El Juego de Los Deseos (Meg Schaffer)
El Juego de Los Deseos (Meg Schaffer)
El Juego de Los Deseos (Meg Schaffer)
ISBN: 978-84-19699-09-1
Este libro se lo dedico a Charlie
Mayo
T
odas las noches, Hugo paseaba por la playa Cinco en punto, pero
esa noche era la primera vez en cinco años en la que sus pies
dibujaban un SOS en la arena.
Trazó las letras con cuidado, dibujándolas lo suficientemente grandes
como para que las pudiesen ver desde el espacio. No era que importase. La
marea lo borraría todo al amanecer.
Jack había sido un poco pretencioso al nombrarla la playa Cinco en
punto. «Cosa del destino», había dicho Jack al encontrar esa pequeña franja
de bosque atlántico hacía veintitantos años. Esos noventa acres justo frente
a la costa sur de Maine formaban un círculo casi perfecto. Jack Masterson,
que había creado la Isla del Reloj dibujándola sobre el papel y con su
imaginación, ahora podía construirla en el mundo real. En su salón, Jack
tenía un reloj en el que los dibujos de la isla eran los que daban la hora: el
faro a las doce, la playa a las cinco, la cabaña de invitados a las siete, el
pozo de los deseos a las ocho…, lo que llevaba a conversaciones como:
—¿A dónde vas?
—A las cinco en punto.
—¿Cuándo volverás?
—Al faro.
Los lugares eran horas. Las horas eran lugares. Un poco confuso al
principio. Después se volvió algo encantador.
A Hugo ya no le parecía confuso ni encantador. Uno podía volverse loco
viviendo en una casa como esa. Quizás eso era lo que le había ocurrido a
Jack.
O quizás eso era lo que le estaba ocurriendo a Hugo.
SOS.
Salven nuestra cordura.
La arena estaba tan fría bajo sus pies descalzos que parecía incluso
húmeda. ¿Qué día era? ¿14 de mayo? ¿15 de mayo? No podía asegurarlo,
pero sabía que el verano llegaría pronto. Su quinto verano en la Isla del
Reloj. Quizá, pensó, un verano de más. ¿O eran cinco veranos de más?
Hugo se recordó que tan solo tenía treinta y cuatro años, lo que
significaba, si es que sus cálculos eran correctos (aunque los pintores no
fuesen conocidos precisamente por sus buenos cálculos), que había pasado
casi un quince por ciento de su vida en una isla jugando a ser la maldita
niñera de un hombre adulto.
¿Conseguiría marcharse? Había estado soñando con irse de allí desde
hacía años, pero lo había hecho de la misma forma en la que un adolescente
sueña con escaparse de casa. Ahora era distinto. Ahora estaba planeando
hacerlo o al menos pensando en trazar un plan. ¿A dónde iría? ¿De vuelta a
Londres? Su madre vivía allí, pero por fin estaba empezando su vida otra
vez: nuevo marido, nuevas hijastras, nueva felicidad o algo por el estilo. No
quería entrometerse.
Vale, ¿Ámsterdam? No, nunca conseguiría trabajar allí. ¿Roma? Más de
lo mismo. ¿Manhattan, entonces? ¿Brooklyn? ¿O alejarse unos cuantos
kilómetros de Portland para poder seguir vigilando a Jack desde una
distancia cercana pero prudente?
¿Sería Hugo capaz de hacerlo? ¿Podría abandonar a su viejo amigo aquí
sin nadie que le ayudara a distinguir una hora de otra, el faro de la cabaña
de invitados?
Si tan solo el viejo empezase a escribir de nuevo. Empuñase un bolígrafo,
un lápiz, una máquina de escribir, un palo con el que escribir en la arena…
cualquier cosa. Hugo incluso escribiría lo que le dictase si Jack se lo
pidiera, él ya se lo había ofrecido.
—Por favor, por el amor de Dios, de Charles Dickens y de Ray Bradbury
—le había dicho a Jack el día anterior—, escribe algo. Cualquier cosa.
Echar a perder un talento como el tuyo es como quemar una pila de billetes
delante de la casa de un pobre. Es cruel y apesta.
Era lo mismo que Jack le había echado en cara hacía unos años, cuando
era Hugo quien estaba ahogando su talento en alcohol. Esas palabras eran
tan ciertas y afiladas entonces como ahora. Había millones de niños ahí
fuera, y millones de personas que también habían sido niños alguna vez,
que llorarían de alegría si Jack Masterson volviese a publicar un libro sobre
la Isla del Reloj y su misterioso maestro Mastermind que vivía en las
sombras y concedía deseos a los niños valientes. La editora de Jack solía
enviar cajas enteras llenas de cartas de sus admiradores, miles de niños que
le pedían a Jack que volviese a escribir.
«SOS», suplicaban esas cartas.
«Salva nuestras historias».
Pero Jack no había hecho nada en cinco años más que perder el tiempo
con tonterías en su jardín, leer algunas páginas de un libro, echarse una
siesta muy larga, beber demasiado vino en la cena y quedarse dormido entre
pesadillas para cuando la manecilla señalaba el muelle Nueve en punto.
Algo tenía que cambiar. Pronto. Esa noche, en la cena, Jack no se había
bebido toda la botella de vino como solía hacer. Había estado más callado
que de costumbre, lo que podía ser tanto una buena señal como una terrible.
Y tampoco había planteado ningún acertijo desagradable, ni siquiera su
favorito:
¿Era demasiado esperar que Jack estuviese saliendo del pozo? ¿Por fin?
Hugo caminó por la arena, acercándose al mar. El océano y él ya no se
hablaban. ¿Era algo excéntrico? Sí. Pero eso era buena señal. Era pintor, se
suponía que tenía que ser excéntrico. Hubo un tiempo en el que había
amado el océano, adoraba verlo cada mañana, cada noche, verlo en todas
sus facetas, con todas sus caras. No había mucha gente que supiese cómo
era el océano en todas las estaciones, en todas las fases lunares, pero él sí.
Ahora sabía que el océano era tan peligroso como un volcán dormido. En
paz, era magnífico, pero cuando quería, podía hacer caer reinos enteros.
Hacía cinco años, había derribado el pequeño y extraño reino de la Isla del
Reloj.
Puede que Jack creyese en los deseos, al menos una vez sí que había
creído, pero Hugo no. El trabajo duro y la pura suerte eran lo que le habían
llevado a donde estaba ahora. Nada más.
Pero esa noche, Hugo pidió un deseo, y deseó con ganas algo que sacase
a Jack de su apatía, que rompiese la maldición, que le diese una razón para
volver a escribir. Cualquier razón. ¿Amor? ¿Dinero? ¿Rencor? ¿Algo más
que hacer más allá de ahogarse poco a poco con un cabernet carísimo?
Hugo le dio la espalda al mar. Encontró sus zapatos y les sacudió la arena
de encima.
Cuando vino a la Isla del Reloj se prometió que se quedaría uno o dos
meses. Después dijo que se quedaría hasta que Jack volviese en sí. Habían
pasado cinco años y seguía aquí.
No. Nunca más. Se acabó. Hora de irse. Para la próxima primavera, ya no
estaría aquí. No se podía quedar sentado viendo como su viejo amigo se
desvanecía como la tinta sobre un papel envejecido hasta que nadie pudiese
leer lo que había escrito nunca más.
Cuando hubo tomado la decisión, Hugo enfiló el camino. Entonces vio
luz surgiendo de una ventana.
La ventana de la fábrica de escritura de Jack.
Fábrica a la que solo había entrado el ama de llaves desde hacía años… y
hoy era su día libre.
La luz que salía de la ventana era tenue y dorada. La lámpara del
escritorio de Jack. Jack estaba sentado ante su escritorio por primera vez en
muchos años. ¿Acaso el Mastermind estaba volviendo a poner la pluma
sobre el papel?
Hugo esperó que la luz se apagase, demostrando que había sido un error,
una visión, que Jack estaba buscando una carta que había perdido o un libro
fuera de su sitio.
La luz siguió encendida.
Era esperar demasiado, y aun así, Hugo lo esperaba con toda su alma y se
lo pedía a cada estrella del cielo nocturno. Deseaba, esperaba y rezaba por
ello.
Rezaba por el milagro más antiguo del mundo: que un hombre muerto
volviese a la vida.
—Está bien, viejo —le dijo Hugo a la luz que salía por la ventana de la
casa de la Isla del Reloj—. Ya era hora, maldita sea.
Parte uno
Pide un deseo
Astrid se despertó de un sueño profundo y sin sueños. ¿Qué la había
despertado? ¿Su gato saltando sobre la cama? No, Vince Purraldi estaba
completamente dormido hecho un ovillo en su cesta sobre la alfombra. A
veces el viento despertaba a Astrid cuando golpeaba el tejado de su vieja
casa, pero las ramas de los árboles estaban completamente quietas más
allá de su ventana. No soplaba el viento esa noche. Aunque asustada, salió
de entre sus sábanas y se acercó a la ventana. ¿Quizás había sido un pájaro
que se había chocado contra el cristal?
Astrid soltó un grito ahogado cuando la habitación se llenó de luz
blanquecina, como los faros de un coche pero mil veces más potente y
luminosa.
Entonces, tan rápido como había aparecido, desapareció. ¿Era eso lo
que la había despertado? ¿Esa ráfaga de luz en su cuarto?
¿De dónde habrá salido?, se preguntó.
Astrid tomó sus prismáticos, que colgaban del poste de su cama. Se
arrodilló frente a la ventana, con los prismáticos apoyados contra su
rostro, y observó a través del cristal, al otro lado del mar, hacia una isla
solitaria que yacía como una tortuga dormida en medio del frío océano.
La luz volvió a aparecer.
Provenía del faro. Del faro de la isla.
—Pero —susurró Astrid contra la ventana—, ese faro siempre ha estado
apagado.
¿Qué significaba eso?
La respuesta le llegó tan repentinamente como la luz volvió a aparecer,
atravesando su ventana.
Tan silenciosamente como pudo, salió de su dormitorio y se coló en la
habitación al otro lado del pasillo. Max, su hermano pequeño, de nueve
años, dormía tan profundamente que estaba babeando la almohada. Puaj.
Asqueroso. Chicos. Astrid le clavó el dedo en el hombro a Max, repitiendo
el gesto. Tuvo que darle doce veces para despertarle.
—Qué. ¿Qué? ¿Quééé? —Abrió los ojos, limpiándose las babas con la
manga de su pijama.
—Max, es el Mastermind.
Eso consiguió llamar su atención. Se sentó erguido en la cama.
—¿Qué pasa con él?
Ella sonrió en la oscuridad.
—Ha regresado a la Isla del Reloj.
E
l timbre del colegio sonó a las dos y media, seguido por la
tradicional estampida de piececillos. Lucy se ocupó de las mochilas
y de las fiambreras mientras que la señora Theresa, la maestra
principal, soltaba sus recordatorios habituales.
—¡Las mochilas, las fiambreras y las fichas! ¡Si os dejáis algo no os lo
voy a llevar a casa, ni tampoco la señorita Lucy!
Unos niños la hicieron caso. Otros la ignoraron. Por suerte, era la clase
preescolar, así que las expectativas estaban bastante bajas.
Algunos niños le dieron un abrazo al salir. Lucy siempre disfrutaba de
esos «rápidos estrujamientos», como ellos los llamaban. Hacían que las
agotadoras jornadas de maestra auxiliar, en las que tenía que ejercer de juez
en las peleas del recreo, limpiar orinales, atar y volver a atar cientos de
cordones y secar miles de lágrimas, valiesen cada una de las horas de
trabajo sin descanso.
Cuando la clase por fin estuvo vacía, Lucy se dejó caer en su silla. Por
suerte, hoy no le tocaba ir en el autobús con los niños y tenía unos minutos
para tomar aliento.
Theresa inspeccionó los daños con una bolsa de basura en las manos.
Todas las mesas redondas estaban llenas de trozos de cartulina, además de
botes de pegamento abiertos y chorreando. Había virutas de los lápices de
colores y limpiapipas peludos por todo el suelo.
—Es como el Rapto —dijo Theresa, agitando las manos—. Puf. Se han
ido.
—Y nosotras nos hemos vuelto a quedar atrás —dijo Lucy—. ¿Qué
hemos hecho mal?
Obviamente algo habían hecho mal, porque, en ese instante, estaba
rascando un chicle pegado bajo una de las mesas por segunda vez esa
semana.
—Trae, dame la bolsa de basura. Ese es mi trabajo. —Lucy le quitó la
bolsa de las manos y tiró el chicle en su interior.
—¿Estás segura de que no te importa limpiar sola? —le preguntó
Theresa.
Lucy, con un gesto de la mano, le pidió que se marchase. Theresa parecía
tan agotada como ella misma se sentía, y la pobre mujer todavía tenía que
asistir a una reunión del comité escolar ese día. Si alguien pensaba que
enseñar era un trabajo fácil era porque nunca lo había intentado.
—No te preocupes —dijo Lucy, aferrando la bolsa de basura—. A
Christopher le gusta ayudar.
—Adoro cuando los niños aún son lo suficientemente pequeños como
para poder hacerles creer que ayudar con las tareas no es más que un juego.
—Theresa sacó su bolso del cajón del escritorio—. Esta mañana le dije a
Rosa que no podía fregar la cocina porque era cosa de mayores, y
literalmente estuvo haciendo pucheros hasta que la dejé ayudarme.
—¿En eso consiste ser madre? —preguntó Lucy—. ¿En engañar
constantemente a tus hijos?
—Más o menos —dijo Theresa—. Te veré por la mañana. Saluda a
Christopher de mi parte.
Theresa se marchó, y Lucy echó un vistazo a la clase. Parecía como si le
hubiese pasado un tornado multicolor por encima. Paseó entre las mesas
con la bolsa de basura en las manos, tirando recortes de manzanas, naranjas,
uvas y limones de papel pegajosos.
Cuando terminó de limpiar tenía las manos llenas de pegamento, una
fresa de papel pegada a sus pantalones de color caqui y un calambre en el
cuello de estar agachada bajo las pequeñas mesas durante media hora.
Necesitaba una ducha bien caliente y una buena copa de vino blanco.
—Lucy, ¿por qué tienes un plátano en el pelo?
Ella se giró y vio a un niño con el pelo negro y los ojos abiertos de par en
par, de pie en la entrada de la clase mirándola fijamente. Se llevó la mano a
la cabeza y palpó en busca del papel. Menos mal que llevaba un par de años
practicando para controlar su paciencia trabajando como maestra auxiliar, o
en ese momento habría soltado una retahíla de improperios bastante
creativos.
En cambio, y con toda la dignidad que aún tenía, se quitó el plátano de
papel del pelo.
—La pregunta es, Christopher, ¿por qué tú no tienes un plátano en el
pelo? —Intentó no pensar en cuánto tiempo llevaría el plátano ahí pegado
—. Todos los niños guais tienen uno.
—Oh —dijo, poniendo sus ojos de color avellana en blanco—. Supongo
que yo no soy guay.
Ella le pegó el plátano delicadamente sobre la cabeza. Su pelo oscuro
estaba lo suficientemente ondulado como para que siempre pareciese que
había estado colgado boca abajo durante horas.
—Voilà, ya eres guay.
Él se quitó el plátano de la cabeza y lo pegó en su mochila azul. Se pasó
las manos por el pelo, no para peinarse, sino para volver a enmarañarlo.
Adoraba a ese niño rarito suyo. Casi suyo. Algún día suyo.
—¿Ves? Ya no soy guay —dijo.
Lucy sacó una sillita de debajo de una mesa, tomó asiento, y después sacó
una segunda para Christopher. Él se sentó soltando un suspiro cansado.
—Lo sigues siendo. Yo creo que eres guay. ¡Caza de calcetines! —Le
tomó de los tobillos y colocó los pies del niño sobre sus rodillas para
emprender su excavación arqueológica diaria en sus zapatos a la caza de sus
calcetines. ¿Es que el niño tenía unos tobillos extrañamente delgados o sus
calcetines eran inusualmente escurridizos?
—Tú no cuentas —dijo Christopher—. Los profes tienen que pensar que
todos los niños son guais.
—Sí, pero yo soy la maestra auxiliar más guay del mundo, así que sé algo
de ese tipo de cosas. —Le subió los calcetines del todo con un último tirón.
—Ya no lo eres. —Christopher dejó caer sus pies en el suelo y se llevó su
mochila azul contra el pecho como si fuese un cojín.
—¿No lo soy? ¿Quién me ha ganado? Me enfrentaré a ella en el
aparcamiento.
—La señorita McKeen. Da fiestas de pizza todos los meses. Pero dicen
que tú eres la más guapa.
—Bueno, me parece bien —comentó, aunque sin demasiado entusiasmo.
Al fin y al cabo, era la maestra auxiliar más joven, y eso era todo lo que
tenía a su favor. Era, como mucho, una mujer normal y corriente en todos
los demás sentidos: pelo castaño que le llegaba hasta los hombros, ojos
marrones enormes que siempre hacían que la pidiesen el carnet de
identidad, y un armario que no había sido actualizado desde hacía años.
Comprar ropa nueva requería tener dinero—. Más vale que reciba un
diploma que ponga justamente eso en el Día de los Premios. ¿Tienes
deberes?
Lucy se levantó y empezó a limpiar de nuevo, pasando un trapo con
desinfectante por las mesas y sillas. Esperaba que respondiese que no. Sus
padres de acogida estaban siempre tan ocupados que no solían prestarle
atención y ella intentaba compensar ayudándole con aquello con lo que no
le ayudarían en casa.
—No muchos. —Dejó caer su mochila sobre la mesa. Pobrecito, parecía
agotado. Tenía ojeras bajo la mirada y los hombros caídos por el cansancio.
Un niño de siete años no debería tener la mirada de un detective cansado de
trabajar en un caso de asesinato particularmente perturbador.
Se colocó frente a él, con la botella del desinfectante colgando de un dedo
y los brazos cruzados.
—¿Estás bien, peque? ¿Pudiste pegar ojo anoche?
Él se encogió de hombros.
—Pesadillas.
Lucy se volvió a sentar a su lado. Él apoyó la cabeza en la mesa.
Ella recostó su cabeza sobre la mesa a su lado y le miró a los ojos. Los
tenía rojos, como si hubiese estado intentando no llorar durante todo el día.
—¿Quieres hablarme de tu sueño? —le preguntó.
Intentó decirlo con el tono más amable y delicado que pudo, como en un
susurro. Los niños que tenían una vida difícil se merecían que les hablasen
con amabilidad.
Algunas personas suelen hablar de lo fuertes que son los niños, pero estas
son las mismas personas que suelen olvidar el daño que pueden hacerte las
cosas cuando eres pequeño. Lucy aún tenía cicatrices en el corazón de todos
los golpes que había soportado en su niñez.
Christopher dejó caer la barbilla contra su pecho.
—Lo mismo de siempre.
Lo mismo de siempre era un teléfono sonando, un pasillo, una puerta
abierta, sus padres tumbados en su cama aparentemente dormidos pero con
los ojos bien abiertos. Si Lucy pudiese quitarle sus pesadillas para sufrirlas
ella y, de esa manera, que el niño pudiese pasar una sola noche tranquilo, lo
haría sin dudar.
Le acarició su pequeña espalda. Tenía los hombros tan delgados y
delicados como las alas de una mariposa.
—Yo también sigo teniendo pesadillas de vez en cuando —dijo—. Sé
cómo te sientes. ¿Se lo has contado a la señora Bailey?
—Me dijo que no la despertase a menos que fuese una emergencia —
respondió él—. Ya sabes, con todo el tema de los bebés…
—Entiendo —dijo Lucy. No le gustaba ni un pelo. Pero sabía que la
madre de acogida de Christopher estaba cuidando de dos bebés enfermos.
Aun así, alguien tenía que cuidar de él también—. Sabes que iba en serio
cuando te dije que podías llamarme si no podías dormir. Te puedo leer un
cuento por teléfono.
—Quería llamarte —dijo—. Pero ya sabes…
—Lo sé —respondió. A Christopher le aterraban los teléfonos, y no podía
culparle por ello—. Está bien. Quizá pueda buscar una vieja grabadora con
la que grabarme leyéndote un cuento para que lo puedas escuchar la
próxima vez que no puedas dormir.
Él sonrió. Era una sonrisa pequeña, pero las mejores cosas vienen siempre
en los frascos más pequeños.
—¿Quieres echarte una siesta? —le preguntó—. Puedo ponerte una
esterilla.
—Nah.
—¿Quieres que leamos?
Él se volvió a encoger de hombros.
—¿Quieres… —se detuvo, intentando pensar en algo que consiguiese
hacerle olvidar por un momento sus pesadillas— ayudarme a envolver un
regalo?
Eso captó su atención. Se sentó todo lo recto que era y sonrió.
—¿Has vendido una bufanda?
—Por treinta dólares —dijo—. La lana me costó seis. Así que haz los
cálculos.
—Eh… ¿veintidós? ¡Cuatro! Veinticuatro.
—¡Bien hecho!
—¿Puedo verla? —preguntó.
—Déjame que vaya a por ella, la envolveremos y escribiremos una nota
de agradecimiento.
Lucy se dirigió al escritorio en el que Theresa y ella guardaban sus bolsos
y sus llaves todos los días. Dentro de una bolsa de plástico estaba la última
creación de Lucy: una bufanda a dos agujas tejida con una lana sedosa y
suave de color rosa y crema. Dejó la bolsa sobre la mesa y sacó la bufanda,
colocándosela como si fuese una boa de plumas sobre los hombros para que
Christopher viese cómo quedaba puesta.
—¿Te gusta?
—Es de chicas —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro como si
estuviese sopesando si le gustaba o no.
—La ha hecho una chica y la ha comprado una chica —dijo Lucy—. Y te
diré que, en el siglo diecinueve, el rosa era un color de chicos y el azul era
de chicas.
—Eso es raro.
Lucy le señaló.
—Tú eres raro.
—Tú eres rara.
Lucy le dio un suave toquecito sobre la cabeza con el extremo de la
bufanda y él se rio.
—Ve a por el papel con nuestro logo —dijo ella—. Tenemos que escribir
esa nota.
Christopher corrió hacia el armario donde guardaban el material escolar.
Adoraba ese armario. Allí era donde se escondían todas las cosas divertidas:
los paquetes llenos de cartulinas, la bolsa de los limpiapipas, la purpurina,
los rotuladores, los lápices y bolígrafos de colores, las decoraciones de
Halloween, etc. También había materiales de papelería más sofisticados que
había donado la madre de uno de los niños del año anterior, que tenía una
tienda de material de oficina. Lucy había reclamado el papel azul cielo con
nubes blancas para su «empresa».
—¿Puedo escribirla yo mientras tú envuelves? —preguntó Christopher,
volviendo a la carrera hacia la mesa con el papel en la mano.
—¿Quieres escribir tú la nota? —preguntó Lucy mientras retiraba una
pelusa rebelde de la bufanda. Vendía entre una y dos bufandas cada semana
por Etsy. Para la mayoría, esos treinta o cuarenta dólares extra a la semana
no merecían la pena con todo el tiempo que se tardaba en tejer una bufanda
a dos agujas. Pero, para Lucy, cada céntimo importaba.
—He estado practicando —dijo Christopher—. Escribí una página entera
anoche.
—¿A quién le escribiste la carta? —preguntó mientras doblaba con
cuidado la bufanda y la envolvía en papel de seda blanco.
—A nadie —dijo.
—¿Quién es Nadie? —preguntó—. ¿Un nuevo amigo?
—No se la escribí a nadie —dijo.
—Vale —Lucy no le presionó. Especialmente porque creía tener una idea
de a quién le podía haber escrito. Más de una vez le había pescado
escribiendo notas a sus padres.
Te echo de menos mamá. Ojalá huvieses estado en el picnic del cole hoy. Vinieron
muchas mamás.
H
abía pasado mucho tiempo desde que Hugo paseó por última vez
por las calles de Greenwich Village. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuatro
años? ¿Cinco desde su última exposición de arte? Todo parecía
seguir igual que siempre. Algunos restaurantes nuevos. Algunas tiendas
nuevas. Pero la esencia del barrio era la misma que recordaba: bohemia,
ruidosa y excesivamente cara.
Cuando era más joven, romantizaba la idea de vivir en el Village, terreno
de juego de Jason Pollock, Andy Warhol y tantos otros de sus ídolos. Qué
no habría dado por vivir apretado en una de las viejas casas de piedra rojiza
de antes de la guerra con otra docena de aspirantes a pintor y comer, beber y
respirar arte día y noche. Una pena que siguiese habiendo jóvenes artistas
sin una moneda a su nombre que se seguían aferrando a esa fantasía. No
podían ni siquiera permitirse dormir sobre una caja de cartón en un rincón
del dormitorio de alguien del Village. Ahora que Hugo se podía permitir un
apartamento allí se dio cuenta de que ya no era lo que quería. Tampoco
quería vivir en Park Slope, ni en Chelsea, ni en Williamsburg…
No había nada como el éxito para apagar el fuego que solía arder en su
interior. Cada piso, cada apartamento, cada piedra rojiza que había visto
aquella mañana parecía la casa de un extraño, y si se mudaba allí, estaría
viviendo una vida que ya no le pertenecía. Quizá simplemente aquel viejo
sueño se le había quedado pequeño y aún no había encontrado uno que lo
sustituyese.
Hugo abandonó su plan de buscar apartamento. En cambio, se dirigió
hacia su galería favorita de la ciudad, la 12th Street Art Station, que seguía
abierta incluso con el aumento en los precios de los alquileres. Se dijo que
solo quería ver qué había de nuevo, quizás incluso tomarse un café.
Siempre le había impresionado su capacidad para mentirse.
El aire frío le golpeó el rostro al empujar las puertas de cristal que daban
acceso a la galería principal, con todos sus colores primarios y sus
estrafalarias alfombras de piel de imitación. Se quitó las gafas de sol,
metiéndolas en su funda, y se puso sus gafas de ver, algo que había tenido
que comprar recientemente por necesidad pero que no le gustaba
demasiado.
La galería tenía una nueva exposición, sobre monstruos del cine clásico:
Drácula, Frankenstein, la Mancha; todos representados en retratos de
apariencia antigua con marcos dorados. La exposición se titulaba El
bisabuelo era un monstruo y la artista era una mujer puertorriqueña de
veintitrés años que vivía en Queens.
A Hugo le gustaba su estilo y le impresionó que hubiese tenido éxito tan
joven. ¿Veintitrés? Él aún no había olvidado su primera exposición en
solitario cuando tenía veintinueve.
En alguna parte de aquella galería, Hugo seguía teniendo sus cuadros
expuestos. Se dirigió de la zona principal hacia la Sala de los Ladrillos,
donde las obras de arte colgaban en marcos negros contra una pared de
ladrillo a la vista. Allí estaban, un trío de cuadros con un precio tan
desorbitado que dudaba que jamás saliesen de esas paredes. Lo que le
parecía bien. Le gustaba poder verlos en público. Eran algunas de sus
mejores obras, aunque no eran ni por asomo tan populares como sus últimos
cuadros de la Isla del Reloj.
—Te haré saber, Hugo Reese, que es culpa tuya que no pueda traer a mi
hija aquí.
Hugo se volvió y se encontró con una mujer de pie a pocos pasos de él.
Tenía el cabello negro cortado justo por encima de los hombros, los ojos
marrones como el chocolate, y los labios rojos apretados en una fina línea
porque quería sonreír pero no quería que él lo supiese.
—Piper —murmuró a modo de saludo—. No sabía que seguías
trabajando aquí. —Una mentira descarada.
—A media jornada —respondió ella, encogiéndose de hombros
elegantemente—. Así tengo algo que hacer ahora que Cora ha empezado
preescolar. Su maestra me preguntó si podrían hacer una excursión a la
galería. Por tu culpa, tuve que decir que no.
Ella enarcó una ceja, pero Hugo sabía que no estaba enfadada. Ya habían
superado esa fase hacía tiempo.
—Eran unos desnudos de muy buen gusto.
Señaló el trío de cuadros que había hecho de Piper durante un invierno
muy largo hacía muchos años. Las poses eran clásicas, representando a una
hermosa mujer desnuda y tumbada sobre una cama. Lo que los convertía
indudablemente en cuadros de Hugo Reese eran las escenas extrañas que
había pintadas a través de un ventanal a su espalda: un circo de demonios
con cara de payaso, un castillo en llamas fundiéndose como una vela, un
tiburón blanco gigante flotando por el cielo como un zepelín.
—La desnudez no es el problema. A Cora le dan pánico los payasos.
—Están un poco locos —admitió, mirando de reojo su circo demoníaco
—. ¿Qué me pasaba por la cabeza entonces?
—Yo —dijo ella, y luego se rio. Piper se acercó y le dio un beso en la
mejilla—. Me alegro de volver a verte.
—Yo también. Estás preciosa.
—Tú tampoco estás tan mal. Te has afeitado, por lo que veo. Se acabó la
barba de hípster.
Le acarició la mejilla. La barba que se había dejado cuando le había roto
el corazón tras la separación hacía tiempo que había desaparecido. Incluso
se había arreglado, lo que para él significaba ponerse un par de vaqueros
limpios, una camiseta sin agujeros y un bléiser negro a medida. Y se había
cortado el pelo y había vuelto a correr, así que parecía un ser humano, lo
que era un paso adelante de su aspecto anterior, que era como si hubiese
traído a su propio odio a la vida.
—La barba tenía que desaparecer —dijo Hugo—. Un día encontré una
araña en ella.
—Las gafas son nuevas, ¿verdad? Muy elegantes. ¿Bifocales?
—No bromees con eso.
Sonriendo, le quitó las gafas y se las puso ella. Las monturas negras le
sentaban mucho mejor que a él, en su opinión.
—Si Monet hubiese llevado unas como estas —dijo Piper, mirándose con
la cámara de su teléfono móvil—, nunca habríamos tenido el
impresionismo.
Se quitó las gafas y se las devolvió.
—La mala vista ha arruinado la carrera de más de un pintor. La mía
incluida. —Se volvió a poner las gafas y Piper se enfocó otra vez en su
mirada por arte de magia—. Dime, ¿qué tal le va a Bob el esnob?
—Rob. No Bob. Y no es un esnob. Es mi marido. Y le va de maravilla.
—¿Sigue haciendo de niñera de mascotas?
—Es cirujano veterinario, como sabes, y sí, sigue ahí. ¿Qué tal está Jack?
¿Mejor? ¿O no debería preguntar?
Él dudó antes de responder.
—¿Puede? He oído la máquina de escribir algunas noches. Lo
suficientemente ruidosa como para despertar a un muerto. Y ha dejado de
beber tanto.
—¿Eso significa que te mudarás? ¿Por fin?
—Eso parece.
Ella le miró como si intentase decir: lo creeré cuando lo vea. Pero era lo
suficientemente amable como para guardarse el comentario.
—¿Por eso estás aquí? —Sonaba ligeramente divertida, aunque
desconfiada. Cualquier mujer lo estaría cuando su examante se presentaba
en su trabajo—. ¿Te mudas al Village?
—Lo estoy considerando. Tienes que odiarte para pagar con gusto los
alquileres que tienen por aquí, así que creo que encajaría perfectamente.
—Ay, Hugo. Te lo juro, cuanto más éxito tienes, más roto estás. —Ahora
estaba molesta con él. Echaba de menos incordiarla.
—No, no. —Negó, moviendo el dedo de un lado a otro frente a ella—.
Cuanto más roto estoy, más éxito tengo. Hay que sufrir por el arte, ¿no?
¿Por qué crees que hice mis mejores obras justo después de que me dieses
la patada?
Piper se despidió de él con un movimiento de la mano y se dio la vuelta.
—No voy a escuchar ni una palabra de eso nunca más.
Empezó a alejarse, y Hugo dio unas cuantas zancadas para ponerse a su
altura.
—No te culpo —dijo—. Yo también me habría dado la patada.
—Nadie te dio la patada. Tú elegiste seguir escondiéndote en esa isla con
Jack antes que mudarte de vuelta al mundo real y empezar una vida
conmigo.
—El mundo real es demasiado caro. Y no puedes negarme que hice unos
cuadros malditamente buenos después de que te marchases.
Eso era cierto. Después de que Piper rompiese con él, empezó a pintar los
paisajes de la Isla del Reloj: la manada de ciervos picazos, el reflejo de la
luna sobre el océano, el faro, el parque abandonado… todos en tonos de gris
en acuarela, los colores de un corazón roto. Aquellos paisajes abstractos
captaron la atención del mundo del arte por primera vez en su vida. Por fin,
los mayores de dieciocho sabían su nombre. Así que ¿por qué esperaba que,
contra toda esperanza, Jack estuviese escribiendo de nuevo? ¿De verdad
echaba de menos pintar barcos pirata, castillos y niños subiendo por una
escalera secreta hacia la luna?
Puede que un poco.
—Tengo dos cosas que decirte. Número uno: eres un mentiroso de
mierda. Y número dos…
—Ser un mentiroso de mierda debería ser lo segundo, si lo piensas bien.
—Se golpeó la frente con el dedo.
Ella le ignoró.
—Y número dos: puedes decir lo que quieras pero yo sé la verdad, era
una novia fabulosa y tú querías casarte conmigo.
—No voy a negar nada de eso.
—Y aun así elegiste esa isla y a Jack antes que a mí. No finjas que lo
odias. Te encanta ese lugar. Te encanta y adoras a Jack, y no quieres
marcharte.
Hugo no se lo tragaba.
—¿Sabes lo difícil que es encontrar a alguien con quien salir en una isla
privada cuyos únicos habitantes son dos hombres, veinte ciervos y un
cuervo que se cree escritor?
—Si quieres un consejo…
Él miró a su alrededor buscando algo de ayuda, sin éxito.
—No estoy seguro de que lo quiera.
Piper le golpeó con el dedo suavemente en el pecho.
—Encuentra una mujer que adore a Jack tanto como tú.
—Vale… ¿entiendes ahora el problema? —Él ya no sonreía, y ella
tampoco.
Ahí estaba el problema, no es algo que Hugo admitiría en voz alta, pero
nadie adoraba a Jack tanto como él.
—Lo que pasa, Pipes, es… —Ella odiaba cuando la llamaba Pipes tanto
como él odiaba cuando ella decía que Hugo era el diminutivo de Hugo Ego
— que me encanta vivir en esa pequeña isla maldita.
El bosque, la ciénaga, las focas del muelle tomando el sol en la orilla
justo al lado de su cabaña, los graznidos de las gaviotas por la mañana. ¿Las
gaviotas por la mañana? En Londres, cuando era pequeño, se despertaba
con el sonido de la pareja que vivía en el piso de abajo librando la Tercera
Guerra Mundial. Y ahora… focas y gaviotas y brisa marina y amaneceres
que incluso Dios se despertaba temprano para poder obervar.
—Lo sabía —dijo ella.
—Odio amarlo, porque no… no me merezco vivir allí.
—¿Por qué no?
—Porque Davey habría vendido su perfecta alma de oro para poder pisar
aunque fuese solo una vez la Isla del Reloj, y mi inútil y despreciable
persona vive allí sin pagar alquiler.
Piper negó con la cabeza.
—Hugo, Hugo, Hugo.
—Pipes, Pipes, Pipes.
—Un alumno de primero de psicología podría diagnosticarte el síndrome
del superviviente a una legua.
Hugo alzó la mano, haciendo un gesto como si intentase zafarse de sus
palabras.
—No. No es…
—Sí. —Ella le volvió a clavar el dedo en el pecho—. Sí es.
Una familia de cuatro miembros con unas camisetas a juego en las que se
podía leer: «I ♥ New York» pasaron frente a la galería. Piper les sonrió con
cortesía. Hugo intentó sonreírles. Y ellos se alejaron rápidamente.
—No es el síndrome del superviviente —dijo cuando se hubieron alejado
lo suficiente. Piper alzó una ceja sin poder creerse sus palabras—. No me
siento culpable por estar vivo. Estar vivo es… bueno, no es mi primera
opción, pero ya que sigo aquí, pues me quedo un rato más. Lo que tengo es
el síndrome del que ha salido adelante. No es solo que siga vivo. Sigo vivo
y… Dios, mira mi vida; mi carrera, mi casa, mi… todo. Cada día me
despierto y me pregunto: ¿por qué estoy yo aquí, en esta isla, y Davey está
bajo tierra? ¿Por qué todo lo bueno me pasó a mí y toda la mierda le pasó a
él? Gracias a Dios que me dejaste, así no me puedo odiar por ello más de lo
que ya me odio.
—Hugo…
—No, se acabó. —La cortó con un gesto de la mano—. Se acabaron los
diagnósticos de psiquiatra novato acerca de las enfermedades mentales de
los artistas modernos. Sé que es tu pasatiempo favorito, pero ya no quiero
jugar más a ser el paciente.
—Lo siento —dijo—. No pretendía tocar la fibra sensible.
—Davey no es una fibra sensible. Davey es mi sistema nervioso al
completo.
—Te puedes enfadar conmigo todo lo que quieras pero, lo creas o no, de
verdad quiero que seas feliz.
Aunque no quisiera creerla, lo hizo.
Con un largo suspiro, se recostó contra la pared entre El monstruo de
Frankenstein, un retrato de un caballero con un sombrero de copa y levita, y
La novia de Frankenstein, con su cabello recogido bajo un parasol blanco y
negro.
—Jack ha vuelto a escribir —dijo Hugo—. Yo soy feliz. Bueno, más feliz
que antes. Ahora puedo marcharme de la Isla del Reloj con la conciencia
tranquila. Puedo ser un desgraciado en Manhattan o un amargado en
Brooklyn.
Ella alzó una ceja, observándole, pero la dejó caer rápidamente. Le sonrió
y suspiró.
—¿Tregua? —Le tendió la mano y él la tomó, aceptando. Cuando intentó
retirarla, ella se la aferró con más fuerza—. No tan rápido. Ya que estás
aquí…
—Mierda…
—Quiero cuadros, y los quiero ahora.
Como un lobo enjaulado, fingió intentar morderse la muñeca para
escaparse.
—Has dicho que me debías el renacimiento de tu carrera —le recordó,
apretándole los dedos—. Si ibas en serio, lo mínimo que puedes hacer es
traerme una ilustración de alguna cubierta de La Isla del Reloj, o dos, o
cincuenta, por favor.
—Las ilustraciones para las cubiertas no están en venta. La editora de
Jack haría que la policía de la ficción me apresase por ello.
—Entonces solo para exponerlas. —Le apretó la mano más todavía.
—Suéltame, bruja. No me vas a obligar bajo presión.
Ese no era el método tradicional en el que los artistas vendían sus obras a
las galerías. Normalmente había gestores, agentes y correos electrónicos de
por medio, no un pulso.
Ella soltó su amarre.
—Como antes.
—Contraoferta —dijo—. Quiero una exhibición en solitario. Te traeré
cinco ilustraciones originales de las cubiertas de La Isla del Reloj y otras
diez o veinte obras más recientes, que puedes vender. Y quiero una fiesta de
inauguración con un buen catering esta vez.
—Mmm… —Ella fingió mesarse una barba imaginaria—. Podría
funcionar. Una retrospectiva de Hugo Reese. Me gusta. Trato hecho.
—Invítame a un café y elegiremos una fecha —dijo—. Debería tener
algunas ilustraciones viejas de las cubiertas en mi pila secreta bajo la tarima
donde guardo los cadáveres.
Ella le hizo una peineta, un gesto que habría significado algo
completamente distinto cuando estaban juntos, y le llevó hacia la cafetería
de la galería.
Una joven, con un delantal rojo, estaba frente al mostrador vertiendo agua
hirviendo en una especie de artilugio en equilibrio sobre una taza de café.
—¿Qué está haciendo? —susurró Hugo—. ¿Un experimento?
—Es un método de vertido, Hugo. Es el mejor modo de hacer café.
—Creo que me quedo con mi Mr. Coffee. Aunque siempre me he
preguntado… ¿existe una Mrs. Coffee?
—Ashley —la llamó Piper cuando llegaron hasta el mostrador—.
¿Puedes ponerme una taza de café para mi invitado?
—No, gracias —dijo Hugo mirando los precios del menú—. ¿Trece
dólares por una taza? ¿Es que está elaborado con diamantes y la sangre de
especies en peligro de extinción?
—Paga la galería —dijo Piper.
—Confía en mí —repuso Ashley, la barista—. Vale cada uno de esos
trece pavos.
Sacó una taza blanca gigante y otro artilugio de vertido.
—Ashley, este es uno de nuestros artistas, Hugo Reese. Solía ilustrar los
libros de La Isla del Reloj, de Jack Masterson.
—¡Qué dices! —Ashley golpeó el mostrador con ambas manos. Tenía los
ojos abiertos como platos y hablaba como si no pudiese creerlo—. ¿Va en
serio?
Aquello nunca pasaba de moda. Había un rango de edad específico que
reaccionaba al nombre de La Isla del Reloj y Jack Masterson de la misma
manera en la que las adolescentes solían reaccionar al escuchar el nombre
de los Beatles.
—En serio —dijo Hugo—. Por desgracia.
Piper le dio un golpe en el hombro.
—¿Cómo es él? —susurró Ashley como si Jack estuviese de pie a sus
espaldas.
—Oh, es Albus Dumbledore, Willy Wonka y Jesucristo todo en uno. —Si
es que Dumbledore, Wonka y Jesús tuviesen depresión y fuesen unos
borrachos.
—Eso es maravilloso —dijo.
Hugo era británico, y ya se había dado cuenta de que los estadounidenses
no solían diferenciar bien entre su acento y su sarcasmo.
—Sabes, pareces demasiado joven para ser quien los ilustrase —dijo.
Los halagos la llevarían lejos.
—No era el ilustrador original. Después de cuarenta libros quisieron
reinventarlos y volver a sacar la saga con nuevas portadas. Me dieron el
trabajo cuando tenía veintiuno. —Hacía catorce años de aquello. Parecía
que habían pasado un millón de años desde entonces y, a la vez, parecía que
hubiese sido ayer.
—Tus portadas son las mejores, sin duda —dijo Piper—. El anterior
ilustrador no era malo, pero su obra era poco original, demasiado parecida a
la saga de The Hardy Boys. Las tuyas eran más… no sé, como si Dalí
ilustrase libros infantiles.
—Por el bien de los niños, demos gracias de que no lo haya hecho —dijo
Hugo.
—¿Puedo preguntarte algo? —Ashley dejó caer una mano sobre su
cintura, y ladeó la cabeza coquetamente.
Ahí venía. Le iba a pedir que le firmase un autógrafo. O que se hiciese
una foto con ella. A él no le solían tratar como una estrella a menudo, así
que planeaba disfrutar cada segundo.
—Adelante —dijo.
—¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? —preguntó.
—Ambos pueden… espera. —Hugo entrecerró los ojos—. ¿Por qué
preguntas?
La joven dio dos toques a la pantalla de un elegante teléfono móvil negro
que estaba sobre el mostrador y lo levantó para mostrarle una página web.
—Lo han publicado hoy en la web de Jack Masterson. También está por
todo Facebook.
—¿Qué?
—Déjame ver —dijo Piper.
Le quitó el teléfono a Ashley de entre las manos. Hugo miró por encima
de su hombro y leyó en voz alta:
He escrito un libro nuevo: Un deseo para la Isla del Reloj. Solo existe
una copia, y me gustaría regalársela a alguien muy valiente, muy
inteligente, y a aquel que sepa cómo pedir un deseo.
A Hugo le empezó a latir el corazón tan acelerado que no podía seguirle
el ritmo. ¿Que Jack estaba haciendo qué?
—Tengo que irme pitando —dijo.
—¿Ya? ¿Qué está pasando? —Piper parecía preocupada.
—No tengo ni idea. —Le dio un beso en la mejilla y salió corriendo hacia
la calle, dejando a sus espaldas su taza de café de trece dólares repleta de
diamantes. Alzó la mano para pedir un taxi y cuando este se detuvo frente a
él, se metió corriendo.
—A Penn Station, rápido, por favor.
Hugo sacó su teléfono del bolsillo trasero de sus vaqueros. Lo había
puesto en modo avión mientras estaba viendo pisos. En cuanto lo quitó, un
torrente de correos electrónicos, mensajes y llamadas perdidas salieron de
su móvil en una cacofonía de pitidos, timbres y zumbidos.
Ochenta y siete llamadas perdidas, y alrededor de doscientos correos
electrónicos nuevos, todos de medios de comunicación y amigos de los que
sospechosamente no había oído nada desde hacía años.
Llamó a la casa en la Isla del Reloj. Jack respondió.
Hugo no le dejó decir nada.
—¿Qué demonios estás tramando? —exigió Hugo—. El Today Show me
ha dejado cinco mensajes de voz.
—Marcha —dijo Jack—, pero no puede caminar.
—Odio tus estúpidos acertijos. ¿Me podrías explicar con frases cortas y
sencillas por qué una chica en una cafetería me acaba de preguntar en qué
se parece un cuervo a un escritorio?
—Marcha —repitió Jack, más despacio esta vez, como si estuviese
hablando con un niño pequeño—. Pero no puede caminar.
Entonces colgó.
Hugo gruñó contra el teléfono y pensó en lanzarlo por la ventana con el
coche en marcha. Aunque probablemente no debería hacerlo porque le
estaban llamando desde las noticias de la CBS. Les colgó la llamada,
mandándoles directos al buzón de voz.
—¿Estás bien, colega? —le preguntó el taxista.
—¿Qué marcha pero no puede caminar? —preguntó Hugo—. ¿Alguna
idea? Es un acertijo, así que la respuesta será estúpida, molesta y
exasperantemente obvia en cuanto lo resuelvas.
El taxista se rio.
—¿No lo sabes, Sherlock? Deberías. Suenas como él.
—¿Qué quieres decir con…? —Y entonces Hugo lo supo.
¿Qué marcha pero no puede caminar?
En marcha, no marchar.
Como Sherlock Holmes dijo una vez:
—El juego está en marcha.
Jack Masterson estaba jugando. Ahora. De la nada. ¿Es que había perdido
la cabeza? Jack apenas había salido de su casa desde hacía años y ¿ahora
estaba jugando? ¿Con el mundo entero? ¿Con todo el maldito planeta
Tierra?
Hugo maldijo con tanta violencia que dio gracias de que el taxista no
supiese quién era o nunca volvería a conseguir un trabajo ilustrando libros
infantiles en su vida.
Volvió a llamar a Jack.
—Cuando te dije —le reprochó Hugo, marcando cada sílaba— que
volvieses a planear, me refería a tramas para tus libros.
Y ahí estaba esa risa que tanto conocía, la risa que decía: Se te ha
olvidado encerrar al demonio de nuevo y te está esperando en la puerta de
atrás.
—Ya sabes lo que dicen, muchacho… Cuidado con lo que deseas.
Capítulo tres
L
ucy estaba de pie frente al espejo del baño, intentando que su
aspecto pareciese el de una adulta responsable y madura. Las
coletas fuera, eso estaba claro. Adoraba llevar el pelo recogido en
dos coletas bajas porque les hacía gracia a los niños en el colegio, sobre
todo cuando ataba dos grandes lazos para sujetarlas. Pero se había tomado
medio día libre para acudir a una reunión, y era tan importante que
presentarse pareciendo una versión crecidita de las Supernenas no era una
buena opción.
Se alisó el pelo y se cambió a unos caquis limpios y planchados
conjuntados con una blusa blanca de corte clásico que había encontrado en
una tienda de segunda mano a muy buen precio. En vez de parecer recién
salida de una convención de anime, ahora no parecería tan fuera de lugar en
una iglesia o en una reunión de negocios.
