MÉXICO.
EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA (*)
Por ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
MAURICIO MERINO HUERTA
SUMARIO
I. LAS TRADICIONES.—II. LAS TRANSFORMACIONES.—III. NUEVAS TRANS-
FORMACIONES Y PRIMERAS TENSIONES.—IV. LAS TENSIONES ACTUALES.—
V. LA REFORMA DEL PRI.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha gobernado México
por más de seis décadas, ha puesto en marcha un proceso de reformas a sus
documentos básicos, a su estructura de organización y, sobre todo, a sus prácticas internas, animado por la idea de responder a la demanda democrática del país. No es la primera vez que el PRI se transforma ni tampoco la
primera en que se intentan métodos democráticos para la elección de candidatos y dirigentes. Desde que nació, en marzo de 1929, sobre la base de
un pacto entre las facciones triunfadoras de la Revolución mexicana, el
PRI ha transitado por varias declaraciones de principios, en un abanico
que ha cubierto desde la ideología socialista hasta el liberalismo, pasando
por tendencias socialdemócratas y por otras marcadamente populistas. Comenzó bajo el influjo del general Plutarco Elias Calles, como Partido Nacional Revolucionario (PNR), se convirtió después —dos años antes de
finalizar el Gobierno del general Lázaro Cárdenas— en Partido de la
Revolución Mexicana (PRM) y adquirió sus siglas actuales en 1946, cuando se preparaba el comienzo del primer gobierno civilista de México, des(*)
Este artículo fue redactado en mayo-junio de 1991.
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Revista de Estudios Políticos (Nueva Época)
Núm. 74. Octubre-Diciembre 1991
ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ / MAURICIO MERINO HUERTA
pues de la Revolución (1). Tres nombres distintos, y más de una docena de
modificaciones a los textos que consignan la ideología y las reglas internas
del juego partidista, hablan de una organización capaz de mudar formas y
contenidos de acuerdo con las circunstancias políticas de cada momento sin
renunciar a su apego retórico a los principios de la Revolución mexicana (2).
Pero si esos cambios habían obedecido al juego de fuerzas internas del propio
partido, en pugna por cuotas de poder, el que inauguró la XIV Asamblea
del PRI, en septiembre de 1990, respondió a un movimiento más profundo,
que por primera vez rebasó los límites tradicionalmente anchos del partido
en el poder: en esta ocasión, el PRI no se ha transformado para adelantarse
y dar cabida a las tensiones políticas del país, sino para poner al día sus expendientes, ante una demanda democrática que lo rebasó (3). Dicho de otra
manera: si el PRI había cambiado siempre para gobernar las circunstancias,
esta vez la reforma corre detrás de ellas.
Si se asume ese dato fundamental, la reforma del PRI puede ser, en efecto, el principio de una transición democrática de mayor calado en México.
Pero si se omite, la misma reforma podría convertirse en uno de sus principales obstáculos. De ahí que no pueda apreciarse de modo aislado. Para entenderla es preciso asomarse, aunque sea con brevedad, a las tradiciones del
sistema político mexicano, a los cambios recientes en la economía y la política del país y, finalmente, a las tensiones que dibujan el panorama partidista
del México actual. Tradiciones, transformaciones y tensiones que se suman
para definir un momento crucial en la historia política de ese país.
I.
LAS TRADICIONES
El PRI ha sido algo más que un partido político en México: desde su
nacimiento surgió como un pacto de élites, desde el Estado, que dio forma a
un sistema de alianzas. Al principio, ese pacto se fundó entre caudillos, comandantes del ejército popular que venció en el movimiento revolucionario
(1) Véase Luis J. GARRIDO: El Partido de la Revolución Institucionalizada, México, Ed. Siglo Veintiuno, 1982.
(2) Véase DANIEL Cosfo VILLEGAS: El sistema político mexicano, México, Editorial
Joaquín Mortiz, 1972.
(3) La idea de que el PRI se ha reformado como respuesta a una demanda democrática que lo ha rebasado procede de la mayor parte de los análisis publicados después de las elecciones de 1988. Una versión a la vez oportuna y clara de las consecuencias inmediatas de esos comicios puede encontrarse en ENRIQUE GONZÁLEZ PEDRERO:
Riqueza de la pobreza, México, Ed. Cal y Arena, 1990, y, en particular, en el apéndice
«La lección de la elección».
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y muy diversos grupos políticos regionales. Fue un pacto indispensable para
superar la lucha armada en busca de un acuerdo institucional que sentara las
bases iniciales del nuevo sistema político mexicano. El partido que emergió
del poder para reunir a su alrededor a quienes deseaban conquistarlo, se transformó después en una organización de sectores militares,/pero también de
grandes organizaciones de masas campesinas, obreras y de clases medias, bajo
el impulso del mismo pacto inicial. Y mantuvo su estructura sectorial más
tarde, cuando el gobierno civil desplazó a los militares en activo del centro
partidista. Obreros, campesinos y clases medias se agruparon en torno del
PRI desde entonces, a partir de sus propias organizaciones: los sindicatos
obreros más poderosos del país, las agrupaciones campesinas más extendidas
y varios organismos profesionales de toda índole han coincidido en ese partido para dar cuenta de su fuerza política real, que, con el correr del siglo, se
fue trasladando de los grupos militares revolucionarios a las organizaciones
civiles alentadas desde la presidencia de la República (4). En cada una de
esas mutaciones, el PRI adecuó sus estructuras internas para buscar acomodo
en las transformaciones que él mismo iba provocando en el país, pero jamás
renunció a su condición de eje del desarrollo político nacional: de centro
coordinador, por así decir, de la distribución del poder en México. Nació
como un pacto entre élites y grupos representativos, y ha mantenido esa condición hasta nuestros días.
La lógica de ese pacto ha descansado, sin embargo, en el mantenimiento
del poder: conservar el mando del país ha sido, a la vez, su condición y su
virtud política. Pero, al mismo tiempo, esa lógica impidió que el PRI se convirtiera en un partido político más o siquiera que abriera espacios iguales para
el desenvolvimiento pleno de otras opciones capaces de disputarle la hegemonía. Los movimientos de oposición que se gestaron y crecieron fuera del amplio espectro de negociaciones cubierto por el partido en el poder, ocuparon
apenas un lugar simbólico en la peculiar democracia mexicana de la posrevolución. Uno de ellos tuvo su origen en la reacción conservadora, católica, contraria a la política de masas del cardenismo, que quedó excluida del pacto
nacional cuando se negó a aceptar la interpretación gubernamental de la
Constitución mexicana de 1917; y otro, en la tradición comunista, que voluntariamente abandonó la trayectoria de la Revolución mexicana cuando ésta
se convirtió en poder estatuido. Del primero surgió el Partido Acción Nacional (PAN), y del segundo, el Partido Comunista Mexicano (PCM), que, con
el tiempo y después de años de clandestinidad, se convertiría en una de las
bases de la actual izquierda mexicana. Ninguna de esas opciones representaba,
(4) Véase COLEGIO DE MÉXICO: Historia General de México, México, 1976.
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sin embargo, a la mayoría de la opinión nacional, ni el PRI hubiese estado
dispuesto a reconocer en ellas, en ese caso, una verdadera alternativa de
gobierno. Otros partidos de oposición, que nacieron y crecieron al margen
del pacto revolucionario, se mantuvieron más como grupos de presión que
como verdaderos partidos capaces de amenazar la supremacía del PRI. Y en
no pocas ocasiones, además, esos partidos se volvieron aliados del sistema,
al justificar con su sola presencia una democracia formal que, en la práctica,
se resolvía más dentro del PRI que en las contiendas electorales.
El PRI nunca ha sido, en rigor, un partido político. Pero tampoco se ha
concebido a sí mismo como un bloque cenado, monolítico. En su interior
han tenido cabida las corrientes más diversas, de izquierda a derecha del
panorama político nacional, dispuestas a aceptar las reglas del juego del sistema y, sobre todo, la autoridad omnímoda del presidente de la República.
Por eso el PRI ha sido, a un tiempo, muchos partidos, en abierta disputa por
el poder, y un gran núcleo de concertación, de apariencia democrática, para
el mantenimiento de la estabilidad política. Y por eso también, durante años,
el triunfo sistemático del PRI descansó a la vez en el disciplinado sometimiento de los grupos organizados en ese núcleo y al éxito de la facción triunfadora
en cada caso. En otras palabras: el juego del poder mexicano se ha resuelto
dentro del PRI, entre los suscriptores del pacto revolucionario y no fuera de
él. O como lo diría, en su momento, uno de los dirigentes más lúcidos del
propio PRI: «En México siempre ha triunfado la oposición» (5).
