El futuro
ya no es
lo que era.
Cajón de hilvanes que cualquiera
querría conservar. Otros textos, peores
pero compuestos con cariño, más allá.

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Custodia compartida

¿Cómo nunca lo vi por lo que era:
abundancia? Dos familias, dos mesas
de cocina distintas, dos conjuntos de reglas, dos
riachuelos, dos autopistas, dos adultos
con su acuario de peces o su ocho pistas o
humo de tabaco o pericia en la cocina o
capacidad lectora. No puedo darle la vuelta
al disco rayado que se paraba en aquella pista
caótica y original. Pero diré que me llevaban
y me traían los domingos y no era fácil
pero me amaban en cada sitio. Y así, tengo
dos cerebros ahora. Dos cerebros enteramente distintos.
El que siempre echa de menos donde no estoy,
el que está tan aliviado de estar finalmente en casa.

Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.

Llamar a las cosas por su nombre

Paso por el comedero y grito «¡Fiesta estornina!» Y, una hora después, grito «¡After torcaz!» (Llamo fiesta al comedero y after a las semillas que quedan en el suelo.) Me estoy volviendo tan buena en la observación que hasta he desempolvado los prismáticos que me regaló un viejo poeta cuando yo era joven y entraba al Cabo con tanto futuro delante de mí que era como mi propio océano. «¡Carbonero garrapinos!», grito, y Lucas se ríe y dice «Eso pensaba». Pero me sigue el rollo, no pensaba eso para nada. Mi padre hace lo mismo. Grita al comedero proclamando los invitados a la fiesta. Lanza un cacahuete entero o dos al arrendajo que visita en una rama baja del roble en la mañana. Y pensar que hubo un tiempo en que pensaba que los pájaros eran aburridos. Pájaro marrón. Pájaro gris. Pájaro negro. Blablabla pájaro. Entonces, empecé a aprender sus nombres junto al mar, y la persona con la que salía me dijo: «Ese es tu problema, Limón, eres todo fauna y cero flora». Y empecé a aprenderme los nombres de los árboles. Me gusta llamar a las cosas por su nombre. Antes, lo único que me interesaba era el amor: como te agarra, como te aterroriza, como te aniquila y te resucita. No sabía entonces que ni siquiera era el amor lo que me interesaba, sino mi propio dolor. Pensé que el sufrimiento hacía que las cosas fueran interesantes. Qué curioso que lo llamara amor y todo el tiempo fuera sufrimiento.

Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.

Canción de sirena

Un pájaro que imita los sonidos
de las sirenas de emergencia ha
sido grabado en víde
o… —CNN

Un estornino se ha enseñado a sí mismo a cantar
como una ambulancia. Ahora el aire está lleno

de emergencias. Niii-no, niii-no, agudo y grave,
un camión de bomberos asoma por la boca de un ruiseñor.

Los grajos se hacen pasar por coches de policía. Se lanzan
en picado sobre el parking de la comisaría, hostigan

los retrovisores de sus rivales.
La urraca se sabe un ataque aéreo precioso. Ahora

trina como un helicóptero, y como una sierra eléctrica,
y como un AK-47. La perdiz se para, se lanza

y se encoje. A-cu-BIER-to, canturrea.
Niii-no, niii-no, agudo y grave. Suenan

a verderones los jilgueros. Los colirrojos se roban el compás.
Los carboneros, acuartelados,

perforan como balas la corteza sangrante
de los cedros. Los cuervos recargan desde el tejado.

—Nancy Miller Gómez, en versión casera.

Las tazas giratorias

Era un día de calor en Paola, Kansas.
Las atracciones giraban vacías
mientras avanzábamos entre música de carnaval y silbidos.
En las tazas giratorias éramos las únicas.
Mi hermana mayor eligió nuestro carricoche con cuidado,
caminando en torno hasta pararse.
El feriante no le quitaba ojo de encima
a su largo pelo negro y ojos ambarinos, anillados
como el dorado interior de un pino recién talado.
Ella no pareció notar que él se demoraba
al comprobar la barra de seguridad y mi hermana preguntó
en su voz más dulce e inocente (o quizá
no tan inocente), «¿puede ser un viaje largo, por favor,
señor?» Cuando él se sentó de vuelta
en los controles, se recreó
al encenderse el cigarrillo y la jaula
de su cara se asentó en una sonrisa
que algún día yo aprendería a reconocer.
He ahí un hombre que sabe
que su vida nunca va a mejorar,
y aquellas mareantes tazas rojas empezaron a girar,
mi hermana y yo aullando divertidas.
Olvidamos al hombre, el calor, nuestros muslos
pegados al vinilo del asiento, nuestros cuerpos aplastados
juntos en un centrifugado borroso de felicidad
tras un dosel de metal rojo
mientras pillábamos velocidad y empezábamos a reír,
nuestras cabezas lanzadas hacia atrás, las bocas abiertas,
la tela de la camisa de mi hermana adherida
a los globos oscilantes de sus pechos
mientras íbamos más y más rápido,
aunque para entonces habíamos empezado a gritar «¡Para!»
«¡Por favor, para!» Hasta que nuestras voces enronquecieron
bajo el estrépito de ejes y clavijas,
el aire hasta arriba de diésel y cigarrillos, y el hombre
en los controles, esperando
a que giráramos hacia él de nuevo, y cada vez amartillaba la mano
como si viera una presa tras el cañón de un arma.

—Nancy Miller Gomez, en versión casera.