Después de tantos meses sin publicar
nada, debo admitir que, aunque anduve con muchos contratiempos y, actualmente,
con varias ocupaciones, que me están quitando todo el tiempo, lo cierto es que
estuve bastante perezoso en dedicarle tiempo a mi baldío blog. He escrito en
otras partes extensas reflexiones, como aportes a particulares o bien públicos
o algo intermedio en tales o cuales grupos de debate. Como sea, la publicación
el mes pasado del libro Globalismo de Agustín Laje me fuerza a salir de
mi letargo.
No, no haré otra vez ni una crítica
constructiva como hice con El libro negro de la nueva izquierda, con un
texto (ver “Das sexuelle Kapital”) que de hecho llevó a que nos volviéramos
amigos, y que trabajáramos en repensar completamente su siguiente libro, lo
cual llevó unos tres años y medio de brainstorming en los cuales se
pateó para adelante la finalización de un texto que, además y como efecto de lo
anterior, se le triplicó en tamaño (¡mea culpa!), pero también probablemente
haya servido para que fuera adoptado por una gran editorial (¡mea culpa!).
Tampoco será este posteo una suerte de
epílogo reseña como el que hice para dicho siguiente libro, La batalla
cultural, que aproveché para reflexionar sobre temas conexos, plantear una
propuesta alternativa a su estrategia “laclauciana de derecha” (resumida en su
último capítulo) y dispersarme bastante en cuestiones que me parecían
relevantes (ver “El rompecabezas de la nueva derecha”).
En este caso, ni siquiera habrá “friendly
fire” con balas de salva. La verdad es que no tengo muchas observaciones
críticas sobre el libro. Al menos no respecto a la tesis en sí, con la que en
líneas generales estoy totalmente de acuerdo. Como mucho se puede objetar que
no haya hecho un contraste entre su texto y otros trabajos académicos con tesis
diferentes e ideas y conceptualizaciones más o menos distintas cuando se habla
de globalismo, o bien de este particular globalismo que hoy impera. Pero la
verdad es que mucho no sé si puedo opinar al respecto, puesto que he leído pocos
de estos textos, y resulta que los que leí me parecieron que, aunque tenían ciertos
visos de profundidad teórica, abundaban en omisiones increíbles, por no decir
aviesas, y varios recaían en paralogismos gravísimos, por no decir falacias; o
sea: simplificaciones disfrazadas de jerga académica y observaciones tramposas
creadas a base de cherry picking.
El libro de Laje, en cambio, no pretende
hacer una “teoría general de la globalización” como otros, aunque igualmente
tenga un fondo interpretativo claro, sino que, desde premisas más o menos
compartidas con la academia, se dedica a hacer tres cosas: primero, una suerte
de biografía de las precondiciones históricas, el despotismo y el totalitarismo,
que preludian, no tanto en sí la naturaleza del globalismo, sino la naturaleza
de este tipo de globalismo; segundo, una biografía del globalismo, tanto en su
aspecto sociopolítico como en el filosófico, hasta llegar a su concreción y
forma actual y, tercero, un desglose hiperdetallado -hoy más que pertinente- del
particular globalismo que impera y nos domina, sin empezar a -ni intentar
llegar a- una explicación global del cómo y el porqué éste ha emergido y conquistado
el orbe.
La explicación general, donde la hay,
es más bien sincrónica; en su carácter diacrónico hay una descripción donde se
contemplan condiciones que sí son propias de la teoría social, pero que fueron
condiciones necesarias, no suficientes para explicar, ni el globalismo en
general, ni este globalismo en particular y sus proyectos sociales, que son, a
la vez, despóticos y totalitarios en diferentes aspectos, así como los fueron
en diferentes medidas en diferentes fases de su desarrollo (si esto fue por
necesidad de su lógica interna o por factores contingentes, es un problema de
teoría social cuya resolución definitiva creo desborda las capacidades de
cualquier académico). Por lo cual es esperable que el autor trate por separado
dos aspectos esenciales del problema: la relación entre las autoridades
globales y los Estados, por un lado, y dichas autoridades y los habitantes de todas
las naciones del mundo (vía el poder de Estados proxy y los factores de poder
que los apuntalan), por el otro.
De hecho, la particular forma
pedagógica de Laje de explicar las condiciones necesarias históricas del
globalismo puede prestar a confusión si es leída con apresuramiento: no se
trata de que el globalismo se una suerte de tercera fase de un organismo en desarrollo,
luego del despotismo y el totalitarismo, sino más bien un fenómeno que, más
allá de su explicación causal, requiere de aquellos fenómenos tanto para
existir como para poder ser explicados (incluso el totalitarismo no es, en su texto,
una segunda fase posterior al despotismo, ya que el totalitarismo resulta en sí
mismo como un subtipo de despotismo, en particular del revolucionario, y, a la
vez, se nos presenta como mucho más que eso).
