WATSON. La Doble Hélice

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James Watson

La doble hélice
Un relato autobiográfico sobre el
descubrimiento del ADN

SALVAT
Versión española de la obra original inglesa: The Double Helix,
publicada por Penguin Books Ltd, Middlesex

Traducción: Adolfo Martín


Revisión: Eduardo Cruells
Diseño de cubierta: Ferran Cartes / Montse Plass

Escaneado: thedoctorwho1967.blogspot.com
Edición digital: Sargont (2018)

© 1993 Salvat Editores, S.A., Barcelona


© James D. Watson, 1968
ISBN: 84-345-8880-3 (Obra completa)
ISBN: 84-345-8900-1 (Volumen 20)
Depósito Legal: B-33637-1993
Publicada por Salvat Editores, S.A., Barcelona
Impresa por Printer, i.g.s.a., Noviembre 1993
Printed in Spain
A Naomi Mitchison
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

PRÓLOGO

Este relato de los acontecimientos que condujeron a la so-


lución de la estructura del ADN, la materia genética fundamen-
tal, es extraordinario en varios aspectos. Cuando Watson me
pidió que escribiera el prólogo, me sentí complacido.
En primer lugar, destaca el interés científico de tales acon-
tecimientos. El descubrimiento de la estructura de esta famosa
molécula, realizado por Crick y Watson, ha sido uno de los más
importantes acontecimientos científicos del presente siglo. Es
sorprendente el número de investigadores que ha inspirado, y
ha provocado un desarrollo tal de la bioquímica que ha trans-
formado dicha ciencia. Yo fui una de las personas que instaron
al autor para que escribiera sus recuerdos mientras aún estaban
frescos en su mente, sabiendo lo importantes que serían como
aportación a la historia de la ciencia. El resultado ha rebasado
toda expectativa. Los últimos capítulos, en los que se describe
de un modo tan vivido el nacimiento de la nueva idea, poseen
una extraordinaria calidad dramática; la tensión va ascen-
diendo ininterrumpidamente hacia el clímax final. No conozco
ningún otro caso en el que pueda uno participar de un modo tan
íntimo en los esfuerzos, las dudas y el triunfo final del investi-
gador.
Por otra parte, el relato constituye un claro ejemplo de un
dilema con el que, a veces, puede verse enfrentado un investi-
gador. Sabe que un colega ha estado trabajando durante años
sobre un problema y que ha logrado acumular gran cantidad de
datos que no han sido aún publicados porque se prevé que el
éxito está a la vuelta de la esquina. El conoce esos datos y tiene
buenas razones para creer que un nuevo método, tal vez un sim-
ple nuevo punto de vista, conducirá directamente a la solución.
En semejante momento, ofrecerse a colaborar podría muy bien
ser considerado como una intromisión. ¿Debe seguir adelante
él solo? Resulta difícil estar seguro de si la crucial nueva idea
es realmente suya o ha sido inconscientemente asimilada en

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

conversaciones con otras personas. La comprensión de esta di-


ficultad ha llevado al establecimiento entre los científicos de
un código un tanto vago que, hasta cierto punto, reconoce un
derecho en una línea de investigación acotada por un colega.
Pero cuando la competición se plantea desde varios lugares dis-
tintos, no hay necesidad de abstenerse. Este dilema aparece con
toda claridad en la historia del ADN. Constituye fuente de pro-
funda satisfacción para todos los íntimamente afectados que,
en la concesión del premio Nobel de 1962, se rindiera debido
tributo a la larga y paciente investigación de Wilkins en el
King's College de Londres, así como a la brillante y rápida so-
lución final hallada por Crick y Watson en Cambridge.
Por último, está el interés humano de la historia, la huella
dejada por Europa y, en particular, por Inglaterra en un joven
de los Estados Unidos. El autor escribe con ingenua franqueza,
al estilo de Samuel Pepys 1. Quienes figuran en el libro deben
leerlo con espíritu muy indulgente. Debe recordarse que su li-
bro no es más que una aportación autobiográfica a la historia
que algún día se escribirá. Como el propio autor confiesa, el
libro es una recopilación de impresiones, más que de hechos
históricos. Las cuestiones eran a menudo más complejas y los
motivos de quienes tenían que enfrentarse a ellas eran menos
tortuosos de lo que él creyó en su momento. Por otra parte, hay
que admitir que su intuitiva comprensión de las debilidades hu-
manas da frecuentemente en el clavo.
El autor ha mostrado el manuscrito a varios de los que tu-
vimos alguna participación en los sucesos en él relatados, y he-
mos sugerido esporádicas correcciones de puntos históricos
concretos. Sin embargo, personalmente, me he sentido reacio a
alterar demasiados detalles, ya que el estilo lozano y directo
con que han sido registrados los acontecimientos constituye
una parte esencial del interés de este libro.
WILLIAM LAWRENCE BRAGG

1 Samuel Pepys (1633-1703) fue un alto funcionario de la marina de guerra


inglesa que escribió un celebrado diario íntimo, publicado después de su
muerte, en el que se descubre la sociedad de su tiempo con gran amenidad y
con una asombrosa sinceridad (N. del R. )

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

PRÓLOGO DEL AUTOR

Doy aquí una versión personal de cómo fue descubierta la


estructura del ADN. Al hacerlo, he tratado de captar la atmós-
fera de los primeros años de la posguerra en Inglaterra, donde
ocurrieron la mayoría de los sucesos importantes. Como espero
que este libro muestre, la ciencia rara vez avanza en el sentido
recto y lógico que imaginan los profanos. En lugar de ello, sus
pasos hacia delante (y, a veces, hacia atrás) suelen ser sucesos
muy humanos en los que las personalidades y las tradiciones
culturales desempeñan un importante papel. A este efecto, he
intentado plasmar mis primeras impresiones de los aconteci-
mientos y personalidades más relevantes en el descubrimiento
de la estructura del ADN, más que presentar una valoración
que tome en cuenta los muchos hechos de los que he tenido
conocimiento más tarde. Aunque tal vez esta última orienta-
ción fuera más objetiva, con ello no conseguiría reflejar el es-
píritu de una aventura que se caracterizó tanto por una juvenil
arrogancia como por la convicción de que la verdad, una vez
hallada, sería sencilla, además de bella. Así pues, muchos de
mis comentarios pueden parecer unilaterales e injustos, pero
esto es lo que suele ocurrir dada la incompleta y apresurada
manera en que los seres humanos deciden, con frecuencia,
aceptar o rechazar una nueva idea o amistad. Sea como fuere,
en este relato expongo mis ideas y la forma en que yo veía a
las personas y a mí mismo entre 1951 y 1953.
Me doy cuenta de que los demás protagonistas de esta na-
rración contarían de otra forma algunas partes de la misma, tal
vez porque su recuerdo de lo que sucedió difiere del mío, o,
quizás en más casos aún, porque nunca hay dos personas que
vean los mismos acontecimientos bajo idéntica luz. En este
sentido, nadie podrá escribir jamás un relato definitivo de cómo
fue establecida la estructura del ADN. Sin embargo, pienso que
la historia debe ser narrada, en parte porque muchos de mis

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

amigos científicos han expresado curiosidad acerca del modo


en que fue hallada la doble hélice y para ellos una versión in-
completa es mejor que ninguna. Pero aún más importante, creo,
es que existe una ignorancia general acerca de cómo se “hace”
la ciencia. No quiere esto decir que todo proceso científico se
desarrolle del modo que aquí se describe. No es éste el caso, ni
mucho menos, pues los estilos de investigación científica va-
rían casi tanto como las personalidades humanas. Pero, por otra
parte, no creo que la forma en que se descubrió la estructura
del ADN constituya una extraña excepción en un mundo cien-
tífico complicado por las contradictorias influencias de la am-
bición y el sentido del juego limpio.
El pensamiento de que debía escribir este libro me ha acom-
pañado casi desde el mismo momento en que fue descubierta
la doble hélice. Por eso, mi recuerdo de muchos de los aconte-
cimientos significativos es mucho más completo que el de la
mayoría de los demás episodios de mi vida. He hecho también
amplio uso de cartas que escribí a mis padres a intervalos se-
manales. Me han resultado de gran utilidad para fijar con exac-
titud la fecha de muchos de los incidentes. Igualmente impor-
tantes han sido las valiosas observaciones de varios amigos,
quienes, amablemente, leyeron las primeras versiones y, en al-
gunos casos, dieron descripciones muy detalladas de incidentes
que yo había relatado en forma menos completa. Desde luego,
es posible que mis recuerdos difieran de los suyos, por lo que
este libro debe ser considerado como mi punto de vista sobre
el asunto.
Varios de los primeros capítulos fueron escritos en las casas
de Albert Szent-Györgyi, John A. Wheeler y John Caims, y
quiero expresarles aquí mi agradecimiento por las silenciosas
y tranquilas habitaciones con vistas al océano que pusieron a
mi disposición. Los últimos capítulos fueron escritos con la
ayuda de una beca Guggenheim, que me permitió volver por
breve tiempo a Cambridge, donde disfruté de la amable hospi-
talidad del director y claustro de profesores del King’s College.
En la medida en que me ha sido posible, he incluido foto-
grafías tomadas en la época en que se desarrolla la historia, y,

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

a este respecto, quiero manifestar mi gratitud a Herbert Gu-


tfreund, Peter Pauling, Hugh Huxley y Gunther Stent por en-
viarme algunas de sus instantáneas. En cuanto a la asistencia
editorial recibida, me encuentro en deuda con Libby Aldrich
por sus agudas observaciones, dignas de nuestros mejores es-
tudiantes de Radcliffe, y con Joyce Lebowitz por impedirme
maltratar por completo el idioma inglés y por sus innumerables
comentarios acerca de lo que debe ser un buen libro. Final-
mente, quiero hacer presente mi agradecimiento a Thomas J.
Wilson por la inmensa ayuda que me prestó desde el mismo
momento en que vio el primer borrador. Sin sus juicios y sus
sensatos y afectuosos consejos tal vez no hubiera llegado nunca
a publicarse este libro en —así lo espero— una forma correcta.
JAMES D. WATSON
Universidad de Harvard
Cambridge, Massachusetts
Noviembre de 1967

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

En el verano de 1955 me uní a un grupo de varios amigos


que se encontraban en los Alpes. Alfred Tissieres, a la sazón
del King’s College, había dicho que me llevaría a la cumbre
del Rothom, y, aunque siento pánico hacia el vacío de los abis-
mos, no parecía ser aquél el momento adecuado para mostrarse
cobarde. Así pues, tras hacerme conducir por un guía hasta el
Allinin, cubrí las dos horas de viaje hasta Zinal en el autobús
correo, confiando en que el chófer no se mareara mientras con-
ducía a bandazos el autobús por la estrecha carretera que ser-
pentea sobre las rocosas pendientes. Al llegar, encontré a Al-
fred delante del hotel, hablando con un profesor del Trinity Co-
llege, de largos bigotes, que había estado en la India durante la
guerra.
Como Alfred estaba aún desentrenado, decidimos pasar la
tarde dando un paseo hasta un pequeño restaurante situado en
la base del enorme glaciar que desciende desde el Obergabel-
hom, y sobre el cual habíamos de caminar al día siguiente. Es-
tábamos a unos minutos de distancia del hotel, cuando vimos
un grupo que se aproximaba hacia nosotros. Reconocí en se-
guida a uno de los escaladores. Era Willy Seeds, un científico
que, varios años antes, había trabajado con Maurice Wilkins en
el King’s College de Londres2 sobre las propiedades ópticas de
las fibras del ADN. Willy me vio también, redujo su paso y,
por un momento, pareció que iba a quitarse la mochila y se iba
a quedar a charlar un rato. Pero lo único que dijo fue: “¿Qué tal
está el honrado Jim?” Y, apretando rápidamente el paso, des-
cendió por el sendero.
Más tarde, mientras subía con dificultad la pendiente, me
puse a pensar en nuestros anteriores encuentros en Londres.
Entonces, el ADN era aún un misterio, y nadie estaba seguro
de quién lo desvelaría ni de si, en el caso de que resultara ser
2Una sección de la Universidad de Londres, que no debe confundirse con el
King’s College de Cambridge. (N. del R.)

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tan excitante como casi en secreto creíamos, llegaría a mere-


cérselo. Pero la carrera había terminado ya, y, como uno de los
ganadores, sabía que la historia no era sencilla y, desde luego,
no como la relataban los periódicos. El éxito se debió princi-
palmente a cinco personas: Maurice Wilkins, Rosalind Fran-
klin, Linus Pauling, Francis Crick y yo. Y como Francis fue la
fuerza dominante que dio forma a mi papel en el asunto, co-
menzaré el relato con él.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO I

Nunca he visto a Francis Crick comportarse con modestia.


Quizá lo haga en compañía de otras personas, pero yo nunca
he tenido motivos para juzgarle así. Sin embargo, esto nada
tiene que ver con su actual fama. Hoy se habla mucho de él,
generalmente con reverencia, y tal vez algún día llegue a ser
considerado tanto como Rutherford o Bohr. Pero no era así
cuando, en el otoño de 1951, llegué al Laboratorio Cavendish
de la Universidad de Cambridge para unirme a un pequeño
grupo de físicos y químicos que trabajaban sobre las estructu-
ras tridimensionales de las proteínas. En aquel tiempo, Francis
Crick tenía treinta y cinco años y era casi un desconocido. Aun-
que algunos de sus colegas más íntimos comprendían el valor
de su rápida y penetrante mente y con frecuencia buscaban su
consejo, no era muy apreciado y la mayoría de la gente pensaba
que hablaba demasiado.
Al frente de la unidad a la que pertenecía Francis se hallaba
Max Perutz, un químico de origen austríaco que llegó a Ingla-
terra en 1936. Perutz llevaba más de diez años recopilando da-
tos sobre la difracción de los rayos X en los cristales de hemo-
globina y estaba empezando a conseguir algunos resultados. Le
ayudaba en ello sir Lawrence Bragg, director del Cavendish.
Durante casi cuarenta años, Bragg, premio Nobel y uno de los
fundadores de la cristalografía, había estado utilizando los mé-
todos de difracción de los rayos X para resolver estructuras de
dificultad siempre creciente3.
Cuanto más compleja era la molécula, más feliz se sentía
Bragg si un nuevo método permitía su elucidación. Así, du-
rante los primeros años de la posguerra se había consagrado a
la tarea de resolver las estructuras de las proteínas, las más
3Para una clara descripción de la técnica de difracción de los rayos X. véase la
obra de John Kendrew The Thread of Life: An Introduction to Molecular Biol-
ogy. (Cambridge: Harvard University Press. 1966), pág. 14.

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complicadas de todas las moléculas. A menudo, cuando sus


obligaciones administrativas se lo permitían, visitaba el despa-
cho de Perutz para discutir los últimos datos obtenidos me-
diante los rayos X.
En un punto medio entre Bragg, el teórico, y Perutz, el ex-
perimentador, se encontraba Francis, quien en ocasiones reali-
zaba también experimentos, aunque preferentemente se dedi-
caba al estudio de las teorías que trataban de resolver las es-
tructuras de las proteínas. Cuando encontraba algo nuevo, a
menudo se excitaba en extremo y al instante iba a contárselo a
cualquiera que quisiera escucharle. Uno o dos días después,
comprobaba que su teoría era errónea, y de nuevo volvía a ex-
perimentar hasta que el aburrimiento engendraba un nuevo ata-
que a la teoría.
Francis exponía siempre sus ideas con gran dramatismo.
Sin embargo, sus disquisiciones contribuían a alegrar la atmós-
fera del laboratorio, donde los experimentos solían prolongarse
por espacio de varios meses o años. La atención que despertaba
Crick se debía en parte al volumen de su voz: hablaba más alto
y más de prisa que ningún otro, y cuando reía era posible oírle
desde cualquier punto del Cavendish. Casi todos disfrutábamos
con estos momentos de exultación, en especial cuando dispo-
níamos de tiempo para escucharle con atención y para decirle,
lisa y llanamente, que habíamos perdido el hilo de sus argu-
mentos. Pero había una notable excepción: las conversaciones
con Crick alteraban a sir Lawrence. La intensidad de la voz de
Francis era suficiente para hacer que Bragg se trasladara a otra
habitación más tranquila. Sólo raras veces acudía a tomar el té
al Cavendish, ya que eso significaba soportar la retumbante voz
de Crick. Y. aun entonces, tampoco estaba Bragg a salvo por
completo. En dos ocasiones, el corredor que pasaba ante su
despacho quedó inundado de agua que salía de un laboratorio
en el que Crick estaba trabajando. Francis, con su interés en la
teoría, olvidaba asegurar el tubo de goma a la bomba de suc-
ción.
En la época en que yo llegué, las teorías de Francis se ex-
tendían mucho más allá de los confines de la cristalografía de

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

las proteínas. Le atraía cualquier cosa importante, y con fre-


cuencia visitaba otros laboratorios para ver qué nuevos experi-
mentos se habían realizado. Aunque por lo general se mostraba
cortés y considerado con los colegas que no captaban el verda-
dero significado de los experimentos que éstos acababan de
realizar, nunca les ocultaba este hecho. Inmediatamente les su-
gería una serie de nuevos experimentos que debían confirmar
su interpretación. Además, no podía por menos de ir diciendo
a todo aquel que quisiera escucharle qué gran impulso podría
dar a la ciencia su nueva teoría.
Como consecuencia, existía un inconfesado pero auténtico
temor hacia Crick, en especial entre sus colegas que aún tenían
que crearse una reputación. El modo en que se apoderaba de
inmediato de sus datos y trataba de reducirlos a coherentes mo-
delos producía en sus amigos la inquietante aprensión de que,
en un futuro próximo, tuviera éxito y descubriera al mundo la
ofuscación de sus mentes oculta por los considerados y corte-
ses modales de los colegios de Cambridge.
Aunque tenía derecho a comer una vez a la semana en el
Caius College, Crick aún no pertenecía a ningún colegio4. En
parte, esto se debía a su propia decisión. Evidentemente, no
deseaba verse obligado a soportar la innecesaria presencia de
los estudiantes aún no graduados. Otro factor era también su
risa, contra la que, con seguridad, se rebelarían muchos profe-
sores del colegio si se vieran sometidos a su retumbante sono-
ridad más de una vez a la semana. Estoy seguro de que esto
molestaba a Francis, aun cuando, evidentemente, sabía que la
mayor parte de la vida académica está dominada por pedantes
hombres de edad madura, incapaces de divertirle ni de ins-
truirle en nada que valiera la pena. Siempre quedaba el recurso
del King’s College, muy inconformista, que era capaz de ab-
sorberle sin que ni él ni la institución perdieran nada de su ca-
rácter. Pero, a pesar de los grandes esfuerzos realizados por sus

4 El sistema de funcionamiento de las Universidades de Cambridge y Oxford


difiere del de las demás universidades de Inglaterra. Ambas son, en realidad,
federaciones de “colegios" (colleges), y la enseñanza y la investigación se rea-
lizan en gran parte independientemente en cada uno de ellos. (N. de R.)

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amigos, quienes le consideraban un excelente compañero de


mesa, nunca se pudo ocultar el hecho de que una observación
casual formulada tomando una copa de jerez podría lanzar a
Francis como un azote sobre la vida de uno.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO II

Antes de mi llegada a Cambridge, Francis apenas se había


ocupado del ácido desoxirribonucleico (abreviadamente,
ADN) y de su papel en la herencia. Y no porque considerara el
tema carente de interés; todo lo contrario. Un factor importante
que contribuyó a su abandono de la física y el desarrollo de un
acusado interés por la biología había sido la lectura, en 1946,
de la obra del célebre físico teórico Erwin Schrödinger ¿Qué
es la vida? Este libro sugería con mucha elegancia que los ge-
nes eran los componentes clave de las células vivas, y que para
comprender qué es la vida debemos saber cómo actúan los ge-
nes. Cuando Schrödinger escribió este libro, en el año 1944, la
idea generalmente aceptada era que los genes eran tipos espe-
ciales de moléculas proteínicas. Pero casi en esa misma época,
el bacteriólogo O. T. Avery se hallaba realizando en el Rocke-
feller Institute de Nueva York varios experimentos que demos-
traban que los caracteres hereditarios podían ser transmitidos
de una célula bacteriana a otra por moléculas purificadas de
ADN.
Y puesto que se sabía que el ADN está presente en los cro-
mosomas de todas las células, los experimentos de Avery su-
gerían que futuros experimentos habrían de demostrar que to-
dos los genes estaban compuestos de ADN. Si esto era cierto,
ello significaba para Francis que las proteínas no serían la pie-
dra de Rosetta para descifrar el verdadero secreto de la vida.
En su lugar, el ADN habría de suministrar la clave que nos per-
mitiera averiguar cómo los genes determinan, entre otras ca-
racterísticas, el color de nuestro cabello, el de nuestros ojos,
muy probablemente nuestra inteligencia relativa y, tal vez, in-
cluso nuestra capacidad para divertir a los demás.
Desde luego, había científicos que pensaban que las prue-
bas en favor del ADN no eran concluyentes y preferían creer
que los genes eran moléculas proteínicas. Sin embargo. Francis

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no se preocupaba por estos escépticos. Muchos de ellos eran


necios quisquillosos que apostaban infaliblemente por los ca-
ballos perdedores. No podía ser uno un buen científico sin
comprender que, en contraste con la concepción popular soste-
nida por los periódicos y por las madres de los científicos, buen
número de ellos no sólo son obtusos y de mentalidad estrecha,
sino también simplemente estúpidos.
Sin embargo, Francis no estaba entonces preparado para
saltar al mundo del ADN. Su importancia básica no le parecía,
por sí sola, causa suficiente para apartarle del campo de las pro-
teínas, en el que sólo llevaba dos años trabajando y del que
apenas estaba empezando a dominar sus principios. Por otra
parte, sus colegas del Cavendish sólo estaban interesados mar-
ginalmente en los ácidos nucleicos y, aun en circunstancias fi-
nancieras óptimas, se precisarían dos o tres años para formar
un grupo de investigación dedicado fundamentalmente a exa-
minar la estructura del ADN mediante rayos X.
Además, una decisión semejante crearía una embarazosa si-
tuación de competencia. Por aquel entonces, el trabajo mole-
cular sobre el ADN era en Inglaterra, a todos los efectos prác-
ticos, propiedad personal de Maurice Wilkins, un licenciado
que trabajaba en Londres, en el King’s College. Al igual que
Francis, Maurice había estudiado física y utilizaba como prin-
cipal instrumento de investigación la difracción de los rayos X.
Habría parecido mal que Francis abordara un problema en el
que Maurice había trabajado durante varios años. Agravaba la
cuestión el hecho de que ambos, casi de la misma edad, se co-
nocían personalmente. Antes de que Francis volviera a casarse,
se habían reunido varias veces a comer para hablar de asuntos
científicos.
Todo hubiera resultado mucho más fácil si cada uno hu-
biese vivido en países distintos. El carácter hermético de la so-
ciedad inglesa —todas las personas importantes, si no estaban
emparentadas por matrimonio, parecían conocerse unas a
otras— junto con el sentido inglés del juego limpio impedía a
Francis abordar el problema de Maurice. En Francia, donde el
juego limpio evidentemente no existía, estos problemas no ha-

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

brían surgido. Tampoco en los Estados Unidos se habría plan-


teado una situación semejante. Nadie esperaría que un investi-
gador de Berkeley se abstuviera de abordar un problema im-
portante por el hecho de que alguien del Cal Tech5 hubiera em-
pezado primero. En Inglaterra, sin embargo, esto no habría pa-
recido bien.
Y, lo que era peor aún. Maurice frustraba a Francis conti-
nuamente al no mostrar suficiente interés por el ADN. Parecía
disfrutar exponiendo lenta e incompletamente argumentos im-
portantes. No era cuestión de inteligencia ni de sentido común.
Maurice poseía ambas cualidades, era evidente; prueba de ello
es que fue el primero que se dedicó a investigar el ADN. Pero
Francis sentía que nunca lograría convencer a Maurice de que
uno no puede ir con cautela cuando tiene entre las manos dina-
mita como el ADN. Además, cada vez le era más difícil a Mau-
rice apartar de su mente a su ayudante. Rosalind Franklin.
No era que estuviese enamorado de Rosy, como nosotros la
llamábamos; todo lo contrario. Casi desde el mismo momento
en que llegó al laboratorio de Maurice, empezaron a contra-
riarse mutuamente. Maurice, un principiante en el trabajo de
difracción de los rayos X, necesitaba alguna ayuda profesional
y confiaba en que Rosy, experta cristalógrafa, pudiera ayudarle
en sus investigaciones. Sin embargo, Rosy no veía la situación
de esta manera. Pretendía que el ADN era problema suyo y no
se consideraba como ayudante de Maurice.
Sospecho que al principio Maurice esperaba que Rosy se
pacificaría. No obstante, bastaba con fijarse en ella para saber
que no se doblegaría con facilidad. Se abstenía deliberada-
mente de realzar sus cualidades femeninas. Aunque sus rasgos
eran algo angulosos, no carecía de atractivo, y si hubiera pres-
tado un poco más de interés a su modo de vestir habría resul-
tado deslumbrante. Pero no lo hacía. Nunca había carmín en
sus labios que contrastara con sus negros cabellos y, a sus
treinta y un años, su atuendo no demostraba más imaginación
que la de las adolescentes inglesas de medias azules. Resultaba

5 California Institute of Technology. (N. del R.)

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

fácil verla como producto de una madre insatisfecha que pen-


sara que una carrera profesional podía salvar a una muchacha
brillante de casarse con algún hombre estúpido. Aunque éste
no era el caso. Su austera vida, dedicada a la ciencia, no podía
ser explicada de esta manera; era hija de una erudita y acomo-
dada familia de banqueros.
Era evidente que Rosy tendría que marcharse o cambiar de
actitud. Y dados sus beligerantes modales, era preferible lo pri-
mero, ya que resultaría muy difícil para Maurice mantener una
posición dominante que le permitiera pensar sin estorbos en el
ADN. Y no es que en ocasiones no tuviera motivo para que-
jarse. El King's poseía dos salones, uno para hombres, el otro
para mujeres; una situación anacrónica, ciertamente. Pero él no
tenía ninguna responsabilidad en ello, y no resultaba agradable
soportar la recriminación de que el salón de las mujeres perma-
neciera en un estado sórdido y desastrado, mientras se había
gastado un dineral en hacer la vida agradable a él y a sus ami-
gos cuando tomaban el café por la mañana.
Por desgracia, Maurice no podía encontrar ninguna excusa
decente para despedir a Rosy. En primer lugar, ella pensaba
que tenía un puesto seguro para varios años. Por otra parte, era
innegable que poseía una gran inteligencia. Con sólo que pu-
diera dominar sus emociones, su colaboración resultaría de un
gran valor. Pero el simple deseo de que las relaciones mejora-
sen era como participar con desventaja en un arriesgado juego,
pues el fabuloso químico del Cal Tech, Linus Pauling, no es-
taba sometido a las limitaciones del juego limpio británico.
Tarde o temprano, Linus, quien acababa de cumplir los cin-
cuenta años, intentaría obtener el más importante de todos los
premios científicos. No había duda a este respecto. Nuestras
primeras investigaciones nos daban a entender que Pauling no
podía ser el mejor químico de su generación si no comprendía
que el ADN era la más importante de todas las moléculas. Ade-
más, existía una prueba definitiva. Maurice había recibido una
carta de Linus en la que le pedía una copia de las fotografías a
rayos X del ADN cristalino. Tras cierta vacilación, contestó di-
ciendo que deseaba estudiar más detenidamente los datos antes
de enviarle las fotografías.

― 19 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Para Maurice, todo esto resultaba muy turbador. No se ha-


bía pasado al campo de la biología sólo para encontrarla tan
incómoda como la física, con todas sus consecuencias atómi-
cas. La presión de Linus y Francis a menudo le impedía dormir.
Pero, al menos, Pauling estaba a seis mil millas de distancia, e
incluso Francis estaba a unas dos horas de viaje en ferrocarril.
Por lo tanto, el verdadero problema era Rosy. No podía evitar
el pensamiento de que el mejor hogar para una feminista estaba
en el laboratorio de otra persona.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO III

Wilkins fue el primero que avivó mi interés acerca de los


trabajos realizados con rayos X sobre el ADN. Sucedió en Ná-
poles con ocasión de una pequeña reunión científica celebrada
sobre las estructuras de las grandes moléculas halladas en cé-
lulas vivas. Corría entonces la primavera de 1951, antes de que
yo conociera la existencia de Francis Crick. En esa época me
dedicaba ya al estudio del ADN, pues había venido a Europa
con una beca de posdoctorado para aprender su composición
bioquímica. Mi interés por el ADN había nacido del deseo de
aprender qué eran los genes, deseo que ya sentí durante el úl-
timo curso de mis estudios de enseñanza media. Más tarde, en
la graduate school de la Universidad de Indiana, abrigué la es-
peranza de llegar a resolver el secreto de los genes sin tener que
aprender química. Este deseo surgió en parte por pereza, ya
que, siendo estudiante en la Universidad de Chicago, estaba
principalmente interesado en el estudio de las aves y me las
arreglaba para evitar seguir cualquier curso de física o química
que pareciese revestir aunque sólo fuera una mediana dificul-
tad. Los bioquímicos de Indiana me animaron a aprender quí-
mica orgánica, pero después de haber utilizado un mechero
Bunsen para calentar un poco de benceno se me dispensó de
más cursos de química. Era menos peligroso carecer de aque-
llos conocimientos que correr el riesgo de otra explosión.
Así pues, no me vi enfrentado a la perspectiva de aprender
química hasta que fui a Copenhague para realizar mis investi-
gaciones de posdoctorado con el bioquímico Herman Kalckar.
Al principio, viajar al extranjero parecía ser la solución per-
fecta para evitar una vez más cualquier contacto con la quí-
mica, una condición estimulada en ocasiones por mi supervi-
sor, el microbiólogo italiano Salvador Luria. Este aborrecía in-
tensamente a la mayoría de los químicos, en especial a la com-
petitiva variedad de ellos que se daba en la jungla de Nueva

― 21 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

York. Kalckar, sin embargo, era cultivado, y Luria esperaba


que en su civilizada y continental compañía yo aprendiese los
principios básicos para la investigación química sin necesidad
de reaccionar contra los químicos orgánicos orientados hacia
el beneficio económico inmediato.
En aquel tiempo, los experimentos de Luria versaban prin-
cipalmente sobre la multiplicación de los virus parásitos de las
bacterias, llamados bacteriófagos (o fagos, para abreviar). Du-
rante algunos años, había existido entre los genetistas de más
relieve la sospecha de que los virus eran una especie de genes
desnudos. En ese caso, el mejor modo de averiguar qué era un
gen y cómo se multiplicaba consistía en estudiar las propieda-
des de los virus. Y como los virus más simples eran los fagos,
había surgido, entre 1940 y 1950, un creciente número de cien-
tíficos (el grupo fago) que estudiaba estos virus con la espe-
ranza de que, al fin, llegarían a saber cómo los genes controla-
ban la herencia celular. Al frente de este grupo se hallaban Lu-
ria y su amigo Max Delbrück, físico teórico de origen alemán,
a la sazón profesor en el Cal Tech. Mientras Delbrück confiaba
en que los experimentos puramente genéticos podrían resolver
el problema, Luria se preguntaba a menudo si la solución real
no llegaría sólo después de haber sido desvelada la estructura
química de los virus, es decir, de los genes. En lo más íntimo,
sabía que es imposible describir el comportamiento de algo
cuando no se sabe qué es. Por eso, consciente de que nunca se
decidiría a aprender química, Luria pensó que el proceder más
adecuado era enviarme a mí, su primer estudiante serio, a un
químico.
No tuvo ninguna dificultad para decidir entre un químico
especializado en proteínas y uno en ácido nucleico. Aunque
sólo la mitad de la masa de un virus bacteriano era ADN (la
otra mitad estaba formada de proteína), el experimento de
Avery hacía suponer que éste era el material genético básico.
Así pues, trabajar sobre la estructura química del ADN podría
ser el paso esencial para descubrir cómo se duplican los genes.
Sin embargo, en contraste con lo que sucedía con las proteínas,
los datos firmes y concretos que se conocían del ADN era es-
casos. Sólo unos cuantos químicos trabajaban en él, y excepto

― 22 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

el hecho de que los ácidos nucleicos eran grandes moléculas


construidas a base de otras pequeñas, los nucleótidos, no había
casi ningún carácter químico en el que los genetistas pudieran
centrar su atención. Además, los químicos que trabajaban en el
ADN eran casi siempre químicos orgánicos sin ningún interés
en la genética. Kalckar constituía una brillante excepción. En
el verano de 1945, había llegado al laboratorio de Cold Spring
Harbor, en Nueva York, para seguir el curso de Delbrück sobre
virus bacteriófagos. Así, tanto Luna como Delbrück esperaban
que el laboratorio de Copenhague fuese el lugar donde las téc-
nicas combinadas de la química y la genética pudieran final-
mente producir dividendos biológicos positivos.
Sin embargo, su plan resultó un fracaso completo. Herman
no me estimulaba en lo más mínimo. En su laboratorio, me sen-
tía tan indiferente a la química del ácido nucleico como lo ha-
bía estado en los Estados Unidos. Esto se debía, en parte, a que
no veía cómo el tipo de problema en que él estaba trabajando
entonces (el metabolismo de los nucleótidos) podía conducir a
nada que revistiese un interés inmediato para la genética. Ade-
más, concurría el hecho de que, aunque Herman era en realidad
muy tratable, resultaba imposible comprenderle.
No obstante, podía entender el inglés del íntimo amigo de
Herman, Ole Maaløe. Ole acababa de regresar de los Estados
Unidos, concretamente del Cal Tech, donde había adquirido un
enorme interés por los mismos fagos en que yo había trabajado
para graduarme. A su regreso, renunció a sus anteriores inves-
tigaciones y estaba consagrando todo su tiempo al estudio del
fago. En aquel entonces era el único danés que trabajaba con
fagos, y se sintió extraordinariamente complacido al saber que
yo y Gunther Stent, un investigador de fagos del laboratorio de
Delbrück, habíamos acudido a colaborar con Herman. Al poco
tiempo, Gunther y yo íbamos con regularidad al laboratorio de
Ole, situado a varias millas de distancia del de Herman, y al
cabo de unas semanas ambos estábamos realizando experimen-
tos con Ole.
Al principio, algunas veces me sentía a disgusto realizando
un trabajo sobre fagos con Ole, ya que la beca me había sido

― 23 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

concedida para aprender bioquímica con Herman; en un sen-


tido estrictamente literal, yo estaba violando las condiciones de
la misma. Por otra parte, antes de que transcurrieran tres meses
de mi llegada a Copenhague se me pidió que propusiera mis
planes para el año siguiente. No resultaba asunto sencillo, dado
que no tenía ningún plan. La única solución era pedir más fon-
dos, a fin de pasar otro año con Herman. Hubiera resultado
contraproducente confesar que no llegaba a interesarme en la
bioquímica. Además, no veía ninguna razón por la que no hu-
bieran de permitirme cambiar mis planes, una vez mi beca hu-
biese sido renovada. Así pues, escribí a Washington diciendo
que deseaba quedarme en el estimulante ambiente de Copen-
hague. Como esperaba, mi beca fue renovada. Era razonable
dejar que Kalckar (a quien conocían personalmente varios de
los electores de becarios) instruyera a otro bioquímico.
Estaba también la cuestión de los sentimientos de Herman.
Quizá le afectaba el hecho de que apenas me dejara ver por su
laboratorio. Cierto que se mostraba muy vago acerca de la ma-
yoría de las cosas y, en realidad, tal vez no se hubiera dado
cuenta. Sin embargo, por fortuna, mis temores no tuvieron
tiempo de confirmarse. Merced a un acontecimiento completa-
mente imprevisto, mi conciencia moral se tornó clara. Un día
de primeros de diciembre, me dirigía en bicicleta al laboratorio
de Herman. Esperaba otra agradable pero totalmente incom-
prensible conversación. No obstante, esta vez encontré que
Herman podía ser comprendido. Tenía algo importante que co-
municar: su matrimonio estaba acabado, y esperaba conseguir
el divorcio. Este hecho dejó pronto de ser un secreto, pues él lo
comunicó también a todos los demás miembros del laboratorio.
Al cabo de unos días, quedó claro que la mente de Herman no
iba a concentrarse en la ciencia durante algún tiempo, quizá
durante todo el período que yo iba a permanecer en Copenha-
gue. Así pues, el hecho de que no tuviera que enseñarme la
bioquímica del ácido nucleico fue, evidentemente, una suerte.
Era libre de pedalear todos los días hasta el laboratorio de Ole,
en la conciencia de que, sin duda, era mejor engañar a los elec-
tores de becarios sobre la materia en que estaba trabajando que
obligar a Herman a hablar de bioquímica.

