O.17. - Vida en El Espiritu
O.17. - Vida en El Espiritu
O.17. - Vida en El Espiritu
1. El texto
Romanos 8:1-17
Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no an-
dan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en
Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposi-
ble para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza
de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la jus-
ticia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino con-
forme al Espíritu. Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero
los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muer-
te, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son
enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los
que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne,
sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene
el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está
muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de
aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a
Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vo-
sotros. Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la
carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir
las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios,
éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra
vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Ab-
ba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.
Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que pade-
cemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.
2. Introducción
Como sucediera con los capítulos 5, 6 y 7, también el capítulo 8 indica uno de los resulta-
dos de la justificación de los creyentes por la fe. Que la justificación está innegablemente
en el centro del pensamiento de Pablo es claro de las primeras palabras de Pablo: “ninguna
condenación hay”, porque la condenación es lo opuesto de la justificación.
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3. Ya no hay condenación
Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús,
Se debe hacer una distinción entre la justificación y la santificación. Pero esta distinción
nunca debe llegar a convertirse en una separación. Calvino ha dejado esto bien claro al de-
cir: “Así como Cristo no puede ser dividido, del mismo modo son inseparables estas dos
bendiciones que recibimos conjuntamente en él”.
En consonancia con esta doble referencia de las palabras “no condenación” está la frase
“en Cristo Jesús”. Lo que Pablo está diciendo es que para los que están en Cristo no sólo de
modo forense—habiéndose quitada la culpa de sus pecados por su muerte—sino también
espiritualmente—con las influencias santificadoras de su Espíritu dominando su vida—,
por tanto, ya no hay condenación alguna. Para ellos hay justificación y por ello salvación
plena y gratuita.
4. Andando en el Espíritu
… los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Es-
píritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.
Pablo habla de “la ley del Espíritu de vida”. Que el Espíritu Santo es vida en su misma
esencia y que también imparte vida, tanto física como espiritual, es bien claro de un gran
número de pasajes de la Escritura. La ley del Espíritu de vida es la operación poderosa y
efectiva del Espíritu Santo en los corazones y vidas de los hijos de Dios. Se trata precisa-
mente de lo opuesto a “la ley del pecado y de la muerte. Así como la ley del pecado produ-
ce muerte, del mismo modo la ley, o el factor gobernante, del Espíritu de vida produce vi-
da. Lo hace “por medio de Cristo Jesús”, es decir, en base a los méritos de su expiación y
por medio del poder vivificante de la unión con él.
La pregunta que se impone es esta: Si a lo largo de estos textos (capítulos 7 y 8) Pablo ha-
bla de sí mismo como creyente, ¿cómo es que puede decir por un lado: “Yo soy carnal,
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vendido como esclavo al pecado ... un prisionero”; y luego por el otro: “Por medio de Cris-
to Jesús la ley del Espíritu de vida me ha hecho libre de la ley del pecado y de la muerte”?
¿Cómo puede alguien que es esclavo y prisionero ser también una persona libre?
La respuesta es “¡De ningún modo!” Al contrario, cuando leemos estos pasajes decimos:
“¡Qué maravillosa es la Palabra de Dios! ¡Qué verdadero retrato hace de la persona que en
realidad soy! Por un lado soy esclavo, prisionero, porque el pecado tiene un control tal so-
bre mí que no puedo llevar una vida sin pecado. Pero, por otra parte, soy una persona libre,
ya que aunque Satanás trate con todo su poder y astucia de evitar que yo haga lo bueno—
como ser confiar en Dios para mi salvación, invocarle en oración, regocijarme en Él, actuar
a favor de su causas, etc.—él no puede evitar totalmente que yo lo haga. No puede prevenir
completamente que yo experimente la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Ese
sentido de victoria que ya ahora poseo en principio y que poseeré en perfección en el futu-
ro, me sostiene en todas mis luchas. ¡Me regocijo en la libertad que Cristo ha obtenido para
mí!”.
5. La imposibilidad de la ley
Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando
a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la
carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a
la carne, sino conforme al Espíritu..
celo como holocausto ...” También recordamos uno de los versículos más famosos de la
Biblia: Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigéni-
to ...”.
