surgen de tal imaginario en la propia historia universal. La inserción del otro, dejado a veces de lado por el movimiento del espíritu
12
introducción
13
hegeliano, quiebra la historia universal hegeliana y se reconstituye no ya como
exclusión de Occidente, sino como momento constitutivo de carácter universal.
El lugar privilegiado de análisis de Buck-Morss es el formado por las “cosmologías atlánticas”, esos escenarios en donde los emblemas de la masonería
coexistieron de manera creativa e inquietante con los del vudú. La coexistencia
de mundos en ruinas y en construcción les permitió a unos individuos, cuyos
referentes colectivos y culturales habían sido rotos de manera violenta, que vivían una ininita desposesión en la deshumanización de la esclavitud, que no
siempre se comprendían –ni lingüística ni culturalmente–, que incluso quizás
habían sido enemigos de guerra en el Congo o Dahomey, crear una comunidad
productora de conianza, una red de alianzas fraternales. Para Buck-Morss, “el
radicalismo antiesclavista articulado en Saint-Domingue fue un evento político
sin precedentes”. En su mirada dialéctica, este evento toma una fuerza constitutiva que fue fecundada por un momento emancipador universal.
Buck-Morss encuentra una fuerza particularmente potente en esos momentos de “discontinuidad de la historia”, esos momentos “temporales de claridad”,
cuando las personas abandonadas por su cultura comprenden bruscamente que
su ser existente no es idéntico al de las colectividades culturales y, por lo tanto,
se ven en la necesidad de apelar a un sentimiento moral y universal. Los esclavos
llegaron a ser conscientes de lo humanamente intolerable de su situación, de que
la esclavitud era una traición a la civilización y a los límites de la comprensión
humana. Esta es, para la autora, la contribución histórico-mundial de los esclavos de Saint-Domingue: la idea de un in de las relaciones de esclavitud que
fue mucho más allá del pensamiento ilustrado europeo del momento. Lo anterior no quiere decir que los fundadores de Haití no usaran ideológicamente el
discurso de la unidad nacional para llevar a los esclavos de vuelta a las pésimas
condiciones de trabajo en las plantaciones y a la producción para la exportación.
Como dice Buck-Morss, “el sufrimiento pasado no garantiza un futuro virtuoso”. De hecho, “la Revolución Haitiana experimentó todas las incertidumbres
existenciales y las ambigüedades morales de una lucha por la liberación bajo las
condiciones de una guerra civil y una ocupación foránea”.
Buck-Morss está interesada en promover el desarrollo de un pensamiento
crítico que se extienda al borde de los mundos discursivos que sirven como
contenedores de los hechos históricos, ya que la humanidad solo es visible en
los bordes: “Tal vez el más fuerte golpe que se le puede dar al imperialismo sería
el de proclamar lealtad a la idea de una humanidad universal por medio de un
rechazo al presupuesto de cualquier colectividad política, religiosa, étnica, de
clase o de civilización, las cuales se apropian de esta idea de manera exclusiva
y excluyente”.
La propuesta de excavar un momento inédito de universalismo y empatía en
las situaciones de rotura y fragmentación de referentes culturales trae muchas
14
El poder en plural
inquietudes para la antropología cultural. Si ese universalismo empático surge en
los límites de la cultura, ¿qué pasa con la cultura cuando colapsan los referentes
culturales y colectivos de individuos que han crecido bajo la seguridad de esos
vínculos? ¿Qué es, pues, la cultura? Dejamos las preguntas abiertas. Nos queda
tan solo hacer énfasis en la innegable pertinencia de la crítica de Buck-Morss a
las dimensiones ideológicas de las identidades y a los fundamentalismos “exclusivos y excluyentes” que se han producido por doquier en metrópolis y periferias
desde que se inició la inquietante experiencia del mundo atlántico.
En “El problema del Uno: Pierre Clastres, los achés y la sociedad contra el
Estado”, Espinosa explora el surgimiento de la famosa idea de Clastres de la sociedad primitiva como una sociedad contra el Estado, y su relación con el tema
del “Uno es el Mal”. La exploración se basa en el análisis de la que fuera su fuente
inicial de inspiración: la narración de la experiencia etnográica de Clastres entre
los achés (guayaquis) del Paraguay, que dio lugar a su célebre libro Crónica de
los indios guayaquis: lo que saben los cazadores nómadas del Paraguay (1972).
Espinosa examina el rol conceptual de los achés en la topografía política de Clastres, desde su idea temprana de la sociedad sin Estado hasta su idea madura de la
sociedad contra el Estado. Su objetivo es señalar que la retórica de Clastres está
inmersa en el problema del alocronismo de la antropología, descrito originalmente por Johannes Fabian (2002). Impulsado por representaciones culturales
de ruina y progresivo deterioro físico y cultural de los primitivos ante las fauces
de la modernización, el alocronismo deshistoriza el mundo del Otro y niega su
cotemporalidad con el antropólogo.
