Sir Arthur Conan Doyle
Estudio en Escarlata
Estudio en Escarlata
Título original: A Study in Scarlet, 1887
Texto procedente de http://www.dominiopublico.es/
Maquetación para la web
http://www.sherlockholmesonline.es
Índice de contenido
Estudio en Escarlata.........................................................4
PRIMERA PARTE.......................................................7
Reimpresión de las memorias de John H. Watson,
doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de
Médicos del Ejército Británico....................................7
1. Mr. Sherlock Holmes..........................................9
2. La ciencia de la deducción................................19
3. El misterio de Lauriston Gardens......................33
4. El informe de John Rance.................................47
5. Nuestro anuncio atrae aun visitante..................57
6. Tobías Gregson en acción.................................67
SEGUNDA PARTE...................................................89
La tierra de los santos................................................89
1. En la gran llanura alcalina.................................91
2. La flor de Utah................................................103
3. John Ferrier habla con el profeta.....................111
4. La huida...........................................................119
5. Los ángeles vengadores..................................131
6. Continuación de las memorias de John Watson,
doctor en Medicina..............................................143
7. Conclusión......................................................157
PRIMERA PARTE
Reimpresión de las memorias de John H.
Watson, doctor en medicina y oficial
retirado del Cuerpo de Médicos del
Ejército Británico
1. Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina
por la Universidad de Londres, asistiendo después en
Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar
como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios,
fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de
Northumberland en calidad de médico ayudante. El
regimiento se hallaba por entonces estacionado en la
India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la
segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en
Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que
estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa,
muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin
embargo, camino con muchos otros oficiales en
parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde
sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me
incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo
desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e
incorporado a las tropas de Berkshire, con las que
estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En
la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el
hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún
daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los
despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de
Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través
sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas
británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad
a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado,
junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de
infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me
rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que
otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo
en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de
nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un
ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de
las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan
extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo
médico determinó sin más mi inmediato retorno a
Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes,
al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la
salud malparada para siempre y nueve meses de plazo,
sufragados por un gobierno paternal, para probar a
remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por
tanto, libre como una alondra -es decir, todo lo libre que
cabe ser con un ingreso diario de once chelines y
medio-. Hallándome en semejante coyuntura gravité
naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde
van a dar de manera fatal cuantos desocupados y
haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún
tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que
bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco
que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que
mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el
estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de
que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a
la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un
radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo
camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel,
y sentar mis reales en un lugar menos caro y
pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión,
cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso
la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta
reconocí como perteneciente al joven Stamford, el
antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista
de una cara amiga en la jungla londinense resulta en
verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los
viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que
se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con
entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de
verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que
almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un
coche de caballos..
-Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? -me preguntó
sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante
vehículo se abría camino por las pobladas calles de
Londres-. Está delgado como un arenque y más negro
que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas
si había concluido cuando llegamos a destino.
-¡Pobre de usted! -dijo en tono conmiserativo al
escuchar mis penalidades-. ¿Y qué proyectos tiene?
-Busco alojamiento -repuse-. Quiero ver si me las
arreglo para vivir a un precio razonable.
-Cosa extraña -comentó mi compañero-, es usted la
segunda persona que ha empleado esas palabras en el
día de hoy.
-¿Y quién fue la primera? -pregunté.
-Un tipo que está trabajando en el laboratorio de
química, en el hospital. Andaba quejándose esta
mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas
habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que
parece, si bien de precio demasiado abultado para su
bolsillo.
-¡Demonio! -exclamé-, si realmente está dispuesto a
dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que
necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir
solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de
forma un tanto extraña.
-No conoce todavía a Sherlock Holmes -dijo-, podría
llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo
de persona que a uno le gustaría tener siempre por
vecino.
-¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
-Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada
contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto
peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la
ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala
persona.
-Naturalmente sigue la carrera médica -inquirí.
-No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda
versado en anatomía, y es un químico de primera clase;
pero
según
mis
informes,
no
ha
asistido
sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue
en el estudio rutas extremadamente dispares y
excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal
y tan desusada de conocimientos, que quedarían
atónitos no pocos de sus profesores.
-¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre
manos?
-No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a
confidencias, aunque puede resultar comunicativo
cuando está en vena.
-Me gustaría conocerle -dije-. Si he de partir la
vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila
y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante
fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva
agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en
grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo
podría entrar en contacto con este amigo de usted?
-Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio
-repuso mi compañero-. O se ausenta de él durante
semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la
noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después
del almuerzo.
-Desde luego -contesté, y la conversación tiró por
otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio,
Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que
llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
-Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él
-dijo-, nuestro trato se reduce a unos cuantos y
ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted
quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo
exento de toda responsabilidad.
-Si no congeniamos bastará que cada cual siga su
camino -repuse-. Me da la sensación, Stamford -añadí
mirando fijamente a mi compañero-, de que tiene usted
razones para querer lavarse las manos en este negocio.
¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro
hombre? Hable sin reparos.
-No es cosa sencilla expresar lo inexpresable -repuso
riendo-. Holmes posee un carácter demasiado científico
para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me
lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último
alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por
la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos.
Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo
engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que
habita en su persona la pasión por el conocimiento
detallado y preciso.
-Encomiable actitud.
-Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear
con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se
pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en
exceso peculiar.
-¡Aporrear los cadáveres!
-Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse
magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado
con mis propios ojos.
-¿Y dice usted que no estudia medicina?
-No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales
investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted
formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través
de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las
alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no
precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre
escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de
paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro
extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía
hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de
química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda
de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o
yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían
unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos
de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y
ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía
guardia un solitario estudiante que, absorto en su
trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al
escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en
pie dejó oír una exclamación de júbilo.
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! -gritó a mi acompañante
mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en
la mano-. He hallado un reactivo que precipita con la
hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría
encendido placer más intenso en aquel rostro.
-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció
Stamford a modo de presentación.
-Encantado
-dijo
cordialmente
mientras
me
estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi
desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras
afganas.
-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno
de asombro.
-No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-.
Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el
alcance de mi descubrimiento?
-Interesante desde un punto de vista químico
-contesté-, pero, en cuanto a su aplicación práctica...
-Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el
campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los
últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba
infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga
usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la
chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había
estado realizando sus experimentos.
-Hagámonos con un poco de sangre fresca -dijo,
clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en
una probeta de laboratorio la gota manada de la herida.
-Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un
litro de agua. Puede usted observar que la mezcla
resultante ofrece la apariencia del agua pura. La
proporción de sangre no excederá de uno a un millón.
No me cabe duda, sin embargo, de que nos las
compondremos para obtener la reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos
cristales blancos, agregando luego algunas gotas de
cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió
un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre
el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
-¡Ajá! -exclamó, dando palmadas y alborozado como
un niño con zapatos nuevos-. ¿Qué me dice ahora?
-Fino experimento -repuse.
-¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del
guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo
cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre...
Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba
de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar
con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es
vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano,
muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran
pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les
hacen acreedoras.
-Caramba... -murmuré.
-Los casos criminales giran siempre alrededor del
mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de
un crimen meses más tarde de cometido éste; se
someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen
unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de
barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha
sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe
usted por qué? Por la inexistencia de una prueba
segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba,
y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la
palma de la mano a la altura del corazón, haciendo
después una reverencia, como si delante suyo se
hallase congregada una imaginaria multitud.
-Merece usted que se le felicite -apunté, no poco
sorprendido de su entusiasmo.
-¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en
Frankfort? De haber existido esta prueba, mi
experimento le habría llevado en derechura a la horca.
¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre
Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de
Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la
mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
-Parece usted un almanaque viviente de hechos
criminales -apuntó Stamford con una carcajada-. ¿Por
qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco
de tiempos pasados».
-No sería ningún disparate -repuso Sherlock Holmes
poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo-. He
de andar con tiento -prosiguió mientras se volvía
sonriente hacia mí-, porque manejo venenos con mucha
frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver
que la tenía moteada de parches similares y descolorida
por el efecto de ácidos fuertes.
-Hemos venido a tratar un negocio -dijo Stamford
tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y
empujando otro hacia mí con el pie-. Este señor anda
buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted
de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la
misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a
los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de
dividir su vivienda conmigo.
-Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker
Street -dijo-, que nos vendrían de perlas. Espero que no
le repugne el olor a tabaco fuerte.
-No gasto otro -repuse.
-Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con
sustancias químicas y de vez en cuanto realizo algún
experimento. ¿Le importa?
-En absoluto.
-Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De
tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los
labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal
humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y
verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a
su vez que confesarme? Es aconsejable que dos
individuos estén impuestos sobre sus peores aspectos
antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio. -Soy dueño de
un cachorrito -dije-, y desapruebo los estrépitos porque
mis nervios están destrozados... y me levanto a las
horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso
en extremo. Guardo otra serie de vicios para los
momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a
la sazón un lugar preeminente.
-¿Entra para usted el violín en la categoría de lo
estrepitoso? -me preguntó muy alarmado.
-Según quién lo toque -repuse-. Un violín bien tratado
es un regalo de los dioses, un violín en manos poco
diestras...
-Magnífico -concluyó con una risa alegre-. Creo que
puede considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando
dé usted el visto bueno a las habitaciones.
-¿Cuándo podemos visitarlas?
-Venga usted a recogerme mañana a mediodía;
saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
-De acuerdo, a las doce en punto -repuse
estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y
juntos fuimos caminando hacia el hotel.
-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha
y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído
en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una
enigmática sonrisa.
-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es
mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de
adivinar las cosas.
-¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? -exclamé
frotándome las manos-. Esto empieza a ponerse
interesante. Realmente, le agradezco infinito su
presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de
estudio más digno del hombre que el hombre mismo».
-Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo
-dijo Stamford a modo de despedida-. Aunque no le
arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él
mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.
-Adiós -repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia
el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa
de conocer.
2. La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para
inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street
a que se había hecho alusión durante nuestro
encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y
una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos
amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan
conveniente en todos los aspectos nos pareció el
apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido
entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin
más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa
misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel
a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo
correspondiente con las suyas, presentándose con un
equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas.
Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de
desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible.
Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse
al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil
convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos
regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la
noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al
levantarme yo por la mañana, había tomado ya el
desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días
transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la
sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a
largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios
más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la
fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía
sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal,
caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y
durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la
sala de estar, sin mover apenas un músculo o
pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales
ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta
expresión perdida y como ausente que, a no ser por la
templanza y limpieza de su vida toda, me habría
atrevido a imputar al efecto de algún narcótico.
Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la
curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí,
fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos.
Su misma apariencia y aspecto externos eran a
propósito para llamar la atención del más casual
observador. En altura andaba antes por encima que por
debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema
exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos
eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de
sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le
daba no sé qué aire de viveza y determinación. La
barbilla también, prominente y maciza, delataba en su
dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos
aparecían siempre manchadas de tinta y distintos
productos químicos, siendo, sin embargo, de una
exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de
ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles
instrumentos de física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido
impenitente en vista de lo mucho que este hombre
excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con
que procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba
envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime
sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido
hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué
pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que
era mi estado de salud, sólo en días de tiempo
extraordinariamente benigno me estaba permitido
aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás,
amigos con quienes endulzar la monotonía de mi rutina
cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con
entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi
compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo
probando a desvelarlo.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo
a cierta pregunta, había confirmado el parecer de
Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía
empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera
auparle hasta un título científico, o abrirle otra cualquiera
de las reconocidas puertas por donde se accede al
mundo académico. Pese a todo, el celo puesto en
determinadas labores era notable, y sus conocimientos,
excéntricamente circunscritos a determinados campos,
tan amplios y escrupulosos que daban lugar a
observaciones sencillamente asombrosas. Imposible
resultaba que un trabajo denodado y una información en
tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El
lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión
de los datos acumulados en el curso de sus lecturas.
Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a
menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo
así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común,
ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De
literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi
completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a
colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con
la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había
hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit
cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría
copernicana y la composición del sistema solar. El que
un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX
que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho
tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
-Parece usted sorprendido -dijo sonriendo ante mi
expresión de asombro-. Ahora que me ha puesto usted
al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
-¡Olvidarlo!
-Entiéndame -explicó-, considero que el cerebro de
cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos
amueblando con elementos de nuestra elección. Un
necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de
modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no
encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla
tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar
con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el
contenido de ese vano disponible que es su cabeza.
Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal,
pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto
estado. Constituye un grave error el suponer que las
paredes de la pequeña habitación son elásticas o
capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto
punto,
cada
nuevo
dato
añadido
desplaza
necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por
tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos
inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
-¡Sí, pero el sistema solar..! -protesté.
-¿Y qué se me da a mí el sistema solar? -interrumpió
ya impacientado-: dice usted que giramos en torno al
sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría
un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso
que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a
entender que semejante pregunta no sería de su
agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de
nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba.
Había mencionado su propósito de no entrometerse en
conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por
tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por
fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los
distintos asuntos sobre los que había demostrado estar
excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz
y los fui poniendo por escrito. No pude contener una
sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión.
Decía así: «Sherlock Holmes; sus límites.
1. Conocimientos de Literatura: ninguno.
2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día
en lo atañadero a la belladona, el opio y los
venenos en general. Nulos en lo referente a la
jardinería.
6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque
restringidos. De una ojeada distingue un suelo
geoló gico de otro. Después de un paseo me ha
enseñado las manchas de barro de sus
pantalones y ha sabido decirme, por la
consistencia y color de la tierra, a qué parte de
Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero
poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista:
inmensos. Parece conocer todos los detalles de
cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y
espada.
12.
Familiarizado con los aspectos prácticos
de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al
fuego. «Si para adivinar lo que este tipo se propone -me
dije- he de buscar qué profesión corresponde al común
denominador de sus talentos, puedo ya darme por
vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud
para el violín. Era ésta notable, aunque no menos
peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar
piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya
que a petición mía había reproducido las notas de
algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones
de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto,
rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento
música o aires reconocibles. Recostado en su butaca
durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán
descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de
través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las
notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico
y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los
ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su
definitiva forma, bien acompañándolos no más que
como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios
que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes
solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con
una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas
en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que
nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando
empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de
amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a
continuación, no sólo era ello falso, sino que además los
contactos de Holmes se distribuían entre las más
dispersas cajas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un
hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y ojimoreno, que
me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a
casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo
de una semana. Otra mañana una joven elegantemente
vestida fue nuestro huésped durante más de media
hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento
y de cabeza cana -la clásica estampa del buhonero
judío-, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez
dejó paso a una raída y provetta señora. Un día estuvo
mi compañero departiendo con cierto caballero anciano
y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un
mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana.
Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada
comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes
suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba
entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por
el trastorno que de semejante modo me causaba.
-Tengo que utilizar esta habitación como oficina
-decía-, y la gente que entra en ella constituye mi
clientela-. ¡Qué mejor momento para interrogarle a
quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el
recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imagina
que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de
su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo
derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi
parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo,
cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre,
encontré a Holmes despachando su aún inconcluso
desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos
poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni
el café dispuesto. Con la característica y nada razonable
petulancia del común de los mortales, llamé entonces al
timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración.
Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté
distraer con él el tiempo mientras mi compañero
terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de
uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él,
naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas
palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una
demostración de las innumerables cosas que a
cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo
a examen preciso y sistemático los acontecimientos de
que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una
extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y
apretadas razones sucedían inferencias en exceso
audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder
adentrarse, guiado de señales tan someras como un
gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de
unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro
hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban
impracticables delante de un individuo avezado al
análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería
tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan
sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado
en las rutas por donde se llega de los principios a las
conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia
de un auténtico nigromante.
-A partir de una gota de agua -decía el autor-, cabría
al lógico establecer la posible existencia de un océano
Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo
uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima
noticia. La vida toda es una gran cadena cuya
naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón
aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la
Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un
estudio prolongado y paciente, no habiendo vida
humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie
alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo
es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los
aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta
materia suscita, descenderé a resolver algunos
problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas
divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir
su historia completa, así como su oficio o profesión.
Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la
capacidad de observación, descubriendo los puntos más
importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las
uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus
botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los
dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de
su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas
personales por donde claramente se revela la profesión
del hombre observado. Que semejantes elementos,
puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente
sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.
-¡Valiente sarta de sandeces! -grité, dejando el
periódico sobre la mesa con un golpe seco-. Jamás
había leído en mi vida tanto disparate.
-¿De qué se trata? -preguntó Sherlock Holmes.
-De ese artículo -dije, apuntando hacia él con mi
cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi
desayuno-. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado
por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me
subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos
divagadores de profesión a los que entusiasma
elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus
despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el
metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de
los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las
profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra
suya.
-Perdería usted su dinero -repuso Holmes
tranquilamente-. En cuanto al artículo, es mío.
-¡Suyo!
-Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la
deducción. Esas teorías expuestas en el periódico y que
a usted se le antojan tan quiméricas, vienen a ser en
realidad extremadamente prácticas, hasta el punto que
de ellas vivo.
-¿Cómo? -pregunté involuntariamente.
-Tengo un oficio muy particular, sospecho que único
en el mundo. Soy detective asesor... Verá ahora lo que
ello significa. En Londres abundan los detectives
comisionados por el gobierno, y no son menos los
privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por
dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre
la pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que
disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi
conocimiento de la historia criminal, me las arreglo
decentemente para enseñarles el camino. Existe un
fuerte aire de familia entre los distintos hechos
delictivos, y si se dominan a la menuda los mil primeros,
no resulta difícil descifrar el que completa el número mil
uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace
mucho se enredó en un caso de falsificación, y
hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir
consejo.
-¿Y los demás visitantes?
-Proceden en la mayoría de agencias privadas de
investigación. Son gente que está a oscuras sobre algún
asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su
relato, doy mi opinión, y presento la minuta.
-¿Pretende usted decirme -atajé- que sin salir de esta
habitación se las compone para poner en claro lo que
otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos
sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?
-Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de
intuición. De cuando en cuando surge un caso más
complicado, y entonces es menester ponerse en
movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted
que he atesorado una cantidad respetable de datos
fuera de lo común; este conocimiento facilita
extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por
mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su
desdén me prestan además un inestimable servicio. La
capacidad de observación constituye en mi caso una
segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando,
nada más conocerlo, observé que había estado en
Afganistán.
-Alguien se lo dijo, sin duda.
-En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de
Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los
pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que
me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a
hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios.
Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí
puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con
aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata
de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque
la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo
natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según
lo pregona su macilento rostro ha experimentado
sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo
izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en
qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un
médico militar semejantes contrariedades, recibiendo,
además, una herida en el brazo? Evidentemente, en
Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no
duró el espacio de un segundo. Observé entonces que
venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca
abierta.
-Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de
nada -dije sonriendo-. Me recuerda usted al Dupin de
Allan Poe. Nunca imaginé que tales individuos pudieran
existir en realidad.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa.
-Sin duda cree usted halagarme estableciendo un
paralelo con Dupin -apuntó-. Ahora bien, en mi opinión,
Dupin era un tipo de poca monta. Ese expediente suyo
de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una
frase oportuna, tras un cuarto de hora de silencio, tiene
mucho de histriónico y superficial. No le niego, desde
luego, talento analítico, pero dista infinitamente de ser el
fenómeno que Poe parece haber supuesto.
-¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? -pregunté-.
¿Responde Lecoq a su ideal detectivesco?
Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz.
-Lecoq era un chapucero indecoroso -dijo con la voz
alterada-, que no tenía sino una sola cualidad, a saber:
la energía. Cierto libro suyo me pone sencillamente
enfermo... En él se trata de identificar a un prisionero
desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado
en veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco
más o menos, seis meses. Ese libro merecería ser
repartido entre los profesionales del ramo como manual
y ejemplo de lo que no hay que hacer.
Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan
displicentemente a dos personas que admiraba. Me
aproximé a la ventana, y tuve durante un rato la mirada
perdida en la calle llena de gente. «No sé si será este
tipo muy listo», pensé para mis adentros, «pero no cabe
la menor duda de que es un engreído.»
-No quedan ya crímenes ni criminales -prosiguió, en
tono quejumbroso-. ¿De qué sirve en nuestra profesión
tener la cabeza bien puesta sobre los hombros? Sé de
cierto que no me faltan condiciones para hacer mi
nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí,
puso jamás tanto estudio y talento natural al servicio de
la causa detectivesca... ¿Y para qué? ¡No aparece el
gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con alguna que
otra chapucera villanía, tan transparente, que su móvil
no puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial de
Scotland Yard.
Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa
verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué
conveniente cambiar de tercio.
-¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? -pregunté
señalando a cierto individuo fornido y no muy bien
trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin
dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los
números de cada puerta. Portaba en la mano un gran
sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.
-¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado
de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.
«¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo
verificar su conjetura.»
Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente,
cuando el hombre que espiábamos percibió el número
de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle.
Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que
venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo
largo de la escalera.
-¡Para el señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño,
y, entrando en la habitación, entregó la carta a mi amigo.
¡Era el momento de bajarle a éste los humos! ¡Quién le
hubiera dicho, al soltar aquella andanada en el vacío,
que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!
Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:
-¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme
cuál es su profesión?
-Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-. Me están
arreglando el uniforme.
-¿Qué era usted antes? -inquirí mientras miraba
maliciosamente a Sherlock Holmes con el rabillo del ojo.
-Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la
Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente,
señor.
Y juntando los talones, saludó militarmente y
desapareció de nuestra vista.
3. El misterio de Lauriston Gardens
No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez
evidenciaban las teorías de Holmes. Sentí que mi
respeto hacia tamaña facultad adivinatoria aumentaba
portentosamente. Aun
así,
no
podía
acallar
completamente la sospecha de que fuera todo un
montaje enderezado a deslumbrarme en vista de algún
motivo sencillamente incomprensible. Cuando dirigí
hacia él la mirada, había concluido ya de leer la nota y
en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por
donde se manifiestan al exterior los estados de
abstracción meditativa.
-¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su
deducción? -pregunté.
-¿Qué deducción? -repuso petulantemente.
-Caramba, la de que era un sargento retirado de la
Marina. -No estoy para bagatelas -contestó de manera
cortante; y añadió, con una sonrisa-: Perdone mi
brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis
pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había
saltado a la vista la condición del mensajero?
-Puede estar seguro.
-Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar
cómo da uno con ellas. Si le pidieran una demostración
de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera
usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna
duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el
lado de la calle opuesto a aquel donde se hallaba
nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de
considerable tamaño tatuada sobre el dorso de su
mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin
embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que
dicta el reglamento. Henos, pues, instalados en la
Armada. Añádase cierta fachenda y como ínfulas de
mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su
cabeza y el modo como hacía oscilar el bastón. Un
hombre formal, respetable, por añadidura de mediana
edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién
podía tratarse, sino de un sargento?
-¡Admirable! -exclamé.
-Trivial... -repuso Holmes, aunque adiviné por su
expresión el contento que en él habían producido mi
sorpresa y admiración-. Dejé dicho hace poco que no
quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme.
¡Eche un vistazo!
Me confió la nota traída por el ordenanza.
-¡Demonios! -grité tras ponerle la vista encima-, ¡es
espantoso!
