5TA - John Dewey
5TA - John Dewey
5TA - John Dewey
Reforma progresista
Aunque no volvió a tener nunca una escuela propia,
Dewey continuó siendo un crítico activo de la
educación norteamericana durante el resto de su vida
profesional. También se aventuró en el extranjero
para apoyar los esfuerzos reformistas en el Japón,
Turquía, México, la Unión Soviética y China, país
donde quizás tuvo una mayor influencia. Llegó a
China en 1919, en vísperas de la aparición del
Movimiento del “Cuatro de Mayo” y fue
cálidamente acogido por muchos intelectuales
chinos que, como dijo un historiador “asocian
estrechamente el pensamiento de Dewey a la noción misma de modernidad” (Keenan, 1977, pág. 34).
Las convicciones democráticas de Dewey también le hicieron participar en controversias con gran número
de educadores “progresistas”, incluso con algunos que se consideraban fieles adeptos suyos. Atacó a los
“progresistas administrativos”, que abogaban por programas de educación profesional en los que él veía
una enseñanza de clase que hubiera convertido a las escuelas en un agente aún más eficaz para la
reproducción de una sociedad antidemocrática. “El tipo de educación profesional que me interesa no es el
que adapta a los trabajadores al régimen industrial existente; no amo suficientemente ese régimen”. En
vez de ello, a su juicio, los norteamericanos debían tender hacia “un tipo de educación profesional que en
primer lugar modifique el sistema laboral existente y finalmente lo transforme” (Dewey, 1915, pág. 412).
Asimismo, Dewey siguió distanciándose de los progresistas románticos centrados en el niño, y en el
decenio de 1920, en una declaración pública de inhabitual brusquedad, calificó este método de “realmente
estúpido”, porque se limitaba a dejar que los niños siguieran sus inclinaciones naturales” (Dewey, 1926,
pág. 59). Finalmente, en el decenio de 1930, se opuso incluso a los partidarios radicales del
“reconstructivismo social”, cuyo pensamiento quizás estaba más próximo al suyo propio, cuando
propusieron recurrir a programas de “contra-adoctrinamiento” para oponerse a una enseñanza encaminada
a legitimar un orden social opresor. A su juicio, la contrapropaganda que querían llevar a cabo los radicales
demostraba una falta de confianza en la fuerza de sus convicciones y en la eficacia de los medios por los
que, era de suponer, habían llegado a adquirir esas convicciones.
Nadie les había adoctrinado para llegar a las conclusiones acerca de los defectos de la sociedad capitalista,
sino que las habían alcanzado mediante “un estudio inteligente de las fuerzas y condiciones históricas y
actuales” (Dewey, 1935, pág. 415). Los demócratas radicales tenían que considerar que sus alumnos
poseían capacidad para llegar a las mismas conclusiones por los mismos medios, no sólo porque era una
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actitud más democrática, sino también porque estas conclusiones debían estar sometidas a la vigilancia
permanente que proporcionaba esa educación.
“Si el método de la inteligencia ha funcionado en nuestro propio caso” se preguntaba, “¿cómo podemos
suponer que no funcionará en el de nuestros alumnos y que no producirá en ellos el mismo entusiasmo e
igual energía práctica?” (Dewey, 1935, pág. 415).
Las críticas de Dewey contra otros reformadores solían recibirse con cortesía, pero apenas si convencieron.
Pocos lo siguieron en el camino para “salir de la confusión educativa” que proponía. Para la mayoría de
educadores, constituía una amenaza demasiado grande contra los métodos y las asignaturas tradicionales.
Al mismo tiempo, sus consecuencias sociales eran demasiado radicales para los abanderados de la
eficiencia científica, y no lo suficientemente radicales para algunos partidarios de la reconstrucción social.
Aunque abogaba en favor de un programa de estudios revolucionario basado en los impulsos e intereses
de los niños, respetaba demasiado la tradición y las asignaturas como para satisfacer a los románticos. Así,
como dijo el historiador Herbert Kliebard “a pesar de su estatura intelectual, su fama internacional y los
múltiples honores que se le rindieron, Dewey no tuvo suficientes discípulos para hacer sentir su impacto
en el mundo de la práctica educativa” (Kliebard, 1986, pág. 179).
De haber continuado Dewey creyendo que el maestro era “el anunciador del verdadero reino de Dios”
quizás se hubiera sentido más triste de lo que sentía al ver que sus argumentos pedagógicos caían en saco
roto. Después de la Primera Guerra Mundial, las escuelas dejaron de ser el punto central de su actividad.
