Cuadernillo 2do PDL

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CUADERNILLO DE

PRÁCTICAS DEL
LENGUAJE
2do año
Secundaria Básica

DOCENTE:
ESTUDIANTE:
2024
Índice
Unidad I
Narrativa
Cuento policial
Punto de partida: Video: Cuento policial: definición, tipos y características...............................2
El cuento policial: Características y componentes
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis...........................................................................................4
Actividades de comprensión y análisis
Texto literario: “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe...................................................5
Actividades de comprensión y análisis
Clases de palabras: preposiciones, adverbios
¿Qué son las preposiciones? ¿Qué son los adverbios?....................................................................................7
Actividades de comprensión y análisis.......................................................................................................................9
Producción escrita
Novela: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
La novela policial: Características y componentes..........................................................................................10
Actividades de comprensión y análisis.......................................................................................................................11
Técnica de estudio: subrayado
Lectura....................................................................................................................................................................................................14
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................16
Coherencia y cohesión
Recursos cohesivos ....................................................................................................................................................................17
Actividades de comprensión y análisis....................................................................................................................20
Actividad integradora: Armamos una pizarra policial................................................................22
Unidad II
Teatro
Punto de partida: ¿Qué es el teatro?.............................................................................................................................24
El teatro: Origen y clasificación
Obra dramática: Prohibido suicidarse en primavera, Alejandro Casona
Actividades de comprensión y análisis....................................................................................................................26
Texto expositivo - explicativo
Recursos expositivos................................................................................................................................................................27
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................30
Técnica de estudio: cuadro sinóptico
Punto de partida: Video ¿Qué es un cuadro sinóptico?..............................................................................34
Actividades de comprensión y análisis
Construcciones sustantivas
Los modificadores de las construcciones sustantivas.................................................................................35
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................37
Actividad integradora: Escribimos y actuamos una escena teatral.............................38
Unidad III
Lírica
Punto de partida: Video: El género lírico..................................................................................................................41
Texto expositivo: “El género lírico: origen y clasificación”
Recursos poéticos......................................................................................................................................................................44
Actividad de comprensión y análisis........................................................................................................................46
Técnica de estudio: búsqueda de información
Concepto de la técnica de estudio................................................................................................................................49
Actividad de búsqueda de información y producción: Infografía
Clave ESI: Sor Juana Inés de la Cruz y Alfonsina Storni...............................................................50
Construcciones adjetivas
Los modificadores de las construcciones adjetivas......................................................................................51
Actividades de comprensión y análisis...................................................................................................................52
Actividad Integradora: Producción escrita............................................................................................53

Unidad IV
Medios de comunicación
Punto de partida: Video: Publicidad y propaganda: conceptos y diferencias......................55
Publicidad y propaganda
Recursos de la publicidad y la propaganda.........................................................................................................57
Actividades de comprensión y análisis...................................................................................................................59
Clave ESI: Análisis de publicidades......................................................................................................................61
Técnica de estudio: fichas para estudiar
Concepto, tipos de fichas, ¿Cómo armar fichas de estudio?.................................................................62
Actividad de producción.....................................................................................................................................................63
Actividad integradora: Producción de publicidades ..................................................................65

Anexos
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis..............................................................................67
Texto literario: “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe
Texto literario: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
Texto literario: Prohibido suicidarse en primavera, Alejandro Casona
Unidad I
Narrativa
Género policial

1
El cuento policial

Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line , e ir anotando en la pizarra los
componentes del género policial:

El cuento policial: Características y componentes

El género policial

Origen del género policial


A mediados del siglo pasado, más precisamente entre 1841 y 1845, nace en EE.UU. un
personaje original: el detective. Lo engendra la lúcida y atormentada mente de un
escritor no menos original que su personaje: el norteamericano Edgar Allan Poe (1809
– 1849). Entre las fechas mencionadas Poe publica tres cuentos fundamentales porque
crean un nuevo género literario: la literatura policial y pone en circulación al famoso
caballero Augusto Dupin héroe de esta ficción y primero de una lista inagotable que
ha ido creciendo y transformándose desde entonces hasta nuestros días. Los cuentos
a los que se hace referencia son: “Los crímenes de la calle Morgue”, “El caso de María
Roget” y “La carta robada”.
2
Policial de enigma
El tipo de detective, sedentario personaje, es un experto en
causalidad: recorre el camino inverso al efectuado por el
delincuente y va de los efectos a las causas descubriendo los
móviles del crimen. Es el héroe indiscutido de la llamada
literatura policial de enigma o detectivesca. Los textos que la
integran son relatos que parten de un misterio inicial
aparentemente insoluble , seguido de una investigación llevada
adelante por el detective – quien utiliza el método deductivo- y
que concluyen con la revelación de la verdad en una
resolución efectista. Son narraciones que responden a
convenciones muy fuertes, tales como que los indicios más
superficiales suelen ser los más reveladores y que aquellos
personajes que aparecían al principio como sospechosos son
inocentes, y a la inversa, el más inocente, es finalmente el
culpable.

Fuente: “Introducción”. En: Cuentos con detectives y


comisarios. Antología (2006): Colihue

3
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis
(Anexo 1)

Actividades de comprensión y análisis


1. ¿Quién es el narrador de la historia? ¿Coincide con la figura del detective?
2. ¿Por qué es llamado para colaborar en el caso?
3. ¿Qué relación se puede establecer entre el título del cuento y el final del relato?
4. Completar el siguiente cuadro con la información proporcionada por el cuento:

Componentes “La pieza ausente”

Detective

Enigma

Víctima

Pistas

Sospechosos

Culpable

Ámbito o espacio donde suceden los


hechos
4
Texto literario: “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe
(Anexo 2)
Actividades de comprensión y análisis
1. A medida que se lee el cuento, subrayar ( o anotar) la siguiente información:
Narrador: ¿Quién es? ¿Se devela su identidad?
Detective: ¿Cómo se llama? ¿Dónde y cuándo lo conoce?
Lugar de convivencia del narrador y el detective: ¿Cómo se la describe?
Las noticias que leen ¿De qué se tratan?
Enigma: ¿Cuál es el enigma que plantea la noticia?
Víctimas: ¿Quiénes son y dónde se encontraban?
Testigos: ¿Cuáles son sus dichos más relevantes?
Sospechosos: ¿Hay personajes que puedan resultar sospechosos? ¿Quiénes y según
qué testigos?
Policía: ¿Cómo la considera Dupin?
2. Completar el siguiente cuadro con la deducción de los testigos que realizó Dupin y
agregar debajo de cada uno los nombres y apellidos de los testigos a los que hace
referencia en su análisis:

Testificaron El detective
Los testigos
que... deduce que...

El francés

El holandés

El inglés

El español

El italiano

El segundo testigo francés

Finalmente, ¿Qué deduce Dupin acerca de lo que escucharon todos los testigos?

5
3. ¿Cuáles son los medios de escape que plantea la escena del crimen? ¿Cómo
resuelve Dupin que el sospechoso logró fugarse?
4. Luego de resolver el punto anterior, ¿Cómo deduce que logró bajar los cuatro
pisos?
5. ¿Cuáles son las causas que lo llevan a Dupin a abandonar la idea de que el móvil del
crimen fue un robo?
6. En la siguiente frase, ¿se encuentra algún indicio sobre cuál fue el asesino?: “En el
hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivo,
algo por completo inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos,
incluso si suponemos que su autor es el más depravado de los hombres”.
7. Subrayar o extraer por escrito otras frases que funcionen como indicios del
culpable del crimen.
8. Anotar debajo las pistas que siguió Dupin acerca de la escena del crimen luego de
examinar cómo fallecieron las víctimas.
Esquema actancial
Los relatos policiales clásicos, dada su estructura, permiten analizarse a partir de un
esquema en el que se puede sintetizar la historia. El esquema se realiza a partir de un
“actante” que puede coincidir, o no, con el protagonista de la historia narrada.

Cada parte responde a los componentes presentes en los relatos policiales clásicos:
Sujeto: es el “actante”, debe ser un personaje del relato, por ejemplo el detective.
Objeto: el sujeto desea llegar a un objeto (u objetivo). Debajo de objeto se anota cuál es,
puede ser “resolver el enigma” y se puede especificar qué tipo de enigma es el que
desea resolver.
Destinador: son las motivaciones internas e inherentes al sujeto. Tales motivaciones
las puede inferir el lector si no se encuentran especificadas en el relato.
Destinatario: son los personajes que se benefician con el sujeto llegando a su objeto.
Ayudante: personajes o situaciones que ayudan al sujeto a que llegue a su objeto.
Oponente: personajes o situaciones que se oponen a que el sujeto llegue a su objeto.
9. Realizar un esquema actancial considerando al detective Dupin como el sujeto del
mismo.
10. Explicar quién resultó ser el culpable del crimen y qué elementos importantes
ayudaron a Dupin a deducirlo. 6
Clases de palabras: preposiciones y adverbios

¿Qué son las preposiciones?


Las preposiciones son palabras que se caracterizan por funcionar como "enlaces"
entre una palabra (sustantivo, adjetivo, verbo, entre otras) y otras palabras que
modifican a estas. Son palabras invariables, es decir, que no admiten flexión de
género ni de número.
Algunos ejemplos de la función de las preposiciones pueden ser:
El auto está en venta.
verbo + prep.
La cocina tiene manchas por usarla mucho.
sust. + prep.
María llegó cansada de trabajar.
adj. + prep.
Ayer incluso me comentó que el jueves rinde.
adv. + prep.

Las preposiciones son una clase de palabra invariable, por eso se las puede agrupar
de la siguiente manera:

7
¿Qué son los adverbios?
Los adverbios son una clase de palabra invariable que sirve para calificar o
especificar el significado de un adjetivo, verbo u otro adverbio.

Clasificación semántica

Clase Ejemplo

de lugar cerca, lejos, arriba, abajo, adentro, afuera, allí, aquí, allá, acá, ahí.

ahora, temprano, tarde, pronto, después, posteriormente, mañana,


de tiempo
anoche, ayer, siempre, nunca, jamás.

bien, mal, peor, mejor, quizás, acaso,. Más los adverbios terminados en
de modo
-MENTE que se forman con un adjetivo más la terminación -mente

mucho, poco, nada, más, menos, muy, tanto, apenas, demasiado,


de cantidad
bastante.

de negación no, nunca, tampoco, nada, jamas.

de afirmación efectivamente, sí, ciertamente.

de orden primero, primeramente, últimamente

relativos donde, cuando, como

interrogativos dónde, cuándo, cómo

8
Actividades de comprensión y análisis

1. Leer las siguientes oraciones y marcar con un círculo las preposiciones.


2. Subrayar en las oraciones los adverbios que se encuentren y determinar de qué
tipo son.

a) No nos poníamos de acuerdo acerca de qué decía nuestro trato en casos como este.

b) Al entrar en el aula suspendimos la pelea, pero no la terminamos.

c) Saqué el recorte de diario de mi mochila e intenté escribir algo.

d) Logré calmarme y escribí de un tirón una composición estupidísima sobre lo mal


que estaba robar bancos con paredes coloniales.

e) Después de la secundaria viene la facultad, que tampoco te va a gustar. Y después el


trabajo, que te va a gustar menos.

f) No sé, en concreto, qué pensara de ella.

3. Actividad de producción escrita

Contar una breve anécdota que tenga algunas de las características policiales vistas
hasta el momento. El texto debe contener las siguientes clases de palabras:

a) Dos preposiciones
b) Un adverbio de negación
c) Una preposición + un adverbio de cantidad
d) Un adverbio de lugar + una preposición
e) Dos preposiciones + un adverbio de modo 9
La novela policial
La novela policial: origen y características
La novela policial es una ficción literaria sobre crímenes y
delitos, que surgió a principios del siglo XIX.
Consiste en un enigma que debe develarse a medida que
transcurre la historia.
En 1841, se publicó la primera historia de detectives:
“Los asesinos en la calle Morgue” de Edgar Allan Poe.
La profesión de detectives aún era una actividad reciente
en esa época y se estima que Allan Poe se inspiró en la
primera oficina de detectives fundada en París en 1817
por François-Eugène Vidocq.

Las características de la novela policial son:


La trama basada en un crimen. El misterio ante el hecho de un crimen es lo que
impulsa la historia. También son comunes otros delitos como robos y hurtos.
Debe ser una historia creíble con la que el lector pueda conectar.
El héroe. El personaje más destacado suele ser el detective o persona que logra
resolver el misterio del crimen.
El sospechoso. Es el personaje que alimenta el suspenso y la intriga durante el
relato.
Las pistas falsas. Son recursos que se utilizan para persuadir al lector, de modo
que no pueda resolver el misterio de manera rápida y continúe leyendo la
historia.
El criminal. Es el personaje esencial que suele ser muy inteligente y astuto, pero
que pasa desapercibido hasta llegar al desenlace del relato.

Fuente: https://humanidades.com/novela-policial/#ixzz8QKoFnTTl
10
Texto literario: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
(Anexo 3)

Actividades de comprensión y análisis

Antes de la lectura
1. Leer el título: ¿de qué se tratará esta novela?
2. Leer la contratapa: ¿Quiénes serán los protagonistas? ¿en qué lugar
transcurrirán los hechos?
3. ¿Encuentra alguna relación entre el título de la novela, los protagonistas y la
pregunta del final? ¿Cuál? Explicar la respuesta.
Luego de la lectura
1. ¿Cómo se llaman los protagonistas de esta historia? ¿Qué vínculo los une?
2. ¿Con qué enigma se encuentra el narrador - protagonista? ¿Hay un detective
en la novela? ¿Quién ocupa ese rol?
3. ¿En qué lugares va encontrando las pistas para resolverlo? Enumerar las
pistas e indicar los diversos lugares.
4. ¿A qué personaje enfrenta cuando aparece el dinero robado? ¿Qué dichos de
este personaje lo hacen inferir que tuvo un rol protagónico en el robo al
banco? ¿Qué otros personajes se encuentran implicados?
5. ¿Cuál es la mentira que les dice Antonio? ¿Por qué les miente?
6. ¿Quién logra resolver el enigma? ¿Lo hubiera podido hacer sin la ayuda de
Tognini y Aslamim? Justificar la respuesta.
7. ¿Con qué personaje se enfrenta al comienzo de la novela? ¿A raíz de qué
situación se genera el conflicto? ¿Cómo se resuelve esta disputa hacia el final?
8. Responder según su criterio la última pregunta de la contratapa: “¿Puede
convertirse el mismo policial en un enigma histórico?”
9. La novela relaciona texto narrativo con historieta durante algunos pasajes.
Dibujar el último apartado “Insert coin (la última ficha)” con seis viñetas. Para
esto, leer la siguiente información acerca de la historieta:

11
10. Actividad de producción escrita
Escribir un relato policial. Para eso, seguir las siguientes indicaciones:
1. Elegir un enigma que deberá resolverse durante la trama.
¿Qué misterio vas a elegir?
MISTERIO 1: En la ciudad de Rosario, un hombre de setenta años dueño de una fábrica
de juguetes es hallado sin vida, tenía extrañas marcas en su piel parecidas a las de la
varicela pero no se encontró junto a su cuerpo ningún rastro de veneno.

MISTERIO 2: En el museo de Ciencias Naturales, el científico Fabricio Resler


preparaba un extraño amuleto Maya para una exposición. En ese momento,
comienza a sentirse mal y pierde el conocimiento, cuando despierta el amuleto ya no
estaba.

12
2. Elegir el o los personajes que investigarán el enigma.
¿Quién investigará el caso?

Camila y Fausto, curiosos niños con


una inteligencia superior.

El policía Ramírez, un hombre comprometido con la ley.

Samara, una mujer que no teme enfrentarse al peligro

Para tener en cuenta

3.Utilizar un narrador OMNISCIENTE (en tercera persona y no participa de la


historia)

4. El misterio debe resolverse desde la LÓGICA (no incluir hechos sobrenaturales)

5. Extensión máxima de dos páginas.

13
Técnica de estudio: subrayado

Lectura: “La mujer detective en la literatura”


La realidad no supera la ficción. Las primeras detectives tuvieron su primer trabajo
en la ficción antes que en la vida real.
Los relatos de mujeres investigadoras aparecieron a principios de 1860 en Inglaterra,
en una sociedad británica que, en lo económico, experimentaba un progreso
tecnológico y científico constante que la convirtió en referente mundial para el resto
de Europa y, en lo social, mostraba una doble moral: una fachada sobria y
conservadora en público y, en privado, una sexualidad promiscua y alocada donde la
mujer era infravalorada y casi responsable de todos los males de la sociedad. Por eso
habría que esperar a 1918 para que la policía londinense contratara a la primera
agente y a 1973 para contratar a la primera detective. Es verdad que en 1833
empezaron a participar en el cuerpo policial, pero sólo hacían tareas poco
cualificadas, como registrar a las prisioneras. Más adelante ampliaron sus funciones a
celadora de prisiones, asesora legal y tareas relacionadas con la violencia conyugal,
pero los homicidios y los robos eran materia de hombres.
Esas mujeres detectives comenzaban a protagonizar la novela de género con más
éxito del siglo XIX. Eran personajes que rompieron los roles establecidos y tiraron por
tierra los principios de aquella sociedad. Sus actuaciones se convirtieron en un
emblema literario, en una herramienta de empoderamiento para la nueva mujer que
estaba despertando y quería moverse libremente por las calles y convertirse en
dueña de su futuro.

14
Las primeras detectives
La señora Paschal es nombrada como la primera detective profesional. Corría el
año 1864 cuando William Stephens Hayward la creó; cuarenta años y viuda, estaba
pasando por un momento económico muy malo, por lo que decidió aprovechar su
talento para la observación y deducción resolviendo casos de robos y estafas en el
Londres de aquella época. Era una mujer que no se achantaba ante la autoridad del
hombre.
Luego llega Loveday Brooke, en 1893; gran acontecimiento por ser creada por una
escritora, Catherine Louisa Pirkis. Esta la perfiló como a una joven investigadora
profesional con mucho sentido común y sin ningún miedo.
Sarah Fairbanks, la siguiente, nace de la pluma de Mary E. Wilkins en 1895. En aquel
entonces ejercía de maestra de escuela, pero contaba con todos los recursos para
ser una investigadora y de hecho decide resolver el asesinato de su padre.
Después tenemos a Amelia Butterworth y Violet Strange, dos divertidas y
fascinantes detectives creadas por Anna Katherine Green.
Posteriormente, entre 1910 y 1911, vendrían la detective Mollie Delamere gracias a la
escritora Beatrice Heron–Maxwell; Lady Molly creada por Emmuska Orcy; la
investigadora Judith Lee inventada por Richard Marsh y, por último, Ellen Bunting
creación de Marie Belloc.
En pleno auge de esta novela detectivesca es cuando aparece Miss Marple, en
1930, de la pluma de Agata Christie. A partir de este momento la novela no deja de
evolucionar. Así, Elaine Showalter habla de tres fases de este género novelesco:
Una femenina, con Miss Marple de Agatha Christie y Kate Fansler de la escritora
Amanda Cross. Son mujeres entrometidas, ingenuas, que no necesariamente
tienen que salir de casa para buscar pruebas por lo que desentrañan el misterio
por deducción lógica.
Más tarde las detectives ya son verdaderas trabajadoras en favor del
cumplimiento de la ley y entraríamos en la fase feminista: P.D. James con su
detective Cordelia Gray o Sue Grafton con Kinsey Millhone. Sin cargas familiares,
con pistola, aunque no la usen mucho, y viviendo en una pequeña habitación
saben argumentar bien, como lo demuestra el personaje de Cordelia cuando se
pone en tela de juicio su capacidad para ejercer una profesión tan peligrosa: “…
este es un trabajo totalmente apropiado para una mujer, ya que requiere de una
curiosidad infinita, gran capacidad de sufrimiento y una tendencia natural a
meterse en la vida de los demás”.
Y, por último, la fase female, protagonizada por una serie de mujeres de cierta
relevancia social y que luchan por mejorar la situación de su entorno y no se
ponen fronteras. Dejaremos dos ejemplos: Frances Fyfield con su detective Helen
West y Stella Duffy con Saz Martin.

Fuente: https://blogs.diariovasco.com/ser-escritor/2018/07/25/la-mujer-detective-en-la-
literatura/
15
Actividades de comprensión y análisis

1. Subrayar las ideas principales del texto “ La mujer detective en la literatura”.


2. A partir del texto subrayado, extraer las ideas principales.
3. Realizar un resumen el texto subrayado. El resumen que se realice deberá ser un
nuevo texto.

Clave ESI - Abrimos el diálogo


1. Luego de realizar el resumen del texto sobre las mujeres detectives en la
ficción, explique en qué contexto surgió la figura de la detective mujer.
2. ¿Cuántos años pasaron entre que se creó el primer personaje femenino como
detective y que la mujer real ocupó un puesto policial? ¿A qué cree que se debe
esta diferencia con respecto a detectives hombres en la ficción y la realidad?
3. ¿Cuáles son las tres etapas de la novela policial protagonizada por detectives
mujeres? ¿Cuáles son las características más relevantes de cada etapa?

4. Al final del resumen y luego de responder las consignas anteriores, agregar una
conclusión (personal) acerca de la figura de la mujer como detective en la literatura.

📝 Como cierre, buscar en la sopa de letras los conceptos clave del género policial.

16
Coherencia y cohesión
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line acerca de la coherencia y la
cohesión textual:

¿Qué significa que un texto tenga “coherencia”?


La coherencia hace referencia a que un texto debe estar organizado de tal manera
que sea entendido como una unidad de sentido. Por ejemplo, en la siguiente oración:
“Pablo fue a la playa, llevó su poncho y sus guantes”, hay dos palabras que nos
resuenan ante lo que uno no espera que se pueda llevar a la playa: poncho y
guantes. Es decir, la oración no tiene lógica, es incoherente.
Para que un texto sea coherente las ideas que se explayen no deben ser
contradictorias, deben ser claras y precisas, y deben estar relacionadas entre sí.

¿Qué es la cohesión?
Las oraciones que conforman un texto se relacionan unas con otras mediante
ciertos recursos que ponen en manifiesto la unión entre las ideas expresadas en
ellas. Estos recursos otorgan cohesión al texto. Por lo tanto, la cohesión contribuye a
que el texto tenga sentido como un todo, es decir, a que sea coherente.

Los recursos cohesivos


La referencia
La referencia personal, se da a través del uso de los pronombres personales y
posesivos.
La referencia demostrativa, se da a través de los pronombres y adverbios
demostrativos.
La referencia asociativa, se da a través del artículo.
La referencia comparativa, se da a través de la comparación.
Por ejemplo:
“Luego llega Loveday Brooke, en 1893; gran acontecimiento por ser creada por una
escritora, Catherine Louisa Pirkis. Esta la perfiló como a una joven investigadora
profesional con mucho sentido común y sin ningún miedo.”
En el ejemplo, el pronombre demostrativo “esta”, que se encuentra remarcado, tiene
como referente la frase más extensa. Es decir, para evitar la reiteración innecesaria
se acude a un pronombre y de esta manera se utiliza el recurso de la referencia.
17
La sustitución léxica
La sustitución se utiliza para evitar la repetición de una palabra en particular. La
palabra sustituta tiene la misma categoría que el referente con el que se relaciona.
Este es el caso de la sinonimia (los sinónimos), los hiperónimos e hipónimos.
Por ejemplo:
“La realidad no supera la ficción. Las primeras detectives tuvieron su primer
trabajo en la ficción antes que en la vida real. Los relatos de mujeres
investigadoras aparecieron a principios de 1860 en Inglaterra (...)”
Tanto la palabra “detective” como “investigadora” son sustantivos, aunque se
encuentren expresadas en distinto género, ambas refieren al mismo significado.
Dado que significan lo mismo pero se escriben de manera diferente, se las considera
sinónimos. Se sustituye, por lo tanto, “detectives” con una palabra que signifique lo
mismo y sea de la misma clase de palabra para evitar la reiteración.

La elipsis
Muchas veces se utiliza la elipsis para evitar la repetición directamente omitiendo
las expresiones.
Por ejemplo:
“Esas mujeres detectives comenzaban a protagonizar la novela de género con
más éxito del siglo XIX. Eran personajes que rompieron los roles establecidos y
tiraron por tierra los principios de aquella sociedad.”

Esas mujeres detectives

En este ejemplo se utilizó la elipsis, es decir, se omitió la frase “esas mujeres


detectives”. Tanto la coma como el punto seguido se utilizan para evitar las
reiteraciones, siempre y cuando las construcciones tengan relación con un
antecedente, en este caso “esas mujeres detectives” que se encuentra al inicio del
párrafo es el referente de la segunda oración.

18
La conexión
Es el mecanismo de cohesión que consiste en enlazar las diversas partes del texto con
el fin de explicitar las relaciones de significado entre ellas. Las palabras o expresiones
que permiten establecer enlaces entre las partes de un texto son de dos tipos:

Los conectores: establecen conexiones lógicas entre las partes del texto (de
causa, consecuencia y oposición). Por ejemplo: porque, no obstante, por ende...

Los organizadores textuales: contribuyen a establecer coordenadas para


organizar la estructura del texto y para que el contenido resulte más
comprensible para el lector. Por ejemplo: en primer lugar, finalmente...

Conectores Organizadores textuales

De causa: porque, ya que, dado que, puesto De inicio: para empezar, antes que nada,
que ante todo

De adición: además, también, igualmente


De consecuencia: por lo tanto, así que, de
modo que, por ende, por consiguiente
De reformulación: es decir, o sea, esto es, en
otras palabras
De oposición: sin embargo, pero, no
obstante, por el contrario, a pesar de
De enumeración: en primer lugar, en
segundo lugar, por último
De tiempo: cuando, mientras, entonces,
antes, después
De ejemplo: por ejemplo, es el caso de, a
modo de ejemplo

De finalidad: con el objeto de, con el fin de,


para que De resumen: en síntesis, para resumir

Fuente: Lengua y Literatura: prácticas del lenguaje 2 nuevos desafíos. Kapelusz editora. 2010

19
Actividades de comprensión y análisis

1. Leer el siguiente fragmento de un libro de divulgación científica.


“La palabra forense significa “relacionado con la ley o los tribunales”. Por lo tanto,
la ciencia forense consiste en la utilización de técnicas y conocimientos científicos con
el fin de investigar un hecho criminal, en particular para demostrar la culpabilidad del
sospechoso. Sin embargo, muchas personas la entienden como “la ciencia que
resuelve los crímenes”.
Los científicos forenses trabajan en laboratorios especializados. Allí analizan
las pruebas encontradas en el escenario del crimen. Si sus análisis revelan
cualquier dato de importancia sobre un caso, pueden ser citados al juicio en calidad de
peritos. En ese ámbito, ellos explicarán el significado de los resultados a los que
arribaron. Esto es a menudo fundamental para demostrar la inocencia o la
culpabilidad de una persona.”

Alex Frith. Ciencia forense. Londres. Usborne (2008)


2. Observar la expresión destacada en color y subrayar otra palabra o expresión que
tenga el mismo referente.
3. Marcar con X la opción correcta:

En la última el hallazgo de pruebas en el escenario de un crimen.


oración, el significado de la palabra forense.
el pronombre la explicación de los resultados por parte de los peritos.
“esto” se refiere la realización de un juicio para determinar la culpabilidad de un sospechoso.
a...

4. Identificar en el texto la construcción que expresa el sujeto de la oración “allí


analizan las pruebas encontradas en el escenario del crimen”. Encerrarla con un
círculo.
5. ¿Qué expresiones pueden usarse para reemplazar a los conectores que encabezan
la segunda y la tercera oración del fragmento?
no obstante - a pesar de eso - de modo que -
por ende - por el contrario - por consiguiente
Por lo tanto: _____________________________________________
Sin embargo: _____________________________________________
6. ¿Cuál es el tema del texto? Subraye cuatro palabras que se relacionen con ese tema.
7. Agrupar las palabras y las expresiones de la siguiente lista en tres campos léxicos.
Elegir uno de los grupos formados y utilizarlo para escribir un texto breve de dos
párrafos.
20
lírica- detective - vender - recursos retóricos - enigma - logo - pistas - métrica -
sospechosos - consumo - rima - investigación - producto - yo lírico - marca -
culpable - amor - convencer - slogan

Campo 1 Campo 2 Campo 3

Los campos léxicos


Conjuntos de palabras o expresiones que se refieren a determinado tema. Por
ejemplo: lado, triángulo, suma de los ángulos internos, teorema, recta o plano son
algunas palabras y expresiones que pertenecen al campo léxico de la Geometría.

8. Completar los recuadros con los conectores que considere adecuados para unir las
oraciones. Luego, formar el texto con las oraciones unidas por los conectores.

El detective reunió muchas pruebas. _______ ninguna de ellas es conclusiva.


A principios del siglo XIX, los policías de todo el mundo empezaron a tomar las huellas
dactilares de los sospechosos. ________ se habían dado cuenta de lo útiles que
podían ser estas huellas.
La mayor parte de las huellas encontradas en un objeto pertenecen a su dueño.
_______ esas huellas pueden descartarse.
Muchos ladrones usan guantes. ________ sus manos no dejan huellas.
Hallaron seis coincidencias entre la huella encontrada en el lugar y la del sospechoso.
_______ este fue condenado.

21
Actividad integradora
Armamos una pizarra policial

22
Unidad II

Teatro

23
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line. Anotar en los tickets la
información más relevante:

El teatro: Origen y clasificación

El teatro
El teatro es una de las más antiguas artes
conocidas por la humanidad. Consiste en
la representación de historias actuadas
frente a un público espectador,
combinando discurso, gestos,
escenografía y música. Cada
representación teatral es una obra de
teatro.

Al mismo tiempo, se emplea el término teatro como un sinónimo común de la


dramaturgia, esto es, la escritura de obras pensadas para ser representadas en un
teatro. El teatro es un género literario, heredero de los antiguos géneros de la
tragedia y la comedia.

24
El teatro surgió en distintas culturas a la vez, existiendo así un teatro indio, un teatro
chino y un teatro de la antigüedad griega. En Grecia nació el “arte dramático” a partir
de diversos rituales pertenecientes a su religión, que de la práctica ritual pasaron a
ser mito y posteriormente se les añadió la palabra, convirtiéndose así en las primeras
obras teatrales.
Con las obras dramáticas, los antiguos griegos buscaban educar religiosa, emocional
y cívicamente a sus ciudadanos, mediante la representación de sus mitos
fundacionales, en los que aparecían sus dioses y sus héroes mitológicos.

Clasificación
Las obras de teatro se clasifican tradicionalmente
en tragedia y comedia, partiendo del sentimiento
que genera cada una: la tristeza y la risa. Cada una
representa al ser humano en dos formas distintas:
como un ser valeroso caído en desgracia, o como un
villano y común del que es posible reírse.

Posteriormente aparecieron en la historia


numerosos géneros teatrales que hicieron más
compleja la clasificación, tales como:

La tragicomedia: (drama romántico). Mezcla de tragedia y comedia.


La farsa: Caricaturización de los personajes y situaciones generalmente risible.
El melodrama: Que incorpora a la tragedia un acompañamiento musical que
detalla la situación emotiva de cada escena.
El drama realista: Que imita la realidad para conmover al público y sensibilizarlo
socialmente.
El teatro intimista: Representado para un público pequeño y en torno a una
situación acotada, aprovechando la sensación de estar “solos” con el personaje.
El teatro callejero: Que se representa en la vía pública y a menudo incorpora a la
audiencia en la obra.
Fuente: https://humanidades.com/teatro/#ixzz8QN3HTS4W

25
Obra dramática: Prohibido suicidarse en primavera,Alejandro Casona
(Anexo 4)
Actividades de comprensión y análisis

Antes de la lectura
1. Leer el título: ¿de qué se tratará esta obra de teatro? ¿quiénes serán los
protagonistas? ¿en qué lugar transcurrirán los hechos?
2. El subtítulo nos adelanta que es una comedia, ¿cuáles son las características que
debe tener una obra de teatro para ser considerada “cómica”?
3. ¿Encontrás alguna contradicción entre el título y el subtítulo? ¿Cuál? Explicá tu
respuesta.
Primer Acto:
1. ¿Qué es el Hogar del suicida?
2. Describí las posturas del Doctor Roda y Hans acerca del suicidio.
3. El Amante y la Dama son pacientes del Hogar, ¿cómo llegaron ahí? ¿Qué conocemos
de su historia?
4. ¿Cómo convence el Doctor a Alicia para que se quede?
5. ¿Cuáles son los distintos sentimientos que Fernando y Chole van teniendo a medida
que se van enterando de la función del Hogar?
6. ¿Cómo son Fernando y Chole? Caracterizalos.
7. ¿Qué relación hay entre Juan, Chole y Fernando? ¿Qué problemas pensás que puede
llegar a traer este vínculo?
Segundo Acto:
1. ¿Cómo se llama el cuadro que cuelga Chole? ¿Cuál es el cambio que Chole busca
producir en el Hogar cambiando los cuadros?
2. En este acto, ingresan dos personajes nuevos al Hogar, pero lo hacen dos razones
diferentes, ¿quiénes son y cuáles son esos motivos?
3. ¿Por qué resulta humorística la aparición de Cora?
4. ¿Cuál es el problema que tiene Juan con Fernando y Chole?
5. ¿Por qué Chole intenta suicidarse?
6. ¿Por qué en el último parlamento Juan dice “Fernando, siempre Fernando”?
Tercer Acto:
1. ¿En qué época del año comienza el Acto Tercero?
2. ¿Por qué Chole quiere que el Doctor cierre el Hogar para siempre?
3. Cuando renuncia a su puesto en el Hogar, Hans afirma que “no hay porvenir aquí”
¿a qué se refiere? ¿qué quiere decir?
4. En este acto, el personaje del Amante Imaginario presenta una contradicción, ¿en
qué consiste esa contradicción?
5. ¿Cómo se resuelve el triángulo amoroso entre Fernando, Juan y Chole? ¿Qué
propone Chole? ¿Qué piensa Fernando? ¿Qué decide Juan? 26
Texto expositivo - explicativo
¿Qué es una obra de teatro?

Una obra de teatro es la representación de un guion literario por parte de unos


actores que interpretan a los personajes en un escenario, frente a un público o
auditorio.
El texto teatral es el resultado de la combinación de dos formas de arte: el literario y
el escénico, es decir, el escrito y el puesto en escena, a través de una serie de recursos
humanos y materiales. El teatro es una de las artes escénicas, como la danza y un
recital de música.

Las obras de teatro permitían mantener vivas sus tradiciones religiosas y su


imaginario mitológico, a través de la música, los bailes y los disfraces, ya que el teatro
consiste en la puesta en escena, la interpretación en el momento, de relatos y
anécdotas cuyos personajes son interpretados por actores y actrices.
Una de las principales ventajas de las obras de teatro, en comparación a otros
medios de entretenimiento como el cine o la televisión, es que al producirse en vivo y
en directo entre muchas personas, permite establecer una conexión emocional y
humana entre los actores y los espectadores. Como consecuencia, se genera un clima
en el teatro que puede potenciar o desanimar la atención del público hacia la obra.

27
Estructura de la obra de teatro
Las obras de teatro se suelen estructurar en actos y escenas:
Actos. Son las partes en que se divide la obra y que suelen indicar un cambio de
situación, de temporalidad o de lugar. Suelen dividir la obra en una introducción,
una complicación o desarrollo de la trama y un desenlace. Entre acto y acto suele
haber un breve descanso, conocido como interludio. El cambio de acto está
marcado por la apertura del telón.

Escenas. Son las situaciones que ocurren en cada acto. Una escena puede ser larga
o corta, conforme a los deseos del autor, y puede involucrar tantos personajes y
acciones como desee. Por lo general ante la salida de algún personaje principal, el
cambio de escenario o avance mínimo en el tiempo, se abre una nueva escena. El
cambio de escena está marcado por el cambio en la iluminación (se apagan y
prenden las luces para marcar la transición).

Elementos de una obra de teatro

Personajes. Son los protagonistas de la historia y son interpretados por los


actores y actrices. Es posible que un actor interprete a más de un personaje.

Escenario. Es la locación en la que transcurre la representación, es decir, el espacio


físico. Suele tener diversos elementos a los que se denomina escenografía.

Objetos. Son elementos de escenografía que complementan el escenario, las


acciones de los personajes y el contexto en el que transcurre la historia. Los
elementos ayudan al público a imaginar un contexto más amplio que el que en
realidad están viendo en el escenario.

28
Telón. Es una cortina que cubre el ancho y alto del escenario. Se abre al comienzo
de la obra y se cierra al finalizas, aunque también puede utilizarse para indicar la
apertura o cierre de distintos momentos dentro de la misma obra.

Música. Es un elemento que complementa la ambientación y escenografía, porque


apela a las emociones de la audiencia.

Público. Es la audiencia que presencia la obra desde el auditorio o platea. Su


reacción y respuesta durante todo el transcurso de la actuación es importante
para determinar el éxito de la obra.

Guion de una obra de teatro

En general, un guión de obra de teatro suele detallar:


Diálogos: Son las conversaciones o monólogos que realiza cada personaje, en
orden cronológico.
Acotaciones: Son aclaraciones que no deben ser recitadas, sino que contribuyen a
que el actor pueda interiorizarse mejor con el personaje o con una acción en
particular que debe representar.
Descripciones: Son acotaciones que tampoco son recitadas, sino que sirven para
ampliar los detalles de una escena en particular o de la interacción entre los
personajes.
En el texto teatral no hay un narrador, excepto que exista también como un
personaje en la obra (incluso si no participa de la trama pero acompaña al público y
explica). Este texto a menudo se piensa como la convivencia del texto primario
(diálogos) y del texto secundario (acotaciones).

Fuente: https://humanidades.com/obra-de-teatro/

29
Actividades de comprensión y análisis

Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line sobre los textos expositivos -
explicativos.
1. A partir de lo observado anteriormente, determinar:
a) ¿Cuál el el “fenómeno problemático” o tema del que trata el texto leído?
b) ¿Cuál es la explicación que se da a ese fenómeno?

Recursos expositivos - explicativos


Los textos expositivos - explicativos presentan la información valiéndose de diversos
recursos, estos son los que se encuentran en la presentación y en el cuadro:

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2. Buscar en el texto “¿Qué es un obra de teatro?” los siguientes recursos:
a) Definición
b) Reformulación
c) Comparación
3. Agregar ejemplos de obra de teatro al final del texto. ¿Qué subtítulo le pondría para
presentar los ejemplos? Agregarlo.

Relación del texto expositivo - explicativo con la obra literaria “Prohibido


suicidarse en primavera”
1. Marcar en el siguiente fragmento de la obra (pp:7 - 8) el texto primario y el texto
secundario:

ACTO PRIMERO
En escena, el Doctor Roda y HANS, su ayudante, con bata de enfermero. El
primero, de aspecto inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y palabra
mortalmente serios. El DOCTOR, al lado de una mesa volante de trabajo, revisa
sus ficheros.
DOCTOR.— Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe
económica… cocaína… ¿No tenemos ningún caso nuevo?
HANS.— El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de los sauces,
hablando a solas.
DOCTOR.— ¿Diagnóstico?
HANS.— Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la muerte que tienen
miedo cuando la ven de cerca.
DOCTOR.— ¿Ha hablado usted con él?
HANS.— Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.
DOCTOR.— ¿Decidido?
HANS.— No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en el jardín he roto
detrás de él una rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara de espanto.
DOCTOR.— Miedo nervioso. Muy bien; entonces hay peligro todavía. ¿Su ficha?
HANS.— Aquí está.
DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco años. Sueldo,
doscientas pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de poemas inédito». Ah, un
romántico; no creo que sea peligroso. De todos modos vigílelo sin que él se dé cuenta. Y
avise a los violines: que toquen algo de Chopin en el bosque al caer la tarde. Eso le hará
bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón verde?
HANS.— ¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.
DOCTOR.— ¿Vigilada?

31
HANS.— ¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado todas nuestras
instalaciones: el lago de los ahogados, el bosque de suspensiones, la sala de gas
perfumado… Todo le parece excelente en principio, pero no acaba de decidirse por
nada. Sólo le gusta llorar.
DOCTOR.— Déjala. El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Hay que
aplicarlo siempre que sea posible como la medicina antigua aplicaba la sangría.
HANS.— Pero es que igual le ocurre al profesor de Filosofía. Ya se ha tirado tres veces
al lago, y las tres veces ha vuelto a salir nadando. Perdóneme el doctor, pero creo que
ninguno de nuestros huéspedes hasta ahora tiene el propósito serio de morir. Temo
que estamos fracasando.
DOCTOR.— Paciencia, Hans, nada se debe atropellar. La Casa del Suicida está basada en
un absoluto respeto a sus acogidos, y en el culto filosófico y estético de la muerte.
Esperemos.
HANS.— Esperemos (Señalando con un gesto). La Dama Triste.
(La DAMA TRISTE llega al jardín de la meditación.)

2. Una vez separados ambos textos, marcar las descripciones, los diálogos y las
acotaciones del fragmento anterior.
3. Según el fragmento leído:
¿Quiénes son los personajes?
¿Cuál es el escenario?
¿Cuáles son los elementos escenográficos que se requieren para representar esta
escena en el primer acto?

📝A modo de cierre, realizar el siguiente crucigrama donde se encuentran los


conceptos más relevantes vistos sobre el teatro. Se puede hacer desde el siguiente link
o debajo:

https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17768349-
conceptos_del_genero_dramatico.html

32
Referencias
1.(EN PLURAL) Sugerencias que el autor da al director y a los actores para que
interpreten de una manera específica un determinado pasaje de la obra.
2.Artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido.
3.(en plural)Cada uno de los seres reales o imaginarios que figuran en una obra literaria,
teatral o cinematográfica.
4.Cada una de las partes en las que se divide la obra dramática.
5.El habla de los personajes, escrita en el texto y realizada verbalmente en escena.
6.Cada una de las partes en que se dividen los actos de una obra teatral.
7.Sitio o lugar en que se realiza una acción ante espectadores o participantes.
8.Conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo
o con otro fin semejante.
9.Texto en que se expone, con los detalles necesarios para su realización, el contenido
de una película, de un programa de radio o televisión, de un anuncio publicitario, de un
cómic o de un videojuego.
10.Cortina de gran tamaño se coloca en la parte del escenario para que pueda subirse y
bajarse durante toda la obra.

33
Técnica de estudio: cuadro sinóptico

Para qué elaboramos cuadros sinópticos...


Para plasmar la información de manera inmediata.
Para reducir la información a lo más importante y estrictamente esencial.
Para ordenar la información de manera lógica.
Para comprender un texto.
Para memorizar información compleja.