-Parece salirse un tanto de los casos vulgares
-observó flemático-. ¿Tendría la bondad de leérmela en
voz alta?
He aquí la carta a la que di lectura:
«Ml QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
»Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens,
según se va a Brixton, se nos ha presentado un feo
asunto. Como a las dos de la mañana advirtió el policía
de turno que estaban las luces encendidas, y, dado que
se encuentra la casa deshabitada, sospechó de
inmediato algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la
pieza delantera, desprovista de muebles, el cuerpo de
un caballero bien trajeado. En uno de sus bolsillos había
una tarjeta con estas señas grabadas: "Enoch J.
Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A". No ha tenido lugar
robo alguno, ni se echa de ver cómo haya podido
sorprender la muerte a este desdichado. Aunque existen
en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta
una sola herida. Desconocemos también por qué medio
o conducto vino a dar el finado a la mansión vacía; de
hecho,
el
percance
todo
presenta
rasgos
desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes
de las doce, me hallará en el escenario del crimen. He
dejado orden de que nada se toque antes de que usted
dé señales de vida. Si no pudiera acudir, le explicaría el
caso más circunstanciadamente, en la esperanza de
que me concediese el favor de su dictamen.
»Le saluda atentamente,
TOBÍAS GREGSON.»
-Gregson es el más despierto de los inspectores de
Scotland Yard -apuntó mi amigo-; él y Lestrade
constituyen la flor y nata de un pelotón de torpes.
Despliegan ambos rapidez y energía, mas son
convencionales en grado sorprendente. Por añadidura,
se tienen puesta mutuamente la proa. En punto a celos
no les va a la zaga la damisela más presumida, y como
uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va a resultar
divertida.
No podía contener mi sorpresa ante la calma
negligente con que iba Sherlock Holmes desgranando
sus observaciones. -Desde luego no hay un momento
que perder -exclamé-: ¿le parece que llame ahora
mismo a un coche de caballos? -No sé qué decirle. Soy
el hombre más perezoso que imaginarse pueda...
Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el
caso, también sé andar a la carrera.
-¿No era ésta la ocasión que tanto esperaba?
-¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de
que me las componga para desenredar la madeja, no le
quepa duda que serán Gregson, Lestrade y compañía
quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno
por su cuenta!
-Le ha suplicado su ayuda...
-En efecto. Me sabe superior, y en privado lo
reconoce, mas antes se dejaría cortar la lengua que
admitir esa superioridad en público. Sin embargo,
podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi
modo, y cuando menos podré reírme a costa de ellos.
¡En marcha!
Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras,
según se movía de un lado a otro, de que a la desgana
anterior había sucedido una etapa de euforia.
-No olvide su sombrero -dijo.
-¿Desea usted que le acompañe?
-Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer.
Un momento después nos hallábamos instalados en
un coche, en rápida carrera hacia el camino de Brixton.
Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que
los cendales de niebla, suspendidos sobre los tejados y
azoteas, parecen copiar el sucio barro callejero. Estaba
Holmes de excelente humor, no cesando de abundar en
asuntos tales como los violines de Cremona o la
diferencia que media entre un Stradivarius y un Amati.
En cuanto a mí, no abrí la boca, ya que el tiempo
melancólico y el asunto fúnebre que nos solicitaba no
eran a propósito para levantarle a uno el ánimo.
-Parece usted tener el pensamiento muy lejos del
caso que se trae entre manos -dije al cabo,
interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.
-Faltan datos -repuso-. Es un error capital precipitarse
a edificar teorías cuando no se halla aún reunida toda la
evidencia, porque suele salir entonces el juicio combado
según los caprichos de la suposición primera.
-Los datos no van a hacerse esperar -observé,
extendiendo el índice-; esta calle es la de Brixton y
aquélla la casa, a lo que parece.
-En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Unas cien yardas nos separaban todavía de nuestro
destino, pese a lo cual Holmes porfió en apearse del
coche y hacer andando lo que restaba de camino.
El número tres de Lauriston Gardens ofreció un
aspecto entre amenazador y siniestro. Formaba parte de
un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a trasmano de
la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los
restantes. Las fachadas de estos últimos estaban
guarnecidas de tres melancólicas hileras de ventanas,
tan polvorientas y cegadas que no habría resultado fácil
distinguir unas de otras a no ser porque, de trecho en
trecho, podía verse, como una catarata crecida en la
oquedad de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos
jardincillos salpicados de cierta vegetación anémica y
escasa ponían tierra entre la calle y los portales, a los
que se accedía por unos senderos estrechos,
compuestos de una sustancia amarillenta que parecía
ser mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la
noche había convertido el paraje en un barrizal. El jardín
se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres pies de
altura y somero remate de madera; sobre este cercado o
empalizada descansaba su macicez un guardia,
rodeado de un pequeño grupo de curiosos, quienes,
castigando inútilmente la vista y el cuello, hacían lo
imposible por alcanzar el interior del recinto.
Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de
galope en el edificio para aplicarse sin un momento de
pérdida al estudio de aquel misterio. Nada más lejos,
aparentemente, de su propósito. Con un aire negligente
que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación,
recorrió varias veces, despacioso, el largo de la
carretera, lanzando miradas un tanto ausentes al suelo,
el cielo, las casas fronteras y la valla de madera.
Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir
palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de
hierba que flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra.
Dos veces se detuvo y una de ellas le vi sonreírse, a la
par que de sus labios escapaba un murmullo de
satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso
varias improntas de pasos; pero como quiera que la
policía había estado yendo y viniendo, no alcanzaba yo
a comprender de qué utilidad podían resultar tales
huellas a mi amigo. Con todo, en vista de las
extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco
antes me había dado, no me cabía la menor duda de
que a sus ojos se hallaban presentes muchos más
indicios que a los míos.
En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y
pálido, de cabellera casi blanca por lo rubia, el cual,
apenas vernos -llevaba en la mano un cuaderno de
notas-, se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo
efusivamente su diestra.
-¡Le agradezco que haya venido! -dijo-. Todo está
como lo encontré..
-Excepto eso -repuso Holmes señalando el sendero-.
Una manada de búfalos no habría obrado mayor
confusión. Aunque sin duda supongo, Gregson, que ya
tenía usted hecha una composición de lugar cuando
permitió semejante estropicio.
-La tarea del interior de la casa no me ha dejado
sosiego para nada -dijo evasivamente el detective-. Mi
colega el señor Lestrade se encuentra aquí. A él había
confiado mirar por las demás cosas.
Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico
las cejas.
-Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha,
no sé qué va a pintar aquí una tercera persona -repuso.
Halagado, Gregson frotó una mano contra la otra.
-Creo que hemos hecho todo lo hacedero -dijo-;
aunque, tratándose de un caso extraño, imaginé que le
interesaría echar un vistazo.
-¿Se llegó usted aquí en coche? -preguntó Sherlock
Holmes.
-No.
-¿Tampoco Lestrade?
-Tampoco.
-Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación.
Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa
seguido de Gregson, en cuyo rostro se dibujaba la más
completa sorpresa.
Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado
desnudo, conducía a la cocina y demás dependencias.
Dos puertas se abrían a sendos lados. Una llevaba,
evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al
comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí
se dirigió Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del
cauteloso sentimiento que siempre inspira la muerte.
Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño
aparecía magnificado por la absoluta ausencia de
muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba los tabiques,
enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las
tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando
al desnudo el rancio yeso subyacente. Frente por frente
de la puerta había una ostentosa chimenea, rematada
por una repisa que quería figurar mármol blanco. A uno
de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una
vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos
muros, tan sucia que la luz por ella filtrada, tenue e
incierta, daba a todo un tinte grisáceo, intensificado por
la espesa capa de polvo que cubría la estancia.
De estos detalles que aquí pongo me percaté más
tarde. Por lo pronto mi atención se vio solicitada por la
triste, solitaria e inmóvil figura que yacía extendida sobre
el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y ciegos en el
techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y
tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho
de hombros, rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y
áspera. Gastaba levita y chaleco de grueso velarte,
pantalones claros, y puños y cuello de camisa
inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la
silueta de una pulcra y bien cepillada chistera. Los
puños cerrados, los brazos abiertos y la postura de las
piernas, trabadas una con otra, sugerían un trance
mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había
dibujado un gesto de horror, y, según me pareció, de
odio, un odio jamás visto en ninguna otra parte. Esta
contorsión maligna y terrible, en complicidad con la
estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y el
prognatismo pronunciado daban al hombre muerto un
aire simiesco, tanto mayor cuanto que aparecía el
cuerpo retorcido y en insólita posición. He contemplado
la muerte bajo diversas apariencias, todas, sin embargo,
más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y
oscura habitación a orillas de la cual discurría una de las
grandes arterias del Londres suburbial.
Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa,
estaba en pie junto al umbral, desde donde nos dio la
bienvenida a mi amigo y a mí.
-Este caso va a traer cola -observó-. No se le compara
ni uno sólo de los que he visto antes, y llevo tiempo en
el oficio.
-¿Alguna pista? -dijo Gregson.
-En absoluto -repuso Lestrade.
Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose
de rodillas lo examinó cuidadosamente.
-¿Están seguros de que no tiene ninguna herida?
-inquirió al tiempo que señalaba una serie de manchas y
salpicaduras de sangre en torno al cadáver.
-¡Desde luego! -clamaron los detectives.
-Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a
un segundo individuo... Al asesino, en el supuesto de
que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a las
mientes ciertas semejanzas de este caso con el de la
muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta
y cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?
-No.
-No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay
nuevo bajo el sol... Cada acto o cada cosa tiene un
precedente en el pasado.
Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para
otro,
palpando,
presionando,
desabrochando,
examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa
expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto
llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera
podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de
aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a
las botas de charol, pusieron el punto final.
-Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado
-señaló interrogativamente.
-Lo mínimo necesario para el fin de nuestras
pesquisas.
-Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres -dijo
Holmes-. Aquí no hay nada más que hacer.
Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A
su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue
aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban
se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el
pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con la alhaja,
le dirigió una mirada llena de confusión.
-En la habitación ha estado una mujer -observó-. Este
anillo de boda pertenece a una mujer...
Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la
mano el objeto hallado. Hicimos corro en torno a él y
echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el escueto
aro de oro había adornado un día la mano de una novia.
-Se nos complica el asunto -dijo Gregson-. ¡Y sabe
Dios que no era antes sencillo!
-¿Está usted seguro de que no se simplifica? -repuso
Holmes-. Veamos, no va a progresar usted mucho con
esa mirada de pasmo..., ¿encontraron algo en los
bolsillos del muerto?
-Está todo allí -dijo Gregson señalando unos cuantos
objetos reunidos en montón sobre uno de los primeros
peldaños de la escalera-. Un reloj de oro, número
noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa Barraud
de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y
pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el
emblema de la masonería. Un alfiler de oro cuyo remate
figura la cabeza de un bulldog, con dos rubíes a modo
de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a
nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que
corresponde a las iniciales E. J. D. bordadas en la ropa
blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto por
un montante de siete libras trece chelines. Una edición
de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre
de Joseph Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas,
dirigida una a E. J. Drebber, y a Joseph Stangerson la
otra.
-¿Y la dirección?
-American Exchange, Strand, donde debían
permanecer hasta su oportuna solicitación. Proceden
ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de la
zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que
este desgraciado se disponía a volver a Nueva York.
-¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?
-Inicié las diligencias de inmediato -dijo Gregson-. He
puesto anuncios en todos los periódicos, y uno de mis
hombres se halla destacado en el American Exchange,
de donde no ha vuelto aún.
-¿Han establecido contacto con Cleveland?
-Esta mañana, por telegrama.
-¿Cómo lo redactaron?
-Tras hacer una relación detallada de lo sucedido,
solicitamos cuanta información pudiera sernos útil.
-¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de
especial importancia?
-Pedí informes acerca de Stangerson.
-¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle
capital sobre el que repose el misterio de este asunto?
¿No telegrafiará de nuevo?
-He dicho cuanto tenía que decir -repuso Gregson con
el tono de amor propio ofendido.
Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una
observación, cuando Lestrade, ocupado durante el
interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo
acto de presencia, frotándose las manos con mucha
fachenda.
-El señor Gregson -dijo-, acaba de encontrar algo de
suma importancia, algo que se nos habría escapado si
no llega a darme por explorar atentamente las paredes.
Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a
duras penas capaz de contener la euforia en él
despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su
rival.
-Síganme -dijo volviendo a la habitación, menos
sombría desde el momento en que había sido retirado
su lívido inquilino-. ¡Ahora, aguarden!
Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la
bota, y lo acostó a guisa de antorcha a la pared.
-¡Vean ustedes! -exclamó, triunfante.
He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí
y allá. Justo donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una
gran tira se había desprendido del soporte,
descubriendo un parche cuadrado de tosco revoco. De
lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo
sangriento, la siguiente palabra:
RACHE
-¿Qué les parece? -clamó el detective alargando la
mano con desparpajo de farandulero-. Por hallarse estos
trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie
les había echado el ojo antes. El asesino o la asesina
los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota
que se ha escurrido pared abajo... En fin, queda
excluida la hipótesis del suicidio. ¿Por qué hubo de ser
escrito el mensaje precisamente en el rincón? Ya he
dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la
repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando
de ahí una claridad mayor en la esquina que en el resto
de la pieza.
-Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo
suyo? -preguntó Gregson en tono despectivo.
-Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a
completar la palabra «Rachel» cuando se vio impedido
de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado
el caso saldrá a relucir una dama, de nombre,
precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes,
mas no olvide, por listo que sea, que después de
habladas y pensadas las cosas, no resta mejor método
que el del viejo perro de rastreo!
-Le ruego que me perdone -repuso mi compañero,
quien había excitado la cólera del hombrecillo con un
súbito acceso de risa-. Sin duda corresponde a usted el
mérito de haber descubierto antes que nadie la
inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de
uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar
aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora
procederé con su permiso.
Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica
y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura.
Pertrechado 'con semejantes herramientas, se aprestó
después a una silenciosa exploración de la pieza,
deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando
incluso a ponerse de bruces en el suelo en determinada
ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía
haber olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo
mismo un diálogo compuesto de un pintoresco conjunto
de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de
triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión.
Imposible era, frente a parejo espectáculo, no darse a
pensar en un sabueso bien entrenado y de pura sangre
en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora
deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el
hallazgo del rastro perdido. Más de veinte minutos
duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron
medidas con precisión matemática distancias entre
marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica,
repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a
los muros de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes
un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre.
Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de
las
palabras
escritas
con
sangre
a
un
circunstanciadísimo examen. Hecho lo cual, debió dar
las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta
devueltos a sus primitivos lugares.
-Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita
sensibilidad para el detalle -observó con una sonrisa-.
La definición es muy mala, pero rige en lo tocante al
oficio detectivesco.
Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de
su compañero amateur con notable curiosidad y un
punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como
yo había ignorado hasta poco antes, que los más
insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban
enderezados siempre a un fin práctico y definido.
-¿Cuál es su dictamen? -inquirieron a coro.
-¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando
iluminarles sobre el caso? -repuso mi amigo-. Están
ustedes llevándolo muy diestramente, y sería pena
inmiscuirse.
No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.
-Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de
confiarme la naturaleza de sus investigaciones
-prosiguió-, me placerá ayudarles en la medida de mis
fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas
palabras con el policía que halló el cadáver. ¿Podría
saber su nombre y dirección?
Lestrade consultó un libro de notas.
-John Rance -dijo-. Está ahora fuera de servicio.
Puede encontrarle en el cuarenta y seis de Audley
Court, Kennington Park Gate.
Holmes tomó nota de la dirección.
-Venga, doctor -añadió-; vayamos a echar un vistazo a
nuestro hombre... En cuanto a ustedes -dijo volviéndose
hacia los policías-, les haré saber algo que acaso sea de
su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para
más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta,
se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su
altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta
cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo
Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de
cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos
viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha;
probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta
en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No
son muchos los datos, aunque pueden resultar de
alguna ayuda.
Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de
incredulidad.
-Suponiendo que se haya producido un asesinato,
¿cómo llegó a ser ejecutado? -preguntó el primero.
-Veneno -repuso cortante Sherlock Holmes, y se
dirigió hacia la puerta-. Otra cosa, Lestrade -añadió
antes de salir-. «Rache» es palabra alemana que
significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo
buscando a una dama de ese nombre.
Disparada la última andanada dejó la habitación, y
con ella a los dos boquiabiertos rivales.
4. El informe de John Rance
A la una de la tarde abandonamos el número tres de
Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me condujo hasta
la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó
una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y
dio al conductor la dirección que poco antes nos había
facilitado Lestrade.
-La mejor evidencia es la que se obtiene de primera
mano -observó mi amigo-; yo tengo hecha ya una
composición de lugar, y aún así no desdeño ningún
nuevo dato, por menudo que parezca.
-Me asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado,
no está usted tan seguro como parece de los
particulares que enumeró hace un rato.
-No existe posibilidad de error -contestó-. Nada más
llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había
dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde
hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una
gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas
rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto
es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo,
las correspondientes a uno de los cascos más nítidas
que las de los otros tres restantes, prueba de que el
animal había sido herrado recientemente. En fin, si el
coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero
ya no estaba -al menos tal asegura Gregson- por la
mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la
noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos
individuos.
-De momento, sea... -repuse-; ¿pero cómo se explica
que obre en su conocimiento la estatura del otro
hombre?
-Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de
un individuo está en consonancia con el largor de su
zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque
tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted
dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla
del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar
el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad
se me ofreció para poner a prueba esta primera
conjetura... Cuando un hombre escribe sobre una pared,
alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las
palabras que hemos encontrado se hallaban a más de
seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de
niños.
-¿Y la edad?
-Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y
medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En
el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura
con dos clases de huellas: las de las botas de charol,
que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera
cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay
misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los
preceptos sobre observación y deducción que usted
pudo leer en aquel articulo. ¿Tiene alguna otra
curiosidad?
-La longitud de las uñas y la marca del tabaco -dije.
-La inscripción de la pared fue efectuada con la uña
del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa
acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado,
prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí
una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era
oscura, y como formando escamas: este residuo sólo lo
produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios
sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un
trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las
marcas de puro o cigarrillo no más que echando un
vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste
se diferencia el detective hábil de los practicones al
estilo de Lestrade o Gregson.
-¿Y la faz rubicunda? -pregunté.
-Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada,
aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame
callar semejante punto.
Me pasé la mano por la frente.
-Siento como si fuera a estallarme la cabeza...
-observé-. Cuanto más cavilo sobre el asunto, más
enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos entraron los
dos hombres -supuesto que fuesen dos- en la casa
vacía? ¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta
ella? ¿De qué expediente usó uno de los individuos para
que engullera el otro el veneno? ¿De dónde procede la
sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si
descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo
de la mujer hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué
se puso a escribir el segundo hombre la palabra
alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me
reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos
contradictorios.
Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.
-Ha resumido usted los aspectos problemáticos del
caso de forma sucinta e inteligente -dijo-. Resta aún
mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto un
veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al
descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no
más que de una añagaza para situar a la policía sobre
una pista falsa, insinuándole historias de socialismo y
sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio.
La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco
gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean
siempre los caracteres latinos, de donde cabe afirmar
que nos hallamos frente a un burdo imitador empeñado
en exagerar un tanto su papel. Existía el propósito de
conducir la investigación fuera de su curso adecuado.
De momento, no más aclaraciones, doctor; como usted
sabe, los adivinadores malogran su magia al desvelar el
artificio que hay detrás de ella, y si continúo explicándole
mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo
vulgar, después de todo.
-Puede usted tener la seguridad de lo contrario
-repuse-; ha traído la investigación detectivesca a un
grado de exactitud científica que jamás volverá a ser
visto en el mundo.
Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi
compañero ante semejantes palabras y el tono de
verdad con que estaban dichas. Había ya observado
que era tan sensible el halago en lo atañadero a su arte,
como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su
belleza física.
-Otra cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota
acharolada, y su acompañante, el de las botas de
puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de
alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad,
probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro,
recorrieron varias veces la habitación -mejor dicho, las
botas de charol permanecieron fijas en un punto
mientras las otras medían sucesivamente la estancia-.
Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude
apreciar también que el individuo en movimiento fue
dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud
creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante
dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en
aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya
de todos los datos ciertos, puesto que los restantes
entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de
partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora,
apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al
concierto que en el Hall da Norman Neruda!
Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje
hilaba su camino por una infinita sucesión de sucias
calles y tristes pasadizos. Llegados éramos al más sucio
y triste de todos, cuando el cochero detuvo de pronto su
vehículo.
-Ahí está Audley Court -explicó, señalando una grieta
o corredor abierto en el frontero muro de ladrillos-. De
vuelta, me hallarán en el mismo lugar.
Audley Court no era un paraje placentero. Calle
adelante desembocamos en un patio cuadrangular,
tendido de losas y con sórdidas construcciones a los
lados. Allí, entre grupos de chiquillos mugrientos, y
sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puesta a
secar, llegamos a nuestro paradero, la puerta del
número 45, guarnecida de una pequeña placa de bronce
que ostentaba el nombre de «Rance». Fuimos
enterados de que el policía estaba en la cama, y
hubimos de aguardarlo en una breve pieza que a la
entrada hacía las veces de sala de recibir.
Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según
se echaba de ver, por la súbita interrupción de su sueño.
-Ya he presentado mi informe en la comisaría -dijo.
Holmes enterró la mano en el bolsillo, sacó medio
soberano, y se puso a juguetear con él
despaciosamente. -Resulta que nos gustaría oírlo
repetido de sus propios labios -afirmó.
-Estoy a su completa disposición -repuso entonces el
policía, súbitamente fascinado por el pequeño disco de
oro. -Diga no más, como le venga a las mientes, lo que
usted presenció.
Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las
cejas, en la actitud de quien se concentra para poner
toda su alma en una empresa.
-Ahí va la historia entera -dijo-. Mi ronda dura desde
las diez de la noche a las seis de la madrugada. A las
once hubo trifulca en «El Ciervo Blanco», pero, fuera de
eso, no se produjo otra novedad durante el tiempo de
servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las
primeras gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta
Street a Harry Murcher -el que tiene a su cargo la
vigilancia de Holland Grove-, y allí estuvimos de palique
un buen rato. Hacia las dos -o quizá un poco más tardeme puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía
en orden en Brixton Road. Ni un susurro se oía en la
calle enfangada... Tampoco se me echó a la cara
persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos
coches. Seguí mi marcha, pensando, dicho sea entre
nosotros, en lo bien que me vendría un vaso de ginebra
calentita, de los de a cuatro, cuando súbitamente percibí
un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas de la
casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos
casas de Lauriston Gardens estaban deshabitadas con
motivo de unos desagües que el dueño se negaba a
reponer, siendo así que el último inquilino había muerto
de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz,
y sospeché de inmediato alguna irregularidad.
Alcanzada la puerta...
-Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la
cancela del jardín -interrumpió mi compañero-. ¿Por
qué?
Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos
en Sherlock Holmes.
-¡Cierto, señor! -dijo-, aunque el diablo me confunda si
llego a saber alguna vez cómo lo ha adivinado usted. En
fin, ganada la puerta, me pareció aquello tan silencioso y
solitario que consideré oportuno agenciarme antes la
ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y hueso
que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor
el difunto de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en
los desagües para ver qué se lo había llevado al otro
mundo. Esta idea me produjo como un cosquilleo, y viré
hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba
rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna.
