Orgullo y Prejuicio Autor Jane Austen Parte 2
Orgullo y Prejuicio Autor Jane Austen Parte 2
Orgullo y Prejuicio Autor Jane Austen Parte 2
parentesco y
que le deseaba toda la felicidad del mundo.
—Sé lo que sientes —repuso Charlotte—. Tienes que estar
sorprendida, sorprendidísima, haciendo tan poco que el
señor
Collins deseaba casarse contigo. Pero cuando hayas tenido
tiempo de pensarlo bien, espero que comprenderás lo que
he
hecho. Sabes que no soy romántica. Nunca lo he sido. No
busco
más que un hogar confortable, y teniendo en cuenta el
carácter
de Collins, sus relaciones y su posición, estoy convencida
de que
tengo tantas probabilidades de ser feliz con él, como las
que
puede tener la mayoría de la gente que se casa.
Elizabeth le contestó dulcemente:
—Es indudable.
172
Y después de una pausa algo embarazosa, fueron a reunirse
con el resto de la familia. Charlotte se marchó en seguida y
Elizabeth se quedó meditando lo que acababa de escuchar.
Tardó mucho en hacerse
a la idea de un casamiento tan disparatado. Lo raro que
resultaba que Collins hubiese hecho dos proposiciones de
matrimonio en tres días, no era nada en comparación con el
hecho de que hubiese sido aceptado. Siempre creyó que las
teorías de Charlotte sobre el matrimonio no eran
exactamente
como las suyas, pero nunca supuso que al ponerlas en
práctica
sacrificase sus mejores sentimientos a cosas mundanas. Y
al
dolor que le causaba ver cómo su amiga se había
desacreditado y había perdido mucha de la estima que le
tenía,
se añadía el penoso convencimiento de que le sería
imposible
ser feliz con la suerte que había elegido.
173
C A P Í T U L O XXIII
Elizabeth estaba sentada con su madre y sus hermanas
meditando sobre lo que había escuchado y sin saber si
debía o
no contarlo, cuando apareció el propio Sir William Lucas,
enviado por su hija, para anunciar el compromiso a la
familia.
Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de
las
dos casas, reveló el asunto a una audiencia no sólo
estupefacta, sino también incrédula, pues la señora Bennet,
con
más obstinación que cortesía, afirmó que debía de estar
completamente equivocado, y Lydia, siempre indiscreta y a
menudo mal educada, exclamó alborotadamente:
—¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir William? ¿No
sabe
que el señor Collins quiere casarse con Elizabeth?
Sólo la condescendencia de un cortesano podía haber
soportado, sin enfurecerse, aquel comportamiento; pero la
174
buena educación de sir William estaba por encima de todo.
Rogó que le permitieran garantizar la verdad de lo que
decía,
pero escuchó todas aquellas impertinencias con la más
absoluta corrección.
Elizabeth se sintió obligada a ayudarle a salir de tan
enojosa
situación, y confirmó sus palabras, revelando lo que ella
sabía
por la propia Charlotte. Trató de poner fin a las
exclamaciones
de su madre y de sus hermanas felicitando calurosamente a
sir
William, en lo que pronto fue secundada por Jane, y
comentando la felicidad que se podía esperar del
acontecimiento, dado el excelente carácter del señor Collins
y la
conveniente distancia de Hunsford a Londres.
La señora Bennet estaba ciertamente demasiado
sobrecogida
para hablar mucho mientras sir William permaneció en la
casa;
pero, en cuanto se fue, se desahogó rápidamente. Primero,
insistía en no creer ni una palabra; segundo, estaba segura
de
que a Collins lo habían engañado; tercero, confiaba en que
nunca serían felices juntos; y cuarto, la boda no se llevaría
a
cabo. Sin embargo, de todo ello se desprendían claramente
dos
cosas: que Elizabeth era la verdadera causa de toda la
desgracia, y que ella, la señora Bennet, había sido tratada
de
un modo bárbaro por todos. El resto del día lo pasó
despotricando, y no hubo nada que pudiese consolarla o
calmarla. Tuvo que pasar una semana antes de que pudiese
ver
a Elizabeth sin reprenderla; un mes, antes de que dirigiera
la
175
palabra a sir William o a lady Lucas sin ser grosera; y
mucho,
antes de que perdonara a Charlotte.
El estado de ánimo del señor Bennet ante la noticia era más
tranquilo; es más, hasta se alegró, porque de este modo
podía
comprobar, según dijo, que Charlotte Lucas, a quien nunca
tuvo
por muy lista, era tan tonta como su mujer, y mucho más
que su
hija.
Jane confesó que se había llevado una sorpresa; pero habló
menos de su asombro que de sus sinceros deseos de que
ambos fuesen felices, ni siquiera Elizabeth logró hacerle ver
que
semejante felicidad era improbable. Catherine y Lydia
estaban
muy lejos de envidiar a la señorita Lucas, pues Collins no
era
más que un clérigo y el suceso no tenía para ellas más
interés
que el de poder difundirlo por Meryton.
Lady Lucas no podía resistir la dicha de poder desquitarse
con
la señora Bennet manifestándole el consuelo que le suponía
tener una hija casada; iba a Longbourn con más frecuencia
que
de costumbre para contar lo feliz que era, aunque las poco
afables miradas y los comentarios mal intencionados de la
señora Bennet podrían haber acabado con toda aquella
felicidad.
Entre Elizabeth y Charlotte había una barrera que les hacía
guardar silencio sobre el tema, y Elizabeth tenía la
impresión de
que ya no volvería a existir verdadera confianza entre ellas.
La
decepción que se había llevado de Charlotte le hizo
volverse
176
hacia su hermana con más cariño y admiración que nunca,
su
rectitud y su delicadeza le garantizaban que su opinión
sobre
ella nunca cambiaría, y cuya felicidad cada día la tenía más
preocupada, pues hacía ya una semana que Bingley se
había
marchado y nada se sabía de su regreso.
Jane contestó en seguida la carta de Caroline Bingley, y
calculaba los días que podía tardar en recibir la respuesta.
La
prometida carta de Collins llegó el martes, dirigida al padre
y
escrita con toda la solemnidad de agradecimiento que sólo
un
año de vivir con la familia podía haber justificado. Después
de
disculparse al principio, procedía a informarle, con mucha
grandilocuencia, de su felicidad por haber obtenido el
afecto de
su encantadora vecina la señorita Lucas, y expresaba luego
que
sólo con la intención de gozar de su compañía se había
sentido
tan dispuesto a acceder a sus amables deseos de volverse
a ver
en Longbourn, adonde esperaba regresar del lunes en
quince
días; pues lady Catherine, agregaba, aprobaba tan
cordialmente su boda, que deseaba se celebrase cuanto
antes,
cosa que confiaba sería un argumento irrebatible para que
su
querida Charlotte fijase el día en que habría de hacerle el
más
feliz de los hombres.
La vuelta de Collins a Hertfordshire ya no era motivo de
satisfacción para la señora Bennet. Al contrario, lo
deploraba
más que su marido: «Era muy raro que Collins viniese a
Longbourn en vez de ir a casa de los Lucas; resultaba muy
inconveniente y extremadamente embarazoso. Odiaba
tener
177
visitas dado su mal estado de salud, y los novios eran los
seres
más insoportables del mundo.» Éstos eran los continuos
murmullos de la señora Bennet, que sólo cesaban ante una
angustia aún mayor: la larga ausencia del señor Bingley.
