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Corazรณn de buey
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Los gĂŠrmenes tipolĂłgicos de los abuelos maduran en nosotros; los de nuestros padres, en nuestros hijos. Friedrich Nietzsche
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Os voy a contar cómo me hice novio de mi mujer. Yo fui quinto en el año 77, y me tocó hacer lo que le toca a todos los mozos, aún ahora que ya no entran en quintas. Hay que preparar las fiestas, rondar por las masías, preparar el abadejo y el vino con melocotón, o encargarse de los toros, que no es moco de pavo, y si no que se lo pregunten a Bernardo el del tío Ramón, que trajo un año un miura y casi le cuesta la salud. El caso es que los quintos tienen que hacer de todo, y entre todo lo que tienen que hacer hay una cosa muy importante que cuando eres quinto ya no puede esperar mucho más: echarse novia. A las fiestas venían chicas de otros pueblos, del Maestrazgo de Teruel y del de Castellón, chicas que veías en la discoteca Primi de Villafranca con sus peinados modernos y sus minifaldas y te parecían de otro planeta. Chicas del pueblo había pocas, y cada vez que una del pueblo festejaba con alguien de fuera, lo primero te alegrabas por ella, porque en estos pueblos es imprescindible formar una familia si no quieres andar como vaca sin cencerro, y lo segundo te escocía un poco que los de fuera vinieran a llevársela. Yo ya le había echado el ojo a Leonor, vecina de toda la vida, maja chica, y estaba esperando las fiestas para decidirme a hablar con ella más en serio. Hasta entonces nos habíamos cruzado por la calle como se cruzan los chiquillos, que se saludan sin hablar, como si fueran medio hermanos. Pero yo me iba a ir a la mili, a Ceuta que me destinaron, y en un año y pico que se tardaba entonces en volver, permisos aparte (que ya me contarás de qué servían si no tenías un clavel y estabas en la costa de África), en el pueblo las cosas iban a seguir pasando, y a esta chica le había salido un pretendiente en Villafranca que no andaba tan remiso ni tan con pies de plomo como yo. Ese en las fi-
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4 estas que organizábamos los quintos era el primero que la sacaba a bailar y ponía malo verlo, la desenvoltura con la que se manejaba. Era un valenciano, creo que del Portel, que eran muy chulos, todo sonrisas, con fama de galanes, y estaba trabajando en una peluquería de Villafranca, la de Juan Rufina, se conoce que eran parientes. Las muchachas entonces miraban por su futuro, y si había dos pretendientes y uno tenía trabajo fijo en Villafranca y el otro andaba con las vacas arriba y abajo en el pueblo, la mayoría se marchaban, y si primero se iban a Villafranca, luego se terminaban yendo a Castellón. En esos años, y como estaba España, para quedarse en el pueblo había que tener las cosas muy claras. De modo que yo me hice esas cuentas. Dije ahora en las fiestas se lo digo, le digo Leonor, yo me voy a ir a la mili pero me gustaría llevar una foto tuya en la cartera, así se lo diría, mientras bailásemos un pasodoble. Entonces todavía se bailaban pasodobles. Venía un conjunto también con altavoces, sobre todo los Vilfranks, que cantaban algunas canciones en inglés, pero los pasodobles no te los quitaba nadie, y era mejor, porque se podía hablar y bailar al mismo tiempo. Ahora, con la ruidera que meten las discomóviles de los cojones, no sé de qué van a hablar. Nuestra familia siempre ha vivido en la Era del Olmo, en una de las cuatro casas que aún hoy quedan en pie, digo las más viejas de piedra seca, no el bloque de ladrillos que hicieron los vecinos. En la Era del Olmo estaba el matadero y en verano, cuando venían los pastores de Tortosa camino de Fortanete, dormían allí al raso y guardaban las vacas en el corral del Ligajo, que está ahí al lado, y cuando llegaban las fiestas guardaban allí la vaca y ponían la orquesta en el cobertizo que hay debajo del matadero, o encima del camión de Miguel el Seco. Ya estaban entonces unas gradas, justo enfrente de mi casa, para que la gente se sentase a mirar. En mi casa las habitaciones estaban en el primer piso, el balcón del comedor se llenaba siempre de vecinos que venían a ver la vaca, desde allí se veía cuando estaba en el corral, cuando la soltaban y cuando le ponían las bolas de fuego. Así que yo tenía previsto, además de decirle eso a Leonor, invitarla a que viniera a ver la vaca al balcón de mi casa, con mi madre y mis hermanas, 4 de 61
5 que eran también amigas suyas. Yo de todas formas intentaba hacerlo todo sin que se enterasen ellas, porque si no ya la habríamos liado. Porque no es lo mismo decirle a tu hermana que le diga a su amiga que si tal que si cual, que vayas tú como un hombre y se lo digas sin que se lo espere, sin que nadie le haya dicho nunca nada. Si ya está preparada, si ya sabe lo que le vas a decir cuando la saques a bailar, nunca sabrás qué le parecía de verdad, porque lo normal, en aquella época, es que la muchacha hiciera de tripas corazón aunque el mozo no fuera el que ella hubiese querido. Yo sabía por mis hermanas lo del pretendiente de Villafranca, que a ellas les parecía incluso bien (las dos se acabaron marchando del pueblo), y que Leonor estaba dudando si sí o si no. Como se suele decir, o me adelantaba entonces o me olvidaba para siempre. Y a mí Leonor me gustaba. Quiero decir que, aparte de que supiese que era buena chica y de que la conociera de toda la vida, a ella y a sus padres y a sus hermanos, uno de ellos, Joaquín, también quinto en aquellas fiestas y destinado a Colmenar Viejo, ganadero como yo, y buen amigo, había algo especial en ella que me gustaba, como si además de conocerla desde pequeña ya hubiera vivido con ella y estuviera recordando cómo nos conocimos, un poco lo que hago ahora. Así que yo, sin decírselo a nadie, me preparé para arreglarlo todo antes de irme a la mili. Estar en la mili sin novia que te espere me parecía entonces muy difícil de llevar. Vas del pueblo, con gente que no conoces y que a veces ni los entiendes cuando te hablan. Es como irse muchos meses en un barco. Si no guardas una foto en la taquilla, mal asunto. Me acuerdo como si fuese ahora de que yo estaba mirándome en el espejo del cuarto, con una camisa nueva que me había comprado en Villafranca y la muda que me iba a llevar a la mili, y me había lavado la cabeza y me había echado ya unas gotas de colonia, dispuesto a bajar al baile y al primer pasodoble decirle lo del balcón o lo de la foto de la cartera, según lo nervioso que me pusiese. Estaba recién arreglado y en ese momento escucho la voz de mi hermana Rosario que subía por la escalera desde el almacén, ¡Facundo, Facundo!, ¡el abuelo!, ¡que se ha muerto el abuelo!
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6 Digo ya la hemos jodido. Sí, sí, ustedes perdonen pero el abuelo era muy viejo y le daba lo mismo morirse al día siguiente. Yo lo quería mucho pero él mismo si hubiera podido hablar habría dicho que aquello había sido una faena. Quién sabe si no lo hizo adrede, porque el abuelo, y los que lo habéis conocido lo sabéis, era muy bromista. Y tampoco se murió de repente. Ya llevaba unos días un poco pocho, no bajaba a mirar al guiñote ni nada. Ya no quería salir ni a la puerta de la calle a sentarse un rato a la fresca. Un buen día le dijo a mi madre que ya no quería levantarse de la cama, que así se moriría. Pero tampoco estábamos esperando su muerte, esa es la verdad. Estaba bien, con buen color, y venían los otros abuelos del pueblo a verle y les contaba sus historias de trashumante, y tengo que deciros que, al contrario que otros abuelos, nunca repetía ninguna. De él no se puede decir que solía contar algo. Lo contaba una vez y si no lo escuchabas ya no te lo volvía a repetir. Eso sí, se lo contaba una vez a cada uno. Quiero decir que si, por ejemplo, estábamos mi padre y yo con él en el cuarto, solo contaba historias que no supiésemos ni mi padre ni yo. Salíamos luego y yo le decía a mi padre, le decía ¿eso usté ya lo sabía?, y él meneaba la cabeza porque, si lo sabía, ya no se acordaba. No estábamos en un ay esperando que se muriera, así podía tirarse hasta los cien años, o enterrarnos a todos, como decía mi madre. Había sido un vividor y tenía una salud de hierro. El único médico que yo vi venir a visitarle fue el que certificó su defunción. Y había vivido tres o cuatro veces más que cualquiera de nosotros. Mi madre, que era su nuera, no lo quería mucho. Mi madre era muy recta y el abuelo había tenido fama de jugador y mujeriego. Los seis o siete meses que se iba con las vacas, unas veces a Asturias, otras a Andalucía, traía menos dinero del que tenía que traer. Mi abuela sabía por los otros vaqueros del pueblo cuánto dinero ganaban, y con mi abuelo las cuentas no le salían. Luego, aquí en el pueblo, se enganchaba a lo que saliese, o sea que la familia no pasó nunca necesidad. Pero los otros vaqueros ya tenían bastante con lo que ganaban y con dedicarse al huerto y a criar un par de 6 de 61
7 puercos y unas gallinas y unos conejos ya tenían bastante. Mi abuelo no. Mi abuelo trabajaba de lo lindo. Luego nadie tenía de qué quejarse, que mis dos hermanas se hicieron maestras porque el abuelo dejó dinero para sus estudios, y si los tres hubiésemos querido, para los tres habría habido. Pero claro, una cosa es que nunca olvide alimentar a la familia y otra muy distinta que no sepas dónde se gasta el dinero. Mi abuela sufrió mucho por eso, porque ella no creía que su marido la engañase. Siempre decía lo mismo, decía la culpa de todas esas habladurías la tengo yo, porque la primera vez que se fue a la trashumancia me dijo que me fuese con él y yo le dije que no. Y la segunda, y la tercera. Que si los chicos, que si mis padres… La pobre mujer se lamentaba pero las vecinas, como es natural, murmuraban y decían que el abuelo se gastaba los dineros en fulanas, cuando iba con la trashumancia por Bilbao y por ahí. Las vacas no pasan por Bilbao, pero en Bilbao sucedían muchas de las historias que contaba el abuelo, y se corrió la especie de que había tenido todos aquellos años una amante vasca. Y un día, igual que luego decidió no levantarse de la cama, decidió no gastar más dinero en lo que fuera, y de paso no dar ni golpe los meses que pasaba en el pueblo. De buenas a primeras venía con los jornales enteros, con más dinero inclusive que los otros vaqueros del pueblo, y mientras los otros pasaban por la puerta camino del huerto con sus cestas y sus azadas, mi abuelo se sentaba a verlos pasar y a darles conversación, y cada tarde se fumaba un puro, el único vicio que le duró hasta la vejez. Con esto quiero decir que habría podido morirse un día antes o un día después, o un mes o un año antes o dos meses o tres años después, porque pasarle no le pasaba nada. Yo para mí que se murió cuando le dio la gana. De modo que ya me podéis imaginar a mí, con mi raya al lado y mi frasco de colonia, a todo correr a avisar al médico y al cura, que el uno estaba en Cantavieja y el otro arreglando la ermita. Ya me ves a mí volando con el R-6 de mi padre por estas carreteruchas, con el peligro que llevaba eso porque aquí todos sabéis que en las fiestas se conciertan muchos matrimonios y se desperdician 7 de 61
8 muchas vidas. No hablemos de eso porque quien más quien menos tiene en su familia un caso parecido, y más en aquella época, con aquellas carreteras estrechas, descarnadas, y aquellos coches que culeaban en las curvas. Y, a todo esto, no iban a suspender el baile porque se hubiera muerto mi abuelo, cosa lógica por otra parte. Si cada vez que nos morimos uno tienen que suspender el baile, apaga y vámonos, porque aquí otra cosa no, pero viejos siempre ha habido muchos. O sea que lo entendimos, pero a mí, y a mis hermanas también, nos hicieron la pascua. El luto era entonces una cosa muy seria. Toda la familia cerrada en casa a cal y canto a recibir a los vecinos que venían a velar el cadáver y tomarse una copa de anís. Y nosotros en nuestro cuarto, mirando el baile por la ventana. Las viejas rezaban a ritmo de pasodoble, y como no podían decir lo que querían (lo de la amante vasca) se pasaron la noche quejándose de que no hubieran suspendido el baile. Y lo que dijo mi padre: a esas lo que les pasa es que tienen envidia porque a ellas ya se les ha pasado el arroz. A la gente le dio lo mismo lo que dijesen. Ahora lo lamento, ahora que ha pasado el tiempo, pero entonces lloraba de rabia. Los que sois de mi edad entendéis lo que digo. Las cosas entonces estaban cambiando pero había algunas que seguían igual de mal. En el baile de la tarde estaba ella, enfrente justo de la ventana de mi cuarto, sentada en una grada de cemento, con sus amigas, con Amalia la de Luis, con Merceditas la de la tía Engracia, en fin, las chicas de entonces. Y yo diciendo entre mí: ojalá cayera una tronada que salieran chispas del micrófono. Aún le dije a mi hermana Teodora, le dije digo bájate tú, que eres la pequeña, y te acercas y le dices a Leonor que aunque esté el abuelo de cuerpo presente, si quiere puede subir al balcón. Pero nada. Bajó adonde estaba todo el tumulto y mi padre le dijo: ¿pero tú dónde vas? Y la muchacha, que entonces no tenía ni catorce añicos, le dijo ahí al baile, a ver si quieren las amigas subir al balcón. Y si no le dio entonces mi padre un pescozón bueno fue porque estaba todo lleno de gente, que si no se entera. Nada. Todos bajo llave hasta que se terminasen las fiestas. 8 de 61
9 Y la cosa no hizo más que empeorar porque a mitad de baile veo que aparece el de Villafranca, todo chulo y repeinao, parece que lo estoy viendo, con el sombrero blanco y una camisa a rayas chillonas pegada al cuerpo y un pantalón blanco de campana, la melena por debajo de la oreja, un bigotazo hasta la barbilla y esas gaficas redondas con cristales de color azul que se llevaban entonces, y va y se pone a hablar con las muchachas. Y yo, que soy un poco cenizo, dije o me enfrento a mi padre o me quedo soltero, que a lo mejor alguno pensará pues no era para tanto, pero en esa época ya te digo yo que sí era para tanto, ya lo creo. Mi padre estaba muy dolido. Siempre tuvo hacia el abuelo un poco de rencor, como si el abuelo, tan grande en todo, lo hiciera de menos. Hacía nada que había discutido con él, y le dijo cosas de esas que en mitad del acaloro se dicen y luego a uno se le bajan los humos y tan amigos. Pero claro, si uno tiene un pleito con su padre y antes de arreglarlo el padre va y se muere, pues te quedas como te quedas. Y mi padre se quedó hecho polvo. Habían discutido por lo de siempre. En una familia siempre hay tres o cuatro episodios que cuando uno se enfada mucho acaban por salir, y mi padre se conoce que no sé qué le dijo el abuelo y mi padre le soltó que eso se lo dijera a la vasca. Y mira que hacía años de aquello de la vasca, pero ahí estamos, y mi padre, que muchos de vosotros lo conocéis, siempre ha sido trabajador y buena persona, que a honrado nadie le gana, pero es que el abuelo tenía un humor… Una vez, para Nochebuena, hará de esto unos seis u ocho años, al hombre solo se le ocurre que largarse a pasear al campo. Se hizo de noche, empezó a caer la helada, y el abuelo sin aparecer. Como siempre hacía lo que le daba la gana, igual estaba metido en casa de algún vecino contándole historias que no le hubiese contado, pero mi madre no podía freír las gambas hasta que no viniera. Mi padre se subía por las paredes. Y ahora a buscar al abuelo, decía, casa por casa. Mi madre dijo dice si estuviera en casa de alguien avisarían, porque ese, con tal de joder, es capaz de haberse perdido en el monte.