De mala gana, Lucy entró en el salón. La novia de Chloe llamaba a su
salón «El pozo de la desesperación», y era un nombre bastante acertado.
Los antiguos muebles no pegaban, pero tampoco le importaba demasiado.
No era ninguna esnob. Sin embargo, había cajas de pizza y botellas vacías
de vodka por todas partes. Había calcetines sucios en el suelo y la alfombra
bereber gris estaba empezando a adquirir un toque marrón pálido porque
sus compañeros se negaban a quitarse los zapatos en casa. Tan solo había
tres habitaciones que estuviesen inmaculadamente limpias en aquella casa
de tres pisos: el dormitorio de Lucy, el baño de Lucy y la cocina, que se
encargaba de limpiar ella porque si no nadie lo haría.
Odiaba ese sitio y quería mudarse, desesperadamente, y no solo por el
bien de Christopher. Pero el alquiler era barato y le permitía ahorrar, así que
lo soportaba. No había estado tan mal hacía un par de años cuando todos
sus compañeros eran universitarios de último curso y bastante ordenados.
Pero en cuanto se habían graduado, unos novatos borrachos habían ocupado
sus cuartos.
En ese momento, Beckett, el más joven de todos, estaba tumbado en el
sofá a cuadros manchado de cerveza viendo algo en su teléfono.
Conociéndolo, probablemente sería porno o videos de gatitos. Esas eran sus
únicas opciones.
—Beck, colega, ¿estás despierto? Me dijiste que me prestarías el coche.
Él parpadeó lentamente para volver en sí.
—¿Qué?
—Beckett. Despierta y céntrate —dijo, chasqueando los dedos frente a su
rostro.
Él parpadeó.
—Oye, L. ¿Qué llevas puesto? ¿Es que ahora eres una monja? Estás más
buena con las coletas.
Lucy respiró profundamente. Sus compañeros pondrían a prueba hasta la
paciencia de un maestro zen.
—No voy a aceptar las críticas sobre moda de un chico con una camisa de
hojas de marihuana que no se ha duchado en seis días.
—Cinco. Y ducharse demasiado es malo para la piel. Se llama «cuidado
personal».
—También hay algo que se llama «higiene» —replicó Lucy—. Te sugiero
que lo pruebes de vez en cuando. En fin, ¿llaves, por favor?
—Estoy cansado. Me duele la cabeza.
Lucy se giró, encaminándose hacia la cocina, y volvió con una botella
que había sacado de la nevera.
—Prueba esto. Te reto.
Él abrió la botella y tomó un sorbo. Abrió los ojos de par en par.
—Madre mía, ¿qué es esto?
—Se llama… agua.
—Increíble.
—¿Te sientes mejor?
—Fantástico —dijo Beck—. Eres tan sabia, como una bruja sexi.
—¿Puedes darle las llaves de una vez a esta bruja sexi?
—Vale. —Sacó las llaves de su coche del bolsillo de los vaqueros y Lucy
se las quitó con una sonrisa.
—Gracias. Ahora, dúchate, por favor.
Frente a las puertas dobles de cristal del Centro de Atención Infantil, Lucy
volvió a revisar su ropa, respiró hondo y se armó de valor para mantener la
calma y el control. La mujer con la que se iba a reunir era la señora Costa,
la trabajadora social encargada de decidir el hogar de acogida y el cuidado
de Christopher. Tenía que haber algo que Lucy pudiese hacer para acelerar
el proceso. La expresión del niño cuando había hecho los cálculos y se
había dado cuenta de que hasta que tuviese nueve años no podrían ser una
familia la atormentaba.
En la sala de espera de la oficina de la señora Costa, Lucy miró fijamente
la pantalla de su teléfono. Odiaba estar allí. Le recordaba demasiado a la
sala de espera de un hospital: el suelo típico de baldosas, la pintura y los
carteles de colores chillones: primeros auxilios, apoyo infantil, apoyo
financiero. Apoyo financiero para las familias adoptivas o para las familias
de acogida, para los niños con padres encarcelados o para los niños con
padres drogadictos. Pero nada para una mujer soltera de veintiséis años
intentando ser madre de un niño pequeño.
En el cartel más grande que había colgado de la pared ponía con letras
llamativas y en negrita: no tienes que ser perfecto para ser padre de acogida.
Genial. Fantásticas noticias considerando lo imperfecta que era.
Claro que la familia que salía en el cartel parecía feliz, sonriente y
totalmente perfecta.
No había ninguna familia aparentemente perfecta esperando en la sala.
Mujeres con bebés llorones. Mujeres con niños pequeños gritando. Mujeres,
y algún que otro hombre, sentados con adolescentes silenciosos y distantes
que probablemente habrían tenido que vivir el tipo de atrocidades que la
mayoría tan solo conoce por leerlas en libros o en periódicos. ¿Christopher
se volvería algún día uno de esos adolescentes traumatizados? Lucy sabía
que el tiempo que le quedaba para salvarle de ese destino se le estaba
agotando rápidamente.
En la mesa junto a ella había paquetes informativos y folletos. Lucy
encontró uno que se titulaba Datos sobre la acogida. El primer dato era que
la media de tiempo que un niño pasa en acogida es de veinte meses, poco
menos de dos años. Christopher ya había superado esos veinte meses. Otro
dato, mucho más perturbador, era que los niños en acogida tienen el doble
de probabilidades que los veteranos de guerra de desarrollar un trastorno de
estrés postraumático.
—¿Lucy Hart? —La señora Costa estaba de pie en la entrada de su
despacho. Sonreía, aunque no era una sonrisa amplia, de esas que llegaban a
los ojos, sino una sonrisa de cortesía. Lucy ya tenía la sensación de que
estaba haciéndole perder el tiempo a esa mujer.
Lucy entró y se sentó en una silla frente al escritorio desordenado de la
señora Costa. Los expedientes se tambaleaban en el borde de la mesa, a
punto de caerse en cualquier momento.
—Bueno, Lucy —dijo la señora Costa con fingido entusiasmo—. ¿Qué
puedo hacer por ti?
—Quería volver a hablarle acerca de adoptar a Christopher. ¿Todavía no
se ha presentado ningún familiar reclamándole?
La señora Costa la miró. Era una mujer mayor, con el rostro curtido por el
sol, el cabello castaño surcado de canas y una mirada que había tenido que
ver cosas que nadie jamás debería ver.
—Obviamente una reunificación familiar sería la mejor opción —dijo la
señora Costa—, pero no, no hemos encontrado a ningún familiar aparte de
un tío abuelo que está en la cárcel y otro que está en una residencia de
ancianos. Así que sí, cumple los requisitos para ser adoptado. Será un
proceso muy largo, pero Lucy…
—Para Christopher ya soy su nueva madre en todo excepto ante la ley.
—Sé que quiere vivir contigo. Sé que tú quieres ser su madre…
Lucy no la dejó terminar.
—Christopher se está haciendo mayor. Está haciendo más preguntas.
Sabe que a su madre de acogida no le hace especial ilusión cuidar de él y de
los gemelos a los que también está acogiendo.
—Catherine Bailey y su marido son una de nuestras mejores familias.
Tiene suerte de tenerlos.
—Yo sería mejor. A mí ya me tiene cariño —dijo. El apego infantil era
importante. Ella lo sabía. La señora Costa lo sabía.
—Le alimentan, le visten, le dan un techo bajo el que vivir, le mantienen
a salvo, se aseguran de que haga los deberes del colegio y la señora Bailey
se presenta preparada a todas las vistas judiciales, a todas las reuniones…
¿Qué más quieres?
—Quiero que le quieran. Ellos no le quieren. No como yo.
La señora Costa suspiró.
—Eso no es un delito.
Lucy la interrumpió, con un tono tan afilado que incluso ella se
sorprendió por su vehemencia.
—Debería serlo.
—Escúchame —dijo la señora Costa. Su tono era amable, obligando a
Lucy a mirarla a los ojos—. Te entregaría a ese niño ahora mismo si
pudiese. Si el amor fuese suficiente, serías la persona perfecta para
adoptarle.
Lucy esperó. Se le hizo un nudo en el estómago. Sabía lo que venía a
continuación, ya lo había oído antes.
—Pero…
—Cierto. Pero nunca pasarías la inspección. No tal y como están las
cosas ahora. Tienes muchas deudas en tus tarjetas de crédito, Lucy. No
tienes acceso a un medio de transporte fiable. Vives con tres compañeros de
piso en una casa que está a un incendio de grasa de salir ardiendo. Ah, y a
uno de esos compañeros le han arrestado recientemente por conducir
borracho. Incluso si te diésemos toda la ayuda que tenemos disponible,
todavía seguirías sin poder permitirte pagar una vivienda adecuada y un
coche. Lo que quiero decir, Lucy, es que lo pienses así: si enviase a
Christopher a vivir contigo hoy, ¿dónde dormiría? ¿En el suelo de tu
dormitorio?
—Yo dormiría en el suelo. Él se puede quedar con la cama.
—Lucy…
—Nos darían una ayuda monetaria, ¿no es así? Los padres de acogida
cobran una paga del Estado. Yo usaría ese dinero para conseguirnos una
vivienda mejor.
—Necesitas tener una vivienda adecuada antes de poder acoger a un niño.
—Mire —dijo Lucy, sacando el folleto de Datos sobre la acogida—.
Aquí dice que los niños en acogida tienen siete veces más probabilidades de
entrar en depresión y cinco veces más probabilidades de tener ansiedad que
cualquier otro niño. Además de cuatro veces más probabilidades de
terminar en prisión. ¿Quiere que siga? —Agitó el folleto—. ¿Es que vivir
en mi cutre casa un par de meses no es un pequeño precio que pagar por
salvarle? Necesita una madre de verdad. Está mejor conmigo que con
alguien que se limita a hacer las cosas medianamente bien.
—Hacer las cosas bien también es muy importante. Sé que piensas que
los niños no necesitan nada más que amor, pero una buena dosis de
estabilidad tampoco hace daño a nadie. Odio tener que decirlo, pero tu vida
ahora mismo no es lo suficientemente estable como para tener un niño a tu
cargo. Tiene colegio. Tiene sesiones de terapia dos veces a la semana. ¿Y
qué pasará cuando se despierte enfermo y necesite medicamentos en medio
de la noche y la única farmacia abierta esté a kilómetros de distancia?
¿Esperarás dos horas a que venga el autobús? ¿Despertarás a uno de tus
compañeros y le pedirás que te lleve en coche? ¿Irás pedaleando en
bicicleta a las cuatro de la madrugada por la autopista?
—Puedo pedirles prestado uno de sus coches. Puedo…
La señora Costa la silenció con un gesto de la mano.
—Necesitas un trabajo nuevo.
Lucy trató de explicarle que había intentado ser maestra de infantil, pero
que no se podía permitir las clases que necesitaba, la licencia y las tasas de
certificación.
—¿Un segundo trabajo entonces? —propuso la señora Costa.
—Si consiguiese un segundo trabajo no volvería a ver a Christopher. No
usa teléfonos, le aterran. A usted también le darían miedo si estuviese en su
situación. Me está pidiendo que le abandone.
—Te estoy pidiendo que tomes una decisión difícil.
—Claro, porque todas las decisiones que he tomado últimamente han sido
pan comido.
—Lucy, Lucy, Lucy… —La señora Costa negó con la cabeza—. Sé que
ya te han contado que se necesita un pueblo entero para criar a un niño.
¿Dónde está tu pueblo? ¿Dónde está tu sistema de apoyo?
—No lo tengo, ¿vale? Mis padres solo se preocupaban por mi hermana.
Aún se preocupan solo por ella. Viví con mis abuelos, y ya no están. Ya no
tengo a nadie.
—¿Qué hay de tu hermana?
Lucy soltó una carcajada amarga.
—¿Es que no me ha oído? Era la favorita de mis padres. Hace años que
no hablamos.
—Bueno… ¿puede que ella se arrepienta de que sea así? ¿Lo has pensado
alguna vez? Quizá podrías llamarla, ver si puedes conseguir algo de apoyo.
—Vendería todos mis órganos en el mercado negro antes de llamar a mi
hermana para pedirle dinero.
La señora Costa se cruzó de brazos y se reclinó en su asiento.
—Entonces me temo que no sé cómo puedo ayudarte si tú misma no
quieres hacerlo por ti.
Lucy parpadeó para evitar echarse a llorar.
—Debería haber visto su expresión cuando le dije que necesitaría un par
de años o más para poder ahorrar todo el dinero que necesito para poder
pagar un coche y un apartamento. Es como si le hubiese dicho que tendrían
que pasar veinte años. O para siempre. —Lucy extendió las manos, con las
palmas vacías—. Se debería permitir que la gente pobre tuviese hijos. ¿No
es así?
—Sí, sí, sí, claro que se debería permitir —dijo la señora Costa—.
Aunque también creo que los niños pobres no deberían ser pobres. Pero yo
no me encargo de esos temas.
—Tiene que haber alguna manera —rogó Lucy, echándose hacia delante,
implorando con la mirada—. ¿No existe ningún modo?
—Si creyese en los milagros diría que rezases por uno, pero… no he sido
testigo de ningún milagro últimamente. —La señora Costa tenía la misma
mirada vacía que algunos de los adolescentes que estaban en la sala de
espera—. Puede que sea hora de que le digas a Christopher que no va a ser
posible.
Lucy negó con la cabeza.
—¿Qué? No puedo. Yo… no puedo hacer eso.
¿Qué era lo que le había dicho su exnovio? La gente como nosotros no
tiene hijos, Pajarillo. Estamos demasiado rotos. La gente rota termina
destrozándoles la vida a sus hijos. Serías tan mala madre como yo mal
padre…
Se obligó a olvidar sus palabras. Las lágrimas le surcaron las mejillas.
Con un gesto elegante que probablemente se debía a todos los años de
práctica, la señora Costa echó la mano hacia atrás sin mirar siquiera y sacó
unos cuantos pañuelos de una caja y se los ofreció.
—La última vez que hablé con Christopher —continuó la señora Costa—,
dijo que jugabais al juego de los deseos. Que ambos pedís todo tipo de
deseos descabellados. Pero sabes que las cosas no funcionan así, ¿verdad?
¿Sabes que los deseos no se hacen realidad porque los desees con todas tus
fuerzas?
—Lo sé. —El tono de Lucy era afilado incluso para ella, afilado y amargo
—. Pero quería que Christopher tuviese… no lo sé. ¿Esperanza?
—¿Le has dado esperanza? —preguntó la señora Costa—. ¿O solo has
aumentado sus expectativas?
Fuera del despacho había una sala de espera llena de gente necesitada,
gente en situaciones peores que la de Lucy, y niños que estaban incluso
peor que Christopher.
—Se lo puedo decir yo, si es lo que quieres —ofreció la señora Costa—.
Iré a casa de los Bailey y hablaré con él a solas. Le diré que fui yo quien
tomó la decisión, que no es culpa tuya.
Era una oferta muy amable para algo tan horrible. Lucy casi quería
aceptarla, pero sabía que sería una cobarde si lo hacía.
—Yo… —Lucy se secó las lágrimas—. Pensaré en cómo decírselo.
Debería ser yo quien se lo dijese.
Tragó para intentar aflojar el nudo que tenía en la garganta.
—Con el tiempo lo entenderá. Pero estoy segura de que será más difícil
para ambos cuanto más tardes en decírselo. Llegará el día en el que una
familia quiera adoptarle. Será mucho más fácil que él acepte a esta nueva
familia si no te está esperando.
Lucy no podía ni imaginarse a alguien que no fuese ella adoptando a
Christopher. La señora Costa le tendió otro pañuelo.
—Lo creas o no, probablemente te sentirás mucho más aliviada en unos
días. Será como si te quitasen un peso de encima.
Lucy la miró a los ojos, y respondió lenta y deliberadamente.
—Si Christopher fuese mi hijo, nunca sería una carga. Si fuese mi hijo,
mis pies ni siquiera tocarían el suelo.
El rostro de la señora Costa era una página en blanco.
—¿Hay algo más con lo que pueda ayudarte?
La estaba echando. ¿Y por qué no debería echarla? No había nada más de
lo que hablar.
—No, gracias —dijo Lucy—. Ya ha ayudado suficiente.
Capítulo cuatro
L
ucy le devolvió el coche a Beckett. Podía ir andando de vuelta al
colegio. Necesitaba caminar, respirar, recomponerse antes de volver
al trabajo.
¿Un alivio? ¿Quitarse un peso de encima? ¿Es que la señora Costa
pensaba que Christopher era un proyecto de caridad para Lucy? ¿Uno que
la mantuviese alejada de tener una vida propia? Tenía una vida. Había
hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer en la universidad. Había
ido a fiestas, se había acostado con imbéciles guapísimos, se había ido a la
ciudad de Panamá en las vacaciones de primavera, seis chicas y una
habitación de hotel cutre. Incluso había ido un paso más allá de lo que se
suponía que tenía que hacer en su época universitaria y había salido con uno
de sus antiguos profesores, que también resultó ser uno de los escritores
más famosos del país. Un escritor famoso con varios premios bajo el brazo
que la llevó a cócteles en las azoteas de Nueva York, a cenar en mansiones
de los Hampton y a viajes por Europa. Había vivido su vida. Había
cometido locuras. Se había divertido.
Y habría cambiado cada una de esas fiestas salvajes, cada cena elegante,
cada famoso al que había conocido y cada noche en un hotel de cinco
estrellas por una semana siendo la madre de Christopher. O un día. Un solo
día.
Pero según la señora Costa, nada de eso importaba.
Lucy mantuvo la cabeza gacha, esperando que nadie pudiese ver sus ojos
rojos y pensase que estaba paseando sin rumbo por las calles borracha o
drogada. Era un viernes por la tarde. Después del colegio le contaría a
Christopher que había ido de nuevo a ver a la señora Costa y que el Estado
había decidido que Lucy no podría ser su madre adoptiva. Quizá podría
llevarle al cine ese fin de semana para compensar. Tenía más de dos mil
dólares ahorrados. ¿Por qué no empezaba a gastárselos en pequeños detalles
que hiciesen feliz a Christopher? Quizá si se pasaba todo el fin de semana
mimándole, el lunes todo le parecería bien. En realidad, no cambiaría nada.
Lucy siempre sería su amiga. Aunque nunca fuese su madre.
Tampoco estaba tan mal, ¿no?
Entonces, ¿por qué se sentía tan, tan horrible?
Mientras atajaba por un aparcamiento, Lucy pasó frente a una pequeña
tienda de juguetes y entró. Un padre se había ofrecido voluntario para
sustituirla en clase ese día, así que Theresa no la necesitaba todavía.
En el instante en el que Lucy puso un pie en La Tortuga Morada, se dio
cuenta de que había cometido un error. Casi todo era extremadamente caro.
¿Cómo sería ser una de esas madres que tenían casi tanto dinero como para
permitirse importar tablones de madera de Alemania y muñecas pintadas a
mano de Inglaterra?
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó una joven desde detrás del mostrador.
Lucy se volvió y vio que estaba mirando fijamente la pantalla de su teléfono
móvil con el ceño fruncido.
—¿Tenéis algo para un niño que adora los tiburones o los barcos? Tiene
siete años. —Quería comprarle algo a Christopher que suavizase el golpe.
Algo que le recordase que ella siempre le querría y que quería seguir
formando parte de su vida—. ¿Algo pequeño?
Algo no muy caro.
—Hay un barco pirata de Lego por allí, pero es enorme. —La chica
señaló la caja y Lucy vio que el precio eran casi doscientos dólares. Eso
costaría un diez por ciento de sus ahorros.
—¿Algo más? ¿Algo más pequeño?
—También tenemos las figuras Schleich de animales —dijo la chica—, si
lo que quieres es algo pequeño. Creo que hay un par de tiburones.
Lucy siguió la dirección hacia donde señalaba la joven. Se acercó a una
estantería de madera enorme llena de animales de todos los géneros y
especies: leones, pájaros y lobos, por supuesto, pero también había
dinosaurios y unicornios y, sí, incluso tiburones.
Eran siete dólares cada uno, pero si comprabas tres figuras entonces eran
quince en total. Lucy pasó casi diez minutos debatiéndose sobre si debía
comprar tres: el tiburón tigre, el tiburón blanco y el tiburón martillo; o solo
uno. Al final terminó quedándose con los tres y se los llevó hasta el
mostrador. A la mierda todo, ¿no? Eran quince dólares y, si lo pensaba, en
realidad sabía que podría gastarse los dos mil dólares de su fondo de los
deseos y que aun así eso no curaría su corazón roto o el de él. Pero tampoco
es que fuese a buscar un apartamento nuevo o a comprarse un coche
próximamente.
No, no podría justificar gastarse doscientos dólares en un juego de Lego,
pero se podía permitir comprarle tres tiburones.
—¿Podrías envolverlos para regalo gratis?
La chica alzó una ceja.
—¿Quieres que envuelva tres tiburones pequeños para regalo?
—Si no te importa, ¿por favor?
—Claro —dijo la chica—. ¿Son para tu hijo?
Lucy volvió a intentar deshacer el nudo que se le formó en la garganta.
—Son para un niño de mi colegio —dijo Lucy—. Está pasando por una
época difícil y no suele tener muchos regalos.
—¿Eres maestra? —le preguntó mientras colocaba los tiburones en una
caja de cartón. Lucy señaló el papel de regalo azul con dinosaurios. A
Christopher le gustaría más ese papel que el que tenía arcoíris.
—Maestra auxiliar en Redwood.
—¿Sabes algo de acertijos o algo por el estilo?
—¿Acertijos? Supongo —dijo Lucy, sin entender del todo la pregunta—.
Damos un tema que trata sobre los chistes, las bromas y los acertijos a los
niños cada mes de abril.
—¿Conoces este acertijo: En qué se parece un cuervo a un escritorio? —
La joven envolvió la caja de cartón con el papel de regalo.
—Sí, claro —dijo Lucy—. Es de Alicia en el País de las Maravillas o de
A través del espejo. Aunque no consigo recordar de cuál de los dos.
—¿Sabes la respuesta?
¿Sabía la respuesta? Hacía un tiempo alguien le había planteado ese
mismo acertijo como si fuese una broma. No tenía solución, al menos, no
según Lewis Carroll.
—En realidad no tiene ninguna respuesta —dijo Lucy—. Es un acertijo
del País de las Maravillas. Todos están locos en el País de las Maravillas.
—Mmm —dijo la chica—. Una pena.
—¿Por qué lo preguntas?
—Todos están hablando de eso en internet —explicó—. Llevo todo el día
intentando resolverlo.
—Mucha suerte, entonces.
La chica colocó la caja envuelta en una bolsa marrón con una tortuga
morada impresa. Era un regalo muy bonito por quince dólares más
impuestos.
Pero el barco pirata, pensó mientras salía de la tienda, habría sido un
regalo mucho mejor.
Para cuando Lucy llegó al colegio estaban cantando las dos últimas
canciones del día: «De colores» seguida por «The Farmer in the Dell» en
inglés y en español. Para cuando el queso ya estaba solo, sonó el timbre, y
todo volvió a ser como el Rapto un día más. En cuestión de segundos la
clase estaba completamente vacía salvo por Lucy y Theresa.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó Theresa al empezar con la limpieza.
—No preguntes —respondió Lucy intentando no llorar.
Theresa la abrazó rápidamente.
—Me lo temía. —Era una mujer lo suficientemente sabia como para
entender que no debía alargar el abrazo, si no quería que Lucy se volviese a
echar a llorar.
Lucy respiró con dificultad e intentó recobrar la compostura por tercera o
cuarta vez ese día.
—No pasa nada. Lo conseguirás. Tan solo tienes que seguir ahorrando
cada centavo.
Ella negó con la cabeza.
—Los centavos no van a ser suficientes.
—Bienvenida a Estados Unidos —dijo Theresa—. Nos dicen que cuidar
de los niños es el trabajo más importante que podemos hacer y después nos
pagan como si fuese el menos importante de todos. Sabes que te daría el
dinero si lo tuviese.
—No pasa nada. No te preocupes. Me suicidaré después de clase y ya
está.
—Oh, no. Borra esas palabras desagradables de tu boca.
—Lo siento. Mal día.
Lucy fue a buscar el espray de limpieza y el trapo para limpiar las
pizarras.
—¿Lucy? —Theresa estaba de pie junto a ella y la miraba fijamente, pero
Lucy no consiguió obligarse a devolverle la mirada—. Vamos, habla
conmigo.
—No va a pasar.
Theresa soltó un grito ahogado.
—Cariño, no…
—Lo he intentado todo. La trabajadora social me ha dicho claramente que
no voy a poder adoptar a Christopher y que ha llegado el momento de
contárselo.
—¿Qué sabrá ella? No te conoce como te conozco yo.
—Tiene razón. Él se merece algo mejor.
—¿Mejor? ¿Qué hay mejor que lo mejor? Y tú eres lo mejor para él. Tú.
—Theresa le clavó suavemente el dedo en el hombro para marcar sus
palabras.
Lucy respiró hondo y se obligó a centrarse en limpiar las pizarras. Las
frotó hasta que quedaron blancas y relucientes.
—¿Qué sabré yo de ser madre? Tuve unos padres horribles. Salí con unos
hombres de mierda…
—¿Sean? ¿Todo esto se trata de Sean? Porque si es así, no me importa
que tengas veintiséis años, te daré una patada en el culo ahora mismo.
Lucy se rio con tristeza, en voz baja, cansada.
—No se trata de Sean. Aunque era un capullo.
—Un capullo integral —dijo Theresa—. Rompió todos los récords de los
capullos.
—Se trata de la realidad. Y la realidad es que nunca va a pasar.
Theresa suspiró con pesadez.
—Odio la realidad.
—Lo sé. Lo sé —dijo Lucy—, pero por el bien de Christopher…
—Por su bien, no le abandones. —Theresa la tomó de los hombros y la
sacudió suavemente—. He sido maestra desde hace casi veinte años. He
conocido a todo tipo de malos padres que tú jamás querrías conocer. Padres
que se compran toda clase de ropa nueva y que dejan que sus hijos vayan al
colegio con zapatos tres tallas más pequeños. Padres que azotan a un niño
de cinco años por haber dejado caer un vaso de leche. Padres que no bañan
a sus hijos durante semanas o que no lavan su ropa. Padres que llevan a sus
hijos al colegio conduciendo borrachos, con los niños en el asiento
delantero y con el cinturón sin abrochar. Y esos no son los peores, Lucy, y
lo sabes.
—Lo sé, ya lo sé. Algunos hacen que mis padres parezcan unos santos.
Bueno, en realidad, no, pero podría haber sido peor. —Se sentó en una de
las mesas redondas—. La señora Costa prácticamente me dio unas
palmaditas en la cabeza y me dijo que hace falta un pueblo entero para criar
a un niño, y que debería llamar a mi hermana para pedirle ayuda.
—Tiene razón en que hace falta gente que te apoye. ¿Por qué no la
llamas?
—¿Qué? —Lucy se quedó perpleja.
Theresa hizo un gesto de la mano, quitándole importancia.
—Yo también odiaba a mi hermana cuando éramos pequeñas. Podríamos
incluso habernos hecho pelucas con todo el pelo que nos arrancábamos a
tirones. Ahora mataríamos la una por la otra. No la prestaría mi chaqueta
favorita, pero mataría a cualquiera que se metiese con ella. Yo la llamaría si
fuese tú. Cariño, lo peor que puede pasar es que te cuelgue el teléfono.
—No —dijo Lucy tajantemente. Y, por si acaso no había quedado claro,
lo repitió—. No.
—Vale, vale. —Theresa alzó los brazos en señal de rendición—. Pero no
se lo digas a Christopher hoy al menos. Tomate un tiempo. Piénsalo bien.
¿Vale?
Lucy parpadeó para evitar llorar.
—No va a cambiar nada en una semana.
Theresa se irguió todo lo alta que era frente a ella y le clavó el dedo en el
pecho.
—¿No? Déjame decirte una cosa: mi primo JoJo, que es el mayor
mujeriego que conozco, que me caiga un rayo si estoy mintiendo, estaba a
punto de perder su casa por una deuda con el banco cuando su novia
incendió su cama por haberle puesto los cuernos con su hermana. Toda la
casa estaba en llamas en menos de una hora —dijo, saboreando cada
palabra—. Le dieron una indemnización gigantesca. Ahora está viviendo en
Miami en un apartamento enorme con dos chicas a las que les duplica la
edad.
Lucy la miró a los ojos.
—Una historia muy inspiradora y alentadora. Gracias. Deberías dar
charlas TED.
—Una semana. Incluso aunque sea solo un día, ¿vale? Pero no lo hagas
hoy. Nunca jamás rompas un corazón un viernes. Le arruinas a esa persona
todo el fin de semana.
—Le he comprado unos tiburones de juguete para suavizar el golpe.
—Guárdate los tiburones. Y no se lo digas aún.
Lucy se rio por primera vez ese día.
—Sí, señora —dijo.
Theresa se marchó a la reunión del comité de planificación. Estando a
solas en la sala completamente vacía, Lucy sacó su teléfono móvil y se
metió en Google. Por mera curiosidad buscó «Angela Victoria Hart»,
después solo «Angela Hart» y luego «Angie Hart Portland Maine».
Lucy no tardó mucho en encontrarla. Angie Hart, de Portland, Maine,
treinta y un años, era una de las mejores agentes inmobiliarias en
Weatherby’s International Realty. Lucy pinchó sobre su fotografía y vio a su
hermana hecha toda una adulta. Preciosa, no guapa. Pero tenía una
dentadura perfectamente blanca y el maquillaje impecable, y llevaba puesto
un traje gris de falda y chaqueta que probablemente costara más que el
alquiler de Lucy. Según la página web de la compañía, Angie acababa de
vender una propiedad de dos millones de dólares. Y para clavar el puñal un
poco más hondo, Lucy buscó cuál era la comisión que se llevaban los
agentes inmobiliarios de media por venta, un tres por ciento. Un tres por
ciento de dos millones eran sesenta mil dólares.
Justo debajo del rostro sonriente de Angie estaba toda su información de
contacto. Su número de teléfono y su correo electrónico.
¿Sesenta mil dólares? ¿Por una sola venta?
El dedo de Lucy se posó sobre el número de teléfono. ¿Tampoco era que
mandar un mensaje de texto fuese a matarla, no?
Su corazón latía acelerado al pensarlo. Empezó a sudar
descontroladamente. ¿Pero qué le diría? ¿Gracias por contarme que mamá
y papá nunca me quisieron?¿Gracias por recordarme que nadie me quería
y nunca jamás me querrían? ¿Gracias por convertirme en una extraña en
mi propia casa? Ah, y, por cierto, ¿me puedes prestar algo de dinero?
No, no le diría nada, porque no había nada de lo que hablar.
Lucy lanzó su teléfono móvil dentro de su bolso. Se le estaba acabando la
batería de todas maneras.
–V
amos —dijo Lucy. Tomó a Christopher de la mano y
corrieron juntos por los pasillos.
—¿A dónde vamos?
—A la sala de ordenadores —dijo Lucy—. A mi teléfono no le queda casi
batería y necesitamos investigar.
La sala estaba vacía a excepción del señor Gross, su pobre profesor de
informática. Gross, «bruto», no era el apellido ideal para alguien que
trabajara con niños.
—Vamos a usar uno de los ordenadores unos minutos —le dijo Lucy
mientras corrían hacia el que estaba en el rincón más alejado de la sala.
—Todo vuestro. —Él estaba intentando instalar una nueva impresora y, a
juzgar por la retahíla de maldiciones para todos los públicos que estaba
soltando, no estaba teniendo demasiado éxito.
En cuanto Lucy se sentó frente al escritorio, subió a Christopher sobre su
regazo de nuevo. Aunque el niño no duró más que un segundo allí, ya que
bajó de un salto y fue a buscar una silla para sentarse a su lado. El estar
sentado en su regazo era algo que no le importaba cuando estaban a solas,
pero no le gustaba cuando había hombres adultos a su alrededor. Y ella
estaba demasiado distraída como para tomárselo como algo personal.
Rápidamente, Lucy tecleó su usuario y contraseña. Se metió en la página
de Facebook de La Isla del Reloj, pero no encontró nada que no hubiese
visto en el teléfono de Theresa. Tan solo estaba el anuncio de Jack
Masterson y cientos de miles de comentarios de los lectores que querían
saber algo más.
Lucy comprobó la bandeja de entrada de su correo electrónico. Sus
compañeros de la universidad se la habían llenado de preguntas.
¿Has visto lo de Jack Masterson? Eso se lo enviaba Jessie Conners, su
compañera de cuarto de su último curso. ¿No le conociste una vez?
Un antiguo compañero de trabajo del restaurante donde Lucy había
trabajado como camarera le escribió: Hola, ¿conoces a Jack Masterson,
verdad? ¿Sabes en qué se parece un cuervo a un escritorio?
Lucy no se molestó en responder a ninguno de ellos. Se metió
directamente en Google y buscó: «Concurso deseos Jack Masterson Isla del
Reloj». Christopher miró la pantalla sobre su hombro mientras ella entraba
en un enlace de Twitter. Sabía que probablemente no debería estar haciendo
esto con él observándolo todo. Una red social para adultos no era algo que
un niño pequeño debiese ver, pero estaba demasiado emocionada como para
parar.
El tuit era de un periodista de la CNN que decía: ¡Quiero jugar! ¿Dónde
está mi carta de Hogwarts, Jack? El enlace a un artículo anunciaba el
repentino regreso de Jack Masterson al mundo literario.
—¿Carta de Hogwarts? —preguntó Christopher.
—La gente debe de estar recibiendo invitaciones en papel a la Isla del
Reloj o algo por el estilo. Me pregunto…
—¿Qué?
—¿Puedes guardarme un secreto?
—Claro
—Va en serio. Este es un secreto muy gordo. No se lo puedes contar a
nadie.
Lucy odiaba tener que pedirle a un niño que guardase un secreto. Era
demasiada presión y ella lo sabía. Pero no podía arriesgarse a que esa
historia saliese a la luz. Los padres irían a por su pellejo.
—No se lo contaré a nadie, lo juro. —Christopher estaba empezando a
enfadarse con ella.
—Vale —dijo—. Este es el tema… he estado en la Isla del Reloj.
La reacción de Christopher fue la misma que había esperado. Sus ojos se
abrieron de par en par, y se quedó boquiabierto.
—¿Has estado allí?
—He estado allí.
Christopher gritó.
—¡Shh! —dijo, agitando su mano en el aire. Esto era lo mejor de trabajar
con niños. Se convertía en una niña de nuevo por unas horas al día. En vez
de ser una adulta cansada, preocupada por el dinero, el trabajo y las
facturas, volvía a ser solo una niña, preocupada por meterse en problemas
por hablar demasiado alto.
—¿Va todo bien? —preguntó el señor Gross.
—Todo bien —dijo Lucy—. Cuando tienes que gritar, gritas.
—Creo que yo también voy a ponerme a gritar —murmuró el señor
Gross, golpeando la impresora.
—¡Shh! Cálmate —le dijo ella a Christopher—. Estás asustando al señor
Gross.
Christopher no pareció haberla oído.
—¡Has ido a la Isla del Reloj! ¡Has ido a la Isla del Reloj! —El niño
respiraba con dificultad y agitaba las manos en el aire. Lucy le tomó
suavemente de las muñecas antes de que pudiese tirar el ordenador.
—Sí, todo eso es cierto —dijo—. Lo sé porque te lo acabo de contar.
—¡Me mentiste! —le reprochó Christopher. El maldito niño era
demasiado listo para su propio bien—. Me dijiste que le habías conocido,
que te había firmado tu libro.
—No mentía. No. Nunca. Yo nunca… bueno, sí, mentiría. Sin duda he
mentido antes. Pero en este caso simplemente no te conté toda la historia.
Te conté que conocí a Jack Masterson y que me firmó mi libro. Todo eso es
cierto. Lo que no te conté fue que lo conocí en la Isla del Reloj.
Christopher la fulminó con la mirada.
—Me mentiste.
Lucy se quedó mirándole.
—Tú me contaste que tu vecino era Superman.
—¡Yo pensaba que lo era! ¡Lo juro! ¡Se parecía mucho a él! —
Christopher frunció el ceño—. O casi.
—¿Quieres que te cuente la historia o quieres mandarme a la cárcel por
tergiversar ligeramente lo que pasó?
—Por mentir.
—Vale. Te mentí.
—¿Cómo fue? ¿Conociste al Mastermind? ¿Viste el tren? —Christopher
le hizo un montón de preguntas.
—Fue genial. No vi a ningún hombre escondido en las sombras —dijo—,
o ningún tren, pero estuve en la casa.
—¿Cómo llegaste hasta allí?
Y ahí era donde entraba en juego la parte secreta de su historia.
—Cuando tenía trece años —dijo—, me escapé de casa.
Christopher se quedó boquiabierto. Para un niño pequeño, escaparse de
casa era la mayor de las travesuras, el delito más grande que un niño puede
cometer. Todos los niños habían soñado con ello, hablado de ello,
amenazado con hacerlo y casi ningún niño lo había hecho en realidad, y los
que sí que lo habían hecho no solían contarlo.
La miró con un respeto completamente nuevo, casi como si la admirase
por ello.
—¿Por qué? —susurró.
—Porque —confesó ella— mis padres no me querían tanto como a mi
hermana. Quería llamar su atención.
—Pero eres buena persona —dijo, sonando completamente confuso—.
¿Por qué?
—¿Estás seguro de que quieres saber esta historia? Es un poco triste.
—No pasa nada —respondió Christopher—. Estoy acostumbrado a estar
triste.
Lucy le miró, se le rompió el corazón por segunda vez aquel día. Pero era
cierto. Christopher no estaba mintiendo. Estaba acostumbrado a estar triste.
Y bueno, ella también.
—Vale —dijo ella—. Ahí va. Es una historia triste. Pero no te preocupes.
Tiene un final feliz.
Lucy estaba enganchada. ¿Una niña que se saltaba las normas? ¿Una niña
con un nombre tan chulo como Astrid en vez del nombre de una vieja tonta
como Lucy? Si Astrid hubiese estado en el hospital, habría encontrado una
manera de colarse para ver a su hermana.
Deseaba que Astrid fuera su verdadera hermana…
En su mente, Lucy borró al pequeño Max de la portada del libro y se puso
ella en su lugar. Ahora eran Lucy y Astrid quienes estaban juntas en la Isla
del Reloj.
Horas después de que sus padres la dejaran sola, los abuelos de Lucy
fueron a recogerla. Ella se llevó el libro.
—¿Lo robaste? —Christopher parecía más impresionado que horrorizado.
—Creía que era algo que Astrid haría —dijo Lucy. Christopher aceptó ese
argumento.
Después de aquello, nada pudo interponerse en el camino de Lucy y sus
libros de La Isla del Reloj. Sacó todos los que estaban en la biblioteca de su
colegio. Cuando llegaba su cumpleaños, solo pedía dinero como regalo.
Cuando su abuela se la llevó a la librería del pueblo, Lucy compró todos los
libros que tenían en las estanterías, incluso aquellos que ya había leído de la
biblioteca. Incluso se disfrazó de Astrid en Halloween, con unos pantalones
pesqueros blancos, una camiseta a rayas náuticas blancas y azul marino, y
un sombrero blanco de marinero. Nadie sabía quién se suponía que era,
pero a ella no le importaba. Y cuando su maestra de quinto de primaria les
puso a todos la tarea de escribirle una carta a su autor favorito, Lucy ya
sabía a quién elegir.
Jack Masterson. Pan comido. Si querías escribirle a él o al maestro
Mastermind todo lo que tenías que hacer era escribir…
—Eso me lo sé —dijo Christopher—. Escribes «Isla del Reloj» y la carta
irá directamente allí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lucy.
Él la miró como si fuese la persona más estúpida del mundo.
—Lo pone en la contraportada de los libros —explicó.
—Oh, sí —cayó Lucy—. Lo había olvidado.
Lucy se pasó toda una semana trabajando en la carta para el señor
Masterson antes de armarse de valor y entregársela a su maestra para que la
enviase. Para la tarea tenían que contarles a los autores por qué habían leído
sus libros en primer lugar, por qué les gustaban tanto, y después les tenían
que hacer una pregunta. Les ponían una nota u otra dependiendo de sus
habilidades de escritura, no por la respuesta del autor, por suerte.
El señor Masterson nunca le respondió.
Al no recibir respuesta después de varios meses, la señora Lee le dijo que
no se desanimase. El señor Masterson era uno de los autores más vendidos
del mundo. Sus libros infantiles vendían más copias que los de muchos
escritores de narrativa adulta famosos.
A Lucy le había dolido, pero no le había roto el corazón. Estaba
acostumbrada a que el amor fuese algo unilateral. Y, en realidad, a esa edad,
no podía concebir que Jack Masterson fuese una persona real. Era el
nombre que salía en la portada de los libros, eso era todo. El pensar que
vivía en una casa, que dormía en una cama y que comía tarta o que iba al
baño le parecía tan descabellado como imaginarse a Jesús haciendo ese tipo
de cosas. O a Britney Spears.
—¿Quién es Britney Spears? —le preguntó Christopher.
—¿No sabes quién es la Gran Britney? —preguntó Lucy.
Christopher se encogió de hombros.
—Te he fallado, pequeño —dijo Lucy—. Pero volveremos a eso más
tarde. Regresemos al señor Masterson.
Aunque Jack Masterson no le hubiese respondido después de aquella
primera carta, Lucy decidió seguir escribiéndole. Cada par de meses le
mandaba una nueva. Sin que su maestra las leyese antes, Lucy podía ser
más sincera de lo que lo había sido antes con nadie. Le contó cómo sus
padres no la querían tanto como a su hermana, cómo vivía con sus abuelos
porque nadie la quería cerca.
De hecho, le contó que había vuelto a casa por las vacaciones de
primavera ese año. Y que, en esa semana, Lucy había contado todas las
palabras que sus padres le habían dicho. Desde el lunes por la mañana hasta
el domingo por la noche, sumándolas todas.
¿El recuento final?
Mamá: 27 palabras
Papá: 10 palabras
Mamá: 11 minutos
Papá: 4 minutos
Después contó cuántas veces le habían dicho que la querían esa semana, y
el recuento quedó así:
Mamá: 0
Papá: 0
C
hristopher se inclinó sobre la mesa como si Lucy estuviese a punto
de revelarle claves para activar una bomba nuclear.
—Recuerdo ese día como si fuera ayer —susurró Lucy. Se
estaba divirtiendo demasiado relatándole esa historia.
Un día de otoño volvió del colegio y, sobre la mesa de la cocina de sus
abuelos, había un sobre azul claro con su nombre. Acababa de cumplir trece
años, pero sabía que no era una tarjeta de felicitación. Buscó un cuchillo y
con un zas abrió el sobre.
—¿Qué decía la carta? —preguntó Christopher.
Lucy se la recitó palabra por palabra. La había leído tantas veces que se la
sabía de memoria.
Querida Lucy:
Tu amigo,
Jack Masterson
Tic, tac
Bienvenidos al Reloj
En las profundidades del bosque había una casa medio escondida por los
enormes arces. Astrid nunca había visto una casa tan extraña o tan oscura.
Era alta y grande, estaba hecha de ladrillo rojo, y crecía tanta hiedra en
sus paredes que solo se podían distinguir las ventanas por la luz de luna
que se reflejaba en los cristales.
—¿Es esto? —susurró Max a su espalda—. ¿Esta es su casa?
—Eso creo —respondió Astrid también en un susurro—. Entremos.
—Está a oscuras. No hay nadie dentro. Deberíamos volver a casa.
—No cuando acabamos de llegar. —Astrid también quería volver a casa.
Esa era la opción fácil. Pero no conseguirían que les concediesen su deseo
si se rendían.
Apareció una luz en la ventana. Había alguien dentro.
Astrid gritó en voz baja. Max gritó en voz alta.
Se miraron el uno al otro. Lentamente, se acercaron a la casa por el
camino hecho de piedras musgosas. Max la seguía pegado a su espalda.
Cuando llegaron a la puerta, estaba todo tan oscuro que Astrid tuvo que
encender su linterna para poder encontrar el timbre. Pulsó el botón y
esperó a que sonara.
No oyó un timbre, sino una voz, una extraña voz mecánica.
—¿Qué no se puede tocar, saborear o sujetar pero se puede romper?
Astrid dio un salto hacia atrás, lo que hizo que Max saltase también.
Ambos respiraban con dificultad por el miedo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Max con los ojos bien abiertos.
—Creo que ha sido el timbre. —Le temblaba la mano, pero volvió a
pulsar el botón.
La voz volvió a hablar, era como oír hablar a un reloj, y cada sílaba era
un tictac.
—¿Qué. No. Se. Pue. De. To. Car. Sa. Bo. Re. Ar. O. Su. Je. Tar. Pe. Ro.
Se. Pue. De. Rom. Per?
—Es un acertijo —dijo Astrid—. No podemos entrar a menos que
resolvamos el acertijo. ¿Qué no se puede tocar, saborear o sujetar pero se
puede romper? ¡Piensa, Max!
Pero Max no estaba pensando. Estaba temblando.
—Astrid, quiero irme a casa. Me prometiste que si me daba miedo
volveríamos a casa.
Entonces se dio cuenta. Sabía la respuesta.
Astrid la gritó hacia la puerta.
—¡Una promesa!
Tras una larga pausa, la voz volvió a hablar.
—Tic. Tac. Bien. Ve. Ni. Dos. Al. Re. Loj.
La puerta se abrió con un chirrido.
R
eza por un milagro.
Eso le había dicho la señora Costa. Lo mismo le había dicho
Theresa. Lucy no les había creído entonces. Ahora… puede que
estuviese empezando a creer.
Era lunes. El día que Lucy se marcharía a la Isla del Reloj.
Se había despertado a las cuatro de la mañana y se había obligado a
desayunar un tazón de cereales. Después de ducharse, maquillarse, peinarse
y vestirse, revisó sus maletas, asegurándose de que no se dejaba nada.
Al terminar la universidad había jurado que nunca volvería a Maine y,
con el tiempo, había olvidado lo mucho que echaba de menos el frío y
salvaje océano Atlántico, los vientos cortantes, los somormujos y los
frailecillos, los arándanos y los rollos de langosta y los popovers, esos
pasteles increíblemente deliciosos que se odiaba por no haber aprendido
nunca a cocinarlos. Y actuaba como si tampoco echase de menos tener que
llevar jersey nueve meses al año. Incluso cuando era sincera consigo
misma, admitiendo que echaba de menos su hogar, seguía sin arrepentirse
de haberse marchado a California. Eso le había salvado la vida, los largos
días soleados la sacaron del profundo y oscuro lugar del que había temido
ser incapaz de salir. Y conocer a Christopher había hecho que todo valiese
la pena.
Gracias a Dios no le había contado que nunca podría ser su madre.
Después de dos años de escatimar, ahorrar y sacrificarse sin llegar
prácticamente a ninguna parte, por fin tenía una oportunidad para hacerlo
realidad. Las reglas del juego decían que podía hacer lo que quisiese con el
libro si ganaba, incluso venderlo a cualquier editorial. Ese era su plan.
Ganarlo. Leerlo. Venderlo. Un nuevo libro de La Isla del Reloj
probablemente valdría mucho dinero. Como mínimo, le daría para
comprarse un coche y pagar la entrada de un apartamento. Tenía que ganar.
Por Christopher. Por ella. No iba a volver a tener una segunda oportunidad
como esta.
