Reyes Mate - La Piedra Desechada

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Reyes Mate El nobel japonés de literatura Kenzaburo Oé siempre

lamentó haber llegado demasiado tarde a Hiroshima.


Doctor por la Wilhelms-Universität de Münster y por Había oído hablar de la bomba atómica, pero sólo se
la Universidad Autónoma de Madrid y Profesor de In- hizo idea de lo ocurrido cuando fue asaltado por el
vestigación del Consejo Superior de Investigaciones sufrimiento viviente en esas ciudades devastadas. Su
Científicas en el Instituto de Filosofía, del que ha sido vida ya no pudo ser la misma. Nosotros, los herede-
miembro fundador y director de 1990 a 1998. Su lí- ros del siglo xx, el más violento de la historia, ¿hemos
nea de investigación se mueve entre el estudio de la osado empujar la puerta de los campos de exterminio
relación entre religión y política —de ello dan fe, por Reyes Mate y de concentración para descubrir sobre qué bases está

La piedra
ejemplo, El ateísmo, problema político (1973) o Mís- construido nuestro presente? Sin exagerar bien puede
tica y política (1990)— y la preocupación por la rela- decirse que los intelectuales de nuestro tiempo piensan

REYES MATE LA PIEDRA DESECHADA


ción entre verdad e historia del sufrimiento, tal y como como si nada hubiera ocurrido. Ha caído en el olvido
aparece en La razón de los vencidos (1991), Memoria el grito de los que experimentaron la barbarie pidiendo

desechada
de Occidente (1997), Memoria de Auschwitz (Trotta, que no olvidáramos.
2003), Justicia de las víctimas (2008), Medianoche en El deber de memoria no es, sin embargo, un recuer-
la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin do sentimental de lo mal que lo pasaron las víctimas o
«Sobre el concepto de historia» (Trotta, 22009) o Tra- de lo que nos puede pasar a nosotros, sino la ingente
tado de la injusticia (2011). Es codirector de la En-
ciclopedia IberoAmericana de Filosofía, publicada en
editorial trotta tarea de repensar todo a la luz del sufrimiento que cau-
sa la barbarie. Ha habido cineastas como Claude Lanz-
esta misma Editorial, siendo coordinador del volumen mann o dramaturgos como Peter Weiss y Juan Mayorga
Filosofía de la historia (22005). que lo han intentado, pero los filósofos han seguido
De enorme relevancia es su contribución al recono- leyendo sus viejos y venerables libros como si la verdad
cimiento de la centralidad de las víctimas y su significa- tuviera que ser impasible ante el dolor y la catástrofe.
ción ético-política en el presente, así como su aportación La piedra desechada recoge el guante y se pregunta
a la construcción de una comunidad iberoamericana de cómo pensar hoy la patria y el exilio, la música, el tea-
filosofía, a través de los Congresos Iberoamericanos tro, la política, el tiempo, la religión o la ética tenien-
de Filosofía y el programa «Pensar en español». Es Pre- do en cuenta el dictum adorniano según el cual «dejar
mio Nacional de Ensayo 2009 por su libro La herencia hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad».
del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva. La piedra desechada por los constructores del pensa-
miento dominante —y que se encarna en figuras como
la víctima, el olvido, la marginación o el trapero— re-
sulta ser la piedra angular para quien se atreva a pensar
un tiempo, el nuestro, que germine en esperanza.

ISBN 978-84-9879-458-8

9 788498 794588
La piedra desechada
La piedra desechada

Reyes Mate

E D I T O R I A L T R O T T A
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS


Serie Filosofía

© Editorial Trotta, S.A., 2013


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Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: [email protected]
http://www.trotta.es

© Reyes Mate Rupérez, 2013

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ríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si ne-
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91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-490-8


A Esteban y Maite y a los suyos

Pero él, clavando en ellos la mirada, dijo: «Pues, ¿qué


es lo que está escrito:
La piedra que los constructores desecharon
en piedra angular se ha convertido?
Todo el que caiga sobre esta piedra se destrozará, y
aquel sobre quien ella caiga quedará aplastado».
(Lc 20, 17-18)
ÍNDICE GENERAL

Prólogo.................................................................................................. 11

I
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

1. El tiempo es el otro.......................................................................... 23
2. El progreso, la velocidad y los accidentes......................................... 35
3. El trapero. Pequeña apología de una filosofía pobre.......................... 49
4. El antisemitismo en Rosenzweig, Sartre y Adorno............................. 69
1. El antisemitismo según Franz Rosenzweig, o el antijudaísmo del
cristianismo................................................................................ 69
2. El antisemitismo en Jean-Paul Sartre, o el judío como creación de
la mirada del otro........................................................................ 80
3. El antisemitismo según Adorno, un problema de la racionalidad
moderna...................................................................................... 88

II
MEMORIA Y JUSTICIA

1. La actualidad de la tragedia.............................................................. 103


1. Introducción................................................................................ 103
2. El concepto de tragedia............................................................... 105
3. Tragedia y eticidad....................................................................... 108
4. Tragedia y moralidad, o el judaísmo como tragedia...................... 109
5. La respuesta ilustrada de Lessing, ¿final de la tragedia?................ 112
6. La posibilidad de la tragedia........................................................ 113
7. De la tragedia al Trauerspiel o de lo trágico a lo triste.................. 114
8. Auschwitz, lugar eminente de la naturalización de la historia....... 118
9. Volviendo al principio, ¿es posible hoy la tragedia?..................... 121

9
LA PIEDRA DESECHADA

2. El gesto intelectual de Las Casas o cómo pensar en español............... 123


3. Por una justicia anamnética.............................................................. 139
4. El sentido cívico de la culpa y del perdón......................................... 156
5. Del exilio a la diáspora. A propósito de Max Aub y María Zambrano. 182

III
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

1. Dios y las víctimas............................................................................ 207


2. La religión en una sociedad postsecular............................................ 220
1. El lugar político de la religión, a examen..................................... 220
2. Los creyentes son primero ciudadanos......................................... 221
3. La ética habermasiana, heredera de las posibilidades éticas de la
religión....................................................................................... 223
4. Déficit motivacional de la democracia deliberativa....................... 225
5. Laicidad y religión en una sociedad postsecular........................... 227
6. Las posibilidades políticas y morales de una razón que viene de
Jerusalén..................................................................................... 229
7. Las víctimas de la historia no piden consenso sino justicia............ 232
8. Conclusiones............................................................................... 233

IV
SEMBLANZAS

1. Los Mendelssohn, síntoma de la salud espiritual de Europa.............. 237


2. Mahler, la magia del hueso cantor.................................................... 245
1. El hombre que venía de lejos....................................................... 245
2. El marrano de la música.............................................................. 247
3. El claro del bosque...................................................................... 248
4. Del drama a la tragedia................................................................ 251
5. El hueso cantor............................................................................ 253
3. Franz Rosenzweig, el inspirador de un nuevo pensamiento............... 255
4. Jorge Semprún, más allá del testimonio............................................ 266

«Una filosofía de la memoria». Conversación con Reyes Mate............... 271


Fundamentos de una filosofía de la memoria.................................... 271
Los usos políticos de la memoria...................................................... 279
El aprendizaje de la memoria en la esfera pública............................. 290

Bibliografía............................................................................................ 299
Índice onomástico.................................................................................. 307

10
PRÓLOGO

Kenzaburo Oé, el escritor japonés premio nobel de literatura en 1994,


lamentó toda su vida haber llegado tan tarde a Hiroshima. Conocía lógica-
mente lo que allí había ocurrido aquella mañana de agosto de 1945, pero
fue sólo en 1960 cuando se decidió a visitar la ciudad devastada por una
bomba atómica. Lo que sólo entonces descubrió explica el lamento por
la tardanza. Hasta ese momento el nombre de Hiroshima iba unido, en
él como en todo el mundo, a la idea del poder de ese nuevo artefacto bé-
lico, la bomba atómica. Lo que él descubre, sin embargo, es la magnitud
del sufrimiento que causó. No es lo mismo la perspectiva del poder que
la del dolor. El poder evoca triunfo; el poder de la bomba atómica, de-
rrota de un enemigo feroz. Detrás de esa evocación hay simpatía y hasta
admiración por el nuevo artefacto, por el país que lo inventó, por el ejér-
cito que la utilizó.
El dolor que sale al encuentro del escritor japonés en aquella su pri-
mera visita toma la forma de una ciudad convertida en un gigantesco
cementerio por cuyas calles escombradas vagan sin rumbo madres que
mueren al dar a luz y seres humanos sobre los que se ceban enfermeda-
des sin nombre. Un extraño lugar en el que los supervivientes luchan no
para curarse sino para morir sufriendo menos. La experiencia del dolor
transformó su vida hasta el punto de que se impuso como tarea ver todo
a la luz de ese sufrimiento que le había asaltado en una visita pensada
modestamente para hacerse una mejor idea de lo ocurrido.
También el teólogo alemán Johann Baptist Metz no se ha perdo-
nado llegar «tarde, muy tarde» a Auschwitz, pese a ser uno de los pensa-
dores alemanes que antes llegó. No se refiere sólo ni tanto a una tardanza

11
LA PIEDRA DESECHADA

temporal, cuanto moral. El teólogo que había colocado a la memoria en


el centro de su reflexión desde los años sesenta, tiene que esperar hasta
finales de los setenta para relacionar el memorial que es el cristianismo
con la «memoria de Auschwitz» (Metz, 1977, 13)1. Tarde, muy tarde,
llega a la conclusión de que «todo tiene que medirse a Auschwitz». Ese es
el eje de la valoración moral de la memoria. Hay un antes y un después
del holocausto judío. Esto no quiere decir que cualquier relato, cualquier
análisis, cualquier tesis o hipótesis que se haga después del 27 de enero
de 1945, fecha de la liberación de los campos de Auschwitz, tenga que
recibir el visto bueno de una imaginaria oficina de Auschwitz, sino, mucho
más sencillo y fundamental, que desde entonces y por siempre «dejar ha-
blar al sufrimiento es la condición de toda verdad».

Desde que Auschwitz se hizo visible, a partir de finales de los setenta, nos
hemos ido familiarizando con el «deber de memoria«. Nosotros, las ge-
neraciones posteriores a ese acontecimiento de muerte, tenemos el man-
dato de recordar la barbarie. Ese imperativo anamnético, cuyo objetivo
es hacer justicia y evitar la repetición, no es un requisito sentimental, ni
sólo moral. No se trata, en efecto, de recordar episódica o regularmen-
te lo mal que lo pasaron los judíos, ni conjurarnos para evitar a la hu-
manidad una nueva experiencia de inhumanidad. Es mucho más que eso.
Es un mandato de re-pensar todo a la luz de la experiencia de la barba-
rie. Un mandato epistémico porque relaciona íntimamente memoria con
pensamiento.
Esto supone una gran novedad porque nos habíamos acostumbrado
a relacionar la verdad del conocimiento con atemporalidad. Una teoría
filosófica es buena si vale en cualquier tiempo y espacio. Había que ha-
cer abstracción del tiempo, sobre todo de ese tiempo ya usado al que se
refiere la memoria. Ahora, por el contrario, se plantea como un deber
relacionar verdad y memoria, es decir, se nos impone el mandato de re-
pensar todas las estancias del ser en el mundo desde la memoria de la
barbarie, desde la experiencia del sufrimiento. Repensar la ciencia, la po-
lítica, la ética, la estética, la religión desde Auschwitz o Hiroshima… Re-
sulta entonces que el «deber de memoria» es un exigente plan de vida
que va de lo personal a lo institucional, afectando a todos los campos
de la existencia.

1. Sobre la obra de Metz, véase Peters, 1998.

12
PRÓLOGO

No han faltado quienes han ridiculizado a los supervivientes cuan-


do, al ser liberados, relacionan el «nunca más» con el «deber de memo-
ria». ¡Se les podía haber ocurrido algo más sólido para evitar la repeti-
ción de la catástrofe! Podían haber tomado ejemplo de los Aliados, tan
interesados como ellos en extirpar los gérmenes del fascismo, que re-
currieron a medidas mucho más contundentes para lograr ese propósi-
to, por ejemplo, el Plan Marshall en los países occidentales, o imponer
a los alemanes una constitución democrática o la Comunidad Europea
del Carbón y del Acero para evitar que nadie tuviera el monopolio de
las dos materias más decisivas en la guerra de entonces…
Pues no. Para los supervivientes, lo decisivo era la memoria de la bar-
barie vivida. Como aquí se explica, la razón de esa insistencia hay que
buscarla en la naturaleza de la experiencia que habían vivido. Aquello
fue inimaginable, impensable. Al decir impensable, hay que tomarlo li-
teralmente: no pudo ser pensado. Escapó al conocimiento, a los instru-
mentos del conocimiento con que se había dotado el ser humano en sus
veintitantos siglos de filosofía o en sus dos siglos de ciencia moderna.
Pero lo impensable ocurrió. Ellos lo vivieron. Ante el peligro, nada ima-
ginario, de que los que no lo habían vivido pensaran que lo impensable
no puede tener lugar, los supervivientes elevaban lo vivido a lo que debe
dar que pensar. ¡Cuántas veces no decimos que la realidad supera a la
imaginación! A la imaginación y al conocimiento. Para no trivializar la
realidad, convirtiendo al conocimiento en un lecho de Procusto, es por
lo que la memoria se convierte en un imperativo epistémico.

Esto ocurrió a las puertas de los campos de exterminio al día siguiente de


su liberación. Y esto, que desborda las páginas de los testigos supervivien-
tes, fue captado por algunos pocos pensadores en aquel mismo momen-
to, como Theodor Adorno, que habló del «nuevo imperativo categórico».
Pero todo fue enseguida sofocado por el olvido. El pensamiento pos-
Auschwitz siguió como antes, como si nada hubiera ocurrido. Las mis-
mas corrientes filosóficas, los mismos maestros, los mismos clásicos, los
mismos jueces y hasta los mismos profesores, tras un simulacro de ree-
ducación o desnazificación.
En julio de 2011 tuvo lugar, en un castillo de Elmau, un encuentro
sobre «Voces judías en el discurso de los años sesenta». Intervino Jürgen
Habermas en una descarnada conferencia titulada «La generosidad de los
remigrantes» (Habermas, 2011). Su tesis era que quienes en los sesenta

13
LA PIEDRA DESECHADA

salvaron lo mejor de la tradición filosófica alemana fueron filósofos ju-


díos, con el matiz de que lo hicieron desde lejos porque en la Alemania
de la posguerra no se les quería. Volvieron a imponerse las corrientes de
la preguerra: la fenomenológica, la analítica y la hermenéutica, en la que
se habían refugiado antiguos nazis o compañeros de viaje. Por lo que res-
pecta a la Teoría Crítica, creada en los años veinte por una generación de
marxistas hegelianos, mayoritariamente judíos, la representación de ale-
manes en Alemania quedaba reducida a la persona de Adorno, quien pudo
experimentar la soledad y animadversión de los colegas en el congreso de
Münster, en 1962, donde disertó sobre «El problema del progreso». Ni el
refinado estilo, ni la altura del lenguaje, ni la memoria de Auschwitz, fue-
ron del agrado de los profesores oyentes2. Los exiliados judíos alemanes
salvaron tradiciones y conformaron la mentalidad de los estudiantes, pero
Alemania, sigue diciendo Habermas, no los quería. Elocuente es el desti-
no del eminente jurista Hans Kelsen, el gran rival de Carl Schmitt: se le
reconoció su valía pero no se le ofreció una cátedra. Los alemanes estaban
muy sensibilizados al destino de los deportados tras la guerra (que eran
su gente), pero no al de los judíos (como si lo judío no fuera con ellos).
Pero ¿quién, se pregunta Habermas, si no estos discriminados por su raza,
mientras los demás colegas siguieron a lo suyo, podían disponer de una
sensibilidad superior para detectar entre tantos elementos corruptos lo
mejor de una tradición, y así entregarla a las nuevas generaciones?
La memoria de Auschwitz apenas si dejó huellas en la posguerra. Las
hay, y poderosas, en la filosofía de Levinas; menos visibles, pero reales,
en la construcción de la Unión Europea. Detectable es igualmente ese
pasado en el prestigio creciente de los «anunciadores del fuego», es de-
cir, de esos artistas, como Mahler, escritores, como Kafka, o pensado-
res, como Rosenzweig, que supieron identificar y denunciar los gérme-
nes letales que incubaba su tiempo. Hablo del prestigio, hoy, de quienes
no conocieron Auschwitz.
Por muy relevantes que sean estos casos, lo cierto es que la historia
contemporánea se ha construido sobre el olvido de la barbarie. Es inne-
gable, sin embargo, que algo está cambiando. Sin poder aún decir que la
nuestra es una era de la memoria, lo cierto es que las víctimas han comen-
zado a hacerse visibles. Como el debate entre historia y memoria pone
de manifiesto, empieza a haber un interés moral y no sólo científico por
el pasado. Será por eso que hoy leemos a Adorno, Benjamin, Rosenzweig
o Kafka como si fueran nuestros contemporáneos.

2. Otra fue, empero, la reacción de los estudiantes y de la opinión pública, que vie-
ron en Adorno el referente de una tradición que apenas conocían pero que les decía mucho.

14
PRÓLOGO

Va avanzando la idea de que sólo hay futuro si nos enfrentamos al


pasado. Esa idea necesita, sin embargo, desarrollo y precisión. El deber de
memoria nos obliga a repensar el pasado, a «reescribir los libros» como
decía Etty Hillesum; a desconfiar de todo escrito que hubiera pasado la
censura nazi, que decía Thomas Mann. Pero ¿cuál es la diferencia entre
una lectura de Aristóteles que tenga en cuenta Auschwitz y otra que no?,
¿qué significa pensar Europa o el concepto de ciudadanía teniendo en
cuenta la experiencia de la barbarie?, ¿qué quita o pone ese aconteci-
miento en la interpretación de todos y cada uno de los problemas teóri-
cos y prácticos que componen la existencia?
Ese sería el ambicioso programa del deber de memoria. Un programa
pendiente de realización que nos convoca a todos. Los textos que confor-
man La piedra desechada responden a esa convocatoria. Han sido es-
critos a lo largo de los últimos quince años y en las circunstancias más
diversas: unos como conferencias o como artículos de revistas especia-
lizadas o con la necesidad de aclararme yo mismo. Si la primera idea de
esta colección de trabajos fue la de presentar en un libro los campos que
había laborado a lo largo de ese tiempo, la que al final se ha impuesto
es la de repensar viejos temas desde la memoria de Auschwitz. Al releer-
los yo mismo me vi sorprendido por la constancia de esa preocupación.
Es como si el dictum adorniano, que resume su manera de entender el
deber de memoria, a saber, «dejar hablar al sufrimiento es la condición
de toda verdad», hubiera sido el lema que ha presidido la elaboración
de todos estos materiales. Estoy convencido de que el lector, como yo
mismo, encontrará lagunas, simplificaciones o errores de bulto. Si, pese
a todo, me empeño en su publicación es porque el interés no está tanto
en los resultados como en el método. Un método, el anamnético, que el
lector seguro podrá aplicar con más provecho por su cuenta. Todos los
escritos, aunque la mitad hayan sido ya publicados, han sido objeto de
una revisión con el ánimo de depurar en la medida de lo posible el en-
foque al que acabo de referirme.
Los trabajos han quedado agrupados en cuatro apartados. En la pri-
mera parte, titulada «La autoridad del sufrimiento», se procede al aná-
lisis de lugares fundantes de la vida contemporánea, tales como el tiem-
po, el progreso, el consumo o la técnica. En «El tiempo es el otro» se
reivindica el tempo de la experiencia hoy seriamente amenazado por el
tiempo de internet —que es el de la luz— y que ha convertido la instan-
taneidad o la eternidad del instante en el señuelo letal de nuestro ritmo
vital. Frente a la anulación del tiempo y del espacio que persigue nues-
tra civilización, el potente alegato a favor del tiempo que nos viene de
una memoria que sostiene, contra viento y marea, la vigencia de la injus-

15
LA PIEDRA DESECHADA

ticia pasada mientras no sea saldada. «El progreso, la velocidad y los acci-
dentes» se pregunta por qué importan tan poco los accidentes de tráfi-
co, siendo así que producen más muertos y lisiados que las guerras; por
qué conmociona tanto un solo asesinato terrorista y dejan indiferente los
miles de muertos en las carreteras. La respuesta hay que buscarla en el
prestigio del progreso —y nada como el coche lo representa— que exi-
ge el sacrificio de víctimas como el precio inevitable de las bondades que
nos ofrece. En «El trapero. Pequeña apología de una filosofía pobre» se
quiere brindar una clave de la crisis que nos asedia. En alemán, trape-
ro se dice Lumpensammler. Marx despreciaba al Lumpen y cortejaba al
Proletariat por el lugar eminente que este ocupaba en el proceso de pro-
ducción. Para entender la naturaleza del capitalismo del siglo xxi hay
que desplazarse de la fábrica al escaparate, del sistema de producción
al consumo. Hoy todo sólo vale como artículo de consumo. Nada tiene
valor en sí ni merece ser admirado o conservado. Nadie lo sabe mejor
que el trapero. Sabe que el sistema funciona creando desechos y convir-
tiendo todo en basura. Y sabe lo que hay de enfermedad, muerte y hu-
millación en cada descarte. Por eso su figura es tan decisiva si queremos
entender lo que está pasando. «El antisemitismo en Rosenzweig, Sartre
y Adorno» quiere dejar claro que el antisemitismo no es un asunto que
incumba sólo a los judíos ni se agota en actos repudiables como la profa-
nación de un cementerio hebreo. El antisemitismo es como la radiogra-
fía de una sociedad que permite ver cómo está constituida, cómo piensa
y cómo actúa. Para explicarlo comparecen tres autores muy diferentes
que vienen de mundos ajenos pero en los que el antisemitismo ocupa
un lugar destacado. Para Rosenzweig el antisemitismo es un asunto cris-
tiano, entendiendo por cristiano no sólo las Iglesias sino toda la cultura
secularizada de origen cristiano. Para Sartre, el antisemitismo es sobre
todo una mirada externa que crea lo antijudío y también lo judío. Para
Adorno, el antisemitismo hay que verlo desde Auschwitz. Esa forma sin-
gular de barbarie tiene su origen en la propia racionalidad moderna, de
ahí que enfrentarse al antisemitismo sea hacer frente a los grandes retos
de nuestro tiempo.
La segunda parte, «Memoria y justicia», agrupa cinco escritos que re-
piensan algunos problemas morales y políticos desde la memoria del sufri-
miento. «La actualidad de la tragedia» retoma el tema de la representación
del mal, en general, y del holocausto, en particular. Es de sobra sabido que
entre la filosofía y la tragedia rueda un viejo pleito que no ha sido sustan-
ciado, ni quizá podrá serlo. Es como si se disputaran la misma pieza —ni
más ni menos que el sentido de la condición humana— pero con estrate-
gias diferentes y enfrentadas. La filosofía achaca a la tragedia falta de ri-

16
PRÓLOGO

gor conceptual y esta a aquella, matar el espíritu de la vida. Estrategias en-


frentadas pero que se necesitan una a otra, sea para corregir los excesos
racionalistas del logos, en el caso de la filosofía, sea para no perderse por
los vericuetos del mito, en el caso de la tragedia. La obra de Juan Mayor-
ga Himmelweg, que pone en el centro de la escena la teatralización de la
vida en un campo de concentración, permite un nuevo y esclarecedor tra-
tamiento de la relación entre vida y teatro. «El gesto intelectual de Las Ca-
sas o cómo pensar en español» evoca ese momento en la vida del batalla-
dor obispo dominico en el que para evitar la legitimación de la conquista
manda a paseo los venerables saberes establecidos. Lo hace en nombre de
la experiencia de la injusticia, en nombre del sufrimiento de las víctimas
de la conquista y de la colonización. Lo primero es la experiencia de la in-
justicia y, si los saberes académicos proponen interpretaciones de los he-
chos que en vez de solucionar la injusticia la agravan, habrá que «mandar a
Aristóteles a paseo», es decir, habría que declarar irracional la racionalidad
canónica. Si hay un conocimiento que legitime la injusticia o que encubra
la evidencia, habrá que ponerlo entre paréntesis y esforzarse por pensar
a partir de esa situación injusta. «Por una justicia anamnética» resume la
tesis que he desarrollado pormenorizadamente en mi libro Tratado de la
injusticia. Teorías o tratados de la justicia ha habido muchos y diferentes,
tanto entre los antiguos como entre los modernos. Lo que todos tienen en
común es la alergia a la memoria de las injusticias, por eso más que de in-
justicias prefieren hablar de desigualdades. ¿Cuál es la diferencia entre un
tratado de la justicia y un tratado de la injusticia? Pues que para el primero
las diferencias sociales son naturales, como los ríos o las montañas, mien-
tras que para el segundo las diferencias son injusticias, es decir, desigualda-
des causadas por el hombre, por eso se puede y se debe hablar de respon-
sabilidad histórica, por ejemplo. Frente a todas esas teorías amnésicas, lo
que aquí se defiende es que la memoria es justicia y el olvido, injusticia. Y
se sacan las consecuencias. Con el título «El sentido cívico de la culpa y del
perdón» nos adentramos en el proceloso mar de la violencia política, del
terrorismo, pero visto desde las víctimas. La memoria de las víctimas es
el inicio de un proceso cuya terminal es la reconciliación y sus estaciones
intermedias la elaboración de la culpa y del perdón. El escrito ha nacido
y crecido en diálogo con las víctimas del terrorismo etarra y también con
algunos de sus victimarios. Un mar proceloso porque todos y cada uno de
los términos a los que me refiero están cargados de significaciones muchas
veces injustificables. Pero pese a ese desgaste, recurro a ellos porque remi-
ten a una rica tradición semántica que sigue siendo elocuente. «Del exilio
a la diáspora. A propósito de Max Aub y María Zambrano» se plantea la
relación entre exilio y diáspora. Si para el pueblo judío, al que pertenecía

17
LA PIEDRA DESECHADA

Max Aub, la diáspora consiste en asumir el exilio como forma de existen-


cia, otro tanto ocurre con María Zambrano que descubre en el ser exi-
liado el nuevo nombre de patria. Más allá de estas biografías lo que parece
necesario es reflexionar sobre el concepto de ciudadanía, ligado a la sangre
y a la tierra, y que por eso resulta ser excluyente de los que no son de esa
tierra y de esa sangre. ¿Cabe pensar un concepto de ciudadano que tras-
cienda la nación? No parece que haya otro camino mejor que el del exilio
ni más rica experiencia que la diáspora.
La tercera parte, «Dios después de Auschwitz», se pregunta cómo se
habló de Dios en los campos y cómo hablar ahora. Tratándose del pueblo
elegido, la pregunta «¿dónde está Dios?» era inevitable. A ello se refiere el
escrito «Dios y las víctimas» que se hace eco de las distintas posiciones
dentro del campo y de las distintas interpretaciones fuera del campo.
Me detengo en Etty Hillesum, la joven judía holandesa, autora de un dia-
rio y de unas cartas muy notables. El sufrimiento de los demás transfor-
ma espiritualmente a una joven mundana que empezó un diario porque
quería ser escritora y acabó convirtiéndose en uno de los testimonios
más hondos y desconcertantes venidos de un campo de concentración.
En el campo, palabras como sentido o redención no pueden permitirse el
lujo, dice el teólogo Metz, de ser metáforas, pero entonces ¿qué son?,
¿cómo interpretar las palabras y los silencios? «La religión en una socie-
dad postsecular» participa en el debate entre Jürgen Habermas y Pao-
lo Flores d’Arcais a propósito del lugar de la religión en una sociedad
ilustrada. Frente a la tesis de Habermas —que acepta un cierto fracaso
de la razón ilustrada y la necesidad de repensar su relación con la reli-
gión para apropiarse de su disponible capital semántico— Flores d’Arcais
aboga por una intensificación de la crítica ilustrada de la religión. Por mi
parte, intervengo para señalar que la apropiación del capital semántico
disponible, al que se refiere Habermas, no es posible desde la razón co-
municativa, sino desde la razón anamnética.
Por la cuarta parte, titulada «Semblanzas», desfilan algunos nombres
que han sido claves o que encarnan el enfoque de La piedra desechada.
Moses y Felix Mendelssohn son dos momentos de una saga de judíos
cuyo destino es como un termómetro de la salud espiritual de Europa;
Mahler es el músico que convirtió en historia la naturaleza muerta; Ro-
senzweig, la piedra angular del pensamiento judío moderno; Semprún,
actor y testigo de excepción.
El libro concluye con la conversación «Una filosofía de la memoria»,
mantenida con Javier Gurpegui, Carlos López y David Seiz para la revista
Con-ciencia, en la que repasamos de una forma coloquial muchos de los
temas aquí tratados.

18
PRÓLOGO

La piedra desechada, título que ampara todos estos trabajos, es una


expresión bíblica que el evangelista Lucas rescata para subrayar la autori-
dad de Jesús: La piedra que los constructores desecharon en piedra angular
se ha convertido (Lc 20, 17). Las víctimas sobre las que se ha construi-
do la historia, tantos siglos invisibilizadas y de tantas maneras privadas de
significación, son las piedras descartadas. Parecería llegado el momento
de construir sobre ellas. Falsa alarma. La historia sigue a su aire atraída
por el seductor encanto del progreso. Hay que seguir cepillando la histo-
ria a contrapelo.

Alamedilla del Berrocal, Ávila, 2013

19
I

LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO


1

EL TIEMPO ES EL OTRO*

¿Qué es entonces el tiempo? ¿Quién podría explicarlo de modo conciso y


breve? ¿Quién podría comprenderlo para luego expresarlo en palabras o cap-
tarlo con el pensamiento? ¿De qué otra cosa hablamos, en efecto, de forma
más familiar y más conocida que del tiempo? Ciertamente comprendemos
algo cuando hablamos de él, lo comprendemos asimismo cuando oímos ha-
blar a alguien de él. ¿Qué es, por lo tanto, del tiempo? Si nadie me lo pre-
gunta, lo sé. Si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé. Pero sí puedo
decir con certeza que reconozco que si nada pasase, no habría tiempo pasado,
y que si nada adviniese, no habría tiempo futuro, y que si nada sucediese, no
habría tiempo presente. Pero, ¿qué características poseen esos dos tiempos,
el pasado y el futuro, si el pasado ya no es y el futuro aún no es? El presente,
por su parte, si siempre permaneciese presente y no pasase hacia el pasado,
no sería ya tiempo, sino eternidad. Si el presente, para existir como tiempo,
debe ser de tal modo que fluya hacia el pasado, ¿cómo es que podemos de-
cir que «es», si su razón de ser radica en que no será más, y la de que digamos
sin dudas que el tiempo es, solamente que tiende a no ser? (san Agustín,
Confesiones, Libro XI, cap. 17)1.

«Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quiero explicarlo a quien me pregunta,


no lo sé». Quizá tenga que ver esta dificultad con el hecho de que ni siquie-
ra hay claridad sobre la etimología del término tempus. Marramao remite
esa dificultad al hecho, señalado por Benveniste, de que los compuestos de
este término (tempestas, temperare, temperetum, temperatio) son, en reali-

* En el origen de este escrito está la invitación de Juan Mayorga a hablar en su semi-


nario «Teatro y Memoria», en la sesión dedicada a «Meditación sobre el paso del tiempo»,
celebrada en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid), el 27 de febrero de 2012.
1. Agustín de Hipona, 2011, 57 y 59.

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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

dad, más antiguos que la palabra tempus, derivados que de una manera u
otra denotan continuidad e interrupción (Marramao, 2008, 14).
Y un poco más adelante dice Agustín:

Ahora resulta claro y evidente que ni lo futuro ni lo pasado son, y no puede


decirse con propiedad que los tiempos son tres: pasado, presente y futuro.
Más propiamente debiera decirse que los tiempos son tres: presente de lo
pasado, presente de lo presente y presente de lo futuro. En efecto, estos tres
modos «son» de algún modo en el alma y no veo otra forma de compren-
derlo: el presente de lo pasado es la memoria, el presente de lo presente, la
atención, el presente de lo futuro, la expectación (ibid., cap. 27)2.