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10 Y mi padre, por no oírla rosigar, se puso el tabardo y se fue por el camino de la ermita, a ver si lo encontraba, y a mí me dijo que me fuese con él. Menuda romería. Eran las diez de la noche, un hielo que se jodía el basto, y mi padre y yo tocando a la puerta de la ermita a ver si el abuelo se había refugiado allí, y vuelta al pueblo, y, como no podía ser menos, el abuelo ya estaba sentado en la mesa, tan ricamente. Se había quedado charlando con un pastor, y cuando se hizo de noche prendieron una hoguera, y luego el pastor le prestó una manta y al abrigo de los animales volvieron andando hasta el pueblo. Y a ver qué le dices. Mi padre casi coge una pulmonía. Pero a lo que estamos: la cuestión es que al acabarse el baile de la tarde Leonor se fue con sus amigas, y el zángano ese de Villafranca también, con otro más que iba como él disfrazado de moderno, que lo conocía yo porque trabajaba en una fábrica de jerséis a la salida Morella. Y así se pasó la cena, encerrados en el cuarto, escuchando el rosario. Yo pensaba: a ver si, ahora que se ha muerto Franco, quitan la mili y me caso, pero ver al chulángano ese de Villafranca me quitó las esperanzas, y me las arrancó del todo por la noche, cuando los músicos de los Vilfranks empezaron a darle otra vez y aparecieron las amigas y el de la fábrica de Morella, pero no apareció ni Leonor ni el pollo de Villafranca. Recuerdo que estaban en las lentas, tocando el Gavilán o paloma, y digo ya está, aquí se ha terminado todo, ellos estarán dándose el lote y yo mirando como un bobo los farolillos. Estaban los Vilfranks cantando eso de pobre tonto, ingenuo charlatán, que fui paloma por querer ser gavilán, y oigo que llaman a la puerta. Era mi padre. Dice bájate abajo que me voy a echar un rato. Dentro de un par de horas me vienes a llamar y te acuestas. Y ahí me tienes a mí, en la cabecera del duelo, oliendo aún a colonia, recibiendo el pésame de todos los viejos del pueblo, porque todos los jóvenes estaban bailando menos yo, y menos Leonor y su pretendiente, claro. Hay que ver lo relativo que es el tiempo. Lo pronto que se pasa un partido de fútbol en la tele y lo lento que es estar dos horas velando a un muerto. Yo agaché la cabeza y la levantaba solo cuando venía alguien a darme el pésame. Solo veía zapatos, las alpargatas negras de las viejas y los 10 de 61
11 zapatones del cura, que estaban abollados por la parte de los juanetes, y los zapatos de charol del alcalde y las botas del teniente de la Guardia Civil. Todos me vinieron a dar el pésame. El único enemigo de mi abuelo me da la sensación que era su propio hijo. Todos venían a decirme lo mismo, que era muy buena persona y que contaba muchas historias. Las mujeres le daban dos besos a mi madre y le decían que ya habíamos descansado todos. Y el abuelo allí, con cara de estar echándose la siesta. Se oía la Conga de Jalisco y la Samba pa ti, temblaban los cristales de las ventanas y la llama de los cirios que le habían puesto a cada lado de la cama de mis padres. Una alumbraba una foto mía vestido de comunión. Era finales de junio, hacía calor. Habían cerrado todas las ventanas para que no se oyese mucho la banda de música y allí hacía un bochorno que no se podía estar. Yo me estaba mareando, se mezclaba el tufo de la sudadina con el de los alientos, el de los animales que traían los pastores y el de bolas de alcanfor que despedía la mortaja. Eso había sido idea de mi padre, ya digo que quería hacerlo todo bien porque estaba en pena, duele mucho no hacer las paces con tu padre por una cuestión de horas. Luego mi padre me lo dijo, me dijo dice esta misma noche pensaba ir con él a cenar a casa Amada, ya había reservado la mesa y todo. Y eso tengo que decir que es verdad porque tiempo después, hablando con Amada, yo se lo dije y me dijo pues sí, eso es verdad, tu padre reservó esa noche una mesa para toda la familia. Mi padre no hablaba por hablar y Amada tampoco. De modo que es comprensible el disgusto que llevaba el hombre. Nada comparado con el mío, desde luego, primero porque a mi padre se le ocurrió que había que vestirlo con el uniforme de mayoral, el que llevaba desde antiguamente el carro con los bueyes hasta la ermita del Cid, un cargo que tuvo mi abuelo desde que era mozo y que cuando ya no iba bien de los remos se lo traspasó a mi padre. Iban a amortajarlo con ese traje: unos pantalones de media caña, con unas medias gordas, llenas de borlas, una faja morada y un chaleco con dos filas de botones, una camisa blanca sin cuel-
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12 lo y un sombrero charro con el pañuelo por debajo, atado en la nuca. Parecía un disfraz de bandolero. Ese traje fue una invención de mi abuelo, no tiene nada que ver con el traje de jotero de toda la vida, el del cachirulo en la cabeza. El abuelo fue cogiendo partes que le iban gustando de los pueblos por donde pasaba con las vacas, así que era como un traje de charro de Salamanca con un chaleco de Sierra Morena y unos pantalones de gaitero. Mi abuelo siempre se ponía ese atuendo para San Luis, y el mismo traje, con algunos arreglos, fue el que se había puesto siempre mi padre. Hasta entonces, porque mi padre me dijo que le ayudase, que íbamos a amortajar al abuelo con él. Pero padre, le dije yo, pero si ya está amortajado. Las abuelas lo habían fajado con sábanas de hilo y encima le habían puesto un hábito de franciscano, pero mi padre todo lo que tenía de bueno lo tenía de tozudo. Nada, nada, se le dice a la gente que lo vamos a meter en el cajón, que se salga un momento, y se le pone el traje al abuelo. Pero padre, si estará más tieso que un palo, si habrá que quitarle las vendas, con el calor que hace… Nada, que lo descosa tu madre por los costados y luego los recosemos un poco. Yo no entendía nada. Pero mi padre necesitaba pruebas de lo que estaba haciendo. No quería saber nada más de aquel vestido de Curro Jiménez que tenía que ponerse quisiera o no todos los años y hacer el ridículo delante de todo el pueblo. Y no le bastaba con dejar de ponérselo o tirarlo a la basura, no. Porque a mi padre también le gustaban los símbolos. Conque ya me ves a mí a las cinco de la mañana, que ya no había orquesta ni había nada, despidiendo a la gente porque habían cerrado el bar y el velatorio era el único sitio donde daban de beber. Mi padre vio venir a un grupico de mozos un poco borrachos y en ese mismo momento le dijo a todo el mundo, a los mozos y a los viejos, que se marchasen que íbamos a meter al abuelo en la habitación de arriba y la íbamos a cerrar hasta que tuvieran hecho el cajón. Mi madre me dijo: no le lleves a tu padre la contraria que si no hace hoy una barbaridad hace otra. ¡Yo no me vuelvo a poner ese traje!, bramaba mi padre, ya con los invitados en sus casas. ¡Pero Facundo, pero 12 de 61
13 Facundo!, le decía mi madre, ¿y qué van a decir mañana en el pueblo?, ¿qué mejor tributo, Facundo, qué mejor homenaje que llevar mañana a tu padre al cementerio con los bueyes?, ¿qué mejor estampa que el hijo con el vestido de su padre, llevando la carreta con la Virgen a la ermita? ¡Déjame de historias!, ¡el pueblo que diga lo que le dé la gana!, ¡si no quieres descoserlo, lo metemos hecho un fardo, pero ese vestido, como me llamo Facundo que se lo lleva a la tumba, fíjate lo que te digo! ¡A saber quién se lo regaló! ¡A saber quién le bordó el chaleco!, que tú, Bibiana, me has dicho muchas veces que ese chaleco era un primor de bien que estaban bordadas las letras. ¡Yo no quiero llevar letras bordadas por otra mano que no sea la tuya o la de mi madre! ¿Pero y por qué no lo tiras y en paz?, le decía mi madre. Pues porque lo tire donde lo tire, siempre lo encontrarán, siempre dirán que lo tiré. Si lo meto al cajón, cuando lo saquen, también lo dirán, pero si va vestido de boyero la gente dirá que le hemos hecho un homenaje, ¿o es que no lo entiendes? Me acuerdo que estábamos sentados en la cocina, mis padres, mi hermana Rosario y yo, la pequeña ya se había ido a la cama. Cuando a mi padre se le ocurrían esas extravagancias lo mejor era estar callado hasta que se le pasasen. Estaba dolido y no sabía cómo sacarlo. Le dolía no haberse congraciado con su padre pero también le dolía lo que le había hecho congraciarse, y eso era, sencillamente, que el abuelo vivió todo lo que mi padre no pudo vivir. Cuando eligió entre la agricultura y la ganadería, mi padre se quedó en la tierra, era un poco medroso, prefería la sopa caliente, y aunque siguió llevando vacas ya no salió nunca de los márgenes del Maestrazgo. Si mi abuelo empezaba a contar historias de los lobos y de los mastines, mi padre miraba con recelo, como si le pareciera mal que un hombre fuera durmiendo por el monte mientras su mujer y sus hijos compran en la tienda de fiado. Una vez, con aquella voz cavernosa que ponía el abuelo, contó cómo un buitre le arrancó los ojos a un mastín que defendía el rebaño, y cómo el mastín le arrancó la cabeza al buitre. Mi padre se enfadó porque mi hermana Rosario se había echado a llorar, de miedo que le entró cuando lo escuchaba.
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14 Y fue Rosario la que entonces, con el abuelo de cuerpo presente, con esa ingenuidad que tiene y esa inventiva de monja para las cosas de los demás, va y dice, refiriéndose a mí: ¿y por qué no vas tú? ¿Yo?, ¿adónde quieres que vaya yo? Y ella: pues a la ermita, con los bueyes, con el vestido del abuelo. Sería muy emotivo. Me acuerdo que dijo eso, emotivo. Mi hermana Rosario siempre estaba leyendo novelas y decía esas cosas. Mi madre entonces me miró como suplicándome. Eso sí sería muy bonito. En el pueblo pensarían que tu hijo te sucede igual que tú sucediste a tu padre, y cuando nos des un nieto, el día que tu padre se muera tu hijo se pondrá el vestido y llevará a los bueyes a la ermita. ¡No decís más que tontadas!, gritaba mi padre, pero pronto se levantó enfadado y se fue, que era la primera señal de que estaba entrando en vereda. ¡Hacer lo que os dé la gana! ¡No voy a mandar en mi casa en la vida! Fue salir el hombre de la cocina y, sin dejarme hablar siquiera, mi madre ya había sacado el traje del abuelo y mi hermana Rosario la caja de la costura. ¡A mí no me hagáis esto, por el amor de Dios!, les dije yo, pero nada, no hubo manera. Tendríamos que haberlo enterrado el domingo por la mañana, antes de la misa mayor, de que saliera el pueblo en romería a la ermita de la Virgen del Cid. Pero había dos problemas: el uno que no se habían pasado aún las veinticuatro horas del fallecimiento, como si mi abuelo se pudiera despertar, y el otro que el cura del pueblo, Joaquín, que era buena persona y había puesto el altar donde estaba el coro para que los jóvenes no se quedasen al fondo a charrar (entonces iba a misa todo Dios), no podía decir dos misas el mismo día y comulgar, de modo que el entierro se retrasó hasta la tarde, cuando la gente estuviera echando la siesta, antes del toro, de la forma más discreta posible, porque no iban a poner un muerto en mitad de las damas y la reina de las fiestas, que aquél año fue Encarnita, que entonces estaba novia de Camilo Pajares, si mal no recuerdo. El otro día me la encontré que había venido por cosas de herencias al pueblo y estaba la mar de maja. Y entre que eran fiestas, que lo haríamos a deshoras y medio de tapadillo y que el abuelo ya era viejo, estaríamos en la iglesia la familia y los cuatro vecinos, porque los del velatorio estarían echando la siesta. 14 de 61
15 Así que ya me veis a mí dejando la cabecera del duelo para que me vistieran con el traje del abuelo. Vaya facha que tenía. No me faltaban más que el trabuco y las patillas de hacha. Cuando me miré al espejo supe lo que había sentido mi padre el día que se lo puso la primera vez. Los pantalones eran gallegos, pero apretados como si fueran de un vestido de andaluz. El sombrero era charro, pero más pequeño, como un calañés. Olía igual que la mortaja. Era domingo, estaba sin dormir, con un sol que daba gloria y aquel vestido que pesaba una arroba, e igual me quedo corto, y que daba un calor que se te derretían las entrañas, allá va el tonto de mi lugar vestido como un payaso, cruzando la plaza del pueblo para ir a por los bueyes a la masía Mardosé. Había un grupico de mozos, de estos que venían de fuera y se quedaban bebiendo hasta las tantas, y venían con los pelos largos y los vaqueros apretados, y hablaban de la libertad y se besaban con las novias pero seguían ríendose de las costumbres de los pueblos, las cosas como son. Así que imagínate, con lo sobrados que iban, y lo bebidos, que pase un tío vestido de Luis Candelas con un traje regional que no era de ninguna región, que era como los uniformes de Franco, que se los inventaba él. Yo miraba a ver si entre ellos estaba el chulo de Villafranca. Si hubiera estado él y se hubiese reído también de mí, habría tenido que decirle algo. Menos mal que cuando llegué a la masía los bueyes estaban ya uncidos. Mi padre se había metido en su cuarto y no salió hasta la hora del entierro, pero mi madre ya había mandado recado a Sebastián para que les pusiera el yugo y la Sabina los adornase con flores del campo, como les habrían ayudado a hacer mis padres si no se hubiera muerto el abuelo tan a destiempo. Y yo, como comprenderéis, no había llevado bueyes de esos en mi vida. Mi padre se los había cambiado a Sebastián por una pareja de mulas, que para labrar eran más ligeras y comían menos. Y Sebastián los tenía para labrar las tierras de la masía y los bancales en terrazas donde no podían ir ni los tractores, muchos del pueblo lo llamaban para meter la reja en los barbechos, pero cada vez eran menos, de manera que también los empezó a usar para llevar las vírgenes en las romerías, y lo llamaban de Villarluengo y de Cantavieja y de algunos pueblos de Castellón incluso 15 de 61
16 para recuperar las costumbres antiguas. Fue idea de la Sabina. Ella oyó rumores de autonomías y de historias y dijo vamos a sacarle un poco de rendimiento. Pero claro, eso era en verano. En invierno los dejaba pastando y un mes antes de las fiestas, con todo el calor, los metía en la cuadra y los uncía de vez en cuando, porque si no luego no había Cristo que los gobernase. Y aun así eran más romos que la madre que los parió. Mis padres se habían metido en casa hasta la hora del entierro. Mi padre sabía gobernar los bueyes, pero Sebastián me dijo que no me preocupase, que no había más que tirar de las anillas, y si alguno se paraba darle un buen trallazo. ¡Y si no sabes ya ire yo!, dijo la Sabina, y me mira con los brazos en jarra y me suelta: ¿sabes usar la verga o también te tengo que enseñar? Yo creo que no lo dijo con doble intención, la Sabina era así de directa. No, muchas gracias, le dije, ya tengo la de mi abuelo que le regalaron en Extremadura. La Sabina meneaba la cabeza y se reía. Sebastián sacó a los bueyes de la cuadra y me acompañó calle Hospital abajo con ellos hasta los porches de la plaza. Allí estaba el carro de Rodolfo el carnicero, con ramos de albahaca que habían arreglado las mujeres y encima la imagen de la Virgen de Cid en su peana de madera maciza, que pesa un huevo. Era como ahora, ya digo, finales de junio, y hacía un calor que todo el mundo iba en camiseta si eran jóvenes y con una camisa blanca fina si eran viejos, y yo con aquel camisón gordo que picaba y me tuve que poner debajo una camiseta de felpa de manga larga, más luego el chaleco y la chaquetilla y todo el copetín. Lo que más calor me daba era el sombrero, porque el pañuelo de gitano en la cabeza parecía de borra, y el gorro era incómodo y pesaba y me hacía rozaduras en la frente. Mi abuelo es que era de otra raza. Siempre cagó en el campo. Y aunque solo fuera por hacer fiesta y por llamar la atención, si le picaba se aguantaba. Él no tenía que llevar calzoncillos marianos para que la pana basta de los pantalones no le desollara las piernas, ni calcetines de deporte por debajo de las medias de garbanzo porque estaban hechas con hilos de pita. Mi abuelo era de una raza más antigua.
