Conductismo Cognitivo Videojuegos
Conductismo Cognitivo Videojuegos
Conductismo Cognitivo Videojuegos
Resumen
Desde los años ochenta, el paradigma cognitivista domina la teoría y el examen empírico de los
efectos de los contenidos mediáticos violentos sobre las actitudes y las conductas agresivas. No
obstante, los enfoques basados en la psicología conductista, y más en concreto su énfasis en los
principios de condicionamiento y aprendizaje, siguen vigentes en muchas escuelas científico-
sociales y en la investigación aplicada. En este artículo se discuten los avances que trae consigo la
observación y el análisis de los comportamientos asociados al uso de videojuegos violentos a raíz de
la incorporación de sus hallazgos a la literatura efectista.
Palabras clave
Efectos poderosos- Videojuegos- Violencia- Conducta agresiva.
Abstract
From the eighties on, the cognitive paradigm dominates the empirical study of the effects of the
violent media messages on aggressive attitudes and behaviors. Nevertheless, the behaviorist
approach, specifically its emphasis on conditioning and instrumental learning, remains valid in many
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social scientific schools, as well as in the applied social research. This article discusses the advances
brought about by the observation and analysis of the behaviors associated with the use of violent
videogames, once they have been placed in the media effects literature.
Key words
Powerful effects- Videogames- Violence- Agressive behavior.
1. Introducción
A medida que aumentan los índices de penetración y de uso de los videojuegos de temática violenta,
crece también la incertidumbre y los argumentos científicos referidos a las consecuencias inmediatas
de esta plataforma de distracción sobre los sistemas de creencias, actitudes, valores, normas sociales
y comportamientos de quienes la practican, y a cómo y en qué medida afectará a los ciudadanos del
mañana. En la sociedad del presente, muchos de los investigadores que abordan estas cuestiones
sostienen que una parte considerable del comportamiento que los niños y los jóvenes consideran
apropiado en su vida ordinaria deriva de las lecciones aprendidas en los monitores (analógicos o
digitales) durante su “tiempo de ocio electrónico” (Huesmann y Miller, 1994). De igual modo, son
muchas las evidencias empíricas que invitan a suponer que los videojuegos violentos ejercen un
efecto de similar amplitud sobre el despliegue de las conductas agresivas de los niños y adolescentes.
Hace apenas treinta años, cuando las primeras manifestaciones del ocio electrónico de
pantallas aparecieron en el mercado, los videojuegos de mayor impacto entre los niños y jóvenes
eran considerados inocuos1. Sin embargo, el aspecto de los juegos cambió radicalmente en los años
noventa: el juego más popular del año 1993 fue Mortal Kombat en el que distintos personajes de
apariencia humanoide entablan luchas encarnizadas y aniquilaban a cualquier oponente visible sin
distinción (Elmer-Dewitt, 1993). A día de hoy, se puede afirmar que el mercado está saturado de
juegos parecidos a este último. Dietz (1998), por ejemplo, observó en una muestra de treinta y tres
juegos de la marca Sega y Nintendo que en el 80% de los casos el usuario debía recurrir a la
‘violenta física virtual’ para resolverlos, mientras que en el 21% se permitía la violencia simbólica
de género.
Los resultados de analizar el contenido de los videojuegos, como los anteriores, alarman a la
opinión pública, sobre todo cuando son relacionados con las estadísticas de uso del ‘pasatiempo
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electrónico’: de acuerdo con los datos publicados por la Asociación de Distribuidores y Editores de
Software de Entretenimiento (ADESE), casi la mitad de la población española con edades
comprendidas entre los trece y los treinta y cinco años juega a los videojuegos y el cuarenta por
ciento de ellos lo hace, como mínimo, cuatro veces por semana. Estos datos son corroborados en el
informe de Digital Home 2003 en el que se indica que el público habitual de los videojuegos en
España asciende a siete millones de personas. La memoria del estudio informa, además, de cómo, en
tan sólo un año, el número de hogares equipados con videoconsolas ha crecido un treinta y cuatro
por ciento y supera ya los tres millones.
A consecuencia de la enorme aceptación del ocio de pantallas entre el público infantil y
juvenil, que sugieren todos estos datos y otros similares, los científicos sociales tratan de averiguar si
el uso de los videojuegos violentos repercute negativamente en los procesos de socialización o en
determinados rasgos de la personalidad de sus jugadores. Al investigar los riesgos inherentes al ocio
electrónico, por ejemplo, la literatura psicológica los ha reunido en torno a estas tres dimensiones:
adicción, aislamiento y compulsividad. Respecto a los efectos negativos registrados en los trabajos
académicos, los más contrastados son el aumento de la agresividad, el fracaso escolar y, de nuevo, el
retraimiento (Griffiths y Hunt,1998).
La literatura sociológica, por su parte, aborda los efectos adversos de los videojuegos de
contenido violento observando las interacciones sociales que promueven éstos dentro y fuera del
escenario de agresión representado. De acuerdo con muchos sociólogos de la comunicación
mediática, los videojuegos sirven para sumergirse en un mundo irreal, protector a la vez que
fascinante, en el que, ante la falta de un riesgo real, o de unas consecuencias tangibles por las
acciones violentas que se ejecutan en el universo virtual, se experimenta un sentimiento de extrema
seguridad que puede ocasionar la renuncia a participar en los rituales de sociabilidad. De igual
modo, numerosos autores han comprobado que los videojuegos aumentan significativamente la
intolerancia de los niños y adolescentes a la frustración de los deseos inmediatos. El menor resulta,
por este motivo, educado en la gratificación instantánea de su conducta, interpretando así el resto de
elementos de su socialización como fuentes de aburrimiento y frustración constantes.
