PAULO ROCHA SOBRE KENJI MIZOGUCHI

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PAULO ROCHA SOBRE KENJI MIZOGUCHI

Mizoguchi tenía una personalidad fortísima, y transportó esa fuerza hacia


aquello que hacía como cineasta. Pero no sé en qué medida será por completo
lícito separar este hecho de aquello que en la época eran sus intenciones –la lucha
contra la opresión de la mujer, la fascinación por los universos femeninos, su
inscripción en un fuerte movimiento en la posguerra que en el fondo partía de
interpretaciones marxistas sobre la historia (sus guionistas, a los que masacraba,
eran casi todos marxistas). Luego, tenía una especie de interés misionario en
relación con las mujeres; misionario, pero no sólo eso, pues en su propia vida
particular las mujeres eran una presencia muy fuerte. Y más allá de esto, se apoyó
mucho en aquello que la época le ofrecía, sobre todo en la posguerra. Continuaba
viviendo principalmente en Kioto, que era una especie de museo vivo de la manera
de vivir tradicional, o sea, Mizoguchi seguía viviendo sobre todo en casas
japonesas, y si se le ocurría pasaba las noches con mujeres con quimono.
No era alguien exótico. Lo parece, o por lo menos lo parecía, cuando yo era
joven, en tanto que oriental misterioso, pero más bien como alguien próximo
como por ejemplo Shakespeare, alguien que decía verdades universales, como un
clásico. Mientras tanto, sabemos que a cierta altura, cuando se quiso volver y se
volvió más famoso, después de los éxitos en Venecia y en Francia, se volvió un
poco más consciente de que era japonés. Por lo tanto empezó a teorizar un poco
sobre su mise en scène, comenzó a decir que la había redescubierto en
los imakimono, que era un tipo de pintura japonesa clásica constituido por largos
rollos que podían llegar hasta a los 20 metros y que nunca eran muy altos, que tenía
como máximo 50 centímetros de altura, en los que las escenas giraban y las
personas podían desenrollar aquello encima de una mesa larguísima, de modo que
se pudiese ver la evolución de las cosas narradas en la pintura. Por otro lado, uno
de los mayores críticos japoneses, ahora bastante conocido, Tadao Sato, tiene una
teoría sobre él: de algún modo, todos aquellos fabulosos movimientos de cámara
sobre los decorados y sobre los actores tenían que ver con la propia idea de la
caligrafía japonesa, que era un acto vital, como la respiración o como la energía –
o sea, la energía es la cantidad de tinta que hay en el pincel, después se respira y se
comienza lentamente a inspirar, y en la página en blanco el mundo comienza a
renacer–. Y cuando se acababa la tinta había que empezar de nuevo. Es algo que
también encontramos en la caligrafía tradicional japonesa y china, en la que hay
algunos artistas que casi mezclan la caligrafía y la pintura. Es decir, partiendo del
principio de que nunca se debe levantar el pincel del papel, algunos consiguen, más
allá de escribir, ir haciendo pequeños detalles figurativos: pueden aparecer flores,
árboles, monos, sin nunca levantar el pincel del papel, casi como en un número de
circo. Por lo tanto, es una especie de gesto de respiración, de energía vital, de
inspirar y de expirar. En la primera aprehensión que tuve de esto, me parecía que
Mizoguchi era bastante bueno, pues «genial» era una palabra peligrosa, a pesar de
ser del todo cierto y una revelación, era un descubrimiento que debía ser expresado
de manera más correcta. En la época de Os Verdes Anos, había leído mucho el diario
de Cesare Pavese y él hablaba de imagen «que racconte». Antes había dado clases
con Jean Mitry, que hablaba de cómo se creaban las metáforas en el cine: decía que
era posible, con una cámara, describir acontecimientos realísticamente, hasta que
en cierto momento había algo que cristalizaba en la imagen, formando
repentinamente una verdad universal. Toda la gente, de cualquier cultura, de
repente, podía decir: «ah, ¡la vida es justo así!». Pavese, en su diario, analiza una
serie de situaciones donde suceden algunas cosas mágicas, en que teóricamente el
autor no se separa de lo que está contando ni habla con el lector anunciando que
vendrá un momento en el que se hablará de verdades universales, sino donde se
llega a un momento en que las cosas cristalizan. Digamos, exagerando un poco,
que en Shakespeare, cuando comienza el soliloquio del «to be or no to be», de
repente sentimos que aquello trasciende, y mucho, aquella escena; pero la verdad
es que Shakespeare no habría sido capaz de escribir aquello si no tuviese que
hacer aquella escena en particular. En casi todas las películas de Mizoguchi hay
momentos como esos, sin que exista una «parada» propiamente dicha de la escena.
Es muy difícil explicar por qué sucede eso, ni siquiera sé si todos sienten eso como
yo. Pero por más explicaciones ideológicas que se den, por más que se diga que los
actores son muy sinceros y muy fuertes, o que está muy bien fotografiado, etc., lo
que sucede es que existe una especie de síntesis absoluta. Mizoguchi, por lo menos
conforme avanzaba su edad, acaba por inscribirse en la tradición japonesa. Es
decir, reencontramos el zen y reencontramos las grandes hipótesis explicativas de
la existencia. Le puso a su tumba en Kioto la palabra «min», que significa «nada»,
la «nada» budista, el vacío que es la célula generadora de todas las contradicciones.
Mizoguchi detestaba las explicaciones, como cualquier japonés bien educado –
todos los japoneses detestan explicar las cosas–, y torturaba a sus actores y, sobre
todo, a sus pobres guionistas, porque nunca les decía nada de lo que quería, sólo
les decían que las cosas no estaban bien. Esto no quiere decir que él supiera lo que
debía haber en aquella hoja en blanco, sentía por ejemplo que allí había un niño
que iba a nacer, pero no se sabía dónde. Por lo tanto, existía un fenómeno brutal
de concentración que podía ser dramático y muy humillante; imaginemos al
guionista que va a llevarle la décima versión, que pasó toda la noche escribiendo,
y al maestro y amigo devolviéndola, diciendo: «aún no te diste cuenta de lo que es
una escena». ¡Y no decía nada más! En relación a los actores, también podía ser
aquello algo sádico si fuese un falso maestro; y se trataba, realmente, de un ejercicio
de destrucción de las otras personas, pero en su caso supongo que las personas se
acostumbraban; después, en cierto momento, se producía un milagro en medio de
los rodajes y sucedía alguna cosa. Tras un periodo de angustia se pasaba por una
«nada», pero luego su cámara se encontraba en el lugar correcto, y cuando el ratón
salía de la madriguera, iba a filmar y, eventualmente, era el primer espectador. Era
una especie de milagro que sucedía a costa de una tensión, de un llanto, de unos
dientes chirriantes en los momentos más decisivos.
Saikaku ichidai onna (Vida de Oharu, Kenji Mizoguchi, 1954)

