Cuadernillo 2do PDL
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PRÁCTICAS DEL
LENGUAJE
2do año
Secundaria Básica
DOCENTE:
ESTUDIANTE:
2024
Índice
Unidad I
Narrativa
Cuento policial
Punto de partida: Video: Cuento policial: definición, tipos y características...............................2
El cuento policial: Características y componentes
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis...........................................................................................4
Actividades de comprensión y análisis
Texto literario: “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe...................................................5
Actividades de comprensión y análisis
Clases de palabras: preposiciones, adverbios
¿Qué son las preposiciones? ¿Qué son los adverbios?....................................................................................7
Actividades de comprensión y análisis.......................................................................................................................9
Producción escrita
Novela: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
La novela policial: Características y componentes..........................................................................................10
Actividades de comprensión y análisis.......................................................................................................................11
Técnica de estudio: subrayado
Lectura....................................................................................................................................................................................................14
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................16
Coherencia y cohesión
Recursos cohesivos ....................................................................................................................................................................17
Actividades de comprensión y análisis....................................................................................................................20
Actividad integradora: Armamos una pizarra policial................................................................22
Unidad II
Teatro
Punto de partida: ¿Qué es el teatro?.............................................................................................................................24
El teatro: Origen y clasificación
Obra dramática: Prohibido suicidarse en primavera, Alejandro Casona
Actividades de comprensión y análisis....................................................................................................................26
Texto expositivo - explicativo
Recursos expositivos................................................................................................................................................................27
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................30
Técnica de estudio: cuadro sinóptico
Punto de partida: Video ¿Qué es un cuadro sinóptico?..............................................................................34
Actividades de comprensión y análisis
Construcciones sustantivas
Los modificadores de las construcciones sustantivas.................................................................................35
Actividades de comprensión y análisis.....................................................................................................................37
Actividad integradora: Escribimos y actuamos una escena teatral.............................38
Unidad III
Lírica
Punto de partida: Video: El género lírico..................................................................................................................41
Texto expositivo: “El género lírico: origen y clasificación”
Recursos poéticos......................................................................................................................................................................44
Actividad de comprensión y análisis........................................................................................................................46
Técnica de estudio: búsqueda de información
Concepto de la técnica de estudio................................................................................................................................49
Actividad de búsqueda de información y producción: Infografía
Clave ESI: Sor Juana Inés de la Cruz y Alfonsina Storni...............................................................50
Construcciones adjetivas
Los modificadores de las construcciones adjetivas......................................................................................51
Actividades de comprensión y análisis...................................................................................................................52
Actividad Integradora: Producción escrita............................................................................................53
Unidad IV
Medios de comunicación
Punto de partida: Video: Publicidad y propaganda: conceptos y diferencias......................55
Publicidad y propaganda
Recursos de la publicidad y la propaganda.........................................................................................................57
Actividades de comprensión y análisis...................................................................................................................59
Clave ESI: Análisis de publicidades......................................................................................................................61
Técnica de estudio: fichas para estudiar
Concepto, tipos de fichas, ¿Cómo armar fichas de estudio?.................................................................62
Actividad de producción.....................................................................................................................................................63
Actividad integradora: Producción de publicidades ..................................................................65
Anexos
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis..............................................................................67
Texto literario: “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar Allan Poe
Texto literario: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
Texto literario: Prohibido suicidarse en primavera, Alejandro Casona
Unidad I
Narrativa
Género policial
1
El cuento policial
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line , e ir anotando en la pizarra los
componentes del género policial:
El género policial
3
Texto literario: “La pieza ausente”, Pablo de Santis
(Anexo 1)
Detective
Enigma
Víctima
Pistas
Sospechosos
Culpable
Testificaron El detective
Los testigos
que... deduce que...
El francés
El holandés
El inglés
El español
El italiano
Finalmente, ¿Qué deduce Dupin acerca de lo que escucharon todos los testigos?
5
3. ¿Cuáles son los medios de escape que plantea la escena del crimen? ¿Cómo
resuelve Dupin que el sospechoso logró fugarse?
4. Luego de resolver el punto anterior, ¿Cómo deduce que logró bajar los cuatro
pisos?
5. ¿Cuáles son las causas que lo llevan a Dupin a abandonar la idea de que el móvil del
crimen fue un robo?
6. En la siguiente frase, ¿se encuentra algún indicio sobre cuál fue el asesino?: “En el
hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivo,
algo por completo inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos,
incluso si suponemos que su autor es el más depravado de los hombres”.
7. Subrayar o extraer por escrito otras frases que funcionen como indicios del
culpable del crimen.
8. Anotar debajo las pistas que siguió Dupin acerca de la escena del crimen luego de
examinar cómo fallecieron las víctimas.
Esquema actancial
Los relatos policiales clásicos, dada su estructura, permiten analizarse a partir de un
esquema en el que se puede sintetizar la historia. El esquema se realiza a partir de un
“actante” que puede coincidir, o no, con el protagonista de la historia narrada.
Cada parte responde a los componentes presentes en los relatos policiales clásicos:
Sujeto: es el “actante”, debe ser un personaje del relato, por ejemplo el detective.
Objeto: el sujeto desea llegar a un objeto (u objetivo). Debajo de objeto se anota cuál es,
puede ser “resolver el enigma” y se puede especificar qué tipo de enigma es el que
desea resolver.
Destinador: son las motivaciones internas e inherentes al sujeto. Tales motivaciones
las puede inferir el lector si no se encuentran especificadas en el relato.
Destinatario: son los personajes que se benefician con el sujeto llegando a su objeto.
Ayudante: personajes o situaciones que ayudan al sujeto a que llegue a su objeto.
Oponente: personajes o situaciones que se oponen a que el sujeto llegue a su objeto.
9. Realizar un esquema actancial considerando al detective Dupin como el sujeto del
mismo.
10. Explicar quién resultó ser el culpable del crimen y qué elementos importantes
ayudaron a Dupin a deducirlo. 6
Clases de palabras: preposiciones y adverbios
Las preposiciones son una clase de palabra invariable, por eso se las puede agrupar
de la siguiente manera:
7
¿Qué son los adverbios?
Los adverbios son una clase de palabra invariable que sirve para calificar o
especificar el significado de un adjetivo, verbo u otro adverbio.
Clasificación semántica
Clase Ejemplo
de lugar cerca, lejos, arriba, abajo, adentro, afuera, allí, aquí, allá, acá, ahí.
bien, mal, peor, mejor, quizás, acaso,. Más los adverbios terminados en
de modo
-MENTE que se forman con un adjetivo más la terminación -mente
8
Actividades de comprensión y análisis
a) No nos poníamos de acuerdo acerca de qué decía nuestro trato en casos como este.
Contar una breve anécdota que tenga algunas de las características policiales vistas
hasta el momento. El texto debe contener las siguientes clases de palabras:
a) Dos preposiciones
b) Un adverbio de negación
c) Una preposición + un adverbio de cantidad
d) Un adverbio de lugar + una preposición
e) Dos preposiciones + un adverbio de modo 9
La novela policial
La novela policial: origen y características
La novela policial es una ficción literaria sobre crímenes y
delitos, que surgió a principios del siglo XIX.
Consiste en un enigma que debe develarse a medida que
transcurre la historia.
En 1841, se publicó la primera historia de detectives:
“Los asesinos en la calle Morgue” de Edgar Allan Poe.
La profesión de detectives aún era una actividad reciente
en esa época y se estima que Allan Poe se inspiró en la
primera oficina de detectives fundada en París en 1817
por François-Eugène Vidocq.
Fuente: https://humanidades.com/novela-policial/#ixzz8QKoFnTTl
10
Texto literario: Un crimen secundario, Marcelo Birmajer
(Anexo 3)
Antes de la lectura
1. Leer el título: ¿de qué se tratará esta novela?
2. Leer la contratapa: ¿Quiénes serán los protagonistas? ¿en qué lugar
transcurrirán los hechos?
3. ¿Encuentra alguna relación entre el título de la novela, los protagonistas y la
pregunta del final? ¿Cuál? Explicar la respuesta.
Luego de la lectura
1. ¿Cómo se llaman los protagonistas de esta historia? ¿Qué vínculo los une?
2. ¿Con qué enigma se encuentra el narrador - protagonista? ¿Hay un detective
en la novela? ¿Quién ocupa ese rol?
3. ¿En qué lugares va encontrando las pistas para resolverlo? Enumerar las
pistas e indicar los diversos lugares.
4. ¿A qué personaje enfrenta cuando aparece el dinero robado? ¿Qué dichos de
este personaje lo hacen inferir que tuvo un rol protagónico en el robo al
banco? ¿Qué otros personajes se encuentran implicados?
5. ¿Cuál es la mentira que les dice Antonio? ¿Por qué les miente?
6. ¿Quién logra resolver el enigma? ¿Lo hubiera podido hacer sin la ayuda de
Tognini y Aslamim? Justificar la respuesta.
7. ¿Con qué personaje se enfrenta al comienzo de la novela? ¿A raíz de qué
situación se genera el conflicto? ¿Cómo se resuelve esta disputa hacia el final?
8. Responder según su criterio la última pregunta de la contratapa: “¿Puede
convertirse el mismo policial en un enigma histórico?”
9. La novela relaciona texto narrativo con historieta durante algunos pasajes.
Dibujar el último apartado “Insert coin (la última ficha)” con seis viñetas. Para
esto, leer la siguiente información acerca de la historieta:
11
10. Actividad de producción escrita
Escribir un relato policial. Para eso, seguir las siguientes indicaciones:
1. Elegir un enigma que deberá resolverse durante la trama.
¿Qué misterio vas a elegir?
MISTERIO 1: En la ciudad de Rosario, un hombre de setenta años dueño de una fábrica
de juguetes es hallado sin vida, tenía extrañas marcas en su piel parecidas a las de la
varicela pero no se encontró junto a su cuerpo ningún rastro de veneno.
12
2. Elegir el o los personajes que investigarán el enigma.
¿Quién investigará el caso?
13
Técnica de estudio: subrayado
14
Las primeras detectives
La señora Paschal es nombrada como la primera detective profesional. Corría el
año 1864 cuando William Stephens Hayward la creó; cuarenta años y viuda, estaba
pasando por un momento económico muy malo, por lo que decidió aprovechar su
talento para la observación y deducción resolviendo casos de robos y estafas en el
Londres de aquella época. Era una mujer que no se achantaba ante la autoridad del
hombre.
Luego llega Loveday Brooke, en 1893; gran acontecimiento por ser creada por una
escritora, Catherine Louisa Pirkis. Esta la perfiló como a una joven investigadora
profesional con mucho sentido común y sin ningún miedo.
Sarah Fairbanks, la siguiente, nace de la pluma de Mary E. Wilkins en 1895. En aquel
entonces ejercía de maestra de escuela, pero contaba con todos los recursos para
ser una investigadora y de hecho decide resolver el asesinato de su padre.
Después tenemos a Amelia Butterworth y Violet Strange, dos divertidas y
fascinantes detectives creadas por Anna Katherine Green.
Posteriormente, entre 1910 y 1911, vendrían la detective Mollie Delamere gracias a la
escritora Beatrice Heron–Maxwell; Lady Molly creada por Emmuska Orcy; la
investigadora Judith Lee inventada por Richard Marsh y, por último, Ellen Bunting
creación de Marie Belloc.
En pleno auge de esta novela detectivesca es cuando aparece Miss Marple, en
1930, de la pluma de Agata Christie. A partir de este momento la novela no deja de
evolucionar. Así, Elaine Showalter habla de tres fases de este género novelesco:
Una femenina, con Miss Marple de Agatha Christie y Kate Fansler de la escritora
Amanda Cross. Son mujeres entrometidas, ingenuas, que no necesariamente
tienen que salir de casa para buscar pruebas por lo que desentrañan el misterio
por deducción lógica.
Más tarde las detectives ya son verdaderas trabajadoras en favor del
cumplimiento de la ley y entraríamos en la fase feminista: P.D. James con su
detective Cordelia Gray o Sue Grafton con Kinsey Millhone. Sin cargas familiares,
con pistola, aunque no la usen mucho, y viviendo en una pequeña habitación
saben argumentar bien, como lo demuestra el personaje de Cordelia cuando se
pone en tela de juicio su capacidad para ejercer una profesión tan peligrosa: “…
este es un trabajo totalmente apropiado para una mujer, ya que requiere de una
curiosidad infinita, gran capacidad de sufrimiento y una tendencia natural a
meterse en la vida de los demás”.
Y, por último, la fase female, protagonizada por una serie de mujeres de cierta
relevancia social y que luchan por mejorar la situación de su entorno y no se
ponen fronteras. Dejaremos dos ejemplos: Frances Fyfield con su detective Helen
West y Stella Duffy con Saz Martin.
Fuente: https://blogs.diariovasco.com/ser-escritor/2018/07/25/la-mujer-detective-en-la-
literatura/
15
Actividades de comprensión y análisis
4. Al final del resumen y luego de responder las consignas anteriores, agregar una
conclusión (personal) acerca de la figura de la mujer como detective en la literatura.
📝 Como cierre, buscar en la sopa de letras los conceptos clave del género policial.
16
Coherencia y cohesión
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line acerca de la coherencia y la
cohesión textual:
¿Qué es la cohesión?
Las oraciones que conforman un texto se relacionan unas con otras mediante
ciertos recursos que ponen en manifiesto la unión entre las ideas expresadas en
ellas. Estos recursos otorgan cohesión al texto. Por lo tanto, la cohesión contribuye a
que el texto tenga sentido como un todo, es decir, a que sea coherente.
La elipsis
Muchas veces se utiliza la elipsis para evitar la repetición directamente omitiendo
las expresiones.
Por ejemplo:
“Esas mujeres detectives comenzaban a protagonizar la novela de género con
más éxito del siglo XIX. Eran personajes que rompieron los roles establecidos y
tiraron por tierra los principios de aquella sociedad.”
18
La conexión
Es el mecanismo de cohesión que consiste en enlazar las diversas partes del texto con
el fin de explicitar las relaciones de significado entre ellas. Las palabras o expresiones
que permiten establecer enlaces entre las partes de un texto son de dos tipos:
Los conectores: establecen conexiones lógicas entre las partes del texto (de
causa, consecuencia y oposición). Por ejemplo: porque, no obstante, por ende...
De causa: porque, ya que, dado que, puesto De inicio: para empezar, antes que nada,
que ante todo
Fuente: Lengua y Literatura: prácticas del lenguaje 2 nuevos desafíos. Kapelusz editora. 2010
19
Actividades de comprensión y análisis
8. Completar los recuadros con los conectores que considere adecuados para unir las
oraciones. Luego, formar el texto con las oraciones unidas por los conectores.
21
Actividad integradora
Armamos una pizarra policial
22
Unidad II
Teatro
23
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line. Anotar en los tickets la
información más relevante:
El teatro
El teatro es una de las más antiguas artes
conocidas por la humanidad. Consiste en
la representación de historias actuadas
frente a un público espectador,
combinando discurso, gestos,
escenografía y música. Cada
representación teatral es una obra de
teatro.
24
El teatro surgió en distintas culturas a la vez, existiendo así un teatro indio, un teatro
chino y un teatro de la antigüedad griega. En Grecia nació el “arte dramático” a partir
de diversos rituales pertenecientes a su religión, que de la práctica ritual pasaron a
ser mito y posteriormente se les añadió la palabra, convirtiéndose así en las primeras
obras teatrales.
Con las obras dramáticas, los antiguos griegos buscaban educar religiosa, emocional
y cívicamente a sus ciudadanos, mediante la representación de sus mitos
fundacionales, en los que aparecían sus dioses y sus héroes mitológicos.
Clasificación
Las obras de teatro se clasifican tradicionalmente
en tragedia y comedia, partiendo del sentimiento
que genera cada una: la tristeza y la risa. Cada una
representa al ser humano en dos formas distintas:
como un ser valeroso caído en desgracia, o como un
villano y común del que es posible reírse.
25
Obra dramática: Prohibido suicidarse en primavera,Alejandro Casona
(Anexo 4)
Actividades de comprensión y análisis
Antes de la lectura
1. Leer el título: ¿de qué se tratará esta obra de teatro? ¿quiénes serán los
protagonistas? ¿en qué lugar transcurrirán los hechos?
2. El subtítulo nos adelanta que es una comedia, ¿cuáles son las características que
debe tener una obra de teatro para ser considerada “cómica”?
3. ¿Encontrás alguna contradicción entre el título y el subtítulo? ¿Cuál? Explicá tu
respuesta.
Primer Acto:
1. ¿Qué es el Hogar del suicida?
2. Describí las posturas del Doctor Roda y Hans acerca del suicidio.
3. El Amante y la Dama son pacientes del Hogar, ¿cómo llegaron ahí? ¿Qué conocemos
de su historia?
4. ¿Cómo convence el Doctor a Alicia para que se quede?
5. ¿Cuáles son los distintos sentimientos que Fernando y Chole van teniendo a medida
que se van enterando de la función del Hogar?
6. ¿Cómo son Fernando y Chole? Caracterizalos.
7. ¿Qué relación hay entre Juan, Chole y Fernando? ¿Qué problemas pensás que puede
llegar a traer este vínculo?
Segundo Acto:
1. ¿Cómo se llama el cuadro que cuelga Chole? ¿Cuál es el cambio que Chole busca
producir en el Hogar cambiando los cuadros?
2. En este acto, ingresan dos personajes nuevos al Hogar, pero lo hacen dos razones
diferentes, ¿quiénes son y cuáles son esos motivos?
3. ¿Por qué resulta humorística la aparición de Cora?
4. ¿Cuál es el problema que tiene Juan con Fernando y Chole?
5. ¿Por qué Chole intenta suicidarse?
6. ¿Por qué en el último parlamento Juan dice “Fernando, siempre Fernando”?
Tercer Acto:
1. ¿En qué época del año comienza el Acto Tercero?
2. ¿Por qué Chole quiere que el Doctor cierre el Hogar para siempre?
3. Cuando renuncia a su puesto en el Hogar, Hans afirma que “no hay porvenir aquí”
¿a qué se refiere? ¿qué quiere decir?
4. En este acto, el personaje del Amante Imaginario presenta una contradicción, ¿en
qué consiste esa contradicción?
5. ¿Cómo se resuelve el triángulo amoroso entre Fernando, Juan y Chole? ¿Qué
propone Chole? ¿Qué piensa Fernando? ¿Qué decide Juan? 26
Texto expositivo - explicativo
¿Qué es una obra de teatro?
27
Estructura de la obra de teatro
Las obras de teatro se suelen estructurar en actos y escenas:
Actos. Son las partes en que se divide la obra y que suelen indicar un cambio de
situación, de temporalidad o de lugar. Suelen dividir la obra en una introducción,
una complicación o desarrollo de la trama y un desenlace. Entre acto y acto suele
haber un breve descanso, conocido como interludio. El cambio de acto está
marcado por la apertura del telón.
Escenas. Son las situaciones que ocurren en cada acto. Una escena puede ser larga
o corta, conforme a los deseos del autor, y puede involucrar tantos personajes y
acciones como desee. Por lo general ante la salida de algún personaje principal, el
cambio de escenario o avance mínimo en el tiempo, se abre una nueva escena. El
cambio de escena está marcado por el cambio en la iluminación (se apagan y
prenden las luces para marcar la transición).
28
Telón. Es una cortina que cubre el ancho y alto del escenario. Se abre al comienzo
de la obra y se cierra al finalizas, aunque también puede utilizarse para indicar la
apertura o cierre de distintos momentos dentro de la misma obra.
Fuente: https://humanidades.com/obra-de-teatro/
29
Actividades de comprensión y análisis
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line sobre los textos expositivos -
explicativos.
1. A partir de lo observado anteriormente, determinar:
a) ¿Cuál el el “fenómeno problemático” o tema del que trata el texto leído?
b) ¿Cuál es la explicación que se da a ese fenómeno?
30
2. Buscar en el texto “¿Qué es un obra de teatro?” los siguientes recursos:
a) Definición
b) Reformulación
c) Comparación
3. Agregar ejemplos de obra de teatro al final del texto. ¿Qué subtítulo le pondría para
presentar los ejemplos? Agregarlo.
ACTO PRIMERO
En escena, el Doctor Roda y HANS, su ayudante, con bata de enfermero. El
primero, de aspecto inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y palabra
mortalmente serios. El DOCTOR, al lado de una mesa volante de trabajo, revisa
sus ficheros.
DOCTOR.— Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe
económica… cocaína… ¿No tenemos ningún caso nuevo?
HANS.— El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de los sauces,
hablando a solas.
DOCTOR.— ¿Diagnóstico?
HANS.— Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la muerte que tienen
miedo cuando la ven de cerca.
DOCTOR.— ¿Ha hablado usted con él?
HANS.— Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.
DOCTOR.— ¿Decidido?
HANS.— No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en el jardín he roto
detrás de él una rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara de espanto.
DOCTOR.— Miedo nervioso. Muy bien; entonces hay peligro todavía. ¿Su ficha?
HANS.— Aquí está.
DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco años. Sueldo,
doscientas pesetas. Desengaño de amor. Tiene un libro de poemas inédito». Ah, un
romántico; no creo que sea peligroso. De todos modos vigílelo sin que él se dé cuenta. Y
avise a los violines: que toquen algo de Chopin en el bosque al caer la tarde. Eso le hará
bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón verde?
HANS.— ¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.
DOCTOR.— ¿Vigilada?
31
HANS.— ¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado todas nuestras
instalaciones: el lago de los ahogados, el bosque de suspensiones, la sala de gas
perfumado… Todo le parece excelente en principio, pero no acaba de decidirse por
nada. Sólo le gusta llorar.
DOCTOR.— Déjala. El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Hay que
aplicarlo siempre que sea posible como la medicina antigua aplicaba la sangría.
HANS.— Pero es que igual le ocurre al profesor de Filosofía. Ya se ha tirado tres veces
al lago, y las tres veces ha vuelto a salir nadando. Perdóneme el doctor, pero creo que
ninguno de nuestros huéspedes hasta ahora tiene el propósito serio de morir. Temo
que estamos fracasando.
DOCTOR.— Paciencia, Hans, nada se debe atropellar. La Casa del Suicida está basada en
un absoluto respeto a sus acogidos, y en el culto filosófico y estético de la muerte.
Esperemos.
HANS.— Esperemos (Señalando con un gesto). La Dama Triste.
(La DAMA TRISTE llega al jardín de la meditación.)
2. Una vez separados ambos textos, marcar las descripciones, los diálogos y las
acotaciones del fragmento anterior.
3. Según el fragmento leído:
¿Quiénes son los personajes?
¿Cuál es el escenario?
¿Cuáles son los elementos escenográficos que se requieren para representar esta
escena en el primer acto?
https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17768349-
conceptos_del_genero_dramatico.html
32
Referencias
1.(EN PLURAL) Sugerencias que el autor da al director y a los actores para que
interpreten de una manera específica un determinado pasaje de la obra.
2.Artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido.
3.(en plural)Cada uno de los seres reales o imaginarios que figuran en una obra literaria,
teatral o cinematográfica.
4.Cada una de las partes en las que se divide la obra dramática.
5.El habla de los personajes, escrita en el texto y realizada verbalmente en escena.
6.Cada una de las partes en que se dividen los actos de una obra teatral.
7.Sitio o lugar en que se realiza una acción ante espectadores o participantes.
8.Conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo
o con otro fin semejante.
9.Texto en que se expone, con los detalles necesarios para su realización, el contenido
de una película, de un programa de radio o televisión, de un anuncio publicitario, de un
cómic o de un videojuego.
10.Cortina de gran tamaño se coloca en la parte del escenario para que pueda subirse y
bajarse durante toda la obra.
33
Técnica de estudio: cuadro sinóptico
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y realizar la actividad que se
encuentra a continuación:
1. Releer el texto expositivo “El teatro: Origen y clasificación” y “¿Qué es una obra de
teatro?”.
