Lecturas Examen Segundos

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LECTURA 1 La pluma, el pensamiento mismo, no puede al

El tálamo nupcial canzar todos los accidentes de esta escena, en


todo su movimiento súbito y veloz. [...]
Sintiéndose descubierto y sabiendo de los ries
gos que corre su vida por apoyar a los unitarios, El cristal de los espejos del tocador saltaba he
Eduardo se casa con Amalia y decide huir hacia cho pedazos a los sablazos que pegaban sobre
Montevideo, pero sus intenciones son ellos, sobre los muebles, sobre los vidrios de las
frustradas por la policía de la dictadura federal. ventanas, sobre las losas del lavatorio, en
cuanto había, siendo estos golpes acompañados
[...] Era un grito agudo, horrible y estridente, al de una gritería salvaje, que hacía más espantosa
mismo tiempo que se vio venir a Luisa despavo aquella escena de terror y muerte. [...]
rida por las piezas interiores, y al mismo tiempo —¡Salva a Amalia, Daniel, sálvala; déjame solo,
también que se oyó un tiro en el patio, y una es sálvala! —gritaba Eduardo, temblando de furor,
pecie de tormenta de gritos y de pasos precipita menos por el combate que por los obstáculos que no
dos. Y antes de que Luisa hubiese podido decir podía remover con las manos, porque con su es pada
una palabra, y antes de que nadie se la pregun hacía frente a los puñales y sables que había del otro
tase, todos adivinaron lo que había, y junto con lado de ellos, mientras que temía tropezar y caerse si
la adivinación del instinto, la verdad se presentó intentaba separarlos con los pies. [...] Un grito
ante ellos, [...] una porción de figuras siniestras horrible, como si en él se arrancasen las fibras del
se precipitaba por el cuarto de Luisa al tocador corazón, salió del pecho de la pobre Amalia, y
de Amalia. Y todo esto desde el grito, hasta la desprendiéndose de las manos casi heladas de
vista de aquellos hombres, ocurría en un Pedro, y de los débiles brazos de su tierna Luisa,
instante tan fugitivo como el de un relámpago. corrió a escudar con su cuerpo el cuerpo de su
Eduardo, mientras Daniel tomó el sable de Pe dro, ya
Pero con la misma rapidez también, Eduardo expirando, y corrió también al gabinete.
arrastró a su esposa hasta la sala, y cogió sus
pistolas de sobre el marco de la chimenea. Inme Pero junto con él los asesinos entraron. Y cuan
diatamente, porque todo era simultáneo y do Eduardo oprimía contra su corazón a su
rápido como la luz, Daniel arrastró la mesa. [...] Amalia para hacerla con su cuerpo una última
—¡Sálvanos, Daniel! -gritó Amalia precipitándo muralla, todos estaban ya confundidos; Daniel
se a Eduardo cuando tomaba las pistolas. recibía una cuchillada en su brazo derecho; y
una puñalada por la espalda atravesaba el pe
—Sí, mi Amalia, pero solo peleando; ya no es cho de Eduardo, a quien un esfuerzo sobrena
tural debía mantener en pie por algunos segun
tiempo de hablar.Y estas últimas palabras per
diéronse a la detonación de las pistolas de Eduar dos, porque ya estaba herido mortalmente...
do, que hizo fuego a cuatro pasos de distancia
sobre ocho o diez forajidos que ya pisaban en la Amalia/ José Mármol
alcoba; mientras Daniel tiraba sillas delante de la
puerta, y a tiempo que otro tiro disparaba en el
patio, y un rugido semejante al de un león domi
naba los gritos y las detonaciones. [...]
LECTURA 2

Lo fatal/ Rubén Darío

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,


y más la piedra dura, porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,


y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,


y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos!...

LECTURA 3
Huasipungo

En pocas semanas don Alfonso Pereira, acosado por las circunstancias, arregló cuentas y firmó papeles con el tío y Mr.
Chapy. Y una mañana de los últimos días de abril salió de Quito con su familia, esposa e hija. El ferrocarril del Sur los llevó
hasta una pequeña estación perdida en la cordillera, donde esperaban indios y caballos. [...] La caravana trepó el cerro por
más de una hora. El páramo con su flagelo persistente de viento, con su soledad que acobarda y oprime, impuso silencio.
Un silencio que se cortaba levemente bajo los cascos de las bestias, bajo los pies deformes de los indios (talones partidos,
plantas callosas y dedos hinchados). Casi al final de la ladera la caravana tuvo que hacer un alto imprevisto.

El caballo delantero del «patrón grande, su mercé» olfateó en el suelo, paró las orejas con nerviosa inquietud y retrocedió
unos pasos sin obedecer las espuelas que le desgarraban. Los indios que después de hacer una inspección le informaron
de lo peligroso de seguir adelante sin un guía que sortee los hoyos del camino lodoso agravado por las últimas
tempestades. Don Alfonso dijo —A ver tú, José, como el más fuerte, puedes encargarte de ña Blanquita. Continuó: —El
Andrés que tiene que ir adelante para mí, el Juan para Lolita. Los otros que se hagan cargo de las maletas. Don Alfonso
sabía que los indios de la montaña son gente salvaje y fuerte, como el ganado del páramo.

Los indios nombrados por el amo presentaron humildemente sus espaldas para que los miembros de la familia Pereira
pasen de las bestias a ellos. Con todo el cuidado que requerían aquellas preciosas cargas, los tres peones entraron en el
camino lodoso: —Chal... Chal... Chal... Andrés, agobiado por don Alfonso, iba adelante. No era una marcha. Era un tantear
instintivo del peligro con los pies. Era un hundirse y elevarse lentamente en el lodo. Era a la vez el temor de un descuido
lo que imponía silencio, lo que agravaba la tristeza del paraje, lo que helaba al viento, lo que imprimía en la respiración
de hombres y caballos un tono de queja: —Uuuy... Uuuy... Uuuy...
Un largo y apretado aburrimiento arrastró a don Alfonso hasta un monólogo de dislocadas intimidades: —Cuánta razón
tienen los gringos al exigirme un camino. Gente acostumbrada a una vida mejor. Vienen a educamos. Nos traen el progreso
a manos llenas, llenitas. Nos... Ji...Ji... Ji... —El dinero estaba muy cerca de sus manos. Hasta Dios dice: «Agárrate que yo
te agarraré... Defiéndete que yo defenderé...».

Fue tan profunda la emoción de don Alfonso al evocar aquellos pensamientos que saltó con gozo inconsciente sobre las
espaldas del indio Andrés, aquella maniobra inesperada, de estúpida violencia, hizo que el indio perdiera el equilibrio y
defendió la caída de su preciosa carga metiendo los brazos en el lodo hasta los codos. —¡Carajo! ¡Tonto! —protestó el
jinete agarrándose con ambas manos de la cabellera cerdosa del indio. Pero don Alfonso no cayó. Se sostuvo
milagrosamente aferrándose con las rodillas y hundiendo las espuelas en el cuerpo del hombre que había tratado de
jugarle una mala pasada.

Jorge Icaza (adaptación)

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