-¿No había nadie en la calle?
-Nadie, señor, ni tan siquiera un perro se echaba de
ver... Hice entonces de tripas corazón, volví sobre mis
pasos y empujé la puerta. Adentro no encontré novedad,
sólo una luz brillando en la habitación. Se trataba de una
vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una
vela roja, por cuyo resplandor yo...
-Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por
la pieza, y después se hincó de rodillas junto al cadáver,
y después caminó en derechura a la puerta de la cocina,
y después...
John Race se puso en pie de un salto, pintado el
susto en la cara y con una expresión de desconfianza en
los ojos. -¿Desde dónde estuvo espiándome?
-exclamó-. Me da en la nariz que sabe usted mucho más
de lo que debiera. Soltando una carcajada, arrojó
Holmes su tarjeta sobre la mesa.
-¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! -dijo-. Soy
de la jauría, no la pieza perseguida. El señor Gregson o
el señor Lestrade pueden atestiguarlo. Ahora, adelante.
¿Qué ocurrió a continuación?
Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera
empero de su rostro la expresión de desconfianza.
-Volví a la cancela e hice sonar mi silbato. A la
llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros.
-¿Seguía la calle despejada de gente?
-De gente útil, sí.
-¿Qué quiere usted decir?
La boca del policía se distendió en una amplia
sonrisa.
-Llevo vistos muchos hombres en mi vida -adujo-,
aunque todos se me antojan sobrios al lado de aquel
tipo. Estaba junto a la cancela cuando salí de la casa,
apoyado en la verja y gritando a los cuatro vientos una
canción que se titula Columbine's New-fangled Banner,
o cosa por el estilo. No se aguantaba en pie. ¡Bonita
ayuda iba a prestarme!
-Descríbame al hombre -dijo Sherlock Holmes.
Esta reiterada digresión pareció irritar un tanto a
Rance.
-¡Un borracho muy peculiar! -prosiguió-. A no ser el
momento que era, habría acabado en la comisaría.
-Su rostro, sus ropas... ¿Reparó en ellas? -atajó
Holmes impaciente.
-¿Cómo no, si hubimos de sentarlo, para que no se
cayera, entre Murcher y yo? Era un tipo largo, de
mejillas rojas, con la parte inferior de la cara
embozada...
-Basta con eso -exclamó Holmes-. ¿Qué fue del
hombre?
-¡Pues no teníamos poco que hacer, para cuidar
encima de él! -repuso el policía en tono ofendido-.
Estese tranquilo: habrá sabido volver solito a su casa.
-¿Cómo iba vestido?
-Con un abrigo marrón.
-¿Sostenía un látigo en la mano?
-¿Un látigo? No...
-No lo llevaba consigo esta segunda vez... -murmuró
mi compañero-. ¿Oyó usted o pudo ver al cabo de un
rato, un coche de caballos?
-No.
-Ea, es dueño usted de medio soberano -dijo mi
compañero, poniéndose en pie y recogiendo su
sombrero-. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro
brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera
ser sólo de adorno. Pudo haber ganado ayer noche los
galones de sargento. El hombre que sostuvo en sus
brazos encierra la solución de este misterio, y constituye
el principal objeto de nuestras pesquisas. No es
momento de que demos más vueltas al asunto...
Confórmese con mi palabra. Andando, doctor...
Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a
nuestro informador indeciso entre la incredulidad y la
pena.
-¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de
esas oportunidades que sólo se presentan una vez en
un millón!
-Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre
coincide con sus presunciones acerca del segundo actor
de este drama, pero... ¿por qué hubo de volver a la
casa? No suelen conducirse así los criminales.
-El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su
retorno. Si no se nos presenta otro medio de echar el
lazo al criminal, podemos aún probar suerte con el
anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a usted dos a
uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias.
A no ser por su insistencia, me habría perdido el caso
más bonito de todos cuantos se me han presentado.
Podríamos llamarlo estudio en escarlata... ¿Por qué no
emplear por una vez una jerga pintoresca? Existe una
roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y
nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y
poner al descubierto sus más insignificantes
sinuosidades. Ahora a comer, y después a oír a Norman
Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo
admirable... ¿Cuál esa melodía de Chopin que interpreta
tan maravillosamente? Tra-lala-Lara-lira-lei.
Y el sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió
lanzando trinos, en tanto meditaba yo sobre los arcanos
del alma humana.
5. Nuestro anuncio atrae aun visitante
Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no
fuerte salud, y por la tarde estaba agotado. Después que
Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá para
descabezar allí dos horas de sueño. Vano intento. Tras
todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada
imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías.
Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el
descompuesto semblante, la traza simiesca del hombre
asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión
suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un
impulso de gratitud hacia la mano anónima que había
obrado su extrañamiento de este mundo. Nunca se ha
plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como
la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber,
avecindado en Cleveland. Naturalmente, no desconocía
que la ley tiene también sus imperativos y que la
depravación de la víctima no constituye motivo de
disculpa para el criminal.
Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más
extraordinaria se me volvía la hipótesis de mi
compañero acerca de una muerte por envenenamiento.
Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios
del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón
de peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa
remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de
estrangulamiento? Y además, ¿a quién demonios
pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el
suelo? No existían señales de lucha, ni se había
encontrado junto al cuerpo ningún arma de que pudiera
servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro
trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos
que para mí, en medio de tanto interrogante sin
respuesta! Sólo de una secreta y satisfactoria
explicación de los hechos, una explicación que aún no
se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a
mí entonces, la serena y segura actitud de Holmes.
Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto
exigía. La cena estaba ya servida.
-¡Soberbio recital! -comentó mientras tomaba asiento-.
¿Recuerda usted lo que Darwin ha dicho acerca de la
música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar
una armonía data en la raza humana de mayor
antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la
causa de que influya en nosotros de forma tan sutil.
Perviven en nuestras almas recuerdos borrosos de
aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en su
niñez...
-No me parece la idea muy estricta -apunté.
-Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan
holgadas como la naturaleza misma. ¿Cómo podría de
otra manera ser ésta interpretada? A propósito
-prosiguió-, su aspecto no es el de siempre. Se conoce
que el asunto de Brixton Road le tiene a usted
trastornado.
-No voy a decirle que no -repuse-. Y el caso es que
con la experiencia de Afganistán debiera haberme
curtido un poco. He visto a camaradas hechos picadillo
en Maiwand sin conmoverme de este modo.
-Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un
misterio que estimula la imaginación; sin la imaginación
no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta
tarde?
-No.
-Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que,
al ser aupado el cuerpo, rodó un anillo de compromiso
por el suelo. No es inoportuno el olvido.
-Explíqueme eso.
-Eche un vistazo a este anuncio -repuso-. He enviado
por la mañana uno idéntico a cada periódico,
inmediatamente después de ocurrida la cosa.
Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la
mesa, y yo busqué con los ojos el lugar señalado.
Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada
a «Hallazgos».
«Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo
de compromiso, en oro de ley, en el tramo de Brixton
Road comprendido entre la taberna de "El Ciervo
Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221
B, Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»
-Disculpe que haya utilizado su nombre -prosiguió-,
pero el mío habría sido visto por alguno de estos
badulaques, siempre prontos a meter las narices donde
no les llaman.
-Eso no importa -repuse-. Importa más que no tengo
el anillo.
-¡Claro que lo tiene! -exclamó, entregándome uno-.
Para el caso es lo mismo, casi un facsímil.
-¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?
-Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo
de rostro congestionado y botas con puntera cuadrada.
Si no se presenta él personalmente, enviará a un
cómplice.
-¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?
-En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que
tal es el caso, el hombre que nos preocupa sacrificaría
cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se
le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y
que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar
la casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha
atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la
vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió
borracho para despejar las sospechas acaso
despertadas por su presencia en la cancela. Ahora,
póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando
el caso, le habrá dado por pensar que el extravío ha
podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué
hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente
los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar
razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido
escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su
suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto
de vista, ninguna relación puede establecerse entre el
hallazgo del anillo y el asesinato. Es probable que
venga..., mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos
antes de una hora.
-¿Y después? -dije.
-Déjelo de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún
arma?
-Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos
cartuchos. -Pues ya está usted limpiando ese revólver y
poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante
es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso
no baste el cogerlo desprevenido.
Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado.
Cuando volví con la pistola estaba ya la mesa despejada
y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo
arañando las cuerdas de su violín.
-Cada vez es más espesa la maraña -observó al
verme entrar-. Acabo de recibir desde América
contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba
en lo cierto.
-Explíquese -pedí entonces, impaciente.
-Este violín requiere cuerdas nuevas -dijo
evasivamente Holmes-. En fin, métase la pistola en el
bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro,
háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite
las miradas insistentes, no vaya a despertar en él
sospechas.
-Son en este instante exactamente las ocho -comenté,
mirando el reloj.
-Estará probablemente aquí pasados unos minutos.
Deje la puerta entreabierta. Así... Ahora, introduzca la
llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta
rareza en un puesto de libros de lance... Se trata de De
Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de Lieja,
en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del
rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando
este pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz.
-¿Quién es el impresor?
-Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la
guarda, con tinta casi borrada por los años, está escrita
la leyenda «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto
quién será el tal Willam Whyte. Probablemente un
pragmático del XVII, como se echa de ver por el estilo
abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro
hombre, según creo!
En ese instante se oyó en la entrada un fuerte
campanillazo.
Sherlock
Holmes
se
incorporó
suavemente y puso su silla frontera a la puerta. Oímos
los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después
el ruido seco del picaporte al ser accionado.
-¿Vive aquí el doctor Watson? -preguntó una voz clara
aunque más bien áspera.
No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente,
pero la puerta se cerró, siguiendo a ese ruido el de unos
pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies sobre el
suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida que
estas señales llegaban a mi compañero, una expresión
de sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a
continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin
unos débiles golpe de nudillos sobre la puerta.
-¡Adelante! -exclamé.
A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que
esperábamos, acudió renqueando una anciana y
decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el súbito
destello de luz, y tras esbozar una reverencia,
permaneció inmóvil, parpadeando en dirección nuestra
mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros
en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo semblante había
adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más
pierdo la compostura y rompo a reír.
El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de
la tarde y señaló nuestro anuncio.
-Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros -dijo
improvisando otra reverencia-; un anillo de compromiso
perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada
hace doce meses con un hombre que trabaja como
camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles
lo que pasaría si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo!
¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le
da a la botella! Sin ir más lejos ayer fue mi niña al circo...
-¿Es éste el anillo? -pregunté.
-¡El Señor sea alabado! -exclamó la mujer-. Feliz
noche le aguarda hoy a Sally... Éste es el anillo.
-¿Tendría la bondad de darme su dirección? -inquirí,
tomando un lápiz.
-Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de
aquí.
-La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo
alguno -terció entonces Sherlock Holmes, cortante.
La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con
sus ojillos enrojecidos.
-El caballero pedía razón de mis señas -dijo-. Sally
vive en el 3 de Mayfield Place, Peckham.
-¿Su apellido es..?
-Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por
Tom Dennis, su marido, un chico apañadito mientras
está navegando -los jefes, por cierto, lo traen en
palmitas-, pero no tanto en tierra, a causa de las
mujeres y los bares...
-Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer -interrumpí
de acuerdo con una seña de mi compañero-; no dudo
que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su
legítimo dueño.
Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo
protestas de gratitud, aquella ruina se embolsó el anillo,
deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo
instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su
asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas
unos segundos apareció envuelto en un abrigo largo y
amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con
una bufanda.
-Voy a seguirla -me espetó a bocajarro-; se trata sin
duda de un cómplice que nos conducirá hasta nuestro
hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta!
Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el
paso de nuestra visitante, cuando Holmes se precipitó
escaleras abajo. A través de la ventana pude observar a
la vieja caminando penosamente a lo largo de la acera
opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una
prudencial distancia.
-O es todo un disparate -pensé-, o esta mujer le
llevará a la entraña del misterio.
No necesitaba Holmes haberme dicho que le
aguardara en pie, puesto que jamás habría podido
conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la
aventura.
Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo
noción de cuando volvería, decidí matar el tiempo
aspirando estúpidamente el humo de mi pipa mientras
fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las
diez y oí los pasos de la sirviente camino de su
dormitorio. Sonaron las once, y el más cadencioso
taconeo del ama de llaves cruzó delante de mi puerta,
en dirección también a la cama. Serían casi las doce
cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de
la entrada. Ver a mi amigo y adivinar que no le había
asistido el éxito fue todo uno. La pena y el buen humor
parecían disputarse en él la preeminencia, hasta que de
pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó
escapar una franca carcajada.
-¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard
llegase a saber lo ocurrido! -exclamó, derrumbándose
en su butaca-. He hecho tanta burla de ellos que no
cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí,
me río porque adivino que a la larga me saldré con la
mía.
-¿Qué hay? -pregunté.
-Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había
caminado un trecho cuando comenzó a cojear, dando
muestras de tener los pies baldados. Al fin se detuvo e
hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con
el propósito de oír la dirección señalada al cochero,
aunque por las voces de la vieja, bastantes a derribar
una muralla, bien pudiera haber excusado tanta cautela.
«¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch», chilló.
«¿Habrá dicho antes la verdad?», pensé entonces para
mí, y viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la
trasera de éste. Se trata el último, por cierto, de un arte
que todo detective debiera dominar. En fin, nos pusimos
en movimiento, sin que una sola vez aminoraran los
caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de
alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo
que quedaba de camino a pie, más bien despacio, como
un paseante cualquiera. Vi detenerse el coche. Su
conductor saltó del pescante y fue a abrir una de sus
portezuelas, donde permaneció un rato a la espera.
Nadie asomó la cabeza. Cuando llegué allí estaba el
hombre palpando el interior de la cabina con aire de
pasmo, al tiempo que adornaba su cólera con el más
florido rosario de improperios que jamás haya
escuchado. No había trazas del pasajero, quien según
creo va a demorar no poco rato el importe de la carrera.
Al preguntar en el número 13, supe que se hallaba
ocupado por un respetable industrial de papeles
pintados, de nombre Keswick, y que ninguna persona
apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el
referido inmueble.
-¿Pretende usted decirme -repuse asombrado-, que
esa vieja y vacilante anciana ha sido capaz de saltar del
coche en marcha sin que usted o el piloto se
apercibieran de ello?
-¡Dios confunda a la vieja! -dijo con mucho énfasis
Sherlock Holmes-. ¡Viejas nosotros, y viejas burladas!
¡Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso,
amén de excelente actor! Su caracterización ha sido
inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo
perseguido, y se las compuso para darme esquinazo.
Ello demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos
no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que
cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él.
Bueno, doctor, parece usted agotado... Siga mi consejo
y acuéstese.
Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de
modo que di por buena aquella invitación. Dejé a
Holmes sentado frente al fuego en brasas, y, muy
entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos
gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico
meditando sobre el extraño problema pendiente todavía
de explicación.
6. Tobías Gregson en acción
Al día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El
misterio de Brixton», según fue bautizado aquel suceso.
Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido, algún
periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine
así al conocimiento de puntos para mí inéditos.
Conservo todavía en mi libro de recortes numerosos
extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una
muestra de ellos:
El Daily Telegraph señalaba que en la historia del
crimen difícilmente podría hallarse un episodio rodeado
de circunstancias más desconcertantes. El nombre
alemán de la víctima, la ausencia de móviles, y la
siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban
conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre
refugiados políticos o elementos revolucionarios. Los
socialistas tenían varias ramificaciones en América, y el
interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del
juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres.
Tras traer un tanto extemporáneamente a colación a la
Vehmgericht, el aqua tofana, los Carbonari, a la
marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los
principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de
Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con
una admonición al gobierno y la recomendación de que
los extranjeros residentes en Inglaterra fuesen vigilados
más de cerca.
Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de
crímenes tendían a cundir bajo los gobiernos liberales.
Estaba su causa en el soliviantamiento de las masas y
la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era
de hecho un caballero americano que llevaba residiendo
algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la
pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace,
Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario
particular, le acompañaba en sus viajes. El martes día 4
habían partido los dos hacia Euston Station con el
manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool.
No existían dudas sobre su presencia conjunta en uno
de los andenes de la estación. Aquí se extraviaba el
rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo
del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de
Brixton Road, a muchas millas de distancia de Euston.
Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y
hallar la muerte, eran interrogantes aún abiertos. Acerca
del paradero del señor Stangerson no se sabía
absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor
Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la
investigación del caso, sobre cuyo esclarecimiento, dada
la conocida pericia de ambos inspectores, cabría
esperar pronto noticias.
Según el Daily News, el crimen no podía ser sino
político. El ejercicio despótico del poder y el odio al
liberalismo, propios de los gobiernos continentales,
arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que
acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su
espíritu estragado por el recuerdo de los padecimientos
sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código
de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la
muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la
búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la
investigación de algunos puntos concernientes a los
hábitos de vida del interfecto. De gran importancia
resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde
éste se había hospedado, hazaña imputable
enteramente a la perspicacia y energía del señor
Gregson, de la Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias
durante el desayuno, con gran regocijo por parte de mi
amigo.
-Ya le dije que, independientemente de cómo
discurriera esta historia, los laureles serían al foral para
Gregson y Lestrade.
-Según qué visos tome la cosa.
-¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre
resulta atrapado, lo habrá sido en razón de sus
esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a
ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de
ganar... Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.
-¿Qué demonios sucede? -exclamé yo, pues se había
producido de pronto, en el vestíbulo primero y después
en las escaleras, un gran estrépito de pasos,
acompañados de audibles muestras de disgusto por
parte del ama de llaves.
-Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a
mi servicio en Baker Street -repuso gravemente mi
compañero, y en ese momento se precipitaron en la
habitación media docena de los más costrosos pilluelos
que nunca haya acertado a ver.
-¡Fiiirmés! -gritó Holmes con bronca voz, y los seis
perdidos se alinearon enhiestos y horribles como seis
esfinges de quincallería.
-De aquí en adelante -prosiguió Holmes-, será
Wiggins quien suba a darme el parte, y vosotros os
quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
-No, patrón, todavía no -dijo uno de los jóvenes.
-En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo,
perseverad. Aquí tenéis vuestro jornal.
Dio a cada uno un chelín.
-Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin
alguna noticia.
Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como
ratas escaleras abajo. Un instante después, la calle
resonaba con sus agudos chillidos.
-Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres
de la fuerza regular -observó Holmes-. Basta que un
funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de
reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a
cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no
oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos
policías a poco que uno dirija sus acciones.
-¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la
calle Brixton? -pregunté.
-Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino
cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese a recibir nuevas
noticias, probablemente con su poco de veneno, porque
ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que
se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En
efecto, tenemos visita!
Se oyó un violento campanillazo y un instante
después las zancadas del rubicundo detective, quien
salvando los escalones de tres en tres, se plantó de
sopetón en la sala.
-Querido colega, ¡felicíteme! -gritó sacudiendo la
mano inerte de Holmes-. He dejado el asunto tan claro
como el día.
Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara
por el expresivo rostro de mi compañero.
-¿Quiere usted decirme que está en la verdadera
pista? -¡Pista..! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!
-¿Cómo se llama?
-Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica
-exclamó pomposamente Gregson juntando sus
mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio,
iluminado el semblante por una sonrisa.
-Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos
puros -dijo-. Ardemos en curiosidad por saber cómo ha
resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco de whisky con
agua?
-No voy a decirle que no -repuso el detective-. La
tensión formidable a que me he visto sometido estos
últimos días ha concluido por agotarme. No se trata
tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del
constante ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo,
amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a fuerza
de sesos.
-Me abruma usted -repuso Holmes con mucha
solemnidad-. Ahora, relátenos cómo llevó a término esta
importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró
complacido el humo de su cigarro. De pronto pareció
ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose
una palmada en el muslo, dijo:
-Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade,
que se cree tan listo, ha seguido desde él principio una
pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el
secretario, no más culpable de asesinato que usted o
que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la
compuerta de la risa, tanta que a poco más se ahoga.
-¿Y de qué manera dio usted con la clave?
-Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted,
doctor Watson, sin duda comprenderá, exclusivamente
entre nosotros. Primero era obligado averiguar los
antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas
habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen
respuesta,
o
espontáneamente
suministrasen
información las distintas partes interesadas. Mas no es
éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el
sombrero que encontramos junto al muerto?
-Sí -dijo Holmes-; llevaba la marca John Underwood
and Sons, 129, Camberwell Road. Gregson pareció al punto desarbolado.
-No sospechaba que lo hubiese' usted advertido -dijo-.
¿Ha estado en la sombrerería?
-No.
-Pues sepa usted -repuso con voz otra vez firme-, que
no debe desdeñarse ningún indicio, por pequeño que
parezca.
-Para un espíritu superior nada es pequeño -observó
Holmes sentenciosamente.
-Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si
había vendido un sombrero semejante en hechura y
aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y
de inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el
sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la
pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la
dirección del muerto.
-Hábil... ¡Muy hábil! -murmuró Sherlock Holmes.
-A continuación pregunté por madame Charpentier
-prosiguió el detective-. Estaba pálida y parecía
preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable,
dicho sea de paso, se hallaba con ella en la habitación;
tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus
labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello.
Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce
usted por experiencia, señor Holmes, la sensación que
invade a un detective cuando al fin se halla en buen
camino. Es un hormigueo muy especial.
»-¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su
último inquilino, el señor Enoch J. Drebber, de
Cleveland? -pregunté.
»La madre asintió, incapaz de decir palabra. La
muchacha rompió a llorar. Tuve más que nunca la
sensación de que aquella gente no era ajena a lo
ocurrido.
»-¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la
estación? -añadí.
»-A las ocho -contestó ella, tragando saliva para
dominar el nerviosismo-. Su secretario, el señor
Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9,15 y
otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
»-¿Y no volvió a verlo?
»Una mutación terrible se produjo en el semblante de
la
mujer.
Sus
facciones
adquirieron
palidez
extraordinaria. Pasaron varios segundos antes de que
pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta
pronunciada en tono brusco, poco natural.
»Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y
tranquila de la muchacha.
»-A nada, madre, conduce el mentir -dijo-. Seamos
sinceras con este caballero. Vimos de nuevo al señor
Drebber.
»-¡Dios sea misericordioso!- gritó la madre echando
los brazos a lo alto y dejándose caer en la butaca-.
¡Acabas de asesinar a tu hermano!
»-Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdadrepuso enérgica la joven.
»-Será mejor que hablen por lo derecho -tercié yo-.
Con las medias palabras no se adelanta nada. Además,
ignoran ustedes hasta dónde llega nuestro conocimiento
del caso.
»-¡Tú lo has querido, Alice!- exclamó la madre, y
volviéndose hacia mí, añadió-: No le ocultaré nada,
señor. No atribuya mi agitación a temor sobre la parte
desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es
absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los
ojos de usted o de los demás pueda parecer que le toca
alguna culpa. Mas ello no es ciertamente concebible.
Sus altas prendas morales, su profesión, sus
antecedentes, constituyen garantía bastante.
»-Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad
-contesté-. Si su hijo es inocente, se beneficiará de ella.
»-Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos
-apuntó la mujer, y su hija abandonó el cuarto-. Bien,
señor, prosiguió-, no tenía intención de hacerle
semejantes confidencias, pero dado que mi niña le ha
desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se
lo relataré todo sin omitir detalle.
