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La participación juvenil en Colombia, más allá

de su carácter normativo. Construcción social


en las escuelas
Gregorio Arévalo Navarro5

DOI: 10.24142/indis.v7n14a4

Resumen
El artículo hace un análisis de la participación juvenil más allá de una concep-
ción normativa, pues la incrusta como construcción social en el escenario de
la escuela. Es el resultado de la investigación cualitativa denominada “Concep-
ción política y participación juvenil en el municipio de Girardota, Antioquia”.
En la primera parte se hace un acercamiento al concepto de participación ciu-
dadana juvenil tomando como referente la ley estatutaria 1622 de 2013, en la
segunda, se entiende la participación juvenil como una construcción social, y
en el tercer apartado, se hace un acercamiento de la escuela a una estructura
normativa que sirve de marco para la participación. Por último, se aborda la
participación como una construcción social del ámbito escolar.
De esta manera, se plantea la tesis de la escuela, entiéndase instituciones
educativas, como un laboratorio donde se configura el universo simbólico del
modelo democrático imperante en el Estado colombiano.

5 Sociólogo – Universidad de Antioquia. Especialista en Intervenciones Psicosociales – Uni-


versidad Católica Luis Amigó, Magíster en Estudios políticos – Universidad Pontificia Boliva-
riana, estudiante de doctorado en filosofía – Universidad Pontificia Bolivariana, estudiante de
Derecho – Universidad Autónoma Latinoamericana, Docente Facultad de Derecho Universidad
de Antioquia (Metodología de Investigación), Docente de Ciencia política y ciencias sociales
(Secretaría de Educación Departamental de Antioquia). [email protected]

Facultad de Derecho • Vol. 7 núm. 14 • pp. 91-105 • ISSN: 2463-0098 • eISSN 2711-3876 • DOI: 10.24142/indis • Julio-diciembre de 2021
La participación juvenil en Colombia, más allá de su carácter normativo. Construcción social en las escuelas

Marco jurídico (la ley estatutaria 1622 de 2013)

Desde el marco jurídico construido a la luz de la ley estatutaria 1622 de 2013, se


concibe la juventud, y todo lo que a ella concierne, como una construcción social,
que involucra prácticas políticas que insertan a este segmento de la población en
las dinámicas del Estado, asumiéndolos como verdaderos actores de las comunida-
des donde habitan, es decir, el concepto de ciudadanía juvenil implica un cambio de
perspectiva de la condición del joven señalado de ser un sujeto aislado e indiferente
al devenir del Estado, como bien lo expresa Fernández (2003), “la juventud no sólo
es tormenta y dolor, desubicación o formación de identidad, también es factor de
cambio social, como pensaba Comte” (p. 26). En consecuencia, la ciudadanía juvenil
comporta espacios de intervención de los jóvenes, que en la esfera de lo local se
convierten en soportes para el desarrollo de las comunidades.
En este sentido, el artículo 5 de la mencionada ley es, per se, un cuerpo con-
ceptual que permite entender la dimensión del joven como actor social, al otorgarle
un estatus de ciudadano y las herramientas para ejercer una plena ciudadanía. La
concepción semántica del término “ciudadanía juvenil”, entendida como:

Condición de cada uno de los miembros jóvenes de la comunidad política de-


mocrática… implica el ejercicio de los derechos y deberes de los jóvenes en el
marco de sus relaciones con otros jóvenes, la sociedad y el Estado. La exigibi-
lidad de los derechos y el cumplimiento de los deberes estará referido a las tres
dimensiones de la ciudadanía: civil, social y pública (Ley 1622, 2013, p. 3).

