El Azar: Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán

El azar

No había conocido Micaela, la de Estivaliz, otro colegio, otros


profesores, otras maestras de costura. Cuanto sabía era aprendido allí,
ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella máquina. Y, naturalmente,
sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias cosas, malas y buenas,
exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo del domingo.
Por las enseñanzas del cinematógrafo había llegado la obrerita de
apretadas trenzas a comprender, o a figurarse que comprendía, el uso de lo
que fabricaba durante la semana entera. Del taller, donde, mezclados los
alientos, juntas las rodillas y los hombros, trabajaban sobre sesenta
obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a veinte, salían
naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y españoles, de
vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión
cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela
manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba
tranquilamente las yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía
sin tocar las manos morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.
Al principio se perdía en curiosidades insatisfechas. ¿Para qué servirían,
señor, tantos, tantísimos naipes? Por cientos de miles los amontonaban en
el taller, y por gruesas los empaquetaban para remitir a toda España, a
las Américas. Viajaban incesantemente los redondos ases de oros, los
brutales ases de bastos, los heroicos ases de espadas, los regocijantes
ases de copas. Y Micaela los veía correr, llevando, para unos, la fortuna,
la ruina para otros. Sólo le sugerían estas consideraciones los naipes
españoles, pues de los franceses, que también pasaban por su cuchilla,
apenas conocía el valor. ¡Aquéllas no debían de ser cartas de jugar!
Cuando alguna vez cruzaba ante las tabernas, en su paseo dominguero,
deteníase fascinada, mirando hacia las mesas donde, resobados y
mugrientos, caían los naipes, empujados por la suerte; y empezaba a
formularse en el espíritu de Micaela la idea de que los coquetones
cartoncitos que ella recortaba con tal arte y presteza eran cosa del
diablo, añagaza para perder a los hombres. Su confesor se lo había dicho
una vez:
-¡Cuántos de pecados, hija! ¡Cuántos, por los maldecidos naipes!
En el cine, cuando podía asistir a él, también veía cosas que confirmaban
su recelo creciente, la aprensión, que le provocaba un estremecimiento
imperceptible, al comenzar la cotidiana tarea. A veces se desarrollaban
películas con episodios de juego, y, a consecuencia, dramas terribles,
desfilando vertiginosamente hombres con armas empuñadas, o esgrimiendo
espadas de desafío en algún campo rodeado de centenarios árboles. Y los
letreros comentaban el suceso en jerigonza francoespañola: «El marqués
había trichado...». «Él era forzado a pagar en las veinticuatro horas...».
«A la mañana siguiente, un cadáver...». Lo que resaltaba para Micaela, de
estos folletines, era que el juego traía consigo terribles daños.
Y mientras faenaba Micaela, manejando la cuchilla, entre la nube de
diminutos recortes que deja el ovalado de las barajas finas, tarea a la
cual ahora la dedicaban, la niña se convertía en mujer. Crecía en
estatura, y suaves redondeces agraciaban su cuerpo. Había cambiado de
peinado, y la mata de pelo trigal se recogía en un moño de ninfa antigua,
protuberante y retorcido briosamente. Su talle adquiría flexibilidad y sus
ojos garzos eran, como a pesar suyo, prometedores. Cuando se presentan
estos síntomas, en puerta está el novio.
El de Micaela era un mocete corpulento, inocentón, fornido, de oficio
hortelano. Todas las mañanas traía a la ciudad su cestón de magníficas
hortalizas, de enormes acelgas, de blancas y cuajadas coliflores, y todas
las tardes esperaba a la puerta de la fábrica a su novia.
Primero faltaría el sol en el firmamento que Iñasi ante aquella puerta a
la hora en que la obrerita salía contenta de haber terminado su tarea,
dispuesta a gozar del corto momento libre. Las primeras veces cargaron
sobre Micaela las pullas y chanzas de sus compañeras; pero acabaron por
acostumbrarse a la presencia de aquel zagalón, que parecía un cacho de
pan.
-¡Ene! -decían-. Ya está ahí Iñasi, el de Socaldo...
Y acabaron por no decir ni eso. Sonreían al mozo, que, a su vez, les hacía
un gesto de concordia. Pero no las miraba siquiera. Estando allí la suya,
la única para quien tenía ojos...
Y, sin hablarse al principio, los novios emprendían la caminata hasta la
vivienda, no muy céntrica, de la obrerita.
Al fin se les soltaba la lengua y acudían las palabras, escasas y graves
en él, parleras en ella como gorjeo de ave. Naturalmente, el tema de la
