La Chica Que Tropezo Con El Amor - Hollie Deschanel
La Chica Que Tropezo Con El Amor - Hollie Deschanel
La Chica Que Tropezo Con El Amor - Hollie Deschanel
Pero el príncipe no
aparece y su familia cree de verdad que ha fracasado en todo lo que se ha
propuesto. Pero eso jamás la ha frenado. Al menos, hasta que se mete en la
casita de muñecas de su sobrina a emborracharse y aparece el hombre de sus
sueños de manera inesperada. No pidiéndole subir a su torre, sino
tropezándose con ella. Literalmente.
Martín, por el contrario, no cree en el amor y eso le ha convertido en el terror
de la editorial donde trabaja. Nadie diría que editando libros de romance vería
las relaciones como si fuera un castigo divino. Y como si el karma quisiera
cobrarse la deuda antes de que decida dejar en paro a toda una plantilla de
escritoras furiosas, se tropieza con la rubia más impredecible, alocada y
divertida que ha conocido jamás. ¡Y encima dice que es su novia! Delante de
toda su familia, con lo cual no podrá negarse bajo pena de quedar en ridículo
también en su ámbito privado.
Unidos por una mentira y obligados a ser la pareja de moda, tanto Dánae
como Martín aprenderá que las canciones y las películas románticas no
siempre son mentira, que tienen en común más cosas de las que parece y que
en el amor, como en los tropiezos, hay que agarrarse a lo primero que veas.
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Hollie Deschanel
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Título original: La chica que tropezó con el amor
Hollie Deschanel, 2024
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Índice de contenido
Cubierta
Dedicatoria
Nota de la autora
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
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Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Agradecimientos
Sobre la autora
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Para Daniel de la Peña:
No solo eres una persona talentosa y un amigo increíble,
también eres mi mamarracho favorito.
Te mereces todo lo bonito de este mundo.
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Nota de la autora
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Prólogo
¿Es la primera novela que vas a leer de Hollie?, ¿lo has pensado bien?
Porque vas a llorar de risa, enamorarte de unos personajes adorables y
sumergirte en una historia alocada, emotiva y muy divertida.
¿No es la primera vez que te pierdes en las páginas de Hollie? Entonces
sabrás que te vas a embarcar en una aventura superromántica, repleta de
humor, guiños pop y que vas a conocer a todo un elenco que personajes
disparatados, con mucha personalidad y con los que te vas a sentir muy
identificado.
¿Te cuento más? Yo ya conozco a Dánae y a Martín, los protas
carismáticos de esta historia tan fresca y ¡no puedo olvidarme de ellos! He
reído, disfrutado y me he emocionado con esta pareja tan fabulosa. Son
geniales. Hollie es única creando situaciones y personajes inolvidables y está
vez no es para menos.
Me encanta la forma de escribir de la autora; es inteligente, irónica, fresca,
sensible y muy divertida. Sabe cómo introducirte en una historia que te atrapa
y en la que te sientes tan a gusto que necesitas leer cada vez más para
descubrir las peripecias de sus protagonistas.
Aquí hay una mentira, ¡una gran mentira amorosa! Bueno también hay
alcohol, risas, buenos amigos, juguetes sexuales y mucho amor. ¡Vaya
mezcla! Pero sobre todo hay un gran romance y mucho humor, ¡del ácido y
del inteligente! El que me gusta a mí.
Me encanta leer a Hollie, ¡es todo un acierto! Aunque lo que más me
gusta de ella es lo buena amiga que es. No solo le haría un prólogo, si me lo
pidiese, ¡le haría mil más! Pero que no se pase. ¿Ok, Hollie?
Bromas aparte, ¡espero que disfrutes esta novela! Yo lo he hecho, ¡me he
reído como nunca! Y he soñado junto a sus personajes y su mundo rosa
chillón a lo barbie.
¿Te atreves a darle un toque de color mamarracho a tu vida?
Daniel de la Peña
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Autor de Cena de amigas y
¡A mí me lo vas a contar!
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Capítulo 1
DÁNAE
Mi cuñada era la mujer más insoportable del planeta, del sistema solar y
de toda la galaxia. Y encima cumplía años en un día donde hacía tanto calor
que, en lugar de celebrarlo en una nave especial para fiestas, con aire
acondicionado y techo, como cualquiera con sentido común, nos obligó a
pasearnos por su jardín, con todo el solazo dándonos en la coronilla.
Nos invitó a toda la familia a su gran fiesta porque no le quedaba de otra,
no porque nos guardase algún tipo de afecto. Si por ella fuera, yo quedaba
descartada, y mi madre, y mi hermana pequeña, y cualquiera de los Masaveu.
Se habría quedado únicamente con sus padres y mi hermano, que era su
marido, y los dos retoños que trajeron al mundo con una pequeña diferencia
porque, según ella, eso era lo correcto. Y porque no pensaba esperar a llegar a
los cuarenta para tener otro embarazo con sus correspondientes antojos,
cambio de armario, estrías y dolores postparto.
Que estuviéramos parados frente a ella, viéndola saludar a todo el mundo
con una sonrisa más falsa que unos empastes, no me ayudó en nada a que esa
semana mejorase. Pero prometí que me comportaría por dos razones: no
merecía la pena armar un escándalo cuando me iban a señalar como la mala
de la película en cuanto hubiese terminado mi teatro, y, de hacerlo, la
perjudicada sería mi madre. Si mi hermana y yo hacíamos algo, por
insignificante que fuese, que a mi cuñada le desagradase, lo pagaba con la
mujer que me dio la vida, prohibiéndole ver a sus nietos. Y eso no lo
permitiría. Otra vez.
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—¡Feliz cumpleaños! —Exclamó mi madre nada más acercarse y darle
dos besos—. Estás preciosa, Arantxa.
—Gracias —repuso ella, una sonrisa desdeñosa curvándole los labios—.
Espero que lo paséis muy bien. Hay canapés, aguas con sabores y pastelitos
en las mesas. ¡Servíos vosotras! Que sé que os gusta mucho dispersaros por
ahí.
«Seguro que sí», pensé, mientras dejaba el enorme regalo que le habíamos
hecho entre las tres en la mesa más cercana. Nada más y nada menos que una
freidora de aire, que tan de moda estaban, para que siguiera con sus dietas y
sus comidas sanas. Aunque viendo el casoplón que se compraron mi hermano
y ella, dudaba mucho que le pareciera un obsequio a la altura de su ritmo de
vida. Que era, por descontado, mucho mejor que el nuestro.
El chalet donde vivían era cinco veces el apartamento alquilado donde
ubicaba mi trasero desde hacía tres años. Probablemente cabría en el garaje, y
eso que aún no lo había visto por dentro. Según nos contó Arantxa en la
última comida familiar, constaba de siete habitaciones, cinco con baño
privado y tres dobles. Dos salones, un comedor, una cocina, un baño de
invitados, el garaje, una piscina privada y una buhardilla de lo más coqueta.
Espacio suficiente para que su ego y ella cupieran sin problema. Y esa maldad
que ocultaba detrás de una falsa condescendencia hacia toda la familia de su
marido.
No diría en voz alta que le tenía envidia, porque no era cierto. Solo de
imaginar lo que debía costar mantener este sitio limpio me entraban los
sudores fríos. Y no es que mi cuñada fuese prima de Don Limpio, la verdad.
Daba por hecho que, en realidad, contrató a alguien externo que pringase por
ella y frotase la bayeta por todos los rincones, mientras ella jugaba a ser la
reina del mambo en su trabajo y en sus reuniones sociales.
Solo esperaba que no tirase la freidora de aire a la basura en cuanto nos
fuésemos, porque a mí me vendría de puta madre, la verdad. Con lo perezosa
que era a la hora de cocinar, ese cacharro solucionaría todos mis problemas de
un plumazo. Al menos, uno de ellos; el resto aún estaban por ver.
—Apuesto a que sí, Ara —le dije con la misma clase de mueca extraña
que ella me dedicaba—. ¿Dónde están mis sobrinos?
—Creo que deben estar probando los aperitivos light que ha preparado mi
madre.
Me entraron ganas de reír, aunque me contuve. Aperitivos light, decía la
colega. Eso era contradictorio lo mirases por donde lo mirases. ¿Cómo ibas a
picotear algo que no engordaba nada de nada? ¿Nos había preparado cubitos
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de hielo nada más? De ella ya no me sorprendía nada. Una navidad nos trajo
un montón de huevos falsos después de ver en YouTube un montón de
recenas veganas y totalmente bajas en calorías. Nadie tocó su plato durante la
noche y se marchó ofendidísima porque no valoramos sus dotes culinarios y,
más allá de eso, su interés real por cuidar nuestra salud.
En cuanto abandonaron la casa, tanto mi hermana, como mis primos, mi
tía y yo nos doblamos de la risa. ¡Huevos falsos! Si es que mi cuñada era la
reina de construir castillos en el aire que no llevaban a ningún lado.
—Vale.
No pretendía quedarme más tiempo del necesario cerca de ella, así que me
encaminé hacia la mesa más cercana y allí los vi: a los dos jóvenes Masaveu.
Marta y Hugo. Apenas se llevaban dos años de diferencia, pero parecían
mellizos. Mi sobrina nació antes, y, aun así, no me llegaba ni a la cintura
todavía; mientras que Hugo casi me llegaba al pecho. Era impresionante la
diferencia de estatura de esos dos ratoncitos que se robaron mi corazón nada
más venir al mundo. Y eso que no soportaba a los críos y ser madre no
entraba dentro de mis planes de futuro. Más que nada porque el príncipe azul
rehuía de mí y la vida, en su lugar, me enviaba sapos que no se transformaban
por más que les besara en la boca.
—¡Tía Danonina! —gritó Marta nada más verme, y enseguida soltó el
palito de zanahoria a medio morder y corrió hacia mí—. ¡Hola!
—Hola, pequeñaja. —La intenté coger en brazos, pero ya pesaba bastante,
así que me limité a darle un achuchón que le hiciera llegar todo el cariño que
tenía dentro de mí hacia ella. Y, más allá de eso, que era la única persona en
esa fiesta, junto a su hermano, que me agradaba y me hacía sonreír de verdad
—. ¿Cómo te encuentras?
—¡Mal! Hugo dice que el apio es la comida de los hipopótamos y que
ahora me voy a convertir en uno. —Abrió mucho los ojos, espantada—. ¿Es
verdad?
Por encima de su hombro, le dediqué una mirada a Hugo de lo más
condenatoria. Mirada que él ignoró.
Había salido a su padre.
—Es la verdad —dijo él—. Mi madre dice que somos lo que comemos.
«Entonces ahora entiendo que ella se alimente de puro veneno», pensé.
Eso, o los huevos falsos le llenaba el alma de odio hacia la humanidad.
Suspiré y solté a Marta.
—Claro que no, cariño. Las personas no mutan, o habría más de uno que
sería una serpiente boa y un cabrito —le dije a mi sobrina, y le borré la mueca
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de horror con el dedo para, a cambio, dibujarle una sonrisa—. ¿No vienes a
darme un abrazo? —Eso último se lo pregunté a su hermano, que no parecía
por la labor.
Hugo era algo menos efusivo que su hermana. Ya fuese por la educación
que le daban o por los estímulos que recibía de esta sociedad, o simplemente
porque detestaba dar muestras de afecto, prefería mantener las distancias
conmigo. En su lugar, chocó los puños conmigo.
«Algo es algo», pensé.
—Tía Danonina —mi sobrina tiró de la parte baja de mi vestido—, ¿me
has traído algo?
—No, cariño. Hoy es el día de tu madre.
Capté enseguida la decepción en sus ojos y me sentí la peor persona de
este universo. Casi siempre les traía un detallito: chocolates, un juguete,
sobres con pegatinas de cualquier cosa que estuviera de moda (y Peppa Pig ya
no). Eran mis únicos sobrinos, los únicos críos que me caían bien, y me
provocaba cierto orgullo ser la tía que los consentía a pesar de las protestas de
Arantxa. Pero es que me gasté lo poco que me quedaba en la maldita freidora
de aire por culpa de mi madre y mi hermana; las dos me convencieron de que
era lo correcto, y que mi cuñada, a pesar de todo, se ganó un hueco en la
familia después de tantos años junto a mi hermano. ¡Como si la vida se basara
en ganar puntos!
—¿Y vendrás pronto de visita?
—Espero que sí, cariño.
Conforme con mi respuesta, sonrió de nuevo y volvió junto a su hermano.
Marta era demasiado dependiente de él. Como si Hugo tuviera que marcar los
tiempos de todo: las comidas, los abrazos, las conversaciones. Con diez y
ocho años, no debía sorprenderme en absoluto; con esa edad yo también era la
sombra de Gonzalo, mi hermano. Imitaba absolutamente todo lo que él hacía
únicamente porque era la persona más increíble a mis ojos. Como si él fuera
un dios absoluto de las cosas chachis y yo tuviera que seguirle, o me quedaría
atrás y sería una pringada.
De mayores, en cambio, nos distanciamos muchísimo. Pasamos de ser los
mejores amigos a dos adolescentes en guerra constante por asuntos
superridículos. Podría culpar a mi madre por ello, a causa de sus malas
decisiones, pero tampoco sería justo. Gonzalo era un imbécil que hacía llorar
a todas las mujeres de su alrededor, incluida a la madre que lo parió, y no le
temblaba el pulso ni le daba cargo de conciencia. Era, a fin de cuentas, un
narcisista de cuidado. Y yo era… yo. La oveja negra de los Masaveu. La que
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no servía para nada, según sus palabras. Y la que moriría sola porque nadie la
aguantaba.
Al mirar a mis sobrinos, esperé de corazón que ellos no llegasen a ese
punto en el que la alianza que los unía se rompiese en mil pedazos y los
secretos entre risas pasaran a ser gritos y humillaciones varias. Me dolería
muchísimo descubrir que Marta, la dulce Marta, se convertía en mi sustituta
entre esos leones hambrientos y envidiosos que no sabían convivir en armonía
que resultaron ser los Masaveu.
—¡Dánae! —gritó mi madre, y se acercó corriendo a cogerme del brazo y
tirar en dirección opuesta a la mesa de los aperitivos light—. No te escaquees,
que todavía queda mucha fiesta.
—Saludaba a tus nietos.
Ella apretó los labios en desaprobación.
—Todavía no has hablado con tu hermano. —Me echó en cara—. Los
niños están por ahí, pasándoselo bien.
En grande se lo estaban pasando, desde luego, masticando palos de
zanahoria con humus y tartar de apio con queso crema. Si eso era diversión
para niños de entre cero meses y diez años, entonces me alegraba muchísimo
de haber crecido en la generación de los bollycaos, Dragon Ball y los tazos en
bolsas de patatas. Nos daría un subidón de azúcar innecesario y, en algunos
casos concretos, obesidad infantil; pero también nos hizo muy feliz.
El apio debería ser solo para el cocido, maldita fuese.
—Pero ¿qué tengo yo que decirle a Gonzalo? Si estará igual de estresado
que tú por la fiesta de mierda esta donde no son capaces ni de servir una copa
de vino.
Ya está, ya lo había soltado. Y ya me había ganado la primera mirada de
«cállate, que todo lo estropeas» por parte de mi madre. Pero es que me
superaba toda esta parafernalia por una mujer que no nos quería aquí y que
iba a cumplir treinta y ocho años. ¡Que se fuera de fiesta con sus amigas, por
el amor de Miguel Ángel Silvestre! Seguro que le quedaba un par por ahí más
que dispuestas a salir de parranda un sábado por la noche y no regresar hasta
la mañana siguiente, con el rímel corrido, los zapatos en la mano y una bolsa
de churros.
Era lo que yo haría de estar en su lugar. Cuando cumpliera treinta y ocho
años, igual que Arantxa, me metería en una tienda de vestidos de novia a
fingir que me casaría pronto solo por darme el gusto de verme con uno de
esos trajes preciosos durante unos minutos; acto seguido me iría a una clínica
a congelar óvulos, por si acaso; y, por último, reuniría a mis amigos en una
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discoteca de moda para acabar morreándome con todo aquel que se dejase dar
mimitos. Dado que aún me quedaba un poco, me conformaba con ese día
absurdo que solo me haría feliz a mí. Adoraba crear situaciones ficticias en mi
cabeza que jamás sucederían en la vida real.
Seguramente acabara muerta en un quirófano por ponerme tetas a los
treinta y tres, la edad de Cristo, y no resucitaría a los tres días, como él. Pero
no sería porque no me gustase respirar y trabajar en sitios absurdos, sino
porque qué pereza me daría reparar la piel reseca y los pelos de estropajo que
se me pondría por estar setenta y dos horas metida en una cámara frigorífica.
La parte positiva era que mi cuñada no me obligaría a comer huevos
falsos.
—Tu cuñada no quería alcohol.
—Pues claro que no. El vino tiene calorías vacías y todo el mundo sabe
que es mejor el agua embotellada del manantial de mis santos ovarios —
refunfuñé.
Mi madre resopló al mismo tiempo que alzaba la mirada al cielo en una
súplica silenciosa que, en realidad, supe traducir: «Dame paciencia, Dios mío,
con la Barbie Satán que he parido».
—¿Vas a comportarte por una vez, Dánae?
Durante una fracción de segundo me sentí más que tentada a decirle que
sí, que dejaría de parecer una niña malcriada a la que obligaron a visitar unos
parientes que ni reconocía, pero que le llenaban de besos las mejillas y le
contaban lo guapa que era cuando nació, pero es que me costaba una
barbaridad. Y era así no porque me faltara un verano, como mi familia creía,
sino porque cada día que pasaba se me hacía más difícil fingir que era
bienvenida en un núcleo familiar que se caía a pedazos y estaba construido
sobre mentiras.
Mentiras que me quemaban y me costaban tragar.
—Sí —respondí, en cambio, y me dejé arrastrar por ella.
Gonzalo era muy diferente a mi hermana y a mí. Era el mayor de la
familia, nos llevábamos siete años, y él tenía una altura impresionante, sabía
vestir bien, usaba reloj de marca y se peinaba como si hubiese salido de la
peluquería diez minutos antes. Sus ojos, de un verde oscuro, como los de
mamá, contrastaban con los míos y los de mi hermana Sara, de color azul
profundo, como los de papá. Un azul que se volvía algo más claro cuando, en
días como ese, el cielo despejadísimo abría el paso a un sol impresionante.
Tampoco es que nos pareciéramos en cuanto a la personalidad de cada
uno. Gonzalo valoraba mucho que se hiciera las cosas tal y como él ordenaba;
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y si, por casualidad, metías la pata, más te valía prepararte para recibir
comentarios desdeñosos y cargados de menosprecios varios. En el trabajo le
iba bien, y todo gracias a haber comprado la mayoría de las acciones en el
pasado, cuando apenas empezaba. Era dueño de una empresa de transporte, y
ayudaba a su mujercita a conseguir descuentos suculentos en la editorial para
la que trabajaba. Solo lo veía cariñoso en los instantes que compartía con sus
hijos; el resto del tiempo se comportaba como un cabrón egoísta de los que
deberían encerrar por el bien de las mujeres que en algún punto de su vida le
cogieron cariño.
Antes de casarse, tuvo, como mínimo, dieciséis novias. No habláramos de
ligues de una noche o de amantes. Siempre viajaba de un lado de otro cada
cierto tiempo, y se reunía con ellas de manera discreta. Luego le pedía a mi
madre que no dijese nada. «Es que no quiero que mi novia se enfade». Y así
convertía a mi madre, y a toda la familia, en cómplice de sus idas y venidas.
En algún momento me planteé seriamente decirles a sus novias que era un
sinvergüenza incapaz de mantener los pantalones en su sitio. Y lo hubiera
hecho de no ser porque sabía que las consecuencias serían tan grandes como
lo que ocurrió en Chernóbil. Así que, por mal que me pesara, lo dejé estar.
Hasta el día del treinta y ocho cumpleaños de mi cuñada, donde ya no
alcanzaba a saber si era fiel o no a su esposa; aunque deseé que sí. Que la
respetase, por lo menos, después de darle dos hijos y una casa que parecía
sacada de un catálogo de Ikea.
—Hola, Gonzalo —saludé a regañadientes, y de pronto ya no tenía treinta
años, sino diez otra vez, y me hallaba en la fiesta de cumpleaños de mi
hermano viendo cómo recibía regalos geniales y yo solo era una mera
espectadora—. Bonita corbata.
—No llevo corbata.
—Ah, pensaba que sí. Igualmente, bonita camisa.
La mirada que Gonzalo me dedicó vino a ser la misma que la de mi
madre: como si hubiesen sido idiotas de perderse una paga vitalicia por parte
del Estado gracias a mí. Y no le culpé, la verdad. Es que no se me ocurría de
qué hablar con un tío que me caía mal. Al resto, por ser desconocidos, se me
permitía vapulearlos con mi lengua afilada y fingir que no me escocía que
pasaran de mí, pero con mi hermano todo era distinto. Con él debía ser una
personita maravillosa, hecha de azúcar y amor. Como Las Supernenas.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Por supuesto. Pero ¿no habrá posibilidad de obtener una cerveza?
Gonzalo entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
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—Es un cumpleaños libre de alcohol.
«Y de picoteo grasiento también». Porque todavía no había visto un
mísero cruasán relleno de paté a las finas hierbas ni un plato de jamón serrano
de bellota —porque apostaba a que mi cuñada jamás serviría de los que
vienen en paquete y con la marca blanca del supermercado estampado en el
plástico—, y no me estaba quejando. Solo necesitaba algo de alcohol que me
ayudara a soportar esa fiesta soporífera.
Ojalá hubiesen venido Dylan y Eva también. Ellos eran las dos únicas
personas en ese universo a las que, aparte de confiarles mi vida y mi tarjeta de
crédito sin temor a que me desplumaran o me lanzaran a las vías del tren, me
querían incondicionalmente y me lo demostraban a diario. Pero Dylan tenía
un fin de semana pagado en Almería, donde vivía una follamiga con la que
iba y venía. Y Eva, exitosa, esposa y madre de tres gatos preciosos se largó
una semana a Bali, con su marido, de segunda luna de miel, porque se sentían
cansados de la reforma de su ático.
Y yo me tuve que comer la fiesta de mi cuñada sin acompañante alguno
después de insistirle en que contaba con ellos. «Soy una maldita desgraciada».
—Vale, ya me beberé alguna de estas aguas deliciosas con sabor cítrico
—repuse con ironía, y cogí el primer vaso de plástico que estaba a mi alcance.
Olía a las típicas gelatinas sin azúcar que nos daban en el comedor del colegio
—. Uf, menuda diferencia.
—Haz lo que quieras, Dánae, pero no te dedicas a lanzarle miraditas a
Arantxa. Ya sabes que no le gusta que la juzgues con la mirada.
«¡Ni a mí que sea una pija insoportable que, de ser posible, nos sacaría a
todos de su vida sin que le temblara la mano!», pensé. Ojalá tuviera el poder
de leer mi mente, así sabría qué tan mal me caía y lo repelente que me parecía
desde el primer día que llegó a casa, del brazo de Gonzalo, como si se hubiese
ligado al mismísimo rey Felipe.
Seis años soportando los insultos y desprecios varios a mi madre, a mis
hermanos y, por qué no decirlo, también hacia mí conseguían que una persona
se te atragantase como el pelo de una gamba en plena noche de Navidad.
Estaba ahí, lo notabas, pero no tiraba ni para abajo ni para arriba. Y te tocaba
beber mucho y rezar porque no se te incrustase para siempre en la garganta
como quien se hacía una cirugía plástica para sobresalir entre el resto.
Si al menos fuera un poquito más amable, o hiciera el amago, no la
miraría como si deseara su eterno sufrimiento. Porque lo deseaba, y no me
sobraban motivos.
—Vale —repetí, y apreté el vaso con fuerza—. Voy a darme una vuelta.
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Y una mierda me iba a quedar sin alcohol en ese cumpleaños vegano que
se sacó Arantxa de una página dedicada a la dieta keto. Engañaría a los
demás, pero a mí no. Si ella hacía dieta, estupendo, pero que nos dejase a los
demás atiborrarnos a jamón, medialunas saladas y patatas al punto de sal.
¡Las cartucheras nos saldrían a nosotros, no a ella!
Mis pies me llevaron hasta la casa, donde no tardé en hallar la cocina.
Menuda pasada. Era casi tan grande como mi apartamento. Lo único que
cambiaría de la decoración era el color de los muebles, blanco y gris y negro.
Típica cocina de anuncio de panfleto que cualquiera era capaz de montarse si
el banco le cedía un préstamo. A mí no me lo darían, porque me había
convertido en una treintañera sobreviviendo con trabajos de mierda, pero, de
ser capaz, la pintaría rosa chicle. Y rosa Barbie. Mis colores favoritos.
Abrí la nevera y enseguida contemplé las latas de cerveza perfectamente
apiladas en la baldosa de arriba. No era eso lo que mis ojos captaron con
mucho interés, en realidad, sino la botella de vino rosado que alguien decidió
olvidar al fondo. La cogí enseguida, mis ojos brillando de la emoción, y me la
escondí bajo el brazo. Ahora solo necesitaba un escondite.
Sería fácil escabullirme al piso superior, o incluso al garaje, pero me dio
la impresión de que mi cuñada, en algún momento de la tarde, se dedicaría a
hacer un tour a sus familiares y amigos por toda la casa y así darles en las
narices a todos lo que dudaron de ella en el pasado. Es una manera muy eficaz
de reafirmar lo que decían a sus espaldas: que pegó el braguetazo con mi
hermano y solo trabajaba porque adoraba mandar a los demás, no por
necesidad.
A mí me daba igual si realmente trabajaba por gusto o no; mi mente solo
se centraba en el vinito y en lo mucho que mejoraría mi vida justo después.
Sería la tía borracha de las fiestas. Justo mi sueño.
En cuanto salí al jardín por la puerta de atrás, me topé de bruces con un
pequeño parque infantil. Dos columpios, un sube y baja, un tobogán, una caja
de arena y una casita de muñecas. Bueno, un chalet, en realidad, porque ahí
cabían dos o tres adultos fácilmente, aunque un poco apretados.
Miré a un lado y otro y, tras asegurarme que no había moros en la costa,
me metí allí mismo y apreté mi culo contra la esquina de la casita de plástico.
Un dulce aroma a tarta de fresa me llegó de sopetón. Había muñecas y tacitas
y platitos y una tetera; todo de juguete. Mi sobrina sabía cómo entretenerse,
desde luego.
—A la mierda, vamos a brindar. Por mi cuñada, por mi hermano y por la
madre que nos parió a todos.
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Le quité el tapón a la botella y empecé a pimplar como si no hubiese un
mañana. El líquido estaba fresco, burbujeante, y llenó enseguida mis ojos de
lágrimas de felicidad. No era una borracha, y apenas bebía normalmente, pero
en situaciones límites el alcohol se convertía en el mejor aliado de una chica.
Un método que aprendí de Dylan, mi mejor amigo, y que ponía en práctica
cada vez que me sentía entre la espada y la pared.
El sábado anterior quedé con un tío con el que llevaba chateando, mínimo,
un mes. Tinder se convirtió en mi enemigo número y también en mi aliado;
como ese amigo tóxico que sabías que no te conviene, pero, de vez en cuando,
te echaba un cable. Me entretenía conversar con gente por allí, siempre y
cuando no me enviaran una fotopolla de buenas a primeras. Que había visto
más nabos ahí que en la frutería de mi barrio. El caso es que Julián me insistió
muchísimo para tomarnos algo, bailar y divertirnos, sin compromiso alguno.
Si nos gustábamos, genial; y si no era el caso, al menos quedaríamos como
colegas.
Y yo me lo creí.
Salir de casa y quitarnos las telarañas para los que llevábamos más de dos
años sin follar era una tarea bastante complicada, porque cometíamos el error
de conformarnos con cualquiera o, por el contrario, exigir lo imposible. Le
había confesado, una noche que llegué cansadísima a casa, que echaba de
menos que me metieran mano, me besaran sin venir a cuento y me dieran
órdenes en la cama. Total, él era un tío con el que tonteaba y estaba bien que
supiera mis carencias afectivas y mis fetiches. De mi sueño por hallar un
amor de película no le hablaría porque sabía de sobra que a los tíos eso les
hacía sentir incomodísimos, y pasaban de tratarte con interés a mirarte como
si tuvieras la tuberculosis o algo peor.
Julián se veía encantadísimo. Vino al pub irlandés con unas Nike último
modelo, un collar de oro colgado del cuello que pesaba lo mismo que mi
brazo y un diente menos en la fila superior. Aún y con todo, no le hice ascos,
ni mucho menos, y me dispuse a bailar y dejarme llevar con él mientras nos
contábamos nuestras penas.
Fue en una de esas canciones que el DJ se empeñaba en poner a las cuatro
de la mañana, cuando la gente ya estaba ebria y a puntito de llamar a su ex o
cometer un error garrafal similar, que Julián me cogió del culo y me metió la
lengua hasta la campanilla. Y allí estábamos los dos, en medio del pub,
morreándonos —o, más bien, yo siendo babeada hasta las últimas
consecuencias— con Boys Will Be Boys de Paulina Rubio sonando a través de
los altavoces, amenazando con destruir mis tímpanos. Un montón de
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pensamientos cruzaron mi mente y no conseguí sacármelos de encima, como
tampoco a Julián y su lengua, que continuó besándome o, al menos,
intentándolo, hasta que finalmente lo aparté y lo miré a los ojos.
—Tío, besas de pena —espeté, y enseguida me arrepentí. Odiaba con todo
mi ser aquella sinceridad aplastante que se potenciaba al consumir alcohol—.
No vuelvas a hacerlo.
Su cara fue un poema.
—¡Si fuiste tú quien me dijo que echaba de menos todo esto!
Rojo de rabia, se separó de mí y se pasó una mano por el pelo, alucinando.
—Ya, pero es que no funciona. No he sentido nada con el beso —mentí.
Claro que sentí cosas, similares al asco. Me limpié las comisuras con los
dedos lo más disimuladamente posible—. Es mejor dejar las cosas así.
—Joder, con la calientapollas esta. —Su voz sonó con tanto ímpetu que
incluso algunas personas de nuestro alrededor se giraron hacia nosotros—. La
próxima vez no hagas que un tío se coja tres metros para venir a este pub de
mierda si no vas a follar con él. ¡Estrecha de los cojones!
No supe por qué, y tampoco me molesté en averiguarlo, pero me entró la
risa tonta. En parte porque la vergüenza me consumía con el peso de una
llama a una vela, y en parte porque, al mirarlo más de cerca, me fijé en que
me mintió nada más empezar a hablar conmigo. Ni tenía coche propio, ni
medía metro ochenta, ni era un tío con una autoestima inquebrantable gracias
a los libros de autoayuda que se pillaba todos los meses en Amazon.
Era, simple y llanamente, un tío con ganas de echar un polvo y frustrado
por no conseguirlo.
Igual que yo.
—Te invito a otra copa, si quieres. O vete a casa. Me da bastante igual.
Julián escogió largarse y a mí no me quedó de otra que volver a la barra,
pedir un chupito y llamar a un Uber para que viniese a buscarme. Como las
cosas no salieron según mi idea inicial —joder, hasta me había depilado la
ingle—, bebí hasta que el chófer me avisó a través de la aplicación que ya se
encontraba en la puerta. Si Dylan opinaba que darle a la botellita ayudaba en
situaciones desagradables, ¿quién era yo para resistirme?
Después de mi última experiencia, no había vuelto a quedar con nadie y
estaba a punto de pedir cita con el ginecólogo, a ver si era cierto que el himen
se regeneraba una vez pasabas más de un año sin sexo. A lo mejor había
vuelto a ser virgen y al próximo desgraciado le toca desvirgarme. Otra vez.
¡Menuda putada!
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Sacudí la cabeza y le di otro trago a la botella. Solo estaba pensando
tonterías. Culpa del vino y la fiesta, y mi cuñada, y el malestar que amenazaba
con romperme las costillas si seguía dándole vueltas a las cosas que salían
mal en mi vida.
Si hubiese sido un poquito más lista, o tuviera más fortaleza mental, tal
vez me habría ido nada más entregarle el regalo y darle dos besos a mi
sobrina favorita. Pero la vida rara vez abogaba a nuestro favor, y a mí no me
quedaba de otra que pimplarme una botella de vino dentro de una casa de
muñecas de dos metros por dos metros, encorvada al punto de ser doloroso,
con las botas de cowboy rosa clavándose en mis pantorrillas y la sensación de
ser tan patética que podría tener mi propia secta.
Mamarrachas sin oficio ni beneficio, ¿dígame? Como eslogan, era
increíble. Como filosofía de vida, ya no tanto.
El resoplido que lancé una vez bajé la botella no fue nada comparado con
el grito que cortó el aire al ver caer sobre mis piernas un hombre. Un hombre
guapísimo, que se retorcía y maldecía y, oh, dios mío, colocó ambas manos
sobre mis muslos desnudos como si fueran el mejor soporte de todos.
Nada más sentir el roce de sus dedos sobre mi carne, un escalofrío me
sacudió entera.
—Mierda —repitió por tercera vez en menos de diez segundos—, lo
siento. ¿Qué haces aquí? —Bajó la mirada y enseguida se dio cuenta de que
manoseaba a una desconocida. Apartó las manos y se dejó caer al otro lado de
la pequeña mesita de plástico, rota por su torpeza, que dividía la estancia en
dos—. ¿Quién eres?
—La tía que se emborracha en las fiestas. ¿Y tú?
«¿A que esa canción no tuvo narices de tocarla La Oreja de Van Gogh?»,
estuve tentada de decirle, motivada por el alcohol que ya me hacía efecto.
«Claro, preferían a la emo que lloraba en las fiestas».
El desconocido clavó en mí sus ojos castaños, oscuros como boca de lobo,
y respondió:
—El compañero de trabajo que necesita esconderse antes de que alguien
siga preguntándole cuándo demonios va a echarse novia, casarse y tener un
hijo.
—¡Genial! —Exclamé, y le ofrecí la botella a medio beber de vino—. ¿Te
apuntas? Solo le he dado un par de sorbos —mentí.
Sus ojos se pasearon de la botella a mi cara y otra vez a la botella. Durante
una milésima de segundo, creí que iba a decirme que no, que era una
alcohólica necesitada de ayuda y que lo mejor sería largarse, pero finalmente
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la cogió —sus dedos rozándose con los míos de manera muy poco sutil,
acelerando mi corazón— y le dio un trago largo.
—Joder, cómo lo necesitaba.
—Bienvenido al club, compañero.
—¿Qué club?
—Los que se esconden en una fiesta a pimplar, cariño.
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Capítulo 2
DÁNAE
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oscuros, algo rasgados, y con un montón de pestañas espesas y negras. En
cambio, su pelo era marrón chocolate, y su piel algo bronceada le hacía
parecer un ejecutivo de los que trabajaban en algún bufete de Miami y se
encontraban con un sol dorado al salir de la oficina. Parecía alto, a juzgar por
cómo trataba de colocar las piernas para no rozarse conmigo, y sus vaqueros
negros iban a juego con una camisa azul marino. La llevaba remangada hasta
los codos, permitiéndome descubrir que el vello era del mismo color que su
pelo, y que debía pisar el gimnasio mínimo tres veces por semana. Ni de coña
parecía el típico hombre cruasán que solo pensaba en hacer pesas y comer
pollo con arroz, pero sus tendones se marcaban bastante, al igual que sus
venas resaltaban un poco y, en definitiva, era un hombre atlético.
¿Mi cuñada se concentraba en el trabajo teniendo a semejantes dioses
griegos a su lado? A mí se me hubieran caído las bragas más de dos y tres
veces en su presencia. Probablemente, me las hubiera tenido que pegar con
velcro o sujetar con un par de tirantes para que no que se diese cuenta de lo
mucho que me gustaba su carita de lobo feroz a punto de darme un bocado.
Y es que menuda boca. Labios carnosos, suaves y rosados, y un mentón
prominente salpicado de barba de dos o tres días. No dudaba de que besaba
fenomenal.
—¿Os ha invitado a todos los de la editorial? —pregunté, por hablar de
algo y que no pensara que me faltaba un tornillo al mirarlo tan fijamente.
—Solo a unos pocos. No todos nos llevamos bien.
—Ah. —Le di un trago a mi botella—. Pensaba que a Arantxa no le caía
bien nadie.
Una sonrisita divertida curvó sus labios. Mis cinco sentidos se centraron
solo en esa curva que apareció en su cara, y casi juré que podía saborear en mi
paladar al tal Martín.
«Tía, estás fatal. Aparece un tío bueno y pierdes el norte», se quejó una
voz en mi cabeza. «¡Ni que fuera el primer hombre que te cruzas en la vida!».
Mientras mis hormonas se alborotaban en presencia de Martín, pensé que
necesitaba echar un polvo pronto, o me iba a convertir en una pervertida de
las que robaban calzoncillos de los tendederos o asaltaban hombres en casas
de muñecas.
—Es una mujer…
—¿Pesada? ¿Exigente?
—… complicada. Exigente también —asintió Martín—, pero en este
mundillo tienes que serlo.
—Claro, porque trabajar con autores debe suponer un gran esfuerzo.
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—Ni te imaginas cuántos de ellos se dedican a tocar los cojones casi cada
día por nimiedades.
Como no conocía el sector, me callé por completo. Pero supuse que la
gente solo se quejaba cuando lo consideraba necesario, ¿no?
—¿Y por qué iba mi cuñada a permitir que se te acosara por el tema
sentimental? Mira que es rarita a veces, pero no me la imaginaba tan… —No
encontraba la palabra, y las que venían a mi cabeza resultaron ser todas
ofensivas.
—No ha sido ella, sino el resto de los compañeros. Y algún que otro
invitado. Lo entiendo, en parte. —Martín hizo una pausa—. Es complicado
comprender que alguien pase de los treinta y esté soltero.
—Qué me vas a contar, si vivo eso a diario.
—¿Tú también estás soltera?
En sus ojos brilló un interés repentino que me provocó un cosquilleo en el
abdomen.
—Desde hace un tiempo, sí. Mi familia opina que es porque no me
aguanta ni el frutero de mi barrio y por eso no me cuaja ninguna relación.
Según yo, es que el amor es complicado y no ha aparecido un hombre que me
fascine de verdad.
—A la gente le cuesta entendernos por qué la sociedad te empuja desde
pequeño a casarte, comprarte una casa y traer un par de críos al mundo.
Menuda mierda. —Hizo una mueca con el labio superior—. Pocas cosas me
molestan más que ser el protagonista de conversaciones tan rancias.
Lo comprendí enseguida. En los últimos años, me había convertido en la
comidilla de mi familia en todas las reuniones sociales; estuviera yo presente
o no. Si cruzabas la barrera de los treinta y continuabas sin saber qué hacer
con tu vida, sin una pareja estable, una hipoteca o algo similar, enseguida te
tachaban de fracasada. Para casi todo el mundo, lo de luchar tus propias
batallas, o lo de seguir buscándote a ti misma, conociéndote bien, no valía de
nada si al final del día te ibas a dormir sin un dulce niño que berrease a las
cuatro de la mañana porque un ruido en el armario lo había despertado, y te
tocaba ir a comprobar que el hombre del saco no se escondía allí.
¿Presentarse en plena nochebuena sin un novio del brazo? También
impensable. ¿Compartir piso? Es que no servías para nada. ¿Pagarte uno
pequeño y un poco viejo? Te conformabas con migajas, porque no te iba bien.
¿Dedicarte a tener citas por Tinder? Automáticamente, eras una buscona o te
gustaba demasiado el sexo y no valorabas las cosas bonitas de la vida. ¿Sin un
trabajo estable? ¡Ridículo!
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Y así con todo, cada día, cada semana, cada mes, cada año. Un bucle del
que era casi imposible salir.
Que me lo dijesen a mí, tenía un pase. Mi familia era demasiado
tradicional y solo valoraban el dinero que ganabas. Pero que acribillaran a
personas desconocidas con el mismo discurso me supo muy mal. Ni Martín ni
ningún otro se merecía presentarse en una fiesta de cumpleaños a recibir
comentarios negativos sobre sus decisiones personales.
—Mándalos a tomar por culo —solté sin más. Él me miró con la cabeza
algo ladeada—. No servirá de nada, pero al menos te quedarás a gusto.
Martín sonrió de medio lado, como si la idea lo tentase de verdad.
—La vida no es una película de Spielberg.
—Claro que no. Imagina que se hundiera el barco y tener que cederle la
tabla a alguien que no tiene miramientos en dejar que se te congelen de frío
las pelotas. A mí me tocaría mucho las narices. Pero tampoco es justo
aguantar que se metan en nuestra vida y juzguen todo lo que hacemos. Y
como la única manera que tienen de entender las cosas es por las malas. —
Pausa—. Que se jodan.
Casi me pareció oír la voz de mi madre reverberando en mi cabeza,
repitiéndome el «hablas demasiado, pero nunca dices nada coherente», y un
nudo se formó en mi estómago. A lo mejor el tal Martín también creía que me
faltaba un tornillo —o la ferretería entera—, y que todo lo que salía de mi
boca no eran más que gilipolleces.
Con esos pensamientos intrusivos atacándome con la artillería pesada,
estiré las piernas y las coloqué cerca de sus pies. Martín me lanzó una mirada
aún más curiosa que antes; repasó mi figura desde las botas brillantes de color
rosa a mi pelo enmarañado, rubio natural. Luego bajó por mi rostro —seguro
que mis mejillas estaban rojas de la borrachera que me estaba pillando con el
vino— y mi escote, el que el vestido corto y blanco dejaba a la vista. ¿Le
gustaría lo que veía? Porque había algo aún mejor debajo.
«Deja de decir tonterías, por el amor de Miguel Ángel Silvestre», pensé, y
me sacudí una pelusa imaginaria del hombro para apartar su mirada de ahí.
Aquella casa de muñecas era incómoda y pequeña, y no cabíamos tantos
dentro. Y por el momento yo ya contaba dos adultos, una botella de vino y mi
idiotez por bandera.
—Eres de las que disparan a matar antes de saber si va a recibir un ataque,
¿verdad?
—Si te digo que sí, ¿te irás pensando que estoy mal de la cabeza?
Martín sacudió la cabeza.
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—En absoluto.
—Soy bastante inofensiva. Me cuesta una barbaridad hacerme cargo de
mis pensamientos y emociones en el momento. Carezco de filtros, es verdad,
pero me paralizo cuando debo defenderme de un ataque directo.
—Me había parecido que te gustaba sacar el látigo y demostrar tu valía
desde el minuto uno.
Lo miré a los ojos, y comprobé que no le decepcionaba. Tampoco es que
tuviera que importarme a mí, dado el caso, pero no era tan fuerte ni tan
madura en algunos aspectos. Como a la mayoría de los mortales, me gustaba
agradar y caer bien a los demás, y no parecer una niñata recién escapada del
instituto a la que aún le faltaba un verano.
—Admito que las películas de Cincuenta sombras de Grey me pusieron
cachonda gracias a Jamie Dorman, pero no me va el sado. Respeto a quien le
mole todo ese mundillo de azotes, látigos y palabras de seguridad —hice un
aspaviento con la mano—, y espero que lo gocen siempre. En mi caso, soy
una cursi empedernida.
—¿De las que esperan que le digan que la quieren mientras le hacen el
amor?
No hubo burla en sus palabras y, aun así, me sentí un poco traicionada por
la Dánae borracha. A ella se le escapaba siempre todo.
—Seguro que tiene su público también, y está genial que haya gente
empalagosa en la cama. A mí me gustan otras cosas.
—Pero has dicho que eres una cursi empedernida.
Dentro de aquella casita de muñecas era imposible mantener una
conversación interesante con un hombre guapo sin sentir que se me estaba
clavando en el culo una cuchara de plástico. A duras penas conseguí
moverme, pero mi mano libre fue a parar al muslo de Martín y la otra, la de la
botella, chocó con la ventanita y volcó un poco de vino.
—¿Estás borracha?
—En absoluto —me carcajeé—. ¿Y tú?
—Apenas he bebido, Barbie Cowboy.
—Chulas, ¿verdad? —Agité los pies para que comprobase que mis botas
eran la mejor compra de mi vida—. Son auténticas.
Los dedos de Martín se aventuraron a acariciar los zapatos desde la punta,
algo manchadas de tierra, hacia el cierre detrás de mis gemelos. No entendía
muy bien por qué no me desagradaba su contacto. Hombres guapos como él
me los cruzaba a diario, en todos lados, pero Martín me miraba tan
intensamente, con sus dedos aún sobre mis piernas, que la cabeza me dio un
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montón de vueltas en lo que trataba de comprender sus intenciones. O mis
emociones. ¿No se suponía que debía ser amable y no traspasar ciertos
límites?
«Los límites solo existen en tu imaginación. Aquí no está la policía de
Guarros sin fronteras a la espera de detenerlo por acariciarte un zapato»,
atacó mi parte más vil, la que siempre me machacaba. Hice un mohín, y
Martín debió interpretarlo como si me molestara su caricia, pues apartó la
mano y me quitó la botella de vino antes de darle un buen sorbo.
—Perfectas para una Barbie Cowboy como tú —apreció él.
Un revoloteo dentro de mi pecho me hizo creer que no era casualidad que
estuviéramos allí tirados. La casita de muñecas como escenario para un par de
borrachos (vale, la única ebria era yo) que no se conocían en absoluto sonaba
espectacular en mi cabeza. Mucho mejor que un pub a las cuatro de la mañana
de un viernes cualquiera.
Dentro de aquellas paredes de plástico no olía a sudor, tabaco y alcohol; el
único aroma que flotaba en el aire, aparte del vino dulce, era el perfume de
Martín. Y le sentaba fenomenal.
—¿Te gusta tu cuñada?
Me replanteé ser una mentirosa compulsiva durante un ratito y decirle que
sí, que claro que me caía genial Arantxa, y que me hacía feliz verla casada
con mi hermano. Pero luego recordé todos los comentarios mordaces que
soltaba a las espaldas, las miradas de asco que nos dedicaba cuando pensaba
que no la veíamos, su descortesía hacia mi madre, sobre todo, y sus amenazas
veladas de «si haces algo que me desagrada, no verás más a tus nietos» y
sencillamente vomité todo lo que pensaba de golpe. Como si Martín no fuera
un desconocido, compañero de trabajo de Arantxa, sino un amigo con el que
desahogarme cuando lo necesitaba.
—Es una bruja y una mala persona, y si por mí fuera no volvería a verla
jamás. Cuando crees que ya no puede hacer algo peor, se saca de la manga un
insulto nuevo o una mala acción. Es increíble lo bien que funciona su cabeza
en los momentos en los que debe putear a los demás. Es perfecta para mi
hermano, eso sí. Pero a mí su voz y sus comentarios me caen peor que
comerme un kebab a las tres de la mañana, después de dos rondas seguidas de
chupitos.
—En la editorial la adoran precisamente por eso —comentó él, sus labios
brillantes por el vino—. Nadie mejor que Arantxa para contener el ego de los
escritores.
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—Pobrecitos. No me quiero ni imaginar la ira asesina que les entra a los
autores cada vez que tratan con ella.
Para mi sorpresa, Martín se rio. Y lo hizo de verdad.
—Que no te escuche; le sienta fatal que pongan en duda su
profesionalidad.
—A mí me molestan otras cosas, y aquí estamos.
«Siendo la Barbie Borracha», añadí en mi mente.
Unos ruidos en el exterior de la casa nos alertaron a ambos. Deduje que ya
nos habían encontrado y que tendríamos que dar explicaciones. Que dos
adultos se bebieran a solas una botella de vino dentro de una casita de
muñecas no era lo normal. Me moví hacia la ventanita, con tan mala suerte
que le di un puntapié a Martín y acabé posando la mano sobre su muslo a fin
de no caerme de bruces contra el suelo.
Por el rabillo del ojo comprobé que él entornaba los ojos y contenía un
suspiro.
—Disculpa —me apresuré a decir.
Él negó con la cabeza y se echó a un lado, como pudo, para dejarme ver
qué ocurría al otro lado. No vi a nadie. Aun así, estaba a cuatro patas dentro
de la caseta, sobre las piernas de Martín, y mis manos apoyadas en su hombro
y en la pared de plástico.
De esa guisa nos sorprendió mi sobrina al aparecer por la puertecita.
Sus ojos, grandes como una lechuza, se fijaron en nosotros dos y pegó un
grito.
—¡Tía Danonina!
—Hola, cariño. —Saludé rápidamente, las mejillas ardiéndome y un leve
mareo que me hacía ver todo borroso acosándome—. ¿Qué haces aquí?
—Buscaba mi muñeca Yasmín. —Hizo un mohín al ver que la pobre
Bratz yacía sobre el suelo, el pelo enmarañado y una pierna mirando para
Cuenca por mi culpa—. ¡Mira lo que has hecho!
—Lo siento, cariño. Pero no está rota —le dije—. Solo ha estado…
dándose un paseo.
La niña nos miró como si fuéramos dos extraterrestres recién llegados al
patio de su casa.
—¿Qué hacéis? ¿Jugando a las casitas? —añadió aquello último en un
susurro.
No supe por qué, pero en mi cabeza sonó perfecta como excusa, y asentí
varias veces.
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Mi sobrina se llevó una mano a la boca, sonrojándose, y apretó a Yasmín
contra su pecho; como si la muñeca fuera a protegerla.
—¡Estáis haciendo cosas de mayores!
Por fin caí en la cuenta de mi maldito error. ¡Si tan solo hubiera tenido la
mente despejada, no habría permitido que mi sobrina pensara lo que no era!
Ella chilló de nuevo, luego se rio nerviosa, y enseguida salió corriendo al
mismo tiempo que llamaba a su madre.
—Joder —solté de golpe.
Martín, debajo de mí, me miró como si hubiese perdido la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿Te preocupa que Arantxa sepa que estás bebiendo vino a
escondidas?
—Eso es lo de menos. Soy capaz de soportar las miradas desdeñosas de
esa arpía sin que me afecte. Es que mi sobrina… Ella cree que estábamos…
Verás…
Él me lanzó una mirada cargada de interés.
A mí me dolió el estómago de inmediato.
—Para ella, jugar a las casitas es igual a tener sexo.
—¿Qué cojones? —Por fin reaccionaba acorde a la situación.
Me sentí fatal por él. Y avergonzada.
—No sabía cómo explicárselo, ¿vale? Un día se quedó en mi casa y nos
pusimos a ver Cómo perder a un chico en diez días, y salía una escena
subidita de tono entre los protagonistas, y le dije que jugaban a las casitas.
Desde entonces asocia esas escenas con lo que le solté.
—¿Me estás diciendo que tu sobrina cree que estamos follando en la
casita donde juega con sus muñecas?
La expresión de Martín era de todo menos amable.
Dentro de mi pecho ardía una llama muy poderosa: la de la culpabilidad.
—Lo siento.
—Joder. —Se apartó como pudo y salió de allí a trompicones—. Joder —
repitió, esta vez con más mala leche.
Enseguida lo seguí, porque me parecía feo esconderme y no dar la cara
por mis acciones. Quería explicarle que no lo hice a propósito, que no
recordaba nada de eso, y que solo intentaba ahuyentar a mi sobrina para que
no se pensara cosas que no eran. Pero todo me salía mal. Era mi mala suerte,
acechándome igual que Hacienda a los autónomos. Cuando creía que ya
estaba a salvo, ¡zas!, aparecía y me daba el palo de mi vida.
Frente a nosotros, con cara de pocos amigos, mi cuñada, mi hermano y,
bueno, joder, prácticamente media fiesta, nos esperaba con caras de pocos
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amigos. Colocados en fila, no había oportunidad alguna de escapar o de
intentar mantener todo en secreto.
La que mejor se lo estaba pasando era mi sobrina. Probablemente, pensó
que era un secreto divertido de contar a todo el mundo que su tía Danonina se
lo montaba con un hombre desconocido en la casita donde jugaba a tomar el
té con sus muñecas.
«Ojalá no me odies el día que seas adolescente y entiendas todo lo que
pasó aquí dentro», pensé, a duras penas aguantándome la risa.
Vale, no era el mejor momento para pitorreos, pero es que la escena, vista
desde fuera, tenía su puntito gracioso.
—¿Se puede saber qué haces? —La voz de Arantxa, chillona, resonó en el
espacio que había entre ella y nosotros.
A mi derecha, Martín observaba la escena igual de incrédulo que yo.
Frente a mí, mi familia me lanzaba una mirada cargada de incógnitas y de
reproches. Estaba acorralada.
—Dice mi hija que estabais… ¿Cómo has podido? ¿En la casa de
muñecas? —Fue entonces cuando se fijó en quién se encontraba a mi lado, y
su expresión mudó por completo. De pronto ya no estaba enfadada, sino a
punto de sufrir un infarto—. ¿Martín?
Antes de que él abriese la boca con la finalidad de defenderse, mi sobrina
tiró del vestido de su madre con la mano libre un par de veces, llamando su
atención, y dijo:
—Yo los vi. Jugaban a las casitas. Tía Danonina estaba tirada en el suelo
y el hombre ese —señaló a Martín— le tocaba el pompis.
—¿Cómo va Dánae y Martín a…?
—Es cierto —solté de sopetón. Mi lengua iba por libre, no podía
controlarla—, estábamos en la casita. Pero no hacíamos nada catalogado para
mayores de dieciocho, joder. Solo bebíamos y…
—¿Estás liada con Martín? —me interrumpió Arantxa—. ¿Desde cuándo?
Mi primera reacción fue reírme. Qué mal momento. Enseguida sentí que
el nudo en mi estómago se potenciaba y que tenía ganas de potar.
Hubiera echado hasta la primera papilla de no ser por la brisa fresca que
por fin empezaba a soplar en aquella parte de la casa.
Todo el mundo nos miraba.
Martín me taladraba con la mirada.
Y yo me sentí más atrapada aún.
¿Qué dirían de mí? ¿Qué pensarían? ¿Sería capaz mi cuñada de armar un
escándalo digno de Sálvame?
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Una vez más, me comportaba como una adolescente ajena a las
consecuencias de sus actos, en lugar de ser una adulta responsable. Quizá por
eso dije lo que dije a continuación. O tal vez me jugara una mala pasada la
borrachera.
—Hace un tiempo —dije, y Martín se tensó a mi lado—. No-no
queríamos que nadie lo supiera. Lo siento.
Una mentira jamás arreglaría nada, y yo lo sabía muy bien, pero durante
un segundo, un mísero segundo, me atacó la inseguridad. El miedo a que mi
familia viese en mí el reflejo de una treintañera que se manoseaba con un
hombre dentro de la casita de muñecas de su sobrina como si no estuviera
fuera de lugar, y que no medía sus actos, porque todo le importaba una
mierda. Como en las entrevistas de trabajo, en los propios empleos, y en su
vida en general.
Me dio tal pavor ser la diana de sus miradas de reprobación, de decepción,
que me protegí soltando la primera trola que se me vino a la cabeza. La peor
de todas, porque no solo me afectaba a mí. Martín era mi cómplice a la
fuerza, y el pobre ni siquiera abrió la boca; quedándose mudo de la impresión
ante la reacción de los presentes a la bomba que acababa de soltar.
¿Qué cojones me pasaba?
¿Por qué no era capaz de hacer las cosas bien bajo presión?
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Capítulo 3
MARTÍN
Barbie Mentirosa me había metido en un lío del que no sabía cómo salir
sin parecer un completo imbécil. Uno incapaz de defenderse, en realidad, de
semejante gilipollez. ¿Cómo iba a salir yo con esa rubia de metro sesenta que
se sentaba dentro de una casa de muñecas a beber como si nada? No era ni mi
tipo, en realidad, incluso si al principio me cayó bien.
Después de su mentira, la veía hasta fea.
Vale, fea no, porque no lo era. Si le echaba un vistazo detenidamente,
captaba toda su esencia al vuelo: pelo rubio y largo hasta la cintura, cuerpo
curvilíneo, gusto para vestir, maquillaje llamativo y un perfume dulzón que
me recordaba al algodón de azúcar que vendían en las ferias. Si la película de
Barbie se hubiese rodado en España, la habrían escogido a ella. Daba todo el
perfil. Por más guapa y buena que estuviera Margot Robbie, no dejaba de ser
una rubia estándar de Hollywood. Aquella cowboy girl mentirosa, en cambio,
nació para encarnar a la muñeca más famosa de todo el jodido mundo. Y me
había tocado soportarla a mí.
—Esto es impensable. ¿Y qué hacíais los dos encerrados en esa casa? ¿Es
que no sois capaces de comportaros como adultos? —elevó la voz Arantxa,
cada vez más enfadada.
En su lugar, a mí también me cabrearía pensar que dos personas estaban
sacándose la ropa interior en el mismo lugar donde jugaba mi hija.
Aquello no era normal.
La Barbie Mentirosa había escapado del mundo de los lunáticos y nos
estaba volviendo locos a todos con sus balbuceos y sus miradas nerviosas.
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Se retorcía las manos de una manera tan ansiosa que me dieron ganas de
sostenérselas, a ver si se calmaba y soltaba por la boca algo inteligente. Y que
fuese cierto.
—No hacíamos nada —se defendió ella, con las mejillas coloradas. Me
alegré de que por lo menos tuviera la decencia de sentir algo de vergüenza por
lo que había hecho. Por lo que estaba haciéndonos—. Marta ha entendido lo
que no era.
La niña negó con la cabeza varias veces.
—¿Ah, sí? Porque mi hija no suele mentir.
—Nadie dice que mienta, cojones —insistió Dánae—. Pero se habrá
creído lo que no es. Te aseguro que ahí dentro no caben dos adultos sin
rozarse las rodillas, imagina para foll…
—¿Y qué hacíais? —insistió Arantxa, cortándola en seco. No pensaba
ceder.
En cualquier otro momento de mi vida me habría colocado en medio de
las dos y aclarado la situación; pero aquella tarde, con el sol dando de lleno
sobre nosotros y el enfado consumiéndome desde dentro con la fuerza de un
tsunami, lo único a lo que pude aferrarme fue a mi enfado. A la incredulidad.
A aquella mentira que explotaba a mi alrededor sin que nadie la frenase.
Cada vez se hacía más y más grande. Barbie Mentirosa no daba su brazo a
torcer y no entendía a cuento de qué me metía a mí por el medio.
¿Es que pretendía jugar a ser una mujer empoderada con novio? ¿O en su
cabeza sonaba menos grave follar en una casa de muñecas que beber vino a
solas? Sí, lo último era patético, pero le incumbía solo a ella. Y que le diesen
a los demás. ¿Pero lo primero? Maldita fuese, no me apetecía quedar como un
tío incapaz de mantener los pantalones en su sitio al ver una rubia con botas
de cowboy rosa chillón.
—Beber, ¿vale? Tu mierda de fiesta es infumable, con tanto apio y tanto
té de limón sin azúcar. Así que pillé una botella de la cocina, me la traje y
punto. ¿Es delito en este país que dos adultos se emborrachen antes de las
doce de la noche?
Arantxa entrecerró los ojos, y solo solo significaba una cosa: estaba
enfadada.
Como yo.
Como todos en esa fiesta.
Menos Barbie Mentirosa, por supuesto.
—Pues si tanto te disgusta la fiesta, ¡lárgate! ¡Ni que te necesitáramos por
aquí! Haces lo que te da la gana y esperas que los demás te riamos las gracias,
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Dánae. ¡Mi hija no se merece ver este espectáculo!
Tras aquel arranque, Barbie Mentirosa se encogió sobre sí misma. De
pronto parecía muy pequeña, enfundada en sus botas rosa chicle y su vestido
blanco y corto, y la melena ondeando al viento. Su expresión transmitió todo
el pesar que la acompañaba en ese instante. La vergüenza. Las ganas de
replicar algo hiriente. Y me jodió admitir que me tocó la fibra sensible.
No me moví del sitio por respeto hacia mí, pero sentí que la rubia
necesitaba que alguien le echara un cable y la defendiera.
—Vale. —Dánae encogió uno de sus hombros, haciendo gala de una
indiferencia que no sentía en absoluto—. Me parece justo.
Se largó sin decir nada más.
La mayoría de los presentes volvieron a la fiesta, con cara de
circunstancias, y yo me quedé a solas con Arantxa y su enfado. Nada me
salvaría de hacer frente a la mentira que sobrevolaba sobre nuestras cabezas
igual que la espada de Damocles.
Tendría que haber seguido a Dánae y exigirle una explicación y una
disculpa. Después de recibirlas, la hubiese obligado a decir la verdad a todos.
No era mi novia, y nunca lo sería. Porque no nos conocíamos, y solo
habíamos compartido una botella de vino.
«Y ella ha bebido de ahí», pensé. Es como si la hubieras besado. Como si
hubieses saboreado su boca.
Recordé sus labios pintados de un rosa brillante, cálido y natural, y el
cosquilleo en mis dedos me obligó a volver a la realidad antes de admitir, a
regañadientes, que era bonita. Apetecible. Como un maldito algodón de
azúcar de una feria.
«Ella ha liado todo esto», me recordé. «Es necesario que lo aclare».
—¿Qué pasa? —me animé a preguntarle. Cobarde no era mi segundo
nombre.
—¿Con mi cuñada? ¿Desde cuándo?
Contuve una carcajada. Arantxa sonaba como una madre decepcionada
por la novia que se había echado su hijo. Al menos, eso pensé. No es que yo
conociera demasiado a la mía.
—Me acabo de enterar de que era tu cuñada —mentí.
No era mucho mejor que Barbie Cowboy.
—Venga ya. Ni tú te crees esa mentira, Martín. ¿Por qué me lo ocultaste?
«Porque es mentira», pensé, y eché un vistazo por encima de su hombro a
aquella melena rubia que se alejaba hasta convertirse en un punto en el
horizonte. Bajo el sol abrasador, sus botas de cowboy también brillaban.
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Como si de un relámpago se tratara, algunas de las palabras que Barbie
Mentirosa pronunció dentro de la casita, unos minutos atrás, reverberó en mi
mente: «Cuando crees que ya no puede hacer algo peor, se saca de la manga
un insulto nuevo o una mala acción. Es increíble lo bien que funciona su
cabeza en los momentos en los que debe putear a los demás».
¿Por eso había mentido acerca de nosotros? ¿Creía que su cuñada le haría
la vida imposible si pensaba de verdad que había echado un polvo conmigo?
No conocía tan a fondo a Arantxa, más allá de su faceta como editora del
sello más exigente de la editorial, pero, aun así, dudaba que fuese tan mala
persona como Barbie Mentirosa la pintaba.
Seguro que, si le explicaba la situación, lo entendería.
—Supongo que a mí también me daría vergüenza salir con Dánae y que
todos lo supieran —añadió antes de que abriese la boca para responderle—.
Es un completo desastre. —Su expresión se suavizó, y ya no se me antojaba
una madre preocupada, sino una mujer dispuesta a hundir a otra—. Ya puede
ser una novia maravillosa, porque como ser independiente, hija, hermana y
cuñada es un desastre de cuidado.
A lo mejor Dánae no se equivocaba del todo. A lo mejor Arantxa sí que
era mala persona con ella.
Eso no quitaba que sus acciones fueran pésimas y su mentira, un grano en
el culo; grande y doloroso. Pero viéndolo desde mi perspectiva, volví a
empatizar con Barbie Mentirosa, y me sentí incapaz de desmentirla delante de
Arantxa. Aunque eso me jodiera.
Joder, ¿es que no había aprendido nada en los últimos meses? ¿También
me dejaría manipular por ella?
No, ni de coña. Como mucho, hablaría con la rubia y le pediría que
solucionara todo ese lío cuanto antes, de la forma en que ella quisiera, sin
demoras. Pero, hasta entonces, me aseguraría de que Arantxa la dejase en paz.
Bastante tenía Barbie Mentirosa con la resaca que le esperaba aquella
misma noche y con el sermón que le soltaría nada más plantarme frente a sus
narices.
—De hecho, sí que lo es. Maravillosa —aclaré al ver su ceja enarcada. Me
molestó un poco que lo pusiera en duda con solo una mirada—. Deberías
conocerla más a fondo.
—Ese es el problema, cariño; que ya la conozco.
—Lo dudo, si eres capaz de decirle esas cosas.
—Pero ¿tú has visto dónde vive y a qué se dedica?
—Claro —mentí—. ¿Por qué?
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—¿Cómo que por qué? —repitió ella—. ¡Si es horrible!
—Tampoco es para tanto. Hay trabajos peores.
Arantxa, con la mano en la cadera, chasqueó la lengua.
—Ahora mismo me cuesta reconocerte. ¿Dónde está el editor cabrón que
se pasea por los pasillos de la editorial cada día? Dánae y tú no pegáis ni con
cola.
En eso tuve que darle la razón, aunque no lo dijera en voz alta. La rubia y
yo éramos la noche y el día. Ella, algodón de azúcar; yo, un montón de polvos
pica-pica.
—De vacaciones hasta el lunes, si no te importa. Dánae no es una de mis
escritoras. A ella le doy caña de otra manera. Pero no en la casa de muñecas
de tu hija —agregué.
Arantxa suspiró.
—Mira, haz lo que quieras. Pero no te recomiendo que te encoñes con
Dánae. Es perjudicial para la salud.
—¿Si le echas más de diez polvos te provoca cáncer de pulmón? —solté
de sopetón, mi humor ácido saliendo a flote.
—No. Jode todo lo que toca, y a todos los que tiene a su alrededor —
repuso, con los labios algo apretados.
—Menos mal que soy un cabrón, ¿verdad? —concluí, encogiéndome de
hombros.
Defender a Barbie Mentirosa de su cuñada era una cosa, y ensalzar sus
virtudes sin conocerla de nada, otra muy distinta. Si eso no tranquilizaba a
Arantxa, nada lo haría. Y esperaba que cuando supiera la verdad no me
mirase con odio por los pasillos de la editorial; eso se lo reservaba a mis
«queridas» autoras. Las mismas que me ponían a partir en sus redes sociales.
—En fin, voy a ver dónde está mi novia —la palabra quemó en mi boca
—. Hasta luego.
Aunque la busqué por todos lados, Barbie Mentirosa se había esfumado
por completo. Nadie supo decirme dónde estaba. Recorrí cada rincón del
jardín y nada, ni rastro de sus botas de cowboy ni de su pelo rubio, ni de sus
mejillas rojas.
¿Estaría bien? ¿O todo ese asunto pudo con ella?
Porque si le costaba seguir adelante con su mentira, no se querría imaginar
cómo lo estaba pasando yo con un montón de miraditas curiosas encima, o
preguntas de cortesía que no me apetecía responder.
