Las tazas giratorias
Era un día de calor en Paola, Kansas.
Las atracciones giraban vacías
mientras avanzábamos entre música de carnaval y silbidos.
En las tazas giratorias éramos las únicas.
Mi hermana mayor eligió nuestro carricoche con cuidado,
caminando en torno hasta pararse.
El feriante no le quitaba ojo de encima
a su largo pelo negro y ojos ambarinos, anillados
como el dorado interior de un pino recién talado.
Ella no pareció notar que él se demoraba
al comprobar la barra de seguridad y mi hermana preguntó
en su voz más dulce e inocente (o quizá
no tan inocente), «¿puede ser un viaje largo, por favor,
señor?» Cuando él se sentó de vuelta
en los controles, se recreó
al encenderse el cigarrillo y la jaula
de su cara se asentó en una sonrisa
que algún día yo aprendería a reconocer.
He ahí un hombre que sabe
que su vida nunca va a mejorar,
y aquellas mareantes tazas rojas empezaron a girar,
mi hermana y yo aullando divertidas.
Olvidamos al hombre, el calor, nuestros muslos
pegados al vinilo del asiento, nuestros cuerpos aplastados
juntos en un centrifugado borroso de felicidad
tras un dosel de metal rojo
mientras pillábamos velocidad y empezábamos a reír,
nuestras cabezas lanzadas hacia atrás, las bocas abiertas,
la tela de la camisa de mi hermana adherida
a los globos oscilantes de sus pechos
mientras íbamos más y más rápido,
aunque para entonces habíamos empezado a gritar «¡Para!»
«¡Por favor, para!» Hasta que nuestras voces enronquecieron
bajo el estrépito de ejes y clavijas,
el aire hasta arriba de diésel y cigarrillos, y el hombre
en los controles, esperando
a que giráramos hacia él de nuevo, y cada vez amartillaba la mano
como si viera una presa tras el cañón de un arma.
—Nancy Miller Gomez, en versión casera.