MARCEL, G., Los hombres contra lo humano, 2001

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Gabriel Marcel

n 1951, Gabriel Marcel reúne en Los hombres contra lo humano una serie
E de artículos en los que reflexiona sobre el mundo de la postguerra. Fiel a
su idea de hacer una filosofía concreta, radiografía su situación socio-políti­
ca, detectando en ella las huellas de la abstracción, cuyo imperio masifica al G abriel Marcef
hombre y sustenta las “técnicas del envilecimiento”, destructoras de todo
fuero interno capaz de resistir a las fuerzas y a los espejismos deshumanizado-
res. Se trata, pues, de mostrar la “íntima conexión existente entre el horror
de la abstracción y el de la violencia colectiva”, tras haberse percatado de que
“es imposible fundar la paz en abstracciones”.
Por ello, someterá a severo juicio tanto el reinante relativismo como cier­
ta dogmática de la historia; la fascinación tecnológica (“las masas son esen­

LOS HOMBRES CONTRA LO HUMANO


cialmente fanatizables”); la desafección por la vida y la preeminencia del ren­
dimiento; la tentación del número y el prestigio de las estadísticas; la ética de
la mentira, etc. Una de las manifestaciones de ésta sería, por ejemplo, la com­
placencia que produce “el hecho de que cierta unidad planetaria tiende a ins­
taurarse ante nosotros merced a las técnicas modernas. Pero —-se pregunta a
renglón seguido— se trata de saber si una unificación como ésta, que se tra­
duce sobre todo por la supresión de las distancias, presenta una incidencia es­
piritual positiva”. No hay que olvidar que “el hombre depende en gran medi­
da de la idea que. se hace de sí mismo y [que] esta idea no puede ser degradada
sin ser, por ello mismo, degradante”. De ahí, la contundencia del juicio emi­
tido que, sin embargo, “oscila entre la lucidez alarmada y el rechazo a deses­
perar”, como señala P. Ricoeur en su prefacio. Contra las masas —produtto del
espíritu de abstracción— , Gabriel Marcel opone el universal —que es espíri­
tu “y el espíritu es amor”—;, a fin de recuperar el “mensaje esencial” de Pla­
tón: “Entre el amor y la inteligencia no puede haber verdadero divorcio”.
Gabriel MARCEL (1889-1973) es uno de los representantes más relevantes del
pensamiento personalista comunitario del siglo XX. Entre sus obras filosóficas
destacan: Diario Metafísico (1927), Ser y tener (1935, Colección Esprit, n e
13), El misterio ontológico: posiciones y aproximaciones concretas (1933), Homo
- v . v V

viator (1963) y El misterio del ser (1951). A las que se añade su labor como
dramaturgo. contra lo humano
Prefacio de Paul Ricceur
Traducción de Jesús María Ayuso Diez
CAPARROS EDITORES
G abriel M a rc e l ( 1889- 1973) es üno
de los representantes más relevantes
del pensam iento personalista com uni-
tario del siglo XX. Entre sus obras filo­
sóficas destacan: Diario Metafísico
( 1927), Ser y tener ( 1935, Colección
Esprit, n s 13), El misterio ontológico:
posiciones y aproximaciones concretas
( 1933), Homo viator ( 1963) y El mis -
terio del ser ( 1951 ). A las que se añade
su labor como dramaturgo.
Colección Esprit
Director
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Consejo editorial
Carlos Díaz, Miguel García-Baró,
Graciano González R.-Arnaiz, José María Vegas,
Jesús Ma Ayuso, Eduardo Martínez, Mariano Moreno (t),
Colección Esprit
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41
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Título original: Les hommes contre l ’humain.

© 1951, Herederos de Gabriel Marcel

© 2001, Jesús María Ayuso Diez (traducción).

© 2001, CAPARROS EDITORES, S. L.


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y de la Fundació Blanquerna
Gabriel Marcel

Los hombres contra lo humano

Prefacio de Paul Ricoeur


Traducción de Jesús M aría Ayuso Diez

CAPARROS EDITORES
Indice
s
f'hdll y i

O lr'.l

llH.I
Prefacio de Paul Ricoeur ....................................................................... 11
De una lucidez inquieta
Prefacio del a u to r .................................................................................... 17
El universal contra las masas

Primera parte
I. ¿Qué es un hombre l ib r e ? .............................................................27
II. Las libertades perdidas ................................................................ 35
III. Las técnicas de envilecimiento ...................................................41
IV. Técnica y pecado .......................................................................... 65

.
Segunda parte
I. El filósofo ante el mundo de hoy ............................................... 83
II. La conciencia fanatizada................................................................103
III. El espíritu de abstracción, factor de g u e r r a .............................. 117
IV. La crisis de los valores en el mundo a c tu a l...............................125
V. Degradación de la idea de servicio y despersonalización de
las relaciones humanas ................................................................145
Tercera parte
I. Pesimismo y conciencia escatológica.........................................159
II. El hombre contra la H isto ria......................................................... 171
III. Reintegrar el honor .......................................................................185
A mi amigo
Max Picará
Conclusión ............................................ 191 y en memoria de mi padre,
El universal contra las masas (II) quien fue un hombre libre
y, hace medio siglo,
vio venir
estos tiempos horribles*

* Esta dedicatoria, presente en la edición de 1951, ha desaparecido en la de 1991.


Prefacio de Paul Ricceur

De una lucidez inquieta

L
os artículos reunidos en 1951 bajo el título Los hombres contra lo
humano se sitúan en el punto en el que las preocupaciones ligadas
a la inmediata postguerra confluyen con una meditación que, durante
largo tiempo, había hallado en Position et approches concretes du
mystére ontologique (1933) su primer equilibrio, y que se había ido de­
sarrollando en las obras mayores de los años precedentes: Étre et Avoir
(1935)*, Du refus á l’invocation (1940), Homo Viator (1944), antes de
haberla puesto en orden en las Gifford Lectures, pronunciadas en Aber-
deen entre 1949 y 1950 y publicadas en francés en 1951 bajo el título Le
Mystére de l ’Étre. Si tampoco omitimos la decena de piezas de teatro ya
publicadas — y cuyo carácter prospectivo y premonitorio con respecto a
la obra propiamente filosófica es patente—, puede decirse que la obra de
1951 ocupa un lugar privilegiado, tanto desde el punto de vista crono­
lógico como desde el de los géneros de escritura y de la propia temáti­
ca de la obra marceliana.
El tono de la obra oscila entre la lucidez alarmada y el repudio de la
desesperanza. Al respecto, nos equivocaríamos, y mucho, si tan sólo re­
tuviéramos los temas de lamento, incluso de protesta y denuncia, por no
hablar de las páginas en las que el autor parece ceder a la anticipación
de la catástrofe. Si así lo hiciéramos, estaríamos descuidando las adver­
tencias más frecuentemente repetidas a lo largo de la obra, las dirigidas
contra la pretensión del filósofo de encamar al profeta: el profeta, se
afirma, es requerido por una palabra que no es la suya; y, lo que es más,
goza de un don de visionario fuera de lo común. El filósofo Gabriel
Marcel no reivindica para sí ni esa autoridad ni ese don. Su única arma,
repite, es la reflexión, esa “reflexión segunda” que repasa las razones ar­
ticuladas por una primera reflexión a menudo fascinada por todas las
* Ser y Tener, tr. esp. de Ana Ma Sánchez, Caparros Editores, Madrid, 1991. fN. del T.].

11
fuerzas que operan a favor de la muerte. Y el único campo de explora­ las fuerzas de la deserción y de la desesperanza. Con semejante ánimo
ción de esa reflexión segunda son los síntomas dispersos en los sucesos ecuánime hay que recibir una frase como la siguiente: “No hay ninguna
del tiempo presente al que el propio filósofo sabe que pertenece. Si el duda de que la mentira de Vichy le ha abierto el camino a las mentiras
filósofo prolonga hacia el futuro unas líneas de fuerza que discierne en de la Resistencia” (p. 39). No aislaremos esta frase de la que la sigue de
el presente, lo hace en la medida en que la anticipación misma forma cerca y que une la declaración de una época muy determinada con el
parte de lo que Nietzsche denominaba, en la segunda Intempestiva, “la fondo filosófico marceliano: “... la mentira, proceda de donde proceda,
fuerza del presente”. No estamos aquí escuchando, pues, a un profeta; siempre juega a favor de la servidumbre” (ibid.).
estamos leyendo a un filósofo. No dejaremos de resaltar, en este punto, Abordamos lo esencial de los reproches que Gabriel Marcel dirige a
que ese filósofo es un filósofo cristiano y que, en su fe, es donde en­ nuestra época considerada en su larga duración con la denuncia repe­
cuentra los motivos para no desesperar. Lo cual es verdad. Pero hay que tida del espíritu de abstracción cuyos estragos discierne tanto en la es­
añadir enseguida que, cuando el cristiano toma el relevo del filósofo, es peculación como en la práctica de las ideologías. Entre espíritu de
un cristiano que pretende ser aconfesional, un cristiano prevenido con­ abstracción y fanatismo, el vínculo es tanto más tenaz cuanto más disi­
tra el fanatismo religioso, un cristiano que, sobre todo, pone sus moti­ mulado. Claro que es fácil de discernir y desenmascarar en los regíme­
vos para esperar al servicio de las razones para resistir que el filósofo nes totalitarios, si bien Gabriel Marcel está por delante de muchos
formula en la reflexión segunda y que él opone a las incitaciones para diagnósticos de la época, en la cual el parentesco entre comunismo es-
desesperar que su sola lucidez le sugiere. talinista y nazismo o fascismo era ferozmente negado. Lo dicho de las
Hay pues que prestar tanta atención a ese vínculo entre motivo cris­ “técnicas de envilecimiento” recuerda a David Rousset y a Hannah
tiano para esperar y razones filosóficas para resistir, como al primero Arendt: esas técnicas pretenden, más allá del sufrimiento infligido, des­
que he nombrado entre lucidez alarmada y repudio de la desesperanza. pojar a las víctimas del respeto y del control de sí mismas. Ahora bien,
¿Qué es lo que alarma a Gabriel Marcel? Con la distancia de varios es ese mismo núcleo duro de la persona el que intentan reducir y disol­
decenios y siendo muy prudentes, se puede establecer una jerarquía en­ ver algunas fuerzas destructoras que operan en nuestras democracias
tre, por un lado, temores o, mejor dicho, tormentos que cabe considerar pacíficas, fuerzas para cuya malignidad el totalitarismo sirve de revela­
circunstanciados, por lo muy ligados que están a los trastornos de la dor y amplificador.
postguerra, y, por el otro, amenazas que Gabriel Marcel no tiene dificul­ Con ello, nos adentramos en el proceso de la burocracia y de la tec­
tades en enlazar con lo que se podría llamar las tendencias fuertes del si­ nocracia, cuya orientación sistemáticamente reductora Gabriel Marcel
glo. Al primer grupo pertenecen, en orden disperso, la anticipación an­ denuncia, al caer bajo la medida cuantitativa del rendimiento y de la
gustiada de una destrucción de la humanidad por el arma atómica, el eficacia todas las actividades del individuo, desde el trabajo al ocio y a
temor de una bolchevización brutal o solapada de la Europa occidental, la creación artística. Al respecto, Gabriel Marcel se cuida mucho de in­
un fortalecimiento de la tiranía burocrática y tecnocrática. Me gustaría coarle un proceso global a la técnica, so pena de ceder, por su parte, a
poner aparte las vivas protestas contra los excesos y los crímenes de la ese espíritu de abstracción que rige en toda la gama de los procedi­
depuración. Sobre ello, hay que decir dos cosas: primero, que en aquel mientos reductores, desde las técnicas de envilecimiento hasta las for­
momento se necesitaba bastante coraje para romper un silencio que hoy mas solapadas de opresión burocrática, pasando por la propaganda de
ya no tenemos razones para seguir prolongando; a continuación, que Estado y de partido, de los medios de comunicación de masas.
esta denuncia es la de un hombre que jamás aceptó la capitulación del Dos son los temas que merecen especial atención, en la medida en
reinado de Vichy, su vergonzosa política antisemita y sus convocatorias que concentran la teoría y la práctica y, así, unen los temas más circuns­
a la autoflagelación —que muestran precisamente la complicidad con tanciales con los temas más permanentes del pensamiento marceliano.

12 13
El primero de esos temas concierne a la denuncia tenaz de las filoso­ jica sin duda, de que la instauración de la idea de valor en filosofía, idea
fías dogmáticas de la historia en el plano especulativo y su corolario que podemos considerar poco menos que ajena a los grandes metafísi-
obligado, el recurso al “sentido de la historia” por parte de los políticos, cos del pasado, es como el signo de una suerte de devaluación funda­
los ideólogos y los demagogos. El vicio de estas filosofías es el mismo mental que afecta a la realidad misma” (p. 129).
que el que induce al pensador a hacer un balance global del bien y del Estas últimas líneas permiten comprender sobre qué base se propone
mal, ya sea para justificar la creencia en el progreso, ya sea para ofrecer Gabriel Marcel fundar lo que, más arriba, denominé las razones filosófi­
una solución tranquilizadora al enigma del mal. El efecto político de cas para resistir a la desesperanza, esas razones que la esperanza cris­
esta arrogante pretensión de señalar el sentido de la historia es desastro­ tiana de alguna manera viene a irrigar y a dinamizar. En efecto, nada
so: en nombre de la historia se cercena grupos enteros de seres humanos está más lejos de la espiritualidad marceliana que un fideísmo irracio­
de la escena histórica y, a los individuos tomados de uno en uno, se les nal. No habrá pues de extrañarnos el hallar en la escritura de quien re­
priva de la responsabilidad de juzgar. Pero Gabriel Marcel lleva el pro­ chaza que se le considere existencialista cristiano el elogio del gran ra­
ceso más lejos aun, hasta alcanzar a la historia como tal, acusada de pac­ cionalismo. Incluso vemos que el autor se acusa “de haber estado
tar con el espíritu de abstracción. Aquí es el Péguy de Clio el que se deja tentado en el pasado por sustituir las categorías tradicionales que se or­
oír, al denunciar en la historia una manera de olvidar a fuerza de neu­ ganizan en tomo a la noción de verdad por las categorías trágicas como
tralizar el pasado, de enterrarlo bajo la documentación. El vínculo con las de compromiso, apuesta, riesgo” (p. 61). A propósito de lo cual evo­
las técnicas de envilecimiento parece lejano; sin embargo, no es inexis­ ca el “prodigioso envilecimiento de la discusión, de las mismas bases de
tente, a partir del momento en que la sutil falta de respeto hacia el hom­ la discusión, del que cada día nos aporta los más desoladores testimo­
bre tiende a reducirlo a desperdicio destinado a ser desechado y archi­ nios” (p. 63). Es cierto que el núcleo filosófico de la obra sigue siendo
vado. la famosa distinción entre misterio y problema. Pero en los años 50, Ga­
El segundo tema es más sorprendente. Concierne a la filosofía de los briel Marcel está cada vez más preocupado por evitar que esa distinción
valores. En la obra se distingue una orientación scheleriana que apunta se convierta en un eslogan, según el cual la palabra “misterio” sería pe­
a rehabilitar la idea de valor, en contra de la transvaloración nietzsche- gada como un cartel que dijera “prohibido tocar”, “prohibido pensar”.
ana y de la crítica sartreana de la mala fe; la tesis es fuerte cuando se Respecto a esto, la distinción conserva su alcance filosófico tan sólo si
apoya en la crítica del resentimiento que procede de Nietzsche a través va emparejada con la reflexión segunda, que ejerce su vigilancia diga­
de Scheler, cosa que no hay que olvidar. Incluso se lee una vez que nues­ mos que a contracorriente de la tendencia reductora de la reflexión pri­
tros contemporáneos necesitarían una cura de platonismo. No obstante, mera. En el momento en el que el filósofo se declara “forzado a tomar
esa orientación no es la única ni, sin duda, la más significativa en cuan­ una posición con respecto al desamparo de un mundo cuya destrucción
to a las convicciones profundas de Gabriel Marcel: “no se habla de va­ ya no tiene nada de inconcebible” (p. 86), le interesa mucho precisar que
lor más que allí donde se asiste a una previa devaluación; quiero decir “la naturaleza esencial de esa opción [entre el suicidio y el sobresalto]
que el término ‘valor’ posee, en el fondo, una función compensatoria y no puede dilucidarse más que por la reflexión filosófica” (p. 86). A su
que se utiliza donde una realidad sustantiva se ha perdido verdadera­ vez, esta dilucidación no es posible sin el “análisis de carácter esencial­
mente. Lo que hoy se califica como valor es lo que hace poco se deno­ mente fenomenológico sobre la situación fundamental del hombre”
minaba modos del ser o perfecciones. Personalmente, me parece que la (p. 95) que aproxima la reflexión segunda a la meditación de un Sche­
filosofía de los valores es una tentativa verosímilmente abortada por re­ ler, de un Landsberg, de un Jaspers, de un Heidegger. Pero la reflexión
cuperar en las palabras lo que realmente se ha perdido en los espíritus” marceliana debe sin duda su tonalidad propia al pacto secreto que la
(p. 98). Y más adelante: “Me inclinaría a formular la aserción, paradó­ mantiene solidaria de una suerte de piedad reverencial por las fuerzas
14 15
con las que la vida resiste a la muerte. Aquí, la lucidez alarmada que ve Prefacio del autor
cómo, con formas indefinidamente variadas, se generalizan las técnicas
de envilecimiento, y la protesta conjunta del filósofo y del cristiano se
unen en lo que, en otro lugar, Gabriel Marcel habría denominado intui­
ción ciega y que la reflexión segunda eleva al rango de aforismo: “lo que El universal contra las masas
está envilecido es la noción misma de vida, y lo demás viene por añadi­
dura” (p. 55).

D
esearía comenzar disipando un error que me parece grave y que he
podido constatar repetidas veces en hombres que, sin embargo,
han entrado realmente en contacto con mi pensamiento filosófico y que
incluso han reconocido a menudo haber hallado en él sustento para su
propia reflexión: muchos se han imaginado que las posiciones adopta­
das por mí frente a la realidad política y social no estaban en realidad li­
gadas al cuerpo de lo que que yo preferiría llamar mi doctrina. Dan la
impresión de haber juzgado que se podía practicar un verdadero corte
entre lo que, muy erróneamente, han creído que eran compartimentos
distintos de mi obra. Pero declaro aquí, con toda la rotundidad posible,
que esa operación es ilícita y que, por el contrario, existe un vínculo
irrompible entre esas secciones disociadas de manera arbitraria. Éste es,
a lo que me parece, el modo como podemos damos cuenta de ello:
Mi obra filosófica, considerada en su aspecto dinámico, se presenta
toda ella como una lucha tenaz y sin descanso contra el espíritu de abs­
tracción. Desde mis primeras investigaciones, desde los escritos inédi­
tos de 1911-1912', opuse un mentís contra toda filosofía que quedaba
prisionera de las abstracciones —¿Influenciado por Bergson? No me
atrevería a afirmarlo de forma absoluta, pero es posible— . Esto explica
en gran medida la atracción que sobre mí ejerció durante mucho tiempo
el hegelianismo —ya que, a pesar de las apariencias, Hegel realizó un
admirable esfuerzo por salvaguardar la primacía de lo concreto, subra­
yando con la mayor energía que éste no puede confundirse en ningún
caso con lo inmediato2. Y, desde luego, también por sus disposiciones
1. Algunos han sido publicados con el título de Fragments philosophiques, introd. de Lionel A.
Blain, Nauwelaerts, Paris-Louvain 1961. [Las notas que van acompañadas de asterisco (*) corres­
ponden a las notas escritas por Gabriel Marcel en la primera edición. Las que no lo llevan, como
ésta, son de Jeanne Parain-Vial para esta edición.]
2. Inmediato, en el sentido idealista del término.

16 17
fundamentales se explica la severidad que siempre he manifestado ha­ sional y, a la inversa, la pasión destila lo abstracto. Puedo sin vacilación
cia una pseudofilosofía como la de Julien Benda3, quien jamás ha vis­ decir que el movimiento de mi pensamiento siempre ha estado dirigido
lumbrado esta exigencia. por un amor apasionado por la música, por la armonía y por la paz. Y
Y en ello reside una de las fuentes de la desconfianza que nunca ha desde muy temprano, aunque lo cierto es que sin elaborarlo al principio
dejado de inspirarme, si no la democracia misma, sí al menos cierta ideo­ conceptualmente, me he percatado de que es imposible fundar la paz en
logía que pretende justificarla filosóficamente. En ningún momento de abstracciones. Tal es, dicho sea entre paréntesis, la razón profunda del
mi vida la Revolución francesa me ha inspirado nada que se parezca a fracaso de la SDN y de todas las pretenciosas organizaciones que se le
la admiración o siquiera al apego, y ello porque, desde muy pronto, dis­ parecen. Por lo demás, puede que la especie de preferencia de que gozó
cerní los estragos de cierto fanatismo igualitario. Es verdad que, en este para mí el cristianismo, incluso durante el largo periodo en que no con­
caso, intervino sin lugar a dudas otro sentimiento, y ello desde muy sideraba en modo alguno adherirme a él confesionalmente, se explique
pronto, en la época en que, no sé muy bien por qué, mis padres me obli­ por el convencimiento invencible de que, con tal de que siguiera fiel a
gaban a leer la árida Histoire de la Révolution frangaise de Mignet: el sí mismo, podría ser el único auténticamente pacificador.
horror innato a la violencia, al desorden, a la crueldad. Era mucho me­ Se me objetará: “Pero eso los cristianos de izquierdas lo piensan
nos sensible a los evidentes abusos que se habían perpetuado hasta 1789 igual que usted. ¿Y no puede pensarse que un cristianismo de derechas
que a los crímenes del Terror. En consecuencia, es obvio que he llegado seguirá siendo siempre conformista, que su esencia es tratar con con­
a una apreciación más equitativa o, en todo caso, más matizada. Pero los templaciones a los poderosos o incluso apoyarse en ellos?” Responderé
sentimientos que entonces experimentaba al pensar en las masacres de que ese cristianismo de derechas siempre me ha parecido en efecto muy
Septiembre o en cualquier otro crimen colectivo no son, en último aná­ sospechoso —nunca he dejado de pensar que corre gravemente el ries­
lisis, esencialmente diferentes de los que, en época reciente, despertaron go de comprometer de la manera más funesta el auténtico mensaje de
en mí el nazismo o el estalinismo o, por lo demás, las ignominias de Cristo, y me siento muy tentado de hacer mías algunas palabras de mi
cierta depuración4. Pascal Laumiére en los últimos actos de Rome n ’estplus en Rome5. Sólo
¿Y cómo poner en duda que una tan honda disposición esté en el ori­ que, de inmediato, añadiría que la gente de derechas no es, con mucho,
gen de todo mi desarrollo filosófico? ¿Nos preguntaremos si hay alguna la única que tiene el monopolio del conformismo; existe un conformis­
conexión comprensible entre el horror de la abstracción y el de la vio­ mo de izquierdas, existen poderosos de izquierdas, bienpensantes de iz­
lencia colectiva? Responderé que esta conexión existe con toda seguri­ quierdas, tal como, antes de la última guerra, les decía yo a los Embaja­
dad, pero que, durante largo tiempo, la he dado por sobreentendida, y dores, con gran escándalo de Jacques y Raissa Maritain. Más aun, hay
sólo en fecha relativamente reciente se ha vuelto explícita: como vere­ que añadir que ese conformismo de izquierdas ha de ser denunciado por
mos en el presente volumen, el espíritu de abstracción es de esencia pa­ lo menos tan despiadadamente como el otro, no sólo porque —y permí­
taseme la expresión— tiene el viento a favor, sino porque además entra
3. Julien Benda (1867-1956), descendiente de una familia judía de Bélgica, nació en París. Éco- en flagrante contradicción con los principios que pretende defender. Por
le Centrale, en 1888. Polemista, se implica en el debate público a propósito del caso Dreyfus. Fren­ otra parte — ni siquiera habría que decirlo—, no cabe de ninguna mane-
te al “intuicionismo” de Bergson, pretende representar al intelectualismo. Hostil a la filosofía ale­
mana, publica en 1927 Les sentiments de Critias, un violento ataque contra Alemania. Hostil al
nacionalismo y convencido de la necesidad de construir Europa: Discóurs á la nation européenne 5. Rome n ’estplus dans Rome, acto IV, Pascal (con violencia): “Pero, Padre, entre nosotros exis­
(1933). Véase en Étre et Avoir la polémica con Benda [ Ser y Tener, tr. esp. de Ana Ma Sánchez, te un espantoso malentendido. Yo no he optado contra la libertad. Ni tampoco contra la verdad...
Caparros Editores, col. Esprit, Madrid, 1991, pp. 64 ss. (N. del T.)) y, a mi entender, ambas se confunden.”; y acto V, Pascal: “Voy a decirle algo del lodo singular...
4. Gabriel Marcel, quien admiraba al General De Gaulle y la Resistencia, se sintió muy pronto ese clericalismo insolente, pagano, porque es un insulto a Cristo me acerca a él como lo haría la
indignado por lo que él llama “cierta depuración”. Cf. nota 33. persecución. Verdaderamente es otra persecución”.

18 19
ra dejar que el conformismo de derechas, con todo cuanto comporta de­ no afecta a la historia, se mantiene al margen —si así puede decirse— ,
masiado a menudo de ceguera y de inconsciente crueldad, se beneficie y es por tanto esencialmente venial. Por otra parte, es bien sabido que,
de la reprobación con la que debe cargar el conformismo de izquierdas. para cierta clase de literatos filósofos, aquellos a los que llamamos cri­
Incluso hay que reconocer que en algunos países de Europa y América, minales resultan ser con frecuencia eminentemente simpáticos: el caso
el clericalismo, con los odiosos compromisos que comporta, tiende a de Jean Genét y sus personajes es al respecto enteramente significativo.
adoptar un carácter cada vez más ofensivo para una conciencia auténti­ El burgués que practica las asquerosas virtudes de su clase retrógrada,
camente cristiana. Lo propio de un pensamiento honesto es ser bilateral ¿no relumbra menos que tal ladrón pederasta que tiene el coraje de pa­
y prohibirse en toda circunstancia apuntar —mediante una operación es­ sar al acto, cuando el otro quizá se queda en veleidades inconfesadas?
piritualmente fraudulenta— en el haber de los unos lo que inscribe en el En una obra en la que estoy pensando en este momento, nos encontra­
débito de los otros. Estoy pensando, por ejemplo, en quienes, por sentir remos con que una joven “a la última” le dice a su marido, justo cuan­
horror ante el mundo soviético, se inclinan a testimoniarle al nazismo do éste se dispone a recibir con todas las atenciones debidas a un ému­
alguna complacencia retrospectiva. Es una aberración, y una aberración lo del Sr. Jean Genét: “Dime, Jo, ¿puedes jurarme que, en presencia de
criminal. Por lo demás, ¿cómo no sacar a la luz la ilusión óptica en vir­ Jacques Framboise que sale de prisión, no sientes nada parecido a un
tud de la cual minimizamos el peligro pasado, simplemente porque ha sentimiento de superioridad?”. Y, como Jo, estupefacto, calla: “Respón­
pasado o, más bien, porque lo estimamos pasado? ¿Lo está en realidad? deme, Jo. El porvenir de nuestras relaciones depende de tu respuesta”.
¿Acaso no puede reaparecer con un aspecto apenas modificado? En este Y discretamente añade ella que más bien debería sentirse un poco aver­
asunto, hemos de volver a aprender a expresamos en un lenguaje cate­ gonzado de carecer de antecedentes penales. Si me permito este parén­
górico y a denunciar los daños de cierto relativismo que, como mostra­ tesis algo bufo es para sacar a la luz el estado de inversión generalizada
remos sin esfuerzo, es en el fondo egocéntrico. Lo que condeno es lo en el que cierta “elite” literaria, internacional por lo demás, tiende a ins­
que me molesta, y ello por cuanto esa molestia sigue siendo efectiva. talarse hoy. Y aquí volvemos a toparnos de nuevo con el bien-pensar.
Pero, sin más tardar, destacaré — y es en el fondo uno de los temas esen­ Será juzgado como malpensado quien siga admitiendo que el robo es en
ciales de este libro— que cierta dogmática de la historia tiene conse­ sí un acto reprobable. Y, por descontado, en arte, en todas las artes, des­
cuencias no menos desastrosas. ¿No es Simone de Beauvoir quien, hace tacaremos la misma idea preconcebida, las mismas aberraciones. Nues­
unos años, escribió que no se podía juzgar muy severamente los críme­ tra época nos ofrece el espectáculo de una verdadera coherencia en el
nes de derecho común, mientras que, por contra, los crímenes políticos absurdo. Ahora bien, por esta misma coherencia — y hay que declararlo
son inexpiables6? Una afirmación así, a poco que la pensemos, nos co­ sin sombra de vacilación— es como ese absurdo llega a ser de forma
loca al borde del abismo; sólo cabe comprenderla realmente si ponemos muy positiva el mal7.
al desnudo la filosofía dogmática de la historia supuesta en ella. Si el cri­ Diría que este volumen está sostenido por una meditación sobre el
men político es un pecado mayor es porque va contra el sentido de la mal que no ha alcanzado aún sino posiciones muy generales, de las que
historia y porque, ni que decir tiene, éste se sobreentiende que lo cono­ estoy lejos de sentirme satisfecho. El mal es un misterio, no es nada que
cemos. A la fórmula ya bastante extraña: “Nadie puede desconocer la se deje asimilar a una falta o incluso a un defecto. Estaría tentado de de­
ley”, hay que añadir en lo sucesivo esta otra: “Nadie puede desconocer cir grosso modo que quienes al respecto tienen razón son los gnósticos,
el sentido de la historia”. Por el contrario, el crimen de derecho común
7. Aberraciones, coherencia en el absurdo, inversión generalizada de la elite... Al lector del año
6. ¿Sabía Gabriel Marcel, cuando escribía este texto, que la constitución soviética sólo conde­ 2000 le costará representarse el estado de los espíritus en los años posteriores a la guerra. No obs­
naba a muerte los crímenes políticos? tante, todos los días vemos, en el orden ético, las secuelas de ese terrorismo intelectual.

20 21
de Jacob Boehme a Schelling y a Berdiaev, y en modo alguno los filó­ carnal. Pero hay que decirlo con toda la energía posible: donde el amor,
sofos raciocinantes, extraviados también aquí por el espíritu de abstrac­ por un lado, y la inteligencia, por otro, son realzados a su expresión más
ción. alta, es imposible que no se encuentren; no estamos hablando de identi­
Es preciso además que esta palabra, “misterio”, no sea un simple ró­ dad, pues únicamente puede haber identidad entre abstracciones, y la in­
tulo colocado a la entrada de un camino. Creo que, de todas las reflexio­ teligencia y el amor son lo más concreto que hay en el mundo, cosa que,
nes que siguen, se concluye que el misterio se corresponde con lo que en alguna medida, todos los grandes pensadores han reconocido o pre­
de buena gana denominaría lo meta-técnico. ¿Qué entender por esto sentido. Pero precisamente las masas sólo existen y se desarrollan (se­
sino la esfera inquebrantable a la que jamás tendrán acceso las técnicas? gún leyes en el fondo puramente mecánicas) más acá del plano en el que
Lo que con toda seguridad podemos afirmar es que nunca será posible son posibles la inteligencia y el amor. ¿Por qué es así? Porque las ma­
construir una máquina capaz de interrogarse acerca de sus condiciones sas son lo humano degradado; son un estado degradado de lo humano.
de posibilidad y los límites de su eficacia. Aquí es donde aparece la ín­ No queramos persuadirnos de que es posible una educación de las ma­
tima conexión entre reflexión y misterio1*que está en el origen de toda sas: esto es una contradicción en los términos. Sólo es educable el indi­
mi obra. Sólo una cosa, estamos obligados a constatar que cuanto más viduo o, más exactamente, la persona9. Fuera de ahí, sólo hay lugar para
progresan las técnicas más atrás queda la reflexión —y no creo que pue­ el amaestramiento. Digamos más bien que hemos de instaurar un régi­
da haber en ello nada fortuito. No estoy diciendo, por lo demás, que esta men que sustraiga al mayor número posible de seres humanos de ese es­
conexión sea, hablando con propiedad, fatal; pero lo que sí parece cier­ tado de envilecimiento o de alienación. Este se traduce en el hecho de
to es que el progreso y sobre todo la difusión de las técnicas tienden a que las masas son esencialmente —digo bien, esencialmente— fanati­
crear una atmósfera espiritual, o más bien antiespiritual, lo menos favo­ zables; la propaganda ejerce sobre ellas una acción electrizante; man­
rable posible para el ejercicio de la reflexión; y esta observación nos tiene en ellas no la vida, sino la apariencia de vida, tal como se manifies­
prepara para comprender por qué hoy día el universal sólo se puede ta, de forma particular, en los tumultos y en las revoluciones. Y, aunque
afirmar fuera de las masas y contra ellas. ignoro si alguna vez se ha llegado a discernir esta necesidad en su prin­
El universal contra las masas: tal es, sin lugar a dudas, el verdadero cipio, resulta, por lo demás, del todo normal que, en dichas ocasiones,
título de esta obra. Pero, ¿qué es el universal? ¿Qué hay que entender sea lo más vil de la población lo que, invariablemente, aflora y dirige los
por ello? Es obvio que no una verdad abstracta que se reduciría a fór­ acontecimientos. La cristalización se efectúa verdaderamente en lo más
mulas transmisibles destinadas a ser después puestas mecánicamente en bajo. Ni que decir tiene que esto no permite afirmar que las revolucio­
circulación. El universal es el espíritu — y el espíritu es amor. En este nes, aunque malas en sí mismas, lo sean sin contrapartida alguna; se las
punto, como en tantos otros, tenemos que volver a Platón, y en modo al­ puede comparar con ciertas crisis patológicas susceptibles de producir­
guno, desde luego, a la literalidad de una filosofía que, por otra parte, ha se en el desarrollo de un organismo y que parece que son en alguna me-
llegado hasta nosotros casi exclusivamente en su aspecto exotérico; sino
al mensaje esencial que todavía hoy nos aporta. Entre amor e inteligen­ 9. Gabriel Marcel define al individuo como el “se” impersonal en estado parcelario. “Lo carac­
cia no puede haber auténtico divorcio. Este divorcio sólo se consuma terístico de la persona consiste, por el contrario, en afrontar directamente una situación dada y
cuando la inteligencia se degrada y, si se me consiente la expresión, se — añadiría— en implicarse efectivamente.” “La divisa del hombre no es sum [soy], sino sursum
[sobre-soy, asciendo]” (Homo Viator, p. 32) [Leemos aquí: “Más bien, considerando las cosas no
cerebraliza, y, por supuesto, cuando el amor queda reducido al apetito ya desde fuera, sino, en cambio, desde dentro, desde el punto de vista de la persona misma, no pa­
rece que, con rigor, pueda decir de sí misma: soy. Se capta menos como ser que como voluntad de
rebasar lo que en conjunto es y no es, una actualidad en la que, a decir verdad, se siente compro­
8. Cf. Positions et approches du Mystére ontologique, in Gabriel Marcel ínter rogé par Pierre metida o implicada, pero que no la satisface: que no se halla a la medida de la aspiración con la que
Boutang, Paris, J.-M. Place, 1977. Ver también en Étre elAvoir, passim. se identifica. Su divisa no es sum, sino sursum" (N. del T.)].

22 23
dida necesarias para asegurar peligrosamente su crecimiento apartándo­
lo del entumecimiento y de la muerte.
En la conclusión de esta obra, tendré que indicar algunas de las con­
clusiones positivas a las que debe llevarnos esta reflexión sobre el anta­
gonismo entre el universal y las masas.
G. M.
1951
Primera parte

24
I

¿Qué es un hombre libre?

N
o parece que una cuestión como ésta: “¿Qué es un hombre libre?”,
pueda resultar fructífera si la discutimos de forma abstracta, es de­
cir, sin referirnos a situaciones históricas, consideradas, claro está, con
la mayor amplitud; dado que, además, lo propio del hombre es estar en
situación10; esto es lo que, sin duda, cierto humanismo abstracto corre
siempre el riesgo de olvidar. De lo que se trata es, pues, de que nos pre­
guntemos no qué sea un hombre libre “en sí”, en su esencia, lo que qui­
zá carezca de sentido, sino cómo puede concebirse y atestiguarse esa li­
bertad en la situación histórica que es la nuestra y que hemos de afrontar
hic et nunc.
A la afirmación proferida por Nietzsche: Dios ha muerto, ha venido
a hacerle eco hoy, cerca de tres cuartos de siglo después, otra afirmación
menos proferida que murmurada con angustia: el hombre agoniza". En-
tendámosnos: esta afirmación está desprovista de todo alcance profét'i-
co; en modo alguno podemos, en el plano de la conciencia reflexiva,
pronunciarnos sobre el acontecimiento próximo; incluso hemos de re­
conocer nuestra ignorancia y, en cierto modo, felicitarnos por ella, pues
sólo esta ignorancia permite esa suerte de apuesta perpetua sin la cual la
acción como tal se halla radicalmente inhibida. Decir que el hombre
agoniza únicamente significa que se encuentra no ante un aconteci­
miento exterior como la aniquilación de nuestro planeta, que podría ser
la consecuencia de un cataclismo sideral, por ejemplo, sino en presen­
cia de las posibilidades de destrucción completa de sí mismo que hoy
aparecen como residiendo en él a partir del momento en que hace mal
10. “Ser-en-situación”, expresión tomada de Jaspers para designar lo que Gabriel Marcel había
denominado “encarnación” o “ser-en-el-mundo”, y que estudiará a propósito de la noción más ge­
neral de intersubjetividad.
11. Basta con pensar en las filosofías de la muerte del hombre, M ichel Foucault, Gilíes Deleu-
ze...

27
uso, un uso impío, de las potencias que lo constituyen. Podemos pensar sellar con la Rusia soviética un tratado de comercio de los más onero­
tanto en el arma atómica como en las técnicas de envilecimiento12 tal sos y que la yugulaba económicamente, ¿no reconocía — con los he­
como han sido puestas en práctica en todos los Estados totalitarios sin chos, si no con las palabras— que ya no era un país libre? Si la libertad
excepción. No hay duda de que entre estas y aquella existe una correla­ de un pueblo o de un país se define como independencia absoluta, ¿no
ción secreta que la reflexión tendría precisamente la misión de descu­ es evidente que no puede existir en un mundo como el nuestro, no sólo
brir. debido a las solidaridades económicas inevitables, sino más aun a cau­
La relación que puede existir entre esas afirmaciones: Dios ha muer­ sa del lugar que en el mismo detenta el chantaje en todos los escalones?
to, el hombre agoniza, no sólo es compleja, sino profundamente equí­ Siguiendo esta línea de pensamiento, llegaríamos a reconocer que el
voca. Podemos en efecto preguntamos si el grito nietzscheano no pre­ propio individuo, esté en el país en el que esté, se encuentra no sólo de­
suponía una situación concreta, ella misma unida a un tipo de abuso pendiente, sino incluso, en gran número de casos, forzado a realizar ac­
previo del que los hombres se habían hecho ya culpables. Hay que re­ tos que su conciencia desaprueba (basta con pensar en el reclutamiento
conocer, sin duda, que esa relación es concreta o existencial, y no lógi­ y en sus consecuencias para darse cuenta). Lo más que se puede decir es
ca; quiero decir que es imposible evidentemente mediante análisis ex­ que, en un país en el que se reconoce lo que, de manera muy general, se
traer de la afirmación nietzscheana esa otra afirmación que, por otra denomina derechos de la persona humana, subsiste cierto número de ga­
parte, Nietzsche habría quizá suscrito, al menos en la última o penúlti­ rantías; pero hay que añadir enseguida que son cada vez menos nume­
ma etapa de su vida consciente, pero probablemente sin haber podido rosas y que, a menos que se produzca un giro del discurrir de las cosas
discernir todos los armónicos que hoy percibimos. Es extraño, pero po­ bastante improbable actualmente, están llamadas a seguir reduciéndose
demos preguntarnos si no es a partir de la segunda afirmación como es más y más. Es pues contrario a la realidad admitir que, en lo que deno­
posible poner en entredicho la primera y volver a encontrar al Dios vivo. minamos grosso modo países libres, los hombres disfrutan aún, no ya de
Como se verá, hacia esta conclusión se orienta todo el desarrollo si­ una independencia absoluta, algo sin duda inconcebible salvo para anar­
guiente. quistas doctrinarios, sino incluso del poder de ajustar su conducta a las
Ahora bien, lo que ante todo hemos de preguntarnos es en qué se exigencias de su conciencia.
convierte la libertad en un mundo en el que el hombre, tras haber al­ Lo que ahora importa es extremar el planteamiento y preguntarse en
canzado cierto grado de conciencia, se ve forzado a reconocer que em­ qué se convierte la libertad del individuo, entendida en su sentido más
pieza a agonizar. íntimo, en un país totalitario. Aquí es donde, creo, vamos a vemos en la
La verdad es que cabe plantear una objeción previa. ¿No sería con­ necesidad de constatar algo de importancia excepcional: que el estoicis­
veniente decir que la cuestión: “¿Qué es un hombre libre?” no es sus­ mo, entendido no tanto como doctrina cuanto como actitud espiritual, se
ceptible de recibir una solución positiva más que en un país libre? encuentra hoy no digamos que refutado, pero sí propiamente desarrai­
Sin embargo, la misma noción de país libre o de pueblo libre resulta gado.
ser, una vez analizada, mucho menos nítida de lo que, de entrada, esta­ Esta venerable actitud implicaba la distinción que, con tanto rigor,
ríamos tentados de pensar. Pondré dos ejemplos: Suiza, que, como con­ formularon un Epicteto, un Séneca, un Marco Aurelio: la distinción en­
secuencia de un chantage, se vio en la necesidad de hacer trabajar sus tre las cosas que dependen y las que no dependen de nosotros. El pen­
fábricas en beneficio de la Alemania hitleriana, ¿seguía siendo un país samiento estoico, en la medida en que no ha sido formulado sólo de for­
libre? Suecia, que, acabadas las hostilidades, se vio en la obligación de ma abstracta, sino vivido con un coraje indomable, y precisamente bajo
regímenes de opresión, implicaba la creencia en un fuero íntimo en el
12. Cf. infla capítulo III.
que el individuo hallaba un refugio inviolado, inviolable, contra todas

28 29
las intrusiones del poder. No hay estoicismo sin la creencia en una so­ vea como forzado no sólo a padecer, sino a apetecer el castigo del que
beranía interior inalienable, en una absoluta posesión de sí por sí mis­ son merecedoras faltas que se imputará a sí mismo sin haberlas come­
mo. tido.
Ahora bien, lo peculiar de las técnicas de envilecimiento, a las que ¿Objetaremos que es peligroso, hasta culpable, admitir estas terro­
aludí poco antes, consiste precisamente en que ponen al individuo en ríficas posibilidades? Reconozco que, si nos situamos en el terreno de la
una situación tal que pierde contacto consigo mismo, que está literal­ pedagogía, quizá convenga dejarlas en la sombra. Pero no hay duda de
mente fuera de sí, y ello hasta el punto de poder renegar sinceramente que no es igual para espíritus que han alcanzado un grado superior de
de actos en los que sin embargo se había volcado todo él, hasta llegar a reflexión y a los que incumbe una positiva responsabilidad.
acusarse sinceramente de otros actos que realmente no cometió. No voy Tenemos que reconocer que un pensamiento materialista se revela
a calificar aquí esa sinceridad, sinceridad arrancada y artificial. Me li­ capaz de crear, gracias a las técnicas que monta y perfecciona, un mun­
mitaré a subrayar que esas técnicas de envilecimiento, que desde hace do que verifica cada vez más completamente sus postulados. Quiero de­
años se han perfeccionado hasta un extremo casi inimaginable’, habían cir con esto que un ser humano que ha padecido cierto tipo de manipu­
sido utilizadas en épocas muy anteriores. Muy recientemente se ha lación parece reducirse cada vez más a no ser sino una cosa, digamos
afirmado que, durante el proceso de los Templarios bajo Felipe IV el que una cosa psíquica, justiciable por las teorías que ha formulado una
Hermoso, se habían obtenido retractaciones por procedimientos que no psicología en esencia materialista. Pero esta proposición es, con toda
debieron limitarse a la tortura física puesto que ulteriormente, durante evidencia, ambigua. De ningún modo puede significar que esa psicolo­
una segunda y última abjuración, los acusados, recuperada su concien­ gía materialista, cualquiera que sea el poder de transformación reducto-
cia inicial, declaraban haberse acusado sinceramente de actos que no ra del que esté dotada, llegue a revelarnos la realidad en sí misma. Tan
habían cometido. Esta sinceridad no parece que pueda producirse me­ sólo pone de relieve el hecho —que no resulta sorprendente para una
diante la tortura física únicamente. Sólo son capaces de provocarla los filosofía del ser en situación— de que el hombre depende en gran me­
execrables procedimientos de manipulaciones psicológicas a los que se dida de la idea que se forja de sí mismo, y que esta idea no puede ser de­
ha recurrido desde hace algún tiempo en tantos países de latitudes tan gradada sin ser al mismo tiempo degradante. En ello reside otra razón
dispares. más y verosímilmente la más grave, la más imperiosa de todas, para
Y, en esas condiciones, la situación que cada uno de nosotros se ve condenar radicalmente dicho pensamiento materialista. Al respecto, se­
forzado a afrontar es exactamente la siguiente: cada uno de nosotros — ñalaré que, en nuestros días, ha alcanzado una cohesión y una virulen­
insisto en ello— , si no quiere mentirse a sí mismo o pecar de injustifica­ cia que estaba lejos de presentar en el siglo xix, en el que era corriente
ble presunción, debe admitir que existen medios concretos susceptibles ver hombres que, creyéndose imbuidos de principios materialistas, se
de ser activados mañana contra él y de despojarle de esa soberanía o, di­ mostraban en la vida tan escrupulosos como los kantianos.
cho menos ambiciosamente, de ese autocontrol que, en otras épocas, ha­ Puede parecer que me aparto de la cuestión planteada al principio.
bría podido considerar con todo fundamento como inquebrantable, De hecho, no hay tal, pues es de la mayor importancia reconocer, a pe­
como inviolable. No digamos, con los estoicos, que al menos conserva sar de lo que hayan podido pensar hombres incapaces de lograr la me­
la posibilidad benéfica del suicidio: esto ha dejado de ser exacto, dado nor coherencia en sus ideas, que una concepción materialista conse­
que puede ser puesto en una situación en la que ya ni siquiera desee ma­ cuente es radicalmente incompatible con la idea de un hombre libre; o,
tarse, en la que el suicidio le parezca un recurso ilegítimo, en la que se más exactamente, en una sociedad gobernada por tales principios, la li­
bertad se transmuta en su contrario, pasa a ser únicamente la más enga­
* Cf. capítulo III. ñosa de las enseñas.

30 31
A decir verdad, incluso en ese tipo de sociedad cabe imaginar teóri­ 11 iíicante de un desarrollo que prosigue más allá de lo visible. En otro
camente una posibilidad de que el hombre conserve un mínimo de in­ lenguaje, esto quiere decir que las filosofías de la inmanencia han visto
dependencia, pero, como veremos enseguida, esta posibilidad se desva­ cumplido su tiempo, que hoy han revelado su profunda irrealidad o, lo
nece, implica contradicción: pues consistiría en volverse, si puede así i|iie es infinitamente más grave, su complicidad con idolatrías que nos
decirse, lo bastante insignificante como para no atraer sobre sí la aten­ vemos obligados a denunciar sin piedad: idolatría de la raza, idolatría de
ción del poder. Pero, ¿no es evidente que esta voluntad de insignifican­ la clase. Añadiré además que incluso religiones auténticas en su funda­
cia, suponiendo que pudiera salir bien, implica una especie de suicidio? mento pueden igualmente degradarse, degenerar también ellas en idola-
El mero hecho de llevar un diario íntimo puede concebirse como un cri­ trías, allí donde la voluntad de poder alcanza a corromperlas, como es
men merecedor de la pena capital; y, después de todo, no vemos por qué de lamentar que sucede casi invariablemente siempre que una Iglesia se
habría de ser imposible poner a punto detectores que informaran a la po­ halla dotada de poder temporal.
licía de los pensamientos o de los sentimientos de un individuo cual­ Nos encaminamos así hacia conclusiones que me parecen muy posi­
quiera*. Por este lado, no es concebible ninguna salida. tivas; las formularé del siguiente modo: un hombre sólo puede ser libre
Pero, entonces, si nos volvemos plenamente conscientes de la situa­ o seguir siéndolo en la medida en que permanezca vinculado a lo tras­
ción que, de un día para otro, puede llegar a ser la nuestra de resultas de cendente, sea cual sea por lo demás la forma particular que pueda pre­
un abuso de autoridad o de un pronunciamiento militar, ¿qué nos que­ sentar este vínculo; pues es demasiado evidente que no se reduce nece­
da? Aun a riesgo de descontentar, incluso de escandalizar, a quienes se sariamente a tipos de plegaria homologados y canónicos. En particular,
acogen a una concepción positivista, diré sin vacilar que, en este terre­ diría que, en el caso del verdadero artista13, a condición de que no ceda
no, todos los caminos me parecen bloqueados. El único recurso es tras­ a las innúmeras tentaciones a las que hoy está expuesto: tentación de
cendente; pero ¿qué quiere decir esto? Henos ante una palabra de la que sorprender, de innovar a cualquier precio, de encerrarse en un mundo
extrañamente se ha abusado desde hace algunos años. Quiero decir in privado que comunique lo menos posible con las formas eternas, etc.,
concreto que la única oportunidad que nos queda es apelar, no diré que digo que el artista verdadero experimenta de la manera más auténtica y
a una potencia, pero sí a un orden del espíritu que es también el de la más profunda esa relación con lo trascendente. Pero nada sería más fal­
gracia, y, mientras quede tiempo todavía, es decir, antes de que se haya so y peligroso que fundar sobre esta observación un esteticismo cual­
producido la temida alienación, proclamar que repudiamos de antema­ quiera. Hemos de reconocer que existen modos de creación ajenos al or­
no los actos o las palabras que se puedan obtener de nosotros por medio den estético y que están al alcance de todos; y es como creador, por
de cualquier coacción. Afirmamos solemnemente que estamos más allá humilde que sea el plano en que dicha creación culmine, como cualquier
de esos actos o de esas palabras. Sin duda se nos replicará que nos con­ hombre puede reconocerse libre. No obstante, habría que mostrar que la
cedemos una satisfacción muy platónica. Pero eso equivaldría a desco­ creación, entendida en este sentido tan general, implica siempre apertu­
nocer el pensamiento que intento formular. Hemos de proclamar que no ra al otro, lo que, en mis Gifford Lectures, he llamado intersubjetividad,
pertenecemos enteramente a ese mundo de cosas al que se pretende asi­
milarnos, en el que se intenta afanosamente encarcelarnos. De forma 13. Gabriel Marcel ha hablado de esencia primeramente a propósito de la música: “En lo que a
muy concreta, hemos de proclamar que esta vida, a propósito de la cual mí respecta, pienso que el gran músico es aquel que libera esencias” (ver Gabriel M arcel et la mu-
sique, Pairs, Aubier, 1981 y Testament philosophique in Gabriel Marcel et les injustices de ce
se ha vuelto posible hacer la gesticulante y repelente parodia de todo lo temps, Paris, Aubier, 1984: “En mi pensamiento, las esencias son las modalidades de la luz que,
que reverenciamos, puede no ser en realidad más que un sector insig- para hablar como San Juan, alumbra a todo hombre que viene a este mundo, pero conviene añadir
enseguida que se trata de una luz que es alegría de ser luz, y, si nos ponemos a extraer las implica­
ciones de dicha fórmula, nos percataremos de que supone una multiplicidad indefinida de seres que
* Cf. el 1984 de George Orwell. ella misma suscita no sólo para alumbrarlos, sino para que a su vez lleguen a ser iluminadores”.

32 33
sea esta concebida como ágape o como philía: creo que, llevadas al lí­ II
mite, ambas nociones acaban convergiendo. Pero hay que destacar con
toda la energía posible que las sociedades que parten de postulados ma­ Las libertades perdidas
terialistas, con independencia del lugar que le dejen a cierta exaltación
colectiva y, en el fondo, puramente animal, pecan radicalmente contra la
intersubjetividad, la excluyen por principio, y porque la excluyen extir­
pan hasta las propias raíces de toda posible libertad.