Actividades de comprensión y análisis

Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y realizar la actividad que se
encuentra a continuación:
1. Releer el texto expositivo “El teatro: Origen y clasificación” y “¿Qué es una obra de
teatro?”.
2. Realizar dos tipos de cuadro sinópticos a partir de la información de cada texto.
3. A la hora de realizar los cuadros se debe optar por hacer uno horizontal y otro
vertical. Para eso considerar la cantidad de información ya seleccionada
anteriormente y la cantidad de subtemas que tiene cada texto que se desprende
del tema general.
34
Construcciones sustantivas
¿Qué es una construcción?
Una construcción es un conjunto de palabras regidas por un núcleo, que cumple una
determinada función en una oración.
La clase de palabras de los sustantivos conforma un núcleo de construcción
sustantiva. Este núcleo sustantivo puede recibir una serie de modificadores.

Modificadores de las construcciones sustantivas

Modificador directo
El modificador directo (md) es una palabra o conjunto de palabras que agregan
información sobre el núcleo al que modifica, sin necesidad de recurrir a un nexo
(una preposición).
Las clases de palabras que pueden funcionar como modificadores son:
artículos, adjetivos, adverbios, pronombres posesivos y pronombres demostrativos.
Por ejemplo:
La calle abandonada
MD N MD

El asunto sumamente difícil


MD N MD N
MD

Modificador indirecto
El modificador indirecto (MI) es una construcción que modifica a un núcleo mediante
una preposición que funciona como nexo. Su estructura está formada siempre por
dos partes: la preposición, que funciona como nexo subordinante (n/s), y una
construcción, que cumple la función de Término (T).
Por ejemplo:
La calle abandonada de mi barrio
MD N MD N/S MD N
T
MI

35
Aposición
La aposición (ap) es una construcción sustantiva que sigue a otra y se utiliza como
alternativa para referirse a ella. La aposición puede funcionar como una explicación
de la construcción a la que modifican. Además, son intercambiables con la
construcción.
Por ejemplo:
SES PVS
Remigio López, la calle abandonada, será repavimentada

N MD N MD
AP

Al ser un elemento que se puede cambiar de lugar, la construcción podría ser: “La
calle abandonada, Remigio López, será repavimentada” y la oración no perdería
coherencia. Otra manera de identificarla a simple vista es que se encuentra entre
comas.

Modificador indirecto comparativo (MIC)


La construcción comparativa establece una semejanza o equivalencia entre el
núcleo al que está modificando y el núcleo del término posterior al nexo. El nexo
comparativo (n/comp) de este tipo de construcciones puede ser “como” o “cual”.
Por ejemplo:
Un genio como pocos

MD N N/COMP N
T

MIC

36
Actividades de comprensión y análisis

Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y realizar las actividades que
siguen a continuación:
1. Ubicar los siguientes modificadores de la siguiente lista en el lugar
correspondiente del texto. Como se ve en el ejemplo, mencionar qué tipo de
modificador es y marcar con una flecha a qué núcleo modifica.

de Madrid - un - para heridos -tras un éxodo por Costa Rica, Venezuela, Perú,
Colombia y Cuba- de la guerra civil española - de futuro

Alejandro Casona nació en Besullo, una aldea montañesca asturiana, nieto de un


herrero, hijo de Faustina Álvarez García y Gabino Rodríguez Álvarez, ambos
maestros. Nació el 23 de marzo de 1903 y falleció en Madrid el 17 de septiembre de
1965. Fue ...... dramaturgo y maestro de la Generación del ´27.
El estallido ..................................................................... rompió toda expectativa ......................... para
Casona. Su compromiso con el gobierno de la República fue firme, pero pronto se dio
cuenta de que la guerra iba para largo. Estuvo en un hospital ................... montando
representaciones .............................. de guerra con el Teatro del Pueblo y dando alguna
conferencia sobre teatro en Valencia antes de dejar España en febrero de 1937.
Exiliado en un principio en México, ........................................................................................................................, se
estableció finalmente en Buenos Aires, Argentina, en 1939.

2. Subrayar con rojo los núcleos sustantivos y con azul, los modificadores indirectos
preposicionales que los modifican.
Desengaños de amor
La señora del pabellón verde
El jardín de Wherter
El profesor de Filosofía
El propósito serio de morir
3. Actividad de producción escrita
Contar brevemente lo que ocurre en el Acto primero de la obra de teatro leída.El
texto debe contener construcciones sustantivas que contengan los siguientes
modificadores:
MD - N -MD MD - N - MI
MD - N - MD - AP MD - N - MD - MIC
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Actividad integradora
Escribimos y actuamos una escena teatral

¿Cómo escribimos un guion teatral?


1. Elegir una de las siguientes imágenes para escribir el guion teatral de una breve
escena.

2. Pensar dónde y cuándo se desarrollará la trama.

3. Proponer una descripción para localizar la acción. Se puede guiar con las siguientes
preguntas:
¿Interior o exterior? ¿Qué lugar es? ¿Es de día, de tarde o de noche?

4. Redactar la descripción para explicar los siguientes aspectos:


Quiénes están en escena.
Cómo es el lugar.
Qué están haciendo los personajes.

5. Armar el diálogo entre los personajes. La escena debe tener, al menos, una secuencia
dramática: algún cambio en la situación de los personajes.

6. Agregar acotaciones cuando sean necesarias. Recordar que van entre paréntesis.

7. Indicar con qué transición cierra la escena.

8. Completar las siguientes fichas con todos los datos pensados anteriormente:

38
Para practicar cómo producir el guion, se puede completar la siguiente ficha con la
estructura de la escena teatral y luego seguir el modelo para terminar de escribirla:

9. Revisar la ortografía y la redacción. Verificar que se comprendan todos los


elementos propios del guion en la escena escrita.
10. Repartir los personajes y los parlamentos, ambientar el salón o el escenario donde
se va a representar la escena y ¡a actuar!

39
Unidad III
Lírica
Sonetos

40
Sonetos
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y completar la siguiente lluvia de
ideas con las características del género lírico:

Género lírico: Origen y clasificación


En sus orígenes, la poesía estuvo vinculada con las creencias religiosas y la música.
Los textos poéticos más antiguos que se conocen consisten en obras de carácter
religioso o sagrado y fueron compuestos para ser acompañados por instrumentos
musicales durante ceremonias religiosas.
En la antigua Grecia se distinguieron tres tipos de fundamentales de poesía:
La épica, centrada en la narración y descripción de los acontecimientos
protagonizados por héroes.
La lírica, destinada a la expresión de la subjetividad.
La dramática, que incluye obras poéticas compuestas para ser representadas.
Más allá de la clasificación que aún sigue vigente, con el paso del tiempo se han
desarrollado nuevas maneras de producir textos poéticos: poemas en prosa,
combinaciones de versos medidos y versos libres, caligramas, entre otros. El rasgo que
agrupa a todas estas especies líricas es el uso específico del lenguaje que tiene como
objetivo provocar significados y sentidos siempre nuevos. Es por ello que en los
poemas se emplea la función expresiva del lenguaje.

41
Métrica y rima
La métrica: Estudia el ritmo, la estructura y la medida de los versos. Se considera que
la acentuación de los versos es grave, por esta razón:

Si un verso termina en una palabra aguda, se le suma una sílaba (+1)

Si un verso termina en una palabra esdrújula, se le resta una sílaba (-1)

De este modo, las sílabas cuentan como si el verso terminara en una palabra grave.

Para medir los versos se recurre al análisis de la sinalefa y el hiato:


La sinalefa es la unión entre la vocal final de una palabra y la vocal inicial de la
siguiente:
"la/ len/gua a/le/gre/ de /ju/go/sos/ fru/tos/" (+1)
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11
De esta manera, dos sílabas se reúnen en una sola.

El hiato es la separación de la vocal final de una palabra de la del comienzo de la


siguiente porque alguna de ellas es tónica.

"y /a /cua/tro/ ma/nos/ des/cen/dí/a a /tie/rra" (=)


1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12

La rima es la coincidencia de dos o más sonidos a partir de la última vocal acentuada


en cada verso. Puede ser:

Consonante: cuando coinciden las vocales y las consonantes a partir de la última


vocal acentuada.

"Lo encontré en una esquina de la calle Florida A


más pálido que nunca, distrído como antes. B
Dos largos años hubo posído mi vida... A
Lo miré sin sorpresa, jugando con mis guantes." B
"Encuentro", Alfonsina Storni.

42
Asonante: cuando coinciden solo las vocales, a partir de la última acentuada.

"Las lágrimas vertidas se harán perlas a


de un collar nuevo; romperá la sombra b
un sol precioso que dará a las venas a
la savia fresca, loca y bullidora." b
"Lo inacabable", Alfonsina Storni.

Verso libre: El que no rima con ningún otro verso.

"Suspendida en el aire,
mi casa respira,
por sus anchas ventanas,
la energía
solar.
Encerrándola.
En su anillo enloquecedor" "Torre", Alfonsina Storni

Sonetos
El soneto es una composición que tiene una estructura fija. Generalmente, está
formado por catorce versos endecasílabos agrupados en dos cuartetos y dos
tercetos. La rima es consonante y, aunque puede variar, por lo general presenta una
estructura preestablecida.

Los sonetos, generalmente, se construyen a partir de un YO lírico, a veces se dirigen


hacia un TÚ lírico:

El YO lírico es una figura ficticia que existe sólo en el género lírico. El yo lírico se
escribe en primera persona con el objetivo de generar la sensación de que es el mismo
poeta el que le está hablando a los lectores. Expresa sentimientos y emociones
mediante el lenguaje.

El TÚ lírico también es una figura ficticia a la que se dirige el YO lírico. Se encuentra en


segura persona y es el "interlocutor" al que apela el YO lírico.

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Los recursos retóricos - poéticos
En los textos líricos se trabaja con la sonoridad de las palabras (la rima) como con la
multiplicidad de significados que brindan éstas.

En el ejemplo de metáfora, el yo poético describe la relación con su amor como una


relación tormentosa (A), con un conjunto de elementos (B) que combinan la
agresividad (tigre) con la suavidad (paloma)

44
Modelo de análisis:
Si /pa/ra/ re/co/brar/ lo/ re/co/bra/do
A
de/bí/ per/der/ pri/me/ro/ lo/ per/di/do,
B
si/ pa/ra/ con/se/guir/ lo/ con/se/gui/do
B
tu/ve/ que/ so/por/tar/ lo/ so/por/ta/do. A

Si/ pa/ra es/tar/ a/ho/ra e/na/mo/ra/do A


fue/ me/nes/ter/ ha/ber/ es/ta/do/ he/ri/do, B
ten/go/ por/ bien/ su/fri/do/ lo/ su/fri/do, B
ten/go/ por/ bien/ llo/ra/do/ lo/ llo/ra/do. A

Por/que/ des/pu/és/ de/ to/do/ he/ com/pro/ba/do A


que/ no/ se/ go/za/ bien/ de/ lo/ go/za/do A
sino/ des/pu/és/ de/ ha/ber/lo/ pa/de/cid/o. B

Por/que/ des/pu/és/ de/ to/do/ he/ com/pren/di/do B


que/ lo/ que el/ ár/bol/ tie/ne/ de/ flo/ri/do B
vi/ve/ de/ lo/ que/ tie/ne/ se/pul/ta/do. A

Francisco Luis Bernández

Métrica: Versos endecasílabos ( versos de 11 sílabas)

Rima: Consonante
Recursos poéticos

Anáfora: Paralelismo:
"tengo por bien sufrido lo sufrido "Si para recobrar lo recobrado
tengo por bien llorado lo llorado" debí perder primero lo perdido,
Imagen sensorial visual: si para conseguir lo conseguido
"que lo que el árbol tiene de florido" tuve que soportar lo soportado."
Oxímoron:
"Si para recobrar lo recobrado "Porque después de todo he comprobado
debí perder primero lo perdido," que no se goza bien de lo gozado"
"Porque después de todo he comprendido
“Si para estar ahora enamorado que lo que el árbol tiene de florido"
fue menester haber estado herido,"

45
Actividades de comprensión y análisis

1. Leer los siguientes sonetos de distintas poetisas y separar con corchetes las
estrofas.
VIDA

Mis nervios están locos, en las venas


la sangre hierve, líquido de fuego
salta a mis labios donde finge luego
la alegría de todas las verbenas.

Tengo deseos de reír; las penas


que de donar a voluntad no alego,
hoy conmigo no juegan y yo juego
con la tristeza azul de que están llenas.

El mundo late; toda su armonía


la siento tan vibrante que hago mía
SONETO IMITANDO UNA ODA DE SAFO cuando escancio en su trova de hechicera.

¡Feliz quién junto a ti por ti suspira, Es que abrí la ventana hace un momento
Quién oye el eco de tu voz sonora, y en las alas finísimas del viento
Quién el halago de tu risa adora, me ha traído su sol la primavera.
Y el blando aroma de tu aliento aspira!
Alfonsina Storni

Ventura tanta, que envidioso admira


El querubín que en el Empíreo mora,
El alma turba, al corazón devora,
Y el torpe acento, al expresarla, expira.

Ante mis ojos desaparece el mundo,


Y por mis venas circular ligero
El fuego siento del amor profundo.

Trémula, en vano resistirte quiero...


De ardiente llanto mi mejilla inundo...
¡Delirio, gozo, te bendigo y muero!

Gertrudis Gómez de Avellaneda


46
Correspondencias entre amar o aborrecer

Feliciano me adora y le aborrezco;


Lisardo me aborrece y yo le adoro;
por quien no me apetece ingrato, lloro,
y al que me llora tierno no apetezco.

A quien más me desdora, el alma ofrezco;


a quien me ofrece víctimas, desdoro;
desprecio al que enriquece mi decoro,
y al que le hace desprecios, enriquezco.

Si con mi ofensa al uno reconvengo,


me reconviene el otro a mí ofendido;
y a padecer de todos modos vengo,

pues ambos atormentan mi sentido:


aqueste con pedir lo que no tengo,
y aquél con no tener lo que le pido.

Sor Juana Inés de la Cruz

2. Luego de marcar las estrofas, marcar la métrica y la rima en cada uno.


3. Determinar el tipo de métrica y rima según lo marcado en el punto anterior.
4. Marcar, de haber, el yo lírico y el tú lírico en los poemas.

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5. Explicar cuál es el tema que expresa cada poema.
6. Completar el siguiente cuadro con los versos que se encuentren compuestos por
recursos poéticos en los tres sonetos:

📝 Como cierre, ubicar los versos en los espacios que corresponden a los recursos.
Puede realizar la actividad en la página o en el siguiente link:
https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17767306-recursos_poeticos.html

48
Técnica de estudio: Búsqueda de información

Actividades
1. A partir de la lectura de los pasos más importantes para buscar información,
elegir una de las poetisas vistas anteriormente y buscar información acerca de:
Fecha y lugar de nacimiento y fallecimiento.
La familia de la que proviene.
Estudios y trabajos realizados.
Movimientos literarios a los que adhirió.
Producción literaria relevante.
2. Elegir un soneto distinto y analizarlo.
3. Realizar un borrador para producir una infografía que tenga las siguientes
partes:
Título.
Nombre y apellido de la autora elegida.
Breves datos biográficos.
Movimiento literario.
Un soneto analizado.
4. Buscar el soporte para realizar la infografía, por ejemplo: canva.com, y editar la
información recopilada Hacé click en la imagen para ir al
sitio web

49
Clave ESI - Abrimos el diálogo
1. ¿Cuál es el tema en general sobre el que trata cada poema?
2. Leer el siguiente fragmento de la Carta Atenagórica escrita por Sor Juana Inés
de la Cruz al Obispo de Puebla en 1690:
“Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he
descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o
aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se
conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado
membrillo u otra fruta agria; (...) Por no cansaros con tales frialdades, que sólo
refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero,
señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo
Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir
viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera
escrito (...)”.
a) Explicar las frases irónicas que se encuentran resaltadas y que escribe Sor
Juana como defensa.
b) Según lo leído, ¿cuál sería el objetivo del Obispo de Puebla? ¿Que Sor Juana
siguiera su carrera literaria o que dejara de escribir?
c) Considerando el contexto en el que vivió Sor Juana, ¿hay algún tipo de
discriminación por ser mujer y monja? ¿Por qué?

3. Leer la siguiente expresión acerca del contexto histórico en Argentina donde se


desarrolló Alfonsina Storni:
“las condiciones impuestas a las mujeres por la propia modernización: son variados
los escritos en donde se busca imponer una definición de «la mujer». En este
sentido «discurso de la domesticidad», se impone en el imaginario burgués. Citando
a Nash: «este discurso configuraba un prototipo de mujer modelo —el «Ángel del
Hogar», la «Perfecta Casada», «la mujer de su casa»— que se basaba en el ideario de
la domesticidad y el culto a la maternidad como máximo horizonte de realización
de la mujer»”
Actas de Periodismo y Comunicación | Vol. 3 | N.° 3 | Diciembre 2017 | ISSN 2469-0910

a) Según lo leído y la búsqueda de información, ¿Alfonsina Storni reproducía el


estereotipo de mujer que se postula en el fragmento?
b) ¿Qué características cree que iban en contra de ese rol de mujer? ¿Esas
características las tenía Alfonsina?
c) Buscar un poema de Alfonsina Storni que se oponga al rol de la mujer en la
época.
50
Construcciones adjetivas
¿Qué es una construcción?
Una construcción es un conjunto de palabras regidas por un núcleo, que cumple
una determinada función en una oración.
La clase de palabras de los adjetivos conforma un núcleo de construcción adjetiva.
Este núcleo adjetivo puede recibir una serie de modificadores.

Modificadores de las construcciones adjetivas

Modificador directo
El modificador directo (md) es una palabra o conjunto de palabras que agregan
información sobre el núcleo al que modifica, sin necesidad de recurrir a un nexo
(una preposición).
Las clases de palabras que pueden funcionar como modificadores directos en las
construcciones adjetivas son los adverbios. Por ejemplo:
Poco elegante
MD N

Muy ambicioso
MD N

Modificador indirecto
El modificador indirecto (MI) es una construcción que modifica a un núcleo
mediante una preposición que funciona como nexo. Su estructura está formada
siempre por dos partes: la preposición, que funciona como nexo subordinante (n/s),
y una construcción, que cumple la función de Término (T).
Por ejemplo:
blanca de escarcha acumulada
N N/S N MD
T
MI

51
Modificador indirecto comparativo (MIC)
La construcción comparativa establece una semejanza o equivalencia entre el
núcleo al que está modificando y el núcleo del término posterior al nexo. El nexo
comparativo (n/comp) de este tipo de construcciones puede ser “como” o “cual”.
Por ejemplo:
Tan valiente como su reconocido padre
MD N N/COMP MD MD N
T

MIC

Actividades de comprensión y análisis

1. Leer los siguientes versos de distintos sonetos y encerrar con un círculo la


palabra principal, es decir, el núcleo de cada construcción.
2. Determinar al lado de cada construcción si es sustantiva o adjetiva.
“la sangre hierve”

“líquido de fuego”

“la alegría de todas las verbenas”

“el blando aroma de tu aliento aspira”

“Ventura tanta”
3. Escribir, junto a cada estructura, las letras de las construcciones que le
correspondan:

MD + N+ MI “la brisa de enero”


“más inmensa sin ella”
MD + N + MIC “sus ojos infinitos”
“el durazno del árbol cayó”
MD + N + MD “Sus velas rasgadas, cual corazón herido”
4. Actividad de producción escrita
Escribir versos que contengan construcciones sustantivas y adjetivas con los
modificadores vistos.
52
Actividad integradora
Escribimos un soneto

Para crear un soneto:


1. Observar las siguientes imágenes:

2. Hacer una lista de frases o palabras que generen estas imágenes y que puedan
servirle de punto de partida para escribir el poema.
3.Transformar la lista anterior en un poema, para eso le damos una serie de
sugerencias:
a. Empezar cada grupo de versos con las construcciones sustantivas y adjetivas
escritas en la última actividad de escritura. Adecuar las construcciones a la lista
anterior.
b. Agregarle a las construcciones algunos de los recursos retóricos vistos: dos
comparaciones, las cinco imágenes sensoriales, una anáfora en dos versos
consecutivos y una a elección.
4. Luego de presentar el borrador, escribir la versión final para compartirla con los
compañeros del curso.
53
Unidad IV
Medios de comunicación
Publicidad y
Propaganda

54
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y completar la siguiente lluvia de
ideas con las características y diferencias de la publicidad y la propaganda:

¿Qué es la publicidad? Función y medios de comunicación


Se entiende por publicidad a las formas de comunicación escrita, visual y
multimedia que buscan generar en el público un interés particular por una marca
específica de productos o servicios de consumo.
La publicidad debe distinguirse de la propaganda, a pesar de que ésta también
busque persuadir al público en algún sentido preciso.
Se distinguen en su ámbito de acción, mientras la propaganda busca generar
conciencia en un patrón de pensamiento específico, la publicidad intenta afectar los
patrones de consumo de la población.
La función principal de la publicidad es persuadir, convencer de que un
producto o servicio es mejor que otro, de que existe la necesidad de comprarlo, o de
que se trata de algo novedoso u original que mejorará la vida del público consumidor.
Esto se logra a través de diversas estrategias, que pueden resumirse en:
Crear una identificación entre el producto y su público consumidor.
Brindar testimonios y argumentos en pro de la compra del producto.
Establecer diferencias clave respecto al producto o servicio en comparación con
su competencia comercial.
Generar la necesidad de la compra del bien o servicio a través de advertir
escenarios posibles de riesgo sin ellos. Reproducir valores positivos en torno al
producto.
Visibilizar la existencia de un producto o marca en medio de los que componen su
mercado o competencia.
55
La publicidad se vale de numerosos medios para alcanzar al público destino, a
través de anuncios escritos, visuales, sonoros o audiovisuales. Podemos distinguirlos
de la siguiente manera:
Escritos: Como anuncios de prensa, volantes, carteles, etc.
Visuales: Que combinan el texto con fotografías, dibujos o esculturas de diversa
índole para captar la atención.
Sonoros: Típicos de la transmisión radial.
Audiovisuales: Como los anuncios que aparecen en la televisión o internet.
Experienciales: Pruebas gratuitas del producto, promoción persona a persona, etc.
Fuente: https://humanidades.com/publicidad/#ixzz8R0SRr4nb

Análisis de publicidades visuales

Nivel
icónico

Logo
Nivel
iconográfico

Todo anuncio lleva imagen y texto: cuando analizamos la imagen estamos


analizando el nivel icónico. La imagen puede estar acompañada de un texto que le da
un sentido concreto, cuando se lo analiza, a ese nivel se lo llama nivel iconográfico.
Por otro lado, el logo es un símbolo de la marca registrada, es el que identifica
visualmente a la empresa. El logo se puede componer del símbolo y el nombre de la
marca.
Las publicidades se dirigen a determinados tipos de receptores denominados
target, es el grupo consumidor a quien se dirigirá el mensaje de la publicidad y se
determina a partir de sus gustos, intereses, edad.
La publicidad y la propaganda, además de utilizar la función apelativa del
lenguaje, que es aquella que apunta a promover en el receptor del mensaje alguna
actitud o acción; pone de manifiesto la función poética del lenguaje, es decir, la
función que orienta el mensaje, pone en relieve el lenguaje prestando atención a la
selección de palabras ya que se aleja del lenguaje cotidiano. Esta función se utiliza
siempre que el lenguaje es utilizado como arte, por ejemplo en la poesía, la música con
palabras y la narrativa. Esta función es un recurso que utiliza la publicidad para
convencer al destinatario.
56
Cuando se utiliza la función poética, se presentan dos significados en la publicidad:
el significado convencional o cotidiano, que se llama denotativo; y el significado
subjetivo o nuevo que se le da a la palabra, dependiendo la finalidad, se llama
connotativo.
Las macas tienen slogan, es decir, una frase corta que busca representar una
marca para promover la rápida identificación y memorización de sus productos y
servicios por los consumidores.
En el caso de la marca Paso de los Toros, el slogan es “arrolla la sed”. “Arrolla” hace
referencia a “llevar rodando, con su violencia, alguna cosa sólida”
(https://dle.rae.es/arrollar), este sería su significado denotativo. Como se puede
observar en la publicidad gráfica, se utiliza un recurso de la función poética del
lenguaje para darle a la palabra “arrolla” un significado connotativo.

Los recursos de la función poética que se utilizan en publicidad


Comparación:
“Es un recurso retórico que se utiliza en la publicidad para convencernos de que un
producto es mejor que otro y de esa manera los destinatarios lo compren. Se refiere
a examinar dos cosas para encontrarles semejanzas o diferencias”

57
Antítesis:
“Es un recurso retórico que consiste en contraponer dos conceptos o imágenes
para resaltar su oposición”.

Hipérbole:
“Es un recurso retórico que se utiliza en la publicidad para mostrar una
exageración en la imagen o en el nivel iconográfico”.

📝 Antes de continuar, practicar los recursos vistos. Ingresar al link y observar las
publicidades, seleccionar las respuestas correctas. Elegir una respuesta correcta
por video.

https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17767954-
que_recursos_se_usan_en_estas_publicidades.html

58
Actividades de comprensión y análisis
1. Observar las publicidades y responder:
Publicidad 2
Publicidad 1

Publicidad 3

Publicidad 4

Publicidad 5

a) ¿Se puede analizar un nivel icónico en la publicidad? Macar el nivel con un círculo.
b) ¿Se presenta un nivel iconográfico en la publicidad? Si se presenta, subrayarlo.
c) ¿Se pueden relacionar los dos niveles? ¿De qué manera?
d) ¿Cuál sería el emisor en cada publicidad?
e) ¿Cuál podría ser el mensaje?
f) ¿Se dirige a un target determinado? ¿cuál sería?
g) ¿Se utiliza un recurso retórico en la publicidad? ¿cuál podría ser? 59
2. Leer la siguiente definición sobre propaganda y realizar las actividades debajo:
“La propaganda tiende a crear, transformar o confirmar opiniones, usa los mismos
medios que la publicidad pero no persigue un fin económico sino concientizador. ”
(“Sin miedo a los medios”). Utiliza verbos en modo Imperativo para expresar órdenes,
mandatos y deseos. Forman parte de la función apelativa del lenguaje.
a) Observar las propagandas:

a) Identificar mediante flechas el nivel icónico e iconográfico en cada propaganda.


b) Marcar con un círculo los verbos en modo imperativo.
c) ¿La propaganda tiene como objetivo concientizar al público? ¿A quiénes busca
concientizar y sobre qué? 60
Clave ESI - Abrimos el diálogo
1. En las publicidades se puede observar aún los estereotipos masculinos y
femeninos, observar las siguientes publicidades:

2. ¿Por qué cree que en las dos primeras publicidades hay sólo mujeres? ¿Los
hombres no pueden lavar la ropa o hacer las compras? ¿Cree que reproducen un
determinado estereotipo? ¿Cuál?
3. En cuanto a las dos publicidades sobre autos, ¿Observa algún tipo de
discriminación en el nivel iconográfico? ¿Qué título les pondría a cada publicidad
para hacerla equitativa? ¿Cómo cambiaría ambos eslogans?

61
Técnica de estudio: fichas para estudiar

Tipos de fichas:

1. Fichas rayadas: Las fichas rayadas están elaboradas en papel o cartón, y contienen
líneas. Por lo tanto, en ellas se pueden escribir de forma lineal. Se pueden comprar o
hacerlas en una hoja de carpeta.

2. Fichas lisas: Se le llaman lisas, porque son fichas hechas en cartón o papel sin líneas.
Pueden ser de cualquier color También pueden elaborarse a mano en un papel u hoja
blanca. Sirven para hacer gráficos o un esquema.

3. Fichas electrónicas: Pueden elaborarse en una computadora, tablet o celular. Su


diseño es parecido al de las otras fichas, aunque estas pueden guardarse con facilidad
en un dispositivo electrónico. De esta forma, pueden tenerse organizadas, e incluso,
compartirlas.

¿Cómo realizar una ficha de estudio?


Leo el texto fuente y subrayo la información más relevante.
Anoto en una ficha los datos bibliográficos: nombre y apellido del autor/es; título
del texto, capítulo que se va a estudiar, editorial y año.
Finalmente, sintetizo la información en la ficha de contenido.
62
Actividades de producción

1. Armar fichas de estudio de la información sobre la publicidad y la propaganda


que se expone en el texto “¿Qué es la publicidad? Función y medios de
comunicación” y sus apartados:
“Análisis de las publicidades visuales”
“Los recursos de la función poética en las publicidades”
Para armar las fichas, se sugiere utilizar la técnica del subrayado, el resumen y el
cuadro sinóptico.
2. Puede realizar sus propias fichas o completar las que se encuentran a
continuación.
3. Una vez terminadas se pueden usar para preparar la actividad integradora de la
próxima página y explicar las producciones que de ahí surjan.

63
64
Actividad integradora
Producimos publicidades y propagandas
Pasos para realizar una publicidad o propaganda

1. Pensar si hará una publicidad o una propaganda. En base a eso, elegir un target al
que irá dirigida la publicidad o propaganda: pueden ser hombres, mujeres, niños
o adolescentes.
2. Elegir un producto o campaña de los que se mencionan debajo.
3. Dibujar una imagen que se relacione con el producto o campaña que quieras
crear.
4. Escribir un texto breve que se relacione con la imagen para producir el efecto
apelativo. Se pueden construir las frases con verbos en modo imperativo. Crear
también un slogan para la marca, en el caso de publicidades.
5. Teniendo en cuenta los pasos y los productos y campañas mencionados debajo,
escribir un borrador de un texto en el que explique cómo sería la publicidad o
propaganda a diseñar y qué valor va a integrar en el “afiche” (amistad, alegría,
encuentro familiar, ahorro, cuidado e higiene).

Productos posibles:
Jabón en polvo para lavar ropa, detergente,
gaseosa, computadora, paquete de azúcar,
producto de higiene personal, esmalte de uñas,
pintura, herramientas, pañales, celulares,
servicio de internet, ¡o cualquier otro
producto o servicio!
Campañas posibles:
Bullying, tabaquismo, diabetes, seguridad vial,
u otro que elijas.

6. Una vez que el borrador tenga todas las partes que corresponden, la publicidad
se puede realizar de manera gráfica en un afiche o desde Canva.com editando una
plantilla.
65
Anexos

66
Anexo 1

La pieza ausente
de Pablo de Santis

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy


no hay nadie en esta ciudad —dicen— más hábil que yo para armar esos
juegos que exigen paciencia y obsesión.

Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné


que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era director del Museo del
Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un
policía me citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente https://www.puzzlepassion.com/wp-
content/uploads/2014/07/pieza_perdida.jpg
mientras decía su nombre en voz baja —Laínez— como si pronunciara
una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: “Veneno” — dijo entre dientes.

Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con
dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan
complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus
innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Laínez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. “Aquí la tiene”.
Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso
dejarnos una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas,
Pasaje La Piedad.
—Sabemos que Fabbri tenía enemigos —dijo Laínez. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios
contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
—Troyes— dije. Lo recuerdo bien.

— También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de
ellos con esa pieza? —Dije que no.
— ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada.
También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el
peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me
obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin
buscarla, sin interesarme) la solución.
—Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con
espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.

Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas
que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza
ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.

67
EDGAR ALLAN POE

LOS CRIMENES DE LA CALLE


MORGUE

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales


EDGAR ALLAN POE

LOS CRIMENES DE LA CALLE


MORGUE

Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco
susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre
otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado
extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte
disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos
en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de
desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en
juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las
soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración
sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método,
adquieren realmente la apariencia total de una intuición.

Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios
matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y
sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y,
no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo,
lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en
sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy
ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con
observaciones efectuadas a la ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que
las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y
provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En
este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y
variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente —error muy
común— por profundo. La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un
solo instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como
quiera que los movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las
posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el jugador
más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario,
donde los movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido
son menores, y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue
cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos
supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas
y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose los
jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un movimiento
recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos
ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se
identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad,
absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.

Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora,
y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable,
mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún
juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez
del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el
whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las
que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa
perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se
deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes.
Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero
inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar
distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa
concentración jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro
mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el poseer
una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos
considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan
fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En
silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus
compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información obtenido no
se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo
importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al
juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas
deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su
compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el
modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando triunfo por triunfo y
tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada
una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número
de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa,
triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá
hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa.
Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta,
con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta
de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor,
todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado
de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los
juegos de cada uno, y desde aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de
propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas hacia él.

El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es
necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente
incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo
general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer,
asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto
tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha
atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud
analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación,
aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el
hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja
de ser analítico.

El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en
una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.

Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a
Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor
dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a
tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas,
lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus
acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta
que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las
necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su
único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de adquirir.

Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos
puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo
tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por
la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con
que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me
admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y
la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban
entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para
mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último,
convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la
ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que los
suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el
carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y
grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que
no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en
un retirado y desolado rincón del faubourg Saint-Germain.

Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran
tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No
recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado
cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había
cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.

Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en
estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,
condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto
abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear
su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos
postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y
que sólo daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus
ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada
de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles,
continuando la conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a
través de las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables
excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.

En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la
rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no
exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se
vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en
el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes
y directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales
y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente
atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por
la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales
disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me
divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.

Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o
escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el
resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea
de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.

Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer,
cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante
quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con
estas palabras:

—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des
Varietés.

—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento,
tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor
había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.

Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.

—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en


manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es
posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía
realmente en quién pensaba.

—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa
estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.

Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un
ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había
representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos
habían provocado la burla del público.

—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha
penetrado usted en mi alma en este caso.

Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.

—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la


conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el
papel de Jerjes et id genus omne.

—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.

—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince
minutos.

Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una
gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando
pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía
comprender la relación de este hecho con Chantilly.

No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.

—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente,
vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante
en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido
inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly,
Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.

Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en


recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas
conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que
la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de
ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues,
cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude
menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:

—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de
caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de
frutas que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo
empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra
en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció
levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras,
se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio.
Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la
observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los
baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía
en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a
modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente.
Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este
movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía»,
término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro
de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a
pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no
hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y
sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado
en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía
usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda
seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he
adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos.
Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor
satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el
coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a
éste:

Perdidit antiquum litera prima sonum.

»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un
principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas
que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría
olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto
lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted,
pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado
con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su
estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de
Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que,
por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des
Varietés.

Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des
Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:

«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES

»Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron
despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una
casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija
Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos
esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una
palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese
momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al
primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían
disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al
segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio.
Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a
una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada,
por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que
sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.

»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas
direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido
arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada
de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano,
empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se
encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas
de plata, tres cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente,
cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y,
al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un
cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura
contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y
otros papeles sin importancia.

»No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una
anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —
horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo
y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El
cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas
escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí
y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos
arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas,
como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.
»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra
ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado,
situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora,
con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el
cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas
conservaban apariencia humana.

»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar
este horrible misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

«LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE

»Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y
horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le
da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a
continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:

»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y
haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir
en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada
se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame
L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún
dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para
recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no
tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en
ninguna parte de la casa.

»Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de


Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre
allí. Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron
encontrados sus cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un
joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era
propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había
trasladado al inmueble de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena
señora chocheaba a causa de la edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces
durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero.
Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la buenaventura, pero él
no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija,
una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.

»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que
frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos.
Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la
parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior
del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.

»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada,
y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban
entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar
la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de
cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos,
pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias
personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y
rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos
voces que disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy
extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las
había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las
palabras "sacre" y "diable". La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no
puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero
supone que hablasen español. El testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres
como fue descrito ayer por nosotros.

»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró
primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En
cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a
la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la
de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo
distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era
un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con
frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.

»Odenheimer, restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no


hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Ámsterdam.
Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante
unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y
angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en
todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de
un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban
dichas en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con
miedo y con ira al mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que
fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias veces: "Sacré", "diable", y una sola "Man
Dieu".

»Jules Mignaud, banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la rue Deloraie. Es el mayor de


los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta
corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia
había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte.
La retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en
oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.
»Adolphe Le Bon, dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de
autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil
francos, distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle
L'Espanaye Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó
y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy
solitaria.

»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha
vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las
voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no
puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Man Dieu". Por un momento se
produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz
aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de
ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No
entiende el alemán.

»Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la


puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se
hallaba cerrada por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio
absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta, no se vio
a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y
aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se
hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La
puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con
llave. Una pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo,
estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala se hacinaban
camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa sin que
hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se
introdujeran deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con
buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón, y
parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que respecta al intervalo de
tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del piso, las
afirmaciones de los testigos difieren bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían
este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.

»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y
que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera,
porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las
voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está
seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la
entonación.

»Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó
las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si
este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda.
Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso.
Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con
ningún ruso.

»Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las
habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una
persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que
con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por
todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde
alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de
Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo
ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.

»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los
cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la
habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba
muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias
por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba
grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una
serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se
hallaba horriblemente descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido
mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura,
producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas,
Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas
desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la
pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual
que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con
espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas
aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna
silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados
semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna
mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la
vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada.
Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo,
probablemente una navaja barbera.

»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor
Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.

»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen
tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París,
en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro,
circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la
menor pista.»

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el


quartier Saint-Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las
circunstancias del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora
anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero
ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.

Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando


menos, así lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo
después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos
asesinatos.

Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando


aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse
con el asesino.

—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de
encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta,
pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias
sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan
poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain
pidiendo su robede-chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser
sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera
insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus
planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero
como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con frecuencia por la misma
intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan
de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente
claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede
decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo
de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es
invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la buscamos,
pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes
de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos
celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia
ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la
luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta
apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de
lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el
primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad,
embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr
que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida,
demasiado concentrada o demasiado directa.

»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra
cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará
una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente
caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un
servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo
examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me
será difícil conseguir el permiso necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es
ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint-Roch.
Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se
encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la
casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas
cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus
lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser
la loge de concierge. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo,
pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los
alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible
comprender su finalidad.

Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la
puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la
entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el
cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de
costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había
publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin
exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y
bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos
ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi
compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.

He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta
frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda
conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado
algo particular en el lugar del hecho.

En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un


estremecimiento sin saber por qué.

—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el
periódico.

—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito
horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este
misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de
resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias. La Policía se ha confundido
por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que
ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces
que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle
L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto
por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el
cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del
cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de
mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por
completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande
aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas
desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación
de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que
estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha
ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de
llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su
aparente falta de solución en el criterio de la Policía.

Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.

—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra


habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería
bien puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de
la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta
suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este
individuo aquí en esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir,
pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los
dos sabemos cómo usarlas cuando las circunstancias lo requieren.

Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando
como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa
entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco
distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.

—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas
por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que
la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de
esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye
no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como
fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del
suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas
son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado
con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha
observado usted nada en ellas?

Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz
grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o
áspera, como uno de ellos la había calificado.

—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha


observado nada característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado
usted los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad.
Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el desacuerdo, sino en
que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla
cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de
un compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera
cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un
español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado
con el español». El holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no
conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés
que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está
seguro» de que es la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene
ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha
tenido conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de
que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el español,
«seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para
que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco
grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted
diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los
asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea
posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de los testigos describe
aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y desigual»; en este
caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo mencionara
como inteligibles.

»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero
no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los
testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí
mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la
investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del
todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las
únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una
conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender
a usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a
mis investigaciones en aquella habitación.

»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los
medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de
los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y
Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes
han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales.
¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto,
y éste habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los
posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde
fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las
personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos
habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la
mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar
determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con
los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al
pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de
anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su
longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya
indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas.
Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la
muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber
pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma
tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento,
rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar
que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.

»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y
está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la
pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está
fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de
quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero
practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al
examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un
vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces
de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo
quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.

»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era
preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.

Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas
ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se
las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la
Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues,
preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión.
Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de
levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues,
evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció
de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los
clavos, eran correctas. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto
resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.

»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente.


Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber
funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión está
clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por
tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran
iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo
menos, en su colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima
de su cabecera examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de
la madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico al
anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y aparentemente
estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha
comprendido bien la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo,
no me he encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante.
En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última consecuencia he
seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho,
aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como
parecía) comparado con la consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe
de haber algún defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de
su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La
rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido
producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del
marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había
separado, y su semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable.
Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del
clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia
del clavo entero.

»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la
cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser
cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había
engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado
innecesario proseguir la investigación.

»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía
satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la
ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a
cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los
postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros
parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las
casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de
dobles batientes), excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de
celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos
postigos tienen una anchura de tres pies y medio, más o menos. Cuando los vimos desde la
parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la
pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte
posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de
haberlo hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no
le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía
efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo,
para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la
cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies de la
cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor
insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda de la cadena.
Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el postigo), un
ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él,
soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente,
caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y
suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.

»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a
cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en
primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su
atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su
ejecución.

»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi
causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en
valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi
objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que
compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o
áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos
que estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola
sílaba.

A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin.
Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo
que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son
capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.

—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar.
Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el
mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos.
Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en
ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy
necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados
en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una
vida excesivamente retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente,
tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de
tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen
poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o por
qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un
fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por
Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por
tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada
en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta
de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y asesinato,
tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra
vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias
son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal
modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más
memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En
este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes
hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo.
Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el
móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante
y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.

»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la
voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una
atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos
encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una
chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato.
En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay
algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes
nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este
crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de
haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una
abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si
lograron sacarlo de ella.

»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor
maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían
sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza,
aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien
como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos
fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria
para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba
cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para
esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal
ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el
cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne
han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores
están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el
que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que
parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la
anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba
herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser abiertas.

»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño
desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad
maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie
en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para
los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran
advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión
que ha producido en su imaginación?

Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.

—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado
de alguna Maison de Santé vecina.
—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más
feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída
desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque
incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que
yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he
desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?

—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un


cabello humano.

—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este
particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel.
Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas
magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle
L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas
evidentemente producidas por la impresión de los dedos.

Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante


nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay
deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la
terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar sus dedos, todos a
un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.

Lo intenté en vano.

—Es posible —continuó— que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El


papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero
aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta.
Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.

Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.

—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.