Pero la verdadera clave para la continuidad de ese pacto ha estado en la
sucesión presidencial: la «continuidad con cambio», como le ha llamado a
ese proceso otro de los dirigentes del PRI. En efecto, la estabilidad política
que ha caracterizado al régimen mexicano a lo largo de sesenta años no podría atribuirse sólo al papel del partido, pues detrás de éste ha operado el
acuerdo tácito de continuar la tradición que ve en el presidente de la República al líder máximo del partido en cada sexenio, capaz no sólo de controlar
prácticamente todos los hilos del poder mexicano, sino fundamentalmente
de designar sucesor a través de su liderazgo partidista. Ese mecanismo, tan
simple como poderoso, ha sido esencial para la estabilidad política del país
y para sostener la hegemonía y la lógica del pacto que hizo nacer al PRI,
pues la designación del candidato a la Presidencia de la República representa,
para el líder de turno, la máxima prueba de su poder sexenal y, a la vez, la
última de sus decisiones. De ahí que Daniel Cosío Villegas definiera al pre(5) La frase es de fesús Reyes Heroles, quien fue presidente del PRI en el sexenio
de Luis Echeverría Alvarez y quien, paradójicamente, sería el encargado de instrumentar la reforma política de 1978 como secretario de Gobernación durante los primeros
años del sexenio de José López Portillo.
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sidencialismo mexicano como una suerte de monarquía sexenal, hereditaria
en forma transversal (6).
Si la fundación del PRI obedeció, como se ha dicho, a la necesidad de
encontrar un medio de consenso entre las facciones revolucionarias, que
—doce años después de haberse promulgado la Constitución del 17— seguían
disputando el poder por medios violentos, la verdadera clave de la estabilidad
afloraría más tarde, al resolverse el problema de la sucesión presidencial al
final del sexenio de Lázaro Cárdenas. Sólo entonces, el partido creado por
Plutarco Elias Calles se convertiría en el instrumento privilegiado para resolver las controversias de la clase política mexicana y, sobre todo, para asegurar
la lealtad de la llamada familia revolucionaria al candidato presidencial designado por el aparato del propio partido, con el voto de calidad del presidente de la República..
El primer proyecto partidario de 1929 evitó que los caudillos regionales
prolongaran la lucha armada; hizo posible, bajo los auspicios del liderazgo
del general Calles, que la contienda militar pasara al ámbito de la política.
Pero no anuló la existencia misma de las facciones ni, en consecuencia, el
carácter caudillista del liderazgo. El partido creado por Calles permitió la
estabilidad del país luego del asesinato del general Alvaro Obregón —quien
había sido elegido por segunda ocasión como jefe del ejecutivo—; ese partido fue el instrumento político para elegir más tarde a Pascual Ortiz Rubio
como presidente de la República y también lo fue para su caída y sustitución
por Abelardo Rodríguez, dos años después; el partido, en fin, llevó a Lázaro
Cárdenas a la candidatura presidencial. Pero la fuerza del pacto revolucionado entre 1929 y 1934 no residió tanto en los recursos propios del sistema
político como en la figura central del general Calles, quien operaba detrás del
poder formal como «jefe máximo de la Revolución mexicana». Calles utilizó
al partido como instrumento, como brazo político de la Revolución, para imponer, a fin de cuentas, su propio liderazgo. Y por eso la sucesión presidencial siguió siendo, hasta 1934, un arreglo de grupos cerrados a la «sombra
del caudillo» (7). Pero de ahí también que el problema central de la estabilidad política nacional sólo se encontrase resuelto de modo parcial mientras
viviera el maximato.
Cárdenas^ctuó al menos en tres planos para desmontar ese liderazgo de
(6)
Cfr. DANIEL COSÍO VILLEGAS: La sucesión presidencial, México, Ed. Joaquín
Mortiz, 1975.
(7) Esta frase es deudora del título de una de las obras literarias más célebres de
MARTÍN LUIS GUZMÁN: La sombra del caudillo, si bien el personaje central de esa
reveladora pieza no es Plutarco Elias Calles, sino su antecesor asesinado, Alvaro
Obregón.
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Calles: comenzó con una campaña política, realizada todavía bajo la mirada
vigilante del caudillo, que lo llevó a entrar en contacto con los grupos políticos de todo el país, sin intermediarios. El propósito explícito de esa campaña fue dar a conocer al candidato revolucionario, quien hasta entonces sólo
había actuado en política regional, principalmente como gobernador en el
estado de Michoacán y como jefe de zona militar en el estado de Veracruz.
Como candidato primero y como presidente después, Cárdenas mantuvo un
contacto cierto con las organizaciones populares del país, que le otorgaron
una autoridad política y moral que no tuvieron los tres presidentes anteriores.
La construcción de una base popular efectiva constituyó así el primer rasgo
de fuerza de Cárdenas ante Calles. En segundo lugar, desde la Presidencia de
la República minó los puntos de apoyo más evidentes del maximato, que se
encontraban en la lealtad de los principales jefes militares y de los caudillos
regionales. Cárdenas estimuló la formación de una nueva central obrera capaz
de enfrentarse a la que sostenía Calles y ofreció nuevas prebendas a los generales de mayor peso del país, creando instituciones militares distintas y
otorgándoles también mayores prestaciones directas; pero al mismo tiempo
impidió la consolidación de poderes regionales, instaurando la rotación en las
jefaturas de zona. Finalmente, Cárdenas no sólo tomó la decisión trascendente
de romper expresamente con Calles y de expulsar del país al caudillo cuando
sus puntos de vista dejaron de coincidir, sino que transformó la estructura
del partido para dar paso a la formación sectorial, de masas, que le habría de
caracterizar hasta ahora.
Cárdenas, en medio de no pocas dificultades, logró asumir el liderazgo
de la familia revolucionaria. Pero el cambio fundamental que modificó el
sistema político mexicano para darle su fisonomía perdurable no vendría sino
al final del sexenio: siguiendo la lógica iniciada por el maximato de Calles,
Cárdenas echó mano de la estructura del reformado Partido de la Revolución
Mexicana (PRM) para designar al candidato a la Presidencia de la República,
que, sin duda, triunfaría en las elecciones de 1940. Pero tomó, además, otras
dos decisiones, que habrían de marcar la lógica posterior del sistema: primero, no optó por el candidato que, obviamente, continuaría su política y
que le guardaría una previsible lealtad, sino por el que sintetizaba los intereses representados en el interior del partido gobernante, y segundo, y fundamental, decidió automarginarse de la toma de decisiones políticas de primera
magnitud tan pronto como salió del Palacio Nacional. Abundan los análisis
sobre los motivos que habrían empujado al general Cárdenas a ese ademán
político, pero el hecho es que, con su actitud, sentó las bases principales tanto
de la estabilidad mexicana como del binomio entre partido y Presidencia de
la República, que habría de perdurar hasta nuestros días.
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A partir de la Presidencia de Manuel Avila Camacho (1940-1946), el sistema político mexicano descansaría en un presidencialismo de enorme poder,
pero limitado por el pacto implícito de su duración. Y desde entonces también el partido en el poder se volvería el núcleo de concertación de intereses
por excelencia, a sabiendas de que, mientras el método de sucesión presidencial instaurado por Lázaro Cárdenas funcionara, los grupos en pugna contarían con un arbitro privilegiado en el presidente de la República y con un
plazo definido, sexenal, para buscar la movilidad política dentro de las amplias fronteras del partido revolucionario. La «continuidad con cambio» garantizaba, a la vez, un espacio definido a los grupos de mayor representación
nacional efectiva, una esperanza de ascenso en las pirámides de un poder
mudable cada seis años y una posibilidad de jugar las cartas propias en favor
de los precandidatos más propicios a la Presidencia de la República. En suma:
las claves de la estabilidad política y la causa de la permanencia de un solo
partido en el poder bajo programas de muy distinto perfil ideológico.
Si bien todos los Gobiernos mexicanos posteriores a 1910 han afirmado
su voluntad de hacer viables los postulados de la Revolución mexicana, lo
cierto es que entre los sexenios de Cárdenas y de Avila Camacho hay más diferencias que semejanzas, y mayores aún son las que distancian, por ejemplo,
el régimen de Miguel Alemán de sus antecedentes. Y aunque no es el propósito de estas líneas discutir las diferencias entre cada uno de los sexenios, lo
mismo podría decirse de las sucesiones siguientes, resueltas mediante aquella
regla instaurada por Cárdenas, que se ha respetado sin excepciones: cada nuevo presidente comienza su sexenio señalando, ya desde la campaña política,
sus distancias con quien de hecho lo designó. Y al hacerlo, reproduce la pugna fundadora entre Calles y Cárdenas, que afirma y limita, a un tiempo, su
propio poder sexenal.