De las reflexiones de Agustín cabe señalar dos aspectos. En primer


lugar, que opone al tiempo del reloj un tiempo subjetivo. El eje del tiem-
po es la experiencia que de él tiene el sujeto actual, cómo vive él el pa-
sado y se imagina el futuro; por lo que respecta al pasado, del que se
encarga la memoria, esta está al servicio del sujeto que recuerda y no de
los intereses de lo recordado. En segundo lugar, que Agustín prolonga
una consideración binaria del tiempo que viene de atrás (kairos-chronos)
y que se repetirá sin cesar, aunque con sentidos no siempre iguales: dis-
tinción entre tiempo subjetivo y objetivo; entre tiempo histórico y tiem-
po mesiánico; entre tiempo continuum e interrupción del tiempo; entre
tiempo biográfico y tiempo conceptual; entre tiempo mecánico y durée
o élan vital, en el caso de Bergson.
Estos dos puntos han tenido una importancia decisiva en Occidente:
han mandado y ahora están en quiebra.
Este famoso capítulo de las Confesiones de san Agustín explica bien
la atracción mortal y la dificultad de hablar del tiempo. Nos es tan fa-
miliar como el aire que respiramos, pero si se nos pregunta que lo ex-
pliquemos, sólo nos viene un torpe balbuceo. Contrasta la familiaridad
existencial con la dificultad conceptual.

El tiempo es un tema mayor en la filosofía. Tiene, sin embargo, el incon-


veniente de que se le da un tratamiento tan abstracto que pierde en el en-
vite todo su aguijón. He aceptado la invitación a reflexionar sobre él
en público porque siento ahora que tengo una cita con el tiempo, con el
envejecimiento, y no podía escabullirme. La invitación a tratar este tema

2. Ibid., pp. 67 y 69.

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EL TIEMPO ES EL OTRO

me llegó justamente cuando yo estaba tramitando mi «jubilación forzo-


sa» tal y como dice el «certificado de empresa» que el Consejo Superior
de Investigaciones Científicas, mi lugar de trabajo durante tantos años,
me había entregado oportunamente. No le di mayor importancia al trá-
mite. Nada cambiaba en mi vida puesto que yo seguía en el Instituto de
Filosofía de emérito o, como aquí se dice, ad honorem. Al día siguiente
iría al Instituto como había hecho a lo largo de los últimos veinticinco
años. Y de repente se produjo la cita con el tiempo. «Tenga usted en cuen-
ta», me dice un funcionario de la Seguridad Social, «que no puede tener
otros ingresos que los de la jubilación». Le miré atónito. En un instante me
di cuenta de lo que eso significaba. Desde luego que tendría menos ingre-
sos, algo que tenía asumido. En lo que no había caído era en que se me
retiraba de la circulación. Como si una forma de vivir el pensamiento
estuviera amortizada. Me sentí descatalogado. Durante un tiempo podría
dejarme ver, pero había llegado el momento de asumir la temporalidad,
es decir, una manera de ser y de estar que había acabado. Entonces me
vino a la mente lo que en mi pueblo, en mi infancia, se decía del que no
tenía trabajo: «estar de más».
Tenía que enfrentarme al tiempo, acudir a la cita, así que llamé a Juan
Mayorga para decirle que aceptaba el reto de pensar el tiempo. No pre-
tendo aclararme yo ni aclarar nada, sino familiarizarme existencialmen-
te con un tema que antes había tratado como un problema, un concepto,
pero no como un existenciario.

Al tiempo se le tiene mucho respeto, es decir, miedo. No hay más que ver
cómo borramos sus huellas. Por algo respondió Woody Allen, cuando
le preguntaron por su edad, por la vejez, que «no se lo recomendaba a
nadie». Aunque al modisto Adolfo Domínguez se le ocurrió el exitoso
eslogan «la arruga es bella», lo cierto es que domina la idea de disimu-
larla, de ocultarla, de borrarla. Para eso vale todo: cremas, desde luego,
y, si hace falta, operaciones quirúrgicas. Es posible que en otras culturas
la veteranía, la vejez, sea un grado: en la nuestra, no. Se valora a los jó-
venes, sanos y fuertes.
Miedo al paso del tiempo y miedo a la muerte. Se muere en los hos-
pitales, se vela en los tanatorios y los coches fúnebres circulan de noche.
Nos esforzamos por invisibilizar la muerte. A las campanas de mi pueblo
«tocando a clamor», como se decía de ese triste tañido que convocaba al
pueblo, ha sucedido el anonimato del luto y del duelo.

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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Esta cultura que tiende a invisibilizar el paso del tiempo viene de le-
jos pero se ha acelerado en los últimos tiempos. Viene de lejos, al menos
desde la modernidad que es una apuesta por el presente. A la autonomía
del sujeto que preside eso que llamamos Modernidad o Ilustración, le
sienta mal el pasado, la presencia del pasado, porque esa presencia del
pasado tenía en la premodernidad unas pretensiones normativas (el pa-
sado norma del presente) que le resultan inaceptables a un sujeto cons-
ciente de su autonomía. Son cosas, se dice, de los tradicionalistas, inte-
resados en el cultivo del paso del tiempo, o de los nostálgicos que, en el
fondo, desperdician el presente.
Lo cierto es que la era telemática, que es la nuestra, da una vuelta de
tuerca a ese constreñimiento o presencialismo del tiempo pues refuerza
tanto el presente que no sólo anula el pasado, al privarle de todo valor,
sino que destroza el futuro, al considerarlo más de lo mismo. Paul Virilio
(autor de Le Grand Accélérateur) explica bien el asalto de la telemática
a la fortaleza del tiempo. Dice que hoy en día el tiempo está sometido al
poder del instante real y que eso supone despedir un tipo de vida (es de-
cir, el modo de ser humano y de comprender el mundo), construido sobre
el reconocimiento de la duración. Lo entendemos si recordamos que la
velocidad de internet, que es la de referencia, es la de la luz.
«Duración» se opone a «instante real». Sin necesidad de meternos
en los dibujos de Bergson sobre durée o élan vital, por duración hay que
entender un ritmo de vida que distingue entre noche y día; entre esta-
ciones del año; entre días laborables y días festivos, es decir, tiempo de
trabajo y tiempo de descanso.
Pues bien, todo eso queda disuelto en la era telemática en nombre
del «dopaje electrónico del instante omnipresente». El tiempo telemáti-
co está caracterizado por la instantaneidad y la simultaneidad. Ese tiem-
po opera como una droga porque nos hace sentirnos inmortales. Como
dice Manuel Castells, «la eliminación de la secuencialidad —por mor de
la aceleración— crea un tiempo indiferenciado que es equivalente a la
eternidad».
¿Cómo se manifiesta este imperio de la instantaneidad y de la simul-
taneidad? De múltiples maneras. En primer lugar, obligando al sujeto a
reducir sus acciones a reacciones ante lo imprevisto, lo inatendido, lo que
acontece o sobreviene. Ante tantos estímulos, lo que cabe es la reacción
casi instintiva.
Esta solicitud de lo imprevisto, esta concentración en lo que pueda
ocurrir, fomenta la cultura de masas en el sentido de que se fabrican po-
tentes emisores de estímulos (la televisión, la publicidad, el marketing,
etc.), iguales para todos, a los que los individuos responden indefectible-

26
EL TIEMPO ES EL OTRO

mente. Lo vemos en las modas del vestir o de los gustos musicales o en los
modos de pensar.
La cultura de masas logra rizar el rizo cuando el individuo llega a pen-
sar que es él el que decide a la hora de comprar un pantalón estrafalario
o peinarse con una cresta verde. Estamos ante lo más in: «el individuo de
masas».
En segundo lugar, destruyendo la facultad de lo que Paul Virilio llama
le traject. El ser humano puede ser sujeto y objeto, dos herramientas a tra-
vés de las que se realiza. Habría que incluir además la facultad del traject,
de la experiencia del espacio. El ser humano no tiene raíces sino patas por-
que es nómada. Se realiza viajando, que es un momento fundamental de la
experiencia humana. Pues bien, el imperio de la instantaneidad lo destru-
ye, hace imposible ese papel y la consecuente experiencia.
También se manifiesta, en tercer lugar, causando muertes. La acele-
ración de nuestro tiempo es potencialmente mortal. Mata, en primer lu-
gar, la experiencia, sustituyéndola por las vivencias, como bien vio Ben-
jamin. Todo acontecimiento vivido necesita un tempo vital para que sea
metabolizado en experiencia, es decir, sea integrado en la red biográfica
que nos ha ido conformando. En lugar de ese tempo vital la aceleración
lo que ofrece y exige es prisa, que no es llegar antes sino quemar etapas.
«Tenemos la impresión de vivir en cinco años», dice Virilio, «lo que an-
tes en cincuenta». Así no hay manera de que las vivencias maduren. Los
acontecimientos son vividos como shocks que se agotan en sí mismos.
Mueren al tiempo de producirse3.
Y, además, resulta suicida. Nos matamos con tiempo. Me refiero a
que esa forma de tiempo que se expresa como culto a la velocidad es
mortal. Las cifras, como digo en otro lugar4, son escalofriantes. Esa ve-
locidad, cuyo referente es la instantaneidad, opera como el canto de las
sirenas de la Odisea: promete la felicidad pero mata.

Estas son las manifestaciones positivas del imperio de la instantaneidad. La


filosofía no se ha quedado al margen de esta sensibilidad social. Como
lo suyo es emprender el vuelo al atardecer, como el ave de Minerva, es
decir, que se pone a pensar cuando el acontecimiento ha tenido lugar,

3. También Etty Hillesum habla de que en el Lager en un instante se envejece, dando


a entender que el sufrimiento es tal que consume el curso vital, obligando a vivir desde el
final, desde la proximidad de la muerte. Véase infra, «Dios y las víctimas», p. 215, nota 15.
4. Remito al texto «El progreso, la velocidad y los accidentes», infra, pp. 35-48.

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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

hay que preguntarse si se detecta en ella un modo de pensar traspasado


por la preocupación del tiempo. Y así es.
El libro más significativo del siglo xx quizá sea Ser y tiempo de Hei-
degger. No digo que sea el mejor ni el más original sino el que más ha
marcado ese siglo.
El título es una novedad porque la filosofía pensaba el ser atempo-
ralmente. La verdad, como la razón, no tiene patria ni edad, se decía.
Eso cambió con Heidegger, como ya vio Karl Löwith —el único que se-
gún Heidegger había entendido su libro— al relacionar el ser con el tiem-
po. Lo que Heidegger planteaba, al convocar el tiempo, era una compren-
sión del ser humano o Dasein como «ser-para-la muerte».
¿Qué aporta esta comprensión del ser humano desde el final? Pues
poder valorar adecuadamente las posibilidades del ser humano y su au-
tenticidad5. La muerte como posibilidad —que de eso se trata— es una
forma de decir que el hombre no sólo es alcanzado por la muerte sino
que muere. El morir puede ser entendido como una maduración de la vida
y no sólo como un destino ciego que se nos impone. Como decía Don
Quijote: «Yo, Sancho, nací para vivir muriendo». La muerte aparece ins-
crita en la vida misma.
Para entender la relación entre ser-para-la-muerte y autenticidad, de-
beríamos recordar el relato kafkiano titulado La muralla china. El proyec-
to de la torre de Babel fracasó no porque los albañiles no se entendieran
sino porque no se puso la primera piedra. Al «tener tiempo», al disponer
de un tiempo indefinido, no se empezó la obra. Nos tomamos en serio
la vida cuando el tiempo tiene un plazo. Entonces nos la jugamos en cada
instante. No hay autenticidad cuando hay tiempo disponible (sea bajo la
forma de evolución o de esa forma de eternidad que es la instantaneidad).
El cambio que anuncia Ser y tiempo es, como acabo de decir, epocal
aunque, en honor a la verdad, hay que decir que Heidegger se apropia
de un modo de pensar típicamente judío.
Digamos que durante mucho tiempo el judío ilustrado sabía que tenía
una cita que podía aplazar pero no evitar: entre ser un hombre de su tiem-
po y, consecuentemente, asimilarse al modo de ser cristiano o poscristia-
no; o bien seguir siendo judío y perder el tren de la modernidad. Para ser
moderno el judío tenía que romper con sus raíces. Eso fue así hasta que
Franz Rosenzweig se plantó y se planteó ser judío y ser de su tiempo.
Ese gesto no podía hacerse más que invalidando el «pensamiento oc-
cidental», tan determinado por la filosofía que viene de Grecia, y es lo

5. Dice Karl Löwith: «Lo que la muerte pone de manifiesto es el ser del Dasein, su
posibilidad más íntima, la más auténtica...» (Löwith, 1984, 86).

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EL TIEMPO ES EL OTRO

que él hace al declarar que dicho pensamiento es una impostura idealis-


ta. La filosofía no ha pensado la realidad, sino que ha dado vueltas a la
idea que se hacía de la realidad. Se ha pensado a sí misma y no la reali-
dad, que era lo que tenía que haber hecho.
El test de esa impostura era el miedo a pensar la muerte. La estre-
lla de la redención, que es el libro en el que Rosenzweig ajusta sus cuen-
tas con el idealismo filosófico, empieza así: «Una vez en su vida tiene el
hombre que hacer la experiencia de su terrible pobreza, de su soledad
y de su desarraigo frente al mundo. A lo largo de una noche tiene que
aguantar a pie firme mirando a los ojos de la muerte» (cf. Rosenzweig,
1997, 44).
La filosofía no ha tenido el valor de mirar de frente a la muerte por-
que sólo se ha interesado por lo abstracto, por lo esencial, es decir, por
el Todo y «el Todo no muere». Quien muere es el individuo, pero eso
no le ha interesado a la filosofía. Lo singular no era de su competencia.
Ahora bien, si el Todo no muere, la muerte, que sólo afecta al individuo,
no es nada. La filosofía no ha entendido que la muerte es algo: es algo,
de ahí la angustia ante la muerte. Por eso, dice, «la filosofía es una gran
mentira, incluso antes de ser pensada» (cf. ibid., 45) porque, de entrada,
la filosofía no da importancia al significado de lo singular («la ciencia es
de lo esencial», decía Aristóteles).
La realidad de la muerte nos lleva a pensar la existencia como ser-
para-la-muerte, es decir, teniendo en cuenta la finitud del tiempo. ¿Y eso
qué significa? La respuesta que da Rosenzweig es muy críptica: «Tomar
en serio al tiempo», dice, «es necesitar al otro». Y un poco antes: «Nece-
sitar tiempo significa no poder anticipar nada, tener que esperarlo todo,
depender de otros en lo propio» (Rosenzweig, 1989, 63). Para Rosen-
zweig el tiempo es el otro.
Que «el tiempo es el otro» es una forma nueva de entender la tem-
poralidad que rompe con otra, que es la que ha dominado, según la cual
el tiempo es, por un lado, el yo, y, por otro, un continuum en el que el
pasado causa el presente y este el futuro. Estamos ante un tipo de tiem-
po natural, identificado con el conatus essendi, en el que el tiempo se
repite —sea bajo la forma de eterno retorno— o se prolonga —bajo for-
ma de progreso—.
Ahora bien, para Rosenzweig hay un parentesco entre esas dos mo-
dalidades del tiempo, en el sentido de que ni el yo ni el continuum anun-
cian novedad ni, por tanto, futuro, sólo son más de lo mismo. El yo bus-
ca eternizarse y el continuum es más de lo mismo.
Sin novedad no hay tiempo porque no hay futuro. Podemos hablar de
tiempo cuando lo que nos espera nos adviene, nos sorprende, y no es

29
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

mera repetición. Quien puede romper el continuum es el otro, por eso


el tiempo es el otro. ¿Qué es «el otro» dotado con tanto poder como
para poder crear el tiempo? El otro no es la persona de al lado, sino un
constructo teórico de la tradición judía. Puede ser y deberá ser el de al
lado, pero siempre y cuando carguemos sobre él el condensado teórico
de la tradición judía. Levinas ha construido un modelo filosófico sobre
esta figura, cuyos elementos fundamentales ya encontramos en Rosen-
zweig o el último Hermann Cohen.
Lo que caracteriza al otro es que dota al tú de una autoridad sobre mí
gracias a la cual me constituyo como ser humano y, desde luego, como
ser moral. Esa autoridad no le viene de su poder, sino de su vulnerabili-
dad. El secreto de la fuerza del Tú es que puede ser muerto o destruido
por mí. Esa su fragilidad se expresa en un mandato: no matarás, es decir,
no me hagas daño, hazte cargo. Ese mandato que viene del otro es lo que
nos separa de la animalidad, lo que nos permite ingresar en la condición
humana. De ahí su autoridad.
El otro rompe la querencia del tiempo natural y del tiempo subjetivo
que sólo buscan la permanencia del yo porque de alguna manera sigue
atado al impulso de la animalidad, al conatus essendi, a la conservación.
Walter Benjamin hereda a Franz Rosenzweig y prolonga su reflexión.
Dice que en su maletín llevaba un ejemplar de La estrella de la redención y
que, al llegar al hotel o a la pensión, sacaba el libro y sobre él colocaba el
cuadro de Paul Klee Angelus novus. Lo cierto es que lo tiene muy presente.
Benjamin prosigue la crítica a la modernidad de Rosenzweig pero
no se centra en el «idealismo», que había confundido el dedo que se-
ñala la luna con la luna misma, es decir, que obligaba a la realidad a
ajustarse al pensar, llegando al punto de negar algo tan universal como
la angustia ante la muerte por la sencilla razón de que, según la filoso-
fía, la única realidad es el Todo y el Todo no muere. Benjamin abando-
na ese filón y se centra en el destino de algo por lo que la modernidad
había apostado decididamente, a saber, la experiencia. La modernidad
quería ser ciencia de la experiencia, de ahí el valor del experimento en
las ciencias naturales y de la experiencia en las del espíritu. No olvi-
demos que la Fenomenología del espíritu de Hegel tiene por subtítulo
«ciencia de la experiencia de la conciencia». La modernidad surge al
grito de «no aceptar nada como válido que no resistiera la prueba de
la experiencia»6.

6. Ese es el lema de un famoso documento, Das älteste Systemprogramm des deut-


schen Idealismus; atribuido a Hegel y Schelling, fue descubierto por Rosenzweig y publi-
cado por él en 1917. Se lo considera la proclama oficial del idealismo alemán.

30
EL TIEMPO ES EL OTRO

Pues bien, Benjamin constata no sólo que la experiencia no juega de


hecho papel alguno en el conocimiento, sino que la experiencia se ha he-
cho imposible. Lo que llama la atención es que aduzca, como prueba de
su tesis, lo vivido por los soldados en la Primera Guerra Mundial. En una
guerra se vive mucho. Pues bien, los soldados volvían con muchas viven-
cias pero ninguna experiencia. Habían visto de todo y padecido lo inde-
cible pero nada de eso había sido metabolizado en vida propia.
Si la experiencia había sido sustituida por la vivencia era debido, por
un lado, a la naturaleza de la guerra. Era una «guerra de materiales» en
la que, por primera vez, el ser humano —su valor, su capacidad de deci-
sión— pintaban poco. Lo importante era el armamento. Esta constata-
ción daba el golpe de gracia a la mística bélica que tantos —Weber, Una-
muno, Wittgenstein, Jünger— habían cultivado hasta ese momento. El
combatiente bastante tenía con reaccionar instintivamente a cada acción
bélica, dictada por la técnica.
El otro golpe mortal a la experiencia se lo proporciona el ritmo de
la vida que Benjamin capta con sus antenas de «anunciador del fuego».
Gustavo Martín Garzo7 describía bien lo que da de sí ese ritmo de vida
al llamar la atención sobre el comportamiento de cualquier contempo-
ráneo que va de visita al Vaticano para admirar la Pietà y se satisface mi-
rándola con el objetivo de la cámara o que lee un libro sin retener una
palabra o que sale de un museo igual que entró o que oye miles de histo-
rias sin recordar ninguna.
Lo que en esas circunstancias propone Benjamin no es la recupera-
ción de la experiencia. Eso es imposible porque ese tiempo del beatus ille
ha pasado ya. Tenemos que enfrentarnos al desarrollo acelerado de la téc-
nica, es decir, a lo que él llama progreso. Enfrentarse a esa lógica es in-
terrumpir el continuum.
Lo que procede, entonces, es interrumpir los tiempos que corren. Y en
eso está de acuerdo con Rosenzweig. Pero Benjamin piensa —y en esto
se distancia de Rosenzweig— que no basta el otro. Hay que contar con
algo sólido, materialista y contundente. El arsenal del que echar mano
es lo fracasado de la historia. Esto no se opone a la figura del otro, pero
son acentos distintos.
En las ruinas y cadáveres sobre los que se ha construido la historia hay
mucha munición disponible. En primer lugar, la conciencia del alto coste
del progreso. Se pierde irreversiblemente un modo de vida según un tem-
po lento como era el rural. Se pierde un tipo de sociedad pero se puede y

7. «Las vírgenes suicidas», El País, 19 de febrero de 2012.

31
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

se debe rescatar su espíritu, tal y como pide Benjamin en la Tesis X cuan-


do aconseja al hombre moderno tomar distancia «del mundo y de sus
pompas» como hacían los monjes en el pasado. No es fácil hacerse con
ese espíritu contemplativo, pero es necesario si queremos librarnos del
embrujo de un tiempo que sólo avanza destruyendo.
De provecho es, en segundo lugar, saber lo que hay de positivo en
tantos proyectos fracasados. El que ha estado implicado en ellos sabe que
lo que al final se impone no era la única posibilidad de la historia. Otro
mundo era posible.
Cada caso de fracaso, de sufrimiento, reclama el derecho a la felici-
dad. Este planteamiento se opone a aquel otro que ve la desgracia como
algo natural, como una ley inexorable de la naturaleza, ley que se expre-
sa en la «caducidad de la naturaleza». Pero Benjamin se rebela contra esa
resignación o ese cinismo y en lugar de hablar de la naturaleza caduca
plantea una «naturaleza mesiánica», es decir, un orden profano fecunda-
do con el sentido del sufrimiento de las víctimas. Ese nuevo concepto,
que reúne en una sola expresión dos mundos diferentes, reconoce algo
inconcebible para la filosofía occidental: que la vida es el lugar del con-
flicto, de la miseria, de la injusticia, del fracaso («caducidad» de la natu-
raleza), pero —y esto sí que es definitivo— todo ese sufrimiento no es el
precio de ninguna felicidad sino una exigencia de justicia. La tarea de la
política es perseguir «la naturaleza mesiánica», es decir, plantear el de-
recho a la felicidad de cada individuo, de cada experiencia, pues «cada
uno de esos instantes es la pequeña puerta por la que se puede colar el
Mesías» (GS I/2, 704)8. Una política fecundada por la «naturaleza me-
siánica» no podrá ya mercadear con la felicidad individual. La puerta
por la que entra el Mesías es la del reconocimiento del derecho singu-
lar a la propia realización. La clave de una concepción de la «existencia
justa» consiste en tomarse en serio la significación teórica del sufrimiento:
no cerrar los ojos ante el espectáculo del mundo, sino buscar en él, en
sus conflictos y aporías, el sentido de la existencia.
En tercer lugar que, gracias al poder de la memoria, las injusticias pa-
sadas siguen vigentes. Su vigencia cuestiona la legitimidad del presente.
Finalmente, el descubrimiento de la poderosa figura del Jetztzeit (el
«ahora»), esto es, la convicción de que la potencialidad del pasado no de-
pende de nuestra buena o mala voluntad. Es una fuerza objetiva que nos
asalta. El Jetztzeit da carpetazo al subjetivismo agustiniano que colocaba
el sentido y el poder de la memoria en la voluntad de quien recordaba.

8. Remitimos a la edición de los Gesammelte Schriften (= GS) de Walter Benjamin


(Suhrkamp, Fráncfort d.M., 1972 ss.), indicando volumen y página.

32
EL TIEMPO ES EL OTRO

Con estas herramientas se puede romper el hechizo o el prestigio del


progreso. No es cierto que esté cargado de esperanza porque la nove-
dad que maneja lo es sólo en apariencia: lo nuevo del progreso es la ree-
dición de lo de siempre («des Immergleichen am Neuen»), mientras que
la verdadera novedad es hacer aflorar lo que está pendiente, ver lo nue-
vo en lo que siempre estuvo ahí pero en espera («das Neue am Immer-
gleichen»).

Con este recorrido ¿se consigue algo?, ¿convence este rastreo del tiem-
po?, ¿consuela? Lo que parece desprenderse de lo dicho es, en primer
lugar, que el tiempo es un tema mayor. Independientemente de lo que
digan físicos o metafísicos, la idea que nos hagamos del tiempo acaba
incidiendo en el sentir, en el pensar y en el vivir. Sin entrar siquiera en
el estudio del tiempo como unidad de valor en el sistema capitalista de
producción, lo cierto es que para lo bueno y para lo malo la experiencia
del tiempo es decisiva.
En segundo lugar, que lo específico del tiempo actual es tener por
referente el tiempo de internet, es decir, la velocidad de la luz. Eso, que
ha tenido y tiene fantásticas consecuencias en el desarrollo tecnocientí-
fico, ha creado un tipo de civilización determinado por la prisa.
La prisa no es querer llegar antes sino pretender la instantaneidad.
Ahora bien, la instantaneidad como modelo de vida es mortal porque
mata la experiencia, ha sembrado las carreteras de cadáveres y tetraplé-
jicos y aspira a conformar un tipo de ser humano distinto del que hemos
conocido y por el que la humanidad ha luchado.
Lo que se quiere decir es que la prisa tiene graves contraindicacio-
nes a veces disimuladas por sólidas apariencias. Con razón se habla del
«dopaje electrónico del instante presente» que consigue vender el tiem-
po acelerado como equivalente de eternidad, es decir, como victoria so-
bre el paso del tiempo.
En tercer lugar, que el ser humano está relacionado con ser-para-la-
muerte. Eso explicaría la persistencia de la angustia ante la muerte a pe-
sar de todas las estrategias de negación de la muerte sea, en el pasado,
mediante una potente filosofía idealista, sea, en el presente, mediante
una estudiada escenificación para ocultarla.
Esa conciencia de la finitud no está negada con formas de trascen-
dencia de la susodicha finitud, si bien es verdad que toma formas in-
usuales. Comparemos, por ejemplo, a Miguel de Unamuno y Walter

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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Benjamin. Unamuno se enfrenta a la finitud del tiempo invocando la


inmortalidad. Unamuno quiere salvar su yo, proyectarlo en el tiempo. A
Benjamin no es el yo lo que le obsesiona. Recomendaba no usarlo an-
tes de haber cumplido cuarenta años y, después, sólo en casos de extrema
necesidad. Lo que le preocupa es que nada se pierda, salvar incluso las
posibilidades que no pudimos realizar. Por eso habla de recapitulación
o apocatástasis.
Para recoger todo lo que queda al margen de la historia, para aten-
der lo que quiso ser y no pudo, necesita deshacerse del viento de la his-
toria que lo empuja hacia delante como un caballo desbocado que corre
hacia el precipicio. Recapitulación e interrupción.
Lo que tienen en común Unamuno y Benjamin es el convencimien-
to de que la muerte no puede ser la última palabra. No puede ser que el
silencio invalide las palabras que se han dicho o que se han podido de-
cir porque entonces la injusticia triunfaría sin condiciones. Esto es fácil de
entender cuando hablamos de la construcción de la historia. Podemos en-
tender que las posibilidades latentes sirvan para construir el futuro, pero
¿vale lo mismo para cada individuo? Apropiarnos de lo que pudimos ser
y no conseguimos ¿nos garantiza un futuro más allá de la muerte? ¿Po-
demos suplir la finitud de la existencia con la memoria de lo que pudi-
mos ser? Si el aval del futuro son las posibilidades no realizadas ¿qué
posibilidades hay de que así sea?
Lo que nos tenemos que decir es que si la realidad de cada uno se
atuviera a su mera facticidad, el ser humano tendría una mala finitud
porque el anhelo de lo otro, el deseo y sus posibilidades no tendrían sen-
tido. Serían patologías del ser. Una buena finitud debería consistir, más
bien, en remitir las palabras al silencio no para que queden definitiva-
mente acalladas, sino para que se encuentren con lo inexpresable, que es
a lo que aspira una palabra verdadera.

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EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES*

Según la Organización Mundial de la Salud1 mueren cada año en las ca-


rreteras de todo el mundo en torno al millón trescientas mil personas,
un número superior a los fallecidos en las guerras o actos criminales. En
la franja de edad que va de los cuatro a los cuarenta y cuatro años, los
accidentes de circulación constituyen una de las tres primeras causas de
muerte. Según el citado estudio, el número de víctimas es mayor en los
países pobres que en los ricos. Y llama también la atención que la mi-
tad de los fallecidos sean peatones, ciclistas y motoristas. A estas cifras,
referidas a fallecidos, habría que sumar la de los heridos, entre veinte y
cincuenta millones anuales, lo que supone una importante carga para los
sistemas de salud pública. Entre las causas de la accidentalidad vial es-
tán la velocidad, en primer término, seguida de la falta de seguridad en
las infraestructuras y el consumo excesivo de alcohol. Aunque en países
como España el descenso de víctimas viales es espectacular en los últi-
mos años (hemos pasado de 3 841 muertos en 2004 a 1 929 en 2010),
los expertos advierten que en el año 2030 los accidentes de carretera se
convertirán en la quinta causa de muerte en el mundo, mientras que en
el año 2004 ocupaba el décimo lugar. Esto quiere decir que la batalla ni
está ganada ni en camino de serlo. Es hora de preguntarnos si basta con
las medidas tradicionales —leyes severas y que se cumplan, mejora de

* Publicado originalmente en Anuario de la movilidad 2009, Fundación RACC


(2010), pp. 27-35.
1. Cf. Informe sobre la situación mundial de la seguridad vial, Ginebra, Organiza-
ción Mundial de la Salud, 2009. www.who.int/violence_injury_prevention/road_safety_
status/report/es/index.html

35
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

las carreteras, educación vial, control del consumo de alcohol, etc.— o si


hay que hacer algo más.
Mi hipótesis es que las medidas convencionales que acabo de enu-
merar tienen un techo difícil de franquear porque está compuesto de ma-
teriales valiosos que no estamos dispuestos a cuestionar. Por paradójico
que resulte, la desmesurada siniestralidad vial cuenta con la complicidad
de «valores» profundamente arraigados en el hombre moderno. Avanzar
en la lucha contra los accidentes de tráfico sólo es posible si desplaza-
mos la atención hacia esos supuestos culturales que sostienen directa o
indirectamente la muerte en la carretera.
Pese a la magnitud de las cifras, lo que llama la atención —y lo que
sirve de punto de partida a estas reflexiones— es el abismo emocional que
separa a las víctimas de la carretera de las del terrorismo. En la primera dé-
cada de este siglo han muerto 38 630 en la carretera y 58 han sido las víc-
timas mortales del terrorismo etarra. Por supuesto que preocupan las
primeras. No hay más que ver el ahínco con el que la Dirección General
de Tráfico propone estrategias para reducir los accidentes, o constatar el
lugar que la siniestralidad vial va ganando en la información periodística.
Pero nada tiene que ver la convulsión que provocan unas víctimas y otras,
a pesar de la diferencia cuantitativa. Cada asesinato etarra provoca una
sonora indignación moral contra la violencia terrorista, acompañada de
contundentes declaraciones condenatorias por parte de líderes políticos,
sindicales, empresariales y eclesiales. Lo que hay en el segundo caso es una
fría información pública y un intenso dolor privado por la pérdida del
ser querido. No se trata evidentemente de minusvalorar la importancia de
las víctimas del terrorismo (cf. Mate, 2008), sino de analizar la indife-
rencia o resignación con que acogemos las noticias sobre los accidentes
de tráfico. Con razón se quejan las asociaciones de víctimas de la carre-
tera de que las víctimas viales no figuren entre las grandes preocupacio-
nes de los españoles2.
Si nos permitimos hacer esa comparación es porque en ambos casos
hablamos de víctimas, es decir, presuponemos que hay seres inocentes ob-
jeto de una violencia injusta. Conocemos las fundadas razones para dar im-
portancia a las víctimas del terrorismo, pero ¿por qué tan poca a las de la
carretera?
Asumamos desde el principio la complejidad del asunto. Tenemos,
en efecto, que explicar el concepto de víctimas de la carretera acercán-
donos al terror político (que es donde ha madurado preferentemente

2. Entrevista a Luis Rojas Marcos, El País, 29 de octubre de 2007.

36
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

el concepto de víctima), pero siendo conscientes de que son mundos


diferentes.