2. Realizar dos tipos de cuadro sinópticos a partir de la información de cada texto.
3. A la hora de realizar los cuadros se debe optar por hacer uno horizontal y otro
vertical. Para eso considerar la cantidad de información ya seleccionada
anteriormente y la cantidad de subtemas que tiene cada texto que se desprende
del tema general.
34
Construcciones sustantivas
¿Qué es una construcción?
Una construcción es un conjunto de palabras regidas por un núcleo, que cumple una
determinada función en una oración.
La clase de palabras de los sustantivos conforma un núcleo de construcción
sustantiva. Este núcleo sustantivo puede recibir una serie de modificadores.
Modificador directo
El modificador directo (md) es una palabra o conjunto de palabras que agregan
información sobre el núcleo al que modifica, sin necesidad de recurrir a un nexo
(una preposición).
Las clases de palabras que pueden funcionar como modificadores son:
artículos, adjetivos, adverbios, pronombres posesivos y pronombres demostrativos.
Por ejemplo:
La calle abandonada
MD N MD
Modificador indirecto
El modificador indirecto (MI) es una construcción que modifica a un núcleo mediante
una preposición que funciona como nexo. Su estructura está formada siempre por
dos partes: la preposición, que funciona como nexo subordinante (n/s), y una
construcción, que cumple la función de Término (T).
Por ejemplo:
La calle abandonada de mi barrio
MD N MD N/S MD N
T
MI
35
Aposición
La aposición (ap) es una construcción sustantiva que sigue a otra y se utiliza como
alternativa para referirse a ella. La aposición puede funcionar como una explicación
de la construcción a la que modifican. Además, son intercambiables con la
construcción.
Por ejemplo:
SES PVS
Remigio López, la calle abandonada, será repavimentada
N MD N MD
AP
Al ser un elemento que se puede cambiar de lugar, la construcción podría ser: “La
calle abandonada, Remigio López, será repavimentada” y la oración no perdería
coherencia. Otra manera de identificarla a simple vista es que se encuentra entre
comas.
MD N N/COMP N
T
MIC
36
Actividades de comprensión y análisis
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y realizar las actividades que
siguen a continuación:
1. Ubicar los siguientes modificadores de la siguiente lista en el lugar
correspondiente del texto. Como se ve en el ejemplo, mencionar qué tipo de
modificador es y marcar con una flecha a qué núcleo modifica.
de Madrid - un - para heridos -tras un éxodo por Costa Rica, Venezuela, Perú,
Colombia y Cuba- de la guerra civil española - de futuro
2. Subrayar con rojo los núcleos sustantivos y con azul, los modificadores indirectos
preposicionales que los modifican.
Desengaños de amor
La señora del pabellón verde
El jardín de Wherter
El profesor de Filosofía
El propósito serio de morir
3. Actividad de producción escrita
Contar brevemente lo que ocurre en el Acto primero de la obra de teatro leída.El
texto debe contener construcciones sustantivas que contengan los siguientes
modificadores:
MD - N -MD MD - N - MI
MD - N - MD - AP MD - N - MD - MIC
37
Actividad integradora
Escribimos y actuamos una escena teatral
3. Proponer una descripción para localizar la acción. Se puede guiar con las siguientes
preguntas:
¿Interior o exterior? ¿Qué lugar es? ¿Es de día, de tarde o de noche?
5. Armar el diálogo entre los personajes. La escena debe tener, al menos, una secuencia
dramática: algún cambio en la situación de los personajes.
6. Agregar acotaciones cuando sean necesarias. Recordar que van entre paréntesis.
8. Completar las siguientes fichas con todos los datos pensados anteriormente:
38
Para practicar cómo producir el guion, se puede completar la siguiente ficha con la
estructura de la escena teatral y luego seguir el modelo para terminar de escribirla:
39
Unidad III
Lírica
Sonetos
40
Sonetos
Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y completar la siguiente lluvia de
ideas con las características del género lírico:
41
Métrica y rima
La métrica: Estudia el ritmo, la estructura y la medida de los versos. Se considera que
la acentuación de los versos es grave, por esta razón:
De este modo, las sílabas cuentan como si el verso terminara en una palabra grave.
42
Asonante: cuando coinciden solo las vocales, a partir de la última acentuada.
"Suspendida en el aire,
mi casa respira,
por sus anchas ventanas,
la energía
solar.
Encerrándola.
En su anillo enloquecedor" "Torre", Alfonsina Storni
Sonetos
El soneto es una composición que tiene una estructura fija. Generalmente, está
formado por catorce versos endecasílabos agrupados en dos cuartetos y dos
tercetos. La rima es consonante y, aunque puede variar, por lo general presenta una
estructura preestablecida.
El YO lírico es una figura ficticia que existe sólo en el género lírico. El yo lírico se
escribe en primera persona con el objetivo de generar la sensación de que es el mismo
poeta el que le está hablando a los lectores. Expresa sentimientos y emociones
mediante el lenguaje.
43
Los recursos retóricos - poéticos
En los textos líricos se trabaja con la sonoridad de las palabras (la rima) como con la
multiplicidad de significados que brindan éstas.
44
Modelo de análisis:
Si /pa/ra/ re/co/brar/ lo/ re/co/bra/do
A
de/bí/ per/der/ pri/me/ro/ lo/ per/di/do,
B
si/ pa/ra/ con/se/guir/ lo/ con/se/gui/do
B
tu/ve/ que/ so/por/tar/ lo/ so/por/ta/do. A
Rima: Consonante
Recursos poéticos
Anáfora: Paralelismo:
"tengo por bien sufrido lo sufrido "Si para recobrar lo recobrado
tengo por bien llorado lo llorado" debí perder primero lo perdido,
Imagen sensorial visual: si para conseguir lo conseguido
"que lo que el árbol tiene de florido" tuve que soportar lo soportado."
Oxímoron:
"Si para recobrar lo recobrado "Porque después de todo he comprobado
debí perder primero lo perdido," que no se goza bien de lo gozado"
"Porque después de todo he comprendido
“Si para estar ahora enamorado que lo que el árbol tiene de florido"
fue menester haber estado herido,"
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Actividades de comprensión y análisis
1. Leer los siguientes sonetos de distintas poetisas y separar con corchetes las
estrofas.
VIDA
¡Feliz quién junto a ti por ti suspira, Es que abrí la ventana hace un momento
Quién oye el eco de tu voz sonora, y en las alas finísimas del viento
Quién el halago de tu risa adora, me ha traído su sol la primavera.
Y el blando aroma de tu aliento aspira!
Alfonsina Storni
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5. Explicar cuál es el tema que expresa cada poema.
6. Completar el siguiente cuadro con los versos que se encuentren compuestos por
recursos poéticos en los tres sonetos:
📝 Como cierre, ubicar los versos en los espacios que corresponden a los recursos.
Puede realizar la actividad en la página o en el siguiente link:
https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17767306-recursos_poeticos.html
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Técnica de estudio: Búsqueda de información
Actividades
1. A partir de la lectura de los pasos más importantes para buscar información,
elegir una de las poetisas vistas anteriormente y buscar información acerca de:
Fecha y lugar de nacimiento y fallecimiento.
La familia de la que proviene.
Estudios y trabajos realizados.
Movimientos literarios a los que adhirió.
Producción literaria relevante.
2. Elegir un soneto distinto y analizarlo.
3. Realizar un borrador para producir una infografía que tenga las siguientes
partes:
Título.
Nombre y apellido de la autora elegida.
Breves datos biográficos.
Movimiento literario.
Un soneto analizado.
4. Buscar el soporte para realizar la infografía, por ejemplo: canva.com, y editar la
información recopilada Hacé click en la imagen para ir al
sitio web
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Clave ESI - Abrimos el diálogo
1. ¿Cuál es el tema en general sobre el que trata cada poema?
2. Leer el siguiente fragmento de la Carta Atenagórica escrita por Sor Juana Inés
de la Cruz al Obispo de Puebla en 1690:
“Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he
descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o
aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se
conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado
membrillo u otra fruta agria; (...) Por no cansaros con tales frialdades, que sólo
refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero,
señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo
Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir
viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera
escrito (...)”.
a) Explicar las frases irónicas que se encuentran resaltadas y que escribe Sor
Juana como defensa.
b) Según lo leído, ¿cuál sería el objetivo del Obispo de Puebla? ¿Que Sor Juana
siguiera su carrera literaria o que dejara de escribir?
c) Considerando el contexto en el que vivió Sor Juana, ¿hay algún tipo de
discriminación por ser mujer y monja? ¿Por qué?
Modificador directo
El modificador directo (md) es una palabra o conjunto de palabras que agregan
información sobre el núcleo al que modifica, sin necesidad de recurrir a un nexo
(una preposición).
Las clases de palabras que pueden funcionar como modificadores directos en las
construcciones adjetivas son los adverbios. Por ejemplo:
Poco elegante
MD N
Muy ambicioso
MD N
Modificador indirecto
El modificador indirecto (MI) es una construcción que modifica a un núcleo
mediante una preposición que funciona como nexo. Su estructura está formada
siempre por dos partes: la preposición, que funciona como nexo subordinante (n/s),
y una construcción, que cumple la función de Término (T).
Por ejemplo:
blanca de escarcha acumulada
N N/S N MD
T
MI
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Modificador indirecto comparativo (MIC)
La construcción comparativa establece una semejanza o equivalencia entre el
núcleo al que está modificando y el núcleo del término posterior al nexo. El nexo
comparativo (n/comp) de este tipo de construcciones puede ser “como” o “cual”.
Por ejemplo:
Tan valiente como su reconocido padre
MD N N/COMP MD MD N
T
MIC
“líquido de fuego”
“Ventura tanta”
3. Escribir, junto a cada estructura, las letras de las construcciones que le
correspondan:
2. Hacer una lista de frases o palabras que generen estas imágenes y que puedan
servirle de punto de partida para escribir el poema.
3.Transformar la lista anterior en un poema, para eso le damos una serie de
sugerencias:
a. Empezar cada grupo de versos con las construcciones sustantivas y adjetivas
escritas en la última actividad de escritura. Adecuar las construcciones a la lista
anterior.
b. Agregarle a las construcciones algunos de los recursos retóricos vistos: dos
comparaciones, las cinco imágenes sensoriales, una anáfora en dos versos
consecutivos y una a elección.
4. Luego de presentar el borrador, escribir la versión final para compartirla con los
compañeros del curso.
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Unidad IV
Medios de comunicación
Publicidad y
Propaganda
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Punto de partida
📝 Ver el siguiente video disponible en Link on line y completar la siguiente lluvia de
ideas con las características y diferencias de la publicidad y la propaganda:
Nivel
icónico
Logo
Nivel
iconográfico
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Antítesis:
“Es un recurso retórico que consiste en contraponer dos conceptos o imágenes
para resaltar su oposición”.
Hipérbole:
“Es un recurso retórico que se utiliza en la publicidad para mostrar una
exageración en la imagen o en el nivel iconográfico”.
📝 Antes de continuar, practicar los recursos vistos. Ingresar al link y observar las
publicidades, seleccionar las respuestas correctas. Elegir una respuesta correcta
por video.
https://es.educaplay.com/recursos-educativos/17767954-
que_recursos_se_usan_en_estas_publicidades.html
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Actividades de comprensión y análisis
1. Observar las publicidades y responder:
Publicidad 2
Publicidad 1
Publicidad 3
Publicidad 4
Publicidad 5
a) ¿Se puede analizar un nivel icónico en la publicidad? Macar el nivel con un círculo.
b) ¿Se presenta un nivel iconográfico en la publicidad? Si se presenta, subrayarlo.
c) ¿Se pueden relacionar los dos niveles? ¿De qué manera?
d) ¿Cuál sería el emisor en cada publicidad?
e) ¿Cuál podría ser el mensaje?
f) ¿Se dirige a un target determinado? ¿cuál sería?
g) ¿Se utiliza un recurso retórico en la publicidad? ¿cuál podría ser? 59
2. Leer la siguiente definición sobre propaganda y realizar las actividades debajo:
“La propaganda tiende a crear, transformar o confirmar opiniones, usa los mismos
medios que la publicidad pero no persigue un fin económico sino concientizador. ”
(“Sin miedo a los medios”). Utiliza verbos en modo Imperativo para expresar órdenes,
mandatos y deseos. Forman parte de la función apelativa del lenguaje.
a) Observar las propagandas:
2. ¿Por qué cree que en las dos primeras publicidades hay sólo mujeres? ¿Los
hombres no pueden lavar la ropa o hacer las compras? ¿Cree que reproducen un
determinado estereotipo? ¿Cuál?
3. En cuanto a las dos publicidades sobre autos, ¿Observa algún tipo de
discriminación en el nivel iconográfico? ¿Qué título les pondría a cada publicidad
para hacerla equitativa? ¿Cómo cambiaría ambos eslogans?
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Técnica de estudio: fichas para estudiar
Tipos de fichas:
1. Fichas rayadas: Las fichas rayadas están elaboradas en papel o cartón, y contienen
líneas. Por lo tanto, en ellas se pueden escribir de forma lineal. Se pueden comprar o
hacerlas en una hoja de carpeta.
2. Fichas lisas: Se le llaman lisas, porque son fichas hechas en cartón o papel sin líneas.
Pueden ser de cualquier color También pueden elaborarse a mano en un papel u hoja
blanca. Sirven para hacer gráficos o un esquema.
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Actividad integradora
Producimos publicidades y propagandas
Pasos para realizar una publicidad o propaganda
1. Pensar si hará una publicidad o una propaganda. En base a eso, elegir un target al
que irá dirigida la publicidad o propaganda: pueden ser hombres, mujeres, niños
o adolescentes.
2. Elegir un producto o campaña de los que se mencionan debajo.
3. Dibujar una imagen que se relacione con el producto o campaña que quieras
crear.
4. Escribir un texto breve que se relacione con la imagen para producir el efecto
apelativo. Se pueden construir las frases con verbos en modo imperativo. Crear
también un slogan para la marca, en el caso de publicidades.
5. Teniendo en cuenta los pasos y los productos y campañas mencionados debajo,
escribir un borrador de un texto en el que explique cómo sería la publicidad o
propaganda a diseñar y qué valor va a integrar en el “afiche” (amistad, alegría,
encuentro familiar, ahorro, cuidado e higiene).
Productos posibles:
Jabón en polvo para lavar ropa, detergente,
gaseosa, computadora, paquete de azúcar,
producto de higiene personal, esmalte de uñas,
pintura, herramientas, pañales, celulares,
servicio de internet, ¡o cualquier otro
producto o servicio!
Campañas posibles:
Bullying, tabaquismo, diabetes, seguridad vial,
u otro que elijas.
6. Una vez que el borrador tenga todas las partes que corresponden, la publicidad
se puede realizar de manera gráfica en un afiche o desde Canva.com editando una
plantilla.
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Anexos
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Anexo 1
La pieza ausente
de Pablo de Santis
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con
dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan
complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus
innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Laínez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. “Aquí la tiene”.
Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso
dejarnos una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas,
Pasaje La Piedad.
—Sabemos que Fabbri tenía enemigos —dijo Laínez. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios
contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
—Troyes— dije. Lo recuerdo bien.
— También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de
ellos con esa pieza? —Dije que no.
— ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada.
También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el
peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me
obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin
buscarla, sin interesarme) la solución.
—Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con
espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas
que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza
ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
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EDGAR ALLAN POE
Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco
susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre
otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado
extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte
disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos
en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de
desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en
juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las
soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración
sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método,
adquieren realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios
matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y
sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y,
no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo,
lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en
sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy
ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con
observaciones efectuadas a la ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que
las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y
provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En
este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y
variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente —error muy
común— por profundo. La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un
solo instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como
quiera que los movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las
posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el jugador
más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario,
donde los movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido
son menores, y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue
cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos
supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas
y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose los
jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un movimiento
recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos
ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se
identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad,
absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.
Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora,
y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable,
mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún
juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez
del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el
whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las
que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa
perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se
deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes.
Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero
inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar
distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa
concentración jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro
mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el poseer
una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos
considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan
fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En
silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus
compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información obtenido no
se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo
importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al
juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas
deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su
compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el
modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando triunfo por triunfo y
tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada
una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número
de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa,
triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá
hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa.
Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta,
con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta
de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor,
todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado
de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los
juegos de cada uno, y desde aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de
propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas hacia él.
El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es
necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente
incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo
general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer,
asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto
tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha
atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud
analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación,
aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el
hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja
de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en
una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a
Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor
dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a
tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas,
lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus
acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta
que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las
necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su
único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de adquirir.
Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos
puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo
tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por
la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con
que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me
admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y
la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban
entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para
mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último,
convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la
ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que los
suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el
carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y
grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que
no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en
un retirado y desolado rincón del faubourg Saint-Germain.
Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran
tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No
recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado
cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había
cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en
estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,
condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto
abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear
su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos
postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y
que sólo daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus
ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada
de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles,
continuando la conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a
través de las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables
excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.
En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la
rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no
exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se
vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en
el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes
y directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales
y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente
atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por
la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales
disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me
divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.
Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o
escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el
resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea
de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.
Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer,
cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante
quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con
estas palabras:
—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des
Varietés.
—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento,
tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor
había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.
—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa
estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un
ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había
representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos
habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha
penetrado usted en mi alma en este caso.
—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince
minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una
gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando
pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía
comprender la relación de este hecho con Chantilly.
—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente,
vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante
en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido
inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly,
Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.
—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de
caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de
frutas que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo
empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra
en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció
levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras,
se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio.
Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la
observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los
baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía
en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a
modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente.
Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este
movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía»,
término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro
de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a
pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no
hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y
sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado
en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía
usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda
seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he
adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos.
Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor
satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el
coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a
éste:
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un
principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas
que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría
olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto
lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted,
pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado
con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su
estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de
Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que,
por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des
Varietés.
Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des
Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:
«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES
»Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron
despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una
casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija
Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos
esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una
palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese
momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al
primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían
disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al
segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio.
Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a
una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada,
por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que
sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.
»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas
direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido
arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada
de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano,
empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se
encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas
de plata, tres cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente,
cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y,
al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un
cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura
contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y
otros papeles sin importancia.
»No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una
anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —
horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo
y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El
cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas
escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí
y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos
arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas,
como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.
»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra
ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado,
situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora,
con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el
cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas
conservaban apariencia humana.
»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar
este horrible misterio.»
»Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y
horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le
da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a
continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:
»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y
haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir
en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada
se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame
L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún
dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para
recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no
tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en
ninguna parte de la casa.
»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que
frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos.
Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la
parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior
del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.
»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada,
y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban
entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar
la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de
cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos,
pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias
personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y
rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos
voces que disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy
extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las
había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las
palabras "sacre" y "diable". La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no
puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero
supone que hablasen español. El testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres
como fue descrito ayer por nosotros.
»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró
primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En
cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a
la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la
de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo
distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era
un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con
frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.
»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha
vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las
voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no
puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Man Dieu". Por un momento se
produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz
aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de
ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No
entiende el alemán.
»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y
que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera,
porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las
voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está
seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la
entonación.
»Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó
las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si
este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda.
Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso.
Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con
ningún ruso.
»Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las
habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una
persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que
con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por
todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde
alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de
Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo
ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.
»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los
cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la
habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba
muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias
por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba
grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una
serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se
hallaba horriblemente descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido
mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura,
producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas,
Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas
desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la
pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual
que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con
espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas
aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna
silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados
semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna
mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la
vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada.
Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo,
probablemente una navaja barbera.
»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor
Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.
»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen
tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París,
en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro,
circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la
menor pista.»
—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de
encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta,
pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias
sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan
poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain
pidiendo su robede-chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser
sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera
insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus
planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero
como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con frecuencia por la misma
intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan
de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente
claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede
decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo
de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es
invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la buscamos,
pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes
de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos
celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia
ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la
luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta
apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de
lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el
primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad,
embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr
que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida,
demasiado concentrada o demasiado directa.
»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra
cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará
una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente
caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un
servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo
examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me
será difícil conseguir el permiso necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es
ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint-Roch.
Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se
encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la
casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas
cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus
lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser
la loge de concierge. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo,
pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los
alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible
comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la
puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la
entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el
cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de
costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había
publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin
exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y
bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos
ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi
compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.
He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta
frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda
conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado
algo particular en el lugar del hecho.
—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el
periódico.
—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito
horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este
misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de
resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias. La Policía se ha confundido
por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que
ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces
que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle
L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto
por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el
cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del
cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de
mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por
completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande
aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas
desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación
de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que
estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha
ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de
llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su
aparente falta de solución en el criterio de la Policía.
Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando
como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa
entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco
distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.
—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas
por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que
la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de
esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye
no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como
fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del
suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas
son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado
con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha
observado usted nada en ellas?
Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz
grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o
áspera, como uno de ellos la había calificado.
»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero
no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los
testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí
mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la
investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del
todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las
únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una
conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender
a usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a
mis investigaciones en aquella habitación.
»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los
medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de
los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y
Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes
han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales.
¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto,
y éste habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los
posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde
fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las
personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos
habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la
mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar
determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con
los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al
pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de
anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su
longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya
indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas.
Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la
muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber
pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma
tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento,
rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar
que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.
»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y
está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la
pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está
fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de
quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero
practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al
examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un
vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces
de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo
quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era
preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.
Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas
ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se
las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la
Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues,
preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión.
Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de
levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues,
evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció
de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los
clavos, eran correctas. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto
resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la
cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser
cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había
engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado
innecesario proseguir la investigación.
»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía
satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la
ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a
cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los
postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros
parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las
casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de
dobles batientes), excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de
celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos
postigos tienen una anchura de tres pies y medio, más o menos. Cuando los vimos desde la
parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la
pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte
posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de
haberlo hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no
le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía
efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo,
para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la
cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies de la
cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor
insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda de la cadena.
Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el postigo), un
ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él,
soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente,
caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y
suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.
»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a
cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en
primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su
atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su
ejecución.
»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi
causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en
valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi
objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que
compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o
áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos
que estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola
sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin.
Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo
que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son
capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.
—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar.
Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el
mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos.
Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en
ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy
necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados
en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una
vida excesivamente retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente,
tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de
tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen
poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o por
qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un
fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por
Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por
tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada
en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta
de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y asesinato,
tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra
vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias
son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal
modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más
memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En
este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes
hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo.
Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el
móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante
y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.
»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la
voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una
atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos
encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una
chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato.
En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay
algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes
nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este
crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de
haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una
abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si
lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor
maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían
sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza,
aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien
como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos
fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria
para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba
cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para
esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal
ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el
cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne
han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores
están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el
que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que
parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la
anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba
herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser abiertas.
»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño
desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad
maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie
en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para
los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran
advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión
que ha producido en su imaginación?
—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado
de alguna Maison de Santé vecina.
—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más
feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída
desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque
incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que
yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he
desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?
—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este
particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel.
Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas
magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle
L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas
evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Lo intenté en vano.
Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.
Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de
la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y
agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos.
Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.
—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está
perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de
la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado
usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por
Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio.
Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente,
una de ellas pertenecía a un francés.
—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los
testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani,
el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he
fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio.
Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible,
probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han
ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la
habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no
haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito
continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro
modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base
para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo
hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y
considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal
atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un
periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá
a casa.