Sería por lo menos difícil entender el sustento del poder presidencial mexicano sin acudir al respaldo que le ofrece el PRI, como núcleo de la concertación política nacional. Ambos pilares del sistema político mexicano se han
sostenido recíprocamente sobre la base de un pacto que se ha renovado hasta
ahora con cada sexenio. Los sectores del PRI, representantes de las organizaciones populares de México, han acudido con puntual disciplina en respaldo
del candidato propuesto por el presidente saliente. Y éste ha cumplido su
parte del pacto con el mismo rigor, redistribuyendo cuotas de poder y respondiendo a las demandas colectivas a través de los representantes idóneos.
Un pacto corporativo que colocaba a los procesos electorales en un plano secundario, en la medida en que el partido constituía el verdadero foro de la
contienda política, pero que funcionó con indudable eficacia por lustros.
Ese pacto, montado en las tradiciones de la política mexicana, es, sin
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embargo, el que ahora está en juego. Con las elecciones presidenciales de
julio de 1988, el PRI vio que buena parte del respaldo popular que solía
sostenerlo se venía abajo, y con él, la lógica binaria del sistema afrontaba el
cambio más importante desde los tiempos de la pugna fundadora entre los
últimos caudillos revolucionarios. Por primera vez en seis décadas las elecciones dejaron de ser algo parecido a un trámite democrático para convertirse
en el centro de la atención (y de la tensión) política nacional. Por primera vez
el PRI constató que su capacidad de aglutinar no sólo a los representantes,
sino a los representados de cada sector, se ponía en duda. Quedó claro que
el núcleo de concertación política había perdido su eficacia tradicional y que
el PRI dejaba atrás su etapa de partido prácticamente único para convertirse
en un partido en competencia con los demás. La demanda democrática del
país fue, en 1988, más poderosa que sus viejas tradiciones políticas. Y ha
colocado a México, en consecuencia, ante la disyuntiva de encontrar una nueva base de sustentación legítima o continuar unas prácticas que el cambio
generacional y las reformas recientes en la economía y en la política nacionales han vuelto obsoletas.
II.
LAS TRANSFORMACIONES
Hay, en efecto, dos vertientes de transformación que se reunieron en los
años ochenta frente a las tradiciones del sistema político mexicano. La primera comenzó en 1968, con el movimiento estudiantil, que tuvo su trágico
desenlace en la represión colectiva de la plaza de Tlatelolco. Las demandas
de los estudiantes eran muy diversas, pero una sola podría sintetizarlas:
pedían democracia efectiva más allá del pacto revolucionario. Fue un movimiento encabezado por una clase media emergente, urbana y universitaria
que, al mismo tiempo, representaba una de las evidencias de que el modelo
de desarrollo seguido por México había sido exitoso; esa clase media era, en
rigor, el producto de la eficacia política revolucionaria, con todos sus rasgos
populistas y" protectores del mercado nacional interno. Pero también era una
clase media consciente de sus derechos, lectora de las corrientes del pensamiento y de los hechos mundiales y deseosa, después de todo, de propiciar la
modernización del país. La lucha de esos grupos urbanos no apuntaba hacia
la política económica populista, de la cual eran beneficiarios, sino hacia la
apertura de nuevos espacios de participación. No se veía claro, entonces, que
el binomio entre partido y Gobierno descansaba a su vez en otro binomio
menos explícito: el de la política económica con el sistema corporativo. O en
otras palabras: que el control político que suponía el sistema de pactos tejido
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en torno del PRI sustentaba a su vez las bases de un modelo de crecimiento
protegido y dirigido por el Estado. Un modelo típicamente populista, si se
entiende por populismo un régimen en el que el eje «Estado-partido-sindicato (...) se apoya en la alianza de clases (mientras que) el Estado es presentado por las fuerzas que se hallan en el poder como si representase, al mismo
tiempo, a todas las clases y grupos sociales, pero vistos como 'pueblo', como
una colectividad para la cual el nacionalimo desarrollista pacifica y armoniza
los intereses y los ideales (y) es propuesto e impuesto a la sociedad como si
fuera su mejor y único intérprete, sin la mediación de los partidos» (8).
La respuesta del sistema político mexicano a las demandas de 1968 adquirió el matiz prototípico del populismo: la apertura se convirtió en cooptación dentro de los cauces del PRI y en abierta guerra a quienes siguieron la
lucha política fuera de los límites señalados por el sistema. Y las demandas
de justicia social, por su parte, llevaron al incremento del gasto público, al
ciclo vicioso del endeudamiento, a una mayor protección del mercado interno
y a un significativo incremento de los subsidios, sumados al crecimiento extraordinario del aparato estatal. La lógica del sistema, presionada por las circunstancias, se hizo llegar al límite de sus posibilidades financieras. Para
sostener el pacto político, y aun ampliarlo a los grupos emergentes, había
que gastar más. Pero el antídoto a las crisis política, así entendido, llevó
pronto a otras crisis, mucho más complicadas (9).
El final del sexenio de Luis Echeverría (1970-76) coincidió con la primera
devaluación del peso después de tres décadas de desarrollo estabilizador y
con los primeros síntomas, por demás explícitos, de que la sola protección al
mercado interno sería incapaz de sostener un nuevo proceso de crecimiento,
sin echar mano de recursos del exterior. Pero correspondería al presidente
López Portillo (1976-1982), sin embargo, jugar las últimas cartas del binomio
entre una economía cerrada, protegida y subsidiada, y un sistema político
sustentado en el pacto revolucionario.
López Portillo, en efecto, contrató deuda externa como nunca antes en la
historia mexicana, hasta convertir a México en el tercer deudor más importante del mundo —sólo precedido por los Estados Unidos y por Brasil— sobre la
base de un cálculo que resultaría fatalmente erróneo: la deuda se pagaría
con el producto de las ventas petroleras del país, cuya planta de producción
se incrementó también como nunca había ocurrido antes. De acuerdo con las
estimaciones de los especialistas en la materia, el mercado petrolero garanti(8) OCTAVIO IANNI: La formación del Estado populista en América Latina, México,
Ediciones Era, 1980, págs. 139-141.
(9) Sobre las crisis secuenciales de México, a partir de 1968, cfr. MIGUEL BASXÑEZ:
El pulso de los sexenios, México, Ed. Siglo Veintiuno, 1990.
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zaría tanto el volumen de ventas como los precios del crudo por un período
suficiente como para saldar cuentas con los bancos acreedores y sostener la
expansión de la industria mexicana, protegida, sin prisas. Es decir, que el
dinero ganado por el petróleo habría de permitirle al país, en un plazo relativamente corto, insertarse en el escenario mundial como una potencia media,
con tecnología y capital propio (10). Y todo ello además no sólo sin atentar
contra la lógica del sistema político, sino incluso ampliando sus posibilidades
de concertación: la dinámica económica sustentaría, según ese enfoque, una
nueva solidez al núcleo representado por el partido en el poder.
Los hechos desmintieron el cálculo audaz del presidente López Portillo:
los precios del petróleo se vinieron abajo mientras que la deuda contratada
exigía el pago puntual de intereses. En pocos meses, el modelo propuesto
agotó sus límites, y en agosto de 1982 estalló la llamada «crisis de la deuda»,
que habría de repercutir más tarde en toda la América Latina. Esa crisis podría resumirse en un punto: México se quedó sin divisas y, en consecuencia,
sin posibilidades de seguir financiando un modelo de crecimiento cerrado y
caro. El problema fue definido por el Gobierno de la República como la «crisis más severa del último medio siglo», es decir, de todo el proceso de desarrollo auspiciado por el sistema político que emanó de la Revolución mexicana. Y a ella siguió además un doble proceso de expatriación de capitales
y de especulación financiera privada, que habría de conducir, hacia diciembre
del mismo año, a una sorpresiva nacionalización de la banca en un acto que
podría leerse, por lo menos, como el último esfuerzo del sistema político mexicano por gobernar, desde el Estado, la lógica implacable de la economía.