Un coche dio un pequeño bocinazo.
Hora de irse.
Se levantó, respiró hondo y se echó el bolso al hombro. Fuera, Theresa la
estaba esperando. Se había ofrecido a llevarla al aeropuerto. Lucy se rio
cuando salió de casa y vio el viejo Camaro beige de Theresa decorado con
un cartel que decía: ¡o la isla del reloj o nada!
—Estás loca —dijo Lucy mientras Theresa le quitaba la maleta y la
colocaba en el maletero. Tuvo que apartar algunas serpentinas azules y
doradas para poder meterla.
—Mis hijos querían hacer esto por ti. No me culpes —dijo Theresa.
Lucy se montó en el asiento del copiloto.
—¿Has dormido algo? —preguntó Theresa, alejándose de la acera.
—Puede que un par de horas.
—¿Emocionada o asustada?
—Emocionada por mí. Asustada por Christopher.
—Estará bien —dijo Theresa—. Cuidaré de él. Te echará muchísimo de
menos, pero está que no cabe en sí de la emoción. Sabe que ganarás ese
libro.
Lucy sacudió la cabeza.
—Ni siquiera sé qué se supone que tengo que hacer en esa isla. No me
han dicho nada sobre el juego. Todo lo que sé es que un coche vendrá a
recogerme al aeropuerto de Portland y que un barco me llevará a la isla. Me
dijeron que hiciese las maletas para cinco días y eso es todo.
—Muy misterioso. ¿Estás segura de que no es una secta? —Theresa le
guiñó el ojo.
—Te prometo que no me uniré a ninguna secta ni compraré ninguna
multipropiedad.
—¿Te dará tiempo a quedar con algunos de tus amigos en la ciudad?
—No creo. Creo que estaré en la Isla del Reloj hasta que termine el juego.
Y después volveré directa aquí.
—Bien.
Lucy miró a Theresa.
—No iba a quedar con Sean igualmente. No me podrías pagar lo
suficiente como para que accediese a verle.
—Tan solo era para asegurarme. Sé que dejaste todas tus cosas en su casa
cuando te mudaste. Si pensabas que merecía la pena…
—No merece la pena, lo sé. —Lucy había pensado en llamar a Sean más
de una vez, pedirle que le enviase sus cosas por correo. Podría haber usado
esos tacones Jimmy Choo que le había regalado. Los podría haber
empeñado.
—Buena chica. Nadie necesita tanto el dinero. Y si lo necesitas, pídeselo
a Jack Masterson. Esta locura de concurso ha vuelto a poner sus libros en
las listas de los más vendidos. Probablemente ese era su plan.
—Puede ser —dijo Lucy, aunque el Jack Masterson que ella había
conocido no parecía interesado en el dinero o en las listas de los más
vendidos. Y si lo estaba, ¿por qué no había publicado ni un solo libro en los
últimos seis años?
Lucy miró a su alrededor. Deberían estar ya por la autopista de camino al
aeropuerto.
—¿Estás segura de que al aeropuerto se va por aquí?
—Tenemos que hacer una parada rápida antes.
Tenían tiempo, así que a Lucy no le preocupaba demasiado. Miró a través
de la ventana, intentando contener los nervios. La mirada fija en el premio.
Necesitaba estar centrada. Ganar no sería una tarea fácil. Hacía tres días la
habían invitado, por videoconferencia, al Today Show. Habían entrevistado
a todos los concursantes, pidiéndoles que contasen la historia de cómo
habían terminado escapándose a la isla y por qué.
Andre Watkins había contado que, de niño, había sido víctima de acoso
racista en su colegio en Nueva Inglaterra. Se había escapado en una
excursión escolar. Jack había llamado a sus padres y les había dicho que no
tenía sentido que le mandasen a un colegio elegante si eso destruía las ganas
que tenía su hijo de aprender. Terminó yendo a un colegio donde se sentía a
salvo y Jack le escribió la carta de recomendación que ayudó a que entrase
en Harvard. Ahora era un abogado de éxito.
Melanie Evans, la otra mujer que también participaba, contó cómo se
había mudado a una nueva cuidad, a un nuevo colegio, sin amigos. Jack le
había enviado copias de sus libros a sus compañeros de clase con una nota
que decía que ese regalo era de su parte y de parte de su querida amiga
Melanie. Había sido la chica más popular del colegio después de aquello, y
ahora tenía su propia librería infantil.
El doctor Dustin Gardner reveló que le daba miedo salir del armario con
sus padres. Jack le había animado a ser sincero con ellos pero le había
prometido que, si no lo aceptaban, tendrían que responder ante él. Tener a
su escritor favorito del mundo entero de su parte le había dado el valor
suficiente para ser él mismo. Y Jack tenía razón. Al principio, sus padres
tuvieron problemas para aceptarlo, pero con el tiempo se convirtieron en su
mayor apoyo. Cuando los presentadores le preguntaron qué haría si ganaba,
dijo que lo vendería para poder pagar sus deudas estudiantiles. Después
preguntó si alguien quería empezar a hacerle alguna oferta. Eso hizo que
todo el público estallase en carcajadas.
Cuando llegó su turno, Lucy tergiversó un poco la verdad. Dijo que solo
quería ser la compañera de aventuras de Jack Masterson. Que él había
bromeado en una carta que le había escrito diciéndole que necesitaba una y
ella había intentado solicitar el trabajo. La parte de que sus padres la habían
abandonado y todos los problemas médicos de su hermana parecía
demasiado deprimente como para contarla en un programa matinal por
televisión.
—Estás demasiado callada, cariño. ¿Estás bien? —preguntó Theresa,
sacándola de sus ensoñaciones.
—Bien, estoy bien. Solo estoy nerviosa. Gracias, por cierto.
Theresa le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Tan solo te estoy llevando al aeropuerto.
—No, gracias por haberme convencido de no decírselo a Christopher.
Theresa tendió una mano hacia ella y le dio un suave apretón.
—Vas a ganar, y vas a ser su madre. Me niego a creer que no va a ser así.
—Es más probable que pierda.
—Vale, entonces roba algún cubierto de plata de Masterson mientras estés
allí. Lo venderemos por eBay cuando vuelvas. Llamémoslo «plan B».
—Una idea genial.
—Ahora en serio, mientras estés en Maine —dijo Theresa, señalando a
Lucy con el dedo—, quiero que pienses un «plan B» de verdad, ¿vale? No
me importa si tienes que conseguir un trabajo nuevo o hacer que tu hermana
se sienta tan culpable que te tenga que extender un cheque, pero es hora de
hacerlo realidad. ¿Vale? ¿Por Christopher?
Un nuevo trabajo significaba que no podría seguir con las tutorías de
Christopher después de clases. Y no podía ni siquiera obligarse a escribirle
un mensaje de texto a su hermana sin tener ganas de vomitar, mucho menos
podría pedirle dinero. Imposible.
—Vale. Pensaré en algo.
—Sé que lo harás. —Theresa aparcó frente a un pequeño bungaló con
arbustos en el patio delantero que necesitaban ser podados pronto. ¿Dónde
demonios estaban?
La puerta de la casa se abrió y Christopher salió corriendo hacia el coche.
Lucy miró a Theresa.
—De nada —dijo.
Lucy salió del coche y levantó al niño del suelo en un abrazo, dándole
vueltas.
—Lucy, me voy contigo al aeropuerto. La señora Bailey me ha dejado.
¡Hasta puedo llegar tarde al cole!
—Eso es genial. ¡Vamos! —Se montó en el asiento trasero con
Christopher y se aseguró de que tuviese bien puesto el cinturón mientras
Theresa salía a la autopista.
—Ha sido una sorpresa maravillosa. —Lucy le apretó suavemente el
hombro a Theresa.
—Pensé que necesitarías algo de apoyo moral.
—Yo soy tu apoyo moral, Lucy —dijo Christopher.
—Mi moral necesita todo el apoyo que pueda conseguir.
Durante el camino al aeropuerto, Christopher y Theresa hablaron sobre
sus libros favoritos de La Isla del Reloj: La máquina fantasma, Calaveras y
trampas y, especialmente, El secreto de la Isla del Reloj.
—¿Por qué ese es tan bueno?
—Es en el que el Mastermind adopta a una niña que va a la isla. Ella se
queda a vivir allí para siempre.
Christopher miró de reojo a Lucy.
Fue Lucy quien le habló por primera vez a Christopher de los libros de La
Isla del Reloj. Cuando la trabajadora social le recogió del hospital después
de que sus padres falleciesen, le preguntó si había algún adulto con el que
quisiera quedarse, ya que no podían localizar a ningún familiar.
Y él solo había dicho:
—La señorita Lucy.
Así fue cómo, durante una semana, Lucy fue la madre de Christopher. Era
verano cuando recibió la llamada durante un turno de noche en el bar donde
trabajaba mientras no había colegio. Un compañero de trabajo la condujo en
coche a la estación de policía y después los llevó a casa de Lucy.
Christopher, aún en estado de shock, no dijo nada durante el trayecto.
El gerente del bar tuvo la amabilidad de concederle unos días libres
remunerados mientras ella se quedaba con el niño traumatizado y asustado
las veinticuatro horas del día. Había puesto un saco de dormir junto a su
cama y le había dado todas las mantas disponibles que le habían prestado
sus compañeros, quienes, por primera vez en sus vidas, no hicieron ruido en
casa. Desesperada porque Christopher hablase con ella, había sacado una
caja que tenía guardada bajo la cama. Cuando se había marchado de Maine,
había viajado hasta California en avión con solo dos maletas. Una llena de
ropa. La otra llena de libros. Los libros de La Isla del Reloj fueron los
únicos que quiso llevarse. Le pidió que eligiese un libro, y le dijo que ella
se lo leería en voz alta. Él eligió El carnaval de la luna, el libro treinta y
ocho de la saga. ¿Por qué? Probablemente porque la portada le llamó la
atención, con su noria flotante, la montaña rusa alada y el niño vestido de
maestro de circo. También era una de sus favoritas. Metió a Christopher en
la cama con ella y él apoyó la cabeza sobre su brazo mientras le leía página
tras página, y esperó a que el niño dijese algo. Cuando llegaron a la mitad
del libro ya era hora de acostarse y él le pidió que le leyese un capítulo más;
eso fue lo primero que dijo desde que lo había traído a casa. Y fue el
momento en el que supo que haría cualquier cosa por él, cualquier cosa con
tal de hacerle feliz, para mantenerle a salvo, para darle una vida llena de
amor.
El día que la trabajadora social fue a recogerle para llevarle a su primera
casa de acogida, Christopher no quería irse. Se aferró a su cuello y lloró
desconsolado. Esa vez ella le prometió que volverían a estar juntos algún
día. En cuanto pudiera, serían una familia.
Cuando llegaron a la zona de salidas del aeropuerto, Lucy deseaba poder
meterle en su maleta de mano y llevárselo con ella.
Theresa salió del coche y sacó la maleta de Lucy del maletero.
—Te he traído algo —le dijo Lucy a Christopher.
—¿El qué?
Sacó la bolsa de La Tortuga Morada de su maleta y se la entregó. Él abrió
la caja envuelta con los ojos bien abiertos y se encontró no uno, ni dos, sino
tres tiburones.
—Oh, qué guay… —Los miraba asombrado—. ¿Me los puedo quedar
todos?
—Todos y cada uno de ellos. ¿Cuál es tu favorito?
—Este. —Acunó al tiburón martillo en sus brazos como cualquier otro
niño acunaría a un gatito.
—¡Sonríe! —Lucy le sacó una foto sujetando al tiburón como si estuviese
volando. Después él le pasó los brazos por el cuello y se aferró a ella. Ella
le devolvió el abrazo, casi con la misma fuerza. Christopher olía a champú
Johnson’s Baby, su olor favorito del mundo.
—Me tengo que ir —susurró.
Christopher se apartó y sonrió con valentía.
—Buena suerte.
—La necesitaré. —Le acunó el rostro entre las manos y le miró a los ojos
—. Le enviaré un mensaje a la señora Bailey en cuanto pueda, y ella te lo
podrá leer. ¿Vale?
—Vale. —Asintió. Después añadió en voz baja—. Intentaré responder al
teléfono si me llamas.
—¿Lo harás? No tienes por qué hacerlo. Puedo enviar mensajes. Y te
traeré un autógrafo del señor Masterson.
—¿Y el libro?
Ahora era ella quien tenía que armarse de valor y sonreír.
—Sabes que cabe la posibilidad de que no lo gane. Hay cuatro personas
compitiendo por él.
—Yo he pedido un deseo para que lo ganases.
—Entonces está hecho. —Le dio un último abrazo, le dijo que le quería y
después, como si se quitase una tirita rápido, salió del coche, abrazó a
Theresa y tomó su maleta.
—Acaba con ellos —dijo Theresa—. No dejes que nadie te intimide. Eres
maestra auxiliar de infantil. ¿Te las apañas con esos niños? Entonces puedes
con cualquier cosa.
Lucy le lanzó un último beso a Christopher. Él saludó a través de la
ventana hasta que el coche desapareció de su vista.
Respiró profundamente y se dirigió al aeropuerto. Habían pasado muchos
años desde la última vez que había volado en avión, desde que había
viajado en general. De verdad iba a volver a la Isla del Reloj. Aún no se lo
podía creer.
Para cuando pasó el control de seguridad y llegó a su puerta, casi era la
hora de embarcar. Se paseó ansiosa frente a ella, intentando apaciguar sus
nervios antes de tener que estar sentada en un avión seis horas seguidas. Al
principio no notó cómo su teléfono móvil vibraba en el bolsillo trasero de
sus vaqueros. Este se detuvo y luego volvió a vibrar. Lo sacó y vio que
alguien la estaba llamando desde Maine, un número desconocido.
Esa última semana había respondido a todas las llamadas que había
recibido de números desconocidos, por si eran del equipo de Jack
Masterson.
Respondió la llamada intentando sonar como una adulta, distante y
profesional.
—¿Diga?, al habla Lucy Hart.
Hubo un breve silencio hasta que la persona al otro lado de la línea habló.
—Hola, Pajarillo.
Lucy conocía esa voz. La conocía y la odiaba. Se le heló la sangre.
—¿Sean? ¿Qué…? ¿Por qué me llamas?
—He oído por ahí que vuelves a Portland a pasar unos días. Felicidades,
por cierto. Por lo del concurso ese. ¿De qué va todo eso?
Respiró profundamente.
—Puedes buscarlo en Google —dijo.
Su exnovio era la última persona del planeta Tierra con la que quería
hablar en esos momentos. En realidad, no. Era la penúltima persona del
planeta con la que quería hablar. Su hermana, Angie, era la última, pero
Sean le seguía muy de cerca.
—¿Por qué no me lo cuentas tú? Parece divertido.
Hubo una vez en la que había pensado que ese hombre bajaría la luna por
ella. Ahora sabía que tan solo la bajaría porque quería que ella viese lo
guapo que estaba a la luz de la luna.
—Voy a embarcar. ¿Qué quieres, Sean? En serio.
—Vamos, Pajarillo. No seas así. Sé que las cosas terminaron mal entre
nosotros. Sobre todo por mi culpa, pero ambos somos adultos. Actuemos
como tales y dejemos el pasado atrás.
¿Sobre todo por su culpa? ¿Sobre todo?
No tenía sentido enfadarse con él. Enfadarse significaba prestarle
atención y él se alimentaba de la atención como las plantas se alimentaban
de la luz del sol.
—¿Qué puedo hacer por ti, Sean? —dijo con toda la calma que pudo,
aunque sus ojos no dejaban de mirar hacia la agente de embarque, rezando
por que empezasen a embarcar pronto.
—Quedemos a tomar un café cuando estés en la ciudad.
—No puedo. Estaré todo el tiempo en la isla.
—La isla. Bien. Jugando en las grandes ligas de nuevo —dijo, y ella se
imaginó una sonrisa de suficiencia en su rostro—. Bien por ti.
Lucy no respondió nada. Sabía que era lo más sensato.
—Bueno, felicidades de nuevo. Sé que te encantaban esos libritos del
Reloj. Nunca los entendí, pero tampoco es que leyese libros infantiles, ni
siquiera de pequeño. Demasiado simples, ¿sabes?
—Yo soy simple —dijo Lucy.
—Nah. No me habría enamorado de ti si fueses simple. Eres más lista e
interesante de lo que crees.
No se fiaba ni un pelo de sus halagos. Al piropearla, se halagaba a sí
mismo porque eso significaba que tenía buen gusto.
—¿Qué pasó con el «deja de ser tan estúpida, Lucy»?
—Oye. Como he dicho, ambos llevamos mal la situación en el pasado. Yo
lo admito. ¿Y tú?
La agente de embarque tomó el micrófono que tenía sobre la mesa y
anunció que comenzarían con el preembarque. Lucy podría haber besado a
la mujer.
—Me tengo que ir. Estoy embarcando. Primera clase —dijo sin poder
contenerse—. Adiós, Sean.
—No cuelgues —dijo. No se lo estaba pidiendo, se lo estaba ordenando
—. Tengo derecho a saber qué pasó con el niño.
Ella respiró profundamente. No iba a echarse a llorar justo antes de
embarcar. Iba a seguir tranquila.
—Tienes razón. Tienes derecho a saberlo —repuso—. Pero ¿por qué
ahora? Nunca me enviaste ningún mensaje. Ni una sola vez. En estos tres
años.
¿Sean podía sentirse avergonzado? Probablemente no, pero al menos ella
por fin había hecho una pregunta para la que él no tenía una respuesta
preparada. Sabía por qué la estaba llamando ahora. El concurso estaba en
todas las noticias. Sean había oído su nombre y había recordado que existía.
Mejor aún, Lucy estaba consiguiendo sus quince minutos de fama. ¿Por qué
no aprovecharse un poco de esa fama? ¿Por qué no la llamaba y hacía que
toda su gran aventura girase a su alrededor? De todos modos, todo en el
mundo giraba a su alrededor.
—Te lo pregunto ahora, Lucy.
—No había ningún niño —dijo—. Felicidades. No eres padre. ¿Contento?
Ahora puedes admitirlo.
Su risa fría le erizó el vello de los brazos.
—Debería haber sabido que estabas mintiendo. Siento que tu jueguecito
no haya funcionado conmigo.
—Claro que piensas que soy una persona tan horrible como tú.
—No creo que sea…
—No me importa lo que creas. Adiós, Sean. No vuelvas a llamarme.
—Lo que quiera que…
Lucy colgó la llamada. Se levantó y tomó su maleta. Fue un alivio subirse
corriendo al avión, acomodarse en la amplia y mullida butaca, volver el
rostro hacia la ventana y cerrar los ojos. Respiró lentamente para calmar su
corazón acelerado. Esperaba que quien se sentase a su lado pensase que
temblaba porque tenía miedo a volar, no porque su exnovio fuese capaz de
ponerla nerviosa después de tanto tiempo. Odiaba que pudiese arruinarle el
día con solo una llamada. No, no iba a dejar que él volviese a tener ese
poder. Ya no era una niña. Ya no era su muñequita. Ya no estaba bajo su
control. No le daría esa satisfacción.
No, en ese momento decidió que ganaría el concurso. Ganaría ese libro.
Se lo leería a Christopher para celebrarlo y, al día siguiente, se lo vendería a
una editorial por tanto dinero como pudiera conseguir.
Entonces entraría en La Tortuga Morada con Christopher a su lado y,
cuando la dependienta le preguntase si podía ayudarles, Lucy respondería:
—Sí. Nos lo llevamos todo. Y envuelto para regalo, por favor.
Capítulo nueve
L
ucy llegó al aeropuerto de Portland poco después de las seis de la
tarde. Estaba cansada, agotada, hambrienta por comer algo de
verdad y fuera de sí de la emoción. Tenía la suficiente energía
mental después de un vuelo tan largo como aquel para acordarse de enviar
un mensaje a Theresa diciéndole que había llegado sana y salva a su
primera parada. No estaba segura de que fuese a tener cobertura en la Isla
del Reloj. Jack Masterson era conocido por su privacidad y reclusión, pero
también es cierto que todos los habitantes de Maine son conocidos por eso
también. Aun así, le preocupaba que Jack les confiscase los teléfonos. Así
que, como todavía seguía teniendo cobertura, también le envió un mensaje a
la señora Bailey, pidiéndole que le dijese a Christopher de su parte que le
quería y que estaba a salvo, en ese orden.
Le habían dicho que alguien iría a esperarla al aeropuerto a la zona de
recogida de equipajes y que debía buscar a un hombre con un cartel con su
nombre. Su vuelo había llegado un poco antes de lo previsto, así que no le
sorprendió no encontrarse con su chófer en la zona de llegadas. Lucy halló
un lugar tranquilo desde donde podía ver las puertas para aguardar. Parte de
ella esperaba alzar la mirada de nuevo y toparse con sus padres o su
hermana cruzando esas puertas o esperándola junto a la cinta de equipajes.
Una esperanza estúpida e imposible. Su familia nunca se había preocupado
por ella, jamás. Sus abuelos la querían mucho, pero nunca llegaron a
entender lo mucho que le dolía que sus padres la hubiesen abandonado.
Para ellos tenía sentido que la hija enferma recibiese toda la atención. Lucy
había tenido suerte, le recordaban una y otra vez. ¿Prefería que le prestasen
atención, le preguntaban, o ser la hija sana? Si eso hubiese significado que
sus padres la hubiesen querido, entonces habría elegido cortarse un brazo de
cuajo si eso suponía que le iban a dedicar cinco minutos de su tiempo.
Obviamente no la estaban esperando. Incluso si hubiesen sabido a qué
hora aterrizaba su vuelo, tampoco habrían ido a buscarla. Esa era tan solo
una vieja fantasía suya que se negaba a desaparecer.
¿Algún día dejaría de esperar que su familia apareciese de repente y la
llevase a casa?
A su alrededor podía ver a familias reunirse de nuevo. Padres abrazando a
sus hijos que se habían marchado a la universidad y que decían que no
querían que los abrazasen, o que al menos actuaban como si les diese
vergüenza. Maridos besando a sus esposas. Nietos cuyos abuelos les
estaban dejando sin aliento en un abrazo. Una niñita de unos cinco años que
corría hacia su madre mientras esta bajaba por la escalera mecánica.
Cuando la madre llegó al final de la escalera, levantó a la niña en volandas
entre sus brazos. Lucy sonrió al ver cómo la mujer aferraba a su hija contra
su pecho y le acariciaba la espalda. Cuando pasaron junto a ella, Lucy pudo
escuchar cómo susurraba contra el pelo de su hija:
—Mamá te quiere. Mamá te ha echado mucho de menos.
Ves, mamá, pensó Lucy. Eso era lo único que tenías que hacer. Todo lo
que yo quería era que fueses a por mí al colegio y me dejases correr hacia
tus brazos a la salida, que me levantases y me abrazases diciéndome:
«Mamá te quiere. Mamá te ha echado mucho de menos».
—¿Lucy? —Se giró y se encontró con un hombre increíblemente alto y
ancho de hombros con un uniforme negro de chófer sosteniendo un cartel
que ponía lucy hart.
Ella tomó su equipaje.
—Esa soy yo.
—Es un placer conocerte, Lucy —dijo mientras le quitaba la maleta de
las manos—. El coche está por aquí.
Debía de tener unos cincuenta años, con acento del Bronx y una sonrisa
enorme. La llevó hasta la acera y le pidió que le esperase allí. Cinco
minutos más tarde, volvió con el coche más grande que había visto en su
vida.
—¡Caray! —dijo Lucy en cuanto el chófer salió del coche para abrirle la
puerta—. Es un camión monstruo.
—Un Cadillac Escalade Strech. El señor Jack quiere lo mejor para sus
invitados. Dice que os lo debe porque la primera vez tuvisteis que hacer
autoestop con los barcos.
Le abrió la puerta y Lucy echó un vistazo al interior. El asiento trasero era
enorme. Había montado en coches como ese antes, cuando estaba con Sean.
Siempre hacían que se marease en el trayecto. ¿O puede que no hubiesen
sido los coches sino la compañía?
—¿Puedo sentarme delante contigo? —preguntó.
El chófer enarcó una ceja.
—Por favor —pidió. Este cerró la puerta trasera y le abrió la delantera.
Lucy se montó y él se dirigió hacia el asiento del conductor.
—¿Cómo te llamas? Se me ha olvidado preguntártelo antes —comentó
Lucy cuando él se hubo montado.
Él la miró como si estuviese intentando no sonreír.
—Mike. Mikey para los amiguis —dijo con un guiño. Claramente esa era
una broma que había hecho mil veces.
—Gracias por llevarme, Mikey.
Se ciñó el jersey y observó las farolas a través de la ventana al pasar.
Algunas cosas le resultaban familiares, pero la mayoría tan solo eran un
recuerdo borroso en su memoria. Respiró entrecortadamente. Había vuelto.
Juró que nunca volvería a casa, pero aquí estaba.
—¿Estás bien, niña? No tengas miedo. Jack es un buen tipo.
No quería desahogarse con su pobre conductor y hablarle de su relación
de amor-odio con su estado natal. Adoraba Maine. Pero todo lo demás: sus
padres, su hermana, su exnovio, todo lo que tenía que ver con aquella
ciudad… podía vivir sin ello.
—Solo estoy nerviosa por el juego —dijo.
—Apoya bien la espalda en el asiento. Tengo puestos los asientos con
calefacción. Y no te preocupes. He estado evaluando a tu competencia. Te
irá bien.
Tardaron veinte minutos en llegar a la terminal del ferri desde el
aeropuerto, donde esperaba un barco que la llevaría a la Isla del Reloj. Lucy
no paró de hacerle preguntas a Mikey durante todo el trayecto. Descubrió
que era la última en llegar y la única que venía de la costa oeste.
—No se me dan muy bien los juegos —confesó Lucy.
—No creo que Jack os vaya a hacer jugar al fútbol o a nada por el estilo.
Será divertido. No te asustes.
—Demasiado tarde. Estoy muerta de miedo.
Mikey soltó una risa y agitó la mano en el aire, restándole importancia.
—No tengas miedo, niña. Todo irá bien. Los otros concursantes son
simpáticos. Jack es simpático. Incluso Hugo es agradable cuando dejas de
lado su… ya sabes, su personalidad.
—Espera, ¿hablas de Hugo Reese? ¿El ilustrador?
Hugo Reese no era solo el ilustrador de los libros de La Isla del Reloj, era
su artista vivo favorito. Y ya le había conocido. Estaba en la casa el día que
ella se escapó.
—Él también vive en la isla —explicó Mikey—. Alguien debe tener
vigilado a Jack. Es un buen tipo. Un gruñón, pero no te creas el numerito.
—Oh, me acuerdo de él. Aunque entonces sí que me creí el numerito. —
Soltó una risa.
—¿Conoces a nuestro Hugo?
—¿Conocerle? No. Pero él, eh… me mantuvo ocupada mientras el señor
Masterson llamaba a la policía para que fuesen a buscarme.
No le había contado esa parte a Christopher pero, por supuesto, eso era lo
que había ocurrido. No puedes presentarte ante la puerta de un escritor
mundialmente famoso sin esperar que llame a la policía. Sí, el señor
Masterson le había dado té y galletas, y la había dejado acariciar a su
cuervo, pero no podía dejar que se quedase a vivir con él. Algunos deseos
se hacían realidad, pero otros no, y el de quiero vivir en una isla mágica
con mi autor favorito y ser su compañera de aventuras era el tipo de deseos
que nunca se hacían realidad.
Después de mostrarle su escritorio volador, Jack se había marchado con
una disculpa, prometiéndole que le daría una agradable sorpresa. Y había
vuelto con un joven a su espalda.
Lucy aún recordaba su aspecto. Le era imposible olvidar esos ojos azul
eléctrico bajo el ceño fruncido, el pelo despeinado a lo estrella de rock y,
por supuesto, sus tatuajes.
Tenía un tatuaje de manga completa en cada brazo. Remolinos de colores
rojo, negro, verde, dorado y azul. No eran arcoíris. Ni tampoco rayas. Solo
eran colores. Como si su cuerpo fuese una paleta. Y él fuese más pintura
que hombre.
—Lucy Hart, te presento a Hugo Reese —había dicho Jack—. Hugo
Reese, esta es Lucy Hart. Hugo es artista. Va a ser el nuevo ilustrador de
mis libros. Y Lucy ha venido para ser mi nueva compañera de aventuras.
¿Te importaría enseñarle a dibujar la casa del Mastermind? Necesitará saber
hacerlo.
¿Se lo creyó? ¿Se tragó la mentira? ¿De verdad había pensado que Jack
Masterson iba a dejarla quedarse a vivir en su casa? ¿Ser su compañera de
aventuras? ¿Su hija? ¿Su amiga? Quería creerlo, así que le tendió su mano
temblorosa a Hugo Reese.
Hugo se limitó a mirar la mano que le tendía y después se volvió hacia
Jack Masterson.
—¿Has perdido la cabeza, viejo? —Tenía acento británico. No un acento
británico elegante como el de un príncipe, sino como el de un cantante de
punk rock.
Jack Masterson se golpeó la cabeza suavemente con un puño.
—Sigo teniéndola en su sitio.
Hugo puso los ojos en blanco con tanto dramatismo que Lucy pensó que
estaba intentando ver qué había en el interior de su cabeza.
—Tómate tu tiempo —dijo Jack—. Volveré enseguida.
Entonces se quedaron a solas, Hugo Reese y ella. Ella estaba
increíblemente nerviosa y no porque tuviera el ceño fruncido, ni porque
fuera el nuevo ilustrador de los libros de La Isla del Reloj, sino porque era
el chico más guapo que había conocido. Normalmente no solía prestarles
atención a los chicos, pero no podía apartar la mirada de él.
—¿Así que Lucy Hart? —dijo.
De repente estaba muy, muy, muy nerviosa. Había chicos guapos en su
clase. Pero Hugo no era un chico. Era un hombre. Y un hombre realmente,
realmente, realmente apuesto.
—¿Te has escapado de casa? ¿Para venir aquí? ¿Sabes la estupidez tan
grande que acabas de cometer? Te podrías haber muerto. ¿Es que te dejaron
caer de cabeza al nacer?
A Lucy le sorprendió su enfado. Había esperado que fuese tan amable
como Jack.
—Puede —dijo, al borde de las lágrimas—. No les importo, así que
tampoco me sorprendería.
Hugo apartó la mirada.
—Lo siento. Mi hermano debe de tener tu edad. Se me iría la pinza si se
escapase de casa.
¿Que se le «iría la pinza»? Le gustaba esa expresión.
—Pero Jack dijo que…
—No me importa lo que dijese Jack. Casi le has dado un ataque al
corazón cuando te has presentado frente a su casa.
Lucy se rio. Hugo la fulminó con la mirada.
—Lo siento, lo siento. Es solo que… me apellido Hart, como «corazón»
en inglés. Pensé que estabas bromeando. Ya sabes, hart attack, «ataque al
corazón». —Lucy bajó la mirada a sus pies, y después la volvió a alzar
hacia él—. Lo siento.
Su mirada se suavizó. La tormenta que había antes allí había
desaparecido. Ella no estaba acostumbrada a que la regañase, bueno, nadie,
pero mucho menos artistas con aspecto punk sexi. En realidad era agradable
que pareciera preocuparse tanto por su seguridad.
—Está bien, siéntate —ordenó—. Y presta atención. Dibujar es como
aprender a conducir o a montar en patinete. No naces sabiendo cómo
hacerlo. Tienes que aprender y, si quieres aprender a hacerlo, puedes. Pero
si no quieres, no me hagas perder el tiempo.
Nadie le había dicho algo así antes, que cosas como el arte se aprendían.
Había asumido que no sabía dibujar porque simplemente no podía hacerlo,
pero ¿ahora tenía frente a ella a un artista diciéndole que podía aprender?
Menuda locura. Lucy se sentó, prestó atención e hizo todo lo que Hugo
Reese le pedía que hiciera. La primera vez la fastidió y volvió a empezar.
Lo intentó una y otra vez. Y después de media hora tenía un dibujo medio
decente de una casa espeluznante cubierta de hiedra y unas ventanas
extrañas que parecían ojos.
No era una casa cualquiera… era la casa de la Isla del Reloj.
Cuando terminó el dibujo, Hugo Reese lo miró durante un rato y dijo:
—No está mal, Hart Attack. Sigue así.
Ella no había vuelto a dibujar después de aquello, pero nunca había
olvidado la clase que él le había dado y lo mucho que le había gustado que
el chico más guapo que había conocido la llamase Hart Attack con ese tono
divertido.
Sobra decir que estaba un poco enamorada de él cuando terminó la clase.
Y esta terminó demasiado rápido. Media hora más tarde, la puerta del
estudio se volvió a abrir. Lucy alzó la mirada, sonriente, esperando
encontrarse a Jack Masterson. En cambio, en la puerta había un oficial de
policía seguido de una mujer que dijo que era una trabajadora social.
Estaban allí para llevársela a casa.
—Vamos, pequeña. El barco te espera.
La voz de Mikey la sacó por completo de sus recuerdos, devolviéndola al
presente.
Le llevó las maletas hasta el barco, donde el capitán las recogió y ayudó a
Lucy a subir a bordo. La acompañó hasta su asiento y le dio un vaso de café
caliente. Era la única pasajera de ese pequeño ferri azul y blanco.
Como aún le quedaban unos minutos para zarpar, sacó su teléfono para
mirar sus mensajes. Theresa le había respondido con mucho amor, abrazos
y sus mejores deseos. La señora Bailey había respondido con un mensaje en
el que decía que Christopher se alegraba de que hubiese llegado sana y
salva. Eso era todo.
Guardó su teléfono antes de que hiciese algo inútil como llamar a
Christopher para contarle las noticias sobre Hugo Reese. Todas esas
extrañas, salvajes e hipnotizantes ilustraciones de animales ficticios que
habitaban la Isla del Reloj, de los fantasmas que la rondaban o del tren que
hacía allí una parada, aunque cómo era posible que un tren llegase hasta una
isla era algo que el Mastermind nunca había llegado a explicar, todos
ellos… eran de Hugo. Christopher adoraba esas ilustraciones casi tanto
como amaba las historias que las contenían.
Lucy sabía que debía permanecer dentro de la cabina de pasajeros con su
café caliente. Pero no podía quedarse sentada. Con cuidado de no tropezarse
por el balanceo del barco, se levantó de su asiento y fue hacia la puerta. La
empujó y salió andando hasta la barandilla, aferrándose a ella con fuerza
mientras el ferri se balanceaba sobre el mar, surcando las olas, y se dirigía
hacia la isla.
Respiró profundamente llenando sus pulmones de brisa marina. No se
podía creer lo mucho que había echado de menos las noches frías de
primavera y el dulce aire salado del océano Atlántico. Si fuese un perfume,
compraría un frasco y se lo pondría cada día. Si tan solo Christopher
estuviera con ella. Él soñaba con vivir junto al océano y nadar entre
tiburones, y ellos estaban allí, en el mar, justo ante sus narices. Tiburones
toro. Tiburones azules. No había tiburones martillo, por desgracia, pero
había tiburones blancos, lo que sin duda le impresionaría. Ella tendría que
advertirle de que no alimentase a las gaviotas y de que nunca acariciase a
las focas, pero a él le encantaría poder estar aquí. Este sería su paraíso.
Volvió a sentirse como si tuviese trece años, aterrorizada pero, sobre todo,
emocionada. ¿Se moría de ganas por ver de nuevo a Jack Masterson? Por
supuesto. Era uno de sus ídolos. Quizás era el único que aún no la había
decepcionado. Pero sobre todo, esta era su oportunidad, su única
oportunidad, de conseguir algo para Christopher y para ella. Si ganaba.
Ahí estaba la clave. Si.
El cielo oscuro se despejó. El motor cambió su ritmo. El barco aminoró la
marcha.
Frente a ella, no muy lejos, había una casa, una hermosa casa victoriana
enorme recubierta de hiedra trepadora con unas extrañas torres que miraban
hacia la playa, el muelle y el mar.
El corazón le latía tan fuerte como un tambor.
Ahí estaba. La Isla del Reloj.
Y en su mente, como si lo dijese una voz mecánica, escuchó:
Tic, tac. Bienvenidos al Reloj.
Había regresado.
Parte tres
Acertijos, juegos
y otras
cosas extrañas
Estaba allí, pero Astrid no podía verle. Todo lo que veía era la silueta de un
rostro entre las sombras que proyectaban las llamas de la chimenea. El
Mastermind.
—¿Señor? Maestro, mmm… —empezó a decir Astrid y Max tosió—.
Quiero decir, maestro Mastermind. ¿Mi hermano y yo esperábamos poder
pedirte un deseo?
—¿Un deseo? —dijo la voz desde las sombras—. ¿Es que te parezco un
genio?
—¿Quizá? —dijo Astrid—. No sé cómo son los genios, así que puede que
se parezcan a ti.
Él no respondió nada ante aquello, pero ella pudo ver cómo la sombra
que cubría su rostro parecía estar sonriendo.
—¿Maestro Mastermind? —dijo Max. Le temblaba la voz—. Nuestro
padre se ha marchado lejos, muy lejos, por un trabajo. Le echamos mucho
de menos. Si pudiese conseguir un trabajo cerca de casa, volvería. Lo que
deseamos es que…
—Dime, ¿qué vuela pero no tiene alas? —dijo el hombre desde las
sombras—. Cuando lo averigües, tendrás tu respuesta.
Max miró a Astrid, pero ella no sabía la respuesta. Paseó la mirada por
la habitación, intentando con todas sus fuerzas que su cerebro diese con la
respuesta, para ver si la solución estaba escondida en alguna parte. La sala
estaba tan en silencio que podía oír los latidos de su corazón. Parecían el
tictac de un reloj.
¿El tictac de un reloj?
—El tiempo —dijo—. El tiempo vuela pero no tiene alas.
—Con tiempo, si eres paciente, tu padre volverá a casa.
Max tiró de la manga de Astrid.
—Vámonos. Sabía que esto no serviría de nada. Volvamos a casa.
Él se giró para marcharse, pero Astrid se quedó de pie donde estaba.
—No quiero esperar. Echamos de menos a papá ahora. ¿Es que tú nunca
has echado de menos a nadie? Cuando no están contigo, un día sin ellos
parece un millón de años.
De nuevo, el Mastermind se quedó en silencio durante mucho, mucho
tiempo. De hecho, estuvo tanto tiempo callado que le podrían haber crecido
alas al tiempo y haber aprendido a volar mientras ella esperaba que
volviese a hablar.
—¿Seréis valientes? —preguntó—. Solo los niños valientes consiguen lo
que desean.
Astrid estaba asustada, muerta de miedo. Pero alzó la barbilla y dijo:
—Sí. Seré valiente.
Y Max le aferró la mano y dijo:
—Yo también. Si tengo que serlo.
El Mastermind soltó una carcajada que era más escalofriante que
cualquier grito.
—Oh, tendrás que serlo.
E
l barco aminoró aún más la marcha al acercarse al muelle de
madera. Los faros del ferri lo iluminaron por completo. Había un
hombre que estaba de pie al final del muelle. Lucy no podía
distinguir su rostro, pero no era Jack Masterson. Parecía demasiado joven y
demasiado alto. Estaba allí, de pie, con las manos en los bolsillos de un
chaquetón oscuro, de cara al viento nocturno como si el frío no le afectase.
Y cuando el patrón del ferri le lanzó la cuerda de amarre, él la atrapó
rápidamente y amarró el barco como si lo hubiese hecho mil veces.
Ella se dirigió a la parte delantera del ferri, abrazándose para protegerse
del frío aire nocturno. El hombre del muelle le tendió la mano para ayudarla
a bajar. Ella se centró en no caerse mientras bajaba por la pasarela.
—¿Maletas? —dijo el hombre del muelle. El patrón se las entregó y se
despidió de Lucy rápidamente.
El hombre la miró de arriba abajo.
—Típico de los californianos. ¿No llevas abrigo?
Acento inglés. Le resultaba familiar. ¿Podría ser? ¿Pero dónde se había
quedado el peinado de estrella de rock?
—No he traído abrigo —confesó, avergonzada. Había estado evitando
comprarse un abrigo de invierno, convenciéndose de que probablemente no
lo necesitaría para un viaje tan corto. Resultaba que sí lo necesitaba—. Pero
estoy bien. Tengo un jersey en la maleta.
—Toma. Ponte esto. —Le entregó una chaqueta de invierno de hombre
forrada de franela que había traído consigo, como si esperase que hubiese
hecho la maleta sin pensar. Hizo lo que le decía, agradecida por el calor
mientras se envolvía en el enorme abrigo. Al ponérselo, se dio cuenta de
que olía a mar.
—Gracias —dijo—. Ya no tengo mucha ropa de invierno.
—Claro que no —repuso él—. Estoy seguro de que no estás
acostumbrada a estar en un lugar que no tenga un incendio activo.
—Eso es insultante —le reprochó Lucy, chasqueando la lengua—. No es
que sea incorrecto, pero sigue siendo insultante.
Él casi esbozó una sonrisa ante aquello. Puede. Pero no lo hizo.
—Por aquí —le pidió, y empezó a bajar por el muelle hacia la casa; las
ruedas de su maleta chirriaban sobre los tablones de madera, y ella tuvo que
ir al trote para poder seguir sus largas zancadas.
—Eres Hugo Reese, ¿verdad?
Él se detuvo abruptamente y la miró molesto.
—Por desgracia. Vamos. Jack está esperando.
Era el mismo Hugo que recordaba, incluso aunque ya no tuviese aspecto
de macarra. Treinta y tantos, mandíbula fuerte, ojos azules intensos e
inteligentes tras un par de gafas de montura negra. Llevaba un chaquetón
azul marino abierto que dejaba a la vista su atractivo cuello. Cuando tenía
trece años había pensado que era muy guapo. Ahora diría que era apuesto,
muy atractivo, a pesar de su ceño fruncido, casi elegante. Se parecía más a
un profesor de universidad que a una estrella del rock. Y ella decidió en ese
momento que le gustaba la mejora.
Le siguió, preguntándose cuánto recordaba él de su última visita.
Probablemente nada. Era joven, sí, pero había sido un adulto, mientras que
ella era una cría de trece años, la edad en la que los niños son más
impresionables, por lo que se acordaba de cada palabra que le había dicho.
De repente, volvía a estar en la entrada de la casa, con la mano de la
trabajadora social posada sobre su hombro mientras se despedía del señor
Masterson. Jack Masterson le dijo amablemente que tenía que volver a casa,
que odiaba tener que dejarla marchar, pero que la ley le prohibía quedarse
con los niños que aparecían en su puerta. Deseaba poder hacerlo, de todo
corazón. Podría ser la niñera de Thurl Ravenscroft. Quizá cuando fuera
mayor podría regresar, le había dicho.
Hugo había estado sentado en las escaleras a su espalda y mientras la
trabajadora social se la llevaba, escuchó cómo le decía a Jack:
—Deja de hacer promesas que no puedes cumplir. Vas a matar a alguien
un día de estos, viejo.
Eso la enfureció entonces. Ahora, con veintiséis años, tenía que admitir
que Hugo tenía razón en algo: Lucy podría haber muerto al escaparse de
casa solo porque un escritor mundialmente famoso había bromeado en sus
cartas sobre necesitar una compañera de aventuras.
Pero nunca había conseguido olvidar lo que Jack Masterson le había
respondido.
—Hugo, siempre hay que quedarse callado cuando se está rompiendo un
corazón.
Hugo había soltado una risa amarga ante el comentario.
—¿El tuyo o el suyo? —había preguntado.
Esa había sido la última vez que había visto a Hugo Reese.
—¿Pasa algo? —le preguntó Hugo. ¿Es que se había quedado mirándole
fijamente? Ups. Lucy se alegró de que el aire frío y cortante ya se hubiese
encargado de sonrojarla.
—Ya nos conocemos —confesó—. Me preguntaba si te acordarías.
—Me acuerdo. —No parecía alegrarse por ello. Vale, así que no era un
buen recuerdo, pero era mejor que si lo hubiese olvidado.
—Estás distinto.
—Se llama «madurar». Gracias por notarlo. —Luego se apartó de su lado
y dijo—: Vamos. Todos están esperando.
Llegaron al camino empedrado y lo siguieron hasta la puerta principal, el
mismo camino empedrado por el que Lucy había subido años atrás.
Se detuvo en seco y observó la casa. Salía luz por todas las ventanas
como si fuese Navidad. Un reloj de metal colgaba sobre las puertas dobles
en forma de arco, tal y como ella recordaba. Lucy ya se sentía bienvenida,
cómoda, como si este fuese su lugar, aunque sabía que no era así.
—¿Vienes? —preguntó Hugo.
—Sí, perdón. —Siguieron adelante—. Lo siento, ¿sabes?
Él frunció el ceño, con ese gesto que ella recordaba tan bien.
—¿Por qué?
—No sé si te acordarás, pero me gritaste por haberme puesto en peligro al
escaparme de casa. Entonces nunca se me ocurrió pensar en cuántos
problemas podría haber metido a Jack Masterson al aparecer en su puerta.
Era estúpido y riesgoso, y podría haber perjudicado su carrera si se hubiera
sabido que estaba, no sé, atrayendo a niñas a su casa.
—Es él quien debería disculparse contigo. —Miró fijamente la casa,
como si en su interior viviese su peor enemigo—. Maldito idiota, pensar
que podía jugar a ser Dios con una niña descarriada y salir impune.
—No estaba tan descarriada —dijo, intentando hacerle sonreír. No
funcionó.
—No estaba hablando de ti. Vamos.
Sin decir nada más, Lucy siguió a Hugo al interior de la casa en la Isla del
Reloj.
Capítulo once
P
or fin había llegado la última concursante. Ya podía empezar ese
maldito concurso. Hugo ya estaba contando los minutos para que se
acabase y la casa volviese a quedar en silencio. Entonces se podría
sentar a hablar con Jack para decirle que había llegado el momento de que
Hugo continuase con su vida. Con todo el mundo a salvo en la isla, se
permitió relajarse un poco. No eran los odiosos invasores que había estado
temiendo encontrarse. Andre era amable y curioso. Melanie, la canadiense,
era extremadamente educada. Dustin, el médico, parecía un cable al rojo
vivo de energía nerviosa. ¿Y Lucy Hart? Con lo joven y delgada que
parecía, podría haber sido la primera que descartase, pero era la única de los
cuatro que había tenido la decencia de disculparse por haber puesto en
riesgo toda la carrera de Jack al escaparse de su casa de niña. No sabía que
la gente aún seguía disculpándose. Dios sabía que Hugo intentaba evitar
hacerlo siempre que podía.
—Por aquí —le dijo, llevando su maleta por el camino empedrado hasta
la puerta principal. Le abrió la puerta y la dejó pasar.
Ella se quitó el abrigo y se lo tendió.
—¿Es tuyo?
—Quédatelo. Tengo muchos abrigos. A menos que tengas una parka en tu
maleta, probablemente lo necesites. Devuélvemelo más tarde.
Ella abrazó el chaquetón contra su pecho.
—Gracias, de nuevo.
