Guion del sueño del pongo

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El sueño del pongo

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en

la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable con sus ropas, viejas.

El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa al ver al hombrecito.

—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

Humillándose, el pongo no contestó.

—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que
no son nada. ¡Llévate esta

inmundicia!

Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.

—Creo que eres perro. ¡Ladra!

—Ponte en cuatro patas

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies*

—Trota de costado, como perro

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.*

—¡Regresa!

El pongo volvía, de costadito.*

— ¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —Mandaba el señor al cansado hombrecito—. Siéntate en dos patas;
empalma las manos.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

—¡Vete, pancita! —le ordenaba el patrón

Un día el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos,

el hombrecito, habló muy claramente.

—Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte —dijo.

—¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó.

—Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte —repitió el pongo.

—Habla… si puedes —contestó el hacendado.

—Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—.

Anoche soñé que habíamos muerto los dos juntos,

—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio —le dijo el gran patrón.

—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos; ante nuestro gran Padre San Francisco.

—¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
—Viéndonos muertos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos
hasta qué distancia. Pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú
enfrentabas esos ojos, padre mío.

—¿Y tú? - pregunto

—No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

—Bueno. Sigue contando.

—Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese

incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una

copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más transparente».

—¿Y entonces? —preguntó el patrón.

—Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino
hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz
suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

—¿Y entonces? —repitió el patrón.

—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando
pasen sobre el cuerpo del hombre», diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel

con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de

los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro,
transparente.

—Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego preguntó—: ¿Y a ti?

—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: «Que de todos los ángeles del cielo
venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano».

—¿Y entonces?

—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio,
llegó ante nuestro gran Padre, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo —ordenó nuestro gran Padre a ese pobre
ángel

—embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de
cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!». Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento
de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…

—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?

—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro Modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran
Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el
cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: «Todo
cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo».

Entonces nuestro Padre San Francisco se quedó a vigilar que cumplieran con su orden.

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