Por supuesto, en sus grandes periodos –Noël Burch dice que en cierto
momento Mizoguchi comienza a volverse un poco académico– llegaba a hacer dos
películas por año, o más, muchas veces con el mismo equipo, en el mismo estudio.
Tenía un prestigio inmenso, tenía condiciones únicas como probablemente ningún
otro cineasta tuviese en el mundo, porque los equipos sólo trabajaban para él, y
además las películas funcionaban un poco como series: durante un año o dos hacía
películas sobre la vida moderna, después hacía películas históricas, marxistas, con
tal actriz, etc. Como cualquier persona en Japón, estaba obligado a ser muy
oportunista, pues no era nada fácil realizar películas que no dieran mucho dinero;
pero también era una época en la que las películas dejaban muy poco, el sistema
garantizaba que las propias majors fueran las dueñas de las salas en todo Japón, de
modo que las películas se estrenaban durante una semana en todo el país y luego
salían, garantizando, por lo tanto, que todas las películas dieran algo de dinero.
Pero incluso así, debido a los vendavales político-sociales, a los movimientos
feministas, a los movimientos marxistas, a los americanos, Mizoguchi necesitaba
dar unos golpes de riñón. En el fondo, durante la guerra hizo cosas un poco
nacionalistas, ya que vivían en pleno fascismo, y eso lleva a las personas de
izquierda pura y dura a quejarse de que él sabía adaptarse muy bien a sus tiempos.
Pero lo que es cierto es que aquellos eran equipos afinadísimos, que estaban
acostumbrados a beber del aire, conocían su estilo, y aquellos actores eran parte
de su troupe, y tal vez sea eso lo que le conduce al casi exceso formal que plantea
cuando conquista Europa a través del Festival de Venecia (hoy encuentro casi
excesivo el buen acabado de estas películas, porque venía sobre todo de la
compañía de producción, Daiei, que veía en el éxito de Mizoguchi una gloria, y
aunque no se empleara mucho dinero en ello significaba mucho; más tarde sucedió
lo mismo con Kurosawa, que se convirtió en un héroe nacional).

Digamos que Mizoguchi era alguien que contaba con una orquesta afinadísima,
y que los miembros de la orquesta tenían una actitud que es inimaginable en
Occidente: era una relación entre un grupo de discípulos y un maestro que
supuestamente conocía la verdad. Era algo casi religioso. Por ejemplo, recuerdo
una historia que sucedió con la actriz de muchos de sus filmes, que también hizo
grandes películas con otros, Kinuyo Tanaka. Fue su amante, le conoció muy bien,
y creo que fue en Oharu, cuando ella tenía unos 45 años, cuando sucedió esto –
hablé con ella tal vez unos 25 años después de la película, y casi empezó a llorar
cuando le mencioné el asunto. En la película ella es una prostituta de la clase más
baja, una prostituta que duerme con los peregrinos, y era preciso que al final
apareciera sin dientes. Y a pesar de estar en una edad en la que aún era más o
menos bonita, quizá con unos pocos de años para entrar en la cuarentena, ¡se quitó
los dientes! Me dijo que le parecía que valía la pena, y en ese momento pensó que
lo tenía que hacer, es decir, que no se podía pasar por los pequeños trucos, tenía
que ser así. No tengo la certeza absoluta de que no se haya arrepentido más tarde,
pero por supuesto, salió una película impresionante. Pero es preciso ver que, más
allá de todas las vueltas en torno al deseo por ganar prestigio, de la voluntad de
ganar dinero y de las vanidades profesionales, los grandes realizadores en Japón
consiguen tener un aura casi religiosa. Las personas están dispuestas a todo por
ellos, viven en equipos y son devotísimas del maestro. Ahora bien, digamos, sin
embargo, que Mizoguchi tenía un instrumento inigualable para ampliar su voz:
personas que, por él, estaban dispuestas a todo, con una sinceridad extrema. Y los
japoneses son capaces de llevar las cosas completamente hasta el fondo, con una
concentración inmensa.
Genroku chūshingura (Los cuarenta y siete samurais, Kenji Mizoguchi, 1941)