Espinosa busca demostrar que la retórica alocrónica de Clastres está entretejida con su distanciamiento etnográico de los achés y su acercamiento a la
palabra profética de los mbya guaraníes, particularmente a la noción del mundo
como Mal. Ese giro derivará en la ecuación analítica sintetizada en la fórmula
Uno como Mal: Uno como Estado: Estado como Mal, en la que se disolverán las
peculiaridades culturales de los mundos en los que tales ideas se enraizaron.
Mediante el análisis de las relaciones intelectuales de Clastres con pensadores
franceses contemporáneos a él, como Deleuze, Guattari y Lefort, Espinosa localiza la idea del Estado como Mal dentro de la “batalla antitotalitaria” de la
izquierda intelectual francesa de la época. Haciendo eco del planteamiento de
Samuel Moyn, sugiere que ese proceso erigió a “la sociedad civil” en el lugar
privilegiado de la libertad, lo que llevó a soslayar la problemática de los efectos
de Estado y su centralidad en la experiencia política moderna, tanto para los
pueblos occidentales como para los llamados no occidentales. Entre la perspectiva catastróica del Otro y la exclusividad libertaria de la sociedad civil,
Espinosa emprende una ruta de vuelta hacia el espacio y el tiempo de los achés
contemporáneos para plantear que su historicidad y su voz política siguen hasta
hoy presas de representaciones de ruina y pérdida. Concluye sosteniendo que el
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introducción
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efecto ha sido deshistorizar y despolitizar la experiencia de cambio sociocultural
de los achés contemporáneos.
En su texto, titulado “Una crítica al eurocentrismo invertido: Enrique Dussel
y la invisibilidad del Caribe hispánico en la modernidad temprana”, Gabriel de
La Luz Rodríguez argumenta que si bien la obra ilosóica reciente de Dussel
está fundada en una crítica aguda de la modernidad euro-americana y del eurocentrismo, la evidencia para desarrollar esa crítica presume de categorías y
discursos que son, en lo fundamental, occidentalistas. De La Luz sostiene que
Dussel ignora la complejidad colonial y la narrativa histórico-mundial que la
sustenta. Basado en la teoría de la articulación, demuestra que una perspectiva
antropológica, histórica y crítica, que también se extiende a lo ético-político,
puede ir más allá de la manida dicotomía entre colonizador (opresor) y colonizado (oprimido) que la retórica de Dussel parece esconder. Ir más allá implica,
en su opinión, mostrar cómo se ha despolitizado “la mal llamada civilización”,
y cómo en este proceso la voz de ese Otro que se quiere rescatar queda, paradójicamente, por fuera de las instituciones y la sociabilidad modernas, en un
lugar transmoderno.
De La Luz es crítico de la imagen del oprimido/colonizado como totalmente
pura y externa al proceso social, y de su otra faz: la del depositario a ultranza
de los saberes contramodernistas. El bagaje eurocéntrico de esta postura que
aparentemente reconoce al Otro crea un efecto teórico que De La Luz llama
“eurocentrismo invertido”. En su opinión, el simplismo con el que Dussel aborda la narrativa histórica de la situación prehispánica y poshispánica temprana
del Caribe obscurece la variedad y complejidad de las formaciones sociales
indígenas. Dedica entonces buena parte del texto a presentar un panorama
más detallado de dicha complejidad, insistiendo en la necesidad de atender la
información histórica y crear periodizaciones más detalladas, sin obviar ni reducir las continuidades del proceso histórico. Desde allí propone, basado en la
noción de articulación y en los análisis de Balandier, aprehender mejor lo que
está en juego en la situación colonial y la manera en que la incorporación de las
sociedades colonizadas transforma a las metrópolis.
La segunda parte del libro, “Violencia, catástrofe y desarrollo: la dimensión
de lo político”, presenta los textos de Antonio Vázquez-Arroyo, Alex Betancourt
y Kiran Asher y Diana Ojeda. Estos se basan en relexiones sobre temas y problemas políticos y sociales contemporáneos vistos desde la teoría política, en
particular desde la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, y desde una ciencia
política no ortodoxa interesada en una postura crítica frente a las políticas del
desarrollo y al desarrollo como discurso, y atenta a los aportes gramscianos
sobre la hegemonía y la formación cotidiana del Estado.