Notemos: no “en carne pecaminosa” sino “en semejanza de carne de pecado”. Él “se
vació a sí mismo al tomar la forma de siervo” dice Pablo en la carta a los Filipenses.
“Aunque era rico, por amor a nosotros se hizo pobre” le indica el apóstol a los Corin-
tios.
El propósito y resultado de la obra de redención de Cristo fue lograr que su pueblo, por
medio de la operación del Espíritu Santo en sus corazones y vidas, pudiera luchar, y lu-
che, para cumplir los justos requisitos de la ley. En razón de su gratitud por el amor de
Dios derramado, y en respuesta al mismo, ellos ahora aman a Dios y a su prójimo.
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6. Carne y Espíritu
Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Es-
píritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocupar-
se del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra
Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la
carne no pueden agradar a Dios.
Este texto da una descripción adicional de las dos clases de gente a las cuales se hace refe-
rencia antes: los que andan conforme a la carne y los que andan conforme al Espíritu.
Los que viven conforme a la carne permiten que sus vidas sean básicamente determinadas
por su pecaminosa naturaleza humana. Ponen sus mentes—están muy profundamente in-
teresados, hablan constantemente, se ocupan y se glorían—en las cosas que son de la carne,
es decir, de la pecaminosa naturaleza humana.
Los que viven conforme al Espíritu y que se someten por ello a la dirección del Espíritu
concentran su atención y se especializan en cualquier cosa que es del agrado del Espíritu.
En el conflicto entre Dios y la pecaminosa naturaleza humana el primer grupo se pone del
lado de la naturaleza humana; el segundo grupo toma el lado de Dios.
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Pablo les recuerda a los miembros de la iglesia de Roma que es imposible estar en ambos
lados al mismo tiempo; es decir, la disposición básica o dirección básica de nuestras vidas
está o del lado de Dios o del lado de la pecaminosa naturaleza humana.
Si una persona persiste en ser mundana, está del lado del mundo y debe esperar la perdi-
ción del mundo. Si las cosas de Dios y de su reino son su mayor preocupación, él puede
esperar la vida: la comunión con Dios, el amor de Dios derramado en su corazón, un gozo
inexpresable y llena de gloria, esto y mucho más por los siglos de los siglos.
Puede también esperar la paz: la certeza en el ser interior de que los pecados pasados están
perdonados, que los sucesos del presente, no importa cuán dolorosos sean, son contrarres-
tados para bien y que nada que pueda ocurrir en el futuro podrá separarle del amor de Dios
en Cristo. Este tipo de paz implica una liberación básica del temor y de la inquietud. Impli-
ca el contentamiento, un sentido de seguridad, una tranquilidad interior.
Cuando Pablo dice: “... pero ocuparse del Espíritu es vida y paz”, ¿quiere decir él que el
creyente nunca está turbado? ¿Quiere decir que el corazón y la mente del cristiano están
siempre colmados de perfecta paz y que por ello la exclamación: “¡Miserable de mí!” no
podría haber sido proferida por el hijo de Dios?
La respuesta debe ser: “¡De ningún modo!” Aunque la disposición básica de la persona cu-
ya vida es controlada por el Espíritu Santo es efectivamente de vida y paz, esto no significa
que tal persona ya no sienta pesar profundo por su pecado ni desee ardientemente ser libra-
do del mismo. ¡En realidad, cuanto más completamente esté bajo el control del Espíritu, el
conocimiento del cual le da vida y paz, tanto más se lamentará de la pecaminosidad que
aún permanece en él, y luchará contra ella!
La idea de que el creyente es una persona que siempre está bien equilibrada debería ser
abandonada. La vida del creyente no es tan fácil. Es tremendamente compleja. ¿Estamos
dispuestos a decir que Simón Pedro, el hombre que hizo la gran confesión de que Jesús era
el Hijo del Dios altísimo, no era creyente? Sin embargo, fue Pedro quien más tarde negó a
su Señor, ¡y no una sola vez sino tres veces!