¿Qué es lo común y cuál la diferencia? Son víctimas porque en un caso


y otro sufren una violencia que no se han merecido: el caso del peatón
arrollado por un coche en un paso de cebra o el caso de un coche al-
canzado por otro distraído o el de un acompañante que va en un coche
conducido por un irresponsable. En todos estos casos alguien sufre una
violencia inmerecida.
Esto significa entonces que no todo el que muere en la carretera es
víctima. No lo es, por ejemplo, quien sea declarado culpable de condu-
cir borracho. Es verdad que la casuística es inabarcable, pero podemos
hacer una distinción formal entre quien causa culpablemente un acci-
dente y quien es objeto del mismo sin ser su causa. En medio queda una
enorme zona gris como, por ejemplo, el caso de quien sufre una grave
lesión o la muerte por una mínima distracción.
Pero las diferencias entre la víctima del terrorismo y vial son nota-
bles. En primer lugar, en el caso del terrorismo tenemos que los daños
que causa la violencia tienen un triple alcance: personal, político y so-
cial, es decir, esa violencia conmueve los fundamentos de la ética, de la po-
lítica y de la sociología, por eso tiene tanto impacto. En segundo lugar,
no se puede disociar el daño a la víctima de la culpabilidad del terrorista.
Las víctimas del terror remiten inmediatamente a la culpabilidad del te-
rrorista. No hay terror sin culpa. Finalmente, dada la amplitud de los da-
ños causados, la justicia a las víctimas obliga a un programa muy exigente
que incluye reparación material y moral de lo reparable; también reco-
nocimiento político y reconciliación o sutura de las fracturas sociales pro-
vocadas por la violencia. El terror nunca es privado, ni afecta sólo a sec-
tores particulares (etarras y policías, por ejemplo), sino que implica a
toda la sociedad porque tiene por objetivo convulsionar la convivencia.
En el caso de las víctimas de la carretera tenemos, en primer lugar, que
el acento no se pone en la culpabilidad del agente. Se prefiere hablar de
responsabilidad para señalar un sujeto al que imputar el costo de la acción,
cifrado en indemnización económica. Es una especie de responsabilidad
sin culpa (en sentido moral). El culpable lo es para que pague. Notamos,
en segundo lugar, que la sociedad no se moviliza contra el infractor (salvo
casos muy sonados en los que se lo busca para lincharlo). No se lo culpabi-
liza, no hay un juicio moral crítico de la sociedad. Observamos, por ejem-

37
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

plo, que ante el caso de un familiar imprudente que se expone al accidente


por conducción temeraria, no se reacciona igual que ante un familiar que
se echa al monte con una pistola. En este caso o se lo tiene por héroe o
tratamos de convencerlo para que no haga una locura. Sea para ensalzarlo
o para detestarlo, hay un juicio moral, lo que no es el caso cuando se tra-
ta del accidente vial donde la catástrofe se remite a la mala suerte o a la
fatalidad. Nada tienen que ver, finalmente, las frías reacciones del mundo
político, de los tertulianos o de los predicadores de cualquier signo ante la
cifra de muertos en las carreteras con las emociones que levanta un aten-
tado de Eta. Es decir, reaccionamos de manera diferente en un caso y otro
porque tenemos una valoración moral muy diferente sobre unas víctimas
y otras, o mejor, sobre unos agentes de la muerte en un caso y en otro.

¿Cómo se explica esto? La ausencia de juicio moral en el caso de las víc-


timas de la carretera se explica porque esas muertes se ven como el pre-
cio del progreso. Hay un fatalismo cercano al que se expresa en casos de
catástrofes naturales.
Con las víctimas del terrorismo, la valoración es muy diferente por-
que las situamos en un contexto de regreso o regresión. Entendemos que
el recurso a la violencia como arma política en tiempos de democracia y
de bienestar generalizado supone un ataque a conquistas tan irrenuncia-
bles como son el respeto a la vida y la autoridad de la palabra a la hora
de tratar los conflictos. Son dos conquistas tan generalizadas que quien
las cuestione tiene que aportar muy serias razones para que le creamos.
Detengámonos aquí y reflexionemos sobre la tesis de que el terro-
rismo es percibido como contrario al progreso, del mismo modo que los
accidentes viales son vistos como el precio del progreso.
Lo que parece incuestionable es la autoridad y buen predicamento del
progreso. Nadie lo discute. El político, ya sea de derechas o de izquierdas,
se presenta y presenta sus proyectos como de progreso. Lo contrario al
pensamiento progresista no es el conservador, sino la caverna; o progresis-
ta o cavernícola y nadie quiere ser esto último. Hay una versión izquierdis-
ta del progreso (la más habitual) y una conservadora (la más glamourosa);
si entendemos el progreso como estar al día, a la última (en modas, gustos
u opiniones), el conservador puede ser más progresista que el izquierdista.
Lo indiscutible es que ser moderno es ser progresista.
Símbolos elocuentes del progreso son el coche y la velocidad. La mo-
dernidad del coche se manifiesta en su producción (interviene la más alta

38
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

tecnología), en su estética (su diseño convoca lo más granado del arte)


y, sobre todo, en su significación. Un coche no vale sólo por las presta-
ciones que ofrece, ni por la calidad de sus materiales, sino por lo que
significa o, más exactamente, por el significado que la sociedad asigna a
cada marca y modelo.
Podríamos decir que el valor del coche no remite a su proceso de pro-
ducción, sino a lo que dice socialmente o a lo que de él se dice en la socie-
dad. Lo primero que pregona un coche es su lugar en la escala del presti-
gio social. Uno telegrafía su biografía con la firma del coche que conduce.
El mismo coche puede tener significados distintos en sociedades diferen-
tes. En la Alemania de los años sesenta Mercedes era la marca de los pu-
dientes agricultores, mientras que en España era el símbolo del torero
triunfador. Su segundo dicho o significado es de orden espiritual. El co-
che se convierte en nuestro sueño. O mejor, es quien nos sueña al presen-
tarse como el objetivo de nuestras vidas. Soñamos despiertos el triunfo y
nada como el coche representa esos sueños porque lo suyo no es vencer
en alguna causa menor, sino al tiempo y al espacio. El coche es velocidad
y lo que su exposición en un concesionario anuncia es que la ubicuidad y
la instantaneidad son posibles.
Esta relación del coche con la superación de los límites espaciales
y temporales fue bien vista cuando irrumpe en las calles de las ciuda-
des modernas aunque fuera a 40 km por hora. Un buen testigo de esta
percepción es el filósofo madrileño Manuel García Morente, cuyas re-
flexiones, datadas en los años treinta, siguen siendo actuales (cf. García
Morente, 1996). Para él la relación hombre moderno o progreso, por un
lado, y velocidad, prisa o coche, por otro, no es casual, ni propia de unos
jóvenes alocados. Es la señal de nuestro tiempo. Sus raíces están, ni más
ni menos, en nuestra idea moral. Veamos cómo lo explica. Cada época
tiene su modo o manera de explicar la ética, es decir, por qué ser bueno.
Los antiguos y medievales relacionaban el acto bueno con el acto virtuo-
so, es decir, construían el sistema ético sobre el concepto de virtud. Eso
cambia con la llegada de la modernidad. Para Kant, santo y seña de esta
época, la acción buena es la que se hace sin interés alguno, es decir, si se
hace porque hay que hacerlo, por deber, y no para conseguir algo. Con-
secuentemente, la bondad se sitúa en la buena intención, en la voluntad
de hacer bien y no en el interés que reporte, aunque esos intereses sean
tan elevados como conseguir la vida eterna.
Según este planteamiento, hay una devaluación no sólo de los inte-
reses que persiga la acción, sino también del valor que comporten los
contenidos. Naturalmente, no es lo mismo pretender el cielo que una
buena cuenta corriente; y no es lo mismo salvar la vida de un niño que

39
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

ser cortés, pero, para la moral, lo decisivo es la gratuidad del gesto, el


deber de hacerlo, la voluntad al servicio de lo que hay que hacer. Gar-
cía Morente traduce esta moral del deber por el deber diciendo que el
acento se pone en perseguir un ideal y no en poseerlo. Importa más la
producción que el producto o lo producido.
Esto que parece tan abstracto tiene consecuencias para nuestro tema.
En efecto, si buena es la intención, el querer —y no tanto los contenidos
de esa intención o voluntad—, estamos obligados a tener siempre mo-
vilizada la intención, el querer, el avanzar hacia el ideal. Una voluntad
que no quiera es una voluntad muerta. El ser humano debe estar por lo
tanto siempre en tensión, siempre queriendo.
Pues bien, el progreso es eso, un constante progresar. No dar impor-
tancia a lo conseguido, no pararse ni siquiera a gozar las etapas inter-
medias. Citius es el ideal moderno, a saber, deprisa. Entendámoslo bien:
no se está diciendo que sea mejor tardar menos en llegar a un sitio, sino
que lo bueno es ir deprisa y, por tanto, siempre más de prisa. «Hemos
llegado al extremo», dice García Morente, «de conceder a la velocidad
un valor absoluto, un valor de fin. Y ahora ya la apetecemos por ella mis-
ma, la buscamos, no por su utilidad, sino porque erróneamente la estima-
mos como buena en absoluto» (ibid., 345). Si la velocidad es el bien, el
mayor mal es la quietud.
Aunque la velocidad del coche o del tren, cuando escribe García Mo-
rente, nos pueda parecer ridícula en comparación a la que ahora se ma-
neja, es vista ya entonces, sin embargo, como potencialmente suicida. El
problema no es la velocidad que cada coche alcance en un momento de-
terminado, sino el culto a la velocidad que lleva consigo el progreso. Si
el ideal de la velocidad, dice García Morente, es la instantaneidad, «¿hay
algo más parecido al suicidio?». De una manera muy sencilla, que no
simplista, García Morente pone las bases de la crítica a la relación pro-
greso/velocidad que se desarrollará en las décadas siguientes.

Suicida es la velocidad del progreso porque lleva consigo «el empeño im-
posible de sustraerse a las condiciones esenciales de la vida» (ibid., 346),
a saber, el tiempo y el espacio. El hombre construye su identidad a través
de relatos y memoria cuyo componente esencial es el tiempo. También
es cuerpo y, por tanto, espacio: cuerpo personal, cuerpo social y cuerpo
territorial. Pues bien, al ideal de velocidad que maneja el progreso, esos
condicionantes espaciales y temporales le resultan inaguantables, de ahí

40
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

que atente contra la posibilidad de la existencia. Como dice Paul Viri-


lio, el progreso produce «contaminación dromosférica», es decir, genera
una polución que afecta al tiempo y al espacio (Virilio, 1996, 59).
El tiempo está, pues, a la base de la vida moderna construida bajo el
señuelo del progreso. Ya Marx vio con claridad y denunció oportunamen-
te el hecho de que el tiempo fuera la medida del valor en la economía3.
El tiempo como medida del valor material. La unidad tiempo permite
calcular el valor de producción y, por tanto, los beneficios económicos
posibles. Nunca como en el moderno capitalismo ha sido verdad la vieja
máxima de que «el tiempo es oro». Pero esto vale igualmente para la pro-
ducción cultural. También aquí el tiempo es la unidad de medida. Nada
apreciamos más, desde el punto de vista de la cultura o de las ideas, como
la novedad. Lo nuevo trae consigo un valor añadido que sólo es posible si
hay una valoración social del antes y del después. Importa más la suce-
sión temporal que los contenidos de lo que el tiempo trae.
No se nos puede escapar el hecho de que para que el tiempo cum-
pla esa tarea arcóntica, no vale cualquier tiempo. No vale, por ejemplo,
el tiempo desmayado de la vida rural, sino un tiempo medible, es decir,
descompuesto en fracciones iguales que puedan luego ser aplicadas a los
distintos procesos productivos. Estamos hablando entonces de un tiempo
abstracto, es decir, de un tiempo que no quede afectado por el valor de
los acontecimientos que tengan lugar en él. Esta decisión es capital, como
luego veremos, pues ese tiempo que sirve para tarifar el valor del salario
de cada trabajador, independientemente de su situación particular, lleva
consigo también la muerte de la experiencia en la vida moderna.
El resultado inmediato de este tiempo, elevado a unidad de medida
de la producción, es una economía caracterizada por la aceleración de los
procesos de producción. Y eso se logra por medio de la innovación tecno-
lógica que incrementa la productividad al reducir los tiempos producti-
vos. Eso afecta evidentemente a las relaciones de producción entre capital
y trabajo, empujadas fatalmente hacia formas de flexibilización y preca-
rización, es decir, hacia formas de aprovechamiento máximo del tiempo.
Habría que considerar las víctimas del trabajo (844 muertos en Es-
paña en 2007), el segundo capítulo de víctimas después de las viales, bajo
el punto de vista de la aceleración de la innovación tecnológica. Tras el es-
logan del I+D+I, predicado con entusiasmo por políticos, empresarios

3. La clave (del beneficio) está en la conversión del tiempo en factor de medida del
valor, es decir, en la conversión de los resultados de una actividad individual en norma
temporal abstracta de esa actividad a través de la mediación del sistema productivo capi-
talista (Zamora, 2011, 148).

41
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

e ideólogos de la tecnología, se esconde un turbio capítulo de subpro-


letización de una parte importante de mano de obra, de precarización
de las condiciones laborales y, finalmente, de siniestralidad laboral. No
se lucha sólo contra esta siniestralidad con disposiciones de seguridad,
dictadas por los responsables políticos, sino también y sobre todo revi-
sando los supuestos ideológicos —tales como el uso del tiempo— sobre
los que se asienta eso que eufemísticamente llamamos «productividad
empresarial».
El ideal del progreso como aceleración del tiempo no sólo domina
la vida económica, sino también la espiritual. Eso se puede ver analizan-
do el mimo con el que la filosofía moderna ha desarrollado ese tipo de
tiempo que Marx llamaba, en función de sus análisis económicos y so-
ciales, abstracto. Un lugar obligado para esa crítica del progreso es Wal-
ter Benjamin, el malogrado escritor judío que se suicidó en Port Bou,
en 1940, huyendo de los nazis. En una de sus últimas notas dejó escritas
estas crípticas palabras: «La idea de un progreso del género humano en la
historia es inseparable de la idea según la cual la historia procede reco-
rriendo un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la idea de un tal pro-
ceso tiene que constituir la base de la crítica a la idea de progreso»4. Lo
que caracteriza al progreso —y por eso merece la crítica— es una concep-
ción del tiempo «homogéneo y vacío» que Benjamin opone al tiempo
«interrupto y mesiánico».
¿Qué es lo rechazable del tiempo «homogéneo y vacío»?: que se pre-
sente, en primer lugar, como una promesa de felicidad. Basta progre-
sar, conquistar nuevas metas, avanzar, para que se resuelvan los proble-
mas existentes, se reabsorban los pasados y la humanidad se sienta más
realizada. La humanidad no se realiza, como creían los antiguos, desa-
rrollando la naturaleza humana, sino superándose a sí misma. Si el pro-
greso es bueno porque es progreso, se entiende que todo progreso téc-
nico lo es también moral. El descubrimiento de la bomba atómica es un
bien porque es un nuevo invento, independientemente del uso que se le
dé. Nada hay de reprochable moralmente si los Estados dan prioridad
al desarrollo armamentístico en lugar de priorizar la lucha contra la ma-
laria (que es lo que, por otro lado, ocurre), porque la bondad de la ac-
ción está en los nuevos conocimientos que en cada caso se procuren. Este
mito moderno de que el conocimiento da la felicidad se aleja de la sabi-
duría socrática, tal y como se explica en el diálogo platónico Cármides
o de la sabiduría.

4. Véase el texto y comentario en Mate, 2006, 211.

42
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

El texto describe cómo sería un mundo organizado científicamente:


los pilotos serían seguros como máquinas; los médicos, unos maestros de
la salud; no correríamos riesgos inútiles en guerras o traslados; tendría-
mos zapatos a medida y trajes buenos y bonitos. «Sin embargo, que obran-
do así de sabiamente, obraríamos bien y seríamos más felices, eso, que-
rido Critias, es cosa que aún no podemos alcanzar» (Platón, 1982, 364),
dice Sócrates en voz alta. Sócrates tiene claro que no todo conocimiento
produce felicidad, de ahí la búsqueda del conocimiento que la provoca.
A la hora de responder a tan severa pregunta, podemos tener el senti-
miento de que gracias a la ciencia y a la técnica el hombre puede con
todo: puede vencer el hambre, las enfermedades, mejorar las condicio-
nes de vida... pero, pese a todo, el hombre se siente más amenazado que
nunca y esta vez por sus propias obras. El mismo hombre que descubre
el átomo que cura el cáncer puede fabricar la bomba atómica con la que
destruir su propio mundo. La disyuntiva parece ser o someterse a la ló-
gica férrea del tiempo que exige avanzar a cualquier precio, o embridar
el tiempo desde un proyecto racional que se someta no a la lógica del
tiempo sino de la humanización del hombre. A esas alturas del siglo xx
muchos intelectuales ya reconocían que la ciega lógica del tiempo ha-
bía ganado la partida a la humanidad en el desarrollo científico y veían
con espanto cómo las nuevas tecnologías, «en lugar de canalizar el cur-
so de las aguas, llenaban las trincheras de flujos humanos; en lugar de
fecundar la tierra desde lo alto de los aviones, la sembraban de bombas
incendiarias» (GS VII/1, 385). Intuían que el prodigioso desarrollo de la
ciencia y de la técnica iba a estar al servicio, en el mejor de los casos, del
propio desarrollo y no de las necesidades reales del ser humano.
La segunda característica del tiempo que maneja el progreso es la de
ser inacabable. Siempre hay tiempo, y como el tiempo camina hacia me-
jor, la humanidad es infinitamente perfectible. Este optimismo causó ma-
las jugadas a las izquierdas de la época porque, como todo iba a mejor
en virtud de una especie de ley histórica, no había más que esperar a
que la historia hiciera su trabajo. No hay que gastar muchas energías en la
lucha contra el capitalismo y la explotación porque, al ser estos fenóme-
nos antiprogresistas, las leyes de la historia se encargarían de dar cuen-
ta de ellos.
La misma mentalidad que creía en la ilimitación del tiempo, acaricia-
ba la idea de que son igualmente inagotables los recursos naturales. Con
esos instrumentos la humanidad puede soñar con ser infinitamente per-
fectible. La tecnociencia acaba siendo equivalente al paraíso en la tierra.
Finalmente, el tiempo es irresistible. No hay quien lo pare y si hay
culturas que prefieren anclarse en el pasado, se perderán en la prehis-

43
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

toria de la humanidad. Se puede retrasar su avance pero no impedirlo,


por eso mejor es cabalgarlo que desmontar.
Un tiempo así, que confunde progreso científico con progreso mo-
ral, coloca a la humanidad en una situación de angustia hasta ahora des-
conocida. Hasta ahora la angustia provenía de la inminencia de un final.
Eso no ha lugar, porque estamos diciendo que el tiempo es inagotable.
Lo que nos angustia es más bien la sensación de no tener un final, de no
saber cómo detener este tren que camina sin freno hacia el precipicio.
Frente a un mundo organizado bajo el supuesto de un tiempo continuo
que es infinito, inagotable e imparable, la experiencia del hombre co-
rriente para quien los tiempos que corren no traen buenos vientos.
Lo que propone entonces Walter Benjamin como ideal humanitario
es el concepto de interrupción del tiempo. Y lo hace refiriéndose a la fi-
gura que, para la izquierda, ha simbolizado como ninguna otra la acele-
ración histórica, esto es, la revolución. Pues bien, «Marx dice que las re-
voluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero quizá sean
las cosas de otra manera». Y puntualiza Benjamin: «Quizá consistan las
revoluciones en el gesto, ejecutado por la humanidad que viaje en ese
tren, de tirar del freno de emergencia» (cf. Mate, 2006, 307). Se invier-
ten los términos. La revolución, santo y seña del progreso, no puede con-
sistir ya en acelerar los tiempos, sino en detenerlos.
Este osado cambio cultural no debe ser leído como un gesto más de un
romanticismo vuelto hacia atrás y profundamente antiprogresista. Benja-
min es un ilustrado, aunque sea un crítico de la Ilustración histórica. Po-
cos como él saludaron la irrupción en la historia de la nueva tecnología y
pocos como él supieron ver sus posibilidades emancipatorias. Que el en-
tusiasmo inicial se trocara en crítica no tiene que ver con desprecio hacia
la técnica sino con una decepción por cómo se presentaba realmente. En
relación con el progreso entendió enseguida que dentro de la modernidad
había dos enfoques posibles: o situar el progreso al servicio de la huma-
nidad o a la humanidad al servicio del progreso. No era lo mismo. En el
primer caso, lo decisivo era la humanización del hombre y la técnica tenía
que ser un instrumento. Había que dosificar la investigación y orientarla
en provecho de la felicidad de la humanidad, como quería Sócrates cuan-
do se preguntaba si con más técnica seríamos más felices. En el segundo, lo
decisivo era el progreso, aunque eso llevara consigo un descomunal costo
humano y social. Lo que había visto Benjamin es que el progreso, en esta
segunda versión, había tomado tal delantera que lo que se imponía era un
frenazo y poder así cambiar la relación entre progreso y humanidad.

44
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

Este es el trasfondo filosófico y cultural desde el que hay que juzgar la valo-
ración social de las víctimas viarias. La modernidad ha optado por la vía
de la aceleración que no es la única posible pero que ha sido la dominante.
Esta vía supone, como ya se ha dicho, un atentado a las condiciones
de posibilidad de la existencia, a saber, el tiempo y el espacio. O, dicho en
palabras de Virilio, la aceleración ha generado una «polución dromosféri-
ca» que ha corrompido la sustancia del tiempo al tomar la instantanei-
dad como modelo de referencia temporal. La ciencia consiguió superar
el muro del sonido, luego el del calor. Ahora vivimos un nuevo tiempo, el
de la velocidad de la luz. A 300 000 km por segundo, la velocidad se con-
funde con la inmediatez y esa velocidad es el referente de comunicación
electrónica y el ideal al que debe aspirar todo trayecto entre dos puntos.
Pero a esa velocidad la historia se vacía de historias, porque esta necesita
tiempo y la teletécnica lo reduce todo a la instantaneidad.
Esa velocidad, que ha proporcionado grandes éxitos y conquistas,
cuenta también con un capitulo de pérdidas. Antes el viajar constaba de
partida, trayecto y llegada. Había un momento de preparativos materia-
les y psicológicos que predisponían al aprendizaje de una nueva expe-
riencia, al tiempo que permitía tomar distancias en relación con lo que
hemos vivido hasta ese momento. Luego estaba el trayecto, momento y
lugar, en el que el viajante se enriquecía del espacio que transitaba, de la
naturaleza y de las personas que poblaban y conformaban esa parte del
espacio. Finalmente, la llegada que abría las puertas a un nuevo tiempo
y una nueva experiencia. Ahora sólo hay un tiempo: el de la llegada. El
tiempo invertido en el trayecto es tiempo perdido y la salida indica el ins-
tante en el que dejamos de hacer lo que estamos haciendo a la espera de
lo que haremos cuando lleguemos al destino.
Walter Benjamin expresaba esta pérdida diciendo que vivimos tiem-
pos en los que la experiencia ha dejado su sitio a la vivencia. La expe-
riencia necesita tiempo para integrar las vivencias en una red de rela-
ciones vividas. La experiencia se construye con relatos y memoria que
necesitan un tempo determinado. Eso es lo que se ha perdido, devora-
do por un ritmo frenético que sólo admite vivencias puntuales que se
agotan en sí mismas y demandan ser sustituidas por otras más intensas,
pero igualmente puntuales.
Se sacrifica el trayecto a la llegada, la experiencia a la vivencia y tam-
bién el pasado y el futuro al presente.
Otro tanto cabría decir de la contaminación del espacio, atacado por
la velocidad y por la telemática con sus espacios virtuales. Si se reduce

45
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

el tiempo de viaje a Tokio a dos horas, dice Virilio, la tierra se convierte


en un juguete de bolsillo, perdiendo el misterio que le proporcionaba la
grandeza que se le presumía hasta ahora. Enterraremos emociones capi-
tales si pensamos que una visita al Museo del Prado por internet puede
sustituir una visita directa. Se produce una regresión cuando en vez de
abrir la ventana con las manos, desplazándonos hasta ella, recurrimos al
mando a distancia. Asumimos como normales gestos propios de imposi-
bilitados o tetrapléjicos. En todos estos casos estamos dando a entender
que podemos vivir sin espacio: renunciamos al espacio cuando viajamos
porque, desde la ventanilla del AVE, el espacio molesta a la vista; achica-
mos la tierra privándola de todo misterio; preferimos la modalidad del
sedentario a la capacidad de aventura emocional del que va a los sitios.
Llegados a este punto, quizá convenga recordar lo que el astronauta del
Apolo, Jim Lowell, cuenta en sus memorias. Llegó un momento en que
los problemas técnicos obligaron a considerar la posibilidad de no regre-
sar vivos a la tierra. Había que elegir entre una huida al mundo sideral,
hasta lo que aquello diera de sí, o enfilar la nave hacia la tierra a sabien-
das de que llegarían cadáveres. Y no lo dudaron. Necesitaban la tierra
aunque fuera para el descanso eterno5.

Y esto ¿adónde nos lleva? A tomar conciencia de lo difícil que es luchar


contra la violencia vial. No tenemos la alianza de la moral, como en el caso
del terrorismo político (la muerte de la víctima se nos manifiesta como
una negación inmediata del «no matarás»). Aquí el valor, también la va-
loración moral que hace la sociedad, está más cerca del que abusa de la
velocidad que de quien la critica.
Lo que procede entonces es cuestionar la autoridad del progreso con el
que todos hemos pactado. ¿Cómo? Por de pronto recordando que hay una
tradición de pensamiento, que viene del siglo xx, que está llamando la
atención sobre los peligros del progreso. Walter Benjamin, por ejemplo,
compara, en su Tesis VIII, fascismo con progreso (Mate, 2006, 143 ss.).
¿Lo común? La naturalidad con la que uno y otro aceptan que haya víc-
timas para el logro de sus objetivos. ¡Qué le vamos a hacer si algunos
caen! Es el precio del progreso.
Esta crítica del progreso no significa renunciar a los avances de la hu-
manidad, tan positivos en muchos aspectos, sino en saber distinguir

5. Narrado por Virilio, 1996, 51.

46
EL PROGRESO, LA VELOCIDAD Y LOS ACCIDENTES

entre un progreso que está al servicio de la humanidad, de la humani-


zación del hombre, y otro progreso que convierte a esa humanidad en
instrumento para el progresar. Por desgracia estamos instalados en la se-
gunda propuesta.
La crítica al progreso no puede hacer olvidar, en ningún caso, la im-
portancia de la técnica. Cuando despuntó con fuerza en el siglo xix se
la saludó con euforia mesiánica, conscientes de que el hombre empeza-
ba a tener medios materiales para hacer realidad viejos sueños de feli-
cidad que hasta ese momento sólo habían sido soñados. El problema es
saber qué ha pasado para que el instrumento se vuelva contra su crea-
dor. Se está repitiendo lo que cuenta Platón en el diálogo Protágoras:
los dioses, a la vista de lo mal que lo tenía el hombre en su lucha con
los animales, deciden enviarle el fuego y las técnicas del fuego para que
aprenda a defenderse. Se quedaron atónitos al ver que usaban el arte de
las armas fabricadas con fuego para... matarse entre ellos.
Punto central de la crítica al progreso es la siniestralidad vial. Su
descomunal volumen es impensable sin la complicidad de un factor
cultural tan prestigioso como el progreso. En el progreso hay una de-
manda de velocidad que es suicida porque su modelo es la instanta-
neidad que pone en peligro un bien espiritual como la experiencia y
un bien material como la vida. Para ser consecuentes con este plantea-
miento hay que repensar a fondo eso que llamamos un «accidente».
Si con ello señalamos las muertes y heridas de la carretera, habrá que
preguntarse qué es lo «sustancial». Lo sustancial es la velocidad, ese
incesante e irresistible avance inscrito en el concepto mismo de pro-
greso. Habría que dar la vuelta a ese supuesto y aceptar que lo sustan-
cial es la vida humana y lo instrumental, el progreso. Para ese vuel-
co conceptual, Paul Virilio propone repensar la figura del «accidente»,
entendiendo por tal el fracaso de un proyecto o trayecto. Constata
con agudeza que toda conquista técnica ha producido un «accidente»
específico: con el navío vino el naufragio; con el tren, el descarrila-
miento; con el avión, el estrellarse; con la electricidad, la electrocu-
ción; con la relatividad, la bomba atómica; con la tele-tecnología, que
es la fase en la que nos encontramos, la interactividad global porque se
produce a velocidad de la luz. Por interactividad hay que entender el
enjambre de relaciones que permite la revolución telemática de trans-
misiones. Las decisiones no se toman teniendo en cuenta los intereses
o los problemas locales, sino que siguen la llamada del beneficio que
se pueda producir en cualquier punto del planeta. La interactividad
puede hundir en instantes a un país y, también, poner en jaque a todo
el sistema.

47
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Para que nos hagamos cargo de su poder de creación y de destruc-


ción Virilio compara la interactividad global con la radioactividad: «La
interactividad es a la sociedad lo mismo que la radioactividad es a la ma-
teria» (1996, 88). La radioactividad es un elemento constituido de la ma-
teria que puede, sin embargo, destruirla por la fisión. Otro tanto cabe
decir de la interactividad: puede lograr una sociedad integrada o la des-
integración de la sociedad a escala mundial. Estamos no ante un posible
accidente parcial sino ante un accidente general, ante el accidente de to-
dos los accidentes, como diría Epicuro.
Esta posibilidad debería llevarnos a considerar el accidente general
como el punto de partida del desarrollo tecnológico. Deberíamos tomar
nota de las fábricas de coches que provocan accidentes en sus laboratorios
para calcular sistemas de seguridad que sean eficaces en casos de acciden-
tes a altas velocidades. Si el modelo de referencia para nuestro modo de
vivir es la velocidad de la luz ¿cual sería el sistema de seguridad adecuado?
No parece que haya otro que reconocer que hemos llegado a un límite de
la velocidad que, a partir de ahora, debería ser reducida, limitada, mien-
tras se recupera la humanidad de las pérdidas ocasionadas. Se impone una
moratoria. Podemos ilustrar este planteamiento con dos referencias. Hace
ya algún tiempo Umberto Eco escribía un artículo, reproducido en todo
el mundo, con el título «Atrás a toda marcha»6. El afán de innovar la tec-
nología en ordenadores está llegando al absurdo de crear programas per-
fectamente inservibles pero que se compran e instalan porque son el últi-
mo grito de la técnica. El progreso también puede significar dar un par de
pasos atrás. Su artículo acababa así: «¡Tendamos al futuro! ¡Atrás a toda
máquina!». ¿La otra referencia? La experiencia de que la reducción de la
velocidad en las vías rápidas supone una reducción de las víctimas viales.
De lo dicho se desprende que no se trata sólo de reducir la velocidad.
Se trata de cambiar la forma de viajar y de vivir. Que la cosa no sea fácil
queda bien contado en un irónico artículo de Juan José Millás aparecido
hace unos años en un periódico7. Comentaba el enfado monumental de
los conductores que en un largo puente de mayo habían tenido que su-
frir retenciones kilométricas por culpa de obras en las calzadas. Aunque
murieron cuarenta, la noticia al día siguiente eran los atascos. Y Millás
se preguntaba entonces por qué era más importante la demora con que
se llegó a Benidorm que los muertos en el trayecto. Habría que concluir
que conductores, políticos y periodistas protestaban por la demora en
irse al otro mundo. Como si hubiera prisa por irse al más allá.

6. El Periódico de Catalunya, 20 de octubre de 2008.


7. «Qué bien», El País, 6 de mayo de 2005.

48
3

EL TRAPERO.
PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE*

El análisis crítico del capitalismo lleva a Marx a la conclusión de que el


proletariado es el sujeto de la revolución, es decir, el grupo social que
está en condiciones de llevar adelante esta gran faena. En La Sagrada Fa-
milia —escrito prematuro en el que adelanta su teoría— reconoce que
el proletariado es ciertamente una clase particular, tan particular como
su oponente, la clase poseedora. Ambas viven alienadas —una porque
se le ha despojado de lo que es suyo y la otra porque posee lo que no es
suyo— pero con diferencias. La clase poseedora se encuentra a gusto en
la alienación, pues ese estado se traduce en poder y el ejercicio del poder
le resulta no sólo gratificante sino también expresión de una existencia
humana. Para el proletariado, sin embargo, la situación es insoportable
pues resulta ser una existencia inhumana. Ambas clases son antagónicas
ya que la afirmación de una supone la negación de la otra.
A primera vista no parece que ninguna de ellas sea portadora de uni-
versalidad puesto que el triunfo de una tiene que ser a costa de la otra.
Esa apreciación, sin embargo, es falsa. El proletariado, dice Marx, «no
puede liberarse a sí mismo más que si acaba con sus condiciones de vida. Y
no puede acabar con sus propias condiciones de vida sin acabar al mismo
tiempo con todas las condiciones inhumanas de vida propias de nuestra
sociedad, que se resumen en las suyas propias» (MEW 2, 38)1. Cuando

* Este texto es una versión corregida y aumentada del que apareció con el título
«Del Proletariat al Lumpen. Sobre el sujeto político en el capitalismo contemporáneo»:
Revista Internacional de Filosofía Política 35 (octubre de 2010), pp. 47-63.
1. Citamos aquí los escritos de Marx por la edición Marx-Engels Werke (= MEW)
(Karl Dietz, Berlín, 43 vols.), indicando volumen y página.