Tanto el capítulo de Vázquez-Arroyo como el de Betancourt exponen las
implicaciones políticas y éticas de diferentes situaciones que han sido despoliti-
16
El poder en plural
zadas vía sus formas de representación sociopolítica y los discursos conceptuales
que las sustentan. Dichas representaciones terminan por legitimar la violencia
del Estado o la coexistencia de la democracia con la violencia política en tanto
práctica rutinaria y sistemática ejercida contra ciertos sectores de una sociedad,
para quienes la violencia termina siendo la mediadora de sus reclamos sociopolíticos. Por su parte, Asher y Ojeda muestran la coexistencia problemática de los
discursos internacionales de defensa de la biodiversidad dentro de las políticas
de desarrollo y las nociones de marginalidad y pobreza de zonas y poblaciones
que son el objeto de dichas políticas.
El trabajo de Vázquez-Arroyo, “La dialéctica de la catástrofe y la ‘catastroización’ de la política”, examina el discurso de la catástrofe en el pensamiento
político contemporáneo. Este ensayo nos confronta con tres ejes fundamentales
que aprehenden la catástrofe. En primer lugar, explora las maneras en que el
imaginario de la catástrofe en el discurso político contemporáneo representa
el pasado siglo xx y las perspectivas de nuestro futuro político. En segundo
lugar, ofrece una discusión profunda e iluminadora sobre cómo el lenguaje de
la catástrofe inluencia la manera en que se da cuenta del entorno político contemporáneo. En tercer lugar, elabora de manera crítica los enunciados teóricos
que conforman el discurso de la catástrofe y sus efectos sobre el sentido de la
responsabilidad política.
La narrativa de la catástrofe suele inscribirse en la dicotomía entre naturaleza
e historia. Cuando las catástrofes se ubican en el ámbito natural, los individuos
e instituciones solo pueden lidiar con el manejo de sus efectos. Ahora bien, a
la catástrofe natural se contrapone lo que se denomina “calamidad”, la cual se
inscribe dentro del ámbito del obrar humano. En la medida en que es resultado
de este obrar, la calamidad conlleva una carga de intencionalidad que, a su vez,
permite adjudicar responsabilidades sobre el estado de las cosas. Lo que muestra
Vázquez-Arroyo es que esta distinción entre catástrofe y calamidad, basada en
la separación entre naturaleza e historia, se desploma tanto en su diferenciación
conceptual como en su articulación histórica. El autor emplea una perspectiva
dialéctica para examinar tanto la naturalización de las catástrofes sociales como
la politización de los desastres naturales. “Catastroizar” tiene como uno de sus
efectos concretos despolitizar una situación, llevándonos a pensar que no hay
nada que hacer al respecto, más que esperar el impacto. Esta despolitización a
su vez implica el ocultamiento de imperativos de poder y efectos, que pueden
ser estructurales o institucionales, pero que se desplazan fuera del escenario en
el que se considera la catástrofe inminente. Otro efecto de la “catastroización”
de la política es la legitimación de la violencia del Estado.
En la parte inal de su texto, Vázquez-Arroyo se pregunta: ¿por qué el siglo xx
es llamado la Era de la Catástrofe? En su respuesta nos brinda una explicación
política que relaciona la preocupación de la literatura, particularmente de la que
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introducción
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surge después de la Gran Guerra (Primera Guerra Mundial), con la catástrofe y
la violencia, pero que ignora la violencia imperial que precedió a 1914. Muestra
así que la conciencia de la catástrofe viene a tomar su lugar protagónico en la
imaginación occidental europea cuando la violencia, la guerra, el sufrimiento
y la desesperación se vuelcan sobre Europa misma.
En “Sueños de favela: representaciones de violencia y democracia”, Alex
Betancourt se propone explorar las posibles relaciones teóricas entre democracia y violencia. Basa su relexión en la discusión de dos documentales sobre la
violencia en Brasil: Favela Rising (2005, director Jef Zimbalist) y Bus 174 (2002,
director José Padilha). Mediante el análisis del lugar de la violencia en momentos
claves de la historia de la teoría política, el autor logra dos objetivos importantes.
En primer lugar, nos lleva a considerar críticamente la violencia política como
un elemento corrosivo de la sociedad contemporánea. Mediante la contextualización histórica del papel de la violencia en la teoría política, demuestra su rol
constitutivo en las relaciones del individuo con el Estado y de los individuos entre
sí. En segundo lugar, desde esta apreciación, nos permite examinar de manera
más abierta los reclamos políticos y sociales que, en ocasiones, solo pueden ser
mediados por la violencia. Mediante la constelación conceptual de violencia y
democracia, Betancourt se pregunta por lo que sucede políticamente cuando
el lugar de nacimiento y vida de un ciudadano se ha convertido en un lugar de
exclusión y marginalización. Sus planteamientos nos llevan a preguntarnos por
lo que ocurre cuando el hábitat de un ciudadano contemporáneo que vive en
una “democracia” es un escenario de violencia rutinaria.