Con todo, según el lenguaje claro de la Escritura y el testimonio de muchos cristianos, aun
el creyente puede experimentar una tremenda lucha entre “el viejo hombre” y “el nuevo
hombre”, entre la duda y la confianza, entre la turbación y la paz. Sin duda el cristiano es
reconfortado por lo que dice el profeta Isaías: “Tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo
pensamiento en ti persevera”, pero lo cierto es que durante su vida terrenal la mente del
creyente no siempre persevera en Dios. No es siempre estable y fiel.
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En tanto que la fe de Pedro estuvo fijada en Jesús, él pudo caminar sobre el agua, “Pero al
ver el fuerte viento tuvo miedo ... y dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!’”.
Cuando se compara la mente de los incrédulos con la de los creyentes, como lo hace Pablo,
el contraste es notable, ya que en lo básico la mente de los creyentes, es decir, la mente del
Espíritu es vida y paz. Precisamente lo opuesto es lo cierto de la mente de los incrédulos,
una mente que es hostil a Dios. Y puesto que esto es cierto, es comprensible que el fruto de
esta mente o disposición sea la muerte.
Una mente así está centrada en sí misma, es egoísta, cosa que explica el hecho que no se
somete a la ley de Dios. Lo cierto es que mientras continúe centrando su atención en sí
misma, no será, por supuesto, siquiera capaz de someterse a Dios. Esa gente que está “en la
carne”, es decir que, en sus afectos, propósitos, pensamientos, palabras y hechos está bási-
camente controlada por su naturaleza pecaminosa, es incapaz de complacer a Dios.
Como Pablo, también el apóstol Juan considera que el hacer lo que agrada a Dios es la ver-
dadera meta de la vida del creyente. Él señala de qué modo Dios considera este tipo de vi-
da. Y el escritor de Hebreos dirige la atención de sus lectores al hecho que sin fe es impo-
sible agradar a Dios. La atención de Pablo pasa ahora de aquellos que están “en la carne” y
que por lo tanto “no pueden agradar a Dios”, para dirigirse a los miembros de la iglesia a
quienes escribe. Con la calidez de corazón que distingue al verdadero pastor, él se dirige a
ellos de la siguiente manera:
7. El mensaje a la iglesia
Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios
mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está
en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a
causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en
vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que mora en vosotros.
El significado de todo el pasaje, visto a la luz del contexto que lo antecede, puede ser re-
sumido así: “Vosotros, por el contrario, no estáis básicamente bajo el control de la pecami-
nosa naturaleza humana sino del Espíritu. Vosotros por lo tanto no sois incapaces de agra-
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dar a Dios, ya que el Espíritu de Dios mora en vosotros. (Ahora bien, si hubiere alguno que
por su vida y acciones demostrara no poseer el Espíritu de Cristo, tal persona no pertenece
a Cristo. No es de ningún modo un cristiano). Pero si Cristo vive en vosotros, entonces,
aunque por causa del pecado el cuerpo deba morir, aun así, por haber sido vosotros justifi-
cados, el Espíritu, que es en sí mismo vida, vive en vosotros. Y si ese Espíritu, a saber, el
que resucitó a Jesús de entre los muertos, mora en vosotros, entonces aquel que resucitó a
Cristo de entre los muertos también impartirá vida, en el día de la resurrección, a vuestros
cuerpos mortales. Él lo hará por medio del Espíritu que mora en vosotros”.
d. “Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado,
mas el espíritu vive a causa de la justicia.”.
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No solamente es cierto que debido al pecado el cuerpo de cada uno de vosotros segura-
mente va a morir, sino que también es cierto que debido a vuestra justificación podéis
estar seguros del hecho que el Espíritu, que es vida y autor de la vida, mora en vosotros.
Los versículos 9–11 dejan en claro que las designaciones “Espíritu”, “Espíritu de Dios”,
“espíritu de Cristo”, “el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos” y
“su Espíritu que mora en vosotros”, se refieren todas al mismo Espíritu Santo. La varie-
dad de títulos dista de ser de escaso significado. Indica la gloriosa unidad que existe en-
tre Padre, Hijo y Espíritu Santo, una unidad que no es sólo de esencia (unidad ontológi-
ca o unidad del ser) sino también de operación en beneficio de nuestra salvación.