No obstante, una fracción muy profusa de investigadores descarta la posibilidad de que esta
forma de entretenimiento constituya una amenaza potencial indiscriminada sobre la sociedad o sobre
el individuo. Entre los resultados que desechan la existencia de efectos negativos generalizables,
destaca el trabajo de Garitaonandia y colaboradores (1998) en el que se afirma que,
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los niños y los jóvenes actuales tienen una relación perfectamente normal con las
nuevas y viejas tecnologías de la información; diferencia, por otra parte, que ellos
no perciben. Existe una estrecha relación de cotidianeidad entre los jóvenes y los
aparatos. Ninguno se extraña, ninguno declara tener una mala relación o alguna
prevención, ninguno parece tener una relación patológica con ellos (p. 24).
Los niños y los jóvenes, matizan estos autores, interpretan estas herramientas de
comunicación e información exclusivamente como vehículos de satisfacción de sus necesidades
lúdicas o de diversión; en la mayor parte de los casos, la utilización de estas tecnologías implica
rituales comunicativos interpersonales (en sus grupos de pares, aunque también con sus
progenitores) relacionados con el manejo o el mejor aprovechamiento de sus aplicaciones; y,
además, existen evidencias de un uso diferenciado por razón del sexo del usuario y de variedades de
utilización según el estatus familiar.
A pesar de la enorme experiencia empírica que revela la literatura sobre videojuegos, de las
advertencias sobre la progresiva implantación del ocio electrónico de pantallas y de los
consiguientes riesgos a escala psicosocial, las disciplinas científicas ocupadas del análisis de los
efectos de la exposición a las ‘pantallas lúdicas’ presentan una gran desorganización, como resultado
de su corta trayectoria y de la constante renovación que experimenta este producto mediático en sus
aspectos tecnológicos y narrativos. Los esfuerzos integradores de los investigadores de los efectos
de los videojuegos, por dotar de un marco teórico general que sustente heurísticamente los riesgos
del ocio electrónico, son muy recientes (p.e. Sherry, 2001) y reproducen en gran medida los
principales obstáculos que han impedido la consolidación de un corpus teórico general sobre los
efectos de los mass-media: una extensísima bibliografía (en su mayor parte, literatura gris)
estructurada muy levemente sobre una variedad de criterios, niveles de abstracción y unidades de
análisis; un desorden conceptual evidente; y unas deficiencias de orden metodológico irresolubles en
apariencia: las predicciones sobre las que se basan estos estudios dejan de ser válidas porque el
programa científico –anclado en los hallazgos obtenidos de estudiar los efectos de una tecnología
muy distinta, como es la televisión–, sobre el que se fundamentó el informe de investigación, no es
de aplicación universal; y, en el caso de existir tal programa (o heurística negativa), pronto sufre
modificaciones que desacreditan los supuestos en los que se fundamentan sus hallazgos.
La literatura de los efectos de los videojuegos está repleta, por otro lado, de hallazgos
obtenidos de la observación de una gama de juegos de temática muy heterogénea, del menoscabo de
las medidas de control experimental no convencionales y de graves incorrecciones muestrales. Todo
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ello dificulta los procesos de replicación científica y promueve una nueva mecánica de producción
académica según la cual, una vez publicado un trabajo, las conclusiones y pronósticos caducan al
mismo tiempo que las innovaciones tecnológicas (juegos) sobre las que se han basado.
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de la literatura experimental (Griffiths, 1999) en la que se demuestra que los problemas de índole
metodológica impiden una conclusión clara. Tanto unos como otros están de acuerdo, sin embargo, en
que gran parte de la actividad investigadora hasta el momento ha sido ‘peripatética’, sin ningún
programa sustentado en un corpus teórico autónomo que emerja para centrar la indagación sistemática.
La inconsistencia del marco teórico de los efectos de los videojuegos responde, aparte del
aspecto epistemológico, a otra serie de razones. Una de las más importantes es la falta de rigor de los
científicos sociales para establecer nexos causales que expliquen las conductas agresivas, o de cualquier
otro tipo, de los usuarios de videojuegos. De hecho, son muy comunes las voces críticas con estos
estudios, a los que acusan de “satanizar” sin motivo aparente lo que, en principio, constituye un mero
pasatiempo.
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agresivo. Al contrario que los postulados conductistas clásicos, centrados en confirmar que muchos
de los efectos de los contenidos violentos no se producen voluntariamente, la teoría del aprendizaje
social enfatiza la importancia de la imitación instrumental: mediante la observación de los modelos
(referentes sociales) agresivos, el espectador aprende qué conductas son apropiadas –esto es, qué
comportamientos resultan recompensados y cuáles castigados en el medio ambiente social. De
manera implícita, los partidarios de este enfoque asumen que la mayor parte de la conducta humana
está dirigida voluntariamente hacia la obtención de alguna recompensa anticipada.
Muchos de los trabajos de laboratorio publicados en las revistas de mayor prestigio en
ciencias sociales parecen confirmar la hipótesis de que tras presenciar el refuerzo de un modelo de
conducta agresivo los espectadores infantiles son más propensos a comportarse de un modo similar
(Bandura, 1965; Bandura, Ross y Ross, 1963). En términos de aprendizaje instrumental, las acciones
del modelo actúan como una suerte de pistas informativas, o estímulos discriminantes, señalando sus
posibles consecuencias para los espectadores, impulsándoles a comportarse del mismo modo si se les
recompensa e inhibiéndoles si se les castiga. Esta manera de entender los efectos de los mass-media
consiguió una gran aceptación entre los psicólogos sociales, como se desprende del gran número de
investigaciones centradas en la agresividad que, en los años posteriores, emplean la manipulación de
las variables de adquisición de patrones de respuesta violenta mediante aprendizaje vicario2.
Otro factor a considerar, a la hora de efectuar predicciones sobre la imitación de un modelo,
concierne al grado de identificación del espectador con el personaje. La literatura arroja numerosos
ejemplos que apoyan la idea de que los niños (aunque también los adultos) son más propensos a
imitar un modelo que proyecta en sus atributos unos rasgos reconocibles en su sistema de valores
(Huesman y col., 1978; Singer y Singer, 1980; Turner y Fenn, 1978, entre otros).