Resignándome a ser el protagonista de todas las conversaciones que se
mantendrían durante la fiesta, me acerqué a Gonzalo y, tras asegurarle que no
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era una broma de mal gusto —¡joder si lo era!—, le pedí el número de
teléfono de Dánae poniendo la excusa de que me había quedado sin móvil y
no sabía dónde estaba.
—¿Vas en serio con mi hermana? —preguntó antes de que me fuera.
Medité mi pregunta. Si le soltaba que solo me la estaba follando, que no
era nada serio. ¿Me partiría la cara?
—Supongo que sí.
Gonzalo me miró igual que su mujer lo hizo un rato antes: como si
estuviera loco. Como si en realidad mi plan fuera salir en un videoclip de
Leticia Sabater, vestido solo con un tanga de leopardo, y no buscar a la que se
suponía que era mi novia.
—Vale.
Y ya está. No me amenazó, ni me advirtió de que la tratase igual que una
reina. Dio por hecho, al igual que los demás, que mi paciencia era
absolutamente infinita y que Dánae aún no había terminado con ella.
Pobres ilusos.
Iba a acabar con Barbie Mentirosa antes de ser Ken Calzonazos para
siempre.
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Capítulo 4
DÁNAE
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de licra que se me metían por toda la raja del culo a cada rato y con la que me
sentía prácticamente desnuda.
—Quiero comentarte una cosa —dijo Dylan a mi lado, en la posición del
loto. Los tres nos sentamos al final de la clase para no tener que soportar más
miraditas de reproche por nuestras charlas matutinas que no podían esperar a
la hora del desayuno—, y más vale que no grites, ni te indignes, ni nada de
eso.
—¿Por quién me tomas?
—Por Dánae, por supuesto —repuso él, tan ácido y directo como siempre.
Quería un montón a Dylan porque era opuesto a mí en todos los sentidos.
Todo serenidad, guapo, exitoso y capaz de enfrentarse a cualquier persona sin
que le temblase el pulso. Lástima que tras diez años de amistad no se me
hubiese pegado nada de él.
—Dispara, vaquero —lo animé.
Total, me iba a dar la charla igualmente.
—Eres una mala furcia.
Contuve a duras penas el gritito de indignación que emergió por mi pecho
a la misma velocidad que una bala.
Dylan me lanzó una mirada de «te lo advertí» que yo respondí dando un
manotazo a la esquina de mi esterilla; la misma que se empeñaba en rizarse
siempre.
—¿Y ahora por qué me insultas?
—Has mentido para librarte de escuchar a tu cuñada llamarte inconsciente
y borracha. ¿Te parece poco?
—Los dos sabemos que Arantxa iba a soltarme muchas más cosas, todas
igual o más hirientes que esa, delante de mi familia, y no lo permití. Además
—agregué rápidamente—, estaba borracha.
Dylan enarcó una ceja, como dando a entender «ese es el problema».
—Eso no me vale de excusa. Señoría, pido que la testigo diga la verdad y
solo la verdad —añadió en tono jocoso.
Le di un manotazo.
Eso sí estaba permitido.
Eva, al otro lado, nos lanzó una miradita de «joder, qué pesados sois». A
ella sí que le gustaba el yoga, la música zen y las mallas que se le colaban
entre las nalgas. Es más, fue ella la que nos animó a los demás a acompañarla
porque le daba vergüenza acudir allí, por si solo había hippies y gente de la
tercera edad.
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—¿Qué más da si estaba borracha o no? Aquí el problema es que le ha
hecho creer a su familia que está liada con el tal Martín. Y no lo conoce de
nada —Eva añadió lo último con una expresión digna de una madre enfadada
por las malas notas de su hija.
«Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa», pensé, y me imaginé a
mí misma fustigándome con la esponja de la ducha.
—¿Y si se lo ha aclarado ya a tu familia? —añadió Dylan, clavando sus
ojos azules sobre mí—. Dudo mucho que el chico sea tan idiota de mantener
la boca cerrada ante semejante despliegue de sinvergonzonería por tu parte.
Cuando Dylan decía sinvergonzonería, quería decir putada. Pero le
encantaba dárselas de chico culto y sexy.
Acorralada por mis dos mejores amigos, la vergüenza y la culpa llovieron
sobre mí, empapándome, y recordándome que jamás me libraría de ellos. Que
me acompañarían a todos lados, a menos que dijese la verdad y solo la
verdad.
Cosa que no pensaba hacer si no era necesario.
—Mi madre no me ha llamado, así que no ha dicho nada —les comenté
—. Se calló la boca —lo último lo solté a modo de confirmación, para que
Dylan lo tuviese en cuenta.
—¿Y por qué se callaría, el muy pillín? A lo mejor te quiere echar un
polvazo. Esta es la oportunidad perfecta para meterse en tus bragas sin tener
que conquistarte. Tota, ya eres su noviecita —sugirió Dylan, cachondeándose
de mí y cambiando de postura en cuanto el monitor lo ordenó.
También envidiaba su facilidad para estar pendiente de todo lo que ocurría
a su alrededor y no perder la concentración. A mí me costaba una barbaridad
escuchar, ver y hablar al mismo tiempo sin parecer imbécil.
—Sí, claro. Lo meto en un marrón y solo piensa en meterme el cipote. Es
lo que una persona cuerda haría —bufé, con los antebrazos apoyados en la
esterilla y una de las piernas estiradas. Menuda postura de mierda, ¡me dolían
los gemelos!—. Esas cosas solo pasan en las películas.
—¿Por qué iba un hombre a aprovecharse de la oportunidad de tirarse a
una rubia guapa que dice ser su novia? —preguntó con sorna Eva, a mi
izquierda, en la misma postura que nosotros. Su tono irónico sí que picaba—.
Eso también pasa en las pelis, ¿verdad, mi niña?
—Sí, en las que pasaban en el Canal Plus después de las doce —se
cachondeó Dylan, animado. Bastaba con que alguien abriese la veda para que
él se lanzara a sacar su repertorio de comentarios fuera de lugar—. El típico
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tío que está regando tu jardín y ¡vaya por Dios!, te pilla saliendo de la ducha y
entre una cosa y otra, te la acaba metiendo por todos los agujeros.
Alguien debió escucharle, porque lo mandó a callar con un chist muy
bajo, pero cargado de resentimiento.
Eva y yo nos miramos por el rabillo del ojo antes de reírnos sin hacer
mucho escándalo.
—Martín no es de esos.
—¿Y cómo lo sabes? —me cuestionó Eva.
El monitor, interrumpiéndonos para decirnos la siguiente postura que
debíamos conseguir sin mucho problema, me dio unos segundos de margen
antes de decir algo que pudiera ser usado en mi contra.
¿Por qué lo consideraba diferente? ¿Solo porque se había callado?
En su lugar, yo tampoco hubiese sabido cómo reaccionar. Por muy
extraño que fuera, seguía siendo un tío al que le había salido una novia como
quien le salía un hongo en el patio de atrás de su casa, y eso desconcertaba a
cualquiera. Bastaba con ignorar lo sucedido y seguir con su vida, ¿no? Sin
dramas. Sin escándalos. Sin decir la verdad.
Pero Dylan y Eva no opinaban igual, y enseguida borraron mi escena
perfecta de la cabeza con sus vocecitas de Pepito Grillo.
—Ay, que se ha encoñado —murmuró Dylan a mi lado—. Eso es que está
buenísimo.
—Pero ¿qué ladras? ¡Claro que no! —sonrojada, me tumbé sobre la
esterilla y alcé la pelvis hasta crear un arco casi perfecto—. Es que… no sé…
no parece de los que… —me empezaba a faltar el aire en aquella posición—
… Mete el pito… en cualquier lado.
—Es un hombre —apuntó Eva.
—Y uno que está buenísimo.
—¿Tú qué sabes? —miré mal a Dylan y desistí en seguir haciendo el arco
del triunfo con mi cuerpo de Barbie Sedentaria—. No lo has visto.
—Tampoco me hace falta —rezongó Dylan—. Tú no dirías que eres la
novia de un tío que parece Mario Bros en sus mejores tiempos. Los
fontaneros jamás tendrán el mismo morbo que un editor, seamos serios.
¿Tan superficial me creía? ¡Si yo jamás miraba el físico de los tíos! Al
final me ponían los cuernos o me abandonaban de todos modos, estuvieran
buenísimos o no. ¿Qué importaba si eran altos, bajos, gordos o flacos? En el
fondo, ninguno se enamoraba de mí.
—El punto aquí —intervino Eva, mucho más serena que nosotros— es
que deberías disculparte con él. Por sentido común y por madurez.
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«Y porque le hice una putada muy gorda», pensé.
—¿Y cómo lo hago? No tengo su teléfono.
—Búscalo —sugirió Dylan. Ni se había despeinado haciendo el arco con
su cuerpo de monitor de boxeo—. Trabaja en la misma editorial de tu cuñada,
¿no? Será fácil encontrar algún e-mail o teléfono.
Buen punto. Si lo buscaba en la web de la editorial, tenía que salir su
contacto por narices. O no. A lo mejor era meticuloso al respecto. ¿Y si ni
siquiera se había abierto un perfil en Instagram? Joder, tampoco hablé tanto
con él como para descubrir si le gustaba subir fotos de lo que comía o del
parque que había frente a su casa.
La voz del monitor resonó por toda la sala, pidiéndonos calma y silencio,
que meditáramos y que hiciéramos la postura del árbol. Sus ojos oscuros se
clavaron en nosotros con cierto interés, y también con molestia.
Casi a la par, los tres nos levantamos y colocamos un pie sobre el muslo
contrario, y alzamos los brazos por encima de la cabeza para fingir que
éramos naranjos en medio de un parque cualquiera de Barcelona, donde los
adolescentes hacían botellón los viernes y los sábados jugaban a las cartas los
abuelitos.
—¿Qué pasa si no está?
—Escribes a la editorial, o llamas, y te haces pasar por una de sus
escritoras. Así te darán un contacto más privado —la sugerencia de Eva
sonsacó una sonrisita a Dylan de lo más preocupante.
—Emmental, querido Watson —dijo él.
—Elemental —corregí yo, aguantándome la risa—. Emmental es un
queso.
—Como un queso sí que está el monitor. Qué pena que sea hetero —
resopló Dylan, totalmente apenado.
A ninguna de las dos nos sorprendió que ya hubiese intentado ligarse al
monitor de Yoga. Dylan era así: un depredador. Le valía cualquiera: hombres
y mujeres dispuestos a pasárselo bien sin optar a algo más serio con él. Su
bisexualidad estaba acabando con toda la población del gimnasio, y aún le
quedaban los cachitas de la zona de pesas que, como ya imaginábamos, no
caerían tan fácil. Y no era por falta de ganas. Dylan se esforzaba al máximo
en hacerles saber que pasarían un rato muy agradable si salían a tomar algo
con él.
En las otras clases, como body combat, step y baile latino, se ponía las
botas. Muchas de las que le entraban eran mujeres casadas o con parejas, que
Dylan rechazaba porque, como él siempre decía, «una cosa es que tú no
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respetes a la persona que tienes al lado, y otra muy diferente que yo
tampoco». Así que las ignoraba y pasaba a las solteras, las que acababan de
romper con su novio y querían desatarse, y las que no conseguían resistirse a
su carita de seductor empedernido.
Menuda envidia me daba. Cuando yo ligaba con alguien, era a través de
internet, y todos acababan siendo príncipes desteñidos. Había pasado de
creerme Rapunzel a ser Tiana: todo el día besando ranas.
«Pero a mí nadie me besa el sapo», me atacó esa vocecita dentro de mi
cabeza que siempre aparecía para molestar.
—Estáis muy salidos —nos acusó Eva antes de tirarse sobre la esterilla y
hacer la postura del triángulo. Todos la imitaron, y a mí me dio la risa pensar
que parecíamos a punto de bailar alguna canción de Beyoncé—. ¿Por qué te
ríes? No tiene gracia oíros todo el rato hablando de tíos y tías follables.
—Eso es porque tú estás casada, chochopan. Espérate a llegar a dos años
de matrimonio, cuando tu marido se deje los calcetines sudados en el salón,
junto al vaso de la cerveza sucio, y te toque ver cómo se rasca los huevos por
encima de un pantalón de pijama que tiene más agujeros que un queso gruyer
—se cachondeó de ella.
Dylan: experto en hombres, mujeres, yoga y matrimonios más viejos que
el sol.
Eva le dedicó una mirada indignada.
—Mi marido no es ni será así.
—Lo que tú digas. Al principio, todo el mundo folla un montón. Y luego
llegas cansada a casa, te duele la cabeza con más frecuencia, los niños no se
duermen a su hora, te toca pediatra al día siguiente o alguna reunión del cole,
tu jefa te putea, ya no te gusta comprarte tanguitas en el Bershka y ¡voilà! —
Chasqueó los dedos Dylan—. Pasas a tener menos vida sexual que una monja,
y ya es decir, porque seguro que alguna es lesbiana y se monta fiestas del
pijama sin pijama.
—Blasfemo —lo insulté de broma por lo bajini.
Alguien nos llamó la atención de nuevo.
Dylan cambió de postura y se puso a cuatro patas, aunque rápidamente
pegó la parte superior del cuerpo sobre la esterilla, al igual que yo, y se
mantuvo así a pesar de que visto desde atrás no era del todo glamuroso.
—Sois insoportables. Cómo se nota que no conocéis la vida en pareja —
refunfuñó Eva, algo sonrojada.
«Tocada y hundida», pensé, sintiendo algo de lástima por ella.
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¿Tan malo sería el matrimonio? Porque la gente se casaba un montón. Y
dudaba mucho que no follaran; con o sin calcetines sudados de por medio.
—Perdona, chochopan —corrigió Dylan—, pero yo he convivido con
hombres así y con mujeres que tenían la regla tres semanas al mes, y sé de lo
que hablo. Y como buen amigo que soy, te digo lo que hay antes de que te
pegues la hostia. Mi deber es aconsejaros y ofreceros la visión realista del
cuento de hadas que os habéis montado.
—Te recuerdo que hablábamos de la mentira de Dánae, no de mi
matrimonio.
—Pero es que ya le hemos sacado todo el jugo a nuestra rubia favorita.
Que no es de bote, porque la he visto desnuda y no tiene el chocho morenote.
Sin pensarlo demasiado, le dio un azote en el culo, rabiosa, con todas mis
ganas. Resonó por toda la sala. El monitor nos pidió que dejáramos de
comportarnos como críos y yo, avergonzada y molesta, miré de malos modos
a mi amigo. ¡Es que no se podía callar las cosas, el muy idiota!
—Cualquiera que te escuche va a pensar que hemos follado —dije en voz
baja—, y eso nunca ha ocurrido ni ocurrirá.
—Porque le temes al éxito, chochopan —Dylan me guiñó un ojo.
—Volviendo a lo que nos importa —añadió Eva, más molesta que antes,
si cabía—: ¿vas a disculparte con Martín?, ¿o seguirás comportándote como
una inmadura?
No me quedaba de otra. Si había sido tan valiente de meterlo en semejante
marrón solo por mi incapacidad a la hora de plantarle cara a mi familia, debía
ser igual de valiente para disculparme y decir la verdad. A todos.
Quedase mal o no.
—Sí —respondí con la boca pequeña.
Su cara de enfado y de desconcierto reapareció en mi mente al asentir con
la cabeza, y el nudo en mi estómago se hizo aún más estrecho. ¿Y si pensaba
que me faltaba un tornillo?, ¿o si se enfadaba conmigo? Motivos no le
faltaban, pero las discusiones me provocaban ansiedad.
«Lo siento, Martín, pero mi boca me pierde», pensé. «No es culpa tuya
que mi familia saque lo peor de mí».
Desvié mi atención hacia la fila de personas que teníamos delante, y me
encontré con un culo descomunal en primer plano. Tan grande, que solo era
capaz de ver la licra púrpura estirándose sobre dos glúteos que me dejaron
aturdida.
—Vaya culo —solté sin pensar, aunque en voz baja.
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Dylan se fijó enseguida. Esa información resultaría muy valiosa para él en
el momento que averiguase si estaba soltera y si podría tirársela antes de que
acabara el mes.
—Es un culo licuadora.
—¿Culo licuadora? —repetí, entre risas—. ¿Qué es un culo licuadora?
—Uno en el que cabe la banana y los huevos a la vez, y luego ella se
arrebata, bata, bata, bata —dijo él, meneando el suyo al ritmo de la canción.
Luché por no reírme, pero es que la risa brotó de mis labios sin control
alguno. A veces, odiaba el humor de Dylan. ¡Siempre conseguía que me riese
de cosas que no debía!
—Eso es ofensivo, Dylan.
—¿Por qué iba a ser ofensivo? —Dylan enarcó una ceja—. Para mí
querría yo un culo así. Iba a ser el rey en este gimnasio y del mundo entero.
Mira a Jennifer López. ¿Qué es lo primero que nos viene a la cabeza cuando
pensamos en ella? En el pedazo de culo que tiene y que se aseguró, como una
chica lista que es.
De verdad que me esforcé por encontrar un argumento en contra de lo que
acababa de soltar, mas no se me ocurrió ninguno. Llevaba razón: los culos
grandes y bonitos llamaban mucho la atención, y JLo y Beyoncé eran un
ejemplo muy bueno.
—Ah, ¿pero no lo eres ya? —se burló Eva, sonrojada por el esfuerzo. Para
que luego dijeran que el yoga no requería de esfuerzo físico—. Te encanta ser
el rey en todas las fiestas. ¿Ahora también te apetece formar parte del Club de
las culonas?
—Pues sí. Si tuviera un sueldo digno de mi posición, me operaría de las
nalgas. Un culo de melocotón es todo lo que necesito para que no se me
resista nadie, chochopan.
Como no nos callábamos, el monitor nos pidió de malas formas que nos
marcháramos de la clase y nos fuéramos a hablar a otro lado. Avergonzada, y
al mismo tiempo feliz de no seguir viendo semejante pandero —¡menuda
envidia me dio de pronto!—, recogí mis cosas y abandoné la sala de
inmediato.
—Sois una influencia terrible —se quejó Eva, nada más cerrar la puerta.
Su dedo índice apuntaba, rabioso, hacia nosotros—. ¡A mí me gusta el yoga!
—Y a mí el monitor, y aquí estoy, ¿no? Sin quejarme. —Dylan se pasó las
manos por el cabello oscuro, alborotándoselo. Le encantaba hacerse notar
entre las mujeres que se esforzaban por aprender a usar las máquinas del
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gimnasio—. ¿Nos vamos a las duchas y a comer algo? Con tanto queso y
tanto culo, me estoy poniendo malo.
Agarré del brazo a Eva antes de que le soltase un guantazo que lo pusiera
mirando para Japón, y no en el modo que a él le gustaría, y me la llevé a
rastras hacia los vestuarios femeninos. Que esos dos tuvieran una relación
como el perro y el gato era lo que le daba chispa al trío.
Se querían con locura, pero en algunos momentos se matarían.
—Deberías hacer las cosas bien, Dánae —me dijo Eva nada más coger su
toalla y sus bragas limpias. Me miró muy fijamente. La melena clara, teñida
de un color miel precioso, le caía con gracia sobre los hombros—. Ese chico
no tiene la culpa de que tu familia sea una mierda y tú seas incapaz de
plantarles cara de una puñetera vez.
Ahí estaba otra vez: la culpa.
Asentí varias veces con la cabeza y me quedé rezagada en el banquito de
madera, junto a las taquillas, sin saber qué más decir.
¿Por qué una disculpa no siempre era suficiente?
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Capítulo 5
MARTÍN
—Abuela, deja. —Le quité rápidamente las bolsas que pretendía pillar del
maletero de mi coche y le hice un gesto con la cabeza para que entrase en el
edificio donde vivía—. Ya lo llevo yo.
Ella me dedicó una sonrisa amable, asintió y subió poco a poco las
escaleras.
Odiaba aquel edificio precisamente porque no tenía ascensor. Mi abuela lo
defendía con uñas y dientes cada vez que le sugería que se mudara a algún
otro más accesible. Todas sus amigas y conocidas vivían allí, o en la misma
calle, y le agradaba la idea de ir a verlas siempre que le diese la gana; sin
pillar un taxi o un autobús. A mí, sin embargo, me parecía una completa
gilipollez. Pero no la haría cambiar de idea solo por enfadarme, insistirle o
enumerarle la cantidad de desventajas que suponía seguir pagando un alquiler
en esa parte de la ciudad.
Subí los tres pisos con las bolsas cortándome la circulación y esperé a que
abriese la puerta. Mi abuela, con setenta y seis años, se veía muy activa y
fuerte. Se había esforzado muchísimo por llegar a la senectud con energía y
no con achaques que solo pudiese aliviar medicándose o acudiendo a centros
especializados. Aunque, en el fondo, sabía que era por mi culpa.
Le aterraba la idea de dejarme solo o depender de mí. Acabar encerrada
en una residencia o postrada en una cama, a la espera de que otros la
cuidasen, se convirtió en su pesadilla más recurrente una vez alcanzó los
cincuenta años.
De todas las personas que le rodeaban, yo era lo único que le quedaba en
el mundo; aparte de sus amigas y sus ratitos en el bingo de los sábados.
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Mi abuela me crio desde que cumplí los cinco años hasta que me largué a
estudiar a Valencia, más o menos con dieciocho. Jamás me puso mala cara o
me lo echó en cara. Para ella, yo era el hijo que se largó el día que se divorció
de mi madre y no la volvió a llamar jamás. La mujer que me dio la vida
tampoco prestó mucha atención al niño que lloraba viendo cómo su familia se
caía a pedazos, y decidió mudarse a Irlanda con la idea de rehacer los pedazos
de su vida. Nada más pisar nueva tierra, se casó por segunda vez.
No había espacio para mí en ese plan, y me dejó con mi abuela paterna sin
que le temblara el pulso.
Menos mal que ya no recordaba sus caras o sus voces. Pocos recuerdos
quedaban en mi memoria respecto a ellos. Quizá algún cumpleaños aislado o
alguna noche de navidad. Lo único que me importaba de verdad era que mi
abuela siguiera allí y fuese feliz. Ellos ya no formaban parte de mi trayectoria
profesional y personal.
Por eso no la obligaría a mudarse a un edificio mejor, con ascensor, si eso
la marchitaría o la entristecería. Difícil o no, las personas teníamos el derecho
a elegir la vida que queríamos vivir sin que el resto metiesen las narices en
ella.
—Gracias, guapísimo. —Me dio un pellizco suave en la mejilla, igual que
cuando era pequeño, y sacó las cosas de las bolsas para guardarlas en la
nevera y en la alacena—. Ese coche nuevo que te has comprado es
maravilloso.
—Necesitaba algo así. —Encogí uno de mis hombros, restándole
importancia.
Había sido un capricho de última hora. Recién ascendido en la editorial, y
con un puesto fijo, no me supuso un problema ir al confesionario más cercano
a pedir un coche que se adaptara a mis necesidades. Negro y brillante, con
asientos de cuero y un par de cristales tintados. Perfecto para alguien que
prefería pasar desapercibido en su día a día.
—¿Te han hecho algún descuento?
—Por el seguro, nada más.
Ella asintió.
—Es importante que ahorres un poco, cariño. En nada te tocará comprar
la casa en la que estás.
Un retortijón me obligó a encogerme un poco. Preferí no decirle que no
pensaba comprarla. Cuando me mudé allí y acepté aquella cláusula, vivía con
Sandra, mi ex, y planeaba formar una familia con ella. Durante dos años no
paramos de hacer planes al respecto: remodelar el cuarto de baño, comprar un
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jacuzzi, elegir la mejor habitación para el bebé. Tonterías que ya no
importaban. De aquello ya no quedaba nada. Solo recuerdos. Amargos y
vívidos recuerdos que me atormentaban a todas horas.
¿Cómo iba a quedarme entre aquellas paredes toda la vida, sin sentir que
me marchitaba y me agobiaba y me enfadaba?
—Aún queda tiempo —dije en su lugar, también restándole importancia.
En los últimos días no hacía otra cosa que fingir que todo me daba igual,
aunque me tocara las narices las malditas pruebas que la vida se empecinaba
en hacerme pasar. ¿El tema de Sandra? No importaba. ¿La hipoteca? Que le
diesen. ¿El coche nuevo? Ya se pasaría. ¿La Barbie Mentirosa? Ah, a ella sí
que tenía ganas de pillarla y pedirle un par de explicaciones. Pero Gonzalo me
dio mal su número y acabé enviándole un par de WhatsApp repletos de
reproches y audios chillando a un carpintero jubilado de Sabadell. Así que me
encontraba en el mismo punto: en la casilla del enfado perenne, con las manos
vacías y una historia ficticia que mantener.
—Tengo una reunión con unas amigas en el bajo, ¿te quieres venir?
Seguro que te interesa algo de lo que venden.
—¿Vas a gastarte dinero en fiambreras o en pesas que no necesitas?
Riéndose, mi abuela negó con la cabeza y se acercó al espejo del recibidor
a fin de comprobar que su pelo seguía intacto. Como si la laca que se echaba
no fuese suficiente.
—Oh, no. Nada de eso. Solo compro cosas necesarias y buenas para la
salud.
Puse los ojos en blanco y suspiré.
Qué fácil lo tenían siempre las vendedoras a domicilio a la hora de
engatusar a las personas mayores. Bastaba con ofrecer cualquier basura que
encontrabas mucho más barato en el bazar de tu calle y, con una campaña de
marketing digna del Burger King, se metían a los jubilados en el bolsillo y le
encasquetaban cualquier tontería: una olla exprés, un par de mancuernas con
música incorporada, la batamanta.
—Voy contigo —decidí—. Así me despejo.
Solo quería asegurarme de que no la timaban. Bastante le costaba llegar a
fin de mes sin mi ayuda como para que encima le encasquetaran un montón
de trastos más que terminarían ocupando espacio en la casa. «Putas
vendedoras», pensé, hastiado.
No me gustaban nada. De alguna manera retorcida, me recordaban a
Sandra. Ella casi dos por tres caía en la trama de comprar artículos que no
valían o que solo cogían polvo en el trastero.
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—No pongas esa cara —dijo mi abuela antes de coger las llaves y abrir la
puerta principal—, es una experiencia maravillosa y muy divertida. Ya lo
verás.
¿Cómo iba a ser maravillosa la experiencia de comprar un par de sartenes
antiadherentes? No dije nada por respeto, y porque estaba de mal humor, y
porque me jodía no haber hallado a la Barbie Mentirosa para pedirle
explicaciones, y porque en la editorial hacían lo que les daba la gana y no me
tomaban muy en cuenta cuando se trataba de las autoras del sello romántico.
Mi sello.
Joder, no era mi día.
Ni el anterior.
Ni ninguno de los últimos cinco que habían transcurrido desde que Barbie
Cowboy se tropezara conmigo.
Seguí a mi abuela por las escaleras y nos detuvimos en el bajo A. Dentro
ya había bastante jaleo. En cuanto llamó al timbre, nos abrió una mujer con el
pelo canoso y las manos arrugadas, un vestido verde lima y una sonrisa que
dejaba entrever dos dientes menos. Nada más percatarse de que acompañaba a
mi abuela, se acercó a mí y me apretó los mofletes con sus dedos huesudos.
—¡Martín! ¡Qué alegría verte de nuevo!
Me sentí un poquito mal por no reconocerla. Con tantas amigas como
tenía mi abuela, me costaba mucho ubicarlas. No era mi culpa.
—María —la llamó otra mujer desde el interior de la casa—, ¿dónde están
los vasos de plástico?
—En el mueble, debajo del fregadero —respondió, y volvió a centrar su
atención en nosotros—. ¡Estás guapísimo! Vamos, entrad. Ya está la chica de
siempre.
Enseguida me di cuenta de que mi abuela estaba muy emocionada. ¿Qué
se supone que vendía la chica en cuestión? A lo mejor les hacía una oferta
sobre juegos de mesa, bragas y fajas, o algo similar. «Ni que tu abuela solo
anhelara una ropa interior que le apriete la barriga, desgraciado», me atacó la
voz de mi conciencia. La misma puñetera que siempre daba su opinión;
quisiera yo o no.
Cerré la puerta y caminé por el largo pasillo, observando con atención los
cuadros colgados de la pared: niños y adultos que se parecían un montón a
María. Di por hecho que se trataba de su familia; hijos o nietos, o sobrinos.
¿Irían a visitarla a menudo?, ¿o practicaban el desapego hasta el momento de
cobrar alguna herencia?
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Joder, pensar en ello me provocaba una mala hostia digna de los
certámenes literarios que organizaban en la editorial una vez al año. En
cuanto mi buzón de e-mail se llenaba con casi mil manuscritos en menos de
dos semanas, mi mal humor crecía por momentos y mis ganas de vivir
disminuían. Típico de los Libras: la balanza del Ying y el yang, la rabia y las
ganas de morirse, comerse una hamburguesa o una ensalada, o mandar a
todos a tomar por culo, declarar desierto el certamen y quedarme el dinero
para mí.
Lástima que mi sentido de la integridad aún siguiera intacto.
—¡Pero qué cantidad de productos traes hoy, querida! —exclamó mi
abuela en el salón, más animada que cuando paseábamos por el pasillo del
supermercado, cogiendo todo tipo de verduras envasadas—. ¿Cuánto tardáis
en inventaros tantos chismes? ¡Si hace un mes que nos visitaste!
—Ya sabes que no es cosa mía —dijo una voz femenina que me resultaba
muy familiar. Demasiado. Empecé a sentir pánico—, sino de las fábricas.
Supongo. Lo cierto es que a mí solo me explican para qué sirve y luego me
obligan a venderlo. Pero mira esto —se rio de forma cantarina—, ¡da vueltas
sobre sí mismo!
Un montón de risas de mujeres llenó la casa. Alegres, frescas,
desinteresadas.
Tuve un mal presentimiento. En un par de zancadas, me presenté en el
salón y, efectivamente, allí se encontraba mi peor pesadilla: la rubia de las
botas rosa chicle. Mi Barbie Mentirosa.
Solo que en esta ocasión no llevaba un vestido blanco y corto, algo
escotado, sino una falda de tubo negra, medias, zapatos de tacón y una camisa
blanca. Había mutado a Barbie Ejecutiva en un parpadeo. Hasta me molestó
admitir que se veía guapa con el pelo recogido en una cola de caballo y
maquillada con colores más sobrios.
—Joder —solté de sopetón, sin pensar en que había más gente presente.
Ella clavó en mí sus ojos y se sonrojó de inmediato al reconocerme. Una
milésima de segundo después, apartaba la vista, turbada con mi presencia.
«¿Cargo de conciencia?», pensé, regodeándome como el cabrón que era
algunas ocasiones. «Ojalá que así sea, maldita mentirosa. Por tu culpa me ha
tocado fingir en la editorial que tengo una nueva novia».
Cuanto más lo pensaba, más me cabreaba. Arantxa no tardó en irse de la
lengua y el rumor recorrió la editorial más rápido que el AVE. En cuestión de
unas horas, la mayoría de mis compañeros me felicitaron por olvidar a Sandra
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y aventurarme en una nueva relación sentimental con una rubia capaz de
sacarme el palo que tenía metido en el culo.
«¡Por fin has encontrado la horma de tu zapato! Y menuda rubia, de las
que están buenorras. No te pega nada, pero seguro que te trata como un rey»,
me guiñó un ojo Santi, el de diseño gráfico, nada más verme.
«Estoy flipando. ¿A ti no te gustaba todavía Sandra? ¿Por qué estás con
otra? Espero que no la utilices, que las mujeres somos muy sensibles», dijo
Covadonga, la jefa de la plantilla, tras acercarme los últimos contratos
firmados. «Dice Arantxa que su cuñada es un cuadro de mujer. Más le vale
meterte en cintura, chiquillo, que las autoras están que trinan contigo», añadió
de últimas, con ese deje cordobés que tanto nos gustaba.
«¡Enhorabuena, Editor Cabrón! Qué calladito te lo tenías. Dice Arantxa
que te pillaron tirándotela en la casa de muñecas de su hija. Qué crack. Hago
yo algo similar con mi mujer en una reunión familiar, y me la corta antes de
ponérmela en la frente», se cachondeó Manuel, el encargado de marketing.
«Entre tú y yo, ¿es rubia natural? Venga, que de aquí no sale».
Con ninguno de ellos mantenía una relación basada en la confianza y el
colegueo. Quedaban entre ellos, tomaban alguna copa, se ponían al día de sus
situaciones personales y se invitaban a cumpleaños, pero a mí, que me
consideraban el mayor gilipollas de la editorial Meraki, preferían mantenerme
al margen por si acaso decidía contar algo relacionado con sus meteduras de
pata. Lo que ellos no sabían en que odiaba los cotilleos (y mucho más si yo
era el protagonista), que me llamasen Editor Cabrón y que hablasen a mis
espaldas de una tía que no era mi novia. Por eso mismo, y porque mi límite ya
rozaba la línea entre ser educado y soltar un par de comentarios hirientes,
preferí cerrar la boca y dejarlo estar.
¿Por qué? Porque era un imbécil. Porque quería hablar antes con la rubia
que había empezado ese rumor. Y porque, en el fondo, me daba lástima que
tuviera que recurrir a decir mentiras delante de su familia, como si tuviera
quince años.
—Acércate —me dijo mi abuela, viéndome ahí parado, junto a la puerta,
igual que una estatua de granito—, hay cosas para ti también.
Pestañeé un par de veces, alejando los pensamientos negativos de mi
cabeza, y le hice caso por inercia. La incredulidad se había apoderado por
completo de mí. Convertido en una marioneta tirada por hilos, me atreví a
mirar qué demonios vendía nuestra Barbie. Sobre la mesa que ellas rodeaban
sin molestarse unas a otras —hasta para eso se ponían de acuerdo— había una
maleta abierta, de color rosa chillón, lleno de ¿juguetes sexuales?
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—Dánae es nuestra chica de confianza —intervino María con una
sonrisita—. Todos los meses nos trae las últimas novedades sobre juguetes y
juegos y lubricantes. ¿Hoy traes algo para hombres, cielo?
Dánae tardó exactamente veinte segundos en reaccionar ante la pregunta
de María. Si ella estaba nerviosa y su cara era un poema, deduje que la mía se
vería aún peor.
¿Qué demonios hacía ella allí? ¿También conquistaría a mi abuela y a sus
amigas con sus mentiras?
Pensándolo fríamente, no me extrañó demasiado que se dedicara a vender
juguetes sexuales a domicilio. Le pegaba. Típico de las personas mentirosas y
manipuladoras; les encantaba engatusar a los demás con tal de salirse con la
suya.
«Joder, por fin entiendo lo del otro día», pensé, más cabreado si cabía.
«Lo de mentir le viene en el ADN, como lo de ser rubia».
—El gran extractor. —Dánae sacó una caja grande y oscura del interior de
la maleta, y lo enseñó como si fuera la mejor maldita cosa del mundo—. Un
consolador para chicos que consta de seis velocidades, estrías en su interior y
un bote de lubricante efecto calor de lo más placentero. Se desmonta en dos
partes para que sea fácil de lavar, ¿lo veis? —preguntó, nada más sacar el
aparato con forma cilíndrica; era de color negro también. La rubia pulsó un
botón y enseguida empezó a bombear imitando a una vagina—. Es el último
modelo del mercado. A mi parecer, todo un acierto. ¡Da mucho placer a solas
y en compañía!
Todas en el salón aplaudieron enseguida.
Excepto yo.
—¿Qué cojones? —solté. No había visto algo semejante en mi vida—.
¿Por qué querría yo esa cosa?
—A lo mejor te vendría bien —sugirió la rubia, sin perder su expresión de
vendedora de televisión—. Traes cara de no echar un polvo en los últimos
meses.
—Muy profesional meterte en la vida de los demás, «querida».
Eso último pareció recordarle su mentira, y enseguida se sonrojó, guardó
el consolador en la caja y me lo acercó. Lo cogí porque todo el maldito
mundo tenía los ojos clavados en mí y no quería empezar una guerra con mi
abuela delante.
—Es mi trabajo, «cariño». —Tras soltarlo como si nada, me dio un par de
palmaditas en el brazo—. Viene con descuento por-por todo lo que pasó —
añadió eso último en voz baja.
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—No me interesa en absoluto.
—¿Te da miedo usar juguetes? Es recomendable llevar una vida sexual
saludable.
—No sabes nada sobre mi vida privada.
—Miras ese aparato y los demás como si fueran tus enemigos —insistió
ella. Su cercanía me hizo comprobar que era muy bajita y que me llegaba por
debajo de la barbilla, así que se veía obligada a alzar la mirada hacia mí—. Es
como reaccionan la mayoría de los hombres cuando les enseño el catálogo.
¡Ni que fuese un delito masturbarse con estilo!
¿Y a mí qué más me daban los demás? No había bajado para que me diese
una lección sobre pollas de goma, lubricantes o tapones anales, sino para
evitar que le vendieran artículos inservibles a mi abuela. Pero comprendí muy
rápido que un succionador de clítoris alegraba la vida a cualquier persona sin
que importase demasiado su edad.
Maldita fuera, jamás conseguiría borrar aquella imagen de mi cabeza. Ni
las autoras del sello romántico me entregaban novelas eróticas con ese tipo de
escenas.
—Hay juguetes más discretos y pequeños, y más arreglados de precio.
Huevos, lubricantes, consoladores anales, estimulador de próstata. ¿A ti qué
te gusta en la cama, cariño?
En mi cabeza se dibujaron un montón de escenas que borré de un
manotazo. No quería ningún juguete sexual. Consideraba que mi vida iba bien
en ese sentido. Vale, no echaba un polvo desde que Sandra y yo lo dejamos,
unos meses atrás, pero no significaba nada. No estaba en mi mente el seducir
a una mujer y tirármela. Tenía otras cosas más importantes de las que
ocuparme.
Mis escritoras cabreadas y sus novelas llenas de escenas sucias, por
ejemplo.
La caja vibró en mis manos. Dánae, riéndose por lo bajini, me la quitó y la
abrió para desconectar el aparato.
—Lo siento, es que es muy sensible. Entonces ¿no te interesa?
—No.
—Lástima. Todo el mundo acaba muy contento con el gran Extractor.
«Hasta el nombre tiene feo», pensé, y me pellizqué el puente de la nariz
con dos dedos.
—¿Por qué le vendes consoladores a personas de la tercera edad? ¿Es una
nueva forma de ganar dinero rápido?
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La pregunta por sí sola era jodida de responder. Pero ella me miró con sus
ojos azules, muy abiertos, y se mordió el labio inferior con fuerza.
—Son mujeres, ¿no? Les queda mucho que vivir y disfrutar aún. La
mayoría de ellas nunca han tenido un orgasmo, y lo han descubierto gracias al
autodescubrimiento y a los juguetes. Es un poquito triste que esto no existiera
antes. —Señaló la maleta repleta de artículos para la vida íntima—. Repartir
felicidad es un trabajo gratificante.
—Te debes ir a la cama contentísima sabiendo que tus clientas se van a
correr con un pollón de veinte centímetros de goma —insistí, no sin cierta
ironía raspándome la voz.
En su rostro se reflejó cierta congoja. No estaba acostumbrada a que le
hablaran de aquella manera tan directa y brusca. Y, para qué mentir, casi
nadie lo estaba. Por eso todo el mundo me temía.
—Pues sí —corroboró ella, y puso los brazos en jarras en cuanto
reaccionó. La Barbie Ejecutiva entrecerró los ojos a la par que defendía su
trabajo—. Un orgasmo es siempre motivo de alegría. Supongo que te sonará
un poco lejano todo el tema del placer femenino.
Sentí el golpe bajo en mi entrepierna igual que si me hubiese pegado una
patada en las pelotas. Y la parte más odiosa de mí se hizo con el mando de mi
lengua antes de que pudiera controlarla.
—No sé, dímelo tú, cariño. ¿Cómo soy en la cama? ¿Qué crees que
debería decirle a tu cuñada, hmm? ¿Que la chupas muy bien y me dejas bien
satisfecho? ¿O prefieres que ensalce un poco más tu orgasmo femenino y le
cuente cómo te conviertes en una fuente cada vez que te la meto?
Sus mejillas enrojecieron tanto que me regodeé por completo. Lo peor de
todo fue descubrir que me satisfacía muchísimo verla así de azorada, con los
ojos brillantes y los labios entreabiertos. Durante un segundo me la imaginé
tumbada sobre la cama, con uno de esos consoladores de colores chillones
que vendía haciéndole compañía, y un calor súbito colonizó todo mi ser. Mi
mente se nubló por completo. Y entonces ya no supe cómo frenar el aluvión
de escenas en las que Barbie Ejecutiva era la absoluta protagonista, y yo su
único espectador.
Sacudí la cabeza. No, no iba a ir por ese camino. Ni de broma.
—Arantxa no necesitará tanta información. Sobre eso y lo que pasó, yo…
—Toda la editorial cree que eres mi novia. Hasta el de la cafetería de
enfrente da por hecho que tengo nueva churri, como él dice, y está ansioso
por conocerte y por ver si estoy a tu altura. La mayoría de mis compañeros
han abierto una porra con la esperanza de acertar la fecha exacta en la que me
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mandarás a paseo. Y mi jefa, la que paga mi sueldo, me ha amenazado
sutilmente con vengarse si te hago daño. ¿Qué te parece?
Su expresión mudó de absoluta culpabilidad a una de diversión. Gruñí
algo parecido a un «manda cojones» que la hizo carraspear y pasar el peso de
su cuerpo de un pie a otro. Su nerviosismo no me doblegó. Nada de lo que
ella dijese o hiciese borraría todas las conversaciones que mantuve en los días
anteriores respecto a nuestra relación falsa.
Menos mal que todas las amigas de mi abuela estaban más que
entretenidas viendo los nuevos productos sexuales y no nos prestaban
atención, o me habría cabreado aún más.
—¿Y qué les has dicho? ¿Nos has puesto fecha? Se rumorea por ahí que
la mayoría de las parejas rompen en primavera.
—¿Bromeas? Maldita Barbie Mentirosa y Barbie Manipuladora. —Bajé el
tono de voz y la agarré del codo, atrayéndola hacia mi cuerpo. Ella trastabilló
y se apoyó en mi hombro. El calor de su mano traspasó mi camisa de
inmediato—. ¿Crees que esto es un juego? ¿Algo que sueltas sin más y que no
tendrá consecuencias?
—Lo dije sin pensar, y no planeé nada. Hasta me quise disculpar, pero no
tenía tu número. Y…
—No basta con una disculpa.
—¿Y qué quieres que haga? —Sus ojos azules se cruzaron con los míos y
noté un cosquilleo en los labios, en la punta de la lengua—. ¿Cómo arreglo
esto?
Mientras ella aguardaba por mi respuesta, deslicé la mano por su brazo y
rocé sus deditos a propósito. Dánae se apartó de inmediato, como si hubiese
recibido una descarga. Tragó saliva y agachó la cabeza. Parecía una niña
arrepentida de haberse zampado el último yogur de chocolate.
Pero a mí no me daba pena. La haría pagar por sus crímenes. La hundiría
por ello. La haría pedir perdón de rodillas.
No, de rodillas no. Mejor no tentar a la suerte. Ni dibujar imágenes
impúdicas en mi mente con una mujer que pasaba por completo de las normas
básicas de convivencia y era incapaz de ser coherente con las situaciones que
vivía.
—Sería ridículo decir abiertamente la verdad ahora mismo sin quedar
como un imbécil.
—Pero solo me expondría yo. Puedes decir que me protegiste porque te
caigo bien.
—Es que no me caes bien.
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—Mientras bebías de la misma botella de vino que yo no decías lo mismo.
—Eso es distinto, Barbie Neuras. Pensaba que eras una tía «normal». —
Lo último lo recalqué con tanto énfasis que la palabra quemó en mi paladar.
—Y lo soy —se defendió ella—. Y deja de llamarme Barbie.
«Ni de coña, rubita», pensé.
Ceder ante sus peticiones sería lo último que haría en este mundo.
—Una tía con treinta años no miente de esa manera solo porque está
cagada de miedo, ni mete en líos a terceras personas por temor a recibir cuatro
comentarios de mierda. ¿Es que no has aprendido nada en la vida, rubita?
—Sí, que los tíos como tú nunca saldrían con las mujeres como yo, por
ejemplo. Le tenéis demasiado miedo al éxito. —Como intento de broma fue
horrible, pero ella me retó a contradecirla al arquear la ceja. No la interrumpí
—. Que si dejas la lechuga abierta más de dos días ya se pone pocha y hay
que tirarla. Si te comes un kebab a las tres de la mañana, a las cinco ya estás
potando. Y eso de que para que el sándwich salga más rico hay que dejar de
limpiar la sandwichera es mentira; luego se te pega el queso negro al pan y es
incomible.
Mientras la escuchaba con atención, sin perder detalle de su coleta
bamboleándose, ni de sus labios haciendo un pequeño mohín al acabar la
última frase, sentí que el aire entre nosotros se tensaba como si estuviera
cargado de electricidad. Inhalé con fuerza, y su perfume llegó a mí con la
misma fuerza que un huracán, aturdiéndome.
Algodón de azúcar.
Dulce, empalagoso.
Rosa, siempre rosa. Como ella.
Dios, cómo costaría meterla en vereda.
—Y también sé que me comporté como una imbécil aquella mañana. Que
estuviera o no borracha no cambia nada. No pensé lo que decía y me sentí
acorralada. Es el poder que tiene mi familia, ¿vale? El de hacerme
empequeñecer por todo. Y si quieres, iré hoy mismo a hablar con Arantxa y le
exigiré que les cuente a todos que te metí en este lío por culpa de mi boca
grande.
Mis ojos se desviaron automáticamente a sus labios. Mentía, otra vez. Su
boca no era grande. Era… perfecta.
«No. Vayas. Por. Ahí».
—He permitido que me humilles una vez, Barbie. Dos, no.
Ella pestañeó, sin comprender nada.
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Respiré hondo y la miré a la cara. De nuevo me atacó el hormigueo sobre
la punta de los dedos.
—A partir de hoy eres mi novia. Y lo serás un tiempecito hasta que se
calmen las aguas y te pueda dejar sin que nadie sospeche que se trataba de un
teatrito absurdo.
—¿Por qué harías algo así por mí? —preguntó, extrañada.
—La mentira no la voy a mantener por ti, Barbie Cowboy, sino por mí.
Porque mi trabajo me importa, y mi imagen también. Y tú no la vas a echar
por tierra con tus tonterías. Así que te comportarás como una chica buena,
seguirás con tu teatro, y en unas semanas te abandonaré. Sin dramas. —Lo
último lo añadí por si acaso se venía arriba y llevaba su función hasta el final;
con lloros y pañuelos de papel e insultos de regalo—. De ese modo tú no
quedarás como una imbécil delante de tu familia, ni yo como un calzonazos
delante de la gente con la que me paso diez horas al día.
Dánae se mordió el labio inferior con fuerza. Mientras ella se planteaba el
asunto, comprobé que mi abuela seguía ocupada. No quería que nadie más
fuese testigo de aquel pacto en el que le estaba entregando una parte de mí,
pequeña y muy íntima, a aquella rubita polifacética. «Joder, ya me estoy
arrepintiendo». El pensamiento me quemó.
—Vale —accedió finalmente. Estiró su mano hacia mí con el propósito de
sellar nuestro pacto. La estreché de vuelta—. Pero no me humilles delante de
los demás —sonó a una petición más que a una orden—, por favor.
—Tranquila. —Tiré de ella y la acerqué a mí. Entonces me incliné y
susurré en su oído—: Como mucho, te castigaré por este teatro que te has
montado, a mi manera. Y siendo un editor de uno de los mejores sellos del
país, te puedo confirmar, sin género de dudas, que a imaginación no me gana
nadie, Barbie Ejecutiva. Vas a sufrir como nunca y desearás no haberte
cruzado jamás conmigo.
El temblor de su cuerpo fue tan evidente como que estábamos en
primavera.
—¿Debería sentirme asustada? —balbuceó.
El tirón de mi bragueta gritó que no. Mi sentido común gritó que sí.
—¿Tú qué crees?
—Que menos mal que vendo juguetes eróticos y no mancuernas, o te
habría roto un dedo del pie al tirártela encima —añadió en cuanto se le cayó
la caja del gran Extractor al suelo.
Al verlo ahí tirado, sobre sus pies, pensé que, en realidad, deberían
haberlo llamado el gran «Atractor». Porque me había unido aún más a aquella
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rubia con olor a algodón de azúcar.
La carcajada que emergió de mi pecho no fue nada comparada con el
gritito ahogado de la rubia una vez la solté y le coloqué un mechón de pelo
detrás de la oreja.
Un simple roce y volvió a temblar.
Un simple roce y volví a sentir ese tirón en la bragueta.
Mi gran «Delator».
Si se pensaba que bromeaba, se llevaría una sorpresa desagradable en el
momento que descubriera que siempre me cobraba mis deudas.
Con intereses.
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Capítulo 6
DÁNAE
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Después de amenazarme con vengarse, utilizando un tono de voz muy
sexy, me dediqué a la venta de juguetes sexuales como hacía siempre. Con la
diferencia, claro estaba, de que me enteré de que Martín era nieto de Celia,
una de mis mejores clientas, y que por eso estaba allí.
Me había quedado en blanco al verlo aparecer. No me esperaba un
hombre en una de mis rutas, la verdad. La mayoría de ellos solían comprar
directamente por la web a la empresa, por el tema de la privacidad y la
vergüenza, y los que sí se animaban eran los que tenían una relación abierta y
no les causaba terror pedir abiertamente un estimulador de próstata o unas
esposas.
Martín no pegaba nada en esa escena. Él era más serio, más cabrón. Y
estaba dispuesto a hundirme con tal de mantener su vida intacta.
No lo culpaba. La gente no quería verse involucrada en niñatadas de ese
calibre, y menos si no conocía a la otra persona.
En este caso, yo.
Dánae Masaveu: treintañera frustrada, insatisfecha crónica, vendedora de
juguetes sexuales, madre de un gato y desastre natural.
Pasé una mano por mi rostro y suspiré.
—Lo último que me apetecía era mentir —reconocí por fin. Porque a
terapia se acudía a decir la verdad y a sanar—. Mi cerebro cortocircuitó de
pronto, ¿vale? No pensé en lo que dije. Solo lo solté. Estaba ebria y mi mente
se encontraba nublada, y mi cuñada me taladraba con la mirada, y mi sobrina
se reía, y yo… yo…
»Soy lo peor —concluí tras unos segundos—. Ensucio todo lo que toco.
—Eso no es cierto. Las personas y las situaciones no se ensucian, Dánae.
Se salen de control —corrigió Carmen, tan tranquila como siempre. Para ello
todo era muy fácil y me lo explicaba de manera que lo entendiera sin
problemas—. Y tú tienes tendencia a perder el control de tus emociones frente
a tu familia. Estamos aquí para trabajar en ello, ¿o ya te has olvidado?
Sí, era uno de los motivos por los que le pagaba cincuenta euros la hora,
dos veces al mes: para que me ayudase a poner en orden mi vida y aliviar el
dolor que mi familia me provocó durante tantísimo tiempo.
Si mi padre no se hubiese largado cuando éramos pequeños, tal vez no me
sentiría tan vacía por dentro, ni odiaría la figura que representaba en las
películas y en las series y en los libros que consumía. Si mis hermanos
hubiesen sido más cercanos y menos odiosos, a lo mejor el vínculo entre
nosotros no estaría hecho añicos, y no me costaría tanto apoyarlos en las
malas y en las buenas. Si mi madre no me hubiese invalidado desde pequeña,
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tal vez no me dolería tanto sus miradas furiosas ni sus críticas. Tal vez, si
hubiese crecido en un núcleo familiar férreo, irrompible, no me encontraría
repantigada en el sillón de la consulta de Carmen, la psicóloga.
El perdón no se encontraba por un golpe de gracia. El perdón se trabaja
igual que el acero. Se forjaba poco a poco, a medida que asumías tu dolor y lo
transformabas en algo bonito. En un aprendizaje que te acompañaba a todos
lados.
Y yo aún necesitaba un poco más para dejar de sentirme pequeña e
insignificante entre los Masaveu. Porque mis hermanos ya habían construido
un presente firme en el que trabajar, con sus parejas y sus hijos, y sus
trabajos. Mientras que yo aún no sabía en qué punto me encontraba, ni hacia
dónde me dirigía.
Cuando tenías veinte años, te lo perdonaban. Si te sentías perdida a los
treinta, eras una inmadura y una inconsciente.
Por eso me animé a visitar la consulta de Carmen. Ella, mejor que nadie,
me comprendería. Había estudiado para ello, y se le daba bien explicarme
cualquier término psicológico con el propósito de que lo entendiera a la
primera. No necesitaba mirarme desde detrás de sus gafas, con gesto serio, y
animarme a hablar y hablar, o llorar, o maldecir; en realidad, su trabajo era
darme las herramientas necesarias para que yo misma cosiera mis heridas.
Y estaba funcionando.
—¿Por qué sigo torturándome de esta manera? Daba igual si mi cuñada se
cabreaba porque bebía vino en el patio de su casa. Por algo tenía la botella en
la cocina, ¿no? Se la hubiera pagado.
—¿Y por qué elegiste escudarte en una mentira?
Lo medité unos segundos.
Al abrir los ojos, me encontré con la expresión tranquila de Carmen, y
supe que a ella sí le podría decir la verdad.
—Estoy cansada de que me humillen por todo. Para ellos no soy más que
un grano en el culo, una molestia. Cuando nos reunimos, es como si yo fuese
un vecino cotilla que no pinta nada y que se cuela en las fiestas, en todas las
fotos. Los vi mirándome exactamente así, como si yo fuera una decepción, y
me enfadé y me trabé y me sentí acorralada, así que mentí. Porque creí que
por fin obtendría un poquito de justicia divina si les comentaba que era un
novio y no un desconocido al que le había dado la tabarra durante un rato, y al
que jamás volvería a ver. Pensé: jodeos, no vais a fastidiarme también este día
por algo que no es mi culpa.
»¿Tiene algún tipo de sentido?
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Carmen hizo una pausa reflexiva.
—En tu caso, sí. Has aprendido a defenderte con el silencio o la
indiferencia, y mintiéndote constantemente. Si algo no te afecta, lo perdonarás
con más facilidad. Pero es que no se trata de que no nos afecten las cosas,
Dánae, sino de encararlas con calma. El instinto más primitivo del ser
humano y, en realidad, de todos los animales, es la supervivencia.
—Pero yo actúo igual que cuando tenía veinte años.
—Cuando nos acostumbramos a algo de este calibre, Dánae, cuesta
mucho apartarlo. Es comprensible. Y no deberías ser tan dura contigo misma.
Si trabajamos en ello, llegará un momento en que no solo no te dolerá tanto lo
que te ocurrió con tu familia, como que sabrás decirle, de manera calmada y
asertiva, todo lo que te molesta que te digan y que te hagan.
Sonó a utopía total en mi cabeza, pero si mi psicóloga lo afirmaba, ¿quién
era yo para contradecirla? Lo que más deseaba era ser capaz de colgar las
armas de una vez y disfrutar de los encuentros con mi familia sin necesidad
de estar tensa o asustada.
Cuando cualquier acercamiento con tus hermanos o tu madre te causaba
tal estrés, es que algo no marchaba bien. Algo muy jodido, y hasta retorcido,
se cocía bajo toda aquella parafernalia absurda que se empeñaban en
mantener de cara a la galería.
Y lo peor de todo es que me dolía mi madre. Más que ningún otro de los
Masaveu.
La única imagen que jamás podía romperse era la de una madre. O eso
pensaba antes de llegar a la consulta de Carmen. Que ninguna de ellas tenía
permitido decepcionar a sus hijos porque, en el fondo, eran nuestro pilar
fundamental; un escudo que nos protegía de cualquier mal que existiera en la
Tierra. Y cuando eso ocurría, y te rompían el corazón, el hechizo se
desvanecía y el dolor ocupaba cualquier rincón de tu ser. Dolía, dolía
muchísimo. Y, en mi caso, resultó muy complicado de gestionar.
—No lo sé, Carmen. Es que ni siquiera me preocupa especialmente mi
familia. Todo esto lo pienso una semana después porque estoy con la mente
fría y he tomado algo más de distancia. Y porque no me gusta ser así. —Al
reconocerlo en voz alta me sentí un poco más libre—. También por él.
—¿Martín?
Cabeceé en señal de asentimiento.
De nuevo, el incómodo nudo en mi cuello se aferró con fuerza a mí,
impidiéndome respirar con normalidad.
—Si hablamos de él, lo cambia todo, Dánae.
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Todo el peso de la culpa cayó sobre mí.
Al cerrar los ojos de nuevo, una imagen de Martín, muy cerca de mí, me
dejó sin respiración.
No sería capaz de resistirme a esa mirada de cabrón perdonavidas en lo
que me restaba de vida.
—¿Te arrepientes de lo que hiciste?
—Sí.
—¿Y crees que él está siendo injusto al arrastrarte a esa mentira?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque yo quería ponerle fin. Aún quiero —añadí rápidamente—.
Ninguno de los dos merecemos esto.
—¿Y por qué crees que él te incite a seguir con esto?
Recordé sus palabras, el roce de su aliento sobre mi oído, provocándome
cosquillas, y su promesa de venganza que, en otras circunstancias, me habría
hecho reír. Pero que, en aquel salón, a duras penas iluminado por la última luz
de la tarde, se me antojó una manera muy sexy de hablar.
—Por venganza. Desea castigarme por ello.
—Las personas no se vengan de los demás, Dánae.
—Pero es lo que él dijo.
—¿Y tú confías en su palabra?
¿Lo hacía? Recordé su expresión y su tono de voz, y sonó sincero. Como
si no quisiera dejar pasar la oportunidad de enseñarme que con él no se
jugaba.
—La verdad es que sí —admití con resignación—. Martín estaba ansioso
por llevar a cabo su particular vendetta.
—Quizá sea recomendable que hables con él y pongas fin a todo esto —
sugirió Carmen. La miré de nuevo—. Sois personas adultas, y los adultos
solucionan los problemas comunicándose. Dile que no te parece sano ni
lógico que te arrastre de lleno a esta mentira absurda, y luego rompe todo el
contacto con él.
Asumir las consecuencias de mis actos nunca sonó tan difícil como en
aquel momento. Pero Carmen tenía razón. Tanto Martín como yo contábamos
con cierta edad ya, y uno, a los treinta, no se vengaba de los demás; aprendía
a dejar que el karma hiciera su trabajo. Aunque, en mi caso, nunca lo hubiera
visto.
Al parecer, el karma solo me castigaba a mí, pero no a los que me tocaban
los ovarios.
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—¿Y si no accede?
—Es tu vida, y tú la manejas como quieres. Nadie te puede obligar a hacer
algo que no deseas —me recordó Carmen.
No era la primera vez que me lo decía, pero, en esta ocasión, la escuché
de verdad. Y me aferré a esa frase igual que a un clavo ardiendo.
Martín no era nada mío, ni siquiera un amigo, y no nos debíamos nada. Ya
me disculpé con él, y lo único que me quedaba, aparte de avisarle de mis
intenciones, era deshacer aquel lío antes de que se hiciera más grande. Ya me
preocuparía por mi familia más adelante.
—Vale. Me comunicaré con Martín y romperé cualquier tipo de
comunicación entre los dos.
Al decirlo en voz alta, un sentimiento amargo de decepción se adueñó de
mí.
—Muy bien. Estás haciendo lo correcto, Dánae.
«Ojalá que así sea», pensé, y me obligué a seguir prestándole atención a
mi psicóloga los treinta y cinco minutos restantes de la terapia de ese día. Si
le pagaba, qué menos que aprender a manejar mis emociones y mis tiempos, y
oír sus consejos.
Cuando abandoné su consulta, me detuve en el aparcamiento de al lado,
donde dejé mi coche, y busqué la dirección de la editorial Merika en Google.
No era demasiado fan de las esperas. Cuanto antes acabara con aquella
tontería, antes sería feliz.
O lo intentaría.
No quedaba muy lejos. A unos veinte minutos en coche. Subí a mi
Cadillac rosa importado —el único capricho que me di en los últimos diez
años, y del que me sentía especialmente orgullosa—, y conduje hasta la
editorial con la música sonando en la radio a todo volumen.
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Capítulo 7
MARTÍN
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Y aquella en concreto no era del todo de mi agrado.
—En cuestión de pocas páginas —proseguí, leyendo mis notas—, se
acuestan y ella ya no siente el mismo rencor de antes. Es más, hasta le habla
de él a sus amigas sin rastro de resquemor.
—De enemigos a amantes, ¿recuerdas?
Enarqué una ceja y ella bufó. De alguna forma ya intuía lo que iba a
soltarle.
Trabajar con escritores jamás sería algo fácil. Había que luchar contra sus
quejas, y también contra sus egos. Muchas de ellas aún no comprendían en
qué posición se encontraban. Defendían libros que no valían un solo céntimo.
Libros mediocres, con clichés absurdos, que no entretenían ni a una mosca. Y
encima era yo el cabrón por decírselo de frente.
Cada vez odiaba más reunirme con ellas.
—Hay que hacer más énfasis en ese cambio. Nadie en su sano juicio se
acostaría con alguien a la que detesta con todo su ser. El amor y el deseo son
emociones ardientes, fáciles de confundir, pero una persona no se lanzaría a
los brazos de otra si la odia.
—De ser cierto, la mayoría de las películas o libros no nos mostrarían
cómo dos personas que llevan un buen rato discutiendo deciden, sin venir a
cuento, que la mejor forma de quemar adrenalina es echando un polvo —
acotó Lexy Ruby, muy segura de sus palabras. Se colocó mejor las gafas
sobre el puente de la nariz antes de seguir—. El sexo es solo sexo. Mi
intención es que el lector entienda que Liam se viene arriba por la victoria,
está contento, y Layla aparece en escena y, en lugar de echarla a patadas, la
besa, y eso desencadena todo lo demás. Es un polvo aislado que los pone en
jaque.
—Muy bien. Respeto tu decisión de no hacer el cambio que te sugiero.
Pero el final sí es necesario revisarlo. Ellos se separan y dos capítulos después
está solucionado. No hay tensión por ningún lado.
—Hay algunos lectores a los que no les agrada que el desenlace se
extienda demasiado, una vez está todo aclarado. Como escritora, me gusta
explorar el antes del final feliz, no el después. Una vez alcanzado mi
propósito, no voy a escribir capítulos de relleno.
Presioné con más fuerza de la necesaria mi estilográfica, sin dejar de
mirar el rostro de la autora que me tocaba aguantar esa mañana. Pocas veces
hablaba con ellas a través de una videollamada. Prefería el trato directo, si
vivían cerca, o mejor una llamada de teléfono. Sin embargo, Lexy Ruby,
gracias a sus últimos éxitos, decidió dar un golpe sobre la mesa y rechazar
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todos los cambios sugeridos. Y a mí no me quedaba de otra que aceptarlos o
rechazar publicarla.
Pensé en Covadonga y en lo que soltaría por la boca nada más leer el
último correo de Lexy Ruby. La imagen en mi cabeza fue muy clara: ella
apoyada en su mesa, vestida con sus faldas de tubo y sus camisas blancas, el
pelo recogido y una expresión hastiada que la haría ver aún más mayor de lo
que era. Suspiraría con resignación y, tras negar con la cabeza, me soltaría:
«las autoras deciden qué hacer con sus obras, Martín. Si te ha rechazado el
cambio, lo respetas. No hagas que otra se largue del sello, por el amor de
Dios».
Culparme por la poca profesionalidad de las autoras del sello era su tarea
favorita en la vida. Mostraba su disconformidad a diario, entre suspiros
dramáticos y sonoros, miraditas reprobatorias y chasquidos de lengua que
resonaban por toda la editorial.
Covadonga, más allá de ser la jefa de la plantilla y la que mediaba entre
los de arriba, los jefes, y los demás trabajadores de la editorial, también se
encargaba de torturarnos con sus discursitos de psicóloga de Instagram. Y si
no estaba de acuerdo con algo que hacíamos, se esforzaba en hacérnoslo saber
y en darnos charlas en privado con las que buscaba la mejor manera de
meternos en la cabeza que todos formábamos parte de un equipo, y que en ese
equipo se incluían a las autoras.
Lejos de parecerme más o menos profesional, no compartía su filosofía de
vida, y, como tal, en mi despacho me encargaba de mis autoras como me daba
la gana.
—Bien, si eso es lo que deseas, Lexy, tendré que hablar con Covadonga al
respecto.
Su mueca se transformó en una expresión de fastidio total.
No me importó en absoluto.
—Nos vemos mañana, si te parece bien.
—Claro. Pero, Martín —añadió al ver que estaba a punto de cortar la
comunicación—, voy a seguir defendiendo esta novela tal y como está.
Buenos días.
—Buenos días.
Nada más colgar, me recliné en mi sillón y garabateé en mi libreta un
«SOBERBIA Y VANIDOSA» en grande, en rojo, encima de la cita que había
marcado en mi agenda el día anterior. Otra autora más que se empeñaba en
hacer lo que le venía en gana. Y con esta eran, ¿ocho?, ¿tal vez nueve? Ni lo
sabía, ni me importaba. Al final acabarían en la calle, como las tres anteriores.
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El teléfono me vibró, avisando de un nuevo mensaje. Como solo les
permitía la comunicación a dos personas durante las horas de trabajo, supe
que se trataba de mi abuela (quien solía mandarme imágenes de Piolín
bendiciendo a todos, con mucho brillo) o Paulino, mi mejor amigo.
Paulino:
He conseguido que mi abuelo abra otro
restaurante en Barcelona.
De este me ocuparé yo.
¿Lo celebramos esta noche?
Paulino se trasladó desde Italia unos meses atrás. Antes de su mudanza, se
dedicaba a viajar por todos los países del viejo continente en nombre de su
abuelo, un conocido empresario italiano que nadaba entre billetes gracias a su
cadena de restaurantes. Y por fin, después de pasarse años recopilando
información sobre los chefs que trabajaban bajo su mando, lo ponía al frente
de un restaurante de verdad. Uno que él dirigiría con mano dura y grandes
conocimientos.
Me alegré enseguida por él. Aquel paso, aparte de ser muy importante
para Paulino, también representaba un sueño cumplido.
Martín:
Claro.
¿Quedamos a cenar a las 9, donde siempre?
Paulino:
Sí.
También vendrá Anna.
¿Por qué no invitas a alguien?
Maldita fuese. Anna era su ligue actual, su follamiga, o lo que demonios
compartieran. Con lo mucho que le gustaba ligar, y lo poco que le costaba,
jamás lograba seguir el hilo de sus relaciones con las mujeres. Pero, desde
luego, Anna era una belleza indiscutible. Y hablaba por los codos. Se pasaría
toda la cena contándonos batallitas sobre su trabajo como modelo de ropa
interior para una conocida marca danesa que operaba en Barcelona ese año, y
a mí me daría dolor de cabeza.