—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.

Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de
la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y
agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos.
Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está
perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de
la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado
usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por
Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio.
Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente,
una de ellas pertenecía a un francés.

—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los
testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani,
el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he
fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio.
Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible,
probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han
ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la
habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no
haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito
continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro
modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base
para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo
hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y
considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal
atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un
periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá
a casa.

Me entregó el periódico, y leí:

CAPTURA

En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día... de los


corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su
propietario (que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés)
podrá recuperar el animal, previa su identificación, pagando algunos pequeños gestos
ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número... de la rue... faubourg
Saint-Germain... tercero.

—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es
marinero y está enrolado en un navío maltés?

—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este
pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada,
evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres a que tan
aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas,
y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No
puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis
deducciones con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero
enrolado en un navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el
anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no
se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante.
Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe
responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután.

Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale
mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación.
¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo
encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen.
¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está
despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal,
será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el
solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del
animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una
propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso
al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a
este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por
completo este asunto.»

En este instante oímos pasos en la escalera.

—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las
enseñe, hasta que yo le haga una señal.

Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió
algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender.
Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya
no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro
piso.

—Adelante—dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.

Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con
una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba
oculto en más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso
garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente,
pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada
levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.

—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro
que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué
edad cree usted que tiene?

El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó


luego con voz firme:
—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted
aquí?

—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler
en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo.
Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.

—Sin duda alguna, señor.

—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.

—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el
hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del
animal, mientras sea razonable.

—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a
pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto
sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.

Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con
análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo.
Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.

La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó


y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor
convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo
corazón.

—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo
alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de
honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente
que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo
negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted
perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información,
medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros.
Nada ha hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted
culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda
impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo.
Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se
ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted
puede señalar.

Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su
presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.

—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa
sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco
si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con
franqueza.

En resumen, fue esto lo que nos contó:

Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico. Él formaba parte de un grupo


que desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre éI y un
compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal quedó
de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad
indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma
casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo
recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de una herida que se había producido en
un pie con una astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.

Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela
celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del
cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un
espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando
afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de
la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y
sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un
segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos
utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el
orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo
una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.

El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en
cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces
escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en
completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje
situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente
de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se
precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró
al postigo, que estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó
sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután, al
entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó
abierto.

El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar


ahora al animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no
ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra
parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta
última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una
cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces,
se vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida
ojeada al interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que
estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que despertaron,
en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija,
vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el cofre
de hierro ya mencionado, que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto,
y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la
ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es
probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo
debió de ser verosímilmente atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye
por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la
navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el
suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo
arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos
pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo
le separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí.
Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la
hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus
extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la
cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la
bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo.
Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de
ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar
saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y
levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a
empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado.
Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la
ventana.

Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió
horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue
inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella
horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por
lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las
escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del
animal.

Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba,
utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella.
Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el
Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos
comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto
inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi
amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto
había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las
personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.
—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—.
Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de
haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución de este
misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es
lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de
base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por
mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona.
Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación
de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est
pas.

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Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el
siguiente enlace.
Miguel Ángel Tognini, un adolescente muy sociable, y su mejor amigo
Guillermo Aslamim van a la misma escuela. El Banco Restive de la ciudad en
la que habitan y al que los adolescentes concurren a pagar las cuentas
enviados por sus padres ha sido robado y estos dos jóvenes deciden
investigar el hecho por iniciativa propia. Extraños sucesos comienzan a
presentarse, la gripe de uno de los empleados del banco, un billete marcado
aparece misteriosamente en la escuela y comienzan a pensar que el ladrón
se halla cerca de ellos. El sable del General San Martín estará involucrado.

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Marcelo Birmajer

Un crimen secundario
ePub r1.0
Ariblack 30.08.14

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Título original: Un crimen secundario
Marcelo Birmajer, 1992
Ilustraciones: Rafael Segura

Editor digital: Ariblack


ePub base r1.1

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Para Dany y Edu, con quienes,
cuando llegaba el verano,
por la cantidad de materias
que nos habíamos llevado,
decíamos:
«Bueno, empezaron las clases».

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Barbarroja y el caballero
Son las diez y media de la mañana y estoy en la clase de francés. Como se darán
cuenta, no presto la menor atención. Prefiero contarles lo que me vino ocurriendo
estas últimas semanas. En cualquier momento la profesora me hará una pregunta y
tendré que interrumpir el relato, pero ustedes no lo van a notar: pienso pasar estas
hojas a máquina y armar un texto ininterrumpido, con principio y fin. Y también haría
falta un prolegómeno. Una explicación de por qué Aslamim me ayudó en este caso.
Para eso voy a tener que hablarles un poco de la otra historia, de la grande, la de Julio
Cesar, Napoleón y San Martín; y, por supuesto, de Aslamim.
Bien. Guillermo Aslamim, 14 años, DNI 17998675, descendiente de musulmanes,
afortunado y vago, es mi mejor amigo. Somos tan amigos que no compartimos casi
ninguna afición. Aslamim, (nos gusta a los dos llamarnos por el apellido) huye del
sacrificio, detesta hacer deporte (aunque suele ir a la cancha) y no dedicaría su tiempo
a resolver una intriga policial aunque le hubiesen robado un millón de dólares.
Yo no puedo vivir sin correr todas las mañanas dos vueltas alrededor del Parque
Centenario, no concibo un logro sin el sudor de mi frente y suelo meterme en lo que
no me importa.
Aslamim y yo pertenecemos claramente a dos grupos distintos.
Aslamim es del grupo de los afortunados; esa gente que, en el supermercado,
siempre está en la cola de los que avanzan más rápido. Aslamim tiene suerte con
todas las chicas, créanlo, es así. Con todas. Si a ustedes les gusta una chica, tengan
por seguro que a ella le gustaría Aslamim. Como no puede salir con todas, algunas
quedan para el otro grupo, el mío.
Pertenezco al grupo de los sacrificados: los que aceptan la tesis de que el hombre
fue expulsado del paraíso y, con mucho esfuerzo, puede volver de vez en cuando.
(Hay chicas a las que les gusta este tipo de gente. Tuve una novia llamada Vanesa que
se acercó a mí cuando se enteró que había llegado tarde al colegio por batir mi propio
récord en vueltas al Parque Centenario).
El lunes once de julio, en la clase de Historia, el profesor Ulises Feuer nos contó
que en uno de los tantos siglos pasados (la ignorancia de siglo exacto fue uno de los
motivos del triqui (3) que me saqué en la prueba) los venecianos y los turcos
estuvieron en guerra. La máxima autoridad de los venecianos era el Dux, y la de los
turcos el Sultán. El más grande guerrero turco era Barbarroja; y si bien los venecianos
tenían su flota de guerra, a quien más temían los turcos era a los fabulosos guerreros
de la Orden de Malta, originarios de una pequeña isla de piedra, cercana a Sicilia,
algo así como el séptimo de caballería del mar, del lado de los europeos. Aclaro que
casi toda Europa estaba en guerra con el Islam en aquel ignoto siglo, pero ni bien
Aslamim y quien les escribe escuchamos lo de venecianos y turcos, nos

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personificamos. Porque, aprovecho para presentarme, mi nombre es Miguel Ángel
Tognini, soy descendiente de italianos, y de todas las ciudades que no conozco,
prefiero Venecia.
Con Aslamim nos aburrimos poderosamente en la escuela, y nos estrujamos la
cabeza buscando formas de no perder todo el tiempo. El juego de personificación
histórica es uno de nuestros mejores inventos. Y la clase de historia en cuestión era
perfecta para aplicarlo. A partir del 11 de julio, las batallas navales fueron entre
Barbarroja y uno de los Caballeros de la Orden de Malta (fíjense que mientras
Aslamim, afortunado, era el gran Barbarroja, a mí, sacrificado, me tocaba ser solo
«uno» de los Caballeros). Y un gran detalle, el más importante, era que los turcos
tomaban prisioneros venecianos y los hacían esclavos, y viceversa. Por tanto, con
Aslamim coincidimos en que podía divertirnos mucho estar cada uno una semana en
el territorio del otro: siete días Barbarroja en Venecia y siete días el Caballero de la
Orden de Malta en, por ejemplo, Argel.

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Durante esa semana, al que le tocara ser prisionero estaría a las órdenes del otro.
La esclavitud consistía en hacer todo lo que el otro quisiera, exceptuando puntos
intocables aclarados de antemano. Aslamim no podía pedir que lo acompañe a la
cancha a ver a Huracán, el domingo, porque a esa hora tengo mi propio partido de
fútbol. Y yo no le podía pedir que se hiciera la rata conmigo, porque con una falta
más Aslamim quedaba libre. Por lo demás, cada uno obligó al otro a realizar cosas
francamente contrarias a los respectivos caracteres. Aslamim, por ejemplo, en el
período de su esclavitud, se vio obligado a ayudarme a resolver el caso del Robo en el
Banco Restive.

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El robo
EL lunes ocho de julio, tres días antes de la decisiva clase de turcos y venecianos,
uno de los títulos del diario Mañana informaba:

ROBAN EL BANCO RESTIVE


EL BOTÍN ALCANZA EL MILLÓN DE DÓLARES EN PESOS.

Y en letra más chica:

El robo se produjo por la noche. No hay pistas de los autores. Los billetes
están marcados.

Seguía un listado de la numeración de los billetes robados.


Yo no soy de leer el diario, pero en Castellano tenemos una hora dedicada a su
lectura, e incluso a escribir un comentario si una nota nos interesa. La noticia no me
hubiese llamado la atención de no ser porque ése es el banco donde pago las cuentas
atrasadas. Mi mamá y mi papá son de esas personas a las que se suele llamar
bohemias, él es sicólogo y ella da clases de pintura; se acuerdan de pagar la luz, el
gas y el agua cuando ya es tarde, y ahí estoy yo en el banco Restive, que cobra
impuestos y tiene abierto hasta las ocho de la noche. Mi hermana nunca puede hacer
la fila y el trámite porque «tiene que estudiar». Cuando yo aún no había entrado en el
secundario y mi hermana sí (tiene dieciséis años), se me consideraba con más tiempo
libre. Entrar el secundario no me ha salvado: además de estar realmente más ocupado,
siguen endilgándome los mandados porque ahora mi hermana «ya está pensando en
la facultad». No quiero saber el tipo de trabajos pesados a los que me van a condenar
cuando a mi hermana se le ocurra tener un hijo. De todos modos, exceptuando sus
amistades y afectos, sus costumbres y su forma de ser, mi hermana es la persona más
interesante que conozco. Comparto con ella lo mismo que con Aslamim: nos gustan
cosas distintas. Pero coincidimos cien por cien en un vicio infantil: nos fascinan
ciertos juegos electrónicos. Ella es fanática del PacMan y yo del Gálaga; de esto voy
a hablar más adelante. Lo importante de este capítulo es explicarles que después de
haber ido todos los meses al Banco Restive, hacer cola, hablar con la gente y los
empleados, el robo me impresionó como si hubiesen asaltado a un vecino querido. Yo
no tengo ningún vecino al que realmente quiera, pero supongo que alguno de ustedes
sí, de modo que háganse a la idea y transmítanlo. La nota del diario no informaba
mucho más que el titular. No había víctimas. Guardé el recorte y me olvidé del tema

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hasta el martes 12 de julio, fecha en que pagué la boleta vencida de luz. En el banco
los empleados me conocen, si supieran preguntar algo más que «cómo te trata el
secundario», creo que incluso podríamos charlar.
Uno solo de ellos, Antonio, era capaz, a veces, de preguntarme si leía algún libro,
pero como no lo hago, la conversación se malograba. Una vez me recomendó La
Máquina del Tiempo, de H. G. Wells, pero yo ya había visto la película. Ese doce de
julio hablaríamos de algo interesante. Mi comentario debía ser breve y conciso,
porque la conversación duraba tanto como el cortado, sellado y devolución de la
boleta. Tenía un par de minutos para hacer la pregunta del año. Mi fila desembocaba
en la ventanilla del medio, la del empleado Rafael; a su derecha estaba Teresa, pero a
su izquierda, donde debía estar Antonio, había otro empleado. Demoré el momento lo
más que pude; antes de meter la mano en el bolsillo para sacar la boleta, pregunté:
—¿Qué tal el robo?
—Bien, gracias —me cargó Rafael.
—¿Se supo algo más? —pregunté entregando la boleta.
—Nada, lo que salió en el diario —cortó la boleta Rafael.
—¿Y Antonio? —pregunté.
—Está enfermo. Gripe —contestó, sellando y devolviéndome la boleta.
Cuando me guardaba el recibo, a mis espaldas, escuché la voz de Rafael: «Cómo
te trata el secundario».
Salí del Restive frustrado. Había guardado la esperanza de que algún dato más,
por mínimo que fuese, me sería dado por mis amigos del banco. ¿Para qué servía
soportar mes a mes la misma pregunta, si no podía lograr, por única vez, una
insignificante respuesta?
A Moisés lo abandonaron sobre las aguas de un río, pero ese triste comienzo lo
llevó a una aventura gloriosa. El Marco de De los Apeninos a los Andes cruza
descalzo y sin provisiones medio planeta, pero es un héroe. Yo sufría y vencía filas
monumentales todos los meses, y no era más que uno de ésos que hacen filas todos
los meses.
No podía creer que los empleados supieran solo lo que había salido en el diario.
Tenía la certeza, además, de que Antonio sí habría soltado información. Muy poca,
seguramente, y quizás con una condición, es decir, me habría contestado: «Sí, sé que
los ladrones eran tres, pero por qué, si tanto te interesa el tema de los robos, no lees
esa novela que…», pero lo hubiera hecho.
El banco queda justo en Bartolomé Mitre y Esmeralda, sobre Bartolomé Mitre.
Así que imagínenme caminando por Esmeralda hacia Diagonal Norte, con las manos
en los bolsillos, completamente decepcionado y refunfuñando. Insultando mi suerte
camino al obelisco, preguntándome si alguna vez los empleados del Restive me
habían tenido realmente en cuenta, si no me había apresurado a calificar de amigable

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esa relación. Si incluso Antonio no le recomendaría libros a todo el mundo, Y que tal
vez Aslamim no me consideraba a mí su mejor amigo; y que muy posiblemente mis
padres preferían a mi hermana, puesto que me sacaban de casa con la excusa de los
mandados, y mi hermana misma no podía quererme y querer también a los batracios
de sus amigos, dos no cabíamos en su corazón, y yo quedaba afuera. Son
pensamientos que se reúnen a veces en mi cabeza, en especial un viernes a la noche
cuando luego de un largo tiempo de fila a pleno frío no se me contesta una miserable
pregunta. De todos modos, aunque les cueste creerlo, en esos momentos, cuando
sufro el síndrome de «nadie me quiere», se me ocurren las mejores ideas. No tengo la
explicación a este fenómeno. En esta ocasión planeé decirle a la profesora de
Castellano que deseaba escribir una composición sobre el robo al Restive y
preguntarle si me podía conseguir una autorización para hablar con el gerente.
Si ustedes tienen entre 14 y 17 años, les voy a contar un secreto de mucha ayuda:
en la secundaria, basta con fingir que a uno le interesa una materia para que se le
abran innumerables puercas. Podes sacar muchos diez en, por ejemplo, Geografía;
pero el profesor realmente te va a amar cuando en la clase sobre la Mesopotamia,
preguntés: «¿Y no podría recomendarme algún libro que hable específicamente de
este tema?, porque el manual le dedica un solo capítulo, y a mí todo lo que sea
Mesopotamia me fascina». Quien tenga el tupé de mentir tan descaradamente, verá
como al profesor le brillan los ojos, interrumpe la clase y acercándose con pasión al
pupitre del osado, anota en un papel toda la bibliografía al respecto, le recomienda
bibliotecas y se pone a su disposición.
Con dos años de secundario puedo asegurarles que no hay excepciones a esta ley.
No hay profesor que se resista. Por algún motivo, las preguntas que exceden el
programa los entusiasman hasta el delirio. Fue así que al día siguiente a mi visita al
banco, 13 de julio, manifesté mis deseos a la profesora de Castellano y la misma,
señora Achaga de Tiraboqui, sofocado el asombro, removió cielo y tierra para
conseguirme la entrevista con ese gordito de anteojos que resultó ser el simpático
gerente del banco Restive.

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La charla con el gerente
La charla con el gerente se produjo el lunes 18 de julio por la noche. Como dije,
el gerente rezumaba simpatía, o, para ser más exactos, cortesía. Reparo en su aspecto
físico porque se ajustaba plenamente a su carácter. Decir flaco o gordo, no define.
Hay tipo de flacos y tipos de gordos. Sé que estoy clasificando con un exceso de
rigidez pero creo, y lo lamento, que la humanidad se compone de una serie de
estereotipos sin demasiadas variantes. Hay flacos como el actor cómico Tristán que
son, decididamente, más ridículos que el gordo Porcel. Hay gordos como Bud
Spencer, el temible compañero de Tríniti, a quien uno elegiría como héroe antes que a
mil estilizados adonis. Pero prefiero seguir mi disquisición con el contexto que señala
el título de este capítulo. La charla con un gordito tan simpático como el que les he
descripto tiene que haber sido, como estarán imaginando, gordita y simpática, vale
decir, inútil. Y a grandes rasgos así fue. Pero los gorditos simpáticos de las
características de nuestro personaje tienen una gran virtud: se equivocan. Si actuaran
correctamente todo el tiempo, nadie les dirigiría la palabra, pero cuando sin querer
hacen algo indebido, nos provocan risa o placer y da ganas de volver a verlos.
No sólo los profesores se hinchan de felicidad cuando uno se interesa en su
materia, también los jefes de museos, fábricas y bancos son capaces de hablarnos
durante horas de la propiedad o el lugar a su cargo.
El gerente, de nombre y apellido Osvaldo Porta, hizo caso omiso de mi pregunta
sobre el robo y me aplicó una pesada perorata acerca de que ese banco existía desde
la época de la colonia, las paredes estaban hechas con material traído de España y él
estaba orgulloso de ser el gerente de un banco con semejante historia y prestigio, más
aún, «de que un escolar esté dispuesto a plasmar en su hoja de carpeta la trayectoria
de un banco líder y la impronta de un anónimo servidor del campo de las finanzas».
Antes de que iniciara un discurso sobre la historia de sus antepasados, le recordé el
motivo de mi visita:
—Bueno, pero del robo, ¿qué más me puede decir?
—Leyó lo que salió en el diario ¿no? —dijo sin tutearme—. Bueno, eso es todo.
—¿Y de Antonio, sabe algo?
—¿Antonio? —preguntó sorprendido.
—Antonio, no sé el apellido, el empleado. Me dijeron que estaba enfermo.
—Ah, sí, una gastroenteritis. Se está mejorando.
Y así, más o menos, terminó la conversación. La equivocación del gerente,
enfermar a Antonio de gastroenteritis, cuando Rafael lo había enfermado de gripe, me
dio qué pensar. Decir gastroenteritis y gripe, no es lo mismo que decir fiebre y gripe.
Fiebre, resfrío y gripe, es todo lo mismo. Pero gastroenteritis tiene otro nivel, nadie la
puede usar de sinónimo de gripe. Por tanto, otra vez fui caminando por Esmeralda

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hasta Diagonal Norte, con las manos en los bolsillos pensando que el gerente o
Rafael, o los dos, habían mentido. Quizás Antonio no estuviese enfermo. De todos
modos, no fue esta simpática trastabillada del gerente la que me lanzó de lleno a la
investigación de este crimen secundario.

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El detalle que faltaba
Al día siguiente de mi charla con el señor Porta, mientras corría por el Parque
Centenario, a eso de las siete de la mañana, pensé: «Ahora viene la peor parte,
escribir la composición». Por lo general, cuando corro, arreglo el mundo. Es otro de
mis estados de mayor lucidez, encuentro ideas resolutivas. No sé si es algo ligado al
oxígeno y su mejor llegada al cerebro cuando uno se agita. Así y todo, corriendo, no
se me ocurría una sola palabra para la composición. Solo pensaba: la composición es
la peor parte. ¿Qué podía decir: que el gerente era gordo, que las paredes eran
coloniales, que Antonio se enfermaba de a dos males por vez? Nada, no tenía
material ni ideas. Volví a mi casa para bañarme y desayunar antes de salir para el
colegio. Mi papá ya se iba, le pedí plata. No tenía cambio. Me dejó un billete
inmenso, de cincuenta pesos, me pidió por favor que gastara como siempre y le
reintegrara todo el vuelto. Mi hermana ya estaba terminando el café con leche y
podíamos salir juntos. Le gritamos chau a mamá, que no podía moverse del atelier, y
cada cual tomó su colectivo. En el viaje tampoco se me ocurrió nada.
Ese mismo día terminaba una semana bajo las órdenes de Aslamim y cambiaban
los roles. En su último día de amo semanal, Aslamim se portó bien. Solo me pidió
que hiciera de cadete: comprarle un sandwich, conseguirle cigarrillos, avisarle cuánto
faltaba para que sonara el timbre, cosas así.
En el recreo previo a la clase de castellano, Aslamim me pidió que le comprara
una gaseosa. Antes debía pasar a buscar la plata (porque pagaba él) guardada en su
saco, en el aula. Para no ir hasta el aula, dije que le prestaba la plata y fui a
comprársela, Ignacio, el cincuentón que atiende el buffette, agarró mi billete de un
montón de plata, lo metió en la caja registradora, y me dio la gaseosa. Después volvió
a la caja y buscó el vuelto. Buscó y buscó, no tenía cambio.
—Tengo tres billetes como el tuyo, y con los más chicos no llego al vuelto. Toma
—dijo devolviéndome el billete— me la pagas mañana.
Llevé la gaseosa a Aslamim y le dije:
—Tomá. Mañana le tenés que pagar.
Sonó el timbre.
—¿Por qué? —preguntó.
—Ignacio no tenía cambio.
—No vale que pague yo —dijo—. Ésta era una prenda que te tocaba a vos. Anda
a buscar cambio a mi saco y págale.
—Ahora no puedo —dije—. Después del timbre, se cierra el buffette. Mañana te
toca estar en Venecia, tenés que pagarle vos.
—No —dijo.
Discutimos. No nos poníamos de acuerdo acerca de qué decía nuestro trato en

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casos como éste. Al entrar el aula suspendimos la pelea, pero no la terminamos. Le
pedí a la profesora el tiempo de la clase para escribirla composición. Saqué el recorte
de diario de mi mochila e intenté escribir algo. Miraba y miraba el recorte, sin ideas.
Recorría la escueta noticia y las aburridas numeraciones de los billetes, y mi cabeza
estaba vacía. La voz enojada, susurrante, de Aslamim, detrás de mi banco, dijo:
—No te creo lo del cambio, no querés cumplir. A ver, mostrame el billete.
Saqué el billete y lo puse sobre el banco. Aslamim calló. Noté que el billete
estaba arrugado, viejo, no era el que me había dado mi papá. Ignacio me había dado
uno de los de su caja registradora. Miré otra vez el billete. Estaba desconcentrado. Me
obligué a mirar el recorte. Logré pensar un rato en la composición y la vista se me fue
hacia el billete. Iba a guardarme el billete cuando un último vistazo al recorte hizo
que no pudiera ver más nada. Se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a toser
como un desesperado. Antes de que la profesora me preguntara si estaba bien,
mientras tosía, ya tenía pensado no decir una palabra. La numeración del billete
correspondía a las cifras anotadas en el recorte del diario.
Logré calmarme y escribí de un tirón una composición estupidísima sobre lo mal
que estaba robar bancos con paredes coloniales.

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El gran recreo
Terminó el día escolar y le dije a Aslamim que fuéramos para mi casa. En el
camino no hablamos. Yo estaba del todo emocionado. Aslamim no entendía mi
silencio pero tampoco lo rompía. Llegamos a casa. No había nadie. Nos sentamos a la
mesa del comedor. Sin abrir la boca saqué el billete y el recorte y con una uña le
señalé las numeraciones coincidentes.
Aslamim es un muchacho tranquilo, sabe que las cosas le van a salir bien, pero en
esta ocasión, puedo asegurarlo, tembló. Me miró demudado y, más que el billete
robado, lo asustó mi sonrisa de suficiencia.
—Bueno, vamos —dijo Aslamim.
—¿Adónde? —pregunté.
—¡A la policía! —dijo— es uno de los billetes robados. —Sí, ya sé.
—¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dije.
—Sí, vamos —dijo Aslamim—. A la policía vamos.
—Escúchame, Aslamim —dije, poniéndole una mano en el hombro—, ¿a vos te
gusta la secundaria?
—No, sabes que no.
—Bueno, escúchame, escúchame bien. Después de la secundaria viene la
facultad, que tampoco te va a gustar. Y después el trabajo, que te va a gustar menos.
Ahora, por primera vez en tu vida, se te aparece algo que no es el secundario ni la
facultad, ni el trabajo ¡y vos se lo querés dar a la policía! Esto es un recreo en la vida,
Aslamim, un gran recreo.
—No, no —dijo Aslamim—. A mí hay muchas cosas que me gustan: ir el
domingo a ver a Huracán, salir con chicas, y más. Si nos agarran con este billete, si
no lo entregamos ya, podemos tener problemas.
—Puede ser, puede ser —dije—. Pero vos ya tenés un problema: esta semana
residís en Venecia.
Aslamim quedó callado. Sentimos una llave en la cerradura. Era mi hermana.
Guardé en la mochila el billete y el recorte. Mi hermana nos saludó. Van a pensar que
exagero, pero creo que también ella gusta de Aslamim. Cristina, así se llama,
acostumbra a tratar a mis amigos con toda cortesía: les sirve la merienda o lo que sea
como si fuese una madre, les pregunta cómo les va en la escuela y etcétera. Pero a
Aslamim le habla poco y nada, y por lo general no le ofrece siquiera un té. A veces,
cuando está él, se pone una malla de baile, que solo usa cuando va a danza, y hace
gimnasia en su pieza con la puerta abierta. Después se baña y canta, su voz se
escucha clarísima en el comedor. Y lo más raro, mi hermana, una persona discreta,
levanta el tubo del teléfono, disca hasta que encuentra una amiga y, delante de

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Aslamim y de mí, hace pública la abrumadora cantidad de chicos que se le acercaron,
trataron de besarla y le ofrecieron casamiento en la última semana.
Aslamim, creo, la considera muy grande para él. Lo cierto es que, como no
conoce a Cristina en su estado natural, tampoco se da por enterado de sus rarezas. No
sé, en concreto, qué pensará de ella. Delante de Cristina, Aslamim me preguntó:
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer?
—Por ahora, esperar —dije, y agregué mirando de reojo a mi hermana—: Y
callar.
—¿Quieren ir a los juegos electrónicos? —preguntó Cristina.
Me extrañó su invitación delante de Aslamim, era un exceso de locuacidad. Pero
su naturalidad sufrió un duro golpe.
—Yo paso —dijo Aslamim—. No me gustan.
Cristina trató de fingir indiferencia ante la deserción de Aslamim, pero su cara no
la dejó.
—Yo sí quiero jugar —dije, y a Aslamim—: Mañana nos vemos en la escuela.
—Bájame a abrir —dijo Aslamim— por si está con llave.
—Vamos, Cristina —dije.
—Acompáñalo —dijo mi hermana—. Yo me quiero cambiar.
Bajé en el ascensor con Aslamim.
—No me contestaste de dónde sacaste el billete —dijo.
—Quiero que te atraiga el suspenso.
—Ya estoy atrapado —dijo Aslamim—. Decíme.
—Me lo dio Ignacio, creo que de casualidad.
—¿Ignacio? —se asombró Aslamim.
—Puso mi billete en la caja registradora, no tenía cambio y me devolvió otro
billete del mismo valor. Es todo lo que sé.
—Bueno —dijo Aslamim abriendo la puerta de calle—. Es mucho para mí. La
seguimos mañana en la escuela.
Nos despedimos. Le toqué el timbre a Cristina. Tardó unos cinco minutos más,
bajó con la misma ropa.
—¿No te cambiaste? —pregunté, sabiendo que, probablemente, lo de cambiarse
era una excusa para no bajar con Aslamim luego del desaire del cautivo islámico.
—Sólo la ropa interior —me contestó. Y me dejó la cara rojofucsia.
La casa de juegos electrónicos se llama FlashBack. Con Cristina vamos siempre a
esa porque es la única del barrio que tiene el PacMan y el Gálaga. FlashBack,
lamentablemente, también posee una barra de chicos no del todo decentes.
Muchachos que no tienen nada que hacer en la vida y se juntan. Entre ellos hay uno
que es el menos decente de todos. Lo llaman el Cuervo. Imagino que un día hicieron
de él una momia envuelta en cuero negro y luego fueron cortando bordeando pies,

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brazos, cuerpo, para que el vendaje tomara forma de campera, pantalón, zapatos y
demás. Usa la campera herméticamente cerrada, de modo que no se puede saber de
qué tela es su remera. Como está siempre, ya nos conocemos de vista y algo más. Al
Cuervo le gusta mi hermana. Le gusta mucho. Cada tanto trata de cambiar su cara de
Cuervo y sus modales para acercarse en calidad de persona, y hablarle. Creo que si
mi hermana se lo pidiera, el Cuervo se sacaría su campera de cuero negro. Es más,
creo que hasta aceptaría que lo apodaran «el pajarito». A mi hermana no le gusta el
Cuervo, pero me parece que sí le gusta lo mucho que gusta el Cuervo de ella. Es más,
creo que si invitó a Aslamim a FlashBack fue para que viera cómo el Cuervo gustaba
de ella.
En el Gálaga suelo analizar las cosas. Así como cuando corro en el Parque
imagino y resuelvo, en el Gálaga analizo. Es decir, pienso sin tratar de resolver.

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Ignacio no era el ladrón, puesto que me había dado sin inconvenientes la prueba
del delito. El billete podía haberle llegado por algún distribuidor de comestibles, por
algún alumno, en fin, por mil lados. Pasé a pensar que debía darle, esa misma noche,
el vuelto a mi papá. No iba a entregarle el billete, y no tenía la menor idea de dónde
sacar la plata. Y, ya dije, el Gálaga no me estimula el aparato resolutivo. De este
problema me sacó la voz del Cuervo. Estaba casi gritando. Giré y me destruyeron la
segunda nave. La tercera la dejé, porque la voz alta del Cuervo estaba dirigida a mi
hermana. Me acerqué al PacMan donde Cristina, sin haber empezado a jugar, le decía
que no al Cuervo. El Cuervo, medianamente ofendido, le rogaba a los gritos a mi
hermana que aceptara las fichas compradas para ella. El Cuervo no pedía nada a
cambio, pero mi hermana consideraba un gran trabajo el aceptarlas. Cristina ignoró al
Cuervo y se fue para otro juego. El Cuervo la siguió. Entonces intervine. El Cuervo
más de una vez había roto caras. Peleaba sólo, uno contra uno. La barra hacía una
ronda a su alrededor y lo veía pelear. Supe de una ocasión en que un capo de la barra
del Abasto lo tuvo contra la vereda y lo amenazaba con el puño. Uno de la barra del
Cuervo se metió a defender a su jefe. El Cuervo se levantó y reventó a pinas al de su
propia barra, por meterse. Peleó contra el del Abasto y volvió a cobrar. Ahora yo lo
estaba enfrentando.
—Che, déjala —le dije—. Quiere jugar sola.
—¿Y vos quién sos? —dijo—. ¿Otro muñequito del PacMan?
—Que la dejes, nada más —insistí.
—Pero… pero —dijo el Cuervo fingiendo desconcierto—, ¿por qué no nos
informas a todos a quién le ganaste?
La barra hizo silencio. Cristina estaba por interceder. Detuve a mi hermana con
una mano, sin tocarla, y dije al Cuervo:
—A vos te puedo ganar, al Gálaga.
Yo sabía que el Cuervo no me iba a reventar a pinas, porque en ese caso mi
hermana no le iba a hablar nunca más en su vida, ni aún cuando fuese un cuervo viejo
y desafinado, ni aunque se convirtiese en águila. Sabía que le debía dar al Cuervo una
posibilidad incruenta de humillarme, para que aceptara el desafío y dejara tranquila a
mi hermana. Sabía que el Cuervo era de la clase de imbéciles a la que pertenezco yo:
los que damos mucha importancia a los desafíos.
—Al Gálaga —dijo—. Mira qué bien.
Entonces saqué mi inmenso billete de la mochila y se lo puse delante de la cara:
—Al Gálaga —dije—. Sí, por esto.
El Cuervo tragó saliva. No necesitó mirar el billete porque yo se lo sostenía
delante de los ojos. Mi hermana estaba por intentar otra vez una mediación. Pero la
miré y le dije:
—Este mandado también lo voy a hacer yo.

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Nadie entendió mi frase, pero ella tuvo el buen tino de hacerme caso y se quedó
quieta.
—Al Gálaga —dijo el Cuervo—. Espera.
Habló un segundo en voz baja con los de su barra, estaban comprobando si entre
todos llegaban a juntar plata como para tomarme la apuesta.
—Vamos —dijo el Cuervo.
Podrán imaginarse que en ese momento la cantidad del billete me interesaba tanto
como una moneda, yo me estaba jugando la mejor parte de mi vida.
La barra hizo un círculo alrededor nuestro. Cristina se fue a jugar al PacMan.
Pusimos dos fichas y jugábamos una nave cada uno. Comencé yo, jugué como
siempre, tranquilo, alcancé un buen puntaje y me mataron la primera nave.
Le tocó al Cuervo. Yo confiaba en mi experiencia, en mis largas horas de estudio
del Gálaga, en saberme casi de memoria el recorrido de cada una de las navecitas
agresoras. Pero noté algo: el Cuervo disparaba rápido y no le importaba nada. No le
importaba cómo era el juego, casi no le prestaba atención, solo disparaba con una
velocidad asombrosa, y le daba buenos resultados. Me superó por un par de puntos y
le mataron la primera nave.
Nuevamente mi juego tranquilo. Fijarme bien por dónde venía cada navecita,
planear estrategias, fijarme en qué exacto lugar me convenía colocar la nave. Hice
uno de mis mejores puntajes antes de perder la segunda vida. El Cuervo también
volvió a lo suyo, estilo salvaje. La suma de los puntos que había hecho entre las dos
naves le daba unos pocos por encima de los míos.
Me enfrenté con mi última oportunidad. Agarré la palanca, puse el dedo en el
botón y, mientras mataba las primeras navecitas, intuí que si jugaba como siempre el
Cuervo me iba a ganar. Si me arriesgaba a hacer otra cosa podía perder o ganar; pero
si hacía lo de siempre iba a perder seguro. Imaginé que estaba corriendo en el Parque
Centenario. Apretaba el botón disparador como un desesperado y pensaba en otra
cosa. Las balas salían a la velocidad de la luz, pero yo apenas reparaba en ellas. En un
momento, incluso, miré a los ojos al Cuervo. Cuando volví la vista a la máquina, vi el
puntaje: superaba todos mis records. El número me asustó y perdí la última nave.
Era el tercer turno del Cuervo. No quería verlo, tampoco que me mirara. Inició el
combate, me levanté y fui al PacMan donde jugaba Cristina. Mi hermana continuó
con su buen comportamiento y no dijo una palabra.
Cuando regresé a ver cómo le había ido al Cuervo, la barra estaba juntando la
plata. Me gustó ver cómo iban saliendo billetes de distintos colores de los bolsillos de
sus camperas de cuero negro. Ya tenía el vuelto para mi papá.
En el camino de regreso, con Cristina, a casa, me pregunté si por ahí algún
cataclismo estelar no habría hecho que pasara a formar parte de los afortunados, pero
me contesté que no.

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Durante el primer recreo de la mañana escolar del 20 de julio tuve la primera
conversación importante con Aslamim respecto al caso Restive. La tarde del día
anterior había derrotado al Cuervo y me sentía especialmente preparado para vivir
situaciones extraordinarias y extraordinariamente pusilánime por hallarme con mi
uniforme en el medio de un patio en el que brotaban sandwiches de salchichón.
—Lo del billete es un enigma complicadísimo —le dije a Aslamim—. No
podemos hacer preguntas. Pero hay otra cosa rara sobre la que sí podemos averiguar.
—¿Otra? —preguntó Aslamim.
—Sí. ¿Te acordás que hablé con el gerente del banco Restive? Buenos, me dijo
que un empleado, al que conozco y se llama Antonio, tenía gastroenteritis. Pero un
colega de Antonio dijo que estaba enfermo de gripe.
—¿Y con eso?
—Uno de los dos miente.
—¡Por Dios, Tognini! —exclamó Aslamim—. ¿Qué querés inventar? Un
empleado enfermo, gripe, gastroenteritis, qué importa, está enfermo y punto.
—No —dije. Y le expliqué todos mis conceptos acerca de la gripe, el resfrío y la
gastroenteritis. Aslamim no se avenía a mis explicaciones, tuve que recordarle su
situación en Venecia.
Esa misma semana terminaba la parte del programa de historia dedicada a
Barbarroja y el Dux y, por consiguiente, nuestro juego.
—Lo primero que vamos a hacer es averiguar dónde vive Antonio —dije.
—¿Y el billete? —preguntó Aslamim.
—De eso no podemos hablar, es muy peligroso. Vamos a tener que permanecer
quietos y callados, y algo aparecerá. Respecto del billete, confío en tu suerte; y para
lo de Antonio, en mi empeño.
Sonó el timbre y entramos a la clase de Historia. Un preceptor vino al aula a
explicarnos que el profesor Feuer se iba a ausentar por hepatitis. A mí me pareció
bastante coherente que Feuer se enfermara de hepatitis, su piel era de tono pálido y
todo él respondía al tipo de los delgados férreos, una estampa merecedora de respeto
pero que muy difícilmente pudiese soportar un choripán.
Alguien comentó que la hepatitis era muy contagiosa y, como Feuer siempre
escupía cuando hablaba, los de adelante debían hacerse revisar. Risas generales. En la
hora libre conversamos con Aslamim sobre qué haríamos con el juego, puesto que
Feuer podía llegar a guardar cama por más de un mes. Decidimos continuar con los
mismos personajes y pactos, hasta que llegara el profesor suplente. El siguiente tema
fue el domicilio de Antonio, a ambos nos parecía que averiguarlo era una tarea
sencilla. Bastaba con decirle a alguno de los empleados que deseaba visitarlo; podían
llegar a extrañarse del fervor de mi cariño, pero nada más.
En la clase de Geografía vimos la zona de la Pampa. Aslamim me comentó lo

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bien vestido que estaba el profesor Bárrales.
—¿Se estará por casar? —me preguntó.
—Sí —dije—. Con una montaña.
—O con el afluente de un río —agregó Aslamim.
—A ver, Aslamim, Tognini —dijo Bárrales— que están con ganas de hablar, qué
me pueden contar del ganado vacuno en la zona que estamos viendo.
Cuando estábamos por incorporar otro 1 (uno) a nuestra provisión; como otro
séptimo de caballería, nos salvó la policía. Un uniformado apareció en la puerta del
aula, acompañado por la directora.
—Alumnos —dijo la directora—. El sargento aquí presente tiene que hacerles
una pregunta importantísima. Por favor, colaboren con él.
El policía se adelantó un paso, como si fuera a jurar la bandera.
—Alumnos —imitó a la directora, se notaba que era tímido—. Quisiera saber si
alguno de ustedes ha traído a la escuela, en la última semana, billetes de cincuenta
pesos.
Un silencio unánime contestó que nadie. Es más, algunos de los presentes jamás
habían visto tanta plata en un solo papel. Estaba seguro que de toda la clase más, de
todo el colegio, solo dos alumnos teníamos algo que contestar, y nos quedaríamos
callados. «Así que hay más billetes circulando en la escuela» —me dije— «o sea que
Ignacio o algún chico denunció… pero… ¡Ignacio!». Ignacio sabía que yo le había
dado el billete grande. Aunque fue él quien me dio el billete robado a cambio del
billete honesto de mi padre, si el policía quería saber quiénes habían usado billetes de
cincuenta en la última semana, ¿por qué no le pedía a Ignacio que reconociera al
alumno? Por ahí Ignacio, que atendía miles de chicos por día, no se acordaba nada. O
quizás recordaba que un alumno le había dado el billete, pero no el turno, ni el curso
ni la cara. En ese caso ¿por qué no lo llevaban aula por aula para que me identifique?
Estuve a punto de levantar la mano. Decir que había usado uno de esos billetes en la
escuela me parecía el único modo de averiguar algo. Si estuviese en juego solo mi
pellejo, lo habría hecho; pero temía que interrogaran a mi mamá y a mi papá, o a
Cristina, a quien el interrogatorio le quitaría un montón de tiempo para «pensar en la
facultad».
Así que metí la mano en el bolsillo y me puse a pensar divertido en la cara de
terror que debía tener Aslamim. Debo reconocer que, de haber tenido un espejo, me
habría divertido mucho más.
—Bien, alumnos —dijo el policía— la directora les va a dar la numeración de los
billetes que buscamos. Aparte, avísennos de cualquier cosa que se enteren.
—Saluden al señor —dijo la directora.
Y tras nuestro saludo, se retiraron. Cuando el sargento estaba atravesando la
puerta, el alumno Perales, a quien en la intimidad apodamos «el abuelo», dijo en voz

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más o menos alta:
—Yo tengo un boleto capicúa, ¿sirve?
Estoy casi seguro de que el policía escuchó el chiste, pero no encontró la multa o
la pena adecuada para responderle.
Me había quedado callado para salvaguardar a mi familia, pero si me agarraban
con el billete robado encima, iba a ser el culpable de que nos enjaularan a todos.
Como fuese, no tenía idea de nada: quién había metido billetes robados en la escuela,
quién los había denunciado. No sabía.
—Bueno —dijo Bárrales—. No creo que después de esta interrupción podamos
seguir con la clase, deben estar desconcentrados.
Habíamos zafado del 1 (uno).
Eugenio Bárrales es petiso, de pelo negro y bigotito. Se nota que le gusta su
materia. Nadie entiende cómo puede gustarle el suelo árido o arenoso, los cabos y las
bahías dibujadas, pero eso lo hace más interesante. Y, por lo que nos contó, no sólo
era interesante para nosotros.
—Alumnos —dijo—. Aprovecho este momento en blanco para comentarles: me
caso. La semana que viene no nos vemos.
Aslamim me golpeó la espalda, excitadísimo por su predicción; todos
aplaudimos.
—Tal vez falte por más de una semana —agregó Bárrales.
—Tómese su tiempo, profesor —le gritó el mentado Perales.
Bárrales sonrió y lo felicitamos con una rechifla carnavalesca.
—Soy un genio —me decía Aslamim—. Soy Tu-Sam.
Le cantamos a Bárrales la marcha nupcial mientras él, sonriente, nos hacía con las
manos señas de que cantáramos más despacio.
En los dos años que llevo de secundario, no recuerdo un momento más ridículo y
más hermoso. El clima de jolgorio alcanzó su expresión mayor con el timbre del
recreo. El profesor se despidió por encima de nuestros gritos.
Me quedé sentado en el banco mientras todos salían al patio.
—Estoy a tus órdenes —me dijo Aslamim—. ¿Qué tengo qué hacer?
—Tenés recreo —le dije haciéndome el canchero. Realmente estaba disfrutando
mi estadía en Venecia.
Aslamim salió. Quedé sólo en el aula. Pensé y pensé. Pensé que lo mejor era no
pensar. Pensé en cómo había ganado al Gálaga.
«Otra vez conviene el riesgo», me dije. Saqué una hoja de mi carpeta. Escribí:
«Ignacio: no creo que haya sido usted el ladrón. Pasaron por las aulas preguntando si
alguien había visto uno de los billetes. Dije que yo había usado un billete de esa
cantidad y usted me dio cambio. Traté de cubrirlo. Lo espero en la placita de
Esmeralda y Avenida de Mayo. Y firmé: “el alumno que usted ya sabe”». Salí al

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patio, busqué a Aslamim, le pedí que le diera la carta a Ignacio y le dijera: «De parte
de otro, a las siete de la tarde». Volví al aula. Teníamos Matemáticas. El profesor
Rafaelli no se casaba ni padecía hepatitis, sin embargo, parecía nervioso… no era
para menos, estábamos en un día especial. De Rafaelli se sabía que fumaba tres
atados de cigarrillos rubios por día. Tres atados, así como lo leen. Él mismo lo
reconoció. Es realmente una cantidad asustante. Rafaelli nos explicó un par de
asuntos relacionados con «X igual a A» es divisible por alguna otra cosa y demás.
Mientras no entendía nada, mi diversión consistía en fijarme si el paquete de
cigarrillos vacíos que Rafaelli estrujaba y arrojaba desde cierta distancia al canasto de
basura, entraba o no. Rafaelli convirtió el doble. Cuando estaba por explicar a qué se
parecía «A multiplicado por B», se cumplió esa regla de oro por la cual a los 45
minutos de clase suena el timbre, era el último del día.
Al terminar el turno, nos hacen formar y caminar ordenadamente.
El propósito es que la alegría no nos haga salir corriendo como una tropilla de
caballos. Ese día los preceptores se tomaron muy en serio su trabajo. Nos hicieron
marchar a paso tortuga. Cada división delante de la otra, separadas a prudente
distancia. No sé cuántos se habrán dado cuenta de la razón: en un costado del pasillo,
casi escondidos, Ignacio y el policía nos miraban salir. ¡Ése era el momento en qué
Ignacio, subrepticiamente, debía señalar al chico del billete! No lo miré. Nadie me
detuvo.
De los nervios, no pude comer. Por suerte, en casa no había nadie para
preguntarme qué me pasaba. A las siete tenía la entrevista con Ignacio, al lado del
banco, eso me pasaba. A las cinco y media me encontraba con Aslamim en mi casa.
A las tres de la tarde, lamentablemente, cayó Cristina. Yo no podía hablar con
nadie, todas las palabras de mi cabeza estaban preparadas para Ignacio. Cristina
saludó y se fue para su cuarto. A eso de las cuatro, salió y me dijo:
—¿Qué te pasa que todavía no viniste a molestarme?
—No quiero que por mi culpa dejes de pensar en la facultad —dije.
—Facultad, facultad —dijo Cristina—. No sé qué hacer.
—¿Cómo? —pregunté.
—Que no sé si la voy a hacer —dijo Cristina.
—Ah, no, ah, no —grité yo—. Entonces tenés que hacer los mandados.
—Para, para la mano —dijo—. ¿No podes ser más maduro?
—¿Quién te enseñó esa palabra, un sicólogo o un agricultor?
—¿Querés que hablemos o no? —se enojó.
—Habla, habla —concedí.
—Bueno —se tranquilizó Cristina—. Por ahí quisiera irme de viaje.
—¿En qué colectivo? —pregunté—. Todos los días hacemos un hermoso viaje en
colectivo. ¿Para qué más?