Unida a elementos como “Espacios de participación de las juventudes”, “Ciuda-


danía Juvenil Civil”, “Ciudadanía Juvenil Social”, “Ciudadanía Juvenil Pública”, permi-
ten el despliegue de la participación en todas las dimensiones. Estos conceptos en-
marcados dentro del Estatuto Juvenil, se configuran en norma, dando claridad sobre
el papel de los jóvenes en función de sujetos de poder dentro de sus comunidades,
al ubicarlos como “actores sociales” con capacidad para la concertación y el diálogo
en la esfera pública.
Las tres dimensiones de la participación juvenil que se contemplan en esta la
ley, configuran escenarios factibles de ejercicio de ciudadanía de este grupo etario
en Colombia. El espíritu de la ley cobija al individuo y al sujeto colectivo, yendo del

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ámbito particular e individual hasta el despliegue de una ciudadanía activa en la esfera


pública. Así, la “Ciudadanía Juvenil Civil” es asumida desde lo personal como el
escenario para que los jóvenes, mediante el “ejercicio de los derechos y deberes
civiles y políticos”, elaboren, modifiquen y pongan en práctica sus planes de vida; la
“Ciudadanía Juvenil Social” los inserta en la vida colectiva mediante la “participación
de los jóvenes en los ámbitos sociales, económicos, ambientales y culturales de su
comunidad” (ley 1622, 2013, p. 4) y la “Ciudadanía Juvenil Pública” sitúa a los jóve-
nes en la esfera pública como interlocutores de otros actores sociales en instancias
de discusión y toma de decisiones sobre sus realidades.
Es evidente que el espíritu de la norma, al “Establecer el marco institucional para
garantizar a todos los y las jóvenes el ejercicio pleno de la ciudadanía juvenil…” (ley
1622, 2013, p, 1), es, como se hace explícito, el reconocimiento de los derechos, la
protección y la participación; pero en ella subyace el espíritu de promoción de sujetos
políticos que, asumiendo la participación ciudadana, se conviertan en “protagonistas
del desarrollo de la Nación desde el ejercicio de la diferencia y la autonomía” (ley
1622, 2013, p, 1). De esta manera, la participación juvenil en Colombia se entiende
vinculante del Estado, es decir, como un derecho que tiene todo joven de hacer parte
de las decisiones del mismo, pero, a su vez, ligado al deber explícito de “participar en
la vida social, cívica, política, económica y comunitaria del país”. (ley 1622, 2013, p.
8), significando una doble vía que conduce al joven, desde lo normativo, a una vida
ligada al rol activo, conduciéndolo, desde la norma, a escenarios de poder matizados
en la participación.
Esta visibilización de los jóvenes actores públicos y el reconocimiento de una
serie de derechos ligados al cumplimiento de deberes como ciudadanos del Estado,
encuadra en la perspectiva liberal de agentes con autonomía “capaces de elaborar,
revisar, modificar y poner en práctica sus planes de vida con independencia para la
toma de decisiones; la autodeterminación en las formas de organizarse; y la posibili-
dad de expresarse de acuerdo con sus necesidades y perspectivas” (ley 1622, 2013,
p. 2). Además, permite una resignificación de la concepción de ciudadanía como
tradicionalmente se ha entendido en los Estados con democracias basados en el ca-
rácter instrumental de la participación y cuya máxima expresión es el sufragio univer-
sal, que deriva en una democracia representativa en detrimento de una participación

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plena del ciudadano como agente de cambio. Es, en otras palabras, la ampliación del
espectro democrático de la nación, puesto que al

reconocer la ciudadanía juvenil más allá del voto o ejercicio formal de partici-
pación […], visibiliza las características propias de la diversidad de los territo-
rios, las formas de organización y participación de las juventudes y propone la
concepción de la ciudadanía juvenil, como un ejercicio de relación y prácticas
constantes y cotidianas de los jóvenes, entre ellos, y con otros actores socia-
les, políticos, económicos y culturales. Documento slideshare en portal web
Juventud Es Colombia (citado en Varón, 2014, p. 124).