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La generalización de las hipótesis del aprendizaje social choca, además, con la interpretación
tradicional de la teoría del aprendizaje instrumental que, como ya se apuntó, sostiene que las
acciones de un modelo podrían servir como estímulos discriminantes a la hora de indicar las
consecuencias potenciales de los actos violentos a los espectadores. Dicha generalización entraña, de
manera táctica, que el espectador reproduce física o mentalmente la acción descrita en la pantalla.
Pero, como también sucede en la investigación de laboratorio de los efectos de los videojuegos, la
mayor parte de los experimentos realizados en torno a la cuestión del aprendizaje instrumental
emplean unas medidas de la agresión que son, desde el punto de vista físico –y, por supuesto, ético–
, muy distintas de las vertidas en la escenificación mediática de la misma y, por tanto, carecen de
validez.
Al criticar los procesos de medición de las conductas agresivas inducidas por la televisión,
Berkowitz (1984) añade otra serie de objeciones amparadas en el relativismo dominante de los
ochenta: Si el aprendizaje vicario se refiere a la adquisición duradera de conductas novedosas o de
nuevos conocimientos sobre las respuestas hostiles, entonces muchas de las influencias mediáticas
no pueden atribuirse a ese aprendizaje, puesto que algunos efectos mediáticos son transitorios y
susceptibles de atenuación con el paso del tiempo. Como prueba de la verosimilitud de esta
proposición, cabe recordar el estudio sociológico de Philips y Henseley (1984) sobre los efectos de
una campaña televisiva ideada por el gobierno estadounidense con objeto de disuadir a los
potenciales delincuentes mediante una explicación detallada de las consecuencias de incurrir en
delitos violentos. Tras observar los patrones de más de 140.000 homicidios en Estados Unidos, antes
y después de que los medios difundieran las consecuencias legales de estos actos (entre otras,
sentencias de muerte y ejecuciones), los autores demostraron que el número de víctimas de
asesinatos decreció significativamente a los pocos de días de la retransmisión, pero también que la
vida de estos efectos fue relativamente corta: la mayoría de los efectos disuasorios desaparecieron
durante los cuatro días posteriores al evento. Por ende, la debilidad de las secuelas cognoscitivas en
el tiempo revela la incapacidad explicativa del enfoque de los efectos poderosos algo que, por otro
lado, podría trasladarse con suma facilidad a otros formatos audiovisuales con carga violenta.
A tenor de estas deficiencias, Berkowitz (1984) y sus colaboradores (Berkowitz y Rogers,
1986) proponen que muchos de los efectos de los medios, lejos de ser patrones de respuesta
firmemente aprendidos, son inmediatos y fugaces. Por esta razón, entre otras, muchos investigadores
de los mass-media rechazaron, al menos de palabra, el condicionamiento instrumental y operante en
sus modelos explicativos de los efectos mediáticos a partir de la década de los ochenta. En su lugar,
ofrecieron una explicación ‘influida’ por el paradigma cognitivista (Neisser, 1967) que, en pocas
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palabras, podría resumirse de la siguiente forma: Cuando las personas asisten a un acto agresivo en
los medios, sus mentes activan de manera automática una serie de ideas que evocan otros
pensamientos relacionados. Estos pensamientos influyen en las evaluaciones que dan lugar a las
interacciones posteriores, de modo que la mera percepción de una señal agresiva (por ejemplo,
fotografías de armas) puede incrementar la intención de castigar a una víctima disponible en el
espacio y en el tiempo (Leyens y Parke, 1975). El que un actor ejecute el patrón de conducta violenta
final depende de la activación de las redes neuronales encargadas del procesamiento semántico de la
agresión, conectadas entre sí, más que de las respuestas condicionadas de manera involuntaria.
El cognitivismo remite, así, a la existencia de dos procesos mentales. El primero de ellos
parte de una teoría sobre las vías de asociación cognitiva del cerebro (p.e., Anderson y Bower,
1973). Esta teoría refleja que los elementos del pensamiento, la emoción y la memoria se inscriben
como “nodos” de una red de vías neuronales en el cerebro. La fortaleza de estas vías de asociación
está determinada por una variedad de factores, entre los que destaca la proximidad semántica. El
segundo proceso parte de la noción de “activación propagada” (Collons y Loftus, 1975) –según la
cual, cuando un pensamiento irrumpe en la corriente de la conciencia, o es activado, el nodo
particular en el que se aloja irradia información hacia otros nodos a lo largo de las vías de
asociación. El resultado es que después de que una idea sea activada, es muy probable que ésta y los
elementos del pensamiento asociados regresen a la mente de nuevo.
El proceso de activación del pensamiento ha sido denominado “efecto desencadenador”
(priming effect). En el caso de la violencia mediática, Berkowitz sugiere que las ideas agresivas
activadas por la contemplación de escenas violentas en los medios de masas pueden desencadenar
otros pensamientos relacionados semánticamente, incrementando a su vez la probabilidad de que
sean evocados en la mente. Cuando estos pensamientos adicionales se procesan a nivel
cognoscitivo3, influyen en la respuesta agresiva de varias maneras.
Muchos de los trabajos que aparecen en la literatura efectista posterior, a pesar de que siguen
aferrados heurísticamente al conductismo, modifican su terminología básica tratando de incorporar
en sus esquemas conceptuales algunos de los hallazgos más celebrados de los cognitivistas sobre la
activación de ideas. Mediante este giro, que nada cambia el planteamiento original de estímulo-
respuesta, los investigadores proponen que las ideas agresivas derivadas de la exposición a la
violencia mediática estimulan otros pensamientos de agresión relacionados, lo que a su vez puede
motivar una expresión conductual violenta paralela. Un ejemplo de este ‘afán de supervivencia’ del
conductismo alcanza incluso a la literatura más reciente sobre videojuegos. En el trabajo de Farrar,
Krcmar y Nowak (2006) sobre los ‘aspectos contextuales de los videojuegos violentos, los modelos
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propuesta de la idea del efecto unívoco del entorno sobre el individuo, para centrar su atención en los
procesos de afectación mutua observables entre los comportamientos, los eventos percibidos en el
medio ambiente social, sus respectivas cogniciones y otros factores de índole personal. Esta manera
de entender la conducta dio lugar a la observación de secuencias más amplias y variadas de
comportamientos propia del neobehaviorismo, que aprovecha la inexactitud del término cognición
para utilizarlo como constructo hipotético.