Si la crisis monetaria de 1976, con la que concluyó el sexenio de Luis
Echeverría, había acentuado las dificultades para mantener la fuerza nuclear
del PRI y sobre todo la eficacia de sus respuestas a los diferentes sectores que
confluían en su interior, la que estalló al final del Gobierno de López Portillo
reveló que las transformaciones siguientes no podrían limitarse al ámbito
exclusivo de la política económica. Ya en 1978 el Gobierno había admitido
que ciertos sectores de la izquierda mexicana, identificados en sus orígenes
con el movimiento del 68, debían contar con un espacio político propio, ajeno
al pacto revolucionario. Sobre esa base puso en marcha una primera reforma
política que permitió la existencia de nuevos partidos, capaces de ganar representación en el Congreso y en el ámbito municipal. Planteada para la iz(10) Los tres primeros informes del Gobierno del presidente López Portillo ante el
Congreso mexicano son elocuentes en su proyecto sobre el país. En el cuarto, relacionado con el año de 1980, cuando México creció por encima del 8 por 100, la idea de
convertir el país en potencia media, sobre la base de sus propios recursos, es especialmente explícita.
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quierda, la reforma fue aprovechada, sin embargo, por todos los grupos políticos en tanto que reconoció por vez primera el abanico plural del'país y la
conveniencia de que todas las tendencias contaran con un sitio propio, al menos, en la Cámara de Diputados. Y al abrir espacios a la representación proporcional en una fórmula mixta, que privilegiaba a los diputados elegidos por
mayoría, permitió también el acceso a las carreras parlamentarias, a los subsidios políticos legales, a los medios de comunicación y a la opinión pública.
«La reforma de 1978 facilitó (...) una maduración más rápida de nuevas condiciones y de nuevas expectativas, que el Gobierno intentó resolver con una
nueva reforma electoral, que puso en marcha el Gobierno de Miguel de la
Madrid» (11).
La nueva reforma, inmediatamente posterior a la crisis del 82 y al rompimiento definitivo del modelo de crecimiento interno, amplió las posibilidades de participación política, bajo el mismo esquema proporcional destinado
a las minorías, y puso mayor énfasis además en la corresponsabilidad de los
diferentes partidos en la organización y el cuidado de los procesos electorales.
Los cambios así planteados llegaron hasta sus últimas consecuencias en la
elección presidencial de julio de 1988. «En cada ocasión, la ciudadanía y los
partidos han agotado los límites de las reformas para llevarlas al punto en
que hace falta una nueva reforma y una nueva política (...). Y eso expresa
una corriente social profunda, que reclama una democratización mayor, cada
vez mayor, de la vida nacional» (12).
La demanda creciente en favor de la democracia no se explicaría, sin embargo, al margen del binomio entre modelo económico y sistema político.
Mientras el primero permitió que el pacto revolucionario ofreciera resultados
tangibles a la mayoría, éste se apoyó en la evidencia de sus propios productos.
Pero cuando la vigencia del pacto fue insuficiente como mecanismo de redistribución, afloraron tensiones inéditas en el sistema político mexicano.
III.
NUEVAS TRANSFORMACIONES Y PRIMERAS TENSIONES
A partir de 1982, México se vio obligado a definir un nuevo modelo de
desarrollo, distinto al que había seguido en las décadas anteriores: el mercado
interno, cerrado y protegido, dejaría su sitio a la apertura al comercio y a
los capitales del exterior; el aumento del gasto público como medio de redistribución de riqueza cedería al control del déficit y a la moderación fiscal;
(11)
HÉCTOR ACUILAR CAMÍN. en La Revista del Colegio, núm. 2, diciembre 1989,
México, pág. 133.
(12) Ibidem.
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el crecimiento del aparato estatal y los subsidios generalizados, a la privatización de la economía y a la transparencia del mercado; el Estado, en suma,
intentaría transferir su papel de motor del crecimiento a otros agentes de la
economía: al capital internacional, a las empresas privadas, a la sociedad
civil. El sexenio de Miguel de la Madrid podría definirse como el de la transición económica mexicana: comenzó con la carga de la crisis que heredó de
López Portillo y culminó con una economía ya inserta en los ritmos actuales
del mercado mundial y con una dinámica de transformaciones de fondo que
habrían de continuarse hasta ahora, en los primeros años del Gobierno de
Carlos Salinas de Gortari. Desde 1982, el Gobierno actuó al menos en cuatro
frentes simultáneos:
1. El control de la inflación pasó por todas sus etapas ortodoxas a lo
largo del sexenio anterior: reducción del gasto público, contención y reducción real de los salarios, flotación de la moneda respecto al dólar, eliminación
de subsidios indiscriminados, reconversión de la planta industrial... Sin embargo, hacia finales de 1987 la inflación se mantenía aún elevada —ese año
subió hasta el 157 por 100— por razones, de acuerdo con los análisis del Gobierno, de inercia; los precios seguían creciendo sin que hubiera una razón
estructural que justificara ese proceso. En consecuencia, a principios de 1988
—un año antes de la toma de posesión de Carlos Salinas como nuevo presidente de México— el Gobierno propuso un «pacto de solidaridad económica»,
que suscribirían los representantes de los empresarios, de los obreros, de los
campesinos y el propio sector público. El pacto se concretó al control de los
precios e invitó a la ciudadanía a constituirse en vigilante de su cumplimiento, aunque implicaba también dos compromisos adicionales: impedir el incremento de ganancias injustificadas, sobre todo en las cadenas de comercialización, y seguir conteniendo el valor del salario. Ese pacto tuvo éxito, de
modo que ya en 1988 la inflación bajó en más de cien puntos. Carlos Salinas
lo ha continuado, convertido ahora en el «pacto para la estabilidad y el crecimiento económico», ratificado en cuatro ocasiones, exactamente por las mismas organizaciones que lo firmaron en sus orígenes.
2. La apertura hacia el exterior también se inició en el sexenio pasado.
Dos medidas fundamentales se tomaron entonces: la primera fue la entrada
al GATT, que supuso la eliminación gradual de los permisos previos de importación hasta convertir a la economía mexicana en una de las más abiertas
del mundo, con valores arancelarios de un 10 por 100 de promedio; la segunda fue la modificación del reglamento a la Ley de Inversiones Extranjeras,
que alentó la instalación de nuevas empresas maquiladoras a lo largo de la
frontera norte del país y en la península de Yucatán, es decir, en las zonas
geográficas más ligadas al mercado de los Estados Unidos. El nuevo regla416
MÉXICO. ÉN BUSCA DE LA DEMÓCfcACIA
mentó atrajo también la instalación de plantas industriales menos frágiles y
de mayor inversión, como las automotrices, dirigidas al mercado de Norteamérica, o las de producción de algunos bienes de consumo duradero.
3. La privatización de las empresas públicas, por su parte, fue mucho
más intensa entre 1983 y 1988 que después de ese período. La medida provocó un fuerte debate en la opinión pública nacional, porque el Gobierno
decidió desprenderse de las empresas de su propiedad, independientemente
de la salud financiera de cada una, en favor del mercado. Se mantuvieron
sólo las empresas consideradas estratégicas o, por así decir, emblemáticas de
la intervención estatal. Pero, con el Gobierno de Carlos Salinas, el proceso ha
continuado, afectando incluso a algunas de éstas, como las compañías aéreas,
la telefónica, la banca, nacionalizada en 1982, o una parte de la Compañía
Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO), que en su momento simbolizó la preocupación del sistema por el abasto a los sectores marginados
de la población.
4. Y en cuanto al tamaño del sector público y a su intervención en la
economía, por último, hubo en el sexenio de Miguel de la Madrid dos cambios
fundamentales: fue el primero la reducción del déficit a tasas jamás conseguidas en el mismo lapso por ningún otro país del mundo, según lo reconoció
en su momento el Fondo Monetario Internacional, y el segundo, el paso de un
sector público propietario a simple regulador de los procesos económicos del
país; el Gobierno efectuó una revisión minuciosa de las trabas burocráticas
a la inversión bajo la lógica de una simplificación administrativa, que continuó más tarde como un programa de desregulación.
La transición económica mexicana llevó así de la crisis a un escenario de
diez puntos clave (13), que podrían resumirse en las experiencias siguientes:
1) La prioridad ha sido el saneamiento de las finanzas públicas, lo que no
sólo ha supuesto una contracción importante del gasto público, sino una reforma fiscal y financiera que ha buscado evitar tanto la generación de moneda
como la petición de nuevos créditos improductivos. 2) Se ha evitado la «indización» de la economía, fundamentalmente, eludiendo la indización de los
salarios; los aumentos han sido siempre nominales, pese a que los salarios
reales han perdido hasta un 50 por 100 de su poder adquisitivo; al evitar la
indización se ha escapado de la espiral inflacionaria salarios-precios. 3) Se
han «anclado» los precios clave y los salarios nominales a través del pacto
entre empresarios, trabajadores y Estado; ese pacto ha permitido a la vez
contener las demandas salariales y evitar especulaciones excesivas de parte
(13) |OSÉ CÓRDOBA: «Diez lecciones de la reforma económica en México», en
Nexos, núm. 158, febrero 1991, México.