Lucy alzó la mirada hacia el techo, observando la casa; trazó un círculo
con la mirada por la vieja araña de cristal de colores que había colgada en la
entrada y sonrió. Él fijó su mirada en ella, intentando encontrar a la niña
flacucha de trece años que había conocido entonces. Lo que mejor
recordaba de esa extraña tarde era lo enfadado que había estado con Jack
por haber sido tan estúpido como para animar a una niña con problemas en
casa a pensar que tenía una conexión real con él solo por haber leído sus
libros. ¿Es que no se daba cuenta de que todos los niños del mundo
pensaban que eran especiales, que podrían haber sido príncipes, reinas o
magos si el universo no les hubiese traicionado al dejarles con la familia
equivocada, en la casa equivocada, en la ciudad equivocada o en el mundo
equivocado? Lo último que necesitaban esos niños era que un escritor rico y
famoso pudiese y quisiese cambiarles sus vidas mágicamente con tan solo
desearlo con fuerza. La pobre Lucy Hart se había tragado el cuento.
Esperaba que ya se hubiese despertado de ese sueño.
Hugo siempre había querido ser artista, desde niño. Había boceteado y
pintado diez horas cada día, todos los días, durante toda su vida, hasta que
sus dibujos se habían vuelto medianamente decentes. El desearlo con fuerza
no era lo que había convertido su sueño en realidad, había tenido que
trabajar duro para conseguirlo.
—Los otros están en la biblioteca —le dijo a Lucy—. Empezaremos
pronto.
Ella tendió la mano hacia su maleta, pero él fue más rápido.
—Yo llevaré esto arriba. Por aquí.
Lucy le siguió hasta la sala de estar. Dios, sí que había crecido desde la
última vez que la había visto hacía tantos años. Era preciosa, admitió a
regañadientes. El cabello castaño le caía sobre los hombros en suaves
ondas, ligeramente húmedo por la brisa marina. Unos ojos marrones
brillantes. Una sonrisa enorme, enmarcada por unos labios rosados y unas
mejillas sonrojadas por el aire frío de la noche. Jack había dicho que era
maestra de infantil o algo así. ¿Alguna vez había tenido maestras en el
colegio tan jóvenes y guapas? Probablemente no. Se acordaría si hubiese
sido así.
Las puertas de roble de la biblioteca estaban cerradas. Cuando llegaron
hasta ellas, Lucy se detuvo.
—¿Qué sucede? —le preguntó Hugo.
Ella sonrió.
—He vuelto a la Isla del Reloj. Esto es una locura.
—Me digo lo mismo cada mañana. Aunque sin sonreír. —Estaba
bromeando, pero ella no se rio. No parecía estar prestándole atención. En
cambio, Lucy Hart estaba en un trance. O, si quería ser más preciso, estaba
en trance. Su bolso, que era una bolsa de tela con las palabras colegio
redwood y una secuoya pintadas, se deslizó por su hombro y aterrizó en el
suelo con un ruido sordo a sus pies mientras se giraba y observaba la
habitación.
—Tenemos tiempo. Puedes echar un vistazo si quieres.
—Quiero.
La casa de Jack podía dejar sin palabras a cualquiera. A él también le
había dejado mudo hacía tantos años. La sala, en realidad todo el edificio,
parecía haber salido de un sueño febril victoriano. El papel morado oscuro
de pared con el patrón de cadenas plateadas y calaveras… el techo pintado
con el azul celeste más claro… un gran ventanal que daba a la colina que
conducía al océano, aunque no se pudiese ver por lo oscuro que estaba
fuera… Lucy se detuvo frente a la enorme chimenea de mármol, en la que
el fuego chisporroteaba lentamente, y tomó un trozo largo de metal oxidado
de la repisa.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucy—. ¿Un clavo de ferrocarril?
—El clavo de un ataúd —respondió Hugo.
Ella le miró con los ojos abiertos de par en par.
—¿De un ataúd de verdad?
—Hace cientos de años, esta isla pertenecía a la familia de un rico
industrial que enterraba a sus muertos en su cementerio privado. Las cajas
de pino terminan pudriéndose, pero los clavos no. A veces acaban saliendo
a la superficie.
—¿Y llegan hasta la repisa de la chimenea?
Hugo se quitó el abrigo y lo tiró sobre el respaldo del sofá.
—Jack es un excéntrico, por si aún no te habías dado cuenta.
—«Jack es un excéntrico», ¿dijo el artista que literalmente se ha pintado a
sí mismo como si fuese un lienzo? —Lo dijo con un tono burlón, mientras
señalaba con la mirada sus antebrazos.
Él se había remangado la camisa hasta los codos. Ambos brazos, desde la
muñeca hasta los hombros, estaban cubiertos de tatuajes, remolinos
abstractos de distintos colores que hacían que sus brazos pareciesen más
una paleta de pintura que una extremidad.
—Él es un excéntrico y yo soy un hipócrita —dijo, bastante complacido
con que ella se hubiese fijado en sus tatuajes. Observó sus antebrazos,
volviendo a ver la tinta que los recubría a través de los ojos de la joven—.
¿No te parecen un poco exagerados? La juventud y la sambuca tienen la
culpa.
—No, me gustan —respondió Lucy—. Hacen que parezcas hecho de
pintura. De pintura y de dolor.
—Estoy hecho de malas decisiones —confesó, aunque estaba
impresionado de que ella hubiese conseguido entrever el significado de sus
tatuajes. Porque ¿qué era la vida de un artista sino pintura y dolor?
Lucy tocó con cuidado la cuenca del ojo del cráneo de cíclope que
colgaba junto a la chimenea, un atrezo que habían usado en la versión
cinematográfica de Disney Channel de Calaveras y trampas.
—Esta casa es increíble —dijo, asombrada—. Estaba tan nerviosa la
primera vez que vine que no recuerdo gran cosa.
Observó el reloj de pared que servía como mapa de la Isla del Reloj,
pasando un dedo sobre las horas y las pequeñas ilustraciones de pozos de
los deseos y piscinas de olas…
D
espués de que terminasen de comer y de ponerse al día, Jack los
llevó de vuelta a la casa. Hugo se había quedado en la biblioteca
con su cuaderno de bocetos, trabajando en algo. ¿Quizá la portada
del nuevo libro? Lucy quería echar un vistazo a escondidas, pero Jack les
pidió que tomasen asiento y ella se sentó en un enorme sillón con
estampado de libros. Era un alivio volver a estar en el interior, calentita y
cómoda. Pero no le duró demasiado.
—Ahora —dijo Jack con un fuerte suspiro—. Me temo que por mucho
que me hubiese gustado mantener este juego solo entre nosotros… los de
arriba tenían otras ideas. ¿Hugo?
—Iré a buscar el latón —dijo Hugo mientras cerraba su cuaderno de
bocetos, se levantaba y salía de la habitación.
—¿Qué es el latón? —preguntó Andre.
Lucy se levantó de su asiento para servirse una taza de té.
—Soy yo. —Había una mujer de pie en la entrada de la biblioteca, con un
traje de pantalón que parecía muy caro. Jack empezó a tararear la banda
sonora de Tiburón. Lucy entendió la broma. Ella era el tiburón, una
abogada.
—Me llamo Susan Hyde, trabajo como abogada para Lion House Books,
editorial con la que se han publicado los libros de La Isla del Reloj. Todos
competiréis por conseguir la única copia existente de…
—Existente —la interrumpió Jack, asintiendo—. Buen término.
La señora Hyde siguió hablando, como si no le hiciera ninguna gracia la
interrupción.
—Todas las competiciones, acertijos y juegos han sido revisados por
adelantado y aprobados por nuestro equipo para asegurar imparcialidad. En
caso de hacer trampas de cualquier forma o manera, incluyendo usar
teléfonos fijos, móviles, ordenadores o cualquier otro dispositivo con
conexión a internet, serán inmediatamente descalificados. Obstaculizar al
resto de participantes o los intentos de soborno…
—Siempre son bienvenidos —la volvió a interrumpir Jack—. Acepto
billetes de diez y de veinte, así como trufas de chocolate.
Todos se rieron. Todos menos la abogada.
—Empecemos por lo importante —siguió la señora Hyde—. El papeleo.
Papeleo enormemente importante que deberían haber firmado nada más
entrar en la casa.
Jack elevó la mirada hacia el techo.
—Dios, sálvame de los abogados —suplicó.
—¡Oye! —le reprochó Andre, medio en broma.
—Sí, perdóname, hijo —dijo Jack—. ¿Os importaría firmar esos papeles
del demonio que dicen que no me demandaréis a mí, ni a mi agente, ni a mi
editora si no ganáis el juego?
—También es un descargo de responsabilidad —continuó la señora Hyde
—. No podrán presentar cargos si, por ejemplo, se ahogan nadando.
—Prometo que si me ahogo —dijo Melanie mientras se levantaba a
servirse una taza de té—, no presentaré cargos contra nadie.
—No es una broma —respondió Hugo desde la entrada—. El mar ahí
fuera puede acabar con vosotros en un segundo.
—No pasa nada, Hugo —dijo Jack—. Ninguno va a salir herido.
¿Verdad?
Todos asintieron.
—Bien —se limitó a añadir la abogada.
Sacó cuatro carpetas de su maletín y se las entregó.
—Que nadie firme nada aún —les detuvo Andre, alzando la mano—.
Dejadme echarle un vistazo primero.
Nadie dijo nada mientras Andre paseaba por la biblioteca, leyendo el
acuerdo. Hugo avivó el fuego de la chimenea. Dustin movía la pierna con
tanta fuerza que hacía temblar el suelo. Melanie sorbía su té tranquilamente.
Mientras tanto, Jack silbaba alegremente la banda sonora de Jeopardy!
Dos veces.
—Todo parece estar en orden —determinó Andre—. Nada fuera de lo
normal.
Él fue el primero en firmar. Lucy tomó la carpeta y firmó. Si antes todo
aquello no había parecido real, ahora sí.
Le devolvió la carpeta a la abogada con los papeles firmados.
—También —continuó la señora Hyde—, en caso de que ninguno de
ustedes gane el libro, los derechos de publicación volverán directamente a
Lion House Books.
—Dicho de otro modo —explicó Jack—, me han amenazado con
demandarme si no les dejaba llevar los hilos del juego. No os preocupéis.
Al menos dos o tres de vosotros podréis ganar.
Los cuatro fugitivos se miraron.
Lucy se sintió extrañamente encantada con aquel comentario críptico. Era
algo que diría el Mastermind. Siempre jugaba limpio, pero eso no siempre
significaba que jugase con amabilidad.
—¿Qué dos o tres? —Andre fue el único lo suficientemente valiente
como para preguntarlo.
—Solo Lucy y Melanie se molestaron en preguntarles a los chóferes que
las trajeron sus nombres. Bien hecho, señoritas. Si eso hubiese formado
parte del juego, ya tendríais cada una un punto.
—Espera, ¿qué demonios? —dijo Dustin—. ¿Nos vas a poner a prueba al
azar sin decirnos qué es parte del juego y qué no?
Jack sonrió con malicia.
—Es muy probable.
Lo había dicho como si fuese una broma, pero el ambiente de convivencia
amistosa que había existido acababa de desaparecer. La tensión en la sala se
podría cortar con un cuchillo de mantequilla.
El latón, la señora Hyde, les entregó otro papel con las reglas.
Habría juegos cada día, leyó Lucy. Para ganar el libro, el concursante
tendría que conseguir diez puntos. La mayoría de los juegos valían dos
puntos si lo ganabas y te llevabas un punto si quedabas segundo. Menos con
el último juego. El juego final valía cinco puntos.
—¿Cinco puntos por el último juego? —preguntó Andre.
Jack sonrió.
—Siempre apuesto por el que lleva las de perder.
—Y si nadie consigue los diez puntos requeridos —les recordó la señora
Hyde—, el libro irá inmediatamente para Lion House.
—Requeridos —dijo Jack, asintiendo—. De nuevo, buen término.
—Si uno de ustedes gana el libro —continuó la abogada, ignorando a
Jack de nuevo—, Lion House me ha autorizado a hacerles una oferta por el
manuscrito por una generosa cuantía de seis cifras.
Seis cifras. A Lucy se le aceleró la respiración. Cien mil dólares, ¿o
puede que más? Con esa cantidad Lucy podría permitirse cómodamente un
apartamento, un coche y cuidar de Christopher. No le duraría demasiado en
California, pero sería un buen comienzo.
Jack hizo un gesto despectivo con la mano.
—Subastadlo.
—¿Qué pasa si dos personas consiguen diez puntos? —preguntó Dustin.
—Nadie los conseguirá —respondió Jack—. Sería impresionante si
incluso uno de vosotros los reuniera.
Jack ya no parecía un anciano, no cuando la miró a los ojos y le sostuvo
la mirada sin sonreír. A ella ya no le parecía estar en presencia de Jack
Masterson, el querido escritor de libros infantiles. En su lugar estaba el
Mastermind, el rey de la Isla del Reloj, el mago de los acertijos, el guardián
secreto vestido de sombras que concedía a los niños sus deseos, pero solo si
se los ganaban.
La sala se quedó en silencio, como si alguien estuviese a punto de revelar
un secreto muy importante. El único sonido provenía de la brisa marina que
corría junto a la casa y el crepitar ocasional de la chimenea.
—Ah, una última advertencia, también habrá… —Jack se quedó callado
como si estuviese buscando la palabra adecuada— retos. No valdrán ningún
punto, pero si os negáis a afrontarlos, seréis descalificados y os enviarán de
vuelta a casa. ¿Ha quedado claro?
Andre negó con la cabeza.
—La verdad es que no, Jack.
—No puedo culparte por ello —dijo Jack, todavía jugando a ser el
enigmático Mastermind—. Pero empecemos, ¿os parece?
Fuera, el viento soplaba cada vez más fuerte. Lucy respiró
profundamente.
Que comience el juego.
D
espués del acertijo se hizo el silencio.
—Dos puntos para aquel que adivine correctamente el secreto —
dijo Jack—. Un punto para el segundo. No reveléis el secreto
cuando finalmente lo adivinéis. Tan solo seguid el juego…
—Va…le —dijo Dustin—. ¿Nos puedes dar una pista? —Se rio con
nerviosismo.
—Por supuesto —respondió Jack—. Os daré muchas, muchas pistas.
Lucy respiró profundamente.
Jack se volvió y sacó un libro de la estantería.
—Un librillo puede pasar por la puerta —dijo. Abrió el libro y lo sostuvo
por una página—. Pero una página sola no puede.
—¿Qué? —preguntó Andre. Miró a su alrededor en busca de pistas.
Jack volvió a colocar el libro en la estantería y empezó a pasear
lentamente por la sala.
—Un caramelillo de café puede pasar por la puertecilla verde acristalada
—dijo, sacando un caramelo de café de una cesta y alzándolo como si
estuviese brindando con él antes de llevárselo a la boca—. Pero no una taza
de café. El caramelillo pasa, pero el café no.
—Vale, ¿alguien más también está confuso? —dijo Melanie.
Jack siguió andando, acercándose a Hugo y le posó una mano en el
hombro.
—Hugo no puede entrar por la puerta, pero el señor Reese sí.
—Cielos… —Hugo gimió tan fuerte que Lucy soltó una risita.
Jack la señaló.
—Una risa no puede entrar, pero una sonrisilla sí.
—Vale, ¿de qué demonios estás hablando? —exigió saber Andre—. Ni
siquiera sé de qué está hablando. ¿Alguien?
—Tienes que adivinarlo solo —dijo Hugo—. Bienvenido a mi mundo.
Jack soltó una carcajada suave y algo malvada. Lucy se dio cuenta de que
estaba disfrutando con esto. Menos mal que él se lo estaba pasando bien, ya
que nadie parecía estar divirtiéndose.
Se acercó a la chimenea y señaló el cuadro que había sobre ella.
—Un Picasso —dijo Jack—. Puede pasar por la puertecilla verde
acristalada. Pero no cualquier otro cuadro.
—No es un Picasso —le contradijo Hugo, fulminándole con la mirada—.
Ese es mío.
—Es muy bonito —añadió Lucy.
El cuadro era llamativo, con colores brillantes, árboles, arena y una casa
hecha a base de cuadrados y triángulos.
—Tampoco se puede decir un cumplido dentro del cuartillo, pero sí un
piropillo.
—Inútil —se lamentó Dustin, dejándose caer sobre el sofá.
Melanie enterró la cara entre sus manos.
—¿De qué estás hablando?
Cuando volvió a alzar la mirada ya no parecía tan tranquila como antes.
—¿Debería daros otra pista? —preguntó Jack.
—¡Sí! —respondieron todos al unísono.
Jack extendió el dedo y examinó la sala señalando con él. Terminando en
Andre.
—Andre… ¿Cuál fue la última película que viste?
—Eh… —Pensó en ello durante un segundo—. Probablemente Star
Wars, con mi hijo.
—Excelente. —Jack se frotó las manos—. He oído hablar de ella.
Veamos… —Chasqueó los dedos—. ¡Vamos allá! Harrison Ford puede
cruzar la puerta. Mark Hamill también. Incluso podría cruzarla Carrie
Fisher, que en paz descanse. Pero Han Solo no puede entrar, tampoco Luke
Skywalker. Billy Dee Williams puede pasar por la puertecilla verde
acristalada tres veces. Pero, sin duda, Darth Vader no puede pasar nunca. Él
no pasará.
—¿Los héroes pueden pasar? ¿Y los villanos no?
—Picasso no era ningún héroe —dijo Hugo—. Que se lo pregunten a
cualquiera de sus amantes.
—Cierto —dijo Jack—. Pero sus queridillas también pueden pasar por la
puerta. Y los villanos también.
Melanie se llevó los dedos a la frente y se la masajeó como si le fuese a
doler la cabeza de un momento a otro.
—Voy a gritar —murmuró.
—Tiene que haber algo —dijo Dustin, mirando a Jack—. Algo que todos
tengan en común, ¿no?
—Sí —admitió él—. Es algo que todos tienen en común.
Lucy respiró hondo. Vale, vale… algo que todos tienen en común. Algo
que todos esos objetos, toda esa gente y todos esos conceptos tienen en
común. Carrie Fisher. Harrison Ford. Un librillo. Un Picasso. ¿Un piropillo?
¿De qué demonios estaba hablando?
Cerró los ojos, pensando durante un tiempo. Jack escribía libros
infantiles. Probablemente era un acertijo que un niño podría resolver.
Algo le resultaba conocido… un recuerdo vagamente familiar en el que
cayó cuando Jack había mencionado a Carrie Fisher. ¡Ahora se acordaba!
Le había estado enseñando a Christopher a escribir Carrie. Él tenía un
compañero que se llamaba Kari en su clase, así que se sorprendió al
descubrir que algunas palabras podían sonar exactamente igual pero
deletrearse de maneras distintas. Kari. Carrie.
Palabras. Algunas palabras se escribían de una forma…
Lucy notó cómo una bombilla se encendía sobre su cabeza.
Lo que tenían en común era que todas eran palabras. Claro que cuadro,
ilustración, página y Hugo también eran palabras. Así que no podía ser eso.
Pero tenía que ver con las palabras y no con sus significados…
Señor Reese.
Picasso.
Librillo.
Harrison Ford.
Carrie Fisher.
Billy Dee Williams. Tres veces.
Tres nombres. Tres veces. Tres nombres. Tres palabras.
Cuartillo.
Verdecilla.
Puertecilla.
Se imaginó a Christopher escribiendo minuciosamente el nombre de
Carrie en su nota de agradecimiento. Podía ver cómo sacaba la lengua, su
ceño fruncido adorable cuando estaba concentrado escribiendo las dos R en
el papel.
C-A-R-R-I-E.
Carrie Fisher.
Harrison Ford.
Picasso.
Librillo.
Verdecilla.
Puertecilla.
Cuartillo.
Harrison. Carrie. Billy Dee.
Carrie escrito en el papel de carta de su empresa. Carrie, no Kari. Carrie,
no Kari. Carrie… Carrie con dos R.
A Lucy le dio un vuelco al corazón. Se le abrieron los ojos de golpe. Alzó
la cabeza.
—Las ovejas no pueden pasar —dijo Lucy—, pero sí sus borregos. Y los
arbolillos pueden entrar, pero solo si dejan las ramas fuera.
Jack abrió lentamente los brazos y una sonrisa se dibujó en su rostro.
Entonces la señaló.
—Ella lo sabe.
«Ella lo sabe». Esas tres palabras eran las mejores que Lucy había
escuchado en su vida.
Sonrió triunfante. Jack aplaudió, pero nadie más lo hizo.
—¿Qué? —Andre se levantó como si no pudiese quedarse más tiempo
sentado—. ¿Qué… qué demonios tiene que ver Picasso con unos borregos y
con Star Wars?
—¿Qué es, Lucy? —preguntó Dustin—. Esto me está matando.
—No, no, no —Jack volvió a negar con el dedo. Dustin le miró como si
estuviese a punto de arrancarle ese mismo dedo de un mordisco—. Lucy,
puedes retirarte. Y no des ninguna pista al salir. El resto puede jugar para
ganar un punto y el segundo puesto. Hugo, ¿te importaría llevar a Lucy a su
habitación y darle algo de cenar si es que quiere comer algo más
sustancioso que un s’more?
—Me llenaría de gozo poder salir de aquí —repuso Hugo, levantándose.
—Si tan solo estuvieses lleno podrías pasar por la puerta acristalada —
dijo Jack—. Pero el gozo se tiene que quedar fuera.
Mientras Lucy seguía a Hugo fuera de la biblioteca oyó a alguien soltar
un gemido frustrado.
—Vamos —le urgió Hugo en cuanto salieron de la biblioteca—. Antes de
que la situación se vuelva violenta.
No parecía estar diciéndolo en broma.
Le siguió rápidamente hasta la entrada, después la condujo hacia la
escalera principal. Cuando llegaron al rellano, Hugo la miró por encima del
hombro.
—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó.
Lucy hizo una mueca de dolor.
—Me gustaría poder decir que soy un genio, pero solo se debe a que hace
poco enseñé a un niño de siete años a escribir Carrie. Él pensaba que solo
tenía una R, pero tiene dos. Hay dos R en Carrie. Dos R en Harrison. Dos S
en Picasso. Dos E en Reese.
—Dos L seguidas en librillo, y dos R en párroco —dijo Hugo—. Buen
trabajo.
—No era tan difícil.
Alguien, sonaba como Dustin, gritó una palabra de cuatro letras que
nunca había aparecido en ninguno de los libros de Jack. Ella se rio.
—Te lo dije —dijo Hugo—. Y la mayoría no se dará cuenta de la
respuesta. Estarán furiosos, después se rendirán y exigirán saber la solución.
Jack escribe libros infantiles. Sus acertijos suelen estar a ese nivel. Los
niños los resuelven más rápido que los adultos porque son mucho más
literales.
—Supongo que soy una niña grande entonces.
Recordaba ese pasillo de su primera visita. Si giraban a la izquierda, se
encontrarían con el estudio de Jack y con su cuervo mascota. Pero giraron a
la derecha. Hugo abrió unas puertas dobles.
—Por aquí. —Sacó un juego de llaves de su bolsillo y abrió otra puerta
—. Jack te ha asignado la habitación Océano.
Abrió la puerta del todo y dio la luz. Lucy abrió los ojos de par en par,
impresionada y encantada. Había pensado que quizá la habitación Océano
se llamase así solo porque tenía vistas al océano, pero era más que eso. La
habitación estaba pintada con el azul plateado más claro del mundo, como
el mar en una mañana de invierno. La chimenea de ladrillo tenía una repisa
blanca y, sobre esta, había un barco en una botella. La cama era enorme y
con dosel, lo bastante grande como para que cupiesen tres personas
cómodamente.
Hugo le enseñó el baño, el armario donde había linternas y provisiones de
emergencia, y el horario para esa semana que estaba sobre la repisa de la
chimenea. Ella ignoró el horario. El cuadro que había sobre la chimenea le
había llamado la atención. Era un tiburón que nadaba por el cielo en vez de
por el mar, persiguiendo a una bandada de pájaros.
—Qué bonito. ¿Es tuyo? —preguntó Lucy.
—Es mío —dijo Hugo—. Se llama Pesca de alto vuelo.
—Es precioso. Conozco a un niñito al que también le encantaría.
—¿Tu hijo?
Ella se calló, queriendo poder decir que sí. Sí, es mi hijo. Mi hijo,
Christopher. Christopher, mi hijo… Pero negó con la cabeza.
—Un niño al que le doy clase. Christopher. Adora los tiburones. —Sacó
su teléfono móvil y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, le
estaba enseñando a Hugo la foto de Christopher sujetando el juguete del
tiburón martillo que ella le había regalado.
—Un niño muy mono. Tiene pelo de científico loco.
—Dímelo a mí —dijo Lucy—. Y calcetines mágicos que desaparecen.
¿Sería demasiado raro comprarle unas ligas para calcetines a un niño de
siete años? Los suyos siempre terminan en la puntera de sus zapatos.
—¿Sabes cómo puedes arreglarlo?
—¿Pegamento extrafuerte?
—Sandalias —dijo—. Veo que está pasando por la fase de obsesionarse
por los tiburones. Los dinosaurios son los siguientes.
—Los dinosaurios fueron el año pasado —dijo Lucy—. Supongo que la
siguiente será el espacio o el antiguo Egipto.
—O el Titanic —añadió Hugo—. Mi hermano, Davey, estaba
obsesionado con el Titanic.
Sacó su teléfono móvil y le enseñó una foto de su hermano frente al cartel
de una exposición del Titanic.
—¿Ese es Davey? —preguntó Lucy, sonriendo al ver la imagen de un
niño de unos diez años con una gran sonrisa dibujada en su rostro. Tenía los
ojos ligeramente inclinados y la nariz de botón de un niño con síndrome de
Down.
—Sí, cuando tenía nueve o diez años, le llevé a la exposición del Titanic
en Londres. Era eso o ponerle la película, y de ninguna manera le iba a
dejar ver esa película hasta que cumpliese al menos los treinta.
—Lo siento, es…
—Sí, yo también. —Hugo volvió a guardar el teléfono móvil en su
bolsillo—. No importa —dijo, volviendo a ponerse serio—. ¿Tienes
hambre?
—Un poco.
—Pediré que te suban la cena.
—Gracias —dijo Lucy. Él se dio la vuelta para marcharse—. Oye,
¿Hugo? ¿Puedo sacarle una foto al cuadro para Christopher?
Él la miró ligeramente confuso, pero luego hizo un gesto con la mano.
—Adelante.
Después de que se hubiese marchado, Lucy paseó por la habitación. No
se podía creer que fuese solo para ella durante una semana entera. Un
edredón grueso cubría la cama, las sábanas tenían estampado náutico, con
rayas blancas y azules. Y cuando se acercó a la ventana, pudo ver la oscura
silueta del mar subiendo a toda velocidad por la playa antes de retirarse
lentamente, todo para volver a subir, acercándose cada vez más.
Podría haberse quedado mirando esa estampa toda la noche, pero sabía
que tenía que empezar a deshacer las maletas y a acomodarse. Dejó la
maleta en el portaequipajes y comenzó a ordenar el contenido. Sacó una
fotografía impresa de ella y Christopher que Theresa les había tomado en el
patio del colegio y que había enmarcado antes de regalársela. Lucy la
colocó sobre la repisa de la chimenea.
Ahora ya se sentía como en casa.
—La cena está servida.
Hugo estaba de pie en la entrada de su dormitorio con una bandeja
cubierta.
—Sabes que eres un artista muy famoso, ¿verdad? —le preguntó Lucy.
—El artista más famoso del mundo sigue siendo menos famoso que la
estrella de televisión menos famosa del mundo. ¿Dónde te lo dejo?
—Mmm… —Echó un vistazo a su alrededor y vio un pequeño tocador
con una banqueta—. ¿Allí?
Él dejó la bandeja sobre la mesa. Lucy se moría de hambre, así que fue
directa hacia allí y levantó la tapa.
—Oh… ¿es sopa de langosta?
—Dijeron que eras de Maine.
—Ayuh —respondió.
—Sí, una de Maine, que Dios nos ayude.
Lucy se sentó y miró fijamente su sopa de langosta. O llevaba demasiado
tiempo lejos de Maine, o esa era la mejor sopa de langosta que había
comido en su vida. Un gemido de puro placer se escapó de su garganta, tan
alto que se sonrojó.
—Lo siento —se disculpó—. Eso ha sonado un poco pornográfico.
—Me alegro de que te guste tanto. —Se notaba que quería reírse de ella.
Con el siguiente bocado se las apañó para saborear el plato sin gemir.
Hugo, por algún motivo, seguía de pie en la entrada.
Escucharon otro rugido que venía de abajo, seguido de un impresionante
despliegue de improperios.
Hugo miró por encima del hombro hacia la escalera.
—Parece que alguien se está poniendo de los nervios —dijo—. Creo que
debería bajar y asegurarme de que nadie aporree a Jack con el atizador.
—Buena suerte.
Respiró hondo y se giró melodramáticamente para marcharse.
—¿Hugo?
Él se volvió a mirarla.
—¿Por qué me diste una pista?
Hugo frunció el ceño.
—No lo hice.
—Me preguntaste si recordaba el nombre del hombre que me había traído
hasta aquí.
—Te lo pregunté. No te dije la respuesta. —Se encogió de hombros—.
Tan solo tenía curiosidad por saber si podías ganar o no. Parece que sí.
De repente, escucharon a alguien gritar «¡Mierda!» desde la planta
principal. Hugo miró hacia la escalera.
—Vale. Esa es mi señal para salvar la vida de Jack. Buenas noches, Lucy.
—Oye, espera un segundo.
Se levantó y se acercó a su bolso. Lo abrió y sacó una bufanda roja
escarlata que había terminado de tejer en el avión.
—Toma —dijo, ofreciéndosela.
Él la aceptó y la observó.
—Muy bonita. Pero…
—Hago bufandas y las vendo en Etsy. Tú me has dejado tu abrigo.
Puedes quedarte con la bufanda como garantía de que te lo devolveré hasta
que me vaya.
—Gracias.
Se la pasó alrededor del cuello y, de repente, le parecía mucho más sexi
llevando algo que había hecho ella a mano. Lucy sintió cómo empezaba a
sonrojarse y se sentó a seguir comiendo antes de que él se diese cuenta.
—Bueno, buena suerte ahí abajo —dijo—. Por favor, no dejes que maten
a Jack.
—No prometo nada. —Se detuvo en la puerta—. Mantén la puerta
cerrada con llave esta noche. De momento, vas la primera. No dejes que te
llenen los zapatos de cemento.
—Dormiré con un arpón bajo el brazo por si acaso.
Había un arpón de verdad, antiguo y pequeño, colgado de la pared junto a
la puerta.
—Bien pensado.
Dicho eso, Hugo se marchó. Lucy se levantó y cerró la puerta con llave
tal y como le había pedido.
Cuando se terminó la sopa de langosta, se dio una larga ducha en su
cuarto de baño privado, se puso el pijama y se metió en la cama felizmente.
Las sábanas eran lujosas, suaves y estaban perfumadas con lavanda.
Eran las diez de la noche en Maine, lo que significaba que tan solo eran
las siete de la tarde en Redwood. No sabía si la señora Bailey le daría o no
el mensaje a Christopher, pero no pudo evitarlo, le envió un mensaje.
H
ugo esperó a que el juego terminase en la sala de estar. Mientras
boceteaba ideas para la portada del nuevo libro, escuchaba a
escondidas. Podía oír absolutamente todo lo que pasaba en el
interior de la biblioteca, incluso con las puertas cerradas: las conjeturas, los
gemidos frustrados y la cantidad de veces que pedían más y más y más
pistas.
Era casi la una de la mañana cuando Jack les pidió a Andre, Melanie y
Dustin que se rindiesen. Si todos estaban de acuerdo en que ninguno ganase
ese único punto y quedase segundo, Jack les daría la respuesta.
Todos aceptaron esas condiciones inmediatamente. Cuando Jack les contó
el secreto de la puertecilla verde acristalada, la casa se llenó de gritos. Hugo
soltó una sonora carcajada. Oh, odiaba los acertijos cuando era él quien
tenía que resolverlos, pero no les daba tanta importancia cuando Jack se los
planteaba a invitados no deseados.
Los tres concursantes, somnolientos, salieron de la biblioteca arrastrando
los pies, salvo Melanie, que murmuraba para sí misma:
—¿Billy Dee Williams? ¿Cómo he podido no darme cuenta?
—Yo tampoco me he dado cuenta —confesó Hugo cuando pasó a su lado
—. Espero que ayude.
—No, no ayuda —respondió ella—. En absoluto. Para nada.
Hugo les dio a todos las buenas noches con un alegre «Más suerte
mañana».
Cuando Jack no salió tras ellos, cerró su cuaderno de bocetos y entró en la
biblioteca. Se lo encontró con un antiguo reloj de carruaje en las manos,
dándole cuerda con una llave diminuta.
—Es tarde —dijo Jack mientras volvía el reloj hacia él, consultando la
hora en su reloj de pulsera.
—¿Lo es? No he mirado mucho el reloj.
—En esta sala, eso podría considerarse un acto de traición —dijo Jack,
señalando con la cabeza a la pared llena de relojes, había casi cincuenta en
total—. ¿Vienes a regañarme de nuevo?
Hugo se quedó de pie, dándole la espalda a la chimenea. El fuego se
había apagado hacía rato, pero la sala seguía cálida gracias a las brasas.
—No vengo a regañarte. Solo me preguntaba si estabas disfrutando de tu
compañía.
Él asintió, parecía encantado.
—Es mejor de lo que pensaba. Son niños maravillosos.
—Son todos adultos de mediana edad y sus vidas son tan desastrosas
como las nuestras.
—Yo no definiría a Lucy Hart como una adulta de mediana edad. —Jack
tomó un segundo reloj, un antiguo reloj de alarma, y lo devolvió a la vida
—. Me complace que haya ganado el primer juego. Parecía estar fuera de su
zona de confort con los niños mayores.
—Ha sido un juego tan insoportablemente estúpido.
—Tan solo es un jueguecito viejo al que solíamos jugar en el
campamento de verano —dijo Jack.
—¿Es que el director de tu campamento se llamaba Lucifer por
casualidad? —Hugo se sentó frente a la chimenea, con su cuaderno de
bocetos sobre el regazo.
—No recuerdo cómo se llamaba, pero tenía una nariz que un mono
narigudo envidiaría. Cuando inspiraba, teníamos que aferrarnos al tronco de
un árbol robusto para que no nos aspirase con sus senos paranasales. —Jack
observó el cuaderno de bocetos de Hugo sobre su regazo—. Siempre he
tenido envidia de la gente que sabe dibujar. Yo tengo que usar cincuenta
palabras y diez metáforas para decir que un personaje tiene una narizota
gigantesca. Tú lo consigues con solo un trazo.
—Yo siempre he tenido envidia de los escritores que venden seiscientos
millones de copias de sus libros.
—Ah, touché.
A veces, Jack tenía ganas de pasarse la noche hablando. Otras veces,
Hugo podía hacerle mil preguntas y que no le respondiese ni una. ¿Cómo
sería esa noche? Hugo decidió girar la ruleta y arriesgarse.
—He estado intentando hacer una portada para ese libro nuevo tuyo, pero
no estoy teniendo demasiado éxito ya que no tengo ni idea de qué trata. —
Hugo hizo girar el lápiz entre sus dedos y después lo apuntó hacia Jack—.
¿Por qué?
Jack sacudió la mano, restándole importancia a la preocupación de Hugo.
—No serías el primer ilustrador que tiene que crear una portada sin saber
absolutamente nada de la historia.
—Cierto, pero ¿podrías darme aunque sea una pista?
—Pinta algo como, eh… El guardián de la Isla del Reloj. Esa siempre ha
sido una de mis portadas favoritas. —Jack le guiñó el ojo sin motivo
aparente, aunque probablemente tendría algún motivo que él desconocía.
—Este nuevo libro tuyo existe, ¿no? ¿No es como mi concurso de fan art
donde se suponía que solo iba a ganar quinientos dólares? Sigo esperando
ese cheque, por cierto.
Jack estaba ajustando la hora en un reloj de Alicia en el País de las
Maravillas que daba la hora al revés.
—¿Preferirías haber cobrado los quinientos pavos o quedarte con el
trabajo de ilustrador de todos mis libros?
—No diría que no a ninguna de las dos opciones.
Jack soltó una carcajada.
—El libro existe. Y solo hay una copia en todo el mundo. Lo escribí a
máquina y lo escondí.
—¿Y de verdad se lo vas a confiar a un desconocido?
—No, pero se lo confiaré por capricho a un desconocido.
—Los tiburones ya te están rodeando. Los coleccionistas de libros poco
comunes, los multimillonarios, los influencers de redes sociales… —Se
estremeció dramáticamente con miedo fingido al decir la palabra influencer.
Pero era cierto. Los coleccionistas incluso le habían llamado a él,
pidiéndole que pusiese un precio para poder quedarse con el nuevo libro de
Jack.
—Entonces, que así sea —sentenció Jack—. Confío en que los niños
tomen la decisión correcta.
—No sé los demás, pero Lucy Hart parece bastante decente —dijo Hugo
—. Es la única que se ha disculpado por poner en peligro tu carrera al
presentarse ante tu puerta.
—¿Esa bufanda es nueva? —preguntó Jack—. ¿Lucy no teje bufandas
así? ¿Siempre llevas bufandas dentro de casa o es una nueva moda?
Hugo le fulminó con la mirada.
—Estás cambiando de tema deliberadamente.
—¿De qué tema?
—El libro. Este libro milagroso tuyo que ha salido de la nada. ¿No te
estás muriendo, verdad? —preguntó Hugo—. Dime que no te estás
muriendo.
—Mmm… El libro de la nada podría ser un buen título.
—Jack.
Sonriendo, Jack descolgó de la pared un reloj de cuco. Con la manga, le
quitó el polvo.
—No me estoy muriendo —dijo Jack—. Tan solo me he dado cuenta de
que la cantidad de arena que le queda en la parte de arriba a mi reloj de
arena es menor que la que hay en la parte inferior. Quiero cumplir mis
promesas antes de que se agote por completo. Sobre todo aquello que te
prometí a ti.
Jack le miró de reojo y después se volvió a centrar en los relojes.
—¿Qué me prometiste?
—La promesa que te hice cuando te dije que todo iría bien cuando
finalmente te marchases de la isla y siguieses con tu vida.
Hugo se puso tenso.
—¿Lo sabes?
—Lo sé. Sé que has tenido un pie fuera de esa puerta desde hace años. Y
sé —dijo, volviendo a colocar el reloj en su soporte— que yo soy lo único
que te retiene aquí.
—¿Te importaría ilustrarme?
—Porque soy como un padre para ti. ¿Sabes cómo lo sé? —Puso el reloj
recto en su soporte.
—¿Porque yo te lo he dicho?
—Porque estás resentido conmigo. Igual que un hijo con su padre.
Hugo sintió cómo su corazón se desinflaba como un globo pinchado.
—Yo no…
El cuco empezó a cantar.
—Esa es nuestra señal —dijo Jack—. Deberías dormir un rato, hijo. Te
veré cuando el azulejo empiece a cantar para desayunar. Con el canto del
mirlo como muy tarde.
Jack se dirigió hacia la puerta de la biblioteca. Se detuvo y se giró.
—No tienes que preocuparte por mí. Sé exactamente qué estoy haciendo
y por qué.
Hugo quería creerle. Como si fuese un reloj con engranajes invisibles,
Hugo podía ver cómo giraban las manecillas de Jack, pero nunca había
conseguido descubrir cómo terminaba de funcionar.
—Al menos uno de los dos lo sabe —murmuró Hugo mientras Jack se
giraba para marcharse—. ¿Jack?
Él se volvió hacia Hugo, que estaba de pie mirándole fijamente.
—No estoy resentido contigo. Estoy resentido con el maldito mundo
entero. Mírate. Creas historias que los niños aman y donas cantidades
ingentes de dinero a hospitales infantiles y organizaciones benéficas, no has
cometido ningún delito más allá de preocuparte demasiado a veces, de
intentarlo demasiado… y cuando me vaya, estarás solo en una casa vacía
con una botella de vino y un cuervo viejo como compañía.
Jack le miró con el ceño fruncido.
—Esperemos que Thurl no te haya oído llamarle «viejo». Sabes que es
muy sensible. —Entonces su expresión se dulcificó—. Yo tampoco te
quiero ver solo. Y me gusta mucho esa nueva bufanda —dijo Jack, riéndose
por lo bajini mientras se marchaba.
H
ugo salió de la casa de Jack por la puerta trasera, se dirigió por el
jardín hacia el camino que llevaba hasta su cabaña. Estaba
agotado cuando vio a Lucy caminando sola hacia el parque
abandonado de la Isla del Reloj.
No era buena idea ir allí de noche. Había vías de tren sin terminar con las
que uno podía tropezarse, y los estúpidos edificios que formaban el parque
probablemente estaban a punto de derrumbarse. Se intentó convencer de
que no le pasaría nada, que podía pasear por la isla a su antojo y llevaba una
linterna. Pero cuando estaba a punto de llegar a su cabaña, se dio la vuelta y
se dirigió hacia el bosque para buscarla y asegurarse de que estuviera bien.
Pasó corriendo junto a la biblioteca, la oficina de correos y el hotel hasta
que vio que había luz dentro del Vendedor de Tormentas. Cuando llegó a la
puerta, esta se abrió y allí estaba Lucy. Buscó algo a su alrededor con la
mirada enloquecida, valiéndose de la linterna para iluminar la oscuridad que
la rodeaba.
—¿Lucy?
—Hugo —dijo sin aliento—. ¿Le has visto?
—¿A quién?
Se volvió y corrió hacia la linde del bosque.
—¿Qué ocurre? —exigió saber Hugo.
—Había un hombre —explicó—. Se ha ido. Pero estaba aquí.
—¿Qué hombre? ¿Lucy? —Él la tomó suavemente por el brazo.
Ella suspiró. En el frío aire de la noche parecía como si estuviese
respirando nubes. Le dio una tarjeta de visita y le contó una historia
descabellada sobre alguien llamando a su puerta, una tarjeta invitándola al
parque, y un hombre que decía ser abogado pero que hablaba como si fuese
un sicario de una serie de televisión.
—Pensé que podría formar parte del juego —explicó—. Ser un reto o
algo así.
Hugo leyó la tarjeta de visita con la luz de la linterna de Lucy.
—Reconozco este nombre —dijo Hugo—. Te ha ofrecido un montón de
dinero por el libro de Jack, ¿verdad?
—Sí, así es. Ocho cifras.
—Bastardo. A mí solo me ofreció siete.
Estaba bromeando, con la esperanza de hacerla sentir mejor. Debía de
estar aterrada, la habían sacado de su cama en mitad de la noche sin saber el
porqué.
—Tendré que contárselo a Jack, puede que incluso tenga que conseguir
algo más de seguridad para la isla. Apuesto a que tiene un barco
esperándole en el Nueve.
—¿El Nueve? Espera. ¿El muelle Nueve en punto?
Él asintió, impresionado con su memoria. No era de extrañar que fuese
ganando. Era tan lista como preciosa.
—¿De verdad es abogado? —preguntó Lucy. No paraba de mirar a su
alrededor como si temiese que fuese a volver—. Daba bastante miedo.
—De verdad. Trabaja para un multimillonario de Silicon Valley que
quiere programar una inteligencia artificial para que escriba novelas.
Deberían darle una paliza y obligarle a cursar un máster en Bellas Artes que
durase tres años.
—Qué bruto —dijo Lucy entre risas. Respiró profundamente de nuevo y
volvió a soltar una nube—. Vale. Recordatorio para mí misma: no te fíes de
todas las notas que te pasen por debajo de la puerta.
—Buen plan. Ven, vamos a llevarte de vuelta a casa.
Encontraron el sendero de regreso y empezaron a caminar. Lucy se
envolvió aún más en el abrigo que él le había prestado. Hugo se preguntó si
olería a ella cuando se lo devolviese. Espera, ¿por qué se estaba
preguntando a qué olería su piel?
—Quería explorar la isla —dijo Lucy—, pero no a las dos de la mañana.
Pero ¿qué es este sitio?
—Se suponía que iba a ser un parque para los pacientes del hospital
infantil de Portland. Jack quería que las familias pudiesen venir de visita,
que los niños consiguiesen olvidar que estaban enfermos durante un día o
dos.
—Oh, conozco muy, muy bien lo que es estar en un hospital infantil. —
Sonaba tan cansada al decirlo.
—¿Estuviste enferma de pequeña?
Ella negó con la cabeza.
—Mi hermana. Era una niña IDP, es el término que se suele utilizar para
referirse a los niños que no tienen un buen sistema inmunitario. Siempre
estaba enferma. Yo no podía ni… no podía ni vivir en casa con ella.
Fue como si una mano le oprimiese el corazón. Davey tampoco había
sido un niño sano, pero no podía ni imaginarse estar lejos de él. Eso habría
sido una tortura.
—Eso es horrible. Para ti y para ella.
Lucy se encogió de hombros como si no hubiese sido nada, pero su
mirada delataba el dolor que sentía.
—Mi hermana probablemente sea el motivo principal por el que me
escapé de casa. Dejó bastante claro que no era bienvenida a su lado.
Supongo que pensé que podía venir aquí y quedarme a vivir con Jack… —
Hizo una pausa y suspiró—. No sé en qué estaba pensando. Estaba
intentando llamar la atención, supongo.
—Querías irte a casa —dijo Hugo. Ella le miró como si hubiese dado
justo en el clavo. Pero después le sonrió.
—Exacto. Pensaba que este era mi verdadero hogar. Los niños suelen
hacer eso. Todos pensamos que somos extraterrestres y que nuestros padres
no son nuestros verdaderos padres. Estoy segura de que solo soy una entre
el millón de niños que desearían que Jack fuese su verdadero padre.
—Una entre mil millones —dijo Hugo. Ella volvió a sonreírle.
—Bueno, eso no funcionó, pero si pudiese volver el tiempo atrás, haría lo
mismo. Sobre todo porque gracias a ello estoy hoy aquí.
Él señaló las vías del tren. Lucy saltó sobre ellas y continuaron
caminando por el sendero.
—¿Qué pasó con el proyecto? —preguntó—. ¿Por qué no lo terminaron?
—Por el mismo motivo por el que Jack dejó de escribir.
—Y ¿por qué dejó Jack de escribir?
Al principio Hugo no respondió. Recordaba la única regla de Jack: No
rompas el hechizo.
—Digamos que pasó por una pequeña sequía —dijo finalmente—. Una
sequía que ha durado… —miró su reloj— seis años y medio.
Lucy le miró con las cejas alzadas.
—Eso es más que una sequía. Eso es un desierto entero. —Él no podía
rebatirlo—. ¿Ya ha salido de la sequía?
—Ojalá lo supiera —confesó—. Eso espero. Aunque no sé si de verdad
ha salido o si está fingiendo que se ha acabado.
—Esta noche parecía estar feliz.
—¿Feliz? Jack ha olvidado lo que significa ser feliz. —Hugo se metió las
manos en los bolsillos de su abrigo y le dio una patada a una piedra,
lanzándola hacia el interior del bosque—. Es una isla privada preciosa, con
vistas al mar sin importar donde estés, una casa por la que cualquiera
mataría… y durante años ha sido el hombre más triste del mundo. Jack es la
prueba viviente de que el dinero no da la felicidad.
—Puede que a él no, pero a mucha gente sí que se la daría —le regañó
Lucy con amabilidad. Él no se lo tragaba.
Hugo negó con la cabeza.
—He conocido a cientos de personas que han dicho que eran felices
gracias a su dinero. En realidad estaban tan rotos como cualquiera. Y hablo
desde la experiencia, siendo tan desgraciado como rico.
—El dinero sí que compraría mi felicidad.
Él puso los ojos en blanco. No podía evitarlo. Ella vivía en un mundo de
fantasía.