Pero ¿por qué querría Paulino una cita a cuatro bandas? Si jamás las
teníamos. Solo cuando Sandra y yo salíamos, y de eso hacía bastantes meses
ya.
Resignándome, le respondí un escueto mensaje a Paulino.
Martín:
Ya te diré.
Guardé el teléfono de nuevo en el bolsillo del pantalón y salí en busca de
un café. Acababa de dar por finalizada la ronda de llamadas y videollamadas
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de ese día. Solo me quedaba revisar un par de manuscritos, unos cambios en
la portada de la próxima publicación, el e-mail y largarme al gimnasio a hacer
algo de cinta.
El deporte relajaba mis músculos, acallaba mis pensamientos y me
ablandaba un poco. Me producía un estado similar al éxtasis. Con música en
mis oídos, no prestaba atención a nada que no fuese la letra o la melodía, y al
acabar me embargaba un sentimiento poderoso e intenso de paz que me
permitía dormir sin necesidad de recurrir a fármacos.
«Necesito un descanso», pensé, sin detenerme en despacho de Covadonga
a pesar de mi ardiente deseo por quejarme de mis autoras.
No había dado ni seis pasos por el pasillo cuando me la encontré de frente.
A la chica que olía a algodón de azúcar.
Barbie Piruleta, a juzgar por su atuendo: un conjunto de falda y top color
rosa, con corazones rojos estampados. El mismo color de sus zapatos y su
bolso, y de sus labios jugosos. Si cerraba los ojos, el dulce olor de las
piruletas inundaba mis fosas nasales.
—¿Dánae? —La llamé, incrédulo.
¿Qué cojones haría allí? ¿Planeando hundirme delante de todos mis
compañeros? ¿Lanzar alguna que otra mentira más acerca de nosotros?
Ella alzó la barbilla y me sonrió.
—¡Hola! —También agitó la mano, como si no la estuviera viendo a lo
lejos—. Perdona, es que necesitaba verte y como no me pillaba lejos la
editorial. ¿Te importa si hablamos?
—Estoy trabajando.
—Te puedo esperar —aseguró ella, y sonó ansiosa. Sus dedos jugaban
con el asa del bolso—. ¿Cuándo terminas?
Me pasé una mano por la cara, cansado.
De verdad que no necesitaba más dramas ese día.
—Aún me queda un rato.
—Vale, pues me iré a tomar un café y, eh, ¿nos vemos después?
Por el rabillo del ojo vi a Santi y Manuel lanzándonos una mirada de lo
más jocosa. La habían reconocido al vuelo. En cuestión de minutos, todos
sabrían que Dánae, mi supuesta novia, acababa de presentarse en mi puesto de
trabajo a hacerme una visita sorpresa. O a darme una mala noticia. Las dos
opciones eran igual de aterradoras.
Aunque pensara en una buena excusa y me la sacara de encima, los demás
me acorralarían y me harían cientos de preguntas acerca de ella. O la
obligarían a contar cosas íntimas antes de que abandonase la editorial. Nada
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de eso podía ocurrir, así que hice lo más inteligente: fingir una sonrisa y negar
con la cabeza.
—Iba a por un café. ¿Quieres uno?
Dánae pestañeó, sorprendida.
Me miró con cierto recelo.
—De verdad que no me importa esperarte en la cafetería.
—Insisto. Mi despacho es más cómodo. —Le señalé la puerta correcta—.
No tardo.
Mordiéndose el labio inferior con fuerza, Dánae asintió.
Agradecí que no montase una escenita allí en medio. Ninguno de mis
compañeros tenía por qué enterarse del pequeño teatrito que nos traíamos
entre manos.
Precisamente para que ninguno supiera la verdad es que seguiría
fingiendo que éramos pareja unas semanas más.
—Enseguida vuelto.
Antes de que ella dijese o hiciese algo, le di un azote en el culo y la
empujé suavemente hacia su despacho.
Las mejillas de Barbie Piruletas adquirieron un color rosado de lo más
apetecible. Avergonzada o molesta, suspiró bajo, y yo tuve que contener una
carcajada.
No supe por qué hice aquello, pero me pareció lo más lógico: tratarla
como a mi novia. Que todos vieran que entre los dos existía bastante química,
y que no lo dejaríamos pronto. Aunque, en el fondo, estaba ansioso por
«romper» con Dánae.
Lo último que vi antes de irme fue su falda, y su pelo rubio balanceándose
sobre sus hombros en suaves ondas que le enmarcaban la carita. Desconocía a
qué tipo de tienda acudía Barbie Piruletas a comprarse la ropa, pero cada vez
que la veía, me sorprendía. Botas cowboy, ropa de ejecutiva, conjuntos típicos
de muñeca. ¿Lo haría a propósito? ¿O es que carecía de gusto para vestir?
Aún y con todo, me gustó bastante aquel look de chica dulce. Quizá
porque no estaba acostumbrado a verlo a mi alrededor, o porque crearía el
contraste perfecto entre el Editor Cabrón y Martín Bover.
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Capítulo 8
DÁNAE
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Junto al teclado, tres manuscritos impresos y con garabatos a boli rojo me
llamaron la atención. Cogí el primero, el que estaba encima de la pila, y le
eché un vistazo por encima. El título ya prometía: ENCESTANDO A TU
CORAZÓN. ¡Un sport romance! Amaba ese tipo de novelas.
Reclinada sobre el sillón, sin prestar atención a nada más, comencé a leer
el primer capítulo. Y el segundo. Y el tercero. ¡Era brutal! Los protagonistas
compartían una química envidiable casi desde el principio. Se odiaban, pero
también se deseaban. No tardarían demasiado en romperse los calzones, eso
seguro.
—¿Qué haces? —La voz de Martín me interrumpió en la mejor parte: los
protagonistas estaban a punto de comerse la boca—. Se te escucha reír desde
fuera.
Su expresión huraña no me amedrentó en absoluto.
—Perdona, es que leía este libro. —Agité el manuscrito sobre mi cabeza
—. Es buenísimo. ¿Cuándo lo publicáis?
—No es una novela que me plantee sacar en Merika.
Lo miré como si le hubiese salido un cuerno verde en mitad de la frente.
—¿Por qué no? ¡Si está muy bien escrito!
—La autora hace unos chistes malísimos. —Cerró la puerta y dejó los
vasos de café sobre el escritorio—. Y es un enemies to lovers muy mal
construido.
—Eso no lo sé, porque no he leído mucho, pero los primeros capítulos
enganchan. Y no todas las novelas deben ir con mensaje profundo para que
sea un buen libro, ¿sabes? A veces, los lectores solo queremos salseo y risas y
frases bonitas, nada más.
—Desconocía tu faceta como lectora editorial.
—Y no lo soy, Cascarrabias. Pero he leído tanta novela romántica que me
considero una persona objetiva al respecto. Y este libro —volví a agitar el
manuscrito— merece la pena. Te lo digo muy en serio.
—Es el tercero sobre deportes que me entregan en lo que llevamos de año.
—Normal. ¡El sport romance lo está petando! —Emocionada, me
enganché un mechón de pelo detrás de la oreja y señalé una de las páginas
donde la autora, con mucha gracia, había conseguido que el protagonista
masculino le viera el tanga sin querer a la protagonista—. Hay química desde
el principio, los diálogos son frescos, y las situaciones tienen su puntillo
picante. Además, ¿sabías que los protagonistas masculinos racializados no se
ven demasiado en la novela romántica? Esta autora lo ha tenido en cuenta, y
eso también hay que tenerlo en cuenta.
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—¿Hay algún tipo de fetiche que tengáis las lectoras con los futbolistas y
los tenistas o los deportistas en general? —preguntó Martín, los brazos
cruzados sobre el pecho. No dejó de sorprenderme el hecho de que realmente
estaba interesado en saber mi opinión—. ¿De pronto os gusta Fernando
Alonso?
—Fernando Alonso nos ha gustado desde siempre. Hay personas que te
dirán que es feo, pero no es cierto. Tiene su puntito hot —solté de sopetón,
acordándome de nuestro piloto favorito—. Y no es un fetiche nuevo. ¿Quién
nos gustaba de adolescentes? Beckham, Fernando Torres… —Enumeraba yo
con los dedos de la mano libre, estrujándome el cerebro para que no se me
olvidase ningún tío bueno relacionado con el deporte de mi época de
quinceañera—. Piqué ya no, porque jamás perdonaremos que le haya roto el
corazón a Shakira. Menudo imbécil, el colega. Menos mal que Shak decidió
vengarse de él haciéndole unas cuantas canciones. Porque si no puedes
obtener una disculpa sincera de la persona que te hizo daño, por lo menos
sacas beneficio de ello. Es de primero de los millennials: haz de tus miserias
un show digno de ver.
Martín arqueó una de sus cejas. A mí me fascinaba que pusiera esa cara de
«no sé qué hacer contigo, porque en el fondo me gusta lo que dices». Era
como una validación absoluta a mis discursos de rubia adicta a la televisión y
a las revistas de cotilleos.
—Eso no explica por qué queréis leer sobre futbolistas y tenistas. La
adolescencia se quedó muy atrás y la mayoría del público de la editorial
Merika sobrepasa los veinticinco años.
—Ni que solo nos gustara Beckham con quince años —bufé, un poquito
indignada. ¿Qué tenía de malo seguir soñando con salir con un futbolista que
nos comprara un collar de diamantes cada mes y nos dedicara todos sus
goles? A mi parecer, era bastante injusto que solo Victoria Beckham lo
consiguiese—. Es cierto que hay jugadores mucho más guapos y llamativos,
pero soy una chica de costumbres. El punto aquí es que se ha puesto de moda
por varias razones, y una de ellas es culpa de Taylor Swift.
—¿La que le dedica un disco a cada chico con el que ha salido?
—Lo hemos hablado antes, ¿recuerdas? —Lo miré como si sufriera
problemas de memoria y no retuviese lo que hablábamos—. Si no puedes
obtener un perdón sincero, gana mucho dinero gracias a ello. Y las canciones
que una escribe estando despechada suenan mucho mejor que cuando estás
enamorada, la verdad. Por eso el enemis to lovers gusta tanto a las lectoras.
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Martín no terminaba de aceptar del todo mis argumentos a favor del sport
romance, y ya fuese porque me gustó lo que leí, porque no soportaba que a las
fanáticas de la romántica nos mirasen por encima del hombro o porque Taylor
Swift era la reina de los «jódete, pero voy a contar y cantar lo que me
hiciste», decidí jugar la mejor baza de todas.
—A nosotras ya nos cansan los millonarios aburridos que utilizan a las
mujeres para un ratito de placer y no suelen caer en el amor tan fácilmente.
Queremos el hombre que suda en el campo o en la cancha y nos besa delante
del público para presumirnos y nos alegra solo con su presencia. Sé que es
difícil para ti comprenderlo, Cascarrabias, pero hay cierto puntito morboso en
eso.
—¿En un hombre sudado?
—Pues mira por dónde, sí. No sé por qué, pero los tíos sudados sois más
apetecibles. ¿Por qué será? —me pregunté. Martín seguía con sus ojos sobre
mí, a la espera de que dijese algo coherente. Ya no se parecía demasiado al
Lobo Feroz, sino a un hombre que estaba aprendiendo, no sin ciertas
reticencias, lo básico sobre gustos femeninos—. ¿Nos atraéis cuanto más
guarros estáis? Mira a Henry Cavill en The Witcher: nos puso cachondas a
todas gracias a sus pintas desaliñadas y su armadura comida de mierda.
Sabíamos que no había pisado una ducha en semanas y, aun así, nos lo
habríamos tirado igualmente; sin culpas ni remordimientos. Pasa lo mismo
con Ragnar, Daemon, Aragorn…
—Me estás diciendo que os gustan los tíos con melena, que no se duchen
y luchen contra el mal, ¿no?
Asentí varias veces, convencida de que hablaba en nombre de todas las
mujeres de la Tierra.
«Chicas, voy a defender a capa y espada a los hombres melenudos que no
se duchan, lo juro». El pensamiento casi me hizo reír. Me contuve porque no
quería que Martín se pensara que todo era una broma para mí.
—Dicho así, suena a que nos gustan Los caballeros del Zodiaco —me
cachondeé. Como Martín me dedicó una mirada molesta, me rasqué la nariz
con el dedo índice y proseguí con mi discurso—. Por eso le tienes que
permitir a esta autora —leí el nombre en la portada—, Lexy Ruby, publique
esta novela. ¿Un jugador de baloncesto y una pija adinerada? ¡Va a petarlo!
Enseguida solté el manuscrito y rebusqué sobre el escritorio hasta dar con
un bolígrafo y un folio. Le di la vuelta y garabateé durante un par de minutos
enteros sobre él. Una chica que sostenía la pelota, y un chico al otro lado, con
una margarita en la mano a medio deshojar y una sonrisa torcida en la cara.
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Los dos se miraban de soslayo, como si hubiese un pique entre ellos y
estuvieran a la espera de que el otro saltase primero, y así replicarle. Con una
tipografía superbásica, escribí el título de la obra en medio de los dos, unos
corazoncitos y el nombre de la autora justo encima.
—¿Lo ves? —Le mostré mi obra con una sonrisa divertida—. Ahora se
lleva un montón hacer portadas así, con dibujitos, y colores muy vivos. Me
imagino la portada en color amarillo claro o un verde césped. Pero contratad
una ilustradora de verdad, ¿eh? No uséis la IA, que eso solo roba a los pobres
artistas y ellos no tienen la culpa.
Los dedos de Martín rozaron ligeramente mi mano en el instante que me
quitó el taco de hojas donde había plasmado mi idea. Se quedó unos segundos
observándola con más interés del que esperaba.
Una burbuja de nervios explotó dentro de mi estómago.
¿Me habría pasado con mi discursito y mi dibujo? Es que, cuando me
venía arriba, me volvía imparable.
—¿Sabes dibujar?
—Ah, sí. Estudié el bachillerato de artes. —Encogí uno de mis hombros
—. No me sirvió de nada porque todas las carreras que me interesaban no
tenían mucha salida. Pero sigo dibujando en mi tablet cada vez que tengo un
rato libre —le expliqué a la par que me retorcía un mechón de pelo rubio en el
índice—. ¿Y bien? ¿Te gusta la idea que te propongo?
Pasó su mirada de mí al dibujo, y otra vez a mí. Durante una milésima de
segundo me planteé la posibilidad de que se cabreara por estar más
emocionada que él con aquella novela, pero es que de verdad creía en lo poco
que leí antes de que me interrumpiera. Y no teníamos demasiadas novelas
sobre jugadores de baloncesto en la sección de Romántica de las librerías.
Demasiados futbolistas y jugadores de hockey. ¡Un jugador de baloncesto
llamaría más la atención!
—Si no hubieras dibujado en la parte de atrás del contrato de una autora,
me gustaría más.
«Joder», pensé, encogiéndome un poco sobre mí misma. «Qué cagada».
—¡Lo siento!
—Descuida. La idea no está mal.
Viniendo de él, me lo tomé como un cumplido.
—Gracias.
—¿Podrías ocuparte tú del boceto?
—¿En plan profesional?
—Sí.
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—¿Por qué yo? —pregunté, confundida.
—Porque tú has tenido la idea, ¿no? —Martín enarcó una de sus cejas, y
me tendió de vuelta el boceto—. Con solo leer un poco de la novela has
conseguido captar enseguida de qué va la trama. Estoy… asombrado.
Poco acostumbrada como estaba a recibir halagos sinceros, y más de
personas que parecían el mismísimo Lucifer en traje y corbata, no supe cómo
reaccionar más allá de sonreír con cierta timidez. Hacía un montón que no
dibujaba, pero me gustaba muchísimo. Y hacer un par de personajes no me
llevaría demasiado tiempo.
—Tal vez, sí. Creo que sería capaz de hacer la portada.
—Hablaré con Covadonga, mi jefa, mañana. Te confirmaré si te
contratamos para esta portada.
Un revoloteo se abrió paso a empujones dentro de mí. ¿Así se sentía la
felicidad momentánea?, ¿sentirte válida frente a los demás? Mi vanidad y mi
autoestima no estaban demasiado acostumbradas a eso, pero, por primera vez
en meses, sonreí sincera frente a alguien que no fuese Dylan o Eva.
—Gracias.
Martín cruzó los brazos sobre el pecho.
Ni una sonrisa. Ni un poquito de felicidad. El tío era Cascarrabias de la
cabeza a los pies.
—¿De qué querías hablar?
«Ah, mierda». Se me había olvidado por completo el motivo por el cual
me crucé media ciudad para verlo.
Sopesé las posibilidades de que me dijese que ya no contaba conmigo
para dibujar la portada después de «romper» con él, y me dio algo de pena
perderme la experiencia. Me habría hecho un montón de ilusión ser
responsable de algo tan chulo, tan bonito y tan único. Ver la expresión de la
autora cuando le enseñaran el boceto de la portada. Que se imprimiese y se
colocase en los escaparates de las librerías. Pero no era justo para ninguno de
los dos seguir manteniéndonos sobre la cuerda floja, a la espera de que no
soplase ningún viento demasiado fuerte y nos tirase. Y solo por eso, y porque
hablar con Carmen siempre me producía cierto consuelo, me sinceré con él.
—No deseo seguir con esta farsa sobre nuestra relación. Si es que es
insostenible. Dudo mucho que mi cuñada se crea que estamos saliendo, por
favor. No pegamos ni con cola. Y tú eres… tú. Trabajas en una editorial
superchula, y no necesitas que te estén metiendo en líos que no has buscado.
Me caíste bien aquella tarde, y me hubiese encantado conocerte más a fondo,
¿sabes? Creo que, en el fondo, sí que sabes divertirte. De lo contrario, no te
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habrías metido en aquella casita de muñecas a evitar que hablasen de ti. Y eso
me lleva al segundo punto: no te gusta ser el centro de atención. ¿Por qué
mantener esta mentira, si van a seguir hablando de ti igualmente? ¿No es
mejor decir la verdad? Al final se les olvidará a todos.
Me costó descifrar la expresión de Martín. Cuando entrecerraba
ligeramente los ojos y apretaba un poco los labios, daba un poquito de miedo.
Aunque ya no me causaba el mismo nerviosismo. De verdad quería
solucionar de una buena vez todo ese asunto y olvidarme. ¿Qué importaba el
precio, mientras tuviese la conciencia tranquila?
Eso me animaba a mantenerme firme en mis principios.
Sin embargo, él, que iba por libre, se acercó a la mesa y apoyó ambas
manos sobre el escritorio. En sus ojos brilló cierto desafío.
Mi corazón latió tan rápido que parecía a punto de brincar fuera de mi
pecho.
—Si no querías que la gente hablase de mí, ¿por qué te has presentado
aquí? ¿No era más fácil escribirme y quedar en otro lado?
—Es que no tengo tu teléfono.
—Haber llamado a la editorial.
—Lo hice, pero una chica me insistió en que no reconocía el número
desde el que llamaba ni el seudónimo que le ofrecí para que se pensara que
era autora de tu catálogo.
A él le palpitó un músculo en la mandíbula.
—¿Qué nombre usaste?
La cara me ardió tanto que me costó respirar.
—Candy Love.
Entre todas las opciones que barajé sobre su reacción, ninguna se
acercaba, ni de coña, a la carcajada que soltó Martín. Una risa masculina,
fresca, ronca. Cargada de energía.
Y qué bonita sonaba.
—Candy Love es una actriz porno amateur, Barbie Piruletas.
Si antes estaba roja, a esas alturas mi cara debía ser una brasa ardiendo.
La superficie de Marte, como mínimo.
—¿Qué dices? —balbuceé.
—Es lógico que quien te haya atendido pensara que le tomabas el pelo.
—¿Y yo qué sabía? ¡No consumo porno! —traté de defenderme.
Martín sonrió igual que lo hacían los dibujos animados. Y me pareció tan
perverso.
Sensualmente perverso.
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—El caso es que no pretendo romper todavía contigo.
—¿Por tu estúpida venganza? —solté, no sin cierta molestia.
—En parte, sí —reconoció sin vergüenza. Estaba claro que a él le
importaba una mierda eso de ofrecer una imagen de buena persona—.
También porque no tengo mi mejor época dentro de la editorial, y este
escándalo terminaría por echar por tierra mi reputación.
—¿Y qué más les da? Si fuera tu novia de verdad, ¿aportaría algo de valor
a tu trabajo?
—Si no te conocieran, no. Pero te conocen. Porque tu cuñada trabaja aquí
y lo ha ido contando por toda la editorial.
Maldita cotilla de las narices. ¿Es que nunca había visto Gossip Girl?
¡Había cierto código del honor en ir contando chismes por ahí!
—Arantxa es así: le encanta meter el hocico en todos lados —gruñí.
—Por eso mismo no voy a darle el gusto a ninguno de seguir hundiendo
mi reputación.
—¿Y qué has hecho para estar en esta condición? Porque si necesitas una
novia falsa, es que le debes una buena al karma.
—Es una larga historia. Una que no te importa.
—Si me vas a obligar a ser tu novia de pega, claro que me incumbe.
Mucho, además. Que yo solo quería evitar escuchar a mi cuñada, no que me
des azotes y me mires como si fuera lo peor que te ha ocurrido en la vida.
A veces, cuando me ponía algo nerviosa, hablaba sin pensar. Por eso me
metía en muchos más líos de los necesarios. Pero Martín me había pillado el
punto rápido y seguía estático, muy cerca de mí, con los primeros botones de
la camisa desabrochados y el pelo castaño cayéndole sobre la frente. Guapo
era un rato. Y no era nada justo.
—¿Consideras unos azotes un castigo? Ahora entiendo que no veas porno.
Tosí al sentir que se me deslizaba la saliva por el lado que no era.
Con los ojos llorosos, le lancé una mirada furiosa.
—Eh, que no hablábamos de eso. Quieres mi ayuda, ¿recuerdas?
—No la quiero, la exijo. Tú misma empezaste esto, y tú misma lo vas a
mantener. Hay cierta campaña de desprestigio hacia mi persona en redes
sociales. Si encima se enteran de que te has reído de mí, me van a acribillar
aún más. Y no voy a consentir que mi imagen se desdibuje de esa manera. Mi
trabajo es lo más importante.
—¿Y por qué iban a enterarse?
—Por la misma razón por la que ya hablan de ti en redes sociales: los
rumores corren como la pólvora, Barbie Piruletas.
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—La gente, ¿habla de mí?
—No saben tu nombre, aunque no tardarán en averiguarlo. Es increíble
cómo la gente consigue más información que el FBI en cuestión de horas.
Basta con buscar a una persona y le sacan todo el historial del pozo de
Internet; incluso las fotos que subía a Tuenti con veinte años.
»Y siendo una figura pública que nunca se ha escondido, —se pasó una
mano por el pelo, alborotándolo—, te podrás hacer una idea cercana a lo que
están diciendo sobre nosotros.
—¿Que somos una pareja supermona y están felices por ti? —pregunté, a
sabiendas de que no era el caso.
Él se inclinó un poco hacia mí, su aliento haciéndome cosquillas en el
rostro cada vez que exhalaba.
—No, rubita. Solo lamentan que tengas que aguantarme.
Intenté contenerme, mas fue imposible. Me reí tan cerca de su cara que él
retrocedió, molesto.
—Perdona, perdona. Es que es buenísimo —me cachondeé—. Eres
Cascarrabias de verdad. ¿Quién te odia tanto? ¿Una ex resentida? ¿Una
compañera de trabajo que quería acostarse contigo? ¿Tus propias autoras? —
Al ver que le palpitaba un párpado, supe que había dado en el blanco—.
Vaya, he tocado hueso.
—Deja de delirar, por favor. Nada de esto es una broma para mí.
—¿Y cómo esperas que me tome esto, Cascarrabias? ¿Alegrándome y
bailando sevillana como el emoticono de la bailaora del WhatsApp? He
intentado arreglar esto de todas las maneras que se me ocurren, y hasta te he
pedido perdón, pero eres tú quien se aferra a algo que al principio le
molestaba muchísimo.
—¡Porque no voy a hacer el ridículo en mi ámbito privado ni laboral! —
estalló, y no parecía enfadado, sino ofuscado—. Maldita sea, estoy intentando
explicártelo.
Me levanté de su sillón y di la vuelta alrededor del escritorio. La tensión
que notaba en el ambiente me provocaba cierto picor. Odiaba con todo mi ser
las discusiones, por eso las evitaba a toda costa.
—Pues pídemelo en condiciones, no con amenazas. Tal vez sea una
bocachancla, una inconsciente y rubia natural —bromeé con desgana sobre lo
último, por eso de que afirmaban que las rubias éramos tontas—, pero tengo
sentimientos, ¿sabes? Y no soy la muñeca de plástico a la que siempre te
refieres. Si me hubieras explicado esto desde el principio, tal vez no me
importaría echarte un cable. No tengo nada que perder. Pero estás siendo un
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imbécil. No me extraña que tus autoras te pongan a parir en sus redes
sociales.
Cogí mi bolso y me alejé rápidamente de él.
Martín rodeó mi muñeca con sus dedos tibios. Agaché la mirada y observé
con detenimiento cómo su mano abarcaba la mía con tanta firmeza que no
sería capaz de escaparme ni aunque mi vida dependiese de ello.
—Me lo debes.
—No, Martín. No te debo nada. Ya me disculpé y estaba dispuesta a
solucionar esto. Esa era mi verdadera deuda contigo —aclaré con firmeza.
Seguro que Carmen se alegraría por mí, porque al fin plantase cara a las
personas sin huir previamente—. ¿Quieres que sea tu novia un tiempo?
Pídemelo en condiciones.
—Podría ser un título de novela: Pídemelo bien.
Sonreí con cierto reparo.
—¿Y bien?
Martín exhaló un profundo suspiro.
—Finge ser mi novia un poco más, por favor. —Las últimas dos palabras
le costaron más que todo lo demás—. No puedo arriesgarme a que la editorial
sufra las consecuencias de la tensión existente entre mi cartera de autoras y
yo. Necesito solucionarlo y no darles más motivo para que hablen mal de mí.
Al final, la que sale perjudicada es la empresa. Porque si ellas se encabronan,
no firmarán por más novelas, o buscarán rescindir el contrato a como dé
lugar. ¿Te haces una idea de la cantidad de dinero que va a perderse por el
camino?
Sentí cierta empatía hacia él. Tenía que ser jodido depender tanto de
caerle bien o no a las autoras con las que trabajabas. Aunque, pensándolo
fríamente, seguro que era culpa de Martín. No daría su brazo a torcer y eso las
molestaría. Pero, aun así, no era mi problema. Solo podía pensar en él, en su
petición, y en cómo le afectaría que todas ellas se enterasen de que una rubia
cualquiera se cachondeaba del Editor Cabrón. Sin represalias ni castigos.
Seguramente, su imagen saldría aún más perjudicada. Y todo lo demás caería
a su alrededor como en un efecto dominó.
Solté mi mano y me giré hacia él. Solo vi a un hombre dispuesto a aceptar
cualquier respuesta.
—Vale. Seré tu novia. Pero sigo manteniendo lo que dije: nada de
humillaciones. Y nada de sacarme en redes sociales. Sería un escándalo que
tus queridas autoras de romántica supieran que sales con una vendedora de
juguetes sexuales.
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—Hay que hacer una pequeña anotación en tus peticiones: sí que van a
saber que eres mi novia. Pero todo a su debido tiempo. Por el momento,
vamos a centrarnos en lo básico: ¿quieres cenar conmigo esta noche?
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Capítulo 9
DÁNAE
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Martín no era de los hombres más pacientes del mundo, se le notaba en la
postura tensa, en los nudillos blancos por la fuerza con la que sujetaba el
volante y en su cara de hastío. Para ser editor en una editorial bastante
conocida, le faltaban unas cuantas virtudes, la verdad. Empatía, paciencia,
asertividad… Cuanto más lo conocía, más me costaba entender por qué
Merika lo contrató a él y no a otro.
—¿Por qué no me hablas un poco de ti? —le pedí entonces.
—¿A qué te refieres?
—Si vamos a ser pareja, estaría genial que me contaras algo de ti, ¿no? Mi
cuñada no va a tardar en acribillarme a preguntas, y si me cruzo con algún
compañero tuyo. —Encogí uno de mis hombros—. Solo me curo en salud.
Martín hizo una mueca con el labio inferior.
Aunque solía fijarme poco en él con la intención de ahorrarme unos
cuantos quebraderos de cabeza, no estaba de más admitir que era atractivo. El
pelo castaño y algo alborotado, los ojos grandes y expresivos, de color oscuro,
y sus labios rosados y gruesos. La barba de tres días le daba el toque final.
Cuando un hombre se dejaba un poco de vello en el mentón, ganaba puntos en
la barra del atractivo y la sensualidad.
Y quien dijese lo contrario es que no sabía nada sobre el buen gusto.
—¿Qué quieres saber?
—Cualquier cosa. ¿Cómo te presentarías a una tía que te mola?
—Diciéndole mi nombre y mi profesión, y eso ya lo conoces.
—¿Y lo demás? —lo apremié—. Eres algo más que Cascarrabias.
—¿Cascarrabias? —por fin se dignó a mirarme, después de un rato
ignorándome.
—Te das un aire a Gruñón, uno de los siete enanitos de Blancanieves —
me pitorreé.
Un músculo le palpitó en el ojo derecho. Tal y como pensaba, la paciencia
no era su fuerte. Pero eso no me hizo recular.
—Supongo que es justo, dado que yo te llamo Barbie.
—Exacto. Veo que avanzamos, «cariño».
Ladeó la cabeza, de manera que logró observarme de verdad, y noté un
estremecimiento que erizó todo el vello de mis brazos. Ese hombre tenía la
mirada más sexy del mundo entero.
—Estudié en Valencia, e hice los másteres en Barcelona. Me he criado
con mi abuela paterna. No, no sé dónde están mis padres; hace años que no
los veo. Entré a trabajar en Merika hace cinco años, más o menos, y me
encargo del sello de romántica. Entre mis gustos más básicos se encuentra el
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tofu, la cerveza y ver documentales sobre astronomía. Pero soy bastante
básico, y me conformo con ir a un restaurante cualquiera para meterme una
hamburguesa entre pecho y espalda. En cuanto a música, escucho casi de
todo, pero no me apasiona especialmente el flamenco o el reguetón. De
artistas nacionales, me quedo con Melendi, Aitana y Lola Índigo. Es más,
hace un año me hice una foto y conseguí un autógrafo de esta última, y me
pareció una chica magnífica. No tolero los secretos, la horchata y el maldito
verano de los cojones.
»¿Algo más?
Estuve tentada a reírme, pero no quería que se lo tomase como una burla.
Simplemente, me pareció un poco tierno de su parte que recitara todo del
tirón, con un tono de voz neutral, como quien hablaba de la lista de la compra
o leía algún cartel absurdo. No me costó demasiado imaginar que no acudía a
demasiadas citas en los últimos tiempos, y que por eso le cohibía, en cierto
modo, hablar de sí mismo frente a una mujer. Hablar en general, más allá de
su trabajo. Como si estuviera obligado a mantener guardado bajo llave
cualquier tipo de información relevante sobre su persona antes de que sus
autoras furiosas lo averiguaran y lo fueran contando por redes sociales.
—¿Hace mucho que no tienes pareja?
Su expresión mudó de nuevo, a una más seria.
—Unos meses.
—¿Por qué rompisteis?
—¿Importa?
—Las parejas de verdad se cuentan esas cosas, y no estoy segura de si
Arantxa lo sabe y tal. ¿Y si me intenta hacer el lío y afirmo cosas que no son
ciertas? —le dejé caer.
Solo fue una vil mentira que lancé al aire, porque no quería que pensara
que mi interés era tan real como la luz del sol que me quemaba el cogote
desde hacía un buen rato. Toda información que obtuviera de Martín me
ayudaría no solo a cubrirme las espaldas, sino a entender mejor qué se
escondía debajo de esa fachada de Editor Cabrón y Cascarrabias que a todo el
mundo ponía de mala ostia.
«Excepto a mí», pensé. A mí, por alguna extraña razón, me caía bien. Y
me parecía fascinante.
¿Estaría loca de atar?
—Sandra, mi ex, decidió romper conmigo por motivos un poco
«delicados». Nos habíamos mudado a una casa increíble, casi la de nuestros
sueños, y le prometimos al casero que, cuando estuviéramos preparados, la
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compraríamos para así formar una familia de verdad. Esos eran nuestros
planes a largo plazo. Y de un día para otro, casi, Sandra decidió que era mejor
romper y no vernos nunca más.
—¿Por qué haría algo así? ¿Acaso heriste sus sentimientos?
Martín bufó, y yo me sentí un pelín culpable por pensar siempre lo peor
de él.
—Sandra no puede tener hijos y dedujo que, como era algo que
pensábamos hacer algún día, al igual que casarnos, la dejaría por ello. O la
culparía. No sé, es que tampoco lo entiendo muy bien.
Capté el tono pálido de sus nudillos a medida que relataba el motivo de su
ruptura, como si le costara demasiado hablar de ello sin enfadarse o frustrarse
en el proceso. Y mi empatía se activó por inercia. Tuve que contenerme con
tal de no acariciar su brazo o decirle lo mucho que lo lamentaba.
—Es un tema jodido de superar, ¿sabes? —dije en su lugar, un tanto
dubitativa—. Lo de enterarte de que no podrás ser madre de manera natural
—aclaré enseguida—. Algunas mujeres se vienen abajo ante la cruel idea de
no sentir jamás cómo la vida crece en su interior. A lo mejor, Sandra no logró
conciliarse con esa nueva realidad, y lo pagó contigo.
—¿Hiriéndome?
Los ojos de Martín brillaron. Me pregunté si no querría echarse a llorar
allí mismo, roto por el dolor de sus recuerdos.
—Colocando un muro que la protegiese antes de que tú la abandonaras
por su incapacidad de tener hijos —dije en voz baja, sin ánimo de hacerle
daño con mi opinión.
—Jamás la hubiera dejado. La amaba —respondió con cierto cansancio—.
La amaba de verdad.
Dentro de mi estómago se deslizó un sentimiento frío que me retorció las
entrañas. No sabía qué nombre darle, o más bien, cómo ignorar su nombre
real. Tal vez sentir envidia de una mujer como Sandra no fuese lo más
inteligente por mi parte, como diría Carmen. Que existieran personas en el
mundo a las que amaban de verdad y no luchaban por esas emociones no
dejaba de ser algo natural, algo casi rutinario. ¿Cuántas mujeres se refugiaban
en su dolor y no en la pareja que tenían en ese momento? ¿Cuántos hombres
se largaban antes de solucionar lo que iba mal con sus novias? Amar y ser
amado no era sinónimo de nada; ni siquiera de lealtad. Resultaba mucho más
fácil triturar los recuerdos, meterlos en una bolsa de basura y tirarlos como
quien se deshacía del envoltorio de un chicle que enfrentarse a ellos con el
pecho al descubierto.
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La fragilidad que un individuo alcanzaba en un momento crítico de su
vida los condicionaba, quisiera o no, y tanto Sandra como Martín no fueron lo
suficientemente fuertes como para superarlo.
Y eso me empujó a sentir cierta lástima por Martín. Era muy probable que
sí se imaginase en ese futuro idílico con Sandra y le jodiera ver cómo ella se
largaba sin dedicarle una sola mirada.
Las rupturas amorosas —o de cualquier índole— siempre eran difíciles de
gestionar; sobre todo, cuando no te las esperabas. Cuando te explotaban en la
cara de un momento a otro, y no te daban margen a reaccionar, a hablar, a
expresar tus emociones. Te quedabas con todo ese vacío y con todo ese pesar
dentro, igual que una roca, y lo arrastrabas para toda la vida.
—¿Se lo dijiste? —murmuré, como si me asustara romper la atmósfera de
tensión que flota a nuestro alrededor.
El sonido de un claxon nos hizo pegar un brinco casi a la par.
Martín aprovechó ese instante para tocar él también el suyo y hacerle
gestos al guarda del parking. Él le respondió que todavía no podíamos salir.
—Joder, vamos a asarnos como pollos aquí dentro —me quejé, la cabeza
apoyada en el respaldo del asiento.
Él no sacó de nuevo el tema y yo lo dejé estar.
Martín seguía aferrado a su propia piedra y yo no se la quitaría de encima
si él no me pedía ayuda.
—Puedes coger el metro, si quieres.
—Si ya he dejado mi coche aparcado aquí, y mañana me tocará venir a
recogerlo. Además, me apetece esa hamburguesa que me has prometido. Para
una vez que me invitan a cenar. Últimamente casi no salía.
No se lo creyó, y no fue para menos. A mí, la hamburguesa, me importaba
un comino. Lo que de verdad me interesa era saber más de Martín y su mundo
interior. Su relación con Sandra. O por qué eligió Valencia en lugar de
Barcelona a la hora de estudiar. También me quemaba por dentro la
curiosidad de descubrir qué le empujó a ser un tirano con las escritoras con
las que trabajaba, y por qué su jefa seguía permitiéndole seguir al frente del
sello, como si nada.
Era así de simple, y Dylan me echaría la bronca nada más enterarse de que
me estaba volcando de más en mi novio falso. Mi mejor amigo era de los que
opinaban que perdía las bragas demasiado pronto con los tíos, aunque no era
verdad. Al menos, no tan rápido como él lo hacía ver. Con Martín no me
ocurría nada de eso. Vale, sí que era guapo, y atractivo, y sexy, pero no lo veía
como un ligue al que llevarme a la cama.
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Entre nosotros jamás pasaría nada. Ni él ni yo cruzaríamos la línea que
dibujamos a nuestro alrededor y que delimitaba la relación falsa que le
mostrábamos al resto. Por primera vez en mi vida, tenía muy claro que
conocer a un tío no era sinónimo de ligártelo.
—Claro. La hamburguesa.
Sonreí al mismo tiempo que me apartaba el pelo con un movimiento que
pretendía ser coqueto, y suspiré. El sol seguía quemando. Las dudas seguían
haciendo fila en mi cabeza. Y mi lengua se pegaba a mi paladar como si
estuviera masticando algodón y ya no me quedasen reservas de saliva.
—Ojalá salgamos pronto de aquí —dejé caer la queja más para mí que
para él. Necesitaba algo fresco que llevarme a la boca—. ¿Te importa si
pongo música?
Como él se encogió de hombros a modo de respuesta, me animé a coger el
móvil y desbloquearlo. En Spotify guardaba playlist para todos los momentos,
y había una en especial que me motivaba muchísimo siempre que la ponía en
la radio de mi coche.
Casi todas las canciones eran de Christina Aguilera. De pequeña, la
amaba. Y de mayor, también. Respetaba a quien prefiriese a Britney Spears,
pero es que la Aguilera me robó el corazón de Barbie, y desde entonces no me
lo había regresado.
Nada más conectar mi móvil a la radio del coche de Martín, la primera
canción sonó en el interior con un ritmo que me enloquecía. Cuatro segundos
exactos es lo que tardé en ponerme a tararear y cantar bajito, mi mirada fija en
el atasco que continuaba al otro lado del aparcamiento exterior de la editorial.
Eché de menos tomar algo fresquito como un zumo o una Coca-Cola, pero
allí no había nada; ni un mísero paquete de chicles que me refrescara la boca
ni una máquina expendedora en el parking.
—No sé por qué no me sorprende que te guste Christina Aguilera.
El tono burlón con el que lo dijo me hizo fruncir el ceño.
—¿Qué tiene de malo?
—Nada. Te pega. Es muy tú.
—¿Muy yo? —intenté no ofenderme, pero con él siempre me costaba un
poco. Todo lo hacía sonar como un ataque—. ¿Lo dices por lo de Barbie?
Cabeceó en señal de asentimiento.
—¿Algún día dejarás de llamarme así?
Lo pregunté al mismo tiempo que la voz de Christina Aguilera se filtraba
entre nosotros y tarareaba un «porque lo que quiero hacer es algo casual, al
fin. Y si lo que quiero es un pecado, ven y quémate junto a mí. Baja. Baja por
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mi cintura…» que me trastocó ligeramente. Por una fracción de segundo, mi
mente se quedó en blanco y mis ojos viajaron directamente a su boca. Su
perfecta y llena boca.
¿Cómo besaría el Editor Cabrón? ¿Dulce y lento?, ¿o más bien fiero y
exigente? Seguro que era de los segundos. Le pegaba. Era demasiado
vanidoso como para permitir que la otra persona se quedase a medias.
Martín carraspeó y a mí, del susto, se me cayó el móvil al suelo.
—Mierda —grazné, y busqué rápido con la mirada mi funda de color rosa
chicle. Se encontraba entre sus pies—. Dame un segundo, que ya la recojo.
—¿Qué? No, espera, Dánae.
Fue la primera vez que pronunció mi nombre en voz alta sin sonar irónico
o chulesco, y eso me puso aún más nerviosa. Me incliné hacia él y colé el
brazo entre sus rodillas, dispuesta a agarrar mi móvil. Pero cuando intenté
cogerlo, mi pelo se enganchó en el volante y me dio un tirón. Solté un
quejido. Martín maldijo de nuevo. De pronto, la música de Aguilera sonó
obscena en la posición en la que nos encontrábamos: Martín echándose todo
lo que podía hacia atrás y yo agazapada entre sus piernas. A escasos
centímetros de su paquete.
Cualquiera que nos viera desde fuera pensaría que le estaba comiendo la
barra de chóped sin pudor alguno en el parking de la editorial, a plena luz del
día.
«Lo físico tienes que darme. Que el fuego no se apague» seguía la
canción. Me ardían las mejillas. Rodeé el móvil con los dedos y tiré de él,
pero, un segundo más tarde, escuché la voz masculina de un hombre que no
conocía de fondo, encima de la música, y el corazón casi se me salió por la
boca.
«No, no, no. Ni de broma. Ni de puta broma», gritaba dentro de mi
cabeza. «Que no se piense que le estoy haciendo una felación al Editor
Cabrón aquí mismo, o me muero».
—¿Martín? ¿Qué…?
—Te aseguro que no es lo que parece —se apresuró a aclarar él, con la
voz enronquecida.
—No, si yo no juzgo a nadie. Peores cosas se han visto en las cámaras de
seguridad de este edificio —aseguró el hombre, y su voz sonaba a pitorreo. Se
le daba fatal disimularlo—. Pero a plena luz del día.
—Que no estamos haciendo nada.
—Muy guapa tu novia, pero dile que deje de hacer lo que… Bueno, que el
atasco ya ha finalizado. Podéis salir. Seguro que en casa acabáis la faena, y
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encima, mucho más fresquitos.
No levanté la cabeza hasta que estuve completamente segura de que el
guarda de seguridad se había retirado, concediéndonos cierta intimidad. Nada
más sentarme de nuevo en el asiento del copiloto, toda despeinada y más roja
que la grana, capté enseguida la incomodidad de Martín. Y no era para
menos. Menuda cagada.
—Oye, ¿quieres que salga a explicarle la verdad? A ver si se va a dedicar
a contárselo a todo el mundo y te van a poner nuevos apodos. Como Editor
Felatio o Editor Francés.
Martín pestañeó varias veces seguidas y, a juzgar por cómo contraía la
cara, parecía contener una risa con mucho esfuerzo.
—¿Por qué? Digas lo que digas, se creerá lo que le venga en gana.
Su perfil me permitió comprobar que estaba bastante más enfadado de lo
que dejaba entrever. Estuve a un segundo de disculparme, pero enseguida caí
en la cuenta de que no había hecho nada malo. Toda esa escena bizarra fue
fruto de las circunstancias. Y, como decía Carmen cada vez que me pasaba
por su consulta: «El perdón se ofrece cuando herimos a los demás, no antes».
—Vale.
Martín se puso en marcha. El motor rugió bajo nosotros. Christina
Aguilera siguió sonando en la radio, solo que en esta ocasión era una balada,
y, como si la música lenta fuera a juego con el ambiente, me encogí
ligeramente en mi asiento y cerré la boca.
Otra vez la maldita sensación de ser una persona gigante que solo ocupaba
espacio e incomodaba a los demás me atosigaba desde dentro. El calor subió
dos grados a mi alrededor. No por el sol que me cegaba momentáneamente,
nada más salir del aparcamiento; se trataba de la vergüenza. ¿Por qué? No lo
sabía. Era algo que me ocurría desde siempre, desde que no era más que una
niña tímida que jamás se defendía de los demás.
Cuando sentía que el resto no me quería cerca, mi imagen se
distorsionaba, exactamente igual que si estuviera reflejándome en el espejo de
una feria; esos en los que te veías más alto y más bajo y más gordo y más
pixelado. En mi caso, me veía inmensa y absurda.
Martín toqueteó la radio y pasó a la siguiente canción de mi playlist.
Envuelta por la voz de Aguilera, cerré los ojos y permití que el ronroneo del
coche me arrullara. Si no pensaba demasiado, si no permitía que mi mente
ganase la batalla, tal vez lograra calmar el temblor de mis manos.
Pero si no era así, ¿cómo iba a enfrentarme a Cascarrabias sin venirme
abajo?
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Capítulo 10
MARTÍN
Uno era capaz de llegar a la conclusión de que echarse una novia ficticia
era la peor idea de todas sin necesidad de que se lo estuvieran repitiendo a
cada rato. Más que nada, porque Barbie Cantante se pasó todo el trayecto
ignorándome, como si la hubiese ofendido y no supiera solucionar sus
problemas comunicándose conmigo. Y no solo eso, también me obligó a
escuchar música pop que bailaba entre el inglés y el español, con frases que
me desconcertaban de lo que tenía frente a mis narices: es decir, la puñetera
carretera.
Menos mal que Paulino siempre era puntual y ya estaba esperándonos en
el restaurante. Él, mejor que nadie de mi entorno, conocía a la perfección la
situación. Se lo conté nada más abandoné la fiesta de Arantxa. El muy cretino
se pasó dos días riéndose e insistiendo en que hablase con Barbie Cowboy,
solucionara las cosas y pasara página. Discursito que cambió drásticamente en
el preciso momento en el que le dejé caer, no sin ciertas reticencias, que
alargaría un poco más aquella farsa con tal de no perjudicar aún más mi
imagen.
Paulino, bastante más sereno que yo, y más empático, se limitó a
chasquear la lengua antes de recordarme lo peligroso que era jugar con fuego.
Pero yo no pensaba quemarme. Mis metas estaban tan claras en mi cabeza
como un día despejado y, mientras cenábamos en la hamburguesería que más
nos gustaba, lo seguí manteniendo.
—¿Es cierto que trabajas vendiendo juguetes sexuales? —Anna abrió
tanto los ojos que de pronto se pareció muchísimo a una lechuza—. ¡Estás de
coña!
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Junto a mí, Dánae encogió uno de sus hombros, sin darle verdadera
importancia. Y es que tampoco la tenía. Incluso a mí, que me sorprendió
mucho al principio, ya no me causaba ninguna reacción. Lo veía como lo que
era: algo natural.
—Es como un trabajo cualquiera.
—Pero tienes que enseñarle a la gente cómo se usan, ¿no? —insistió
Anna, bastante interesada.
Y yo también, para qué mentir. Nunca había conocido a alguien que
trabajase vendiendo consoladores y masturbadores a otras personas. Que lo
viese como algo natural no quitaba que en mi mente se acumularan unas
cuantas preguntas que, por respeto, no le hacía. Pero ya se encargó Anna de
darles voz.
—Cada mes nos imparten un curso en la empresa y nos muestran los
nuevos juguetes. Es bastante sencillo. Una vez le coges el truco, es solo
repetir una y otra vez lo mismo. —Hizo un aspaviento con la mano,
restándole importancia—. Cuenta más explicarlo con gracia, que el diseño en
sí.
—¿Y no te has cruzado con ningún personaje? Pensaba que a las personas
les daba cierto pudor comprar algo sexual en público. Vamos, normalmente
los pedidos se hacen online.
—Si están acompañados de parejas o amistades, no les dan tanta
importancia. —Dánae se llevó la copa a los labios y dio un pequeño sorbo—.
Gracias a internet o a la mentalidad actual, la mayoría ya no se sienten
expuestos al afirmar que utilizan juguetes con la idea de innovar en la cama;
sea en compañía o a solas. El placer es mucho más que ponerte un vídeo
caliente de fondo, o imaginar un escenario, y darle al tema. —Pausa—.
Existen tantos juguetes como juegos de mesa, lubricantes. La idea es
pasárselo bien.
Tanto Sandra como yo éramos bastante convencionales en la cama. Por
supuesto que incluimos azotes, vendas o palabras sucias, pero nada más allá
de eso. Nos gustaba lo que hacíamos y ella jamás me dejó caer que necesitara
algo diferente. Y mirando a Dánae, su naricita respingona y su pelo rubio, y
ese conjunto rosa de corazones rojos, no paraba de plantearme la posibilidad
de que se me hubieran escapado muchísimas cosas relacionadas con el sexo.
Se la veía muy segura de lo que decía, de lo que vendía. Básicamente,
exponía su realidad sin pelos en la lengua, y eso me empujó a una posición
delicada como adulto funcional que buscaba lo mejor dentro —y fuera— de
la cama.
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Cuando mis autoras me pasaban capítulos subidos de tono, me encontraba
con muchísimos juguetes y lenguaje soez. No rayaba la pornografía, ni mucho
menos; era erotismo, fantasías que a muchas personas —hombres y mujeres
— les agradaría hacer realidad. Y, torpe de mí, las menosprecié muchísimo
tiempo.
¿Y si realmente me faltaba ser más abierto de mente? ¿Utilizaría Barbie
Piruletas lo que vendía?
Como si me hubiera leído el pensamiento, Anna, frente a nosotros, sonrió
maliciosa y preguntó:
—¿Alguna vez has puesto en práctica alguno de tus artículos?
—Claro. —Volvió a encoger uno de sus hombros. La calma que rezumaba
no iba con ella. Y yo, que la conocía, deduje enseguida que se le daba
bastante bien esconder lo que realmente sentía frente a los desconocidos—.
Aunque no muchos. Solo los que me llaman la atención.
—Te escribiré esta semana, si te parece bien, y así organizamos una
quedada en mi casa. A mis amigas les encanta hacer pedidos a un sexshop
conocidísimo por internet, pero creo que, si lo ven en persona, van a
comprarlo casi todo.
Dánae agitó la copa y asintió.
—Te daré mi teléfono luego.
Paulino y yo intercambiamos una rápida mirada. El italiano estaba
bastante tranquilo con la cena. Finalmente, se había salido con la suya. A
juzgar por cómo Anna acaparaba a Dánae, ese fue su plan principal: que se
entretuviera un rato. ¿Por qué? A la mañana siguiente, cuando habláramos en
el gimnasio, me enteraría de todo.
El camarero nos interrumpió con la carta de los postres entre las manos.
Dánae se la quitó y le echó un vistazo a todo lo que tenían disponible.
—¡Tarta de queso! Me encanta. —Por fin se le iluminó la mirada, y a mí
me pareció mucho más guapa así.
—¿Pedimos una para compartir? —pregunté, apoyándome con todo el
descaro sobre su hombro.
Su primera reacción fue encogerse en el asiento. Giró la cara hacia mí y
me hizo una mueca.
—Pídete una para ti, Cascarrabias.
—¿Cascarrabias? —Anna repitió la pregunta antes de echarse a reír—.
¡Le pega!
—¿Verdad? —Dánae guiñó un ojo—. Si quieres compartir la tarta,
pedimos una tarta de queso y un brownie de chocolate.
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—¿Y no será demasiado?
—¿Qué más da? Invitas tú —dijo con todo el morro.
Por más que luchase contra mis propios recuerdos y emociones, no dejaba
de compararla con Sandra. Cuando salíamos a cenar, ella no solía pedir
postre. Se llenaba enseguida, o eso afirmaba. Me quedaba yo solo disfrutando
de un trozo de pastel o un helado mientras ella se dedicaba a leer sus redes
sociales. Y eso, de algún modo retorcido, me hacía sentir un poco desubicado.
Solo.
Que Dánae propusiera el típico plan de amigos y parejas en los que cada
uno se pedía una cosa, y compartían la mitad, me hizo un poco de gracia.
Asentí con la cabeza, conforme. ¿Qué le iba a decir, si en el fondo era un
goloso y me tranquilizaba que no estuviera tiesa como una vara a causa de la
incomodidad?
Mientras el camarero retiraba los platos, vasos y cubiertos vacíos, Dánae
se animó a hablar con Paulino sobre su restaurante.
—¡Ese lo conozco! El Moretti’s está por todos lados. Cuando estuve en
Portugal el año pasado, comí allí. Una pasta riquísima. Lo único que no
terminé de entender fue que vendieran trampantojos de postres. Es que me
pareció un poco raro pedir un helado de mango con nueces y que me
presentaran un patito con el pico de chocolate.
Paulino se rio con ganas.
—Te aseguro que la mayoría de los clientes reaccionan igual que tú la
primera vez. Es culpa del marido de mi prima. Es chef de alta cocina y
experto en trampantojos, y hace unos años decidió innovar en las cocinas del
Moretti’s de Nueva York. A mi abuelo le pareció curioso y decidió añadirlo a
la carta de todos los restaurantes.
—A ver, tenía su gracia, no digo que no. Pero yo solo quería mi helado de
mango con nueces.
—Si vienes a la inauguración del restaurante, prometo que te serviremos
un postre normal —le prometió mi amigo.
Enarqué una ceja al mismo tiempo que le lancé una mirada interrogante.
Por toda respuesta, Paulino se rio entre dientes.
«¿Qué pretende?, ¿meterla hasta en la sopa? ¿Jugar a que es mi novia de
verdad? ¿Torturarme?», no paraba de preguntarme, angustiado.
El camarero volvió a interrumpirnos, dejó los platitos frente a nosotros y
se largó. Dánae se mordió el labio inferior con fuerza antes de partir un
pedazo de pastel y llevárselo a la boca. Su imagen fue similar a la de una niña
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pequeña a la que permitían comer helado por la noche y sabía que aprovechar
el momento no era un derecho, sino una obligación.
Y yo, por más que lo intenté, no conseguí apartar la mirada de ella. De su
perfil. De su mentón. De su pelo rubio. De la punta de su lengua que repasaba
con lentitud sus labios con el único propósito de relamerse.
¿Qué me pasaba, maldita sea? ¿Es que no había visto mujeres como
Barbie Piruletas en mi vida? ¿O era por el cansancio que arrastraba desde
hacía semanas, que me impedían actuar con normalidad?
—Toma. —Fue Dánae quien interrumpió mis pensamientos al ofrecerme
un poco de la tarta—. Está buena.
«Ese es el problema», dijo una vocecita dentro de mi cabeza. «Que estás
muy buena».
Maldije de nuevo.
—Abre la boca, Cascarrabias. Te prometo que no he escupido sutilmente
en el postre.
—Dudo mucho que eso le molestara —dijo Paulino, conteniéndose a
duras penas. Estaba a puntito de echarse a reír.
Había dejado pasar tantas pullitas esa noche que no me reprimí más y le
propiné un puntapié por debajo de la mesa. Paulino se rio finalmente. Anna, a
su lado, resopló y nos miró como si quisiera decir «Hombres, ¡sois peores que
los niños!».
Me turbaba un poquito que Dánae pretendiera darme de comer delante de
todos. No éramos novios de verdad, ni un par de tortolitos insoportables; de
esos que viven en el país del azúcar. Sin embargo, acepté su ofrecimiento con
un rápido movimiento de cabeza. Sí, estaba bueno. Pero seguía siendo una
tarta de queso comparada con el escote de Barbie Piruletas, a escasos
centímetros de mí. Y eso sí me agradaba de verdad.
Desde su posición, era muy fácil comprobar que no llevaba sujetador
debajo del top que se apretaba a ella igual que una segunda piel. Ella no se dio
cuenta de nada, y yo lo agradecí en lo más profundo de mi ser. Darle
explicaciones sería una manera muy estúpida de acabar la noche.
Sobre todo porque no existía excusa alguna para estar comiéndomela con
la mirada.
—¿Cuándo será la inauguración finalmente, cariño? —Anna habló como
si nada. Era experta en ir de un tema a otro sin temor a perderse por el camino
—. ¿El mes que viene?
Paulino asintió con la cabeza.
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Mirándolos desde mi perspectiva, encajaban muy bien: él era moreno, con
el pelo negro y rebelde, y los ojos oscuros. Y ella era menuda y alta, con
curvas generosas y el pelo muy largo, teñido de rojo. Un rojo intenso que
brillaba igual que un semáforo en mitad del restaurante. Cualquiera que
pasara junto a ellos pensaría que eran famosos y trabajaban en alguna serie de
Netflix.
—Aún están ultimando las reformas, pero enseguida abriremos al público.
Hemos invitado a una cartera de influencers bastante importante.
—¿Los que hacen vídeos en TikTok con música y bailecitos? —lo
pregunté con cierta burla.
De todas las aplicaciones que el ser humano inventó, TikTok y Tinder me
parecían las peores de todas. Llenas de personas con cero dignidad y cero
sentido del ridículo. Por desgracia, trabajando en una editorial a la que le
importaba el marketing de sus libros más que ninguna otra cosa, me veía
obligado cada semana a grabar reels que luego subía a Instagram y también a
TikTok. El feedback era brutal. Se conseguían likes tan fácil que a veces me
llevaba a preguntarme si no estaba haciendo el imbécil al currarme los vídeos
de los libros de mis autoras.
Que fuese Paulino quien los invitara a comer gratis y hacer publicidad en
sus perfiles no me antojó un asunto descabellado. Cualquier medio de
comunicación era más que bienvenido si lo que buscabas era vender tu
producto, pero no me apetecía aguantar a esos influencers a mi alrededor el
día de apertura. Me desagrada demasiado, y yo no era bueno disimulando.
Todo se me notaba en la cara.
A lo mejor sí que guardaba cierto parecido con Cascarrabias, después de
todo.
—Influencers de comida —me corrigió él, bebiéndose su café con hielo.
Paulino jamás comía dulces—. Visitan restaurantes por todo el país, o durante
sus viajes, y hacen una review para sus seguidores.
—La mayoría superan el millón de seguidores en la plataforma —añadió,
rebosante de orgullo, Anna—. Y suelen ser serios a la hora de trabajar.
Algunos han pasado por mi empresa de cosméticos naturales y han salido
encantados, y yo he ganado muchos seguidores y visualizaciones.
Por fin lo entendía todo. No era que Paulino se hubiese interesado en
buscar influencers que bailaran los estribillos de canciones que llevábamos
años sin oír; simplemente su actual novia lo convenció para que lo hiciera.
Basándose, muy probablemente, en sus campañas. Y no la culpaba. Cuando
estabas al frente de una empresa, todo valía. Y Anna, aparte de ser una
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modelo muy cotizada en España, también llevaba negocios propios con
bastante prosperidad.
—Estáis formalmente invitados —dijo Paulino, apoyando el brazo en el
respaldo de la silla de Anna en un movimiento de lo más casual. Pero no lo
era—. Cuantas más personas haya el primer día, más fácil será llenar las
reservas en las siguientes semanas.
—Gracias. Es muy amable de tu parte. Quizá, si terminamos bien, podría
pasarme y probar el helado de mango —sonrió Dánae a mi lado, relamiéndose
las comisuras de la boca acto seguido.
Como se había dejado una manchita de chocolate justo en la mejilla, le
pasé el pulgar por ahí y me lo llevé a la boca. Barbie Piruletas tembló como
una hoja al viento. Y a mí se me endureció la polla.
Esa mujer era demasiado sexy, y ni cuenta se daba.
—¿A qué te refieres con eso de terminar bien? ¡Si lleváis poquísimo! —
exclamó Anna, un tanto desconcertada.
—Verás, es que… —intentó explicar Dánae.
—Aún no lo tiene muy claro —salí en su defensa. Recoloqué uno de sus
mechones rubios sobre el hombro, intentando no mirar su escote una vez más.
No me gustaba nada parecer un jodido baboso—, precisamente porque
estamos comenzando.
—Ah, bueno. Todos pasamos por esa etapa.
—¿Ah, sí? —preguntó Paulino, con una de sus cejas morenas enarcadas.
Anna sonrió lobuna.
—Claro. ¿Quién lo tiene tan claro cuando empieza una relación? Es donde
más margen de duda hay. Luego ya se asienta uno y la vida pasa.
—Sí —musitó Dánae, un tanto desubicada—, es verdad.
Supe enseguida que había metido la pata hasta el fondo cuando Dánae no
volvió a abrir la boca en lo que restó de la velada. Nos despedimos de Paulino
y Anna un poco después, en el aparcamiento, y entonces la rubia se dirigió a
mi coche, se subió en completo silencio y apoyó la cabeza en la ventanilla.
Rara vez me atosigaba un sentimiento de culpa tan potente como el de esa
noche, y rara vez me disculpaba por decir algo; ya fuese mentira o no. Pero,
como venía siendo costumbre en los últimos días, una parte de mí fue incapaz
de mirar hacia otro lado y fingir que Barbie Dramática no estaba de bajón.
—¿Te ha molestado algo? —pregunté, muy consciente de que sí, por
supuesto que le había enfadado algo.
Dánae tardó bastante más de dos minutos en decir algo.
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—¿Por qué no has querido decirles a tus amigos que soy tu novia de
pega? ¿A ellos hay que engañarlos también?
—Paulino lo sabe, pero Anna no.
—¿Por qué?
—Es muy propensa a soltar las cosas sin pensar en sus redes sociales, y
ninguno queremos que eso ocurra, ¿no?
Dánae hizo una mueca. No se la veía muy contenta con mi respuesta.
—Vale. Pero ¿por qué le has prometido a Paulino que iremos a su
restaurante? Esto no va a durar tanto.
—¿No? —la pregunta brotó de mis labios antes de lograr contenerla.
—Las mentiras no son eternas. Tarde o temprano todo se calmará, y tú
serás libre de esta relación falsa, y yo continuaré con mi vida.
—¿Qué ocurre si te invito como amiga? Una cosa no quita la otra, Barbie
Piruletas.
—Supongo que no. Y que estaría bien ir como amigos —la última palabra
sonó más baja, más cansada.
El impulso de acariciar su mejilla, que a todas luces debía estar tibia por la
brisa fresca que soplaba esa noche, me sobrecogió y me noqueó al mismo
tiempo. Dánae rehusó mirarme de nuevo, quizá algo molesta aún, o
decepcionada. ¿Por qué? Lo ignoraba. O sencillamente preferí hacerme el
loco a admitir la verdad que sus ojos transmitían.
Me quité la chaqueta y se la pasé por encima. Hacía bastante más fresco
que aquella tarde. La primavera en Barcelona era así: calor de día, frío de
noche. Los ojos azules de Dánae brillaron igual de que dos zafiros incrustados
en la nieve. Y como no conseguí reprimirme más, me incliné hacia ella y le
dio un beso en la comisura de sus labios.
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Capítulo 11
DÁNAE
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Y no era una exageración. Cuando se acostaba con ellas y se encoñaban
con Dylan, pero veían que no conseguirían hacerle cambiar de parecer
respecto a las relaciones monógamas o serias, se cabreaban y corrían a darse
de baja. Menos mal que los dueños del gimnasio no sospechaban cuál era la
causa real de su pérdida de clientes, o Dylan no volvería a poner el pie en las
instalaciones lo que le restaba de vida.
—No hablamos de eso. —El gruñido de mi amigo fue una mezcla de «me
siento ofendido» y «me duele el culo en esta posición»—. Joder, hoy está
cabrón el monitor —añadió por lo bajini, aguantando porque no le quedaba de
otra.
—Te ha faltado estiramiento hoy —se cachondeó Eva, haciendo alusión a
que llevaba unos días sin echar un polvo.
—¿Y tú sí? —rebatió él, enarcando una ceja.
Dylan y Evan eran amigos de toda la vida. Crecieron juntos, compartieron
bocadillos en el recreo, peleas, primeros besos, primeros novios y primeras
discusiones. Eran uña y carne, como solía decirse, pero me acogieron a mí por
el camino y desde entonces no me soltaban. Pero entre ellos siempre existiría
esa conexión típica de hermanos que se querían con locura, mas no se
soportaban todos los días.
Hasta se parecían un poco físicamente. Eva tenía el pelo corto y oscuro, y
los ojos verde oliva. Su piel bronceada de manera natural hacía que el lunar
del labio sobresaliese un montón, y le hacía ver cómo una actriz de los años
treinta. Por el contrario, Dylan, aunque atlético, tenía el cabello y los ojos
azules, y una pequeña cicatriz en la ceja izquierda.
Según él, se la hizo con cinco años, después de jugar a la peonza con su
primo Joaquín. De un momento a otro, se empezaron a pelear y le tiraron la
peonza a la cabeza. Lo contaba con orgullo, pero Eva le echaba en cara que la
hubiese asustado la tarde de los hechos, ya que ella estaba presente, y que casi
perdiera el conocimiento al ver tanta sangre.
Aún y con todo, la forma de sus ojos y de hablar, los hacía muy parecidos.
Y a mí me encantaba picarlos por ello.
—A ti te lo voy a contar —bufó Eva. Cambió de postura una vez el
monitor informó cuál tocaba ahora, y nos tumbamos sobre la esterilla, con la
mirada clavada en el techo y la pelvis algo levantada—. ¿Te vas a animar a ir
a la inauguración del restaurante? ¿No es un poco extraño que te inviten?
—Eso pienso yo, pero Paulino me cayó bien y sonó sincero —confesé,
respirando errática.
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Dylan llevaba razón: el monitor estaba cabrón esa mañana y nos obligaba
a hacer posturas casi imposibles para tres adictos al café y a la bollería
industrial.
—Los tíos son muy de cubrirse las espaldas unos a otros —me recordó mi
amiga.
—Eh, eso no es cierto. No todos somos así —se quejó Dylan, lanzándonos
una mirada desdeñosa—. Si alguna de vosotras hiciera algo malo, no os
apoyaría ni de coña.
—Porque somos tías —insistió Eva.
—No. Es porque sois mis amigas y, como os respeto y os valoro, tengo la
confianza suficiente para no defender lo indefendible y decíroslo a la cara. Es
distinto. Incluso si fuerais hombres, os trataría igual. Bueno, miento; os daría
más palmadas en el culo y os regalaría más mascarillas para el pelo.
Dylan no hacía distinciones con nadie, eso sí era cierto. Le encantaba ser
el adalid de las causas perdidas. Ya ni recordaba la cantidad de veces que se
había peleado en la cola del supermercado cuando alguien se colaba en la fila
sin disimulo alguno, o las mañanas en las que, desayunando en la cafetería de
confianza, le echaba en cara a las marujas que se quedaran con todos los
churros recién hechos mientras los demás y él se conformaba con las porras
aceitosas.