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ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ / MAURICIO MERINO HUERTA
de los empresarios; ha sido flexible, sin embargo, del lado de algunos precios
industriales sometidos al costo de la devaluación del peso mexicano, pero
nunca del lado del incremento de la demanda. 4) Se ha renegociado la deuda
externa y con ella se han puesto en marcha los mecanismos financieros que
permiten el cambio de deuda por inversión al valor de los débitos en el mercado internacional; ese mecanismo ha permitido, además, que la banca privada reduzca de hecho el monto de la deuda contratada por el Gobierno.
5) La liberalización financiera total se ha efectuado por etapas para evitar
la especulación característica de la bolsa de valores, sobre todo después del
crack de 1987, que se originó en buena medida por la entrada de capitales
de ahorradores de clase media, poco conocedores; con dinero fresco, los valores se inflaron y las empresas fueron incapaces de responder a las expectativas creadas; desde entonces, los mercados financieros se encuentran regulados y prácticamente limitados a los capitales de mayor importancia; los pequeños ahorros, en cambio, son canalizados a fondos institucionales, manejados
a su vez por los grandes grupos bursátiles. 6) La apertura comercial fue tan
amplia como veloz y en todo caso evitó cualquier negociación con los representantes de los pequeños y medianos empresarios. La certidumbre de entrada
de nuevos productos al mercado interno, más baratos y quizá mejores en muchos casos, habría provocado una amplia resistencia de los «empresarios de
clase media»; la decisión rápida, en cambio, obligó a la reconversión o la
quiebra de pequeñas industrias antaño protegidas, pero también a la formulación de nuevos pactos corporativos entre organizaciones empresariales y Estado. 7) Se llevó a cabo una amplia desregulación económica en busca de la
mayor libertad del mercado; la oferta y la demanda libres, como una de las
claves para la salud del sistema. 8) La privatización se llevó a cabo por etapas, en busca de los mayores ingresos posibles para el sector público. Esas
etapas comenzaron con la venta, a precios francamente castigados, de las empresas públicas más pequeñas; a medida que el proceso ganaba confianza
entre los inversionistas, los precios fueron aumentando junto con el tamaño
de las empresas en venta. En todo caso se evitó que las transacciones quedaran en manos de los propios administradores públicos para anular las resistencias burocráticas, y se prefirió el método de la quiebra previa para permitir que los compradores dispusieran los cambios necesarios en la contratación del personal, sin problemas sindicales. 9) La inversión extranjera directa se ha promovido intensamente. 10) Se ha mantenido una política económica coherente en todo el proceso de ajustes, y con ella dos instituciones
han desempeñado un papel clave: el Banco de México y la Secretaría del
Trabajo; el primero ha controlado los aspectos monetarios de la transición,
y la segunda, los derivados de la fuerza del trabajo.
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
Las transformaciones económicas de México así diseñadas han sido eficaces en su propio ámbito. Pero también han descansado en dos puntos, que,
al reunirse, han dado forma a las tensiones actuales del sistema político mexicano: de un lado, el ajuste ha tenido un enorme costo social, que ha supuesto
la inevitable exclusión de millones de mexicanos a lo largo del proceso. Si
el pacto revolucionario suponía la justicia social como una de sus bases ineludibles, apoyado en la gradual integración de los excluidos a un desarrollo
más o menos estable, la crisis y los cambios posteriores se vieron obligados
a abandonar, en la práctica, lo que se sostenía en el discurso. Es claro que el
control de salarios y de aspiraciones sindicales; la contención de los precios,
incluidos los agrícolas; la expulsión de millares de trabajadores del sector
público y de empresas pequeñas al desempleo; la eliminación de subsidios
de protección, y la puesta al día del mercado mexicano al nivel de los precios
internacionales, aunado todo a una reducción del poder adquisitivo anterior
a los años setenta, eran medidas claramente contradictorias con el viejo proyecto revolucionario. Si éste se proponía incluir a los marginados, el ajuste
propició la marginación en un cuadro de profundas desigualdades sociales (14). De pronto, el régimen de la Revolución se vio enfrentado no sólo
con sus problemas presentes, sino con la suma de sus errores: la corrección
económica era indispensable como respuesta a la crisis de los ochenta, pero
a esa crisis se había llegado precisamente por la actuación económicamente
irresponsable de los Gobiernos revolucionarios. Y detrás de la exclusión nueva, urbana y de clases medias, afloraba la marginación acumulada por décadas en el medio rural del país.
Pero, de otro lado, la eficacia de las reformas fue posible, en buena medida, por la vigencia del pacto revolucionario. Si la transición económica no
produjo estallidos ni se vio truncada por la ausencia de medios de control social, la explicación debe buscarse en los mecanismos de concertación que
ofreció el núcleo del PRI. Dicho en otros términos: el pacto político devino
pacto económico, capaz de hacer frente al ajuste sin romper la lógica del sistema. Las cuotas de poder que el PRI solía otorgar a cambio de apoyos polí-
(14)
El CONSEJO CONSULTIVO DEL PROGRAMA NACIONAL DE SOLIDARIDAD publicó
en 1990 un documento titulado £/ combate a la pobreza, en el que se consignan, entre
muchos otros, datos que afirman que entre los 81,7 millones de habitantes que tenía
México en 1987, 17,3 millones se encontraban en situación de extrema pobreza y otros
24 millones vivían en condiciones de pobreza. La suma de ambos grupos indicaba que
había 41,3 millones de mexicanos al margen de los procesos de desarrollo. Diez años
antes la pobreza abarcaba a 34,3 millones de habitantes, con una población de 63,3 millones de personas.
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ticos se emplearon durante el ajuste para controlar las resistencias sociales.
Pero al proceder de ese modo, el viejo pacto perdió raigambre histórica: se
volvió parte de una inexorable actualidad económica, que no ofrecía más
destino que el libre mercado ni más protección que las reglas del juego económico. Y sobre todo perdió argumentos: en seis años, las corporaciones
agrupadas en torno del PRI se vieron forzadas a sustituir su discurso de
reivindicaciones sociales por otro de apoyo irrestricto a las medidas tomadas
por el Gobierno, aun a sabiendas de que esas medidas afectaban los intereses
concretos de sus agremiados. Si antes de 1982 los sindicatos obreros, las agrupaciones campesinas y las organizaciones de clase media funcionaban como
correas de transmisión de los grupos organizados hacia el Estado, durante el
ajuste debieron hacerlo a la inversa: su papel consistió en llevar los mensajes
de austeridad y moderación que produjo el Gobierno hacia las bases militantes.
La estrategia funcionó, pero también pagó un doble costo, que no se revelaría en toda su magnitud sino hasta las elecciones de 1988. En primer lugar, el pacto revolucionario no llegó cohesionado al final del proceso: una
buena parte de los antiguos militantes del PRI renunció antes de concluir el
sexenio, llevados quizá por la convicción de que el sistema iría a su destrucción después del cambio económico y en parte por el deseo de reconstruir
sus viejas prácticas populistas, ante la evidencia del deterioro social que provocó la transformación económica. Antiguos dirigentes del partido en el poder, encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas —hijo del presidente Cárdenas,
protagonista de la pugna fundadora del sistema político mexicano y, como su
padre, ex gobernador del estado de Michoacán— y por Porfirio Muñoz Ledo
—ex presidente del PRI y ex secretario del Trabajo—, intentaron primero
volver a la dinámica de reivindicaciones abanderadas por el partido frente al
Gobierno mediante una reforma democrática interna: si el cambio económico
había puesto a los dirigentes sectoriales del PRI ante la obligación de apoyar
las transformaciones introducidas por el Gobierno, la democracia interna
habría de permitir, según esa lectura, que el partido ofreciera una mayor resistencia. Crearon entonces la llamada Corriente Democrática del PRI, que
intentó llevar sus propuestas a la base del partido, pero que encontró una
firme negativa por parte de la dirección. No sólo los ajustes económicos en
marcha, sino la inminente cercanía del proceso de sucesión presidencial llevaron a los dirigentes del PRI a chocar frontalmente con los miembros de
la Corriente: la democracia interna habría supuesto en ese momento tanto
la pérdida del control social, indispensable a los cambios conómicos —al despertar expectativas imposibles de satisfacer—, como la renuncia a la clave
central del dominio priísta, que seguía estando en la estabilidad prebendaria
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
del viejo método de sucesión instaurado, paradójicamente, por el padre de
quien ahora lo combatía.
