AZKARATE, A. 2011. Por una arqueología no tan excelente

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AGUSTÍN

AZKARATE GARAI-OLAUN
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Por una arqueología no tan “excelente”
El elenco de participantes en esta obra colectiva sobre la
arqueología y su futuro es suficientemente representativo como para
que esté garantizada una rica pluralidad de puntos de vista. Para evitar
posibles reiteraciones huiré de reflexiones genéricas, centrando estas
líneas en mi experiencia particular y en aspectos muy puntuales del
mundo relacionado con la arqueología. Lo haré de manera coloquial,
poniendo el foco en aquellos puntos que en este momento más me
interesan y me preocupan. Obviamente me cuidaré mucho de dar
consejos y, sobre todo, de decir qué es y qué no es importante.
Lo que me interesa hoy en día es muy diferente a lo que me
interesó hace años. Hubo una época de juventud en la que estuve
convencido de que cuando un país no tenía documentos escritos
su pasado se encontraba en la arqueología. Así lo había dicho Colin
Renfrew y no era cuestión de poner en duda las sabias opiniones
de los maestros. Por aquel entonces me consideraba además una
persona especialmente afortunada porque, puestos a elegir en Europa
occidental un país que paradigmatizase mejor que ningún otro la
escasez de fuentes escritas, pocos candidatos podrían competir con el
País Vasco, proverbialmente huérfano de documentos escritos hasta
fechas avanzadas del medievo. Acabé convencido de que el futuro
de la investigación histórica estaba en manos de los arqueólogos,
especialmente cuando se ocupaba de determinados periodos.
Así transcurrieron algunos años, llenos de afanes y
oportunidades para quienes teníamos el privilegio de usufructuar
casi en exclusiva el predio de las investigaciones arqueológicas, en
un contexto académico poco habituado a debates críticos de carácter
epistemológico y nada preocupado por otras cuestiones que no
fueran los intereses curriculares de uno mismo. De aquellos años
no rescataría hoy demasiadas cosas, aunque algunas me persigan
obsesivamente, obligándome como a Sísifo a seguir empujándolas

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ladera arriba con poca convicción y mucho esfuerzo: confieso que,


en estos momentos, me cuesta comprender qué relevancia pueda
tener que las aldeas altomedievales fueran primero y las iglesias
parroquiales después, o viceversa. Parafraseando a I. Hacking me
he preguntado algunas veces si estas cosas (u otras similares que
salpican la mayoría de nuestros curricula universitarios) importan de
verdad, especialmente cuando veo que tales debates agotan su influjo
social en el reducido ámbito de los lectores a los que van destinados
o, lo que aún es peor, cuando compruebo que en realidad sólo existen
porque determinados círculos científicos de poder han decidido que
son relevantes y no porque lo sean realmente.
Pero llegaron los ochenta trayendo consigo circunstancias
conocidas de todos y muchas oportunidades para quienes quisieron
aprovecharlas. No todo el mundo quiso hacerlo, obviamente, pero en
adelante iba a resultar más difícil seguir con las inercias habituales,
mirando para otro lado, como si nada nuevo estuviera sucediendo.
Durante aquella década, coincidiendo con la transferencia
de las competencias exclusivas en materia de “Patrimonio histórico,
artístico, monumental, arqueológico y científico” a las nacientes
Comunidades Autónomas, se produjo una cadena de cambios
trascendentales en la conceptualización y gestión del patrimonio,
especialmente del patrimonio construido. La ampliación de los
ámbitos de tutela y la nueva percepción de una herencia, que siendo
memoria era también recurso, multiplicó los elementos a proteger,
pero incrementó en la misma proporción los problemas de gestión
de una nueva realidad en la que siempre sobró hipocresía social y
faltaron preparación, recursos y especialmente el compromiso de una
Academia que, en gran medida, siguió ensimismada en su proverbial
onanismo. No olvidemos, además, que todo aquello vino a coincidir
con un desarrollismo salvaje y una actividad inmobiliaria fuera de todo
control que, además de provocar la gran crisis cuyas consecuencias
padeceremos a lo largo de toda la segunda década del siglo XXI,
supuso la desaparición irreversible de un porcentaje incalculable de
nuestro patrimonio, especialmente en contextos urbanos. Volveré
más adelante sobre este último punto.
A. AZKARATE, Por una arqueología no tan “excelente” - 9