»-El señor Drebber ha permanecido con nosotros
cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor
Stangerson, volvían de un viaje por el continente. Sus
baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de
"Copenhagen", señal de que había sido éste su último
apeadero. Stangerson era hombre pacífico y retraído:
siento tener que dar muy distinta cuenta de su patrón,
agresivo y de maneras toscas. La misma noche de su
llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de
hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce
del mediodía. Con el servicio se concedía licencias
intolerables. Peor aún, pronto hizo extensiva a mi hija
tan reprobable actitud, llegando a permitirse una serie
de insinuaciones que afortunadamente ella es
demasiado inocente para comprender. En cierta ocasión
la tomó en sus brazos y la apretó contra sí, arrebato
cobarde que su mismo secretario no pudo por menos de
echarle en cara.
»-¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo?
-repuse-: ¿Acaso no está usted en el derecho de
deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
»-La señora Charpentier se ruborizó ante mi
pertinente pregunta.« ¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera
despedido el día mismo de su llegada!", dijo. "Pero la
tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día
-lo que hace catorce a la semana-, y estamos en la
temporada baja. Soy viuda, con un hijo en la Armada
que me ha costado por demás. Me afligía la idea de
desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la
conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo
tolerable y conminé a mi huésped para que abandonara
la casa. Fue ése el motivo de su marcha."
»-Prosiga.
»-Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un
peso de encima. Mi hijo se encuentra precisamente
ahora de permiso, pero no le dije nada porque es de
natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta
detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin
embargo, no había pasado una hora cuando se oyó un
timbrazo y recibí la noticia de que el señor Drebber
estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación,
extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió
camino hasta la sala que ocupábamos mi hija y yo e
hizo algunas incoherentes observaciones acerca del
tren, que según él no había podido tomar. Se encaró
después con Alice y delante de mis mismísimos ojos le
propuso que se fugara con él. "Eres mayor de edad",
dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo dinero
abundante. Olvida ala vieja y vente conmigo. Vivirás
como una princesa." La pobre chiquilla estaba tan
asustada que quiso huir, pero aquel salvaje la sujetó por
la muñeca e intentó arrastrarla hasta la puerta. Dio un
grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur.
Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los
ruidos confusos de una pelea. Mi miedo era tanto que no
me atrevía a levantar la cabeza. Cuando al fin alcé los
ojos, Arthur estaba en el umbral riendo y con un bastón
en la mano. "No creo que este tipo vuelva a
molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué hace." A
continuación, llegaba la noticia de la muerte del señor
Drebber.
»El relato de la señora Charpentier fue entrecortado y
dificultoso. A ratos hablaba tan quedo que apenas se
alcanzaba a oír lo que decía. Hice sin embargo un
rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de
modo que no pudiese existir posibilidad de error.
-Apasionante -observó Sherlock Holmes con un
bostezo-. ¿Qué ocurrió después?
-Concluida la declaración de la señora Charpentier
-repuso el detective-, eché de ver que todo el caso
reposaba sobre un solo punto. Fijando en ella la mirada
de una forma que siempre he hallado efectiva con las
mujeres, le pregunté a qué hora había vuelto su hijo.
»-¿No lo sabe?
»-No..., dispone de una llave y entra y sale cuando
quiere.
»-¿Había vuelto cuando fue usted a la cama?
»-No.
»-¿Cuándo se acostó?
»-Hacia las once.
»-¿De modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos
horas?
»-Sí.
»-¿Quizá cuatro o cinco?
»-Sí.
»-¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo?
»-Lo ignoro -repuso ella palideciendo intensamente.
»Por supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el
paradero del teniente Charpentier, me hice acompañar
de dos oficiales y arresté al sospechoso. Cuando posé
la mano sobre su hombro conminándole a que se
entregase sin resistencia, contestó insolente: "Imagino
que estoy siendo arrestado por complicidad en el
asesinato de ese miserable de Drebber." Nada le
habíamos dicho sobre el caso, de modo que semejante
comentario da mucho que pensar.
-Mucho -repuso Holmes.
-Aún portaba el grueso bastón que su madre afirma
haberle visto cuando salió en persecución de Drebber.
Se trata de una auténtica tranca de roble.
-En resumen, ¿cuál es su teoría?
-Bien, mi teoría es que siguió a Drebber hasta la calle
Brixton. Allí se produjo una disputa entre los dos
hombres, en el curso de la cual Drebber recibió un golpe
de bastón, en la boca del estómago quizá, bastante a
producirle la muerte sin la aparición de ninguna huella
visible. Estaba la noche muy mala y la calle desierta, de
modo que Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su
víctima hasta el interior de la casa vacía. La vela, la
sangre, la inscripción sobre la pared, el anillo, son
probablemente pistas falsas con que se ha querido
confundir a la Policía.
-¡Magnífico! -dijo Holmes en un tono alentador-.
Realmente, progresa deprisa. ¡Acabaremos por hacer
carrera de usted!
-Me precio de haber realizado un buen trabajo
-contestó envanecido el detective-. El joven ha
declarado que siguió un trecho el rastro de Drebber,
hasta que éste, viéndose acechado, montó en un coche
de punto. De vuelta a casa se tropezó a un antiguo
camarada de a bordo, y los dos dieron un largo paseo.
No ha sabido sin embargo decirme a satisfacción dónde
se aloja este segundo individuo. Opino que las piezas
encajan con pulcritud. Me divierte sobre todo pensar en
las inútiles idas y venidas de Lestrade. Temo que le
valgan de poco. ¡Pero caramba, aquí lo tenemos!
Sí, era Lestrade, que había subido las escaleras
mientras hablábamos, y entraba ahora en la habitación.
Eché sin embargo en falta la viveza y desenvoltura
propios de su porte. Traía el semblante oscurecido, y
hasta en la vestimenta se percibía un vago desaliño.
Había venido evidentemente con el propósito de
asesorarse cerca de Sherlock Holmes, porque la vista
de su colega pareció turbarle. Permaneció todo confuso
en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente
su sombrero y sin saber qué hacer.
-Se trata -dijo por fin- del más extraordinario,
incomprensible asunto que nunca me haya echado en
cara.
-¿Usted cree, señor Lestrade? -exclamó Gregson con
voz triunfante-. Sabía que no podría ser otra su
conclusión. ¿Qué hay del secretario, el señor
Stangerson?
-El secretario, el señor Joseph Stangerson -repuso
Lestrade gravemente-, ha sido asesinado hacia las seis
de esta mañana, en el Private Hotel de Halliday.
7. Luz en la oscuridad
El calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran
tales que quedamos todos sumidos en un gran estupor.
Gregson saltó de su butaca derramando el whisky y el
agua que aún no había tenido tiempo de ingerir. Yo miré
en silencio a Sherlock Holmes, cuyos labios
permanecían apretados y crispadas las cejas sobre
entrambos ojos.
-¡También Stangerson! -murmuró-. El asunto se
complica.
-No era antes sencillo -gruñó Lestrade allegándose
una silla-. Por cierto, me da en la nariz que he
interrumpido una especie de consejo de guerra.
-¿Está usted seguro de la noticia? -balbució Gregson.
-Vengo derecho de la habitación donde ha ocurrido el
percance -repuso-. He sido precisamente yo el primero
en descubrirlo.
-Gregson acaba de explicarnos qué piensa del caso
-observó Holmes-. ¿Tendría usted inconveniente en
relatarnos lo que por su cuenta ha hecho o visto?
-Ninguno -dijo Lestrade tomando asiento-. Confieso
abiertamente que en todo momento creí a Stangerson
complicado en la muerte de Drebber. El último suceso
demuestra el alcance de mi error. Llevado de él, me
puse a investigar el paradero del secretario. Ambos
habían sido vistos juntos en Euston Station alrededor de
las ocho y media de la tarde del día tres. A las dos de la
mañana aparecía el cuerpo de Drebber en la calle
Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar qué había
hecho Stangerson entre las ocho y media y la hora del
crimen, y hacia dónde conducían sus pasos ulteriores.
Despaché un telegrama a Liverpool con la descripción
de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un
instante los ojos de los barcos con destino a América. A
continuación inicié una operación de rastreo por todos
los hoteles y pensiones de la zona de Euston. Pensaba
que si Drebber y su secretario se habían separado, era
natural que el último buscara alojamiento en algún sitio a
mano para descolgarse en la estación a la mañana
siguiente.
-Habiendo tenido previamente la precaución de
acordar con su compañero un posterior punto de
encuentro -observó Holmes.
-En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en
pesquisas inútiles. Esta mañana me puse a la tarea muy
temprano, y a las ocho estaba ya plantado a la puerta
del Halliday's Private Hotel, en la calle Little George.
Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor
Stangerson en la lista de huéspedes.
-Sin duda es usted el caballero que estaba esperando
-observaron-. Dos días hace que aguarda su visita.
»-¿Cuál es su habitación -inquirí.
»-La del piso de arriba. Desea ser despertado a las
nueve.
»Subiré ahora mismo -dije.
»Confiaba que, desconcertado ante mi súbita
aparición,
dejara
escapar
quizá
una
frase
comprometedora. El botones se ofreció a conducirme
hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al
cabo de un estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un
ademán de la mano, y se disponía ya a bajar las
escaleras, cuando vi algo que me revolvió el estómago
pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de
la puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando
caprichosos meandros a lo largo del pasillo, iba a
estancarse contra el zócalo frontero. Di un grito que
atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar a mi altura.
La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos
quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la
ventana de la habitación, abierta de par en par, yacía
hecho un ovillo y en camisa de dormir el cuerpo de un
hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún tiempo,
según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus
miembros. Cuando lo volvimos boca arriba el botones
reconoció de inmediato al individuo que había alquilado
la habitación bajo el nombre de señor Stangerson. Una
cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante profunda
para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte.
Y ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué
imaginan ustedes que encontré en la pared, encima del
cuerpo del asesinado?
Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como
una aprensión de horror, antes incluso de que Sherlock
Holmes hablara.
-La palabra «RACHE», escrita con sangre -dijo.
-Así es -repuso Lestrade en tono de espanto, y
permanecimos silenciosos durante un rato.
Había un no sé qué de metódico e incomprensible en
las fechorías del anónimo asesino que acrecía la
sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en
el campo de batalla, chirriaban heridos al solo
estremecimiento de lo acontecido.
-Nuestro hombre ha sido avistado... -prosiguió
Lestrade-. Un repartidor de leche, camino de su tienda,
acertó a pasar por la callejuela que arranca de los
establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que
cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra,
estaba apoyada contra una de las ventanas del segundo
piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la
cabeza y vio a un hombre descendiendo por ella. Su
actitud era tan abierta y reposada que el chico lo
confundió sin más con un carpintero o un operario al
servicio del hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora,
le pareció digno de atención. El chico cree recordar que
el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas, e
iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer
arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos
sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y huellas
sangrientas también en las sábanas, con las que de
propósito enjugó el cuchillo.
Miré a Holmes, impresionado de la semejanza
existente entre la descripción del criminal y la
adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban
sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.
-¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que
pudiera conducirnos hasta el asesino? -preguntó.
-En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el
portamonedas de Drebber, cosa por otra parte natural,
ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y
tantas libras, las mismas que portaba antes de ser
muerto. De los posibles móviles del crimen hay que
excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos
documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama
fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con
la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El
mensaje no traía firma.
-¿Nada más? -insistió Holmes.
-Nada importante. Había sobre la cama una novela
que debió leer antes de dormirse, una pipa en una silla
adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de
noche, y en el antepecho de la ventana una menuda
caja de pomada con dos píldoras dentro.
Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un
júbilo extraordinario.
-¡Me han facilitado ustedes el último eslabón!
-exclamó jubiloso-. El caso está cerrado.
Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de
pasmo.
-Tengo ahora entre las manos -añadió con aplomo mi
compañero- los hilos que componen esta complicada
madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los
detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde
la separación de Drebber y Stangerson en la estación
hasta el descubrimiento del segundo cadáver, se me
revela casi con la nitidez de lo efectivamente visto. Les
haré una demostración de eso que digo. ¿Podría
agenciarse las píldoras?
-Las traigo conmigo -repuso Lestrade dejándonos ver
una pequeña caja blanca-; hice acopio de ellas, junto al
portamonedas y el telegrama, para ponerlas después a
buen recaudo en la comisaría. Están aquí de milagro, ya
que no les atribuyo la menor importancia.
-¡Déme esas píldoras! -exclamó Holmes; y a
continuación, volviéndose hacia mí, añadió: -Díganos,
doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?
Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado,
pequeños, redondos, se tornaban casi transparentes
vistos al trasluz.
-De su transparencia y ligereza concluyo que son
solubles en agua -observé.
-Exactamente -repuso Holmes-. ¿Tendría ahora la
bondad de bajar al primer piso y traer a ese pobre terrier
hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de
llaves que usted librase por fin de tanto sufrimiento?
Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos.
La respiración difícil y la mirada vidriosa anunciaban una
muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de
su hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido
más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo
posé sobre un cojín, encima de la alfombra.
-Partiré en dos una de estas píldoras -anunció
Holmes, y sacando su cortaplumas hizo verdad lo que
había dicho-. Devolveremos la primera mitad a la caja,
con el propósito que después se verá. La otra mitad voy
a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un
poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro
amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se
disuelve en el líquido.
-No dudo que todo esto es fascinante -terció Lestrade
en el tono herido de quien sospecha estar siendo
víctima de una broma-; ¿pero qué demonios tiene que
ver con la muerte de Joseph Stangerson?
-¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su
tiempo hasta qué punto no es sólo importante, sino
esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de
leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro,
que no desdeñará el ofrecimiento.
En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje
que, mientras hablaba, había vertido Holmes en un
platillo y colocado después delante suyo. La actitud de
mi amigo estaba revestida de tal gravedad que todos,
impresionados, permanecimos sentados en silencio y
con la mirada fija en el perro, a la espera de algún
acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin
embargo. El terrier permaneció extendido sobre el cojín,
batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni
peor que antes de la libación.
Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme
pasaba el tiempo inútilmente, una grandísima desolación
se iba apoderando de su semblante. Se mordió los
labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio otras mil
muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su
agitación que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos
detectives, antes jubilosos que afligidos por el fracaso
de que eran testigos, sonreían maliciosamente.
-No puede tratarse de una coincidencia -gritó al fin
saltando de su asiento y midiendo la estancia a grandes
y frenéticos pasos-; es imposible que sea una pura
coincidencia. Las mismas píldoras que deduje en el
caso de Drebber aparecen tras la muerte de
Stangerson. Y sin embargo son inofensivas. ¿Qué
diantre significa ello? Desde luego no cabe que toda mi
cadena de inferencias apunte en una falsa dirección.
¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha
empeorado! ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja,
partió la segunda píldora en dos, la disolvió en agua,
añadió leche, y ofreció de nuevo la mezcla al terrier. No
había tocado casi la lengua del desafortunado animal
aquel líquido, cuando una terrible sacudida recorrió todo
su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte
como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él
desde las alturas.
Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el
sudor que perlaba su frente.
-Debiera tener más fe -dijo-; ya es tiempo de saber
que cuando un hecho semeja oponerse a una apretada
sucesión de deducciones, existe siempre otra
interpretación que salva la aparente paradoja. De las
dos píldoras que hay en este pastillero, una es
inofensiva, mientras que su compañera encierra un
veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo
supuesto apenas vista la caja.
Semejante observación se me antojó gratuita, que
difícilmente podía persuadirme de que Holmes la
hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin embargo, el
perro muerto como testimonio de lo cierto de sus
conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver
más claro, y sentí una suerte de vaga, incipiente
percepción de la verdad.
-Todo esto ha de sorprenderles -prosiguió Holmes- por
la sencilla razón de que no repararon al principio de la
investigación en cierto dato, el único rico en
consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el
peso que realmente tenía, y los acontecimientos
posteriores no han hecho sino afirmar mi suposición
original, de la que realmente se seguían como corolario
lógico. Lo que a ustedes se presentaba en tinieblas o
dejaba perplejos, señalaba para mí el camino auténtico,
esbozado ya en mis primeras conclusiones. No debe
confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto más
ordinario un crimen, más misterioso también, ya que
estarán ausentes las características o peculiaridades
que puedan servir de punto de partida a nuestro
razonamiento.
El
asesinato
hubiera
resultado
infinitamente más difícil de desentrañar si llega a ser
descubierto el cadáver en la calle y no acompañado de
esos aditamentos sensacionales y outré, los que le
conferían, precisamente, un aire peculiar. Los detalles
extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han
servido para facilitarla.
El señor Gregson, que había atendido a la alocución
dando muestras de considerable impaciencia, no pudo
al fin contenerse. -Mire usted, señor Holmes -dijo-, no
necesita convencernos de que es usted un tipo listo, ni
de que sigue métodos de trabajo muy personales. Sin
embargo, no es éste el momento de ponerse a decir
sermones o ventear teorías. La cuestión es atrapar al
criminal. Hice mi propia composición de lugar, al parecer
equivocadamente. El joven Charpentier no ha podido
estar complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha
escogido a Stangerson, enfilando también, por lo que se
ve, una ruta desviada. Usted sin embargo, según lo
demuestran algunas observaciones aisladas, acumula
mayor conocimiento sobre el caso que nosotros,
habiendo llegado el momento, creo, de que nos diga de
una vez y por lo derecho lo que sabe. ¿Le consta ya el
nombre del asesino?
-He de sumarme por fuerza a la petición de Gregson
-observó Lestrade-. Ambos hemos hecho cuanto estaba
en nuestras manos, y los dos hemos fracasado. Le he
oído decir a usted desde que estoy en esta habitación
que contaba ya con todos los datos precisos. Espero
que no los tenga ocultos por más tiempo.
-Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino
-tercié yo-, podría darle opción a una nueva atrocidad.
Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de
vacilar. Continuó midiendo el aposento a grandes pasos,
con la cabeza hincada en el pecho y las cejas fruncidas,
señales que en él denotaban un estado de profunda
reflexión.
-No habrá más asesinatos -dijo al fin, parándose en
seco y mirándonos a la cara-. Tal posibilidad queda
descartada. Me preguntan ustedes si conozco el nombre
del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo, poco
significa comparado con la tarea más complicada de
ponerle las manos encima. Espero hacerlo pronto, y a
mi manera: pero es asunto delicado, ya que hemos de
vérnoslas con un hombre astuto y desesperado al que
presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice
de prendas no menos formidables. Mientras el asesino
desconozca que alguien le sigue la pista, existe la
posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le asalte la más
mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin
más entre los cuatro millones de habitantes que pueblan
esta gran ciudad. Sin propósito de ofenderles, debo
admitir que considero a nuestros rivales de talla
excesiva para las fuerzas de la policía, y que ésta ha
sido la razón de que no requiera su ayuda. Si fracaso,
no dudaré en reconocer el error de esta omisión, mas es
riesgo que estoy dispuesto a correr. De momento, sepan
ustedes que tan pronto como considere posible
transmitirles información sin poner en peligro mis planes,
lo haré gustoso.
Gregson y Lestrade quedaron lejos de satisfechos con
estas declaraciones y la no muy halagadora alusión al
cuerpo de policía. El primero se sonrojó hasta la raíz de
sus rubios cabellos, en tanto los ojos de abalorio del otro
echaban vivas chispas de inquietud y resentimiento.
Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo de
abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la
puerta y la mínima y poco agraciada persona del joven
Wiggins, portavoz de los pilluelos, entró en escena.
-Señor -dijo llevándose la mano a la guedeja que le
caía sobre la frente-, tengo ya abajo el coche de
caballos.
-Bien hecho, chico -repuso Holmes en tono casi
afectuoso. Después, habiendo sacado de un cajón un
par de esposas de acero, añadió: -¿Por qué no adoptan
este modelo en la Scotland Yard? Observen ustedes la
suavidad del resorte. Cierra en un instante.
-También sirven las viejas mientras haya alguien a
quien ponérselas -gruñó Lestrade.
-Está bien, está bien -repuso Holmes, sonriendo-. El
cochero podría ayudarme a bajar los bultos. Dile que
suba, Wiggins.
Me sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que
parecía un largo viaje, ya que no me tenía dicho nada
sobre su proyecto. Había en la habitación una pequeña
maleta que asió enérgicamente y comenzó a sujetar con
una correa. En tal manejo se hallaba ocupado cuando
hizo acto de presencia el cochero.
-Venga acá, buen hombre -dijo hincando la rodilla en
tierra, con la cabeza siempre echada hacia adelante-, y
ponga mano a esta hebilla.
El cochero se llegó a él con aire entre arisco y
desafiante, y alargó los brazos para auxiliarle en la
faena. Entonces se oyó el clic de un resorte, resonaron
unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente
la posición erecta.
-Señores
-exclamó,
centelleantes
los
ojos-,
permítanme presentarles al señor Jefferson Hope, el
asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
El suceso tuvo lugar en un instante, tan breve que ni
tiempo me dio a cobrar conciencia cabal de lo ocurrido.
Conservo en la memoria la viva imagen de aquel
momento: la expresión de triunfo de Holmes, y la faz
furiosa, atónita, del hombre, fijos los ojos en las
brillantes esposas que como por arte de encantamiento
habían ceñido de pronto sus muñecas. Durante uno o
dos segundos pudimos parecer un grupo de estatuas.
Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y
desasiéndose de la presa de Holmes impulsó su cuerpo
contra la ventana. Maderos y cristales cedieron ante la
acometida, mas no había el fugitivo completado aún su
propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían
de nuevo, al igual que sabuesos, presa en él. Fue
arrastrado hacia la habitación, donde se desarrolló una
formidable lucha. Tanta era la fuerza y el empeño de
nuestro enemigo que varias veces nos vimos frustrados
en el intento de inmovilizarlo. Parecía poseído del
empuje convulsivo de un hombre al que domina una
crisis epiléptica. Cara y manos se hallaban terriblemente
laceradas por el cristal de la ventana, mas la pérdida de
sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que
Lestrade consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella
torniquete, cortándole casi la respiración, no cesó en su
resistencia; aun entonces sólo nos sentimos dueños del
campo después de haberle atado de pies y manos. Tras
ello volvimos a incorporarnos, sin aliento y jadeando.
-Abajo está su coche -dijo Sherlock Holmes-. Nos
servirá para conducirlo a Scotland Yard. Y ahora,
caballeros -prosiguió con una sonrisa complaciente-,
puede decirse que hemos llegado ya al fondo de nuestro
pequeño misterio. Háganme cuantas preguntas les
ronden por la cabeza, sin temor de que vaya a dejar
alguna pendiente.
SEGUNDA PARTE
La tierra de los santos
1. En la gran llanura alcalina
En medio del gran continente norteamericano se
extiende un desierto árido y tenebroso que durante
muchos años obró de obstáculo al avance de la
civilización. De Sierra Nevada a Nebraska, y del río
Yellowstone en el Norte al Colorado en el Sur, reinan la
desolación y el silencio. Los visajes con que aquí se
expresa la Naturaleza son múltiples. Hay exaltadísimas
montañas de cúpulas nevadas, y oscuros y tenebrosos
valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos
en la ruinosa fábrica de una garganta o un cañón; y se
dilatan también llanuras interminables, sepultadas en
invierno bajo la nieve, y cubiertas en verano por el polvo
gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más diverso,
presidido por un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y
desabrimiento.