Si se quiere pensar este último libro
de Laje, deberíamos pensar el despotismo, el totalitarismo y el globalismo como
tres cuestiones que se vinculan en diversas formas sobre diversos aspectos (sociales,
políticos, económicos, culturales, etc.), como universos totalmente distintos
entre sí, aunque, a la vez, profundamente interrelacionados y, por ende, que
requieren que las esferas de análisis deban distinguirse y manejarse en forma
diferente en cada caso. Vale mencionar también que los únicos capítulos que se
acercan a hacer, relativamente, una teoría del despotismo, del totalitarismo y
del globalismo, son, respectivamente, el uno, el dos y el tres (con el cuarto
como una suerte de complemento al tercero en este punto). Y digo “relativamente”,
porque propiamente no pretende hacer con estos ni una nueva teoría del
despotismo ni del totalitarismo, ni tampoco del globalismo. En cuanto al
globalismo sí hay un tanteo claro, y un alineamiento teórico de Agustín con
cierta interpretación particular (y en parte suya) del fenómeno globalista, tanto
en términos geopolíticos como sociológicos.
Pero, como fuera, no es lo anterior el
fin del libro, y sobra aclarar que, en cuanto al despotismo y al totalitarismo,
lo que Agustín hace es tomar todas las interpretaciones teóricas de ambos
tópicos, y destilar lo que casi todas estas tienen en común, filtrando aquello
en lo que está de acuerdo. Considero esto último no sólo una correcta forma de
reflexionar sobre el despotismo y el totalitarismo (y quizás hasta la vía ideal
para agregarle observaciones originales como hizo en su libro), sino que,
además, creo que lo ha hecho adecuadamente en lo sustantivo (por ejemplo,
respecto al totalitarismo, las fuentes han sido Friedrich, Arendt, Schapiro,
Aron, Morin, Kirkpatrick, Sartori, Linz, en fin: aunque se extrañen algunos
nombres como Hermet o Badie, no es difícil acertar a la diana con semejantes
referencias). Lo ha hecho sin necesidad de justificarse frente a posiciones
rivales que, en realidad, lo son muy poco: mayormente el despotismo y el
totalitarismo son definidos por igual por casi todos los intérpretes de la
cuestión, de izquierda a derecha, de arriba a abajo y de todos los otros imaginables
polos del espectro político, aunque en algunos casos haya autores que, bueno,
hagan la vista gorda o traten con mano de seda el carácter despótico y/o
totalitario de tales o cuales regímenes, o hagan interpretaciones bastante
torcidas de sus causas (me vienen a la mente los devaneos sofísticos de Theodor
Adorno o las observaciones demasiado a vuelo de pájaro de Erich Fromm, por
decir mencionar sólo dos autores entre otros importantes que, aunque hayan
tenido méritos en cuestiones de sociología o psicología, han resultado casi pésimos
en ciencias políticas y ciencias económicas, por lo cual sus análisis de, por
ejemplo, el totalitarismo, resultan en extrapolaciones a veces hasta absurdas).
Dicho esto, es digno mencionar que Laje
también ha logrado, con bastante originalidad, hacer una algo solapada
aproximación de teoría de la historia a la relación entre estos fenómenos que él
considera unidos causalmente de una particular manera: la degradación de la
especificidad del fenómeno previo crea los grupos de interés que impulsan hacia
adelante el desarrollo emergente del inmediatamente siguiente: del despotismo absolutista
todavía limitado al despotismo ilustrado tendiente a ser ilimitado, luego del
fracasado despotismo ilustrado al despotismo ilustrado revolucionario de los ingenieros
sociales “anti-despóticos”, luego del fracasado despotismo revolucionario
republicano al despotismo ideológico revolucionario totalitario previamente
planificado para lograr experimentos sociales en nombre la necesidad histórica,
y finalmente del fracasado despotismo totalitario al paroxismo del despotismo:
el globalismo de la ingeniería social filantrópica como un fin en sí mismo que
representan al “humanismo secular” como ideología progresista. La descripción
de Babeuf del fenómeno jacobino como un fracaso inevitable de su propio ideario
y, luego, la demostración por Laje de la vuelta paradójica del ideal rechazado
en una versión “saneada” dentro del propio movimiento bavubista, dan fuerza a
esta interpretación, además de que traen a la memoria del lector una cuestión
que la historiografía políticamente correcta, desde hace ya mucho tiempo, viene
literalmente ocultando bajo la alfombra de la hegemonía comunicacional (haciéndole
el juego a una izquierda que, a pesar de Marx, necesita embanderarse con la vaca
sagrada ¡burguesa y popular! de la “Revolución Francesa” y falsificar el
imperio e influencia nefasta que engendró en Europa, con todavía mayor desesperación
que lo que lo ha intentado explicar mediante ovejas negras la nula concreción de
la “Revolución Rusa” y sus satélites, la cual es, junto con la Primera Guerra
Mundial, la verdadera hija de aquella además de la nieta de un iluminismo ya
descompuesto).
Ahora bien, y volviendo entonces a
esta aclaración, yo estoy mayormente de acuerdo con la forma de Agustín de aproximarse
a la cuestión del globalismo. Quizás yo habría hecho un intento de explicación teórica
sistemática del tema pero, otra vez: habría sido un intento de un intento,
porque lo cierto es que no tengo una clara interpretación o paradigma teórico
al cual ceñirme en este, un tema en el que recién he empezado a profundizar.
