Guion del sueño del pongo
Guion del sueño del pongo
Guion del sueño del pongo
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en
la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable con sus ropas, viejas.
—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que
no son nada. ¡Llévate esta
inmundicia!
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
—¡Regresa!
— ¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —Mandaba el señor al cansado hombrecito—. Siéntate en dos patas;
empalma las manos.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.
—Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el pongo.
—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos; ante nuestro gran Padre San Francisco.
—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
—Viéndonos muertos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos
hasta qué distancia. Pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú
enfrentabas esos ojos, padre mío.
—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese
incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una
—Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino
hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando
pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel
con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de
los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro,
transparente.
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: «Que de todos los ángeles del cielo
venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano».
—¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio,
llegó ante nuestro gran Padre, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre
ángel
—embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de
cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento
de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro Modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran
Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el
cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: «Todo
cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo».
Entonces nuestro Padre San Francisco se quedó a vigilar que cumplieran con su orden.