49
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

los escritores socialistas, sigue diciendo Marx, adjudican al proletaria-


do un papel cosmopolita —el ser sujeto universal de la historia— no es
porque divinicen al proletariado sino porque son conscientes del alcan-
ce de su inhumanidad. El proletario ha bebido hasta el fondo el cáliz
de lo inhumano y ha experimentado que esa inhumanidad no es sólo la
suya, sino la de toda la sociedad. Nadie en esa sociedad vive humana-
mente porque las relaciones sociales están estructuradas como aparien-
cia de humanidad y no como humanidad realizada. La rebelión contra
sus cadenas es la rebelión contra todas las cadenas que privan al hombre
de una existencia humana. Por eso sentencia: «Cuando el proletariado
vence, no se convierte en una parte que vuelve a dominar absolutamen-
te el todo, ya que sólo vence en la medida en que acaba consigo mismo
(rompe sus cadenas) y con el contrario (en cuanto forjador de esas ca-
denas)» (MEW 2, 37).
No falta quien ha visto en esta figura marxista del proletariado un eco
de la cultura bíblica. La idea de un sujeto universal de la historia que
sociológicamente es no sólo un sujeto particular, sino además un sujeto
débil o menor, nos remite, por ejemplo, a la tradición de los anawim o
«pobres de Yahvé»2. La centralidad bíblica de la pobreza o de la debili-
dad no se explica porque se sublime al pobre o al débil, viendo en ellos
algo así como el ser humano perfecto, sino porque en el pobre y en el débil
se manifiesta la cruda realidad del hombre, a saber, ser necesitado de una
gracia exterior para alcanzar el fin para el que ha sido creado. El valor de
la pobreza y de la debilidad es el de desenmascarar el alcance del poder
humano, incapaz, contra toda apariencia, de llevarle a su realización.
Pero no parece que vayan por ahí las cosas. Resulta, en efecto, que
para Marx el proletariado es el sujeto de la historia por lo que tiene de
fuerte, mientras que en el cristianismo el pobre lo sería por lo que tiene
de débil. La polémica de Marx contra Kriege y Stirner, para quienes el
sujeto de la revolución serían los pobres, se centra en este punto. Marx
los ridiculiza hasta el sarcasmo porque no saben distinguir entre pobre
y proletario. Como escribe en La ideología alemana, estos filósofos, en
efecto, «identifican proletariado y pauperismo, siendo así que el pauperis-
mo es el último eslabón de un proletariado arruinado, el último peldaño
en el que tropieza, empujado por la burguesía, un proletariado anémico.
El pobre sólo es un proletario al que se le ha robado toda la energía»
(MEW 3, 183). Ese Marx que desprecia «toda cólera plebeya y no pro-

2. Pablo se hace eco de ello en 2 Cor 8, 9. Este es un punto al que prestan atención
las teologías posidealistas, entre otros G. Gutiérrez, «Pobres y opción fundamental», en
Ellacuría y Sobrino, 1990, 299-301.

50
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

letaria» que haga obstáculo a la organización teórica y práctica de la lu-


cha de clases, rechaza el papel protagonista que sus oponentes conceden a
los pobres, a los Lumpen. En los Manuscritos de 1844 aparece el Lum-
penproletariat como «la prostitución de la carne no proletaria bajo to-
das sus formas».
El valor epistemológico del proletariado no está ligado a la experiencia
de injusticia sino a su consideración de fuerza ascendente (Girardi, 1984).
Un análisis de la estructura económica del capitalismo permite afirmar
que, pese a la situación de explotación que hoy vive, el proletariado es
objetivamente la única fuerza capaz de superar las contradicciones del
capitalismo. Lo que Marx pretende es que el proletariado tenga un re-
conocimiento social, político y teórico que esté en consonancia con el
papel que juega en el sistema de producción. Si Marx apuesta por el pro-
letariado es porque ha visto en él un potencial que puede con todo.
Pues bien, a esta tesis canónica del marxismo se enfrenta Walter Ben-
jamin haciendo del Lumpen el quicio de su propuesta política.
El lector español debe tener presente que el término Lumpen no es,
en su primera acepción, el subproletariado, sino el trapero3. Casi suena
a provocación afirmar que quien se enfrenta a la grandiosa misión que
la historia tiene reservada a la clase obrera, según los estudios de Marx,
sea el trapero o, si se mantiene el tono épico, un ejército de desharra-
pados. «El trapero», dice Benjamin, «es la figura más provocadora de la
miseria humana. Es un Lumpen que se viste de harapos y vive de ellos»
(Passagen-Werk, GS V/1, 441).
Esto no tendría que llamar la atención si Benjamin fuera uno de esos
socialistas utópicos a los que Marx desprecia. Pero no es el caso porque
él se considera un pensador formado en la escuela del materialismo his-
tórico. Obligado es reconocer que su marxismo es especial. Sus tesis so-
bre el concepto de historia comienzan con una revisión radical de la crí-
tica marxista de la religión, proponiendo una alianza entre la «teología»
y el «materialismo histórico» que desquiciaba al marxismo ortodoxo. Y
aunque son innegables las invocaciones a la auctoritas de Marx, no se
dejó seducir por el comunismo. En su Diario de Moscú da cuenta del
chasco que le produjo el conocimiento de cerca de la patria del comunis-
mo. «Ser comunista en un Estado bajo dominio del proletariado», anota
decididamente en su diario al mes de estar en Moscú, «supone renunciar

3. Lumpen significa trapo y Lumpensammler, trapero. En la literatura marxista se


ha popularizado el término «lumpen», como abreviatura de Lumpensammler, para refe-
rirse al grupo humano que vive de trapos y se viste con ellos. Una primera aproximación a
la figura del trapero puede verse en la revista Anthropos 225 (2009), pp. 52-58.

51
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

completamente a la independencia personal» (GS VI, 359). Esta confe-


sión, hecha en el momento en que los visitantes izquierdistas occiden-
tales volvían de la Unión Soviética rendidos y entusiasmados, tiene su
mérito. Él no está dispuesto a sacrificar su independencia, como tampo-
co a negar que se sitúa en la tradición del marxismo, de un marxismo
ciertamente singular. Nos aproximaremos a las verdaderas intenciones
de Benjamin si tenemos presente que él quería elaborar un pensamiento
que estuviera a la altura de los problemas del siglo xx, como el de Marx
lo estuvo a los del siglo xix. Su trapero quería ser marxista.

El trapero es una figura fugaz en el rico mundo de las metáforas benjami-


nianas, pero que él privilegia a la hora de explicar al pensador formado en
el materialismo histórico. Este se metamorfosea en fotógrafo experto, en
ángel petrificado por el horror, en profeta del pasado y también en Lum-
pensammler, una figura menor sobre la que él carga el peso de aclarar el
mundo visto desde el materialismo histórico (cf. Wohlfarth, 1986, 560).
El trapero representa la miseria extrema. Ahora bien, este coleccio-
nista de «sobras» no recoge restos para almacenarlos o consumirlos sino
con el ánimo de hacer algo nuevo, como hacían los pintores surrealis-
tas con los desechos. Sólo que lo suyo no era crear belleza, sino hacer luz,
desvelar la verdad de su tiempo. Su método de trabajo consistía en hacer-
les hablar, o mejor, en recoger lo que transmitían. «No tengo nada que
decir, sólo mostrar», decía Benjamin. «No quiero ocultar nada valioso, ni
apropiarme de fórmula espiritual alguna. Sólo los harapos, las sobras. Eso
es lo que quiero inventariar y hacerles justicia de la única manera posible:
dándoles una utilidad» (Passagen-Werk, GS V/1, 574). Los trapos son elo-
cuentes y lo que le llamaba la atención era la actitud de los críticos o re-
volucionarios de su tiempo que en lugar de escuchar la miseria y dejarse
empapar por su elocuencia, enseguida se ponían a filosofar, sustituyendo
los gritos del mundo real por ideas fabricadas en gabinetes.
Para sacudir a ese experto que no se sorprende ante nada porque
está anestesiado con sus conocimientos librescos, Benjamin propone una
metodología de choque, a saber, colocarle ante unos trapos que hablan:
«El problema central en el materialismo histórico, que finalmente tendrá
que ser abordado, es este: ¿se tiene que adquirir forzosamente la compren-
sión marxista de la historia al precio de (sacrificar) su captación plástica?
¿O de qué modo es posible unir una mayor captación plástica con la rea-
lización del método marxista?» (GS V/1, 575). Su técnica explicativa, que

52
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

es la de plástica o del montaje, esto es, la de hacer hablar a los trapos, es


elevada a modo de comprensión marxista de la realidad. Benjamin des-
confía de una teoría, aunque sea la marxista, que reduzca la miseria a un
problema. Antes que problema debe ser una experiencia cuyo contenido
semántico sólo capta la inteligencia humana si la escucha.
El Lumpensammler o trapero es una figura compleja porque es, al
mismo tiempo, el problema y la solución. Nadie como él revela la miseria
del capitalismo. «Doblado por un montón de desechos», «destrozados
la espalda y los riñones por el peso del saco», el trapero expresa el costo
del bienestar que procura el capitalismo. El bienestar de unos se traduce
en dolor de espalda para otros. El saco que lleva al hombro bien pue-
de ser la chepa del enano jorobado, enano del que dice Benjamin que
«es el habitante de una vida marginada. Desaparecerá cuando venga el
Mesías, sobre el que un gran rabino ha dicho que no quiere cambiar el
mundo por la violencia porque bastará un pequeño envite para dejarlo
en su sitio» (cf. Wohlfarth, 1986, 564). El trapero es un desecho como
los trapos que recoge, trapos que tienen el poder de atraer la mirada
de un Mesías que no viene a hacer la gran revolución, sino un pequeño
ajuste para aliviar la carga del jorobado.
Ahí ya se insinúa que el trapero también es la solución. Posee el se-
creto del capitalismo. Nadie como él conoce las cloacas en qué acaban
las glorias y los fastos de esta sociedad una vez consumidos. El intelectual
lúcido y crítico tiene que asemejarse a ese trapero que «al alba, malhu-
morado, gruñendo, empecinado y algo borracho, se afana en pinchar con
su bastón cachos de frases y trapos de discursos que echa en la carretilla,
no sin agitar a veces en el ambiente de la mañana con gesto desaliñado
algún trozo de paño desteñido, llámese humanismo, interioridad o pro-
fundidad. Un trapero de madrugada, al alba, en el día de la revolución»
(GS III, 225). Lo que en un momento anterior fue triunfo y gloria, acaba
horas después convertido en basura que el trapero pincha con su bastón
y levanta irónicamente como trofeo impotente, aunque en el trapo fi-
guren nombres tan sonoros como «humanidad», «dignidad» o «profundi-
dad». Los grandes valores convencionales acaban perdidos en la cloaca
si no hay un trapero que los rescate.
A Adorno no le gustaba el trapero de Benjamin. Se lo dice en una car-
ta del 10 de noviembre de 1938: su «trabajo mora en la encrucijada en-
tre magia y positivismo» (Adorno, 1998, 273), como si Walter Benjamin
concediera al método plástico un poder taumatúrgico que no posee. No
hay que fiarse de la elocuencia de los trapos, venía a decirle, sino que
lo importante es la agudeza del análisis que cada cual aporte. Lo que le
pide es que abandone la literatura y se centre en la filosofía, en el análi-

53
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

sis filosófico del capitalismo, es decir, que sitúe al trapero en el contexto


del sistema capitalista y valore su significación a partir de lo que en ese
sistema representa el valor de cambio. Benjamin coincide con él en que
el problema real es el análisis crítico del capitalismo y que sería peligro-
so regodearse con figuras literarias. Lo que pasa es que él tiene su ritmo.
No quiere precipitarse en la especulación filosófica a la que Adorno tanto
apremia. Está de acuerdo en que no basta inventariar los trapos. Pero an-
tes de pasar a la teoría hay que acabar el trabajo. La teoría tiene que llegar
en su momento. No está dispuesto a que el filósofo devore al trapero, ni
a que este desaparezca tras la interpretación economicista del problema,
de la misma manera que el jorobadito no desaparecerá con la venida del
Mesías. Hay que seguir con el trabajo de recoger los restos (Sachgehalte)
porque es ahí donde están las claves de la solución (Wahrheitsgehalte)4.

El Lumpen es, pues, el problema y la solución. Es el problema porque nos


pone ante los ojos la naturaleza del sistema capitalista que produce dese-
chos, se alimenta de ellos y los vuelve a producir en un ciclo infernal que
no avanza. Que pese a ese estancamiento, el sistema capitalista de pro-
ducción se nos presente como encarnación del progreso, no debe llamar
a engaño porque la verdad pura y simple es que en él hasta lo más nuevo
no es más que la versión última de lo siempre igual.
Benjamin y Adorno subrayan un aspecto de la filosofía de la histo-
ria que subyace al capitalismo que no se encuentra en Marx, a saber, que
la modernidad construye su identidad devorando o alimentándose de
identidades negadas; que la modernidad y sus instituciones (el Estado,
por ejemplo) se construyen destruyendo identidades. Adorno expresa así
esta idea en Minima Moralia:

La identidad reposa en la no-identidad, es decir, reposa en lo que no ha lo-


grado llegar a ser, que tiene el poder de denunciar lo que sí ha llegado a ser.
[…] Quien se niega a reconocer que el espanto avanza es víctima de un pen-
samiento impasible que deja escapar [...] la verdadera identidad del todo,
que es la de ser un terror sin fin5.

4. La relación entre Sachgehalt y Wahrheitsgehalt puede verse en su trabajo sobre


las Wahlverwandtschaften (GS I/1, 127). Véase también el comentario en Wohlfarth,
1986, 577 ss.
5. Adorno, 1997, 4, 268 (me permito una traducción libre pero fiel). Fundamental
para captar el sentido de Dialéctica de la Ilustración es Zamora, 1997.

54
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

Las identidades personal o colectiva modernas se construyen exclu-


yendo personas o pueblos sin los que los excluyentes no serían lo que
dicen ser. Quien así actúa no sólo se desentiende de los sufrimientos so-
bre los que se ha construido su identidad, sino que está preparado para
continuar la cadena de sufrimientos inferidos a nuevas víctimas.
Esta crítica del capitalismo pone el acento en lo que es declarado
in-significante por el capitalismo. Eso negado o declarado insignificante
es la miseria producida por el empobrecimiento de unos que conlleva el
enriquecimiento de otros. Pues bien, eso negado o declarado no-idén-
tico es significativo para el trapero que denuncia la naturalización de la
historia del sufrimiento, es decir, denuncia la producción de sufrimien-
to como algo natural, inevitable. Para el trapero los trapos no son na-
turaleza muerta, trozos mudos de los que ha huido todo soplo de vida.
Nada de eso. Para el trapero los trapos son jirones de vida que ocultan
a la mirada de los demás, pero no a la suya, una historia passionis harto
elocuente. El trapero sabe que esos trapos tienen una historia y sabe que
«la expresión de lo histórico en las cosas no es otra cosa que (la expre-
sión) del sufrimiento pasado» (Adorno, 1997, 4, 55). Parece una para-
doja que los trapos que sobreviven a una orgía de ricos sean expresión
del sufrimiento. Lo son porque expresan el fracaso de un proyecto que
sólo en un momento fue vivido como felicidad.
Esta crítica a la construcción de identidades, basándose en la derrota
o negación de otras, considerada hasta ahora insignificante hasta por el
mismo Marx, deslumbrado por el prestigio del progreso que funciona
con esa misma lógica, permite hablar de fracaso de la modernidad. Eso
no es ninguna novedad. De ello dejó constancia un sociólogo de la mo-
dernidad tan atento como Max Weber, aunque también hay que decir
que en un sentido diferente.
Weber habla de la modernidad como un proceso de racionalización
que debería acarrear un desencantamiento o desmitologización del mun-
do. El problema de este proceso es que no ha sido capaz de realizar el
programa previsto. No ha podido impedir, en efecto, que pese a su volun-
tad de racionalización, vuelvan los dioses, los poderes míticos, es decir,
se produzca un cierto reencantamiento o una cierta remitologización del
mundo. Weber lo explica diciendo que la racionalización ha tenido lugar
en ámbitos concretos, como la ciencia o la política, pero no en la visión
general del mundo, en la donación de sentido al conjunto de la existen-
cia. Ahí no hay racionalidad alguna sino que cada cual pone o impone
sus valores que son sólo verdad para él (cf. Buck-Morss, 1995, 279 ss.).
En eso se sustancia el famoso «politeísmo de los valores» y a eso se re-
fiere su denuncia del reencantamiento del mundo. Podemos, con Weber,

55
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

traducir esta situación diciendo que el capitalismo ha permitido la vuel-


ta de los poderes míticos, por eso la conciencia colectiva moderna no
ha conseguido despertarse y vive como secuestrada por un inconsciente
onírico (GS V/2, 1007). Esta deriva no invita a festejos. La presencia de
los mitos hay que interpretarla como fracaso de la racionalidad ilustra-
da. Por supuesto que hay un momento triunfal en ella (todo eso que se
ha dado en llamar «razón instrumental» o «racionalidad conforme a me-
dios»), pero eso no puede maquillar la ausencia de una racionalidad «ca-
rismática» que diera sentido al conjunto de las actividades del hombre
moderno. Dicho en términos deportivos, la modernidad sabe cómo ga-
nar una etapa pero no sabe dónde colocar la meta (Mate, 1997, 50 ss.).
La humanidad, con el arma de la racionalidad moderna, no puede expli-
car adónde va, ni siquiera, aunque suene extraño, por qué investiga. Esa
masa de científicos, flor y nata de la racionalidad moderna, no pueden
explicarnos —con razones morales— por qué investigan esto o aquello.
La única explicación posible es que se investiga lo que se puede investi-
gar, es decir, lo que está financiado por el mercado o por el poder. Esas
son ciertamente razones, pero no morales.
Que un proyecto como el ilustrado acabe en fracaso, en manos del
mito, no puede pasarse por alto. Y en ello se detienen particularmente
los autores de Dialéctica de la Ilustración, decididos a rescatar a la ra-
zón de su fracaso.
El camino lo abre Benjamin, que llega a la filosofía con un fuerte ba-
gaje romántico. El romanticismo reconoce, en efecto, la presencia del
mito en la modernidad, pero le da una versión más creativa. No olvide-
mos que el romanticismo no es un fenómeno posterior a la ilustración,
sino una de sus manifestaciones, por eso no interpreta el mito como ne-
gación de la ilustración sino como señal de que esta no ha llegado a su
plena realización.
También reconoce Benjamin que las fuerzas míticas siguen presen-
tes, sobre todo en el interior de las nuevas tecnologías. Los mitos que la
Ilustración quiso desalojar están ahí de nuevo, y no tanto por obra de
los artistas, sino de los fotógrafos, publicistas, arquitectos o ingenieros.
El mundo urbano-industrial aparece reencantado; un cartel publicitario
que parece anunciar «pasta dental para gigantes» o un almacén de mer-
cancías, en las que estas se empujan unas a otras, «parecen salidos de
nuestros sueños más incoherentes» (GS V/2, 993).
Esto es así y a Benjamin no le parece mal. Puede hasta ser una bue-
na señal si no caemos en la trampa de creernos el mensaje que tratan de
vendernos estos creadores de mitos, a saber, que las imágenes u obras
que ellos nos proponen son la expresión del poder de las nuevas tecno-

56
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

logías a las que conviene someterse. El problema no es la presencia


de los dioses, sino que nosotros les construyamos un hogar permanen-
te, como hizo, por ejemplo, el neoclasicismo. Hay que tomar ejemplo
de los surrealistas, que desacreditan su pose trascendental, haciéndo-
nos ver que son mortales, que pueden morir. Si la realidad moderna
en ese estadio de industrialización es mítica, es porque los humanos
han delegado en las máquinas la responsabilidad del pensar. El resul-
tado es, como dice Louis Aragon, una maquinaria que gira sobre sí
misma, sin rumbo, porque al delegar en las máquinas «se ha ahorrado
con ello el esfuerzo de pensar. Y las máquinas se han puesto a pensar
[…] Podemos representarnos la tragedia moderna como una especie
de volante gigantesco que da vueltas sin que una mano lo dirija» (Ara-
gon, 1953, 146). Lo positivo de los mitos es que expresan bien el com-
portamiento irracional de la realidad aparente y eso conviene saberlo
para sacudirse su poder y repensar la Ilustración.

3.1. De esta matizada posición sobre los mitos se hacen eco los au-
tores de Dialéctica de la Ilustración, buque insignia de la Teoría Crítica,
hasta el punto de que se puede resumir la tesis central del libro diciendo
que «el mito es ya Ilustración y la Ilustración recae en mitología» (Hork-
heimer y Adorno, 92009, 56). El concepto de «mito» se convierte así en
piedra angular de su análisis de la racionalidad moderna y también del
capitalismo. Veamos las dos partes de la tesis.
¿En qué sentido la Ilustración es mítica? Esto se entiende si tenemos
en cuenta que la razón es el instrumento de que dispone el ser humano
para alejarse del mundo mítico, es decir, de un mundo en el que la bar-
barie o la animalidad tienen carta de naturaleza. A más razón, menos
barbarie. El ser humano lleva a cabo esta tarea de humanización domi-
nando y sometiendo a su poder la naturaleza externa y la animalidad
interna. Lo que observamos, al analizar cómo se ha producido históri-
camente ese dominio, es que, por un lado, el sometimiento de la natu-
raleza externa ha supuesto un sometimiento del hombre por el hombre.
La técnica ha doblegado muchos males de la naturaleza, pero ha creado
un sistema de producción que somete al hombre y lo reduce a mercan-
cía. Es entonces cuando hablamos de recaída en el mito. También hemos
de tener en cuenta, por otro lado, que el saber de la ciencia disuelve el
mito pero ese conocimiento científico se torna en poder que no sopor-
ta límite, de suerte que el hombre mismo deviene medio o instrumento
para nuevo saber y más poder. El hombre acaba siendo sometido a las
exigencias de la investigación científica. De nuevo aparece el mito. El so-
metimiento que caracterizara al mito volvemos a encontrarlo de la mano

57
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

de la razón, de la razón científica. La ciencia, que en un primer momento


disuelve el mito, acaba siendo mítica.
Que justo en el momento en que el ser humano procede a su afirma-
ción como ser racional, niegue al otro, sometiéndolo, no es una circuns-
tancia de la modernidad, sino una especie de destino que acompaña la
aventura humana. Es como una venganza de la naturaleza sobre la razón
justo en el momento en el que el hombre procede a sacudirse el poder de
la naturaleza y hacer historia. Los autores del libro rescatan el término
marxista de «protohistoria» para señalar esta constante de la condición
humana que en ningún momento abandona a la acción humana.
Dialéctica de la Ilustración ve expresado este destino del ser humano
en el relato del episodio de Ulises con las sirenas. Ulises es el héroe de la
subjetivación, el espejo donde mirarse para conseguir ser sujeto de su des-
tino. Gracias a su astucia se libera del poder del mito y se constituye en
sujeto. El problema es saber a qué precio, porque vemos que escapa a la
seducción de las sirenas pero mediante la violencia del encadenamiento
al mástil y la sinrazón del taponamiento de los oídos. Para escapar a su
embrujo, que sería letal para él y sus compañeros, decide taponar los oídos
de los demás, mientras les ordena que le aten a un mástil para que no pue-
da acudir al canto de las sirenas. Así, «no puede forjarse una identidad
más que negando el mundo mítico con una violencia sacrificial, es decir,
mítica. Así no se consigue salir del mito» (Wohlfarth, 2002, 70). Gracias
al recurso de la razón, los marinos consiguen salvarse. Es el momento li-
berador de la razón. Pero lo tienen que hacer renunciando a su libertad,
esto es, taponándose los oídos y atándose al mástil. Y ese es el momento
de naturalización de la historia. Lo mítico en la sociedad es el momento de
coacción y, por tanto, de sufrimiento con el que se construye la historia6.
Y el mito es ilustración. El mito no es, sin embargo, insuperable. La ra-
zón puede con él porque, como dice Adorno, «está inscrito en él el factor
de la dinámica histórica», es decir, en el momento mítico está ya abierta
la posibilidad de escapar de él7. La historia se ha construido desde y so-
bre la barbarie. Si a pesar de todo no ha faltado una denuncia constante
de ese modus operandi es porque en la experiencia misma negativa ani-

6. En Informe para una academia se dice que la hominización consistió en el olvi-


do del pasado mítico. Ahora bien, quien lo hace es un simio que recuerda. Dice el simio
académico: «Está claro que ese logro hubiera sido irrealizable si me hubiera aferrado a
mis orígenes, a mis recuerdos de infancia [...] siendo un mono libre, yo me habría puesto
ese yugo [del olvido]. Claro que he conseguido que los recuerdos me resulten inaccesibles
[...] yo me sentía así cada vez más a gusto entre los hombres y más encerrado también»
(cf. Wohlfarth, 2002, 81).
7. Remito de nuevo a Zamora, 1997, 275 ss.

58
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

da una capacidad crítica. El hecho persistente de que durante siglos la


sociedad detentora del poder y del saber haya sostenido la naturalidad
de la esclavitud, no ha podido impedir que para los esclavos la esclavi-
tud fuera inhumana. Que en la experiencia misma de la esclavitud haya
conciencia de injusticia (al menos en la conciencia de los esclavos), es la
prueba más fehaciente de lo que hay de logos en el mito.
En Benjamin esta capacidad crítica de la negatividad se basa en su teo-
ría del arte. Él quería ser recordado como el más grande crítico de arte
de su tiempo. No era poca cosa si tenemos en cuenta que entendía por
crítica del arte una forma suprema de filosofía. Para empezar, su crítica
del arte comportaba una específica y particular teoría del conocimien-
to. Se inspira en la Frühromantik de la que toma el concepto de Kriti-
sierbarkeit (GS I/1, 11-122). Lo que este término designa no es que toda
obra merezca, a los ojos todopoderosos del crítico, ser criticada, sino
más bien que hay una necesidad de la crítica que brota de la obra mis-
ma. Es la obra hecha la que pide crítica y no el buen juicio del crítico. El
acento se desplaza del juicio subjetivo del crítico a la capacidad crítica
latente en la obra misma.
El conocimiento que proporciona la crítica es tan poderoso que Ben-
jamin lo llama «redentor». No oculta que cuando habla de Kritisierbarkeit,
término usual en la crítica literaria, es para hablar veladamente de me-
sianismo. Tiene que recurrir a ese camuflaje para no asustar a la acade-
mia de su tiempo que, al igual que la de hoy, descalificaría ese discurso
por teológico (GS II, 23). Ahora bien, ¿cómo habría que entender el ca-
rácter redentor de la crítica? «Hay que transformar», dice Benjamin, «la
facticidad en verdad» (GS I/3, 175 s.). Ahí está la clave. Tomamos habi-
tualmente la facticidad por la realidad, confundiendo el continente de los
hechos con el mundo de lo real. Eso es un grave error porque los hechos
son sólo la parte emergente o exitosa de la realidad. Lo que no ha llega-
do a ser y ha quedado arrumbado en las cunetas de la historia es parte
de la realidad, aunque no lo sea de la facticidad. La redención consiste
en desmitificar o destotalizar la facticidad, haciéndola histórica, mortal.
Se salva a la realidad cuando no se la identifica con la facticidad.
La crítica del arte es perfectamente consciente de este supuesto filo-
sófico, a saber, que la facticidad no es toda la realidad, pero con el aña-
dido de que, para esa crítica, lo que falta, lo que no ha llegado a ser ex-
presado, no es algo ajeno a esa misma facticidad sino que se encuentra
dentro de ella como posibilidad.

3.2. El capitalismo es mito. El mito no sólo acecha la razón, tam-


bién se ha infiltrado en el sistema de producción acelerando su proceso

59
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

de deshumanización. El capitalismo del siglo xx no es ya el del siglo xix.


Si el secreto de este estaba en la fábrica, el de aquel está en el escaparate.
El centro de gravedad no es la producción sino el consumo. Benjamin vi-
sualiza ese desplazamiento diciendo que el problema no es el fetichismo
sino la fantasmagoría, que explica así:
La cualidad fetichista que adquiere la mercancía afecta a la misma sociedad
productora de mercancías […] cuando abstrae del hecho de que precisamen-
te produce mercancías. La imagen que de este modo produce de ella misma,
y la que suele intitular como su cultura, corresponde al concepto de fantas-
magoría […] Wiesengrud [Adorno] la define «como un bien de consumo
en el que nada debe recordar cómo llegó a ser…». En el objeto de consumo la
huella de su producción debe quedar olvidada. En su aspecto externo no debe
quedar rastro de cómo ha sido producido, para que nadie detecte que es un
producto del vendedor que se apropió del trabajo contenido en él8.

No se habla ahí, en efecto, del fetichismo de la mercancía, que era lo


propio del marxismo de Marx, sino de una variante, de la fantasmagoría.
El acento no se pone en descifrar el mecanismo que explica la explota-
ción del trabajador, sino en el poder social del producto que tiene lugar
cuando la sociedad olvida que es ella la que lo produce.
En el marxismo clásico el fetichismo de la mercancía consistía en to-
mar el precio por el valor, como si el precio que cuestan las cosas fuera
el valor real de la mercancía. Esa equiparación entre precio y valor sólo
podía funcionar si dotábamos al gesto del vendedor, imponiendo el pre-
cio a la mercancía, de una autoridad mágica, fetichista.
Ese análisis no vale para el capitalismo contemporáneo. El misterio
de ese capitalismo no se encuentra en la fábrica sino en los escaparates
de los grandes almacenes erigidos en templos del consumo. El valor de
la mercancía se desplaza del precio a la significación social del objeto. Lo
que se quiere decir es que el nuevo capitalismo persigue algo más valioso
que el beneficio económico, objetivo del viejo capitalismo. La pieza que
el nuevo se quiere cobrar es nuestra mente, sus proyectos de vida, sus
sueños. La mercancía se nos presenta ahora como portadora de un sue-
ño que nos domina, que nos sueña. Somos un sueño del escaparate. Los
pasajes de París son tan importantes porque son los lugares de los sueños
colectivos de una época.
Eso es la fantasmagoría, una mercancía que logra presentarse ante
nosotros como pura y virgen, alejada del proceso productivo. Las gran-

8. GS V/2, 822 s. Traduzco der Tauschende por «vendedor» a sabiendas de que Benja-
min se está refiriendo al productor que intercambia el valor real del producto por el precio
del mercado.

