Cielo La Filosofía de La Arquitectura
Cielo La Filosofía de La Arquitectura
Cielo La Filosofía de La Arquitectura
Una aproximación
epistemológica al diseño del espacio
Resumen
Palabras clave Filosofía de la arquitectura; diseño arquitectónico; filosofía del espacio; teoría de
la arquitectura; ciudad
Una vez conocido el problema, las necesidades se ramifican en nuevas incógnitas tales como:
niveles, variedad y jerarquía de espacios, materiales o demografía, e inicia un proceso de
selección y descarte. A partir de ellos el arquitecto crea una hipótesis, la cual puede ser
planteada de distintos modos, por ejemplo, mediante bocetos. En ésta convergen tareas básicas
1
de ordenamiento (diagramas de relaciones que conforman el programa), que junto a gran
cantidad de variables tangibles (materiales, usuarios, territorio), variables intangibles (clima,
reglamentación, presupuesto), y un proceso de prueba y error (diseño como experimentación)
se busca llegar a la respuesta más adecuada para cada una de las necesidades impulsoras del
proyecto.
El presente ensayo tiene por objetivo hacer una aproximación epistemológica a los conceptos
del diseño del espacio que dan origen a la idea de arquitectura, por lo que primeramente
expondremos algunas nociones acerca del espacio construido según distintas corrientes de
pensamiento, esclareciendo la relación entre filosofía y arquitectura que influyó en los distintos
modelos occidentales. Finalmente, analizaremos los conceptos por medio de los cuales forjamos
nuestra noción y experiencia del espacio. La manera en que experimentamos el espacio
arquitectónico engloba prácticamente todos los conceptos del conocimiento, de los sentidos, la
razón y de la intuición, y no quedándose allí, va más allá de la experiencia, involucrando
elementos como la estética, la moral o la idea de lo bello y lo bueno que forjan nuestros juicios
acerca de las ciudades actuales y venideras, del hábitat humano.
2. El lenguaje construido
Hoy en día la relación entre la filosofía y la arquitectura tal vez no se muestre tan evidente, pero
han gozado de un fructífero mutualismo desde tiempos ancestrales, cuando los primeros sabios
se empeñaron en encontrar el origen que da forma a todo lo que existe con el fin de producir
sus propios medios de vida. Sus aportes fundaron una cosmovisión, una manera de explicar el
mundo. El pensamiento se tornó en materia, y posteriormente, las formas que cobraba el
espacio inspiraron nuevas fuentes de pensamiento.
En los albores de una humanidad curiosa, los mitos hacían su aparición cuando el conocimiento
era insuficiente para explicar las fuerzas de la naturaleza y nuestro papel dentro de ella. Los
medios de supervivencia eran todavía escasos, intrínsecamente ligados a un entorno aún por
descifrar. Pero los asentamientos, las interrelaciones humanas con fines comerciales y la
posterior expansión de los pueblos contribuyeron a forjar lo que conoceríamos por ciudades, las
que brindaron nociones acerca de cómo producir y controlar las distintas manifestaciones
observadas en la naturaleza. Partiendo desde el marco amplio de las ciudades, las más antiguas
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conocidas se construían siguiendo la topografía; los rastros encontrados en Asia Menor y en las
costas del mar Egeo continuaban el trayecto de las montañas. En ciudades más cercanas a las
costas mediterráneas y en Medio Oriente, las edificaciones seguían el sinuoso paso de las
fuentes de vida: los ríos, contribuyendo a forjar su visión de mundo donde mito e historia eran
prácticamente indiferenciables.
La ciudad se convirtió en la contenedora del llamado ‘progreso’ humano. Entre sus muros,
arquitecturas y caminos se desarrollaron avances técnicos y artísticos en todas las áreas de
producción. El conocimiento técnico comenzó a desplazar poco a poco las historias fantásticas
donde el caos era el personaje primordial por excelencia, para dar paso a una concepción
de kósmos (según su sentido griego de orden) que sigue patrones geométricos acordes a una
noción de leyes universales que tratarían de ser emuladas en la pólis.[2] Alcanzado el
conocimiento suficiente sobre lo que le rodeaba, el ser humano se entregó a la osadía de querer
invertir los roles con la naturaleza: ya no sería el entorno natural el que influenciaría el
pensamiento, sino el pensamiento el que daría forma a su propio espacio. El mito –nunca
extinto– se incorporó a este nuevo orden, posibilitando una multiplicidad de discursos de los que
el espacio haría eco.