Le encantaba hacer de superhéroe.
—Vale, cariño. No te ofusques. —Eva le lanzó un besito—. ¿Y qué pasa
con la comida familiar del viernes?
Cerré los ojos con fuerza, con la esperanza de hacerme muy pequeñita e
invisible, y desaparecer de la faz de la Tierra. Si eso ocurría, no me vería en la
tesitura de ir a casa de mi hermano Gonzalo y de mi cuñada Arantxa a comer
del brazo de Martín. Porque nos invitaron a los dos.
Y él había confirmado nuestra participación.
Es que me daban ganas de matarlo. ¿Cómo se le ocurría decir que sí, sin
consultármelo primero? ¿Qué coño se le pasaba por la cabeza? Por Miguel
Ángel Silvestre, cuanto más lo pensaba, más me dolía la barriga de los
nervios.
Lo último que me apetecía era fingir ser una novia feliz frente a mi
cuñada y mi hermano. Seguro que se daban cuenta. Seguro que veían en mi
cara la verdad: que era una mentirosa.
Una mentirosa muy mala.
Pero si me echaba para atrás, quedaría fatal. Y Arantxa se quejaría y
montaría el pollo y le iría con el cuento a mi madre. Y luego me tocaría
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aguantar a las dos.
«Todo esto me pasa por no haber sabido cerrar el hocico el día de su
cumpleaños», pensé, el cuerpo pensándome cinco toneladas de golpe. Me dejé
caer sobre la lona y respiré profundo una, dos, tres veces. «Puta Arantxa,
¡haber puesto panchitos y nachos, y no tartar de apio!». Eso me hubiese
ayudado mucho más a gestionar mi frustración.
Ah, maldita fuera.
—Iré —dije. Al oír la voz del monitor interrumpiéndonos, me coloqué de
pie sobre la alfombrilla, agradecida de no tener que elevar mis caderas o mi
tronco del suelo; ya no tenía tanta flexibilidad. Los donettes habían acabado
conmigo—. Qué remedio.
—Es tu prueba del algodón. Lo de Paulino solo fue el entrante —dijo
Dylan, muy seguro. Hasta asentía con la cabeza a medida que hablaba—.
Menuda fantasía de reunión. Espero que Telecinco os compre la idea y haga
un reality al respecto. Va a ser mejor que Granjero busca esposa y Gran
hermano. Lo podríais llamar ¿Mi cuñada aprobará mi relación falsa? y así os
forráis.
—¿Hay alguna posibilidad de que se grabe la comida? —me preguntó
Eva, esperanzada—. Molaría un montón que Chicote fuese el presentador de
semejante despropósito.
—¿Por qué Chicote?, ¿no es cocinero? —La duda se reflejó en el rostro
de mi amigo.
—Porque me cae bien, no sé. —Eva encogió los hombros—. Parece muy
majo en pantalla.
Les hice una peineta a los dos.
—¿Vosotros sois tontos? ¿Cómo que grabe la comida? ¿Un reality? Qué
divertido reírnos de los dramas ajenos, asquerosos —alcé ligeramente la voz.
Una mujer que teníamos justo enfrente nos mandó a callar.
Eva y Dylan se pusieron el dedo índice sobre los labios y asintieron en su
dirección. Acto seguido se rieron como dos adolescentes en plena revolución
hormonal.
«Si es que no sé para qué les cuento nada», pensé, rabiosa y frustrada.
—Venga, no te enfades. —Mi amiga me pasó el brazo por los hombros en
actitud cariñosa—. Solo bromeamos. De sobra es sabido que la vida es mucho
más divertida si nos la tomamos con humor. Y tú estás demasiado estresada,
amore.
—Cualquiera diría que llevas un palo metido por el culo —añadió Dylan,
siempre tan amable y fino.
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—Eso se te quita echando un polvo. —Cabeceó Eva, dándole la razón—.
Y tienes un tío bueno al lado para quitarte las telarañas.
Odiaba con todo mi ser aquella expresión. ¿Quién demonios se pensaba
que una vagina era igual que una casa encantada, que llevaba siglos sin
limpiarse? Tener poco sexo no te convertía automáticamente en la momia de
Tutankamón, por favor. Mi mango aún estaba fresco y con ganas de pasárselo
bien.
—Idos a la mierda. —La aparté de un manotazo.
El monitor volvió a indicarnos la postura que tocaba, colocándose él en
primera fila con el propósito de enseñarnos cómo hacerlo sin causarnos daño.
A veces, el yoga no ayudaba a relajar la mente y el alma y el cuerpo. Eso era
una patraña. Al igual que cualquier otro deporte, ya fuese a solas o
acompañado, dependía principalmente de las ganas que le pusieras en dejar
atrás todo lo malo. Y yo, como buena drama queen, me aferraba a lo malo
igual que una garrapata a un perro.
Ojalá hubiese sido influencer para ganarme la vida vendiendo mis
miserias, o hacer un show al respecto. No me parecía demasiado justo que
Shakira cantara «las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan» y yo no
tuviera la oportunidad de hacerle los coros porque mi trabajo consistía en
encasquetarle vibradores y lubricantes a gente que iban desde los dieciocho a
los sesenta años.
«Ya lo siento, Shak», pensé, compungida, en lo que me colocaba en
posición de flor de loto. «Mi triple M no es más buena, más dura y más level ;
es más dramática, más cotilla y más bocachancla. La vida no me da tregua».
—A ver, seamos objetivos y dejemos el bullying a un lado. —Dylan por
fin se puso serio, y hasta su expresión mudó a una de empresario exitoso
capaz de utilizar las estafas piramidales con tal de hacerse millonario en poco
tiempo—. Martín es guapete y está como un queso, pero no creo que se quiera
acostar contigo.
—Vaya, gracias —rezongué.
—Que no te lo digo a malas, chochopan. Pero si lo que nos contaste de su
ex es cierto, no lo veo por la labor de querer enredarse de más con todo este
asunto. Los tíos somos muy maniáticos con los amores perdidos.
—Eso suena a canción de Alejandro Sanz que te cagas —lo interrumpió
Eva—. No te estarás tirando el pegote, ¿no?
Dylan entrecerró los ojos sobre ella y bufó.
—No he escuchado a Alejandro Sanz en mi vida. Soy más de Ricky
Martin. Pero, lo que iba diciendo, Dánae: no te hagas ilusiones con él. Te lo
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quieras tirar una vez o dos o quince, y luego olvidarlo. Los hombres no
soltamos tan pronto, y menos cuando aún estamos enamorados.
»Te rompería el corazón.
¿Seguiría Martín enamorado de Sandra?, ¿o, por el contrario, ya lo había
superado todo? Cuando me contó su ruptura, capté su resquemor y su
decepción, mas no amor. Pero ¿quién pensaba en amor después de que le
rompieran el corazón de la forma más cruel? Nadie en su sano juicio. Una
persona no abrazaba la esperanza después de un desamor.
—Pero ¿tú quién te crees que soy? No voy buscando que Martín me
entierre la sardina, ¿sabes? —Me defendí, intentando de verdad sonar
ofendida y no un tanto dolida por la posibilidad de que Martín jamás se fijase
en mí. ¡Como si eso fuese algo malo!—. Que se quede en el recuerdo de su
adorada ex y espabile, ya ves tú.
En los siguientes minutos, ninguno de mis amigos dijo nada, pero ambos
me miraron con lástima. Se habían dado cuenta enseguida de que me hacía la
digna para salvaguardar mis emociones y mi corazón de la posibilidad de caer
en las garras del amor con un tío imposible. Y siendo mi historial más negro
que la boca de un lobo, no les extrañaría nada que sucediera.
Con tal de defenderme, estaba más que dispuesta a enumerarles las
ocasiones en las que logré mantener una relación de amistad con derechos con
tíos que me ponían muchísimo y eran muy buenas personas, sin enamorarme
de ellos. Pero Eva y Dylan no pecaban precisamente de ser idiotas, y
apartarían de inmediato esa corta lista para sustituirla por mis últimos cuatro
exparejas: Luis, Oriol, Héctor y Juan.
El primero rompió conmigo a través de una llamada de teléfono que duró
menos de un minuto y se me quedó grabada en el alma los años siguientes,
con el añadido de un trauma que fue a más gracias a Oriol y su incapacidad
por hablar como las personas normales. Mis dos primeros novios convirtieron
mi existencia en un infierno y destruyeron mi autoestima en menos de doce
meses de relación. Héctor, por el contrario, decidió que ponerme los cuernos
con una compañera de trabajo era mucho mejor que gritarme en plena Gran
Vía lo patética que era al luchar por lo nuestro, como sí hizo Juan, el último.
Y el peor de todos. No solo me machacó de mil formas diferentes, sino que le
dio la razón a mi familia de que era extraña, caótica, difícil de querer e
inmadura. En ninguna de las ocasiones que trató con ellos le tembló el pulso a
la hora de reírse de mí delante de mi madre y mis hermanos, de mi cuñada y
mis sobrinos, sin dejarse nada en el tintero.
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Cuando echaba la vista atrás, ni siquiera recordaba cómo o por qué me
enamoré de ellos. Comenzamos siendo amigos, llevándonos bien, y de pronto
me enamoraba hasta el tuétano de los huesos y ya solo quería respirar el
mismo aire que ellos. Hasta el punto de ignorar la mayoría de las red flags
que ondeaban en los primeros meses, y que mis amigos Eva y Dylan veían a
leguas y trataban de mostrarme.
¿Cómo no iban a sospechar que existía una posibilidad, por pequeña que
fuera, de enamorarme de Martín? Si ya solo por lo diferente a mí que era, se
ganaría mi corazón tan fácil como un parpadeo.
Pero no me apetecía pensar en ello, en mis debilidades y mis flaquezas.
En los demonios del pasado, que aún me atormentaban. Ni en lo difícil que
era querer y ser querida de la misma manera.
—A mí hay algo que me sirve cuando no quiero enamorarme de una
persona, y si lo pongo en práctica, no voy a más —dijo Dylan de pronto.
Eva se rio por lo bajini.
—¿Te lo imaginas cagando?
—Claro que no. Sencillamente, pienso en esa persona humillándome en el
día de mi cumpleaños, en lo mal que lo pasaría, y se me quitan las ganas de
enamorarme.
—Eso es terrible —murmuré.
—La idea es no enamorarse, ¿recuerdas? —Dylan se dio un par de
golpecitos en la sien con el índice, y solo le faltó decir «Duh».
—Creo que sería capaz de ponerlo en práctica con Cascarrabias —dije, no
muy segura.
—Ostras, no. Tú —Eva le dio un manotazo a Dylan en el hombro—, no le
metas ideas equivocadas en la cabeza. ¿Te has planteado que exista la
posibilidad de que a Martín le guste y desee conocerla más a fondo? ¿Es que
nadie piensa en el amor?
—No —dijimos al unísono.
Eva gruñó.
—Sois lo peor.
—A ver, el trío de Las Supernenas del fondo —nos llamó la atención el
monitor, deteniendo la clase y colocándose al frente, con las manos en las
caderas y cara de fastidio—. Lleváis dos clases dando por culo a vuestros
compañeros con los chismorreos de viejas del visillo. ¿Sabéis que hay una
cafetería muy chula al otro lado de la calle donde podéis hablar y reíros sin
molestar al resto?
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—Perdona, Carlos. Es que estas pérfidas me llevan por el mal camino —
se defendió Dylan con expresión de niño bueno.
Carlos, el monitor, torció el gesto.
A Dylan se le veían las intenciones de lejos.
—Si tú eres el que más habla —le acusó el monitor—. Anda, salid de
aquí. A ver si tratándoos como a los niños pequeños le dais una vuelta a lo de
no hablar de vuestros dramas sexuales en mitad de una clase de yoga.
Dylan recogió su esterilla, mas se detuvo un momento y enarcó una ceja.
—Jamás he hablado de mi vida sexual dentro de esta clase. De ser así,
tendrías que enseñarnos las mejores posturas del kamasutra, Carlos, y no
cómo abrir los chakras. Pero es una pena que tú prefieras a las chicas de baile
latino, con sus mallitas apretadas, a este cuerpo serrano esculpido a base de
batidos de Cacaolat. —Lo soltó así, sin anestesia, a la par que se señalaba a sí
mismo con la mano—. Te iba a enseñar lo que es hacer la postura del perro
boca abajo con una compañía envidiable y que suene a chancla mojada toda la
noche.
Tanto las chicas más cercanas a nosotras como un par que había en
primera fila se rieron como si no hubiera un mañana. A mi izquierda, Eva,
más roja que un tomate, musitó un «lo siento», agarró del codo a Dylan y lo
sacó a rastras. Quedándome a solas y siendo la diana de la mirada furiosa del
monitor, dije adiós con la mano y seguí a mis amigos con los pies totalmente
fríos. Se me acababa de ir todo el calor de golpe.
—Os lo voy a decir a los dos. —Eva se giró hacia nosotros, señalándonos
con el índice—. Es la última vez que me echan de Yoga por vuestra culpa. Si
a la próxima no cerráis el pico, yo misma os pienso meter la esterilla por
donde no os da el sol. ¿Queda claro?
—Clarísimo —dije yo.
—Vale —respondió Dylan.
—¡Estupendo! Voy a ducharme y a largarme a mi casa, a ver si haciendo
un bizcocho se me pasa el cabreo.
—Bueno, pero nos invitas a la tarde y así lo probamos —alzó la voz
Dylan al ver que se alejaba.
Eva le respondió con una peineta.
—Cómo se ha puesto, ¿no? —Dylan se apoyó en mi hombro y suspiró
dramáticamente.
Sin conseguir contenerme más, solté un par de carcajadas.
Tal vez no me gustara Yoga, pero me lo pasaba tan bien con mis dos
mejores amigos que sentía que no necesitaba más cuando estaba con ellos.
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Capítulo 12
MARTÍN
—¡Tía Danonina!
Lo primero que vi al llegar a la casa de Arantxa y Gonzalo fue cómo su
hija pequeña salía corriendo por el jardín, gritando el nombre de su tía y, acto
seguido, abrazándola con fuerza.
—Hola, cariño. Qué guapa te has puesto hoy —la saludó Dánae con una
sonrisa que le llegaba a los ojos.
Aquella era la primera vez que la veía tranquila y risueña frente a alguien
de su familia. Prácticamente, se le caía la baba con su sobrina.
—El vestido me lo ha regalado papá. —Dio una vuelta sobre sí misma y
el tutú rosa se abrió como si de un paraguas se tratase—. Dice que soy una
princesa.
—Y lo eres —corroboró Dánae—. ¿Dónde está tu hermano?
—Jugando a la Play. —Hizo un mohín al decirlo—. Y no me deja
acompañarle.
Dánae torció el gesto. Supuse que ella conocía lo que era ser la hermana
pequeña y que no le permitieran pasar tiempo con su hermano favorito. Y no
necesité que me lo contase porque ya se reflejaba en su expresión, en el cariño
y la paciencia con la que le habló a la niña, restándole importancia, y también
prometiéndole que luego peinarían a sus muñecas favoritas.
Eso último me recordó a la fiesta de cumpleaños y a la casita de muñecas
donde me tropecé con Barbie Cowboy. Ahí comenzó todo. Ni siquiera
entonces me habría imaginado que acabaría siendo el novio falso de una rubia
bastante peculiar.
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¿Me lo recordarían también en la comida familiar? ¿O tendrían la
decencia de no sacar el tema nunca más?
—Vamos. —Dánae cogió la mano de su sobrina y se dirigió hacia la
puerta del chalet.
Las seguí a las dos de cerca. El sol pegaba tan fuerte que me había visto
obligado a llevar gafas de sol. Eso me permitió ocultar mi mirada durante
todo el trayecto. Y aunque Dánae me torturó lo indecible durante los
veinticinco minutos que permanecimos encerrados en el coche, escuchando
canciones de Christina Aguilera, Lady Gaga y Dua Lipa, lo cierto es que me
ayudó a relajarme.
Cuando ella hablaba, mi mente se llenaba con su voz y los pensamientos
se callaban de inmediato.
Lamentablemente, eso no me ayudaría a escaquearme de la comida con
Arantxa. Se había empecinado lo indecible en que comiéramos en su casa ese
día y así celebrábamos nuestra relación secreta. Pero algo dentro de mí me
gritaba que lo que realmente buscaba era cerciorarse de que íbamos en serio
y, de paso, hundir un poquito a su cuñada.
Nunca me había parado a mirar a Arantxa como algo más que una editora
del sello de Ficción de la editorial Merika. Dentro de la oficina era una mujer
astuta, trabajadora y exitosa. Fuera empezaba a sospechar que vivía por y para
las apariencias. Un simple vistazo a su casa, desde el enorme jardín a la
cantidad innecesaria de habitaciones, bastaba para reforzar esa teoría. ¿Por
qué no conformarse con algo más discreto, si solo planeaba tener dos hijos?
¿Tanto le importaba impresionar a los demás?
Un pensamiento fugaz inundó mi mente de pronto. Sandra también soñaba
con tener una casa grande algún día. Claro que sus motivos eran distintos. A
ella le hacía mucha ilusión tener una familia numerosa, y no solo de hijos
biológicos, sino también de cuatro patas y una colita; perros y gatos
rescatados de una muerte absoluta o de la tristeza más hiriente.
«No vayas por ahí», supliqué a mi mente. «Sandra ya no es una realidad.
Solo es un recuerdo».
Me retiré las gafas y saludé a Arantxa en cuanto apareció en el salón.
Vestida toda de blanco, con los labios muy rojos y el pelo recogido, sonrió
enseguida y nos dio dos besos.
—Qué puntuales.
—Cuanto antes lleguemos, antes nos podremos ir —comentó Dánae—.
De ese modo no os robaremos tanto tiempo.
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Los ojos de Arantxa se entrecerraron sobre ella con cierto recelo. Tal vez
no la soportaba y ya. No todas las personas estaban obligadas a llevarse bien,
ni siquiera en el ámbito familiar.
Pero, aun así, no dejaba de rondarme una pregunta: ¿qué cojones habría
ocurrido entre esas dos para que no se pudieran ni ver?
—En fin, pasad al comedor. Hay aperitivos ya colocados sobre la mesa.
Sin soltar la mano de su sobrina, Dánae caminó con ella y se perdió por el
pasillo. Arantxa y yo las seguimos, en silencio.
En el comedor, grande y muy luminoso, muy típico de Arantxa, nos
esperaban Gonzalo y Hugo. Ambos, sentados a un lado de la mesa, se
levantaron para saludarnos con un estrechón de manos.
Me fijé en que Gonzalo y Dánae no se parecían demasiado, ni físicamente
ni en personalidad. Eran la noche y el día. Además, la Barbie Cowboy no
dejaba de mostrarse esquiva con él. ¿Quizá le guardaba algún tipo de rencor a
su hermano también?, ¿o se trataba más bien de que los lazos entre ellos no
eran tan fuertes como en otras familias?
Tendría que preguntarle a Dánae en cuanto estuviéramos a solas. Y no
solo porque cualquiera que me hiciera una pregunta demasiado íntima sobre
ella fuera capaz de pillar que éramos una relación falsa. También me causaba
mucha curiosidad. Me quemaba no saber qué demonios ocultaba mi rubita
debajo de aquella fachada de chica un poco torpe y adicta al color rosa. A
pesar de que le hablé abiertamente de mi relación con Sandra, y por qué
terminamos, ella no me contó nada de vuelta. Carecía de información valiosa
sobre mi supuesta novia.
—Hola —nos saludó Gonzalo: a mí, estrechándome la mano; y a su
hermana, dándole dos besos—. Es un placer teneros por aquí.
La rubita también achuchó a Hugo a pesar de sus protestas. La que sí
parecía emocionada era Marta. No soltaba a su tía y no paraba de parlotear
todo el rato.
Gonzalo se quedó unos minutos de pie, contándonos que él se había
encargado de cortar el queso y los embutidos de la tabla, y que si alguno
éramos alérgico a algo, que se lo dijéramos.
Todo tenía una pinta espectacular: desde el vino a los entrantes. Y el olor
que provenía de la cocina, a pollo asado, me abrió el apetito de inmediato. «A
lo mejor no ha sido tan mala idea venir», deduje, ocupando una de las sillas
libres.
—Estáis como en vuestra casa —aseguró Arantxa, sentándose junto a su
hija, al otro lado de la mesa—. Me hacía mucha ilusión teneros por aquí.
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«Sí, claro», pensé, pero me abstuve de decir nada en voz alta. Arantxa no
era mi enemiga, solo una compañera de trabajo. Y la cuñada de mi novia.
—¿Qué tal te va con las autoras, Martín? —añadió cuando por fin
pudimos servirnos un poco de agua y, en mi caso, sangría—. ¿Has conseguido
calmar las aguas?
—He conseguido que Lexy Ruby reescriba el último capítulo para dotar al
final con algo más de emoción y romanticismo. También que esté contenta
con la portada.
—¿Ah, sí? —Arantxa enarcó una ceja. Eso ya me dejó claro que no se
había enterado de lo que hablé con Covadonga dos días atrás—. ¿Quién se va
a ocupar esta vez? ¿Santi?
—No. Dánae —solté la bomba.
A mi lado, la rubia carraspeó, nerviosa, y se llevó la copa de sangría a la
boca para dar un largo trago. Contuve una sonrisa. Me hubiese encantado
inclinarme hacia ella, apartarle el pelo con suavidad y susurrarle al oído que
no bebiese demasiado, porque cada vez que lo hacía, se descontrolaba y se
metía en líos. Por eso estábamos allí, después de todo; por su incapacidad de
comportarse en presencia de su familia.
Aunque no era lo que más me preocupaba en ese instante, si me sinceraba
conmigo mismo. En realidad, me apetecía un montón notar su reacción ante el
suave roce de mi aliento sobre su oreja. ¿Se ruborizaría? ¿O, por el contrario,
me daría un manotazo en el hombro?
Había tantas cosas que quería descubrir sobre ella. Y tan pocas
oportunidades.
—¿Cómo que Dánae se va a ocupar de la portada?
—Hizo un boceto y me gustó. Y a Covadonga. —Hice hincapié en eso
último. Contra la jefa no sería capaz de arremeter—. Lo hablamos con la
autora y le ha agradado la idea.
Ser escueto me costaba más bien poco cuando no me sentía cómodo con
un tema, y hablar de mi trabajo fuera de la editorial era uno de esos asuntos
que me incomodaban bastante. Aunque la otra persona también trabajase allí.
En Merika nos llevábamos todos más o menos bien. No éramos amigos
íntimos, ni mucho menos, pero no existían choque de egos, malas miradas,
cuchicheos varios y malintencionados, ni boicots al prójimo. Como mucho, se
hablaba de temas interesantes, o que ellos consideraban relevantes, y poco
más. Pero desde que Arantxa me soltó un par de perlas contra Dánae, untadas
de veneno, en la fiesta de su cumpleaños, no lograba tranquilizarme del todo
en su presencia. Era extraño, si lo miraba desde fuera, porque nunca antes me
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había pasado con ella. Sin embargo, cuando la tenía cerca, me sentía en
constante tensión.
Tal vez no me fiaba de ella, como afirmó Paulino unos días atrás,
hablando del tema. Había algo en Arantxa que no terminaba de cuadrarme. Y
me jodía bastante, porque no tenía tiempo ni ganas para analizar a las
personas de mi alrededor cuando antes me eran indiferentes.
—Primera noticia que tengo. —Arantxa presionó un poco los labios—.
Covadonga no me había dicho nada.
—Tampoco es una noticia relacionada con tu departamento, ¿no? —
Enarqué la ceja al mismo tiempo que la miraba.
—No, no. Claro. Pero, no sé, es que me sorprende mucho que de pronto
cuentes con Dánae. A ver, que es tu pareja, lo sé, pero se supone que no
mezclamos trabajo y vida personal.
—Pues tu marido, aquí presente, se encarga con su empresa de repartir los
libros por toda España a las librerías y centros comerciales más importantes
—le recordé, sin esconder el fastidio que me embargaba.
Por el rabillo del ojo capté cómo Barbie Cowboy se descojonaba en
silencio.
Se metió un trozo de queso en la boca a fin de no echarse a reír a
carcajadas y ganarse el odio infinito de Arantxa.
—Es distinto. Ni siquiera lo elegí yo —se defendió ella, un poquito
ofuscada. Aun así, el rubor de sus mejillas la delataba—. Bueno, espero que
Dánae sea profesional. —La mirada que le dedicó fue tan obvia;
sencillamente no confiaba en su talento.
Dánae no levantó la cabeza de su plato. Continuó comiendo, como si no
fuera con ella la fiesta.
—Si lo hace la mitad de bien que el boceto, seguro que sí —sentencié,
harto de su actitud de bully de instituto.
¿Por qué la defendía? O, mejor dicho, ¿por qué sentía la necesidad de salir
a defenderla, si de todos modos era una gilipollez? Y Dánae también poseía
boca, así que no le costaría decirle cuatro comentarios de los suyos. No
obstante, seguía en silencio.
En un silencio relevador.
Se estaba dejando pisotear por su cuñada, y no lo entendía. ¿Por qué no
daba un golpe en la mesa, real y figurado? ¿Por qué no le lanzaba una mirada
furiosa? ¿Por qué se callaba, joder?
—Lo será —insistí, con los dientes y los puños apretados.
«Di algo», Barbie, pensaba. «Abre tu bonita boca y ponla en su sitio».
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—¿Seguro? —Esta vez nos lo preguntó a los dos.
—Solo es un dibujo —habló por fin Barbie Cowboy—, y la historia me
pareció muy chula. Es hora de que en este país se ponga de moda el sport
romance.
—Eso, tú dale más alas a las autoras de Martín. ¡Como si no tuviéramos
bastante con la que tienen montada en redes sociales! Solo faltaba que se le
suban más a las barbas.
—¿De qué hablas? —La rubia frunció el ceño—. Lo que ocurra entre las
autoras y Martín no va conmigo.
—Ah, ¿no te lo ha contado él?
—No hay nada que contar. —Encogí uno de mis hombros, restándole una
importancia que sí tenía el tema.
La campaña de odio que abrieron contra mí tres de las siete autoras con
las que trabajaba en Merika empezaba a hacer mella ya no solo en mi
currículum y mi profesionalidad, sino también en el hecho de que muchas
otras escritoras se echaban atrás a la hora de enviar sus manuscritos. Como si
de verdad creyeran que yo era un tirano. Un final boss con el que pelear antes
de ver su libro colocado en las vitrinas de las mejores librerías.
Menuda gilipollez. Ni siquiera me importaban. Ninguna de ellas. Mi
trabajo consistía en hacer una criba de historias y sacar al mundo la mejor, no
ceder a sus caprichos de princesitas. La mayoría de ellas ni siquiera vendía lo
suficiente para estar exigiendo que les hiciéramos más publicidad o la
lleváramos a más sitios a firmar. Y por más que se lo explicaba a cada una de
ellas, no servía de nada. Era como hablar con la pared: inútil. Una pérdida de
tiempo absoluto.
Además, tampoco solucionaba nada. En sus redes sociales continuaban
soltando indirectas y directas como balas. Hacían daño, y poco a poco estaban
consiguiendo rajar la pared que me separaba de ellas. Si eso continuaba así,
tarde o temprano me echarían de la editorial. Y dudaba bastante que me
cogieran en otra.
—Por supuesto que sí. Esto es grave, Martín —insistió Arantxa,
ignorando la mirada que le lanzó Gonzalo de «deja el temita ya»—. Todo este
asunto nos está perjudicando de cara al público. Cuando un grupo descarriado
hace mucho ruido, al final alguien se detiene a escucharlos.
—¿Y qué? Es algo que ya estoy tratando con Covadonga.
—Quizá deberías replantearte enfocarlo desde otro lado, ¿no? Ya está
bien de hacer oídos sordos a todo lo que pasa a tu alrededor.
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—¿Para qué? ¿Cambiaría algo? —La pregunta salió con hastío de mi
boca. El queso que acababa de comerme me supo amargo—. Hago mi trabajo,
pero hay gente que nunca está contenta con lo que tiene. Y soy editor, no
psicólogo.
—Has sido muy duro con ellas, y es normal que estén enfadadas. Y vas y
metes a Dánae en esto, para que se encabronen más cuando vean las portadas
cutres que les vas a poner en sus libros.
¿Portadas cutres? ¿Cómo se atrevía a afirmar algo de ese calibre delante
de Dánae?
La aludida resopló por lo bajo. Cogió la copa de vino y le dio un largo
trago. Me sentí fatal por ella. También enfadado. ¿Hasta cuándo permitiría
que Arantxa se saliera con la suya?
—No voy a hablar más de esto. No hemos venido a comer para sacar toda
la mierda a relucir —intenté dejar claro.
Una advertencia y no una petición.
Arantxa apretó los labios y asintió a regañadientes.
Gonzalo, buscando aliviar la tensión que flotaba en el ambiente, decidió
intervenir por primera vez en toda la comida.
—Dánae dibuja muy bien. Estudió artes hace unos años y hacía unos
cuadros muy interesantes.
—Pero si no te gustaba ninguno. Los llamabas Picasso de Hacendado —
repuso Dánae, frunciendo un poco el ceño. Me percaté que no sonaba
especialmente enfadada—. Hasta me rompiste uno.
—Fue sin querer —se defendió Gonzalo.
—Ya. Pero me lo rompiste, y era de mis favoritos.
—Un gato feo entre girasoles. ¿Quién te lo iba a comprar? —preguntó él,
carcajeándose.
Su risa sí que se me hacía similar a la de Dánae. Pensé que era el único
rasgo que guardaban en común esos dos.
—Pues más gente de la que te piensas —gruñó entre dientes, segura de sí
misma.
Me hubiese gustado ver aquel cuadro. Y todos los que aún conservara.
Con Dánae, la vida era una caja de sorpresas continua. Como que le importara
tanto el arte, pero no se dedicase a él. O que no aguantase a su familia, pero se
le iluminase la cara al ver a sus sobrinos.
La incomodidad se fue disipando a medida que todo el mundo hablaba y
disfrutaba de la comida. Apenas presté atención. Me quedaba con retazos de
lo que decían, solo lo que llamaba mi atención, y lo demás lo desechaba por
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completo. Solo estaba allí sentado porque no me quedaba de otra. Porque me
molestaba sobremanera ser expuesto —aún más— por mi vida privada, por lo
que ocurría o dejaba de ocurrir en ella, y no sabía aún cómo lidiar con ello y
no sentir que me rompía en el proceso.
Cuando convencí a Dánae de mantener aquella farsa, lo hice para proteger
mi trabajo. Lo que más me importaba, aparte de mi abuela. Entrar en Merika
fue similar a cumplir un sueño. De pequeño, compraba muchísimos libros de
su sello infantil; aunque ya no existía. Pero, una vez crecí, continué allí: fiel a
la editorial. Fiel a lo que publicaban. Fiel a su filosofía de trabajo.
Prácticamente, estudié con la esperanza de cruzar sus puertas algún día y,
como mínimo, conocer las entrañas de una empresa que hacía las cosas
francamente bien. Entender mucho mejor cómo habían pasado más de treinta
años sacando éxitos. Y aunque me enorgullecía formar parte de su equipo, a
ratos pensaba que el sello romántico me quedaba grande. O demasiado
pequeño.
Defender historias románticas cuando no creías en el amor era un
problema enorme. A la vista estaba: las autoras se habían cabreado conmigo.
No confiaban en mí, ni yo en ellas. Me odiaban. Y yo no las soportaba. Pero,
cada día que pasaba, me sentaba en mi silla y seguía leyendo sus manuscritos;
diseccionándolos parte a parte, buscando cualquier detalle, por insignificante
que fuese, y así echarlos para atrás. O tratar de mejorarlos.
Y aunque me jodía bastante admitirlo, la última charla con Dánae me
obligó a replantearme algunas cosas que ya daba por hechas. El que ella me
hablase con tanta emoción por un manuscrito cualquiera que cogió de mi
despacho me hizo replantearme si el problema real no era yo. Si mis autoras,
después de todo, no llevaban algo de razón.
Luego veía lo que ponían sobre mí y sobre el sello en redes sociales, y se
me pasaba.
Por eso no quería que trascendiera que Barbie Cowboy me había colocado
en un sitio delicado sobre el tablero que representaba su familia. Incluso si
desde fuera parecía una gilipollez, desde dentro era un asunto crítico. No
necesitaba darle más motivos para que hablasen de mí. Eso me jodía. Me
jodía más de lo que estaba dispuesto a decir en voz alta.
Me había convertido en un cobarde sin darme cuenta, y ni siquiera movía
un dedo con la idea de cambiar todo lo que estaba mal en mi vida.
¿Hasta cuándo aguantaría así?
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Después de comer, nos fuimos al jardín delantero a tomar una copa y
seguir hablando. Arantxa lo había decorado todo de manera exquisita. Se
notaba de lejos que le encantaba colocar cada pieza en el lugar correcto y que
los demás mostraran su agrado de un simple vistazo.
En la editorial era igual, solo que más exigente, si cabía. No con ella, sino
con los autores con los que trabajaba.
Muy en el fondo, no éramos tan diferentes.
—¿Y cómo planeas hacer la portada? ¿Con lápiz, carboncillo? —Retomó
el tema una vez nos acomodamos en las sillas de mimbre que había alrededor
de la mesa. Tanto Hugo como Marta jugaban a un par de metros con uno de
los balones que tenían desperdigados por allí—. Nunca habíamos trabajado
con un ilustrador.
—Se nota. —Dánae hizo una pausa, quizá barajando que no hubiese dicho
algo ofensivo—. Pero no, será digital.
—¿Digital? ¿Desde cuándo trabajas tú de esa manera?
—Desde siempre —repuso, encogiéndose de hombros.
Hubo sorpresa en los ojos de Arantxa.
«Joder, no conoce de nada a su cuñada», pensé, entre asombrado e
incrédulo.
—Entonces ¿ahora trabajas también para Merika?
—Claro que no. Solo es algo puntual. Realmente la historia es una pasada.
Me hubiera encantado seguir leyéndola. —De pronto, su voz tomó un matiz
dulce y emocionado. Igual que aquel día, en mi despacho, con el manuscrito
en la mano—. Tenéis mucho talento en la editorial.
—El Editor Cabrón no opina lo mismo —dijo, mirándome de soslayo—.
Las tiene a todas acojonadas.
—Si estuvieran acojonadas, ya os habrían puesto una demanda. —Le
restó importancia la rubita con un aspaviento de la mano—. Solo intentan
obtener un mejor trato. También me quejaría si no me permitiesen publicar
mis novelas bajo mi criterio.
Sentí el ataque directo en el pecho, como el impacto de una bala. Pero
viniendo de Dánae no dolía tanto. Porque a ella sí que la escuchaba. Porque a
ella sí que la tenía en cuenta.
—¿Lo ves, Martín? Hasta Dánae dice algo sensato de vez en cuando.
—O las dice más veces, pero tú no la escuchas —sugerí, y me coloqué las
gafas de sol para no tener que esconder demasiado mi expresión de fastidio.
—Veo que estáis consolidando muy bien vuestra relación. —La ironía en
su voz hacía juego con su expresión de fastidio—. ¿Vais a ir juntos a la
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entrega de premios de Merika?
Mierda, se me había olvidado por completo la dichosa fiesta de la
editorial.
—¿Entrega de premios? —preguntó Dánae, confusa.
De pronto, estar bebiendo un poco de té helado me parecía una
aberración. Con lo mucho que me quemaba el pecho, necesitaba un buen
whisky. Cargadito.
—Una vez al año, se hace una entrega de premios a los autores que más
han vendido o que más premios han ganado a lo largo del año. Es una forma
de compensarlos por su duro trabajo —explicó Arantxa con movimientos de
sus manos.
—Es una gilipollez —solté, incapaz de callarme.
—No lo es —me rebatió Arantxa. La editorial se deja mucho dinero para
que sea un evento único y especial, una noche que ninguno olvidemos.
—Una gilipollez —repetí.
—Ay, pues me parece una idea superchula. —Dánae jugueteaba con su
pelo, emocionada de pronto—. ¿Hay que ir de etiqueta?
Arantxa bizqueó. Su mirada fue como la de una madre agotada de lidiar
con las tonterías de su hija.
—Es obvio que sí —respondió.
—Ah. Tendré que buscar algún vestido bonito.
«Espera, ¿qué?». La miré y ella encogió uno de sus hombros. Se acababa
de autoinvitar a una fiesta que me importaba una mierda. Genial.
No había pensado en ir mucho rato. Me daba mucha pereza tener que
poner buena cara delante de las autoras que estaban tirando por el fango mi
imagen y mi reputación. Pero eso, al parecer, no le importaba a nadie.
—Más te vale que no sea un vestido del Primark —advirtió Arantxa—.
Allí se va elegante, Dánae.
—¿Quién ha dicho que me compre nada en el Primark? Sé que en los
eventos de este calibre se va elegante, no es necesario que me lo digas.
Marta apareció en ese momento, con las mejillas arreboladas, y tiró de la
mano de su padre para que los acompañara a jugar al fútbol. Me sorprendió lo
calladito que era Gonzalo. Un sujeto pasivo en todas las conversaciones que
su mujer o su hermana mantenían. Prácticamente, vivía en su propio mundo.
Y, en cierto modo, me dio algo de envidia.
—Lo digo en serio, Dánae —insistió su cuñada, más seria que unos
minutos antes—. No nos dejes en vergüenza, por favor. La editorial está llena
de gente con criterio y cierta educación. No hay gallinas cacareando por ahí.
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La rubia puso los ojos en blanco y se terminó el té de un trago.
Una vez más, consentía las humillaciones de Arantxa. Una vez más,
cerraba el pico.
Seguía sin entenderlo. Y cada vez me enfadaba más la situación.
—Voy a jugar con los chicos.
«Bomba de humo. Qué clásico», pensé. La vi alejarse y no la detuve.
Entendí que hasta ella se cansaba de los desplantes de su cuñada.
—¿Siempre eres así con ella?
Arantxa pestañeó.
—¿Así cómo?
—Tan desagradable.
—No soy desagradable, Martín. Pero ella es capaz de presentarse con un
vestido de quince euros y una raya negra en los ojos más larga de que la M-30
. Creo que ni siquiera conoces a tu novia.
Quise preguntarle qué importancia tenía maquillarse de esa manera o
vestirse con una prenda de quince euros, pero no quería darle pie a Arantxa a
seguir dudando de lo nuestro.
—A lo mejor es que no me interesa mucho cómo se viste.
—Pues deberías. Mírala hoy, con su vestido rosa fucsia y esas zapatillas
manchadas de tierra. Es que no se da cuenta de la imagen que ofrece a los
demás.
Dirigí mi mirada en la misma dirección de la de Arantxa y me percaté de
una cosa: Dánae iba preciosa. Muy en su línea. El pelo ondulado y rubio
brillándole cuando el sol daba directo sobre ella. El lazo a juego con el
vestido. Las zapatillas que desentonaban con el resto del look. Era Barbie en
su mejor momento. ¿Acaso no lo veía Arantxa?
—De todos modos —prosiguió ella, sin moverse ni un poquito—, no os
veo muy unidos.
—¿A qué te refieres?
—Ni un abrazo, ni un beso. No sé, algún tipo de muestra de afecto típica
de las parejas. ¿Por qué estáis tan fríos el uno con el otro? ¿Ya te has cansado
de ella?
—Eso se hacía cuando teníamos quince años, Arantxa. Uno, cuando
crece, deja de comerle la boca a su novia delante de todos.
—No me refiero a eso y lo sabes. Estáis tiesos y distantes, y apenas os
miráis. ¿De verdad sois novios? —enarcó una ceja al lanzar la pregunta.
—Sí —respondí, hastiado.
—No lo parece —repitió.
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—¿Y qué? ¿Ahora estamos obligados a actuar como tú quieras?
—No, claro que no. Pero…
—Voy a jugar con los chicos —dije, imitando a Dánae y levantándome de
golpe—. Luego hablamos.
Arantxa apretó los labios, rabiosa, aunque no dijo nada. Tanto mejor, así
me ahorraba el defender mi relación ficticia delante de sus narices solo
porque desconfiaba de todo y de todos.
Me acerqué a Dánae y los demás, que jugaban al fútbol entre risas. Ella,
de espaldas a mí, no se percató de que estaba tan cerca y cogió carrerilla,
alejándose de la portería, para poder chutar. Pero no llegó demasiado lejos: su
menudo cuerpo acabó chocando contra mi pecho y Dánae pegó un gritito.
Riéndome por su reacción, la sostuve de la cintura para que no se cayera
de bruces contra el suelo. Solo le faltaba romperse un diente.
—Por alguna extraña razón que desconozco, siempre nos tropezamos el
uno con el otro —murmuré cerca de su oído.
Sus mejillas enseguida adquirieron un tono rosado adorable.
Tenía su espalda pegada a mi torso, su calor traspasándome, colonizando
todo mi ser y todos mis sentidos, y lo sentí tan extraño. Hacía demasiado que
una mujer no se acercaba a mí, incluso si era por error.
Era tan inesperado.
Tan cálido.
Recordé las palabras de Arantxa, su desconfianza, y actué sin pensar:
deslicé la mano por su brazo desnudo, desde el hombro hasta la muñeca, y
disfruté del escalofrío que la recorrió. De su rubor intenso. De su respiración
errática.
—Oye, me estás tocando con demasiadas confianzas.
—Se supone que eres mi novia.
—De pega.
—¿Y qué?
—Pues que no tienes permitido propasarte —balbuceó ella.
—¿No?
La duda se reflejó en sus ojos claros. No presté atención a lo que ocurría a
nuestro alrededor, sino a ella. A Dánae.
Mi mano la agarró con fuerza y la hice girar sobre sí misma, hasta que
quedamos cara a cara. Su respiración se agitó más, si cabía. Con los labios
entreabiertos y aún más confusa que antes, Dánae se quedó estática como una
piedra. Demasiado tensa.
—¿Te desagrada mi cercanía?
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Pensé que asentiría con la cabeza y me empujaría lejos.
Sin embargo, su respuesta me sorprendió.
—No.
—Bien. Eso lo hace más fácil.
—¿Qué?
No le dejé formular la frase porque callé su voz al tomar su boca en un
beso que parecía sacado de una película de sobremesa de un domingo por la
tarde. Fue tosco, algo torpe y nada romántico. Lo noté enseguida, cuando
Dánae se aferró a mi camisa con la mano libre, como si luchara consigo
misma para alejarme y acercarme más.
Ninguno estaba cómodo con aquello. Era demasiado forzado.
Fue entonces que me separé a la fuerza, le tomé el mentón y deslicé el
pulgar por su labio inferior antes de besarla una segunda vez. Y en esta
ocasión, sí hubo chispa. Hubo atracción. Hubo fuego.
Y por primera vez tuve miedo de arder por completo.
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Capítulo 13
DÁNAE
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Justo lo que me estaba ocurriendo a mí a medida que le correspondía
como si no fuese una puta locura. Algo totalmente demencial entre dos
personas que no eran pareja, ni lo serían.
Pero si no éramos nada, ¿por qué notaba ese cosquilleo en el abdomen?
¿Por qué había tanta tensión acumulada entre nosotros y a punto de explotar?
Cuando Martín se separó de mí, no supe qué decir. Mi mente estaba en
blanco. Y él no se dio prisa en erguirse de nuevo y alejar la mano de mi
mentón.
Cruzamos una mirada, y las chispas saltaron de nuevo.
Joder, necesitaba otro beso. Y otro más. Y millones, de ser necesario.
—Eh, tortolitos —nos llamó mi hermano Gonzalo, con las manos en las
caderas a dos metros de nosotros—. ¿Vais a seguir jugando o qué?
Mi primera reacción fue reírme tontamente, igual que una adolescente en
su primera cita.
No sabía por qué Martín se había tomado el atrevimiento de besarme, pero
aquel no era ni el lugar ni el momento para las dudas, por lo que decidí
apartarme de él —las piernas temblándome más que nunca— y chutar el
balón como única respuesta a la pregunta de mi hermano.
Continuar con aquel minipartido fue una tortura. Ninguno de mis sentidos
trabajaban con normalidad. Todo lo que había en mi cabeza estaba
relacionado con Martín y el beso. Incluso él jugaba con cierta torpeza. No fue
hasta que llegó la hora de la merienda, un rato después, que nos quedamos a
solas mientras mi cuñada sacaba los bizcochos a la mesa del jardín y mi
hermano la ayudaba, cuchicheando por lo bajo.
«Joder, seguro que comentan algo. Seguro que nos llaman la atención. Es
la segunda vez que hacemos algo en su jardín», pensé. Porque Arantxa y
Gonzalo ignoraban que dentro de la casa de muñecas nunca hubo besos ni
manoseos. Solo una botella de vino y dos personas tropezando.
—¿A qué ha venido lo del beso? —me atreví a preguntarle en voz baja,
por temor a que Arantxa escuchara algo.
—¿No te ha gustado?
—No me respondas a mi pregunta con otra pregunta, Cascarrabias.
—Las parejas se besan —encogió uno de sus hombros, como si no tuviera
nada de importancia a lo que acababa de ocurrir entre nosotros—, y se
muestran afecto. Nosotros parecíamos dos vecinos que se han encontrado en
el ascensor y no saben de qué hablar.
Noté una sacudida en el estómago. Decepción. Un poco de tristeza. Y el
puto globo desinflándose por completo.
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Pues claro que no me había besado por interés, sino por mantener aquella
farsa. Si es que era tonta. Al final Eva y Dylan iban a tener razón, y yo me
encoñaba muy rápido, pero también me hacía ilusiones con los demás a la
velocidad de la luz.
Martín solo me utilizaba para que su reputación no se viera aún más
perjudicada. Lo demás le daba igual.
—Ah, genial. Avísame a la próxima y le pongo más gana —gruñí.
—¿Te ha molestado?
—¿Tú qué crees?
—Que el beso era muy real.
La cara me ardió.
Para mí lo había sido, joder. Tan real como la rabia que me embargó al
leer las memorias de Britney Spears y descubrir que Justin Timberlake fue
mucho más cabrón de lo que pensábamos.
Algunas emociones no se medían, pero tampoco se fingían.
—Claro que no —mentí, con los dientes apretados.
—¿No? Hasta te has agarrado a mí. Admítelo, Barbie: ha sido un beso de
película.
«De película sí que sería la patada en los huevos que te mereces, capullo».
El pensamiento resbaló por mi cabeza, encendiéndome aún más. Si es que era
tonta. Y crédula.
—Eso es lo que te gustaría a ti, desde luego. —Me aparté el pelo del
hombro en un gesto que pretendía ser desdeñoso—. Que todas las mujeres
caigan a tus pies por un mísero beso y luego ir por ahí caminando igual que
un pavo real.
—¿Mísero beso? —repitió él, contrariado. Por el rabillo del ojo capté que
abría y cerraba la boca varias veces—. Un poco más y se te doblaban las
piernas, Barbie Mentirosa. ¿Cómo vas a definir lo que acabamos de hacer
como mísero besito?
—¿Quién te crees que eres ahora, Cascarrabias? ¿El prota de un libro
romántico?
—He leído los suficientes para saber que ese tipo de hombres no existen.
—Exacto. Ahí es donde iba. —Le guiñé un ojo—. Te queda mucho para
que un beso tuyo me ponga a temblar.
—Así que si ahora mismo te besara de nuevo, no se te doblarían las
rodillas.
—Ni un poquito.
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—¿Segura? —preguntó, y en sus ojos brilló una emoción que no supe
descifrar.
—Sí.
«Mentirosa, mentirosa, mentirosa», me dijo una vocecita en mi cabeza.
«Estás a punto de caerte al suelo y hace un buen rato que te ha besado».
—Genial. Eso significa que podré besarte siempre que me dé la gana, sin
temor a que se te mojen las bragas y se te doblen las rodillas. Sería una pena
que acabaras con tremendo calentón y que nadie se hiciera cargo de él,
¿verdad, Barbie Cowboy? —susurró cerca de mi cara, con una sonrisa canalla
curvándole los labios—. No querría ser yo el que te castigara de ese modo.
Seguro que las botas no son de pega y que sabes cabalgar como en el lejano
Oeste.
El corazón se me subió a la garganta tan rápido que me faltó el aliento. O
quizá fue el cúmulo de palabras malsonantes que me hubiese gustado gritarle
a modo de defensa y que formaron un nudo capaz de asfixiarme. Pero, al final
de todo, mi cuerpo reaccionó como el traidor que era: temblando como una
hoja y subiendo la temperatura al menos dos grados.
Y sí, también mojando mis bragas.
Un poquito.
—¿Todavía sigues con esa idiotez de la venganza? ¿Después de que te
estoy ayudando? —me quejé. Mi voz se escuchó como el graznido de un
pájaro.
—Una cosa no quita la otra, rubita. Aún te mereces un buen castigo por
mentirosa. Y ya he contado dos embustes. —Alzó los dos deditos y los agitó
en el aire—. ¿No será que te apetece recibir un buen escarmiento?
«Pues ven y dámelo, así no me quedo con las ganas». El pensamiento
resbaló por mi cabeza y me hizo sentir aún más expuesta. Como si él tuviera
el poder de leer los pensamientos ajenos y supiera la cantidad de imágenes
lascivas que me atacaban sin piedad. «Menuda tontería».
—Te decepcionarías. Soy un poco adicta a pasarlo mal. La vida no me da
tregua, así que tú serías un paréntesis más que bienvenido —bromeé—. Das
un poco de miedo, pero no tanto como el karma.
Martín enarcó una de sus cejas.
—¿Eso piensas?
—Hay cosas que son muy básicas en mi vida, Cascarrabias. Pero tú aún
no te has dado cuenta.
—De hecho, todo lo que he visto hasta el momento de ti me dice justo lo
contrario. Eres una caja de sorpresas, Barbie Cowboy.
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Me reí por su comentario.
—¿Yo? Pero si soy más simple que el mecanismo de un chicle, por favor.
—Y tampoco te ves a ti misma como en realidad eres —contraatacó
Martín.
Sus palabras me callaron de golpe. ¿Cómo que no me veía con claridad?
Vale que tenía problemas de autoestima, como todo el mundo. Ni me veía
guapa, ni interesante, ni una persona con la que uno fuese capaz de pasarse
horas hablando sin parar de cualquier asunto; pero de ahí a tener una imagen
totalmente distorsionada de mi persona había un trecho.
—¿Te estás burlando de mí? —me atreví a preguntar.
—No. —Sonó sincero.
—Vale.
Nos sentamos en la mesa de nuevo y cogí uno de los vasos de zumo. Me
sentía mucho más tranquila en ese momento que cuando llegamos por la
mañana. Por lo menos mi cuñada no se estaba comportando como una
neurótica, ni metiendo demasiado las narices donde no la llamaban. Y si de
paso servía para que se creyera de una buena vez que tanto Martín como yo
éramos pareja, una consolidada, mucho mejor. Eso me ahorraría escuchar sus
teorías ridículas acerca de mi vida privada.
—Si sois novios, ¿por qué no vivís juntos? —preguntó Marta al cabo de
unos minutos, mirándonos con esos dos ojos grandes y expresivos que tenía.
Casi me atraganté con el trozo de bizcocho que mordisqueaba.
Los niños siempre, siempre hacían preguntas difíciles de responder. Y
Marta era experta en eso.
—Es que no todos los novios viven juntos —le aclaró Gonzalo, sentado a
su lado.
—¿Por qué no? —insistió mi sobrina.
—Porque solo viven juntos los que van a ser papás.
Marta cabeceó en señal de asentimiento. Explicarle las cosas de esa
manera era mucho más inofensivo que decirle la verdad.
—¿Por eso la tía Danonina y el tío Martín jugaban a las casitas en el
jardín? ¿Porque quieren ser papás?
La mano me temblaba un montón cuando decidí coger el vaso de zumo y
bebérmelo de golpe. ¿Es que no podía detener ese aluvión de cuestiones
absurdas? Adoraba a mi sobrina, pero no quería pasar por eso otra vez. ¡Que
no habíamos hecho nada, maldita fuese!
—Solo nos contábamos secretos —explicó Martín con mucha más calma
de la que yo experimentaría jamás—. Pero tú nos interrumpiste.
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—Ah. —Marta asintió, conforme—. La próxima vez yo también os
contaré secretos. —Y se rio.
Tras una merienda rápida, mis sobrinos se metieron en casa a jugar a la
consola un rato, y Gonzalo se despidió de nosotros porque le tocaba trabajar
de noche ese día en la empresa y necesitaba echarse un rato. Finalmente, nos
quedamos los tres a solas, con el sol marchándose poco a poco y la brisa
fresca enfriándonos.
—¿Quieres que vayamos juntas de compras esta semana?
Me quedé de piedra ante la propuesta de mi cuñada.
Ella y yo no habíamos salido juntas ni a comprar el pan.
—¿De compras?
—Para elegir vestido. La fiesta es dentro de dos semanas.
—Ah. No, tranquila. Iré con Eva y Dylan.
—¿Segura?
Joder, ¿por qué todo el mundo dudaba de lo que decía? ¿Es que mi
palabra no valía nada?
—Sí —dije algo cortante.
—Solo te pido que no elijas nada, ya sabes, de tu estilo. Coge algo de
color oscuro. El negro siempre es un acierto.
A mí no me gustaba ese color, me hacía sentir una gótica adolescente, o
alguna viuda que aún guardaba luto por su marido. Prefería colores más
vivos, como el rosa, pero no se lo dije porque Arantxa jamás lo entendería. Y
también porque llevaba razón: a ciertos eventos no se podía presentar una
metida en unas botas de cowboy rosa chicle y un top de lentejuelas gris, por
mucho que le apeteciera.
—Claro.
—Y compórtate también. Es una noche muy importante.
—Vale.
Arantxa asintió con la cabeza, conforme. Aquella era la única manera de
que me dejase en paz. Aunque probablemente me volvería a escribir durante
esos días para confirmar que ya tenía el vestido y los zapatos, y había pedido
cita para la peluquería. Siempre era así con todo el mundo en los eventos más
importantes, como cumpleaños o navidad; volvía a la familia Masaveu
completamente loca.
—Deberíamos irnos —sugirió Martín, echando un vistazo al reloj—. Es
tarde.
—Sí, lo cierto es que sí.
—Nos lo hemos pasado muy bien —dijo él, a todas luces exagerando.
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Me mordí la punta de la lengua para no echarme a reír. «Qué mentiroso,
por favor», pensé.
—Ya quedaremos otro día —sugirió mi cuñada—. Así hablamos más.
«Sí, hombre. En eso estaba yo pensando, en hacer un ritual de comidas
familiares cada fin de semana». Opté por callarme la boca y sonreír con
desgana. Mi psicóloga Carmen ya me había advertido de la importancia de
usar un filtro a la hora de decir según qué cosas o, en su defecto, callarme sin
más. No todo lo que pasaba por mi cabeza necesitaba ser dicho en voz alta. Y
estaba claro que aquello era una de esas cosas.
—Claro —dijo Martín, en cambio, colocándose las gafas de sol sobre la
cabeza—. Nos vemos el lunes en la editorial.
—Adiós, cuñada —me despedí con la mano.
No me sentí a salvo hasta que estuvimos dentro del coche. Nada que
tuviera que ver con mi cuñada me daba paz. Allí dentro me sentía en terreno
enemigo todo el tiempo, como si estuviera en los mismísimos Juegos del
Hambre.
—Ha sido la comida más aburrida a la que he asistido —soltó de golpe
Martín cuando nos incorporamos a la carretera que nos llevaba de vuelta a
Barcelona.
—¿Y te sorprende? Arantxa no es que sea la reina de la fiesta,
sinceramente.
—Me da un poco de alergia las personas que se creen que es divertido
quedar a comer los sábados al mediodía o algún día casual, y ver cómo sus
hijos chutan un balón mientras los adultos hablan de gilipolleces.
—Tomo nota: no te gusta el ambiente familiar.
—No he dicho eso.
—Es lo que has dejado caer —insistí—. No pasa nada, no es algo malo.
Que una persona no se sienta cómoda entre un matrimonio aburrido no quiere
decir que sea un pecado capital.
—Tus sobrinos no son el problema.
—Lo sé. Y, aunque lo fuera, no vas a verlos demasiado —le recordé.
Martín hizo una mueca.
—Arantxa no se cree demasiado nuestra relación. Dice que nos
comportamos como si fuéramos dos extraños.
—Quizá es porque lo somos.
—Pero ella no lo sabe.
Un pensamiento fugaz cruzó mi mente.
—¿Me has besado para demostrarle que somos una pareja feliz?
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A juzgar por su expresión, era un sí.
«Tocada y hundida».
—Ya veo —musité—. Solo importan las apariencias.
—Te he besado porque me ha dado la gana. Tal vez incentivado un poco
por las palabras de Arantxa, pero no haría nada que no estuviera dispuesto a
hacer por mí mismo.
—¿Y cómo me tomo eso?
—Como lo que es, Barbie Neuras: te he besado porque yo quería.
Un cosquilleo se extendió por mis labios al recordar el beso.
—No sé si me voy a sentir cómoda compartiendo besos y abrazos contigo
delante de los demás. Es que se me da fatal fingir las cosas.
—Pues no las finjas, rubita.
—Te recuerdo que nuestra relación es ficticia. Todo lo es.
—¿Todo? —preguntó, y aprovechó que estábamos parados en un
semáforo en rojo para mirarme fijamente.
Las entrañas me ardieron. Ese hombre conseguiría que mis huesos
ardiesen de un segundo a otro si continuaba observándome igual que un
depredador dispuesto a cazar a su presa.
—¿A qué te refieres?
—Ya te lo he dicho antes, rubita: te ha faltado muy poco para terminar
hiperventilando y con las rodillas en el suelo.
No supe por qué, pero su última afirmación sí que me puso nerviosa.
Quizá porque mi mente se empecinó en dibujar una imagen subidita de tono
que no casaba para nada con la realidad, ni con el momento que estábamos
viviendo, donde yo, agazapada entre sus piernas, terminaba lo que empezó en
el parking de la editorial.
—Eres un fantasma —le eché en cara, mucho más histérica que cuando
me besó y, efectivamente, mis piernas temblaban como si fuera de
mantequilla derretida—. Muy pronto se te sube a ti a la cabeza el que una
mujer responda a un beso que has empezado tú.
—Nunca se trata de que te correspondan, Barbie Cowboy; sino de cómo te
besen de vuelta.
Mierda, no se me ocurrió nada con lo que responder a su acusación.
—Un beso no tiene más misterio si lo haces por pasar el rato o por
compromiso. Pero cuando alguien te besa con ganas es como si te explotase el
universo entero en el paladar —insistió él.
—Una forma muy poética de verlo.
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—Y a ti no solo te han explotado fuegos artificiales en la boca, rubita.
Diría que hasta te pusiste cachonda.
La chulería de aquel tipo no conocía límites. Tampoco su ego. ¿Cómo
podía afirmar tales cosas sin que le temblara el pulso? Y lo peor es que ni
siquiera sonreía ladino; su expresión era tan serena como cuando hablaba del
tiempo.
—Eso ya es venirse muy, muy arriba, Cascarrabias.
—¿Me lo vas a negar?
—Mira por dónde, sí. Básicamente, porque yo no me excito con besos. De
nadie.
—Venga ya.
—Es cierto —insistí, ansiosa por apagar aquella llama de su imaginación.
Ni de broma le iba a permitir que se fuera a casa creyendo que me mojaba las
bragas solo con besarme o tocarme—, soy una frígida. Todos los tíos con los
que he salido me lo han dicho. Así que bájate de la nube, Cascarrabias.
Conmigo no te va a servir nada de lo que hagas.
»Y ya que sale el tema, déjame decirte un par de cosas —alcé un dedo de
la mano—: no vuelvas a besarme sin pedirme permiso y —alcé un segundo
dedo— tampoco vayas hablando de esto con tus amigos. Si alguien te
pregunta qué tal nos va en la cama, cosa que me parece demasiado, pero hay
gente para todo, diles que bien y ya. Somos compatibles debajo de las
sábanas.
—¿Compatibles? No, espera. Hay algo que no. ¿Cómo vas a decir que
eres frígida si te has puesto a temblar cuando te besaba?
—Hacía frío. —Me encogí de hombros.
—Los cojones. Tú no eres frígida.
—¿Podemos no hablar de mi vida sexual? —pregunté, algo avergonzada.
—Si has sacado tú el tema.
—Porque necesitaba hacerte entender que no ha pasado lo que tú crees.
No me he puesto cachonda. Nada me excita. Pero eso no quita que mis dos
normas sean básicas si quieres seguir con esta farsa.
—Muy bien —accedió Martín, a desgana.
—Estupendo.
Martín me dejó en la puerta del edificio donde me recogió esa misma
mañana que estaba a solo diez minutos de donde vivía su abuela. Por eso la
conocía tan bien y solían pedirme alguna que otra reunión para enseñarles los
juguetes sexuales que teníamos en el catálogo de novedad de la página web.
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Pensar en consoladores y fustas me incomodó un montón. No me apetecía
seguir ese hilo en presencia de Martín. Con que supiera que era un trozo de
hielo, una muñeca de plástico en la cama, era más que suficiente. Así no
trataría de cruzar la línea entre lo real y lo ficticio.
—Gracias por acercarme. Nos vemos en… No sé, ya nos veremos —le
dije cuando me bajé del coche, antes de cerrar la puerta.
—Oye, Barbie Cowboy —me llamó él, y yo tuve que encorvar la espalda
con la idea de verle la cara mientras hablaba—. Dirás lo que quieras, y no te
voy a poner en duda porque te conoces mejor que nadie, pero seguiré
apostando a que si esta tarde, después de besarte, te hubiera metido la mano
debajo del vestido, mis dedos hubiesen quedado empapados. No eres frígida,
solo te has acostado con imbéciles. Hay muchísimo fuego en ti, rubita.
Abochornada hasta límites estratosféricos, y sin saber qué decir, balbuceé
un «hasta luego» antes de caminar igual que Bambi recién nacido hasta el
portal de mi casa. Una vez allí, me apoyé en la puerta cerrada y respiré hondo.
Pero ¿qué coño pasaba conmigo?
Página 131
Capítulo 14
DÁNAE
Página 132
Eva Sin Pecado Original: Es que le ha dado
plantón a su ligue de hoy por quedarse
cotilleando en el chat.
Danonina Sin Lactosa: Ostras, lo siento,
cariño.
El Cid Salseador: Un polvo se puede echar
cualquier día de la semana. Pero que le
coman la boca a mi amiga, la virgen 2.0, pues
no ocurre todos los días.
Danonina Sin Lactosa: ¿Cómo que virgen
2.0? El himen no se regenera de la noche a la
mañana.
Eva Sin Pecado Original: Ni una deja de ser
virgen por tener o no himen.
El Cid Salseador: EXACTO. ¿Vas a responder
o tengo que pasar fotos de nabos?
El Cid Salseador ha enviado cuatro
archivos:
Minabo.jpg
Nabosgrandes.jpg
Nabosymelocotones.jpg
Panaboyo.jpg
Eva Sin Pecado Original: JA, JA, JA. ¿Por qué
pasas fotos de nabos vestidos de cosas?
Estás fatal de lo tuyo.
El Cid Salseador: Hay que motivar a la niña,
chochopan.
Danonina Sin Lactosa: Ni voy a abrirlos.
PERO sí, besa bien. Besa muy bien.
Eva Sin Pecado Original: ¿No me digas que
te has encoñado con él?
Danonina Sin Lactosa: ¡No!
El Cid Salseador: ¡Sí que sí! ¡Seguro que se le
ha derretido el chocho mientras le comía la
boca!
El Cid Salseador ha enviado un audio: Oh,
sí, Martín: muérdeme el tanguita. Eres el
único capaz de provocarme placer.
MMMMMHHHHH.
Eva Sin Pecado Original: JA, JA, JA. ¿Por qué
pones esa voz de actor porno?
Danonina Sin Lactosa: Quién quiere
enemigos teniéndoos a vosotros al lado.
Eva Sin Pecado Original ha enviado una
foto.
Perdóoooon.jpg
Página 133
Danonina Sin Lactosa: No se me ha
derretido nada. Solo sentí un cosquilleo en el
pecho y casi se me doblan las rodillas. Nada
más. Se me pasó en cuanto supe que me
había besado por compromiso.
El Cid Salseador: Ajá, por compromiso. Por
eso le has dicho que eres una frígida, ¿no?
Porque no has captado a la primera que te
quiere enterrar la sardina.
Eva Sin Pecado Original: Hombre,
sospechoso es. Si te dice que te notó
cachonda, es que tuviste que ponerte
tontorrona.
Danonina Sin Lactosa: Eso no pasó. Nunca
me pongo cachonda, joder. Nada me excita
realmente.
El Cid Salseador: Permíteme dudarlo. Lo que
pasa es que siempre has visto el sexo como
algo solitario, por eso te conformas con el
Patito Dicky.
Danonina Sin Lactosa: Lo que yo haga en mi
intimidad es asunto mío.
Eva Sin Pecado Original: Nadie lo niega.
Pero, oye, que seáis una relación falsa no
significa que no podáis follar en caso de que
exista atracción, ¿no? Un polvo no cambia
nada, solo te relaja el cuerpo y te mejora la
piel.
El Cid Salseador: Y te abre todos los chakras.
Danonina Sin Lactosa: ¿Cómo voy a
acostarme con Martín?
El Cid Salseador: Pues sin dramas, mujer. Le
dices que quieres comerle todo el nabo y que
te alegre la pepitilla con la lengua. Y luego le
dices que te ponga mirando pa’ Cuenca. Fácil
y para todo el mundo.
Danonina Sin Lactosa: No voy a acostarme
con él.
Eva Sin Pecado Original: ¿Tanto miedo te
da?
Danonina Sin Lactosa: ¡No es miedo! Es que
simplemente no me atrae.
El Cid Salseador: Qué mentirosa.
Danonina Sin Lactosa: ¿Y tú qué sabes?
El Cid Salseador: Si no te atrajera ni un
poquito, no nos habrías mandado un audio
de once minutos, ONCE MINUTOS, PEDAZO
Página 134
DE LOCA, nada más llegar a casa. Te habrías
reído o quejado, y hubieras pasado del tema.
Pero le estás dando vueltas porque en el
fondo ha encendido la llama de la duda en ti.
Eva Sin Pecado Original: Opino igual. Pero
que no sirva de precedentes.
Danonina Sin Lactosa: Pero…
El Cid Salseador: Que yo no te voy a obligar a
tirártelo, de verdad. Debes ser tú quien lo
decida. Pero, chochopan, el tío está bueno y
te anda provocando. ¿Qué más te da? ¿No
sabes que es mejor arrepentirse de lo que se
hace que de lo que se deja pasar?