― 24 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Además, a veces me sentía totalmente complacido con los


experimentos que desarrollaba sobre virus bacteriófagos. Al
cabo de tres meses, Ole y yo habíamos concluido una serie de
experimentos sobre el comportamiento de una partícula de vi-
rus bacteriófago cuando se multiplicaba en el interior de una
bacteria hasta formar varios centenares de nuevas partículas de
virus. Había datos suficientes para una publicación respetable
y, en rigor, sabía que podíamos dejar de trabajar durante el
resto del año sin que se nos considerara improductivos. Por otra
parte, también era evidente que yo no había hecho nada que
fuera a decirnos qué era un gen ni cómo se reproducía. Y, a
menos que me hiciera químico, no veía cómo iba a conseguirlo.
Así pues, recibí con agrado la sugerencia de Herman de que
aquella primavera le acompañara a la estación zoológica de
Nápoles, donde él había decidido pasar los meses de abril y
mayo. Un viaje a Nápoles parecía algo muy sensato. No tenía
sentido quedarse sin hacer nada en Copenhague, donde no
existe la primavera. Por otra parte, el sol de Nápoles podría
ayudarme a aprender algo acerca de la bioquímica del desarro-
llo embrionario de los animales marinos. Podría ser también un
lugar en el que me fuera posible leer con calma algo sobre ge-
nética. Y, cuando me cansara de ello, siempre podría coger un
texto de bioquímica. Sin la menor vacilación, escribí a los Es-
tados Unidos pidiendo permiso para acompañar a Herman a
Nápoles. Una jovial carta afirmativa en la que, de paso, se me
deseaba un buen viaje, llegó a vuelta de correo desde Washing-
ton. Incluía, además, un cheque de doscientos dólares para gas-
tos de viaje. Esto me hizo sentirme algo deshonesto mientras
emprendía la ruta hacia el sol.

― 25 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO IV

Tampoco Maurice Wilkins había ido a Nápoles para dedi-


carse en serio a la ciencia. El viaje desde Londres era un ines-
perado regalo de su director, el profesor J. T. Randall. En prin-
cipio, se había previsto que Randall acudiera al simposio sobre
las macromoléculas y entregara una comunicación acerca del
trabajo que se desarrollaba en su nuevo laboratorio de biofísica.
Al encontrarse en aquel momento con excesivos compromisos,
había decidido enviar en su lugar a Maurice. Si no hubiera acu-
dido nadie, su laboratorio del King’s College hubiera quedado
en mal lugar. Había que invertir mucho del escaso dinero del
erario público para poner en marcha sus trabajos de biofísica,
y existían sospechas de que era dinero tirado.
No se esperaba que nadie preparara una complicada ponen-
cia para una reunión como aquélla. Tales simposios congrega-
ban, de un modo rutinario, a un pequeño número de invitados
que no entendían italiano y a un gran número de italianos, casi
ninguno de los cuales comprendía el inglés —único idioma co-
mún a los visitantes— hablado con rapidez. El punto culmi-
nante del congreso consistía en una excursión a algún edificio
artístico o algún templo. Rara vez había ocasión para nada más
que banales observaciones.
Cuando Maurice llegó, yo estaba ya impaciente por regre-
sar al norte. Herman me había engañado por completo. Durante
las seis primeras semanas que pasé en Nápoles, padecí frío
constantemente. A menudo la temperatura oficial es mucho
menos significativa que la ausencia de calefacción central. Ni
la estación zoológica ni mi deteriorada habitación, situada en
lo alto de un edificio de seis pisos del siglo XIX, ofrecían nin-
gún calor. Si hubiera albergado aunque no fuera más que un
mínimo interés en los animales marinos, habría hecho algún
experimento. La actividad que comportan resulta mucho más
estimulante que permanecer sentado en la biblioteca con los

― 26 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

pies sobre una mesa. En ocasiones permanecía nervioso junto


a Herman cuando éste persistía en sus explicaciones bioquími-
cas, y algunos días incluso llegaba a entender lo que decía.
Aunque, de hecho, daba igual que prestase o no atención a sus
argumentos. Los genes nunca estaban en el centro, ni siquiera
en la periferia, de sus pensamientos.
Pasaba la mayor parte del tiempo caminando por las calles
o leyendo artículos publicados en los primeros tiempos de la
genética. A veces, soñaba despierto en descubrir el secreto del
gen, pero ni una sola vez se me ocurría alguna idea respetable.
Era difícil, pues, evitar la sensación de que no estaba logrando
nada. Ni siquiera la idea de que no había ido a Nápoles a tra-
bajar me hacía sentir mejor.
Conservaba la ligera esperanza de que pudiera extraer al-
gún provecho de la reunión sobre las estructuras de las macro-
moléculas biológicas. Aunque no sabía nada de las técnicas de
difracción de los rayos X que dominaban el análisis estructural,
confiaba en que los argumentos expuestos de palabra resulta-
sen más comprensibles que los artículos de las revistas, los cua-
les pasaban por mi cabeza sin dejar huella. Tenía especial inte-
rés en escuchar la conferencia que había de pronunciar Randall
sobre los ácidos nucleicos. En aquel tiempo, no existía publi-
cado casi nada sobre las posibles configuraciones tridimensio-
nales de una molécula de ácido nucleico. Lógicamente, este he-
cho influía en mi despreocupación para estudiar química. Pues,
¿por qué había de interesarme en aprender aburridos principios
químicos si los especialistas en esta ciencia no suministraban
nada incisivo sobre los ácidos nucleicos?
Sin embargo, todas las probabilidades estaban entonces en
contra de cualquier auténtica revelación. Gran parte de las con-
ferencias sobre la estructura tridimensional de las proteínas y
los ácidos nucleicos era pura palabrería. Aunque los trabajos
sobre el tema llevaban más de quince años desarrollándose, la
mayoría de las ponencias, si no todas, eran discutibles. Las hi-
pótesis formuladas con convicción se debían, probablemente,
a entusiastas cristalógrafos a quienes complacía hallarse en un
terreno donde sus ideas no podían ser refutadas con facilidad.

― 27 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Así, aunque de hecho todos los bioquímicos, incluyendo a Her-


man, eran incapaces de comprender los argumentos de quienes
trabajan con rayos X, no parecían preocuparse demasiado por
ello. No tenía sentido aprender complicados métodos matemá-
ticos para que, al fin, todo siguiera igual. En consecuencia, nin-
guno de mis profesores había considerado jamás la posibilidad
de que yo realizara la investigación posdoctoral con un crista-
lógrafo de rayos X.
No obstante. Maurice no me decepcionó. El hecho de que
fuera un sustituto de Randall no suponía ninguna diferencia,
pues yo no sabía nada de ninguno de los dos. Su conferencia
distó de ser vacua y destacó con mucho sobre las demás, varias
de las cuales no guardaban ninguna relación con la finalidad de
aquel simposio. Por fortuna, éstas fueron pronunciadas en ita-
liano, por lo que el evidente aburrimiento de los invitados ex-
tranjeros no habría de ser interpretado necesariamente como
una falta de cortesía. Otros varios conferenciantes eran biólo-
gos continentales, huéspedes a la sazón de la estación zooló-
gica, quienes sólo aludieron de pasada a la estructura macro-
molecular. Por contraste, la fotografía del ADN mediante di-
fracción de rayos X que presentó Maurice iba al grano. Fue
proyectada casi al final de su conferencia. El sobrio estilo in-
glés de Maurice no permitía el entusiasmo mientras afirmaba
que la fotografía revelaba muchos más detalles que otras ante-
riores y podía, de hecho, ser considerada como procedente de
una sustancia cristalina. Y cuando la estructura del ADN fuese
conocida, tal vez nos halláramos en mejor situación para com-
prender cómo actuaban los genes.
De pronto, me sentí interesado por la química. Antes de la
conferencia de Maurice, me había preocupado la posibilidad de
que los genes fueran extraordinariamente irregulares. Ahora,
sin embargo, sabía que podían cristalizar y, por consiguiente,
debían poseer una estructura regular que podría ser resuelta de
una manera directa. En seguida empecé a preguntarme si sería
posible unirme a Wilkins para trabajar sobre el ADN. Termi-
nada la conferencia, traté de buscarle. Quizá sabía más de lo
que sus palabras habían indicado. Con frecuencia, si un cientí-
fico no tiene la plena seguridad de estar en lo cierto, vacila al

― 28 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

hablar en público. Pero no tuve oportunidad de hablar con él;


Maurice se había desvanecido.
No encontré ocasión de presentarme a él hasta el día si-
guiente, cuando todos los participantes salimos de excursión a
los templos griegos de Pesto. Mientras esperábamos el autobús,
me dirigí a Maurice y le expliqué lo interesado que estaba en
el ADN. Pero, antes de que pudiera sonsacarle, tuvimos que
subir al autobús y fui a reunirme con mi hermana Elizabeth,
que acababa de llegar de los Estados Unidos. En los templos
nos dispersamos todos, y cuando trataba de acaparar de nuevo
a Maurice comprendí que quizás había tenido un extraordinario
golpe de buena suerte. Maurice había advertido que mi her-
mana era muy atractiva, y al poco rato estábamos almorzando
juntos. Me sentía inmensamente complacido. Durante años ha-
bía visto a Elizabeth perseguida por una serie de estúpidos
mentecatos, y de pronto se abría la posibilidad de que su vida
cambiara. Ya no tenía que enfrentarme a la certidumbre de que
acabaría unida a un retrasado mental. Además, si a Maurice le
gustaba mi hermana, era inevitable que yo podría asociarme a
su trabajo con los rayos X sobre el ADN. El hecho de que Mau-
rice se excusara y fuera a sentarse solo no me importó. Eviden-
temente, tenía buenos modales y daba por supuesto que yo
deseaba conversar con Elizabeth.
Sin embargo, tan pronto llegamos a Nápoles mis sueños de
gloria se desvanecieron. Maurice se dirigió a su hotel con sólo
un fortuito ademán de despedida. Ni la belleza de mi hermana
ni mi intenso interés por la estructura del ADN le habían atra-
pado. Nuestro futuro no parecía estar en Londres. Así pues,
emprendí viaje a Copenhague con la perspectiva de más bio-
química que evitar.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPITULO V

Olvidé a Maurice, pero no su fotografía del ADN. Era im-


posible apartar de mi mente una clave potencial del secreto de
la vida. El hecho de que yo fuera incapaz de interpretarla no
me preocupaba. Ciertamente, era mejor imaginarme a mí
mismo adquiriendo fama y renombre que convertirme en un
anodino académico que nunca hubiera arriesgado una idea.
También resultaba un estímulo el rumor de que Linus Pauling
había resuelto parcialmente la estructura de las proteínas. La
noticia me llegó en Ginebra, ciudad en la que me había dete-
nido unos días para charlar con el investigador suizo sobre fa-
gos Jean Weigle, que acababa de regresar del Cal Tech, donde
había estado trabajando todo el invierno. Antes de marcharse,
Jean había asistido a la conferencia en que Linus había presen-
tado los resultados de sus investigaciones.
Pauling pronunció su conferencia con su habitual talento
dramático. Sus palabras fluían como si se hubiera dedicado al
teatro toda su vida. Una cortina mantuvo oculto su modelo
hasta casi el final de la conferencia, momento en que Linus
desveló con orgullo su última creación. Entonces, con ojos cen-
telleantes, explicó las características específicas que hacían a
su modelo —la hélice a— particularmente hermoso. Esta ac-
tuación, como todas las suyas, encantó a los estudiantes más
jóvenes que se encontraban entre el público. Linus era único.
La combinación de su prodigiosa inteligencia y de su conta-
giosa sonrisa era invencible. Sin embargo, varios profesores
contemplaron esta actuación con encontrados sentimientos.
Ver a Linus saltar de un lado a otro sobre la mesa de demostra-
ción y moviendo los brazos como un prestidigitador a punto de
sacarse un conejo del zapato, les hacía sentirse incómodos.
¡Habría sido mucho más fácil de aceptar el modelo si Linus,
por lo menos, hubiera mostrado un poco de humildad! Aunque
dijera tonterías, a causa de su inagotable seguridad en sí mismo

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

sus hipnotizados estudiantes no lo sabrían jamás. Muchos de


sus colegas esperaban calladamente el día que se pusiera en
evidencia al cometer un error importante.
Pero Jean no podía decirme entonces si el modelo de Linus
de la hélice a era correcto. Él no era cristalógrafo de rayos X y
no podía juzgar el modelo profesionalmente. Con todo, varios
de sus amigos más jóvenes, especializados en química estruc-
tural, pensaban que la hélice α ofrecía muy buen aspecto. Los
amigos de Jean suponían, por tanto, que Linus debía estar en lo
cierto. Si era así, había realizado una hazaña de extraordinaria
significación. Sería la primera persona en proponer algo sóli-
damente correcto sobre la estructura de una macromolécula de
gran importancia en biología. Era concebible que, al hacerlo,
pudiera presentar un nuevo y sensacional método susceptible
de ser aplicado a los ácidos nucleicos. Sin embargo, Jean no
recordaba nada especial. Lo más que pudo decirme fue que no
tardaría en publicarse una descripción de la hélice a.
Cuando estuve de regreso en Copenhague, había llegado ya
de los Estados Unidos la revista que contenía el artículo de Li-
nus. La leí rápidamente y volví a leerla al instante. La mayor
parte del lenguaje utilizado estaba por encima de mis conoci-
mientos, así que sólo pude obtener una impresión general de su
argumentación. Me era imposible juzgar si tenía validez. De lo
único que estaba seguro era de que estaba escrito con estilo.
Pocos días después, llegó el número siguiente de la revista.
Esta vez contenía siete artículos más de Pauling. También en
ellos el lenguaje era brillante y lleno de figuras retóricas. Un
artículo empezaba con la frase: “El colágeno es una proteína
muy interesante.” Esto me inspiró las primeras palabras del en-
sayo que yo escribiría sobre el ADN, si resolvía su estructura.
Una frase como “los genes son interesantes para los genetistas”
distinguiría mi forma de pensar de la de Pauling.
Empecé a preguntarme dónde podría aprender a resolver las
fotografías hechas mediante difracción de los rayos X. El Cal
Tech no era el lugar adecuado, y Linus era demasiado impor-
tante para perder el tiempo enseñando a un biólogo matemáti-
camente deficiente. Y tampoco quería ser evitado de nuevo por

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Wilkins. Quedaba Cambridge, donde yo sabía que alguien lla-


mado Max Perutz estaba interesado en la estructura de las gran-
des moléculas biológicas, en particular la proteína hemoglo-
bina. Así pues, escribí a Luria explicándole mi pasión recién
descubierta y preguntándole si sabía cómo conseguir mi admi-
sión en el laboratorio de Cambridge. Inesperadamente, resultó
que esto no constituía ningún problema. Poco después de reci-
bir mi carta, Luria acudió a una pequeña reunión que se cele-
braba en Ann Arbor, donde coincidió con el colaborador de
Perutz. John Kendrew, quien por entonces se hallaba en un pro-
longado viaje por los Estados Unidos. Por fortuna, Kendrew
causó una favorable impresión en Luria. Al igual que Kalckar,
poseía un trato afable; además, apoyaba al partido laborista. A
esto se sumaba el hecho de que el laboratorio de Cambridge se
hallaba escaso de personal y Kendrew estaba buscando a al-
guien que se asociara con él en su estudio de la proteína mio-
globina. Luria le aseguró que yo cumpliría perfectamente y, al
instante, me comunicó la buena noticia.
Estábamos entonces a primeros de agosto, y faltaba un mes
para que expirase mi beca. Eso quería decir que no podía de-
morar por más tiempo el comunicar a Washington mi cambio
de planes. Decidí esperar hasta que fuera admitido oficialmente
en el laboratorio de Cambridge. Siempre existía la posibilidad
de que algo saliera mal. Parecía, pues, prudente retrasar la em-
barazosa carta hasta que pudiese hablar personalmente con Pe-
rutz y explicarle con mucho más detalle lo que esperaba con-
seguir en Inglaterra. Sin embargo, no me marché en seguida de
Copenhague. Volví al laboratorio de Ole, y en él seguí reali-
zando experimentos que resultaban divertidos. Por otra parte,
no deseaba estar fuera de allí durante la Conferencia Interna-
cional sobre Poliomielitis que se iba a celebrar en breve y que
había de reunir en Copenhague a varios investigadores de fa-
gos. Max Delbrück figuraba entre los participantes y, toda vez
que era profesor en el Cal Tech, quizá tuviese más noticias so-
bre el reciente método de Pauling.
Sin embargo. Delbrück no me proporcionó ninguna nueva
luz sobre el particular. La hélice ex, aun cuando fuese correcta,

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

no había proporcionado ningún avance en el campo de la bio-


logía. A Delbrück parecía aburrirle mucho hablar del tema. Ni
siquiera mi información de que existía una buena fotografía a
rayos X del ADN suscitó ningún comentario en él. Pero yo no
tuve oportunidad de sentirme deprimido por la característica
brusquedad de Delbrück, pues el congreso sobre la poliomieli-
tis constituyó un éxito sin igual. Desde el momento en que lle-
garon los varios centenares de delegados, el champaña, propor-
cionado en parte con dólares americanos, comenzó a correr con
abundancia, ayudando a levantar las barreras internacionales.
Todas las noches, a lo largo de una semana, tenían lugar recep-
ciones, banquetes y excursiones a los bares del puerto.
Era mi primer contacto con la alta sociedad, vinculada en
mi mente con la decadente aristocracia europea. Una impor-
tante verdad se estaba abriendo paso en mi cabeza: la vida de
un científico podía ser interesante no sólo intelectualmente,
sino también socialmente. Marché a Inglaterra con un exce-
lente estado de ánimo.

― 33 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO VI

Cuando me presenté poco después de comer, Max Perutz


estaba en su despacho. John Kendrew se hallaba aún en Esta-
dos Unidos, pero se esperaba mi llegada. Una breve carta de
John informaba que un biólogo americano podría trabajar con
él durante todo el año siguiente. Expliqué que ignoraba el mé-
todo de difracción de los rayos X. pero Max me tranquilizó en
seguida. Me aseguró que no precisaría de un alto nivel mate-
mático: tanto él como John eran químicos de formación. Todo
cuanto necesitaba hacer era leer un texto sobre cristalografía, y
así podría comprender suficientemente la teoría como para em-
pezar a tomar fotografías con rayos X. Como ejemplo, Max me
habló de su sencilla idea para comprobar la hélice a de Pauling:
le había bastado un solo día para comprender qué fotografía
debía tomar para confirmar la predicción de Pauling. Pero a mí
me era imposible seguir los razonamientos de Max. Ignoraba
incluso la ley de Bragg, la más fundamental de todas las leyes
cristalográficas.
Luego salimos a dar una vuelta en busca de posibles aloja-
mientos para mí. Cuando Max se dio cuenta de que yo había
ido directamente de la estación al laboratorio y que no había
visto aún ninguno de los edificios de la Universidad, modificó
nuestro rumbo para llevarme por los jardines del King's y por
el gran patio del Trinity. En mi vida había visto edificios tan
bellos, y toda vacilación que hubiera podido sentir para aban-
donar mi segura vida como biólogo se desvaneció. Sólo llegué
a sentirme algo deprimido cuando atisbé en el interior de varias
casas húmedas en las que estaban alojadas las habitaciones de
los estudiantes. Sabía por las novelas de Dickens que yo no
sufriría un destino que los ingleses se negaban a sí mismos. De
hecho, me consideré muy afortunado cuando encontré una ha-
bitación en una casa de dos pisos en Jesus Green, un emplaza-
miento soberbio, a menos de diez minutos a pie del laboratorio.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

A la mañana siguiente volví al Cavendish, ya que Max que-


ría que conociera a sir Lawrence Bragg. Cuando Max telefoneó
al piso superior para decir que yo estaba allí, sir Lawrence bajó
de su despacho, me dejó balbucear unas cuantas palabras, y
luego se retiró para sostener una conversación privada con
Max. Pocos minutos después, vinieron a darme su permiso for-
mal para trabajar bajo la dirección de Bragg. El acto fue inequí-
vocamente británico, y llegué a la conclusión de que la figura
de Bragg, con sus blancos bigotes, pasaba ahora la mayor parte
de su tiempo sentado en los clubs de Londres.
Entonces no se me ocurrió la idea de que más adelante en-
traría en contacto con aquella aparente curiosidad del pasado.
Pese a su indiscutible reputación, Bragg había desarrollado su
Ley poco antes de la Primera Guerra Mundial, por lo que su-
ponía que debía estar retirado y que nunca se preocuparía de
los genes. Di cortésmente las gracias a sir Lawrence por acep-
tarme y le dije a Max que volvería al cabo de tres semanas para
el comienzo del curso en octubre. Regresé a Copenhague a re-
coger mis escasos efectos personales y contarle a Herman mi
buena suerte de poder convertirme en cristalógrafo. Herman se
mostró muy cooperador. Envió una carta al centro de concesión
de becas de Washington en la que expresaba su total respaldo
a mi cambio de planes. Al mismo tiempo, yo escribí a Wash-
ington una carta notificando que mis experimentos bioquími-
cos sobre la reproducción de los virus carecían de un interés
verdaderamente profundo. Deseaba abandonar la bioquímica
convencional, la cual consideraba incapaz de suministrar la ex-
plicación del funcionamiento de los genes. Les decía que ahora
sabía que la cristalografía basada en los rayos X era la clave de
la genética. Solicitaba la aprobación de mis planes para trasla-
darme a Cambridge, a fin de poder trabajar en el laboratorio de
Perutz e instruirme en la investigación cristalográfica.
No veía motivo para permanecer en Copenhague hasta que
llegara el permiso. Hubiera sido absurdo quedarme allí per-
diendo el tiempo. Maaløe se había marchado la semana anterior
para pasar un año en el Cal Tech, y mi interés por el tipo de
bioquímica al que se dedicaba Herman era nulo. Formalmente,
abandonar Copenhague era desde luego ilegal. Aunque, por

― 35 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

otra parte, mi petición no podía ser rechazada. Todo el mundo


conocía la inestable situación de Herman, y la oficina de Wa-
shington debía de haber estado preguntándose cuánto tiempo
permanecería en Copenhague. Notificar la ausencia de Herman
de su laboratorio no sólo habría sido poco elegante, sino tam-
bién innecesario.
Naturalmente, yo no estaba preparado para recibir una carta
denegando el permiso. Diez días después de mi regreso a Cam-
bridge, Herman me transmitió la deprimente noticia, que había
sido enviada a mi dirección de Copenhague. El Consejo de Be-
cas no aprobaba mi traslado a un laboratorio para trabajar en
una especialidad para la cual carecía de preparación. Se me su-
gería que reconsiderara mis planes, ya que no estaba cualifi-
cado para realizar trabajos cristalográficos. No obstante, el
Consejo de Becas acogería favorablemente una propuesta de
traslado al laboratorio de fisiología celular de Caspersson, en
Estocolmo.
La causa del problema estaba perfectamente clara. El pre-
sidente del Consejo no era ya Hans Clarke, un bioquímico
amigo de Herman que se disponía entonces a retirarse de Co-
lumbia. Mi carta había ido a parar a un nuevo presidente, el
cual se tomaba un interés más activo en dirigir a los jóvenes.
Le irritaba que yo me hubiera tomado la libertad de negar mis
supuestas dotes en el campo de la bioquímica. Escribí a Luria
para que me ayudase. Entre Luria y el nuevo presidente existía
cierta amistad, y quizá cuando mi decisión fuese situada en su
adecuada perspectiva él cambiaría la suya.
Al principio, surgieron indicios de que la intervención de
Luria podría producir una vuelta a la razón. Cuando llegó una
carta de Luria en la que sugería que la situación podría aliviarse
si aparentábamos mostrarnos sumisos, me sentí animado. Yo
debía escribir una carta a Washington explicando que el prin-
cipal motivo de mi deseo de estar en Cambridge lo constituía
la presencia de Roy Markham, un bioquímico inglés que traba-
jaba con virus parásitos de plantas. Cuando entré en el despa-
cho de Markham y le dije que podía disponer de un estudiante
modelo que nunca le molestaría abarrotando su laboratorio con

― 36 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

aparatos experimentales, éste recibió la propuesta con indife-


rencia. Consideró el proyecto como un ejemplo perfecto de la
incapacidad de los americanos para saber comportarse. Sin em-
bargo, prometió colaborar con aquel absurdo.
Con la seguridad de que Markham no me delataría, escribí
una larga y humilde carta a Washington poniendo de relieve el
gran provecho que podría obtener de la presencia conjunta de
Perutz y Markham. Al final de la carta, decidí que lo honrado
sería comunicar oficialmente la noticia de que me encontraba
en Cambridge y de que permanecería allí hasta que fuese to-
mada una decisión. Con todo, el nuevo presidente en Washing-
ton se mantenía en sus trece. Esto se vio claro cuando la carta
de respuesta fue dirigida al laboratorio de Herman. El Consejo
de Becas estaba considerando mi caso, y se me informaría una
vez se adoptara una decisión. Así pues, no me pareció prudente
cobrar mis cheques, que continuaban siendo enviados a Copen-
hague a primeros de cada mes.
Por suerte, la posibilidad de que durante el año siguiente no
se me subvencionara por trabajar sobre el ADN resultaba fas-
tidiosa, pero no fatal. El estipendio de la beca que había reci-
bido por estar en Copenhague —tres mil dólares— era tres ve-
ces más de lo que había necesitado para vivir como un acomo-
dado estudiante danés. Aunque tuviera que pagar dos elegantes
vestidos que adquirió mi hermana en París, me quedarían unos
mil dólares, cantidad suficiente para un año de estancia en
Cambridge. Mi patrona de Jesus Green colaboró también: me
expulsó antes de que transcurriera un mes. Mi principal delito
era no quitarme los zapatos cuando entraba en la casa después
de las nueve de la noche, hora a la que se acostaba su marido.
También, en ocasiones olvidaba la prohibición de no hacer fun-
cionar la bomba del inodoro a semejantes horas y, lo que era
aún peor, salía después de las diez de la noche. A esa hora no
había nada abierto en Cambridge, y mis motivos resultaban
sospechosos. John y Elizabeth Kendrew acudieron en mi ayuda
con la oferta de una pequeña habitación en su casa de Tennis
Court Road por un módico alquiler. La habitación era increí-
blemente húmeda, y toda su calefacción se reducía a un solo y
anticuado radiador eléctrico. Sin embargo, acepté en seguida el

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

ofrecimiento. Aunque parecía una abierta invitación a la tu-


berculosis, vivir con personas amigas era infinitamente prefe-
rible a cualquier otro alojamiento que pudiera encontrar en fe-
cha ya tan tardía. Por eso, sin el menor reparo, decidí quedarme
en Tennis Court Road hasta que mi situación económica mejo-
rase.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO VII

Desde mi primer día en el laboratorio, comprendí que no


abandonaría Cambridge en mucho tiempo. Sería una estupidez
marcharme, pues en seguida había descubierto lo divertido que
resultaba conversar con Francis Crick. Era una verdadera
suerte encontrar en el laboratorio de Max a alguien que supiese
que el ADN era más importante que las proteínas. Además,
constituía un gran alivio no pasarse todo el tiempo aprendiendo
las técnicas de análisis por medio de los rayos X. Nuestras con-
versaciones a la hora del almuerzo se centraron rápidamente en
cómo se combinaban los genes. Pocos días después de mi lle-
gada, comprendimos lo que debíamos hacer: imitar a Linus
Pauling y derrotarle en su propio terreno.
El éxito de Pauling con la cadena polipéptida había suge-
rido a Francis la posibilidad de que seguir los mismos pasos
diera resultado con el ADN. Pero mientras nadie de los que allí
se encontraban pensara que el ADN estaba en el centro de todo,
sus dificultades personales en el laboratorio del King’s le im-
pedían entrar en acción. Por otra parte, aunque la hemoglobina
no fuese el centro del Universo, los dos años que Francis había
pasado en el Cavendish no habían sido estériles en modo al-
guno. Surgían a cada paso problemas más que suficientes que
necesitaban la presencia de alguien con afición a la teoría. Pero
ahora, conmigo en el laboratorio deseando hablar siempre de
genes, Francis ya no relegaba sus pensamientos sobre el ADN
a un segundo plano. Aun así, no tenía intención de abandonar
su interés por los demás problemas del laboratorio. A nadie le
importaría que dedicara sólo unas cuantas horas a la semana al
ADN, si con ello me ayudaba a resolver un importante pro-
blema.
Como consecuencia, John Kendrew no tardó en compren-
der que era improbable que yo pudiera ayudarle a resolver la
estructura de la mioglobina. Como él era incapaz de producir

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

grandes cristales de mioglobina de caballo, pensó, al principio,


que quizá yo tuviera más destreza. Sin embargo, resultaba fácil
ver que mis manipulaciones de laboratorio eran menos hábiles
que las de un químico suizo. Unos quince días después de mi
llegada a Cambridge, nos dirigimos al matadero local con el fin
de conseguir un corazón de caballo para un nuevo preparado
de mioglobina. Si teníamos suerte, el deterioro de las molécu-
las de mioglobina que impedía la cristalización podría evitarse
congelando inmediatamente el corazón del ex caballo de carre-
ras. Pero mis subsiguientes intentos para conseguir la cristali-
zación no tuvieron más éxito que los de John. En cierto sentido,
casi me sentí aliviado. Si lo hubiera conseguido, John podría
haberme dedicado a tomar fotografías con rayos X.
Ningún obstáculo me impedía, pues, conversar con Francis
varias horas al día. Teorizar durante todo el tiempo era dema-
siado, incluso para Francis, y, a menudo, cuando se atascaba
con sus ecuaciones, solía sondear mis conocimientos sobre fa-
gos. En otros momentos. Francis se esforzaba por llenar mi ce-
rebro de datos cristalográficos, que de otro modo sólo habría
podido obtener mediante una trabajosa lectura de las publica-
ciones profesionales. De particular importancia eran los argu-
mentos exactos necesarios para comprender cómo había des-
cubierto Pauling la hélice α.
No tardé en aprender que el logro de Pauling era producto
del sentido común, y no resultado de un complicado razona-
miento matemático. Pauling incluía a veces ecuaciones en su
argumentación, pero en la mayoría de los casos habrían bastado
las palabras. La clave del éxito de Linus radicaba en su con-
fianza en las sencillas leyes de la química estructural. La hélice
α no habría sido descubierta con sólo el estudio de las fotogra-
fías mediante rayos X; en lugar de ello, el procedimiento esen-
cial era preguntar qué átomos se situarían uno junto a otro. En
vez de lápiz y papel, los principales instrumentos de trabajo
eran un conjunto de modelos moleculares que se asemejaban a
los juguetes de los niños en edad preescolar.
Pudimos ver así que no había razón por la cual no hubiéra-
mos de resolver el ADN de la misma manera. Todo cuanto te-

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

níamos que hacer era construir un conjunto de modelos mole-


culares y empezar a jugar; con un poco de suerte, la estructura
formaría una hélice. Cualquier otro tipo de configuración sería
mucho más complejo. Habría sido una estupidez preocuparse
buscando estructuras complicadas antes de excluir la posibili-
dad de que la solución fuera sencilla. Pauling nunca llegó a
ninguna parte buscando complicaciones.

Un breve fragmento de ADN tal como fue imaginado por el grupo de investi-
gación de Alexander Todd en 1951. Se pensaba que todos los eslabones inter-
nucleótidos eran enlaces fosfodiéster que unían el átomo de carbono n.° 5 de
un azúcar con el átomo de carbono n.° 3 del azúcar del nucleótido adyacente.
En su calidad de químicos orgánicos, les interesaba la forma en que se unían
los átomos, dejando para los cristalógrafos el problema de la disposición en
tres dimensiones de los átomos.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Desde nuestras primeras conversaciones, supusimos que la


molécula del ADN contenía un gran número de nucleótidos en-
lazados linealmente en una forma regular. También aquí nues-
tro razonamiento se basaba en parte en la simplicidad. Aunque
los químicos orgánicos del próximo laboratorio de Alexander
Todd consideraban ésta como la disposición básica, se hallaban
aún muy lejos de demostrar químicamente que todos los enla-
ces intemucleótidos eran idénticos. Pero si éste no era el caso,
no podíamos ver cómo se reunían las moléculas de ADN para
formar los agregados cristalinos estudiados por Maurice Wil-
kins y Rosalind Franklin. Así pues, so pena de encontrar blo-
queado todo futuro progreso, lo mejor era considerar la cadena
azúcar-fosfato como extremadamente regular y buscar una
configuración tridimensional helicoidal en la que todos los gru-
pos medulares tuvieran idéntico entorno químico.
En seguida nos dimos cuenta de que la solución del ADN
podría ser más complicada que la hélice a de las proteínas. En
la hélice α, una sola cadena polipéptida (una cadena formada
por gran número de aminoácidos) se enrolla en una disposición
helicoidal aglutinada mediante enlaces de hidrógeno entre gru-
pos de la misma cadena. Sin embargo, Maurice había dicho a
Francis que el diámetro de la molécula de ADN era más grueso
de lo que sería si sólo estuviera presente una única cadena po-
linucleótida (una cadena formada por muchos nucleótidos).
Esto le hacía pensar que la molécula de ADN era una hélice
compuesta, formada de varias cadenas polinucleótidas arrolla-
das una en tomo a la otra. Si esto era cierto, antes de comenzar
en serio la construcción del modelo era preciso decidir si las
cadenas estarían unidas por enlaces de hidrógeno o por enlaces
iónicos que afectaran a los grupos de fosfatos, de carga nega-
tiva.
Una nueva complicación dimanaba del hecho de que exis-
tían cuatro tipos de nucleótidos en el ADN. En ese sentido, el
ADN no era una molécula regular, sino sumamente irregular.
Sin embargo, los cuatro nucleótidos no eran completamente di-
ferentes, pues cada uno contenía los mismos componentes de
azúcar y fosfato. Su singularidad radicaba en sus bases nitro-

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

genadas, que eran o una purina (adenina o guanina) o una piri-


midina (citosina o timina). Pero, puesto que los enlaces entre
los nucleótidos afectaban sólo a los grupos fosfato y azúcar, no
era tan aventurada nuestra suposición de que el mismo tipo de
enlace químico unía a todos los nucleótidos. Así pues, al cons-
truir los modelos, postularíamos que la cadena azúcar-fosfato
era muy regular, y el orden de bases, muy irregular. Si las se-
cuencias de bases eran siempre las mismas, todas las moléculas
de ADN serían idénticas y no existiría la variabilidad que debía
distinguir un gen de otro.

Las estructuras químicas de las cuatro bases de ADN, tal como solían ser re-
presentadas hacia 1951. Debido a que los electrones de los anillos hexagonales
y pentagonales no están localizados, cada base tiene una forma plana, con un
espesor de 3,4 angstroms.