La tierra maldita está deshabitada. De cuando en
cuando se aventuran en ella, en peregrinación hacia
nuevos cazaderos, algunas partidas de pawnees o
piesnegros, mas no existe uno solo, ni el más bravo o
arrojado, que no sienta afán por dejar a sus espaldas la
llanura imponente y acogerse otra vez al refugio de las
praderas. El coyote acecha entre los matorrales, el
busardo quiebra el aire con su vuelo pesado y el lento
oso gris merodea sordamente por los barrancos, en
busca del poco sustento que aquellos pedregales
puedan dispensarle. No pueblan otras criaturas el vasto
desierto.
Es cosa cierta que ningún panorama del mundo
aventaja en lo tétrico al que se divisa desde la vertiente
norte de Sierra Blanco. Hasta donde alcanza el ojo se
extiende la tierra llana, salpicada de manchas alcalinas
e interrumpida a trechos por espesuras de chaparros
enanos. Cierran la raya extrema del firmamento los
picos nevados y agudos de una larga cadena de
montañas. De este paisaje interminable está ausente la
vida o cuanto pueda evocarla. No se columbra una sola
ave en el cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y
yerta ningún movimiento, y, sobre todo, el silencio es
absoluto. Por mucho que se afine el oído, no se aprecia
siquiera una sombra de ruido en la soledad inmensa;
nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.
Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en
la vasta planicie. Un pequeño detalle lo desmiente.
Mirando hacia abajo desde Sierra Blanco se distingue
un camino que cruza el desierto y, ondulante, se pierde
en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas
de carros y lo han medido las botas de innumerables
aventureros. Aquí y allá refulgen al sol, inmaculados
sobre el turbio sedimento de álcali, unos relieves
blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura
grosera unos, más delicados y menudos los otros.
Pertenecieron los primeros a algún buey, a seres
humanos éstos... A lo largo de mil quinientas millas
puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los
restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes
sucumbían antes de llegar al final del camino.
Tal era el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se
ofrecía a los ojos de cierto solitario viajero. La apariencia
de éste semejaba a propósito para tamaños parajes.
Imposible habría resultado, guiándose por ella, afirmar si
frisaba en los cuarenta o en los sesenta años. Era de
rostro enjuto y macilento, tenía la piel avellanada y
morena, como funda demasiado estrecha de la que
quisiera salirse la calavera, y en la barba y el pelo, muy
crecidos, el blanco prevalecía casi sobre el castaño. Los
ojos se hundían en sus cuencas, luciendo con un fulgor
enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si
estaba más forrada de carne que el varillaje de los
huesos. Para tenerse en pie había de descansar el
cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura
y maciza osamenta denotaban una constitución ágil y
férrea al tiempo. En la flaqueza del rostro, y en las ropas
que pendían holgadas de los miembros resecos, se
adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y
precozmente senil: aquel hombre agonizaba, agonizaba
de hambre y de sed.
Se había abierto trabajosamente camino a lo largo del
barranco, y hasta una leve eminencia después, en el
vano propósito de descubrir algún indicio de agua. Ahora
se extendía delante suyo la infinita planicie salada,
circuida al norte por el cinturón de montañas salvajes,
monda toda ella de plantas, árboles o cosa alguna que
delatara la existencia de humedad. No se descubría en
el ancho espacio un solo signo de esperanza. Norte,
oriente y occidente fueron escudriñados por los ojos
interrogadores y extraviados del viajero. Habían llegado
a término, sí, sus correrías, y allí, en aquel risco árido,
sólo le aguardaba la muerte. «¿Y por qué iba a ser de
otro modo? ¿Por qué no ahora mejor que en un lecho de
plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró
mientras se sentaba al abrigo de un peñasco.
Antes de adoptar la posición sedente, había
depositado en el suelo el rifle inútil, y junto a él un
voluminoso fardo al que servía de envoltura un mantón
gris, pendiente de su hombro derecho. Se diría el bulto
en exceso pesado para sus fuerzas, porque al ser
apeado dio en tierra con cierto estrépito. De la envoltura
gris escapó entonces un pequeño gemido, y una carita
asustada, de ojos pardos y brillantes, y dos manezuelas
gorditas y pecosas, asomaron por de fuera.
-¡Me has hecho daño! -gritó una reprobadora voz
infantil.
-¿De verdad? -contestó pesaroso el hombre-. Ha sido
sin querer.
Y mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a
una hermosa criatura de unos cinco años de edad,
cuyos elegantes zapatos y bonito vestido rosa,
guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban
a las claras la mano providente de una madre. La niña
estaba pálida y delgada, aunque por la lozanía de
brazos y piernas se echaba de ver que había sufrido
menos que su compañero.
-¿Te sientes bien? -preguntó éste con ansiedad al
observar que la niña seguía frotándose los rubios bucles
que cubrían su nuca.
-Cúrame con un besito -repuso ella en un tono de
perfecta seriedad, al tiempo que le mostraba la parte
dolorida-. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?
-No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de
que la veas.
-¡Se ha ido! -dijo la niña-. Qué raro... ¡No me ha dicho
adiós! Me decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes
de ir a tomar el té a casa de la tita, y... ¡lleva tres días
fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no hay agua, ni nada
que comer?
-No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás
que todo sale bien. Pon tu cabeza junto a la mía, así...
¿Te sientes más fuerte? No es fácil hablar cuando se
tienen los labios secos como el esparto, aunque quizá
vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba.
¿Qué guardas ahí?
-¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas!
-exclamó entusiasmada la niña mientras mostraba dos
refulgentes piedras de mica-. Cuando volvamos a casa
se las regalaré a mi hermano Bob.
-Verás dentro de poco aún cosas mejores -repuso el
hombre con aplomo-. Ten paciencia. Te estaba
diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el río?
-¡Claro que sí!
-Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido
las cosas a derechas: el mapa, o los compases, o lo que
fuere nos han jugado una mala pasada, y no se ha
dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin agua.
Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...
-Y no te has podido lavar -atajó la criatura, a la par
que miraba con mucha gravedad el rostro de su
compañero.
-Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor
Bender, y después el indio Pete, y luego la señora
McGregor, y luego Johnny Hones, y luego, primor, tu
madre.
-Entonces mi madre está muerta también -gimió la
niña, escondiendo la cabeza en el delantal y sollozando
amargamente.
-Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que
encontraríamos agua en esta dirección, y, contigo al
hombro, me puse en camino. No parece que hayamos
prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!
-¿Nos vamos a morir entonces? -preguntó la niña
conteniendo los sollozos, y alzando su carita surcada
por las lágrimas.
-Temo que sí.
-¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? -exclamó
con júbilo la pequeña-. ¡Me tenías asustada! Cuanto
más rápido nos muramos, naturalmente, antes
estaremos con mamá.
-Sí que lo estarás, primor.
-Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has
sido conmigo. Apuesto a que nos estará esperando a la
puerta del paraíso con un jarro de agua en la mano, y
muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y tostados
por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a
mí... ¿Cuánto faltará todavía?
-No sé... Poco.
Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea
norte del horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos
que semejaban crecer a cada momento, habían
aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al cabo
por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas,
las cuales, luego de describir un círculo sobre las
cabezas de los peregrinos, fueron a posarse en unos
riscos próximos. Eran busardos, los buitres del Oeste,
mensajeros indefectibles de la muerte.
-¡Gallos y gallinas! -exclamó la niña alegremente,
señalando con el índice a los pájaros macabros, y
batiendo palmas para hacerles levantar el vuelo-. Dime,
¿hizo Dios esta tierra?
-Naturalmente que sí -repuso el hombre, un tanto
sorprendido por lo inesperado de la pregunta.
-Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri
-prosiguió la niña-, pero no creo que hiciera esta de
aquí. Esta de aquí está mucho peor hecha. El que la
hizo se ha olvidado del agua y de los árboles.
-¿Y si rezaras una oración? -sugirió el hombre tras un
largo titubeo.
-No es aún de noche.
-Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy
seguro de que a Él no le importará. Di las oraciones que
decías todas las noches en la carreta, cuando
atravesábamos los Llanos.
-¿Por qué no rezas tú también? -exclamó la niña, con
ojos interrogadores.
-Se me ha olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que
era un mocoso al que doblaba en altura este rifle que
ves aquí. Aunque bien mirado, nunca es demasiado
tarde. Empieza tú, y yo me uniré en los coros.
-Pues vas a tener que arrodillarte, igual que yo -dijo la
pequeña posando el mantón en tierra-. Levanta las
manos y júntalas. Así... Parece como si se sintiera uno
más bueno.
¡Curiosa escena la que se desarrolló entonces a los
ojos de los busardos, únicos e indiferentes testigos!
Sobre el breve chal, codo con codo, adoptaron la
posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y el
arrojado y rudo aventurero. - Estaban la tierna carita de
la niña y el rostro anguloso y macilento del hombre
vueltos con devoción pareja hacia el cielo limpio de
nubes, en pos del Ser terrible que de frente los con
templaba, mientras las dos voces -frágil y clara una,
áspera y profunda la otra- se fundían en un solo ruego
de misericordia y perdón. Concluida la oración se
recogieron de nuevo al abrigo de la roca, cayendo
dormida al cabo la niña en el regazo de su protector.
Vigiló éste durante un tiempo el sueño de la pequeña,
mas la naturaleza, finalmente, lo redujo también a su
mandato inexorable. Tres días y tres noches llevaba sin
concederse un instante de tregua o reparador descanso.
Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos
fatigados y la cabeza fue hundiéndose en su pecho,
hasta, confundida ya la barba gris del hombre con los
rizos dorados de la niña, quedar ambos caminantes
sumidos en idéntico sueño, profundo y horro de
imágenes.
Media hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo
para contemplar la escena que ahora verá el lector. En
la remota distancia, allí donde se hace la planicie
fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de
polvo, muy tenue al principio y apenas distinguible de la
colina en que se hallaba envuelto el horizonte, después
de superior tamaño, y, al fin, rotunda y definida. Fue
aumentando el volumen de la nube, causada,
evidentemente,
por
alguna
muchedumbre
o
concurrencia de criaturas en movimiento. A ser aquellas
tierras más fértiles, habría podido pensarse en el avance
de una populosa manada de bisontes. Mas no es un
suelo sin hierba sino a propósito para que en él paste el
ganado... Próximo ya el torbellino de polvo ala solitaria
eminencia donde reposaban los dos náufragos de la
pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de
carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres
armados, caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de
una expedición al Oeste, y qué expedición! Llegado uno
de los extremos de ella a los pies de la montaña, aún
seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la
llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta
de galeras y carros, hombres a pie y hombres a caballo.
Innumerables mujeres procedían vacilantes con su
equipaje a cuestas, y los niños se afanaban detrás de
los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura
blanca de los toldos. No podían ser estas gentes
simples emigrantes; por fuerza habían de constituir un
pueblo nómada, llevado de las circunstancias a buscar
cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso, una
especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante
caballería, ascendía de aquella masa humana y se
perdía en el aire claro. Ni siquiera entonces, sin
embargo, lograron despertarse los dos fatigados
caminantes.
Encabezaba la columna más de una veintena de
graves varones, de rostros ceñudos, envueltos los
cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje hecho a
mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco
suspendieron la marcha, formando entre ellos breve
conciliábulo.
-Los pozos, hermanos, se encuentran a la derecha
-dijo uno al que daba carácter la boca enérgica, el rostro
barbihecho y la cabellera enmarañada.
-A la derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues,
Río Grande-, añadió otro.
-No tengáis cuidado del agua -exclamó un tercero-. El
que pudo hacerla brotar de la roca, no abandonará a su
pueblo elegido.
-¡Amén! ¡Amén! -respondieron todos a coro.
A punto se hallaban de reanudar el camino, cuando
uno de los más jóvenes y perspicaces lanzó un grito de
sorpresa, al tiempo que señalaba el escarpado risco
frontero. En lo alto ondeaba un trocito de tela color rosa,
brillante y nítidamente recortado sobre el fondo de
piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto
movimiento de caballos enfrenados y de rifles que eran
extraídos de sus fundas. Un destacamento de jinetes a
galope sumó sus fuerzas a las del grupo de vanguardia:
la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.
-No puede haber muchos indios por estas tierras -dijo
un hombre ya mayor, el que según todas las trazas
parecía detener el mando-. Atrás hemos dejado a los
Pawnees, y no quedan más tribus hasta después de
cruzadas las montañas.
-Quiero echar una ojeada, hermano Stangerson
-anunció entonces otro de los exploradores.
-Yo también, yo también -clamaron una docena de
voces más.
-Dejad abajo vuestros caballos; aquí mismo os
esperamos -contestó el anciano. En un abrir y cerrar de
ojos pusieron pie a tierra los jóvenes voluntarios, fueron
amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al
ascenso de la escarpadura, en dirección al punto que
había provocado semejante revuelo. Avanzaban los
hombres rauda y silenciosamente, con la seguridad y
destreza del explorador consumado. Desde el llano, se
les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus
siluetas limpiamente perfiladas sobre el horizonte. El
joven que había dado la voz de alarma abría la marcha.
De súbito, observaron sus compañeros que echaba los
brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro,
asombro que pareció comunicarse al resto de la
comitiva apenas se hubo ésta reunido con el de cabeza.
En la pequeña plataforma que ponía remate al risco
pelado, se elevaba un solitario y gigantesco peñasco, a
cuyo pie yacía un hombre alto, barbiluengo y de duras
facciones, aunque enflaquecido hasta la extenuación.
Su respiración regular y plácido gesto, eran los que
suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su
cuello moreno y fuerte había una niña de brazuelos
blancos y delicados. Estaba rendida su cabecita rubia
sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios
entreabiertos -que descubrían la nieve inmaculada de
los dientes- retozaba una sonrisa infantil. Los miembros
del hombre eran largos y ásperos, en peregrino
contraste con las rollizas piernecillas de la criatura, las
cuales terminaban en unos calcetines blancos y unos
pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La extraña
escena tenía lugar ante la mirada de tres solemnes
busardos apostados en la visera del peñasco. A la
aparición de los recién llegados, dejaron oír un rauco
chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.
El estrépito de las inmundas aves despertó a los dos
yacentes, quienes echaron a su alrededor una mirada
extraviada. El hombre recuperó, vacilante, la posición
erecta y tendió la vista sobre la llanura, desierta cuando
le había sorprendido el sueño y poblada ahora de
muchedumbre enorme de bestias y seres humanos.
Ganado por una incredulidad creciente, se pasó la mano
por los ojos. «Debe ser esto lo que llaman delirio»,
murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado,
cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada,
aunque vigilándolo todo con los ojos pasmados e
inquisitivos de la niñez.
No les fue difícil a los recién ascendidos acreditar su
condición de seres de carne y hueso. Uno de ellos cogió
a la niña y la atravesó sobre los hombros, mientras otros
dos asistían a su desmadejado compañero en el
descenso hacia la caravana.
-Me llamo John Ferrier -explicó el caminante-; la
pequeña y yo somos cuanto queda de una expedición
de veintiún miembros. Allá en el sur, la sed y el hambre
han dado buena cuenta del resto.
-¿La niña es hija tuya? -preguntó uno de los
exploradores.
-Por tal la tengo -repuso desafiante el aventurero-.
Mía es, porque la he salvado. Nadie va a arrebatármela.
De ahora en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero,
¿quiénes sois vosotros? -prosiguió mirando con
curiosidad a sus fornidos y atezados rescatadores-. En
verdad que no se os puede contar con los dedos de una
mano.
-Sumamos cerca de diez mil -dijo uno de los jóvenes-;
somos los hijos perseguidos de Dios, los elegidos del
Ángel Moroni.
-Nunca he oído hablar de él -replicó el caminante-,
pero a la vista está que no le faltan amigos.
-No uses ironía con lo sagrado -repuso el otro en tono
cortante-. Somos aquellos que tienen puesta su fe en las
santas escrituras, plasmadas con letra egipcia sobre
planchas de oro batido y confiadas a Joseph Smith en el
enclave de Palmyra. Procedemos de Nauvoo, en el
Estado de Illinois, asiento de nuestra iglesia, y
buscamos amparo del hombre violento y sin Dios,
aunque para ello hayamos de llegar al corazón mismo
del desierto.
El hombre de Nauvoo pareció despabilar la memoria
de John Ferrier.
-Entonces -dijo-, sois mormones.
-En efecto, somos los mormones -repusieron todos a
una sola voz.
-¿Y dónde os dirigís?
-Lo ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones
por medio de su profeta. A él te conduciremos. Él
decidirá tu suerte.
Habían alcanzado ya la base de la colina, donde se
hallaba congregada una multitud de peregrinos: mujeres
pálidas y de ojos medrosos, niños fuertes y reidores,
varones de expresión alucinada. A la vista de la juventud
de uno de los extraños, y de la depauperación del otro,
se elevaron de la turba gritos de asombro y
conmiseración. No se detuvo sin embargo el pequeño
cortejo, sino que se abrió camino, seguido de gran copia
de mormones, hasta una carreta que sobresalía de las
demás por su anchura excepcional e inusitada
elegancia. Seis caballos se hallaban uncidos a ella, en
contraste con los dos, o cuatro a lo sumo, que tiraban de
las restantes. Junto al carrero se sentaba un hombre de
no más de treinta años, aunque de poderosa cabeza y la
firme expresión que distingue al caudillo. Estaba leyendo
un volumen de lomo oscuro que dejó a un lado a la
llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la
relación de lo acontecido, se dirigió a los dos
malaventurados.
-Si hemos de recogeros entre nosotros -dio
solemnemente-, será sólo a condición de que abracéis
nuestro credo. No queremos lobos en el rebaño. ¡Pluga
a Dios mil veces que blanqueen vuestros huesos en el
desierto, antes de que seáis la manzana podrida que
con el tiempo contamina a las restantes! ¿Aceptáis los
términos del acuerdo?
-No hay términos que ahora puedan parecerme malos
-repuso Ferrier con tal énfasis que los solemnes
Ancianos no acertaron a reprimir una sonrisa. Sólo el
caudillo perseveró en su terca y formidable seriedad.
-Hermano Stangerson -dijo-, hazte cargo de este
hombre y de la niña, y dales comida y bebida. A ti confío
la tarea de instruirles en nuestra fe. ¡Demasiado larga ha
sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!
-¡Adelante hacia Sión! -bramó la muchedumbre de
mormones, y el grito corrió de boca en boca a lo largo
de la caravana, hasta perderse, como un murmullo, en
la distancia remota. Entre estallidos de látigos y crujir de
ruedas reanudaron la marcha las pesadas carretas,
volviendo a serpentear al pronto en el desierto la
comitiva enorme. El anciano bajo cuya tutela habían
sido puestos los recién hallados, condujo a éstos a su
carruaje, y allí les dio el prometido sustento.
-Aquí permaneceréis -les dijo-. A no mucho tardar os
habréis recuperado de vuestras fatigas. Recordad,
mientras tanto, que compartís nuestra fe, y la compartís
para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha dicho
con la voz de Joseph Smith, cuya voz es también la voz
de Dios.
2. La flor de Utah
No es éste lugar a propósito para rememorar las
privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo
emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde
las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones
occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió
abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la
historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el
hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad,
ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la
Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron
bastantes a vencer la tenacidad de aquellos pechos
anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su
cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta
los corazones más firmes. Todos, sin excepción,
cayeron de hinojos en reverente acción de gracias a
Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se
extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los
labios de su caudillo que no era otra la tierra de
promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya
para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador,
amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y
planos en previsión de la ciudad futura de los
mormones. Se procedió, según la categoría de cada
destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras
circundantes. El artesano volvió a blandir su
herramienta, y el comerciante a comprar y a vender. En
la ciudad surgían calles y plazas como por arte de
encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para
las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se
limpió la maleza y se voleó la semilla, de modo que, al
verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién
granado trigo. No había cosa que no prosperase en
aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin
embargo, creció el templo erigido por los fieles en el
centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos
arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar
asmático de la sierra imperaban en torno al monumento
con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le
había guiado salvo a través de tantos peligros.
Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su
hija adoptiva y compañera de infortunio, hicieron junto a
los demás el largo camino. No fue éste trabajoso para la
joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta de
Stangerson, partió vivienda y comida con las tres
esposas del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso
muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la
conmoción causada por la muerte de su madre,
conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con
esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se
hizo a su nueva vida trashumante. En tanto, el
recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e infatigable
cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de
sus nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada
la aventura, recibió sin un solo reparo o voto en contra
una porción de tierra no menor ni menos fecunda que
las de otros colonos, con las únicas excepciones de
Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson,
Kemball, Johnston y Drebber.
En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una
sólida casa de troncos, ampliada y recompuesta infinitas
veces en los años subsiguientes, hasta alcanzar al fin
envergadura considerable. Era hombre con los pies
afirmados en tierra, inteligente en los negocios y hábil
con las manos, amén de recio, lo bastante para
aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus
campos. Crecieron así su granja y posesiones
desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado
a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de
los acomodados, a los nueve de los pudientes, y a los
doce no pasaban de cinco o seis quienes pudieran
comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior
hasta las montañas de Wahsatch, el nombre de John
Ferrier descollaba sobre todos los demás.
Sólo en un concepto ofendía este hombre la
susceptibilidad de sus correligionarios. Nadie fue parte a
convencerle para que fundara un harén al modo de otros
mormones. Sin dar razones de su determinación, porfió
en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de
tibieza en la práctica de la religión recientemente
adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente
ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un amor
temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de
nostalgia en las costas del Atlántico. El caso es que, por
la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente
célibe. En todo lo demás siguió el credo de la joven
comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de
recta conducta.
Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la
casa de troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se
crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el aroma
balsámico del pino cumplieron las veces de madre y
niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo más
alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso
cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí
antiguos hervores cada vez que, desde el tramo de
camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a la
muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de
trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una
destreza digna en verdad de un auténtico hijo del Oeste.
De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo año
que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del
lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de
belleza americana que encontrarse pudiera en la
vertiente toda del Pacífico.
No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir
que la niña de antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal.
Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa
situarla en un instante preciso. Más ajena todavía al
cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono
de una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas
iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con
orgullo y miedo a la vez la nueva y poderosa facultad
que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han
olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente
por el que viene a ser conocido ese albor de una
existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la ocasión
fue memorable de por sí, aparte el alcance que después
tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del
último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual que
un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por
emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y
de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo
incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas,
avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en
dirección todas al Oeste, ya que había estallado la fiebre
del oro en California y la ruta continental tenía estación
en la ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños
de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y
partidas de fatigados emigrantes, no menos maltrechos
que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de
aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con
destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro
por el ejercicio físico y suelta al viento la larga cabellera
castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a
cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto
no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba,
volaba sobre su caballo, con la usada temeridad de
otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los
astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con
sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante
el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.
Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando
halló la carretera obstruida por un gran rebaño de
ganado al que daban gobierno media docena de
selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por
superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha
que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido
en ella, sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en
torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la
corriente movediza de las cuernilargas e indómitas
bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no
sintió alarma, e intentó por todos los medios abrirse
camino a través de la manada. Por desgracia los
cuernos de una de las reses, al azar o de intento,
entraron en violento contacto con el flanco del cimarrón,
excitándolo en grado máximo. El animal se levantó
sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al
tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas
bastantes a derribar a un jinete de medianas
condiciones. No podía ser la situación más peligrosa.
Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los
cuernos circundantes, y éstos inducían a su vez en la
cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta
debía la joven mantenerse sujeta a la silla de la
montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar
su cuerpo entre las pezuñas de las espantadas
criaturas, encontrando así una muerte horrible. No
hecha a tales trances, comenzó a nublarse su cabeza, al
cabo que cedía la presa de la mano en la brida.
Sofocada por la nube de polvo y el hedor de la
forcejeante muchedumbre animal, se hallaba al borde
del abandono, cuando oyó una voz amable que a su
lado le prometía asistencia. A continuación una
poderosa mano, curtida y tostada por el sol, asió del
freno al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin
mayores incidencias, fuera del tropel.
-Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la
aventura -dijo respetuosamente a la joven su
providencial salvador.
Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y
moreno, y riendo con franqueza repuso:
-¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener
tanto miedo de un montón de vacas?
-Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la
montura -contestó el hombre con gesto grave. Se
trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual,
caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y
guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador,
iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de
los hombros.
-Debe ser usted la hija de John Ferrier -añadió-; la he
visto salir a caballo de su granja. Cuando lo vea,
pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de
«Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el
que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.
-¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo?
-apuntó ella con recato.
El joven pareció complacido por la invitación, y en sus
ojos negros refulgió una chispa de contento.
-Lo haré -dijo-, aunque llevamos dos meses en las
montañas y mi traza no es a propósito para esta clase
de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como
estoy.
-Es su deudor, igual que yo -replicó la joven-. Me tiene
un cariño extraordinario; si esas vacas hubieran llegado
a causarme la muerte, creo que habría muerto él
también.
-Y yo -añadió el jinete.
-¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón...
¡Ni siquiera somos amigos!
La oscura faz del cazador se ensombreció de
semejante manera ante esta observación, que Lucy
Ferrier no pudo evitar una carcajada.
-No me entienda mal, ¡ea! -dijo-. Ahora sí que somos
amigos. No le queda más remedio que venir a vernos...
En fin, he de seguir camino, porque, según está
pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi
padre recado alguno. ¡Adiós!
-¡Adiós -repuso el otro, alzando su sombrero alado e
inclinándose sobre la mano de la damita. Tiró ésta de las
riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció en la
ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.
El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros,
triste y taciturno. Habían recorrido las montañas de
Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake
City, con el fin de reunir el capital necesario para la
exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus
pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que los
del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no
podían ya ser los mismos tras el encuentro súbito. La
vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las
brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su
volcánico e indómito corazón. Desaparecida la joven de
su presencia, supo que una crisis acababa de
producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la
plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia
a lo recién acontecido. El efecto obrado de súbito en su
corazón no era además un amor fugaz de adolescente,
sino la pasión auténtica que se apodera del hombre de
férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a
triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente
que no saldría mal de ésta, mientras de algo sirvieran la
perseverancia y el tenaz esfuerzo.
Aquella misma noche se presentó en casa de John
Ferrier, y a la siguiente y a la otra también, hasta
convertirse en visitante asiduo y conocido. John,
encerrado en el valle y absorbido por el trabajo diario,
había tenido menguadísimas oportunidades de
asomarse al mundo en torno durante los últimos doce
años. De él le daba noticias Jefferson Hope, con
palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su
padre. Había sido pionero en California, la loca y
legendaria región de rápidas fortunas y estrepitosos
empobrecimientos; había sido explorador, trampero,
ranchero, buscador de plata... No existía aventura
emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez
Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero,
quien se hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales
ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía
echarse de ver, por el arrebol de las mejillas y el brillar
de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta de
su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras
señales a los ojos del buen viejo, aunque no, desde
luego, a los de quien constituía su recóndita causa.
Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por
la carretera y se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en
el porche y, al verle, fue en dirección suya. El visitante
pasó las bridas del caballo por encima de la cerca y
tomó el camino de la casa.
-He de marcharme, Lucy -dijo asiéndole entrambas
manos, al tiempo que la miraba tiernamente a los ojos-.
No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás
más adelante, cuando esté de vuelta?
-¿Vas a tardar mucho? -repuso la joven, riendo y
encendiéndose toda.
-No más de dos meses. Vendré entonces por ti,
querida. Nadie podrá interponerse entre nosotros dos.
-¿Qué dice mi padre?
-Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las
arregle para poner en marcha esas minas. Sobre esto
último no debes preocuparte.
-Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo
nada más que añadir -susurró ella, la mejilla apoyada en
el poderoso pecho del aventurero.
-¡Dios sea alabado! -exclamó éste con ronca voz, e
inclinando la cabeza, besó a la chica-. El trato puede
considerarse zanjado. Cuanto más me demore, más
difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me aguardan en
el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me
verás de nuevo.
Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose
plantado de un salto encima del caballo, picó espuelas a
toda prisa sin volver siquiera la cabeza, en el temor,
quizá, de que una sola mirada a la prenda de su corazón
le hiciera desistir de su recién concebido proyecto.
Permaneció Lucy junto al cancel, fija la vista en el jinete
hasta desvanecerse éste en el horizonte. Después
volvió a la casa. En todo Utah no podría hallarse chica
más feliz.
3. John Ferrier habla con el profeta
Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de
Jefferson Hope y sus compañeros. Se entristecía el
corazón de John Ferrier al pensar que pronto volvería el
joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin embargo, la
expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces
más eficazmente con el pacto contraído que el mejor de
los argumentos. Desde antiguo había determinado en lo
hondo de su resuelta voluntad que a ningún mormón
sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión
se le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una
desgracia. Con independencia de los sentimientos que
la doctrina de los mormones le inspiraba en otros
terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible, amén de
mudo, ya que por aquellos tiempos las actitudes
heterodoxas hallaban mal acomodo en la Tierra de los
Santos.
Mal acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos
entre los santos contenían el aliento antes de dar voz a
su íntimo parecer en materia de religión, no fuera
cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer
sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de
antaño se habían constituido a su vez en porfiados y
crudelísimos perseguidores. Ni la Inquisición sevillana,
ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades secretas de
Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan
formidable como la que tenía atenazado al Estado de
Utah.
La organización resultaba doblemente terrible por sus
atributos de invisibilidad y misterio. Todo lo veía y podía,
y sin embargo escapaba al ojo y al oído humanos. Quien
se opusiera a la Iglesia, desaparecía sin dejar rastro ni
razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente el
retorno del proscrito, cuya voz no volvería a dejarse oír
de nuevo, ni siquiera en anuncio de la triste sentencia
que los sigilosos jueces habían pronunciado. Una
palabra brusca, un gesto duro, eran castigados con la
muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba sobre todas
las existencias. Comprensible era que los hombres
vivieran en terror perpetuo, sellada la boca y atada la
lengua lo mismo en poblado que en la más rigurosa de
las soledades.
En un principio sufrieron persecución tan sólo los
elementos recalcitrantes, aquellos que, habiendo
abrazado la fe de los mormones, deseaban abandonarla
o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la multitud
de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres
adultas, grave inconveniente para una doctrina que
proponía la poligamia. Comenzaron a circular extraños
rumores sobre emigrantes asesinados y salvajes
saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente,
había llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a
nutrir los serrallos de los Ancianos, mujeres que lloraban
y languidecían, y llevaban impresas en el rostro las
señales de un espanto inextinguible. Algunos
caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban
haberse cruzado con pandillas de hombres armados y
enmascarados, en sigilosa y rápida peregrinación al
amparo de las sombras. Tales historias y rumores fueron
adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación,
hasta concretarse en título y expresión definitivos.
Incluso ahora, en los ranchos aislados del Oeste, el
nombre de «La Banda de los Danitas», o «Los Ángeles
Vengadores», conserva resonancias siniestras.
El mayor conocimiento de la organización que tan
terribles efectos obraba, tendió antes a magnificar que a
disimular el espanto de las gentes. Imposible resultaba
saber si una persona determinada pertenecía a Los
Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban
parte en las orgías de sangre y violencia perpetradas
bajo la bandera de la religión eran mantenidos en
riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día
había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y
su misión se contaba por la noche entre los asaltantes
que acudían para dar cumplimiento al castigo
inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual
desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más
íntimos sentimientos.
Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de
partir hacia sus campos de trigo, oyó John Ferrier el
golpe seco del pestillo al ser abierto, tras de lo cual pudo
ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni
viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba
sendero arriba. Le dio un vuelco el corazón, ya que el
visitante no era otro que el mismísimo Brigham Young.
Lleno de inquietud -pues nada bueno presagiaba
semejante encuentro- Ferrier acudió presuroso a la
puerta para recibir al jefe mormón. Este último, sin
embargo, correspondió fríamente a sus solicitaciones, y,
con expresión adusta, le siguió hasta el salón.
-Hermano Ferrier -dijo, tomando asiento y fijando en el
granjero la mirada a través de las pestañas rubias-, los
auténticos creyentes te han demostrado siempre
bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando agonizabas
de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra
comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los
Elegidos, recibiste allí una generosa porción de tierra y,
bajo nuestra protección, te hiciste rico. ¿Es esto que
digo cierto?
-Lo es -repuso John Ferrier.
-A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una
cosa: que abrazaras la fe verdadera, conformándote a
ella en todos sus detalles. Tal prometiste hacer, y tal,
según se dice, desdeñas hacer.
-¿Es ello posible? -preguntó Ferrier, extendiendo los
brazos en ademán de protesta-. ¿No he contribuido al
fondo común? ¿No he asistido al Templo? ¿No he..?
-¿Dónde están tus mujeres? -preguntó Young,
lanzando una ojeada en derredor-. Hazlas pasar para
que pueda yo presentarles mis respetos.
-Cierto es que no he contraído matrimonio -repuso
Ferrier-. Pero las mujeres eran pocas, y muchos
aquellos con más títulos que yo para pretenderlas.
Además, no he estado solo: he tenido una hija para
cuidar de mí.
-De ella, precisamente, quería hablarte -dijo el jefe de
los mormones-. Se ha convertido, con los años, en la flor
de Utah, y ahora mismo goza del favor de muchos
hombres con preeminencia en esta tierra.
John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.
-Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno
a no sé qué compromiso con un gentil. Maledicencias,
supongo, de gente ociosa. ¿Cuál es la decimotercera
regla del código legado a nosotros por Joseph Smith, el
santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe
verdadera contraiga matrimonio con uno de los elegidos:
pues si se uniera a un gentil, cometería pecado
nefando.» Siendo ello así, no es posible que tú, que
profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo
vulnere.
Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear
nerviosamente con su fusta.
-Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de
medirse la fortaleza de tu fe. Tal ha convenido el
Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es joven: no
pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea
privada de toda elección. Nosotros los Ancianos
poseemos varias novillas1, mas es fuerza que las
posean también nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo
varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu
hija en su casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y
ricos, y profesan la fe verdadera. ¿Qué contestas?
Ferrier permaneció silencioso un instante, arrugado el
entrecejo.
-Concédeme un poco de tiempo -dijo al fin-. Mi hija es
muy joven, quizá demasiado para tomar marido.
1 Heber C. Kemball, en uno de sus sermones, alude con este título
galante a sus cien esposas.
-Cuentas con un plazo de un mes -dijo Young,
enderezándose de su asiento-. Transcurrido éste, habrá
de dar la chica una respuesta.
Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de
nuevo, el rostro encendido y centelleantes los ojos:
-¡Guárdate bien, John Ferrier -dijo con voz tonante-,
de oponer tu débil voluntad a las órdenes de los Cuatro
Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no
yacer, reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra
Blanco!
Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo
de la puerta, y Ferrier pudo oír sus pasos
desvaneciéndose pesadamente sobre la grava del
sendero.
Estaba todavía en posición sedente, con el codo
apoyado en la rodilla e incierto sobre cómo exponer el
asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su
hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie
junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado
rostro, fue bastante a revelarle que había escuchado la
conversación.
-No lo pude evitar -dijo ella, en respuesta a su
mirada-. Su voz atronaba la casa. Oh, padre, padre mío,
¿qué haremos?
-No te asustes -contestó éste, atrayéndola hacia sí, y
pasando su mano grande y fuerte por el cabello castaño
de la joven-. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te
va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente
estrechada a la del padre, se redujo la respuesta de
Lucy.
-No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata
de un buen chico y de un cristiano, mucho más, desde
luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente de
por aquí, con sus rezos y todos sus sermones. Mañana
sale una expedición camino de Nevada, y voy a
encargarme de que le hagan saber el trance en que nos
hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le
veremos volver aquí con una velocidad que todavía no
ha alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las
palabras de su padre le producían.
-Cuando llegue, nos señalará el curso más
conveniente. Es usted el que me inquieta. Una oye...,
oye cosas terribles de quienes se enfrentan al Profeta:
siempre sufren percances espantosos.
-Aún no nos hemos opuesto a nadie -repuso el padre-.
Tiempo tenemos de mirar por nuestra suerte.
Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero
que nos hallemos lejos de Utah.
-¡Lejos de Utah!
-Qué remedio...
-¿Y la granja?
-Convertiremos en dinero cuanto sea posible,
renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no es ésta
la primera vez que semejante idea se me cruza por la
cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie,
menos aún al maldito Profeta que tiene postrada a la
gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no
entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para
mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en
merodear por mi granja, acaso acabe dándose de
bruces con un puñado de postas avanzando en sentido
contrario.
-Pero no nos dejarán marchar -objetó la joven.
-Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las
compondremos para hacerlo. Entre tanto, querida,
sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos
de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome el
chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni
peligro ninguno.
John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono
de pausada confianza, lo que no fue obstáculo, sin
embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la
noche, aseguraba con más cuidado del habitual las
puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de
cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces
había colgado de la pared de su dormitorio.
4. La huida
A la mañana siguiente, después de su entrevista con
el Profeta de los mormones, acudió John Ferrier a Salt
Lake City, donde, tras ponerse en contacto con un
conocido que había de seguir el camino de Nevada,
entregó el recado para Jefferson Hope. En él se
explicaba al joven lo inminente del peligro a que estaban
expuestos, y lo necesaria que se había hecho su vuelta.
Cumplidas estas diligencias, pareció sosegarse el
anciano y, ya de mejor talante, volvió a su casa.
Cerca de la granja, observó con sorpresa que a cada
uno de los machones laterales de la portalada había
atado un caballo. La sorpresa fue en aumento cuando al
entrar en su casa se echó a la cara dos jóvenes,
cómodamente instalados en el salón. Uno era de faz
alongada y pálida, y estaba arrellanado en la mecedora,
extendidas las piernas y puestos los dos pies sobre la
estufa. El otro, un mozo de cuello robusto y tosco y mal
dibujadas facciones, permanecía en pie junto a la
ventana. Con las manos en los bolsillos, se entretenía
silbando un himno entonces muy en boga. Ambos
saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de cabeza,
después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la
conversación:
-Quizá no sepas quiénes somos -dijo-. Este de aquí
es hijo del viejo Drebber, y yo soy Joseph Stangerson,
uno de tus compañeros de peregrinación en el desierto
cuando el Señor extendió su mano y se dignó recibirte
entre los elegidos.
-Como recibirá a las restantes naciones del mundo en
el instante por Él previsto -añadió el otro con acento
nasal-; lentamente trenza su red el Señor, mas los
agujeros de ésta son finísimos.
John Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de
nuevas la identidad de sus visitantes.
-Por indicación de nuestros padres -prosiguió
Stangerson-, hemos venido a solicitar la mano de tu hija.
Vosotros determinaréis a cuál de los dos corresponde.
Dado que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras
que el hermano Drebber posee siete, me parece que
reúno yo más títulos para ser el elegido.
-Ta, ta, hermano Stangerson -repuso aquél-, no se
trata de cuántas mujeres tengamos, sino del número de
ellas que podamos mantener. Mi padre me ha
traspasado sus molinos, por lo que soy más rico que tú.
-Pero me aguarda a mí un futuro más holgado
-respondió su rival, vehementemente-. Cuando el Señor
tenga a bien llevarse a mi padre, entraré en posesión de
su casa de tintes y su tenería. Además, soy mayor que
tú, y por lo mismo estoy más alto en la jerarquía de la
Iglesia.
-A la chica toca decir la última palabra -replicó el joven
Drebber, mientras sonreía a la propia imagen reflejada
en el vidrio de la ventana-. Que sea ella quien decida.
Durante todo el diálogo había permanecido John
Ferrier en el umbral dándose a los demonios y casi
tentado a descargar su fusta sobre las espaldas de los
visitantes.
-Un momento -dijo al fin, acercándose a ellos-.
Cuando mi hija os convoque, podréis venir, pero hasta
entonces no quiero ver vuestras caras por aquí.
Los dos jóvenes mormones le dirigieron una mirada
de estupefacción. A sus ojos, el forcejeo por la mano de
la hija suponía un máximo homenaje, no menos honroso
para ésta que para su padre.
-Hay dos caminos que conducen fuera de la
habitación -gritó Ferrier-, la puerta y la ventana. ¿Cuál
preferís?
Su rostro moreno había adquirido una expresión tan
salvaje, y las manos un tan amenazador ademán, que
los dos visitantes saltaron de sus asientos,
emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les
siguió hasta la puerta.
-Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto
que sea el agraciado -dijo con sorna.
-¡Recibirás tu merecido! -chilló Stangerson, lívido de
ira-. Has desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro.
Materia tienes de arrepentimiento para el resto de tus
días.
-El Señor asentará sobre ti su pesada mano -exclamó
a su vez el joven Drebber-; ¡por Él serás fulminado!
-¡Si ha de ser así, comencemos ya! -dijo Ferrier,
furioso, y se hubiera precipitado escaleras arriba en
busca de su escopeta a no sujetarlo Lucy por un brazo
para impedir los efectos de su furia. Antes de que
pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo
sobre el camino medía ya la distancia que habían
puesto por medio sus enemigos.
-¡Mequetrefes hipócritas! -exclamó, enjugándose el
sudor de la frente-. Prefiero verte en la tumba, niña,
antes que esposa de cualquiera de ellos.
-Yo también, padre -repuso ella vehementemente-;
pero Jefferson estará pronto de vuelta con nosotros.
-Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no
sabemos qué otras sorpresas nos aguardan.
Era llegado en verdad el momento de que alguien
acudiera, con su consejo y ayuda, en auxilio del tenaz
anciano y su hija adoptiva. Hasta entonces no se había
dado aún en la colonia un caso parejo de
insubordinación y desobediencia a la autoridad de los
Ancianos. Si las desviaciones menores eran castigada
tan severamente, ¡cuál no sería el destino de este
empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y
posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos
y conocidos que él habían desaparecido de la faz de la
tierra, revertiendo sus propiedades a manos de la
Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a reprimir un
sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y
fantasmal que le amenazaba. A todo mal conocido se
sentía capaz de hacer frente con pulso firme, pero la
incertidumbre
presente
encerraba
algo
de
terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a
la hija, afectando echar a barato lo acontecido, lo que no
fue obstáculo, sin embargo, para que ella, con la
sagacidad que infunde el amor, percibiera claramente la
preocupación de que era presa el anciano.
Suponía éste que mediante una señal u otra le haría
Young patente el disgusto hacia su conducta, y no
andaba errado, aunque el anuncio llegó de forma
inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse,
encontró para su sorpresa un pequeño rectángulo de
papel prendido a la colcha, a la altura del pecho, y en él
escritas con letra enérgica y desmañada estas palabras:
«Veintinueve días restan para que te enmiendes, y
entonces...».
Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los
puntos suspensivos era mucho más temible que
cualquier amenaza concreta. Que el mensaje hubiera
podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en
una casi dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes
dormían en un pabellón separado de la casa, y las
puertas y ventanas de ésta habían sido cerradas a cal y
canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su hija,
aunque el incidente no pudo por menos de producirle
una
mortal
angustia.
Esos
veintinueve
días
representaban sin duda lo sobrante del mes concedido
por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un
enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano
que había prendido el alfiler hubiese podido empujarlo
hasta el centro de su corazón, sin que él llegara nunca a
conocer la identidad de quien le causaba la muerte.
Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente.
Se había sentado para tomar el desayuno cuando Lucy
dejó escapar un gesto de sorpresa al tiempo que
señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en
torpes caracteres, se leía, escrito probablemente con la
negra punta de un tizón, el número veintiocho. Nada
significaba esta cifra para la hija, y Ferrier prefirió no
sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado de una
escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni
oyó cosa alguna y, sin embargo, al clarear, los largos
trazos del número veintisiete cruzaban la hoja exterior
de la puerta principal.
De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan
inevitablemente como sucede a la noche la luz de la
mañana, mantenían sus invisibles enemigos la cuenta
del menguante mes de gracia, expuesta siempre en
algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal
sobre una pared, ora en el suelo, más tarde, quizá, en
un pequeño rótulo pegado al cancel del jardín o a la
baranda. Pese a su permanente actitud de vigilancia, no
pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas
advertencias diarias. Un horror rayano con la
superstición llegó a poseerlo a la vista de cualquiera de
ellas. Crispado y rendido, sus ojos adquirieron la
expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus
esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno
del joven cazador de Nevada.
Los veinte días de franquía se redujeron a quince,
éstos a diez y no daba aún señales de sí el ausente.
Paso a paso fue aproximándose el temido término sin
que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un jinete
rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo
largo del camino, o incitaba un carretero a su recua, el
viejo granjero se precipitaba hacia la puerta, creyendo
ya llegado a su auxiliador. Al fin, cuando los cinco
últimos días dieron paso a los cuatro siguientes, y los
cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la
esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las
montañas circunvecinas, se sentía por completo
perdido. En los caminos más transitados se había
montado un estricto servicio de vigilancia que estorbaba
el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo.
Mirara donde mirara, se veía inevitablemente
condenado a sufrir el castigo que se cernía sobre su
cabeza. Con todo, mil veces hubiera preferido el anciano
la muerte a consentir en lo que por fuerza se le antojaba
el deshonor de su hija.
Sobre tales calamidades y los vanos intentos de
ponerles remedio, reflexionaba una tarde el sedente
John Ferrier. Aquella misma mañana había sido trazado
el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de la
única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba
hasta la expiración del plazo.
¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas
fantasías atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de
su hija cuando él faltara? No ofrecía escape la invisible
maraña que alrededor de ellos se había trenzado.
Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al
llanto ante el sentimiento de su propia impotencia.
Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado
el silencio reinante -un ruido tenue, aunque claramente
perceptible en medio de la quietud de la noche-.
Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó
hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa
breve y después el blando, insidioso sonido volvió a
repetirse. Evidentemente, alguien estaba golpeando con
mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá un
nocturno sicario enviado para llevar adelante las
órdenes asesinas del tribunal secreto? ¿O acaso el
agente encargado de grabar el anuncio del último día de
gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea sería
preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba
su corazón. De un salto llegó hasta la puerta y,
descorriendo el cerrojo, la abrió de par en par.
Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba
despejada la noche, y en lo alto se veían parpadear las
estrellas. Ante los ojos del granjero se extendía el
pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la
portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera
se echaba de ver figura humana alguna. Con un suspiro
de alivio oteó Ferrier a izquierda y derecha, hasta que,
habiendo dirigido por casualidad la mirada en dirección
a sus pies, observó con asombro que un hombre yacía
boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los
brazos y las piernas.
Tal sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo
de recostarse sobre la pared con una mano puesta en la
garganta para sofocar el grito que de ésta pujaba por
salir. Su primer pensamiento fue el de dar al hombre
postrado por herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo,
percibió cómo, serpenteando con la rapidez y sigilo de
un ofidio, se deslizaba sobre el suelo hasta penetrar en
el vestíbulo. Una vez dentro recuperó velozmente la
posición erecta, cerró la puerta, y fueron entonces
dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas
facciones y decidida expresión de Jefferson Hope.