Danonina Sin Lactosa: Esa filosofía de vida
es peligrosa.
Eva Sin Pecado Original: Solo sería un polvo.
Pruebas y, en caso de que no te guste, no
repites. Si de todos modos no os vais a ver
una vez se acabe todo esto.
Danonina Sin Lactosa: Precisamente.
El Cid Salseador: Tú no le des vueltas y
tíratelo. Y luego nos cuentas qué tal folla.
Danonina Sin Lactosa ha enviado un
archivo.
Loscojones.jpg
El Cid Salseador: ABURRIDA.
Eva Sin Pecado Original: Me voy a la cama,
chicos. Pero piénsatelo, neni. El sexo está
para pasárselo bien.
El Cid Salseador: Y quitarte las telarañas
también te ayudará a quedarte con un buen
recuerdo de esta mentira.
Danonina Sin Lactosa: Sois muy mala
influencia.
El Cid Salseador: Si lo sabes, ¿para qué nos
envías un pódcast?
Danonina Sin Lactosa: YA OS CONTARÉ. Me
voy a dormir.
El Cid Salseador: Disfruta de la paja que te
vas a hacer esta noche pensando en Martín.
Danonina Sin Lactosa: CERDO. (Pero
gracias).
Eva Sin Pecado Original ha enviado un
sticker de corazones.
El Cid Salseador ha enviado un sticker de
nabos.
Página 135
Danonina Sin Lactosa ha enviado un
sticker de buenas noches.
Página 136
Capítulo 15
MARTÍN
Página 137
—Buenas.
Esa mañana llevaba un traje a dos piezas de color marrón y una camisa
blanca que hacía que su pelo rubio —teñido, y no natural— se viese más
apagado que de costumbre. Y por si fuera poco, que tuviera ojeras bajo los
ojos y una expresión de funeral no ayudó a que mis nervios se calmaran ni un
poquito.
—He recibido un par de e-mails más de las autoras Phoebe King y Laura
Mor —empezó diciendo. Eso me gustaba de mi jefa: no se andaba por las
ramas a la hora de dar malas noticias—. Phoebe me ha comentado que le
enviaste una lectura inicial de su último manuscrito y lo catalogaste de
demasiado comercial, además de decirle que no tenía salida porque ese
género ya no se vende.
—Vampiros en una granja que se enamoran de una chica que hace
pasteles. ¿De verdad es necesario que explique por qué le dije eso?
—Es una historia original e interesante. Últimamente, se vende mucho
cozy mystery en las librerías —dijo Covadonga—. Y Phoebe casi siempre
alcanza los primeros puestos en las listas de venta. Escriba lo que escriba, será
un éxito.
—Me pareció fuera de lugar.
—Pero es que este sello no se mueve alrededor de tus gustos, Martín.
Pensaba que eso estaba claro. Debemos hacer un estudio de mercado y
comprobar si hay hueco para las historias que nuestras autoras nos confían.
—Dudo mucho que se estén vendiendo historias de vampiros actualmente.
La moda pasó hace como diez años —insistí. Porque sí que me fijaba en el
mercado editorial, y no solo en el nacional—. La mayoría de las tendencias
norteamericanas, que te recuerdo que son las que marcan las modas del año
siguiente en el resto del mundo, se dirigen hacia el romantasy.
—¿Y qué? Eso no quita que un libro de vampiros y romance llame la
atención. E incluso si fracasara, cosa que dudo, sigue siendo una buena
apuesta.
—¿Perder dinero es una buena apuesta? —lo pregunté con cierto
escepticismo.
—No todos los libros están destinados a vender lo mismo. Y tanto Phoebe
como yo estamos de acuerdo en que esta novela tiene todos los ingredientes
para ser un bombazo.
—De acuerdo. Dejaré de meterme con el cozy mystery —cedí. Total, no
iba a cambiar de parecer y mi jefa lo sabía.
Covadonga suspiró. Se la veía cansada. Y frustrada.
Página 138
—Mira, Martín, aprecio un montón el trabajo que haces y me pareces un
editor muy competente, pero estás rozando líneas que no me gustan. Te has
obsesionado tanto con la exigencia, con lo que a ti te parece bien o mal, que
has empujado a un grupo de autoras a rebelarse contra Merika. Y ya no puedo
permitir que esto siga así. No solo porque es ilógico y poco sano, sino porque
el sello romántico es el que más dinero genera a lo largo del año, y los de
arriba me están presionando para que las autoras publiquen más seguido.
Todas nuestras chicas son bestseller y deseamos mantenerlas.
Me sentó mal escucharle decir que todo era mi culpa. Como si yo hubiese
elegido por propia voluntad que se llegara a ese punto de inflexión.
La mala publicidad nos había calado hasta los tobillos, creando un enorme
lago de quejas, de peticiones varias y exigencias. Aun así, ¿yo era el único
culpable? ¿De verdad les había empujado a escribir a Covadonga y
presionarla para que me diera un tirón de orejas? ¿Por qué no detenían ellas
su campaña de odio, para empezar, y luego nos sentábamos a dialogar como
personas adultas?
«Probablemente», pensé, enfadado, «esto no es para mí. Seguro que soy el
único que cabrea a sus autoras. No estoy hecho para esto. No me merezco el
puesto».
Esa verdad explotó dentro de mí y me hizo sentir miserable. De pronto me
molestaba la chaqueta, la camisa, el que la ventana estuviera cerrada.
Necesitaba aire fresco. Despejarme. Huir.
«Inhalar. Exhalar. Inhalar. Exhalar». Repetía como en un mantra.
—Ayer me reuní con Laura Mor, también, y ella me ha empujado a tomar
una drástica decisión respecto al sello romántico. Por eso te he llamado hoy.
Un nudo en mi garganta impidió el paso del aire a mis pulmones.
Me temblaban las manos.
Me sudaba la espalda.
«Inhalar. Exhalar. Inhalar. Exhalar».
—He contratado, de manera temporal, a una editora para que te eche un
cable con respecto a los manuscritos. Creo que dos personas seréis capaces de
llevar adelante el sello romántico si trabajáis codo con codo. Y, de verdad,
Martín —eso último lo dijo con resignación—, espero que reflexiones sobre
esto y le des la oportunidad a tu nueva compañera de aportar ideas nuevas y
de apaciguar a las autoras.
—¿Cómo? ¿Quién demonios es? —pregunté, contrariado.
Pensaba que me iba a echar a patadas, no a reforzar el sello con otra
persona. Otra editora. Alguien que me pondrían mala cara y rechazaría la
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mayoría de mis decisiones.
No necesitaba ayuda. Lo podía hacer solo. Hablar con las autoras,
tranquilizarme, ceder.
«No, no puedes», me atacó una vocecita. «A la vista está, capullo».
—Se llama Martina Nogués y ha trabajado en dos sellos bastante
competentes en los últimos cuatro años, además de formar parte de la revista
Serendipity Magazine. Ha accedido a echarte un cable durante unos meses. Es
muy buena eligiendo manuscritos y haciendo marketing. Estoy segura de que
juntos le daréis un empujón al sello y no recibiré ni la mitad de las quejas que
estoy encontrándome cada día en mi buzón.
«Perfecto», pensé con ironía. Me acababa de colocar una niñera para que
supervisara mi trabajo, porque no se fiaba de mí. De que me esforzaría por
comprender a las autoras y hablar con ellas.
Maldita fuese, no quería a Martina Nogués ni a ninguna otra persona
metiendo las narices en mi trabajo. Solo necesitaba un poco de tiempo. Bajar
mis expectativas y dejar de exigir tanto a las autoras. Seguro que así dejaban
de verme como si fuese el jodido Beetlejuice.
—¿Estás bien? —me preguntó Covadonga al ver que no decía nada.
Deduje, por su expresión, que estaba más pálido que un muerto. Que
debía salirme fuego por los ojos. Y que mi cabreo creaba un aura rojo intenso
alrededor de mi cuerpo, igual que en los dibujitos de la tele.
—No, la verdad.
Covadonga suavizó su expresión. Ella era muy empática y comprensiva.
La clase de persona que merecía el puesto más alto en una editorial.
—Es algo temporal. Creo que todos necesitamos un poco de tranquilidad,
Martín.
¿Tranquilidad? ¡Me sentía como si hubiese una llama prendida dentro de
mi pecho! Me faltaba el jodido aire, y no conseguía hablar. Pero, en el fondo
de mi ser, ya sabía que Covadonga no daría su brazo a torcer.
Había perdido aquella batalla.
Autoras: 1. Martín: 0.
—Venga, anímate. En cuanto se relaje el asunto este de las autoras, nos
reiremos de todo esto —insistió mi jefa, sonriendo un poco tensa—. ¿No
crees?
—Claro.
Me dijo un par de cosas más, pero el pitido de mis oídos me impidió
escucharlo por completo. Salí de su despacho igual que un zombi. Ni siquiera
me paré a saludar a nadie. Simplemente, me dejé caer en mi sillón y me froté
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las sienes con los dedos. El dolor de cabeza que me estaba entrando era
insoportable, y el aire continuaba sin llegar con fluidez a mis pulmones.
Lo veía todo negro.
En poco tiempo tendría a otra persona ocupando mi despacho, dándome
indicaciones y exigiéndome que tratara de una forma determinada a las
autoras. Me hablaría igual que a un niño pequeño que no sabía comportarse.
Invadiría mi espacio personal, mi trabajo, y no podría echarla.
Cuanto más lo pensaba, más me cabreaba.
El sonido de la alerta de mi ordenador me hizo girar la cabeza hacia la
pantalla. Acababa de llegarme un correo de Dánae. Lo abrí y me fijé en el
boceto inicial de la portada: colores llamativos, una pareja desafiándose con
la mirada, un montón de corazones, pelotas de baloncesto y flechas. La miré
largo rato, hasta que el dibujo se emborronó y mi mente volvió a llenarse de
pensamientos intrusivos.
De color negro.
De culpabilidad.
Una niñera. Una compañera. Una supervisora.
Nadie confiaba en mí. Nadie pensaba que fuese capaz de dirigir mi sello.
Me estaban alejando.
Cabreado, y con la mandíbula tensa, casi tanto como el resto de mi
cuerpo, le escribí una respuesta a Dánae y apagué la pantalla. No quería saber
nada más del asunto. Ni del sello. Ni de Martina. Ni de ninguna autora.
Sencillamente, quería que ese día de mierda se acabase de una vez.
Para: [email protected]
De: [email protected]
Asunto: Portada.
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Capítulo 16
MARTÍN
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Cerdo San Martín: Porque probablemente
piense que soy un imbécil. Ni siquiera me
coge el teléfono.
Anna Banana: Dale un poquito de margen.
Le ha tenido que coger de sopetón que le
hables así, tan brusco y cortante. Todo el
mundo nos hubiéramos enfadado al recibir
ese correo.
Cerdo San Martín: Ya lo sé.
Paulino Rubio: Lo que no es normal es que
estés tan a la defensiva con este tema.
Entiendo que es tu trabajo y te apasione,
pero estás pisando arenas movedizas y cada
vez te hundes más. ¿Por qué no aceptas que
la nueva editora será buena para el sello, en
lugar de enfadarte?
Cerdo San Martín: Porque Covadonga la ha
puesto en mi departamento únicamente para
vigilarme.
Paulino Rubio: ¿Y te sorprende? ¡Las autoras
no se han cabreado solas! Llevo unas
semanas pidiéndote que te detengas.
Presionarlas tanto no trae nada bueno, y a la
vista está que no me equivocaba.
Anna Banana: Oye, no le recuerdes más
esto. Él ya sabe lo que hay.
Paulino Rubio: No, me niego a seguir
mirando para otro lado. Eres mi amigo y te
aprecio, y deseo que estés bien. Pero has
transformado algo que te llenaba de felicidad
en un pozo de mal rollo y quejas y
difamaciones. De verdad que no las excuso,
porque ellas tampoco actúan bien y deberían
parar con todo lo que sueltan en redes
sociales. Aun así, tú, Martín, estás en la
obligación de rebajar esta oleada de odio
haciendo las cosas bien.
Anna Banana ha enviado un sticker de un
plátano mordiéndose las uñas.
Paulino Rubio: Te aseguro que no eres el
primer editor al que ponen a caldo en redes
sociales. Hace unos meses también
arremetieron contra una editorial entera
porque supuestamente no les pagaban, y
luego resultó que no es que la empresa no
quisiera enviar las liquidaciones, sino que
ellos no vendían lo suficiente para llegar al
mínimo. ¿Y qué ocurrió? La editorial y los
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escritores se sentaron, solucionaron todo y
retiraron las acusaciones.
Anna Banana: Eso es cierto. Una disculpa a
tiempo hace milagros.
Anna Banana ha enviado un sticker de
guiño.
Paulino Rubio: ¿No quieres decir nada? Vale,
te llamaré mejor.
Dejé que el teléfono sonara al menos cuatro veces antes de cogerlo. No
me apetecía hablar. En realidad, no me apetecía nada esa mañana. Ni esa
semana. Ni ese mes. Estaba saturado. Y no hacía otra cosa que lamentarme
por no ser mejor persona, mejor trabajador, mejor amigo, y mejor novio falso.
—¿Vas a dejar de comportarte como si tuvieras quince años? Por favor,
Martín, que somos amigos hace demasiado y sabes que no me ando con
tonterías cuando tengo que decirte algo importante.
—Lo sé.
—Genial, porque no me apetece entrar en un bucle absurdo sobre por qué
es importante que empieces a tomar el control de tu vida de nuevo.
—¿Recuperar el control? —Miré el reflejo que me devolvía el ventanal de
la terraza de mi casa; me veía agotado, demasiado pálido.
—Sí, eso mismo. Desde que te dejó Sandra te has convertido en un tirano.
Es como si no soportaras que la vida siga si ella no está a tu lado.
—No digas gilipolleces.
—¿Las estoy diciendo? —preguntó Paulino con cierto cansancio—. ¿O en
realidad soy el único que se ha dado cuenta de la realidad?
Presioné el tabique de mi nariz con ambos dedos en un intento por
contener un suspiro de frustración. Todo mi cuerpo seguía en tensión, pero no
me molestaba tanto lo de la nueva editora como el hecho de que había
hablado mal a Dánae. Y ella no se merecía que la tratasen de esa manera. No
se merecía que cada persona de su alrededor arremetiese contra ella, como si
fuese un jodido saco de boxeo.
A lo mejor Paulino tenía razón y esa vorágine de autocontrol, de vacío
existencial y de tristeza no hacía más que empujarme hacia la destrucción
absoluta. Incluso si me llevaba a todos conmigo.
¿Y si nunca más volvía a sentirme feliz y satisfecho con lo que hacía? ¿Y
si me consumía tan rápido como una vela?
—Mira, no pasa nada por meter la pata. La vida es corta y existen las
disculpas —prosiguió Paulino en un tono más cariñoso, más cercano. Mi
amigo era experto en practicar lo de ver el vaso medio lleno siempre—. Pero
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me preocupa el cariz que está tomando tu vida en las últimas semanas.
Primero la tomas contra tus escritoras, luego te gastas tus ahorros en un coche
nuevo e innecesario, y por último enredas a una pobre chica para que siga
haciéndose pasar por tu novia únicamente porque no te gusta que hablen de ti
y te acojona que te perjudique todo.
»¿Entiendes la importancia de solucionar las cosas que están mal? ¿De no
ceder a la presión y a la tristeza? ¿De no vivir en la oscuridad o en una
mentira?
Sí, sí que lo comprendía. Más de lo que la gente pensaba. Pero, al igual
que la mayoría de los mortales, yo también era un cúmulo de defectos y
miedos que me empujaban a tomar decisiones precipitadas y erróneas.
Fingir que tenía una relación con Dánae era una de ellas. Aunque no me
molestaba especialmente. Quitando las miraditas que seguían lanzándome en
la editorial, o las preguntas fuera de lugar, lo cierto es que a nadie le
importaba demasiado si ella y yo éramos felices.
Hasta Arantxa lo había asumido en cuestión de días. No me juzgaba con
la mirada, ni insistía en que me alejara de su cuñada y buscara a alguien
mejor. Todos habían aceptado que Dánae era una chica maravillosa y que yo
era feliz. Lo cual sonaba absurdo.
Porque todo era mentira.
Y esa mentira la alargué yo por imbécil y por cobarde. Por temor a que
una tontería emborronara aún más la imagen de editor triunfador que
guardaba en mi cabeza.
Pero todo era mentira.
—Sí —me forcé a responder—. Sí, lo entiendo.
—¿Sabes? Sigo creyendo que harías bien en ir al psicólogo.
No era la primera vez que Paulino o mi abuela me lo decían. Para ellos,
que tanto me apreciaban y tanto me querían, era muy importante que sanara
por completo. Que cerrara de una vez por todas la herida que Sandra dejó
abierta en mi pecho.
A lo mejor sí quedaba algo de esperanza para mí. Solo necesitaba poner
en orden mi vida.
—Debería.
Paulino suspiró.
—Y dejar de mentir. Las relaciones falsas no solucionan nada tampoco.
—Lo sé.
—Vale. Estaría bien que fueras a hablar con Dánae y reflexionaras un
poco. Te aprecio, pero me preocupas. Cada día que pasa, Martín, pierdes más
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el control.
Me miré las manos y supe que llevaba razón: ya no sabía quién manejaba
mi vida.
—No es necesario que te pongas nervioso. Estoy bien.
—Estar bien no es reír o disfrutar la vida de vez en cuando, Martín —
insistió mi amigo, en un tono comedido—. Es meterse en la cama, al final del
día, con la seguridad de que has hecho todo lo posible para que tu vida valga
la pena.
—Empiezas a sonar como los de Mr. Wonderful —traté de bromear.
Paulino suspiró una segunda vez.
Su paciencia se quebraba, como la de Covadonga, como la de mi abuela.
Como la de todos a mi alrededor.
—Eres el amor de mi vida en versión amistad. No me rompas el corazón
—fue su respuesta, con ese tono dramático ficticio que usaba siempre que
quería poner nervioso a los demás.
Me limité a soltar una carcajada.
Paulino también se rio.
—Tarde. Te he cambiado por una rubia espectacular.
—Y dulce. Justo la clase de mujer con la que jamás tropezarías ni a
propósito. El destino te está dando las herramientas necesarias para que
encauces tu camino. No la cagues.
—Vale, pesado.
Colgué y me dejé caer por completo en el sofá. Aún era por la tarde y el
tráfico barcelonés llegaba hasta mi salón con la intensidad de una orquesta de
música clásica. A veces me planteaba la posibilidad de mandarlo todo a la
mierda y buscarme otro piso, pero no terminaba de animarme por dos
razones: los alquileres eran una mierda y allí había vivido muchos momentos
buenos con Sandra.
Estaba claro que la nostalgia me tenía pillado por los cojones y no dejaba
de apretármelos para que no fuese a ningún sitio.
Pensé en Sandra, en el vacío que me dejó, en su ausencia, en su despedida
y en todos los días que vinieron después de la ruptura. No la extrañaba como
tal, sino a lo que vivimos juntos. Los planes que hicimos mientras cenábamos
un viernes por la tarde en la terraza de nuestro apartamento, con vino y velas
y una película romanticona de fondo. Su risa después de ducharse y aparecer
en el salón con la cara manchada de crema de aguacate, perfecta para dejar la
piel suave y aterciopelada. O cuando me apretaba la mano cada vez que
pasábamos por delante de una tienda de ropita de bebé.
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Durante los últimos meses, me había esforzado muchísimo por
recomponer cada pedazo de mi vida y no sentir que cojeaba. Y cuando
pensaba que por fin había llenado todos mis vacíos, llegaba Paulino y lo
echaba por tierra.
«Eso no es lo peor», pensé, frustrado; «lo peor es que te tropezaste con la
chica de los ojos más azules y bonitos del mundo, y ahora no te la sacas de la
cabeza. Eso tiene nombre».
Como el cobarde que era en los últimos tiempos, aparté rápidamente el
pensamiento de mi cabeza. No necesitaba más líos.
A cambio, cogí de nuevo el teléfono y llamé a la Barbie Enfadada.
Era cierto lo que dijo Anna: las disculpas sinceras lo cambiaban todo.
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Capítulo 17
DÁNAE
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tuvieras la obligación de hacer las cosas
según su criterio.
Danonina Sin Lactosa: De hecho, fue él
quien confió en mí para hacer la portada.
Eva Sin Pecado Original: Dylan tiene razón,
neni. No ha sido elegante contigo.
Danonina Sin Lactosa: ¡Lo sé! Y estoy
enfadada por cómo se ha dirigido a mí. Pero
intento entender qué cable se le ha cruzado.
El Cid Salseador: Espero que se haya pillado
la chorra con la cremallera. Menudo imbécil.
Eva Sin Pecado Original ha enviado un
sticker de risa.
Eva Sin Pecado Original: ¡Qué malo eres!
El Cid Salseador: Solo defiendo a mis
amigas.
Danonina Sin Lactosa: Y te lo agradezco, de
verdad. Pero no os he contado esto porque
necesitaba sacarlo.
El Cid Salseador: Y aquí estaremos para
escucharte.
Danonina Sin Lactosa ha enviado un
sticker de gracias.
Eva Sin Pecado Original: Eso no quita que
deberías decirle cuatro cosas de nuestra
parte. O de la tuya. Que se disculpe por lo
menos y bese el suelo por el que pisas.
Danonina Sin Lactosa: No será necesario.
Apagué la pantalla del móvil y me tumbé sobre el sofá. Me sorprendió
muchísimo su respuesta tan llena de ira. ¿Qué demonios le habría ocurrido a
Martín para reaccionar de esa manera? ¿Tan malo era el boceto? Porque yo lo
miraba y me gustaba el resultado. Era justo lo que tenía en mente.
No quería admitirlo frente a Eva y Dylan, pero su actitud me había dolido.
Así de tonta era. Me hablaban o miraban mal, y enseguida me sentía
pequeñita, vulnerable, y ya no quería enfrentarme a la persona en cuestión.
Menos mal que la terapia con Carmen empezaba a ser una cura para mis
problemas de autoestima, y no me refugié en la cama, como hacía a veces,
sino que seguí trabajando en el boceto. Obligándome a darle forma al fondo,
al título, y a las facciones de los dos protagonistas. Creía en mi trabajo, y más
le valía a Martín apreciar todo el trabajo que llevaba a sus espaldas aquella
portada.
Me preparé un café y seguí delante de la tableta un par de horas más,
aplicando los colores que creía de verdad que encajaban bien con la imagen.
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Como ya había terminado mi jornada de ir vendiendo juguetes sexuales de
casa en casa, o de empresa en empresa, mientras la gente se volvía loca a mi
alrededor al ver que cada mes inventaban algo nuevo, y cada vez más
innovador, me podía permitir avanzar con ese encargo.
Quería hacerlo bien y que Martín estuviera orgulloso con el resultado
final. Ni siquiera tenía que ver con mi ego, sino con la autora en cuestión. Si
veía que ese tipo de portadas triunfaban, que llamaban la atención del público,
tal vez dejaría de presionarlas tanto.
Al regresar de la comida con mi cuñada, y tras darme una ducha casi fría
para calmar el calor de mi cuerpo, me senté en el sofá y me dediqué a leer
todo lo que decían sobre él en redes sociales. Estaba prácticamente plagado de
rumores, de quejas, de insultos. Hasta habían abierto un hilo en un foro para
ponerlo de vuelta y media. Y aunque no justificaba la actitud de Martín,
tampoco estaba a favor de que se le crucificara.
Las personas se equivocaban, y se merecían la oportunidad de rectificar.
Si estaba dispuesto a fingir que era mi pareja, que estábamos juntos, por
un motivo tan tonto. Seguramente aquello le afectaba de verdad. Y le jodía
que atacaran a su imagen y su trabajo constantemente. ¿Quién podría
juzgarlo, de todos modos? Porque en mi caso, lo entendía. Había visto con
mis propios ojos cómo utilizaban su anterior relación con Sandra para afirmar
barbaridades como que era un cabrón miserable, y que si ni siquiera
conservaba una relación en la vida real, ¿cómo iba a ser capaz de llevar un
sello romántico hacia delante?
«Las personas sin corazón no creían en el amor. Lo veían como un trámite
absurdo». Recordaba la sensación de vacío que me invadió al leer todo eso.
«Te estás ablandando», pensé. «No es bueno empatizar tanto».
Pero es que no quería formar parte de aquel circo. ¿Por qué las personas
sentían tanta disposición a hablar mal y a hacer ciberbullying por internet?
¿Tanto poder otorgaba el anonimato? Joder, yo tampoco soportaba a mi jefa,
pero no la insultaba en mis redes sociales. Tampoco me metía en hilos de
otras personas y me sumaba a la quema de brujas, como si la vida me fuera en
ello y fuese a conseguir algo positivo con ello. Existían límites, y una línea
llamada respeto que nadie debería saltarse. Y si algo te sentaba mal, lo
solucionabas con esa persona, en privado.
El sonido del móvil interrumpió mis divagaciones mientras dibujaba con
el lápiz sobre la tableta. En la pantalla se reflejó el nombre de Martín. Me
mordí el interior de la mejilla con cierta fuerza. ¿Qué querría? ¿Insistir en que
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mi trabajo era una basura? No me sentía con ánimos de discutir esa tarde.
Tenía muchas cosas que hacer y nada estaba saliendo como quería.
Martín: Por favor, hablemos. Necesito
decirte algo.
Leí su mensaje al menos cinco veces. ¿Estaría arrepentido por haberse
comportado igual que un imbécil? Bueno, Carmen, mi psicóloga, hablaba
mucho acerca del perdón. Y si en ese momento me negaba a escucharle, quizá
jamás recibiría una disculpa de su parte.
Con un suspiro de resignación, lo llamé yo.
Martín lo cogió al primer toque.
—Hola, Barbie Enfadada.
—Menos mal que sabes que lo estoy.
—Sí. Y lo siento. De verdad. No quería hablarte de esa manera.
—¿En serio? —Elevé una de mis cejas a pesar de que él no me vería—.
Hay formas más elegantes de rechazar el trabajo de otra persona.
—Solo estaba enfadado y lo pagué contigo.
—Eso no es excusa.
—No, no lo es.
Suspiré y me levanté para poder mirar por la ventana. Quedaban pocas
horas para el evento que más ilusión me hacía de ese año, y todo en lo que
pensaba, más allá de pasármelo bien y ponerme guapísima, era en solucionar
ese tema para que no me empañara la noche.
—La próxima vez, si estás enfadado, no me respondas.
—No lo haré —me prometió. Y sonó sincero.
—Vale. Porque si no te retorceré los huevos.
Escuché que se reía bajito al otro lado de la línea.
—Te juro que me cuesta imaginarte enfadada y usando la violencia a tu
favor.
—Me enfado poco —admití. Hacerme la chunga delante de un tío como
Martín no serviría de nada—. Quizá es por eso.
—Es mejor vivir tranquilo.
—¿Y por qué no te lo aplicas a ti mismo? —me animé a preguntarle—.
He visto lo que escriben sobre ti y, quitando que me parece muy fuerte que se
cuestione tu vida personal, no entiendo por qué no les das un toque de
atención.
Hubo un corto silencio. Por un momento pensé que no me diría nada, o
que cambiaría de tema.
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—Nunca me nombran. Incluso si denunciara el acoso al que me someten,
o expusiera todas las mentiras que dicen, no serviría de gran cosa. Los casos
de ciberbullying son muy difíciles de demostrar y de ganar.
Como no tenía demasiada experiencia sobre ello, asumí que era cierto.
—¿Por qué la editorial no hace nada?
—Ya ha tomado medidas. Contra mí.
—¿Cómo que contra ti? —Un pensamiento fugaz cruzó mi cabeza. Me
alarmé—. ¿¡Te han echado!?
—No. Todavía no. Me han puesto una niñera. En unas semanas se
incorporará la nueva editora del sello romántico y tendremos que trabajar
codo con codo.
No me pareció una mala idea. A lo mejor, la nueva editora ayudaba a
Martín a ver la novela romántica como un género importante y valioso, y con
un montón de autoras talentosas.
—Vamos, dilo —me animó él ante mi silencio—. Es algo positivo.
—Sí —suspiré, pegando más el teléfono a mi oreja—. Sí, creo que te
vendrá bien.
—Yo también lo creo.
Se me escapó una risita.
—Creo que es la primera vez que te veo admitirlo en voz alta.
—Uno está obligado a asumir sus errores, aunque tarde meses en verlo. Y
ya me he resignado a que mi actitud ha sido la de un cabrón. No es divertido
que te hagan la vida imposible cada vez que deseas publicar un libro con la
editorial que te ha dado la oportunidad de estar en librerías y llegar a más
público.
—Enhorabuena, Cascarrabias. Has avanzado mucho.
—No, todavía no. Porque me toca enmendar mi error.
—Pero ya has hecho lo más difícil: darte cuenta —murmuré.
—Dudo mucho que sirva, porque el mal ya está hecho, pero…
—Pero —añadí yo, antes de que se lamentase más—, hasta los tipos duros
como tú saben hacer las cosas bien. Tienes mucho talento en tu sello.
Deberías sentirte orgulloso e impresionado, no molesto porque te critiquen.
No eres el primer editor al que ponen verde en redes sociales. ¡Anda que no
hay quejas por Facebook o Twitter! Quizá han cruzado ciertas líneas, pero la
gente, cuando se enfada, no mide la magnitud de sus actos. Y no justificaré a
ninguna de las dos partes, porque considero que ambos habéis cometido
errores, pero te has comprometido a subsanar esa mala relación que te ata a
tus autoras, y eso es lo que importa, Martín.
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»Estoy feliz de oír que por fin abres los ojos.
El nudo que me había acompañado todo el día, y que presionaba mi
estómago, se disipó al comprender por fin que Martín no era un imbécil con
un ego desmedido. Solo demasiado perfeccionista. Y esa perfección lo
empujó a comportarse como si tuviera la verdad absoluta, desdeñando el
trabajo de sus autoras y empujándolas a rebelarse contra él. Pero esperaba de
corazón que esa etapa quedara cerrada. Que él nos la presionara nunca más,
que las apoyara de verdad, que puliese sus manuscritos para que el público lo
disfrutase. Y también que ellas apartaran de un manotazo el rencor que les
consumía el alma y dejaran de meterse en la vida privada de una persona
como Martín. O de cualquier otro individuo.
Nadie se merecía leer que no tenía corazón o que era incapaz de amar.
—Confías demasiado en mí, Barbie Cowboy.
—Confío en las personas que me demuestran que encaran el mundo con
cierta empatía y humildad. Y tú acabas de matricularte en esas asignaturas.
No me defraudes —bromeé.
Lo dije como si de verdad tuviera el derecho a exigirle que no rompiese
mis ilusiones. A veces me comportaba como esas protagonistas de películas
de amor, mis favoritas, que nadaban en dinero, acudían a una oficina de la
leche y estrenaban zapatos cada semana. Las mismas que se enamoraban a los
veinte minutos del metraje y perdonaban absolutamente todo al protagonista
con tal de seguir admirando su sonrisa de anuncio de dentífrico.
A ver, que lo entendía, porque yo también sería capaz de perdonarle a
Matthew McConaughey que se dejase la tapa del váter levantada y las migas
de la tostada sobre la encimera. E incluso que le mirase el culo a una chica en
el metro. Pero había ciertos asuntos que uno debía solucionar antes de seguir
avanzando por el mal camino. Y yo, como fiel defensora de los amores de
libro, o de películas de amor, jamás saldría con el chico malo que solo me
provocaba quebraderos de cabeza. Por muy bueno que estuviera. No por nada
en especial, sino porque que te rompieran el corazón no era divertido en el
mundo real.
Solo quedaba bien en la gran pantalla. Que se lo dijesen a Blair Waldorf y
Chuck Bass; nuestros tóxicos favoritos.
Quizá por eso, porque me daba miedo parecerme a las Judith y Mery de
las películas de Hollywood, borré la sonrisa de mi cara y me puse seria.
Nadie quería un Anakin Skywalker en su vida. Ni siquiera si le daba vida
el mismísimo Hayden Christensen.
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—Trataré de no hacerlo —me prometió el Editor Cabrón. A partir de
entonces, Editor a secas—. ¿Puedo invitarte a cenar para pedirte disculpas en
condiciones?
—Me gustaría, pero…
—… no quieres que te vean conmigo —dijo él, enfatizando cada palabra,
aunque se notaba a leguas que solo bromeaba.
—No, idiota. Es que tengo entradas para un concierto esta noche.
—¿Los Estopa?
—¡Christina Aguilera! —exclamé de lo más emocionada—. Hace un año
que me pillé las entradas. Pero me toca ir sola, porque Eva, mi amiga, está
con una gastroenteritis que no le deja alejarse del baño. Y Dylan, mi amigo,
está en Almería, con su follamiga.
—¿Y no tienes a nadie más a quien invitar?
—Pues no. Mi círculo social es muy reducido. Invitaría a mi hermana,
pero es muy emo y muy gótica, y solo le gustan los grupos de punk y rock.
No pasa nada —añadí rápidamente—, prefiero ir sola a perderme el concierto.
¡Es mi artista favorita!
Hubo un breve silencio donde Martín suspiró.
—¿Quieres que te acompañe yo?
Casi se me escurrió el móvil de entre los dedos.
—¿Qué dices? Si a ti no te gusta Christina Aguilera. Cada vez que te la
pongo en el coche, resoplas con disgusto.
—Pero a ti te hace ilusión. Y solo por eso ya merece la pena.
Noté una sacudida a la altura del estómago.
Pensé en Carrie Bradshaw y en sus amigas, y me encomendé a todas ellas
a la hora de aceptar su propuesta. Una chica merecía salir con un chico que le
gustaba un poquito —en serio, solo un poco— y que se estaba ofreciendo a
llevarla a un evento especial. Lo demás era secundario.
Seguro que Dylan y Eva lo entenderían.
Seguro que Carrie hubiese hecho lo mismo en mi lugar.
Además, no pensaría en las consecuencias. O en cómo reaccionaría mi
corazón al tenerle justo a mi lado mientras Christina Aguilera cantaba mis
canciones favoritas.
Una chica se merecía tropezar una y mil veces con la misma piedra, o con
piedras diferentes, y levantarse justo después. Más fuertes, más guapas, más
empoderadas. Si Shakira podía hacerlo, yo también.
Y si mi sino era llevarme todo tipo de recuerdos de aquella relación falsa
una vez llegara a su fin, y Martín y yo dejáramos de hablar, que así fuera.
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Me arrepentiría después, no durante el proceso.
—Vale —accedí, y una gran sonrisa curvó mis labios. El hormigueo de
mis mejillas era el mejor indicio de que estaba lista para tropezar con el chico
equivocado—. ¿Pasas a buscarme en dos horas?
—Claro, Barbie Millennial.
Me reí y le colgué. Acto seguido pegué un saltito de emoción y fui
corriendo a mi armario para ver qué ponía.
Esa noche estaba obligada a brillar más que cualquier foco del escenario.
Y vaya si lo conseguiría.
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Capítulo 18
MARTÍN
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Me sorprendió tanto ser testigo de ese cambio que no conseguía quitarle la
mirada de encima por más que lo intentaba. El cambio que pegaba en algunos
momentos era abrumador. No había ni punto de comparación entre la Dánae
indecisa o con la autoestima frágil y la Dánae que anhelaba comerse el
mundo. Y aunque ambas me agradaban, la segunda lograba dejarme con la
boca abierta.
Admitía, no sin cierta resignación, que a ratos ya no se me pasaba por la
cabeza enfadarme o molestarme por su mente acerca de nosotros porque su
compañía me resultaba muy agradable.
¿Tenía algún sentido seguir dándole vueltas a una mentira que nos había
forzado a conocernos? Tal vez, en otras circunstancias, ni Dánae ni yo nos
habríamos dirigido la palabra. Ella era demasiado rosa chillón y yo demasiado
oscuro, igual que las noches sin estrellas.
Era muy probable que Dánae me hubiese caído mal a la larga, porque no
encajábamos ni de casualidad. Pero en los segundos en los que sus ojos azules
se encontraban con los míos, aparte del familiar escalofrío que descendía por
mi espalda, arremetía contra mí un deseo intenso que amenazaba con calcinar
mis huesos.
Y ese deseo se potenciaba cada vez más.
—¡Es increíble! ¡Qué grande es!
La voz chillona de Dánae cruzó mi mente y tuve que reprimir un suspiro
de resignación al pensar que nunca la tendría sentada en mi regazo, repitiendo
ese «qué grande» mientras le besaba el cuello y le enseñaba cómo tocarme.
Algunos deseos no se cumplían por más que los repitieses en tu mente.
—¿Nunca habías venido a un concierto a esta sala?
Ella asintió y se rio, como si fuese a compartir conmigo algo chistoso.
—Hace unos años, Dylan me obligó a venir a un evento benéfico donde
tocaban artistas españoles. Su sueño era conocer a Camela.
—¿Camela? —repetí, sin dar crédito a lo que oía.
Dánae se carcajeó otra vez.
—Le gusta. Dice que es la mejor representación de la cultura española,
por encima del jamón serrano y los guiris haciendo balconing en los hoteles
de Marbella.
—Creo que no he escuchado una canción de Camela en mi vida.
—¿En serio? ¿Cuando zarpa el amor?, ¿Nunca debí enamorarme? —A
medida que ella me preguntaba por títulos de canciones que, supuse,
pertenecían al grupo, iba abriendo más y más los ojos—. Pero ¿tú en qué
mundo vives?
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—En uno donde Camela estaba vetado.
—¿Nunca la has bailado en las fiestas del pueblo?
—No he acudido a fiestas de pueblo.
—Joder, ¿y entonces qué hacías en verano?
—Ver Dragon Ball, comer helados y leer.
—Ahora lo entiendo todo. —Se apartó el pelo de la cara y bufó—. No me
extraña que seas Cascarrabias, cariño; te ha faltado vivir el verano que todo
niño se merecía.
El único motivo por el cual no le quité razón a sus palabras fue porque, en
el fondo, también lo pensaba. Mientras que la mayoría se dedicaba a jugar en
la calle con sus amigos hasta las tantas, comer helados en el parque, o pipas, o
jugar videojuegos en una consola que ya se consideraba retro, yo me aislaba
en casa de mi abuela entre montañas de libros. Y no estaba mal, ni era
extraño, pero me hubiese gustado conocer qué se sentía formando parte de un
grupo de amigos con los que reunirte una vez terminaba el curso.
Nos acercamos a los gorilas que protegían la entrada de la sala y le
enseñamos el DNI.
—Sales muy raro en tu foto. Sin barba no pareces ni tú —comentó Dánae
al observar mi carné de identidad.
—Y tú sales muy formalita.
—¿Qué insinúas? —Me dio un manotazo en el hombro.
—Que ahí no se refleja la realidad, pequeña gran revolución —murmuré
en su oído antes de darle un azote en el trasero e instalar a entrar en la sala.
Por suerte, Dánae tenía entradas para las primeras filas y pudimos estar
cómodos mientras el resto de las personas entraban en la sala. Estaba a
reventar. Nunca me hubiese imaginado que Christina Aguilera moviese a las
masas a esas alturas.
—Siento que el corazón se me saldrá del pecho —se quejó Dánae en voz
alta.
Posé una de mis manos sobre su pecho manchado de purpurina y me
quedé unos segundos así, disfrutando de sus latidos.
Por el rabillo del ojo vi que su piel se erizaba en la zona de los brazos y
por los pechos, y a mí se me hizo la boca agua. «Qué ganas de darle un
mordisco», pensé, entornando los párpados.
—A mí me parece que está como siempre.
—¿Y tú cómo sabes que así late cada día?
—Porque cuando nos besamos noté que se aceleraba el doble que ahora,
Barbie Millennial.
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Ella se rozó ligeramente los brazos con las manos, como si tuviera frío de
pronto. Los pezones se le endurecieron y se presionaron contra el top. Estuve
tentado a cruzar la línea y acariciarlos, pero jamás había sido un baboso, así
que aparté la mano y miré hacia el escenario.
Si Dánae me respondió, no lo escuché.
Por los altavoces comenzaron a sonar voces que anunciaban el concierto
de Christina Aguilera. Un montón de luces se movieron en zigzag por toda la
sala, alumbrándonos, dirigiéndose a la pantalla del fondo, a los cristales
tintados de la sala de arriba y luego de vuelta al escenario. Unos segundos
después, todo se quedó en silencio, a oscuras, y por encima del rumor de las
voces emocionadas del público empezó a sonar la melodía de una de las
canciones más conocidas de la artista en los últimos tiempos.
Cuando la luz alumbró toda la sala de nuevo, Christina Aguilera apareció
en escena, con una sonrisa en la cara, el pelo rubio recogido en un moño
tirante y los ojos perfilados con lápiz negro. Micrófono en mano, saludó a su
público más fiel a medida que avanzaba por el escenario, cantando, con sus
bailarines de fondo.
Viéndola así de entregada, no me costó admitir que era una artista
increíble. Bailaba, cantaba, hacía preguntas al público, sacó a algunos a bailar
con ella, se hizo fotos y vídeos sin dejar de moverse, recibió los regalos que le
lanzaban con una sonrisa y, al final, durante un descanso, recorrió de punto a
punta el escenario al mismo tiempo que chocaba las manos con los
afortunados que consiguieron estirar el brazo lo suficiente como para llegar a
ella.
Como no quería que Dánae se quedara sin tocar, aunque fuese de refilón,
a su diva favorita, la aupé en brazos y le ayudé a alcanzar el escenario. La
sonrisa de su cara fue inmensa cuando Christina Aguilera le guiñó un ojo y
chocó los cinco con ella.
—¡Me ha tocado! —chillaba mi rubia favorita—. ¡Me ha tocado!
A mi alrededor había un montón de gente bailando y cantando. Me
pareció algo digno de estudio. A mí no me nacía sumarme a la turba popular,
ni siquiera si no me estaba aburriendo tanto como creía al principio. En
realidad, aproveché aquellas dos horas largas en observar a Dánae. Sus gritos,
sus sonrisas, su manera de moverse y de tararear. Era… tan increíble. Tan
brillante.
Su pelo rubio con mechas rojas me hacía cosquillas en los brazos cada vez
que imitaba el paso de alguna coreografía provocativa de Christina Aguilera.
También me llevé un par de codazos de regalo. Pero ella ni cuenta se daba.
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Estaba totalmente inmersa en la música que la envolvía, en el calor que hacía,
en su propia felicidad.
Casi al final del concierto, Christina les informó que cantaría uno de sus
éxitos más sonados en los últimos veinticinco años, y que quería que la
acompañaran.
—¡Seguro que la conocéis! —dijo en un español muy marcado, incluso
torpe.
En cuanto los músicos comenzaron a tocar, Dánae y el resto
enloquecieron.
Y a mí me sorprendió reconocer la canción.
Mis ojos se clavaron por completo en la rubia una vez se acercó a mí y
comenzó a cantar sin percatarse de lo hipnótico que resultaban sus
movimientos. Y lo mejor de todo, y también lo peor, fue que sentí como si me
lo estuviera diciendo a mí y solo a mí. Lo cual era una tontería. Pero sonaba
tan real que me quedé prendado de ella, de su voz, de la letra.
«Sí», pensaba, sin quitarle el ojo de encima; «sí, quiero ser solamente
tuyo. Quiero besarte. Quiero enloquecerte. Quiero que te quedes aquí,
conmigo, siempre».
Dánae me lanzó un beso desde su posición y siguió cantando. Intercalaba
sus gritos con algunos pasos de la coreografía de Christina Aguilera.
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Christina Aguilera prometió que cantaría un par de canciones más antes
de irse. A mi lado, Dánae daba saltitos. Cuando me acerqué a ella, me agarró
con fuerza de la mano, y no me soltó hasta que la cantante dio por finalizada
la función y las luces se apagaron.
Ni siquiera cuando la gente comenzó a marcharse, me liberó de la prisión
que suponían sus dedos cálidos y suaves.
Ni siquiera cuando nos llamaron la atención, ella se movió.
—Ha sido increíble —murmuró.
—Sí —respondí. En mi caso, me refería a ella.
Dánae me miró. Sus ojos azules brillaban tanto que deseé que nunca más
se apagaran.
—Gracias por venir.
—No ha sido nada.
—¿Te has aburrido mucho?
—Contigo es imposible aburrirse, Barbie Millenniall.
Sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Igualmente, gracias. Ha sido muy importante para mí.
La acerqué, notando de nuevo aquella tensión tirante entre los dos. Dánae
alzó la barbilla para devolverme la mirada. Sin soltar su mano, le aparté el
pelo de la cara y acaricié su mejilla.
La emoción y la adrenalina burbujeaban dentro de mí. Como un volcán a
punto de explotar.
Quería besarla.
Iba a besarla.
—Rubita.
Fue ella quien me agarró de la parte frontal de la camisa y acortó la
distancia entre nosotros. En cuanto noté cómo su boca cubría la misma, le
correspondí al instante. Un beso húmedo, electrizante, tan dulce como toda
ella.
La abracé por la cintura con el brazo libre y ella me rodeó el cuello. Sus
pechos se aplastaron contra mi torso de manera muy sugerente. Profundicé
aún más en ese beso que me estaba robando la cordura y el oxígeno, sin
querer perderme nada más. Ni un solo segundo de todo lo que Dánae deseara
entregarme.
—Oye. —Ella se separó de mí un momento y me mordisqueó el labio
inferior—. Yo…
—¿Sí?
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—¿Es una locura si digo en voz alta que anhelo recibir más besos en lo
que queda de noche?
—No, rubita.
—¿De verdad?
Le di un pequeño azote en el trasero.
Dánae gimoteó bajito.
—Vamos a tu casa —le sugerí—, y te seguiré besando.
No necesité que dijera en voz alta lo que yo ya veía en sus ojos: quería
mis besos por todos los rincones de su cuerpo. Y yo pensaba dárselos sin
rechistar.
Tantos como me exigiera.
Tantos como me apeteciera.
Dánae asintió con la cabeza.
—Vayámonos antes de que nos echen a patadas.
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Capítulo 19
DÁNAE
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pecho se te hinchaba de emoción. Se sentía como si te teletransportaran a otra
dimensión. Como si solo fueras luces y música en mitad del universo.
Y lo mejor del concierto, aparte de que Christina Aguilera me tocó la
mano —y, sinceramente, me costaría volver a lavármela—, fue compartirlo
con Martín. Como guinda del pastel, no lo cambiaba por nada. Encima me
había besado. No una, sino varias veces. Y me había pedido ir a mi
apartamento.
La Dánae que aún perdía la cabeza por los chicos guapos que le hacían
caso seguía bailando al ritmo de Ven conmigo y suplicando por otro beso. Por
otra caricia. Por echar un polvo con el único hombre que creaba una fiesta
dentro de mis bragas.
Por fin entendía lo que experimentaba la gente en las series de romance y
drama que veía de adolescente, como Compañeros o Física o Química. ¡Qué
fácil era caer en la tentación cuando alguien te gustaba! No, cuando alguien te
ponía caliente.
Porque Martín me encendía como si yo fuese un maldito fósforo.
Porque aquello solo química, atracción, deseo. Nada más.
—Me gusta —murmuró él—. Me gusta cómo queda en ti el rojo y el
negro y el rubio y el rosa…
No se había apartado ni un poquito, pero sus dedos ya no tocaban mi pelo
y sus ojos ya no analizaban de cerca las mechas rojas que yo misma me puse
a última hora como un homenaje a la adolescente que algún día fui. En
realidad, lo que le llamaba la atención a Martín era mi boca entreabierta. Mis
labios húmedos y algo hinchados, y ansiosos por ser besados.
«Y tú me gustas a mí». El pensamiento resbaló por mi cabeza,
traicionándome junto a un escalofrío que erizó toda la piel de mis brazos y de
mi nuca.
Martín, percatándose de ello, recorrió con el índice el contorno de mis
clavículas, del lazo del top y de mi hombro. El escalofrío que sentí por
segunda vez fue mucho más poderoso. Prácticamente, amenazó con
romperme en mil pedazos.
Él sonrió de medio lado.
—¿Estás asustada?
No comprendí su pregunta.
—¿Por qué debería estarlo?
—Porque no te voy a soltar en toda la noche, rubita.
Aunque pretendía darle un tono amenazador, en su boca sonó a una
promesa de lo más prometedora y apetecible.
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Lo agarré por la parte frontal de su camisa y lo besé. No quería hablar,
solo sentir. Su piel, su boca, su lengua, sus manos. Todo.
Martín me respondió al instante. Rodeó mi nuca con la mano libre y mi
cintura con el brazo, y permitió que lo guiara a mi cuarto, al final del pasillo.
Todo estaba a oscuras, a excepción de las luces led que parpadeaban
ligeramente en un tono rosado. Nada más detenerse, jadeé bajito en protesta;
quería más besos. Lo quería a él, por completo.
—Voy a desnudarte —indicó él a medida que sus dedos ya desabrochaba
el top—, y luego vamos a seguir con el concierto en tu cama.
No supe por qué, pero me reí por sus ocurrencias.
Martín me castigó con un suave pellizco en uno de los pezones que
quedaron a la vista.
Nada más sentir esa presión, un ramalazo de placer me golpeó con la
misma fuerza que un látigo justo entre mis muslos. Y la sensación fue
jodidamente increíble. Quería más. Quería mucho más.
—Oye, Martín. —Al ver que íbamos en serio, me sentí en la obligación de
ser clara con ella—. ¿Recuerdas lo que te dije hace poco?
—Dices muchas cosas a lo largo del día.
—Relacionadas con el sexo, no.
Martín hundió el rostro en la curva de mi cuello y besó cada rincón a su
paso de una manera magistral. Mis rodillas amenazaron con doblarse en
cualquier momento si no me aferraba a él. Y por dios que quería hacerlo, pero
había algo, un pequeño detalle, que él debía tener en cuenta.
—Martín.
—¿Sí, rubita?
—Soy una frígida, ¿recuerdas? —Las mejillas me ardieron casi tanto o
más que el pecho—. Si yo no… Si yo no me excito tanto… No lo tomes a lo
personal.
Noté cómo todo su cuerpo se tensaba por completo. Se apartó y me clavó
los ojos encima, muy serio.
Creí que se iría porque le había cortado el rollo y eso no ayudó a que mis
nervios se aplacaran.
—¿Quieres acostarte conmigo?
—¿Qué? —balbuceé.
—Si realmente quieres tener sexo. Tú y yo. Ahora.
—Sí. ¡Claro! ¿Por qué?
—Porque no considero que seas frígida, Dánae. Pero —añadió al ver que
iba a interrumpirle— si no te sientes cómoda con esto, me detendré ahora
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mismo.
Joder, no quería que se detuviera. Bajo ningún concepto. Mi vagina pedía
fiesta. Y yo deseaba de verdad ir más allá.
—Sí que quiero. Es solo que… conmigo no funciona… de la misma
manera.
—¿No? —Martín ladeó la cabeza a un lado y acarició mi ombligo con el
índice. Noté un cosquilleo que se extendió hasta mi sexo—. ¿No estás
mojada?
Como no logré hablar, me limité a negar con la cabeza.
Martín sonrió de medio lado antes de colocarse de rodillas frente a mí.
Los nervios se acentuaron aún más, dando forma a una bola que amenazaba
con echar abajo todo. Bajé la mirada hacia él y capté su expresión lobuna. Esa
sonrisa ladina que tanto me gustaba.
Empezó lamiendo mi ombligo, mi abdomen, el hueso de mi cadera que
sobresalía ligeramente. Me sentía muy expuesta en ese instante, desnuda de
cintura para arriba y con los pechos meciéndose en cada movimiento. Nunca
me había percatado de que tenía un par de buenas peras, en realidad, y de que
tenían forma de gota cuando no llevaba sujetador. Pero eso a Martín no le
importó. Porque continuó besándome y quitándome los zapatos, los
calcetines, los pantalones, y las bragas.
Capturé la esquina de mi labio inferior al comprobar que se relamía como
un gato hambriento ante un plato a rebosar de su comida favorita. Y me costó
no pensar en lo malditamente sexy que se veía.
Martín acabaría con todas mis neuronas. Una detrás de otra.
—Siéntate en la cama, pegada al borde, y separa las piernas para mí.
Nunca imaginé que una orden podía sonar tan sexy, pero él siempre lo
conseguía. Y yo, que ya no lograba poner en orden mi cabeza ni controlar mi
cuerpo, hice exactamente lo que me pidió.
Martín se acercó a mí y creó un reguero de besos por el interior de mis
muslos al mismo tiempo que me aferraba por las rodillas para abrirme aún
más. Estaba tan expuesta que la vergüenza hizo algo de mella en mi
seguridad. Pero si existía algún atisbo de inseguridad murió calcinada en el
mismo instante que llegó a mi sexo y lo repasó con la punta de la lengua.
—Tienes un coño precioso, rubita.
Tragué saliva con fuerza. Notaba el rumor de la sangre en los oídos, y me
ardía toda la cara.
¿Cómo podía ser tan descarado y soltar semejante guarrada sin que le
temblase la voz?
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Separó los pliegues de mi sexo con los dedos y volvió a lamerme. Un
estremecimiento me recorrió por completo. Ya no había nada de paz en mi
interior. A cambio, una loba hambrienta de sexo tomó el control y suplicó por
más.
Martín me lamía de arriba hacia abajo de manera lenta, pero profunda, y
enseguida mezcló las caricias de su lengua sobre mi clítoris con introducir un
par de dedos en mi interior. La mezcla fue jodidamente perfecta. Enseguida
comencé a retorcerme sobre la cama, con miedo a caerme al suelo, porque
mis músculos no respondían. El placer crecía dentro de mi vagina gracias a
las suaves succiones de sus labios justo en el punto más sensible de mi
anatomía y a sus dedos retorciéndose, follándome sin piedad.
Gemí largo, profundo, y me aferré a las sábanas con fuerza.
—Qué curioso —dijo Martín en algún punto—, eres dulce por dentro y
por fuera.
De manera automática, me moví contra él en busca de más fricción.
Martín siguió lamiéndome y masturbándome con una especie de devoción
absoluta que me dejó temblorosa, blandita, y con un remolino formándose en
mi interior. Poderoso. Amenazador.
—Martín, yo…
Nunca me había corrido sin la ayuda de mis manos o con un juguete; por
eso me tomó por sorpresa notar cómo algo cedía dentro de mí y, como si
acabase de precipitarme a un abismo, me dejé llevar por ese relámpago
placentero que me recorrió por completo y me hizo gemir, retorcerme sobre la
cama y suplicar por más.
Me lloraron hasta los ojos. Y mi pecho subía y bajaba muy rápido.
Él no se apartó enseguida, sino que lamió todo lo que él había expuesto
con sus dedos al separar mis pliegues con los dedos y se los relamió, incluso,
al sacarlos de mi interior.
La imagen fue una jodida gozada.
Correrme gracias a él también.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien —balbuceé, acalorada y sudoroso—. Me siento bien.
Sonriendo de medio lado, Martín trepó por la cama y me arrastró con él.
La punta húmeda de su polla se rozaba ligeramente entre mis muslos al
mismo tiempo que su boca recorría mis pechos. Lamía y mordía mis pezones
como si fueran caramelos a su completa disposición.
El placer que acababa de estallar dentro de mí apareció de nuevo con la
misma fuerza de antes, aunque lo contuve, asustada de esas nuevas
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sensaciones.
—Eres preciosa —murmuró él, su boca aún pegada a mi piel erizada—.
Eres jodidamente preciosa.
—Tú también. Me… me gusta lo que veo.
—¿Ah, sí? —sin borrar esa sonrisa torcida de la cara, llevó una de mis
manos hacia su erección y me enseñó cómo le gustaba que le tocara—.
¿También esto?
Dios, iba a darme un infarto.
Asentí con la cabeza, notando la boca reseca.
Estaba duro y cálido y húmedo. Su erección era considerable. Nunca
había visto un pene de ese tamaño que no fuese de goma. Pero me costaba
abarcarlo con una mano y, de todos modos, mis dedos no se tocaban entre sí
por su grosor. ¿De verdad eso entraría en mí? ¿No me dolería?
Joder, me ponía caliente solo de tocarlo despacio. De sentir cómo la
humedad de la punta roma se adhería a las yemas de mis dedos y me ayudaba
a acariciarlo mejor.
La expresión de Martin era jodidamente caliente: la boca entreabierta, los
gemidos roncos, los párpados entornados. Todo.
Se inclinó y tomó uno de mis pechos para lamerlo de nuevo. Me dolían
los pezones de sus mordidas, pero también crecía el placer cuando le
prodigaba atenciones con la boca y con los dedos.
Nunca imaginé que el sexo pudiera ser tan increíble.
Rocé con los dedos la mata de rizos oscura de su entrepierna y subí
lentamente por su pecho. Martín y yo nos miramos un instante antes de volver
a unir nuestras bocas. Me sentía sedienta de él, de sus besos y de sus
atenciones. Me dio pavor la simple posibilidad de enloquecer si no le tenía
dentro ya. Y eso nunca me pasó con anterioridad. Nunca deseé tanto a un
hombre como lo deseaba a él.
—¿Nunca te han dicho que eres como el algodón de azúcar? —gruñó
contra mi boca; su aliento y el mío encontrándose a medio camino—. Te has
deshecho en mi lengua igual que uno, igual de dulce.
—No digas bobadas…
—No las digo. Esto —rozó la punta húmeda de su polla contra los
pliegues hinchados de mi sexo— no es más que culpa tuya.
—¿Vas a condenarme por ello?
—No, rubita: voy a premiarte por ello.
Me dio la vuelta sobre la cama sin miramientos. Parecía una muñeca de
trapo entre sus brazos y no me molestó en absoluto. Porque Martín sabía qué
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hacerme a la hora de volverme loca.
Sentí el azote resonando por todo mi ser y concentrando aún más placer
en mi vagina. Como no conseguía verlo desde esa posición, me limité a
agudizar el oído. Martín resollaba y se movía detrás de mí. Oí el envoltorio
del condón rasgándose y cómo se lo ponía. Me tranquilizó saber que era un
tío que practicaba el sexo seguro. Sin embargo, todo rastro de emoción se
borró de golpe cuando alineó su erección contra mi entrada y, de una sola
estocada, me llenó por completo.
Dejé ir todo el aire de mis pulmones al mismo tiempo que escondía el
rostro entre mis brazos. Santo Dios Bendito. Me ensanchaba a la fuerza, me
obligaba a adaptarme a él, a su dureza, a su grosor; y no me molestaba en
absoluto. Porque esa incomodidad se mezclaba con el placer y era la primera
vez que mi cuerpo se hallaba dividido entre la cordura y la desesperación.
Totalmente encajado en mi interior, con su cadera pegada a mi trasero,
Martín se mantuvo unos segundos así, muy quieto, y solo se separó cuando mi
vagina se relajó lo suficiente para no seguir constriñéndolo.
—Eres una absoluta delicia, rubita —jadeaba él, de rodillas detrás de mí,
al mismo tiempo que me agarraba de las caderas para moverse con mayor
facilidad—. Y tienes un culo espectacular.
Vaya, doble ración de halagos. Eso pareció gustarle a mi cuerpo, porque
tembló ante la siguiente embestida y, sin que yo pudiese evitarlo, mi vagina lo
engulló de nuevo. Lo apresó con tanto anhelo que se sentía jodidamente
enloquecedor.
Martín inició una serie de acometidas cortas y rápidas, a la par que
profundas, que me hacían gemir y retorcerme y apretar las sábanas bajo mi
cuerpo. Todo me daba vueltas. Me veía a mí misma tirada en la cama,
aceptándolo dentro de mí, sin hacer nada más que suplicar. Gemir. Chillar. El
placer me consumía igual que la llama a una vela. Hacía de mí una loba
hambrienta.
Enseguida me atreví a mover las caderas al mismo compás que él
marcaba, y así recibirlo más profundo. Como si de verdad quisiera sentirlo en
cada rincón de mi ser. Martín me premió con un par de besos y mordiscos en
la nuca al encorvarse sobre mí. Su aliento chocando directamente contra la
piel húmeda de mi cuello casi logró que me corriera.
Y como si él se hubiera percatado de ello, se retiró por completo y se rio
bajito.
—No tan rápido, rubita.
—¿Qué haces? —pregunté, confusa.
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Lo miré por encima del hombro y vi que se deleitaba acariciándose la
erección él mismo, con los ojos clavados en mi culo.
—Te ibas a correr y no puedo permitir que lo hagas tan rápido. Forma
parte de mi venganza.
—Pero…
—Tranquila, cariño. Respira hondo —susurró, agarrándome del abdomen
y dándome la vuelta. Cuando se acomodó sobre mí, cuando todo su peso
formó parte del mío, cuando su piel acarició la mía, sentí que ardería por
completo—. ¿Quieres más?
—Sí —balbuceé, acalorada y desesperada.
—Separa más las piernas.
Obedecí de inmediato.
Él me penetró despacio, hasta el fondo. Repitió ese movimiento de cadera
una, dos, tres… seis veces. Torturándonos a los dos con un ritmo lento que, a
su vez, nos permitía rozarnos y besarnos y mordernos.
Sus dedos me apretaron de la cadera y, sin venir a cuento, sin aviso
previo, volvió a aquellos envites poderosos y profundos. Los jadeos llenaron
la habitación. Martín me susurró nuevas guarradas al oído y se detenía por
completo cuando notaba que mi vagina lo apretaba demasiado e iba a
correrme.
Jugó así hasta que me tuvo al punto de las lágrimas, arañándole la espalda
y suplicándole por más. Suplicándole por mi orgasmo.
Y justo cuando creí que seguiría adelante con su particular y seductora
venganza, me besó hasta dejarme sin aliento y me permitió correrme entre sus
brazos.
Todo mi cuerpo tembló a causa del clímax, y él me siguió poco después,
gruñendo y retorciéndose sobre mí. Lo abracé muy fuerte, sin dejar de
devorar sus labios, de empaparme con su sudor y con su aroma. Fue
jodidamente magnífico. Un orgasmo arrollador que nos dejó sin fuerzas.
Mientras recuperábamos el aliento, me acurruqué contra su pecho y cerré
los ojos con fuerza. No entendía muy bien qué había pasado, salvo que me
había corrido. Dos veces. Y que no necesité acariciarme a mí misma en el
proceso, porque Martín ya se había encargado de eso.
¿Por qué tenía que ser él quien me diese tanto placer? ¿Por qué?
Dios, después de esa noche me costaría no masturbarme pensando en el
polvazo que acabábamos de echar.
—¿Te ha gustado, rubita? —me preguntó al cabo de un rato.
—Sí, Cascarrabias. Si tú y tu ego necesitáis oírlo, sí.
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Él se rio al mismo tiempo que escondía el rostro en mi pelo y olisqueaba
igual que un gato ansioso de mimos.
—Sabía que no eras una frígida, rubita. Esta noche has sido puro fuego
entre mis brazos.
No supe qué decirle, porque era verdad. Nos habíamos quemado entre las
sábanas de mi cama y había sido jodidamente bueno.
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Capítulo 20
DÁNAE
—¿Quieres dejar de abanicarte? Por favor —se quejó Eva al ver que
Dylan robaba otro panfleto de la mesa de al lado para darse aire en la cara—.
Es que has llenado todos los platos con bolitas de papel.
—Perdona, señorita melindres. Solo intento poner en orden mi cabeza —
se excusó con ironía mi amigo—. Acabo de enterarme de que Dánae ha
echado un polvo. Eso es como celebrar que Britney Spears mandara a su
padre a tomar por culo y recuperase su independencia. O como encontrar
justo tu talla en una prenda que coges en rebajas.
—Sí, o como el cometa Halley, que solo pasa una vez cada muchísimos
años —añadí yo con cierto enfado—. ¿Podéis dejar de hablar de mi vida
sexual como si fuera algo mega importante? Vosotros folláis todas las
semanas y no se arma ninguna fiesta.
—Es distinto, chochopan. Eva está casada y yo ligo fácil. Pero tú te habías
empecinado en ponerle un candado a tu sepulcro con tal de que no entrara
nadie.
Que mi mejor amigo se refiriese a mi vagina como un sepulcro no fue lo
peor del asunto. Lo peor, en realidad, fueron las carcajadas del grupo de
adolescentes que teníamos sentados al lado y que lo escucharon todo.
«Simplemente perfecto», pensé, abochornada. Ojalá hubiese tenido el
cuchillo de untar mermelada a mano, así le habría cortado la lengua a Dylan
antes de que siguiera aireando mi vida privada como si estuviéramos en el
salón de su casa.
«Ahora se pensarán que soy una pringada», pensé, frotándome la cara con
ambas manos. «Seguro que follan más que yo», añadí, y miré al grupito de
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soslayo.
Si es que todo lo malo me pasaba a mí. Era una desgraciada.
—Hay que admitir que es una buena noticia —dijo Eva, dándole un
sorbito a su manzanilla.
Era lo único que podía beber sin que se le revolviese el estómago.
—Pero si ayer estabais en su contra porque me habló mal —les recordé,
incrédula.
—Te pidió disculpas, te llevó al concierto y encima te echó un buen
polvazo. El chico se ha ganado el perdón con creces —repuso Dylan al
mismo tiempo que se daba aire con el panfleto de Viajes Relámpago: ¡reserva
ahora y no pagues hasta dentro de tres meses!—. Pero a mí eso ya no me
importa. Quiero detalles jugosos. ¿La tiene grande?
—Qué cerdo eres. —Le dio un manotazo en el hombro Eva. Acto seguido
le quitó el panfleto—. Pregúntale si se lo pasó bien y lo disfrutó.
—¿Tú le ves la cara? Porque esa es la expresión de «me han follado tan
bien que no siento ni las piernas».
No logré contradecirle.
Realmente había sido así.
Acerqué la taza de café a mis labios y acallé mi aullido de frustración por
estar viviendo aquella escena surrealista dándole un sorbo. Un poco de
cafeína despejaría mi mente de todo lo que había pasado en las últimas
veinticuatro horas.
Eva y Dylan se giraron al mismo tiempo hacia mí; los ojos entrecerrados a
ver si captaban algo. Como si yo tuviera un letrero luminoso en la frente que
dejase clara mi puntuación del polvo de la noche anterior.
—¿Te lo pasaste bien? —preguntó Eva.
—¿Te corriste? —añadió Dylan.
Les di un puntapié a los dos por debajo de la mesa.
Solo se quejó Eva.
—No es asunto vuestro.
—Oh, sí. Claro que lo es —insistió mi amigo—. Yo te cuento todo lo que
hago en la cama.
—Nos lo cuentas porque te da la gana. ¡Si nunca preguntamos! —
exclamé, alucinando con su descaro.