Como conclusión, Mizoguchi evolucionó trabajando con gran regularidad, y se


volvió dueño de un dispositivo formal soberano. Para él la mise en scène venía de
alguna manera facilitada por las tradiciones japonesas, por el hecho de poder
contar con algunos de los mejores fotógrafos de la historia del cine y por un
periodo artístico-cultural especialmente rico, porque él revisa toda la tradición
japonesa, recorre todos los clásicos. Es preciso ver que en muchos casos, cuando
se trata de clásicos, Mizoguchi adaptaba obras maestras del siglo XVII, digamos,
pero que ya estaban llenas de grabados –es decir, había un material gráfico
poderosísimo–. No era como aquí, por ejemplo, en Portugal: cuando Oliveira
hizo Amor de Perdição, en gran parte aquello es suyo, porque no hay, en la tradición
portuguesa, imágenes, no hay una pintura portuguesa romántica. Los japoneses se
apoyan en una tradición súper abundante. Cuando Mizoguchi realizó Genroku
Chushingura, ya se habían hecho, desde los comienzos del cine japonés, numerosas
obras maestras sobre el mismo tema: casi todos los grandes directores habían
hecho obras magistrales, era un clásico del Kabuki, había toda una tradición sobre
el tema, era una especie de perpetuo best seller de Japón. La cuestión que se plantea
Mizoguchi era: ¿qué vamos a hacer con esta obra maestra? El caso más parecido
sería si en Portugal hubiese habido 15 ó 20 grandes escenificaciones teatrales y
otras tantas versiones cinematográficas de Amor de Perdiçao. En el caso de Genroku
Chushingura lo más extraño es que Mizoguchi buscó un equipo de grandes actrices
del Kabuki, un equipo que estaba sin casa, porque en la posguerra se habían
convertidos todos curiosamente al marxismo, y los marxistas estaban todos contra
el Kabuki, nacionalista, tradicional. Por lo tanto, no tenían casa, no tenían público,
pero algunos de los mejores actores, de los más geniales, estaban allí. La elección
de Mizoguchi fue muy controvertida: escoger una obra nacionalista y hacer una
película marxista, intentar tratar de llegar a aquella historia, con el estigma de ser
una historia fascista. Con un equipo formado por actores increíbles, algunos de los
mejores del siglo, que estaban furiosamente en contra. Por lo tanto, podemos decir
que hizo esto en un contexto extremadamente distinto. Ahora bien, hay algo que
me gustaría percibir en ese contexto, porque hay un enorme salto de cualidad
formal en ese filme: ¡es poco vulgar en el sistema de Mizoguchi, y aún bastante
mejor que de costumbre! Lo que me gustaba es que hubiera sido posible recoger
testimonios internos de los equipos, para intentar percibir lo que significó el salto
que Mizoguchi dio en esa película. Los años 30 y 40 son los años geniales del cine
japonés, por lo que las riquezas ya estaban allí, en el propio Mizoguchi. Más
adelante, cuando trabaja para Daiei en los estudios de Kioto y fue descubierto por
Europa, todo aquello fue deslumbrante, pero en parte llovía sobre mojado. Ante
aquella increíble máquina formal podemos tener la misma reacción que ante, por
ejemplo, la orquesta de Berlín o de Viena, con el sonido maravilloso de los violines,
que ya tienen 30 ó 40 años de esmero. Siempre es posible decir: «Ah, se está
volviendo un poco más académico, arriesga menos, es un poco más decorativo».

A partir del 45, el cine japonés es dominado por una mayoría de hombres de
izquierda. Curiosamente fue el ejército norteamericano, que sentía gran horror por
los nacionalistas, quien permitió que la izquierda se instalase. Creo que sería preciso
notar, caso por caso, que estos cineastas no trabajaban siempre para la misma
compañía, que muchas veces creaban sociedades independientes, y que después
esas sociedades fallaban, luego iban a filmar por un tiempo a Tokio, después
volvían a un ambiente más tradicional. ¡Incluso hoy Kioto tiene una gran
universidad de izquierdas! Es muy exquisita, es la ciudad donde se vive, donde se
vivía por lo menos en la época de Mizoguchi la moda antigua. Y es donde están
los templos y las casas tradicionales. Y es la ciudad de la Nintendo y de los juegos
de ordenador. Por lo tanto, hay una serie de subtextos que no conseguí desentrañar
plenamente para intentar percibir cómo Mizoguchi fue recuperando y reciclando
nuevas temáticas; porque ciertamente él no trató la cuestión femenina, a lo largo
de todos aquellos años, siempre de la misma forma. ¿Qué relación tienen esos
subtextos con su creación? Por ejemplo, Akasen Chitai está filmada en una época
en la que en el parlamento se discutía sobre la ley sobre la prostitución. Es una
especie de panfleto político, como hace Renoir en La Vie est à nous, al apoyar al
partido comunista en las elecciones.

Si esta relación con el medio y con la actualidad social era voluntaria,


programática o tal vez no, no se sabe bien. Convivía con los escritores, las modas
cambiaban, y eso hacía que, en parte, ciertas películas se volviesen un poco más
fáciles. De algunas, estaba claro y se sabía que los periódicos iban a hablar. Por
ejemplo, conocí a una japonesa que era extremadamente feminista y que dedicaba
su vida a cuestionar la verdad absoluta sobre el compromiso de Mizoguchi con la
condición de la mujer. Y la misma duda existía en los movimientos universitarios
de la posguerra, en aquella gente un poco más próxima del PC, y de las doctrinas
específicas, explícitas de los movimientos de la época. Pero como Mizoguchi era
un individuo muy avanzado, con mucho más instinto y capacidad de riesgo
estético, nunca hacía exactamente lo que esperaban de él. En la sociedad japonesa,
en algunos aspectos, las personas son muy bienpensantes, tienen una gran
tendencia a lo políticamente correcto, y por lo tanto huir de las expectativas era
complicado. Por otro lado, es preciso ver que lo que nos llega de las mesas
redondas y de las entrevistas realizadas por los japoneses pasa siempre por un filtro
muy especial. Son poquísimas las personas que hablan francés o inglés y que como
ellos no se peleen unos con otros (están organizados en clases de opinión y grupos
artísticos, en el fondo la mayor parte de las luchas las están imponiendo revistas
tipo Cahiers du cinéma o una de ellas, y les hacen decir la verdad del grupo, les hacen
escribir la historia conforme a como el grupo la ve, pues para ellos es muy
importante la notoriedad en el extranjero), es preciso casi un sexto sentido para
percibir lo que aquello puede significar en términos de estrategias de promoción.
En este sentido, París, Roma o incluso Lisboa son ciudades un poco más inocentes,
porque en Tokio hay millones de personas que trabajan en una misma profesión
que quieren encontrar su lugar en el sol. El periódico Awaki tiene mil redactores.
Tal vez cuente con más trabajadores que toda la prensa portuguesa junta, y sólo es
un diario entre otros muchos.
Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, Kenji Mizoguchi, 1954).