Pero bueno, como se verá, más que estas
observaciones que son casi una reseña de la mecánica del libro, no tengo ahora
mucho para hacer. Quizás en un futuro se me ocurra entrar en detalle de alguna
que otra cuestión que mencioné, en alguna crítica, o bien observaciones a la forma
de encarar los temas concretos tratados, que agregue complejidad al asunto o
bien no omitan otras cuestiones. Pero más allá de eso, no veo hasta ahora en la
tesis de Globalismo ninguna falsedad ni interpretación errónea
importante que se pueda derivar de críticas como las que ahora, así al paso, se
me han ocurrido. Y esto implica muchísimo, porque ya sola la información que se
compila metódicamente en este libro, es realmente de una evidencia demoledora y,
no hay que dejar de repetirlo, espeluznante.
Dicho todo todo esto ¿de qué va el
posteo? Pues bien, yo trabajé en forma constante desde el inicio del desarrollo
de este libro asesorándolo, proveyendo consejos, bibliografía y haciendo
revisiones críticas, de omisiones, de tal o cual error del tipo que fuera (ni
de lejos tanto como con La batalla cultural, aunque un poco más que con Generación
idiota). Como suele ocurrir, muchas contribuciones en ideas y reflexiones,
por suerte la mayoría, han entrado al libro, pero también otras varias han
quedado afuera.
El punto es que me parece valioso
compartirlas.
Para empezar, primero hay que
distinguir entre aquellas ideas generales o particulares, que fueron charladas,
por audio o por texto, y que influyeron en la redacción final. De estas hay
nociones generales que no tendría sentido mencionar acá, porque en gran medida
ya aparecen en previos artículos y ensayos de este mismo blog (sea que él
coincida o no con las mismas, da igual, porque no las publico ni siquiera como
parte de crítica alguna), o bien han influido en su forma de aproximarse a la
cuestión y por ende han quedado dentro ya del libro y basta con leerlo (por dar
un ejemplo, aspectos clave de la forma de encarar la temática de la ciencia
ficción distópica mencionada en el libro).
Luego, y aquí voy al punto, están las
reflexiones personales que él me pedía le compartiera ya redactadas (escritas
como observaciones al texto que me iba mostrando mientras lo desarrollaba) para
ver si le servían o lo motivaban para replantearse tal o cual tema, en cuyo
caso las aceptaba o las debatía conmigo en aquello en que disintiera o
directamente no estuviera de acuerdo. Por lo general hemos estado bastante de acuerdo,
pero muchas veces no lo estaba respecto a incluirlas en el libro, ora porque
extendían demasiado el texto, ora porque dispersaban mucho el sentido del libro,
ora porque implicaban introducir múltiples planos de análisis (planos que son
más propios de un trabajo de investigación con carácter de ensayo, que iban a
complicarle demasiado la vida al lector promedio y se podían dejar para
trabajos futuros).
Cuestión que estas últimas reflexiones
se las compartía y, en una porción considerable de los casos, creo que
terminaban influyendo en mayor o menor medida en su trabajo, y en tal caso se
iban transformando y quedando asimiladas al texto final. Todo esto ocurría
luego de devoluciones suyas de mis análisis, que luego volvían a mí
transformadas, a las cuales yo a su vez analizaba con mi juicio particular, y
se las devolvía con mis propias devoluciones, en un ejercicio de mayéutica sin
ego inflado alguno (debo aclarar que esto es algo que realmente admiro en
cualquier persona con estudios, y ni hablemos en el autor de cualquier libro; uno
que, encima, en este caso no es sólo un autor conocido, sino que para la mayor
parte de su público se ha vuelto una celebridad ideológica; para bien y para
mal, eso es otro tema, pero su sentido crítico respecto a su propio trabajo permaneció
intacto en aquellos años).
En estos casos de intercambio
epistolar, aquello de mi propia cepa que se perdió en el feedback, claramente y
por obvias razones, no voy a compartirlo acá, porque estará entremezclado con
texto que, aunque no haya sido publicado luego y no tenga derechos de ningún
tipo, será finalmente de su autoría. Quizás, además, las tenga él guardadas
para futuras publicaciones. Además, ya ahora, de hecho, ni recuerdo cuáles eran
como para poder distinguirlas del resto del texto de su libro.
En cambio, algo distinto ocurre con
algunas contribuciones que yo le enviaba textuales para aportarle mi propia
opinión, y que casi sin alteraciones eran apreciadas por él. En tal caso, o
bien pasaban sólo el filtro de su redacción y quedaban dentro del libro, o bien
terminaban quedando afuera, sea por desacuerdo respecto de su pertinencia o de
su contenido. En general era lo primero, pero como fuera: eran reflexiones mías
que no había puesto antes en palabras, o quizás ni siquiera pensado hasta ese
momento, y que quedaron abandonadas, dispersas en los archivos de Word donde le
hacía mis revisiones.
Me parece, pues, valioso compartirlas
aquí debajo. Son fragmentos dispersos, dirigidos a analizar partes dispersas de
diferentes capítulos, por lo cual prácticamente no siguen un hilo conductor. A
veces se limitan a un párrafo o dos simplemente.