60
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

des fábricas de antaño se han hecho invisibles: han sido deslocalizadas


en el extranjero o desplazadas al margen o troceadas o externalizadas.
Gracias a ese efecto, las mercancías pueden presentarse como non facta
(igual que se dice de la segunda persona de la Trinidad: genitus non fac-
tus), como algo sagrado y sobrenatural, es decir, no como trabajo que
comporta sangre, sudor y lagrimas, tan propios de la condición humana,
sino como un don que se nos ofrece en el escaparate. El proletariado
del siglo xix sabía que era privado de lo que le pertenecía y aspiraba
a recuperarlo; convirtió la explotación en principio revolucionario. El
consumidor actual se acerca al escaparate como un devoto a su Dios,
convencido de que lo que se le ofrece es gracia y vida. Esta autopoiesis
de la mercancía la dota de la autoridad necesaria para presentarse como
superior, salvadora y principio de nuestra acción.
Esta autoridad del escaparate, es decir, de los objetos de consumo,
anula la capacidad crítica que hay en el mito: ya no es posible leer lo que
hay de nuevo y pendiente en lo fracasado; ya no hay vida en la naturale-
za muerta. El escaparate mata la capacidad crítica que late en la tesis de
que «el mito también es ilustración». Este salto cualitativo del nuevo ca-
pitalismo llama poderosamente la atención de un observador tan atento
como Walter Benjamin. Y para dejar constancia de su novedad formula
la provocadora tesis de que el capitalismo es una religión9. Lo que quie-
re decir no es que el capitalismo tenga una inspiración religiosa, como
sostenía Max Weber cuando colocaba en el protestantismo ascético la
matriz del capitalismo, sino que es esencialmente religioso. La esencia
religiosa a la que se refiere Benjamin nada tiene que ver con las religio-
nes monoteístas, en las que nosotros enseguida pensamos, sino en lo que
la filosofía ilustrada posfeuerbachiana ha entendido por ello: la esencia
religiosa consiste en tomar como subsistente lo que sólo es producto de
la fantasía humana. El hombre objetiva en algo que llama Dios lo que le
falta, lo que desea y no tiene.
La novedad del capitalismo consumista es que lo que objetiva no son
en primer lugar sus deseos insatisfechos sino la culpa. Ese capitalismo se
centra en la culpa, se apodera de ella, la elabora y nos la sirve como con-
sustancial al ser humano. Es lo que llama «la universalización de la cul-
pa». Para entender lo que nos quiere decir, hay que tener en cuenta que
en alemán culpa —Schuld— significa culpa y deuda. Desde luego el ca-
pitalismo es impensable sin el préstamo, es decir, el endeudamiento. El
préstamo no es gratuito sino que genera intereses y esos intereses gene-

9. Véase su trabajo «El capitalismo como religión» (GS VI, 103).

61
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

ran culpa: culpa en quien recibe el préstamo porque posee lo que no es


suyo y culpa en quien lo presta porque pide más de lo que da, por eso el
capitalista ortodoxo invierte lo ganado, en vez de disfrutarlo. La forma
de lavar la culpa en el capitalista de origen protestante era multiplicando
la riqueza no gastándose lo logrado.
Esa forma de pensar —que explica la aparición del capitalismo— su-
pone un freno a su propia expansión. Los beneficios serán mayores si los
préstamos se orientan a satisfacer todas las necesidades del ser humano.
Lo importante es que esas necesidades no sean las básicas sino las que el
ser humano se crea y se cree. Ortega y Gasset da la clave cuando dice, en
Meditación de la técnica, que el bienestar no consiste en satisfacer las ne-
cesidades naturales sino en crearlas artificialmente. Eso es lo propio del
hombre moderno al que el capitalismo se debe. El animal, si tiene sed,
va en busca del agua; el hombre, para ser feliz, multiplica los puntos de
agua en su casa para disfrutar del agua cuando le plazca.
Para que el ser humano se lance al frenesí de multiplicar artificial-
mente las necesidades y poder satisfacerlas, hay que superar el freno de
la culpa que produce el endeudamiento. Esa es la tarea que posibilita el
capitalismo como religión. Lo que tiene que conseguir es liberar al hom-
bre de la culpa que conlleva la deuda. ¿El camino? Convertir la culpa
que genera la deuda en un mito. El mito exculpa la deuda y deja la vía
libre, por tanto, al gozoso y feliz endeudamiento. Esa es la preocupación
que subyace en el texto benjaminiano «El capitalismo como religión».
Expliquemos esto.
La relación entre mito y culpa tiene una larga historia10. Uno de los
maestros de Benjamin, el filósofo judío Hermann Cohen, resume esa his-
toria diciendo que en el mito las culpas son hereditarias. Eso nos hace a
todos culpables porque la vida en la tierra es un valle de lágrimas. El su-
frimiento que nos acompaña por doquier nos hace a todos culpables. En
el mundo mítico está tan arraigada la idea de que sufrimos porque so-
mos culpables que si alguien no sufriera sería porque es inocente. Y uno
es culpable por nacimiento porque las culpas se heredan. Por eso Benja-
min, siguiendo en esto a Hermann Cohen (GS II/1, 174), celebra el día
que se instaura la idea de que la culpa es individual e intransferible. Esa
es la gran aportación del pensamiento bíblico. Y ese es el final del mito11.

10. A ello me refiero más detalladamente en «La actualidad de la tragedia», véase infra,
pp. 103-122.
11. Benjamin juega con dos sentidos distintos de mito: un mito «bueno», que es el
que mantiene una relación dialéctica con el logos; y un mito «malo», que universaliza la
culpa y acaba exculpando de toda responsabilidad.

62
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

La trampa de la universalización de la culpa, propia del mito anti-


guo, es que si todos somos culpables, todos somos inocentes. Si no se
individualiza la culpa, tampoco se puede individualizar la responsabili-
dad individual por ella. Esa lección es la que se tiene bien aprendida el
capitalismo moderno, empeñado ahora en universalizar la culpa, como
el mito, predicando la normalidad del endeudamiento indefinido. Para
satisfacer todas las necesidades —naturales o inventadas— a las que tiene
derecho el ser humano para lograr su bienestar, tal y como decía Orte-
ga y Gasset, hay que recurrir a la deuda con toda normalidad, sin mala
conciencia. La deuda, como dice Zygmunt Bauman, nos permite adqui-
rir más, consumir antes y convertirnos en sujetos y objetos de consumo
(Bauman, 2005, 143). Se trata de normalizar la existencia como consu-
mo gracias a la normalización de la deuda y la eliminación de la culpa.
La denuncia del carácter religioso del capitalismo es, por tanto, la
denuncia de una cultura exculpatoria, subyacente al capitalismo, y que
sólo desde una crítica «fina y espiritual», como dice en su Tesis IV, se
puede poner de manifiesto. La aportación de lo fino y espiritual a la lu-
cha de clases consiste es desenmascarar el carácter religioso del capitalis-
mo en virtud del cual el ser humano queda despojado de toda capacidad
crítica y reducido a mero consumidor de mercancías. Eso es lo propio
de una crítica cultural del capitalismo (Mate, 2007).
Al llevar la lucha de clases a la cultura, Benjamin declaraba una ba-
talla hermenéutica en el campo de las ideas y de los símbolos. Benjamin
no es un marxista economicista. La lucha de clases ya no sólo era una
lucha contra la explotación económica, sino contra lo que deshumaniza
al hombre (el mito), predisponiéndole para toda forma de opresión o
dominación. El problema no es sólo la explotación económica, sino la
«religiosización» del capitalismo que mata la culpa y priva al mito de la
capacidad crítica que la Ilustración le reconocía.

No ha faltado quien ha visto una contradicción entre el objetivo del dis-


curso marxista, cifrado en crear una alternativa política al capitalismo, y
el planteamiento benjaminiano que queda en la órbita de una vaga con-
ciencia crítica, es decir, lejos de cualquier estrategia política. Quien más
ha ahondado en esta herida es sin duda Jürgen Habermas. En un trabajo
titulado «Horkheimer y Adorno: el entrelazamiento de mito e Ilustra-
ción» (1989), recuerda el peso político que tuvo en los primeros frankfur-
tianos la Teoría Crítica. Lo que llevó a estos marxistas a la revisión del

63
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

marxismo, sin pretender abandonarlo, fueron precisamente los desenga-


ños políticos producidos por la revolución en Occidente, la evolución del
comunismo en la Rusia estalinista y el triunfo del fascismo. A esa moti-
vación eminentemente política habría que añadir un método de análisis
complementario, la Ideologiekritik, cargada igualmente de racionalidad
ilustrada. La crítica ideológica se sostiene en el convencimiento de que la
razón ilustrada puede convertirse en lo contrario de lo que predica pero
siendo, sin embargo, capaz de tomar conciencia del fracaso y plantear así
un cambio de rumbo. O, dicho de otra manera, el filósofo marxista es-
taba convencido de que en los ideales burgueses hay algo de emancipa-
dor pese a todas las malformaciones históricas de la burguesía (Haber-
mas, 1989, 147).
Pues bien, estos planteamientos que se daban por válidos en los años
veinte y treinta, dejan de serlo en los frankfurtianos de los cuarenta. Cun-
de entonces la sospecha de que no hay nada salvable en la ideología bur-
guesa, ningún rescoldo crítico, nada que permita su superación. En el pun-
to de mira no están sólo las realizaciones de los ideales burgueses, sino
también la propia razón ilustrada. «Ahora es la razón misma la que se
hace sospechosa de una fatal confusión entre pretensiones de poder y
pretensiones de validez. [...] La razón se ha asimilado al poder, renun-
ciando con ello a su fuerza crítica» (ibid., 149).
En este cambio tiene que ver el desencanto comunista y también la
sombra de Benjamin, que llega al extremo de identificar progreso con
catástrofe. Eclipse, pues, de las utopías comunistas y también de las op-
timistas filosofías ilustradas de la historia. Habermas observa que los au-
tores de Dialéctica de la Ilustración denuncian sin contemplaciones la
complicidad entre saber y poder. La consigna de Bacon, scientia et poten-
tia in idem coincidunt, se ha hecho realidad. Esa mortal relación la hacen
coincidir con el momento ilustrado en el que los ámbitos de la ciencia,
de la moral y de la política se emancipan de la religión y de la metafísica.
Ahora resulta que sin las muletas de la metafísica o de la religión «la ra-
zón queda definitivamente despojada de su pretensión de validez y que-
da asimilada al puro poder» (ibid., 142).
Esta deriva de la crítica a la razón moderna los convierte en intelec-
tuales radicales que estarán muy a gusto consigo mismos, pero les aleja
de cualquier estrategia política viable. Habermas, que no renuncia a ella,
está obligado a reivindicar ese momento de racionalidad crítica que se
encuentra en el interior de la cultura burguesa incluso en el momento
de su fracaso, es decir, asume y prolonga el programa de la Ideologie-
kritik. Es verdad que la Ilustración ha fallado, pero eso no significa que
haya que desentenderse de ella. Al contrario. Su fallo ha consistido en

64
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

un desarrollo excesivo de la razón instrumental, dejando en la penumbra


las posibilidades de una razón comunicativa. Hay que completar no demo-
nizar la Ilustración. Esa va a ser su tarea: salvar la razón ilustrada y hacer-
la valer en la reflexión política. Lo que pretenden, sin embargo, los auto-
res de Dialéctica de la Ilustración, inspirados en Benjamin, es renunciar a
cambiar directamente las cosas, es decir, renuncian a la tarea política tal y
como la plantea la razón ilustrada. Habermas, por el contrario, no pierde
de vista el hecho de que las ideas de la Revolución francesa cambiaron el
mundo. Lo importante son las ideas que pueden cambiar el mundo.
En el artículo «Crítica conscienciadora o crítica salvadora» (1975),
Habermas explica bien la diferencia entre una filosofía cuya estrategia
es política —en esa línea se inscribe él mismo, Marcuse y también el pri-
mer Horkheimer— y otra, la de Benjamin, Adorno y este nuevo Hork-
heimer, que es impotente políticamente. Si una está orientada a cambiar
los hechos, la otra lo está a salvar el sentido. Esa es la diferencia. Si unos
ponen el acento en la capacidad política de las ideas, otros, como Ben-
jamin, en la formación o conformación de ideas nuevas. ¿Significa eso
una despolitización de la filosofía benjaminiana?
Para Benjamin el sentido es un bien escaso. La relación emancipado-
ra con la naturaleza, con los otros y consigo mismo no se fabrica a volun-
tad. La política, por ejemplo, no produce valores. La Revolución francesa
no se inventó la igualdad, la libertad o la fraternidad, sino que las tomó
de tradiciones o mitos anteriores. Lo que sí hizo fue elevar esos lugares
previos a principios políticos, es decir, lo que hace la política es transfor-
mar el potencial semántico depositado en el mito. Eso lo puede enten-
der Habermas. Lo que no entiende es el sentido que tenga en Benjamin
la referencia al materialismo histórico, es decir, unir la salvación del sen-
tido inscrito en el mito con la praxis política del marxismo. Son agua y
aceite. El materialismo histórico es progresista y por tanto mira al futuro;
la salvación de sentido, por el contrario, mira al pasado. La única praxis
deducible de su reflexión sobre el mito es, sin embargo, la interrupción
de la lógica política, pero esa interrupción se agota en sí misma y no se
puede proyectar en un programa constructivo. «Que las tradiciones cul-
turales liberen sus potencialidades de sentido, potencialidades que el es-
tado mesiánico no puede perder, no significa sin embargo la liberación
del dominio político que ejercen las estructuras de poder», concluye Ha-
bermas (ibid., 328)12. Tiene razón el filósofo frankfurtiano: una cosa es
afanarse en descubrir algo de esperanza en la experiencia de los deses-
perados, tarea en la que sobresale Benjamin, y otra, construir un Estado

12. Retoco la traducción de M. Jiménez Redondo.

65
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

de bienestar, que es lo que a él le interesa. Pero ¿acaso no hay una rela-


ción entre esos dos momentos? ¿No dependerá la calidad del bienestar
público de lo que esperen los desesperados?

Esto nos lleva a preguntarnos si el trapero es apolítico. Adorno llega a de-


cir, cuando dibuja el perfil filosófico de Benjamin, que la reconciliación
con el mito era el tema mayor de su filosofía. Puede ser, siempre y cuan-
do entendamos que Benjamin veía en el mito no sólo la negación de la
razón sino también su posibilidad. En esa dialéctica estaba la salvación
del ser humano en cuanto tal.
Estamos lejos del convencimiento ilustrado según el cual la humani-
dad habría llegado por fin a su madurez. La Ilustración sería ese punto
en el que el ser humano se sacude el imperio del mito gracias a una razón
lo suficientemente desarrollada como para andar sin muletas. Pues bien,
esa instalación en la racionalidad era la peor forma de mito. Nada más
peligroso que creerse en posesión de la humanidad o, peor aún, pensar
que nacemos humanos. La humanidad es una conquista que supone una
salida o superación de la animalidad. Esa conquista no se da una vez por
todas sino que es permanente.
Desde el convencimiento de que ya hemos alcanzado la cima de la
humanización, resulta difícil explicar la barbarie del siglo xx. Si la ra-
cionalidad estuviera tan a la mano como afirma la Ilustración, no habría
manera de explicar la presencia de la barbarie, la repetición de los ge-
nocidios, la normalidad de la corrupción, la persistencia durante siglos
de la esclavitud, etcétera.
Como la barbarie sucedió en el seno de la ilustración, tenemos que
buscar nuevas fuentes de humanización o de racionalidad. No se trata
de despedir a la ilustración, ni a la racionalidad moderna ni a la filosofía
en general. Sólo reconocer sus límites. La suma de conocimientos que
acumula un filósofo, recorriendo el pensamiento político desde Aristó-
teles hasta Rawls, pasando por Maquiavelo, Marx o Weber (como hace
el propio Habermas), marra lo esencial: enterarse de lo que pasa. Con-
funde lo que pasa con la idea que ella se hace de lo que pasa.
El nuevo lugar desde el que pensar es la experiencia de la barbarie.
El trapero encarna al intelectual de los nuevos tiempos, capaz de captar
la elocuencia de los trapos. Antes de hacer un documentado discurso so-
bre la crisis que estamos viviendo, por ejemplo, hay que acudir allí, en-
frentarse a los hechos y empaparse bien de su significación, viviendo la

66
EL TRAPERO. PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE

miseria que causa. Se trata de tomarse en serio el pasaje de los hechos


(Sachgehalt) a su significación (Wahrheitsgehalt).
Habermas cree descubrir una contradicción insalvable en el trapero
que es Benjamin al señalar que mesianismo y marxismo son incompati-
bles; que no se puede invertir en rescatar del fracaso al sentido y, al mismo
tiempo, cambiar el mundo. Son, sin embargo, compatibles si entendemos
que la fuerza capaz de cambiar el presente no es la que genera una uto-
pía o la que viene de promesas de felicidad o del progreso, sino de una
conciencia viva de cómo está construido el presente. Benjamin no apunta
a un cambio de política sino a un cambio de lógica histórica. De poco
valdrán los cambios de programa político si no cuestionamos la lógica
de cómo se ha construido la historia. El nudo gordiano es la valoración
política del sufrimiento. No nos engañemos. Los momentos de eman-
cipación política y social no se han inspirado en promesas o utopías de
que los nietos serían felices sino en el recuerdo de los abuelos ofendidos.
En este contexto de ocultación de la significación política del sufrimien-
to con el que se ha construido la historia hay que entender la centra-
lidad de la crítica benjaminiana al consumismo propio del capitalismo
contemporáneo. El problema no es que no haya para todos, sino que el
consumo nos sueña, es decir, anula, por un lado, la conciencia, mien-
tras que, por otro, se erige en guía espiritual. Las cosas son el valor so-
cial que adquieren. La diferencia entre el capitalismo del siglo xix y el
del xx es palpable. Si la explotación capitalista del primer capitalismo,
dice Benjamin, procuraba Schuld, es decir, endeudamiento (en el doble
sentido de deuda material y también de deuda espiritual, de ahí el sen-
tido de mala conciencia o culpabilidad), esto cambia en el capitalismo
del siglo xx que ya no ve en el consumo Schuld sino inocente promesa de
felicidad (GS II/2, 495).
Frente a esa acometida, el trapero nos pone ante la realidad del ca-
pitalismo con un triple mensaje. Nos dice, en primer lugar, cómo somos,
cómo es el individuo de nuestra sociedad. Es alguien al que sólo le in-
teresa el consumo. Sólo vale lo que puede ser consumido. Todos los va-
lores tienen fecha de caducidad. Será por eso por lo que la gastronomía
se ha convertido en una religión o en el templo del arte y por lo que se
quiere comparar al cocinero Ferrán Adrià con Picasso. Un arte efímero
en el que lo definitivo son las sobras. Nadie que aspire al favor de este
ciudadano osará apostar por algo que transcienda la inmediatez.
El trapero nos enseña, en segundo lugar, a enfrentarnos a la realidad
que vivimos: sin prisas. El trapero observa todos los desastres que pro-
vocan las medidas económicas para luchar contra la deuda, por ejemplo.
Toma nota de lo que significa despedir a alguien de su trabajo. La pobreza

67
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

se traduce en estómagos vacíos de seres humanos, en humillación por no


poder relacionarse con los demás, en frustración por tener que renun-
ciar a los sueños de su vida. A diferencia de lo que hace el político —y
sobre todo el asesor del político—, no le obsesiona convertir la situación
en un problema abstracto, sino que prefiere enterarse bien de lo que está
pasando, empapándose de realidad. Se comporta al revés que el político
a quien ese recuento minucioso del empobrecimiento le desasosiega. El
político prefiere huir de la quema, reunirse con los asesores y trasformar
la angustia existencial en ecuaciones abstractas que pueda manejar. Lo
que le encanta es salir a la tribuna y llenar el espacio con frases prome-
tedoras que no llenan el estómago ni alivian la angustia.
El tercer mensaje del trapero se refiere al alcance de la política, a
lo que él espera de la política. Marx llenó al proletariado de ínfulas re-
volucionarias que no han tenido lugar. Querían cambiar el mundo. El
trapero es mucho más sobrio. Se apunta al «mesianismo pobre» que no
quiere cambiar todo sino sólo hacer algunos ajustes. Le basta con que la
política trace dos rayas rojas que nadie podría traspasar. Una, por abajo,
marcando el límite de la pobreza que no se debería sobrepasar porque
arrojaría al menos favorecido al infierno de la inhumanidad; y otra por
arriba, señalando el límite de la riqueza que nadie debería sobrepasar
porque le deshumanizaría.
El trapero anuncia un nuevo tipo de política y de político del que,
pese a la urgencia, aún estamos lejos.

68
4

EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

El antisemitismo no es un asunto que incumba sólo a los judíos, ni se


agota en actos repudiables como la profanación de un cementerio he-
breo. Lo que revela un repaso a la literatura sobre el tema es que nos
afecta a todos porque el antisemitismo es la cristalización de un modo
de ser, de pensar o de actuar bien implantados en la sociedad. El an-
tisemitismo es como la radiografía de una sociedad que permite ver
cómo está constituida. Convocamos a tres autores muy diferentes que
vienen de mundos ajenos pero en los que el antisemitismo ocupa un
lugar destacado. Son Franz Rosenzweig, Jean-Paul Sartre y Theodor
Adorno. Para Rosenzweig el antisemitismo es un asunto cristiano, en-
tendiendo por cristiano no sólo las Iglesias sino toda la cultura secula-
rizada de origen cristiano. Para Sartre, el antisemitismo es sobre todo
una mirada externa. Esa mirada crea lo antijudío y también lo judío.
Para Adorno, el antisemitismo hay que medirlo a Auschwitz. Esa for-
ma singular de barbarie tiene su origen en la propia racionalidad mo-
derna. Tres tesis bien diferentes que demuestran la complejidad de un
asunto que inicialmente parecería tener unas fronteras mucho más de-
limitadas. Veamos cómo se plantea.

1. El antisemitismo según Franz Rosenzweig,


o el antijudaísmo del cristianismo

Para Franz Rosenzweig, el antisemitismo es un asunto cristiano. No es


una tesis nueva. «El cristianismo triunfante», escribe Georges Bensoussan,
«ha dado al rechazo de los judíos el aspecto de un enfrentamiento casi
identitario» (2005, 11). Se refiere al antijudaísmo del cristianismo, visi-
ble desde el primer momento, y que se ha perpetuado en tópicos como

69
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

«pueblo deicida» y en exclusiones teológicas y políticas que han sido el ar-


mazón de lo que podríamos llamar un «antisemitismo religioso»1. Pero
no es a esto a lo que se refiere Rosenzweig. El antisemitismo del cristianis-
mo tiene que ver, en su opinión, con la estructura teológico-política del
cristianismo o, para ser más precisos, con los peligros que lleva consigo
esa estructura, peligros en los que el cristianismo sistemáticamente ha
caído. La tentación antisemita no residiría pues en los vicios del cristia-
nismo sino en sus virtudes.

1.1. Para Franz Rosenzweig, judaísmo y cristianismo aparecen como


las dos grandes formas de existencia colectiva que permite un proyecto
de vida humana. Aunque se expresen como dos maneras de entender la
redención (un concepto teológico), no son sólo dos formas de vida re-
ligiosa sino dos categorías del ser, ya que la vida lograda que plantea la
redención puede vivirse en el mundo, que es la visión cristiana, o fuera
de él, como plantea el judaísmo. Son desde luego dos formas distintas
y habrá que preguntarse si complementarias o antagónicas porque de la
respuesta que demos a estas preguntas depende el sentido profundo del
antisemitismo, que es el tema que nos ocupa.

a) Son, desde luego, dos formas muy distintas de entender la existen-


cia. La estrategia del cristianismo dice: «Es necesario que la vida, toda la
vida, acabe siendo totalmente vivida, totalmente temporalizada, antes de
poder acceder a la eternidad». Hay pues que conquistar la vida, primero
en su exterioridad, luego en su interioridad, hasta llevar a la historia a su
culminación. Lo que pasa es que «todo lo que es temporal necesita un so-
porte en lo eterno» (cit. en Bensussan, 2000, 97), y eso es lo que represen-
ta el pueblo judío, que es la anticipación de la eternidad. Esa anticipación
ayuda a que el tiempo cristiano progrese ofreciendo al tiempo histórico
un punto exterior que mantenga abierto el presente al futuro.
Lo que caracteriza al cristianismo es la realización histórica de su
verdad mediante la secularización universal. Ahí y así se explica el tras-
fondo religioso de la política occidental. El cristianismo está impelido a

1. El teólogo católico J. B. Metz denuncia el antijudaísmo inscrito en el cristianismo


desde el primer momento: «Desde muy pronto se impuso en el cristianismo una discutible
estrategia intelectual e institucional, llena de consecuencias graves, encaminada a quitarse
de encima la herencia recibida de Israel. Primero se entendió el cristianismo a sí mismo
como el ‘nuevo Israel’, la ‘nueva Jerusalén’, el ‘verdadero pueblo de Dios’. Enseguida se
pasó a reprimir el significado troncal de Israel para los cristianos, tal y como exige Pablo
en la Carta a los Romanos. Consecuentemente, Israel pasó a ser una etapa superada de la
historia sagrada» (Metz, 1997, 151).

70
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

dar forma histórica a las exigencias de la encarnación. Lo ha hecho in-


formando desde dentro las instituciones políticas, pero también gracias a
revoluciones que aceleran la consumación de los tiempos. Rosenzweig se
refiere expresamente a la Revolución francesa —«libertad, igualdad, fra-
ternidad se convirtieron en palabras corazón de la fe y en palabras con-
signa de la época»—, pero podría referirse a cualquier otra que «apre-
henda el instante preciso del tiempo justo» (Rosenzweig, 1997, 3432).
De aquí se deriva una consecuencia importante: la mundaneización de
la redención y la implicación de la religión en la política son formas pro-
pias de la teología política cristiana.
El judaísmo, a diferencia del cristianismo, no está en la historia. Eso
no quiere decir que la historia no le afecte, sino que el pueblo judío se
sabe un resto que anticipa simbólicamente la eternidad. Es el modelo
presente de una redención futura, arquitecto de un tiempo fuera del tiem-
po. Esta vocación de resto tiene por consecuencia la imposibilidad de vi-
vir enteramente de acuerdo con su tiempo: «El pueblo eterno compra su
eternidad al precio de la vida temporal. Para él el tiempo no es su tiempo,
no es tierra de labor y heredad [...] El pueblo judío no cuenta los años se-
gún un cálculo propio del tiempo» (361). Esto le lleva a una tensión con
el tiempo histórico: forman parte de la historia, pero con capacidad de
sustraerse a su dinamismo. El pueblo judío es el punto exterior de la his-
toria, capaz de suspender el tiempo que pasa gracias a una tensión hacia
el futuro que le aspira, al tiempo que él trata de atraerlo y anticiparlo.
Esa exterioridad afecta a su relación con la historia y en concreto con
la tierra, la lengua y la ley. Su relación es simbólica y no materialista como
en los demás pueblos. Ese tratamiento simbólico y no materialista de los
elementos que constituyen la historia es lo que permite al judío expresar
la anticipación de la eternidad, pues para él la tierra propia no estará li-
gada al nacimiento sino que será la patria de todos; la lengua no será la
que uno habla sino un sistema universal de comunicación; y la ley no será
la carta magna de cada país ni siquiera la carta de los Derechos Humanos
sino la forma en que se relaciona una humanidad reconciliada.
Rosenzweig expresa plásticamente la diferencia entre judaísmo y cris-
tianismo asimilando lo judío a la vida y el cristianismo a la vía o camino:

Vida eterna y Camino eterno: son cosas distintas, como lo son la infinitud
de un punto y la infinitud de una línea. La infinitud de un punto sólo puede
consistir en que jamás se borra: se conserva en la eterna autoconservación

2. En el presente epígrafe, las referencias sucesivas a La estrella de la redención se


darán indicando sólo el número de página de la traducción citada.

71
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

de la sangre que se propaga. En cambio, la infinitud de una línea termina si


es que ya no es posible prolongarla. Consiste en la posibilidad de la pro-
longación sin trabas. El cristianismo, en tanto que camino eterno, tiene que
extenderse siempre [...] la misión es para la cristiandad la forma misma de
su autoconservación (404).

El cristianismo es expansión, porque lo suyo es, como diría Teilhard


de Chardin, llevar el alfa al omega, transformar críticamente el mundo.
Esa expansión o catolicidad se expresa en términos de fraternidad, esto
es, de reunión de individuos diferentes que viven en situación de enfrenta-
miento, debido a «la enemistad de los pueblos, la crueldad de los sexos,
la envidia de las clases y las fronteras de la edad» (409). Su tarea es hacer
que los enemigos, los crueles, los envidiosos, los limitados, se miren entre
ellos como hermanos.
Otra es la estrategia del judaísmo. Este se percibe como una comu-
nidad inscrita en la continuidad de las generaciones: es el lazo espiritual
que une a distintas generaciones (Blutgemeinschaft3). La eternidad del
judío reside «en aquellos que más lejos de nosotros están en el tiempo:
en el más viejo y en el más joven; en el anciano que amonesta y en el
chico que pregunta; en el abuelo que bendice y en el nieto que recibe la
bendición» (410). La eternidad es la contemporaneidad de las distintas
generaciones, todos a la misma distancia de la promesa. Se nace judío y
se heredan sus tradiciones. La experiencia del cristiano, por el contra-
rio, es más bien la de «un pagano en camino de hacerse cristiano». No se
nace cristiano. En el origen del cristiano hay un gesto de conversión (el
bautismo). Esa distinta ubicación condiciona la estrategia de cada tradi-
ción en orden a la consecución de la meta común, la redención. El judío
expresa el sentimiento de eternidad sustrayéndose a la historia de las na-
ciones, a su cultura, y a sus guerras, para dar testimonio de la inmutabi-
lidad de su adhesión a la Tora. El cristianismo, por el contrario, intenta
vencer el tiempo histórico trabajando en su interior, cristianizándolo. El
acto cristiano tiende a catolizar a todos los hombres, a relacionarlos, a

3. Traduzco el término alemán Blutgemeinschaft (literalemente, «comunidad de san-


gre») por «lazo espiritual» porque, como bien explica Daniel Barreto, el concepto de Blut-
gemeinschaft, «tan propio del judaísmo, no tiene una significación étnica o racial sino que
quiere dar a entender que el destino de un pueblo no está ligado a la tierra. Es como si ese
pueblo estuviera remitido a sí mismo y por eso puede prefigurar una universalidad futura
sin exclusiones, la esperanza mesiánica, más allá de toda limitación de la comunidad por el
territorio». Y acaba diciendo que «la comunidad de sangre a lo largo de generaciones es en
el fondo una crítica al nacionalismo» (Barreto, 2013, 241 ss.). Agradezco a Daniel Barreto
muchas de las sugerencias que aquí aparecen.

72
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

hacer del mundo una comunidad. Esto explica el lugar preeminente que
ocupa en su agenda la conversión de los pueblos paganos y también la
relación entre el poder político y la Iglesia.

b) A Rosenzweig no se le escapan los peligros de la estrategia cris-


tiana. Su lucha por despaganizar el mundo corre el peligro de divinizar
el mundo o mundaneizar a Dios. Si Dios se hace hombre, el hombre, o lo
que lo represente, podría hacerse Dios. Riesgos pues en el cristianismo
de panteización de Dios o de reducción del Dios vivo a una idea o de en-
diosamiento del hombre.
Esos peligros que han acompañado al cristianismo no los tiene el ju-
daísmo, siempre volcado al interior. Por su propia constitución es metá-
fora del absoluto y no encarnación de la divinidad. Como metáfora del
absoluto reconoce la distancia entre la representación y lo representado.
Sabe que ninguna realidad lo puede encarnar íntegramente. Toda realidad
histórica tiene el sello de lo incompleto e inacabado, por eso «a los gran-
des acontecimientos, a las instituciones, a las ideologías, a las creencias,
opondrá el simple hecho de su existencia eterna que será como una con-
testación silenciosa a la pretensión (cristiana) de encarnar la redención»
(Mosès, 1982, 298). Con su mera presencia —presencia del pueblo de
la promesa— testimonia que la redención no está cumplida. Mientras
el pueblo judío exista, el cristianismo no puede pensar que su tarea está
realizada. Siempre será sospechoso de interpretar el éxito que supone
dar un paso adelante como un triunfo completo.
Pues bien, este papel de testigo de lo absoluto que ejerce el judío con
su mera existencia, esta protesta permanente contra el poder de la histo-
ria, es la causa fundamental del antijudaísmo del cristianismo y, por tanto,
del antisemitismo. Así de claro lo dice Rosenzweig:

La existencia del judío impone en todos los tiempos al cristianismo el pensa-


miento de que no ha llegado a la meta, de que no ha llegado a la verdad, sino
que siempre sigue estando de camino. Este es el motivo de odio más hondo
del cristiano al judío, que ha aceptado la herencia del odio pagano. En últi-
ma estancia no es más que odio a sí mismo, pero dirigido sobre el contumaz
amonestador silencioso, que sólo advierte, sin embargo, con su existencia.