Si bien la obra arquitectónica comenzaría a destacarse por medio de los templos, esas casas de
los dioses evidentemente más importantes que los hogares de los simples mortales, con el
desarrollo de las ciudades y de la identidad que estas otorgaban a sus ciudadanos, la
majestuosidad del hábitat divino sería gradualmente transferida a las instituciones que
mediaban entre la ley divina y la terrenal. El aporte griego a la relación entre la arquitectura y la
filosofía en Occidente se hace notable. Los primeros filósofos de la tradición occidental, los que
pasarían a ser llamados ‘presocráticos’, introducirían el tema del arché (origen o principio), pues
se habían entregado a la tarea de encontrar el elemento que daba origen a todas las cosas. La
palabra ‘arquitectura’ proviene del latín architectūrae, y esta a su vez viene de la palabra
griega architéktōn (jefe constructor). Es decir, antes del reconocimiento en nuestro lenguaje de
una categoría para el diseño de edificaciones, existía la noción del arquitecto, cuya raíz griega
(archi, primero o jefe) es compartida con aquel principio que añoraban descubrir los primeros
filósofos.
El intento por escudriñar las leyes del universo marcó rumbos de pensamiento; desde
Anaximandro, para quien el mundo se encuentra suspendido en el vacío en perfecta simetría,[ 3]
pues reconoce en lo ‘indeterminado’ un principio de unidad; o los pitagóricos, que concebían la
materia como el producto de una sucesión armónica que comenzaba por el número.[ 4] Por esta
razón la pólis se representaba como un microcosmos del universo, sometida a las mismas leyes,
noción que sería compartida por artistas y matemáticos como el caso del filósofo y arquitecto
Hipodamos de Mileto, considerado pionero del urbanismo.
Para los antiguos griegos, era importante formar su hábitat según conceptos de equilibrio y
justicia con el fin de que la obra humana estuviera en total coherencia con el orden universal, así
comienzan a nacer los ‘órdenes arquitectónicos’. Esta no era una concepción arbitraria: así como
la Tierra era el centro del universo, de la misma manera se convirtió el ser humano en el centro
de la pólis bajo la forma del ágora. En el espacio religioso los pobladores se sentían parte de una
comunidad, pero aún no tenían voz; el ágora, el espacio vacío que es identificado por lo
construido que le rodea, fue revolucionario: un espacio para la libre expresión del habitante
común. Aquí lo vacío se ha equiparado a lo sólido. Los griegos traerían un nuevo discurso donde
el ser humano –a pesar de vivir en colectividad– era el protagonista y la arquitectura su
legitimador. “El desarrollo del individualismo arquitectónico constituye la más evidente
3
manifestación del momento en que la arquitectura comienza a convertirse en una disciplina
consciente de sí misma”. [5] La generación de espacios ‘para la gente’ iba más allá de la mera
funcionalidad, se trataba de crear identidades. “La mejor arquitectura pública aspira a ser
justamente eso: un lugar para el ritual que haga de cada usuario, por un breve instante, una
persona más grande de lo que es en su vida diaria, llenándola de orgullo por ser de ese lugar.”[ 6]
En la ciudad cada ciudadano adquiere la conciencia de que con su voz da forma a un sistema-
mundo. La expresión oral transmite ideas, leyes. Es con el ejercicio del lenguaje que se crean los
oficios ligados a la oratoria y la jurisprudencia, respondiendo a la necesidad de seguir
manteniendo el orden (como si el caos fuera una bestia siempre al acecho). Por todo esto no se
hace ilícito pensar que la ciudad, como conjunto de arquitecturas y vivencias, era el legitimador
visible de lo que representaban las palabras en el ámbito invisible: el lenguaje construido. Al ser
la palabra una cuestión ahora pública, algo que podía ser debatido por muchos en el ágora
griega, ubicado en el centro del universo en su versión microcósmica del espacio urbano, no es
raro pensar en por qué Vernant afirmaba que el sistema de la pólis implica “una extraordinaria
preeminencia de la palabra sobre todos los otros instrumentos del poder. Llega a ser la
herramienta política por excelencia (…)”[7]. Los códigos y reglamentos dentro del sistema, el
contrato social, la construcción de la ciudadanía, han marcado la manera en que entendemos el
concepto de nuestra libertad con relación al espacio.