En algunos casos, los clásicos japoneses que Mizoguchi adaptó ya estaban


llenos de imágenes increíbles, que le proporcionaban el modelo para lo que iba a
hacer más adelante. Por ejemplo, Saikaku, del que adapta Oharu, ya está lleno de
imágenes que después se llamarán imagine-racconto, de especial evidencia. Lo que
Mizoguchi hizo, en muchos casos, fue someter los materiales narrativos
tradicionales (que casi siempre eran de altísimo valor) a un análisis estrictamente
inverso. También es preciso decir que la arquitectura tradicional le proporcionaba
medios extremadamente elocuentes: en Chikamatsu Monogatori, con un puente
encima de un río y un movimiento de grúa, bastaba con bajar la cámara para que
de repente el puente se transformase en una especie de trazo negro sobre el
personaje (que iba por la orilla del río, al otro lado), como si fuese un pincel que
dibujaría la muerte sobre él. Mizoguchi construye universos plásticos que explora
con asiduidad. Por otro lado, por ejemplo en el caso de Kinuyo Tanaka, era una
actriz con unos recursos inimaginables, y se le podía pedir lo que no se pide a
nadie. Por casualidad, en Chikamatsu Monogatori no era Tanaka, era otra (Kyoko
Kagawa). Hay una escena increíble: en cierto momento la señora casada se ve
obligada a huir de casa para que no le hagan las peores cosas, y se marcha con el
pequeño y se encuentran en la cima de la montaña, cansadísimos; se duerme,
alguien viene a buscarlos y decide entregarse a la policía; de repente, se despierta y
ve que está rodando colina abajo, y entonces se lanza hacia él, le agarra de los pies
y ruedan ambos –¡y aquello incluso dolía!–. Todos los orientales, pero
especialmente los japoneses, tienen una relación fundamental entre el cuerpo y el
suelo; el suelo es de donde viene la vida, y no pueden bailar de puntillas porque la
fuerza, la verdad, para ellos, viene de la tierra. Por lo tanto son como los gatos que
ruedan por encima de las piedras, pero las piedras, en parte, no les hacen tanto
daño como a nosotros, porque, como los bandidos del nordeste, los japoneses
tienen el cuerpo cerrado. Se magullan, pero no tanto como parece, porque siempre
hay un lado telúrico, una intimidad con todos los elementos naturales.

Por lo tanto Mizoguchi disponía de medios expresivos, a todos los niveles, con
los que Occidente no contaba ni en sueños. Por supuesto era extraordinario, era
genial, pero las actrices merecían esa genialidad, lo que más adelante no fue el caso.
Es decir, el clima era verdaderamente incandescente, y por lo tanto encuentro un
poco ridículo reducirlo todo a Mizoguchi y decir que sólo él era genial. Existen
otros muchos cineastas menores de esa época que son casi todos buenos, era una
época genial. Kurosawa, por ese lado, es mucho más académico, pero sería quien
más marcaría la posguerra. Pero por supuesto Francia descubrió maravillada Ugetsu
Monogatori: «ah, aquello tan bonito, tan bien hecho, tan intenso, estos hombres
sabían más sobre lo que era el “amour fou” de los surrealistas que cualquier otro
cineasta». En parte es verdad, porque Tokio siempre fue una plaza giratoria, en
Japón, de los modernismos, y mucho antes de Mizoguchi, Teinosuke Kinugasa
había hecho eso con los soviéticos y con los expresionistas, en el más alto nivel.
Había mil y una modas, Yasunari Kawabata, un hombre que hoy, en la historia,
aparece como «tradicional», era alguien que vivía en Viena y Berlín. Berlín, en esos
mismos años 20, 30, era la capital cultural de Japón, toda la gente japonesa
importante vivía en Berlín. Por lo tanto, la crítica occidental descubría que aquello
era muy «picante», porque de repente encontraban cosas que eran increíbles pero
que parecían que acababan de salir de las modas europeas. De la misma manera,
Kinugasa, cuando vio por primera vez Europa para mostrar su gran filme
expresionista, o proto-expresionista, Jujiro, pasó por Moscú, y se quedó en casa de
Eisenstein, y Eisenstein vio su película. Estaba extraordinariamente cerca de las
pantallas múltiples de Abel Gance, y al mismo tiempo continuaba siendo
extrañamente tradicional, cercano a los códigos más antiquísimos. Eso, en
Mizoguchi, era tal vez cosa de genio, y estaba particularmente claro en Europa.
Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto, Kenji Mizoguchi, 1953).

Es preciso ver que la llamada literatura moderna en Japón, la renovación de la


propia lengua japonesa, viene sobre todo de las traducciones de los rusos. Algunos
de los mayores novelistas japoneses sabían muy bien ruso y comenzaron por hacer
traducciones que eran auténticas recreaciones, que se volvían todavía a comienzos
de siglo clásicos de la lengua japonesa –porque renovaban inmensamente la forma
de escribir japonés–. Sólo al continuar vieron sus obras, temáticas, escritas
directamente. Por otro lado, es preciso ver que el pilar del arte de los clásicos
japoneses es una forma de modernidad que no existía en ninguna otra parte. En
cuanto a los europeos, por ejemplo Picasso, necesitarían ir a buscar cosas en el arte
negro, etc.; ¡en Japón hace mil años que hay action painting y collages! Hace mil años
que existe el constructivismo a la rusa en la vida cotidiana del japonés. Los gestos
de los cuerpos, todo está estilizado de forma impresionante, siempre con una idea
de extrema eficacia en el tránsito personal y sentimental. Las personas trabajaban
su cuerpo como atletas para expresar con la máxima eficacia sus pasiones, es decir,
incluso el constructivismo ruso tiene precedentes en Japón. Casi no hay ningún
movimiento modernista en los últimos 150 años en Europa que no tenga
precedentes en la experiencia japonesa; ya sea ahí, en el jardín de la Gulbenkian,
que es totalmente japonés; o gran parte del pabellón de la Expo, con el lago, que
viene de la arquitectura japonesa, tradicional y moderna. Por lo tanto, esto lleva a
que nos sea extremadamente complicado diferenciar lo que es una mera repetición
oportunista o prejuiciosa de las cosas que ya se hacían hace mil años. Como los
japoneses tienen una tradición muy poco naturalista, donde todo es fuertemente
estructural, se nos llena realmente el ojo, y se nota después. Por lo tanto, ¿qué son
las cosas que hace Mizoguchi que nos parecen geniales? Creo que es Burch quien
dice que gran parte de las cosas más modernas de los japoneses son los contadores
de historias, que contaban historias con marionetas en las calles para los niños –y
las técnicas del narrador eran un verdadero teatro de vanguardia–. Burch tiene
razón cuando dice que fue la apertura y la aceptación progresiva por el público
japonés de las fábulas del cine americano lo que dio cabida a las hipótesis
revolucionarias del cine japonés. Yo, durante veinte años, no pensé otra cosa.
Inicialmente, mientras aún conocían mal el cine de Occidente, normalmente las
personas iban a la sala x donde estaba el narrador y el narrador hacía la parte
integral y aquello que era un momento elevado de la película. No se trataba sólo
de transmitir el filme, sino de entrar en una línea tradicional que tenía que ver con
un teatro japonés clásico, con el teatro de marionetas, etc.