N
Cabe concebir— y esto no es tan siquiera una mera hipótesis, sino un o podremos razonablemente pensar que alguna vez vayamos a re­
hecho— que, en un país sojuzgado por una potencia totalitaria, tal indi­ cobrar las libertades perdidas, y no de las menos preciosas. Seamos
viduo se vea en la obligación, no ya sólo para vivir, sino para evitarle a más precisos: los partidos en el poder que, con razón o sin ella, se ima­
su familia una indigencia absoluta, incluida la deportación, de aceptar ginan estar conduciendo a nuestro país por la vía del “progreso” estiman
por ejemplo un empleo en la policía, cosa que corre el riesgo de forzar­ que muchas de esas libertades perdidas, en la medida en que comporta­
le a realizar actos que repugnen a su conciencia. ¿Sería una solución el ban abusos, en que tenían como contrapartida desigualdades injustifica­
rechazo puro y simple? Podemos ponerlo en duda, en vista de las con­ bles, deben ser abandonadas definitivamente, puesto que respondían a un
secuencias que acarrea para los inocentes. Pero puede suceder que el in­ estadio de organización (o, más bien, de desorganización) felizmente su­
dividuo, al aceptar ese puesto, adopte para consigo mismo un compro­ perado. Desde este punto de vista, la mayoría de las limitaciones, de las
miso sagrado, el de poner la parcela de poder que así ostentaría al obligaciones de cualquier orden con las que tropezamos cuando quere­
servicio de los mismos en cuyo perseguidor se le ha encargado conver­ mos, por ejemplo, disponer de nuestros bienes o constituir tal agrupación,
tirse. Este juramento, con el poder creador correspondiente, constituye etc. serán consideradas en las mismas esferas como expresiones negati­
un ejemplo concreto del recurso a lo trascendente que evoqué más arri­ vas exclusivamente para nosotros, para nuestro egoísmo, pero en realidad
ba. Resulta, por otra parte, evidente que no hay nada en esto que quepa positivas, de un progreso social al que se sabrá cómo forzamos a plegar­
generalizar. El formalismo14, tomado con todo rigor, apenas es admisi­ nos, si por un casual no estamos de humor para colaborar de buen grado.
ble desde el momento en que nos hemos percatado de lo que cada indi­ Aquí se impone una primera observación: en el fondo, intervienen en
viduo concreto, con la situación también ella concreta a la que tiene que este dominio dos tipos de consideraciones totalmente distintos y cuya
hacer frente, tiene de único, de inconmensurable con respecto a cual­ compatibilidad no está en modo alguno garantizada.
quier otro ser y a cualquiera otra situación. Y justamente es a partir de Por una parte, la consideración de la igualdad: las libertades ilícitas de
esta toma de conciencia como se puede apelar a la creación a la que cada las que se entiende que se nos priva son consideradas como privilegios in­
uno de nosotros está obligado a responder a su manera, si es que no tolerables que se trata de reducir y finalmente suprimir, hasta que la situa­
quiere convertirse en cómplice de lo que nuestra Simone Weil designa­ ción de cada uno llegue a ser tan similar a la del vecino como sea posible.
ba como la “gran bestia”15. Apenas quedan circunstancias en el mundo Por otra parte, la consideración de la organización: esas libertades
actual en las que no debamos preguntarnos si, por nuestra elección, por son, en este caso, contempladas menos por sí mismas que por sus efec­
nuestra opción concreta, no nos volvemos culpables de esa complicidad. tos, que corren el riesgo de ser anárquicos y, en consecuencia, perjudi­
ciales para cierta organización racional que se pretende instaurar.
14. Alusión a la moral kantiana, contra la que siempre reaccionó Gabriel Marccl. Pero salta a la vista que nos es absolutamente imposible pronunciar­
15. Simone Weil (1909-1943) tomó este término de Platón, en quien representa a la Sociedad nos a priori sobre el grado de igualdad o de desigualdad que comporte
(cf. República VI, 493 a b c.). Tenemos en Bergson algo equivalente, la “sociedad cerrada”. o, más exactamente, pueda tolerar una organización social óptima o, en

34 35
un lenguaje más preciso, que pueda permitir el mejor rendimiento en un Será preciso hacer ver que, al presente, ese resentimiento se desplie­
dominio de producción determinado. Es bastante sabido que en la Rusia ga a la par que la burocratización creciente del mundo, es decir, que se
soviética la desigualdad de los salarios rebasa hoy todo lo que se ve en multiplican actividades parasitarias y puramente funcionales que no
otros lugares, y es manifiesto que ha crecido de manera tan considera­ sólo no son creadoras, sino que de hecho están destinadas a entorpecer,
ble justamente en nombre de la organización y del rendimiento. Ahora a paralizar toda posible creación. Es inevitable que sea así desde el mo­
bien, entre nosotros seguimos fingiendo que vivimos según el postulado mento en que las actividades de control tienden a predominar sobre las
de que igualdad y rendimiento van parejos; sólo que ya nadie se lo cree, actividades que se trata de controlar. De esta manera, se constituye el
y es por razones tácticas fácilmente discernibles por lo que esta mentira ámbito de elección del resentimiento; y ello por una razón muy simple:
se perpetúa hoy día. al burócrata le es imposible, cada vez más, interesarse por lo que hace,
Entretanto, está claro que a la larga lo que acabará prevaleciendo for­ es decir, por un trabajo tan abstracto, tan despersonalizado como es po­
zosamente será la consideración de la organización y del rendimiento, sible, en el que el individuo no puede aspirar a imprimir su propia mar­
aun cuando ello no pueda producirse más que tras una crisis sangrienta. ca. ¿Cómo evitar que, a la larga, la ley del trabajo burocrático acabe
Pues un país que, durante demasiado tiempo, se desinteresara por el ren­ siendo la de hacer lo menos posible, justo lo suficiente como para no lla­
dimiento terminaría fatalmente reducido a una condición servil por par­ mar la atención, como para no correr el riesgo de perder el puesto, es de­
te de aquellos que le han sacrificado todo — lo de menos es que esta ser­ cir, el sueldo? Como consecuencia, la mirada tenderá a fijarse de sosla­
vidumbre se efectúe por medios pacíficos o no: en última instancia, la yo en el otro, en quien estaremos dispuestos a ver apenas algo más que
diferencia entre unos y otros acaba desvaneciéndose. una amenaza, como en el mundo de Sartre: el otro es para mí aquel cu­
Pero hay que insistir en que, en esta hora, esa nefasta ambigüedad no yos ojos se le van tras mi empleo o, más sutilmente, aquel que me daña
ha sido realmente disipada, y que la preocupación de nivelar por abajo, íntimamente porque obtiene un puesto mejor retribuido que el mío. Se
es decir, la forma más baja de igualar, a la vez que la más fácil, se con­ desencadena aquí una lógica inexorable, a la que cabe concebir que al­
sagra en todas las disposiciones legales que gravan nuestra existencia gunos individuos puedan resistirse, pero sólo en la medida en que estén
cotidiana. todavía habitados por la gracia o irradiados por alguno de sus efluvios.
La igualdad así instituida tiene como resultado, si no como objetivo, Pienso que nunca será excesiva la fuerza con que lo digamos: la bondad
enmascararles a sus beneficiarios el régimen de opresión burocrática al en particular es inconcebible sin la gracia. Por ende, es inconcebible que
que se les condena. ese resentimiento destructor no tienda a generalizarse como una enfer­
Digo beneficiarios: pero, en verdad, ¿dónde está el beneficio? Perte­ medad infecciosa: es una septicemia moral. El único desenlace natural
nece al orden de la imaginación y de la afectividad más vil: consiste en que un proceso así comporta es la catástrofe económica o militar; llega
la satisfacción que tengo la oportunidad de sentir al constatar, cuando se un momento en el que una sociedad cuyo tejido se ha alterado insensi­
me somete a obligaciones o a vejaciones o simplemente si me encuen­ blemente deja por completo de ser viable; se hunde.
tro en la indigencia, que mi vecino está en las mismas. Bien negativa es Es demasiado evidente que, en esa catástrofe, la libertad no podría
esta satisfacción, se dirá. Quizá no tan negativa como se pretende: en salir ganando: todo lo que se puede decir es que la red de apariencias,
efecto — Nietzsche y Scheler lo han visto con maravillosa lucidez— es en la que las conciencias desearían seguir dejándose engañar, se desga­
el cumplimiento de un deseo que se halla a la base del resentimiento. Es rra de arriba abajo, y que la situación aparece con toda su verdad. Pero,
la forma más degradada, la más pervertida que pueda afectar al interés suponiendo que la catástrofe no acarree por un tiempo más o menos lar­
de un hombre para con su prójimo, es el sustituto lamentable e inverti­ go el avasallamiento del país cancerado por una potencia extranjera, su­
do de la caritas evangélica. poniendo que por una suerte inesperada su restablecimiento sea aún po­

36 37
sible, sólo lo será a costa de las coerciones más duras. Apenas tiene in­ complica notablemente: ¿cómo ha podido suceder que los mismos hom­
terés que nos entreguemos ahora a pronosticar el futuro probable de bres que habían luchado y sufrido por que su país fuese liberado de la
nuestra patria durante los años venideros. En cambio, puede ser impor­ Gestapo, una vez en el poder hayan instituido o tolerado unos métodos
tante preguntarse de dónde procede y cómo ha podido realizarse de he­ que están lejos de diferir esencialmente de los que ellos mismos habían
cho la especie de anestesia general merced a la cual los franceses, hace padecido? Aquí ciertamente conviene mucho más hablar de contagio
poco tan recelosos al respecto, han podido soportar el ver que se les am­ que de habituación. A partir del momento en que se aplican ciertos pro­
putaba la mayoría de sus libertades fundamentales. El ver que..., he di­ cedimientos donde quiera que sea, a cierta escala, automáticamente tien­
cho: pero lo probable es que este verbo no convenga aquí y que la am­ den a generalizarse. Y, más bien, habría que preguntarse por el caso, pa­
putación se haya producido en tales condiciones que, en realidad, les radójico en el fondo, de los raros países en que este contagio no se ha
haya pasado desapercibida a los mismos a quienes se les ha infligido. Al producido, en los que la opinión pública ha reaccionado con vigor con­
menos, podemos, a grandes trazos, discernir lo siguiente. tra un peligro percibido con claridad. Hay que pensar en Bélgica y so­
En primer lugar, la operación ha tenido lugar en tales circunstancias bre todo en Holanda, mejor que en Inglaterra, a la que le fue evitada la
que la atención de los individuos estaba concentrada casi exclusiva­ ocupación y donde las pasiones sectarias no han alcanzado, ni de lejos,
mente en el problema de la subsistencia cotidiana y en las agobiantes el paroxismo que han mostrado en los países víctimas de la opresión
dificultades a las que cada cual debía hacer frente para simplemente nazi. Sería de suma importancia, al respecto, comparar lo sucedido en
existir. La palabra clave es sin duda, en este caso, la de inseguridad. En Francia con lo que se ve en los Países Bajos, donde, hasta donde he po­
un estado de radical inseguridad y que abarca al mundo entero, la preo­ dido juzgar, el sentido de la libertad no se ha visto hasta el momento se­
cupación dominante es asegurarse cualesquiera garantías, de modo que riamente afectado por los acontecimientos de los últimos años. Lo exi­
el movimiento general que lleva a los franceses a hacerse funcionarios guo del territorio, la fuerza sostenida del sentimiento religioso y la
no tiene sin duda otra explicación, al considerarse que el Estado es el adhesión a la corona han desempeñado con toda evidencia un papel de
único dispensador de las seguridades que antaño se les reclamaban a la primer rango en este caso. Hay que añadir que, al no haberse producido
religión o al trabajo personal, cuando todavía era posible realizarlo en la interposición de un gobierno fantasma entre el pueblo holandés y el
condiciones sanas, es decir, en los lejanos tiempos en que seguía siendo opresor, se le ha evitado a Holanda algunos de los males que nosotros
posible el artesanado. Que de hecho este movimiento sea una avalancha seguimos padeciendo. No hay ninguna duda de que la mentira de Vichy
hacia la servidumbre es algo que nadie puede pensar en impugnar, si le ha abierto el camino a las mentiras de la Resistencia. De esta mane­
bien en el periodo transitorio en el que nos hallamos dicha servidumbre ra, se ha creado una situación esencialmente insana que, en cuanto tal
tienda fatalmente a hacerse ilusiones sobre sí misma. —como sucede invariablemente— , no ha podido más que revolverse
Habría que introducir aquí algunas consideraciones anejas, mostrar contra nuestras libertades. En efecto, nunca se afirmará demasiado alto
en particular hasta qué punto el desarrollo de los odios sectarios ha con­ que la mentira, proceda de donde proceda, siempre juega a favor de la
tribuido a anular entre nosotros el sentido de las libertades fundamenta­ servidumbre. Existe entre ambas una conexión indudable, aunque pue­
les. Sería el lugar de evocar el escándalo ininterrumpido cuyos testigos da no parecer evidente, y de la que sería indispensable que tomaran con­
hemos sido desde el comienzo de la depuración, y la increíble atonía de ciencia los encargados de los destinos de nuestro país. Demasiado la­
la opinión pública ante dicho escándalo. Ciertamente, conviene dejar mentablemente sabemos cuánto llega a enrarecerse el pensamiento entre
aquí un hueco considerable a un fenómeno general de habituación a lo quienes de hecho son más gravosas las responsabilidades: puede que no
monstruoso. Llega un momento en que la sensibilidad embotada por sea sino una fatalidad inherente a la democracia considerada en sí mis­
agotamiento deja de reaccionar. Pero, en este caso, ese fenómeno se ma (por lo demás, ¿tienen algún sentido estas palabras?); pero es, al me-

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nos, una efectiva deficiencia que, desde hace largos años, padece Fran­ III
cia en particular.
No se trata de proponer ahora algo parecido a un remedio contra unos
males tan profundamente arraigados. Lo único que cabe afirmar es, por
Las técnicas de envilecimiento
un lado — y sin la menor vacilación— , que el régimen político actual no
puede más que agravarlos muy rápidamente; también sería vano, ade­
más de criminal, poner sus esperanzas en un neo-fascismo, y sólo pen­

N
sar en ello nos horroriza tras la experiencia de los últimos años. De he­ unca será excesiva la fuerza con que declaremos que la crisis que
cho, y sin llegar a una conflagración general, a Francia no parece que le está hoy atravesando el hombre occidental es una crisis metafísi­
quede más que optar entre un régimen comunista, que sería, por lo de­ ca; probablemente no exista peor quimera que la de imaginarse que este
más, un fascismo agravado y que creería resolver los problemas supri­ o aquel ajuste social o institucional podría bastar para apaciguar una in­
miendo el mayor número posible de antecedentes, y un régimen monár­ quietud que procede de lo más hondo del ser.
quico conforme a las más venerables tradiciones de nuestro país, pero Esto no significa, claro es, que la existencia de dicha crisis dé licen­
cuya idea —hay que reconocerlo— hoy resulta inconcebible para la in­ cia a ciertos espíritus conservadores y, a veces, maquiavélicos para in­
mensa mayoría de los franceses; además, para ser viable, este régimen vocarla a fin de justificar su inercia social, su repugnancia para llevar a
debería adaptarse a condiciones económicas y psicológicas sin relación cabo las reformas que, al menos en parte, hubieran debido realizarse
alguna con las del pasado. hace mucho, y lo habrían sido en condiciones menos onerosas, para la
Por el momento, resultaría sin duda más útil definir los caracteres ge­ comunidad francesa en particular, de lo que sin duda lo serán hoy. Esta
nerales de la reforma interior, quiero decir, con ello, espiritual, la única observación resulta por completo ajena a mi propósito; si me he decidi­
que puede preparar el advenimiento de un régimen así. Esa reforma, en do a hacerla es tan sólo para apartar de antemano las interpretaciones
la que cada uno de nosotros está obligado a trabajar, por humilde que políticas que algunos podrían estar tentados de dar a las apreciaciones
sea la esfera en la que ejerza su influencia, consiste ante todo en una res­ siguientes, pues hoy lamentablemente la preocupación política amenaza
tauración de los valores: tenemos que volver a aprender la distinción en­ con falsear todas las discusiones, todos los análisis.
tre verdadero y falso, bien y mal, justo e injusto —igual que un paralí­ En general, creo que sería indispensable proceder a una suerte de ba­
tico que ha recobrado el uso de sus miembros ha de aprender de nuevo lance humano tras los terribles acontecimientos que acaban de devastar
a andar— . En ambos casos se trata de una reeducación que, cuando se nuestro universo. Para ello, será preciso aprovechar la tregua que, al pa­
inicia, parece irrealizable y casi imposible de concebir. Y lo que hay que recer, se nos ha concedido ahora y que quizá no dure mucho. Por corta
proscribir sin piedad es la quimera según la cual la palabra libertad pue­ que sea, bien pudiera suceder que resultara por desgracia ampliamente
de conservar algún significado donde el propio sentido de los valores ha suficiente para desencadenar esa facultad de olvido que, en todo lo hu­
desaparecido; y hay que entender por tal el sentimiento de su trascen­ mano, se ejerce con una rapidez desconcertante. Sobre esto, como sobre
dencia. Podría decirse, sin caer en la paradoja, que, en el momento pre­ tantas otras cosas, lo esencial lo ha percibido Péguy, quien lo ha expre­
sente, lo que más necesitan los hombres es una cura de platonismo. sado con fuerza incomparable. Recuérdense los famosos textos de Clio:
“La historia esencialmente consiste en pasar a lo largo del aconteci­
miento. La memoria, al residir dentro del acontecimiento, ante todo con­
siste esencialmente en no salir de él, en permanecer en él y en remon­
tarlo en su seno... La historia es ese general brillantemente engalanado,

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ligeramente impotente, que pasa revista a unas tropas ceremoniosamen­ se deja engañar por metáforas ópticas que, precisamente en este domi­
te uniformadas de servicio en el campo de maniobras, en cualquier ciu­ nio, resultan enteramente inaplicables. En la medida en que nos atreva­
dad de guarnición”. Y esto equivale, en un sentido muy profundo, a de­ mos aún a hablar de filosofía existencialista, tras la utilización que, en
cir que la historia es una manera de olvidar o, si se prefiere, de perder el cierta prensa, cada día se hace sin ninguna consideración de este voca­
contacto real con el acontecimiento, a falta de lo cual este queda redu­ blo, habría que decir quizá que el mérito de dicha filosofía consiste ante
cido a mera mención abstracta. Con frecuencia nos sorprendemos de la todo en superar y rehusar el modo de pensamiento que se encarna en se­
extraordinaria ineptitud de los hombres para sacar provecho de las en­ mejantes metáforas.
señanzas del pasado. Por paradójico que resulte, pienso que gran parte Probablemente sea falso admitir que, respecto a un acontecimiento
de responsabilidad por este estado de cosas la tiene la historia en su for­ histórico dado, exista el equivalente de ese sentido o de ese foco opti-
ma moderna, y ello por cuanto se opone cada vez más a una tradición mum de visión nítida en el que se nos recomienda que nos coloquemos
que sigue siendo memoria en la medida en que es depósito. Cuando el para considerar un objeto espacial. Esto puede parecer más que nada en­
pasado sólo es conocido históricamente se acumula fuera de la vida, en teramente paradójico. ¿No habrá que aguardar a que pasen algunos años
no se sabe qué polvorienta consigna, donde está abocado a perder lo que antes de que se haya reunido la documentación necesaria para relatar
con gusto llamaríamos sus vitaminas. Ciertamente, fuera de la historia con toda exactitud los acontecimientos sucedidos en Francia durante la
de los historiadores, existen testimonios personales que poseen una vir­ ocupación, por ejemplo? Sin duda; pero falta saber si esa documenta­
tud muy distinta; pero sucede que, de modo casi fatal, estos testimonios ción exhaustiva, que permitirá un relato completo de esos aconteci­
acaban siendo leídos como novelas, en las que quedan vinculados al mientos, no resulta en otro sentido cegadora o, con otras palabras, si el
‘mundo indeterminado de la ficción, el cual mantiene con el mundo de la calor que desprende el acontecimiento vivo no está como condenado a
acción relaciones oscuras, antojadizas, decepcionantes. disiparse para que sea posible la autopsia histórica. Soy el primero en
Pienso que, si fuese digno de su misión, debería ser labor del filóso­ reconocer que se trata de una cuestión muy oscura y muy compleja. Lo
fo combatir directamente las fuerzas sombrías e hipócritas que tienden, que hay que retener, creo yo, es que el acontecimiento no puede ser asi­
todas sin excepción, a neutralizar el pasado y cuya acción conjugada milado a un objeto y que, al pretender reconstruirlo íntegramente, co­
consiste en suscitar lo que, de buena gana, denominaría la insularización rremos el riesgo de poner en su lugar algo totalmente distinto y que pue­
temporal del hombre contemporáneo. Con respecto a esto, como en de que sólo sea un monstruo. En estas condiciones, el filósofo, quizá sea
otras muchas cosas, pienso que habría que intentar restaurar esa unidad más exacto decir el filósofo-poeta, ¿no habría de esforzarse por captar,
de la visión poética y de la creación filosófica, algunos de cuyos prime­ si puede así decirse, ese alma del acontecimiento que el historiador, si
ros ejemplos conocidos nos proponen los grandes presocráticos. No no es también poeta —y cada vez reconoce menos para sí el derecho a
puede deberse a un azar que sea en un Péguy o en un Valéry —el Valéry serlo— , está por el contrario condenado de modo casi fatal a dejar es­
de Regarás sur le Monáe actuel— , a veces también, si bien es menos capar, debido a las precauciones objetivas que forzosamente ha de apor­
frecuente, en un Claudel, en quienes hallamos las visiones más fulgu­ tar a la ilusoria reconstrucción del pasado?
rantes sobre esta realidad humana que el historiador más concienzudo y Con este espíritu quiero ahora ponerme a reflexionar sobre las técni­
el filósofo especializado parecen estar condenados a marrar, como se cas de envilecimiento e intentar detectar algunas conexiones que no
marra un blanco, como se pierde un tren. siempre resultan de inmediato perceptibles entre órdenes de hechos que
¿Objetaremos que, para que dicho balance presente un valor objeti­ tenemos la costumbre de considerar por separado.
vo, se requiere un distanciamiento imposible para los contemporáneos?
Estoy convencido de que aquí se produce una ilusión y que el espíritu ?&

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Es evidente que, cuando hablamos de técnicas de envilecimiento, es dad, convertimos en bestias salvajes, inspiramos el horror y el despre­
imposible evitar evocar ante todo el empleo masivo, sistemático, que de cio de nosotros mismos y de nuestro entorno. ¡Este era el objetivo, tal
las mismas han hecho los nazis, en particular en los campos de concen­ era la idea! Los alemanes se daban perfecta cuenta de ello; sabían que
tración. Quizá debamos empezar proponiendo un bosquejo de defini­ éramos incapaces de mirarnos unos a otros sin sentir asco. No se nece­
ción: en sentido estricto, entiendo por técnicas de envilecimiento el con­ sita matar a un ser humano en el campo para hacerle sufrir; basta con
junto de procedimientos llevados a cabo deliberadamente para atacar y una patada para que caiga en el lodo. Caer equivalía a perecer. Ya no es
destruir, en individuos que pertenecen a una categoría determinada, el un ser humano lo que se levanta, sino un monstruo ridículo, amasado de
respeto que de sí mismos pueden tener y, ello, a fin de transformarlos lodo” (Vingt mois á Auschwitz, pp. 61-62)... “Con plena conciencia
poco a poco en un desecho que se aprehende a sí mismo como tal y al mancillaban los alemanes lo mejor de los pueblos, lo más noble, mez­
que, a fin de cuentas, no le queda sino desesperar de sí mismo, no sólo clándolo con la peor podredumbre moral (p. 137)... “Con perfecto co­
intelectualmente, sino vitalmente. Por supuesto, sobreabundan los testi­ nocimiento de causa, a los seres humanos se les inoculaba el bacilo de
monios directos y, como exergo, podemos poner la imagen del hombre- la depravación para que los desmoralizase, los matase moral y física­
perro de Buchenwald. Por mi parte, me limitaré a citar dos o tres textos mente, igual que los piojos y los demás microbios; y, lo mismo que los
que me parecen totalmente reveladores. piojos se incrustaban en nuestros cuerpos desarmados, así la hez del
“Los alemanes, escribe la Sra. Jacqueline Richet a propósito de Ra- campo —prostitutas, ladronas, criminales de derecho común— penetra­
vensbruck, intentaban envilecernos por todos los medios. Explotaban ba en nuestra vida social, la hez a la que los alemanes encargaban de vi­
todas las cobardías, excitaban todas las envidias y suscitaban todos los gilarnos y que habían convertido en una ‘elite’ al nombrarlas funciona­
odios. Era necesario esforzarse día a día para conservar la propia inte­ rlas'” (p. 131).
gridad moral. El barniz civilizado se pulveriza con rapidez, y vemos Como vemos, no se trataba solo de que los verdugos sumergieran a
mujeres de mundo que no son las últimas en comportarse como verdu­ sus víctimas en unas condiciones materiales tan abyectas como para que
leras. Pero lo más grave son las mezquindades a las que se rebajan las estas se vieran en muchos casos abocadas a contraer hábitos bestiales; de
menos firmes entre nosotras. La educación ya no sirve de apoyo y, ante manera más sutil, se trataba de degradarlas estimulando el espionaje re­
el hambre, asistimos a desmoronamientos lamentables... He visto cómo cíproco, fomentando entre los deportados no sólo el resentimiento, sino
algunas mujeres se convertían en criadas de Aufseherinnen, de Blocovas la mutua sospecha; dicho con pocas palabras, de envenenar las relacio­
o de jefes de taller. A otras, para evitar los golpes, las he visto reírse con nes humanas en su fuente para que se convirtiera en enemigo, demonio,
las brutalidades de los S.S. He oído delaciones que, sobre todo en los íncubo, quien hubiera podido ser para otro un camarada, un hermano.
Betriebe de trabajo, hacían imposible la existencia”. (Trois Bagnes, pp. Asistimos a lo que quizás haya de considerarse como el más mons­
128-129). truoso crimen colectivo de la historia; sólo han podido concebirlo ima­
Después de haber dado horribles detalles sobre cómo habían sido ginaciones intoxicadas; pero lo que sigue dejándonos confusos es pen­
acondicionadas las letrinas en el campo de Auschwitz, la Sra. Lewinska sar en los innumerables agentes de ejecución que, a pesar de todo, se
escribe: “¡Y entonces comprendí! Comprendí que no era desorden ni han necesitado para hacer realidad esa idea. Por añadidura, sabemos de
falta de organización, sino que, muy al contrario, lo que había presidido sobra, por los relatos de los supervivientes, que esos agentes de ejecu­
la instalación del campo era una idea bien madurada, consciente. Se nos ción no eran todos, ni con mucho, de raza alemana; aquí, como en otras
había condenado a perecer en nuestra propia suciedad, a ahogarnos en cosas, la explicación racista acaba revelándose por completo insuficien­
el lodo, en nuestros excrementos; se pretendía rebajar, humillar en no­ te; hay que alegrarse de que así sea, pues pienso que sería deplorable
sotros la dignidad humana, borrar de nosotros toda huella de humani­ volver contra los alemanes el miserable modo de argumentación del que

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han abusado ellos mismos de forma tan lamentable y tan estúpida. Es preciso que llegue a ser para sí lo que se juzga o se dice juzgar que en
obvio, y lo señalo de pasada, que las innobles vejaciones como llevar la realidad es; es preciso que quien efectivamente no vale nada reconozca
estrella y todas las disposiciones anejas, a las que recurrieron los ale­ su propia nada, sin que baste con que la perciba intelectualmente: es pre­
manes contra sus víctimas israelitas antes de proceder a su exterminio, ciso aún que lo sienta, igual que sentimos un olor a podrido que nos
aparecen como otros tantos ejemplos no menos reveladores de las téc­ fuerza a taparnos las narices. Pero, de verdad, ¿por qué es preciso? En
nicas de envilecimiento tal como las he definido. primer lugar, una vez más, porque, en último análisis, es el único medio
Y aquí se plantea un problema singular. Aun adoptando mentalmen­ de tenerlo a nuestra merced; un ser que conserva alguna conciencia de
te el punto de vista de los torturadores, ¿qué rudimentaria justificación su valor, por pequeña que sea, sigue siendo capaz de reacciones, si no
se puede hallar para tales métodos? Se puede, sin duda, alegar que, por peligrosas, cuando menos molestas. Por otra parte, al degradar de este
razones de seguridad, a los verdugos les interesaba desplegar en los modo a su víctima, el perseguidor refuerza el sentimiento de su propia
campos todo lo que propiciara la división de los detenidos e impidiera superioridad; en efecto, instaura como principio que el otro ya era vir­
la formación del espíritu de cuerpo o de solidaridad que amenazaba tualmente el ser desechable que efectivamente ha acabado siendo, y que,
siempre con traducirse en motín o rebelión. por ende, era justo tratarlo con un rigor extremo. Hay en esto un horri­
Sin embargo, tengo la fuerte impresión de que esta explicación utili­ ble círculo vicioso que la reflexión está obligada a poner al desnudo.
tarista resulta insuficiente. La voluntad de humillar es una disposición Además, todo hace pensar —y esto es capital para las conclusiones
específica que, con seguridad, se puede manifestar con independencia que me reservo hasta el final de estos análisis— que quien ha puesto a
de cualquier representación precisa del objetivo a alcanzar, y nada im­ punto una técnica de envilecimiento, en la que ha pasado a ser el amo,
porta más que intentar formarse la noción correspondiente. A decir ver­ experimenta al aplicarla un regocijo comparable al del sacrilegio. Sería
dad, se podría en teoría estar tentado de destacar que envilecer y humi­ preciso aquí proceder a un minucioso análisis para que aflorase la espe­
llar son operaciones distintas, pues un ser puede envilecerse sin cobrar cie de contradicción vivida sin la que desaparece el sacrilegio. A priori
conciencia de ese envilecimiento. No obstante, yendo a lo concreto, me parece en efecto que el sacrilegio no puede darse más que donde persis­
parece que esa distinción acaba desvaneciéndose; apenas es concebible te cierta conciencia de lo sagrado; debe persistir justo lo bastante como
que incluso el ser más radicalmente envilecido no se sienta traspasado para que la infracción cometida conserve su valor de infracción y algo
por despertares fulgurantes de conciencia y no mida entonces lo hondo así como su aroma, pero sin más, dado que un temor de orden reveren­
que ha caído. Señalemos, por otra parte, que el ser al que se quiere en­ cial amenazaría a fin de cuentas con inhibir el acto que se entiende estar
vilecer no es forzosamente aquel al que se le reconoce una dignidad ini­ realizando. ¿Se dirá que al sacrilego le basta con saber que el sentimien­
cial. Por el contrario, muy bien puede suceder que se recurra a tales pro­ to de lo sagrado subsiste en aquellos a los que precisamente pretende es­
cedimientos porque precisamente se le niega esa dignidad previa. Por candalizar? Dudo, sin embargo, que baste con hablar aquí de saber. Me
añadidura, en esto la verdad es tan sutil que resulta casi imperceptible. siento inclinado a creer que ese sentimiento ha de hallar aún un eco en
¿Cuál es la apreciación fundamental que se ha formado del Judío al que él, por lejano y borroso que sea. Para que el regocijo sea efectivo, se ne­
persigue un Streicher o un Himmler? Aparentemente lo ve como el des­ cesita que el sacrilego participe en cierta medida del sentimiento que en­
perdicio de la especie humana. ¿Pero acaso no es esto la traducción in­ tiende estar desafiando. Una comparación puede resultar oportuna: po­
vertida de un sentimiento que más bien emparentaría mucho con la en­ demos evocar algunas atracciones del Luna-Park o de la Magic-City,
vidia? ¿No es la ambivalencia en este caso la regla? esos carriles aéreos de catástrofes controladas a los que se precipitan
De todas maneras, el perseguidor se afana en destruir en un ser la muchachas charlatanas; es claro que si no sintieran ningún temor, tam­
conciencia, ilusa o no, que este tiene al principio de su propio valor. Es poco sentirían placer, pero que, si se llegara al espanto, al mismo tiem­

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po desaparecería el placer. En ambos casos, es la existencia de la con­ quiera se nos habría ocurrido la mera idea de que ese término pudiera
tradicción la que rige la experiencia misma y la que le confiere su cua­ alcanzar un sentido absoluto. Puede decirse que la propaganda se redu­
lidad propia. cía al conjunto de medios de persuasión dispuestos para reclutar adeptos
Observemos ahora que, desde el momento en que han aparecido en a una empresa o a un partido determinados. Resulta claro, por lo demás,
el mundo semejantes técnicas de envilecimiento, su empleo tiende ine­ que, incluso así enfocada, la propaganda aparece como esencialmente
vitablemente a generalizarse. corruptible (además de corruptora), lo que es tanto más verdadero cuan­
La tentación nace de la misma facilidad y, en este registro, lo más to que tiende a convertirse en un modo de seducción. Mientras me con­
conveniente es pensar en el chantaje, y no ya en el sacrilegio. Cuando tente con desplegar las razones intrínsecas por las que la obra de la que
se dispone de un medio casi infalible de poner a quien tenemos a nues­ me ocupo es útil y buena, no cabe hablar de seducción ni, en conse­
tra merced en una situación en la que deja de ser un adversario con el cuencia, de corrupción. Bien diferente es si, por medios sinuosos, tien­
que había que contar, para convertirlo en algo que se limita a padecer do a sacar a la luz las ventajas adventicias que el otro hallará si viene a
dolor, ¿cómo no recurrir, a la primera ocasión o, si se prefiere, a la me­ situarse bajo el mismo estandarte que yo. Ciertamente es difícil separar
nor provocación, a un procedimiento tan eficaz? Por añadidura, es pa­ con precisión lo que es lícito y lo que no lo es; pero es patente que cuan­
tente que, a la larga, es muy fácil que las propias víctimas acaben con­ to mayor sea el papel que juegue el dinero más sospechosa se torna la
taminándose, de manera que, si el juego de las vicisitudes históricas propaganda.
pone un día a los perseguidores a su merced, inevitablemente se verán Sin embargo, la situación es infinitamente más peligrosa allí donde la
tentadas de tratarlos, a su vez, como antes fueron tratadas ellas mismas. propaganda se desorbita, es decir, donde deja de ejercerse en la esfera
Quizá la acción de la gracia no sea tan claramente discemible en ningu­ de una empresa determinada para acabar adoptando una forma estatal;
na otra parte como en el acto por el que un ser libre decide interrumpir allí donde el mismo Estado tiende a comportase como partido. La his­
esta especie de ciclo infernal de represalias y de contrarrepresalias. Pero toria contemporánea muestra sobradamente que el azote denominado
hay que señalar que un mundo en el que se ejercen las técnicas de envi­ partido único abre el camino a ese escándalo de la propaganda del Esta­
lecimiento de manera más generalizada es un mundo en el que, huma­ do, al ser siempre el partido único la raíz o el soporte de las dictaduras
namente hablando, ese acto de ruptura se vuelve cada vez más impro­ modernas. Pienso que, desde esta perspectiva, aparece con la mayor cla­
bable. ridad el parentesco existente entre la propaganda y las técnicas de envi­
lecimiento.
Pero hasta ahora sólo hemos considerado el aspecto más ostensible­ Sin embargo, no pueden dejar de plantearse objeciones al respecto:
mente monstruoso de esas técnicas; va a ser necesario llevar mucho más se dirá sin duda que la propaganda no persigue envilecer a aquellos so­
allá el análisis para reconocer hasta qué punto se han asentado en el bre quienes se ejerce. Pero esto es verdad solo hasta cierto punto: ¿aca­
mundo en el que vivimos. so, a pesar de todo, no pretende realmente reducir a los hombres a una
Aun admitiendo que la propaganda no puede ser de entrada clasifica­ condición tal que acaben por perder toda capacidad de reacción indivi­
da como una de las técnicas de envilecimiento, hay que admitir que en­ dual? En otros términos, con independencia de que los propios jefes de
tre estas y aquella existe un íntimo parentesco; aún es preciso para ello la propaganda formulen o no ese juicio sobre la acción que pretenden
lograr formarse una nítida idea de la propaganda. Muchos de nosotros estar ejerciendo, ¿no es esta de hecho esencialmente envilecedora para
hemos conocido una época en la que la propaganda tenía una existencia aquellos a los que aspira a modelar? ¿Cómo no ver, por otro lado, que
relativa a la vez que subordinada. Todavía era una propaganda para, no supone en quienes la dirigen un desprecio fundamental de los hombres?
una propaganda en el sentido absoluto del término. Es seguro que ni si­ Si adjudicáramos, en efecto, un precio cualquiera a lo que un ser es por

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él mismo, a su auténtica naturaleza, ¿cómo asumiríamos la responsabi­ de que la opinión, por cuanto pertenece al dominio del se impersonal,
lidad de laminarlo con la propaganda? Sobre la naturaleza de este des­ por cuanto en realidad flota entre las conciencias como un pesado vapor,
precio es sobre lo que habría que preguntarse; cierto es que existen, en es en sí misma algo bastante vil y que difícilmente puede servir de base
este dominio, matices que el análisis debe destacar; pero, ¿hay una di­ a un régimen? No puedo, por otra parte, continuar aquí esta línea de
ferencia real entre la actitud de un Goebbels, por ejemplo, y la de un jefe pensamiento, y me limito a recordar la oposición que, hace poco, inten­
de propaganda comunista16? En todos los casos, nos hallamos en pre­ té establecer entre opinión y fe17, oposición que se puede decir que hoy
sencia de una recusación radical y cínica de lo que se quiere ver como está casi por completo encubierta por un pensamiento impuro que tien­
la insoportable pretensión del individuo. Observemos que, por lo gene­ de a confundir todas las categorías. No exageraríamos si fijáramos nues­
ral, el propio sentido de la verdad no puede menos que anularse insen­ tra reflexión en el hecho de que, en el origen, casi invariablemente apa­
siblemente en quien se otorga la tarea de manipular la opinión. En efec­ rece una dictadura como gobierno de opinión, pero, al mismo tiempo,
to, sería necesaria una dosis poco común de candidez para que, a la desemboca siempre e inevitablemente en la recusación de la que he ha­
larga, el propagandista pudiese seguir convencido de que su verdad es blado17his, siendo por añadidura lo de menos el que ésta se funde en una
toda la verdad. Una candidez así sólo es concebible en el puro fanático. doctrina hegeliana o pseudo-hegeliana del Estado o en una moral nietzs-
Pero, por lo general, el fanático es bastante inepto para desplegar los do­ cheana de los señores: de hecho, las consecuencias son exactamente las
nes de persuasión que se requieren a fin de detectar las vías sinuosas por mismas en ambos casos.
las que penetrar en y bajo la conciencia del otro y, así, embaucarlo. De
ahí que, con tanta frecuencia, este tipo de tareas le haya sido confiado a Ahora habría que hacer ver hasta qué punto los progresos de la téc­
tránsfugas. Bien es verdad que el tránsfuga puede convertirse en un fa­ nica en general han favorecido esa manipulación y, en particular, desta­
nático, pero es difícil que no conserve algún vestigio de su pasado y no car el papel prodigioso desempeñado por la radio. El escritor austríaco
presente cierta duplicidad. En él es donde más cabe esperar hallar los te­ Joseph Rothlx ha sacado a la luz el papel propiamente satánico que ésta
soros de mala fe que, para el propagandista, constituyen los fondos ne­ habrá desempeñado en la historia contemporánea. Pero me pregunto si,
cesarios. Hay que conocer lo bastante el estado del espíritu del adversa­ hasta el momento presente, los filósofos han concentrado su atención en
rio al que se desea convencer para empezar simulando una simpatía sin este punto. ¿Cómo se puede comprender que la radio contribuya de
la que no es posible influir sobre él, guardándose siempre, por supues­ modo tan visible al descenso del estiaje espiritual humano? Me siento
to, de llegar al fondo de lo que piensa. Se trata, en suma, de detectar las inclinado a preguntarme si, en ella, no usurpa el hombre, en el grado
debilidades de la posición adversa y de explotarlas hábilmente, pero sin casi siempre inferior que es el de su ambición personal, una prerrogati­
provocar en el otro el sentimiento de que se le combate. va que aparece como el análogo caricaturesco de la omnipresencia divi­
Desde que han quedado demostrados los daños de la propaganda tan na. Un Hitler o un Mussolini hablando ante un micrófono podía verda-
claramente como han podido serlo durante estos últimos años, parece
necesario cuestionar el propio postulado sobre el que la misma reposa. 17. Gabriel Marcel se ha explicado sobre este punto en Du refus á Vinvocation [D el repudio a
Cierto es que no se trata de negar la posibilidad de una manipulación de la invocación].
17 bis. Se refiere a la recusación de “lo que se quiere ver como una insoportable pretensión del
la opinión; esta es, por el contrario —bien lo sabemos ahora— , lo más individuo” [N. del T.].
modelable del mundo. Pero, ¿no habría que sacar de ello la conclusión 18. Joseph Roth nació en Galizia en 1896. Realizó estudios de filología en Lemberg y en Vie-
na. En 1916, se alista en el ejército austríaco. En 1933, emigra a París, donde residirá hasta su
muerte en 1939. Deja tres volúmenes de ensayos y trece novelas, entre ellas la célebre Marcha de
16. Hoy, todo el mundo está de acuerdo en esto, pero cuando se escribió este texto, resultaba de Radetzky, publicada por Gabriel Marcel en la colección “Feux croisés”, y reeditada en 1991 en
una audacia increíble. Seuil.

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deramente aparecer como investido del privilegio divino de la ubicui­ que se beneficia cada día más de las facilidades que el progreso técnico
dad. Y no hay duda de que sería posible imaginar teóricamente que ese pone a su disposición. Precisamente se dan todas las razones para pen­
privilegio, puesto al servicio de un pensamiento auténticamente univer­ sarlo. Se puede decir que, en el mundo de hoy, un ser pierde tanto más
sal, confiriera a este un poder de difusión maravilloso y casi providen­ conciencia de su realidad íntima y profunda cuanto más dependiente es
cial. Ahora bien, ante todo apenas es concebible que, en el mundo de de todos los mecanismos cuyo funcionamiento le asegura una vida ma­
hoy, un jefe de Estado esté animado de una voluntad de auténtica uni­ terial tolerable. Me siento tentado de afirmar que su centro de gravedad
versalidad; la experiencia más reciente, la más mortificante, nos enseña y, podría decirse, su base de equilibrio se le vuelven exteriores, que se
que los principios enunciados no son, la mayoría de las veces, más que sitúa cada vez más en las cosas, en los aparatos de los que depende para
un miserable camuflaje que oculta segundas intenciones impregnadas existir. No sería excesivo decir que cuanto más domina el hombre en ge­
del más cínico imperialismo. Temo incluso que haya que ir más lejos neral la naturaleza, más esclavo de esa misma conquista es de hecho el
aun y preguntarse si, en este modo de difusión mecánica, no habrá algo hombre en particular.
que inevitablemente acarree una degradación del mensaje que se pre­
tende propagar. Además reconozco que no es muy fácil discernir en qué En el punto al que hemos llegado, se abren ante nosotros amplios ho­
consiste esa degradación. ¿No residirá en el hecho de que el hombre se rizontes. Vemos que la idea relativamente simple de las técnicas de en­
empeña aquí, sin para ello realizar ningún esfuerzo real, en trascender vilecimiento que pretenden la degradación de una categoría determina­
su condición y las limitaciones que ésta comporta? Nos podemos per­ da de seres humanos no es sustituida, sino que queda recargada con una
mitir, cierto, concebir que un santo pueda, al menos de modo fulguran­ idea mucho más general: llegamos, por ello, a preguntarnos si, en con­
te y pasajero, estar revestido del don de la ubicuidad; no se trata, en este diciones que, por lo demás, hay todavía que precisar, una técnica que
caso, sino de una transposición de su caridad, que es independiente del parece en sí misma indiferente a los valores, pero que traduce al orden
aquí y del ahora. Pero, ¿cómo admitir que ese don prodigioso pueda, sin material una adquisición intelectual positiva, no amenaza con convertir­
perder toda su virtud, ser concedido a un individuo cualquiera y que, sin se de hecho en un medio de degradación humana; y, al término de esta
peligro, se le pueda otorgar a cualquiera el estar a la vez en todas partes indagación, habrá que preguntarse si el hecho de que la técnica culmine
con tal de que pague un canon anual? ¿No se produce con ello una suer­ hoy en la invención de los más formidables artefactos de destrucción
te de usurpación? Y, por otro lado, ¿no sentimos que una ventaja o un deba o pueda ser imputado al mero concurso de circunstancias fortuitas.
bien usurpado puede, a la larga, ser susceptible de volverse maléfico? Hay que repetir con insistencia que carecería de sentido considerar a
No estoy en absoluto seguro de que esto no se pueda generalizar hasta la técnica en general, o a una técnica en particular, como si estuviera,
cierto punto, y de que todo progreso técnico no comporte, para quien se por ella misma, aquejada de algún indicio espiritual negativo. En rigor,
beneficia de él sin haber participado en el esfuerzo de conquista cuyo sería incluso más exacto decir que, considerada en sí misma, una técni­
coronamiento es ese progreso, un gravoso tributo que precisamente se ca es buena, por cuanto encarna cierta potencia auténtica de la razón; o
traduce en un determinado envilecimiento del ser espiritual. Natural­ también, por cuanto introduce un principio de inteligibilidad en el de­
mente esto no quiere decir que podamos remontar el curso de la histo­ sorden aparente de las cosas. Pero la cuestión que se plantea consiste en
ria y que haya que romper las máquinas, sino únicamente, como lo ha saber cuáles son las reacciones —quizá no fatales, pero sí probables—
dicho con tanta profundidad Bergson, que todo progreso técnico debe­ de la técnica sobre quien, sin haber contribuido de ninguna manera a in­
ría ser equilibrado por una especie de conquista interior orientada hacia ventarla, llega a ser beneficiario suyo. ¿No nos encaminan hacia una
un control siempre mayor de sí mismo. Por desgracia, ignoramos si el verdad más profunda las observaciones que he esbozado más arriba?
trabajo sobre uno mismo no cuesta cada vez más de obtener de un ser ¿No podríamos decir que la invasión de la técnica tiende a sustituir la

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alegría por la satisfacción, la inquietud por la insatisfacción y que los sa­ cepción? El viñador que, durante todo un año, ha cuidado su viña con
tisfechos por un lado y los insatisfechos por otro tienden a reunirse en amor puede, en el último momento, ver aniquilada su cosecha por el
una común mediocridad? Y es que, cada vez más, la técnica se presen­ granizo. No existe para él ninguna garantía de seguridad. No cabe temer
ta, entre quienes toda vida interior es demasiado a menudo cegada, semejante escándalo en el ámbito técnico, al menos teóricamente. Digo
como el medio infalible de alcanzar un confort generalizado fuera del teóricamente, porque de hecho todo está íntimamente relacionado, y las
cual no son capaces de concebir la felicidad. Por lo demás, he recorda­ consecuencias de una mala cosecha y de una epidemia invaden incluso
do que ese confort generalizado, con sus dependencias —diversiones ese ámbito reservado. Y evidentemente lo ideal sería constituir una es­
estandarizadas— aparece como el único susceptible de tornar tolerable fera privilegiada en la que esas intrusiones de lo imprevisible no pudie­
una vida que ya no es en modo alguno considerada como un don divi­ ran ya producirse, en la que las garantías de seguridad fueran plenas.
no, sino más bien como una “broma pesada”. La existencia de un pesi­ Y, cierto, no cabe negar el escándalo que hace un instante evocaba;
mismo difuso, a la altura de la risa burlona y del reniego más que del pero, por otra parte, lo que la experiencia parece revelamos es que, a
suspiro y del sollozo, me parece que es un dato fundamental del hombre partir del momento en el que el afán de seguridad domina la vida, ésta
contemporáneo; y no hay duda de que es en la perspectiva de ese pesi­ tiende a reducirse, a replegarse y acurrucarse en sí misma; en suma, a
mismo difuso, menos pensado que eructado, en la que hay que conside­ desvitalizarse. Y quizá también suceda que, entre quienes no están en
rar un hecho tan grave y tan significativo como el aborto. condiciones de contribuir de manera efectiva al desarrollo científico y
Recordemos esa verdad conexa de que el logro técnico aparece cada técnico, el poder de iniciativa tiende a ejercerse de alguna forma en los
vez más como el signo principal, si es que no único, de la superioridad márgenes y a degenerar en potencia de subversión pura. Puede que aquí
humana en un mundo absurdo o informe. Cierto es que, en ello, podría resida una de las razones por las que una era técnica tiende a convertir­
haber una reivindicación prometeica que, por sí misma, no estaría des­ se en era revolucionaria. Pero también habría que saber si la extraña ge­
provista de grandeza. Pero esa reivindicación se degrada y se pervierte neralización de la voluntad de subversión no va unida, en el mundo en
en el plano del consumidor. Más allá de que el progreso técnico, consi­ el que estamos, a una disposición precisamente inversa, a un pequeño
derado en esta perspectiva, aliente cierta pereza en el individuo, lo que conservadurismo mezquino a ras del individuo; y ello, haciendo que la
sucede es que favorece el resentimiento o la envidia, que vienen a cen­ especie de generosidad que, hasta no hace mucho, presidía el desarrollo
trarse en objetos precisos cuya posesión no parece ligada a ninguna su­ de una gran familia, se seque como una fuente precisamente allí donde
perioridad discernible, ni siquiera al gusto refinado del que da prueba el podría ejercerse, en la procreación, en la educación, ya sea para trasla­
afinionado al escoger los objetos que colecciona. Cuando se trata de un darse al plano del discurso en el que se pierde en humo verbal, ya sea
frigorífico o de un tocadiscos, las palabras haber o posesión adquieren para traducirse en violencia física y culminar en la persecución de un
la significación más provocadora a la vez que, espiritualmente, la más grupo humano por otro grupo humano.
hueca. “Tiene suerte de tener ese aparato; nada ha hecho para ello. De Ahora bien, en este encadenamiento, la acción envilecedora de la téc­
hecho, ese aparato le pertenece, pero podría también y mucho más jus­ nica aparece a plena luz. Lo que está envilecido es la noción misma de
tamente pertenecerme a m f\ Entre el aparato y su poseedor no se esta­ vida, y lo demás viene por añadidura. Cabría preguntarse si el hombre
blece en modo alguno la relación viva y en cierta forma preespiritual de la técnica no acaba percibiendo la vida misma como una técnica
que existe entre un campesino y su tierra, con el extraordinario inter­ completamente imperfecta en la que la chapuza sería la regla. En tales
cambio que comporta el cultivo. Pero en el mundo en el que triunfa la condiciones, ¿cómo no iba a arrogarse el derecho de intervenir en el pro­
técnica, ¿no es el intercambio mismo el que resulta devaluado precisa­ pio curso de la vida, igual que se canaliza un río? Haremos nuestros cál­
mente por no ser mecánico y comportar una posibilidad infinita de de­ culos antes de saber si ha lugar poner un niño “en camino”, como cal­
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culamos antes de comprar un side-car o un “simca”'; calcularemos, con duda venerable, pero que puede parecer desprovista de todo contacto
toda la exactitud posible, el coste anual; en un caso habrá que prever las con los males demasiado visibles que padecemos. Digámoslo una vez
enfermedades y las facturas de los médicos; en el otro, las averías y las más, carecería de todo sentido considerar la técnica como si, por ella
facturas del garaje. Con bastante frecuencia, nos conformaremos con el misma, fuera una expresión del pecado. Por otra parte, es bastante pa­
perrito, que cuesta mucho menos; si las facturas del veterinario se pro­ tente que, en el punto de la historia al que hemos llegado, tan pronto
longan excesivamente, recurriremos a inyectar Azor o Coquette. Aún no como ceden, tan pronto como, por una u otra razón, flaquean las técni­
hemos llegado a considerar esta solución para Jeanine o Félicien. cas en las que reposa la vida civilizada, el retomo a la barbarie se ope­
Habría que llevar el análisis aún más lejos y a otros dominios; así, en ra con una desconcertante rapidez. Y la verdad es que los progresos de
lo relativo no ya al individuo y a la familia, sino al Estado y a la vida in­ la técnica exponen cada vez más al hombre a la tentación de atribuir a
ternacional, habría que preguntarse de qué modo incide en ellos un de­ sus éxitos un valor intrínseco que no puede en modo alguno pertenecer-
sarrollo que tiende a identificar cada vez más la ciencia con el poder, les. Podría decirse simplemente que el progreso técnico expone al hom­
hasta el punto de que, en algunas regiones de la ciencia, la diferencia en­ bre al peligro de la idolatría.
tre ciencia y técnica llega a ser por así decir nula. En un mundo en el El hombre no se percata de ello porque se hace de la idolatría una
que se afirma la hegemonía absoluta de los Estados o de los grupos de imagen infantil de cuyo engaño es víctima; la idolatría consiste, a sus
Estados, ¿cómo no habría de resultar irresistible la tentación de confis­ ojos, en adorar pequeños fetiches grotescos: ¿cómo habrían de ser idó­
car las prodigiosas ventajas que confiere la propiedad de tal invención, latras el mecánico o el pequeño burgués que se ufanan de no creer en
de tal patente, en provecho de esas potencias monstruosas? Pero la exis­ nada? ¿No están liberados de todas las supersticiones? Ahora bien, la ilu­
tencia de esta competencia no puede menos que hacer crecer, en la mis­ sión consiste justamente en no ver que la superstición puede integrarse
ma proporción, los efectos del poder con que la ciencia tiende a confun­ en la conciencia misma. Podría decirse que simplemente se enquista en
dirse. Del mismo modo que, en lo que al individuo se refiere, la técnica lugar de aflorar a la superficie del ser. El hombre que no cree en nada no
sería enteramente beneficiosa si se mantuviera al servicio de una activi­ existe, y apenas tiene más posibilidades de existir que el hombre que no
dad espiritual orientada a fines superiores, en el ámbito internacional, la depende de nada; creer en algo y depender de algo en el fondo es el mis­
técnica se podría considerar como un don inestimable si se empleara en mo acto. Se suele olvidar porque se asimila el hecho de creer al de for­
beneficio de una humanidad unificada o, más exactamente, concertante. mar o sostener una opinión. Pero esto es un grave error: mucho más a
Pero desde el momento en que esto no se ha realizado ni en el plano in­ menudo sucede que nuestras opiniones se reducen a hábitos, a frases que
dividual ni en el de las grandes colectividades humanas, se vuelve por nos hemos acostumbrado a pronunciar sin representarnos lo que sig­
completo manifiesto, por el contrario, que la técnica está llamada a mu­ nifican, sin imaginar la manera en que se traducirían en la realidad con­
darse en maldición. Por lo demás, no existe, como algunos parecen cre­ creta; con frecuencia nos veríamos bien “atrapados” si a alguien se le
erlo ingenuamente, nada de una suerte de fatalidad ininteligible, similar ocurriera traducirlas en actos. No hay en ello nada que pueda asimilarse
a un ciclón o a una epidemia de cólera, sino un tributo de lo que, en un a una creencia. Creemos verdaderamente tan sólo en aquello de lo que
lenguaje poco familiar a los técnicos, hay que llamar sin más el pecado. dependemos; ahora bien, depender de un ser es mantener con ese ser vín­
Una de las desgracias de nuestro tiempo es que el uso de esta palabra culos vitales; el hombre que nada cree, el hombre que no depende de
parece reservado a los predicadores, a los que apenas se les escucha y nada, es, al pie de la letra, el hombre sin vínculos. Pero ese hombre no
que en efecto no siempre saben rebasar los límites de una retórica sin puede existir. La existencia sin vínculos no es pensable, es imposible.
Falta saber en qué se convierten los vínculos allí donde ha desapare­
* Simca: coche utilitario [N. del T.]. cido no sólo la creencia en sentido pleno — la creencia en Dios—, sino