Durante la XIII Asamblea del PRI, celebrada meses antes de la designación de Carlos Salinas de Gortari como candidato a la Presidencia, la Corriente Democrática se enfrentó abiertamente a los métodos del partido, rompió
la regla básica de la disciplina interna del pacto y fue expulsada de las filas
del PRI. Fuera ya del partido, la Corriente coincidió con la mayor parte de
la izquierda mexicana en la demanda central, que parecía compendiar la causa
de los problemas nacionales, y especialmente el de la exclusión social: la
falta de democracia. O mejor dicho: la sustitución de ésta por los métodos
de un pacto revolucionario que, tanto en la crisis del 82 como en el proceso
de ajustes, agotó sus virtudes.
Una secuencia de alianzas entre partidos de izquierda y dirigentes de la
Corriente Democrática, forjadas al calor del final del sexenio, permitió la candidatura común de Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia de la República,
avalada por un Frente Democrático Nacional que reunió, por primera vez
en la historia del país, a la mayor parte de los otrora dispersos grupos de la
izquierda mexicana. La democracia fue la bandera común y la más poderosa,
en tanto que esa misma demanda fue sostenida por el Partido Acción Nacional, representante histórico de la derecha, y aun por el propio PRI, que la
reconoció como elemento clave de su propia campaña por la Presidencia de
la República. La economía había servido al sistema político para sostener
la estabilidad y la paz social del país. Pero después de seis años de ajustes,
en los que el pacto revolucionario se mostró incapaz de sostener el nivel de
vida de los mexicanos, la economía se volvió en su contra. Las elecciones de
julio del 88, en las que el PRI obtuvo la más baja votación de su historia
y una serie interminable de acusaciones de fraude, señalaron el fin de las
garantías que ofrecía el pacto revolucionario: si los dirigentes de cada sector
habían sido capaces de controlar a sus bases para apoyar al Gobierno en el
transcurso de las transformaciones económicas, en las elecciones quedó en evidencia el costo de ese control; los mexicanos habían aceptado el ajuste, pero
ahora exigían, con su voto, la transformación más difícil: el paso de un sistema de partido prácticamente único a otro capaz de alternar el poder entre
varias opciones, y la sustitución del viejo pacto revolucionario por una democracia de partidos.
IV.
LAS TENSIONES ACTUALES
Dos problemas centrales se han combinado, sin embargo, para impedir
que la transición económica de los ochenta dé paso a una transición política
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nítida, en favor de un sistema de partidos. El primero de ellos, y también el
más evidente, es la tensión generada por una izquierda que no ha logrado
constituir un partido político eficaz ni ofrecer una alternativa viable al modelo económico que produjo el ajuste. El Frente Democrático Nacional (FDN),
como una alianza de agrupaciones diversas, que ocupó el segundo sitio en
las elecciones de 1988, reunida alrededor del carisma de Cuauthémoc Cárdenas y de la demanda común de respeto al voto, ha intentado transformarse
en un solo partido, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), sin que
hasta la fecha se haya producido un programa claro en su interior ni una
oferta tangible de gobierno. Su enlace se gestó en la oposición al PRI y al
pacto revolucionario que lo cobijaba, a los métodos de dudosa factura democrática y a las transformaciones económicas excluyentes; tres puntos que supo
representar Cárdenas en la campaña presidencial de 1988 como portavoz de
un malestar social acumulado y apenas mitigado por los sectores del PRI,
pero insuficientes para generar las bases propias de un partido capaz de trascender el liderazgo de Cárdenas como único elemento efectivamente cohesionador. El PRD nació al calor de una oposición en campaña, pero no ha logrado trascender ese momento fundador. Sus propuestas no están formuladas
como alternativa, sino como choque frontal con el Gobierno:
1. Su rechazo al pacto revolucionario del PRI no ha supuesto la formulación de un pacto distinto, en el que tengan cabida todas las opciones actuales, incluyendo la que representa el partido en el poder; el PRD propone más
bien una exclusión en sentido inverso: la del PRI, como única posibilidad
para concebir la-democracia mexicana. Y su apuesta, en ese sentido, es la
del desgaste del sistema hasta los límites de su rompimiento por cualquier
vía, como el momento propicio para instaurar un régimen nuevo, animado
por un pacto popular renovado, igualmente corporativo, pero en el que ya
no tendría cabida el PRI (15). Las tesis más difundidas por el PRD en ese
sentido se diferencian poco de las que animaron el origen del pacto revolucionario que hizo nacer el sistema vigente; ambas son excluyentes y, en consecuencia, contrarias a la posibilidad misma de construir un sistema de partidos.
2. S,u defensa del voto comenzó, y así ha permanecido hasta ahora, en
la denuncia del fraude electoral que apreciaron en los comicios de 1988. De
acuerdo con el PRD, las elecciones presidenciales las habría ganado Cuauhtémoc Cárdenas, y, por tanto, el presidente Carlos Salinas estaría ocupando
el cargo de un modo ilegítimo; la primera condición que han exigido para
(15) Véase, por ejemplo, el artículo de ADOLFO GILLY «El régimen en su dilema»,
en Nexos, núm. 146, febrero 1990, México.
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
participar en cualquier arreglo de carácter electoral que incluya a todos los
partidos ha sido, en consecuencia, al reconocimiento de que ese fraude tuvo
lugar y de que la Presidencia de la República fue ocupada al margen de la
legalidad. Es obvio que el Gobierno sostiene una visión por completo distinta
y, por tanto, que las posibilidades de un diálogo en favor de la democracia
estarán canceladas mientras el PRD no renuncie a esa condición. Y no lo ha
hecho, en buena medida, porque el argumento del fraude original ha constituido la clave del liderazgo cohesionador de Cuauhtémoc Cárdenas (16).
3. Su rechazo a la política económica del Gobierno —que le ha permitido ganar la simpatía de amplios sectores del país, por el carácter excluyente
del ajuste y del modelo que le sucedió— no se ha convertido, sin embargo,
en una estrategia a la vez viable e incluyente; el modelo defendido por el
PRD, y por Cárdenas en particular, es una vuelta al esquema populista de mediados de siglo, con un gasto público creciente, un mercado interno protegido
y subsidiado, un sector público grande y un esfuerzo, más político que económico, por incrementar las relaciones comerciales hacia el Tercer Mundo en
detrimento de los vínculos actuales con los Estados Unidos (17).
En suma, si los criterios de oposición sobre los que se ha levantado el
PRD fueron, en su momento, de indudable valor para unir a la izquierda
mexicana, sus propios argumentos posteriores le han llevado lo mismo a cancelar las opciones de diálogo que quedaron abiertas después de 1988 que a
proponer un sistema apenas distinto del que dio origen al PRI y a defender
el modelo económico que produjo la crisis de los ochenta.
Todo ello, sin embargo, sería irrelevante si no fuera porque la prolongada
hegemonía del PRI en la historia reciente de México ha hecho posible el arraigo de una cultura política que confunde el predominio de un partido con el
dominio de la totalidad. En otras palabras: la instauración de un sistema de
partidos exigiría, de las diferentes opciones en pugna, un reconocimiento explícito de que su representación sólo abarca una parte de la sociedad y no
a toda ella. O mejor: de que cada partido lo es en tanto que hay otros, representantes de porciones más o menos grandes de los intereses dispersos por la
nación y, por tanto, de que su existencia sólo puede explicarse ante la existencia de los demás. Ese dato, por demás evidente en las democracias occidentales, no es claro en el sistema político mexicano, donde el eje partidoEstado ha perdurado por más de seis décadas, en un modelo capaz de agregar
a su núcleo central a las tendencias más diversas, pero renuente a reconocer(16) Véase JESÚS GALINDO LÓPEZ: «Las prioridades nacionales», entrevista con
CUAUHTÉMOC CÁRDENAS, en Nexos, núm. 151, julio 1990, México.
(17) Véase La Revista del Colegio, núm. 4, octubre 1990, México.
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las fuera de sus propias fronteras. Y sobre todo incapaz de imaginar un régimen de gobierno estable, al margen de sus tradiciones atávicas, sostenidas
aún en la lógica, a un tiempo simple y compleja, de la sucesión presidencial.
La cultura de la totalidad es el segundo problema, y quizá el más importante, para la transición democrática en México, además, por otras razones:
la primera es que las más importantes opciones políticas se han revelado incapaces hasta ahora de aceptar la convivencia con el adversario. No ya en el
sentido de formar un Gobierno entre varios partidos, sino siquiera en el de
admitir el peso de los argumentos contrarios y buscar, a través de ellos, respuestas conjuntas de cara a la sociedad. Con la única excepción del Partido
Acción Nacional —que se ha construido en la oposición de derecha desde
1939—, los partidos mexicanos, PRI y PRD incluidos, tienden a la anulación
del contrario y a la imposición correspondiente de criterios que pretenden
representar a la totalidad del país. Si el pacto revolucionario nació con esa
lógica en busca de la pacificación nacional, su prolongación hasta nuestros
días se ha convertido en obstáculo: la crisis de los ochenta y la nueva estrategia económica que se ha puesto en marcha exigen del PRI, literalmente,
tomar partido; es decir, asumir que el populismo totalizador y corporativo
pertenece al pasado, mientras que el modelo actual necesita de la democracia
como complemento político, en tanto que se trata de un modelo sustentado
en la apertura hacia el mercado internacional y en la voluntad de individuos,
dentro de una sociedad tan libre como plural.