Creo que no hay grandes, grandes novedades que encontrar en el cine de


Mizoguchi de la pos-guerra, después del 45. Creo que reconocemos que el 70 ó el
80% es muy bueno. Pero para explicar lo que es más nuevo, más impresionante y
más revolucionario, tengo que abrir un poco el contexto. Casi preferiría pagarme
una buena serie de DVDs y estudiar intensamente las películas –en muchos casos,
no sabría decir, pero en otros, tal vez consiguiese explicar concretamente dónde y
por qué se da aquí o allá un salto–. No creo que Mizoguchi sea reducible al plano-
secuencia, pues si fuese sólo eso habría mucha gente en Japón capaz de realizarlo.
Naniwa hika (Elegía de Naniwa, Kenji Mizoguchi, 1936).

La intuición de Mizoguchi se revela en el cuerpo a cuerpo, en los aspectos


formales en los que percibía que tenía que ir más despacio o más rápido. Y estar
allí debajo del proyector, a la espera, presionando a los actores, pues siempre había
un psicodrama en la gestión de los afectos, de las aspiraciones, aquello era una
familia de individuos que vivían intensamente entre ellos –y Mizoguchi, con
certeza, observaba e introducía, de vez en cuando, pequeñas rupturas que eran los
momentos de verdad–. Debo decir que me gustaba ver con más frecuencia sus
películas más antiguas, las hechas antes de la guerra, frente a lo que Burch dice, y
creo que son especialmente las más geniales, como Naniwa Hika. Transcurre en la
sociedad de Osaka, en los años 30, pero parece que está sucediendo en París; los
trajes, el tipo de fotografía, todo contribuye para que parezca un decorado muy
occidentalizado –¡sólo que las mujeres están aún más fastidiadas que de
costumbre!–. Pero hay en ella una gama de grises que nunca antes volvería a
aparecer; y si no me equivoco hay un brevísimo momento en el que los personajes
hablan entre ellos y dicen que tienen que ir a ver un espectáculo tradicional… Por
lo tanto, es un Mizoguchi modernísimo, trabajando en una sociedad burguesa, con
aperturas internacionales, sobre personas que tienen dinero y que pueden recibir
de primera mano lo que Europa y Estados Unidos les mandan, y sin embargo
Mizoguchi, tal vez, nunca fue tan genial y tan japonés. Creo que era preciso notar
esto con un inmenso cuidado.

Es algo que percibí en Mizoguchi casi, digamos, desde la primera vez. Estaba
estudiando en París, donde se estrenaban dos o tres películas por año; primero
llegaban las películas que Venecia premiaba, después las retrospectivas de la
Cinémathèque. Para un público más común y normal sentían fascinación ante algo
que nunca habían visto, el exotismo, las mujeres con esa sensualidad diferente al
caminar, etc. Para mí, y supongo que para las personas más serias de la época, nada
de aquello era extraño, nos parecía un gran clásico, era como estar viendo Lady
Macbeth o algo europeo del siglo XV o XVI o XVII. Creo que el lado extremo de
la entrega de los actores, sobre todo de las mujeres, es lo que era abrumador. No
eran las sedas ni los decorados, era la representación, de una sinceridad absoluta.
Un poco como ver a María Magdalena y a las mujeres de Oliveira en Acto da
Primavera, que eran hipersexuadas, en medio de la cruz y de todas aquellas cosas,
con aquellas voces que nos hacían derretirnos, y que hacía que Oliveira tampoco
fuese nada exótico. Aquello era simplemente arte moderno. Era como estar viendo
el Guernica, cosas que nos agredían. Pero el lado exótico, para que las películas
pudieran circular comercialmente, claro que ayudaba. En esa fecha fueron
apareciendo otros cineastas a costa del exotismo, del erotismo oriental, de la
crueldad. También es necesario ver en Mizoguchi que las crueldades de la guerra
no son algo «gore», sino que el erotismo es algo visceral. Cuando volví de París y
empecé a aparecer en el Vavá, más o menos tras Os Verdes Anos, o durante el
rodaje, pasábamos las noches en blanco hablando de Mizoguchi, era uno de los
autores que más aparecían en nuestras conversaciones. No me hago la menor idea,
pero si hubiese descubierto con la edad adecuada a Ozu (que sólo llegó a Europa
con 15 años de retraso) creo que también habría sido muy sensible a aquello. Pero
como dicen que conservo una relación muy fuerte con la naturaleza, y tengo
tendencia a las situaciones melodramáticas extremas, continuaría siempre
manteniendo un afecto mayor por Mizoguchi.
Acto da Primavera (Manoel de Oliveira, 1963).