El abordaje del espacio arquitectónico desde la óptica filosófica no es algo tan reciente, y, de la
misma manera, la arquitectura ha fungido como recurso de pensamiento. Schelling incursionó
en la percepción del arte, la música y el espacio arquitectónico.[8] También lo hicieron Kant, con
su analogía de la arquitectónica de la razón pura para explicar el método como un sistema
estructurado, y Schopenhauer, con su síntesis de la arquitectura basada en la oposición entre
gravedad y rigidez, análoga a su concepto de voluntad y materia. Para Nietzsche “la arquitectura
es una especie de elocuencia del poder expresada en formas, que unas veces convence e incluso
adula y otras se limita a dar órdenes”[9]. Para este filósofo alemán la arquitectura no es más que
una demostración de poder, poco interesada en deleitar los sentidos.
El siglo XX traería nuevas vías de discusión en las que vale la pena detenernos un poco más. Dos
movimientos principales deliberaron acerca de la arquitectura, o en un sentido más abstracto,
del espacio humano: por un lado, la fenomenología, donde la experiencia del sujeto desplazaba
las explicaciones y donde el cuerpo, de manera integral, se posiciona como medida del espacio;
y por el otro, el estructuralismo, que originalmente se ocupaba de las estructuras lingüísticas
para posteriormente pasar a abordar otros campos. El estructuralismo analiza el objeto de
estudio como un sistema de partes interrelacionadas, lo que a su vez genera lo que se conoce
como sistemas de significación.[10]
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ocupado un sitio privilegiado en la jerarquía de los sentidos, aquí es desplazada por un sistema
integrado de sensaciones que reinterpreta el espacio de las prácticas humanas.
Podríamos citar la importancia que ejerció una pequeña cabaña de madera en medio de una
montaña alemana para Martin Heidegger, en donde escribió Ser y Tiempo. Para Heidegger no
existe espacio exterior ni interior; al hablar de ser humano ya existe la noción de que ocupa un
lugar, pues el ser ‘habita’: “Ser hombre quiere decir: ser como mortal sobre la Tierra, quiere
decir: habitar”.[11] No en vano el mismo filósofo expuso sus ideas acerca del ‘habitar’ ante un
público conformado en su mayoría por arquitectos en la conferencia denominada “Construir,
Habitar, Pensar”, que tal vez con la excusa de tratar sobre la habitabilidad y la reconstrucción de
una tierra devastada por la guerra, insinuó el rescate de la esencia humana y la reconstrucción
del espíritu desquebrajado por la derrota y el sufrimiento.
A estas aproximaciones espaciales les seguirían autores como Gaston Bachelard o Henri
Lefebvre. Este último, al inicio de su obra La producción del espacio, divide el espacio ideal
(lógico-matemático) del social (físico), siendo que la mayoría de los filósofos se habían
preocupado más que todo por el primero. Intentando superar el dualismo sujeto-objeto, entre
las bases de su teoría se encuentra la tríada conceptual comprendida entre el espacio percibido
(sentidos), espacio concebido (representaciones espaciales) y espacio vivido (espacios de
representación). Siguiendo al filósofo francés, el espacio construido no es sólo una producción
humana, sino que también es productor. De esta forma afirma que cada diseño arquitectónico o
urbano obedece a un sistema que le antecede (espacio concebido), y este a su vez es el resultado
de choques dialécticos anteriores que se instauran de manera presuntamente universal, a
diferencia de los espacios vividos, los cuales sus usos y significados son definidos por los seres
humanos en las actividades que realizan más allá de la simple habitabilidad, involucrando
también tradiciones, símbolos e incluso cambiando los usos por los que estos espacios fueron
erigidos, desencadenando un proceso de apropiación que genera identidad.
Los espacios de representación, vividos más que concebidos, no se someten jamás a las reglas
de la coherencia, ni tampoco a las de la cohesión. Penetrados por el imaginario y el simbolismo,
la historia constituye su fuente, la historia de cada pueblo y la de cada individuo perteneciente
a éste.[12]
En tiempos más recientes podríamos pensar en la vía de discusión inaugurada por Manfredo
Tafuri desde enfoques políticos y sociales. Este teórico e historiador italiano –más del lado
estructuralista– afirmaba que las distintas obras arquitectónicas obedecían en primer lugar a las
ideologías del poder político y económico. Por esta razón decía que no era posible que un
arquitecto produjera espacios utópicos dentro de una sociedad capitalista que es en sí misma un
sistema sólidamente estructurado.
Esta visión será criticada por Fredric Jameson, contribuyendo a las nuevas deliberaciones
espaciales donde convergen la arquitectura y el espacio en general con las tensiones entre
ideología y utopía. Para Jameson,[14] la posición de Tafuri no sólo es pesimista, sino también
irónicamente ideológica. A su juicio, pequeños movimientos pueden provocar transformaciones
sociales. Estos movimientos y transformaciones se dan en el espacio, por lo que el espacio
(arquitectónico o público) puede plantear ‘futuros alternativos’.
