Mercader de Venecia
Mercader de Venecia
Mercader de Venecia
LEONATO: ¡Por qué! ¡Cómo! ¿Todo lo que hay sobre la tierra no grita su
deshonra? ¿Puede negar aquí el relato que lleva impreso en su sangre?
No vivas, Hero; no abras los ojos. ¡Porque si supiera que no querías morir de
golpe, que tu ánimo tuviera más fuerza que tu infamia, yo mismo, en ayuda de
tus remordimientos, atentaría contra tu vida! ¿Me apenaba el tener una hija tan
sólo? ¿Acusé a la naturaleza por haberse mostrado avara? ¡Oh! ¡Fue
demasiado pródiga en darme a ti! ¿Por qué te tuve? ¿Por qué has sido siempre
tan grata a mis ojos? ¿Por qué con mano caritativa no recogí mejor del umbral
de mi puerta la descendencia de un mendigo, para al verla así enlodada y
sumida en la infamia, haber podido decir:
«Nada tiene mío; esta vergüenza procede de lomos ignorados»? Pero ¡mi
propia hija! ¡Una hija que amaba, que ensalzaba, de la que me enorgullecía
hasta el extremo de no ser yo mismo, de no estimarme ni pertenecerme sino
por ella! ¡Oh! ¡Verla caída en una cisterna de tinta, que el ancho mar no tiene
gotas para lavar lo bastante su mancha y escasísima sal para devolver la
frescura a su carne corrompida!
PAULINA: ¿Qué estudiados tormentos tienes para mí, tirano? ¿Qué ruedas,
qué potros, qué piras?
¿Qué desollamiento o qué cocción de plomo o aceite? ¿Qué tortura antigua o
moderna habré de sufrir si cada una de mis palabras merece hacer
conocimiento con lo que puedes inventar de peor? Esos antojos de tu tiranía,
trabajando de concierto con tus celos, caprichos que serían demasiado fútiles
para los niños, demasiado ingenuos y demasiado absurdos para niñas de
nueve años, joh!, piensa en lo que han hecho, y luego vuélvete enseguida loco,
loco de atar, pues todas tus extravagancias pasadas no eran sino gérmenes de
lo que sucede. El haber traicionado a Políxenes no era nada, puesto que no ha
servido sino para mostrarte un loco inconstante y negramente ingrato. Has
pretendido emponzoñar el honor del buen Camilo, haciéndole asesinar a un
rey; esto no era nada tampoco; pobres crímenes, en verdad; pues más
monstruosos esperaban su vez, y entre ellos cuento aún por nada, o casi nada,
el hecho de haber arrojado a los cuervos tu hijita de pecho, aunque un diablo
hubiera vertido lágrimas de sus ojos de fuego; ni se te debe culpar
directamente de la muerte del joven principe, cuyos sentimientos de honor, tan
elevados para una edad tan tierna, han roto el corazón, que se vio obligado a
comprender que un padre brutal e insensato ultrajaba a su bondadosa madre.
No, no se debe poner eso a tu cargo; pero ésta última catástrofe..., joh
señores!, cuando os he dicho que claméis "¡Día funesto!"..., la reina, la reina, la
más preciosa de las criaturas, acaba de morir, y el cielo no ha hecho todavía
caer su venganza.
¡Oh, no verá el sol de ese mañana.! (A Macbeth) Vuestro rostro, barón mío, es
un libro en el que los hombres pueden leer cosas singulares... Para engañar al
mundo, nada como acomodarse a los tiempos: mostrad agasajo en la mirada,
en las palabras, en las acciones, y asemejaos a una flor sencilla, pero sed
serpiente escondida debajo de la flor. Preparémoslo todo para recibir a quien
viene, y dejad a mi cargo el gran asunto de esta noche, que dará imperio y
dominio soberanos a todas las noches y a todos los días que para nosotros han
de venir.