Y un poco más adelante dirá que «es odio contra la propia imperfec-
ción, contra el propio todavía no [...] el judío, sin quererlo, avergüenza
al cristiano» (483).
El judaísmo es como el espejo en el que el cristiano ve su imagen, la
imagen esforzada de quien corre hacia la meta. Es tanto su empeño que
tiende a pensar que ya ha llegado cuando la verdad es que sigue en cami-

73
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

no. No le gusta que se lo recuerden, por eso devuelve con antisemitismo


el favor que le hace el judío al recordarle dónde se encuentra.
Lo que pasa es que el cristiano no puede deshacerse del judío porque
«si no tuviera a su espalda al judío, se perdería en cualquier parte que es-
tuviera». El cristiano necesita al judío porque el cristiano sabe que para
poder cumplir su misión histórica tiene que renunciar a «enraizar su fe en
una realidad nacional», es decir, el cristiano no puede reducir el contenido
de su fe a un ideario nacional.
La existencia del pueblo judío es, por el contrario, experiencia re-
ligiosa, pueblo elegido. Y eso no tiene que ver con lo anterior porque
una cosa es sacralizar los intereses de un pueblo y otra, renunciar a esos
intereses, ser segregado de la marcha de la historia, para llevar una exis-
tencia cabe Dios. El pueblo judío es un pueblo santo y esa facticidad es
clave para el cristiano que, al tratar de convertir el mundo, corre el pe-
ligro de reducir su fe a una idea o a una ideología, lo que sería tanto
como disolver sus intuiciones religiosas en un espiritualismo gratuito.
Para escapar a ese peligro «necesita vitalmente apoyarse en la existencia
física del pueblo judío» (Mosès, 1982, 298). No basta decir que se apo-
ya en la Biblia porque la Biblia sería sólo un libro si no fuera porque el
pueblo judío es su vivo testimonio. Gracias a este pueblo la Biblia es una
realidad viva. El Dios cristiano tiene sus raíces en el Dios de Israel tal y
como se revela a través de la historia de su pueblo; el misterio del Cristo
se inserta en la realidad judía de Jesús; no habría Nuevo Testamento sin
el Viejo. Rosenzweig cuenta la anécdota de Federico el Grande que pidió
un buen día a un párroco pruebas de la verdad del cristianismo: «Los
judíos, Majestad», fue su respuesta (485). «De nosotros», añade Rosen-
zweig, «no pueden dudar los cristianos. Nuestra existencia les garantiza
su verdad». Se entiende por qué Pablo deje estar a los judíos hasta el final.
El judaísmo, con su eterna supervivencia, es fuego que alimenta «los ra-
yos que en el cristianismo irrumpen» (486). Mientras el pueblo judío sea
judío y no cristiano, esto es señal de que el cristiano está por el buen ca-
mino, es decir, en camino.
No debería extrañar entonces que los enemigos del cristianismo ha-
yan intentado privarle del suelo que lo sustenta. Caso paradigmático es
el del gnosticismo empeñado en anular el Antiguo Testamento que, si
bien se mira, no es un ataque sólo al pueblo judío sino también al cris-
tiano. Sin ese substrato material, Dios sería un Espíritu pero no el Crea-
dor del mundo y el Cristo no tendría la densidad del judío Jesús... Uno y
otro «no opondrían la menor resistencia a su conversión en dioses e ído-
los» (484). Para evitar que el cristianismo no degenere en una doctrina,
para que no caiga en la tentación de la idealización, «el Jesús histórico

74
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

ha de quitar siempre de debajo de los pies del Cristo ideal el pedestal en


que querrían ponerlo sus adoradores filosóficos o nacionalistas» (485).
Esa carnalidad de la religiosidad judía es lo que hace que el cristianismo
sea historia y no un constructo ideológico.

c) Una vez señalada la causa fundamental del antisemitismo religioso,


Rosenzweig prosigue su reflexión. No se queda en lo dicho, esto es, no
piensa que la última palabra entre cristianismo y judaísmo sea el antise-
mitismo. Al contrario:

El judío y el cristiano son trabajadores que trabajan en la misma obra. [Dios]


no puede prescindir de ninguno de los dos. Ha puesto entre ellos enemis-
tad en todo tiempo, pero los ha vinculado entre sí del modo más estrecho.
A nosotros nos dio eterna vida al encendernos en nuestro corazón el fuego
de la estrella de su verdad. A ellos los puso en el eterno camino haciéndo-
les correr en todo tiempo tras los rayos de la estrella de su verdad, hasta el
final eterno. Nosotros vemos, pues, en nuestro corazón la fiel imagen de la
verdad, pero, para ello, damos la espalda a la vida temporal, y la vida del
tiempo nos da la espalda a nosotros. Aquéllos, en cambio, van corriendo
tras el río del tiempo, pero no tienen la verdad más que a sus espaldas. Ella
los guía, puesto que siguen sus rayos, pero no la ven con sus ojos. La verdad,
toda la verdad entera, no nos pertenece ni a ellos ni a nosotros (486).

Es esta una original teoría de la relación entre judaísmo y cristianis-


mo que no parece contar con muchos seguidores ni entre los judíos ni
entre los cristianos.

1.2. La extraterritorialidad del judaísmo se expresa situándose fuera


no sólo de la historia sino también del Estado. Eso le viene de su cultura
diaspórica. Esa voluntad de situarse al margen de la historia corre el peli-
gro de traducirse en ser marginado de la historia. Los judíos han pagado
con frecuencia el precio de la marginación, pero también han conseguido
que a veces se los respete, reconociéndoseles un estatus verdaderamen-
te original: en la Antigüedad, por ejemplo, el judío no era ciudadano ro-
mano pero tampoco esclavo; en la Edad Media su relación con el poder
era de dependencia personal pero no de pertenencia… Con la aparición
del Estado-nación la cosa cambia pues este no tolera que nadie se sitúe
fuera. ¿Entonces? El judío vivirá dentro de sus fronteras pero el Esta-
do no estará dentro del judío. No hay manera de que el judío interiorice
la forma de Estado. Que el judío viva dentro del nuevo Estado como un
ciudadano emancipado no impide que el «pueblo eterno» siga situándose
fuera de la historia.

75
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Quien mejor lo sabe, explica Rosenzweig, es el Estado, que interpreta


esa actitud como un atentado a su propia integridad; tampoco se le escapa
al cristianismo que considera esa distancia crítica como una actitud hostil,
incapaz de apreciar su singular aportación a la construcción de la historia.
Hay que entender bien que el judío, miembro del «pueblo eterno»,
no toma distancias del poder político porque niegue legitimidad al po-
der político —en este caso al Estado— sino por lo que ese poder tiene de
absoluto. Y esa pretensión de absoluto es el sello que de hecho ha impre-
so el cristianismo a lo político. Eso explicaría que la reacción antijudía
del Estado se deba a lo que el Estado tiene de cristiano o poscristiano.

a) Rosenzweig rastrea las huellas cristianas en la figura del Estado


siguiendo a Hegel, quien interpreta cristianamente el Estado no porque
este sea o tenga que ser teocrático o inspirado por la Iglesia (caso del
origen de las democracias cristianas), sino porque es una figura derivada
de la teología de la encarnación. Con la encarnación de Dios en un ser
humano lo absoluto entra en la historia. Eso es lo que permite a Hegel
plantear la tesis de que «lo racional es real». Lo racional —cuya expre-
sión máxima sería el Logos joaneo— se ha hecho carne, por eso lo real
está cargado de racionalidad. La concreción social de ese acontecimien-
to es el Estado que, a partir de ese momento, puede presentarse como
absoluto frente al individuo y a la comunidad.
El Estado, como absoluto, hace presente lo eterno o, mejor dicho,
pretende eternizar el presente aunque lo que en realidad consigue es fi-
jar el tiempo4. Nada hay superior al Estado, a la existencia del Estado, a
su mantenimiento. El aquí y ahora, que es el aquí y ahora del Estado, es el
valor de referencia. Lo que no está presente no existe y nada de lo que
hay puede ser superior al presente del Estado.
Si hay que remitirse a la teología de la encarnación para entender el
carácter divinal del Estado, es al cristianismo al que debemos el someti-
miento del individuo. Como dice Claude Lefort, «el cristianismo inspira
al hombre el sentido de la comunidad, de la fraternidad, de la obedien-
cia a un principio moral incondicionado; le enseña el valor del sacrifi-
cio de forma que si falta la creencia cristiana, no habría ya lugar para una
ética del servicio al Estado y del patriotismo»5. La teología completa su
contribución política al sostener, tras el carácter divinal del Estado, la

4. Bensussan señala con razón que el Estado no sólo quiere apoderarse del tiempo,
sometiéndolo a sus propios intereses, sino también del espacio, declarando su vocación
de expansión planetaria, que sólo puede llevar a cabo por la violencia con la que debe en-
frentarse a otros Estados y al interés de la humanidad (Bensussan, 2000, 114).
5. Lefort, 2004, 74. Véase el desarrollo de este punto de vista en Barreto, 2013, 112.

76
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

exigencia moral del sometimiento del individuo y de la sociedad al su-


sodicho Estado.

b) Esto carga al Estado de violencia. El Estado, dice Rosenzweig, se


constituye con dos palabras. La primera es «derecho». La convivencia
no puede dejarse al albur de los individuos. Tiene que estar regulada,
sometida a unas normas que no están pensadas en función de los indivi-
duos sino del Estado. La segunda es «violencia», porque el Estado impone
y mantiene esas normas por la fuerza. La violencia del Estado contra los
individuos se sustancia en el hecho de que lo suyo es detener el tiempo y
elevar el momento presente a eterno o absoluto6. No hay más tiempo
que su presente, de ahí que pueda elevar a norma eterna lo que no es
sino un instante determinado. Una ley cualquiera que puede responder a
las necesidades de un momento es elevada a norma universal, para todo
tiempo y lugar, en nombre del poder del Estado sobre el tiempo.
Como el Estado es el referente del individuo y de la comunidad, pue-
de exigir el sacrificio voluntario de sus vidas y de sus haciendas que encon-
trarán en ese sacrificio la razón de ser. Por eso su forma de existencia es
la guerra: guerra ad intra para definir el alcance de su poder (las fron-
teras) y guerra ad extra con los demás Estados que también se erigen en
absolutos. Tenemos entonces que la violencia no es la negación del de-
recho sino su fundamento; y que la guerra no es la negación de la paz
sino el horizonte en el que esta aparece.
Todo esto es muy hegeliano. Lo que aporta Rosenzweig de nuevo tie-
ne que ver con la figura del pueblo que se erige, ante el Estado, como el
auténtico sujeto de la historia. Tras el lema de la democracia —«todo del
pueblo, para el pueblo y por el pueblo»— lo que hay en la concepción
habitual es un Estado que actúa para preservar su propia realidad aun-
que sea a costa del pueblo. En las democracias modernas hay un conflic-
to entre Estado y pueblo que se resuelve necesariamente a favor del pri-
mero porque el conflicto afecta a la sustancia antagónica de lo que uno
y otro es: el tiempo del Estado no es el tiempo del pueblo. El tiempo del
pueblo es vida, es decir, proyectos y recuerdos; en él hay presente, pero
también pasado y futuro. La vida del pueblo está hecha de memoria y
esperanza. El Estado, por el contrario, sólo conoce el presente, anulan-
do toda memoria y toda esperanza. Esa es la raíz de la mayor violencia
del Estado pues se atiene al presente, a lo que su presencia exige, sacri-

6. Escribe Rosenzweig: «El derecho era nada más que su primera palabra. Esta pa-
labra no puede sostenerse contra el cambio de la vida. Pronuncia ahora su segunda pala-
bra: la palabra de la violencia» (394).

77
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

ficando a ello todo el patrimonio y toda esperanza. Sólo importa la au-


toconservación del Estado:

La vida [del pueblo] no quiere más que cambio [...] No te bañas dos veces en
la onda del mismo río [...] entonces llega el Estado y planta sobre el cambio
su ley. De golpe, existe algo que permanece. Pero el fragor de la vida conti-
núa corriendo sobre esa tabla tan bien plantada (394).

Pueblo y Estado tienen lógicas distintas, enfrentadas, que el Estado


resuelve a su favor por medio de la violencia.

1.3. El Estado lleva las huellas del cristianismo. En una sociedad


poscristiana, como la nuestra, puede que esos rasgos sólo sean percepti-
bles secularizadamente, pero siguen conformando nuestra identidad.
A quien no escapa el colorido de su procedencia es al judío, que vie-
ne de otra cultura, y que dispone precisamente por eso de una capa-
cidad de observación y sorpresa que no tiene el individuo moderno
secularizado.
De ahí que no podamos ser indiferentes a la mirada del judío o, me-
jor, a la visión de lo judío cuyas notas características son muy otras. Re-
cordemos, en primer lugar, que su cultura diaspórica había convertido
el exilio en forma de existencia. Esto contravenía el juicio griego —bien
mantenido a lo largo de los siglos— que hacía del apolis un sospecho-
so, pues ¿no decía Aristóteles que «aquel que no tiene polis de manera
natural y no circunstancialmente es o un ser degradado o está más allá
de lo humano»? El judío no se siente ligado a la tierra, ni al territorio.
Y lejos de entender su situación como una maldición, entiende que es la
condición para una ciudadanía universal.
Luego está su enfrentamiento con la historia y el Estado. Dice Le-
vinas que lo que define al judío no es tanto creer en Moisés cuanto sa-
ber que puede juzgar la historia. La conciencia individual se enfrenta
descaradamente a la tesis hegeliana según la cual la historia es el tri-
bunal de la razón. El judío desdiviniza la historia y el Estado, esto es,
el progreso y la política. Rosenzweig anuncia lo que será la crítica de
Benjamin sobre este particular. El nervio de esas críticas es la violen-
cia de la que se sirven la historia y el Estado para imponerse a la vida
de los pueblos. De partera de la historia la violencia pasa a ser el gran
escándalo que la política no puede permitirse. En este punto la au-
toconciencia del judío Rosenzweig alcanza tonos provocadores para
la conciencia cristiana: «El judío», viene a decir, «es el único pacifis-
ta auténtico» porque sabe que las guerras de los pueblos no son gue-

78
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

rras santas como las naciones del mundo pretenden de una manera u
otra. Sabe que el nacionalismo es un falso mesianismo, porque se ha
apoderado del protagonismo del Mesías pero queriendo imponerlo a
sangre y fuego7. Ve tras el derecho de los Estados, la voluntad artera de
la guerra, por eso los pacifistas cristianos entienden la paz como un ar-
misticio para el rearme.
El judaísmo no apuesta por el Estado porque se sabe «resto» y eso
supone no la negación del Estado, sino de su pretensión absoluta que es
el origen de su violencia.

De Israel al Mesías; del pueblo que estuvo bajo el Sinaí, al día en que la casa de
Jerusalén se llamará casa de oración para todos los pueblos, lleva un concepto
que surgió en los profetas y ha dominado desde entonces toda nuestra historia
íntima: el de resto. El resto de Israel, los que han permanecido fieles, el verda-
dero pueblo en medio del pueblo son, en cada instante, la garantía de que hay
un puente que enlaza aquellos dos polos (cit. en Barreto, 2013, 273).

La figura de resto expresa la extraterritorialidad judía frente a la his-


toria universal. La extraterritorialidad no es sólo un aparte de la historia
sino una pertenencia que se sustrae, una dinámica de evasión, un cons-
tante cribarse para hacer la separación en cada momento entre lo asu-
mido o asimilado, por un lado, y lo inasimilable o eterno, por otro. Que
hay un resto irreductible lo sabe hasta el judío asimilado que «se adap-
ta siempre en lo exterior para poder siempre volverse a cribar dentro de
sí». El resto es una forma de expresar lo incompleto de la completud, lo
irreductible a toda armonía, lo que queda por llegar ante todo caminante
que piense que ha llegado8.

7. Rosenzweig hace derivar el nacionalismo moderno de la interpretación cristiana del


concepto judío de elección. Esa interpretación es una perversión que explicaría la tendencia
del nacionalismo a reducir la complejidad a la unidad y a imponerse a los demás pueblos.
«El nacionalismo», escribe Rosenzweig, «supone la cristianización absoluta de la noción de
pueblo. Eso significa que los pueblos no sólo se creen que son de origen divino [...] sino que
caminan hacia Dios». Véase el desarrollo de este punto en Mate, 1997, 161.
8. A la vista de la contundencia con la que Rosenzweig critica la figura del Estado
(hegeliano, es decir, poscristiano), habría que preguntarse qué hubiera dicho del Estado de
Israel que él no conoció. Su posición sobre el sionismo da una pista. Conocida es la dura
polémica que sostuvo con G. Scholem sobre este particular. Si Scholem apuntaba a Rosen-
zweig cuando decía que «el judaísmo de la diáspora estaba en estado de muerte clínica y
que solamente allá abajo [en Palestina] recobraría el pulso», Rosenzweig, por su parte, le
respondía que el sionismo, con su obsesión por normalizar la vida del pueblo judío, ame-
nazaba de muerte la identidad del judaísmo. Lo cierto es que del debate salió una aproxi-
mación llamativa: Scholem empezó a dudar de ese sionismo real que se alejaba decidi-
damente de sus raíces judías tradicionales, mientras que Rosenzweig aceptaba hablar de

79
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

1.4. El antisemitismo que Rosenzweig denuncia lo sitúa en el corazón


mismo del cristianismo. Si desde el primer momento los seguidores de
Jesús interpretaron sus hechos y dichos como el Nuevo Testamento, estaba
claro que querían desplazar la Tora a una antigüedad secundaria, y si desde
los primeros tiempos estos mismos seguidores pensaron que el cristianis-
mo era la consumación del judaísmo, estaba igualmente claro que nada
tenían que esperar de lo quedaba tras de sí. La tentación antisemita sólo
podría superarse desde una redefinición de las relaciones entre judaísmo
y cristianismo, una tarea a la que Rosenzweig se entrega pioneramente.

2. El antisemitismo en Jean-Paul Sartre,


o el judío como creación de la mirada del otro

2.1. Sartre escribe Réflexions sur la question juive en 19469. La fecha es


importante porque en ese momento a pocos interesaba la cuestión judía,
aparte de a los mismos judíos. Es verdad que Auschwitz no es el centro
de su reflexión, ni hay atisbo de la distinción entre campos de concen-
tración y campos de exterminio, pero el genocidio está presente. El con-
texto de la reflexión sartreana es el dolor de la nación francesa, una de
cuyas manifestaciones es la persecución racial. La tragedia judía es analiza-
da desde una perspectiva que se remonta al caso Dreyfus, sin que lo ocu-
rrido en los campos nazis de exterminio sea considerado un momento
singular sino más bien la consecuencia de un proceso. Pese a todas estas
cautelas o reservas, el libro de Sartre es la primera y casi única reacción
filosófica (si exceptuamos las de los propios judíos) al genocidio judío
perpetrado por el nacionalsocialismo.
El antisemitismo al que se refiere Sartre no es el que se manifiesta
durante el hitlerismo, caracterizado por rasgos raciales y genocidas. Tie-
ne que ver con ideas románticas y tradicionalistas que propician una cul-
tura que huye de la modernidad y de sus valores abstractos para refugiarse

sionismo, siempre y cuando se mantuviera la distancia entre el Estado que se construye y


la comunidad mesiánica a la que se aspira. Si se abandona esa distancia, entonces «nuestra
comunidad [sería] un pueblo entre los otros sin que ninguna particularidad nos distinguie-
se» (cit. en Barreto, 2013, 289). Sobre el conjunto de la polémica entre Scholem y Rosen-
zweig, cf. Mosès, 1992, 239-259. La realidad del Estado de Israel, sin embargo, no parece
haber salvado las reservas que uno y otro imponían al sionismo para que este no fuera una
modalidad más del nacionalismo criticado. A estas consideraciones habría que añadir la
novedad de Auschwitz que introduce un elemento inédito, ausente en el anterior debate,
en la valoración del Estado de Israel. Sobre este mismo asunto, cf. Traverso, 2013.
9. Citaremos por la edición francesa de 1954, indicando a partir de la primera re-
ferencia sólo el número de página.

80
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

en los valores comunitarios, naturales, bien anclados en la tierra. Para


estos críticos de la Ilustración «lo universal es judío porque es objeto de
la inteligencia» (Sartre, 1954, 27). Los valores universales no son france-
ses o alemanes porque no los da la tierra. Son cosas de los que no tienen
tierra y se empeñan en pensar haciendo abstracción de la realidad.
La consecuencia de esta mirada antigua sobre un problema que tiene
rasgos muy nuevos es que Sartre ubica el antisemitismo en la esfera de lo
pasional negándose así la posibilidad de ver lo que hay de racionalidad
en el proyecto nazi de destrucción sistemática del pueblo judío.
Lo nuevo de Sartre no es tanto su análisis del antisemitismo cuanto
el cuestionamiento del asimilacionismo defendido por la modernidad y
hasta por los propios judíos ilustrados. No es que Sartre rechace la ilus-
tración sino que la cuestiona desde dentro. Se dirige a quien está dispues-
to a razonar, es decir, a los demócratas, a los amigos de los judíos y a
los partidarios de la emancipación. Todos estos filosemitas han pensado
que la mejor manera de resolver la cuestión judía era negando al judío
en cuanto individuo singular o diferente, al tiempo que se afirmaba su
pertenencia a la especie humana. El demócrata es filosemita en tanto en
cuanto ve al judío asimilado y empieza a ser antisemita tan pronto como
el judío se afirma como judío. A los ojos del ilustrado el judío no puede
ser al mismo tiempo ilustrado y judío.
No se puede negar la perspicacia de Sartre cuando denuncia la com-
plicidad latente entre el antisemita y el filosemita (que él concreta en el
demócrata): «El antisemita reprocha al judío ser judío, mientras que el
demócrata le echará en cara considerarse judío. Pillado entre el adversa-
rio y el defensor, el judío se encuentra sin sitio: como si no tuviera más
elección que la de elegir la salsa con la que ser guisado» (69). El prime-
ro lo hace visible para negarlo y el segundo lo invisibiliza para salvarlo,
pero en ambos casos el judío tiene que desaparecer.
Sartre apuesta, en un gesto que le honra, por la alteridad del judío,
es decir, por reconocerlo como tal. Este planteamiento es una novedad
pues, como acabamos de decir, no era lo que se llevaba. Desde los tiempos
de Lessing, resonaba entre los servidores de la Bildung el grito ilustrado:
«¿Acaso no somos hombres antes que judío, cristiano o musulmán?». Ahí
no hay lugar para el diferente, a no ser que reduzcamos la diferencia «a la
comida y al vestido», es decir, a lo accidental. Pero la apuesta sartriana por
la alteridad dura poco o, mejor, queda debilitada al hacerla coexistir con
una tesis contrapuesta, a saber, reducir el judaísmo a producto del antise-
mitismo. «El judío», dice en un pasaje muchas veces repetido, «es alguien
a quien los demás consideran judío. Esa es la simple verdad de la que hay
que partir [...] es el antisemita quien crea al judío» (83-84). Sartre parece

81
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

entonces deslizarse por la pendiente ilustrada que acaba de criticar, como


si el judío hubiera podido ahorrarse todos sus sufrimientos si se hubiera
invisibilizado a los ojos del antisemita, asimilándose totalmente tal y como
mandaba la Ilustración.

2.2. Este Sartre, que reconoció después no tener mucha idea de los
judíos ni del judaísmo cuando escribió su apasionado alegato en su de-
fensa10, tira de libreto y comienza a desgranar los tópicos puestos en cir-
culación por Hegel sobre el judío: un pueblo antiguo, sí, pero «un pueblo
sin historia», siempre dando tumbos sin orientación alguna y haciendo
prueba de una manifiesta esterilidad cultural, por eso no se puede hablar
de una obra propiamente judía, ni de civilización israelita. Cuando Hegel
critica al pueblo judío por diferente, está apuntando a un pueblo que
no encaja en ninguno de los moldes culturales que la civilización ha ido
construyendo. Ser diferente significa, en este caso, quedarse al margen
del progreso del Espíritu Universal.
Los tópicos del filósofo alemán, compartidos a uno y otro lado del
Rin, obligan a preguntarse a Sartre: ¿qué es lo judío? La respuesta es de
estricta fidelidad hegeliana: «La comunidad judía no es ni nacional, ni
internacional, ni religiosa, ni étnica, ni política: es una comunidad cuasi-
histórica». Para añadir a continuación de su propia cosecha: «Lo que hace
al judío es la situación en la que se encuentra; lo que le une a otros judíos
es el hecho de encontrarse en la misma situación» (176). El judío no es
nada en sí sino la creación de la mirada de los demás.
Cuando Sartre diga que la irracionalidad creó el antisemitismo está
señalando lo arbitrario de esa mirada externa y no está denunciando,
como querrían los ilustrados canónicos, la actitud de los judíos asimilados
a los que les dio vértigo desprenderse de todo lo judío y se quedaron a
medio camino, es decir, conservaron rasgos diferenciales que les denun-
ciaban como no totalmente asimilados.
Llama la atención que un libro como este, escrito desde la simpatía
y con reflexiones muy ajustadas, esté plagado de sonoras ignorancias.
Como si la Biblia, el Talmud, la Cábala, la cultura sefardita y la azkena-
zí... no hubieran existido. Sólo desde el desconocimiento de la rica tra-
dición cultural judía puede afirmarse que el judío —y no sólo el antise-
mitismo— es el producto de la mirada del otro.
Lo que hay que decir de Sartre es que tiene su mérito reconocer la
gravedad de la cuestión judía, como él lo hace, viniendo de una filoso-

10. «Escribí la Cuestión judía sin documentación alguna, sin leer un libro judío», re-
conocía en 1980 a B. Lévy (Sartre y Lévy, 1991, 74).

82
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

fía hegeliana de la historia que reducía el significado de las víctimas a


combustible del progreso y que colocaba al pueblo judío en la prehisto-
ria porque para hacer historia hay que tener una larga memoria de sus
gestas e Israel sólo la tenía de sus derrotas11. Simplificar de esa manera
la memoria del pueblo judío era una extraña osadía intelectual. Sobre
todo si tenemos en cuenta que cuando Sartre escribe hacía siete años que
Benjamin había escrito sus Tesis sobre el concepto de historia, aunque en
su descargo hay que añadir que faltaban unos meses para que aparecie-
ran publicadas en su propia revista12. De haberlas leído hubiera tenido
que corregir esas afirmaciones que daban a entender que nada había de
propio en el judaísmo fuera de la mirada del antisemita.
Sartre escribe su ensayo sobre la cuestión judía cuatro años después
de publicar L’Être et le Néant donde expuso su teoría del existencialis-
mo tan deudora de la filosofía heideggeriana. A Heidegger recurre para
marcar el perfil del judío. Partiendo de la tesis de que el judío es el re-
sultado de una mirada exterior —la del antisemita— distingue entre
dos tipos de judío, el auténtico y el inauténtico, según reaccionen a esa
mirada13. Por un lado, estaría el judío auténtico que es «aquel que se rei-
vindica mediante el desprecio que se le hace». Es el judío que asume
su condición martirial y hace frente a sus verdugos. No es fácil vivir de
esa manera porque para ello tendría que tener unos sólidos referentes
sociales e históricos con los que identificarse, pero todo lo que hay de
real judío en la sociedad es la atmósfera y los prejuicios que emanan del
antisemitismo. Habría que decir a Sartre que esos referentes existen,
pero él los desconoce porque juzga lo judío a partir de la literatura an-
tisemita que él trata de desactivar. Desconoce la tradición diaspórica
del judaísmo orgulloso de sí mismo, fiel a su tradición y generador de
una cultura singular. No conoce a Franz Rosenzweig, pero tampoco
a Moses Mendelssohn. A la hora de rebuscar algún ejemplo de lo que
podría ser el judío auténtico no se le ocurre otra cosa que remitirse al
estereotipo del judío oriental.

11. «Si es verdad, como dice Hegel, que una colectividad sólo es histórica en la me-
dida en que tiene memoria de su historia, habrá que decir que la colectividad judía es la
menos histórica de todas las sociedades porque sólo puede guardar memoria de un pro-
longado martirio, es decir, de una larga pasividad» (81-82). Ahí se ve que lo que no le fal-
ta al pueblo judío es memoria, pero, desgraciadamente, no de las gestas y héroes a los que
se refiere Hegel, sino de sus sufrimientos. Y esos no cuentan para la historia.
12. El libro se publica en 1946 y las Tesis de Benjamin, traducidas al francés por Pierre
Missac, aparecerán en Les Temps Modernes en octubre de 1947.
13. «La autenticidad consiste en vivir consecuentemente la condición de judío y la
inautenticidad, en tratar de negarla o de disimularla» (110).

83
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

En Francia todo invita a que el judío se considere un francés, pero


esa opción constituiría al judío en inauténtico, en asimilado. Inauténtico
es el judío asimilado, el judío de la modernidad occidental que intenta
inútilmente dejar atrás su condición de judío identificándose con las na-
ciones en las que vive. Kafka ya levantó acta de lo inútil que resultaba
ese esfuerzo por parte de tantos judíos a lo largo de muchas generacio-
nes, porque siempre había alguien que detectaba un rasgo de su proce-
dencia. Para Sartre la mirada del antisemita constituye al judío. Lo que
tiene claro es que el antisemita ha forjado su mitología del judío anali-
zando los comportamientos del judío inauténtico (112). Ha trazado un
dibujo monstruoso del judío que expresaría su quintaesencia en actitu-
des tales como su ductilidad, su capacidad de adaptación y asimilación.
Para Sartre, sin embargo, esas actitudes no son el reflejo de una natura-
leza taimada sino el resultado de una voluntad que quiere perderse en
el anonimato, en el hombre en general (que, por cierto, representa el
cristiano).
También explica de otra manera la crítica antisemita de que el judío
es, en el fondo, inasimilable o irreductible al hombre común. Sartre ob-
serva que al judío se le exige una renuncia cada vez mayor a sus raíces, a
sus tradiciones y hasta a sus costumbres. Eso lo lleva a no entregarse del
todo en cada momento. Guarda una cierta reserva en cada meta conse-
guida para seguir avanzando en la asimilación. Es entonces cuando el
antisemita dirá que el judío es inasimilable, pero, si lo fuera, apostilla
Sartre, «es porque no se le acoge como un hombre, sino siempre como
el judío» (121).
Otro rasgo sospechoso que detecta el antisemita en el judío inau-
téntico es el de ser «un intelectual abstracto, un puro racionalizador». Y
todo eso —el racionalismo, la abstracción, el intelectual— son asuntos
sospechosos. Es verdad, reconoce Sartre, que los judíos tienen la pasión
por lo universal, pero «si ellos priman esta pasión sobre cualquier otra,
es para combatir las concepciones particularistas que les convierten en
seres aparte» (134). El mejor modo de no sentirse aparte, judío, es ra-
zonando, porque el razonamiento, si es correcto, vale para todos. Eso
no tiene por qué hacer del judío un ser «más inteligente que el cristia-
no». Pero si hay un punto de pasión en ellos por la inteligencia es para
oponerlo a la catolicidad de la Iglesia (137). El antisemita, que sabe del
sentido crítico que acompaña al judío, cree descubrir en él un rasgo des-
tructor, ayuno de toda creatividad. Un apunte absurdo, señala Sartre, a
quien le basta mencionar los nombres de Spinoza, Proust, Kafka, Chagall,
Einstein, Husserl o Bergson, para recordar la creatividad del judío. Si el
judío inauténtico es tan crítico es porque está obligado a combatir todo

84
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

lo que separa a los hombres y los conduce a la violencia. Bien sabe por
experiencia que él acaba siendo la primera víctima de esa violencia.
No podía faltar entre esos rasgos definitorios el viejo tópico del ju-
dío y del dinero. Pero el interés por el dinero tiene que ver con el gusto
judío por la abstracción. No es el sonido de la moneda de oro lo que le
seduce, sino la figura de un modo abstracto de intercambio. Con dinero,
un cheque o un banco, uno dispone de un modo de compra o de apro-
piación que transciende cualquier lugar (154). El dinero no pregunta por
el color o la idiosincrasia de su titular. El dinero permite vender y com-
prar atendiendo al precio de las cosas y no a los rasgos físicos o psíquicos
del que compra. Frente a la estrategia antisemita que persigue señalarle
como diferente, el judío «se agarra al dinero como al poder legítimo que
sanciona al hombre universal y anónimo que él quiere ser» (155).
Sartre analiza estos y otros rasgos del judío que figuran en la agenda
del antisemita, para preguntarse: ¿de quién es la culpa? ¿Quién es el cul-
pable de que este ser humano específico haya convertido su vida en una
errancia inmemorial huyendo de los demás y de sí mismo? La respuesta
que da Sartre es la que hizo decir a Claude Lanzmann que estamos ante un
nuevo j’accuse, aunque en este caso también se autoacuse. Así dice Sartre:

Han sido nuestros ojos los que le envían la imagen inaceptable que él quiere
ocultar. Han sido nuestras palabras y nuestros gestos —todas nuestras pala-
bras y todos nuestros gestos—, nuestro antisemitismo y nuestro liberalismo
los que los han envenenado hasta la médula. Hemos sido nosotros los que
les hemos obligado a elegirse como judíos... nosotros los que les hemos abo-
cado al dilema de la autenticidad o de la inautenticidad judía (164).