La herencia japonesa está llena de grandes ríos dentro de un río amplísimo,


porque todo está dividido en subescuelas, todas ellas superpuestas. El kabuki viene
de una vertiente más popular de la tragedia, en la que las personas, al tener que
escoger entre dos bienes, dos lealtades, el amor de una hija, la mujer y el deber en
general, tienden a escoger el deber; pero como son muy humanos, lloran. Por lo
tanto, la estructura del kabuki parte de los diferentes deberes que las personas
asumen: «debo más a mi mujer, o a mi amada, o a mis hijos, o a los poderes
públicos, o a mi jefe». Un jefe en Japón puede tener una fuerza emocional colosal,
porque en parte el jefe significa la preservación del clan, de la sociedad, y si el
patrón se viene abajo, la aldea se cae; por lo tanto, ¿cómo puedo yo sacrificar todo
esto? En el kabuki, en sus formas más antiguas, eso da lugar a los grandes
momentos, a las piezas de cuchillo y plato de barro, geniales, donde aquellos
hombretones, y a veces las mujeres, toman la decisión de sacrificar al hijo, que
tiene 5 años, que es encantador y completamente inocente. Pero antes de eso
tenemos derecho a una escena de 10 minutos o de 15 minutos, una especie de
soliloquio donde el héroe llora y se mete un paño en los dientes porque la
desesperación es tal que los dientes empiezan a golpear y puede oírse. Son escenas
extremadamente estilizadas, un poco gigantescas, todo es un poco grotesco, es
decir, los atributos de la masculinidad, de la virilidad, de la crueldad, de la fidelidad,
todo está multiplicado por cien. Curiosamente, a partir de finales del siglo XVIII,
coincidiendo con el periodo de los grabados japoneses, comienza a hablar muchos
grabados que ya tienen un punto de vista mucho más cotidiano y naturalista,
digamos. En los grabados que en general ilustran las escenas del kabuki, se ven los
decorados, la luz, el encuadre, los efectos de sombras de aquellas paredes de papel.
Incluso manteniendo un cierto aire estilizado que la vida japonesa conservó hasta
hoy, esto consigue ser transmitido de una manera aparentemente mucho más
naturalista. Mizoguchi está mucho más cercano, en sus películas históricas, a ese
tipo de «imagerie». No es un Okusai ni un Hiroshige, pero había muchos
grabadores que vivían de hacer propaganda para los espectáculos de kabuki. Era
una especie de revista Vogue de la época, pero infinitamente mejor que la Vogue…
La gente no conoce bien cómo eran esos espectáculos de kabuki en la época de la
transición, pero continuaban con esas contradicciones. Para dejar un poco más de
veneno en las heridas, contamos con análisis más explícitos, más sociales, llegados
de Occidente, donde se utiliza a menudo la palabra «feudalismo». Para los
japoneses de izquierda el feudalismo debió haber acabado con la apertura de Japón
en 1855, pero las mujeres continuaban siendo esclavas. Por lo tanto, los japoneses
tienen una gran sensibilidad en relación con la necesidad del sacrificio, y no cuidan
únicamente de sus intereses más inmediatos. En realidad, que los amantes fueran
crucificados es un hecho, ¡pero se trataba de nuevo el «amor fou»! Lo que cambia
en la escena, por el contrario, es que las personas ven a los dos amantes atados,
espalda con espalda, encima de un burro, y se dicen: «ah, ¡parece que van muy
felices!». Por lo tanto encontramos ese lado orgásmico, que es un lado casi
visionario de Mizoguchi –no sé si experimentaba alguna dosis de sadomasoquismo
y encontraba especialmente hermoso ver a una mujer camino del sacrificio con un
aire feliz… Pienso que para ello sería preciso realizar un análisis aún más profundo.
Digamos que el lado más peligroso es que la sociedad japonesa vive aún hoy
fórmulas visuales de etiqueta, algo muy estilizado, como Barthes diría de Ai-no
corrida; sólo que eso, a pesar de parecer fascinante, desemboca muy fácilmente en
una especie de desfile de figuras repetitivas e hiper-decorativas. Todo tiene un
aspecto de defensa, incluso cuando están haciendo el amor y se ve una extrema
crueldad. Si una enamorada está diciendo las peores cosas del mundo, el timing, por
su parte, será el más elegante imaginable; irán al restaurante más bonito, a la altura
del año en que las flores estén más bonitas, y aquello se dirá con elegancia… Es
decir, en general, todo lo que viene de Japón hay que empezar por tratarlo
extrayendo de ello el exceso de saber formal y decorativo. Fue por eso por lo que
me interesé por Imamura, porque era alguien que programáticamente quería ser
espeso y brutal, y claro que no lo consiguió, los equipos y los actores acababan
siempre por huir un poco hacia la elegancia. Intenté percibir cómo era posible que
alguien estuviera tan a la contra. Por supuesto que no tenía el talento de Mizoguchi,
por lo tanto no era genial, pero sí muy bueno. Y sus últimas películas son cada vez
más decorativas, cada vez están más «bien hechas». Esa es la maldición de nacer
en Japón, en un país donde las formas son de tal modo fuertes que acaban por
degenerar y controlarlo todo, y lo que la gente puede intentar es trascender eso e
intentar llegar a alguna verdad. El cineasta medio en Japón tiene muchas menos
posibilidades de zafarse, porque es preciso tener mucha más fuerza para huir del
dominio de las formas. Un cineasta portugués, por ejemplo, como el peso de la
tradición y el savoir faire de los cameraman y de los decoradores es relativamente casi
nulo, si tiene algún talento consigue sonar más verdadero, consigue ser más
conmovedor. Mizoguchi, en este sentido, es uno de los pocos que tiene el control
de todo el sistema, es suficientemente radical y excesivo y domina todas las formas.
En el caso de él, la gente siente una mirada nueva, una forma nueva de hacer las
cosas. Y sus argumentos también son diferentes. Me gustaría conocer los guiones
que sus guionistas hacían para otros cineastas. Esos guiones debían ser muy
diferentes, porque Mizoguchi era de una exigencia extraordinaria. Si estaba
buscando algo, no paraba hasta conseguirlo. Un cineasta normal, tirando a
Kurosawa, no conseguía imponer aquel terror. A lo mejor estaba filmando en
Kioto, de noche, y se acordaba de un determinado objeto que se encontraba en el
museo nacional y quería tenerlo allí, encima de la mesita; después se veía la película
y se verificaba que aquello era muy importante para el resultado final.