—Pero sé que os encanta el salseo. Mira cómo no te quejas tanto cuando
pongo a parir a alguien que me ha salpicado el ojo con lefa y me lo ha dejado
todo rojo e hinchado, que parezco Cuasimodo.
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El grupito de adolescentes se calló de golpe. También habían escuchado
eso.
Dios mío, quise pegar a Dylan.
—Demasiada información por hoy, Follaneitor —dijo Eva, chasqueando
la lengua. Colocó su mano abierta sobre su cara a fin de que se callara un
poco—. ¿Te lo pasaste bien o no? —volvió a preguntar, y parecía de verdad
curiosa.
Exhalé un profundo suspiro.
Si cerraba los ojos, aún podía sentir cómo los dedos de Martín recorrían
mi cintura, mis piernas y mis senos. Cómo su boca colonizaba mi cuello, mi
boca, mi ombligo. Fue excitante y amable y divertido y sexy.
El mejor polvo que había echado, sin lugar a dudas.
—Sí —dije, muy bajito. Las mejillas me ardían; el pecho también—. Sí,
me lo pasé bien.
—Se corrió —logró articular Dylan a través de los dedos morenos de Eva,
que continuaban presionándole la cara—. Por fin se ha corrido con un tío.
Joder, qué orgulloso estoy de ti.
Nunca había vivido una situación tan surrealista como la que estalló a mi
alrededor tan solo un segundo después. Los adolescentes se giraron hacia
nosotros y empezaron a aplaudir y a felicitarme al grito de «¡campeona!» y
«así se hace, girl». Abochornada hasta límites estratosféricos, me cubrí la cara
con el bolso y alejé mi silla de la mesa. Por Miguel Ángel Silvestre, quería
que la tierra se abriese bajo mis pies y me tragase. Me daba igual acabar en
Madagascar o en la Antártida, siempre y cuando Dylan no me siguiera.
—Dios, mira que eres bruto. —Eva apartó su mano y le echó una mirada
terrible—. Ahora toda la cafetería sabe que Dánae no se había corrido jamás
con un tío.
—No te rayes, tía —dijo una de las chicas de la mesa de al lado, la de los
adolescentes—. La sexóloga de mi insti dice que eso es mega normal y que
hay que tomárselo con calma.
—Uy, sí. Yo tardé mogollón en correrme con mi ex. Y lo conseguí porque
le dije de cambiarnos de postura —añadió su amiga, sentada a su izquierda.
—Tú insístele, tía. Si ha podido una, puede más. Que te deje bien
satisfecha.
No lo soporté más; cogí mis cosas y me fui como alma que llevara el
diablo de allí. Bastante confuso era todo ya como para que encima se pusieran
un grupo de adolescentes de menos de veinte años a hablar de mis orgasmos.
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Era surrealista. Ni en las series de televisión de Antena 3 se pasaban tanto de
la raya.
Con las mejillas ardiéndome y el corazón latiéndome a mil revoluciones
por segundo, me senté en uno de los bancos de la avenida y me abaniqué con
la agenda que siempre llevaba en el bolso.
A lo mejor todo aquello era una broma de mal gusto de mis amigos, o
ideada por la televisión, para sacarla en alguno de esos programitas que la
gente veía y criticaba en Twitter. ¿Y si de pronto aparecía Toñi Moreno
gritando que era una persona maravillosa por aguantar que mi mejor amigo
fuese gritando mis vergüenzas en la terraza de un bar? Sentido tenía, desde
luego. Y con eso bastaba para que le perdonara al instante. O quizás no. A lo
mejor lo mataba, pero sin usar el cuchillo de untar mermelada. Un crimen de
ese calibre necesitaba una venganza a la altura.
—¡Chochopan! —llegó corriendo Dylan, de lo más apurado—. ¿Por qué
te vas?
—Porque tienes la manía de hablar de todo como si fuese de dominio
público, y no es así, ¿sabes? Me alegra un montón que estés orgulloso de tu
sexualidad, pero no todos somos así.
—¿Y yo qué sabía que estaban pegando la oreja?
—¡Si te ha faltado contarlo por megáfono! —le eché en cara.
Ninguna persona salió de detrás de los árboles, así que deduje que no, no
era broma.
Acababa de ser humillada por un grupo de adolescentes.
—Te has pasado, Dylan —añadió Eva, cruzada de brazos.
Por fin se avergonzaba de sus actos. Dylan se rascó la nuca con los dedos
y suspiró.
—Lo siento. Es que me ha hecho muy feliz y no he medido lo que
hablaba.
Parecía un niño arrepentido de haberse comido las galletas del desayuno
antes de la cena. Y yo, como siempre, empaticé con él y le resté importancia.
Porque Dylan siempre estaba ahí, en las buenas y en las malas, apoyándome y
aconsejándome y avergonzándome. A veces, todo a la vez. Y mi amor por él
era tan grande precisamente por eso: porque si Júpiter protegía a la Tierra de
los asteroides, Dylan me protegía a mí de los Gilipollas.
—No pasa nada. Solo estoy con resaca emocional. Y lo último que me
apetece es que venga gente random a hablarme como si fuese su colega e
instándome a que exprima a Martín igual que a una naranja.
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—Lo cual no es mala idea. —Dylan alzó las manos a modo de rendición
—. Solo lo dejo caer.
—No, la estás presionando. Ya se lo ha tirado, ¿no? —le cuestionó Eva—.
Pues deja que ella misma decida si quiere repetir o no.
Le dediqué una sonrisa de agradecimiento. Menos mal que alguien me
comprendía, aunque fuese un poquito. Si bien el polvo fue divertido y
maravilloso, no estaba muy segura de si era buena idea o no repetir. Ya nos
habíamos quitado las ganas, ¿no? A lo mejor Martín no buscaba algo más que
un simple colegueo con algo de sexo puntual. O solo una noche de sexo y ya.
«O a lo mejor esto forma parte de su venganza». El pensamiento intrusivo
me provocó un escalofrío. ¿De verdad sería capaz de acostarse conmigo a
modo de escarmiento por la mentira que nos había llevado a conocernos y
pasar tiempo juntos? Lo dudaba bastante. Si seguro que lo dijo aquella tarde
porque se sentía en la obligación de dejar claro que él estaba por encima de la
situación y no me perdonaría tan fácilmente. A la vista estaba que no había
hecho nada malo contra mí.
Dylan se sentó a mi lado y apretó mi mano entre las suyas. Siempre me
habían parecido grandes y cálidas, pero en ese instante tan confuso, y tan
revuelto, se me antojaron el mejor lugar en el que estar. Incluso si por su
culpa me había tocado lidiar con un grupito de adolescentes cotillas.
—Para mí siempre serás la chica torpe que tropieza con todo, Dánae. Y si
ahora tu cuerpo o tu corazón o tu mente, o los tres al mismo tiempo, te
empujan a tropezar con Martín más veces, no dudes en hacerlo. Bastante nos
reprimimos ya para que encima nos privemos de cosas solo por miedo a lo
que vendrá después. —Hizo una breve pausa—. No te lo digo porque quiera
que sigas disfrutando tu sexualidad, que también —aclaró—. Sino porque veo
que, en el fondo, te gusta. Y cuando alguien te viene a la mente al escuchar
tus canciones favoritas es porque merece la pena tirarse a la piscina.
»Si luego resulta que Martín es otro imbécil, estaremos aquí para
meternos con él a saco, imprimiremos una foto de él y le tiraremos cebollas
podridas, para que aprenda.
Solté una carcajada al mismo tiempo que me abrazaba a él con fuerza.
—Eres peor que una ex despechada.
Dylan me dio un par de palmaditas en la espalda.
—A vengativo no me gana nadie.
—Gracias, de verdad. Solo necesito poner en orden mi cabeza —
murmuré.
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—Y tu corazón, visto lo visto —añadió Eva, acercándose a nosotros para
tirarse encima y abrazarnos fuerte—. Qué vamos a hacerle, neni. Tú eres la
única que nunca sospechó que se encoñaría de su novio falso.
Una vez más, no logré recopilar un solo argumento en contra de su
afirmación.
Tenía razón: me había enamorado de Martín como si fuera el príncipe
azul que siempre quise encontrar.
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Capítulo 21
MARTÍN
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—Soy así de tonta.
—No, solo eres especial.
Ella me dio un manotazo.
—No te metas conmigo. Se supone que he venido a rescatarte,
¿recuerdas?
Con una sonrisa ladina, asentí.
Puesto que no se me ocurría una forma positiva con la que enmendar mi
mala actitud con un puñado de autoras que no dejaban de hacerme la vida
imposible, decidí pedir ayuda externa. Alguien que viese la literatura como un
pasatiempo maravilloso y contuviera un baúl repleto de ideas que poner en
práctica.
¿Y quién era la mejor candidata sino Barbie Diseño?
En cuanto le comenté mi idea, no dudó en presentarse en la editorial, con
dos batidos de fresas —bastante ricos, debía admitir— y unas galletas de
chocolate que prácticamente se comió ella mientras pegaba la nariz y el
mentón a la pantalla de mi ordenador.
—Te tienen un odio que flipas. Ahora entiendo mejor por qué deseas que
sea tu novia, aparte de mi belleza natural —repuso, burlona.
—Les encantaría descubrir que hay cierta Barbie Mentirosilla que se ha
dedicado a mentir sobre mí y a dejarme en ridículo. Imagina lo que dirían.
—Se reirían de ti y luego seguirían con tu vida. ¿Por qué les tienes tanto
miedo?
—No es miedo, sino ¿cansancio? Me cabrea mucho que saquen a relucir
asuntos privados que preferiría mantener en mi parcela. Además, las siguen
muchas personas y las toman en serio. Y en el foro donde escriben se lleva
todo un paso más allá.
»Hace unos meses, unas cuantas influencers se quejaron porque las
criticaban ahí, en hilos privados, inventándose asuntos muy delicados y
husmeando en su vida privada. Vida que no contaban en redes sociales.
Conocían la identidad del colegio donde estudiaron, de antiguos jefes o si
habían ido a tal o cual sitio.
—Joder, qué fuerte.
Cabeceé en señal de asentimiento.
—Una de ellas tenía un perrito enfermo y las chicas del foro se dedicaron
a llamar al veterinario donde lo llevaban para ver si era cierto que estaba
pagando el tratamiento. Porque todas creían que era una vil mentira con la
que dar pena y ganar seguidores.
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—¿Cómo se puede aburrir tanto la gente, colega? Hay que tener los
patitos en fila para consumir en internet, de verdad. No es normal que la gente
se sume a hacer ciberbullying tan extremo a través de un teléfono o un
ordenador, y luego finjan que son decentes en la vida real.
Nunca pensé que soltarlo todo me haría sentir que me había quitado una
gran carga de encima, pero aquella mañana, en mi despacho, con Dánae a mi
lado, me embargó una enorme tranquilidad.
—Muchas de las personas que leyeron el hilo de mis autoras, dieron
enseguida con mi nombre. Un par de ellas llamaron a mi abuela al teléfono.
Tuve que cambiar de compañía. Y todo va a peor. No conocen la ética ni el
respeto y, aunque no culpo a las autoras de forma directa, porque ellas no
piden que hagan esas cosas, sí me jode que metan las narices en todo lo que
ocurre a mi alrededor.
»Por eso te pedí que siguieras esta mentira. Para no darles más alas y que
nos molestaran, o buscaran la manera de molestar a Sandra con ello.
—¿Sabes? Mucha gente dirá que no tiene sentido, pero en realidad sí que
lo tiene. —Se giró hacia mí y me dio un par de palmaditas en el muslo,
comprensiva. Sus ojos me transmitían muchísima paz—. A nadie nos gusta
que metan las narices en esos asuntos que nos hacen daño y molesten a
quienes apreciamos. Y están hablando de ti como si fueras el mismísimo
Rumpelstiltskin.
Solté una carcajada al escucharla. ¿Por qué la gente se empecinaba en
asociarme con figuras horribles del mundo de la animación o de fábulas? Ni
era como Gruñón, ni como el jodido Rumpelstiltskin. Solo faltaba que me
comparasen también con Rasputín, y ahí sí tendríamos un problema porque
mi pene no era tan descomunal como el suyo.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Eres la segunda persona que me llama así en menos de una semana.
—Ah. Por algo será, cariño.
—Supongo que me lo he ganado a pulso.
—No —ella sacudió la cabeza y me apartó un mechón de pelo de la frente
—, solo eres un poquito difícil de tratar. Pero confío en que la gente conozca
al hombre que se esconde debajo de todo ese montón de mentiras una vez te
redimas. Se van a caer de culo.
Una emoción similar al orgullo me recorrió de la cabeza a los pies al
escucharla. La fe que tenía la rubita en mí sí que era digna de estudio, y no
que a la gente le salieran caries con algunos dentífricos.
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¿Cómo era capaz de mirarme a la cara y seguir sonriéndome y dándome
ánimos después de lo que acababa de contarle? ¿Es que de verdad confiaba en
que era una buena persona?, ¿alguien digno de recibir amor y amistad?
Dánae continuó escribiendo en el folio una serie de pasos que dar para que
las autoras se relajasen un poco y se vieran apoyadas de verdad por mi parte.
Cuando terminó, me lo pasó, totalmente orgullosa del resultado, y se quedó a
la espera de mi reacción.
Leí todo lo que ponía: hacer reels individuales, una ronda de preguntas
rápidas, un booktrailer, ceder copias a bookstagrammers con números
potentes, hacer packs de promoción exclusivos, una preventa jugosa…
—¿De verdad todo esto es necesario? ¿No será un gasto de dinero
innecesario?
Dánae me arrebató el folio, escribió algo más y me lo entregó de vuelta.
—Se me había olvidado los cantos pintados. Ahora todo el mundo quiere
ediciones especiales de los libros que compra. Y no, no es un gasto
innecesario. Si publicas a un autor, tu trabajo es asegurarte de que recibe el
apoyo que se merece y que venda todo lo posible. Al final del día, ganaréis
los dos.
Resoplé al comprobar todo lo que tendría que hacer con tal de ganarme el
aprecio de nuevo de un puñado de autoras que, por más que pesara, vendían
mucho y muy bien. Y sí, todo ese beneficio acababa en el mismo sitio: las
cuentas de la editorial Merika.
—Esto es mucho dinero, rubita.
—Merika es una de las tres editoriales más potentes del país; os lo podéis
permitir —aseguró la rubia, terca como ella sola. En su cara ya había pintada
la emoción de ver los escaparates de todas las librerías famosas decorados con
nuestros libros—. ¿Ahora os vais a poner tacaños?
—No es por ser unos agarrados, rubita. Se trata de que solo nos ceden un
porcentaje de dinero para todo un año de promoción, y no van a soltar nada
más.
—Poca promoción veo para lo mucho que vendéis. —Chasqueó la lengua
ella, frotándose la sien con el índice—. Me has preguntado cómo conseguir el
perdón de tus autoras, y yo te lo he puesto en bandeja. ¿Lo aceptas o no? La
mayor parte del trabajo tendrías que hacerlo tú. Bueno, y dentro de unas
semanas tu compañera también. Entre los dos vais a conseguir muchas cosas.
Joder, se me había olvidado la incorporación de Martina Nogués al sello
de romántica. «Ya me gustaría que fuese un mal sueño», pensé, totalmente
resignado a ser vigilado por otra editora.
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Como no me quedaba de otra, asentí con la cabeza. Me fiaba bastante de
Dánae precisamente porque no miraba el asunto con los ojos de un experto en
marketing, con varios másteres a sus espaldas, sino con los ojos de una lectora
de romántica voraz que soñaba con tener ediciones bonitas en su estantería. Y
a ese público sí me interesaba llegar: el que apoyaba por completo al negocio
editorial a través de la ilusión.
—Bien. Me alegra saber que, en el fondo, eres un osito adorable y poco
gruñón —comentó ella al mismo tiempo que me pellizcaba ambas mejillas.
Fruncí el ceño al escucharla y le di un empujoncito con el hombro. La risa
de Dánae llenó todo mi despacho, y me pareció un sonido precioso.
Un sonido que no quería dejar de escuchar jamás.
—No te pases ni un poquito, Barbie Satán —acorté la distancia entre los
dos, pegando nuestras sillas, y le tiré suavemente de la coleta—. Todavía
estoy decidiendo qué hacer contigo.
—¿Hacer conmigo? —balbuceó ella, de pronto inquieta.
Cómo me gustaba que reaccionara así, joder. Poniéndose nerviosa,
sonrojándose y anticipándose a cualquier maldad que quisiera hacerle.
Sonreí de medio lado y asentí.
—Mi venganza, ¿recuerdas?
—Pensaba que ya me castigaste la otra noche.
—¿Crees que lo de no permitir que te corrieras antes de tiempo era un
castigo?
Sus mejillas, rojas como la grana, fueron el complemento perfecto para su
mirada acusatoria y abochornada. «Qué adorable», pensé.
—Pues sí —respondió con la boca pequeña.
—Barbie Satán, eso solo fue el principio.
Provocar a las mujeres siempre se me había dado bien. En el pasado, me
las ligaba con comentarios subiditos de tono, pero susurrados cerca de la oreja
y acompañados de una caricia sutil en la mano o en el hombro. Pero dudaba
que con Dánae sirviera algo de eso. Me dio la impresión de que no estaba
acostumbrada a que los tíos se interesaran por ella —algo que no entendía
jamás, porque era espectacular—, y por eso desconocía las tonterías que
soltábamos los hombres para seducir a una mujer.
En mi caso, no buscaba llevármela a la cama para desquitarme. Me atraía
de verdad. Dánae me excitaba. Era dulce y bonita y divertida. Diferente a la
mayoría de las mujeres con las que intimé en el pasado. Y me causaba un
cúmulo de emociones muy dispares el ver que no se valoraba ni un poquito.
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Podría traducirlo en rabia, y acertaría. Podría reducirlo a fastidio, y sería
igual de válido. O sencillamente me molestaba que la gente no la respetara
porque, en el fondo, me gustaba y me parecía una mujer increíble. Cuando la
miraba, ya no veía a la mentirosilla borracha de la fiesta de cumpleaños de
Arantxa, sino a alguien que peleaba a diario por encauzar su vida y ser
alguien mejor.
Los mediocres eran los que, para venirse arriba y ocultar sus
inseguridades, se pasaban toda una vida pendientes de los demás; de qué
hacían o decían, y así criticarlos constantemente. Las personas que valían la
pena seguían adelante, esforzándose a pesar del mal tiempo, de sus heridas y
sus miedos, sin joder al resto.
Y, para mí, Dánae encajaba en el segundo grupo.
—Es injusto que pretendas castigarme hasta el infinito y más allá. ¿No se
supone que somos novios porque tú no quieres que te den por culo con mi
mentira? —me echó en cara.
—Ya, pero es que el mundo no es justo, rubita.
—Soy Libra, la justicia y yo vamos de la mano —colocó una mano en mi
pecho, frenándome en seco, y me lanzó una mirada airada—. Seguro que tú
eres Aries.
—Leo.
—Peor me lo pones —bufó ella—. Pasional y enérgico.
—Y leal —añadí yo.
Mi respuesta pareció sorprenderla.
—¿Crees en el horóscopo?
—Creo en mí mismo. Y también creo que estás temblando porque te has
puesto algo tontorrona de pronto.
Dánae volvió a bufar, con más energía que antes.
—¿De verdad te sirve eso con las tías?
—¿Sirve contigo?
—Pues…
Con la mano libre, acaricié uno de sus pechos por encima de la tela de la
camisa, y percibí la protuberancia de su pezón; duro y rígido.
Sonreí victorioso.
—Algo me dice que sí.
—Arrogante de las narices. —Me empujó lejos de ella. Su pecho subía y
bajaba con gran rapidez—. Pensaba que tú no…
—Que yo no ¿qué?
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—Que tú no me deseas. Ya sabes, que lo de la otra noche fue por la
emoción del concierto y todo eso.
Me hubiese encantado soltarle cuatro comentarios fuera de lugar, más
soeces que el vocabulario de un marinero, con la intención de meterle en esa
cabecita que si me acosté con ella no fue por echar el rato, sino porque me
atraía. Porque me la ponía durísima. Y porque quería hacerle tantas cosas que
sus vecinos nos echarían del edificio a causa de sus gritos.
En cambio, la miré. Y ella me miró de vuelta. Cinco, diez, veinte
segundos. Mis ojos se desviaron a sus labios, rosados y esponjosos, y me dejé
caer hacia ella.
Dánae gimoteó bajito al sentir mi boca chocar con la suya. Cerró los ojos
al instante, igual que las princesas, y yo me dejé arrastrar por su sabor y su
calidez y el abrazo que me devolvió casi al instante. La atraje hacia mi
cuerpo, prácticamente sentándola en mi regazo, y acaricié su espalda y sus
muslos al mismo tiempo que la devoraba.
Qué bien besaba, joder. Era adictiva. Peor que una droga. Nublaba mi
mente, aceleraba mi pulso, y me la ponía durísima.
Recorrí su boca con lentas pasadas de mi lengua, con mordisquitos, con
piquitos. Dánae jugaba con mi pelo, insistente, y me daba pequeños tirones al
sentir la presión de mis dientes sobre el mentón o sus labios.
—A-Alguien podría vernos —graznó ella, acalorada, unos minutos más
tarde.
—He echado el pestillo.
—¿Lo tenías planeado?
—No. Es que no me fiaba de que alguien entrase con cualquier excusa a
cotillear y ver qué hacíamos.
—Ah.
Corté lo que iba a añadir con otro beso, más intenso y duradero que el
anterior.
Mis dedos desabrocharon su camisa y dejó sus pechos al aire. No llevaba
sujetador, así que sus pezones rosados y pequeños me saludaron enseguida.
Los pellizqué a la vez, y ella arqueó la espalda como respuesta. Dánae
respiraba de manera errática, y su rostro ya se hallaba muy colorado en el
instante que lamí su cuello y bajé hacia sus clavículas.
—Ojalá estuvieras en mi cabeza —me oí decir por encima de sus jadeos.
Entorno los párpados al comprobar que ella no se alejaría—, así sabrías lo
mucho que me gustan tus tetas. Tengo pendiente correrme en ellas.
—Oye.
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—¿Hm?
—¿Es lícito follar en un despacho?
—Es lícito y hasta necesario. —Bajé por sus clavículas con besos
húmedos que dejaban tras de sí un reguero de saliva que culminó sobre sus
tetas. La mejor obra de arte—. Apuesto una cena a que si meto la mano en tus
bragas, estarás mojadísima.
—¿Eso es lo que valen mis bragas? ¿Una cena?
—Tus bragas lo valen todo, Barbie Descarada. —Le di un mordisco en
uno de los pezones. Dánae gritó bajito y me tiró del pelo—. Tú lo vales todo.
—Y eso lo afirmé porque de verdad lo creía.
Con los ojos cerrados, me concentré en besar, lamer y morder sus pechos
hasta que sus pezones estuvieron húmedos y doloridos. Dánae no volvió a
golpearme; se limitó a gimotear y agitarse en mi regazo, y a suplicar, en voz
bajita, por más.
Más lamidas. Más mordidas. Más besos.
Y yo, como buen esclavo del deseo que encendía en mí, de su belleza de
Afrodita, apreté sus senos con las manos y los llené de marcas de mordidas.
Hasta mi barba ayudó a que se pusieran aún más rojos.
Cuando me alejé, sonreí orgulloso.
—Quítate los tacones y los vaqueros —ordené.
Dánae tardó casi veinte segundos en bajarse de mi regazo y obedecer. Fue
muy sexy verla retirar la prenda, deslizándolas por sus muslos, y lanzar los
tacones al otro lado del despacho. Mentalmente, agradecí tener moqueta, así
nadie se daría cuenta de lo que hacíamos entre aquellas cuatro paredes.
Me desabroché el pantalón y la cremallera, y dejé salir a mi erección.
Dolía demasiado, y ya me había mojado los calzoncillos. Esa rubia me ponía
muy mal. Era mi jodida perdición. Y pensaba follármela en mi despacho sin
pedir permiso ni perdón.
—Estás muy sexy con la camisa así.
Dánae se mordió la esquina del labio y la dejó caer al suelo también.
Luego se quitó las bragas, aunque no las soltó, sino que me las tiró a la cara.
Una carcajada emergió de mi pecho.
—Húmedas —murmuré, acariciando el encaje rosa con los dedos—, lo
sabía.
—Eres un poquito brujo.
—No, Barbie Lujuria. Sencillamente, siento la misma atracción por ti.
Saqué un condón de mi cartera y me lo puse rápidamente. En otro
momento y en otro lugar, me hubiese recreado en Dánae tanto o más que la
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noche que pasamos juntos. Quería besarla por todos lados, desde su boca
hasta su abdomen, y mucho más abajo. Volver a sentir cómo se deshacía bajo
los toques de mi lengua, igual que el algodón de azúcar al entrar en contacto
con el agua. Pero no teníamos demasiado tiempo antes de que alguien nos
interrumpiera, por eso la tomé de las manos y la senté sobre mi regazo. Ella
gimió al sentir el roce de mi polla contra sus labios hinchados y húmedos.
Incluso con el látex de por medio, su calor me consumía por completo.
—¿Eres buena montando, rubita?
—No lo sé.
—Tendremos que comprobarlo, ¿no crees? —susurré, con los labios
pegados a su mentón, y le ayudé a moverse para que le resultara más fácil
dejarse caer sobre mi erección—. Así, muy bien.
Dánae se movió de manera lenta, casi tortuosa, hasta tenerme
completamente enterrado en su interior. Ahogué toda la tensión de mi cuerpo
pegándole un mordisco sobre su labio inferior. Ella gimoteó en respuesta. La
callé con un beso antes de que alguien nos escuchara desde fuera. No
necesitábamos público alguno. Quería disfrutar de ella, de su calor, de su
cuerpo. Sin presiones ni urgencia.
Ella rodeó mi cuello con los brazos, pegándose por completo a mí.
Sujetándola de las caderas, la animé a moverse más rápido; arriba y abajo,
sobre mi erección, que no dejaba de palpitar atrapada entre sus músculos. Me
sentía desfallecer al tenerla completamente sobre mí, apretándome con sus
piernas y con sus brazos, sin darme tregua alguna.
La vi titubear cuando aceleró un poco el movimiento de sus caderas, y se
me llenó el pecho de orgullo al ver que se estaba entregando sin reparos, hasta
con la vergüenza agitándola. Porque eso era justo lo que quería de ella: que se
entregara. Que me lo diese todo: sus besos, sus orgasmos, sus jadeos, sus
brazos. Todo.
—Lo estás haciendo genial, Barbie —susurré contra su boca.
Dánae correspondió a mi beso con tanto anhelo que casi me resbalé de la
silla. La afiancé mejor, rodeándola con un brazo, y le di una nalgada con la
otra.
Ella culebreó sobre mí.
—¿Qué ha sido eso? —cuestionó ella, acalorada y sudorosa.
El brillo de su piel me tenía atontadísimo. Lamí su cuello, la línea entre
sus pechos, y le mordisqueé una teta. Dánae encorvó la espalda en un acto
reflejo y se mordió con fuerza los labios a fin de acallar cualquier sonido que
le indicara a los de fuera que estábamos follando.
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—¿Esto? —pregunté, dándole otra palmadita en el cachete colorado.
Noté que su vagina me apretaba aún más. Casi me corrí por su culpa.
Aunque no lo hubiese lamentado en absoluto. Por extraño que fuera, con la
rubita me daba igual durar mucho y poco, siempre y cuando ella lo disfrutase
aún más que yo.
Dánae asintió con la cabeza.
—Solo me gusta jugar contigo, rubita. Me pones demasiado. Y tu culo.…
Tu culo es una obra maestra.
—Calla, idiota. N-No es cierto.
Para que tuviera en cuenta que no mentía, la apreté del culo con las dos
manos, separándole las nalgas, y la insté a cabalgarme con más energía. Ella
respondió de inmediato: se agarró a mis hombros y me montó igual que una
amazona furiosa. Me quedé prendado de su expresión de placer, del bamboleo
de sus pechos, de sus gemidos entrecortados, del balanceo de su coleta. Le di
varios cachetes más, cuando no se lo esperaba, y me regodeé en su reacción.
Quería justo eso, joder. Que lo disfrutara como nunca.
—Dime que te quieres correr conmigo, Barbie.
—Quiero correrme contigo. Quiero…
—Dímelo —ordené, la voz ronca por el deseo—. Dímelo, rubita.
—Tócame —casi suplicó, con la cabeza hacia atrás y el pelo haciéndome
cosquillas en los brazos—. Tócame, por favor.
—¿Así? —pregunté, juguetón, mientras mi dedo jugaba con el orificio de
su ano. Solo lo acaricié por fuera, mas ella tembló con violencia—. ¿O dónde
quieres que te toque, Barbie?
—En… En… Yo… Tócame delante…
—¿Aquí? —le rocé el pezón con los nudillos, fascinado por cómo habían
pasado de ser rosados a ser de un marrón oscuro a causa de mis succiones y
mordiscos—. ¿En tus tetas?
—No, no. En… Oh, Martín…
—Suena genial mi nombre en tu boca de pecado, Barbie.
—Necesito que…
—¿Qué? ¿Por qué no me lo dices?
—Es que…
—¿Quieres que te toque aquí? —bajé por su abdomen, por su ombligo…
hasta rozar su clítoris hinchado—. ¿Te quieres correr con mis dedos?
Tragó saliva y asintió.
—Sí.
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No me comporté como un capullo en esta ocasión, y le di lo que me pedía.
Acaricié en círculos perezosos su clítoris mientras ella me montaba.
Simplemente preciosa, pensé, con el corazón latiéndome desbocado y el sudor
perlándome la cara.
Pasaron pocos segundos antes de que Dánae explotara entre mis brazos y
ahogara su placer contra mi cuello. Entre temblores, me besó la piel. Me
olisqueó. Y me regaló la mejor visión de su culo moviéndose contra mi polla.
Esa sencilla imagen aceleró mi propio clímax, así que la seguí enseguida.
Vaciándome por completo dentro de ella. Y me hubiese encantado poder
llenarla de mí: su boca, su carita, sus pechos. Pero era una fantasía que
cumpliría en otro lugar, y no allí, en mi despacho, a la vista de todos.
Nos quedamos unos minutos así, abrazados, poco a poco recuperando el
aliento. Dánae se separó de mí y me miró a la cara, muy seria. Por un
momento temí que me fuese a echar la bronca por provocarla hasta ese punto.
Sin embargo, ella me apartó un mechón de pelo de la húmeda frente y dijo:
—La próxima vez que me des un cachete sin venir a cuento, te prometo
que te voy a meter un dedo en el culo como venganza.
Por más en serio que lo dijese, fui incapaz de contener la carcajada que
emergió de mi pecho un segundo después. Dánae, avergonzada, me dio un
manotazo en el hombro. No obstante, la abracé con fuerza, impidiendo que se
alejase, y le di un cachete suave en el trasero.
—No te hagas la ofendida por algo que te ha gustado, Barbie Lujuria.
Solo soy un humilde servidor dispuesto a darte todo el placer del mundo.
Y lo dije completamente en serio, aunque ella pusiera los ojos en blanco.
En el fondo, solo me apetecía colmarla de ese placer que siempre se le
vetó. Porque no se merecía menos.
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Capítulo 22
DÁNAE
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vez anterior porque nos conocíamos del instituto. Eso pareció emocionarla
muchísimo.
—Mi Martín es un amor de chico, pero muy suyo. Le cuesta relacionarse
con gente nueva desde que era pequeño. Me hace muy feliz que alguien lo
recuerde con cariño —me dijo, al mismo tiempo que sonreía con dulzura y
me acariciaba la cara.
Pasar por allí siempre me dejaba el corazón contento. Aunque muchas
personas llamaran viejas verdes al grupito de la tercera edad que se
compraban aceites y lubricantes y estimuladores, a mi parecer era una muy
buena forma de vivir la jubilación. Sobre todo, porque muchas de ellas jamás
tuvieron la oportunidad de explorar su sexualidad. Cuando eran jóvenes, el
mundo no estaba aún listo para el placer femenino y muchas ni siquiera
intuían, o sospechaban siquiera, cómo era un orgasmo. Por eso, cuando me lo
contaron todo la primera tarde que pasé por el salón de María, aparte de llorar
como una magdalena, me alegré sinceramente por ellas.
Se merecían todo lo bonito del mundo.
Nada más llegar a casa, me entretenía en el boceto de la portada. Probaba
diferentes paletas de colores, dibujaba cosas aquí y allá, pensaba en elementos
que llenaran el fondo sin robarle el protagonismo a la pareja principal y
escogía distintas tipografías. Poco a poco, el resultado me gustaba más y más.
Ni siquiera notaba que mis dedos estuvieran resentidos después de tanto
tiempo sin dibujar.
Cuando me tocó ir a la universidad, decidí no matricularme en ningún
lado y, a cambio, hacer cursos de dibujo y diseño gráfico. Eso me llenaba
mucho más que graduarme en Periodismo, por ejemplo.
Mi madre aún se tiraba de los pelos por eso. Tantos años ahorrando para
nuestros estudios y yo decidí echar por tierra mi futuro.
A fin de cuentas, no había trabajado demasiado como diseñadora. Como
mucho, al principio, en una empresa que me contrató porque les salía a cuenta
y no me exigían demasiado. Pero, sentada frente a la tableta, con el lápiz en la
mano, volvía a notar el cosquilleo en mis dedos y en mi pecho a medida que
daba forma a las imágenes de cabeza.
Echaba de menos dibujar. Lo echaba demasiado de menos.
Pero no todo era bonito. Dylan y Eva me arrastraron a un centro comercial
de las afueras con el único propósito de encontrar un vestido para la entrega
de premios de la editorial Merika. Los dos me dejaron muy claro que mi gusto
era más bien limitado cuando se trataba de vestidos de cócteles y fiestas, y
que ir con botas de cowboy y una cola de caballo no me haría quedar
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presentable. Lo cual era injusto, porque Lady Gaga apareció una vez vestida
de carne animal a unos premios, y metida en una nave espacial en otra, y la
gente la amaba igual.
¿Por qué demonios yo no podía ir en zapatillas y vaqueros?
Costó casi cuatro horas conseguir el dichoso vestido. Dylan fue quien lo
encontró en un escaparate y se enamoró perdidamente de él. Y Eva también,
para qué mentir. La única que mostró reticencias antes de probármelo fui yo.
Pero luego se me pasó. En cuanto vi mi reflejo en el espejo supe que era el
mejor maldito vestido del mundo.
Emocionados, los tres nos dirigimos a la zapatería más cercana y nos
hicimos con los tacones a juego. Y luego con el bolso. Y con el tocado. Y con
el pintalabios más espectacular. Y con unas bragas que no dejaran nada a la
vista, porque el vestido, en la parte de atrás, era todo gasa.
Eso fue lo único que me chocó un poco: iba a ir enseñando mis nalgas al
mundo, aunque sutilmente, y no me imaginaba cómo reaccionarían Arantxa y
Martín al verme aquella noche.
¿Le gustaría a él, al menos?
A quien no le agradó demasiado mi outfit fue a mi cuñada. Tanto ella
como mi madre aparecieron de improvisto en mi casa con una bandeja de
dulces y un par de zumos détox recién exprimidos. Nadie las había invitado,
pero ellas eran así: se llevaban bien y hacían lo que les daba la gana.
Lo único positivo de que llamaran al timbre de mi apartamento sin avisar
antes es que me cogieron con energías renovadas: acababa de llegar de mi
sesión rutinaria con Carmen, mi psicóloga, y básicamente no tenía el chocho
pa’ farolillos.
—Algún día vas a tener que explicarme cómo lo haces para vivir en un
espacio tan pequeño, Dánae —dijo mi cuñada con una falsa sonrisa en la cara.
Nunca creí en el mito de que las novias de tus hermanos mayores eran unas
malas furcias hasta que me tocó aguantar a Arantxa—. Es increíble.
—Debe ser que tengo un ego bastante normalito. Las hay que necesitan
casas de cuatrocientos metros cuadrados para no sentir que se asfixian —dejé
caer.
Ella apretó los labios ligeramente, disconforme con mi actitud hosca.
No era la primera vez que Arantxa mostraba su descontento con mi casa.
Se pasaba las horas y horas criticando mi gusto para la decoración y mi
alimentación. Todo lo relacionado conmigo le parecía horrible. Y a mí ya me
había cansado su actitud de mierda. Estaba harta de aguantarla.
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En mi última sesión con mi psicóloga, Carmen y yo hablamos sobre el
perdón y el rencor. Y ella me animó a pasar página y perdonar a los demás, y
no porque necesitara olvidar lo que hacían contra mí, sino porque era la única
manera de sanar.
Por eso, y porque me merecía algo de paz mental, decidí que no me
callaría nunca más. Que se acabó lo de agachar la cabeza, lo de ser sumisa. Ni
Arantxa ni mi madre se merecían tal poder.
Eran dos tiranas que escondían su maldad en falsa preocupación.
—¿Este es el vestido que llevarás a la fiesta de la editorial? —me
preguntó al verlo colgado del perchero principal. Como mi vecina, la
costurera, tuvo que arreglarme un par de cositas, no me dio tiempo a
guardarlo en el armario—. ¿No es muy escotado?
—Tampoco tengo las tetas tan grandes. No se verá obsceno.
—No sé qué decirte —insistió Arantxa—. Hay vestidos que, con tu edad,
no te quedarán muy bien. Y este es uno de ellos.
—Apuesto a que tú irás tapada hasta el cuello, ¿verdad?
—Pues no. Pero mi vestido es más elegante que este. ¿Dónde lo has
comprado?
—En Primark.
La cara de susto de mi cuñada me hizo reír. «Jódete, pesada. Así te vas
preocupada a tu casa».
—¿Va en serio? ¿Irás a la fiesta con este vestido cutre que seguro que te
ha costado veinte euros?
—Sí.
Mi madre colocó los vasos limpios sobre la mesa, sin dejar de seguir
nuestra conversación.
—Te dije que te pasaras por una boutique en condiciones —repuso ella—.
¿Tanto te costaba hacerme caso por una vez?
—Ya ves. No tenía tiempo. —Encogí mis hombros y me senté en la mesa
—. ¿De qué son estos pasteles?
—Sin azúcar. Buenísimos —dijo mi madre, ocupando la silla de al lado
—. Tu cuñada los ha comprado para nosotras.
—Qué maja —repuse de mala gana.
Ojalá no hubiera tenido la gran idea de presentarse a mi casa con la
intención de cotillear, porque le había salido el tiro por la culata. Ni permitiría
que me tocase los ovarios o me amargara la tarde, ni le diría que el vestido me
había costado un montón de dinero y no era de Primark.
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Infantil o no, aquel se convertiría en mi primer paso para alzar una
enorme muralla que me protegiese de las malas vibraciones de mi familia.
—¿Qué tal te va con Martín? Aún no me lo has presentado —comentó mi
madre—. ¿Por qué no le invitas a cenar una noche?
—Ni de broma —solté casi sin pensar. Mi madre frunció el ceño—. ¿Para
qué quieres conocerlo?
—Porque es tu novio. He conocido a todas tus parejas, menos a este. Y
eso que Martín es el que mejor trabajo tiene, con diferencia.
—Ni que eso fuera lo más importante. —Puse los ojos en blanco,
metiéndome un trozo de palmera sin azúcar y sin nada a la boca.
Sabía a rayos.
—En tu caso, sí —mi cuñada se lanzó a meter cizaña con una sonrisa
condescendiente—. Dado que tú no eres capaz de encontrar un trabajo en
condiciones, estaría bien que él fuese capaz de mantenerte.
—No necesito que nadie pague mis caprichos, Arantxa. Yo solita me
sobro, ¿no te has dado cuenta? —Señalé el vestido colgado del perchero a
propósito—. Si el único interés que te despierta un hombre es su cuenta
corriente, ahora entiendo por qué te casaste con Gonzalo.
—Nunca he pensado en Gonzalo de esa manera —se defendió ella.
Parecía ofuscada—. Además, yo sí tengo un trabajo fijo y estable.
—Por supuesto. Somos los demás los fracasados, ¿verdad, cuñada?
Mi madre, intuyendo que se avecinaba tormenta entre las dos, decidió
meterse en medio y desviar la atención.
—¿A él no le apetece conocernos más a fondo?
—Después de lo que les he contado sobre vosotros, no mucho.
—¡Dánae! Por favor, ni que fuéramos la familia de un asesino en serie.
—No, mamá. Sois peores. Por eso no quiero mezclar mi relación con mi
familia.
—Pero ¿qué te pasa? Hoy pareces… Estás muy subidita y muy contestona
—se quejaba mi madre, negando con la cabeza.
«Bastante me he callado en los últimos años», pensé, cruzándome de
brazos. Si lo que le molestaba era precisamente que no siguiera con la cabeza
gacha, entonces lo lamentaba por ella, porque esa Dánae moriría cuanto antes.
Yo misma me encargaría de quitarla de en medio.
—Solo digo la verdad.
—¿Y la verdad es que le cuentes mentiras a tu novio sobre tu madre y tus
hermanos? —me echó en cara mi madre.
—¿Quién ha dicho que yo le haya contado mentiras?
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—¡Si no quiere ni vernos, es porque nos has pintado como personas
horribles!
—Si tú lo dices, será verdad.
—Así no se hacen las cosas, Dánae. —Mi cuñada chasqueó la lengua—.
Martín es un hombre íntegro y respetuoso, y dudo mucho que no sienta
curiosidad por saber cómo es su suegra.
Entre ellas intercambiaron una mirada de comprensión que me provocó
náuseas.
¿Es que mi madre jamás sentiría un poquito de empatía hacia mí? ¿Jamás
me daría un voto de confianza? Joder, que su hija era yo, no Arantxa. Y yo
jamás le había llamado hija de puta por la espalda, como ella; ni le prohibía
ver a sus nietos. No malmetía siempre que se presentaba la ocasión, o le
llenaba la cabeza de mentiras a Gonzalo en contra de su familia materna. ¿Por
qué, entonces, no me miraba a mí con amor? ¿Por qué me consideraba un
puto monstruo si jamás hice algo en contra de ellos?
Daba igual que me hiciera la fuerte, porque luego veía cosas así y me
entraban ganas de llorar de pura impotencia.
—Si él quisiera conocer a mi familia, ya me lo habría dicho, ¿no crees? —
Fue la respuesta que logré articular sin trabarme.
Las dos se enzarzaron en un debate al respecto, y la conclusión final fue
que yo le había comido la cabeza a Martín y no me conocía en absoluto.
—Si supiera cómo eres en realidad, no estaría saliendo contigo —comentó
mi cuñada, como si de verdad sintiera lástima por su compañero de trabajo.
No volví a hablar en toda la tarde.
Cuando se marcharon, cogí el vestido y, rabiosa, lo tiré al suelo. No quería
ir a la estúpida fiesta de la editorial. Ni seguir siendo la novia falsa de Martín.
Ni apellidarme Masaveu. Ni ser parte de esa familia de mierda.
Me quedé en el sofá todo lo que restó de día, viendo la televisión, aunque
sin escucharla. Nada más caer la noche, Martín se presentó en mi casa con
una caja de pizza y una bolsa con chucherías.
No supe por qué, y no me molesté en averiguarlo, pero lo vi igual que a
un superhéroe.
—¿Por qué traes esa cara, rubita?
—Un mal día. —Fue todo lo que dije.
Él suspiró.
—¿Te apetece una noche de pelis?
—Planeaba ver Crepúsculo. Es mi película de confort.
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Por la cara que puso, supe que no le gustaba en absoluto. Y me pareció un
sacrilegio. ¡Crepúsculo era una adaptación increíble!
—Supongo que no me queda de otra que quedarme, alimentarte y no
bañarte después de las doce.
—Oye —le di un manotazo en el hombro—, que no soy un puto Gremlin.
—Parecido, pero no —riéndose por lo bajini, se sentó en el sofá y me hizo
señas para que me uniese a él—. Venga, pon la peli y comamos la pizza antes
de que se enfríe.
Me quedé de pie en el salón, rozándome la pantorrilla con el otro pie
descalzo.
—¿Por qué has venido sin avisar?
—¿Te ha parecido mal? —Frunció el ceño.
—No, no. Solo me ha sorprendido.
Martín suavizó su expresión.
—Me apetecía pasar tiempo con mi novia falsa, eso es todo.
Agradecí en el alma que estuviera allí. Por eso, y porque la pizza olía de
puta madre, me senté a su lado y le robé el mando.
—¿Preparado para elegir bando?
—Qué remedio, Barbie Vampira.
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Capítulo 23
MARTÍN
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puesto.
—¿Y quién dice que lleve ropa interior debajo? —preguntó Dánae,
juguetona, antes de guiñar un ojo y subirse al coche.
Resoplé tan fuerte que me hice hasta daño. Aun así, no me dejé llevar por
la frustración ni por el calentón; aún quedaba mucha noche por delante.
Cómo no, Dánae ya había puesto la radio, aunque a un volumen más bajo,
y nada de Christina Aguilera o similares.
—¿Nerviosa?
—Un poco —cabeceó ella—. No conozco a nadie en la fiesta.
—Pero sí que me conoces a mí. Y a Arantxa.
—A ella preferiría no tener que conocerla, sinceramente —reconoció con
pesadez.
Dado que aún nos quedaban unos veinte minutos largos antes de llegar al
enorme y alejado hotel donde se celebraban todos los años la fiesta de los
premios de Merika, decidí abordar un tema que llevaba unas semanas
rondándome. Así, de paso, también me distraía de aquella pierna que dejaba
al aire el maldito vestido.
—¿Por qué os lleváis tan mal Arantxa y tú? Sé que hay cuñadas que son
difíciles de tragar, pero me sorprende que sea tan ardiente en vuestro caso.
Dánae no respondió de inmediato. Con la mirada fija en la ventanilla,
parecía ensimismada en su mundo.
—Es una mala zorra. Y sé que me vas a decir que no la insulte o que no
será para tanto, pero es que es cierto, Martín. Es una cabrona de los pies a la
cabeza.
—Aquí dentro eres libre de decir lo que piensas y lo que sientes, rubita.
Jamás te juzgaría.
Ella me lo agradeció con una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Al principio, nos pareció demasiado pija, ¿sabes? Nada fuera de lo
normal. Ha sido la niña mimada de papá toda la vida y le encanta presumir de
sus vestidos, zapatos, joyas, móviles… —Hizo un aspaviento con la mano,
restándole importancia—. A mi familia y a mí nos hacía un poco de gracia
que Gonzalo hubiese decidido salir con ella, porque no pegaban en absoluto.
Eran como la noche y el día.
—Pero Gonzalo sí que viste con ropa de marca.
—Es cosa de mi cuñada. Su influencia. Al final se lo llevó a su terreno…
en muchos aspectos de la vida. —Hizo una pausa—. En mi caso, me empezó
a caer mal porque trataba de manera despectiva a mi madre. Fueron cosas
puntuales, casi sutiles, ¿entiendes? Mi hermana Sara decía que eran
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imaginaciones mías, que solo me caía mal porque no estábamos en la misma
onda. Pero no es verdad. Solía mirar por encima del hombro a todo el mundo,
o con asco.
»Una vez le tendió una trampa a mi madre. Estaban las dos tomando café
y Arantxa empezó a soltar mierda por la boca de Gonzalo: que era difícil de
tratar, que tenía mucho carácter, que era un poco cabrón. Y mi madre cayó de
lleno y le dijo que sí, que lo era, pero que también estaban casados y era
importante que lo aguantara si de verdad lo amaba. ¿Sabes qué hizo Arantxa?
—¿Contárselo a tu hermano?
—Exacto. Aunque su propia versión, claro. Fue de mosquita muerta frente
a Gonzalo y le dijo que mi madre había hablado mierda de él en su presencia,
y le relató todo lo que dijo. Por supuesto, no añadió que ella inició todo.
No casaba en absoluto la imagen de la Arantxa que conocí cinco años
atrás, en la editorial, con la Arantxa que relataba Dánae. Y, sin embargo, la
creía a ella. Porque, a medida que hablaba, lo hacía con más resentimiento y
dolor. Emociones difíciles de fingir.
—Hubo otra ocasión en la que mi madre y yo estábamos comprando en el
supermercado, y la vimos de refilón, de casualidad. Y ella nos vio a nosotras.
Pero no nos saludó, sino que se dedicó a esconderse. Como la conozco de
sobra, y sé lo retorcida que es, me imaginé que luego le iría con el cuento a
Gonzalo y le diría algo como «oye, vi a tu madre y a tu hermana, pero
ninguna me saludó. Me parece indignante», así que tuve que escribir a
Gonzalo para preguntarle si su mujer estaba allí. Cuando me confirmó que sí,
le dije que la perdí de vista enseguida y no logré saludarla. Solo para curarnos
en salud. No porque a mí me moleste que mi hermano y mi cuñada digan
mierda de mí, o se las inventen; la que me duele es mi madre.
»Si yo no hubiese actuado ese día de ese modo, mi madre habría pagado
los platos rotos. Sería una madre terrible que no saluda a su nuera y, por tanto,
no consentirían que viese a sus nietos.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé —admitió en voz baja—. Lo he pensado mucho tiempo y creo
que simplemente no nos soporta. Quiere a mi hermano solo para ella. Y si
para conseguirlo debe putear a su familia, lo hace. De manera sibilina, sin que
Gonzalo se dé cuenta, y así hacerse la víctima. Es mala —insistió Dánae—.
Es retorcida y una hija de puta. Solo se le ocurren ideas terribles.
Por el rabillo del ojo capté cómo apretaba los puños sobre su regazo. Me
hubiese gustado acariciar su mano o su brazo, reconfortarla de algún modo, y
que supiera que no estaba sola. Que creía en ella.
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—La verdad es que me dejas de piedra —admití en voz baja—. Nunca
pensé que Arantxa fuese así.
—Ha hecho tantas cosas.
—¿Igual o más terribles que esa?
—Diría que se supera con creces.
—¿En serio?
Dánae cabeceó en señal de asentimiento.
—El día que nació Marta, fuimos a verla a los pocos días de salir del
hospital. Tenían la casa llena de muñecos y juguetes; regalos de la familia de
Arantxa. También se encontraba su madre allí. Casi no nos habló. Al igual
que su hija, miraba a todo el mundo por encima del hombro. Mi madre y yo le
habíamos regalado una cesta con cosas básicas para el bebé: toallitas, pañales,
champú, peines, chupetes, ropita, y un osito de tela muy suave e
hipoalergénica que se recomienda poner al lado de los recién nacidos para que
no extrañen tanto a la madre.
»Mientras Marta dormía en su moisés, mi madre le colocó el muñeco al
lado. Unos diez minutos más tarde, llegó la madre de Arantxa, le quitó el
osito con cara de asco y le colocó otro que le había regalado ella.
—Joder.
—También se pasó un tiempo en que, cada vez que mi madre iba a casa
de ellos, se largaba para no verla. Luego hablaron y lo solucionaron, y
Arantxa dijo que le molestó escucharle decir a mi madre, en una llamada, que
a ver si le dejaban ver a sus nietos pronto. Que pareció decirlo de muy malos
modos. Cuando no fue el caso. Es que ella nunca permite que mi madre vaya
a su casa a ver sus nietos cuando quiere, cosa que sí puede hacer la familia de
ella. La madre de Arantxa, su padre, sus hermanos; todos son más que
bienvenidos. —Cuanto más me contaba, más rencor notaba en su voz. Más
dolor. Más enfado—. Y eso no es lo peor que ha hecho con respecto a Marta
y Hugo, ¿sabes? Lo peor es que la castiga sin ir a verlos.
»Si se cabrea, ya no puede ir a verlos. Si Sara o yo hacemos algo que no le
gusta, ya no puede ir a verlos. La tiene sometida porque sabe que mi madre
solo va una vez por semana a visitarlos, y no siempre. En algunas ocasiones
ponen un montón de pegas. Sin embargo, todos los fines de semana, o casi
todos, se van a Manresa, a casa de los padres de Arantxa, y no pasa nada.
Eso sí que lo sabía. Hubo muchas ocasiones en que venían con ojeras,
pero muy bronceada, y nos comentaba a Manuel y a los demás sus viajes a
Manresa. Lo mucho que disfrutaba en familia de aquellos dos días de
vacaciones.
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¿Quién pensaría que detrás de aquella madre entregada se escondía una
serpiente venenosa? ¿Quién llegaría a la conclusión de que Arantxa era pura
fachada?
Si lo pensaba fríamente, daba miedo. No solo lo tóxica y mala persona
que era, sino la facilidad que tenía a la hora de salirse con la suya.
No me extrañaba que Dánae la odiase. Había tocado lo que más quería: a
su familia.
—Le encanta putear a mi madre. Disfruta haciéndolo —siguió
contándome—. Si mi madre patina un poco, enseguida le va con el cuento a
Gonzalo, pero, al mismo tiempo, la llama a ella y le mete miedo en el cuerpo.
Le dice cosas para asustarla y hacerla llorar. Es una zorra —escupió—. Podría
pasarme toda la noche contándote cosas que ha hecho y que ha dicho, y, aun
así, necesitaría más horas.
—¿Cómo es posible que Gonzalo no se dé cuenta?
—Supongo que porque está muy cegado con ella, o porque no le interesa
ver la realidad. Él se jacta siempre de decir que su familia es Arantxa y sus
hijos, y que los demás nos dediquemos a nuestras cosas. Pero él tampoco sabe
toda la verdad. No sabe todo lo que ha dicho su mujercita de su madre y sus
hermanas, todo lo que nos ha hecho, toda la mierda que suelta de él por la
boca. Y, sinceramente, espero que el día que se entere, me llamen.
—¿Para corroborar que todo es cierto?
Dánae sacudió la cabeza.
—Para sentarme en primera fila y comer palomitas viendo cómo esa
cabrona recibe su merecido.
No quise reírme, pero lo acabé haciendo.
—¿Y tu hermana qué opina?
—Sara es más despegada. Está siempre a su rollo. Casi nunca sale con
nosotros ni nos llama. Es un alma libre. Trabaja de aquí para allá, viaja mucho
y habla poco.
—¿No estáis muy unidas, entonces?
—No, pero tampoco nos llevamos mal. Es que somos muy distintas. Ella
es muy rockerita y yo…
—Tú eres Barbie.
—Supongo que todo se resumen en eso, sí.
Apagué la radio y suspiré.
—¿Sabes? Lamento que Arantxa sea así de retorcida contigo y con tu
madre. No os lo merecéis para nada.
—Mi madre tampoco me soporta.
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—Pero es tu madre.
—Sí, lo es. Y no me gusta que Arantxa la tenga sometida y amenazada.
—Ella también podría decir «hasta aquí», ¿no crees? —sugerí—. Que la
mande a tomar por culo.
—Quiere demasiado a sus nietos. Por desgracia, no le dirá jamás a
Arantxa lo pérfida que es.
Aunque hubiese insistido algo más, lo dejé estar. Dánae conocía mejor la
situación de su familia o cómo era su madre, y yo no. Yo solo hablaba desde
mi punto de vista, que era más fácil y también más objetivo, porque no me
tocaba de cerca. Aún y con todo, lo lamenté por la rubia. Se la veía cansada
del tema.
—¿Y tú por qué te callas?
—¿A qué te refieres?
—La primera vez que te tocó enfrentarte a Arantxa, le mentiste diciendo
que era tu novio. Y la segunda vez, ni siquiera saliste en tu defensa. Le diste
carta blanca para hablarte de malas formas y faltarte al respeto.
Dánae se mordió el labio inferior y me miró con los ojos azules repletos
de vergüenza.
—Se juntan demasiadas cosas.
—¿Quieres hablar de ello?
Se encogió de hombros.
—No es nada malo en sí, solo vergonzoso. Se me da fatal los conflictos,
no me gustan, y Arantxa saca lo peor de mí. Si le respondiera a la mitad de lo
que dice, mi familia me sacaría a rastras del acta de nacimiento y no me
dirigirían la palabra nunca más.
—¿Por qué cojones harían algo así?
—Porque quieren mucho a Marta y Hugo. Porque Gonzalo sigue siendo
su hijo, y el hermano de Sara. Porque Arantxa, si quisiera, le jodería lo más
grande y se llevaría a sus dos retoños muy lejos en caso de divorcio. Porque a
ojos de todos, soy una fracasada y ella una triunfadora.
—Menuda gilipollez. Casarte y tener hijos no te hace exitoso —dije,
convencido de ello—. Si eliges la familia feliz, te toca enfrentarte a ello desde
que das el paso hasta que te mueres. Un trabajo se puede dejar o cambiar, una
casa es fácil de vender, pero los hijos se quedan para siempre a tu lado. Y si tú
o cualquier otra persona opta por no tenerlos, ¿qué importa? Hay muchos
imbéciles trayendo criaturas a este mundo que luego les dan una infancia de
mierda y los llenan de traumas, y a ellos nunca se les cuestiona.
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—No es solo porque no me llame la atención ser madre. Ostras, Martín,
mírame —se señaló a sí misma con cierto reparo—. Tengo treinta años y
vendo juguetes sexuales de puerta en puerta; no tengo casa propia, sino que
vivo de alquiler en un piso de mierda y lleno de humedades; y todas mis
parejas han sido una mierda conmigo. No tengo ambiciones, ni sueños. Me
paso la vida de un lado a otro, sobreviviendo, porque no sé qué esperar de mí
misma.
—Aun así, estás yendo al psicólogo cada semana y sanando todo lo que te
impide seguir adelante —insistí, y detuve el coche en el aparcamiento del
hotel. Sin embargo, no me moví del asiento más que para quitarme el cinturón
y girarme hacia ella—. Tienes muy claro lo que no quieres en tu vida.
—Sigo siendo una fracasada.
—¿Por qué? ¿Por una mala racha? Por favor, Barbie, no te insultes a ti
misma. La mayoría de los que critican a los demás están atrapados en un
trabajo de mierda y ni siquiera lo ven. Pero a ti te gusta lo que haces. Y si
quisieras trabajar en otra cosa, solo necesitarías ir y tomar el camino correcto.
Eres lista y guapa y divertida y valiente. ¿Por qué, entonces, permites que tu
familia te humille cada vez que les da la gana?
Sus ojos se cristalizaron de golpe. Trató de disimularlo, pero fue en vano.
—Que te decepcione un amigo o una pareja es fácil de sanar, porque,
cuando los eliges, eres consciente en todo momento que hay una probabilidad,
por pequeña que sea, de que te traicionen. Pero ¿qué ocurre cuando es tu
propia madre la que te defrauda? A mí me enseñaron que los padres son un
pilar fundamental, los que, pase lo que pase, por muy mal que esté todo a tu
alrededor, seguirán ahí y te darán la mano.
Solté todo el aire de golpe al pensar en los míos, en todas las cagadas que
hicieron y en todo el dolor que dejaron atrás.
—Los padres también la joden, Barbie Dramas. —Le sequé una silenciosa
y solitaria lágrima que descendía por su mejilla—. Y no pasa nada. La vida
sigue. Existen las mismas oportunidades.
—Lo sé.
—Bien. Porque no eres una fracasada —dejé muy claro, con la esperanza
de que se le metiese algo de sensatez en la cabeza. Algo que fuese real y no
esos pensamientos intrusivos que solo buscaban machacarla—. Simplemente,
te ha tocado una familia venenosa. A mí también, así que te entiendo. Pero no
podemos permitir que toda su mierda nos salpique los zapatos. Hay que
apartarlos. No eres el mal que te hicieron, Dánae. Tú eres tú, y si ellos no
desean verlo, que les den.
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—Lo sé —repitió, y la voz se le quebró.
Dánae hizo verdaderos esfuerzos por no echarse a llorar allí mismo. Y me
constaba que le resultaba muy difícil no hacerlo. La noche que vimos
Crepúsculo juntos, ella recostó la cabeza en mi hombro y, a pesar de sus
intentos por contener el llanto, acabó llorando al empezar la segunda película.
Cuando Edward abandonó a Bella. Cuando ella comenzó con las pesadillas.
Le emocionaban las cosas a tal punto que se convertía en una fuente. Y
aquella noche, encerrados en mi coche, tocamos asuntos delicados que le
hacían daño a su corazón.
Por eso, y porque la apreciaba mucho, la abracé con fuerza y le di un beso
en la frente. Dánae dejó ir todo el aire de sus pulmones de golpe. Cerré los
ojos y disfruté del olor dulzón del algodón de azúcar y de su champú. Nunca
me olvidaría de cómo se sentía encerrarla entre mis brazos.
—Deberíamos entrar —comentó ella al cabo de unos minutos, más
calmada.
—Lamentablemente, sí.
Bajó el espejito para comprobar que todo su maquillaje seguía intacto y,
una vez conforme, salió del coche. Aunque la noche era fresca, ninguno de
los dos llevaba abrigo. Ella se cubrió los brazos desnudos con un chal fino de
color negro y me tendió la mano. No dudé en enredar mis dedos con los
suyos. Su calor me invadió de golpe.
—¿Listo? —me preguntó ella.
—Sí. ¿Y tú?
—No, pero lo intentaré.
—Tranquila, Barbie Vampira: hoy vas a robarle el corazón a todos.
«Porque a mí ya no me puedes robar dos veces», añadí en mi cabeza.
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Capítulo 24
DÁNAE
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único que conocía—, pero, a medida que Lexa enumeraba sus logros y
algunas entrevistas muy llamativas, más fácil fue acostumbrarse.
—Pero no se lo digas a nadie —añadió al cabo de un rato, antes de volver
con su marido—; que es un secreto.
Sonriendo, sacudí la cabeza y me llevé un dedo a los labios.
Después de una charla de lo más amena, me tocó soportar a Arantxa y
Gonzalo. Ambos estaban acompañados de Manuel y su pareja Lorena,
también trabajadores de la editorial Merika.
Manuel fue bastante grosero al hablar descaradamente de la raja de mi
vestido sin ningún tipo de pudor delante de su novia. La misma que no dejaba
de poner caras de fastidio y de taladrarme con la mirada, como si fuese culpa
mía. Además, ella tampoco le paró los pies. Fue Gonzalo quien, incómodo
porque babosearan a su hermana pequeña delante de sus narices, se lo llevó a
rastras.
Arantxa aprovechó ese momento para menospreciar mi vestido de nuevo.
Sin embargo, dio la casualidad de que Covadonga pasaba por allí cerca y
reconoció de dónde era realmente, y lo alabó. El suyo era de la misma tienda.
La cara de mi cuñada al comprender que le tomé el pelo aquella tarde, en
mi casa, fue lo mejor de la noche, sin duda alguna. Eso te pasa por pija e
insoportable, pensé, orgullosa de no haberme dejado pisotear por sus
comentarios de mierda.
Aunque la charla en el coche con Martín me dejó bastante tocada —no
acostumbraba a hablar de mi familia en presencia de otras personas que no
fuesen Dylan y Eva—, poco a poco se fue pasando y mi cuerpo consiguió
relajarse. No merecía la pena dedicarle un solo pensamiento más a toda la
basura que Arantxa llevó a cabo en contra de nosotras. Ella no era dios, no se
encontraba en todas partes, y llegaría el día en que ni siquiera necesitaría
cruzármela. Cuando Marta y Hugo crecieran, ellos mismos decidirían si
querían visitarnos o no, sin tener a su madre presente.
En cuanto conseguí llegar a la mesa donde nos ubicaron los camareros,
me senté junto a Martín, y me tomé una copa de vino.
—¿Te lo has pasado bien charlando con mis autoras?
—Son majas. Lexy Ruby es un amor. Ojalá que nunca se vaya de Merika.
—¿Por qué no?
—Creo que tiene unas ideas increíbles, y se nota que le pone ilusión a sus
trabajos.
Martín me miraba muy fijamente. Me puso nerviosa.
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—¿Qué pasa? —pregunté, cohibida, con la copa de vino en alto—. ¿He
dicho algo fuera de lugar?
—No. Solo pensaba en que tú serías la editora perfecta para este sello.
—Anda, no digas bobadas. Se me daría fatal dar malas noticias o rechazar
manuscritos. Eso es trabajo tuyo, Cascarrabias.
—¿Nunca te has planteado dedicarte al diseño gráfico?
Su pregunta me sorprendió bastante.
—Sí, claro. Por eso estudié todos esos cursos. Pero los diplomas me han
servido para empapelar las paredes de mi casa y poco más.
Un par de personas se subieron al pequeño escenario. Todo el mundo
aplaudió, incluido Martín, así que les seguí el rollo. Hablaban de la
importancia de crear una empresa donde la gente se sintiera a gusto, como en
familia, y se apoyaran los unos a los otros para crecer al mismo tiempo. No
me costó demasiado darme cuenta de que se trataba del fundador de Merika.
Un hombre alto, con el cabello cano y el rostro arrugado, pero con una voz
muy profunda; casi como si se dedicara a narrar cuentos.
—No te creas que a los que vamos a la universidad no nos sirve de mucho
más los diplomas —murmuró Martín al inclinarse sobre mí. No había nadie
más en nuestra mesa, pero sí en las que nos rodeaban—. ¿Cómo vas con el
boceto?
—Casi terminándolo.
—Bien.
Otros diez minutos prestando atención a los discursos del fundador y de
Covadonga. Se notaba muchísimo que existía complicidad entre ellos. Martín,
en voz baja, fue poniéndome al día de quién era quién, y por qué se
encontraban allí. Al parecer, la familia del director murió en un accidente de
tráfico unos años atrás, y ya solo le quedaban sus nietos y un hijo. Los
mismos que aplaudían, emocionados, en la mesa principal.
—¿Tú nunca das discursos?
Martín se rio.
—¿Yo? ¿Para qué? Te aseguro que no es lo mío hablar en público.
—¿Por qué no?
—Prefiero estar en este lado. —Se encogió de hombros.
—¿No será que te da vergüenza?
—Para nada. La vergüenza y yo nunca vamos de la mano.
Ante su respuesta chulesca, solo bufé y puse los ojos en blanco.
—Ya, claro.
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Unos segundos más tarde, noté la mano caliente y grande de Martín
colarse por debajo de la mesa y posarse sobre mi pierna al descubierto.
Aquella abertura en la falda supuso mi perdición. Y lo peor fue que no se
detuvo en mi rodilla, sino que siguió subiendo por el muslo, por la cadera y
luego a mi monte de venus.
—Sí que llevas bragas —comprobó él, de lo más satisfecho con su
descubrimiento.
—Un tanga diminuto —corroboré, abochornada por si alguien se
percataba de lo que hacíamos—. Saca tu pezuña de ahí, cerdo.
Martín ni siquiera me hizo caso. Sus dedos apartaron la tela con mucha
maestría y me regalaron una sutil caricia que me dejó temblando sobre la
rodilla.
Cerré las piernas con fuerza en un acto reflejo y él ronroneó de
satisfacción.