CAPTURA
—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es
marinero y está enrolado en un navío maltés?
—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este
pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada,
evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres a que tan
aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas,
y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No
puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis
deducciones con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero
enrolado en un navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el
anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no
se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante.
Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe
responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután.
Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale
mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación.
¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo
encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen.
¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está
despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal,
será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el
solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del
animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una
propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso
al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a
este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por
completo este asunto.»
—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las
enseñe, hasta que yo le haga una señal.
Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió
algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender.
Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya
no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro
piso.
Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con
una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba
oculto en más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso
garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente,
pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada
levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.
—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro
que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué
edad cree usted que tiene?
—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler
en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo.
Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.
—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el
hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del
animal, mientras sea razonable.
—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a
pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto
sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.
Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con
análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo.
Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.
—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo
alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de
honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente
que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo
negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted
perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información,
medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros.
Nada ha hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted
culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda
impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo.
Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se
ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted
puede señalar.
Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su
presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.
—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa
sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco
si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con
franqueza.
Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela
celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del
cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un
espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando
afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de
la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y
sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un
segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos
utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el
orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo
una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en
cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces
escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en
completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje
situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente
de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se
precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró
al postigo, que estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó
sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután, al
entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó
abierto.
Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye
por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la
navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el
suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo
arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos
pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo
le separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí.
Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la
hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus
extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la
cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la
bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo.
Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de
ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar
saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y
levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a
empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado.
Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la
ventana.
Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió
horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue
inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella
horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por
lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las
escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del
animal.
Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba,
utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella.
Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el
Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos
comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto
inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi
amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto
había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las
personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.
—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—.
Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de
haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución de este
misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es
lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de
base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por
mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona.
Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación
de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est
pas.
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Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el
siguiente enlace.
Miguel Ángel Tognini, un adolescente muy sociable, y su mejor amigo
Guillermo Aslamim van a la misma escuela. El Banco Restive de la ciudad en
la que habitan y al que los adolescentes concurren a pagar las cuentas
enviados por sus padres ha sido robado y estos dos jóvenes deciden
investigar el hecho por iniciativa propia. Extraños sucesos comienzan a
presentarse, la gripe de uno de los empleados del banco, un billete marcado
aparece misteriosamente en la escuela y comienzan a pensar que el ladrón
se halla cerca de ellos. El sable del General San Martín estará involucrado.
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Marcelo Birmajer
Un crimen secundario
ePub r1.0
Ariblack 30.08.14
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Título original: Un crimen secundario
Marcelo Birmajer, 1992
Ilustraciones: Rafael Segura
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Para Dany y Edu, con quienes,
cuando llegaba el verano,
por la cantidad de materias
que nos habíamos llevado,
decíamos:
«Bueno, empezaron las clases».
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Barbarroja y el caballero
Son las diez y media de la mañana y estoy en la clase de francés. Como se darán
cuenta, no presto la menor atención. Prefiero contarles lo que me vino ocurriendo
estas últimas semanas. En cualquier momento la profesora me hará una pregunta y
tendré que interrumpir el relato, pero ustedes no lo van a notar: pienso pasar estas
hojas a máquina y armar un texto ininterrumpido, con principio y fin. Y también haría
falta un prolegómeno. Una explicación de por qué Aslamim me ayudó en este caso.
Para eso voy a tener que hablarles un poco de la otra historia, de la grande, la de Julio
Cesar, Napoleón y San Martín; y, por supuesto, de Aslamim.
Bien. Guillermo Aslamim, 14 años, DNI 17998675, descendiente de musulmanes,
afortunado y vago, es mi mejor amigo. Somos tan amigos que no compartimos casi
ninguna afición. Aslamim, (nos gusta a los dos llamarnos por el apellido) huye del
sacrificio, detesta hacer deporte (aunque suele ir a la cancha) y no dedicaría su tiempo
a resolver una intriga policial aunque le hubiesen robado un millón de dólares.
Yo no puedo vivir sin correr todas las mañanas dos vueltas alrededor del Parque
Centenario, no concibo un logro sin el sudor de mi frente y suelo meterme en lo que
no me importa.
Aslamim y yo pertenecemos claramente a dos grupos distintos.
Aslamim es del grupo de los afortunados; esa gente que, en el supermercado,
siempre está en la cola de los que avanzan más rápido. Aslamim tiene suerte con
todas las chicas, créanlo, es así. Con todas. Si a ustedes les gusta una chica, tengan
por seguro que a ella le gustaría Aslamim. Como no puede salir con todas, algunas
quedan para el otro grupo, el mío.
Pertenezco al grupo de los sacrificados: los que aceptan la tesis de que el hombre
fue expulsado del paraíso y, con mucho esfuerzo, puede volver de vez en cuando.
(Hay chicas a las que les gusta este tipo de gente. Tuve una novia llamada Vanesa que
se acercó a mí cuando se enteró que había llegado tarde al colegio por batir mi propio
récord en vueltas al Parque Centenario).
El lunes once de julio, en la clase de Historia, el profesor Ulises Feuer nos contó
que en uno de los tantos siglos pasados (la ignorancia de siglo exacto fue uno de los
motivos del triqui (3) que me saqué en la prueba) los venecianos y los turcos
estuvieron en guerra. La máxima autoridad de los venecianos era el Dux, y la de los
turcos el Sultán. El más grande guerrero turco era Barbarroja; y si bien los venecianos
tenían su flota de guerra, a quien más temían los turcos era a los fabulosos guerreros
de la Orden de Malta, originarios de una pequeña isla de piedra, cercana a Sicilia,
algo así como el séptimo de caballería del mar, del lado de los europeos. Aclaro que
casi toda Europa estaba en guerra con el Islam en aquel ignoto siglo, pero ni bien
Aslamim y quien les escribe escuchamos lo de venecianos y turcos, nos
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personificamos. Porque, aprovecho para presentarme, mi nombre es Miguel Ángel
Tognini, soy descendiente de italianos, y de todas las ciudades que no conozco,
prefiero Venecia.
Con Aslamim nos aburrimos poderosamente en la escuela, y nos estrujamos la
cabeza buscando formas de no perder todo el tiempo. El juego de personificación
histórica es uno de nuestros mejores inventos. Y la clase de historia en cuestión era
perfecta para aplicarlo. A partir del 11 de julio, las batallas navales fueron entre
Barbarroja y uno de los Caballeros de la Orden de Malta (fíjense que mientras
Aslamim, afortunado, era el gran Barbarroja, a mí, sacrificado, me tocaba ser solo
«uno» de los Caballeros). Y un gran detalle, el más importante, era que los turcos
tomaban prisioneros venecianos y los hacían esclavos, y viceversa. Por tanto, con
Aslamim coincidimos en que podía divertirnos mucho estar cada uno una semana en
el territorio del otro: siete días Barbarroja en Venecia y siete días el Caballero de la
Orden de Malta en, por ejemplo, Argel.
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Durante esa semana, al que le tocara ser prisionero estaría a las órdenes del otro.
La esclavitud consistía en hacer todo lo que el otro quisiera, exceptuando puntos
intocables aclarados de antemano. Aslamim no podía pedir que lo acompañe a la
cancha a ver a Huracán, el domingo, porque a esa hora tengo mi propio partido de
fútbol. Y yo no le podía pedir que se hiciera la rata conmigo, porque con una falta
más Aslamim quedaba libre. Por lo demás, cada uno obligó al otro a realizar cosas
francamente contrarias a los respectivos caracteres. Aslamim, por ejemplo, en el
período de su esclavitud, se vio obligado a ayudarme a resolver el caso del Robo en el
Banco Restive.
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El robo
EL lunes ocho de julio, tres días antes de la decisiva clase de turcos y venecianos,
uno de los títulos del diario Mañana informaba:
El robo se produjo por la noche. No hay pistas de los autores. Los billetes
están marcados.
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hasta el martes 12 de julio, fecha en que pagué la boleta vencida de luz. En el banco
los empleados me conocen, si supieran preguntar algo más que «cómo te trata el
secundario», creo que incluso podríamos charlar.
Uno solo de ellos, Antonio, era capaz, a veces, de preguntarme si leía algún libro,
pero como no lo hago, la conversación se malograba. Una vez me recomendó La
Máquina del Tiempo, de H. G. Wells, pero yo ya había visto la película. Ese doce de
julio hablaríamos de algo interesante. Mi comentario debía ser breve y conciso,
porque la conversación duraba tanto como el cortado, sellado y devolución de la
boleta. Tenía un par de minutos para hacer la pregunta del año. Mi fila desembocaba
en la ventanilla del medio, la del empleado Rafael; a su derecha estaba Teresa, pero a
su izquierda, donde debía estar Antonio, había otro empleado. Demoré el momento lo
más que pude; antes de meter la mano en el bolsillo para sacar la boleta, pregunté:
—¿Qué tal el robo?
—Bien, gracias —me cargó Rafael.
—¿Se supo algo más? —pregunté entregando la boleta.
—Nada, lo que salió en el diario —cortó la boleta Rafael.
—¿Y Antonio? —pregunté.
—Está enfermo. Gripe —contestó, sellando y devolviéndome la boleta.
Cuando me guardaba el recibo, a mis espaldas, escuché la voz de Rafael: «Cómo
te trata el secundario».
Salí del Restive frustrado. Había guardado la esperanza de que algún dato más,
por mínimo que fuese, me sería dado por mis amigos del banco. ¿Para qué servía
soportar mes a mes la misma pregunta, si no podía lograr, por única vez, una
insignificante respuesta?
A Moisés lo abandonaron sobre las aguas de un río, pero ese triste comienzo lo
llevó a una aventura gloriosa. El Marco de De los Apeninos a los Andes cruza
descalzo y sin provisiones medio planeta, pero es un héroe. Yo sufría y vencía filas
monumentales todos los meses, y no era más que uno de ésos que hacen filas todos
los meses.
No podía creer que los empleados supieran solo lo que había salido en el diario.
Tenía la certeza, además, de que Antonio sí habría soltado información. Muy poca,
seguramente, y quizás con una condición, es decir, me habría contestado: «Sí, sé que
los ladrones eran tres, pero por qué, si tanto te interesa el tema de los robos, no lees
esa novela que…», pero lo hubiera hecho.
El banco queda justo en Bartolomé Mitre y Esmeralda, sobre Bartolomé Mitre.
Así que imagínenme caminando por Esmeralda hacia Diagonal Norte, con las manos
en los bolsillos, completamente decepcionado y refunfuñando. Insultando mi suerte
camino al obelisco, preguntándome si alguna vez los empleados del Restive me
habían tenido realmente en cuenta, si no me había apresurado a calificar de amigable
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esa relación. Si incluso Antonio no le recomendaría libros a todo el mundo, Y que tal
vez Aslamim no me consideraba a mí su mejor amigo; y que muy posiblemente mis
padres preferían a mi hermana, puesto que me sacaban de casa con la excusa de los
mandados, y mi hermana misma no podía quererme y querer también a los batracios
de sus amigos, dos no cabíamos en su corazón, y yo quedaba afuera. Son
pensamientos que se reúnen a veces en mi cabeza, en especial un viernes a la noche
cuando luego de un largo tiempo de fila a pleno frío no se me contesta una miserable
pregunta. De todos modos, aunque les cueste creerlo, en esos momentos, cuando
sufro el síndrome de «nadie me quiere», se me ocurren las mejores ideas. No tengo la
explicación a este fenómeno. En esta ocasión planeé decirle a la profesora de
Castellano que deseaba escribir una composición sobre el robo al Restive y
preguntarle si me podía conseguir una autorización para hablar con el gerente.
Si ustedes tienen entre 14 y 17 años, les voy a contar un secreto de mucha ayuda:
en la secundaria, basta con fingir que a uno le interesa una materia para que se le
abran innumerables puercas. Podes sacar muchos diez en, por ejemplo, Geografía;
pero el profesor realmente te va a amar cuando en la clase sobre la Mesopotamia,
preguntés: «¿Y no podría recomendarme algún libro que hable específicamente de
este tema?, porque el manual le dedica un solo capítulo, y a mí todo lo que sea
Mesopotamia me fascina». Quien tenga el tupé de mentir tan descaradamente, verá
como al profesor le brillan los ojos, interrumpe la clase y acercándose con pasión al
pupitre del osado, anota en un papel toda la bibliografía al respecto, le recomienda
bibliotecas y se pone a su disposición.
Con dos años de secundario puedo asegurarles que no hay excepciones a esta ley.
No hay profesor que se resista. Por algún motivo, las preguntas que exceden el
programa los entusiasman hasta el delirio. Fue así que al día siguiente a mi visita al
banco, 13 de julio, manifesté mis deseos a la profesora de Castellano y la misma,
señora Achaga de Tiraboqui, sofocado el asombro, removió cielo y tierra para
conseguirme la entrevista con ese gordito de anteojos que resultó ser el simpático
gerente del banco Restive.
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La charla con el gerente
La charla con el gerente se produjo el lunes 18 de julio por la noche. Como dije,
el gerente rezumaba simpatía, o, para ser más exactos, cortesía. Reparo en su aspecto
físico porque se ajustaba plenamente a su carácter. Decir flaco o gordo, no define.
Hay tipo de flacos y tipos de gordos. Sé que estoy clasificando con un exceso de
rigidez pero creo, y lo lamento, que la humanidad se compone de una serie de
estereotipos sin demasiadas variantes. Hay flacos como el actor cómico Tristán que
son, decididamente, más ridículos que el gordo Porcel. Hay gordos como Bud
Spencer, el temible compañero de Tríniti, a quien uno elegiría como héroe antes que a
mil estilizados adonis. Pero prefiero seguir mi disquisición con el contexto que señala
el título de este capítulo. La charla con un gordito tan simpático como el que les he
descripto tiene que haber sido, como estarán imaginando, gordita y simpática, vale
decir, inútil. Y a grandes rasgos así fue. Pero los gorditos simpáticos de las
características de nuestro personaje tienen una gran virtud: se equivocan. Si actuaran
correctamente todo el tiempo, nadie les dirigiría la palabra, pero cuando sin querer
hacen algo indebido, nos provocan risa o placer y da ganas de volver a verlos.
No sólo los profesores se hinchan de felicidad cuando uno se interesa en su
materia, también los jefes de museos, fábricas y bancos son capaces de hablarnos
durante horas de la propiedad o el lugar a su cargo.
El gerente, de nombre y apellido Osvaldo Porta, hizo caso omiso de mi pregunta
sobre el robo y me aplicó una pesada perorata acerca de que ese banco existía desde
la época de la colonia, las paredes estaban hechas con material traído de España y él
estaba orgulloso de ser el gerente de un banco con semejante historia y prestigio, más
aún, «de que un escolar esté dispuesto a plasmar en su hoja de carpeta la trayectoria
de un banco líder y la impronta de un anónimo servidor del campo de las finanzas».
Antes de que iniciara un discurso sobre la historia de sus antepasados, le recordé el
motivo de mi visita:
—Bueno, pero del robo, ¿qué más me puede decir?
—Leyó lo que salió en el diario ¿no? —dijo sin tutearme—. Bueno, eso es todo.
—¿Y de Antonio, sabe algo?
—¿Antonio? —preguntó sorprendido.
—Antonio, no sé el apellido, el empleado. Me dijeron que estaba enfermo.
—Ah, sí, una gastroenteritis. Se está mejorando.
Y así, más o menos, terminó la conversación. La equivocación del gerente,
enfermar a Antonio de gastroenteritis, cuando Rafael lo había enfermado de gripe, me
dio qué pensar. Decir gastroenteritis y gripe, no es lo mismo que decir fiebre y gripe.
Fiebre, resfrío y gripe, es todo lo mismo. Pero gastroenteritis tiene otro nivel, nadie la
puede usar de sinónimo de gripe. Por tanto, otra vez fui caminando por Esmeralda
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hasta Diagonal Norte, con las manos en los bolsillos pensando que el gerente o
Rafael, o los dos, habían mentido. Quizás Antonio no estuviese enfermo. De todos
modos, no fue esta simpática trastabillada del gerente la que me lanzó de lleno a la
investigación de este crimen secundario.
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El detalle que faltaba
Al día siguiente de mi charla con el señor Porta, mientras corría por el Parque
Centenario, a eso de las siete de la mañana, pensé: «Ahora viene la peor parte,
escribir la composición». Por lo general, cuando corro, arreglo el mundo. Es otro de
mis estados de mayor lucidez, encuentro ideas resolutivas. No sé si es algo ligado al
oxígeno y su mejor llegada al cerebro cuando uno se agita. Así y todo, corriendo, no
se me ocurría una sola palabra para la composición. Solo pensaba: la composición es
la peor parte. ¿Qué podía decir: que el gerente era gordo, que las paredes eran
coloniales, que Antonio se enfermaba de a dos males por vez? Nada, no tenía
material ni ideas. Volví a mi casa para bañarme y desayunar antes de salir para el
colegio. Mi papá ya se iba, le pedí plata. No tenía cambio. Me dejó un billete
inmenso, de cincuenta pesos, me pidió por favor que gastara como siempre y le
reintegrara todo el vuelto. Mi hermana ya estaba terminando el café con leche y
podíamos salir juntos. Le gritamos chau a mamá, que no podía moverse del atelier, y
cada cual tomó su colectivo. En el viaje tampoco se me ocurrió nada.
Ese mismo día terminaba una semana bajo las órdenes de Aslamim y cambiaban
los roles. En su último día de amo semanal, Aslamim se portó bien. Solo me pidió
que hiciera de cadete: comprarle un sandwich, conseguirle cigarrillos, avisarle cuánto
faltaba para que sonara el timbre, cosas así.
En el recreo previo a la clase de castellano, Aslamim me pidió que le comprara
una gaseosa. Antes debía pasar a buscar la plata (porque pagaba él) guardada en su
saco, en el aula. Para no ir hasta el aula, dije que le prestaba la plata y fui a
comprársela, Ignacio, el cincuentón que atiende el buffette, agarró mi billete de un
montón de plata, lo metió en la caja registradora, y me dio la gaseosa. Después volvió
a la caja y buscó el vuelto. Buscó y buscó, no tenía cambio.
—Tengo tres billetes como el tuyo, y con los más chicos no llego al vuelto. Toma
—dijo devolviéndome el billete— me la pagas mañana.
Llevé la gaseosa a Aslamim y le dije:
—Tomá. Mañana le tenés que pagar.
Sonó el timbre.
—¿Por qué? —preguntó.
—Ignacio no tenía cambio.
—No vale que pague yo —dijo—. Ésta era una prenda que te tocaba a vos. Anda
a buscar cambio a mi saco y págale.
—Ahora no puedo —dije—. Después del timbre, se cierra el buffette. Mañana te
toca estar en Venecia, tenés que pagarle vos.
—No —dijo.
Discutimos. No nos poníamos de acuerdo acerca de qué decía nuestro trato en
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casos como éste. Al entrar el aula suspendimos la pelea, pero no la terminamos. Le
pedí a la profesora el tiempo de la clase para escribirla composición. Saqué el recorte
de diario de mi mochila e intenté escribir algo. Miraba y miraba el recorte, sin ideas.
Recorría la escueta noticia y las aburridas numeraciones de los billetes, y mi cabeza
estaba vacía. La voz enojada, susurrante, de Aslamim, detrás de mi banco, dijo:
—No te creo lo del cambio, no querés cumplir. A ver, mostrame el billete.
Saqué el billete y lo puse sobre el banco. Aslamim calló. Noté que el billete
estaba arrugado, viejo, no era el que me había dado mi papá. Ignacio me había dado
uno de los de su caja registradora. Miré otra vez el billete. Estaba desconcentrado. Me
obligué a mirar el recorte. Logré pensar un rato en la composición y la vista se me fue
hacia el billete. Iba a guardarme el billete cuando un último vistazo al recorte hizo
que no pudiera ver más nada. Se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a toser
como un desesperado. Antes de que la profesora me preguntara si estaba bien,
mientras tosía, ya tenía pensado no decir una palabra. La numeración del billete
correspondía a las cifras anotadas en el recorte del diario.
Logré calmarme y escribí de un tirón una composición estupidísima sobre lo mal
que estaba robar bancos con paredes coloniales.
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El gran recreo
Terminó el día escolar y le dije a Aslamim que fuéramos para mi casa. En el
camino no hablamos. Yo estaba del todo emocionado. Aslamim no entendía mi
silencio pero tampoco lo rompía. Llegamos a casa. No había nadie. Nos sentamos a la
mesa del comedor. Sin abrir la boca saqué el billete y el recorte y con una uña le
señalé las numeraciones coincidentes.
Aslamim es un muchacho tranquilo, sabe que las cosas le van a salir bien, pero en
esta ocasión, puedo asegurarlo, tembló. Me miró demudado y, más que el billete
robado, lo asustó mi sonrisa de suficiencia.
—Bueno, vamos —dijo Aslamim.
—¿Adónde? —pregunté.
—¡A la policía! —dijo— es uno de los billetes robados. —Sí, ya sé.
—¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dije.
—Sí, vamos —dijo Aslamim—. A la policía vamos.
—Escúchame, Aslamim —dije, poniéndole una mano en el hombro—, ¿a vos te
gusta la secundaria?
—No, sabes que no.
—Bueno, escúchame, escúchame bien. Después de la secundaria viene la
facultad, que tampoco te va a gustar. Y después el trabajo, que te va a gustar menos.
Ahora, por primera vez en tu vida, se te aparece algo que no es el secundario ni la
facultad, ni el trabajo ¡y vos se lo querés dar a la policía! Esto es un recreo en la vida,
Aslamim, un gran recreo.
—No, no —dijo Aslamim—. A mí hay muchas cosas que me gustan: ir el
domingo a ver a Huracán, salir con chicas, y más. Si nos agarran con este billete, si
no lo entregamos ya, podemos tener problemas.
—Puede ser, puede ser —dije—. Pero vos ya tenés un problema: esta semana
residís en Venecia.
Aslamim quedó callado. Sentimos una llave en la cerradura. Era mi hermana.
Guardé en la mochila el billete y el recorte. Mi hermana nos saludó. Van a pensar que
exagero, pero creo que también ella gusta de Aslamim. Cristina, así se llama,
acostumbra a tratar a mis amigos con toda cortesía: les sirve la merienda o lo que sea
como si fuese una madre, les pregunta cómo les va en la escuela y etcétera. Pero a
Aslamim le habla poco y nada, y por lo general no le ofrece siquiera un té. A veces,
cuando está él, se pone una malla de baile, que solo usa cuando va a danza, y hace
gimnasia en su pieza con la puerta abierta. Después se baña y canta, su voz se
escucha clarísima en el comedor. Y lo más raro, mi hermana, una persona discreta,
levanta el tubo del teléfono, disca hasta que encuentra una amiga y, delante de
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Aslamim y de mí, hace pública la abrumadora cantidad de chicos que se le acercaron,
trataron de besarla y le ofrecieron casamiento en la última semana.
Aslamim, creo, la considera muy grande para él. Lo cierto es que, como no
conoce a Cristina en su estado natural, tampoco se da por enterado de sus rarezas. No
sé, en concreto, qué pensará de ella. Delante de Cristina, Aslamim me preguntó:
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer?
—Por ahora, esperar —dije, y agregué mirando de reojo a mi hermana—: Y
callar.
—¿Quieren ir a los juegos electrónicos? —preguntó Cristina.
Me extrañó su invitación delante de Aslamim, era un exceso de locuacidad. Pero
su naturalidad sufrió un duro golpe.
—Yo paso —dijo Aslamim—. No me gustan.
Cristina trató de fingir indiferencia ante la deserción de Aslamim, pero su cara no
la dejó.
—Yo sí quiero jugar —dije, y a Aslamim—: Mañana nos vemos en la escuela.