― 43 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Aunque Pauling había obtenido la hélice a basándose en


otras consideraciones, conocía la existencia de los datos pro-
porcionados por los rayos X, y los había tenido en cuenta. Co-
nociendo tales datos, quedaban rápidamente descartadas una
gran variedad de posibles configuraciones tridimensionales
para la cadena polipéptida. Los datos exactos de los rayos X
deberían ayudamos a progresar mucho más deprisa con los mo-
delos de ADN que fuéramos construyendo. El mero examen de
las placas a rayos X del ADN impediría gran número de puntos
de partida erróneos. Por fortuna, existía ya una fotografía bas-
tante buena en los trabajos publicados. Había sido tomada
cinco años antes por el cristalógrafo inglés W. T. Astbury, y
podía ser utilizada como punto de partida. Sin embargo, la po-
sesión por parte de Maurice de fotografías mucho mejores po-
dría ahorrarnos de seis meses a un año de trabajo, aunque no
podía soslayarse el doloroso hecho de que las fotografías per-
tenecían a Maurice.
No había más remedio, pues, que hablar con él. Para nuestra
sorpresa, Francis no tuvo dificultad en persuadir a Maurice
para que viniera a Cambridge a pasar un fin de semana. Y no
hubo necesidad de forzar a Maurice a la conclusión de que la
estructura era una hélice. No sólo era la suposición lógica, sino
que Maurice ya la había expuesto en una reunión en Cambridge
durante el verano. Unas seis semanas antes de mi llegada, había
mostrado fotografías del ADN que revelaban una marcada au-
sencia de reflexiones en el meridiano. Esta era una caracterís-
tica que su colega, el teórico Alex Stokes, le había dicho que
era compatible con una hélice. Dada esta conclusión, Maurice
sospechaba que para construir la hélice se utilizaban tres cade-
nas polinucleótidas.
Sin embargo, no compartía nuestra creencia de que el mé-
todo de Pauling de construir modelos moleculares resolvería
rápidamente la estructura del ADN, al menos no hasta que se
obtuvieran más resultados por medio de los rayos X. En lugar
de esto, la mayor parte de nuestra conversación se centró en
Rosalind Franklin. Se estaban produciendo con ella más difi-
cultades que nunca. Ahora, insistía en que ni siquiera el propio
Maurice debía tomar más fotografías con rayos X del ADN. Al

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

tratar de llegar a un acuerdo con Rosy, Maurice había hecho un


mal negocio. Le había cedido el ADN cristalino utilizado en su
trabajo original para que lo estudiara ella, y había accedido a
limitar sus estudios a otro ADN, que después encontró que no
cristalizaba.
Se había llegado a un punto en que Rosy ni siquiera comu-
nicaba a Maurice sus resultados más recientes. Lo más pronto
que Maurice podría saber cómo estaban las cosas era tres se-
manas más tarde, a mediados de noviembre. En esas fechas,
Rosy tenía previsto dar una conferencia sobre su trabajo de los
seis últimos meses. Naturalmente, me sentí muy complacido
cuando Maurice dijo que yo sería bien recibido en la conferen-
cia de Rosy. Por primera vez, tenía un verdadero estímulo para
aprender cristalografía: no quería que las palabras de Rosy no
estuvieran a mi alcance debido a mi bajo nivel de comprensión.

― 45 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPITULO VIII

De pronto, antes de que transcurriera una semana, el interés


de Francis por el ADN cesó casi por completo. La causa fue su
decisión de acusar a un colega de ignorar deliberadamente sus
ideas, y la acusación se dirigía nada menos que a su profesor.
Esto sucedió un sábado por la mañana, poco antes de transcu-
rrido un mes desde mi llegada. El día anterior, Max Perutz ha-
bía entregado a Francis un manuscrito firmado por sir La-
wrence y él sobre la constitución de la molécula de hemoglo-
bina. Al leer su contenido, Francis se puso furioso, pues ob-
servó que parte de la argumentación se apoyaba en una teoría
que é, había propuesto hacía unos nueve meses. Y lo que era
peor, Francis recordaba haberla proclamado con entusiasmo
ante todos los miembros del laboratorio. Sin embargo, su apor-
tación no había sido reconocida. Casi en seguida, después de
contar a Max y a John Kendrew el ultraje, se precipitó en el
despacho de Bragg para pedir una explicación, sino una ex-
cusa. Mas, para entonces, Bragg estaba ya en casa, y Francis
tuvo que esperar hasta el día siguiente. Por desgracia, este re-
traso no hizo más afortunada la confrontación.
Sir Lawrence negó lisa y llanamente todo conocimiento
previo de los esfuerzos de Francis, y éste le recriminó su actitud
de utilizar clandestinamente las ideas de otro científico. A
Francis le resultaba imposible creer que Bragg hubiera podido
ignorar su teoría, y no dejó de decírselo. Era imposible conti-
nuar por más tiempo la conversación, y en menos de diez mi-
nutos Francis salió del despacho del profesor.
Para Bragg, este encuentro significó el fin de sus relaciones
con Crick. Varias semanas antes, Bragg había entrado en el la-
boratorio sumamente excitado por una idea que se le había ocu-
rrido la noche anterior, una idea que él y Perutz incorporaron
más tarde a su trabajo. Mientras se la estaba explicando a Pe-
rutz y Kendrew. Crick acertó a unirse al grupo. Con gran enojo

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

por parte de Bragg. Francis no aceptó de inmediato la teoría,


sino que declaró que comprobaría si tenía o no razón. En este
punto, Bragg había montado en cólera, y, completamente alte-
rado, había regresado a su casa, a buen seguro para contar a su
mujer la última extravagancia de Crick.
Francis, de vuelta al laboratorio, manifestó sus temores de
que esta reciente disputa significara un desastre para su trabajo.
Bragg, al despedirle de su despacho, le había dicho irritado que
consideraría seriamente si podría seguir dando a Francis un
puesto en el laboratorio una vez terminase su curso de docto-
rado. Francis se mostraba preocupado por la posibilidad de te-
ner que buscarse pronto un nuevo puesto. Nuestra comida en
el Eagle, la cervecería en que solíamos almorzar, se desarrolló
en un ambiente tenso, sin las habituales y bulliciosas risas.
Su preocupación no carecía de fundamento. Aunque cono-
cía su propia valía, no podía acreditar ningún claro logro cien-
tífico, y aún estaba sin su doctorado. Hijo de una familia de la
clase media, Francis había sido enviado a estudiar a Mili Hill.
Después estudió física en el University College de Londres, y
había comenzado a trabajar en un grado avanzado cuando es-
talló la guerra. Como casi todos los demás científicos ingleses,
se sumó al esfuerzo bélico y formó parte de la organización
científica del Almirantazgo. Allí trabajó intensamente, y aun-
que muchos se lamentaban de su incesante conversación, había
ante todo una guerra que ganar y él resultaba muy valioso para
producir ingeniosas minas magnéticas. Sin embargo, cuando la
guerra terminó, varios de sus colegas no vieron razón para te-
nerle allí siempre, y durante cierto tiempo vivió con el conven-
cimiento de que no tenía ningún porvenir en los departamentos
científicos de la Administración.
Además, había perdido todo deseo de continuar con la fí-
sica y, en su lugar, decidió probar con la biología. Con la ayuda
del fisiólogo A. V. Hill, obtuvo una pequeña beca para trabajar
en Cambridge en el otoño de 1947. Al principio, se dedicó por
entero a la biología en el Strangeways Laboratory, pero Francis
no lo consideró importante y dos años más tarde se trasladó al
Cavendish, donde se unió a Perutz y Kendrew. Aquí recuperó

― 47 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

su interés por la ciencia y decidió que, quizás, acabaría consi-


guiendo el doctorado. Así, pues, se matriculó como estudiante
investigador del Caius College, bajo la dirección de Max. En
cierto sentido, la meta del doctorado resultaba un fastidio para
una mente que trabajaba demasiado deprisa para sentirse satis-
fecha con el tedio inherente a la investigación de tesis. Pero,
por otra parte, su decisión había producido un dividendo im-
previsto: en aquel momento de crisis, no podía ser despedido
antes de obtener su título.
Max y John acudieron en seguida en favor de Francis e in-
tercedieron por él ante Bragg. John confirmó que Francis había
expuesto previamente las bases de la teoría motivo de discu-
sión, y Bragg reconoció que la misma idea se les había ocurrido
independientemente. Para entonces, Bragg ya se había cal-
mado, y se dejó de lado la posibilidad de que Crick tuviera que
marcharse. Pero mantenerle en su puesto no resultó fácil para
Bragg. Un día, en un momento de desesperación, reveló que
cuando oía a Crick le zumbaban los oídos. Además, seguía sin
estar convencido de que Crick resultara necesario. Llevaba ya
treinta y cinco años sin dejar de hablar, y aún no había expuesto
nada de verdadero valor.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO IX

Una nueva oportunidad de teorizar no tardó en devolver a


Francis a su estado normal. Varios días después del incidente
con Bragg, el cristalógrafo V. Vand envió una carta a Max, en
la que le exponía una teoría acerca de la difracción de los rayos
X por moléculas helicoidales. En aquel momento, las hélices
constituían el centro del interés del laboratorio, en gran parte a
causa de la hélice α de Pauling. Sin embargo, faltaba aún una
teoría general para comprobar nuevos modelos, así como para
confirmar los detalles de la hélice a. Y esto es lo que Vand es-
peraba lograr mediante su teoría.
Francis encontró en seguida un grave fallo en los esfuerzos
de Vand. Y excitado por el deseo de hallar la verdadera teoría,
se precipitó escaleras arriba para hablar con Bill Cochran, un
menudo y silencioso escocés, a la sazón profesor de cristalo-
grafía en el Cavendish. Bill era el más inteligente de los jóve-
nes radiólogos que trabajaban en Cambridge y, aunque su tra-
bajo no versaba sobre las grandes macromoléculas biológicas,
siempre suministraba la más sagaz piedra de toque para las fre-
cuentes hipótesis de Francis. Cuando Bill decía que una idea
era errónea o que no conduciría a ninguna parte. Francis podía
estar seguro de que no existían los más mínimos celos profe-
sionales en ello. Esta vez, sin embargo, Bill no expresó ningún
escepticismo, ya que también había encontrado fallos por su
cuenta en la teoría de Vand y había empezado a preguntarse
cuál era la solución conecta. Durante varios meses, Max y
Bragg le habían estado asediando para que desarrollase la teo-
ría helicoidal, pero él aún no había hecho nada al respecto.
Ahora, presionado por Francis, comenzó a considerar seria-
mente cómo deberían establecerse las ecuaciones.
Durante el resto de la mañana, Francis permaneció en silen-
cio, absorto en sus ecuaciones matemáticas. Durante el al-
muerzo en el “Eagle” le sobrevino un violento dolor de cabeza,

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

y se fue a su casa en vez de regresar al laboratorio. Pero estarse


sentado delante de su estufa de gas sin hacer nada le aburría, y
se dedicó de nuevo a sus ecuaciones. Para su satisfacción, no
tardó en ver que había encontrado la solución. No obstante, in-
terrumpió su trabajo, pues él y su mujer, Odile, estaban invita-
dos a una degustación de vinos en “Matthews”’, uno de los me-
jores comercios en vinos de Cambridge. Durante varios días
había acariciado la idea de ir a probar los vinos. La invitación
significaba que era aceptado por el grupo más elegante y diver-
tido de Cambridge y le permitía olvidar el hecho de que no era
apreciado por necios y pomposos profesores.
El y Odile vivían entonces en “Green Door”, un pequeño y
barato piso situado en lo alto de una casa de varios siglos de
antigüedad emplazada en Bridge Street, frente al St. John’s Co-
llege. Disponían sólo de dos habitaciones relativamente am-
plias, un cuarto de estar y un dormitorio. Todas las demás, in-
cluyendo la cocina, en la que la bañera era el objeto más grande
y visible, eran minúsculas. Pero, pese a la estrechez, su gran
encanto, magnificado por el sentido altamente decorativo de
Odile, le daba un aire alegre, si no juguetón.
Allí percibí por primera vez la vitalidad de la vida intelec-
tual inglesa, que tan completamente ausente estuviera durante
mis días iniciales en mi habitación de estilo Victoriano en Jesus
Green.
Llevaban casados tres años. El primer matrimonio de Fran-
cis no había durado mucho tiempo, y un hijo habido en el
mismo, Michael, estaba a cargo de la madre y la tía de Francis.
Había vivido solo durante varios años hasta que Odile, cinco
años más joven que él, llegó a Cambridge y avivó su rebelión
contra la insipidez de las clases medias, que se complacían en
inocentes diversiones tales como la navegación a vela y el te-
nis, hábitos particularmente inadecuados para la conversación
social. Ni la política ni la religión le ofrecían ningún interés.
Esta última era, evidentemente, un error de generaciones pasa-
das, que Francis no veía razón para perpetuar. Pero estoy me-
nos seguro de su absoluta falta de entusiasmo por las cuestiones
políticas. Quizá se debía a la guerra, cuyo honor no quería ol-
vidar. En cualquier caso, The Times no estaba presente en el

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

desayuno, y se prestaba más atención al Vogue, la única revista


a la que estaban suscritos y sobre la que Francis podía conver-
sar largamente.
Por entonces, yo solía ir con frecuencia a cenar a “Green
Door”. Francis se mostraba siempre deseoso de continuar nues-
tras conversaciones, mientras yo aprovechaba con gusto cual-
quier oportunidad para escapar de la miserable comida inglesa
que, día a día, me hacía preguntarme si acabaría teniendo una
úlcera. La madre de Odile, de origen francés, le había transmi-
tido un total desprecio hacia el modo en que la mayoría de los
ingleses comen y se alojan, totalmente carente de imaginación.
Así pues, Francis no tenía motivos para envidiar a aquellos co-
legas cuyas comidas en los “colleges” eran innegablemente
mejores que las monótonas mezcolanzas totalmente insípidas
hechas por sus esposas, a base de patatas cocidas, verduras in-
coloras y menudencias típicas. La cena era siempre alegre, en
especial después que el vino hacía recaer invariablemente la
conversación sobre las chicas de Cambridge.
El entusiasmo de Francis por las muchachas no tenía lími-
tes, es decir, siempre que mostraran cierta vitalidad o se distin-
guieran en algún aspecto que permitiera chismorreo y diver-
sión. De joven había tratado con pocas mujeres, y sólo ahora
estaba descubriendo el luminoso centelleo que comunicaban a
la vida. A Odile, esta predilección no le importaba. Compren-
día que ello acompañaba, y probablemente coadyuvaba, a la
emancipación de su educación de Northampton. Hablaban mu-
cho del mundo un tanto artista y artesano en que Odile se movía
y al que, con frecuencia, eran invitados. Ningún aconteci-
miento importante era mantenido fuera de nuestras conversa-
ciones, y mostraba igual satisfacción en hablar de sus ocasio-
nales errores. Uno de ellos tuvo lugar en el transcurso de un
baile de disfraces, al que acudió vestido de George Bernard
Shaw, con una larga barba roja. Nada más entrar, comprendió
que había cometido una terrible equivocación, ya que a nin-
guna de las muchachas le agradaría ser cosquilleada por los hú-
medos y ásperos pelos cuando él intentara besarlas.
Pero a la degustación de vinos no había asistido ninguna
muchacha. Para desolación suya y de Odile, los asistentes eran

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

profesores de Universidad que se regodeaban hablando de los


penosos problemas administrativos que les afligían. Regresa-
ron temprano a casa, y Francis, que apenas había bebido,
reanudó sus ecuaciones.
A la mañana siguiente, llegó a, laboratorio y presentó sus
resultados a Max y John. Pocos minutos después, Bill Cochran
entró en su despacho, y Francis repitió su relato. Pero, antes de
que pudiera desarrollar su argumentación, Bill le dijo que él
también creía haber encontrado la solución. Se apresuraron a
repasar sus razonamientos y se dieron cuenta de que Bill había
utilizado una elegante deducción, a diferencia del procedi-
miento de Francis, más laborioso. Sin embargo, descubrieron
con júbilo que ambos habían llegado a la misma solución.
Comprobaron cuidadosamente la hélice α mediante la inspec-
ción visual de los diagramas a rayos X de Max. La coincidencia
era tan buena que tanto el modelo de Linus como la teoría de
ellos tenían que ser correctos.
A los pocos días quedó preparado un cuidado manuscrito,
que fue enviado a Nature. Al mismo tiempo, se envió una copia
a Pauling para que lo estudiara. Este acontecimiento, su primer
éxito indiscutible, fue una señal de triunfo para Francis. Por
una vez, la ausencia de mujeres le había traído buena suerte.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO X

Para mediados de noviembre, cuando tuvo lugar la charla


de Rosy sobre el ADN, yo había aprendido suficiente cristalo-
grafía como para entender gran parte de su conferencia. Y, lo
que era más importante, sabía en qué debía centrar la atención.
Seis semanas de escuchar a Francis me habían hecho compren-
der que el meollo de la cuestión radicaba en la posibilidad de
que las nuevas fotografías con rayos X que Rosy había obte-
nido prestaran algún apoyo en favor de una estructura helicoi-
dal del ADN. Los detalles experimentales realmente relevantes
eran los que podían proporcionar claves para construir modelos
moleculares. No obstante, me bastaron unos minutos de escu-
char a Rosy para darme cuenta de que su decidida mente había
emprendido un rumbo distinto.
Hablaba a un auditorio de unas quince personas, con un es-
tilo rápido y nervioso que armonizaba con la vieja sala, despro-
vista de adornos, en que nos habíamos congregado. En sus pa-
labras no había ni rastro de cordialidad ni frivolidad. Y, sin em-
bargo, no podía considerarla carente por completo de interés.
Por un momento, me pregunté qué aspecto tendría sin gafas y
con un peinado distinto. Con todo, mi principal preocupación
consistía en entender su descripción de las figuras de difracción
de los rayos X.
Los años de cuidadosa y fría instrucción cristalográfica ha-
bían dejado huella en Rosy. No en vano había recibido la rígida
educación de Cambridge. Le parecía totalmente evidente que
la única forma de establecer la estructura del ADN era me-
diante métodos puramente cristalográficos. Como los modelos
atómicos no ejercían ningún atractivo sobre ella, no mencionó
en ningún momento los resultados de Pauling sobre la hélice a.
La idea de utilizar modelos como juguetes para resolver estruc-
turas bioquímicas era, a todas luces, un último recurso. Desde
luego. Rosy conocía el éxito de Linus, pero no veía ninguna

― 53 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

buena razón para imitar sus métodos. La medida de sus pasados


triunfos era, en sí misma, razón suficiente para actuar de modo
distinto: sólo un genio de su talla podía jugar como un chiquillo
de diez años y obtener encima la solución correcta.
Rosy consideraba su charla como un informe preliminar
que, por sí solo, no probaría nada fundamental acerca del ADN.
Los hechos establecidos vendrían sólo cuando se hubieran
reunido más datos que pudieran permitir el desarrollo de los
análisis cristalográficos hasta una fase más compleja. Su escep-
ticismo en cuanto a lograr resultados inmediatos era compar-
tido por el pequeño grupo de personal de laboratorio que asistió
a la conferencia. Nadie más suscitó la posibilidad de utilizar
modelos moleculares para resolver la estructura. El propio
Maurice sólo formuló varias preguntas de naturaleza técnica.
La discusión cesó pronto. Las expresiones en los rostros de los
asistentes indicaban que no tenían nada que añadir o que, de
decir algo, no sería más que una repetición de lo anteriormente
expuesto. Quizá su renuncia a no querer plantear nuevas posi-
bilidades o, incluso, a mencionar los modelos de Pauling se de-
bía al temor de recibir una áspera réplica por parte de Rosy.
Ciertamente, no era una forma agradable de prepararse para sa-
lir a una oscura y neblinosa noche de noviembre oír a una mujer
decimos que nos abstuviéramos de aventurar una opinión sobre
una materia de la que entendíamos poco. Era una forma infali-
ble de evocar desagradables recuerdos de bachiller.
Después de una breve y, como más tarde advertí, tensa con-
versación con Rosy, Maurice y yo bajamos por el Strand y nos
dirigimos al restaurante Choy, en el Soho. Maurice estaba de
buen humor. De forma lenta y precisa, hizo hincapié en los es-
casos progresos que Rosy había conseguido desde el día en que
llegó al King’s, pese al abundante y complicado análisis cris-
talográfico que había realizado. Aunque sus fotografías con ra-
yos X eran un poco más nítidas que las de él, Rosy era incapaz
de ofrecer resultados más positivos que los que él había conse-
guido. Cierto que había realizado algunas mediciones más de-
talladas del contenido de agua en sus muestras de ADN, pero,
aun así, Maurice abrigaba sus dudas de si realmente estaba mi-
diendo lo que pretendía.

― 54 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Para sorpresa mía, Maurice parecía sentirse estimulado por


mi presencia. El retraimiento que había existido durante nues-
tros primeros contactos en Nápoles se había desvanecido. El
hecho de que yo, un investigador de fagos, considerara que él
estaba haciendo algo importante, resultaba tranquilizador. En
realidad, no le servía de mucho ser alentado por colegas físicos,
pues aun cuando había quienes consideraban sensata su deci-
sión de dedicarse a la biología, no podía confiar en su juicio.
Después de todo, no sabían nada de biología, por lo que era
mejor tomar sus observaciones como mera cortesía e incluso
condescendencia hacia alguien opuesto a la marcha competi-
tiva de la física de la posguerra.
Desde luego, Maurice recibía una activa y muy necesaria
ayuda de varios bioquímicos. Si no, nunca habría podido entrar
en el juego. Varios de ellos le habían suministrado generosa-
mente muestras de ADN altamente purificado. Ya era bastante
pesado aprender cristalografía para tener que adquirir, además,
las casi mágicas habilidades de un bioquímico. Pero, por otra
parte, la mayoría de ellos no se parecían a los grandes científi-
cos con los que había trabajado en el proyecto de la bomba. A
veces, incluso parecían ignorar la importancia del ADN.
Pero, aun así, sabían más que muchos biólogos. En Ingla-
terra, si no en todas partes, la mayoría de los botánicos y zoó-
logos eran un hatajo de ineptos. Ni siquiera quienes poseían
cátedras universitarias daban la sensación de tomarse el asunto
en serio. Algunos derrochaban sus energías en estériles polé-
micas acerca del origen de la vida o de cómo sabemos que un
hecho científico es correcto. Por otra parte, era imposible obte-
ner un título universitario en biología sin aprender genética, lo
cual no quería decir que los genetistas le deparasen ninguna
ayuda intelectual. Cualquiera habría pensado que con toda su
verborrea sobre los genes se preocuparían realmente por la
cuestión de qué eran. Sin embargo, casi ninguno de ellos pare-
cía tomar en serio la evidencia de que los genes estaban cons-
tituidos por ADN. Este hecho era innecesariamente químico.
Todo cuanto la mayoría de ellos aspiraban en la vida era comu-
nicar a sus alumnos intrincados detalles del comportamiento de

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

los cromosomas, o pronunciar por la radio especulaciones ele-


gantemente formuladas sobre temas tales como el papel del ge-
netista en esta época de transición y cambio de valores.
En estas circunstancias, el conocimiento que el grupo de
científicos que trabajaban sobre los fagos habían adquirido so-
bre el ADN hacía confiar a Maurice que cambiasen los tiempos
y no tuviera que explicar, cada vez que dirigía un seminario,
por qué su laboratorio estaba preocupándose tanto del ADN.
Cuando terminamos de cenar, estaba resuelto a seguir adelante.
Pero, de pronto, Rosy volvió a ser tema de conversación, y la
posibilidad de coordinar los esfuerzos de su laboratorio se des-
vaneció mientras pagábamos la cuenta y salíamos a la oscuri-
dad exterior.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XI

A la mañana siguiente, me reuní con Francis en la estación


de Paddington, Desde allí iríamos a Oxford a pasar el fin de
semana. Francis deseaba hablar con Dorothy Hodgkin, la mejor
de los cristalógrafos ingleses. Yo acogí con agrado la perspec-
tiva de ver Oxford por primera vez. Al subir al tren, Francis
estaba de un humor excelente. La visita le daría la oportunidad
de contar a Dorothy su éxito con Bill Cochran al desarrollar la
teoría de la difracción helicoidal. La teoría resultaba demasiado
elegante para no ser relatada en persona; no abundaba mucha
gente como Dorothy, que fuera lo suficientemente inteligente
como para comprender de inmediato su valor.
Tan pronto como nos acomodamos en nuestro vagón, Fran-
cis empezó a hacerme preguntas sobre la conferencia de Rosy.
Mis contestaciones eran a menudo vagas, y Francis estaba vi-
siblemente enojado por mi costumbre de confiar en mi memo-
ria y no apuntar nunca nada en un papel. En general, si un
asunto me interesaba, podía recordarlo. Esta vez, sin embargo,
tropezábamos con dificultades, porque yo no sabía lo suficiente
de la jerga cristalográfica. En especial, me resultaba imposible
comunicar el contenido exacto de agua de las muestras de ADN
en las que Rosy había realizado sus mediciones. Existía la po-
sibilidad de que estuviera informando mal a Francis en una di-
ferencia de un orden de magnitud.
Se había enviado a escuchar a Rosy a la persona menos ade-
cuada. Si hubiera acudido Francis, no se habría planteado se-
mejante ambigüedad. Era el pago por mostrarnos demasiado
sensibles a la situación, aunque, seguramente, el ver a Francis
reflexionar directamente sobre los frescos datos enunciados
por Rosy en su conferencia hubiera molestado a Maurice. En
cierto sentido, habría sido injusto que ambos tuvieran conoci-
miento de los hechos al mismo tiempo. En verdad, correspon-
día a Maurice la primera oportunidad de familiarizarse con el

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

problema. Por otra parte, no parecía haber ninguna indicación


de que Wilkins pensara que la solución fuera alcanzada por
medio de modelos moleculares. En nuestra conversación de la
noche anterior apenas había aludido a ese método. Existía,
desde luego, la posibilidad de que estuviera reservando algo,
pero era muy improbable: Maurice no era de esa clase de per-
sonas.
Lo único que Francis podía hacer a continuación era con-
centrarse en los datos sobre la cantidad de agua, que era la cosa
más fácil en que pensar. De pronto se le ocurrió una idea que
parecía tener sentido, y empezó a garabatear sobre el reverso
de la hoja final de un manuscrito que había estado leyendo. Yo
no podía comprender qué se proponía Francis y volví a la lec-
tura de The Times, a fin de pasar el rato. Sin embargo, al cabo
de unos minutos, Francis me hizo perder todo interés por el
mundo exterior al decirme que sólo un pequeño número de so-
luciones formales eran compatibles a la vez con la teoría Co-
chran-Crick y con los datos experimentales de Rosy. En se-
guida, empezó a trazar más diagramas para demostrarme cuán
sencillo era el problema. Aunque el aspecto matemático de la
cuestión se me escapaba, no era difícil de entender su núcleo
central. Se trataba de decidir cuál era el número de cadenas po-
linucleótidas que existían dentro de la molécula de ADN. En
principio, los datos de los rayos X eran compatibles con dos,
tres o cuatro cadenas. Todo era cuestión de los ángulos y radios
con que las cadenas de ADN se arrollaban en torno a un eje
central.
Para cuando terminó la hora y media de viaje, Francis no
veía razón por la que no debiéramos conocer pronto la res-
puesta. Quizá bastara una semana de constantes ensayos con
los modelos moleculares para llegar a la absoluta certeza de
que teníamos la solución correcta. Entonces, resultaría evi-
dente para el mundo que Pauling no era el único capaz de com-
prender el modo en que estaban construidas las moléculas bio-
químicas. Los resultados de Linus acerca de la hélice « eran
sumamente embarazosos para el grupo de Cambridge. Aproxi-
madamente un año antes de su triunfo, Bragg, Kendrew y Pe-

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rutz habían publicado un estudio sistemático sobre la confor-


mación de la cadena polipéptida, intento que no dio en el
blanco. De hecho, Bragg aún se sentía molesto por el fracaso,
pues hería su orgullo en un punto sensible. A lo largo de un
período de más de veinticinco años, ya había habido otros en-
cuentros con Pauling, y con demasiada frecuencia Linus había
llegado el primero.
Incluso Francis se sentía algo humillado por el fracaso de
la cadena polipéptida. Cuando Bragg empezó a interesarse en
la forma en que se plegaba dicha cadena, él se encontraba ya
en el Cavendish. Además, había tomado parte en un estudio en
el que se cometió un error fundamental sobre la forma del en-
lace péptido. Aquélla había sido una ocasión ideal de ejercitar
sus dotes críticas para valorar el significado de las observacio-
nes experimentales, y sin embargo no había expuesto nada que
resultara de utilidad. Normalmente, Francis no se abstenía de
criticar a sus amigos. En otras ocasiones había sido incluso de-
masiado sincero, como por ejemplo al señalar dónde se habían
excedido Perutz y Bragg en la interpretación de sus resultados
con la hemoglobina. Estas abiertas críticas eran una de las ra-
zones de la reciente explosión de sir Lawrence contra él. En
opinión de Bragg, lo único que Crick hacía era balancear el
bote.
Sin embargo, no era el momento de pensar en errores pasa-
dos, y la rapidez con que hablábamos de posibles tipos de es-
tructuras de ADN cobraba intensidad a medida que transcurría
la mañana. Cualquiera que fuese la persona en cuya compañía
nos encontrásemos, Francis pasaba revista al progreso de las
últimas horas, y ponía a nuestro interlocutor al corriente de
cómo habíamos decidido modelos en los que la cadena azúcar-
fosfato se hallaba en el centro de la molécula. Sólo así, pensá-
bamos, sería posible obtener una estructura lo suficiente regu-
lar como para dar los módulos de difracción cristalina observa-
dos por Maurice y Rosy. Cierto que debíamos ocuparnos aún
de la secuencia irregular de las bases situadas al exterior, pero
esta dificultad podría desvanecerse cuando la disposición in-
terna fuera localizada de un modo correcto.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Esquema más detallado de los enlaces covalentes de la cadena de azúcar-fos-


fato.

Existía también el problema de qué era lo que neutralizaba


las cargas negativas de los grupos fosfato de la molécula de
ADN. Francis, al igual que yo, no sabía casi nada de cómo se
situaban en tres dimensiones los iones inorgánicos. Debíamos
enfrentarnos a la cruda realidad de que la autoridad máxima
sobre la química estructural de los iones era el propio Linus
Pauling. Así pues, si la clave del problema estribaba en deducir
una disposición inteligente de iones inorgánicos y grupos fos-
fato, nos hallábamos claramente en desventaja. Hacia el me-

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

diodía, se hizo imperativo localizar un ejemplar del libro clá-


sico de Pauling, The Nature of the Chemical Bond. Después de
almorzar cerca de High Street, y sin perder tiempo en tomar
café, recorrimos varias librerías, hasta que tuvimos éxito en
Blackwell’s. Dimos una rápida lectura a los capítulos más re-
levantes, y así obtuvimos los valores exactos de los tamaños de
los iones inorgánicos en cuestión. No obstante, el problema
planteado quedaba aún por resolver.
Cuando llegamos al laboratorio de Dorothy, en el Univer-
sity Museum, no nos sentíamos ya tan animados. Francis desa-
rrolló la teoría helicoidal, dedicando sólo unos minutos a nues-
tros progresos con el ADN. La mayor parte de la conversación
se centró en el reciente trabajo de Dorothy sobre la insulina.
Como comenzaba a anochecer, no pareció oportuno hacerla
perder más tiempo. Nos fuimos entonces al Magdalen College,
donde íbamos a tomar el té con Avrion Mitchison y Leslie Or-
gel, miembros ambos del Magdalen. Mientras tomábamos las
pastas. Francis empezó a charlar de cosas triviales: yo pensaba
en silencio en lo espléndido que sería si algún día pudiera vivir
al estilo de un profesor del Magdalen.
La cena, rociada con un delicioso vino clarete, hizo volver
la conversación a nuestro próximo triunfo con el ADN. Para
entonces, se había agregado al grupo un íntimo amigo de Fran-
cis, el lógico Georg Kreisel, cuyo desaseado aspecto y forma
de hablar no se ajustaban a la idea que yo tenía de los filósofos
ingleses. Francis acogió su llegada con gran satisfacción. A
partir de entonces, el sonido de la risa de Francis y el acento
austríaco de Kreisel dominaron la elegante atmósfera del res-
taurante de la High Street, en el que Kreisel nos había citado.
Durante un rato, Kreisel disertó sobre la forma de producir una
hecatombe financiera transfiriendo dinero entre las partes polí-
ticamente divididas de Europa. Más tarde, se nos sumó Avrion
Mitchison, y, durante unos momentos, la conversación tomó el
sutil tono humorístico de la clase media intelectual. Esta clase
de parloteo, sin embargo, no era de interés para Kreisel, así que
Avrion y yo nos excusamos y fuimos paseando por las medie-
vales calles en dirección a mi alojamiento. Para entonces me

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sentía agradablemente embriagado, y hablé mucho de lo que


podíamos hacer cuando hubiésemos resuelto el ADN.

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CAPITULO XII

A John y Elizabeth Kendrew les di la noticia sobre el ADN


cuando fui a desayunar con ellos, el lunes por la mañana. Eli-
zabeth pareció encantada de que el éxito estuviese ya casi al
alcance de nuestra mano. John, sin embargo, se tomó con más
calma la noticia. Cuando supo que Francis se sentía de nuevo
inspirado y que yo no tenía nada más sólido que comunicar que
mi entusiasmo, se concentró en la lectura de las secciones de
The Times que hablaban de los primeros días del nuevo go-
bierno conservador. Al poco rato, se fue a sus habitaciones de
Peterhouse, dejando que Elizabeth y yo habláramos de las po-
sibles implicaciones de mi imprevista buena suerte. No me
quedé allí mucho tiempo; cuanto antes regresara al laboratorio,
más rápidamente podríamos averiguar cuál de las varias solu-
ciones propuestas se adaptaría a un atento examen de los mo-
delos moleculares.
Sin embargo, tanto Francis como yo sabíamos que los mo-
delos del Cavendish no resultarían satisfactorios por completo.
Habían sido construidos por John dieciocho meses antes para
un estudio sobre la forma tridimensional de la cadena polipép-
tida. No existía ningún modelo exacto de los grupos de átomos
peculiares del ADN: ni los átomos de fósforo ni las bases de
purina y pirimidina se hallaban a mano. No había más remedio,
pues, que improvisar, ya que no disponíamos de tiempo para
que Max ordenase su construcción. Confeccionar nuevos mo-
delos llevaría toda una semana, mientras que la solución podía
ser cuestión de uno o dos días. Así pues, en cuanto llegué al
laboratorio empecé a añadir pedazos de alambre de cobre a
nuestros modelos de átomos de carbono para que se parecieran
a los átomos de fósforo, más grandes.
Mayores dificultades surgían de la necesidad de fabricar
modelos de los iones inorgánicos. A diferencia de los otros
componentes, éstos no obedecían a ninguna regla sencilla de la

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

que pudieran deducirse los ángulos con que formarían sus res-
pectivos enlaces químicos. Muy probablemente, tendríamos
que conocer la correcta estructura del ADN antes de que se pu-
dieran hacer los modelos. Sin embargo, abrigaba la esperanza
de que Francis hubiera resuelto ya esta cuestión, y lo diera a
conocer en cuanto entrara en el laboratorio. Desde nuestra úl-
tima conversación habían transcurrido más de dieciocho horas,
y había pocas probabilidades de que los periódicos dominicales
le hubieran distraído a su vuelta a la “Green Door”.