—Ya sabía yo que te iba la marcha, Barbie Vampira —susurró cerca de
mi oído, de lo más seductor—. Estás mojadísima.
Con el rostro ardiéndome, las bragas empapadas y la mano de Martín
atrapada entre mis muslos lo único a lo que pude acceder, además de a
respirar entrecortado, fue a vislumbrar lo que ocurría en el escenario. Y ni aun
así me enteré de qué demonios hablaban. Los dedos de Martín se encargaban
de tocarme y provocarme con el único objetivo de desquiciarme. Jugaba a eso
cada vez que nos veíamos. Y no siempre necesitaba meterme mano para
conseguirlo. Él conseguía traspasar mi cordura y romperla a pedazos.
Mientras mimaba mi clítoris con lentos círculos que me mojaban más y
más, Martín me susurraba todo tipo de guarradas en el oído.
Joder, lo odiaba.
Pero también me encantaba que jugase así de sucio.
—Será mejor que no hagas ruido, Barbie Vampira —murmuró sobre mi
oreja antes de lamer el contorno y mordisquearlo, provocándome un
escalofrío que erizó toda la piel de mis brazos—. No querrás que nos
descubran, ¿verdad?
—Eres un cabrón.
—Sí, lo soy. ¿Ahora te das cuenta?
No. Sí. ¡Yo qué sé! No pensaba con claridad. Mi cabeza se había vaciado
por completo.
En un acto reflejo, separé mis rodillas de nuevo, como si estuvieran
enemistadas entre ellas, y le di mayor acceso a Martín. Y vaya si lo
aprovechó. Introdujo dos de sus dedos en mi interior, hasta los nudillos, al
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mismo tiempo que con el pulgar seguía acariciando mi clítoris despacio y
rápido. Alternaba ambos ritmos y solo se detenía cuando me veía suspirar
demasiado, o morderme los labios, o suplicarle con la mirada que acabase de
una vez con aquella tortura.
Porque lo era. ¡Claro que lo era! Necesitaba la liberación cuanto antes y
Martín me la negaba. Daba igual que lo agarrase del brazo, impidiéndole
alejarse, porque él paraba de frotarme como si fuese la lámpara del genio y se
reía por lo bajini. Disfrutaba a la hora de torturarme. No era ninguna novedad.
Pero, al mismo tiempo, me excitaba como nunca me excitó nadie. Solo él
conseguía que mi cuerpo vibrara con solo besarme en el cuello o tocarme
justo ahí donde lo estaba haciendo.
—¿Eres consciente de que nos pueden pillar? —le pregunté, acalorada y
con los ojos vidriosos.
Martín, con la mano libre, retiró mi pelo del hombro y me besó justo ahí
con una dulzura impropia de él. Impropia de lo que me estaba haciendo.
—¿Y tú eres consciente de lo sexy que te ves a punto de correrte?
—Imbécil.
A modo de castigo, Martín alejó la mano de mi sexo húmedo, casi
encharcado, y me colocó bien la ropa interior. Lo miré como si acabara de
matar a cien personas delante de mí. Él sonrió de medio lado.
Lo odié más profundamente.
Y mi corazón palpitó de alegría al comprender que solo Martín conseguía
provocarme tantas emociones al mismo tiempo sin que me volviera loca.
—No te mereces correrte ahora mismo, Barbie Vampira.
—¡Pero si has empezado tú! —le eché en cara.
—¿Ah, sí? No sé de qué me hablas.
Con el mismo descaro que él, coloqué mi mano sobre su entrepierna y
comprobé, con cierto regocijo, que también estaba excitado.
—No eres el único que se va a quedar con las ganas, Cascarrabias.
—Daños colaterales, mi amor. —Me alzó el mentón con el índice y me
plantó un beso en toda la boca—. ¿Una copa de champán?
Atontada, asentí con la cabeza. El camarero se acercó después de que lo
llamase y nos sirvió más champán. Me bebí la copa de un trago. El líquido
frío, burbujeante, bajó por mi garganta y noté otro escalofrío.
Martín acabaría conmigo, joder.
Durante la siguiente media hora traté de tranquilizarme, de no pensar en el
cosquilleo entre mis muslos, en el calor y en la humedad, y en las ganas de
correrme que sentía. Pero no sirvió de nada. Ni siquiera conseguí prestar
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atención a lo que hablaban en el escenario, a los premios o los ganadores; mi
cabeza solo daba vueltas a la misma: odiaba a Martín.
Lo odiaba. Lo odiaba a muerte.
Y lo deseaba con cada fibra de mi ser.
Al no lograr calmarme en absoluto, decidí escaquearme al cuarto de baño
y echarme un poco de agua en la cara.
No había nadie cuando entré. Me mojé con suavidad la nuca, el cuello y
los hombros, y respiré profundo. Tal y como nos enseñaba Carlos en Yoga…
las pocas veces que le prestábamos atención. El espejo me devolvió la imagen
de una mujer que no era y que nunca sería. Alguien capaz de ponerse ropa en
colores apagados, oscuros, y un maquillaje más sutil. Pero, debajo de toda
aquella fachada, seguía estando la misma Dánae de siempre. La que adoraba a
Christina Aguilera, la que se enamoró de Quimi de Compañeros cuando solo
tenía doce años y la misma que bebía los vientos por Martín… su novio falso.
Si es que no tenía remedio. Me metía yo solita en la boca del lobo. A él no
le hacía falta engañarme con el pijama de mi abuela puesto.
Me quedé unos minutos allí, apoyada en el lavabo, sin ganas de salir.
Volver a la mesa con Martín suponía muchas cosas: por ejemplo, que seguiría
provocándome y yo continuaría cayendo de lleno. O que los demás nos vieran
y pensaran de verdad que éramos la pareja perfecta.
Cuando no, no lo éramos. No nos amábamos. No construiríamos un futuro
juntos.
Cansada y un poco desilusionada con la verdad que flotaba a mi
alrededor, igual que un fantasma, abandoné el baño y me topé de golpe con
una mujer muy guapa.
—Lo siento, no quería tardar mucho —me disculpé rápidamente.
—No, no te preocupes. —Ella sacudió la cabeza—. Eres Dánae, ¿verdad?
Pestañeé, un tanto sorprendida porque supiera mi nombre.
—Sí. ¿Y tú?
—Oh, lo siento. Soy Sandra, la ex de Martín. —Me ofreció su mano y la
estreché con suavidad—. Sé que no me conoces, pero vaya, no te imaginaba
así. Eres demasiado guapa para estar con él —bromeó.
A mí me costó mucho reaccionar. Jamás hubiese imaginado que Sandra
sería tan «espectacular». Alta, dulce, guapa. Con una delantera bastante
generosa y un par de tatuajes en las muñecas. Era totalmente opuesta a mí. No
nos parecíamos en nada. Y por ridículo que sonase, me sentí aún peor al
descubrir que no tenía nada que hacer con Martín. A él le iban otro tipo de
mujeres, visto lo visto.
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Conmocionada con su presencia, me forcé a sonreír y aplacar así el
intenso deseo de echar a correr que me azotó de improvisto.
—En realidad, él me ha hablado mucho de ti —mentí. Porque, en
realidad, solo la nombró una vez en mi presencia—. Me alegra saber que has
venido.
—Alguien olvidó cancelar la invitación —se señaló a sí misma al mismo
tiempo que se reía—. ¿Dónde está él?
—Pues…
Como si lo hubiéramos invocado, tanto Arantxa como Manuel y Martín
aparecieron de golpe. Los tres se quedaron mirándonos, sin decir nada. Me
sentí totalmente fuera de lugar. Inmensa y pesada.
Odiaba esa sensación.
—Aquí —balbuceé, y le señalé directamente a él—. En fin, me voy a…
Volveré a… Hasta luego.
Escapé rápidamente de ahí. No quería ser testigo del reencuentro entre los
dos. Probablemente, sería emotivo y cargado de tensión. Y yo no pintaba
nada.
No era la novia de Martín.
Todo era una farsa.
Todo menos lo que sentía por él y que ardía en ese instante dentro de mi
pecho.
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Capítulo 25
Tú y yo en Saturno
MARTÍN
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lo que una vez ardió con la fuerza de mil soles se transformara en una bola de
hielo. En un sentimiento oscuro y retorcido similar al odio.
Para mí, Sandra seguiría siendo una persona excepcional. Una mujer que
valía la pena conocer tanto en el ámbito laboral como en el ámbito social. Y si
volvía a enamorarse, esperaba que su próximo novio la tratase bien y la
hiciera feliz.
—Sí —respondí—, a todos.
Sandra relajó los hombros y la sonrisa por fin le llegó a los ojos.
Me sorprendió descubrir que ya no sentía la misma emoción de antaño al
mirarlos. Seguían siendo bonitos, claro; de un color verde oliva que ella
resaltaba con el maquillaje. Pero mi corazón no se aceleró, ni me
hormiguearon los dedos por el deseo de acariciar su pelo y su cara antes de
besarla.
No sentí nada.
—Qué bien. La fiesta ha estado a la altura de la editorial, la verdad. Y he
visto que las autoras por fin te toleran.
—Eso no ha sido cosa mía.
—Lo imagino —se rio—. He visto que subiste un montón de nuevos reels
y post y entrevistas a Instagram, y eso no se te pudo ocurrir a ti. ¿Es cosa de
la rubia que se acaba de ir?
Me rasqué la nuca con los dedos y asentí. De nada servía hacerse el loco a
esas alturas.
—Sí.
Sandra cabeceó en señal de entendimiento.
—Es guapa. Ya escuché que llevabas un mes saliendo con ella. Al
principio pensé que me estaban vacilando, pero luego te veía reír con ella, y
mirarla cuando te hablaba, y supe que era real. A mí no me prestabas tanta
atención durante mis largos monólogos.
No sonó como un ataque, pero en mi cabeza sí y tuve el impulso de
defenderme.
—Sí que te escuchaba. Más de lo que te piensas. Oírte hablar de la
editorial, de tus autores, de las entrevistas que hacías; me ponía contento
después de un duro día de trabajo, Sandra. Durante mucho tiempo, fuiste mi
canción favorita. La que hubiese repetido una y otra vez, sin cansarme.
Sandra sacudió la cabeza.
—Soy consciente de eso, cariño. Y agradezco que me hicieras sentir que
flotaba en una nube mientras estuvimos juntos. Pero todo eso ya no existe.
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—Tú me dejaste, y ni siquiera logro entender… ¿Por qué decidiste romper
la relación?
—¿De verdad no te diste cuenta?
—Querías un bebé y no podías tenerlo. ¿Te agobiaba pensar que te
rechazaría por ello?
—Al principio, sí —cabeceó ella—. Luego entendí que no eras el
problema. Incluso si me dejabas porque no podía ser madre, no me dolería
tanto como la herida que el médico abrió en el pecho la mañana que me dio el
diagnóstico. Tantas pruebas para que al final fuese estéril. Fue demasiado
para mí, y sentí que si me quedaba a tu lado, la relación se malograría.
—Te hubiese apoyado en todo —la interrumpí suavemente—. Me daba
igual su podíamos tener o no hijos; eso no es lo que me hacía amarte, o hacer
planes de futuro contigo. Podríamos haber adoptado, en todo caso. Hay
muchos niños que necesitan una familia.
—Ya lo sé, Martín —con la mirada vidriosa, Sandra me sonrió como hizo
tantas veces: con amor—. Todo eso ya lo sé. Pero te hubiese odiado un
poquito, de todos modos. Porque si yo no estaba bien, si me dolía tanto que
no conseguía respirar con normalidad, ni levantarme de la cama sin detestar lo
que me estaba ocurriendo, ¿cómo iba a quererte a ti? Hubiese corrompido mi
amor por ti, cariño. Te habría culpado de cosas que no eran culpa tuya, y te
hubiese gritado sin razones aparentes. Al final, todo eso pesaría más que lo
bueno, y cuando me mirases, ya no lo harías emocionado por verme, sino
odiándome de vuelta.
—Eso no lo sabes.
—No, no lo sé. Pero elegí alejarme por el bien de los dos. Opté por el
camino correcto, aunque no lo entendieras. Ser madre lo era todo para mí —
admitió, llevándose la mano al pecho—, y que me lo arrebataran me dolió
como si me hubiesen arrancado una pierna de cuajo. Caminaba coja, ciega y
sorda. Me sentía tan consumida por el dolor, que ya no me hacía feliz dormir
a tu lado o compartir nuestras cenas de los viernes en la terraza.
»Sencillamente, dejé de ser yo. Y cuando dejas de ser una persona
funcional, ¿cómo vas a querer y cuidar a los que amas?
Sus palabras se clavaron en mi pecho con la misma facilidad que un
puñado de dagas. Y dolieron igual. No porque me jodiese que me dejara a
pesar de todas las veces que le dije que lucharíamos juntos por encontrar una
solución a su infertilidad, sino porque no supe ver, en aquel momento, que su
tristeza era demasiado grande y la abrazaba como si de un amante se tratase.
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Sandra fue consumiéndose como una vela delante de mis ojos y yo no lo
vi. No quise verlo. No pude. No fui consciente de cuánto dolor impregnaba su
menudo cuerpo día y noche, a todas horas, mientras luchaba por mantenerse a
flote a pesar del diagnóstico del médico.
¿Cómo no iba a dejarme, si ni siquiera le tendí mi mano? Solo la presioné
una y otra vez con mensajes vacíos de positivismo, de tratamientos
alternativos a la infertilidad, de viajes a ciertos países donde conseguían que
una mujer fuese madre aunque los óvulos se los donasen. Y Sandra jamás
quiso eso. Tampoco lo pidió. Solo necesitó que alguien la abrazara y no la
juzgara si se venía abajo.
Conmocionado por esa verdad que al fin chocaba conmigo, igual que un
asteroide con la Tierra, retrocedí un paso.
Sandra parpadeó varias veces seguidas, alejando las lágrimas.
—Lo siento —murmuré—. Lo siento mucho.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca hablé de esto contigo. Soy tan culpable como tú.
—Pero tú me necesitabas y yo…
—Tú lo hiciste bien, Martín. Y yo elegí mi propio camino. Dejarte me
dolió como el infierno, pero también me quitó una carga de encima —confesó
—. Necesitaba curar mi cuerpo y mi alma, lejos de ti, lejos de Barcelona,
lejos de todo. Por eso desaparecí durante meses y dejé el trabajo, y la casa, y
todo. Lo veía como cadenas que me recordaban lo ilusa que fui al construir
mis sueños sobre un montón de castillos de arena.
—¿Por qué no me lo contaste antes? —me aventuré a preguntarle, con
algo de miedo a su respuesta—. ¿Por qué no me lo dijiste claro?
—No lo sé. Me daba miedo que me vieras como una mujer egoísta y una
insensible. —Sorbió por la nariz—. Te quería y te quiero, Martín, pero no me
quedaban fuerzas para reparar tu corazón antes de irme.
Cuando Sandra se marchó de mi vida tras poner fin a una relación de
bastante tiempo, me sentí vacío. Roto. Como si nunca más fuera a ser feliz.
Quizá por eso me volqué demasiado en mi trabajo y empecé a exigirle a mis
escritoras, y a mí mismo, más de lo que éramos capaces de dar.
Eso no justificaba mi mierda de actitud, pero no lo vi claro hasta esa
noche, con Sandra frente a mí, tan desecha como yo.
Me había convertido en un tirano, en un cabrón, en un hombre capaz de
romper a otros solo por el vacío que me consumía por dentro. Y nadie se
merecía pagar el precio de mi dolor, salvo yo.
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—Me hubiese encantado saber todo esto antes. Así, quizá, mi vida
hubiese sido diferente. O no. A lo mejor te hubiese odiado un poco por
romper conmigo sin tomar en cuenta mi opinión.
—Martín, ¿qué hubiera pasado si me quedaba y trataba de arreglar lo
nuestro? ¿Crees de verdad que hubiéramos durado más de un año o dos?
Lo pensé fríamente y llegué a la conclusión de que no. Cuando una
persona estaba rota y dolida, no pensaba en los demás; ni siquiera en el amor
de su vida. Y para Sandra, su infertilidad suponía un abismo que yo jamás
hubiese sido capaz de saltar.
—Vale. Agradezco tu sinceridad, de todos modos, porque a veces me
ofusco y no veo la realidad, por más clara que esta sea.
Sandra sonrió con tristeza.
—No es culpa tuya. A mí me gustabas así, terco y todo. Pero me da un
poco de pena que por mi culpa te hayas convertido en el Editor Cabrón.
—Eso solo es cosa mía. Pagué con quien no debía mi propia frustración.
Ya ves —encogí los hombros—, la gente normal va a terapia, y los tontos
rompemos a los demás.
—Dudo mucho que hayas roto nada. Solo has sido un grano en el culo. —
Que ella bromeara sobre eso, y le restara hierro al asunto, me hizo sentir un
poquito mejor—. ¿Sabes? He pensado mucho en ti durante estos meses.
También te he echado de menos. A veces, cuando me levantaba, me
replanteaba en volver a luchar por ti y recuperarte. Luego te veía tan
ensimismado en el trabajo, en tus proyectos, que me alejaba.
—Te hubiera recibido con los brazos abiertos —confesé. Y, aunque en mi
mente sonaba patético, en voz alta fue como una caricia al alma.
—Al principio, sí. Luego apareció ella y empezaste a florecer de nuevo.
—¿Te refieres a Barbie Cowboy? —Al pensar en ella, recordé el tacto de
su piel bajo mis dedos, su risa, su insistencia por poner música de Christina
Aguilera en mi coche, y noté un cosquilleo agradable en los labios—. Ella y
yo no…
—Oh, vamos —se rio Sandra—. Esta noche he sido capaz de verte junto a
ella y no a través de fotos, y…
—¿A través de fotos?
—Santi se dedicó a sacaros fotos y vídeos cuando ella te visitó en la
editorial, y nos la pasó por el grupo.
—Joder.
—Sí, joder —repitió ella con cierta burla—. Ya sabes cómo es.
—Sí, por desgracia lo sé.
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Sandra me dio un manotazo suave en el brazo.
—No es tan grave. A mí no me molestó. En el fondo, me dio algo de
envidia. Con ella eres otra persona.
—Teniendo en cuenta que es Barbie Neuras, no me puedes culpar por
ello. Tendrías que hablar con ella; desquicia a cualquiera con sus monólogos
y sus teorías y su risa de Barbie Satán.
»Con decirte que la conocí en la fiesta de cumpleaños de Arantxa porque
se estaba emborrachando en la casa de muñecas de su sobrina.
Sandra chasqueó la lengua.
—Sabes que no es eso. Te gusta. La quieres, Martín. Incluso si pone tu
paciencia a prueba, la miras como si fuese la única en la habitación en la que
estás.
Me reí.
¿Quererla? No, claro que no. Solo mantuve aquella farsa porque me jodía
darle más información privada a las autoras que me la tenían jurada. Infantil o
no, esa fue mi decisión. Opté por salvar mi culo antes de pasar del tema.
Punto.
Cualquier otro, en mi lugar, habría optado por ser un mejor editor y pedir
perdón. Hasta hubiese ignorado todo. Pero yo estaba muy quemado ya de ver
cómo soltaban barbaridades sobre mí, y pensé que era mejor no darles más
leña con la que hacer más grande el incendio.
Eso es algo que jamás le contaría a Sandra. No por miedo a que ella me
fuese a juzgar de malas formas, sino porque me avergonzaba de mí mismo.
De lo cobarde que llegaba a ser en los momentos de tensión.
Cuando ella se largó, tampoco la fui a buscar. No peleé por ella. Actué
como un pusilánime y me fui con mi corazón roto a otro lado. Lejos de ella,
de sus recuerdos, de los planes de futuro que ya no se harían realidad.
Me asqueaba la persona en la que me había convertido.
Sin embargo, no quería a Dánae. No la quería, ¿verdad? Ella era
totalmente opuesta a mí. Divertida, humilde, empática, risueña. Entendía a los
demás, mientras yo los azotaba con el látigo de mi indiferencia. Y nunca se
rendía, aunque detestara a su familia y sus comentarios de mierda. Si debía
poner buena cara con tal de no hacerles daño, lo hacía. Porque entendía que
no todas las familias estaban estructuradas y estaban unidas. Algunas
familias, como la suya, sobrevivían entre secretos y burlas y quejas. Pero eso
no la hundió, sino que la hizo más fuerte.
Y yo la admiraba.
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—¿Qué has estado bebiendo esta noche para llegar a la conclusión de que
me he enamorado de otra?
—¿Acaso no quieres a tu novia? —me preguntó de vuelta.
No supe qué responderle porque ni yo mismo sabía qué sentía por Dánae.
Sandra había depositado esa duda en mí y me costaría mucho llegar a
entender la maraña de emociones que la Barbie Cowboy despertaba en mi
corazón.
—Perdona —se disculpó rápidamente mi ex—, me estoy metiendo donde
no me llaman. —Un poco azorada, caminó por el asfalto hasta acercarse a la
barandilla que daba al enorme bosque colindante, del cual no se veía nada,
porque la oscuridad lo engullía todo—. ¿Suena patético si te digo que estoy
feliz y triste al mismo tiempo?
Sacudí la cabeza, negando.
—A mí me pasa igual.
—Cuando pienso en ti, solo me vienen cosas buenas a la cabeza. Bonitos
recuerdos de lo que vivimos juntos. Por eso, en el momento que ella se ha
colgado de tu brazo y te ha hecho reír, he sentido algo de envidia y tristeza;
porque hubo un tiempo en el que era yo la que te sacaba una sonrisa.
—Sandra.
—Tranquilo. Jamás te pediría que lo dejases todo para volver conmigo.
Ahora que te tengo aquí delante sé con certeza que escogí el camino correcto.
Tú eres feliz y yo también. Y como cantó Pablo Alborán: «En Saturno, viven
los hijos que nunca tuvimos» —canturreó al mismo tiempo que dos lágrimas,
gruesas como puños, resbalaban por sus mejillas.
Acorté la distancia existente entre ambos y le sequé la cara con los
pulgares. Sandra cerró los ojos justo cuando deposité un beso en su frente.
Aquel gesto ya lo significaba todo. Era el fin de nuestra historia, y el principio
de otra. Porque jamás sería capaz de odiar a Sandra. Ni siquiera porque me
rompiese el corazón.
—Hablaremos más seguido —prometí, en voz baja, al tiempo que bajaba
y le daba un último beso en los labios. Me supo dulce y salado—. No vuelvas
a alejarte.
—No lo haré. —Sorbió por la nariz—. Esta vez no.
Asentí, conforme con lo que escuchaba, y la estreché entre mis brazos.
Mientras me envolvía su calor, sentí cierta lástima por todos aquellos que
nunca serían capaces de perdonar a las personas que alguna vez amaron, o
apreciaron, solo porque se alejaron en su peor momento. Ningún alma que
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estuviera en guerra consigo mismo se merecía el desprecio eterno. Y Sandra,
mi pequeña Sandra, tendría una parte de mí para siempre.
—Te hubiese querido durante toda mi vida —murmuró Sandra.
—Y yo a ti.
Ella me devolvió el abrazo antes de alejarse, secarse las lágrimas y
esbozar una sonrisa triste.
—Ve y busca a tu chica. A ver si se va a pensar que nos estamos liando y
se enfada. No me gustaría arrebatarte otro futuro más.
—Escríbeme, anda.
Sandra me dio un golpecito con la cadera.
—Sí, señor.
La dejé allí, en el balcón de piedra, preguntándome si hacía lo correcto.
Ella se apoyó en el barandal, con la vista perdida en la lejanía, y algo dentro
de mí me indicó que sí. Que Sandra estaría bien. Igual que yo.
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Capítulo 26
DÁNAE
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—Porque he venido contigo.
—Ah, si es por eso, no me importa regresar sola. Tranquilo, no le diré a
nadie que os habéis escapado.
Martín enarcó una ceja y se cruzó de brazos. De pronto se le veía muy
serio.
—¿Qué insinúas?
—Bueno, querrás irte con ella, ¿no?
—No —volvió a repetir—. Quiero estar contigo, Barbie Neuras.
Hice un mohín con los labios ante su mote, porque no eran imaginaciones
mías. Los había visto juntos, maldita fuese. Parecían Marshall y Lily de Cómo
conocí a vuestra madre, por favor. Toda la situación emulaba a una puta serie
de televisión de la Fox donde la pareja secundaria por fin se reencontraba y se
decían en voz alta lo mucho que se amaban.
—Lo siento, es que no tiene ningún sentido. Sandra es el amor de tu vida
y te la has encontrado en una fiesta superchula y…
—Era —corrigió él, sin dejarme terminar la frase—. Era el amor de mi
vida. Y no me interesa en absoluto sentarme a tomar una copa con ella. La
verdad es que no he sentido nada en su presencia.
—Venga ya, no me lo creo.
—Es verdad. Antes me emocionaba muchísimo tenerla cerca, y deseaba
besarla a todas horas. Pero es que ya solo me queda cariño. Amistad. No hay
amor o deseo dentro de mí hacia Sandra.
Daba la impresión de que mi corazón estuviese flotando dentro de mi
pecho. ¿Cómo se hacía ilusiones tan rápido? Solo había dicho que no amaba a
Sandra, no que me amase a mí.
—Y ¿cómo estás?
—Bien. Me siento liberado. Creo que hablar y solucionar las cosas es la
mejor manera de pasar página en situaciones así. —Encogió uno de sus
hombros y se acercó a mí—. ¿Te preocupaba que te dejase aquí tirada?
«Sí», dijo una vocecita dentro de mi cabeza.
—No —mentí, sin embargo.
Martín sonrió un tanto ladino.
—Se te da fatal esto de decir lo contrario a lo que piensas, cariño.
—No te burles de mí.
—No lo hago, Dánae. Solo intento hacerte entender que estoy aquí, en el
aparcamiento, porque te buscaba. Porque solo me apetece estar a tu lado. Y
eso ni Sandra podrá cambiarlo.
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Fui incapaz de no responder a su abrazo una vez que me rodeó por
completo y me aplastó contra su pecho. Su calor envolvente, su olor y su
firmeza consiguieron conquistarme por completo. Cada fibra de mi cuerpo
respondió al instante, y mis piernas perdieron fuelle.
—Siento si te has pensado lo contrario.
—En todo caso, ha sido cosa mía. Solo me apenaba la posibilidad de
que…
—¿De que no terminase lo que habíamos empezado? —preguntó con un
tono juguetón.
Le di un manotazo en el hombro.
Martín me respondió con una nalgada.
—Sabes que no pensaba en eso.
—Lástima, porque sigo cachondo por tu culpa. Y la de este vestido. —Me
bajó uno de los tirantes y se relamió al ver cómo asomaba uno de mis pezones
a través del escote—. Espero que esa mirada de loba sedienta de sexo sea
porque quieres mi polla y no porque sigues pensando en Sandra.
Aunque todavía me consumía por dentro la llama de la inseguridad, tuve
que reírme por sus ocurrencias. Martín era así, después de todo: un idiota
capaz de hacerte reír en los momentos más inoportunos. Y por eso me
gustaba. Por eso me tenía loca. Por eso, por eso lo quería.
—¿Qué pasaría si te dijese que es por ella?
—Sería una lástima, porque no me van los tríos. Y solo deseo follarte a ti,
Barbie Descarada.
Sonreí de medio lado y le desabroché el primer botón de su camisa.
—Creo que es la declaración más intensa que me han hecho en mi vida.
—¿La de que te quiero dar como cajón que no cierra?
—Ajá. —Le desabroché otro botón—. Muy romántico, viniendo de ti.
Martín se inclinó y me susurró en el oído:
—Espera a que te cuente cómo voy a arrancarte las bragas con los dientes
y a devorarte como si no hubiese un mañana. Vas a terminar caminando como
Bambi el día que nació.
Su amenaza solo consiguió que mi mente apartase a Sandra por completo,
escondiéndola en algún lugar oscuro y apartado, junto a mis inseguridades, y
que todo mi cuerpo ardiese igual que una antorcha.
Y aunque se consideraba de mala educación largarse de una fiesta antes
de tiempo y sin avisar, no nos detuvo. Prácticamente, nos lanzamos al interior
del coche y volvimos a casa con la tensión flotando en el aire. Con ese
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cosquilleo en el abdomen que liberaba un montón de adrenalina. Llegué a un
punto en el que me sentía atractiva, de algún modo. Sexy. Válida.
Y la sensación fue tan nueva y maravillosa.
No quise soltar aquel hilo que me conectaba a Martín jamás.
En cuanto llegamos a mi apartamento, Martín arremetió contra mí sin
miramientos. Realmente me tenía muchas ganas. Las mismas que yo a él.
Compartíamos ese deseo chispeante que nacía dentro de nosotros y que
amenazaba con calcinar al otro a través de una simple caricia. Y yo ya no
soportaba más la idea de estar lejos de él. Lo anhelaba tanto que no me quejé
cuando fue un poco bruto al besarme y desnudarme. Tampoco cuando me
arrastró hacia la cama en volandas, con solo las bragas puestas, y me tiró
sobre la cama.
Asistí al mejor striptease de mi vida con las tetas al aire. Y no me
molestó. Ni me sentí expuesta o fea. Sobre todo, porque Martín me quemaba
con la mirada. Su deseo me atravesaba, me besaba la piel, me llenaba de
marcas… y era la sensación más increíble de todas.
Él se quitó la ropa poco a poco, lanzándola al suelo, y, una vez desnudo,
se acarició a sí mismo con todo el descaro del mundo. Me relamí los labios.
Aún tenía pendiente poder saborearlo, pero lo necesitaba dentro. Ya.
—Me encanta cómo me miras, rubita.
—Ven —lo invité a la cama con un gesto de la mano.
Martín no tardó en acorralarme contra el colchón y aplastar mi boca en un
beso exigente. Beso que correspondí, como todos los anteriores, aunque con
el corazón latiéndome a mil revoluciones por segundo. Quería tenerle más
cerca. Que se fundiese conmigo. Volverme tan pequeñita que solo tuviera que
meterme en el bolsillo y no soltarme jamás.
Y ese deseo era tan ridículo. Martín jamás correspondería a mis
sentimientos.
Él no me amaba. Pero yo a él sí.
Y me quedé con eso.
Rodeé su cuello con ambos brazos, pegándome a su torso. Sus dedos se
encargaron de romper mi tanga. Joder, me había costado caro. Aunque
tampoco me importó demasiado cuando sus dedos abrieron mis pliegues y
frotó suavemente mi dolorido clítoris.
Mi cabeza se descolgó hacia atrás una vez el placer me llenó por
completo. Martín me besaba con un ansia animal, y no solo en la boca; sus
labios se movían por mi cuello, por mi oreja, por mis pechos, por mis
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clavículas. No paraba de llenar mi piel de besos y mordidas a medida que sus
dedos jugueteaban en mi sexo.
Ninguno habló. Las palabras parecían sobrar esa noche. Como si ya nos lo
dijéramos todo con la mirada.
Martín no me dio la liberación que tanto exigía mi cuerpo. A cambio, me
ató las muñecas al cabecero con mis propias bragas rotas —lo cual me pareció
muy sexy— y me devoró por completo. Empezó por mi boca, bajó mi cuello,
mis pechos, el abdomen, y más abajo. Su lengua prácticamente se adueñó de
mi sexo. Lamía y mordisqueaba y soplaba cuando quería torturarme o
hacerme cosquillas. Acariciaba mi clítoris con la punta de la lengua de una
manera magistral y, cuando estaba a punto de correrme, se retiraba y bajaba
un poco. Jugaba con la entrada de mi vagina a medida que sus dedos recorrían
mis muslos, mis nalgas.
Era tan intensa la marea de emociones, los relámpagos de placer, que no
dejaba de retorcerme y quejarme. En cuestión de minutos, mi rostro ya se
encontraba sudoroso, rojo, y me ardía la piel allí donde él no me tocaba.
Aun así, no me quejé demasiado. Porque Martín era muy bueno a la hora
de darme placer. Tanto, que seguía sorprendiéndome que mi cuerpo fuese
capaz de reaccionar a cualquier estímulo de su parte sin quedarse estático o
duro como una piedra.
¿Sería cierto que el sexo no era algo mecánico, sino de piel y química?
Con mis ex no conseguía excitarme del todo, o mantener mucho tiempo mi
lubricación, y con Martín era una puta fuente.
Con él, me sentía como una maldita estrella del porno. Y eso que no hacía
nada especial.
Separé más la pierna en un acto reflejo cuando un relámpago placentero
me recorrió por completo. Casi levanté la pelvis de la cama sin que me
costara lo mismo. Carlos se emocionaría al ver que, hablando o no, sus clases
de Yoga me habían servido para muchas cosas. Por ejemplo: para que me
besaran el sapo.
Los brazos de Martín me rodearon los muslos y su boca volvió a atacarme
con todo. Cuanto más rudo era besándome, más aumentaba el cosquilleo de
mi abdomen. Y justo cuando pensé que volvería a alejarse, él introdujo dos de
sus dedos en mi interior y los rotó hasta que el orgasmo me atravesó por
completo. Él ni siquiera se alejó mientras los espasmos me sacudían por
completo. A cambio, siguió lamiéndome hasta que estuvo satisfecho.
Con los labios brillantes y rojos, algo hinchados por mi culpa, trepó por
mi cuerpo y me acorraló contra el colchón. Al verlo así, pensé que era el
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hombre más increíble del mundo. Y que me gustaba demasiado sentir su peso,
su calor, su olor sobre mí.
Sin quitarle la mirada de encima, le rodeé las caderas con ambas piernas y
tiré de él. Martín soltó una risita que me contagió y me llenó el pecho de
música.
Era el sonido más bonito del mundo.
Una de sus manos me acarició el pelo, la cara, y bajó hacia mi cintura,
aferrándose justo ahí, como si necesitara un soporte. Los segundos que tardó
en ponerse el condón me parecieron eternos. Lo quería dentro. Ya. Mi hambre
y mi necesidad eran extremas.
Martín me besó en el segundo en el que se deslizó en mi interior de una
sola estocada. El dolor y el placer crearon una mezcla perfecta. Como
nosotros dos. Como nuestros cuerpos.
Dado que no me permitía mover las manos, me quedé así, expuesta y
vulnerable, pero también poderosa. Notaba esa energía sexual recorriendo
toda mi anatomía. Entrecerré los ojos sobre él, sin perder detalle de sus
expresiones de placer, de sus gemidos guturales.
Su pelo castaño se mecía sobre su frente sudorosa. Sus mejillas se
tornaban más y más rojas. Sus labios me buscaban, incansables. Y el vello de
su torso, rizado y oscuro, me hacía cosquillas en los pechos y en el abdomen.
Joder, todo mi cuerpo lo sentía a él. Solo a él. No a la cama, ni a la brisa
fresca. Solo a Martín.
A medida que sus caderas chocaban contra mí, una y otra vez, hasta el
fondo, mis gemidos aumentaban también. Acababa de correrme gracias a su
boca y, sin embargo, continuaba caliente y mojada y excitada. Parecía un
cuento de hadas para mí.
Hubo un momento en que Martín me liberó las manos y aproveché para
empujarlo sobre la cama. Él me miró entre curioso y divertido. Colocó ambas
manos sobre mis muslos, apretándolos con fuerza, y yo aproveché que estaba
arriba para moverme sobre su polla. Ya no sentía miedo o vergüenza, porque
era Martín. Y él jamás me juzgaría. En realidad, si lo miraba fijamente, hacía
verdaderos esfuerzos por no tomar de nuevo en el control.
Esa sensación me enloqueció.
Me encorvé sobre él, besándolo con un ansia animal. La misma rudeza
con la que subía y bajaba las caderas, o las rotaba, arrancándonos todo el
placer posible. Lo quería para mí. Lo quería. Y ese amor, ese deseo, me
quemaba en las venas. Amenazaba con romperme, aunque, en realidad, me
rompió el orgasmo que me atravesó por completo.
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Martín me envolvió con sus brazos y siguió moviéndose por mí.
Arrancándome no solo gemidos lastimeros, sino un clímax devastador. Y
justo cuando pensé que me deshacía sobre él, me acompañó con su propio
orgasmo.
Sudorosos, con la respiración errática, nos quedamos mirándonos largos
minutos. Mi corazón palpitaba muy rápido, mas dudaba que fuese por el
ejercicio. Lo que le pasaba era ni más ni menos que reconocía a ese hombre, e
intuía que era el culpable de todo lo que nos ocurría.
Tendría que haberle dicho que lo amaba. Que sentía muchas cosas por él.
Que quería que lo intentáramos de verdad. Que no fuese solo una farsa.
Pero nada de eso salió de mi boca. No era tan valiente.
A cambio, sonreí y le di un beso provocador en la boca.
—¿Ya estás buscando más, rubita? —preguntó él, en voz baja.
—Contigo siempre quiero más —respondí.
Pero él jamás sabría que no me refería solo al sexo.
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Capítulo 27
DÁNAE
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Carlos, el monitor, nos pidió que nos dedicáramos diez minutos a meditar
sobre la esterilla para abrir los chakras y conectar con nosotros mismos.
Sentada en la posición del loto, con los ojos cerrados, me quedé en completo
silencio y traté de poner en orden mis emociones.
No sirvió de nada.
Dentro de mi pecho existía una tormenta mucho más inmensa que la de
Júpiter. Y el epicentro era mi amor por Martín.
Un amor que no llegaría a ningún sitio.
—Te sugerí hace tiempo que lo dejaras tú —dijo Dylan, sin moverse un
ápice.
—También que me lo tirase —le recordé.
Al parecer, a mi amigo siempre se le olvidaban los puntos claves de sus
discursos de «viva el amor y el sexo y la madre que me parió».
—Pero pensaba que tendrías la suficiente frialdad para no encoñarte de él
—admitió mi amigo. Sonaba sincero y a mí me molestó esa fe repentina en mi
persona. ¿Es que ninguno de los dos recordaba mi larga lista de novios
imbéciles y amores imposibles?—. Todo era una mentira, un juego. Tenías
que jugar tú también y luego quedarte con el recuerdo. Yo qué sé, un poco de
sexo no le hace mal a nadie.
Se hizo un silencio pesado e incómodo entre nosotros. Solo se oía la
música zen sonando a través de los altavoces, pero no le prestaba atención. Lo
único que me llenaba por dentro era mi propio corazón resonando con la
misma fuerza que un tambor en Semana Santa.
—¿Y qué pasa si soy defectuosa? No sé cómo se separa el corazón y la
mente, ¿vale? No sé cómo se juega a toda esta basura del amor y de la
atracción. A mí me cuesta un montón no enamorarme de un tío como Martín.
Es increíble. Cuanto más lo conozco, más me gusta lo que veo de él. ¿Qué le
hago, entonces? Ya sé que el problema es mío, joder.
Me sorprendió sentir la mano de Dylan tomando la mía con fuerza, pero
también lo agradecí. Necesitaba un poco de apoyo moral en mitad de aquella
tormenta que me zarandeaba de un lado a otro.
Todo el mundo era experto en relaciones sociales, excepto yo. Y no
entendía por qué, porque siempre me limitaba a ser yo misma, para bien y
para mal, y no intentaba hacerle el mal a nadie.
—Por desgracia, no hay nada que puedas hacer —admitió Dylan, y sonó
más asertivo que de costumbre—. Te has enamorado y es lo que hay. Eso no
te hace mala persona ni defectuosa, Dánae, por favor.
—Eso no me ayuda, Dylan.
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—Claro que no te va a ayudar. O se lo dices, o te callas. Pero si te
muerdes la lengua, al final lo pasarás peor —me recordó Eva, y ella sí sonaba
más firme y cortante. No porque estuviera enfadada, sino porque, a diferencia
de Dylan, confiaba más en ser honesta que en dulcificar la verdad—.
¿Cuántas veces te has reprimido en una relación y luego te ha explotado en la
cara? ¿Cuántas veces te has entregado por completo y no has recibido ni la
mitad? ¿Cuántas veces has preferido callarte y guardarte tus emociones y
pensamientos en lugar de decírselo a la otra persona?
Muchas, muchísimas veces. Y no solo en las relaciones románticas, sino
también en las relaciones de amistad y de familia. Prefería callar que decir lo
que sentía o lo que pensaba y hacer daño a los demás. Y eso debía cambiar,
maldita fuese. Mi vida no era una serie de televisión de la Fox donde, al final,
Martín me diría que me amaba también. El último capítulo de la temporada,
cuando yo había tirado la toalla y me largaba a otra ciudad maravillosa como
si vivir en Estados Unidos no fuese caro.
Tenía que dejar de aferrarme a las ilusiones que se formaban en mi cabeza
y me hacían sentir miserable al no ocurrir en la vida real. Pero no lo
conseguiría sola. Ese era el problema. Aún dependía mucho de mis amigos,
de sus palabras de consuelo, y también de mi psicóloga, Carmen.
No sabía caminar si ellos no me indicaban el camino.
—Tampoco me parece un asunto terrible —añadió mi amiga al cabo de un
minuto, ante mi silencio—. Todos nos hemos enamorado de alguien que no
nos correspondía. Creo… que es algo por lo que debemos pasar la mayoría
para entender cómo funciona toda esta cosa de las relaciones.
—Pues vaya puta mierda —rezongó Dylan, a mi derecha—. Yo jamás he
tenido que encontrarme de frente con una encrucijada para entender que hay
que ser sincero siempre.
El monitor nos animó a colocarnos de pie y hacer una postura que tensaba
los músculos de los muslos y del tronco superior. Aquel dolor muscular me
activó bastante. Era como si el ejercicio, por suave que fuese, me ayudara a
pensar con más claridad.
O sencillamente estaba desesperada y cualquier mierda que me
entretuviera lo suficiente era más que bienvenida.
—Que tú hayas tenido la suerte de que todos se enamoran de ti no
significa que los demás también —rezongó Eva en voz baja.
Dylan resopló al mismo tiempo que lanzaba una mirada al techo.
—¿Crees que yo consigo todo lo que me propongo? ¿Que, con chasquear
los dedos, se me concede cualquier deseo que pida?
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—Claro que sí —respondimos las dos a la vez.
Dylan hizo un aspaviento con la mano y sacudió la cabeza.
—Os equivocáis y mucho. Además, no es culpa mía que vosotras seáis
más enamoradizas. A los tíos hay que usarlos y dejarlos, no entregarles el
corazón. ¿No habéis aprendido nada en todos estos años? Venga ya,
chochopanes, que perdisteis la virginidad a los dieciséis y a los diecisiete. Ha
llovido mucho desde entonces y los tíos siguen el mismo patrón siempre.
—Meter a todos los hombres en el mismo saco es injusto —dijo Eva.
—Si los meto es precisamente porque yo soy un tío y sé lo que hay.
Somos más básicos que una camiseta blanca del Zara. —Antes de seguir con
su discurso, se colocó en la posición que tocaba y nos miró de soslayo—. O a
lo mejor no. A lo mejor todas las personas tenemos nuestras neuras y nuestras
cosillas, pero eso no quita que Martín no sea lo suficientemente perspicaz
para darse cuenta de que te has colado por él si tú no se lo dices.
»¿Qué pasaría si resulta que, aparte de ponérsela como un fuet, también se
ha pillado por ti? ¿Es que no nos planteamos más que las posibilidades más
negativas y trágicas? ¿Para qué coño pagas a Carmen y vas a su consulta, si
luego no te da por pensar que la gente se puede enamorar de ti también?
Sus palabras me hirieron en lo más profundo. Y lo hicieron porque había
mucha verdad en ellas.
Me aferraba demasiado a lo malo porque era más fácil de creer que lo
bueno. Porque estaba acostumbrada a ser el patito feo, el desastre, la
fracasada, la oveja negra. ¿Cómo se iba a enamorar Martín de esa mujer de
treinta años que seguía sin un trabajo fijo, ni una casa propia, que se pasaba
más tiempo soñando despierta que reorganizando su vida? ¡Si es que no tenía
sentido! En mi caso, había muy poco que ofrecer, ¿verdad?
Creía en las historias de amor de los libros y las películas, y soñaba con
vivir algo parecido. Y Martín me había dado muchos momentos en los que
pensé que por fin lo tenía y no se me escurriría entre las manos.
Menuda tontería.
Por supuesto que Martín no me correspondería. No dudaba de que se la
ponía dura y que teníamos química en la cama. Pero el sexo y el amor no eran
la misma cosa. Jamás lo sería. Aunque Maroon 5 se empeñara en que sí en
ciertas canciones.
Por eso estaba dolida. No porque él no me quisiera de vuelta, sino porque
me sentía incapaz de asumir mis propias emociones y sentimientos en su
totalidad. Porque mi primera y única reacción era huir lejos, muy lejos, donde
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sentirme a salvo y donde Martín no me rompiese el corazón. O donde no me
lo rompiese yo, en todo caso.
Había sido yo la que, a sabiendas de lo que existía entre ambos, de la
mentira acerca de nuestra relación, permitió que ese amor echara raíces dentro
de mí y floreciera.
—En mi caso —me miré los pies, un poco cohibida. Hablar abiertamente
de mis emociones era algo nuevo para mí. Normalmente, solía bromear sobre
mis desgracias y problemas con el propósito de enmascarar un dolor real. Esa
mañana, en cambio, me resultó imposible seguir con ese juego ridículo e
infantil—, creo que Martín ha sido la primera persona que me ha visto de
verdad en años. No me refiero… A ver, es complicado de explicar. Todo el
mundo sabe cómo soy, pero hace muchísimo que no conozco a alguien y se
anima a ver más allá de mi trabajo de mierda o de mi adicción al color rosa.
Pero él sí. Él me preguntaba acerca de mis emociones o de mi vida, me
retaba, me hacía reír y me hacía enfadar. Ha logrado que vea magia en mí…
cuando solo veía a una fracasa devolviéndome la mirada a través del espejo.
»Cuando estoy con él, empiezo a entender las canciones de amor que
suenan en la radio. Antes creía que exageraban o que solo intentaban rimar
palabras y poco más. Me gustaban, pero no las sentía dentro de mi corazón. Y
ahora, por fin logro entenderlas. Por fin, las siento.
—¿Cómo no ibas a enamorarte de él, entonces? Si hasta logró que te
corrieras, que eso se te ha olvidado añadirlo —murmuró Dylan, con los ojos
vidriosos.
Mis mejillas ardieron al recordar la última noche que pasé con él. Fue
increíble, en muchos aspectos. No solo porque follábamos de puta madre —
que también ayudaba—, sino porque Sandra quedó relegada a un segundo
plano, y la fiesta, y solo quedamos él y yo. Dos amantes con el deseo a flor de
piel que se elegían por encima de todo lo demás. Sin prisas. Sin culpa.
Ojalá le hubiera dicho entonces que le quería. Que estaba loca por él.
Había dejado escapar el momento perfecto por culpa de mi cobardía.
—El sexo no lo es todo —le di un suave manotazo a Dylan—.
Simplemente, he jugado y he perdido. No soy tan inteligente.
—Lo pintas más trágico de lo que en realidad es —insistió Eva, dándole
otro manotazo a Dylan cuando lo vio limpiarse la comisura de los ojos con los
dedos. ¡Como si fuese algo trágico todo lo que hablábamos!—. Lo ideal es
que hables con él y esperes a su respuesta. Ojalá pudiera darte otro tipo de
consejo, pero es que no lo tengo.
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—Todos aquí sabemos que Martín no me quiere. Soy la tapadera que usó
para que no le tocaran los cojones. Una mentira absurda.
—Tú misma lo has dicho —Dylan me dedicó una mirada cargada de
intenciones—: fue una excusa barata para tenerte cerca. Y no dudo que al
principio creyera de verdad que la gente hablaría mal de él y le perjudicaría
porque, a juzgar por cómo lo tratan en internet, seguramente esté hasta los
huevos. Pero han pasado semanas y sigue aferrado a esa tontería como si no
quisiera dejarte escapar.
Aunque Dylan solo daba su opinión, contuve esa parte de mí misma que
comenzaba a emocionarse ante la posibilidad de que Martín sintiera algo por
mí. Lo que fuera. Incluso si solo era una pequeña chispa de amor comparada
con el enorme fuego que era el mío.
—Raro es —corroboró Eva con un movimiento de la cabeza—. ¿Por qué
no se lo dices?
—Porque no sé si estoy lista para oír una respuesta negativa.
Y aquella era la verdad más rotunda que pronunciaría esa semana. Y ese
mes. Y ese año.
Me daba miedo que me rompieran el corazón. Y el miedo era una
emoción racional en el ser humano. Perder no se nos daba especialmente bien.
Y, en mi caso, no soportaba la idea de que Martín saliera de mi vida por
completo. Me había acostumbrado demasiado a su presencia, a sus quejas, a
sus risitas, a sus comentarios, a todo de él. Todo.
¿Cómo no iba a ponerme triste la idea de que el Editor Cabrón, ese que se
esforzaba en cambiar y en mejorar, se esfumara por completo de mi vida?
Habíamos compartido un montón de cosas en los últimos tiempos.
Conversaciones y risas y quejas y besos. ¿Cómo no iba a dolerme?
Me froté la cara, cansada, y lamenté no ser más fuerte y decidida. Si al
menos el miedo no me paralizara, sería capaz de tomar las riendas de mi vida
y zanjar todo de una buena vez.
—Mira, la vida funciona así. Sé que es la frase más cliché y horrible de
todas, pero no es ninguna mentira. Hay que coger el toro por los cuernos y ya
está. No se gana si no se arriesga. —Eva me dio un corto abrazo con el que
me impregnó de su olor y de su calor—. Pero si no estás lista aún para decirle
la verdad, entonces tómate un tiempo. ¿Qué puede cambiar de aquí a unas
semanas?
—Como mucho, que se corte el pelo y se lo tiña de rojo, y cambie todo su
vestuario por uno mucho más elegante —repuso Dylan, a mi izquierda, en la
posición del perro boca abajo—. Es lo que solemos hacer todos cuando
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pasamos por una crisis existencial, no me miréis así. La última vez que me
dejaron me hice un piercing en la punta del nabo. Y la vez anterior, me tatué
y me teñí el pelo de azul. Aunque me quedó horrible. El pelo, que conste. El
tatuaje está en la zona de mi cuerpo perfecta. —Y se rozó la entrepierna para
que supiéramos que, efectivamente, estaba ahí.
—Jamás me cortaría el pelo —cogí uno de mis mechones rubios y me
estremecí ante la idea de hacerle un daño irreparable—. Y no voy a hacerme
un piercing en el coño, que conste.
Dylan me miró con cierta desilusión.
—Entonces tampoco te metas prisa. En esta vida hay que ser amables con
el prójimo, pero también con uno mismo —Eva me sonrió con cariño—. A lo
mejor te llevas una sorpresa…
—¿Ah, sí? —pregunté, curiosa.
—Pues claro. Aún falta saber qué piensa y siente el Editor Cabrón —
insistió mi amiga—. Y hasta que no lo sepamos, todas las teorías son más que
bienvenidas.
Que me diera alas no ayudaba en absoluto. De verdad que sentía que él no
me quería. Le caía bien y teníamos una amistad más o menos divertida, pero
nada más. La química no nos convertía en almas gemelas. Tener buen sexo,
tampoco. Había un montón de gente que follaban genial y eran totalmente
incompatibles fuera de la cama. ¿Por qué iba a ser diferente entre nosotros?
¿Solo porque en las películas funcionaba?
Intenté centrarme en la clase, en lo que decía Carlos, sin mucho éxito. A
mí el Yoga no me ayudaba en nada cuando me encontraba en mitad de una
crisis existencial de gran magnitud y me sudaba todo.
—Oye, ¿y por qué no le dejas caer comentarios romanticones? —sugirió
Dylan, en un tono más alto de lo debido.
Vi que Carlos le lanzaba una mirada reprobatoria, mas no dijo nada. Y eso
sí que me pareció totalmente novedoso.
¿Por qué aún no nos había echado de la clase, si llevábamos como veinte
minutos dándole a la lengua sin parar?
—Una cosa, ¿no os parece que hoy el monitor no está tan enfadado con
nosotros y nuestras charlas de marujas? —les pregunté a los dos, mirando
primero a Eva, que encogió los hombros, y luego a Dylan, que se tensó por
completo—. ¿Y bien?
—Tú, chochopan, no me cambies de tema —me advirtió Dylan, dejándose
caer en la esterilla.
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—Anda, pues es verdad —dijo Eva—. ¿Habrá tirado la toalla con
nosotros?
—Eso o… —fruncí el ceño cuando una idea fugaz cruzó mi mente—. ¿Te
lo has tirado, Dylan?
—¿Qué? —se atragantó con su propia saliva y tuvo que darse unos
golpecitos en el pecho—. ¿De qué hablas?
—Te lo has tirado —Eva lo señaló con el índice. Su expresión era de
sorpresa absoluta—. Te has tirado a Carlos.
—Grítalo más, chochopan; que las de la primera fila aún no te han oído.
No supe por qué, pero me entró la risa tonta. ¡Era increíble la facilidad
que tenía Dylan a la hora de conseguir todo lo que se proponía! Al final, todos
caían en sus garras. Todos se acostaban con él. Eso sí que parecía sacado de
una serie de televisión española.
Era un cliché con patas: el tío guapo y con don de gente que se ganaba el
cariño de los demás con tres frases ridículas y un guiño de ojos.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? —preguntaba Eva, totalmente desubicada
—. ¿¡Por qué no nos lo dijiste!?
Dylan, totalmente pillado, decidió ofrecernos la versión más jugosa de su
nueva historia de amor.
—El fin de semana. Me llamó para quedar y hablar, y pensé que estaba
incómodo con todas las veces que le he mirado el paquete y el culo —se
encogió de hombros, como si eso no importara—. Pero fue bastante majo. No
dejó de decirme que le estaba costando una barbaridad salir del armario
respecto a su bisexualidad, porque siempre se consideró hetero y su familia lo
tienen por un rompebragas y, claro, eso es difícil de aguantar mucho tiempo.
—¿Eres su primer papichulo? —se pitorreó Eva—. Pobrecito, tener que
aguantarte.
—Pues no, lista —Dylan alzó la barbilla, haciéndose el digno—. Ya ha
estado con otros tíos. Dijo que yo le molé desde el principio, pero que le caía
mal porque estaba todo el rato hablando de tonterías y exponiéndome. Como
si fuese genial que me gusten los tíos y las tías. Pensé en irme, no os voy a
mentir, pero finalmente me quedé y, no sé, es un tío guay cuando se deja
conocer. Y folla de puta madre.
Como me alegraba por él, le di un codazo entre risitas.
Dylan me devolvió la sonrisa.
—¿Qué? Uno tiene derecho a pasárselo bien sin muchos dramas, ¿no?
—A ver, te has tirado al monitor que te esquivaba todo el tiempo —
repuso Eva, con una de sus cejas elevada—. ¿Qué pasará ahora? ¿Saldrá del
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armario y te permitirá que le mires el paquete? ¿O seguirá fingiendo delante
de todos?
—Que él seguirá diciéndonos que pongamos el culo en pompa y yo me
acordaré de cómo me daba por el c…
—A ver, los del fondo —nos llamó la atención Carlos, un poco sonrojado.
Seguro que había oído todo lo que acabábamos de decir—. ¿Podéis dejar la
cháchara para más tarde? Estoy intentando que abráis los chakras.
—Y otras cosas —añadió por lo bajini Eva.
No lo pude evitar, y rompí a reír.
—Cómo te pasas, tía. En fin, me voy a salir un rato. Necesito despejarme.
Le pedí disculpas a Carlos antes de abandonar la clase. No me apetecía
seguir. Los que sí se quedaron dentro fueron Dylan y Eva.
Me duché, me cambié de ropa y cogí mis cosas para volver a casa. Esa
tarde me tocaba un par de visitas a dos hoteles de la ciudad. Un grupo de
chicas que estaban en una despedida de soltera un poco especial y un grupo
de alemanes jubilados. A los turistas les encantaban las reuniones alrededor
de un puñado de juguetes sexuales.
Justo cuando abandoné el gimnasio, con la bolsa de lona colgado del
brazo, rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros alguno de los chicles que
casi siempre llevaba encima. Y, en cuestión de una milésima de segundo, noté
un fuerte tirón que casi me arranca el brazo y a un montón de gente chillando.
Me costó darme cuenta de que el hombre que corría igual que una gacela
calle abajo llevaba entre las manos mi bolso. Con todas mis cosas. Y no me
hubiese dado un amago de infarto de solo contener mis bragas sucias y mi
sujetador sudado. Pero es que, además de todo eso y mi cartera, también
estaba dentro mi tablet.
Donde había trabajado en la portada todo aquel tiempo.
Y que ya no recuperaría.
Con el aire faltándome y la cabeza dándome vueltas, me dejé caer al
suelo, ignorando al grupo de personas que se me acercó con la idea de
ayudarme y preguntarme si estaba bien.
Pero no, no lo estaba.
Acababan de robarme todo mi trabajo y ahora no tenía nada.
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Capítulo 28
MARTÍN
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Unidos me di cuenta de que Dánae siempre tuvo razón: la moda de las
portadas dibujadas estaba en auge y la gente se volvía loca con ellas.
Todo esto lo comentamos Martina y yo esa misma mañana. A ella
también le parecía una idea increíble.
Quien me dejó sin palabras fue Covadonga. Enfundada en esas faldas que
parecían más una segunda piel y con su anillo de bodas balanceándose sobre
su pecho —en lugar de llevarlo en el dedo, optaba por colgárselo del cuello
—, sonrió, divertida, y me soltó la bomba.
—He pensado en contratar a Dánae para que se dedique a hacer las
portadas. Y no solo del sello romántico. Daniela ha dicho que también hay
autores a los que les gustaría algo más personal e íntimo en su sello de
ficción.
Casi se me cayó el alma a los pies y no precisamente porque me diese
miedo tener a Dánae dentro de aquellas paredes, sino porque me alegré por
ella. Me alegré de verdad al comprender que no solo yo valoraba su talento.
Porque dibujaba bien. Lo hacía con gracia, a su estilo propio, y le ponía
muchísimo empeño. Y si su familia no quería verlo, que les diesen por el
culo.
—¿Sabes? Me parece genial.
—Seguro que tu chica se vuelve loca —se burló Covadonga—. Invítala a
cenar para celebrarlo.
—Eso haré.
Aún se me hacía raro que alguien pensara a esas alturas que seguíamos
siendo pareja. Vale que no lo habíamos desmentido, después de todo, y que
tampoco habíamos roto, pero estábamos tan alejados de ser una pareja
convencional. O a lo mejor no. A lo mejor los demás se lo creían
precisamente porque éramos muy distintos y solo el amor pudo unirnos.
Casi todas las parejas poco convencionales encajaban precisamente
porque se enamoraban sin remedio y no porque tuviese algo en común.
Cuando pensaba en Dánae, el corazón se me calentaba dentro del pecho.
Ya no la veía como un castigo divino por toda la mierda que eché por la boca
de mis autoras. Como si el karma me estuviera castigando por ser un cabrón y
no fuese suficiente que me difamaran en internet o metieran el hocico en mi
vida privada. Desde la noche del concierto, más o menos, la miraba con otros
ojos. Percibía en ella chispa, ilusión y dulzura, y me sentía muy cómodo a su
lado.
Sandra lo llamó amor.
Yo lo llamaba cariño.
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Y Paulino se reía como el cabrón que era y me pedía que no la dejase
escapar.
Por supuesto, no le pregunté a Anna qué pensaba al respecto porque,
conociéndola, se uniría al Team Sandra y me llamaría gilipollas por no ver lo
obvio.
A veces me preguntaba qué transmitía mi mirada cada vez que hablaba de
Barbie Cowboy y por qué todos llegaban a la conclusión de que me había
enamorado hasta el tuétano de los huesos de ella.
Sentado en la silla de mi escritorio, me quedé mirando los correos que me
llegaban de mis autoras.
La relación entre nosotros había mejorado un poco. Ya no hablaban tanto
de mí en redes sociales y en ese foro maldito. Muchas de ellas practicaban el
escepticismo conmigo porque no creían que hubiese cambiado de verdad. Y
no las culpaba. Hasta a mí me costaba no volver a aquella dinámica tóxica
donde les exigía lo imposible a sabiendas de que se esforzaban muchísimo
por entregar novelas divertidas y muy románticas.
Todos los informes de venta las respaldaba. No había ni una sola autora
que fracasara a la hora de sacar un libro. Por eso pertenecían al sello
romántico de Merika. Por eso apostábamos por ellas.
Cuando Paulino me dejó caer que mi fracaso con Sandra me había cegado
hasta tal punto de pagarlo con quienes tenía delante. Me lo replanteé muy
fuerte. Y llegué a la misma conclusión que él. Había pagado todo mi dolor y
mi frustración con las personas que tenía a mi cargo en la editorial, porque no
era capaz de pedir ayuda y sacar de dentro, de una manera sana, lo que me
atormentaba.
El trabajo fue mi salvavidas cuando Sandra me dejó. Volcarme en el sello
me ayudó a no pensar, a no quedarme encerrado en casa. Y eso me volvió
huraño y exigente y un puto imbécil.
No existía justificación, ni mucho menos, pero al menos ya sabía de
dónde provenía aquella época oscura de mi vida. Por qué empezó y por qué
debía acabar.
Ya no sentía rabia dentro de mí. Ya no me aferraba a la idea de que
Sandra regresaría a mi vida y volveríamos a intentarlo.
Aunque antes me daba alergia el amor, o me parecía una gilipollez, ya no
era el caso. Barbie Mentirosa me ayudó a cambiar de parecer.
Con ella al lado, el amor que flotaba a nuestro alrededor, ya fuese en
forma de canciones o de poemas o de películas, era divertido y sano y bonito.
Con ella al lado, lo veía todo con mayor nitidez. Entendía por qué Melendi
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quería ser un jardín con enanitos. Por qué algún actor guaperas corría por toda
una terminal para impedir que su chica cogiera un avión a otra ciudad. Por
qué se regalaban flores cuando uno la cagaba. Por qué el algodón de azúcar
no era empalagoso si se trataba de una rubia divertida e increíble.
Joder. ¿Y si me había enamorado de ella? ¿Y si los demás tenían razón —
una vez más— y yo era el que estaba ciego?
A lo mejor tendría que hablar con Dánae y explicarle el caos que habitaba
en mi cabeza desde que nos acostamos la última vez. O desde la noche del
concierto, donde me cantó aquella canción de Christina Aguilera que parecía
más un grito de guerra que una simple letra con más de veinte años de
antigüedad.
Pero ¿qué ocurriría si no me correspondía? ¿Volvería a frustrarme y a
convertirme en el Editor Cabrón? Porque no me apetecía una mierda.
No quería que Dánae dejase de ser alguien a quien escuchar parlotear y
reír y cantar.
No quería que Dánae saliera de mi vida.
Como si la hubiese invocado, su nombre parpadeó en mi móvil. Lo cogí
enseguida, preguntándome qué nueva aventura se traía entre manos.
—Hola, rubita. ¿Tienes algo para mí?
—¿Martín? Yo… Esto…
—¿Qué pasa? Llevo toda la mañana esperando a que me envíes el boceto
final. La autora está mordiéndose las uñas y Covadonga quiere proponerte
algo —dejé caer, aunque sin chafarle la sorpresa. El día que mi jefa se lo
dijese en persona, me encargaría de estar presente para ver su reacción—. ¿Ya
me lo has enviado? Voy a revisar la carpeta de spam.
Habíamos quedado el día anterior en que me lo haría llegar por e-mail y
así yo le daría el visto bueno. Esta vez sin insultos y sin pagar con ella la
frustración que me embargaba por no ser capaz de solucionar mis propios
asuntos.
Ya no era ese bastardo. Ni quería serlo nunca más.
Como no vi el correo, fruncí el ceño.
—No está.
—No, no está —corroboró ella. Se la escuchaba agitada, al borde del
llanto—. Precisamente por eso quería hablar contigo.
—¿Te has olvidado de colorear toda la imagen? No te preocupes por eso,
los detalles se pueden agregar más tarde.
—No. Verás, yo… —Pausa—. No tengo el boceto.
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—¿Cómo? —mi primera reacción fue soltar una risita nerviosa—. Espero
que estés de coña, rubita. No tenemos mucho más tiempo para empezar a
trabajar en la salida del libro.
—Lo sé. Pero yo…
—A ver, déjame adivinarlo: te has olvidado de que tenías una
responsabilidad y ahora necesitas más tiempo para acabarlo.
No supe por qué, pero me molestó mucho su falta de profesionalidad. El
día anterior me prometió que lo tendría listo. Me dijo que no me preocupara.
Pero no estaba cumpliendo su palabra porque todo le daba igual. Porque no
sabía gestionar sus horas o porque se había dedicado a perder el tiempo en
lugar de terminar la maldita portada.
No me lo podía creer.
—Martín.
—Es que no sé por qué no me sorprende. Solo te pedí una cosa: que
tuvieras el boceto para hoy. Y no lo tienes. ¿Qué voy a decirles a Covadonga
y a la autora? ¿Que la ilustradora no tiene compromiso y necesita más
tiempo? —gruñí, apretando con más fuerza de la necesaria el móvil—. Joder,
Dánae. Las cosas no se hacen así de mal. Tú misma tuviste la idea.
—Pero…
—No me cuentes excusas —le supliqué, enfadado—. No quiero ni oírlas.
—¡Pero, espera!
—Al menos podrías tener la decencia de decirme las cosas de frente.
Bastaba con un «Mira, Martín, necesito más tiempo, ¿me lo podéis dar?». De
ese modo no quedaría mal ante mi jefa y ante una autora. Porque no tengo
nada.
—Oye, eso no…
—¿Necesitas más tiempo? Tómalo. Veré cómo puedo solucionar todo
esto. Seguro que a la autora no le importará sacar su libro unas semanas más
tarde porque a nuestra querida ilustradora le queda grande el compromiso.
Dánae no dijo nada más. De fondo se escuchaba el tráfico, algunas voces,
también quejas y risas. Por lo visto, estaba en la calle. ¿Haciendo qué? No
quería ni saberlo. Porque lo único que de verdad me importaba era la maldita
portada. Porque el libro salía en un mes y no teníamos lo más básico, después
del manuscrito. Porque se había tirado semanas para terminar un dibujo y, aun
así, no fue suficiente.
Joder, ¿cómo podía ser tan malditamente desastrosa? ¿Por qué no era
capaz de hacer las cosas bien cuando se las pedían?
—¿Dánae?
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—Da igual. Olvídalo. Dile a la autora y a tu jefa que lo siento, y que lo
enviaré mañana mismo. Adiós.
Me colgó después de su despedida.
Observé el teléfono, sin saber qué decir. ¿A qué venía esa actitud? ¿Tanto
me había pasado con ella? Maldita fuese, tenía todo el derecho a frustrarme y
enfadarme, ¿no? Era yo el que daría la cara ante las dos implicadas, no Dánae.