—Bájame a abrir —dijo Aslamim— por si está con llave.
—Vamos, Cristina —dije.
—Acompáñalo —dijo mi hermana—. Yo me quiero cambiar.
Bajé en el ascensor con Aslamim.
—No me contestaste de dónde sacaste el billete —dijo.
—Quiero que te atraiga el suspenso.
—Ya estoy atrapado —dijo Aslamim—. Decíme.
—Me lo dio Ignacio, creo que de casualidad.
—¿Ignacio? —se asombró Aslamim.
—Puso mi billete en la caja registradora, no tenía cambio y me devolvió otro
billete del mismo valor. Es todo lo que sé.
—Bueno —dijo Aslamim abriendo la puerta de calle—. Es mucho para mí. La
seguimos mañana en la escuela.
Nos despedimos. Le toqué el timbre a Cristina. Tardó unos cinco minutos más,
bajó con la misma ropa.
—¿No te cambiaste? —pregunté, sabiendo que, probablemente, lo de cambiarse
era una excusa para no bajar con Aslamim luego del desaire del cautivo islámico.
—Sólo la ropa interior —me contestó. Y me dejó la cara rojofucsia.
La casa de juegos electrónicos se llama FlashBack. Con Cristina vamos siempre a
esa porque es la única del barrio que tiene el PacMan y el Gálaga. FlashBack,
lamentablemente, también posee una barra de chicos no del todo decentes.
Muchachos que no tienen nada que hacer en la vida y se juntan. Entre ellos hay uno
que es el menos decente de todos. Lo llaman el Cuervo. Imagino que un día hicieron
de él una momia envuelta en cuero negro y luego fueron cortando bordeando pies,
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brazos, cuerpo, para que el vendaje tomara forma de campera, pantalón, zapatos y
demás. Usa la campera herméticamente cerrada, de modo que no se puede saber de
qué tela es su remera. Como está siempre, ya nos conocemos de vista y algo más. Al
Cuervo le gusta mi hermana. Le gusta mucho. Cada tanto trata de cambiar su cara de
Cuervo y sus modales para acercarse en calidad de persona, y hablarle. Creo que si
mi hermana se lo pidiera, el Cuervo se sacaría su campera de cuero negro. Es más,
creo que hasta aceptaría que lo apodaran «el pajarito». A mi hermana no le gusta el
Cuervo, pero me parece que sí le gusta lo mucho que gusta el Cuervo de ella. Es más,
creo que si invitó a Aslamim a FlashBack fue para que viera cómo el Cuervo gustaba
de ella.
En el Gálaga suelo analizar las cosas. Así como cuando corro en el Parque
imagino y resuelvo, en el Gálaga analizo. Es decir, pienso sin tratar de resolver.
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Ignacio no era el ladrón, puesto que me había dado sin inconvenientes la prueba
del delito. El billete podía haberle llegado por algún distribuidor de comestibles, por
algún alumno, en fin, por mil lados. Pasé a pensar que debía darle, esa misma noche,
el vuelto a mi papá. No iba a entregarle el billete, y no tenía la menor idea de dónde
sacar la plata. Y, ya dije, el Gálaga no me estimula el aparato resolutivo. De este
problema me sacó la voz del Cuervo. Estaba casi gritando. Giré y me destruyeron la
segunda nave. La tercera la dejé, porque la voz alta del Cuervo estaba dirigida a mi
hermana. Me acerqué al PacMan donde Cristina, sin haber empezado a jugar, le decía
que no al Cuervo. El Cuervo, medianamente ofendido, le rogaba a los gritos a mi
hermana que aceptara las fichas compradas para ella. El Cuervo no pedía nada a
cambio, pero mi hermana consideraba un gran trabajo el aceptarlas. Cristina ignoró al
Cuervo y se fue para otro juego. El Cuervo la siguió. Entonces intervine. El Cuervo
más de una vez había roto caras. Peleaba sólo, uno contra uno. La barra hacía una
ronda a su alrededor y lo veía pelear. Supe de una ocasión en que un capo de la barra
del Abasto lo tuvo contra la vereda y lo amenazaba con el puño. Uno de la barra del
Cuervo se metió a defender a su jefe. El Cuervo se levantó y reventó a pinas al de su
propia barra, por meterse. Peleó contra el del Abasto y volvió a cobrar. Ahora yo lo
estaba enfrentando.
—Che, déjala —le dije—. Quiere jugar sola.
—¿Y vos quién sos? —dijo—. ¿Otro muñequito del PacMan?
—Que la dejes, nada más —insistí.
—Pero… pero —dijo el Cuervo fingiendo desconcierto—, ¿por qué no nos
informas a todos a quién le ganaste?
La barra hizo silencio. Cristina estaba por interceder. Detuve a mi hermana con
una mano, sin tocarla, y dije al Cuervo:
—A vos te puedo ganar, al Gálaga.
Yo sabía que el Cuervo no me iba a reventar a pinas, porque en ese caso mi
hermana no le iba a hablar nunca más en su vida, ni aún cuando fuese un cuervo viejo
y desafinado, ni aunque se convirtiese en águila. Sabía que le debía dar al Cuervo una
posibilidad incruenta de humillarme, para que aceptara el desafío y dejara tranquila a
mi hermana. Sabía que el Cuervo era de la clase de imbéciles a la que pertenezco yo:
los que damos mucha importancia a los desafíos.
—Al Gálaga —dijo—. Mira qué bien.
Entonces saqué mi inmenso billete de la mochila y se lo puse delante de la cara:
—Al Gálaga —dije—. Sí, por esto.
El Cuervo tragó saliva. No necesitó mirar el billete porque yo se lo sostenía
delante de los ojos. Mi hermana estaba por intentar otra vez una mediación. Pero la
miré y le dije:
—Este mandado también lo voy a hacer yo.
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Nadie entendió mi frase, pero ella tuvo el buen tino de hacerme caso y se quedó
quieta.
—Al Gálaga —dijo el Cuervo—. Espera.
Habló un segundo en voz baja con los de su barra, estaban comprobando si entre
todos llegaban a juntar plata como para tomarme la apuesta.
—Vamos —dijo el Cuervo.
Podrán imaginarse que en ese momento la cantidad del billete me interesaba tanto
como una moneda, yo me estaba jugando la mejor parte de mi vida.
La barra hizo un círculo alrededor nuestro. Cristina se fue a jugar al PacMan.
Pusimos dos fichas y jugábamos una nave cada uno. Comencé yo, jugué como
siempre, tranquilo, alcancé un buen puntaje y me mataron la primera nave.
Le tocó al Cuervo. Yo confiaba en mi experiencia, en mis largas horas de estudio
del Gálaga, en saberme casi de memoria el recorrido de cada una de las navecitas
agresoras. Pero noté algo: el Cuervo disparaba rápido y no le importaba nada. No le
importaba cómo era el juego, casi no le prestaba atención, solo disparaba con una
velocidad asombrosa, y le daba buenos resultados. Me superó por un par de puntos y
le mataron la primera nave.
Nuevamente mi juego tranquilo. Fijarme bien por dónde venía cada navecita,
planear estrategias, fijarme en qué exacto lugar me convenía colocar la nave. Hice
uno de mis mejores puntajes antes de perder la segunda vida. El Cuervo también
volvió a lo suyo, estilo salvaje. La suma de los puntos que había hecho entre las dos
naves le daba unos pocos por encima de los míos.
Me enfrenté con mi última oportunidad. Agarré la palanca, puse el dedo en el
botón y, mientras mataba las primeras navecitas, intuí que si jugaba como siempre el
Cuervo me iba a ganar. Si me arriesgaba a hacer otra cosa podía perder o ganar; pero
si hacía lo de siempre iba a perder seguro. Imaginé que estaba corriendo en el Parque
Centenario. Apretaba el botón disparador como un desesperado y pensaba en otra
cosa. Las balas salían a la velocidad de la luz, pero yo apenas reparaba en ellas. En un
momento, incluso, miré a los ojos al Cuervo. Cuando volví la vista a la máquina, vi el
puntaje: superaba todos mis records. El número me asustó y perdí la última nave.
Era el tercer turno del Cuervo. No quería verlo, tampoco que me mirara. Inició el
combate, me levanté y fui al PacMan donde jugaba Cristina. Mi hermana continuó
con su buen comportamiento y no dijo una palabra.
Cuando regresé a ver cómo le había ido al Cuervo, la barra estaba juntando la
plata. Me gustó ver cómo iban saliendo billetes de distintos colores de los bolsillos de
sus camperas de cuero negro. Ya tenía el vuelto para mi papá.
En el camino de regreso, con Cristina, a casa, me pregunté si por ahí algún
cataclismo estelar no habría hecho que pasara a formar parte de los afortunados, pero
me contesté que no.
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Durante el primer recreo de la mañana escolar del 20 de julio tuve la primera
conversación importante con Aslamim respecto al caso Restive. La tarde del día
anterior había derrotado al Cuervo y me sentía especialmente preparado para vivir
situaciones extraordinarias y extraordinariamente pusilánime por hallarme con mi
uniforme en el medio de un patio en el que brotaban sandwiches de salchichón.
—Lo del billete es un enigma complicadísimo —le dije a Aslamim—. No
podemos hacer preguntas. Pero hay otra cosa rara sobre la que sí podemos averiguar.
—¿Otra? —preguntó Aslamim.
—Sí. ¿Te acordás que hablé con el gerente del banco Restive? Buenos, me dijo
que un empleado, al que conozco y se llama Antonio, tenía gastroenteritis. Pero un
colega de Antonio dijo que estaba enfermo de gripe.
—¿Y con eso?
—Uno de los dos miente.
—¡Por Dios, Tognini! —exclamó Aslamim—. ¿Qué querés inventar? Un
empleado enfermo, gripe, gastroenteritis, qué importa, está enfermo y punto.
—No —dije. Y le expliqué todos mis conceptos acerca de la gripe, el resfrío y la
gastroenteritis. Aslamim no se avenía a mis explicaciones, tuve que recordarle su
situación en Venecia.
Esa misma semana terminaba la parte del programa de historia dedicada a
Barbarroja y el Dux y, por consiguiente, nuestro juego.
—Lo primero que vamos a hacer es averiguar dónde vive Antonio —dije.
—¿Y el billete? —preguntó Aslamim.
—De eso no podemos hablar, es muy peligroso. Vamos a tener que permanecer
quietos y callados, y algo aparecerá. Respecto del billete, confío en tu suerte; y para
lo de Antonio, en mi empeño.
Sonó el timbre y entramos a la clase de Historia. Un preceptor vino al aula a
explicarnos que el profesor Feuer se iba a ausentar por hepatitis. A mí me pareció
bastante coherente que Feuer se enfermara de hepatitis, su piel era de tono pálido y
todo él respondía al tipo de los delgados férreos, una estampa merecedora de respeto
pero que muy difícilmente pudiese soportar un choripán.
Alguien comentó que la hepatitis era muy contagiosa y, como Feuer siempre
escupía cuando hablaba, los de adelante debían hacerse revisar. Risas generales. En la
hora libre conversamos con Aslamim sobre qué haríamos con el juego, puesto que
Feuer podía llegar a guardar cama por más de un mes. Decidimos continuar con los
mismos personajes y pactos, hasta que llegara el profesor suplente. El siguiente tema
fue el domicilio de Antonio, a ambos nos parecía que averiguarlo era una tarea
sencilla. Bastaba con decirle a alguno de los empleados que deseaba visitarlo; podían
llegar a extrañarse del fervor de mi cariño, pero nada más.
En la clase de Geografía vimos la zona de la Pampa. Aslamim me comentó lo
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bien vestido que estaba el profesor Bárrales.
—¿Se estará por casar? —me preguntó.
—Sí —dije—. Con una montaña.
—O con el afluente de un río —agregó Aslamim.
—A ver, Aslamim, Tognini —dijo Bárrales— que están con ganas de hablar, qué
me pueden contar del ganado vacuno en la zona que estamos viendo.
Cuando estábamos por incorporar otro 1 (uno) a nuestra provisión; como otro
séptimo de caballería, nos salvó la policía. Un uniformado apareció en la puerta del
aula, acompañado por la directora.
—Alumnos —dijo la directora—. El sargento aquí presente tiene que hacerles
una pregunta importantísima. Por favor, colaboren con él.
El policía se adelantó un paso, como si fuera a jurar la bandera.
—Alumnos —imitó a la directora, se notaba que era tímido—. Quisiera saber si
alguno de ustedes ha traído a la escuela, en la última semana, billetes de cincuenta
pesos.
Un silencio unánime contestó que nadie. Es más, algunos de los presentes jamás
habían visto tanta plata en un solo papel. Estaba seguro que de toda la clase más, de
todo el colegio, solo dos alumnos teníamos algo que contestar, y nos quedaríamos
callados. «Así que hay más billetes circulando en la escuela» —me dije— «o sea que
Ignacio o algún chico denunció… pero… ¡Ignacio!». Ignacio sabía que yo le había
dado el billete grande. Aunque fue él quien me dio el billete robado a cambio del
billete honesto de mi padre, si el policía quería saber quiénes habían usado billetes de
cincuenta en la última semana, ¿por qué no le pedía a Ignacio que reconociera al
alumno? Por ahí Ignacio, que atendía miles de chicos por día, no se acordaba nada. O
quizás recordaba que un alumno le había dado el billete, pero no el turno, ni el curso
ni la cara. En ese caso ¿por qué no lo llevaban aula por aula para que me identifique?
Estuve a punto de levantar la mano. Decir que había usado uno de esos billetes en la
escuela me parecía el único modo de averiguar algo. Si estuviese en juego solo mi
pellejo, lo habría hecho; pero temía que interrogaran a mi mamá y a mi papá, o a
Cristina, a quien el interrogatorio le quitaría un montón de tiempo para «pensar en la
facultad».
Así que metí la mano en el bolsillo y me puse a pensar divertido en la cara de
terror que debía tener Aslamim. Debo reconocer que, de haber tenido un espejo, me
habría divertido mucho más.
—Bien, alumnos —dijo el policía— la directora les va a dar la numeración de los
billetes que buscamos. Aparte, avísennos de cualquier cosa que se enteren.
—Saluden al señor —dijo la directora.
Y tras nuestro saludo, se retiraron. Cuando el sargento estaba atravesando la
puerta, el alumno Perales, a quien en la intimidad apodamos «el abuelo», dijo en voz
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más o menos alta:
—Yo tengo un boleto capicúa, ¿sirve?
Estoy casi seguro de que el policía escuchó el chiste, pero no encontró la multa o
la pena adecuada para responderle.
Me había quedado callado para salvaguardar a mi familia, pero si me agarraban
con el billete robado encima, iba a ser el culpable de que nos enjaularan a todos.
Como fuese, no tenía idea de nada: quién había metido billetes robados en la escuela,
quién los había denunciado. No sabía.
—Bueno —dijo Bárrales—. No creo que después de esta interrupción podamos
seguir con la clase, deben estar desconcentrados.
Habíamos zafado del 1 (uno).
Eugenio Bárrales es petiso, de pelo negro y bigotito. Se nota que le gusta su
materia. Nadie entiende cómo puede gustarle el suelo árido o arenoso, los cabos y las
bahías dibujadas, pero eso lo hace más interesante. Y, por lo que nos contó, no sólo
era interesante para nosotros.
—Alumnos —dijo—. Aprovecho este momento en blanco para comentarles: me
caso. La semana que viene no nos vemos.
Aslamim me golpeó la espalda, excitadísimo por su predicción; todos
aplaudimos.
—Tal vez falte por más de una semana —agregó Bárrales.
—Tómese su tiempo, profesor —le gritó el mentado Perales.
Bárrales sonrió y lo felicitamos con una rechifla carnavalesca.
—Soy un genio —me decía Aslamim—. Soy Tu-Sam.
Le cantamos a Bárrales la marcha nupcial mientras él, sonriente, nos hacía con las
manos señas de que cantáramos más despacio.
En los dos años que llevo de secundario, no recuerdo un momento más ridículo y
más hermoso. El clima de jolgorio alcanzó su expresión mayor con el timbre del
recreo. El profesor se despidió por encima de nuestros gritos.
Me quedé sentado en el banco mientras todos salían al patio.
—Estoy a tus órdenes —me dijo Aslamim—. ¿Qué tengo qué hacer?
—Tenés recreo —le dije haciéndome el canchero. Realmente estaba disfrutando
mi estadía en Venecia.
Aslamim salió. Quedé sólo en el aula. Pensé y pensé. Pensé que lo mejor era no
pensar. Pensé en cómo había ganado al Gálaga.
«Otra vez conviene el riesgo», me dije. Saqué una hoja de mi carpeta. Escribí:
«Ignacio: no creo que haya sido usted el ladrón. Pasaron por las aulas preguntando si
alguien había visto uno de los billetes. Dije que yo había usado un billete de esa
cantidad y usted me dio cambio. Traté de cubrirlo. Lo espero en la placita de
Esmeralda y Avenida de Mayo. Y firmé: “el alumno que usted ya sabe”». Salí al
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patio, busqué a Aslamim, le pedí que le diera la carta a Ignacio y le dijera: «De parte
de otro, a las siete de la tarde». Volví al aula. Teníamos Matemáticas. El profesor
Rafaelli no se casaba ni padecía hepatitis, sin embargo, parecía nervioso… no era
para menos, estábamos en un día especial. De Rafaelli se sabía que fumaba tres
atados de cigarrillos rubios por día. Tres atados, así como lo leen. Él mismo lo
reconoció. Es realmente una cantidad asustante. Rafaelli nos explicó un par de
asuntos relacionados con «X igual a A» es divisible por alguna otra cosa y demás.
Mientras no entendía nada, mi diversión consistía en fijarme si el paquete de
cigarrillos vacíos que Rafaelli estrujaba y arrojaba desde cierta distancia al canasto de
basura, entraba o no. Rafaelli convirtió el doble. Cuando estaba por explicar a qué se
parecía «A multiplicado por B», se cumplió esa regla de oro por la cual a los 45
minutos de clase suena el timbre, era el último del día.
Al terminar el turno, nos hacen formar y caminar ordenadamente.
El propósito es que la alegría no nos haga salir corriendo como una tropilla de
caballos. Ese día los preceptores se tomaron muy en serio su trabajo. Nos hicieron
marchar a paso tortuga. Cada división delante de la otra, separadas a prudente
distancia. No sé cuántos se habrán dado cuenta de la razón: en un costado del pasillo,
casi escondidos, Ignacio y el policía nos miraban salir. ¡Ése era el momento en qué
Ignacio, subrepticiamente, debía señalar al chico del billete! No lo miré. Nadie me
detuvo.
De los nervios, no pude comer. Por suerte, en casa no había nadie para
preguntarme qué me pasaba. A las siete tenía la entrevista con Ignacio, al lado del
banco, eso me pasaba. A las cinco y media me encontraba con Aslamim en mi casa.
A las tres de la tarde, lamentablemente, cayó Cristina. Yo no podía hablar con
nadie, todas las palabras de mi cabeza estaban preparadas para Ignacio. Cristina
saludó y se fue para su cuarto. A eso de las cuatro, salió y me dijo:
—¿Qué te pasa que todavía no viniste a molestarme?
—No quiero que por mi culpa dejes de pensar en la facultad —dije.
—Facultad, facultad —dijo Cristina—. No sé qué hacer.
—¿Cómo? —pregunté.
—Que no sé si la voy a hacer —dijo Cristina.
—Ah, no, ah, no —grité yo—. Entonces tenés que hacer los mandados.
—Para, para la mano —dijo—. ¿No podes ser más maduro?
—¿Quién te enseñó esa palabra, un sicólogo o un agricultor?
—¿Querés que hablemos o no? —se enojó.
—Habla, habla —concedí.
—Bueno —se tranquilizó Cristina—. Por ahí quisiera irme de viaje.
—¿En qué colectivo? —pregunté—. Todos los días hacemos un hermoso viaje en
colectivo. ¿Para qué más?
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—No, tonto —dijo—. Irme lejos, cuando termine la secundaria. Estuve hablando
con Pachi, mi amiga, podríamos ir juntas a Europa.
—Conozco a Pachi, tu amiga, la única forma de que se ponga los pies en la tierra
es que viaje a la luna, siempre está en otro lado.
—No entendés —me dijo—. Sos chico. Pero a mi edad vas a ver que, antes de
encaminarte, de sentar cabeza, vas a tener ganas de… de, no sé cómo decirlo.
—Pedile a Pachi que me lo explique —dije—. Lo que yo puedo decirte es que el
tiempo que pierdas vagando no lo vas a recuperar. Te conviene seguir tu camino.
—No entiendo nada —dijo—. ¿Te vas a hacer cura? ¿Qué te pasa?
—Estoy tratando de que no seas una descocada —le dije—. Y si no pensás en la
facultad, repito, anda a hacer mandados, como yo.
—¿Ah, es eso? Te da bronca hacer los mandados. Está bien, la próxima vez voy
yo al banco y listo.
—¡No! —grité. Hablando en serio por primera vez en toda la charla—. Al banco
voy yo.
—¡Anda dónde quieras! —me gritó enojada, metiéndose en su cuarto y cerrando
de un portazo.
La verdad es que con mi discursito había pretendido vengarme por todas las veces
que hice los mandados. Siempre me la había aguantado pensando que mi vida iba a
ser más divertida, ¿y al final, qué, cada uno hacía lo que quería? Sonó el portero
eléctrico, era Aslamim.
Imagínense cuan enojada estaría Cristina que ni siquiera abrió la puerta de su
cuarto cuando llegó mi amigo.
—¿Preparado? —preguntó Aslamim.
—Nervioso —contesté yo.
—¿Querés que dejemos todo? —se esperanzó Aslamim.
—Ni en broma —dije.
De algún modo se hicieron las siete, y ahí estábamos, Aslamim, yo, e Ignacio, que
llegó con toda puntualidad.
Nos saludamos escuetamente y fuimos directo al punto. Habló primero Ignacio y
me sorprendió.
—¿De dónde sacaste ese billete robado? —preguntó.
—¿Qué billete? —repliqué.
—El que me diste a mí —insistió.
—Momento, momento —dije—. Vos me diste a mí el billete robado. Yo te di un
billete sano, lo metiste en la caja registradora y me diste uno arrugado y con la
numeración que da el diario.
—No entiendo —continuó—. Pensé qué…
—En primer lugar, ¿fuiste vos el que avisó a la policía que por la escuela
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circulaba un billete robado?
—Claro —dijo Ignacio.
—A ver —dije—. Contáme cómo lo descubriste.
—Ayer me diste el billete (todavía no me pagaste la gaseosa), llevé la recaudación
a casa y se la di a mi esposa para que la pusiera en nuestra cuenta bancaria. Hoy a las
10.30 llamó mi esposa desesperada desde el banco, diciéndome que le encontraron un
billete robado. A la media hora, ya estaba el sargento Reynoso en la escuela.
—¿Cómo se llama?
—Reynoso.
—Bueno, ¿y qué más?
—Nada. Nos revisaron, confiaron en nosotros. Pero con tu carta pensé que quizás
estaban tejiendo una trampa. ¡Y yo no hice nada!
—Lo sé —dije—. Tenemos dos billetes robados uno me lo diste a mí, y el otro te
lo quedaste en la caja registradora. Como yo fui el único que ayer te dio un billete tan
grande, pensaste que era ése. Pero ya lo tenías. ¿O alguien más te dio un billete ayer?
—No, yo tenía tres billetes. Me acuerdo. Vos fuiste el único.
—¿Y entonces? ¿Cómo llegaron ahí?
—Qué se yo. Hay un montón de posibilidades. A veces los distribuidores de
gaseosa, de fiambre, me piden cambio y me dan uno de esos billetes. Pero lo seguro
es que ayer tenía tres de esos billetes y solo cambié el que te di a vos. Así que antes
del cambio, tenía dos billetes robados y uno bueno.
—¿Y por qué, si pensaste que te lo había dado yo, no me denunciaste de
inmediato?