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—No, tonto —dijo—. Irme lejos, cuando termine la secundaria. Estuve hablando
con Pachi, mi amiga, podríamos ir juntas a Europa.
—Conozco a Pachi, tu amiga, la única forma de que se ponga los pies en la tierra
es que viaje a la luna, siempre está en otro lado.
—No entendés —me dijo—. Sos chico. Pero a mi edad vas a ver que, antes de
encaminarte, de sentar cabeza, vas a tener ganas de… de, no sé cómo decirlo.
—Pedile a Pachi que me lo explique —dije—. Lo que yo puedo decirte es que el
tiempo que pierdas vagando no lo vas a recuperar. Te conviene seguir tu camino.
—No entiendo nada —dijo—. ¿Te vas a hacer cura? ¿Qué te pasa?
—Estoy tratando de que no seas una descocada —le dije—. Y si no pensás en la
facultad, repito, anda a hacer mandados, como yo.
—¿Ah, es eso? Te da bronca hacer los mandados. Está bien, la próxima vez voy
yo al banco y listo.
—¡No! —grité. Hablando en serio por primera vez en toda la charla—. Al banco
voy yo.
—¡Anda dónde quieras! —me gritó enojada, metiéndose en su cuarto y cerrando
de un portazo.
La verdad es que con mi discursito había pretendido vengarme por todas las veces
que hice los mandados. Siempre me la había aguantado pensando que mi vida iba a
ser más divertida, ¿y al final, qué, cada uno hacía lo que quería? Sonó el portero
eléctrico, era Aslamim.
Imagínense cuan enojada estaría Cristina que ni siquiera abrió la puerta de su
cuarto cuando llegó mi amigo.
—¿Preparado? —preguntó Aslamim.
—Nervioso —contesté yo.
—¿Querés que dejemos todo? —se esperanzó Aslamim.
—Ni en broma —dije.
De algún modo se hicieron las siete, y ahí estábamos, Aslamim, yo, e Ignacio, que
llegó con toda puntualidad.
Nos saludamos escuetamente y fuimos directo al punto. Habló primero Ignacio y
me sorprendió.
—¿De dónde sacaste ese billete robado? —preguntó.
—¿Qué billete? —repliqué.
—El que me diste a mí —insistió.
—Momento, momento —dije—. Vos me diste a mí el billete robado. Yo te di un
billete sano, lo metiste en la caja registradora y me diste uno arrugado y con la
numeración que da el diario.
—No entiendo —continuó—. Pensé qué…
—En primer lugar, ¿fuiste vos el que avisó a la policía que por la escuela

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circulaba un billete robado?
—Claro —dijo Ignacio.
—A ver —dije—. Contáme cómo lo descubriste.
—Ayer me diste el billete (todavía no me pagaste la gaseosa), llevé la recaudación
a casa y se la di a mi esposa para que la pusiera en nuestra cuenta bancaria. Hoy a las
10.30 llamó mi esposa desesperada desde el banco, diciéndome que le encontraron un
billete robado. A la media hora, ya estaba el sargento Reynoso en la escuela.
—¿Cómo se llama?
—Reynoso.
—Bueno, ¿y qué más?
—Nada. Nos revisaron, confiaron en nosotros. Pero con tu carta pensé que quizás
estaban tejiendo una trampa. ¡Y yo no hice nada!
—Lo sé —dije—. Tenemos dos billetes robados uno me lo diste a mí, y el otro te
lo quedaste en la caja registradora. Como yo fui el único que ayer te dio un billete tan
grande, pensaste que era ése. Pero ya lo tenías. ¿O alguien más te dio un billete ayer?
—No, yo tenía tres billetes. Me acuerdo. Vos fuiste el único.
—¿Y entonces? ¿Cómo llegaron ahí?
—Qué se yo. Hay un montón de posibilidades. A veces los distribuidores de
gaseosa, de fiambre, me piden cambio y me dan uno de esos billetes. Pero lo seguro
es que ayer tenía tres de esos billetes y solo cambié el que te di a vos. Así que antes
del cambio, tenía dos billetes robados y uno bueno.
—¿Y por qué, si pensaste que te lo había dado yo, no me denunciaste de
inmediato?
—Casi no te había mirado. Sabía que me habían dado un solo billete; pero chicos,
atiendo mil por hora. Me acordaba que eras del turno mañana y nada más. Y como ni
siquiera era seguro que me lo hubieses dado, la directora sugirió que no fuéramos en
búsqueda policial aula por aula sino que hiciéramos un reconocimiento cuando
salieran. ¿Qué te dijo el policía?
—Me dijeron que vos podías ser uno de los culpables —mentí—. Pero con muy
pocas probabilidades.
—¿Y ahora, qué hago? —preguntó desconsolado.
—Olvídate de todo —aconsejé—. Ya la policía se va a encargar.
—Bueno, ¿vamos? —dijo Aslamim.
—Sí —dije—. Al Banco. Ignacio, gracias por todo. Nos vemos mañana en el
colegio.
—No entiendo —dijo Ignacio—. ¿Para qué me sirvió este encuentro con vos?
—Para que sepas: los únicos alumnos que saben algo del tema, están de tu parte.
Y así nos despedimos de Ignacio.
Mientras la policía investigaba a los proveedores de Ignacio y a los profesores,

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Aslamim y Tognini entrábamos en el banco Restive a preguntar por la salud de
Antonio.
Entré al banco, por vez primera me dirigí a la ventanilla sin hacer fila. Aslamim,
según mis instrucciones, abordó a Teresa, y yo encaré a Rafael. A los pocos minutos
de charla con Rafael, intuí que no iba a sacarle nada. Aslamim me estaba esperando
afuera.
—¿Cómo te fue? —le pregunté.
—Bien —dijo Aslamim sin inmutarse—. Le dije a la chica que era un sobrino
marplatense de Antonio y que hace ocho años no lo veo. Me dijo: «Está enfermo, no
sé muy bien de qué, pero no es grave». Y me dio el teléfono. Le pedí la dirección,
pero no la tenía.
—Mira que bien —dije—. Muy bien.
—No entiendo a qué vino tanta intriga —dijo Aslamim—. Si me dio el teléfono
enseguida.
—Sí —reconocí—. Si el teléfono que te dio es verdadero, quizás exageré las
cosas y no había secreto, solo una confusión. Pero… vamos a llamar.
Entramos a un bar con teléfono público, en Avenida de Mayo y Salta. Llamamos.
«Hola», dijo una voz. Yo estaba por decir «hola», cuando la voz siguió: «Éste es el
contestador automático de Antonio Masgabardi, después de la señal, deje su mensaje,
gracias».
Además de que no me gusta hablar con contestadores automáticos, las cosas no
estaban como para andar dejando mensajes. Tenía un billete robado en mi bolsillo y
eso exigía entrevistas cara a cara.
—¿Y? —preguntó Aslamim.
—Antonio Masgabardi no está en casa —informé.
—¿Qué hacemos?
—Esperamos y volvemos a llamar —dije.
Eran las ocho de la noche y queríamos dejar pasar por lo menos dos horas antes
de volver a intentarlo.
—Hagamos un jueguito electrónico —propuse.
—Uh —se quejó Aslamim—. ¿No se te ocurre otra cosa?
—No —le dije—. Pero hace lo que quieras, y pásame a buscar por FlashBack a
las diez.
—Mejor te acompaño —dijo Aslamim.
—Espera que llamo a mi hermana.
Puse la ficha, disqué y contestó Cristina.
—¿Hola, Cristinita? —dije.
—Sí —contestó ella, de mala gana.
—Habla tu hermanito querido. Hoy no te hablé del todo bien, lo reconozco.

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—Bueno, chau —dijo Cristina, y cortó.
Volví a poner la ficha y a discar. Cristina volvió a atender, eso equivalía a una
reconciliación.
—Cristina —dije—. Te compro diez fichas de PacMan.
—Once —dijo Cristina.
—Que sean once —acepté—, ¿amigos?
—Hermanos —dijo ella.
—Te espero en FlashBack dentro de 15 minutos.
Cuando corté, no sabía de dónde iba a sacar la plata para las fichas.
—Aslamim, ¿me podes prestar plata hasta mañana?
—¿Cuánta? —preguntó.
—Como para comprar once fichas de PacMan.
—Más o menos, es todo lo que tengo —dijo.
—Yo tengo mucho más —dije tocando el bolsillo de la mochila que contenía el
billete—. Pero no sirve. Y no podemos gastar toda la plata que tenemos, necesitamos
viajar en colectivo y otros viáticos.
Tomamos el subte, hicimos una gran cantidad de combinaciones y nos bajamos en
FlashBack. Cristina nos estaba esperando junto al PacMan, mirando cómo jugaba una
morocha de pectorales atléticos que sabía de qué se trataba. Miré a Cristina, y antes
de que nos viera, pensé con amargura en que no había resuelto el tema de la
financiación de sus once fichas. Caminamos hacia mi hermana. Junto a la puerta, el
Cuervo y su barra, como esos momentos de un montón de imágenes.
—Hola —me saludó Cristina, y con la misma palabra, de reojo, a Aslamim.
Aslamim se acopló a un flipper, la morocha destacada estaba por perder su tercera
vida. Esa chica me llamaba mucho la atención, no sólo por lo bien que le quedaba la
ropa en la parte de adelante. Desde ya les aclaro que nunca pasó nada con la morocha
que estoy describiendo, simplemente quiero decir: si bien afirmé que la humanidad se
compone dé una serie previsible de géneros de personas, más de una vez hay chicas
que me hacen dudar al respecto.
A la morocha se le terminó el juego y se fue como una oportunidad. Cristina me
sonrió, dispuesta a tomar los mandos del PacMan, y me vi en la obligación de
hablarle:
—Cristina… las fichas ¿pueden ser para mañana?
—¿Cómo?
—No tengo plata.
—Para qué me lo ofreciste, ¿para qué me dijiste que venga? —Pensé que…
—¿Y el billete que tenías ayer, el que le apostaste al Cuervo? —mi hermana,
cuando se enoja, no te deja terminar las frases.
—No lo puedo usar —dije.

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—¿Por qué?
—Porque…
—Si te querías reconciliar me lo hubieses pedido, no hacía falta que mintieras.
—No te mentí. Me equivoqué. El billete no puedo usarlo.
—¿Por qué? —repitió Cristina.
Me molestaba que Cristina estuviera tan quisquillosa; después de todo, pese a mi
mala voluntad en la charla, la había salvado del Cuervo. Además, no podía decirle lo
del billete y no se me ocurría una mentira. ¿Qué le iba a decir, que era para
comprarme un pulmotor? Ese billete era para mí lo que para Robinson Crusoe
significaban sus billetes en la isla: no le servían para comprar cosas, pero eran
imprescindibles para encender el fuego.
—Está bien —le dije—. Te mentí, me fui deboca.
Entonces Cristina hizo algo que confirma mi descripción de ella: es una persona
interesante, pero puede escoger las peores amistades.
Muy enojada, salió del PacMan y fue derechito hacia el Cuervo. Y de modo que
Aslamim y yo pudiésemos escucharla, le dijo:
—Te acepto las fichas que me ofreciste.
El Cuervo, con una sonrisa longitudinal como su pico, sacó del bolsillo una bolsa
de nylon llena de fichas y acompañó a Cristina al PacMan. Aslamim seguía
inmutable en su flipper.
Yo no podía soportar eso. Había sudado la gota gorda para salvarla, y ahora se
entregaba sola a las garras de la desgracia. Me apersoné en el PacMan y le grité:
—¿Qué haces, tarada? Yo me juego todo para que no te molesten, y vos te haces
amiga.
El Cuervo gritó. Sus ojos eran los dos vértices que contenían el segmento del
triunfo y el desprecio. Pensé que esta vez sí me podía reventar a pinas.
—Ya ves —me dijo—. Al final, te gané.
—No —dije—. Te gané yo. Los que perdieron son vos y ella.
—No, no, no —dijo el Cuervo—. Yo soy de los ganadores. Vos, por ahí, con
mucho esfuerzo, podes ganar algún partido, pero estamos en distintas categorías. Es
como si Deportivo Italiano, en un amistoso le ganara a River. ¿A quién le importa?
Me sorprendió ingratamente que un ser repelente como el Cuervo estuviera más o
menos al tanto de mi teoría, y la aplicara con tanta coherencia.
—¿Qué pasa? —dijo Aslamim acercándose, dispuesto a defenderme.
—Nada, nada —dije. Pero la lealtad de mi amigo me infundió valor—. Te gané,
Cuervo, y puedo volverte a ganar.
—¿A qué, al Gálaga? Puede ser. Pero jugábamos por eso —señaló a mi hermana
jugando al PacMan—. Y aquí la tenés.
—Te gano en resistencia —le dije.

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—¿A qué? —preguntó. Y apretó los puños.
—Puedo dar más vueltas al Parque Centenario que vos y toda tu barra.
El Cuervo miró el cigarrillo que le colgaba de la mano izquierda.
—¿Corres más rápido que yo? —preguntó con sorna. Era un terrible grandulón
pero, ya dije, adicto a los desafíos.
—De acá a la esquina no —dije—. Pero en vueltas al Parque, te gano.
—Dame una semana para que me desintoxique —dijo mirando otra vez el
cigarrillo—. ¿Por qué jugamos?
—No sé —dije—. Por algo que «realmente» valga la pena.
—El viernes de la semana que viene hay un baile en el club Maldonado. Si gano
—dijo el Cuervo— tu hermana me acompaña.
—¿Y si perdés?
—Decí vos.
—Si perdés, no venís nunca más a FlashBack.
—No —dijo el Cuervo—. Eso no.
—Bueno, cuando yo entro, te vas.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el Cuervo.
—Toda la vida.
—Bueno —aceptó.
—¿Vos estás de acuerdo? —le preguntó a Cristina, que estaba poniendo otra
ficha.

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Quedó, pues, el duelo para la semana siguiente, y Aslamim y Tognini partimos a
continuar con nuestro principal destino.
Desde el primer bar con teléfono público que encontramos, en Campichuelo y
Díaz Vélez, llamé a Antonio. Otra vez escuché su voz en el contestador automático.
Mientras discaba, Aslamim se había acercado al mostrador, ahora venía hacia mí.
—Tengo la dirección —dijo—. La saqué de la guía.
Me emocionó la buena disposición de Aslamim.
—Aslamim —le dije—, creo que soy una buena compañía para vos, empezás a
cambiar.
—El juego me obliga —dijo—. Y quiero terminar lo antes posible.
—Te digo lo que vamos a hacer —dije—. Hoy mis viejos van a lo de un amigo y
vuelven a eso de las tres de la mañana. Llamas a tu casa y decís que te quedas a
dormir en la mía. Yo dejo un papel de que me quedo a dormir en la tuya.
—¿Y dónde dormimos? —preguntó Aslamim.
—Es una buena pregunta —dije—. Pero vamos a sentarnos en el umbral de la
casa de Antonio hasta que llegue.
—Nos vamos a resfriar —dijo Aslamim.
—Qué vas a hacer —dije—. Venecia es muy húmeda.
Pasamos por mi casa, llamamos a lo de Aslamim y dejamos el papel.
Antonio vivía en la calle Armenia al 2300, cerca de la Plaza Italia, Nos tomamos
el 36. Buscamos la dirección y tocamos el portero eléctrico. No estaba.
—Si estuviera enfermo —dijo Aslamim—. Lo encontraríamos acá, en la casa. O
quizás se fue a la casa de la madre. O de alguien que lo cuide hasta que se reponga.
—O no está enfermo —intuí.
Nos sentamos en el umbral. A las dos de la mañana no había llegado.
En esas horas de espera hablamos con Aslamim acerca de la muerte, el sexo y el
destino. No viene al caso que narre ahora detalladamente nuestras hipótesis, quizás
más adelante escribamos a dúo Opiniones sobre Todo, de Aslamim y Tognini. Pero en
ese momento, dos y minutos de la madrugada, agotados los temas interesantes, no
nos quedaba más remedio que volver a hablar de nuestras vidas.
—Cómo se enojó mi hermana —le comenté a Aslamim.
—Sos vos el que debería estar enojado —dijo—, ¿cómo le va a pedir fichas a ese
patotero?
—Tenés razón —dije—. Pero cuando mi hermana y yo nos enojamos, el enojo de
ella es más grande que el mío.
A las dos y media, Antonio no aparecía.
—Bueno, Aslamim —dije—. Quedas liberado hasta mañana.
—¿Y ahora? —dijo Aslamim—. Dijiste que venías a mi casa y yo dije que iba a
la tuya. ¿Dónde dormimos?

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—Cada uno en su casa, ¿qué problema hay?
—Que en mi departamento, además de llave, hay traba. Y a las dos de la mañana,
a mis viejos no los despertás con timbrazos ni cañones.
—Y en mi casa no hay camas…
—Yo dormiría con tu hermana pero… —bromeó Aslamim—. ¿Dónde dormimos?
—apagó rápido su broma Aslamim.
No encontramos la respuesta, pero sí a Antonio, que a las 2 y 45 de la madrugada
hizo su aparición triunfal.
Nos miró perplejo, sacó la llave, la puso en la cerradura, centró la vista en mí y
me reconoció.
—Miguel Ángel —gritó— ¿qué haces acá?
—Vinimos a visitar al enfermo —dijo Aslamim.
Antonio lo miró extrañado.
—Me contaron en el banco que tenías gripe y gastroenteritis —dije—. ¿Podemos
hablar?
—¿Pero vos estás loco? —dijo con justicia Antonio—. ¿Qué hacen dos mocosos
como ustedes a esta hora en la calle? ¿Qué hacen esperándome en la puerta de mi
casa? Ya mismo se van, ¿o quieren que llame a sus padres?
Cuando lo oí hablar como un preceptor, me esforcé por dar en la tecla.
—Te quería contar algo del robo —dije—. Del robo que vos sabes.
Antonio palideció. Se agarró el mentón como si se le fuera a caer. Sin soltarse el
mentón, dijo:
—¿Qué sabes vos?
Había dado en el clavo.
—Hace frío —dijo Aslamim. Estuvo muy bien.
—Vengan —dijo Antonio. Y subimos los tres a su departamento.
Eran dos ambientes muy ordenados, con más libros de lo que cualquier biblioteca
podría soportar.
—Bueno —dijo Antonio sentándose en un almohadón en el suelo, indicándonos
el sofá—. Los escucho.
Trataba de recuperar el tono amistoso.
—Tenemos uno de los billetes robados —dije.
—¿Qué más? —dijo aparentando no sorprenderse.
—Usted no está enfermo —dijo Aslamim.
—Ahá —dijo Antonio—. ¿Y?
—Mira, Antonio —dije—. Sabemos que hay algo raro. En el robo hay detalles
que quieren ocultar. Tu enfermedad falsa esconde algo. Nosotros también te estamos
ocultando cosas. Pero te quiero decir algo muy importante —y acudí a mi argumento
de oro—. Ahora son las tres de la mañana y dos chicos te están pidiendo que les

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regales la anécdota de su vida. Vos siempre me recomendás libros, ¿me podes dar un
libro que equipare eso? Si hay uno así, te lo acepto y nos vamos.
Antonio quedó callado.
—Me pueden echar del banco —dijo.
—Nosotros no pensamos hablar —dije—. Mira. Le mostré el billete.
Lo agarró, y esta vez sí se permitió una mueca de asombro.
—¡Es verdad! —dijo—. Es uno de los billetes. ¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dijo Aslamim—. ¿Por qué el empleado Rafael y el gerente
intentaron apartar nuestra atención de usted, y Teresa me dio el teléfono sin
problemas?
—El gerente y Rafael están al tanto, Teresa no —dijo Antonio—. No podíamos
imaginar que me iba a ver «tan requerido», sólo le dijimos que estaba enfermo.
—Entonces —dije—. ¿Qué ocultan?
—¿De dónde sacaste el billete?
—¿Quién habla primero? —pregunté.
—Yo —dijo Antonio—. Sé por la policía que en la escuela N.o 63 encontraron
uno de los billetes robados y, según parece, se lo dio un alumno al vendedor del
buffette.
—No es exactamente así —dije—. Pero sabes mucho.
—Ya te dije algo —presionó Antonio—. Ahora vos.
—El billete me lo dio el del buffette a mí —dije, quedándome sin secreto.
—¿Qué más? —preguntó Antonio.
—Ahora vos —dije.
—El dinero no importa —dijo Antonio.
—¿Cómo? —preguntamos Aslamim y yo a coro.
—Que la plata no importa —repitió Antonio.
—¿Es un mensaje espiritual? —preguntó en broma Aslamim.
—No —dijo Antonio—. Quiero decir que estoy investigando acerca del robo,
pero no busco la plata.
—¿Y entonces, qué buscás? —pregunté.
—Hablame de tu billete.
—Me lo dio Ignacio sin querer. Ignacio es el que se encarga del buffette en la
escuela. Tenía dos billetes robados, no sé quién se los dio ni cómo llegaron ahí, uno
me tocó a mí.
—Ajá —dijo Antonio.
—Eso es todo —dije—. Todo lo que sé.
—Bueno, entonces ya no tenemos información para intercambiar —se
envalentonó.
—Todo lo que sé —dije—. Pero no todo lo que hice.

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—No creo que hayan hecho nada —dijo Antonio—. Pero de todos modos, si en la
escuela pasa algo, me vendría bien que ustedes me ayuden.
—¿Que lo ayudemos? —preguntó extrañado Aslamim.
—¿Que te ayudemos a qué? —pregunté excitadísimo.
—La plata puede servir para guiarnos… —murmuró Antonio.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo «para guiarnos»?
—Para guiarnos hacia lo que buscamos —siguió Antonio, con frases cada vez
más parecidas a un libro de aforismos.
—Mira —le dije—. Yo empecé a investigar esto porque Rafael no me quiso
contar nada, entonces sentí que me debían un buen relato acerca del robo al banco en
el que yo pagaba las cuentas todos los meses. Pedí hablar con el gerente, cometió un
error que me resultó interesante, pero aún así no hubiera profundizado en este caso de
no ser porque me dieron un billete robado. Ahora bien, creo que lo siguiente es
encontrar a los ladrones y e] botín. ¿Qué más?
—Entonces —dijo Aslamim cansado—, ¿ayudarlo a qué?
—A buscar el sable corvo de San Martín —contestó Antonio. Aslamim dijo:
—No me gustan las cargadas a las cuatro de la mañana. ¿Por qué se hace el vivo,
si está metido en un tema serio?
—No te estoy cargando ni haciéndome el vivo —dijo Antonio—. Yo no estoy
buscando el millón de dólares que se robaron, de eso se encarga la policía; busco el
sable corvo de San Martín, el verdadero, que estaba en la misma caja fuerte.
Aslamim-Tognini, en silencio, le reclamamos una explicación.

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El sable corvo de San Martín
—A fines de 1816 —comenzó Antonio—. Poco antes de iniciar el cruce de los
Andes, el general José de San Martín decidió esconder el sable corvo usado en las
batallas por la Independencia. Con ese sable había vencido en la batalla de San
Lorenzo, había echado a los españoles. Antes de cruzar los Andes, San Martín quiso
que esa arma, fuera cual fuese su resultado en la campaña de Chile y Perú, quedara
por siempre invicta.

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—El banco Restive se instaló hace 15 años, en esa casa —siguió Antonio—.
Cuando se hizo el trabajo para empotrar la caja fuerte principal en la pared, los
albañiles le llevaron el sable y la carta al señor Porta. El gerente sabía que se trataba
de una reliquia y debía entregarla al gobierno. Sin embargo, se dijo que un hallazgo
así, en la inauguración de un banco, era un talismán de buena fortuna, un símbolo
auspicioso de éxito. Se justificó, también, pensando que la voluntad del general San
Martín era dejar empotrado en aquella pared el sable. Decidió dejar el sable en su
lugar, en la caja fuerte, hasta que el banco marchara viento en popa, y luego
entregarlo a las autoridades. Agosto del próximo año era la fecha que se había fijado;
ahora no sabemos si alguna vez va a poder entregarlo. Si la policía descubre el sable
en manos de los ladrones y su procedencia, antes que nosotros, el señor Porta saldría
terriblemente desprestigiado. Si no lo encontramos, el señor Porta se sentirá culpable
el resto de su vida por haberle arrebatado al país la reliquia.
—¿Y por qué lo estás buscando vos? —interrumpí.
—Por muchos motivos. Creo que de esto depende el destino del banco, y mi
trabajo. Hay una gran recompensa si lo encuentro. Y además, cuando después del
robo el señor Porta me confió la historia y me mostró la carta de San Martín, (que
afortunadamente no guardó en la caja fuerte, sino en un cristal para que no se ajara),
bueno… me pidió ayuda y… ¿te acordás que te recomendé La Máquina del Tiempo?
—Entiendo —dije.
—¿Y en qué te podemos ayudar? —preguntó Aslamim, ya en confianza.
—Averigüen quién entró los billetes robados en la escuela. Es muy raro, si son
ladrones comunes ¿cómo largaron así nomás billetes marcados?
—¿Los ladrones conocen el valor del sable? —pregunté.
—No lo sé. Quizás lo vendieron a una casa de antigüedades o lo tiraron por ahí.
Estoy usando mi tiempo en registrar remates, magnates, coleccionistas. Es un
problema con los objetos de valor simbólico: según quien los aprecie pueden ser de
oro o de nada.
—¿Y el sable corvo que está en el Regimiento de Granaderos? —pregunté
recordando una excursión en la escuela primaria.
—Es el que usó en reemplazo, después de empotrar en la pared éste que estamos
buscando.

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El encuentro de un tesoro menor
Si alguien les dijera que la recuperación de un millón de dólares no es
considerada importante por cierta persona, pensarían que la tal persona es Onassis o
alguien más rico. Pero cuando Aslamim y yo nos enteramos que el millón de dólares
robado al banco Restive había sido encontrado, nos pareció una noticia
intrascendente.
Luego de la charla con Antonio, habíamos pasado el resto de la madrugada en la
confitería El Botánico, sobre Santa Fe, hasta que se hizo la hora de ir a la escuela (yo
ni siquiera fui a correr); hablando del sable corvo de San Martín, por completo
olvidados del dinero, excepto los dos billetes, como pista. En la estación de subte,
camino a la escuela, leímos el titular del diario Mañana informando el hallazgo del
botín del Restive. La aparición del dinero aumentaba las posibilidades de que el
objeto del robo fuese el sable.
El titular y los hechos, fueron así:

MILAGROSO HALLAZGO DEL BOTÍN DEL RESTIVE

Un profesor de matemáticas de la escuela N.o 63 encontró


el dinero robado el siete de julio.

Pues bien, sí. Nuestro querido profesor Rafaelli había encontrado la plata.
¿Dónde, cómo? Ya va. Según el diario, y los alborozados alumnos, la misma tarde en
que nosotros habíamos hecho contacto con Ignacio y Antonio, el profesor de
Matemáticas, señor Rafaelli, había encontrado el botín del Restive en un tacho de
basura situado en la puerta de nuestra amada escuela. La noticia consignaba que
faltaban solo dos billetes, uno que poseía con anterioridad la policía, y otro con
paradero desconocido.
El hallazgo había sido completamente fortuito. Rafaelli se había quedado
corrigiendo pruebas hasta después del horario escolar. Al salir, el sol ya no brillaba.
Tiró su paquete de cigarrillos vacío al tacho de basura barrial (esos inmensos
cilindros verdes) que está justo enfrente de la puerta de la escuela, en la misma
vereda. Quiso encender un cigarrillo de su tercer atado y notó que había tirado el
encendedor dentro del paquete vacío. Fue a buscarlo y encontró un millón de dólares
en billetes de cincuenta pesos, menos cien pesos.
De inmediato se dirigió a la comisaría más cercana. El caso estaba resuelto. El
gerente estaba contento e iba a recompensar a Rafaelli con una sustanciosa suma.
Elíseo Rafaelli, en el recuadro donde se transcribía un reportaje, decía al

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periodista que pediría licencia para disfrutar la recompensa en Mendoza.
Del billete que faltaba, de culpables o sospechosos, no había una sola hipótesis.
La única interpretación estaba dedicada al abandono del botín: los ladrones
consideraron que la plata estaba muy marcada, y el riesgo de llevarla encima no se
compensaba con lo que pudieran darles los reducidores de dinero.
Cuando terminamos de leer la noticia, rumoreada por todo el patio en el primer
recreo de la mañana, Aslamim hizo un comentario inadecuado que, como pasa
siempre con las cosas realmente desubicadas, nos condujo a gran parte de la verdad.
—Esto va a parecer un partido de fútbol local de un equipo que está en la Copa
Libertadores —dijo.
Lo miré un largo rato pensando que se había vuelto loco. En ese caso yo tendría
que pagar el manicomio, pues en Venecia estaba bajo mi responsabilidad.
—No entiendo —le dije a Aslamim—. ¿Qué tiene que ver?
—Mira, Huracán hace mucho que no va a la copa. Pero River, por ejemplo,
cuando se clasifica para la copa, juega dos campeonatos simultáneamente: el
Internacional de la Libertadores y el Nacional. Entonces, como le dan más
importancia a la copa, en los partidos locales ponen suplentes en los puestos de los
mejores jugadores, para no cansarlos. Y puede llegar a haber toda una delantera o
todo un equipo de suplentes. Tengo que darte este discurso porque no sabes nada de
fútbol profesional, pero lo que digo es: nuestro plantel de profesores va a tener tres
suplentes en la delantera, Matemática, Geografía e Historia.
—Sí —dije yo—. Tres suplentes. Historia, Matemática y Geografía. —Y me
quedé pensando.

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Más raro que las ideas
En el segundo recreo de la mañana le di franco a Aslamim y me quedé mirando
profesores por el pasillo. Es una de mis ocupaciones favoritas cuando no tengo nada
que hacer: miro profesores y trato de adivinar cómo son sus vidas fuera de la escuela.
Estaba en eso cuando se me acercó Ignacio.
—¿Qué me contás? —dijo Ignacio.
—No sé —dije—. Decime vos.
—Acompáñame al buffette —dijo—. Dejé un chico atendiéndolo y ya debe haber
hecho desastres.
El buffette era un cuartito con un mostrador que daba al patio, atiborrado de
sandwiches de fiambres deconocidos y salchichón.
—Suena raro —dijo Ignacio—, ¿quién va a dejar un millón de dólares en un
tacho de basura?
Me ofreció un rico sandwich de salchichón.
—No, gracias —dije—. Del gato me gusta solo la pata.
Ignacio trató de reírse y quedamos los dos en silencio.
—Bueno, ¿qué pensás? —insistió.
—Escuchame —le dije a Ignacio—. ¿Vos fumas?
—Sí —dijo Ignacio, y se llevó la mano al bolsillo anterior de la campera, como
para convidarme.
—Yo no —lo paré—. Te pregunté para explicar una teoría, la vas a entender
mejor. El profesor de Matemáticas dice en el diario que tiró el paquete vacío con el
encendedor adentro. Ahora bien, yo he visto fumar a Rafaelli. Saca el último
cigarrillo del paquete, se lo pone en la boca, lo enciende, estruja el paquete vacío y
trata de embocarlo en el canasto. Veo fumar a Rafaelli desde primer año; de
Matemáticas no aprendí mucho, pero puedo decirte de memoria la cantidad de dobles
que lleva convertidos: nunca dejó de estrujar el paquete antes del tiro. Además,
siempre enciende el cigarrillo antes de tirar el paquete. Hay un 99 por ciento de
posibilidades de que esté mintiendo.
—Te regalo la gaseosa —dijo Ignacio pensativo.
Sonó el timbre para volver al aula.
—Creo que estás exagerando —dijo Ignacio—. Puede haber pasado como él dice.
Tenés ideas raras, pero te escucho, porque eso del millón en el tacho es más raro que
tus ideas.
En el aula, Aslamim dijo haberme visto hablando con Ignacio y preguntó si había
averiguado algo. La profesora de Instrucción Cívica dijo que no hablemos en clase.
—Tendríamos que hablar con el de Matemáticas —siguió Aslamim, en voz baja.
—Sí —dije yo en voz alta—. Ahora mismo.

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La profesora me miró furibunda y ordenó que saliera del aula; no castigó a
Aslamim, ¿le gustaría?
Salí del aula pensando que muchas veces el rigor en una tarea requiere de
indisciplina en otras. Me dirigí a la sala de profesores, Eliseo Rafaelli estaba
recogiendo sus últimas cosas, se iba a Mendoza. Tenía un cigarrillo en la boca.
—Lo felicito —le dije.
—¡Hola! —se asombró—. ¿Por qué no está en clase?
—Me echaron —contesté.
—Hizo lío —se rió—. Bueno, haga de cuenta que no existo, estoy de licencia.
—No —le dije—, algo más que lío. Me echaron porque hice este machete. —Y le
mostré el billete robado.
—A ver ese billete —dijo. Y me lo arrebató de las manos. Miró la numeración—.
¿De dónde lo sacaste? —preguntó.
—De un tacho de basura —dije.
—Ah —sonrió—. Déjamelo que se lo llevo a la policía. —Y se lo guardó en el
bolsillo.
—Está bien —dije—. Si usted se lo da a la policía, me voy. —Llevé mi mano
izquierda al picaporte, veía en el vidrio de la puerta el reflejo del profesor que se
volvía hacia su maletín para terminar de guardar sus cosas; inmediatamente, siempre
mirando hacia la puerta como para salir y escrutando al profesor por el vidrio, tiré mi
mano hacia el bolsillo de Rafaelli, apreté todos los papeles que contenía y la saqué.
Cuando giré hacia él, tenía en mi puño el billete, un prospecto médico y el vale de
una tintorería. Guardé el billete nuevamente en mi bolsillo y le di sus dos papeles.
—¿Pero qué hace, alumno? —me gritó cuando se repuso.
—Lo que usted me pidió… hago de cuenta que no existe.
—¿Quiere que lo echen? —dijo. Y, muy enojado, se sacó la colilla de la boca, se
puso un nuevo cigarrillo, el último, lo encendió, estrujó y tiró el paquete.
—¿Ve? —dije—. Así es como hace siempre. Enciende el último, estruja el
paquete y lo tira.
—¿Y? —preguntó, listo para irse.
—A la policía le dijo otra cosa.
—¿Qué dije? —Creo que realmente no sabía de qué le hablaba.
—Lo que salió en el diario —dije—. En el recuadro dedicado a usted.
Abrió su valijín y sacó el recorte, y leyó el recuadro.
Mientras lo leía, dije:
—Si estruja el paquete, siente el encendedor; si enciende el último cigarrillo, no
vuelve a meter el encendedor en el paquete vacío.
Cuando terminó de leer sus propias declaraciones, algo le cambió en la cara; no se
puso pálido, fue como si se hubiera agarrado los dedos con una puerta de goma

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espuma: no hace nada, pero es una agarrada de dedos.
—Ah —dijo—. Entiendo. Es el periodismo. Les gusta ser minuciosos y entonces
inventan cosas pequeñas. Pero lo importante es que encontré la plata y la devolví.
Bueno, chau —dijo.
Yo tenía un gran problema: el profesor no tenía por qué quedarse conmigo. No
podía retenerlo.
—A mí me interesan las cosas pequeñas —dije antes de que cruzara el marco de
la puerta.
—Me alegro, me alegro —dijo alejándose.
Tuve que gritar y arriesgué:
—Como el sable corvo de San Martín.
Lo paré en seco. Fue como si le hubiesen dicho que Pitágoras estaba equivocado.
Se dio vuelta y me miró.
—Esas cosas pequeñas —repetí—. Me interesan. Me interesa saber cómo se tira
un paquete de cigarrillos, cómo se levanta. Trato de imaginármelo a usted metiendo
su cabeza en ese inmundo tacho solo para buscar un encendedor, sacando la bolsa
inmensa y llevándola hasta la policía…
Entró a la sala de profesores y cerró la puerta tras de él.
—Alumno —dijo, puesto en profesor otra vez—. Me quiero ir a Mendoza, a
disfrutar, me lo merezco. Dígame lo que quiere y déjeme ir.
—No sé —dije—. Realmente no sé lo que quiero. Un amigo mío dice:
«Conseguir lo que uno quiere, aunque cueste años, se consigue. Lo difícil es saber
qué quiere uno».
—Alumno —insistió—. Me quiero ir a Mendoza.
—¿A qué parte de Mendoza? —pregunté, y agregué—. No creo su historia del
encuentro del millón. No creo que la haya inventado el periodista.
—Bueno —dijo cansado— Tognini, Miguel Ángel Tognini. Suponga que yo robé
esa plata. Me arrepentí y la devolví, qué más. Por supuesto, esto es una hipótesis para
tranquilizarlo.
—Lo sé —dije—. Pero yo soy como usted, que fuma tres atados diarios, con el
agravante de que no fumo, estoy intranquilo todo el tiempo. Ahora estoy muy
intranquilo, pero no por el millón de dólares, me gustaría saber a qué parte de
Mendoza se va.
—Me voy —dijo. Abrió la puerta y se fue. Sonó el timbre del recreo.
Me encontré con Aslamim.
—Vení —dijo—. Acompáñame a fumar un pucho al baño.
—Deja —dije—. No quiero ver más puchos.
—¿Qué hiciste durante la clase de Cívica? —preguntó.
—Descubrí todo —dije.