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17 Así que tiré de los bueyes, y hasta más allá del cementerio la cosa fue bien. A medida que íbamos atravesando el pueblo la gente veía pasar la Virgen y se sumaba a la comitiva. Son algo más de tres kilómetros de solanera, y encima cuesta arriba, porque hasta que no subes el peirón de las Almicas y luego el de Santiago no encuentras el camino llano en lo alto de la muela. A Leonor no la vi por ninguna parte, y casi es lo único que me servía de alivio. Pero ah, amigo. Nada más llegar al peirón de Santiago uno de los bueyes dice que no camina. Yo venga a tirarle de la anilla y él como si se la quiero arrancar, que se quedó plantado. Y lo que pasa en estos casos, que todo quisqui sabe de bueyes y todos quieren meter mano. A lo que me quise dar cuenta ya había seis o siete mozos empujando por las ancas, que porque el buey era muy manso, pero si en ese momento llega a tirar una patada, al que pilla le arranca la cabeza. Y yo, que siempre he sido de buen conformar, hacía lo que me dijo mi padre que hay que hacer, hablarle al animal, que el animal, a poder ser, solo te oiga a ti, pero con aquel gentío en las cunetas y todo el mundo dando gritos y silbidos como si fuera un toro bravo el animalico se acobardaba cada vez más, y si no se tumbó allí mismo fue porque lo sostenía el otro por el yugo. Entonces me empezaron a picar los pantalones, y estaba rascándome y me giro y allí estaba el de Villafranca (sin Leonor, menos mal), dando instrucciones y pegando voces a los toros como si fuera profesional. ¡A ver, quitaros, que así no hacéis nada!, decía el repeinao aquel, y a mí me picaban las costuras de los calzones y me entró una mala leche que yo no había tenido antes, y di un trallazo y eché un pecado que no había echado en la vida, y una sarta de maldiciones que me salían de la boca porque querían ellas, porque yo no las había dicho nunca. Y me podéis creer si os digo que aquel momento lo recuerdo como uno de los mejores de mi vida. Qué hinchado iba yo, qué tieso, con qué mando, porque además me sentía a gusto, no sé si me explico, me salía el lenguaje de los bueyes como si ya lo supiese. Saberlo lo sabía, desde niño vi hablar al abuelo a las bestias, y mi padre, a su manera, también les hablaba, aunque mi padre no daba con la tralla en el suelo sino en las costillas del animal. 17 de 61
18 Y oye: mano de santo. El buey echó a andar y la gente me vio tan dispuesto y con tanto dominio de la situación que se fue apartando sola sin que nadie se lo dijese. Así, así, decía el mastuerzo del de Villafranca. Lástima que entonces no hubiese estado allí Leonor. No hizo falta ni tirarles de la argolla. Qué cosas. Cuando era pequeño, mi abuelo siempre traía cachorros recién destetados para regalar a los pastores y a los ganaderos, y siempre les decía lo mismo: “A este no le enseñes nada que ya lo sabe todo”, y luego veías por la muela a los pastores y les decías qué tal va el mastín, y te decían que estaban encantados, que era más listo que el hambre, y más fiel que las ganas de comer. Así os puedo decir que me sentí yo, con todo lo que me picaban los pantalones, con los chorros de sudor que me salían por debajo del gorro aquel de pelo. Siempre me había dado un poco de vergüenza llamar en público a las vacas, había que poner el acento raro de mi abuelo, un acento que era como el traje, entre gallego y andaluz, porque luego yo he estado en Galicia y en Andalucía y he puesto la antena y ciertas formas de decir son más propias de allí que de aquí. Conque llegué a la ermita envuelto en agua. Ni siquiera luego cuando estuve en Ceuta pasé más calor que aquel día. Todo el mundo se metió en la ermita, que, aparte de que iban a dar la bendición, se estaba más fresco, y yo solté los bueyes y los acerqué al bacio a que bebiesen. Así los tuve un rato, y me apoyé en una tapia donde daba la sombra, me sequé la frente y me fumé un cigarro. Algunos hombres se habían quedado en la puerta jugando a la morra en voz baja, porque del portal oscuro de la ermita salían los rezos y las canciones. Otros se cruzaban de brazos y me miraban trabajar con los bueyes, y cuando terminé, uno de ellos, de la edad de mi padre aproximadamente, que no era del pueblo ni de los alrededores, alto él, fuerte, la cara colorada, la nariz larga, los labios finos, se me acerca y me saluda. ¿Tú eres Facundo?, me dice. ¿El hijo y el nieto de Facundo?, dice. Y yo pues sí, sí, todos nos llamamos Facundo. Te acompaño en el sentimiento, me dice. Dice yo era un buen amigo de tu abuelo. Me preguntó por mi padre, por cómo habían sido los últimos momentos. Era leonés, de la Posada de Valdeón, según me dijo, donde también llevaban las vacas en invierno a Extremadura. Mi 18 de 61
19 abuelo había estado allí de vaquero, y según me dijo este hombre los ganaderos de León se lo rifaban. Me dijo dice te he visto arrear a esos bueyes y he dicho sí señor, este es el tío Facundo. El hombre se llamaba Estanislao, aunque todo el mundo lo llamaba Tanis, Tanis Perello, y como navegaba bien a los animales se quedó conmigo, me ayudó a aparejarlos y bajamos los dos, uno con cada buey, hasta la puerta de la iglesia. El hombre era buena compañía. Mientras íbamos andando solo hablaba con los bueyes, cosa que le agradecí porque aún es más complicado bajar el carro que subirlo. Es más difícil evitar que corran o se meneen y tiren al suelo la imagen de la Virgen que empujarlos para que suban cuesta arriba. En la puerta de la iglesia estaba Sebastián, que cogió los bueyes y se los llevó a la masía. Yo también me voy a casa, le dije a Tanis, a ver si me quito estos zarrios. Entonces el hombre me preguntó si podía venir conmigo y darles el pésame a mis padres. Yo le dije que bueno. Pero antes de entrar, cuando por fin pude quitarme el sombrero, el hombre me miró y me dice: ese sombrero también era de tu abuelo, ¿verdad? Sí, le digo yo. ¿Le gusta? Claro, me dice, yo tengo uno parecido. Llegamos a casa y salió mi madre a recibirnos. Buenas, buenas. Mire, madre, que este señor era amigo del abuelo. Mi madre puso cara compungida y lo hizo pasar, le ofreció un asiento en la pieza de la entrada y le ofreció unas pastas que habían quedado del velatorio, y luego, como no sabía qué decir, se puso a suspirar. ¿Y su marido? Me gustaría mucho saludarlo, si no tiene usted inconveniente. Mi madre me miró como sin saber qué hacer pero yo me adelanté y dije voy yo a buscarlo, madre, no se apure. Mi padre estaba en el corral, echándoles a las gallinas. Mi padre, cuando algo lo tenía preocupado, se metía en el corral horas y horas, a sacar la gallinaza y limpiarles las jaulas a los conejos, y allí lo encontré, con esa manera suya de andar muy rápido con pasos cortos y mirando al suelo. Salga un momento, padre, le dije, que hay un señor esperándolo, un amigo del abuelo que viene a darle el pésame. ¡Rediós!, ¿y por qué no va luego al entierro? Es que viene de fuera y no sabía. Madre está dándole conversación, pero… Al oír que mencionaba yo a mi madre lo dejó todo y se 19 de 61
20 limpió las manos en los pantalones y entró en casa escapado. Mi padre siempre fue un poco celoso, un poco acaparador. Así como mi abuelo se iba meses por esos caminachos con las vacas y a la vuelta no se le ocurría preguntarle a la abuela qué había hecho ella en ese tiempo, en cambio mi padre no frecuentaba el bar y pocas veces lo verías en el frontón con los amigos o que se marchase unos días del pueblo. Mi padre siempre durmió en su pueblo. Y entró y nada más verlo mi padre noté que se puso en guardia. Buenos días, buenos días. Verá usted, dijo el hombre, yo soy Estanislao Perello, de León, y vengo a presentarle mis respetos y a decirle que su padre era un gran hombre. Estuvieron hablando un rato, hablaron del cómo estaba la carretera para llegar aquí y lo que le había costado venir desde su pueblo, había tenido que hacer varios trasbordos. Luego, cuando ya se habían sentado en los sillones de madera de la entrada, el tal Estanislao nos contó de qué conocía al abuelo. Dice yo soy huérfano de padre, que también se dedicaba a transportar ganado. Murió de la patada de un caballo, y mi madre tuvo que hacer de todo para sacarme adelante. Cuando venían los pastores les arreglaba las monturas y los aperos, les hacía de comer y el poco dinero que sacaba era para la harina y la sal de todo el año. Una vez, tendría yo once o doce años, me mandó mi madre a llevar el rancho a los pastores y resulta que uno se había torcido un tobillo, y su padre, que para mí era un señor grande como un gigante y con una voz que intimidaba, me llama y me dice ven aquí, zagal, ¿tú sabes dónde vive el médico? Y yo digo sí, en Castrillo hay uno. ¿Y eso está muy lejos? Digo no, solo unos hectómetros. Y tu abuelo se ríe y me dice qué, ¿te gusta estudiar, templao? Y yo le dije sí, pero ya no voy a la escuela. Aquello se quedó así. Vino el médico, le enyesó el pie y los pastores emprendieron el camino. Mi madre había ido a llevarles los aperos y la ropa, y tu abuelo le pagó lo que habían convenido y bastante más, y luego le dio un fajo aparte de billetes y le dijo toma, esto es para que quites al chico de las vacas y lo pongas a estudiar. Sí señor, eso hizo tu padre. Si yo alcancé a terminar el bachillerato fue porque desde entonces no hubo año que no vinieran los pastores y que tu 20 de 61
21 padre le diese algo de dinero más a mi madre. Eso sí: juro por lo más sagrado que a cambio tu padre jamás le pidió nada, ni mi madre lo hubiera consentido. Ya sé que es raro que haya tan buenas personas, pero así fue, y de no haber sido por aquellos dineros, mi vida y la vida de mi madre habrían sido muy distintas, y seguramente yo no podría estar ahora dando estudios a mi hija. Al principio yo digo ya verás que bronca monta mi padre. Pero no. Se quedó cabizbajo y con la boca abierta. Solo, después de un rato, dijo: la madre que lo parió… ¡En eso se gastaba las perras!, dijo mi madre, cuando pudo hablar. Pero mi padre levantó la mirada y retomó el dominio de la situación. Bueno, ya tendremos tiempo de hablar. Ahora quédate a comer. Voy a matar un pollo y un conejo y Bibiana que nos haga una paella. No puedo estarme más que un rato, dijo Estanislao, que voy con mi hija que está estudiando veterinaria en Zaragoza, y tenemos que salir temprano, que ella tiene que continuar sus clases. ¿Tu hija? ¿Y dónde está? Está ahí fuera, esperándome. No le he dicho que pasase porque no sabía…, en fin, no sabía cómo se iban a tomar ustedes que viniese a visitarlos, y en estos momentos. ¡Pero hombre, dile que pase enseguida!, dijo mi padre, sorprendentemente afectuoso. Ve tú a abrir la puerta, Facundín. Yo no había tenido tiempo de quitarme aquel mamarracho de atuendo, así que la primera vez que vi a Inés iba hecho un cromo. Y, en fin, qué os puedo contar. Yo no le noté nada raro, pero mi madre casi dio un grito y todo cuando la vio entrar. Luego, cuando se fueron, mi madre dijo que era el vivo retrato del abuelo, y que se parecía muchísimo a mi hermana Rosario. Yo no le he visto ni entonces ni nunca ningún parecido, pero mi madre, como cuando se marcharon ya solo hablaba de memoria porque no había ninguna foto, insistió en que sí, que eran los mismos ojos del abuelo, la misma nariz considerable, los mismos labios muy finos y la piel blanca y pecotosa. Pero así como mi hermana Rosario siempre ha tenido el gesto serio, y la cara se nos va deformando según las muecas que frecuentamos, Inés era una chica sonriente y si acaso de un pelirrojo más claro que el de mi hermana. El parecido, de haberlo, que no lo había, habría sido nada más que una graciosa coincidencia, porque además Tanis Perello insistió mucho en la bondad de mi abuelo y su conducta de 21 de 61
22 caballero, pero mi madre ya había torcido el morro y sobre todo mi hermana Rosario, que se dejó convencer por mi madre y acabó viéndola como lo que podría haber sido ella. Y a mí, cuando la vi entrar con aquellos vaqueros claros y aquella camiseta rosa, me dio un vuelco el corazón, qué queréis que os diga, pero no porque se pareciese a mi hermana, porque se veía a primera vista que eran dos personas que no tenían nada que ver, ni en cómo iban vestidas ni en cómo hablaban ni en nada, sino porque dije para mis adentros: eso que dicen del flechazo tiene que ser algo así. A la chica, a pesar de que estaba estudiando en Zaragoza, no se la veía estirada ni altanera, todo lo contrario, la mar de cariñosa con mis padres, les dio un par de besos y les regaló una caja de frutas de Aragón. Y a mí no me dio la espalda, por más que me puse en un rincón detrás de donde estaban todos saludándose, allí callado y soportando la urticaria de los calzones aquellos. Al revés: se acercó hasta mí, que me temblaban las piernas, y me dijo qué buena mano tienes con los bueyes, Facundo, me dijo, pero también me dijo dice ten cuidado con ese buey que yo creo que está malo. ¿Verdad que sí?, dije yo, por decir algo, porque yo qué me sabía si los bueyes están buenos o están malos, a mí los animales no me iban ni me venían. Pero entonces fue como si empezaran a irme, no sé si me explico, como cuando alguien te abre los ojos y te dice mira, tontilán, que no son piedras, que son seres vivos. En aquellos tiempos un perro no era más que un perro y un buey, pues eso, un buey. Conque yo salí como pude y le dije que sí, que sí, y que cuando viniera el veterinario de ronda por el pueblo se lo diría para que le echase un vistazo, yo con segundas a ver si decía ella pues vamos a ver qué le pasa, que yo creo que se quedó con ganas de decirlo, y lo hubiera dicho de no ser porque en ese momento llamaron a la puerta y estaban todos tan entretenidos hablando del abuelo que me tocó ir a mí a abrir. Era Leonor, que también venía a darme el pésame. Y yo, como podéis imaginar, me puse muy nervioso. Lo podéis imaginar pero tampoco hay por qué, porque Leonor y yo habíamos cruzado nada más que unas palabras en las fiestas de Villarluengo, y todo lo demás que nos habíamos 22 de 61
23 dicho nos lo habían dicho los demás, como antiguamente, con emisarios y medias palabras, sin hablar los dos mirándonos a los ojos como me miraba Inés cuando me dijo que el buey estaba malo. Pero me puse nervioso porque sentí lo que un hombre casado sentiría cuando está con su amante y aparece la mujer, menos mal que Inés y su padre y los míos estaban dentro en el comedor y Leonor no quiso pasar de la entrada, dice no, no, solo es para que se lo digas a tus padres. Me llamó la atención que, siendo como era el día grande de la fiesta, no fuese arreglada ni de peluquería sino que llevara el pelo recogido en un coleto y no se hubiera puesto un vestido ni nada, o unos pantalones nuevos, como entonces empezaban a llevarlos algunas chicas. Quiero decir que no iba de luto pero casi. Yo no sabía qué decir y, como suele suceder en estos casos, las palabras me salieron solas, así que le dije: ¿no vas al frontón a tomar vermú? Y ella me miró a los ojos entonces, ¡entonces sí que me miró a los ojos ella, entonces!, y dijo no, no he salido, y ayer al baile tampoco fui… Y a mí se me partió el corazón, en todos los sentidos que os podáis imaginar. Primero porque la mitad por lo menos se la había quedado Inés y yo aún olía su perfume, y segundo porque, cuando Leonor me miró de esa manera y me dijo no he salido de mi casa, como si ya fuéramos novios, como si lo primero que hiciésemos juntos fuera ponernos de luto por un abuelo que tenía, según mi madre, hijos por media España, yo no tuve valor para decirle oye, mira, que no hemos ido juntos ni a por agua, que yo me voy de aquí a nada a la mili, sino que, como soy un alma de cántaro, como soy un corazón de buey, que decía el abuelo, sentí que no era quién para hacerle un desprecio, y que a lo mejor nadie más en el mundo dejaría un baile por guardarme la ausencia. Leonor me miraba y sonreía con cara de estar diciéndome que sí, que quería ser mi novia, y yo entonces no tuve valor para hacerme el sueco. No podía hacerle eso. No nos conocíamos de nada pero ya no podía hacerle eso, por lo menos de momento. Allí nos estuvimos un buen rato, con una conversación un poco tonta que ya era la conversación que habríamos tenido después de tener todas las conversaciones, cuando los novios ya solo 23 de 61
24 se recuerdan cosas de casa. En vez de hablar del futuro, o darnos un beso, Leonor me dijo que llevaba roto el pantalón, y que si quería, como mi madre estaría tan ocupada con atender a las visitas, que me lo quitase y ella se lo llevaría un momento a coserlo a su casa. ¿Aquí?, estuve por preguntarle, pero le dije qué va, Leonor, qué va. Este traje de payaso va directo al fuego. Tú no sabes, Leonor, la de disgustos que ha dado este disfraz. Y ella dijo que era muy bonito y sonreía y en realidad estaba horadando mis cimientos de pan sin sal, y se empeñó en que sí, que se los diese, que ella los lavaba y los cosía y que de ninguna manera íbamos a tirar semejante traje a la basura, pues era historia del pueblo y en un futuro, cuando hubiera un museo, podríamos donarlo. Pero entonces tampoco tuve valor de decirle chica, calla, déjate de pantalones, porque sabía que lo había dicho con la mejor intención. Yo hice lo mismo el día del baile de Villarluengo cuando estuvimos bailando el Samba pa ti y le conté cuántos corderos tenía, y cuántas vacas. En realidad era la respuesta que entonces no me dio, como si dijera te voy a coser los pantalones antes de que salgas con las vacas, amor mío. Era así, así se declaraba el amor en aquel entonces, y eso que ya se había muerto Franco. Y nada, le dije pasa para dentro si quieres, Leonor, mientras me voy a cambiar de pantalones. ¿Qué le iba a decir? Y ella dijo no, no, no, que casi se puso colorada, qué dices, dijo, ¡están tus padres! Porque ella, claro, aún no había entrado en casa. No habíamos festejado siquiera, nada más que aquella Samba pa ti, y ya la invitaba a cruzar el umbral de mi casa. ¡Pero es que ella me pedía que me quitase los pantalones! Bueno, mejor así, pensé yo entre mí, mejor así, pero no porque la vean mis padres, que seguramente ya la han visto, lo más probable es que mi padre le haya vendido al padre de Leonor unas ovejas o una vaca, o que mi madre conozca a su abuela, de La Iglesuela a Cantavieja no hay mucho trozo; no por eso sino porque lo que yo no quería es que se viesen Inés y ella. Me daba un poco de apuro. Es curioso porque ocurre que conoces a una persona y empiezas a hablar con ella de una manera, y a los cinco minutos conoces a otra y empiezas a hablar de otra, y ya no puedes hablar a la una con la manera de la otra, y si están las dos juntas nunca sabes qué decir. A mí me había pasado eso con Leonor y con Inés. Con Leonor hablaba como si ya hu24 de 61