Con una visión menos ingenua de la función de la escuela en
la reconstrucción social, Dewey ya no situaba el aula en el
centro de su idea reformadora. Lo que antes había sido el
medio fundamental de la democratización de la vida
norteamericana, se convirtió en uno de los medios decisivos,
pero de importancia secundaria en comparación con otras
instituciones más abiertamente políticas. Dewey reconocía
ahora más claramente que la escuela, al estar
inextricablemente vinculada con las estructuras de poder
vigentes, constituye uno de los principales instrumentos de
reproducción de la sociedad de clases del capitalismo industrial, y que por consiguiente era muy difícil
transformarlas en un agente de reforma democrática. Los esfuerzos por convertirlas en medio impulsor de
una sociedad más democrática tropezaron con los intereses de los que querían conservar el orden social
existente. Los defectos de la escuela reflejan y mantienen los defectos de la sociedad en su conjunto, los
cuales no pueden corregirse sin luchar por la democracia en toda la sociedad. La escuela participará en el
cambio social democrático únicamente “si se alía con algún movimiento de las fuerzas sociales existentes”
(Dewey, 1934, pág. 207). Al contrario de lo que antes Dewey solía considerar, no puede constituir el
vehículo que permita evadirse de la política.
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El legado de Dewey
La filosofía de la educación de Dewey fue objeto de un fuerte ataque póstumo durante el decenio de 1950
por parte de los adversarios de la educación progresista, que le hicieron responsable de prácticamente
todos los errores del sistema de enseñanza pública norteamericano. Aunque sus consecuencias reales en
las escuelas de los Estados
Unidos fueron bastante
limitadas y los críticos
conservadores se
equivocaron al asimilarlo a
los progresistas, a los que el
propio Dewey había atacado,
se convirtió en un cómodo
chivo expiatorio para los
“fundamentalistas”,
preocupados por la
disminución del nivel
intelectual en las escuelas y por la amenaza que esto suponía para una nación que se encontraba en guerra
fría contra el comunismo. Como escribieron dos historiadores de esa época, después del lanzamiento del
satélite espacial ruso Sputnik “el creciente murmullo contra el sistema educativo se convirtió en un
estruendo ensordecedor. Todos gritaron –el Presidente, el Vicepresidente, almirantes, generales,
sepultureros, tenderos, limpiabotas, contrabandistas, agentes inmobiliarios, estafadores– lamentándose
porque nosotros no teníamos un pedazo de metal en órbita en torno a la tierra y achacando esta tragedia a
los siniestros deweyitas que habían conspirado para que el pequeño Johny no aprendiera a leer” (Miller y
Nowak, 1977, pág. 254). Desde el decenio de 1950, variaciones sobre este tema vuelven a alimentar
debates periódicos acerca de la situación de la educación pública norteamericana, y cada nueva campaña
favorable a una vuelta a los “principios básicos” va acompañada de los consabidos ataques contra Dewey
(como un reciente libro de moda de A. Bloom y E.D. Hirsch) empeñándose en presentar a Dewey como
un rousseauniano romántico (Bloom, 1987, pág. 195; Hirsch, 1987, págs. 118 a 127).
Digamos para concluir que, aunque tal vez haya en cada distrito escolar norteamericano por lo menos un
maestro de la enseñanza pública que ha leído a Dewey y que trata de enseñar siguiendo sus principios, sus
críticos han exagerado su influencia. Su legado reside menos en una práctica que en una visión crítica. La
mayoría de las escuelas están lejos de ser esos “lugares supremamente interesantes” y esas “peligrosas
avanzadillas de una civilización humanista” que él hubiera querido que fuesen (Dewey, 1922, pág. 334).
Sin embargo, para los que quisieran que fueran precisamente eso, la obra de Dewey sigue siendo una gran
fuente inspiradora.
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Notas
1. Robert B. Westbrook (Estados Unidos de América). Graduado por la Universidad de Yale y por la de Stanford, fue profesor
en el scripps College y en Yale antes de enseñar en la Universidad de Rochester (Nueva York), donde es profesor asociado de
historia. Autor de numerosos artículos y ensayos sobre la historia cultural e intelectual americana. Es también autor de John
Dewey and the American Democracy [John Dewey y la democracia americana] y de Pragmatism and politics [Pragmatismo y
política].
Referencias
Bloom, Allan (1987). Closing of the American Mind. Nueva York: Simon and Schuster.
Dewey, Jane (1951). “Biography of John Dewey”. En The Pbilosophy of John Dewey, Paul A. Schilpp, (ed.) Nueva
York: Tudor, págs. 3-45.
Dewey, John (1892). “Cristianiry and democracy.” En Early works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois
Universiry Press, 1971, Vol. 4, págs. 3-10.
Dewey, John (1894). Carta de John Dewey a Alice Dewey, 1 de Noviembre de 1894, Dewey Papers, Morrís Library,
Southern Illinois Universiry, Carbondale.