Esquema de un nucleótido, en el que se muestra que el plano de la base nitro-


genada es casi perpendicular al plano en que se hallan la mayoría de los átomos
de azúcar. Este importante hecho fue establecido en 1949 por S. Furberg,
quien, a la sazón, trabajaba en Londres, en el laboratorio del Birkbeck College
de J. D. Bernal. Más tarde, Furberg construyó varios modelos para el ADN.
Pero, al no conocer los detalles de los experimentos del King's College, cons-
truyó tan sólo estructuras de una sola rama, por lo que sus ideas nunca fueron
consideradas seriamente en el Cavendish.

No obstante, su llegada no aportó nada nuevo. Después de


la cena del domingo, había vuelto a reflexionar en el problema,
pero no veía ninguna solución rápida, por lo que lo abandonó
para echar una ojeada a una novela sobre los erróneos juicios
de los profesores de Cambridge acerca del sexo. El libro tenía

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

sus breves momentos buenos, y aun en sus mal concebidas pá-


ginas quedaba la duda de si el autor se había basado en las vidas
privadas de algunos de sus amigos para construir el argumento.
Mientras tomaba su café de la mañana, Francis abrigaba de
todos modos la esperanza de que quizá dispusiéramos ya de
suficientes datos experimentales para determinar el resultado.
Tal vez pudiéramos comenzar el juego con varios grupos de
hechos completamente diferentes, y, no obstante, llegar a las
mismas soluciones finales. Quizá lográramos resolver todo el
problema concentrándonos, simplemente, en la forma más be-
lla en que podría arrollarse una cadena polinucleótida. Así
pues, mientras Francis continuaba pensando en el significado
de los diagramas de rayos X, empecé a reunir los diversos mo-
delos atómicos en varias cadenas, disponiendo en línea varios
nucleótidos. Aunque las cadenas de ADN son muy largas en la
naturaleza, no había razón para formar un modelo demasiado
extenso. Mientras pudiéramos estar seguros de que se trataba
de una hélice, la distribución de posiciones para un solo par de
nucleótidos generaba automáticamente la disposición de todos
los demás componentes.
A la una, cuando Francis y yo nos dirigimos hacia el “Ea-
gle” para almorzar con el químico Herbert Gutfreund, el tra-
bajo rutinario de ensamblaje estaba terminado. Por aquellos
días. John solía ir a Peterhouse; Max, por el contrario, se iba a
casa en bicicleta. A veces se unía a nosotros Hugh Huxley,
alumno de John, pero últimamente le estaba resultando difícil
disfrutar con los inquisitivos ataques de Francis a la hora del
almuerzo. Poco antes de mi llegada a Cambridge, la decisión
de Hugh de abordar el problema de cómo se contraen los
músculos había atraído la atención de Francis sobre el insólito
hecho de que, durante veinte años, los fisiólogos musculares
habían estado acumulando datos sin intentar reunirlos en un
cuadro coherente. No tenía que preocuparse por profundizar en
los experimentos realizados, pues Hugh había vadeado ya por
entre toda aquella masa no digerida. Almuerzo tras almuerzo,
combinaba dichos datos para formar teorías que resistían du-
rante uno o dos días, hasta que Hugh podía convencerle de que
un resultado que él quería atribuir a un error experimental era

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

tan sólido como el Peñón de Gibraltar. Ahora, Hugh había


puesto a punto una cámara de rayos X y esperaba obtener
pronto pruebas experimentales para resolver los puntos oscu-
ros. Toda emoción desaparecería si Francis, de algún modo,
pudiera predecir lo que iba a encontrar.

Hipótesis de cómo los iones Mg+ + podrían enlazar grupos de fosfatos de carga
negativa en el centro de una hélice compuesta.

Pero Hugh no tenía por qué temer una nueva intromisión.


Cuando entramos en el “Eagle”, Francis no intercambió sus ha-
bituales y broncos saludos con el economista persa Ephraim
Eshag. Esta vez, dio la impresión de que se proponía algo serio.
La construcción real del modelo empezaría tan pronto terminá-
ramos de comer, y se formularían planes más concretos para
hacer eficaz el proceso. Así pues, mientras tomábamos nuestro
pastel de grosella examinamos los pros y los contras de una,
dos, tres y cuatro cadenas. Al poco tiempo habíamos desechado
las hélices de una sola cadena como incompatibles con las
pruebas de que disponíamos. En cuanto a las fuerzas que man-
tenían unidas las cadenas, lo mejor parecía suponer que eran
puentes salinos, en los que cationes divalentes como el Mg++
unían a dos o más grupos fosfato. Desde luego, no había prue-
bas de que las muestras de Rosy contuvieran ningún ion diva-
lente, así que quizás nos estuviéramos equivocando. Por otra
parte, no había ninguna evidencia en contra de nuestro presen-
timiento. Si, al menos, los grupos del King’s hubieran pensado
en la posibilidad de establecer modelos, se habrían preguntado
qué ion se hallaba presente, con lo cual no nos veríamos sumi-
dos en aquella fastidiosa situación. Pero, con un poco de suerte,
la adición de iones de magnesio o de calcio a la cadena azúcar-
fosfato engendraría una elegante estructura, cuya corrección no
pudiera ser discutida.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Pero nuestros primeros intentos con los modelos no dieron


resultado. Aunque sólo había implicados unos quince átomos,
éstos se caían continuamente de las toscas pinzas dispuestas
para sostenerlos a la distancia correcta unos de otros. Peor aún,
comenzábamos a tener la desagradable impresión de que no
había restricciones a los ángulos de enlace entre varios de los
átomos más importantes. Esto resultaba un inconveniente. Pau-
ling había encontrado la hélice α basándose en su conocimiento
de que el enlace péptido era plano. Para turbación nuestra, pa-
recía haber razones para creer que los enlaces de fosfodiéster
que unían los sucesivos nucleótidos del ADN podían existir en
una gran variedad de formas. Con nuestro nivel de intuición
química, al menos, no era probable que hubiese ninguna única
conformación mucho más bella que el resto.
Sin embargo, después del té empezó a emerger una forma
que nos devolvió el ánimo. Tres cadenas se arrollaban una en
torno a otra, dando lugar a una repetición cristalográfica cada
28 Á a lo largo del eje de la espiral. Esta era una característica
exigida por las fotografías de Maurice y Rosy, por lo que Fran-
cis se sentía más tranquilizado cuando se levantó del banco del
laboratorio para pasar revista a los esfuerzos de la tarde. Cier-
tamente, varios de los contactos atómicos resultaban aún de-
masiado próximos, pero, después de todo, el juego acababa de
comenzar. Con unas horas más de trabajo, quedaría ultimado
un modelo presentable.
Un óptimo estado de ánimo prevaleció durante la cena en
“Green Door”. Aunque Odile no podía seguir nuestras disqui-
siciones, se alegraba, por supuesto, de que Francis estuviera a
punto de conseguir su segundo triunfo en el plazo de un mes.
Si aquella racha continuaba, pronto serían ricos y podrían ad-
quirir un automóvil. En ningún momento le pareció oportuno a
Francis tratar de simplificar la cuestión en beneficio de Odile.
Desde que en cierta ocasión ella le dijera que la fuerza de la
gravedad alcanzaba sólo a una altura de tres kilómetros, aquel
aspecto de sus relaciones había quedado resuelto. No sólo ca-
recía de una base científica, sino que cualquier intento de me-
terle alguna idea en la cabeza sería una lucha estéril contra su

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

educación conventual. Lo más que se podía esperar era una


apreciación de la forma lineal en que se medía el dinero.
Nuestra conversación recayó sobre una joven estudiante de
arte que iba a casarse con un amigo de Odile, Harmut Weil. A
Francis, tal matrimonio le resultaba algo desagradable. Serviría
para alejar de su círculo a la muchacha más atractiva. Además,
había varios aspectos oscuros en torno a Harmut. Se había edu-
cado en una tradición universitaria alemana que creía en el
duelo. Estaba también su innegable habilidad para persuadir a
numerosas mujeres de Cambridge a que posaran para su cá-
mara.
Sin embargo, cuando Francis entró en el laboratorio, inme-
diatamente después de desayunar, había olvidado la cuestión.
Al poco rato, tras rectificar de posición varios átomos, el mo-
delo de tres cadenas comenzó a parecer completamente razo-
nable. El paso siguiente consistía en cotejarlo con las medicio-
nes cuantitativas de Rosy. Lo habíamos construido de modo
que sus perímetros helicoidales esenciales se ajustaran a las
pautas de difracción de los rayos X que había revelado Rosy en
su conferencia. Si era correcto, el modelo también predeciría
con exactitud las intensidades relativas de las diversas refrac-
ciones de los rayos X.
Hicimos una rápida llamada telefónica a Maurice. Francis
explicó cómo la teoría de la difracción helicoidal permitía una
pronta revisión de los posibles modelos de ADN. Dijo también
que él y yo acabábamos de dar con una criatura que podría ser
la respuesta que todos estábamos esperando. Lo mejor que
Maurice podía hacer era apresurarse a venir a echar un vistazo.
Pero Maurice no dio ninguna fecha concreta. Dijo, simple-
mente, que quizá pudiera venir cualquier día dentro de la se-
mana. Al poco rato, llegó John para saber cómo Maurice había
tomado la noticia. Francis encontró difícil resumir su contesta-
ción. Parecía como si Maurice se sintiera indiferente a lo que
estábamos haciendo.
Esa misma tarde, mientras proseguíamos nuestras manipu-
laciones, hubo una llamada telefónica del King’s. Maurice lle-
garía a la mañana siguiente en el tren de las diez y diez de Lon-
dres. Además, no vendría solo: le acompañaría su colaborador

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Willy Seeds. Pero aún más importante era que Rosy, junta-
mente con su alumno R. G. Gosling, vendría también con ellos.
Al parecer, estaban interesados en nuestra solución.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XIII

Maurice decidió tomar un taxi desde la estación al labora-


torio. De ordinario habría ido en autobús, pero ahora eran cua-
tro para pagar la carrera. Además, estar esperando en la parada
del autobús en compañía de Rosy no le causaría ninguna satis-
facción. Sus bien intencionadas observaciones nunca daban re-
sultado, y, aun ahora, cuando la posibilidad de sentirse humi-
llados se cernía sobre ellos, Rosy se mostraba tan indiferente a
su presencia como siempre, y dirigía toda su atención a Gos-
ling. Sólo hicieron un ligero esfuerzo para dar la sensación de
que estaban unidos cuando Maurice asomó la cabeza en nues-
tro laboratorio para decir que habían llegado. Maurice pensaba
que la forma adecuada de proceder era dejar transcurrir unos
minutos sin hablar para nada de cuestiones científicas, en es-
pecial en situaciones delicadas como aquélla; pero Rosy no ha-
bía venido para hablar de banalidades, sino que deseaba saber
rápidamente cómo estaban las cosas.
Ni Max ni John hicieron nada para quitarle a Francis el pa-
pel de primera figura, pues aquél era su día. Después de saludar
a Maurice, alegaron tener mucho trabajo y se retiraron a su des-
pacho conjunto. Antes de llegar la delegación, Francis y yo nos
habíamos puesto de acuerdo para presentar nuestros resultados
en dos etapas: él resumiría primero las ventajas de la teoría he-
licoidal, y luego explicaríamos juntos cómo habíamos llegado
al modelo propuesto para el ADN. Después podíamos irnos a
almorzar todos al “Eagle” y dejar la tarde libre para discutir en
conjunto cómo podríamos continuar con las fases finales del
problema.
La primera parte se desarrolló conforme a lo previsto. Fran-
cis no veía motivo para quitar énfasis al poder de la teoría he-
licoidal y, transcurridos unos minutos, reveló la forma en que
las funciones Bessel daban claras respuestas. Sin embargo, nin-
guno de los visitantes manifestó señal alguna de compartir el

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

gozo de Francis. En vez de comprobar ecuaciones, Maurice


quiso concentrarse en el hecho de que la teoría no iba más allá
de las matemáticas que su colega Stokes había desarrollado sin
tanto alboroto. Stokes había resuelto satisfactoriamente el pro-
blema una noche en el tren, mientras se dirigía a su casa, y a la
mañana siguiente había presentado la teoría en una pequeña
hoja de papel.
A Rosy le importaba muy poco quién había elaborado pri-
mero la teoría helicoidal, y mientras Francis continuaba ha-
blando manifestaba una creciente irritación. El sermón era in-
necesario, ya que para ella no existía la más mínima prueba de
que el ADN tuviera una estructura helicoidal. Si éste fuera el
caso, se sabría a partir de ulteriores trabajos con rayos X. El
examen del modelo sólo consiguió aumentar su desdén. Nin-
gún aspecto de la argumentación de Francis justificaba todo el
alboroto que habíamos armado. Cuando llegamos a la cuestión
de los iones Mg+ + que mantenían unidos a los grupos fosfato
de nuestro modelo de tres cadenas, se mostró agresiva. Esta
característica del modelo no ejerció en ella el menor atractivo,
y señaló secamente que los iones Mg++ estarían rodeados por
densas capas de moléculas de agua, por lo que era improbable
que fueran el soporte fundamental de una estructura compacta.
Resultaba muy turbador, pero sus objeciones no eran mera
perversidad, y en este punto surgió el embarazoso hecho de que
mi evaluación del contenido de agua de las muestras de ADN
de Rosy podía no haber sido exacta. Quedó claro que el modelo
correcto de ADN debía contener diez veces más agua, como
mínimo, del que figuraba en nuestro modelo. Esto no signifi-
caba, necesariamente, que estuviéramos equivocados; con un
poco de suerte, el agua adicional podría ser encajada en los es-
pacios vacíos de la periferia de nuestro modelo. Pero, por otra
parte, no cabía rehuir la conclusión de que nuestra argumenta-
ción era débil. Tan pronto como Rosy evidenció la posibilidad
de que hubiera implicada mucha más agua de la prevista, creció
de un modo alarmante el número de modelos potenciales de
ADN.
Aunque Francis no podía por menos de dominar la conver-
sación durante el almuerzo, ya no tenía el aire de un maestro

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

dando clase a unos desamparados niños que nunca hasta enton-


ces se hubieran hallado en presencia de una inteligencia de pri-
mer orden. Resultaba evidente cuál era el grupo que tenía la
pelota en su poder. La forma mejor de salvar algo del día era
llegar a un acuerdo sobre la próxima ronda de experimentos.
En particular, bastarían unas pocas semanas de trabajo para ver
si la estructura del ADN dependía de los iones exactos utiliza-
dos para neutralizar los grupos fosfato negativos. Entonces po-
dría desvanecerse la terrible incertidumbre de si los iones Mg++
eran importantes. Una vez conseguido esto, podría comenzar
de nuevo la labor de construir el edificio, y, con un poco de
suerte, ello podría tener lugar para Navidad.
No obstante, en nuestro posterior paseo por el King’s hasta
el Trinity no conseguimos adeptos a nuestra causa. Rosy y
Gosling se mostraban inflexibles: sus posteriores trabajos no se
verían afectados por una excursión de cincuenta millas para
asistir a una charla de adolescentes. Maurice y Willy Seeds, en
cambio, parecían mostrarse más razonables, pero no había cer-
teza alguna de que esto fuera algo más que el simple reflejo del
deseo de no darle la razón a Rosy.
Cuando volvimos al laboratorio, la situación no mejoró.
Francis no quería darse por vencido tan pronto, así que repasó
algunos de los detalles de cómo habíamos realizado el modelo.
No obstante, cuando quedó claro que yo era el único que parti-
cipaba en la conversación, se descorazonó. Además, para en-
tonces ninguno de nosotros quería mirar otra vez el modelo.
Todo su encanto se había desvanecido, y los toscos e improvi-
sados átomos de fósforo no suministraban el menor indicio de
que algún día llegaran a encajar en algo de valor. Luego,
cuando Maurice mencionó que si se daban prisa el autobús po-
dría permitirles tomar el tren de las 3:40, nos despedimos sin
más.

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CAPÍTULO XIV

El triunfo de Rosy se difundió hasta el despacho de Bragg


con demasiada rapidez. No cabía sino aparentar indiferencia
ante la confirmación del hecho de que Francis lograría mucho
más si mantuviera la boca cerrada de vez en cuando. Las con-
secuencias se sucedieron en la forma que era de prever. Evi-
dentemente, aquél era el momento para que el jefe de Maurice
considerara con Bragg la cuestión de si tenía sentido que Crick
y el americano duplicaran la fuerte inversión que el King’s ha-
bía hecho en el ADN.
Sir Lawrence había tenido demasiadas experiencias con
Francis para sorprenderse por el hecho de que hubiera vuelto a
provocar una innecesaria tempestad. Era imposible predecir
cuándo desencadenaría la siguiente explosión. Si continuaba
comportándose de aquella manera, podría pasar fácilmente los
siguientes cinco años en el laboratorio sin reunir datos suficien-
tes para justificar un honrado doctorado. La escalofriante pers-
pectiva de soportar a Francis durante los años que le quedaban
como profesor del Cavendish era pedir demasiado a Bragg, o a
cualquiera dotado de un sistema nervioso normal. Además, ha-
bía vivido durante demasiado tiempo bajo la sombra de su fa-
moso padre, quien, según creía equivocadamente la mayor
parte de la gente, era el verdadero responsable de la gran pers-
picacia que subyacía en la ley de Bragg. Y ahora, cuando de-
bería estar disfrutando de las distinciones concedidas a la cáte-
dra más prestigiosa del mundo científico, tenía que hacerse res-
ponsable de las desenfrenadas extravagancias de un genio fra-
casado.
Así pues, se le comunicó a Max que Francis y yo debería-
mos abandonar el ADN. Bragg no sentía el menor temor de que
esta decisión pudiera frenar el avance de la ciencia, ya que las
indagaciones realizadas cerca de Max y John no habían reve-
lado nada original en nuestra aproximación al problema del

― 73 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

ADN. Después del éxito de Pauling, nadie podía pretender que


la fe en las hélices implicara algo más que unos cerebros ca-
rentes de imaginación. En cualquier caso, dejar que el grupo
del King's fuera quien trabajara con los modelos helicoidales
era lo más adecuado. Crick podría entonces dedicarse a su tesis
sobre las formas en que los cristales de hemoglobina reducen
su tamaño cuando son colocados en soluciones salinas de dife-
rente densidad. Un año o año y medio de trabajo constante po-
dría esclarecer algo más la forma de la molécula de hemoglo-
bina. Con el doctorado en el bolsillo. Crick podría buscar em-
pleo en cualquier otra parte.
No hicimos ningún intento de apelar contra la sentencia.
Con gran alivio por parte de Max y John, nos abstuvimos de
discutir públicamente la decisión de Bragg. Una protesta
abierta revelaría que nuestro profesor ignoraba por completo lo
que significaban las iniciales ADN. No había razón para creer
que le concediera ni la centésima parte de importancia que le
concedía a la estructura de los metales, de la que se complacía
haciendo modelos de burbujas de jabón. Por entonces, nada
proporcionaba más satisfacción a sir Lawrence que mostrar su
ingeniosa película en la que se mostraba cómo chocaban entre
sí las burbujas.
Sin embargo, nuestro razonable comportamiento no se de-
bía al deseo de estar en paz con Bragg. El motivo de nuestro
silencio estribaba en que estábamos ya hartos de modelos ba-
sados en ejes de azúcar-fosfato. De cualquier forma que los mi-
rásemos, tenían mal aspecto. El día siguiente a la visita de los
del King's de Londres, pasamos revista atentamente al asunto
de las tres cadenas y a cierto número de posibles variantes. No
podía uno estar seguro, pero daba la impresión de que cualquier
modelo que situara la cadena azúcar-fosfato en el centro de una
hélice obligaba a los átomos a estar más próximos unos a otros
de lo que permitían las leyes de la química. A menudo, el co-
locar un átomo a la distancia adecuada de sus vecinos hacía que
un átomo distante quedara cerca de sus compañeros, lo cual era
imposible.
Era necesario un nuevo enfoque del problema. No obstante,
comprendíamos con tristeza que el incidente con los del King’s

― 74 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

secaría nuestra fuente de nuevos resultados experimentales. No


cabía esperar posteriores invitaciones a los coloquios de inves-
tigación, e incluso la pregunta más inocente a Maurice provo-
caría la sospecha de que estábamos de nuevo en el asunto. Y lo
peor era la virtual certeza de que interrumpir nosotros la cons-
trucción del modelo no llevaría consigo una mayor actividad
en su laboratorio. Hasta entonces, que nosotros supiéramos, en
el King’s no se había construido ningún modelo tridimensional
del ADN, y sin embargo, nuestro ofrecimiento de acelerar esa
tarea dándoles los moldes de Cambridge recibió sólo una tibia
acogida. Pero Maurice comentó que en las siguientes semanas
tal vez alguien encontrara algo que pudiéramos comentar en
común, y Francis y yo acordamos que la próxima vez que uno
de nosotros fuese a Londres podríamos echar el anzuelo en su
laboratorio.
Así pues, a medida que se aproximaban las vacaciones de
Navidad la perspectiva de que alguien de este lado del Atlán-
tico resolviera el ADN parecía muy nebulosa. Aunque Francis
volvió a dedicarse a las proteínas, no era de su agrado compla-
cer a Bragg trabajando en su tesis. En vez de ello, tras unos días
de relativo silencio, empezó a divagar sobre disposiciones su-
perhelicoidales de las hélices a. Sólo durante la hora del al-
muerzo podía yo estar seguro de que hablaría del ADN. Por
fortuna, John Kendrew consideraba que el veto a trabajar en el
ADN no significaba que debiera unirme a él. En ningún mo-
mento trató de hacer que me interesara de nuevo en la mioglo-
bina. En lugar de ello, empleé los oscuros y fríos días en apren-
der más química teórica y en hojear publicaciones especializa-
das, con la esperanza de poder hallar una pista olvidada que
condujese al ADN.
El libro al que más atención yo prestaba era el ejemplar de
Francis de The Nature of the Chemical Bond. Cada vez con más
frecuencia, cuando Francis necesitaba consultar una crucial
longitud de enlace, se presentaba en la sección del laboratorio
que John me había asignado para realizar trabajos de experi-
mentación. Yo esperaba que el secreto del ADN se hallara es-
condido en algún lugar de la obra maestra de Pauling. Así pues,
el regalo de un segundo ejemplar que me hizo Francis fue un

― 75 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

buen presagio. En una de las guardas del libro figuraba la si-


guiente inscripción: “A Jim, de Francis, Navidad de 1951.” Los
residuos del cristianismo eran realmente útiles.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Francis junto a un tubo de rayos X del Cavendish.

Francis Crick y J. D. Watson durante un paseo por los jardines del King's Co-
llege. Al fondo, la capilla del King’s.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Maurice Wilkins.

Fotografía tomada en ocasión del congreso de genética microbiana celebrado


en el Instituto de Física Teórica de Copenhague en marzo de 1951. En primer
término: O Maaløe, R. Latarjet, E. Wollman. Detrás: N. Bohr, N. Visconti, G.
Ehrensvaard, W. Weidel, H. Hyden, V. Bonitas, G. Stent, H. Kalckar, B.
Wright, J. D. Watson, M. Westergaard.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Linus Pauling con sus modelos atómicos.

Sir Lawrence Bragg en su des- Rosalind Franklin.


pacho del Cavendish.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Fotografía del ADN cristalino en la forma A, obtenida mediante rayos X.

Elizabeth Watson, con el puente Clare al fondo.

― 80 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

En Paris, de paso por la Riviera, en la primavera de 1952.

El congreso de Royaumont, en julio de 1952.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Fotografía a rayos X del ADN en la forma B, tomada por Rosalind Franklin a


fines de 1952.

De vacaciones en los Alpes italia- Modelo original demostrativo de


nos, en agosto de 1952. la doble hélice (la escala está mar-
cada en angstroms).

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Watson y Crick junto al modelo de ADN

Tomando café por la mañana en el Cavendish, poco después de la publicación


del manuscrito sobre la doble hélice.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

En Estocolmo, para el acto de entrega de sus respectivos premios Nobel, en


diciembre de 1962: Maurice Wilkins, John Steinbeck, John Kendrew, Max Pe-
rutz, Francis Crick y James D. Watson.

― 84 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPITULO XV

No pasé en Cambridge las vacaciones de Navidad. Avrion


Mitchison me había invitado a Carradale, residencia de sus pa-
dres, en el Mull de Kintyre. Esto representaba una auténtica
suerte, ya que, durante las vacaciones, la madre de Av, Naomi,
la famosa escritora, y su padre, Dick, miembro laborista del
Parlamento, llenaban la mansión con una gran variedad de
mentes activas. Además, Naomi era hermana del biólogo más
inteligente y excéntrico de Inglaterra, J. B. S. Haldane. Ni la
sensación de que nuestro trabajo sobre el ADN había llegado a
un callejón sin salida, ni la incertidumbre de recibir mi asigna-
ción anual tenían gran importancia cuando me reuní con Av y
su hermana Val en la Euston Station. No quedaba ningún
asiento libre en el tren nocturno de Glasgow, por lo que reali-
zamos un viaje de diez horas sentados en nuestras maletas, es-
cuchando los comentarios de Val sobre los rústicos modales de
los americanos que cada año acuden a Oxford en número cre-
ciente.
En Glasgow encontramos a mi hermana Elizabeth, que ha-
bía volado a Prestwick desde Copenhague. Dos semanas antes,
me había enviado una carta en la que me comunicaba que era
cortejada por un famoso actor danés. Al instante pensé en im-
pedir el inminente desastre, y le pregunté en seguida a Avrion
si podía llevar a Elizabeth a Carradale. Con gran alivio por mi
parte, recibí una respuesta afirmativa. Después de pasar dos se-
manas en una excéntrica casa de campo, sería inconcebible que
mi hermana pensara en establecerse en Dinamarca.
Dick Mitchison salió al encuentro del autobús de Camp-
belltown en el lugar donde la carretera se bifurcaba hacia Ca-
rradale, para llevarnos en su coche durante los últimos treinta
kilómetros hasta el pequeño pueblo escocés de pescadores
donde él y Naomi habían vivido durante veinte años. Se estaba
cenando todavía cuando, por un pasillo de piedra, llegamos al

― 85 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

comedor, en el que se desarrollaba una seca y autoritaria diser-


tación. El zoólogo Murdoch Mitchison, hermano de Av, había
llegado ya, y disfrutaba acorralando a la gente para hablar de
cómo se dividen las células. Con más frecuencia, el tema era la
política y la torpe guerra fría ideada por los paranoicos ameri-
canos, quienes deberían volver a los despachos jurídicos de las
ciudades del Medio Oeste.
A la mañana siguiente me di cuenta de que la mejor manera
de no sentir frío era quedarse en la cama, o, cuando eso resul-
tara imposible, dedicarse a andar, a menos que la lluvia cayera
a cántaros. Por las tardes, Dick siempre estaba intentando lle-
var a alguien a cazar palomas; pero cuando me llegó el tumo,
disparé la escopeta después de que las palomas se perdieran de
vista. Así pues, me dediqué preferentemente a permanecer ten-
dido en el suelo del salón, lo más cerca posible del fuego. Es-
taba también la estimulante diversión de ir a la biblioteca a ju-
gar al ping-pong, rodeado de los austeros dibujos de Naomi y
sus hijos hechos por Wyndham Lewis.
Transcurrió más de una semana antes de que me diera
cuenta de que una familia de inclinaciones izquierdistas tam-
bién podía sentirse molesta por la forma de vestir de sus hués-
pedes. Naomi y varias de las mujeres se ponían vestidos de no-
che para la cena, pero yo consideré esta aberrante conducta
como señal de vejez inminente. Nunca se me ocurrió pensar
que mi aspecto llamara la atención, ya que mi cabello estaba
empezando a perder su identidad americana. Cuando, el día de
mi llegada a Cambridge, Max me presentó a Odile, ésta se
quedó muy sorprendida, y más tarde le dijo a Francis que iba a
trabajar en el laboratorio un americano calvo. La mejor forma
de rectificar la situación era no acudir al peluquero hasta inte-
grarme en el ambiente de Cambridge. Aunque mi hermana se
sorprendió al verme de nuevo, yo sabía que se necesitarían me-
ses, sino años, para sustituir sus superficiales valores por los de
la intelectualidad inglesa. Así pues, Carradale era el lugar per-
fecto para dar un paso más y dejarme barba. Desde luego, no
me gustaba su color rojizo, pero afeitarme con agua helada era
una agonía. No obstante, tras una semana de agrios comenta-

― 86 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

rios de Val y Murdoch, además de la desaprobación de mi her-


mana, me presenté a cenar con el rostro perfectamente afeitado.
Cuando Naomi formuló una cortés observación acerca de mi
aspecto, comprendí que había tomado la decisión adecuada.
Por las noches no había forma de evitar los juegos intelec-
tuales, en los que lo esencial era poseer un amplio vocabulario.
Cada vez que era leída mi diáfana aportación, sentía deseos de
ocultarme detrás de la silla que ocupaba antes de arrostrar las
condescendientes miradas de las mujeres Mitchison. Para mi
alivio, la mayor parte de los huéspedes de la casa no permitían
que me llegara con frecuencia el turno, y yo me quedaba sen-
tado cerca de la caja de chocolates, esperando que nadie se
diera cuenta de que nunca la ofrecía. Mucho más agradables
eran las horas que transcurrían jugando a “asesinos” en los nu-
merosos y oscuros rincones de los pisos superiores. La más afi-
cionada al juego era Lois, otra hermana de Av, que acababa de
regresar de Karachi, donde había pasado un año dedicada a la
enseñanza. Según ella, los vegetarianos hindúes no eran más
que unos hipócritas.
Casi desde el principio de mi estancia comprendí que me
resultaría penoso separarme de Naomi y Dick. La perspectiva
de comer con la sidra alcohólica inglesa compensaba sobrada-
mente la costumbre de dejar abiertas las puertas a los vientos
del oeste. No obstante, Murdoch había fijado la fecha en que
yo debía partir, tres días después de Año Nuevo, a fin de que
pudiera dar una conferencia en una reunión en Londres de la
Society for Experimental Biology. Dos días antes del previsto
para mi marcha, cayó una fuerte nevada. Los yermos páramos
de los alrededores tomaron el aspecto de montañas antárticas.
Era una ocasión perfecta para dar un largo paseo vespertino por
la carretera de Campbelltown, en compañía de Av. Mientras
éste hablaba de sus experimentos sobre trasplantes e inmuni-
dad, yo pensaba en la posibilidad de que la carretera continuara
cenada al tránsito el día en que había de marcharme. Sin em-
bargo, el clima no estaba de mi lado, pues parte de los invitados
tomamos en Tarbert el vapor de Clyde. A la mañana siguiente
ya estábamos en Londres.

― 87 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

En Cambridge esperaba encontrar alguna noticia de los Es-


tados Unidos en relación con mi beca, pero aún no había lle-
gado ninguna comunicación oficial. Puesto que Luria me había
escrito en noviembre diciéndome que no me preocupara, la au-
sencia de noticias concretas resultaba ominosa. Al parecer, no
se había tomado ninguna decisión, y era de esperar lo peor. De
todos modos, aunque no se renovase mi beca, la situación no
sería del todo grave. John y Max me aseguraron que podría
conseguirse un pequeño estipendio inglés si se me suprimía por
completo toda ayuda americana. Mi incertidumbre no tocó a su
fin hasta últimos de enero, con la llegada de una carta de Wa-
shington: se acabó la subvención. La carta citaba la cláusula de
la concesión de beca en la que se estipulaba que ésta era válida
sólo para trabajar en la institución designada. La violación por
mi parte de esta cláusula no les permitía más opción que revo-
car la beca.
En el segundo párrafo se me comunicaba la noticia de que
me había sido concedida una beca distinta, pero pronto com-
prendí que mi castigo no iba a limitarse al largo período de in-
certidumbre. La segunda beca no era para el acostumbrado pe-
ríodo de doce meses, sino que su extinción se determinaba ex-
plícitamente al cabo de ocho meses, a mediados de mayo. En
resumidas cuentas, el verdadero castigo por no seguir el con-
sejo del Centro y marcharme a Cambridge eran mil dólares.
Para entonces era ya virtualmente imposible obtener ninguna
otra ayuda antes del comienzo del curso académico, en el mes
de septiembre, así que acepté la beca. No era cosa de desperdi-
ciar dos mil dólares.
Antes de que transcurriera una semana, llegó una nueva
carta de Washington. Estaba firmada por el mismo hombre,
quien ya no actuaba como presidente del Consejo de Becas. El
título que ahora ostentaba era el de presidente del Consejo Na-
cional de Investigación. Se estaba organizando un congreso
para el que se me pedía diera una conferencia sobre el creci-
miento de los virus. La fecha del congreso, que había de tener
lugar en Williamstown, era a mediados de junio, sólo un mes
después de la expiración de mi beca. Desde luego, yo no tenía
la menor intención de marcharme, ni en junio ni en septiembre.

― 88 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

El único problema era cómo redactar la contestación. Mi pri-


mer impulso fue responder que no podía ir a causa de un im-
previsto revés económico. Pero, pensándolo mejor, no quise
darle la satisfacción de creer que había afectado a mis planes.
Despaché una carta diciendo que encontraba a Cambridge muy
interesante intelectualmente, por lo que no pensaba estar en los
Estados Unidos en el mes de junio.

― 89 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XVI

Para entonces, yo había decidido ganar tiempo dedicán-


dome a la investigación del virus del mosaico del tabaco
(VMT). Un componente vital del VMT era un ácido nucleico,
y por ello era la tapadera perfecta para enmascarar mi conti-
nuado interés en el ADN. Aunque, de hecho, el ácido nucleico
no era ADN, sino otra forma conocida con el nombre de ácido
ribonucleico (ARN). Sin embargo, esta diferencia constituía
una ventaja, ya que Maurice no podía reclamar ningún derecho
sobre el ARN. Si resolvíamos el ARN, tal vez pudiéramos tam-
bién suministrar la clave vital del ADN. Pero, por otra parte, se
pensaba que el VMT tenía un peso molecular de cuarenta mi-
llones, y, a primera vista, debía ser muchísimo más difícil de
comprender que las moléculas, mucho más pequeñas, de mio-
globina y hemoglobina, en las que John y Max llevaban varios
años trabajando sin obtener soluciones de interés bioquímico.
El VMT había sido ya examinado a los rayos X por J. D.
Bernal e I. Fankucken. En sí mismo, esto resultaba intimidante,
ya que la autoridad de Bernal era de todos conocida, y yo jamás
podía esperar alcanzar su dominio de la teoría cristalográfica.
Era incapaz incluso de entender varios aspectos de su estudio
clásico, publicado poco después del comienzo de la guerra en
el Journal of General Physiology. Era éste un extraño lugar
donde publicarlo, pero Bernal se había consagrado al esfuerzo
que exigía la guerra, y Fankucken, quien por entonces había
vuelto a los Estados Unidos, decidió insertar sus datos en una
publicación leída por las personas interesadas en los virus. Fi-
nalizada la guerra, Fankucken perdió interés en los virus, y,
aunque Bernal trabajaba en la cristalografía de las proteínas,
estaba más interesado en fomentar las buenas relaciones con
los países comunistas.