¿En qué medida se puede integrar esta noción de sacrificio en el sacrificio


cristiano o en el sacrificio pre-cristiano occidental? Voy a dar un ejemplo de una
película mucho peor, Narayama Bushiko, que además es una falsedad histórica y una
situación en sí típicamente japonesa. Hambre, hambre y hambre. Es una película
de Kinoshita que después volvió a hacerla Imamura; el hambre es tanta que los
padres, cuando ya no consiguen trabajar, porque son muy mayores, se sienten
como tal peso para la familia que casi piden a los hijos que les lleven a una especie
de cementerio en la montaña donde permanecerán esperando a la muerte. Y a los
miserables de los hijos, que adoran a sus padres, les cuesta inmensamente y lloran
hasta lo alto de la montaña. Esto es una leyenda que existía en las narraciones
antiguas en Japón; los historiadores dicen que esto tal vez nunca existió en Japón,
pero lo cierto es que hay dos películas de gran notoriedad: la de Kinoshita, que es
mejor, y la de Imamura, que tuvo cierto éxito en Europa. Es una de aquellas
situaciones-tipo muy melodramáticas, y estoy hablando aquí de algo que tal vez no
existió. Pero es verdad que hay cosas que en Europa sólo habrían sido posibles
hace 1500 ó 2500 años, y que en Japón se descubren mucho más tarde: en 1800 y
poco, cuando se hacían puentes en Japón, en aras de complacer a los dioses o algo
por el estilo, se mataba a un niño que luego era enterrado al fundar el puente. Tal
vez esto era posible en la Grecia de hace 3000 años. La diferencia, en Japón y en
una parte de China, es que las cosas se hacían con gran elegancia, podía haber
mucha crueldad, pero lo hacían respetando formas muy elegantes. En el resto de
Asia se trata de formas mucho más brutales y groseras. La vida cotidiana era muy
violenta, sólo que en el caso de Japón se vestía de seda, y, por lo tanto, eso llevaba
a la aceptación de que la vida era una mezcla de extremo «raffinement» y de
extrema crueldad. Pero eso, si lo pensamos bien, también podemos encontrarlo en
Occidente: el hijo emperador que mata a la madre que tiene un hijo en el vientre,
sólo por una cuestión de herencias e intrigas, como Shakespeare en sus obras
históricas. Por supuesto aquello, en las películas más marxistas, se tendía a acentuar
para provocar un choque en las mujeres y volverlas así más activas políticamente.
Diría que en Portugal las personas se avergüenzan al hacer sacrificios, pero actúan
igual; es decir, hay una dosis inmensa de sadismo y de masoquismo, sólo que no
es algo expreso, no son formas que se manifiesten estéticamente… Nadie dice al
amigo o a la novia: «estoy pasando por tal fase y voy a hacer cosas terribles». Una
de las cosas que la vida japonesa permite es la delimitación de varias situaciones en
la vida: decidir que éste es el momento de llegar borrachos, que éste es el momento
de sufrir, que éste es el momento de vivir excesos sexuales o el momento de
trabajar para el bien común sin dormir y sin comer. Uno de mis padrinos, de los
que más me influyeron en Japón, uno de los mejores cineastas de los comienzos,
Kinugasa, pasó por una fase muy modernista y la primera película que hizo, que se
exportó, Jujiro, ganó un premio en Cannes y fue la primera película en color
japonesa. Pues bien, Kinugasa filmó durante dos semanas y media y en ese tiempo
no se acostó. Diseñaba el decorado, el equipo lo hacía deprisa, en unas horas, él se
reclinaba… Pero esta capacidad de extrema dedicación y auto-sacrificio tiene que
ver con el capital emocional de cualquier japonés, y la capacidad de las personas
para asimilar cosas muy violentas es normal. En todas las carreras ejemplares
existen historias asombrosas de sacrificios, pero eso no impide que las personas
puedan tener esa reputación y que sean al mismo tiempo capaces de aprovechar
muy bien el placer. Se dice que Mizoguchi tenía dos imágenes, la de un hombre
extremadamente tímido, secreto, introvertido, digamos que a nuestra manera, y
que tenía relaciones un poco sádicas con las actrices; y después, la imagen
transmitida por el propio equipo, pues hay quien dice que murió muchos años
antes por causa del sexo y de las mujeres. Pero eso tal vez sea posible en la cultura
japonesa, porque las personas viven a fondo varios tipos de experiencias y después
pasan a su contrario.

Utamaro o meguru gonin no onna (Utamaro y sus cinco mujeres, Kenji Mizoguchi, 1946).

En el caso de Mizoguchi, me quedé muy impresionado con aquella


retrospectiva que la RTP le dedicó hace unos años, que se resolvía en un periodo
intermedio que se corresponde con los años 40 y 50. En las primeras veces que fui
a Japón aún se sentía el efecto de la presencia de los americanos en el país –y esto
fue un gran cambio, sobre todo en cuanto a los retratos femeninos–. Al mismo
tiempo es un periodo genial, el de Utamaro y otros filmes, y un periodo en el que
Mizoguchi todavía no era conocido, todavía no exportable a Europa, aunque sí
especialmente perturbador. Pero creo que en ese periodo, en parte, también son
importantes las nuevas ideas que vienen de Occidente. La historia de aquella
prostituta muy progresista que hereda de su madre un burdel y que después intenta
liberar a las mujeres, pero la única cosa revolucionaria que consigue es continuar
con el burdel. Es una chica que viene de la universidad, llena de ideas progresistas
sobre la condición de la mujer, etc. y Mizoguchi en eso estaba muy al día, sólo que
la izquierda europea y americana, como era menos genial, hacía otras cosas menos
bien pensadas. Creo que hay cosas en Aldrich y en un tipo de realizadores un poco
menores cuando son comparados con Mizoguchi que pueden estar cerca. Es
preciso ver que Tokio es la ciudad que más traduce, hay una enorme cantidad de
libros franceses: todo lo que se publica en Francia sale al año siguiente en Tokio.
Tal vez el 60% o más de los cómics dibujados en todo el mundo están hechos en
Japón. Cómics dibujados en revistas y libros. De la misma forma, es preciso ver
que los dibujos animados para niños se pasan en el cine, no sólo Pokemon. Son
cosas masivas, que funcionan inicialmente para el público japonés y que después
conquistan el mundo; podemos decir que tal vez más de la mitad de las imágenes
que se ven en el mundo están hechas en Japón, desde los dibujos animados a los
juegos de ordenador. Por lo tanto, no es Hollywood quien coloniza las formas
mentales del mundo… Pero aunque esto no se exportara, bastaría para su
existencia sólo con Japón. El mercado es suficientemente grande, porque es un
mercado enteramente de clase media donde no hay pobres y toda la gente puede
comprar. El mercado japonés basta. Eso, cualitativamente, es algo muy diferente.
América es un continente que no ve casi nada de fuera, que no traduce, el
americano medio no lee, no lee nada que venga de fuera, mientras que en Japón se
integran las herencias de la India, de la música, del baile, de toda Asia, y después,
de repente, cuando aparece Mozart, es apenas una cosa más. La Internacional se
aprende en la escuela junto con cosas tradicionales de China o del Tíbet. Por lo
tanto, en cierto modo, aunque de una manera monstruosa que creo que no siempre
funciona, aquello es un abanico completo de lo que sucede en el mundo, y no hay
nada comparable en ninguna sociedad occidental. ¡Si allí hay lugar para 10
cantantes japonesas que trabajan profesionalmente cantando fado y que sólo hacen
eso para el mundo entero! Eso significa que hay mil que cantan canciones cubanas,
y por tanto se crea ese efecto. La dificultad consiste en interpretarlo en ese mar
inmenso. En el fondo lo que todos quieren es su pequeño espacio en el sol, alguien
que nos vea, alguien que escriba una línea sobre nosotros; mucha gente pasó su
vida entera haciendo un trabajo artístico sin que ningún periódico escribiera nunca
una línea sobre ellos. Es una cosa penosa, es como decir: «¡Yo también existo, yo
también existo!».