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la creencia en los demás —¿podría quizá decirse también la creencia en píritu de seriedad. Ahora bien, la sabiduría, a menos que la reduzcamos
la vida?— ¿En qué se convierte entonces el tejido moral? Ruego al lec­ a no sé qué payasada burlona, implica justamente el espíritu de seriedad.
tor que detenga su atención en este término, “tejido”; los vínculos son Lo que es verdad incluso entre los pesimistas de alcurnia: para ellos, al
un tejido; pienso desde hace mucho tiempo que, en el fondo, es en tér­ menos una cosa hay que tomarse en serio, a saber: el veredicto que el
minos histológicos como debería ser pensada y descrita la vida moral. sabio o el santo se ve forzado a emitir sobre un mundo de ilusión y de
¿Qué es el tejido de un hombre que ya no cree en nada? ¿A qué le pres­ locura; pero ¿acaso ese veredicto no requiere una trascendencia, siem­
ta atención ese hombre? Lo diré con crudeza: a sí mismo. Pero ¿qué es, pre que le demos a esta palabra un sentido que Sartre y sus amigos me
aquí, ese él mismo? Ante todo, sus sensaciones, y puede ser también que parece que rehúsan?
sea esta transposición psicológica de lo visceral la que culmine en el De este modo, hemos partido de lo que en las técnicas de envileci­
contentamiento o el disgusto de sí. Pero ¿cuál es la naturaleza de, por miento hay de más deliberado y más sistemático, del objeto de estas
ejemplo, ese disgusto? En lo esencial, es una dispepsia. No conozco ex­ técnicas: envilecer una categoría de seres —y esto, a los ojos de estos
presión más reveladora que “no digerir” lo que Fulano me ha dicho o mismos seres. Es fácil ver que el recurso a semejantes técnicas sólo es
hecho. Es curioso e incluso revelador que la palabra “digerir” sólo pue­ posible en un mundo en el que los valores universales son sistemática­
da ser empleada aquí negativamente. No “digiero” el hecho de que Fula­ mente pisoteados; y no nos entretengamos en pensar aquí en el bien en
no haya sido ascendido o haya obtenido tal condecoración o haya recibi­ sí, en la verdad en sí — apenas me agrada este platonismo; sino en esos
do una pequeña herencia; no “digiero” la manera en que me ha hablado mismos valores tomados en su alcance referencial, es decir, en cuanto
mi mujer o una persona del servicio doméstico o mi colega. En suma, al confieren a la existencia humana su dignidad, la dignidad propia de toda
otro es al que no “digiero” —el otro como tal otro, el otro me impide existencia humana. En este orden de cosas, y lo destacaré de pasada, me
existir. Esta dispepsia, por lo demás, no adopta necesariamente la forma parece totalmente imposible negarle a Nietzsche una responsabilidad al
de la envidia; puede que yo no “digiera” la miseria de mi vecino que me menos indirecta en los horrores cuyos testigos hemos sido y aún somos.
impide saborear tranquilamente mi pequeño confort personal. Cierto, no hay que dejarse engañar por la terminología; y, más allá del
bien y del mal, él ha pretendido instaurar un bien superior. Y — cosa que
Obervemos, a fin de aclarar el camino recorrido así como para pre­ no ha percibido o que, equivocadamente, ha creído permitido no tomar
parar las conclusiones que se nos van a imponer, que una civilización en en consideración— no es menos verdad que, en el plano de la experien­
la que la técnica tiende a emanciparse progresivamente del conocimien­ cia, ese más allá se convierte en un más acá, y, para emplear la palabra
to especulativo y a cuestionarlo finalmente, una civilización en la que se forjada por Jean Wahl, la trascendencia se torna una trasdescendencia.
puede decir que resulta finalmente recusada toda posibilidad de con­ Da igual lo que, después de todo, haya que pensar de la oposición en­
templación, se encamina inevitablemente hacia una filosofía que mejor tre la moral de los señores y la moral de los esclavos, y admitiendo in­
valdría calificar de misosofía. Pues, en último análisis, cabe preguntar­ cluso que se le pueda conferir algún sentido aceptable, resulta por com­
se cómo podría edificarse sobre tales bases algo similar a lo que desde pleto evidente que esa distinción, inmersa en la historia, no podía de
siempre se ha entendido por sabiduría. Me parece casi indudable que hecho sino degradarse y dar lugar a las peores aberraciones. Desde que
una auténtica sabiduría comporta referencias a una realidad que escapa, cínicamente se establece como principio que cierta categoría de seres
por ejemplo, al dilema instituido por Sartre entre un ser en sí, que co­ humanos, por motivos de raza o de clase, no ha de compartir ciertos va­
rresponde a lo que siempre se ha denominado materia, y un ser para sí, lores, por una suerte de rebote inevitable son esos mismos valores los
que no es, en alguna forma, sino el hundimiento interno. Recordemos, que quedan tocados de irrealidad. En un lenguaje diferente, pero homó­
por lo demás, que Sartre no deja pasar ocasión de atacar lo que llama es­ logo al precedente, digamos que esas técnicas abominables no pueden

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ejercerse más que si deliberadamente se rechaza considerar al hombre cia ellos. Toda propaganda implica, en suma, la pretensión de manipu­
como habiendo sido creado a imagen de Dios; quizás incluso podría de­ lar las conciencias. Después de la abyecta ferocidad de los campos de
cirse como siendo un ser creado, sin más. Esto es demasiado evidente concentración, la impostura hace aquí su aparición. Observemos, por lo
como para que merezca la pena seguir insistiendo. Pero la proposición demás, la conexión inevitable entre esos dos aspectos de un mismo azo­
recíproca me parece, por el contrario, de una importancia considerable, te. ¿Cómo no íbamos a vemos inducidos a adoptar las medidas más ri­
y dado el punto de la historia al que hemos llegado nunca sería dema­ gurosas, las más inhumanas, para con aquellos que rehúsan dejarse
siado lo que meditáramos sobre ella; a partir del momento en que el pro­ adoctrinar y, en consecuencia, resultan ser unos adversarios que se trata
pio hombre niega que él sea un ser creado, le acecha un doble peligro: de reducir por todos los medios? La propaganda es el desconocimiento
por un lado, se verá arrastrado — y esto es exactamente lo que constata­ cínico de esa ordenación de las conciencias a la verdad que los grandes
mos en el existencialismo de Sartre— a otorgarse a sí mismo una espe­ racionalistas, con independencia de lo que pensemos de su metafísica,
cie de aseidad caricaturesca, es decir, a considerarse como un ser que se han tenido la gloria imperecedera de al menos mostrar a plena luz. Pero,
hace a sí mismo y que no es sino lo que se hace; puesto que no existe ¿qué es la verdad?, replica con la más insultante ironía quien ha llegado
nadie que pueda colmarlo, no existe siquiera un don que pueda serle he­ a ser maestro en el arte de modelar la opinión a su modo. Está claro que
cho; un ser tal se presenta como profundamente incapaz de recibir. Pero, el maquiavelismo, en cualquiera de sus formas, implica un mentís con­
desde otro punto de vista, y ligado a ello, el hombre se verá igualmente tra la eterna reivindicación de Sócrates y toda su posteridad filosófica.
arrastrado a considerarse como una especie de desecho de un cosmos por Y, después de todo, me parece que se impone una grave y solemne ad­
añadidura impensable como tal —de suerte que le veremos, a la vez y vertencia a todos los que, en nombre de los prejuicios de clase o de raza,
por las mismas razones, exaltarse y despreciarse desmesuradamente— . han repudiado el universal, o incluso, mucho más profundamente, a los
Hay que añadir además que, por extraño que ello pueda parecer, ese que pretenden sustituir, como fue mi caso en algunas horas de mi vida,
mismo desprecio le resultará exaltador, como un medio de gozar de sí las categorías tradicionales que se organizan en tomo a la noción de ver­
mismo, a la manera de una flagelación de esencia erótica. He dicho dad por las categorías trágicas como las de compromiso, apuesta, ries­
“desmesuradamente”: en efecto, no se ve en modo alguno aquí de dón­ go. Cierto que el valor de esas nociones existenciales es irrecusable,
de podría venir la medida; ¿con qué podría el hombre compararse o a pero a condición de que se mantengan en el lugar que debe serles legí­
qué referirse? La pregunta carece de sentido, pues está solo. ¿Se dirá timamente asignado, es decir, dependiendo de estructuras que no po­
que nos limitamos en suma a retornar a la fórmula del sofista griego: el drían ser cuestionadas. Siempre habrá que temer que lo que, en algunas
hombre es la medida de todas las cosas? Puede que así sea, en efecto, individualidades excepcionales, se presenta como una filosofía trágica a
pero esta fórmula es en sí misma extrañamente ambigua, pues no nos la que no se le puede negar su grandeza, en la masa se degrade en un
aclara sobre la manera en que el hombre se capta y se juzga. A lo sumo, pragmatismo para uso de traficantes y aventureros.
puede decirse con verosimilitud que dicho relativismo resulta casi ine­ Después de esto, me he visto conducido a plantear un problema en
vitablemente empujado al límite por un camino que conduce a un hu­ extremo general, y que se refiere a los daños espirituales imputables a lo
manismo degradado, a un humanismo enmohecido. que podría denominarse un pan-tecnicismo o, si se prefiere, una eman­
cipación general de las técnicas. Una vez más, no es cuestión de incri­
Después de haber hablado de las técnicas de envilecimiento en este minar a las técnicas por sí mismas, precisamente porque donde cumplen
primer sentido, hemos sido conducidos a considerar una técnica como exactamente sus funciones carecen de “en sí”, no son en sí. Es entera­
la propaganda, que de hecho no puede sino envilecer a aquellos sobre mente distinto cuando reivindican una suerte de primacía con respecto
quienes se ejerce y que, por añadidura, supone un hondo desprecio ha­ a un pensamiento que se concentra en el ser, y no en el hacer. Es evi­

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dente que estas observaciones prolongan las que, hace más de diez años, no sólo a propósito de la propaganda, sino de todos sus añadidos publi­
desarrollé acerca de la función considerada como algo opuesto a un en­ citarios y pseudoartísticos. Y esto no es todo: puesto que en semejante
garce en el ser, cualquiera que éste sea. No hay duda de que se trata de inundo, el dominio propio de la verdad resulta crecientemente desacre­
dos manifestaciones de un mismo mal, de una misma sumisión. Pero lo ditado y abandonado, es del todo natural, como hemos visto, que la im­
que ante todo debe impresionarnos en lo que he llamado emancipación postura tienda a proliferar como una vegetación parásita, a merced de
técnica es el hecho de que aquello que, de partida, constituye un con­ los medios técnicos de que hoy disponen todos los charlatanes para im­
junto de medios al servicio de un fin tiende a ser apreciado y cultivado poner su amodorradora mercadería a los papanatas. Habría también
por sí mismo y, en consecuencia, a convertirse en centro o foco de ob­ otros muchos puntos sobre los que sería necesario insistir aquí. Pienso,
sesión. En este sentido, como lo he señalado de pasada, el abuso de la en particular, en el prodigioso envilecimiento de la discusión, de las
técnica amenaza con producir una verdadera idolatría que, por lo demás, mismas bases de la discusión, del que cada día nos aporta los más de­
no es reconocida como tal y cuya esencia excluye tal reconocimiento. soladores testimonios. Para ejecutar al adversario o dejarle knock-out,
Las indicaciones que hoy he pretendido aportar van destinadas a basta con pegarle una etiqueta y, de este modo, arrojarle a la cara, igual
orientar una indagación que verse sobre las condiciones que están sin que se vacía un frasco de vitriolo, una acusación rotunda, sin matices, a
duda llamadas a prevalecer en un mundo entregado cada vez más com­ la que le es imposible responder; así, habiéndolo desconcertado, se de­
pletamente a las técnicas. Cierto, ese mundo requiere un concursas hu­ clarará que acepta y capitula. De este modo, será imposible, en algunos
mano siempre más amplio: resulta demasiado claro que una técnica no medios, emitir un juicio sopesado acerca de algunos personajes con­
puede constituirse con independencia de las otras técnicas. Y esta ob­ temporáneos y sus intenciones iniciales sin que automáticamente uno
servación puede dar la impresión, ante todo, de estimular determinado sea clasificado como uno de los que aprueban los métodos de Buchen-
optimismo respecto al progreso de la solidaridad humana. Pero, a decir wald y Auschwitz. Es un ejemplo entre muchos otros. Pero todo mues­
verdad, no me parece que la reflexión permita justificar este optimismo. tra que el sentido de los matices, inseparable del sentido de la verdad,
En efecto, bien cabe temer que esa solidaridad esté destinada cada vez está literalmente asfixiado por las pasiones sectarias. Por otra parte, se­
menos a establecerse entre hombres, y cada vez más entre subhombres, ría necesario un largo análisis para hacer ver cómo proliferan estas ine­
es decir, entre seres que tienden de forma creciente a reducirse a su pro­ vitablemente en el mundo que he intentado describir; con todo, lo que
pia función con un margen reservado a diversiones de las que la imagi­ salta a la vista es que entre pasiones sectarias y propaganda existe una
nación vaya siendo progresivamente desterrada. Desde este punto de solidaridad recíproca que linda con el círculo vicioso.
vista, estaríamos tentados de preguntarnos algo bastante paradójico De todos modos, la impostura va contaminando poco a poco a quien
— lo acepto— , a saber si la extraordinaria crisis de pereza que cabe de­ se ha entregado a ella, hasta el punto de que este acaba casi fatalmente
tectar en la gran mayoría de los elementos funcionarizados en muchos haciéndose partícipe suyo en la esfera que le es propia. Lo que sí puede
países no correspondería a una oscura necesidad de defenderse frente a decirse es que esos neófitos de la impostura son por lo general incapa­
un peligro mortal al que, por otra parte, comenzamos exponiéndonos ces de darse cuenta de ello, lo que, sin embargo, hace que su situación
alegremente al entrar en el engranaje. resulte casi desesperada; en efecto, ¿cómo esperar sanarlos de una do­
Por lo demás, estoy lejos de sostener que exista en ello una degrada­ lencia cuyo alcance son incapaces de discernir?
ción fatal. Pero lo que se puede decir es que cada vez es menos proba­ Aquí convendría proceder de una manera rigurosamente sintética y,
ble, en un mundo abandonado a las técnicas, que el individuo encuentre en particular, mostrar cómo la impostura se desarrolla de forma casi in­
en sí el poder de liberarse de un conjunto de coerciones que, en muchos variable en un mundo abandonado al resentimiento. Cierto es que, entre
casos, se presentan como seducciones: esto es rigurosamente verdadero, el avance del resentimiento y la emancipación de las técnicas, no se des-

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cubre de entrada ninguna conexión directa. Pero lo que es preciso saber IV
es que el hombre de la técnica, al haber perdido en el sentido más pro­
fundo la conciencia de sí mismo, es decir, en primer lugar de las regu­
laciones trascendentes que le permiten orientar su conducta e identificar
Técnica y pecado
sus intenciones, se halla cada vez más inerme ante las potencias des­
tructoras desencadenadas en torno a él y ante las complicidades que és­
tas encuentran en el fondo de él mismo.
En último término, lo que no se h^ce por Amor y para el Amor ter­
mina invariablemente haciéndose contra el Amor. El ser que reniega de Meciónparececontemporánea.
que un hecho extremadamente general domina la situa­
Los hombres han entrado en lo que nos sen-
su carácter creado acaba arrogándose atributos que son la caricatura de iirnos forzados a denominar una era escatológica. No pretendo con ello
los que pertenecen a lo increado. Ahora bien, ¿cómo pretender que esa decir necesariamente que lo que llamamos, con una término por lo de­
autarkia, simulada o paródica, que se otorga no degenere en un resenti­ más equívoco, el fin del mundo esté cronológicamente próximo; me pa­
miento reprimido contra sí mismo, el cual acaba desembocando en las recería temerario e incluso pueril entregarme a cualquier profecía sobre
técnicas de envilecimiento? Se puede detectar un camino que va de los este punto. Ahora bien, lo importante es que el hombre, como especie,
abortistas, que la clientela de Sartre frecuenta, a los campos de la muer­ no pueda dejar de verse hoy dotado, si ésta es su voluntad, del poder de
te donde los torturadores se ensañan con un pueblo indefenso. ponerle fin a su existencia en la tierra. No se trata sólo de una posibili­
dad lejana y vaga, evocada por algún astrónomo malhumorado desde el
fondo de su observatorio, sino de una posibilidad cercana, inmediata y
cuyo fundamento reside en el propio hombre, y no en la súbita irrupción
de un cueipo celeste que acarreara alguna colisión cósmica.
Este hecho tiene implicaciones de todo tipo sobre las que el filósofo
no puede menos que concentrar su atención. Eso sí, conviene antes cap­
tarlo en toda su amplitud. Es evidente que la bomba atómica únicamen­
te nos proporciona una ilustración particular y, en última instancia, sim­
bólica de un dato mucho más esencial.
Hace algún tiempo, leía lo siguiente en un diario: “Apenas se han apa­
gado los ecos de Bikini cuando el Dr. Gerald West se planta ante el mi­
crófono de Shenectady y declara que la división especial del servicio
americano de la guerra química ha puesto a punto una nueva sustancia
tóxica de un poder extraordinario. Aunque esta sustancia presente el as­
pecto de cristales de apariencia perfectamente inofensiva — añade— ,
bastaría con una onza (aproximadamente 28 gramos) de ese producto
para provocar la muerte de todos los seres humanos en los Estados Uni­
dos y Canadá”. Que esta información sea o no materialmente exacta
—constato, por lo demás, que fue parcialmente desmentida después— ,
es, con todo, singularmente importante y significativo que haya podido

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ser difundida: debemos preguntarnos si emitir algo así no condena, de al­ conocer, no obstante, que el uso del término “pecado” en un registro
gún modo, el tipo de civilización en la que ha podido tener cabida. En filosófico y no teológico bien podría provocar algunas objeciones. ¿No
efecto, ¿qué es lo que ahí se ha proclamado, sino el descubrimiento de es el pecado esencialmente la rebelión de la criatura contra su Creador?
una técnica en comparación con la cual las proezas de los mayores cri­ De manera que ¿acaso puede conservar esa palabra algún sentido para
minales conocidos parecen simples juegos de niños? Pero esa proclama­ quien no cree y, precisamente, impugna la existencia de un Dios crea­
ción tiene un sentido, tiene asignada una evidente finalidad; seguro que dor? Esta objeción posee un valor formal que no parece discutible. Pero
no se trata únicamente, como ocurre con los espectáculos del “teatro de si ahondamos más, me parece que deberemos reconocer que, ante los
horror”, de sacudir al público con un escalofrío voluptuoso. Es demasia­ abusos, los horrores sistemáticos que, desde hace treinta años, hemos
do claro que esa información está de alguna manera coordinada con las visto generalizarse, los mismos incrédulos han ido adquiriendo progre­
investigaciones toxicológicas cuyos resultados se propone divulgar. Pre­ sivamente conciencia del índice de pecado que influye sobre semejantes
tende intimidar. Asistimos, en suma, a un chantaje a escala planetaria. monstruosidades —y ello a pesar de que hayamos asistido, durante todo
¿Replicaremos que es evidente que ese chantaje responde a otro este periodo, a una regresión patente de la moralidad pública. Emerge
chantaje, más velado quizá, pero igual de amenazador? Pero responder aquí una paradoja sobre la que no creo que sea inútil llamar la atención.
así equivale a reconocer que, de alguna manera, nos hacemos cómplices Salvo algunas monstruosas excepciones, no hay nadie que no se indig­
de ese primer chantaje. Al menos, nos impedimos condenarlo realmen­ ne o que se atreva a reconocer su indiferencia ante los innumerables
te; y, sobre todo, nos encerramos en un círculo infernal del que no exis­ atentados cuyas víctimas durante la última guerra han sido inocentes,
te ninguna escapatoria, si nos limitamos a considerar las posibilidades listoy pensando en particular en los niños que han muerto en los cam­
humanas, ellas solas, es decir, si no contamos con el milagro. Resulta pos de exterminio, pero también en los que han perecido como conse­
demasiado patente que esta intimidación, este ponerse en guardia, no cuencia de los bombardeos aéreos. Me parece muy difícil hallar cual­
puede dejar de funcionar como estímulo. Quien “había empezado” apa­ quier argumento para intentar excusar ese crimen general contra la vida.
rece ahora ante sí como si se hallara en estado de legítima defensa y, por Naturalmente, aquí hay que renunciar a los recursos de que dispone in­
ello mismo, se encuentra interiormente reforzado: y, de este modo pre­ variablemente una propaganda partidista que denuncia el crimen en el
cisamente, es como la réplica es cómplice. Sin duda, no faltarán, en enemigo, pero disimula o niega descaradamente la existencia de críme­
otros países, químicos patentados y subvencionados cuyo amor propio nes análogos en su propio campo. De esta propaganda, conviene hacer
así como su espíritu de invención no pueda menos de verse estimulado resuelta y deliberadamente abstracción; sin duda, tendré que repetirlo
por la advertencia del Dr. West. Y tampoco faltarán potencias tempora­ más adelante: envenena todo cuanto toca, sea cual sea la fuente de la que
les dispuestas a financiar sus investigaciones. De suerte que — hay que emana. Pero, aunque lamentablemente una infinidad de individuos ten­
decirlo sin paños calientes— el crimen y la estupidez van emparejados. gan modeladas sus opiniones por esa propaganda tentacular, un número
A no ser que se nos intente persuadir de que esas armas cada vez más muy grande entre ellos —estoy tentado incluso de decir que la mayo­
terroríficas e inhumanas y las posibilidades maléficas que representan se ría— conservan reacciones sanas cuando se les pone directamente en
mantendrán a raya recíprocamente unas a otras. Ahora bien, la idea de presencia de ese horror; y esto es lo que, en última instancia, importa,
una paz duradera fundada en el chantaje y la intimidación mutuos cho­ pues, a la larga, esas mentiras acumuladas se desmoronan y aparece la
ca manifiestamente con imposibilidades psicológicas que la historia realidad.
contemporánea ha sacado de sobra a la luz. Pero esta emoción universal —por lo demás, hasta el momento, casi
He titulado este estudio Técnica y pecado; y pienso que el sentido ineficaz; así hay que reconocerlo— es el florecimiento de un sentimien­
general de las reflexiones que siguen es ya bastante claro. Hay que re­ to de piedad ante la vida, y ello en una época en la que, sin embargo, el

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pensamiento consciente y raciocinante se inclina cada vez más a negar­ pura chiquillada. Inmediatamente todos nos damos cuenta, aunque qui­
le, a negarle a la vida, todo carácter sagrado; pues bien, los actos cuyos zá seamos capaces de aportar los motivos lógicos de esta convicción,
testigos o cuyas víctimas hemos sido presentan la marca irrecusable del
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de que sería absurdo esperar resolver la crisis actual mediante el cierre


pecado con respecto y en oposición a esa piedad espontánea y lo más definitivo de las fábricas y de los laboratorios. En cambio, cabe pensar
frecuentemente libre de todo contacto religioso positivo, de todo víncu­ que semejante medida significaría el punto de partida de una regresión
lo con alguna revelación histórica. apenas imaginable de nuestra especie.
Cualesquiera que sean las tentativas que en el pasado se hicieran por La verdad es que es necesario remontarse a los principios para llegar
justificar la guerra o, al menos, por reconocerle algún valor espiritual, es a plantear en términos aceptables los problemas de las relaciones entre
preciso proclamar en voz alta que la guerra con su cariz actual es el pe­ la técnica y el pecado. ¿Qué es, en última instancia, una técnica, sino un
cado mismo. Pero al mismo tiempo no podemos dejar de reconocer que conjunto de procedimientos metódicamente elaborados y, en conse­
esta guerra es cada vez más asunto de técnicos; presenta ese doble ca­ cuencia, susceptibles de ser enseñados y reproducidos, cuya aplicación
rácter de aniquilar poblaciones enteras sin distinción de edad o de sexo garantiza la realización de tal fin concreto determinado? Como acabo de
y de estar cada vez más conducida por un pequeño número de indivi­ decir, es evidente que, así definida, la técnica no puede ser considerada
duos poderosamente equipados y que dirigen las operaciones desde el mala; si la consideramos en sí misma, ya lo he dicho, es con mucho ante
fondo de un laboratorio. De modo que por una conjunción, accidental o lodo un bien o la expresión de un bien, puesto que, en suma, no es sino
no, pero segura, la suerte de la guerra y la de la técnica aparecen ahora l icita especificación de la razón cuando se aplica a lo real. Condenar la
indisolublemente unidas; y podemos afirmar que, cuando menos en la técnica es, pues, pronunciar palabras vacías de sentido. Pero, para llegar
fase histórica en la que estamos, todo lo que viene a reforzar a la se­ a la verdad, es importante que no nos quedemos en una definición abs­
gunda tiende, al mismo tiempo, a hacer que la primera sea más radical­ tracta y que nos interroguemos acerca de la relación concreta que tien­
mente destructora y a desviarla de manera más inexorable hacia lo que, de a establecerse entre, por una parte, la técnica y, por la otra, el ser hu­
en último extremo, sería sin más el suicidio de la especie humana. mano; y aquí es donde las cosas se complican.
Esta conexión entre técnica y pecado se aclara curiosamente si pen­ En la medida en que la técnica se adquiere, puede ser asimilada a una
samos, por un lado, que hoy los Estados son los únicos lo suficiente­ posesión —como la costumbre, que en el fondo es una técnica— . Ya po­
mente ricos como para financiar los gigantescos laboratorios en los que demos darnos cuenta de que, si el hombre puede volverse esclavo de sus
se elabora la nueva física; por el otro, que en un mundo abandonado costumbres, ha de poder igualmente convertirse en prisionero de sus
como el nuestro a imperialismos rivales, esos mismos Estados, esos Le- técnicas. Pero hay que avanzar mucho más. La verdad es que una técni­
viatanes, para emplear el término de Hobbes, se ven arrastrados inevi­ ca, para quien tiene que inventarla, no se presenta sin más como un me­
tablemente a exigir que esas investigaciones se orienten hacia todo lo dio; al menos por un tiempo, se convierte en un fin por sí misma, pues­
que pueda hacer crecer su potencia en los conflictos por venir. En este to que hay que hallarla, que constituirla; y es muy fácil concebir que el
sentido, hay que declarar que la estatalización de la ciencia y de la téc­ espíritu que queda absorbido por ese trabajo tienda, al mismo tiempo, a
nica es, sin ningún género de duda, una de las peores calamidades de distraerse del fin real al que, en principio, esa técnica debe estar subor­
nuestro tiempo. dinada. Pongamos un ejemplo muy sencillo: está claro que alguien a
No obstante, esta situación trágica está muy lejos de tener que pare- quien, por un motivo u otro, los viajes le resultan imposibles o prohibi­
cerle natural a la reflexión. En efecto, de ninguna de las maneras consi­ dos, puede consagrarse al perfeccionamiento del automóvil. Me inclino
deramos que la técnica sea por sí misma un mal y que sus progresos ha­ a afirmar que todo progreso técnico comporta cierta inversión (de aten­
yan de ser condenados. Ni siquiera podríamos pretenderlo sin caer en la ción, de ingenio, de perseverancia, etc.) que se traduce, él mismo, en un

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sentimiento de poder o de orgullo; y en ello es todo normal y lícito. Es por completo local, sin relación alguna con la de tales otros indígenas:
legítimo que tales sentimientos acompañen a la acción inventiva. Pero da la impresión de que se haya producido en esto una transformación
se desnaturalizan, pierden su razón de ser y su autenticidad en quien no infinitamente afortunada y que por sí misma justificaría la creencia en el
es más que el beneficiario de la invención, sin haber contribuido en ab­ progreso. Pero tengamos mucho cuidado con ello. Naturalmente es ver­
soluto a ponerla a punto. Para comprender esto, basta con pensar en el dad que ese desarrollo general de las comunicaciones puede o podría —
estado de ánimo de tantos automovilistas que se apasionan por su auto­ o debería poder— producir consecuencias favorables; que allí donde se
móvil, pasan su tiempo haciéndole cambios y, así, consideran cada vez ha realizado algún bien puede asegurar su difusión en condiciones que
menos la finalidad que, como puro medio, tiene el vehículo. La falta de hace un siglo ni siquiera habríamos imaginado. Recordemos por ejem­
curiosidad del automovilista apasionado es un hecho de experiencia que plo esos medicamentos (suero o penicilina) trasladados por avión a
cada cual ha podido constatar por su propia cuenta. Pero vemos también enfermos que sin una intervención tan rápida habrían sucumbido inevi­
que esto puede generalizarse y aplicarse, por ejemplo, a los maniáticos tablemente. Sólo que ésta es una posibilidad entre muchas otras, y con­
de la radio. En este aspecto es en el que sorprendemos el paso de la téc­ viene preguntarse si no las hay maléficas, cuyo principio reside precisa­
nica propiamente dicha a la idolatría en cuyo objeto se convierte o, más mente en el modo de comunicación absolutamente exterior de que se
exactamente, cuya ocasión viene a ser. Siguiendo esta línea de reflexión, trata.
veríamos cómo esa idolatría tiende a degenerar en autolatría, en adora­ ¿No constatamos, tanto a escala mundial como en el plano de la exis­
ción de sí mismo, en los ambientes humanos en los que sólo hay entu­ tencia nacional, que el desarrollo de las comunicaciones acarrea una
siasmo por el récord, en particular por el récord de velocidad. Habría uniformidad creciente del modo de existencia? En otros términos, ese
mucho que profundizar aquí; convendría preguntarse cómo es que la ve­ perfeccionamiento de las comunicaciones se realiza en todas partes a
locidad ha podido convertirse en un fin, ha podido ser buscada por ella expensas de la individualidad que tiende a desaparecer cada vez más: y
misma — y oponer este estado de ánimo al del viajero de antaño, y en se trata tanto de las creencias, las costumbres, las tradiciones, como de
particular al del peregrino, para quien la misma lentitud de los despla­ las vestimentas, las prácticas artesanales, etc. Si nos limitáramos a una
zamientos iba unida a cierto sentimiento de veneración de lo existente. mirada superficial de la psicología y la historia humanas, podría tentar­
Se ha producido en esto una transformación cuyo alcance me parece nos decir que esa eliminación de lo pintoresco es el tributo inevitable
verdaderamente metafísico. De manera muy general, puede decirse que por un bien, pues esa uniformidad podría ser ya el inicio de la unifica­
la exaltación del récord va pareja con el debilitamiento, la extenuación ción. La experiencia contemporánea permite afirmar que de esto no hay
del sentimiento de lo sagrado. nada y que la uniformidad, lejos de encaminar a los hombres hacia al­
Pero he aquí otro aspecto mucho más general y mucho más impor­ guna asimilación concreta de lo universal, parece tender, en cambio, a
tante del mismo fenómeno. Puede decirse que, al menos en nuestros desarrollar en ellos unos particularismos cada vez más agresivos y a en­
días, el progreso técnico comporta ante todo un progreso en las comu­ frentar a los unos contra los otros.
nicaciones. El perfeccionamiento de los medios de transporte ha sido, Esto puede parecer paradójico, pero se aclara al reflexionar sobre
con toda evidencia, la condición (al mismo tiempo que el efecto ade­ ello. ¿No es evidente que el progreso técnico e industrial ha contribuido
más) de la industrialización, que ha continuado a un ritmo acelerado a instaurar entre los hombres un denominador común que pasa a ser
desde hace un siglo. Pero la reflexión ha de concentrarse, en primer lu­ foco de codicia y engendra por doquier envidia? Ese denominador co­
gar, en la noción misma de comunicación entendida en este sentido ab­ mún es, en el fondo, la riqueza; es, si se quiere, el dinero, pero con la
solutamente exterior. Que el mundo deje de estar cercado, que los habi­ condición de subrayar que, por una dialéctica singularmente inquietan­
tantes de la tierra dejen de llevar cada uno en su recinto una existencia te, éste tiende al mismo tiempo a perder cualquier realidad sustancial o

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al menos sensible; en suma, que se convierte en pura ficción. Después mortal y que nada le ofrece garantías a nuestra especie contra el riesgo
de todo, la envidia sólo es posible sobre la base de cierta comunidad; es de suicidio colectivo del que hablaba al principio.
menos concebible entre seres y pueblos cada uno de los cuales tiene tra­ Pero la misma mención de ese acto de fe nos fuerza a considerar las
diciones y un genio propios de los que se siente orgulloso. Lo cierto es cosas desde mucha mayor altura y a definir con mayor precisión el mun­
que esa originalidad respectiva está lejos de haber excluido a lo largo de do en el que las técnicas parecen arraigar. Me va a ser preciso ahora
la historia las querellas y las guerras; incluso ha podido, en cierta medi­ aventurarme en un terreno más filosófico y más difícil, y recurrir a un
da, favorecerlas a veces. Pero esas querellas, esas guerras, por sangrien­ conjunto de nociones que, desde hace unos treinta años, me he empeña­
tas que fueran, conservaban a pesar de todo un carácter humano; no ex­ do en dilucidar.
cluían cierto respeto mutuo, permitían reconciliaciones efectivas. Nada En primer lugar, es evidente que no hay ninguna técnica que no esté
en ello que se pareciera a las empresas de exterminio colectivo de las de hecho o que no pueda ser puesta al servicio de este deseo, de este te­
que hablaba yo al principio. Por lo demás, sería sumamente interesante mor. Digamos que todas las técnicas son relativas al hombre, por cuan­
averiguar por qué extraño mecanismo unos conflictos ideológicos, a ve­ to el deseo y el temor lo mueven. Pero el mundo del deseo y del temor
ces desprovistos de toda significación profunda, han venido a superpo­ es el de lo problemático. No quiero con esto decir simplemente que la
nerse a los antagonismos elementales — y alimentarios— cuyo único realización de mi temor o de mi deseo siempre presente un carácter hi­
principio era en el fondo la envidia. potético. La palabra “problema” ha de tomarse aquí en su acepción eti­
Por supuesto, siempre será posible pretender que esa comunidad, por mológica: problema. Hay problema19 de todo lo que está colocado de­
funestas que sean sus consecuencias inmediatas, no por ello era menos lante de mí; y, por otra parte, ese yo, cuya actividad entra en juego para
necesaria y que, a la larga, deberá permitirle a la humanidad constituir­ resolver el problema, queda fuera o más acá, como se prefiera, de los da­
se como un cuerpo verdaderamente orgánico y armonioso. Es difícil tos que él ha de tratar y manipular para que aparezca la solución busca­
pronunciarse sobre semejantes profecías. Pero lo que me parece que ha da. ¿Diremos que ese yo calculador o investigador da lugar, él mismo, a
de reconocer todo espíritu de buena fe es que, considerando las cosas de problemas? En otros términos, ¿que él tiene la posibilidad e incluso la
una manera puramente racional, no existe motivo serio para creer en un obligación de colocarse ante sí mismo? Pero con esto sólo estamos ha­
desenlace automáticamente favorable de la crisis que atraviesa hoy la ciendo retroceder la dificultad. De todos modos, será preciso conservar
humanidad. Se puede constatar que los conflictos ideológicos a los que algún sujeto que sólo pueda plantear problemas con la condición de que
acabo de aludir tienden hoy a hacerse íntimos, por así decir, en el seno él mismo se mantenga en una esfera no problemática. ¿Desembocamos
de pequeñas aglomeraciones rurales, por ejemplo, que, en el pasado, lle­ de esta manera en la idea, tan familiar a la filosofía kantiana y postkan-
vaban una vida en la que reinaba la amistad, mientras hoy lo hacen la tiana, de un yo trascendental o de un sujeto puro? Exactamente, no lo
desconfianza y el temor recíprocos. Naturalmente cabe todavía el recur­ creo. A decir verdad, el yo trascendental no es más que un monstruo o,
so de decir que se trata de una situación transitoria; pero la verdad es al menos, una ficción; pues cuando lo pienso, y aunque lo califique
que nadie ve cómo podrá resolverse de acuerdo con los deseos de quie­ como puro sujeto, lo trato sin embargo como un objeto, pero al que le
nes de verdad quieren la paz y, para hablar con Víctor Hugo, “la con­ privo paradójicamente de todos los caracteres determinados por los que
cordia entre los ciudadanos”. En realidad, a menos que recurramos a un se define un objeto real cualquiera. Y es en este punto en el que me he
acto de fe, perfectamente legítimo y puede que incluso necesario desde visto llevado a introducir o a reinstaurar el misterio por oposición al pro­
el punto de vista religioso —pero que, como tal, sólo puede resultarle blema.
ajeno al hombre de la técnica pura—, conviene declarar con rotundidad
que la enfermedad que aqueja a la humanidad quizá sea una enfermedad 19. Ver la nota 8.

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¿Qué es entonces el misterio? Por oposición al mundo de lo proble­ constitución de una técnica, dado que ésta exige del espíritu que salga
mático, que, una vez más, está íntegramente delante de mí, el misterio afuera, que se arroje en los datos sobre los que tiene que trabajar. Hay
es algo en lo que me encuentro enredado o comprometido, y — añadi­ que añadir que esa recuperación interior da bien la impresión de adop­
ría— no parcialmente comprometido, sino comprometido, por el con­ tar siempre el aspecto de la calma o del abandono, y de ningún modo de
trario, todo entero, por cuanto constituyo una unidad que, además, por la crispación voluntaria. Pero aún habría que mostrar que esa calma no
definición, nunca puede captarse a sí misma y tan sólo podría ser obje­ es un relajamiento. Si no me equivoco, habría que distinguir cuidadosa­
to de creación y de fe. Al implantarse, el misterio deja abolida esa fron­ mente entre Entspannung y Auflósung, pues todo relajamiento es, al pa­
tera entre el en m í y el delante de mí, que hace poco se podía trasladar recer, un inicio de disolución; la calma de la que se trata se basa en el
o hacer retroceder, pero sin que dejara de recomponerse a cada paso de consentimiento (Zustimmung). Señalaré de pasada que sólo una filoso­
la reflexión. fía del consentimiento puede lograr la articulación de la libertad y la
El primer ejemplo que he puesto es el del mal, y pienso que es uno gracia — más aun: que tanto la libertad como la gracia no pueden ser, no
de los más significativos. El mal lo problematizo al tratarlo como un ac­ digo que comprendidas, sino reconocidas y afirmadas más que a partir
cidente acaecido en el seno de alguna máquina o incluso como un de­ de esa filosofía mediadora.
fecto o como un vicio de funcionamiento. Por el contrario, el mal se me Todas estas consideraciones, lejos de resultar ajenas a la cuestión
revela como misterio cuando he reconocido que no me puedo tratar planteada inicialmente, conducen directamente a su solución. El desa­
como si fuera exterior a él, como si tuviera simplemente que constatar­ rrollo o la invasión de la técnica no puede dejar de acarrearle al hombre
lo desde fuera o situarlo, sino que en cambio estoy implicado en él —en la obliteración, la desaparición progresiva de ese mundo del misterio
el sentido en el que se está implicado en un asunto criminal, por ejem­ que es a la vez el de la presencia y el de la esperanza; no basta en efec­
plo. El mal no se halla únicamente ante mis ojos, también está en mí; to con decir que, en ese registro, el deseo y el temor son transportados
mucho más: en un dominio como este, la distinción entre el en-mí y el más allá de todo límite que quepa señalar, sino que la naturaleza huma­
fuera-de-mí se revela carente de sentido; después de todo, podría decir­ na tiende cada vez más a volverse incapaz de alzarse por encima de uno
se que presenta un valor físico, no metafísico. Podrían proponerse mu­ y otro y de alcanzar en la plegaria o en la contemplación una esfera tras­
chos otros ejemplos; de modo que se podría mostrar que hay un miste­ cendente a las vicisitudes terrestres. La palabra “terrestre” resulta aquí
rio del amor, como hay un misterio del conocimiento, y que ese misterio muy reveladora. Puede decirse que el perfeccionamiento de la técnica
del amor, que en realidad es un misterio de encarnación, se especifica él contribuye con total evidencia a que el hombre se vuelva cada vez más
mismo en el infinito; de modo que, en alguno de mis libros, he podido terrestre; por otra parte, se podrá señalar correlativamente que cuanto
tratar del misterio familiar y mostrar que también en este caso seguimos más apegado a la tierra se muestre el hombre con tanta mayor necesidad
sin acceder a la realidad íntima por cuanto continuamos estando prisio­ se verá llevado a multiplicar y perfeccionar las técnicas que le permitan
neros de las categorías que rigen en el mundo de lo problemático. asegurarse en ella sus asideros y, podríamos decir, a consolidar su esta­
Pero ¿de qué modo es posible reconocer el misterio? Unicamente blecimiento. No obstante, hay en esto una paradoja que merece nuestra
gracias a un allegamiento interior que no es otro que el recogimiento. atención.
Me cuidaré, en lo que a mí respecta, de hablar aquí de intuición. Pues ¿Puede decirse verdaderamente que el hombre de la técnica esté cada
ese allegamiento no cabe duda alguna de que no es una manera de mi­ vez más arraigado? No parece que así sea. El enraizamiento, en efecto,
rar: es con mucho más bien una concentración y algo así como una re­ ¿no supone una inserción en lo local, una individualización en los habi-
fección interior. Ahora bien, de inmediato vemos que se trata de un pro­ tus que, como ya hemos visto, el progreso técnico tiende, en cambio, a
ceso inverso al que impera en la solución de un problema o en la excluir o que, al menos, combate con creciente éxito? Ahora bien, ha­

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bría que preguntarse si el amor a la vida, en el sentido más fuerte, no va derase el desecho de un ser que se ha vuelto inutilizable, y que ya no es
unido precisamente a esta inserción, a esta individualización. Y, de he­ nada a partir del momento en que ya no sirve para nada? Me parece que
cho, todo parece mostrar en nuestros días que cada vez se ama menos la abordamos así lo esencial. En efecto, hemos arribado al punto en el que
vida; que, por el contrario, se la desprecia cada vez más. Si prolongamos es posible comprender cómo la técnica, que al principio parecía indife­
este pensamiento, acabaremos preguntándonos si el progreso técnico no rente al valor, puede llegar a ser una técnica de pecado y del pecado
amenaza con provocar cierto retomo al nomadismo, como podemos —una técnica al servicio del pecado— .
constatar, por ejemplo, en el caso de muchos trabajadores no cualifica­ Se puede decir, en efecto, de manera general, que el desarrollo de la
dos que, en efecto, no echan raíces en ningún lugar y arrastran consigo técnica tiende inevitablemente a instaurar la preeminencia de la catego­
un resentimiento por lo demás muy comprensible contra unas condicio­ ría de rendimiento. En estas condiciones, en un mundo sometido a la
nes de existencia cada vez más inhumanas. primacía de la técnica, en un mundo tecnocratizado, un ser cuyo rendi­
Si seguimos prolongando las observaciones anteriores, nos veremos miento ha caído por debajo de cierto nivel y se vuelve prácticamente
llevados a pensar que el desarrollo a ultranza de la técnica apunta a ex­ nulo aparecerá como una carga sin compensación para la Sociedad que
tender sobre la vida, y en cierto sentido a poner en su lugar una super­ se creería obligada a mantenerle. El término “mantenimiento” resulta
estructura casi íntegramente artificial, pero que de hecho se convierte muy revelador. El mantenimiento de un hombre es asimilado al de una
para los hombres en el medio del que, al parecer, no pueden ya prescin­ máquina, al de un material cualquiera —porque, en efecto, al propio
dir. En ello residiría el sentido profundo del éxodo del campo a la ciu­ hombre se le trata como a un material— . Y puede que mediante este ro­
dad. Se ve con total claridad que lo que puede atraer a un agricultor ha­ deo podamos discernir mejor el sentido y el alcance verdadero del ma­
cia la existencia urbana es algo que apenas guarda relación con lo que terialismo. Durante los siglos xvm y xix, éste ha podido reclutar adep­
en todo tiempo se ha considerado que es la vida. tos entre espíritus ingenuos y en el fondo enteramente idealistas que
Esta misma desafección por la realidad viva es con certeza una de las creían en su verdad, pero con frecuencia sin extraer un corolario prácti­
causas profundas del descenso de la natalidad que se constata en mu­ co sobre la manera de tratar al ser humano. No dudo de que, en el siglo
chos países de civilización que se dice avanzada. Si queremos com­ xix, hubo muchos “materialistas” que se adhirieron de hecho a una éti­
prender la psicología de muchos hombres de hoy y, en particular, la cri­ ca muy similar a la de Kant — aun cuando una mezcla así sea el colmo
sis que padece tan a menudo la relación entre generaciones, es esencial del absurdo— . El materialismo no resulta efectivo del todo, no adquie­
resaltar que la vida es cada vez menos sentida como un don que trans­ re sus auténticas dimensiones hasta que se convierte en una actitud co­
mitimos y que se la asimila cada vez más a una especie de fatalidad in­ herente frente a los hombres. Por lo demás, es forzoso señalar que, en el
comprensible a la que sería necesario poder oponerle un dique. No sería pasado, esta actitud ha sido a menudo la de individuos y a veces la de
absurdo en absoluto decir que la generalización contemporánea de los clases enteras que creían estar adoptando concepciones espiritualistas e
procedimientos anticonceptivos no es, después de todo, sino uno de los incluso religiosas, sin que por ello dejaran de tratar a categorías enteras
aspectos de la intrusión de las técnicas en un dominio que, hasta el mo­ de seres humanos como meros instrumentos cuyo rendimiento fuese lo
mento presente, les estaba casi vedado. único importante. Se da en esto una espantosa inconsecuencia de la que
Y, al punto, vemos que, así orientado, el mundo de las técnicas no sólo con extraordinaria lentitud se fue tomando conciencia y que está
puede desembocar, a fin de cuentas, más que en la desesperanza. Pues, aún lejos de haber producido todos los efectos maléficos que contenía
por definición, excluye todo posible recurso allí donde las técnicas se re­ en germen. No obstante, parece que pueda decirse hoy que esta doble di­
velan ineficaces —y ante todo, por supuesto, ante la muerte— . Desde el sociación toca a su término. Quiero decir que, por una parte, las conse­
punto de vista de este mundo, ¿cómo podría esta evitar que se la consi­ cuencias inhumanas de un materialismo sistemático saltan a los ojos.

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Entiendo por tales, claro está, la reducción a la condición de esclavos de que no hubiera más que descubrir. Cualesquiera que sean los funda­
multitudes de seres humanos a los que prácticamente se les ha negado mentos en los que reposa, la condición humana siempre aparece depen­
la cualidad de seres; pero, por otra parte, estoy pensando también en el diendo de alguna manera, en lo que a su ser respecta, del modo en que
hecho de que un cristianismo que no se traduce en un esfuerzo perseve­ se comprende. En nuestros días, eso es lo que me parece que alguien
rante por hacer que accedan a una vida decente quienes siguen hundidos como Heidegger ha reconocido con una admirable nitidez. Y con cre­
en una indigencia sin nombre debe acabar mostrándose infectado en su ciente claridad aparece también que, al comprenderse según el modelo
centro por un principio de miseria y de muerte. de lós productos de su propia técnica, el hombre se degrada hasta el
Así tiende a crearse una situación mucho más clara y sobre la cual la infinito y se condena a renegar, es decir, a anular los sentimientos fun­
reflexión no puede dejar de influir. Una práctica juzgada monstruosa­ damentales que durante milenios han guiado su conducta. Lo cierto es
mente inhumana con todo derecho, como la eliminación metódica de los que no hay nada lógicamente absurdo o contradictorio en tal proceso.
incurables, aparece desde este punto de vista como algo que responde a Pero la función y la dignidad del pensamiento filosófico, ¿no consisten
una lógica no sólo rigurosa, sino irrefutable. Lo mismo puede decirse en reconocer que esta lógica de negación y de muerte, lejos de estar
del exterminio, durante la guerra, de esclavos que habían llegado a un marcadas con el sello de la evidencia, da por el contrario testimonio
grado tal de agotamiento que ya no podían ganarse su sustento, por mi­ contra sí misma a la vista de una razón lúcida y que se ha cuidado de no
serable que éste fuera. Como decía al inicio de este ensayo, estos pro­ romper sus vínculos con la realidad tutelar que por doquier nos rodea?
cedimientos siguen provocando aún, gracias a Dios, la indignación ge­ Desde este punto de vista extremadamente general e incluso metafí-
neral. Pero podemos temernos que, si es así, se deba a que los hombres sico ha de abordarse el problema de las relaciones de la técnica y el pe­
todavía no se han adaptado lo bastante al universo de la pura técnica; y cado. A grandes rasgos, podría decirse que el dominio del hombre sobre
nos es forzoso reconocer que por este camino que condude a la barbarie la naturaleza va acompañado, por motivos que he indicado parcialmen­
más terrible —una barbarie apoyada en la razón— son muchas las eta­ te, de una capitulación cada vez más completa ante sus temores y sus
pas ya recorridas. deseos, o incluso ante el carácter ingobernable de su propia naturaleza.
El postulado en nombre del cual pueden condenarse semejantes ex­ Es pues un dominio que cada vez se controla menos a sí mismo. Y la
cesos es la existencia, en el mismo corazón de lo problemático, de un prueba de que el hombre está volviéndose más incapaz de regir la natu­
misterio del ser, misterio irreductible e inviolable. No se trata de recaer raleza es que cada vez piensa menos en preguntarse por cuáles sean los
en los errores del agnosticismo del siglo xix. No se trata ciertamente de títulos que pueda tener para ejercer esta especie de soberanía. En el fon­
asimilar el misterio a no sé qué elemento bruto que le resultaría opaco do, le parece obvio que, para esta regencia cósmica, está cualificado por
al pensamiento: éste, por el contrario, no puede dejar de reconocer en las facultades intelectuales que le han permitido desarrollar su ciencia y
aquel su fuente y su núcleo, siempre y cuando se eleve por encima de su técnica hasta tal punto de perfección.
los modos inferiores de su ejercicio. Pero, ¿no nos encontramos aquí con la noción secular de pecado tal
Vistas así las cosas, la superioridad de nuestra época sobre las prece­ y como aparecía en todas las grandes tradiciones religiosas, cualesquie­
dentes quizá resida en que, como hace un instante indiqué, los equívocos ra que fuesen: quiero decir, pecado como soberbia, como hybris, y, en el
en que se han complacido durante largo tiempo tantos librepensadores y fondo, como rebeldía? Y estaría inclinado a preguntarme hoy si la hi­
creyentes ya no resisten en parte alguna el empuje de la reflexión. Va­ pertrofia de las técnicas que, desde hace un siglo, se ha producido no
mos derechos a dejar la condición humana al desnudo y hacia las impli­ tendería a la constitución de lo que habría que denominar un cuerpo de
caciones que esto comporta. Ahora bien, lo propio de esta condición pecado, opuesto al cuerpo de luz cuyo único principio es la caridad. El
consiste en que no es asimilable a una estructura objetiva preexistente problema trágico que se le plantea al hombre de hoy es el de saber si

78 79
asumirá ese cuerpo de pecado, como se alza un fardo sobre los propios
hombros, hasta el punto de confundirse de alguna forma con él y de
afrontar las represalias que sobre él reclama el espíritu de desmesura y
de presunción.
No cabe disimular lo irrisorias que en sí mismas resultan estas pala­
bras, pronunciadas en este momento: ¿tienen alguna pequeña probabili­
dad de ser comprendidas o, siquiera, oídas? Y, sin embargo, reconforta
un poco el espectáculo de impotencia y confusión que nos ofrecen quie­
nes se supone que han asumido la responsabilidad del destino de nues­ Segunda parte
tro planeta. Cabe preguntarse si, desde el momento en que los mandata­
rios de los pueblos, o los que se revisten de ese título, se revelan tan
impotentes para cumplir su tarea, no les incumbe por el contrario a quie­
nes no han recibido ni poder ni delegación de ningún tipo preparar, en
el claroscuro de la meditación, un porvenir aceptable y menos inhuma­
no. Sin duda, aquí es necesario más que en parte alguna mostrarse pru­
dente y humilde; conviene vetarse las grandes ambiciones más o menos
utópicas y vagas que se traducen en las declaraciones con las que de
costumbre se clausuran los congresos internacionales. También aquí, es
en el recogimiento, y en él solo, donde conviene buscar un refugio; he
dicho en el recogimiento, y no necesariamente en la oración, pues esta
palabra encierra resonancias algo ambiguas a las que me parece que
ciertas almas, muy grandes sin embargo, son refractarias. Ahora bien,
podemos afirmar que sólo en el recogimiento pueden nacer y congre­
garse las potencias de amor y de humildad capaces de contrapesar a la
larga la soberbia ciega y cegadora del técnico encerrado en su técnica.