—Casi no te había mirado. Sabía que me habían dado un solo billete; pero chicos,
atiendo mil por hora. Me acordaba que eras del turno mañana y nada más. Y como ni
siquiera era seguro que me lo hubieses dado, la directora sugirió que no fuéramos en
búsqueda policial aula por aula sino que hiciéramos un reconocimiento cuando
salieran. ¿Qué te dijo el policía?
—Me dijeron que vos podías ser uno de los culpables —mentí—. Pero con muy
pocas probabilidades.
—¿Y ahora, qué hago? —preguntó desconsolado.
—Olvídate de todo —aconsejé—. Ya la policía se va a encargar.
—Bueno, ¿vamos? —dijo Aslamim.
—Sí —dije—. Al Banco. Ignacio, gracias por todo. Nos vemos mañana en el
colegio.
—No entiendo —dijo Ignacio—. ¿Para qué me sirvió este encuentro con vos?
—Para que sepas: los únicos alumnos que saben algo del tema, están de tu parte.
Y así nos despedimos de Ignacio.
Mientras la policía investigaba a los proveedores de Ignacio y a los profesores,
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Aslamim y Tognini entrábamos en el banco Restive a preguntar por la salud de
Antonio.
Entré al banco, por vez primera me dirigí a la ventanilla sin hacer fila. Aslamim,
según mis instrucciones, abordó a Teresa, y yo encaré a Rafael. A los pocos minutos
de charla con Rafael, intuí que no iba a sacarle nada. Aslamim me estaba esperando
afuera.
—¿Cómo te fue? —le pregunté.
—Bien —dijo Aslamim sin inmutarse—. Le dije a la chica que era un sobrino
marplatense de Antonio y que hace ocho años no lo veo. Me dijo: «Está enfermo, no
sé muy bien de qué, pero no es grave». Y me dio el teléfono. Le pedí la dirección,
pero no la tenía.
—Mira que bien —dije—. Muy bien.
—No entiendo a qué vino tanta intriga —dijo Aslamim—. Si me dio el teléfono
enseguida.
—Sí —reconocí—. Si el teléfono que te dio es verdadero, quizás exageré las
cosas y no había secreto, solo una confusión. Pero… vamos a llamar.
Entramos a un bar con teléfono público, en Avenida de Mayo y Salta. Llamamos.
«Hola», dijo una voz. Yo estaba por decir «hola», cuando la voz siguió: «Éste es el
contestador automático de Antonio Masgabardi, después de la señal, deje su mensaje,
gracias».
Además de que no me gusta hablar con contestadores automáticos, las cosas no
estaban como para andar dejando mensajes. Tenía un billete robado en mi bolsillo y
eso exigía entrevistas cara a cara.
—¿Y? —preguntó Aslamim.
—Antonio Masgabardi no está en casa —informé.
—¿Qué hacemos?
—Esperamos y volvemos a llamar —dije.
Eran las ocho de la noche y queríamos dejar pasar por lo menos dos horas antes
de volver a intentarlo.
—Hagamos un jueguito electrónico —propuse.
—Uh —se quejó Aslamim—. ¿No se te ocurre otra cosa?
—No —le dije—. Pero hace lo que quieras, y pásame a buscar por FlashBack a
las diez.
—Mejor te acompaño —dijo Aslamim.
—Espera que llamo a mi hermana.
Puse la ficha, disqué y contestó Cristina.
—¿Hola, Cristinita? —dije.
—Sí —contestó ella, de mala gana.
—Habla tu hermanito querido. Hoy no te hablé del todo bien, lo reconozco.
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—Bueno, chau —dijo Cristina, y cortó.
Volví a poner la ficha y a discar. Cristina volvió a atender, eso equivalía a una
reconciliación.
—Cristina —dije—. Te compro diez fichas de PacMan.
—Once —dijo Cristina.
—Que sean once —acepté—, ¿amigos?
—Hermanos —dijo ella.
—Te espero en FlashBack dentro de 15 minutos.
Cuando corté, no sabía de dónde iba a sacar la plata para las fichas.
—Aslamim, ¿me podes prestar plata hasta mañana?
—¿Cuánta? —preguntó.
—Como para comprar once fichas de PacMan.
—Más o menos, es todo lo que tengo —dijo.
—Yo tengo mucho más —dije tocando el bolsillo de la mochila que contenía el
billete—. Pero no sirve. Y no podemos gastar toda la plata que tenemos, necesitamos
viajar en colectivo y otros viáticos.
Tomamos el subte, hicimos una gran cantidad de combinaciones y nos bajamos en
FlashBack. Cristina nos estaba esperando junto al PacMan, mirando cómo jugaba una
morocha de pectorales atléticos que sabía de qué se trataba. Miré a Cristina, y antes
de que nos viera, pensé con amargura en que no había resuelto el tema de la
financiación de sus once fichas. Caminamos hacia mi hermana. Junto a la puerta, el
Cuervo y su barra, como esos momentos de un montón de imágenes.
—Hola —me saludó Cristina, y con la misma palabra, de reojo, a Aslamim.
Aslamim se acopló a un flipper, la morocha destacada estaba por perder su tercera
vida. Esa chica me llamaba mucho la atención, no sólo por lo bien que le quedaba la
ropa en la parte de adelante. Desde ya les aclaro que nunca pasó nada con la morocha
que estoy describiendo, simplemente quiero decir: si bien afirmé que la humanidad se
compone dé una serie previsible de géneros de personas, más de una vez hay chicas
que me hacen dudar al respecto.
A la morocha se le terminó el juego y se fue como una oportunidad. Cristina me
sonrió, dispuesta a tomar los mandos del PacMan, y me vi en la obligación de
hablarle:
—Cristina… las fichas ¿pueden ser para mañana?
—¿Cómo?
—No tengo plata.
—Para qué me lo ofreciste, ¿para qué me dijiste que venga? —Pensé que…
—¿Y el billete que tenías ayer, el que le apostaste al Cuervo? —mi hermana,
cuando se enoja, no te deja terminar las frases.
—No lo puedo usar —dije.
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—¿Por qué?
—Porque…
—Si te querías reconciliar me lo hubieses pedido, no hacía falta que mintieras.
—No te mentí. Me equivoqué. El billete no puedo usarlo.
—¿Por qué? —repitió Cristina.
Me molestaba que Cristina estuviera tan quisquillosa; después de todo, pese a mi
mala voluntad en la charla, la había salvado del Cuervo. Además, no podía decirle lo
del billete y no se me ocurría una mentira. ¿Qué le iba a decir, que era para
comprarme un pulmotor? Ese billete era para mí lo que para Robinson Crusoe
significaban sus billetes en la isla: no le servían para comprar cosas, pero eran
imprescindibles para encender el fuego.
—Está bien —le dije—. Te mentí, me fui deboca.
Entonces Cristina hizo algo que confirma mi descripción de ella: es una persona
interesante, pero puede escoger las peores amistades.
Muy enojada, salió del PacMan y fue derechito hacia el Cuervo. Y de modo que
Aslamim y yo pudiésemos escucharla, le dijo:
—Te acepto las fichas que me ofreciste.
El Cuervo, con una sonrisa longitudinal como su pico, sacó del bolsillo una bolsa
de nylon llena de fichas y acompañó a Cristina al PacMan. Aslamim seguía
inmutable en su flipper.
Yo no podía soportar eso. Había sudado la gota gorda para salvarla, y ahora se
entregaba sola a las garras de la desgracia. Me apersoné en el PacMan y le grité:
—¿Qué haces, tarada? Yo me juego todo para que no te molesten, y vos te haces
amiga.
El Cuervo gritó. Sus ojos eran los dos vértices que contenían el segmento del
triunfo y el desprecio. Pensé que esta vez sí me podía reventar a pinas.
—Ya ves —me dijo—. Al final, te gané.
—No —dije—. Te gané yo. Los que perdieron son vos y ella.
—No, no, no —dijo el Cuervo—. Yo soy de los ganadores. Vos, por ahí, con
mucho esfuerzo, podes ganar algún partido, pero estamos en distintas categorías. Es
como si Deportivo Italiano, en un amistoso le ganara a River. ¿A quién le importa?
Me sorprendió ingratamente que un ser repelente como el Cuervo estuviera más o
menos al tanto de mi teoría, y la aplicara con tanta coherencia.
—¿Qué pasa? —dijo Aslamim acercándose, dispuesto a defenderme.
—Nada, nada —dije. Pero la lealtad de mi amigo me infundió valor—. Te gané,
Cuervo, y puedo volverte a ganar.
—¿A qué, al Gálaga? Puede ser. Pero jugábamos por eso —señaló a mi hermana
jugando al PacMan—. Y aquí la tenés.
—Te gano en resistencia —le dije.
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—¿A qué? —preguntó. Y apretó los puños.
—Puedo dar más vueltas al Parque Centenario que vos y toda tu barra.
El Cuervo miró el cigarrillo que le colgaba de la mano izquierda.
—¿Corres más rápido que yo? —preguntó con sorna. Era un terrible grandulón
pero, ya dije, adicto a los desafíos.
—De acá a la esquina no —dije—. Pero en vueltas al Parque, te gano.
—Dame una semana para que me desintoxique —dijo mirando otra vez el
cigarrillo—. ¿Por qué jugamos?
—No sé —dije—. Por algo que «realmente» valga la pena.
—El viernes de la semana que viene hay un baile en el club Maldonado. Si gano
—dijo el Cuervo— tu hermana me acompaña.
—¿Y si perdés?
—Decí vos.
—Si perdés, no venís nunca más a FlashBack.
—No —dijo el Cuervo—. Eso no.
—Bueno, cuando yo entro, te vas.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el Cuervo.
—Toda la vida.
—Bueno —aceptó.
—¿Vos estás de acuerdo? —le preguntó a Cristina, que estaba poniendo otra
ficha.
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Quedó, pues, el duelo para la semana siguiente, y Aslamim y Tognini partimos a
continuar con nuestro principal destino.
Desde el primer bar con teléfono público que encontramos, en Campichuelo y
Díaz Vélez, llamé a Antonio. Otra vez escuché su voz en el contestador automático.
Mientras discaba, Aslamim se había acercado al mostrador, ahora venía hacia mí.
—Tengo la dirección —dijo—. La saqué de la guía.
Me emocionó la buena disposición de Aslamim.
—Aslamim —le dije—, creo que soy una buena compañía para vos, empezás a
cambiar.
—El juego me obliga —dijo—. Y quiero terminar lo antes posible.
—Te digo lo que vamos a hacer —dije—. Hoy mis viejos van a lo de un amigo y
vuelven a eso de las tres de la mañana. Llamas a tu casa y decís que te quedas a
dormir en la mía. Yo dejo un papel de que me quedo a dormir en la tuya.
—¿Y dónde dormimos? —preguntó Aslamim.
—Es una buena pregunta —dije—. Pero vamos a sentarnos en el umbral de la
casa de Antonio hasta que llegue.
—Nos vamos a resfriar —dijo Aslamim.
—Qué vas a hacer —dije—. Venecia es muy húmeda.
Pasamos por mi casa, llamamos a lo de Aslamim y dejamos el papel.
Antonio vivía en la calle Armenia al 2300, cerca de la Plaza Italia, Nos tomamos
el 36. Buscamos la dirección y tocamos el portero eléctrico. No estaba.
—Si estuviera enfermo —dijo Aslamim—. Lo encontraríamos acá, en la casa. O
quizás se fue a la casa de la madre. O de alguien que lo cuide hasta que se reponga.
—O no está enfermo —intuí.
Nos sentamos en el umbral. A las dos de la mañana no había llegado.
En esas horas de espera hablamos con Aslamim acerca de la muerte, el sexo y el
destino. No viene al caso que narre ahora detalladamente nuestras hipótesis, quizás
más adelante escribamos a dúo Opiniones sobre Todo, de Aslamim y Tognini. Pero en
ese momento, dos y minutos de la madrugada, agotados los temas interesantes, no
nos quedaba más remedio que volver a hablar de nuestras vidas.
—Cómo se enojó mi hermana —le comenté a Aslamim.
—Sos vos el que debería estar enojado —dijo—, ¿cómo le va a pedir fichas a ese
patotero?
—Tenés razón —dije—. Pero cuando mi hermana y yo nos enojamos, el enojo de
ella es más grande que el mío.
A las dos y media, Antonio no aparecía.
—Bueno, Aslamim —dije—. Quedas liberado hasta mañana.
—¿Y ahora? —dijo Aslamim—. Dijiste que venías a mi casa y yo dije que iba a
la tuya. ¿Dónde dormimos?
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—Cada uno en su casa, ¿qué problema hay?
—Que en mi departamento, además de llave, hay traba. Y a las dos de la mañana,
a mis viejos no los despertás con timbrazos ni cañones.
—Y en mi casa no hay camas…
—Yo dormiría con tu hermana pero… —bromeó Aslamim—. ¿Dónde dormimos?
—apagó rápido su broma Aslamim.
No encontramos la respuesta, pero sí a Antonio, que a las 2 y 45 de la madrugada
hizo su aparición triunfal.
Nos miró perplejo, sacó la llave, la puso en la cerradura, centró la vista en mí y
me reconoció.
—Miguel Ángel —gritó— ¿qué haces acá?
—Vinimos a visitar al enfermo —dijo Aslamim.
Antonio lo miró extrañado.
—Me contaron en el banco que tenías gripe y gastroenteritis —dije—. ¿Podemos
hablar?
—¿Pero vos estás loco? —dijo con justicia Antonio—. ¿Qué hacen dos mocosos
como ustedes a esta hora en la calle? ¿Qué hacen esperándome en la puerta de mi
casa? Ya mismo se van, ¿o quieren que llame a sus padres?
Cuando lo oí hablar como un preceptor, me esforcé por dar en la tecla.
—Te quería contar algo del robo —dije—. Del robo que vos sabes.
Antonio palideció. Se agarró el mentón como si se le fuera a caer. Sin soltarse el
mentón, dijo:
—¿Qué sabes vos?
Había dado en el clavo.
—Hace frío —dijo Aslamim. Estuvo muy bien.
—Vengan —dijo Antonio. Y subimos los tres a su departamento.
Eran dos ambientes muy ordenados, con más libros de lo que cualquier biblioteca
podría soportar.
—Bueno —dijo Antonio sentándose en un almohadón en el suelo, indicándonos
el sofá—. Los escucho.
Trataba de recuperar el tono amistoso.
—Tenemos uno de los billetes robados —dije.
—¿Qué más? —dijo aparentando no sorprenderse.
—Usted no está enfermo —dijo Aslamim.
—Ahá —dijo Antonio—. ¿Y?
—Mira, Antonio —dije—. Sabemos que hay algo raro. En el robo hay detalles
que quieren ocultar. Tu enfermedad falsa esconde algo. Nosotros también te estamos
ocultando cosas. Pero te quiero decir algo muy importante —y acudí a mi argumento
de oro—. Ahora son las tres de la mañana y dos chicos te están pidiendo que les
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regales la anécdota de su vida. Vos siempre me recomendás libros, ¿me podes dar un
libro que equipare eso? Si hay uno así, te lo acepto y nos vamos.
Antonio quedó callado.
—Me pueden echar del banco —dijo.
—Nosotros no pensamos hablar —dije—. Mira. Le mostré el billete.
Lo agarró, y esta vez sí se permitió una mueca de asombro.
—¡Es verdad! —dijo—. Es uno de los billetes. ¿De dónde lo sacaste?
—Vamos por partes —dijo Aslamim—. ¿Por qué el empleado Rafael y el gerente
intentaron apartar nuestra atención de usted, y Teresa me dio el teléfono sin
problemas?
—El gerente y Rafael están al tanto, Teresa no —dijo Antonio—. No podíamos
imaginar que me iba a ver «tan requerido», sólo le dijimos que estaba enfermo.
—Entonces —dije—. ¿Qué ocultan?
—¿De dónde sacaste el billete?
—¿Quién habla primero? —pregunté.
—Yo —dijo Antonio—. Sé por la policía que en la escuela N.o 63 encontraron
uno de los billetes robados y, según parece, se lo dio un alumno al vendedor del
buffette.
—No es exactamente así —dije—. Pero sabes mucho.
—Ya te dije algo —presionó Antonio—. Ahora vos.
—El billete me lo dio el del buffette a mí —dije, quedándome sin secreto.
—¿Qué más? —preguntó Antonio.
—Ahora vos —dije.
—El dinero no importa —dijo Antonio.
—¿Cómo? —preguntamos Aslamim y yo a coro.
—Que la plata no importa —repitió Antonio.
—¿Es un mensaje espiritual? —preguntó en broma Aslamim.
—No —dijo Antonio—. Quiero decir que estoy investigando acerca del robo,
pero no busco la plata.
—¿Y entonces, qué buscás? —pregunté.
—Hablame de tu billete.
—Me lo dio Ignacio sin querer. Ignacio es el que se encarga del buffette en la
escuela. Tenía dos billetes robados, no sé quién se los dio ni cómo llegaron ahí, uno
me tocó a mí.
—Ajá —dijo Antonio.
—Eso es todo —dije—. Todo lo que sé.
—Bueno, entonces ya no tenemos información para intercambiar —se
envalentonó.
—Todo lo que sé —dije—. Pero no todo lo que hice.
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—No creo que hayan hecho nada —dijo Antonio—. Pero de todos modos, si en la
escuela pasa algo, me vendría bien que ustedes me ayuden.
—¿Que lo ayudemos? —preguntó extrañado Aslamim.
—¿Que te ayudemos a qué? —pregunté excitadísimo.
—La plata puede servir para guiarnos… —murmuró Antonio.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo «para guiarnos»?
—Para guiarnos hacia lo que buscamos —siguió Antonio, con frases cada vez
más parecidas a un libro de aforismos.
—Mira —le dije—. Yo empecé a investigar esto porque Rafael no me quiso
contar nada, entonces sentí que me debían un buen relato acerca del robo al banco en
el que yo pagaba las cuentas todos los meses. Pedí hablar con el gerente, cometió un
error que me resultó interesante, pero aún así no hubiera profundizado en este caso de
no ser porque me dieron un billete robado. Ahora bien, creo que lo siguiente es
encontrar a los ladrones y e] botín. ¿Qué más?
—Entonces —dijo Aslamim cansado—, ¿ayudarlo a qué?
—A buscar el sable corvo de San Martín —contestó Antonio. Aslamim dijo:
—No me gustan las cargadas a las cuatro de la mañana. ¿Por qué se hace el vivo,
si está metido en un tema serio?
—No te estoy cargando ni haciéndome el vivo —dijo Antonio—. Yo no estoy
buscando el millón de dólares que se robaron, de eso se encarga la policía; busco el
sable corvo de San Martín, el verdadero, que estaba en la misma caja fuerte.
Aslamim-Tognini, en silencio, le reclamamos una explicación.
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El sable corvo de San Martín
—A fines de 1816 —comenzó Antonio—. Poco antes de iniciar el cruce de los
Andes, el general José de San Martín decidió esconder el sable corvo usado en las
batallas por la Independencia. Con ese sable había vencido en la batalla de San
Lorenzo, había echado a los españoles. Antes de cruzar los Andes, San Martín quiso
que esa arma, fuera cual fuese su resultado en la campaña de Chile y Perú, quedara
por siempre invicta.
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—El banco Restive se instaló hace 15 años, en esa casa —siguió Antonio—.
Cuando se hizo el trabajo para empotrar la caja fuerte principal en la pared, los
albañiles le llevaron el sable y la carta al señor Porta. El gerente sabía que se trataba
de una reliquia y debía entregarla al gobierno. Sin embargo, se dijo que un hallazgo
así, en la inauguración de un banco, era un talismán de buena fortuna, un símbolo
auspicioso de éxito. Se justificó, también, pensando que la voluntad del general San
Martín era dejar empotrado en aquella pared el sable. Decidió dejar el sable en su
lugar, en la caja fuerte, hasta que el banco marchara viento en popa, y luego
entregarlo a las autoridades. Agosto del próximo año era la fecha que se había fijado;
ahora no sabemos si alguna vez va a poder entregarlo. Si la policía descubre el sable
en manos de los ladrones y su procedencia, antes que nosotros, el señor Porta saldría
terriblemente desprestigiado. Si no lo encontramos, el señor Porta se sentirá culpable
el resto de su vida por haberle arrebatado al país la reliquia.
—¿Y por qué lo estás buscando vos? —interrumpí.
—Por muchos motivos. Creo que de esto depende el destino del banco, y mi
trabajo. Hay una gran recompensa si lo encuentro. Y además, cuando después del
robo el señor Porta me confió la historia y me mostró la carta de San Martín, (que
afortunadamente no guardó en la caja fuerte, sino en un cristal para que no se ajara),
bueno… me pidió ayuda y… ¿te acordás que te recomendé La Máquina del Tiempo?
—Entiendo —dije.
—¿Y en qué te podemos ayudar? —preguntó Aslamim, ya en confianza.
—Averigüen quién entró los billetes robados en la escuela. Es muy raro, si son
ladrones comunes ¿cómo largaron así nomás billetes marcados?
—¿Los ladrones conocen el valor del sable? —pregunté.
—No lo sé. Quizás lo vendieron a una casa de antigüedades o lo tiraron por ahí.
Estoy usando mi tiempo en registrar remates, magnates, coleccionistas. Es un
problema con los objetos de valor simbólico: según quien los aprecie pueden ser de
oro o de nada.
—¿Y el sable corvo que está en el Regimiento de Granaderos? —pregunté
recordando una excursión en la escuela primaria.
—Es el que usó en reemplazo, después de empotrar en la pared éste que estamos
buscando.
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El encuentro de un tesoro menor
Si alguien les dijera que la recuperación de un millón de dólares no es
considerada importante por cierta persona, pensarían que la tal persona es Onassis o
alguien más rico. Pero cuando Aslamim y yo nos enteramos que el millón de dólares
robado al banco Restive había sido encontrado, nos pareció una noticia
intrascendente.
Luego de la charla con Antonio, habíamos pasado el resto de la madrugada en la
confitería El Botánico, sobre Santa Fe, hasta que se hizo la hora de ir a la escuela (yo
ni siquiera fui a correr); hablando del sable corvo de San Martín, por completo
olvidados del dinero, excepto los dos billetes, como pista. En la estación de subte,
camino a la escuela, leímos el titular del diario Mañana informando el hallazgo del
botín del Restive. La aparición del dinero aumentaba las posibilidades de que el
objeto del robo fuese el sable.
El titular y los hechos, fueron así:
Pues bien, sí. Nuestro querido profesor Rafaelli había encontrado la plata.
¿Dónde, cómo? Ya va. Según el diario, y los alborozados alumnos, la misma tarde en
que nosotros habíamos hecho contacto con Ignacio y Antonio, el profesor de
Matemáticas, señor Rafaelli, había encontrado el botín del Restive en un tacho de
basura situado en la puerta de nuestra amada escuela. La noticia consignaba que
faltaban solo dos billetes, uno que poseía con anterioridad la policía, y otro con
paradero desconocido.
El hallazgo había sido completamente fortuito. Rafaelli se había quedado
corrigiendo pruebas hasta después del horario escolar. Al salir, el sol ya no brillaba.
Tiró su paquete de cigarrillos vacío al tacho de basura barrial (esos inmensos
cilindros verdes) que está justo enfrente de la puerta de la escuela, en la misma
vereda. Quiso encender un cigarrillo de su tercer atado y notó que había tirado el
encendedor dentro del paquete vacío. Fue a buscarlo y encontró un millón de dólares
en billetes de cincuenta pesos, menos cien pesos.
De inmediato se dirigió a la comisaría más cercana. El caso estaba resuelto. El
gerente estaba contento e iba a recompensar a Rafaelli con una sustanciosa suma.
Elíseo Rafaelli, en el recuadro donde se transcribía un reportaje, decía al
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periodista que pediría licencia para disfrutar la recompensa en Mendoza.