Ni Jane ni Elizabeth estaban tranquilas con este tema. Los
días
pasaban sin que tuviese más noticia que la que pronto se
extendió por Meryton: que los Bingley no volverían en todo
el
invierno. La señora Bennet estaba indignada y no cesaba de
desmentirlo, asegurando que era la falsedad más atroz que
oír
se puede.
Incluso Elizabeth comenzó a temer, no que Bingley hubiese
olvidado a Jane, sino que sus hermanas pudiesen conseguir
apartarlo de ella. A pesar de no querer admitir una idea tan
desastrosa para la felicidad de Jane y tan indigna de la
firmeza
de su enamorado, Elizabeth no podía evitar que con
frecuencia
se le pasase por la mente. Temía que el esfuerzo conjunto
de
sus desalmadas hermanas y de su influyente amigo, unido
a los
atractivos de la señorita Darcy y a los placeres de Londres,
podían suponer demasiadas cosas a la vez en contra del
cariño
de Bingley.
En cuanto a Jane, la ansiedad que esta duda le causaba era,
como es natural, más penosa que la de Elizabeth; pero
sintiese
lo que sintiese, quería disimularlo, y por esto entre ella y su
hermana nunca se aludía a aquel asunto. A su madre, sin
embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una
hora
sin que hablase de Bingley, expresando su impaciencia por
su
178
llegada o pretendiendo que Jane confesase que, si no
volvía, la
habrían tratado de la manera más indecorosa. Se
necesitaba
toda la suavidad de Jane para aguantar estos ataques con
tolerable tranquilidad.
Collins volvió puntualmente del lunes en quince días; el
recibimiento que se le hizo en Longbourn no fue tan cordial
como el de la primera vez. Pero el hombre era demasiado
feliz
para que nada le hiciese mella, y por suerte para todos,
estaba
tan ocupado en su cortejo que se veían libres de su
compañía
mucho tiempo. La mayor parte del día se lo pasaba en casa
de
los Lucas, y a veces volvía a Longbourn sólo con el tiempo
justo
de excusar su ausencia antes de que la familia se acostase.
La señora Bennet se encontraba realmente en un estado
lamentable. La sola mención de algo concerniente a la boda
le
producía un ataque de mal humor, y dondequiera que fuese
podía tener por seguro que oiría hablar de dicho
acontecimiento. El ver a la señorita Lucas la descomponía.
La
miraba con horror y celos al imaginarla su sucesora en
aquella
casa. Siempre que Charlotte venía a verlos, la señora
Bennet
llegaba a la conclusión de que estaba anticipando la hora
de la
toma de posesión, y todas las veces que le comentaba algo
en
voz baja a Collins, estaba convencida de que hablaban de la
herencia de Longbourn y planeaban echarla a ella y a sus
hijas
en cuanto el señor Bennet pasase a mejor vida. Se quejaba
de
ello amargamente a su marido.
179
—La verdad, señor Bennet —le decía—, es muy duro pensar
que
Charlotte Lucas será un día la dueña de esta casa, y que yo
me
veré obligada a cederle el sitio y a vivir viéndola en mi
lugar.
—Querida, no pienses en cosas tristes. Tengamos
esperanzas en
cosas mejores. Animémonos con la idea de que puedo
sobrevivirte.
No era muy consolador, que digamos, para la señora
Bennet;
sin embargó, en vez de contestar, continuó:
—No puedo soportar el pensar que lleguen a ser dueños de
toda esta propiedad. Si no fuera por el legado, me traería
sin
cuidado.
—¿Qué es lo que te traería sin cuidado?
—Me traería sin cuidado absolutamente todo.
—Demos gracias, entonces, de que te salven de semejante
estado de insensibilidad.
—Nunca podré dar gracias por nada que se refiera al
legado.
No entenderé jamás que alguien pueda tener la conciencia
tranquila desheredando a sus propias hijas. Y para colmo,
¡que
el heredero tenga que ser el señor Collins! ¿Por qué él, y no
cualquier otro?
—Lo dejo a tu propia consideración.
180
C A P Í T U L O XXIV
La carta de la señorita Bingley llegó, y puso fin a todas las
dudas. La primera frase ya comunicaba que todos se habían
establecido en Londres para pasar el invierno, y al final
expresaba el pesar del hermano por no haber tenido
tiempo,
antes de abandonar el campo, de pasar a presentar sus
respetos a sus amigos de Hertfordshire.
No había esperanza, se había desvanecido por completo.
Jane
siguió leyendo, pero encontró pocas cosas, aparte de las
expresiones de afecto de su autora, que pudieran servirle
de
alivio. El resto de la carta estaba casi por entero dedicado a
elogiar a la señorita Darcy. Insistía de nuevo sobre sus
múltiples
atractivos, y Caroline presumía muy contenta de su
creciente
intimidad con ella, aventurándose a predecir el
cumplimiento de
los deseos que ya manifestaba en la primera carta.
También 1e
contaba con regocijo que su hermano era íntimo de la
familia
Darcy, y mencionaba con entusiasmo ciertos planes de este
último, relativos al nuevo mobiliario.
Elizabeth, a quien Jane comunicó en seguida lo más
importante
de aquellas noticias, la escuchó en silencio y muy
indignada. Su
corazón fluctuaba entre la preocupación por su hermana y
el
odio a todos los demás. No daba crédito a la afirmación de
Caroline de que su hermano estaba interesado por la
señorita
181
Darcy. No dudaba, como no lo había dudado jamás, que
Bingley estaba enamorado de Jane; pero Elizabeth, que
siempre le tuvo tanta simpatía, no pudo pensar sin rabia, e
incluso sin desprecio, en aquella debilidad de carácter y en
su
falta de decisión, que le hacían esclavo de sus intrigantes
amigos y le arrastraban a sacrificar su propia felicidad al
capricho de los deseos de aquellos. Si no sacrificase más
que su
felicidad, podría jugar con ella como se le antojase; pero se
trataba también de la felicidad de Jane, y pensaba que él
debería tenerlo en cuenta. En fin, era una de esas cosas con
las
que es inútil romperse la cabeza.
Elizabeth no podía pensar en otra cosa; y tanto si el interés
de
Bingley había muerto realmente, como si había sido
obstaculizado por la intromisión de sus amigos; tanto si
Bingley
sabía del afecto de Jane, como si le había pasado
inadvertido;
en cualquiera de los casos, y aunque la opinión de Elizabeth
sobre Bingley pudiese variar según las diferencias, la
situación
de Jane seguía siendo la misma y su paz se había
perturbado.
Un día o dos transcurrieron antes de que Jane tuviese el
valor
de confesar sus sentimientos a su hermana; pero, al fin, en
un
momento en que la señora Bennet las dejó solas después
de
haberse irritado más que de costumbre con el tema de
Netherfield y su dueño, la joven no lo pudo resistir y
exclamó:
—¡Si mi querida madre tuviese más dominio de sí misma!
No
puede hacerse idea de lo que me duelen sus continuos
comentarios sobre el señor Bingley. Pero no me pondré
triste.
182
No puede durar mucho. Lo olvidaré y todos volveremos a
ser
como antes.
Elizabeth, solícita e incrédula, miró a su hermana, pero no
dijo
nada.
—¿Lo dudas? —preguntó Jane ligeramente ruborizada—. No
tienes motivos. Le recordaré siempre como el mejor
hombre
que he conocido, eso es todo. Nada tengo que esperar ni
que
temer, y nada tengo que reprocharle. Gracias a Dios, no me
queda esa pena. Así es que dentro de poco tiempo, estaré
mucho mejor.