Con esta teoría, Bandura (1988) presenta, además, un conjunto muy amplio de
generalizaciones sobre el comportamiento psicosocial humano. El autor defiende, por ejemplo, el
valor cardinal de cuatro procesos psicosociológicos: (1) la capacidad simbólica; (2) la capacidad
autorregulatoria; (3) la capacidad de autorreflexión; y (4) los procesos de aprendizaje vicario. El
papel de la capacidad de simbolización define el grado hasta el cual los símbolos proporcionan las
herramientas para comprender, crear y controlar nuestro entorno inmediato. De ese modo, mediante
el uso de los símbolos, las personas procesamos y transformamos las experiencias transitorias en
modelos cognitivos4. Estos modelos se usan para guiar el pensamiento y la acción futuros. La teoría
de la cognición social es, por tanto, una aproximación a los orígenes sociales tanto del pensamiento y
la simbolización, como de los mecanismos mediante los cuales estos factores ejercen su influencia.
De forma paralela, Bandura plantea que las personas somos nuestros propios reactores,
debido a nuestra capacidad para dirigir nuestra propia conducta: los estándares propios se usan para
fijar metas, cuando además las personas buscamos gratificaciones de la satisfacción de estos
objetivos. Las discrepancias entre la conducta y los estándares personales generan influencias
autorreactivas que sirven como motivadores y guían la acción. Y puesto que el funcionamiento
cognitivo, en su nivel más básico, también entraña comparaciones de nuestros propios
planteamientos con algún tipo de estándar social, la autorreflexión nos permite distinguir el
pensamiento fiable del sesgado.
Como se comprueba a primera vista, al no tratarse de una teoría referida explícitamente a los
efectos de los medios de masas, la cognición social tuvo que ser adaptada a conveniencia por la
tradición conductista de los efectos poderosos para comprender el proceso que da lugar a la
interacción bidireccional de los mensajes violentos con los planes, las metas y las cogniciones de los
receptores. Todos estos argumentos, acomodados al proceso de la comunicación masiva, en especial
al terreno de los efectos de la televisión, introducen la asunción de que los contenidos violentos
podrían jugar un papel primario en el funcionamiento cognitivo, al permitir que el espectador
verifique sus pensamientos a través del ‘modo vicario’. La observación de las transacciones
agresivas de otras personas en el medio ambiente social y los efectos consiguientes de sus acciones,
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la conducta de los referentes sociales mostrados en pantalla. A continuación, esta nueva información
debe ser integrada en un sistema de pautas de conducta. Finalmente, estas reglas de comportamiento
se usan en adelante para producir nuevas situaciones de conducta. El gran reto de los investigadores
de los efectos de los contenidos violentos es, a partir de ese momento, especificar cuáles son los
aspectos concretos del evento mediático a los que se atiende, y cómo éstos se cultivan como nuevas
competencias sociales.
Ya se ha visto que las influencias modeladoras pueden fortalecer o debilitar las inhibiciones
de la conducta que se había aprendido previamente. Estos efectos son limitados, en primera
instancia, por la información percibida sobre las probables consecuencias de la acción observada, lo
que origina la inhibición o desinhibición de la conducta. Los observadores enjuician racionalmente
su habilidad para realizar la conducta aprendida en idénticas condiciones, identifican las acciones
como generadoras de las consecuencias deseadas o adversas, y formulan inferencias sobre la
probabilidad de que se obtengan los mismos resultados, u otros distintos, o si ellos mismos se
implican en actividades análogas a las observadas. A favor de estos enunciados teóricos, cabe
afirmar que en numerosas ocasiones se ha certificado la presencia de los efectos inhibidores o
desinhibidores del modelado en los trabajos sobre la exposición a contenidos mediáticos que
muestran acciones sexuales violentas (Malamuth y Donnerstein, 1984).
El gran acierto de Bandura es, sin embargo, como representante del conductismo tardío,
asumir que el proceso no es tan sencillo como esperar que el espectador mimetice fidedignamente la
conducta del modelo. Se trata, más bien, de entender que la activación de una conducta violenta está
regulada por dos tipos de sanción: las sanciones sociales y las sanciones cognitivas resultantes de las
experiencias propias. A menudo, la violencia mediática que se muestra parece intencionadamente
dirigida a debilitar las restricciones sobre la conducta agresiva (Goranson, 1979; Halloran y Croll,
1972; Larsen, 1968). En las representaciones televisivas, por ejemplo, las agresiones físicas y
verbales se ofrecen con insistencia como una solución válida de los conflictos interpersonales. La
agresión se representa como un valor aceptado socialmente que, además, consigue materializar los
fines deseados por el actor (y, de forma vicaria, por el espectador) y resulta recompensada con
prestigio social siempre que los superhéroes triunfan sobre los malvados por la vía violenta. Y, sin
embargo, la exposición generalizada a este tipo de pautas de conducta no correlaciona de forma
significativa con los índices de delitos sangrientos ni con las tasas generales de violencia social.
De todas formas, se sigue estudiando la desinhibición como efecto de la exposición a la
violencia audiovisual. En dos experimentos, Deselms y Altman, concluyen que los adolescentes
(universitarios de grado) de género masculino que jugaron a un videojuego violento (grupo
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experimental) juzgaron de manera más benevolente una serie de acciones criminales ocurridas en el
mundo real que aquellos que jugaron a los videojuegos menos violentos (grupo de control). Aunque,
eso sí, se comprobó que los efectos duraron alrededor de una hora.
El aprendizaje y la cognición social son, hasta el momento, las dos teorías más
frecuentemente citadas por los investigadores de los efectos poderosos de los videojuegos violentos
(p.e. Alman, 1992; Brusa, 1988; Chambers y Acione, 1987; Hoffman, 1995; Irwin y Gross, 1995).