― 90 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Pese a la debilidad de la base teórica de muchas de sus con-


clusiones, la idea general que de ellas se podía extraer era evi-
dente. El VMT estaba constituido por un gran número de
subunidades idénticas, si bien se ignoraba cómo estaban dis-
puestas esas subunidades. Además, en 1939 aún no se podía
comprender el hecho de que los componentes de las proteínas
y los del ARN debían disponerse probablemente según pautas
radicalmente diferentes. Pero en la época en que yo abordé el
tema era fácil ya imaginar que el virus estaría constituido por
grandes cantidades de subunidades de proteínas. Con el ARN
ocurriría todo lo contrario. La división de la molécula de ARN
en un gran número de subunidades produciría cadenas polinu-
cleótidas demasiado pequeñas para transmitir la información
genética que Francis y yo creíamos debía residir en el ARN del
virus. La hipótesis más plausible para la estructura del VMT
era imaginar un núcleo central de ARN rodeado por gran nú-
mero de pequeñas subunidades de proteínas, idénticas entre sí.
De hecho, existía ya una evidencia bioquímica de la pre-
sencia en el VMT de numerosas subunidades de proteína. Los
experimentos del alemán Gerhard Schramm, publicados por
vez primera en 1944, informaban de que en un medio leve-
mente alcalino los VMT se descomponían en ARN libre y un
gran número de moléculas similares, si no idénticas, de pro-
teína. Sin embargo, fuera de Alemania nadie pensaba que Sch-
ramm se hallara en lo cierto. Esta incredulidad se debía a la
guerra. Para la mayoría de la gente, resultaba inconcebible que
los brutos alemanes hubieran permitido que se hubieran reali-
zado los numerosos experimentos que implicaban sus afirma-
ciones durante los últimos años de una guerra que estaban per-
diendo. Era demasiado fácil imaginar que el trabajo recibía el
apoyo nazi y que sus experimentos fueron mal interpretados.
Perder el tiempo refutando a Schramm no era del agrado de la
mayoría de los bioquímicos. Sin embargo, al leer el artículo de
Bernal me sentí atraído por las deducciones de Schramm, pues
si había interpretado mal sus datos había obtenido por acci-
dente la solución conecta.
Era concebible que unas cuantas fotografías más con rayos
X explicaran cómo se situaban las subunidades de proteína.

― 91 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Esto resultaría particularmente cierto en el caso de que se ha-


llaran dispuestas helicoidalmente. Lleno de excitación, sustraje
de la Biblioteca Filosófica el estudio de Bernal y Fankucken y
lo llevé al laboratorio para que Francis pudiera examinar la fo-
tografía con rayos X del VMT. Cuando vio los espacios vacíos
que caracterizan los modelos helicoidales, se puso en seguida
en acción, descartando varias posibles estructuras helicoidales
del virus. A partir de aquel momento, me di cuenta de que yo
ya no podría evitar entender la teoría helicoidal. Sin embargo,
debía esperar a que Francis dispusiera de tiempo libre, para
ayudarme en el aspecto matemático del problema. Por fortuna,
bastaban sólo unos conocimientos superficiales para ver por
qué la fotografía con rayos X del VMT sugería una hélice con
una vuelta cada 23 Å a lo largo del eje helicoidal. De hecho,
las reglas eran tan simples que Francis pensó en escribirlas bajo
el título: “Transformaciones de Fourier para ornitólogos.”
Esta vez, sin embargo, Francis no se mostraba muy entu-
siasta, y durante los días siguientes mantuvo que la evidencia
en favor de una hélice de VMT no pasaba de ser mediana. Mi
moral se derrumbó, hasta que di con una razón indudable de
por qué las subunidades debían disponerse helicoidalmente. En
un momento de aburrimiento, después de comer, había leído
una publicación de la Faraday Society sobre la estructura de los
metales. Dicha publicación contenía una ingeniosa hipótesis
del teórico F. C. Frank sobre cómo crecen los cristales. Cada
vez que se hacían debidamente los cálculos, emergía la para-
dójica respuesta de que los cristales no podían crecer a los rit-
mos observados. Frank comprobó que la paradoja se desvane-
cía si los cristales no eran regulares como se sospechaba, sino
que contenían dislocaciones que constituían acogedoras esqui-
nas en las que podían encajarse nuevas moléculas.
Varios días después, mientras me dirigía en el autobús a
Oxford, se me ocurrió la idea de que cada partícula de VMT
debía ser considerada como un pequeño cristal creciendo como
otros cristales mediante acogedoras esquinas. Y, lo más impor-
tante, la forma más sencilla de que dichas esquinas se produje-
ran era disponer las subunidades en una estructura helicoidal.
La idea era tan sencilla que tenía que ser verdadera. Todas las

― 92 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

escaleras de caracol que vi aquel fin de semana en Oxford me


hicieron confiar en que otras estructuras biológicas tendrían
también una simetría helicoidal. Durante más de una semana,
escudriñé fotomicrografías de fibras de músculo y colágeno,
buscando señales de hélices. Sin embargo, Francis permanecía
escéptico, y, en ausencia de hechos concretos y probados, yo
sabía que era inútil tratar de suscitar su interés.
Hugh Huxley acudió en mi ayuda y se ofreció a enseñarme
a preparar la cámara de rayos X para fotografiar el VMT. La
forma de revelar una hélice era inclinar la muestra de VMT en
varios ángulos respecto al rayo incidente. Fankucken no había
procedido así, ya que antes de la guerra nadie tomaba en serio
las estructuras helicoidales. Fui a visitar a Roy Markham, para
ver si tenía a mano algún VMT sobrante. Markham trabajaba
entonces en el Molteno Institute, que, a diferencia de todos los
demás laboratorios de Cambridge, poseía una buena calefac-
ción. Ello se debía al asma de David Keilin, conocido por el
sobrenombre de “el profesor rápido”, y a la sazón director del
instituto. Siempre iba bien estar por unos momentos a una tem-
peratura de más de 20 grados, aun cuando me exponía a que
Markham empezara a decirme qué mal aspecto tenía, con lo
cual daba a entender que, de haber sido criado con cerveza in-
glesa, no me vería en tal triste estado. Esta vez, sin embargo,
se mostró simpático y, sin vacilar, me ofreció unos virus. La
idea de Francis y yo manchándonos las manos realizando ex-
perimentos le provocaba un no disimulado regocijo.
Tal como esperábamos, mis primeras fotografías con rayos
X tenían mucho menos detalle que las fotografías ya publica-
das. Necesitamos más de un mes antes de que pudiera presentar
fotografías medianamente aceptables. Pero aún distaban mu-
cho de ser lo suficiente buenas como para detectar una hélice.
El único acontecimiento realmente divertido durante todo
el mes de febrero lo constituyó un baile de disfraces que dio
Geoffrey Roughton en la mansión de sus padres, en Adams
Road. Sorprendentemente, Francis no quiso asistir, aunque
Geoffrey conocía a muchas chicas guapas, y se decía que es-
cribía poesía con un pendiente puesto. Odile, sin embargo, no
quiso perdérselo, de modo que fui con ella, después de haber

― 93 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

alquilado un traje de soldado de los tiempos de la Restauración.


Nada más cruzar la puerta y hallarnos en medio del apiña-
miento de bailarines medio borrachos, comprendimos que la
noche sería todo un éxito, ya que, al parecer, la mitad de las
atractivas chicas au pair (muchachas extranjeras que vivían
con familias inglesas) de Cambridge se encontraban allí.
Una semana después, se celebraba un baile tropical al que
Odile tenía interés en asistir, dado que se había encargado de
los decorados y, también, porque estaba patrocinado por la
gente de color. Francis volvió a abstenerse de asistir, esta vez
acertadamente. La pista de baile estaba medio vacía, y, aun des-
pués de tomar varias copas, no disfruté lo más mínimo bailando
mal a la vista de todos. Más importante era el hecho de que
Linus Pauling iba a venir a Londres en mayo para asistir a un
congreso sobre la estructura de las proteínas organizado por la
Royal Society. Uno nunca podía estar seguro de dónde daría el
siguiente golpe de efecto. Y la perspectiva de que pudiera visi-
tar el King’s resultaba escalofriante.

― 94 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XVII

Sin embargo, Linus se vio impedido de llegar a Londres. Su


viaje terminó bruscamente en Idlewild con la retirada de su pa-
saporte. El Departamento de Estado norteamericano no quería
que agitadores como Pauling anduvieran por el mundo di-
ciendo cosas desagradables sobre la política de los banqueros
que contenían a las hordas comunistas. Permitir que Pauling
realizara su viaje podría dar lugar en Londres a la celebración
de una conferencia de prensa en la que Linus expusiera los
principios de la coexistencia pacífica. La posición de Acheson
era ya bastante apurada para dar a McCarthy la oportunidad de
anunciar que nuestro gobierno permitía que radicales ampara-
dos por la posesión de un pasaporte de los Estados Unidos ata-
caran la forma de vida americana.
Francis y yo nos encontrábamos ya en Londres cuando el
escándalo llegó a la Royal Society. Aquello parecía increíble.
Resultaba mucho más tranquilizador pensar que Linus se había
puesto enfermo en el avión que le conducía a Nueva York. La
prohibición a uno de los más destacados científicos del mundo
de asistir a un congreso carente por completo de todo matiz
político habría sido algo que cabía esperar de los rusos. Un
científico ruso fácilmente podría desear huir a la opulencia de
Occidente, pero no existía ningún peligro de que Linus deseara
huir. Su vida en el Cal Tech le resultaba enteramente satisfac-
toria.
Sin embargo, varios miembros del consejo de gobierno del
Cal Tech se habrían sentido muy complacidos si Linus hubiera
decidido marcharse. Cada vez que cogían un periódico y veían
el nombre de Pauling entre los patrocinadores de una conferen-
cia mundial de paz, hervían de rabia y deseaban que hubiera
alguna manera de librar a California meridional de su perni-
ciosa influencia. Pero Linus sabía de sobra que sólo podía es-

― 95 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

perar una confusa irritación de los millonarios californianos cu-


yos conocimientos de política exterior provenían casi exclusi-
vamente de la lectura del Los Angeles Times.
Para varios de nosotros, que acabábamos de llegar a Oxford
para participar en un congreso de la Sociedad de Microbiología
General sobre la naturaleza de la multiplicación de los virus, el
escándalo no constituía ninguna sorpresa. Luria había de ser
uno de los principales ponentes, y dos semanas antes de su pre-
visto vuelo a Londres le notificaron que no se le concedería
pasaporte. Como de costumbre, el Departamento de Estado no
jugaba limpio con aquello que consideraba sucio.
La ausencia de Luria hizo que recayera sobre mí el trabajo
de describir los recientes experimentos de los investigadores
americanos sobre fagos. No me fue necesario preparar la con-
ferencia, pues, varios días antes del congreso, Al Hershey me
había enviado una larga carta desde Coid Spring Harbor en la
que resumía los últimos experimentos efectuados. El y Martha
Chase demostraban mediante tales experimentos que una ca-
racterística clave de la infección de una bacteria por un fago
era la inyección del ADN vírico en la bacteria receptora. Y, lo
que era más importante, en la bacteria penetraba muy poca pro-
teína. Su experimento era, pues, una nueva y valiosa prueba de
que el ADN constituía el material genético primario.
Sin embargo, nadie de entre los más de cuatrocientos mi-
crobiólogos que componían el auditorio parecía interesado en
la lectura que hice de varios párrafos de la carta de Hershey.
Una evidente excepción la constituían, sin embargo, André
Lwoff, Seymour Benzer y Gunther Stent, que habían llegado
de París. Sabían que los experimentos de Hershey no eran tri-
viales y que, a partir de entonces, todo el mundo habría de pres-
tar mucha más atención al ADN. Sin embargo, para la mayoría
de los asistentes, el nombre de Hershey no tenía ninguna im-
portancia. Además, al ser yo americano, mi cabello sin cortar
no suministraba ninguna garantía de que mi criterio científico
no fuera igualmente extravagante.
Dominando el congreso estaban los virólogos ingleses F. C.
Bawden y N. W. Pirie, que trabajaban en virus parásitos de

― 96 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

plantas. Nadie podía igualar la erudición de Bawden ni el aplo-


mado nihilismo de Pirie, quien rechazaba enérgicamente la
idea de que algunos fagos tuviesen cola o que el VMT tuviese
una longitud fija. Cuando intenté que Pirie hablara de los ex-
perimentos de Schramm, dijo que se debía prescindir de ellos.
Por lo tanto, volví al tema, menos polémico, de si la longitud
de 3.000 Å de muchos de los VMT tenía importancia biológica.
La idea de que era preferible una solución sencilla no tenía nin-
gún atractivo para Pirie, quien sabía que los virus eran dema-
siado grandes para poseer estructuras bien definidas.
De no haber sido por la presencia de Lwoff, el congreso
habría terminado en un completo fracaso. André estaba muy
interesado en el papel que tenían los metales divalentes en la
multiplicación de los fagos, por lo que se mostró interesado por
mi hipótesis de que los iones tenían una importancia decisiva
en la estructura del ácido nucleico. En especial, tenía el presen-
timiento de que determinados iones podrían ser el recurso in-
dicado para la exacta replicación de las macromoléculas o la
atracción entre cromosomas similares. Sin embargo, era impo-
sible comprobar nuestras suposiciones, a menos que Rosy de-
jara a un lado su determinación de basar sus investigaciones
exclusivamente en las técnicas clásicas de difracción de los ra-
yos X.
Durante el congreso de la Royal Society, no se dio el menor
indicio de que algún miembro del King's hubiera mencionado
los iones desde que nosotros expusimos la teoría, a primeros de
diciembre. Sonsacando a Maurice, supe que los modelos mo-
leculares que les enviamos no habían sido tocados desde que
llegaron a su laboratorio. Pero aún no había llegado el mo-
mento de que Rosy y Gosling se sintieran apremiados a cons-
truir un modelo del ADN. Es más, las disensiones entre Mau-
rice y Rosy se habían acentuado desde su visita a Cambridge.
Ahora. Rosy insistía en que sus datos demostraban que el ADN
no era una hélice. En vez de construir modelos helicoidales
bajo la dirección de Maurice, tal vez usara los alambres de co-
bre de los modelos para estrangularle.
Cuando Maurice preguntó si necesitábamos que los mode-
los fueran enviados nuevamente a Cambridge, respondimos

― 97 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

afirmativamente, dando a entender que eran precisos más áto-


mos de carbono para hacer modelos con el fin de estudiar cómo
se combinaban las cadenas polipéptidas. El hecho de que yo
estuviese realizando un trabajo serio con el VMT le proporcio-
naba la seguridad de que de momento no volvería a ocuparme
en la estructura del ADN.

― 98 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XVIII

Maurice no tenía la menor sospecha de que muy pronto yo


demostraría mediante las fotografías con los rayos X que el
VMT poseía una estructura helicoidal. Este éxito inesperado
vino como consecuencia de utilizar un poderoso tubo anódico
rotatorio de rayos X, que acababa de ser construido en el Ca-
vendish. Este supertubo me permitió tomar fotografías a una
velocidad veinte veces mayor que con el equipo convencional.
Al cabo de una semana, había duplicado el número de mis fo-
tografías de VMT.
Por aquel entonces, las puertas del Cavendish se cerraban a
las diez de la noche. Aunque el portero tenía su vivienda junto
a la verja, nadie le molestaba después de la hora de cierre. Rut-
herford había querido impedir que los estudiantes trabajaran
por la noche, ya que los atardeceres de verano eran más ade-
cuados para practicar el tenis. Quince años después de su
muerte, aún había una única llave disponible para los que se
quedaban a trabajar hasta horas avanzadas. Dicha llave la po-
seía en exclusiva Hugh Huxley, quien sostenía que las fibras
musculares estaban vivas y no se hallaban, por tanto, sujetas a
reglas físicas. Cuando era necesario, me prestaba la llave o ba-
jaba la escalera para abrir las pesadas puertas que daban a la
Free School Lane.
Cuando, a hora avanzada de una templada noche de junio,
volví al Cavendish para desconectar el tubo de rayos X y reve-
lar la fotografía de una nueva muestra de VMT, Hugh no estaba
en el laboratorio. Había dispuesto la placa con una inclinación
de 25 grados, de modo que, si tenía suerte, encontraría las re-
flexiones helicoidales. Nada más colocar el negativo, aún hú-
medo, ante la luz, comprendí que por fin había encontrado la
evidencia que buscaba. Las reveladoras marcas helicoidales
eran inequívocas. Ahora ya no habría más problemas para con-
vencer a Luria y a Delbrück de que mi estancia en Cambridge

― 99 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

estaba justificada. A pesar de lo tardío de la hora, no sentía nin-


gún deseo de volver a mi habitación de la Tennis Court Road,
y estuve paseando más de una hora por los jardines, lleno de
satisfacción.
A la mañana siguiente, esperé con ansia a que llegara Fran-
cis y confirmara mi diagnóstico helicoidal. Necesitó menos de
diez segundos para detectar la difracción crítica, y entonces to-
das las dudas que aún albergaba se desvanecieron. Por gastarle
una broma, quise hacerle creer que no pensaba que mi fotogra-
fía fuese importante. En vez de ello, afirmé que lo realmente
importante era la idea de las esquinas acogedoras. No bien hube
pronunciado estas poco serías palabras, Francis se puso a di-
sertar sobre los peligros de la teleología acrítica. Francis decía
siempre lo que pensaba, y daba por supuesto que yo me com-
portaba de la misma forma. Aunque en Cambridge el éxito en
la conversación provenía frecuentemente de decir algo ab-
surdo, esperando que alguien le tomara en serio, Francis no te-
nía necesidad de adoptar esta táctica. Una charla de uno o dos
minutos sobre los problemas emocionales de las muchachas
extranjeras era siempre un tónico suficiente, incluso para la
reunión nocturna más formal de Cambridge.
Por supuesto, era evidente cuál iba a ser nuestra próxima
meta. Habíamos agotado las posibilidades del VMT. Desentra-
ñar por completo su estructura requería otros métodos que no-
sotros no dominábamos, y aun así podríamos tardar años en
dilucidar la estructura del ARN. El camino hacia el ADN no
pasaba por el virus del mosaico del tabaco.
El momento era, pues, apropiado para pensar seriamente en
algunas curiosas regularidades de la química del ADN, obser-
vadas por vez primera en Columbia por el bioquímico de ori-
gen austríaco, Erwin Chargaff. Después de la guerra, Chargaff
y sus discípulos habían estado analizando varias muestras de
ADN en busca de las proporciones relativas de sus bases de
purina y pirimidina. En todos sus preparados de ADN, el nú-
mero de moléculas de adenina (A) era muy similar al número
de moléculas de timina (T), mientras que el número de molé-
culas de guanina (G) era muy semejante al número de molécu-
las de citosina (C). Además, la proporción entre el conjunto de

― 100 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

bases adenina-timina y el de guanina-citosina variaba según su


origen biológico. En el ADN de algunos organismos predomi-
naban A y T, mientras que en otras formas de vida prevalecían
G y C. Chargaff no ofrecía ninguna explicación de sus sorpren-
dentes resultados, aunque, evidentemente, pensaba que eran
significativos. Cuando comuniqué a Francis por primera vez
dichos resultados, no le llamaron especialmente la atención, y
siguió pensando en otros asuntos.
Sin embargo, poco después, la sospecha de que estas regu-
laridades eran importantes brotó en su cabeza como resultado
de varias conversaciones con el joven químico teórico John
Griffith. Una de ellas tuvo lugar mientras estábamos tomando
cerveza después de una charla dada por el astrónomo Tommy
Gold sobre “el principio cosmológico perfecto”. La facilidad
de Tommy para hacer plausible una idea remota indujo a Fran-
cis a pensar si podría defenderse la existencia de un “principio
biológico perfecto”. Sabiendo que Griffith estaba interesado en
los esquemas teóricos de repetición de los genes, apuntó la idea
de que el principio biológico perfecto consistía en la autorre-
petición del gen, esto es, la aptitud de un gen para dar copias
de sí mismo cuando el número de cromosomas se duplica du-
rante la división celular. Sin embargo, Griffith no estuvo de
acuerdo con esta idea, ya que durante varios meses había pre-
ferido un esquema en el que la copia de genes se basaba en la
formación alternativa de superficies complementarías.
La hipótesis no era original. Hacía casi treinta años que ha-
bía estado flotando en el círculo de los genetistas de inclinacio-
nes teorizadoras, intrigados por la duplicación del gen. Se sos-
tenía que la duplicación del gen requería la formación de una
imagen complementaria (un negativo), en la que la forma es-
taba relacionada con la superficie original (positivo) como una
cerradura respecto a una llave. La imagen complementaria ne-
gativa funcionaría entonces como el molde para la síntesis de
una nueva imagen positiva. Sin embargo, algunos genetistas se
rebelaban contra la repetición complementaria. De entre ellos
destacaba H. J. Muller, quien se sentía impresionado por el he-
cho de que varios famosos físicos teóricos, en especial Pascual
Jordan, creían en la existencia de fuerzas por las que los iguales

― 101 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

se atraían entre sí. Pero Pauling abominaba de este mecanismo


directo, y en particular le irritaba la sugerencia de que estuviera
apoyado por la mecánica cuántica. Poco antes de la guerra, pi-
dió a Delbrück (quien había llamado su atención sobre los es-
tudios de Jordan) que redactara con él una nota dirigida a Scien-
ce declarando con firmeza que la mecánica cuántica favorecía
un mecanismo de duplicación de genes que suponía la síntesis
de copias complementarias.
Aquella noche, ni Francis ni Griffith quedaron satisfechos
con el nuevo enunciado de una vieja hipótesis. Ambos sabían
que ahora lo importante era detectar las fuerzas de atracción.
En este punto. Francis arguyó que los enlaces específicos de
hidrógeno no constituían la solución. No podían suministrar la
especificidad exacta necesaria, ya que nuestros amigos quími-
cos nos decían repetidamente que los átomos de hidrógeno de
las bases de purina y pirimidina no poseían emplazamientos
fijos, sino que se movían irregularmente de un punto a otro. En
lugar de ello, Francis tenía la impresión de que la repetición en
el ADN implicaba la existencia de fuerzas específicas de atrac-
ción entre las superficies planas de las bases.
Por fortuna, ésta era la clase de fuerza que Griffith podría
ser capaz de calcular. Si el esquema de complementariedad era
acertado, podría encontrar fuerzas de atracción entre bases de
estructuras diferentes. Por otra parte, si la copia directa existía,
sus cálculos podrían revelar una atracción entre bases idénti-
cas. Así, pues, a la hora de cerrar el pub se separaron con el
acuerdo de que Griffith vería si los cálculos eran factibles. Va-
rios días después, cuando se tropezaron uno con el otro en la
cafetería del Cavendish, Francis supo que un semirriguroso ar-
gumento insinuaba que la adenina y la timina debían unirse en-
tre sí por sus superficies planas, y que un argumento similar
podía aducirse para las fuerzas de atracción entre la guanina y
la citosina.
Francis se sobresaltó al oír las palabras de Griffith. Si su
memoria no le engañaba, ésos eran los pares de bases que Char-
gaff había demostrado que se presentaban en cantidades igua-
les. Excitado, dijo a Griffith que, hacía poco, yo le había con-
tado algo sobre unos extraños resultados de Chargaff, aunque

― 102 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

no estaba seguro de que se hallaran implicados los mismos pa-


res de bases. Pero tan pronto como los datos fueran verificados,
se pasaría por el despacho de Griffith.
Durante el almuerzo, le confirmé a Francis que había recor-
dado correctamente los resultados de Chargaff. Mas, para en-
tonces, él se sentía poco entusiasmado. En primer lugar, Grif-
fith no quería defender con demasiado ahínco su razonamiento,
basado en la mecánica cuántica, cuando se le apremiaba a ello.
Habían sido ignoradas demasiadas variables para hacer posi-
bles los cálculos en un tiempo razonable. Además, aunque cada
base tiene dos lados planos, no existía ningún motivo para ele-
gir solamente un lado. Y no había razón para excluir la idea de
que las regularidades de Chargaff tenían su origen en el código
genético. De alguna manera, grupos específicos de nucleótidos
debían codificar aminoácidos específicos, y posiblemente la
adenina igualaba a la timina a causa de su papel, no descubierto
aún, en el ordenamiento de las bases. Existía, además, la segu-
ridad de Roy Markham de que, aunque Chargaff dijera que la
guanina igualaba a la citosina, él estaba igualmente cierto de
que no era así. A los ojos de Markham, los métodos experimen-
tales de Chargaff subestimaban la verdadera cantidad de cito-
sina.
Sin embargo, cuando a primeros de julio John Kendrew en-
tró en nuestro nuevo despacho para decirnos que el propio
Chargaff estaría pronto en Cambridge por una noche, Francis
aún no se había decidido a desechar el esquema de Griffith.
John había dispuesto lo necesario para cenar con él en Peter-
house. Se nos había invitado, a Francis y a mí, a reunimos des-
pués con ellos para tomar unas copas en la habitación de John.
Durante la cena, John mantuvo la conversación alejada de
cuestiones serias, y sólo aludió a la posibilidad de que Francis
y yo resolviéramos la estructura del ADN mediante la cons-
trucción de un modelo. A Chargaff, uno de los más destacados
expertos del mundo en ADN, no le agradó al principio la idea
de que unos caballos desconocidos intentaran ganar la carrera.
Y cuando John le dijo que yo no era un americano típico, com-
prendió que iba a escuchar a un excéntrico. Cuando le fui pre-
sentado, su opinión de mí se vio reforzada. Al instante, empezó

― 103 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

a burlarse de mi pelo y de mi acento, pues como yo era de


Chicago, no tenía derecho a comportarme de otra forma. La
explicación de que me dejaba el pelo largo para evitar que se
me confundiera con el personal de la Fuerza Aérea Americana
le pareció fruto de mi inestabilidad mental.
Y cuando Francis hubo de reconocer que no recordaba las
diferencias químicas entre las cuatro bases, su desprecio llegó
a un punto culminante. El faux pas se produjo al mencionar
Francis los cálculos de Griffith. Como no recordaba cuál de las
bases tenía grupos amino, no podía describir cualitativamente
la argumentación cuántica sin pedir a Chargaff que escribiera
las fórmulas de las bases. Y aunque Francis argumentó que
siempre podía consultarlas, no se consiguió persuadir a Char-
gaff de que sabíamos adonde íbamos.
Pero, independientemente de lo que pasaba por la sarcástica
mente de Chargaff, alguien tenía que explicar sus resultados.
Así pues, a la tarde siguiente, Francis se dirigió a las habitacio-
nes de Griffith en el Trinity para ordenar sus ideas respecto a
los datos sobre los pares de bases. Al oír la voz “adelante”,
abrió la puerta y vio a Griffith en compañía de una muchacha.
Comprendiendo que no era momento para tratar cuestiones
científicas, pidió precipitadamente a Griffith que le dijera nue-
vamente los pares que se deducían de sus cálculos. Después de
garrapatearlos en el reverso de un sobre, se marchó inmediata-
mente. Como yo había salido aquella mañana en dirección al
Continente, se fue a la Biblioteca Filosófica, donde podía eli-
minar sus persistentes dudas acerca de los datos de Chargaff.
Entonces, con ambos conjuntos de información en la mano,
pensó en volver al día siguiente a la residencia de Griffith.
Pero, reflexionando mejor, comprendió que Griffith tenía
puesto su interés en otra parte. Estaba perfectamente claro que
la presencia de chicas no conduce inevitablemente a un futuro
científico.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPITULO XIX

Dos semanas después, Chargaff y yo nos vimos en París.


Ambos habíamos ido allí para asistir al Congreso Bioquímico
Internacional. Una leve sonrisa sardónica fue la única muestra
de reconocimiento por su parte cuando salimos de la impresio-
nante sala Richelieu de la Sorbona al patio. Aquel día, yo es-
taba buscando a Max Delbrück. Antes de salir de Copenhague
con dirección a Cambridge, me había ofrecido un puesto de in-
vestigador en la sección de biología del Cal Tech, y había con-
seguido una beca de la Polio Foundation para comenzar en sep-
tiembre de 1952. No obstante, en el mes de marzo le había es-
crito a Delbrück diciéndole que deseaba permanecer otro año
más en Cambridge. Sin vacilar, tomó las medidas necesarias
para que mi próxima beca fuera trasladada al Cavendish. Me
satisfizo que Delbrück aprobara mi decisión, en especial sa-
biendo yo que abrigaba sentimientos ambivalentes en tomo al
valor final para la biología de los estudios estructurales al estilo
de Pauling.
Ahora, con la fotografía del VMT helicoidal en el bolsillo,
me sentía más confiado en que Delbrück aprobaría, al fin, mi
apego a Cambridge. Sin embargo, unos cuantos minutos de
conversación no revelaron ningún cambio básico en su postura.
Delbrück no hizo casi ningún comentario mientras yo expli-
caba la estructura del VMT. Con la misma indiferencia acogió
el resumen que le hice de nuestros intentos para resolver el
ADN mediante la construcción de un modelo. Delbrück se sin-
tió interesado sólo por mi observación de que Francis era ex-
traordinariamente brillante. Por desgracia, seguí hablando, con
objeto de comparar la forma de pensar de Francis con la de
Pauling. Pero, en el mundo de Delbrück, ninguna idea química
rivalizaba con el poder del cruzamiento genético. Poco más
tarde, esa misma noche, cuando el genetista Boris Ephrussi

― 105 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

sacó a colación mi apego a Cambridge, Delbrück levantó las


manos con disgusto.
La sorpresa del congreso la constituyó la inesperada apari-
ción de Linus. Posiblemente, dado que la prensa había comen-
tado mucho la retirada de su pasaporte, el Departamento de Es-
tado de los Estados Unidos se volvió atrás y permitió a Linus
que mostrara la hélice α. Se preparó apresuradamente una con-
ferencia para la sesión en la que Perutz debía hablar. Pese a que
fue anunciada con muy poca antelación, había una verdadera
multitud de asistentes que esperaban ser los primeros en cono-
cer una nueva teoría. Sin embargo, la conferencia de Pauling
fue sólo una caprichosa refundición de ideas ya publicadas. No
obstante, satisfizo a todo el mundo, excepto a los pocos que
conocíamos sus recientes trabajos. No brotaron nuevos fuegos
artificiales, ni surgió ninguna indicación de lo que había en su
mente. Tras su conferencia, Linus se vio rodeado por un en-
jambre de admiradores, y yo no tuve el valor de abordarlo antes
de que él y su esposa, Ava Helen, regresaran al cercano Tria-
non Hotel.
Maurice se encontraba por allí, con un aire un tanto malhu-
morado. Había hecho una escala en su viaje a Brasil, donde
había de dar un cursillo sobre bioquímica de un mes de dura-
ción. Su presencia me sorprendió, ya que era contrario a su ca-
rácter buscar el trauma de ver a dos mil bioquímicos amonto-
narse en las mal iluminadas salas de conferencias. Hablando en
dirección a los adoquines, me preguntó si yo encontraba las
conferencias tan tediosas como él. Unos cuantos académicos,
como Jacques Monod y Sol Spiegelman, eran conferenciantes
entusiastas, pero, por lo general, había tanta monotonía que le
resultaba difícil mantenerse despierto para captar los nuevos
datos que debía recoger.
Traté de elevar la moral de Maurice llevándole a la abadía
de Royaumont para las reuniones sobre fagos, de una semana
de duración, que seguían al congreso bioquímico. Aunque su
marcha a Río limitaría su estancia a una sola noche, le agradó
la idea de hablar con personas que realizaban experimentos in-
teligentes sobre el ADN. Sin embargo, en el tren a Royaumont
me pareció que estaba indispuesto. No dio ninguna muestra de

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

querer leer The Times ni de oír mis explicaciones sobre fagos.


Después de que se nos acondicionaron sendas camas en las al-
tas habitaciones del parcialmente restaurado monasterio cister-
ciense, empecé a hablar con algunos amigos a los que no había
visto desde mi salida de los Estados Unidos. Luego estuve es-
perando a que pasara a recogerme Maurice, y cuando vi que no
bajaba a cenar, subí a su habitación. Le encontré tendido boca
abajo, ocultando su rostro a la débil luz que yo había encen-
dido. Algo que había comido en París no le había sentado bien,
y me dijo que no se le molestase. A la mañana siguiente, me
fue entregada una nota de Maurice en la que me comunicaba
que se había recuperado, pero que debía coger el primer tren
para París y, por lo tanto, le excusara por las molestias que me
había ocasionado.
Esa misma mañana, Lwoff mencionó que Pauling estaría al
día siguiente en la abadía por espacio de unas horas. Al ins-
tante, empecé a discurrir cómo podría sentarme a su lado du-
rante la comida. Sin embargo, su visita no guardaba ninguna
relación con la ciencia. Jeffries Wyman, nuestro agregado cul-
tural en París y amigo de Pauling, pensaba que a Linus y Ava
Helen les gustaría admirar el austero encanto de los edificios
del siglo XIII. Durante una pausa en la sesión de la mañana,
divisé el huesudo y aristocrático rostro de Wyman, quien iba
buscando a André Lwoff. Los Pauling estaban allí y pronto em-
pezaron a hablar con los Delbrück. Al poco rato, yo estaba con
Linus. Delbrück mencionó que doce meses después yo iba a
estar en el Cal Tech. Nuestra conversación se centró en la po-
sibilidad de que, en Pasadena, pudiera continuar el trabajo de
rayos X con virus. De hecho, no se dijo nada sobre el ADN.
Cuando le enseñé las fotografías con rayos X tomadas en el
King’s, Linus manifestó la opinión de que un trabajo de gran
precisión con rayos X, como el realizado por sus colaboradores
sobre los aminoácidos, era vital para una comprensión total de
los ácidos nucleicos.
Con Ava Helen llegué mucho más lejos. Al enterarse de que
iba a estar en Cambridge durante el año siguiente, me habló de
su hijo Peter. Yo sabía ya que Peter había sido aceptado por
Bragg para trabajar con John Kendrew en la consecución de su

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

doctorado. Y esto, a pesar de que sus calificaciones obtenidas


en el Cal Tech dejaban mucho que desear, aun considerando su
prolongado trabajo con la mononucleosis. John, sin embargo,
no quería contrariar el deseo de Linus de colocar a Peter bajo
su supervisión, sabiendo en especial que él y su hermana, una
muchacha rubia de gran belleza, daban magníficas fiestas. Sin
duda, Peter y Linda darían animación al ambiente de Cam-
bridge (el sueño de casi todos los estudiantes de química del
Cal Tech era llegar a casarse con Linda). Corría un rumor con-
fuso sobre Peter centrado en las chicas. Pero Ava Helen me
contaba que Peter era un muchacho excepcional, con el cual
todo el mundo disfrutaría tanto como ella. De todas formas,
permanecí callado, dudando de que Peter añadiera a nuestro la-
boratorio tanto como Linda. Cuando Linus indicó que tenían
que irse, le dije a Ava Helen que ayudaría a su hijo a acomo-
darse a la austera vida del estudiante investigador de Cam-
bridge.
Una fiesta campestre en “Sans Souci”, la casa de campo de
la baronesa Edmond de Rothschild, puso fin a la reunión. Ves-
tirme de un modo presentable no era asunto fácil para mí. Poco
antes del congreso bioquímico, mientras dormía en el departa-
mento del tren, me fueron robados todos mis efectos persona-
les. Excepto unas cuantas prendas tomadas de un almacén de
Intendencias del Ejército, las ropas que poseía habían sido ele-
gidas para unas posteriores vacaciones en los Alpes italianos.
No me sentí a disgusto dando mi conferencia sobre el VMT en
pantalón corto, pero el contingente francés temía que diera un
paso más y me presentara en “Sans Souci’’ con el mismo
atuendo. Sin embargo, pude solucionar el problema con una
chaqueta y una corbata que me prestaron. Cuando el conductor
del autocar me dejó delante de la gran casa de campo, me ha-
llaba medianamente presentable.
Sol Spiegelman y yo nos fuimos derechos a un mayordomo
que ofrecía salmón ahumado y champaña, y, a los pocos minu-
tos, percibimos el valor de una cultivada aristocracia. Poco an-
tes de subir de nuevo al autocar, paseé por el amplio salón do-
minado por un Hals y un Rubens. La baronesa les estaba di-
ciendo a varios visitantes cuán complacida se sentía por haber

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

recibido a tan distinguidos huéspedes. Lamentaba, sin em-


bargo, que el loco inglés de Cambridge hubiera decidido no
acudir y animar el ambiente. Por un instante quedé desconcer-
tado, hasta que comprendí que Lwoff había considerado pru-
dente prevenir a la baronesa acerca de la posible presencia de
un invitado desprovisto de ropa adecuada, y que podría resultar
excéntrico. La moraleja de mi primer encuentro con la aristo-
cracia estaba clara: no volvería a ser invitado si me comportaba
como todo el mundo.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XX

Para consternación de Francis, manifesté escasa tendencia


a concentrarme en el ADN al término de mis vacaciones de
verano. Estaba preocupado por el problema del sexo, pero no
del que comporta regocijo. Los hábitos de apareamiento de las
bacterias eran, un magnífico tema de conversación de todos co-
nocido. Absolutamente nadie de los que pertenecían a su
círculo social y al de Odile hubiera supuesto que en las bacte-
rias se daba una vida sexual. Por otra parte, era mejor dejar la
cuestión a mentes menos desarrolladas. En Royaumont corrían
rumores acerca de la existencia de bacterias machos y bacterias
hembras, pero no fue hasta primeros de septiembre, cuando
asistí en Pallanza a una reunión sobre genética microbiana, que
conocí los hechos de primera mano. Allí, Cavalli-Sforza y Bill
Hayes hablaron de los experimentos mediante los cuales ellos
y Joshua Lederberg acababan de establecer la existencia de dos
sexos bacterianos distintos.
Hasta que no le llegó el turno para exponer sus investiga-
ciones, nadie reparó siquiera en la presencia de Bill; todo el
mundo, excepto Cavalli-Sforza, desconocía incluso su existen-
cia. Sin embargo, tan pronto como hubo terminado su informe
todos los presentes comprendieron que en el mundo de Joshua
Lederberg había hecho explosión una bomba. En 1946, Joshua,
quien a la sazón contaba veinte años, había hecho irrupción en
el campo de la biología al anunciar que las bacterias se aparea-
ban y experimentaban recombinaciones genéticas. Desde en-
tonces, había efectuado tan prodigioso número de experimen-
tos que virtualmente nadie, a excepción de Cavalli, se atrevía a
trabajar en el mismo campo. Al oír a Joshua dar interminables
charlas rabelesianas de tres o cinco horas, resultaba perfecta-
mente claro que se trataba de un enfant terrible. Estaba, ade-
más, su extraña cualidad de aumentar de tamaño cada año, qui-
zás para acabar llenando el Universo entero.