Del mismo modo, en el evangelio de Juan en el capítulo 14, durante la última cena, se
nos informa que el Padre iba a enviar al Espíritu Santo; y más adelante en el capítulo 16
que el Hijo lo enviaría. No hay aquí contradicción sino una gloriosa armonía. Tomemos
nota que el Señor dice: “Yo rogaré al Padre, y Él os dará ... el Espíritu de verdad”, y
también: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre”.
Pero notemos cuán estrechamente relacionadas están las otras dos personas de la Santí-
sima Trinidad con el Padre y por ende la una con la otra. Que el Padre actúa por medio
del Espíritu es algo que se afirma claramente aquí. Que aun el mismo Jesús no perma-
neció totalmente pasivo en su resurrección está implícito en el evangelio de Juan:
Juan 10:17-18
Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la
quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder pa-
ra volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.
Es Él quien reclama para sí el poder no sólo de poner su vida sino de volverla a tomar.
Además, aquí mismo en Romanos el Espíritu Santo es descrito como el Espíritu del Pa-
dre, y también es llamado Espíritu de Cristo. La relación entre Padre, Hijo y Espíritu
Santo es tan estrecha, la unión tan intima e indisoluble, que es imposible deshonrar al
Hijo sin deshonrar también al Padre y al Espíritu Santo.
Esta verdad está cargada de significado práctico. Vivimos en un tiempo en que en algu-
nos círculos evangelísticos se muestra un desproporcionado interés por Jesús, como si el
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honor y la gloria sólo le pudieran ser adjudicados a Él. Otros, por su parte, llenos de una
errónea suerte de fervor ecuménico, que trata de unificar a todos los cuerpos religiosos
en una gran iglesia mundial, minimizan la obra del Salvador y enfatizan que todos los
hombres son hermanos, ya que Dios es Padre de todos ellos. Y un tercer grupo, que úl-
timamente se muestra muy vocal, magnifica los dones carismáticos y no pueden dejar
de hablar del Espíritu.
Como lo demuestra esta carta a los Romanos y como lo comprueba todo el resto de la
Escritura, es el trino Dios, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el único y verdadero
Dios, quién debería ser el objeto central de nuestro amor y adoración.
Sin embargo, a los receptores de la carta no se los presenta de ninguna manera como per-
sonas capaces de actuar por sí mismas. La salvación no es un asunto de porcentajes, diga-
mos 50–50. Es un don de Dios desde el principio hasta el fin. Es por medio del Espíritu
que los hijos de Dios deben hacer morir a las vergonzosas obras del cuerpo, que son dirigi-
dos y que son movidos a clamar: “¡Abba!”. Es del Espíritu de quien reciben la certeza de
que ciertamente son hijos de Dios. Pero todo esto no significa que los receptores de estos
favores no deban ponerse en acción. Tienen una obligación que cumplir pero aun así, no
pueden cumplirla por su propio poder. ¿Cómo, entonces? Como ya se ha indicado, “por el
Espíritu”.
El apóstol fija la atención de sus lectores en esta obligación al decir “Así que”; en otras pa-
labras, vistas todas las bendiciones que nosotros hemos recibido, que recibimos y que va-
mos a recibir, que se extienden desde una eternidad hasta la otra, nosotros—notemos como
él mismo se incluye, una sugerencia para líderes eclesiásticos, etc.—tenemos una obliga-
ción.
No tenemos esta obligación para con la carne (naturaleza humana corrupta), sin embargo,
para vivir de acuerdo con su norma. Que no le debemos a la carne favor alguno es claro del
hecho que fue precisamente a causa de esa carne que la ley fue incapaz de salvarnos. Lo
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Se promete una rica recompensa a quienes “por el Espíritu”—ya que no tienen poder pro-
pio—dan muerte a las vergonzosas obras del cuerpo: ellos vivirán, y lo harán, por supues-
to, de la manera más gloriosa.
Para Pablo todo esto no es un fragmento de teología abstracta, seca como el polvo. Al con-
trario, su corazón está enraizado en esta epístola. Él ama a estos romanos y anhela del mo-
do más intenso evitar que se extravíen. Tanto así, que también desea que ellos eviten que
otros hagan la elección equivocada. Que su alma está de veras profundamente conmovida
es claro del hecho que él vuelve a usar aquí el cariñoso término “hermanos”.