-¡Santo Cielo! -dijo jadeante John Ferrier-. ¡Qué susto
me has dado! ¿Por qué diablos has entrado en casa
así?
-Déme algo de comer -repuso el otro con voz ronca-.
Hace cuarenta y ocho horas que no me llevo a la boca
un trozo de pan o una gota de agua.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de
la cena, aún restaban en la mesa de su huésped, y dio
cuenta de ellos vorazmente.
-¿Cómo anda de ánimo Lucy? -preguntó una vez
satisfecha su hambre.
-Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos
-repuso el padre.
-Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes.
De ahí que me arrastrara hasta ella. Los tipos son listos,
aunque no lo bastante para jugársela a un cazador
Washoe.
John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su
devoto aliado. Asiendo la mano curtida del joven, se la
estrechó cordialmente.
-Me enorgullezco de ti, muchacho -exclamó-. Pocos
habrían tenido el arrojo de venir a auxiliarnos en este
trance.
-No anda descaminado, a fe mía -repuso el joven
cazador-. Le tengo ley, pero a ser usted el único en
peligro me lo habría pensado dos veces antes de meter
la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de
que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para
dar por ella la vida.
-¿Qué hemos de hacer?
-Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos
pongamos esta misma noche en movimiento, estará
todo perdido. Tengo una mula y dos caballos
esperándonos en el Barranco de las Águilas. ¿De
cuánto dinero dispone?
-Dos mil dólares en oro y otros cinco mil en billetes.
-Es suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de
alcanzar Carson City a través de las montañas. Preciso
es que despierte a Lucy. Suerte que no duermen aquí
los criados...
En tanto aprestaba Ferrier a su hija para el viaje
inminente, Jefferson Hope juntó toda la comida que
pudo encontrar en un pequeño paquete, al tiempo que
llenaba de agua un cántaro de barro; como sabía por
experiencia, los manantiales eran escasos en las
montañas y muy distantes entre sí. Apenas si había
terminado los preparativos cuando apareció el granjero
con su hija, ya vestida y pertrechada para la marcha. El
encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero
breve, pues cada minuto era precioso, y restaba aún
mucho por hacer.
-Salgamos cuanto antes -dijo Jefferson, en un
susurro, donde se conocía, sin embargo, el tono firme
de quien, sabiendo la gravedad de un lance, ha
preparado su corazón para afrontarlo-. La entrada
principal y la trasera están guardadas, aunque cabe
deslizarse por la ventana lateral y seguir después a
campo traviesa. Ya en la carretera, dos millas tan sólo
nos separan del Barranco de las Águilas, en que
aguardada caballería. Cuando despunte el día
estaremos a mitad de camino, en plena montaña.
-¿Y si nos cierran el paso? -preguntó Ferrier.
Hope dio una palmada a la culata del revólver, que
sobresalía tras la hebilla de su cinturón.
-En caso de que fueran demasiados para nosotros...,
no dejaríamos este mundo sin que antes nos hicieran
cortejo dos o tres de ellos -dijo, con una sonrisa
siniestra.
Apagadas ya todas las luces del interior de la casa,
Ferrier contempló desde la ventana, sumida en sombra,
los campos que habían sido suyos, y de los que ahora
iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un
sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la
consideración del honor y felicidad de su hija
compensaba con creces el sentimiento de la fortuna
perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno
a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a
sospechar el negro revoloteo de la muerte. Sin embargo,
la palidez de rostro y rígida expresión del joven cazador
indicaban a las claras que en su trayecto hasta la casa
no habían sido pocos los signos fatales por él
advertidos.
John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los
billetes; Jefferson Hope, las escasas provisiones y el
agua, mientras Lucy, en un pequeño atadijo, había
hecho acopio de algunas de sus prendas más queridas.
Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las
circunstancias exigían, aguardaron a que una nube
ocultara la faz de la luna, aprovechando ese instante
para descolgarse, uno a uno, al diminuto jardín. Con el
aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron al poco el
seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva
hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados.
Apenas lo habían alcanzado, cuando el joven retuvo a
sus acompañantes empujándoles de nuevo hacia la
sombra, en la que permanecieron temblorosos y en
silencio.
Por ventura, la vida en las praderas había dotado a
Jefferson Hope de un oído de lince. Un segundo
después de su repliegue rasgó el aire el melancólico y
casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto
por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante
emergió del vano la silueta fantasmal de un hombre;
repitió éste la lastimera señal, y a su conjunto salió de la
sombra una segunda figura humana.
-Mañana a medianoche -dijo el primero, quien parecía
ser, de los dos, el investido de mayor autoridad-.
Cuando el chotacabras grite tres veces.
-Bien -repuso el segundo-. ¿He de pasar el mensaje
al Hermano Drebber?
-Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a
siete!
-¡Siete a cinco! -repitió su compañero-. Y ambas
siluetas partieron rápidas en distintas direcciones. Las
palabras finales recataban evidentemente una seña y su
correspondiente contraseña. Apenas desvanecidos en la
distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson
Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus
compañeros a través del vano, inició una rápida marcha
por mitad de las mieses, sosteniendo y casi llevando en
vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear sus
fuerzas.
-¡Deprisa, deprisa! -jadeaba de cuando en cuando-.
Estamos cruzando la línea de centinelas. Todo depende
de la velocidad a que avancemos. ¡Deprisa, digo!
Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor
presteza. Sólo una vez se cruzaron con otro caminante,
mas tuvieron ocasión de deslizarse a un campo vecino y
pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el
cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que
conducía a las montañas. El desigual perfil de los picos
rocosos se insinuó de pronto en la noche: el angosto
desfiladero que entre ellos se abría no era otro que el
Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera
los caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson
Hope siguió su rumbo a través de las peñas y a lo largo
del lecho seco de un río, hasta dar con una retirada
quiebra, oculta por rocas. Allí estaban amarrados los
fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la
mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de
los caballos, mientras Jefferson Hope guiaba al restante
por el difícil y escabroso camino.
Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones
más extremas de la Naturaleza podía resultar aquella
ruta llevadera. A uno de los lados se elevaba un
gigantesco peñasco por encima de los mil metros de
altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la rugosa
superficie de largas columnas de basalto, sugería su
silueta el costillar de un antiguo monstruo petrificado. A
la otra mano un vasto caos de escoria y guijarros
enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas
orillas discurría la desigual senda, tan angosta a trechos
que habían de situarse lo viajeros en fila india, y tan
accidentado que únicamente a un jinete consumado le
hubiera resultado posible abrirse en ella camino. Sin
embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los
fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la
distancia entre ellos y el despotismo terrible de que
venían huyendo.
Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún
permanecían bajo la jurisdicción de los Santos. Habían
alcanzado lo más abrupto y sombrío del desfiladero
cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que
señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se
asomaban al camino, destacándose duramente sobre el
fondo, montaba guardia un centinela solitario. Descubrió
a la comitiva a la vez que era por ella visto, y un
desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso
barranco.
-Viajeros en dirección a Nevada -dijo Jefferson Hope,
con una mano puesta sobre el rifle, que colgaba a uno
de los lados de su silla.
Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba
su arma, escrutando el hondón con expresión
insatisfecha.
-¿Con la venia de quién? -preguntó.
-Los Sagrados Cuatro -repuso Ferrier. Su estancia
entre los mormones le había enseñado que tal era la
máxima autoridad a que cabía referirse.
-Nueve a siete -gritó el centinela.
-Siete a cinco -contestó rápido Jefferson Hope,
recordando la contraseña oída en el jardín.
-Adelante, y que el Señor sea con vosotros -dijo la voz
desde arriba-. Más allá de este enclave se ensanchaba
la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote.
Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela
apoyado sobre su fusil, señal de que habían dejado a
sus espaldas la posición última de los Elegidos y que
cabalgaban ya por tierras de libertad.
5. Los ángeles vengadores
Durante toda la noche trazaron su camino a través de
desfiladeros intrincados y de senderos irregulares
sembrados de rocas. Varias veces perdieron el rumbo y
otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía de
las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba,
un escenario de maravillosa aunque agreste belleza se
ofreció a sus ojos. Cerrando el contorno todo del
espacio se elevaban los altos picos coronados de nieve,
cabalgados los unos sobre los otros en actitud de vigías
que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las
vertientes rocosas a entrambos lados, que los pinos y
alerces parecían estar suspendidos encima de sus
cabezas, como a la espera de un parco soplo de aire
para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la
sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella
hoya pelada salpicada en toda su extensión por peñas y
árboles que hasta allí habían llegado de semejante
manera. Justo a su paso, una gran roca se precipitó de
lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las
cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos
un galope alocado.
Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la
línea de oriente, las cimas de las grandes montañas
fueron encendiéndose una tras otra, al igual que los
faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y
arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los
corazones de los tres fugitivos y les infundió nuevos
ánimos. Detuvieron la marcha junto a un torrente que
con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los
caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno.
Lucy y su padre habrían prolongado con gusto ese
tiempo de tregua, pero Jefferson Hope se mostró
inflexible.
-Ya estarán sobre nuestra pista -dijo-. Todo depende
de nuestra velocidad. Una vez salvos en Carson
podremos descansar el resto de nuestras vidas.
Durante el día entero se abrieron camino a través de
los desfiladeros, habiéndose distanciado al atardecer,
según sus cálculos, más de treinta millas de sus
enemigos. A la noche establecieron el campamento al
pie de un risco saledizo, medianamente protegido por
las rocas del viento álgido, y allí, apretados para darse
calor, disfrutaron de unas pocas horas de sueño. Antes
de romper el día, sin embargo, ya estaban en pie,
prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal
alguna de sus perseguidores, y Jefferson Hope
comenzó a pensar que se hallaban acaso fuera del
alcance de la terrible organización en cuya enemistad
habían incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su
garra de hierro, y qué presta estaba ésta a abatirse
sobre ellos y aplastarlos.
Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso
lote de provisiones comenzó a agotarse. No inquietó
ello, sin embargo, en demasía al cazador, pues
abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una,
sino muchas veces, se había visto en la precisión de
recurrir a su rifle para satisfacer las necesidades
elementales de la vida. Tras elegir un rincón abrigado,
juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante
hoguera, en la que pudieran encontrar algún
confortamiento sus amigos; se encontraban a casi cinco
mil pies de altura, y el aire era helado y cortante.
Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se
echó el rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que
la suerte quisiera dispensarle. Volviendo la cabeza atrás
vio al anciano y a la joven acurrucados junto al brillante
fuego, con las tres caballerías recortándose inmóviles
sobre el fondo. A continuación, las rocas se
interpusieron entre el grupo y su mirada.
Caminó un par de millas de un barranco a otro sin
mayor éxito, aunque, por las marcas en las cortezas de
los árboles, y otros indicios, coligió la presencia de
numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o tres horas
de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se
disponía a dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo
alto, un espectáculo que le hizo estremecer de alegría.
En el borde de una roca voladiza, a trescientos o
cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el
suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente
semejante a la de una cabra, aunque armada de un par
de descomunales cuernos. La gran astada -por tal se le
conocerá probablemente el guarda o vigía de un rebaño
invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en
dirección opuesta a éste y no había advertido su
presencia. Puesto de bruces, descansó el rifle sobre una
roca y enfiló largamente y con firme pulso la diana antes
de apretar el gatillo. El animal dio un respingo, se
tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se
desplomó al cabo valle abajo.
Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas,
de modo que el cazador optó por desmembrar una
pierna y parte del costado. Con este trofeo terciado
sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo
andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas
puesto en marcha, sin embargo, advirtió que se hallaba
en un trance difícil. Llevado de su premura había ido
mucho más allá de los barrancos conocidos,
resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta.
El valle donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en
numerosas cañadas, tan semejantes que se hacía
imposible distinguirlas entre sí. Enfiló una por espacio de
una milla o más hasta tropezar con un venero de
montaña que le constaba no haber visto antes.
Persuadido de haber errado el rumbo, probó otro
distinto, mas no con mayor éxito. La noche caía
rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio
por fin con un desfiladero de aire familiar. Incluso
entonces no fue fácil seguir la pista exacta, porque la
luna no había ascendido aún y los altos riscos,
elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la
oscuridad. Abrumado por su carga, y rendido tras tanto
esfuerzo, avanzó a trompicones, infundiéndose ánimos
con la reflexión de que a cada paso que diera se
acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría
comida bastante para todos durante el resto del viaje.
Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en
que había dejado a sus compañeros. Incluso en la
oscuridad acertaba a reconocer la silueta de las rocas
que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con
impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En
su alegría juntó las manos, se las llevó á la boca a modo
de bocina, y anunció su llegada con un fuerte grito,
resonante a lo largo de la cañada. Se detuvo y esperó la
respuesta. Ninguna obtuvo, salvo la de su propia voz,
que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas,
hasta retornar multiplicada en incontables ecos. De
nuevo gritó, incluso más alto que la vez anterior, y de
nuevo permanecieron mudos los amigos a quien había
abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia
indefinible y sin nombre se apoderó de él, y dejando
caer en su desvarío la preciosa carga de carne, echó a
correr frenéticamente campo adelante.
Al doblar la esquina pudo avistar por entero el lugar
preciso en que había sido encendida la hoguera. Aún
restaba un cúmulo de brasas, evidentemente no
avivadas desde su partida. El mismo silencio
impenetrable reinaba en derredor. Con sus aprensiones
mudadas en certeza prosiguió presuroso la pesquisa.
No se veía cosa viviente junto a los restos de la
hoguera:
bestias,
hombre,
muchacha,
habían
desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible
desastre había ocurrido durante su ausencia, un
desastre que los comprendía a todos, sin dejar empero
rastro alguno tras de sí.
Atónito, y como aturdido por el suceso, Jefferson
Hope sintió que le daba vueltas la cabeza, y hubo de
apoyarse en su rifle para no perder el equilibrio. Sin
embargo, era en esencia hombre de acción, y se
recobró pronto de su temporal estado de impotencia.
Tomando un leño medio carbonizado de la ya lánguida
hoguera, lo atizó de un soplido hasta producir en él una
llama, y alumbrándose con su ayuda, procedió al
examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda
hollada por pezuñas de caballo, señal de que una
cuadrilla de jinetes había alcanzado a los fugitivos. La
dirección de las improntas indicaba asimismo que la
partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt
Lake City. ¿Quizá con sus dos compañeros? Estaba
próximo Jefferson Hope a dar por buena esta conjetura,
cuando sus ojos cayeron sobre un objeto que hizo vibrar
hasta en lo más recóndito todos los nervios de su
cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites del campamento,
se elevaba un montecillo de tierra rojiza, que a buen
seguro no había estado allí antes. No podía ser sino una
fosa recién excavada. Al aproximarse, el joven cazador
distinguió el perfil de una estaca hincada en el suelo,
con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se
leían estas breves, aunque elocuentes palabras:
JOHN FERRIER,
Vecino de Salt Lake City.
Murió el 4 de agosto de 1860.
El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas
unas horas antes, estaba ya en el otro mundo, y éste
era todo su epitafio. Desolado, Jefferson Hope miró en
derredor, por si hubiera una segunda tumba, mas no vio
traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus
terribles perseguidores para cumplir su destino original
como concubina en el harén de uno de los hijos de los
Ancianos. Cuando el joven cayó en la cuenta de este
hecho fatal, que no estaba en su mano remediar, deseó
de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su
última y silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió
sacudirse el letargo a que induce la desesperación.
Cuando menos podía consagrar el resto de su vida a
vengar el agravio. Además de paciencia y perseverancia
enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar
aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios
entre los que se había criado. Mientras permanecía
junto al fuego casi extinto, comprendió que la única cosa
que alcanzaría a acallar su pena habría de ser el
desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus
enemigos. Su fuerte voluntad e infatigable energía no
tendrían, se dijo, otro fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió
sobre sus pasos hasta donde había dejado caer la
carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente para
el sustento de algunos días. La envolvió luego y,
cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de
las montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.
Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies
doloridos, por los desfiladeros que antes había
atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer
entre las rocas, concediendo unas pocas horas al
sueño, pero primero que rayase el día estaba ya de
nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las
Águilas, punto de arranque de su desdichada fuga.
Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los
Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle,
mientras tendía fieramente el puño curtido contra la
silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al mirarla con
mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles
principales y otros signos de fiesta. Estaba aún
preguntándose a qué se debería aquello, cuando atrajo
su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido
por la aparición de un jinete que venía de camino.
Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un
mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios
en distintas ocasiones. Por tanto, al cruzarse con él, lo
abordó con el fin de saber algo sobre el paradero de
Lucy Ferrier.
-Soy Jefferson Hope -dijo-. ¿No me reconoce?
El mormón le dirigió una mirada de no disimulado
asombro. Resultaba de hecho difícil advertir en aquel
caminante harapiento y desgreñado, de cara
horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al
apuesto y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin
embargo, sobre este punto, el hombre mudó la sorpresa
en consternación.
-Es locura que venga por aquí -exclamó-. Por sólo
dirigirle la palabra, peligra ya mi vida. Está usted
proscrito a causa de su participación en la fuga de los
Ferrier.
-No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento
-dijo Hope vehementemente-. Algo tiene que haber
llegado a sus oídos, Cowper. Le conjuro por lo que más
quiera para que dé contestación a unas pocas
preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehuya
responderme.
-¿De qué se trata? -inquirió nervioso el mormón-. Sea
rápido. Hasta las rocas tienen oídos, y los árboles ojos.
-¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?
-Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo,
hombre, ánimo! Parece usted un difunto...
-No se cuide de mí -repuso Hope con un susurro.
Estaba mortalmente pálido, y se había dejado caer al pie
del peñasco que antes le servía de apoyo-. ¿De modo
que se ha casado?
-Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas
que ve ondear en la Casa Fundacional. Los jóvenes
Drebber y Stangerson anduvieron disputándose la
posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la
cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de
Stangerson es la bala que dio cuenta del padre, lo que
parecía concederle alguna ventaja; mas al solventarse la
cuestión en el Consejo, la facción de Drebber llevó la
mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la
chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin
embargo, ya que ayer vi la muerte pintada en su cara.
Más semeja un fantasma que una mujer. ¿Se marcha
usted?
-Sí -dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su
posición sedente. Parecía cincelado en mármol el rostro
del cazador, tan firme y dura se había tornado su
expresión, en tanto los ojos brillaban con un resplandor
siniestro.
-¿A dónde se dirige?
-No se preocupe -repuso, y terciando el arma sobre
un hombro, siguió cañada adelante hasta lo más
profundo de la montaña, allí donde tienen las alimañas
su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre
aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.
La predicción del mormón se cumplió con macabra
exactitud. Bien impresionada por la aparatosa muerte de
su padre, bien a resultas del odioso matrimonio a que se
había visto forzada, la pobre Lucy no volvió a levantar
cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente
languidez. Su estúpido marido, que la había desposado
sobre todo porque apetecía la fortuna de John Ferrier,
no mostró gran aflicción por la pérdida; pero sus otras
mujeres lloraron a la difunta, y velaron su cuerpo la
noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los
mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del
ataúd cuando, para su inexpresable sorpresa y terror, la
puerta se abrió violentamente y un hombre de aspecto
salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de harapos,
penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una
sola mirada a las mujeres encogidas de espanto, se
dirigió a la silenciosa y pálida figura que antes había
contenido el alma pura de Lucy Ferrier. Inclinándose
sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la
fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte,
tomó de uno de sus dedos el anillo de desposada.
-No la enterrarán con esto -gritó con fiereza; y antes
de que nadie pudiera dar la señal de alarma,
desapareció escaleras abajo. Tan peregrino y breve fue
el episodio que los testigos habrían hallado difícil
concederle crédito o persuadir de su veracidad a un
tercero, a no ser por el hecho indudable de que el anillo
que distinguía a la difunta como novia había
desaparecido.
Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció
en las montañas, llevando una extraña vida salvaje y
nutriendo en su corazón la violenta sed de venganza
que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre
una fantástica figura que merodeaba por los alrededores
y que tenía su morada en las solitarias cañadas
montañosas. En cierta ocasión, una bala atravesó
silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse
contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra
vez, cuando pasaba Drebber junto a un crestón, se
precipitó sobre él una gran peña, que le hubiera
causado muerte terrible a no tener la presteza de
arrojarse de bruces hacia un lado. Los dos jóvenes
mormones descubrieron pronto la causa de estos
atentados contra sus vidas y encabezaron varias
expediciones por las montañas con el propósito de
capturar o dar muerte a su .enemigo, siempre sin éxito.
Entonces decidieron no salir nunca solos o después de
anochecido, y pusieron guardia a sus casas.
Transcurrido un tiempo ya no le fue necesario mantener
estas medidas, pues había desaparecido todo rastro de
su oponente, en el que terminaron por creer acallado el
deseo de venganza.
Por lo contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez
más del cazador. Su espíritu estaba formado de una
materia dura e inflexible, habiendo hecho hasta tal punto
presa en él la idea dominante del desquite, que apenas
quedaba espacio para otros sentimientos. Aún así era
aquel hombre, sobre todas las cosas, práctico.
Comprendió pronto que ni siquiera su constitución de
hierro podría resistir la presión constante a que la estaba
sometiendo. La intemperie y la falta de alimentación
adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que
muriese como un perro en aquellas montañas, ¿qué
sería de su venganza? Y había de morir de cierto si
persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las
cartas de sus enemigos, de modo que muy a su pesar
volvió a las viejas minas de Nevada, con ánimo de
reponer allí su salud y reunir dinero bastante a proseguir
sin privaciones su proyecto.
No entraba en sus propósitos estar ausente arriba de
un año, mas una combinación de circunstancias
imprevistas le retuvo en las minas cerca de cinco. Al
cabo de éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su
afán justiciero no eran menos agudos que en la noche
memorable transcurrida junto a la tumba de John Ferrier.
Disfrazado, y bajo nombre supuesto, retornó a Salt Lake
City, menos atento a su vida que a la obtención de la
necesaria justicia. Un trance adverso le aguardaba en la
ciudad. Se había producido pocos meses antes un
cisma en el Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los
Ancianos de algunos jóvenes miembros que, separados
del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah para
convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se
contaban entre éstos, y nadie conocía su paradero.
Corría la especie de que el primero, por haber
alcanzado a convertir parte de sus bienes en dinero,
seguía siendo hombre acaudalado, mientras su
compañero Stangerson nutría el número de los
relativamente pobres. Sobre su destino actual nadie
poseía, sin embargo, la menor noticia.
Muchos hombres, por grande que fuera el deseo de
venganza, habrían cejado en su propósito ante tamañas
dificultades, pero Jefferson Hope no desfalleció un solo
instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y
ayudándose con tal o cual modesto empleo, viajó de una
ciudad a otra de los Estados Unidos en busca de sus
enemigos. Fue cediendo cada año lugar al siguiente, y
se entreveró su negra cabellera de hebras blancas, mas
no cesó aquel sabueso humano en su pesquisa, atento
todo al objeto que daba sentido a su vida. Al fin obtuvo
tanto ahínco su recompensa. Bastó la rápida visión de
un rostro al otro lado de una ventana para confirmarle
que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón el refugio
de sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su
pobre alojamiento con un plan de venganza concebido
en todos sus detalles. El azar quiso, sin embargo, que
Drebber, sentado junto a la ventana, reconociera al
vagabundo, en cuyos ojos leyó una determinación
homicida. Acudió presuroso a un juez de paz,
acompañado por Stangerson, que se había convertido
en su secretario, y explicó el peligro en que se hallaban
sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los
celos de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson
Hope fue detenido, y no pudiendo pagar la fianza, hubo
de permanecer en prisión varias semanas. Cuando al fin
recobró la libertad halló desierta la casa de Drebber,
quien, junto a su secretario, había emigrado a Europa.