Una mirada a la historia política de Brasil en el período de transición a la
democracia lleva a Betancourt a desarrollar la idea de dialéctica social. Como él
lo señala, la democracia brasileña surgió y se desarrolló desde el lugar y a manos
de los sujetos que históricamente fueron despreciados y considerados el caldo
de cultivo del crimen y la violencia, y que hoy son excluidos y marginados. Su
texto nos permite relexionar sobre esta experiencia histórica y social desde
una mirada teórica que reconsidera las relaciones entre los ciudadanos de una
democracia y las experiencias cotidianas de violencia política.
Finalmente, en su trabajo “Producir la naturaleza y hacer el estado: el ordenamiento territorial en las tierras bajas del Pacíico colombiano”, Kiran Asher
y Diana Ojeda se dan a la tarea de investigar el rol que desempeña la naturaleza
en la construcción de la hegemonía de Estado. La naturaleza, en el sentido que
las autoras proponen, es el conjunto de seres vivos y ecosistemas que, conectado a las relaciones humanas y sociales, hace parte crucial de la formación del
Estado. La idea de ensamblaje socionatural les sirve para examinar el caso de
las tierras bajas del Pacíico colombiano durante un período histórico de particular relevancia: el que arranca con la propuesta de reordenamiento territorial del país promulgada por la Constitución de 1991 y la implementación de la
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El poder en plural
Ley 70 de 1993, mediante la cual se reconoció a las comunidades negras como
grupo étnico y se les otorgaron una serie de derechos que incluían la titulación
colectiva de sus tierras.
Las autoras muestran que el proceso de ordenamiento territorial en el Pacíico
es parte de una red de procesos locales, regionales, nacionales e internacionales
de apropiación de ideas como biodiversidad, reserva genética y reserva forestal,
y de enfrentamiento a ideas y nociones sobre la marginalidad y pobreza del Pacíico. Si, por una parte, la naturaleza se ha convertido en un factor central de
proyección, desarrollo y política pública (por ejemplo mediante el Plan Pacíico y
el Proyecto Biopacíico), por otra las comunidades locales de gente negra se han
convertido en actores y sujetos de dicho desarrollo. Este parte de la dicotomía
que opone riqueza –cuyo epítome es la naturaleza biodiversa del Pacíico– a
pobreza y marginalidad –cuyo epítome son las comunidades negras–. En este
sentido, Asher y Ojeda demuestran que la articulación de las comunidades negras ha sido asimétrica, variable y compleja, a medida que tanto la región como
sus gentes han entrado de modo directo a ser parte de las negociaciones y los
conlictos jurídicos, territoriales y políticos que están en la base de la formación
del Estado. Ellas prueban de modo convincente que los derechos étnicos de las
comunidades negras, ganados no solo en el cénit de un discurso internacional del
multiculturalismo, sino gracias a luchas denodadas de la propia gente, coexisten
con el problema menos explícito y más soslayado de los derechos colectivos sobre
el territorio. A medida que los acuerdos se reinan, las negociaciones se rompen
o toman nuevos rumbos y las comunidades negras debaten ciertas disposiciones
y se oponen a ellas, se van forjando tanto la naturaleza como el Estado.
Todos los capítulos del libro buscan aportar a unas constelaciones antropolíticas. Seguimos la noción benjaminiana de pensamiento constelacional (Benjamin, 2003/1969), mediante la cual se pretende iluminar de manera novedosa y
transdisciplinaria el análisis de problemas que han solido ser abordados desde
perspectivas unidimensionales o estrictamente disciplinarias. Las constelaciones
antropolíticas que presentamos ofrecen una mirada atenta a la producción de
conocimiento y su relación con los imperativos de poder que privilegian ciertas
visiones de mundo a expensas de otras, y que han silenciado otros registros y
otras voces de la historia, como en los casos de la Revolución Haitiana, los achés
del Paraguay y el Caribe prehispánico y colonial. En este sentido, nos invitan a
desarrollar estudios y análisis atentos a las experiencias otras, a sus complejidades históricas y a su común sustrato moderno, teniendo en consideración la
inseparable pareja poder-conocimiento. De otra parte, las constelaciones antropolíticas nos invitan a mirar de forma atenta la manera en que los discursos y
prácticas políticas hegemónicos se sirven de discursos naturalizadores del poder
para vaciar de contenido político temas, situaciones y eventos cuya existencia
es signo de las profundas asimetrías que sostienen la emergencia y perduración
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introducción
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del discurso de la catástrofe como sustrato de la política, la violencia política
y los modos violentos de expresar reclamos sociopolíticos en las democracias
contemporáneas, así como los discursos racistas de marginalidad frente a las
implicaciones globales de las políticas de biodiversidad.
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