Notemos el agudo contraste: los que viven según la norma de la carne están condenados a
morir. Los que por medio del Espíritu están haciendo morir las vergonzosas obras del
cuerpo… vivirán.
Aquellos, y solamente aquellos, que por el Espíritu hacen morir las vergonzosas obras del
cuerpo pueden regocijarse en el hecho de ser dirigidos por el Espíritu, y que por lo tanto
vivirán verdaderamente.
La relación entre el versículo anterior y este es clara. Los que están haciendo morir las ver-
gonzosas obras del cuerpo pueden hacerlo porque ellos, por ser hijos de Dios, son constan-
temente dirigidos por el Espíritu de Dios. Veamos:
9.1. Sus beneficiarios
La dirección espiritual de la que habla Pablo aquí no es de ningún modo un don del
Espíritu para unos pocos escogidos. Tiene que ver con todo cristiano. Todo hijo de
Dios es dirigido por el Espíritu. Y todo aquel que es dirigido por el Espíritu es un hijo
de Dios. Los dirigidos por el Espíritu son aquellos a quienes se los describe como los
que están en Cristo Jesús, los que andan conforme al Espíritu, en quienes mora el Es-
píritu y que hacen morir las vergonzosas obras del cuerpo.
9.2. Su naturaleza
¿Qué significa, entonces, la dirección del Espíritu Santo? Y notamos que pasamos así
de la voz pasiva a la activa. Significa la santificación. Se trata de la influencia cons-
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tante, efectiva y beneficiosa que el Espíritu Santo ejerce en los corazones y vidas de
los hijos de Dios, capacitándolos cada vez más para aplastar el poder del pecado que
mora en ellos y para andar libre y alegremente por el camino de los mandamientos de
Dios.
Uno podría resumir el significado de este pasaje como sigue: Vosotros, los que sois dirigi-
dos por el Espíritu, no sois esclavos sino hijos. Habiendo sido adoptado como hijos, voso-
tros, por supuesto, ya no estáis llenos del espíritu de esclavo, el temor. Ya no estáis opri-
midos por el miedo como lo estabais cuando todavía vivíais en el paganismo o en el ju-
daísmo, con su énfasis en todas las reglas que hay que observar para salvarse. Muy al con-
trario, vosotros habéis recibido el Espíritu Santo, que transforma esclavos en hijos. A ese
Espíritu ni siquiera se la ocurriría llenaros otra vez de temor. Ese Espíritu nos llena del sen-
tido de libertad y confianza de modo tal que, al acercarnos a Dios, proferimos esa exclama-
ción de feliz reconocimiento, de dulce respuesta, de abrumadora gratitud y confianza filial:
“¡Abba!” (Padre). En realidad, lo que sucede es que ese Espíritu confirma aquello de lo
cual nuestras propias almas regeneradas ya testifican, a saber, que nosotros los creyentes
somos hijos de Dios, puesto que hemos sido adoptados por Él.
Entre los diversos asuntos respecto a los cuales hay opiniones divergentes se encuentran
estos tres:
a. Al mencionar la adopción, ¿qué prácticas de adopción tenía en el trasfondo de su mente
el apóstol: las romanas o las judías?
Quienes favorecen la primera alternativa indican que la “adopción” como institución le-
gal ni siquiera existía entre los hebreos y que en todo el Antiguo Testamento la palabra
nunca aparece. En el mundo romano, por otra parte, esta costumbre era bastante común.
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Fue así como, en su testamento Julio César nombró a Octavio (llamado más tarde Em-
perador Augusto) como “hijo y heredero”. En las inscripciones, las palabras “hijo adop-
tivo” ocurren con gran frecuencia.
Hay también un pasaje del Nuevo Testamento que de modo resumido reproduce la en-
señanza del Antiguo Testamento respecto a la adopción—es decir, la adopción divina—
y es sin duda el que hallamos en la segunda carta que Pablo envía a los creyentes en Co-
rinto
2 Corintios 6:16-18
… Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo:
Habitaré y andaré entre ellos, Y seré su Dios, Y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, Sa-
lid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os re-
cibiré, Y seré para vosotros por Padre, Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor
Todopoderoso.