― 110 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Pese al fabuloso cráneo de Joshua, la genética de las bacte-


rias se complicaba más cada año. Sólo Joshua disfrutaba con la
complejidad rabínica que emanaba de sus recientes publicacio-
nes. De vez en cuando, yo intentaba leer con atención alguna
de ellas, pero siempre me atascaba y lo dejaba para otro día.
Sin embargo, no hacía falta una gran inteligencia para com-
prender que el descubrimiento de los dos sexos pronto podría
hacer avanzar el análisis genético de las bacterias. No obstante,
las conversaciones sostenidas con Cavalli indicaban que Jos-
hua aún no estaba preparado para pensar con sencillez. Acogía
con agrado la hipótesis genética clásica de que las células mas-
culinas y femeninas aportaban cantidades iguales de material
genético, aun cuando los análisis resultantes de tal hipótesis
fueran muy complejos. Por contraste, el razonamiento de Bill
partía de la suposición, aparentemente arbitraria, de que sólo
una fracción del material cromosómico masculino penetraba en
la célula hembra. Dada esta suposición, el razonamiento ulte-
rior resultaba muchísimo más sencillo.
Tan pronto como regresé a Cambridge, me dirigí a la bi-
blioteca que contenía las publicaciones a las que Joshua había
enviado sus recientes trabajos. Con gran complacencia por mi
parte, entendí casi todos los anteriormente desconcertantes cru-
zamientos genéticos. Cierto número de formas de aparea-
miento seguían siendo inexplicables, pero, aun así, la gran ma-
yoría de los datos encajaban en su debido lugar y me daban la
certeza de que nos hallábamos en el camino adecuado. Particu-
larmente agradable era la posibilidad de que Joshua se ciñera
tanto a una forma clásica de pensar que yo pudiera realizar la
increíble hazaña de vencerle en la interpretación correcta de
sus propios experimentos.
Mi deseo de hacer limpieza en el armario de Joshua dejó a
Francis indiferente. El descubrimiento de que las bacterias se
dividían en sexos masculino y femenino le divertía, pero no le
interesaba. Se había pasado casi todo el verano reuniendo pe-
dantescos datos para su tesis, y ahora deseaba pensar en cosas
importantes. Preocuparse de si las bacterias tenían uno, dos o
tres cromosomas no nos ayudaría a descubrir la estructura del
ADN. Mientras yo siguiera con atención las publicaciones

― 111 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

acerca del ADN, quedaba la posibilidad de que surgiera algo


en claro de nuestras conversaciones a la hora del té o del al-
muerzo. Pero si yo volvía a la biología especulativa, nuestra
pequeña ventaja sobre Linus podría desvanecerse.
Por aquel tiempo. Francis tenía aún la sensación de que las
reglas de Chargaff constituían una auténtica clave. De hecho,
mientras yo estaba en los Alpes él había pasado una semana
intentando demostrar experimentalmente que en las soluciones
acuosas se daban fuerzas de atracción entre la adenina y la ti-
mina, y entre la guanina y la citosina. Pero sus esfuerzos no
habían conducido a ninguna parte. Además, nunca se sentía
completamente a gusto hablando con Griffith. Sus respectivos
cerebros no armonizaban bien, y había largas y embarazosas
pausas después que Francis echaba por tierra los méritos de una
determinada hipótesis. Sin embargo, esto no era razón para no
comentarle a Maurice que, a buen seguro, la adenina era atraída
por la timina y la guanina por la citosina. Como tenía que estar
en Londres a finales de octubre, le dejó unas líneas a Maurice
diciéndole que podía pasar por el King’s. La contestación, in-
vitándole a comer, era inesperadamente amistosa, así que Fran-
cis se dispuso a mantener una discusión realista sobre el ADN.
No obstante, cometió el error de simular no mostrarse de-
masiado interesado en el ADN, y de hablar primero de proteí-
nas. De este modo, dio pie a que Maurice volviera a lamentarse
una y otra vez durante la comida de la falta de cooperación de
Rosy. Francis discurría cómo pasar a tratar de un tema más di-
vertido hasta que, terminada ya la comida, recordó que debía
acudir a una cita señalada para las dos y media. Salió precipi-
tadamente del edificio, y sólo entonces se dio cuenta de que no
había suscitado la cuestión de la concordancia entre los cálcu-
los de Griffith y los datos de Chargaff. Como parecía dema-
siado estúpido volver, prosiguió su camino. Aquella misma
tarde regresó a Cambridge. A la mañana siguiente, después de
comunicarme los nulos resultados de la entrevista, Francis trató
de suscitar mi entusiasmo para que nos dedicáramos de nuevo
a la estructura del ADN.

― 112 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Pero no me seducía la idea de otra tentativa. No se habían


producido nuevos hechos que eliminaran el mal sabor del fra-
caso del pasado invierno. El único nuevo resultado que era pro-
bable obtuviésemos antes de Navidad era el contenido en metal
divalente del ADN del fago T4. De encontrarse un alto valor,
constituiría una clara indicación de la unión del Mg ++ con el
ADN. Con esa evidencia podríamos forzar por fin a los grupos
del King’s a analizar sus muestras de ADN. Pero las perspecti-
vas de hallar resultados concretos en un corto plazo no eran
muchas. En primer lugar, el colega de Maaløe, Nils Jeme, debía
enviar el fago desde Copenhague. Luego, yo tendría que pre-
parar la medición exacta de ambos metales divalentes y del
contenido de ADN. Finalmente, Rosy tendría que moverse.
Por fortuna, Linus no esperaba una amenaza inmediata en
el frente del ADN. Peter Pauling llegó con la noticia de que su
padre estaba preocupado con los esquemas de superrizamiento
de las hélices a en la proteína y queratina del cabello. Ésta no
era una noticia especialmente buena para Francis. Durante casi
un año había estado investigando, con altibajos de entusiasmo,
sobre la forma en que las hélices a se unían en espirales rizadas.
Lo malo era que sus cálculos matemáticos no ofrecían una co-
rrección absoluta. Cuando se le insistía, admitía que en su ar-
gumentación había un componente confuso y poco sólido.
Ahora se enfrentaba a la posibilidad de que la solución de Li-
nus no fuera mejor y, sin embargo, obtuviera todo el crédito
para las espirales rizadas.
Interrumpió el trabajo experimental de su tesis para abordar
con redoblado esfuerzo las ecuaciones sobre espirales. Esta vez
halló las ecuaciones correctas, en parte gracias a la ayuda de
Kreisel, que había venido a Cambridge a pasar un fin de se-
mana con Francis. Redactó una carta dirigida a Nature que en-
tregó a Bragg para que la enviara a los directores, con una nota
rogando la pronta publicación. Si se les decía a los directores
que un artículo británico era de gran interés, procurarían publi-
car casi inmediatamente el manuscrito. Con un poco de suerte,
las espirales de Francis entrarían en prensa tan pronto como las
de Pauling, si no antes.

― 113 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Tanto dentro como fuera de Cambridge se iba generali-


zando la idea de que la inteligencia de Francis era verdadera-
mente valiosa. Aunque unos cuantos le consideraban aún una
máquina parlante, de hecho, Francis llegaba al fondo de los
problemas. Reflejo de su creciente fama fue una oferta que re-
cibió a comienzos del otoño para trabajar durante un año en
Brooklyn con David Harker. Harker había reunido un millón
de dólares destinados a resolver la estructura de la enzima ri-
bonucleasa, y estaba buscando investigadores con talento. A
Odile la oferta de seis mil dólares al año le pareció muy gene-
rosa. Como era de esperar, Francis abrigaba encontrados senti-
mientos. Debía de haber alguna razón por la que existían tantos
chistes sobre Brooklyn. Por otra parte, nunca había vivido en
los Estados Unidos, y Brooklyn constituiría una base desde la
cual podría visitar regiones de mayor interés. Además, si Bragg
sabía que Crick iba a marcharse al cabo de un año, quizá con-
siderara más detenidamente la petición de Max y de John de
que continuara en el Cavendish otros tres años, después de ter-
minar su tesis. En principio, la mejor solución parecía aceptar
la oferta, y a mediados de octubre, escribió a Harker que iría a
Brooklyn en el otoño del año siguiente.
Mientras avanzaba el otoño, dediqué mi atención a los apa-
reamientos bacterianos. Iba a menudo a Londres para hablar
con Bill Hayes en su laboratorio del Hammersmith Hospital.
Algunas noches conseguía coincidir con Maurice para cenar
antes de volver a Cambridge, y entonces volvía a pensar en el
ADN. Algunas tardes, Maurice se escabullía del laboratorio,
hecho que sus colaboradores atribuían a la existencia de alguna
amistad femenina. Finalmente, resultó que no había nada de lo
que se imaginaban: pasaba las tardes en un gimnasio, apren-
diendo esgrima.
La situación con Rosy continuaba tan tirante como siempre.
A su regreso del Brasil, recibió la inequívoca impresión de que
ella consideraba la colaboración más imposible aún que antes.
Así pues, para aliviar la tensión, Maurice se dedicó al micros-
copio de interferencia para hallar un método que le sirviera
para pesar cromosomas. Había planteado a Randall, su direc-
tor, la cuestión de encontrar un puesto para Rosy en alguna otra

― 114 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

parte; pero, por el momento, tal posibilidad no era factible an-


tes de que transcurriera un año. No se podía despedirla sobre la
única base de su despectiva sonrisa. Además, sus fotografías
con rayos X iban mejorando cada vez más. Sin embargo, Rosy
no daba la menor muestra de que le agradaran las hélices. Por
otra parte, pensaba que existían pruebas de que la cadena azú-
car-fosfato se encontraba en el exterior de la molécula. No re-
sultaba fácil juzgar si este aserto poseía alguna base científica.
Mientras Francis y yo continuáramos excluidos de los datos
experimentales, lo mejor era mantener una mente abierta. Así
que volví a dedicarme a los caracteres sexuales de las bacterias.

― 115 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXI

Para entonces, vivía en el Clare College. Poco después de


mi llegada al Cavendish, Max me había introducido en el Clare
como estudiante investigador. Trabajar para otro doctorado era
absurdo, pero sólo utilizando esta argucia podía alojarme en un
colegio. Clare era una elección inesperadamente feliz. No sólo
poseía un perfecto jardín, sino que también, como supe más
tarde, tenía una consideración especial hacia los americanos.
Antes de que esto sucediera, estuve a punto de quedarme
en el Jesus College. Dado el poco tiempo de que se disponía,
Max y John pensaron que tendría más probabilidades de ser
aceptado en uno de los colegios pequeños, ya que en ellos había
relativamente menos estudiantes investigadores que en los co-
legios más grandes, ricos y prestigiosos, como el Trinity o el
King’s. Así pues, Max preguntó al físico Denis Wilkinson, a la
sazón profesor del Jesus, si habría una vacante en su colegio.
Al día siguiente, Denis vino a decirme que el Jesus me admiti-
ría y que yo debía concertar una cita para conocer las formali-
dades de la matriculación.
Sin embargo, después de hablar con su director, decidí pro-
bar suerte en otra parte. La restringida admisión en el Jesus de
estudiantes investigadores parecía estar relacionada con su
gran reputación en el deporte del remo. Ningún estudiante in-
vestigador podía vivir en él. Por lo tanto, la única solución para
alojarme en el Jesus consistía en matricularme para un docto-
rado que nunca adquiriría. Nick Hammond, director del Clare,
pintó un panorama mucho más halagüeño para sus estudiantes
investigadores extranjeros. En mi segundo año podría trasla-
darme al colegio. Además, en el Clare había varios investiga-
dores americanos con quienes podría reunirme.
Durante mi primer año en Cambridge, cuando viví en la
Tennis Court Road con los Kendrew, no participé en nada de

― 116 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

la vida en un colegio. Después de matricularme, fui varias ve-


ces al comedor, hasta que descubrí que era improbable que pu-
diera relacionarme con nadie en el intervalo de diez o doce mi-
nutos necesario para ingerir la oscura sopa, la fibrosa carne y
el pesado pudding que se servían la mayoría de las noches. Aun
durante mi segundo año de estancia en Cambridge, cuando me
trasladé a las habitaciones de la escalera R del Clare’s Memo-
rial Court, desistí de ir a comer al colegio. En el “Whim” podía
desayunar mucho más tarde que si iba al comedor. Por tres che-
lines y seis peniques, el “Whim” ofrecía un lugar caliente para
leer The Times, mientras unos tipos de aplastadas gorras del
Trinity pasaban las páginas del Telegraph o del Netos Chroni-
cle. Por la noche resultaba más difícil encontrar en la ciudad un
lugar apropiado para cenar. Comer en el “Arts” o en el “Bath
Hotel” era cosa reservada para ocasiones especiales, así que
cuando Odile o Elizabeth Kendrew no me invitaban a cenar me
tragaba el veneno que servían los establecimientos indios o chi-
priotas.
Mi estómago aguantó sólo hasta primeros de noviembre,
fecha en que empezaron a sobrevenirme con regularidad vio-
lentos dolores de estómago. Tratamientos alternativos con bi-
carbonato y leche no dieron resultado, así que, pese a que Eli-
zabeth aseguraba que no era nada grave, me presenté en la con-
sulta de un médico local en la Trinity Street. Tras permitírseme
contemplar los remos que adornaban las paredes, fui despedido
con una receta de un gran frasco de líquido blanco que debía
tomar después de las comidas. Esto me sostuvo durante casi
dos semanas, al cabo de las cuales, con el frasco vacío, volví a
la consulta con el temor de que tuviese una úlcera. Sin em-
bargo, la noticia de que los dolores dispépticos de un forastero
persistían no suscitó ningún asomo de compasión por parte del
galeno, y de nuevo salí a la calle con una receta de más pócima
blanca.
Aquella noche pasé por la casa, recién adquirida, de los
Crick, con la esperanza de que la charla con Odile me hiciera
olvidar mi estómago. La “Green Door” había sido abandonada
por una vivienda más amplia en el cercano Portugal Place. El
horroroso papel de las paredes ya había desaparecido, y Odile

― 117 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

estaba muy atareada confeccionando cortinas para una casa lo


bastante grande como para tener un cuarto de baño. Después
de darme un vaso de leche caliente, empezamos a hablar del
descubrimiento que había hecho Peter Pauling de Nina, la jo-
ven danesa au pair de la casa de Max. La siguiente cuestión de
la que hablamos fue la de cómo podría yo establecer contacto
con la pensión para la alta clase social que regentaba Camille
“Pop” Prior en el número 8 de Scroope Terrace. La comida en
“Pop’s” no ofrecería mejora sobre la del comedor del colegio,
pero las chicas francesas que iban a Cambridge para mejorar
su inglés eran otra cuestión. Sin embargo, no se podía pedir
directamente un asiento en la mesa de Pop. Odile y Francis
pensaban que la mejor táctica para introducirme era tomar lec-
ciones de francés con Pop, cuyo fallecido marido había sido
profesor de esta lengua antes de la guerra. Si yo agradaba a
Pop, podría ser invitado a alguna de sus pequeñas fiestas y tra-
bar conocimiento con su colección de chicas extranjeras. Odile
prometió llamar por teléfono a Pop para ver si podía arreglarse
lo de las lecciones, y yo regresé en bicicleta al colegio con la
esperanza de que mis dolores de estómago no tardaran en tener
motivos para desvanecerse.
Ya en mi habitación, encendí el hogar, aun cuando sabía
que no era probable que el vaho de mi aliento desapareciera
antes de acostarme. Con los dedos demasiado fríos para escri-
bir de una forma legible, me acurruqué junto a la chimenea,
soñando despierto cómo podrían combinarse varias cadenas de
ADN en una forma bella y científica. Sin embargo, no tardé en
abandonar la meditación a nivel molecular y me dediqué a la
tarea, mucho más fácil, de leer estudios bioquímicos sobre las
interrelaciones del ADN, el ARN y la síntesis de proteínas.
De hecho, todas las evidencias me llevaban a considerar
que el ADN era el soporte sobre el que se construían las cade-
nas de ARN. A su vez, las cadenas de ARN eran los candidatos
más aptos como generadores de las síntesis de proteínas. Había
algunos datos, extraídos de experimentos realizados con erizos
de mar, que hacían creer en una transformación del ADN en
ARN, pero yo prefería atenerme a otros experimentos que de-
mostraban que las moléculas de ADN, una vez sintetizadas,

― 118 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

poseen un grado muy elevado de estabilidad. La idea de la in-


mortalidad de los genes tenía buen cariz, así que sobre la pared
que había frente a mi mesa sujeté una hoja de papel en la que
dibujé el diagrama: ADN → ARN → proteína. Las flechas no
significaban transformaciones químicas, sino que expresaban
la transferencia de información genética desde las secuencias
de nucleótidos en las moléculas de ADN a las secuencias de
aminoácidos de las proteínas.
Me dormí con la idea de que había comprendido la relación
entre los ácidos nucleicos y la síntesis de proteínas. Sin em-
bargo, por la mañana, mientras me vestía en aquel dormitorio
helado, me di cuenta de que un lema bonito no servía para di-
lucidar la estructura del ADN. Sin dicha estructura, Francis y
yo no podríamos convencer a los bioquímicos con quienes
charlábamos en una cervecería próxima de que llegábamos a
apreciar el significado fundamental de los complejos proble-
mas biológicos. Y, lo que era peor, aunque Francis dejara de
hablar de espirales rizadas o yo de genética bacteriana, todavía
nos encontrábamos en el mismo punto de partida que doce me-
ses antes. Durante los almuerzos en el Eagle, apenas hacíamos
mención del ADN, aunque, de ordinario, los genes hacían acto
de presencia durante nuestro paseo de sobremesa por los jardi-
nes.
En algunos de estos paseos, nuestro entusiasmo llegaba
hasta el punto de que, de vuelta a nuestro despacho, volvíamos
a manipular con los modelos atómicos. Pero, casi en seguida,
Francis se daba cuenta de que el razonamiento que por unos
momentos nos había hecho concebir esperanzas no conducía a
ninguna parte. Volvía entonces al examen de las fotografías
con rayos X de la hemoglobina, base de su tesis. Varias veces
continué solo con los modelos durante unos cuantos minutos,
pero sin los consejos de Francis mi incapacidad para pensar en
tres dimensiones resultaba evidente.
La idea de compartir nuestro despacho con Peter Pauling
no me desagradaba. Pauling se hospedaba en Peterhouse como
estudiante investigador, bajo la dirección de John Kendrew. A
veces, cuando la conversación sobre temas científicos perdía

― 119 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

interés, siempre cabía la posibilidad de comparar las virtudes


de las chicas de Inglaterra con las del continente o California.
Cierta tarde de mediados de diciembre, Peter entró en el
despacho sonriente, se sentó y puso sus pies sobre la mesa. En
su mano llevaba una carta de Estados Unidos que había reco-
gido en Peterhouse, después del almuerzo. Era de su padre.
Además de los habituales asuntos familiares, le comunicaba la
temida noticia de que había encontrado ya una estructura para
el ADN. Linus no facilitaba ningún detalle de lo que se propo-
nía hacer, de modo que Francis y yo sentimos aumentar nuestra
frustración. Cuando le conté la noticia, Francis empezó a pa-
sear de un lado a otro de la habitación, pensando en voz alta.
Confiaba aún en realizar un gran esfuerzo intelectual y obtener
los mismos resultados que Linus había obtenido. Teniendo en
cuenta que Linus no nos había dado la solución, de anunciarla
nosotros al mismo tiempo deberíamos obtener igual reconoci-
miento por ello.
Pero cuando subimos a tomar el té y hablamos a Max y John
de la carta aún no habíamos logrado ningún resultado. Bragg
entró un momento, pero ninguno de nosotros deseaba infor-
marle de que los laboratorios ingleses estaban a punto de ser
humillados de nuevo por los americanos. Mientras mordis-
queábamos galletas de chocolate, John intentó animamos con
la posibilidad de que Linus estuviera equivocado, pues después
de todo nunca había visto las fotografías de Maurice y Rosy.
Sin embargo, nuestro corazón nos decía otra cosa.

― 120 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPITULO XXII

Hasta Navidad no llegó ninguna otra noticia de Pasadena.


Poco a poco, nos fuimos sintiendo más animados, pues si Pau-
ling hubiera encontrado una solución definitiva el secreto no se
habría podido mantener por tanto tiempo. Con toda seguridad,
alguno de sus colaboradores habría sabido qué aspecto tenía el
modelo, y, de existir implicaciones biológicas evidentes, el ru-
mor habría llegado hasta nosotros. Aun cuando Linus se hu-
biera aproximado a la estructura correcta, todas las probabili-
dades parecían estar en contra de que se hubiera acercado al
secreto de la replicación de los genes. Así pues, cuanto más
pensábamos en la química del ADN, más improbable parecía
la posibilidad de que ni siquiera Linus pudiera descubrir la es-
tructura, toda vez que ignoraba por completo el trabajo desa-
rrollado en el King’s.
Cuando pasé por Londres de camino a Suiza para unas va-
caciones de Navidad, informé a Maurice de la situación. Con-
fiaba en que la urgencia creada por el asalto de Linus sobre el
ADN le hiciera pedimos ayuda a Francis y a mí. Sin embargo,
si Maurice pensó que Linus tenía una posibilidad de llevarse el
premio, no lo manifestó. Mucho más importante era la noticia
de que los días de Rosy en el King’s estaban contados. Ella le
había dicho a Maurice que quería trasladarse pronto al labora-
torio de Bernal, en el Birkbeck College. Además, para sorpresa
y alivio de Maurice, no se dedicaría ya al problema del ADN.
Durante los próximos meses, iba a concluir su estancia prepa-
rando la publicación de sus trabajos. Entonces, con Rosy lejos
de su vida, él comenzaría una búsqueda intensiva de la estruc-
tura del ADN.
A mi regreso a Cambridge, a mediados de enero, busqué a
Peter para saber qué decían las últimas cartas de su padre.
Salvo una breve referencia al ADN, todo se reducía a cuestio-

― 121 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

nes familiares. Sin embargo, la única alusión importante no re-


sultaba nada tranquilizadora. Había redactado un manuscrito
sobre el ADN, una copia del cual le sería enviada en breve.
Tampoco había el menor indicio del aspecto que pudiera tener
el modelo. Mientras esperaba la llegada del manuscrito, domi-
naba mis nervios escribiendo mis ideas sobre los caracteres se-
xuales en las bacterias. Una rápida visita a Cavalli, en Milán,
que tuvo lugar poco después de mis vacaciones en Zermatt, me
había convencido de que mis especulaciones acerca de la forma
en que se apareaban las bacterias eran probablemente correc-
tas. Como temía que Lederberg no tardara en llegar a las mis-
mas conclusiones, estaba ansioso por publicar un artículo en
colaboración con Bill Hayes. Pero este manuscrito aún no ha-
bía llegado a su forma final cuando, en la primera semana de
febrero, el manuscrito de Pauling cruzó el Atlántico.
Llegaron dos copias a Cambridge, una para sir Lawrence y
la otra para Peter. La primera reacción de Bragg al recibir el
manuscrito fue dejarlo de lado. Ignorando que Peter había re-
cibido también una copia, vacilaba en llevar el manuscrito al
despacho de Max. Allí lo vería Francis, que dejaría entonces el
ADN y pasaría a emprender otro desatinado proyecto. Sólo
quedaban ocho meses de soportar a Francis, si éste terminaba
su tesis de acuerdo con lo previsto. Entonces, durante un año o
más, Crick marcharía al exilio de Brooklyn, y en el Cavendish
prevalecerían la paz y la serenidad.
Mientras sir Lawrence deliberaba sobre si era prudente
apartar la mente de Crick de su tesis, Francis y yo escudriñá-
bamos la copia que Peter nos llevó después de comer. Al cruzar
la puerta, el rostro de Peter daba a entender que había noveda-
des importantes. Sentí un vacío en el estómago. Sabía que todo
estaba perdido. Viendo que ni Francis ni yo podíamos soportar
por más tiempo la tensión, nos dijo en seguida que el modelo
era una hélice de tres cadenas, con los enlaces azúcar-fosfato
en el centro. Esto se parecía tanto a nuestros resultados del año
pasado que al punto me pregunté si, de no habernos contenido
Bragg, gozaríamos de la reputación y la gloria de un gran des-
cubrimiento. Sin dar tiempo a que Francis pidiera el manus-
crito, saqué éste del bolsillo exterior de la chaqueta de Peter y

― 122 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

empecé a leerlo. Pasando por encima el resumen y la introduc-


ción, me dediqué a estudiar las figuras que mostraban los em-
plazamientos de los átomos esenciales.
Noté en seguida que algo estaba mal. Sin embargo, no pude
señalar el error hasta haber examinado las ilustraciones durante
varios minutos. Entonces me di cuenta de que los grupos fos-
fato del modelo de Linus no estaban ionizados, sino que cada
grupo contenía un átomo de hidrógeno enlazado, y, por ello, no
tenían carga eléctrica. En cierto sentido, el ácido nucleico de
Pauling no era ningún ácido. Además, los grupos fosfato sin
carga no eran características incidentales. Los hidrógenos for-
maban parte de los enlaces que unían a las tres cadenas. Sin los
átomos de hidrógeno, las cadenas se desprenderían unas de
otras, y la estructura se desmoronaría.
Todo cuanto sabía sobre la química del ácido nucleico in-
dicaba que los grupos fosfato nunca contenían átomos de hi-
drógeno enlazados. Todo el mundo coincidía en que el ADN
era un ácido medianamente fuerte. Así pues, en ciertas condi-
ciones fisiológicas siempre habría cerca iones de carga posi-
tiva, como el sodio o el magnesio, para neutralizar los grupos
fosfato con carga negativa. De haber átomos de hidrógeno fir-
memente enlazados a los grupos fosfato, todas nuestras espe-
culaciones sobre si los iones divalentes mantenían unidas las
cadenas carecerían de sentido. Sin embargo, Linus, indiscuti-
blemente el mejor químico del mundo, había llegado a la con-
clusión contraria.
Francis quedó sorprendido también ante la poco ortodoxa
química de Pauling. Entonces empecé a sentirme más tran-
quilo, pues sabía que aún continuábamos en el juego. Sin em-
bargo, ninguno de nosotros tenía el más mínimo indicio de los
pasos que habían conducido a Linus a su error. Si un estudiante
hubiera cometido una equivocación similar, habría sido consi-
derado no apto para entrar en la Facultad de Química del Cal
Tech. Así pues, de momento sólo podíamos preocupamos de la
posibilidad de que el modelo de Linus fuera resultado de una
revolucionaria reevaluación de las propiedades ácido-base de
las grandes moléculas. No obstante, la forma en que estaba re-
dactado el manuscrito no indicaba un semejante avance en la

― 123 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

teoría química. No había razón para mantener en secreto un


descubrimiento teórico de tal importancia. Antes bien, de ha-
berse dado el caso, Linus habría presentado dos estudios, el
primero describiendo su nueva teoría y el segundo mostrando
cómo se utilizaba para resolver la estructura del ADN.
Aquello era demasiado increíble para mantenerlo en secreto
por más tiempo. Me dirigí apresuradamente al laboratorio de
Roy Markham para comunicar la noticia y tener la seguridad
de que el planteo químico de Linus era defectuoso. Como cabía
esperar, Markham se sintió satisfecho ante el hecho de que un
gigante en la materia hubiera olvidado la química elemental. Y
no se abstuvo de comentar cómo, en cierta ocasión, también
uno de los más grandes hombres de Cambridge había olvidado
las bases de la química. Me dirigí después a los químicos orgá-
nicos, quienes me confirmaron que el ADN sólo podía ser un
ácido.
Para la hora del té, había regresado de nuevo al Cavendish.
Francis se hallaba explicando a John y a Max que no debía per-
derse más tiempo a este lado del Atlántico. Cuando su error
fuera conocido, Linus no cejaría hasta encontrar la estructura
correcta. Ahora nuestra esperanza estribaba en que sus colegas
químicos se sintieran más impresionados que nunca por su in-
teligencia y no analizasen en detalle su modelo. Pero, como el
manuscrito había sido enviado ya al Proceedings of the Natio-
nal Academy, el trabajo de Linus sería conocido en todo el
mundo para mediados de marzo. Entonces, sería cuestión de
días el que se descubriera su error. Disponíamos, pues, de seis
semanas, antes de que Linus se dedicara de nuevo al ADN.
Aunque debíamos poner a Maurice al corriente, no le lla-
mamos en seguida. La celeridad de las palabras de Francis po-
dría hacer que Maurice diera por terminada la conversación an-
tes de que fueran examinadas todas las implicaciones del dis-
parate cometido por Pauling. Como a los pocos días yo debía
ir a Londres para ver a Bill Hayes, lo más sensato era llevar
conmigo el manuscrito para que Maurice y Rosy lo examina-
ran.
Luego, como la excitación de las últimas horas había hecho
imposible continuar trabajando, Francis y yo nos fuimos al

― 124 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

“Eagle”. En el mismo momento en que sus puertas se abrían,


llegábamos nosotros para brindar por el fracaso de Pauling. En
vez de jerez, dejé que Francis me invitara a un whisky. Aunque
las probabilidades todavía parecían estar en contra nuestra, Li-
nus no obtendría aún su premio Nobel.