Lo dicho sugiere la constitución de una juventud más cercana a lo institucional


a partir de las diversas instancias y mecanismos de participación formalmente esta-
blecidos como espacios de participación, permitiendo a los jóvenes la concertación,
la acción colectiva y su organización en los territorios, pero no en calidad de agentes
aislados, sino en el seno de un colectivo más amplio con los cuales interactúa. De
ahí que la norma reconozca “como espacios de participación, entre otros, las redes,
mesas, asambleas, cabildos, consejos de juventud, consejos comunitarios afroco-
lombianos, y otros espacios que surjan de las dinámicas de las y los jóvenes” (ley
1622, 2013, p. 4). Sin embargo, la flexibilidad de la norma en cuanto a las instancias de
participación, representa un giro en la concepción del concepto, que abre el camino
al reconocimiento de formas de participación derivadas de nuevas cosmovisiones y
expresiones propias del espíritu juvenil. Así, se deja un espacio para el ejercicio de su
autonomía, no en vano dentro de “las medidas de prevención, protección, promoción
y garantía de los derechos de los y las jóvenes”, el Estado se compromete a “reco-
nocer y promover los espacios virtuales y simbólicos de organización y participación
de las juventudes” (ley 1622, 2013, p. 8), lo cual no es más que el reconocimiento de
un grupo etario que se mueve bajo perspectivas discursivas y performativas, que
van más allá de cualquier pretensión normativa y que fungen como nuevas formas
de hacer presencia en lo político.
De otra parte, los preceptos normativos establecidos por la Ley Estatutaria de
Juventud, son vinculantes por ser fuente de derechos y deberes de la población joven
del Estado, dando relevancia jurídica al quehacer de los mismos como ciudadanos.
En este sentido, fundamenta el discurso sobre la juventud en nuestro país al presentar

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lineamientos conceptuales que marcan la pauta para la construcción colectiva que se


haga del tema, no sólo en lo concerniente a los aspectos legales, sino en el modelo
que servirá de principio para las políticas públicas que se elaboren en el territorio.
En consecuencia, pensar lo “juvenil” en el sentido de “proceso subjetivo atrave-
sado por la condición y el estilo de vida articulados a las construcciones sociales”
(ley 1622, 2013, p. 5), permite un análisis de “las juventudes” como una construcción
sociocultural que se encuentra en relación con el resto de la sociedad y, por tanto,
recibe el influjo de ésta en los procesos de socialización e interacción cotidiana; ha-
ciendo posible una mirada integral como productos de los contextos en los que se
desarrollan, y de ahí la generación de políticas que atiendan de manera objetiva a este
grupo poblacional.

Juventud y participación ciudadana juvenil, una construcción social

La participación, siendo “un proceso social que resulta de la acción intencio-


nada de individuos y grupos en busca de metas específicas, en función de intereses
diversos y en el contexto de tramas concretas de relaciones sociales y de poder”
(Velásquez & González, 2003, p.19), es una herramienta para que los individuos se
apropien de los asuntos públicos como parte de sus procesos sociales, asumiendo
en toda su dimensión la igualdad política que le confiere un modelo democrático que
les impele a que, en calidad de ciudadanos, participen en procesos deliberativos y
toma de decisiones sobre cuestiones concernientes al Estado. Pero ello requiere de
una cultura política en donde “los individuos están informados y, además, participan
conscientemente para acercarse mejor a la búsqueda de un bienestar colectivo” (Mu-
rillo & Pizano, 2003, p. 38). Este concepto clásico de ciudadanía conduce a la idea de
una persona que se ocupa de las “cuestiones públicas y no se contenta con dedicarse
a sus asuntos privados, pero, además, quien sabe que la deliberación es el procedi-
miento más adecuado para tratarlas…” (Cortina, 1998, p. 44).
Los individuos no se forman como sujetos de acción dentro de una sociedad
sin que esta sirva de influjo de su accionar. Tanto las relaciones de horizontalidad con
las cuales se interiorizan referentes simbólicos, al igual que la estructura sociocultural
heredada, acompañada de la capacidad de verse a sí mismo como objeto con signifi-
cado, forman una conciencia de un “sí mismo” que le permite al joven el desempeño