Con voz más fuerte añadió después:
—Tengo el consuelo de pensar que no ha sido más que un
error
de la imaginación por mi parte y que no ha perjudicado a
nadie
más que a mí misma.
—¡Querida Jane! —exclamó Elizabeth—. Eres demasiado
buena.
Tu dulzura y tu desinterés son verdaderamente angelicales.
No
sé qué decirte. Me siento como si nunca te hubiese hecho
justicia, o como si no te hubiese querido todo lo que
mereces.
Jane negó vehementemente que tuviese algún mérito
extraordinario y rechazó los elogios de su hermana que
eran
sólo producto de su gran afecto.
—No —dijo Elizabeth—, eso no está bien. Todo el mundo te
parece respetable y te ofendes si yo hablo mal de alguien.
Tú
eres la única a quien encuentro perfecta y tampoco quieres
que
183
te lo diga. No temas que me exceda apropiándome de tu
privilegio de bondad universal. No hay peligro. A poca gente
quiero de verdad, y de muy pocos tengo buen concepto.
Cuanto
más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me
confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter
humano,
y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de
bondad o inteligencia. Últimamente he tenido dos ejemplos:
uno
que no quiero mencionar, y el otro, la boda de Charlotte.
¡Es
increíble! ¡Lo mires como lo mires, es increíble!
—Querida Lizzy, no debes tener esos sentimientos,
acabarán
con tu felicidad. No tienes en consideración las diferentes
situaciones y la forma de ser de las personas. Ten en
cuenta la
respetabilidad del señor Collins y el carácter firme y
prudente
de Charlotte. Recuerda que pertenece a una familia
numerosa,
y en lo que se refiere a la fortuna, es una boda muy
deseable,
debes creer, por el amor de Dios, que puede que sienta
cierto
afecto y estima por nuestro primo.
—Por complacerte, trataría de creer lo que dices, pero nadie
saldría beneficiado, porque si sospechase que Charlotte
siente
algún interés por el señor Collins, tendría peor opinión de su
inteligencia de la que ahora tengo de su corazón. Querida
Jane,
el señor Collins es un hombre engreído, pedante, cerril y
mentecato; lo sabes tan bien como yo; y como yo también
debes saber que la mujer que se case con él no puede estar
en
su sano juicio. No la defiendas porque sea Charlotte Lucas.
Por
una persona en concreto no debes trastocar el significado
de
184
principio y de integridad, ni intentar convencerte a ti misma
oa
mí, de que el egoísmo es prudencia o de que la
insensibilidad
ante el peligro es un seguro de felicidad.
—Hablas de los dos con demasiada dureza —repuso Jane—,
y
espero que lo admitirás cuando veas que son felices juntos.
Pero dejemos esto. Hiciste alusión a otra cosa. Mencionaste
dos
ejemplos. Ya sé de qué se trata, pero te ruego, querida
Lizzy,
que no me hagas sufrir culpando a esa persona y diciendo
que
has perdido la buena opinión que tenías de él. No debemos
estar tan predispuestos a imaginarnos que nos han herido
intencionadamente. No podemos esperar que un hombre
joven
y tan vital sea siempre tan circunspecto y comedido. A
menudo
lo que nos engaña es únicamente nuestra propia vanidad.
Las
mujeres nos creemos que la admiración significa más de lo
que
es en realidad.
—Y los hombres se cuidan bien de que así sea.
—Si lo hacen premeditadamente, no tienen justificación;
pero
me parece que no hay tanta premeditación en el mundo
como
mucha gente se figura.
—No pretendo atribuir a la premeditación la conducta del
señor
Bingley; pero sin querer obrar mal o hacer sufrir a los
demás, se
pueden cometer errores y hacer mucho daño. De eso se
encargan la inconsciencia, la falta de atención a los
sentimientos de otras personas y la falta de decisión.
—¿Achacas lo ocurrido a algo de eso?
185
—Sí, a lo último. Pero si sigo hablando, te disgustaré
diciendo lo
que pienso de personas que tú estimas. Vale más que
procures
que me calle.
¿Persistes en suponer, pues, que las hermanas influyen en
él?
—Sí, junto con su amigo.
—No lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo pueden
desear su felicidad; y si él me quiere a mí, ninguna otra
mujer
podrá proporcionársela.
Tu primera suposición es falsa. Pueden desear muchas
cosas
además de su felicidad; pueden desear que aumente su
riqueza, con lo que ello trae consigo; pueden desear que se
case
con una chica que tenga toda la importancia que da el
dinero,
las grandes familias y el orgullo.
—O sea que desean que elija a la señorita Darcy —replicó
Jane—; pero quizá les muevan mejores intenciones de las
que
crees. La han tratado mucho más que a mí, es lógico que la
quieran más. Pero cualesquiera que sean sus deseos, es
muy
poco probable que se hayan opuesto a los de su hermano.
¿Qué
hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que
hubiese
algo muy grave que objetar? Si hubiesen visto que se
interesaba mucho por mí, no habrían procurado separarnos;
y si
él estuviese efectivamente tan interesado, todos sus
esfuerzos
serían inútiles. Al suponer que me quiere, sólo consigues
atribuir
un mal comportamiento y una actitud errónea a todo el
mundo
y hacerme a mí sufrir más todavía. No me avergüenzo de
186
haberme equivocado y si me avergonzara, mi sufrimiento
no
sería nada en comparación con el dolor que me causaría
pensar
mal de Bingley o de sus hermanas. Déjame interpretarlo del
mejor modo posible, del modo que lo haga más explicable.
Elizabeth no podía oponerse a tales deseos; y desde
entonces el
nombre de Bingley pocas veces se volvió a pronunciar entre
ellas.
La señora Bennet seguía aún extrañada y murmurando al
ver
que Bingley no regresaba; y aunque no pasaba día sin que
Elizabeth le hiciese ver claramente lo que sucedía, no
parecía
que la madre dejase de extrañarse. Su hija intentaba
convencerla de lo que ella misma no creía, diciéndole que
las
atenciones de Bingley para con Jane habían sido efecto de
un
capricho corriente y pasajero que cesó al dejar de verla;
pero
aunque la señora Bennet no vacilaba en admitir esa
posibilidad,
no podía dejar de repetir todos los días la misma historia.
Lo
único que la consolaba era que Bingley tenía que volver en
verano.
El señor Bennet veía la cosa de muy distinta manera.
De modo, Lizzy —le dijo un día—, que tu hermana ha tenido
un
fracaso amoroso. Le doy la enhorabuena. Antes de casarse,
está bien que una chica tenga algún fracaso; así se tiene
algo
en qué pensar, y le da cierta distinción entre sus amistades.
¿Y
a ti, cuándo te toca? No te gustaría ser menos que Jane.
187
Aprovéchate ahora. Hay en Meryton bastantes oficiales
como
para engañar a todas las chicas de la comarca. Elige a
Wickham. Es un tipo agradable, y es seguro que te dará
calabazas.
—Gracias, papá, pero me conformaría con un hombre
menos
agradable. No todos podemos esperar tener tan buena
suerte
como Jane.
—Es verdad —dijo el señor Bennet—, pero es un consuelo
pensar
que, suceda lo que suceda, tienes una madre cariñosa que
siempre te ayudará.