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Así, la intervención espacial, el diseño arquitectónico, la obra construída, no solamente
comprenden la habitabilidad humana, sino también variables sociales, políticas y geográficas que
han brindado los patrones que caracterizan a determinada época y cultura. Sin embargo, los
procesos de individualización y diferenciación del trabajo a la largo de la historia fueron aspectos
que condujeron a la necesidad de diseñar obras arquitectónicas que obedecieran a áreas de
acción específicas, además de servir de medio para que las clases sociales más privilegiadas
pudieran demostrar su capacidad de transformar la forma de las tierras a un paso proporcional
al crecimiento constante y diversificado del capital.
Finalmente, y en virtud de este breve recorrido, podemos establecer algunas definiciones que
nos servirán para continuar nuestro camino. Comprenderemos la arquitectura a partir de una
base: el espacio diseñado y construido por el ser humano para resolver un problema
habitacional; así, cuando este espacio es apto para ser habitado, es decir, vivido, se torna espacio
humano. Pero estos conceptos no se quedan únicamente en la obra arquitectónica, siendo que
en conjunto los espacios arquitectónicos mutan en espacio urbano, la ciudad, el entorno artificial
en el que los seres humanos han intentado modelar su propia versión del mundo. Es en el
sistema de ciudades donde se amplifica la percepción humana, pues en esta convergen
conceptos del espacio construido (como ‘lugar de’) y de libertad (‘posibilidad en’) que marcan
principios de conducta y de desplazamiento a través del espacio.
Todo proceso de investigación que implica el desarrollo del diseño está basado en conceptos que
se muestran válidos o necesarios para prácticamente todos los contextos en donde se ha de
erigir una edificación que albergará seres humanos. Estos conceptos a su vez nacen de
conocimientos proporcionados por diversos campos de investigación y son transferidos al campo
de la arquitectura y del estudio del espacio. Por ejemplo, la necesidad de las fundaciones de todo
edificio sigue un sistema de estructuración que implica excavación, profundidad y materiales de
construcción que pueden variar según la ubicación; sin embargo, el acto de cimentar nace a
partir de nociones ‘universales’ (respuestas a los procesos de investigación y del avance del
conocimiento), por ejemplo, la seguridad de que lo que asciende, desciende; la certeza sobre los
efectos telúricos o de la fuerza de gravedad; nociones alimentadas por la búsqueda y necesidad
del ser humano de anclarse con fuerza a la tierra para asegurar su protección.
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conocimiento en cuanto al diseño y percepción del espacio se origina a partir de conceptos ya
aprehendidos que albergan la síntesis y relaciones de distintos campos de investigación. En este
sentido, un edificio sin la debida corroboración de sus fundaciones, es decir, sus bases, cae como
todo conocimiento que pretenda darse como válido sin la demostración de sus fundamentos.
A continuación, expondremos varios de los conceptos presentes en el diseño del espacio y que,
de manera similar al ejemplo de las fundaciones, nacen a partir de la síntesis de conocimientos
interdisciplinarios que desembocarán en la obra arquitectónica.
Tiempo y espacio
Ahora es preciso formular la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que podamos generar
representaciones de objetos en nuestra mente, no sólo los que no hemos presenciado, sino
también los que son todavía inexistentes?
Aportemos un ejemplo pertinente. Freud en su obra El malestar en la cultura hace una analogía
entre la ciudad de Roma con todas las construcciones que se han alzado en ella durante su
historia, y la psique como contenedora de todos los recuerdos incluyendo los que se tengan por
olvidados. Siguiendo su exposición, podemos imaginar alguna ciudad como la antigua Roma,
tanto las edificaciones actualmente existentes como las reconstruidas por medio de la historia,
todas juntas en el mismo espacio. Somos capaces de pensar en una edificación demolida
compartiendo el lugar con alguna otra que se encuentra actualmente en la misma localidad, y
todo esto sin tan siquiera haber tenido la oportunidad de presenciarlas. El psicoanalista aludía a
que una persona era capaz de abstraer sólo una imagen ante las demás según el punto de
observación, comparando este hecho con la recuperación de recuerdos mediante la regresión,
lo que a su vez da una idea de cómo la percepción en las ciudades cambia según el punto de
atención. Freud nos comenta al respecto: “Si pretendemos representar espacialmente la
sucesión histórica sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no
acepta dos contenidos distintos”.[15] Esto se debe a que por mucho tiempo la sucesión era
considerada un concepto del Tiempo, mientras que la simultaneidad lo era del Espacio, y juntas
–aún no abandonando el pensamiento kantiano– eran condición de posibilidad para todas las
representaciones.