Del billete que faltaba, de culpables o sospechosos, no había una sola hipótesis.
La única interpretación estaba dedicada al abandono del botín: los ladrones
consideraron que la plata estaba muy marcada, y el riesgo de llevarla encima no se
compensaba con lo que pudieran darles los reducidores de dinero.
Cuando terminamos de leer la noticia, rumoreada por todo el patio en el primer
recreo de la mañana, Aslamim hizo un comentario inadecuado que, como pasa
siempre con las cosas realmente desubicadas, nos condujo a gran parte de la verdad.
—Esto va a parecer un partido de fútbol local de un equipo que está en la Copa
Libertadores —dijo.
Lo miré un largo rato pensando que se había vuelto loco. En ese caso yo tendría
que pagar el manicomio, pues en Venecia estaba bajo mi responsabilidad.
—No entiendo —le dije a Aslamim—. ¿Qué tiene que ver?
—Mira, Huracán hace mucho que no va a la copa. Pero River, por ejemplo,
cuando se clasifica para la copa, juega dos campeonatos simultáneamente: el
Internacional de la Libertadores y el Nacional. Entonces, como le dan más
importancia a la copa, en los partidos locales ponen suplentes en los puestos de los
mejores jugadores, para no cansarlos. Y puede llegar a haber toda una delantera o
todo un equipo de suplentes. Tengo que darte este discurso porque no sabes nada de
fútbol profesional, pero lo que digo es: nuestro plantel de profesores va a tener tres
suplentes en la delantera, Matemática, Geografía e Historia.
—Sí —dije yo—. Tres suplentes. Historia, Matemática y Geografía. —Y me
quedé pensando.
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Más raro que las ideas
En el segundo recreo de la mañana le di franco a Aslamim y me quedé mirando
profesores por el pasillo. Es una de mis ocupaciones favoritas cuando no tengo nada
que hacer: miro profesores y trato de adivinar cómo son sus vidas fuera de la escuela.
Estaba en eso cuando se me acercó Ignacio.
—¿Qué me contás? —dijo Ignacio.
—No sé —dije—. Decime vos.
—Acompáñame al buffette —dijo—. Dejé un chico atendiéndolo y ya debe haber
hecho desastres.
El buffette era un cuartito con un mostrador que daba al patio, atiborrado de
sandwiches de fiambres deconocidos y salchichón.
—Suena raro —dijo Ignacio—, ¿quién va a dejar un millón de dólares en un
tacho de basura?
Me ofreció un rico sandwich de salchichón.
—No, gracias —dije—. Del gato me gusta solo la pata.
Ignacio trató de reírse y quedamos los dos en silencio.
—Bueno, ¿qué pensás? —insistió.
—Escuchame —le dije a Ignacio—. ¿Vos fumas?
—Sí —dijo Ignacio, y se llevó la mano al bolsillo anterior de la campera, como
para convidarme.
—Yo no —lo paré—. Te pregunté para explicar una teoría, la vas a entender
mejor. El profesor de Matemáticas dice en el diario que tiró el paquete vacío con el
encendedor adentro. Ahora bien, yo he visto fumar a Rafaelli. Saca el último
cigarrillo del paquete, se lo pone en la boca, lo enciende, estruja el paquete vacío y
trata de embocarlo en el canasto. Veo fumar a Rafaelli desde primer año; de
Matemáticas no aprendí mucho, pero puedo decirte de memoria la cantidad de dobles
que lleva convertidos: nunca dejó de estrujar el paquete antes del tiro. Además,
siempre enciende el cigarrillo antes de tirar el paquete. Hay un 99 por ciento de
posibilidades de que esté mintiendo.
—Te regalo la gaseosa —dijo Ignacio pensativo.
Sonó el timbre para volver al aula.
—Creo que estás exagerando —dijo Ignacio—. Puede haber pasado como él dice.
Tenés ideas raras, pero te escucho, porque eso del millón en el tacho es más raro que
tus ideas.
En el aula, Aslamim dijo haberme visto hablando con Ignacio y preguntó si había
averiguado algo. La profesora de Instrucción Cívica dijo que no hablemos en clase.
—Tendríamos que hablar con el de Matemáticas —siguió Aslamim, en voz baja.
—Sí —dije yo en voz alta—. Ahora mismo.
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La profesora me miró furibunda y ordenó que saliera del aula; no castigó a
Aslamim, ¿le gustaría?
Salí del aula pensando que muchas veces el rigor en una tarea requiere de
indisciplina en otras. Me dirigí a la sala de profesores, Eliseo Rafaelli estaba
recogiendo sus últimas cosas, se iba a Mendoza. Tenía un cigarrillo en la boca.
—Lo felicito —le dije.
—¡Hola! —se asombró—. ¿Por qué no está en clase?
—Me echaron —contesté.
—Hizo lío —se rió—. Bueno, haga de cuenta que no existo, estoy de licencia.
—No —le dije—, algo más que lío. Me echaron porque hice este machete. —Y le
mostré el billete robado.
—A ver ese billete —dijo. Y me lo arrebató de las manos. Miró la numeración—.
¿De dónde lo sacaste? —preguntó.
—De un tacho de basura —dije.
—Ah —sonrió—. Déjamelo que se lo llevo a la policía. —Y se lo guardó en el
bolsillo.
—Está bien —dije—. Si usted se lo da a la policía, me voy. —Llevé mi mano
izquierda al picaporte, veía en el vidrio de la puerta el reflejo del profesor que se
volvía hacia su maletín para terminar de guardar sus cosas; inmediatamente, siempre
mirando hacia la puerta como para salir y escrutando al profesor por el vidrio, tiré mi
mano hacia el bolsillo de Rafaelli, apreté todos los papeles que contenía y la saqué.
Cuando giré hacia él, tenía en mi puño el billete, un prospecto médico y el vale de
una tintorería. Guardé el billete nuevamente en mi bolsillo y le di sus dos papeles.
—¿Pero qué hace, alumno? —me gritó cuando se repuso.
—Lo que usted me pidió… hago de cuenta que no existe.
—¿Quiere que lo echen? —dijo. Y, muy enojado, se sacó la colilla de la boca, se
puso un nuevo cigarrillo, el último, lo encendió, estrujó y tiró el paquete.
—¿Ve? —dije—. Así es como hace siempre. Enciende el último, estruja el
paquete y lo tira.
—¿Y? —preguntó, listo para irse.
—A la policía le dijo otra cosa.
—¿Qué dije? —Creo que realmente no sabía de qué le hablaba.
—Lo que salió en el diario —dije—. En el recuadro dedicado a usted.
Abrió su valijín y sacó el recorte, y leyó el recuadro.
Mientras lo leía, dije:
—Si estruja el paquete, siente el encendedor; si enciende el último cigarrillo, no
vuelve a meter el encendedor en el paquete vacío.
Cuando terminó de leer sus propias declaraciones, algo le cambió en la cara; no se
puso pálido, fue como si se hubiera agarrado los dedos con una puerta de goma
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espuma: no hace nada, pero es una agarrada de dedos.
—Ah —dijo—. Entiendo. Es el periodismo. Les gusta ser minuciosos y entonces
inventan cosas pequeñas. Pero lo importante es que encontré la plata y la devolví.
Bueno, chau —dijo.
Yo tenía un gran problema: el profesor no tenía por qué quedarse conmigo. No
podía retenerlo.
—A mí me interesan las cosas pequeñas —dije antes de que cruzara el marco de
la puerta.
—Me alegro, me alegro —dijo alejándose.
Tuve que gritar y arriesgué:
—Como el sable corvo de San Martín.
Lo paré en seco. Fue como si le hubiesen dicho que Pitágoras estaba equivocado.
Se dio vuelta y me miró.
—Esas cosas pequeñas —repetí—. Me interesan. Me interesa saber cómo se tira
un paquete de cigarrillos, cómo se levanta. Trato de imaginármelo a usted metiendo
su cabeza en ese inmundo tacho solo para buscar un encendedor, sacando la bolsa
inmensa y llevándola hasta la policía…
Entró a la sala de profesores y cerró la puerta tras de él.
—Alumno —dijo, puesto en profesor otra vez—. Me quiero ir a Mendoza, a
disfrutar, me lo merezco. Dígame lo que quiere y déjeme ir.
—No sé —dije—. Realmente no sé lo que quiero. Un amigo mío dice:
«Conseguir lo que uno quiere, aunque cueste años, se consigue. Lo difícil es saber
qué quiere uno».
—Alumno —insistió—. Me quiero ir a Mendoza.
—¿A qué parte de Mendoza? —pregunté, y agregué—. No creo su historia del
encuentro del millón. No creo que la haya inventado el periodista.
—Bueno —dijo cansado— Tognini, Miguel Ángel Tognini. Suponga que yo robé
esa plata. Me arrepentí y la devolví, qué más. Por supuesto, esto es una hipótesis para
tranquilizarlo.
—Lo sé —dije—. Pero yo soy como usted, que fuma tres atados diarios, con el
agravante de que no fumo, estoy intranquilo todo el tiempo. Ahora estoy muy
intranquilo, pero no por el millón de dólares, me gustaría saber a qué parte de
Mendoza se va.
—Me voy —dijo. Abrió la puerta y se fue. Sonó el timbre del recreo.
Me encontré con Aslamim.
—Vení —dijo—. Acompáñame a fumar un pucho al baño.
—Deja —dije—. No quiero ver más puchos.
—¿Qué hiciste durante la clase de Cívica? —preguntó.
—Descubrí todo —dije.
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—¿Cómo? ¿Qué?
—Los ladrones del banco tienen un contacto con la escuela.
—¿Quién?
—Creo que el de Matemáticas. Pero no lo veo muy involucrado. Más bien parece
que lo usaron. Cuando le empecé a hablar de lo importante, se fue asustado.
—Tognini, vos estás loco. Estás superando los límites de nuestro juego.
—Los límites de nuestro juego son la cancha de Huracán y hacerse la rata —dije
—. Además, vos estás mostrándote muy interesado últimamente.
—Hay que llamar a Antonio y contarle todo —certificó Aslamim.
Al final de ese día de clase llamamos a Antonio. Estaba el contestador. Le
dejamos dicho que nos pasara a buscar por el bar La Opera, en Corrientes y Callao,
hasta las diez de la noche; después de esa hora, si no aparecía, volveríamos a
llamarlo. Cuando estuvimos sentados en el bar, Aslamim dijo:
—¿Y si no nos podemos comunicar con Antonio?
—No sé —dije.
—Es importante que hablemos hoy con él —dijo Aslamim—. Hay que evitar que
se nos adelante el de Matemáticas, ya sabe que sabemos.
—Tenés razón —dije—, ¿pero qué podemos hacer?
—Como está investigando para el gerente —dijo Aslamim—. Debe verlo más o
menos diariamente. Podes decirle al señor Porta que necesitas urgente el testimonio
de Antonio para terminar la composición, y dejarle un teléfono para que te llame.
—Es peligroso para Antonio, el gerente puede sospechar que nos contó algo —
dije.
—No creo —dijo Aslamim—. Y es la única que tenemos, hay que hablar con
Antonio hoy mismo.
El Restive cierra a las ocho, y son las siete y media.
—Ya lo sé —dije—. Voy para allá.
Salí. Palpé mi bolsillo, saqué un fajito de billetes, los conté y paré un taxi. Me
recliné en el asiento y dije sin mirar al chofer:
—Al Banco restive en Bartolomé Mitre y Esmeralda.
Cualquiera hubiese pensado que yo era un gran accionista camino a cerrar una
operación.
Cuando bajé del taxi, con solo mirar tras el vidrio del banco, quedé patitieso:
Antonio estaba en su ventanilla, trabajando.
Entré con los ojos duros.
Rafael me dijo:
—Ahí lo tenés a tu amigo, ya se recuperó. ¿Qué venís a pagar?
—La luz —dije—. Vengo a pagar la luz.
—Bueno —dijo Rafael—. Dame la boleta.
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Metí la mano en el bolsillo y, sin demasiado disimulo, dije:
—Me la olvidé.
—¿Y? —preguntó Rafael.
—¿Qué tal, Antonio? —saludé y agregué a Rafael—. Estaba con un amigo en un
bar, dejé la mochila ahí, con la boleta adentro. Es La Opera, en Corrientes y Callao,
¿te parece que si voy a buscarla y vuelvo, llego antes de que cierren?
—No —dijo Rafael. Miró el reloj— ya cerramos.
Me despedí y salí. A las ocho y media, Antonio estaba en bar.
Aslamim le preguntó antes que yo:
—¿Qué pasó? ¿Por qué volviste al trabajo?
—Se acabo —dijo—. El gerente prefiere la culpa al desprestigio. Hasta el
momento, confiábamos en que los ladrones no supieran lo que tenían entre manos,
entonces bastaba con buscarlo. Pero ahora es obvio que querían robar el sable. Lo van
a cuidar, lo van a esconder. Para encontrarlo, hace falta informar a la policía.
—¿Te abrís, entonces? —pregunté.
—Nos abrimos, todos, ustedes también —dijo.
Para no discutir, dije:
—De todos modos, intercambiemos datos. Como muestra de buena voluntad,
empiezo yo: el profesor de Matemáticas está implicado.
—¿Qué?
—Así nomás. Pero yo creo que no es importante su participación.
—¿Por qué? —preguntó Antonio.
—Antes de que des tu explicación —dijo Aslamim—. Déjame decir algo: yo
también creo que no es importante, pero por otro motivo. Rafaelli jamás se movió de
Matemáticas, estoy seguro. No le interesa otra cosa. Los cigarrillos, quizás, pero
tampoco, porque los fuma sin prestarles atención. El de Matemáticas no se metería de
lleno en nada que no fuese lo suyo. Y el sable corvo de San Martín no es su materia.
—Claro —dijo Antonio—. El sable es de Historia.
Aslamim y yo nos quedamos igualmente callados. Así como a veces pasa que uno
dice la misma palabra al mismo tiempo que un amigo, en esta ocasión hicimos el
mismo silencio.
—Pero para un robo hacen falta muchas cosas —siguió Antonio—. Él podría
estar vinculado a los cálculos matemáticos. También hay que conocería zona.
—¿Qué más? —preguntó Aslamim.
—En este caso —dijo Antonio—. Basta con esas tres cosas: conocer el valor
histórico del sable, saber dónde está ubicado, y, bueno, los horarios, la combinación,
lo entiendo, hace falta que alguien saque los números. Pero ¿la zona? Basta con saber
en qué pared está el sable, dónde está el banco.
—Es cierto —dijo Antonio—. Sobre todo habría que tener conocimiento
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histórico, para saber qué fue esa casa antes de ser banco.
Me agarré la cara, más precisamente el mentón.
—Bueno —dijo Antonio—. ¿Y por qué pensas entonces que no es protagónico el
papel del de Matemáticas, en caso de que esté implicado?
—No sé —dije—. Ahora no sé nada. Entre vos y Aslamim dijeron tantas
verdades que me confundieron. Creo que puede ser tan importante como el de
Geografía y el de Historia.
—Telepatía —dijo Aslamim.
—No entiendo —dijo Antonio.
Sin aclararle, pregunté:
—¿Qué puede tener que ver Mendoza con todo esto?
Ni Antonio ni Aslamim contestaron. El mozo se acercó y preguntó si queríamos
algo más. Aslamim pidió un submarino, yo un té y Antonio un café. Cuando el mozo
se fue, Antonio me miró y dijo:
—Los Andes.
Todavía nos recuerdo a los tres. Aslamim detrás de su alto vaso de chocolate, yo
parapetado tras mi taza y Antonio acoplado a su pocillo: los tres líquidos humeando,
y afuera el peor frío de Buenos Aires. Mirándonos entre las cortinitas de humo; son
esos momentos en que todo es posible y terrible. Y Aslamim soltó una frase que
habíamos escuchado doscientas mil veces, quinientas mil veces, que si nos dieran
plata por cada vez que la escuchamos seríamos todos millonarios, pero que a mí me
pareció una primicia, como cuando escuché el himno cantado por Charly García.
Aslamim dijo:
—San Martín cruzó los Andes.
A los tres nos parecía ridículo, pero la única vinculación entre el sable corvo y
Mendoza, era el cruce de los Andes. Había que averiguar si el viaje del de
Matemáticas era cierto. Eran las once y Aslamim y yo teníamos que volver a nuestras
casas. Ya habíamos pasado una noche afuera y no queríamos regresar tarde. Además,
por mucha excitación que hubiera, a esa hora ya estábamos sintiendo la anterior
noche sin dormir.
—Si se va realmente a Mendoza, lo seguimos —dije.
—¿Cómo? —dijo asustado Aslamim. Y lo mismo Antonio con la mirada.
—Inventamos algo —dije desesperado—. Alguna investigación, mentimos en el
colegio, mentimos en nuestras casas, y nos vamos.
Yo estaba realmente ansioso por irme, por irme de todos lados.
—Se te termina la semana en Venecia antes —dijo Aslamim—. Yo no te sigo.
—Vamos yendo —dije—. Si me quiero ir sólo a Mendoza, es necesario que haga
buena letra con mis padres.
Y salimos del bar.
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Nos despedimos. Antonio también se despedía de la aventura. Nos pidió que lo
llamásemos si sabíamos algo más. Aunque no lo dijera… creo que Aslamim estaba
resentido por mi decisión de irme a Mendoza a toda costa, aún prescindiendo de él. Y
lo cierto es que la idea era absurda.
Llegué a casa. Cristina y mi padres dormían. Me tiré en mi cama y cerré los ojos,
con la luz prendida. Me vino un mareo terrible, porque una noche sin dormir es para
mí lo que imagino debe ser una borrachera. Cuando se me pasó el mareo, llegó un
dolor de cabeza. Apenas amenguó el dolor de cabeza, pensé en levantarme para
apagar la luz.
Me desperté mecánicamente a las seis y media de la mañana. Viernes 22 de julio.
Salí a correr. A la segunda vuelta al parque supe que para mí el caso había terminado.
No me podía ir sólo a Mendoza o donde fuese. ¿Qué iba a hacer? No podía seguir
sigilosamente a nadie. En dos días se me acababa la estadía en Venecia y Aslamim,
por muy entusiasmado que estuviera, no había cambiado al punto de seguirme en esta
odisea hasta el final. De todos modos, había logrado mucho: de la nada, conseguí
sospechosos, descubrí el móvil del robo y me hice de un billete robado. Había tenido
algo más que un gran recreo, algo más poderoso que una escapada al Rosedal: había
salido realmente de la escuela, de las rabonas y de los recreos.
Al recurso del riesgo hay que saber encontrarle límites. Uno debe saber que los
saltos ornamentales que desde un trampolín altísimo pueden convertirnos en héroes
delante de cien chicas en malla, pueden depararnos una muerte de estúpidos si la
pileta está vacía.
Yo era un estudiante al que le habían salido bien un par de impulsos y
movimientos arriesgados, no un motociclista desprejuiciado.
Quedaba de recuerdo y testimonio, enorme, el billete robado de quinientos mil
australes para guardar en un bolsillo de cristal, como honorarios pagados por no se
quién a un detective amateur. Ahora me tocaba volver a lo de siempre y, lo que no era
poco, mantener mi segundo combate con el Cuervo. Miré el billete con tristeza y
pensé que no existían los talismanes.
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Tilt
Pese a las justificaciones y resignaciones, y a la sana aceptación de mi vida
cotidiana, lo cierto es que una vez abandonado el caso quedé como los flippers
cuando hacen «tilt». Detenido, suspendido, congelado. Imagino que ustedes estarán
más interesados en saber cómo terminó todo aquel asunto del Restive y el sable que
en mi regular concurrencia a la escuela a partir del día de mi renuncia a la
investigación. Pero tengo ganas de contarles que el alejamiento del enigma me sumió
en una existencia especialmente sobria. Ir al secundario, charlar con Aslamim,
merendar, mirar la tele o ir al cine, dormir. Como no quería ver al Cuervo hasta el día
del desafío, dejé de ir a FlashBack. La relación con Cristina se mantuvo en el
hibernadero de la indiferencia; los saludos de rigor y ni una palabra sobre la carrera.
Hacía esfuerzos para creer que era yo el enojado con ella. La miraba deseando que
me pidiera perdón para por fin acariciarle el pelo, consolarla y ser su verdadero
héroe. Los hermanos no pueden quererse como novios, pero muchas veces se pelean
como esposos.
Al poco tiempo llegó el suplente de Historia, avanzamos en el programa y se
acabaron los esclavos. Todo este vertiginoso retorno a la normalidad era para mí,
paradójicamente, como un licor con el cual olvidar mis momentos de gloria. Si
hubiese tratado de reemplazar la emoción del caso Restive con algún otro estímulo,
solo hubiese muerto de nostalgia; en cambio, el efecto somnífero de la monotonía me
ayudaba a digerir mi decisión de abandonar la búsqueda. Pues bien, no pude vivir el
final de esa historia, pero nadie me va a privar del placer de contárselas.
A los seis días de mi renuncia al caso, la noche anterior a mi carrera con el
Cuervo, a eso de las ocho y media, un llamado telefónico interrumpió el mejor
capítulo de El agente 86, que estaba disfrutando cómodamente despatarrado en el
sofá, en calzoncillos y comiendo chizitos. Mis padres estaban trabajando y mi
hermana estudiando en su pieza, me levanté de mala gana y, sin bajar el volumen de
la tele, mirando la pantalla de reojo, atendí el teléfono.
—¿Hola? —dije.
—Hola, Miguel Ángel —contestó la voz de Antonio.
—Esto no es un contestador automático —dije con voz mecánica—. Usted está
hablando con el auténtico Tognini.
Antonio se rió y dijo:
—Hoy a la noche se entrega el sable.
—¿Qué? Espera.
Apagué la tele justo cuando Maxwell y el jefe entraban al Cono de Silencio.
—Te escucho —dije.
—No te voy a contar nada por teléfono —contestó Antonio—. Vos y Aslamim
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están invitados a la ceremonia donde el señor Porta entregará el sable a las
autoridades del Instituto Sanmartiniano. Es a las 9 en el Hotel Figueroa, en la
esquina de Florida y Corrientes.
Corté y llamé a Aslamim. Le pasé el dato. A las nueve estuvimos los dos en la
puerta del Hotel Figueroa. Flor de hotel. Un portero nos preguntó quiénes éramos.
—Miguel Ángel y Guillermo —dije.
El portero nos miró sin interés ni ganas de permitirnos pasar.
—Aslamim y Tognini —dijo Aslamim.
Entonces se abrió la cara del portero, hizo una leve reverencia y nos invitó:
—Pasen.
Entramos por esa alfombra roja acolchada y nos dirigimos a la escalera que
conducía al salón de actos.
—Tendríamos que haber traído corbata —dijo Aslamim cuando divisamos los
primeros fracs.
—O barba —sugerí yo.
En el salón, al lado de una mesa con canapés de palmitos y arrolladitos bañados
en chocolate, divisamos a Antonio. Más lejos, atacando una jarra de jugo de naranja,
sonreía el señor Porta.
Antonio vino hacia nosotros con los brazos abiertos. Nos saludamos y fuimos
hacia la mesa de los sandwiches de miga simples, donde había menos gente.
—Bueno —le dije a Antonio—. Hablá.
—Sírvanse un sandwichito —sugirió Antonio—. Es una historia larga.
Aslamim capturó uno de jamón y queso, yo solamente me serví un vaso de agua
mineral. Antonio comenzó:
—En el último encuentro les dije una pequeña mentira, y ahora voy a remediarla
con una gran verdad. La mentira fue que abandonaba la búsqueda del sable; y la
verdad, que solo ustedes van a saber, es cómo se resolvió esa búsqueda.
