PAULO ROCHA SOBRE KENJI MIZOGUCHI
PAULO ROCHA SOBRE KENJI MIZOGUCHI
PAULO ROCHA SOBRE KENJI MIZOGUCHI
Por supuesto, en sus grandes periodos –Noël Burch dice que en cierto
momento Mizoguchi comienza a volverse un poco académico– llegaba a hacer dos
películas por año, o más, muchas veces con el mismo equipo, en el mismo estudio.
Tenía un prestigio inmenso, tenía condiciones únicas como probablemente ningún
otro cineasta tuviese en el mundo, porque los equipos sólo trabajaban para él, y
además las películas funcionaban un poco como series: durante un año o dos hacía
películas sobre la vida moderna, después hacía películas históricas, marxistas, con
tal actriz, etc. Como cualquier persona en Japón, estaba obligado a ser muy
oportunista, pues no era nada fácil realizar películas que no dieran mucho dinero;
pero también era una época en la que las películas dejaban muy poco, el sistema
garantizaba que las propias majors fueran las dueñas de las salas en todo Japón, de
modo que las películas se estrenaban durante una semana en todo el país y luego
salían, garantizando, por lo tanto, que todas las películas dieran algo de dinero.
Pero incluso así, debido a los vendavales político-sociales, a los movimientos
feministas, a los movimientos marxistas, a los americanos, Mizoguchi necesitaba
dar unos golpes de riñón. En el fondo, durante la guerra hizo cosas un poco
nacionalistas, ya que vivían en pleno fascismo, y eso lleva a las personas de
izquierda pura y dura a quejarse de que él sabía adaptarse muy bien a sus tiempos.
Pero lo que es cierto es que aquellos eran equipos afinadísimos, que estaban
acostumbrados a beber del aire, conocían su estilo, y aquellos actores eran parte
de su troupe, y tal vez sea eso lo que le conduce al casi exceso formal que plantea
cuando conquista Europa a través del Festival de Venecia (hoy encuentro casi
excesivo el buen acabado de estas películas, porque venía sobre todo de la
compañía de producción, Daiei, que veía en el éxito de Mizoguchi una gloria, y
aunque no se empleara mucho dinero en ello significaba mucho; más tarde sucedió
lo mismo con Kurosawa, que se convirtió en un héroe nacional).
Digamos que Mizoguchi era alguien que contaba con una orquesta afinadísima,
y que los miembros de la orquesta tenían una actitud que es inimaginable en
Occidente: era una relación entre un grupo de discípulos y un maestro que
supuestamente conocía la verdad. Era algo casi religioso. Por ejemplo, recuerdo
una historia que sucedió con la actriz de muchos de sus filmes, que también hizo
grandes películas con otros, Kinuyo Tanaka. Fue su amante, le conoció muy bien,
y creo que fue en Oharu, cuando ella tenía unos 45 años, cuando sucedió esto –
hablé con ella tal vez unos 25 años después de la película, y casi empezó a llorar
cuando le mencioné el asunto. En la película ella es una prostituta de la clase más
baja, una prostituta que duerme con los peregrinos, y era preciso que al final
apareciera sin dientes. Y a pesar de estar en una edad en la que aún era más o
menos bonita, quizá con unos pocos de años para entrar en la cuarentena, ¡se quitó
los dientes! Me dijo que le parecía que valía la pena, y en ese momento pensó que
lo tenía que hacer, es decir, que no se podía pasar por los pequeños trucos, tenía
que ser así. No tengo la certeza absoluta de que no se haya arrepentido más tarde,
pero por supuesto, salió una película impresionante. Pero es preciso ver que, más
allá de todas las vueltas en torno al deseo por ganar prestigio, de la voluntad de
ganar dinero y de las vanidades profesionales, los grandes realizadores en Japón
consiguen tener un aura casi religiosa. Las personas están dispuestas a todo por
ellos, viven en equipos y son devotísimas del maestro. Ahora bien, digamos, sin
embargo, que Mizoguchi tenía un instrumento inigualable para ampliar su voz:
personas que, por él, estaban dispuestas a todo, con una sinceridad extrema. Y los
japoneses son capaces de llevar las cosas completamente hasta el fondo, con una
concentración inmensa.
Genroku chūshingura (Los cuarenta y siete samurais, Kenji Mizoguchi, 1941)
A partir del 45, el cine japonés es dominado por una mayoría de hombres de
izquierda. Curiosamente fue el ejército norteamericano, que sentía gran horror por
los nacionalistas, quien permitió que la izquierda se instalase. Creo que sería preciso
notar, caso por caso, que estos cineastas no trabajaban siempre para la misma
compañía, que muchas veces creaban sociedades independientes, y que después
esas sociedades fallaban, luego iban a filmar por un tiempo a Tokio, después
volvían a un ambiente más tradicional. ¡Incluso hoy Kioto tiene una gran
universidad de izquierdas! Es muy exquisita, es la ciudad donde se vive, donde se
vivía por lo menos en la época de Mizoguchi la moda antigua. Y es donde están
los templos y las casas tradicionales. Y es la ciudad de la Nintendo y de los juegos
de ordenador. Por lo tanto, hay una serie de subtextos que no conseguí desentrañar
plenamente para intentar percibir cómo Mizoguchi fue recuperando y reciclando
nuevas temáticas; porque ciertamente él no trató la cuestión femenina, a lo largo
de todos aquellos años, siempre de la misma forma. ¿Qué relación tienen esos
subtextos con su creación? Por ejemplo, Akasen Chitai está filmada en una época
en la que en el parlamento se discutía sobre la ley sobre la prostitución. Es una
especie de panfleto político, como hace Renoir en La Vie est à nous, al apoyar al
partido comunista en las elecciones.