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—¿Cómo? ¿Qué?
—Los ladrones del banco tienen un contacto con la escuela.
—¿Quién?
—Creo que el de Matemáticas. Pero no lo veo muy involucrado. Más bien parece
que lo usaron. Cuando le empecé a hablar de lo importante, se fue asustado.
—Tognini, vos estás loco. Estás superando los límites de nuestro juego.
—Los límites de nuestro juego son la cancha de Huracán y hacerse la rata —dije
—. Además, vos estás mostrándote muy interesado últimamente.
—Hay que llamar a Antonio y contarle todo —certificó Aslamim.
Al final de ese día de clase llamamos a Antonio. Estaba el contestador. Le
dejamos dicho que nos pasara a buscar por el bar La Opera, en Corrientes y Callao,
hasta las diez de la noche; después de esa hora, si no aparecía, volveríamos a
llamarlo. Cuando estuvimos sentados en el bar, Aslamim dijo:
—¿Y si no nos podemos comunicar con Antonio?
—No sé —dije.
—Es importante que hablemos hoy con él —dijo Aslamim—. Hay que evitar que
se nos adelante el de Matemáticas, ya sabe que sabemos.
—Tenés razón —dije—, ¿pero qué podemos hacer?
—Como está investigando para el gerente —dijo Aslamim—. Debe verlo más o
menos diariamente. Podes decirle al señor Porta que necesitas urgente el testimonio
de Antonio para terminar la composición, y dejarle un teléfono para que te llame.
—Es peligroso para Antonio, el gerente puede sospechar que nos contó algo —
dije.
—No creo —dijo Aslamim—. Y es la única que tenemos, hay que hablar con
Antonio hoy mismo.
El Restive cierra a las ocho, y son las siete y media.
—Ya lo sé —dije—. Voy para allá.
Salí. Palpé mi bolsillo, saqué un fajito de billetes, los conté y paré un taxi. Me
recliné en el asiento y dije sin mirar al chofer:
—Al Banco restive en Bartolomé Mitre y Esmeralda.
Cualquiera hubiese pensado que yo era un gran accionista camino a cerrar una
operación.
Cuando bajé del taxi, con solo mirar tras el vidrio del banco, quedé patitieso:
Antonio estaba en su ventanilla, trabajando.
Entré con los ojos duros.
Rafael me dijo:
—Ahí lo tenés a tu amigo, ya se recuperó. ¿Qué venís a pagar?
—La luz —dije—. Vengo a pagar la luz.
—Bueno —dijo Rafael—. Dame la boleta.

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Metí la mano en el bolsillo y, sin demasiado disimulo, dije:
—Me la olvidé.
—¿Y? —preguntó Rafael.
—¿Qué tal, Antonio? —saludé y agregué a Rafael—. Estaba con un amigo en un
bar, dejé la mochila ahí, con la boleta adentro. Es La Opera, en Corrientes y Callao,
¿te parece que si voy a buscarla y vuelvo, llego antes de que cierren?
—No —dijo Rafael. Miró el reloj— ya cerramos.
Me despedí y salí. A las ocho y media, Antonio estaba en bar.
Aslamim le preguntó antes que yo:
—¿Qué pasó? ¿Por qué volviste al trabajo?
—Se acabo —dijo—. El gerente prefiere la culpa al desprestigio. Hasta el
momento, confiábamos en que los ladrones no supieran lo que tenían entre manos,
entonces bastaba con buscarlo. Pero ahora es obvio que querían robar el sable. Lo van
a cuidar, lo van a esconder. Para encontrarlo, hace falta informar a la policía.
—¿Te abrís, entonces? —pregunté.
—Nos abrimos, todos, ustedes también —dijo.
Para no discutir, dije:
—De todos modos, intercambiemos datos. Como muestra de buena voluntad,
empiezo yo: el profesor de Matemáticas está implicado.
—¿Qué?
—Así nomás. Pero yo creo que no es importante su participación.
—¿Por qué? —preguntó Antonio.
—Antes de que des tu explicación —dijo Aslamim—. Déjame decir algo: yo
también creo que no es importante, pero por otro motivo. Rafaelli jamás se movió de
Matemáticas, estoy seguro. No le interesa otra cosa. Los cigarrillos, quizás, pero
tampoco, porque los fuma sin prestarles atención. El de Matemáticas no se metería de
lleno en nada que no fuese lo suyo. Y el sable corvo de San Martín no es su materia.
—Claro —dijo Antonio—. El sable es de Historia.
Aslamim y yo nos quedamos igualmente callados. Así como a veces pasa que uno
dice la misma palabra al mismo tiempo que un amigo, en esta ocasión hicimos el
mismo silencio.
—Pero para un robo hacen falta muchas cosas —siguió Antonio—. Él podría
estar vinculado a los cálculos matemáticos. También hay que conocería zona.
—¿Qué más? —preguntó Aslamim.
—En este caso —dijo Antonio—. Basta con esas tres cosas: conocer el valor
histórico del sable, saber dónde está ubicado, y, bueno, los horarios, la combinación,
lo entiendo, hace falta que alguien saque los números. Pero ¿la zona? Basta con saber
en qué pared está el sable, dónde está el banco.
—Es cierto —dijo Antonio—. Sobre todo habría que tener conocimiento

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histórico, para saber qué fue esa casa antes de ser banco.
Me agarré la cara, más precisamente el mentón.
—Bueno —dijo Antonio—. ¿Y por qué pensas entonces que no es protagónico el
papel del de Matemáticas, en caso de que esté implicado?
—No sé —dije—. Ahora no sé nada. Entre vos y Aslamim dijeron tantas
verdades que me confundieron. Creo que puede ser tan importante como el de
Geografía y el de Historia.
—Telepatía —dijo Aslamim.
—No entiendo —dijo Antonio.
Sin aclararle, pregunté:
—¿Qué puede tener que ver Mendoza con todo esto?
Ni Antonio ni Aslamim contestaron. El mozo se acercó y preguntó si queríamos
algo más. Aslamim pidió un submarino, yo un té y Antonio un café. Cuando el mozo
se fue, Antonio me miró y dijo:
—Los Andes.
Todavía nos recuerdo a los tres. Aslamim detrás de su alto vaso de chocolate, yo
parapetado tras mi taza y Antonio acoplado a su pocillo: los tres líquidos humeando,
y afuera el peor frío de Buenos Aires. Mirándonos entre las cortinitas de humo; son
esos momentos en que todo es posible y terrible. Y Aslamim soltó una frase que
habíamos escuchado doscientas mil veces, quinientas mil veces, que si nos dieran
plata por cada vez que la escuchamos seríamos todos millonarios, pero que a mí me
pareció una primicia, como cuando escuché el himno cantado por Charly García.
Aslamim dijo:
—San Martín cruzó los Andes.
A los tres nos parecía ridículo, pero la única vinculación entre el sable corvo y
Mendoza, era el cruce de los Andes. Había que averiguar si el viaje del de
Matemáticas era cierto. Eran las once y Aslamim y yo teníamos que volver a nuestras
casas. Ya habíamos pasado una noche afuera y no queríamos regresar tarde. Además,
por mucha excitación que hubiera, a esa hora ya estábamos sintiendo la anterior
noche sin dormir.
—Si se va realmente a Mendoza, lo seguimos —dije.
—¿Cómo? —dijo asustado Aslamim. Y lo mismo Antonio con la mirada.
—Inventamos algo —dije desesperado—. Alguna investigación, mentimos en el
colegio, mentimos en nuestras casas, y nos vamos.
Yo estaba realmente ansioso por irme, por irme de todos lados.
—Se te termina la semana en Venecia antes —dijo Aslamim—. Yo no te sigo.
—Vamos yendo —dije—. Si me quiero ir sólo a Mendoza, es necesario que haga
buena letra con mis padres.
Y salimos del bar.

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Nos despedimos. Antonio también se despedía de la aventura. Nos pidió que lo
llamásemos si sabíamos algo más. Aunque no lo dijera… creo que Aslamim estaba
resentido por mi decisión de irme a Mendoza a toda costa, aún prescindiendo de él. Y
lo cierto es que la idea era absurda.
Llegué a casa. Cristina y mi padres dormían. Me tiré en mi cama y cerré los ojos,
con la luz prendida. Me vino un mareo terrible, porque una noche sin dormir es para
mí lo que imagino debe ser una borrachera. Cuando se me pasó el mareo, llegó un
dolor de cabeza. Apenas amenguó el dolor de cabeza, pensé en levantarme para
apagar la luz.
Me desperté mecánicamente a las seis y media de la mañana. Viernes 22 de julio.
Salí a correr. A la segunda vuelta al parque supe que para mí el caso había terminado.
No me podía ir sólo a Mendoza o donde fuese. ¿Qué iba a hacer? No podía seguir
sigilosamente a nadie. En dos días se me acababa la estadía en Venecia y Aslamim,
por muy entusiasmado que estuviera, no había cambiado al punto de seguirme en esta
odisea hasta el final. De todos modos, había logrado mucho: de la nada, conseguí
sospechosos, descubrí el móvil del robo y me hice de un billete robado. Había tenido
algo más que un gran recreo, algo más poderoso que una escapada al Rosedal: había
salido realmente de la escuela, de las rabonas y de los recreos.
Al recurso del riesgo hay que saber encontrarle límites. Uno debe saber que los
saltos ornamentales que desde un trampolín altísimo pueden convertirnos en héroes
delante de cien chicas en malla, pueden depararnos una muerte de estúpidos si la
pileta está vacía.
Yo era un estudiante al que le habían salido bien un par de impulsos y
movimientos arriesgados, no un motociclista desprejuiciado.
Quedaba de recuerdo y testimonio, enorme, el billete robado de quinientos mil
australes para guardar en un bolsillo de cristal, como honorarios pagados por no se
quién a un detective amateur. Ahora me tocaba volver a lo de siempre y, lo que no era
poco, mantener mi segundo combate con el Cuervo. Miré el billete con tristeza y
pensé que no existían los talismanes.

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Tilt
Pese a las justificaciones y resignaciones, y a la sana aceptación de mi vida
cotidiana, lo cierto es que una vez abandonado el caso quedé como los flippers
cuando hacen «tilt». Detenido, suspendido, congelado. Imagino que ustedes estarán
más interesados en saber cómo terminó todo aquel asunto del Restive y el sable que
en mi regular concurrencia a la escuela a partir del día de mi renuncia a la
investigación. Pero tengo ganas de contarles que el alejamiento del enigma me sumió
en una existencia especialmente sobria. Ir al secundario, charlar con Aslamim,
merendar, mirar la tele o ir al cine, dormir. Como no quería ver al Cuervo hasta el día
del desafío, dejé de ir a FlashBack. La relación con Cristina se mantuvo en el
hibernadero de la indiferencia; los saludos de rigor y ni una palabra sobre la carrera.
Hacía esfuerzos para creer que era yo el enojado con ella. La miraba deseando que
me pidiera perdón para por fin acariciarle el pelo, consolarla y ser su verdadero
héroe. Los hermanos no pueden quererse como novios, pero muchas veces se pelean
como esposos.
Al poco tiempo llegó el suplente de Historia, avanzamos en el programa y se
acabaron los esclavos. Todo este vertiginoso retorno a la normalidad era para mí,
paradójicamente, como un licor con el cual olvidar mis momentos de gloria. Si
hubiese tratado de reemplazar la emoción del caso Restive con algún otro estímulo,
solo hubiese muerto de nostalgia; en cambio, el efecto somnífero de la monotonía me
ayudaba a digerir mi decisión de abandonar la búsqueda. Pues bien, no pude vivir el
final de esa historia, pero nadie me va a privar del placer de contárselas.
A los seis días de mi renuncia al caso, la noche anterior a mi carrera con el
Cuervo, a eso de las ocho y media, un llamado telefónico interrumpió el mejor
capítulo de El agente 86, que estaba disfrutando cómodamente despatarrado en el
sofá, en calzoncillos y comiendo chizitos. Mis padres estaban trabajando y mi
hermana estudiando en su pieza, me levanté de mala gana y, sin bajar el volumen de
la tele, mirando la pantalla de reojo, atendí el teléfono.
—¿Hola? —dije.
—Hola, Miguel Ángel —contestó la voz de Antonio.
—Esto no es un contestador automático —dije con voz mecánica—. Usted está
hablando con el auténtico Tognini.
Antonio se rió y dijo:
—Hoy a la noche se entrega el sable.
—¿Qué? Espera.
Apagué la tele justo cuando Maxwell y el jefe entraban al Cono de Silencio.
—Te escucho —dije.
—No te voy a contar nada por teléfono —contestó Antonio—. Vos y Aslamim

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están invitados a la ceremonia donde el señor Porta entregará el sable a las
autoridades del Instituto Sanmartiniano. Es a las 9 en el Hotel Figueroa, en la
esquina de Florida y Corrientes.
Corté y llamé a Aslamim. Le pasé el dato. A las nueve estuvimos los dos en la
puerta del Hotel Figueroa. Flor de hotel. Un portero nos preguntó quiénes éramos.
—Miguel Ángel y Guillermo —dije.
El portero nos miró sin interés ni ganas de permitirnos pasar.
—Aslamim y Tognini —dijo Aslamim.
Entonces se abrió la cara del portero, hizo una leve reverencia y nos invitó:
—Pasen.
Entramos por esa alfombra roja acolchada y nos dirigimos a la escalera que
conducía al salón de actos.
—Tendríamos que haber traído corbata —dijo Aslamim cuando divisamos los
primeros fracs.
—O barba —sugerí yo.
En el salón, al lado de una mesa con canapés de palmitos y arrolladitos bañados
en chocolate, divisamos a Antonio. Más lejos, atacando una jarra de jugo de naranja,
sonreía el señor Porta.
Antonio vino hacia nosotros con los brazos abiertos. Nos saludamos y fuimos
hacia la mesa de los sandwiches de miga simples, donde había menos gente.
—Bueno —le dije a Antonio—. Hablá.
—Sírvanse un sandwichito —sugirió Antonio—. Es una historia larga.
Aslamim capturó uno de jamón y queso, yo solamente me serví un vaso de agua
mineral. Antonio comenzó:
—En el último encuentro les dije una pequeña mentira, y ahora voy a remediarla
con una gran verdad. La mentira fue que abandonaba la búsqueda del sable; y la
verdad, que solo ustedes van a saber, es cómo se resolvió esa búsqueda.
La mesa donde estábamos se vació. Una señora se acercó en busca de algún
bocadillo extravagante, pero al ver solo discretos sandwiches de miga, se alejó
decepcionada. Antonio hizo una pequeña pausa para que apreciáramos el armado de
su frase y continuó:
—Después de seguimientos, registros de pasajes de trenes y de aviones (ayudado
por las conexiones empresarias del señor Porta; no saben lo rápido que puede
averiguarse todo por computadora), descubrí que el viaje de Rafaelli a Mendoza era
cierto. Había sacado un pasaje de tren. Yo tenía muchas dudas sobre la implicancia de
Rafaelli, pero como era mi única pista y en Buenos Aires no encontraba nada, decidí
arriesgarme a perder el tiempo en otro lado. Tomé su mismo tren. Cuando llegamos a
Mendoza, lo seguí. Se hospedó en un hotel de la capital: Viñas. Los dos primeros días
pensé que me había equivocado. Se anotó en un tour de excursiones de la empresa

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Mendosol y paseaba como un turista más. Desayunaba, visitaba sitios
intrascendentes, volvía al hotel, jugaba al billar, hablaba con los demás turistas
(incluso comenzó a acercársele a una mujer madura) y se iba a dormir cansado de los
paseos, como todos, como yo. El tercer día a la mañana, ya tenía preparada mi valija,
descreído, para volverme a la capital en el tren que salía a las siete de la tarde. Para
ese día había organizada una excursión al cerro Los Penitentes. Es un cerro con forma
de catedral gótica, y nieve, donde los que no tienen nada que hacer van a esquiar, y
los que aún tienen menos que hacer van a mirar cómo esquían los primeros. Para eso
hay instaladas canchas (¿o pistas?) de esquí y aerosillas. El cerro tiene una altura de
4351 metros sobre el nivel del mar y…
—Para —lo interrumpió Aslamim—. ¿Vas a darnos una clase de geografía?
—De geografía y de historia —aseveró Antonio.
—Vamos al punto —le pedí.
El salón quedó en silencio. Por parlantes, una voz anunció que «en sencillo pero
emotivo acto» el señor Porta entregaría el sable. Antonio nos desplazo hacia un
rincón oscuro.
—El cerro Los Penitentes es importante —continuó—. Según el folleto que me
dieron «está enmarcado en un panorama de excepcional belleza», pero el cerro en sí
es roca pelada y nieve. Bien, la excursión salía del hotel a las once de la mañana y
regresaba a las cinco y media de la tarde. Yo prefería pasar mi último día en
Mendoza, recorriendo la ciudad, que entre tantos paseos no había podido conocer.
Con ese propósito, las valijas ya arregladas en mi habitación y el desayuno
consumido, salí del hotel a las diez de la mañana. Rafaelli estaba en el umbral del
hotel conversando con tres hombres y la mujer madura. Charlaban tranquilamente,
moviéndose en el lugar para no tomar frío y mirando la calle despoblada. De pronto
por la misma calle, hasta el momento desierta, aparecieron dos hombres; ambos
miraron a Rafaelli y uno de ellos alzó la mano. Rafaelli saludó a los dos con un
ademán de reconocimiento; la mujer y los tres hombres que charlaban con él, no los
saludaron. Los dos hombres siguieron de largo. Me quedé quieto, abandoné mi paseo
por la ciudad. ¿Quiénes eran esos dos hombres que Rafaelli había saludado y los
demás no? No eran del tour ni el hotel. Yo podría haberme quedado tranquilo, no
había nada de extraño en ese saludo y tenía el pasaje a Buenos Aires. Pero, no sé,
esos dos me alteraron.
Antonio estaba hablando despacio para no contrastar con el silencio del salón,
cuando lo interrumpí con voz destemplada, un anciano se dio vuelta y me miró
reprobadoramente.
—¿Cómo eran esos dos? —pregunté.
—Bueno, uno era alto —dijo Antonio— muy delgado, de pelo rubio clarísimo y
cara inteligente.

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—Feuer —dio Aslamim—. Ulises Feuer.
—Yo te voy a decir cómo era el otro —le dije a Antonio bajando la voz—. Petiso,
de pelo muy corto y bigotito.
—¡Exacto! —saltó Antonio, provocando otra mirada amonestadora del anciano.
—¿Cómo saben? —preguntó Antonio.
—Seguí contando —dije con displicencia.
—Entré al hotel, subí a mi cuarto y me dije: «Voy a darle una oportunidad más a
Rafaelli de demostrar que está implicado. Durante el paseo, lo abordo y le hablo. Si
no descubro nada, me vuelvo». Dejé paga la cuenta del hotel y me anoté en la
excursión. Si descubría algo, perdía el pasaje en tren. Subimos al micro, Rafaelli no
me dio oportunidad de sonsacarle nada. El viaje en micro lo compartió con la mujer
madura, y el viaje en el par de aerosillas hasta la cima del cerro, también.
El acto formal había terminado. El gerente estaba siendo saludado y palmeado por
amigos y notables. La gente se dispersó por todo el salón y nos vimos rodeados.
Antonio hizo un ademán de despedida al señor Porta, quien contestó con una sonrisa
y me echó una mirada enigmática, entre cómplice y agradecida, que representó toda
la recompensa a mi gran ayuda. Los tres salimos del hotel y agarramos por Florida
derecho, para el lado de Santa Fe.
—Llegamos a Los Penitentes —dijo Antonio a plena voz, en el aire frío de
Buenos Aires de julio—. Subimos a las aerosillas hasta el complejo de pistas de
esquí. Allí el guía nos mostró las caras que, a lo lejos, formaban las rocas de las
montañas, nadie veía nada, pero todos asentían.
—Como con las constelaciones —opinó Aslamim—. Ésos que te dicen: «mira
como se ve clarito que esas estrellas forman un oso», y vos sabes que no lo ve ni el
que te lo muestra.
—Lo mismo —asintió Antonio—. El guía éste se sabía de memoria todas las
constelaciones rocosas y nos aburría mortalmente, pero tuvo una frase que me
electrizó, dijo: «No sé exactamente por dónde, pero Los Penitentes fue uno de los
puntos que atravesó San Martín en el cruce de los Andes». Luego de esa información,
que para la mayoría pasó desapercibida, nos llevó a la confitería del lugar. Rafaelli y
su compañera compartieron la mesa y se tomaron las manos. Yo me senté sólo y pedí
un chocolate caliente. Me hubiera gustado compartirlo con ustedes, se los juro.
Cuando cada cual hubo engullido lo suyo, el guía nos invitó a salir, para mostrarnos
no sé qué cosa. Rafaelli se disculpó ante su acompañante llevándose una mano a la
cintura: que hiciera ella el paseo, a él le dolía la espalda y prefería esperar en la
confitería. Ella quiso acompañarlo en su desgracia, pero él le pidió que se divirtiera.
Cuando la mujer por fin accedió a divertirse y salió de la confitería tras el resto de los
turistas, me apropincué para abordar a Rafaelli en su mesa. Pero tampoco me fue
posible. Ni bien el grupo de turistas se alejó lo suficiente, Rafaelli levantó la mano y

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llamó al mozo. Pagó de inmediato la cuenta y, con la cintura en perfecto estado, salió
de la confitería, caminando en dirección contraria a los turistas.
Sin que Antonio parara de hablar llegamos a esa plaza hermosa que hay en
Florida y Santa Fe. Aunque no era muy tarde, diez y cuarto de la noche, el frío la
había dejado desierta. No sentamos los tres en un banco, Antonio en el medio; la luz
más cercana estaba a unos veinte metros.
—Yo caminé en la misma dirección de Rafaelli. El cerro Los Penitentes no es un
dechado de civilización. Salvo el sector de esquí, aerosillas y confitería, el resto es un
descampado nevado, rocoso y desconocido. Por ese desierto blanco y gris, que los
guías no desaconsejan porque a nadie se le ocurriría meterse, se metió Rafaelli.
—Mirámelo vos a Rafaelli —dije— con sus tres atados diarios.
—Y no sólo mostró resistencia física, también coraje —dijo Antonio,
incluyéndose en el reparto de virtudes—. El guía había hablado de pumas. Pumas
que, según él, rehuían al hombre. Me costaba creerlo. Rafaelli chapoteaba en la nieve,
agarrándose a las salientes de roca para no caer, muy atento a cada paso. Tan atento
que no me veía ni escuchaba.

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—Feuer y Bárrales —ilustró Aslamim.
—Al tal Feuer ya me lo nombraron —dijo Antonio—. ¿Y Bárrales, quién es?
—Vos nos dijiste una pequeña mentira —dije.
—Tenemos derecho a guardar un pequeño silencio hasta que termines tu relato.
—Ya entiendo lo de Bárrales —dijo Aslamim—. Necesitaban alguien que
conociera el lugar. Un geógrafo que conociera la zona, eso era lo que le tocaba
específicamente. Tenía que informarles sobre la fauna, nieves eternas, deshielos o
peligros, se metían en un lugar deshabitado. Aunque todavía no sabemos para qué.
¿Para qué, Antonio?
—Feuer era el que tenía, bajo el brazo, un objeto alargado cubierto por un estuche
de lona —dijo Antonio por toda respuesta—. Bárrales sostenía una pala. Me pude
acercar lo suficiente como para ver a Bárrales cavar y a Feuer mover los labios.
Escuché algunas palabras sueltas de Feuer, pero una ventolina ensordecedora me
privó de lo que parecía un largo discurso. Bárrales, siempre cavando, y Rafaelli, lo
escuchaban en silencio. Luego, quedaron los tres callados. Bárrales sé dio por
contento con la profundidad del pozo, Feuer dejó caer la funda y, los cuatro, Feuer,
Rafaelli, Bárrales y yo, contemplamos anonadados el sable corvo del general San
Martín que el profesor de historia desenvainó e hizo brillar contra el sol. Feuer
envainó otra vez el sable, lo cubrió con la funda y lo dejó caer en el pozo.
Pacientemente, Rafaelli llenó de nieve la morada del sable. Con las manos a la
espalda y sin hablar, los tres emprendieron el regreso al sector civilizado. En el
camino, Bárrales dejó la pala en la profunda cavidad de una roca. Corrí a buscar la
pala y me dirigí al punto clave. Aunque había tabulado a ojo el sitio, ahora no podía
encontrarlo, la nieve era toda igual y no había huellas del pozo. Comenzó a nevar,
temí que me fuera imposible dar con el sable. ¿Y vas a creer, Miguel Ángel, perdón,
Tognini, si te digo qué pista me reveló el lugar donde estaba enterrado el sable
cuando me empecé a desesperar?
—Si te creí todo lo que venís diciendo hasta ahora… —concedí.
—¡Un paquete de cigarrillos con un encendedor adentro! Pero se le había caído,
porque no estaba vacío. Afortunadamente, esta vez no volvió a buscarlo. Cavé y cavé
durante un buen rato. Cuando apareció la empuñadura del sable asomando apenas por
la funda de lona, mi ropa estaba húmeda. Empuñé el sable corvo de San Martín; no
pude evitar sentirme en ese instante un granadero perdido en el tiempo. No pude
evitar echar un vistazo a los Andes e imaginarme en una gran epopeya,
completamente desinteresado del resfrío que me aguardaba. Con el sable en la mano
y bajo la nevada, me pregunté cómo volver a la civilización. No podía aparecer en la
confitería con el sable en la mano, porque podían estar aún los tres… profesores,
festejando el fin de su rara ceremonia. Miré mi reloj, eran las cuatro y media, recién a
las cinco podía estar seguro de que Rafaelli había partido con el tour rumbo al hotel.

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Y eso, si no tenía la desgracia de que al guía se le ocurriera esperarme. ¿Y los otros
dos? Tenía que regresar a la ciudad sin cruzármelos. Ascendí por entre las rocas, la
nevada me hacía resbalar aún más que a la ida, ¡usaba el sable de bastón! Cuando se
hicieron las cinco, oí un rugido.
—¡No! —gritó Aslamim.

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Con nuevo impulso, reemprendí el ascenso —continuó—. Utilizar el sable de
bastón no me parecía ya tan extraordinario. Vi una aerosilla, si caminaba unos metros
más podrían verme a mí, a un kilómetro estaba la confitería. Ahora estaba
prácticamente en la cima del cerro, y a su pie se veía la carretera que llevaba a la
ciudad. No podía bajar caminando. Ya habían pasado unos minutos de la cinco.
—¿Por qué no podías bajar a pie? —pregunté.
—Era una casa empinada y de piedra. Subirlo resultaba más o menos imposible,
pero tratar de bajarlo… te matabas seguro. En un par de aerosillas vi pasar a Rafaelli
y la mujer madura. Se iban del cerro, volvían con el tour al hotel. Feuer y Bárrales
podían estar en la confitería o haberse ido, el único modo de saberlo era observar la
próxima carnada de aerosillas. Los viajes en aerosillas se hacían por grupo de tour, y
nunca las ocupaban todas, las últimas quedaban vacías. Noté que las aerosillas
pasaban rozando una minimontaña de roca. Si en la próxima tanda no venían Feuer ni
Barrales y yo abordaba las aerosillas finales, podía llegar abajo con la seguridad de
no cruzármelos. Trepé al sitio y esperé. En el tour que venía no estaban Feuer ni
Bárrales, debía intentarlo.
—¿Cómo hiciste para treparte a la aerosilla con el sable en la mano? —preguntó
Aslamim.
—En el anteúltimo par de aerosillas dejé el sable, y en el último me colgué yo.
Las aerosillas están preparadas para que uno las aborde quietas y se acomode bien.
No se les ocurra arrojarse de una roca y colgarse de una aerosilla en movimiento. El
cable hizo una U casi mortal, el sable se tambaleó y todos los pasajeros pegaron
alaridos. Varios se dieron vuelta y me vieron tratando de alcanzar el asiento, escena
que multiplicó los chillidos. Por suerte estábamos en pleno cerro, imposible que
pudieran verme los cuidadores de la cabina de arriba o abajo. El cable se enderezó, el
sable siguió en peligro y la sangre volvió al rostro de los pasajeros. Ahora mi
problema era el desembarco, porque ya había varios pasajeros dándose vuelta para
insultarme por el peligro que les había hecho correr y, posiblemente, en la plataforma,
me acusaran.
—Y con razón —dijo Aslamim—. Si a mí un tipo me jode en una aerosilla, me
voy colgado del cable hasta donde esté y lo reviento.
—Era un caso de fuerza mayor —contestó Antonio—. No soy el maniático del
cerro. Pero estaba cansado de imaginar escapes, me dije: «Ma sí, que me acusen de
colarme en las aerosillas en movimiento, de loco, mientras no me quiten el sable».
Pero si me llevaban a la policía en calidad de chiflado, aunque no supieran la historia
del sable, podían quitármelo igual. Poco antes de llegar a la plataforma, volví a
colgarme del asiento de la aerosilla, esta vez para bajar. El cable nuevamente se
combó, me dejé caer sobre la nieve cuando tuve los pies más cerca posible del suelo,
los pasajeros chillaron y el sable cayó. Recogí el sable y gané la carretera. Después de

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un largo rato de hacer dedo, me levantó un camionero. Preguntó qué llevaba en la
funda. Le dije que el parante de una carpa. «¿Un parante corvo?», preguntó el
camionero. Antes de contestarle me fijé en la funda, era amplia y no revelaba la
curvatura del sable. «¿Es corvo, no?» insistió el camionero. «Puede ser», dije.
Cuando recogí mis cosas en el hotel, eran las siete y cinco. Por mucho que me
apurara, ya no podía tomar el tren de las siete. Pensé que la hazaña bien justificaba un
viaje en avión. Esa misma noche volé para acá.
Eran las once de la noche en la plaza de Florida y Santa Fe, Aslamim y Tognini
estábamos anonadados ante el fin de la aventura.
—¿Y por qué mentiste? —pregunté—. ¿Por qué me dijiste que te abrías del caso?
—No podía permitir que me acompañaras —dijo Antonio—. No sabía qué
peligros entrañaría la búsqueda. Pensé que fingiendo abandonar, te desalentarías.
Aslamim, Tognini, lamento, en serio, no haber compartido con ustedes el episodio de
Mendoza, pero los dos fueron imprescindibles para que todo llegara a buen fin. Y
ahora, ¿quiénes son Bárrales y Feuer?
—Feuer, nuestro profesor de Historia —dijo Aslamim—. Y Bárrales, el de
Geografía.
—¿Y qué hacían ahí? —preguntó Antonio—. ¿Por qué hicieron todo esto?
—Eso es lo que el viento no te dejó escuchar —dije—. Mañana es el desafío con
el Cuervo; tengo que irme a dormir.
—¿Quién es el Cuervo? —preguntó Antonio.
Le expliqué brevemente que clase de animal era el Cuervo. Me deseó suerte. Le
agradecimos el habernos contado la historia. Nos emocionamos y nos despedimos.
Cuando bajábamos por Florida hacia Corrientes en busca de un colectivo que nos
reintegrara a una zona menos turística de Buenos Aires, Aslamim me pasó un brazo
por el hombro y dijo:
—Me imagino que no intentarás averiguar cuál fue el discurso de Feuer, ni por
qué lo hicieron, ni todo lo que falta. —Y se rió.
—Vaya uno a saber —dije, y agregué—: Ahora sí que Antonio está desligado, ya
encontró el sable y le conviene el silencio.
—Se portó muy bien en contarnos la historia —dijo Aslamim—, y del resto —
repitió— vaya uno a saber.
Y los dos sonreímos.

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Game over
A la mañana siguiente no fui a correr, nunca hay que entrenar el mismo día del
desafío. Como venía haciendo desde la noticia del robo al Restive, en la calle pispeé
los titulares del diario Mañana. Por supuesto, un recuadro grande y ubicado en el
centro, consignaba el encuentro del sable:

ENCUENTRAN AUTÉNTICO SABLE DE SAN MARTÍN

El gerente del Banco Restive, señor Osvaldo Porta, hizo


entrega a las autoridades del Instituto Sanmartiniano del
auténtico sable corvo del general don José de San Martín
(junto a una carta de puño y letra del Libertador)
encontrado casualmente en las dependencias de la
institución que dirige.

En la primera hora de clase, el preceptor, después de tomar lista, nos informó que
lo de Feuer, finalmente, no era hepatitis sino una enfermedad con similares síntomas
pero mucho menos grave.
Bárrales concluyó rápidamente su luna de miel. Rafaelli regresó de su paseo. Los
tres profesores se restituían al plantel estable. Ese día no tenía Geografía ni
Matemáticas, pero sí Historia, en la tercera hora. No voy a aburrirlos con Educación
Cívica ni con el mediocre partido de fútbol que jugamos en Gimnasia. Vayamos
directo a la Historia.
La cara de Feuer era una cosa muy rara: estaba más pálido que de costumbre pero
bronceado. Sólo Aslamim y yo sabíamos que ese tono cobrizo, inaudito en Feuer, se
debía a la potencia de los rayos del sol cuando rebotan contra la nieve.
Feuer no dijo una palabra sobre el sable, y habló, sin pausa, del poderío romano.
Hasta que un alumno, quizás conocedor de la teoría ya esbozada, preguntó fuera de
programa:
—Profesor, ¿qué es eso del sable?
Feuer contestó con los argumentos del diario. Agregó que no era del todo correcto
el adjetivo «auténtico», porque el sable conocido hasta ahora también lo era. El
alumno quedó conforme. Feuer tomó el libro en el capítulo de los romanos como para
ver en qué parte había quedado de la lección, pero yo sabía que estaba turbado y
escondía la vista. Antes de que recomenzara, pregunté:
—¿Y desde cuando estaba el sable empotrado en esa pared?
—Y, calcule, desde antes que el general emprendiera el cruce de los Andes —

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dijo.
—¿Y en todo ese tiempo, nunca salió de ahí? —pregunté.
—Eso no puede saberse —dio Feuer.
—¿Y ahora, dónde lo van a poner? —pregunté.
—Posiblemente, en un museo —dijo, no muy convencido.
—¿Y a usted dónde le parece que debería estar?
El profesor me miró extrañado.
—No entiendo la pregunta —dijo.
—El sable corvo, ¿le parece bien que lo pongan en el museo?
—Es mucho mejor que tenerlo en la caja fuerte de un banco, ahí sí que está
desubicado —dijo Feuer, ya en tono coloquial.
—No entiendo —mentí yo.
—Digo que un símbolo como ése, un sable invicto, depositario del espíritu de la
libertad, no puede estar en un banco al lado del dinero, es una fea combinación.
—Entonces —insistí—. ¿Dónde lo pondría usted?
—Ah —dijo Feuer—. Cómo quiere que lo sepa.
—¿En los Andes? —pregunté.
—¿Cómo? —se quedó tieso Feuer.
—Claro, el general quería mantener el sable invicto, sin saber cuál sería el
resultado de la campaña de los Andes. Después, supo y sabemos que triunfó: sería un
lindo gesto esconder el sable, para que no esté en la caja fuerte de un banco, en ese
límite de nieve donde aún no sabía cómo le iría.
—Sí, sí —se entusiasmó Feuer— sería un lindo gesto.
—Pero robar el sable del museo para hacer eso estaría muy mal —agregué.
—Por supuesto —aseguró Feuer— un verdadero delito.
—¿Y sacarlo de la caja fuerte, para que no esté junto a vulgar dinero? —pregunté.
—Bueno… —dijo Feuer—. Eso sería… incorrecto.
La clase estaba fascinada con el diálogo, podía oír la respiración agitada de
Aslamim. Feuer volvió al libro y dijo:
—Vamos a seguir con los romanos.
—Una última pregunta —pedí. Y antes de que me diera permiso, pregunté—:
¿Qué es para usted incorrecto?
Feuer cerró el libro. Se dio por vencido. Me miró, miró a toda la clase. No iba a
contestarme, iba a hablar.
—Uno tiene que comportarse correctamente —dijo Feuer—. Realmente creo eso.
Uno se pauta determinado tipo de vida y actúa en consecuencia; por lo general, eso es
actuar correctamente. Uno no puede vivir de cien maneras. La vida es una, y, para
hacerla más larga, conviene elegir un solo camino. En mi caso, ser profesor de
historia. Y eso implica estudiar, primaria, secundaria, facultad, profesorado; y

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trabajar, enseñar. Y supongamos que habiendo recorrido el camino que nos fijamos,
con corrección, incluso con talento, no estamos del todo satisfechos. Uno no está del
todo satisfecho.
Esas palabras me sonaban.
—Este sujeto hipotético del que hablamos —siguió Feuer— se dice que
básicamente hizo lo correcto, que tal vez la vida no ofrezca más que esa satisfacción
incompleta. Sin embargo, un día se topa con un gran descubrimiento. De tanto
estudiar, de tanto dedicarse a lo suyo, casi por casualidad, descubre la penicilina o la
radiactividad, etc. En mi caso, para usar un ejemplo actual y atractivo, supongamos
que, leyendo algunos documentos y asociando con otros, descubro que el sable usado
por San Martín hasta la campaña de los Andes, está escondido. Y, para seguir con la
noticia del diario, se halla empotrado en una pared que actualmente pertenece a un
banco. Entonces, como les dije, considero que eso no es un buen sitio para una
espada memorable de la historia. Sigamos suponiendo que, por tanto, quiero sacar el
sable de ahí y sé que el camino correcto es dar parte a las autoridades. Y allí surge mi
duda, ¿era el propósito de San Martín que su sable quedara al descubierto o prefería
mantenerlo oculto, como está el corazón dentro del cuerpo y no fuera, bombeando su
mágico poder? Si lo dejo en el banco, se corroe junto al dinero. Si doy parte a las
autoridades, queda en una almohadilla como un corazón a la intemperie. Y en ese
momento tan grave de su historia, de la historia, el hombre que ha actuado
correctamente toda su vida tiene derecho a una licencia poética. ¡Es que el
descubrimiento es de su materia pero la excede! Tiene derecho a inventar una pauta
nueva. A realizar algo inesperado para él y para todos. Un hecho que lo premie, que
le aporte esa gota de satisfacción faltante. Su propio cruce de los Andes. Para seguir
con la metáfora, este hombre se dice que el mejor lugar para guardar el sable es un
pozo bien profundo en la cordillera de los Andes.
Para eso es necesario sacarlo de la caja fuerte y se hace imprescindible la ayuda
de otros hombres. Hay que anotar horarios de los guardias del banco, saber a qué
lugar de los Andes se va. Necesita ayuda de otros hombres dedicados a lo suyo,
correctos como él y a los cuales también les falta esa chispa única.
—Claro —interrumpí—. Que hicieron la secundaria, la facultad, y…
Quedé callado cuando noté que toda la clase, y el profesor, me miraban.
Realmente había interrumpido. Dejé seguir a Feuer.

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—No hay mucho más —dijo—. El resto pueden imaginarlo.
«Pero son expertos en el tema del sable, los números y los Andes; no en el robo
del dinero —siguió Feuer—. Supongan que, con completa ingenuidad, uno de estos
profesores… bueno…, suponiendo que los otros también sean profesores… cambia
dos billetes robados por los dos comunes que tenga más a mano, porque necesita
comprar urgente el pasaje a los Andes. Bueno. Lo hacen. Ya está. Después, la vida,
más milagrosa que los milagros, quiere que las cosas sigan su curso extraño e
inentendible. Ellos ya han actuado y están satisfechos. Y la última puntada del hecho
extraordinario del hombre correcto es, una sola vez, contarlo».

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Insert coin (La última ficha)
El Cuervo me esperaba junto a la fuente de los patos del Parque Centenario. Solo
dos de la barra estaban con él, no todos los lugartenientes del Cuervo soportan la
atmósfera exterior a FlashBack, sus bránqueas no se los permiten. Resultaba gracioso
ver al Cuervo sin su campera de cuero, vestía un buzo negro y pantalones jogging,
también negros. No tenía puesto un cigarrillo en la comisura del labio, el frío le hacía
echar humo por la boca, salticaba en el lugar; aunque ridículo, tenía algo de
imponente. Yo llegué al duelo con un buzo blanco y shorts azul marino, acompañado
de Aslamim. Eran las tres de la tarde.
Cristina estaba en casa, sabía del desafío y de lo que se jugaba; sin embargo, no
se dio por enterada ni me deseó suerte. Largamos de la esquina del Instituto Pasteur,
era a tres vueltas.
En esquinas estratégicas, se ubicaban Aslamim y los lugartenientes del Cuervo
para controlar que no cortáramos camino.
A diferencia de lo que yo pensaba, el Cuervo, en vez de comenzar a correr rápido
y atolondrado como un animal, imitó mi trote parejo. De todos modos, en la primera
vuelta ya le había sacado buena ventaja. Y fue ahí, estando a buena distancia e
iniciada la segunda vuelta, cuando la extraña capacidad resolutiva que poseo al correr
hizo que me surgiera una idea por completo ajena a mi normal comportamiento. Se
me ocurrió que si el Cuervo había sido capaz de aceptar mi desafío, de entrenar y
animarse a jugarme en un campo para él desconocido, tal vez no fuera la peor de las
personas, tal vez hubiese una o dos personas antes en la escala mundial de malas
personas. Y si mi hermana había aceptado sus fichas, ¿a qué estaba yo corriendo para
que no la invitaran a bailar? Pues estaba claro que, pese a nuestra apuesta, lo del
Cuervo sería finalmente una invitación, porque mi hermana no había dado su
consentimiento. Pensé también que si había aceptado las fichas del Cuervo, el
siguiente paso tendría que resolverlo sola (a no ser que peligrara su integridad física).
Y por último y más importante, no podía imaginarme FlashBack sin el Cuervo.
Fue así que a la vuelta y media abandoné la carrera sin dar explicaciones a mi
oponente. Pasé por la esquina de Aslamim, lo tomé por el hombro y lo invité a cruzar
la calle. Ahora sí el Cuervo corrió como un desesperado, y me preguntó si me
retiraba. De mala gana, le dije que sí.
Aslamim se metió las manos en el bolsillo, le saqué la mano del hombro y lo
imité.
—Le ganabas fácil —dijo—, ¿qué te pasó?
—Es largo de explicar. Pero fundamentalmente, no sé.
—¿No te querés acostumbrar a ganar?
—Vos sabes que yo tengo teorías muy sólidas acerca de los que ganan y los que

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pierden, pero se me están resquebrajando. Creo que voy a ponerme a estudiar la
teoría de la relatividad.
—¿Einstein? —preguntó Aslamim.
—Podría ser —dije—. Mañana tenemos física, voy a preguntarle al profesor.
—Física —resopló Aslamim—. ¡Qué plomo! ¿Qué podemos inventar con Física?

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MARCELO BIRMAJER (Buenos Aires en 1966). Ha publicado, entre otros títulos,
las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994) y Tres
mosqueteros (2001), los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras
desgracias (1997), Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de
hombres casados (2001) y Últimas historias de hombres casados (2004) y la crónica
El Once, un recorrido personal (2006). Es coautor del guión de la película El abrazo
partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004 y nominada al Oscar por la
Academia Argentina de Cine.
Ha escrito en las revistas Fierro, La Nación, Viva y Página/30; en los diarios Clarín,
La Nación y Página/12; en los españoles ABC, El País y El Mundo y en el chileno El
Mercurio. Traducido a varios idiomas, fue honrado con el premio Konex 2004 como
uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura
Juvenil. En 2004, The New York Times lo definió como uno de los más importantes
escritores argentinos de su generación.