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de roles y una identidad en relación con otros segmentos de la sociedad. Este proceso
de autorreflexión, en el cual se miran como objeto con significado, afinca su presen-
cia en el entorno sociocultural por medio de una situación biográfica específica que
combina la estructura heredada y la construcción de identidades específicas que los
diferencian de otros grupos etarios.
La juventud, como etapa biográfica, se encuentra atravesada por las dinámicas
propias del entorno donde discurre su existencia, de ahí que ese periodo de la vida
deba ser considerado, más allá de lo biológico, una construcción social dentro de un
contexto espacio-temporal especifico, es decir, un proceso que va desde la niñez,
pasando por la pubertad y la adolescencia, hasta la constitución de una identidad
que los separa de los adultos. Así, la juventud se encuentra en un estadio que sirve
de transición al mundo adulto, por lo tanto, hallan en los espacios institucionalizados
escenarios que los acercan progresivamente a la adultez. Por eso, afirma Francés
(2008), “el proceso de inserción del joven en su realidad inmediata necesita de un
gran esfuerzo de adaptación a la diversidad de contextos en los que se debe manejar,
debiendo compartir relaciones afectivas, de intercambio material, de definición de
estatus…” (p. 37), de esta manera se abre paso dentro de un mundo construido al
margen de ellos que condiciona su accionar, pero que, a su vez, le sirve de referente
simbólico para la construcción de una realidad propia en donde pueda afirmar su
identidad.
La afirmación de dicha identidad es un proceso de toma de conciencia de la
realidad que se vive, la cual solo adquiere sentido en la medida en que es nombrada
e incorporada como referente significativo por medio del lenguaje. La capacidad para
construir un entorno significativo, diferenciado del de los adultos, solo es posible
mediante la construcción de objetos con significados específicos que forman y dan
sentido a su cotidianidad; es por ello que, el “aquí” y el “ahora” de los jóvenes en
cuanto a gustos, consumo cultural y proyectos de vida, pone en evidencia una brecha
generacional que supera lo meramente cronológico, determinándolos como un con-
junto de individuos que comparten determinados aspectos sociales.
No obstante, como conjunto perteneciente a una estructura social, y “en tanto
categoría social construida no tienen una existencia autónoma, es decir al margen
del resto social, se encuentran inmersos en la red de relaciones y de interacciones
sociales múltiples y complejas” (Reguillo, 2007, p. 47), lo que hace de la búsqueda de

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identidad un conflicto con los valores de la estructura sociocultural establecida, que


define estos deslices como rebeldía o apatía frente a lo establecido en el statu quo de
la sociedad. De esta manera, afirma Francés (2008),

El joven de la sociedad actual se haya ante una trayectoria hacia la vida adulta
en la que debe ir descubriendo los caminos, caminos que no están marca-
dos ya que los patrones tradicionales han dejado de ser válidos, construyendo
una condición juvenil distinta a la definida durante las décadas anteriores. Esta
incertidumbre con frecuencia genera perplejidad en el mundo adulto, porque
las explicaciones tradicionales ya no sirven para comprender muchas pautas
de comportamientos, sobre todo, aquellos que generan peligrosidad social o
riesgo de desviación en la socialización deseable (p. 37).

De ahí que el acceso a la esfera de lo público, pese a que tradicionalmente se


encuentra diseñada y dominada desde una visión adulto céntrica, pueda resultar un
escenario propicio para la construcción de relaciones grupales y de imaginarios so-
ciales por medio del ejercicio de ciertas libertades que, en el seno de lo privado, no
son posibles por los rígidos esquemas normativos que la sostienen; por eso, cuando
se piensa en una ciudadanía juvenil, se deben explorar nuevos matices de la partici-
pación que la separen de lo que tradicionalmente se ha considerado como tal. Con-
siderando lo anterior, Muñoz (2008) entiende la ciudadanía juvenil como “ciudadanía
cultural” que trasciende “los referentes ciudadanos de trabajo, educación y salud”
para reconocer otras “esferas de lo político relacionadas con la música, las expresio-
nes artísticas y culturales, las formas diferentes de habitar la ciudad y los cuerpos,
etcétera” (p. 227). En consecuencia, la política no es una actividad que se escape de
la cotidianidad de los jóvenes, más bien está impregnada en todo su “mundo de la
vida” en el seno de sus relaciones sociales.
En efecto, hablar de una ciudadanía juvenil escapa de los límites trazados por la
tradición política para definir la ciudadanía y la participación política en los Estados
modernos. Esta hundía sus raíces en una institucionalización fundamentada en los
principios normativos, que, en algunos casos, terminaba reduciéndose a un asunto
electoral y desconociendo las particularidades de los grupos humanos, dando como
resultado un espectro político desconocedor de la mixtura que presupone la com-
plejidad social de los Estados. Sobre esto, en particular, Muñoz (2008), al referirse al
advenimiento de nuevas formas de abordar el concepto, asegura:

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La ciudadanía es un concepto que, visto sólo desde los referentes clásicos


de los discursos políticos del liberalismo, el conservatismo, el comunitarismo,
entre otros, no permite comprender realidades contemporáneas del ejercicio
y la significación de ser ciudadano, por ejemplo, las formas y significaciones
juveniles de la ciudadanía. Por ello, los lugares de significación del concepto
de ciudadanía se han ido transformando con el tiempo, de acuerdo con las
dinámicas propias de los contextos y el tipo de expectativas de las sociedades,
y es esta dinámica la que deben reconocer las ciencias sociales, pues de lo
contrario serían estaciones fantasmas (p. 224).

De suerte que el panorama de la participación en los Estados modernos, les


plantea a los jóvenes la disyuntiva de canales institucionalizados para participación
o el ejercicio de una ciudadanía por medio “de espacios de acción relacionados con
la vida cotidiana” (Francés, 2008, p. 39), que permiten la construcción de identidades
colectivas. Pese a que las dos formas de acceder a lo público no son excluyentes, la
primera está limitada por lo normativo en el sentido en que lo público está definido
desde la estructura jurídica del Estado, en cuanto a los escenarios de participación
que tienen los ciudadanos; mientras que la segunda se acerca a lo que se concibe
como una “ciudadanía cultural” que explora otras esferas de lo político a partir de
nuevos espacios para la participación ciudadana, tales como: las culturas juveniles
(espacio privilegiado de la diversidad y la pluralidad), las acciones por el medio am-
biente (espacio de defensa de la vida), las luchas por el respeto a asuntos de género
(espacio de reivindicación de formas de vida afectiva y sexual), la objeción de con-
ciencia (espacio de lucha antimilitarista), diversas formas de activismo contestatario
(espacio de las formas alternativas de existencia) (Muñoz, 2008, p. 228).
El ejercicio de la participación en cualquiera de los escenarios aquí planteados,
comporta la idea de un individuo que asume un rol activo en la esfera pública, pero
como ya se ha venido diciendo, este interés por lo público no obedece a un carácter
intrínseco de la condición humana. Como lo plantea Arendt, no se nace con una esen-
cia política, más bien ésta es adquirida en la medida en que se establecen relaciones
sociales con los otros y con el entorno cultural donde trascurre la cotidianidad de las
personas. Así, los procesos de socialización, las imágenes construidas a partir de
acontecimientos de carácter público (procesos electores, participación en acciones
comunales, movimientos ciudadanos, procesos electores en la escuela, desfiles con

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insignias patrias entre otros), al igual que las relaciones de horizontalidad que se
construyen mediadas por códigos lingüísticos, juegan un papel protagónico en la
estructuración del joven como sujeto político.
En consideración, el acercamiento del joven, en su etapa de niñez y adolescen-
cia a situaciones significativas en espacios concretos de relaciones sociales, será la
fuente nutricia para las diversas concepciones que tenga de los objetos construidos
y que forman parte de su contexto sociocultural. Es de señalar, además, tal como lo
consideran Berger y Luckmann (citado en Fernández, 2015, p. 21), que los procesos
de internalización de la realidad por medio de la socialización primaria, permite que
el niño aprehenda el mundo como realidad significativa, además, sobre la base de la
comprensión de los semejantes se convierte en miembro de la comunidad. De igual
manera, la socialización secundaria permite una objetivación del mundo por medio del
aparato cognitivo y el lenguaje. De modo que la construcción de una concepción de
la política es posible en la medida en que se accede a espacios de interacción, donde
afloran diversas expectativas, pareceres, opiniones, conflictos y acuerdos como ma-
nifestación de una libertad que conduce, en términos de Arendt, a la pluralidad.