Fue la percepción de este profundo cambio la que, tanto a mí


como a mis compañeros de nuestro grupo de investigación, nos llevó a
reconsiderar lo que veníamos haciendo hasta entonces, a reaccionar
ante una universidad autista, dominada todavía por la “concepción
heredada” a la hora de evaluar la excelencia de la ciencia y abrazar
finalmente una actitud más activa y comprometida, convencidos de
que el conocimiento resulta realmente de la acción. Como he dicho
en algún otro lugar, si tuviera que elegir un modelo teórico para
explicar las claves que han sustentado nuestra praxis arqueológica
durante los dos últimos decenios, optaría sin dudas por el “modo
2” de producción del conocimiento en su última versión (Mode 2
revisited) que nos invita a organizar nuestra agenda de investigación
no solamente en función de los intereses curriculares al uso, sino en
función también de las necesidades de lo que se ha definido como
el “contexto de aplicación” de la propia actividad investigadora; y
optaría también por las perspectivas CTS (en su rama más activista)
que vienen proponiendo la necesidad de un nuevo proceso científico
sustentado en la reivindicación de la ética y de la justicia por encima
de los valores puramente epistémicos, en la responsabilidad social
de la ciencia, y, especialmente, en la defensa de nuevos modelos
de participación pública orientados a la democratización de la
construcción tecnocientífica.
Por esas mismas fechas -fines de los ochenta- y emulando la
experiencia italiana, comenzó a gestarse en España un universo de
experiencias diversas que con el tiempo ha venido a conocerse como
“arqueología de la arquitectura”. Recientemente me he referido ella
definiéndola como “un campo de juego abierto a cuantos les interesa
el espacio construido como herencia de pasado, pero también como
recurso para el futuro, como depósito de memorias históricas, archivos
estratigráficos, como elenco de técnicas constructivas, compendio
de dimensiones simbólicas y significantes, reflejo de conflictos y
vivencias sociales, en definitiva, como topografía de las complejas
‘constelaciones cotidianas’ de la sociedad”. Como se ve, la arqueología
de la arquitectura conforma un campo de acción inmejorable para
hacer frente -desde su propia condición mestiza y transdisciplinar- a
una realidad compleja y multidimensional ante la que la universidad
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humboldtiana y su estilo “tylorista” difícilmente responderán con la


pertinencia necesaria.
En este sentido, uno de los planteamientos actuales más
convincentes, desde mi punto de vista, es precisamente aquel que
aconseja el abandono de la compartimentación de los saberes
y su substitución por una visión en términos de “proyectos de
conocimiento”, en los que los investigadores seamos capaces de
afrontar una cuestión no desde el interior de nuestras respectivas
disciplinas, sino poniendo las especificidades instrumentales de cada
una de ellas al servicio de unos objetivos previamente consensuados.
Es importante, en consecuencia, que no caigamos en estériles
disputas disciplinares. La arqueología de la arquitectura no es
predio exclusivo de los arqueólogos: no lo fue en origen y no lo es
actualmente ni lo será en años venideros. Como he apuntado en otro
lugar, son precisamente su aparente “promiscuidad” epistemológica
(o, quizá mejor, su “pluralismo” epistemológico), su capacidad de
adaptación y de metamorfosis, su carácter mestizo, su vocación por
hábitats y hábitos de frontera y sus posibilidades para responder con
coherencia a nuevos retos axiológicos los argumentos principales que
sabrán garantizar su futuro.
Y terminaré esta reflexión mencionando dos puntos que me
parecen especialmente preocupantes. Como he apuntado en otro lugar,
una de las mayores amenazas que se ciernen sobre nuestro patrimonio
se concreta en los ámbitos urbanos, allá precisamente donde la
presión inmobiliaria es más salvaje y donde se están cometiendo
las mayores tropelías. El diagnóstico es ya conocido y apunta a la
tiranía del “fachadismo” y la destrucción sistemática de tipologías
constructivas, a la insuficiente preparación de algunos profesionales
que participan en actividades restauradores sólo circunstancialmente
y al predominio de criterios utilitaristas y formales que olvidan que el
patrimonio construido posee valores históricos y documentales que
deben también ser respetados y protegidos. Resultando dolorosa la
pérdida irreversible de la memoria, lo es doblemente por la proliferación
paradójica de arquitecturas pseudohistoricistas y “réplicas” que
salpican muchas de nuestras ciudades. Creo que la arqueología
académica no está suficientemente implicada en este contexto de
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aplicación que considero verdaderamente relevante. Y, cuando lo


está, lo hace desde las premisas teóricas de la “arqueología de la
ciudad” y con el propósito de “historiar la ciudad”, expresiones ambas
de connotaciones teleológicas objetivadoras propias del conocimiento
científico moderno. Por fortuna, existe gente para quien el objetivo
de la ciencia en nuestra época no es tanto conocer el mundo como
transformarlo.
Y aquí viene la segunda de mis preocupaciones, que tiene que ver,
parafraseando a Javier Echeverría, con los “señores del conocimiento”,
con el sistema de apropiación de capital científico que han instaurado
y que decide “la elección de los objetos, la solución de los problemas
y la evaluación de las soluciones” (P. Bourdieu) ¿Qué arqueólogos
asumirán, con todas sus consecuencias, la multidimensionalidad de
un proyecto ejecutado en un contexto urbano? ¿Cuántos se atreverán a
diluir su ego o a enturbiar su currículum en un proyecto transdisciplinar
y colectivo, corriendo el riesgo de no alcanzar la excelencia por salirse
de las pautas marcadas por los distribuidores del prestigio científico?
Evidentemente los habrá, pero pagarán caras las consecuencias en
un contexto general que potencia el elitismo y acarrea una imparable
subalternización de los agentes sociales que, participando en la
construcción del conocimiento, quedarán, sin embargo, fuera del
disfrute de sus beneficios… a no ser que se acabe con el Ancien
Régime mediante un nuevo asalto al palacio de invierno.

BIO
Agustín Azkarate Garai-Olaun dirige en la actualidad el
GPAC, Grupo de Investigación en Patrimonio Construido
(UPV/EHU) y el Centro de Investigación en Ciencias del
Patrimonio “Fundación ZAIN Fundazioa”.
arqueologiadelaarquitectura.com

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