Llegado a este punto se hace necesario esclarecer que los conceptos aquí señalados refieren al
espacio abstracto mental, no al espacio-tiempo ‘real’ de la física contemporánea el cual es
exterior a nuestra sensibilidad. No obstante, el anterior ejemplo es de gran ayuda para ilustrar
la representación del espacio en nuestra imaginación. Si podemos apreciar los fenómenos, es
decir, los objetos de representación en nuestra mente, se debe a que la noción de Espacio y
Tiempo se dan en el sujeto de manera intuitiva a priori, es decir, no se hallan en las sensaciones.
Lo anterior se debe a que para Kant, Tiempo y Espacio anteceden a cualquier representación,
sirviendo de fundamento para todo fenómeno, por lo que conjuntamente hacen posible la
experiencia. Al respecto nos dice: “En el espacio, pues, están determinadas o son determinables
la figura, tamaño y relaciones respectivas de tales objetos”.[ 16] Y por el contrario afirma: “El
tiempo no puede ser determinación alguna de los fenómenos externos, no pertenece ni a la
figura, situación, etc., sino que determina la relación de las representaciones en nuestros estados
internos”.[17] Por lo tanto, el Tiempo brinda las nociones de cambio y movimiento (sucesión) que
nos permite ordenar los fenómenos en el Espacio.
El hecho de que podamos imaginar una ciudad, o parte de ella, se debe a que previamente
tuvimos algún tipo de experiencia (a posteriori) con el funcionamiento de las ciudades, sus
edificios, las calles, los pisos, las aceras, ya sea que hemos recorrido una ciudad o la hayamos
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visto en imágenes, es decir, sabemos cómo funcionan porque ya hemos experimentado su
funcionamiento.
Ahora bien, no debemos olvidar que se diseña con el fin de que la obra arquitectónica sea vivida.
Es el ser humano, habitante, transeúnte, ciudadano o trabajador activo, quien le da a la
arquitectura el valor de utilidad. Al usuario lo abstraeremos del concepto de sujeto, es decir, el
‘yo’, pues así como se diseña en función de que la obra sea usada por seres humanos, la noción
de ser humano me llega primeramente desde mi propio ser. El cuerpo recibe retroalimentación
del espacio en el que se mueve, y el espacio se ajusta al cuerpo. El sujeto toma el Espacio y el
Tiempo mental, inmensurables, y comienza a medirlos; mediante la arquitectura se lleva a cabo
este proceso. “La arquitectura es el instrumento principal de nuestra relación con el tiempo y el
espacio y de nuestra forma de dar una medida humana a esas dimensiones; domestica el espacio
eterno y el tiempo infinito para que la humanidad lo tolere, lo habite y lo comprenda.”[ 18]
El ‘yo pienso’, por lo tanto, unifica y relaciona los objetos desde mi propia psique gracias a la
analogía y la síntesis que permite la imaginación. En otras palabras, yo soy la condición de
posibilidad que permite que un diseño sea presuntamente tan bueno para mí como para otro
ser con el que comparto especie. Podemos prefigurar, prácticamente de manera instintiva, las
relaciones entre los conceptos ya vistos en el momento en que tenemos noción tanto del
contexto como del problema a resolver, dando origen a representaciones espaciales o imágenes
mentales que comprenden tanto los objetos del mundo exterior como los que se proyectarán
sobre estos.
Cuando hablamos de contexto se hace referencia tanto al carácter espacial del lugar (por
ejemplo, campo o ciudad, y sus variables naturales, climáticas o delimitaciones), como al
temporal (época o acontecimientos sociales). Se trata de un lugar físico, es decir, experimentado
en la práctica humana y el cual está sujeto a condiciones materiales (naturales). Con esto ya
podemos suponer que estamos abandonando los conceptos kantianos a priori de Espacio y
Tiempo para adentrarnos en el espacio y tiempo (en minúsculas) como conceptos empíricos
externos, que en la cotidianidad de nuestras vivencias nunca se nos presentan de manera
separada, esto es, la dimensión espacio-temporal.