La compañía de Wickham era de gran utilidad para disipar
la
tristeza que los últimos y desdichados sucesos habían
producido a varios miembros de la familia de Longbourn. Le
veían a menudo, y a sus otras virtudes unió en aquella
ocasión
la de una franqueza absoluta. Todo lo que Elizabeth había
oído,
sus quejas contra Darcy y los agravios que le había inferido,
pasaron a ser del dominio público; todo el mundo se
complacía
en recordar lo antipático que siempre había sido Darcy, aun
antes de saber nada de todo aquello.
Jane era la única capaz de suponer que hubiese en este
caso
alguna circunstancia atenuante desconocida por los vecinos
de
Hertfordshire. Su dulce e invariable candor reclamaba
indulgencia constantemente y proponía la posibilidad de
una
equivocación; pero todo el mundo tenía a Darcy por el peor
de
los hombres.
188
C A P Í T U L O XXV
Después de una semana, pasada entre promesas de amor y
planes de felicidad, Collins tuvo que despedirse de su
amada
Charlotte para llegar el sábado a Hunsford. Pero la pena de
la
separación se aliviaba por parte de Collins con los
preparativos
que tenía que hacer para la recepción de su novia; pues
tenía
sus razones para creer que a poco de su próximo regreso a
Hertfordshire se fijaría el día que habría de hacerle el más
feliz
de los hombres. Se despidió de sus parientes de Longbourn
con
la misma solemnidad que la otra vez; deseó de nuevo a sus
bellas primas salud y venturas, y prometió al padre otra
carta
de agradecimiento.
El lunes siguiente, la señora Bennet tuvo el placer de recibir
a su
hermano y a la esposa de éste, que venían, como de
costumbre,
a pasar las Navidades en Longbourn. El señor Gardiner era
un
hombre inteligente y caballeroso, muy superior a su
hermana
por naturaleza y por educación. A las damas de Netherfield
se
les hubiese hecho difícil creer que aquel hombre que vivía
del
comercio y se hallaba siempre metido en su almacén,
pudiera
estar tan bien educado y resultar tan agradable. La señora
Gardiner, bastante más joven que la señora Bennet y que la
señora Philips, era una mujer encantadora y elegante, a la
que
sus sobrinas de Longbourn adoraban. Especialmente las dos
mayores, con las que tenía una particular amistad.
Elizabeth y
Jane habían estado muchas veces en su casa de la capital.
Lo
189
primero que hizo la señora Gardiner al llegar fue distribuir
sus
regalos y describir las nuevas modas. Una vez hecho esto,
dejó
de llevar la voz cantante de la conversación; ahora le
tocaba
escuchar. La señora Bennet tenía que contarle sus muchas
desdichas y sus muchas quejas. Había sufrido muchas
humillaciones desde la última vez que vio a su cuñada. Dos
de
sus hijas habían estado a punto de casarse, pero luego todo
había quedado en nada.
—No culpo a Jane continuó—, porque se habría casado con
el
señor Bingley, si hubiese podido; pero Elizabeth... ¡Ah,
hermana
mía!, es muy duro pensar que a estas horas podría ser la
mujer
de Collins si no hubiese sido por su testarudez. Le hizo una
proposición de matrimonio en esta misma habitación y lo
rechazó. A consecuencia de ello lady Lucas tendrá una hija
casada antes que yo, y la herencia de Longbourn pasará a
sus
manos. Los Lucas son muy astutos, siempre se aprovechan
de
lo que pueden. Siento tener que hablar de ellos de esta
forma
pero es la verdad. Me pone muy nerviosa y enferma que mi
propia familia me contraríe de este modo, y tener vecinos
que
no piensan más que en sí mismos. Menos mal que tenerte a
ti
aquí en estos precisos momentos, me consuela
enormemente;
me encanta lo que nos cuentas de las mangas largas.
La señora Gardiner, que ya había tenido noticias del tema
por
la correspondencia que mantenía con Jane y Elizabeth, dio
una
respuesta breve, y por compasión a sus sobrinas, cambió
de
conversación.
190
Cuando estuvo a solas luego con Elizabeth, volvió a hablar
del
asunto:
—Parece ser que habría sido un buen partido para Jane —
dijo—
. Siento que se haya estropeado.
¡Pero estas cosas ocurren tan a menudo! Un joven como
Bingley, tal y como tú me lo describes, se enamora con
facilidad
de una chica bonita por unas cuantas semanas y, si por
casualidad se separan, la olvida con la misma facilidad.
Esas
inconstancias son muy frecuentes.
—Si hubiera sido así, sería un gran consuelo —dijo Elizabeth
—,
pero lo nuestro es diferente. Lo que nos ha pasado no ha
sido
casualidad. No es tan frecuente que unos amigos se
interpongan y convenzan a un joven independiente de que
deje
de pensar en una muchacha de la que estaba locamente
enamorado unos días antes.
—Pero esa expresión, «locamente enamorado», está tan
manida, es tan ambigua y tan indefinida, que no me dice
nada.
Lo mismo se aplica a sentimientos nacidos a la media hora
de
haberse conocido, que a un cariño fuerte y verdadero.
Explícame cómo era el amor del señor Bingley.
—Nunca vi una atracción más prometedora. Cuando estaba
con Jane no prestaba atención a nadie más, se dedicaba por
entero a ella. Cada vez que se veían era más cierto y
evidente.
En su propio baile desairó a dos o tres señoritas al no
sacarlas
a bailar y yo le dirigí dos veces la palabra sin obtener
respuesta.
191
¿Puede haber síntomas más claros? ¿No es la descortesía
con
todos los demás, la esencia misma del amor?
—De esa clase de amor que me figuro que sentía Bingley,
sí.
¡Pobre Jane! Lo siento por ella, pues dado su modo de ser,
no
olvidará tan fácilmente. Habría sido mejor que te hubiese
ocurrido a ti, Lizzy; tú te habrías resignado más pronto.
Pero,
¿crees que podremos convencerla de que venga con
nosotros a
Londres? Le conviene un cambio de aires, y puede que
descansar un poco de su casa le vendría mejor que ninguna
otra cosa.
A Elizabeth le pareció estupenda esta proposición y no dudó
de
que su hermana la aceptaría.
—Supongo —añadió— que no la detendrá el pensar que
pueda
encontrarse con ese joven. Vivimos en zonas de la ciudad
opuestas, todas nuestras amistades son tan distintas y,
como
tú sabes, salimos tan poco, que es muy poco probable que
eso
suceda, a no ser que él venga expresamente a verla.
—Y eso es imposible, porque ahora se halla bajo la custodia
de
su amigo, y el señor Darcy no permitiría que visitase a Jane
en
semejante parte de Londres. Querida tía, ¿qué te parece?
Puede
que Darcy haya oído hablar de un lugar como la calle
Gracechurch, pero creería que ni las abluciones de todo un
mes
serían suficientes para limpiarle de todas sus impurezas, si
es
que alguna vez se dignase entrar en esa calle. Y puedes
tener
por seguro que Bingley no daría un paso sin él.
192
—Mucho mejor. Espero que no se vean nunca. Pero, ¿no se
escribe Jane con la hermana? Entonces, la señorita Bingley
no
tendrá disculpa para no ir a visitarla.
—Romperá su amistad por completo.
Pero, a pesar de que Elizabeth estuviese tan segura sobre
este
punto, y, lo que era aún más interesante, a pesar de que a
Bingley le impidiesen ver a Jane, la señora Gardiner se
convenció, después de examinarlo bien, de que había
todavía
una esperanza. Era posible, y a veces creía que hasta
provechoso, que el cariño de Bingley se reanimase y
luchara
contra la influencia de sus amigos bajo la influencia más
natural de los encantos de Jane.