Normatividad y participación en la comunidad educativa

En Colombia, a partir de la Constitución de 1991, se sientan las bases de un nue-


vo escenario para la participación de grupos sociales que, por las dinámicas de una
sociedad excluyente, se habían marginado de los escenarios de participación política.
Ya en 1986, con la promulgación de la ley 11, se dieron pincelazos sobre la institucio-
nalización de la “participación comunitaria”; ella significó la apertura de escenarios
de participación que antes eran exclusividad de alcaldes y concejales, de ahí que,
para Velásquez & González (2003), esto implicó un cambio radical en la “arquitectura”
del sistema político colombiano, puesto que “la gente podría intervenir directamente
en la discusión de las políticas y programas gubernamentales locales, rompiendo el
monopolio que las élites políticas (alcaldes y concejales) tenían sobre las decisiones
públicas” (p. 18). Desde esa perspectiva, se esbozaba el cambio de un modelo clá-
sico de democracia representativa que acompañó al Estado colombiano desde su
trasegar histórico, a un modelo de democracia participativa que diera cuenta, dentro
del ordenamiento jurídico, de la realidad que vivía el país y que estuviera, además, en

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consonancia con las transformaciones políticas que suponía para el mundo la vuelta
al discurso liberal una vez superada la idea del Estado de bienestar.
El espíritu liberal de la Constitución de 1991, además de no soslayar el asunto de
la participación ciudadana, la pone en el centro del debate. Por eso, en el entramado
de derechos sociales, económicos y culturales consensuados en la Asamblea Nacio-
nal Constituyente, el Estado se asume como garante de “la participación activa de los
jóvenes en los organismos públicos y privados que tengan a cargo la protección, edu-
cación y progreso de la juventud” (Constitución 1991, art. 45), pero, además, impele a
las instituciones educativas al fomento de las prácticas democráticas que conduzcan
al “aprendizaje de principios y valores de la participación ciudadana” (Constitución
1991, art. 41). Ello se convierte en sustento constitucional de lo que posteriormente
sería la ley 375 de 1997, que le da el carácter de esencial a la participación juvenil,
al asumir al joven como actor de su proceso de desarrollo e interlocutor del Estado,
sacando a ese grupo poblacional, desde lo normativo, del ostracismo y ubicándolos
en la esfera pública con las herramientas legales para el ejercicio de una ciudadanía
activa.
Así, el entramado normativo que surge por emanación de los fundamentos cons-
titucionales, permiten que los jóvenes se vinculen a los asuntos del Estado, poniéndo-
los como sujetos con el derecho y el deber de participar en asuntos que conciernen
a sus comunidades locales. Esta participación activa de los jóvenes está ligada ini-
cialmente a la escuela como institución que abre las puertas a la vida pública del indi-
viduo por medio de la socialización que se genera en los espacios donde interactúan
y transcurre la vida estudiantil. Ellos se dinamizan por el accionar de los educandos,
quienes, siendo miembros de la comunidad educativa, están llamados a participar
dentro de sus establecimientos educativos desde los distintos escenarios contem-
plados en la ley, tales como personería estudiantil, consejo de estudiantes, consejo
directivo y representante estudiantil, que se encuentran en consonancia con el papel
asumido por el Estado en la Ley General de Educación, al fijar como un objetivo
del sistema educativo colombiano: “Fomentar en la institución educativa, prácticas
democráticas para el aprendizaje de los principios y valores de la participación y
organización ciudadana y estimular la autonomía y la responsabilidad” (ley 115, 1994,
art. 13).