25 biésemos pasado muchos años festejando y ya no hablásemos ni del pasado ni del futuro sino de las cosas del presente, de los pantalones del presente y del luto presente. Con Inés, en cambio, las pocas palabras que habíamos cruzado, era como si más que novios fuésemos amigos y también llevásemos mucho tiempo juntos pero todavía nos quedase media vida que contarnos, y el uno escuchase las fantasías del otro y le parecieran bien porque suelen ser síntoma de buen humor, pero no nos importase demasiado el presente, ni a mí lo que ella estudiaba en Zaragoza ni a ella lo que yo hacía en La Iglesuela. Con ella la primera conversación ya fue como si viniese todos los veranos, y con Leonor como si nos viésemos todos los días. De modo que la dejé en la entrada, sentada en un banco de piedra, y me metí en el comedor porque mi dormitorio era una alcoba que daba directamente a la sala. Al abrir la puerta salió una bocanada de risas. Tanis estaba contando una anécdota del abuelo en los montes de León, más bien había terminado de contarla porque los comentarios eran de historia ya terminada. ¡Qué hombre!, decía Inés. ¡Qué humor!, decía mi madre, que sonreía y todo. Y dijo Tanis: les estaba contando a tus padres, Facundo, la vez aquella que tu abuelo estuvo con nosotros en los Montes de León, atravesando con tres mil vacas la Sierra de la Culebra, cerca de Portugal. Y estábamos metidos en el desfiladero y entonces estalla una tormenta formidable, con rayos y truenos. Se veían las centellas chamuscar las ramas altas de los álamos, y con el eco que hacía la garganta, cada vez que tronaba se descarnaban las paredes de tierra. Una cosa tremenda, chico. Y los animales, que ya sabes tú que un solo rayo te puede matar un rebaño entero, cómo se ceban en los animales. Íbamos los pastores a caballo y llevábamos cada cual una pareja de mastines de allí de la tierra, pero tu abuelo llevaba uno solo, Galán se llamaba. Pero qué mastín: tu abuelo le echó un par de silbidos y el animal se arrancó monte arriba hasta la cabecera del rebaño y allí se plantó, que no las dejó ni moverse, todas juntas y bien prietas, y los otros mastines, aunque ya sabían el oficio, parece como que le hacían caso, y todos, por delante y por detrás, apretaron la manada sin espantarla, para que estuviera quieta. Daba gozo verlo. Y tu abuelo firme allí con el 25 de 61
26 sombrero, que le caían los chorros de agua por el ala, echándole silbidos al mastín. Pero sucedió que una ternera se escapó de la manada y pasó delante del mastín y el mastín ni se inmutó, y cuando los otros vieron que la ternera se iba trotando monte arriba y ni el mastín de tu abuelo ni ninguno de los otros hacía nada por ir a por ella, va tu abuelo y dice: ese cabrón quiere comer chuletas, dice, y coge entonces tu abuelo una escopeta y pega dos tiros y de detrás de unos matojos sale rodando barranco abajo una cabra montés, y dice tu abuelo: hala, Galán, ya puedes ir a por ella. Y el animalico, y eso es verdad como que estamos aquí, se dio la vuelta y fue a por la ternera, y la tuvo delante con las otras vacas hasta que pasó la tormenta sin que hubiera que lamentar ninguna pérdida. Esa noche comimos cabrito. ¡Qué hombre!, dijo Inés. ¡Qué humor!, dijo mi madre. Y como esas, continuó Estanislao, pordría contaros así, y se juntaba las yemas de los dedos, inflaba los carrillos, apretaba los labios. Yo había escuchado la repetición del relato con el pensamiento en otra parte, porque mientras hablaba el señor Tanis yo sabía que Inés estaba mirando mis reacciones, a ver si me hacía gracia, a ver si yo mostraba cariño por el abuelo y su forma de ser me parecía tan admirable como a ella, y no como mi padre, que escuchaba todo con media sonrisa forzada, como si le dolieran los labios al ponerla. Mi padre siempre ha dicho que la mitad de lo que contaba el abuelo era mentira y la otra mitad se la inventaba, y esta historia, por lo que dijo mi madre, ya la había contado, una vez, claro que una vez distinta a la que podía contar Tanis, que fue testigo de lo sucedido. Y yo me concentré en escuchar la historia poniendo la cara que me imaginaba que más habría de gustarle a Inés, con la boca un poco abierta, como esperando un buen final seguro, pronunciando un poco por lo bajo lo que decía su padre, y con el gesto de quien sabe que se va a reír y ya tiene la risa preparada. Yo también le había oído contar esa historia a mi abuelo, no sé si la misma vez que se la contó a mi madre, y es verdad que parecía inverosímil. Daba lo mismo. Inés me miraba y se alegraba de ver que yo mantenía el afecto y la admiración por el abuelo, y que me creía semejante trola. Supe entonces que si quería conquistar a 26 de 61
27 Inés, que según mi madre tanto se parecía a mi hermana, me tenía que comportar como mi abuelo, de modo que confié en que, en el momento en que Inés y yo nos pusiésemos a hablar, me pasaría lo mismo que cuando el buey se acostó en la cuneta, que me saldría sola la manera de arreglarlo. Así que, después de reír un poco con la historia de las chuletas, dije: voy a cambiarme y a ver al buey a casa de Sebastián, que igual ya ha estirado la pata. Mientras lo decía me asombraba estar diciéndolo, y la cara de confianza y de saber hacer bien las cosas que ponía, y el tono serio de quien sabe cuáles son sus obligaciones y siempre tiene un pensamiento para los animales, la cabra incluida. Así lo dije, con tan buena puntería que Inés reaccionó enseguida. ¡Voy contigo!, dijo, y entonces el padre les explicó a mis padres que la chica estaba estudiando veterinaria en Zaragoza. Error. La memoria de mi abuelo me había hecho meter la pata sin querer, porque afuera, en el zaguán de entrada, sentada encima de una piedra, estaba esperándome Leonor, y yo no podía salir con una prima maragata y darle los pantalones y decirle te veo luego. De modo que añadí un detalle a la mentira: antes tengo que ir un momento a la serrería, dije. Si quieres espérame aquí. Voy y vengo enseguida. Eso ya no sé si lo dije con la voz del abuelo o con la mía. El caso es que dio resultado, y como su padre no dejaba de contar hazañas del abuelo, se quedó a esperarme allí encantada. Yo salí por la puerta de cristales al zaguán oscuro. Aún parece que la estoy viendo, de perfil, a contraluz, sentada encima de la piedra y un poco inclinada hacia adelante, como si estuviera en la sala de espera de un hospital. Yo había envuelto los pantalones de cualquier manera y llevaba puesta la ropa que tenía preparada para bajar al baile, con una corbata negra. Le di a Leonor el paquete y le dije: te lo digo de verdad, Leonor, no hace falta que te molestes en coserme los pantalones. Y ella me los cogió de la mano sin mirarme y me dijo trae, anda, como si yo fuera siempre hecho un desastre y ella tuviera que ir por los patios de las casas arreglándome la ropa, y lo hubiera hecho muchas veces.
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28 Leonor se marchó a su casa, y yo me acerqué a la serrería de los Cruz, a hacer un poco de tiempo. Poco porque yo tenía unas ganas locas de ver a Inés, las cosas como son. Pero en el camino me encontré a los quintos míos, a Pepe Ronda, Vicente Mediero y alguno más, que no se habían acostado aún y era más de mediodía. Y ya os podéis imaginar a tres o cuatro borrachos dando el pésame a un amigo, aquello lo que se puede alargar. ¡Vamos a echar una cerveza por la memoria del tío Facundo! Y yo: no, que es que me están esperando… Galindo se me echó a llorar y todo, los otros aún iban bien pero él llevaba una berza que no podía con ella. Total, que a lo que me quise dar cuenta y me los pude quitar de encima, cuando volví a casa Inés y su padre ya se habían ido. Mi hermana Rosario me lo explicó todo. Resulta que había ido Sebastián a darles el pésame, y allí hablando les había dicho que el buey estaba en las últimas, que algo le había pasado que estaba como si se fuese a reventar, y que, siendo fiesta como era, cualquiera llamaba a un veterinario. Al oírlo, tanto el padre como la hija, igual Tanis que Inés, dijeron vamos a ver a ese buey, a ver qué le pasa, y habían abandonado la casa precipitadamente. Así que me eché a correr a casa de Sebastián, que aún hay un buen trozo desde el pueblo, a ver en qué podía yo ayudarles. Mi hermana Rosario, que es muy larga, me dijo pues esta mañana no tenías tanta prisa para sacar a la Virgen, no. Le dije: a lo mejor el que ha matado al buey he sido yo. Y ella dijo: sí, sí… Mi hermana Rosario era muy amiga de Leonor y la que nos estaba haciendo de casamentera, y ahí me di cuenta de que tenía que ser muy prudente si no quería meter la pata. Habían pasado tantas cosas que lo de Leonor era un incordio. Qué grande será la fuerza del amor, que cuando piensas que quieres pasar toda tu vida con alguien, viene otra y se te olvida. A mí no se me olvidaba porque yo era de natural medroso, no como mi abuelo. Inés vivía en un pueblo no más grande que el mío, allá en el Bierzo, que son todos medio gallegos, y su padre se dedicaba a lo mismo que el mío, a llevar y traer ganado, quiero decir que veníamos los dos de una situación parecida, pero yo no sé qué era, si el hecho de que tuviera estudios o de que fuera tan guapa, lo que al principio me hacía sentirme con ella un poco cohibido. Con Leonor era como si ya estuviese todo claro y llevásemos la 28 de 61
29 vida escrita en la frente, seguramente una vida de felicidad como la de nuestros padres, pero no de aventura como la de nuestros abuelos. Cuando llegué a la masía de Sebastián, al otro lado del río, más allá del barrio de la Costera, él y Sabina estaban atendiendo al buey, tumbado en la cuadra, con los ojos turbios y el resuello de los que se van a morir. Sabina le daba a mascar unas hierbas y Tanis tenía cogidas las patas, no fuese a soltarle a Inés alguna coz, que le frotaba el vientre con el puño. Era como si lo estuviesen operando. Sebastián lo tenía sujeto por los cuernos, al animalico, que no podía ni gañir. ¡Ven, agarra aquí!, me dijo el padre, y me dio la pata derecha, la que estaba en el suelo, para que la cogiera con fuerza. Entonces Inés se colocó entre los dos y se metió en el brazo derecho una bolsa de plástico, y metió el puño cerrado por el culo del buey hasta que le llegó más arriba del codo, y se estuvo así unos segundos hasta que lo sacó de golpe y dio un paso atrás y el animal soltó un chorro de mierda que llegó hasta la pared de enfrente. El padre, que lo tenía sujeto por la pata de arriba, lo pudo esquivar, pero a mí me dio de lleno. Porque estaba Inés, que si no le rompo al buey en las costillas la silla de ordeñar. La Sabina se moría de la risa. ¡Eres más tonto que Abundio!, decía, y no paraba de reír. Me puso perdido el buey aquel de las narices, llevaba mierda hasta en el botón de luto, me saltó a la cara y a la pechera de la camisa recién planchada y el traje de tres mil pesetas de Casa Ferrán, azul marino, que ya era el de la boda, quedó hecho un mapa. El animalico dejó de gañir y se quedó tranquilo mascando las hierbas que le daba la Sabina, pero yo aún tenía que ir al entierro. Inés vino enseguida a ayudarme. Menos mal que no se echó a reír, y eso es algo que le agradeceré toda mi vida. Ya se rieron bastante su padre y Sebastián, y sobre todo la Sabina, que no paraba de tirarme pullas. Inés vino a ayudarme pero a mí no se me podía ayudar, claro. A ver quién me toca, a ver quién se me acerca, porque aquello no es que oliese a estiércol, el olor acre de las bostas cuando sacas la cuadra, aquello era excremento líquido de buey enfermo, y olía que tenía que aguantarme la respiración porque si no me desmayaba. Pero Inés actuó con rapidez. Me dijo quítate la ropa, y a Sebastián le dijo deme un saco, 29 de 61
30 Sebastián. A Sabina no la quiso ni mirar. Dice sal ahí al corral, desnúdate y lávate bien, que yo mientras iré a tu casa a traerte ropa. Era la primera vez que entraba en esa casa pero Inés se estaba comportando como si yo fuese parte de la intervención veterinaria, con el mismo tono con que mandaría calentar agua para provocarle el parto a una vaca, tomando las riendas de la situación. Yo estaba como os podéis imaginar, pero aquella vocecilla dulce, tan firme, tan dispuesta, me bajó el cabreo. A fin de cuentas era un traje, y por otra parte le había demostrado que yo no era hombre que se dejase llevar por los impulsos, porque si no mato a la vaca, que ganas no me faltaron. Cuando a la Sabina le dio la gana de dejar de meterse conmigo, me trajo un caldero de agua y un par de esponjas nuevas y una pastilla de jabón de olor, mientras los hombres repasaban la jugada, la mar de contentos por haber salvado al animal. Me lavé bien lavado y allí me quedé en el corral, con una toalla que me dejó Sabina, hasta que me terminase de secar. Ya se había terminado la dictadura pero aún no había váter en las casas. Al rato viene Inés con mi hermana Rosario. Llevaban la ropa limpia envuelta en una sábana y entraron al corral como si nada, y yo allí, en calzoncillos, porque los calcetines también me los había tenido que quitar. Cuando estuve seco del todo la Sabina me dijo que pasase a la cocina y me cambiase allí. Yo pensaba que me habrían traído ropa de diario, la de ir a trabajar, o la de los domingos, una camisa limpia y los pantalones de tergal, pero no, habían traído un traje, el único que había en casa, porque mi padre se había puesto el suyo. Me trajeron el traje del abuelo, no el de llevar los bueyes sino el de su boda. Casi me enfadé más entonces que cuando me estornudó el buey encima. ¡Pero dónde voy yo con esto! Que sí, me decía Inés, la mar de sonriente, que tienes que ir bien trajeado al entierro, póntelo que seguro que te sienta bien. Y yo miraba a mi hermana y mi hermana se encogía de hombros, y más tarde me confesó que cuando llegaron a casa Rosario se metió en mi cuarto y sacó una camisa limpia y unos pantalones de vestir, pero Inés había preguntado si el abuelo no tenía un traje, así, directamente, quiero decir que no preguntó si mi padre o yo mismo teníamos otro traje, y mi hermana, algo lenta de reflejos, le sacó del baúl el traje de paño del 30 de 61
31 abuelo, un traje del año de la pera, de serie de televisión, que echaba un tufo a alcanfor que trascendía, y que no habían utilizado de mortaja porque no se habían acordado de que lo guardaban. E Inés entonces, según mi hermana, lo había descolgado de la percha y había dicho que era un traje muy bonito que me sentaría muy bien. Mal mal no me sentaba, porque el abuelo era recio como yo, de hombros anchos y piernas largas, pero era un traje antiguo y se notaba, con su chaleco de botones y su solapa estrecha. Yo tenía veinte años y parecía un siciliano. No me faltaba más que el sombrero. De manera que ya me ves a mí cruzando la plaza, que estaba aquello de bote en bote, todo el mundo echando ya el vermú, el que más y el que menos con una copa de más y la lengua desatada. Porque Inés lo que hizo entonces fue cogerme del bracete. Mi hermana iba más apartada, pero Inés me llevaba sonriente a su lado y fuimos la comidilla. Y yo decía: esta chica, esta chica… Porque a mí, que queréis que os diga, nunca me habían cogido del brazo. Nunca jamás había paseado así con una muchacha, y menos con una forastera, porque a lo mejor, alguna vez, en alguna boda, bailando la conga, a lo mejor entonces alguna chica me había cogido del brazo en cadeneta, pero eso no tiene nada que ver. Inés iba conmigo como si fuéramos novios, y yo ni podía ni quería soltarme, porque además, de pronto, me sentí muy hablador, y me salía la voz entera, voz de hombre antiguo, no esa vocecilla que tenía entonces, que parecía que no me hubiese cambiado aún. En la plaza de los Estudios, toda engalanada con banderines, vimos a más quintos, a Jesusín el de Montano y a Rodolfo el Carnicero y a Bernardo el que trajo el Miura y dos amigos más que habían venido de Villarroya de los Pinares, Martín el Músico y un hermano suyo que estaba estudiando en Teruel. Iban todos con sus novias y el efecto de ellas hizo que no hubiera rechifla sino gracias y sonrisas, y que se acercasen a invitarme a un vermú y al mismo tiempo a darme el pésame y también a preguntarme por lo bajinis quién era esa muchacha pelirroja tan despampanante. Y estaban también sus familiares y los amigos de mis padres y el pueblo entero, que tampoco terminaba de entender que en mitad del duelo yo anduviese por ahí disfrazado del difunto con una muchacha tan poco comedida que iba con 31 de 61