Jane aceptó gustosa la invitación de su tía, sin pensar en los
Bingley, aunque esperaba que, como Caroline no vivía en la
misma casa que su hermano, podría pasar alguna mañana
con
ella sin el peligro de encontrarse con él.
Los Gardiner estuvieron en Longbourn una semana; y entre
los
Philips, los Lucas y los oficiales, no hubo un día sin que
tuviesen
un compromiso. La señora Bennet se había cuidado tanto
de
prepararlo todo para que su hermano y su cuñada lo
pasaran
bien, que ni una sola vez pudieron disfrutar de una comida
familiar. Cuando el convite era en casa, siempre concurrían
algunos oficiales entre los que Wickham no podía faltar. En
estas ocasiones, la señora Gardiner, que sentía curiosidad
por
los muchos elogios que Elizabeth le tributaba, los observó a
los
193
dos minuciosamente. Dándose cuenta, por lo que veía, de
que
no estaban seriamente enamorados; su recíproca
preferencia
era demasiado evidente. No se quedó muy tranquila, de
modo
que antes de irse de Hertfordshire decidió hablar con
Elizabeth
del asunto advirtiéndole de su imprudencia por alentar
aquella
relación.
Wickham, aparte de sus cualidades, sabía cómo agradar a
la
señora Gardiner. Antes de casarse, diez o doce años atrás,
ella
había pasado bastante tiempo en el mismo lugar de
Derbyshire
donde Wickham había nacido. Poseían, por lo tanto, muchas
amistades en común; y aunque Wickham se marchó poco
después del fallecimiento del padre de Darcy, ocurrido
hacía
cinco años, todavía podía contarle cosas de sus antiguos
amigos, más recientes que las que ella sabía.
La señora Gardiner había estado en Pemberley y había
conocido al último señor Darcy a la perfección. Éste era, por
consiguiente, un tema de conversación inagotable.
Comparaba
sus recuerdos de Pemberley con la detallada descripción
que
Wickham hacía, y elogiando el carácter de su último dueño,
se
deleitaban los dos. Al enterarse del comportamiento de
Darcy
con Wickham, la señora Gardiner creía recordar algo de la
mala
fama que tenía cuando era aún muchacho, lo que encajaba
en
este caso; por fin, confesó que se acordaba que ya
entonces se
hablaba del joven Fitzwilliam Darcy como de un chico malo
y
orgulloso.
194
C A P Í T U L O XXVI
A señora Gardiner hizo a Elizabeth la advertencia susodicha
puntual y amablemente, a la primera oportunidad que tuvo
de
hablar a solas con ella. Después de haberle dicho
honestamente
lo que pensaba, añadió:
—Eres una chica demasiado sensata, Lizzy, para
enamorarte
sólo porque se te haya advertido que no lo hicieses; y por
eso,
me atrevo a hablarte abiertamente. En serio, ten cuidado.
No te
comprometas, ni dejes que él se vea envuelto en un cariño
que
la falta de fortuna puede convertir en una imprudencia.
Nada
tengo que decir contra él; es un muchacho muy
interesante, y si
tuviera la posición que debería tener, me parecería
inmejorable.
195
Pero tal y como están las cosas, no puedes cegarte. Tienes
mucho sentido, y todos esperamos que lo uses. Tu padre
confía
en tu firmeza y en tu buena conducta. No vayas a
defraudarle.
—Querida tía, esto es serio de veras.
—Sí, y ojalá que tú también te lo tomes en serio.
—Bueno, no te alarmes. Me cuidaré de Wickham. Si lo
puedo
evitar, no se enamorará de mí.
—Elizabeth, no estás hablando en serio.
—Perdóname. Lo intentaré otra vez. Por ahora, no estoy
enamorada de Wickham; es verdad, no lo estoy. Pero es, sin
comparación, el hombre más agradable que jamás he visto;
tanto, que no me importaría que se sintiese atraído por mí.
Sé
que es una imprudencia. ¡Ay, ese abominable Darcy! La
opinión
que mi padre tiene de mí, me honra; y me daría muchísima
pena perderla. Sin embargo, mi padre es partidario del
señor
Wickham. En fin, querida tía, sentiría mucho haceros sufrir
a
alguno de vosotros; pero cuando vemos a diario que los
jóvenes, si están enamorados suelen hacer caso omiso de
la
falta de fortuna a la hora de comprometerse, ¿cómo podría
prometer yo ser más lista que tantas de mis congéneres, si
me
viera tentada? O ¿cómo sabría que obraría con inteligencia
si
me resisto? Así es que lo único que puedo prometerte es
que no
me precipitaré. No me apresuraré en creer que soy la mujer
de
sus sueños. Cuando esté a su lado, no le demostraré que
me
gusta. O sea, que me portaré lo mejor que pueda.
196
—Tal vez lo conseguirías, si procuras que no venga aquí tan
a
menudo. Por lo menos, no deberías recordar a tu madre
que lo
invite.
—Como hice el otro día —repuso Elizabeth con maliciosa
sonrisa—. Es verdad, sería lo más oportuno. Pero no vayas
a
imaginar que viene tan a menudo. Si le hemos invitado
tanto
esta semana, es porque tú estabas aquí. Ya sabes la
obsesión
de mi madre de que sus visitas estén constantemente
acompañadas. Pero de veras, te doy mi palabra de que
trataré
siempre de hacer lo que crea más sensato. Espero que
ahora
estarás más contenta.
Su tía le aseguró que lo estaba; Elizabeth le agradeció sus
amables advertencias, y se fueron. Su conversación había
constituido un admirable ejemplo de saber aconsejar sin
causar
resentimiento.
Poco después de haberse ido los Gardiner y Jane, Collins
regresó a Hertfordshire; pero como fue a casa de los Lucas,
la
señora Bennet no se incomodó por su llegada. La boda se
aproximaba y la señora Bennet se había resignado tanto
que
ya la daba por inevitable e incluso repetía, eso sí, de mal
talante, que deseaba que fuesen felices. La boda se iba a
celebrar el jueves, y, el miércoles vino la señorita Lucas a
hacer
su visita de despedida. Cuando la joven se levantó para
irse,
Elizabeth, sinceramente conmovida, y avergonzada por la
desatenta actitud y los fingidos buenos deseos de su
madre,
197
salió con ella de la habitación y la acompañó hasta la
puerta.
Mientras bajaban las escaleras, Charlotte dijo:
—Confío en que tendré noticias tuyas muy a menudo, Eliza.
—Las tendrás.
—Y quiero pedirte otro favor. ¿Vendrás a verme?
—Nos veremos con frecuencia en Hertfordshire, espero.
—Me parece que no podré salir de Kent hasta dentro de un
tiempo. Prométeme, por lo tanto, venir a Hunsford.
A pesar de la poca gracia que le hacía la visita, Elizabeth no
pudo rechazar la invitación de Charlotte.
—Mi padre y María irán a verme en marzo ——añadió
Charlotte— y quisiera que los acompañases.
Te aseguro, Eliza, que serás tan bien acogida como ellos.
Se celebró la boda; el novio y la novia partieron hacia Kent
desde la puerta de la iglesia, y todo el mundo tuvo algún
comentario que hacer o que oír sobre el particular, como de
costumbre. Elizabeth no tardó en recibir carta de su amiga,
y su
correspondencia fue tan regular y frecuente como siempre.
