Lecturas Examen Segundos
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LECTURA 3
Huasipungo
En pocas semanas don Alfonso Pereira, acosado por las circunstancias, arregló cuentas y firmó papeles con el tío y Mr.
Chapy. Y una mañana de los últimos días de abril salió de Quito con su familia, esposa e hija. El ferrocarril del Sur los llevó
hasta una pequeña estación perdida en la cordillera, donde esperaban indios y caballos. [...] La caravana trepó el cerro por
más de una hora. El páramo con su flagelo persistente de viento, con su soledad que acobarda y oprime, impuso silencio.
Un silencio que se cortaba levemente bajo los cascos de las bestias, bajo los pies deformes de los indios (talones partidos,
plantas callosas y dedos hinchados). Casi al final de la ladera la caravana tuvo que hacer un alto imprevisto.
El caballo delantero del «patrón grande, su mercé» olfateó en el suelo, paró las orejas con nerviosa inquietud y retrocedió
unos pasos sin obedecer las espuelas que le desgarraban. Los indios que después de hacer una inspección le informaron
de lo peligroso de seguir adelante sin un guía que sortee los hoyos del camino lodoso agravado por las últimas
tempestades. Don Alfonso dijo —A ver tú, José, como el más fuerte, puedes encargarte de ña Blanquita. Continuó: —El
Andrés que tiene que ir adelante para mí, el Juan para Lolita. Los otros que se hagan cargo de las maletas. Don Alfonso
sabía que los indios de la montaña son gente salvaje y fuerte, como el ganado del páramo.
Los indios nombrados por el amo presentaron humildemente sus espaldas para que los miembros de la familia Pereira
pasen de las bestias a ellos. Con todo el cuidado que requerían aquellas preciosas cargas, los tres peones entraron en el
camino lodoso: —Chal... Chal... Chal... Andrés, agobiado por don Alfonso, iba adelante. No era una marcha. Era un tantear
instintivo del peligro con los pies. Era un hundirse y elevarse lentamente en el lodo. Era a la vez el temor de un descuido
lo que imponía silencio, lo que agravaba la tristeza del paraje, lo que helaba al viento, lo que imprimía en la respiración
de hombres y caballos un tono de queja: —Uuuy... Uuuy... Uuuy...
Un largo y apretado aburrimiento arrastró a don Alfonso hasta un monólogo de dislocadas intimidades: —Cuánta razón
tienen los gringos al exigirme un camino. Gente acostumbrada a una vida mejor. Vienen a educamos. Nos traen el progreso
a manos llenas, llenitas. Nos... Ji...Ji... Ji... —El dinero estaba muy cerca de sus manos. Hasta Dios dice: «Agárrate que yo
te agarraré... Defiéndete que yo defenderé...».
Fue tan profunda la emoción de don Alfonso al evocar aquellos pensamientos que saltó con gozo inconsciente sobre las
espaldas del indio Andrés, aquella maniobra inesperada, de estúpida violencia, hizo que el indio perdiera el equilibrio y
defendió la caída de su preciosa carga metiendo los brazos en el lodo hasta los codos. —¡Carajo! ¡Tonto! —protestó el
jinete agarrándose con ambas manos de la cabellera cerdosa del indio. Pero don Alfonso no cayó. Se sostuvo
milagrosamente aferrándose con las rodillas y hundiendo las espuelas en el cuerpo del hombre que había tratado de
jugarle una mala pasada.