32 pantalones vaqueros y una camiseta tan escotada. Y yo dejándome llevar, como aquel que se piensa que lo que no ha ocurrido nunca tiene por fuerza que ser bueno. Pero íbamos, a fin de cuentas, a un entierro. Inés me acompañó hasta la puerta y me dejó para volverse con su padre, a ver si podían hacer algo más por el pobre buey. La verdad es que, más que dejarme, fue mi hermana Rosario la que se interpuso. Nos estaba esperando en el patio y nada más entrar me dijo dice padre quiere hablar contigo, y a Inés le dio las gracias por haberme llevado el traje, y a la pobre muchacha, sin que le diera tiempo a decir nada, poco menos que le dio con la puerta en las narices. Eso sí, cuando nos quedamos solos mi hermana no tuvo piedad de mí. ¿No te da vergüenza, pasearte con una fresca con el traje del abuelo, que está de cuerpo presente? ¡Vete si quieres también a emborracharte con tus amigotes! ¡No vayas al entierro! ¡Vete al baile con la fulana esa! ¡Me puso…! Porque a ella lo que menos le importaba era el abuelo, como a nadie en la familia, salvo a lo mejor a la abuela, que no se movía de la cabecera. En cuanto se le soltó la lengua, Rosario empezó a echarme en cara lo mal que me había portado con Leonor. ¡Habrase visto! ¡Encima que la pobre muchacha se queda en casa sin ir al baile! ¡Qué más quieres de una chica que te está demostrando lo buena persona que es y las buenas intenciones que lleva! ¡No hay manera! ¡Todos los hombres sois iguales! ¡Os enseñan un escote y os volvéis locos! ¡Sois capaces de traicionar a quien sea, a los vivos y a los muertos! ¡Qué barbaridad! Yo no tenía ganas de jarana, así que la toreé un poco por bajo. ¡Pues no haberle dado tú este traje, qué quieres que te diga! Además le dije: ni estoy festejando con Inés ni he festejado con Leonor ni este traje me sienta tan mal. ¿Dónde está el padre?, le digo, muy serio. En el corral, dice ella. Conque la dejo estar y me salgo al corral y allí estaba mi padre, dando de comer a los conejos. Digo ya verás. Así que salgo, me acerco… ¿Quería usted algo, padre? Mi padre se da la vuelta, llevaba un puñado de alfalfa en la mano, me mira y me dice: ¿adónde vas con ese traje? Y yo: pues mire, padre, es que se me ha ensuciado el que llevaba y… Y no olvidaré nunca la mirada que me 32 de 61
33 echó mi padre, aún llevaba la boca abierta, como con ganas de decirme quítate eso inmediatamente, pero ahí se paró, como si se encogiera de hombros, y cerró la boca y se volvió a seguir con la faena. Mi padre lo estaba pasando regular, llevaba una cara de haber hecho mal algo sin querer que ya no se le fue en la vida. El caso es que del traje no me dijo nada, pero luego que les puso hierba a las conejas recién paridas se vuelve y me mira a la cara y me dice: Mira, hijo. Te vas a ir a la mili y cuando vuelvas tendrás que engancharte a algo, porque esto de las vacas para todos no da. En cuanto te vayas al servicio voy a vender la camioneta. Tu hermana Teodora se casará con el mendrugo ese de Gustavo, cuando tengan la edad, y tu hermana Rosario se va a quedar con nosotros. Aquí, con el huerto, las cuatro ovejas y las vacas que tengo allá arriba en la muela, tu madre, tu hermana y yo tenemos más que suficiente. Si te has de quedar tú con el negocio de las vacas, ahí están las naves y la camioneta, a mí no tienes que pagarme nada, pero que sepas que hay que echar muchos viajes al cabo del día para comer de caliente, eso que no se te olvide. Y en estas carreteras tan malas hay que ir con mucho tiento, ya lo sabes, que más de una vez se han revuelto las vacas al pasar una curva y no he volcado de milagro, y según dónde vuelques puede que no te pase nada o que te caigas por el barranco. Tú verás. Ahora en la mili te puedes sacar el carné de camión. Mi padre terminó de decir eso y se volvió a seguir echando alfalfe a los conejos. Mire, padre, le dije yo, ahora me voy al servicio y usted no se preocupe por mí que cuando vuelva tendré trabajo, y si no es aquí será en otra parte. Deje ya las vacas si usted quiere, que yo sé que nunca le ha gustado conducir, y que si no lo ha dejado antes ha sido por no darle un disgusto al abuelo. Ya sé que veintiún meses son muchos meses para seguir con el ganado y que luego vuelva yo y me arrime a otra faena, con la cuadrilla de la piedra seca o donde sea. Y además, padre, esa camioneta no está para muchos trotes, cualquier día derrapa y se cae barranco abajo dando vueltas de campana. Así que déjela, padre, y si no quiere trabajar más en nada no trabaje. Como usted dice,
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34 con el huerto y las cabras y las cuatro perras que haya dejado el abuelo ya pueden vivir. Que a mí aún me queda mucho por andar. Mi padre me había estado atendiendo un poco sorprendido. Como en el fondo le estaba diciendo lo que él quería escuchar, iba meneando la cabeza como si llevara razón en todo. Pero cuando le dije aquello de pero a mí aún me queda mucho por andar, mi padre dio un respingo y arrugó los ojos como si hubiera visto algo raro. ¿Qué has dicho? Cómo que qué he dicho, he dicho muchas cosas. No, ahora, a lo último. Pues he dicho que a mí aún me queda mucho por andar. Mi padre volvió a repasarme el traje con la mirada y cuando llegó otra vez a la cara me dijo: eso es lo que le dijo el abuelo a su padre cuando se marchó de casa. Luego me puso una mano en el hombro y me dijo: ándate con ojo, hijo mío. Cuando nos dimos la vuelta vimos a mi madre que estaba en la puerta, o esperando a que acabásemos o escuchándolo todo. Escuchando poco porque estaba lejos, pero en la habitación del piso de arriba, donde estaba el cadáver del abuelo, se escuchaba todo, tenía la ventana abierta y las tapias del corral hacían eco. El rato que estuve velando el cadáver sentíamos a las gallinas, por eso pusieron al muerto en el piso de arriba, porque las palabras suben, como el mal olor. Mi madre dijo hacer el favor de salir de ahí los dos que vais limpios y aún os vais a presentar en el entierro con los bajos de los pantalones llenos de palomino. Todos los que estaban velando al abuelo tuvieron que oírlo. Luego, más cerca, en voz baja, me dijo ha venido la hija de Sebastián, que vayas un momento a su casa. Y a ver si haces el favor de quitarte ese traje. Un poco más de respeto. Como no quería liarla, ni tampoco pasar otra vez por la plaza con el terno del abuelo, me metí en mi cuarto y me puse lo primero que encontré, ropa limpia de ir a trabajar, que te manchas y no pasa nada. Con una vez ya había tenido bastante. Claro que no hubo manera de evitar las bromas gruesas: ¿qué pasa, que te has vuelto a manchar?, me decía Pepe Ronda, que había ya empalmado con el vermú, y por supuesto ya se había enterado del episodio de la cuadra. Pasé sin entretenerme y a lo que llegué a la masía estaban Sabina y él y Tanis y su hija Inés almorzándose unas magras con 34 de 61
35 una bota de vino. ¡Chico, de primera! ¡Se le ha ido la murria de golpe! Todos reían y brindaban la milagrosa curación del buey. ¡Ven a verlo!, me dijo Inés. Salimos al corral y allí estaba Farinelli, Inés lo llamaba Farinelli, un bicho de una tonelada, de color melocotón, de pie y comiendo paja en abundancia y meneando el rabo. Mira, mira, me dijo, y me cogió de la mano y me llevó hasta la cabeza. Mírale los ojos, que ya no están turbios, ¿verdad que no? De buenas a primeras estábamos los dos mirándole los ojos al buey y cogidos de la mano. Yo sentí un escalofrío que me subió por el espinazo hasta la nuca. Los dos allí, agachados, las cabezas juntas, qué bien olía Inés, allí en la cuadra lleno de boñigas y del sudor del buey, un día de junio sofocante, y yo estaba la mar de fresco y todo me sabía a gloria. Ella no hacía más que sonreír y darme explicaciones sobre una oclusión intestinal o no sé qué, se conoce que se lo habían producido las hierbas algo corrompidas de humedad que le había dado la Sabina, pero a ella no se lo había querido decir, porque le parecían ella y su padre buenas personas y porque no quería que nadie se disgustase. Al final el que peor lo ha pasado has sido tú, me dice, mirándome a la cara, y va y cierra los ojos y me da un beso en los labios, y luego se aparta y me dice: eres un chico muy guapo. Sí, sí, vosotros reíros, pero tener en cuenta que estábamos en 1977, en las fiestas del pueblo, y a mí no me ha llamado guapo nunca ni mi madre. Los Facundos somos feos, ya lo sé. ¿Por qué os creéis que hasta entonces no me hubiera comido una rosca, que era yo más virgen que las amapolas? Y así se lo dije. ¿Qué le iba a decir? Tú sí que eres guapa, le dije, pero a mi familia la llaman los Feos, con eso te lo digo todo. Pues tu hermana y tu madre son muy guapas, dice Inés, y tú y tu padre los dos os parecéis al abuelo. En mi tierra hay mucha gente con los ojos tristes y la boca grande, pero allí son guapos. Tú, si estuvieses allí, las chicas… ¡así las ibas a tener!, y cerraba los dedos de la mano suelta. Y yo, que estaba en el cielo pero aún me funcionaba la memoria, lo primero que pensé es ¿y esta de qué conoce al abuelo? Porque al velatorio no ha entrado. Pero ella era más lista que yo y no se le escapaba prenda ni daba puntada sin hilo. Dijo en casa tenemos una
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36 foto de antes de que yo naciera en la que está mi padre y tu abuelo y otros pastores que se iban a la trashumancia. Tenía que haberla traído para regalártela. Y así estuvimos un buen rato, yo más bien que el mundo entero, pero sin propasarme ni devolverle el beso ni nada, primero porque yo no sabía manejar la situación, y cuando no entiendes el funcionamiento de la máquina, lo mejor es quedarse quieto, y segundo porque me daba la impresión de que el beso ese no había sido un beso beso sino una demostración de amistad, como si dijéramos. Ella estaba muy contenta porque había hecho su primera operación a un animal (aconsejada, eso sí, por su padre, que sabía de qué iba el tajo), y ese beso fue pues eso: una muestra de alegría, como si fuésemos hermanos. Luego hemos visto en la televisión que no hace falta ser marido y mujer para darse un beso en los labios, pero entonces las cosas no estaban claras y la televisión se veía fatal, y si uno le daba un beso a una chica ya había firmado medio matrimonio, y al revés, si se lo daba una chica, corría el riesgo de cargar toda su vida con el sambenito de fresca. Se había muerto Franco pero un beso seguía siendo una cosa complicada. Estábamos en situación de revolcarnos por el heno, y sin embargo allí estábamos, delante del buey, cogidos de la mano, como dos hermanicos pequeños, sin conciencia de que se pudiera llegar más lejos, no sé si me explico. Pero eso no fue todo, porque cuando entramos otra vez a la cocina, que ya habían acabado el almuerzo estaban hablando y deshaciendo las migas encima del hule, Sabina me sacó una silla junto a la que había dejado vacía Inés, y cuando nos sentamos va el padre de Inés y me suelta, delante de Sebastián, delante de todos, dice les estaba comentando a estos amigos que te iba a proponer un trabajo allí en mi pueblo. Le decía a Sebastián que te he visto arrear al buey y he dicho este sabe lo que hace, este lo lleva en la sangre, como su abuelo. Allí lo que hay que hacer, según la temporada, es traer las vacas de la montaña o llevarlas a los pastos de verano. Trabajamos mucho con Portugal y también con el extranjero. Así que tú ahora te vas a la mili, que ojalá te manden al Ferrol, aunque tengas que hacer el CIR en África, y si te gusta el aire libre y montar a caballo, cuando te licencies allí tienes un buen jornal, eso te lo garantizo. Cuando no estemos de ruta puedes dormir en mi casa, 36 de 61
37 eso sin ningún problema, que allí tenemos sitio de sobras y no vas a tener que hacerte la comida. Tú ahora, cuando vayas a la mili, lo único que tienes que hace es sacarte el carné de camión. Y de momento, si quieres probar antes de irte a filas, la semana que viene llevo setecientas vacas al valle de Quirós, que está en Asturias, y yo ando corto de pastores, así que, si te animas, el par de meses que te quedan los puedes pasar allí. Eso me dijo, y a mitad de estar diciéndolo, más o menos cuando dijo lo de Portugal, como yo tenía un brazo colgando en el respaldo, un poco echado para atrás, Inés volvió a cogerme la mano por detrás de la silla. A mí me volvió a dar otro viaje el espinazo, yo creo que me temblaba todo menos la mano que Inés me estaba acariciando con el dedo gordo. No salía de mi asombro. En fin, dije, no sé cómo pero lo dije, dije no sé qué decir, tendré que comentarlo en casa. Ahora le ayudo a mi padre y no sé qué hará él con la camioneta cuando vuelva de la mili. Le di unas cuantas explicaciones más y él meneaba la cabeza y a cada inconveniente decía ¡no preocuparse!, ¡no preocuparse!, y me insistía en que tendría el puesto esperándome cuando terminara la mili, hasta que dije bueno, señores, me tengo que marchar, que aún tengo faena. El padre de Inés ya decía de ir a un restaurán todos a comer pero yo me encogí de hombros como diciendo iría pero es que voy de entierro, ¿sabe usted? De modo que me despedí de todos y suavemente me solté de la mano de Inés, que vino hasta la puerta y cuando estábamos ya en el zaguán me agarró de la camisa y volvió a darme un beso, y me dijo: te pondrás el traje de tu abuelo, ¿verdad? Imaginaros, amigos, imaginaros qué fuerza tenía entonces yo para pensar en nada. Veinte años. Eso tenía, veinte años. Cualquier muchacho de mi edad estaría jurando en arameo por no acudir al baile, y sin embargo pasar otra vez por el medio de la fiesta se me hacía cuesta arriba. Ahora iba solo y vestido de diario, lo que también llamaba la atención, y andaba ligero pero a los amigotes no pude pasarles desapercibido. ¡Hombre!, ¡ahí va el domador de mansos!, dijo Pepe Ronda, y los otros se reían. ¡Qué tal con la roya!, dijo Vicente Mediero, ¿has tocao ya pelo? Yo lo único que hice al escucharlo fue mirar alrededor y ver al pueblo entero reunido. Digo ya verás tú, ya 37 de 61
38 verás. Y efectivamente: a lo que llegué otra vez a casa, nada más cerrar la puerta y entrar en la cocina, mi hermana Rosario se me volvió a poner flamenca. ¿A ti no te da vergüenza, haciendo manitas con la gallega esa en casa de Sebastián con el abuelo de cuerpo presente? Y yo, que era más ignorante que un fuelle, voy y le pregunto: anda, ¿y tú cómo lo sabes? Las noticias corren como los lagartos. Y mi hermana Rosario la tenía tomada conmigo. Yo me defendí lo mejor que pude y traté de sonsacarle de dónde había salido la especie, porque ni en el patio ni en el corral había habido nadie aparte de nosotros, y los bueyes no hablan, y cuando nos metimos dentro la mano me la cogió de tal manera que ni Sebastián ni Sabina podían verlo. Mi hermana es más lista que yo y otra vez me había sacado de mentira verdad. Ella no soltó prenda, solo me repetía que si Leonor no quería saber nada de mí sus buenas razones tenía, porque después de despreciarla como la estaba despreciando, eh, no me merecía una chica tan buena como ella, y además del pueblo. Que le había arruinado las fiestas, porque no tenía ganas ni de salir de casa, y de paso a ella, a Rosario, que aunque ya las tuviese arruinadas podía mirar por la ventana, y así solo tenía ganas de ir a casa de Leonor y darle un poco de consuelo, y demostrarle que, aunque tuviera un hermano tan salvaje, ella seguía siendo su amiga. Mi padre, afortunadamente, nos interrumpió cuando Rosario estaba subiéndose a la parra. Eran casi las cuatro de la tarde. A las cinco, la hora de más calor, cuando la gente se echase la siesta, sería el funeral y nada más acabar el entierro. Mi padre me explicó lo de que el cura del pueblo ya había oficiado la misa mayor por la mañana, así que tendría que venir el párroco de Cantavieja, y había que ir a buscarlo. Mi padre se metió la mano al bolsillo y sacó las llaves de la camioneta. Toma, me dijo, vete a buscarlo. El R-6 déjalo que aún tendré que bajar a Benasal a por tus tíos. Casi se lo agradecí. Dije mientras voy y vengo no tengo que escuchar a nadie. Y la verdad es que al ir pensaba que la vida da más vueltas que la carretera, pero casi nunca se desvía. Inés me había llenado de esperanzas pero detrás de ella no solo había grandes reatas de vacas que bajan a beber al río sino otra camioneta igual que la mía, a lo mejor un poco más nueva, o un poco más 38 de 61