De vuelta, ninguna de estos tiene necesariamente
el ok de Laje y, además, aunque él compartiera lo dicho en esos fragmentos, las
redactadas no son palabras de él, y por ende no son ni mucho menos partes omitidas
del libro. De hecho, algunas incluso eran desarrollos de ideas que yo ya había
expresado mucho tiempo antes en mi blog, sin filtro alguno ni adaptación alguna
en sus formas y extensión para ser parte de un libro. Así que, nobleza obliga,
debo cerrar este necesario disclaimer: no estoy pasando texto de Agustín
ni tampoco algo que él me pidiera reservar para futuros trabajos, y viceversa
no estoy utilizando esto para mostrarlo como algo “aprobado” por él, porque en varios
casos probablemente no lo estaría, o bien, en los casos que recuerdo que sí
coincidía, no implica sin embargo que lo sea en la forma y en el sentido que yo
le doy al asunto, y eso no es un detalle menor.
Podría haberme guardado estos breves
análisis para expandirlos luego, pero realmente no se me ocurre cómo hacerlo
ahora, y además no tengo por ahora tiempo. Sin embargo, los considero, aportes
propios, muy pequeños, pero quizás valiosos, en parte a lo tratado en el libro
pero, mayormente, por sí mismos. Por eso pienso podrán ser de interés para
alguien más y, quién sabe, ser útil, en algún aspecto, al lector que ya tenga
en aprecio lo contenido en Globalismo. Además, y esto creo que es
importante, agregan a veces bibliografía que, por ende, no entró en el libro, y
que yo personalmente recomiendo mucho.
Aclaración extra, por si no hubo suficientes:
que nadie espere algo que vaya en dirección contraria al sentido e intención confrontacional
del libro de Laje al globalismo progresista, más allá de que yo lo comparta o
no. Como mucho, podría algún que otro párrafo insinuar un objetivo distinto a
alguna de las propuestas y modelos sociales, políticos y económicos utilizados
en oposición a la agenda 2030, pero tampoco es el caso. Acá no hay un agregado
en lo propositivo, si bien es cierto que ya he aclarado que mi posición política
es diferente a la del autor, en los medios y en parte en los fines últimos
(aunque ahora Laje ha virado de la articulación instrumental de ideologías a una
posición más bien fusionista).
Mi cosmovisión es mayormente
esencialista y, concretamente, es una suerte de sumatoria, a saber: entre un
ideal de máxima en tono con la cristiandad occidental precapitalista, y el
ideal de mínima en una versión, si se quiere más corporativista y más
distributista, del ideario socialcristiano frente a la modernidad que esbozaran
los tres socios fundadores del pensamiento que hizo posible el “milagro” del
capitalismo renano.
Whatever, esto no
tiene nada que ver con las ideas que aquí aporto. Éstas van más bien por cuestiones
históricas y descriptivas que, en general, no veo que agreguen nada conflictivo con el texto del libro, pero que, como ya dije un poco ad
nauseam, son propias, clarifican algunas cuestiones muy puntuales y, aunque no se insinúa que puedan ser aceptadas por su
autor, creo que como plus pueden contribuir a una mejor comprensión de algunos de los temas allí tratados.
Dicho esto, al fin, aquí van:
1)
El concepto iluminista del despotismo entendido
como dominio arbitrario de los pocos sobre los muchos, encuentra su motor en el
concepto deformado de los “privilegios”, que son reinterpretados por la
Ilustración como “derechos” truncos, sólo accesibles a unos pocos. Originariamente
los privilegios eran leyes privadas asignadas a todos, y son corolario de la inexistencia
de una igualdad uniforme ante la ley, esto es: un pluralismo legal que es intrínseco
a un sistema estamental basado en la concatenación de vínculos personales, como
con gran elocuencia describiera Tocqueville al contrastarla con la
racionalización del individualismo moderno. […]
El despotismo clásico ha sido subvertido con la idea de un “despotismo
ilustrado”, y cuando esto no resultó suficiente, fue desafiado por el despotismo
superior de los revolucionarios franceses.
2)
Si bien Sieyès cambia la idea de democracia
directa de Rousseau por la de democracia representativa, su idea mantiene –e
intenta resolver– la noción de que la “voluntad general” es algo más que la
mera voluntad mayoritaria, cosa que el propio Rousseau ya admitía cuando
afirmaba que el soberano popular podía errar por darse leyes como suma de
intereses particulares y no como “pueblo” (imprecisión metodológica aparte, hay
aquí la apología de una ciudadanía impersonal de la cual el propio Marx luego
se mofaría en su escrito Sobre la cuestión judía).
3)
En un acto de prestidigitación ideológica, se
desdobla al pueblo en habitantes concretos y organización abstracta, lo que es
una adulteración ideológica de la descripción de un problema clásico de la
sociología de la modernidad. Así, se confunde todo interés privado con un
interés inconsciente, en conflicto irresoluble con el propio interesado en
relación con los demás, a la par que todo interés público se disuelve en un
interés colectivo, fin en sí mismo y, por ende, convertido en la única causa
proveedora de todos los bienes humanos, privados y públicos. Una externa, pero
a la vez “verdadera”, voluntad de los miembros del pueblo, funciona como una
suerte de sedición psicológica: justifica un elitismo sin precedentes y es una
forma falseada de paternalismo que tiene necesariamente por enemiga a la
población real. Su expresión económica en Babeuf (que Marx consideraba el ideal de un “comunismo grosero”, igualitarista y autoritario) debe rastrearse hasta su
origen político en Rousseau.