80
I

El filósofo ante el mundo de hoy

D
esde siempre se ha subrayado el carácter escabroso o aventurado
que presenta la situación del filósofo en el mundo20. Se diría que no
está arraigado en él tan profundamente como el común de los hombres,
aun cuando tampoco le es posible desenraizarse como si fuera un puro
contemplativo perdido en una soledad eremítica.
Además, esta situación tiene como contrapartida, o como comple­
mento, el hecho de que el mundo o bien no reconoce al filósofo y tien­
de a tratarlo como presonaje grotesco y un poco absurdo, o bien, por el
contrario, una vez que lo ha adoptado, no ceja hasta haberlo compro­
metido y, si se me permite decirlo así, desnaturalizado.
Estas consideraciones generales sólo tienen un carácter preliminar.
No es mi propósito quedarme en el plano de las abstracciones: quisiera,
por contra, dedicarme, si no a resolver, al menos a plantear en términos
lo más nítidos posible algunas preguntas difíciles e irritantes relativas al
mundo actual, este mundo en el que por fuerza hemos de vivir aunque
por tantos lados nos soliviante, este mundo del que no tenemos el dere­
cho de apartamos pura y simplemente: o, si intentamos hacerlo, nos ha­
cemos culpables de auténtica deserción.
Para empezar, no dejemos de señalar que la idea de filósofo, si nos
referimos a la antigüedad, ha sufrido en los modernos y sobre todo en
los contemporáneos una verdadera degradación, y ello en la medida en
que la noción de sabiduría, de sophíá1', ha perdido, si no su contenido,
sí al menos su original carácter venerable. En el s. xix, el filósofo se ha
reducido en la gran mayoría de los casos a profesor de filosofía, y ello
para escándalo de los espíritus más lúcidos y más libres de su tiempo,
20. Ver también “Responsabilité du philosophe dans le monde actuel”, en Pour une sagcsse tra-
gique, Plon, París, 1968.
21. Ver también Pour une sagesse tragique y Déclin de la sages.se (París, Plon, 1954). Cf. nota
13.

83
un Schopenhauer o un Nietzsche, por ejemplo. Muy a menudo, el pro­ mercantil. Pero, por otro lado, ¿cómo no espantarse por el carácter
fesor de filosofía es un especialista algo intoxicado por su propia espe­ confinado y abstruso de semejantes investigaciones? No obstante, de in­
cialidad, que despacha ante sus estudiantes o, en ocasiones, ante un pú­ mediato hay que añadir que el filósofo que, a la inversa, busca amplias
blico más amplio su sistema —si es que lo tiene— o, lo que es más audiencias, que se multiplica en la prensa y en la radio y, me atrevería a
frecuente, un refrito de sistema o, en fin — lo que con toda seguridad es decir, adopta el papel de metomentodo, si evita los escollos que he se­
menos comprometedor—, una historia de los sistemas que han precedi­ ñalado, corre el riesgo, por contra, de traicionar gravemente su vocación
do al suyo. Conviene además añadir —y esta observación es más impor­ fundamental. Las profundas consideraciones de Platón sobre la adula­
tante de lo que pudiera parecerlo a simple vista— que en algunos países, ción, sobre la kolakeía, siguen siendo actuales. Lo destacable es que hoy
y en particular en Francia, el profesor de filosofía sucumbe literalmente día esta adulación adopta de buena gana un aire desafiante o provoca­
bajo labores profesionales que no tienen nada específicamente filosófi­ dor. Por un fenómeno de masoquismo mental, cuyas causas habría que
co, debido al enorme número de estudiantes, todos los cuales preparan descubrir, un número cada vez mayor de individuos sienten la necesidad
y pasan exámenes. de que se les violente, no digamos que en sus convicciones —esta pala­
En condiciones así, puede decirse que incluso un profesor de facultad bra queda grande— , sino en sus costumbres. Un filósofo muy conocido
que siga siendo de verdad filósofo —entiéndase: que conserve su poder y que está de más nombrar declaraba ante los periodistas suizos que le
de meditación o, más profundamente aun, que guarde alguna virginidad recibían en el campo de aviación donde acababa de aterrizar: “Señores,
de espíritu— , sólo puede lograrlo a costa de un esfuerzo literalmente he­ ¡Dios ha muerto!”. Aquí tenemos un ejemplo muy significativo de la
roico y a condición de llevar una vida casi ascética. Pero este ascetismo, adulación-provocación a la que me refiero en este momento.
en sí mismo admirable, inevitablemente comporta un precio. En efecto, Me detendré un instante en esta minucia. Dejemos de lado cuál sea
el filósofo corre el riesgo de desligarse en cierta forma de la vida y sus­ el juicio último que convenga emitir sobre la afirmación trágica y pro-
tituirla insensiblemente por un ámbito de pensamiento sólo suyo, una fética de Nietzsche. Lo claro es que, a partir del momento en que esta
especie de jardín cerrado y bien cuidado cuyos arbustos escamonda con afirmación es pregonada ante los periodistas, en que se propone de al­
esmero. Concederemos que esta horticultura no es posible sin alguna li­ guna manera como titular periodístico, se degrada no sólo, digo, hasta
bertad; pero, ¿acaso es tan diferente de la que algunos prisioneros han vaciarse de toda significación, sino hasta convertirse en su parodia más
conocido y saboreado? irrisoria. Hay una diferencia existencial entre el suspiro y el sollozo
Por otra parte, resulta patente que donde la filosofía es así concebida nietzscheano y esa especie de declaración que estamos tentados de lla­
sus posibilidades de irradiación son muy reducidas. El filósofo se limi­ mar publicitaria, pues es evidente que pretende ser chocante. “Señores,
ta a administrar cierto bien del que, podría decirse, disfruta; pero en mu­ les anuncio que Dios está liquidado. ¡Eso es lo que hay!”.
chos casos corre el riesgo de considerar, si no con hostilidad, sí al me­ Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer, y no sin profunda angus­
nos con desconfianza a quienes forzosamente hemos de denominar sus tia, que por todas partes llegan invitaciones para que nos comportemos
competidores. Claro es que sigue habiendo nobles excepciones. Pero el así. En cuanto el filósofo consiente en que la publicidad y los empresa­
peligro lo tenemos ahí y no cabe subestimarlo. De aquí procede el sen­ rios se ocupen de él, se niega como filósofo. Y es del todo natural que
timiento de malestar y a veces de inquietud que nos asalta al considerar el afán publicitario se presente aquí cada vez más ostensiblemente como
a esos filósofos-propietarios y su manera de concebir su actividad. Por voluntad de escandalizar. Añadamos que en el pensador que ante todo
un lado, no es posible dejar de admirar su seriedad, su profunda hones­ pretende ejercer de antiburgués, esa voluntad de escandalizar se presen­
tidad, su desinterés, pues no hay nada menos rentable que la filosofía así tará como revolucionaria. El esfuerzo que, en ciertos medios, se ha he­
entendida, y si al respecto cabe hablar de competencia no es en sentido cho por resucitar la obra ilegible y propiamente infame del marqués de

84 85
Sade resulta característico. Observemos además que el auténtico revo­ frecuentemente firmando manifiestos sobre asuntos acerca de los cuales
lucionario estará en todo su derecho de recordar que cierta mentalidad no se tiene sino un conocimiento superficial, un conocimiento de oídas
antiburguesa de literato puede no ser en sí misma más que un fenóme­ que en el fondo es pura ignorancia. Pondré también en este caso un
no burgués. ejemplo, el de una petición firmada por cierto número de intelectuales
Basta con considerar disposiciones y manifestaciones como esas que reclamaban a las Naciones Unidas que admitiera en su seno al go­
para volverse hacia el filósofo asceta con simpatía y respeto acrecenta­ bierno de la China comunista. Era no ver que lo que en primer lugar se
dos. Pero sigue existiendo cierto malestar, cuya naturaleza todavía hay estaba planteando era una cuestión de oportunidad sobre la cual los fir­
que precisar. mantes no estaban de ninguna de las maneras en condición de pronun­
Estos últimos tiempos, se ha reeditado en Francia la tesis de Mauri- ciarse.
ce Blondel: La Acción, de 1893, que dio lugar antaño a tantos contra­ Podrían ponerse muchos otros ejemplos del mismo orden. Casi inva­
sentidos funestos y que sigue siendo uno de los grandes libros especu­ riablemente, el error consiste en que, tras haber establecido ciertos prin­
lativos franceses. Tenemos también que han reaparecido admirables cipios generales de forma por completo abstracta, se declara de manera
lecciones de Jules Lagneau, quien fuera el maestro de Alain y de tan­ apresurada que en tal o cual caso concreto esos pricipios acarrean tal o
tos otros y que sigue siendo una figura ejemplar de filósofo puro. Si cual consecuencia determinada. Pero, dejando al margen que a veces a
nos trasladamos a la lejana época en que se pronunciaron esas leccio­ esos principios se les trata ilegítimamente como si fueran absolutos, lo
nes, en que La Acción vio la luz, constatamos que aquel era un mun­ más frecuente es que la peculiaridad del caso concreto y sus aplicacio­
do en paz sobre el que en modo alguno pesaban las atroces amenazas nes sean demasiado mal conocidas como para que una inferencia así sea
que nosotros conocemos. En ese mundo en paz, la actitud que adopta­ legítima. Un ejemplo nos lo proporciona la extraordinaria imprudencia
ron esos pensadores volcados con todo su ser en la búsqueda más pro­ con la que algunos intelectuales han reclamado entre nosotros la eva­
funda y más auténtica no estaba sólo justificada; era la única que ca­ cuación inmediata de Indochina. Su punto de partida era que el colonia­
bía decir auténticamente filosófica. Pero me parece que hoy ya no lismo es contrario a la noción general que se han formado de los dere­
sucede igual, y que el filósofo está obligado a tomar posición con res­ chos humanos. Pero, al margen de que la idea de colonialismo es con
pecto a la miseria de un mundo cuya destrucción integral nada tiene de mucho demasiado somera y que no se puede negar que una acción co­
inconcebible. Por mi parte, tengo la convicción de que nos hallamos lonizadora pueda ser en algunos aspectos beneficiosa para los propios
en efecto en una situación sin precedente, que definiría muy breve­ colonizados, todo el asunto estribaba en saber, por una parte, si era po­
mente diciendo que el suicidio de toda la humanidad se ha convertido sible esa evacuación y, por otra, si no acabaría entregando a las mismas
en algo posible. Es imposible pensar hasta el final en esta situación sin poblaciones indígenas a la acción terrorista de bandas al servicio del im­
percatarse de que cada uno de nosotros se encuentra en todo momen­ perialismo soviético. En situación semejante, todo es de una compleji­
to ante una opción radical, y que contribuye, por lo que piensa, por lo dad casi inextricable, y se traiciona las exigencias imprescriptibles de un
que hace, por lo que es, a acrecentar o, por el contrario, a reducir las pensamiento recto cuando se formulan imperativos dictados por la ig­
probabilidades de ese suicidio generalizado. Ahora bien, es evidente norancia y, en muchos casos, por el sectarismo.
que la naturaleza esencial de esa opción no puede dilucidarse más que El primer deber del filósofo es tener claro cuáles son los límites de
por la reflexión filosófica. su saber y reconocer que existen ámbitos en los que su incompetencia
Destacaré por lo demás que también aquí surge otra tentación, a la es absoluta. Con otras palabras, ha de estar perpetuamente en guardia
que de hecho el filósofo sucumbe muy a menudo. Se trata del peligro de contra una pretensión incompatible con su verdadera vocación. Proud-
tomar postura más que nada sobre el papel, y no en la realidad, y lo más hon decía: “Los intelectuales son ligeros”, y es — ¡qué pena!— terrible­

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mente verdadero por la profunda razón de que el intelectual no se las tie­ el espíritu de venganza. También aquí el principio aparecía con una evi­
ne que ver con una realidad resistente como el obrero y el campesino, dencia cegadora22.
sino que trabaja con palabras, y el papel lo aguanta todo. El filósofo Es claro que los dos ejemplos que acabo de citar presentan un carác­
debe ser consciente de ese peligro continuamente. Proudhon añadía que ter común. En uno y en otro, se trata del fanatismo. Efectivamente — y
el pueblo es serio. Desgraciadamente, quizás esto ya no sea verdad hoy, esto lo digo sin una sombra de vacilación— , el primer deber del filóso­
debido a la prensa y a la radio, que son casi invariablemente corrupto­ fo en el mundo de hoy es combatir el fanatismo, cualquiera que sea la
ras. El pueblo es serio sólo si sigue siendo él mismo, y hay que recono­ forma que presente.
cer que esto es cada vez más raro, debido a cierto aburguesamiento cu­ Jules Lagneau, a quien acabo de aludir, se expresaba así acerca del
yas consecuencias son en ciertos aspectos funestas. En ciertos aspectos, fanatismo: “Cuando determinemos nuestro pensamiento, cuando lo pon­
digo; en otros, ese aburguesamiento es deseable, en la medida en que gamos en fórmulas precisas, cuidaremos de no encerramos nosotros en
corresponde a una mejora de las condiciones de vida. Aquí nos enfren­ ellas. Tendremos en cuenta que el fanatismo arraiga en la servidumbre
tamos a una especie de antinomia trágica que no sabemos bien cómo su­ de las palabras. Pensaremos en que las ideas no tienen vida más que si
perar. el espíritu se la conserva al juzgarlas sin cesar, es decir, al mantenerse
¿Se objetará que negarle al filósofo el derecho de tomar postura so­ por encima, y que dejan de ser buenas, dejan incluso de ser ideas, cuan­
bre cuestiones políticas concretas es en el fondo una manera hipócrita do dejan a la vez de ser el cimiento sólido y la expresión en acto de la
de invitarle a que no se comprometa, a que se mantenga en el plano de libertad interior. Entonces, el fanatismo nos resultará ajeno; es él el ene­
las afirmaciones de principio? En modo alguno es éste mi pensamiento. migo, y nosotros no nos pasaremos al enemigo; es él el mal, no lo sem­
Citaré dos ejemplos que aclararán qué quiero decir. No vacilo en afirmar braremos, sino que sembraremos lo que queremos recolectar. Actuare­
que, en un país en el que una minoría es perseguida por razones racia­ mos con calma y constancia en torno nuestro, mostrando en la vida de
les o religiosas, el filósofo ha de comprometerse a fondo, cualesquiera cada día el espíritu que nos anima y enfrentándolo a todo espíritu que no
que sean los riesgos que pueda acarrearle semejante protesta. En una sea puramente razonable y puramente generoso. Ahora bien, simpatiza­
caso así, el silencio es verdaderamente cómplice. Pero sucede que en remos activamente con todo lo que se haga en cualquier partido, en cual­
este caso nadie puede pretender que el perseguidor sepa mucho más que quier iglesia, según ese puro espíritu, sin temer que, por ello, puedan
el filósofo. Incluso la verdad es exactamente al revés. El antisemita no crecer las fuerzas de ese partido, de esa iglesia. Nos importa poco por
sabe más de los judíos que quien combate al antisemitismo. En realidad, quién alumbre la verdad, por quién llegue la salvación”.
de lo que aquí se trata no es de saber, sino de prejuicios que el filósofo Estas líneas memorables las he extraído de Simples Notes pour un
está obligado a combatir. Digamos incluso que el principio interviene Programme d ’Union et d ’A ction, redactadas en 1892 y que debían ser la
aquí directamente con su sublime irreductibilidad. carta fundacional de la Union pour VAction Morale. Recuerdo que, a
Pongamos otro ejemplo: personalmente me ha parecido que el filó­ principios de siglo, ésta cambió de nombre y pasó a ser la Union pour
sofo estaba obligado a protestar contra la manera en que se ha practica­ la Vérité y que, poco a poco, debido a influencias políticas, su carácter
do la depuración por parte de hombres que, con frecuencia de forma se alteró de forma apreciable.
abusiva, pretendían encamar la Resistencia, y ello en un momento en Lo que aquí nos importa, sin embargo, es la visión perfectamente cla­
que, al haber terminado la guerra, esta palabra perdía toda significación. ra del filósofo, uno de los más puros sin duda de nuestro tiempo. Hoy
El filósofo estaba obligado a proclamar con toda la energía posible que ella sigue mereciendo la atención y el respeto de los hombres de buena
era inadmisible constituir jurisdicciones de excepción, concederles a las
víctimas el derecho de juzgar por la razón de que lo que las animaba era 22. Ver nota 4.

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voluntad. No me estoy alejando del tema, pues el filósofo se niega a sí subjetividad o más exactamente de una intersubjetividad cuyos dere­
mismo si no se afirma ante todo como hombre de buena voluntad. En­ chos ha desconocido con frecuencia el pensamiento escolástico.
tiendo esta palabra, no en el sentido un tanto equívoco que le da Jules Con todo, aun reconociéndole al filósofo que debe volverse hacia las
Romains en su novela, sino en la acepción evangélica, por cuanto la esencias, ¿no estamos invitándole a que emprenda un camino que lleva
buena voluntad se confunde con el amor metódico de la paz, y no me fuera de este mundo y que no puede menos que desembocar en algún
refiero sólo a la paz entre los pueblos, sino como poco también a la que reino inteligible? Concebida así, ¿no corre la filosofía el riesgo de con­
reina en la ciudad interior que formo conmigo mismo y con mi prójimo. vertirse en una evasión? En otros términos, ¿no da la impresión de que
Lo acontecido ha confirmado, más allá de todo lo que cabía esperar, retornamos a lo dicho más arriba?
la idea profunda de Lagneau, según la cual, cuando, serviles, nos some­ Nos hallamos en un terreno difícil y movedizo, y habría que conse­
temos a las palabras, el fanatismo echa raíces. Y yo diría que la prime­ guir plantear esta grave cuestión en términos tan nítidos como fuera po­
ra misión del filósofo, en este mundo o ante este mundo, es repudiar esa sible. Es muy verosímil que nadie acepte la palabra “evasión”, pero ¿no
servidumbre. Como lo ha visto entre nosotros con extrema claridad Bri­ se trataría de un rechazo que el filósofo se vería forzado a oponerle a un
ce Parain, el problema del lenguaje es en sí mismo un problema metafíi­ mundo de desorden y crimen en el que el espíritu no puede ya elegir do­
sico; y esto es lo que proclama Heidegger en su Carta sobre el huma­ micilio?
nismo cuando declara que el lenguaje es la morada del ser, lo que viene Sólo una cosa: ¿qué hay que entender por rechazo? La reflexión mues­
a conferirle cierto valor sacro. No obstante, en lo concerniente a Hei­ tra que resulta ser una noción peligrosamente equívoca. Cabría imaginar
degger, señalaría que él mismo corre el riesgo de atentar contra este va­ un rechazo en el ámbito de la acción que se traduciría en un repudio de
lor en la medida en que violenta al lenguaje y que no vacila en forjar tér­ las técnicas, por ejemplo. Es concebible un gandhismo filosófico. Pero,
minos sobre los que bien podemos dudar que lleguen a recibir la pátina ¿de verdad tiene el filósofo que crearse un marco de existencia tan ajeno
del uso y del tiempo. Por mi parte, creo con Bergson que, por el contra­ como pueda a las condiciones de la vida moderna? Sería temerario e in­
rio, es esencial precaverse de los neologismos; pienso que es necesario cluso absurdo pretenderlo. Además, y llevándolo al extremo, habría que
no sólo volver a las palabras más simples, sino revalorizarlas haciendo admitir que está obligado a adoptar una vida de eremita o de gurú indio.
desaparecer la especie de mugre con la que se han cubierto a causa de Pero esa vida implica una vocación particular, de esencia mística, que
la impropiedad con la que se habla. ciertamente no es de recibo confundir con la del filósofo.
En esta dirección nos acercamos, por lo demás, al Platón de los Diá­ ¿Habrá entonces que decir que el rechazo del que se trata es mera­
logos. Es claro que la reflexión sobre el sentido de las palabras debe mente teórico, como, por ejemplo, el representado por una filosofía del
orientarse precisamente como lo quería Platón, captando lo que los filó­ absurdo como la que Albert Camus ha intentado definir en su Mito de
sofos tradicionales llamaban esencias. Nunca sería excesiva la energía SísifoT4 Estamos en el mismo corazón de la cuestión que he querido
con la que nos oponemos a un existencialismo caricaturesco que pre­ abordar. Pero no hay duda de que es importante reconocer que esta cues­
tende devaluar la esencia y concederle únicamente un estatuto subalter­ tión debe a su vez subdividirse. El primer punto consiste en preguntar­
no23. Por otro lado, esto no quiere decir que no tengan que ser repensa­ se si está el filósofo cualificado para emitir sobre el mundo el veredicto
das las esencias a partir de una filosofía que afirma el primado de la de que es absurdo. La segunda cuestión, y admitiendo que esté legiti­
mado para emitirlo, es la de saber cuáles son las consecuencias que
23. Ver nota 13. Por lo demás, Sartre confunde la esencia con el concepto, el cual sí es eviden­ comporta para la acción.
temente posterior a las cosas existentes. Para Gabriel Marcel, como para Platón, las esencias son
más reales que el mundo sensible, y lo iluminan. El ser, para Gabriel Marcel, es la intersubjetivi-
dad perfecta — o el amor. 24. Ver todo el último capítulo de Homo viator, consagrado al “Hombre rebelde” según Camus.

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Antes de nada, conviene destacar que se trata de lo absurdo del mun­ pero entonces ¿cómo se le ha hecho presente a mi conciencia ese ideal
do considerado en su totalidad, y no sólo de la realidad del mundo his­ mismo? ¿De dónde he podido extraer su noción?
tórico que es el nuestro, cuya responsabilidad estamos tentados, a pri­ Todo lo cual viene a decir que si reflexiono, inevitablemente me veo
mera vista, de atribuírsela a los hombres. Para una conciencia como la conducido a poner en lugar de la filosofía del absurdo ya sea un gnosti­
de Camus, el sufrimiento inmerecido (por ejemplo, el de los niños o, sin cismo que postula la realidad de una caída, ya sea un maniqueísmo puro
duda, el accidente considerado en lo que tiene de gratuito) no permite a y duro. Ante estas posibilidades, ¿cuál puede o debe ser la actitud del
una conciencia honesta admitir que este mundo sea obra de Dios o sim­ filósofo como tal? Insisto en estas palabras: en efecto, no hay que hacer
plemente que sea inteligible en el sentido pleno de esta palabra. Cabe intervenir en esto la que pueda ser la creencia del filósofo, si además re­
añadir, me parece, que los horrores de los que somos testigos, vistos con sulta ser católico, por ejemplo. El problema que nos ocupa únicamente
semejante perspectiva, sólo pueden echar raíces en un subsuelo irracio­ tiene sentido si consideramos o al filósofo no creyente o, cuando menos,
nal de las cosas. Cualquiera que sea el modo como la juzguemos en el al filósofo que hace abstracción de su propia creencia.
plano metafísico, una postura así presenta un mérito desde el punto de Antes de ponerme a esbozar una respuesta a esta cuestión, quizá no
vista moral: es honesta, es la de un hombre que no quiere dejarse enga­ sea del todo inútil considerar el segundo problema suscitado hace un
ñar y que rehúsa con todo su ser confundir su deseo con la realidad. momento. Suponiendo que el filósofo tenga el derecho de dictaminar
Pero añadiría de inmediato que esa postura es al mismo tiempo in­ que el mundo es absurdo, ¿cuáles son las consecuencias prácticas que
genua en extremo; es la de un hombre que no se ha elevado a lo que he comporta en el ámbito de la acción? Me parece evidente que estamos en
llamado a menudo la reflexión segunda. Hay una cuestión fundamental una determinación casi completa. Cabe imaginar, por un lado, a un filó­
que Camus no parece haberse planteado: ¿qué cualidad puedo tener para sofo cínico que vea en ese mundo condenado un objeto irrisorio, a no
emitir ese veredicto sobre el mundo25? En efecto, una de dos: o yo mis­ ser que sin más se aparte de él e intente hacerse la vida tan agradable
mo no pertenezco al mundo en cuestión, y entonces ¿no hay razones como sea posible. También cabe imaginar a un hombre que, merced a
para pensar que es impenetrable para mí y que carezco de cualidades un resto de generosidad, se esfuerce en cada caso particular en denun­
para apreciarlo? O, por el contrario, formo realmente parte de él, y en­ ciar la injusticia y el abuso o en luchar contra las calamidades naturales,
tonces no soy de una esencia diferente a él y, si él es absurdo, también sin por lo demás hacerse grandes ilusiones sobre el alcance de los re­
yo lo soy. A decir verdad, puede que esto se acepte. Pero esta concesión sultados que pueda obtener. De entrada, puede que nos tiente estimar
es destructora; en efecto, también aquí, una de dos: o bien yo mismo soy menos lógica esta segunda actitud que la primera. En efecto, ¿qué es
absurdo en mi realidad última —y entonces mis juicios son, ellos mis­ esta generosidad? ¿De dónde emana? ¿Cómo pretender justificarla en un
mos, absurdos, se niegan, es decir, no puedo reconocerles ningún va­ mundo entregado al absurdo? Volvemos a encontrarnos forzosamente
lor— o bien hay que admitir que soy doble, que hay en mí un aspecto con el dualismo en el que desembocábamos hace un instante. Pero, por
no absurdo, pero entonces ¿cómo es posible ese mismo aspecto? No otra parte, la primera actitud, la del cínico, aun siendo superficialmente
puedo reconocer su existencia sin instaurar un dualismo que de algún coherente, implica la negación de lo que se ha entendido desde siempre
modo viene a resquebrajar mi afirmación inicial. por filosofía: no sólo decimos que es un suicidio; es el grado más bajo
Todavía se puede mostrar esto de otra manera. No tiene sentido afir­ del suicidio.
mar que el mundo es absurdo a no ser que lo confronte con cierto ideal Esto nos remite, por un rodeo, a la cuestión fundamental: ¿qué acti­
de orden o de racionalidad al que —así lo constato— no se conforma; tud debe adoptar el filósofo como tal frente a las tentaciones de la gno-
sis y del maniqueísmo, tentaciones que, hay que admitirlo, en este mun­
25. Cf. otra respuesta a esta pregunta en Du refus ¿i l'Invocation, pp. 169 y ss. do nuestro amenazan con volverse irresistibles para un número creciente

92 93
de individuos? Esto, a pesar de las apariencias, puede ser verdad inclu­ ello en particular por los filósofos del tipo profesoral de que he hablado
so para un mundo de vasallaje soviético. Recientemente, me hablaron de antes.
una secta surgida en Rusia, hace algunos meses, en lo profundo de una Hechas estas observaciones previas, abordaré el fondo mismo del
zona rural perdida. Bajo no sé qué influencia, los habitantes han descu­ asunto. Empecemos recordando que no puede haber filosofía hoy sin un
bierto que deberían sacrificarlo todo a una purificación interior, al final análisis de carácter esencialmente fenomenológico sobre la situación
de la cual se verían arrancados de este mundo de perdición y elevados fundamental del hombre. Así lo han visto, sin duda con mayor claridad
al tercer cielo. A sus niños les habían prohibido ir a la escuela, pues todo que sus predecesores, los mejores de los pensadores contemporáneos
lo que en ella se enseña procede del demonio. Alertadas, las autoridades alemanes, primero un Scheler, después un Landsberg26, pero también un
intervinieron y, sin éxito, intentaron inculcar en esos campesinos extra­ Jaspers y un Heidegger. Parece hoy fuera de toda duda que lo propio del
viados los elementos del catecismo materialista. Todo terminó en de­ hombre en cuanto sin más vive su vida, sin esforzarse en pensarla, es es­
portaciones. Pero al parecer, en las cercanías, este fuego místico debió tar en situación, y que la esencia del filósofo — quien, él sí, se propone
propagarse peligrosamente. Este hecho ilustra no sólo las dificultades a pensar la vida y su vida— es reconocer esa situación, explorarla en la
las que parece que han de enfrentarse quienes pretenden atolondrada­ medida en que le sea posible, sin que, por lo demás, pueda al respecto
mente extirpar toda religión del pueblo ruso. Puede pensarse que un ra­ alcanzar nunca el conocimiento exhaustivo al que se entrega cuanto es
cionalismo tan chato, tan contrario a las aspiraciones profundas del alma objeto de ciencia. La misma idea de semejante conocimiento es en sí
humana, está destinado a provocar tarde o temprano reacciones más o misma contradictoria, sin duda por la profunda razón de que reconocer
menos análogas incluso en pueblos más “evolucionados”. no es lo mismo que conocer.
Esto sólo aparentemente es una digresión: no creo equivocarme si Visto así, es fácil comprender que el filósofo está a la vez en el mun­
digo que este mundo devastado constituye un terreno cada vez más fa­ do y fuera del mundo, y que esta dualidad paradójica está implicada en
vorable al desarrollo, al resurgimiento de un dualismo que la filosofía su propia condición: esto, además, no es verdad sólo del filósofo titula­
—pienso principalmente en el idealismo alemán— había pretendido exor­ do, sino de quienquiera que se esfuerce en adoptar una actitud filosófica.
cizar. Desde un punto de vista filosófico, ¿conviene ver en ello una sim­ Es cierto que ha habido épocas en que esta dualidad no se ha hecho
ple tentación? Usar esta palabra como yo lo he hecho equivale ya a sentir tan clara y tan dolorosamente como pueda serlo hoy; y añadiré
adoptar una postura, a sobreentender que el filósofo consciente de sus que tiende de modo invariable a desdibujarse en la conciencia del filó­
responsabilidades no puede menos que repudiar ese dualismo. Preste­ sofo-profesor para quien su sistema tiende a suplantar al mundo y a la
mos no obstante mucha atención. Es evidente que, para un cristianismo vida.
ortodoxo, ese dualismo sólo puede ser rechazado, al margen de que se Ahora bien, cuanto más presente tenga la conciencia esta dualidad,
manifieste o no de forma expresamente maniquea. Pero quizá no tenga­ tanto más deberá reconocer lo imposible que le resulta adherirse a una
mos derecho a plantear a priori el acuerdo entre la exigencia filosófica filosofía propiamente pan teísta. En efecto, desde este punto de vista, el
en sí misma considerada y la afirmación cristiana como tal. Quiero sim­ panteísmo implica una noción digamos que abusiva de la idea de totali­
plemente decir que, aun cuando este acuerdo exista —como personal­ dad. A fin de cuentas, no hay totalidad sin un pensamiento que la cons-
mente creo— , lo cierto es que no cabe postularlo. Por otro lado, es con­
veniente también precaverse ante el hecho de que, si el dualismo en 26. Paul Landsberg (1905-1944) frecuentó a Gabriel Marcel cuando se estableció en París
cuestión resulta incompatible con cierta idea orgánica o más exacta­ (1936), colaboró en la revista Esprit, murió en el campo de concentración de Oranienbourg [Cf.
sendos textos de presentación del autor redactados por Lacroix, Ricoeur y Mongin incluidos en la
mente académica de la filosofía como sistema, no cabe ciertamente ad­ edición de su obra Ensayo sobre la experiencia de la muerte. Colección Esprit n° 14. Caparros Edi­
mitir sin examen esa idea misma, como sucedió durante tanto tiempo, y tores. Madrid 1994 (N. de t.)].

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tituya; y esta constitución no se realiza más que gracias a una parada vo­ de objeto ideal del que me sería posible disponer como se dispone de
luntaria en una cierta progresión. Cuando un filósofo neo-hegeliano, una fórmula. Ahora bien, esto, que es por completo verdad respecto a mí
como Bradley27 en Inglaterra, plantea un absoluto que comprende en sí, y a mis prójimos, es infinitamente más verdadero aun si, por la vía que
no sin transformarlas, todas las apariencias de las que la conciencia sea, me elevo a la idea de Dios o, más exactamente, si he reconocido su
finita sigue prisionera, me parece que desconoce el hecho capital de que presencia. En lo que concierne al maniqueísmo, la cuestión se plantea
el acto de inclusión únicamente puede ser parcial, que permanece siem­ en términos bastante diferentes. Sin duda, no sería falso recordar que
pre vinculado a cierto encaminamiento del pensar, de manera que no nuestra situación comporta aceptar lo que llamaría un cierto maniqueís­
sabemos qué estamos diciendo cuando hablamos de una inclusión ab­ mo: quiero decir con ello — y esto puede que resulte más delicado en
soluta. Pero no puede haber panteísmo sin la idea de una inclusión se­ nuestra época que en ninguna otra— que, en cuanto ser moral, cada uno
mejante, es decir, sin una extralimitación que la reflexión ha de juzgar de nosotros ha de reconocer la irreductible oposición del bien y del mal,
forzosamente ilegítima. Es probable que esto fuera lo que William Ja­ cada uno de nosotros tiene que optar por aquel contra este. Sólo que ese
mes2* percibió en su etapa pluralista, pero me parece que el pluralismo maniqueísmo práctico que afecta a la manera en que se presentan el bien
es sólo una estación de paso en un camino que se hunde en regiones y el mal a la conciencia militante no podría transformarse sin abuso en
mucho más difíciles de explorar. Es vano imaginarse que el pensa­ un maniqueísmo teórico o metafísico que tratase al bien y al mal como
miento pueda atenerse a la categoría del “varios”. Inevitablemente lo principios de realidades iguales que disputaran entre sí el imperio de los
convierte en totalidad —y de nuevo se nos plantea el mismo insoluble hombres. Está de más señalar que cuando afirmo que se trata de una
problema— . La verdad, a lo que parece, es que tenemos que liberarnos operación ilegítima se sobrentiende que adopto el punto de vista del filó­
de categorías como la de cantidad, de lo cuantificable. Le corresponde sofo, no el del creyente que se ajusta a la decisión de un concilio que
a la imaginación metafísica proceder aquí a una renovación de las ca­ proclamó, hace más de quince siglos, el carácter herético de la doctrina
tegorías fundamentales. maniquea: sólo pretendo decir que el maniqueísmo, entendido como doc­
Quizá me haga entender mejor si me explico de esta otra manera: no trina metafísica, implica desconocer las cimas de la experiencia huma­
puedo plantear una totalidad absoluta sin ponerme en cierto modo su­ na. Creo que será mejor poner un ejemplo preciso.
brepticiamente, es decir, bajo un disfraz, en el lugar de esa totalidad: Es muy evidente que el médico que lucha contra la enfermedad y
pero si he reconocido claramente mi situación de ser finito, he com­ contra la muerte no tiene en modo alguno que interrogarse acerca de su
prendido entonces que soy uno entre otros o también con otros. Entre esencia metafísica. Está de acuerdo con su vocación el considerarlas
nosotros se establece algo que rebasa las relaciones propiamente dichas, tanto a una como a otra irreductiblemente malas y, por ello mismo, com­
una sobre-relación que no tengo poder para transformar en una especie batirlas con todos los medios disponibles. Pero no es menos claro que el
enfermo — y pienso en particular en el enfermo incurable— puede aca­
bar considerando su mal desde otra perspectiva, cosa que no será, por lo
27. Bradley (1846-1924), filósofo inglés, fellow de Mcrton College, Oxford. Admirador de He- demás, obstáculo para confiarse al médico que se esfuerza en sanarle. Si
gel, critica el utilitarismo, el empirismo y el positivismo. Insiste en la incapacidad del pensamien­ no todo el tiempo, sí al menos en algunos momentos privilegiados, po­
to conceptual y lógico para aprehender la realidad y el absoluto. M an’s p la ce in the cosmos (1892),
Ethical studies (1876), Principies o flogic (1893-1922). drá aparecérsele el mal que le afecta como un camino y no simplemen­
28. William James (1842-1910), filósofo americano de origen irlandés: comenzó profesando un te como un obstáculo. Estaría tentado de decir que el filósofo, en pre­
pragmatismo próximo al pensamiento de Pierce (quien se separó de él) para llegar a lo que deno­ sencia del mal que no sólo se halla delante de él, sino también en él,
minó un empirismo integral, cercano al pensamiento de Bergson, quien era amigo suyo. La volan­ puede adoptar una actitud análoga a la de ese enfermo que, por una ver­
te de croire (La voluntad de creer, 1926), La variedad de experiencias religiosas (Ginebra, 1906),
El pragm atism o, con prefacio de Bergson (1911), etc. dadera conversión —y no tomo esta palabra en una acepción específica­

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mente religiosa— , ha logrado hacerse, de algún modo, dueño de su mal, do, que puede adoptar el aspecto del ser, y este enmascaramiento es lo
ha llegado a reducirlo a una posición subordinada. que el filósofo está obligado a denunciar expresamente. Es bastante fá­
Digamos también que el filósofo no reconoce tener la posibilidad ni cil comprender que no puedo denunciarlo sin afirmar la trascendencia
el derecho de tratar al mal como una sustancia tenebrosa y opaca dota­ del ser, y esta afirmación comporta la contrapartida que he dicho, a sa­
da de una existencia intrínseca. Esto no quiere decir que acepte minimi­ ber, que el mal, en último análisis, puede y debe ser negado. Sólo voy a
zarlo, como Leibniz, por ejemplo, diciendo que sólo es un bien menor o proponer un ejemplo del enmascaramiento al que acabo de aludir; me
una ausencia de bien. A sus ojos, el mal es un misterio, pero estas pala­ estoy refiriendo a la especie de canonización de la historia a la que hoy
bras no poseen un significado difuso, como podríamos estar tentados de proceden no sólo los marxistas de estricta observancia, sino también to­
creerlo. Lo que quieren decir precisamente es esto: en ningún sentido se dos aquellos que, de cerca o de lejos, quedan hipnotizados, si no por el
puede asimilar el mal a un defecto de funcionamiento al que sería posi­ propio pensamiento hegeliano, sí, al menos, por las vulgarizaciones que
ble aportarle algún remedio por medios apropiados. La expresión “mal de él se han difundido en nuestros días. Hay que considerar en qué ha
radical”, de la que se han servido Kant y Schelling, corresponde a una quedado hoy convertida la fórmula famosa y, a mi entender por otra par­
realidad profunda; esto quiere decir aún que, si soy del todo sincero, te, infinitamente criticable: Weltgeschichte ist Weltgericht™. Con la ma­
debo reconocer que el mal no sólo está frente a mí, sino también en mí, yor ingenuidad acuñamos algunas formas de existencia o de organiza­
de alguna forma me sitia, me cerca. Pero, en otro sentido, me veo for­ ción y declaramos que se adecúan al sentido de la historia, mientras que,
zado a admitir que el mal ha sido, desde el presente y para siempre, ven­ por ejemplo, una política monárquica o dominada por cierta idea de
cido o más bien anulado, que es como si a la vez no fuese, y esto es aristocracia será declarada retrógrada y contraria a ese sentido, como si,
exactamente lo que el maniqueísmo no quiere admitir. por un lado, nos hallásemos verdaderamente en condiciones de pro­
¿Por qué tenemos que hacer esta última afirmación? ¿Es o no una nunciarnos sobre el futuro y, sobre todo, como si, por otro lado, estu­
cierta fe religiosa? Pero he dicho, por contra, que el filósofo no puede, viéramos cualificados de alguna manera para afirmar que lo que será de
como tal, adherirse a una iglesia, cualquiera que ésta sea. ¿Debemos en­ hecho, será inevitablemente —con todo derecho— lo mejor. Este opti­
tonces apelar a la noción de valor? ¿Tendríamos que declarar que el filó­ mismo resulta con toda evidencia de trasponer lo que en sus orígenes
sofo no puede dejar de plantear como absolutos ciertos valores? Cierto, es una idea mística, como la del pleroma o la de la parusía, al plano de
es este un lenguaje que, desde hace medio siglo, prevalece en numerosas un pensamiento completamente rudimentario. Ahora bien, en una pers­
escuelas filosóficas. Sin embargo, he de reconocer—y también aquí creo pectiva realmente escatológica, ¿qué nos impide creer que, al final de
que coincido con el autor de Sein und Zeit [Ser y Tiempo]— que se trata los tiempos, únicamente una minoría perseguida encarnará en su vida
de un lenguaje que cada vez me satisface menos. No se habla de valor y en su pensamiento la verdad de Cristo, mientras que prevalecerá, de
más que allí donde se asiste a una previa devaluación; quiero decir que la forma más ostentosa y más tiránica, una tecnocracia en apariencia
el término “valor” posee, en el fondo, una función compensatoria y que triunfante, pero abocada a hundirse o a pulverizarse bajo el empuje del
se utiliza donde una realidad sustantiva se ha perdido verdaderamente. Espíritu?
Lo que hoy se califica como valor es lo que hace poco se denominaba Entendámonos bien: en modo alguno pretendo decir que esta pers­
modos del ser o perfecciones. Personalmente me parece que la filosofía pectiva (que, como creyente, estaría bastante dispuesto a adoptar) deba
de los valores es una tentativa verosímilmente abortada por recuperar en o pueda ser la del filósofo. Pero este está obligado a tomarla en consi-
las palabras lo que realmente se ha perdido en los espíritus.
Nos hallamos ante una opción decisiva, ante una elección entre ser y 29. Fórmula de Hegel, cuya traducción podría ser la siguiente: “El propio movimiento de la his­
no ser. Si bien, hoy hemos de reconocer que el no ser puede ser preferi­ toria del mundo es el tribunal del mundo”.

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deración y oponerla, en la medida de lo posible y quizá en la medida en se practica ateniéndose a su verdad, conserva todo su valor y toda su
que esté conforme a las exigencias de la fe, a un optimismo que arraiga dignidad— , sino a una pretendida ciencia, como por ejemplo el psicoa­
no en la razón, sino en el prejuicio. nálisis, cuando se emancipa y pretende guardar las claves de la realidad
En la coyuntura actual, me parece necesario precisar la posición que, espiritual*. Pero esto no es todo: al ceder a lo que un pensador contem­
entiendo, ha de ser la del filósofo: el filósofo — lo diré de forma categó­ poráneo'” ha denominado “la nostalgia del ser”, el filósofo puede deri­
rica— no tiene que transmutarse en profeta. La noción misma de pen­ var hacia la mística: es lo que yo llamaría evasión por lo alto, pero eva­
samiento profético es equívoca, al poderse situar el profeta en diferen­ sión al fin y al cabo. Sobre esto, no estoy seguro de haberme expresado
tes planos. Existe el profeta auténtico, cuya autenticidad, por lo demás, en mis libros con suficiente claridad o, incluso, de no haber cedido yo
apenas sí puede ser reconocida por nadie más que por la Iglesia, y en mismo en algunos momentos ante esta última tentación. Con todo, el
condiciones que no tengo que precisar aquí: aparece como investido de filósofo, sin dejar de reconocer que, según todas las apariencias, el mís­
una autoridad y de una misión sobrenaturales. Con el profeta auténtico, tico accede a regiones que a él le resultan impenetrables, debe conser­
el filósofo no puede menos de simpatizar, si bien hay que añadir al mis­ var, sin aspavientos, sin manifestaciones ostentosas, la necesidad del
mo tiempo que esa simpatía está siempre angustiada, por la profunda ra­ modo de pensamiento, e incluso diría de existencia, que es el suyo. Pues
zón de que la profecía pertenece al orden del relámpago, de que surge, podría suceder que ese modo específico de pensamiento y de existencia
si así puede decirse, atravesándose en los caminos sinuosos y penosos fuese unido a la salvaguardia de lo que hasta hoy ha recibido el nombre
que el filósofo, tanteando, prosigue. El atajo profético espanta al filó­ casi desacreditado de civilización. Tengo la profunda convicción de que
sofo, debido al riesgo infinito que comporta, aun cuando comprenda el la suerte de la filosofía y la de la civilización están directa e íntimamen­
valor positivo y casi la necesidad de ese riesgo infinito. Pero existe te ligadas. Quizá podría decirse que está siendo cada vez más indispen­
también el falso profeta que pretende no abandonar el terreno de la ex­ sable la mediación del filósofo entre el mundo de las técnicas y el de la
periencia y fundar sus profecías sobre la ciencia, sea esta la biología, la espiritualidad pura. Con otras palabras, las técnicas amenazan con inva­
economía o la sociología. Cierto que puede ser de una completa buena dir un ámbito que debe permanecer inviolado; pero, por otra parte, y por
fe; no por ello creo que el filósofo esté menos obligado a denunciar sin una especie de contragolpe, los puramente espirituales corren el riesgo
descanso lo ilegítimo de sus pretensiones. Esta denuncia no ha de adop­ de emitir sobre las técnicas una condena de hecho quizás inoperante,
tar la forma de la invectiva. Una filosofía digna de su nombre no debe­ pero que sin embargo amenaza con hundir a los espíritus en la más te­
ría ser panfletaria. Debe seguir siendo siempre crítica, y un pensamien­ mible confusión. La confusión. Aquí reside el mayor mal de nuestro
to crítico digno de este nombre no deja de implicar una preocupación tiempo. En mis Gifford Lectures***, he dicho que vivimos en un mundo
por mantenerse equitativo, preocupación profundamente ajena a los que parece edificado sobre el repudio de la reflexión. Le corresponde al
panfletarios. Supone además cierto coraje, pues está condenado a verse filósofo, y puede que a él solo, el combatir esa confusión sin presunción,
difamado tanto por el fanático como por el falso profeta, que a fin de cierto, sin falsas ilusiones, pero con el sentimiento de que ahí reside un
cuentas corre siempre el riesgo de fanatizarse. deber imprescriptible y que no puede esquivarlo sin traicionar su autén­
De todo esto se deriva que la situación del filósofo ante el mundo de tica misión.
hoy parece ser la más peligrosa y la más expuesta. No quiero decir úni­
camente que ya puede ir haciéndose a la idea de que tendrá que expiar
su audacia en el fondo de alguna prisión soviética u otra. El peligro es * Cf. el último escrito de Jaspers, Vernunfl und Wiedervernunft, Munich, Piper Verlag, 1950.
** Ferdinand Alquié.
también y quizás antes que nada interior. Al filósofo le resulta difícil re­ *** Le M ystére de l'Étre, Aubier, 1951. [El misterio del ser. Ed. Sudamericana. Buenos Aires,
sistir la tentación de huir, no diré que a la ciencia —pues ésta, cuando 1953],

100 101
II

La conciencia fanatizada

L
os motivos por los que me he resuelto a hablar aquí del fanatismo
son demasiado evidentes como para que valga la pena detallarlos:
estamos literalmente cercados por el fanatismo. No pienso únicamente
en el fanatismo estalinista. Los comunistas antiestalinistas, en particular
Tito, son sin dudas fanáticos también. Pero no es esto todo: el nazismo
que, según los testigos más cualificados, quizás se esté despertando en
Alemania y en Austria es también un fanatismo: el peor de todos. Y, para
ser completamente honesto, hay que añadir que incluso religiones de
principios auténticos pueden —si se me permite expresarme así— fana­
tizarse, igual que un tejido sano al principio puede devenir canceroso.
¿Por qué “la conciencia fanatizada” y no “el fanatismo”? Porque las
palabras acabadas en ismo corresponden con mucha frecuencia a una
deriva ilícita del pensamiento y hay que evitarlas cuanto sea posible. Lo
que debe reclamar toda nuestra atención es cierta manera de ser de la
conciencia o incluso cierto modo de existir de ésta. En efecto, con suma
claridad vemos que, hasta nuestra época, casi siempre la conciencia ha
sido representada e incluso concebida de manera muy inadecuada. Es­
toy pensando en particular en Kant y en una parte de su descendencia,
no la escuela hegeliana, sino más bien los neocriticistas de Francia y de
Alemania. Se ha creído que era posible reducir la conciencia al acto de
toma de conciencia, un acto que no se prestaría a ninguna cualificación
y, en consecuencia, a ninguna alteración. Ahora bien, con esto se tendía
a ahondar un foso imposible de salvar entre lo que puede llamarse la
filosofía trascendental y la experiencia concreta, más en particular la ex­
periencia psico-patológica — si bien esta no puede menos de echar sus
raíces en la estructura de la experiencia considerada normal— . No es
sino ya en nuestros días cuando, desde el punto de vista de la observa­
ción médica, nos hemos visto obligados a hablar de la conciencia mór-

103
bida. Ahora bien, hay que añadir enseguida que la conciencia filosófica tructuralcs de la conciencia. Es más que dudoso que pueda conferirle la
más profunda, quizá ya en Husserl y sin duda en sus sucesores, ha lle­ más mínima inmunidad a quien se complazca en él, y es de temer in­
gado a conclusiones coincidentes con las del clínico. No tengo que in­ cluso que, debido a cierta dialéctica, acabe por desembocar igualmente
sistir en este punto; pero como voy a intentar proceder en primer lugar en el fanatismo.
a un sucinto análisis fenomenológico de la conciencia fanatizada, estoy La primera observación que se nos impone es que el fanático no pue­
obligado a explicar lo que desde mi punto de vista, que está por lo de­ de en ningún caso verse a sí mismo como tal; sólo el que no lo es pue­
más bien lejos de ser exclusivamente mío, hay que entender por análi­ de reconocerle como fanático; de modo que, ante esta apreciación, ante
sis fenomenológico. esta acusación, siempre dispondrá del recurso de declarar que es in-
Recuerdo que Husserl, después de Brentano30, y por lo demás pro­ comprendido y calumniado.
longando algunas concepciones medievales, ha sacado definitivamente A decir verdad, esta observación es capaz de provocar inquietud en
a la luz el carácter intencional de la conciencia. Esto quiere decir que la el ánimo del hombre de buena fe que intenta concentrar su atención en
conciencia es esencialmente conciencia de, o más exactamente todavía la conciencia fanatizada; podrá en efecto verse tentado a preguntarse si
conciencia hacia. Está tendida hacia una realidad de la que no puede ser esa acusación no se debe a una reacción puramente subjetiva y senti­
separada más que por una abstracción viciosa. Tendré pues que intentar mental del no fanático. Quizá no sea posible apartar de entrada esta ob­
mostrar en qué consiste la alteración que se plasma en la intencionali­ jeción; el medio para hacerlo deberá proporcionárnoslo la continuación
dad propia de la conciencia fanatizada. Lo importante es comprender de nuestros análisis.
que esa alteración no es exclusivamente subjetiva; no recae propiamen­ ¿Cuáles son las condiciones que deben reunirse para que podamos
te hablando sobre un estado, sino más bien sobre la manera que tiene la decir de un hombre que es un fanático? En un lenguaje más preciso, ¿en
conciencia de referirse a algo distinto de ella y que, en consecuencia, ha qué consiste el poder fanatizador y en qué se asienta? Ante todo nos sen­
de ser tenido en cuenta aquí, lejos de desdeñarlo como el psicólogo del tiremos inclinados a decir que es la idea la que fanatiza; y, con toda se­
pasado que precisamente no consideraba más que estados de conciencia. guridad, no es del todo inexacto, pero tampoco es pura y simplemente
Después de haber procedido a ese análisis, que no podrá ser sino es­ verdadero. Para empezar, no cualquier idea puede ser fanatizadora; ni si­
quemático, indagaré cuáles sean las razones por las que esta especie de quiera basta con que una idea adquiera un carácter, un influjo obsesivo,
enfermedad tiende a convertirse en epidémica y, de igual modo, inten­ para llegar a fanatizar. Piénsese, por ejemplo, en el Balthazar Claes de
taré indicar muy someramente cuáles podrían ser las medidas profilác­ La Recherche de VAbsolví [La Búsqueda de lo Absoluto]: puede que sea
ticas que habría que adoptar, en especial en el dominio de la educación. un obsesivo o un maniático, pero con toda seguridad no es un fanático.
Pero no podré evitar adentrarme en el terreno metafísico y religioso, y Antes de reflexionar, nos inclinaremos a decir que el fanatismo es esen­
ya de antemano me excuso por que pueda verme conducido, a pesar cialmente religioso; y esto, una vez más, me parece a la vez verdadero y
mío, a escandalizar a algunos espíritus espontáneamente inclinados al falso; verdadero, desde el punto de vista de una descripción objetiva de
dogmatismo. Lo digo sin más dilación, ni por asomo cabría explotar esta la religión, pero, en lo profundo, falso, porque toda descripción objetiva
exposición en un sentido favorable al escepticismo. El escepticismo está en este ámbito desnaturaliza inevitablemente y por su misma esencia la
ciertamente, también él, en abierta contradicción con las condiciones es- realidad a la que se aplica o, más exactamente, porque tiende a excluir
la distinción fundamental entre una religión verdadera y una religión fal­
30. Franz Brentano (1838-1917), filósofo y psicólogo alemán, dominico y teólogo. Sus reflexio­ sa, vaciándola de su significación. Habremos de reconocer que una reli­
nes metodológicas fueron el origen del desarrollo de la fenomenología. “Mi único maestro es la ex­ gión verdadera no puede ser famitizadora y, a la inversa, que donde hay
periencia”, escribe. Influyó directamente en Husserl. potencia fanatizadora se da una perversión radical de la religión.