No obstante, los “adaptadores” de estas teorías al ámbito de la recepción de los videojuegos no
abandonan la doctrina conductista cuando aseveran que el pasatiempo electrónico con carga violenta
ejerce un influjo poderoso debido a los altos niveles de atención que demanda y a la identificación
que experimentan los jugadores con los personajes de la pantalla. Algunos investigadores de los
videojuegos también argumentan que los jugadores son recompensados directamente cuando dan
rienda suelta a la violencia simbólica y, de ese modo, que pueden transferir la agresión aprendida al
mundo exterior. Por ello, asevera la mayoría, el efecto del aprendizaje es incluso mayor que en el
caso de la televisión o la comunicación interpersonal.
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agresiva. También que los espectadores infantiles que consumen televisión con mayor regularidad,
se exponen a programas más agresivos y creen que los programas violentos ofrecen representaciones
verídicas del mundo real (Huesmann y Eron, 1986). De acuerdo con Huesmann, un consumo
exacerbado de televisión pone además en movimiento una secuencia de procesos, basados en la
interacción de estos factores personales e interpersonales, cuyo resultado no es sólo que los
espectadores lleguen a ser más agresivos, sino también que aumente la motivación de consumir más
violencia televisiva. Huesmann especula a través de estos argumentos con la posibilidad de que la
agresividad propia del espectador compulsivo interfiere en las interacciones sociales con sus
profesores y compañeros, necesarias para desarrollar su potencial académico. El desarrollo
intelectual retardado estaría asimismo relacionado con el consumo exacerbado de violencia
televisiva por otra serie de razones. La primera de ellas es que el alto grado de exposición televisiva,
en general, puede ser incompatible con los logros académicos (Lefkowitz, Eron, Walder y
Huesmann, 1977). Los niños que no obtienen gratificaciones psíquicas con el éxito escolar acuden a
la televisión para obtenerlas de forma vicaria en el mundo audiovisual. Por otro lado, los niños
agresivos pueden ser mucho menos populares entre sus iguales (Huesmann y Eron, 1986). Así lo
confirman los análisis longitudinales en los que se aprecia que la relación entre impopularidad y
agresión es bidireccional: no es sólo que los niños más agresivos sean impopulares, es que los niños
menos populares llegan a ser más agresivos. Cabe añadir que los menores menos admirados en sus
grupos de pares ven con mayor regularidad la televisión y, subsidiariamente, consumen más
violencia televisiva.
La identificación con los caracteres televisivos puede ser también importante. Los niños que
se perciben a sí mismos como personajes televisivos son más tendentes a ser influidos por los
guiones agresivos que contemplan (Huesmann, Lagerspetz y Eron, 1984). Esto es cierto, en
particular, en el caso de los niños varones. Al mismo tiempo, los niños más agresivos tienden a
identificarse más frecuentemente con los personajes violentos, y los que más se identifican con los
personajes televisivos suelen comportarse más agresivamente.
Para que un comportamiento agresivo sea registrado y conservado en la memoria, éste debe
ser relevante para el niño, es decir, debe captar su atención. Huesmann confirma, en ese sentido, la
importancia del realismo percibido para que el espectador interprete la relevancia de los hechos
observados. Si la acción violenta se percibe como totalmente irreal, es probable que no reciba mucha
atención. Las primeras investigaciones de la violencia televisiva ya tuvieron en cuenta esta variable
como un factor mediador de los procesos imitativos (Feshbach, 1972). Investigaciones ulteriores
realizadas por Huesmann y sus colaboradores han confirmado que la relación entre la exposición a la
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violencia y la agresión aumenta entre los niños que creen que la violencia es representativa de la vida
real (Huesmann, 1984).
Finalmente, Huesmann sostiene que la retención de los guiones de conducta agresiva se
consigue cuando el niño los reproduce, y ensaya, mental o físicamente. A este respecto, varias
investigaciones han demostrado que los resultados de los autoinformes de los niños sobre fantasías
de violencia están correlacionados positivamente tanto con la agresión como con un mayor consumo
televisivo (Huesmann y Eron, 1986).
Consideradas en conjunto todas estas variables, sus interrelaciones sugieren un proceso en el
que el consumo de violencia y la conducta agresiva se afectan mutuamente. Este proceso, que se
ilustra en la Figura 1, puede ser desarrollado de la siguiente manera: los niños que consumen
violencia televisiva con asiduidad perciben la expresión de conductas agresivas como una manera
legítima de resolver sus problemas interpersonales. En la medida en que estos niños se identifican
con los personajes agresivos que observan, y creen que sus acciones son reales, fantasearán y
registrarán en su memoria las soluciones agresivas que contemplan. Si imitan las acciones violentas
con resultados favorables, las conductas agresivas serán reforzadas (recordemos, hipótesis central del
condicionamiento operante). Pero si la conducta agresiva se hace habitual, interferirá con el éxito
social y académico. Cuanto más agresivo llega a ser un niño, menor es su popularidad en el ámbito
escolar, entre sus iguales y entre sus profesores. Sus fracasos académicos y sociales pueden conducir
a actos violentos pero, en igual grado de importancia, también pueden dirigir al niño hacia un mayor
consumo de televisión. Se supone que los niños podrían obtener, gracias a la televisión, una serie de
gratificaciones de las que han sido privados en sus relaciones sociales y esto, por sí solo, podría
justificar aún más el uso de la violencia, teniendo en cuenta que el espectador infantil medio asiste
cotidianamente a innumerables agresiones a través de los mass-media. Por último, la agresión, el
rendimiento académico y el fracaso social, el consumo de contenidos violentos y las fantasías
violentas, mantienen una relación cíclica recíproca que se extiende en el tiempo.