Y no sabría ni qué decirle.
Me había prometido algo y no cumplió su palabra.
¿Cómo iba a confiar en que haría su trabajo bien después de que
Covadonga la contratara? ¿Y si cometí un error al creer en ella?
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Capítulo 29
DÁNAE
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de la tableta nueva que acababa de comprarme únicamente para terminar el
maldito dibujo.
Y valió la pena cada minuto. Esa versión era infinitamente mejor que la
anterior. Y puse los colores que me dio la gana. Martín ya no influiría en la
idea original que se formó en mi cabeza. Si quería retocarlo, ¡que le diesen
por el culo!
Por primera vez en mucho tiempo, no me sentía culpable por lo ocurrido.
Yo no elegí que me robaran el bolso a la salida del gimnasio. Y si Martín
prefería pensar lo peor de mí, allá él. No iba a escribirle para contarle lo
ocurrido. Lo haría cuando le entregase la portada, así se daría cuenta lo
estúpido e injusto que resultaba acusar a los demás de lo peor sin darles la
oportunidad de defenderse.
Por supuesto, nada de lo que me decía por mensaje ayudaba a que mi
rabia se disipara. Tanto Arantxa como él venían taladrándome la cabeza día y
noche con quejas y súplicas y reproches. Los ignoré a ambos.
También a Dylan y Eva. Ellos estaban preocupados y querían apoyarme,
pero necesitaba pasar por todo eso sola. Solo así me haría fuerte. Solo así me
daría cuenta de que depender de las personas a las que quería no me ayudaría
en nada, salvo para ser más débil y más cobarde.
Eso se acabó.
Pensaba darle un giro a mi vida y callar a todos de una buena vez. ¡Me
había hartado de ser la rubia tonta e inútil! Joder, también tenía un corazón
latiéndome en el pecho. Me esforzaba cada maldito día, y a nadie le
importaba. Por eso, y porque me lo debía a mí misma, mandaría lejos a quien
hiciera falta y me centraría en evolucionar. En sanar. En elegir mi propio
camino.
Cuarenta y ocho horas más tarde, le envié un correo a Martín con el
boceto y apagué las notificaciones del móvil. No pensaba prestar atención a
nada más. Que gestionara solito sus errores, como hacíamos todos.
Dios, cómo me dolía su falta de confianza. Me dolía más que si me
hubiese dicho que no me quería como algo más que una colega.
Es que no comprendía qué clase de visión tenía sobre mí para llegar a la
conclusión de que me tomaba a guasa todo lo relacionado con la portada.
Sobre todo, porque la ilusión me exudaba por los poros cada vez que
hablábamos del asunto.
Para: [email protected]
De: [email protected]
Asunto: Tu puta portada.
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Te envío el boceto. Notarás diferencias porque no es el mismo. Me
robaron la tableta la otra mañana, a la salida del gimnasio, por eso no
podía entregarte la otra ilustración. Estoy segura de que a la escritora
le encantará. No es necesario que te comuniques conmigo. No quiero
saber nada de cretinos como tú.
Que te den, pringado.
Barbie (muy) Enfadada
Tanta hostilidad no era buena, era consciente de ello y me dio igual. Si los
demás eran desagradables todo el tiempo, ¿por qué yo no podía serlo un día?
Desahogarme y soltar toda la mierda sin que nadie me señalara con el dedo.
A veces, una chica solo necesitaba ser dramática al más puro estilo de
Disney: tirar cosas, chillar, decir «¡estáis siendo injustos conmigo!» y
lanzarse a la cama a llorar. Joder, si Jasmín podía, ¿por qué yo no?
«Porque a ti el genio te sale solo, no necesitas frotar la lámpara», me dijo
una vocecita en la cabeza.
La aparté por completo, me puse las gafas de sol y salí a dar un paseo.
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los aires y me convertí en la chica que tropezó con el amor. Y con un capullo
incapaz de confiar en mí.
Dios, cuanto más lo pensaba, más me cabreaba.
Más me dolía.
Más me decepcionaba.
Todos los años, mi madre nos reunía a la familia más cercana en casa,
preparaba galletas y tarta casera de galletas con natillas y chocolate, y soplaba
las velas rodeada de felicitaciones sinceras. Al menos, de nuestra parte; de mi
cuñada, lo dudaba.
—Hola —saludé, ya que era la última en llegar.
Sara y Gonzalo estaban en el extremo más opuesto de la mesa; Marta y
Hugo, en medio; Arantxa se sentó junto a mi hermana; y mi madre había
dejado un hueco para mí.
Me sorprendió bastante que mi hermana Sara hubiese dejado lo que
estuviera haciendo en Asturias —nadie le preguntaba, y casi que mejor— con
la idea de presentarse al cumpleaños de mamá. Con lo poco que le gustaban a
ella las reuniones familiares. Las repudiaba por completo, como yo, pero
supuse que era distinto cuando se trataba de la mujer que nos trajo al mundo.
—Llegas tarde —dijo mi madre, suspirando. Siempre tenía esa expresión
en la cara de «Dios mío, ¿qué voy a hacer con esta niña?» que me molestaba
muchísimo—. ¿Dónde estabas?
—Aparcando el coche. Nunca hay un mísero hueco en esta calle.
Dejé a un lado la chaqueta de cuero falso y de color rosa chillón, a juego
con mis botas de cowboy, y me senté por fin. La mesa estaba a rebosar de
bebidas y frutos secos y galletas y cruasanes. «Esto sí que es un cumpleaños
como dios manda», pensé, y me robé uno de los sándwiches de crema de
chocolate. Siempre me recordaban a mis fiestas de niña, cuando venían todas
mis amigas del colegio y soplaba las velas.
—Podrías haber venido con tu hermano y tu cuñada —sugirió mi madre,
intentando no sonar demasiado molesta. Pero le costaba mucho disimular—.
Has llegado media hora tarde.
—Ni que se fuese a enfriar la tarta —rezongué, poniendo los ojos en
blanco.
—Es de mala educación no avisar —intervino Gonzalo. Como siempre, se
colocaba del lado de mamá.
—Y no terminar los trabajos —añadió Arantxa, con una sonrisita de
suficiencia.
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Quise reírme ante su intento de queja. ¡Ni siquiera se había enterado de
que ya entregué el dibujo! Eso significaba que no contaban tanto con ella.
Sacudí la cabeza y me comí el sándwich con tranquilidad.
Mi madre y mi hermana se enfrascaron en una acalorada conversación
sobre su viaje a Asturias. Así era Sara, después de todo: un alma libre.
Viajaba constantemente y conocía a gente por toda España. Aún vivía con mi
madre, pero solo porque tenía veinticuatro años y aún no estaba segura de
dónde echar raíces.
Por supuesto, nadie le echaba en cara el tipo de vida que llevaba. Nadie le
preguntaba por qué se largaba dos semanas a Asturias o Galicia o Portugal y
luego regresaba sin más. A Sara se lo consentían todo. A mí, no.
En el pasado, le guardé mucha envidia y rencor por eso. ¡Yo me llevaba
las peores quejas y los peores reproches! Pero se me pasó enseguida. Sara no
tenía la culpa de la familia que teníamos, ni de que la quisieran tanto. Yo
también la quería muchísimo. Era mi hermana pequeña, y si le hacía feliz
vivir de ese modo, no sería yo quien se lo echara en cara.
—¿Sigues trabajando en lo mismo? —preguntó mi madre entonces,
dirigiéndose de nuevo a mí.
—Sí, claro. —Me encogí de hombros.
—Así que no planeas cambiar de trabajo. —Arantxa me lanzó una mirada
que no supe descifrar—. ¿O es que no te han hecho ofertas suculentas?
—No, la verdad.
—Ya veo. —Hizo una pausa para servirle más zumo a Marta—. En la
editorial están un poco descontentos contigo.
—¿Ah, sí? No me han dicho nada —mentí.
Ni de coña iba a decirle que Martín y yo nos habíamos peleado por culpa
de la ilustración. No se merecía tantas explicaciones.
—Ya me ha contado Arantxa que no entregaste a tiempo el dibujito ese
que te mandaron a hacer. ¿Tienes idea de la vergüenza que ha pasado tu
cuñada por tu culpa? —dijo mi madre, con esa mirada de absoluta decepción
que parecía estar diseñada solamente para mí—. Si te comprometes a algo,
debes cumplir. ¿Es que no lo haces también en el trabajo ese que tienes?
Casi me eché a reír delante de todos. Mandaba cojones que mi cuñada
hubiese aprovechado ese tema para meter mierda contra mí. Es que se
agarraba a todo, la muy garrapata.
—El dibujo lleva entregado dos días, más o menos. Igual que Arantxa
solo pega la oreja cuando se trata de algo negativo.
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—¿Cómo dices? —Mi cuñada pestañeó varias veces, confusa—. Nadie
me había dicho…
—Pues claro que no. Nadie te dice nada. Tu problema es que solo intentas
enterarte de cosas relacionadas conmigo porque estás ansiosa por verme
fracasar y no sabes cómo hacerlo —dije con los puños y los dientes apretados
—. ¿Te gusta dar por culo o es una afición que empezaste a practicar porque
te aburres en tu mierda de vida?
La mirada que me dedicó mi hermano Gonzalo fue terrible. Por el
contrario, Sara me dedicó un guiño de ojos. A ella tampoco le caía bien
Arantxa. Era como el puto Grinch en las navidades: solo se presentaba en las
reuniones familiares a molestar y a sabotearlo todo a su alrededor.
Pero, por primera vez en mi vida, no le daría margen a seguir metiendo el
dedo en la llaga o inventándose cosas contra mí. Se había terminado. Mi
paciencia voló por los aires. No me quedaba ni un solo motivo por el cual
soportar toda aquella mierda.
—No me hables así, Dánae —dijo ella, muy seria.
—¿Por qué no? Tú eres la primera en faltarle al respeto a todo el puto
mundo. ¿Por qué los demás no tenemos permiso de hacerte lo mismo? ¿Eres
la reina de España ahora o qué? —alzaba la voz cada vez más, al punto que en
el salón se me escuchaba a mí—. ¿O es que no sabes defenderte, querida
cuñi?
Roja de rabia, Arantxa se levantó, como si quisiera hacer algo… pero no
se le ocurría el qué.
La imité, quedándome a su altura. Si quería guerra, la iba a tener.
Por fin me animé a entrar al trapo.
—¿Has venido con ganas de discutir, Dánae? Porque no creo que sea el
momento y el lugar.
—De hecho, es el momento y el lugar perfecto. Eres tú quien siempre
lanza el comentario para hacer daño, ¿por qué te preocupa ahora? ¿Porque por
fin te respondo?
—No, no vayas por ahí. —Alzó la mano, con la palma hacia mí, como si
de verdad se sintiera muy dolida con mis palabras—. Solo trataba de entender
lo que había ocurrido con la portada.
—De ser cierto, me habrías preguntado a mí y no te habrías dedicado a
meter mierda con mi madre con información que ni siquiera posees. Porque
en ningún momento has hablado con Martín, ¿verdad? Simplemente, te
enteraste de casualidad que no entregué la ilustración el día acordado y diste
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por hecho que soy una descerebrada y una persona en la que no se puede
confiar. ¿O me equivoco? —pregunté, cruzando los brazos sobre el pecho.
No entendía por qué de pronto se había encendido una llama en mi
pecho… pero ardía como si fuese la maldita antorcha olímpica.
—Eso no es —balbuceó Arantxa, pillada con las manos en la masa.
—Bueno, ya basta —intervino mi madre, aunque solo me observaba a mí
—. ¿Qué te pasa, hija? ¿Es que no ves que tu cuñada solo se preocupa?
—¿Preocuparse? Pero ¿qué cojones se va a preocupar esta? Es que ni
siquiera te mereces que te insulte delante de tus hijos. ¿Y sabes por qué?
Porque no soy como tú —dejé claro—. Nunca voy a ser como ninguno de
vosotros. Jugáis al papelito de personas perfectas, de abanderados de la
verdad, de familia unida, pero sois una farsa. Y unos mentirosos. Y malas
personas. Lo sois conmigo. Y tú la que más —señalé a Arantxa con el índice
—. Eres una serpiente de cuidado.
—¡Dánae! ¡Ya es suficiente! —Mi madre se llevó la mano al pecho, sin
dar crédito a lo que oía.
Eso no me detuvo. Me dio más fuerza para soltar todo lo que llevaba
acumulado en los últimos años.
—Sí, llevas razón: es suficiente. Se acabó lo de meterme en medio cada
vez que os da la gana. He aguantado vuestros desprecios demasiado tiempo y
no pienso tolerar ni uno más. Ni de parte de Arantxa, ni de Gonzalo, ni de la
tuya, mamá —agregué al alejarme de la mesa unos cuantos pasos. No los
quería cerca—. Se acabó, ¿me oyes? ¡Se acabó!
—Pero ¿de qué hablas? ¡Si yo no he dicho nada! —exclamó mi madre.
—Ese es el problema, que nunca dices nada. Que permites que Arantxa
me tire por el suelo y, en lugar de frenarle los pies, te quedas escuchándola y
dándole la razón. ¿Qué clase de madre permite algo semejante? ¿Tan poco te
importo? ¿Tan mala imagen tienes de mí?
—Bueno, Dánae no es que seas una persona demasiado trabajadora. Y
Arantxa solo te critica en ese aspecto.
Me reí con ganas.
—¿Que solo habla de mí en ese aspecto? —repetí—. ¿Me tomas el pelo?
Se pasa la vida diciendo que soy una fracasada por no tener pareja, ni casa
propia, ni un trabajo estable. ¡Como si eso te definiera a la hora de ser una
buena o mala persona! Ella tiene marido, casa e hijos, y es una zorra.
—Conmigo no te metas —saltó Arantxa, adelantándose un paso. Pero
Gonzalo la retuvo al sujetarla de la muñeca—. ¡No te atrevas a faltarme al
respecto!
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—No es insultarte, es retratar la realidad —me defendí—. Eso te encanta,
¿verdad, cuñi? A todos os encanta decir que soy un fracaso. Que no voy a
llegar a nada en la vida. Que no trabajo ni me esfuerzo. Que eso ya me
convierte en mala persona. Pero, en realidad, ninguno sabéis una mierda de
mí.
»Me paso el día pateándome la ciudad para ganarme el sueldo. Tengo mi
propia casa, aunque sea de alquiler, y no vivo compartiendo habitaciones ni
hipotecándome hasta que cumpla los cincuenta —le dirigí una mirada
desdeñosa a Arantxa. Ella gruñó una palabrota que no entendí del todo—. Sí,
no tengo hijos. ¡Pero es que no los quiero! ¡Jamás he querido ser madre! Y
eso no me hace menos mujer ni menos válida. En realidad, estoy siendo
sincera conmigo misma. A diferencia de todos vosotros, que llenáis vuestros
putos vacíos y acalláis vuestros complejos metiéndoos con los demás.
Conmigo —recalqué—. Como si yo fuera vuestro puto saco de boxeo. ¿Y
sabéis qué? ¡Que no me pienso quedar callada nunca más!
—Jamás he dicho que seas… Dánae, estás sacando todo de quicio. —Mi
madre, en actitud conciliadora, se acercó a mí—. ¿Por qué no hablamos de
esto con calma?
—Porque siempre que he intentado decirte cómo me sentía o que tus
comentarios me dolían, tú me menospreciabas. Me decías que no era para
tanto y que solo exageraba. Así que no, se acabó lo de callarse. Se acabó lo de
ignorar vuestras mierdas para que Arantxa no extienda sus tentáculos de bruja
y haga lo que le venga en gana.
—¡Bruja lo serás tú! ¡Que mira la que estás liando por un berrinche!
—¿Berrinche? Por favor. Si eres tú la que se cubre las espaldas
amenazando a mi madre con no ver a sus nietos si alguna de nosotras dice o
hace algo contra ti. Eres una mujer acomplejada y una niña de papá,
acostumbrada a que todos le hagan caso y le compren todo, y la tengan en un
pedestal, y que no soporta que la bajen de ahí. Por eso te hemos caído mal
siempre: porque nosotras te vemos como eres. Una serpiente que, si se
muerde, se envenena.
»Hay mil cosas que Gonzalo ni sabe, ni sabrá nunca, porque no le
conviene pelearse contigo. Porque eres tan mala persona que, si te pidiera el
divorcio mañana mismo, lo hundirías en el fango con tal de salirte con la tuya.
Solo se te ocurren malas ideas. Nadie puede decir nada de tu familia, y ellos
son magníficos, pero mi madre, mi hermana y yo somos una basura para ti.
Así es como nos tratas.
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—¡Eso no es verdad! —gritó Arantxa, roja y temblorosa—. ¡Solo dices
tonterías! A tu madre le tengo mucho aprecio.
—Por eso tratas de hacerle daño cada vez que se te presenta la
oportunidad, ¿verdad? Porque si puedes meter mierda o hacer que Gonzalo y
ella se peleen, tú ya eres feliz. Venga ya, Arantxa. ¡Conmigo no es necesario
que te hagas la digna! Eres una persona de mierda —repetí. A pesar de que
me sentía culpable por estar sacando todo a relucir, también encontré cierta
paz en defenderme—. Siempre lo has sido y siempre lo serás. Que te pasaste
semanas lloriqueando porque estabas mal de pasta, que tus hijos no tenían
para comer y resulta que te pavoneabas por todos lados con bolsos de marca,
el último iPhone y ropa de alta costura. Te crees mejor persona porque
papaíto te sigue dando caprichos con casi cuarenta años que tienes, pero a la
hora de sacar adelante a tu familia, a tus hijos, eso te da igual.
No quise ni mirar a Hugo y Marta por si acaso me odiaban. Estaba
gritando a su madre, después de todo, y ellos se pondrían de su parte. Pero no
permitiría que ese miedo se apoderase de mí y colocara de nuevo los grilletes
sobre mis manos y mis piernas.
—Dánae, basta. —Mi madre, con los ojos llorosos, se acercó y puso una
mano sobre mi brazo—. Esto no es necesario.
—Sí, sí que lo es. Ya que no entendéis las cosas por las buenas, que
insistís en creeros mejores que yo, en vapulearme y faltarme al respeto, tendré
que defenderme. ¿O es que tampoco tengo derecho a eso?
—Pero nadie te ha dicho nada —insistió ella.
—Siempre lo hacéis. El problema es que ya lo asumís como algo normal,
como quien desayuna un café. Y no es justo. Soy humana, tengo sentimientos,
y vosotros me habéis hecho sentir miserable demasiado tiempo. —Tragué
saliva y aparté con suavidad su mano—. Ojalá me hubieses escuchado cuando
traté de decirte las cosas. Pero te pusiste del lado de Arantxa.
—¡Esto no es una guerra! ¡Y no pienso permitir que me hables así! ¿Esto
es lo que se supone que haces a la gente que tienes cerca? ¿Faltarles al
respeto? ¿Con Martín también eres así? ¡No me extraña que no se haya ido a
vivir contigo aún! Debe ser una vergüenza para él salir por ahí contigo y que
todos vean que eres su novia.
Algo dentro de mí se rompió en mil pedazos. Cerré los ojos con fuerza e
inspiré profundo una, dos, tres veces. Lo más sano hubiera sido reírme y
soltarle un par de cosas más antes de largarme. Pero no lo conseguí. Ya fuese
porque llevaba unos días de mucha tensión, triste y enfadada y decepcionada,
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o porque ya no quería seguir jugando a ser la vergüenza en todas partes.
Exploté.
Vomité todo lo que pensaba, todo lo que sentía, todo lo que llevaba
dentro, y no me arrepentí.
Jamás me arrepentiría de ser sincera conmigo misma.
—Martín y yo no somos pareja, joder. Nunca lo hemos sido —solté de
golpe. Todos guardaron silencio—. Nos conocimos en tu fiesta de
cumpleaños porque yo me metí a beber vino en la casa de muñecas de Marta
y él buscaba dónde esconderse de ti y tus amigos. Porque eres pesada de
narices. Solo hablábamos y nos emborrachamos, no hacíamos nada fuera de
lugar. Fue un malentendido, ¿vale? Y como no sabía qué decir, cómo
defenderme, solté que era mi novio. Y él me siguió el rollo.
»Luego me insistió en mantener la farsa y yo accedí. En ningún momento
hemos sido algo más que colegas. ¿Contenta?
Arantxa se quedó blanca como la tiza. No supo ni qué decir. Ese bombazo
no se lo vio venir.
Sonreí con satisfacción. Por fin era yo la que dejaba sin palabras a los
demás.
—Entonces, ¿Martín y tú no…? —Mi madre abrió mucho los ojos.
Parecía a punto de desmayarse.
—Pues no. Solo hicimos un teatrillo, y al parecer, os lo habéis tragado
todos. Pero mucho mejor así. Está claro que, de haber sido mi novio de
verdad, no habrías parado hasta conseguir que rompiéramos. Nada de lo que
yo hago os parece bien. Solo soy un maldito fracaso con patas. Me tenéis
harta. —Cogí mi bolso y me lo colgué del hombro—. Y si ninguno de
vosotros vais a pedirme disculpas y a cambiar de actitud, entonces me voy a
mi casa. Allí no tengo por qué aguantaros.
Llegué hasta la puerta sin que nadie se moviera. Cuando mi mano cubrió
el pomo, la guerra estalló en el salón. Gonzalo y Arantxa discutían sobre mis
insinuaciones. Marta y Hugo se marcharon con Sara al cuarto para jugar y, de
paso, no meterlos en el medio. Y mi madre, que rara vez abogaba a mi favor,
me agarró por el hombro y me obligó a mirarla.
—¿Por qué no me habías dicho nada de esto antes, Dánae?
—Porque nunca me escuchas —repuse con cansancio—. Y porque ya me
dolía demasiado. Voy a terapia para arreglar mis mierdas, pero no puedo
controlar lo que ocurre en esta familia. Ni podré jamás. Por fin lo he visto y,
en fin —encogí uno de mis hombros—, solo he sacado lo que llevaba dentro.
Una parte, al menos.
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—Pero yo… Nunca pensé que nosotros…
—Claro que no, mamá. Porque estás demasiado cegada en ceder a los
caprichos de Arantxa, en verme como alguien terrible, y no te has detenido
jamás a escuchar la realidad. Pero no estoy molesta contigo. Eres como eres,
y no vas a cambiar.
—No digas eso —me pidió, algo afectada—. Te quiero.
—Lo sé. Pero no me sirve de nada que me quieran si lo hacen a través de
la humillación, ¿entiendes? —Le di un par de palmaditas en el brazo—. Soy
como soy, y estoy orgullosa. Por fin lo estoy. Me ha costado mucho verme a
mí misma de manera objetiva y, no sé, quiero seguir sanando y
evolucionando. Si vas a estar conmigo, será mejor que cambies tu actitud.
Pero si no es el caso…
Mi madre sacudió la cabeza varias veces.
—Lamento no haberlo hecho mejor. Me gustaría intentarlo. Que hablemos
más y mejor, y…
—Vale —accedí—. Pero voy a necesitar un tiempo. Todo está muy
reciente y no me fío demasiado de lo que se dice en momentos de tensión. Si
dentro de dos, tres o cuatro semanas sigues pensando igual, quedaremos a
tomar un café y hablaremos largo y tendido. Sin gritos ni reproches.
Ella volvió a asentir, conforme.
No podía ni quería ofrecerle un trato mejor.
—Feliz cumpleaños. —Me saqué del bolso un pequeño regalo que le
había comprado—. Es un reloj de pulsera nuevo. Sé que te hacía ilusión
controlar tus pulsaciones y todo eso. No es el último modelo, como el de
Arantxa, pero te vendrá bien.
Mi madre me dio un corto y estrecho abrazo.
—Gracias.
—Hasta otra, mamá.
Salí de aquella casa sintiéndome muy liviana. Como si me hubiera sacado
de encima una pesada mochila.
Ya no sería nunca más Barbie Mentirosa.
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Capítulo 30
MARTÍN
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—¡Te has dedicado a mentirnos solo porque mi cuñada es incapaz de
afrontar sus meteduras de pata! ¿Por qué no me dijiste nada aquel día? ¿Por
qué te callaste?
—Pues, en principio, porque me cogió con la guardia baja —admití. No
entendía por qué me tocaba darle explicaciones a Arantxa, pero se las daría de
todos modos—. Hasta a mí me sorprendió que saliera con que yo era su
novio. Y luego, porque me enfadé con ella. Y también porque me soltaste un
comentario despectivo hacia ella que no me gustó un pelo.
—Ya ves que no dije ninguna mentira.
—Claro que las dices. Odias a tu cuñada y no te da pudor dejarlo claro
con cada persona con la que hablas.
Sus mejillas se encendieron de golpe.
—¡No es cierto! Es solo que no me gusta la clase de vida que lleva.
—¿Por qué? ¿Acaso se la costeas tú? —pregunté, curioso—. Hasta donde
sé, ella trabaja y paga su alquiler, y no os pide dinero a ninguno.
—¡Solo faltaba! No me gusta porque es un mal ejemplo. Tiene treinta
años y es incapaz de estar más de un año en el mismo trabajo. No se centra en
nada y va dando tumbos. Me da vergüenza que mis hijos y mi familia y mis
amigos la vean.
—Joder, Arantxa, que no tiene problemas de drogas ni alcohol. Que solo
es una persona sobreviviendo, como hacen millones de personas en el mundo
día tras día. ¿O es que te piensas que la mayoría trabajan de lo que les gustaría
o han conseguido comprarse una casa? —Me recliné sobre mi silla, sin
apartar la mirada de ella—. ¿Qué te jode, exactamente? ¿Que se dedique a
vender juguetes sexuales? ¿También vas a los dependientes de los sexshop a
decirles que cambien de trabajo y se centren en la vida? ¿O es solo con tu
cuñada?
Arantxa sacudió la cabeza. Se la veía totalmente acorralada. Y no me dio
ninguna pena.
—No, no. Claro que no. Sé que solo es un trabajo. Pero es que tú no la
conoces.
—Ilumíname. —La invité a contarme.
Ella cogió aire y lo soltó de golpe.
—Todos sus novios la han dejado al poco tiempo. Se ha mudado de piso
como seis veces en los últimos cuatro años. Y también ha trabajado paseando
perros, lavando coches, en una hamburguesería, en una fábrica, en una tienda
de veinticuatro horas… Una vez se marchó a Murcia a recoger fresas. Y envió
una foto de sus tetas por e-mail a su antiguo jefe por error.
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—¿Y qué hay de malo en todo eso? Solo veo a una mujer que coge un
trabajo para seguir pagando el alquiler. ¿Qué pasa?
Arantxa parecía cada vez más colorada y agobiada.
—¡Pues que no es una persona funcional!
—Claro que lo es. Y no hables de las personas como si fueran robots.
Dánae se esfuerza cada maldito día y vosotros ni siquiera os dais cuenta.
—¿Por eso no te entregó la portada a tiempo? —contraatacó.
—Le robaron la tableta. No pudo entregarla por eso. Pero se pasó dos días
trabajando horas y horas para enviarla. ¿No te dice nada eso?
—Pues sí, que sigue siendo un desastre y que te dejaste arrastrar por sus
tonterías a la hora de mentir a todos.
—Dánae trató de decir la verdad y yo se lo impedí. Fui yo quien le insistió
para que no dijese nada. Ella tiene más integridad que tú, Arantxa, que te
dedicas a menospreciarla incluso con quien pensabas que era su novio. No te
creas que no me he dado cuenta de lo que haces en realidad —dejé claro.
Porque yo, al menos, no era capaz de callarme ante las injusticias—. ¿A
cuento de qué vienes a mi despacho y me echas en cara que haga lo que me dé
la gana? Que sea tu cuñada no cambia nada. Dánae no es de tu propiedad, ni
yo tampoco. Y lo que tengamos o dejemos de tener no es de tu incumbencia.
—¡Pero me habéis mentido!
—Igual que a los demás. Y lo hice porque me dio la gana. ¿Alguna queja
más? —pregunté, cabreado.
—Es que no logro entender. ¿Por qué tú…?
—Porque la quiero —solté de sopetón. Esas tres palabras emergieron de
mi pecho sin que alcanzara a reprimirlas.
La verdad estalló entre Arantxa y yo igual que una bomba nuclear. Lo
barrió todo a su paso y solo dejó atrás un silencio sepulcral.
Quería a Dánae. La quería.
Me había enamorado de Barbie Cowboy. De mi chica de algodón de
azúcar.
Joder.
—Pero todo era mentira.
—No, no todo. Y ahora lárgate. Y aléjate de ella. No se merece el acoso y
derribo al que la sometes únicamente porque eres una insatisfecha vital.
Ante mi mirada furiosa, no le quedó de otra que abandonar mi despacho
sin decir nada más. Algo que agradecí. Arantxa no tenía por qué exigirme
nada. No era la madre de Dánae, y tampoco su hermana o su amiga. Y,
aunque lo fuera, todo ese asunto era entre ella y yo.
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Me tomé unos minutos para tranquilizarme. Que por fin admitiera en voz
alta que la quería me resultó liberador. Y hasta me sentí mejor.
Había pasado unos días de mierda porque ella no respondía a mis
llamadas y mensajes. Estaba enfadada, y la respetaba. Porque le hablé como
una mierda sin darle la posibilidad de explicarse. Porque caí en la trampa de
condenarla sin antes ver qué demonios pasaba.
En definitiva: me comporté como su familia y eso debió dolerle
muchísimo.
Dánae no era un monstruo. No era una inútil. Y, desde luego, tampoco
una fracasada.
Era una mujer increíble que alegraba el corazón de alguien como yo.
Cuando pensé que ya no quedaba esperanza en el mundo, apareció ella y se
tropezó conmigo… y cambió todo a mi alrededor. Encendió una luz tan
potente, en rosa chicle, que mis ojos ya no veían nada más.
La necesitaba. Necesitaba arreglarlo con ella. Sobre todo, después de que
su familia ya supiera la verdad.
Cogí el teléfono y la llamé de nuevo. No pensé que me respondería, pero
lo hizo.
—¿Vas a reprocharme que haya confesado que ya no somos pareja?
Casi me dio por reírme.
«Mi chica es muy lista», pensé, contento.
—¿Cómo sabes que te llamo por eso?
—Conozco a mi cuñada y no se quedará callada ante algo semejante. Más
que nada porque no le permití que me acosara a preguntas después de soltar la
bomba.
—Sí, acaba de salir de mi despacho.
—No quiero saber qué ha soltado sobre mí, así que ahórratelo.
—En realidad, la he puesto en su sitio —admití, y me eché para atrás
sobre mi silla.
—Genial. Doble ración de humildad. Va a estar unos cuantos meses
echando fuego por los ojos.
Merecido se lo tiene, pensé. Me alegraba un poco oír su voz, pero, por
otro lado, también me causaba cierto pesar ser consciente de que todo se
había ido a la mierda. Que ya no se acercaría más a mí, a menos que fuese
sincero y le dijese la verdad: que lo sentía y que estaba total y absolutamente
enamorado de ella.
—¿Por qué lo hiciste?
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—Porque en mi familia somos como los Targaryen, pero sin dragones. De
tenerlos, ya habríamos quemado Francia, Italia y Murcia. Y sería una pena,
porque en Lorca se come de puta madre. Aunque, con el culo que estoy
echando últimamente y la tendencia de mi familia a engordar cada año más,
no seríamos los Targaryen, sino los Tarradellas. Y nuestro lema no sería
«Fuego y Sangre», sino «Atún y Beicon».
Contuve una carcajada.
—Me estás diciendo que te cansaste, ¿verdad?
—Básicamente. Qué listo eres, señor editor.
—Simplemente, te conozco, rubita.
—No, no me conoces. El otro día me lo demostraste. Y ya estoy cansada
de verme obligada a defenderme de todos esos prejuicios que tenéis sobre mí.
—Sonaba agotada y un pelín furiosa—. Por eso lo dije. Todo. Era lo mejor.
—Podrías haberme cogido el teléfono y…
—¿Y qué, Martín? ¿De qué hubiese servido?
Me pasé una mano por la cara, pensativo.
—Al menos, me habría enterado por ti y no por Arantxa.
—Es que eso ya me da igual. Iba a hablar contigo de todas formas. No
quería seguir con esta mentira. Ya no tenía sentido.
—¿Lo dices porque las autoras han dejado de acosarme?
—No, Martín. Lo digo porque… —se quedó callada de pronto. Por un
instante pensé que había colgado o que ya no quería decir nada más, porque
todo lo que le salía de dentro eran insultos. Y cuando pensé en pronunciar su
nombre, su voz, o más bien sus palabras, me noquearon—. Lo digo porque
me he enamorado de ti perdidamente. Soy así de idiota. Nunca imaginé que
ser tu novia de pega para que un puñado de personas aburridas en internet no
te diesen por culo me haría caer de lleno en tus garras. Pero, en fin, soy así.
No sé contenerme. Llega un tío divertido y majo y que folla bien, y yo me
enamoro.
»Y no podía funcionar. No quería hacerme daño, Martín. Sé que no
sientes lo mismo que yo y lo entiendo. No pasa nada. Tarde o temprano se me
pasará el cabreo, porque no soy rencorosa. Podría, y con motivos, pero no me
sale. Dentro de unos días ya no querré estar más tiempo cabreada y volveré a
ser la misma. O quizá no. Nadie es la misma persona todas las semanas. —
Hizo una pausa para suspirar—. Me costó horrores decidirme sobre este
asunto. ¿Decírtelo o no decírtelo? Una parte de mí, la más cobarde, me
empujaba a callármelo y aguantar. Pero, al final, la vida ha decidido por mí. Y
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aquí estoy, siendo sincera: no voy a ser tu novia de pega porque te quiero y
eso me hace daño.
Un revoloteo se abrió paso dentro de mi pecho. Me hizo muy feliz
escucharla.
Dánae me quería. Sentía lo mismo que yo. Y eso, eso era incluso mejor
que todo lo demás.
—Escucha, rubita.
—No, para —me interrumpió—. No me vengas con fracesitas típicas de
«te quiero como amiga» o «eres genial, pero que te aguante otro». Por favor.
Estoy muy tensa y molesta y triste y no necesito más piedras en mi tejado. Te
lo he contado para que entiendas que lo correcto es que dejemos pasar un
tiempo y, quizás, dentro de unas semanas, seré capaz de salir otra vez contigo,
pero como amigos. Sin follar más, porque no soy de las que creen en las
relaciones de amistad con derechos.
—Pero, Dánae…
—Que no, Cascarrabias. Para. Stop. Finito. —Volvió a cortarme—.
Respétame en esto, ¿vale? Me lo he pasado muy bien contigo y sigo pensando
que eres un tío que vale la pena. Aunque luego me grites o me digas que todo
lo que hago es una mierda. Pero sé que no es así. Sé que habla la persona
perfeccionista que hay en ti y a la que aún intentas controlar. Da igual. Mira,
cosas peores me han dicho. Ya me pedirás disculpas en condiciones con un
batido de chocolate y un paquete de donuts, ¿de acuerdo? Ahora no voy a
hablar más contigo porque me pone muy mal todo este asunto. Y también me
da vergüenza, para qué voy a mentir.
—Joder, rubita, escúchame…
—Ay, por Miguel Ángel Silvestre —bufó al otro lado de la línea—. Voy a
colgarte y espero que respetes el tiempo de margen que te estoy pidiendo. Es
difícil decirle a alguien que lo quieres sin ser correspondida. Y llevo
demasiadas cosas encima últimamente. Me pienso coger un fin de semana de
spa, en el monte, lejos de todos vosotros. A ver si con un par de masajes y
una botella de vino se me pasa la tontería. Ahora yo marco mis tiempos. Y no
quiero hablar más contigo, Martín. Porque soy blandita y una fan total de las
películas románticas, y si me dices cuatro tonterías, me voy a hacer ilusiones
y no es plan. Ya hablaremos, ¿vale?
Y colgó.
Me quedé con cara de imbécil y el móvil en la mano lo que pareció una
eternidad. No me había permitido decirle que también la quería. Que lo sentía.
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Y que lo mejor era quedar en persona y ser sinceros el uno con el otro
mirándonos a los ojos.
«Idiota, idiota, idiota», repetía la voz dentro de mi cabeza. La única
cuerda, al parecer. «Has permitido que se aleje y se piense que te importa una
mierda».
Un miedo atroz se apoderó de mí. Ya perdí a Sandra por no ser capaz de
luchar por ella. Y ahora perdería a Dánae por no ser claro con ella. Por no
haberle dicho antes que era increíble y especial y preciosa y sexy y la mejor
maldita cosa que me ocurrió en la vida.
¿Y si después de ese día ya no se me presentaba otra oportunidad de
hablar con ella? ¿Y si optaba por bloquearme y alejarme de su vida?
Maldita fuese, no quería eso. Me negaba en rotundo. Por eso, decidido a
hacer algo al respecto, lo que fuera, cogí mi chaqueta del respaldo de la silla y
abandoné mi despacho como un vendaval.
Esta vez no permitiría que la mujer por la que mi corazón latía se largara
para siempre.
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Capítulo 31
MARTÍN
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—Estoy ansioso por la inauguración. Mi abuelo estará orgulloso.
—No lo dudo.
—¿Vendrá Dánae? —Al preguntarlo, me dirigió una mirada cargada de
intenciones—. ¿O aún no habéis hablado?
—Tendrás que hablar con ella. A mí ni me coge el teléfono.
Llevaba una semana desaparecida y empezaba a impacientarme. Quería
decirle tantísimas cosas. Mi corazón se sentía vacío sin ella cerca. Por las
noches, además, me costaba conciliar el sueño porque no estaba seguro de si
me hablaría al día siguiente o serían otras veinticuatro horas sin escuchar su
risa y sus parloteos.
Quién iba a decirme que echaría de menos a Barbie Mentirosilla, después
de todo. Con lo mal que empezó nuestra historia.
Un tropiezo cualquiera y la rubia más increíble de todas me lo arrebató
todo.
—¿En serio? ¿Y cómo lo llevas?
—Mal —admití a regañadientes—. Frustrado.
Paulino me dio una palmadita en la espalda.
—¿Por qué no le mandas un mensaje diciéndole que la quieres y ya?
—Porque ese tipo de cosas se dicen en persona.
—¿Y por qué no vas a verla?
—Se largó a un spa y luego… Mira, no sé, es que tampoco me apetece
invadir su espacio personal y ser un egoísta de mierda.
Aunque en las películas quedara genial, en la vida real era un poco
retorcido. Si una persona te suplicaba que le dieras tiempo, se lo dabas. No
corrías a su casa y le insistías por que te abriera la puerta.
Al menos, me aferraba a eso. A que Dánae se merecía elegir cuándo y
cómo… por mucho que eso me estuviera rompiendo por dentro.
—Tampoco digo que vayas a su lugar de trabajo y la obligues a hablar.
Pero hacer algo romántico. Creo que lo cambiaría todo.
Enarqué una ceja, curioso.
—¿Desde cuándo eres fanático tú de los actos románticos?
—Desde que leo mucho —repuso Paulino como si nada.
Quise preguntarle qué clase de cosas leía, aunque me hacía una idea, pero
una de las chicas que hacían fotos al restaurante se acercó a nosotros y llamó
la atención del italiano.
—Perdona. No quiero sonar impertinente, pero la carta de vinos solo
contiene botellas italianas y ninguna nacional. ¿Es por algo en especial? —
preguntó la mujer.
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Rondaría la misma edad que nosotros, treinta años, o incluso un par
menos. Su piel morena resaltaba por completo con el vestido de color azul
perla que llevaba; algo escotado y con los hombros al aire. El pelo lo llevaba
recogido, aunque se notaba que era rizado y rebelde. Como esa mirada que le
dedicó a Paulino mientras esperaba su respuesta.
—Como el restaurante es italiano, los vinos también —repuso mi amigo
con cierta condescendencia.
—Y lo entiendo. Pero en España se hacen muy buenos vinos que estaría
bien añadir a la carta. Lo habéis hecho en Francia, ¿no? ¿Qué os cuesta repetir
lo mismo en un país con una de las mejores gastronomías del mundo?
—Pues que, como ya he dicho, el restaurante es conocido por sus platos
de pasta auténtica.
—Ya, claro. ¿Y los trampantojos? —cuestionó ella—. ¿Eso también se
inventó en Italia? Porque en la carta también vienen unos cuantos.
Vi cómo Paulino empezaba a perder la paciencia. No se le daba del todo
bien tratar con las influencers y las periodistas. Y esa mujer debía pertenecer
a la revista Serendipity Magazine. La misma en la que trabajaba mi nueva
compañera, Martina Nogués.
Por alguna extraña razón que desconocía, la maldita revista gustaba a
miles de personas y contaban con ellos para todo: desfiles de moda, estrenos
de cine, aperturas de restaurantes, salones de belleza, teatros. Si querías ser
relevantes, lo mejor era que Serendipity Magazine te recomendase.
Pero, visto lo visto, Paulino no opinaba igual. O sencillamente no le
gustaba que aquella mujer pusiera en evidencia algo que todos pasamos por
alto.
—¿Acaso tus padres poseen un viñedo y necesitas hacerle publicidad? —
preguntó con burla Paulino—. Si es así, déjame su nombre y les compraré una
caja de vinos.
La mujer se carcajeó.
—No, no es el caso. Simplemente hacía una consulta. —Apuntó algo en
su tableta y suspiró—. Pero se ve que no estás acostumbrado a que te
cuestionen.
—Si son asuntos ridículos, no —corroboró Paulino.
—¿Ridículos? Vaya, impresionante. —Volvió a escribir en su tableta—.
¿También consideras absurdo que la mayoría de los famosos que habéis
invitado a la inauguración sean influencers de TikTok? No te lo tomes a mal,
pero la idea es que vengan críticos gastronómicos que sepan diferenciar un
entrecot cocinado a la plancha y a baja temperatura.
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—¿Y tú eres esa crítica?
—Por lo menos poseo buen paladar y un intenso deseo por conocer más a
fondo la gastronomía italiana. Lástima que no compartamos esa visión. —
Suspiró y apretó la tableta contra su pecho—. Seguiré escribiendo mi artículo.
Hasta luego.
Los dos nos quedamos viendo cómo se alejaba: yo, a punto de reírme;
Paulino, cabreado.
—¿Qué ha sido eso? —me preguntó, como si yo tuviera la respuesta a
todo.
—Una periodista con ganas de tocar las narices.
—Dios, me ha puesto de mala leche.
—Se te nota.
Nos dirigimos hacia la salida y comprobamos que en el parking también
estaba todo listo.
—Nunca entenderé por qué las chicas más guapas son las más
tocapelotas. —Paulino sacó la cajetilla de tabaco del interior de su chaqueta y
se encendió un cigarrillo—. Te lo juro, no se salva ni una.
—A lo mejor es que tienes el radar estropeado.
—O que solo me gustan las que me aprietan las tuercas.
—¿Por eso elegiste salir con Anna?
Le dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo lentamente.
—Con ella es más fácil. Sabe lo que hay y estamos cómodos juntos.
—Vamos, que no planeas quedarte con ella toda la vida —comprendí.
—No la amo —repuso, mirándome a través de la humareda que formaba
el cigarrillo—. Tú, en cambio, estás aquí parado, perdiendo el tiempo.
—Eso no es verdad.
—Pues claro que sí. Tu chica está por ahí, sintiéndose como una mierda, y
aún no has ido a buscarla.
—Me pidió tiempo —le recordé—. ¿Qué más quieres que hagas?
—Que luches, cojones. Dile que la quieres y tráela aquí, y sed felices. La
vida no es tan complicada.
Sí, sí que lo era. Y no solo en el ámbito romántico. La vida era una
puñetera mierda que te ahogaba a veces y otras te daba un descanso.
A mí, por el momento, me tenía agarrado de las pelotas y no me salvaba.
Y tenía la impresión de que solo Dánae conseguiría que me relajase de nuevo.
Que volviera a sonreír sin culpa.
Gracias a ella, las autoras de mi sello ya no hablaban apenas cosas
negativas sobre mí. En realidad, estaban bastante contentas. Aún no confiaban
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del todo, y lo entendía, pero se abrían más y se las veía conforme con los
cambios nuevos. Incluso Martina se ofreció a hacerles las entrevistas por
videollamada para que no se cohibieran conmigo. Y a mí me pareció bien.
Respetaba mi espacio y, aunque aún no estaba del todo instalada en la
editorial, me enviaba correos y me llamaba a menudo, y me pedía consejos o
manuscritos. Trabajaba de manera muy profesional, y era amable y cercana.
Eso me agradó de ella. Necesitaba a alguien totalmente opuesto a mí.
Pero sin Dánae al lado, no era lo mismo. Nada volvería a ser igual si ella
no regresaba a mi vida.
Me quería, joder. Me quería, y yo a ella. Y me moría de ganas por
decírselo.
Además, nadie en la editorial tuvo narices a reírse por lo de la mentira. En
realidad, Covadonga me sugirió que fuese a buscarla y le dijese lo que sentía.
—¿Tanto se me nota? —le pregunté.
Ella se rio y me dio un empujoncito con el hombro.
—Chico, se te nota a leguas que estás coladito por ella. La noche de la
fiesta de la editorial se te caía la baba cada vez que la mirabas. Hicisteis
magia.
Cuando la escuché, pensé en Sandra y en sus palabras. Todo el mundo se
percató de cómo la observaba y le hablaba. Todos se dieron cuenta de que la
quería incluso antes que yo.
Había que ser idiota.
Pero el mal ya estaba hecho y aún me quedaba una oportunidad de
solucionarlo. Al menos, eso esperaba.
—¿Y cómo lo hago? Tiene que ser especial —le comenté a Paulino.
Mi amigo se tomó un minuto entero de reflexión.
—¿Crees que estará en casa hoy?
—Supongo que sí.
—Vale. Pues apunta esta dirección, recoge lo que te diga y ve a verla. Si
con esto no te perdona, es que el amor no es lo tuyo.
Tuve que leer varias veces la tarjetita que me entregó. Nunca había hecho
algo así, y la adrenalina se disparó por todo mi sistema. ¿Y si no salía bien?
¿Y si era demasiado tarde?
Sacudí la cabeza y aparté los pensamientos intrusivos de mi mente. Ya
había perdido demasiado tiempo lamentándome y esperando; tocaba hacerse
cargo de la situación y recordarle a Barbie Cowboy que aún me debía algo.
Algo sumamente importante. Y que no la olvidaría hasta que me prometiese
que cuidaría por siempre de mi corazón.
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Ya que me lo robaba, ¿qué menos que asegurarme de que lo mantenía a
salvo?
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Capítulo 32
DÁNAE
Tal y como avisé a todo el mundo, me largué al spa tres días enteros.
Setenta y dos horas en las que me di el lujo no solo de comer chocolates y
patatas fritas en la cama, con Netflix de fondo; sino contratar varios masajes,
darme baños con un montón de chorritos apuntando en todas direcciones —el
sueño de toda mujer— y caminar por el monte. Caminar mucho, hasta que me
dolían las piernas y los brazos y el sol me quemaba el cogote. Hasta que
regresaba al spa con las mejillas coloradas y una sonrisa de satisfacción en la
cara.
Puesto que intentaba cambiar un poco mi forma de ver la vida, pensé que
lo mejor era hacerlo lejos de Barcelona. Lejos de la tentación. Lejos de mi
familia y del trabajo y de Martín. Lejos de todo lo que me provocaba cierta
ansiedad.
Tuve el móvil apagado para no recibir ninguna llamada malintencionada o
mensajes cargados de reproches. De verdad que no necesitaba influenciarme
de esa manera tan absurda, como antes. Por fin me había enfrentado a mi
familia y a Martín, y me sentía en paz conmigo misma. Como si hubiese
sacado de dentro todas las piedras con las que lidiaba diario desde… ya ni lo
recordaba. Demasiado tiempo.
Por supuesto, al volver a Barcelona, me encontré con un enorme párrafo
de parte de Arantxa que ni leí completo. Básicamente, se quejaba de mis
mentiras —¡como si ella tuviese algún derecho a exigirme nada!— y me
instaba a pedirle disculpas por llamarla mala persona y zorra y serpiente. No
lo hice. Solo le puse dos emoticonos riéndome y la silencié. Ya ajustaríamos
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cuentas cuando se decidiera a hacer autocrítica y a hablar como personas
normales.
Lo único que me daba cierto vértigo de ese asunto era que me prohibiese
ver a Hugo y Marta. Quería a mis sobrinos con todo mi corazón y me dolía
mucho verme en la tesitura de solo hablar con ellos por teléfono, y no sin
antes suplicar a mi hermano por ello. Pero mi madre me dijo que Gonzalo no
nos prohibiría jamás ver a sus hijos, que éramos bienvenidos, pese a todo, a su
casa si teníamos intención de visitarlos a ellos. Solo debíamos avisar antes,
para que Arantxa no estuviera presente y así evitar más conflictos.
Me pareció una buena idea.
¿Librarme de aguantar a mi cuñada? ¡Firmaba donde fuese!
Gonzalo no me hablaba y ella tampoco, pero no me impedirían ver a mis
sobrinos. Era un trato justo.
Mi madre, por el contrario, estaba muy pesada con quedar conmigo y
solucionar lo que ocurrió la tarde de su cumpleaños. No cedí. Carmen, mi
psicóloga, llevaba mucha razón al afirmar que no todas las familias estaban
unidas, y que ese tipo de asuntos tan delicados no se solucionaban de la noche
a la mañana. A veces, en realidad, ni siquiera se arreglaban. Simplemente
fluía y punto.
Ellos me hicieron daño y yo, en cierto modo, se lo permití. Y ya no
volvería a pasar porque me sentía más fuerte que nunca. Aprovechaba todo el
dolor, todas las humillaciones, para frenarlos. Sería mi escudo del Capitán
América. Y nunca más lo bajaría.
A ratos, me daban bajones, pero los sobrellevaba como buenamente era
capaz. Que por fin me hiciera escuchar no quitaba que me doliese verme en
esa encrucijada. En esa guerra constante con mi familia. Porque eran mi
familia, y ese siempre fue el problema. Pero prefería ese dolor, esa
incomodidad, a seguir callándome por miedo a que tomaran represalias contra
mí o se tiraran dos semanas machacándome con el mismo tema.
Encima la suerte empezó a sonreírme de pronto.
Un martes por la mañana, Covadonga, la encargada de llevar a Merika
Ediciones hacia delante, me llamó por teléfono y me propuso una reunión en
persona.
Al principio creí que se trataba de la portada que le hice a la autora de
aquella novela sobre una periodista y un jugador de básquet. Y no me
equivoqué. Se relacionaba, pero no era ese el asunto.
Me presenté esa misma tarde enfundada en mi conjunto de falda y camisa
blanca, lo más sobrio que había en mi armario, donde todo era de color rosa.
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Me arreglé el pelo, me maquillé con tonos nude y me puse hasta tacones.
Como si Covadonga no supiera quién era y las cosas que había hecho.
Pero ella me recibió con una sonrisa enorme y me hizo pasar a su
despacho sin mediar palabra con nadie más.
Primero me sirvió un poco de café, y luego se sentó en su silla, apoyando
los brazos sobre su escritorio.
—Es un placer conocerte al fin. Quiero decir, de manera más directa. Me
pareciste muy guapa aquella noche, en la fiesta de la editorial, pero no tuve el
placer de hablar mucho contigo.
«Normal. Martín me acorraló en el aparcamiento y me metió la lengua
hasta la campanilla. No podíamos estar en misa y repicando; o, lo que es lo
mismo: tocándonos el culo y aplaudiendo a los discursos», pensé, con las
mejillas algo calientes.
Si es que seguro que se dieron cuenta todos de que nos habíamos largado
porque nos estábamos metiendo mano debajo de la mesa. Martín no sabía
disimular; se le notaba todo en esa sonrisa descarada que siempre aparecía en
su cara cuando llevaba a cabo alguna de sus maldades.
—Me lo pasé muy bien. —Tuve que forzarme a decir.
Era la respuesta más lógica que se me ocurría.
—No sabes cuánto me alegro, de verdad. Aunque no te he hecho venir
solo por eso —se rio, de manera muy femenina y poco escandalosa. Me dio
mucha envidia, porque yo, cuando rompía a reír, me salían hasta sonidos
aislados de cerdito—. Verás, la autora que recibió tu ilustración ha quedado
totalmente encantada con la portada. Y la repercusión en redes sociales ha
sido… increíble. La mayoría de nuestros seguidores han mostrado su
entusiasmo frente al cambio tan evidente respecto a nuestros anteriores
trabajos y el actual. Y eso nos llevó a plantearnos si no estaría bien sumarnos
a la moda.
Mi ego se puso a bailar dentro de mí ante sus palabras. Que alguien dijese
algo bonito respecto a mi trabajo se sentía bien. Alguien que no fuera mis
amigos, quería decir.
—Gracias.
—El problema es que el resto de las autoras también desean portadas de
ese estilo y a mí, personalmente, me ha parecido una buena idea.
—Ya le dije a Martín que gustaría, pero tuvo sus reticencias. Menos mal
que ha entrado en razón.
Covadonga volvió a reírse.
—Ya sabes cómo es Martín: le cuesta adaptarse a los cambios.
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«Y también es un cretino», añadí mentalmente. Que se jodiera. Seguro
que estaba al otro lado del pasillo, sentado en su silla, totalmente inmerso en
su trabajo. Sin insistir ni un poquito en pedirme perdón o, en su defecto, en
hablar conmigo.
Vale, me mandó un montón de mensajes y stickers de gatitos, pero no era
lo mismo. Me merecía un batido de chocolate y un «lo siento, Dánae» que
sonara sincero.
—Sí —murmuré—. Sí, sé cómo es.
Covadonga cogió un par de folios y me los pasó con una sonrisa.
—El caso es que, tras hablarlo detenidamente con mis jefes y con Martín,
hemos decidido contratarte como portadista profesional del sello de
romántica. Y muy probablemente para hacer alguna que otra portada de otros
sellos. Si te parece bien, claro. —Señaló con el índice ambos folios—. Ese es
un borrador del contrato original. Puedes leerlo y darme una respuesta en
estos días.
Me quedé de piedra. No supe qué decir o qué hacer. Era la primera vez
que una empresa seria me buscaba para contratarme. Y encima, dibujando.
Algo que me apasionaba desde que era una niña y que jamás tuve la
oportunidad de poner en práctica, más allá de enseñar ciertos trabajos en redes
sociales.
Los ojos me picaron por las lágrimas. Pestañeé muchas veces, y no solo
para alejarlas, sino también para despertar de aquel sueño.
Por fin me pasaban cosas buenas y, aun así, no lograba emocionarme del
todo porque no confiaba en que me mereciera tantas palabras dulces.
—Gracias. Es… Bueno, no sé muy bien qué se dice en estos casos. Pero
sí, gracias. Voy a leerlo y te diré qué me parece.
Covadonga suavizó su expresión. Me pareció tan guapa y profesional.
Pensé que, si trabajaba a su lado, sería capaz de aprender muchas cosas de
ella. Y eso me motivó lo suficiente a la hora de plantearme coger el trabajo.
Nunca se me pasó por la cabeza estar en una editorial y, durase más o
durase menos, lo cierto es que se trataba de una oportunidad increíble que me
permitiría crecer como profesional y como mujer. Y encima vería mis dibujos
en las portadas de libros románticos que me encantaban. ¡Era un puto chollo!
—Estaré a la espera de tu llamada, Dánae.
Estreché la mano de Covadonga y salí de la editorial con el corazón
bailando samba dentro de mi pecho. Traté de parecer serena mientras me
dirigía al ascensor, porque no me parecía muy profesional empezar mi
andadura por Merika Ediciones dando saltos, y cuando llegué al
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aparcamiento, a mi coche rosa Barbie, pegué un chillido y me abracé al
contrato.
«¡Chúpate esa, karma!», pensé. «¡Me debías esto!».
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Capítulo 33
DÁNAE
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antes de que vomitara una segunda vez—. Me tenéis harta.
—Pero si has sido tú quien me ha obligado. Yo planeaba despertarme a
las tres de la tarde, hacerme una paja, comerme unos macarrones con tomate y
queso, y echarme una siesta —se quejó él, tambaleándose.
Caminaba detrás de ello, riéndome y enterneciéndome al mismo tiempo.
Dylan y Eva serían siempre los mejores amigos que una chica podía tener.
Me duché y me coloqué lo primero que encontré limpio en mi taquilla y,
tras hacerme una coleta de caballo, me despedí de mis amigos y me fui
andando a casa. Últimamente, me ayudaba un montón caminar, con los
audífonos en los oídos y con canciones de Christina Aguilera de fondo.
Fall On Me era la que más repetía. La letra me recordaba mucho a Martín
y me hacía sentir cerca de él, a pesar de que no le respondí ni uno solo de sus
mensajes. Además, me daba miedo encontrármelo de vez en cuando en la
editorial. ¿Y si le parecía mal tenerme allí?
Pues que se joda, por cretino, pensé, pateando una piedrecita con la punta
del pie.
Cuando llegué a mi calle, me quedé de piedra al ver que Martín estaba
allí. Apoyado junto a la puerta del edificio donde vivía, con un ramo de flores
y una bolsa de papel, aguardaba mi llegada igual que esos protagonistas de las
películas románticas. Mi primer pensamiento fue que estaba teniendo
alucinaciones porque aún iba un poco borracha. Pero él alzó la mirada, me
sonrió…
… Y todo mi mundo se volvió de color de rosa.
—¿Qué haces aquí?
—Hola a ti también. —Se apartó de la pared y acortó la distancia entre
nosotros—. Te estaba esperando.
—¿Por qué? ¿Vienes a echarme la bronca o algo así? Si es por el trabajo,
no nos vamos a encontrar demasiado. Covadonga dice que trabajaré desde
casa.
Martín se rio bajito.
—No, rubita. Ya sabía que quería contratarte y me parece algo increíble, y
que te mereces.
Mi corazón revoloteó igual que una mariposa.
—¿Entonces?
Martín me ofreció el ramo de flores. Tulipanes. Las tomé con cuidado y
acerqué mi nariz para empaparme de su olor. Estaban frescas y eran
preciosas. Sonreí por inercia.
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—¿No es un poco raro que tú, con lo cascarrabias que eres, me regales
flores?
—Vengo a pedirte perdón y me pareció buena idea que tuvieras tulipanes
en casa.
Aunque quería seguir enfadada con él, ya no quedaba nada de esa
irritación inicial dentro de mí. En realidad, me mostraba expectante y turbada.
¿Acaso no le molestaba regalarle flores a una chica que le había confesado
abiertamente que lo amaba? ¿O era su particular intento por llevarnos bien y
ser amigos?
—Gracias, Martín —añadí con una sonrisa—. Las pondré en agua.
—Eso no es todo. —Sacó de la bolsa una botella de batido de chocolate y
una caja de donuts de todos los sabores que uno pudiera imaginar—. También
he traído esto para desayunar.
—Menuda bomba de calorías —solté una risita, pero se me pasó rápido al
recordar cómo vestía—. Mierda.
—¿Qué ocurre?
—Pues que estás siendo sospechosamente amable conmigo mientras yo
voy con unas mallas que me marcan todo el culo y me hacen sentir desnuda, y
un top horroroso, y tú… —Lo repasé con la mirada desde los zapatos hasta su
melena color chocolate—. Tú estás para comerte.
«Maravilloso. Deja aún más claro que te tirarías a comerle la caña de
chocolate que esconde entre las piernas», me gritó la voz de la cordura.
—En defensa de las pobres mallas diré que te hacen un culo precioso. Y si
hablamos del top. Bueno, te marcan los pezones, y yo ya sé que son bonitos.
Le di un manotazo en el hombro y le quité la bolsa con el desayuno.
—¿Has venido a hablar de mi culo mientras me como un donut? ¿Es
alguna clase de fetiche extraño?
—No, Barbie Neuras. He venido a decirte que lo siento. Por todo. Fui un
cretino contigo y no dejé ni que te explicaras. Y, además, he sido un cobarde
todo este tiempo.
—Bueno, hombre, tampoco te fustigues. Sí, fuiste un imbécil, pero sé que
no eres una mala persona. Eso sí, espero que cambie esta dinámica de
hablarme mal o de creer que soy una incompetente a partir de ahora. Soy
comprensiva hasta cierto punto, y espero que mis amigos lo sean conmigo
también. ¿Lo has entendido?
»Me he cansado ya de dar explicaciones por todo y de defenderme cada
dos por tres. No mentí acerca de eso.
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—Lo sé, Dánae. Por eso me siento una mierda. Tendría que haber
confiado en ti y te fallé cuando más lo necesitabas. No es justo para ninguno
de los dos, porque, para empezar, sí sé que eres una mujer competente. Eres
increíble en todos los aspectos, rubita. Y me siento afortunado por haberlo
descubierto junto a ti.
Apreté contra mi pecho el ramo de flores por inercia, como si los
tulipanes fuesen a proteger mi corazón de sus palabras y sus miraditas.
—Vaaaale. Te perdono. ¿Amigos, entonces? Total, ya no estamos
obligados a fingir que somos novios.
Le ofrecí la mano, pero él no la estrechó.
De pronto se puso muy serio.
—Y menos mal. Estaba harto de fingir.
Un nudo me sacudió las entrañas. No todo iba a ser bonito, desde luego.
Estaba claro que Martín quería romper aquella relación falsa desde el minuto
uno y solo se aferró a mí por temor a que se rieran de él.
Tragué saliva y mantuve el tipo lo mejor que supe.
—Ya.
—Sobre todo —añadió él, acercándose a mí y colocándole bien la coleta
—, porque llevo un tiempo deseando que sea verdad.
Casi se me cayeron la bolsa y el ramo de las manos por lo mucho que me
temblaron.
—¿Qué?
—Hay algo que llevo tiempo queriendo decirte, pero la otra vez ni
siquiera me dejaste hablar. Y me lo merecía, porque yo tampoco te lo permití
a ti. Pero eso no quita que esté cansado de esperar en mi casa, día tras día, a
que me perdones y me escuches, Dánae. —Las yemas de sus dedos se
pasearon mi rostro, desde la sien hasta el mentón, creando una sinfonía de
caricias que me calentaron hasta el alma—. Te quiero. Me enamoré de ti
desde el primer tropiezo, creo, en aquella diminuta casa de muñecas. El
destino me llevó hasta ti y yo lo acepto por completo. Me niego a que seas
una estrella fugaz en mi vida.
Me costó darme cuenta de que hablaba en serio. Que me estaba
confesando abiertamente que también me quería. A mí. No a Sandra o a
cualquier otra. No. Era a mí. A la Barbie Incrédula. A Dánae Masaveu.
Abrí y cerré varias veces la boca, sin saber qué decir. Es que me había
cogido con la guardia baja. Nunca imaginé que él me correspondería. Era algo
impensable.
Pero sí. Acababa de decirme que me quería.
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Martín me quería.
—Di algo, rubita. Que parece que te haya dicho que me voy a vivir a la
Antártida.
—Ay, lo siento. Es que no, no me esperaba que tú… —Reaccioné
pegándole en el hombro—. ¿¡Por qué no me lo has dicho antes!? ¡Me habría
ahorrado un montón de quebraderos de cabeza!
—No me dejaste hablar, ¿recuerdas?
—Pues habérmelo escrito en un mensaje.
—Eso es muy cutre —resopló él—. Y te merecías que te lo dijese cara a
cara. Como ahora.
Volví a pegarle en el hombro.
Martín me agarró la mano, tiró de mí y me pegó a su pecho. Entre los dos
solo existía un ramo de tulipanes.
—¿Vas a seguir pegándome o vas a decir algo?
—¿Y qué voy a decirte? Si es que te quiero desde hace mucho.
Muchísimo. Era inevitable que cayese por ti, Cascarrabias. Soy literalmente la
chica que tropezó con el amor: tú. Un día apareciste y mi vida no volvió a ser
la misma. Me hiciste reír y frustrarme y crecer y ser mejor persona. Has
conseguido que confíe en mí y me vea guapa cuando me miro al espejo. Y no
solo eso: me regalaste un montón de orgasmos.
—No debes agradecerme nada de eso. Ya eras valiente y guapa y muy
sexy antes de conocerme. Pero te contenías demasiado.
—Y tú me desataste —le acusé, en voz baja.
—No hablemos de eso, que entonces voy a tener una erección y se supone
que este es un momento bonito —me advirtió.
Solté una carcajada y le besé el mentón.
—Nunca pensé que alguien como tú pudiera quererme.
—Soy un tío de lo más normal que quiere a una mujer de lo más
extraordinaria.
—¿Eso lo dices por cómo nos conocimos?
—Y porque me estás clavando la botella de Cacaolat en los huevos.
Me aparté de golpe, asustada, y él se echó a reír. Y fue la risa más
maravillosa del mundo entero.
—Pero…
—Anda, ven. Solo bromeaba. —Me rodeó con sus brazos y me llenó los
labios, el mentón, las mejillas de besos. Besos que me dieron un millón de
años de vida de golpe—. Te quiero, Dánae. Mi chica de las botas de cowboy,
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del perfume de algodón de azúcar y de mi corazón. Sobre todo, de mi
corazón.
—¿Eso significa que tú y yo…?
—Si tú lo deseas, sí.
—Hombre, no sé. Es que ahora que he descubierto que puedo correrme
durante el sexo, me apetece explorar un poco, conocer otros chicos… En
Tinder hay mucho nabo suelto.
Martín frunció el ceño, muy serio y asustado de pronto, y yo me eché a
reír con fuerza.
—Te la debía, Cascarrabias.
—¿Por qué presiento que contigo en mi vida jamás voy a aburrirme?
—Probablemente porque somos dos mamarrachos queriéndose mucho.
¿Te vale?
Martín besó mi nariz.
—Sí, Barbie Cowboy. Me vale.
Apreté su mano con fuerza y subimos a mi apartamento. El batido, las
flores y los donuts quedaron olvidados en la mesa porque nos centramos en
besarnos. En abrazarnos. En amarnos.
En ser nosotros mismos: Martín y Dánae.
Sin más engaños, sin más botellas de vino, sin más casas de muñecas.
Solo nosotros, como debía ser.
Y qué feliz me hizo entender que por fin estaba en mi hogar: los brazos de
Martín.
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Agradecimientos
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¡Gracias por todo! ¡Nos vemos en la siguiente aventura!
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HOLLIE DESCHANEL. Nació en Cádiz. Escribe novelas con mucho
romance, aunque a veces hace sufrir demasiado a sus personajes.
Duerme tan poco que sus amistades creen que es un vampiro. Le gusta el
café, los documentales sobre misterios y los gatos. Es muy probable que al
lado de la definición de «despistada» aparezca su nombre. Cree en el
horóscopo y de pequeña quería ser amiga de Rüdiger.
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