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Pero, entonces, ¿qué es lo que ha podido hacernos decir que, desde se como flexión de algo que es una hipertensión; pero la flexión de una
el punto de vista de una descripción objetiva, el fanatismo es de orden hipertensión puede siempre transformarse en mptura o en hundimiento.
religioso? Que el fanático no puede ser alguien aislado, está, por el con­ No cabe duda de que sería este el lugar de hacer intervenir la noción
trario, entre los demás; entre estos otros y él se forma lo que nos incli­ de masa. La observación de lo que sucede a nuestro alrededor nos per­
namos a denominar una cierta aglutinación, si bien yo preferiría hablar mite afirmar en efecto que las masas, como tales masas, son esencial­
de una unidad o de una identidad de diapasón. Esta unidad — o esta mente fanatizables. No es inútil referimos aquí a las observaciones que
identidad— se siente como vínculo exaltante, y todo sucede como si el Ortega y Gasset11 ha propuesto en su libro sobre la Rebelión de las ma­
fanatismo del uno se avivara perpetuamente en contacto con el fanatis­ sas. El escritor español llama la atención sobre el hecho de que, en los
mo del otro. Podría decirse incluso que está siempre centrado sobre la gmpos cuyo carácter es precisamente el no ser muchedumbres o masas,
conciencia hipertensa de un “nosotros”. las coincidencias afectivas de sus miembros consisten en algún deseo,
Pero no es bastante. Bien parece que, en la inmensa mayoría de los en alguna idea o ideal que, por sí solo, excluye el gran número. Pero, por
casos, se centra, no sobre una idea considerada en sus caracteres abs­ el contrario, la masa puede definirse como hecho psicológico antes de
tractos, sino sobre un individuo-foco, que es, de algún modo, su vector. que los individuos constituyan aglomeraciones. Un individuo forma
La desaparición de éste amenaza siempre con provocar una crisis muy parte de la masa cuando no sólo el valor que se atribuye —bueno o
grave para las conciencias fanatizadas. Por otra parte, aquí habría que malo— no reposa en una estimación justificada de alguna cualidad es­
distinguir diferentes casos. Cuando este al que he llamado individuo- pecial, sino cuando al sentirse como todo el mundo, sin embargo, no ex­
vector sucumbe pura y simplemente a una enfermedad o a un acciden­ perimenta por ello ninguna angustia y más bien se siente a sabor al sen­
te, por ejemplo, puede sobrevivir como una sombra divinizada. Esto es tirse idéntico a los demás... “Lo característico del momento es que el
aún más verdadero si es asesinado. Pues el homicidio basta para desen­ alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho
cadenar una voluntad vengadora, que no puede menos de exacerbar el de la vulgaridad y lo impone dondequiera... La masa arrolla todo lo di­
propio fanatismo. Sin embargo, sigue siendo necesario que pueda efec­ ferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como
tuarse una sustitución, que el muerto tenga un sucesor que sea como su todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser
locum tenens. Si no puede darse esta sustitución, tiende a producirse un eliminado. Y claro está que ese ‘todo el mundo’ no es ‘todo el mundo’.
desconcierto que amenaza con sacudir al fanatismo, al menos a la larga. ‘Todo el mundo’ era normalmente la unidad compleja de masa y mino­
Un caso muy diferente sería aquel en el que el individuo-vector traicio­ rías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa”.
nara de alguna manera la idea de la que se ha presentado como viva en­ Este es, me parece, uno de los diagnósticos más lúcidos sobre el mundo
camación. El desconcierto sería en este caso mucho más grave, porque contemporáneo que se han escrito. Desde el momento, ya lejano, en que
nos movemos en el plano de la existencia y porque al individuo no se le se compuso el libro, la situación se ha agravado considerablemente en
concibe simplemente como si representara de forma contingente una en­ el misma sentido que indicaba Ortega y Gasset. A partir de entonces he­
tidad que nos sobrepasase. El vínculo es mucho más inmediato, mucho mos podido ver hasta qué punto las masas son accesibles a la propagan­
más concreto. Y, desde el punto de vista de la existencia, si acaso no de da y, por ello, fanatizables. Un poco más lejos escribía: “No se trata de
la lógica, siempre se corre el riesgo de que se produzca un contragolpe
que afecte a la idea misma —precisamente porque, como hemos visto,
la idea no es, hablando con propiedad, la fanatizadora— . Destaquemos 31. José Ortega y Gasset (1883-1955). Filósofo español nacido en Madrid. Enseñó en la Uni­
versidad de esta ciudad desde 1910 a 1936. Como Gabriel Marcel, rompió con el neo-kantismo y
además que el desconcierto, cualquiera que este sea, sacude al fanatis­ el “racionalismo” de los positivistas. En El tema de nuestro tiempo (1923), Ortega muestra que sólo
mo porque este por principio lo excluye. No puede dejar de manifestar­ una “razón vital” puede analizar la realidad histórica y social.

106 107
que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, Es preciso ver que esa voluntad de no poner en cuestión sólo se
tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa puede justificar si va unida a la trascendencia absoluta del objeto de la
capacidad no le sirve de nada... De una vez para siempre consagra el fe, o, con más exactitud, es esa trascendencia la que le confiere su úni­
surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos ca base de validez. En efecto, la trascendencia absoluta no es, después
hueros que el azar ha amontonado en su interior”’. Se da una completa de todo, sino otro aspecto más de lo que siempre se ha llamado el
coincidencia entre este cuadro del hombre-masa y el impersonal “Se”, infinito, que por definición nos rebasa enteramente y ante el cual sólo
el Man, tal como Heidegger lo definió en su gran obra. nos queda reconocer nuestra nada. Pero, en la medida en que recono­
Pero habríamos de alcanzar a discernir con más claridad la razón por cemos esa realidad infinita o trascendente de Dios, nos prohibimos ri­
la que es fanatizable el hombre-masa. Me parece advertir que esa per­ gurosamente cuestionar esa afirmación; pues hacerlo implicaría por
meabilidad se debe a que el hombre, el individuo, para pertenecer a la nuestra parte una pretensión de la que empezamos por abdicar de una
masa, para ser masa, previamente y sin percatarse de ello, ha tenido que vez por todas.
vaciarse de la realidad sustancial que iba unida a su singularidad inicial Ahora bien, resulta claro que si sustituimos ese Dios infinito por
o al hecho de pertenecer a un pequeño grupo concreto. El papel increí­ cualquier ídolo, ese cuestionamiento dejará de ser culpable. Por el con­
blemente nefasto de la prensa, la radio y el cine precisamente habrá con­ trario, se impondrá como un deber a nuestra probidad de seres pensan­
sistido en pasar una especie de rodillo compresor sobre esa realidad ori­ tes. Pues lo peculiar del ídolo es poder ser roto o simplemente poder sus­
ginal para, en su lugar, colocar un montón de ideas y de imágenes citar la rebelión en quien lo ha reverenciado antes.
sobreañadidas y desprovistas de toda raíz real en el ser mismo del suje­ Es esencial señalar que no me sitúo en un plano estrictamente cris­
to. Pero entonces, ¿no sería que la propaganda vendría a aportar una tiano. Ese Dios trascendente e infinito es también el de los judíos y el
suerte de alimento a la especie de hambre consciente que sentirían esos del Islam. Pero si el fanatismo puede reintroducirse — y bien sabemos
seres así despojados de su propia realidad? De esta manera, creará en que no falta entre los adeptos de Mahoma, al igual que entre algunos ju­
ellos algo así como una naturaleza segunda e íntegramente artificial, díos y muchos cristianos— se debe, me parece, a que además intervie­
pero que sólo podrá subsistir por la pasión que precisamente es el fana­ nen unas potencias mediadoras: el Profeta, la Iglesia, ... que, en lugar
tismo. Hay que añadir que esta pasión está hecha de miedo, que impli­ de quedarse en meramente mediadoras, son investidas por el creyente
ca un sentimiento de inseguridad que no se reconoce como tal y que se fanatizado de prerrogativas incompatibles con la debilidad propia de la
exterioriza como agresividad. Y justamente es la existencia de ese mie­ criatura considerada como tal.
do secreto lo que permite explicar que el fanatismo implique siempre un La idea esencial que, después de todo, hay que retener me parece que
rechazo a cuestionar, por lo que tenemos que preguntarnos por la esen­ es muy simple, aparte de que nada es más fácil de ilustrar con la ayuda
cia de ese rechazo. Este examen es tanto más necesario cuanto que nos de ejemplos contemporáneos: el Marx del Capital visto por los comu­
hallamos en una zona nada nítida en la que se corre el riesgo de que se nistas fanáticos de hoy o el Hitler de Mein Kampf Esta asimilación po­
cree en el espíritu una confusión entre fanatismo y fe. drá parecerles escandalosa a algunos y, no obstante, se impone. En uno
Está claro, en efecto, que el creyente ha de tratar las dudas que a ve­ y otro caso, un libro es tratado como libro santo, cuando sin embargo es
ces le asaltan como si fueran tentaciones. Pero es indispensable pregun­ la obra de una criatura humana de la que nada nos permite proclamar su
tarse en qué condiciones puede juzgarse legítima esa actitud. infalibilidad. La decisión de no ponerlo en cuestión es aquí fanática de
manera esencial, y esa decisión está en el origen de todas las calamida­
* Loe. cit., trad. Parrot, p. 68, Paris, 1937. [Los fragmentos citados de Ortega se encuentran en des que el fanatismo acarrea. El día en que un marxista, por ejemplo, re­
el vol. 4 de sus Obras completas, p. 148 y p. 187 respectivamente. N. del T.] conozca de buena fe que la obra de Marx, lejos de poder considerarla

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como si estuviera dotada de un valor de algún modo intemporal, es fun­ piedad, se pueda decir si lo enfermo es la razón o la sensibilidad; este
ción de un contexto histórico que se ha modificado profundamente des­ fenómeno se produce más bien en la articulación de una y otra.
de entonces, se habrá acabado con el fanatismo comunista. El mayor Me parece que es necesario insistir sobre un aspecto del fanatismo
mérito del espíritu crítico consiste en ser ante todo desfanatizador, y es que aún no hemos subrayado. La conciencia fanatizada también está
lógico que en el mundo en el que vivimos el espíritu crítico tienda a des­ como insensibilizada ante todo lo que no gravita en su sentido de iman­
aparecer y que ni siquiera se le reconozca su valor. Por otro lado, habría tación propio. Cuando le hablas a un estalinista de.los millones de des­
que desentrañar las razones por las que desde hace un cuarto de siglo el graciados que son deportados a las orillas del océano Glacial o a otras
espíritu crítico ha decaído en las espantosas proporciones que sabemos. regiones donde son condenados a morir de hambre o de frío en un pla­
No cabe duda de que una falsa y deplorable filosofía de la vida — algu­ zo más o menos breve, suponiendo que tu interlocutor no niegue pura y
nos de cuyos elementos se encuentran en Nietzsche, otros, sin duda, en simplemente el hecho, te declarará verosímilmente que se trata de una
SoreF2, etc.— ha contribuido, en lo más superficial de las ideas, a deter­ penosa necesidad que va ligada a un periodo transitorio. El horrible pro­
minar esta regresión. Pero no es menos cierto que habría que ahondar verbio que dice que “no se hace una tortilla sin cascar huevos” es la ex­
mucho más, pues, si esta filosofía de la vida ha podido adueñarse de los presión trivial de este argumento. Pero el estalinista en cuestión no pue­
espíritus, ha sido porque cierta profunda evolución de la mentalidad o de responder de esa manera más que si se le ha puesto en un estado tal
quizá de la afectividad la había precedido. Pienso que, en este registro, que no llegue en absoluto a representarse en realidad lo que está en jue­
convendría mostrar el papel nefasto jugado por la velocidad, por la cre­ go: en este caso, la insensibilidad resulta inseparable de una prodigiosa
encia en el valor de la velocidad; en una palabra, por cierta impaciencia deficiencia de la imaginación; o, más bien, son dos caras de un único y
que ha contribuido hondamente a alterar el ritmo mismo de la vida es­ mismo fenómeno. Este fenómeno bien puede ser calificado de patológi­
piritual. co, pues es del mismo orden del que constata el médico cuando observa
Por otra parte, habría que preguntarse cuáles son las condiciones en que el enfermo no reacciona a algunas excitaciones. Es verdad que el
que una idea o una persona o, más exactamente, el explosivo compues­ lenguaje lo aguanta todo y siempre podremos pretender que no se trata
to formado por la idea y la persona tiende a adquirir el poder fanatiza- de un fenómeno patológico, sino por el contrario del indicio de una
dor que hemos visto. Me cuidaré mucho de hacer aquí afirmaciones de­ magnífica y jubilosa vitalidad. No se procedería de otra manera si tu­
masiado generales que proceden de una filosofía de la historia ella viéramos la osadía de sostener que el estado febril de algunos tubercu­
misma aventurada. Contentémonos con describir lo que vemos ante no­ losos es señal de una expansión de la vida. Todo ello muestra que el
sotros. Un simple hecho salta a la vista del más superficial de los obser­ mundo actual es presa de una confusión de la que puede que no haya ha­
vadores: vemos, por ejemplo, cómo jóvenes que han recibido una pro­ bido nada análogo desde los tiempos bárbaros, y que recae no sólo so­
funda formación intelectual, y en los que todo, al parecer, habría debido bre las categorías de bien y mal, sino más profundamente aun sobre lo
promover el espíritu crítico, se sumen, por el contrario, en un fanatismo que hay que llamar vida y lo que hay que llamar muerte.
que los aísla radicalmente de quienes no piensan como ellos. Cierta­ Visto así, habría que abordar más de cerca el problema y preguntar­
mente, lo prudente es, en principio, rehusar poner en duda la buena fe se qué es lo que contribuye a determinar un estado de insensibilidad par­
de estos jóvenes. Resultaría demasiado fácil suponer que se trata de sim­ cial que, por lo demás, no es más que la contrapartida de lo que con gus­
ples ambiciosos o de oportunistas. Más bien, hay que pensar que nos ha­ to denominaría una “tetanización” de la conciencia. Las explicaciones
llamos en presencia de un estado patológico, sin que, hablando con pro­ habría que buscarlas menos en la psicología entendida en el sentido co­
rriente del término que en lo que de buen grado llamaría una biología de
32. Se trata, por supuesto, de Georges Sorel. la conciencia. Con ello, estoy sobre todo aludiendo a la fatiga que, por

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ser un estado sentido, se deja pensar con tanta dificultad; cabe dudar de so, parece constituirse en torno a un centro similar, se llame Roma o La
que sea conceptualizable. Meca. Quizá es una idea de este tipo la que expresaba Rudolf Kassner
Sin pretender abandonarme a ninguna generalización imprudente, en su libro sobre el siglo xix cuando decía que en el fanatismo se esta­
creo constatar lo siguiente en un mundo que es hoy el nuestro: existe un blecía una auténtica permutación entre el entendimiento y la imagina­
número sin cesar creciente de seres cuya conciencia está, hablando con ción, tomando esta el puesto de aquel. Pero lo que, por mi parte, creo
propiedad, desenfocada; y las técnicas que han transformado el marco entrever es que la relación que se crea entre la conciencia y el foco ima­
de vida de esos seres a un paso prodigiosamente rápido —me estoy ginario es, para usar de nuevo la misma palabra de antes, esencialmen­
refiriendo, claro está, ante todo al cine y a la radio— contribuyen de la te tetanizador. No basta con decir que es básicamente pretenciosa o
forma más enérgica a este desenfoque. Veamos qué es lo que quiero de­ desafiante —que implica “lo afirmo yo, dígase lo que se diga”— , sino
cir. Podemos establecer como principio, me parece, que el ser humano que comporta la voluntad de aniquilar a quien se atreva a oponerse a
normalmente se sitúa en relación con otros seres así como con cosas que su pretensión. En otros términos, de ninguna manera estamos en el ám­
no están sólo espacialmente próximas, sino a las que está vinculado por bito del pensamiento. Creo que al respecto encontraríamos una expre­
un sentimiento de intimidad. De este sentimiento es del que diré que es sión feliz al hablar de una carga fanatizadora de la afirmación más o
en sí focalizador. Incluso se podría hablar de una constelación real a la menos igual que hablamos de una carga eléctrica. Por otra parte, tene­
vez material y espiritual, que se crea normalmente alrededor de cada ser mos aquí algo extraordinariamente difícil de concebir, y que repugna
humano. Ahora bien, por muchos motivos que es casi superfluo enume­ incluso a la conceptualización, como líneas antes decía a propósito de
rar, esa constelación se está disolviendo en un gran número de países. la fatiga; podría decirse que el fanático traslada al plano del pensa­
Esto es verdad ante todo, por supuesto, para el proletariado de las gran­ miento, o de lo que debería ser el pensamiento, procesos estrictamente
des ciudades, pero también hay numerosos intelectuales que sin duda se corporales; y supongo que el pensamiento es fanático, precisamente en
hacen graves ilusiones cuando creen poder ser su conciencia y reflejar la misma medida en que está corporeizado. Está claro que habría que
sus aspiraciones, pero en los que esa disolución se ha realizado por unas marcar el abismo existente entre esta corporeización y la encarnación
vías muy diferentes. propiamente dicha, de la que aquella es únicamente una expresión abe­
Tan sólo merced a un fenómeno misterioso, pero cuyas causas me da rrante y pervertida.
la impresión de que residen en los cimientos profundos del ser humano, Y así se hace más fácil reconocer en qué puede consistir la diferen­
unos focos imaginarios tenderán a suplantar al foco real que, si no que­ cia entre la fe y el fanatismo.
da destruido por completo, ha perdido al menos casi íntegramente su El fanatismo es la opinión elevada a su paroxismo, con todo lo que
fuerza de irradiación. Esos focos imaginarios podrán colocarse en el es­ puede comportar de ciega ignorancia sobre sí misma. Por otra parte, ob­
pacio y en el tiempo o, más bien, a la vez en el espacio y en el tiempo servemos que, cualesquiera que sean los fines que el fanático se propon­
—un espacio y un tiempo míticos: en la Rusia idílica de los lectores de ga o crea proponerse, aun cuando crea que quiere unir a los hombres, de
L'Humanite o la sociedad sin clases que se instaurará con la revolución hecho no puede sino separarlos; pero como es incapaz de aceptar la par­
proletaria. Pongo este ejemplo por ser, claro está, el más característico. te que le incumbe en esta separación, se ve llevado, como hemos visto,
Pero el pretendido milenarismo de los doctrinarios hitlerianos implica­ a querer suprimir a sus adversarios, de los que se estuerza, al efecto, por
ba, también él, un foco imaginario de esa especie; y nos vemos forzados no formarse más que una imagen tan materializante y tan degiadante
a añadir que cualquier fanatismo, incluido el más estrictamente religio- como le sea posible. (Recordemos la Vipére lubrique [la Víbora lúbri­
ca]). En realidad, los concibe sólo como obstáculos que romper o derri­
* Diario comunista francés [N. del T.] bar, pues, al haber dejado completamente de comportarse como ser pen­

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sante, ha perdido hasta la mínima noción de en qué consista el ser pen­ Vemos, por lo demás, por qué el escepticismo no puede aquí sino re­
sante fuera de él. Es perfectamente comprensible, pues, que previamen­ sultar inoperante, tal como señalé al comienzo. Es en nombre de la ver­
te se afane en descalificar por todos los medios a quienes quiere exter­ dad y de las condiciones estructurales que la posibilitan como debe ser
minar. Volvemos a encontrarnos aquí con las técnicas de envilecimiento. combatido el fanatismo, y de ninguna manera mediante ese blando rela­
Hay que decirlo y repetirlo sin cesar: no existe ninguna diferencia real tivismo según el cual todas las opiniones son en el fondo equivalentes y
entre los procedimientos materiales que usaban los nazis en los campos están además igual de lejos de una realidad inaccesible. Incluso pode­
para degradar a sus víctimas ante los propios ojos de estas, para con­ mos preguntarnos, hablando existencialmente, si acaso el escepticismo
vertirlas en lodo, y los que utilizan los propagandistas soviéticos para no abona el terreno en el que ulteriormente dispondrá el fanatismo de to­
desacreditar a sus adversarios. Y con esto es todavía demasiado poco lo das las facilidades para desarrollarse.
que se ha dicho, puesto que se trata de fomentar en el adversario, me­ Destacaré otra cosa además: hemos vivido y vivimos en una atmós­
diante procedimientos físicos o psicológicos cuyo detalle aún no cono­ fera que sigue envenenada por un fanatismo larvado, y, si escribí el es­
cemos del todo, un cómplice que se prepara y se asegura su propia pér­ tudio publicado en Canadá” titulado Philosophie de l ’Épuration: con-
dida. tribution á une theorie de l ’hipocrisie dans l ’ordrepolitique, fue porque
Lo que me parece esencial en todo esto es ver la espantosa lógica de desde los primeros meses siguientes a la Liberación tuve conciencia de
muerte que está operando en todas estas manifestaciones que tan a me­ todo esto. ¿Se objetará que donde hay hipocresía no hay fanatismo?
nudo se juzga simplemente monstruosas y aberrantes. En realidad, todo Pero tengamos muy en cuenta que aquí se da una sutil transición, por­
ello no es sino corolarios del fanatismo y de ningún modo algún raro fe­ que la mala fe —que es inseparable del fanatismo— , sin dejar de ser
nómeno anejo. Todo procede del hecho de que el fanatismo es, por mala fe, puede ser muy imperfectamente consciente de sí misma y dar­
definición, incompatible con cualquier preocupación por la verdad; y, le al observador la impresión de hipocresía. Esta mala fe existe más o
como la verdad es inseparable de esta preocupación, puede afirmarse sin menos por todas partes hoy; por otro lado, es en especial patente en las
titubear que el fanático es el enemigo de la verdad, aunque sólo fuera apreciaciones que se hacen de algunos problemas contemporáneos que
por el hecho de que entiende confiscarla en su propio provecho. Lo que, se presentan como algo casi prácticamente insoluble —pienso en parti­
por otra parte, es verdad en todas las escalas. Cuando Jacques Maritain cular en el problema de Indochina. He dicho además que, en el mundo
afirmaba que, hablando con rigor, se podía ser católico —pero no inte­ actual, los problemas no sólo pululan, sino que adquieren un carácter de
ligente— sin ser tomista, emitía una afirmación propia de un fanático virulencia quizá no igualado en el pasado. Con ello, se crea una atmós­
puro y simple, y se podría hacer ver mediante qué transiciones casi im­ fera muy favorable para el fanatismo, dado que reconocer lo inextrica­
perceptibles es siempre posible pasar de ese fanatismo venial hasta el fa­ ble como tal no sólo es posible únicamente a una reducida elite, sino que
natismo sin más. también, desde el punto de vista práctico, aparece como un callejón sin
A lo largo de estos últimos años, hemos podido ver con una claridad salida. A partir de entonces, la intransigencia fanática se convierte en
deslumbrante que la suerte de la verdad y la de la justicia están tan liga­ una tentación comparable a la de operar, para acabar de una vez, a un
das que ni siquiera se las puede distinguir. Como lo han visto desde siem­ enfermo que lleva años arrastrando su mal. En ambos casos, los resulta­
pre los mayores pensadores de la humanidad, y pienso en Platón, pero dos son generalmente desastrosos.
también en Spinoza, no es posible la justicia donde no se respeta la ver­
dad. Sólo que respetar la verdad no significa construir frases, sino man­ 33. Este texto [Filosofía de la Depuración: contribución a una teoría de la hipocresía en el or­
tener abiertas todas las vías a menudo extremadamente delicadas por las den político ] pudo ser publicado en Francia sólo en 1984, en Gabriel M arcel et les injustices de
que podemos esperar, no ya alcanzarla, sino al menos acercarnos a ella. ce temps, Aubier, Paris, 1984. Cf. nota 4.

114 115
III
El espíritu de abstracción, factor de guerra

E
ntre mentira y guerra, existe hoy una conexión indisoluble: hoy
—digo— , pues no se trata de una conexión que una a las propias
palabras. En la existencia actual, tal como se nos presenta, es imposible
no reconocer que la guerra está vinculada a la mentira, a la mentira en
una doble forma: la mentira a otro y la mentira a sí mismo; están, por
otro lado, estrechamente unidas y quizá son inseparables de iure una de
otra.
Quien no se mienta a sí mismo no puede dejar de constatar que la
guerra, en sus formas modernas, es un cataclismo que no puede com­
portar ninguna contrapartida positiva apreciable, salvo quizás —y aca­
so no sea sino una apariencia— donde se trate de pura agresión dirigida
contra un adversario desarmado; pero, en ese caso, la guerra deja de ser
propiamente la guerra para degenerar en una operación de bandidismo
puro y duro que, por lo demás, se intentará camuflar de expedición de
castigo; los inagotables recursos de la propaganda se pondrán entonces
en acción precisamente para ese camuflaje.
En otro caso distinto, es decir, cuando existe un conflicto entre ad­
versarios realmente armados, sabemos hoy que los riesgos de todo tipo
son inimaginables y que las destrucciones sobrepasan, según todas las
apariencias, las ventajas que se pretendía obtener. Los hechos están ahí,
legibles para todos, y resulta difícil entender cómo es que la enseñanza
que se desprende de ellos pueda seguir siendo letra muerta, si no para la
mayoría de los hombres, al menos para los individuos presuntamente
responsables de quienes depende su suerte. Ahora bien, resulta evidente,
antes de cualquier reflexión, que el papel de la mentira es aquí determi­
nante. Únicamente mediante la mentira organizada cabe esperar hacer
que admitan la guerra quienes están forzados a hacerla o a soportarla:
señalemos, además, que entre los verbos hacer y soportar la diferencia
hoy se desvanece, y no es éste un asunto baladí. Para hacer que la gue-

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rra sea admitida hoy apenas nos atreveremos ya a situarnos en el plano para quienes pretenden, por ejemplo, interpretar la realidad humana en
de la utilidad, sino sólo de la necesidad o de la obligación pseudo-reli- conjunto a partir de los hechos económicos. Basta con haber oído hablar
giosa. La categoría de lo pseudo-religioso abarca tanto las guerras ra­ de arte a un marxista para que, en lo que atañe a este punto, se desmo­
ciales como las guerras revolucionarias, las guerras de clase. Es eviden­ rone hasta la menor ilusión. No se puede justificar de ninguna manera el
te que sería muy fácil mostrar que toda propaganda orientada de esa acto por el que se pretende subordinar los rasgos de la creación artística
guisa está tejida de mentiras. de una época dada a las condiciones económicas dominantes en esa mis­
Pero, a decir verdad, todo esto es tan sólo un preámbulo. La investi­ ma época. No cabe la menor duda de que, en este dominio, es pertinen­
gación que me limito a esbozar aquí comienza cuando nos preocupamos te hacer referencia a los análisis exhaustivos de Nietzsche y, sobre todo,
de determinar cuál es la relación exacta que une mentira y abstracción. de Scheler, que sacan a la luz el importante papel que el resentimiento
Resaltemos una vez más que no se trata de proceder a establecer una re­ desempeña en tales reducciones. Lo que aquí habría que hacer es atacar
lación conceptual, sino de situarse en la existencia histórica. directamente esas fórmulas generales del tipo “esto no es más que aque­
De entrada, conviene distinguir entre abstracción y espíritu de abs­ llo..., esto no es otra cosa sino aquello”; toda reducción despectiva está
tracción, si bien no es fácil poner en pie esta distinción. La abstracción, hecha de resentimiento, es decir, de pasión y, en el fondo, corresponde
considerada en sí misma, es una operación mental a la que es indispen­ a una especie de atentado dirigido contra cierta integridad de lo real, a
sable proceder para alcanzar un bien determinado, sea éste el que sea. la que sólo puede hacer justicia un pensamiento resueltamente concre­
La psicología ha puesto perfectamente en claro la vinculación interna to. Pero lo importante sería ver que esta reducción despectiva tiene
existente entre abstracción y acción. Abstraer es, en resumen, proceder como contrapartida cierta exaltación siempre ficticia del elemento resi­
a un desescombro previo, pudiendo presentar ese desescombro un ca­ dual que se intenta conservar solo, después de haberle sacrificado lo que
rácter propiamente racional. Esto quiere decir que el espíritu ha de con­ queda definido como meras apariencias o meras superestructuras. Es
servar una conciencia precisa, nítida, de las omisiones metódicas que se éste un fenómeno general que es posible detectar tanto en las polémicas
requieren para que el resultado pretendido se pueda obtener. Pero pue­ surrealistas como en las diatribas marxistas. Por supuesto, una filosofía
de suceder que el espíritu, cediendo a una especie de fascinación, pier­ de corte tradicionalista y reaccionario puede dar pie, hasta cierto punto,
da la conciencia de esas condiciones previas y se engañe acerca de la na­ a observaciones análogas, por cuanto ella misma se rige por un espíritu
turaleza de lo que, en sí, no es más que un procedimiento, casi podría de exclusión. Sin embargo, hay una diferencia importante, pues esta
decirse que un expediente. El espíritu de abstracción no se puede sepa­ filosofía comporta, a pesar de todo, una actitud reverencial para con el
rar de este error; de buena gana diría que consiste en este error mismo. pasado y para con cierto depósito humano-divino, opuesta de raíz a lo
¿Nos equivocaríamos si dijéramos que el espíritu de abstracción puede que he llamado espíritu de abstracción; lo que sí cabe decir es que ese
ser considerado en ciertos aspectos como una transposición del impe­ modo de pensar, al igual que los demás, corre siempre el riesgo de en­
rialismo al mundo mental? Quizá el barón Sielliére, a quien se lee poco, durecerse, de desecarse, de estirilizarse, precisamente bajo el imperio
lo haya visto con suficiente nitidez. En el momento en que concedemos del espíritu de abstracción que inevitablemente corrompe todo cuanto
arbitrariamente la preeminencia a una categoría aislada de todas las de­ toca, ese espíritu de abstracción que, de alguna manera, se ha hecho car­
más, estamos siendo víctimas del espíritu de abstracción. Pero lo im­ ne entre nosotros en la persona del Sr. Julien Benda.
portante es ver bien que, a pesar de las apariencias, esta operación no es Ahora bien, a partir del momento en que nos hemos apercibido de es­
de orden esencialmente intelectual. Quizá seria conveniente apelar a un tos intríngulis pasionales del espíritu de abstracción, se torna posible
psicoanálisis generalizado que sacara a la luz el carácter invariablemen­ comprender que han de ser colocados entre los factores de guerra más
te pasional de la operación en cuestión. Esto es verdad en grado sumo temibles de todos; y, al respecto, se imponen unas cuantas observacio­

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nes anejas. La más importante me parece ésta: a partir del momento en el ejemplo más típico, el más significativo, de lo que es una abstracción
que se (“se”: puede tratarse del Estado o un partido o una facción o una que se hace real sin dejar de ser abstracción; entiéndase: pragmática­
secta religiosa, etc.) pretende obtener de mí que me implique en una ac­ mente se hace fuerza, se hace potencia. Abstracciones realizadas, como
ción de guerra contra otros seres que debo, en consecuencia, estar dis­ esta, se hallan en alguna medida predispuestas a la guerra, es decir, a la
puesto a aniquilar, es absolutamente necesario que pierda conciencia de destrucción recíproca, sin más. Y ahora es cuando habría que hacer in­
la realidad individual del ser que puedo verme conducido a suprimir. tervenir los desarrollos más diversos: se haría ver, por ejemplo, que la
Para transformarlo en cabeza de turco, es indispensable convertirlo en gran prensa con todos sus efectos nefastos se da la mano precisamente
una abstracción, ya sea el comunista o el antifascista o el fascista, etc. con ese tipo de abstracción. Volviendo a uno de los temas esenciales de
En modo alguno pretendo, por otra parte, sugerir que se trate en este mis últimas investigaciones, diría que esa prensa está en lo esencial
caso de un procedimiento que el espíritu aplique deliberadamente. La orientada contra la reflexión, contra toda reflexión posible, pero también
verdad es mucho más honda. Se trata, me parece, de una disposición en —y a la inversa— diría que toda reflexión digna de tal nombre, esto es,
la que el elemento de resentimiento está unido a una tendencia a la di­ que toma conciencia de la exigencia que constituye su resorte más ínti­
sociación nocional —disposición esencialemente contraria a lo que pue­ mo, debe, por el contrario, ejercerse por lo concreto o en favor de lo
de ser, por ejemplo, la admiración cogida en el momento en que surge y concreto. Estas expresiones (por lo concreto, en favor de lo concreto)
con toda su ingenuidad, y ello en la medida en que esta consiste en una tienen que sorprender a una conciencia irreflexiva; en efecto, está uno
especie de tensión entre el todo de la persona que contempla y el todo inclinado a suponer que lo concreto es lo dado de antemano, aquello de
de la persona contemplada. Aquí, llamaré de pasada la atención —y esta lo que hay que partir. Pero nada es más falso; y, en este punto, Bergson
observación me parece de suma importancia— sobre el hecho de que el coincide con Hegel. Lo concreto es lo que perpetuamente hay que con­
retroceso de la contemplación va ligado, de una parte, al desarrollo del quistar. Lo dado al principio es una suerte de confusión innombrable e
espíritu de abstracción, pero, de la otra —cosa esta mucho más grave innominada en donde unas cuantas abstracciones no elaboradas forman
aun— , va parejo con la intensificación del espíritu de guerra en el mun­ algo así como otros tantos grumos. Lo concreto puede ser recuperado y
do. El problema de la contemplación y el problema de la paz no son úni­ reconquistado yendo más allá de la abstracción científicamente tratada.
camente solidarios; en realidad, se trata de la misma y única cuestión; Para la paz, la cuestión se plantea en términos análogos. No existe ilu­
pero, precisamente, digámoslo una vez más, es imposible que no haya sión más peligrosa que la consistente en creer que la paz es un estado
oposición entre la contemplación y una disposición a conformarse con previo; lo dado al principio ni siquiera es la guerra, sino algo que con­
la abstracción por sí misma. tiene en germen a la guerra. Observemos por lo demás que la investiga­
Pienso que habría que avanzar mucho más y observar que nuestro ción debería aquí interiorizarse, y es gracias a esta interiorización como
mundo actual —y quizá sea este uno de los aspectos en los que con ma­ podría aclararse lo que decía más arriba acerca de las relaciones entre
yor claridad aparece como un mundo condenado— es un mundo en el contemplación y paz. Habría que preguntarse en qué condiciones cada
que las abstracciones toman cuerpo sin dejar de ser abstracciones; dicho uno de nosotros puede llegar a estar en paz consigo mismo; bien sabe­
en otro lenguaje, podría decirse que se materializan sin encarnarse. (A mos que este estado de paz interior no es y tampoco puede ser un esta­
título de ejemplo o de aclaración, yo diría que la extraordinaria indi­ do previo, sino únicamente un término, el más difícil advenimiento, el
gencia de la arquitectura en el mundo contemporáneo verosímilmente supremo advenimiento. Pero también sabemos que, contrariamente a lo
va unida a ese hecho general). Desde esta perspectiva es desde la que que han podido suponer algunos pensadores ofuscados, no puedo estar
habría que considerar la nefasta utilización que se ha hecho de la idea de verdad en paz conmigo mismo si no estoy en paz con mis hermanos.
de masa en el mundo contemporáneo. Las masas: este es, a mi entender, Digo “mis hermanos” y, a fin de cuentas, es en una investigación sobre

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la esencia de la fraternidad en lo que habría de desembocar esta bús­ espantoso de escándalo es precisamente la intolerable contradicción en­
queda de la que acabo de trazar los esbozos más esquemáticos. tre esos principios que nadie tiene del todo el coraje de cuestionar for­
Ahora bien, precisamente en la abstracción no hay y no puede haber malmente y la sistemática violación de los más elementales derechos. El
fraternidad. A este respecto, pienso que nada habrá sido más engañoso asunto más grave es saber cómo es posible esta contradicción en la
y más mendaz que las fórmulas con las que se contentaron los hombres existencia misma (y no ya como mero dato mental). Ahora bien, yo he
de la Revolución francesa. Creyeron ingenuamente, puesto que en suma intentado mostrar que es precisamente la intervención del espíritu de
se inspiraron en una filosofía absolutamente rudimentaria, que la liber­ abstracción, considerado como una especie de enfermedad de la inteli­
tad, la igualdad y la fraternidad podían ser puestas en un mismo plano. gencia, la que hace posible esa contradicción. Incluso la expresión “en­
Pero pienso, en lo que a mí respecta, que nada es menos exacto que esto. fermedad de la inteligencia” no resulta exacta del todo. El espíritu de
Sepamos reconocer que la igualdad recae sobre lo abstracto; no son los abstracción es de origen pasional. Habría pues que avanzar más adentro
hombres quienes son iguales, pues los hombres no son triángulos o cua­ a fin de ver cuáles son las fuentes de lo que superficialmente parece una
driláteros. Lo que es igual, lo que ha de ser establecido como igual, no simple enfermedad de la inteligencia. Eso constituiría otra investigación
son en absoluto seres, sino derechos y deberes que esos seres están obli­ que nosotros, por el momento, no vamos a abordar.
gados a reconocerse unos a otros, sin lo cual lo que reina es el caos, la
tiranía con todas sus horribles consecuencias — la primacía de lo más
vil sobre lo más noble.
Pero nos volvemos reos de un error trágico cuando, de lo concer­
niente a los derechos, pretendemos pasar a lo que atañe a los seres mis­
mos, y resultaría demasiado fácil mostrar mediante qué dialéctica el
igualitarismo propiamente dicho desemboca en las monstruosas aberra­
ciones cuyos testigos somos hoy nosotros. Esa dialéctica va precisa­
mente unida al hecho de que la igualdad, al ser una categoría de lo abs­
tracto, no puede transferirse al dominio de los seres sin convertirse en
mentira y, en consecuencia, sin dar lugar a desigualdades que sobrepa­
san todo lo que hemos visto en los regímenes no democráticos. Aquí,
una vez más, lo que sobreviene es la guerra, pero bajo formas tales que
ni siquiera ya se la reconoce, porque de hecho consiste en el aplasta­
miento sistemático de millones de seres reducidos a una impotencia to­
tal.
Deberíamos no dejar de recordar que un mundo en el que millones,
decenas de millones de seres son reducidos a la esclavitud no puede ser
considerado un mundo en paz; pero, por otra parte, a pesar de todo lo
que se haya podido decir, un estado de iniquidad de este tipo es radical­
mente diferente de todo lo que nunca haya podido existir en épocas en
las que los principios fundamentales del derecho no habían sido procla­
mados ni siquiera concebidos. Para un espíritu reflexivo, el motivo más

122 123
IV
La crisis de los valores en el mundo actual

¿Qué hay que entender justamente por crisis de valores?


El terrible malestar espiritual del que es presa la humanidad — me
estoy refiriendo sobre todo a Europa y a Asia, pero quizá también a
América, en la medida en que sigue vinculada a Europa— se debe a
que, para ella, se está operando una especie de transvaloración masi­
va o lo que, por otro lado, podría denominarse más sencillamente un
cambio completo de horizonte espiritual. De manera que algunos se
imaginarán que es conveniente explicar, mediante el acceso a una con­
ciencia planetaria o cósmica, las convulsiones cuyos testigos espanta­
dos nos ha tocado ser; los horrores a los que asistimos vendrían a ser
el tributo que a la humanidad se le requiere por alcanzar un plano nue­
vo y superior.
Tengo empeño en decir aquí de la manera más clara y rotunda posible
que este modo de ver las cosas me parece enturbiado con las peores ilu­
siones; y que implica sin duda el total desconocimiento de lo que son
efectivamente los valores o, más bien, de lo que es la realidad, de la que
eso que llamamos valor quizá no sea, después de todo, sino una suerte de
refracción irisada. Los hombres en los que estoy pensando, algunos de
los cuales se siguen considerando cristianos, mientras sin percatarse arro­
jan por la borda una parte muy importante de la herencia y del mensaje
cristianos, se dejan obnubilar, según todas las apariencias, por el espejis­
mo del espacio y del tiempo, en particular ven en los progresos de la as­
tronomía, por una parte, y en los desarrollos de lo que, quizá impruden­
temente, se denomina ciencia prehistórica, por otra, las señales de una
verdadera promoción espiritual. Pero, ¿no supone esto un postulado que
no sienten la necesidad de explicitar y al que la experiencia parece opo­
nerle un mentís formal? Este postulado, que, en razón de su carácter for­
mal, no es muy fácil de traducir en fórmulas precisas es éste: que el de­
sarrollo insigne de esos conocimientos o de lo que, en otro lugar, he

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llamado el homo spectans 34 no puede realizarse si no es sobre cimientos terializante en suma. Podría ilustrarse esto de muchos modos; pero para
espirituales cada vez más amplios, cada vez más profundos. Esto es vero­ darse cuenta basta con considerar la situación concreta que tenemos ante
símilmente inexacto. No existe una razón válida para que un científico, no los ojos, así como los procedimientos de especiosa unificación que se
importa de qué especialidad, no sea, en lo que a lo esencial se refiere, un han llevado a cabo en el mundo actual.
ser de una indigencia, incluso diría de una indignidad casi absoluta, qui­ Henos, por ejemplo, en un estado sometido a un régimen más o me­
zás entregado a la ambición y a la codicia o, lo que todavía es más grave, nos socialista, ante gentes que se alimentan de la misma manera, se vis­
desprovisto de todo amor, de toda caridad. Reconozco de buena gana que ten de manera similar, leen el mismo diario, escuchan en laTSF los mis­
esto difícilmente puede ser verdad de un muy gran espíritu. Pero, ¿un gran mos programas. Es muy posible que, a la larga, esas personas acaben
científico es necesariamente un gran espíritu? Con toda seguridad, no, pareciéndose —si bien, al menos durante un periodo de transición, debi­
igual que un gran espíritu puede no tener una individualidad acusada; no do a su temperamento, a su experiencia anterior, a su herencia, reaccio­
es seguro que Leibniz o Hegel hayan tenido individualidades acusadas. Al nen sin duda de diferentes maneras a esas condiciones de vida estandari­
menos, no hay en ello ninguna unión sintética a priori. zadas. Pues bien, aun admitiendo que efectivamente tiendan a parecerse
Añadiré que, aun admitiendo que en el gran científico —en la medi­ hasta el punto de llegar a ser digamos que intercambiables, ¿tenemos
da en que es un investigador o un creador— esa unión esté realizada de derecho a hablar aquí de unidad? En realidad, estamos ante un equívo­
hecho muy a menudo, ello valdría exclusivamente para el propio cien­ co que es indispensable desenmascarar: identidad no quiere decir uni­
tífico, pero en absoluto para los innumerables individuos que, bajo for­ dad; o, más bien, suponiendo que en efecto se estuviera produciendo
mas por lo demás vulgares y envilecidas, se benefician del trabajo efec­ una unificación, se trataría de una unificación por reducción, por pérdi­
tuado por ese científico. El error más grave o la peor deficiencia del da de las diferencias que, al principio, conferían a esos seres su singula­
cientismo probablemente haya consistido en no preguntarse nunca en ridad, su valor. Lejos de que la unidad hacia la que se tiende pueda ser
qué se convierte o en qué degenera, no digamos la ciencia, sino una ver­ considerada ella misma como un valor positivo, la unificación tiende
dad científica cuando es inculcada a seres que no participan de ninguna aquí a efectuarse a expensas del valor. Esta unidad o más exactamente
manera en la ascesis o en las conquistas científicas. Con sumo cuidado esta identidad es lo contrario de un valor.
se ha evitado resaltar la degradación que padece la verdad cuando se Pero la verdad es que, casi siempre hasta hoy, nos hemos despreocu­
transmite de ese modo, y sobre todo las espantosas pretensiones que en­ pado de plantearnos la cuestión capital que justamente es la de saber en
gendra allí donde precisamente está menos viva, donde está totalmente qué condiciones y en qué perspectiva puede la unidad ser pensada como
privada de raíz o no es de ninguna de las maneras la contrapartida de un valor. Ahora bien, aquí es precisamente donde cualquier referencia, ex­
sacrificio auténticamente heroico. plícita o no, a un proceso matemático o físico no puede menos de con­
A poco que reflexionemos sobre ello, todo hace pensar que la idea de ducirnos a los peores errores. Estoy pensando, por supuesto, en el hecho
una conciencia planetaria y de valores ligados a esa conciencia es pura de que unos elementos se añadan a otros o se combinen con otros para
ilusión; sería capital preguntarse exactamente por qué. En mis últimos formar un todo más vasto. Si nos quedamos en el plano de la suma o in­
escritos, he intentado mostrar que, a la base de esa nueva ética, halla­ cluso de la síntesis concebida objetivamente, no sobrepasamos el ámbi­
ríamos el espejismo de una falsa unidad. En general, da la impresión de to de lo que ha de ser considerado indiferente en sí mismo, como algo
que la noción de unidad haya sido demasiado poco elaborada y de que ajeno al valor. Es claro que la situación se transforma y se complica no­
nos hayamos precavido escasamente contra una forma de pensarla ma­ tablemente tan pronto como interviene la conciencia.
Pero tengamos aquí mucho cuidado: pongámonos en guardia contra
34. Cf. Du refus á l ’invocation, p. 32. una imaginación grosera que establece, por ejemplo, unos elementos A

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y B dotados, cada uno de ellos, de conciencia (siendo C la conciencia lor. Pero, ¿no habrá consistido el error en trasladar, por una extrapola­
del elemento A, y C’ la conciencia del elemento B) y un todo constitui­ ción ilícita, hasta el dominio de las esencias o del ser una noción en
do por esos elementos A y B y dotado él mismo de una conciencia C” ; realidad relativa al ciclo empírico de la producción, de la distribución,
pues en ningún caso las cosas se pueden representar de esa manera; ese del consumo, así como en asimilar — ya cínica ya hipócritamente— al
C” que sería por su parte una síntesis de C y de C’ es una pura ficción hombre que se consagra, por ejemplo, a la búsqueda de la verdad o a la
contra la que los sociólogos franceses en particular no siempre han es­ práctica del bien con aquel que se sitúa en alguna parte de ese circuito?
tado suficientemente precavidos. En realidad, carece por completo de No hay duda de que si nos ceñimos a los datos empíricos, esta asimila­
sentido creer que pueda tener lugar efectivamente una totalización así de ción puede parecer no sólo justificada, sino casi inevitable. Claro es que
conciencia. La verdad es que el hecho de que A y B se agrupen o aso­ puede decirse que Ver Meer o Mozart han lanzado al mercado algo que
cien sus fuerzas se traduce necesariamente por algún crecimiento de po­ se ha convertido en riqueza o fuente de beneficios para los marchantes
tencia. En esas condiciones, C conciencia de A podrá muy bien experi­ de cuadros, para los organizadores de exposiciones, para los editores,
mentar cierta satisfacción debido a este crecimiento de potencia, y lo para los intérpretes, para los empresarios, etc. Pero se ha perdido todo si
mismo le sucederá a C’ conciencia de B. Podrá suceder que la concien­ no conservamos una conciencia aguda de la trascendencia absoluta de la
cia de ese crecimiento adopte un carácter obsesivo, y que A y B de al­ Vue de Delft, de la Mujer con turbante, de la Sinfonía en sol menor o de
guna manera compartan esta obsesión. Pero esta coincidencia casi con tal cuarteto con respecto a su posible explotación. Sin embargo, desde
toda seguridad tendrá como contrapartida una pérdida (digamos, por el momento en que nos servimos del término “valor”, es muy de temer
ejemplo, un estrechamiento del campo visual), tanto de A como de B, es que el camino quede expedito a confusiones así. Me inclinaría a formu­
decir, una alteración de uno y otro —debiéndose entender este término lar la aserción, paradójica sin duda, de que la instauración de la idea de
de “alteración” en un sentido peyorativo y verdaderamente patológi­ valor en filosofía, idea que podemos considerar poco menos que ajena a
co— . Añadamos que B corre seriamente el riesgo de aparecerle a A — los grandes metafísicos del pasado, es como el signo de una suerte de
y, por supuesto, recíprocamente— como un simple medio de acceso a devaluación fundamental de la realidad misma. Como sucede con fre­
ese sentimiento de potencia acrecentada. Esto equivale a decir que ni cuencia, la idea y la palabra aparecerían aquí como las marcas de cierta
uno ni otro considerará a su asociado como a un ser investido de una decadencia interna que se produciría en la misma realidad que esa pala­
dignidad y de una realidad autónomas. Ahora bien, ¿no tenemos acaso bra pretende designar35.
razones para pensar que una unidad auténtica, una unidad que sería un Esto aparece con una claridad meridiana cuando lo que es tratado
valor, no podría realizarse a no ser a condición de que esa dignidad y esa como valor es la verdad, como hace Nietzsche. Pero citaré otro ejemplo
realidad fuesen efectivamente reconocidas como lo son donde se cons­ de este hecho general: el desarrollo del personalismo —esta misma pa­
tituye una intimidad: en el afecto verdadero, en la amistad, en el amor? labra se ha vuelto insoportable— parece no haber sido posible más que
Con todo, esto tan sólo nos lleva hasta los aledaños de nuestro tema, en un mundo cada vez más deshumanizado, en el que la realidad de lo
bajo una suerte de peristilo que es importante que ahora atravesemos. que entendemos por persona es diariamente pisoteada.
Lo cual sólo es posible si abordamos directamente la idea misma de va­ Cabe pensar que nos hallamos en presencia de una especie de acción
lor: pero, a propósito, ¿es una idea? En adelante, partiré de la hipótesis compensadora, por lo demás casi enteramente ilusoria, que pretende re­
de que, si no se ha perdido, algo ha quedado al menos comprometido construir idealmente, esto es, en el fondo en lo imaginario, lo que tien-
irremediablemente a partir del momento en que la noción de valor ha
aparecido en filosofía: no me refiero a la Economía Política, que no po­ 35. Nunca se habla tanto de libertad como cuando la gente padece esclavitud; se crea un museo
día evitar acarrear una investigación técnica sobre la naturaleza del va­ del pueblo cuando ya no hay pueblo, etc.