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Casona, crítico siempre de los males de la sociedad civilizada -del
mundo urbano- utiliza el tema del suicidio como telón de fondo del
asunto central: la felicidad e infelicidad en dos hermanos, en dos
seres a quien el destino se muestra con doble faz, como Jano. La
justicia o injusticia nada tiene que ver con el corazón ni con los
sentimientos que presiden las relaciones entre los humanos. En la
obra todo sirve a una idea central: la exaltación de la vida, el
rechazo del suicidio. No hay nada que lo justifique porque fuera está
la naturaleza, encarnada en la primavera, con toda su potencia, con
toda su savia que reanima los deseos de gozar.
Alejandro Casona

Prohibido suicidarse en
primavera
Comedia en tres actos

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Smoit 01.12.13
Título original: Prohibido suicidarse en primavera
Alejandro Casona, 1937
Retoque de portada: Smoit

Editor digital: Smoit


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PERSONAJES
CHOLE
ALICIA
LA DAMA TRISTE
CORA YAKO
FERNANDO
JUAN
DOCTOR RODA
HANS
EL AMANTE IMAGINARIO
EL PADRE DE LA OTRA ALICIA

Estrenada en el Teatro Arbeu de México por la Compañía de Josefina


Díaz y Manuel Collado el día 12 de junio de 1937.
ESCENARIO
En el Hogar del Suicida, sanatorio de almas del Doctor Ariel. Vestíbulo
como de hotel de montaña, recordando esos paradores de turismo
construidos sobre ruinas de antiguos monasterios y artísticamente
remozados por un gusto nuevo. Todo es aquí extraño, sugeridor y
confortable: el mobiliario, la plástica, el trazado de las arquerías, la
disposición indirecta de las luces acristaladas. En las paredes, bien
visibles, óleos de suicidas famosos reproduciendo escenas de su muerte:
Sócrates, Cleopatra, Séneca, Larra. Sobre un arco, tallados en piedra, los
versos de Santa Teresa:

«Ven, Muerte, tan escondida


que no te sienta venir
porque el placer de morir
no me vuelva a dar la vida».

Amplia verja al fondo, sobre un claro jardín de sauces y rosales. El


jardín tiene un lago, visible en parte, un fondo lejano de cielo azul y
montañas jóvenes nevadas. En ángulo, a la derecha, arranca una galería
oscura, en arco, con una pesada puerta de herrajes, practicable, sobre el
dintel, una inscripción que dice: «Galería del Silencio». En frente, otra
semejante, pero clara y sin puertas: ”Jardín de la Meditación”.
ACTO PRIMERO
En escena, el Doctor Roda y HANS, su ayudante, con bata de enfermero.
El primero, de aspecto inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y
palabra mortalmente serios. El DOCTOR, al lado de una mesa volante de
trabajo, revisa sus ficheros.

DOCTOR.— Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4.


Catástrofe económica… cocaína… ¿No tenemos ningún caso nuevo?
HANS.— El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de
los sauces, hablando a solas.
DOCTOR.— ¿Diagnóstico?
HANS.— Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la
muerte que tienen miedo cuando la ven de cerca.
DOCTOR.— ¿Ha hablado usted con él?
HANS.— Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.
DOCTOR.— ¿Decidido?
HANS.— No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en
el jardín he roto detrás de él una rama seca, y se volvió sobresaltado, con
cara de espanto.
DOCTOR.— Miedo nervioso. Muy bien; entonces hay peligro todavía.
¿Su ficha?
HANS.— Aquí está.
DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco
años. Sueldo, doscientas pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de
poemas inédito». Ah, un romántico; no creo que sea peligroso. De todos
modos vigílelo sin que él se dé cuenta. Y avise a los violines: que toquen
algo de Chopin en el bosque al caer la tarde. Eso le hará bien. ¿Ha vuelto a
ver a la señora del pabellón verde?
HANS.— ¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.
DOCTOR.— ¿Vigilada?
HANS.— ¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado
todas nuestras instalaciones: el lago de los ahogados, el bosque de
suspensiones, la sala de gas perfumado… Todo le parece excelente en
principio, pero no acaba de decidirse por nada. Sólo le gusta llorar.
DOCTOR.— Déjala. El llanto es tan saludable como el sudor, y más
poético. Hay que aplicarlo siempre que sea posible como la medicina
antigua aplicaba la sangría.
HANS.— Pero es que igual le ocurre al profesor de Filosofía. Ya se ha
tirado tres veces al lago, y las tres veces ha vuelto a salir nadando.
Perdóneme el doctor, pero creo que ninguno de nuestros huéspedes hasta
ahora tiene el propósito serio de morir. Temo que estamos fracasando.
DOCTOR.— Paciencia, Hans, nada se debe atropellar. La Casa del
Suicida está basada en un absoluto respeto a sus acogidos, y en el culto
filosófico y estético de la muerte. Esperemos.
HANS.— Esperemos (Señalando con un gesto). La Dama Triste.

(La DAMA TRISTE llega al jardín de la meditación.)

DAMA.— Perdóneme, doctor…


DOCTOR.— Señora…
DAMA.— He seguido sus consejos con la mejor voluntad: he llorado
toda la mañana, me he sentado bajo un sauce mirando fijamente el agua…
Y nada. Cada vez me siento más cobarde.
HANS (Animándola).—¿Ha visto usted nuestro muestrario último de
venenos?
DAMA.— Sí, los colores son preciosos, pero el sabor debe ser
horrible.
HANS.— Puede añadirle un poco de menta, espliego…
DAMA.— No sé… El lago también me gustaría, pero está tan frío. No
sé, no sé qué hacer… ¿Qué pensará usted de mí, doctor?
DOCTOR.— Por Dios, señora; le aseguro que no tenemos prisa alguna.
DAMA.— Gracias. ¡Ah, morir es hermoso, pero matarse!… Dígame,
doctor: al pasar por el jardín he sentido un mareo extraño. Esas plantas,
¿no estarán envenenadas?
DOCTOR.— No; todavía no hemos descubierto la manera de
envenenar un perfume.
DAMA.— Lástima, ¡sería tan bonito! ¿Por qué no lo ensayan ustedes?
DOCTOR.— Es difícil.
DAMA.— Inténtelo. Yo tampoco tengo prisa: puedo esperar.
DOCTOR.— Siendo así, lo ensayaremos.
DAMA.— Gracias, doctor, es usted muy amable conmigo.

(Va a salir. Se detiene a ver entrar al AMANTE IMAGINARIO. Es un


joven de aspecto romántico y enfermizo. Vive ensimismado. Suena detrás
de él una campana, y se vuelve sobresaltado. Se recobra. Saluda turbado.)

AMANTE.— Buenos días…


DOCTOR.— ¿Ha elegido usted ya su… procedimiento?
AMANTE.— No, todavía no. Pensaba.
HANS (Ofreciendo la mercancía como en un bazar).—Tenemos un
sauce especial para enamorados, un lago de leyenda… Si le gustan los
clásicos, podemos ofrecerle el ramo de rosas con áspid, modelo Cleopatra,
el baño tibio, la cicuta socrática…
AMANTE.— ¿Para qué tanto? Cuando la vida pesa basta con un árbol
cualquiera.
HANS (Apresurándose a tomar nota en su cuaderno).—Ah, muy bien.
«Suspensión». Perfectamente. ¿Número de cuello?
AMANTE.— Treinta y siete, largo.
HANS.— Treinta y siete. ¿Tiene preferencia por algún árbol?
AMANTE (En una reacción brusca).—¡Oh, cállese, no puedo oírle!
Tiene usted la frialdad de un funcionario. Es odioso oír hablar así de la
Muerte. (Transición.) Perdón…

(Va a salir por la Galería del Silencio.)

DOCTOR.— Un momento. Si no se ha decidido aún… esa Galería no


debe atravesarse más que en la hora decisiva. Al jardín de la Meditación,
por aquí.
AMANTE.— Gracias.
DOCTOR.— ¿Necesita alguna cosa? ¿Libro, licores, música…?
AMANTE.— Nada, gracias… (Sale. Saluda a la DAMA TRISTE con
una inclinación de cabeza.)
DAMA.— ¿Otro desesperado? ¡Qué pena, tan joven…! ¿Algún
desengaño de amor?
DOCTOR.— Así parece.
DAMA.— ¡Pero si es un niño! De todos modos, dichoso él. ¡Si yo
tuviera al menos una historia de amor para recordarla! (Sale.)
HANS.— Y así todos. Mucho llanto, mucha tristeza poética; pero
matar no se mata ninguno.
DOCTOR.— Esperemos, Hans.
HANS (Sin gran ilusión).—Esperemos. ¿Alguna orden para hoy?
DOCTOR.— Sí, hágame el favor de revisar la instalación eléctrica. La
última vez que el profesor de Filosofía se tiró al agua no funcionaron los
timbres de alarma.

(Sale HANS. El DOCTOR se dispone a tomar unas notas. Se oye de


pronto un grito de mujer. Por la Galería del Silencio sale corriendo
ALICIA; una muchacha, apenas mujer, de dulce aspecto. Viste con una
sencillez humilde y limpia. Viene espantada, como huyendo de un peligro
inmediato.)

ALICIA.— ¡No! ¡No quiero morir…, no quiero morir!… (Al ver al


DOCTOR, que acude a ella.) ¡Paso! ¡Déjeme salir de aquí!
DOCTOR.— Calma, muchacha. ¿Adonde va usted?
ALICIA.— No sé: ¡al aire libre!…, ¡a la vida otra vez!… ¡Déjeme!
(Volviéndose sobresaltada.) ¿Quién anda ahí?
DOCTOR.— Nadie.
ALICIA.— He visto una sombra. La he oído reír…
DOCTOR.— Vamos, vamos, alucinaciones.
ALICIA (Empieza a sentirse aliviada. Se pasa una mano por la frente).
—¿Quién es usted?
DOCTOR.— El doctor Roda, director de la Casa. Tranquilícese.
ALICIA.— ¿Por qué hacen ustedes esto? Esos árboles extraños, con
cuerdas colgadas, esa música invisible, esa Galería negra que da vueltas y
vueltas… ¡Es horrible!
DOCTOR.— No lo crea. Está usted dominada por un miedo pueril.
Pero le aseguro que nada de eso es verdad. ¿Quiere usted volver conmigo?
ALICIA.— ¡No! ¡Volver, no! Quiero salir de aquí.
DOCTOR.— Nadie la detiene. No sé quién es usted, ni por dónde ha
entrado, ni por qué ha venido aquí; pero no importa. Ahí está el parque;
bordeando el lago saldrá a la carretera; al otro lado de las montañas se ve,
lejos, la ciudad. Es usted libre.
ALICIA (Con una amargura infinita).—La ciudad… La ciudad otra
vez…

(Se deja caer llorando en un asiento. El DOCTOR la contempla,


conmovido. Pausa.)

DOCTOR.— ¿Por qué ha venido aquí? ¿Sabe usted dónde está?


ALICIA.— Sí, fue un momento de desesperación. Había oído hablar de
una Casa de Suicidas, y no podía más. El hambre…, la soledad…
DOCTOR.— ¿Ha vivido siempre sola?
ALICIA.— Siempre. Nunca he conocido amigos, ni hermanos, ni amor.
DOCTOR.— ¿Trabajaba usted?
ALICIA.— Más de lo que podía resistir. ¡Y en tantas cosas! Primero
fui enfermera; pero no servía: les tomaba demasiado cariño a mis
enfermos, ponía toda mi alma en ellos. Y era tan amargo después verlos
morir… o verles curar, y marchar, también para siempre.
DOCTOR.— ¿No volvió a ver a ninguno?
ALICIA.— A ninguno. La salud es demasiado egoísta. Sólo uno me
escribió una vez, pero ¡desde tan lejos! Había ido al Canadá, a cortar
árboles para hacerse una casa… y meterse dentro con otra mujer.
DOCTOR.— ¿Qué fue lo que la decidió a venir aquí?
ALICIA.— Fue anoche. No podía más. Estaba sin trabajo hacía quince
días. Tenía hambre: un hambre dolo-rosa y sucia; un hambre tan cruel que
me producía vómitos. En una calle oscura me asaltó un hombre; me dijo
una grosería atroz enseñándome una moneda… Y era tan brutal aquello
que yo rompí a reír como una loca, hasta que caí sin fuerzas sobre el
asfalto, llorando de asco, de vergüenza, de hambre, insultada…
DOCTOR.— Comprendo.
ALICIA.— No, no lo comprende usted. Aquí, entre los árboles y las
montañas, no pueden comprenderse esas cosas. El hambre y la soledad
verdaderos sólo existen en la ciudad. ¡Allí sí que se siente uno solo entre
millones de seres indiferentes y de ventanas iluminadas! ¡Allí sí que se
sabe lo que es el hambre, delante de los escaparates y los restaurantes de
lujo!… Yo he sido modelo en una casa de modas. Nunca había sabido
hasta entonces lo triste que es después dormir en una casa fría, desnuda de
cien vestidos, y con los dedos llenos de recuerdos de pieles.
DOCTOR.— Espero que no sea la envidia del lujo lo que ha causado su
desesperación.
ALICIA.— Oh, no. Nunca le he pedido demasiado a la vida. ¡Pero es
que la vida no ha querido darme nada! Al hambre se la vence; ya la he
vencido otras veces. Pero… ¿y la soledad? ¿Sabe usted por qué he venido
aquí?
DOCTOR.— Eso es lo que no acabo de comprender.
ALICIA.— Es natural; en un momento de desesperación, una se mata
en cualquier parte. Pero yo, que he vivido siempre sola, ¡no quería morir
sola también! ¿Lo entiende ahora? Pensé que en este refugio encontraría
otros desdichados dispuestos a morir, y que alguno me tendería su mano…
Y llegué a soñar como una felicidad con esta locura de morir abrazada a
alguien; de entrar al fin en una vida nueva por un compañero de viaje. Es
una idea ridícula, ¿verdad?
DOCTOR (Interesado).—De ninguna manera. ¿Trató usted de buscar a
ese compañero?
ALICIA.— ¿Para qué? Cuando llegué aquí ya no sentía más que el
miedo. Me perdí por esas galerías, me pareció ver una sombra extraña que
me buscaba… y eché a correr, gritando, hacia la luz. Fue como una
llamada de toda mi sangre. Entonces comprendí mi tremenda
equivocación; venía huyendo de la soledad… y la muerte es la soledad
absoluta.
DOCTOR.— Magnífico, muchacha. Su juventud la ha salvado. Usted
ya no me necesita, pero acaso yo la necesite a usted. Dígame, ¿tiene
mucho interés en volver a esa ciudad donde nadie la espera?
ALICIA.— ¿Adonde voy a ir?
DOCTOR.— ¿Querría usted quedarse en esta casa?
ALICIA (Con miedo aún).—¡Aquí!
DOCTOR.— No tenga miedo. Aparentemente esto no es más que un
extravagante Club de Suicidas. Pero, en el fondo, intenta ser un sanatorio.
Usted, que sólo le pide a la vida una mano amiga y un rincón caliente,
tiene mucho que enseñar aquí a otros que tienen la fortuna y el amor, y se
creen desgraciados. Ayúdenos usted a salvarlos.
ALICIA.— Pero, ¿qué puedo yo hacer?
DOCTOR.— Usted ha curado heridos; sea aquí nuestra enfermera de
almas. Ya hablaremos. Por lo tanto, olvide su desesperación de anoche. Mi
mesa está siempre dispuesta. ¿Quiere aceptar también mi mano de amigo?
ALICIA (Estrechándola conmovida).—Gracias…
DOCTOR.— Por aquí. Y no pierda su fe. No le pida nunca nada a la
vida. Espere… y algún día la vida le dará una sorpresa maravillosa.

(Sale con ella. La escena sola un momento. Estalla fuera una alegre
risa de mujer. Entra corriendo CHOLE: una juventud impetuosa y sana.
Asomada a la verja, llama con el grito jubiloso de los montañeros.)
CHOLE.— ¡Ohoh! (Abre la verja de par en par. Penetra en escena.
Mira agradablemente sorprendida en torno, y vuelve a llamar hacia el
exterior.) ¡Ohoh!

(Contesta fuera, la voz de FERNANDO.)

VOZ.— ¡Ohoh!

(Entra FERNANDO, joven también, alegre y decidido como ella. Traje


de viaje, equipaje de mano, cámara fotográfica en bandolera.)

FERNANDO.— ¿Tierra firme?


CHOLE.— ¡Y qué tierra! Montañas con sol y nieve, un lago, un hotel
confortable, ¡y nosotros! Mira qué nombres tan bonitos: «Galería del
Silencio»… «Jardín de la Meditación»… Y en el parque, ¿has visto?
«Sauce de los enamorados», con cuerdas colgadas… para los columpios.
Dame las gracias ahora mismo, Fernando.
FERNANDO.— Gracias, Chole… ¡Qué aspecto extraño tiene todo
esto!
CHOLE.— ¡Encantador!
FERNANDO.— Encantador, pero extraño. Seguramente uno de esos
paradores de turismo para ingleses y enamorados.
CHOLE.— Lo que nos hacía falta. ¡Ay, qué vacaciones, Fernando!
¿Ves? Siempre debías dejarme conducir a mí. Te vuelves de espaldas a los
mapas, te metes por las carreteras por donde no va nadie, cierras los ojos
en los cruces apretando el acelerador… y siempre sales a algún sitio
inesperado y maravilloso. La primera vez que me dejaste el volante
descubrimos así unas ruinas góticas, ¿te acuerdas? La segunda…
FERNANDO.— La segunda nos fuimos contra un castaño de Indias.
CHOLE.— Pero no se destrozó más que el coche. ¿Y aquella cabaña de
pescadores donde nos recogieron? ¿Y aquella herida, tan bonita, que te
hiciste en el hombro?
¡Qué bien te sentaba aquel gesto triste, Fernando! No te lo había visto
nunca. ¿Dónde fue?
FERNANDO.— En una costa: el Cantábrico…, el Báltico… Ya no me
acuerdo.
CHOLE.— Yo tampoco; pero era un mar auténtico; sin bañistas, sin
casino. ¡Con unos hombres rubios y grandes, que cantaban a coro! Y
ahora, ¿qué me dices ahora? ¿He sido un buen timonel?
FERNANDO.— ¡Magnífico!
CHOLE.— Me dijiste: tenemos una semana de vacaciones en el
periódico; vámonos a guarecer nuestro amor en cualquier rincón tranquilo
y feliz… Aquí lo tienes.
FERNANDO.— Decididamente, ¿nos quedamos aquí?
CHOLE.— ¿Dónde mejor? Además, no podríamos seguir aunque
quisiéramos. ¡Si todo ha sido providencial en este viaje! Tomé esta
carretera porque no figura en la guía; justo al llegar se nos acabó la
gasolina. Y en cuanto nos apeamos saltó una alondra a la derecha. ¡Buen
augurio!
FERNANDO.— Así sea. Pero ¿es qué no hay nadie en este hotel?
(Llamando a gritos hacia un lado.) ¡Ohoh!
CHOLE (Hacia el otro).— ¡Ohoh!

(Pausa.)

FERNANDO.— Nadie.
CHOLE.— Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿Qué más nos hace falta?
(Solemne.) En nombre de España, tomamos posesión de esta isla desierta.
¡Hurra, capitán!
FERNANDO.— ¡Hurra timonel!
CHOLE (Abriendo los brazos).—¿Cómo llamaremos a este rincón
feliz?
FERNANDO.— ¿Cómo se llaman todos los rincones de la tierra donde
estemos tú y yo?
CHOLE.— ¡El paraíso!
FERNANDO.— El paraíso… (Se besan riendo, dichosos de amor y
juventud. Entra la DAMA TRISTE. Los contempla con una ternura llena
de lástima. Fernando se aparta al verla.) ¡La serpiente!
DAMA.— Pobres… ¿Ustedes también?
FERNANDO.— Señora…
DAMA.— ¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una vida por delante y
queriéndose así… Novios, ¿verdad?… ¡Qué pena, Señor, qué pena!…

(Cruza la escena y sale).

FERNANDO.— ¿Por qué le dará pena a esa señora que seamos tan
jóvenes?
CHOLE.— No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué aire melancólico?
FERNANDO.— Enferma del hígado, seguro. Lo siento por ti, Chole:
me habías prometido llevarme al paraíso, pero creo que me has metido en
un balneario.
CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, extrañada).—Pues
tampoco es un balneario.
FERNANDO.— ¿No?
CHOLE.— Mira…
FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros que ella
señala).—«Sócrates. Siglo quinto de Grecia. Cicuta»… «Séneca. Siglo
primero de Roma. Sangría»…
CHOLE.— «Larra. Siglo romántico de España. Pistola»…
FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy, huy, huy…
CHOLE.— ¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, Muerte, tan escondida
—que no te sienta venir porque el placer de morir— no me vuelva a dar la
vida». Santa Teresa.

(Pausa. Se miran desconcertados.)

FERNANDO.— ¡A que nos hemos metido en un convento!


CHOLE.— ¡Un convento! No digas… El claustro de mirtos, con un
surtidor, las filas de hábitos blancos por las galerías, los maitines… ¡Sería
magnífico!
FERNANDO.— Para el turismo. Pero no me parece lo más indicado
para dos novios en vacaciones.
CHOLE.— Dos novios, dos novios… Dicho así, parecemos dos novios
como los demás. ¡Y no! (Con fuego.) ¡Los novios! ¡Los únicos! ¿Quién se
ha querido en el mundo antes que nosotros?
FERNANDO.— ¡Nadie!
CHOLE.— ¿Quién se atreverá a quererse después?
FERNANDO.— ¡Nadie!
CHOLE (Abriendo nuevamente los brazos).—¡Capitán!
FERNANDO.— ¡Timonel!

(Rompiendo el abrazo, pasa HANS por el arco del jardín. Va tocando


una campanilla. Se asoma a escena y grita.)

HANS.— Sala de la cicuta… ¡libre!

(Sigue con su campanilla. Pausa. CHOLE y FERNANDO se miran


inmóviles.)

CHOLE (Aterrada).—¿Ha dicho sala de la cicuta?


FERNANDO.— Huy, huy, huy… (Toma un libro sobre la mesa del
DOCTOR.) ¡Demonio!
CHOLE.— ¿Qué?
FERNANDO.— ¡Este libro!… «El suicidio considerado como una de
las Bellas Artes». (Suelta el libro.) Me parece, Chole, que no te vuelvo a
dejar el volante.
CHOLE (Disponiéndose a huir).—¿Dónde pusiste el maletín?
FERNANDO.— ¡Eh, alto! ¡Huir, no! Somos periodistas. Chole.
Cuando un periodista se tropieza con algo sensacional, no retrocede
aunque lo que tenga delante sea un rinoceronte. Antes morir. Deja ese
maletín.

(Entra el DOCTOR. Va hacia su mesa. Se detiene al verlos.)


DOCTOR.— ¿Les atienden a ustedes?
CHOLE.— No, gracias. Sólo entramos a dar un vistazo. Muy
interesante, muy interesante… Fernando…
FERNANDO.— ¡Chole!… Calma. (Ella se rehace. Deja el maletín.
Avanza heroicamente.) Desconocido señor, permítame que me presente,
Fernando Zara, periodista; especializado en reportajes sensacionales.
DOCTOR.— Mucho gusto.
FERNANDO.— Gracias. Chole, mi compañera, mi novia, mi ninfa
Egeria y mi estrella polar. La pareja más feliz de la tierra.
DOCTOR.— Enhorabuena. Doctor Roda, director de la Casa. Pero… si
son ustedes una pareja feliz, ¿qué diablos vienen a hacer aquí? ¿Han
llegado ustedes voluntariamente?
CHOLE.— Hemos llegado fatalmente. Conducía yo.
DOCTOR.— ¿Y saben ustedes dónde están?
FERNANDO.— Todavía no, pero lo sabremos en seguida. Es nuestra
profesión.
DOCTOR.— Será si yo no me opongo.
FERNANDO.— Inútil oponerse. Somos periodistas: si nos echa usted
por la puerta, volveremos por la ventana. Disfrazados de jardineros, de
inspectores de teléfonos, de vendedores de frutas, nos tendría usted aquí
irremediablemente. No hay nada que hacer, doctor.
CHOLE (Avanzando hacia él).—Nosotros no retrocedemos aunque
tengamos delante un rinoceronte… ¡Oh, perdón!…
FERNANDO.— ¿Su respuesta?
DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente).—¿Me perdonarían
ustedes si les advierto que como todos los seres felices… y como todos los
periodistas, son ustedes un poco impertinentes?
FERNANDO.— Perdonado. Pero compréndanos, doctor: el
sensacionalismo es de cultivo muy difícil. El mundo produce cada vez
menos cosas interesantes, y el público, en cambio, tiene cada vez más
hambre de ellas. Usted no puede imaginarse nuestra angustia de
exploradores en busca de lo extraordinario; nuestro gozo profesional
cuando tropezamos con una banda de secuestradores, con un adulterio
bonito…
CHOLE.— ¡Ah, la tiranía del público! Y luego la tiranía del director.
Todo le parece poco. Para el mes que viene nos ha encargado un naufragio,
un evadido de la Guayana, un parto quíntuple y una aurora boreal. No es
trabajo fácil, no.
FERNANDO.— No sabe usted lo que es recorrer un mundo de temas
agotados para encontrar esa veta sensacional que el público espera
siempre. «La serpiente de mar», que llamamos en los periódicos.
DOCTOR.— ¿Y creen ustedes haber encontrado aquí su «serpiente de
mar»?
FERNANDO.— Le hemos visto la cola.
CHOLE.— No nos cierre las puertas. ¡Ayúdenos, doctor!
DOCTOR (Con una sonrisa de simpatía).—Está bien, veamos. ¿Son
ustedes, en efecto, una pareja feliz?
FERNANDO (Posando la mano sobre el hombro de ella).—¡Cómo no
ha habido otra!
DOCTOR.— ¿Enfermedad?
CHOLE.— Ninguna.
DOCTOR.— ¿Problemas espirituales?
FERNANDO.— No existen.
DOCTOR.— ¿Amor?
CHOLE.— ¡Torrencial!
DOCTOR.— ¿Dificultades materiales?
FERNANDO.— ¿Nosotros? A nosotros nos deja usted esta noche en
una selva del centro de África, y mañana por la mañana tomamos café con
leche.
DOCTOR.— Es envidiable. En ese caso, yo puedo facilitarles su
trabajo. Pero ustedes, en cambio, pueden prestarme a mí un gran servicio.
LOS DOS.— A sus órdenes.
DOCTOR.— Para la buena marcha de esta casa necesitaba yo
encontrar los dos extremos opuestos de la fortuna: una vida en derrota, sin
amores, sin pasado y sin porvenir. Y una vida en plenitud, audaz,
enamorada, llena de esperanzas y de horizontes. Lo primero, lo he
encontrado hace un momento. ¿Quieren ustedes ser aquí la vida feliz?
CHOLE.— A sus órdenes, doctor; estamos de vacaciones.
DOCTOR.— Pues siendo así, como colaboradores y amigos, escuchen
ustedes.

(Se sientan)

FERNANDO.— ¡Chole!

(CHOLE prepara lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.— No; prométanme que no escribirán una sola línea hasta


que no conozcan a fondo la institución.
FERNANDO.— Chole…

(CHOLE guarda lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.— ¿Conocieron ustedes al doctor Ariel?


FERNANDO.— El doctor Ariel…, sí…
CHOLE.— Sí, sí…, el doctor Ariel.
DOCTOR.— Bien; no le conocieron ustedes. El doctor Ariel fue mi
maestro. Su familia, desde varias generaciones, era víctima de una extraña
fatalidad: su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos morían suicidándose en
la plenitud de la vida, cuando empezaban a perder la juventud. El doctor
Ariel vivió torturado por esta idea. Todos sus estudios los dedicó a la
biología y la psicología del suicida, penetrando hasta lo más hondo en este
sector desconcertante del alma. Cuando creyó que su hora fatal se
acercaba, se retiró a estas montañas. Aquí cambió sus amigos, sus
alimentos y sus libros. Aquí leía a los poetas, se bañaba en las cascadas
frías, paseaba sus dos leguas a pie durante el día y escuchaba a Beethoven
por las noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de una muerte noble
y serena, a los setenta años de felicidad.
CHOLE (Entusiasmada).—¡Pero muy bonito!
FERNANDO.— Muy periodístico. Este prólogo queda formidable para
señoras.
DOCTOR.— El doctor dejó escrito un libro maravilloso.

(Lo toma de la mesa.)

FERNANDO.— Sí. «El suicidio considerado como una de las Bellas


Artes».
DOCTOR.— ¡Ah!, ¿lo conocía usted?
FERNANDO.— No hace mucho; pero lo conocía.
DOCTOR.— Este libro está lleno de ciencia; pero también de
comprensión humana y de ternura. Vea la dedicatoria: «A mis pobres
amigos los suicidas». (FERNANDO toma el libro, que hojea de vez en
cuando, interesado en sus mapas y estadísticas.) A estos pobres amigos
dejó también el doctor Ariel toda su fortuna. Con ella se fundó el Hogar
del Suicida, cuya dirección me confió el maestro… y donde tienen ustedes
su casa.
FERNANDO.— Gracias.
CHOLE.— Hasta aquí, todo va bien. Pero si el doctor Ariel murió feliz
al fin, ¿por qué la fundación de esta Casa?
DOCTOR.— Ahí empieza el secreto. El doctor Ariel no se limitó a
hacer una extravagancia. Fundó, sagazmente, un Sanatorio de Almas.
Aparentemente, esta casa no es más que el Club del perfecto suicida. Todo
en ella está previsto para una muerte voluntaria, estética y confortable; los
mejores venenos, los baños con rosas y música… Tenemos un lago de
leyenda, celdas individuales y colectivas, festines Borgia y tañederos de
arpa. Y el más bello paisaje del mundo. La primera reacción del
desesperado, al entrar aquí, es el aplazamiento. Su sentido heroico de la
muerte se ve defraudado. ¡Todo se le presenta aquí tan natural! Es el efecto
moral de una ducha fría. Esa noche algunos aceptan alimentos, otros
llegan a dormir, e invariablemente todos rompen a llorar. Es la primera
etapa.
CHOLE.— (Echando mano a su lápiz).—Magnífico. Segunda etapa.
(FERNANDO la detiene con un gesto.)

DOCTOR.— Etapa de la meditación. El enfermo pasa largas horas en


silencio y soledad. Luego, pide libros. Después busca compañía. Va
interesándose por los casos de sus compañeros. Llega a sentir una piadosa
ternura por el dolor hermano. Y acaba por salir al campo. El aire libre y el
paisaje empiezan a operar en él. Un día se sorprende a sí mismo
acariciando a una rosa…
FERNANDO.— Y empieza la tercera etapa.
DOCTOR.— La última. El alma se tonifica al compás de los músculos.
El pasado va perdiendo sombras y fuerza; cien pequeños caminos se van
abriendo hacia el porvenir, se van ensanchando, floreciendo… Un día ve
las manzanas nuevas estallar en el árbol, al labrador que canta sudando al
sol, dos novios que se besan mordiéndose la risa… ¡Y un ansia caliente de
vivir se le abraza a las entrañas como un grito! Ese día el enfermo
abandona la casa, y en cuanto traspasa el jardín, echa a correr sin volver la
cabeza. ¡Está salvado!
CHOLE.— Precioso. Parece una balada escocesa.
FERNANDO.— No está mal. Periodísticamente era más interesante
que se matasen. Pero dígame: ese sistema ¿no está excesivamente
confiado en la
buena disposición del cliente? ¿No han tropezado ustedes nunca con el
suicida auténtico, con el desesperado irremediable?
DOCTOR.— Aquí sólo llegan los vacilantes. Desdichadamente, el
desesperado profundo se mata en cualquier parte, sin el menor respeto a la
técnica ni al doctor Ariel. (Levantándose.) ¿Puedo contar con ustedes?
CHOLE.— Desde ahora mismo.
DOCTOR.— Voy a encargar que dispongan sus habitaciones.
FERNANDO.— Gracias. ¿Nos permite, entre tanto, hacer alguna
interviú a sus pacientes?
DOCTOR.— Bien, pero con tiento. Generalmente son desconfiados y
no abren fácilmente su corazón a un extraño.
CHOLE.— Aquel joven que se acerca, ¿es un enfermo?
DOCTOR.— Ah, sí: un muchacho romántico. Le llamamos aquí el
Amante Imaginario. Vean su ficha… Ha llegado anoche…
FERNANDO.— Entonces, etapa de la ducha fría.
DOCTOR.— Exactamente. No le lleven demasiado la contraria. Y
sobre todo, naturalidad.

(Sale.)

CHOLE.— Naturalidad, Fernando.

(Entra, siempre ensimismado, el AMANTE IMAGINARIO. Se acerca


al verlos, con un rayo de esperanza.)

AMANTE.— Perdón… ¿Compañeros?


CHOLE.— Funcionarios…
AMANTE.— Ah, funcionarios… (Va a seguir, desilusionado.)
FERNANDO.— Quédese un momento. ¿Por qué no se sienta? Tiene
usted un aspecto muy fatigado.
CHOLE.— ¿Quiere usted tomar alguna cosa?
AMANTE.— Gracias. Quiero terminar cuanto antes. (Señalando,
solemne, la Galería del Silencio.) Hoy mismo traspasaré esa última puerta.
FERNANDO.— ¿Ha elegido usted ya su procedimiento?
CHOLE.— No se decida sin consultarnos: tenemos los mejores
venenos, un lago de leyenda, celdas individuales y…
AMANTE (Brusco).—¡Ah, ustedes también! ¡Cállense! Todo es frío
aquí…, odiosamente frío. Yo esperaba encontrar un corazón amigo.
CHOLE.— Cuente usted con ese corazón. Hemos visto su ficha.
«Desengaño de amor». Nos gustaría tanto conocer su historia.
AMANTE (Con ganas de contarla).—¿De veras? ¿La oirían ustedes?
No sé si valdría la pena…
CHOLE.— ¿Cómo no? ¿Quiere usted contárnosla?
AMANTE.— Gracias… (Pausa.) Yo era un empleado en una casa de
banca. Hacía números por el día y versos por la noche. Siempre había
soñado aventuras y viajes, pero nunca había realizado ninguno. Una noche
fui a la Opera. Cantaba Cora Yako el papel de Margarita. ¡Una mujer
espléndida!
FERNANDO.— La conozco. Ha dado mucho que hacer al
huecograbado.
AMANTE.— Cora Yako cantó toda la noche para mí. No era ilusión,
no; sus ojos se clavaban en los míos, en lo más alto de la galería. ¡Cantaba
y lloraba y moría para mí solo! Aquella noche no pude dormir. Al día
siguiente equivoqué todas las operaciones en el banco. Y volví al teatro,
temblando, dos horas antes de empezar.
CHOLE.— ¿Repetían el «Fausto»?
AMANTE.— No, era «Madame Butterfly». Pero el fenómeno volvió a
repetirse. La noche anterior eran dos ojos azules y unas trenzas rubias;
ahora eran dos ojos de almendra negra y un kimono de estrellas. Pero el
mismo brazo de luz entre los dos… En el banco, todo el dinero pasaba por
mis manos. Cogí una cantidad, mi sueldo de dos meses. Y le envié un
ramo de orquídeas y una tarjeta. Después…

(Vacila. Se calla.)

CHOLE.— Después, ¿qué?… Diga.


AMANTE.— Después… Después ¡fue la felicidad!… Los barcos y los
grandes hoteles. Viena, El Cairo, Shanghai. Nos besábamos un día en el
desierto, entre los sicómoros, y al día siguiente en un jardín de lotos. ¡Yo,
miserable empleado de una banca española, he abrazado en todos los
idiomas a Margarita y a Madame Butterfly, a Brunilda, a Scherezada!…
FERNANDO.— Enhorabuena. ¿Y qué más?
AMANTE (Seco).—Nada más.
CHOLE.— ¿Nada más? ¿Entonces?
AMANTE.— ¿Qué? ¿Por qué me miran así? ¿No me creen? ¡Les juro
que es verdad! Yo he sido el gran amor de Cora Yako. ¡Es verdad, es
verdad!
FERNANDO (Cambia una mirada con Chole).—No es verdad.
AMANTE.— ¡Les juro que sí! ¿Por qué no había de serlo? ¿Qué tengo
yo para que no me quiera una mujer?
FERNANDO.— No es por usted. Seguramente es un gran muchacho.
Pero ha contado su historia de un modo tan extraño…
CHOLE.— ¿Por qué ha mentido usted? Háblenos sin miedo, como a
dos amigos.
AMANTE (Vencido por el tono cordial de Chole).—Tiene usted razón.
Para qué mentir, si nadie me cree… Y sin embargo sólo he mentido a
medias. Es verdad que he destrozado mi juventud sobre el pupitre de una
casa de banca. Es verdad que Cora Yako me miraba cantando. Y es verdad
que robé por ella. Pero el amor y los viajes… sólo los he soñado. Al día
siguiente, cuando volví al teatro con mi corbata nueva, el vestíbulo estaba
lleno de baúles y decorados sucios. Mi ramo estaba tirado en un rincón, y
la tarjeta sin abrir. De mi sueño sólo quedaba la pobre verdad de mi
desfalco, y un ramo de orquídeas pisadas… Pero eso no debe saberlo
nadie. Déjenme contar esta historia a todo el mundo. Necesito que la crean
todos. Necesito creerla yo también… y después morir feliz. (Volviéndose
rápido.) El doctor viene. No le digan ustedes nada; él es ya viejo y no
puede comprender estas cosas… No le digan ustedes nada.

(Sale de puntillas. Entra el DOCTOR.)

DOCTOR.— Sus habitaciones están dispuestas. ¿Quieren pasar a


verlas?
CHOLE.— Yo voy. Saca tú las maletas del coche, Fernando. Cuando
usted quiera, doctor.

(Sale con él, llevándose el maletín. FERNANDO, a solas, da unos


pasos en la dirección en que salió el AMANTE IMAGINARIO. Se vuelve
al ver entrar a la DAMA TRISTE.)

FERNANDO.— Señora…
DAMA.— ¿Es usted nuevo en la casa?
FERNANDO.— Soy… el nuevo ayudante del doctor.
DAMA.— Me pareció verle aquí hace un momento, besando a una
señorita.
FERNANDO.— Ah, sí… Se había pintado los labios con arsénico, y
quería hacer una experiencia.
DAMA.— Qué interesante, ¡morir en un beso! Algo así buscaba yo.
FERNANDO.— ¿No ha encontrado todavía su procedimiento?
DAMA.— Son todos demasiado brutales.
FERNANDO.— Sin embargo, siempre pueden encontrarse matices.
DAMA.— He pedido al doctor que probara a envenenar una rosa. Me
gustaría morir aspirando un perfume.
FERNANDO.— La felicito: esa tendencia a morir por las nances es del
más
delicado romanticismo. Pero no es cosa fácil.
DAMA.— Yo he leído alguna vez que Leonardo da Vinci hizo un
experimento de envenenamiento de árboles.
FERNANDO.— Sí, parece ser que trató de envenenar los frutos de un
melocotonero a través de la savia. Pero aquel verano los melocotones se
desarrollaron más sanos que nunca. Yo, en cambio, de pequeño, tenía un
manzano enfermo en mi huerto. Para reanimarlo se me ocurrió darle en las
raíces una inyección de aceite de hígado de bacalao ¡y se cayó muerto de
repente! Los árboles tienen unas reacciones extrañas.
DAMA.— Lástima…
FERNANDO.— Puede encontrarse otra cosa. ¿Conoce usted el libro
del doctor Ariel? ¿No? Ah, es un manual perfecto. Vea en el apéndice la
distribución geográfica de los suicidios. (Extiende la, hoja de un mapa.)
Cada raza tiene sus predilecciones y sus fatalidades. En la zona del naranjo
—España, Italia, Rumania— predomina la muerte por amor. En la zona del
nogal —Francia, Inglaterra, Alemania— el suicidio político y económico.
En la zona del abeto —Suecia, Noruega, Dinamarca— la muerte
voluntaria disminuye, al mismo tiempo que aumenta el nivel de los
salarios y la democracia. ¡Es la Europa civilizada!
DAMA.— ¿Dónde está señalado el suicidio pasional?
FERNANDO.— Aquí: la franja encarnada. Vea, al margen, la gráfica
estadística: «índice anual de suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia,
28; Alemania, 41; Italia, 63; España, 480… Estados Unidos, 2.»
DAMA.— ¿Dos solamente?
FERNANDO.— Dos. Eran mejicanos nacionalizados.

(Deja el libro.)

DAMA.— Ah, qué bien ha hecho usted en leerme esos datos. Esa
estadística me señala el camino de mi raza. ¡Me gustaría tanto morir por
amor! Desgraciadamente, para eso no basta una voluntad; hacen falta
dos… ¿Usted me ayudaría?
FERNANDO.— Honradísimo, señora, pero… estoy comprometido ya.
Tengo que suicidarme mañana con una pianista polaca.
DAMA.— Siempre llego tarde.
FERNANDO.— Perdón.
DAMA.— ¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas parejas japonesas que
se lanzan cogidas de las manos y coronadas de crisantemos, al cráter del
Fusi-Yama!
FERNANDO.— Una muerte bellísima. Desdichadamente, España es
un país arruinado: no nos queda ni un miserable volcán para estos casos.
(La DAMA TRISTE se sienta. Suspira desolada.) Y ahora, si me hace
usted el honor de una confidencia, ¿por qué quiere morir?
DAMA.— ¡Por tantas cosas!
FERNANDO.— ¿Puede decirme alguna?
DAMA.— Desilusión absoluta. Este mundo de la materia no es el mío.
Odio todo lo grosero: la carne, la tiranía de los músculos y la sangre.
Quisiera haber nacido planta, agua de torrente, ¡alma sola! Tengo lástima
de este pobre cuerpo mío, que no me ha proporcionado nunca más que
dolor.
FERNANDO.— ¿Y por lástima de su cuerpo ha decidido usted
quitárselo de en medio? Me parece excesivo. Es lo que llaman los
alemanes, tirar el agua del baño con el niño dentro.
DAMA.— ¿Para qué conservar lo que de nada sirve? Mi carne no
existe. Sólo mi alma ha vivido.
FERNANDO.— ¿Está usted segura? ¿Me permite una sencilla
experiencia? (Saca lápiz y cuaderno.) Dígame, ¿qué desayuna usted?
DAMA.— ¿Y qué importa eso?
FERNANDO.— Se lo ruego; es por su tranquilidad. ¿Qué desayuna
usted?
DAMA.— Un vaso de leche. A veces, alguna fruta…
FERNANDO.— ¿Almuerzo?
DAMA.— Apenas; ternera, legumbres… guisantes, generalmente.
FERNANDO.— Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele cenar?
DAMA.— Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?
FERNANDO.— Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas interesantes
recuerda de su vida? ¿Ha viajado usted?
DAMA.— Poco; conozco París, Londres, Florencia.
FERNANDO.— ¿Ha cultivado aficiones artísticas?
DAMA.— Toco el piano.
FERNANDO.— ¿Ha leído mucho?
DAMA.— Románticos casi siempre. Toda la obra de Víctor Hugo me
es familiar.
FERNANDO.— ¿Ha tenido amores?
DAMA.— Amor… sólo una vez. Yo era una niña casi: él era teniente
de navío. Nos besamos en el puente del barco, y zarpó rumbo a Filipinas.
No le volví a ver.
FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando números
rápidamente).—Magnífico. Pues bien, señora: calculándole sólo media
vida; y raciones discretas, resulta: que para hacer tres viajes cortos,
aprender a tocar el piano, leer obras completas de Víctor Hugo y besar a
un teniente de navío… ha necesitado usted tomarse ochocientos decalitros
de leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de guisantes ¡Y diecisiete
terneros! El cuerpo, señora, es una realidad insobornable.
DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible!
FERNANDO.— Aritméticamente exacto.
DAMA.— ¡Qué vergüenza!
FERNANDO.— Pero no lo lamente demasiado. Al fin y al cabo el
cuerpo es de origen tan divino como el alma; y hay que dar al César lo que
es del César. No se ponga triste. Reconcilíese usted consigo misma.
¿Quiere que la acompañe a dar una vuelta por el parque? Hace un sol
espléndido.
DAMA.— Gracias… (Acepta su brazo. Se justifica.) Puede usted
pensar de mí lo que quiera. No seré un gran espíritu; seguramente soy una
pobre mujer vulgar… ¡Pero le juro que yo no me he comido esos diecisiete
terneros!