Es claro, por consiguiente, que cuando Pablo utiliza el término “adopción”, la palabra y
la posición legal son tomadas de la práctica romana, pero la esencia viene de la revela-
ción divina en el Antiguo Testamento.
b. ¿Debe ser interpretada la exclamación “¡Abba!” como expresión del creyente individual
al dirigirse a su Dios o como la exclamación colectiva (quizá congregacional o litúrgi-
ca) de la iglesia reunida para la adoración?
Una forma de la palabra Abba, que quiere decir “papito”, era usada originalmente por
los niños más pequeños. Más tarde su uso se hizo mucho más generalizado. Se trata
precisamente de la misma palabra proferida también por Jesús cuando, en profunda
agonía, Él descargó su alma ante su Padre celestial en el huerto de Getsemaní. En esta
palabra la ternura filial, la confianza y el amor encuentran su expresión combinada.
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Esta era, por supuesto, una palabra muy personal, es decir, una palabra por medio de la
cual se expresa la íntima relación espiritual entre el creyente y su Dios. No es en modo
alguno “Padre” o “papá”. Es más íntima y cariñosa.
Hay quienes critican que los creyentes, de forma individual, tengan un trato íntimo y
personal con Dios, atreviéndose a decirle “Papito o Papi”. Esta crítica es injusta. ¿No es
cierto que entre cada creyente y su Dios existe una relación muy personal; o, por decirlo
de manera diferente, que Dios, además de amar y cuidar a sus redimidos de un modo
colectivo, también entra en una comunión personal única con cada uno de ellos, de tal
modo que, movida por el Espíritu Santo, la persona, al derramar su corazón ante Dios,
exclama: “Papi”?
Por supuesto, el uso muy personal de esta palabra en la oración individual, inclusive en
el caso del Padre Nuestro, de ninguna manera excluye la posibilidad de que se la utilice
también colectivamente en la congregación reunida para la adoración, tal como nosotros
usamos hoy en día el Padrenuestro tanto colectiva como individualmente.
Por ser un hebreo de hebreos, Pablo debe haber sentido cariño por el idioma hablado
por los judíos al regresar de las tierras de su cautiverio, a saber, el arameo, emparentado
con el hebreo. A decir verdad, el arameo era un idioma muy importante en aquel enton-
ces, hablado no solamente por los judíos sino por otra gente, aun por muchos que vivían
lejos de las fronteras de Palestina. También Jesús habló el arameo y es probable que en
su frecuente enseñanza respecto al Padre, Él usase con frecuencia el término Abba. Sus
discípulos, en consecuencia, atesoraron el uso de esta palabra. Así que entró en el len-
guaje de la iglesia primitiva.
¡Él salva, adopta, asegura! Hay que decir como escribió Juan en su primera carta: “¡Mi-
rad cuál amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios! ¡Y eso es
lo que somos!”. Y la gloria de ser hijos se extiende lógicamente a la de ser herederos,
como Pablo indica a continuación:
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La posición de ser hijo implica la de ser heredero, cosa que, a su vez, implica la existencia
de una herencia reservada para nosotros. Que esta herencia está reservada para el futuro es
algo que Pablo aclara al decir: “... compartiremos su gloria”. El apóstol ya ha encendido la
esperanza de aquellos a quienes se dirige. Él había señalado glorias por venir tanto para el
cuerpo como para el alma. Ahora se aplica a ampliar el tema. Nos dice algo respecto al tes-
tador, a la herencia y a los herederos:
11.1. El testador
Para que haya una herencia debe haber alguien que la deje. Nuestro pasaje no deja
dudas respecto a la identidad de este Testador. Se lee allí “herederos de Dios”, que-
riendo decir que, por supuesto, Dios es ese testador. También se define claramente
que Cristo es el heredero principal y que “nosotros”, dice Pablo, somos coherederos
con Cristo y por ello destinados a compartir su gloria.
Al anticipar la recepción de una herencia, mucho depende del carácter del testador.
Así que generalmente preguntamos: “¿Qué clase de persona era el testador? ¿Cuándo
falleció? ¿Era rico o era pobre? ¿Era justo o injusto?