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de, por el contrario, a destruirse en la realidad. Sólo se invoca constan­ que, por otra parte, la mayoría del tiempo no se vuelve consciente de sí
temente a la persona cuando ya está en vías de desaparecer. En el orden misma más que a medida que la respuesta se torna más nítida, y que, a la
político, no es menos chocante: me basta para ilustrarlo con el uso que vez, tiende, por lo demás, a quedar recubierta por esta respuesta. En este
hoy se hace del término “democracia” por parte de hombres que se sentido, estaría bastante dispuesto a decir que esa llamada existe única­
constituyen en los adalides de un régimen que comporta la supresión de mente para la reflexión metafísica. Ante todo, quiere decirse que no con­
todas las libertades que confieren a esta palabra su único contenido vá­ siente que se la compare con una llamada empírica e identificable. Lite­
lido. No cabe duda de que estamos en nuestro derecho de hablar aquí de ralmente, carece enteramente de sentido preguntarse quién ha lanzado
impostura. Pero es preciso tener el coraje de reconocer que, salvo algu­ esa llamada; aquí estamos más allá del orden de los quienes, más allá
nos perversos, esta impostura no da la impresión de ser sentida como —digo— , no más acá, y convendría distinguir cuidadosamente este or­
impostura por quienes se hacen culpable de ella; se trata más bien de den suprapersonal de uno infrapersonal que es una mera abstracción. Lo
una ilusión, pero de una ilusión hasta tal punto arraigada que, al menos infrapersonal de las consignas administrativas, por ejemplo: se prohíbe,
por el momento, parece quimérico esperar hacer que tome conciencia de se ruega, etc. Por otro lado, existe una tentación permanente y funesta, a
la misma quien se nutre de ella. la que los sociólogos son incapaces de resistir por lo general: la de iden­
A partir de este conjunto de observaciones, el problema que nos plan­ tificar o confundir lo infra y lo supra personal.
teamos cambia de aspecto: no se trata ya de cambiar un sistema de va­ Observemos no obstante que, con todo, nos resulta muy difícil pen­
lores por otro sistema de valores, como si sustituyéramos una moneda sar directamente lo suprapersonal; al intentar concebirlo, lo convertimos
por otra moneda o un sistema de medidas por un sistema de medidas di­ en un impersonal abstracto. Como siempre sucede en casos semejantes,
ferente, por poner por caso. Semejantes comparaciones fallan en la base; conviene acudir a una reflexión de segundo grado, es decir, a una
y ahora se trata de insistir en esta radical heterogeneidad. Quien habla reflexión que toma conciencia de esa degradación, de la que se libera
de medida habla al mismo tiempo de cosa medida; hay en ello una co­ por el hecho mismo de traerla a la conciencia. De esta manera, queda
rrelación y una oposición realmente constitutivas. Es muy claro que un despejada la vía para una ascesis, gracias a la cual nos es lícito retornar
sistema de medidas es esencialmente relativo, puesto que es el objeto de en cierta forma hacia el principio de lo que denominamos “valor” y que
una elección inicial. Pero, contrariamente a lo que se ha imaginado, por no puede consistir más que en el ser. Sin embargo, es evidente que un
ejemplo, Sartre — y aquí está, sin duda, uno de los errores más graves temible peligro nos amenaza: el de sustituir la rica y palpitante expe­
de su filosofía, uno de los más preñados de consecuencias— lo que no­ riencia de lo que, en nuestro defectuoso lenguaje filosófico, llamamos,
sotros llamamos valor es esencialmente algo que no se deja elegir. Di­ por ejemplo, valores morales o valores estéticos por una simple palabra,
gamos de modo más exacto que una filosofía de los valores yerra al em­ una palabra tapaagujeros. Pero el mero hecho de señalar este peligro es
plear un término que evoca irresistiblemente ideas de medida y, con ya, de alguna manera, un medio para conjurarlo; puesto que ya no nos
ello, de elección, para designar algo por completo diferente. Ahora te­ será posible extraviamos en discursos abstractos sobre los caracteres in­
nemos que concentrar nuestra atención sobre la esencia de ese “algo”. trínsecos del Ser — como si el Ser fuera verdaderamente una cosa sus­
Y, ante todo, no cedamos a la tentación de objetivar, de cosificar, lo que ceptible de oponer a otras cosas que no son él, sino tan sólo sus apa­
está en cuestión: hay una perspectiva central en la que debe ser consi­ riencias o sus manifestaciones, por ejemplo. En este sentido, el propio
derado lo que impropiamente designamos con el término de “valor”, término de ontología es poco satisfactorio y amenaza con provocar los
pero primeramente hay que mostrar esta perspectiva. más enojosos errores. El Ser como tal no es, en el fondo, nada sobre lo
La Vue de Delft de Ver Meer o el Decimotercer cuarteto de Beetho- que se pueda discurrir. Casi lo único sobre lo que se puede discurrir es
ven no pueden ser pensados más que como respuestas a cierta llamada sobre lo que no es él, y, de este modo, indirectamente, humildemente

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también, detectar o jalonar las pistas que conducen hacia él, a condición Observemos además que, al menos en América, un hombre podrá ser
de que sepamos remontarlas, dado que es igual de verdadero decir que aún worth a hundred thousand dollars, incluso si no es capaz de nada,
esas mismas pistas alejan o desvían de él. con tal de que siga teniendo la posibilidad de firmar un cheque de cien
Resumiré todo esto diciendo que la filosofía de los valores es sus­ mil dólares. Precisemos: no se trata naturalmente de la posibilidad físi­
ceptible de trascenderse ella misma y de apuntar hacia lo que la sobre­ ca de trazar cierto signo sobre un papel, sino de la acogida que se le
pasa infinitamente con tal de que tome conciencia de sí y de la confu­ brindará en el banco a quien se presente provisto de ese papel si lleva la
sión que le ha dado nacimiento, al tiempo que de la exigencia secreta firma en cuestión. Sería conveniente reflexionar ampliamente sobre el
que la anima. tipo de relación, obviamente degradada, que recubre la palabra worth, la
Pero hay que añadir enseguida —y entramos por fin en lo vivo de palabra “valor”, en un caso extremo como éste. El término técnico de
nuestro tema— que el pensamiento común tiende hoy a orientarse preci­ activo resulta aquí muy sugerente, puesto que parece designar aún cier­
samente en un sentido inverso, así como que, muy a menudo, se deja fas­ ta relación íntima o dinámica entre el hombre y esa suma de la que tie­
cinar por categorías que se sitúan en el límite inferior del proceso de de­ ne el poder de disponer (si se produce un secuestro, no se puede ya
gradación al que acabo de referirme. Es ahí en particular donde encajan —me da esa impresión— hablar con rigor de activo).
las nociones de función y de rendimiento. Por otra parte, conviene intro­ Pero, contrariamente a las apariencias, no existe diferencia funda­
ducir aquí una distinción previa: no tendría en efecto ningún sentido que­ mental entre la actitud que acabo de evocar y la consistente en iden­
rer marcar a la idea de función, o aun a la idea de rendimiento conside­ tificar el valor de un ser con lo que es capaz de rendir. Recordaré al res­
rada en sí misma, con un índice peyorativo. Lo que hay que preguntarse pecto el siguiente hecho difícilmente creíble: en ejecución de no sé qué
es dónde exactamente se sitúa la desviación, digamos incluso la perver­ circular, los contribuyentes encargados de establecer su declaración del
sión. Una expresión comente en América puede guiamos en la buena di­ impuesto de solidaridad han sido invitados entre nosotros, al menos en
rección. En los Estados Unidos se dice corrientemente que un hombre algunas regiones, a evaluar su propio capital intelectual, es decir, por
vale tantos dólares. Maurice Sachs cuenta en el Sabbat que, cuando dio ejemplo, un escritor o un artista, basándose en sus ganancias de los úl­
una conferencia en San Diego, en la frontera mejicana, la presidenta se timos años, debería poder precisar la suma que estimaba poder ganar
expresó aproximadamente de la manera siguiente: “Señoras, me ufano de durante los años posteriores. Destaquemos que esto puede tener sentido
haberles hecho conocer a los mayores conferenciantes de nuestra época para quien practica lo que se llama literatura alimentaria, y que sabe por
cuando aún no costaban demasiado caro. Así, hemos tenido al Sr. Sinclair ejemplo que puede, buen año con mal año, y salvo indisposición grave,
Lewis, que hoy vale ocho mil dólares, ¡cuando no costaba más que cien! aovar tres novelas policiacas o pornográficas por año; pero, basta que
Igual el Sr. Dreiser... Hoy tengo el honor de presentarles al Sr. Sachs, intervenga la conciencia artística, la exigencia creadora en cualquiera
que no vale más que cien dólares, pero que, así lo esperamos por él, pron­ de sus formas, para que esto pierda todo sentido; y lo que es siniestro
to valdrá mil; digo por él, porque entonces nosotras no seremos lo bas­ en el mundo que se constituye ante nuestra mirada es esa pretensión de
tante ricas como para ofrecérnoslo. — Yo ya no estaba en público, sino pensar lo superior a partir de lo inferior, de reducir lo superior a lo in­
en la tabla de despiece”. Insistamos, pues, en que el término inglés xvorth ferior. Aquí triunfan, igual que en otras partes, las técnicas del envileci­
posee verdaderamente el sentido de valor y se emparenta directamente miento.
con la palabra Wert, que en alemán es incluso el término técnico. Su­ Preguntémonos ahora directamente lo que implica reducir el valor
pongamos que el conferenciante se fuera quedando poco a poco sin voz, del individuo al rendimiento que es susceptible de prestar. Supone que
otro tanto disminuiría su valor y, en el caso extremo, acabaría perdiendo el individuo no tiene dignidad propia, como sucedería si fuera referido,
todo valor. Pero el valor así entendido bordea el rendimiento y la función. por ejemplo, a un Dios creador del que sería imagen. Sólo se le ve ya

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como un conjunto de posibilidades entre las que habrá que escoger; no da resistir el asalto del materialismo contemporáneo y, ante todo, del
nos inquietemos por la dificultad metafísica, sin embargo muy real, de marxismo. A qué crédito, he preguntado: me sirvo adrede de esta imagen
saber quién operará esa selección; dado que no basta con poner sobre la bancaria. Visto el punto al que hemos llegado, ese es el tipo de compa­
mesa la palabra libertad para aclarar algo. Esta libertad, ¿es ella misma ración más conveniente. Igual que un auditor de cuentas, al estudiar una
una posibilidad entre otras? Negarlo, es decir, reconocerle a esta liber­ contabilidad y observar que cierta suma ha sido retirada de la columna
tad una suerte de realidad específica, una prioridad sobre la actualiza­ del activo, preguntará adonde ha ido a parar dicha suma, dado que no
ción de las posibilidades, es reintegrar, de forma por lo demás insegura puede haber una pura y simple desaparición, igual nosotros aquí: y va­
y tímida, un principio metafísico del que, en el fondo, creíamos pres­ mos a tener que constatar que la respuesta es de una indigencia increíble.
cindir. Por otra parte, apenas parece posible incluir esta libertad entre las Un humanismo de origen —si no esencia— nietzscheano se proponía
posibilidades; con otros términos, decir que puedo ser libre o no; al me­ transferir al hombre algunos de los atributos que no hace mucho perte­
nos, esta manera de expresarse implicaría un cambio completo en las necieron a un Dios declarado hoy difunto: pero, esta vez, ¿se sigue tra­
perspectivas. Al final, será casi invencible la tentación de hacer tabla tando únicamente del hombre? Aquí es donde surge, con su aspecto más
rasa de la libertad y de colocar en las cosas, en las circunstancias mis­ trágico, el problema en torno al cual gravitan todas estas reflexiones. Si
mas, las condiciones que asegurarán el paso al acto de tal posibilidad tenemos la valentía de penetrar más allá de las apariencias, es decir, ante
más bien que de tal otra. todo —es necesario decirlo—, más allá de cierta verborrea aduladora,
Todo esto parece abstracto, pero es en realidad muy simple. Se acep­ ¿no vemos que hemos de reconocer que es el propio hombre, la idea mis­
tará que si tal individuo puede en un principio convertirse en, por ejem­ ma de hombre, lo que se está descomponiendo ante nuestros ojos? Para
plo, un gran artista o un criminal, será absurdo imaginar en él una liber­ comprenderlo no tenemos más que cerrar este largo paréntesis y prolon­
tad que decidirá en una o en otra dirección, sino que se afirmará que sólo gar lo que hemos dicho acerca de la función y del rendimiento. Todo in­
han de tenerse en cuenta las condiciones de existencia que intervinieron dica que, en lo que se denomina de forma tan pretenciosa civilización
de manera que hicieron de él un Debussy o un Landrú. Desde este pun­ presente, es — según acabo de señalarlo a propósito de un caso particu­
to de vista, a todas luces parece que la noción de posibilidad debería su­ lar— el hombre cuyo rendimiento es objetivamente discemible el que se
frir finalmente la misma suerte que la de libertad, y que al cabo se deba ha adoptado como arquetipo; es decir, destaquémoslo bien, el hombre
desembocar en un fatalismo radical. Ahora bien, esto —destaquémoslo que, por su tipo de actividad, resulta ser más directamente asimilable a
bien— sólo será posible a condición de rechazar totalmente el testimo­ una máquina. Podemos decir que cada vez es más corriente pensar en el
nio de la conciencia, para la cual existen las opciones, es decir, las po­ hombre a partir de la máquina y, de alguna forma, según su modelo; y
sibilidades. Precisamente, en esa perspectiva, el testimonio de la con­ conviene recordar que esto es verdad, incluso —y puede que esencial­
ciencia será cada vez más desdeñado; y, de paso, subrayaré que será mente— del marxismo, a pesar de que éste, en su origen, repose sin duda
frecuente que se pida ayuda al psicoanálisis para que apoye la acusación en una protesta indignada contra la condición humana propia de un mun­
dirigida contra ella. A menos que, con el autor del Ser y la Nada, uno se do industrializado. Pero, al parecer, se ha revelado incapaz de resistir a la
empeñe en demostrar que la conciencia siempre es de mala fe, incluso fascinación que sobre él ha ejercido el espectáculo de ese mismo mundo.
—y puede que sobre todo— cuando despliega lo que a ella misma le pa­ Es pues enteramente normal que, en condiciones así, el ser auténtica­
rece que es una voluntad de sinceridad. mente creador que vive en el plano de la cualidad vaya siendo cada vez
Pero, ¿en qué crédito apuntar lo que, de esta manera, le ha sido reti­ más desfavorecido, incluso desacreditado.
rado a la conciencia y, a fin de cuentas, a la libertad? Pues la tentativa sar- Pero el mal es aun mayor y más profundo. Después de todo, el pro­
treana me parece condenada al fracaso en este punto; no se ve que pue­ ductor, ya sea minero o metalúrgico, aporta una contribución positiva e

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indispensable al mundo humano. No sucede lo mismo —al menos, en los cuales parecía que podía juzgarse que habían salido indemnes de
el caso extremo— con el empleado, con el burócrata, y ello debido a las esta locura que, por lo demás —Chesterton3fi ya lo había visto— , no es
condiciones insanas y, en alguna medida, cancerosas de proliferación de sino una racionalidad fuera de sus goznes. Sólo el sadismo de algunos
la burocracia. Cada vez más, el burócrata tiende a aparecer como un pa­ torturadores le parece a la reflexión un exceso, como una suerte de ex­
rásito o como una carcoma que se desarrolla en una sociedad en des­ cedente de horror, en sí inexplicable y que no se inserta exactamente en
composición. Sin embargo, hoy todo parece tender hacia un estado de la lógica del sistema. Es posible que incluso esto no constituya sino una
cosas en el que cada cual será no sólo triturado por esta burocracia, sino visión superficial; lo cierto es que no conocemos con claridad las con­
que —y esto quizá sea aún más grave— se verá implicado en ella, in­ diciones en que se desarrolla el sadismo; después de todo, puede que,
vitado bajo amenaza a participar en la misma. Basta con pensar en el en ciertos aspectos, sea una explosión de lo irracional en un mundo de
número de impresos que cada uno está obligado a cumplimentar para la falsa racionalidad. Pero el hecho, por ejemplo, de haber expedido al
hacienda pública, los seguros, las ayudas compensatorias, etc., para re­ horno crematorio a unos desdichados cuyo rendimiento había caído por
conocer que estamos literalmente reclutados como burócratas auxilia­ debajo de cierto mínimo resulta ser, si reflexionamos sobre ello, per­
res. Se trata de un hecho extrañamente significativo. Pensándolo bien, fectamente comprensible a partir de algunos postulados. Si se piensa en
quizá esta sea la única forma en que se realice lo que algunos espíritus el hombre conforme al modelo de la máquina, es completamente nor­
quiméricos contemplan como un progreso hacia la unidad. Por lo de­ mal y ajustado a los principios de una sana economía, cuando su rendi­
más, hemos podido ver bajo la ocupación alemana hasta qué extremos miento cae por debajo de los gastos de mantenimiento y cuando ya no
se puede llevar esto, quedando todo individuo cada vez más convertido “vale” la reparación (es decir, el hospital) porque sería demasiado one­
en algo reductible a una ficha que será recogida por el órgano central y rosa para el resultado que cabe esperar, es estrictamente lógico supri­
cuyos componentes determinarán la suerte que ulteriormente le será de­ mirlo, como se envía a la chatarra un aparato o un automóvil en desu­
parada al individuo. Registro sanitario, registro judicial, registro fiscal, so, dispuestos a recuperar algunos elementos que aún puedan ser
completado quizá mañana por indicaciones grafológicas, hasta antropo­ utilizados (como se ha hecho, si no me equivoco, en el III Reich en gue­
métricas: todo ello, en una sociedad que se considera organizada, bas­ rra con la grasa de los cadáveres). Si todo esto nos parece monstruoso
tará para decidir sobre el destino final del individuo, sin que se vuelva y absurdo, es que rehusamos admitir la asimilación del hombre a la má­
a tener en cuenta nunca más los lazos familiares, los vínculos profun­ quina. Subyace un postulado que rechazamos espontáneamente con ho­
dos, los gustos espontáneos, las vocaciones. Digamos también que cada rror: está muy bien, pero esta reacción sentimental es insuficiente; es
vez se devaluará más el término “vocación”, así como el de “herencia”, importante preguntarse si puede mudarse en pensamiento, pues, de lo
y que se acabará por rehusar concederles a estas palabras otra cosa que contrario, será verdaderamente demasiado fácil hacer como los doctri­
un valor supersticioso, un valor de reliquia. Me parece que es muy im­ narios de la nueva racionalidad, a saber, no ver en esa reacción senti­
portante destacar que los procedimientos a los que han recurrido nues­ mental más que una reliquia, el postrer sobresalto de una mentalidad ca­
tros enemigos de cara a los habitantes de los países ocupados, los cons­ duca.
criptos del trabajo forzado o de los deportados, han de considerarse en
esta perspectiva, y en modo alguno, tal como se imagina de manera 36. Gilbert Keilh Chesterton (1874-1936), periodista y escritor inglés, espíritu libre, tomó par­
simplista, como si fueran la expresión por así decir teratológica de una tido por los Boers en la guerra de Suráfrica; a partir de 1908 se acerca a la Iglesia católica, en la
voluntad demoniaca, sino más bien como las expresiones prematuras, que ingresará catorce años después, alejándose de sus amigos protestantes liberales. De la obra con­
pero en el fondo rigurosamente lógicas, de una mentalidad que delante siderable y variada de este temible dialéctico, citemos: Historias del padre Brown (policiaca), San
Francisco de Asís, El hombre eterno, El hombre que llamamos Cristo, Ortodoxia, Regreso de Don
de nuestros ojos se generaliza, y todo esto en unos países, la mayoría de Quijote...

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La cuestión presenta, por lo demás, una importancia extraordinaria. estos últimos años entre seres que literalmente no creen ya en nada, y
Durante un coloquio que tuve en la radio con biólogos de tendencia ne­ quiero decir con ello sobre todo que no están vinculados a nada salvo al
tamente materialista, como los Sres. Jean Rostand y Marcel Prenant, dinero —y esto en el preciso momento en el que el dinero se vuelve
tuve el sentimiento muy nítido de que mis interlocutores no podían o ni manifiestamente imaginario—, se explica, en la más amplia medida, por
tan siquiera querían plantear el problema. La falta de concordancia en­ las condiciones inhumanas a las que estos hombres se han visto someti­
tre su reacción afectiva y su modo de pensar no parecía inquietarles, dos durante las dos guerras, condiciones éstas que hicieron sentir sus
creo que incluso eran incapaces de percibirla. A todas luces, habría que efectos en la familia. Se ha producido, en una escala sin precedentes,
hacer intervenir aquí esa mala fe sobre la cual —ya lo he recordado va­ una experiencia masiva de la destrucción, de la aparente inanidad de sa­
rias veces— Sartre ha tenido el gran mérito de poner el acento, sin que crificios sobrehumanos: en esas condiciones, a menos que uno se adhie­
de ella estuviera él mismo del todo exento. En realidad, rehusamos re­ ra a alguna religión positiva, ¿a qué agarrarse, en qué poner la propia es­
conocer que, si algunos actos o ciertas prácticas nos siguen pareciendo peranza? Da la impresión de que la misma idea de futuro tiende a
condenables, es que vivimos de un capital de sentimientos que sobrevi­ abolirse: uno no sabe si mañana no será aniquilado. A partir de ese mo­
ven algún tiempo a las ideas, a las creencias positivas que les conferían mento, el carpe dienv'7 se convierte en el imperativo universal; y resulta
su justificación. Pero no vayamos a imaginarnos que un estado de cosas demasiado fácil imaginarse en qué se convierte el carpe diem para una
como éste vaya a durar mucho tiempo. Todo apunta que esos senti­ humanidad que no conoce ya ninguno de los refinamientos a los que es­
mientos, en gran medida ya en desuso, están condenados a desaparecer. taba acostumbrado el epicureismo antiguo. Esta reducción de la vida a
Es lo que, por ejemplo, está empezando a suceder hoy entre los campe­ lo inmediatamente vivido, y ello en un mundo en el que triunfa la téc­
sinos de algunas de nuestras regiones del centro o del sureste, entre nica en las formas del cine, de la radio, etc., no puede menos que de­
quienes —como ha hecho ver Gustave Thibon con una fuerza arrebata­ sembocar en una chabacanería sin precedentes.
dora— las costumbres están siendo positivamente destruidas. Grabé el Aquí habría que aportar bastantes especificaciones, a menudo con­
testimonio terrible de un joven cura que vive en una de esas regiones y tradictorias, a estas panorámicas generales. Pensemos, por ejemplo, en
que me decía: “Aparte del dinero y del placer, ya nada cuenta para es­ el campesino: su existencia está normalmente tendida hacia el futuro,
tos campesinos; son auténticos autómatas al servicio del dinero y del hacia una recolección. De ahí, un divorcio cada vez más profundo, un
placer”. Le hice observar entonces que no tenemos derecho a hablar de descuartizamiento entre lo que implica su condición secular y los hábi­
automatismo mientras subsista la brega en las formas agobiantes que tos que está contrayendo. Es lícito preguntarse si los progresos del co­
constatamos en quien trabaja la tierra. Pero enseguida añadí: “La atrac­ munismo en el campo no traducen a manera de fiebre esa contradicción
ción que ejercen las ciudades y los empleos de funcionario sobre los vivida que, en ese nivel, con mucha dificultad puede tomar conciencia
campesinos quizá se explique — ¡es una lástima!— en parte por el ca­ de sí. El análisis permitiría reconocer ahí elementos muy dispares: por
rácter casi enteramente automatizado de esos empleos, de esas existen­ una parte quizá, en una elite, una aspiración en sí misma conmovedora
cias”. a estar mejor, a llevar una vida más digna y, en cierto modo, renovada;
Podemos preguntamos además si, ante todo, no se estará producien­ por otra parte, y sobre todo, la envidia, el resentimiento en todas sus for­
do un fenómeno de fatiga. Y llegamos de este modo a una de las ideas mas. La condición de un obrero o de un empleado en el mundo actual
que me parecen más importantes de cuantas quería proponer a la aten­ debería dar lugar a análisis análogos. En particular, sería de gran interés
ción del lector. indagar en qué formas interviene el futuro en la conciencia del emplea-
Se dan todas las razones para pensar que el extraordinario empuje
con el que la negación ha progresado, y al que hemos asistido, durante 37. Horacio, Odas, I, 11, v. 8. Máxima epicúrea que podría traducirse así: “Goza del instante”.

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do o del pequeño funcionario; resulta demasiado evidente que, salvo en la de la filosofía antigua; pero ya no es como el carpe diem una exhor­
algunos ambiciosos, la idea de la jubilación es la que tiende a ocupar el tación a lo inmediato, sino que, por el contrario, consiste en la expresión
lugar de la idea de una obra por realizar. Ahora bien, dudo mucho de que de una esperanza a largo plazo: es la identidad de la virtud y la felici­
quepa exagerar cuánto puede incidir la idea de la jubilación en la forma dad. Desdichadamente, la experiencia es en este punto instructiva; lo
misma de vivir, en la manera de concebir la relación entre uno y su pro­ que vemos que ante nuestro ojos se despliega es en realidad un modo de
pia vida. Vivir corre el riesgo de no ser ya sino vegetar mientras se existencia tal que las propias palabras “felicidad” y “virtud” tienden a
aguarda. De modo que la mentalidad del retirado se adelanta de alguna vaciarse de hecho de todo sentido. No hay ninguna razón para suponer
manera a sí misma. El ciudadano en activo no es más que un retirado que en una termitera haya algo que merezca alguno de esos dos nom­
virtual. Por otra parte, sería mostrarse hondamente incomprensivo el tra­ bres. Ultimamente he tenido a menudo la ocasión de decir que me da la
tar semejantes reacciones exclusivamente con ironía o el ejercer sobre impresión de que en la actualidad no le queda al hombre sino una sola
ellas una locuacidad satírica. Pues, en lo que a mí respecta, pienso que alternativa posible: la termitera o el Cuerpo Místico; y la falta más gra­
son, sobre todo si las entendemos hasta el fondo, de tal naturaleza que ve que pueda cometerse consiste en confundirlas. Pero, para un espíritu
despiertan una profunda conmiseración. Incluso dejando al margen una ajeno a la mística cristiana, la expresión “Cuerpo Místico” debe estar
miseria que no puede ser tolerada, y probablemente cada vez lo será me­ casi vacía de sentido, de modo que lo más conveniente será precisar lo
nos — quizá no sea pecar de excesivo optimismo el creer que, a la larga, que debe entenderse por esas palabras mediante aproximaciones con­
salvo un nuevo cataclismo, está condenada a desaparecer— , la condi­ cretas.
ción de la mayor parte de los hombres aparece, cuando se reflexiona, ex­ El hecho dominante hoy sobre todos los demás, en un plano que no
tremadamente lamentable a partir del momento en que el horizonte no es el del suceso, es decir, el de lo noticiable, es que la vida ya no es ama­
se extiende más allá de los límites de la existencia terrestre. Y respecto da, pues, en el fondo, nada se parece menos al amor a la vida que el gus­
a esto, nunca llegaríamos a ser demasiado severos al juzgar la respon­ to enfermizo por el gozo instantáneo; como he dicho en otro lugar, se
sabilidad de quienes en el fondo se han empeñado en ensombrecer sis­ ha roto cierto vínculo nupcial entre el hombre y la vida. Por otro lado,
temáticamente el cielo humano. Esto requeriría largos desarrollos, y se­ resulta curioso en extremo constatar que esta ruptura parece haber coin­
ría conveniente en particular insistir en el empobrecimiento o, incluso, cidido históricamente con la constitución progresiva de la biología
la adulteración de la noción de verdad a lo largo de los siglos. como ciencia. Esta ruptura, podemos decir que se ha producido allí don­
El conjunto de las observaciones que acabo de presentar pretende de no se ha preservado cierto sentido sobrenatural. Pues hoy es patente
mostrar que el mundo de los hombres de hoy, ese mundo del que, sin lu­ el colosal error del que se ha hecho culpable Nietzsche en este punto:
gar a dudas, Kafka ha captado algunos de los rasgos principales, es un me refiero al consistente en creer que los cristianos odian la vida, cuan­
mundo en gran parte abandonado a la fatiga y padece un desamparo tan do, salvo excepción herética —estoy pensando sobre todo en el janse­
profundo que éste ni siquiera alcanza a reconocerse como tal. Pero al nismo— , la verdad es justamente lo contrario; en particular, el sentido
mismo tiempo —y esto es lo más terrible— un pensamiento parasitario de la creencia en el pecado original es la conciencia del principio de
tiende a conferirle las más especiosas justificaciones: en el fondo, ese muerte que se ha introducido en el seno de la auténtica vida: la Reden­
pensamiento reposa en una suerte de idolatría de la masa, del hombre en ción es el acto por el que Dios ha injertado una vida nueva — la Vida—
el seno de la masa; se adormece con la esperanza de ver acceder a esa en una vida atacada por la muerte y que, sin este injerto, estaría, sin lu­
masa, a ese hombre al servicio de la masa, a una felicidad aún descono­ gar a dudas, condenada. La cuestión que hoy domina a todas las demás
cida y que, por lo demás, parece deber coincidir con el deber social mis­
mo. Aquí, como hace un instante, lo que surge de nuevo es una fórmu­ * Homo Viator, Paris, 1945.

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es la de saber cómo puede reanudarse ese vinculo, cómo es posible rea- mismo, que nos encerremos en una suerte de quietismo, es decir, que
lumbrar ese amor a la vida en unos seres que no parecen ya sentirlo en inexorablemente contrarrestemos el impulso que nos lleva a actuar, a
absoluto. Sólo que nos acechan los peores espejismos. Pues es evidente querer, a aportar remedio? Esta objeción implica, a mi entender, la no­
a todas luces que de lo que, en el fondo, se trata no es de despertar el ción más falsa de gracia así como de las relaciones que la unen a la li­
gusto por la vida en un enfermo o en un afligido proporcionándole dis­ bertad. Una vez más, aquí habría ocasión para denunciar los errores sar-
tracciones; se trata de algo hasta tal punto más profundo, más radical, treanos. Pero, en realidad, esos errores son comunes al menos en algún
que las distracciones, las diversiones no pueden bastar de ninguna de las grado a todas las filosofías no cristianas de este tiempo; y sobre este
maneras: más bien, todo hace temer, por el contrario, que, allí donde no punto, las responsabilidades que le incumben al viejo racionalismo son
están imantados por un principio superior, los modos de distracción ac­ aplastantes. Desde el momento en que pienso la gracia, la trascendencia
tuales —el cine, la radio, por ejemplo— estén actuando en la dirección de la gracia, ese mismo pensamiento tiende a mudarse en una libertad al
de la desesperanza y de la muerte. Añadiré a modo de inciso —puesto servicio de la gracia. He dicho “al servicio”: pero he aquí, otra vez más,
que he pronunciado la palabra “diversión”— que, sobre este punto, Pas­ una palabra cuyo sentido ya no se entiende. Por una increíble aberra­
cal me parece que puede ser hoy, si le seguimos al pie de la letra, un guía ción, toda obediencia se asimila a una pasividad. Ahora bien, servir
extremadamente peligroso. quiere decir desvivirse por; el alma del servicio es la generosidad. El
Este problema fundamental acaso lleguemos a plantearlo si lo hace­ servidor es lo contrario del esclavo. Pero la logomaquia contemporánea
mos en términos de amor únicamente, y no de valor. Ahora bien, el amor confunde ambos términos. Aquí no puedo más que indicar cuál es la vía
es sustancial, el amor está enraizado en el ser, el amor no guarda rela­ por la que, a mi entender, debería adentrarse la reflexión reconstmctora,
ción con lo evaluable o incluso “marketable”, como dicen los ingleses, fuera de la cual no existe filosofía digna de ese nombre. Habría que pre­
y pudiera suceder que una reflexión suficientemente profunda sobre el guntarse en qué condiciones es capaz de ejercerse esa libertad al servi­
amor bastara para permitimos reconocer la imposibilidad de una filoso­ cio de la gracia. Para empezar, nadie puede ya suscribir a cierto indivi­
fía de los valores. Pues el amor mismo no es un valor y, por otro lado, dualismo atomista que estuvo de moda en el siglo xix. Es tan evidente
no hay y no puede haber valor sin amor. Pero una metafísica del amor esto, que no merece la pena insistir en ello. Pero la otra posibilidad, la
no puede sino culminar en una doctrina del Cuerpo Místico, con tal de otra tentación, demanda por el contrario ser localizada y denunciada con
que haga intervenir — quizá sin erigirla en algo absoluto— la distinción sumo cuidado: estoy aludiendo a la inmersión en la masa.
que muchos teológos contemporáneos han adoptado, siguiendo en ello Todo lleva a pensar que sólo en el seno de grupos muy limitados, de
al sueco Nygren, entre eros y agape. comunidades muy pequeñas, puede ejercerse efectivamente la libertad
Llego aquí a los límites que me asigné en este estudio y deberé ce­ al servicio de la gracia. Esas comunidades podrán adoptar formas muy
ñirme, para concluir, a unas cuantas observaciones que me parecen, a diversas: una parroquia, sin duda, pero también una simple empresa,
decir verdad, totalmente esenciales. una escuela, qué sé yo, un hostal... Hay que añadir de inmediato que es­
Para empezar, sería absurdo, hasta insensato, imaginarse que existe tas pequeñas comunidades no deben estar cerradas, en el sentido berg-
una técnica, es decir, un conjunto de procedimientos definibles de modo soniano, sino, al contrario, abiertas las unas a las otras, unidas por elás­
abstracto, gracias a los cuales se podría despertar el amor en unas almas ticos intermediarios quizás itinerantes. Entre ellas, deben establecerse
que parecen muertas. En líneas generales, habría que decir que esto no mediaciones de manera que poco a poco lleguen a ser como los granos
puede ser más que la obra de la gracia, es decir, de lo contrario absolu­ de una espiga, y de ningún modo como los elementos de una agrega­
to de cualquier técnica. Pero, ¿acaso esta observación no comporta ine­ ción. Lo que hay que recrear es el tejido vivo. No simplemente el tejido
vitablemente que hayamos de desesperarnos o, lo que viene a ser casi lo nacional. Pues pienso que es preciso ver más allá de la nación. Por otra

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parte, no está demostrado que la nación como tal pueda seguir constitu­ V
yendo una unidad enteramente viva en el vasto conjunto que vislum­
bramos. Como lo vio con profundidad Amaud Dandieu, que respecto al­ Degradación de la idea de servicio y
gunos puntos ha sido verdaderamente un profeta, hay que mantener la
mirada puesta más acá de la nación a la vez que más allá de ella. despersonalización de las relaciones humanas
Entre las reacciones irritadas que preveo, tan sólo mencionaré una;
se me dirá: no queda tiempo, la catástrofe amenaza. Estoy de acuerdo,
la catástrofe es quizás inminente. Pero un plano general no permitirá

D
conjurarla. Que deba o no producirse, nosotros debemos mirar más le­ e entrada, hubiera resultado tentador, para hablar de la noción de
jos, más allá del diluvio posible y, de nuevo, únicamente el arca de la servicio, referirse a la dialéctica hegeliana del Amo y el Esclavo.
alianza — y sólo ella— podrá traer la salvación. Por lo demás, puede Pero pienso que esa referencia amenazaría con oscurecer y complicar
que, después de todo, más allá de los estrechos límites del lugar terres­ más un problema de por sí ya bastante difícil. Más vale, creo, partir,
tre, más allá del plazo ineluctable, pero sin duda especioso, de nuestra como he hecho tan a menudo, a ras del suelo, e intentar precisar las
muerte terrestre, en una eternidad cuya llamada nos resulta irresistible a acepciones vecinas y distintas que le damos al verbo “servir” y a la pro­
partir del momento en que hemos desenmascarado el espejismo conju­ pia idea de servicio en el lenguaje más corriente. Empecemos conside­
gado del objeto, del número y del valor. rando la palabra “servir”. En un extremo, constatamos que “servir” pue­
de querer decir simplemente ser utilizado, por ejemplo, cuando decimos
a propósito de un aparato o de una máquina: ya no me sirve o ya no me
sirvo de ella. En el otro extremo, el verbo “servir” se llena de armóni­
cos que parecen ajenos a la idea de mera utilidad o de mera utilización,
por ejemplo, cuando se dice: hay un honor o una nobleza en el hecho de
servir. Aplicadas ya sea a una máquina, ya a un hombre tratado pura y
simplemente como máquina, digamos a un esclavo, es por completo evi­
dente que esas palabras perderían todo su significado. Honor, nobleza:
estos suponen cierta interioridad o, más exactamente, no sólo una con­
ciencia, sino un esfuerzo por justificarse uno ante sí mismo. Igual que
dos puntos permiten definir una recta, en este caso esos dos extremos
permiten establecer una suerte de emplazamiento o de teclado en cuyo
interior podrá ejercerse el análisis reflexivo.
La idea de servicio podría dar lugar a algunas observaciones que, aun
no siendo simétricas con respecto a las precedentes, aumentan y preci­
san su alcance. El servicio puede ser y esencialmente es el acto de ser­
vir en el segundo sentido que he definido; pero constatamos, por otro
lado, que la palabra tiende a aplicarse cada vez menos al acto y cada vez
más algunos órganos que aseguran ciertas funciones sociales determi­
nadas: los servicios son, cada vez más, las oficinas.

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A partir de estas indicaciones totalmente elementales, fijemos nuestra término, es decir, un esclavo. El servidor o el buen servidor se caracte­
atención en algunos datos de lo que he denominado la mentalidad actual. riza por cierta adhesión; y justamente es esta noción de adhesión, bas­
Una persona desea contratar a alguien para el servicio doméstico y le tante imprecisa en sí misma, la que sería necesario profundizar. Lo que
reclama sus certificados. “Veo —comenta— que usted ha servido du­ antes de nada es importante reconocer es que el empleado, en el sentido
rante un año en casa de Fulano. ¿En qué consistía exactamente su ser­ a la vez preciso y restrictivo del término, que considera que se le paga
vicio?”. por hacer durante un periodo de tiempo absolutamente determinado un
Estas frases pueden y deben ser de entrada interpretadas en un senti­ trabajo específico y que él no está obligado a nada más o al margen de
do puramente funcional. Servir quiere decir aquí ser empleado. Usted ese tiempo y de ese trabajo, establece con ello por principio que esa
fue empleado por tal persona; ¿en qué consistía exactamente su empleo? adhesión le es ajena. Yo diría, en efecto, que esa adhesión excluye por
Es de interés señalar que mi propia perspectiva y mi propia conciencia definición esa suerte de contabilidad estricta. Un ejemplo enteramente
no detectan aquí ninguna diferencia fundamental entre ese al que inte­ característico nos lo proporcionan aquí los miembros del personal hos­
rrogo y un aparato que pretendo adquirir o alquilar: antes que nada, me pitalario que, cuando han cumplido su tiempo de servicio en el curso de
preocupo por saber con exactitud para qué puede servir, cuál es su grado la jornada, no vacilan en irse, dejando plantados los cuidados que recla­
de desgaste y pido información a la persona que tuvo este aparato entre ma este o aquel enfermo. No están obligados a nada más de lo que han
las manos antes que yo, de manera que pueda plantearle esas preguntas dado. En cuanto al resto, si no es al enfermo al que le corresponde arre­
sobre las que, ella más que nadie, está en condiciones de ponerme al co­ glárselas — lo que carece enteramente de sentido— , al menos es a la ad­
rriente. Observemos que eso que he llamado interioridad ha sido apar­ ministración a la que le toca hacer lo necesario: ellos se lavan las ma­
tado, al menos provisionalmente. Cuando vaya a preguntarle al anterior nos.
empleador, puede que esa interioridad aparezca como una de las rúbricas Un hecho como ese es de los más significativos a la hora de caracte­
de mi cuestionario. Después de haber preguntado: “¿Es limpio Fulano? rizar una mentalidad. En efecto, por una parte, constatamos que el en­
¿Es cuidadoso?” (Preguntas que, a cambio de una ligera trasposición, po­ fermero o la enfermera en cuestión se asimila él mismo, por su com­
drían aplicarse aun aparato, a la precisión funcional del aparato), quizá portamiento, a una máquina que debe tener un rendimiento preciso
pregunte yo: “¿Es atento, abnegado?”. Y es posible que obtenga esto durante tal lapso de tiempo. Pero, por la otra, debemos advertir —y se
como respuesta: “Es difícil decirlo; todo lo que puedo asegurar es que trata de una paradoja sobre la que nunca habremos reflexionado lo
hace puntualmente todo lo que tiene que hacer”, respuesta esta que pre­ suficiente— que esa asimilación que puede parecemos degradante tiene
serva la existencia de una zona secreta, indeterminada, problemática, como contrapartida cierta pretensión, cierta idea pretenciosa de sí de ca­
que es la de los sentimientos que puede o no tener ese a quien pienso to­ rácter contractual: no estoy obligado más que al trabajo por el que se me
mar a mi servicio. En todo esto, nos movemos en el plano de la pura fun­ paga —desde el momento en que doy mi conformidad a las cláusulas de
cionalidad. Ahora bien, es probable que esa respuesta prudente despier­ mi contrato, me pertenezco a mí y nadie tiene derecho a reclamarme
te en mí cierta inquietud — al menos si entiendo el servicio como una nada.
relación intersubjetiva que implica cierto intercambio entre dos seres. Es evidente que esta pretensión o, incluso, si se quiere, esta manera
Sobre este aspecto intersubjetivo es sobre el que ahora conviene insistir, de afirmarse a sí mismo, se halla a la base de un hecho absolutamente
y entonces, en unas condiciones que por lo demás no son muy fáciles de general, la rarefacción de la servidumbre doméstica; quienes se coloca­
precisar, salimos de lo funcional puro. ban en casas particulares prefieren ganar su sustento en una oficina o en
Para comprenderlo, conviene considerar la idea tradicional de servi­ un taller. Este hecho, claro está, comporta explicaciones múltiples, en
dor, que no es de ningún modo un servus, en el sentido degradado del particular cierto gusto por la vida colectiva. Por otra parte, es verdad

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que, en gran medida, se justifica por el modo escandaloso que durante reja indisoluble en la que viene a concretarse la misteriosa unidad del re­
mucho tiempo han tenido los señores de tratar a sus empleados domés­ cuerdo y de la esperanza. Unidad ontológica por excelencia, unidad que
ticos. Ello, me parece, sobre todo en la burguesía y, añadiré, en especial se sitúa más allá de cualquier utilización, de cualquier funcionalización.
en la burguesía urbana. Sin embargo, esos abusos, por graves que sean, El viejo ya no sirve para nada y por ello es por lo que es venerable. El
no me parece que puedan ser considerados como la verdadera causa del niño no puede servir todavía, o al menos la utilización del niño practi­
hecho que nos ocupa —tanto más cuanto que las costumbres relativas a cada, por ejemplo, a comienzos de la era industrial nos parece hoy un
este asunto se han modificado por completo, y que hoy, debido a un crimen, una especie de violación. Siempre se podrá, claro está, conside­
vuelco enteramente explicable, son los empleados quienes, por el con­ rar al niño como futuro adulto, como posibles funciones que desempe­
trario, están en condiciones de hacérselo pagar caro a los empleadores. ñar, como posibles rendimientos que ofrecer. Pero estas consideraciones
El auténtico problema que he destapado hace unos instantes atañe a son enteramente ajenas a la abnegación o a la adhesión que se realiza hic
la naturaleza y al valor de la adhesión: ¿en qué se basa esta adhesión? et nunc; y, aunque aquí exista una conexión muy difícil de precisar con­
Y, al mismo tiempo, ¿en qué consiste exactamente este sentimiento? La ceptualmente, estamos seguros de que esa actitud reverencial ante lo
palabra “sentimiento” no es la más acertada; todo parece indicar que la presente, ante la debilidad presente, está directamente ligada al sentido
adhesión se sitúa, de alguna manera, más allá o al margen de la con­ de lo eterno.
ciencia psicológica que de ella el ser es capaz de adquirir. Todos hemos Así, una pregunta que se nos había planteado al comienzo — como
conocido servidoras de gran corazón que no eran por ello menos inso­ decía— a ras del suelo, a propósito de la colocación, a poco que la
portables, en quienes el hablar franco adoptaba las formas más injurio­ reflexión se afane en ella con una precisión lo bastante ferviente, se
sas y que, en los detalles de la vida, se comportaban como si sólo alber­ transmuta ante nuestros ojos en un problema cuyo alcance metafísico
garan aversión y desprecio hacia los seres a los que en realidad estaban nunca proclamaríamos demasiado alto.
por entero consagradas. Es muy importante advertir que, en sus formas El mundo que, ante nuestra mirada, se está constituyendo alrededor
más tradicionales, esa adhesión daba muy a menudo la impresión de nuestro es un mundo en el que una entrega abnegada, una adhesión
presentar un carácter supraindividual: adhesión a una familia o a una di­ como estas a las que acabo de aludir, tiende a volverse propiamente im­
nastía (insisto en esta palabra de “dinastía”: no cabe duda de que aquí pensable; y si se intenta pensarlas, será verosímilmente para condenar­
nos encontramos en los orígenes del sentimiento dinástico). Pero habría las. ¿En nombre de qué principio? ¿De qué postulado? Tal es la cuestión
que evitar engañarse con meras abstracciones. No creo equivocarme si que ahora vamos a considerar.
digo que probablemente siempre haya sido preciso que la familia o la di­ Pero, antes, llevándolo al extremo, propondré la idea paradójica de
nastía se tornara de algún modo manifiesta en una indivualidad ejemplar que el servicio, entendido en su sentido sustancial y no —esto es ob­
que apareciese como encarnación suya; cabe suponer que tales indivi­ vio— como utilización de cierto mecanismo, no adquiere su auténtico
dualidades se convertirían, para los servidores que se mantenían cerca sentido sino a partir del momento en que la paternidad divina es reco­
de ellas, en la fuente de una adhesión que, a continuación, podía exten­ nocida en lo que puede tener de más desconcertante para lo que se me
derse a una progenitura mediocre o incluso indigna, a la espera del re­ permitirá denominar la conciencia usuaria. Me parece que ese caráctei
toño que, a su vez, realizara esa encarnación. Respecto a esto, pienso desconcertante se manifiesta ante todo en el hecho de que esa paterni­
que nunca insistiremos demasiado sobre el hecho de que, de manera ge­ dad reviste para nosotros el aspecto de la extrema debilidad: la del vie­
neral, es a los viejos y a los niños a quienes se ha dado pruebas de las jo o la del niño precisamente, la del pobre o la del enfermo. En relación
más puras adhesiones y abnegaciones. Además, me parece que, en este con esto, no habría que aceptar exclusivamente los datos cristianos, sino
caso, no se puede separar al viejo del niño, que ambos forman una pa­ también todo lo precristiano y lo pericristiano. Me tienta con fuerza

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pensar que la idea de servicio sólo revela su riqueza contemplada en esta podía avenirse a ella? Más aun, ¿no cabe acaso pensar que, para una
perspectiva. conciencia, el hecho de consagrarse no ya al servicio de una persona o
Pero es preciso reconocer de inmediato que esa idea — lo he dicho y de una familia, sino a una idea, a una causa, señala, en cierto sentido, un
a ello hay que volver— es profundamente ambigua, que puede aparen­ progreso y un acercamiento a un modo de existencia más desenvuelto y
tar formas cada vez más profanas, cada vez más laicizadas en un mun­ liberado de las servidumbres de lo inmediato? ¿No cabe, en esas condi­
do en el que el sentimiento de las relaciones personales o intersubjeti­ ciones, pensar que el empleado se sitúa, después de todo, en un nivel su­
vas se oscurece siempre más. perior al servidor doméstico?
He llegado a decirles a mis alumnos: la burocracia es el mal, y es un Dejando por el momento de lado la primera parte de la objeción, y
mal por esencia metafísico; ahora bien, lo que aquí hemos de pregun­ contentándome con señalar que las palabras “históricamente periclita­
tarnos es en qué se convierte la idea de servicio en un mundo burocrati- das” son de esas de las que conviene no usar sino con una extrema pru­
zado. Señalaré, de paso, que sería de sumo interés indagar de qué modo dencia, querría considerar la idea según la cual la despersonalización de
tiende a degradarse el servicio en el mismo ejército, en la medida en que las relaciones humanas no corresponde a un progreso, a una especie de
se convierte en administración y las relaciones jerárquicas se desnatura­ sublimación. Me parece que aquí conviene hacer una distinción extre­
lizan. Tendríamos materia para observaciones de una precisión extraor­ madamente importante. Ya lo he dicho, es necesario cuidarse de con­
dinariamente instructiva; bastaría con comparar al ejército en tiempo de fundir lo infra y lo suprapersonal, al tiempo que cabe subrayar que esa
paz con el ejército en tiempo de guerra. Y, por otro lado, también en el discriminación choca con grandes dificultades en el plano de lo concre­
ejército en tiempo de guerra, las relaciones que se establecen en el seno to. El término de despersonalización presenta el muy grave inconve­
de una unidad de combate y las relaciones con los escalones superiores niente de favorecer la confusión que se trata precisamente de evitar. El
que se presentan inevitablemente como distantes, hostiles y casi me empleado que no es más que un ínfimo engranaje de una inmensa ad­
atrevería a decir que despreciables, al no estar implicados en los riesgos ministración, ¿tiene normalmente —más aun, puede siquiera tenerlo—
cotidianos propios de la prueba soportada codo con codo. Por lo demás el sentimiento de servir a una causa, es decir, a un principio supraper­
— añadiría entre paréntesis— , todo permite suponer que el desarrollo, la sonal? La respuesta sólo puede ser negativa. Salvo en casos tan excep­
hipertrofia de la máquina militar como consecuencia de la guerra habrá cionales que ni siquiera cabe tenerlos en cuenta, no se puede sostener se­
ejercido una influencia enteramente maléfica sobre las relaciones huma­ riamente que ese empleado tenga conciencia de servir, en el sentido
nas, y, en una medida considerable, habrá contribuido a instaurar las preciso y noble de este término; con lo cual estoy queriendo ante todo
nuevas condiciones de existencia de las que nos quejamos casi todos. decir que apenas debe de saber qué sea el honor de servir. Volvemos a
Los socialistas, ayer, y quizás también hoy, antimilitaristas, ¿se dan encontrarnos con esas palabras que ya figuran al inicio de esta exposi­
cuenta de que esta institución execrada —el ejército— es la que habrá ción.
contribuido del modo más eficaz a la socialización de la vida, en unas Aceptemos que esas palabras producen un sonido trasnochado y casi
condiciones que, por lo demás, constituyen la amenaza más espantosa sorprendente. Inevitablemente hemos de pensar en el ejército, en lo que
para la integridad del hombre? es o en lo que ha sido para muchos. Pues no es imposible que haya que
No obstante, conviene prever aquí una objeción cuyo valor no debe­ hablar en pasado. Pues, a medida que el ejército se industrializa y se
ríamos subestimar. Podría presentarse de la forma siguiente: ¿no es vano vuelve cada vez más tributario de la fábrica y del laboratorio, el tipo de
deplorar la desaparición de un tipo de relaciones humanas vinculadas a relación que ese honor venía de alguna manera a coronar no puede ape­
unas formas sociales históricamente periclitadas? ¿No era la adhesión nas evitar desvirtuarse. Iba unido al sacrificio, a la lucha que el sacrificio
algo así como la supervivencia de la feudalidad en un mundo que ya no nutre e impone. Pero, en una gran administración, ya se trate de un mi­

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nisterio, de un banco o de una compañía de seguros, ese sacrificio y ese miento decaído o disminuido, y que resulta ser antagónico de todas las
elemento de combatividad no parece que puedan sobrevivir si no es en iniciativas del espíritu vivo. ¿Es ficticia esta oposición? Lo cierto es que
formas degradadas. Cierto, se puede concebir que entre un jefe y sus algo en nosotros afirma que debe ser superada, que no puede ser irre­
subordinados subsiste un vínculo personal hecho, por una parte, de le­ ductible. Pero, hablando francamente —y, después de todo, en asunto
altad y, por la otra, de benevolencia; pero es de temer que se trate de un como éste, el primer deber es ser absolutamente sincero— no veo en
fenómeno sobreañadido que en nada o en casi nada cambiaría la estruc­ modo alguno cómo podría tomar cuerpo esa seguridad; no pasa del or­
tura y la marcha del establecimiento. Se puede perfectamente concebir den del deseo o de la protesta; carece del carácter profético propio de la
— y se trata, demasiado bien lo sabemos, de algo más que de una mera esperanza y de la fe. Lo he dicho en varias ocasiones, por mi parte no
posibilidad— que a los empleados se les mantenga sujetos por el temor llego de ninguna manera a hacer mío el optimismo de quienes se hipno­
a ser despedidos o a exponerse a sanciones que pueden ir de la amones­ tizan con el advenimiento de una conciencia planetaria. Ese optimismo
tación al despido, como, por otro lado, pueden ser estimulados por la es­ me parece ajeno a la conciencia religiosa considerada en su realidad es­
peranza de una promoción o de una prima. Todo esto es ciertamente pecífica; al menos, postula la posibilidad de un sincretismo infinitamen­
eficaz, pero no rebasa el nivel infrapersonal, y está claro que el honor va te poco seguro, en cuyo seno la ciencia y la religión se fundirían en la
ligado precisamente a la persona o a lo que la sobrepasa, dado que, por más híbrida de las unidades.
lo demás, la persona no es más que si va más allá de sí, si se suspende Me parece muy claro que, si nos atenemos a los datos de la razón, es
de algo que la trasciende. decir, en el fondo, al simple cálculo de probabilidades, estamos siendo
Es de temer que ese mal se agrave en la medida en que se refuerce la arrastrados hacia una salida catastrófica, es decir, hacia el derrumbamien­
mentalidad tecnocrática: cierto, no dejarán de producirse reacciones es­ to de la torre de Babel; entiéndase: hacia una destrucción del mundo in­
porádicas, pero da la impresión de que no puedan tener hoy más que un dustrializado tan rotunda que los pocos supervivientes tendrán que volver
alcance muy limitado. El problema reside en efecto en saber hasta qué a empezar de cero en la indigencia y en la fe, en la indigencia de la fe.
punto es espiritualizable una administración; ahora bien, ¿cómo no mos­ Y no obstante me parece que a este catastrofismo ha de aplicársele un
trarse al respecto muy pesimista? La respuesta a esa pregunta sólo pue­ correctivo: no sólo no tenemos que abandonarnos complacientes a se­
de ser positiva en la medida en que lo que, visto desde fuera, se presen­ mejantes profecías, sino que sin duda existe muy profunda y muy miste­
ta como una simple administración en realidad recubra una estructura de riosamente inscrito, en el corazón de nuestro ser, un deber de oponerle
un orden diferente fundada en valores sentidos y reconocidos como ta­ resistencia. En diversas ocasiones, a propósito de situaciones concretas,
les. Lo cual es posible, claro está, si se trata únicamente de empresas por he puesto el acento en mi teatro en lo que he definido más tarde como
completo limitadas y que no desbordan la posibilidad de apercepción el deber de no anticipar. Y lo que, para cada uno de nosotros, en los lí­
concreta y de discernimiento de una inteligencia individual o de un pe­ mites de su estrecha e inexplicable existencia, es verdad, lo es también,
queño equipo de buenas voluntades íntimamente unidas entre sí. es afortiori verdad para el mundo humano considerado en conjunto; sin
Pero el gigantismo que parece implicar inevitablemente la tecnocra­ volver en modo alguno sobre las objeciones que en mí despierta un op­
cia excluye precisamente esas condiciones humanas. A partir de ahí, es timismo sin duda profundamente incompatible con nuestra estructura de
difícil ver cómo podría efectuarse dicha espiritualización. Hasta la pala­ criaturas pecadoras, no estamos menos obligados a actuar como creyen­
bra “espiritualización” pierde aquí su sentido. Y quizá lo más trágico tes, es decir, como seres que creen en el milagro, y cuya acción, en todo
que hay en el mundo que, ante nuestra mirada, se extiende como si fue­ momento, debe ordenarse de alguna manera a ese milagro o a esa paru-
se una enfermedad sea la aparición de un tipo de realidad que, después sía. Pero, en la perspectiva que hemos adoptado, ¿cuál es la significa­
de todo, ha nacido del pensamiento, pero que es algo así como pensa­ ción concreta de ese deber o de esa exigencia?