39 cara, pero llena también de vacas. La camioneta me esperaba si me iba a los montes de León, a conducir con niebla, a tratar con los del Bierzo, que entonces era un país lejano. Y si me quedaba, más de lo mismo: me quedaría con la camioneta de mi padre, o llevaría un camión con carné de camión. Estaría todo el día con las vacas, meses enteros como estuvo mi abuelo, o solo por los montes de mi pueblo, por la Peña el Morrón y la Muela Mujer, por los altos de Villarroya y los prados del río Palomitas, las llevaría hasta Fortanete con los pastores de Tortosa, dormiría debajo de un árbol. Allí en León habrá otros montes, pero la vida del pastor de vacas viene a ser la misma. Eso sí, allí había más bueyes. Inés no era decir me voy del pueblo a llevar otra vida en la capital o en el extranjero. Inés era un cambio en los nombres de los montes, sobre todo era eso. Y otro tipo de mujer. Digo esto porque al bajar a Cantavieja ya estaba decidido a irme con ella, más bien con su padre, porque ella se quedaría estudiando en su colegio mayor de Zaragoza. Me lo imaginaba todo: iría al entierro, me cerraría en casa un par de días con mis padres, hasta que terminasen las fiestas, y al tercer día por la mañana les diría a los dos juntos, a mi padre y a mi madre, les diría pasa esto, y tendría la maleta preparada en el pasillo. Y al mismo tiempo iba dando las curvas que culebrean de aquí a Cantavieja, y pensaba: yo no quiero conducir, yo no quiero irme. Veía los barrancos y los pinares como si no los volviese a ver nunca jamás y tuviera que fijarme mucho en los detalles. Decía este verde de las hierbas no es el verde de Galicia, y yo un emigrante en el país de los que se quieren ir. Y aun así, teniendo en cuenta que me esperaba una buena temporada en Ceuta, podía encogerme de hombros y tirar para adelante, tantos otros lo habían hecho y les había ido bien, y cada día eran más los que lo hacían, y algunos otros no habían vuelto porque les daba vergüenza, o porque les podían los malos recuerdos. Irse primero a Ceuta y luego a los Montes de León era decir adiós. La cosa es que a fin de cuentas no era un mal plan, pero vosotros los más jóvenes no tenéis idea de cómo estaban las carreteras por aquel entonces. Éramos menos que ahora pero había el triple de muertos. No creo que haya nadie de mi edad aquí presente, y que haya vivido aquellos 39 de 61
40 años por esta parte de la sierra, que no tuviera un amigo que se le fuera en un accidente de aquellos. Y yo, entonces, tenía miedo. Los coches eran malos y corrían mucho. La carretera estaba llena de baches, con el firme descarnado, sin peraltes ni líneas ni señales casi. No había fiesta sin desgracia. No todas mortales, claro, pero sustos, muchos, a todas horas. Y al mismo tiempo yo decía: manda narices, Facundo, que hace una semana estabas desesperado porque no te miraban las chicas y lo de Leonor lo veías muy negro, y que te ibas a ir a la mili sin la foto de la novia en la cartera, y sin comerlo ni beberlo te aparecen en el horizonte dos chicas tan buenas que no sabrías decir cuál es mejor, ni, en el fondo, más guapa, y el padre de una te arregla el futuro y el de la otra tiene tierras en Cantavieja, y tú aquí, pensando en la camioneta y en las estadísticas de víctimas mortales y diciendo mira, en esa curva se estrelló Fulano, contra ese pino. Y a punto de recoger a un cura. A mí nunca me había gustado tomar decisiones. Le doy vueltas hasta que lo enredo todo y llego a la conclusión de que lo mejor es no hacer nada. Ya llegando a Cantavieja estaba dispuesto a dejarlas estar a las dos, o como mucho, si coincidíamos y me preguntaban, o si me intentaba sonsacar mi hermana, decirles que no quería echarme novia hasta que volviese de la mili, y que hasta entonces tanto Inés como Leonor eran perfectamente libres de echarse novio o no echárselo y de casarse o seguir solteras. Yo no tenía ningún derecho a interferir en la vida de nadie, a veces ni en la mía propia. La única decisión que había tomado en la vida, de pequeño, había sido no ser pastor de vacas, y ahora me tocaba decidir si quería ser también su chófer. Las otras me venían grandes. Casarme, tener hijos, deslomarme a trabajar. Lo único que me gustaba de la camioneta es que dentro no me agobiaba nadie ni nadie me exigía decidirme por esto o por lo otro, arrepentirme de algo hecho sin querer, pedir perdón a quien no he prometido nada, rechazar a quien veía en mí lo que hasta entonces solo había visto yo. Todo eso se me hacía un mundo, y con ese ánimo llamé a la casa del cura, Segis, que salió sin saludarme siquiera, se metió
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41 en la camioneta y se echó a dormir hasta que llegamos. Se conoce que lo había cogido en medio de la siesta. Al cura lo dejé al principio del pueblo, no podía meter la camioneta porque estaban ya puestas las barreras de troncos para sacar al toro por la tarde. Pero me dio lo mismo. A la gente, cuando bebe, le afloran los sentimientos. Cuando llegué a casa ya había dos amigos míos, José María Teler y Camilo Pajares, que habían traído el carro de llevar a la Virgen a la ermita para que pusiésemos el ataúd, no habían quitado los ramos de albahaca ni nada. Lo habían metido en el corral y me estaban esperando para que, ya que me daba tanta maña, fuese yo a buscar a los bueyes. De eso nada, dije yo, ya de mal genio, y eso que a mí no me sale dar voces y enseguida me doy por vencido. Uno de los bueyes está malo, les dije, y lo menos que puede pasar es que se derrumbe o que se descagace. ¡Ya he tenido bastante con los bueyes!, dije, y me fui a cambiar de ropa. Estábamos en el corral y entonces, desde la ventana de arriba, la habitación donde aún estaba el cadáver de mi abuelo, se oye una vocecica muy dulce que dice: el buey está mucho mejor, además le vendría bien dar un paseo hasta la iglesia… No me hizo falta levantar la vista para saber que era Inés. Ella y su padre habían ido a despedirse de nosotros antes del funeral. Teler y Camilo Pajares se descojonaban. ¡Tira, tira, que te llaman!, decía Teler. ¡Respetar al muerto por lo menos!, decía Camilo Pajares. Yo había evitado subir al cuarto donde estaba el cadáver del abuelo. Lo vi nada más morirse, cuando se armó la de Dios con la mortaja que había que ponerle, y lo subí con mi padre por la escalera, él lo sujetaba de los brazos y yo de los pies, y lo dejamos arriba en la cama de mis padres. Pesaba un quintal. El abuelo era un hombre de huesos grandes. Fue una decisión acertada porque abajo había un trasiego constante de personas, no todas en condiciones, y de tanto abrir y cerrar la puerta ya se habían metido las moscas. Pero pronto iban a cumplirse las veinticuatro horas y aquel año San Luis vino con calor. Si por mí hubiera sido, no habría subido hasta que Juan Gabriel no trajera el cajón, metieran al abuelo y lo cerraran bien cerrado. Mientras lo subíamos miré solo los zapatos. En eso soy muy 41 de 61
42 aprensivo. Si le veo la cara a un muerto, luego ya no me la puedo quitar de la cabeza. Me pasó, después, en la mili, que vi morir a un amigo mío y después de las horas que habíamos pasado juntos ya solo recuerdo la cara que se le quedó cuando en unas maniobras le pasó un tanque por encima. Pero estaba Inés. Y subí. Al contrario de lo que me imaginaba, el ambiente era fresco y perfumado. Solo estaban las cuatro amigas de mi abuela que se iban turnando con el rosario, además de mi abuela, que no se movió en toda la vela y que tenía la misma palidez que su marido, Inés y su padre. Las abuelas habían llenado el cuarto de cirios, imágenes de santos y cortinas negras. El cura del pueblo les había traído un incensario que soltaba un humo como el de las iglesias, un olor a funeral, no a muerto, que además espantaba las moscas. Inés iba con su melena roya y su vestido de flores. Cuando entré se acercó hasta mí, me cogió de la mano y me dio un beso en la mejilla. Luego estuvo hablándome en voz baja y acercándoseme mucho, como se hablan los novios. ¿Por qué no te has puesto el traje?, me dijo, entre otras cosas. Yo miré entonces al abuelo. No he visto en mi vida una cara más tranquila. Estaba como si acabara de echarse la siesta después una comida por todo lo alto, y no tenía mal color. Más demacrada estaba la abuela. Entonces Inés me contó que se quedarían al entierro pero nada más terminar, sin esperarse a los pésames, se irían antes de que empezase a bajar el sol. Tenían que llegar, ella a Zaragoza y su padre a Castrillo de Polvazares, donde tenía las vacas, antes de que se volviese a hacer de día. Así que habían ido a dar su último adiós al gran Facundo. Iban a haberse ido al día siguiente con el autobús de Soligó hasta Teruel y luego ya verían las combinaciones, pero había un chico muy majo que se había prestado a llevarlos en su coche hasta Zaragoza esa misma tarde, con tiempo para que el padre cogiera un tren. ¿Un chico muy majo?, dije yo, creo que es el primer brote de novio que me salió. Sí, dijo Inés, es de Villafranca. ¿Y lleva un sombrero blanco? Sí, dijo ella, ¿lo conoces? Recuerdo que di un paso atrás, como si la chica despidiera fuego. En aquellos tiempos, que un Fulano se te llevase a la novia en coche a Zaragoza no era moco de pavo. Sentí como si me vaciara por dentro. Era el momento de sacar los celos, y tú por qué te vas con ese, os llevo yo en la 42 de 61
43 camioneta, cosas así, pero me di por vencido, a pesar de que me hubiera dado un beso, o de que me cogiera la mano. A mí no me salía ponerme farruco, y menos allí metido, con el bisbiseo de las viejas y el humo de los cirios. Aquella chica era muy lista. Me debió de ver también a mí más pálido que el muerto, como a la abuela, y se sonrió como si me estuviera leyendo el pensamiento, como si estuviera viendo los celos chuparme la sangre. ¿Cómo es posible sentir celos con un beso de nada? ¿Qué pasaba entonces en nosotros? Ay, amigos, no sé cómo serán los jóvenes ahora, ni ganas tengo de saberlo, pero entonces la vida eran cuatro estaciones de tren en las que pocas veces te guardaban el billete. Antes de sentir amor ya sentíamos celos, como si estuviera en juego todo, la posesión, el honor, lo que sea, pero a cada paso dabas por ciertos hechos que no habían sucedido. Inés y yo nos acabábamos de conocer y yo ya estaba en sus manos. ¿Te pones el traje para ir a por los bueyes?, me dijo, en un tono que ya no era una proposición, sonriente pero con la mirada seria. Sí, sí, dije yo. Le dieron un beso a la abuela y bajaron conmigo las escaleras. El padre se quedó abajo, en el comedor, con los hombres, fumando y bebiendo copas de barracha y aspirando por la nariz. Yo me metí en mi cuarto, a ponerme el traje, dijera mi madre lo que dijera, que estaba en la cocina con las otras abuelas. Los jóvenes estaban de fiesta, aquello parecía un asilo. Y aun así estaba muy claro que faltaba mucha gente. Mi abuelo se murió sin enemigos, pero aun quienes le apreciaban creían que vivió en pecado. No sé bien dónde acaba el escándalo y dónde empieza la envidia, pero el abuelo se murió como un ateo pendenciero, a pesar de que se hubiera ocupado de llevar la Virgen durante tantos años y que nadie nunca le hubiera visto en ninguna pelea. La cuestión es que, cuando me metí en mi cuarto y me puse otra vez el traje, vi por la ventana que da al matadero que Inés se metía en el 124 blanco del peluquero de Villafranca. No me había dicho nada al despedirse, tan solo que iba a dar una vuelta antes de la hora del entierro, para ver un poco el ambiente que empezaba a despertar. Ni ambiente ni leches. Estos se largaban a Villafranca o a saber dónde se irían. Aquello terminó de rematarme. Se había subido al coche y había 43 de 61
44 paseado por las calles sin barreras, delante de todos mis amigos, y de sus padres y de sus madres. Todos los quintos habían visto la escena porque estaban preparando el escenario para la orquesta. En un pueblo pequeño no se pueden cometer tantos errores. Y sin embargo tengo que decir que cuando terminé de ponerme el traje, cuando me abotoné el chaleco y me calcé la chaqueta, me volví a sentir tan bien como al principio. La llama de los celos se apagaba. Me pareció hasta bien. Aquella muchacha iba buscando amigos, no novios. Confundían un poco porque no paraban de dar besos y acariciar manos y la vida era un mundo de color. Y lo hacían antes y lo harían después de besarte a ti, y no porque fueran frescas, sino porque habían encontrado ahí un territorio intermedio entre la amistad y el amor que si no sufres de celos es estupendo. A mí aquello me venía grande. Inés, no el traje. A lo mejor me hacía jipi en Ceuta con los moros, pero hasta entonces las manifestaciones de paz y amor no terminaban de cuajar en los pueblos de la sierra. Pronto empecé a verlo como un recuerdo más. Cuando salí de la habitación me di de bruces con Leonor. Estaba con mi hermana y otras amigas, habían entrado solo a darle un beso a Rosario porque se iban enseguida a preparar las meriendas de la peña. Conmigo estaba muy tirante. Mi hermana Rosario, en cambio, hizo movimientos para que Leonor y yo pudiéramos hablar. Aquello era lo que más temía. Hablar, hablar, siempre hablar. Hablar es una maldición. Empiezas y no paras, y nunca llegas a ninguna parte. Formábamos todos un corro en el patio, mi hermana y las amigas de mi hermana, José María Teler y Pajares, Pajares le había echado el ojo a Estrella, yo creo que trajeron el carro para hacerse los encontradizos, y eso que Camilo Pajares era el más moderno y tenía un Mini rojo que causaba sensación. Y yo a Leonor la tenía enfrente, hablando con Rosario, pero no se cómo hizo Rosario que se iba poniendo de espaldas y al volver a ponerse de frente Leonor quedó un poco más cerca de mí, porque yo no me movía de mi sitio, hasta que al final, con ese desapego que os decía, empezamos a hablar los tres porque mi hermana dijo que ese traje olía que apestaba a bolas de alcanfor, y al poco de decirlo fue a atender a alguien y nos dejó fuera del corro a Leonor y a mí. 44 de 61
45 Muchas gracias por lo de los pantalones, Leonor, le dije. Ya veo que te los has puesto para enterrar al abuelo, dijo ella, mirando para otra parte. No…, mujer…, es que me parecía más serio…, es que el sombrero charro da mucho calor…, le dije yo. Y ella metió la directa, por si se nos hacía tarde. Mira, Facundo, me dijo, tengo la sensación de que los dos estábamos un poco equivocados. A lo mejor tú te pensabas que yo soy esa novia que se reserva uno para cuando venga de la mili, y que mientras tanto ancha es Castilla, uno puede pasearse con quien le dé la gana, de la mano o como quiera, y puede hasta darse besos en público y acariciarse y aquí no ha pasado nada. Y a lo mejor yo me pensaba que tú eras como tu padre, un hombre serio que jamás ha faltado a tu madre y que, y esto me lo han contado a mí mis padres muchas veces, se les veía juntos desde mozos y nunca jamás en todo el noviazgo dieron que hablar ni se enteró nadie de si habían discutido; pero no me imaginaba que fueses a ser como tu abuelo, que todos sabemos lo faldero que ha sido siempre, y el pueblo entero comenta, para que lo sepas, que esa chica tan descocada es nieta suya, porque el bruto ese que le acompaña seguramente sea un hijo natural. Ya sé que es una barbaridad, Facundo, ya lo sé, y yo no me lo creo, pero me gustaría creerlo, porque así pensaría que es imposible que me engañes con ella. Sí, engañar, no pongas esa cara. Soy una mujer y no me apetece estar plantada todos los años en el baile a ver si sale alguien con quien compartir mi vida. Que sepas que tú no has sido nunca mi último recurso, porque aún soy joven. Que sepas que te he elegido. Pero tú eres tonto y no entiendes nada. No sabes lo que significa una prenda de amor. Nos hemos conocido y a las primeras de cambio me has traicionado. Mucho vas a tener que hacer a partir de ahora si quieres que sigamos siendo amigos. He dicho amigos, porque novios no lo seremos jamás de los jamases, antes me quedo soltera o me meto monja, o me voy a vivir a Villafranca. A ver si te has pensado que me quedo en casa en las fiestas, a mis veinte años, porque ya no tengo nada más que hacer en este mundo. No eres el único que me ronda, a ver si te enteras, y tampoco el más guapo, ni el más culto, ni el más rico. No eres el mejor de mis pretendientes. Eso que te quede muy clarito. 45 de 61
46 Dijo, y se dio media vuelta y se metió en el corro a hablar con las amigas. Yo me quedé fuera, di unos pasos discretos hasta que me pude dar la vuelta y salir a la calle a que me diera el aire. Quiero que entendáis que yo era un mozo inexperto, que no sabía lo que la gente quiere decir cuando dice esas cosas. No sabía si Leonor me estaba dando una segunda oportunidad o me estaba mandando a escaparrar. Una riña de novios, que se dice. ¡Pero qué novios ni qué leches! ¿Cuándo me le había declarado yo? ¿Había ido a ver a sus padres? ¿Había entrado en casa? Ella sí, pero porque era amiga de mi hermana. ¿Pero yo? ¡Si ni siquiera nos habíamos dado un beso! ¡Si era la primera vez que la escuchaba hablar tanto rato, porque el día del Samba pa ti no habíamos cruzado más que cuatro palabras! Estaba yo que echaba humo. En la plaza y en la calle Raballa, conforme crecía la sombra ya se iba concentrando personal. Los muchachicos me miraban como si fuera un forastero, no sé si por el traje negro, por el olor a naftalina o porque me salieran chispas por las orejas. Más de uno me dio una palmada en el hombro y aprovechó que yo pasaba por su puerta para no acercarse a la mía a darme el pésame. Me tuve que parar un par de veces. Un abuelo me contaba cuando mi abuelo y él fueron a cazar jabalíes con un cuchillo, mientras por detrás pasaba la charanga de Villafranca con el Paquito el Chocolatero a toda pastilla, y yo allí, con el traje negro. Digo solo falta que aparezca el del sombrero y me diga algo o alguien se sonría o me pongan en algún disparadero, no porque vaya a cometer ninguna insensatez, sino porque me iré corriendo y todavía se reirán más a gusto. Cuando llegué por fin a casa ya estaba allí el cajón, la taud, como la llamábamos. Afuera vi el carro de Juan Gabriel el carpintero, porque el otro ya se lo habían llevado. Mi madre había ido despejando el poco personal que seguía en casa y a la abuela la habían sentado en una silla del comedor. Me estaban esperando a mí para bajar al abuelo. ¿Ya te has vuelto a poner ese traje? ¿Es que no has oído a tu padre?, me dijo mi madre. El mío está sucio, madre. ¡Pues ponte una camisa negra de tu padre y no hagas la risa, que bastante tenemos! A ver cómo le explicas a tu madre, en aquella época y en aquellas circunstancias, que así con ese traje me sentía más fuerte, con las ideas 46 de 61