La mesa donde estábamos se vació. Una señora se acercó en busca de algún
bocadillo extravagante, pero al ver solo discretos sandwiches de miga, se alejó
decepcionada. Antonio hizo una pequeña pausa para que apreciáramos el armado de
su frase y continuó:
—Después de seguimientos, registros de pasajes de trenes y de aviones (ayudado
por las conexiones empresarias del señor Porta; no saben lo rápido que puede
averiguarse todo por computadora), descubrí que el viaje de Rafaelli a Mendoza era
cierto. Había sacado un pasaje de tren. Yo tenía muchas dudas sobre la implicancia de
Rafaelli, pero como era mi única pista y en Buenos Aires no encontraba nada, decidí
arriesgarme a perder el tiempo en otro lado. Tomé su mismo tren. Cuando llegamos a
Mendoza, lo seguí. Se hospedó en un hotel de la capital: Viñas. Los dos primeros días
pensé que me había equivocado. Se anotó en un tour de excursiones de la empresa
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Mendosol y paseaba como un turista más. Desayunaba, visitaba sitios
intrascendentes, volvía al hotel, jugaba al billar, hablaba con los demás turistas
(incluso comenzó a acercársele a una mujer madura) y se iba a dormir cansado de los
paseos, como todos, como yo. El tercer día a la mañana, ya tenía preparada mi valija,
descreído, para volverme a la capital en el tren que salía a las siete de la tarde. Para
ese día había organizada una excursión al cerro Los Penitentes. Es un cerro con forma
de catedral gótica, y nieve, donde los que no tienen nada que hacer van a esquiar, y
los que aún tienen menos que hacer van a mirar cómo esquían los primeros. Para eso
hay instaladas canchas (¿o pistas?) de esquí y aerosillas. El cerro tiene una altura de
4351 metros sobre el nivel del mar y…
—Para —lo interrumpió Aslamim—. ¿Vas a darnos una clase de geografía?
—De geografía y de historia —aseveró Antonio.
—Vamos al punto —le pedí.
El salón quedó en silencio. Por parlantes, una voz anunció que «en sencillo pero
emotivo acto» el señor Porta entregaría el sable. Antonio nos desplazo hacia un
rincón oscuro.
—El cerro Los Penitentes es importante —continuó—. Según el folleto que me
dieron «está enmarcado en un panorama de excepcional belleza», pero el cerro en sí
es roca pelada y nieve. Bien, la excursión salía del hotel a las once de la mañana y
regresaba a las cinco y media de la tarde. Yo prefería pasar mi último día en
Mendoza, recorriendo la ciudad, que entre tantos paseos no había podido conocer.
Con ese propósito, las valijas ya arregladas en mi habitación y el desayuno
consumido, salí del hotel a las diez de la mañana. Rafaelli estaba en el umbral del
hotel conversando con tres hombres y la mujer madura. Charlaban tranquilamente,
moviéndose en el lugar para no tomar frío y mirando la calle despoblada. De pronto
por la misma calle, hasta el momento desierta, aparecieron dos hombres; ambos
miraron a Rafaelli y uno de ellos alzó la mano. Rafaelli saludó a los dos con un
ademán de reconocimiento; la mujer y los tres hombres que charlaban con él, no los
saludaron. Los dos hombres siguieron de largo. Me quedé quieto, abandoné mi paseo
por la ciudad. ¿Quiénes eran esos dos hombres que Rafaelli había saludado y los
demás no? No eran del tour ni el hotel. Yo podría haberme quedado tranquilo, no
había nada de extraño en ese saludo y tenía el pasaje a Buenos Aires. Pero, no sé,
esos dos me alteraron.
Antonio estaba hablando despacio para no contrastar con el silencio del salón,
cuando lo interrumpí con voz destemplada, un anciano se dio vuelta y me miró
reprobadoramente.
—¿Cómo eran esos dos? —pregunté.
—Bueno, uno era alto —dijo Antonio— muy delgado, de pelo rubio clarísimo y
cara inteligente.
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—Feuer —dio Aslamim—. Ulises Feuer.
—Yo te voy a decir cómo era el otro —le dije a Antonio bajando la voz—. Petiso,
de pelo muy corto y bigotito.
—¡Exacto! —saltó Antonio, provocando otra mirada amonestadora del anciano.
—¿Cómo saben? —preguntó Antonio.
—Seguí contando —dije con displicencia.
—Entré al hotel, subí a mi cuarto y me dije: «Voy a darle una oportunidad más a
Rafaelli de demostrar que está implicado. Durante el paseo, lo abordo y le hablo. Si
no descubro nada, me vuelvo». Dejé paga la cuenta del hotel y me anoté en la
excursión. Si descubría algo, perdía el pasaje en tren. Subimos al micro, Rafaelli no
me dio oportunidad de sonsacarle nada. El viaje en micro lo compartió con la mujer
madura, y el viaje en el par de aerosillas hasta la cima del cerro, también.
El acto formal había terminado. El gerente estaba siendo saludado y palmeado por
amigos y notables. La gente se dispersó por todo el salón y nos vimos rodeados.
Antonio hizo un ademán de despedida al señor Porta, quien contestó con una sonrisa
y me echó una mirada enigmática, entre cómplice y agradecida, que representó toda
la recompensa a mi gran ayuda. Los tres salimos del hotel y agarramos por Florida
derecho, para el lado de Santa Fe.
—Llegamos a Los Penitentes —dijo Antonio a plena voz, en el aire frío de
Buenos Aires de julio—. Subimos a las aerosillas hasta el complejo de pistas de
esquí. Allí el guía nos mostró las caras que, a lo lejos, formaban las rocas de las
montañas, nadie veía nada, pero todos asentían.
—Como con las constelaciones —opinó Aslamim—. Ésos que te dicen: «mira
como se ve clarito que esas estrellas forman un oso», y vos sabes que no lo ve ni el
que te lo muestra.
—Lo mismo —asintió Antonio—. El guía éste se sabía de memoria todas las
constelaciones rocosas y nos aburría mortalmente, pero tuvo una frase que me
electrizó, dijo: «No sé exactamente por dónde, pero Los Penitentes fue uno de los
puntos que atravesó San Martín en el cruce de los Andes». Luego de esa información,
que para la mayoría pasó desapercibida, nos llevó a la confitería del lugar. Rafaelli y
su compañera compartieron la mesa y se tomaron las manos. Yo me senté sólo y pedí
un chocolate caliente. Me hubiera gustado compartirlo con ustedes, se los juro.
Cuando cada cual hubo engullido lo suyo, el guía nos invitó a salir, para mostrarnos
no sé qué cosa. Rafaelli se disculpó ante su acompañante llevándose una mano a la
cintura: que hiciera ella el paseo, a él le dolía la espalda y prefería esperar en la
confitería. Ella quiso acompañarlo en su desgracia, pero él le pidió que se divirtiera.
Cuando la mujer por fin accedió a divertirse y salió de la confitería tras el resto de los
turistas, me apropincué para abordar a Rafaelli en su mesa. Pero tampoco me fue
posible. Ni bien el grupo de turistas se alejó lo suficiente, Rafaelli levantó la mano y
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llamó al mozo. Pagó de inmediato la cuenta y, con la cintura en perfecto estado, salió
de la confitería, caminando en dirección contraria a los turistas.
Sin que Antonio parara de hablar llegamos a esa plaza hermosa que hay en
Florida y Santa Fe. Aunque no era muy tarde, diez y cuarto de la noche, el frío la
había dejado desierta. No sentamos los tres en un banco, Antonio en el medio; la luz
más cercana estaba a unos veinte metros.
—Yo caminé en la misma dirección de Rafaelli. El cerro Los Penitentes no es un
dechado de civilización. Salvo el sector de esquí, aerosillas y confitería, el resto es un
descampado nevado, rocoso y desconocido. Por ese desierto blanco y gris, que los
guías no desaconsejan porque a nadie se le ocurriría meterse, se metió Rafaelli.
—Mirámelo vos a Rafaelli —dije— con sus tres atados diarios.
—Y no sólo mostró resistencia física, también coraje —dijo Antonio,
incluyéndose en el reparto de virtudes—. El guía había hablado de pumas. Pumas
que, según él, rehuían al hombre. Me costaba creerlo. Rafaelli chapoteaba en la nieve,
agarrándose a las salientes de roca para no caer, muy atento a cada paso. Tan atento
que no me veía ni escuchaba.
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—Feuer y Bárrales —ilustró Aslamim.
—Al tal Feuer ya me lo nombraron —dijo Antonio—. ¿Y Bárrales, quién es?
—Vos nos dijiste una pequeña mentira —dije.
—Tenemos derecho a guardar un pequeño silencio hasta que termines tu relato.
—Ya entiendo lo de Bárrales —dijo Aslamim—. Necesitaban alguien que
conociera el lugar. Un geógrafo que conociera la zona, eso era lo que le tocaba
específicamente. Tenía que informarles sobre la fauna, nieves eternas, deshielos o
peligros, se metían en un lugar deshabitado. Aunque todavía no sabemos para qué.
¿Para qué, Antonio?
—Feuer era el que tenía, bajo el brazo, un objeto alargado cubierto por un estuche
de lona —dijo Antonio por toda respuesta—. Bárrales sostenía una pala. Me pude
acercar lo suficiente como para ver a Bárrales cavar y a Feuer mover los labios.
Escuché algunas palabras sueltas de Feuer, pero una ventolina ensordecedora me
privó de lo que parecía un largo discurso. Bárrales, siempre cavando, y Rafaelli, lo
escuchaban en silencio. Luego, quedaron los tres callados. Bárrales sé dio por
contento con la profundidad del pozo, Feuer dejó caer la funda y, los cuatro, Feuer,
Rafaelli, Bárrales y yo, contemplamos anonadados el sable corvo del general San
Martín que el profesor de historia desenvainó e hizo brillar contra el sol. Feuer
envainó otra vez el sable, lo cubrió con la funda y lo dejó caer en el pozo.
Pacientemente, Rafaelli llenó de nieve la morada del sable. Con las manos a la
espalda y sin hablar, los tres emprendieron el regreso al sector civilizado. En el
camino, Bárrales dejó la pala en la profunda cavidad de una roca. Corrí a buscar la
pala y me dirigí al punto clave. Aunque había tabulado a ojo el sitio, ahora no podía
encontrarlo, la nieve era toda igual y no había huellas del pozo. Comenzó a nevar,
temí que me fuera imposible dar con el sable. ¿Y vas a creer, Miguel Ángel, perdón,
Tognini, si te digo qué pista me reveló el lugar donde estaba enterrado el sable
cuando me empecé a desesperar?
—Si te creí todo lo que venís diciendo hasta ahora… —concedí.
—¡Un paquete de cigarrillos con un encendedor adentro! Pero se le había caído,
porque no estaba vacío. Afortunadamente, esta vez no volvió a buscarlo. Cavé y cavé
durante un buen rato. Cuando apareció la empuñadura del sable asomando apenas por
la funda de lona, mi ropa estaba húmeda. Empuñé el sable corvo de San Martín; no
pude evitar sentirme en ese instante un granadero perdido en el tiempo. No pude
evitar echar un vistazo a los Andes e imaginarme en una gran epopeya,
completamente desinteresado del resfrío que me aguardaba. Con el sable en la mano
y bajo la nevada, me pregunté cómo volver a la civilización. No podía aparecer en la
confitería con el sable en la mano, porque podían estar aún los tres… profesores,
festejando el fin de su rara ceremonia. Miré mi reloj, eran las cuatro y media, recién a
las cinco podía estar seguro de que Rafaelli había partido con el tour rumbo al hotel.
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Y eso, si no tenía la desgracia de que al guía se le ocurriera esperarme. ¿Y los otros
dos? Tenía que regresar a la ciudad sin cruzármelos. Ascendí por entre las rocas, la
nevada me hacía resbalar aún más que a la ida, ¡usaba el sable de bastón! Cuando se
hicieron las cinco, oí un rugido.
—¡No! —gritó Aslamim.
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Con nuevo impulso, reemprendí el ascenso —continuó—. Utilizar el sable de
bastón no me parecía ya tan extraordinario. Vi una aerosilla, si caminaba unos metros
más podrían verme a mí, a un kilómetro estaba la confitería. Ahora estaba
prácticamente en la cima del cerro, y a su pie se veía la carretera que llevaba a la
ciudad. No podía bajar caminando. Ya habían pasado unos minutos de la cinco.
—¿Por qué no podías bajar a pie? —pregunté.
—Era una casa empinada y de piedra. Subirlo resultaba más o menos imposible,
pero tratar de bajarlo… te matabas seguro. En un par de aerosillas vi pasar a Rafaelli
y la mujer madura. Se iban del cerro, volvían con el tour al hotel. Feuer y Bárrales
podían estar en la confitería o haberse ido, el único modo de saberlo era observar la
próxima carnada de aerosillas. Los viajes en aerosillas se hacían por grupo de tour, y
nunca las ocupaban todas, las últimas quedaban vacías. Noté que las aerosillas
pasaban rozando una minimontaña de roca. Si en la próxima tanda no venían Feuer ni
Barrales y yo abordaba las aerosillas finales, podía llegar abajo con la seguridad de
no cruzármelos. Trepé al sitio y esperé. En el tour que venía no estaban Feuer ni
Bárrales, debía intentarlo.
—¿Cómo hiciste para treparte a la aerosilla con el sable en la mano? —preguntó
Aslamim.
—En el anteúltimo par de aerosillas dejé el sable, y en el último me colgué yo.
Las aerosillas están preparadas para que uno las aborde quietas y se acomode bien.
No se les ocurra arrojarse de una roca y colgarse de una aerosilla en movimiento. El
cable hizo una U casi mortal, el sable se tambaleó y todos los pasajeros pegaron
alaridos. Varios se dieron vuelta y me vieron tratando de alcanzar el asiento, escena
que multiplicó los chillidos. Por suerte estábamos en pleno cerro, imposible que
pudieran verme los cuidadores de la cabina de arriba o abajo. El cable se enderezó, el
sable siguió en peligro y la sangre volvió al rostro de los pasajeros. Ahora mi
problema era el desembarco, porque ya había varios pasajeros dándose vuelta para
insultarme por el peligro que les había hecho correr y, posiblemente, en la plataforma,
me acusaran.
—Y con razón —dijo Aslamim—. Si a mí un tipo me jode en una aerosilla, me
voy colgado del cable hasta donde esté y lo reviento.
—Era un caso de fuerza mayor —contestó Antonio—. No soy el maniático del
cerro. Pero estaba cansado de imaginar escapes, me dije: «Ma sí, que me acusen de
colarme en las aerosillas en movimiento, de loco, mientras no me quiten el sable».
Pero si me llevaban a la policía en calidad de chiflado, aunque no supieran la historia
del sable, podían quitármelo igual. Poco antes de llegar a la plataforma, volví a
colgarme del asiento de la aerosilla, esta vez para bajar. El cable nuevamente se
combó, me dejé caer sobre la nieve cuando tuve los pies más cerca posible del suelo,
los pasajeros chillaron y el sable cayó. Recogí el sable y gané la carretera. Después de
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un largo rato de hacer dedo, me levantó un camionero. Preguntó qué llevaba en la
funda. Le dije que el parante de una carpa. «¿Un parante corvo?», preguntó el
camionero. Antes de contestarle me fijé en la funda, era amplia y no revelaba la
curvatura del sable. «¿Es corvo, no?» insistió el camionero. «Puede ser», dije.
Cuando recogí mis cosas en el hotel, eran las siete y cinco. Por mucho que me
apurara, ya no podía tomar el tren de las siete. Pensé que la hazaña bien justificaba un
viaje en avión. Esa misma noche volé para acá.
Eran las once de la noche en la plaza de Florida y Santa Fe, Aslamim y Tognini
estábamos anonadados ante el fin de la aventura.
—¿Y por qué mentiste? —pregunté—. ¿Por qué me dijiste que te abrías del caso?
—No podía permitir que me acompañaras —dijo Antonio—. No sabía qué
peligros entrañaría la búsqueda. Pensé que fingiendo abandonar, te desalentarías.
Aslamim, Tognini, lamento, en serio, no haber compartido con ustedes el episodio de
Mendoza, pero los dos fueron imprescindibles para que todo llegara a buen fin. Y
ahora, ¿quiénes son Bárrales y Feuer?
—Feuer, nuestro profesor de Historia —dijo Aslamim—. Y Bárrales, el de
Geografía.
—¿Y qué hacían ahí? —preguntó Antonio—. ¿Por qué hicieron todo esto?
—Eso es lo que el viento no te dejó escuchar —dije—. Mañana es el desafío con
el Cuervo; tengo que irme a dormir.
—¿Quién es el Cuervo? —preguntó Antonio.
Le expliqué brevemente que clase de animal era el Cuervo. Me deseó suerte. Le
agradecimos el habernos contado la historia. Nos emocionamos y nos despedimos.
Cuando bajábamos por Florida hacia Corrientes en busca de un colectivo que nos
reintegrara a una zona menos turística de Buenos Aires, Aslamim me pasó un brazo
por el hombro y dijo:
—Me imagino que no intentarás averiguar cuál fue el discurso de Feuer, ni por
qué lo hicieron, ni todo lo que falta. —Y se rió.
—Vaya uno a saber —dije, y agregué—: Ahora sí que Antonio está desligado, ya
encontró el sable y le conviene el silencio.
—Se portó muy bien en contarnos la historia —dijo Aslamim—, y del resto —
repitió— vaya uno a saber.
Y los dos sonreímos.
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Game over
A la mañana siguiente no fui a correr, nunca hay que entrenar el mismo día del
desafío. Como venía haciendo desde la noticia del robo al Restive, en la calle pispeé
los titulares del diario Mañana. Por supuesto, un recuadro grande y ubicado en el
centro, consignaba el encuentro del sable:
En la primera hora de clase, el preceptor, después de tomar lista, nos informó que
lo de Feuer, finalmente, no era hepatitis sino una enfermedad con similares síntomas
pero mucho menos grave.
Bárrales concluyó rápidamente su luna de miel. Rafaelli regresó de su paseo. Los
tres profesores se restituían al plantel estable. Ese día no tenía Geografía ni
Matemáticas, pero sí Historia, en la tercera hora. No voy a aburrirlos con Educación
Cívica ni con el mediocre partido de fútbol que jugamos en Gimnasia. Vayamos
directo a la Historia.
La cara de Feuer era una cosa muy rara: estaba más pálido que de costumbre pero
bronceado. Sólo Aslamim y yo sabíamos que ese tono cobrizo, inaudito en Feuer, se
debía a la potencia de los rayos del sol cuando rebotan contra la nieve.
Feuer no dijo una palabra sobre el sable, y habló, sin pausa, del poderío romano.
Hasta que un alumno, quizás conocedor de la teoría ya esbozada, preguntó fuera de
programa:
—Profesor, ¿qué es eso del sable?
Feuer contestó con los argumentos del diario. Agregó que no era del todo correcto
el adjetivo «auténtico», porque el sable conocido hasta ahora también lo era. El
alumno quedó conforme. Feuer tomó el libro en el capítulo de los romanos como para
ver en qué parte había quedado de la lección, pero yo sabía que estaba turbado y
escondía la vista. Antes de que recomenzara, pregunté:
—¿Y desde cuando estaba el sable empotrado en esa pared?
—Y, calcule, desde antes que el general emprendiera el cruce de los Andes —
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dijo.
—¿Y en todo ese tiempo, nunca salió de ahí? —pregunté.
—Eso no puede saberse —dio Feuer.
—¿Y ahora, dónde lo van a poner? —pregunté.
—Posiblemente, en un museo —dijo, no muy convencido.
—¿Y a usted dónde le parece que debería estar?
El profesor me miró extrañado.
—No entiendo la pregunta —dijo.
—El sable corvo, ¿le parece bien que lo pongan en el museo?
—Es mucho mejor que tenerlo en la caja fuerte de un banco, ahí sí que está
desubicado —dijo Feuer, ya en tono coloquial.
—No entiendo —mentí yo.
—Digo que un símbolo como ése, un sable invicto, depositario del espíritu de la
libertad, no puede estar en un banco al lado del dinero, es una fea combinación.
—Entonces —insistí—. ¿Dónde lo pondría usted?
—Ah —dijo Feuer—. Cómo quiere que lo sepa.
—¿En los Andes? —pregunté.
—¿Cómo? —se quedó tieso Feuer.
—Claro, el general quería mantener el sable invicto, sin saber cuál sería el
resultado de la campaña de los Andes. Después, supo y sabemos que triunfó: sería un
lindo gesto esconder el sable, para que no esté en la caja fuerte de un banco, en ese
límite de nieve donde aún no sabía cómo le iría.
—Sí, sí —se entusiasmó Feuer— sería un lindo gesto.
—Pero robar el sable del museo para hacer eso estaría muy mal —agregué.
—Por supuesto —aseguró Feuer— un verdadero delito.
—¿Y sacarlo de la caja fuerte, para que no esté junto a vulgar dinero? —pregunté.
—Bueno… —dijo Feuer—. Eso sería… incorrecto.
La clase estaba fascinada con el diálogo, podía oír la respiración agitada de
Aslamim. Feuer volvió al libro y dijo:
—Vamos a seguir con los romanos.
—Una última pregunta —pedí. Y antes de que me diera permiso, pregunté—:
¿Qué es para usted incorrecto?
Feuer cerró el libro. Se dio por vencido. Me miró, miró a toda la clase. No iba a
contestarme, iba a hablar.
—Uno tiene que comportarse correctamente —dijo Feuer—. Realmente creo eso.
Uno se pauta determinado tipo de vida y actúa en consecuencia; por lo general, eso es
actuar correctamente. Uno no puede vivir de cien maneras. La vida es una, y, para
hacerla más larga, conviene elegir un solo camino. En mi caso, ser profesor de
historia. Y eso implica estudiar, primaria, secundaria, facultad, profesorado; y
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trabajar, enseñar. Y supongamos que habiendo recorrido el camino que nos fijamos,
con corrección, incluso con talento, no estamos del todo satisfechos. Uno no está del
todo satisfecho.
Esas palabras me sonaban.
—Este sujeto hipotético del que hablamos —siguió Feuer— se dice que
básicamente hizo lo correcto, que tal vez la vida no ofrezca más que esa satisfacción
incompleta. Sin embargo, un día se topa con un gran descubrimiento. De tanto
estudiar, de tanto dedicarse a lo suyo, casi por casualidad, descubre la penicilina o la
radiactividad, etc. En mi caso, para usar un ejemplo actual y atractivo, supongamos
que, leyendo algunos documentos y asociando con otros, descubro que el sable usado
por San Martín hasta la campaña de los Andes, está escondido. Y, para seguir con la
noticia del diario, se halla empotrado en una pared que actualmente pertenece a un
banco. Entonces, como les dije, considero que eso no es un buen sitio para una
espada memorable de la historia. Sigamos suponiendo que, por tanto, quiero sacar el
sable de ahí y sé que el camino correcto es dar parte a las autoridades. Y allí surge mi
duda, ¿era el propósito de San Martín que su sable quedara al descubierto o prefería
mantenerlo oculto, como está el corazón dentro del cuerpo y no fuera, bombeando su
mágico poder? Si lo dejo en el banco, se corroe junto al dinero. Si doy parte a las
autoridades, queda en una almohadilla como un corazón a la intemperie. Y en ese
momento tan grave de su historia, de la historia, el hombre que ha actuado
correctamente toda su vida tiene derecho a una licencia poética. ¡Es que el
descubrimiento es de su materia pero la excede! Tiene derecho a inventar una pauta
nueva. A realizar algo inesperado para él y para todos. Un hecho que lo premie, que
le aporte esa gota de satisfacción faltante. Su propio cruce de los Andes. Para seguir
con la metáfora, este hombre se dice que el mejor lugar para guardar el sable es un
pozo bien profundo en la cordillera de los Andes.
Para eso es necesario sacarlo de la caja fuerte y se hace imprescindible la ayuda
de otros hombres. Hay que anotar horarios de los guardias del banco, saber a qué
lugar de los Andes se va. Necesita ayuda de otros hombres dedicados a lo suyo,
correctos como él y a los cuales también les falta esa chispa única.