—¿Ya te estás gastando el dinero que ganarás cuando le vendas el libro
de Jack a Markham o a cualquier otra sanguijuela?
Ella se volvió y le fulminó con la mirada.
—¿Qué? Como si tú nunca hubieses pensado qué harías si ganases la
lotería.
—La lotería no es el único manuscrito que existe de una novela infantil.
Y sí, me lo he imaginado, pero a diferencia de ti ya he construido muchos
castillos en el aire. Hay demasiadas corrientes de aire ahí arriba para mi
gusto, pero sigue pidiendo deseos y teniendo esperanza si es lo que quieres.
Puede que algún día lo consigas.
Ella soltó una carcajada fría y resentida, sorprendentemente amarga.
—He construido unos cuantos castillos en el aire yo también, y no me
interesa quedarme a vivir en ninguno. Todo lo que quiero es una casa y un
coche para Christopher y para mí.
Se detuvo junto a una farola y le miró de frente. La luz cálida iluminaba
sus mejillas sonrosadas por el frío. Él se sorprendió observando sus labios.
Rosa pálido, mullidos, hechos para sonreír, aunque ahora esa sonrisa
hubiese desaparecido.
—¿Christopher?
—El niño al que enseño.
—¿Quieres comprarle una casa? Creo que eso no entra dentro de tus
tareas como maestra —dijo.
—No es solo un niño al que enseño, ¿vale? Estaba en mi clase hace un
par de años. Es un niño maravilloso. Aunque desde el principio supe que
tenía problemas en casa. Su padre era obrero antes de que se lesionase en el
trabajo. Terminó volviéndose adicto a los calmantes. Su madre también se
volvió adicta. Pasa constantemente. Sus padres le querían, pero yo podía
ver que tenía problemas en casa. Había días en los que no conseguía
concentrarse, otros días no quería separarse de mí, la mitad de los días
lloraba porque quería volver a casa y la otra mitad porque no quería
volver… pero es listo. Dios, es tan listo. Se le daba de maravilla leer, así
que cuando tenía un mal día formábamos un pequeño club de lectura solo
los dos y leíamos. Pero cuando tienes veinte niños más de los que ocuparte
no puedes centrarte del todo en uno solo. Llegó el verano y ya no había
colegio. Un día recibí la llamada de una trabajadora social. Me contó que
los padres de Christopher Lamb habían fallecido por una sobredosis. Se
había vendido un lote defectuoso de calmantes y hubo dieciséis personas
que ingresaron en el hospital por sobredosis ese mismo día, once murieron.
—Joder —dijo Hugo.
Ella no le miró, tan solo siguió hablando.
—Christopher se quedó conmigo una semana hasta que le encontraron
una casa de acogida. Habría vendido un riñón para que se quedase conmigo
para siempre. Pero no puedo siquiera permitirme ser su madre de acogida,
mucho menos su madre adoptiva. Tengo tres compañeros de piso y ningún
coche a mi nombre, deudas en tarjetas de crédito y un trabajo con el que
cobro el salario mínimo. Ah, y mis zapatos favoritos tienen un agujero en la
suela.
Levantó el pie para mostrarle el pequeño agujero donde la lona de su
zapatilla se había despegado de la suela.
—Así que quizá venda el libro al mejor postor. —Su tono era tan afilado
como un cuchillo. Cada palabra le infligía una nueva herida—. Tú vives en
una isla privada. Te es muy fácil decir que el dinero no da la felicidad
cuando tienes ese dinero. Para Christopher y para mí sí que nos daría la
felicidad. Y olvídate de la felicidad. —Agitó la mano en el aire como si
quisiese hacerle desaparecer a él y a todo lo que había dicho antes—. Por
primera vez en mi vida me encantaría poder gastarme quince dólares en un
juguete nuevo para Christopher sin sentir que voy a vomitar. Lamento
mucho que no apruebes que sueñe despierta con ese dinero, pero es todo lo
que Christopher y yo tenemos ahora mismo: sueños y esperanzas. Pero es
mejor que no tener absolutamente nada.
—Lucy, yo…
—¿Sabes cómo llamamos las maestras a los niños como tú cuando
estamos a solas? —Le golpeó el pecho con la mano abierta—. Niñatos
malcriados.
Él la observó, apretando la mandíbula.
—Eso es injusto.
—Despiértame cuando el mundo sea justo. Buenas noches, Hugo. Puedo
encontrar el camino de vuelta sola.
Ella se marchó. Hugo se quedó allí de pie. ¿Qué otra cosa podía hacer
más que observar cómo se alejaba?
Algo blanco cayendo al suelo llamó su atención. Un papel. Hugo se
agachó para recogerlo. No le había golpeado en el pecho porque estuviese
enfadada. Le había entregado la tarjeta de visita de Markham.
Capítulo diecisiete
En la Isla del Reloj, una niña con cabello castaño claro y una larga cuchara
de madera le daba de comer las estrellas que acababa de cazar al hombre en
la luna.
Ese era el tipo de cosas que sacaban a Hugo de la cama por las mañanas.
Le gustaba el camino por el que estaba yendo ese cuadro, lo extraño que
era, lo nostálgico. ¿Era la portada para el nuevo libro de Jack? No había
manera de saberlo, pero Hugo estaba disfrutando de ver cómo la imagen en
su cabeza cobraba vida sobre el lienzo. Parecía un cuadro de Remedios
Varo. Para Hugo, nunca era demasiado pronto para que los niños
descubriesen a las mejores pintoras surrealistas hispanomexicanas.
Llevaba horas pintando. Se había despertado a las cinco de la mañana con
mil sueños sobre Davey, todos exigiendo que los pintase.
En uno de los sueños, volvían a ser niños. Hugo estaba sentado en una
silla junto a la cama de Davey, leyéndole cuentos mientras los tiburones
nadaban al otro lado de la ventana y los pájaros estaban posados en el
reposapiés. En algún momento del sueño, Lucy Hart entraba en la
habitación, sonreía y decía que le tocaba a ella leerle el cuento. Y el libro
que le leía a Davey tenía esta portada: el hombre en la luna, la cuchara, las
estrellas y la niña que se parecía un poco a la joven Lucy Hart.
Hugo nunca intentaba analizar las extrañas imágenes que su cerebro le
mostraba. Dejaba que fuesen los críticos de arte quienes buscasen la
simbología y creasen teorías al respecto. Él soñaba. Imaginaba. Pintaba.
Que no le preguntasen lo que significaban sus obras, no era cosa suya. Todo
lo que importaba era que su sueño había sido bueno, uno que quería seguir
recordando después de despertarse. Davey estaba vivo de nuevo por una
noche, y el libro que Lucy le leía a su hermano era un libro que Hugo quería
poder tener entre manos.
Davey… Dios, le echaba tanto de menos. De vez en cuando, tantos años
después, Hugo se encontraba susurrándole a la nada.
—¿Dónde estás, Davey? ¿A dónde te has ido?
Tiempo atrás, cuando Davey aún seguía vivo, a Hugo le había aburrido
hasta la saciedad tener que leerle esos malditos libros infantiles a su
hermano pequeño. Ahora mataría por volver a hacerlo. Durante mucho
tiempo, Los pingüinos del señor Popper había sido el favorito de Davey, y
Hugo había tenido que leerle un capítulo cada noche y, cuando terminaron
el libro, tuvo que volver a empezar.
Desesperado por encontrar otro libro que le pudiese gustar a su hermano,
Hugo se había ido a un mercadillo de la iglesia para ver si podía comprar
libros infantiles viejos a buen precio. En una mesa había una pila con los
libros de La Isla del Reloj. Nunca había oído hablar de ellos, pero a cuatro
por libra, ¿por qué no probar?
Su vida empezó ese día por el módico precio de solo una libra.
Hugo tomó pintura del color de la luz de la luna con su pincel. Hacía
mucho, mucho tiempo desde que había soñado por última vez con Davey.
¿Por qué ahora? Por Lucy, pensó, porque había hablado de Davey con ella.
Lucy no le había preguntado, pero él simplemente le había hablado de su
hermano. Y después, siendo un idiota, la había seguido a la Ciudad de
Segunda Mano, convenciéndose de que estaba preocupado de que pudiese
hacerse daño. En cambio, había sido él quien la había hecho daño.
Hugo limpió su pincel con más fuerza de la necesaria. Necesitaba tomarse
una buena taza de café y que le diesen un buen bofetón en la cara. Piper le
había dicho más de una vez que tenía que hablar solo sobre arte y dejar las
cosas importantes a los adultos. Debería haberle hecho caso. Al salir del
estudio, miró por la ventana. Lucy Hart paseaba por la playa rocosa que
había junto a su cabaña mientras las gaviotas se abalanzaban y se elevaban
sobre el mar.
Hugo quería acercarse a ella y disculparse por haberse metido con sus
sueños la noche anterior, pero no confiaba en que sus motivos fuesen los
correctos. ¿Quería que le perdonase? ¿Quería compensarla por ello? ¿O
simplemente se sentía molestamente atraído por ella y, por primera vez en
años, le importaba de verdad si a alguien le gustaba como persona o no?
Mierda.
No. La dejaría en paz. Se acabó.
Empezó a alejarse de la ventana, a darle intimidad, para beberse su café y
comportarse como debía, cuando vio aparecer a otro de los concursantes,
ese médico de Boston… ¿Dustin? Sí, ese, y eso le hizo detenerse. Este se
acercó a Lucy y la agarró del brazo.
Hugo se acercó a la ventana y la abrió de golpe. Se convenció de que no
estaba escuchando a hurtadillas y que solo estaba dejando que corriese el
aire.
—¿Estás de broma? —preguntó Dustin. Su tono era exigente,
intimidatorio—. ¿Estás loca? —Se llevó los dedos a la frente y se la
masajeó, para después alzar las manos en el aire como si ella acabase de
volarle la cabeza.
—Ya escuchaste lo que dijeron los abogados. Hacemos trampas y
estamos descalificados. No quiero hacer trampas y, desde luego, tampoco
quiero que me descalifiquen. ¿Y tú? —Lucy le hablaba como una maestra
hablaría con un niño, intentando que entrase en razón.
—No estoy hablando de hacer trampas. Estoy hablando de trabajar en
equipo. Como acabamos de hacer. Nada más.
—Pero eso no era un juego de verdad, solo era uno de los retos de Jack.
Dustin puso los ojos en blanco y alzó la mirada hacia el cielo.
—Jesús, ¿quieres el dinero o no?
—Quiero ganar el libro, pero te he dicho que no se lo voy a vender a un
coleccionista que nunca dejaría que se publicase. Los niños llevan años
esperando…
—¿A quién le importan una mierda los niños? El abogado dijo ocho
cifras. Eso son diez millones de dólares como mínimo a dividir entre los
dos.
—A mí me importan —dijo Lucy. Hugo quería aplaudirla por su valor.
—No me trago tu papel de angelito, Lucy. Markham me contó que estás
arruinada. Bueno, pues yo también.
—No voy a hacerlo.
—Entonces eres tan estúpida como pareces.
Suficiente, pensó Hugo. Salió de su estudio y se dirigió directo a la playa.
—Lucy —la llamó. La boca de la joven se abrió de par en par. Dustin se
volvió hacia él con dagas en la mirada—. ¿Estás bien?
—Está bien, y estábamos hablando —dijo Dustin—. Era una
conversación privada.
—No, Lucy estaba hablando —replicó Hugo—. Tú estabas siendo un
imbécil.
Dustin soltó una risa amarga.
—Se nos permite hablar con el resto de los concursantes.
—Tú no estabas hablando. Estabas intentando intimidar a la única
persona en todo este concurso que tiene posibilidades de ganar. No es que te
culpe. Markham también me ha hecho ofertas a mí. Ofertas muy tentadoras.
—¿Ves? —le dijo Dustin a Lucy—. Él sí tiene cerebro.
—Tengo cerebro. Y Lucy también. Uno bastante mejor que el tuyo, si no
no estarías intentando amenazarla para que trabajase contigo.
—Soy médico. Fui el mejor de mi clase. No tengo por qué soportar nada
de esto. —Dustin alzó las manos en el aire y se fue hecho una furia—.
Adiós. Me largo de aquí.
Cuando se hubo marchado, Hugo se volvió hacia Lucy.
—Qué encantador.
Parecía un poco aturdida.
—Ayer parecía buena persona, y esta mañana también. Guau.
—Algunos no soportan perder. ¿Cómo llamáis a esos niños en la sala de
profesores? ¿Malos perdedores?
Lucy suspiró y se giró para mirarle de frente.
—Venía a buscarte —dijo—. Iba a disculparme por todo el… ya sabes…
—¿Por haber llamado a un hombre que creció en un piso mohoso y con
una madre soltera un «niñato malcriado»?
—Sí, sí, eso —dijo, avergonzada—. Justamente eso. Me puse un poco a
la defensiva anoche.
—Me lo merecía.
—No, no te lo merecías. Yo solo… este juego es mi única oportunidad
para salir adelante.
—Lo entiendo. De verdad. No hace falta que digas nada más.
—Gracias. —Asintió y después miró a su alrededor. Parecía que quería
decir algo más pero decidió que era mejor no añadir nada. Él habría pagado
esas ocho cifras si las tuviese solo para saber qué era lo que iba a decir—.
Bueno, será mejor que vuelva a la casa.
—Déjame que te acompañe —pidió—. Necesitas un guardaespaldas por
si alguien más intenta obligarte a participar en una conspiración
multimillonaria.
—No es tan divertido como parece en las películas. Qué decepción.
Él la condujo por la orilla hasta la casa. La luz del sol atravesaba las
nubes de la mañana y bailaba sobre las olas. La brisa marina era cálida y
suave. Hugo sintió algo extraño. ¿Felicidad? No. ¿Esperanza? Tampoco era
eso, pero algo parecido.
—Tengo que admitir —dijo Hugo—. Que estoy impresionado de que
rechazases la oportunidad de ganar diez millones de dólares o más.
Ella negó con la cabeza.
—Si Dustin no hubiese sido tan imbécil podría haberme sentido tentada
de aceptar.
—¿Las maestras auxiliares pueden decir «imbécil»?
—Estoy fuera de servicio. Si estuviese trabajando diría que es un idiota.
—¿Y decir que es un gilipuertas?
—¿Gilipuertas?
—Era lo que yo decía de pequeño —explicó—, en vez de decir
«gilipollas».
—Me gusta. Se lo diré a los niños cuando vuelva a casa.
—Pues no me preguntes qué es un chirri —le dijo guiñándole el ojo.
—Ahora tienes que decírmelo. —Le dio un suave codazo en el costado,
un gesto que a él le gustó bastante.
—Mejor te lo dibujo.
—Por favor. Después lo venderé por millones y me compraré unos
zapatos nuevos.
—Estas sobrestimando enormemente mi popularidad en el mercado
secundario.
—¿Lo venderé por cientos de dólares y me compraré unos zapatos
nuevos?
—Ahora te estás acercando un poco más —dijo y le dedicó una sonrisa.
¿Sonriendo? ¿Él? Oh, cielos, estaba coqueteando con ella.
Mierda. A la basura su promesa de mantenerse alejado de Lucy Hart.
Hace años, uno de los libros de La Isla del Reloj venía con un póster
desplegable en la parte de atrás. Con cuidado, Lucy lo había sacado de ahí y
desdoblado, para colgarlo con chinchetas en la pared sobre su cama. Se
había quedado contemplando fijamente ese póster durante horas, la niña
pintada con mimo que estaba sentada en la ventana de esa extraña torre de
piedra mirando hacia la Isla del Reloj, el cuervo volando hacia ella con una
nota atrapada entre sus garras. La princesa de la Isla del Reloj, libro treinta,
ilustración de portada obra de Hugo Reese.
Lucy adoraba ese libro, amaba ese póster, quería ser esa niña, la princesa
de la Isla del Reloj. No le había contado a Hugo que desde los catorce hasta
los dieciséis había dormido bajo una de sus obras. Ahora, ahí estaba ella,
paseando por la playa de la Isla del Reloj con él como si fueran viejos
amigos. Le gustaba pensar que Hugo Reese y ella eran amigos. Si la
situación fuese distinta, muy distinta… pero no lo era, y Christopher la
necesitaba. Eso era todo lo que importaba.
—Gracias, de nuevo, por haberme rescatado —dijo, intentando romper el
incómodo silencio que se había extendido entre ellos.
—Estabais discutiendo frente a mi estudio y yo estaba intentando pintar.
Mis razones eran del todo egoístas.
—¿Vives en la cabaña o es solo tu estudio?
—Vivo allí. Trabajo allí. Me escondo del trabajo allí. ¿Por qué?
—Supongo que había asumido que vivías en la casa con…
—No, no, no, no, no. —Alzó las manos mostrando las palmas—. He oído
los rumores y todas las bromas estúpidas. Sí, Jack es gay. No, yo no. E
incluso si lo fuera, ese hombre es como un padre para mí, nada más.
Ella soltó una carcajada.
—Yo no he dicho eso. No he dicho nada de eso. Es que, ya sabes, es una
casa muy grande.
—«Una casa grande» es un eufemismo para decir «cárcel».
—No puede ser tan malo. Es preciosa. —Se alejaron del paseo de la playa
y enfilaron el camino de grava que llevaba hasta la casa.
Lucy dudó antes de decir nada más, no quería parecer borde, pero la
curiosidad terminó ganando la batalla.
—¿Puedo preguntarte…? Quiero decir, ¿supongo que no es demasiado
habitual que el ilustrador de las novelas viva con el autor de dichas obras?
Aunque puedo estar equivocada.
Él no parecía ofendido.
—No es habitual, no, pero nada que tenga que ver con Jack lo es. ¿Te
conté cómo gané el concurso al que me obligó a entrar mi hermano? Él
falleció dos años más tarde. Cuando era más joven solía salir de fiesta con
mis amigos más de lo que debería, pero cuando Davey se fue, me perdí por
completo. Alcohol, drogas, de todo. Cocaína para poder trabajar. Whisky
para olvidar lo suficiente como para poder dormir. Una mala combinación.
—Oh, Hugo…
No le miraba a los ojos, aunque ella no hacía más que buscar su mirada.
—Estaba coqueteando con la muerte por aquel entonces. Jack vio todas
las señales, e intervino. Justo ahí arriba, en esa habitación. —Señaló hacia
la casa, a la ventana en la que Lucy recordaba que estaba lo que Jack
llamaba su fábrica de escritura.
—Lo siento mucho —dijo Lucy.
—Perder a mi hermano ha sido lo peor que me ha pasado en la vida, pero
Jack ha sido lo mejor. Me hizo sentarme y me dijo que la gente con mi
talento no tenía permitido malgastarlo. Dijo que era como si un hombre
quemase una pila de dinero frente a la casa de un pobre, no solo era cruel,
sino que apestaba. Eso caló hondo. Mi padre se marchó justo después de
que Davey naciese, y mamá tenía que trabajar día y noche. Imaginarme a un
hombre quemando una pila de dinero frente a la puerta de nuestro piso
cuando necesitábamos todos y cada uno de los céntimos que pudiésemos
conseguir…
—Sí, he estado en esa posición.
Él miró fijamente sus pies mientras los arrastraba por el sendero,
apartando arena al caminar.
—Querían despedirme. La editora de Jack. ¿Cómo iba a ser posible que
Jack estuviese escribiendo maravillosos libros infantiles y su ilustrador
estuviese en rehabilitación? No era buena prensa.
—¿Maravillosos? Sus libros hablan de niños escapándose de sus casas,
invadiendo propiedades ajenas, rompiendo las normas, saliendo con brujas
y luchando contra piratas, fugándose, robando tesoros y siendo
recompensados por ello.
—¿Ves? Entiendes mejor sus historias que los críticos. —Le dio un suave
codazo. Ella intentó no deleitarse demasiado en el gesto—. Jack se negó a
que me diesen la patada. Dijo que dejaría de escribir sobre la Isla del Reloj
si lo intentaban. Aún sigo sin poder creerme que el escritor vivo más
famoso que existe haya dado la cara por mí de ese modo. Me dio una
valiosa lección. Él me ayudó a volver a ser yo mismo y desde entonces
estoy limpio.
—Debió de ser duro. Deberías sentirte orgulloso de ti mismo.
—No podía permitirme decepcionarle, no después de lo que ha hecho por
mí. Cuando empecé a trabajar para Jack, viví en la cabaña de invitados
durante unos meses mientras trabajaba en las portadas de las nuevas
novelas.
—Fue entonces cuando te conocí —dijo ella.
—Cuando empezó la sequía de Jack hace seis años, volví. Llevo allí
desde entonces. No podía soportar pensar que estaba solo aquí. Ahora jura
por activa y por pasiva que está mejor, espero de verdad que sea así. Pero
no importa, ya ha llegado la hora de que me marche.
—¿Te mudas? —Lucy no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Quién
querría marcharse nunca de la Isla del Reloj?—. ¿Por qué?
—No me puedo quedar aquí para siempre, ¿no?
—¿Por qué no?
Él ignoró la pregunta.
—Admito que me preocupa que mi vena artística se resienta si me
marcho de aquí. He creado mis mejores obras en esta isla. Probablemente
porque he sido un completo desgraciado en este lugar.
—¿Cómo es posible que te hayas sentido triste en la Isla del Reloj?
—Puedo estar triste en cualquier lugar. Forma parte del trabajo.
Ella le dio un suave codazo en el costado.
—No me lo creo, ni por un momento.
—Dime un artista que haya sido feliz. Te reto.
Lucy frunció el ceño, pensando, intentando recordar todo lo que había
aprendido de los artistas de los que había oído hablar. Alzó un dedo cuando
recordó uno.
—¿Degas? —dijo—. ¿No hizo él esos cuadros tan maravillosos de las
bailarinas de ballet?
—Sí. También odiaba a las bailarinas de ballet con todo su ser y a las
mujeres en general. Era un misógino reconocido. Un misántropo de
renombre, en realidad. Inténtalo de nuevo.
—Mmm… bueno, sé que Van Gogh estaba destrozado. ¿Y Monet?
—Dos esposas muertas. Su hijo también se murió. Endeudado hasta el día
de su muerte. Se quedó ciego. Último intento, venga.
Lucy pensó con más ganas. Al final, lo supo de golpe, chasqueó los
dedos.
—Tengo uno: Bob Ross.
Él la observó con los ojos entrecerrados.
—Bien —dijo—. Ese te lo concedo.
—Gané. Al menos este juego.
—No te llevas ningún punto por ello, lo siento.
—No pasa nada, el haber ganado es premio suficiente —dijo, mientras el
sol se alzaba cada vez más en el cielo, acariciándoles la piel con su cálida
luz a cada hora, a cada minuto y a cada segundo que pasaban en la Isla del
Reloj.
—Estás sonriendo —dijo él.
—Tú también.
—¿De verdad?
—Eres un artista con mucho talento, pero no se te da tan bien ser un
desgraciado como piensas.
—Retíralo.
—Creo que el señor artista protesta demasiado —dijo Lucy.
—Bueno… incluso yo tengo que admitir que las cosas están empezando a
mejorar.
—¿Porque Jack ha vuelto a escribir?
Él volvió a dedicarle esa sonrisa tan suya, esa que hacía que el sol brillase
un poco más.
—Claro. Eso —dijo, pero una parte de Lucy deseaba que no estuviese
hablando solo de Jack.
—¿Quieres tomarte un té conmigo en el comedor? —preguntó Lucy
cuando entraron en la casa.
—Lo dejamos para otro día. Tengo que hablar con Jack.
—¿Hablar conmigo de qué?
Ambos se giraron para ver cómo Jack venía por el pasillo que daba al
comedor.
—Hola, Lucy —la saludó Jack.
—Tenemos un problema —dijo Hugo antes de que Lucy pudiese decir
nada.
—Odio los problemas —murmuró Jack—. ¿Es que no podemos tener un
día sin problemas?
—Hugo… —dijo Lucy—. No era…
—Necesitamos llamar al ferri —siguió Hugo, ignorando su protesta—. El
buen doctor Dustin se ha descalificado solito.
—Jack, yo… —empezó a decir Lucy.
—No intentes protegerle —la cortó Hugo—. Él no lo haría por ti, y lo
sabes. Jack, Dustin ha intentado que Lucy hiciese trampas con él, y no ha
sido demasiado educado cuando ella le ha dicho que no.
Jack tardó un momento en entender lo que le estaba queriendo decir. Lucy
podía imaginarse cómo su corazón se rompía con la noticia. Sabía que
cuando los miraba, a Melanie, a Adam, a Dustin y a ella, los veía como
cuando eran niños, como sus niños.
—Llama al ferri —suspiró Jack. Hugo sacó su teléfono móvil del bolsillo
y se marchó por la puerta.
—Lo siento —se disculpó Lucy.
—No lo sientas, querida. No es culpa tuya. Dustin ha olvidado la segunda
regla de la Isla del Reloj. Confía siempre en el Mastermind. Está de tu
parte, incluso aunque parezca que no lo está.
Capítulo dieciocho
L
ucy se dio una larga ducha de agua caliente, intentando quitarse de
encima el estrés de la noche anterior y de esa mañana. Cuando
salió, encontró una nota que habían pasado bajo la puerta.
Pensando que podía ser una especie de cruel nota de despedida de Dustin,
al principio no quiso abrirla. Pero el papel era azul cielo, el color de los
papeles que usaba Jack. Finalmente la abrió. Alguien había escrito. Hay un
regalo al otro lado de la puerta. No te asustes. No muerde.
La nota estaba firmada así: H. R. (No soy Recursos Humanos).
Lucy abrió la puerta y se encontró con una caja de cartón. La tomó y se la
llevó hacia la cama, cerrando la puerta a su espalda. ¿Qué le había regalado
Hugo? Abrió la caja.
Zapatos. Eso era todo. Tan solo un par de botas de montaña de mujer, de
cuero oscuro, unas L. L. Bean, por supuesto, porque estaban en Maine.
Ligeramente desgastadas pero, en general, en perfecto estado.
Lucy sabía que debía estar agradecida por el regalo, pero no era así. Se
sentía como una mierda.
Sentada en la cama, miró fijamente los zapatos. Estúpidamente, casi se
había convencido de que él había estado coqueteando con ella esa mañana,
rescatándola de los espeluznantes planes de Dustin, ofreciéndose a hacer de
su guardaespaldas, y sí, ella le dejaría protegerla. Pero ¿regalarle unos
zapatos? Eso no dejaba entrever ningún tipo de atracción. Más bien pena. O
caridad. Eso era lo último que quería que sintiese por ella. Era un buen tipo,
y eso era todo. Era bueno con ella porque era buena persona, no porque le
gustase. E incluso si le gustaba, a ella no podía gustarle, lo último que
necesitaba en esos momentos era un enamoramiento estúpido por un artista
famoso.
Y se recordó que él había estado también arruinado, que sabía lo que era
no tener ni un céntimo y una madre soltera. Vale, quizá, que le hubiese
regalado unos zapatos no tenía nada que ver con la caridad. Puede que fuese
más bien solidaridad. Aun así, dolía. Pero iba a ser una mujer adulta. Tan
solo una idiota integral rechazaría un par de botas de montaña de buena
calidad que parecían prácticamente nuevas, sobre todo cuando sus propios
zapatos se caían a cachos.
Lucy sacó su teléfono móvil del bolsillo de sus vaqueros y le envió a
Theresa un mensaje rápido.
Dime que deje de ser una idiota.
Dudaba que la fuese a responder, pero su mensaje llegó al momento.
Lucy miró la hora. Eran las 6:46 de la mañana en Redwood. Theresa
probablemente se habría levantado hacía quince minutos.
No dejamos que los niños llamen «idiota» a nadie, así que tú tampoco puedes.
Lucy respondió: Tan solo dime algo como «la vista puesta en el premio» o algo así
para que pueda dejar de pensar en este tipo de la isla.
Theresa la llamó inmediatamente. Lucy se rio y respondió al teléfono.
Antes de que pudiese decir siquiera «hola», Theresa ya estaba hablando.
—¿Quién es?
—Buenos días —dijo Lucy.
—No me vengas con «buenos días». ¿Quién es el tipo? ¿Uno de los
concursantes?
—Se llama Hugo Reese y es quien ilustró los libros de La Isla del Reloj.
Y es guapísimo.
—Yo seré quien lo juzgue. —Hubo una pausa. Probablemente Theresa
estaba buscando a Hugo en Google con su móvil. Pasaron unos segundos,
después volvió a hablar—. Me pone. Me pone mucho. Parece un profesor
de universidad sexi.
—Eso es ahora —dijo Lucy—. Le conocí cuando vine aquí por primera
vez. Entonces parecía un guitarrista de una banda punk de los noventa.
Tiene los brazos llenos de tatuajes.
—Tengo que ver eso. —Theresa hizo otra pausa y Lucy supo que estaba
buscando fotos más antiguas de Hugo—. Oh, Dios mío… —Debía de haber
encontrado una buena foto.
—También es británico.
—¿Como el príncipe Guillermo?
Lucy lo pensó por un momento.
—Más bien como alguien que le daría un puñetazo en la cara al príncipe
Guillermo fuera de un bar.
—Mejor todavía.
Lucy estalló en carcajadas. Sabía que Theresa sería capaz de animarla.
—¿Le gustas? —preguntó Theresa.
—Creo que no —dijo Lucy—. Pero me ha regalado un par de zapatos.
—Mmm… ¿zapatos? ¿Qué demonios?
—¿Estás cocinando mientras hablas conmigo? —preguntó Lucy cuando
oyó cómo las sartenes y las ollas chocaban entre sí al otro lado de la línea.
—Soy maestra de infantil. Puedo hacer varias cosas a la vez, como un
pulpo. Cuéntamelo todo.
Lucy lo hizo, le contó todo lo que había pasado hasta entonces: el abrigo,
el abogado, la parte en la que le llamó «niñato malcriado», lo de Dustin, el
rescate, los zapatos…
—Le gustas —concluyó Theresa.
—¿Crees que estaba intentando ligar conmigo con lo de los zapatos?
¿Que no tienen nada que ver con que sienta lástima por mí?
—Martin me regaló una pecera cuando estaba intentando ligar conmigo.
Los hombres hacen muchas tonterías cuando les vuelve locos una mujer. Él
te ha regalado zapatos. Tú le regalas tus bragas.
—Eres maestra de infantil, Theresa.
—También estoy casada. Conquístale.
—No estoy aquí para conseguir un marido, ¿recuerdas? Se supone que
deberías decirme que me mantuviera centrada en el premio. Hago esto por
Christopher.
—Cariño, si alguien se merece dos premios, esa eres tú. Gana tu juego.
Gánate a tu niño y después consigue a tu hombre. Fin.
Lucy se masajeó la frente.
—Theresa. Esto no ayuda.
—Haber llamado a alguien idiota entonces. Yo soy demasiado inteligente
como para decirte que no ligues con él. Coquetea. Con ganas. Haz que te
regale una pecera, nena.
—Te quiero —dijo Lucy—. Estás loca, pero te quiero. Gracias por
hacerme sentir menos como una mierda.
—No te sientes como una mierda. Eres la hostia, cariño. No lo olvides. Y
yo también te quiero. Sé buena, pero no mucho, ¿vale?
—Tú también.
Colgó la llamada.
Hablar con Theresa le había ayudado. Lucy se quitó sus viejas Converse y
las tiró bajo la cama. Buscó los calcetines más gruesos que había traído y se
los puso. Las botas le quedaban como un guante. Recorrer la isla sería
mucho más fácil ahora que tenía un par prácticamente nuevo de botas de
montaña. Se miró en el espejo. Le quedaban ideales con esos vaqueros
pitillos rojos que había encontrado en una tienda de segunda mano y su
jersey de cuello alto negro favorito, un antiguo regalo de Sean.
Después de haberse lavado los dientes, el reloj estaba a punto de dar las
dos y ella se dirigió al merendero de la una en punto.
Andre y Melanie estaban allí. Pero no había ni rastro de Dustin.
—Una reverencia, Lucy —dijo Andre, dando una palmada sarcástica—.
Resolviste el enigma esta mañana y te has librado de Dustin.
—No quería hacerlo.
—Tómatelo como un cumplido —dijo Melanie—. No intentó engañarnos
a nosotros, solo a ti.
—Sí, qué suerte la mía.
Pero, en realidad, de una extraña manera, sí que era algo parecido a un
halago. Lucy había ganado el primer juego y también había sido quien
resolviese el puzle esa misma mañana. Si ganaba el siguiente juego, estaría
a medio camino de la victoria y eso tan solo en el segundo día.
Jack se acercó por el camino y se quedó de pie frente al merendero. La
señora Hyde estaba a su lado sujetando una carpeta de cuero.
—Hola de nuevo, niños. Como ya habréis notado, hemos perdido a un
jugador —dijo Jack—. Dustin se ha marchado hace una hora. Me ha pedido
que te transmitiera sus más sinceras disculpas, Lucy. Al parecer, sufre de lo
que él llama TEPE: Trastorno de Estrés por Préstamos Estudiantiles.
—No pasa nada —dijo Lucy—. Le perdono.
—Permitidme que os recuerde a todos —dijo la señora Hyde— que hacer
trampas, o intentarlo, de cualquier forma o modo os descalificará
inmediatamente.
—Lo que es una pena —repuso Jack. Su tono era melancólico—.
Personalmente, apruebo todo tipo de trampas, mentiras y robos. ¿De dónde
creéis que salen las ideas para mis libros?
—Eso es una broma —dijo la señora Hyde—. No existe ninguna
acusación plausible de plagio contra el señor Masterson.
—Creo que saben que estaba de broma —dijo Jack. Después aplaudió y
se frotó las manos, regodeándose—. Ahora que hemos dejado atrás las
incomodidades, volvamos a jugar.
La señora Hyde abrió su carpeta y le entregó a cada uno un folio.
—¿Qué significa esta lista? —preguntó Andre— ¿La búsqueda del tesoro
completamente imposible? ¿En serio? ¿Tenemos que jugar a una búsqueda
del tesoro con objetos que nadie puede encontrar? ¿Cómo se supone que
tenemos que hacerlo?
Lucy tomó el folio que le tendían y lo examinó.
Un lobo responsable
Un pulpo profesional
Una humilde mujer
Lucy quería reírse, pero había demasiado en riesgo. Los dos primeros
juegos habían sido tan fáciles que una pequeña parte de ella creía que tenía
posibilidades de ganar. Ahora se le hizo un nudo en el estómago. No tenía
ni idea de qué debía hacer.
—Debe tener algún truco —dijo Melanie—. ¿Verdad?
La señora Hyde se aclaró la garganta antes de girarse y seguir a Jack de
vuelta a la casa.
—Cierto —repuso Melanie—. Nada de compartir ideas. Resolveré esto
sola en otra parte.
Lucy la observó marcharse por un camino aleatorio. Andre, que parecía
demasiado seguro de sí mismo para su gusto, eligió un camino alejado.
Aunque el cielo estaba despejado y corría una brisa cálida, el mar estaba en
calma y el cielo lleno de pájaros que flotaban tranquilos por las corrientes
de aire, ellos solo estaban centrados en la lista.
Lucy se quedó en el merendero, releyendo las pistas. Melanie tenía razón,
por supuesto, tenía que haber algún truco, algún doble significado, algo
obvio que ella estuviese pasando por alto. Su primer instinto fue sacar su
teléfono móvil para buscar en Google algunas de las frases, para ver si
significaban algo. Pero eso sería hacer trampas.
Además, Lucy dudaba que internet fuese a serle de gran ayuda con eso.
Este juego parecía algo que Jack se había inventado completamente solo,
algo sacado de sus historias. Y si había salido de sus libros, eso significaba
que era un juego que hasta un niño sabría resolver.
Así que ¿qué era? ¿Cuál era el secreto de la lista?
Era una búsqueda del tesoro, ¿no? Lucy decidió que tenía que visitar la
Ciudad de Segunda Mano. La tienda de suministros para la búsqueda del
tesoro de Red Rover parecía una versión de dibujos de una vieja choza de
minero de los tiempos de la fiebre del oro en California, con el tejado
inclinado, las tablas desparejadas y los carteles pintados a mano. Pero
cuando se asomó a través de la ventana, todas las estanterías estaban vacías.
Allí no encontraría nada de lo que buscaba.
Siguió caminando, siguiendo las vías del tren hasta la estación de
Samhain, pero estas terminaban de forma abrupta en mitad de un claro. No
había nada allí más que un prado cubierto de flores silvestres. Era bonito,
pero no era la estación de Samhain de los libros. No había ninguna torre.
Ningún trono de calabaza. No había ningún señor ni señora de Octubre. Tan
solo unas vías de tren que no llevaban a ninguna parte.
Lucy se sentó en el suelo, en medio de las flores silvestres, prestando
especial atención a las hormigas y las abejas. Volvió a estudiar la lista, pero
seguía sin saber la respuesta.
Un lobo responsable
Un pulpo profesional
Un enorme microchip
Una humilde mujer
Una rodaja de Pi
Un tótem
Un zopilote salvaje
Una baqueta de tambor
Una loncha de gato
Un mensaje caliente
Una carta sin emoción
Un estudiante valiente
Un tablero de ajedrez en orden
Un cubo de pollo KFC
Un pez con un secreto
Un piso con información
Una serpiente en su hábitat
Un perfume sin olor
Una carretilla del jardín de un hada
Un pintor que no sepa pintar
Un ultimátum
Un regalo flexible
La punta de un iceberg
El viento bajo una cometa
Un problema sin solución
La sombra de una sombra
Quería gritar pero no podía. Los acertijos de Jack siempre eran algo obvio
cuando sabías la respuesta. Retrospectiva veinte-veinte. Eso les había dicho,
¿no? Así que eso tenía que significar algo, ¿verdad?
Sacó un bolígrafo del bolsillo de su abrigo, contó con los dedos, y leyó
todas las letras veinte. N… D… no todas las frases tenían veinte letras, así
que no podía ser eso.
¿Qué más había dicho Jack?
La vida solo puede entenderse del revés, pero debe vivirse hacia delante.
Una frase de Kierkegaard, el filósofo.
¿Entenderse del revés?
Un lobo responsable se volvía elbasnopser obol nu.
Eso tampoco era.
Jack también había dicho que todos los escritores sabían que no puedes
entender el principio hasta que has leído el final.
Así que leyó las pistas cambiando de orden las palabras, de abajo arriba.
Sombra una de sombra la solución…
Eso tampoco.
Estaba a punto de rendirse cuando se fijó en la última letra de cada frase.
Con su bolígrafo, las rodeó y, al momento, supo que esa podía ser la
solución.
Un lobo responsable – E
Un pulpo profesional – L
Un enorme microchip – P
Una humilde mujer – R
Una rodaja de Pi – I
Un tótem – M
Un zopilote salvaje – E
Una baqueta de tambor – R
Una loncha de gato – O
EL PRIMERO
El corazón le latía acelerado, la cabeza le iba a mil revoluciones, Lucy
rodeó todas las últimas letras hasta que obtuvo la respuesta.
EL PRIMERO EN ENCONTRARME GANA.
Capítulo diecinueve
L
ucy corrió como una loca. Aunque iba caminando o en bicicleta a
todas partes cuando salía de casa, no había corrido demasiado
desde que terminó el instituto. Ahora estaba furiosa consigo misma
por haber dejado de correr cinco kilómetros al día. Sus piernas y sus
pulmones le ardían después de tan solo unos minutos corriendo a toda
velocidad.
Pero siguió, no podía parar. Corrió como corren los niños pequeños al
escuchar el último timbre del día antes de las vacaciones de verano.
Probablemente Jack estuviese en su estudio de escritura, así que allí era
adonde iría. Si no estaba sentado a su mesa… bueno, de eso se preocuparía
una vez que llegase.
No estaba ni a medio camino de la casa cuando tuvo que detenerse a
recuperar el aliento. Doblándose, jadeando y estúpidamente agradecida por
las botas de montaña que Hugo le había regalado (de ninguna manera
podría haber corrido con sus antiguas Converse), a Lucy le ardían los
pulmones al respirar. Podía ver la casa a la distancia.
También podía ver algo más. Había alguien en la playa Cinco en punto.
Andre. Andre estaba en la playa, inconfundible con su gorra de béisbol y
su cortavientos azul claro.
Y estaba corriendo.
Corría hacia la casa.
Lucy salió pitando todo lo rápido que pudo, las suelas de sus zapatos
nuevos resonaban sobre los tablones de madera de la pasarela que rodeaba
la mayor parte de la isla.
Andre era mucho más alto que ella, más grande, más rápido, pero ella
estaba más cerca. Corrían codo a codo, él playa arriba y ella playa abajo, la
casa estaba a solo quinientos metros, luego cuatrocientos… Lucy sentía
como si su corazón fuese a salírsele del pecho de un momento a otro.
Doscientos metros. Se tropezó con un tablón suelto pero consiguió no
caerse. ¿Esos dos segundos de retraso le costarían la victoria? Siguió
corriendo. Andre estaba cerca, pero ella también. Lucy corrió por el camino
empedrado hasta la puerta principal con el último chute de adrenalina y
entró en la casa sin bajar el ritmo. Andre iba solo unos pasos detrás de ella.
Ahora tenía que encontrar a Jack. Su mejor opción era la biblioteca. Pero
Andre se dirigía a las escaleras, quizá para buscar a Jack en su estudio. ¿Le
habría visto a través de la ventana? ¿Es que iba a ganar la carrera solo para
perder el juego un poco después por haber elegido la sala incorrecta?
Lucy entró corriendo en el comedor y allí estaba Jack, de pie junto a la
chimenea, con una taza de café en las manos.
Y allí estaba Melanie, de pie a su lado, también con una taza de café en
las manos, sonriendo.
Lucy se dejó caer en el sofá. Andre entró un segundo más tarde y se
quedó mirando fijamente la escena que tenía ante sus ojos.
—Mierda —murmuró, y cerró la puerta de una patada a su espalda. El
sonido hizo que Lucy diese un respingo en su asiento.
—Lo siento, niños —dijo Melanie encogiéndose de hombros—. Como ha
dicho Jack, no hay puntos para el segundo.
Lucy no envidiaba a Melanie por haber ganado. No iba a ser una mala
perdedora como Dustin.
—Lo mejor sería que volviese a mi casa —dijo Andre, aunque no parecía
desconsolado, sino simplemente resignado. Se sentó en el sofá, con los
hombros caídos, totalmente derrotado—. Mi mujer tenía razón cuando me
dijo que las chicas son más listas que los chicos.
Era una buena noticia saber que todavía tenía sentido del humor. Lucy
quería llorar, pero lo dejaría para más tarde.
—Ah, no te rindas, hijo —dijo Jack, dándole palmaditas en la espalda y
guiñándole un ojo. Andre sonrió. La tensión que había en la sala se disipó
un poco.
Andre soltó una risa sarcástica.
—No te ofendas, Jack, pero puede que esto hubiese sido divertido cuando
tenía once años, ¿pero ahora? Es jodidamente estresante.
Jack no parecía sorprendido ni ofendido.
—Solo os estoy dando lo que queríais de niños, pedir un deseo, jugar y
ganar un premio.
Eso no era lo que Lucy había querido. Amaba los libros y había soñado
con, algún día, ser un personaje dentro de una de esas historias, del mismo
modo que sus amigos soñaban con ir a Hogwarts o a Narnia. Pero lo que
ella de verdad había deseado era lo que Jack le había ofrecido de broma en
su carta: ser su compañera de aventuras. Había querido vivir aquí con él,
ayudarle, ser como una hija para él, dejar que él fuese como un padre para
ella. Aunque adoraba los libros, quería esa realidad, no una fantasía.
—¿Cuál es el próximo juego, entonces? —le preguntó Andre a Jack—.
Aún no me voy a rendir.
—Lo averiguarás esta noche después de la cena. Pero hasta entonces,
divertíos. Estamos en la Isla del Reloj, no en una cárcel.
La racha de suerte de Lucy no solo había acabado, sino que estaba muerta y
enterrada. Esa noche jugaron al «Monopoly de la Isla del Reloj», una
versión personalizada del juego tradicional del Monopoly pero con
elementos de la Isla del Reloj. Andre, al ser abogado corporativo, ganó por
goleada. Melanie quedó segunda. Así que Lucy no se llevó ni un punto.
Nunca había jugado al Monopoly antes. Tal vez habría disfrutado
aprendiendo a jugar si no hubiese tenido que ser en una partida tan
importante. En vez de irse directos a la cárcel, les mandaban a la Torre del
Reloj y perdían dos horas. El tiempo era dinero, o eso decían las
instrucciones.
Al final de la segunda noche, el marcador había quedado así:
Lucy: 2
Melanie: 3
Andre: 2
El tercer día hubo más juegos. Un trivial de la Isla del Reloj. Lucy ganó
sin pestañear. Melanie quedó segunda. También jugaron a una versión del
«Simón dice» llamada «Mastermind dice», en el jardín. Y por último, antes
de la cena, participaron en un juego de mímica inspirado en la Isla del
Reloj. Pasaron muchísima vergüenza teniendo que representar escenas de
los libros mientras que Hugo les observaba desde el fondo de la biblioteca,
intentando no reírse a carcajada limpia de ellos.
Lucy se dio cuenta de que algo extraño estaba pasando en el transcurso de
esos dos días. Casi habían olvidado por qué estaban jugando. Sobre todo
durante la mímica, cuando Andre tuvo que hacer del señor de Octubre
luchando contra los niños calabaza y su ejército fantasma. ¿Cómo podía
alguien exactamente representar con mímica a un ejército fantasma?
Sorprendentemente, él averiguó cómo. Y después Lucy tuvo que hacer de
Astrid escalando el faro para encontrar a su hermano perdido que había sido
secuestrado por el infame bandido de la Isla del Reloj: Billy, el otro niño.
Era una locura. Y era divertido. Tan divertido que debía recordarse
constantemente que tenía que mantenerse centrada. Christopher necesitaba
que ganase. No podía olvidar lo que estaba en juego.
Para el tercer día, los marcadores estaban demasiado ajustados para su
gusto:
Lucy: 5
Melanie: 6
Andre: 5
Pero aún quedaban dos días más de juegos. Cualquier cosa podía pasar.
Cualquiera podía ganar.
Después de que terminase el juego de mímica, todos se quedaron en la
biblioteca. Apareció el personal de la cocina y repartieron chocolate
caliente con una montaña de nata montada en todas las tazas, y bebieron su
chocolate caliente mientras el fuego ardía lentamente en la chimenea.
—Vale, Jack —dijo Andre después de dar un gran sorbo a su taza de
chocolate caliente, que hizo que terminase con la nariz llena de nata
montada—. Te pido perdón por haber dicho que no me lo estaba pasando
bien.
—No te precipites con tus disculpas —repuso Jack—. Mañana no será
muy divertido.
Melanie y Andre se miraron. Lucy echó un vistazo sobre su hombro hacia
donde estaba Hugo. Él le guiñó el ojo y eso hizo que su temperatura
corporal subiese uno o dos grados.
—¿Qué pasará mañana?
—¿No lo sabes? —dijo Jack, señalando a Melanie, después a Andre y por
último a Lucy.
—Yo lo sé —dijo Lucy, volviéndose hacia Jack—. O creo que lo sé.
Puede.
—¿Qué pasará? —Melanie se inclinó hacia delante. Parecía nerviosa.
Todos lo parecían.
—Estamos en una de tus historias, ¿verdad? —le preguntó Lucy a Jack
—. Dijiste que estábamos jugando como los niños de los libros de La Isla
del Reloj.
—Ciertamente —dijo Jack.