47 más claras y los sentimientos más definidos. A ver quién le dice a mi madre que un traje de paño es la coraza del guerrero, la que le hace ser guerrero y le infunde valor. Ni ella ni mi padre, que estaba arriba, desmantelando el mobiliario fúnebre, me habían visto manejar a los bueyes ni tampoco se imaginaban que yo iba a transportar el cadáver del abuelo con aquella soltura y aquella firmeza. Claro que a un cadáver lo puedes coger de un zapato y bajar a rastras por las escaleras y no pasa nada, pero fui yo quien lo cogió fuerte por los hombros, y mi padre, que iba delante, lo sujetaba por la parte de los pies. Veía la espalda de mi padre, el cogote a cepillo, el brazo libre separado del cuerpo, como cuando llevaba un saco de pienso, o un tronco para reparar el techo. Lo vi con el traje azul oscuro de las bodas, algo anticuado ya entonces, el faldón lleno de arrugas, demasiado grande, la camisa demasiado blanca al lado del cuello tostado, que parecía negro, lleno de surcos. Del traje no me dijo nada. Para mí que solo fue cosa de mi madre y de mi hermana, y que a mi padre le gustaba que fuera así vestido, como si entendiera lo que me pasaba por dentro. Cuando llegamos abajo y metimos al abuelo en el ataúd, una taud grande, mira que mi abuelo era grande y todavía le sobraba un palmo, yo toqué la madera sin querer y me manché con el barniz aún fresco. Esa taud no era nueva, estaba llena de arañazos, algunas juntas llevaban una pieza porque se habían abierto, Juan Gabriel había hecho un buen trabajo pero aquel féretro estaba como restaurado, y con eso no quiero decir que ya hubieran enterrado antes a alguien con él. Fui a preguntarle a mi padre, o al mismo Juan Gabriel, pero la prudencia me detuvo, y la memoria. Yo lo miraba y decía: y a mí esta taud de qué me suena… ¡Pues claro que me sonaba! Y le dije a mi padre: pero padre, ¿esta no es la taud de Bomba? ¡Sí, hijo!, me dijo él, ¡y qué quieres que le haga, si tu abuelo era tan grande! Entonces las ataúdes las hacían los carpinteros, a veces las compraban hechas y siempre tenían alguna de retén por si pasaba algo. Pero claro, el abuelo no cabía en las ataúdes normales y había que hacerle una nueva, así de repente. Mi padre fue a Juan Gabriel el carpintero y le dijo pasa esto. Ya sabía mi padre dónde tenía que ir, ya. Resulta que Juan Gabriel, unos cuantos años antes, había hecho una taud más grande por si se moría alguien muy alto, pero como no se le moría nadie 47 de 61
48 y le estorbaba, la subió a la falsa y puso allí el pienso para las gallinas. ¡Aún me acuerdo yo de pequeño haber ido a pedir pienso a casa de Juan Gabriel y que me dijese: sube, sube a la taud y coge el que tú quieras! A mí aquello me daba respeto. Solo tocarlo ya me parecía que se me iba a pegar algo de los muertos. Bueno, pues resulta que una noche, para San Luis precisamente, iban de juerga mi padre, Miguel el Seco, Jaime Balbina y José Manuel Bomba, que era el más joven de todos, y no se les ocurre otra cosa que subir a la falsa de Juan Gabriel, vaciar la taud de grano y cargarla en un un land-rover al que habían quitado la capota. Metieron dentro de la taud a mi padre, que iba borracho, y se fueron a Villafranca. La que se armó fue buena. Iban a los bares con la taud, y la gente se metía para ver qué tal se estaba. Alguien lo denunció al cuartelillo de la Guardia Civil, los detuvieron y les cayó una somanta palos. Mi abuelo, cuando vio llegar a mi padre lleno de cardenales, le dijo tú eres tonto, hijo mío, con la de excusas que se inventan para dar palizas, y tú vas y se la pones en bandeja. Y yo no sé si fue por aquello, pero mi padre siempre tuvo algo de resquemor con mi abuelo. No se le había olvidado que Juan Gabriel tenía una taud grande, no. Mi madre había trancado la puerta mientras lo metíamos en el féretro y clavábamos la tapa. La abuela se despidió por última vez del abuelo, entre mi madre y mi hermana la cogieron cada una de un brazo y la acercaron hasta el muerto. Tampoco era muy vieja, de hecho era bastante más joven que el abuelo, unos setenta tendría, pero aquel día se vistió con la ropa del resto de su vida, de negro las zapatillas y las medias y las faldas y el mandil, de negro la chambra y la camisa, negra la pañoleta anudada por debajo de la barbilla. De negro ya para siempre hasta hace tres años que murió, a los noventa y siete. Con lo poquica cosa y lo floja que se la veía entonces nadie hubiera dicho que fuese a llegar tan lejos, treinta años de viuda, pero entonces las etapas de la vida comenzaban un día concreto, cuando te casabas, cuando se te moría el marido. A mi abuela le había pasado lo contrario que a mí. Al morírsele el abuelo se le habían muerto las ganas de hablar. De niño la recuerdo muy dicharachera, todas las mañanas cantando mientras ventilaba las habitaciones, sentán48 de 61
49 dome en sus haldas y llamándome cordero. Pero luego adoptó una silenciosa posición de anciana que ya es como todos la recordamos. Allí se estuvo mirándolo y meneando la cabeza, con los ojos ya secos de tanto llorar, hasta que la volvimos a la silla. No sé si es que no tenía fuerzas para andar o que formaba parte del dolor. Juan Gabriel el carpintero pegó unos cuantos martillazos en la taud, recogió las herramientas y se marchó, y José María Teler y yo nos fuimos a la masía de Sebastián. A la Sabina le sentó mal que volviésemos a por los bueyes. ¿Queréis dejar en paz al animalico de una puta vez? ¿Es que no hay seis hombres que lo puedan llevar a hombros a la iglesia? ¡A ver si voy a tener que ir yo! Hice cuentas y estábamos, aparte de ella, mi padre, Tanis Perello, Sebastián y, si acaso, el cura. ¡A quién más le dices que vaya poco antes de empezar los toros a llevar un muerto a un funeral! Había que haberlo dejado para el día siguiente, pero con aquellos calores era una barbaridad. Mis amigos… Ya me veía yo al abuelo, él que nunca perdió el equilibrio, haciendo eses de camino a su funeral. Quita, quita. ¡El cura no que es muy grande!, dijo la Sabina, que no dejaba de ponerle peros a todo. Pues entonces solo somos tres, le dije yo, ya un poco harto, y tú, si quieres, cuatro. ¡Pues con cuatro hay más que suficiente, qué rediós!, dijo la Sabina. Le pasas una soga por delante y otra por detrás y au: así no hay que llevarlo al hombro, y encima nos puede ayudar el cura. ¡Si hombre, y si quieres me traigo el carretillo del estiércol! Estos amigos míos han traído el carro con toda su buena voluntad y… ¡Y qué, tonto el higo, si lo hacen para divertirse! El padre de la Sabina templó gaitas: hala, venga, no pleiteéis, que se lleve los mansos o que haga lo que quiera, pero que se dé prisa porque…, y se daba golpes con la uña en la esfera del reloj. La Sabina tenía razón. Aquello era montar un espectáculo, y eso que lo normal era llevar el cajón en un carro tirado por un burro, pero lo de los bueyes, allí con las lanzas llenas de flores, era un poco demasiado. Entre cuatro va a ser poco, dije al final. Voy a ver si encuentro a dos más que no estén de fiesta. A Sebastián le gustó la idea: sí, hombre, sí, dijo. Ya se lo digo yo a mi sobrino, con que te busques uno más ya sobra material.
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50 Aquello se quedó así. Volví a cruzar la plaza de bastante mal humor. Cuando llegué les dije a Camilo y a Pepe Ronda que no íbamos a usar los bueyes, que lo llevaríamos los miembros de la familia. José María Teler empezó a decir que enseguida venían todos los quintos al sepelio y tal y cual, pero yo, de buenas maneras, les dije que no. Pero está visto que no se puede ser blando. Si dices algo por las buenas, te toman por el pito del sereno. Si te enfadas, te retiran el saludo. ¿Dónde está el carro?, me preguntó mi padre. Les he dicho que se lo llevasen, padre. Vamos a dejarnos ya de bueyes y de historias. Nos lo echamos al hombro y au, como se ha hecho siempre. ¿Tú y yo? No, hombre, nosotros ni siquiera deberíamos llevarlo, pero ahí fuera están mis amigos. No, dijo mi padre, no se lo digas a tus amigos, que ya se lo diré yo a los míos. Estábamos así hablando cuando apareció por la puerta Sebastián. Eran ya casi las cinco. ¿Qué, nos vamos?, dice Sebastián. ¿Cuántos somos?, le pregunto. Vosotros tres y mi sobrino que ahora viene. Con cuatro ya somos bastantes. Un cajón de sabina, como los hace Juan Gabriel, que les mete tablas de tres dedos de gordas, y mi abuelo dentro, entre cuatro, no sé yo, pensé, no tanto por mi padre como por mí mismo, que nunca he sido fuerte. Pero no dije nada. Mi padre sí, mi padre habló más que había hablado hasta entonces, y dijo que esperásemos un momento, que avisaría a Francheta y a Pelejero. A lo que nos dimos cuenta medio pueblo estaba en la puerta, todos dispuestos a portar el féretro. El cura se abría paso entre los vecinos como un pastor entre el rebaño, se había puesto la sotana y encima la sobrepelliz esa que llevan y la estola. ¡Vaya, hombre, llego tarde!, dijo cuando por fin pudo entrar al zaguán, envuelto en agua, colorado de la gente y del calor, recién despertado. Pero da lo mismo, dijo, le puedo dar la extremaunción in artículo mortis y a través de la madera, no pasa nada, aquí lo que cuenta es la intención. Y estaba rezando los latines cuando tocan a la puerta y aparece Tanis con su hija Inés. Los dos estuvieron rezando con nosotros. Inés se puso a mi lado y me cogió del brazo. Mi hermana Rosario echaba fuego por los ojos. Cuando se deshizo el silencio y los hombres se acercaron para cargar el ataúd, Inés me estiró del brazo y me llevó un poco aparte.
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51 Dice nos iremos antes de que vayáis al cementerio. Dice toma, y me dio un papelico con sus señas de Zaragoza. Escríbeme, o ven a verme. Mi padre te guarda el trabajo, y yo te espero. Sí, sí, no os riais, no. Así mismamente me lo dijo. No se me olvidará en la vida, la cara que puso, los ojos esos azules que se le salían, la sonrisa. Todo fue muy rápido porque no era cosa de ponerse allí a pelar la pava, y además los hombres se habían situado junto al féretro en cuanto llegaron los amigos de mi padre. Eran todos hombres ya maduros, entrando en la sesentena, pero hombres fuertes, fibrosos, acostumbrados a echarse la vida a las costillas. Mi lado estaba un poco más flojo porque íbamos mi padre, Sebastián y yo, y en el otro iban los otros cuatro. Pero cuando mi hermana Rosario abrió los portones del patio y vi que la calle estaba llena de gente, el ataúd dejó de pesar, como si fuera en volandas, pero volvió a ser lo más pesado que puede llevarse porque antes casi de salir a la calle va y se pone justo detrás de mí, para equilibrar, nada menos que el chulo del sombrero blanco, el de Villafranca, sin el sombrero, claro, y arrima el hombro, ¡y va y me pone una mano a mí en el hombro, como en las procesiones! Yo giraba la vista y veía esa mano y pensaba ¡cabrón, qué habrás tocado tú con eso! Como os podéis imaginar, no pude decirle nada, ni en la conducción del cadáver ni luego, menos, claro, dentro de la iglesia. Mientrás bajábamos por la calle Raballa, que es estrecha, no cabía un alma. La gente se había subido a las barreras y a las rejas de las ventanas para ver el toro. Muchos, cuando al principio de la calle vieron movimiento, empezaron a correr y a silbar, y luego se callaron cuando se dieron cuenta de que era un entierro. Si el abuelo se hubiera muerto un martes de invierno y nadie tuviese otra cosa que hacer, no habría ido tanta gente a verlo. Todo el mundo guardaba silencio con sus sombreros de fiesta y sus caras pintadas, como un minuto de silencio en mitad de una juerga. A la altura del bar de Amadeo, enfrente, donde está ahora la Caja Rural, que entonces era el bar Pepe, allí resguardada en el portal vi a Leonor que estaba con su madre. Pasé muy cerca de ella, por esa parte de la calle casi podía tocar con la mano las piedras de las fachadas, y vi la cara que puso cuando nos vio al de Villafranca y a mí, uno detrás del otro, de costaleros. En51 de 61
52 tonces a Leonor no le importó que estuviera con su madre ni que el pueblo entero la pudiera ver, y se adelantó un paso y me cogió la mano y me miró a los ojos, y tengo que decir que nadie hasta entonces me había mirado con tanta verdad, ni siquiera Inés, con esos ojos claros que se le salían. No, esta mirada de Leonor fue una mirada de reconciliación, fue la mirada de la novia que dice tú y yo hemos discutido pero hay un vínculo más fuerte entre nosotros que nadie podrá desatar, discutimos porque nos queremos, y yo (digo yo que pensaría ella) no he salido al baile anoche porque si tú estás de luto yo también estoy de luto. Y me dijo: luego nos vemos, Facundo. Al otro, al peluquero, no le dijo nada, o no lo vi yo, porque igual el otro giró después la cara y se hicieron señas, no lo sé. La mano no se la dio porque la mano la llevaba yo en el hombro, era como si se me hubiera posado una rana, y además, por lo poco que veía, era una mano fina, llevaba hecha la manicura y la piel era sedosa, sin callos ni burras, sin quebrazas, y blanca como la leche, más blanca que el cadáver de mi abuelo, que tenía mejor color. Sí, sí, es verdad, puede que se le hubiera quedado tan pálida de tenerla más arriba del corazón, en eso puede que estéis en lo cierto, pero la sensación era de que fuera un vampiro que había venido a chuparme la sangre. Hasta que vi a Leonor no pensaba en otra cosa que llegar a casa y escribirle a Inés. Atravesábamos vestidos de negro entre el gentío y yo me iba dictando la carta a mí mismo, Querida Inés, siempre guardaré en mi corazón el maravilloso momento que pasamos en el corral del Sebastián, cuando estabas curando al buey… Me quedaba en la primera frase porque a mí escribir tampoco se me da muy bien. Yo, hablar, lo que quieras, pero si escribo todo se me llena de adjetivos y aquello es un desastre. Todo me sale cursi. Y encima el buey. En fin, yo iba con esas. Cuando llevas un féretro a hombros tienes que ir muy serio y con la mirada fija en el cogote del que va delante, y luego tú ya piensas en lo que te apetece. Querida Inés… Pero ya digo que al pasar por el bar de Pepe y ver a Leonor me volví a hacer un lío. ¿Qué me convenía más, lanzarme a la aventura con las vacas en los Montes de León y viajar de vez en cuando a Zaragoza para ver a la novia, o tener ya novia todos los días, salir con ella de paseo los 52 de 61
53 domingos por la carretera, llevarla a tomar un bitter sin alcohol a un bar de Cantavieja, comer con su familia y demostrar a todo el mundo antes de irme a la mili que yo soy un buen chico? A mí siempre me ha tirado el pueblo, y no es por mansedumbre, sino porque sé lo que quiero desde el principio. Inés era una muchacha extraordinaria, ni una doblez, ni una mala cara, todo entusiasmo y alegría, y a mí eso me daba también un poco de miedo. Si es capaz de ilusionarse conmigo, pensaba yo, podría ilusionarse con cualquiera. Eso lo tenemos los hombres. Una mujer nos tira cañamones y lo primero que pensamos es eso: qué poco tendrá esta donde escoger para venir a fijarse en mí. Somos así de imbéciles, qué le vamos a hacer. Leonor, en cambio, era lo que podríamos llamar un buen partido, porque su padre tenía perras y ella era una muchacha decente y responsable, la mejor madre posible, pero si yo le había echado el ojo antes que a ninguna no era por dar un braguetazo, que se dice ahora, ni mucho menos. Le había echado el ojo porque me gustaba. Leonor era y sigue siendo una mujer muy guapa, si me apuras más guapa que Inés, con más lustre y más empaque. Inés era más espigada, más desgarbada, pero tenía esa inocencia de no ver nada malo en meterle al buey el puño ni tampoco en darme un beso a mí. En resolución: que estaba hecho un lío, y encima la tarde se estaba poniendo fea. Estábamos entrando por la puerta y sonó un trueno que tembló el misterio. El cielo se puso gris, de tormenta fuerte. Algunos nos decían que fuésemos más ligeros, que nos íbamos a mojar, pero lo decían porque si se destaba la tormenta se iban a quedar sin toro. O sea que agradecí que llegásemos a la iglesia y dejásemos el catafalco en una mesa con ruedas, desde donde lo empujaron hasta el altar. Lo agradecí más porque el chulo aquel de Villafranca desapareciera de mi vista que por quitarme el muerto de encima. No me dijo nada ni yo a él tampoco, no era momento de ponerse a charlar. Pero el tío se esfumó como una güina y a lo que me quise dar cuenta ya estaba formada la comitiva de los familiares, mi hermana Rosario sostenía a la abuela, mi madre y mi padre ibán detrás, con la misma cara que cuando entraron a la iglesia para casarse, sobre todo ella. Yo me puse detrás de mis 53 de 61