Pero ese paso no depende sólo del PRI: la cultura de la totalidad permea
también las prácticas de la izquierda. Las tensiones entre PRI y PRD, derivadas de la misma cultura política, han impedido también la apertura de un
verdadero debate sobre el futuro político del país en busca de los puntos
sobre los cuales pudiera fundarse un acuerdo básico entre las diferentes opciones. En México, en este momento, todo es motivo de abiertos rechazos o
de aceptaciones incondicionales, según el mirador partidista. Los matices sobre los temas fundamentales se han ido perdiendo en una contienda que está
enfrentando versiones voluntariamente irreconciliables. Y así planteada, la
transición a la democracia supone una obra necesariamente incompleta, en
tanto que al menos una parte de la sociedad, la representada por el PRD,
tiende a quedarse al margen. Es una parte difícilmente recuperable, pues
obligaría a una vuelta hacia el populismo, pero no es desdeñable tampoco en
la medida en que los frutos del crecimiento que traerá el reciente éxito económico mexicano no habrán de redistribuirse con amplitud en el mejor de
los casos, sino al cabo de varios años.
La política económica, que en otros tiempos sirvió al sistema político
como herramienta y justificación, hoy se ha convertido en el punto central de
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
las controversias. Si, desde el punto de vista del Gobierno, esa política no
sólo ha permitido sortear la crisis, sino que es la única posible para insertar
a México en la nueva dinámica comercial, tecnológica y financiera del mundo,
para la izquierda es la principal causa de las profundas desigualdades del país.
Su oposición, sin embargo, ha sido más ideológica que alternativa: sus argumentos denuncian el abandono del proyecto de la Revolución mexicana, el
apego del Gobierno al neoliberalismo como tendencia dominante, la cercanía
con los Estados Unidos en detrimento de la soberanía nacional. Pero no ofrecen, a cambio, más recurso que la vuelta al pasado.
Esa política ha sido, por el contrario, una de las causas más claras de
cercanía entre el PRI y el Partido Acción Nacional (PAN). Las tesis sostenidas por ese partido, aun antes de la crisis de los ochenta, coinciden con el
modo en que el Gobierno ha rectificado la economía del país. El PAN ha sido
defensor, desde sus orígenes, de una economía de mercado abierta al mundo
y capaz de ligar el desarrollo del país con la fortaleza de su clase empresarial.
De ahí que una buena parte de la dirigencia panista haya visto en las estrategias económicas seguidas por el Gobierno un argumento sólido para eludir
la confrontación y ganar posiciones de modo gradual. La táctica del diálogo,
sumada a la fuerza propia del PAN, le ha permitido así recuperar su sitio
como segunda fuerza política del país y ganar la primera gubernatura estatal
que obtiene un partido distinto al PRI en comicios abiertos y prácticamente
inobjetados. De ahí también que haya cobrado credibilidad la hipótesis según
la cual el sistema político mexicano evolucionaría hacia un pacto de élites
entre el PRI y el PAN, sustentado en un acuerdo de raigambre económica.
Esa hipótesis/ sin embargo, no resuelve dos puntos fundamentales: el
respeto al voto y la sucesión presidencial. Un pacto entre el PRI y el PAN
no anularía necesariamente ni los partidos ni el voto favorable a la izquierda.
Por el contrario, una alianza explícita entre ambos partidos empujaría al PRI
hacia la derecha y abriría un espacio amplio para el despliegue de las oposiciones en el lado contrario. Pero sobre todo obligaría a reproducir las prácticas de control del voto, que han caracterizado el pacto revolucionario, como
garantía de éxito para el acuerdo bipartidista, es decir, constituiría una especie
de prolongación del sistema político actual, con el apoyo y la participación
del PAN. No obstante, el respeto al voto ha sido la piedra de toque de las
tensiones actuales, y su olvido colocaría a ambos partidos en situación precaria no sólo ante los electores, sino aun frente a la opinión pública internacional'. De modo que una transición pactada sobre esa base afrontaría, en
el mejor de los casos, las mismas dificultades que intentaría solucionar. Y, en
cualquier caso, el voto seguiría en entredicho y con él el tránsito hacia una
verdadera democracia en México.
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ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ / MAURICIO MERINO HUERTA
El pacto entre el PRI y el PAN tampoco resolvería el problema básico de
la sucesión presidencial. Si el candidato del PAN se impusiera, con el respaldo
del PRI, este partido se vendría abajo; sus tradiciones son, a la vez, el cimiento sobre el que ha construido todo su edificio político; las lealtades que mantienen unido al partido en el poder están ligadas a la distribución de espacios
de influencia entre sectores diversos, a partir del poder omnímodo de la Presidencia de la República. Si ésta se cediera voluntariamente, sería por lo
menos difícil imaginar la continuación del pacto revolucionario. Sin duda,
al menos una porción relevante abandonaría el nuevo pacto para luchar desde
la oposición, agregando problemas adicionales a una transición precariamente
pactada. Si, en cambio, el candidato del PRI fuera el triunfador sobre la base
de un acuerdo previo, el PAN afrontaría problemas similares, pues se vería
obligado a respaldar no sólo elecciones, sino procedimientos de asignación
de poder poco claros; ese partido se ha construido, desde sus orígenes en
1939, en abierta oposición a los vicios electorales del PRI, y la cohesión de
sus militantes —la mayoría de clase media— ha descansado en esa demanda.
Ya la sola cercanía con el PRI en los últimos meses ha provocado una reacción aireada de algunos de sus dirigentes, que por primera vez en la historia
de ese partido se han agrupado en una organización interna de presión partidista para impedir que ningún pacto prospere sin el acuerdo previo de los
militantes. Por lo demás, la cesión del PAN en ese punto sólo podría entenderse, a la postre, como una incorporación de ese partido a la lógica aglutinadora del sistema revolucionario: si el PAN se sumara al pacto, aceptando
de antemano su papel subsidiario de la Presidencia de la República, estaría
renunciando de hecho no sólo a la oposición que ha representado por años,
sino a su identidad como partido; estaría renunciando al poder. Por eso un
pacto entre el PRI y el PAN sería, en el mejor de los casos, un pacto mortal:
sólo podría sobrevivir uno de ellos tan pronto como se resolviera una alianza
excluyente —y antidemocrática— en torno a la sucesión presidencial.
La política económica y las dificultades para desmontar un sistema político
que se sostiene en la lógica de su propia sobrevivencia, a través de la sucesión
presidencial, constituyen los ejes centrales de una tensión que, por otra parte,
se ve estimulada por una cultura política de totalidad. Con todo, la verdadera
lucha de los partidos no está tanto en la construcción de los acuerdos que
hagan posible una transición democrática cuanto en la conquista del poder
presidencial, fuente y base del sistema político mexicano en su conjunto. El
PRD, por desgaste y rompimiento; el PAN, por pactos que le acerquen gradualmente, o el PRI, por reproducción de sus propias andaduras, los tres
partidos que definen el panorama político mexicano coinciden en un mismo
blanco: la Presidencia de la República. Con ello, el sistema podría seguir
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
operando con el sustento de sus tradiciones de medio siglo, pero también
con políticas nuevas: si a la izquierda, en una vuelta al mercado interno y al
populismo; si a la derecha, en la conquista definitiva del poder y en la anulación de toda intervención del Estado, tal como se concibió después de la
Revolución mexicana; si en el PRI, para alargar una dominación que ha rebasado sus justificaciones más caras. Pero en ningún caso para aceptar la convivencia del punto de vista ajeno más que como una presencia ineludible
para la legitimidad democrática. La causa de sus tensiones actuales es una
trampa autoimpuesta: la trampa de una transición democrática que, en el
fondo, no admite la democracia como condición inexorable.
V.