4)
El dominio absoluto del totalitarismo exige
una apropiación del Estado por el partido, éste por la camarilla de sus
líderes, y eventualmente dicha camarilla por un único Líder. Bajo
el totalitarismo, la camarilla del líder absorbe y desnaturaliza al partido, el
partido absorbe y desnaturaliza al Estado, y el Estado absorbe y desnaturaliza
a la sociedad civil. Lo
primero a veces ocurre luego de lo segundo, así como a veces lo segundo ocurre
luego de lo tercero. En estos casos, respectivamente, si el partido no se
concibió como ligado a un liderazgo personalista (el bolchevique frente a Stalin),
o bien el Estado no se concibió como dependiente de un partido gobernante (el
Estado francés frente al Comité de Salvación Pública), la situación resultante es
un régimen totalitario inestable cuya homoestasis es la degradación de la
autoridad inferior por la autoridad superior que llegó a posteriori, y el final
traspaso del poder de dicha autoridad menor a la que le sigue inferior en la
cadena de mando.
5)
Dentro de una nación, el totalitarismo subsume
y transforma en militancia partidaria a toda la sociedad en general, haciendo
de ésta un reflejo del partido, así como la cultura se vuelve una extensión de
su ideología política. De
ahí que, también el partido totalitario no sea meramente un partido clásico “que
ejerce” una dirección totalitaria, sino que, para poder hacerlo, ya ab
initio se trata de un partido también desnaturalizado: el partido
totalitario, a diferencia de cualquier otro partido hegemónico, se debe
preparar de antemano para subordinar al Estado y no para ocupar sus cargos. De
la misma forma, no es un partido con una ideología que pretende el monopolio
del poder, sino que es en sí mismo un partido ideológico, en el cuál la
ideología también cambia de significado. La
“ideología” de los totalitarismos es más una identidad de legitimación interna
al partido, y exterior a la nación donde es impuesta. La ideología del
totalitarismo es instrumental e inseparable a este tipo de ejercicio del poder
y a la articulación de sus élites. Es su instrumento consciente a la vez que
una institución de la cual se depende, por cuanto a través de ella se dirimen los
conflictos y jerarquías del grupo gobernante.
6)
La naturaleza específica de la forma moderna
de desarrollar la técnica y la ciencia, la industria y organización política (sea
posible o no que pueda ocurrir en un nivel históricamente previo de desarrollo
tecnológico ¡si acaso siquiera éste es unilineal!), explica la explosión
demográfica del siglo XIX, pero también la concentración de la misma: el
aumento del peso específico de la población respecto a cada unidad
social. Cabe destacar diferencias cruciales: a nivel urbano las ciudades dejan
de ser propiamente tales para convertirse en metrópolis, mientras que las
aldeas y pueblos (villages) se disuelven en extensiones enormes e
interconectadas, con muchas granjas y poblados centrales (towns) dedicados
a una producción agraria progresivamente industrializada y para mercados cada
vez más distantes.
7)
[Texto siguiente del libro de Laje] Hasta aquí las precondiciones socioculturales del totalitarismo
moderno,
ambos fenómenos propios del siglo XX. Hemos entrevisto, sin embargo, parte de
lo que el totalitarismo tiende a hacer con las masas, y que las afecta en una
forma diferente a cuando éstas son abandonadas a la inercia de su propia
dinámica, como ocurrió en los países no totalitarios y que fue, en general, el
mayor objeto de los análisis culturales modernos. Salvo en los estudios sobre
el totalitarismo, esta cuestión no ha sido tratada, y aun en éstos no con la
suficiente profundidad. Aquí podemos redondear este punto con la cuestión del
adoctrinamiento compulsivo y la creación de una comunidad ficticia. Los
autoritarismos y las dictaduras modernas clásicas, tienden a “privatizar” una
vida pública que no logran controlar, mientras que los totalitarismos hacen lo
opuesto, forzando a todos a actuar en la vida pública, precisamente porque la
controlan. Pueden verse identidades y solidaridades entre individuos que llegan
a la ayuda mutua y la colaboración comunitaria, pero esta camaradería es
disciplinaria: es una falsa “comunidad” (Gemeinschaft) cuyos
vínculos personales siempre son mediados impersonalmente por la militancia y la
doctrina oficial. La vida privada termina siendo así perseguida, precisamente
porque allí pasa a residir el espacio comunitario donde se establecen
secretamente verdaderos lazos interpersonales con otras personas, y donde la
opinión libre, no preestablecida aparece, en contraposición a una supuesta
unanimidad voluntaria de las masas, como una “disidencia”, ilegalizada, que
todos tienen la obligación de denunciar en tanto se presume egoísta o criminal.
Los totalitarismos encuadran a las masas en la adherencia a un movimiento
político convertido en régimen, así como insertando a una gran parte de la
población dentro de la estructura del Partido-Estado. En tanto regímenes
ideológicos, éstos deben crear una militancia activa -pero intelectualmente
pasiva- respecto a su ideología, lo que implica la inserción de toda la
población de una nación bajo una doctrina única, en forma irreflexiva y
acrítica.