(Salen. La escena sola. Suenan de pronto —uno, dos, varios— timbres


y campanas de alarma. Sale corriendo ALICIA. Grita llorando.)

ALICIA.— ¡Doctor…, doctor!

(Acude el Doctor.)

DOCTOR.— ¿Qué ocurre?


ALICIA.— ¡Allí (Señala la Galería del Silencio.)

DOCTOR.— Pronto… ¡Hans! ¡Deténgalo!…

(Suena dentro un disparo. Callan los timbres. ALICIA se tapa la cara


con las manos. Entra HANS forcejeando con JUAN, que lucha
desesperadamente por desasirse y recobrar su arma.)

JUAN.— ¡Déjeme! ¡Suelte!…


DOCTOR.— ¿Qué ha sido?
HANS.— Nada ya. He conseguido desviarle la pistola a tiempo. Aquí
está.
DOCTOR.— Traiga.
JUAN.— ¡Suelte!

(Se desprende violentamente.)


DOCTOR.— Pronto, Hans, calme a los demás. Que no acuda nadie.

(Sale HANS. ALICIA queda al fondo y escucha sin hablar toda la


escena. JUAN trata ahora de arrebatarle la pistola al DOCTOR.)

JUAN.— ¡Déjeme! ¡Es mía!


DOCTOR.— ¡Quieto!
JUAN.— ¡Es mía!
DOCTOR.— ¡No! (Lo rechaza. JUAN cae sin fuerzas en una butaca;
esconde la cabeza entre los brazos, sollozando convulsivo. El DOCTOR se
acerca lentamente a su escritorio. Guarda el arma.) ¿Qué iba usted a
hacer?
JUAN.— Morir. Necesito morir. ¡Mañana puede ser tarde!
DOCTOR.— ¿Y por qué?
JUAN.— Si no me muero yo, acabaré matando. Lo sé… ¡Y no quiero
matar!
DOCTOR.— Vamos, serénese. ¿Por qué había de matar usted a nadie?
JUAN.— Mataré. Ya he sentido la tentación una vez. La siento
mordiéndome la sangre ahora mismo. Y es horrible, porque él es bueno.
Porque él me quiere… ¡y no sabe siquiera todo el daño que me hace!
DOCTOR.— ¿Quién es él?
JUAN.— Es mi hermano… Todo lo que yo hubiera querido, todo me lo
ha quitado él sin saberlo. Primero me robó el cariño de mi madre. Me robó
la inteligencia y la salud que yo hubiera querido tener. Me robó la única
mujer que podía haberme hecho feliz. Él ha conseguido sin esfuerzo,
riendo, todo lo que yo he deseado dolorosamente, en silencio, y
trabajando. Ha pasado siempre por encima de mis entrañas sin darse
cuenta… ¡Y siempre me ha sonreído! Pero él no tiene la culpa, él es
bueno. ¡Es, además, mi hermano! Líbreme de esta pesadilla, doctor… No
quiero matarlo… ¡no quiero matarlo!

(Entran precipitadamente CHOLE y FERNANDO.)


CHOLE.— ¿Ha ocurrido algo, doctor? (Sorprendida de verle.) ¡Juan!
JUAN.— ¿Vosotros?
DOCTOR.— ¿Se conocían ustedes?…
FERNANDO.— Es mi hermano…

(Avanza hacia él tendiéndole las manos.)


TELÓN
ACTO SEGUNDO
En el mismo lugar, tres días después. Luz de tarde. Han desaparecido los
cuadros de muerte, y en su lugar CHOLE acaba de colgar un solo cuadro
nuevo: «La Primavera», de Botticelli. ALICIA viste bata blanca de
enfermera, con una cruz azul al brazo.

CHOLE.— ¿Queda bien así?


ALICIA.— Sí, muy bien. Los otros cuadros eran tan tristes…
CHOLE (Disponiendo un cacharro de flores).—¿Y estas flores? ¿Le
gustan?
ALICIA.— Mucho. Huelen como si vinieran de lejos. ¿De dónde son?
CHOLE.— Del sur.
ALICIA.— Las nuestras no han florecido aún.
CHOLE.— Ya no tardarán; mañana es el primer día de primavera.
Cuando florezcan habrá que ponerlas también en todas las habitaciones.
ALICIA.— Gracias.
CHOLE.— ¿Por qué me da usted las gracias?
ALICIA.— Porque es una idea bonita. Aunque no sea para mí… Los
otros cuadros, ¿a dónde se han de llevar?
CHOLE.— Al sótano; con muchísimo respeto, pero al sótano. (Quedan
mirándose.) Está usted hoy muy sonriente, Alicia.
ALICIA.— Estoy contenta.
CHOLE.— ¿Por qué?
ALICIA.— No sé…, se ha reído usted toda la mañana. No había tenido
nunca a nadie que se riera junto a mí.
CHOLE (Riendo).—Es gracioso. ¡Está usted contenta porque me río
yo!
ALICIA.— Hace mucho bien oír reír. Tampoco había tenido nunca una
amiga. Y usted me dio la mano mirándome a los ojos, tan hondo y tan
claro… ¿Quiere usted darme la mano otra vez?
CHOLE (Estrechándosela cariñosamente).—¿Amigas siempre?
ALICIA.— ¡Siempre!
CHOLE.— Y no diga usted «gracias». Déjeme decirlo a mí. Usted lo
dice siempre, a todo. Se lo diría a un pájaro que viniera a cantar a su
ventana.
ALICIA.— ¿Por qué se ríe usted ahora? ¡Se ríe de mí!
CHOLE.— Sí. ¡Es usted tan chiquilla!
ALICIA (La oye feliz. Sonríe también).—Gracias…

(Sale. Entra el DOCTOR.)

DOCTOR.— Señorita Chole…


CHOLE.— Buenas tardes, doctor. ¿Nota usted algo nuevo aquí?
DOCTOR.— No sé… ¿Esas flores? (Volviéndose.) ¡Los cuadros! Por
fin los ha arrancado usted.
CHOLE.— Eran demasiado sombríos. No hacían ningún bien a esta
pobre gente.
DOCTOR.— Sin embargo, tenían un prestigio solemne. En fin…
(Contempla el cuadro.) «La Primavera» de Botticelli.
CHOLE.— ¿He elegido bien?
DOCTOR.— Sí, es luminoso, tranquilo… Veo que empieza usted a
interesarse de veras por mis enfermos.
CHOLE.— Mucho. Nunca había imaginado un espectáculo humano tan
desconcertante, tan comedia y tragedia al mismo tiempo.
DOCTOR.— Es curioso. Y está usted atravesando las mismas etapas
que ellos. El primer día entró aquí como un golpe de viento, ansiosa de
encontrar algo original para lanzarlo a la publicidad. Después, ha ido
penetrando en las almas, buscando su verdad en el silencio. Está usted en
plena etapa de meditación y de ternura.
CHOLE.— Algunas de estas historias íntimas, me han llegado muy
hondo.
DOCTOR.— ¿Entonces, aquel reportaje sensacional?
CHOLE.— No lo escribiré ya.
DOCTOR.— ¿Lo hará Fernando?
CHOLE.— Quizá. Él es hombre y fuerte. Yo, hoy, no me atrevería a
desnudar en público estos pequeños dolores para satisfacer una curiosidad
bien sentada y bien alimentada.
DOCTOR.— Ya apareció la mujer.
CHOLE.— ¡Esa chiquilla, siempre sola, que da las gracias a todo lo
que es hermoso, como si fuera un regalo! ¡Ese pobre empleado de banca,
que nunca ha salido de su oficina y su casa de huéspedes, y se sueña héroe
de amores y viajes extraordinarios!…
DOCTOR.— Además, trabaja usted seriamente. Anoche sé que ha
estado encerrada en mi biblioteca hasta la madrugada.
CHOLE.— Me interesan sus libros, sus estadísticas. He descubierto en
ellos cosas que no hubiera imaginado nunca.
DOCTOR.— ¿Cuáles?
CHOLE.— Esa contradicción constante del suicida con la lógica de la
vida. ¿Por qué se matan más los triunfadores que los fracasados? ¿Por qué
se matan más los hombres en la juventud que en la vejez? ¿Por qué se
matan más los enamorados que los que no han conocido amores?… ¿Y por
qué se matan al amanecer más que, de noche, y en la primavera más que
en el invierno?
DOCTOR.— Difícil de explicar para una mujer feliz. Pero la
observación es científicamente exacta.
CHOLE.— Matarse es siempre una negación brutal. Pero matarse en
plena juventud, en la hora del amor y la primavera es un insulto a la
naturaleza.
DOCTOR.— Quizá.
CHOLE.— ¡Es, además, tan contrario a todos los instintos! Los
animales no se suicidan.
DOCTOR.— A veces, también. El alacrán, cuando se siente rodeado de
fuego, se clava su aguijón venenoso.
CHOLE.— Pero eso no es buscar la muerte voluntariamente. Es
adelantarla un momento, para evitar el dolor.
DOCTOR.— El dolor… He aquí el motivo supremo. Me parece que,
sin darse cuenta, acaba usted de contestar a sus dudas de antes. ¿No cree
usted que el dolor es cien veces más intolerable cuando nos rodea el amor
y el triunfo, cuando la sangre es joven, y todo a nuestro alrededor se viste
de rosas?
CHOLE.— No, doctor, no me haga usted dudar. La vida no es
solamente un derecho. Es, sobre todo, un deber.
DOCTOR.— Ojalá piense usted siempre así.

(Pausa. En el umbral del jardín aparece el PADRE DE LA OTRA


ALICIA: una noble cabeza blanca agobiada de dolor. Vacila. Se adelanta
al fin, con una voz humilde y rota.)

PADRE.— Perdón… ¿El doctor Roda?…


DOCTOR.— A sus órdenes.
PADRE.— Tengo algo que pedirle… Algo muy íntimo, muy difícil…,
pero necesario.
CHOLE.— ¿Estorbo?
DOCTOR.— De ningún modo. La señorita es persona de mi absoluta
confianza.
PADRE.— Doctor…
DOCTOR.— Diga.
PADRE.— Doctor… ¡Hágame usted morir!
DOCTOR.— ¿Yo?
PADRE.— Sí…, comprendo que es una petición extraña. Pero es que
usted no sabe… Yo también soy médico. He pedido esto mismo a otros
compañeros; todos me compadecen, pero ninguno ha querido ayudarme.
¡Usted puede hacerlo! Por compasión, doctor. También yo lo he hecho una
vez. ¡Le juro que es absolutamente necesario!
DOCTOR.— ¿Por qué?
PADRE.— Porque es monstruoso seguir viviendo así. Nunca he tenido
grandes motivos para desear la vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía un
deber: unos ojos y una voz que me necesitaban.
DOCTOR.— ¿Quién era ella?
PADRE.— Era mi hija… Estaba paralítica desde la niñez. Tendida
siempre en una hamaca. Nada se movía en su cuerpo; sólo los ojos… y
aquella voz de música, que era una vida entera. Yo le leía los poemas de
Tennyson; ella me escuchaba mirándome. Y hablábamos a veces… muy
poco, muy bajito, pero bastante para los dos. Hasta que un día yo empecé a
sentirme enfermo. No podía engañarme; era uno de esos males lentos y
seguros, que no perdonan. Entonces sólo sentí el terror de dejarla sola.
¡Pobre carne quieta! ¿Qué iba a ser su vida sin mí? No pude resignarme a
esta idea. Tenía a mi alcance la morfina… Y la fui durmiendo
suavemente…, sin dolor… hasta que no despertó más. ¿Comprenden
ustedes? Era mi hija y mi vida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy
todavía aquí! Estoy sintiendo con espanto que mi mal se aleja, que acabaré
por curarme… Y no tengo fuerzas para acabar conmigo… ¡Cobarde…,
cobarde!

(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El DOCTOR aprieta


angustiado las manos de CHOLE.)

DOCTOR.— Sí, la vida es un deber. Pero es, a veces, un deber bien


penoso.
CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia!
PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama aquí Alicia?
CHOLE.— Es nuestra enfermera.
PADRE.— También ella se llamaba Alicia… (Entra Alicia. Trae un
libro bajo el brazo. El PADRE avanza lento hacia ella, mirándola con una
intensa emoción). Es extraordinario… Cómo se parecen… Los mismos
ojos; pero en «ella» más tristes. Permítame… Las mismas manos.
(Amargo, como si fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas, calientes…
¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, señorita?
ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias…
PADRE.— ¡Ah…, no!… La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muy
agradable. Pero ella…, cuando ella decía «gracias», todo callaba alrededor.
¿Qué leía usted?… Versos… ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no le
molesta, yo se los leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?… En el jardín,
¿quiere? Usted tendida en una hamaca, quieta; yo a su lado… ¿Me permite
que la trate de tú?
ALICIA.— Se lo agradezco.
PADRE.— No… Míreme, si quiere… Pero hablar, no… No digas
nada…, Alicia. ¡Alicia!

(Sale con ella.)

DOCTOR.— ¿Cree usted que podremos salvarle?


CHOLE.— Me parece que está salvado ya.

(Pausa. Se oye fuera el grito montañero de FERNANDO.)

LA VOZ.— ¡Ohoh!
CHOLE.— ¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡Capitán!
FERNANDO.— ¡Timonel! Perdón, doctor.

(La besa en los labios.)

CHOLE.— ¡Has estado fuera todo el día!


FERNANDO.— En la montaña, desde el amanecer. El doctor se ha
empeñado en hacerme sufrir los encantos de la Naturaleza.
CHOLE.— Y has salido sin despedirte.
FERNANDO.— Estabas dormida como un tronco… Como un tronco
de sándalo.
CHOLE.— ¿Te has acordado de mí?
FERNANDO.— Todo el día.
CHOLE.— ¿Por qué no me has escrito?
FERNANDO.— Te escribiré a la noche.
CHOLE.— ¿Has visto salir el sol?
FERNANDO.— Sí, tiene gracia. ¡Sale con una cara de sueño el pobre!
Y en cuanto asoma, hace más frío que antes.
CHOLE.— ¿Y es verdad que hay escarcha… y pastores con zamarra, y
rebaños de ovejas?
FERNANDO.— Sí, hay ovejas. Y unos pastores muy brutos, con
zamarras, que les tiran piedras a las ovejas.
CHOLE.— A María Antonieta le gustaba siempre vestirse de pastora.
FERNANDO.— Y le cortaron la cabeza. Con permiso, doctor. (Se deja
caer deshecho en una butaca.) Vengo chorreando salud.
CHOLE.— ¿No me has traído nada?
FERNANDO.— Ah, sí; una rosa de los Alpes, blanca. De esas que sólo
florecen entre la nieve y sobre los abismos. La he dejado en tu cuarto.
CHOLE.— ¿Por qué has hecho eso? Dicen que se deshojan al bajar al
llano. ¡Pobre rosa!…

(Sale.)

FERNANDO.— Ah, las mujeres. He podido matarme por alcanzarla, y


nada. Pero la rosa se deshoja… ¡Pobre rosa!
DOCTOR.— No parece muy feliz con su día de campo.
FERNANDO.— Decididamente soy un salvaje urbano.
DOCTOR.— Ese aire cargado de manzanillas, ese bosque de abetos,
esas crestas de nieve, ¿no le han dicho nada?
FERNANDO.— Nada. Es lo mismo que le ha ocurrido a ese monte el
año anterior y el otro, y hace cuarenta siglos. Ni un atrevimiento, ni una
originalidad. El crepúsculo, la primavera, la caída de las hojas… ¡Siempre
los mismos trucos!
DOCTOR.— A usted la gustaría una Naturaleza anárquica, llena de
sorpresas.
FERNANDO.— ¡Con imaginación! ¡Ah, si no le ayudáramos
nosotros…! Ella produce todos los alimentos; pero todos crudos. Y no
digamos ya que no se le haya ocurrido inventar el ascensor, la máquina de
escribir, el simple tornillo. ¡Es que ha tenido a su cargo los árboles desde
el principio del mundo, y no se le ha ocurrido ni pensar en el injerto! Ya
me gustaría ver a esa pobre Naturaleza ingresar en un periódico.
DOCTOR.— Y sin embargo, la Naturaleza es más de la mitad del arte.
FERNANDO.— Eso, sí; literariamente no tengo nada que reprocharle.
El paisaje agreste es el ambiente natural de las cabras y de los poetas. Pero
periodísticamente, no tiene la menor emoción. Sólo el hombre interesa.

(Entra HANS.)

DOCTOR.— ¿Alguna novedad, Hans?


HANS.— Ninguna. El profesor de Filosofía se ha tirado al estanque,
como todas las mañanas. Y ha vuelto a salir nadando, como todas las
mañanas también. Se está secando.
DOCTOR.— ¿El empleado de banca?
HANS.— En la alameda de Werther. Le sigue contando la historia de
Cora Yako a todo el mundo. Nadie se la cree, y llora al atardecer.
DOCTOR.— ¿Y la señora del pabellón verde?
HANS.— ¿La Dama Triste? No sé qué le ocurre; desde hace tres días
se niega sistemáticamente a comer.

(FERNANDO ríe recordando.)

DOCTOR.— Hay que evitar eso a todo trance.


HANS.— Ya lo he intentado. Le he insistido: señora, que esto no puede
ser; por la seriedad de la casa… Un vaso de leche, un trocito de ternera…
En cuanto le he dicho eso se ha puesto a llorar como un caimán. No la
entiendo.
FERNANDO.— Yo sí.
HANS.— Parece como si quisiera morirse de hambre. ¡Y decía que
buscaba un procedimiento original! No lo entiendo. (Severo a
FERNANDO) ¿Se ríe usted? ¡Yo, no!
DOCTOR.— No está de muy buen humor hoy, Hans.
HANS.— Perdóneme el doctor, pero hay cosas que no van a mi
carácter. Yo soy un hombre serio. He venido a una casa seria. A cumplir
una función seria. Y desde hace unos días esto no marcha.
FERNANDO.— ¿Desde que llegamos nosotros?
HANS.— Exactamente. ¿Por qué se ríe usted? Nadie se había reído
nunca aquí. La señorita Chole se ha estado riendo también toda la mañana.
Y todo se contagia: al profesor de Filosofía yo le he sorprendido anoche
silbando el «Danubio Azul». ¿Adonde vamos a parar?
DOCTOR.— Calma, Hans. Todo llegará.
HANS (Sin gran fe).—Esperemos. (Va a salir. Se detiene aterrado.)
¡Oh, doctor!… ¡Los cuadros!
DOCTOR.— Ha sido idea de la señorita Chole. Los otros le parecían
demasiado sombríos.
HANS.— Pero estaban en su casa. Aquel Séneca desangrándose era de
una seriedad alentadora. ¡Aquel Larra desmelenado y romántico! (Se
queda contemplando el Botticelli con un desprecio infinito.) ¡La
Primavera! ¡Qué tendrá que hacer aquí la primavera! No es serio esto. No
es serio…

(Sale.)

FERNANDO.— Es un tipo curioso su ayudante.


DOCTOR.— Mutilado de la Gran Guerra.
FERNANDO.— ¿Mutilado?
DOCTOR.— Sí, del alma. La guerra deja marcados a todos; a los que
caen y a los que se salvan. Ese hombre tenía una cervecería en una aldea
de Lieja. Era un muchacho alegre, cantaba las viejas canciones; tenía
amigos, hijos y mujer. Durante la guerra sirvió cuatro años en un hospital
de sangre. ¡Cuatro años viendo y palpando la muerte a todas horas!
Después del armisticio, cuando volvió a su tierra, sus amigos, su mujer y
sus hijos habían desaparecido. Y la cervecería también. Y el sitio de la
cervecería. Hans era un hombre acabado. Ya no servía más que para rondar
a la Muerte. Anduvo buscando trabajo por sanatorios y hospitales, y así
vino a dar aquí. Ya no sé si lo tengo como ayudante o como enfermo.
FERNANDO (Entusiasmado, echando mano a su cuaderno).—¡Pero
eso está muy bien! ¿Cómo no me lo había contado antes?
DOCTOR.— Interés periodístico, ¿verdad? Escriba. Y cuando termine,
venga a buscarme a mi despacho. A usted, hombre feliz, tengo otra
historia que contarle. Una historia de dos hermanos…, que acaso le
interese más. Escriba, escriba.

(Sale. FERNANDO, a solas, toma sus notas.)

FERNANDO.— «El enamorado de la Muerte… Lieja…, cervecería…,


1914…»

(Entra CORA YAKO, espléndida mujer, sin edad, espectacular y


trivial. Mira curiosa a su alrededor. Después avanza hacia FERNANDO.)

FERNANDO.— Señora…

(Se pone rápidamente su americana, que ha traído al brazo.)

CORA.— ¿Es usted empleado de la casa?


FERNANDO.— Secretario y cronista.
CORA.— Espero que no me habré equivocado. Es aquí la…
FERNANDO.— La fundación del doctor Ariel.
CORA.— Exactamente. ¿De modo que es verdad? ¡Estupendo! Yo
tenía miedo de que fuera una broma. ¿Tienen ustedes un sitio libre?
FERNANDO.— Siempre. Aquí no se pregunta a nadie de dónde viene
ni a dónde va. Puede usted contar con el Pabellón Azul. ¿Caso muy
urgente?
CORA.— No… Le diré. Desde luego, debo confesarle que yo no traigo
el menor propósito de matarme.
FERNANDO.— Ah, ¿no?
CORA.— Soy artista, ¿sabe? He triunfado en cien países;
desdichadamente los años van pasando, las facultades disminuyen… Y
cuando disminuyen las facultades no hay más remedio que aumentar la
propaganda. No sé si me comprende.
FERNANDO.— Creo que sí. Usted necesita un suicidio-propaganda
con negritas del doce y fotografías a tres colores en las revistas. Y desde
luego, sin peligro.
CORA.— Exacto, exacto. Es usted muy inteligente.
FERNANDO.— Psé, me defiendo.
CORA.— Me parece que nos vamos a entender perfectamente. En
cuanto al precio, no me importa.
FERNANDO.— Ni a mí; ya le haremos una cosa que esté bien. ¿Me
permite tomar unos datos para abrir la ficha? (Toma, una del fichero y
anota.) Profesión: artista.
CORA.— Cantante de ópera.
FERNANDO.— Cantante. ¿Española?
CORA.— Internacional. Nací en un barco.
FERNANDO.— Edad… ¿Le parece bien veinticuatro años?
CORA.— Gracias.
FERNANDO.— Veinticuatro. ¿Su nombre?
CORA.— Cora Yako.
FERNANDO.— Cora Yako. (Recordando de pronto.) ¡Cora Yako!…
Pero… ¿es usted Cora Yako en persona? ¡Oh, déjeme estrechar esas
manos!
CORA.— ¿Me ha oído usted cantar?
FERNANDO.— ¡Nunca! Pero es lo mismo. ¡Qué gran idea la suya de
venir aquí!
CORA.— ¿Qué quiere? Es de lo poco que me faltaba por intentar. He
tenido en mi carrera duelos, escándalos, un naufragio…
FERNANDO.— Ha estado usted casada con un raja indio. Se
divorciaron en California.
CORA.— Ah, ¿lo sabía usted?
FERNANDO.— Soy periodista. Los periodistas nos enteramos de todo
por los periódicos. (Contemplándola encantado.) ¡Cora Yako! ¿Me
perdona que la deje sola un momento? Hay alguien en la casa que tendrá el
mayor gusto en atenderla. Voy por él. ¡Cora Yako, Cora Yako!

(Sale.)

CORA (Mirándole ir).—Simpático muchacho.

(Curiosea en torno con la mirada. Se fija en el AMANTE


IMAGINARIO, que llega por el extremo opuesto como una sombra
romántica sin rumbo. Viene deshojando una margarita. Se sienta. Suspira.)

CORA.— Perdón… ¿Es usted empleado de la casa? (Él la mira


vagamente. Niega con la cabeza.) Ah, entonces es un… un… (Él afirma
del mismo modo.) ¡Qué interesante! Da escalofríos… ¿Y por qué?
AMANTE.— ¡Amor! He amado mucho; he sido todo lo feliz que
puede ser un hombre. ¿Para qué vivir más? Yo he tenido en mis brazos a
Margarita, a Brunilda, a Scherazada…
CORA (Le mira con inquietud).—Ya…
AMANTE.— ¿Por qué me mira así? Cree que estoy loco, ¿verdad?
Como todos. Ah, no es fácil comprenderme. ¡Tendría usted que haberla
conocido a ella! Yo la vi por primera vez en el «Fausto».
CORA.— ¿Era cantante?
AMANTE.— ¡Era una voz de plata enredada a un alma! Yo era un
muchacho pobre, pero tenía juventud, hacía versos… Cora no necesitaba
más.
CORA.— ¿Se llamaba Cora?
AMANTE.— Cora Yako.
CORA.— ¡Ah, Cora Yako!… ¡Qué interesante!
AMANTE.— Yo estaba en lo más alto de la galería; pero toda la noche
cantó para mí.
CORA.— ¿Para usted sólo?
AMANTE.— Me lo decían sus ojos, que no me dejaban un momento.
Volví al día siguiente. Le envié un ramo de orquídeas. Aquellas flores
costaban más de lo que yo ganaba para comer. Pero no podía negárselas…
Robé el dinero.
CORA (Interesada).—¿Robó usted?
AMANTE.— ¿Qué no hubiera hecho por ella?
CORA.— ¿Tanto llegó a quererla en una noche?
AMANTE.— A veces cabe toda la vida en una hora.
CORA.— ¿Y ella?
AMANTE.— Ella comprendió. Besó las flores despacio, despacio,
mirándome… Y así empezó el amor. Una semana en Viena… El Danubio,
el barco… Salimos para El Cairo.
CORA.— El Cairo… Ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo grande, tan sucio,
que tiene el hotel frente al teatro?…
AMANTE.— No recuerdo el hotel.
CORA.— Sí. Y que riegan las calles con un odre.
AMANTE.— No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en camello por la
arena roja, las orillas del Nilo, los tambores del desierto… ¡Y luego, las
pirámides!
CORA.— Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí cerca?
AMANTE.— ¿No conoce usted Egipto?
CORA.— Sí, he estado tres veces; pero en el teatro, en el casino.
AMANTE.— Cora buscaba conmigo el paisaje; el gesto y la canción
de las razas. Una noche, en Atenas…
CORA.— ¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es viniendo de
Montevideo, ¿no?
AMANTE.— A veces, sí.
CORA.— Sí, un pueblo de terrazas frente al mar…, con unos hoteles
sin baño, unas comidas muy picantes… (Encontrando al fin la metáfora
exacta.) ¡Había un empresario rubio que hablaba español!
AMANTE.— Es posible. Lo que yo recuerdo es aquella noche en el
Partenón. Cora quería cantar la «Thais» de Massenet, desnuda sobre las
gradas de Fidias… Y luego, la India: los dioses de la jungla, con siete
brazos, como candelabros. El Japón de los dragones y los samurais…
¿Conoce usted Oriente?
CORA.— No sé…, he estado allá; pero creo que no me he enterado
bien. Dígame… ¿Usted ha estado de verdad? ¿De verdad, de verdad?

(Según las posibilidades del diálogo, ha ido acercándose a él, atraída


por una curiosidad entre divertida y sentimental, hasta terminar juntos.)

AMANTE.— ¿Por qué me lo pregunta?


CORA.— Porque ahora me doy cuenta de que yo no he visto nada. Me
gustaría que volviéramos juntos. También yo sé cantar… y vestirme la
túnica de Brunilda, de Scherazada…
AMANTE (con una emoción violenta, casi de miedo, cogiéndole las
manos.)—¿Por qué me mira así? Esos ojos…, esos ojos… ¿Quién es
usted?
CORA (Tranquila).—Cora Yako.
AMANTE.— ¡No! ¡No es posible!
CORA.— No apriete tanto. Tiene usted que contarme despacio todos
esos viajes que hemos hecho juntos. Estoy en el Pabellón Azul. Tendré un
placer verdadero en recibir allí sus flores…, aunque no sean orquídeas.
AMANTE.— ¡Cora!… ¡Cora!…

(Sale detrás de ella, deslumbrado, atragantada la voz. Entra JUAN,


sin camino. Se hunde en un sillón. Silencio. Vuelve CHOLE. Su mirada
resbala sobre JUAN como si encontrara la escena desierta.)

CHOLE.— No está aquí. ¿Has visto a Fernando?


JUAN (Con un vago acento de reproche).—Buenas tardes, Chole.
CHOLE.— Buenas tardes… ¿Le has visto?
JUAN.— No.
CHOLE.— Le dejé aquí hace un momento.
JUAN (Áspero).—No creo que se vaya a perder.
CHOLE (Sorprendida).—¿Por qué me hablas con ese tono? Te
pregunto por tu hermano y me contestas como si te hubiera hecho daño.
JUAN.— Era yo el que estaba aquí.
CHOLE.— Ya. Pero yo le buscaba a él.
JUAN.— Sí, ya sé; a él, siempre a él. Vas hacia él con los ojos
cerrados, como si nadie más existiese a tu alrededor. Y si al pasar me
tropiezas y me apartas sin mirarme, y yo te digo «buenas tardes, Chole»,
todavía soy yo el áspero, la ortiga. ¡Eres de un egoísmo admirable!
CHOLE.— Perdona…
JUAN.— De nada. Ya estoy acostumbrado.

(Va a salir. CHOLE le detiene, imperativa.)

CHOLE.— ¡Juan!… No acabaré de entenderte nunca. Nos hemos


criado casi como hermanos, te quiero como algo mío, y nunca he
conseguido saber qué llevas dentro. ¿Qué guardas ahí contigo, que te está
royendo siempre?
JUAN.— Nada.
CHOLE.— ¿Por qué te escondes de tu hermano? Desde que estamos
aquí no ha conseguido verte ni una vez. Si te hablo de él…
JUAN.— ¡Basta, Chole! Háblame de ti o del mundo… o calla. ¡Deja ya
a Fernando!
CHOLE.— Es tu hermano.
JUAN.— ¿Y para qué lo ha sido? ¡Para que se viera más mi miseria a
su lado! Él nació sano y fuerte; yo nací enfermo. Él era el orgullo de la
casa; yo, el torpe y el inútil, el eterno segundón. Él no estudiaba nunca.
¿Para qué? Tenía gracia y talento; yo, tenía que matarme encima de los
libros para conseguir dolorosamente la mitad de lo que él conseguía sin
trabajo. Yo le copiaba los mapas y los problemas mientras él jugaba en los
jardines, ¡y sus notas eran siempre mejores que las mías!
CHOLE.— Pero eso no significa nada, Juan. Fernando no puede ser
culpable de lo que no está en su voluntad.
JUAN.— Sí, mientras era la infancia y estas pequeñas cosas, nada
significaba. Pero es que esta angustia ha ido creciendo conmigo hasta
envenenarme toda la vida. Tú sabes cómo he querido yo a mi madre: la he
adorado de rodillas; he pasado mis años de niño contemplándola en
silencio como una cosa sagrada. Pero ella no podía quererme a mí del
mismo modo. Estaba Fernando entre los dos, y donde él estaba todo era
para él… Cuando se puso grave y los médicos pidieron una transfusión de
sangre, yo fui el primero en ofrecer la mía. Pero los médicos la
rechazaron. No servía… ¡No he servido nunca!
CHOLE.— Pero Juan…
JUAN.— ¡La de Fernando sí sirvió! ¿Por qué? ¿No éramos hermanos?
¡Por qué había de tener él una sangre mejor que la mía!… Y después… yo
la velé semanas y semanas. Él seguía jugando feliz en los jardines. No
llegó hasta el último momento. ¡Y, sin embargo…, mi madre murió vuelta
hacia él!
CHOLE.— No recuerdes ahora esas cosas. No eres justo.
JUAN.— ¿Yo? ¡Yo soy el que no es justo! ¡La vida sí lo ha sido!,
¿verdad? Y Fernando también. ¡Y tú!
CHOLE.— ¿Yo?
JUAN.— ¡Tú!… Pero, ¿es que no lo has visto? ¿Es que no sabes que,
después de mi madre, no ha existido en mi vida otra mujer que tú?
CHOLE.— ¡Juan!
JUAN.— ¿Es que no sabes que has sido para mí tan ciega como todos?
¿Qué te he querido lo mismo que a ella, que te he contemplado de rodillas
lo mismo que a ella… y que tampoco he sabido decírtelo?
CHOLE.— ¡Oh, calla!…
JUAN.— Si te gustaba los tulipanes y un día encontrabas un ramo
sobre tu mesa, sólo se te ocurría pensar ¡cómo me quiere Fernando! Y era
yo el que los había cortado. Si te vencía el sueño en medio del trabajo y al
día siguiente lo encontrabas hecho, sólo se te ocurría pensar: ¡pobre
Fernando! Y Fernando había dormido toda la noche. Ese Fernando se me
ha atravesado siempre en el camino. Él no tiene la culpa, ya lo sé. ¡Ah, si
la tuviera! Si la tuviera, este drama mío podría resolverse…
CHOLE.— ¿Qué estás diciendo? ¡Juan!
JUAN.— Pero no la tiene; pero lo más amargo es que él es bueno. ¡Es
odiosamente bueno! Y por eso yo tengo que morderme las lágrimas, y ver
cómo él es feliz robándome todo lo mío; mientras que yo, ¡el despojado!,
sigo siendo para todos el egoísta, el miserable y el mal hermano.
CHOLE (Con un grito desesperado).—¡Calla! ¡Por el recuerdo de tu
madre, Juan!…
JUAN.— ¡No callo más! Ya he callado toda la vida. Ahora quiero que
me conozcas entero. Que sepas todo lo desesperadamente que te quiero,
todo lo que has sido para mí…, ¡todo lo que estás ayudando a desgarrarme,
sin saberlo, cuando ríes con él, cuando le besas a él!
CHOLE (Suplicante).—¡Por lo que más quieras! ¿No ves que es odioso
lo que estás diciendo? ¿Que te estás destrozando a ti mismo, y estás
haciendo imposible nuestra felicidad?
JUAN (Amargo).—Vuestra felicidad… ¡Cómo la defiendes! Pero,
óyeme un consejo, Chole: si eres feliz, escóndete. No se puede andar
cargado de joyas por un barrio de mendigos. ¡No se puede pasear una
felicidad como la vuestra por un mundo de desgraciados! (Pausa. CHOLE,
derrumbada por dentro, llora en silencio. JUAN, aliviado por su
confesión, acude a su tristeza.) Perdóname, Chole. Es muy amargo todo
esto; pero te juro que no soy malo. Yo también quiero a Fernando. ¡Si no
fuera tan feliz!
CHOLE.— Si Fernando no fuera feliz… ¿qué?
JUAN.— Si un día le viera desgraciado acudiría a él con toda el alma.
¡Entonces sí que seríamos hermanos!… Chole, te he hecho sufrir, pero
tenía que decírtelo. Se me estaba pudriendo aquí dentro. Él no lo sabrá
nunca… Perdóname.
CHOLE.— Perdónanos tú, Juan. Perdónanos a los dos… Pero, déjame.
JUAN.— Adiós, Chole…

(Sale JUAN. Ha ido oscureciendo, y la escena está ahora en


penumbra. Brilla fuera el lago iluminado. CHOLE se debate en una lucha
interior de silencios crueles.)

CHOLE.— Imposible, imposible… «Si un día Fernando fuera


desgraciado, entonces sí que seríamos hermanos…» Volveréis a serlo,
pobre Juan. Yo estaba en medio de vosotros dos sin saberlo…; pero ya no
lo estaré más. ¿Huir? No basta. Esa Galería va también al lago… Dicen
que la muerte en el agua es dulce, como olvidar. Toda la vida se recuerda
en un momento y después nada: un paño frío sobre el alma. (Mira
fijamente al lago que, iluminado en la noche, adquiere ahora presencia
escénica, como un «personaje» más. Se acerca a la Calería del Silencio.)
Morir…, olvidar…

(Retrocede sin fuerzas. Al fondo de la Galería empieza a oírse el violín


melancólico de Grieg en «La muerte de Asse». CHOLE, como atraída por
la melodía avanza al fin, en una actitud de ofrenda. La escena sola un
momento. HANS entra de puntillas. Mira hacia la Galería, sinceramente
emocionado.)

HANS.— ¡Al fin tenemos uno! Y ella precisamente; la de la risa y la


primavera. ¡Valiente muchacha!

(Se apaga la voz del violín. Entran el DOCTOR y FERNANDO.)

DOCTOR.— ¡Hans! Esas luces…

(HANS enciende y va a situarse a la entrada de la Galería, cruzado de


brazos.)

DOCTOR.— ¿Espera usted algo?


HANS.— Espero.
DOCTOR (Va hacia su mesa).—¿Usted, Fernando? ¿Piensa trabajar
esta noche?
FERNANDO.— No.
DOCTOR.— Parece usted preocupado.
FERNANDO.— Sí, doctor, lo estoy. Esa historia de los dos hermanos
que acaba usted de contarme… ¿qué quiere decir?
DOCTOR.— Oh, nada; es una historia vulgar: el hermano sano y
triunfador; el hermano enfermo y fracasado…
FERNANDO.— Sí, pero… ¿por qué me lo ha contado usted sin
mirarme?
DOCTOR.— No hacía más que explicarle científicamente un caso que
hemos tenido aquí. A esa torcedura morbosa del alma en los débiles, en los
niños odiados, en los insuficientes, le ha dado la ciencia un nombre
bastante estúpido: «complejo de inferioridad». El nombre es relativamente
nuevo; pero el drama es viejo como el mundo. Según esta nomenclatura el
drama de Caín sería el primer complejo de inferioridad en la historia del
hombre.
FERNANDO.— Bien, pero… ¿por qué me la ha contado usted sin
mirarme? ¿Quiénes son esos hermanos?
DOCTOR.— Cualquiera.
FERNANDO.— No, no son cualquiera… ¡Uno soy yo!
DOCTOR.— Tal vez.

(Entra ALICIA, aterrada, a gritos.)

ALICIA.— ¡Doctor, doctor…, Fernando!


DOCTOR.— ¿Qué ocurre?
ALICIA.— Ha sido la señorita Chole… ¡En el lago!
FERNANDO.— ¿Chole?
DOCTOR.— ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué significa esto, Hans?

(Se oye dentro la voz de JUAN llamando angustiado.)

JUAN.— ¡Chole!… ¡Chole!… (Entra, trayéndola en brazos, húmedos


los vestidos de los dos. La conduce desmayada hasta un asiento. HANS
queda en el umbral.) ¡Pronto, doctor…, pronto!
DOCTOR.— ¿Qué ha sido?
JUAN.— No tiene pulso… no la oigo respirar… ¡Doctor!

(El DOCTOR la examina.)

FERNANDO.— Pero ¿qué ha sido?


JUAN.— La vi caer. No sé si he llegado a tiempo.
FERNANDO (Al DOCTOR).—¿Vive?
DOCTOR.— Silencio… (Pausa. CHOLE entreabre los labios con un
gemido.) Está salvada.
FERNANDO.— ¡Chole!… ¡Mírame, Chole!

(CHOLE vuelve en sí lentamente. Sonríe al ver a FERNANDO a su


lado; le busca las manos, que aprieta emocionadamente.)

CHOLE.— ¿Has sido… tú…? Gracias, Fernando…


JUAN (Ha quedado aparte. Repite como un eco amargo).—
Fernando… ¡Siempre Fernando!
TELÓN
ACTO TERCERO
En el mismo lugar, al día siguiente. Es el primer día de la primavera. Luz
fuerte de mañana. Se oye en el jardín el «Himno a la Naturaleza» de
Beethoven, mientras va subiendo el telón, lentamente. ALICIA, inmóvil en
el umbral del fondo, escucha. Entra CHOLE, fatigada y débil. ALICIA va
a acudir a ella. CHOLE le hace un gesto de silencio. Y escuchan las dos
hasta que el himno termina.

CHOLE.— ¿Qué música era ésa, Alicia? ¿Beethoven?