—Bueno, entonces la cosa va así: primero viene un niño a la isla, luego
resuelven una serie de acertijos y participan en juegos, que es lo que hemos
estado haciendo hasta ahora. Y después ellos…
—Se enfrentan a sus miedos —dijo Andre—. ¿No? Es lo que siempre les
dice el Mastermind a los niños: «Ha llegado el momento de enfrentaros a
vuestros miedos, queridos».
—Muy bien —dijo Jack, asintiendo.
—Siempre me ponía nervioso cuando el Mastermind decía eso —dijo
Andre—. Eso significaba que era el momento de ponerse serios en la Isla
del Reloj. Tuve pesadillas durante meses después de leer La máquina
fantasma, ¿cuando al niño le perseguía un fantasma que era igual a él?
Quiero decir, ¿qué demonios, Jack?
—Mi editora intentó que borrase esa escena —se rio Jack.
—¿Por qué? —preguntó Melanie.
—Porque dijo que les daría pesadillas a los niños durante meses. Yo dije
que no sería así. Supongo que le debo una disculpa. —Se dio unos
golpecitos en la barbilla—. No se la daré, pero se la debo.
—¿De verdad vas a hacer que nos enfrentemos a nuestros miedos? —
preguntó Andre. Sonaba escéptico, como si creyese que ya era demasiado
mayor como para que le diese miedo nada.
—Ah, pero es el reto más importante de todos —dijo Jack mientras
dejaba su taza a un lado sobre la repisa de la chimenea—. No podéis ganar
hasta que os hayáis enfrentado a vuestros miedos. Hasta que no os
enfrentéis a vuestros miedos, vuestros miedos ganarán.
—Ya somos mayorcitos —dijo Andre—. A mí ya no me dan miedo las
serpientes, las arañas o los fantasmas. Me da miedo que se muera mi padre
porque no consigamos encontrar un donante de riñón compatible. Ese es mi
mayor miedo y, te prometo, que nunca dejo de pensar en ello. ¿Qué puedes
hacer al respecto?
Era una pregunta justa. ¿Cómo podía Jack hacer que un grupo de adultos
se enfrentasen a sus miedos? Ya no tenían diez años, ni les daba miedo la
oscuridad, o decirles la verdad a sus padres sobre quién había roto el jarrón
antiguo, o pedirle perdón a su mejor amigo… ¿Cómo conseguías que los
adultos se enfrentasen a sus miedos cuando la realidad de ser adulto era
despertarse cada mañana con tus miedos de frente?
—A mí solo me da miedo perder mi librería —dijo Melanie—. ¿Alguna
vez has intentado mantener a flote una librería infantil en una ciudad
pequeña? Apenas podemos mantener a flote un colmado. ¿Cómo quieres
obligarnos a enfrentarnos a algo a lo que ya nos estamos enfrentando?
—Ya lo descubriréis —respondió Jack, enigmático.
Lucy tembló. Le creía. Si alguien podía hallar la manera de hacer que se
enfrentasen a sus miedos, ese era el viejo Mastermind.
—Una última advertencia —dijo Jack—. Enfrentaros a vuestros miedos
no os dará ningún punto. Pero si no lo hacéis, no podréis participar en el
juego final.
Lucy respiró hondo. Él les había advertido que este momento llegaría,
aunque entonces parecía tan lejano. Pero lo haría, lo que fuera que tuviese
que hacer. Besar a una serpiente. Caminar por la cuerda floja sobre el
océano. Lo que fuera, con tal de ganar.
—Ahora —siguió Jack—, poniéndonos serios, en el parte del tiempo han
dicho que esta noche habrá tormenta. Con lluvias y vientos huracanados. Si
teníais previsto salir a remar en un bote, os sugeriría reprogramar ese viaje.
Buenas noches, niños. Dulces sueños. —Jack se dispuso a marcharse, pero
Andre le detuvo con una pregunta.
—¿Tú te has enfrentado a tus miedos, Jack? —dijo Andre. Su tono era
educado, pero había una especie de reto implícito en su pregunta que hasta
Lucy pudo entrever. No era justo que les obligase a enfrentarse a sus
miedos si él nunca lo había hecho.
Jack se quedó en silencio durante un instante, aunque la casa no estaba en
silencio. El viento estaba volviéndose cada vez más fuerte, las ramas de los
árboles golpeaban las ventanas; la borrasca sacudía el tejado y el fuego en
la chimenea bailó con una ráfaga de aire repentina.
—Os plantearé un acertijo —dijo Jack—. Dos hombres hay en la isla…
—Oh, cielos —gimió Hugo.
La sala volvió a quedarse en silencio a excepción del viento y del crepitar
del fuego. Jack volvió a comenzar:
Dos hombres hay en la isla que culpan al mar
por perder a una esposa y a una hija matar,
pero ninguno se casó y ninguno pudo engendrar.
¿Cuál es el secreto de las mujeres y el mar?
H
ugo salió de la biblioteca detrás de Jack. Lucy esperó durante un
rato, pero nunca volvió, se habría ido a la cabaña de invitados,
supuso. ¿Podría seguirle? Sí. ¿Pero qué le diría? Se me olvidaba
darte las gracias por los zapatos. Por cierto, si estoy en lo cierto con la
respuesta del acertijo, eso supondría que tu mujer te dejó por otro hombre.
Háblame de ello.
Eso podría no salir bien.
Algo golpeó con fuerza la casa, empujado por el viento. Los tres se
sobresaltaron con el ruido. Jack no había estado bromeando cuando les
había advertido sobre la tormenta que se avecinaba.
—Lo de Maine es de locos —dijo Andre, sus ojos oscuros estaban fijos
en la ventana y en el mar agitado a la distancia—. Parece un huracán.
—Tan solo es una mala tormenta —dijo Lucy, esperando que no se
convirtiese en una tormenta del noreste.
—Odio las tormentas —se lamentó Melanie, temblando mientras miraba
por la ventana, después negó con la cabeza. Soltó una risa burlona—. Me
pregunto si Jack tendrá algo que ver con esto y lo ha hecho para que me
enfrente a mi miedo a las tormentas.
Andre la observó.
—Pensaba que habías dicho que te daba miedo perder tu librería.
—Si queréis saber la verdad, me da miedo demostrar que mi exmarido
tenía razón sobre que terminaría perdiendo mi librería. Durante el divorcio
me dijo que nunca conseguiría que saliese adelante. Odio pensar que él
haya podido tener razón, que no supiese dónde me estaba metiendo.
A Lucy se le encogió el corazón con la confesión de Melanie.
—Cuando te conocí —dijo Lucy—, asumí que tenías una vida perfecta.
Parecía que lo tenías todo bajo control.
—Mi ropa es lo único que tengo bajo control —repuso Melanie, con una
sonrisa triste.
—La verdad es —dijo Andre, levantándose para quedarse frente a la
chimenea— que lo que más miedo me da es decirle la verdad a mi hijo.
Sabe que el abuelo está enfermo, pero aún no le he contado que no va a
poder salir adelante si no consigue un trasplante de riñón pronto. Es su
mejor amigo.
—¿Tú no eres compatible? —le preguntó Melanie.
Andre negó con la cabeza.
—Mi padre es de un grupo sanguíneo poco común. Es una pesadilla.
—Puede que no quieras contárselo a tu hijo —dijo Melanie— porque tú
no quieres que sea real.
Andre asintió pero no dijo nada.
—Siento mucho lo de tu padre —le dijo Lucy—. Pero me da bastante
envidia la buena relación que tu hijo y tú tenéis con él. Yo habría matado
por tener algo así.
—Siempre me olvido de la suerte que tenemos de poder contar los unos
con los otros —dijo Andre—. Gracias por recordármelo. —Sonrió—. Dios,
echo de menos las cosas que me daban miedo de niño. Mataría porque me
volviesen a dar miedo los fantasmas o los monstruos bajo la cama, en lugar
de que mi padre se muriese antes de que su nieto fuese adulto.
—Y las arañas —añadió Melanie—. Y las ratas. Las ratas de verdad dan
mucho menos miedo que la rata con la que me casé.
—Venga ya. ¿Y tú, Lucy? —preguntó Andre—. Nosotros ya hemos
confesado. ¿Cuál es tu verdadero miedo?
—No creo que tenga solo uno —admitió, mientras daba vueltas a los
restos de su chocolate caliente en el fondo de la taza—. Quiero decir, elegid
vosotros mismos. Volver a ver a mi exnovio. O peor, dejar que vea lo poco
que he conseguido en la vida. No poder hacer nunca lo que de verdad
quiero hacer. Averiguar que la razón por la que mis padres y mi hermana no
me querían era porque no hay nada que amar en mí. Y creedme, sé lo
patético que suena, pero no importa cuánto crezcas, no importan todas las
veces que intentes convencerte de que fue su culpa y no la tuya, nunca
logras creer que no es culpa tuya.
Andre se inclinó hacia delante, mirándola fijamente a los ojos.
—No fue culpa tuya —dijo—. Y hablo como padre que removería cielo y
tierra por su hijo, no fue tu culpa. Cualquier padre que haga que su hijo
sienta que no se merece ser querido es un mal padre. —Señaló a Melanie—.
Y tú, todos los negocios pasan por baches. Dios, incluso Apple estuvo al
borde de la ruina en los noventa. Soy inteligente, ¿vale? No dejan entrar a
idiotas en la Escuela de Derecho de Harvard, y vosotras dos me disteis una
paliza en el último juego.
Melanie sonrió con ganas.
—Gracias. —Después puso una cara de asco casi cómica—. Joder, ahora
quiero que ganéis vosotros tanto como quiero ganar yo.
—Jack es un zorro muy astuto —dijo Andre—. Probablemente esto era
justo lo que tenía planeado.
—No me extrañaría —coincidió Melanie.
—Sin duda. Os veré en el desayuno. —Andre se dirigió hacia la salida,
pero antes se volvió hacia ellas—. Espero ganar, pero si alguna de vosotras
termina ganando, me alegraré también. Espero que ambas consigáis que os
concedan vuestros deseos, espero que nos los concedan a todos.
Melanie le sonrió y Andre se marchó.
—¿Para qué necesitas el dinero? —le preguntó Melanie a Lucy,
levantándose de su sillón.
Lucy dudó. Odiaba contar su triste historia, pero también disfrutaba de
cualquier oportunidad que tuviese para hablar de Christopher.
—Hay un niño al que quiero acoger. En realidad, quiero adoptarle, pero
tengo que pasar primero por el periodo de acogida para poder hacerlo. No
cumplo los requisitos para ser madre de acogida. Él y yo… queremos ser
una familia, pero probablemente nunca lo seamos.
—A menos que ganes y vendas el libro.
—Exacto. A menos que gane.
Melanie sonrió.
—Ese es un excelente deseo —dijo.
A Lucy le ardía el pecho por la rabia. Negó con la cabeza, sin poder
creerse lo que acababa de oír.
—No tienes ni idea de lo que Christopher quiere o no. No le conoces, y a
mí tampoco.
Hugo no se dejó amedrentar.
—Sé que tú quieres adoptarle. Sé que necesitas el dinero. Y sé que te
hace falta un milagro para conseguirlo, tú misma lo dijiste. Bueno, aquí está
tu milagro. —Extendió los brazos para señalar la Isla del Reloj, que ella
estaba aquí, que estaba de pie en medio del milagro—. Solo quedan dos
días, el juego aún no ha acabado. ¿Por qué rendirse ahora?
—¿El juego? ¿El mismo que voy perdiendo?
—Vas un punto por detrás.
—¿A quién le importan los puntos? —estalló Lucy—. Tengo que volver
con Christopher. Estará muerto de miedo ahora mismo. Sé que lo está. Me
necesita.
—Te quiere a su lado ahora. Te necesita para siempre. Puedes estar a su
lado como quiere ahora si te marchas, o puedes darle lo que necesita al
quedarte y ganar este estúpido juego. Y puedes ganar. Cualquier idiota
puede ganar los juegos de Jack. Obviamente. —Se señaló.
Ella soltó una carcajada aguda y repentina, y después rompió a llorar.
—Lucy… —Suavemente, Hugo le puso las manos sobre los hombros.
—Tengo que irme —dijo entre llantos—. No puedo estar aquí mientras él
está allí solo. No sabes lo que es ser un niño sentado completamente solo en
una sala y saber que nadie va a venir a ayudarme.
—¿Ayudarme? —preguntó Hugo con gentileza.
—Quise decir «ayudarte». «Ayudarle». Sabes a lo que me refiero.
—No —dijo—. Cuéntame la verdad. ¿Quién se suponía que tenía que ir a
ayudarte?
Lucy le dio la espalda, con las manos sobre la cabeza.
—Pensaba que mi hermana se iba a morir —explicó—. Le había subido
mucho la fiebre así que se la llevaron corriendo al hospital. No tenían
tiempo de llamar a una niñera para que viniese, por lo que me llevaron con
ellos y me dejaron en la sala de espera del hospital. Sola. —Le miró
fijamente a los ojos—. Tenía solo ocho años. Me dejaron sola durante
horas. Nadie vino a por mí, ni siquiera se pasaron para ver cómo estaba, ni
para decirme si Angie seguía viva o no.
Hugo la estrechó entre sus brazos, pero ella no podía devolverle el
abrazo. Mantuvo sus brazos cruzados sobre el estómago.
—Pensaba que iban a dejarme allí para siempre. Cuando tienes ocho años
y tus padres no te quieren demasiado piensas ese tipo de cosas.
Sorbió y soltó una pequeña carcajada.
Hugo le tomó la barbilla, obligándola a mirarle.
—¿De qué te ríes?
—Esa fue la noche que empecé a leer los libros de La Isla del Reloj.
Había uno de los libros dentro de un cesto lleno de libros para colorear.
Creo que ese libro fue la razón por la que, ya sabes, no perdí la esperanza
aquella noche. Porque por fin tenía a alguien haciéndome compañía. ¿Y
sabes qué? Mis padres nunca vinieron a por mí. Fueron mis abuelos quienes
vinieron a recogerme para llevarme con ellos a su casa. Mis padres ni
siquiera bajaron a darme un beso de despedida y nunca volví a vivir con
ellos o con Angie después de aquello, solo les visitaba de vez en cuando,
aunque tampoco era que ellos actuasen como si quisiesen verme. —Salió de
entre los brazos de Hugo—. No tienes ni idea de lo que se siente al estar
solo y asustado cuando eres tan pequeño, sabiendo que nadie va a ir a
salvarte.
La mirada de Hugo le suplicaba sin tener que decir nada.
—Llámale, Lucy. Pregúntale a Christopher si quiere que te marches. Me
apuesto cada céntimo que tengo a que él querrá que te quedes y sigas
jugando.
—No puedo llamarle. A él… —Se le quedó trabado un nuevo sollozo en
la garganta—. Le dan miedo los teléfonos.
Él frunció el ceño, confundido.
—¿Qué quieres decir?
—El teléfono de su madre no paraba de sonar y de vibrar una mañana.
Sonaba y vibraba una y otra vez, incesantemente. Nadie respondía a las
llamadas. Christopher fue a responder y entonces los vio, a su madre y a su
padre, muertos, y el teléfono no paraba de sonar porque el jefe de su madre
quería saber si iba a ir a trabajar en algún momento.
—Mierda. —Hugo hizo una mueca de dolor.
—Ahora le aterran los teléfonos —dijo Lucy—. Por eso no le puedo
llamar. No le puedo preguntar qué es lo que quiere, lo único que puedo
hacer es estar a su lado. Tengo que irme con él.
Se giró, dispuesta a marcharse, pero Hugo se interpuso en su camino.
Alzó las manos sobre la cabeza, indicando que se rendía.
—Escúchame —le pidió—. Te ayudaré. Pero lo digo en serio, no puedes
irte esta noche. Yo no me atrevería ni a ir andando a casa de Jack con esta
tormenta, mucho menos saldría a navegar. Te ahogarás, Lucy. ¿Cómo se
sentiría Christopher si te perdiese a ti también?
Ella dejó caer la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Sabía
que Hugo tenía razón, y Jack también. Las ramas de los árboles golpeaban
la casa de Hugo, arañando las ventanas, rompiéndose, quebrándose,
cayendo. Podía oír el rugido furioso del océano.
—¿Cuándo le trasladan? —La voz de Hugo era calmada, firme, como si
estuviese hablándole a un caballo asustado que estuviese a punto de salir
corriendo.
—En cuanto se acaben las clases —respondió Lucy—. Así que va a ser el
viernes por la tarde. O a lo sumo el sábado por la mañana.
—Mañana todavía es miércoles, ¿vale? Tienes tiempo. Cuando pase la
tormenta mañana por la mañana, y estemos seguros de que puedes abordar
un vuelo a casa para llegar sana y salva. —Hugo señaló la ventana que daba
hacia el puerto al otro lado del mar—. Yo mismo te llevaré al aeropuerto.
Estarás de vuelta en Redwood mañana por la noche. A salvo. Si intentas irte
ahora, no llegarás a casa, nunca.
Ella se mordió el labio inferior.
—Estás siendo un poco melodramático.
—Le dijo la sartén al cazo.
Ella soltó otra carcajada.
—También estás siendo un poco sarcástico.
—El sarcasmo es mi lengua materna. Ahora, ¿me prometes que ya has
terminado con esta locura o tengo que atarte al muelle con una soga? Sé
cómo hacer el nudo del clavo y el nudo marinero y, confía en mí, ninguno
de ellos es muy cómodo cuando lo tienes atado a la cintura.
—Vale —se rindió—. Pero solo si me juras que de verdad me llevarás al
aeropuerto cuando pase la tormenta.
Él respiró hondo.
—Te prometo que si todavía quieres marcharte cuando la tormenta haya
pasado, te llevaré a cualquier aeropuerto que esté en un radio de trescientos
kilómetros. ¿Trato hecho?
Aún seguía queriendo huir. Se giró, observó la puerta que tenía a su
espalda. ¿Podía confiar en él? No le había dado ningún motivo para no
hacerlo…
—Lucy —la llamó Hugo con delicadeza—. Por favor. Jack ya ha perdido
a uno de sus niños. Perder a otro le mataría. Créeme cuando te digo que tu
cuerpo no sería el primero que arrastra la marea hasta la Isla del Reloj.
Dos hombres hay en la isla que culpan al mar…
Lucy se volvió para mirarle. Él le estaba sonriendo con tristeza.
—Bien —accedió a regañadientes—. Me quedaré hasta por la mañana.
Hugo juntó las manos, dando una palmada.
—Gracias —dijo, aliviado—. Te recomendaría que esperases a que la
tormenta amainase un poco antes de volver a la casa. Toma asiento. —Le
quitó el abrigo, su abrigo, y lo colgó en el perchero. Ella se sacó los
zapatos, los que él le había regalado, y los dejó junto a la puerta. La invitó a
que entrase en el salón, encendió la chimenea, y las llamas iluminaron la
sala con haces rojos, naranjas y azules, y calentaron su piel helada. Se
quedó de pie, de espaldas al fuego, mientras Hugo desaparecía por una
puerta.
Una vez sola, sacó su teléfono móvil y le escribió a Theresa una respuesta
a su mensaje.
Dile a Christopher que volveré a casa tan pronto como pueda. Está diluviando aquí,
pero debería poder subirme a un avión mañana por la mañana.
No tienes que volver a casa. Yo me aseguraré de que le veas este fin de semana.
Quédate y termina el juego. Es lo que él querría.
Lucy observó la pantalla, sin saber qué responder, así que se limitó a
guardar su teléfono.
Hugo regresó con una pila de toallas.
—Toma —dijo, entregándole una. Ella se la pasó por el rostro y por el
cabello. No quería ni pensar qué aspecto tendría. Probablemente el de
alguien que había perdido la cabeza.
—¿Quién era ella? —preguntó Lucy. Se envolvió con una toalla seca—.
¿O se supone que no tengo que saberlo?
Él se sentó en la mesita, frente a ella, mientras Lucy se arrimaba más a la
chimenea, buscando su calor.
—¿Has resuelto el acertijo?
—Dice que dos hombres perdieron a «una» esposa y a «una» hija. No a
«su» esposa ni a «su» hija. Podría ser la esposa de cualquier otro y la hija de
otra persona a las que perdieron.
Hugo asintió.
—Eres lista.
—Soy maestra. Eso es todo. ¿Quién era la niña perdida?
—Se llamaba Autumn Hillard —respondió Hugo, pronunciando el
nombre de la niña como si estuviese cubierto de polvo, un nombre
escondido que no se podía pronunciar—. Se firmaron acuerdos de
confidencialidad, y la familia no podía acudir a los medios de comunicación
con su historia, así que no encontrarás nada sobre ella en internet.
A Lucy se le encogió el estómago. Un acuerdo de confidencialidad.
—¿Hubo una demanda? ¿Contra Jack?
Él se cruzó de brazos sobre el pecho.
—Jack es Jack, ya lo sabes. Por eso es tan sencillo quererle. Y por eso
también es tan irritante.
Le daba miedo incluso preguntarlo, pero tenía que hacerlo.
—¿Qué pasó?
—El día que le conocí, Jack me contó la primera regla de la Isla del
Reloj: Nunca rompas el hechizo.
—¿El hechizo?
Él se encogió de hombros.
—Los niños creen que Jack es el Mastermind. Piensan que la Isla del
Reloj es real. Creen que si le piden sus deseos, él los hará realidad. Hace
siete años, Autumn le escribió una carta a Jack. Le contaba cuál era su
deseo: que su padre dejase de entrar en su cuarto por las noches.
—Dios mío… —Lucy se tapó la boca con la mano.
—No quieres saber cuántas cartas recibe de ese estilo.
—No, probablemente no. —Se retiró la mano—. ¿Qué pasó?
—Vivía en Portland, así que él pensó que podría ayudarla. Ayudarla de
verdad. No hacer lo típico de escribirle de vuelta y animarla a que le
contase lo que estaba pasando a algún adulto en el que confiase plenamente.
Todas esas cartas se las entregaron a las autoridades, pero es difícil que la
policía investigue una acusación hecha en la carta de una admiradora. —
Hugo se masajeó la nuca. Se notaba que era una historia que no quería
contar—. Él la llamó.
—¿La llamó?
—Ella le había escrito su número en una de sus cartas. Jack la llamó y ahí
fue cuando todo se salió de control. Él no puede evitarlo, ya lo sabes, su
propio padre era un absoluto tirano. Nuestro Jack es un osito de peluche
hasta que le muestras a un niño con problemas, entonces ves cómo el osito
de peluche se transforma en un oso salvaje. —Hugo sonrió. Pero la sonrisa
desapareció rápidamente—. En algún punto de su conversación, él le dijo
algo como: «Si tan solo tuviese un deseo, lo usaría para traerte a la Isla del
Reloj, donde estarías a salvo conmigo, para siempre».
Ahora todo tenía sentido.
—Ella le creyó.
—Así fue. Pensó que si podía llegar a la Isla del Reloj, se podría quedar a
vivir con él. Hizo lo mismo que tú: colarse en un ferri, pero ese día el ferri
no pasaba por la Isla del Reloj, así que cuando nadie miraba, saltó al mar e
intentó nadar hasta la isla. —Se quedaron mirándose fijamente—. Jack solía
dar un paseo por la playa todas las mañanas antes de desayunar. Dejó de
hacerlo a partir del día en el que encontró el cadáver de la niña en la playa
Cinco en punto.
Lucy se había quedado sin palabras.
Hugo siguió contando la historia, rápido, como si se estuviese quitando
una tirita.
—La familia amenazó con demandarle, acusaron a Jack de ser un
pedófilo. Irónico viniendo de ellos, ¿verdad? Pero, como he dicho, la
policía no pudo investigar mucho a partir de una carta escrita por una niña
muerta. Los abogados de Jack les pagaron por su silencio. No sé la cifra
exacta, pero creo que fueron varios millones de dólares, y todos firmaron
varios acuerdos de confidencialidad. Jack se volvió un fantasma en aquel
entonces. Puede que si no hubiese sido así habría luchado, pero después de
aquello, dejó de escribir, dejó de pasear por la playa, dejó de vivir. Fue
entonces cuando regresé a la isla.
La historia era mucho peor de lo que ella se había imaginado. Se había
convencido de que Jack Masterson había tenido un ictus y que por eso había
dejado de escribir. O que había decidido jubilarse joven y disfrutar del
dinero que había ganado, o que quizá se había cansado de escribir libros
infantiles y había empezado a escribir libros para adultos bajo un
pseudónimo o algo así. Nunca habría podido imaginarse que había
participado involuntariamente en la muerte de una niña con sus deseos, y
que habría tenido que pagar a un pederasta por ello.
—No puedo creer que les pagase millones —dijo Lucy.
—Si te estabas preguntando por qué odia tanto a los abogados…
—Si se hubiese sabido esto…
Hugo asintió.
—Le habría arruinado.
La historia habría sido sórdida, enfermiza, siniestra. Un escritor famoso
de libros infantiles acusado de atraer a una niña pequeña a su isla privada.
La carrera de Jack nunca se habría recuperado de ese golpe.
—Pobre Jack —dijo finalmente Lucy. Deseaba poder hablar con él en ese
momento, decirle cuánto lo sentía y darle un abrazo.
Hugo se levantó.
—Ahora ya sabes por qué llevo viviendo aquí los últimos seis años.
Alguien tenía que vigilarle, asegurarse de que no se lanzase al mar. Y hubo
unos cuantos días en los que literalmente tuve que evitar que se lanzase.
Lucy le dedicó una pequeña sonrisa.
—Gracias por haber hecho eso por él.
—Él hizo lo mismo por mí. —Hugo le quitó la toalla que se había pasado
sobre los hombros y le golpeó en el brazo suavemente con ella—. Ahora,
¿ya has conseguido secarte y entrar en calor?
—Entrar en calor, sí. ¿Seca? Ni por asomo. Supongo que los hombres con
pelo corto no suelen tener un secador a mano, ¿no?
—No —dijo—. Pero los artistas, sí.
Hugo fue a buscar su secador. Ella observó el objeto y luego le miró a él.
—Espera. ¿Pintas con un secador de pelo? —preguntó. El secador estaba
cubierto de cientos de pequeñas manchas de pintura de todos los colores del
arcoíris.
—Si necesito secar la pintura acrílica el doble de rápido, se puede usar un
secador de pelo. Un pequeño secreto del oficio.
—¿Por qué necesitarías que la pintura se secase tan rápido?
—¿Porque se supone que tendría que haber enviado ese cuadro el día
anterior? —Intentó parecer culpable, aunque sin éxito—. Según Jack, las
fechas de entrega son como las fiestas: uno siempre debe llegar
elegantemente tarde. Es muy fácil para él decirlo, es tan rico como el rey
Midas; en cambio, nosotros, los lamentables plebeyos, llegamos cinco
minutos antes y rezamos para que no nos echen.
Sonriendo —Hugo se sentía aliviado de volver a verla sonreír—, Lucy le
quitó el secador de las manos, y se fue hacia el baño con la maleta en la otra
mano. Mientras tanto, Hugo se metió en el vestidor de su dormitorio y
llamó a Jack.
—¿Está allí? —le preguntó Jack en cuanto contestó la llamada.
—La tengo. Le di un pequeño tirón de orejas y se calmó. Aunque no
estoy seguro de que vaya a ser así por mucho tiempo.
Él solo la había convencido de que se quedase hasta que fuese seguro ir a
Portland, no el resto de la semana.
—Distráela con algo. Hazla que te ayude con un proyecto.
—¿Distraerla con un proyecto?
—Siempre funciona —dijo Jack.
—Haré lo que pueda. Y tú… —Odiaba lo que estaba a punto de
preguntarle, pero tenía que saberlo—. ¿Me juras que no has tenido nada que
ver con esto? Porque si les dices a todos que se tienen que enfrentar a sus…
—Nunca metería a Christopher o a cualquier otro niño en este juego.
—Si no es esto, ¿qué tienes preparado para Lucy?
La respuesta de Jack le cabreó tanto como Hugo había esperado.
—Nada demasiado siniestro.
—Si le haces daño…
—¿Qué? ¿Me darás un puñetazo en la nariz? ¿Me retarás a un duelo?
—No te vayas por las ramas —le regañó Hugo—. Solo te estoy diciendo
que está un poco frágil ahora mismo.
—Te gusta esa chica, ¿verdad? —Jack sonaba insoportablemente
encantado consigo mismo, como si lo hubiese tenido planeado desde el
principio—. Tienes mi aprobación.
—No he pedido tu aprobación.
—Pero la tienes igualmente.
Hugo le ignoró.
—Deberías saber que le he contado lo de Autumn. No he tenido elección.
Estaba angustiada, Jack.
—Está bien. Necesitaba saberlo. —Jack permaneció en silencio por un
momento—. Hijo, intenta que se quede al menos un día más, por favor, hay
alguien que viene mañana que quiero que conozca.
—¿Quién?
—Eso es cosa mía saberlo y tarea de Lucy descubrirlo.
Capítulo veintidós
C
uando Lucy salió del cuarto de baño Hugo había desaparecido.
—¿Hugo?
—¡Venid aquí! —la llamó desde el fondo del pasillo.
Confundida e intrigada, siguió el sonido de su voz.
—¿Venid aquí? ¿Quién dice «venid aquí»? —respondió.
—Yo. ¿Vienes o qué?
Ella llegó hasta una puerta entreabierta que debería de dar a un
dormitorio, pero cuando la empujó para abrirla del todo, se encontró con el
estudio de Hugo.
—Vale, ya estoy… Guau. —Eso fue todo lo que pudo decir. Lucy estaba
de pie en la entrada, mirando fijamente la sala antes de poner un pie dentro.
En ese instante se sintió como si estuviese dentro de El mago de Oz, cuando
Dorothy viaja del Kansas en blanco y negro al Oz lleno de color. Cada
pared estaba cubierta, del techo hasta el suelo, de montones de cuadros, y
las telas que cubrían el suelo estaban llenas de manchas de todos los colores
del arcoíris. Unas cuantas mesas tenían montañas de cuadros sobre ellas,
pinceles, frascos con agua y pociones mágicas, o eso le pareció. Una
antigua estantería de metal estaba llena de lo que parecían cientos de
cuadernos de bocetos usados. Incluso estos estaban cubiertos de pintura.
Lucy tenía que preguntarlo.
—¿Es que te colocas en medio de la sala y lanzas pintura a las paredes
cuando estás aburrido?
—Sí.
Hugo estaba arrodillado en el suelo junto a un montón de lienzos.
—¿Todo está relacionado con la Isla del Reloj?
—Más o menos. Quitando lo que va para organizaciones benéficas, he
guardado cada uno de los bocetos, cada una de las fotografías, cada
ilustración para las portadas, cada maldita nota que Jack me ha escrito con
respecto a las ilustraciones.
Despegó una nota adhesiva amarilla de detrás de un lienzo y se la mostró.
Lucy la tomó y leyó en voz alta:
—Da miedo oooooohhhh, no da miedo ¡AHH! —decía—. No es de
mucha ayuda.
—Dímelo a mí.
Le devolvió la nota a Hugo, aunque le habría gustado quedársela de
recuerdo.
—Todo está aquí o en un almacén en Portland —continuó Hugo—.
Digamos que la editora de Jack me dejó bien claro hace años la importancia
histórica y literaria de… todo esto. —Barrió la sala con la mano.
—¿Y los tienes todos apilados contra la pared? ¿En vez de plastificarlos?
¿O metidos en cajas?
—Solo necesito mantas —dijo—, y un deshumidificador muy bueno.
Hugo echó algunas mantas sobre las pilas de cuadros.
—Ah, hay té y pastas.
Lucy se acercó a una mesa que no estaba cubierta de pintura.
—¿Pastas? Esto parecen galletas.
—Voy a enseñarte a hablar con propiedad —dijo—. Las galletas son
pastas. Vuestros bollitos son scones, pero en mi país nos los comemos con
nata y mermelada, no con salsa de carne. La salsa es solo para la carne, no
para los bollos.
—Eso lo puedo entender. —Lucy tomó la taza. Estaba caliente en
contraste con sus manos heladas. Paseó por la habitación, como si estuviese
en la galería más pequeña y extraña del mundo.
—También tengo tarta de queso, que en Inglaterra la llamamos… tarta de
queso.
—¿Cocinas?
—Jamás. La robé de la cocina de Jack. —Tomó su propia taza de té del
suelo y se levantó—. Soy el peor invitado del mundo. ¿Funcionaba el
secador?
—Perfectamente. Todo seco. —Se revolvió el pelo juguetonamente—.
Gracias por haberme prestado tu, mmm, ¿secador de cuadros?
—Puedes devolverme el favor ayudándome con esto. —Hizo un gesto
para señalar los lienzos que había apoyados contra la pared y apilados en un
carrito—. En resumidas cuentas, mi exnovia trabaja en una galería de arte y
quiere algunos cuadros de las portadas de La Isla del Reloj. Ayúdame a
elegirlos. Necesito cinco.
—¿Quieres que te ayude a elegir los cuadros para una exposición?
—A nadie le gustan los mismos que a mí, así que necesito una opinión
imparcial.
Halagada, Lucy dejó la taza a un lado y se acercó a Hugo.
—No sé cómo puedo ser imparcial porque adoro todas tus obras por
igual.
—Vale —dijo—. Le enviaré esta.
Sostuvo un cuadro de la portada de Noche oscura en la Isla del Reloj.
—No, ese no. —Señaló con la mano el cuadro en blanco y negro—.
Demasiado oscuro.
Hugo se rio y dio un paso atrás.
—Veamos qué puedes hacer, entonces.
Lucy se arrodilló sobre la tela que cubría el suelo. Por suerte, la pintura
llevaba bastante tiempo seca. Lentamente, observó todos los cuadros; cada
uno correspondía a un libro, cada uno era un recuerdo.
Adoraba todos esos cuadros, y todos los niños a los que les gustase La
Isla del Reloj estarían encantados de ver unas portadas así: pintadas en
lienzos enormes en los que podías admirar hasta los detalles más pequeños.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —dijo Lucy, examinando otra
pila de cuadros.
—Puedes hacérmela. Pero no te prometo responderla.
—¿Esta exnovia que trabaja en la galería es la primera dueña de las botas
de montaña que me diste?
—Piper —dijo—. Es esta.
Descolgó un pequeño retrato de la pared, un cuadro de una mujer preciosa
de cabello negro. Parecía una sirena sacada de una película, como Elizabeth
Taylor. Lucy deseaba no haberlo preguntado; en comparación, ella se sentía
como una Jane simplona.
—Dos hombres hay en la isla —dijo, mirándole fijamente a los ojos—.
Sé la respuesta a la muerte de la hija. ¿Supongo que ella es la esposa que
perdiste? Si es la esposa de otra persona, supongo que debe de haberse
casado.
Hugo volvió a colgar el pequeño lienzo en la pared.
—Por aquel entonces yo quería que fuese mi esposa. Trabaja en una de
mis galerías favoritas de Nueva York. Fue allí donde nos conocimos.
Cuando me mudé de vuelta a la isla para mantener vigilado a Jack, ella vino
conmigo. —Hizo una pausa—. No creo que ninguno de los dos nos
diésemos cuenta entonces de todo el tiempo que tardaría Jack en salir de su
depresión. Y la vida en la isla no es para todo el mundo. Se las apañó para
quedarse seis meses aquí antes de no poder soportarlo más, odiaba estar tan
aislada. Entre ella y Jack, elegí a Jack. —Volvió a descolgar el cuadro y lo
puso en un montón en el suelo, como si estuviese cansado de verlo todos los
días—. Ahora está felizmente casada con un cirujano veterinario y tiene una
niñita preciosa. Y yo me alegro muchísimo por ella.
—¿Más sarcasmo?
Al principio no respondió.
—No —dijo entonces—. La vi hace poco, y todo había desaparecido. La
ira. El amor, el deseo, todo, se había ido. Me alegraba por ella. —Suspiró
—. Es una desgracia. Trabajo mucho mejor cuando estoy triste. Pero me
voy a mudar a Nueva York, así que eso debería bastar.
—¿Y cuánto pagas de alquiler aquí?
La sonrisa en su rostro le hacía tan dolorosamente apuesto que Lucy
fingió volver a examinar las montañas de cuadros, esperando que él no
hubiese notado su sonrojo.
—¿Has encontrado algo que te gustase? —preguntó él.
A ti, pensó, aunque no lo dijo en voz alta.
—Mmm… me gustan todos. Pero estoy intentando encontrar el de La
princesa de la Isla del Reloj. Es uno de mis favoritos.
—Lo donamos a St. Jude junto con el de El príncipe de la Isla del Reloj.
—Ah. ¿Y el de El secreto de la Isla del Reloj? Ese es el favorito de
Christopher.
—Lo donamos a… otro sitio.
Lucy le miró suspicaz.
—¿A otro sitio?
—A otro sitio.
—¿Es que no puedes decirme a dónde?
—Puedo. Pero no quiero.
—Hugo…
—La familia real tiene esta… bueno, escuela de dibujo benéfica y…
—Para. Ya te odio lo suficiente —dijo Lucy.
—No es tan impresionante. Quiero decir, no es como si estuviese colgado
en el Palacio de Buckingham. Bueno, en realidad, puede que sí.
—Puedes callarte ahora.
—Iré a buscar más pastas.
—¿Me habías dicho que había tarta de queso?
Hugo puso los ojos en blanco.
—Iré a buscar la tarta de queso.
Mientras estaba fuera del estudio, Lucy se levantó para estirar un poco las
piernas y se fijó en un cuadro que estaba medio oculto detrás de una
estantería gris industrial. Fue hacia allí, lo sacó con cuidado y vio que era
otro retrato. Reconocía ese rostro, esos ojos, esa nariz dulce.
—Ah, Davey —susurró. Lucy escuchó que su anfitrión volvía, y le miró
sobre su hombro. Hugo no sonreía—. Lo siento. Estaba cotilleando.
—No pasa nada. Es un cuadro muy bueno. Es solo que… a veces quiero
verle. Y otros días es demasiado duro.
—¿Puedo preguntar qué le pasó?
—A veces los niños con síndrome de Down tienen problemas cardíacos.
Él fue uno de los desafortunados.
Hugo dejó dos platos con tarta de queso en la mesa de trabajo, apartando
media docena de tazas y vasos manchados de pintura para hacerles hueco.
—Cuando tenía quince años, decidieron que no iba a poder sobrevivir si
no le operaban. —Se quedó en silencio por un momento—. Hubo
complicaciones, unos coágulos de sangre. Murió en el hospital. Mi madre
estaba con él, pero yo estaba aquí, trabajando.
—Lo siento mucho, Hugo. —Le acarició suavemente el brazo, aunque él
no reaccionó, sino que volvió a sacar el cuadro de su escondite. Lo colocó
en el gancho donde había estado colgado el retrato de Piper—. Es un retrato
precioso.
—Es fácil crear algo precioso a partir de algo precioso. —Se quedó en
silencio por un momento—. Davey solía contarle a cualquier extraño con el
que se topaba por la calle que su hermano ilustraba los libros de La Isla del
Reloj. Iba a una librería con mamá y solía sacar los libros de las estanterías
y pasearse por la tienda, contándole a todo aquel que quisiera escucharle
que su hermano había dibujado las portadas. Una vez incluso una mujer le
pidió un autógrafo. Aquello le alegró el año. —Sonrió, pero la sonrisa
desapareció tan rápido como había aparecido—. Jack se portó genial
cuando todo sucedió. Como una completa leyenda. Pagó por el funeral, mi
billete de avión, las facturas de mi madre porque no había manera de que
ella trabajase en los meses siguientes, con el golpe que había sufrido. Nos
salvó.
Lucy sabía que estaba caminando por terreno pantanoso. Las heridas
abiertas había que tratarlas con cuidado.
—No me extraña que te mudases con Jack cuando él estaba sufriendo —
murmuró.
—Le debía tanto. Y nunca pensé que… —Miró a través de la ventana del
estudio hacia el océano que había asesinado a Autumn y había apartado a
Piper de su lado—. Pensé que saldría de ahí mucho más rápido de lo que lo
hizo. Aún no sé si ha salido del todo o si está actuando como si fuese así
para que yo pueda marcharme sin sentir que le estoy abandonando.
—Es el Mastermind, ¿recuerdas? —Lucy tomó su plato de tarta y le
entregó a Hugo el otro, intentando que volviese a sonreír. Funcionó—.
Puedes tratar de averiguar la respuesta todo lo que quieras, pero nunca
sabrás qué es lo que tiene planeado en realidad.
—Me comeré un trozo de tarta de queso por eso. —Chocaron sus
tenedores y le hincaron el diente a la tarta.
D
espués de haber convencido a Lucy para que se quedase, Hugo
regresó a su estudio a escondidas y volvió a llamar a Jack.
Aunque era tarde y hacía rato que había pasado la medianoche,
Jack respondió a la llamada.
—Tu malvado plan para distraerla ha funcionado. Ha decidido quedarse
—dijo Hugo en cuanto descolgó—. Va a terminar el juego.
Jack suspiró aliviado tan fuerte que el sonido hizo temblar el oído de
Hugo.
—Buen trabajo, hijo.
—La acompañaré de vuelta a la casa ahora.
—Aún está…
De repente, el ambiente en la habitación cambió, se extendió un extraño
silencio sordo y después llegó la oscuridad.
—O no —se lamentó Hugo. Oyó como Lucy soltaba un pequeño grito
sorprendida cuando se fue la luz.
—Bajad las escotillas —ordenó Jack—. Os veré a ambos por la mañana.
Si es que seguimos aquí.
—¿Crees que no pasará nada si Lucy se queda aquí conmigo esta noche?
No me gustaría que la acusasen de hacer trampas porque… ya sabes.
—¿Porque os estáis haciendo ojitos?
—Porque somos amigos.
—Hugo, mi niño, no podrías ayudarla a ganar los dos próximos retos ni
aunque lo intentases. —Colgó la llamada.
Hugo fue a ver cómo estaba Lucy. Ella accedió a quedarse a pasar la
noche en su cabaña, ya que era lo más seguro. Él la dejó a salvo en el salón
junto a la chimenea mientras iba a buscar mantas y provisiones. Las
almohadas más cómodas, las mantas más acolchadas, incluso una vela o
dos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había estado una
noche entera con una mujer? Demasiado. No debería de estar disfrutando de
esto tanto como lo estaba haciendo. Lo achacó a que era una novedad y a la
soledad. Y tampoco estaba mal eso de que se le llenase el estómago de
mariposas cada vez que Lucy sonreía en su dirección.
Cuando regresó al salón, Lucy había azuzado el fuego, que calentaba e
iluminaba más la estancia, y ella estaba sentada sobre un cojín en el suelo a
la luz de las llamas. Él tomó otro cojín y se sentó a su lado para entrar en
calor.
—Almohadas y mantas en abundancia —dijo—. Al menos, esta noche no
morirás congelada.
Lucy le estaba mirando como si tuviese algo en la cara.
—¿Qué? —preguntó él.
—No te lo tomes a mal —dijo Lucy—, pero estás raro sin tus gafas.
Se había olvidado de que se las había quitado en el baño cuando se había
lavado los dientes a la luz de la linterna.
—Lo siento. Iré a buscarlas. Soy plenamente consciente de que estoy más
guapo con la cara escondida.
Ella apretó los labios y le miró fijamente.
—Quiero decir que estás raro pero para bien. Pareces más joven.
Él alzó las cejas, sorprendido.
—Sabía que debería haber elegido llevar lentillas.
Ella tomó el cuaderno de bocetos que él había dejado en el suelo junto a
la chimenea.
—¿Ibas a trabajar esta noche cuando te interrumpí con mi… ya sabes, mi
locura?
—No estás loca, estabas preocupada. Y no, tan solo estaba fideando —
dijo.
—¿Fideando?
—Es una palabra que se inventó Davey. Fideando en vez de dibujando,
porque mis bocetos parecían hechos de fideos. Era un niño divertido. —Le
gustaba poder hablar de Davey, simplemente hablar de él con alguien que
no se acobardaba ni le rehuía cuando le mencionaba como hacían tantos
otros, como si el duelo se pegase.
—Parece que era un niño maravilloso. ¿Puedo ver tus fideos? —preguntó,
sonriendo inocentemente.
Él hizo un gesto con la mano hacia su cuaderno como si con ello le dijese
por favor, adelante.
Lucy se frotó las manos sobre su camisa, algo que él encontró
dolorosamente conmovedor, porque ella no quería dejar ni siquiera una
mancha sobre sus dibujos, y abrió su cuaderno por la primera página. Allí
había dibujado una luna llena, con sus cráteres y todo. La circunferencia
llenaba toda la página y un barco pirata con la bandera del Jolly Roger
navegaba por el océano frente a la luna, con un corgi como timonel.
—¿Hay un barco pirata en el nuevo libro de Jack?
—No tengo ni idea —dijo Hugo mientras se recostaba en el cojín y
extendía los pies frente al fuego—. Pero me apetecía dibujar un barco pirata
capitaneado por un corgi frente a la luna llena, así que lo hice. Y pensar que
hubo una vez en la que iba a convertirme en un artista serio.
—Gracias a Dios no lo hiciste —repuso ella—. No conozco a un solo
niño en todo el mundo que tenga, yo que sé, un Rembrandt colgado en la
pared de su cuarto, pero conozco a unos cuantos niños que tienen tus
ilustraciones en las paredes de sus cuartos.
—¿De verdad?
Ella se señaló a sí misma, sin mirarle a los ojos.
—¿El póster de La princesa de la Isla del Reloj que venía con el libro?
Lo tuve colgado sobre mi cama durante muchos años.
Hugo soltó un gemido dramático.
—Gracias. Ahora me siento viejo.
—Deberías sentirte halagado.
—Vale. Gracias. Me siento halagado. —Y de verdad se sentía halagado.
Viejo, pero halagado.
Lucy siguió pasando las páginas de su cuaderno.
—Muy bonito —comentó, observando un viejo boceto a carboncillo de
un cuervo con un sombrero rojo pintado con acuarelas.
—Es Thurl, pero con sombrero.
—Le queda bien —dijo. La página siguiente era un boceto a lápiz de un
payaso que sujetaba su cabeza como si fuese un globo. Pasó a la próxima y
enarcó las cejas. Giró el cuaderno hacia él y le mostró el dibujo a Hugo—.
Ejem.
—Te dije que te dibujaría un chirri —dijo, sonriendo ampliamente. Hugo
sabía que debía sentirse avergonzado, pero a veces una orquídea era solo
una orquídea. Aunque claro, a veces una orquídea era…
—Parece una vulva —dijo Lucy.
—Es una orquídea del invernadero de Jack. Y en segundo lugar, culpa a
Georgia O’Keeffe, no a mí; haber empezado con esa tendencia fue cosa
suya.
Ella simplemente negó con la cabeza y siguió pasando página tras página.
—Son fantásticos —dijo. A Hugo se le hinchó el pecho. Como cualquier
artista, tenía debilidad por los halagos, pero era más que eso. Lucy parecía
tan feliz, perdida entre las páginas de su cuaderno de bocetos, sonriendo o
riéndose con cada página. A él se le había olvidado lo bien que se sentía ser
el motivo tras la sonrisa en el rostro de una chica preciosa.
—Ojalá tuviese algo de talento artístico —se lamentó ella—. Puedo tejer
bufandas, pero eso es más una manualidad que un arte.
—Las manualidades son un arte que es útil —dijo Hugo—. Y no dejes
que nadie te diga lo contrario. He visto colchas amish más impresionantes
que muchos Picasso.