LA REFORMA DEL PRI
La reforma democrática del partido en el poder no es una excepción a
esa regla, y de ahí el riesgo que se apuntaba al principio de estas líneas: si
su puesta en práctica sirviera para estimular la formación de partidos competitivos, capaces de trascender la cultura de la totalidad para iniciar un debate
en busca de los puntos comunes a todos y también de las diferencias centrales
que justifican las divisiones políticas en la sociedad mexicana, esa reforma
podría convertirse en un nuevo ademán fundador, tan importante como el
que reunió a los revolucionarios en 1929 o como el que sembró el método
sucesorio en 1940; sería el ademán que abriría las puertas a una democracia
mexicana de partidos. Pero si está inscrita, por el contrario, en la inercia de
la totalidad, corre el riesgo inminente de confundir sus propósitos con los de
toda la sociedad; el de suplir la democracia de partidos con otra exclusivamente priísta; una democracia diseñada para extender el pacto revolucionatio por encima de cualquier otra consideración. O, en otras palabras: democracia interna, pero intolerancia externa.
Las tendencias, sin embargo, no están a favor de la transición. De un lado,
la eficacia del Gobierno de Carlos Salinas de Gortari ha renovado las posibilidades del PRI. Si en julio de 1988 fue el propio candidato vencedor quien
habló del tránsito de un régimen de partido prácticamente único a otro abiertamente competitivo, en 1991 la dinámica impuesta por el Gobierno de la República ha estimulado las inercias contrarias. Tres rasgos asoman con nitidez
en ese sentido:
1. El éxito de la política económica, que ha permitido contener la inflación y volver al país a la ruta del crecimiento, mientras define proyectos de
integración comercial con Estados Unidos y Canadá, que han despertado gran427
ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ /
MAURICIO MERINO HUERTA
des expectativas entre los mexicanos de clase media (18), ha paliado los efectos excluyentes del proceso de ajuste: entre las filas del PRI existe la certidumbre de que la política económica será capaz de recuperar la confianza de los
electores en el partido y de ofrecer recursos adicionales para reconstruir un
Estado benefactor del tamaño preciso a las necesidades más obvias de la marginación social (19); esa confianza, aún poco tangible en los últimos procesos
electorales, se ha autoafirmado en el PRI y, con ella, la dinámica misma de
la exclusión a las otras opciones políticas.
2. La puesta en marcha del Programa Nacional de Solidaridad, que
agrupa el gasto social del Gobierno, antes disperso, para destinarlo a pequeñas obras de infraestructura social y productiva, orquestadas sobre la base
de la opinión y el trabajo organizado de los grupos sociales y de las comunidades marginadas, ha permitido al Gobierno recuperar un amplio trecho de
simpatizantes en zonas y regiones anteriormente ligadas a los partidos de izquierda. No es evidente todavía que esos simpatizantes se hayan convertido
en electores del PRI, pero los efectos políticos inmediatos son otros: en primer lugar, su éxito ha renovado las claves sobre las que se afincaba el pacto
revolucionario: el Gobierno ha reiterado con él su voluntad de atender las
demandas de los sectores que forman el PRI, eludiendo la acusación de haber
abandonado definitivamente el camino señalado por la Revolución mexicana,
y en segundo lugar, Solidaridad ha menguado los argumentos del PRD en el
mismo sentido: su acción está demostrando que el proyecto del Gobierno
no es ajeno del todo al bienestar de la mayoría de los mexicanos, como ha
sugerido radicalmente la izquierda. En ambos casos, el programa de solidaridad ha tenido un efecto político que refuerza, así sea de modo involuntario,
la idea de que el PRI no necesita de otros partidos para gobernar el país.
3. Por último, la reforma electoral de 1989 reflejó con claridad la ausencia de un criterio de consenso sobre los asuntos fundamentales de México: esa
reforma —en cuyas negociaciones centrales se negó a participar el PRD—
fue especialmente explícita en cuanto a los mecanismos legales suficientes
para vigilar el voto ciudadano, en tanto que las discusiones en el Congreso
giraron en torno a las acusaciones de fraude electoral, pero incluyó también
una cláusula de «gobernabilidad», que supone la conveniencia de que un
partido político, aun con el 35 por 100 de los votos totales, obtenga los diputados necesarios para alcanzar la mayoría absoluta en la Cámara. La idea
(18) Acerca de la opinión nacional sobre los procesos de integración comercial
entre México y los Estados Unidos, cfr. Este País, núm. 1, abril 1991, México.
(19) Véase, al respecto, la revista Examen, editada por el Comité Ejecutivo Nacional del PRI durante 1990.
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MÉXICO. EN BUSCA DE LA DEMOCRACIA
que se esconde tras esa reforma es simple: los partidos han buscado la mayor
limpieza electoral posible, pero se han negado a compartir un espacio de
decisiones colectivas; de antemano, han asumido su incapacidad para establecer acuerdos, aunque sea en cuestiones de interés común. La cláusula de gobernabilidad de la reforma reciente muestra, una vez más, que la mayoría
absoluta está en la lógica del sistema; para los partidos que proyectaron y
aprobaron esa reforma, la mayoría relativa es, en la práctica, sinónimo de
ingobernabilidad. Es obvio, por lo demás, que fueron los diputados del PRI
quienes, con mayor rigor, defendieron esa parte del nuevo Código Federal de
Instituciones y Procedimientos Políticos.
La reforma del PRI no puede aislarse de esos tres rasgos paralelos. Tampoco puede minusvalorarse por el solo hecho de que el Gobierno de la República haya actuado con efectividad. Pero en todo caso salta a la vista el
riesgo que anima la redacción de estas líneas: la suma de una política económica capaz de reconstruir las expectativas urbanas y de clase media; la
puesta en marcha de un programa de asistencia social de amplia cobertura
y dirigido expresamente desde la Presidencia de la República, y la formulación de una nueva reforma electoral que admite la más acuciosa vigilancia
de los comicios, pero no renuncia a la lógica de la dominación de un solo
partido, no son signos ajenos a la reforma del PRI. Todos ellos se inscriben
en el mismo deseo, más o menos explícito, de alargar las viejas tradiciones
del sistema político mexicano y de aplazar, en el mejor de los casos, el debate que pareció abrirse en 1988.
De otro lado, sin embargo, es preciso reconocer que la intransigencia y
la inconsistencia del PRD y la actitud titubeante del PAN, entre el pacto y la
denuncia, también han actuado en sentido contrario a la transición. El PRI
no se ha visto forzado, a través de una actitud abiertamente favorable a la
democracia, a buscar consensos entre la oposición. Tanto en la izquierda
como en la derecha, el único propósito explícito de la contienda es arrebatar
el poder: todo el poder. Así, contra lo que pudiera pensarse, en México todavía no hay condiciones propicias para una transición democrática. Ni el
solo respeto al voto, con toda su eficacia y su valor moral, sería suficiente por
sí mismo para producirlas. Pero si las tradiciones del sistema político mexicano han quedado rebasadas por la realidad y los partidos se resisten a formular los términos de una transición, ¿cuál es la alternativa?
En esa pregunta se resumen las tensiones por las que atraviesa la política
mexicana de nuestros días. No hay una sola respuesta: cada porción de la
sociedad mexicana ha enarbolado la suya, y la ha enfrentado con las demás.
Lo único claro es que la transición ha entrado, por así decir, en una suerte
de prórroga hasta el nuevo aviso, que únicamente corresponde a los electores
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ANTONIA MARTÍNEZ RODRÍGUEZ / MAURICIO MERINO HUERTA
del país. También es cierto que tanto la política económica como la sucesión
presidencial constituyen los nudos que han trabado el encuentro con la democracia: la primera, como el centro de las controversias nacionales, pero
también como el asiento de una estabilidad que no se ha perdido, a pesar de
todo; la segunda, como el símbolo y como la clave de las tradiciones políticas
nacionales, que ningún partido pretende romper, sino acaso arrebatar. De ahí
que la transición mexicana a la democracia hasta ahora sólo pueda definirse
como una asignatura pendiente y como un deseo compartido por la mayor
parte de los mexicanos.
Mientras los partidos políticos no se vean a sí mismos como opciones
parciales en el escenario político nacional y mientras no logren establecer un
cuadro básico de acuerdos, respetado por todos, la democracia del PRI tenderá a suplir la democracia formal, y su dinámica interna, el juego abierto
y equitativo entre partidos distintos. Dicho de otra manera: mientras el viejo
pacto revolucionario no sea sustituido por un nuevo pacto democrático, tripartito y respetuoso de las reglas del juego tanto en la economía como en las
bases de la estabilidad política del país, la cultura de la totalidad seguirá su
curso y con ella las tensiones que poco a poco han polarizado a la sociedad
mexicana. Sin un pacto nacional entre partidos políticos consolidados, el
panorama inmediato no ofrece más que la supremacía del PRI, con todas sus
tradiciones, pagando el costo de su propio desgaste.
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