Un auténtico dilema, pues si en nombre de su libertad el judío opta


por la autenticidad, corre el peligro de acabar viviendo en el gueto, algo
que no nos podemos permitir; y si la decisión es por la inautenticidad y
sentirse francés, su patriotismo será siempre sospechoso porque no po-
drá no mirar al Estado de Israel. Parecería entonces que no hay manera
de salir del laberinto tramado por el antisemitismo.
Sartre lo intenta al final de sus apasionadas reflexiones. No podemos
perder de vista lo fundamental: que no es el judío el que provoca el an-
tisemitismo sino el antisemitismo lo que crea al judío. En ese supuesto,
de poco vale la línea de la asimilación, es decir, de la negación del ju-
dío, porque por mucho que haga el judío para asimilarse, el antisemita
no parará hasta que todo lo judío quede disuelto en ese «hombre» puro
que tiene el inconveniente de no existir. Para el antisemita (y en esto co-
incide con el ilustrado) la asimilación consecuente debe hacer desapare-
cer lo judío del judío.

85
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Para Sartre, sin embargo, del análisis de los rasgos que el antisemita
ve en el judío —su racionalismo, su espíritu crítico, el sueño de una so-
ciedad reconciliada, su fraternidad universal, su humanismo— lo menos
que se puede decir es que son rasgos de los que no se puede privar una
sociedad madura. Esos rasgos son títulos de ciudadanía que el Estado
francés debería honrar (177). Pero Sartre prefiere que el judío salga del
anonimato y se presente como judío.
Claro que el reconocimiento de su ciudadanía francesa en un Estado
laico no resuelve el problema porque el problema no lo tienen el judío
ni el Estado, sino el antisemita. Lo que habría que superar es el antisemi-
tismo. Y para ese fin todos los medios eficaces son buenos: la educación
debe acabar con los tópicos antijudíos; también leyes severas que cas-
tiguen las prácticas antisemitas... Pero Sartre no espera mucho de todo
este arsenal de medidas. Al fin y al cabo, el antisemita se cree de otra pas-
ta; piensa que pertenece a una sociedad mística que está por encima de
toda legalidad. La propaganda, la educación, el código penal no le alcan-
zan porque las citadas medidas no llegan a las raíces profundas que ali-
mentan el antisemitismo.
Para llegar a ellas no hay que perder de vista que el antisemitismo
es «una visión del mundo en la que el odio del judío ocupa el lugar de un
mito explicativo» (179). Lo que procede entonces es modificar la situa-
ción real que genera esa visión maniquea y primitiva del mundo. ¿A
qué situación se está refiriendo Sartre? A un mundo dividido en clases
sociales. Lo dice así de solemnemente: «Constatamos que el antisemi-
tismo es un esfuerzo apasionado en pro de una unión nacional frente a
una división de las sociedades en clases» (180). El antisemita, en lugar
de enfrentarse a la división entre pobres y ricos, empresarios y traba-
jadores, poderes legales y poderes fácticos, etc., prefiere reducir la divi-
sión real de la sociedad al simplismo judío y no judío. Se deduciría de
todo ello que en una sociedad sin clases no habría lugar para un mito
explicativo como el del antisemitismo. En una sociedad así habría ju-
díos auténticos que se pensarían como judíos pero eso no tendría que
oponerse al asimilacionismo del judío inauténtico, de la misma mane-
ra que un obrero que se sabe miembro de una clase no se opondría a
la liquidación de las clases. Lo que tiene que quedar claro entonces es
que la causa revolucionaria no sólo interesa al obrero, sino también
al judío. Y nos interesa a todos porque el antisemitismo lleva directa-
mente al nacionalsocialismo y eso nos incumbe. Pero, además de que
nos interese e incumba, estamos obligados moralmente: «Si hemos vi-
vido avergonzados por nuestra complicidad involuntaria con los anti-
semitas, que nos ha convertido en verdugos, quizá podamos empezar

86
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

a comprender que hay que luchar por los judíos ni más ni menos que
como luchamos por nosotros mismos» (182).

2.3. En este ensayo Sartre parte en guerra contra el antisemitismo.


Se zambulle en su mundo y, gracias a una brillante dialéctica, desactiva sus
argumentos.
Al final de su alegato disuelve la distinción entre judío auténtico e
inauténtico. Al tiempo que exhorta al judío auténtico —ese que se piensa
como judío— a que se manifieste como tal, reconoce el derecho a la asimi-
lación, es decir, el derecho del judío a ser y sentirse plenamente francés,
así como respeta el derecho a «reivindicar una nación judía poseedora de
una tierra y de una autonomía» (169 s.). En cualquiera de esas elecciones
y con cualesquiera de sus posibles combinaciones, hay autenticidad.
Sartre también se dirige a sus contemporáneos para echarles (y echar-
se) en cara su responsabilidad por el crimen ocurrido. Ha habido la com-
plicidad —aunque la rebaje al nivel de involuntaria— que convierte al
francés en verdugo. Pero, además de cómplices del crimen, los contem-
poráneos de izquierda han hecho gala de una mortal ceguera porque no
han visto que la causa del antisemita está ligada a la división de la socie-
dad en clases. La lucha contra el antisemitismo es, en buena lógica, parte
integral de la causa revolucionaria.
El historiador Enzo Traverso recuerda que este breve ensayo, escrito
por el intelectual francés más famoso de la posguerra, rompió un espeso
silencio sobre el genocidio judío «que no era sólo el de la sociedad france-
sa sino también el de su autor» (Traverso, 1997, 213). Por lo visto, Sartre,
que nunca cayó en el colaboracionismo, tuvo sus dudas sobre la Resisten-
cia, a la que sólo se incorporó en 1943. Pero no es este dato de su biogra-
fía lo que importa sino su propia estructura mental, es decir, su filosofía.
A Sartre su fidelidad heideggeriana le jugó una mala pasada. Da fe de ello
esta crítica malhumorada de Marcuse al existencialismo que él conocía
de primera mano:
Cuando la filosofía, en nombre de la teoría ontológico-existencial sobre la
libertad y el hombre, llega al extremo de describir a los judíos perseguidos y
a las víctimas de los verdugos como siendo y permaneciendo seres absoluta-
mente libres y dueños de las decisiones que tomen, ello es señal de que esos
conceptos filosóficos han caído al nivel de la pura y simple ideología14.

El existencialismo abre un abismo entre el mundo del sujeto y la rea-


lidad del mundo, como si el sujeto pudiera con todo y pudiera ser libre

14. Citado por Traverso, 1997, 214.

87
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

incluso cuando la violencia lo reduce al nivel de inhumanidad que cono-


cemos por los campos de exterminio. Sartre sigue planteándose el tema
de la libertad al margen de las cámaras de gas. Como si Auschwitz no hu-
biera ocurrido. Una filosofía para la que ese acontecimiento es insignifi-
cante es sospechosa de ideología. Eso nos obliga a plantear la pregunta
de si la racionalidad de la filosofía sartriana, pese a las mejores intencio-
nes de su autor, no debería formar parte del problema. No es un deta-
lle menor el hecho de que L’Être et le Néant aparece en 1943, cuando la
solución final está en marcha. Pero de eso no hay rastro en la gran obra
de Sartre y tampoco en Réflexions sur la question juive.

3. El antisemitismo según Adorno,


un problema de la racionalidad moderna

3.1. A diferencia de Sartre, Adorno sí pone en el centro del antisemi-


tismo el genocidio judío. Aunque Dialéctica de la Ilustración se publica
en 1942 y en ella no aparece la palabra «Auschwitz», su estudio sobre el
antisemitismo es impensable sin el proyecto nazi de destrucción de los
judíos europeos. Adorno es, pues, pionero en pensar el antisemitismo
desde Auschwitz.
Esto quiere decir, en primer lugar, que para explicar Auschwitz hay
que tener en cuenta la tradición antisemita que viene desde la noche de
los tiempos, pero también que el antisemitismo en Auschwitz queda mar-
cado por la singularidad del holocausto judío. Es un antisemitismo cua-
litativamente diferente del que hemos conocido hasta ahora.
Algunos historiadores han llamado la atención sobre la tardanza de
Adorno en ver las cosas así. La razón es que, en el Café de Marx, como
coloquialmente se llamaba al Institut für Sozialforschung, «quien no hable
de capitalismo no tiene derecho a hablar de fascismo», es decir, domi-
naba el punto de vista marxista y todo lo demás era secundario15. Esto
cambia en 1942 hasta el extremo de que el antisemitismo será el punto
de vista privilegiado para comprender todo lo que hay de violencia en
la sociedad moderna.
Lo cierto es que en Dialéctica de la Ilustración —y más decidida-
mente aún en Minima Moralia— el antisemitismo histórico quedaba di-
suelto en la barbarie de Auschwitz y eso cambia el enfoque, porque la

15. Horkheimer plantea, de acuerdo a la lógica marxista, en un texto de 1939 sobre el


fascismo, la reducción del antisemitismo a un factor económico: «El nuevo antisemitismo
es el mensajero del orden totalitario surgido del liberalismo. Hay que volver a las tenden-
cias del capitalismo» (en M. Horkheimer, «Por qué el fascismo», cit. en Ricard, 2012, 137).

88
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

singularidad de Auschwitz incide en la novedad significativa del antise-


mitismo que tuvo lugar en los campos de exterminio.
Esa novedad tiene que ver con el hecho de que Auschwitz no fue resul-
tado del eclipse de la razón sino de su presencia. Adorno estaba convenci-
do de la irracionalidad del fascismo, pero eso no quería decir que care-
ciera de lógica; al contrario, «su irracionalidad proviene de la esencia de
la razón dominante» (Horkheimer y Adorno, 92009, 17)16. En el antisemi-
tismo fascista quedaba al desnudo la racionalidad de la sociedad occiden-
tal contemporánea, de ahí que el estudio del antisemitismo sea un lugar
privilegiado para captar las luces y sombras de la racionalidad moderna.
Que el antisemitismo sea un producto lógico de la sociedad occidental
no quiere decir que la relación causal entre racionalidad occidental y ge-
nocidio judío sea tan determinante que tuviera que darse necesariamen-
te. La relación causal no es determinante en este caso, entre otras razones
porque la violencia antisemita del fascismo era indiferente a la especifici-
dad de las víctimas. Lo sustantivo del exterminio judío era el exterminio,
pero las víctimas podrían haber sido otras17. A pesar de que las víctimas
podrían haber sido otras, el hecho es que fueron judías y eso obliga a pen-
sar el antisemitismo como exterminio. El antisemitismo no es pues sólo
una categoría que permita explicar el destino de los judíos, sino que es la
categoría interpretativa mejor situada para explicar la violencia de la so-
ciedad que pensó, planificó y ejecutó ese crimen contra la humanidad.

3.2. Las instituciones esenciales de la sociedad moderna son la bur-


guesía, el liberalismo y el capitalismo. Lo común a ellas es el diseño de
una sociedad basada en la igualdad entre todos y de todos ante la ley. En
esa sociedad cabe la emancipación del judío, de ahí que, habida cuenta de
la resistencia de la sociedad a aceptar la emancipación del judío, esta se
convierta precisamente en piedra de toque de todo el proyecto moderno.
El reconocimiento de los derechos cívicos del judío tiene lugar en Francia,
efectivamente, en 1791, como efecto de la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano de 1789. Con distintos avatares la emanci-
pación va produciéndose en otros estados hasta el punto de crear la im-
presión de que sociedad burguesa y emancipación judía van de la mano.

16. Las citas subsiguientes a la traducción española de Dialéctica de la Ilustración se


darán con la sola indicación del número de página.
17. «El furor se desahoga sobre quien aparece como indefenso. Y como las víctimas
son intercambiables entre sí, según la constelación histórica, resulta que vagabundos, ju-
díos, protestantes, católicos, cada uno de ellos puede asumir el papel que les asignan los
asesinos; y el furor puede disfrutar del placer de matar al sentirse dotado con el poder de
ser la norma» (216; trad. ligeramente retocada).

89
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

Una observación más detallada de los hechos pone de manifiesto,


sin embargo, que las cosas son bastante más complicadas. Por de pronto
el mito o el ideal de la igualdad supone la eliminación de las diferencias.
Hay un punto positivo en este planteamiento si tenemos en cuenta, por
ejemplo, la desigualdad ante la ley según la cuna o el nacimiento; o si re-
cordamos las guerras religiosas entre confesiones diferentes convencidas
de que nada había que trascendiera las diferencias. El ideal ilustrado de la
igualdad radical puso las bases para la tolerancia moderna y bien puede
ser valorado como un hito histórico.
¿Qué hacer entonces con las diferencias? La tendencia era rebajar su
importancia al nivel de gustos culinarios. Pero hay diferencias que son de
otro nivel. ¿Qué hacer con ellas? La Ilustración, que trajo bajo el brazo
el ideal de la igualdad, creó lo que se llamó «la cuestión judía»: el difícil
lugar del judío en una sociedad laica en la que la laicidad significa uni-
versalidad y el judío lo particular por diferente. Se encontró una solu-
ción planteando, por un lado, la figura del Estado laico, que no hacía
acepción de personas, y pidiendo al judío, por otro, que se asimilara, que
abandonara el exilio o la diáspora como forma de existencia y pensara
y se comportara de acuerdo a los modelos dominantes.
Pero el planteamiento no funcionó ni podía funcionar porque la
igualdad moderna es represiva y excluyente. Tengamos presente, en
efecto, que la asimilación impulsada por esa idea de igualdad pretendía
la negación de todo lo judío, de ahí que cualquier resto de judaísmo,
aunque no fuera más que el gusto por los libros o por su cocina, fuera
visto como una traición a la modernidad. Los partidarios del iguali-
tarismo inculpaban a estos judíos de no saber aprovechar la ocasión
que les brindaba la modernidad de desaparecer sin hacer ruido: «Los
partidarios de la tolerancia unitarista son siempre proclives a volverse
intolerantes con todo grupo que no siga sus pautas: el ferviente en-
tusiasmo que muestran por los negros se aviene bien con el desinterés
respecto al maltrato a los judíos» (Adorno, 1997, 4, 185). Estos mili-
tantes por la igualdad no perdonarán a quien no vista el uniforme. Los
judíos deberían aprender de los negros en los Estados Unidos que se
han integrado sin reservas, que han olvidado su pasado de esclavitud y
que han renunciado a la memoria. No sólo eso, sino que esa sociedad
igualitarista se acusaba a sí misma de ser demasiado blanda y de no ha-
ber «llevado las cosas demasiado lejos», de haber dejado que algo esca-
pe a la «maquinaria» totalitaria cuya función es triturar toda diferencia
(ibid.). La asimilación consecuente debería concluir con la negación del
judío. Extraño destino el de la asimilación. El programa asimilacionista
es, en segundo lugar, discriminatorio. Se pide al judío (o al musulmán)

90
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

algo que no se pide al cristiano. Se espera de él, en efecto, que corte


con sus raíces y se adapte a un mundo que es poscristiano. El hombre
ilustrado, presentado como universal, es una secularización del cristia-
nismo, como muy bien vieron Hegel, Weber o Rosenzweig. En tercer
lugar, la asimilación era imposible: por más que quisiera el judío ser
como los demás, llegando incluso a convertirse al cristianismo, como
fue el caso de Mahler, no podía negarse a sí mismo. Siempre había un
resto, una reserva, que le impedía identificarse del todo con lo que se
llevara. Eso explica en el caso de Mahler, por ejemplo, la novedad de
su música o, en el caso de Freud, la genialidad de su ciencia18. El judío
no podía desentenderse de ese resto que lleva consigo, pero tampoco lo
hubiera permitido la mirada exterior. La mirada del ilustrado detectaba
tras los modales civilizados del judío asimilado un pasado que lo trai-
cionaba. Karl Löwith cuenta en sus memorias cómo él y su familia, asi-
milada desde siglos, no tenían clara conciencia de ser judíos. Cuando se
anunciaron las primeras leyes raciales, tras la llegada de Hitler al poder,
Löwith no se dio por aludido. «El portavoz de los docentes», escribe en
sus memorias, «se sorprendió cuando declaré que yo, como cristiano,
no tenía ninguna relación con el judaísmo». Él no tenía conciencia de
serlo pero en algún registro sí figuraba su estirpe, de ahí que los nazis,
como su hasta entonces amigo y maestro, Martin Heidegger, evitaran
vergonzosamente a quien poco antes habían distinguido con el título de
«primer y único alumno» (Löwith, 1993, 32 y 80). Heidegger dio más
crédito a la memoria del archivo que a la del propio Löwith.
Lo que sí era común a judíos y no judíos era la forma en la que la
modernidad planteaba la identidad tanto individual como colectiva. El
miembro del grupo tenía que disolverse en individuo libre —liberado
del vínculo de pertenencia, más o menos impuesto— para poder ser
miembro de la nueva sociedad con todos sus derechos. El individuo
burgués, para ser universal, tenía que romper con sus raíces. Sólo va-
ciándose podía llenarse del poder colectivo. Lo que realmente quiere
decir la metáfora del vaciamiento es que la construcción de la identi-
dad individual pasaba por la renuncia, libre o impuesta, a ser sujeto.
Ese individuo, privado de sus raíces, se echa en manos del colectivo
que no va a hacerse cargo de la subjetividad ausente, es decir, no va
a luchar por ella, sino que le proporcionará una sustitución engañosa
que resultará letal. Otro tanto ocurre con la identidad colectiva, como
escriben Horkheimer y Adorno:

18. Para el caso de la música de Mahler remito a mi trabajo «Mahler, la magia del
hueso cantor», infra, pp. 245-254.

91
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

La unidad del colectivo consiste en la negación de cada individuo singular.


[...] La horda, cuyo nombre aparece sin duda en la organización de las ju-
ventudes hitlerianas, no es una recaída en la antigua barbarie, sino el triunfo
de la igualdad represiva, la evolución de la igualdad ante el derecho hasta la
negación del derecho mediante la igualdad (68).

Lo que va a proporcionar ese colectivo desalmado al individuo desub-


jetivado para que colme sus frustraciones es el cuerpo del judío.
Si el mito moderno de la igualdad era alérgico a la diferencia, esto te-
nía que afectar a todas las ideologías que nacieran en su seno. Fue lo que
ocurrió con el liberalismo y también con el fascismo, aunque las diferen-
cias entre uno y otro son notables como luego veremos.
A pesar de que la asimilación era, en su dibujo teórico, imposible, una
determinada asimilación tuvo lugar en la práctica. A los judíos les fueron
reconocidos sus derechos cívicos y muchos de ellos aprovecharon la oca-
sión para promocionarse socialmente. Pensemos que en Austria ese reco-
nocimiento, es decir, la salida del gueto, tiene lugar en 1860; pues bien,
en 1890, es decir, en el espacio de una generación, una tercera parte de los
estudiantes en Viena eran judíos. Su éxito debió de ser considerable por-
que el antisemitismo llegó a calificar a la sociedad burguesa de «judía»19.
Es verdad que no todos los judíos prosperaron pero bastó que una parte
lo hiciera para que la mayoría de aquellos no-judíos que no lo lograron
pensaran que la sociedad burguesa sólo iba bien a los judíos. Lo decisivo
es que relacionaban su malestar con el bienestar de los judíos.

3.3. El destino del judío asimilado ocurre no en los salones de la so-


ciedad vienesa sino en el contexto de una sociedad severamente golpeada
por el sistema capitalista que provoca miseria material y frustración aní-
mica. Se había asociado el ideal de la igualdad a la felicidad y ahora resul-
taba que a quien iba bien era al diferente.
En buena lógica cabría esperar que la agresividad derivada de esa
miseria y frustración se dirigiera contra el corazón del sistema —el modo
de producción capitalista o la figura del Estado—, pero a las masas les
faltó la agudeza de un Marx para verlo así. En La cuestión judía Marx
dejó dicho que la modernidad cumplió sus promesas al crear un Esta-
do laico que iba a reconocer los derechos ciudadanos a todos los indivi-
duos. Pero que nadie esperara de ese Estado que velara por cómo le iba
a ir a cada individuo en esa sociedad. Eso, el uso o la partida que cada

19. También Marx pensaba que la complicidad del judío y del capitalismo era tal que
si aquel se liberara de este —«de la usura y del dinero»— se acabaría la sociedad burguesa;
cf. Bauer y Marx, 2009, 157.

92
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

cual sacara de sus derechos cívicos, era asunto privado. La miseria o la


frustración era asunto privado. Eso no significa, claro, que el Estado se
desentienda de lo que ocurre en la sociedad. Tiene que mantenerse y
para ello hace lo más difícil: poner al servicio del poder la rebelión de
los oprimidos para reforzar la sumisión de los rebeldes20.
El catalizador de todo ese procedimiento de opresión, rebelión y su-
misión de la gran masa es el antisemitismo, algo que no es evidente y que
conviene aclarar: ¿por qué los judíos se convierten en el chivo expiatorio
de los males del sistema?

3.3.1. Hay, desde luego, una razón económica. El poder político ha


obligado al judío a colocarse en el lugar más comprometido del sistema.
La burguesía poscristiana se ha reservado el trabajo productivo, la fábri-
ca, y así controla todo el proceso. El judío sólo podía ser comerciante o
prestamista. Cuando el obrero iba a comprar, descargaba su ira contra
quien le vendía el pan y no contra quien le pagaba el mísero salario. Es
verdad que «es en la relación del salario con los precios donde se expre-
sa lo que se retiene injustamente a los trabajadores» (219). Eso lo siente
el trabajador cuando va al mercado, pero el problema viene de la fábri-
ca. El despojo se produce en el salario, pero donde el obrero expresa su
ira es cuando lo quiere cambiar por mercancía en el mostrador del pe-
queño comercio regido por un judío. Lo que en verdad ocurre es que ese
judío comerciante o prestamista «hace de alguacil de todo el sistema y
atrae sobre sí el odio que debería recaer sobre los otros» (ibid.). El co-
mercio fue su fatal destino.

3.3.2. Pero esta explicación con ser real no es suficiente. No es en la


realidad de los hechos donde está la clave explicativa sino en el imagina-
rio de las masas fascistas. Ahí encontraremos una imagen del judío que
es el producto de una patología identitaria colectiva que determina la re-
acción del pueblo alemán. Al hablar de patología colectiva hablamos de
un modo de plantear la identidad colectiva que acarrea un desastre hu-
manitario; más aún, que prefiere la destrucción del otro a la propia cu-
ración. No se va a tratar ya, como en el caso del liberalismo, de limar las
diferencias que escapan al igualitarismo hasta hacerlas desaparecer, sino
de eliminar al diferente. La diferencia no es sólo un atentado a la identi-
dad de la nación, caso del liberalismo, sino una amenaza para la huma-
nidad. Para llegar a ese extremo la ideología nacionalista nazi tiene que

20. «El fascismo es totalitario incluso en el hecho de que trata de poner la rebelión de
la naturaleza oprimida contra la dominación directamente al servicio de esta última» (229).

93
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

convertir al diferente en un extraño que pone en peligro la humanidad.


Si no lo hay se lo inventa, y eso es lo que hará el nazi con el judío.
La identidad se construye, según Hegel, con el apoyo del otro y de
la naturaleza. No hay ser humano sin el reconocimiento del otro repite
Hegel en su Fenomenología del Espíritu. Un buen ejemplo de esa nece-
sidad es la experiencia de humillación que uno sufre cuando saluda a al-
guien y el otro no responde sea porque no quiere o sencillamente porque
no lo oye. Otro tanto ocurre con la naturaleza: sin lo que ella nos pro-
porciona no hay existencia posible. Adorno sigue en esto a Hegel aunque
traduzca reconocimiento por mímesis: «Un ser humano no deviene ser
humano más que imitando a otros seres humanos»21.
Pues bien, el nazismo se rebela contra esta sabiduría milenaria pen-
sando que puede construir un hombre nuevo de la nada. Pretende que el
hombre del futuro sea una pura creación del propio fascismo sin deber
nada a nadie ni a la naturaleza. No hay otro diferente a ellos mismos que
valga la pena tener en cuenta y la naturaleza no es más que una cantera
que explotar sin consideración alguna. Como dice Arendt en el prólogo
a La condición humana, «este hombre nuevo que los sabios producirán
en poco más de un siglo parece rebelarse contra la existencia humana tal
y como se ha expresado a lo largo de los siglos. Será [esa existencia hu-
mana recibida] una especie de regalo sin lugar de origen que ellos quie-
ren canjear por un producto de fabricación propia».
Ese hombre nuevo, creado de la nada o desde la pura voluntad de
poder, podía plantearse su proyecto de vida tanto a escala individual como
colectiva sin preocuparse del resto del mundo. Pero no puede escapar
a la condición humana que necesita de los demás. El nazi se va a fijar
en aquel ser humano que, a sus ojos, encarna precisamente la diferencia
y lo natural para construirse como su negación. Ese ser humano es el
judío. La negación del judío es la condición de su identidad22. Adorno
llama a ese procedimiento «falsa caricatura de la mímesis» (225).
Empezamos a entender por qué el pueblo alemán, quizá el menos
antijudío de Europa, acaba ejecutando un antisemitismo genocida: es el
que más elaborada tenía esa patología identitaria. En su suelo, en efec-
to, había prosperado la teoría del superhombre, es decir, la idea de que
también había hombres infrahumanos (Unter-Menschen) a los que se los

21. La gran diferencia entre Adorno y Hegel es que este habla de «reconocimiento
por el otro» y a Adorno lo que le importa es el reconocimiento del otro. Sobre esta rela-
ción entre reconocimiento hegeliano y mímesis adorniana, cf. Ricard, 2012, 133.
22. El nazi «no puede sufrir al judío pero lo imita constantemente. No hay antisemita
que no lleve en la sangre la tendencia a imitar lo que para él es judío» (228).

94
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

podía tratar como gusanos. Esa mirada deshumanizadora del otro abría
el camino a una política que considera el exterminio no como un asesi-
nato sino como una acción benefactora para la especie humana.
Esa cultura del superhombre que exalta la voluntad de poderío y que
ensalza al macho poderoso y bello es, paradójicamente, una cultura del
resentimiento y de la venganza. Como ya hemos visto, la premisa de ese
hombre nuevo es la impotencia. Renuncia a ser sujeto esperando de su
identificación con el colectivo la respuesta a sus frustraciones. Como no
lo consigue, dirige su frustración contra aquel tipo de hombre que, en su
imaginación, ha prosperado porque no ha pagado, como él, el precio de
la renuncia a la diferencia y a satisfacer las exigencias de la naturaleza.
Esta cultura de la venganza y del odio colectivo cala muy hondo, hasta
el punto de que los afectados anteponen el exterminio del judío al triunfo
de la propia causa. Los historiadores se han preguntado por qué Hitler
estaba tan empecinado en desviar recursos materiales y humanos a los
campos de exterminio en lugar de emplearlos en frentes de guerra muy
necesitados. La respuesta la daba el propio Hitler cuando reconocía que
«no estaba en su poder conseguir la victoria pero sí conseguir que los
judíos no salieran jamás victoriosos de la guerra»23. No era desde luego
rentabilidad alguna la que buscaba Hitler con su política de exterminio.
Su antisemitismo «era un lujo»24... suicida, que Hitler se regaló porque
le iba la vida en ello. Es un lujo porque no le va a proporcionar bene-
ficios económicos. Al contrario. Pero tenía que hacerlo porque sin ese
negativo su hombre nuevo hubiera quedado en nada. El nazi sólo podía
considerarse héroe si el judío era un villano; sólo salvador de la humani-
dad si el judío era visto como un ser infrahumano y antihumano25. Se
suele explicar el éxito inicial del hitlerismo por haber sabido dar una res-
puesta económica a la deprimida sociedad alemana, víctima de las duras
sanciones impuestas por los vencedores de la Primera Guerra Mundial
y, también, de la gran depresión de 1929. Pero esa respuesta era un es-
pejismo. La recuperación económica estaba basada en el desarrollo de
la industria militar que sólo sería rentable en el supuesto poco probable
de una victoria indiscutible. Si a pesar de todo se embarcó en esa aven-
tura es porque «la verdadera ganancia con la que cuenta el camarada es
la sanción colectiva de su odio» (141). Aunque no saque nada de pro-

23. Declaración de Hitler del 30 de enero de 1939. Citado por Ricard, 2012, 143.
24. «El antisemitismo se ha mostrado inmune frente al argumento de su falta de ren-
tabilidad. Para el pueblo era un lujo» (215).
25. Nietzsche ya dejó escrito, sin embargo, en su análisis del resentimiento, que quien
necesita convertir al otro en un enemigo perverso es el impotente (La genealogía de la mo-
ral, § 10).

95
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

vecho consigue lo fundamental, a saber, que «a aquellos que carecen de


todo poder de mando, les vaya tan mal como al pueblo» (215). Uno no
se cree del todo desgraciado si procede a eliminar a los felices.

3.3.3. Aunque el fracaso de las promesas ilustradas de felicidad po-


día haberse dirigido contra otro sujeto que no fuera el judío —«las víc-
timas son intercambiables» según la coyuntura económica o social—, lo
cierto es que, a la altura del siglo xx, el judío fue «elegido por el mal
absoluto como el mal absoluto» (213).
El hitlerismo se presenta no como una anacronía sino como expre-
sión de la civilización moderna. La civilización es un esfuerzo titánico
del ser humano por alejarse de la animalidad y construirse desde sí mis-
mo. Al concepto de civilización va unido el alejamiento de la naturaleza y
también la represión de lo arcaico o natural. El precio que pagar por esa
conquista era la represión lo natural, de lo corporal o instintivo, por
un lado, y también de todo aquello que denotara debilidad o dependencia.
Ese doble precio debía pagarlo el individuo o el pueblo que en este mo-
mento quisiera representar el Weltgeist hegeliano, el Espíritu del Mundo.
Era el precio de la felicidad prometida por la modernidad, que no llegó.
Lo que ha ocurrido, sin embargo, es que ese esfuerzo, que ha dispues-
to de una educación particularmente dura y exigente, en lugar de tradu-
cirse en felicidad humana, se ha revelado como una violencia desconocida
que ha acarreado sufrimientos y humillaciones sin fin al pueblo alemán.
En ese proceso lo judío, imaginado por el nazi, ocupa un lugar impor-
tante porque, al haber sido sistemáticamente marginado del desarrollo ci-
vilizatorio, ha podido, por un lado, sustraerse a las formas modernas de
dominio y, por otro, representar para los demás eso arcaico a lo que había
que renunciar como precio del progreso: el sexo, lo animal, lo extraño26.
Para el antisemita, esos dos momentos resultan intolerables. El que ha su-
frido todas las miserias del proceso civilizatorio no puede tolerar que al-
guien pueda sustraerse a la coacción y hacer gala de una vida libre o fe-
liz. El antisemita odia su destino pero, en vez de ser consciente de ello,
proyecta ese odio contra quien, según él, ha escapado de la quema. Odia
al judío porque este gana sin haber renunciado a los sueños inconfesables
del antisemita. «Todos los excesos y crímenes que se cuentan de los ju-

26. Huelga decir que esta identificación de lo judío con lo natural es producto de
la mente calenturienta del nazi porque en realidad, escribe Adorno, los judíos fueron los
«colonizadores del progreso», los «avanzados en relación con la población atrasada». Lo
incomprensible es que «aquellos que propagaron el individualismo, el derecho abstracto,
el concepto de persona, son ahora relegados a la categoría de especie» (220).

96
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

díos no son más que la proyección de los deseos oníricos que pueblan la
noche de la civilización represora. Se les achaca a las víctimas lo que los
autores del crimen reprimen en sí mismos» (Zamora, 2004, 73)27. En el
imaginario nazi, pues, el judío representaba precisamente lo que el nazi
había tenido que pagar pero que él, el judío, conservaba. El antisemita,
en lugar de luchar por recuperar lo que había perdido, se pierde exter-
minando aquello que necesita.
El antisemita es un moderno, un miembro de la civilización avan-
zada que creyó en la promesa del liberalismo, esto es, que los derechos
humanos que este proclamaba eran prenda de felicidad para todos, tam-
bién para ellos, los que no tenían poder. Al constatar que no es así, diri-
gen su furor no sólo contra todos aquellos que aparecen como realiza-
dos, sino sobre todo contra su propio anhelo: todas las expresiones del
deseo reprimido —el extranjero que recuerda la tierra prometida, la belle-
za, el sexo, lo animal— «atraen sobre sí el ansia de destrucción de los ci-
vilizados que nunca han podido llevar a término el doloroso proceso de
civilización» (217). Destruyen lo que desean y, con mayor razón, a aque-
llos que representan exitosamente lo deseado.