Pero ya no tan franca. A Elizabeth le era imposible dirigirse
a
Charlotte sin notar que toda su antigua confianza había
desaparecido, y, aunque no quería interrumpir la
correspondencia, lo hacía más por lo que su amistad había
sido
que por lo que en realidad era ahora. Las primeras cartas
de
Charlotte las recibió con mucha impaciencia; sentía mucha
198
curiosidad por ver qué le decía de su nuevo hogar, por
saber si
le habría agradado lady Catherine y hasta qué punto se
atrevería a confesar que era feliz. Pero al leer aquellas
cartas,
Elizabeth observó que Charlotte se expresaba exactamente
tal
como ella había previsto. Escribía alegremente, parecía
estar
rodeada de comodidades, y no mencionaba nada que no
fuese
digno de alabanza. La casa, el mobiliario, la vecindad y las
carreteras, todo era de su gusto, y lady Catherine no podía
ser
más sociable y atenta. Era el mismo retrato de Hunsford y
de
Rosings que había hecho el señor Collins, aunque
razonablemente mitigado. Elizabeth comprendió que debía
aguardar a su propia visita para conocer el resto.
Jane ya le había enviado unas líneas a su hermana
anunciándole su feliz llegada a Londres; y cuando le
volviese a
escribir, Elizabeth tenía esperanza de que ya podría
contarle
algo de los Bingley.
Su impaciencia por esta segunda carta recibió la
recompensa
habitual a todas las impaciencias: Jane llevaba una semana
en
la capital sin haber visto o sabido nada de Caroline. Sin
embargo, se lo explicaba suponiendo que la última carta
que le
mandó a su amiga desde Longbourn se habría perdido.
«Mi tía —continuó— irá mañana a esa parte de la ciudad y
tendré ocasión de hacer una visita a Caroline en la calle
Grosvenor.»
199
Después de la visita mencionada, en la que vio a la señorita
Bingley, Jane volvió a escribir:
«Caroline no estaba de buen humor, pero se alegró mucho
de
verme y me reprochó que no le hubiese notificado mi
llegada a
Londres. Por lo tanto, yo tenía razón: no había recibido mi
carta.
Naturalmente, le pregunté por su hermano. Me dijo que
estaba
bien, pero que anda tan ocupado con el señor Darcy, que
ella
apenas le ve. Casualmente esperaban a la señorita Darcy
para
comer; me gustaría verla. Mi visita no fue larga, pues
Caroline y
la señora Hurst tenían que salir. Supongo que pronto
vendrán a
verme.»
Elizabeth movió la cabeza al leer la carta. Vio claramente
que
sólo por casualidad podría Bingley descubrir que Jane
estaba
en Londres.
Pasaron cuatro semanas sin que Jane supiese nada de él.
Trató
de convencerse a sí misma de que no lo lamentaba; pero de
lo
que no podía estar ciega más tiempo, era del desinterés de
la
señorita Bingley. Después de esperarla en casa durante
quince
días todas las mañanas e inventarle una excusa todas las
tardes, por fin, recibió su visita; pero la brevedad de la
misma y,
lo que es más, su extraña actitud no dejaron que Jane
siguiera
engañándose. La carta que escribió entonces a su hermana
demostraba lo que sentía:
Estoy segura, mi queridísima Lizzy, de que serás incapaz de
vanagloriarte a costa mía por tu buen juicio, cuando te
confiese
200
que me he desengañado completamente del afecto de la
señorita Bingley. De todos modos, aunque los hechos te
hayan
dado la razón, no me creas obstinada si aún afirmo que,
dado
su comportamiento conmigo, mi confianza era tan natural
como tus recelos. A pesar de todo, no puedo comprender
por
qué motivo quiso ser amiga mía; pero si las cosas se
volviesen a
repetir, no me cabe la menor duda de que me engañaría de
nuevo. Caroline no me devolvió la visita hasta ayer, y
entretanto no recibí ni una nota ni una línea suya. Cuando
vino
se vio bien claro que era contra su voluntad; me dio una
ligera
disculpa, meramente formal, por no haber venido antes; no
dijo
palabra de cuándo volveríamos a vernos y estaba tan
alterada
que, cuando se fue, decidí firmemente poner fin a nuestras
relaciones. Me da pena, aunque no puedo evitar echarle la
culpa a ella. Hizo mal en elegirme a mí como amiga. Pero
puedo
decir con seguridad que fue ella quien dio el primer paso
para
intimar conmigo. De cualquier modo, la compadezco porque
debe de comprender que se ha portado muy mal, y porque
estoy segura de que la preocupación por su hermano fue la
causa de todo. Y aunque nos consta que esa preocupación
es
innecesaria, el hecho de sentirla justifica su actitud para
conmigo, y como él merece cumplidamente que su
hermana le
adore, toda la inquietud que le inspire es natural y
apreciable.
Pero no puedo menos que preguntarme por qué sigue
teniendo
esos temores, pues si él se hubiese interesado por mí, nos
hubiésemos visto hace ya mucho tiempo. El sabe que estoy
en
la ciudad; lo deduzco por algo que ella misma dijo; y
todavía
201
parecía, por su modo de hablar, que necesitaba
convencerse a
sí misma de que Bingley está realmente interesado por la
señorita Darcy. No lo entiendo. Si no temiera juzgar con
dureza,
casi diría que en todo esto hay más vueltas de lo que
parece.
Pero procuraré ahuyentar todos estos penosos
pensamientos, y
pensaré sólo en lo que me hace ser feliz: tu cariño y la
inalterable bondad de nuestros queridos tíos. Escríbeme
pronto.
La señorita Bingley habló de que nunca volverían a
Netherfield
y de que se desharían de la casa, pero no con mucha
certeza.
Vale más que no mencione estas cosas. Me alegro mucho
de
que hayas tenido tan buenas noticias de nuestros amigos
de
Hunsford. Haz el favor de ir a verlos con sir William y María.
Estoy segura de que te encontrarás bien allí.
Tuya Jane
A Elizabeth le dio un poco de pena esta carta, pero
recuperó el
ánimo al pensar que al menos ya no volvería a dejarse
tomar el
pelo por la señorita Bingley. Toda esperanza con respecto al
hermano se había desvanecido por completo. Ni siquiera
deseaba que se reanudasen sus relaciones. Cada vez que
pensaba en él, más le decepcionaba su carácter. Y como un
castigo para él y en beneficio de Jane, Elizabeth deseaba
que
se casara con la hermana del señor Darcy cuanto antes,
pues,
por lo que Wickham decía, ella le haría arrepentirse con
creces
por lo que había despreciado.
A todo esto, la señora Gardiner recordó a Elizabeth su
promesa
acerca de Wickham, y quiso saber cómo andaban las cosas.
202
Las noticias de Elizabeth eran más favorables para la tía
que
para ella misma. El aparente interés de Wickham había
desaparecido, así como sus atenciones. Ahora era otra a la
que
admiraba. Elizabeth era lo bastante observadora como para
darse cuenta de todo, pero lo veía y escribía de ello sin
mayor
pesar. No había hecho mucha mella en su corazón, y su
vanidad
quedaba satisfecha con creer que habría sido su preferida si
su
fortuna se lo hubiese permitido. La repentina adquisición de
diez mil libras era el encanto más notable de la joven a la
que
ahora Wickham rendía su atención. Pero Elizabeth, menos
perspicaz tal vez en este caso que en el de Charlotte, no le
echó
en cara su deseo de independencia. Al contrario, le parecía
lo
más natural del mundo, y como presumía que a él le
costaba
algún esfuerzo renunciar a ella, estaba dispuesta a
considerar
que era la medida más sabia y deseable para ambos, y
podía
desearle de corazón mucha felicidad.