No obstante, sería un error pensar en el contexto únicamente como ‘lugar’. “El contexto encierra
a la vez lenguajes artísticos, realidades físicas, comportamientos, dimensiones urbanas o
territoriales, dinámicas político-económicas”[19], nos dice Tafuri. Un contexto marca un espacio,
no sólo físicamente, sino también junto a todos los factores que inciden sobre este; se delimita
según una parte del mundo que posee características que lo hacen fácilmente reconocible o
diferenciable, por lo que forma una base del proyecto la cual no se puede ignorar y que de una
u otra manera brinda pautas que definen la forma que tendrá la representación en el espacio,
pues “todo lo que en el mundo hace exigencias a la forma es contexto”[ 20]. El proyectista no
puede simplemente transferir su representación mental al mundo material, no, aquí no pone las
reglas. A este paso le siguen procesos de ordenamiento y experimentación con el fin de que el
resultado se asemeje, lo más posible, a su idea o hipótesis.
De la escala al programa
“El hombre es la medida de todas las cosas…”, la famosa frase atribuida a Protágoras que en
arquitectura cobra mayor sentido. Desde el resurgimiento del humanismo tras el Renacimiento,
las reglas del diseño de espacios se fueron adaptando cada vez más a nuestro cuerpo y escala,
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no únicamente a fungir como el reflejo del poder estatal o eclesiástico disfrazado en numerosos
casos bajo la infame máscara de la monumentalidad y la desmesura. Posteriormente, en años
un poco más cercanos, se hablaría de antropometría, las medidas de las cosas de acuerdo al
cuerpo humano promedio, pues se adquiría conciencia de que las construcciones que habitamos
deberían estar hechas para llevar a cabo nuestras funciones de la manera más cómoda y eficiente
posible.
Ahora bien, para conocer las relaciones entre el contexto y los usos que tendrá la obra a construir
según las necesidades humanas, se crea un programa. Un programa arquitectónico es una
síntesis de los elementos espaciales dispuestos a resolver el problema planteado sobre el
contexto. Se podría resumir el programa como la relación entre los elementos de distribución
espacial. Los supuestos que los determinan nacen a partir de las necesidades del ser humano.
Un programa puede representarse por medio de diagramas, cuyas relaciones se convierten en
el acercamiento formal a la organización espacial que repercutirá en la disposición de la materia.
Aquí comienza la transferencia desde el espacio abstracto al físico. ¿Qué es lo que un ser humano
necesita mínimamente en su hogar? Un lugar para descansar, espacio para asearse, un lugar para
comer, etc.; sin embargo, cabe la duda: ¿la existencia de los mencionados espacios es condición
suficiente para cumplir con el objetivo de la habitabilidad? Desde luego que no. Es la correcta
distribución de estos lo que repercutirá en el confort del usuario, y por lo tanto, en sus vivencias.
Aquí comienza a nacer lo público y lo privado, así como los espacios de transición que influyen
en la noción acerca de nuestra autonomía.
Las nociones de continuidad o discontinuidad[21] nacen a partir de los llenos y vacíos. Las
personas desarrollan el sentido de la percepción y la escala de acuerdo al ambiente en el que se
desenvuelven, y éste está conformado por una ‘sinfonía’ de llenos y vacíos. Los primeros nos
brindan límites, guías, patrones, nos permiten separar el espacio en diferentes componentes y
adecuar cada uno a un uso en particular, mientras que los vacíos posibilitan el desplazamiento y
la vivencia que han sido definidos por los llenos. Lo lleno (forma) se vuelve el contendiente del
espacio, lo que dota al vacío de su significado. Al respecto, Heidegger comenta: “El puente oscila
‘ligero y fuerte’ sobre el río. No une solamente las orillas ya ahí existentes. En el tránsito por el
puente se destacan las orillas ante todo como orillas. El puente las deja sobresalir propiamente
una frente a otra. El otro lado está separado de éste por medio del puente.”[22]
Así, la ‘cosa’ puente es también un lugar, y su existencia produce al mismo tiempo la noción de
otros lugares; es construcción, símbolo y conjunción espacial. Con esta escena que nos presenta
el filósofo alemán podemos entender cómo mediante la disposición de la materia en el espacio
se logra definir los elementos que comunican a los sentidos, modificando nuestra percepción de
las cosas y brindando señales en cuanto a protección, prudencia, acceso, continuidad,
autonomía, restricción. Para que los llenos y vacíos, evocadores de la continuidad y
discontinuidad, puedan desembocar en obras arquitectónicas exitosas, se deben configurar de
manera que respondan al programa, al mismo tiempo que a la correcta aplicación de las
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proporciones sobre el contexto. En este punto podemos observar que cada concepto supone la
integración con el anterior, surgiendo así jerarquías conceptuales, de ahí que el proceso de
diseño se nos presente como un sistema de operaciones más que de signos. El conjunto de los
llenos y vacíos, en sincronía o en diacronía, forman el código que moldea el mundo en el que
habitamos y dotan a cada espacio de su significado. En este sentido la famosa frase de Schelling
cobra mayor fortaleza.[23]
Forma
¿Qué es exactamente la forma física? ¿Será acaso la mera apariencia de una obra erigida en
nuestra dimensión cuando choca con un contexto? ¿Es el conjunto de las superficies materiales
que percibimos visualmente? O más bien, ¿la síntesis del proceso de diseño, es decir, la esencia
de la solución que cobra vida material? ¿La forma sigue un contexto dado, o lo aplasta en cuanto
puede? La forma comprende todas estas formulaciones, es el resultado de un todo. Es por medio
de ella que apreciamos y distinguimos la arquitectura, que podemos diferenciarla, situarla
mental y empíricamente.