ALICIA.— El «Himno a la Naturaleza».
CHOLE.— ¡Qué solemnidad tiene! ¡Y qué sensación de consuelo, de
serenidad!. Parece un canto religioso.
ALICIA.— Sí, el doctor me lo ha explicado. Beethoven quiso cantar en
esos acordes la primera primavera del mundo; la emoción religiosa del
hombre ante el despertar de la Naturaleza. Un canto de vida y de
fecundidad.
CHOLE.— ¡Y de esperanza!
ALICIA.— También. El maestro Ariel lo hacía tocar siempre que se
sentía atormentado por la idea de su destino. Y siempre también, como un
deber, al llegar el día de hoy.
CHOLE.— ¡Hoy! Pues, ¿qué día es hoy?
ALICIA.— ¡Es el primer día de la primavera! (Pausa.) ¿Estás mejor?
CHOLE.— ¡Si no ha sido nada! ¿Y tú, Alicia? ¿Te pasa algo a ti?
Tienes los ojos muy cansados.
ALICIA.— No he podido dormir en toda la noche.
CHOLE.— ¿Por mí?
ALICIA.— Por ti. Tú eras la risa, el amor, la juventud… ¡Pensar que
todo eso ha podido desaparecer en un momento! Cuando te vi con los ojos
y las manos apretados, tan fría y tan blanca…
CHOLE (Angustiada por el recuerdo).—¡Calla!
ALICIA.— No podía creerlo; se me rebelaba el corazón y me dolía
como si me lo estrujaran.
CHOLE.— ¿Por qué te lo dijeron?
ALICIA.— No me lo dijo nadie; lo vi. Yo estaba buscando tréboles a la
orilla cuando te caíste.
CHOLE.— …¿Y por qué dices «cuando te caíste»?
ALICIA.— Porque fue así. ¡No pudo ser de otra manera, Chole! Tú
venías andando por la orilla, con los ojos altos. Creía que venías a
buscarme. Y de pronto, diste un grito…, resbalaste en la yerba… ¿Verdad
que fue así, Chole?
CHOLE (Le aprieta las manos con gratitud).—Sí… así fue.
ALICIA.— Al oír aquel grito, yo me quedé sin sangre, quieta, como si
estuviera atada. ¡Tú estabas allí, a mi lado, luchando con la muerte, y yo
no podía moverme! Fue entonces cuando llegó él.
CHOLE.— Él… ¿Tú le viste?
ALICIA.— Sí.
CHOLE.— Dime, Alicia, hay una cosa que necesito saber…
ALICIA.— Di.
CHOLE.— Quería saber… (Se detiene con miedo.) No; no me digas
nada. Tengo miedo a que no sea.
ALICIA.— ¿Qué?
CHOLE.— Nada. (Desvía el tono y le pregunta.) ¿Qué libro llevas ahí?
ALICIA.— Los poemas de Tennyson. Son para el viejo, ¿te acuerdas?
Para el padre de la otra Alicia. Me está esperando.
CHOLE.— ¿Está más tranquilo?
ALICIA.— Cuando leemos, sí.
CHOLE.— ¿Habláis?
ALICIA.— A veces; muy poco, muy bajito… Ya se va acostumbrando
a mi voz.
CHOLE.— Ve con él; no le hagas esperar más.
ALICIA.— ¿No me necesitas?
CHOLE.— Te necesita él.

(Entra el DOCTOR, trae un ramo de flores. ALICIA sale.)

DOCTOR.— ¿Qué tal van esas fuerzas?


CHOLE.— Bien ya, del todo.
DOCTOR.— He ido a buscarla a su cuarto; creí que no se habría
levantado hoy. Le llevaba estas flores.
CHOLE.— Preciosas. Gracias, doctor.
DOCTOR.— De nada. No son mías.
CHOLE.— ¿De Fernando?
DOCTOR (Vacila).—Tampoco.
CHOLE.— Ya…, ya sé. De Juan.
DOCTOR.— No se ha atrevido a traérselas él mismo. Pobre
muchacho; toda la noche la ha pasado detrás de su puerta, temblando como
un niño, escuchando su aliento. ¿Respira usted ya bien?
CHOLE.— Todavía me cuesta un poco. Parece espeso el aire.
DOCTOR.— Cargado, sí. Es la llegada de la primavera. Abajo, en las
ciudades, no se siente eso. Se va notando poco a poco; se sabe por los
calendarios, y porque las muchachas cambian de sombrero. Pero aquí, ¡qué
fuerza tiene! Llega de repente; sube por esas laderas, a gritos, cargada de
menta y de resinas, retumba en las montañas… ¡Es como si resonara una
llamada desde las entrañas de la tierra, y todo el campo se pusiera de pie!
¿No se siente usted como aturdida?
CHOLE.— Sí; un poco.
DOCTOR.— Es la tierra que nos está llamando desde dentro. La
civilización nos va cegando los sentidos a estas cosas. Pero cuando la
savia estalla blanca en los almendros, cuando los brezos se calientan,
cuando respiramos el olor de la tierra mojada… ¡Cómo sentimos entonces
que estamos hechos de ese mismo barro! ¿Se sonríe usted?
CHOLE.— Le admiro, doctor. Tiene usted una fe sin límites en la
Naturaleza.
DOCTOR.— ¿Usted no?
CHOLE.— La tenía. ¿Recuerda lo que hablábamos aquí mismo ayer?
Decía yo que matarse en plena juventud, en la hora del amor y de la
primavera, era un insulto. Yo tenía la juventud, yo tenía el amor, la
primavera estaba ya a la puerta… Y sin embargo, aquella misma tarde…
DOCTOR.— ¿Por qué, Chole, por qué?
CHOLE.— Qué importa ya; fue un arrebato sin sentido. Me vi situada
de pronto como un obstáculo entre dos hermanos que se quieren y que se
huyen. Y pensé que apartándome yo, se acercarían. ¡Qué locura!
DOCTOR.— Todo se arreglará por sí mismo. La vida está llena de
caminos.
CHOLE.— Para algunos. Hay otros que los encuentran todos cerrados.
DOCTOR.— Entonces, ¿sigue usted pensando…?
CHOLE.— No, no tenga miedo por mí. Yo me he acercado a la muerte,
y he visto ya que no resuelve nada; que todos los problemas hay que
resolverlos de pie.
DOCTOR.— ¿Se siente usted más fuerte ahora?
CHOLE.— Procuraré serlo. La vida me ha abierto de pronto una
interrogación bien amarga. Y no hay más remedio que darle una respuesta.
No sé cuándo ni cómo; pero le juro que no será aquí.
DOCTOR.— ¿No está a gusto entre nosotros?
CHOLE.— No, sinceramente. Perdóneme, doctor; usted es un gran
corazón y un gran amigo; pero me parece que el maestro Ariel y usted se
han equivocado con la mejor buena fe. Han ideado un refugio para almas
vacilantes, pero no han sospechado lo que un ambiente así puede contagiar
a los otros. Coquetean ustedes con la idea de la muerte, burlándose
ingeniosamente. Pero la muerte es más hábil que ustedes; y hay momentos
débiles en que se presenta tan hermosa, tan fácil… Es un juego peligroso.
DOCTOR.— Tal vez.
CHOLE.— Yo le aseguro que en mi casa y entre las cosas que me son
amigas, no hubiera sentido nunca esa negra tentación de anoche. ¿Por qué
la sentí aquí? Piénselo doctor: si me hubiera matado ayer, yo sería una
gran culpable, pero el doctor Ariel y usted tampoco podrían mirarme muy
tranquilos.
DOCTOR.— Perdón…
CHOLE.— Cierre esta casa, amigo Roda. Emplee su talento y la
fortuna del maestro Ariel allí donde los hombres viven y trabajan. Pero
hoy que la vida del mundo está empezando otra vez, cierre esa Galería con
cadenas. ¿Lo hará usted?
DOCTOR.— Acaso.
CHOLE.— Hágalo por mí, por todos… Hoy es el primer día de la
primavera. ¡Hoy es un delito morir!

(Sale. El DOCTOR queda ensimismado. Repite casi


inconscientemente.)

DOCTOR.— Tal vez, tal vez…

(Entra Hans.)
DOCTOR.— ¿Qué hay de nuevo, Hans? ¿Por qué se ha quitado usted
su bata?

HANS.— Lo he buscado despacio. El doctor no puede dudar de mi


lealtad; pero yo no sirvo para ciertas cosas. Vengo a despedirme.
DOCTOR.— ¿Nos deja usted?
HANS.— Sí, doctor. Lo siento; había tomado cariño a la casa, tenía
esperanzas en ella. Pero esto no marcha.
DOCTOR.— No está usted contento.
HANS.— ¿Y cómo voy a estarlo? Yo vine lleno de ilusiones a su
servicio; usted lo sabe. He puesto de mi parte cuanto he podido, he
cumplido fielmente todas mis obligaciones. ¡Y para qué! Desde que estoy
en esta casa, sólo el perro del jardinero se ha decidido a morirse. Y se
murió de viejo. No…, no hay porvenir aquí.
DOCTOR.— ¿Ha encontrado usted otro puesto?
HANS.— Ayer me han hablado del Hospital General. ¡Aquello sí que
está bien organizado! Allí se muere la gente todos los días como Dios
manda, sin literatura. Perdóneme el doctor, pero cada hombre tiene su
destino.
DOCTOR.— Comprendo, Hans. Y no he de ser yo quien estorbe el
suyo.
HANS.— He vacilado mucho, se lo aseguro. He esperado un día y otro
día. Anoche, con la señorita Chole, llegué a tener un rayo de esperanza.
¡Ilusiones! Hoy, ya lo habrá visto usted, tiene más ansias de vivir que
nunca. Y no digamos de los otros. Esta mañana el profesor de la Filosofía
¡ya ni siquiera se ha tirado al agua! La cantante de ópera anda por ahí,
entre los sauces, besando furiosamente a ese pobre muchacho. La misma
Dama Triste, usted lo sabe, no está triste ya. Esto se hunde…
DOCTOR.— Está bien, Hans, está bien. Pase usted cuando quiera por
mi despacho a arreglar su cuenta.
HANS.— ¡Oh, no vale la pena! Estas cosas no se hacen por dinero. Yo
soy un idealista. Adiós, señor Roda.
DOCTOR (Tendiéndole la mano).—Adiós, Hans… Buena suerte.
HANS (Saliendo).—Y créame, doctor; si esto no toma otro rumbo ya
puede usted cerrar la casa. No hay nada que hacer.

(Sale.)

DOCTOR.— Cerrar… Quizá tengan razón. (Llama:) ¡Alicia!…


¡Alicia!

(Sale en su busca. Viniendo del jardín entra el AMANTE


IMAGINARIO. Mira en tomo desde la puerta, como si se sintiera
perseguido. Se deja caer desfallecido en una butaca con un suspiro de
alivio. Llega en seguida CORA.)

CORA.— ¿Dónde se esconde mi cachorro?


AMANTE (Sobresaltado).—¡Tú!
CORA.— Mi héroe, mi lobezno. Alégrate, corazón: salta, grita, aúlla.
¡Ya me tienes aquí!
AMANTE.— Te esperaba.
CORA.— Nadie lo diría; con esa cara… Parece que me huyes.
AMANTE.— ¡Yo! Te he estado buscando toda la mañana.
CORA.— ¿Por dónde, mi jilguero? Me he levantado cantando, he
corrido por esas montañas gritando tu nombre, me he bañado en el
torrente… Después he estado tirando piedras a tu ventana. ¿Tan dormido
estabas?
AMANTE.— ¡Pero si estoy despierto desde el amanecer!
CORA.— ¿Y no me oías? Te tiré piedras primero, hasta que rompí los
cristales. Después te tiré ramos de violetas. ¿Tampoco las violetas te
llegaron?
AMANTE.— Tampoco.
CORA.— ¡Ah, cruel; estabas dormido! Y Cora, a tu puerta esperando
como una alondra. Cora, que te buscaba; Cora, que te necesita. ¡Cora Yako,
lobezno, Cora Yako! (Se sienta en el brazo de su butaca. Lo arrulla con
caricias y palabras) ¿Eres feliz? ¿Has pensado en mí? ¿Soy como tú me
soñabas?… (Él contesta con unas exclamaciones guturales en superlativo.
Ella le imita.) ¡Hum, hum! ¿Es qué no sabes hablar?
AMANTE.— ¡Es que no me dejas!
CORA.— ¿Qué es lo que te gusta de mí? No, todo no; siempre hay
algo… ¿El cuello? ¿Las manos?…
AMANTE.— Los ojos. Los ojos sobre todo. ¡Son los de aquella noche!
CORA.— ¡Aquella noche que estuve cantando para ti solo sin darme
cuenta! Mira esos ojos, lobezno; aquí los tienes, son tuyos… ¿No me
besas?
AMANTE.— Sí.
CORA.— ¿Por qué estás temblando? ¿Te doy miedo? Ay, qué pobre
muchacho eres, mi héroe, mi poeta…, mi pobre poeta pequeño. ¿Estás
triste? Yo te imaginaba vibrante, apasionado… ¡Subiéndote por las
paredes al verme, arrancando las retamas al correr, saltándome a los
hombros!…
AMANTE.— Tú te imaginabas un cruce de jabalí y orangután.
CORA.— Algo así. Pero no importa. No estés triste tú, mi jilguero
mojado, mi poeta de bolsillo. Te quiero como eres: pequeño, acobardado,
soñador… ¿Por qué has leído tanto, pobrecito mío? Tú no sabes cómo
debilita eso. No lo volverás a hacer, ¿verdad? (Voluble, persiguiendo sus
propias palabras por la escena.) ¡Ahora vamos a vivir!, a correr el mundo
juntos, ¡abrazados!
AMANTE (Con ilusión).—¡Cora!
CORA.— Ahora vas a tener conmigo todo lo que soñaste: Egipto, y el
desierto, y las selvas, y las islas de jardines…
AMANTE.— ¡Los lotos y los elefantes blancos! ¡Las pagodas budistas
con sus tejadillos en forma de zueco, colgados de campanillas!
CORA.— Y tantas cosas más que tú no sabes, que no están en los
libros. Pero hay que hacerse fuerte, mi lobezno: en cuanto sales de Europa,
ya no hay más que mosquitos.
AMANTE.— ¿Mosquitos?'
CORA.— Unos mosquitos verdes, venenosos y pequeños, que se
cuelgan por todas partes. Y que dan la fiebre, y el sueño… y a veces, la
locura. Pero no te asustes tú, mi héroe…, también hay mosquiteros, y
cremas especiales para la piel. Y luego, ¡la Ciencia! Por cada mosquito
que produce Dios, producen una inyección los alemanes.
AMANTE.— Menos mal.
CORA.— ¿No te hace ilusión visitar conmigo la India?
AMANTE.— ¡Oh, sí; los dioses del Ramayana, el Ganges sagrado de
las tres corrientes!…
CORA.— Mira, el Ganges es mejor dejarlo. Hay serpientes, ¿sabes? Y
cocodrilos. Y luego, las fiebres gástricas, que te van poniendo amarillo,
amarillo… (De pronto.) ¿Tú me quieres? ¿Me quieres, me quieres?
AMANTE (Irguiéndose gallardamente).—¡Te quiero como un cosaco!
CORA.— ¿Dispuesto a todo?
AMANTE.— ¡A todo!
CORA.— ¿Por qué no nos vamos ahora mismo?
AMANTE (Aterrado al verla tan cerca).—¿Ahora?
CORA.— Ahora, ahora… ¿A qué esperamos? (Consulta su reloj.) El
coche está dispuesto en un momento. ¿Tú sabes conducir?
AMANTE.— No.
CORA.— Bien, conduciré yo. Pero te advierto que yo no sé conducir a
menos de ciento veinte. Son las once menos cuarto; saliendo a las once en
punto, a las cuatro estamos de sobra en Venecia; y todavía podemos tomar
el avión de la tarde. Ya está. Esta noche cenamos en Marsella. ¿Hecho? Un
momento. Voy a preparar el coche.
AMANTE.— Pero, Cora…, espérate un poco, mujer.
CORA.— ¿Qué?
AMANTE.— Vamos a salir así… ¿sin despedirnos?
CORA.— ¿De quién? Yo no me he despedido nunca.
AMANTE.— Del doctor, de los compañeros… Y luego, hay que
pensar en todo. Hace falta dinero.
CORA.— Bah, para empezar… ¿no tendrás encima treinta mil
pesetas?
AMANTE.— ¿Yo?
CORA.— Quince mil…, diez mil siquiera…
AMANTE.— Yo no tengo un céntimo.
CORA.— Entonces… ¿el robo del banco?
AMANTE.— No robé más que para las orquídeas.
CORA.— ¡Nada más!… Bueno, es lo mismo. Ya encontraremos un
caballo blanco.
AMANTE.— ¿Y a dónde vamos con un caballo blanco? Necesitaremos
por lo menos dos.
CORA.— ¡Dos! (Ríe, divertida.) ¡Eres un héroe! ¿Ves cómo ya te vas
soltando? (Deja de reír.) Oye, ¿de verdad no sabes lo que es un caballo
blanco?
AMANTE.— No sé… Cuando yo estudiaba, un caballo blanco era un
caballo blanco.
CORA.— ¡Ay, niño, niño!… Pero ¿qué os enseñan a vosotros en esa
Universidad? ¡Cuánto te queda que aprender! ¡Anda! A preparar tus cosas.
AMANTE (Indeciso).—Entonces… ¿nos vamos?
CORA.— Nos vamos.
AMANTE.— Es que… no tengo pasaporte.
CORA.— Sin él; ya se arreglará eso en el camino. Todos los cónsules
del mundo son amigos míos. Los ingleses son los peores, y cuando se sabe
sonreír, también se ablandan. ¿Tú sabes inglés?
AMANTE.— No.
CORA.— Es lo mismo. Todos hablan francés.
AMANTE.— Es que tampoco hablo francés.
CORA.— Pues te callas. Te callas en todos los idiomas. ¿Vamos, qué
esperas?
AMANTE.— Voy… Voy… (Vacilante.) ¿A Marsella, verdad?
CORA.— A Marsella.
AMANTE.— ¿En avión?
CORA.— En avión, ¿por qué?
AMANTE.— Es que… es la primera vez que voy a tomar un avión.
Creo que eso marea mucho.
CORA.— Historias. Menos que el barco.
AMANTE.— Es que tampoco me he embarcado nunca.
CORA (Impaciente).—¡Hay píldoras!
AMANTE.— Ah…, hay píldoras. Entonces… ¿resuelto?
CORA.— Resuelto. ¿Cuánto tardas en preparar tu equipaje?
AMANTE (A punto de sollozar).—Cora, Cora…
CORA.— ¿Qué?
AMANTE.— ¡Si es que tampoco tengo equipaje!
CORA.— ¿Nada? ¿Ni un smoking?
AMANTE.— Tengo dos camisas… Y un libro.
CORA.— Pues anda, coge las camisas.
AMANTE.— El libro es un manuscrito mío… inédito. Poemas.
CORA.— Aunque sea tuyo. Libros, nunca más o estamos perdidos. Si
no hubieras leído tanto no te pasarían ahora estas cosas. ¿A las once en
punto?
AMANTE.— A las once.
CORA.— Faltan diez minutos. ¿Tienes reloj, por lo menos?
AMANTE (Nervioso, se lleva las manos a los bolsillos. Sonríe feliz al
encontrarlo.)—Sí, reloj sí. Y de plata. Es un recuerdo de mi padre. (Se lo
lleva al oído. Con espanto.) ¡Parado!
CORA.— Pues pon en punto el reloj de tu padre. ¡Y no vayas a
hacerme esperar, eh! Eso sí que no se lo he consentido nunca a ningún
hombre. Si no estás a las once daré tres bocinazos. Pero al tercero arranco.
AMANTE.— Estaré.
CORA.— Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno bonito.

(Lo empuja a besos. Sale el AMANTE. FERNANDO ha entrado a


tiempo para ver y oír el final de la escena.)

FERNANDO.— ¿Se marchan ustedes?


CORA.— Dentro de diez minutos. A Marsella. Y si hay barco mañana,
a la India. Dígale adiós a Chole de mi parte; yo no tengo tiempo. Le
pondremos un cable desde El Cairo. ¡Adiós, Fernando!
FERNANDO.— ¡Feliz viaje! (Sale CORA. FERNANDO juega,
dolorido, los dedos de la mano que ella ha estrechado con fuerza, y mira
con lástima hacia donde salió el AMANTE.) Pobre muchacho…

(Entra HANS con su humilde equipaje: un portamantas con su


paraguas.)

FERNANDO.— ¿También usted se va?


HANS.— También.
FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Cairo?
HANS.— A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital
General.
FERNANDO.— ¡Ah, enhorabuena!
HANS.— Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un
resumen en la «Gaceta Médica»: solamente en una semana, ¡veinticinco
casos!
FERNANDO.— Espléndido.
HANS.— Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la cosa prometía;
acudía la gente, hubo varios intentos. En fin, para empezar no estaba mal.
¡Pero ahora! Esa Cora Yako ha acabado por ponerme fuera de mí. ¿La ha
oído usted reír? ¡Es insultante! ¿Y besar?
FERNANDO.— Tiene mucha vida esa mujer.
HANS.— Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted que ha intentado
seducirme?
FERNANDO.— ¡A usted!
HANS.— A mí. Esta mañana. Estaba yo afeitándome tranquilamente a
la ventana y, así como jugando, ha empezado a tirarme piedras. Tuve que
refugiarme en el interior. Cuatro piedras como nueces metió por los
cristales. Y después un ramo de violetas. Lo de las piedras pase, pero un
ramo de violetas a mí… ¡Un poco de formalidad, señora! ¿Y el caso de la
Dama Triste? Es espantoso. Imagínese usted que anoche, en ese césped,
entre las acacias… (Viéndola llegar.) ¡Ella!

(Entra la DAMA TRISTE, cantando entre dientes el «Danubio Azul».


Viene sonriente, vestida de colores claros; graciosamente rejuvenecida,
pero sin bordear en ningún momento el grotesco.)

DAMA.— Buenos días, Hans. Buenos días, Fernando.


FERNANDO.— Señora…
FERNANDO.— ¿Han visto qué mañana tan hermosa? Todo está blanco
de narcisos; huele a corazón el campo… ¡Ay, cómo retumba aquí esa
primavera loca! ¿Les gusta este vestido?
FERNANDO.— Es muy alegre.
DAMA.— ¿Discreto, verdad? Y le advierto que no es nada: un nansú
gracioso, unos godés, el clip de plata… Nada. Perdonen ustedes que no me
entretenga… Me están esperando. ¿Por qué tiene usted ese aire tan triste
Fernando? ¡Un día como hoy! ¿Se siente mal? Arriba ese corazón, amigo
mío. ¿Por qué no se viene usted a comer con nosotros?
FERNANDO (Asombrado).—¿A comer?
DAMA.— Comemos arriba, junto a la fuente. Habrá de todo: carnes
blandas y de monte, truchas del torrente, frutas nuevas y vinos rubios
andaluces, de esos que hacen cosquillas en el alma. ¿Le esperamos?
Anímese, Fernando; hasta luego. ¡Buenos días, Hans!

(Hace un gracioso gesto de despedida, agitando los dedos, y se va feliz


tarareando, marcando inconsciente el paso del vals. FERNANDO mira a
HANS desconcertado.)

FERNANDO.— Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa mujer?


HANS.— Peor. ¿No la ha oído usted tararear el «Danubio Azul»?
FERNANDO.— Sí; parecía.
HANS.— ¿Y no lo recuerda eso nada?
FERNANDO.— ¡El profesor de Filosofía!…
HANS.— El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al claro de luna,
entre las acacias. (Filosófico.) ¿Se ha fijado usted alguna vez en los ojos
de las vacas?
FERNANDO.— Sí: son la imagen de la ternura húmeda.
HANS.— Pues bien: anoche el Profesor tenía ojos de vaca. Estaban
sentados en un ribazo. Él, miraba la luna; después la miraba a ella. Y
suspiraba. Cuando un profesor de Filosofía se arriesga a suspirar, está
perdido.
FERNANDO.— ¿Los vio usted?
HANS.— ¿Qué no habré visto yo en esta vida? Estaban muy juntos,
cogidos de las manos. El se reclinaba sobre su hombro, y le reclinaba su
hombro, y le recitaba al oído una cosa íntima y lenta.
FERNANDO.— ¿Versos?
HANS.— Seguro. No pude coger más que una estrofa suelta. Decía:
(Recita líricamente.) «Todo cuerpo sumergido en el agua, pierde su peso
una cantidad igual al peso del líquido que desaloja.» ¿Le parece a usted?
FERNANDO.— ¡Pero eso es tremendo!
HANS.— Tremendo. Es la primavera; no hay nada que hacer. Ya se han
despedido del doctor. Se marchan esta tarde ¡juntos! (Pausa. Tono de
confidencia.) Sólo queda una esperanza… lejana. ¿Recuerda usted la
afición del Profesor a tirarse a los lagos? (Se acerca, acentuando el
secreto.) Se van a Suiza. (Se hacen ambos un gesto de silencio cómplice,
llevándose un dedo a los labios.) ¡A Suiza!

(Sale HANS. FERNANDO queda solo, ensimismado, con un gesto


triste que lucha por arrancarse. Enciende un pitillo. Vuelve el AMANTE,
mirando furtivamente a todos lados.)

AMANTE.— ¿No está?


FERNANDO.— ¿Cora?… En el jardín; preparando el coche.
AMANTE.— Qué mujer, Fernando…, es terrible. ¿Por qué habrá
venido? ¡Tan bella como yo la soñaba!
FERNANDO.— Y sin embargo es la verdadera. La que cantaba para
usted aquella noche del «Fausto».
AMANTE.— Ah, no; la mía es otra cosa: una ilusión, un poema sin
palabras. Los ojos, sí: son los mismos de aquella noche.
FERNANDO.— Puede ser para usted la gran aventura.
AMANTE.— Una aventura peligrosa. Usted no la conoce: esa mujer
me mata en quince días.
FERNANDO.— Es el amor.
AMANTE.— ¡Pero qué amor! Yo soñaba los besos de mujer como una
caricia suave; como un repicar de pétalos en la piel. Cora no es eso.
FERNANDO.— ¡Besa fuerte, eh!
AMANTE.— ¡Muerde! Trepida…, estalla. Ahora ya me voy
acostumbrando un poco. Pero ayer… del primer beso que me dio, me tiró
al suelo. ¡Y abrazando! Se enrolla, rechina, solloza unas cosas guturales
que ponen los pelos de punta. ¡Es un temblor de tierra, Fernando, es un
temblor!
FERNANDO.— Le ha tomado usted miedo.
AMANTE.— Miedo, miedo, no. La quiero, me gustaría verla siempre.
Pero un poco desde lejos.
FERNANDO.— Desde lo alto de la galería.
AMANTE.— Eso, así: desde lo alto.
FERNANDO.— ¿No se iban a marchar ustedes juntos?
AMANTE.— Ahí está, que sí…, que no tengo más remedio que
marchar con ella, que los minutos van pasando. ¡Y que no sé qué hacer!
FERNANDO.— La gran aventura no se presenta más que una vez en la
vida. Usted la tiene ahora en sus manos. Piénselo bien.
AMANTE.— ¡Si pudiera quedarme solamente con los ojos!
FERNANDO.— Pero, ¿no era este momento lo que usted soñaba?
AMANTE.— Ah, soñar es otra cosa.
FERNANDO.— ¡Cora Yako es el amor, los barcos, los países
lejanos!…
AMANTE.— Pero, qué países, Fernando. Llenos de peligros horribles:
los mosquitos verdes…, las fiebres intestinales…, ¡los cónsules!
FERNANDO.— ¡Es la India de los dioses! ¡El Japón de los héroes y
los amantes!
AMANTE.— No puedo…, no puedo…

(Se sienta, desfallecido.)

FERNANDO.— En ese caso, hay otra solución. Renuncie a la Cora


Yako auténtica. Quédese con la que usted ha soñado. Y dedíquese a
escribir.
AMANTE.— ¿A escribir?
FERNANDO.— Sí: es otra forma de heroísmo. Las novelas nunca las
han escrito más que los que son incapaces de vivirlas. ¿Qué sueldo tenía
usted en el banco?
AMANTE.— Nada; doscientas cincuenta pesetas.
FERNANDO.— Yo puedo ofrecerle quinientas en el periódico, y
vacaciones pagadas. ¿Quiere usted encargarse de la página de viajes y
aventuras?
AMANTE (Ilusionado).—¿Cree usted que serviré?
FERNANDO.— ¿Por qué no?
AMANTE.— Es que yo no he salido nunca de mi casa de huéspedes.
FERNANDO.— ¿Y qué importa eso? El arte no es cosa de experiencia;
es cosa de imaginación. Javier de Maistre hacía viajes maravillosos
alrededor de su cuarto; Beethoven era sordo; Milton cuando escribió el
canto a la luz, estaba ciego.
AMANTE.— Si valiera la pena…; yo tengo un libro de versos.
FERNANDO.— Rómpalo usted en seguida. Y no se atreva a confesar
eso entre los compañeros; le perderían el respeto.

(Suena en el jardín el primer bocinazo.)

AMANTE.— ¡Ahí está ya! (Sin acertar con su reloj.) ¿Qué hora es?
FERNANDO.— ¡Las once en punto!
AMANTE.— Al tercer bocinazo, arranca. ¿Qué hago, Fernando, qué
hago?
FERNANDO.— ¡Va uno! No lo piense más. (Señalando
alternativamente al jardín y al interior.) O se va usted por ahí a vivir
aventuras… o se va por ahí a escribirlas.
AMANTE.— Es que no tengo un céntimo…, estoy seguro de que me
mareo en el avión…
FERNANDO.— ¡Pero es una mujer la que le está llamando!
AMANTE.— No tengo más que dos camisas…
FERNANDO.— ¡Es Cora Yako!
AMANTE.— Los mosquitos verdes…
FERNANDO.— ¡Es el amor!
AMANTE.— Los cocodrilos…

(Suena otro bocinazo.)

FERNANDO.— ¡Dos!
AMANTE (A gritos.)—¡Voy! (Corre hacia el jardín. Se detiene en el
umbral. Se vuelve, nervioso y urgente.) Fernando…, ¿qué es un caballo
blanco?
FERNANDO.— ¡A estas horas!
AMANTE.— Por su alma, que es un problema de vida o muerte.
FERNANDO.— Según. Científicamente, es un simple equino
monodáctilo de cuatro patas y pigmento claro.
AMANTE.— ¿Y artísticamente?
FERNANDO.— Ah, artísticamente… es el viejo que paga.
AMANTE (Aniquilado).—El viejo… que paga (Reacciona con
violencia.) Y era eso lo que me proponía… ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No
voy!

(Suena la tercera llamada.)


FERNANDO.— ¡Y tres! (Se asoma al jardín. Se le ve hacer un gesto
de despedida.)
AMANTE (Contemplando melancólicamente su reloj). —Las once. A
las cuatro en Valencia…; al anochecer en Marsella…, El mar… (En un
impulso repentino) Cora… ¡Cora!
FERNANDO.— Ya se fue.
AMANTE.— Soy un pobre hombre…
FERNANDO.— ¡Es usted un héroe! Déjela marchar en paz y
recuérdela. Es mejor. Son dos vidas que no podrían fundirse nunca. Y
ahora, a escribir el reportaje para la semana que viene. Título: «Una noche
con Cora Yako en el Japón.»
AMANTE.— ¿En el Japón?
FERNANDO.— Sí. Las fotografías ya las haremos en el estudio, como
siempre.
AMANTE.— ¿Me dejará usted poner algo de las gheisas?
FERNANDO.— Y de los petirrojos también; y de los cerezos en flor.
Pero con cuidado, eh, con cuidado.
AMANTE.— ¿Una cosa así? «Habíamos tomado al amanecer el avión
de Yokohama…»
FERNANDO.— Así, muy bien.
AMANTE.— «Cora reía junto a mí, a tres mil pies sobre las islas
blancas de crisantemos…»

(Saliendo.)
FERNANDO.— Así. Así… Tenemos hombre.

(Entra CHOLE.)

FERNANDO (Acudiendo a ella al verla llegar).—¡Oh, Chole! ¿Estás


mejor? ¿Te sientes débil todavía?
CHOLE.— Ya pasó todo.
FERNANDO.— ¿Todo?
CHOLE.— El dolor, el peligro… Lo otro, habrá que resolverlo
también tarde o temprano. (Pausa. Con un tierno reproche.) ¿Por qué te
escondes, Fernando? No te he visto desde ayer. ¿Crees que puede
adelantarse algo así? Hay delante de nosotros una verdad cruel que no se
borra con cerrar los ojos.
FERNANDO.— No pienses ahora en eso. No te he visto porque el
doctor me lo prohibió. Tenías fiebre; necesitabas reposo y soledad.
CHOLE.— ¿No me viste anoche?
FERNANDO.— Sí. No respirabas todavía. Cuando te caíste al lago…
CHOLE.— ¿También tú? ¿También tú dices «cuando te caíste»?…
¿Por qué quieres engañarte a ti mismo? No me caí: lo quise yo. Iba a
buscar la muerte.
FERNANDO.— ¡No, Chole, no es posible!
CHOLE.— También me lo parece a mí ahora. Pero ayer… Dime,
Fernando; hay una cosa que necesito saber, que no he querido preguntar a
nadie porque tengo miedo a la verdad. Pero que no se puede callar más.
Dime, anoche…, cuando me caí…, hubo un hombre que arriesgó su vida
por la mía. Lo vi entre sueños… ¿Eras tú, verdad?

(Le mira angustiada, esperando.)

FERNANDO.— No.
CHOLE.— ¿No eras tú?…
FERNANDO.— Hubiera querido serlo. Pero fue Juan. Él te vio caer;
yo no lo supe hasta después, cuando te trajeron aquí.
CHOLE (Acaricia inconscientemente las flores del hermano).—Pobre
Juan… Toda la noche ha estado sin sueño, con el oído pegado a mi puerta,
oyéndome respirar. Ha sufrido más que yo misma. Tú no sabes, Fernando,
qué bueno…, qué bueno y qué desgraciado es tu hermano.
FERNANDO.— Lo sé todo.
CHOLE.— ¿Todo?… ¿Has hablado con él?
FERNANDO.— Con el doctor. El no me lo diría nunca. Yo tampoco
me atrevo a hablarle. Nos estamos huyendo como dos lobos heridos que se
tienen miedo.
CHOLE.— ¿Hasta cuándo?
FERNANDO.— ¡Hasta ahora mismo! No puedo más. Compréndelo,
Chole: hasta para ser desgraciado hace falta un poco de costumbre. Yo no
puedo, no resisto.
CHOLE.— ¿Has pensado alguna solución?
FERNANDO.— ¡Salir de aquí…, huir!
CHOLE.— ¿Y a dónde? ¿Dónde podríamos escondernos que el
recuerdo de Juan no estuviera con nosotros? No, Fernando…, no hay ya
felicidad posible. La sombra de tu hermano se metería entre nuestros
besos, enfriándonos los labios.
FERNANDO.— ¿Y qué podemos hacer? ¿Era solución lo que tú
pensaste anoche? ¿Creías que desapareciendo tú, íbamos a aproximarnos
él y yo? Tu muerte nos hubiera separado todavía más, convirtiendo en odio
lo que hasta ahora no ha sido más que dolor.
CHOLE.— Es posible. Pero desde anoche no he dejado de pensar.
FERNANDO.— ¿Y qué has pensado?
CHOLE.— Juan no ha tenido nunca nada suyo. Ha estado siempre solo
entre todos nosotros, contemplando nuestra felicidad con sus ojos
hambrientos, como un niño pobre delante de un escaparate. ¡No puede
seguir solo! Vete tú si puedes. Yo me quedo.
FERNANDO.— ¿Con él?
CHOLE.— Yo seré a su lado la madre que no le supo comprender, la
hermana que no tuvo. ¡Que haya por lo menos en su vida una ilusión de
mujer!
FERNANDO.— ¡Pero eso no puede ser, Chole! ¡No es así como te
quiere Juan!
CHOLE.— Lo sé; se lo oí ayer a él mismo. Y todavía ayer fui injusta
una vez más. Tenía a mi lado un corazón sangrando desesperado, y sólo
sentí miedo, casi repugnancia…, como si un mendigo me asaltara en la
calle.
FERNANDO.— No puede ser, Chole. Ahora es cuando estás ciega,
atormentada de remordimientos por culpas que no existen.
CHOLE.— No; ciegos estábamos antes; cuando no había en la tierra
otra cosa que nuestra felicidad. Ni una vez se nos ocurrió mirar alrededor
nuestro. ¡Y allí estaba siempre Juan, tiritando como un perro a la puerta!
FERNANDO.— Pero, ¿es que crees que no lo siento yo? ¿Crees que el
corazón de mi hermano no me duele a mí también? Si yo pudiera hacerle
feliz, todo lo daría por él. Pero es que nada podemos hacer que no sea
engañarle. No te atormentes más. Salgamos de aquí. Nunca podrás ser
feliz con él.
CHOLE.— No se trata de que yo sea feliz. ¡Lo he sido tanto! Ahora lo
que importa es él.
FERNANDO (Nervioso, cogiéndola de los brazos.)—No, Chole, no
pretendas jugar con tus sentimientos. Mira que el corazón tiene sorpresas
peligrosas… ¡Mira que mañana puede ser tarde!
CHOLE.— No es tiempo de pensar. Mi puesto ahora está aquí, a su
lado.
FERNANDO.— ¿Porque te salvó la vida?
CHOLE.— Porque me ha entregado toda la suya.
FERNANDO.— Pero entonces… (Le levanta el rostro.) Mírame bien.
¿Qué está empezando a nacer dentro de ti? ¡Contesta!
CHOLE (Se suelta suplicante pero resuelta).—¡Por lo que más
quieras…, déjame!
FERNANDO.— No, no es posible. Es tu piedad de mujer que te está
tendiendo una trampa. Y Juan mismo tiene que impedirte caer en ella. Que
nos perdone o que nos mate juntos…, ¡pero engañarle, no! (Va hacia el
interior llamando.) ¡Juan…, Juan!
(JUAN aparece en el umbral del fondo. CHOLE, pálida al verle, lanza
una rápida mirada de súplica a FERNANDO, y se dirige a él.)

CHOLE.— ¡No le escuches, Juan, no le escuches!…

(JUAN, con los ojos fijos en el hermano, avanza apartando a CHOLE


sin mirarla, con suave energía.)

JUAN.— ¿Para qué me llamas con tanto grito? ¿Hay algo tuyo en
peligro y necesitas, como siempre, que te lo defienda yo?
FERNANDO.— No. Lo único que quiero es que ¡cueste lo que cueste!
no quede nada oscuro entre nosotros. Ahora necesito toda la verdad.
JUAN.— ¿No la has oído ya? ¿O crees que Chole, por gratitud, iba a
representar esta vieja farsa cruel? Ella, tan leal, tan entera, ¿te la imaginas
tratando de pagar un verdadero amor con unas migajas de esa felicidad que
os sobra a los dos?
FERNANDO (Retrocede sin voz al comprender que Juan ha oído).—
Juan…
JUAN.— No, Fernando, no; ni yo acepto limosnas ni ella caería en la
torpeza de una mentira piadosa. ¿Quieres la prueba? Ahora mismo te la va
a dar… ¡y con los ojos de frente! ¿Verdad, Chole? (CHOLE, situada entre
ambos, retrocede también.) Vamos, ¿qué esperas? Ahí tienes a Fernando.
El hombre feliz, el que no ha tenido que luchar jamás porque la vida se lo
ha dado todo; el que podía jugar en los jardines cuando se moría su
madre… Ahí lo tienes. Él no ha sabido nunca que había dolor en el mundo.
Con él están la alegría y la salud, y todas las gracias de la vida. Aquí sólo
está el pobre Juan, con su miseria y con su amor. Elige, Chole. ¡Para
siempre!

(CHOLE vacila. Suplica a FERNANDO con el gesto y avanza


dolorosamente hacia JUAN.)

CHOLE.— Juan…
JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción desbordada. Sus
palabras tiemblan llenas de fiebre).—¿La ves, Fernando? ¡En mis brazos!
Ya no eres tú solo. También Juan puede triunfar ¡por una vez! (Levanta en
sus manos el rostro de ella, lleno de lágrimas.) Pero también… por una
vez…, tengo el orgullo de ser más fuerte que tú, más generoso que tú…
Llévatela lejos. Ahora ya podéis ser felices sin remordimientos. Porque
también yo, ¡por una vez siquiera!, he sido bueno como tú y feliz como
tú… y te he visto llorar.
FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan!
JUAN.— ¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ternura
contenida.) Gracias, Chole… Ya sabía yo que no podía ser, que te
engañabas a ti misma. Pero gracias por lo que has querido hacer. Llévatela,
Fernando. Sólo os pido que os vayáis a vivir lejos. Dejadme a mí gozar
solo el único día feliz que ha habido en mi vida…

(CHOLE, sin encontrar palabras de despedida, estrecha conmovida las


manos de JUAN. Recoge luego sus flores, apretándolas contra el pecho, y
sale reclinada en el hombro de FERNANDO. JUAN, agotado por el
enorme esfuerzo, desfallece un momento. Se domina. Tiene ahora una
expresión de frialdad fatal. Va al escritorio, lo abre y toma una pistola.
Pasa ALICIA. Al verla, esconde el arma, volviéndose.)

ALICIA.— Buenos días, Juan… (Corre el cerrojo de la Galería del


silencio, y coloca en lugar bien visible un cartel que dice: «Prohibido
suicidarse en Primavera». En el jardín pianísimo —cuerda sola—,
comienza a oírse de nuevo el himno de Beethoven.) Es una orden de
Chole… ¿Le ocurre algo, Juan?
JUAN.— Nada…
ALICIA.— ¡Está usted temblando!
JUAN.— Un poco de fiebre, quizá.
ALICIA.— Es el día… ¿Oye usted esa música?
JUAN.— ¿Qué es?
ALICIA.— Beethoven: un himno de gracias a la primavera. También él
estaba solo y con fiebre cuando lo escribió. Pero él sabía que la primavera
trae siempre una flor y una promesa para todos.
JUAN.— ¿Lo cree usted así?
ALICIA.— El doctor me lo dijo un día: «No pidas nunca nada a la
vida. Y algún día la vida te dará una sorpresa maravillosa.»
JUAN.— ¿Y espera usted?
ALICIA.— Siempre… ¿Quiere hacerme el favor, Juan? Hoy es día de
vida y de esperanza. Es preciso que desaparezca de aquí todo lo que
recuerde la muerte… ¿Quiere darme eso que esconde ahí?
JUAN (Turbado, entregando su pistola).—Perdón…
ALICIA.— Voy a tirarla al estanque. En el mismo sitio donde Chole
resbaló ayer.

(Va a salir.)

JUAN.— Alicia… Espere…, tengo miedo de quedarme solo. ¿Me


permite que la acompañe, Alicia?
ALICIA.— Gracias…

(Le ofrece su brazo. Avanzan juntos hacia el jardín. El himno de


Beethoven suena ahora —cuerda y viento—fortísimo y solemne. Va
cayendo lentamente el telón.)
TELÓN
ALEJANDRO CASONA. Comediógrafo español, autor de un teatro de
ingenio y humor que mezcló sabiamente fantasía y realidad. En este
sentido, la suya está considerada una obra de carácter neosimbolista que
procura la evasión, aunque observando siempre un tono experimental. Su
producción, poéticamente rica, no empleó sin embargo en absoluto la
construcción en verso. Carente en ocasiones de auténtica fuerza dramática,
sus valores teatrales y literarios, así como poéticos y humanos, lo
destacan, no obstante, como uno de los grandes autores de la escena
española e iberoamericana del siglo XX.

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