[Fin del texto del libro y comienzo de mí comentario] También,
más allá del aspecto ideológico y doctrinario que reviste la forma del
totalitarismo de institucionalizar la participación de las masas en la vida
política, hay de parte de éste una modificación sociológica del fenómeno mismo de
la masificación. Para entender esto habría que repasar qué implica socialmente
la masificación fuera del totalitarismo. Cualquier sociedad moderna fuerza al
individuo, si quiere subsistir, a vivir en un espacio altamente gregario. Para
hacer una analogía, podríamos tomar cualquier sociedad industrial de mercados y
burocracias, unificada por un Estado-nación, y compararla luego contra una suma
de comunidades pre-industriales, con economías cerradas o domésticas, unidas
bajo un mismo reino; así veremos casi la misma diferencia de especificidad que podremos
encontrar entre la forma de organización de los insectos sociales en
contraposición al bajo nivel de masificación de un grupo de manadas. Ahora bien,
incluso dentro de la sociedad de masas, las relaciones humanas son, para cada
individuo, símiles mutilados de la vida de aldea: familias (aunque nucleares),
grupos de amigos (dependientes de los espacios de educación o trabajo), y
eventualmente asociaciones civiles, iglesias, etc. (de relativo peso cultural y
político). La particularidad de la sociedad moderna es que en ella hay una
tendencia al reemplazo impersonal de los vínculos, por lo cual el tamaño de
estos grupos de pertenencia, más propios de la sociobiología humana, tiende a
reducirse, mientras que la escala y la organización de la sociedad de masas que
los individuos conforman, tiende a amplificarse. Dicho esto, se puede ver la
solución que el totalitarismo aplica al conflicto inherente entre, por un lado,
la vida de seres humanos con una naturaleza pre-moderna y, por el otro, su
acoplamiento a una sociedad moderna: su fórmula es sencillamente que los seres
humanos, a nivel personal, sean acondicionados para operar psicológicamente, ya
no como mamíferos levemente gregarios, sino como insectos eusociales, o sea:
como hormigas, termes o abejas en un sistema de castas. En palabras de Aldous
Huxley, tanto los bolchevismos como los fascismos, han sido intentos diferentes
de transformar la organización de una gran sociedad en un super-organismo
coordinado jerárquicamente. Como dicha vinculación común necesariamente deberá
ser masiva, de ahí resulta que su solidaridad impersonal sea el falso lazo
comunitario que los hombres deben establecer entre sí, siendo que por
naturaleza sus comunidades deberían ser personales, próximas. Así es que el
totalitarismo reemplaza al “prójimo” por el “camarada”. Ni siquiera se trata de
una camaradería que vincule personalmente a los involucrados: no se trata al
camarada como un prójimo y se pretende conocerlo, sino que a la inversa se
trata al prójimo como un camarada que no es luego importante conocer. Las
personas son representaciones de la causa, pero no partes irreemplazables de la
misma. Por eso no hay mayor soledad que bajo el totalitarismo: no sólo porque
nadie confía en nadie y todos están presionados por ser delatores del resto,
sino primero y principal porque nadie puede tener una relación por fuera del disciplinado
de las muchedumbres de los diferentes órganos de militancia. El problema
moderno de las móviles “muchedumbres solitarias” de las metrópolis, donde la
gente no está junta sino amontonada, se solapa con el de las “muchedumbres de
organización” por decirlo así: un clima de extraña vida civil castrense, de
militancia compulsiva, que hace todavía más difícil los cálidos nexos reales que espontáneamente pueden florecer
entre personas, puesto que no se trata de que tienda a disolverlos, sino que los
asedia directa y conscientemente.
8)
El Estado debe continuar económicamente con su
propio socialismo compulsivo. Como resulta previsible la misión bolchevique
pretendidamente temporal se convierte en una misión permanente, en tanto el
proletariado no puede elegir jamás la opción contrarrevolucionaria so pena de “dejar
de pertenecer a su clase”. La eventualidad de que dicha oposición se manifieste
implica ya un amotinamiento civil, porque requiere romper con el estado de obediencia
constante al régimen revolucionario. Hemos visto este dique romperse en Cuba y el
resultado fue un clima de euforia generalizada en el que la gente por ese mismo
acto se había liberado del “Estado obrero” aunque no haya habido revolución
alguna. Estos regímenes no pueden permitir que algo así suceda, puesto que están
edificados sobre esta subordinación. La dictadura de la causa revolucionaria
exige un eterno combate del partido sobre la población. Su
naturaleza opresiva está en que no existe propiamente una vida civil dentro del
teatro militarizado de la adhesión totalitaria, y lo que le queda de la misma medra
en los intersticios que deja libre la lenta mole de esa burocracia estatal que
el partido tiene que arrastrar como una necesidad invariable. El totalitarismo
es, por naturaleza, revolucionario, y cuando funda enteramente un orden
socioeconómico, como en el caso bolchevique, no puede dejar de combinar el
orden de un cuartel con el de una prisión: ni los carceleros pueden tolerar un motín,
ni los oficiales pueden tolerar la menor desobediencia ya que implica un motín.