En el caso presente las respuestas son de lo más alentadoras. Los testadores humanos
mueren. Esto significa que una herencia meramente terrenal es limitada. Una vez
acabada, no se le pueden añadir más bienes. Pero el testador que Pablo tiene en mente
existe “desde la eternidad hasta la eternidad”. Por consiguiente, nuestra herencia no
se acabará; de hecho, ni siquiera disminuirá nunca.
Además, este Testador es rico. No solamente es cierto que toda la plata y todo el oro
son suyos y que es dueño de todo animal del bosque, y del ganado en las mil colinas,
como dice el salmista, sino que también es un hecho que sus riquezas no pueden aun
ser medidas. Él es tan generoso que todo lo que demanda de nosotros, está más que
dispuesto a otorgárnoslo. Por ejemplo, Él demanda que pongamos nuestra confianza
en Él. Esta misma confianza o fe es también su don o regalo para nosotros.
11.2. La herencia
Hay dos hechos respecto a esta herencia que ya se han aclarado: que corresponde al
futuro y que consiste en riquezas que poseeremos “en relación con Cristo”. Que en su
plenitud “la herencia de los santos en luz” es en realidad una bendición que corres-
ponde al futuro es algo que se deduce también del hecho que en Romanos habla de
una gloria “que será revelada en nosotros”. Será, además, una gloria que toda la crea-
ción anticipa.
Según el Apocalipsis, junto con Cristo heredaremos un nombre nuevo y una corona
de oro. Con Él reinaremos. Lo que es más, hasta nos sentaremos con Cristo en su
trono. Claro, todo este lenguaje es simbólico. ¿Pero no indican estos pasajes que la
bendición de la comunión con Cristo, que en principio ya es nuestra porción aun aho-
ra será nuestra en un grado mucho mayor entonces?
Además, esta bienaventuranza futura no estará limitada al alma. También tendrá que
ver con el cuerpo. De acuerdo con las Escrituras llevaremos la imagen del celestial.
Junto con esta transformación del cuerpo y del alma podemos esperar la transforma-
ción del universo. La creación misma será librada de la esclavitud de la corrupción.
Lo que hará que esto sea aún más maravilloso es que en íntima comunión con el Sal-
vador cada uno de los redimidos heredará estas riquezas juntamente con todos los
otros y con el propósito de glorificar al trino Dios por los siglos de los siglos.
Además, debe enfatizarse que esta gloria futura del cuerpo y del alma, a más de ser
ciertamente un don de la gracia soberana de Dios, es también más que un don. Es una
herencia, hecho que en relación con lo que nos ocupa aquí implica nada menos que la
misma será posesión de los hijos de Dios por derecho propio, un derecho establecido
por el sacrificio de Cristo y es inalienable.
Pero ¿cómo sé yo que soy hijo? A la luz del presente pasaje la respuesta es: “Yo sé que soy
hijo de Dios si estoy dispuesto, en caso de que la necesidad lo demande, a soportar sufri-
mientos por amor de Cristo”.
Cuando sufrimos como creyentes, entonces las aflicciones de Cristo rebalsan hacia noso-
tros. Nada hay que podamos añadir al sufrimiento redentor de Cristo por nosotros, pero por
medio de nuestra disposición a sufrir por amor de Él somos llevados más cerca del corazón
del Salvador.
Pablo supone que la iglesia a la que se dirige está ciertamente dispuesta a sufrir por Cristo,
así como el mismo apóstol sufre constantemente tal aflicción. Es por ello que dice: “... si es
que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” Pero
conteste cada miembro en forma personal respecto a sí mismo la pregunta: “¿Estoy dis-
puesto a sufrir como creyente?”
El sufrir como creyente asume muchas formas. Hoy en día un creyente podría perder su
trabajo cuando se lo tienta a participar en algún negocio sucio, o llega a la decisión de no
contraer matrimonio con un incrédulo, o insiste en honrar la Palabra de Dios en el aula.
¿Cuántos no han sido expulsados de sus posiciones en las escuelas, la iglesia o el gobierno
por la actitud fiel que sustentaban respecto a la verdad?
Es algo que consuela y fortalece saber que todos los que comparten los sufrimientos de
Cristo oirán finalmente de sus labios: “Bien hecho, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido
fiel sobre mucho te pondré, entra en gozo de tu Señor”.
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