Los conceptos de forma y función guardan una estrecha relación con los conceptos semiológicos
de significado y significante, donde el significante vendría a ser la representación de la idea, en
este caso la forma, mientras que el contenido se identifica con el significado, es decir, la cualidad
y uso del espacio; o dicho de manera más breve por Louis Kahn, “La forma es el ‘qué’. El diseño
es el ‘cómo’”.[24] En este punto se hace preciso cuidarnos de no confundir forma con estilo: no
se trata del conjunto de elementos estéticos que caracterizan la obra; tampoco debemos
compararla con tendencia, cuyos componentes obedecen a la forma de manera efímera y
superficial según acontecimientos puntuales de la historia; y finalmente, tampoco debemos
confundirla con esencia, siendo esta última una abstracción, lo que prevalece de una obra al
quitarle todos sus componentes sin impedir que sigamos diferenciándola. La forma es el
conjunto apreciado sensorialmente, preponderantemente de manera visual, como un solo
objeto.
Ahora bien, sin intentar sumergirnos en este momento dentro del mar convulso que representa
la estética, se hace pertinente aclarar que un error sería reducir la forma únicamente a la mera
apariencia material. ¿Sería capaz una persona desprovista del sentido de la vista apreciar una
obra arquitectónica? Tal vez no apreciarla visualmente, pero la forma de la arquitectura puede
ser experimentada por la misma persona. No debemos olvidar que la forma es la totalidad de
los elementos, es lo lleno, pero también es vacío. Es la idea hecha materia, el significante que no
debe ser relegado a únicamente un conjunto de percepciones estéticas, aunque tal vez nuestros
cinco sentidos a los que estamos habituados se queden algo cortos a la hora de intentar
comprender cómo experimentamos el espacio.
Sistemas de percepción
Nos disponemos a mencionar un último concepto (o bien, conjunto de conceptos) que reúne,
no solo la síntesis de los anteriormente vistos, previos a la materialización de la obra, sino que
también se constituyen mediante la experimentación del espacio, es decir, cuando se establece
una relación entre sujeto (usuario, humano) y objeto (obra arquitectónica). En otras palabras,
estamos ingresando en el mundo de lo experimentado, la ‘interpretación’ del espacio.
La arquitectura ha establecido, de una u otra forma, la supremacía del sentido de la vista con
respecto a los demás. Con los ojos concebimos las formas siguiendo la materia, en lugar de seguir
al vacío; la vista capta información de la lejanía, pero la experiencia de la arquitectura exige estar
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inmersa en ella. Por ello no es de extrañar que Juhani Pallasmaa vea en la arquitectura actual,
occidentalizada, un cómplice de la alienación del ser humano mediante la mera exaltación visual
ante un mundo cada vez más tecnológico y desvinculado del exterior. “El dominio del ojo y la
eliminación del resto de los sentidos tienden a empujarnos hacia el distanciamiento, el
aislamiento y la exterioridad. Sin duda, el arte del ojo ha producido edificios imponentes y dignos
de reflexión, pero no ha facilitado el arraigo humano en el mundo.”[25]
Como afirmaron Bloomer y Moore,[26] fue con el psicólogo James J. Gibson, experto en
percepción visual, que se comenzó a hablar de una alternativa a los sentidos convencionales, ya
que los mismos no eran suficientes para explicar la experiencia humana. Según Gibson, los
sentidos no son solamente receptores de información, sino que también la buscan de manera
activa, por lo que los tipos de información que maneja el cuerpo superan a la cantidad de
‘aparatos sensoriales’ que han podido asignarle tradicionalmente. Por consiguiente, se propone
el reemplazo de los cinco sentidos a los que estamos habituados (vista, oído, olfato, gusto y
tacto), a cambio de los que denominó: sistema visual, sistema auditivo, sistema gusto-olfativo,
sistema de orientación y sistema háptico.