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Observación de la
violencia
televisiva
Codificación de
los contenidos
agresivos Mayor interés en la violencia televisiva
Frustración y
disposición
favorable a la
Ensayo de los agresión
contenidos por
imitación y
fantasía
Popularidad
disminuida
Mayor
identificación con
los personajes
televisivos
Rendimiento
académico
Mayor acceso a
disminuido
contenidos
violentos
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Emociones
(p.e., hostilidad)
Cogniciones Excitación
(p.e., guiones agresivos) (p.e., pulso cardiaco)
Evaluaciones automáticas
(p.e., amenaza)
Reevaluación controlada
p.e., venganza Comienza nuevo ciclo
Respuesta del
Conducta afectado
p.e., insulto (p.e. un bofetón)
Tanto las variables de personalidad como las situacionales son variables de entrada, causas
medioambientales, que pueden influir el estado interno presente de la persona –las variables
cognitivas, afectivas y de excitación. Por ejemplo, quien puntúa alto en las medidas de personalidad
agresiva tiene unas estructuras de conocimiento para la información relacionada con la agresión muy
perfeccionadas; y tiene, a su vez, pensamientos agresivos con mayor frecuencia que aquellos
individuos que puntúan bajo en las medidas de personalidad agresiva y que disponen de unos
esquemas de percepción social que inducen percepciones exactas de hostilidad, expectativas
fundadas de agresión o no presentan claros sesgos de atribución. El que se exprese una conducta
agresiva depende, por consiguiente, de los guiones comportamentales que se hayan activado en los
procesos de evaluación y, como es obvio, del resto de las variables implicadas. Los guiones bien
aprendidos emergen con relativa facilidad y pueden materializarse en conducta de forma automática.
Así, las personas que puntúan alto en personalidad agresiva poseen un elenco de guiones de agresión
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bien desarrollado, y de acceso rápido, que se activa ante una pequeña provocación (Anderson,
Benjamin y Barholow, 1998). Además, las personas agresivas tienen unos esquemas de percepción
social distorsionados que sesgan la interpretación de los hechos observados y potencian la agresión.
Cabe añadir, como en los casos ya expuestos con anterioridad, que las investigaciones sobre el
condicionamiento de la violencia de los videojuegos evidencian que dichos contenidos pueden
activar el pensamiento agresivo y alimentar los guiones de agresividad. El GAAM sirve, entonces, a
los fines de predecir tanto los efectos a corto plazo sobre la personalidad agresiva como a la agresión
motivada por los videojuegos inmediatamente después de una provocación.
El GAAM no se concibe como un modelo teórico abstracto, sino que define operativamente
todas las variables que pueden ejercer una influencia en las conductas agresivas de la gente.
Proporciona una guía para la investigación ulterior muy concreta, así como un repaso a las
correlaciones y relaciones causales que cualquier investigador debe esperar encontrar. La parte del
modelo que trata los efectos a corto plazo se muestra en la Figura 2, y es, en estos momentos, la
evidencia empírica más replicada sobre el efecto de los videojuegos violentos en la conducta
agresiva.
La interpretación total del modelo requiere asumir que los efectos inmediatos de los
videojuegos nunca suceden dentro de un vacío coyuntural. Los videojuegos, per se, son sólo una de
las muchas variables de entrada que pueden dirigir eventualmente a la violencia. Las situaciones de
provocación, los eventos inesperados (como la muerte de un pariente o ser víctima de un crimen), o
la exposición a otros medios como la televisión pueden también ejercer una influencia considerable
sobre nuestro comportamiento. El modelo introduce asimismo una hipótesis sobre la acción
determinante de los factores de personalidad o, dicho de otro modo, sobre la relatividad del efecto –
la experiencia subjetiva de un evento es distinta en cada persona .
En segundo lugar, el modelo muestra que el estado interno de una persona es el mecanismo
mediante el cual estas variables de entrada ejercen su influencia. La relación entre las diferentes
variables de entrada y nuestras cogniciones internas está basada en la teoría del aprendizaje social y
en la teoría de los mapas cognitivos, mientras que los vínculos que unen las variables de entrada y
nuestros estados afectivos y de excitación están basados en el “mapa emocional” y en las teorías
sobre la excitación, respectivamente. El estado interno presente de una persona será un determinante
de cómo reacciona en una situación concreta (p.e. ante un conflicto que tiene que resolver) y lo hace
a través dos procesos denominados ‘evaluativos’. Las evaluaciones automáticas son las reacciones
espontáneas que exhibimos en dicha situación (p.e., ‘estoy enfadado, de modo que no estoy de
humor para llegar a un acuerdo’), mientras que las evaluaciones controladas son reacciones fruto de
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una mayor deliberación (p.e., ‘sé que tengo que ser más flexible la próxima vez que discutamos, pero
esta vez no tendré en cuenta la opinión de nadie más’).
Casualmente estas evaluaciones (fortalecidas o debilitadas por el estado interno presente)
conducirán a una conducta real verbal o no verbal. Como el GAAM es un modelo cíclico, que refleja
cómo la conducta final de una persona puede causar un cambio en la entrada situacional (p.e.,
cuando la violencia verbal incrementa la tensión entre dos que discuten), la información de retorno
(feedback) que afecta al estado interno puede activar el proceso de nuevo, dando lugar a una
sucesión de respuestas violentas.
Es preciso advertir que los diferentes aspectos comprendidos en este modelo han sido más
verificados que falsados, con o sin relación con el estudio de los efectos de los videojuegos
violentos. Lynch y colaboradores (2001), por ejemplo, hallaron que las actitudes hostiles
correlacionan positivamente con la agresión física en una situación conflictiva. Winkel, Novak y
Hopson (1987) fueron capaces de vincular los rasgos de la personalidad agresiva con la conducta de
castigo violenta en una situación de aprendizaje, pero esta correlación fue sólo significativa en el
caso de los hombres, no en el de las mujeres. En cuanto a los videojuegos, Griffiths y Dancaster
(1995) encontraron que las personas con una ‘personalidad tipo A’ (es decir, más competitivas) se
excitaban más mientras jugaban a los videojuegos que las personas con una ‘personalidad tipo B’
(esto es, más relajadas). Sin embargo, investigadores como Barnett y colaboradores (1997), Nelson y
Carlson (1985) y Anderson y Dill (2000) no han podido establecer unos efectos reales a corto plazo
sobre la personalidad. El efecto de los videojuegos en las cogniciones internas, y en consecuencia
sobre la conducta agresiva, fue demostrado por Schuttle y colaboradores (1998), desde una
perspectiva del aprendizaje social, y por Chory-Asad y Mastro, (2000) desde una perspectiva
cognitivista. Cuando se tienen en cuenta las reacciones emocionales, Anderson y Dill (2000) han
encontrado que son predictores significativos de la conducta agresiva, si bien Nelson y Carlson
(1985) no hallaron ninguna relación significativa entre el estado de ánimo y las preferencias por los
videojuegos violentos.