Le comunicó todo esto a la señora Gardiner; y después de
relatarle todos los pormenores, añadió:
«Estoy convencida, querida tía, de que nunca he estado
muy
enamorada, pues si realmente hubiese sentido esa pasión
pura
y elevada del amor, detestaría hasta su nombre y le
desearía
los mayores males. Pero no sólo sigo apreciándolo a él, sino
que
no siento ninguna aversión por la señorita King. No la odio,
no
quiero creer que es una mala chica. Esto no puede ser
amor.
Mis precauciones han sido eficaces; y aunque mis
amistades se
preocuparían mucho más por mí, si yo estuviese locamente
203
enamorada de él, no puedo decir que lamente mi relativa
insignificancia. La importancia se paga a veces demasiado
cara. Kitty y Lydia se toman más a pecho que yo la traición
de
Wickham. Son jóvenes aún para ver la realidad del mundo y
adquirir la humillante convicción de que los hombres
guapos
deben tener algo de qué vivir, al igual que los feos.»
C A P Í T U L O XXVII
Sin otros acontecimientos importantes en la familia de
Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton,
unas
veces con lodo y otras con frío, transcurrieron los meses de
enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a
Hunsford. Al principio no pensaba en serio ir. Pero vio que
204
Charlotte lo daba por descontado, y poco a poco fue
haciéndose gustosamente a la idea hasta decidirse. Con la
ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían
acrecentado
y la manía que le tenía a Collins había disminuido. El
proyecto
entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan
insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar
muy
agradable, no podía menospreciar ese cambio de aires. El
viaje
le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a
Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese
sentido tener que aplazarla.
Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según
las
previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir
William y
a su segunda hija. Y para colmo, decidieron pasar una
noche en
Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía
pedir
más.
Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su
padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando
llegó el momento de la partida se entristeció tanto que le
encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió
contestar
a su carta.
La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial,
aún
más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos
estaba
ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la
primera que excitó y mereció su atención, la primera en
escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en
su
manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien,
205
recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y
repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre
todos los
demás coincidirían siempre, hubo tal solicitud y tal interés,
que
Elizabeth se sintió llena del más sincero afecto hacia él y
partió
convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero
o
casado, como un modelo de simpatía y sencillez.
Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más
indicados para que Elizabeth se acordase de Wickham con
menos agrado. Sir William y su hija María, una muchacha
alegre, pero de cabeza tan hueca como la de su padre, no
dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que
oírles a
ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del
carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero
hacía
ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía
decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su
presentación
en la corte y de su título de «Sir›, y sus cortesías eran tan
rancias como sus noticias.
El viaje era sólo de veinticuatro millas y lo emprendieron
tan
temprano que a mediodía estaban ya en la calle
Gracechurch.
Cuando se dirigían a la puerta de los Gardiner, Jane estaba
en
la ventana del salón contemplando su llegada; cuando
entraron
en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida.
Elizabeth la examinó con ansiedad y se alegró de
encontrarla
tan sana y encantadora como siempre. En las escaleras
había
un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a
su
prima como para esperarla en el salón, pero su timidez no
les
206
dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más
de
un año que no la veían. Todo era alegría y atenciones. El día
transcurrió agradablemente; por la tarde callejearon y
recorrieron las tiendas, y por la noche fueron a un teatro.
Elizabeth logró entonces sentarse al lado de su tía. El
primer
tema de conversación fue Jane; después de oír las
respuestas a
las minuciosas preguntas que le hizo sobre su hermana,
Elizabeth se quedó más triste que sorprendida al saber que
Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el
ánimo,
pasaba por momentos de gran abatimiento. No obstante,
era
razonable esperar que no durasen mucho tiempo. La señora
Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita
Bingley a Gracechurch, y le repitió algunas conversaciones
que
había tenido después con Jane que demostraban que esta
última había dado por terminada su amistad.
La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de
Wickham y la felicitó por lo bien que lo había tomado.
—Pero dime, querida Elizabeth —añadió—, ¿qué clase de
muchacha es la señorita King? Sentiría mucho tener que
pensar
que nuestro amigo es un cazador de dotes.
—A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en
cuestiones
matrimoniales, entre los móviles egoístas y los prudentes?
¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las
pasadas
Navidades temías que se casara conmigo porque habría
sido
imprudente, y ahora porque él va en busca de una joven
con
207
sólo diez mil libras de renta, das por hecho que es un
cazador
de dotes.
—Dime nada más qué clase de persona es la señorita King,
y
podré formar juicio.
—Creo que es una buena chica. No he oído decir nada malo
de
ella.
—Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la
muerte de
su abuelo la hizo dueña de esa fortuna...
—Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse
conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos
había de tener para hacerle la corte a una muchacha que
nada
le importaba y que era tan pobre como yo?
—Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan
poco
tiempo después de ese suceso.
—Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo,
como
otros, para observar esas elegantes delicadezas. Además, si
ella
no se lo reprocha, ¿por qué hemos de reprochárselo
nosotros?
—El que a ella no le importe no justifica a Wickham. Sólo
demuestra que esa señorita carece de sentido o de
sensibilidad.
—Bueno ——exclamó Elizabeth—, como tú quieras.
Pongamos
que él es un cazador de dotes y ella una tonta.
—No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me
dolería pensar mal de un joven que vivió tanto tiempo en
Derbyshire.
208
—¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mal concepto de
los
jóvenes que viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos,
que
viven en Hertfordshire, no son mucho mejores. Estoy harta
de
todos ellos.
Gracias a Dios, mañana voy a un sitio en donde encontraré
a
un hombre que no tiene ninguna cualidad agradable, que
no
tiene ni modales ni aptitudes para hacerse simpático. Al fin
y al
cabo, los hombres estúpidos son los únicos que vale la pena
conocer.
—¡Cuidado, Lizzy! Esas palabras suenan demasiado a
desengaño.
Antes de separarse por haber terminado la obra, Elizabeth
tuvo
la inesperada dicha de que sus tíos la invitasen a
acompañarlos
en un viaje que pensaban emprender en el verano.
—Todavía no sabemos hasta dónde iremos —dijo la señora
Gardiner—, pero quizá nos lleguemos hasta los Lagos.
Ningún otro proyecto podía serle a Elizabeth tan agradable.
Aceptó la invitación al instante, sumamente agradecida.
—Querida, queridísima tía exclamó con entusiasmo—, ¡qué
delicia!, ¡qué felicidad! Me haces revivir, esto me da
fuerzas.
¡Adiós al desengaño y al rencor! ¿Qué son los hombres al
lado
de las rocas y de las montañas? ¡Oh, qué horas de evasión
pasaremos! Y al regresar no seremos como esos viajeros
que no
son capaces de dar una idea exacta de nada. Nosotros
sabremos adónde hemos ido, y recordaremos lo que
hayamos
209
visto. Los lagos, los ríos y las montañas no estarán
confundidos
en nuestra memoria, ni cuando queramos describir un
paisaje
determinado nos pondremos a discutir sobre su relativa
situación.
¡Que nuestras primeras efusiones no sean como las de la
mayoría de los viajeros!
210
C A P Í T U L O XXVIII
Al día siguiente todo era nuevo e interesante para
Elizabeth.
Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy animada, pues había
encontrado a su hermana con muy buen aspecto y todos
los
temores que su salud le inspiraba se hablan desvanecido.
Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para
ella
una constante fuente de dicha.
Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de
Hunsford, los ojos de todos buscaban la casa del párroco y
a
cada revuelta creían que iban a divisarla. A un lado del
sendero
corría la empalizada de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió
al
acordarse de todo lo que había oído decir de sus
habitantes.
Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se
extendía
hasta el camino, la casa que se alzaba en medio, la verde
empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían
llegado.
Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se
detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a
través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas
generales. En un momento se bajaron todos del landó,
alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la
bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y
Elizabeth,
al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más
contenta
211
de haber venido. Observó al instante que las maneras de su
primo no habían cambiado con el matrimonio; su rigida
cortesía
era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios
minutos en
la puerta para hacerle preguntas sobre toda la familia. Sin
más
dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes
sobre
la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en
el
recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por
segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles
punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había
hecho
de servirles un refresco.
Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su
ambiente, y
no pudo menos que pensar que al mostrarles las buenas
proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario,
Collins
se dirigía especialmente a ella, como si deseara hacerle
sentir lo
que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo parecía
reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con
ninguna señal de arrepentimiento, sino que más bien se
admiraba de que su amiga pudiese tener una aspecto tan
alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo
que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que
sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente
los
ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta
se
sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía
como que no le oía. Después de estar sentados durante un
rato,
el suficiente para admirar todos y cada uno de los muebles,
desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar
el
212
viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor
Collins les
invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien
trazado y de cuyo cuidado se encargaba él personalmente.
Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados
placeres;
Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte hablaba
de lo
saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo
animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles
a
través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles
apenas
tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue
señalando todas las vistas con una minuciosidad que
estaba
muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que
se
divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles
había
en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o
la
campiña, o todo el reino podía enardecerse, no había otra
que
pudiese compararse a la de Rosings, que se descubría a
través
de un claro de los árboles que limitaban la finca en la parte
opuesta a la fachada de su casa. La mansión era bonita,
moderna y estaba muy bien situada, en una elevación del
terreno.
Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer
sus
dos praderas, pero las señoras no iban calzadas a propósito
para andar por la hierba aún helada y desistieron. Sir
William
fue el único que le acompañó. Charlotte volvió a la casa con
su
hermana y Elizabeth, sumamente contenta probablemente
por
poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña
pero
bien distribuida, todo estaba arreglado con orden y
limpieza,
213
mérito que Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía
olvidar a Collins, se respiraba un aire más agradable en la
casa;
y por la evidente satisfacción de su amiga, Elizabeth pensó
que
debería olvidarlo más a menudo.
Ya le habían dicho que lady Catherine estaba todavía en el
campo. Se volvió a hablar de ella mientras cenaban, y
Collins,
sumándose a la conversación, dijo:
—Sí, Elizabeth; tendrá usted el honor de ver a lady
Catherine de
Bourgh el próximo domingo en la iglesia, y no necesito
decirle lo
que le va a encantar. Es toda afabilidad y condescendencia,
y
no dudo que la honrará dirigiéndole la palabra en cuanto
termine el oficio religioso. Casi no dudo tampoco de que
usted y
mi cuñada María serán incluidas en todas las invitaciones
con
que nos honre durante la estancia de ustedes aquí. Su
actitud
para con mi querida Charlotte es amabilísima. Comemos en
Rosings dos veces a la semana y nunca consiente que
volvamos
a pie. Siempre pide su carruaje para que nos lleve, mejor
dicho,
uno de sus carruajes, porque tiene varios.
—Lady Catherine es realmente una señora muy respetable
y
afectuosa —añadió Charlotte—, y una vecina muy atenta.
—Muy cierto, querida; es exactamente lo que yo digo: es
una
mujer a la que nunca se puede considerar con bastante
deferencia.
Durante la velada se habló casi constantemente de
Hertfordshire y se repitió lo que ya se había dicho por
escrito. Al
214
retirarse, Elizabeth, en la soledad de su aposento, meditó
sobre
el bienestar de Charlotte y sobre su habilidad y discreción
en
sacar partido y sobrellevar a su esposo, reconociendo que
lo
hacía muy bien. Pensó también en cómo transcurriría su
visita,
a qué se dedicarían, en las fastidiosas interrupciones de
Collins
y en lo que se iba a divertir tratando con la familia de
Rosings.
Su viva imaginación lo planeó todo en seguida.
Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto
preparándose para salir a dar un paseo, cuando oyó abajo
un
repentino ruido que pareció que sembraba la confusión en
toda
la casa. Escuchó un momento y advirtió que alguien subía
la
escalera apresuradamente y la llamaba a voces. Abrió la
puerta
y en el corredor se encontró con María agitadísima y sin
aliento,
que exclamó:
—¡Oh, Elizabeth querida! ¡Date prisa, baja al comedor y
verás!
No puedo decirte lo que es. ¡Corre, ven en seguida!
En vano preguntó Elizabeth lo que pasaba. María no quiso
decirle más, ambas acudieron al comedor, cuyas ventanas
daban al camino, para ver la maravilla. Ésta consistía
sencillamente en dos señoras que estaban paradas en la
puerta
del jardín en un faetón bajo.
—¿Y eso es todo? —exclamó Elizabeth—. ¡Esperaba por lo
menos que los puercos hubiesen invadido el jardín, y no veo
más que a lady Catherine y a su hija!
215
—¡Oh, querida! —repuso María extrañadísima por la
equivocación—. No es lady Catherine. La mayor es la
señora
Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de
Bourgh.
Mírala bien. Es una criaturita. ¡Quién habría creído que era
tan
pequeña y tan delgada!
—Es una grosería tener a Charlotte en la puerta con el
viento
que hace. ¿Por qué no entra esa señorita?
—Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería el mayor de
los
favores que la señorita de Bourgh entrase en la casa.
—Me gusta su aspecto —dijo Elizabeth, pensando en otras
cosas—. Parece enferma y malhumorada.
Sí, es la mujer apropiada para él, le va mucho.
Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la
verja
del jardín, y Elizabeth se divertía de lo lindo viendo a sir
William
en la puerta de entrada, sumido en la contemplación de la
grandeza que tenía ante sí y haciendo una reverencia cada
vez
que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde él
estaba.
Agotada la conversación, las señoras siguieron su camino, y
los
demás entraron en la casa. Collins, en cuanto vio a las dos
muchachas, las felicitó por la suerte que
PREJUICI
habían
O
Jane Austen
InfoLibros.org
SINOPSIS DE ORGULLO Y PREJUICIO
Orgullo y prejuicio ha cautivado a varias generaciones
gracias
a sus personajes y a su graciosa representación de la
sociedad
de una Inglaterra rural y victoriana, la cual se muestra
absurda
y contradictoria.
Cuando el atractivo y rico señor Darcy aparece en la vida
de la
familia Bennet, todo se pone de cabeza para las cinco
señoritas
de dicha familia. Es entonces cuando el orgullo, las
diferencias
entre clases sociales, la hipocresía, la astucia, los
malentendidos y los prejuicios conducen a los personajes al
dolor y al escándalo, pero también los lleva al
conocimiento, la
compresión y el amor verdadero.
Esta obra surge de un profundo conocimiento de la vida
doméstica y de la condición humana. Es un libro lleno de
sátira,
mordaz, profundo y antirromance, todo a la vez.
Si deseas leer más acerca de esta obra puedes visitar el
siguiente enlace
Orgullo y Prejuicio por Jane Austen en InfoLibros.org
infolibros.org/libros-pdf-gratis/