152 153
Creo que formularé con mayor exactitud mi pensamiento si digo que una creación. La comparación es algo totalmente distinto; y, por lo de­
cada uno de nosotros está obligado a multiplicar lo más posible alrede­ más, todos nosotros hemos podido sentir de una forma inmediata, dolo-
dor de él las relaciones de ser a ser, y a luchar, por ello mismo, tan acti­ rosa y humillante, la especie de encogimiento o de frío súbito que se
vamente como pueda contra la especie de anonimato devorador que pro- produce cuando, tras haber sido elevados por la admiración y por la sim­
lifera en tomo a nosotros a la manera de un tejido canceroso. Pero esas patía alegre debida al brillante éxito de un amigo, bruscamente hemos
relaciones de ser a ser no son otra cosa que lo que siempre se ha llama­ tomado conciencia de nuestro fracaso o de nuestras decepciones perso­
do fraternidad. A la luz de la fraternidad es como la noción de servicio nales; ahora bien, por poco noble que sea nuestra alma, ese encogimien­
puede desarrollar todavía hoy toda su riqueza concreta. Sólo que aquí se to doloroso se nos presenta de inmediato como un movimiento culpable,
impone una observación: hay que renunciar de una vez por todas a la es­ como una traición, y otro tanto cabe decir de la especie de despecho con
pecie de conjunción inmotivada, no racional, que, desde hace un siglo y el que quizá nos digamos: ¡sin embargo, me lo merezco! Todo lo cual
medio, algunas mentes desprovistas de toda potencia reflexiva han esta­ viene a decir que la igualdad, en cuanto experiencia, Erlebnis [viven­
blecido entre igualdad y fraternidad. Estamos tan habituados a ver em­ cia] (adopto la palabra alemana que es preferible), corresponde a una
parejadas las palabras “igualdad” y “fraternidad”, que ni siquiera nos suerte de introversión que se efectúa en sentido inverso a toda genero­
preguntamos si existe compatibilidad entre las ideas que esas palabras sidad creadora. Qué duda cabe de que podremos racionalizar esta idea
designan. Ahora bien, la reflexión permite justamente reconocer que de igualdad de forma que la refinemos superficialmente, como refina-
esas ideas corresponden, como diría Rilke, a direcciones del corazón ab­ mos azúcar, y que olvidemos sus bajos orígenes; pero mucho me temo
solutamente opuestas. La igualdad traduce una especie de afirmación es­ que se trate de una labor de mala fe que la reflexión debe, por sí misma,
pontánea que es la de la pretensión y del resentimiento: soy igual que tú, denunciar y deshacer. Decirle al otro: eres igual que yo, es lo mismo en
no valgo menos que tú. En otros términos, la igualdad se centra sobre la realidad que situarse fuera de las condiciones efectivas de captación
conciencia reivindicativa de sí. Por el contrario, la fraternidad tiene por concreta que hemos adoptado. A menos que simplemente se quiera de­
norte al otro: tú eres mi hermano. Aquí todo sucede como si la concien­ cir con ello: tienes los mismos derechos, fórmula puramente jurídica y
cia se proyectase hacia el otro, hacia el prójimo. Esta voz admirable, el pragmática cuyo contenido metafísico es poco menos que imposible de
prójimo, es de esas que la conciencia filosófica ha descuidado más, de­ dilucidar.
jándosela en algún sentido desdeñosamente a los predicadores. Pero, Pero es evidente que estas observaciones coinciden con lo dicho en
cuando pienso con fuerza en “mi hermano” o en “mi prójimo”, en modo la primera parte de esta exposición. Precisamente, en nombre de una
alguno me preocupa saber si soy o no soy su igual, precisamente porque concepción introversiva de la igualdad se pretende hoy sublevarse con­
mi intención no está de ninguna forma crispada por lo que yo sea o por tra la idea de servicio. De modo que se le vuelve la espalda a la frater­
lo que pueda valer. Incluso se podría decir que el espíritu de compara­ nidad verdadera, es decir, a toda posibilidad de humanizar nuestras re­
ción es ajeno a la conciencia fraternal. Hasta tal punto es esto verdade­ laciones con nuestros semejantes.
ro que, si se halla esta conciencia en mí, puedo sentir una auténtica ale­ Y aquí se abrirían muy amplias perspectivas: habría que investigar
gría, que — no se disgusten por ello los sartrianos— no presenta ningún cómo ha podido suceder que, a partir de lo que ingenuamente se ha con­
carácter vilmente masoquista, al reconocer la superioridad de mi her­ siderado un ideal de igualdad, se desplieguen las iniquidades monstruo­
mano sobre mí. ¿Se me dirá que, con todo y con eso, sigue habiendo sas de las que somos testigos. No se pretende, por otra parte, negar que
comparación? Pero me parece que habría que subrayar un matiz sutil. la iniquidad haya reinado mucho antes del advenimiento de las ideas
Ese sentimiento de superioridad acompañado de alegría corresponde a igualitarias. Lo que es preciso decir, sin más, es que la especie de
la admiración, lo que equivale a decir que es un impulso, un estallido, camuflaje ideológico que hoy la recubre la vuelve aun más odiosa, si

154 155
cabe, y sobre todo amenaza con reducir la posibilidad efectiva de com­
batirla.
Aquí se abre una perspectiva inesperada y que no es menos central.
Servir, en todos los sentidos válidos de esta palabra, quiere decir servir
a la verdad, y quizá sea a esta luz como mejor se pueda captar lo que es
el servicio en el sentido absoluto de la palabra, es decir, el servicio mis­
mo de Dios. Pero hay que reconocer que aquí serían necesarios largos y
cuidadosos análisis. En efecto, si nos atenemos a cierta noción tradicio­
nal de verdad, que subsiste en ciertos conservatorios racionalistas o,
también, tomistas, es imposible comprender cómo podría la verdad te­
ner que ser servida; se dirá simplemente que es, que nosotros tenemos
que reconocerla, pero que en sí misma es perfectamente indiferente a
ese reconocimiento. Ahora bien, la idea de semejante indiferencia es in­
compatible con la de servicio. Nos vemos así conducidos a entrever una
verdad que, de algún modo, tendría necesidad de nosotros, del acto por
el que nos ponemos a su servicio; habría que investigar — y aquí, de
nuevo, bordeamos la metafísica— cuáles son los rasgos que debe pre­
sentar esa verdad para que no sea absurdo pensar que necesita de noso­
tros. Es evidente que hay que admitir que esa verdad es espíritu, que es
un espíritu, pero también que ese espíritu va, de alguna manera, camino
de encarnarse o, más exactamente, que está a la vez más allá y en el in­
terior de lo que somos. Según la perspectiva religiosa que adoptaremos,
habremos de ver en ello una paradoja o un misterio. Personalmente, me
parece preferible el término “misterio”, y pienso que es en la religión
cristiana en donde este misterio revela mejor su fuerza aclaratoria. No
es, y ciertamene no puede ser, un puro azar si ese mundo en formación,
en el que la adhesión y la fidelidad pierden cada vez más valor, es tam­
bién aquel en el que la mentira tiende a prevalecer en las formas más
agresivas, las más insultantes para el pensamiento crítico. Existe en ello,
por el contrario, una clara conexión, cuyo principio pienso que debería
la reflexión poder hacer aparecer.

156
I

Pesimismo y conciencia escatológica

H
ace unos meses, conversaba yo con Max Picard, el autor de L ’Hom-
me du Néant [El Hombre de la Nada], a la orilla del lago de Luga­
no, y jamás olvidaré con qué calma me dijo, en uno de los giros de nues­
tra conversación: “Estoy convencido de que estamos llegando al final de
la historia. Es probable que muchos de entre nosotros sean testigos del
acontecimiento apocalíptico que señale su desenlace”. Max Picard,
como se sabe, es católico. Pero, más recientemente aún, oía a un pro­
testante, el pastor Dalliére, expresarse de manera idéntica. En uno como
en otro — y es difícil imaginar hombres de temperamentos más dispa­
res— , se trataba de la misma certeza de la Parusía. Lo que me sorpren­
de es que ninguno de los dos es hombre sectario. Muy al contrario: am­
bos tienen una conciencia, que me atrevería a calificar de ejemplar, de
la ecumenicidad, de la misión universal de la Iglesia. En torno a esta
afirmación escatológica van a gravitar las pocas reflexiones que querría
presentar aquí.
En primer lugar, considero oportuno afrontar sin rodeos la objeción
inmediata que esta creencia en un fin inminente de lo que llamamos el
mundo amenaza con suscitar en muchos cristianos comprometidos en la
vida secular y que luchan del mejor modo posible contra las injusticias
y las miserias de todo orden que afligen nuestras miradas. ¿No es éste
—será la pregunta— un pensamiento-refugio que corre el riesgo de dis­
traernos de nuestros deberes inmediatos? Si en breve plazo todo va a
acabar, ¿no nos tienta el pensamiento de que ya nada importa? ¿No ter­
minaremos inevitablemente acantonándonos en una espera, puede que
febril y angustiada, puede por el contrario que serena e incluso gozosa
y alegre, pero que, en todo caso, no puede sino excluir cualquier acción
eficaz? Desde este punto de vista, pues, nos inclinaremos a denunciar
como una auténtica deserción el acto por el que nos abandonaríamos sin
moderación a esta confianza en la próxima venida del Salvador.

159
Me parece evidente que esta objeción esconde, cualquiera que sea su tido común exigía pensar que la humanidad acabaría reponiéndose, una
valor aparente, bastantes graves confusiones. Se emparenta directamen­ vez más, tras esta grave indisposición.
te con la que recuerdo haberle oído a una dama protestante suiza, de No vacilo en afirmar que me parece indispensable llevarle la contra­
mente bastante obtusa, contra los religiosos que han optado por la vida ria a dicha actitud. Consiste ésta, en el fondo, en proclamar más o me­
contemplativa. Los trataba precisamente de desertores, acusándoles de nos explícitamente que sólo se necesita volver a empezar de cero y, en
escapar de las tareas humanas más urgentes y de huir de ellas llevando suma, hacer como si nada hubiera pasado. Estas expresiones, de una
una existencia entumecida e inútil. Le faltó un tris para tratarles de va­ simpleza insultante, traducen de manera peculiar lo que cabe denominar
gos. Lo absurdo de una apreciación así no necesita verdaderamente ser el dogmatismo de los espíritus instalados. Pero lo importante es hacer
demostrado. Sin embargo, presenta al menos este valor, que me atreve­ ver que el espíritu instalado toma sus tranquilas certezas en un mundo
ría a llamar tangencial: el de recordarnos cuáles son las tentaciones a las que se le muestra como normalmente constituido, si bien susceptible de
que, a pesar de todo, estamos expuestos, por poco que confundamos una ser progresivamente acondicionado de la manera más adecuada a las
vocación con lo que, después de .todo, puede no ser más que una auto- exigencias de un ser razonable. Sobre esto, puedo aportar un testimonio
complacencia. Del mismo modo, debemos ponermos manifiestamente personal: ese mundo, espontáneamente contemplado como dotado de
en guardia contra lo que de buena gana llamaría un quietismo escatoló- una constitución normal, aunque, con todo, perfectible en este o en aquel
gico, que entra en directa contradicción con el mensaje cuya depositada de sus aspectos, es ese en que hemos vivido a finales del siglo pasado y
es la Iglesia. durante los primerísimos años de este siglo. Sólo que no basta con de­
Pero, en realidad y de una manera mucho más general, no podríamos cir que ese mundo está en ruinas: nos damos perfecta cuenta de que no
disimular que la idea de un fin de los tiempos, de un eschaton, repugna fue pulverizado por accidente, sino que albergaba en el fondo de sí mis­
profundamente a cierta mentalidad, muy extendida entre los propios mo el principio de su destrucción; y, sobre este punto, sería sin duda im­
cristianos, y de la que sería conveniente que nos formáramos una idea prudente negarle a la crítica marxista todo su valor. Ahora bien, esta
nítida. Se admitirá espontáneamente que esa idea procede de un pesi­ constatación que apunta al fondo de las cosas le asesta un golpe mortal
mismo oscurantista que nos ha sido legado por la Edad Media y que a la conciencia que el espíritu instalado se imaginaba tener de sí mismo:
amenaza siempre con surgir de nuevo, debido a las crisis y calamidades conciencia que, a la luz de lo que hemos vivido, aparece como pura pre­
que atraviesa la humanidad. Visto así, uno se sentirá bastante proclive a sunción. A la luz de lo que hemos vivido —digo— , pues precisamente
asimilar tales pensamientos a oscuras ideas, más o menos delirantes, que nos movemos en un ámbito en el que las palabras “como si nada hu­
se apoderan de la imaginación que se halla bajo el influjo de una dolen­ biera pasado” resultan ser un escandaloso sinsentido. Cierto, no sólo
cia, de una intoxicación cualquiera. De manera que se postula, como la hemos sido puestos a prueba, en el sentido en el que lo ha sido cualquier
cosa más natural del mundo, la existencia de una oposición entre el es­ víctima de un accidente o cualquiera que haya atravesado una enferme­
tado normal, por una parte, que le permite al hombre formarse una re­ dad. Hemos sido instruidos. Algo nos ha sido revelado o, al menos, hu­
presentación verdadera a la vez que relativamente alentadora de su con­ biera debido revelársenos; se ha abierto un abismo a nuestros pies. Me
dición y de su destino, y, por la otra, un estado patológico que favorece inclino a pensar aquí en la erupción que revela la presencia de un foco
el desarrollo de esas sombrías ensoñaciones. Me ha sorprendido mucho central cuya existencia ni se sospechaba, pero que sin embargo estaba
el modo en que, durante una sesión que la Société Bergson consagraba ahí y persiste.
a la técnica, un estimable filósofo como Edouard Le Roy rehusaba ad­ Pero podemos preguntarnos si un historicismo, el que sea—y en par­
mitir que hubiera algo en la situación presente de la humanidad que no ticular un historicismo marxista— , no tiende precisamente a obturar en
se hubiese encontrado ya en muchas otras ocasiones. De creerle, el sen­ nosotros esa conciencia de un foco central, es decir, en el fondo, de po­

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tencia demoniaca, del que, por otro lado, esforzadamente se acabará sobre una idea ya hecha, nos esforzamos en interrogarnos sobre la idea
dando cuenta con los medios de que dispone un psicoanálisis generali­ de unidad, descubriremos que es irremediablemente ambigua, si no en
zado, apelando a la imaginación colectiva o a otras entidades del mismo ella misma, al menos en su poder de aplicación. Decir que dos cosas no
orden. También aquí seguimos en presencia del espíritu instalado que se forman más que una es decir que entre ellas se ha producido una coa-
concede a sí mismo un certificado de exención con respecto a los delirios lescencia tal que, por ejemplo, no es posible coger una de esas dos co­
o a las aberraciones cuya génesis él pretende describir. Esta pretensión, sas sin coger la otra al mismo tiempo. Primitivamente distintas, forman
este postulado, está a la base de los Congresos: “Nosotros, que somos se­ ahora un todo que sólo se deja descomponer idealmente. Por lo demás,
res razonables y que estamos de acuerdo en juzgarnos competentes en si nos quedamos en el plano de lo abstraccto, cabe imaginar diversos ca­
la materia, nos reunimos para examinar juntos...”. Es evidente que, en sos diferentes: o bien la unificación se produce por reducción o bien no;
ciertos dominios, no se podría criticar esta pretensión o este postulado: si hay reducción, significa que una de las dos cosas pierde una parte de
urólogos o cardiólogos están interesados en reunirse para intercambiar sus caracteres propios para confundirse con la otra; la unificación va li­
sus observaciones sobre afecciones completamente determinadas y lo­ gada así al empobrecimiento de una o de otra, o de ambas. Si, por el
calizadas, y a las que es justo someter a una terapéutica apropiada. Al contrario, no hay reducción, en teoría podrá hacerse que la coalescencia
contrario, cuanto más se trata de males de los que, en cierto sentido, nin­ se produzca sin que ninguna de las dos cosas se modifique en realidad.
guno de nosotros puede considerarse indemne, más cómoda y en el fon­ A decir verdad, yo mismo no estoy seguro de que esto sea físicamente
do condenable resulta la actitud que exige comparaciones como esa posible, y en el orden biológico es casi con toda seguridad inconcebible;
(condenable, en la medida en que comporta un espejismo sobre nosotros en fin, en el plano espiritual, ni siquiera cabe imaginárselo. Es verdad
mismos, una mentira). Hagamos notar, no obstante, que, conforme esos que en el orden mismo del espíritu la noción misma de coalescencia pa­
males se vayan extendiendo y profundizándose, estas tentativas deses­ rece enteramente inaplicable. De entrada, da la impresión de que la
peradas y, en el fondo, contradictorias irán fatalmente multiplicándose, unificación no se pueda efectuar aquí más que por la creación de un
y el demasiado visible fracaso con el que chocarán no hará sino acre­ todo, que presenta nuevas cualidades y en cuyo interior cada elemento
centar la desesperación que les dio nacimiento. Esto es verdad ante todo está como renovado. Pero, aun suponiendo semejante síntesis, no llega­
del orden político, por cuanto este ya no se deja disociar del orden eco­ mos a fin de cuentas a la unidad, que es de lo que se trata. En último ex­
nómico, por una parte, moral y religioso, por la otra. Abordamos así, por tremo, podríamos acudir a la oposición que Nygren introdujo entre Eros
un rodeo, una idea que me parece importante. y Agape, a la que ya aludí antes, y decir que Eros, considerado sobre
Los espíritus optimistas parecen reconfortarse hoy con el hecho de todo en su sentido romántico, consiste en cierta aspiración a fundirse en
que cierta unidad planetaria tiende a instaurarse ante nuestros ojos gra­ el otro o incluso con el otro en una unidad superior (o indiferenciada).
cias a las técnicas modernas. Pero la cuestión estriba en saber si una Agape está, por el contrario, más allá de la fusión, sólo puede hacerse
unificación de este tipo, que se traduce sobre todo por la supresión prác­ un hueco en el mundo de los seres, yo diría incluso de las personas, si
tica de las distancias, presenta alguna incidencia espiritual positiva. Pues este término no hubiese quedado, después de Kant, reducido a una acep­
bien, nada es, justamente, menos seguro, y cabe temerse que el Congre­ ción demasiado formal y jurídica; y el personalismo contemporáneo, tan
so y la Conferencia internacional, con todo lo que tienen de especioso y confuso, no me parece que haya logrado revalorizarlo. ¿La unidad más
de estéril, correspondan justamente a la mentira de una falsa unidad. elevada no sería la que se crea entre seres capaces no sólo de recono­
Esto resulta, a mi entender, meridianamente claro por poco que nos cerse diferentes, sino de amarse por lo que tienen de diferentes? Seme­
tomemos la molestia de reflexionar sobre lo que puede ser una unidad jante unidad se sitúa en las antípodas de toda reducción; pues, en el fon­
espiritual auténtica. En efecto, si, en lugar de contentarnos con operar do, una reducción es siempre una descalificación.

162 163
Ahora bien, precisamente constatamos que los progresos de la téc­ La propaganda es la que aspira a constituir a la masa como tal, al in­
nica, considerados in concreto, tienen como consecuencia una reduc­ fundir entre los individuos que tiende a aglutinar, electrizándolos, la ilu­
ción cada vez más acusada de la diversidad humana, una extraordinaria sión de que pueden acceder a una conciencia de masa, y que esa masa
nivelación de las sociedades, de las maneras de vivir. Esta nivelación constituye algo más real y más válido que lo que son cuando se les con­
tiene como contrapartida un despliegue del espíritu particularista, del sidera por separado.
espíritu de reivindicación en lo que éste tiene, a fin de cuentas, de más Esa misma propaganda utiliza, claro está, el sentimiento de poder
rencoroso. Como dice Werner Schnee en El dardo, en el mundo de hoy que experimentan los individuos cuando se ven reunidos en gran núme­
cada uno tiende a decir: “Yo no estoy bien, pero mi vecino tampoco lo ro alrededor de un mismo objeto. La analogía con las grandes asambleas
está”. Todo parece mostrar con una claridad deslumbrante que reducir religiosas es, al respecto, de lo más engañoso. Pues, en una asamblea re­
a un común denominador no puede desarrollar más que el resentimien­ ligiosa digna de esta palabra, toda la atención va dirigida a cierta reali­
to en el mundo. Esto podría ser además ilustrado de muy diversas ma­ dad trascendente y misteriosa. Aquí, por el contrario, el objeto es sólo
neras. Es perfectamente claro que los medios técnicos acaban ponién­ un pretexto, y, en el fondo, es a ella misma a lo que la muchedumbre
dose, por sí mismos, a disposición de una ideología, ya sea marxista, tiende a tomar como ídolo. La increíble equivocación de algunos soció­
fascista, etc., y de los eslóganes en los que esta toma cuerpo. Pero re­ logos de principios de siglo ha consistido, digámoslo de pasada, en in­
sulta igual de claro —y sería conveniente preguntarse por qué— que terpretar los hechos religiosos mismos a partir de este colectivo degra­
una ideología no puede ser un foco que irradie amor, que, en el sentido dado. Las monstruosas reuniones que, desde hace un cuarto de siglo, se
más profundo del término, no puede ser una religión, sino únicamente han multiplicado tienen precisamente como objetivo fomentar esta suer­
una pseudo religión y una contra-religión: tales son, en particular, los te de autolatría colectiva, que además, y por definición, no es capaz de
caracteres del comunismo, si bien es seguro que, en cierto sentido, le reconocerse como tal, al consistir siempre la habilidad de los organiza­
saca partido a la falaz analogía que presenta con el mensaje evangéli­ dores en evitar que el pretexto sea captado como simple pretexto. Cabe
co, y que quizá sea esta semejanza especiosa, engañosa para muchos pensar, y lo digo de pasada, que las Iglesias cometen una grave impru­
ignorantes e ingenuos, la que le comunique parte de su fuerza de pro­ dencia cuando, por su cuenta, favorecen manifestaciones más o menos
pulsión. Pero creo que se puede plantear aquí sin vacilación algunas exactamente calcadas de estas de las que acabo de hablar; pues estas
afirmaciones muy simples. manifestaciones desencadenan unas fuerzas incontrolables que amena­
La ideología aspira, por naturaleza, a convertirse en propaganda zan con ejercerse en contra de la verdadera fe.
—es decir, transmisión automática de fórmulas magnetizadas por una Convendría hablar aquí, otra vez más, de la tentación del número,
pasión en el fondo de esencia rencorosa, y que toma cuerpo sólo si se que es con toda seguridad una de las más temibles que conoce el hom­
ejerce contra cierta categoría de seres humanos elegidos como chivos bre contemporáneo, así como del prestigio de las estadísticas, del que en
expiatorios: los judíos, los cristianos, los francmasones, los burgue­ el momento actual puede decirse que ningún cuerpo constituido logra
ses, etc., según el caso. Por otra parte, nada es más chocante que ver escapar, icluido aquel cuyos fines son los más espirituales (piénsese, por
con qué facilidad se opera la sustitución de un chivo expiatorio por ejemplo, en las estadísticas parroquiales o diocesanas relativas al núme­
otro. ro de comuniones). Nunca será excesiva, me parece, la fuerza y la in­
Esta propaganda se ejerce con bastante dificultad sobre el individuo sistencia con que lo repitamos: únicamente si logramos escapar de la
dotado de sentido crítico, incluso corre el riesgo de irritarlo y de poner­ fascinación del número cabe esperar seguir en lo espiritual, es decir, en
lo a la defensiva; por el contrario, en las masas es donde halla un terre­ la verdad. Pero también es preciso decir que, en el mundo en el que es­
no idóneo; pero aun esto es decir demasiado poco. tamos, todo parece arreglárselas, del modo más visible y tiránico, para
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persuadirnos de lo contrario. Una ética de la mentira está elaborándose, De esta conciencia escatológica, considerada ahora de modo más po­
la cual le ordena al individuo que se anule ante esa multitud de la que él sitivo, nos han aportado testimonio algunos pocos supervivientes de los
no es más un elemento insignificante y efímero. campos de exterminio, cuyo valor dudo mucho que alguien pueda algu­
En modo alguno significa esto, por lo demás, que se pueda o que, a na vez considerar exagerado. Basta con pensar en lo que, en el horror de
fortiori, se deba intentar restaurar el individualismo caduco, del que el Auschwitz o de cualquier otro presidio, fueron Jacques Lévy, un rector
siglo xix nos presentó expresiones tan variopintas e incluso irreducti­ de Pont-Aven, y un Edmond Michelet. Pero en la perspectiva que pre­
bles. También aquí hay que denunciar una ilusión, tan funesta como la tendo adoptar se plantea la cuestión de saber si esos campos no pueden
del número, y con la que a veces se ha contraído, especialmente en la ser considerados, de alguna manera, como la figura anticipada y sinies­
Alemania contemporánea, la más funesta alianza: estoy aludiendo a la tramente caricaturesca del mundo que viene. La generalización de algu­
ilusión de lo biológico. Puede decirse que todo lo que tiene de débil, de nos procedimientos que hoy se extienden a una porción cada vez más
caduco y, por lo demás, de nefasto la obra de Nietzsche deriva del pres­ considerable de un continente que creimos civilizado resalta, al respec­
tigio de que gozaba lo biológico ante él. Admiró a Dostoievski quizá to, con una significación terriblemente reveladora. ¿No consistiría un as­
por haberlo conocido sólo muy superficialmente; si hubiera leído sus pecto esencial de la conciencia escatológica en reconocer ese fenómeno
grandes obras, o bien le habría reconocido como su adversario más te­ en toda su amplitud, en su realidad específica, en ver bien que nos hace­
mible o bien se habría convertido, pues es probable que la tentación de mos culpables de una mentira cuando pretendemos asimilar los horrores
lo biológico no haya sido superada en nadie más que en Dostoievski. Y a los que asistimos a las atrocidades que otros siglos han presenciado? En
en él hay con qué rebasar infinitamente el individualismo, tal como aún esos siglos pasados, aún no habían sido reconocidos y proclamados los
lo encontramos en Ibsen, por no hablar de Stirner38 y de los anarquis­ principios fundamentales de un orden humano. Hoy sistemáticamente se
tas. contravienen esos bien conocidos principios; más aun, por una impudi­
De manera que no se trata de exaltar al individuo que desafía a la cia sin parangón, los mismos que los pisotean no dejan de invocarlos y
masa, y la verdad es que no se trata de exaltar a nadie. Por caminos si­ de apoyarse en la autoridad de las ideas (democracia, libertad, etc.) cuya
nuosos, y puede que azarosos, deseamos escrutar lo que, en el título de ruina definitiva provendría del reino que pretenden instaurar. De buena
mi exposición, he designado con el nombre de conciencia escatológica. gana añadiría que, en estas condiciones, puede que le quepa al propio
Esta se define para nosotros, negativamente, por rechazar categórica­ filósofo realizar una suerte de recolección o de acopio de todo lo que ha
mente adherirse a una filosofía de las masas que se apoya en la consi­ sido así derrochado, arrojado al viento, profanado...
deración de las técnicas y por repudiar la aportación de estas últimas a Pero, se nos preguntará si esta conciencia vespertina es propiamente
lo que, sin duda, sería temerario llamar civilización. Se caracteriza tam­ escatológica, en particular en el filósofo. ¿Puede él sinceramente adhe­
bién por un rechazo no menos determinado de aliarse con el optimismo rirse de verdad a la idea de un acontecimiento supra-histórico que, de al­
de los espíritus “instalados” que, sin atreverse por lo demás a suscribir guna manera, vendría de fuera a ponerle un final a la historia? Habría
las afirmaciones temibles y grandiosas de Hegel, se quedan a medio ca­ aquí mucho que decir; a grandes rasgos, responderé que hoy asistimos a
mino y se complacen en pensar que, a costa de algunos lamentables ex­ una problematización universal de lo que, en épocas anteriores, de un
cesos, la historia garantiza poco a poco la realización de las exigencias modo casi general, se consideraba obvio, y que, por otra parte, esos pro­
medias, esas en las que se reconocen los espíritus instalados. blemas indefinidamente multiplicados comportan cada vez menos solu­
ciones. ¿No habrá razones para decir que, a partir del momento en que
38. Stirner, 1806-1856. Escritor alemán, cuyo libro El único y su propiedad inspiró el m ovi­ la reflexión ataca, para desintegrarla, la unidad de lo vivido —y por tal
miento llamado anarquismo individualista. hay que entender ante todo el acto de vivir y de dar la vida— , a partir

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del momento en que los porqués proliferan indebidamente, sucede que el único que puede llegar a ser conciencia escatológica. Por otra parte,
las mismas cuestiones relativas al cómo se vuelven progresivamente in- no le es dado profetizar: transgrediría su condición, si profetizara. Pero
solubles. Un mundo en el que se ha podido ver cómo se propone un sa­ le concierne prepararse para ese acontecimiento: como el condenado
lario para la madre de familia es, con toda evidencia, un mundo en el que procede a su último aseo antes de la ejecución. Dicha preparación
que las raíces de la vida están envenenadas. Por lo demás, es desde este no habría de tener en realidad nada de fúnebre; al contrario: sólo puede
punto de vista desde el que el estatismo aparece como la mayor calami­ realizarse con alegría — esa alegría de ser a la vez uno y varios, que es
dad, con la demente ilusión que empuja a los hombres a descargar sobre esenciamente eclesiástica. Incomprensible para el yo cautivo, es como
el Estado unas tareas que ellos ya no son capaces de asumir, como si este la respuesta anticipada a una llamada presentida, pero que, no lo ponga­
Estado agotado por exceso de trabajo se convirtiera en el símbolo de una mos en duda, se hará cada vez más nítida e insistente — la llamada que
impotencia disfrazada de poder absoluto. En esta línea y considerando los espíritus “instalados” están condenados a no percibir nunca.
imparcialmente lo que pasa ante sus ojos, es como el filósofo puede ver­
se conducido a preguntarse si no nos encaminamos hacia un final de la
historia, y si la bomba atómica no es como el símbolo real de la ten­
dencia que empuja a nuestra especie a la autodestrucción. Ciertamente,
la idea positiva de eschaton, tal como es presentada en las Sagradas Es­
crituras, puede intervenir en una dimensión por completo distinta. Pero
se puede uno preguntar si lo que he intentado evocar en estas páginas no
constituye algo así como la vestimenta sensible e histórica con la que se
nos presenta un acontecimiento que únicamente le corresponde a la fe
no ciertamente captar, sino presentir en lo que tiene de realidad positi­
va.
No me cabe duda de que aquí se me intentará acorralar, y se me dirá:
“¿Cree usted de buena fe y con toda sinceridad que ese acontecimiento
apocalíptico esté próximo?”. Ahora bien, no creo yo que a una cuestión
como esta se pueda responder con un sí o un no. Dado que a mi esencia
de criatura prisionera de lo sensible y del mundo de las costumbres y de
los prejuicios en el que estoy implicado le pertenece estar siempre divi­
dida, ese yo cautivo no puede responder más que esto: “No, no lo creo”;
y tan pronto se abandona a la pura y simple desesperanza, como se re­
fugia en algún pensamiento optimista, algún “¡si después de todo!”, si
bien esto último sucede cada vez más difícilmente. Lo único que pasa
es esto, que es de una importancia decisiva: que ese yo cautivo no pue­
de declarar con absoluta sinceridad que soy yo mismo. Soy consciente
de no quedar reducido a ese yo cautivo; el yo del amor y de la oración
se proclama distinto a él, aunque entre uno y otro haya mucho más que
una mera cohabitación. Sin embargo, es ese yo del amor y de la oración

168 169
II

El hombre contra la historia

C
iertamente no es cuestión de que yo, filósofo y dramaturgo, aven­
ture hoy nada que se parezca a una profecía. Expresamente lo he
dicho: no cabe confusión posible entre el modo de pensar del filósofo y
el del profeta. Después de todo, el filósofo no dispone más que de un
único instrumento, y este instrumento es la reflexión. Por otra parte, no
discuto, sino muy al contrario, que esta misma reflexión brote de lo que
he denominado una intuición ciega39. Pero si cabe hablar de intuición
ciega o bloqueada, significa que esa intuición, en el filósofo, no tiene el
poder de formularse directamente, como lo tiene en el poeta y afortio-
ri en el profeta. Queda, por ello, reducida a nutrir subterráneamente una
reflexión que sólo se puede ejercer sobre la experiencia común tal y
como se ofrece a un espíritu de buena fe.
Mi propósito es precisamente el siguiente: cualquiera que sea la es­
peranza que alberguemos y que estemos obligados a albergar hasta el
final, no es menos verdadero, indiscutiblemente verdadero, que ante no­
sotros se abre la posibilidad de una catástrofe que amenaza con la desa­
parición de todo cuanto le da a la vida su valor y su justificación. El he­
cho de que esta posibilidad esté ante nosotros constituye por sí mismo
un dato capaz, con toda seguridad, de suscitar, incluso diría capaz de im­
poner el más trágico de los exámenes de conciencia. A este examen es
al que quiero proceder.
Tomaré como punto de partida el prefacio que escribí para La Vingt-
cinquiéme HeureM). Recuerdo las palabras de Trajano en ese libro: “La

39. Cf. Ser y Tener [tr. esp., p. 120, entre otras], Gabriel Marcel emplea la expresión “intuición
ciega” en el periodo en el que intentaba precisar su método para tomar conciencia del “misterio del
ser”, que suponía “un compromiso a partir de un presentimiento” (Présente et Immortalité, p. 136.
Ver Simone Plourde, Vocabulaire, p. 324-326).
40. Obra de Virgil Gheorgiu, éxito de ventas publicado por Gabriel Marcel, contra el parecer ge­
neral, en su colección “Feux Croisés”, de la editorial Plon.

171
civilización occidental, en su última fase de progreso, ya no es cons­ tas bajo apariencias universalistas. Reconocemos en esto un tipo de
ciente del individuo, y nada permite ya esperar que alguna vez llegue a sofisma sorprendemente extendido en nuestros días, y del que los estali-
serlo. Esta sociedad no conoce únicamente más que algunas de las di­ nistas no son, con mucho, los únicos culpables: así también se encuentra
mensiones del individuo; para ella, no existe el hombre integral tomado muy a menudo en Sartre. No se trata de discutir que la idea de la persona
individualmente. El Occidente ha creado una sociedad semejante a la y de los derechos de la persona ha sido con frecuencia utilizada superficial­
máquina. Obliga a los hombres a vivir en el seno de esta sociedad y a mente y en pro de las necesidades de la causa por parte de hombres a los
adaptarse a las leyes de la máquina. Cuando los hombres se parezcan a que, en realidad, animaba una voluntad de opresión en beneficio de su
las máquinas hasta el punto de identificarse con ellas, entonces no que­ camarilla o de su casta. Ahora bien, en ello, no hay nada que permita de­
dará ya hombre sobre la tierra” ¿Cómo no evocar aquí, al mismo tiem­ sacreditar las ideas mismas, y por el contrario hay que mantener con la
po, un libro aparecido después de La Vingt-cinquiéme Heure, y por el mayor energía posible que éstas —a condición, claro está, de que no se
que, por lo demás, sé que Virgil Gheorgiu siente, como yo mismo, la ma­ queden en meras abstracciones— no se reducen a palabras, sino que, por
yor admiración; me refiero al 1984 de George Orwell? Libro alucinante el contrario, intentan encarnarse en las costumbres y en las instituciones,
y cuyo alcance rebasa con creces a todas las novelas de anticipación co­ y constituyen la única salvaguarda imaginable contra un estado de bar­
nocidas, sin duda porque se limita a presentamos la figura completa de barie tecnocrática que quizá sea lo más horrible que se pueda concebir.
lo que, esbozado, ya existe más o menos en todos los países. Por otra par­ No obstante, conviene aquí prever algunas objeciones cuyo alcance
te, considero el que este libro no haya obtenido éxito alguno, al menos sería impmdente subestimar. La persona, tal como la ha definido el kan­
en Francia, como un hecho bastante grave, lo cual, a mi entender, apenas tismo o las concepciones más o menos híbridas a él vinculadas, la per­
cabe explicárselo, en efecto, a no ser por una suerte de profunda cobar­ sona, digo, ¿no es, después de todo, algo así como el residuo desvitali­
día: la gente tiene miedo de ver en el fondo de esta especie de espejo má­ zado, podría decirse incluso que esclerotizado, de una creencia en sí
gico la imagen del mundo que mañana será el nuestro si carecemos del misma caduca? ¿No sería razonable admitir que si la persona es digna
coraje de rechazarlo, llegado el caso, por el martirio. de inspirar respeto únicamente lo es en la medida en que sigue disfru­
Pero sucede que, en diversos medios, tiende a producirse una suerte tando del aura que rodea a la criatura hecha a imagen del Creador? No
de deslizamiento o de deriva que, creo, nunca será denunciada con ex­ hay duda de que Kant y los kantianos están muy lejos de pensar en jus­
cesiva rotundidad. Quiero decir que ese valor del individuo, digamos tificar de esta manera el respeto a la persona humana, y, por el contra­
mejor de la persona, postulado en el libro de Gheorgiu y en el de Orwell, rio, al menos en lo que concierne al autor de la Crítica de la razón prác­
tiende hoy a ser puesto en entredicho de forma solapada: no estoy tica, a partir de la persona considerada como sujeto autónomo es como
refiriéndome a los fanáticos, sino a los espíritus que se creen de buena pretenden elevarse a una religión susceptible de procurarse la adhesión
fe y, en realidad, se dejan intimidar por veredictos pronunciados en de la conciencia. Pero resulta imposible atarse exclusivamente a la letra
nombre de la historia — mejor sería decir en nombre de una filosofía de de un sistema filosófico o incluso a la expresión elaborada que pretende
la historia que, sin embargo, apenas resiste el examen. Precisamente dar de sí mismo. Un pensamiento como el de Kant o, incluso, el de sus
aquí es donde tiene que intervenir el examen de conciencia al que cada más fieles discípulos, no puede ser separado de cierta atmósfera en la
uno de nosotros está obligado a entregarse hoy. que se ha desarrollado; es más o menos lo que, en nuestro días, Jean
Hoy, nada es más corriente que oír denunciar, por parte de hombres Guitton ha estudiado bajo el nombre de mentalidad41. Probablemente no
de fidelidad marxista, la filosofía de la persona como la expresión hipó­
crita de una sociedad burguesa únicamente preocupada por salvaguardar 41. Jean Guitton, nacido en 1901 en St-Étienne, profesor en la Universidad de Dijon y en la Sor-
sus privilegios, pero inquieta por disimular sus fines auténticos y egoís­ bona, elegido miembro de la Academia Francesa en 1961. Heredero espiritual de Bergson y amigo

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sería exagerado afirmar que verdaderamente es en una atmósfera seme­ con toda evidencia, como articulada a la afirmación nietzscheana de la
jante en la que un pensamiento toma el oxígeno que necesita para vivir. muerte de Dios. Esto podría desarrollarse muy ampliamente, en especial
Nadie puede discutir que la atmósfera vital del kantismo ha sido una at­ por el estudio de la mentalidad materialista que se ha modificado tan
mósfera cristiana e incluso pietista. Ahora bien, ¿cómo no ver que esa sorprendentemente, como lo he destacado ya, a partir de finales del si­
atmósfera se ha transformado debido a múltiples influencias, algunas de glo xix. La mayoría de los materialistas del xix eran hombres que de he­
las cuales por otra parte han sido muy útilmente detectadas por el análi­ cho se comportaban como si conservaran las mismas creencias que de­
sis marxista? En consecuencia, ¿no es razonable preguntarse si las ideas claraban haber perdido. Es que seguían beneficiándose, sin darse, por lo
mismas no están abocadas a perecer justamente porque el medio fluido demás, ninguna cuenta de ello, de un clima cristiano. Hoy puede decir­
—permítaseme decirlo así— que les era necesario ha desaparecido? Al se que no es ya así y que el materialista tiende a vivir como materialis­
respecto, nunca sería excesiva la importancia que se le concediera al ta; empezamos a saber qué es lo eso significa.
acontecimiento nietzscheano: si Dios ha muerto, si la idea de la criatu­ Ahora bien, aquí es donde se plantea una cuestión de importancia de­
ra concebida a imagen de Dios ha perecido por ello mismo, ¿no estamos cisiva: se trata de saber qué actitud, en la medida en que seguimos sien­
obligados a sacar las consecuencias de ese hecho, y reconocer que la do conciencias, en la medida en que seguimos siendo y queremos seguir
idea misma de persona humana carece hoy de raíz, que no es más que siendo seres libres, tenemos que adoptar frente a este encadenamiento.
una reliquia y que a lo sumo puede dar lugar a desarrollos académicos Es esencial observar que, en efecto, dicho encadenamiento no podría en
y exangües? Probablemente no haya cuestión más importante que esta. ningún caso imponernos ningún juicio de valor sobre él, sobre su sig­
Pero es importante ponerse en guardia contra posibles confusiones. nificación. Seamos más precisos: sin lugar a dudas, existe —y a esto me
Aquí, el filósofo se halla verdaderamente en su casa, en su propio do­ refería hace un momento cuando hablaba de un deslizamiento o de una
minio. Lo he dicho ya, vaticinar no es asunto suyo. Pero su obra debe deriva— una tentación de ponerse de alguna manera a remolque del
ser, más que en ninguna otra época, una obra de discernimiento. acontecimiento y de ponerle un sello, un certificado de validez. Pero
Tenemos que empezar por considerar una situación de hecho, que basta con pensar en esta tentación como tentación para que, con ello,
debe ser reconocida e incluso explorada con la precisión y la intrepidez nos liberemos de las tenazas en las que, de otro modo, corremos el ries­
del cirujano que se esfuerza en determinar la naturaleza y los límites de go de quedar atrapados. Con esto quiero decir que la misma situación
una lesión. histórica se transforma a partir del momento en que deliberadamente
Me parece totalmente evidente que, de hecho, las técnicas de envile­ nos precavemos contra lo que podríamos denominar la seducción que
cimiento no han podido constituirse más que a partir de una situación siempre emana del acontecimiento, cuando este es lo bastante rotundo.
que comportaba la negación radical —pero no siempre explícita, por lo Muy a menudo, nos incita muy peligrosamente a modificar nuestra ma­
demás— del carácter sagrado que el cristianismo le atribuía al ser hu­ nera de apreciar retrospectivamente a todos los que nos han precedido.
mano. Si, entre nosotros, muchos se sienten hoy irresistiblemente tenta­ Esto ha sido particularmente delicado en 1940. Ha habido gran número
dos de declarar que “el hombre agoniza”, esta constatación se presenta, de espíritus débiles que han visto en nuestro desastre algo parecido a un
de Gabriel Marcel, ha meditado en particualr sobre el tiempo. Su afán es un afán de unión: descu­
Juicio final en miniatura, y, desde ahora, podemos estar seguros de que
brir las convergencias entre Pascal y Leibniz, Renán y Newman, ctc. Ha sido uno de los pioneros si —Dios no lo quiera-— un maremoto soviético acabara desencadenán­
de la búsqueda ecuménica y, por ello, el primer laico que participó en el Concilio Vaticano II, en el dose y atravesara Occidente, se produciría exactamente el mismo fenó­
que tomó la palabra, durante la sesión de clausura, para hablar sobre el tema de la unidad. De su
obra considerable y variada, a la vez filosófica, literaria y novelesca, citaremos: Portrait de Mati-
meno, pero a una escala mucho más vasta, tanto más cuanto que en este
sieur Pouget, Critique religieuse, Sagesse, Le temps et l'éternité chez Plotin et Saint Augustin, La caso se encontraría ya elaborada la ideología susceptible de favorecer
fam ille et l ’atnour, Le catholicisme. esa interpretacón. Así, pues, aprovechando que, a pesar del pánico que

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ya se manifiesta, sigue siendo posible no obstante cierta sangre fría — con sérvese el paso gigantesco que la Revolución acaba de dar en esta vía ha­
tal de que estemos firmemente resueltos a conservarla—, desde ahora es­ cia la universalidad en la que se ha embarcado. Aquí, no sólo las preten­
tamos obligados a apelar a las energías reflexivas para exorcizar lo que me siones son universales, sino que la estrategia y la táctica son universales
atrevería a denominar ese fatalismo naciente. Por otra parte, nos ayudará también. En otro tiempo, en las luchas que la democracia libraba, siem­
mucho para entender lo que ha pasado con el nazismo el recordar cuán pre era uno solo el punto del espacio afectado por el resultado de la ba­
fuerte ha podido ser, en varias ocasiones, la tentación de creer que había talla. En cambio, esta vez, el reposo de toda Europa se juega en las suer­
ganado la partida. Pensemos en cuál podía ser nuestro ánimo la víspera de tes de cada uno de sus combates. Esta doctrina nos declara con nitidez
El-Alamein y cuando nada todavía permitía esperar que Estalingrado re­ que no hay más que una misma y única democracia, regulada por un mis­
sistiría hasta el final. De todos modos, la situación no es idéntica. mo y único deseo, un mismo querer, un mismo interés; que Inglaterra,
Cualquiera que sea el juicio que nos merezca el comunismo, no hay Alemania, Francia, Bélgica no son más que los nombres de las localida­
duda de que su significación y su alcance son incomparablemente ma­ des en las que se propone librar sus batallas futuras, las expresiones geo­
yores que las del hitlerismo; y vemos muy claramente cómo algunos es­ gráficas que le han de servir únicamente para recordar las oportunidades
píritus desprovistos de un armazón intelectual y moral lo bastante sóli­ dichosas o desafortunadas que encontrará a lo largo de la lucha. Es nada
do llegan a imaginarse de buena fe que concuerda con el sentido de la menos que una mitad de la humanidad civilizada la que se propone aba­
historia, mientras que el nazismo correspondía a un modo de pensa­ lanzarse sobre la otra y la que abiertamente lo proclama. Si no es esto
miento regresivo. Sin embargo, es muy posible que la oposición sea algo grande, es al menos tan gigantesco como cabría desear. En cualquier
aquí mucho más superficial de lo que se pretende. Estoy perfectamente caso, sobrepasa, y con mucho, los sueños de las ambiciones más altane­
convencido de que la misma expresión de “sentido de la historia” res­ ras y de las imaginaciones más calenturientas. Así, henos ante la demo­
ponde a una noción vaga en extremo o, cuando menos, equívoca, y que cracia que adopta para sí el papel de los grandes conquistadores contra
un pensamiento dueño de sí ha de disolver. los que, en otro tiempo, se alzaron los doctores con tanta violencia, y que
Desde hace unos años, se viene evocando unos cuantos pronósticos abiertamente aspira al dominio universal. No se contenta con rechazar
que, por lo general, formularon algunos grandes liberales franceses del cuanto no es ella: anuncia que no aceptará nada que no sea ella misma y
siglo xix, ante todo Tocqueville, pero también el crítico destacado y de­ que no nos dejará siquiera la libertad de los djaours en los países musul­
masiado olvidado que fue Emile Montaigu. Citaré aquí algunas líneas de manes. Un islamismo materializado es la nueva forma que reviste la de­
este último que se hallan en el libro de Gonzague de Reynold sobre el mocracia; ya no nos propone liberar a la humanidad de todas las tiranías,
Monde russe. Este texto absolutamente profético, cuya referencia exacta nos aporta la suya; ya no nos propone tolerar todas las creencias, nos
no da lamentablemente Gonzague de Reynold, data de después de la Co­ aporta la intolerancia de su ley; ya no nos reclama que reconozcamos su
muna. “¿No veremos un día, pregunta Montaigu, y en las condiciones libertad, nos exige obedecer a su dominación, ha entrado en la vía que
más temibles para Europa, a Rusia recuperar sus designios de domina­ han atravesado todas las potencias embriagadas de sí mismas — y al final
ción universal y de invasión, cuya realización persigue, según su propia de la cual han encontrado siempre la derrota y la tumba”.
confesión, la democracia misma? ¿Cuál es el Atila secreto, cuál es el Ta- Esta sorprendente predicción no está aislada. Algunos años antes,
merlán desconocido que ha soñado una concepción semejante? Estos Donoso Cortés, cuya obra iba a introducir en Francia Louis Veuillot42,
nombres encajan perfectamente aquí, pues esta vez se trata nada menos
que de la conquista misma del mundo civilizado. Es la guerra, la guerra 42. Louis Veuillot, 1813-1883. Hijo de un obrero tonelero, llegó a ser agregado del gabinete de
Guizot. En 1843, dimitió para convertirse en redactor en el “Univers religieux”, del que hizo el ór­
declarada abiertamente no por esta o aquella causa aislada, ni por este o gano del catolicismo ultramontano. Fue el polemista de más talento de su siglo. Citemos Le pape
aquel país, sino por todas las causas y por todos los países a la vez. Ob­ et la diplomatie, Biographie de Pie IX, Rome pendant le concite, etc.