― 125 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXIII

Cuando, poco antes de las cuatro, llegué con la noticia de


que el modelo de Pauling era incorrecto, Maurice estaba ocu-
pado. Así pues, recorrí el pasillo hasta el laboratorio de Rosy,
esperando que ella estuviera accesible. Encontré la puerta en-
treabierta y, al entrar, la vi inclinada sobre una pantalla en la
que había una radiografía que estaba midiendo. Por un mo-
mento, mi presencia la sobresaltó. Pero en seguida recobró su
compostura y, mirándome con fijeza, dejó que sus ojos dieran
a entender que los visitantes no invitados debían tener la corte-
sía de llamar.
Me excusé diciendo que Maurice estaba ocupado; y antes
de ser reprendido le pregunté si le gustaría echar un vistazo a
la copia del manuscrito que Linus había enviado a Peter. Sentía
curiosidad por ver cuánto tiempo tardaría en descubrir el error,
pero Rosy no estaba para acertijos. Le expliqué en seguida
dónde se había equivocado Linus. Al hacerlo, no pude abste-
nerme de señalar la semejanza superficial entre la hélice de tres
cadenas de Pauling y el modelo que Francis y yo le habíamos
mostrado quince meses antes. Pensaba que le divertiría el he-
cho de que las deducciones de Pauling sobre simetría no fueran
más inspiradas que nuestros toscos esfuerzos del año anterior.
El resultado fue todo lo contrario. Fue irritándose más y más
con mis repetidas referencias a las estructuras helicoidales.
Fríamente, señaló que no existía la menor evidencia que per-
mitiera a Linus, ni a ningún otro, postular una estructura heli-
coidal para el ADN. La mayoría de mis palabras eran super-
fluas, pues comprendió que Pauling estaba equivocado desde
el mismo momento en que le mencioné que la estructura que
proponía era helicoidal.
Interrumpiendo su arenga, afirmé que la forma más simple
para cualquier molécula polímero regular era una hélice. Sa-

― 126 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

biendo que ella podía responder con el hecho de que era im-
probable que la secuencia de bases fuese regular, proseguí con
el argumento de que, puesto que las moléculas de ADN forman
cristales, el orden nucleótido no debe afectar a la estructura ge-
neral. Para entonces, Rosy apenas si podía contenerse, y su voz
se elevó para decirme que la estupidez de mis palabras sería
evidente si dejara de parlotear y mirara sus pruebas de rayos X.
Pero conocía sus datos más de lo que ella se figuraba. Va-
rios meses antes, Maurice me había explicado la naturaleza de
sus pretendidos resultados antihelicoidales. Como Francis me
había asegurado que poseían un carácter ambiguo, decidí co-
rrer el riesgo de una explosión. Sin más vacilaciones, di a en-
tender que ella era incompetente para interpretar sus fotogra-
fías con rayos X. Si estuviera dispuesta a aprender aunque fuera
sólo un poco de teoría, comprendería cómo sus supuestas ca-
racterísticas antihelicoidales provenían de las pequeñas distor-
siones necesarias para “empaquetar” hélices regulares en una
red cristalina.
Al oír esto, Rosy salió súbitamente de detrás del banco del
laboratorio y empezó a avanzar hacia mí. Temiendo que en su
violenta cólera pudiera llegar a golpearme, cogí el manuscrito
de Pauling y retrocedí precipitadamente hacia la puerta abierta.
Mi huida quedó obstaculizada por Maurice, quien, buscán-
dome, acababa de asomar la cabeza. Mientras Maurice y Rosy
se miraban uno al otro por encima de mi encorvada figura, le
dije a Maurice que la conversación entre Rosy y yo había ter-
minado y que me disponía a ir a buscarle al salón de té. Al
mismo tiempo, me fui apartando, hasta dejar a Maurice cara a
cara con Rosy. Entonces, al ver que Maurice no se retiraba,
temí que, por cortesía, invitara a Rosy a tomar el té con noso-
tros. Pero Rosy salvó la incertidumbre de Maurice dando media
vuelta y cerrando la puerta con fuerza.
Mientras caminábamos por el pasillo, le conté a Maurice
cómo su inesperada aparición había impedido tal vez que Rosy
me atacara. Me aseguró que muy bien podía haber sucedido tal
cosa. Unos meses antes, él mismo había sido objeto de una em-
bestida similar. Habían llegado casi a las manos, a causa de una
discusión que habían tenido en la habitación de él. Cuando

― 127 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

quiso escapar, Rosy había bloqueado la puerta y sólo en el úl-


timo momento se apartó.
Mi encuentro con Rosy abrió el corazón de Maurice hasta
un grado que yo no había previsto. Ahora que ya no necesitaba
imaginar el infierno por el que él había pasado durante los dos
últimos años, podía tratarme casi como un colaborador más, en
vez de como un desconocido con quien las confidencias ínti-
mas conducían inevitablemente a penosos malentendidos. Para
mi sorpresa, me reveló que, en colaboración con su ayudante
Wilson, había estado repitiendo parte del trabajo de Rosy y
Gosling con rayos X. No habría, pues, que esperar mucho
tiempo para que los esfuerzos investigadores de Maurice alcan-
zaran plena efectividad. Luego, me comunicó la noticia más
importante: desde mediados del verano, Rosy había descu-
bierto una nueva forma tridimensional de ADN. Obtuvo imá-
genes con rayos X de esta nueva forma cuando las moléculas
de ADN estaban rodeadas de una gran cantidad de agua. Al
preguntar yo cómo eran tales imágenes, Maurice entró en la
estancia contigua para coger una copia de la nueva forma, que
ellos llamaban “estructura B”.
En cuanto vi la fotografía, quedé boquiabierto y se me ace-
leró el pulso. La figura resultaba increíblemente más sencilla
que las obtenidas con anterioridad, es decir, las de la forma A.
Además, los reflejos negros en forma de cruz que dominaban
la fotografía sólo podían provenir de una estructura helicoidal.
Con la forma A, el argumento en favor de una hélice nunca
había sido concluyente, y existía cierta ambigüedad en cuanto
a qué tipo de simetría helicoidal estaba presente; en cambio, la
simple inspección de la fotografía con rayos X de la forma B
permitía descubrir en ella varios de los parámetros helicoidales
vitales. Concebiblemente, tras unos cálculos de sólo unos mi-
nutos, podría determinarse el número de cadenas de la molé-
cula. Sonsacando a Maurice sobre a qué conclusiones teóricas
habían llegado basándose en aquellas radiografías, supe que su
colega R. D. B. Fraser había estado realizando combinaciones
con modelos de tres cadenas, pero que hasta el momento no
había obtenido nada que tuviera algún valor. Aunque Maurice

― 128 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

admitía que la evidencia en favor de una hélice era ahora abru-


madora (la teoría Stokes-Cochran-Crick indicaba con claridad
que debía existir una hélice), esto no poseía para él un signifi-
cado importante, pues, después de todo, ya había pensado en la
posibilidad de una hélice. El verdadero problema radicaba en
la ausencia de cualquier hipótesis estructural que les permitiese
agrupar regularmente las bases en el interior de la hélice. Aun-
que Maurice me dijo que ahora estaba completamente conven-
cido de que Rosy tenía razón al disponer las bases en el centro
y la cadena fundamental en el exterior, yo me mostré escéptico
al respecto.
Mientras nos dirigíamos al Soho para cenar, volví al pro-
blema de Linus, y puse de relieve que reírse de su error durante
demasiado tiempo podría resultar fatal. La posición sería más
segura si Pauling se hubiera equivocado, simplemente, en vez
de parecer un necio. Pronto, si no había comenzado ya, se de-
dicaría al tema día y noche. Existía, además, el peligro de que,
si encargaba a uno de sus ayudantes tomar radiografías del
ADN, la estructura B fuera descubierta también en Pasadena.
Entonces, en el plazo de una semana como máximo, Linus ob-
tendría la estructura.
Maurice parecía no interesarse en el tema. Mi insistencia en
que el ADN podía resolverse en cualquier momento recordaba
demasiado el comportamiento de Francis en uno de sus perío-
dos de excitación. Durante años, Francis había estado tratando
de decirle qué era importante. Y cuanto más consideraba su
vida, más comprendía lo juiciosamente que había obrado al se-
guir sólo sus propias intuiciones. Mientras el camarero miraba
por encima de su hombro esperando que encargáramos de una
vez el menú, Maurice procuró hacerme comprender que si to-
dos nos poníamos de acuerdo sobre hacia dónde iba la ciencia,
todo quedaría resuelto y no cabría sino dedicarse a ser ingenie-
ros o médicos.
Con la cena sobre la mesa, traté de fijar nuestros pensa-
mientos en el número exacto de cadenas. Argüí que midiendo
el emplazamiento de la difracción interior en la primera y se-
gunda capas podríamos situamos de inmediato en el buen ca-
mino. Pero como Maurice no respondía, no podía decidir si

― 129 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

daba a entender que nadie en el King’s había medido las difrac-


ciones pertinentes o, simplemente, deseaba comer antes de que
la cena se enfriara. Comí de mala gana, esperando que después
del café podría obtener más detalles si le acompañaba hasta su
piso. Pero, tras terminar nuestra botella de Chablis, disminuyó
mi deseo de datos concretos. Mientras salíamos del Soho y
atravesábamos Oxford Street, Maurice habló sólo de sus planes
para hacerse con un apartamento menos triste en una zona más
tranquila.
Más tarde, en el frío departamento del tren, casi desprovisto
de calefacción, esbocé en uno de los márgenes de mi periódico
lo que recordaba de la forma B. Luego, mientras el tren traque-
teaba en dirección a Cambridge, traté de decidir entre un mo-
delo de dos y uno de tres cadenas. Al parecer, la razón de que
al grupo del King’s no le sedujeran las dos cadenas no era del
todo justificada. Dependía del contenido de agua de las mues-
tras de ADN, un valor que, según admitían, podía ser equivo-
cado. De esta manera, para cuando hube regresado en bicicleta
al colegio y escalado la verja por la parte posterior, había deci-
dido construir modelos de dos cadenas. Francis tendría que
convenir en ello. Aunque era físico, sabía que las estructuras
biológicas importantes se presentan por parejas.

― 130 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXIV

Al día siguiente, cuando entré en el despacho de Max para


comunicarle lo que sabía, Bragg estaba allí. Francis aún no ha-
bía llegado; era sábado, y, a buen seguro, estaría aún en la cama
echando un vistazo al Nature, que había llegado en el correo
de la mañana. Empecé a exponer los detalles de la forma B.
Mediante un boceto, traté de poner de manifiesto la evidencia
de que el ADN era una hélice que se repetía cada 34 Å a lo
largo del eje helicoidal. Bragg me interrumpió para hacerme
algunas preguntas, y comprendí que mi argumentación había
calado hondo. Así pues, suscité inmediatamente el problema de
Linus, manifestando la opinión de que era demasiado expuesto
cruzarse de brazos mientras él, a estas horas, estaría abordando
de nuevo el problema. Les dije que iba a pedir a un mecánico
del Cavendish que hiciera modelos de las purinas y las pirimi-
dinas. Luego, permanecí en silencio, esperando la opinión de
Bragg al respecto.
Con gran alivio por mi parte, sir Lawrence no formuló nin-
guna objeción, sino que me animó a seguir con la tarea de cons-
truir nuevos modelos. Evidentemente, no le agradaban las di-
sensiones internas del King’s, en particular cuando podrían
permitir a Linus, precisamente a él, descubrir la estructura de
otra molécula importante. Además, en ayuda de nuestra causa
estaba mi trabajo sobre los virus del mosaico del tabaco, que
había dado a Bragg la impresión de que yo actuaba por cuenta
propia. Así pues, aquella noche podía dormir tranquilo, sin que
le asaltara la pesadilla de haber dado pie para que Crick hiciera
gala de su falta de consideración. Acto seguido, me precipité
escaleras abajo para avisar a los mecánicos que me disponía a
trazar planos de modelos que deberían estar listos en una se-
mana.
Poco después de volver a mi despacho, entró Francis para
comunicar que su cena de la noche anterior había constituido

― 131 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

un éxito completo. Odile estaba encantada con el muchacho


francés que mi hermana había llevado. Un mes antes. Elizabeth
había llegado para una estancia de duración indefinida, en su
camino de regreso a los Estados Unidos. Por suerte, me fue po-
sible instalarla en la pensión de Camille Prior y llegar además
a un acuerdo para cenar yo allí con Pop y sus chicas extranje-
ras. Así, Elizabeth estaría a salvo de los típicos moscones in-
gleses, mientras que yo esperaba aliviar mis dolores de estó-
mago.
En casa de Pop vivía también Bertrand Fourcade, el mucha-
cho más atractivo de Cambridge. Bertrand, que había venido a
Cambridge por unos meses con el fin de perfeccionar su inglés,
no ignoraba su insólita belleza y acogió con agrado la compa-
ñía de una muchacha cuyo vestido no contrastaba con sus bien
cortados trajes. Tan pronto como mencioné que conocíamos al
atractivo extranjero, Odile se sintió encantada. Lo mismo que
muchas mujeres de Cambridge, no podía quitar sus ojos de
Bertrand cuando le veía pasear por King’s Parade o durante los
entreactos de las obras teatrales representadas en el club dra-
mático de aficionados. Así pues, se confió a Elizabeth la tarea
de ver si Bertrand estaría disponible para comer con nosotros
en casa de los Crick, en Portugal Place. Cuando finalmente se
concertó la fecha, se había interpuesto ya mi visita a Londres.
Mientras yo contemplaba cómo Maurice daba fin a toda la co-
mida que tenía en su plato. Odile admiraba el bien proporcio-
nado rostro de Bertrand, quien hablaba de sus problemas para
elegir entre los potenciales compromisos sociales durante su
próximo veraneo en la Riviera.
Esa mañana, Francis vio que yo no mostraba mi habitual
interés por la burguesía adinerada francesa. Cuando le dije que
incluso un ex ornitólogo podía ya resolver el problema de la
estructura del ADN, pensó que ésa no era la forma de saludar
a un amigo afectado de una ligera resaca. Sin embargo, tan
pronto como le revelé los detalles de la forma B, comprendió
que no le estaba tomando el pelo. Insistí en que lo más impor-
tante era la difracción meridional a 3,4 Å, mucho más intensa
que cualquier otra. Esto sólo podía significar que las bases de
purina y pirimidina, de un espesor de 3,4 Å, estaban situadas

― 132 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

una encima de otra en una dirección perpendicular al eje heli-


coidal. Además, por los datos suministrados por el microscopio
electrónico y por las radiografías podíamos estar seguros de
que el diámetro de la hélice era de unos 20 Å.
No obstante. Francis se negó a aceptar mi afirmación de que
el repetido hallazgo de dualidad en los sistemas biológicos in-
dicaba que debíamos construir modelos de dos cadenas. En su
opinión, la forma de proseguir era rechazar todo argumento que
no surgiera de la química de las cadenas de ácidos nucleicos.
Como la evidencia experimental no podía distinguir aún entre
modelos de dos y tres cadenas, quería prestar igual atención a
ambas alternativas. Aunque me sentía escéptico, no vi razón
para combatir sus palabras. Desde luego, seguiría manipulando
con modelos de dos cadenas.
Pero durante varios días no se construyó ningún modelo se-
rio. No sólo nos faltaban los modelos de purina y pirimidina,
sino que nunca habíamos encargado al taller la confección de
átomos de fósforo. Como serían precisos tres días, por lo me-
nos, para construir los átomos de fósforo más simples, volví al
Clare después de comer para dar los últimos toques a mi ma-
nuscrito de genética. Luego, cuando me dirigía a casa de Pop
para cenar, encontré a Bertrand y mi hermana hablando con
Peter Pauling, quien la semana anterior había conquistado a
Pop para obtener el derecho de ir a cenar a su casa. En contraste
con Peter, el cual se estaba quejando de que los Perutz no te-
nían derecho a retener a Nina en casa un sábado por la noche,
Bertrand y Elizabeth parecían satisfechos consigo mismos.
Acababan de volver de una excursión en el Rolls de un amigo
a una famosa casa de campo próxima a Badford. Su anfitrión,
un arquitecto aficionado a las antigüedades, no se había ple-
gado a las condiciones de la civilización moderna, y en su casa
no había gas ni electricidad. En todos los aspectos posibles, lle-
vaba la vida de un noble del siglo XVIII. Llegaba incluso a
proporcionar bastones especiales a sus invitados cuando éstos
le acompañaban a recorrer sus terrenos.
Apenas había terminado la cena, Bertrand se llevó a Eliza-
beth a otra fiesta, dejándonos a Peter y a mí sin saber qué hacer.
Después de decidir en un principio trabajar en su aparato de

― 133 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

alta fidelidad, Peter se vino conmigo al cine. Esto nos tuvo en-
tretenidos hasta la medianoche. Al salir del cine, Peter expresó
su creencia de que lord Rothschild estaba eludiendo su respon-
sabilidad como padre, al no invitarle a cenar con su hija Sarah.
Yo no podía manifestar desacuerdo, pues, si Peter entraba en
la alta sociedad, quizá tuviera una oportunidad para evitar el
terminar casándome con alguna muchacha de la Facultad.
Tres días después, los átomos de fósforo estaban listos, e
inmediatamente monté varias secciones cortas de la cadena
azúcar-fosfato. Luego, durante día y medio, traté de confeccio-
nar un modelo apropiado de dos cadenas con los ejes de azúcar-
fosfato en el centro. Sin embargo, todos los posibles modelos
compatibles con los datos de la forma B proporcionados por
los rayos X parecían estereoquímicamente más insatisfactorios
aún que nuestros modelos de tres cadenas de hacía quince me-
ses. Así que, al ver que Francis estaba absorto en su tesis, me
tomé la tarde libre para ir a jugar al tenis con Bertrand. Después
del té, volví y le dije a Francis que me sentía mucho mejor ju-
gando al tenis que construyendo modelos. Francis, indiferente
por completo al espléndido día de primavera, dejó el lápiz para
decirme que no sólo el ADN era más importante, sino que al-
gún día me daría cuenta de la naturaleza insatisfactoria de los
juegos al aire libre.
Durante la cena en Portugal Place, volví a sentirme preocu-
pado por la cuestión de qué era lo que marchaba mal. Aunque
seguía insistiendo en que debíamos mantener las cadenas en el
centro, sabía que todas mis razones carecían de solidez. Final-
mente, mientras tomábamos el café, admití que mi resistencia
a situar las bases en el interior se debía, en parte, a la sospecha
de que si adoptábamos dicha disposición, el número de mode-
los posible sería casi infinito, y entonces nos veríamos ante la
imposible tarea de decidir cuál era el correcto. Pero la verda-
dera dificultad radicaba en las bases. Mientras se hallaran en la
parte exterior, no teníamos que considerarlas. Si las disponía-
mos en el centro, se planteaba el terrible problema de colocar
dos o más cadenas con secuencias irregulares de bases. Aquí
Francis tuvo que admitir que no veía el menor indicio. Así que,

― 134 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

cuando salí del comedor a la calle, dejé a Francis con la impre-


sión de que tendría que presentar un argumento medianamente
plausible, antes de que yo manipulara en serio con modelos con
bases en el centro.
Sin embargo, a la mañana siguiente, mientras desmontaba
una molécula con la cadena en el centro que me parecía espe-
cialmente repulsiva, decidí que no podía pasar nada malo por
estarme unos cuantos días construyendo modelos con la cadena
en el exterior. Esto implicaba ignorar temporalmente las bases,
pues se necesitaba otra semana antes de que el taller pudiera
entregar las láminas de metal cortadas en forma de purinas y
pirimidinas.
No había ninguna dificultad en dar a una cadena situada en
el exterior una forma compatible con la evidencia aportada por
los rayos X. De hecho, tanto Francis como yo pensábamos que
el ángulo de rotación más satisfactorio entre dos bases adya-
centes era de 30 o 40 grados, mientras que un ángulo dos veces
mayor o dos veces menor parecía incompatible con los ángulos
de enlace principales. Así pues, si la cadena estaba situada en
el exterior, la repetición cristalográfica de 34 A tenía que re-
presentar la distancia necesaria para una rotación completa a lo
largo del eje helicoidal. En este punto, el interés de Francis em-
pezó a avivarse, y, cada vez con más frecuencia, levantaba la
vista de sus cálculos para echar un vistazo al modelo. Sin em-
bargo, ninguno de los dos vaciló en interrumpir el trabajo du-
rante el fin de semana. El sábado por la noche se celebraba una
fiesta en el Trinity. El domingo, Maurice debía ir a casa de los
Crick para una visita social concertada semanas antes de que
llegara el manuscrito de Pauling.
Pero no permitimos que Maurice olvidara el ADN. Casi
nada más llegar de la estación, Crick empezó a sondearle para
conocer más detalles de la forma B. Pero, al terminar la co-
mida, Francis no sabía más de lo que yo había averiguado la
semana anterior. Ni siquiera la presencia de Peter, quien dijo
que estaba seguro de que su padre no tardaría en ponerse en
acción, consiguió alterar los planes de Maurice. Insistió de
nuevo en que quería aplazar la construcción de modelos hasta
después de la marcha de Rosy, seis semanas más tarde. Francis

― 135 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

aprovechó la ocasión para preguntar a Maurice si le importaría


que empezáramos a usar modelos de ADN. Cuando Maurice
respondió lentamente que no, que no le parecía mal, mi pulso
volvió a la normalidad. Aunque, de haber sido afirmativa la
respuesta, nuestra construcción de modelos hubiera continuado
de todos modos.

― 136 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXV

Durante los días siguientes, vi que Francis se iba volviendo


más y más huraño por el hecho de que yo no dedicaba toda mi
atención a los modelos moleculares. No importaba que, por re-
gla general, antes de las diez, cuando él llegaba, yo estuviera
ya en el laboratorio. Casi todas las tardes, sabiendo que iba a
jugar al tenis, apartaba con mal humor la cabeza de su trabajo
para ver desatendida la cadena polinucleótida. Además, des-
pués del té yo iba a tomar una copa de jerez con las chicas de
la casa de Pop. Los gruñidos de Francis, sin embargo, no me
producían ningún efecto. Dedicar más tiempo a nuestra última
cadena sin haber obtenido antes una solución para las bases no
representaba un auténtico paso hacia delante.
Seguí pasando la mayoría de las tardes en el cine, con la
esperanza de que la solución se me presentaría de un momento
a otro. Cierta tarde, decidí ir a ver Extasis, una película de los
años treinta famosa por las escenas en las que la protagonista,
Hedy Lamarr, aparecía desnuda. Así que aquella noche Peter y
yo recogimos a Elizabeth y nos fuimos al cine Rex. Sin em-
bargo, la única escena de desnudo que la censura inglesa había
permitido era un reflejo de la protagonista en una piscina. An-
tes de que terminara la película, nos sumamos al violento abu-
cheo de los disgustados estudiantes, mientras los protagonistas
del film pronunciaban palabras de incontrolada pasión.
Incluso durante la proyección de una buena película me re-
sultaba casi imposible olvidar las bases. El hecho de que, al fin,
hubiéramos producido una configuración estereoquímica-
mente razonable de la cadena latía siempre en el fondo de mis
pensamientos. Además, ya no existía el temor de que fuera in-
compatible con los datos experimentales, pues la habíamos
contrastado ya con las exactas mediciones de Rosy. Desde
luego, Rosy no nos dio directamente sus datos. A decir verdad,
nadie en el King’s sabía lo que traíamos entre manos. Llegaron

― 137 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

a nuestro poder gracias a que Max formaba parte de un comité


nombrado por el Medical Research Council para coordinar la
investigación biofísica dentro de sus laboratorios. Como Ran-
dall deseaba convencer al comité de que había formado un efi-
caz grupo de investigación, había dado instrucciones a su per-
sonal en el sentido de que redactaran un amplio resumen de sus
trabajos. A su debido tiempo, este resumen fue multicopiado y
enviado a todos los miembros del comité. El informe no era
confidencial, así que Max no vio razón alguna para no dárnoslo
a Francis y a mí. Al repasar su contenido, Francis advirtió con
alivio que yo le había informado correctamente de las caracte-
rísticas esenciales de la forma B. Así pues, sólo eran precisas
pequeñas modificaciones en nuestra configuración de la ca-
dena.
Por lo general, intentaba resolver el misterio de las bases
cuando, a hora avanzada, regresaba a mi habitación. Sus fór-
mulas estaban descritas en el librito de J. N. Davidson The Bi-
ochemistry of Nucleic Acids, del cual tenía yo un ejemplar en
el Clare. Por lo tanto, podía estar seguro de que conocía las
estructuras correctas. Empecé a dibujar pequeños diagramas de
las bases en hojas de papel de carta del Cavendish. Mi propó-
sito era disponer las bases en el centro, de forma tal que las
cadenas del exterior fuesen completamente regulares, esto es,
dando a los grupos azúcar-fosfato de cada nucleótido idénticas
configuraciones tridimensionales. Pero cada vez que intentaba
llegar a una solución tropezaba con el obstáculo de que las cua-
tro bases tenían una forma completamente diferente. Había,
además, muchas razones para creer que las secuencias de bases
de una cadena polinucleótida dada eran muy irregulares. Así, a
menos que existiera algún procedimiento muy especial, retor-
cer al azar dos cadenas polinucleótidas una alrededor de la otra
no llevaría a ningún resultado. En algunos espacios, las bases
mayores debían tocarse una a otra, mientras que en las regiones
donde las bases más pequeñas se hallaban una frente a otra de-
bía existir un hueco o, en todo caso, las cadenas debían com-
barse hacia dentro.

― 138 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Esquema de una molécula de ADN


construida suponiendo que se aparean
las bases iguales.

Existía también el mortificante problema de cómo las cade-


nas entrelazadas podrían mantenerse unidas por puentes de hi-
drógeno entre bases. Aunque durante más de un año Francis y
yo habíamos excluido la posibilidad de que las bases formaran
enlaces regulares de hidrógeno, ahora resultaba evidente que
nuestras deducciones no eran correctas. La observación de que
uno o más átomos de hidrógeno de cada una de las bases podían
moverse de un espacio a otro (un desplazamiento tautómero)
nos había llevado inicialmente a la conclusión de que las for-
mas tautómeras de una base dada se presentaban en frecuencias
iguales. Pero una reciente lectura de los estudios de J. M. Gu-
lland y D. O. Jordan sobre los análisis volumétricos de ácidos
y bases del ADN me hizo apreciar finalmente la fuerza de su
conclusión de que gran parte de las bases, si no todas ellas, for-
maban enlaces de hidrógeno con otras bases. Más importante

― 139 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

aún, estos enlaces de hidrógeno estaban presentes en concen-


traciones muy bajas de ADN, lo que indicaba que los enlaces
unían bases en la misma molécula. Estaba, además, el resultado
cristalográfico con rayos X de que cada base pura examinada
hasta entonces formaba tantos enlaces irregulares de hidrógeno
como era estereoquímicamente posible. Así pues, era concebi-
ble que el quid del asunto radicara en una regla que gobernase
los enlaces de hidrógeno entre las bases.
Al principio, mi esbozo de las bases sobre el papel no dio
ningún resultado. Ni siquiera la necesidad de apartar Extasis de
mi mente condujo a una solución de los enlaces de hidrógeno.
Al poco rato, me quedé dormido, confiando en que una fiesta
que había de celebrarse la tarde siguiente en Downing estuviera
llena de chicas guapas. Pero mis esperanzas se vieron defrau-
dadas tan pronto como llegué al lugar y me encontré con un
grupo de saludables jugadores de hockey y varias pálidas de-
butantes. Bertrand se dio cuenta al instante de que él también
estaba fuera de lugar allí, y, mientras dejábamos pasar un cortés
intervalo antes de largarnos, le expliqué cómo le estaba dispu-
tando al padre de Peter la carrera por el premio Nobel.
Sin embargo, hasta mediados de la semana siguiente no sur-
gió una idea importante. Se me ocurrió mientras estaba dibu-
jando los anillos de la adenina en un papel. Comprendí de
pronto las profundas implicaciones que podían derivarse de
una estructura del ADN en la que el radical adenina formara
enlaces de hidrógeno similares a los hallados en los cristales de
adenina pura. Si el ADN era así, cada radical adenina formaría
dos enlaces de hidrógeno con otro radical adenina relacionado
con él mediante una rotación de 18 grados. Y. lo que era aún
más importan^, dos enlaces simétricos de hidrógeno podían
mantener también juntos pares de guanina, citosina o timina.
Empecé, pues, a considerar la posibilidad de que cada molécula
de ADN se compusiera de dos cadenas con idénticas secuen-
cias de bases, unidas por enlaces de hidrógeno entre pares de
bases idénticas. No obstante, existía la complicación de que
una estructura así no podría tener una cadena regular, ya que
las purinas (adenina y guanina) y las pirimidinas (timina y ci-
tosina) tienen formas diferentes. La cadena resultante debería

― 140 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

disponer, pues, de pequeñas ondulaciones hacia dentro y hacia


fuera según estuviesen en el centro los pares de purinas o de
pirimidinas.

Emparejamiento de las cuatro bases con sus iguales tal como supuse que lo
harían para formar la molécula de ADN {los enlaces de hidrógeno aparecen
punteados).

A pesar de la poca elegancia de la ondulación en las cade-


nas, se me empezó a acelerar el pulso. Si el ADN era así, sería
una auténtica bomba anunciar su descubrimiento. La existencia

― 141 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

de dos cadenas entrelazadas con idénticas secuencias de bases


no podía ser fruto de la casualidad. Por el contrario, indicaría
que una cadena de cada molécula habría servido de plantilla en
alguna fase anterior para la síntesis de la otra cadena. Según
este esquema, la multiplicación de los genes comenzaría con la
separación de dos cadenas idénticas. Seguidamente se forma-
rían dos nuevas cadenas hijas sobre dos plantillas parentales,
dando lugar a dos moléculas de ADN idénticas a la molécula
original. Así, el truco esencial de la multiplicación de los genes
podría provenir de la exigencia de que cada base de la cadena
recién sintetizada tuviera siempre un puente de hidrógeno con
una base idéntica. Sin embargo, no podía comprender por qué
no había de ser posible que la forma tautómera común de la
guanina tuviera un enlace de hidrógeno con la adenina. Mi mo-
delo tenía también varios otros problemas de emparejamiento.
Pero, puesto que no había razón para excluir la participación
de enzimas específicos, creí que no hacía falta sentirse excesi-
vamente turbado. Por ejemplo, podría existir un enzima espe-
cífico para la adenina que hiciera que ésta se insertara siempre
frente a otro radical adenina de la cadena opuesta.
A medida que transcurrían las horas, me iba sintiendo cada
vez más complacido. Francis y yo temíamos que la estructura
del ADN resultara ser anodina y que no sugiriera nada acerca
de su multiplicación ni de su función de control de la bioquí-
mica celular. Pero ahora, para complacencia y asombro míos,
la solución parecía ser profundamente interesante. Durante más
de dos horas permanecí tendido en la cama con los ojos cerra-
dos, representándome complacido parejas danzantes de ade-
nina. Sólo en algunos momentos me asaltó el temor de que una
idea tan buena pudiera ser errónea.

― 142 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXVI

Para el mediodía siguiente, mi esquema quedó hecho trizas.


Se alzaba contra mí el embarazoso hecho químico de que había
elegido inadecuadas formas tautómeras de guanina y timina.
Antes de que la verdad se abriera paso, había desayunado apre-
suradamente en el “Whim” y había vuelto luego por unos mo-
mentos al Clare Colle- ge para contestar una carta de Max Del-
brück, en la que me comunicaba que mi manuscrito sobre ge-
nética bacteriana les parecía erróneo a los genetistas del Cal
Tech. Sin embargo, accedería a mi petición de enviarlo al Pro-
ceedings of the National Academy. Mi juventud podría discul-
par la insensatez de publicar una idea estúpida, pero sería ne-
cesario que adoptara pronto una conducta juiciosa antes de que
mi carrera quedara permanentemente fijada en un rumbo teme-
rario.
Al principio, la noticia me turbó. Pero luego, estimulado
por la posibilidad de hallar la estructura automultiplicadora del
ADN, le escribí reiterándome en mi hipótesis sobre cómo se
emparejaban las bacterias. Además, no pude contener el im-
pulso de añadir que acababa de idear una bella estructura para
el ADN que era completamente diferente de la de Pauling. Por
unos segundos pensé en dar algunos detalles de lo que me traía
entre manos, pero, como tenía prisa, decidí no hacerlo. Acto
seguido, eché la carta en el buzón y me precipité en el labora-
torio.
No llevaba más de una hora la carta en el correo cuando
supe que mi afirmación no estaba justificada. Nada más entrar
en el despacho y empezar a explicar mi esquema, el cristaló-
grafo americano Jerry Donohue afirmó que no era bueno. En
opinión de Jerry, las formas tautómeras que yo había copiado
del libro de Davidson eran incorrectas. Mi réplica inmediata de
que varios otros textos representaban también la guanina y la
timina en la forma enol no le produjo ningún efecto. Explicó

― 143 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

que, durante años, los químicos orgánicos habían estado favo-


reciendo arbitrariamente particulares formas tautómeras con
preferencia a sus alternativas, sobre bases notoriamente ende-
bles. De hecho, los libros de texto de química orgánica estaban
llenos de esquemas de formas tautómeras sumamente impro-
bables. La fórmula de la guanina que yo le estaba presentando
era falsa casi con toda seguridad, pues su intuición química le
decía que se presentaría en la forma ceto. Estaba igualmente
seguro de que también la configuración enol de la timina era
incorrecta. Él se inclinaba por la alternativa ceto.

Las contrapuestas formas tautómeras de guanina y timina que podrían presen-


tarse en el ADN. Los átomos de hidrógeno que pueden cambiar de posición
(desplazamiento tautómero) aparecen rayados.

Sin embargo, Jerry no dio una razón concluyente de su pre-


ferencia por las formas ceto. Admitió que sólo se había demos-
trado concluyentemente la forma ceto en una molécula análoga
a las que estábamos considerando, la dicetopiperacina. La con-
figuración tridimensional de dicha molécula había sido desa-
rrollada en el laboratorio de Pauling, varios años antes, y no
había duda de que adoptaba la forma ceto, no la enol. Pero Jerry

― 144 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

estaba seguro de que los argumentos de mecánica cuántica que


explicaban por qué la dicetopiperacina tiene la forma ceto de-
bían valer también para la guanina y la timina. Por todo ello,
me instó a que no perdiera más tiempo con mi descabellado
esquema.
Mi reacción inmediata fue confiar en que Jerry estuviera
excediéndose. De todos modos, tuve presentes sus críticas.
Después del propio Linus, Jerry era una autoridad en el campo
de los enlaces de hidrógeno. Habida cuenta de que había traba-
jado durante muchos años en el Cal Tech sobre las estructuras
cristalinas de pequeñas moléculas orgánicas, yo no podía en-
gañarme con la idea de que no entendía nuestro problema. Du-
rante los seis meses que había ocupado un puesto en nuestra
sección nunca le había oído pronunciarse sobre cuestiones de
las que no supiera nada.
Preocupado, volví a mi mesa. Aún confiaba en que surgiera
algo que pudiera salvar la idea de los enlaces entre bases igua-
les, pero era evidente que los nuevos hechos contradecían tales
suposiciones. El desplazamiento de los átomos de hidrógeno a
sus posiciones ceto hacía más importantes aún las diferencias
entre las purinas y las pirimidinas que si se diesen las formas
enol. Sólo como último y artificioso recurso podía imaginar la
cadena polinucleótida curvándose lo suficiente para acomo-
darse a secuencias irregulares de bases. Pero hasta esta posibi-
lidad se desvaneció cuando entró Francis. Se dio cuenta en se-
guida de que una estructura con las bases iguales emparejadas
sólo podría dar una repetición cristalográfica de 34 Å en el caso
de que cada cadena tuviera una rotación completa cada 68 Å,
lo que significaría que el ángulo de rotación entre bases suce-
sivas sería sólo de 18 grados, un valor que Francis consideraba
excluido por sus recientes manipulaciones con los modelos.
Además, tampoco le gustaba el hecho de que mi modelo no
diera ninguna explicación a las reglas de Chargaff (adenina
igual a timina, guanina igual a citosina). No obstante, yo aún
no confiaba demasiado en los datos de Chargaff. Así pues,
cuando llegó la hora de comer me sentí contento de que el ale-

― 145 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

gre parloteo de Francis desplazara mis pensamientos a la cues-


tión de por qué los estudiantes no graduados no podían satisfa-
cer a las chicas au pair.

Los pares de bases adenina-timina y guanina-citosina tal como fueron conce-


bidos cuando se descubrió la estructura correcta de la doble hélice {los enlaces
de hidrógeno aparecen punteados). Se consideró la formación de un tercer en-
lace de hidrógeno entre la guanina y la citosina, pero la idea fue rechazada
porque un estudio cristalográfico de la guanina indicaba que dicho enlace sería
muy débil. Ahora se sabe que esta hipótesis es errónea, pues entre la guanina
y la citosina se tienden tres fuertes enlaces de hidrógeno.

Tras el almuerzo no sentía grandes deseos de volver al tra-


bajo. Temía que, al tratar de encajar las formas ceto en un
nuevo esquema, tropezara contra un muro de piedra y tuviese
que enfrentarme al hecho de que ningún esquema regular de
enlaces de hidrógeno era compatible con la evidencia suminis-
trada por los rayos X. Mientras permaneciera afuera mirando

― 146 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

las flores, abrigaba la esperanza de que me viniera a la cabeza


alguna bella disposición de las bases.
Por fortuna, mientras subíamos la escalera encontré una ex-
cusa para retrasar, al menos durante varias horas, el paso cru-
cial de reconstruir el modelo. Los modelos metálicos de purina
y pirimidina, necesarios para comprobar sistemáticamente to-
das las posibilidades concebibles de enlace de hidrógeno, no
habían sido terminados a tiempo. Serían precisos dos días más,
como mínimo, antes de que estuvieran en nuestras manos. Esto
era demasiado tiempo para que yo me mantuviera inactivo, así
que pasé el resto de la tarde cortando representaciones exactas
de las bases en cartulina rígida. Cuando las tuve listas, com-
prendí que la solución debía ser aplazada hasta el día siguiente,
ya que después de cenar tenía que ir al teatro con un grupo de
la casa de Pop.
A la mañana siguiente, cuando llegué a nuestro despacho,
limpié de papeles mi mesa a fin de tener una superficie amplia
en la que formar pares de bases unidas por puentes de hidró-
geno. Aunque al principio volví a mi idea de enlazar bases
iguales, al poco rato me di cuenta de que aquello no conducía
a ninguna parte. Cuando Jerry entró, levanté la vista, pero al
ver que no era Francis empecé a combinar las bases en otras
diversas posibilidades de emparejamiento.
De pronto, me di cuenta de que un par adenina-timina unido
por dos enlaces de hidrógeno tenía forma idéntica a la de un
par guanina-citosina. Todos los puentes de hidrógeno parecían
formarse de un modo natural, y no se necesitaba ningún artifi-
cio para que los dos pares de bases fueran idénticos en su
forma. Al momento llamé a Jerry para preguntarle si esta vez
tenía alguna objeción que hacer a mis nuevos pares de bases.
Al responderme que no, sentí renacer mis esperanzas, pues
sospechaba que ahora había encontrado la solución al enigma
de por qué el número de radicales de purina igualaba exacta-
mente al número de radicales de pirimidina. Dos secuencias
irregulares de bases podían ser introducidas de un modo regu-
lar en el centro de una hélice, siempre que una purina se enla-
zara por un puente de hidrógeno con una pirimidina. Además,

― 147 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

la exigencia de tal enlace de hidrógeno significaba que la ade-


nina se emparejaría siempre con la timina, mientras que la gua-
nina se emparejaría solamente con la citosina. Las reglas de
Chargaff emergían de pronto como consecuencia de una es-
tructura de doble hélice para el ADN. Y, lo que era más exci-
tante, este tipo de doble hélice sugería un esquema de multipli-
cación mucho más satisfactorio que mi idea de emparejar bases
semejantes. Emparejar siempre la adenina con la timina y la
guanina con la citosina significaba que las secuencias de bases
de las dos cadenas eran complementarias una de otra. Dada la
secuencia de bases de una cadena, quedaba automáticamente
determinada la de su compañera. Era muy fácil imaginar cómo
una cadena aislada podía ser la plantilla para la síntesis de una
cadena con la secuencia complementaria.
Cuando Francis llegó, antes incluso de que cruzara por
completo el umbral de la puerta ya le había comunicado que
teníamos la solución en nuestras manos. Aunque, por cuestión
de principio, mantuvo su escepticismo durante unos momen-
tos, la forma similar de los pares A‒T y G‒C produjo el im-
pacto esperado. Y aunque se apresuró a disponer las bases en
gran número de formas diferentes, no pudimos encontrar nin-
gún otro modo de satisfacer las reglas de Chargaff. Pocos mi-
nutos después, Francis observó el hecho de que los dos enlaces
glucosídicos (que unían una base y un azúcar) de cada par de
bases estaban sistemáticamente relacionados por un eje per-
pendicular al eje helicoidal. Así, ambos pares podían ser vol-
teados y seguir teniendo sus enlaces glucosídicos apuntados en
la misma dirección. Esto tenía la importante consecuencia de
que una cadena dada podía contener, al mismo tiempo, purinas
y pirimidinas. Por otra parte, sugería que las dos cadenas de-
bían correr en direcciones opuestas.
La cuestión estaba entonces en saber si los pares de bases
A‒T y G‒C encajarían fácilmente en la configuración de la ca-
dena ideada durante las dos semanas anteriores. Así parecía a
primera vista, ya que en el centro yo había dejado libre un gran
espacio para las bases. Sin embargo, ambos sabíamos que no
lograríamos el pleno éxito hasta no construir un modelo com-

― 148 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

pleto en el que todos los contactos estereoquímicos fuesen sa-


tisfactorios. Estaba también el hecho evidente de que las impli-
caciones del modelo eran demasiado importantes para arries-
garse a cantar victoria. Por eso, sentí una ligera aprensión
cuando, a la hora de comer, Francis se precipitó al “Eagle” para
decir a todos cuantos pudieran oírle que habíamos descubierto
el secreto de la vida.