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Las instituciones educativas no son receptáculos pasivos frente a los retos que
impone el ideal de democracia que se configuró a partir de la carta constitucional de
1991. Su quehacer cotidiano construye la concepción de ciudadano que se quiere,
como resultado de la comprensión del lugar que ocupa dentro del proceso de socia-
lización de los principios que rigen las sociedades democráticas. Pero más allá de
eso, es, por definición, el terreno más abonado para la acción de los individuos y, por
ende, el espacio donde lo político, en el sentido arendtiano del término, se muestra
con mayor fuerza. Puesto que, si se entiende lo político como “el ámbito en el que los
hombres pueden exhibir ante otros, sus pares, su virtuosidad; desplegar su identidad
incambiable e irrepetible y establecer la libertad como hecho del mundo” ( Arendt,
2006, citado en Goyenechea, 2014, p. 235), quién más que la escuela gestora de la
autonomía del sujeto, para hacer de los escenarios democráticos, espacios para el
ejercicio de la libertad por medio del diálogo y la concertación, sin más barrera que
las impuestas por el quehacer pedagógico y la normatividad vigente, tal como se
describe a continuación.

La escuela, esfera pública de participación

Los espacios democráticos constituidos formalmente por la normatividad co-


lombiana mediante las figuras ya señaladas, más aquellos que surgen del quehacer
mismo de la escuela, hacen de los contextos educativos el laboratorio de consoli-
dación de la democracia participativa en el ámbito local. Pero tiene transcendencia
nacional porque en ellos, además, se construye la cultura de participación del país,
al dejar de ser puramente formal, para encarnarse en el educando en términos de
acción e interacción, es decir, en presencia de la esfera pública, lo que, en última
instancia, viene a brindar el carácter factico a la democracia moderna, a razón de que
estos espacios institucionalizados, lejos de ser escenarios para el despliegue de una
identidad común, son receptáculos de sujetos plurales que encuentran en esa plurali-
dad la razón de ser de los espacios de discusión y debates, como lo afirma Passerin
D’Entreves al interpretar el concepto de bien común desarrollado por Arendt:

Puesto que Arendt considera la pluralidad como el principio político excellence,


el bien común que la comunidad intenta alcanzar será siempre el bien plural,
esto es, un bien que refleje tanto las diferencias entre las personas, esto es,

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sus distintas opiniones e intereses, como lo común (communality) que los une
como ciudadanos, esto es, la solidaridad y reciprocidad que mantiene como
iguales. Cuando los individuos discurren juntos en la discusión y la decisión de
cuestiones de interés público, portan con ellos sus distintos puntos de vista y
opiniones, las cuales son precisadas y transformadas, comprobadas y amplia-
das en el encuentro, pero nunca son eliminadas o transformadas en un acuerdo
unánime… (Passerin D’Entreves, citado en Sánchez, 2003, pp. 218-219).

La escuela, como esfera de lo público, evidencia entonces el carácter político de


la misma en el sentido en que lo sugiere Arendt. El escenario de lo público revelado
en la cotidianidad de las instituciones educativas no es un espacio para la búsqueda
racional de consensos mediante procesos deliberativos, como lo propone Habermas,
por el contrario, lo político en las instituciones educativas se manifiesta en la plura-
lidad de sus miembros, porque aun compartiendo procesos que conservan los mis-
mos fines estipulados en la Ley General de Educación, entre ellos, el pleno desarrollo
de la personalidad, formación en el respeto por la vida y demás derechos, formación
para la participación y la formación para el respeto de la autoridad y la ley; ello no
determina la unidad de criterios y pensamiento en torno a los asuntos que atañen a los
miembros de la comunidad educativa. Esto es, no se podría pensar que los integran-
tes de la comunidad educativa, entiéndase directivos, padres de familia, estudiantes y
maestros, por ser parte de un espacio común y acceder a las herramientas comuni-
cacionales que brinda ese espacio común a todos, necesariamente tengan que formar
una opinión pública homogénea en torno a los asuntos públicos en cuestión, más
bien, como actores de ese espacio público, encuentran en él un escenario propicio
para la acción y la exhibición de sus identidades como sujetos políticos. Así, estos
actores que discurren en las discusiones y las decisiones de cuestiones de interés
público, portan con ellos sus distintos puntos de vista y opiniones, las cuales son
precisadas y transformadas, comprobadas y ampliadas en el encuentro, pero nunca
son eliminadas en un acuerdo unánime.
La manera cómo se acerca al estudiante a los diferentes símbolos de la realidad
política y social del país, y del mundo, por medio del quehacer pedagógico dentro y
fuera del aula, es importante para la consolidación de una posición crítica frente a la
realidad. La importancia del fomento del pensamiento crítico, en las aulas de clase,
es la posibilidad de lograr que el educando aprenda a ser un sujeto autónomo capaz