Son los últimos dos los que potencializan la percepción en cuanto a las tres dimensiones. El
sistema háptico viene siendo una extensión del sentido del tacto, o mejor dicho, una integración
físico-corpórea. “Actualmente numerosos arquitectos de todo el mundo proyectan con ahínco
desde esta nueva conciencia e intentan volver a sensibilizar a la arquitectura mediante un
sentido fortalecido de materialidad y hapticidad, textura y peso, densidad del espacio y luz
materializada”.[27] Estos sistemas parten del supuesto de que la arquitectura se experimenta de
forma integral, por lo tanto se propone el cuerpo entero, reuniendo la información externa más
allá de únicamente tocar, incluyendo, por ejemplo, la tensión y la temperatura, factores que
inciden en la percepción de los distintos espacios en los que habitamos y construyen nuestra
noción de realidad.
4. Conclusiones
Las ciudades se iban transformando según las necesidades de sus pobladores en su constante
expansión y dominio sobre la naturaleza, facilitando su convivencia. Sin embargo, sus alcances
actuales no derivan únicamente de nuestra acción en sociedad, sino que son prefigurados según
causas externas más allá de nuestras necesidades básicas, pues en gran medida el control social
es ideológico y económico. La arquitectura es comúnmente reducida por y desde arquitectos,
urbanistas o constructores a un conjunto de reglas y técnicas que dan lugar a un simple objeto
material; la forma por encima de la sensación, la vista por encima del bienestar, descuidando en
muchas ocasiones la repercusión que los espacios poseen en la vida de los usuarios. Pero como
hemos visto, el concepto de espacio es mucho más amplio, diversificado; la responsabilidad de
su diseño no se puede abstraer a una sola disciplina, menos si se olvida que el proceso involucra
movimientos, no únicamente categorías estáticas.
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y virtuales (información) están desplazando a los lugares (de acción). A propósito de esto David
Harvey, en su libro Ciudades Rebeldes, nos comparte una visión algo pesimista sobre el espacio
construido en nuestros tiempos recientes:
Las edificaciones que contienen a la especie humana y su desarrollo son ahora un sistema
ahogado por sus propias reglas, donde las relaciones entre materia (recursos), códigos y la
insaciable expansión de los mercados amenazan con establecer una única noción del habitar. La
teoría de la arquitectura sugiere patrones, métodos, pero la filosofía permite cuestionarnos esos
métodos, rediseñar la teoría; repensar la experiencia humana en torno al espacio que el ser
humano va moldeando junto a su andar.
El arquitecto Louis Kahn, en el breve ensayo que inaugura su libro Forma y diseño, nos habla de
un joven arquitecto desconcertado que desea pedirle consejo, pues se ve incapaz de transmitir
al mundo de las leyes de la naturaleza las formas que visualiza en sus sueños[ 29]. “Esta es una
pregunta que se relaciona con lo mensurable y lo inconmensurable”[ 30]. Kahn se muestra
optimista ante este interrogante: el ser humano es más grande que las obras que erige. Aconseja
al joven arquitecto alejarse un poco del pensamiento y retornar al sentimiento, pero siempre
con cautela, no vaya a ser que se entregue a la inacción. ¿Y qué es un arquitecto que no hace? El
diseño es comprensión de una idea, es el medio que interactúa entre el sentimiento y el
pensamiento, entre la mente y las emociones.
Kahn lanza una breve afirmación en la que vale la pena detenernos: aspirar más al orden que al
conocimiento. Con el orden se trata de aprehender la idea, el concepto, loable meta que nos
hace recordar nuevamente a los primeros filósofos, a Anaximandro, consciente de que todo
cosmos es orden dentro del cual se haya un origen que todavía clama por ser descifrado. La
pregunta sigue abierta. Una pregunta que nos permite sacudirnos –aunque sea por breves
instantes– la noción de que todo espacio que nos rodea no es más que una acumulación de
materia y muros que se levantan y caen al paso de la historia de la humanidad; una historia que
narra una lucha contra la naturaleza y el deseo de querer dar forma a un mundo en el que tal vez
no somos más que huéspedes.
Referencias bibliográficas
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Notas
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