Por lo tanto Mizoguchi disponía de medios expresivos, a todos los niveles, con
los que Occidente no contaba ni en sueños. Por supuesto era extraordinario, era
genial, pero las actrices merecían esa genialidad, lo que más adelante no fue el caso.
Es decir, el clima era verdaderamente incandescente, y por lo tanto encuentro un
poco ridículo reducirlo todo a Mizoguchi y decir que sólo él era genial. Existen
otros muchos cineastas menores de esa época que son casi todos buenos, era una
época genial. Kurosawa, por ese lado, es mucho más académico, pero sería quien
más marcaría la posguerra. Pero por supuesto Francia descubrió maravillada Ugetsu
Monogatori: «ah, aquello tan bonito, tan bien hecho, tan intenso, estos hombres
sabían más sobre lo que era el “amour fou” de los surrealistas que cualquier otro
cineasta». En parte es verdad, porque Tokio siempre fue una plaza giratoria, en
Japón, de los modernismos, y mucho antes de Mizoguchi, Teinosuke Kinugasa
había hecho eso con los soviéticos y con los expresionistas, en el más alto nivel.
Había mil y una modas, Yasunari Kawabata, un hombre que hoy, en la historia,
aparece como «tradicional», era alguien que vivía en Viena y Berlín. Berlín, en esos
mismos años 20, 30, era la capital cultural de Japón, toda la gente japonesa
importante vivía en Berlín. Por lo tanto, la crítica occidental descubría que aquello
era muy «picante», porque de repente encontraban cosas que eran increíbles pero
que parecían que acababan de salir de las modas europeas. De la misma manera,
Kinugasa, cuando vio por primera vez Europa para mostrar su gran filme
expresionista, o proto-expresionista, Jujiro, pasó por Moscú, y se quedó en casa de
Eisenstein, y Eisenstein vio su película. Estaba extraordinariamente cerca de las
pantallas múltiples de Abel Gance, y al mismo tiempo continuaba siendo
extrañamente tradicional, cercano a los códigos más antiquísimos. Eso, en
Mizoguchi, era tal vez cosa de genio, y estaba particularmente claro en Europa.
Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto, Kenji Mizoguchi, 1953).
Es algo que percibí en Mizoguchi casi, digamos, desde la primera vez. Estaba
estudiando en París, donde se estrenaban dos o tres películas por año; primero
llegaban las películas que Venecia premiaba, después las retrospectivas de la
Cinémathèque. Para un público más común y normal sentían fascinación ante algo
que nunca habían visto, el exotismo, las mujeres con esa sensualidad diferente al
caminar, etc. Para mí, y supongo que para las personas más serias de la época, nada
de aquello era extraño, nos parecía un gran clásico, era como estar viendo Lady
Macbeth o algo europeo del siglo XV o XVI o XVII. Creo que el lado extremo de
la entrega de los actores, sobre todo de las mujeres, es lo que era abrumador. No
eran las sedas ni los decorados, era la representación, de una sinceridad absoluta.
Un poco como ver a María Magdalena y a las mujeres de Oliveira en Acto da
Primavera, que eran hipersexuadas, en medio de la cruz y de todas aquellas cosas,
con aquellas voces que nos hacían derretirnos, y que hacía que Oliveira tampoco
fuese nada exótico. Aquello era simplemente arte moderno. Era como estar viendo
el Guernica, cosas que nos agredían. Pero el lado exótico, para que las películas
pudieran circular comercialmente, claro que ayudaba. En esa fecha fueron
apareciendo otros cineastas a costa del exotismo, del erotismo oriental, de la
crueldad. También es necesario ver en Mizoguchi que las crueldades de la guerra
no son algo «gore», sino que el erotismo es algo visceral. Cuando volví de París y
empecé a aparecer en el Vavá, más o menos tras Os Verdes Anos, o durante el
rodaje, pasábamos las noches en blanco hablando de Mizoguchi, era uno de los
autores que más aparecían en nuestras conversaciones. No me hago la menor idea,
pero si hubiese descubierto con la edad adecuada a Ozu (que sólo llegó a Europa
con 15 años de retraso) creo que también habría sido muy sensible a aquello. Pero
como dicen que conservo una relación muy fuerte con la naturaleza, y tengo
tendencia a las situaciones melodramáticas extremas, continuaría siempre
manteniendo un afecto mayor por Mizoguchi.
Acto da Primavera (Manoel de Oliveira, 1963).
Utamaro o meguru gonin no onna (Utamaro y sus cinco mujeres, Kenji Mizoguchi, 1946).