54 padres. Los parientes, que ya se habían sentado en los bancos, nos miraban con curiosidad. Me sosegó entrar en la iglesia, aquel frescor, aquel silencio. El cura no soltó prenda en la homilía pero sí alguna indirecta. Habló del abuelo de viva voz, sin micrófono, un hombre querido por todos y que si fue que si vino. Habló de la emigración y dijo que había una hemorragia de juventud, y puso al abuelo como ejemplo de emigrante temporero, que se fue porque se tenía que marchar pero nunca dejó de ser vecino de su pueblo. Yo escuché aquello como si fuera por mí. Eso era como decirme: tú, chaval, vete a donde te dé la gana pero no te olvides de quién eres, y no te precipites en aquello que te puede atar toda la vida. Lo primero era la mili, o sea que hasta casi dos años después no había más faena que vivir. Además, Inés y su padre ya estarían en el coche del de Villafranca rumbo a Zaragoza, y Leonor y su madre, cuando terminase el funeral (las vi sentadas a las dos en la última fila, muy discretas), se sentarían en el balcón de su casa a ver el toro y a comer sandía. Nada es imprescindible. Qué sensación de alivio tiene uno cuando se convence de que algo no merece la pena. Y luego estaban las cuestiones prácticas. Tanis se había ido. El chulo de Villafranca se había ido. Sebastián se había vuelto a la masía. Rosendo era el que le abría la puerta al toro, así que nada más llegar a la iglesia también se había ido. Ya me veía yo al cura echándose el ataúd a las costillas. Al salir de la iglesia solamente cruzaríamos la plaza y en llegando a la calle Mayor para coger el camino del Calvario ya no habría gente. Tenía que haberle hecho caso a mi padre cuando me dijo que metiera de culo la camioneta por el lavadero, allí donde Casa Rochela, y que en un momento subíamos el ataúd al remolque y nos dejábamos de cuentos, pero la verdad es que daba un poco de apuro. Ya se había muerto Franco pero echar un ataúd en un camión era como cuando la guerra. No hizo falta. Cuando salimos a la calle, Sebastián nos estaba esperando con el carro y uno solo de los bueyes, el que no estaba malo. ¿Y el otro?, le pregunté cuando habíamos dejado ya la caja en el remolque. El otro se ha muerto, me dijo. ¡Pero chico!, ¿cómo ha sido eso? Vi al pobre Se-
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55 bastián muy abatido. Dijo ha entrado un rayo en casa que si no nos ha frito a todos ha sido de puto milagro. Y este otro ya lo llevo yo, que está con el susto, no lleva el yugo y además huele los toros. Y así fue. El carro iba como la seda. Detrás íbamos solo los parientes más cercanos, y el cura delante, que nos sacaba a todos la cabeza. Pobre Sebastián, pensaba. Los bueyes eran su medio de vida. Entonces todavía lo llamaban algunos del pueblo para labrar las tierras, pero me acuerdo que Modestico ya tenía tractor, y muchos se lo alquilaban. Y por llevar la Virgen a la ermita del Cid y enjaezar los bueyes y todo eso los quintos también le pagábamos un tanto, y lo mismo en bastantes pueblos de la contornada. Hoy se harían ricos. Con toda esa manía que tiene hoy la gente de disfrazarse de la Edad Media, hoy se harían ricos. La tormenta todavía se sujetó hasta que el cura le echó el responso y el albañil, que era Luis Roíco, el de la Casa de las Dudas, tapó la boca del nicho con unos ladrillos y la lució con yeso. Empezó a llover cuando estaba escribiendo las iniciales con la punta de un clavo. Yo creo que eso también fue cosa del abuelo. Mi primo Nicasio, que estaba de taxista en Castellón, vino al cementerio con el 1500 negro y se montaron mis padres, mis hermanas y mi abuela. Menudo coche era el 1500 aquel. Yo me volví andando con Sebastián, que iba el hombre cabizbajo, y no porque le diera pena mi abuelo. Esto se pone feo, me decía Sebastián, esto se pone feo. Entonces vimos subir más arriba de la torre de la iglesia un cohete con una estela de humo que atronó entre los nubarrones. Era la señal para abrirle la puerta al toro, pero también lo que le faltaba a las nubes para descargar todas de golpe un aguacero impresionante sobre el pueblo. Sebastián y yo nos cobijamos en el lavadero y la gente se metía corriendo en los portales, aún pudimos ver pasar al toro tan campante bajo una cortina de agua y las bolas de granizo como garbanzos que le rebotaban en la cornamenta. Pues como no pare pronto…, decía Sebastián, que aún tenía que cargar al buey muerto en el carro y con el vivo llevarlo al muladar. No te preocupes, Sebastián, le dije, que yo te echo una mano. A la que amainó un poco, que no dejó de llover en toda la tarde, Sebastián y yo nos fuimos hacia su casa. Había que dar un rodeo porque íbamos con el carro y la masía de Mardosé queda en55 de 61
56 tre las Cabrillas y el barranco Mulos, debajo de la loma Barragán. Íbamos los dos sentados en el carro, tapados con la lona de la alfalfa, y el buey iba ligero porque olía el pesebre, pero un buey es un buey. Un buey no hace nunca las cosas deprisa, sobre todo si tiene que tirar de un carro. Cuando llegamos a casa y entramos en la cuadra, mojados como sopas, vimos a la Sabina que estaba sentada en el taburete de ordeñar, esperándonos, como si estuviera velando el cuerpo tremendo del buey. Olía a azufre y a carne quemada. ¡Pero qué haces ahí!, dijo el padre, asustado. La hija lo miró y no dijo nada. Estaba seria, con ojeras, se había quitado el pañuelo y se le veía el pelo muy rubio despeinado. Llevaba la ropa de trabajar, el mono grande azul de peto y una camiseta encarnada con la bandera de la autonomía, a lo mejor la única del pueblo que no iba bien vestida, porque hasta su padre se había puesto la ropa de los domingos, y yo llevaba el traje negro del abuelo. A mí me miró y me dijo: ten cuidadico, no te vayas a manchar otra vez. Daba lo mismo porque ya iba mojado, y el paño recio del traje resultó más impermeable de lo que yo creía. No hay nada como las cosas de antes. Sabina desunció al buey vivo, lo sacó del carro y le puso los aparejos del aladro, solo que, en vez de hierro, tiraría de su hermano. Antes de atarle la cuerda, Sabina sacó un pañuelo negro grande y le tapó los ojos al buey, igual que a los caballos de picar, y arrastramos el cuerpo por el fango y el estiércol hasta sacarlo fuera. Sin pensarlo siquiera me coloqué en la cabecera, sujetando al buey, calmándolo con voces que me salían de lo más profundo, de la infancia medio dormido, de oír al abuelo a través de los techos de la casa cuando por la mañana de invierno arreaba a las vacas o las apartaba para ordeñarlas. Ni una sola vez tuve que tirarle de la anilla, solo con la voz. Desde la era no se veía un alma. Desde allí se veía caer la manta de agua por el pueblo, daba no sé qué pensar que todo el mundo estaba refugiado en los portales y un toro bravo paseaba bajo la lluvia. Cuando el cadáver estuvo fuera (que hasta un buey, cuando está muerto, parece poca cosa, por grande que sea), le atamos una cuerda a las patas de delante y otra a las de atrás, y las dos las unimos a la soga. Pasamos la cuerda por la carrucha que colgaba de la viga maestra y entre los tres, 56 de 61
57 cualquiera lo diría, lo subimos al carro: yo arreaba al buey, Sebastián empujaba el carro para meterlo debajo del cadáver nada más que estuviera un metro por encima del suelo, entonces sí que parecía grande, y Sabina lo sostenía para que no se balancease. Nunca me había empleado tan a fondo. El buey tiró con ganas, sin necesidad de tralla, solo con la voz. Sebastián dio el alto cuando el carro ya estaba en su sitio y yo detuve al buey, que dio un brusco paso atrás, hasta que la soga se aflojó y crujieron las maderas. Fue Sabina la que después volvió a uncir entre las varas del carro al buey vivo. Sebastián sacó dos paraguas negros, uno para él y su hija y otro para mí. Yo no lo quise. Tampoco llovía mucho, y el traje no calaba. Quitar, quitar, les dije, taparos bien los dos que este traje es impermeable. Y me puse a arrear al buey. Os costará creerlo, como me cuesta creerlo a mí, pero aquel viaje, desde casa de Sebastián hasta el barranco de las Cabrillas, por la parte de atrás del pueblo, fue lo que marcó mi vida para siempre. El buey ronceaba pero seguía firme. Yo le había quitado la venda de los ojos, no sé por qué, y el animal husmeaba el aire y agitaba los cuernos enormes, había que andarse con ojo porque en uno de aquellos gañafones me podía haber echado mano. Habría sido una cornada sin querer, porque no lo hacía para defenderse sino para desprenderse de lo que llevaba encima. Los animalicos lo captan todo. Y yo me sentía…, ¿cómo decirlo? Bueno, me sentía bueno, buena persona. No sé si me explico. Pintaba más allí en ese momento que en cualquier otro sitio del mundo, y además es la primera vez que tenía esa sensación. Hacía bien mi trabajo, con mi lenguaje de boyero recién redescubierto y la armadura de paño que me protegía de la lluvia y de la cobardía. Íbamos los tres en silencio, primero porque hasta que llegásemos al muladar no había nada que decir y ya habíamos cogido suficiente confianza para no tener que decirnos nada, y segundo porque había motivo para estar tristes. Con un buey solo era difícil sacarle rendimiento. Sebastián había aguantado más que Franco, pero era el momento de comprarse un tractor. Estaba preocupado. Yo de vez en cuando echaba la vista atrás y veía al padre y a la hija junto al carro, refugiándose un poco de las rachas de 57 de 61
58 viento y de lluvia, bajo el cielo bruno. La madre de Sabina se murió cuando estábamos en la escuela. Me acuerdo el día que vinieron unos tíos a buscarla y la sacaron de clase. Era hija única, y aunque Sebastián se había deslomado a trabajar para que la muchacha pudiera seguir estudiando, cuando acabó la escuela se quedó a llevar la casa. Se había hecho arisca. La verdad es que ninguno reparábamos en ella cuando había que organizar alguna fiesta, y si la veías alguna vez por la calle es porque la obligaba su padre. Las chicas de las masías siempre iban un poco a su aire, pero es que esta estaba como enfadada con el mundo. No se arreglaba, tenía una lengua como una dalla, y cuidadito con lo que le dijeses que te podía soltar una coz que te amolaba. Y ahora la veía tan frágil, tan cansada. Lo único que le quedaba fuerte era la mirada esa de loba que tenía, como si te estuviera leyendo los pensamientos. Al borde del barranco soltamos al buey, el carro basculó y las lanzas quedaron apuntando al cielo, y el cadáver del buey se deslizó por la madera y cayó dando botes barranco abajo, hasta que quedó medio colgando de un pedrusco, entre huesos blancos que brillaban con la lluvia. Cualquiera hubiera dicho que era una bestia de carga. Lo vimos caer con más pena por él que por nosotros mismos, sobre todo Sabina, a la que vi que le temblaban los labios. No me imaginaba que a Sabina le pudieran temblar los labios. Pero, como ella es así, cuando el buey dejó de dar vueltas y rebotar y se quedó patas arriba, con la cabeza colgando y de la cabeza la lengua y un cuerno clavado en la tierra, se dio la vuelta y dijo: ¡a tomar por culo, bicicleta! Volvimos a uncir al buey superviviente. La lluvia cesó, incluso el cierzo se detuvo un poco. Conforme se apagaba la tormenta volvían a oírse los pitos y los chillidos en las calles del pueblo, de gente que había vuelto a salir y citaba al toro dando saltos por encima de los charcos. El camino de vuelta todos íbamos más relajados. El buey iba a su aire, ya sin cabeceos, y nosotros tres, con los paraguas ya plegados, íbamos a un lado. No se preocupe, padre, que de las vírgenes no se puede vivir, le decía. Eso, para sacarse unas perrillas, vale, pero si ya no trabajan todo el año en las tierras ya no merece la pena. Así decía Sabina, y yo la veía hablar con más pena que otra cosa, más por 58 de 61
59 consolar a su padre, que no era viejo pero tampoco joven, que porque sintiera lo que decía. Nunca había visto a Sabina consolar a nadie. Llegamos a casa de Sebastián cuando ya se estaba haciendo de noche. Y fue como si llevara haciendo lo mismo al llegar a casa por las noches desde hacía muchos años. Aparqué el carro delante de la puerta, le quité el yugo al buey y lo metí en la cuadra y eché una alpaca de paja limpia encima del surco que había dejado el cuerpo del compañero, le llené el pesebre del alfaz y aún saqué con una pala el estiércol que había desde por la mañana, el del vivo y el del muerto. Cuando volví a la cocina, Sabina ya tenía la mesa puesta con tres cubiertos. El mantel estaba muy blanco y muy limpio y tenía unas letras bordadas y unas flores. ¡Quítate eso, anda!, que vas amerado, me dijo la Sabina. Ahí en ese cuarto te he dejado unos pantalones viejos de mi padre y una camiseta y un jersey. No te preocupes, le dije. Este traje no cala. Es de mi abuelo. No sé con qué lo embadurnaba mi abuelo, que es casi impermeable, oye. Sí, dijo ella, pero me estás poniendo el suelo perdido. Miré a Sebastián y él se encogió de hombros como diciendo y yo qué quieres que le haga, si la chica es así, así que nada, me metí en el cuarto y al encender la luz vi que encima de la cama había una muda limpia por estrenar y una camisa nueva y unos pantalones vaqueros de mi talla marca Lois, aparte de un jersey de ochos que parecía recién terminado, por si al caer la noche se giraba frío. Me cambié de ropa y en el espejo de la cómoda me vi hecho un hombre, como si hubiera vuelto de la mili, el hombre que sería si estuviera casado con Sabina. Y, qué queréis que os diga, me gustó. Era como si me reconociese en él. La misma sensación que había tenido al ver a Inés, que nos volvíamos a ver, la tuve conmigo mismo así vestido. Yo soy así, pensé. De modo que salí otra vez a la cocina, me senté con ellos y empecé a comer las acelgas en silencio, como si hubiera venido de la trashumancia de los Montes de León y ahora me sintiera en casa. Hablamos poco en el primer plato, pero casi al acabar miré a Sebastián y le dije: Sebastián, tenemos que ir a Teruel a mirar un tractor. Con un buey solo tú no siegas este año. ¡Eso!, saltó enseguida Sabina, ¡mira que se lo habré dicho yo veces!, ¡cualquier día nos quedamos sin los bueyes y 59 de 61
60 a ver qué vas a hacer!, ¡pues hala: ahora estamos! El padre hacía pucheros y meneaba la cabeza. ¡Lo que queráis!, decía, ¡lo que queráis!, ¡ya te dijo tu primo que cuando quisiéramos nos acompañaba él a Castellón!, dijo el padre, y en ese momento Sabina y yo cruzamos la mirada. ¡Pues como sea tan formal como esta tarde…!, bromeaba yo, ¿no dijisteis que iba a venir a echar una mano?, dije. Sabina se levantó y dijo: bueno, ¿quién quiere más patatas?, pero el padre no se coscó de que la muchacha quería cambiar de conversación. Sebastián estaba muy animado, en el fondo lo del tractor lo había puesto contento. ¡No me digas que no lo has visto!, dijo, ¡pero si lo llevabas detrás de camino a la iglesia! ¿El del sombrero blanco?, dije yo, con unos ojos como platos, ¿tu primo es el del sombrero blanco? Huy, sí, sí, dice el padre; es un chaval la mar de majo. A nada que le digas mira esto enseguida está dispuesto para lo que sea. Es hijo de mi hermano mayor, Recaredo, ¿conoces a Recaredo? Sabina volvió a sentarse y esta vez no rehuyó la mirada, pero se había puesto un poco roja y ya no tenía ese mirar de loba. Y entonces la vi, quiero decir que entonces supe quién era. Hasta entonces solo había visto a la hija de Sebastián, la moza arisca que apenas decía nada cuando yo pasaba con la camioneta a recoger los corderos y los lechones y las pieles de conejo. Me fijé entonces en que se había dado un poco de brillo en los labios, y me miraba con recelo pero también con ilusión. La Sabina estaba enfrente de mí y me miraba con ilusión. Estaba guapa. Es como si a todos los quintos se nos hubiese pasado por alto la posibilidad de que fuera guapa o fea, como si nadie contase con ella, que es un poco lo que yo había sentido hasta que empezaron a salirme novias por todas partes. Y entonces me salió del alma. Fue como cuando arreaba al buey camino de la ermita, que las palabras me salían solas, como si alguien metido en mi cuerpo las estuviera diciendo. Y dije: Ahora me voy a la mili, este año podemos pedirle el tractor a Modestico para recoger la cebada, pero en que venga del servicio miraremos de comprar uno. Igual me voy unos días a León, a llevar vacas, y si la cosa va bien, a lo mejor antes de irme a Ceuta lo podemos comprar ya. La Sabina me miró y me dijo: ¿te vas a ir a León? 60 de 61
61 Y yo le pregunté: ¿te quieres venir? Y ella dijo: sí. Y mirad si fuimos modernos que antes de casarnos ni nada ya nos fuimos de viaje de novios. Sabina monta a caballo mejor que yo, todavía hoy que estamos todos con las artrosis y las hostias, y tiene buena mano con las vacas. Quince días estuvimos por aquellas tierras pastoreando setecientas vacas y durmiendo debajo de los árboles. Qué bien nos lo pasamos. Dormíamos abrazados orilla de las cenizas de la hoguera, nos despertaban los pájaros y pasábamos el día montando a caballo, ella un tordo y yo un bayo, los dos de Tanis, mansos como ellos solos. Entrábamos en los pueblos y Sabina pegaba la hebra con las mujeres del lugar, y como es tan clara enseguida se hacían amigas. ¡Aún nos vemos de vez en cuando con un matrimonio de la raya de Portugal, que nos invitaron a la boda de sus hijos el año pasado! Tanis estaba encantado con nosotros, y como era hombre de campo sabía que yo no era el novio que podía tener su hija. La Sabina y yo éramos como dos partes de una misma mente, y lo que no se le ocurría al uno se le ocurría al otro, y cuando nos preguntaban si estábamos casados la Sabina enseguida decía que sí, que nos casó un primo suyo de Villafranca. El día que me fui al servicio fue como si llevásemos juntos toda la vida. Sabina ya estaba embarazada de Manuel, el chico mayor, y yo no he sentido más felicidad nunca en mi vida, todo junto. Cuando estaba haciendo la maleta vino con los pantalones del traje del abuelo y me dijo: toma, llévate los pantalones por lo menos, por si te hacen falta, y me dio también una foto suya que le había hecho su primo el de Villafranca, con una camisa blanca y un pañuelo de colores atado a la cabeza, y esa sonrisa burlona que tiene ella, y esos ojos de loba. Y mirar, mirar, ahora la he plastificado porque con el sobo se le iba el color, pero esta es, aún la llevo en la cartera, mirar qué maja.
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