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anunciaba el acontecimiento “de un magno imperio anticristiano que se­ puesto, en su sentido militar, y no en el religioso— que se perfila en bas­
ría un imperio demagógico colosal gobernado por un plebeyo de gran­ tantes porciones de la opinión occidental, y añadiré que la presencia de
deza satánica, el hombre del pecado”. Tocqueville, en sus Souvenirs, semejantes móviles basta para que ese movimiento se torne profunda­
con menor precisión, también veía venir el peligro; y qué decir de esta mente sospechoso. Tan sospechoso como el “examen de conciencia” al
frase de Camot pronunciada el 17 de julio de 1868 en la tribuna del que, en 1940, procedieron, con una precipitación tan extraña, unos hom­
Cuerpo legislativo: “Si Rusia llegara un día a realizar su sueño, la inva­ bres quizá menos preocupados de ajustar las cuentas con ellos mismos
sión total del mundo eslavo, pesaría con tal peso sobre Europa que Eu­ que de obtener la indulgencia del vencedor.
ropa quedaría subordinada. Y entonces —no nos engañemos— no sería Incluso, sería conveniente hacer una distinción que me parece muy
el elemento eslavo el que dominaría, sino el elemento moscovita: con importante entre unos hombres que han llegado a la madurez y unos jó­
ellos, la civilización asiática triunfaría sobre la civilización europea”. Pue­ venes que, al no haber conocido el antiguo orden más que en su fase de
de decirse sin exagerar que, mediante unos rodeos que entonces no cabía descomposición, pueden imaginarse (no sin simplismo, claro está) que
imaginar y gracias a una ideología cuyos principios estaban aún imper­ ese orden carecía por sí mismo de todo valor positivo. Su ignorancia,
fectamente elucidados, lo acontecido ha acabado orquestando las predic­ por una parte, el sentimiento de indignación perfectamente justificado,
ciones de estos hombres de juicio tan claro. No tenemos por qué pregun­ por la otra, que les inspiran unas iniquidades tan visibles pueden conju­
tamos aquí, aunque el asunto sea muy interesante por sí mismo, cómo es garse para hacerles creer que ni siquiera se les ha dejado una opción y
que estas evidencias han podido permanecer tanto tiempo ocultas. Lo que que, al margen del suicidio, la única posibilidad que se les ofrece es
hoy parece meridianamente claro es que únicamente las guerras fratrici­ adaptarse como puedan a un orden nuevo, cuyo carácter defectuoso no
das entre países occidentales y países imperfectamente occidental izados discuten los más lúcidos o los más honestos, pero que, después de sufi­
han podido preparar la realización de estas terribles profecías. ciente rodaje, deberá satisfacer, a pesar de todo, ciertas aspiraciones im­
Ahora bien, lo que es cierto —y esto es lo único que interesa para mi posible de asfixiar en adelante. Y, de nuevo, tras un rodeo, nos encon­
propósito— es que los hombres que he citado, y que poseían aún ese jui­ tramos esa temible idea de un sentido de la historia, de una pendiente a
cio firme cuya desaparición hoy deploramos, se habrían cuidado, y mu­ la que tenemos que acomodarnos; se añadirá incluso, si llevamos hasta
cho, de otorgarle un valor normativo a unas previsiones que, para ellos, el final esta idea, que, al revelarse insuficientes los medios de persua­
no eran más que unas constataciones extrapoladas, si se me permite de­ sión, es imposible no reducir por la fuerza a quienes pretenden resistir­
cirlo así. Destaquemos, por otra parte, que la lucidez de esos hombres se a esta corriente o a este empuje.
ha venido, sin lugar a dudas, a recompensar la libertad de espíritu de la Esta pretensión no sólo se muestra peligrosa, sino rigurosamente
que gozaban entonces. Cuando enunciaban esas terribles predicciones, contraria a la idea de la persona tal como era aún admitida, casi sin dis­
hacían de verdad abstracción de sus disposiciones naturales, de sus pre­ cusión, a finales del último siglo e incluso en el primer cuarto de éste.
ferencias. Convengamos, por lo demás, que esto les resultaba más fácil, Lo que ahora está establecido como principio, más o menos explícita­
porque todavía se hallaban lejos del acontecimiento que veían venir. mente, es que la persona no tiene derecho al respeto más que si con­
Puede que la mirada política, con muy pocas excepciones, excepciones siente en somerter sus actos a lo que se puede denominar la regulación
realmente despreciables, sea casi inevitablemente una mirada présbita. de la historia. Ahora bien, basta con articular estos postulados para dis­
La proximidad lo mezcla todo, no sea más que porque favorece el temor cernir su carácter monstruoso. De hecho, ese poder regulador le corres­
y la codicia que, a fin de cuentas, están en el punto de partida de todos ponde no a la historia, que a decir verdad no es más que una entidad,
los extravíos: son el temor y la codicia los que hoy están en el origen de sino a unos hombres que no pueden ser más que unos tiranos y, añadi­
la especie de movimiento de conversión —tomo esta palabra, por su­ ré, unos criminales, y que se presentan como los agentes ejecutores de

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esa extraña, de esa grotesca divinidad. Pero esta investidura —ésta es la subsistir la libertad humana. Por lo mismo se podrá decir recíproca­
única palabra que conviene— , ¿quién se la confiere? Es realmente una mente que el signo de la falsa trascendencia es el ataque que representa
burla pretender que les es conferida por la historia. Esto no es un pen­ para esa misma libertad.
samiento, sino un simulacro de pensamiento, precisamente porque la Sin duda, se objetará que las propias religiones reveladas se han se­
historia no es más que una abstracción. Por otro lado, ni siquiera se pue­ ñalado a menudo por abusos del orden de los que acabo de denunciar.
de hablar aquí de un consensus efectivo, pues bien sabemos que son Pero esa objeción, no sólo no la aparto, sino que la hago mía sin la me­
unas minorías activas las que están manos a la obra; para darse cuenta, nor sombra de vacilación, y diré sin ambages que cierta opresión cleri­
basta con recordar lo que fue el nazismo en sus inicios o lo que repre­ cal, de la que no faltan ejemplos en torno a nosotros, constituye una au­
sentaban los maximalistas al comienzo de la revolución rusa. La verdad téntica traición a la esencia del cristianismo; este sólo puede denunciar
es que, en el mundo de hoy, un pequeño número de fanáticos, despro­ las falsas religiones de las que he hablado si reconoce y condena esas
vistos de todo escrúpulo, cuando entra en contacto con una masa huma­ perversiones a las que él mismo sigue expuesto en la medida en que está
na amorfa, deprimida por la miseria, minada por divisiones intestinas, forzado a adoptar formas institucionales. La Iglesia es una institución
etc., tiene muchas oportunidades, gracias a la propaganda y al terror, de humano-divina, pero bajo su aspecto humano, demasiado humano, pue­
ejercer el poder magnético cuyas espantosas consecuencias hemos po­ de dar lugar a esas aberraciones, en la medida en que siempre corre el
dido discernir desde hace treinta años. Hay que añadir que, en estos días riesgo de sucumbir a las tentaciones nacidas de la soberbia.
también, los intelectuales —en particular los fracasados y los amarga­ Lo que, en la situación presente, hace que la tarea del pensador cris­
dos— no dejarán de encontrar el medio de proporcionarles a semejan­ tiano sea tan difícil, incluso diría tan angustiosa, es que, a decir verdad,
tes movimientos la especie de justificación que, a pesar de todo, necesi­ está en la obligación de oponerse a esta idolatría hegelianizante de la
tan para imponerse a los espíritus débiles. Hay en ello todo un conjunto historia que, se mire como se mire, debe ser considerada como una im­
de operaciones estrechamente articuladas, cuya auténtica naturaleza le postura, a la vez que a doctrinas reaccionarias, en el sentido más injus­
corresponde a la reflexión reconocer. Esto, y sólo esto, es la verdad de tificable de esta palabra, doctrinas nacidas muy a menudo de la igno­
lo que ambiciosamente se llama el sentido de la historia. rancia y del miedo, y que desembocan en un desconocimiento de lo que
Ahora bien, desde este punto de vista, resulta meridianamente claro puede haber de más valioso en las adquisiciones de la filosofía moder­
el escándalo consistente en pretender sacrificar a esta especie de espan- na. Estas van unidas a una innegable profundización de la noción mis­
tapájaros las libertades fundamentales de la persona. Tenemos que em­ ma de libertad y de todo lo unido a ella más o menos directamente. Pero
pezar defendiéndonos contra el poder de intimidación que emana de hay que declarar que todo ello está siendo tan peligrosamente cuestio­
ciertas palabras, a las que, por la más extraña de las transferencias, se nado, tan amenazado, de un lado como del otro. Como sucede siempre,
les adhiere algo del valor sagrado que poseen los ritos religiosos. Pues se constata además que entre errores de signo inverso, incluso si se com­
bien, es contra esa transferencia contra la que hay que precaverse. Nada baten o, más exactamente, si creen combatirse, invariablemente se crea
se impone con mayor urgencia que una laicización, una secularización una coalición de hecho. Dicho claramente, nada puede servir mejor al
de los principios sobre los que reposan las falsas religiones de nuestro comunismo que el espíritu de reacción en el plano social y religioso, y
tiempo. Falsas religiones, digo, y estas palabras significan exactamente añadiría que nada pueden explotar mejor los ateos que un clericalismo
esto: usurpación por parte de una ideología, que a pesar de las aparien­ que tiende a hacer de Dios un autócrata servido por una castp. sacerdo­
cias es invariablemente de esencia pasional, de una trascendencia que tal conchabada con las dictaduras.
sólo puede pertenecerle a lo increado. Hay que añadir, y esto es de suma No ignoro, ciertamente, el carácter inquietante e incluso superficial­
importancia, que únicamente la verdadera trascendencia puede dejar mente descorazonador de un diagnóstico semejante. Pero presenta, se­

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gún mi parecer, la inestimable ventaja de ayudarnos, por una suerte de denuncias anónimas. Si dispusiéramos de tiempo y si no corriéramos el
contrachoque, a discernir la única vía que se nos ofrece, si es que no riesgo de ahogarnos enseguida de asco y horror, habría que revisar los
queremos volvernos cómplices no digamos sólo de una catástrofe, sino intentos de justificación de esas prácticas vergonzosas que cierta prensa,
del mayor crimen que la humanidad nunca haya cometido contra ella de total acuerdo lamentablemente con algunos de nuestros gobernantes
misma. de entonces, se empeñó en dar. Puede decirse, en términos abstractos,
Entendámonos bien: es evidente que no puede tratarse de definir aquí que lo que allí halló consagración fue, a decir verdad, el monstruoso
nada parecido a una línea de acción política. Se trata mucho más de una principio de la desigualdad ante la ley, es decir, la negación de la ley,
actitud interior; pero esta actitud interior no podría quedar en estado de claro está. Pues hay que mantener como un verdadero axioma que la ley
mera disposición; debe traducirse en actos, y ello allí donde cada cual y la igualdad ante la ley son correlativas y que no se puede atacar una
esté situado. Quiero decir que no se trata de invadir, como lamentable­ sin suprimir la otra. Ahora bien, a partir del momento en que interviene
mente sucede demasiado a menudo en el caso de los intelectuales, do­ el culto de la historia, del dinamismo histórico, etc., aquellas nociones
minios sobre los que carecemos de toda competencia mediante la firma se hunden y, con ellas, todo lo que cabe designar con el término de ci­
de llamamientos, manifiestos, etc. No violentaré apenas mi pensamien­ vilización.
to si digo que son, con demasiada frecuencia, mezquinas estafas. Pero, Digo civilización: vacilaría sin duda en hablar de civilización cris­
por el contrario, está al alcance de cualquiera de nosotros, en el orden tiana. Es esta una expresión de la que se ha abusado peligrosamente y a
que es el suyo, en su profesión, proseguir una lucha sin cuartel en favor la cual, en las circunstancias actuales, probablemente sea ilícito recurrir
del hombre, en favor de la dignidad humana, contra todo lo que hoy sin múltiples reservas que equivalen, en suma, a despojar a esas palabras
amenaza aniquilarlos. Sin duda, donde ante todo debe proseguirse esa de su significación primera. Sin insistir en ello, diré que, aun cuando no
lucha es en el terreno del derecho propiamente dicho, pues, hay que ad­ podamos dejar de ponemos del lado de América, como me parece que
mitirlo, la misma noción de derecho hoy ya no es reconocida, ya no es es indudable en el conflicto actual, ello no nos autoriza a decir, pura y
comprendida. Los hombres de mi generación pueden atestiguar al res­ simplemente, que esta sea el adalid de la civilización cristiana, pues,
pecto que, en esa zona, se ha producido un hundimiento que nadie, hace después de todo, en muchos aspectos, el modo de vida practicado y pre­
treinta o cuarenta años, habría podido siquiera imaginar. Y aquí volve­ conizado al otro lado del océano está muy lejos de parecer conforme a
mos a encontrar el mismo fantasma que no he cesado de denunciar: las exigencias evangélicas. Para darse cuenta, basta con pensar en las es­
quiero decir, la noción de un sentido de la historia constituyendo el cri­ tipulaciones racistas vigentes en muchos Estados y en muchos otros he­
terio en nombre del cual algunos seres deberían ser preservados o in­ chos que cada uno de nosotros puede conocer. Todo cuanto puede decir­
cluso exaltados, y otros apartados, hasta aniquilados. se, todo cuanto debe concederse, es que, por ese lado, la libertad, a pesar
Podrían multiplicarse los ejemplos. Pero me limitaré a evocar lo que de todo, conserva algunas oportunidades que, por un tiempo indefinido,
fueron en Francia los tribunales de excepción durante los años siguien­ parecen por el contrario completamente perdidas en el otro campo. Esto
tes a la Liberación. Las reglas elementales del derecho fueron en ese bastaría para dictarnos nuestra elección si tuviéramos que elegir —cosa
caso literalmente pisoteadas. Se tuvo la osadía de constituir jurados en que, en cierto sentido, no es el caso, pero al mismo tiempo reconozca­
los que se sentaban aquellos mismos que habrían debido ser recusados; mos que la cuestión se plantea en términos que excluyen la posibilidad
me refiero a las víctimas o sus allegados; más aun, por la precisa razón de nada parecido a un espíritu de cruzada. Por otra parte, observaré que
por la que habrían debido ser recusados se les acordó el poder de juzgar esas palabras “espíritu de cruzada”, en nuestro mundo, en el mundo que
a aquellos contra los que consideraban que tenían que querellarse, los ha llegado a ser el nuestro, no pueden dejar de despertar desconfianza;
cuales, por lo demás, habían sido arrestados muy a menudo merced a apenas son separables de un belicismo al que, en la medida en que nos
182 183
III
sea posible, estamos obligados a oponer, en nosotros y fuera de noso­
tros, el más riguroso repudio — y esto, por lo demás, no quiere decir que
la palabra neutralidad, de la que en Francia algunos han usado tan im­ Reintegrar el honor
prudentemente durante estos últimos años, presente una significación
cualquiera. También aquí, entre un belicismo criminal y un neutralismo
quimérico, que por lo demás huele a traición, tenemos que abrimos el
más angosto de los senderos.

L
a otra noche, al entrar en mi casa después de haber escuchado un
Simplemente confesaré que, si nos sintiéramos solos, la tarea se mos­ admirable concierto de Bach, pensaba: he aquí algo que nos resti­
traría impracticable; por mi parte, bien creo que estaría tentado de aban­ tuye un sentimiento que se podría creer perdido, puede que, más que un
donarla y, en algunos momentos, la tentación del suicidio quizá resulta­ sentimiento, una seguridad: el honor de ser un hombre. Es importante
ra insuperable. Hay que volver a lo que decía. Entendida literalmente, la destacar que todo parece coaligarse hoy para amainar esta noción, lo
fórmula de Nietzsche no sólo es sacrilega, es falsa. Y, por supuesto, otro mismo por lo demás que todas las que son muestra de una moral aristo­
tanto hay que decir de sus caricaturas contemporáneas y, en particular, crática. Se finge que la aristocracia no puede ser más que una casta y que
de las blasfemias sartrianas. Esa libertad que tenemos que defender in es justamente un modo de existencia condenado por la historia. Y, si
extremis, no es una libertad prometeica, no es la libertad de un ser que bien podemos estar de acuerdo en admitir que las castas como sistema
sería o pretendería ser por sí. No me he cansado de repetirlo desde hace cerrado aparecen hoy como indefendibles, es preciso por el contrario re­
años, la libertad no es nada, se aniquila ella misma en lo que cree ser su chazar con rotundidad la idea de que la aristocracia, considerada en su
triunfo si no reconoce, con un espíritu de humildad absoluta, que se ar­ esencia, implique algo semejante. Por otra parte, hay que resaltar que
ticula con la gracia, y cuando digo gracia no tomo esta palabra en no sé vemos cómo, ante nuestros ojos, se prepara el advenimiento de una
qué acepción abstracta y laicizada; se trata de la gracia del Dios vivo, de suerte de oligarquía mundial, la de los “managers” en el sentido de
ese Dios — ¡ay!— que cada día nos aporta tantas ocasiones de renegar Burnham, la de los tecnócratas. Pero es muy dudoso que esta oligarquía
y que el fanatismo abofetea allí mismo, sobre todo allí, donde ese fana­ pueda ser vista como una aristocracia, dado que no se ve sobre qué prin­
tismo, lejos de negarle, pretende apoyarse en su autoridad. cipio auténticamente espiritual podría tener la pretensión de fundarse.
¿Qué es ese honor cuya conciencia se despertó en mí la otra noche
con la audición de algunos conciertos de Bach? Ciertamente no es fácil
precisar su naturaleza; pero me parece que, ante todo, es preciso hacer
intervenir aquí la conciencia inmediata de cierta rectitud profunda; y,
como siempre en casos parecidos, para aclaramos estamos obligados a
empezar pensando a contrario.
Lo que queda aquí radicalmente excluido es todo cuanto pertenece al
orden de la complacencia, de la adulación y también del equívoco, en la
medida en que un espíritu pervertido puede verse inducido a cultivarlo.
De buena gana diría que el honor está unido a la palabra, al hecho de no
tener más que una palabra. Ahora bien, quizá sea esto justamente lo que
cracteriza a la aristocracia en el único sentido admisible del término

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184
—una aristocracia que puede no sólo carecer de recursos materiales, En una perspectiva diferente, pero por otro lado conexa, veremos que
sino incluso no tener que alardear de ningún origen propiamente nobi­ el hombre orgulloso es aquel que no consiente que se ponga en duda su
liario. Si el pueblo español es tan respetado y tan admirado por quienes palabra, pues esa palabra es él mismo; estaríamos tentados de decir que
han tenido la ocasión de comocerlo, ¿no será precisamente porque ese es su único bien, y el honor es justamente la conciencia de esta cualidad
pueblo esencialmente pobre ha conservado esa cualidad nativa y el or­ inamisible, de ese invariante. Podría inferirse de todo ello que el honor
gullo que la misma comporta? El orgullo no es necesariamente la so­ está unido siempre a un sentido hondo e indesarraigable del ser, pues en­
berbia, aunque con frecuencia corre el riesgo de confundirse con él. Me tre el ser y la palabra, como lo ha visto Heidegger en Alemania y, en
parece que el orgullo va unido siempre al sentimiento de una indepen­ Francia, un pensador profundo pero poco conocido, Brice Parain43, exis­
dencia en algún sentido innata y, por lo mismo, inalienable; en este sen­ te una unidad infrangibie. No es necesario sacar de esto la conclusión de
tido, se opone sorprendentemente al espíritu de reivindicación que se que el honor implique en sí mismo algo semejante a una fe religiosa ar­
manifiesta en las democracias por todas partes. Pues no se reivindica, ticulada. Al contrario, entre los mejores anarquistas españoles, el honor
después de todo, más que lo que no se tiene, pero que se debería tener. ha podido aliarse con un ateísmo que quizá no sea en el fondo, por otra
Ahora bien, esta oposición no existe en principio para el hombre orgu­ parte, más que cierto rechazo: el rechazo de una enfeudación que una
lloso; le daría la impresión de que, en alguna medida, se estaría reba­ teología suficientemente elaborada podría por lo demás reconocer como
jando al reclamar lo que se le debe. incompatible con los principios fundamentales de la fe cristiana, con la
No discutiremos que esto pueda hallarse en el origen de cierta rigi­ libertad de los hijos de Dios. No existe problema más grave que el de
dez bastante poco compatible con las condiciones de la vida social, tal saber cómo la pertenencia a la Iglesia, sin perder su valor religioso, pue­
como hoy tendemos a concebirlas. También deberemos reconocer sin de no degenerar en una enfeudación contraria al honor.
reservas que los progresos que, en algunos ámbitos por lo demás muy Cierto, puede resultar bien sorprendente que ilustre una reflexión ini­
limitados, se han podido realizar desde el punto de vista de cierta justi­ ciada por la audición de la música de Bach con la ayuda de ejemplos to­
cia social sólo lo han sido gracias a las reivindicaciones que se han mul­ mados parcialmente de la vida española. Pero, para pensar una situación
tiplicado desde hace un siglo en contra de las clases llamadas dirigen­ tan compleja y en ciertos aspectos tan angustiosa como la del hombre
tes, que la mayor parte del tiempo únicamente estaban dispuestas a contemporáneo, quizá no resulte inútil partir a la vez de varios focos dis­
rechazar que se cuestionaran sus privilegios. Pero , por otro lado, es im­ tintos, entre los que una reflexión algo profunda llegue a descubrir un
posible rechazar que el desarrollo del espíritu de reivindicación pueda parentesco secreto.
coincidir con cierta degradación moral. Para estar seguro de lo que digo, En Bach —me da la impresión— , como en la estructura misma del
me basta con evocar esas reuniones amistosas de profesores en las que hombre español, hemos de constatar que es imposible instaurar nada si­
jamás se abordaban las graves cuestiones técnicas que su oficio les plan­ milar a la oposición corriente en los racionalistas franceses entre razón
teaba, sino exclusivamente problemas de aumento salarial o de indem­ y fe. En cierto sentido, no hay música que más satisfaga a la razón que
nización por la carestía de la vida. De manera por completo general, me la de Bach, pero resulta, por otra parte, manifiesto que esa satisfacción,
parece incontestable que, por una dolorosa paradoja, cierto sentimiento que bien rápidamente se rebasa para convertirse en exaltación, se pre-
del honor profesional ha decrecido en la misma proporción en que los
miembros de cada profesión han adquirido plena conciencia de su po­
der; y esto se ha traducido en la increíble generalización del chantaje co­ 43. Brice Parain (1897-1971). Filósofo, diplomado de la Escuela de Lenguas Orientales, espe­
lectivo que, ante nuestros ojos, se ha producido desde hace diez o vein­ cialista en literaturas rusa y alemana, reflexionó sobre la naturaleza del lenguaje y de las ielaciones
que éste mantiene con el hombre y el mundo. Citemos, entre sus obras, Recherches sui la natuie
te años. et les fonctions du langage (1943) y La morí de Socrate (1950).

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senta como una respuesta a un don que la razón reducida a sí misma ja­ Podríamos abandonarnos a reflexiones de la misma naturaleza sobre
más habría tenido el poder de dipensamos. Por otra parte, ¿de verdad la progresiva desaparición del sentido de la hospitalidad, al menos en
puede la razón dar algo alguna vez? Sólo puede explotar y transformar, los países sumergidos por los progresos técnicos. Convendría, por lo de­
a veces también reducir y disolver, cuando su ejercicio se vuelve mera­ más, precisar: cierto, visitantes de prestigio, universitarios famosos, es­
mente crítico. No vale pretender que la razón esté de alguna manera critores o artistas son, en general, muy bien recibidos en cualquier país.
obligada por su propio estatuto a defenderse contra las aportaciones de Pero por “sentido de hospitalidad”, entiendo ante todo esa especie de
las que sabe que no es fuente y a rechazarlas como si se tratara de mer­ piedad que se le testimonia por ejemplo en Oriente al huesped descono­
cancías de contrabando. Por el contrario, la razón que se reconoce col­ cido — simplemente porque es huesped, porque viene a entregarse
mada con la música de Bach se dilata para acoger esa luz; pues, en el confiadamente a un hombre y a una morada.
fondo, presiente algo confusamente que aquella luz no es de una esen­ Ahora bien, justamente son esas las relaciones que tienden a desapa­
cia diferente a ella misma, y con gusto diré que convierte en una cues­ recer en un mundo en el que los individuos, reducidos a elementos abs­
tión de honor el proclamar esa identidad cuya clave ella no posee. tractos, cada vez se yuxtaponen más, un mundo en el que las únicas je­
Aquí, el honor va verdaderamente unido a la gratitud —admirable rarquías que subsisten se fundan o en el dinero o en unos diplomas cuya
palabra, en cuyo profundo sentido me parece que raramente se ha pene­ significación humana es prácticamente nula.
trado. ¿De dónde procede que en cierto modo el ingrato peque contra el En todos los casos, el honor aparece unido a cierta simplicidad gran­
honor? ¿No será ello que, de algún modo, traiciona, rompe cierto vín­ diosa de las relaciones humanas fundamentales.
culo, aprovechándose con ruindad de que su benefactor —hagamos abs­
tracción de los armónicos algo desagradables que tan a menudo rodean
a este término— se ha cuidado bien de reclamarle nada parecido a un re­
conocimiento de deuda? Pero precisamente el hombre de honor se sen­
tirá tanto más obligado si ese reconocimiento de deuda no existe; con­
sideraría simple vileza declarar no estar obligado a nada por no haberle
sido reclamado nada. Le parece que la verdad es justamente al revés.
Así, creo que se podría decir que una ética del honor no es sólo una éti­
ca de la fidelidad, sino aun una ética de la gratitud y que, en último ex­
tremo, esa gratitud comporta un carácter ontológico, pues recae sobre el
hecho mismo de haber sido admitido a ser, es decir, en el fondo, de ha­
ber sido creado. Precisamente contra esta ética o contra esta metafísica
peca el nihilista que declara que no ha pedido vivir: estamos tocando
aquí la raíz de la impiedad que tiende a generalizarse ante nuestros ojos
en la relaciones familiares mismas —así como de una muy peligrosa
disposición que es como su contrapartida en los padres, allí donde estos
testimonian, por la debilidad a veces casi zalamera de la que dan prue­
ba ante sus hijos, de la mala conciencia o de la vergüenza que parece ir
unida hoy al hecho de haber dado la vida, de haberla literalmente infligi­
do a quien no la había pedido.

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Conclusión

El universal contra las masas (II)

. / ^ \ ué conclusión puede ofrecer un libro como este? Lo seguro es


^ que no podría ser nada parecido a un pronóstico. Desde el pun­
to de vista del hombre — y esto es un pleonasmo, pues no hay más pun­
to de vista que el del hombre y a partir del hombre— hay que declarar
con toda la fuerza posible que el juego no ha acabado, que el fatalismo
es un pecado y una fuente de pecado. El filósofo no es profeta, no lo es
en ningún sentido, lo cual significa ante todo que no tiene que ponerse
en el lugar de Dios; que, en el registro de pensamiento que es el suyo,
ello sería no sólo un absurdo, sino un sacrilegio. Por otro lado, conven­
dría aquí recordar que el profeta, por lo que a él respecta, no se pone ja­
más en el lugar de Dios, sino que se borra para dejar hablar a Dios, cosa
bien diferente. Sólo que esta sublime vocación no es la del filósofo. Hoy
su primer y puede que único deber es el de convertirse en el defensor del
hombre frente a él mismo, contra esa extraordinaria tentación de lo in­
humano a la que tantos seres hoy sucumben —casi siempre sin darse
cuenta— .
Sólo que aquí surge una dificultad trágica: el propio hombre desde
hace un siglo y quizá más se ha visto conducido a ponerse en cuestión,
y ello sucede necesariamente así a partir del momento en que deja de re­
conocerse como criatura de Dios. Aquí reside, sin lugar a dudas, la ra­
zón profunda por la que la llamada por Nietzsche Muerte de Dios no po­
día menos que ser inmediatamente seguida de la agonía del hombre.
Precisemos: lo que, en el pensador, es cuestionamiento quizá esté abo­
cado inevitablemente a convertirse, en el no pensador, en negación pura.
La interrogación o la suspensión parecen en efecto casi incompatibles
con las necesidades de la acción: mirad el Hamlet de Shakespeare. El
hombre no religioso, es decir, no religado, se vuelve entonces hombre
del repudio. Pero hay que ir más lejos en esta dialéctica que, por lo de­
más, no es pensada, sino padecida. Si el hombre del repudio fuera ple-

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namente consecuente consigo mismo, sería el nihilista integral. Pero, ra que sean, que la historia y la sociología nos entreguen, y lograr apar­
por razones derivadas de las condiciones mismas de la existencia y de tar no digamos que las leyes, sino las condiciones más o menos cons­
su estructura, el nihilista integral no puede ser más que un caso extre­ tantes de un dinamismo que, aun imitando a la vida, no se realiza más
mo, una excepción que, a fin de cuentas, no es viable. Por otra parte, des­ que en lo que habría que llamar más bien muerte: es decir, en el servi­
confiemos siempre de ese singular: el hombre del repudio; el singular lismo y el terror. Y no cabe duda de que es de aquí de donde habría que
sólo existe como sujeto. Es quien habla, no aquel de quien podemos ha­ remontar, igual que un buzo que intenta emerger a la superficie para re­
blar. El objeto son los hombres, el objeto es en plural. Únicamente entre cuperar lo humano en su dignidad y en su plenitud.
los hombres del repudio tienden a constituirse lo que denominaré víncu­ Pero hay otro aspecto sobre el que no es menos indispensable insis­
los desnaturalizados, por oposición a los que unen a los miembros de una tir: como he dicho muchas veces, aun cuando las técnicas no puedan ser
misma familia o de una misma ciudad cuando se mantiene en orden. de ninguna de las maneras consideradas como malas en sí, muy al con­
A partir de semejante observación habría que releer Los Posesos, una trario, hay que reconocer que, si no se efectúa un esfuerzo propiamente
de las novelas más hondas —y más esencialmente proféticas— que pue­ ascético para controlarlas y mantenerlas en el lugar subalterno que debe
de que nunca se haya escrito. Exactamente quiero decir lo siguiente: en seguir siendo el suyo, tienden a disponerse, a organizarse en torno a lo
el mundo que conocemos — introduzco esta reserva, pues carece por que he llamado el hombre del repudio. Resulta misterioso a la vez que
completo de interés el referirnos a tipos de civilizaciones cuya clave no profundamente significativo el hecho de que, en nuestro mundo de hoy,
tenemos— , los seres no pueden estar efectivamente unidos entre sí más el nihilismo tienda a adoptar un carácter tecnocrático y que la tecnocra­
que porque, en la otra dimensión, están unidos a algo que los sobrepasa cia sea inevitablemente nihilista: hablo de la tecnocracia; pues entre la
y que los comprende en sí. Ahora bien, los hombres del repudio han roto técnica y la tecnocracia en principio ha de mantenerse absolutamente
con ese principio superior, y en vano pretenden reemplazarlo por una una diferencia, aun cuando en la existencia corra el riesgo hoy de des­
ficción privada de todo atributo ontológico y que, por otra parte, está vanecerse. Sólo que esta conexión profunda no es aparente, y no cabe
sólo en futuro. A pesar de toda la fraseología a la que recurrimos para duda de que es esencial que no lo sea. La nada o la pura negación es algo
intentar conferirles a esas ficciones una apariencia de realidad, se trata así como el secreto celosamente guardado en el corazón de la tecnocra­
únicamente de un emplazamiento y un reemplazo. cia, y ello con independencia del aspecto con el que se presente. Al res­
Sólo que lo que sucede es esto, de una gravedad extrema. Lo sabe­ pecto, cabe, en un caso extremo —pero sólo en un caso extremo— , dic­
mos de sobra, las abstracciones no pueden permanecer en el estado de tar la misma condena contra la tecnocracia americana y contra aquella
meras abstracciones. Pasa como si adquirieran vida, pero se trata de una hacia la que apunta el mundo soviético. No obstante, añadiré que esta
vida aberrante y que es lícito comparar con la de un tejido canceroso. La operación de llevar las cosas al extremo resulta siempre sospechosa,
experiencia es la única que puede aclararnos acerca de las condiciones aunque sólo sea porque siempre es demasiado fácil de realizar. Los in­
en las que esta vida puede tomar forma. Habría que buscar aquí, por una telectuales destacan en ello, en la exacta medida en que son ligeros y
parte, cómo se constituye el estado de masa, sobre todo gracias a las tienden casi siempre a juzgar sin el conocimiento actual y circunstan­
grandes aglomeraciones urbanas e industriales; por otra parte, cómo ciado de aquello de lo que hablan.
esas masas, a las que hay que negarles toda dignidad ontológica, pueden De este conjunto de observaciones que forman una suerte de madeja
ser galvanizadas o magnetizadas, a lo que parece invariablemente, por en verdad difícil de desenredar se destacan, para cada uno de nosotros,
grupos de fanáticos constituidos alrededor de una dictadura central. No unas cuantas advertencias precisas en sumo grado.
soy ni sociólogo ni historiador y sólo puedo atenerme a estas indicacio­ La más imperiosa quizá podría formularse de la manera siguiente:
nes tan generales. Además, habría que trascender los datos, cualesquie­ desde el momento en que pienso —y pensar quiere aquí decir reflexio­
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nar— debo no sólo constatar el estado de extremo peligro en el que se que esta luz hemos de irradiarla unos a otros, sabiendo en todo momen­
halla hoy el mundo, sino también ser consciente de la responsabilidad to que nuestro papel consiste ante todo y quizás exclusivamente en no
que me incumbe en esta situación. Esto debe subrayarse: pues el acto de oponer obstáculo a su paso a través de nosotros. A pesar de las aparien­
pensar, y esto toda la historia de la filosofía lo demuestra, comporta una cias, es éste un papel activo: justamente porque el yo es pretensión y
tentación, la del desapego, la de la insularización de uno mismo. Ahora porque esa pretensión a la fuerza ha de superarse o quebrarse ella mis­
bien, esta tentación no existe más que cuando la reflexión no se ha des­ ma, cosa que sólo es posible por la libertad, lo cual es la libertad.
plegado conforme a todas sus dimensiones. La descubro como tentación Pero, mientras tanto, hemos podido discernir otras tentaciones a las
y, por lo mismo, la venzo a partir del momento en que he comprendido que hemos tenido que resistirnos. Una de las más peligrosas y de las más
que lo que llamo el yo no es una fuente, sino un obturador; no es de él, extendidas está unida al prestigio del número (y de la estadística). Es en
nunca es de él de donde brota la luz, a pesar de que, por una ilusión di­ esta zona precisamente en la que se realiza la más funesta colusión en­
fícil de disipar, le sea esencial al yo tomarse por un proyector, cuando tre una filosofía degradada y un dogmatismo ingenuo procedente de las
es una pantalla. El yo es esencialmente pretencioso; en todas las acep­ ciencias de la naturaleza: da la impresión de que el espíritu se corrom­
ciones del verbo, su naturaleza es pretender. pe al habituarse a hacer malabarismos con los números que no se co­
Habiendo reconocido esta fundamental responsabilidad, ¿cómo pue­ rresponden a nada imaginable — lo cual es verdad en lo infinitamente
de cada uno de nosotros esforzarse en plantarle cara? O, en otro len­ grande tanto como en lo infinitamente pequeño. Sería, por supuesto,
guaje, ¿cuál es el primer mandamiento ético al que he de atenerme? Sin pura demencia desconocer la necesidad que, en el ámbito especializado
ninguna posibilidad de duda, es el de no pecar contra la luz. Pero, ¿cuál de su competencia, tienen el astrónomo o el físico de entregarse a esas
es el sentido exacto que conviene darle a ese término, “luz”? No la con­ peligrosas manipulaciones. Pero el peligro comienza cuando se opera el
sidero una “metáfora”: pues en verdad no disponemos de ninguna pala­ paso de un ámbito al otro, en unas condiciones invariablemente sospe­
bra con respecto a la cual el término “luz” pueda ser considerado meta­ chosas. Quiero decir del ámbito especial en el que el pensamiento está
fórico. La expresión juánica: viniendo al mundo la luz que alumbra a obligado a proceder según métodos a su vez especiales, al campo de ac­
todos los hombres define, de forma rigurosa y en términos de una ade­ tividad concreto que es el del hombre como hombre. Aquí hemos de res­
cuación insuperable, lo que verdaderamente es la característica existen- taurar en su plenitud el sentido y la afirmación del prójimo: y en ningu­
cial más universal posible. Lo veremos con más claridad si añadimos a na otra parte como aquí revela su fecundidad el acuerdo del Evangelio
esa expresión que el hombre no es hombre sino en tanto que alumbrado con la reflexión. Cómo no evocar en este momento la aberración de la
por esa luz. Si ahora, cediendo a pesar de todo a una exigencia casi in­ que da pruebas la exclamación de un célebre paleontólogo que se cree
coercible, intentamos elucidar el sentido de ese término “luz”, debere­ también sinceramente cristiano, pero que ha sucumbido más que nadie
mos decir que designa lo que sólo podemos definir como la extrema a la embriaguez de los grandes números: como estaba exponiendo una
identidad de la Verdad y el Amor; deberemos añadir que una verdad que vez más su confianza en el progreso planetario y como alguien intentó
se sitúa más acá de esta luz no es más que una pseudo-verdad y, corre­ llamar su atención sobre los millones de desgraciados que mueren len­
lativamente, que un amor sin verdad en ciertos aspectos no es más que tamente en los campos de trabajo soviéticos, al parecer exclamó: “¡Qué
un delirio. son algunos millones de hombres en la inmensidad de la historia huma­
Ahora habría que preguntarse en qué posición siempre singular y en na!”. ¡Exclamación sacrilega de verdad! Al pensar por millones y por
bastantes aspectos misteriosa accedemos a esa luz. Dejando deliberada­ billones, no pensaba ya más que por casos, es decir, por abstracciones,
mente de lado la Revelación propiamente dicha, que ha permanecido y la indecible e intolerable realidad del sufrimiento de un solo ser se le
siempre en el horizonte de las reflexiones propuestas en esta obra, diré quedaba literalmente enmascarada por el espejismo numérico.

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En las palabras preliminares de mi Misterio del Ser, propuse que a mi El mismo no sólo tiene que hacer valer los derechos imprescriptibles
pensamiento se le designara en adelante con el nombre de neo-socratis- del universo, sino también localizar y reconocer con el mayor de los
mo, lo cual alcanza todo su sentido en este contexto. Volver al prójimo cuidados el terreno en el que pueden efectivamente ser salvaguardados
aparece verdaderamente como la condición de una aproximación efec­ sus derechos. Lo he dicho en la introducción de esta obra, la palabra
tiva al ser; y añadiré que, cuanto más nos alejamos del prójimo, más nos “universal” parece abocada a engendrar los contrasentidos más propi­
perdemos en una noche en la que ni siquiera somos capaces de discer­ cios para oscurecer y enturbiar su concepto. Pues nos vemos conduci­
nir el ser y el no ser. ¿Y cómo no ver que la tecnocracia consiste preci­ dos casi invenciblemente a entender por tal lo que presenta un máximo
samente ante todo en hacer abstracción del prójimo y, a fin de cuentas, de generalidad. Pero es esta una interpretación contra la que nunca será
en negarlo? Siempre recordaré la observación que, delante de mí, for­ excesiva la fuerza con la que se reaccione. Lo mejor es, para el espíri­
muló un hombre de una índole excelente, pero que me parece, ¡ay!, con­ tu, tomar en este caso su punto de apoyo en las expresiones más altas
taminado por muchos errores contemporáneos. Al manifestarle mi ad­ del genio humano — me refiero a las obras de arte que presentan un ca­
miración por tantos jóvenes cristianos, casi todos pertenecientes, por rácter supremo. Siendo músico yo mismo, pienso por ejemplo en las úl­
otra parte, a la burguesía, que crían hoy valientemente y entre las ma­ timas obras de un Beethoven. ¿Cómo no ver que es imposible introducir
yores dificultades a familias numerosas, me objetó con viveza: “Por el aquí cualquier noción de generalidad? La Sonata op. 111 o el Cuarteto
contrario, no hay nada que admirar. Cuando se llega a conocer las con­ op. 127, si bien es verdad que nos introducen en lo más íntimo y, diré,
clusiones alcanzadas por el departamento encargado, en América, de en lo más sagrado de nuestra condición, allí donde esta va más allá de
censar las materias primas en el mundo, esa fecundidad que a usted le sí misma hasta una significación a la vez evidente e informulable, no
maravilla aparece como pura locura”. El dramaturgo que hay en mí — y por ello es menos verdad que se dirigen sólo a un número restringido
añadiré también al autor cómico— imaginó enseguida una joven pareja de seres, sin que esto le reste nada a su valor precisamente universal.
que, antes de poner en camino a un niño, iría a pedirles información a Es preciso comprender que la universalidad se sitúa en la dimensión de
no sé qué técnicos para saber cuál era el estado de las cosechas en Amé­ la profundidad, y no en la extensión. ¿Diremos que no es accesible más
rica del Sur o en el centro de África. Es olvidar ante todo que en la mis­ que al individuo? Pero esta es otra noción terriblemente poco segura.
ma Francia, como consecuencia de innumerables errores acumulados Tenemos que rechazar la atomización como la colectivización. Según
por el régimen, comarcas enteras se vuelven eriales. Una familia no tie­ la observación inagotable de Gustave Thibon44, se trata de dos aspectos
ne que pensar a escala planetaria, no tiene que extender ilimitadamente complementarios de un mismo proceso de descomposición, de necro­
su horizonte. Pensar lo contrario es ser tecnócrata. sis, diría yo.
Por lo demás, yo pecaría de mala fe si no aceptase que existe un te­ No hay auténtica profundidad sino allí donde es posible realizar efec­
rrible problema de posible superpoblación del planeta. Ahora bien, el tivamente una comunión; esta nunca será ni entre individuos centrados
hombre tal como está hoy estructurado, ¿es capaz de afrontar este pro­ en sí mismos, y por consiguiente esclerotizados, ni en el seno de la
blema o siquiera de plantearlo en términos aceptables? En realidad, se masa, del estado de masa. La noción de intersubjetividad sobre la que se
trata de un problema demiúrgico; pero la idea de un demiurgo humano
es contradictoria: bastante experiencia desgraciada tenemos para perca­ 44. Gustave Thibon, nació en 1903, pensador y moralista, procede de una familia cultivada re­
tarnos de ello, nosotros que vemos en qué escalón inferior nos encon­ tornada a la tierra. Gabriel Marcel lo descubre en 1939 y publica un libro suyo: Diagnósticos. Du­
tramos hoy. En lo que a mí respecta, pienso que el papel del filósofo ante rante la ocupación nazi, acoge en su casa a Simone Weil: ella le confiará un primer cuaderno que
publicará en 1946 con el título La gravedad y la gracia. Gabriel Marcel apreciaba el equilibrio y
todo consiste en precaver a los hombres de ciencia o a los hombres de el sabor de ese pensador reconvertido al catolicismo, que rehúsa las oposiciones artificiales entre
acción contra semejante hybris, es decir, una soberbia tan desmesurada. conservadores y revolucionarios, entre enraizamicnto y apertura a lo espiritual — que es universal.

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asienta mi última obra supone una apertura recíproca sin la que es im­ cluir el riesgo, sino que, en cambio, lo supone, y, por otra, no puede dar
posible concebir ninguna espiritualidad. lugar a ninguna proyección sistemática. Incluso llegaría a decir que lo
Ahora bien, esto es de una importancia singular desde el punto de sistematizable como tal es incompatible con la exigencia más profunda
vista de la acción, y nos abre nuevos horizontes. Sólo en el seno de gru­ que la anima, y que esta implica el misterioso encuentro de la mente y
pos restringidos y animados de un espíritu de amor puede efectivamen­ el corazón.
te encarnarse el espíritu. En esta perspectiva, es completamente necesa­ Hay que añadir que a cada uno de nosotros le corresponde trasladar
rio rehabilitar la noción de aristocracia hoy desacreditada por las peores a lo que denominamos realidad —es decir, le corresponde encarnar—
razones imaginables además, en nombre de un igualitarismo que no re­ esas indicaciones que serian mendaces si permanecieran indetermina­
sistiría un segundo de reflexión. Sólo que, por supuesto, debe ser reno­ das. A decir verdad, no hay nadie — y estoy pensando en las existencias
vado el contenido de esa idea de aristocracia. Pensemos en particular en más humildes al menos tanto como en las que atraen sobre ellas las mi­
lo que que han podido ser las aristocracias artesanales: hablo de lo que radas— , no hay nadie que no se encuentre en un contexto concreto en
han podido ser, pues la destrucción casi sistemática del artesano, a la el que esta encarnación no sea posible e incluso requerida; nadie que no
que contribuye una legislación imbécil, nos obliga a hablar aquí en pa­ esté en condiciones de promover en sí y fuera de sí el espíritu de verdad
sado. Pero es indispensable que vuelvan a crearse las aristocracias, pues y de amor. Pero de inmediato hay que añadir: al revés, no hay nadie que
es preciso mirar bien de frente el hecho terrible de que la nivelación no no esté en condiciones, por las potencias de repudio que en él residen,
puede operarse sino en lo más bajo de la jerarquía: no existe y no pue­ de obstaculizar esa promoción y, en consecuencia, de contribuir a man­
de existir nivelación por lo alto. No hay pues problema más grave que tener en este mundo un estado de ceguera, de recíproca desconfianza, de
el de buscar en torno a qué centros, qué focos, pueden constituirse esas división intestina que preparan su destrucción. Lo que se demanda de
aristocracias nuevas. Es probable que esta cuestión tan angustiosa no cada uno de nosotros, por cuanto que somos — y en ello estriba verda­
comporte solución alguna abstracta y general; no hay en ella ni puede deramente lo que podríamos denominar nuestro secreto existencial— ,
haber sino casos singulares, pudiendo crearse esos agrupamientos, se­ es descubrir esa esfera, por reducida que sea, en la que nuestra propia
gún los casos, en torno a una institución, una personalidad, una idea acción se pueda articular con una causa universal que es la del espíritu
viva, etc. de verdad y amor en el mundo. El error o la falta consiste invariable­
Pero se impone una observación complementaria. En todos los casos, mente en querer persuadirnos de que esa esfera no existe y que nuestra
cualquier grupo restringido corre el riesgo de encerrarse en sí mismo y contribución a la obra que se prosigue en el mundo sólo puede resultar
de convertirse en secta o capilla; con ello, traiciona el universal que se nula. Un error más grave aun consiste en negar esa obra y en encerrar­
suponía que encamaba. Está, pues, obligado a adoptar una actitud de nos en la conciencia nihilista de una libertad estéril.
atenta expectativa o de disponibilidad con respecto a otros grupos ani­ A decir verdad, me hallo muy lejos de disimularme las objeciones
mados por una inspiración diferente, pero con los que debe mantener in­ que amenaza con levantar esta tentativa de hacer que la reflexión filo­
tercambios fecundos; y sólo así puede cada uno vivir sin esclerotizarse sófica desemboque de nuevo en una sabiduría. La más grave podría for­
por convertirse en la sede de una suelte de autolatría. Por otra parte, es mularse de la siguiente manera:
manifiesto que esa vida no se puede desarrollar más que en el tiempo, “Esta especie de llamamiento al sentimiento del prójimo, a la con­
se orienta hacia un cumplimiento que en vano podría pretendese antici­ ciencia de nuestras adhesiones inmediatas, ¿no es esencialmente reac­
par imaginativamente, pero cuyo gozoso presentimiento es como el re­ cionaria? ¿No termina, en suma, por hacer tabla rasa de todo lo adquiri­
sorte de toda actividad digna de ese nombre, de toda verdadera creación. do laboriosamente a lo largo de los últimos siglos? ¿No instituye usted
Esa vida es por esencia aventurera, es decir, por una parte, no puede ex­ un divorcio ruinoso no sólo entre la ciencia y la filosofía, sino entre el

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mundo infinitamente amplio de la ciencia positiva y la actividad técni­ quizá nunca tenga que plantear el problema de la oportunidad. No se
ca, por un lado, y, por el otro, el ámbito en el que, al parecer, debe ejer­ percataba de que un filósofo que pretendiera así pronunciarse en térmi­
cerse una reflexión imantada por el sentido de una intimidad que, por lo nos absolutos se descalificaría por ello mismo totalmente. De forma ge­
demás, pretende conjugarse con el del Ser, evocado e invocado en su neral, nada es más pecualiar que la increíble ceguera de que dan prue­
plenitud? Lo reconozca explícitamente o no, ¿no incita usted a quien bas un gran número de profesores de filosofía cuando se les ocurre
fuera dócil a la enseñanza o, más bien, a la llamada del filósofo, a man­ adoptar una postura en cuestiones políticas. Con demasiada frecuencia
tenerse apartado del mundo de las técnicas y a no usarlas sino con una es posible reconocer en ellos un espíritu de imprudencia que se explica
parsimonia recelosa de los recursos que ese mundo pone a su disposi­ por este hecho muy simple (que creo que Alain ha discernido claramen­
ción? Pero, si el sabio no se encarga de él, ¿ese mismo mundo no lo con­ te) de que, al contrario que el médico, el arquitecto, el ingeniero, ellos
dena a la perdición?” casi nunca están en contacto con las cosas mismas. La ilusión de sobre­
Es en verdad muy dudoso que se pueda plantear el problema en tér­ volar es la más funesta de todas en un ser que ni siquiera sabe andar y
minos tan generales, y que implican extremarlo con esa facilidad que he que, por otra parte, desprecia la marcha. En efecto, nuestro mundo está
denunciado ser tan inquietante. Sin embargo, un primer punto sería este: estructurado de tal manera que uno puede creer que vuela cuando ni si­
el filósofo o el sabio no tiene que encargarse de este mundo tecnocrati- quiera ha abandonado su sillón; existe un estado de sueño despierto que
zado; sólo podría hacerlo volviéndose su esclavo. El ideal que ha sedu­ es, por definición, incapaz de tomar conciencia de sí, y entonces se ins­
cido a Comte o a Renán, a cierto Renán, es una quimera y, por otra par­ tala en el plano de la abstracción.
te, una tentación. Pero aquí como siempre hay que denunciar el error En el curso de un reciente viaje a Marruecos, he podido constatar con
consistente en pensar grosso modo, consistente en instituir en la imagi­ espanto el increíble daño del que pueden llegar a ser culpables unas ideo­
nación unidades o totalidades inexistentes. El mundo de las técnicas es logías que repudian la realidad y pretenden juzgar, según sus propias
una de esas unidades y el filósofo es otra. Tenemos razones para creer categorías, a unos seres y unos sucesos a los que son rigurosamente ina­
que la misma unificación del mundo, a partir del momento en que fuera plicables. Lo trágico —y con ello vuelvo por última vez a uno de los te­
operada a la altura o desde el punto de vista del poder, coincidiría con mas mayores de este pequeño libro— es que esas abstracciones no son
su destrucción. En efecto, esa unificación, si nos precavemos frente a la inoperantes: esconden en sí unas posibilidades de desorden propiamen­
trampa de las palabras, aparece como carente de relación con la única te infinitas. Termino así como comencé: el filósofo no puede contribuir
unidad valiosa espiritualmente, y que es la de las mentes y los corazo­ a salvar al hombre de sí mismo más que si denuncia sin piedad y sin des­
nes. En cuanto al Filósofo, con mayúscula, no es más que un ídolo. Lo canso las devastaciones causadas por el espíritu de abstracción. No cabe
real es una determinada vida de reflexión que puede y debe proseguirse duda de que se verá tratado de conservador, de reaccionario, quién sabe,
en todos los escalones de la vida humana: pienso tanto en el adminis­ de fascista —cuando se sabe obligado a denunciar el fascismo como un
trador como en el médico o en el magistrado. Sólo que, cuando se dice cáncer de la democracia— . ¡Qué más le da! Esas acusaciones, es la
filósofo, de hecho casi siempre se mienta al profesor de filosofía. Pero, masa la que las profiere contra él, o lo que, en cada uno, no es más que
¡ay!, el profesor de filosofía está él mismo expuesto —como hemos vis­ un eco de la masa. Pero él sabe que la masa es mentira, y contra ella y
to a lo largo de nuestro itinerario— a las peores tentaciones de todas. Es­ en pro del universal debe dar testimonio.
toy pensando, por ejemplo, en lo que me decía recientemente en Bale un
joven profesor con una cabeza por lo demás notable: al criticar, con mu­
cha cortesía y discreción, las ideas que yo acababa de exponer pública­
mente sobre el deber del filósofo en el mundo actual, me decía que éste

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V
COLECCIÓN ESPRIT
Títulos publicados
1. Yo y tú
Martin Buber
Traducción de Carlos Díaz. Tercera edición
2. Ensayos sobre lo absoluto
Miguel García-Baró
3. Prolegómenos a la caridad
Jean-Luc Marión
Traducción de Carlos Díaz
4. El resentimiento en la moral
Max Scheler
Edición de José María Vegas. Segunda edición
5. Amor y justicia
Paul Ricceur
Traducción de Tomás Domingo Moratalla. Segunda edición en preparación
6. Humanismo del otro hombre
Emmanuel Lévinas
Traducción de Graciano González R.-Arnaiz. Segunda edición
7. Diez miradas sobre el rostro del otro
Carlos Díaz
8. ¿Quién soy yo?
Emiliano Jiménez
9. Introducción al cristianismo
Olegario González de Cardedal • Juan Martín Velasco
Xavier Pikaza • Ricardo Blázqucz • Gabriel Pérez
10. El libro del sentido común sano y enfermo
Franz Rosenzweig
Traducción de Alejandro del Río Herrmann. Segunda edición en preparación
11 .De Dios que viene a la idea
Emmanuel Lévinas
Traducción de Graciano González R.-Arnaiz y Jesús María Ay uso.
Segunda edición en preparación
Colección Esprit
1. Martin Buber: Yo y t ú
2. Miguel García'Baró: E n s a y o s s o b r e l o a b s o l u t o
3. Jean-Luc Marión: P r o l e g ó m e n o s a l a c a r i d a d
4. Max Scheler: E l r e s e n t i m i e n t o e n l a m o r a l
5. Paul Ricoeur: A m o r y j u s t i c i a
6. Emmanuel Lévinas: H u m a n i s m o d e l o t r o h o m b r e
7. Carlos Díaz: D i e z m i r a d a s s o b r e e l r o s t r o d e l o t r o
8. Emiliano Jiménez: ¿ Q u i é n s o y y o ?
9. Olegario González de Cardedal • Juan Martín Velasco
Xavier Pikaza • Ricardo Blázquez • Gabriel Pérez:
In t r o d u c c ió n a l c r is tia n is m o

10. Franz Rosenzweig: E l l i b r o d e l s e n t i d o c o m ú n s a n o y e n f e r m o


11. Emmanuel Lcvinas: D e D i o s q u e v i e n e a l a i d e a
12. Juan Martín Velasco: E l e n c u e n t r o c o n D i o s
13. Gabriel Marcel: S e r y t e n e r
14. Paul Louis Landsberg: E n s a y o s o b r e l a e x p e r i e n c i a d e l a
m u e r t e . E l p ro b le m a m o r a l d e l s u ic id io

15. Peter Schafer: E l D i o s e s c o n d i d o y r e v e l a d o


16. Mariano Moreno Villa: E l h o m b r e c o m o p e r s o n a
1 7 . Ferdinand Ebner: L a p a l a b r a y l a s r e a l i d a d e s e s p i r i t u a l e s

18. Philippe Nemo: J o b y e l e x c e s o d e l m a l


19. Elie Wiesel: C o n t r a l a m e l a n c o l í a
20. Maurice Nédoncelle: L a r e c i p r o c i d a d d e l a s c o n c i e n c i a s
21. Martin Buber: D o s m o d o s d e f e
22. Michel Henry: L a b a r b a r i e
23. Max Scheler: O r d o a m o r i s
24. Jean Lacroix: P e r s o n a y a m o r
25. Carlos Díaz: A y u d a r a s a n a r e l a l m a
26. Emmanuel Mounier: M o u n i e r e n Esprit
27. Emmanuel Lévinas: F u e r a d e l s u j e t o
28. Jean Nabert: E n s a y o s o b r e e l m a l
29. Juan Luis Ruiz de la Peña: U n a f e q u e c r e a c u l t u r a
30. Jean-Louis Chrétien: L a l l a m a d a y l a r e s p u e s t a
31 . Josep M. Esquirol: L a f r i v o l i d a d p o l í t i c a d e l f i n a l d e l a h i s t o r i a
32. Gabriel Amengual: M o d e r n i d a d y c r i s i s d e l s u j e t o
33. Hans Urs von Balthasar: E l c r i s t i a n o y l a a n g u s t i a
34- Paul Ricoeur: Lo j u s t o
35. Francesc Torralba: P o é t i c a d e la l i b e r t a d . L e c t u r a d e K i e r k e g a a r d
36. Claude Bruaire: E l s e r y e l e s p í r i t u
37. Wolfahrt Pannenberg: M e t a f í s i c a e i d e a d e D i o s
38. Mauricio Beuchot: L a s c a r a s d e l s í m b o l o : e l ic o n o y e l íd o lo
39. F. Ton-alba y J. M. Esquirol (eds.): P e r p l e j i d a d e s y
p a r a d o ja s d e la v id a in t e le c t u a l

40. Armando Rigobello: E l p o r q u é d e la filo s o fía

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