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de repensar, invitar a repensar, a reflexionar, y a observar críticamente cada una de


las instancias de poder en el que se encuentra inmerso. Las aulas de clases son, en
primera medida, el espacio deliberativo por antonomasia en la escuela; pero también,
en otros espacios institucionalizados y constituidos para tal fin que le indican al estu-
diante el carácter plural y democrático de la escuela, porque fungen como instancias
no sólo de poder, sino de espacios de acción democrática que reflejan una relación
de carácter horizontal en las instituciones
De igual manera, el acto democrático de elección de representante en los distin-
tos grupos de las instituciones reviste importancia en la medida en que se interiorizan
valores democráticos esenciales, como la igualdad, porque todos pueden entrar al
debate público sin distingos de ninguna clase; el pluralismo, porque permite el respeto
por la diferencia en términos de opinión y acción; libertad, por la ausencia de coac-
ción para el ejercicio del voto; pero, primordialmente, por ser el acto mediante el cual
los niños y jóvenes internalizan la idea de un sistema político cuyos fundamentos son
más aprehensibles en la praxis por involucrarlos como sujetos activos capaces de
tomar decisiones independientemente de que estas sean racionales o no.

Conclusiones

Si tal como lo propone Arendt, lo político supone la idea de sujetos que ejer-
cen su libertad en un espacio construido entre los seres humanos, el ejercicio “in-
significante” de elección y participación de sujetos menores de edad en el sentido
cronológico, pero también kantiano, a primera vista parece inane, pero reviste vital
importancia por el espacio pedagógico donde se lleva a cabo. Por encontrarse en la
órbita del quehacer de las instituciones educativas, su impronta en los sujetos en for-
mación, se traduce en la postura que estos asuman frente al sistema que los cobija;
aún más, el espíritu que subyace a estos procesos establecidos normativamente en
las instituciones educativas, no se aparta de la formación de sujetos que interiorizan
los fundamentos ideológicos del sistema democrático.
La función socializadora de la escuela adquiere así una importancia capital. Sin
embargo, contrario a la idea de una verticalidad tradicional, las relaciones de horizon-
talidad aparecen siendo el fundamento del proceso de interiorización de los significa-
dos en el marco de las interacciones cotidianas llevadas a cabo dentro de la escuela.

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La participación juvenil en Colombia, más allá de su carácter normativo. Construcción social en las escuelas

Los procesos de connotaciones públicas generados en la cotidianidad del ambiente


escolar, como son las aulas de clase y otros escenarios, tienen aquí la consideración
de ser la columna sobre la cual reposa el proceso de interiorización por el cual los
estudiantes adquieren los fundamentos significativos de lo público.
Lo anterior lleva a considerar la tesis de la escuela, entiéndase instituciones edu-
cativas, como un laboratorio donde se configura el universo simbólico del modelo
democrático imperante en el Estado. En ella, la formación de una conciencia colectiva
en torno a cuál es la mejor forma del ejercicio del poder en su interior y más allá de
ella, se adquiere desde la cotidianidad de los espacios creados por la normatividad
que se hacen realidad con los procesos democráticos escolares, en primera instan-
cia, y espacios de deliberación y confrontación de ideas, como las aulas de clases. El
uso de la palabra por los educandos, en espacios creados para la libre expresión y la
libertad, para la escogencia de su representante de grupo y personero estudiantil, son
solo algunos de los símbolos que le definen al estudiante el significado del sistema
en el cual se encuentra inmerso. Con estos símbolos, el educando constata que el
ejercicio del poder en la institución a la cual pertenece, está asociado a relaciones
de horizontalidad que lo involucran como actor que participa de manera directa, por
medio de las palabras y la acción, en los asuntos que atañen a su comunidad.

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