Podemos recordar cómo el régimen castrista respondió ante esta situación reiteradas
veces: en 2021 sacó a la calle a las “Avispas Negras” para atacar directamente a
sangre y fuego el breve respiro de libertad de los cubanos. Cualquier obstáculo
a este orden social artificial basado en la violencia (o sea: el orden revolucionario),
deberá interpretarse como un elemento exógeno a esa “clase-pueblo” siempre
militante y siempre comunista. Estos elementos pueden ser, entre tantos otros:
un remanente de hábitos burgueses entre el proletariado, traidores individuales
a la clase, nuevos enemigos de clase imaginarios o nuevas desigualdades de
clase (pequeños burgueses agazapados, burócratas privilegiados siempre ajenos a
la misma naturaleza del partido-Estado, etc.), cuya remoción deberá recaer en el
mismo Estado revolucionario que resulta así en un Estado hipertrofiado cuya vitalidad
depende enteramente del Partido. Es
un cuadro denigrante y desesperanzador: la única resistencia pública que puede
eternizarse requiere, bien sea la huida al exterior, bien sea la renuncia del régimen
revolucionario a su existencia para institucionalizar un orden social ajeno a
sí mismo. Esto último es algo que el socialismo estatal no puede hacer, con lo
cual le quedan dos opciones al régimen cuando se esclerosa: o el abandono del
poder, como decidió hacer el Partido Comunista en Rusia, o bien mantenerse en
el poder pero quitando las trabas represivas que impiden el resurgir de una
vida burguesa (vigilada, claro está), como eligió la nueva camarilla del Partido
Comunista de China, en una suerte de NEP de larga duración a manos de un
régimen ya sin miedo.
9)
El objetivo del terrorismo, cuando se
encuentra fuera del poder, es la adherencia de sectores de la población frente
a la apariencia de un poder subversivo imposible de detener, así como al
rechazo a un castigo discrecional y generalizado, pero previsible, por parte de
las fuerzas del orden, que tienden así a ser desafiadas como un reflejo que, a
la vez, alivia la paranoia a una represalia incierta del movimiento terrorista.
10)
Ya Lenin, al cerrar ese opúsculo de propaganda
que es El Estado y la Revolución, había echado por la borda la esperanza
escatológica marxista de que los intereses individuales y colectivos fueran
convergentes y simétricos bajo la “fase superior del comunismo”, y en cambio
afirmaba, contradictoriamente, que el problema de los “excesos” (delitos) entre
habitantes, así como la persistencia inevitable de obreros “haraganes” (free-riders)
que no desearan cooperar con su economía centralmente organizada, tenderían a
resolverse por la violencia de los “trabajadores armados”: una suerte de tarea
policial (estatal) en manos de la población, o bien por la fuerza “del hábito”,
lo cual preludiaba la solución de la “moral socialista” y la artificial creación
utópica (cultural) de un “nuevo hombre” colectivista.
La dialéctica leninista encarna un proyecto deliberado, claramente
diagramado en el ¿Qué hacer? (como decía Claudio Uriarte, un “manual de totalitarismo”),
que implica el intento de alcanzar la total militarización social, y convertir
este ideal en una causa a la cual se debe adherir como realización última de la
humanidad, le convierte en la forma cabal del totalitarismo (bajo el
régimen de “comunismo de guerra”, esto era incluso superando la necesidad de la
propia subordinación ideológica para la organización social, cual si se estuviera
en un gran campo de concentración a escala nacional). El
bolchevismo ruso, como ideología (más allá de la finalización del “comunismo de guerra” el molde previo persistió) fue el retorno planificado al ideal del jacobinismo francés, en tanto
volvía a proyectar el monismo de la política estatal moderna hacia toda la
sociedad civil. En nombre de evitar la alienación privada de los intereses individuales,
se había vuelto a la alienación ciudadana de los intereses colectivos. La
sociedad civil pasaba a ser, ahora en forma completa, una sociedad comandada,
pero con un agregado: la sociedad política disfrazaría su rol permanente directivo,
prometiendo que sin coerción la sociedad se podría comandar a sí misma en forma
política: del todo a sus partes. La aporía era hacer real al ciudadano
abstracto siendo capaz de tener una dirección central y encarnar las funciones administrativas
del Estado. El ideal de Lenin de las personas aceptando sin resistirse vivir en
una orquesta controlada por un director que vive para mandarla. Y si los
músicos se resisten, vuelve la represión política, lo cual significa que el
Estado no muere jamás: los que mueren son los individuos.
11)
El “comunismo de guerra”, incluso aun sin
llegar a su prometida “fase superior”, se trataba de una forma integral del
“modo de producción comunista”, desde su inicio sin uso del dinero.
Se quiso llegar al comunismo tratando al trabajador como un soldado marchando
de la casa a la fábrica, y a la industria en general con el criterio de
organización de un ejército, siguiendo fielmente el modelo original esbozado
por Lenin y Trotsky. Toda la economía funcionando como una única fábrica, la producción
funcionando como un ejército, la guerra funcionando como una ideología. En
otro periódico Lenin insiste una y otra vez con esta cuestión: “Estamos muy
lejos aún de haber asegurado plenamente el sometimiento incondicional, durante
el trabajo, a las disposiciones de una sola persona, de los dirigentes
soviéticos, de los dictadores, elegidos o designados por las instituciones
soviéticas, dotados de plenos poderes dictatoriales (como lo exige, por
ejemplo, el decreto ferroviario)”.