Por tanto, como ya se ha apuntado, la mayoría de las relaciones que comprende el GAAM
han pasado con éxito el proceso de falsación empírica en múltiples contextos, mientras que sólo unas
pocas han sido falsadas. Debe tenerse en cuenta, no obstante, que los estudios citados han sido
realizados en circunstancias muy heterogéneas y que las distintas definiciones y
operacionalizaciones del concepto ‘agresión’ son muy variopintas. Asimismo, cabe recordar que
estos estudios se realizan habitualmente empleando un número muy limitado de sujetos de
observación y que en la mayoría de los casos fueron extraídos de poblaciones estudiantiles
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universitarias. En consecuencia, es más bien arriesgado suponer que ciertos resultados se han
reproducido efectivamente, o que son pruebas concluyentes de los efectos a corto plazo de los
videojuegos sobre la conducta violenta.
Aparte de las objeciones de naturaleza epistemológica aducidas hasta el momento, con mención
especial a una tendencia muy marcada de regreso al conductismo, la literatura de los efectos
poderosos de los videojuegos está sobrerrepresentada en lo que se refiere a la influencia inmediata o
a corto plazo. Los motivos de esta desproporción pueden ser varios. En primer lugar, que no es fácil
medir la agresión bajo las condiciones experimentales de una encuesta estadística. Como ya se
avanzó anteriormente, en la mayoría de las mediciones del efecto prolongado se recurre al
autoinforme o a la respuesta subsidiaria (práctica según la cual los iguales del jugador son
preguntados sobre las reacciones violentas de éste). A pesar de que estas medidas pueden ser muy
fiables, suelen criticarse en términos de validez de constructo. Los contextos experimentales no sólo
son artificiales, sino que transforman el videojuego en “tareas de videojuego”. En algunos trabajos
publicados se detecta, por ejemplo, que los sujetos de experimentación pueden disponer de tan solo
diez minutos para habituarse al juego antes de que se midan los resultados o, incluso, no poder elegir
cuándo comenzar o parar una jugada. Además, la mayor parte de los experimentos se basan en única
exposición al juego, que no puede representar razonablemente los efectos de jugar a toda una serie
de videojuegos en la vida real. Por otro lado, los jóvenes juegan a menudo en compañía de sus
iguales. En la encuesta de la Kaiser Family Foundation (2003), prácticamente todos lo niños que
jugaban por medio de consolas conectadas al televisor lo hicieron con sus amigos y parientes
cercanos o lejanos, mientras que la mayoría de los que jugaban en sus ordenadores lo hacían solos,
siendo una minoría los que jugaban con un amigo en la habitación o con alguien a través de Internet.
Los efectos del contexto social de los juegos, sean positivos o negativos, han recibido muy poca
atención hasta la fecha (Sherry, 2001).
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Existe otro obstáculo no menos importante para la generalización de estos estudios. Se trata
de la práctica tan habitual, ya aludida, de reclutar estudiantes universitarios de cursos de psicología
para realizar los estudios experimentales, cuyo perfil sociodemográfico se aleja ostensiblemente del
prototipo de jugador de videojuegos a nivel universal. No hay que olvidar, tampoco, habida cuenta
que la mayor parte de la literatura científica al respecto se origina en el ámbito anglosajón o nórdico,
que las indagaciones se realizan sobre poblaciones con unos antecedentes culturales muy concretos y
que, mientras la replicación de estos estudios no se efectúe sistemáticamente en otros ámbitos
(como, por ejemplo, el español), su validez es mínima.
Un segundo conjunto de limitaciones atañe a los antecedentes académicos de los
investigadores. Los estudios de los efectos a corto plazo han sido realizados en su inmensa mayoría
por psicólogos y los efectos a largo plazo son el objeto de investigación predilecto de los sociólogos
(de la comunicación mediática). A primera vista se percibe que, mientras que los representantes de la
primera categoría están muy preocupados por enfocar la conducta agresiva a través del estímulo
mediático, la segunda categoría propone cuestiones de índole general que sólo se relacionan
tangencialmente con la conducta violenta. En los círculos sociológicos, los temas de género (Funk y
Buchman, 1996), la relación entre los videojuegos y la autoestima (Roe y Muijs, 1998; Sakamoto,
1994), o el lugar que ocupan los videojuegos en el entorno mediático total de la persona (Von
Feilitzen y Carlsson, 2000) están siendo discutidos con mayor vehemencia que la noción de agresión
o violencia en sí. Sin embargo, los datos estadísticos que periódicamente ofrecen tanto los distintos
organismos de protección de los menores como los Ministerios de Justicia, los institutos de
estadística y algunas organizaciones no lucrativas (p.e. Amnistía Internacional) se alejan de estas
disquisiciones cuando informan de que los predictores más fuertes de la violencia juvenil son la
implicación en un crimen (no necesariamente violento), el género masculino, el uso de drogas, la
proclividad a la agresión física, la pobreza familiar y los antecedentes de parientes antisociales.
También se afirma que, a media que el niño se hace mayor, las relaciones con los iguales adquieren
un mayor peso específico en la ecuación de la violencia, sobre todo la asociación con pares
delincuentes o antisociales, formar parte de bandas o pandillas violentas y la falta de lazos con los
grupos de iguales prosociales.