conversación era el porvenir. Cuando se casasen... Y podían hacerlo dentro
de dos años a lo sumo, porque si bien Micaela carecía de ahorros, habiendo
dado siempre su jornal a sus padres céntimo por céntimo, Iñasi, en cambio,
atesoraba sus ganancias, y ya guardaba en una hucha lo suficiente para el
ajuar y los gastos de la boda. Entonces ella dejaría la fábrica y se
dedicaría a cuidar la casa y los chiquitos que viniesen, ¡pues! Ni aun
sentía Micaela, ante la suposición, que acudía un lampo de rubor a sus
mejillas. Todo ello era natural, y los matrimonios tenían pequeños, que
para eso se casaban las gentes. Pero antes de la santa bendición, que se
guardase el novio hasta de pasarla el brazo a la cintura... Ni lo
intentaba él. Las cosas, derechas...
Al hilo de las pláticas sobre lo futuro vino la confesión de Micaela
respecto a lo presente: su repugnancia a los naipes, una aprensión vaga
que no sabía cómo definir.
-¿Tú, Iñasi, ya juegas? -preguntó una tarde, con ansiedad, al muchacho.
-Mus y brisca ya he jugado, pues -contestó él sinceramente.
-¡Nunca más te vuelvas a jugar! -suplicó ella, con acento tan acongojado,
que el hortelano se echó a reír, prometiendo lo que le pedía, a no ser que
se viese en estrecho compromiso.
-Visioso no te soy -repetía-. Sólo que, los domingos, solían reunirse
mozos, o para deportes de fuerza física, barras y pelota, o para dar
tormento a los naipes. Y no puede uno a veces negarse; un mutil es un
mutil, ¡ene! Cuando estuviesen casados, ya vería Micaela, ya vería cómo
pasaba los domingos en su huerto, o iba con ella a donde fuese... Pero,
entre tanto...
Y sucedió entonces que Micaela enfermó. Mal leve, unas calenturillas, que
le obligaron a guardar cama un septenario. El médico temía la gástrica,
que provoca el tifus, enemigo de la juventud y de la robustez. Pero a los
ocho días la muchacha estaba levantada, deseando salir a la calle. Así que
pudo conseguirlo, se acercó a la fábrica, al anochecer, buscando con los
ojos a Iñasi. No estaba. Inquieta, con mal presentimiento, se atrevió a
emprender el camino del huerto, cosa que nunca hubiese intentado si el mal
no hubiese alborotado sus nervios, por la fuerza de la misma debilidad.
Encontró a su novio cabizbajo, sentado en un poyete, al pie del arroyillo
que regaba los tablares. Y, a las primeras palabras, broncamente, el mozo
se acusó. No sabiendo cómo entretener las horas del domingo, cómo engañar
la impaciencia, había jugado. No en el campo, sino en la misma ciudad,
adonde le llevaba el ansia de saber noticias de Micaela. Se había dejado
arrastrar a una partida fuerte. Y había perdido todo el pequeño tesoro que
destinaba a su establecimiento. Y se iría a los Estados Unidos a ganar
pronto eso y más, porque ya no quería esperar tanto, ¡no quería!
Sollozando, Micaela le increpó. ¡Bien se lo había dicho! Sí, Iñasi
convenía en que ella le había advertido cuanto hay que advertir; y él la
había oído resuelto a cumplir su voluntad, y hasta sin importarle un
comino de tal diversión. ¡Si el abstenerse de jugar no era para él
sacrificio alguno! Lo que pasó fue de eso que no se piensa. Hay mucho así
en la vida: se distrae uno un instante, y cogido estás por la rueda. Si
Iñasi fuese elocuente, diría por la fatalidad. Pero de palabras sonoras no
sabía el mutil... Y los sollozos de Micaela y su palidez de convaleciente
le penetraban de remordimiento infinito.
-Iñasi, te castiga Dios -fue lo único que la muchacha supo exclamar.
Y al otro día volvió a la fábrica. ¡Qué remedio! Colocando su diestra
enflaquecida al borde de la cuchilla afilada, fueron cayendo ante ella los
menudos confetti del recorte y las esquinas de los naipes, quedando
delicadamente ovadas, primorosas. En el alma de Micaela había una resaca
de congoja y pesadumbre. ¡Las maldecidas cartas! Y en una vuelta, un
segundo, tan rápido como el palpitar de un corazón, se fue con el
pensamiento al huerto donde Iñasi también sufría. ¡Un vuelo! ¡Zas! La
cuchilla, en vez de morder en el cartón, mordió en la carne. Una placa de
sangre fresca se extendió por los naipes, coloreándolos. Al grito de dolor
de la obrera corrieron las demás. Dos dedos y un colgajo faltaban a la
mano de Micaela, que acababa de desmayarse.
Y cuando, vendada y atendida, recobró el conocimiento, para sufrir,
comprendió aquello que, humillado, confesaba Iñasi. El minuto de
distracción, de olvido... Lo casual, lo que el azar dispone. Por ese
momento de inconsciencia, él, a bordo de un transatlántico, va hacia la
América del Norte, y ella, medio manca, trata de reaprender con lo que le
resta de mano el movimiento de un trabajo que defienda la vida...

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