12)
Sin embargo, la propuesta de Kant no se ha
quedado en su obra y ha sembrado descendencia. El filósofo contemporáneo Jürgen
Habermas retoma directamente la posición kantiana en 1995 en un ensayo titulado
“La idea kantiana de la paz perpetua”. Su actualización de la posición kantiana
propone un orden jurídico-institucional global para articular una política
mundial sin gobierno mundial, idea que desarrolló con base en Rawls también
en un ensayo posterior de 2004 titulado “El proyecto kantiano y el Occidente
escindido”. La posición post-kantiana de Habermas implica una posición
oscilante entre dos propuestas: un equilibrio geopolítico entre Estados y,
directamente, un Estado mundial. El autor, basándose en el consenso globalista
existente de que nos encontramos hoy cabalmente viviendo en una “era
post-westfaliana”, postula que el Estado-nación es una forma política e
institucional incapaz de lidiar con los nuevos desafíos históricos, incluido el
de la misma globalización. En su propuesta se incluyen tanto la posibilidad de
una agencia global como de múltiples agencias globales temáticas y sectoriales,
que preludian el modelo actual de la gobernanza global, utilizando de
justificación ideológica las inestabilidades de los mercados mundiales y del
“neoliberalismo”. Sin embargo, y paradójicamente, el propio Habermas alerta
contra la tendencia hacia la creación de un gobierno mundial, esto es: un
Leviatán sin rivales que pudiera, a su vez, convertirse en un organismo
totalitario en nombre de ser un “gigante benefactor” (sin embargo, termina
varias veces coqueteando con la idea de dicho gobierno planetario). Usualmente,
en su lugar, propone una nueva “asociación de naciones”, cuyo control sin
embargo, resulta de un equilibrio delicado y de una ausencia esperable de
“check and balances” y de una codependencia directa con las sociedades de
dichas naciones, quedándose como mucho en el fallido modelo de la Unión
Europea. En rigor, la propuesta habermasiana termina en justificar
ideológicamente la existencia de las Naciones Unidas y, en paralelo, la
transformación de ONGs internacionales y movimientos sociales trasnacionales
como grupos de presión sobre los Estados, sosteniéndose principalmente en la
vaguedad ideológica de la “universalidad de los derechos humanos” combinado con
un difuso liberalismo político.
Por el contrario, y como cierre al rol que la justificación
kantiana ha tenido para las diferentes formas propuestas de gobernanza global,
cabe mencionar la posición ideológica fatalista de politólogos como Alexander
Wendt que, partiendo también de una justificación kantiana con énfasis en las
posiciones hobbesianas, deduce que la historia política mundial tiende
necesaria e inevitablemente hacia el globalismo cabal, pasando por una serie de
estadios lógico-históricos en una forma casi hegeliana: (1) el sistema de
Estados, (2) la sociedad de Estados, (3) la sociedad mundial, (4) la seguridad
colectiva, y finalmente, (5) el Estado mundial.
La tesis kantiana sigue siendo, hasta el día de hoy, la premisa
pragmática, utilitarista y hobbesiana, que subyace a cualquier justificación de
las diferentes formas del globalismo ideológico.
Y
acá hago un breve excurso: puedo criticarle con ahínco y cierta severidad su
forma de “militarizar” y resumir en entrevistas y conferencias (o al menos en
la mayoría de estas) en forma demasiado simplificada y reiterativa sus ideas,
en claro contraste con lo que hace en sus libros. Entiendo lo hace en aras de
una divulgación confrontativa y polarizante, pero no puedo dejar de objetárselo
como perjudicial a la larga, así como otras cosas que también puedo observarle
que considero a mi juicio personal como negativas, pero, más allá de su encomiable y casi frenética coherencia política frente a varias adversidades, en algo Agustín ha
sido, al menos conmigo, muy noble, y lo fue en cuanto a los reconocimientos respecto
a mi rol en el primer libro con el que lo ayudé, lo cual ha dejado claro públicamente, no
sólo en los agradecimientos hechos en las primeras páginas, sino reiteras veces durante diversas entrevistas subidas online a lo largo de la que fue una sucesión de elogios. En una
de estas entrevistas llegó a afirmar que sus propias tesis respecto a la izquierda
cultural, claves en su bibliografía anterior,
habían cambiado tanto por influencia de mi primera crítica, que la reelaboración
de sus ideas al respecto fue parte constitutiva del desarrollo de La batalla
cultural. Esto me sorprendió bastante cuando lo escuché, porque sinceramente no
sabía que mi impacto en él había llegado hasta ese punto. Todo aquello obviamente
me alegró, aunque también debo decir que, al menos en su momento, me alegró a pesar mío, ya que,
entre mi tendencia casi morbosa a la autocrítica severa de todo lo que escribo,
y mi consecuente deseo de llevar un perfil bajo para no terminar en un debate plasmando
reflexiones apresuradas que luego considere incorrectas, me resultó difícil puesto que estoy, casi por defecto, más confiado en mi juicio acerca de lo equivocado que acerca de lo
correcto, especialmente en cuestiones propositivas que involucren a terceros y ni hablemos en temas de relevancia política. Pero
bueno, si hasta la mayoría de sus más severos críticos no hablan mal ni del
análisis ni de la calidad del libro con que lo ayudé, sino meramente de sus conclusiones, bueno... algo habré hecho bien por él. Es eso, o por error lo convertí
en zurdo, progre o un centrista demoliberal, cosa que dudo (ni siquiera puedo
decir que facho, porque los fascistas de verdad no lo apoyan y también respetan
este último libro).