Ella sonrió pero no dijo nada mientras estudiaba un dibujo en particular
durante un largo rato.
Aunque él sabía que debería estar durmiendo ya a esas horas, no quería
dar la conversación por terminada. Disfrutaba de pasar tiempo con Lucy
más de lo que probablemente debería.
—¿Alguna vez quisiste ser artista? —preguntó.
Ella cerró el cuaderno de bocetos y lo depositó con cuidado sobre la
mesita de centro.
—No, pero sí que quería trabajar en algo relacionado con el arte. Lo más
cerca que estuve fue cuando me dediqué a ser una musa medio profesional.
Él enarcó las cejas.
—¿Una musa medio profesional? ¿Cómo se puede trabajar de eso?
—Estuve saliendo con un escritor —respondió—. Él decía que era su
musa. Me lo podría haber tomado como un cumplido, pero todos los
personajes de sus historias eran desgraciados.
Hugo se rio suavemente mientras ella metía los pies bajo sus piernas,
haciéndose más pequeña.
—¿Alguien que conozca? —preguntó.
—¿Sean Parrish?
Hugo se sentó erguido. No era que el nombre le sonase, sino que hacía
saltar todas y cada una de sus alarmas.
—¿Sean Parrish? Tienes que estar de broma.
Ella hizo una mueca de dolor.
—¿Le conoces? Quiero decir… ¿personalmente?
—Jack y él pertenecieron a la misma agencia durante años, pero nunca le
conocí en persona. Su reputación le precede. Tanto lo bueno como lo malo.
Lucy alzó las manos como si estuviese haciendo de balanza.
—Por una parte, es ganador de un premio Pulitzer —dijo—. Por otro
lado…
—Un imbécil de manual —terminó Hugo. Y no era ni por asomo uno de
sus escritores favoritos. Tras haber leído las primeras cincuenta páginas de
una de sus novelas, había deseado poder cortarse con un folio y después
nadar entre tiburones.
—Cierto. Así que… sí —suspiró Lucy—. Yo era su novia.
—¿Dónde narices le conociste?
—Era mi profesor en la universidad —dijo—. De escritura creativa. De
cuando aún pensaba que podría trabajar para una editorial algún día. Era
bastante ilusa. Pensaba que me podría presentar en Nueva York con mi
título en estudios ingleses y que me diesen una oficina en una editorial
desde donde trabajar. ¿Así que por qué no apuntarme a una clase de
escritura impartida por un escritor famoso? Puede que me ayudase a
encontrar un trabajo de lo que quería.
—¿Así que Sean Parrish se acuesta con sus alumnas? No me sorprende en
absoluto. —Hugo intentó no sonar demasiado crítico, pero sabía que no lo
había conseguido. Sean se parecía al resto de artistas hombres que había
conocido, con un ego a la altura de su talento pero tan inseguros en secreto
que se aprovechaban de los artistas más jóvenes como si fuesen vampiros
alimentándose de su sangre.
—Para ser justos con él, aunque no es que se lo merezca, no pasó nada
entre nosotros hasta que ya no me daba clase. Me encontré con él en un bar
en Año Nuevo. Me fui con él a su casa, a su increíble apartamento, y me
quedé allí tres años. Bueno, en realidad, sí que salí del apartamento, quiero
decir que estuve con él tres años.
—Es… ¿no es más mayor que yo?
—Tiene cuarenta y pocos. Cuarenta y tres, ¿creo? Acababa de ganar el
Premio Nacional del Libro con Los desertores cuando le conocí. Ya tenía
dos libros superventas publicados y la adaptación cinematográfica de una
de sus novelas cuando estábamos juntos. Me dijo que yo era su amuleto de
la suerte, su musa. Pensaba que acoger a un perrita callejera a la que nadie
quería o amaba hacía que el universo se inclinase a su favor, y yo era su
obra de caridad.
Hugo abrió los ojos como platos.
—¿Eso te dijo? ¿Te llamaba su «perrita callejera»? Increíble.
—Le gustaba que fuese una «huérfana emocional». Así era cómo me
llamaba. «Lo único peor de tener padres muertos es tener padres que bien
podrían estar muertos». O algo así. Es una frase de Las madrugadas, o
puede que sea de Artificio, suelo mezclar esos dos. —Apartó la mirada,
observando fijamente las llamas por un momento. Su voz carecía de toda
emoción cuando siguió hablando—. Él también era un huérfano emocional,
o eso decía. Sus padres estaban divorciados, se drogaban, se ponían los
cuernos, no tenía ningún tipo de estabilidad en su casa, y tuvo que crecer
solo desde los doce años. Estábamos tan rotos que éramos el uno para el
otro.
—Cita tu fuente.
—¿Qué? —preguntó ella con nerviosismo.
—Jack dice que siempre hay que citar la fuente. ¿Quién te dijo que
estabais tan rotos que erais el uno para el otro? ¿Él? ¿O tú?
—Él. Y supongo que yo le creí.
Ella sonrió como si todo aquello no tuviese importancia, pero él podía ver
las grietas que había en su fachada.
—Lucy… eso es una mierda de manual.
—No me malinterpretes. A veces era divertido. Fui a fiestas que se
celebraron en mansiones en Martha’s Vineyard, comí en restaurantes con
estrella Michelín. Fui a giras europeas con él. Yo… —dijo, señalándose—,
he tenido relaciones sexuales en un castillo.
—Y yo que pensaba que solo eras una maestra auxiliar de infantil —
comentó Hugo, estirándose—. ¿Quién me iba a decir a mí que estaba en
presencia de una verdadera musa? El sueño de cualquier artista hecho
realidad. Soy un hombre afortunado.
—¿Te gustaría ver mi tatuaje?
—Más que nada en el mundo.
—No te voy a enseñar las tetas, lo prometo. —Se dio la vuelta y se
levantó la camisa para mostrarle el lateral de sus costillas, donde tenía un
tatuaje de unos veinte centímetros de alto de una mujer griega preciosa que
llevaba un pergamino en las manos. Él se colocó de lado, acercándose a
ella, y estudió los trazos del tatuaje a la luz del fuego. Quería recorrerlos
con los dedos, pero si la tocaba ahora, sabía que no querría parar.
—Se llama Calíope —dijo Lucy—. Es la musa griega más importante de
todas. La musa de la poesía épica.
—Por favor, dime que Sean Parrish no te obligó a hacértelo.
—Oh, no, eso fue cosa mía, aunque pensé que le gustaría ya que yo era su
«musa».
Hugo lo observó de cerca, no como un hombre comiéndose el cuerpo de
una mujer con la mirada, sino como un artista admirando una obra de arte.
—¿Conoces a alguien que esté buscando a una musa en paro? —
preguntó, bajándose la camisa.
—Yo soy un artista moderno. —Se puso las manos tras la cabeza—. Mi
musa es el miedo a la pobreza y al olvido.
Ella sonrió, pero su mirada parecía estar a kilómetros de distancia, como
si estuviese recordando algo que deseaba poder olvidar.
—Tengo que romper una lanza por él. Fue la primera persona que me
hizo sentir querida en toda mi vida, querida de verdad, y cuando te sientes
querido por primera vez en tu vida, te das cuenta de lo muchísimo que lo
habías ansiado.
Hugo captó algo en su tono de voz, como si una tristeza que llevaba
mucho tiempo escondida estuviese saliendo a relucir. Se volvió a sentar y le
preguntó con delicadeza:
—¿Qué os pasó?
Ella suspiró antes de empezar a hablar.
—Debería haber sabido desde el primer mes que empezamos a acostarnos
el tipo de hombre que era —dijo—. Me preguntó por qué me había
apuntado a su clase de escritura cuando no quería ser escritora y yo le dije
que estaba pensando en dedicarme al mundo editorial algún día, conseguir
un trabajo en Nueva York en una editorial de libros infantiles. Recuerdo que
esperaba que dijera algo como: «Se te dará genial», o «Parece el trabajo
ideal para ti». O incluso algo tan estúpido como: «Puedes hacerlo, creo en
ti». Pero no, él puso los ojos en blanco, dijo que los libros infantiles no eran
literatura de verdad y que debía buscar algo que no involucrase… ya sabes.
—Libros con dibujitos —terminó Hugo por ella. Había oído todas las
burlas que se decían sobre su trabajo.
—Cierto, eso. Lo siento.
—No lo sientas, sé que tú no lo crees.
—No, pero no tuve las agallas para decírselo, simplemente asentí y dejé
que él asesinase ese sueño. Pero podía ser encantador y divertido y sexi, y
viajamos mucho, y su apartamento era genial… así que cosí todos los
retazos que tenía y creé una relación con ellos. No tienes que ser feliz para
convencerte de que tienes suerte, y qué suerte la mía, estaba saliendo con un
escritor famoso. Entonces me quedé embarazada y todo se fue a pique.
—Oh, Lucy. —Pobrecita, pensó. Quería abrazarla, pero sabía que no
debía.
—En el fondo siempre supe lo que significaba para él: era la mujer joven
que mantenía a su lado para hacerle creer al resto que él seguía siendo
joven. Pero los niños no entraban en sus planes. Quiso que abortase, me
dijo que tenía que hacerlo cientos de veces, incluso concertó una cita sin
preguntarme.
Lucy respiró profundamente.
—Y así fue como terminé en California —continuó—. Cada vez que salía
de la ducha y me miraba al espejo veía ese estúpido tatuaje de la musa. Me
recordaba a todo lo que había renunciado de mí misma para hacerle feliz. Si
me quedaba, sabía que, con el tiempo, conseguiría desgastarme del todo.
Así que, una tarde, fuimos a la fiesta de presentación de su nuevo libro en
Manhattan. Yo fingí que me dolía la cabeza y volví al hotel, hice las maletas
y salí corriendo. Pagué todos los billetes para la costa oeste con la única
tarjeta de crédito que tenía. Una amiga de la universidad me dejó quedarme
en su casa mientras intentaba ver cómo salir adelante. Un par de semanas
después, empecé a sangrar.
Hugo no dijo nada, tenía demasiado miedo de decir algo equivocado.
Lucy cerró las manos en puños.
—Y yo… yo… no se lo dije a Sean. No le dije nada. En absoluto. No le
dije ni siquiera dónde estaba. Tenía demasiado miedo de que pudiese
convencerme de que volviese con él. Decidí quedarme, empezar de cero.
Para eso está California, ¿no? Para aquellos que están huyendo, que
necesitan empezar de cero. Conseguí trabajo, empecé de cero y aquí estoy
aún, intentando encontrarme a mí misma.
—Lo siento mucho —dijo Hugo. ¿Qué otra cosa podía decir?
—Después de haber perdido al bebé, tenía esa vocecita en mi cabeza que
me decía que puede que Sean tuviese razón cuando me decía que yo no
debía ser madre.
—No —repuso Hugo tajante—. No, de ninguna manera. Estabas
dispuesta a irte nadando a California solo para darle la mano a Christopher.
Eso no es algo que haría una mala madre. Sean Parrish no quería tener hijos
porque eso le obligaría a pensar en alguien que no era él mismo, y no se te
ocurra creer ni por un momento cualquier otra cosa.
Ella alzó la mirada hacia el techo, parpadeando como si estuviese
intentando evitar echarse a llorar.
—Escúchame —le pidió Hugo—. Si Davey siguiese vivo y yo tuviese
que escoger a alguien para que le cuidase, confiaría en ti antes que en nadie
más, incluyendo a Jack. —Se sorprendió al darse cuenta de que lo decía en
serio.
Ella sonrió. Tenía la mirada brillante por las lágrimas que no había
derramado.
—Eso es muy bonito, pero ni siquiera puedo cuidar de mí misma.
—Haz lo mismo que hice yo: aprovéchate de tus amigos ricos. Ahí está tu
verdadero problema: no tienes amigos ricos.
Él estaba intentando hacerla reír. El fantasma de una sonrisa se extendió
por sus labios.
—No importa, esa es mi historia. Fin.
—Tu historia no se ha acabado.
Ella sonrió, cansada.
—Sí, claro. Porque voy a ganar este juego, ¿no?
Hugo le tomó la cara ente las manos y la miró fijamente a los ojos.
Aunque quería besarla, no lo hizo. No era eso lo que ella necesitaba en ese
momento.
—Puedes hacerlo —dijo en cambio—. Yo creo en ti.
Capítulo veinticuatro
L
ucy se despertó en el sofá de Hugo con el sonido de la brisa suave,
el océano en calma y el delicioso aroma del café recién hecho y del
pan tostado. El sol ya había salido. La luz había vuelto. Ya no tenía
ninguna excusa para salir huyendo o esconderse. Se sentó en el sofá y se
pasó los dedos por el pelo.
—¿Hugo? —le llamó Lucy. Él sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Ya estaba despierto, vestido y haciendo el desayuno. Y ella estaba
recordando lo cómoda que se había sentido la noche anterior con sus cálidas
manos en el rostro y la intensidad de su mirada cuando le dijo que creía en
ella. Alejó el recuerdo antes de sonrojarse por ello.
—Buenos días —la saludó—. ¿Cómo te gusta el café?
—Inyectado directamente en mi torrente sanguíneo —dijo.
—Iré a buscar la vía entonces. La ducha es toda tuya si quieres. Tienes
toallas en el armario del pasillo.
Lucy siguió las indicaciones que le había dado pero se detuvo a examinar
un expositor colgado de la pared. En su interior había una enorme moneda
de oro con la imagen de un hombre montando a caballo grabada. Entrecerró
los ojos para leer lo que había escrito en la moneda. Era una Medalla
Caldecott, el máximo galardón que podía recibir un ilustrador de libros
infantiles. ¿Hugo había ganado un Caldecott? No se lo había contado. Sean
le decía a todo el que podía que había ganado un Pulitzer.
Rápidamente, antes de que Hugo la pescase con las manos en la masa,
buscó en internet el libro con el que había ganado el premio: El mundo de
los sueños de Davey, un libro ilustrado precioso sobre un niño con síndrome
de Down que cae en un mundo paralelo donde todos sus sueños se hacen
realidad. Volar en avión, escalar una montaña, luchar contra un gigante…
pero cuando le dan la oportunidad de quedarse, él decide volver a casa
porque echa de menos a su familia. Estaba, por supuesto, dedicado a la
memoria de David Reese.
La dedicatoria decía: Para Davey, cuando hayas terminado de visitar el
mundo de los sueños, no olvides volver con nosotros.
Si no tenía cuidado se iba a enamorar perdidamente de Hugo. Ya le
gustaba. Mucho. Demasiado. Y parecía que a él también le gustaba ella.
¿Por qué pensar en ello siquiera? Se marcharía en un par de días, en cuanto
el juego hubiese acabado, y probablemente no le volvería a ver.
Pero si conseguía ganar el libro para Christopher, eso haría que todo
valiese la pena. Céntrate en el juego, se recordó. Esto no se trata de ti. Se
trata de Christopher.
Se dio una ducha, se secó con la toalla y sacó unos vaqueros y un jersey
azul claro de su maleta. Hugo llamó suavemente a la puerta del baño.
—Puedes pasar —dijo—. Estoy visible.
—Qué pena —se lamentó en broma, abriendo la puerta. Estaba tan guapo
con sus vaqueros, su camiseta de manga corta y ese pelo sexi de recién
levantado. El corazón de Lucy se saltó un latido al verle, aunque no sabía a
ciencia cierta si los corazones realmente podían saltarse latidos.
—Ha llamado Jack, dice que le gustaría verte, por favor. El «por favor»
es de su parte, no de la mía. Pero igualmente, por favor. Ese sí era de mi
parte.
—¿Parecía cabreado?
—Si con «cabreado» quieres decir «enfadado», no. Siempre suena un
poco como si estuviese como una cabra, si me lo preguntas.
Ella suspiró y se masajeó la frente con los dedos.
—¿Tengo que hacerlo?
—Ve —dijo finalmente—. Ya sabes cómo funciona. «Los únicos deseos
concedidos son los deseos de los niños valientes que siguen pidiéndolos
incluso cuando parece que nadie los escucha, porque siempre hay
alguien…».
—Vale, vale.
—Oye, Hart Attack —la llamó, sonriendo—. No tengas miedo.
Asustada pero decidida, Lucy regresó a casa de Jack. Dentro reinaba un
silencio inquietante, como si no hubiese nadie más en casa que ella.
Después escuchó un suave murmullo de voces que procedía de la
biblioteca. Tras el día anterior, Lucy pensó que Jack estaría enfadado con
ella por cómo había reaccionado, puede que estuviese planeando enviarla de
vuelta a casa como había hecho con Dustin. Se había portado tan mal con él
la noche anterior…
Aun así… seguía pensando que no se había equivocado. ¿Que era una
exagerada y una borde? Sí. Pero no se había equivocado. Eran personas de
verdad, y no se merecían que jugasen con sus vidas y con sus corazones
como si fueran juguetes.
Jack la estaba esperando en el salón. Las puertas que daban a la biblioteca
estaban cerradas.
—Ah, Lucy —la saludó Jack, sonriendo—. ¿Cómo estás?
Jack tenía una forma muy característica de decir «¿Cómo estás?» como si
la respuesta le importase de verdad, como si fuese lo único que importase.
—Mejor —respondió ella—. Quería disculparme por haberme enfadado
tanto anoche, estaba un poco…
—No le des más vueltas, por favor, ha sido una semana muy dura para ti,
y me temo que se va a volver un poco más dura una vez que acabe.
—¿Más dura? —Miró de nuevo hacia las puertas de la biblioteca.
Cerradas, como si hubiese alguien allí, escondido. Alguien que Jack no
quería que viese aún.
Alguien a quien le tenía miedo.
—Espero que no te importe, pero he invitado a un antiguo amigo.
Alguien a quien le gustaría hablar contigo, y creo que… tiene derecho a
hablar contigo.
—¿Un amigo? —Lucy le observó. Entonces supo quién estaba tras esas
puertas.
Era Sean. Pues claro que era él. El hombre cuyo bebé había querido tener.
Jack y él trabajaban para la misma agencia. Era complicado mantenerles
separados.
Jack había prometido hacerles enfrentar sus miedos. ¿Pero invitar a su
exnovio a la isla? No podía creer que estuviese haciéndole esto, pero puede
que él comprendiese algo que ella no alcanzaba a entender. Todo lo que
tenía que hacer era entrar en esa sala, decirle lo que sucedió después de que
le dejase, y todo habría acabado.
En eso consistía el juego, y Lucy tenía que jugar con sus reglas.
Abrió la puerta de la biblioteca.
Había una mujer sentada en el sofá.
¿Una mujer? ¿No era Sean?
Cuando vio a Lucy, la mujer se levantó. Al principio, Lucy no la
reconoció. Entonces la mujer esbozó una sonrisa que podría iluminar el
mundo entero. Dientes blancos, brillantes y perfectos. Igual que su foto en
la página web de la inmobiliaria.
—¿Angie?
Capítulo veinticinco
L
a mujer saludó tímidamente con la mano.
—Hola, Lucy, cuánto tiempo sin verte.
El silencio se extendió por la biblioteca como la niebla mañanera.
Lucy se quedó completamente paralizada, sin saber qué decir, qué hacer o
cómo sentirse. De repente, lo supo. Se giró y se marchó sin mirar atrás.
—¿Lucy? —la llamó Jack cuando ella pasó a su lado—. ¡Lucy!
Llegó a las escaleras. Su instinto le decía que huyera, que fuera a su
habitación y cerrase con llave.
Estaba a medio camino cuando Jack la alcanzó en las escaleras.
—Por favor, Lucy, soy viejo. No me hagas correr.
Su mano estaba aferrada a la barandilla. Sus ojos abiertos y suplicantes.
—¿Por qué, Jack? —siseó. ¿Qué más podía preguntar? ¿Por qué le haría
esto a ella?
—Cinco minutos —suplicó él—. Es todo lo que te pido. Cinco minutos
para explicártelo. ¿Por favor?
Todavía en estado de shock, Lucy no sabía qué responder a eso. Su
hermana estaba en la planta de abajo, en la biblioteca, la última persona en
el mundo a la que quería ver; le habría servido a Sean Parrish vino en una
copa de oro antes que sentarse a charlar con su hermana.
—Sabes cuánto daño me hizo. Lo sabes. —Los ojos de Lucy estaban
anegados en lágrimas, pero se negaba a parpadear, se negaba a dejarlas salir.
Ya había derramado demasiadas lágrimas por su hermana a lo largo de su
vida.
Jack puso una mano sobre su corazón.
—Mi reino por cinco minutos —pidió—. ¿Por favor?
Algo en su tono de voz, en su mirada, la hizo detenerse, la hizo darse
cuenta de que su dolor le estaba haciendo daño a él también. Incluso con
todo su enfado, tristeza y sorpresa recordó que sus libros la habían hecho
salir adelante en los peores años de su vida. Puede que no le debiese mucho,
pero podía darle cinco minutos.
—Cinco minutos —accedió ella.
—Gracias, mi querida niña. ¿Mi estudio?
Con pies de plomo, recorrió el pasillo hasta su fábrica de escritura. Volvía
a sentirse como una niña, asustada e insegura. Jack le abrió la puerta y la
dejó pasar, señaló el viejo sofá, el mismo donde se había sentado con trece
años, pero ella negó con la cabeza.
—Me quedaré de pie —dijo.
Él no lo discutió, simplemente se sentó tras su escritorio.
—Es divertido, ¿verdad? —preguntó—. Leer sobre la gente
enfrentándose a sus miedos. No es tan divertido cuando eres tú quien te
tienes que enfrentar a los tuyos.
—No me da miedo Angie, la odio. Hay una diferencia.
—Reconozco el miedo cuando lo veo —dijo Jack—. Confía en mí. Lo
veo en el espejo cada mañana.
Lucy le fulminó con la mirada.
—¿Qué te da miedo a ti? Eres rico, puedes comprar cualquier cosa que
necesites o quieras.
—No puedo comprar tiempo. Nadie puede comprar más tiempo. Todos
esos años perdidos de mi vida… no puedo volver a comprarlos. Y si
pudiese comprar cualquier cosa, lo que fuese, elegiría comprar el tiempo
que perdí huyendo de lo que me daba miedo en lugar de afrontarlo.
Su voz temblaba con el arrepentimiento. Lucy se hundió lentamente en el
sofá.
—¿De qué te arrepientes? —preguntó. Había conseguido tantas cosas:
fama, riqueza, el amor y la adoración de millones de personas…
Él se reclinó en su silla y emitió un silbido corto. Thurl Ravenscroft alzó
el vuelo desde su percha y se posó en la muñeca de Jack. Él acarició el
cuello grácil del ave.
—Quería ser padre —dijo. La señaló—. Seguro que no sabías eso de mí.
—No, no lo sabía. ¿Por qué…?
—Oh, ya sabes por qué. Incluso ahora es difícil que un hombre soltero,
especialmente un hombre gay, pueda adoptar. Imagínate hace treinta años,
cuando yo aún era lo suficientemente joven como para hacer algo tan
valiente y estúpido como ser padre soltero, entonces era imposible.
—No habría sido una estupidez. Valiente, probablemente, pero no
estúpido.
—Mi carrera como escritor acababa de empezar —continuó—. Y la usé
como excusa para olvidar ese sueño. Por aquel entonces estaba enamorado
de alguien que no me amaba, siempre se repite la misma historia. Después
de aquello era famoso, y usé esa fama como excusa, de nuevo, para olvidar
ese sueño. En realidad, me preocupaba que se supiese la verdad sobre mí y
que los colegios prohibiesen mis libros. Y si crees que estoy siendo un
exagerado, déjame recordarte que un libro monísimo sobre dos pingüinos
machos criando a un polluelo es uno de los libros más prohibidos de
Estados Unidos, la tierra de la libertad.
—Lo siento mucho, Jack, habrías sido un padre increíble, mucho mejor
que el mío. No es que eso signifique demasiado, pero yo… Dios, yo
deseaba tanto que fueses mi padre cuando era una niña. Ya lo sabes.
Él le dedicó una sonrisa triste.
—¿Hugo me ha dicho que sabes lo de Autumn?
Ella se quedó en silencio antes de responder.
—Me lo contó, pero podrías habérnoslo contado tú, lo habríamos
entendido.
—Siempre he creído que los niños nunca deben preocuparse por los
adultos, que hay algo que va realmente mal cuando eso pasa.
—Yo también lo creo —dijo Lucy—. Pero ya no somos niños.
—Lo sois para mí. —La sonrió—. Y Autumn… después de hablar con
ella por teléfono, llamé a mi abogada. Quería que la policía abriese una
investigación contra su padre. Correría yo mismo con todos los gastos si
tenía que hacerlo. Viejo estúpido… pensé que podía salvarla, traerla aquí,
adoptarla, yo ya la sentía como si fuese hija mía. Y entonces se murió por
mi culpa y por las promesas que no pude mantener. Qué clase de padre…
—No fue culpa tuya que ella se escapase de casa en primer lugar. Tú tan
solo le diste un destino a donde acudir, un lugar donde ella sabía que estaría
a salvo, si tan solo conseguía llegar hasta aquí. Quiero decir, eso es lo que
significa la Isla del Reloj para los niños, incluso los que nunca han venido
aquí, pueden viajar a la Isla del Reloj con su imaginación. Cuando todo
parecía ir mal en el mundo real, yo venía aquí en mis sueños, y eso me
ayudaba.
—Eso es muy amable por tu parte, pero admito que durante años he
deseado que la Isla del Reloj nunca hubiese existido, ni entre las páginas de
mis libros ni como tierra bajo mis pies. Si hubiese sido así, tal vez ella
seguiría estando viva.
—No desees que desaparezca la Isla del Reloj —le pidió Lucy—. Hay
muchos que la necesitamos. Yo empecé a leerle los libros a Christopher la
primera noche que se quedó conmigo. Se había encontrado a sus padres
muertos esa misma mañana y estaba… perdido, en shock, como si fuese un
zombi. Entonces saqué los libros de debajo de mi cama y empecé a
leérselos. Llegamos al final del primer capítulo y le pregunté si quería que
parase de leer; él negó con la cabeza, así que seguí leyendo. Al día
siguiente, me pidió que le leyese otro libro sobre la Isla del Reloj. Las
historias le sacaron de ese lugar oscuro donde estaba atrapado. Y a mí, y a
Andre, y a Melanie, y a Dustin… Y a Hugo.
—Hugo —repitió Jack—. Te contaré un secreto, pequeña, creo que tardé
tanto en recuperarme de la muerte de Autumn porque sabía que en el
momento en el que volviese al trabajo, Hugo se marcharía, y perdería lo
más cercano que he tenido a un hijo.
—Todavía puedes adoptar —dijo Lucy—. Nunca es demasiado tarde.
—Ah, pero tengo demasiado miedo —repuso con una sonrisa. Y un
instante después la sonrisa desapareció—. La gente cree que me meto por
completo en mis libros, que yo soy el Mastermind. Pero no lo soy; en
realidad, no. Siempre soy el niño, siempre seré el niño, asustado pero
esperanzado, soñando con que alguien pueda hacer mis deseos realidad
algún día. —Sus miradas se encontraron—. A veces, lo que más deseamos
en este mundo es a lo que más miedo le tenemos. Y aquello a lo que más
tememos suele ser lo que nuestro corazón más ansía. ¿Qué es lo que más
quieres en el mundo?
—A Christopher, por supuesto. Ya lo sabes.
—¿Y qué es a lo que más temes? Creo que ambos sabemos la respuesta,
¿no es así?
Lucy apartó la mirada, parpadeando, y las lágrimas se desbordaron de sus
ojos.
—¿Qué pasa si no puedo hacerlo sola? No sé cómo ser madre —dijo
finalmente—. Christopher ya ha pasado por un infierno y ha conseguido
salir. No puedo fallarle, me mataría fallarle. A veces, en el fondo… creo
que puede que esté mejor con otra persona.
Recordaba lo que la señora Costa le había dicho, que una vez que Lucy le
confesase a Christopher que nunca podría ser su madre… se quitaría un
peso de encima. ¿Y si tenía razón?
Jack la miró fijamente a los ojos. Su mirada era amable y compasiva.
—Le decimos a todo el mundo —dijo— que tienen que perseguir sus
sueños. Les decimos que no se sentirán completos hasta que los consigan,
que no serán felices hasta que intenten ir a por aquello que su corazón
desea. Nunca nos dicen lo aliviados que nos sentimos al dejar marchar un
sueño. Que es como…
—¿Quitarse un peso de encima? —preguntó Lucy.
—Como quitarse un peso, exactamente —dijo Jack, asintiendo—. Un día
decidí que nunca lograría tener hijos, que iba a estar soltero y sin hijos para
siempre, y que eso era una realidad. Y me desperté a la mañana siguiente y
la luz del sol bailaba sobre las olas del mar y el café sabía mucho mejor que
nunca. Sabía como si tuviese una cosa menos de la que preocuparme, un
corazón menos que romper. Y era duce, casi tan dulce como el sabor de la
victoria, la dulzura de rendirse.
Lucy observó a través de la ventana cómo la luz del sol bailaba sobre las
olas por ella.
—Anoche, en la cabaña de Hugo… —empezó, sin terminar de creerse
que estuviese diciendo esto pero sabiendo que Jack, solamente Jack, lo
entendería—. Pensé una cosa. ¿Qué pasa si me rindo? Conmigo y con
Christopher, quiero decir. ¿Qué pasa si nunca soy su madre? Podría ser la
novia de alguien en cambio, dejar que sea otra persona la que esté al volante
del coche. Dejar que otra persona, ya sabes, dirija mi vida. Claramente no
debería ser yo quien esté tras el volante, ¿verdad? —Ella soltó una
carcajada triste. Jack tan solo la observaba con lástima—. Como tú mismo
has dicho, sería una cosa menos de la que preocuparme.
—Le gustas. A nuestro Hugo. Me apuesto lo que quieras a que si ahora
fueses hasta su casa y le dijeses que quieres que te bese, lo haría. Si le
dijeses que has decidido que no quieres terminar el juego, que no quieres
ver a tu hermana, lo entendería.
—Puede que sí.
—Y ¿por qué no lo haces? Es hablar con Angie o abandonar el juego.
Lucy se imaginó rindiéndose, abandonando, una cosa menos de la que
preocuparse, tal y como Jack había dicho, y era una imagen preciosa. Bajar
por el sendero empedrado hasta la pequeña casa de Hugo, llamar a la
puerta, contarle lo que había pasado, que Jack le había preparado una
encerrona con su hermana, la misma hermana que la había hecho daño de
un modo imperdonable. Hugo lo entendería, él mismo se lo había dicho. La
besaría si ella se lo pedía, ella podría llorar en su hombro, él la consolaría,
irían a dar un paseo por la playa… el primero de muchos paseos por la
playa juntos. No puedo más, le diría. ¿Cómo puedo cuidar de Christopher
cuando no puedo cuidar ni de mí misma?
Y probablemente él le respondería: Todo va bien. Yo cuidaré de ti.
Y otra persona se encargaría de cuidar a Christopher, y, con el tiempo,
todo iría bien.
Un sueño muy bonito.
Tentador.
Lucy se levantó y se acercó al ventanal del estudio de Jack, observó el
camino que llevaba a la cabaña de Hugo, y después alzó la mirada hacia el
mar en el horizonte, con la luz del sol bailando sobre las olas.
—Me fui a vivir con mis abuelos cuando tenía ocho años, pero nunca dejé
de desear que mis padres fuesen a recogerme al colegio —confesó—, que
apareciesen frente a la puerta de la escuela tan solo un día para llevarme a
casa. Nunca ocurrió.
Jack se acercó a la ventana y se quedó de pie a su lado.
—Lo siento mucho, deberían haberlo hecho. Si hubieses sido mi hija,
habría entrado en tu clase con globos, un cono de helado, y luego te habría
puesto sobre un poni y habría preparado un desfile para traerte de vuelta.
—Yo no puedo prepararle a Christopher un desfile —dijo—, y no
puedo… no puedo ni siquiera recogerle y llevarle a casa. Pero puedo estar
ahí para él, eso puedo hacerlo.
Jack se giró hacia ella y le depositó un beso en la frente, de la forma en la
que ella siempre había deseado que su padre lo hiciese, y habló en voz baja.
—¿Ves? Yo tenía razón. Te dije que Astrid había vuelto.
Astrid. Ella.
Lucy bajó las escaleras para enfrentarse a sus miedos.
Lucy abrió la puerta de la biblioteca y se encontró a Angie de pie frente a
una estantería con una copia de La casa en la Isla del Reloj en la mano. La
cerró y la abrazó contra su pecho como si fuese un escudo.
—Hola —dijo Angie.
—Hola.
—Lamento haberte sorprendido. Yo… da igual, estás genial. —Angie
sonrió—. No puedo creer lo mayor que estás. Casi no te he reconocido.
¿Qué tenías? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho años quizá? La última vez que te…
—Angie —la cortó Lucy—. Solo estoy aquí porque Jack me ha pedido
que hablase contigo.
Su hermana no parecía sorprendida en absoluto. Bajó la mirada hacia el
suelo, antes de volver a hablar.
—Lo siento, de verdad. —Angie sonaba asustada. ¿O estaba
avergonzada? Finalmente levantó la mirada de nuevo hacia Lucy—. Pero
me alegro de volver a verte.
—¿De verdad?
—De verdad. Lo creas o no, me alegro. —Se cruzó los brazos sobre el
pecho, abrazando el libro con fuerza contra su corazón.
Lucy se sentó en el brazo del sofá donde Hugo siempre se sentaba cuando
estaba en la biblioteca. Angie le dedicó una sonrisa recelosa y se sentó en el
otro extremo del sofá.
—Antes de que digas nada —dijo Angie—, quería decirte lo mucho que
siento haberme presentado aquí sin avisarte. Yo quería llamarte, pero Jack
me pidió que no lo hiciera. Además, pensé que si intentaba llamarte, no
responderías al teléfono.
—No lo habría hecho, no.
—Lo sé, y lo entiendo.
—¿Lo entiendes? —Lucy se echó hacia delante, estudiando a esa extraña
que se suponía que era su familia más cercana—. ¿Tienes alguna idea de lo
que fue crecer sintiendo que nadie me amaba, que nadie me quería, ni
siquiera mi familia? ¿Y no solo el sentirlo, sino saber que, de hecho, nadie
me quería? ¿No fuiste tú misma quien me lo dijo? Tus palabras exactas
fueron: «Mamá y papá tan solo te tuvieron porque pensaban que necesitaría
un trasplante de médula ósea. Ellos no te querían y yo tampoco». Tú misma
lo dijiste, ¿verdad? Y lo hiciste delante de, literalmente, veinte personas en
tu decimosexto cumpleaños. ¿En esa fiesta de cumpleaños por la que yo
estaba tan emocionada de que me hubiesen dejado ir? Eras como una
famosa para mí, Angie. Gasté todos mis ahorros para comprarme un vestido
para tu fiesta. La abuela me hizo un peinado precioso. Qué estúpida fui al
pensar que era posible que me dejasen volver a casa, ¿no? Oh, pero tú no
podías soportarlo. No podías compartir a mamá y a papá ni un segundo.
Todo lo que hice fue preguntarle a mamá si podía volver a casa y tú
decidiste decirle a todo el mundo que yo no era más que un objeto
demasiado caro que no podíais devolver. —Toda la ira y el dolor que Lucy
había tenido guardado en su interior durante años salió de golpe en ese
momento—. ¿Te acuerdas de eso? Porque yo lo recuerdo casi cada día.
Todavía podía escuchar esas palabras retumbando en su cabeza: ellos no
te querían y yo tampoco…
Lucy tenía doce años por aquel entonces.
—Yo… —Angie apartó la mirada.
Cobarde, pensó Lucy. Su propia hermana no podía ni mirarla a los ojos.
—Lo dije, sí. Te dije todas aquellas cosas horribles. —Finalmente, Angie
la miró a los ojos—. Daría lo que fuera por volver el tiempo atrás y
retirarlas de mis labios. Y lo siento, lo siento muchísimo. Lo siento tanto
que no estoy aquí para pedirte que me perdones o para ponerte excusas.
Tenía solo dieciséis años, pero ¿sabes qué? Sabía que estaba siendo una
hermana horrible, y aun así lo dije. Retiraría esas palabras si pudiese, pero
no puedo. Lo único que puedo hacer es decirte lo mucho que lo lamento.
Lucy no podía decir nada. Las palabras se negaban a pasar de su garganta.
Se había imaginado este día un millón de veces, cuando su madre, su padre
o su hermana, o puede que todos, volviesen a ella arrastrándose, pidiéndole
perdón. En la mayoría de sus sueños, ella no les perdonaba, les decía que
era un poco demasiado tarde, que había pasado página, que ya no les
necesitaba, y después se levantaba y se alejaba, sin volver la vista atrás, sin
importar lo mucho que gritasen su nombre.
Al final, Angie rompió el silencio que se había extendido en la sala.
—No importa —dijo—. Me iré. Te merecías una disculpa, pero también
mereces que te deje sola si es lo que quieres.
Angie se levantó lentamente del sofá. Lucy se fijó en su mueca de dolor y
se preguntó si su hermana seguiría teniendo secuelas a causa de todas las
enfermedades que había padecido de niña. Esto no formaba parte de su
sueño.
—Puedes quedarte —le dijo Lucy.
Angie la observó, desconfiada, antes de volver a sentarse lentamente en el
sofá.
—¿Puedo preguntar —continuó Lucy— si lo que dijiste era cierto? ¿Que
mamá y papá tan solo me tuvieron porque los médicos dijeron que puede
que llegase un día en el que necesitases un trasplante de médula? ¿Y que,
cuando resultó que no lo necesitabas, yo no era más que un estorbo?
Angie se reclinó en el sofá, con la mirada perdida en la chimenea apagada
y fría.
—¿Puedo contarte algo? —preguntó Angie—. ¿Me escucharás?
—Estoy aquí —espetó Lucy, como si eso fuera respuesta suficiente—.
Dime.
—¿Sabías que los niños que crecen siendo los «favoritos» de la familia
suelen estar más rotos que los que no? La primera lección que aprendemos
es que el amor de nuestros padres es condicional y que el fracaso significa
que pueden dejar de querernos. Lo vemos en lo que pasa con nuestros
hermanos, así que hacemos lo que sea con tal de asegurarnos de que eso
nunca nos ocurra a nosotros. Muy divertido, ¿verdad? Es algo que aprendí
en terapia.
Lucy no era capaz de decir nada. Tuvo que procesar lo que le acababa de
decir antes de poder obligarse a hablar.
—¿Vas a terapia?
—Llevo yendo a terapia desde los diecisiete —dijo Angie, y soltó una
carcajada fría—. Fue idea de mamá y papá. Bueno, más bien fue una orden.
—¿Porque estabas traumatizada por haber pasado toda tu infancia
enferma?
—Porque ellos no eran felices a menos que yo estuviese enferma —
respondió—. Me querían cuando estaba enferma. Les gustaba llevarme al
médico y que estuviese en tratamiento. Una vez que mejoraba físicamente,
debía tener algún otro error, algo que estuviese mal dentro de mí misma,
para que mamá y papá pudiesen arreglarlo. Así que al principio dijeron que
tenía problemas de aprendizaje, después un trastorno de la conducta
alimentaria, luego decidieron que estaba deprimida y que probablemente
era bipolar. Elegían la enfermedad que querían e intentaban encontrar un
médico que me la diagnosticase. Me llevaron a todos los psiquiatras,
psicólogos y psicoterapeutas que consiguieron encontrar. Si no eran héroes,
intentando hacer todo lo que estuviese en sus manos por salvar a su
precioso bebé, ¿a qué otra cosa podían dedicar sus vidas?
Lucy no podía creer lo que estaba escuchando. Era como si su hermana le
dijese que era una espía y ahora estuviese traicionando a sus padres.
—No están bien —siguió diciendo Angie—. No sé si es que ambos son
narcisistas, o si solo lo es mamá y papá es tan débil que no puede hacer otra
cosa más que todo lo que ella diga… ¿Quién sabe? No es que importe
ahora. Lo que quiera que les pase… —Alzó la mirada hacia el techo como
si estuviese intentando evitar echarse a llorar—. Digamos que, al mirar
hacia atrás, te tengo envidia por haber podido crecer con los abuelos en vez
de en casa. Sé que estás cabreada conmigo por lo que dije en mi fiesta de
cumpleaños, pero te puedo prometer algo: tú fuiste la que tuvo suerte, Lucy,
ojalá lo hubieses sabido…
Lucy se quedó mirándola fijamente mientras su cerebro intentaba
procesar todo lo que acababa de escuchar.
—Lo siento. Estoy intentando entender todo esto.
—¿De verdad? Pensaba que te marchaste porque habías descubierto la
verdad. ¿Quieres saber qué más aprendí en terapia? —dijo Angie—. Que
los niños con familias disfuncionales que se portan mal y se rebelan son los
que tienen mejor salud mental, son los únicos capaces de ver que algo no va
bien. Por eso se portan mal, porque ven cómo la casa está ardiendo y están
pidiendo ayuda a gritos. Esa eras tú. El resto estábamos sentados en la mesa
de la cocina, cenando, mientras todo ardía hasta los cimientos a nuestro
alrededor. Debería haberte escuchado, yo también debería haber pedido
ayuda a gritos.
Lucy escuchó con cautela a Angie mientras compartía su versión de la
historia, al principio entrecortadamente, pero luego todo pareció salir de
golpe, como si el muro se hubiese roto por fin…
Angie se pasó la mitad de su infancia sentada junto a su ventana, viendo
como el resto de los niños jugaban en la calle, iban a pedir caramelos en
Halloween, montaban en bicicleta, se sentaban en el jardín a leer, corrían
por las calles o subían a los árboles. Odiaba al resto de los niños, pero solo
porque les tenía envidia. Ahora lo sabía. Y sí, había estado muy enferma,
eso había sido real, y no necesitaban alejar a Lucy, pero alejarla hacía que
pareciesen unos héroes por dejarla marchar: como su hija mayor estaba tan
enferma, decidieron renunciar a su hija pequeña. ¡Qué angustia! ¡Qué
sacrificio! Hacía que Angie quisiese vomitar.
Y, por fin, estaba mejor. Mucho más fuerte, más sana… y Angie se dio
cuenta rápidamente de que cuando no estaba enferma, sus padres perdían
todo interés por ella. Así que empezó a fingir enfermedades, fingió tener
fiebre, actuaba como si estuviese enferma. Actuaba para sus padres.
Después todo volvió a empezar: las citas con el terapeuta, el martirio de
mamá y papá…
—Pero esta vez no salió como ellos querían —dijo Angie, con una
expresión de triunfo—. Mi terapeuta pudo entender lo que estaba pasando.
Yo no era la que estaba rota en la familia, eran papá y mamá, y yo estaba
harta de actuar.
—¿Harta? ¿Qué quieres decir? —preguntó Lucy.
—No he visto a papá y mamá desde hace años —confesó Angie, con un
poco de orgullo en la voz, la satisfacción de una mujer que había
conseguido escapar de la cárcel. Lucy tenía la boca demasiado seca como
para decir nada. Nunca había estado tan sorprendida—. No podía soportar
estar cerca de ellos —continuó—. Ahora estoy mejor, y a ellos tampoco les
importo. Han adoptado a dos niños de Europa del este. Mamá tiene incluso
un blog en el que cuenta todo lo que hace por ellos. No lo leas, los
comentarios que dicen que mamá es una heroína harán que quieras lanzar el
teléfono por la ventana.
Lucy solo podía negar con la cabeza. ¿Sus padres? ¿Héroes? Nunca la
habían llamado siquiera por su cumpleaños.
—Lo que pasa es —siguió diciendo Angie, rompiendo el silencio— que
de todas las cosas por las que estoy enfadada con ellos, por lo que más
enfadada estoy es… por ti. Es haber perdido a mi hermana lo que más me
duele. Recuerdo… —Sonrió, como si estuviese rememorando un recuerdo
bonito—. Recuerdo que mamá y papá se volvieron completamente locos
cuando te escapaste de casa para venir a vivir aquí. Dijeron que les
arrestarían por abandono infantil o algo así, eso era todo lo que les
preocupaba. No tú, sino su reputación. Pero yo pensé que eras increíble,
completamente increíble. No había leído los libros, pero leí un par después
de aquello, incluso le mandé a Jack Masterson una carta diciéndole que era
tu hermana. Él me respondió y me habló de la niña tan asombrosa que eras,
de la suerte que tenía de tener una hermana tan inteligente y valiente.
Intentó convencerme de que te pidiese perdón por lo que te había dicho,
pero no podía hacerlo. Cada vez que le escribía, él me respondía
pidiéndome que hablase contigo. Con el tiempo, dejé de escribirle, me
sentía demasiado culpable. Entonces planeó todo este concurso y tú
formabas parte de él. Recibí una llamada de Jack Masterson y ahora yo
también formo parte del juego. Así que… aquí estoy. Y lo siento mucho, de
nuevo, siempre lo sentiré.
—Llevo esperando toda mi vida escucharte pidiéndome perdón.
—Ya no tienes que esperar más. Lo siento, Lucy. Me daba miedo perder
el cariño de papá y mamá. Ya sentía que lo perdía a medida que mi salud
mejoraba, y me daba miedo que tú me robases su atención. Por aquel
entonces estaba sana, y tú también, y si jugábamos bajo las mismas reglas,
ya sabes… —Angie alzó la mirada, la apartó, y finalmente la posó en la de
Lucy— tú ganarías.
Lucy soltó una carcajada sorprendida.
—¿Ganar? ¿Ganar el qué?
—En la vida. —Angie se encogió de hombros—. Ganarías en la vida,
porque papá y mamá me trataban como si fuese un huevo de Fabergé… ni
siquiera sabía preparar té. Yo… ni siquiera sabía si me gustaba el té.
—Yo tampoco sabía si me gustaba el té —dijo Lucy, porque tenía que
decir algo—. Jack me preparó una taza de té con una tonelada de azúcar,
estaba bastante bueno.
—Hablas del autor más famoso del mundo de literatura infantil por su
nombre de pila, te preparó té con azúcar, la policía te tuvo que sacar de su
isla privada… —Angie tendió las manos hacia Lucy—. Tú ganaste en la
vida, y yo no quedé ni en segundo lugar.
Algo le ocurrió al corazón de Lucy. El muro a su alrededor empezó a
agrietarse y a derrumbarse.
—Ni siquiera me dejaban tener un gato cuando era pequeña —dijo Angie
—. Y era lo único que quería, un gato. Ahora tengo dos. —Sonrió—. Vince
Purraldi y Billie Pawliday.
—Robaste los nombres de los libros de Jack.
—Me dijo que aprueba ese tipo de robos. —Se echó hacia delante—.
Lucy, no te haces una idea de todas las veces que he querido llamarte a lo
largo de estos años para contarte todo esto, pero me convencía de no
hacerlo. Era una cobarde. Aún soy una cobarde, Jack tuvo que convencerme
para que viniese aquí a hablar contigo.
—Yo también pensé en llamarte, pero solo porque necesitaba dinero.
—Te lo habría dado. ¿Aún lo necesitas? Sigo teniéndolo.
—No. Quiero decir, sí, aún lo necesito, pero no quiero que me lo des.
—Bueno, si cambias de idea, dímelo. —Angie le dedicó una sonrisa
frágil—. ¿Hay algo más que pueda darte? Te prometo que si lo que quieres
son más historias de miedo de papá y mamá, me sé unas cuantas.
—¿Alguna vez has tenido miedo de tener hijos, por pensar que lo vayas a
hacer tan mal con ellos como mamá y papá lo hicieron con nosotras?
