
No hay que darle muchas vueltas. Después de una ensalada liviana y un buen pedazo de queso manchego semicurado (de espantos y de precios) he vuelto a esta pantalla porque seguramente es lo que más me gusta, escribir, y lo único con lo que no me siento obligado. Porque puedo poner una palabra detrás de la otra, hacer que encajen, más o menos, y justificar mi falta de literatura contando la literatura de los demás. Pero para eso sirven los diarios o estos magníficos artefactos que te permiten pensar, escribir y editar todo ello en pocos minutos, porque soy de los que piensan mientras escriben, no de los fatuos que dicen que lo hacen emocionados.
Hace un par de horas, antes de la ensalada, he pensado en escribir sobre Silvia Pinal, la Viridiana de Buñuel, que resulta que está pasando una mala época por culpa de una nieta díscola. Y he buscado la receta del buñueloni, el cóctel que don Luís perpetraba sustituyendo el Campari por Carpano y poca cosa más. Y entonces me he distraído en dos o tres páginas de Mon dernier soupir, esa biografía tan hermosa y tan triste a la que acudo alguna vez para recordar quién era el director del MoMA que le ponía al hielo del negroni pernod en vez de angostura o en qué numero de la rue Fontaine vivía André Breton, el 42, me parece. Tonterías así que, además, es imposible encontrarlas en Google. O a lo mejor sí.
Un poco más tarde, entre la ensalada y el queso, me he entretenido en averiguar qué comen los turistas americanos en Bayreuth porque estaba escuchando el tercer acto de La Walkyria que ha dirigido Christian Thielemann y que ha acabado no hace mucho. Brunilda y Wotan seguro que han tomado algo tibio (o lo están haciendo ahora mismo), pero los asistentes al festival tienen tiempo hasta las doce para cenar en el Lohmühle carpa fresca con ensalada o filetes de “zander”, que no sé lo que es, con salsa de almendras y patatas con perejil. Pero tampoco.
Se está enfriando el té, un buen, honrado y estricto té con limón y un poco de canela que dentro de un momento voy a rebautizar con dos cubitos de Fontvella y a lo mejor a bebérmelo de golpe, que es una mala costumbre. Ni un solo ruido civilizado en mi calle, y, lo acabo de ver desde el balcón, un novio despidiéndose de una ventana anónima, andando hacia atrás y echando besos al vacío, oscuro, y con los ojos brillantes. Despacito, haciendo un ruido acompasado con sus Nike, un chic-chic casi litúrgico. El amor, el verano y el silencio, lo mejor del mundo.
N.: La fotografía es de una parte muy austera y muy pretérita de mi familia en un veraneo, parece que luctuoso, en Santander. De luto riguroso, vamos. El amor no sé por donde andaba y el silencio, se les supone.