En tercer lugar, algunos investigadores utilizan ‘agresión’ y ‘violencia’ de forma
indiscriminada, sin diferenciar entre ambos términos, sosteniendo que uno conduce inevitablemente
al otro. Los rituales de juego físico que siguen a la exposición a escenas mediáticas violentas, no se
distinguen normalmente de la conducta violenta orientada a causar un daño físico o moral. Los
pensamientos agresivos, los sentimientos y las conductas pueden presentarse como equivalentes en
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importancia y tratados como sustitutos validos de la violencia en la vida real, previa asunción de que
reducir estos factores reducirá, sin duda, el daño. Por tanto, la imprecisión terminológica y los
postulados arbitrarios pueden socavar la credibilidad de estos estudios. Todo ello sin perjuicio de las
grandes incógnitas que suscitan, en los sociólogos adscritos a los efectos poderosos, certezas como
que la mayoría de los niños que son agresivos o se involucran en conductas antisociales no presentan
esa proclividad en edades adultas, o que la mayor parte de los adolescentes violentos probablemente
no fueron agresivos durante su infancia.
En lo que respecta a los efectos a largo plazo, la teoría del efecto desencadenador responde a
algunas de las cuestiones que arroja el proceso global de la conducta inducida por el sistema de
constructos del individuo, aunque no es de fácil extrapolación a los efectos de experiencias
mediáticas particulares sobre el individuo. La teoría del cultivo sí podría resultar más adecuada a
estos efectos, ya que respondería a la pregunta de si los jugadores compulsivos de videojuegos
reemplazan su visión del mundo por la visión que les es representada en los guiones de los
videojuegos. En lo que se refiere a la televisión, la teoría del cultivo ha sido verificada en muchos de
sus aspectos y situaciones pero, en lo que a los videojuegos respecta, no se ha descubierto aún un
efecto del cultivo significativo (Sherry, 2001).
En suma, es muy difícil documentar si los videojuegos contribuyen a crear o a fomentar la
violencia, sobre todo porque la su práctica habitual está muy extendida, cuando el número de
crímenes y actos violentos es muy bajo proporcionalmente en la sociedad. Es más sencillo estudiar
cómo los videojuegos pueden contribuir a algunos tipos de violencia cotidiana (el bullying, por
ejemplo) y a las creencias, actitudes e interpretaciones de las conductas sobre las que se apoya. La
aplicación de técnicas de observación cualitativas (entrevistas en profundidad, análisis del discurso,
grupos de discusión) arrojaría datos interesantes para ser contrastados, o al complementar la
medición empírico-cuantitativa del fenómeno, vía experimental o mediante encuestas. En todo caso,
urgen las interpretaciones cautelosas, dado que existe el riesgo de confundir causa y efecto, cuando
no correlación y causación. Debería tenerse en cuenta, asimismo, qué niños presentan mayores
riesgos, atendiendo a sus rasgos sociodemográficos y antecedentes familiares. Los videojuegos
pueden afectar de manera desproporcionada a los menores en situación de exclusión social, a los
niños cuyo proceso de socialización primaria ha sido deficiente o a los que mantienen una relación
desprovista de afectividad con sus parientes más inmediatos; o bien podrían, a la inversa, ser
inocuos, si no beneficiosos, cuando el jugador mantiene una intensa relación con, al menos, uno de
sus progenitores y los resultados escolares son positivos.
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Aunque quizás la literatura de los efectos no pueda nunca ofrecer soluciones definitivas al problema
de la acción de los contenidos violentos de los media, muchos de los factores explicativos que aquí
se han tratado acaparan el interés de la comunidad investigadora actual, tales como la cantidad
idónea (o, si se prefiere, inofensiva) de tiempo empleado en el ocio electrónico de pantallas, la
experiencia subjetiva de los niños y adolescentes con los contenidos de los juegos, la utilidad
manifiesta de éstos con fines de escape de los problemas (algo que remite directamente a la teoría de
los usos y gratificaciones) o, incluso, los propios contenidos de los videojuegos, teniendo en cuenta
la enorme variedad de criterios de clasificación, géneros, utilidades, grado de interacción, grado de
realismo virtual o inteligencia artificial que éstos concentran. En particular, este esfuerzo de
profundización en los contenidos posibilitaría la triangulación de técnicas analíticas, trasversales y
longitudinales, dotando de nuevas respuestas a la negociación que mantiene el usuario con la
violencia en formato audiovisual y, en definitiva, a los muchos interrogantes que suscita su difusión
entre las generaciones venideras.
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1
En la década de los 70, la compañía Atari introdujo un juego electrónico llamado Pong (de ping-pong), carente, a todas
luces, de peligrosidad manifiesta. En los ochenta, el llamado Come-cocos domina el mercado. En este juego, una bola
dirigida por el usuario recorría la pantalla tragándose fantasmas. En ese momento, varios intelectuales cuestionaron el
valor didáctico de este tipo de juegos, habida cuenta de la carga de violencia implícita que portaban.
2
Aprendizaje mediante la observación de la conducta ajena.
3
Desde el punto de vista de la psicología experimental, es muy distinta la cognición como proceso cognoscitivo (que se
relacionan con la conciencia y el conocimiento, como la percepción, el recuerdo, la representación, el concepto, el
pensamiento y también la conjetura, el plan, la expectación) de la cognición como producto del proceso cognoscitivo.
Sin embargo, muchos autores de los llamados neo-behavioristas, (entre otros, el último Bandura: véase más adelante)
utilizan de manera indiscriminada el término aludiendo a los procesos mentales no observables que sí son abordados
experimentalmente por los cognitivistas puros.
4
Bandura sustituyó, a partir de entonces, el término “imitación” por el de 'modelado' como expresión genérica que
engloba a una variedad de procesos de aprendizaje por observación. El modelo es el ejemplo, una persona cuya conducta
se imita. En el proceso de imitación, o de aprendizaje por observación de la conducta ajena, el constructo de la
identificación con el modelo es superfluo. Los efectos del modelado son: facilitación de una respuesta, inhibición o
desinhibición de la respuesta dada y el desencadenamiento de la respuesta dada.
5
Validez de constructo es la medida de la coherencia del código de observación en relación con la teoría o ley de partida.
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