Otra vez había sido burlado el vengador, y de nuevo
su odio intenso lo indujo a proseguir la caza. Andaba
escaso de fondos, sin embargo, y durante un tiempo,
tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el último
dólar para el viaje inminente. Al cabo, rehechos sus
medios de vida, partió para Europa, y allí, de ciudad en
ciudad, siguió la pista de sus enemigos, oficiando en
toda suerte de ocupaciones serviles, sin dar nunca
alcance a su presa. Llegado a San Petersburgo, resultó
que aquéllos habían partido a París, y una vez allí se
encontró con que acababan de salir para Copenhague.
A la capital danesa arribó de nuevo con unos días de
retraso, ya que habían tomado el camino de Londres,
donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será
mejor confiar en el relato del propio cazador, tal como se
halla puntualmente registrado en el «Diario del Doctor
Watson», al que debemos ya inestimables servicios.
6. Continuación de las memorias de John
Watson, doctor en Medicina
La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al
parecer encono alguno hacia nosotros, ya que al verse
por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que
expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie
en la refriega.
-Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría
-dijo a Sherlock Holmes-. Tengo el coche a la puerta. Si
me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora
considerablemente más que antes.
Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como
si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea;
pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero,
aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se
puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por
las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo
que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto
en muy pocas ocasiones hombre tan fuertemente
constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol,
traslucía una determinación y energía no menos
formidables que su aspecto físico.
-Si está libre la plaza de comisario, considero que es
usted la persona indicada para ocuparla -dijo, mirando a
mi compañero de alojamiento con una no disimulada
admiración-. El modo como ha seguido usted mi pista
raya en lo asombroso.
-Será mejor que me acompañen -dijo Holmes a los
dos detectives.
-Yo puedo llevarlos en mi coche -repuso Lestrade.
-Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y
usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso
y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la
calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino
que, tranquilamente, entró en el coche que había sido
suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó
al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos
condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación
pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre
de nuestro prisionero, junto con el de los dos individuos
a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El
oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos
trámites como si fueran de pura rutina.
-El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una
semana -dijo-. Entre tanto, ¿tiene algo que declarar,
señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser
utilizado en su contra.
-Mucho es lo que tengo que decir -repuso,
lentamente, nuestro hombre-. No quiero guardarme un
solo detalle.
-¿No sería mejor que atendiera a la celebración del
juicio? -preguntó el inspector.
-Es posible que no llegue ese momento -contestó-.
Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del
suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el
instante mismo de formular la última pregunta.
-Sí -repliqué.
-Ponga entonces las manos aquí -dijo con una
sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se
señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una
extraordinaria palpitación y como un tumulto en su
interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y
temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se
ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la
habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo
sordo, procedente de la misma fuente.
-¡Diablos! -exclamé-. ¡Tiene usted un aneurisma
aórtico!
-Así le dicen, según parece -repuso plácidamente-. La
semana pasada acudí al médico y me aseguró que
estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando
de año en año desde las muchas noches al sereno y el
demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake.
Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no
quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos
puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar
carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron
presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia
de autorizar semejante relato.
-¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es
inmediato? -inquirió el primero.
-No hay duda -repuse.
-En tal caso, y en interés de la justicia, constituye
evidentemente nuestro deber tomar declaración al
prisionero -dijo el inspector.
-Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no
lo olvide, quedará aquí consignada.
-Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento
-replicó aquél, conformando el acto a las palabras-. Este
aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente
fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido a
enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte,
comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en
ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán
estrictamente ciertas. El uso que hagan después de
ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la
silla y dio principio al curioso relato que a continuación
les transcribo. Su comunicación fue metódica y
tranquila, como si correspondiera a hechos casi
vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto
sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en
el que fueron anotadas puntualmente, y según iba
hablando, las palabras del prisionero.
-No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos
hombres -dijo-. Importa tan sólo que eran responsables
de la muerte de dos seres humanos (un padre y una
hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus
propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde
la comisión del crimen, me resultaba imposible dar
prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En
torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor duda,
de modo que determiné convertirme a la vez en juez,
jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro
modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en
mi lugar.
»La chica de la que he hecho mención era, hace
veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con
ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al
patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda,
prometiéndome solemnemente que el culpable no
habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación
del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda
ha estado en mi bolsillo durante los años en que
perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi
enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la
fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en
vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré
sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien
cumplida. Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni
espero ya.
»Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no
resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres
apenas si me quedaba un penique, y no tuve más
remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos
como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero.
Cuanto excediera de cierta suma que cada semana
había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía,
por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me fue en
especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso
el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya
tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa
que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados los
hoteles y estaciones principales, a componérmelas no
del todo mal.
»Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el
domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas
no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una
pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe
entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado
crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible.
Proyectaba seguir sus pasos en espera del momento
propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de
nuevo.
»Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se
encontraran donde se encontrasen, andaba yo
pisándoles los talones. A veces les seguía en mi coche,
otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces
no podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo
cobrara las carretas a primera hora de la mañana o a
última de la noche, principiando a endeudarme con mi
patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera
echarles el guante a mis enemigos.
»Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron
sospechar que acaso alguien seguía su rastro, ya que
nunca salían solos o después de anochecido. Durante
dos semanas no los perdí de vista, y en ningún instante
se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del
tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía un
segundo de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de
turbio en turbio, sin encontrar sombra siquiera de una
oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento, pues
una voz interior me decía que había llegado mi hora.
Sólo tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que
llevo dentro del pecho demasiado pronto, impidiéndome
dar remate a mi tarea.
»Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces
recorrida en mi coche Torquay Terrace -tal nombre
distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban-,
observé que un vehículo hacía alto justo delante de su
puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco
después Drebber y Stangerson, que habían aparecido
tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y
no los perdí de vista, aunque me inquietaba la idea de
que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon
en Euston Station, y yo confié mi montura a un niño
mientras los seguía hasta los andenes. Oí que
preguntaban por el tren de Liverpool y también la
contestación del vigilante, quien les explicó que ya
estaba en camino y que habían de aguardar una hora
hasta el siguiente.
»La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson
y producir cierta complacencia en Drebber. Me arrimé a
ellos lo bastante para escuchar cada una de las
palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo
que le aguardaba un pequeño negocio .y que si el otro
tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no mucho
tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó
su acuerdo de permanecer juntos. Drebber repuso que
el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No
pude oír la réplica de Stangerson, mas Drebber
prorrumpió en improperios, diciendo al otro que no era al
cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos para
ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder
el secretario, tras de lo cual quedó convencido que
Drebber se reuniría con Stangerson en el hotel Halliday
Private, caso de que llegase a perder el último tren. El
primero aseguró que estaría de vuelta en los andenes
antes de las once y abandonó la estación.
»La ocasión que tanto tiempo había aguardado
parecía ponerse por fin al alcance de la mano. Tenía a
mis enemigos en mi poder. Juntos podían darse
protección uno al otro, mas por separado se hallaban a
mi merced. No me dejé llevar sin embargo de la
premura. Mi plan estaba ya dibujado. No hay
satisfacción en la venganza a menos que el culpable
encuentre modo de saber de quién es la mano que lo
fulmina y cuál la causa del castigo. Entraba en mis
propósitos que el hombre que me había agraviado
pudiera comprender que sobre él se proyectaba la
sombra de su antiguo pecado. Por ventura, el día antes,
mientras visitaban unos inmuebles en Brixton Road, un
sujeto había extraviado la llave de uno de ellos en mi
coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde,
no antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un
molde, y obtenido una réplica, de la original. De este
modo ganaba acceso a un punto al menos de la ciudad
donde podía tener la seguridad de obrar sin ser
interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa
era la difícil cuestión que ahora se me presentaba.
»Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o
dos bares, y demorándose en el último casi media hora.
Salió del último dibujando eses, bien empapado ya en
alcohol. Hizo una seña al simón que había justo en
frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi
caballo rozaba casi con el codo del conductor.
Cruzamos el puente de Waterloo y después,
interminablemente, otras calles, hasta que para mi
sorpresa me vi en la explanada misma de donde
habíamos partido. Ignoraba la razón de ese retorno,
pero azucé a mi caballo y me detuve a unas cien yardas
de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió
camino. Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la
boca seca de tanto hablar.
»Le alcancé el vaso, que apuró al instante.
»-Así está mejor -dijo-. Bien, llevaba haciendo guardia
un cuarto de hora, aproximadamente, cuando de pronto
me llegó de la casa un ruido de gente enzarzada en una
pelea. Inmediatamente después se abrió con
brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno
de los cuales era Drebber y el otro un joven al que
nunca había visto antes. Este tipo tenía sujeto a Drebber
por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron al pie de
la escalera le dio un empujón y una patada después que
lo hizo trastabillar hasta el centro de la calle.
»-¡Canalla! -exclamó, enarbolando su bastón-. ¡Voy a
enseñarte yo a ofender a una chica honesta!
»Estaba tan excitado que sospecho que hubiera
molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies
en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces
mi coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a
su interior.
»-Al Holliday´s Private -dijo.
»Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí
que en ese instante último pudiera estallar mi
aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras
reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo sin
más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi
postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando
Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado
nuevamente de él el delirio de la bebida, y me ordenó
que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras
haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la
hora de cierre, y para entonces estaba tan borracho que
me supe dueño absoluto de la situación.
»No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a
sangre fría. No hubiese vulnerado con ello la más
estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo, el
sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no
negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando
supiera aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he
desempeñado en América se cuenta el de conserje y
barrendero en un laboratorio de York College. Un día el
profesor, hablando de venenos, mostró a los estudiantes
cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el
nombre de alcaloide, y que había extraído de una flecha
inficionada por los indios sudamericanos. Tan fuerte era
su efecto que un solo gramo bastaba a producir la
muerte instantánea. Eché el ojo a la botella donde
guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se
hubo ido, cogí un poco para mí. No se me da mal el
oficio de boticario; con el alcaloide fabriqué unas
píldoras pequeñas y solubles, que después coloqué en
otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico
aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que,
llegado el momento, esos caballeros extrajeran una de
las píldoras, dejándome a mí las restantes. El
procedimiento era no menos mortífero y, desde luego,
más sigiloso, que disparar con una pistola a través de un
pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi
precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar
destino.
»Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la
noche era de perros, huracanada y metida en agua. Con
lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia
interior, tan intensa que había de contenerme para no
gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado una
cosa, y por espacio de veinte años porfiado en
anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su
mano, comprenderá mi estado de ánimo. Encendí un
cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las
manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme
guiaba el coche pude ver al viejo Ferrier y a la dulce
Lucy mirándome desde la oscuridad y sonriéndome, con
la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes.
Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a
un lado del caballo, hasta la casa de Brixton Road.
»No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve
rumor, quitando el menudo de la lluvia. Al asomarme a la
ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un lío,
se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por
un brazo.
»-Hemos llegado -dije.
»-Está bien, cochero -repuso.
»Supongo que se imaginaba en el hotel cuya
dirección me había dado, porque descendió dócilmente
y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su
flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco
turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la
puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi
palabra de honor que durante todo el trayecto padre e
hija caminaron juntos delante de nosotros.
»-Está esto oscuro como boca de lobo -dijo, andando
a tientas.
»-Pronto tendremos luz -repuse, al tiempo que
encendía una cerilla y la aplicaba a una vela que había
traído conmigo-. Ahora, Enoch Drebber -añadí
levantando la candela hasta mi rostro-, intente averiguar
quién soy yo.
»Me contempló un instante con sus ojos turbios de
borracho, en los que una súbita expresión de horror,
acompañada de una contracción de toda la cara, me dio
a entender que en mi hombre se había obrado una
revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con
diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba su
frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte
carcajada. Siempre había sabido que la venganza sería
dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me
parecía.
»-¡Miserable! -dije-. He estado siguiendo tu pista
desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, sin
conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a
término, porque ésta será, para ti o para mí, la última
noche.
»Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude
adivinar, por la expresión de su cara, que me creía loco.
De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las
sienes como a redobles de tambor, y creo que habría
sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando
de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
»-¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? -grité,
cerrando la puerta con llave y agitando ésta ante sus
ojos-. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne
sobre ti.
»Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por
su vida, de no saberlo inútil.
»-¿Va a asesinarme? -balbució.
»-¿Asesinarte? -repuse-. ¿Se asesina acaso a un
perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa cuando
separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto
para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
»-No fui yo autor de esa muerte -gritó.
»-Pero sí partiste por medio un corazón inocente -dije,
mostrándole la caja de las pastillas-. Que el Señor emita
su fallo. Toma una y trágala. En una habita la muerte, en
otra la salvación. Para mí será la que tú dejes. Veremos
si existe justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
»Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo
desenvainé mi cuchillo y lo allegué a su garganta hasta
que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra
píldora, y durante un minuto o más estuvimos
mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía
la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su
rostro cuando, tras las primeras convulsiones, supo que
el veneno obraba ya en su organismo? Reí al verlo,
mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de
compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el
alcaloide actúa con rapidez. Un espasmo de dolor
contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos tumbos, y
entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente
sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano
sobre su corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba
muerto!
»La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin
que yo lo advirtiera. No sé decirles qué me indujo a
dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la malicia de
poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me
sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé que en
Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán
con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me
hicieron presentes las especulaciones de la prensa
atribuyendo el hecho a las sociedades secretas. Supuse
que en Londres no suscitaría el caso menos confusión
que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre,
grabé oportunamente el nombre sobre uno de los
muros. Volví después a mi coche y comprobé que
seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba
hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el
bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en
falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies,
pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando
que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo
de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una
calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro
me parecía pequeño, comparado al de perder el anillo.
Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que
justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar
sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.
»De la manera dicha encontró Enoch Drebber la
muerte.
»Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y
saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se
alojaba en el Halliday's Private, estuve al acecho todo el
día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en
sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era
astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido.
No sé si creyó que encerrándose en el hotel me
mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto
averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la
mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que
había arrumbadas en una callejuela tras el hotel,
penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y
le dije que había llegado la hora de responder por la
muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo
acontecido con Drebber, poniéndole después en el
trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar
esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía,
saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia
defensa, le atravesé el corazón de una cuchillada. De
todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera
sufrido la providencia que su mano culpable eligiese otra
píldora que la venenosa.
»Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me
acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un
día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante
para volver a América. Estaba en las caballerizas
cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal
Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de
Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el
resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente me
plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es
la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo
estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia,
en no menor medida que ustedes mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal
solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante
mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos
detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto
se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la
historia. Cuando ésta hubo terminado se produjeron
unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de
Lestrade al rasgar el papel en que iban quedando
consignados los últimos detalles de su informe escrito.
-Sobre un solo punto desearía que se extendiese
usted un poco más -dijo al fin Sherlock Holmes-. ¿Qué
cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en
la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
-Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer
a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía ser una
trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que
buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que
no lo hizo mal.
-¡Desde luego!-repuso Holmes con vehemencia.
-Y ahora, caballeros -observó gravemente el
inspector-, ha llegado el momento de cumplir lo que la
ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los
magistrados, siendo además necesaria la presencia de
ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya
llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi
amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo
después un coche en dirección a Baker Street.
7. Conclusión
Teníamos orden de comparecer frente a los
magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya
inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho
cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un
tribunal donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta
justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su
aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el
cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había
impresa una sonrisa de placidez, como la de quien,
volviendo la cabeza atrás, contempla en el último
instante una vida útil o un trabajo bien hecho.
-Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los
cabellos -observó Holmes cuando a la tarde siguiente
discutíamos sobre el asunto.
-Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora
publicidad?
-No veo que interviniesen grandemente en su captura
-repuso.
-Poco importa que una cosa se haga -replicó mi
compañero con amargura-. La cuestión está en hacer
creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo
uno por lo otro -añadió poco después, ya de mejor
humor-. No me habría perdido la investigación por nada
del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste.
Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente
instructivos.
-¡Simple! -exclamé.
-Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de
distinto modo -dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi
sorpresa-. La prueba de su intrínseca simpleza está en
que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones en
verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en
menos de tres días.
-Cierto -dije.
-Ya le he explicado otras veces que en esta clase de
casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo,
una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la
inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla,
y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos
recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se
echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada
cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento
sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento
analítico.
-Confieso -afirmé- que no consigo comprenderle del
todo.
-No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo
más a las claras. Casi todo el mundo, ante una sucesión
de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos...
Los distintos acontecimientos son percibidos por la
inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un
resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas gentes
saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los
pasos cuya sucesión condujo al punto final. A semejante
virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o
analíticamente.
-Comprendo.
-Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos
da el resultado, restando todo lo otro por adivinar.
Permítame mostrarle las distintas fases de mi
razonamiento. Empecemos por el principio... Como
usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie,
despejada la mente de todo supuesto o impresión
precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar
la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las
marcas de un coche, al que por consideraciones
puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que
era en efecto un coche de alquiler y no particular,
quedaba confirmado por la angostura de las rodadas.
Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas
ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.
Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín
siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser
especialmente propicio para el examen de huellas. Sin
duda no vio usted sino una simple franja de barro
pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca
transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de
las ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni
recibe tan mínima atención como ésta de seguir un
rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta,
y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para
mí esta sabiduría en segunda naturaleza. Reparé en las
pesadas huellas del policía, pero también en las dejadas
por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín.
Que eran las segundas más tempranas, quedaba
palmariamente confirmado por el hecho de que a veces
desaparecían casi del todo bajo las marcas de las
primeras. Así arribé a mi segunda conclusión,
consistente en que subía a dos el número de los
visitantes nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la
distancia entre pisada y pisada, era de altura más que
notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de ver
por las menudas y elegantes improntas que sus botas
habían producido.
Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última
inferencia. El hombre de las lindas botas yacía delante
de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en
caso de que éste hubiera tenido lugar. No se veía herida
alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada
expresión de su rostro declaraba transparentemente que
no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen
víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa
natural y súbita, jamás muestran esa apariencia
desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del
difunto, detecté un ligero olor acre, y deduje que aquel
hombre había muerto por la obligada ingestión de
veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no
habría quedado impreso en su cara tal gesto de odio y
miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues,
abocado a la única hipótesis que autorizaban los
hechos. No crea usted que era aquélla en exceso
peregrina. La administración de un veneno por la fuerza
figura no infrecuentemente en los anales del crimen. Los
casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier en
Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de
cualquier toxicólogo.
A continuación se suscitaba la gran pregunta del
porqué. La rapiña quedaba excluida, ya que no se
echaba ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de
por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la
cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio
me incliné por lo segundo. Los asesinos políticos se dan
grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la
muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida con
flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo
largo y ancho de la habitación declaraban una estancia
dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio
personal, no político, acertaba a explicar tan sistemático
acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción
en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se
trataba, evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo
del anillo zanjó la cuestión. Era claro que el asesino lo
había usado para atraer a su víctima el recuerdo de una
mujer muerta o ausente. Justo entonces pregunté a
Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se
inquiría también por cuanto hubiera de peculiar en el
pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará
usted, negativa.
Después procedí a un examen detenido de la
habitación, en el curso del cual di por buena mi primera
estimación de la altura del asesino, y obtuve los datos
referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura de
sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada
la ausencia de señales de lucha, la sangre que
salpicaba el suelo no podía proceder sino de las narices
del asesino, presa seguramente de una gran excitación.
Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de
sus pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que
posea gran vigor, pueda fundir, impulsado de la sola
emoción, semejante cantidad de sangre, así que
aventuré la opinión de que era el criminal un tipo robusto
y de faz congestionada. Los hechos han demostrado
que iba por buen camino.
Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había
dejado de hacer. Envié un telegrama al jefe de policía de
Cleveland, donde me limitaba a requerir cuantos detalles
se relacionasen con el matrimonio de Enoch Drebber. La
respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber
había solicitado ya la protección de la ley contra un viejo
rival amoroso, un tal Jefferson Hope, y que este Hope se
encontraba a la sazón en Europa. Supe entonces que
tenía la clave del misterio en mi mano y que no restaba
sino atrapar al asesino.
Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en
la casa con Drebber y el conductor del carruaje eran uno
y el mismo individuo. Se apreciaban en la carretera
huellas que sólo un caballo sin gobierno puede producir.
¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del
edificio? Además, vulneraba toda lógica el que un
hombre cometiera deliberadamente un crimen ante los
ojos, digamos, de una tercera persona, un testigo que
no tenía por qué guardar silencio. Por último, para un
hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres,
el oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado.
Todas
estas
consideraciones
me
condujeron
irresistiblemente a la conclusión de que Jefferson Hope
debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.
Si tal había sido, era razonable además que lo
siguiera siendo. Desde su punto de vista, cualquier
cambio súbito sólo podía atraer hacia su persona una
atención inoportuna. Probablemente, durante cierto
tiempo al menos, persistiría en su oficio de cochero.
Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre
supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un país donde
era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de
detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las
casas de coches de alquiler hasta que dieran con el
hombre al que buscaba. Qué bien cumplieron el encargo
y qué prisa me di a sacar partido de ello, son cosas que
aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de
Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas
en ningún caso hubiésemos podido impedirlo. Gracias a
él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia
había previamente conjeturado. Vea cómo se ordena
toda la peripecia según una cadena de secuencias
lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de
quiebra.
-¡Magnífico! -exclamé-. Sus méritos debieran ser
públicamente reconocidos. Sería bueno que sacase a la
luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré
yo.
-Haga, doctor, lo que le venga en gana -repuso-. Y
ahora, ¡eche una mirada a esto! -agregó entregándome
un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba
mi atención aludía al caso de autos.
«El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso
con la súbita muerte de un tal Hope, autor presunto del
asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph
Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para
alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se
nos asegura de fuente fiable que el crimen fue efecto de
un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el
mormonismo ni el amor. Parece que las dos víctimas
habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último
Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido,
de Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos,
para demostrar espectacularmente la eficacia de
nuestras fuerzas policiales y para instruir a los
extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus
diferencias en su lugar de origen y no en territorio
británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta
acción policial corresponde por entero a los señores
Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de
Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece,
en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective
aficionado que ha dado ya ciertas pruebas de talento en
este menester, talento que acaso se vea estimulado por
el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar
que, en prueba del debido reconocimiento a sus
servicios, se celebre un homenaje en honor de los dos
oficiales.»
-¿No se lo dije desde el comienzo? -exclamó Sherlock
Holmes, con una carcajada-. He aquí lo que hemos
conseguido con nuestro Estudio en Escarlata: ¡Procurar
a esos dos botarates un homenaje!
-Pierda cuidado -repuse-. He registrado todos los
hechos en mi diario, y el público tendrá constancia de
ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la
constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:
Populus me sibilat, at mihi plaudo.
Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.2
2 El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa al contemplar los
cuartos que tengo en el arca.