― 149 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXVII

La preocupación de Francis por el ADN no tardó en absor-


berle todo su tiempo. La primera tarde después del descubri-
miento de que los pares de bases A‒T y G‒C tenían formas
similares volvió a dedicarse a su tesis, pero su esfuerzo era es-
téril. Se levantaba constantemente de su silla, miraba preocu-
pado los modelos de cartulina, probaba otras combinaciones y,
luego, tras unos instantes de incertidumbre, parecía satisfecho
y me decía cuán importante era nuestro trabajo. Me sentía com-
placido con las palabras de Francis, que carecían del tono de
moderación usual en la forma de comportarse en Cambridge.
Parecía casi increíble que la estructura del ADN estuviera re-
suelta, que la solución fuera tan asombrosamente excitante y
que nuestros nombres fueran a quedar asociados con la doble
hélice, como el de Pauling lo estaba con la hélice alfa.
A las seis, Francis y yo fuimos al “Eagle” para hablar de lo
que se debía hacer durante los días siguientes. Francis deseaba
ver si resultaría posible construir un modelo tridimensional sa-
tisfactorio, ya que los genetistas y los bioquímicos que trabaja-
ban en el ácido nucleico no debían perder su tiempo durante un
período más prolongado de lo necesario. Debían conocer nues-
tra solución en seguida, a fin de que pudieran reorientar su in-
vestigación a partir de nuestro hallazgo. Aunque me sentía
igualmente ansioso por construir el modelo completo, pensaba
más en Linus y en la posibilidad de que encontrase los pares de
bases antes de que nosotros publicáramos la solución.
Sin embargo, esa noche no pudimos configurar la doble hé-
lice. Hasta que las bases de metal estuvieran disponibles, cual-
quier construcción del modelo sería demasiado chapucera para
resultar convincente. Volví a casa de Pop para decirles a Eliza-
beth y a Bertrand que, probablemente, Francis y yo habíamos
derrotado a Pauling y que nuestra solución revolucionaría la
biología. Ambos se alegraron mucho. Elizabeth con fraternal

― 150 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

orgullo, Bertrand con la idea de que podría informar a la So-


ciedad Internacional de que tenía un amigo que iba a ganar el
premio Nobel. La reacción de Peter fue también entusiasta y
no dio la menor muestra de que le importara la posibilidad de
que su padre sufriera su primera auténtica derrota científica.
A la mañana siguiente, al despertarme, me sentía pleno de
energías. De camino hacia el “Whim”, me dirigí con paso lento
hacia el Clare Bridge para contemplar los góticos pináculos de
la capilla del King’s College, que se recortaba nítidamente con-
tra el cielo de primavera. Me detuve unos instantes y miré hacia
las perfectas líneas georgianas del Gibbs Building, pensando
que gran parte de nuestro éxito se debía a los prolongados y
anodinos períodos en que caminábamos en compañía de cole-
gas o leíamos los libros que llegaban a la librería Heffer. Des-
pués de echar un vistazo al Times, entré en el laboratorio y vi a
Francis, por una vez madrugador, ordenando los pares de bases
de cartulina a lo largo de una línea imaginaria. En la medida en
que la regla y el compás podían indicarle, ambos conjuntos de
pares de bases encajaban con limpieza en la configuración de
la molécula. En el transcurso de la mañana, entraron Max y
John para ver si aún pensábamos que habíamos encontrado la
solución definitiva. Cada uno de ellos oyó de Francis una rá-
pida y concisa conferencia, durante la segunda de las cuales yo
bajé al taller para ver si podrían terminar las purinas y pirimi-
dinas a última hora de esa misma tarde.
Sólo bastaba un estímulo final para que el ensamblaje defi-
nitivo quedara terminado en un par de horas. Usamos las relu-
cientes placas de metal para hacer un modelo en el que, por
primera vez, se hallaban presentes todos los componentes del
ADN. En cuestión de una hora dispuse los átomos en posicio-
nes que satisfacían los datos proporcionados por los rayos X y
las leyes de la estereoquímica. La hélice resultante giraba hacia
la derecha, con las dos cadenas corriendo en direcciones opues-
tas. Sólo una persona podía manipular con el modelo, así que
Francis no interfirió en mi trabajo hasta que terminé y le dije
que creía que todo encajaba. Si bien un contacto interatómico
era algo más corto que lo necesario para resultar óptimo, no se
desviaba de varios valores publicados, y no le di importancia.

― 151 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Francis revisó el modelo por espacio de unos quince minutos


sin encontrar ningún error, aunque, durante breves intervalos,
al verle fruncir el ceño, se me cayó el alma a los pies. En todos
los casos quedó satisfecho y continuó comprobando el carácter
razonable de otros enlaces interatómicos. Así pues, todo pare-
cía cuadrar cuando nos fuimos a cenar con Odile.

Esquema de la doble hélice. Las cade-


nas de azúcar-fosfato forman dos espi-
rales en el exterior de la molécula, que-
dando en el interior los pares de bases
unidos por enlaces de hidrógeno. Vista
de esta manera, la estructura semeja
una escalera de caracol cuyos escalones
serían los pares de bases.

Durante la cena, nuestra conversación se centró en cómo


hacer pública la gran noticia. A Maurice, en especial, debíamos
decírselo pronto. Pero, al recordar la plancha de hacía dieciséis
meses, parecía sensato no comunicar nada al King’s hasta ha-
ber obtenido la exacta coordinación de todos los átomos. Era
demasiado fácil disponer una serie de enlaces atómicos de tal
modo que, si bien cada uno de ellos pareciese casi aceptable, el

― 152 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

conjunto resultara energéticamente imposible. Sospechábamos


que no habíamos cometido este error, pero nuestro juicio po-
dría muy bien estar influido por las ventajas biológicas del mo-
delo supuesto. Por esta razón, debíamos pasar los días siguien-
tes realizando mediciones con una plomada y una regla para
obtener las posiciones relativas de todos los átomos de un nu-
cleótido. A causa de la simetría helicoidal, los emplazamientos
de los átomos en un solo nucleótido darían automáticamente
las demás posiciones.
Después de tomar el café, Odile quiso saber si, en el caso
de que nuestro trabajo fuera tan sensacional como todo el
mundo le decía, aún tendrían que exiliarse a Brooklyn. Quizá
debiéramos quedamos en Cambridge para resolver otros pro-
blemas de igual importancia. Traté de tranquilizarla, poniendo
de relieve que no todos los hombres americanos se cortaban el
pelo al rape y que había montones de mujeres americanas que
no llevaban calcetines blancos por la calle. Tuve menos éxito
al explicar que el mayor atractivo de los Estados Unidos con-
sistía en sus amplios espacios abiertos, a los que nunca iba na-
die. Odile se horrorizaba ante la perspectiva de vivir mucho
tiempo entre personas carentes de elegancia. Además, no podía
creer que yo hablara en serio porque acababa de encargar a un
sastre una chaqueta ajustada, que no guardaba ninguna relación
con los sacos que los americanos llevaban colgados de los
hombros.
A la mañana siguiente me encontré con que Francis había
vuelto a llegar al laboratorio antes que yo. Se hallaba ajustando
el modelo sobre su soporte, para poder medir mejor los enlaces
atómicos. Mientras movía los átomos a un lado y a otro, me
senté en la mesa y me puse a pensar en la redacción de las car-
tas que pronto escribiría, diciendo que habíamos encontrado
algo interesante. De vez en cuando, Francis parecía disgustado
cuando mis ensoñaciones me impedían advertir que necesitaba
mi ayuda para evitar que el modelo se derrumbara mientras co-
locaba los soportes en su debido orden.
Para entonces, sabíamos ya que la importancia que yo había
dado a los iones Mg++ carecía de fundamento. Con la cadena
azúcar-fosfato en el exterior, no importaba qué ion se hallara

― 153 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

presente. Cualquiera de ellos encajaba perfectamente en la do-


ble hélice.
A última hora de aquella mañana, Bragg vino a echar su
primer vistazo al modelo. Había estado con gripe varios días y
se hallaba en cama cuando supo que Crick y yo habíamos
ideado una ingeniosa estructura del ADN que podría resultar
de gran importancia para la biología. En su primer momento
libre en el Cavendish salió de su despacho para verlo por sí
mismo. Captó de inmediato la relación complementaria entre
las dos cadenas y cómo la equivalencia de la adenina con la
tiamina y de la guanina con la citosina era una consecuencia
lógica de la repetida forma regular de la cadena azúcar- fosfato.
Como no conocía las reglas de Chargaff, le expuse la evidencia
experimental sobre las proporciones relativas de las diversas
bases, notando que iba entusiasmándose cada vez más por las
potenciales implicaciones de nuestro trabajo en relación con la
multiplicación de los genes. Cuando se suscitó la cuestión de
la evidencia de los rayos X, comprendió por qué no habíamos
llamado aún al grupo del King’s. Sin embargo, le incomodaba
que todavía no hubiéramos pedido a Todd su opinión. La pro-
babilidad de que estuviéramos utilizando una fórmula química
equivocada era, desde luego, pequeña, pero, como Crick ha-
blaba tan de prisa, Bragg no podía estar seguro de que dismi-
nuyera su velocidad durante el tiempo suficiente para conocer
los hechos correctos. Por lo tanto, se acordó que tan pronto
como tuviésemos un grupo de átomos suficiente con las distan-
cias bien ajustadas haríamos venir a Todd.
Los retoques finales al modelo quedaron terminados a la
noche siguiente. Al carecer de la exacta evidencia de los rayos
X, no estábamos seguros de que la configuración elegida fuese
conecta. Pero esto no nos importaba, pues sólo deseábamos es-
tablecer que al menos una de las hélices complementarias de
las dos cadenas era estereoquímicamente posible. Hasta que
esto quedara claro, podría formularse la objeción de que, aun-
que nuestra idea era elegante desde un punto de vista estético,
tal vez la forma de la cadena azúcar-fosfato no permitiera su
existencia. Pero sabíamos ya que esto no era cierto, así que nos

― 154 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

fuimos a comer, diciéndonos uno a otro que una estructura tan


bonita tenía, por fuerza, que existir.
Mitigada ya la tensión, me fui a jugar al tenis con Bertrand.
Prometí a Francis que a última hora de la tarde escribiría a Lu-
ria y a Delbrück para hablarles de la doble hélice. Quedó con-
venido también que John Kendrew llamaría a Maurice para de-
cirle que debía venir a ver lo que Francis y yo acabábamos de
idear. Ni Francis ni yo queríamos encargamos de la tarea. Al
comienzo del día, el correo había traído a Francis una nota de
Maurice, en la que mencionaba que iba a dedicarse plenamente
al ADN y que se proponía concentrarse en la construcción de
modelos del mismo.

― 155 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXVIII

A Maurice le bastó mirar el modelo durante un minuto para


encontrarlo de su agrado. Había sido prevenido por John de que
se trataba de una configuración de dos cadenas, unidas por los
pares de bases A–T y G–C, de modo que nada más entrar en
nuestro despacho estudió sus características en detalle. No le
importó que hubiese dos cadenas, y no tres, puesto que sabía
que la evidencia no estaba bien definida. Mientras Maurice
contemplaba en silencio el objeto de metal, Francis permaneció
a su lado, hablando a veces con gran rapidez de qué clase de
figura de difracción había de producir la estructura con los ra-
yos X. Luego, al advertir que el deseo de Maurice era ver la
doble hélice, no recibir una conferencia sobre teoría cristalo-
gráfica, que muy bien podía desarrollar él solo, Francis se man-
tuvo callado. No se discutió la decisión de poner la guanina y
la timina en la forma ceto. Hacerlo de otra manera destruiría
los pares de bases. Maurice aceptaba el argumento de Jerry Do-
nohue como una verdad consabida.
Aunque no se habló del imprevisto beneficio que había su-
puesto el hecho de que Francis, Peter y yo hubiéramos compar-
tido nuestro despacho con Jerry, resultaba evidente para todos.
Si no hubiera estado con nosotros en Cambridge, quizá yo es-
tuviera aún tanteando con una estructura de bases semejantes
enlazadas entre sí. En su laboratorio, privado de químicos es-
tructurales, Maurice no tenía quien pudiera decirle que todos
los dibujos de los libros de texto estaban equivocados. De no
ser por Jerry, sólo Pauling habría realizado la elección ade-
cuada, y se habría atenido a sus consecuencias.
El siguiente paso científico era comparar con rigor los datos
experimentales de los rayos X con la pauta de difracción que
predecía nuestro modelo. Maurice prometió que mediría en se-
guida las difracciones críticas. No había en su voz el menor
indicio de amargura, y me sentí aliviado. Hasta el momento de

― 156 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

su visita, había abrigado la aprensión de que se mostrara ape-


sadumbrado por el hecho de que nos hubiéramos apoderado de
parte de la gloria que debería haberle sido atribuida por entero
a él y a sus jóvenes colegas, Pero no había ni rastro de resenti-
miento en su rostro, y, teniendo en cuenta su carácter poco ex-
travertido, se hallaba muy excitado por la idea de que la estruc-
tura produciría grandes beneficios a la biología.
A los dos días de su regreso a Londres, telefoneó para decir
que tanto él como Rosy encontraban que sus datos de los rayos
X confirmaban plenamente la doble hélice. Iban a publicar en
seguida sus resultados y deseaban hacerlo simultáneamente
con nuestro anuncio de los pares de bases. Nature era la revista
más indicada para una pronta publicación, ya que, si Bragg y
Randall apadrinaban los manuscritos, éstos podrían ver la luz
dentro del mes siguiente a su recepción. Sin embargo, los del
King’s no publicarían un artículo conjunto: Rosy y Gosling in-
formarían de sus resultados independientemente de Maurice y
sus colaboradores.
Al principio, me sorprendió que Rosy aceptara nuestro mo-
delo. Había temido que su incisiva y obstinada mente, cogida
en la trampa antihelicoidal que ella misma se había fabricado,
pudiera proponer resultados que fomentaran la incertidumbre
sobre la corrección de la doble hélice. Sin embargo, como casi
todo el mundo, vio el atractivo de los pares de bases y aceptó
el hecho de que la estructura era demasiado bonita para no ser
verdadera. Además, aun antes de conocer nuestra proposición,
la evidencia de los rayos X la había estado forzando, más de lo
que quería admitir, hacia una estructura helicoidal. La situación
de las cadenas azúcar-fosfato en el exterior de la molécula ve-
nía exigida por su evidencia, y, dada la necesidad de unir las
bases mediante puentes de hidrógeno, la exclusividad de los
pares A–T y G–C era un hecho que no veía razón para discutir.
Al mismo tiempo, su violenta indisposición con Francis y
conmigo se desvaneció. Al principio, al recordar nuestros an-
teriores encuentros, vacilamos en discutir con ella la doble hé-
lice. Pero cuando Francis estuvo en Londres para hablar con
Maurice sobre los detalles de las fotografías de rayos X, ya vio
en ella una actitud distinta. Como pensó que Rosy no quería

― 157 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

nada con él, se dirigió sólo a Maurice, hasta que empezó a darse
cuenta de que Rosy también deseaba conocer su opinión cris-
talográfica y estaba dispuesta a cambiar la abierta hostilidad
por una conversación entre iguales. Con gran satisfacción,
Rosy mostró a Francis sus datos, y, por primera vez, él pudo
ver cuán justificada era su afirmación de que la cadena azúcar-
fosfato estaba en el exterior de la molécula. Sus intransigentes
declaraciones previas sobre este asunto reflejaban una autén-
tica actitud científica, y no la de una feminista descarriada.

Hipótesis de la multiplica-
ción del ADN, dada la natu-
raleza complementaria de
las secuencias de bases en
las dos cadenas.

― 158 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Evidentemente, en el cambio de Rosy influía su apreciación


de que nuestro anterior alboroto sobre la construcción de mo-
delos suponía en realidad una seria vía de acceso a la ciencia,
no el fácil recurso de haraganes que deseaban evitar el duro
trabajo necesario para labrarse una honrada carrera científica.
También resultaba claro que las dificultades de Rosy con Mau-
rice y Randall estaban relacionadas con su comprensible nece-
sidad de sentirse igual a las personas con las que trabajaba.
Poco después de su entrada en el laboratorio del King’s, se ha-
bía rebelado contra su carácter jerárquico, sintiéndose ofendida
porque su extraordinaria capacidad cristalográfica no obtenía
un reconocimiento formal.
Aquella semana, dos cartas de Pasadena trajeron la noticia
de que Pauling estaba aún muy lejos de obtener buenos resul-
tados con las bases. La primera carta era de Delbrück y en ella
se comunicaba que Linus acababa de dar un seminario, durante
el cual expuso una modificación en su estructura del ADN. De
un modo extraño, el manuscrito que había enviado a Cam-
bridge había sido publicado antes de que su colaborador, R. B.
Corey, pudiera medir con exactitud las distancias interatómi-
cas. Y cuando esto se hizo, se encontraron varios enlaces erró-
neos. El modelo de Pauling era, pues, imposible sobre bases
estrictamente estereoquímicas. Sin embargo, esperaba salvar la
situación efectuando algunas correcciones sugeridas por su co-
lega Verner Schomaker. En su forma revisada del ADN los áto-
mos de fosfato formaban un ángulo de 45 grados, permitiendo
así que un grupo diferente de átomos de oxígeno formara un
puente de hidrógeno. Después de la conferencia. Delbrück dijo
a Schomaker que no estaba convencido de que Linus se hallara
en lo cierto, pues acababa de recibir mi nota acerca de una
nueva idea para la estructura del ADN.
Los comentarios de Delbrück llegaron en seguida a conoci-
miento de Pauling, quien se apresuró a escribirme una carta. La
primera parte de ella delataba nerviosismo, no iba al grano,
pero me invitaba a participar en un congreso sobre proteínas,
al que había decidido añadir una sección sobre ácidos nuclei-
cos. Luego se descubría y pedía detalles de la nueva estructura
que yo había mencionado a Delbrück. Al leer la carta, exhalé

― 159 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

un profundo suspiro, pues recordé que no le había dicho nada


a Delbrück sobre la doble hélice complementaria. En lugar de
ello, Pauling se estaba refiriendo a la idea de los enlaces entre
bases semejantes. Por suerte, para cuando mi carta llegó al Cal
Tech la cuestión del emparejamiento de las bases había dado
un resultado satisfactorio. En otro caso, yo me habría visto en
la terrible situación de tener que informar a Delbrück y Pauling
que había escrito bajo el impulso de una idea nacida hacía so-
lamente doce horas y que había muerto antes de que transcu-
rrieran veinticuatro.
A finales de la semana. Todd llegó al laboratorio en visita
oficial, en compañía de varios colegas más jóvenes. El rápido
recorrido verbal de Francis a través de la estructura y sus im-
plicaciones no perdía nada de su sabor, pese a haber sido efec-
tuado varias veces al día durante la última semana. Su grado de
entusiasmo se elevaba más y más, y, por lo general, siempre
que Jerry o yo oíamos la voz de Francis dirigiéndose a unos
nuevos rostros salíamos del despacho hasta que los nuevos
conversos se habían marchado y podía reanudarse un trabajo
ordenado. Con Todd era distinto, pues yo deseaba oír cómo le
decía a Bragg que habíamos seguido su consejo sobre la quí-
mica de la cadena azúcar-fosfato. Todd manifestó también su
disconformidad con las configuraciones ceto, y dijo que sus
amigos químicos orgánicos se habían inclinado por los grupos
enol por razones puramente arbitrarias. Luego, después de fe-
licitarnos a Francis y a mí por nuestro excelente trabajo quí-
mico, se marchó del laboratorio.
Al poco tiempo, me fui a Cambridge para pasar una semana
en París. Varias semanas antes había concertado un viaje a Pa-
rís para estar con Boris y Harriett Ephrussi. Puesto que la parte
principal de nuestro trabajo había terminado, no veía razón
para aplazar una visita que, ahora, tenía el aliciente adicional
de poder informar a los laboratorios de Ephrussi y Lwoff sobre
la doble hélice. Francis, sin embargo, no veía con agrado el
viaje, y me dijo que una semana era mucho tiempo para aban-
donar un trabajo de tanta importancia. No obstante, una lla-
mada a la seriedad no era cosa que me complaciese, en especial
cuando John acababa de enseñamos a Francis y a mí una carta

― 160 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

de Chargaff en la que nos mencionaba en una posdata pidiendo


información sobre lo que se traían entre manos sus payasos
científicos.

― 161 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

CAPÍTULO XXIX

Pauling recibió de Delbrück la primera noticia acerca de la


doble hélice. Al final de una carta en la que yo le comunicaba
a éste lo referente a las cadenas complementarias, le había pe-
dido que no dijera nada a Linus. Abrigaba aún un ligero temor
de que algo marchara mal, y no quería que Pauling fijara su
atención en los pares de bases unidos por puentes de hidrógeno
hasta que tuviéramos unos cuantos días más para comprobar
todos nuestros datos. Mi petición, sin embargo, fue ignorada.
Delbrück deseaba decírselo a todos los miembros de su labora-
torio, y sabía que, si así lo hacía, a las pocas horas la noticia
llegaría a oídos de los que trabajaban bajo la dirección de Li-
nus. Además, Pauling le había hecho prometer que le comuni-
caría de inmediato las noticias que recibiera de mí. Por otra
parte, aún más importante que todas estas consideraciones era
que Delbrück detestaba toda forma de secreto en materia cien-
tífica y no quería tener a Pauling en la incertidumbre por más
tiempo.
La reacción de Pauling, como la de Delbrück, fue de autén-
tica emoción. Casi en cualquier otra circunstancia, Pauling ha-
bría luchado por defender su idea, pero los abrumadores méri-
tos biológicos de la molécula autocomplementaria de ADN le
hicieron admitir la derrota. No obstante, quería ver la evidencia
radiográfica del King’s antes de considerar zanjada la cuestión.
Esperaba que esto fuera posible en un plazo de tres semanas,
cuando acudiera a Bruselas para un congreso sobre proteínas
que debía celebrarse en la segunda semana de abril.
Me enteré de que Pauling conocía la doble hélice por una
carta de Delbrück que llegó poco después de mi regreso de Pa-
rís, el 18 de marzo. Para entonces, el hecho ya no nos impor-
taba, pues la evidencia que favorecía a los pares de bases iba
en aumento. En el Instituí Pasteur pude obtener una informa-

― 162 ―
JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

ción decisiva. Allí me encontré con Gerry Wyatt, un bioquí-


mico canadiense que sabía mucho acerca de las proporciones
de las bases del ADN y que acababa de analizar el ADN de los
fagos T2, T4 y T6. Durante los dos últimos años, se había dicho
que este ADN tenía la extraña propiedad de carecer de citosina,
una característica evidentemente imposible para nuestro mo-
delo. Pero Wyatt, juntamente con Seymour Cohen y Al Hers-
hey, había descubierto que estos fagos contenían un tipo modi-
ficado de citosina, llamado 5-hidroximetilcitosina. Y, lo que
era más importante, su cantidad era igual a la cantidad total de
guanina. Esto constituía un apoyo en favor de la teoría de la
doble hélice, ya que la 5-hidroximetilcitosina debía tener enla-
ces de hidrógeno como la citosina. Además, la gran exactitud
de los datos, que ilustraban mejor que ningún trabajo analítico
anterior la igualdad de la adenina con la timina y de la guanina
con la citosina, resultaba muy satisfactoria.
Mientras yo estuve fuera, Francis abordó la estructura de la
molécula de ADN en la forma A. Trabajos previos en el labo-
ratorio de Maurice habían demostrado que las fibras cristalinas
del ADN en la forma A aumentan de longitud cuando admiten
agua y pasan a la forma B. Francis suponía que la forma A, más
compacta, se conseguía inclinando los pares de bases, con lo
que se disminuía a unos 2.6 A la distancia traslacional de un
par de bases a lo largo del eje de la fibra. Así pues, se dispuso
a construir un modelo con bases ladeadas. Aunque resultó más
difícil de ajustar que el de la estructura B, más abierta, a mi
regreso me esperaba un satisfactorio modelo A.
En la semana siguiente empezaron a ser distribuidos los pri-
meros borradores de nuestro artículo para Nature. Dos de ellos
fueron enviados a Londres para que Maurice y Rosy los co-
mentaran. No tenían verdaderas objeciones que formular, ex-
cepto su deseo de que mencionáramos que Fraser había consi-
derado en su laboratorio bases con enlaces de hidrógeno antes
de que nosotros lo hiciéramos. Los esquemas de Fraser, hasta
entonces desconocidos en detalle para nosotros, siempre se re-
ferían a grupos de tres bases, con puentes de hidrógeno en el
centro, muchos de los cuales sabíamos ahora que eran de for-
mas tautómeras erróneas. Por ello, no pareció que valiera la

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

pena resucitar esta idea, sólo para volver a desecharla rápida-


mente. Sin embargo, como Maurice pareció contrariado por
nuestra objeción, añadimos la referencia necesaria. Los escri-
tos de Rosy y Maurice trataban más o menos del mismo tema,
y en cada caso interpretaban sus resultados en términos de los
pares de bases.
Por algún tiempo, Francis quiso añadir a nuestro comuni-
cado ciertas consideraciones acerca de las implicaciones bioló-
gicas de nuestro trabajo. Pero, finalmente, le pareció mejor una
breve observación, y compuso la frase: “No se nos escapa que
el emparejamiento específico que hemos postulado sugiere de
inmediato un posible mecanismo reproductor para el material
genético.”
Cuando el escrito tenía ya su forma casi definitiva, lo mos-
tramos a sir Lawrence. Tras sugerir una pequeña corrección es-
tilística, manifestó con entusiasmo su buena disposición para
enviarlo a Nature, junto con una expresiva carta de recomen-
dación. La solución a la estructura estaba haciendo realmente
feliz a Bragg. Evidentemente, una de las razones la constituía
el hecho de que el resultado saliera del Cavendish y no de Pa-
sadena. Más importante era la maravillosa e inesperada natura-
leza de la solución, y el hecho de que el método de rayos X que
él había desarrollado cuarenta años antes se hallara en el centro
de una profunda penetración en la misma naturaleza de la vida.
En el último fin de semana de marzo, la versión final estaba
lista para ser mecanografiada. Nuestra mecanógrafa del Caven-
dish no se hallaba disponible, y el trabajo fue encomendado a
mi hermana. No hubo problema en persuadirle para que pasara
de este modo una tarde de sábado, pues le dijimos que estaba
participando en el acontecimiento quizá más importante en el
mundo de la biología desde la aparición de El origen de las
especies. Francis y yo permanecimos junto a ella mientras me-
canografiaba el artículo de novecientas palabras que comen-
zaba: “Deseamos sugerir una estructura para la sal del ácido
desoxirribonucleico (ADN). Esta estructura posee nuevas ca-
racterísticas que son de considerable interés biológico.” El ma-
nuscrito fue enviado al despacho de Bragg el martes, y el miér-
coles 2 de abril salió con destino a los editores de Nature.

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

Linus llegó a Cambridge el viernes por la noche. De camino


para el congreso de Bruselas, se detuvo para ver a Peter y con-
templar el modelo. Sin pensarlo demasiado, Peter arregló las
cosas para que se hospedara en casa de Pop. Pronto descubri-
mos que habría preferido un hotel, pues la presencia de mucha-
chas extranjeras durante el desayuno no compensaba la falta de
agua caliente en su habitación. El sábado por la mañana, Peter
le llevó al despacho, donde, después de saludar a Jerry y con-
tarle las últimas noticias del Cal Tech, se dispuso a examinar
el modelo. Aunque aún deseaba ver las mediciones cuantitati-
vas del laboratorio del King’s, apoyamos nuestra argumenta-
ción enseñándole una copia de la fotografía de la forma B de
Rosy. Teníamos todas las cartas en la mano, por lo que, a su
juicio, debíamos poseer la solución.
Bragg llegó entonces para invitar a Linus y a Peter a comer
en su casa. Aquella noche, los dos Pauling, Elizabeth y yo ce-
namos con los Crick en Portugal Place. Francis, quizá debido
a la presencia de Linus, estuvo bastante callado y dejó que Li-
nus conversara con mi hermana y con Odile. Aunque bebimos
mucho borgoña, la conversación no llegó a animarse. Tuve la
impresión de que Pauling prefería hablar conmigo, miembro
aún sin pulir de la joven generación, más que con Francis.
Nuestra charla no duró mucho tiempo, ya que Linus, que aún
se regía por el horario de California, estaba empezando a sen-
tirse cansado. La reunión terminó a medianoche.
A la tarde siguiente, Elizabeth y yo nos fuimos en avión a
París, donde Peter debía unirse a nosotros un día después. Diez
días más tarde, mi hermana iba a embarcar rumbo a los Estados
Unidos de paso para el Japón, para contraer matrimonio con un
americano al que había conocido en el colegio. Aquéllos eran
los últimos días que pasábamos juntos, al menos en el despreo-
cupado espíritu que había marcado nuestra huida del Medio
Oeste y de la cultura americana, sobre la que tan fácil era mos-
trarse ambivalente. El lunes por la mañana fuimos al Faubourg
St. Honoré para echar un último vistazo a su elegancia. Allí,
contemplando una tienda llena de coquetones paraguas, com-
prendí que uno de ellos debía ser su regalo de boda, y lo com-
pramos. Después, Elizabeth se fue a tomar el té con un amigo,

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JAMES D. WATSON LA DOBLE HÉLICE

mientras yo regresaba cruzando el Sena a nuestro hotel, pró-


ximo al palacio de Luxemburgo. Por la noche, celebraríamos
mi cumpleaños con Peter. Pero ahora estaba solo, mirando a
las chicas de largos cabellos de St. Germain des Prés y sa-
biendo que no eran para mí. Tenía veinticinco años y era de-
masiado viejo para resultar excéntrico.

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EPÍLOGO

Casi todas las personas mencionadas en este libro siguen


vivas e intelectualmente en activo6. Herman Kalckar ha venido
a los Estados Unidos como profesor de bioquímica en la Facul-
tad de Medicina de Harvard. John Kendrew y Max Perutz per-
manecen en Cambridge, donde continúan sus trabajos con ra-
yos X sobre proteínas, por los que recibieron el premio Nobel
de Química en 1962. Sir Lawrence Bragg conservó su entu-
siasta interés por la estructura de las proteínas cuando se tras-
ladó a Londres, en 1954, como director de la Royal Institution.
Hugh Huxley ha vuelto a Cambridge después de pasar varios
años en Londres y está trabajando sobre el mecanismo de la
contracción muscular. Francis Crick, tras un año en Brooklyn,
regresó a Cambridge para trabajar sobre la naturaleza y funcio-
namiento del código genético, campo en el que ha sido la más
destacada figura mundial de la última década. El trabajo de
Maurice Wilkins se centró durante varios años en el ADN,
hasta que él y sus colaboradores establecieron sin lugar a dudas
que los rasgos esenciales de la doble hélice eran correctos. Des-
pués de realizar una importante aportación a la estructura del
ácido ribonucleico, ha desviado la dirección de sus investiga-
ciones hacia la organización y funcionamiento del sistema ner-
vioso. Peter Pauling vive en la actualidad en Londres, ense-
ñando química en el University College. Su padre, retirado
hace poco de la enseñanza activa, concentra su actividad cien-
tífica en la estructura de los núcleos atómicos y en la química
teórica estructural. Mi hermana, después de varios años de es-
tancia en Oriente, vive en Washington con su marido, que es
editor, y sus tres hijos.
Todas estas personas podrían relatar seguramente de un
modo distinto algunos sucesos y detalles de esta historia. Pero

6 El autor escribió este epílogo en 1967.

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hay una infortunada excepción. En 1958, Rosalind Franklin


murió a la temprana edad de treinta y siete años. Como mis
impresiones iniciales de ella (tal como se plasman en las pri-
meras páginas de este libro), tanto científicas como personales,
eran frecuentemente equivocadas, quiero decir aquí algo acerca
de sus realizaciones. El trabajo con rayos X efectuado por Ro-
salind en el King’s está siendo cada vez más apreciado y se le
considera extraordinario. La determinación de las formas A y
B habría bastado, por sí sola, para establecer su reputación;
pero mejor aún fue su demostración en 1952, utilizando los mé-
todos de superposición de Patterson, de que los grupos fosfato
debían estar en la periferia de la molécula de ADN. Más tarde,
cuando pasó al laboratorio de Bernal, comenzó a trabajar sobre
el virus del mosaico del tabaco y rápidamente extendió nues-
tras ideas cualitativas acerca de la estructura helicoidal del vi-
rus a una precisa imagen cuantitativa, estableciendo así defini-
tivamente los parámetros helicoidales esenciales y localizando
la cadena ribonucleica a mitad de distancia del eje central.
Como yo estaba de profesor en los Estados Unidos no la
veía con tanta frecuencia como Francis, a quien ella acudía a
menudo en busca de consejo o cuando había logrado algo im-
portante, para cerciorarse de que él ratificaba su razonamiento.
Para entonces se habían olvidado ya por completo nuestras an-
teriores rencillas y llegamos a apreciar mucho su honradez y
generosidad personales, comprendiendo con varios años de re-
traso las luchas que debe arrostrar la mujer inteligente para ser
aceptada en un mundo científico que, a menudo, considera a
las mujeres como meras distracciones del trabajo reflexivo se-
rio. El valor y la integridad ejemplares de Rosalind quedaron
de manifiesto para todos cuando, sabiendo que estaba mortal-
mente enferma, continuó trabajando intensamente hasta pocas
semanas antes de su muerte.

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