—Claro —interrumpí—. Que hicieron la secundaria, la facultad, y…
Quedé callado cuando noté que toda la clase, y el profesor, me miraban.
Realmente había interrumpido. Dejé seguir a Feuer.
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—No hay mucho más —dijo—. El resto pueden imaginarlo.
«Pero son expertos en el tema del sable, los números y los Andes; no en el robo
del dinero —siguió Feuer—. Supongan que, con completa ingenuidad, uno de estos
profesores… bueno…, suponiendo que los otros también sean profesores… cambia
dos billetes robados por los dos comunes que tenga más a mano, porque necesita
comprar urgente el pasaje a los Andes. Bueno. Lo hacen. Ya está. Después, la vida,
más milagrosa que los milagros, quiere que las cosas sigan su curso extraño e
inentendible. Ellos ya han actuado y están satisfechos. Y la última puntada del hecho
extraordinario del hombre correcto es, una sola vez, contarlo».
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Insert coin (La última ficha)
El Cuervo me esperaba junto a la fuente de los patos del Parque Centenario. Solo
dos de la barra estaban con él, no todos los lugartenientes del Cuervo soportan la
atmósfera exterior a FlashBack, sus bránqueas no se los permiten. Resultaba gracioso
ver al Cuervo sin su campera de cuero, vestía un buzo negro y pantalones jogging,
también negros. No tenía puesto un cigarrillo en la comisura del labio, el frío le hacía
echar humo por la boca, salticaba en el lugar; aunque ridículo, tenía algo de
imponente. Yo llegué al duelo con un buzo blanco y shorts azul marino, acompañado
de Aslamim. Eran las tres de la tarde.
Cristina estaba en casa, sabía del desafío y de lo que se jugaba; sin embargo, no
se dio por enterada ni me deseó suerte. Largamos de la esquina del Instituto Pasteur,
era a tres vueltas.
En esquinas estratégicas, se ubicaban Aslamim y los lugartenientes del Cuervo
para controlar que no cortáramos camino.
A diferencia de lo que yo pensaba, el Cuervo, en vez de comenzar a correr rápido
y atolondrado como un animal, imitó mi trote parejo. De todos modos, en la primera
vuelta ya le había sacado buena ventaja. Y fue ahí, estando a buena distancia e
iniciada la segunda vuelta, cuando la extraña capacidad resolutiva que poseo al correr
hizo que me surgiera una idea por completo ajena a mi normal comportamiento. Se
me ocurrió que si el Cuervo había sido capaz de aceptar mi desafío, de entrenar y
animarse a jugarme en un campo para él desconocido, tal vez no fuera la peor de las
personas, tal vez hubiese una o dos personas antes en la escala mundial de malas
personas. Y si mi hermana había aceptado sus fichas, ¿a qué estaba yo corriendo para
que no la invitaran a bailar? Pues estaba claro que, pese a nuestra apuesta, lo del
Cuervo sería finalmente una invitación, porque mi hermana no había dado su
consentimiento. Pensé también que si había aceptado las fichas del Cuervo, el
siguiente paso tendría que resolverlo sola (a no ser que peligrara su integridad física).
Y por último y más importante, no podía imaginarme FlashBack sin el Cuervo.
Fue así que a la vuelta y media abandoné la carrera sin dar explicaciones a mi
oponente. Pasé por la esquina de Aslamim, lo tomé por el hombro y lo invité a cruzar
la calle. Ahora sí el Cuervo corrió como un desesperado, y me preguntó si me
retiraba. De mala gana, le dije que sí.
Aslamim se metió las manos en el bolsillo, le saqué la mano del hombro y lo
imité.
—Le ganabas fácil —dijo—, ¿qué te pasó?
—Es largo de explicar. Pero fundamentalmente, no sé.
—¿No te querés acostumbrar a ganar?
—Vos sabes que yo tengo teorías muy sólidas acerca de los que ganan y los que
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pierden, pero se me están resquebrajando. Creo que voy a ponerme a estudiar la
teoría de la relatividad.
—¿Einstein? —preguntó Aslamim.
—Podría ser —dije—. Mañana tenemos física, voy a preguntarle al profesor.
—Física —resopló Aslamim—. ¡Qué plomo! ¿Qué podemos inventar con Física?
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MARCELO BIRMAJER (Buenos Aires en 1966). Ha publicado, entre otros títulos,
las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994) y Tres
mosqueteros (2001), los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras
desgracias (1997), Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de
hombres casados (2001) y Últimas historias de hombres casados (2004) y la crónica
El Once, un recorrido personal (2006). Es coautor del guión de la película El abrazo
partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004 y nominada al Oscar por la
Academia Argentina de Cine.
Ha escrito en las revistas Fierro, La Nación, Viva y Página/30; en los diarios Clarín,
La Nación y Página/12; en los españoles ABC, El País y El Mundo y en el chileno El
Mercurio. Traducido a varios idiomas, fue honrado con el premio Konex 2004 como
uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura
Juvenil. En 2004, The New York Times lo definió como uno de los más importantes
escritores argentinos de su generación.
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Casona, crítico siempre de los males de la sociedad civilizada -del
mundo urbano- utiliza el tema del suicidio como telón de fondo del
asunto central: la felicidad e infelicidad en dos hermanos, en dos
seres a quien el destino se muestra con doble faz, como Jano. La
justicia o injusticia nada tiene que ver con el corazón ni con los
sentimientos que presiden las relaciones entre los humanos. En la
obra todo sirve a una idea central: la exaltación de la vida, el
rechazo del suicidio. No hay nada que lo justifique porque fuera está
la naturaleza, encarnada en la primavera, con toda su potencia, con
toda su savia que reanima los deseos de gozar.
Alejandro Casona
Prohibido suicidarse en
primavera
Comedia en tres actos
ePub r1.0
Smoit 01.12.13
Título original: Prohibido suicidarse en primavera
Alejandro Casona, 1937
Retoque de portada: Smoit
(Sale con ella. La escena sola un momento. Estalla fuera una alegre
risa de mujer. Entra corriendo CHOLE: una juventud impetuosa y sana.
Asomada a la verja, llama con el grito jubiloso de los montañeros.)
CHOLE.— ¡Ohoh! (Abre la verja de par en par. Penetra en escena.
Mira agradablemente sorprendida en torno, y vuelve a llamar hacia el
exterior.) ¡Ohoh!
VOZ.— ¡Ohoh!
(Pausa.)
FERNANDO.— Nadie.
CHOLE.— Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿Qué más nos hace falta?
(Solemne.) En nombre de España, tomamos posesión de esta isla desierta.
¡Hurra, capitán!
FERNANDO.— ¡Hurra timonel!
CHOLE (Abriendo los brazos).—¿Cómo llamaremos a este rincón
feliz?
FERNANDO.— ¿Cómo se llaman todos los rincones de la tierra donde
estemos tú y yo?
CHOLE.— ¡El paraíso!
FERNANDO.— El paraíso… (Se besan riendo, dichosos de amor y
juventud. Entra la DAMA TRISTE. Los contempla con una ternura llena
de lástima. Fernando se aparta al verla.) ¡La serpiente!
DAMA.— Pobres… ¿Ustedes también?
FERNANDO.— Señora…
DAMA.— ¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una vida por delante y
queriéndose así… Novios, ¿verdad?… ¡Qué pena, Señor, qué pena!…
FERNANDO.— ¿Por qué le dará pena a esa señora que seamos tan
jóvenes?
CHOLE.— No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué aire melancólico?
FERNANDO.— Enferma del hígado, seguro. Lo siento por ti, Chole:
me habías prometido llevarme al paraíso, pero creo que me has metido en
un balneario.
CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, extrañada).—Pues
tampoco es un balneario.
FERNANDO.— ¿No?
CHOLE.— Mira…
FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros que ella
señala).—«Sócrates. Siglo quinto de Grecia. Cicuta»… «Séneca. Siglo
primero de Roma. Sangría»…
CHOLE.— «Larra. Siglo romántico de España. Pistola»…
FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy, huy, huy…
CHOLE.— ¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, Muerte, tan escondida
—que no te sienta venir porque el placer de morir— no me vuelva a dar la
vida». Santa Teresa.
(Se sientan)
FERNANDO.— ¡Chole!
(Sale.)
(Vacila. Se calla.)
FERNANDO.— Señora…
DAMA.— ¿Es usted nuevo en la casa?
FERNANDO.— Soy… el nuevo ayudante del doctor.
DAMA.— Me pareció verle aquí hace un momento, besando a una
señorita.
FERNANDO.— Ah, sí… Se había pintado los labios con arsénico, y
quería hacer una experiencia.
DAMA.— Qué interesante, ¡morir en un beso! Algo así buscaba yo.
FERNANDO.— ¿No ha encontrado todavía su procedimiento?
DAMA.— Son todos demasiado brutales.
FERNANDO.— Sin embargo, siempre pueden encontrarse matices.
DAMA.— He pedido al doctor que probara a envenenar una rosa. Me
gustaría morir aspirando un perfume.
FERNANDO.— La felicito: esa tendencia a morir por las nances es del
más
delicado romanticismo. Pero no es cosa fácil.
DAMA.— Yo he leído alguna vez que Leonardo da Vinci hizo un
experimento de envenenamiento de árboles.
FERNANDO.— Sí, parece ser que trató de envenenar los frutos de un
melocotonero a través de la savia. Pero aquel verano los melocotones se
desarrollaron más sanos que nunca. Yo, en cambio, de pequeño, tenía un
manzano enfermo en mi huerto. Para reanimarlo se me ocurrió darle en las
raíces una inyección de aceite de hígado de bacalao ¡y se cayó muerto de
repente! Los árboles tienen unas reacciones extrañas.
DAMA.— Lástima…
FERNANDO.— Puede encontrarse otra cosa. ¿Conoce usted el libro
del doctor Ariel? ¿No? Ah, es un manual perfecto. Vea en el apéndice la
distribución geográfica de los suicidios. (Extiende la, hoja de un mapa.)
Cada raza tiene sus predilecciones y sus fatalidades. En la zona del naranjo
—España, Italia, Rumania— predomina la muerte por amor. En la zona del
nogal —Francia, Inglaterra, Alemania— el suicidio político y económico.
En la zona del abeto —Suecia, Noruega, Dinamarca— la muerte
voluntaria disminuye, al mismo tiempo que aumenta el nivel de los
salarios y la democracia. ¡Es la Europa civilizada!
DAMA.— ¿Dónde está señalado el suicidio pasional?
FERNANDO.— Aquí: la franja encarnada. Vea, al margen, la gráfica
estadística: «índice anual de suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia,
28; Alemania, 41; Italia, 63; España, 480… Estados Unidos, 2.»
DAMA.— ¿Dos solamente?
FERNANDO.— Dos. Eran mejicanos nacionalizados.
(Deja el libro.)
DAMA.— Ah, qué bien ha hecho usted en leerme esos datos. Esa
estadística me señala el camino de mi raza. ¡Me gustaría tanto morir por
amor! Desgraciadamente, para eso no basta una voluntad; hacen falta
dos… ¿Usted me ayudaría?
FERNANDO.— Honradísimo, señora, pero… estoy comprometido ya.
Tengo que suicidarme mañana con una pianista polaca.
DAMA.— Siempre llego tarde.
FERNANDO.— Perdón.
DAMA.— ¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas parejas japonesas que
se lanzan cogidas de las manos y coronadas de crisantemos, al cráter del
Fusi-Yama!
FERNANDO.— Una muerte bellísima. Desdichadamente, España es
un país arruinado: no nos queda ni un miserable volcán para estos casos.
(La DAMA TRISTE se sienta. Suspira desolada.) Y ahora, si me hace
usted el honor de una confidencia, ¿por qué quiere morir?
DAMA.— ¡Por tantas cosas!
FERNANDO.— ¿Puede decirme alguna?
DAMA.— Desilusión absoluta. Este mundo de la materia no es el mío.
Odio todo lo grosero: la carne, la tiranía de los músculos y la sangre.
Quisiera haber nacido planta, agua de torrente, ¡alma sola! Tengo lástima
de este pobre cuerpo mío, que no me ha proporcionado nunca más que
dolor.
FERNANDO.— ¿Y por lástima de su cuerpo ha decidido usted
quitárselo de en medio? Me parece excesivo. Es lo que llaman los
alemanes, tirar el agua del baño con el niño dentro.
DAMA.— ¿Para qué conservar lo que de nada sirve? Mi carne no
existe. Sólo mi alma ha vivido.
FERNANDO.— ¿Está usted segura? ¿Me permite una sencilla
experiencia? (Saca lápiz y cuaderno.) Dígame, ¿qué desayuna usted?
DAMA.— ¿Y qué importa eso?
FERNANDO.— Se lo ruego; es por su tranquilidad. ¿Qué desayuna
usted?
DAMA.— Un vaso de leche. A veces, alguna fruta…
FERNANDO.— ¿Almuerzo?
DAMA.— Apenas; ternera, legumbres… guisantes, generalmente.
FERNANDO.— Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele cenar?
DAMA.— Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?
FERNANDO.— Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas interesantes
recuerda de su vida? ¿Ha viajado usted?
DAMA.— Poco; conozco París, Londres, Florencia.
FERNANDO.— ¿Ha cultivado aficiones artísticas?
DAMA.— Toco el piano.
FERNANDO.— ¿Ha leído mucho?
DAMA.— Románticos casi siempre. Toda la obra de Víctor Hugo me
es familiar.
FERNANDO.— ¿Ha tenido amores?
DAMA.— Amor… sólo una vez. Yo era una niña casi: él era teniente
de navío. Nos besamos en el puente del barco, y zarpó rumbo a Filipinas.
No le volví a ver.
FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando números
rápidamente).—Magnífico. Pues bien, señora: calculándole sólo media
vida; y raciones discretas, resulta: que para hacer tres viajes cortos,
aprender a tocar el piano, leer obras completas de Víctor Hugo y besar a
un teniente de navío… ha necesitado usted tomarse ochocientos decalitros
de leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de guisantes ¡Y diecisiete
terneros! El cuerpo, señora, es una realidad insobornable.
DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible!
FERNANDO.— Aritméticamente exacto.
DAMA.— ¡Qué vergüenza!
FERNANDO.— Pero no lo lamente demasiado. Al fin y al cabo el
cuerpo es de origen tan divino como el alma; y hay que dar al César lo que
es del César. No se ponga triste. Reconcilíese usted consigo misma.
¿Quiere que la acompañe a dar una vuelta por el parque? Hace un sol
espléndido.
DAMA.— Gracias… (Acepta su brazo. Se justifica.) Puede usted
pensar de mí lo que quiera. No seré un gran espíritu; seguramente soy una
pobre mujer vulgar… ¡Pero le juro que yo no me he comido esos diecisiete
terneros!
(Acude el Doctor.)
LA VOZ.— ¡Ohoh!
CHOLE.— ¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡Capitán!
FERNANDO.— ¡Timonel! Perdón, doctor.
(Sale.)
(Entra HANS.)
(Sale.)
FERNANDO.— Señora…
(Sale.)
(Entra Hans.)
DOCTOR.— ¿Qué hay de nuevo, Hans? ¿Por qué se ha quitado usted
su bata?
(Sale.)
AMANTE.— ¡Ahí está ya! (Sin acertar con su reloj.) ¿Qué hora es?
FERNANDO.— ¡Las once en punto!
AMANTE.— Al tercer bocinazo, arranca. ¿Qué hago, Fernando, qué
hago?
FERNANDO.— ¡Va uno! No lo piense más. (Señalando
alternativamente al jardín y al interior.) O se va usted por ahí a vivir
aventuras… o se va por ahí a escribirlas.
AMANTE.— Es que no tengo un céntimo…, estoy seguro de que me
mareo en el avión…
FERNANDO.— ¡Pero es una mujer la que le está llamando!
AMANTE.— No tengo más que dos camisas…
FERNANDO.— ¡Es Cora Yako!
AMANTE.— Los mosquitos verdes…
FERNANDO.— ¡Es el amor!
AMANTE.— Los cocodrilos…
FERNANDO.— ¡Dos!
AMANTE (A gritos.)—¡Voy! (Corre hacia el jardín. Se detiene en el
umbral. Se vuelve, nervioso y urgente.) Fernando…, ¿qué es un caballo
blanco?
FERNANDO.— ¡A estas horas!
AMANTE.— Por su alma, que es un problema de vida o muerte.
FERNANDO.— Según. Científicamente, es un simple equino
monodáctilo de cuatro patas y pigmento claro.
AMANTE.— ¿Y artísticamente?
FERNANDO.— Ah, artísticamente… es el viejo que paga.
AMANTE (Aniquilado).—El viejo… que paga (Reacciona con
violencia.) Y era eso lo que me proponía… ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No
voy!
(Saliendo.)
FERNANDO.— Así. Así… Tenemos hombre.
(Entra CHOLE.)
FERNANDO.— No.
CHOLE.— ¿No eras tú?…
FERNANDO.— Hubiera querido serlo. Pero fue Juan. Él te vio caer;
yo no lo supe hasta después, cuando te trajeron aquí.
CHOLE (Acaricia inconscientemente las flores del hermano).—Pobre
Juan… Toda la noche ha estado sin sueño, con el oído pegado a mi puerta,
oyéndome respirar. Ha sufrido más que yo misma. Tú no sabes, Fernando,
qué bueno…, qué bueno y qué desgraciado es tu hermano.
FERNANDO.— Lo sé todo.
CHOLE.— ¿Todo?… ¿Has hablado con él?
FERNANDO.— Con el doctor. El no me lo diría nunca. Yo tampoco
me atrevo a hablarle. Nos estamos huyendo como dos lobos heridos que se
tienen miedo.
CHOLE.— ¿Hasta cuándo?
FERNANDO.— ¡Hasta ahora mismo! No puedo más. Compréndelo,
Chole: hasta para ser desgraciado hace falta un poco de costumbre. Yo no
puedo, no resisto.
CHOLE.— ¿Has pensado alguna solución?
FERNANDO.— ¡Salir de aquí…, huir!
CHOLE.— ¿Y a dónde? ¿Dónde podríamos escondernos que el
recuerdo de Juan no estuviera con nosotros? No, Fernando…, no hay ya
felicidad posible. La sombra de tu hermano se metería entre nuestros
besos, enfriándonos los labios.
FERNANDO.— ¿Y qué podemos hacer? ¿Era solución lo que tú
pensaste anoche? ¿Creías que desapareciendo tú, íbamos a aproximarnos
él y yo? Tu muerte nos hubiera separado todavía más, convirtiendo en odio
lo que hasta ahora no ha sido más que dolor.
CHOLE.— Es posible. Pero desde anoche no he dejado de pensar.
FERNANDO.— ¿Y qué has pensado?
CHOLE.— Juan no ha tenido nunca nada suyo. Ha estado siempre solo
entre todos nosotros, contemplando nuestra felicidad con sus ojos
hambrientos, como un niño pobre delante de un escaparate. ¡No puede
seguir solo! Vete tú si puedes. Yo me quedo.
FERNANDO.— ¿Con él?
CHOLE.— Yo seré a su lado la madre que no le supo comprender, la
hermana que no tuvo. ¡Que haya por lo menos en su vida una ilusión de
mujer!
FERNANDO.— ¡Pero eso no puede ser, Chole! ¡No es así como te
quiere Juan!
CHOLE.— Lo sé; se lo oí ayer a él mismo. Y todavía ayer fui injusta
una vez más. Tenía a mi lado un corazón sangrando desesperado, y sólo
sentí miedo, casi repugnancia…, como si un mendigo me asaltara en la
calle.
FERNANDO.— No puede ser, Chole. Ahora es cuando estás ciega,
atormentada de remordimientos por culpas que no existen.
CHOLE.— No; ciegos estábamos antes; cuando no había en la tierra
otra cosa que nuestra felicidad. Ni una vez se nos ocurrió mirar alrededor
nuestro. ¡Y allí estaba siempre Juan, tiritando como un perro a la puerta!
FERNANDO.— Pero, ¿es que crees que no lo siento yo? ¿Crees que el
corazón de mi hermano no me duele a mí también? Si yo pudiera hacerle
feliz, todo lo daría por él. Pero es que nada podemos hacer que no sea
engañarle. No te atormentes más. Salgamos de aquí. Nunca podrás ser
feliz con él.
CHOLE.— No se trata de que yo sea feliz. ¡Lo he sido tanto! Ahora lo
que importa es él.
FERNANDO (Nervioso, cogiéndola de los brazos.)—No, Chole, no
pretendas jugar con tus sentimientos. Mira que el corazón tiene sorpresas
peligrosas… ¡Mira que mañana puede ser tarde!
CHOLE.— No es tiempo de pensar. Mi puesto ahora está aquí, a su
lado.
FERNANDO.— ¿Porque te salvó la vida?
CHOLE.— Porque me ha entregado toda la suya.
FERNANDO.— Pero entonces… (Le levanta el rostro.) Mírame bien.
¿Qué está empezando a nacer dentro de ti? ¡Contesta!
CHOLE (Se suelta suplicante pero resuelta).—¡Por lo que más
quieras…, déjame!
FERNANDO.— No, no es posible. Es tu piedad de mujer que te está
tendiendo una trampa. Y Juan mismo tiene que impedirte caer en ella. Que
nos perdone o que nos mate juntos…, ¡pero engañarle, no! (Va hacia el
interior llamando.) ¡Juan…, Juan!
(JUAN aparece en el umbral del fondo. CHOLE, pálida al verle, lanza
una rápida mirada de súplica a FERNANDO, y se dirige a él.)
JUAN.— ¿Para qué me llamas con tanto grito? ¿Hay algo tuyo en
peligro y necesitas, como siempre, que te lo defienda yo?
FERNANDO.— No. Lo único que quiero es que ¡cueste lo que cueste!
no quede nada oscuro entre nosotros. Ahora necesito toda la verdad.
JUAN.— ¿No la has oído ya? ¿O crees que Chole, por gratitud, iba a
representar esta vieja farsa cruel? Ella, tan leal, tan entera, ¿te la imaginas
tratando de pagar un verdadero amor con unas migajas de esa felicidad que
os sobra a los dos?
FERNANDO (Retrocede sin voz al comprender que Juan ha oído).—
Juan…
JUAN.— No, Fernando, no; ni yo acepto limosnas ni ella caería en la
torpeza de una mentira piadosa. ¿Quieres la prueba? Ahora mismo te la va
a dar… ¡y con los ojos de frente! ¿Verdad, Chole? (CHOLE, situada entre
ambos, retrocede también.) Vamos, ¿qué esperas? Ahí tienes a Fernando.
El hombre feliz, el que no ha tenido que luchar jamás porque la vida se lo
ha dado todo; el que podía jugar en los jardines cuando se moría su
madre… Ahí lo tienes. Él no ha sabido nunca que había dolor en el mundo.
Con él están la alegría y la salud, y todas las gracias de la vida. Aquí sólo
está el pobre Juan, con su miseria y con su amor. Elige, Chole. ¡Para
siempre!
CHOLE.— Juan…
JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción desbordada. Sus
palabras tiemblan llenas de fiebre).—¿La ves, Fernando? ¡En mis brazos!
Ya no eres tú solo. También Juan puede triunfar ¡por una vez! (Levanta en
sus manos el rostro de ella, lleno de lágrimas.) Pero también… por una
vez…, tengo el orgullo de ser más fuerte que tú, más generoso que tú…
Llévatela lejos. Ahora ya podéis ser felices sin remordimientos. Porque
también yo, ¡por una vez siquiera!, he sido bueno como tú y feliz como
tú… y te he visto llorar.
FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan!
JUAN.— ¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ternura
contenida.) Gracias, Chole… Ya sabía yo que no podía ser, que te
engañabas a ti misma. Pero gracias por lo que has querido hacer. Llévatela,
Fernando. Sólo os pido que os vayáis a vivir lejos. Dejadme a mí gozar
solo el único día feliz que ha habido en mi vida…
(Va a salir.)