Chikamatsu monogatari es una adaptación de Chikamatsu, un genio, que recreaba


la forma de teatro de marionetas, en la época una forma popularísima de Osaka.
Había muchos suicidios y al público le gustaba mucho esas cosas en plan cuchillo
y plato de barro. Por ejemplo, una geisha se apasionaba y luego se mataba: dos o
tres días después publicaban una balada o un poema, lo vendían por las calles, y
pasada una semana aquello estaba en el teatro. El público iba para allá a llorar.
Después estaba el coro, que contaba la historia de una forma más lírica, los
muñecos miraban la escena, convertían todas las escenas en algo muy realista, y la
primacía era del narrador, que cantaba y lloraba. Ahora bien, Mizoguchi,
en Chikamatsu monogatari, toma por tanto una historia elaboradísima y expone
aquello que sucede en el ambiente de la burguesía semicapitalista de la época –el
dueño del negocio es un hombre que tiene el privilegio de ser el único tipógrafo
en Japón que puede imprimir los calendarios–. Establecer el calendario era una
función de poder, con un valor casi religioso, y como el gobierno tenía que
autorizarlo, por lo tanto, se le daba una cantidad inmensa de dinero. Así, se nos
ofrece una descripción muy minuciosa del interior del lugar en el que se fabrican
los calendarios, de cómo se ganaba dinero con ellos, de cómo es preciso dar dinero
por debajo de la mesa a los representantes del poder político para continuar
teniendo derecho a fabricar los calendarios. Los guionistas marxistas
aprovechaban para llevar a cabo una descripción muy minuciosa sobre las
estructuras del poder económico. Tenían en cuenta los nuevos estudios históricos,
todas las pistas de la historiografía oficial marxista, y por tanto éste es
probablemente uno de los guiones más sólidamente escritos de toda la historia del
cine de cualquier país. Es un prodigio de carpintería teatral, de síntesis histórica,
etc. Es un prodigio de luz, de construcción de los decorados, pero va mucho más
lejos, en aquellas escenas en el lago con el barco aparece un poco el «amour fou»,
el lado voluntarista, más allá de la existencia normal. ¡El marxista común no tenía
el valor de ir tan lejos! ¿En qué medida es eso una especie de reacción espontánea,
poética, personal, política de Mizoguchi? Lo que es cierto es que consigue colocar
la cámara en el «set», tomar un asunto violentísimo y volverlo más aceptable para
la sociedad japonesa. Continúa siendo elegantísimo, elaboradísimo, y creo que se
encargaba de la cámara [Kazuo] Miyagawa, uno de los grandes directores de
fotografía del cine japonés. Creo que la actriz no tenía gran experiencia en hacer
papeles históricos y que tenía mucha dificultad; el papel era el de una señora de la
alta sociedad y el nervio dramático de la película tiene que ver con el cambio de
ella, una mujer que sólo tiene sentimientos convencionales y que de repente quiere
ser libre. Cuando se encuentra en medio del estanque descubre que ya no se quiere
matar, porque finalmente se da cuenta de que hay alguien a quien le gusta: «si hay
alguien a quien le gusto, sufro lo que tenga que sufrir» –esto es típicamente
el élan de las mujeres de Japón–. Luego sigue la llegada de los americanos, cuando
McArthur y los demás dijeron que serían libres, y ellas, las pobres, creyeron que
eso era posible. Yo conocí a una serie de personas que vivieron ese élan, el sueño
de la libertad. ¿Cuál es aquí la genialidad? No lo sé. Es muy inteligente, está muy
bien filmada. Se trataba de una poética suya, de algunas chicas que conoció, que
amó; creo que sólo alguien que hubiera estado muy dentro de las cosas podría
haber conseguido hacer sentir esta ruptura. Creo que con cada uno, en cada filme,
era así, de repente abría las puertas para otro lado; y tal vez estaba cansado e iba
dejando que los del estudio dictasen algunas cosas, que su equipo y que sus fieles
impusieran su ley y forzasen a subir al nivel del equipo a una bella actriz. En las
sociedades muy cerradas, el grupo tiene exigencias, tenemos que promover A o B.
Para algunas personas amigas mías, que le conocieron muy bien, esta película sólo
tiene un defecto, ¡y es que ella lleva mal el quimono! Ninguna señora de la alta
sociedad vestiría el quimono de esa manera, y es imperdonable que Mizoguchi lo
haya permitido. Hay inmensos matices de época en estos trabajos de los grandes
maestros, junto al aparato técnico y estético que todos ellos poseen. Para la mayoría
del público y de los críticos, llega perfectamente. Está claro que la reinterpretación
es necesaria, por lo menos para podernos decir que no hay que ir por ese lado, que
tal pormenor se trata de una falsa pista. Avanzar por eliminación. En la literatura
y en la pintura son más humildes y van avanzando y eliminando cosas. En el cine
creo que aún no llegamos a ese punto.

Declaraciones recogidas por Luís Miguel Oliveira en Lisboa, en mayo de 2000.


Publicado originalmente en el catálogo Kenji Mizoguchi, Cinemateca Portuguesa-Museu do
Cinema, 2000.

Traducción del portugués de Francisco Algarín Navarro.


Yoru no onnatachi (Mujeres de la noche, Kenji Mizoguchi, 1948).

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