—Sí. Todo el tiempo. Solo he tenido dos novios, y uno era un narcisista
total…
—He pasado por eso.
—Pero el otro era tan bueno que yo no… —Negó con la cabeza—. Se
merecía algo mejor, pero tú no.
—¿Yo no qué?
—No me preocupa que tú tengas hijos, serías una madre estupenda. Sabes
que los niños se merecen que los quieran, sabes que tú te merecías que te
quisieran, e intentaste decírnoslo a todos, pero nosotros no te quisimos
escuchar.
Lucy quería decir algo. No estaba segura de qué, pero puede que fuera
algo del estilo de: Gracias por haberme contado todo esto.
Pero entonces Jack llamó a la puerta de la biblioteca con delicadeza y
asomó la cabeza.
—Perdón por interrumpir, pero el ferri está llegando, señorita Angie. Si
estás lista.
Angie le sonrió y después dirigió su sonrisa hacia Lucy.
—No me gustaría abusar de su hospitalidad.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño al muelle —dijo Lucy.
Su hermana sonrió.
—Gracias, me encantaría.
En el camino hacia el muelle, Angie miró a su alrededor.
—Este lugar es increíble, tienes mucha suerte.
Esperaron en el muelle mientras el capitán amarraba el ferri. El mar
estaba en calma. Las gaviotas volaban en círculos sobre sus cabezas,
buscando algo que comer entre las ramas rotas y el resto de los deshechos
que había arrastrado la marea tras la tormenta.
—Bueno —dijo Angie, el momento se había vuelto de nuevo incómodo
entre ellas—. Espero verte…
—¿Por qué ahora? —le preguntó Lucy de repente.
—¿Qué?
—¿Por qué me hablas ahora? ¿Por qué no hace un año o hace tres? No es
solo un concurso. ¿Por qué tuvo Jack que convencerte de…?
—No quería perder más tiempo —la interrumpió Angie—. Eso es todo.
El capitán ayudó a Angie a subir al ferri.
—¿Hablamos pronto? —le preguntó Angie—. Me encantaría saber de ti
cuando termine el concurso. ¿Me dirás si has ganado?
Lucy dudó antes de responderla.
—Tal vez.
El motor del barco aceleró y se alejaron del muelle. Jack se acercó y se
quedó junto a Lucy mientras el ferri se abría paso lentamente entre las olas,
mar adentro.
—Cree que tengo suerte.
—Ah, bueno, estás sana.
—¿Por qué siempre asumí que su vida era perfecta? —preguntó Lucy.
—Porque ella tenía el cariño de tus padres. Pensabas que ella había
ganado la lotería, pero ya has oído lo que dicen de la maldición del ganador
de la lotería, ¿no?
Lo había hecho, y parecía que Angie sufría esa maldición. Había ganado
su cariño, pero lo había perdido con la misma facilidad.
—Todavía no puedo perdonarla —confesó Lucy mientras el barco
desaparecía en el horizonte.
—Claro que no.
—Pero no la odio.
—El odio es como un cuchillo sin mango; no puedes cortar nada con él
sin cortarte tú también.
—Jack…
—Lucy, por favor, quiero que sepas lo mucho que lamento haberte hecho
daño hoy —dijo Jack—. Sé que no ha sido fácil, que soy un viejo tonto
metomentodo, pero si me das un poco de tiempo…
—¿Jack?
Él se giró para mirarla. Su rostro parecía el de un hombre al que acababan
de condenar a muerte, esperando su hora de morir.
—Gracias.
Parte cinco
E
ra el último día del concurso. Alguien tenía que ganar el juego, o
ninguno ganaría. Pero sin importar lo que pasase, para el día
siguiente todo habría acabado, y volverían a casa.
Lucy estaba sentada en una mecedora blanca en el porche delantero,
viendo cómo el sol brillaba sobre las olas del mar. Aunque todo parecía
estar en paz, su corazón latía acelerado. La quietud en el aire no era la
calma propia después de una tormenta, sino la calma que hay en el ojo de la
tormenta. Intentó aplacar su respiración, meciéndose hacia delante y hacia
atrás. Mientras se mecía hacia atrás, respiraba profundamente la fría brisa
marina por la nariz. Cuando se mecía hacia delante, exhalaba el aire
caliente por los labios. Hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia
atrás… el sonido del rítmico balanceo de la mecedora sobre las tablas de
madera blanca del porche devolvió a Lucy a cuando tenía diez años. Estaba
sentada en el porche de sus abuelos, en su mecedora doble, el abuelo y la
abuela Hart se hamacaban en su columpio del porche, que chirriaba cada
vez que se movía, esa era la banda sonora de una tarde tranquila, apacible y
segura.
La habían querido. Sus padres no, pero sus abuelos la habían querido
incluso aunque no entendiesen por qué siempre quería estar sola. Le pedían
que saliese al porche con ellos en las tardes calurosas, querían que estuviese
con ellos mientras hablaban de lo que habían hecho ese día. No había
televisión, nada de radio, tan solo ellos y el sonido de los grillos.
Sí, la habían querido. Sus abuelos, tan diferentes al hijo distante e
insensible que habían criado, debían haber querido viajar y librarse de tener
la casa llena de juguetes, de tener que hornear pasteles para vender en las
ferias del colegio y de tener que ir a reuniones con sus profesores, pero se
habían sacrificado por ella, la habían acogido, alegremente y sin ninguna
queja, y la habían amado. Ella quería tener a sus padres y a su hermana,
quería poder tener aquello que el resto de los niños tenía. Pero había tenido
algo distinto, y ahora, después de haber hablado con Angie el día anterior,
se preguntaba… ¿había tenido algo mejor?
Puede que sí. Sabía cómo querer bien a un niño, sabía lo que era el amor,
y sabía lo que era el sacrificio. Sus abuelos le habían demostrado que no
tenías que ser la progenitora para ser una buena madre. No importaba qué
pasase con Christopher, algún día sería una buena madre para él, y si perdía
ese último juego, volvería a Redwood. El viernes le diría adiós a
Christopher, le diría que le quería y le haría la misma promesa que le había
hecho hacía dos años: Haré todo lo que pueda para que estemos juntos.
Y después haría lo que fuese necesario para cumplir esa promesa.
El cielo se estaba tiñendo de tonos rosados, naranjas y azules a medida
que se ponía el sol. Se abrió una puerta mosquitera y se cerró con un
estrépito. Una mano se posó suavemente sobre su hombro y le dio un leve
apretón.
Ella alzó la mirada. Era Hugo, por supuesto. La sonrió.
—¿Estás lista? —le preguntó.
Lucy asintió con la cabeza.
—Tan lista como puedo estarlo.
El cielo ya se había teñido de rojo como el fuego cuando Lucy entró en la
casa. Era una señal de que todo iría bien, recordó ella, y esperaba de verdad
que fuese así.
El resto de los concursantes estaban en la biblioteca cuando ellos
llegaron, aguardando. ¿A qué miedos se habían tenido que enfrentar ayer
para estar hoy aquí? Los tres habían mantenido las distancias las últimas
veinticuatro horas, mientras esperaban a que diese comienzo el juego final.
Andre estaba de pie dándole la espalda a una de las estanterías. Tenía la
mandíbula tensa y sus ojos eran como dos láseres penetrantes. Alzó la
barbilla, entrecerró los ojos, observándola como un gladiador a su
adversario. Su expresión decía: Me caes bien y te respeto, pero intentaré
vencerte y espero que tú hagas lo mismo.
Melanie estaba sentada en el sofá, abrazándose las rodillas contra el
pecho, meciéndose lentamente como si estuviese intentando calmarse.
Sonrió a Lucy tímidamente mientras esta entraba en la sala. Todas sus vidas
podrían estar a punto de cambiar si ganaban ese último juego. Cuando pasó
junto a Melanie, al lado del sillón donde siempre solía sentarse, Lucy le
posó la mano sobre el hombro, y Melanie alzó la mirada.
—Desearía que todos pudiésemos ganar —dijo Lucy. Melanie le tomó la
mano y le dio un suave apretón.
—Yo también.
La señora Hyde también estaba allí, por supuesto, observándolo todo pero
sin decir ni una palabra a nadie. Los miraba con suficiencia, como si ya
supiese que iba a salir de esa casa con el libro en el bolsillo para Lion
House.
Tras unos minutos, Jack entró en la biblioteca, se colocó en su sitio
habitual frente a la chimenea, mirándolos a todos. La sala estaba tan en
silencio que Lucy podía oír el rugido de las olas, incluso el graznido de una
gaviota o dos con el crepúsculo.
—Tic, tac —dijo Jack—, se acaba el tiempo en el Reloj. —Sonrió—.
Antes de que empecemos, dejadme que os diga lo maravilloso que ha sido
para mí teneros a todos aquí. A vosotros, niños, quiero decir, no a la
abogada.
—Me lo suelen decir —dijo la señora Hyde.
Jack siguió hablando.
—Cuando llegas a mi edad, hay más arena en la parte inferior de tu reloj
de arena que en la de arriba, así que tienes que decidir si quieres terminar
aquello que empezaste o si dejarás este mundo con… —Se detuvo,
encontrándose con la mirada de Lucy—. Con una vía de tren que no lleva a
ninguna parte. —Volvió a sonreír y los observó, de uno en uno—. Hace
años, prometí que cuando fueseis mayores, todos podríais regresar aquí
algún día, por lo que me complace saber que he sido capaz de mantener esa
promesa. Andre, Melanie, Lucy… no podría estar más orgulloso de
vosotros ni aunque fueseis mis propios hijos, y he de confesar que a veces
he deseado que fueseis míos.
—Yo también lo deseaba —confesó Melanie.
—Todos lo deseamos, Jack —añadió Andre—. Sin ofender a mis padres,
pero no podría decir que no a tener una isla propia.
Lucy no dijo nada, no tenía por qué, Jack sabía lo mucho que le quería,
deseaba haber podido crecer con él como su padre en vez de con sus
inútiles progenitores. De niña, quería que él fuese su padre, y ahora que era
adulta, seguía queriendo ser su hija.
—Pero, como dicen, todo lo bueno se acaba, y como todos sabéis, en mis
libros sobre la Isla del Reloj, la historia no acaba hasta que el Mastermind
hace una última preguntita. Y ha llegado el momento de que yo os haga esa
última preguntita. Si acertáis, ganaréis cinco puntos. Y como esos cinco
puntos pondrían cualquiera de vuestros marcadores en más de diez puntos,
y solo necesitáis diez para ganar, la partida está en el aire.
Les volvió a mirar, de uno en uno.
—¿Todos tenéis vuestros teléfonos a mano?
Lucy, Melanie y Andre se miraron. Todos los tenían encima pero solo por
costumbre, ya que no les permitían usar sus teléfonos móviles durante los
juegos. ¿Qué estaba pasando?
—Creo fervientemente —dijo Jack— en el poder del amor y la amistad,
así que si necesitáis llamar a un amigo para que os ayude a responder la
última pregunta, entonces podéis hacerlo; nadie debería tener que hacer sus
deseos realidad por sí solo.
La sala estaba en completo silencio, todos parecían estar conteniendo el
aliento.
—¿Señora Hyde? —dijo Jack—. ¿Le gustaría hacer los honores?
La delgada abogada se levantó de su asiento, los miró a todos y les dedicó
una sonrisa helada.
—Una última preguntita… por cinco puntos y para ganar el juego —
pronunció la señora Hyde—, y como Jack ha dicho, podéis llamar a un
amigo… ¿Qué dos palabras aparecen en la página 129 de la edición de tapa
blanda de El secreto de la Isla del Reloj, de 2005? Tenéis cinco minutos
para responder, ah, y no podéis salir de esta habitación.
Lucy ahogó un jadeo. Melanie parecía traumatizada. Andre se llevó la
mano a la boca. ¿Estaba sonriendo detrás de su mano o se le había abierto la
boca de par en par?
De repente, tanto Melanie como él empezaron a buscar algo en sus
teléfonos. Lucy sostenía el suyo entre sus manos como si estuviese muerto,
incapaz de creer que Jack le estuviese haciendo esto. La única persona a la
que podía llamar no atendería el teléfono; Christopher no hablaba con nadie
por teléfono. Pero ella le había regalado toda su colección de La Isla del
Reloj, era su mejor opción para ganar el juego. Respiró hondo y llamó al
móvil de la señora Bailey, temiendo ya el tiempo de más que tardaría en
usarla como intermediaria, pero no tenía otra opción. Christopher era el
único que sabría con echar un vistazo a los lomos qué libro estaba
buscando.
Andre ya había conseguido que le respondiesen al teléfono.
—Cariño, pásale el teléfono a Marcus ahora mismo. —Una pausa—. No
hagas ninguna pregunta, Marcus, corre a tu cuarto ahora mismo y ve a por
un libro que está en tus estanterías, es un libro de La Isla del Reloj. —Otra
pausa—. ¿Qué? ¿Quién te dijo que los intercambiases? ¿Has intercambiado
mis libros de La Isla del Reloj? Hablaremos de esto cuando vuelva a casa.
Ahora, llama a tu madre y pásale el teléfono.
Melanie estaba buscando entre los contactos de su teléfono, se detuvo
cuando encontró el nombre que estaba buscando y marcó.
—¿Jen? Necesito que vayas corriendo a buscar en la balda donde tenemos
los libros de La Isla del Reloj y mires a ver si tenemos el número treinta y
dos.
La llamada de Lucy fue directa al buzón de voz. Necesitó toda su fuerza
de voluntad para no lanzarle su teléfono a Jack a la cara, podía sentir la
mirada de Hugo sobre ella. Lucy volvió a marcar, estaba segura de que la
señora Bailey estaba en la habitación de al lado con los gemelos. Con cada
tono de llamada, perdía unos segundos preciosos. Cuando volvió a saltar el
buzón de voz, simplemente volvió a marcar, alguien tenía que oír el
teléfono sonar una y otra vez en esa casa. ¿Dónde estaba la señora Bailey?
Aunque sabía que Christopher no respondería a la llamada, todavía había
una pequeña posibilidad de que viese que era ella quien estaba llamando si
el teléfono estaba sobre la encimera.
Si estás ahí, Christopher, haz que la señora Bailey responda al maldito
teléfono, suplicó mentalmente, como si fuese una plegaria. Es tu madre la
que llama.
Capítulo veintisiete
E
n su dormitorio, Christopher estaba guardando la ropa en su
mochila. Ese día, la señora Bailey se había ido a Goodwill y le
había comprado su propia maleta. Nunca había tenido una maleta
propia, y esta era muy chula, era azul y roja, con un cohete dibujado y la
palabra ¡despegue! escrita con letras enormes, como si fueran el humo.
Tenía algunos rasguños y rozaduras, pero estaba entera y prácticamente
nueva después de que la señora Bailey la hubiese limpiado bien con
limpiacristales y papel de cocina. Esto era mucho mejor que la vez pasada
cuando había tenido que mudarse con todas sus cosas metidas en una bolsa
de basura. Los libros que Lucy le había regalado irían dentro de una caja de
cartón que la señora Bailey le había prometido buscar específicamente para
ello. Quizás debería preguntarle si ya la tenía, no podía dejar sus libros
atrás, pero había salido con los bebés a dar un paseo por el vecindario, y el
señor Bailey estaba durmiendo y no se despertaría hasta que fuese la hora
de irse a su turno de noche en el trabajo.
Christopher recordó que había veces en las que guardaban cajas de cartón
detrás de la puerta de la cocina para llevarlas a reciclar. Estaría mucho más
relajado cuando sus libros de La Isla del Reloj estuviesen guardados y listos
para irse con él a su nuevo hogar. La señora Bailey le había dicho que su
nueva familia de acogida, Jim y Susan Mattingly, eran una pareja muy
amable con dos hijos universitarios y que habían decidido que no estaban
listos para quedarse con el nido vacío. Al principio había pensado que se
refería a que tenían pájaros como mascotas, pero la señora Bailey le explicó
que significaba que sus hijos se habían hecho mayores y se habían ido de
casa.
Encontró dónde dejaban las cosas para reciclar en la cocina, pero todas
las cajas que había esa semana eran demasiado pequeñas.
Puede que lo mejor fuese que esperase a que la señora Bailey regresase y
le ayudase a buscar una. Pero, hasta entonces, la esperaría en la cocina
tomándose un zumo. No siempre tenían zumos en la nevera porque la
señora Bailey decía que eran demasiado caros, pero como se iba esa
semana, le había comprado unos cuantos paquetes solo para él.
Mientras se tomaba su zumo multifrutas, su favorito, porque era el más
dulce de todos y siempre le dejaba la lengua roja, empezó a pensar en su
plan. Iba a comportarse muy bien en casa de los Mattingly para que viesen
lo inteligente que era y lo bien que sabía leer. Después de un día o dos les
hablaría sobre Lucy y, si eran tan buenas personas como esperaba, dejarían
que Lucy se mudase con ellos también. Así ella podría ser su madre y ellos
sus abuelos, y todos serían felices. No tenía demasiados recuerdos de sus
abuelos, habían muerto antes que sus padres, pero se acordaba de que su
abuelo era divertido y se solía reír a carcajadas, que daba unos abrazos de
oso y que jugaba con él lanzándole al aire para luego atraparle al vuelo. La
vida sería mucho mejor con una madre y un abuelo.
Sería genial, una pasada. Y la señora Bailey había dicho que los
Mattingly eran «súper buenos». Le gustaba cómo sonaba eso: «súper
buenos». ¿Pero si tanto le gustaba cómo sonaba, por qué estaba llorando
tanto?
El teléfono empezó a vibrar en el pasillo. Christopher sorbió por la nariz
los mocos y se sentó erguido. Se levantó de la silla y fue a ver quién
llamaba ya que la señora Bailey seguía de paseo con los bebés. Le había
pedido que le dijese si los Mattingly habían llamado mientras ella estaba
fuera.
Se quedó de pie frente a la mesa sobre la que estaba enchufado el teléfono
al cargador. En la pantalla aparecía un nombre.
Lucy Hart.
Christopher se limpió las lágrimas como si ella fuese capaz de verle a
través del teléfono y saber que había estado llorando. Lucy estaba llamando,
y si respondía, podría hablar con ella; deseaba tanto hablar con ella que le
dolía. Nadie era tan bueno como Lucy; con ella era con quien quería vivir,
no con esas otras personas. Ella era quien le leía por las noches, quien le
compraba esos tiburones de juguete tan chulos. Ella era a quien le quería
contar sus buenas noticias: que se le daba tan bien leer que le mandaban las
mismas fichas de lectura que a un alumno de cuarto de primaria; que había
marcado seis puntos jugando al baloncesto en el recreo ayer; que Emma, la
chica más popular de su clase, había querido ser su pareja en la prueba de la
clase de mates porque quería saberlo todo sobre Lucy y cómo había
acabado en la Isla del Reloj.
Incluso aunque los Mattingly fuesen súper buenos, incluso aunque
viviesen en un castillo, incluso aunque viviesen en un barco o en la Isla del
Reloj, no quería vivir con ellos. Quería vivir con Lucy en su apartamento de
dos habitaciones con tiburones pintados en las paredes.
Porque sabía que si Lucy le había prometido que pintaría tiburones en las
paredes de su dormitorio, lo haría, los pintaría.
Christopher estiró la mano para descolgar el teléfono, pero en el último
segundo antes de que pudiese hacerlo, el nombre de Lucy desapareció de la
pantalla y el teléfono dejó de vibrar.
Soltó un gritito. ¿A lo mejor la señora Bailey la podría llamar cuando
volviese?
La pantalla volvió a encenderse y el teléfono volvió a sacudirse sobre la
mesa.
Lucy Hart.
Si respondía a la llamada, podría oír su voz, podría hablarle de su plan,
podría pedirle que saludase de su parte al maestro Mastermind, podría
preguntarle qué tal iba el concurso.
¿Y si había ganado? ¿Puede que por eso estuviese llamando?
Christopher deseaba que el teléfono no vibrase así, como si fuese la cola
de una serpiente de cascabel o una abeja. ¿Por qué la señora Bailey no había
puesto una canción como tono de llamada? Pero no iba a tener miedo.
—Los únicos deseos concedidos —susurró Christopher para darse ánimos
— son los deseos de los niños valientes…
Sabía cómo ser valiente, sabía cómo hacerlo, pero no sabía si sería capaz
de hacerlo.
El Mastermind le había dicho que podía con ello y Christopher le había
prometido que lo intentaría.
Le temblaban las manos. El corazón le iba a mil por hora. El teléfono
seguía sonando.
Pero él era valiente, se recordó.
El propio Mastermind había dicho que él era valiente, Lucy le había dicho
que era valiente, así que iba a ser valiente.
E
n El secreto de la Isla del Reloj una niña llamada Molly se escapa
de un orfanato para irse a la Isla del Reloj. Cuando el Mastermind
le pregunta cuál es su deseo, ella le dice que desea poder quedarse
allí a vivir con él. Ese es su único deseo. Él intenta asustarla para que
salga huyendo, pero ella dice que no hay nada que él pueda hacer o decir
que dé más miedo que lo que ha sufrido en el orfanato. Él le plantea una
serie de acertijos imposibles de resolver y, en vez de responder, ella lo
acribilla con un aluvión de preguntas:
¿Por qué siempre te quedas dentro de esa sombra? ¿Cómo es posible que
la sombra te siga allí donde vas? ¿Es como un sombrero? ¿Puedo ponerme
yo tu sombrero de sombra? ¿Tienes una cara rara? ¿Por eso siempre llevas
puesta una sombra? ¿Puedo ver tu cara rara? ¿Mi cara es rara? ¿Qué hay
de malo en tener una cara rara al fin y al cabo? ¿Por qué se llama la Isla
del Reloj este lugar? ¿La isla es un reloj o es el reloj una isla? ¿Por qué
tienes una casa tan grande si vives solo? ¿Eso es un hurón de dientes de
sable? ¿Tienes hijos? ¿Quieres tener hijos? ¿Quieres que yo sea tu hija?
¿Puedo quedarme a vivir aquí y ser tu hija?
Y él intenta que la niña afronte sus miedos, pero ella se ríe y le dice que
eso ya lo hizo hace años después de que sus padres muriesen y ella
terminase en ese orfanato. Si él de verdad quisiera asustarla, entonces
tendría que llevarla de vuelta allí, pero a menos que la apresase, la metiese
en una bolsa, la echase sobre su hombro metida en esa bolsa y se la llevase
de vuelta al orfanato, de ninguna manera volvería a ese lugar, ni hablar. Se
quedaría aquí, dormiría en la habitación del hurón si hacía falta.
Al final, él le dice que le dejará quedarse si juega a algo con él: al juego
más difícil de ganar para un niño: debe participar en un concurso de
miradas, y no es fácil, ella lo sabe, no es fácil ganar un concurso de miradas
contra una sombra.
Pero Molly sabe cómo ganar, su madre la enseñó antes de que muriese en
ese accidente.
Molly acepta el reto aunque tiene miedo. Si gana, se podrá quedar para
siempre en la Isla del Reloj. Si pierde, tendrá que volver al orfanato. Tiene
que ganar.
Juegan.
Molly intenta no echarse a llorar mientras recuerda a su madre
enseñándole a sostener la mirada. Es difícil jugar con las lágrimas
nublándole la vista, pero juega porque le cae bien el Mastermind. Da un
poco de miedo, pero en realidad lo único que hace es quedarse escondido en
las sombras (rarito) y conceder deseos a los niños. Y tiene una casa muy
grande para una sola persona. Bueno, una persona y Jolene, el hurón de
dientes de sable. Si el tipo va por ahí haciendo los deseos de los niños
realidad, le deben de gustar los niños, no es que vaya por ahí encerrándolos
en una lavadora y poniendo en marcha el ciclo de lavado después, ¿verdad?
Se obliga a concentrarse y a jugar a pesar de que siente como si su madre
estuviese a su espalda y que, si mira por encima del hombro, la verá. Quiere
volver a ver a su madre, pero si aparta la mirada, perderá el juego. No
puede mirar atrás, tiene que mirar hacia delante. Si mantiene la vista fija en
el Mastermind, bueno, en la sombra que la está mirando fijamente, puede
que vuelva a tener una familia. Una nueva familia. Una familia diferente.
Pero una buena familia: solo ella, el Mastermind y Jolene.
Al final, la sombra parpadea. No sabe si las sombras pueden parpadear,
pero esta lo hace.
En la página 129 Molly grita:
—¡Yo gano!
En la página 130 hay escrito esto y solo esto:
El Mastermind había dejado a Molly ganar.
Capítulo veintinueve
E
n la habitación Océano, Lucy hizo las maletas. Se sentía exhausta,
como si fuese más un zombi que una persona, pero le ayudaba estar
en constante movimiento. Hugo se ofreció a ayudarla, pero no
había nada que él pudiese hacer más que hacerle compañía y distraerla para
que no volviera a desmoronarse.
—Te llevaré al aeropuerto por la mañana —le dijo mientras ella cerraba
su maleta.
—Tengo que estar en el ferri a las cinco —le recordó. Su voz sonaba
como si estuviese a kilómetros de distancia y demasiado hueca hasta para
sus propios oídos—. A las cinco de la mañana.
—No me importa. Yo voy contigo, y no puedes detenerme.
—No te detendré —le dijo.
Ya eran las nueve y media pasadas y ella necesitaba irse a dormir pronto,
pero quería pasar más tiempo con Hugo. Puede que esa fuese la última vez
que podrían pasar tiempo juntos, no era que se moviesen por los mismos
círculos que digamos. ¿Y cuándo había sido la última vez que ella había ido
a Nueva York? Nunca había ido.
—Si quieres llevarte el cuadro del tiburón mañana, tendré que envolverlo
y embalarlo, lo que me llevará siglos, o puedo enviártelo por correo o…
Ella tomó una almohada y se la lanzó a la cara.
Él la atrapó al vuelo, haciendo una mueca como si le hubiese dolido.
—¿A qué viene eso? —preguntó.
—No tenías por qué hacerlo —dijo ella—. No tenías que darme un
segundo premio falso.
—Quiero que lo tenga Christopher —respondió él—. Y sí, tenía que
hacerlo. Tenía que hacerlo o me habría odiado, y tú lo sabes mejor que
nadie.
Ella observó el cuadro del tiburón volador que había sobre la repisa de la
chimenea, el que se llamaba Pesca de alto vuelo. Al menos eso era algo que
podría enseñar cuando hablase de la semana que había pasado aquí, un
cuadro original de Hugo Reese. Su pintor favorito. Y el de Christopher
también.
—Es un regalo enorme, Hugo, sé que tus cuadros se venden por
muchísimo dinero.
—No es que sea exactamente Banksy, ya sabes, pero si lo llevases a una
galería y lo vendieses podrías…
—No. Ni se te ocurra pensar en ello siquiera —dijo—. No voy a vender
un cuadro que le has regalado a Christopher. Ese cuadro costeará sus
estudios universitarios algún día si es lo que él quiere, o lo podrá conservar
y legárselo a sus hijos o a sus nietos, pero yo no voy a venderlo, jamás.
—Lucy…
Dejó caer la camiseta que había estado doblando en la maleta, se volvió y
le miró de frente.
—Ven aquí —le pidió él.
—No —respondió, pero se acercó hasta él de todas formas, se metió entre
sus brazos y dejó que la rodeara con ellos. Volvió a llorar, sollozando con
fuerza, el tipo de sollozos que salen solo cuando te han partido el corazón
en dos con un corte limpio. Hugo se limitó a abrazarla, acariciándole la
espalda mientras ella lloraba sin decir nada.
Siempre hay que quedarse callado cuando se está rompiendo un corazón.
Finalmente, sus sollozos se calmaron y ella respiró hondo, una vez, y
después otra.
—Voy a estar bien —murmuró.
—Sé que lo estarás.
—Haré lo mismo que cualquier otra madre soltera de este mundo: trabajar
hasta la extenuación y cuidar de mi hijo. He decidido que voy a buscar un
segundo trabajo, incluso aunque eso signifique no poder ver tanto a
Christopher. Pero ahora puede llamarme por teléfono, podemos hacer
videollamadas o puedo llamarle yo a él cuando no pueda verle en persona.
Y cuando consiga que se venga a vivir conmigo, entonces todo habrá valido
la pena.
—Supongo que no me dejarás prestarte…
—No, no te dejaré. Aunque solo sea porque ¿qué pasará dentro de seis
meses cuando necesite más dinero? ¿O cuando se me rompa el coche dentro
de dos años? ¿O cuando me suban el alquiler o pierda mi trabajo? —
Respiró profundamente intentando tranquilizarse y salió de entre los brazos
de Hugo—. Necesito ser capaz de poder cuidar de él yo sola, pero gracias
por los zapatos.
—Tan solo desearía… —La miró fijamente a los ojos.
—Sí. Yo también.
Él se quedó ahí, de pie, observándola. Parecía que quería añadir algo pero
no podía hacerlo o no se lo podía permitir.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó Lucy.
—Cualquier cosa. —Por la forma en la que respondió, sabía que iba
totalmente en serio.
—¿Podrías hacerle un pequeño dibujo de un tiburón o algo así a
Christopher para que yo se lo pueda dar mañana mientras esperamos a que
llegue el cuadro? ¿Quizás algo con su nombre? Te dejaría quedarte con la
bufanda roja a cambio.
—Por supuesto. Iré a buscar mi cuaderno de bocetos. Además, me iba a
quedar con la bufanda de todas formas.
Él se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar se detuvo y se dio la
vuelta.
—Ese niño te adora, Lucy. Ha respondido al teléfono porque eras tú quien
estaba llamando. Porque era su madre quien estaba llamando.
Ella sonrió.
—Aunque este día haya tenido un desenlace horrible… soy feliz. Incluso
después de que se mude a su nueva casa de acogida, ahora sé que podremos
seguir hablando por teléfono hasta que me pueda permitir comprarme un
coche e ir a visitarle en persona. Es tan gracioso, dice que el Mastermind le
ayudó a responder el teléfono, supongo que leer tantos libros sobre niños
valientes hizo que él se convirtiese en uno también.
—Fue increíblemente valiente —dijo Hugo.
Ella se encogió de hombros.
—Una pena que no se le concediese su deseo.
—Te tiene en su vida —repuso Hugo—. Es un niño con suerte. —Ella
notó cómo se sonrojaba. Hugo le devolvió la sonrisa—. No te vayas a
ninguna parte, vuelvo en un segundo de reloj.
Lucy se llevó las manos a la cara y respiró profundamente entre los dedos
cuando él se hubo marchado. Estaba bien, había perdido el juego. Dolía.
Era una mierda. Quería volver a echarse a llorar, quería gritar… pero ahí
estaba, aún de pie, respirando, y mañana volvería a ver a Christopher. Eso
era todo lo que importaba.
Sacó su teléfono móvil para comprobar si tenía algún mensaje nuevo.
Nada importante. Todavía no habían dado la noticia acerca del concurso.
Jack les había advertido que mañana tendrían la bandeja de entrada
inundada de correos electrónicos y el teléfono lleno de llamadas y
mensajes. Lucy pensó en llamar a Angie. Jack le había dado el número de
su hermana. Incluso después de tantos años, después de todo el abandono,
la soledad y la crueldad, aún seguía deseando tener a alguien de su familia a
quien poder llamar cuando se le rompiese el corazón.
Dejó el teléfono a un lado. Todavía no estaba lista para volver a sufrir, no
cuando aún estaba sufriendo tanto.
—¿Toc, toc?
Lucy se recompuso. Jack estaba de pie en la entrada de su dormitorio.
Todavía llevaba puesto su uniforme habitual con sus pantalones arrugados,
una camisa azul clara con una mancha de café y un cárdigan que le quedaba
grande y cuyas costuras se estaban empezando a deshacer. Tenía un libro de
tapa blanda en uno de los bolsillos y ella se preguntó si por eso siempre
llevaba jerséis que le quedaban tan holgados, para poder tener bolsillos
donde cupiesen libros.
—Jack —dijo—. ¿No te has ido aún a la cama?
—No, no, estaba terminando algo de papeleo en mi estudio. ¿Puedo
entrar?
—Claro, pasa.
Entró arrastrando los pies.
—Espero que no estés demasiado molesta por no haber ganado.
—Lo sigo asimilando. Me alegro de que vayan a publicar el libro y me
alegro también en parte de haber podido ver a Angie, pero por lo que más
me alegro es por haberte vuelto a ver.
—¿Y a Hugo?
Ella se sonrojó notablemente.
—Y a Hugo, pero no por las razones que estás pensando. Es mi artista
favorito.
—Yo no me sonrojo cuando hablo de Paul Klee.
—Pues deberías —repuso ella—. Estoy segura de que era muy apuesto.
Jack se rio, era una buena señal que se estuviese riendo. Tenía el mismo
aspecto que el día que ella le había conocido cuando tenía trece años. Los
años se desvanecían junto con el dolor.
—¿Dónde está nuestro Hugo? ¿No estaba aquí antes?
—Ha ido a buscar su cuaderno de bocetos para dibujar algo para
Christopher.
—Ah, bueno, pues antes de que vuelva, quería darte un detallito. —Sacó
el libro que tenía en el bolsillo de su cárdigan—. Me gustaría que tuvieses
La casa en la Isla del Reloj.
Ella bajó la mirada hacia el libro. Era una copia antigua del primer libro
de la saga.
—Ah, gracias —dijo—. Espero que esté firmado. ¿Podrías dedicárselo a
Christopher?
—El libro no es para ti. Ni para Christopher.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—El libro no es el regalo. No quiero que tengas La casa en la Isla del
Reloj —dijo—. Quiero que tengas la casa… en la Isla del Reloj.
Abrió el libro. Había una llave en su interior. La llave de una casa.
La llave de una casa.
La llave que abría una casa.
La llave de la casa en la Isla del Reloj.
—Jack… —soltó sin aliento—. ¿Qué…?
—No has conseguido ganar el libro, pero sí que se conceda tu deseo.
Lucy Hart, ¿todavía sigues queriendo ser mi compañera de aventuras?
Capítulo treinta y uno
S
e dejó caer como un peso muerto sobre la cama. Las piernas le
habían fallado, se le había nublado la vista. Después todo volvió a
cobrar vida de golpe y la niebla desapareció. Ella volvió a verlo
todo en color.
—Me estás regalando…
—La casa —dijo Jack—. Si la quieres, y si me quieres a mí también,
porque no tengo pensado marcharme de aquí a menos que me saquen
metido en un ataúd. Y si puedes convencer a ese Christopher tuyo de que se
mude a Maine, me encantaría que viviese aquí también.
—Ni siquiera soy su madre de acogida aún. Y aunque lo fuese, todavía no
le puedo sacar del estado, el proceso tardaría meses… —Apenas podía
pensar con claridad, tampoco conseguía respirar. ¿De verdad estaba
pasando esto?
—Oh, yo puedo ayudar con eso. Por suerte, tengo tanto dinero que no sé
ni qué hacer con él.
—No puedes… esto es demasiado, Jack. No puedo aceptarlo…
—Puedes, Lucy. Puedes aceptar la ayuda. Y si no puedes, Christopher sí
que puede. —Sacó un fajo de papeles del otro bolsillo de su cárdigan y se lo
tendió.
Lucy desdobló los papeles uno a uno. Con la caligrafía dulce, torcida y
temblorosa de Christopher, escrito con lápices de colores, ponía: Mi deseo
es que Lucy pueda adoptarme.
Pasó la vista por el resto de los papeles y se encontró con una docena de
cartas de parte de Christopher dirigidas al maestro Mastermind. Al parecer,
Jack y él habían estado enviándose cartas desde hacía varios meses.
Christopher, con cientos de palabras mal escritas, le había hablado a Jack,
que actuaba en nombre del Mastermind, sobre su sueño de convertirse en el
hijo de Lucy, sobre la muerte de sus padres, su miedo a los teléfonos. En su
última carta, Christopher le había prometido que la próxima vez que Lucy
intentase llamarle por teléfono, contestaría a la llamada.
—Ayudaste a que Christopher superase su miedo a los teléfonos —dijo,
alzando la mirada hacia él—. No fueron los libros, fuiste tú.
—Si alguien sabe algo sobre el miedo, ese soy yo.
—Tú… —Abrazó las cartas contra su pecho. Se le había cerrado la
garganta. Jack, en secreto, en silencio y sin llamar la atención había
ayudado a un niño pequeño en la otra punta del país a ser valiente—. Y el
canalla no me había dicho nada.
—Quería darte una sorpresa, y lo ha conseguido, ¿no?
Las lágrimas corrían por sus mejillas. Jack la tomó de los hombros con
suavidad y la miró fijamente.
—Lucy Hart, hace trece años deseabas ser mi compañera de aventuras,
deseo concedido —dijo—. Si quieres que sea un título honorífico, lo será. O
puedes mudarte aquí y vivir conmigo, ayudarme a empezar a vivir de
nuevo. Y el deseo de Christopher era que pudieses adoptarle, deseo
concedido. —Sonrió como si estuviese tramando algo—. Ya le he pedido a
mi abogada que iniciase el papeleo por ti y cree que puede matar todos los
pájaros de un tiro en tan solo un mes.
—Sé que puedo.
Lucy se dio la vuelta. La señora Hyde estaba en la entrada.
—¿Tú? —No se podía creer lo que veían sus ojos.
—Cuando tengas un momento, Lucy, necesito que firmes algunos papeles
para mí. Te estaré esperando en la biblioteca.
—Espera…. ¿No trabajabas para la editorial de Jack?
Ella no sonreía, simplemente se limitó a alzar la barbilla.
—Me acojo a la Quinta Enmienda.
Cuando la señora Hyde se hubo marchado, Lucy se volvió hacia Jack.
—Yo… no me lo puedo creer.
—Si no puedes decir que sí por mí, hazlo por Christopher.
—Pero… ¿Hugo? ¿Qué pasa con Hugo? ¿Estás intentando que yo le
reemplace? Estará…
—Bien —terminó Jack por ella—. Estará más que bien cuando sepa
quién se va a quedar conmigo. Entonces podrá decidir si se quiere quedar o
se quiere marchar de aquí sin que haya nada que le ate a la isla, sin que
tenga nada de lo que preocuparse, nada de lo que sentirse culpable. Y no te
preocupes, te voy a dejar a ti la casa de la Isla del Reloj cuando me muera,
pero él se queda con la isla. —Tomó asiento en la silla que había junto a la
cama, mirándola fijamente a los ojos. Lucy le devolvió la mirada. Había
envejecido en los trece años que habían pasado desde la última vez que se
vieron, como si estuviese desapareciendo poco a poco, pero seguía siendo el
Mastermind, aún envuelto entre sus sombras, aún extraño y misterioso, raro
y bueno.
—He esperado demasiado para ser feliz, no me hagas esperar más. —
Tendió la mano hacia las suyas y las atrapó entre sus dedos—. ¿Qué me
dices?
¿Qué podía decir?
Lucy sonrió.
—Yo gano —dijo.
Capítulo treinta y dos
P
or supuesto, el Mastermind había dejado a Lucy ganar.*
*. Jack Masterson, El secreto de la Isla del Reloj, 2005. Recordad, siempre hay que citar las
fuentes.
Capítulo treinta y tres
Los últimos tres meses habían sido una locura, los mejores tres meses de la
vida de Lucy. Había vuelto a Redwood y para los niños era como una
heroína. Mientras estaba fuera, Jack se había encargado de enviar
trescientos juegos completos de los libros de La Isla del Reloj, uno para
cada niño en el colegio Redwood. Lucy se había pasado todo ese fin de
semana concediendo entrevistas para los canales de televisión locales y
nacionales. Y entonces, el lunes por la mañana, como no había colegio,
había tenido una reunión con una abogada de derecho de familia que
trabajaba con la señora Hyde. Habían tardado dos semanas en poder
alquilar una pequeña casa en un buen vecindario, llenarla de muebles y
alquilar un coche, pero cuando lo tuvieron todo, Christopher ya era su hijo.
Por fin le habían dado el visto bueno para que pudiera ser su madre de
acogida.
Ese verano, se pasaron todos los días montando en bicicleta o yendo a la
biblioteca, o simplemente daban un paseo por el vecindario. Incluso
salieron a patinar. Todo eso mientras ella y la señora Vargas, la abogada de
derecho de familia, trabajaban en la solicitud de adopción de Lucy. Todo
ello costeado hasta el más mísero céntimo por Jack Masterson.
Y Hugo decía que el dinero no podía comprar la felicidad.
Pero lo mejor, aunque fuese duro, fue cuando, por primera vez
Christopher tuvo una rabieta por algo que Lucy le pidió que hiciese. Había
estado esperando que llegase ese momento desde hacía mucho tiempo, el
momento en el que Christopher se portase mal con ella; eso significaba que
él mismo sabía que era su hijo, esta vez de verdad, y que ella era su madre,
que no se iba a ir a ninguna parte sin él, incluso aunque lloriquease por
tener que meter los platos que había usado para el desayuno en el
lavavajillas o se negase a lavarse los dientes o a recoger sus Lego, que
estaban literalmente desperdigados por toda la casa. Y ella se quejaba de
que sus anteriores compañeros de casa eran desordenados…
—Hoy me está volviendo loca —le había dicho a Theresa en una tarde
particularmente dura.
—Enhorabuena —había respondido Theresa entre risas—. Ahora ya eres
una mamá de verdad.
Había momentos más duros, noches en las que Christopher se despertaba
sudando por una pesadilla recurrente y llorando porque sus padres ya no
estaban. Y en esos momentos ella no podía hacer nada más que abrazarle
fuerte contra su pecho, intentar consolarle o leerle un cuento hasta que
volvía a quedarse dormido, y, por extraño que parezca, era en esas noches
que terminaban rompiéndole el corazón cuando más se sentía como una
madre.
Cuando por fin llegó el día en el que Lucy pudo adoptar a Christopher
oficialmente, no solo vino la señora Theresa y toda su familia, sino también
todos los profesores de Christopher y todos sus compañeros de clase.
Incluso la señora Costa, la trabajadora social, trajo globos para Lucy que
decían: Es un niño. Y Lucy se alegró de que estuviese allí, porque ella había
tenido razón después de todo, sí que se necesitaba un pueblo entero para
criar a un hijo. Y Lucy estaba consiguiendo su pueblo. Porque esa misma
tarde Hugo estaba frente a la puerta de su pequeño salón de alquiler y
anunció que, como representante electo del reino encantado de la Isla del
Reloj, invitaba a Lucy y a Christopher a convertirse en ciudadanos oficiales
del reino.
—Nos está preguntando si nos queremos mudar a la Isla del Reloj —le
susurró Lucy a Christopher al oído—. ¿Crees que deberíamos?
Él dijo que sí, dijo que sí mil veces seguidas.
Al día siguiente, sintiéndose más fuerte que nunca, Lucy llamó a Sean y
se las apañó para mantener una conversación corta pero civilizada con él.
Le habló sobre su aborto espontáneo, se disculpó por no habérselo dicho
antes, a lo que, educadamente añadió «nunca», cuando él le preguntó si le
gustaría hablarlo en persona la próxima vez que estuviese en Portland. Y
con eso se acabó todo. Sean. Sus padres. Sus errores. Lucy había dejado
atrás su pasado y sus fantasmas, tanto el real como el que se había
imaginado.
Bueno, casi todo su pasado.
Christopher estaba fascinado por los tiburones que había pintados en las
paredes y por el mar, por supuesto, que veía a través de la ventana de su
dormitorio. Después, mientras Jack estaba enseñando a Christopher cómo
usar una máquina de escribir y dándole algunas nueces a Thurl Ravenscroft,
Hugo se llevó a Lucy al pasillo.
—¿Qué? —susurró ella.
Él echó un vistazo a la derecha y luego a la izquierda. Tenía una mano
detrás de la espalda, algo que Lucy pensaba que era muy sospechoso.
—No le cuentes a nadie que te he dado esto. La editora de Jack me
mataría si lo supiera. —Hugo sacó la mano de detrás de su espalda.
Un libro. No cualquier libro.
—Un deseo para la Isla del Reloj —dijo—. Espero que te guste la
portada.
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras observaba atentamente el
trabajo que había hecho Hugo. Un niño que se parecía a Christopher estaba
sentado en una cama individual mientras una mujer que era exactamente
igual que ella le estaba leyendo un cuento de buenas noches. Por la ventana,
el hombre en la luna les observaba como si estuviese intentando escuchar
también la historia.
Lucy no sabía qué más decir aparte de:
—Hugo…
—Lo he leído —dijo—. Es la historia de Astrid, la niña del primer libro
que vuelve a la Isla del Reloj cuando se hace mayor.
—¿Yo soy Astrid en la portada?
—Claro que lo eres. Ella y su hijo se enteran de que el Mastermind ha
desaparecido y tienen que trabajar juntos para encontrarle.
—¿Le encuentran?
Él sonrió ampliamente.
—Supongo que tendrás que leerlo para descubrirlo. Y deberías leerlo. Es
la caña.
—¿Supongo que esa es tu manera de decir que «es bueno»?
—Vas aprendiendo.
No podía apartar la mirada de la portada. Ahí estaba Christopher, con sus
grandes ojos azules y su pelo negro totalmente despeinado. Y ahí estaba
ella, con su cabello castaño, su perfil e incluso una de sus bufandas tejidas a
mano rodeándole el cuello.
—De pequeña quería ser ella, ¿lo sabías?
—Ahora lo eres. Mientras no me quieras demandar por haber usado tu
cara sin tu permiso.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le besó con tanta fuerza que casi
dejó caer el libro con el impulso.
Christopher salió corriendo al pasillo, llamándola. Lucy se apartó de
Hugo y metió el libro en su bolso.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Le he dado de comer a un cuervo de verdad!
Nunca se cansaría de oírle llamarla «mamá». Incluso ni aunque lo dijese
cien veces seguidas.
—¡Lo he visto! Buen trabajo. ¿A dónde vamos ahora? —le preguntó
Lucy a Jack—. ¿Al pozo de los deseos? ¿Al faro? ¿Al Vendedor de
Tormentas?
—Oh, tengo una idea mucho mejor. —Jack tomó a Christopher de la
mano y le llevó hacia el patio de la casa.
Hugo tomó a Lucy de la mano y les siguieron.
—Quédate justo aquí —le pidió Jack a Christopher. Todos se quedaron de
pie en la parte de atrás de la casa mientras Jack se acercaba a la Ciudad de
Segunda Mano.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Lucy a Hugo en un susurro.
—Ha estado muy ocupado mientras os esperaba. Mira eso.
Oyeron un ruido, como el de unas ruedas de hierro girando, y el sonido de
un silbato. Y entonces apareció el Expreso de la Isla del Reloj en el
horizonte, pintado de negro y amarillo brillante y con Jack en el asiento del
conductor.
—¡Lucy! —la llamó Jack—. ¡Por fin he terminado de colocar las vías!
¿Quieres que te lleve a la estación de Samhain, Christopher? ¡He oído que
allí siempre es Halloween!
Christopher estaba completamente callado. Tenía los ojos abiertos como
platos. Lucy sabía qué iba a ocurrir a continuación así que sacó su teléfono
móvil y empezó a grabar un vídeo para Angie.
Él respiró hondo, hinchando su pecho, alzó las manos sobre la cabeza y
gritó todo lo alto que pudo de pura alegría.
¿Y por qué no?, pensó Lucy. Ella también gritó. Y Hugo también. Y Jack.
Cuando tienes que gritar, gritas.
Las aventuras de la isla del reloj.
¡Consíguelos todos!
poesía
Yo, cíclope
Cancionero para arañas
Agradecimientos