La Casa de Las Sombras
La Casa de Las Sombras
La Casa de Las Sombras
En lo alto de una colina, donde los árboles parecían susurrar entre ellos y las nubes siempre cubrían
el cielo, se encontraba una casa abandonada que todos en el pueblo evitaban. La Casa de las
Sombras, la llamaban, aunque pocos sabían realmente por qué. Para algunos, era simplemente un
lugar viejo y desmoronado, pero para otros, albergaba un oscuro secreto.
Elena, una joven de 18 años, acababa de mudarse al pueblo con su familia. Siempre había sido
curiosa y no creía en supersticiones. La gente hablaba demasiado, eso era todo. Sin embargo, cada
vez que miraba hacia la colina, algo en su interior le provocaba un extraño hormigueo, como si la
casa estuviera llamándola.
Un día, mientras paseaba por los alrededores, no pudo evitar caminar en dirección a la colina. Sus
amigos del pueblo le habían advertido que no lo hiciera, pero cuanto más se lo decían, más crecía su
deseo de descubrir qué había allí. Así que, armada con una linterna y su libreta de bocetos, se
aventuró a subir.
El camino hacia la casa estaba cubierto de maleza, y cada paso que daba hacía crujir las hojas secas
bajo sus pies. Cuando nalmente llegó, la casa se alzaba imponente, con las ventanas rotas y la
puerta entreabierta. Elena respiró hondo y, con un empujón, la abrió del todo.
El interior de la casa era oscuro, y el aire olía a humedad y polvo. Había muebles viejos cubiertos
con sábanas, y las paredes estaban agrietadas, como si el tiempo hubiera dejado sus huellas en cada
rincón. Elena encendió su linterna y comenzó a explorar, su corazón latiendo con fuerza.
Caminó por el salón, donde un viejo candelabro colgaba, balanceándose ligeramente como si
alguien lo hubiera tocado. Las escaleras que llevaban al piso superior crujían bajo su peso mientras
las subía con cautela. De repente, un ruido sordo resonó detrás de ella. Elena se giró rápidamente,
pero no vio nada, solo el eco de sus propios pasos.
Al llegar al segundo piso, encontró un corredor largo, con varias puertas a ambos lados. Decidió
abrir la primera. Era una habitación pequeña, vacía, salvo por un viejo espejo en la pared. Cuando
se acercó, algo en su re ejo le llamó la atención. No estaba sola. Justo detrás de ella, una gura
oscura, alta y sin rostro, la observaba. Elena gritó y se dio la vuelta, pero no había nadie.
Intentó calmarse, pensando que su mente le estaba jugando una mala pasada. Cerró los ojos, respiró
profundamente y, al abrirlos de nuevo, el espejo estaba vacío. Sin embargo, el aire en la habitación
se había vuelto más frío, y una sensación de pesadez la envolvió.
Decidió seguir explorando, aunque una parte de ella quería salir corriendo. Al abrir la siguiente
puerta, descubrió una biblioteca. Las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de libros
polvorientos, algunos tan viejos que parecían desmoronarse con solo tocarlos. En el centro de la
habitación, sobre una mesa, había un diario de cuero. Elena lo abrió con cuidado, y las primeras
páginas estaban escritas a mano, con una letra delicada y ordenada.
“El 23 de octubre. La casa tiene vida propia. Desde que nos mudamos, algo nos observa. He visto
sombras moverse en las paredes, pero cuando giro la cabeza, no hay nada. Mi esposo no me cree,
pero lo siento. No estamos solos aquí.”
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Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Las siguientes páginas relataban experiencias cada
vez más perturbadoras: sombras que susurraban, puertas que se cerraban solas, y una gura oscura
que aparecía en los espejos. Al nal del diario, la escritura se volvía más errática y difícil de leer.
“Debemos irnos, pero es demasiado tarde. La casa no nos dejará escapar.”
De repente, Elena escuchó un susurro, como si alguien la llamara desde el pasillo. Cerró el diario de
golpe y corrió hacia la puerta, pero cuando intentó abrirla, esta no se movió. Estaba atrapada. Los
susurros se hicieron más fuertes, resonando en su cabeza como un coro de voces que la llamaban
por su nombre.
Con el corazón desbocado, miró hacia la ventana, pensando en saltar si era necesario. Pero cuando
se acercó, la gura que había visto en el espejo estaba allí, justo afuera, mirándola jamente. Elena
retrocedió, tropezando con la mesa, y cayó al suelo. En ese momento, la puerta se abrió de golpe,
como si algo invisible la hubiera empujado.
Sin perder tiempo, corrió hacia el pasillo y bajó las escaleras a toda prisa, escuchando los ecos de
pasos detrás de ella. Al llegar a la puerta principal, esta también se cerró de golpe justo antes de que
pudiera alcanzarla. Las ventanas comenzaron a cerrarse una por una, como si la casa misma se
estuviera asegurando de que no pudiera escapar.
Respirando con di cultad, Elena gritó pidiendo ayuda, pero su voz se perdió en la oscuridad. Fue
entonces cuando recordó el diario. Corrió de vuelta a la biblioteca y lo abrió por última vez. En las
últimas páginas había una única frase escrita una y otra vez: “La casa no te deja ir, hasta que no le
das lo que quiere.”
Desesperada, comenzó a buscar algo, cualquier cosa que pudiera darle a la casa. Revisó los estantes,
los cajones, los libros, pero no encontró nada que pareciera importante. Entonces, una idea cruzó su
mente: el diario. Quizás eso era lo que la casa quería, el testimonio de aquellos que habían sido
atrapados antes.
Con manos temblorosas, dejó el diario en el centro de la mesa y susurró: “Aquí está, lo dejo, por
favor, déjame ir.” El silencio fue absoluto durante unos segundos que le parecieron eternos. Luego,
una corriente de aire frío recorrió la habitación, y la puerta de la biblioteca se abrió lentamente.
Sin mirar atrás, Elena salió corriendo de la casa. No se detuvo hasta llegar al pie de la colina, donde
nalmente se permitió respirar. La casa había quedado atrás, pero algo en su interior le decía que
nunca la dejaría realmente.
Desde ese día, Elena nunca volvió a acercarse a la colina. La Casa de las Sombras seguía allí,
observando, esperando, y ella sabía que aunque había logrado escapar, otros no tendrían la misma
suerte.
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