3.4. Podríamos concluir diciendo que el antisemitismo no es algo que


incumba en exclusiva a los judíos sino que es la consecuencia de la lógica
que ha construido la sociedad contemporánea. La modernidad se pre-
senta como un proyecto de emancipación, con promesas de felicidad, y
lo que produce es una ingente cantidad de frustración, debido a la violen-
cia que despliega contra los individuos.

3.4.1. Que esa violencia, es decir, que el dominio sobre el hombre y la


represión de su propia naturaleza, cristalice en antisemitismo, es la apor-
tación más original de este original filósofo. Lo explica diciendo que el
judío representa como nadie lo diferente, lo cual plantea a la raciona-
lidad ilustrada, que apuesta por el mito de la igualdad, un gran proble-
ma. La diferencia es un escándalo. Si lo aplicamos a las desigualdades
sociales, ese principio podría vertebrar una potente teoría de la justicia.
Pero el nazi lo piensa como socialización del sufrimiento. Si todos son
oprimidos, asimismo el judío. Pero el judío también representa a sus ojos
lo arcaico o natural, es decir, todo lo que la civilización moderna, a la
que el fascismo pertenece, ha tenido que dejar atrás con tanto esfuerzo.
¿A qué se está refiriendo Adorno? A tópicos fascistas tales como que la

27. En este imprescindible libro sobre Adorno hay un apretado análisis del antisemi-
tismo (pp. 64-74) al que deben mucho estas páginas.

97
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

felicidad está ligada al poder, que no hay sentido fuera del esfuerzo, la
moral de la dureza, que la patria está contenida en un territorio sagra-
do, que las compensaciones son contantes y sonantes o que toda reli-
gión necesita sus mitos, sus rituales, sus gestas y sus héroes. Tópicos to-
dos diametralmente opuestos a la cultura judía que venera la vida, que
tiene por forma de existencia el exilio o la diáspora, que cultiva formas
espirituales de agradecimiento, que profesa un monoteísmo sin mitos…
y, sobre todo, que cultiva la idea de «la felicidad sin poder»28. La idea de
que la felicidad no se compra con dinero o poder es un sueño de la hu-
manidad y también la gran promesa de la modernidad. Glück ohne Macht,
esa es la quintaesencia de los derechos humanos. El derecho a la felicidad
es el objetivo de todos los derechos y si es el derecho de todos no pue-
de estar ligado al poder que, por definición, es lo que opone a iguales
y, por tanto, enfrenta a todos entre sí29. Pues bien, eso es lo que el nazi
no podía permitirse. Contra esa idea construye su paranoica identidad
colectiva. Tenía que impedir que alguien de los suyos, animado por la
peregrina teoría de que la felicidad no es cosa del poder, se escapara a ese
lugar de libertad y desde él cuestionara los cimientos de su poder. Tenía
que conseguir, para perpetuarse en el poder, que «los dominados hicie-
ran de aquello que desean el objeto de su odio» (242).

3.4.2. ¿Qué hacer entonces? «Lo patológico en el antisemitismo no


es el comportamiento productivo como tal, sino la ausencia de reflexión
en el mismo» (233). El problema es el atentado a la Ilustración, el ha-
ber reducido la racionalidad moderna a su posibilidad más destructora.
Adorno invita volver a la Ilustración, reivindicando el ejercicio de la re-
flexión, de la razón crítica, para descubrir las trampas de la racionalidad
reinante.
La primera tarea de la reflexión es desenmascarar lo que hay de fal-
so en la mirada del antisemita. La raíz del engaño consiste en no darse
cuenta de que lo que proyecta no está en el judío sino en su mirada: «Los
impulsos que el sujeto no deja pasar como suyos y que sin embargo le

28. Leemos en Dialéctica de la Ilustración: «Independientemente de lo que los judíos


puedan ser en sí mismos, su imagen [...] presenta aquellos rasgos ante los cuales el domi-
nio, que ha alcanzado el nivel de totalitario, no puede por menos de sentirse mortalmente
ofendido: los rasgos de la felicidad sin poder (Glück ohne Macht), de la compensación sin
trabajo, de la patria sin confines, de la religión sin mito» (242).
29. «El sentido de los derechos humanos consistía en la promesa de felicidad inclu-
so allí donde no había poder» (217). Esa es una gran novedad porque el liberalismo, que
había concedido a los judíos el derecho de propiedad pero no el poder de mandar, sí los
reconocía como sujetos de los derechos humanos.

98
EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO

pertenecen, son atribuidos al objeto, a la víctima potencial» (213). Sólo


una razón crítica puede mostrar la diferencia entre lo que es propio de
uno y lo que es ajeno al otro.
Esa razón crítica debería cuajar en una teoría del conocimiento guia-
da por el siguiente principio: «Para reflejar la cosa tal cual es, el sujeto
debe restituir más que lo que recibe de ella» (232). Hay que huir del rea-
lismo, tan caro al fascismo, que considera la mente como un espejo que
devuelve la imagen de la realidad. Quien así piensa lo que hace es inven-
tarla de arriba abajo. Positivismo e idealismo se dan la mano. Ese tipo de
conocimiento «atribuye desmesuradamente al mundo lo que está en él,
pero lo que le atribuye es la pura nulidad» (233). Lo que hay que reco-
nocer entonces es que los sentidos dejan en el sujeto huellas del mundo
exterior que el sujeto elabora hasta crear un mundo fuera de sí. Hay una
larga historia que viene de las cavernas y que llega hasta el fascismo, pa-
sando por los laboratorios científicos, empeñada en identificar la mirada
con la realidad, prescindiendo de la elaboración subjetiva. Eso lo que en
definitiva produce es «una locura paranoica, que despuebla la naturaleza
y al fin también a los pueblos» (236). Es decir, el tipo de conocimiento
que quiere ser realista y acaba siendo autista, lo que consigue es declarar
inexistente la realidad natural y abandonar la sociedad de los humanos
porque piensa que no necesita ni de la una ni de los otros.
Importante en la articulación de la reflexión es la presencia de una
conciencia moral, algo que el hitlerismo no puede soportar. G. Hein-
sohn sostiene la tesis de que lo que persigue el nazismo con el exterminio
físico del judío es borrar de la memoria la aportación moral del judaís-
mo a la humanidad. La moral de la Tora habla de protección de la vida,
moral del amor y de justicia. Dado que Hitler propiciaba una moral «der
Austreibung des Gewissens und des fünften Gebots» (del destierro de la
conciencia y del quinto mandamiento), había que invisibilizar al judío y,
con ello, todo discurso sobre la humanidad. Era un genocidio destinado
a entronizar el derecho a la muerte (cit. en Zimmermann, 2005, 36 s.).
Si la ética judía es la de la alteridad, pues consiste en «la capacidad de ha-
cer propio el interés verdadero del otro» (241), el fascismo tiene que
liquidarla porque lo suyo es poner la conciencia al servicio del aparato.
Adorno reivindica, frente a los intereses de la maquinaria, el imperativo
humanitario que estriba en hacerse cargo críticamente de la sociedad,
lo que nada tiene que ver con el conformismo o servilismo que practi-
ca el fascismo.
La reflexión es lo que permitiría rescatar un pensamiento que ha su-
cumbido velis nolis al poder. Y lo que tiene claro Adorno es que «sólo en
la liberación del pensamiento frente al dominio, en la abolición de la vio-

99
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO

lencia, podría realizarse la idea que hasta ahora ha permanecido no ver-


dadera: la de que el judío es un hombre» (142). El origen de la violencia
lo sitúa en el secuestro del pensamiento. Ese secuestro es el que ha impe-
dido reconocer en el judío al ser humano. Si queremos dejar atrás la vio-
lencia ejercida no sólo contra el judío sino contra cualquier ser humano,
hay que atacar la ignorancia, hay que rescatar el pensamiento secuestra-
do por convenciones y mitos que, aunque pueblen el mundo, no son del
nuestro. Se entenderá entonces por qué luchar contra el antisemitismo
es tan decisivo: es que el reconocimiento del judío como judío supone po-
ner fin a la violencia en general porque la negación del judío ha sido siste-
máticamente un momento de la violencia causada por la ignorancia.

Si el antisemitismo es, para Rosenzweig, una tentación permanente


del cristianismo, para Sartre, una creación artificial de la mirada del antiju-
dío, y, para Adorno, una posibilidad latente en la racionalidad occidental,
el antisemitismo toca zonas vitales de nuestra cultura. No deberíamos
perder de vista esto cuando hablemos críticamente sobre el antisemitismo.
No se trata sólo de denunciar cualquier atropello contra la dignidad o los
derechos de ese ser humano que es judío. La crítica del antisemitismo
tiene que hablar de las posibilidades letales que se ocultan en el cristia-
nismo, en la cultura dominante o en la racionalidad occidental. Resulta-
ría incongruente indignarse por un atropello antijudío y seguir apegado
a algunas de las causas profundas de esas conductas antisemitas. El trata-
miento crítico del antisemitismo obliga a todos, también a los judíos, a en-
frentarse a las causas ocultas pero eficaces que lo mantienen en vida.

100
II

MEMORIA Y JUSTICIA
1

LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA*

1. Introducción

Se pide a un filósofo que hable sobre la tragedia. Es ciertamente una invi-


tación bienintencionada motivada por el deseo de que la mirada del fi-
lósofo descubra o subraye algún aspecto descuidado por los filólogos o
por los teóricos de la literatura.
Pero hay que decir de entrada que, aunque haya sido ingenua la in-
vitación, no puede serlo la intervención. La filosofía y la tragedia se co-
nocen de antiguo y tienen un pleito que no ha sido sustanciado, ni quizá
podrá serlo. Sus relaciones han sido borrascosas: la filosofía achacaba a
la tragedia falta de rigor conceptual y esta a aquella, matar el espíritu de
la vida. Es como si se disputaran la misma pieza —ni más ni menos que
el sentido de la condición humana— pero con estrategias diferentes y
enfrentadas.
Podemos anticipar que si el combate sigue, es porque se necesitan:
la filosofía encuentra en la tragedia los límites de la razón a la que ella, la
filosofía, tanto fía; también la tragedia divisa en la filosofía una preten-
sión de verdad a la que ella, la tragedia, no puede renunciar so pena de
reducir el arte a juego escénico.
Como la tragedia es eficaz desnudando los excesos racionalistas del
logos, interesa a la filosofía tenerla cerca. También a la tragedia le sobran
razones para no alejarse de un logos capaz de descubrir y extraer el nú-
cleo semántico del mito con el que tanto ella coquetea.

* Este texto sirvió de base a la conferencia «Vigencias de las tragedias clásicas en el


mundo moderno», pronunciada dentro del ciclo «Ideas», organizado por la Universidad de
Extremadura en el Festival de Teatro de Mérida, el 13 de agosto de 2011.

103
MEMORIA Y JUSTICIA

Hay un momento privilegiado en el que ese encuentro entre tragedia


y filosofía se sustancia en cuestiones teóricas que todavía hoy nos ocupan,
a pesar de que fueron planteadas hace veinticinco siglos. Me refiero al
siglo de Platón.
Platón se enfrenta a la tragedia y la toca en su línea de flotación al
cuestionar la figura del dios malo y la del héroe excesivo que no acepta
sus límites y lucha contra el destino. Platón está convencido de que los
poetas trágicos mienten sobre la naturaleza de los dioses al hacerles res-
ponsables del mal en el mundo cuando la esencia de lo divino es la verdad
y la bondad. Veamos cómo se las gasta:

No se debe permitir que escuchen eso que dice Esquilo de que «la divinidad
hace a los hombres culpables cuando quiere exterminar de raíz una casa»
[se refiere a la de Níobe]. Al contrario, si un poeta canta las desgracias de
Níobe [...] no se le debe dejar que explique estos males como obra divina
[… y debería] decir que las acciones divinas fueron justas y buenas y que el
castigo redundó en beneficio del culpable. Pero que llame infortunados a los
que han sufrido su pena o que presente a la divinidad como autora de sus
males, eso no se lo toleraremos al poeta. Podremos, sí, decir que los malos
eran infortunados precisamente porque necesitaban un castigo, y que al re-
cibirlo han sido objeto de un beneficio divino. Pero si se aspira a que una
ciudad se desenvuelva en buen orden, hay que impedir por todos los me-
dios que nadie diga en ella que la divinidad, que es buena, ha sido causante
de los males de un mortal, y que nadie, joven o viejo, escuche tampoco esta
clase de narraciones, tanto si están en verso como en prosa; porque quien
relata tales leyendas dice cosas impías, inconvenientes y contradictorias en-
tre sí (República, 380ab).

Después de ajustar las cuentas con los dioses, da un repaso al héroe.


Los poetas (los autores de las tragedias) los han erigido en ejemplos de
vida, pero no le parecen a Platón gente de conductas recomendables.
Que Edipo se acueste con su madre y su hija Antígona viole las leyes de
la ciudad, tienen poco de ejemplar. A Platón no le cabe que las virtudes
convivan con los vicios. Si uno es virtuoso en algo lo debe ser en todo.
Uno no puede ser valiente y parricida; si uno busca la inmortalidad no
puede temer a la muerte; a quienes busquen esa gloria, «¿no tendremos
que decirles cosas que les hagan temer lo menos posible a la muerte?»
(República, 386b).
La filosofía canónica que arranca de Platón tiene un pleito con la
tragedia, de ahí que los filósofos que a lo largo de los siglos simpaticen
con la tragedia, se vean abocados a ajustar las cuentas con Platón o Só-
crates, su maestro, tal y como hará Nietzsche. Los tonos del ajuste, como
luego veremos, no son de guante blanco.

104
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

2. El concepto de tragedia

Antes de deslizarnos por esa polémica pendiente entre filosofía y tragedia,


lo que procede es detenernos en el escurridizo concepto de tragedia. El
filósofo Karl Jaspers hace las siguientes consideraciones.
En primer lugar, no todo sufrimiento es trágico. Asociamos, sí, lo trá-
gico a una experiencia de sufrimiento extremo y absurdo. Ahora bien, esas
experiencias que son tan viejas como la humanidad, no cristalizan ini-
cialmente en tragedia, no son interpretadas en sentido trágico, porque
son integradas en la existencia con toda normalidad. C’est la vie!
La tragedia empieza cuando lo que ocurre asombra, sorprende y esas
experiencias se traducen en preguntas. Lo vivido o sufrido ya no encaja
con toda normalidad ni es aceptado con toda naturalidad. Las leyendas o
los mitos son las primeras formas en las que surgen esas preguntas que
concitan el interés de la tragedia, pero también de la filosofía y hasta
de la teodicea, que es la parte de la teología que se pregunta ante Dios
cur malum (cf. Jaspers, 1995, 51). La tragedia empieza al tiempo que
la filosofía.
En segundo lugar, lo trágico es impensable sin una colisión de fuer-
zas o principios, cada uno de los cuales es en sí bueno pero que, si se en-
cuentran en una acción, resultan contradictorios y fatales. Pensemos en
Antígona que tiene que elegir entre el deber de respetar las leyes expre-
sas de la polis y/o las leyes no escritas (pero «divinas») de su conciencia.
¡El dilema no es entre el mal y el bien, sino entre dos bienes! Creonte no
es un monstruo o un dictador, sino el gobernante de la ciudad.
Esa colisión es de índole variada: entre la conciencia individual y los
derechos de la comunidad; entre lo viejo que no muere y lo nuevo que
no acaba de nacer…
En tercer lugar, sin acción no hay tragedia. Los valores que defiende
el héroe se deben traducir no tanto en discursos cuanto en acciones que
comportan triunfo y derrota, como si uno y otra fueran momentos in-
separables de la misma acción.
En la acción trágica estamos ante acciones cuyas consecuencias des-
bordan la intencionalidad del acto humano que causa la acción, pero a
las que el ser humano no puede escapar.
Finalmente, la «culpa trágica». Lo que más desasosiega de la tragedia
no es lo que desvela como conocimiento de la condición humana, sino
lo que tiene que ver con la ética.
A diferencia de lo que ocurre en pensamientos mucho más definidos
(el mítico, para el cual quien sufre es culpable; y el ilustrado, en el que
el sufrimiento es una injusticia, respectivamente), en la tragedia el mal y el

105
MEMORIA Y JUSTICIA

bien se coimplican, por eso se habla, por ejemplo, de un «culpable ino-


cente» porque de una acción buena se derivan grandes males.
Esa culpa trágica es individual, desde luego, pero no totalmente vo-
luntaria: en Calderón, la culpa es la existencia misma porque «el delito
mayor del hombre es haber nacido». Antígona nace ya culpable porque
nace contraviniendo la ley que prohíbe el incesto (ibid., 66). En otros
casos, lo culpable es la acción buena cuyas consecuencias escaparán al
control del sujeto. Trágica es la acción que queriendo obrar el bien, cau-
sa las mayores desgracias, como Edipo que cambia de camino para evi-
tar hacer daño al padre y acaba asesinándolo.
Al filósofo este concepto de una «inocencia culpable» le causa des-
asosiego porque es en sí contradictorio. Por eso filósofos seducidos por
la llamada de la tragedia, como Nietzsche, se declaran en rebeldía contra
el logos, contra la filosofía canónica, que vincula la ética a la razón. La
tragedia rompe el molde de la razón y, por tanto, de la ética, ubicando
lo ético trágico «más allá del mal y del bien».
La tragedia es como la vida misma. Si queremos entenderla hay que
pasar de la ética a la estética. La existencia del mundo sólo puede expli-
carse como fenómeno estético. Esto quiere decir que el autor del mundo
es un artista, absolutamente desprovisto de escrúpulos morales, para el
que la creación o la destrucción, el bien o el mal, no son más que mani-
festaciones de su arbitrio indiferente y de su poder omnímodo (Nietz-
sche, 1967a, 13). El mal y el bien son partes del paisaje. No hay que in-
dignarse ante el sufrimiento del inocente, sino entenderlo como una pieza
particular pero necesaria del conjunto. Esto quiere decir que los sufri-
mientos forman parte del escenario o del espectáculo y que sólo pode-
mos librarnos de ellos «en apariencia», en tanto en cuanto afectan a suje-
tos individuales que alteran accidentalmente el cuadro general, pero sin
modificarlo sustancialmente.
Al decir que la metafísica es un fenómeno estético, hay que precisar,
en segundo lugar, que no vale cualquier tipo de arte, sino sólo la tragedia.
Hay una diferencia fundamental entre las artes plásticas y la tragedia: las
primeras son «apolíneas», es decir, ven el sufrimiento como una contra-
dicción de la naturaleza que debe ser superada mediante la belleza y el
placer artísticos (ibid., 77); en la tragedia, por el contrario, lo aniquila-
do que causa horror es la apariencia (lo individual), entendiendo bien
que ese aniquilamiento refuerza la sustancia del Todo. El Todo no muere
aunque la muerte forme parte natural de algunas zonas del Todo (los
individuos mueren).
En la jerga nietzscheana, de lo trágico forman parte «lo dionisíaco»
(la vida como instinto) y «lo apolíneo» (el sentido final de los instintos). Si

106
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

nos preguntamos, pues, ¿cómo lo horrible puede producir goce?, ¿cómo el


sufrimiento puede conformar la belleza del Todo?, hay que responder en
clave estética y no ética: no existen el bien y el mal. Hay que elegir en-
tre Dioniso o el Crucificado. Nietzsche opta por el primero porque para
el segundo el sufrimiento del inocente es un escándalo.
Lo que hay es vida y esa vida exige «para la plenitud eterna de su ale-
gría» que haya aniquilamiento y muerte. Para la «metafísica del arte», el
mundo es un paisaje del que forma parte el sufrimiento que, lejos de es-
candalizar, lo enriquece. El goce trágico es como la fuerza creadora del
mundo que funciona, al decir de Heráclito, «como un juego de niños que
construye monumentos de piedra o montones de arenas, para derribar-
los luego» (ibid., 108).
Al llegar aquí se impone una reflexión. También Primo Levi habla de
algo parecido a esta ética trágica que se sitúa «más allá del mal y del bien».
Él habla, en efecto, de la «zona gris», ese lugar en el que el bien y el mal, las
víctimas y los verdugos, se desdibujan y parecen confundirse. Se refiere a
los Sonderkommando, obligados a convertirse en el brazo ejecutor de sus
carceleros. Pero Levi forja ese concepto para hacernos ver todo lo que hay
ahí de estrategia de los verdugos, empeñados en invisibilizar su crimen, en
borrar las distancias entre víctimas y verdugos. Eso se ve bien en el parti-
do de fútbol entre deportados judíos y oficiales nazis (Mate, 2008, 21 s.).
Por un momento olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión
del juego, a la camaradería de la competición, a las bromas y chanzas del
lance, a cruzar apuestas de igual a igual con sus verdugos. Es un juego ma-
cabro pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctima ven los
verdugos el momento de máximo triunfo. Dice Levi:

Nada semejante ha ocurrido nunca, ni habría sido concebible, con las de-
más categorías de prisioneros, pero con ellos, con «los cuervos del crema-
torio», las SS podían cruzar las armas, de igual a igual o casi. Detrás de este
armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conse-
guido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Mi-
lenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos abrazado,
corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como
nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos
jugar juntos (1989, 47).

El verdugo busca la fraternización en el asesinato, comenta Levi,


y a eso no está él dispuesto: pese a las apariencias, dirá a los nazis, hay
víctimas y hay verdugos. En el campo nadie se sitúa «más allá del mal y
del bien». Hay malos y buenos, aunque la singularidad del lugar le per-
mita distinguir entre la moral de dentro y la de fuera.

107
MEMORIA Y JUSTICIA

Todavía estamos lejos del universo concentracionario al que luego


regresaremos. De momento quede constancia de la ambición filosófica de
la tragedia que reivindica como propio explicar en clave estética la metafí-
sica del mundo. La verdad del mundo no acepta ser juzgada por una mi-
rada «moral» basada en la negación de lo que hay sobre la base de valores
discutibles. Hasta Platón tuvo que reconocer que para asumir el crimen
como parte del paisaje hace falta la grandeza de llevar las posibilidades
humanas al extremo y sucumbir por ello (Jaspers, 1995, 68).

3. Tragedia y eticidad

Esta ambición teórica de la tragedia explica el interés que suscita entre


los filósofos. No todos, desde luego, entienden el bien y el mal como el
Nietzsche de El nacimiento de la tragedia. No todos le siguen en su con-
cepción de la ética en la tragedia, es decir, su reducción de la ética a la
estética no convence a todos.
Hegel, por ejemplo, interpreta la muerte del yo trágico como un acto
de justicia eterna. En la tragedia muere ciertamente el individuo pero se
salva el ideal ético que encarna el héroe y que beneficia a todos. La ope-
ración vale la pena porque, en su sistema idealista, el individuo es una
forma patológica del ideal. Nada sustantivo se pierde pues con la muer-
te del héroe. Eso viene bien «a la sustancia ética», que queda debidamen-
te restaurada «mediante la destrucción de la individualidad» (Villacañas,
1993, 18), y al Todo que, como dice Rosenzweig, no muere.
Lo ético en la tragedia hay que buscarlo en la dimensión social de la
acción del héroe. Si esa acción trae consigo un bien para la comunidad, la
acción queda éticamente justificada, aunque le cueste caro a su protago-
nista. Antígona abre el camino a la libertad de conciencia y eso justifica su
destino. Lo inmoral hubiera sido privar a la sociedad de esa conquista.
Peter Szondi llama la atención sobre un detalle que se suele pasar por
alto pero que es de capital importancia para la definición de la relación en-
tre tragedia y ética. Szondi para mientes en la relación que establece Hegel
entre tragedia y cristianismo. Lo que tienen en común es la manera de en-
tender la gravedad del crimen. Lo grave de un crimen no es que contra-
venga una ley, sino el daño que hace a la sociedad, dividiéndola y empo-
breciéndola. La respuesta moral a esa situación no consiste en restaurar la
autoridad de la ley («hacer caer el peso de la ley» castigando al culpable),
sino en analizar el destino del criminal. Lo que tienen en común el cristia-
nismo y la tragedia es precisamente el modo de entender el destino.
El destino es lo que ocurre al autor del crimen cuando una acción
libremente ejecutada se vuelve contra él. Es lo que ocurre a Raskolnikov,

108
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

en Crimen y castigo, cuando decide matar a la vieja usurera. Tras matarla


siente que no puede seguir adelante, como si la vida quitada se erigiera
en principio de su propia vida. Se sabe a merced de esa vida arrebatada
y por eso se consagra a ella deseando que ojalá viviera la vieja para po-
der vivir él. El destino abre el camino a la superación del conflicto porque
hace surgir en el criminal el sentimiento del amor por lo antes odiado. Lo
trágico se hace ético en tanto en cuanto interpreta el destino con cate-
gorías cristianas.
Notemos que Szondi no pone el acento ético en el sacrificio del hé-
roe en provecho de la comunidad o del advenimiento de lo nuevo frente
al peso muerto de lo viejo (Jaspers, 1995, 62), sino en el destino, esto es,
en la supeditación de la vida propia a la vida dañada y esto como prin-
cipio rector de una estrategia de reconciliación.
Pasamos así de lo trágico entendido como enfrentamiento entre prin-
cipios con consecuencias desastrosas para el propio sujeto, a lo ético, en-
tendido como destino, es decir, como voluntad de reparar los daños so-
ciales que provoca la acción trágica.
Advirtamos que lo que Hegel propone es un encuentro entre trage-
dia y ética, pero no entre tragedia y moralidad: la reconciliación que le
interesa es la de una sociedad dividida por el crimen. En el caso de Antí-
gona, lo que le interesa es que la polis integre el punto de vista de Antígo-
na en las leyes de la polis. La relación entre tragedia y moralidad pone,
empero, el foco de su atención en el destino individual del héroe trági-
co: ¿qué decir de Antígona? ¿Se puede justificar su muerte por el bien
de los demás o del futuro?

4. Tragedia y moralidad, o el judaísmo como tragedia

Como para la ética sí es relevante la pregunta de cómo un inocente puede


ser culpable (cómo las desgracias del héroe pueden ser despachadas como
justo castigo o como el precio de la felicidad de otros), obligado es seguir
pensando. Para avanzar en este asunto procede desplazarse de Atenas a
Jerusalén, es decir, analizar cómo se entiende la tragedia en el judaísmo.
La sola mención del planteamiento es ya una provocación para mu-
chos. El Talmud no deja lugar para la tragedia. No hay en el monoteísmo
espacio para lo trágico porque ahí nada escapa a la causalidad divina y
esta no puede permitir que se castigue al hombre justo. El remedio que
propone el monoteísmo contra el desconcierto de la tragedia es buscar
las causas del fenómeno que resulta incompresible. No hay dilema que
escape a la sabiduría del Libro. Lo que hay que hacer es bucear en él.

109
MEMORIA Y JUSTICIA

Esta es la razón de ser de la vocación hermenéutica del pueblo del Li-


bro. El Talmud recomienda buscar y buscar el sentido. De la Tora a la
Mishna y, de esta, a la Guemará. Comentario al comentario del comen-
tario hasta que se haga la luz. Si hay un Dios bueno y omnipotente no
hay lugar para injusticias sin castigo ni buenos sin recompensa. El bien
será siempre premiado y el mal castigado.
No son muchos los autores que osan relacionar tragedia y judaísmo.
Pionero en esta reflexión ha sido Santiago Kovadloff, que me servirá de
guía. Moisés es una figura trágica: «Ungido y condenado, réprobo y di-
lecto, Moisés fue el que todo lo pudo y aquel que a nada llegó. No hay
en el judaísmo figura más enigmática. Ninguna ante la cual el arte cris-
tiano se haya detenido con mayor interés» (Kovadloff, 1996, 13). Te-
nemos de Moisés la imagen triunfante que nos dejó Miguel Ángel, un
autor renacentista de cultura cristiana, que subraya su soberanía, el do-
minio de sí mismo. Como dirá luego Freud comentando esta imagen: la
«prodigiosa musculatura de la estatua y la masa corporal son tan sólo un
medio somático de expresión del más alto rendimiento psíquico posible
para un hombre…» (ibid., 17).
Una representación, dice el autor, hondamente cristiana pues ni si-
quiera en el Talmud Moisés deja de ser un hombre cuestionado, fogoso
y soberbio, severamente penado por su señor. A esa imagen «cristiana», a
años luz de cualquier destino trágico, de Moisés, Kovadloff opone otra,
la de Bílek, que podemos encontrar en el barrio judío de Praga. Es todo
lo contrario: un hombre cabizbajo, quebrantado. Es evidente que la lu-
cha interior ha tenido otro desenlace. Su rostro traduce una pesadum-
bre infinita.

Si el Moisés de Miguel Ángel está a punto de hablar, ninguno como el de


Bílek deja oír la elocuencia del silencio […] El hombre que atrae a Bílek es
el que aun vencido insiste, el que gana dignidad en la derrota, el que que-
riendo llegar no llegó nunca y el que no por eso renunció a seguir. Moisés
representa la figura cuya grandeza no proviene de su triunfo, sino de su lu-
cha (ibid., 15 y 27).

Bílek está refiriéndose al Moisés condenado a no entrar en la tierra


prometida, siendo inocente.
Dos veces recibe Moisés la condena. Primero en Sin. Allí decidió Dios
que Moisés no entraría en la tierra prometida. Luego, en Cades, esa misma
prohibición le será reiterada. La condena pudiera tener una explicación
en lo que atañe a la multitud, que ha sido infiel, pero no a Moisés que
ha sido fiel. Con Josué esa misma multitud cruzará el Jordán y llegará a
la tierra prometida que Moisés sólo podrá ver de lejos (Dt 3, 24; 4, 21).

110
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

Moisés es una figura trágica porque es castigado siendo inocente.


Siendo el mejor de los hombres es condenado a no entrar en la tierra de
promisión en castigo por la infidelidad de su pueblo.
¿Cómo reacciona Moisés? Acepta la decisión porque no le queda otro
remedio pero se rebela, se declara inocente y no pudiendo entrar en la
tierra prometida pide a Yahvé que le permita verla de lejos para dejar
bien claro a qué aspira, aunque no le dejen. En eso se diferencia del hé-
roe clásico que empieza sabiéndose inocente y acaba reconociéndose cul-
pable (castigándose a sí mismo como Edipo). Mientras Moisés pide a su
Dios que le permita ver, aunque sea de lejos, la tierra prometida, para
dejar bien claro que él no renuncia a su deseo, Edipo, sintiéndose cul-
pable de asesinato e incesto, se arranca los ojos1.
Moisés se siente inocente, pero para tratarle como un ser trágico tiene
que darse algún tipo de culpabilidad. ¿En qué es Moisés culpable? ¿Qué
es lo que ha hecho mal?
Inútil buscar algo reprochable en la conducta de Moisés. Kovadloff
apunta en otra dirección. «¿Y si el mal urdido por Yahvé, lejos de ser res-
puesta al desvarío (al pecado) del hombre, fuese fruto de Su íntima e inefa-
ble necesidad?». Es decir, el mal no sería respuesta a una transgresión del ser
creado sino al hecho de que el hombre es una transgresión (ibid., 53 y 87).
Es aquí donde aparece lo singular de la tragedia en el judaísmo: Moi-
sés no es culpable por acciones malas. No hay en él transgresiones, pero
él es una transgresión, es decir, el mal que padece, el castigo, no sería
respuesta a una acción transgresora sino al hecho de que Moisés es una
transgresión (ibid.). ¿Qué se quiere decir? Moisés es un error de naci-
miento: nace condenado a muerte por ser un primogénito cuyo sacrifi-
cio reclama el Faraón (también Edipo debe morir si la casa real de Tebas
quiere salvarse de la destrucción). Antes de ser salvados fueron conde-
nados a muerte. ¿Cuál es entonces su culpa? Olvidar su origen. Moisés
se identifica con lo que significa su nombre en egipcio («mi hijo» es el
nombre que le pone la hija del Faraón), olvidando lo que su nombre sig-
nifica en hebreo («salvado de las aguas»). Olvidó su origen y se creyó lo
que la historia le deparaba: ser hijo del Faraón, primero, y el predilecto
de Yahvé, después. Se creyó que era el interlocutor de Dios. Y Yahvé le
puso en su sitio, le devolvió a su ser judío: a ser el otro, pero ni siquiera
el otro de Dios, sino el otro de los otros judíos, porque estos entrarán
en la tierra prometida, pero no él (ibid., 125).
En Moisés queda recogido lo que significa el ser trágico para el ju-
daísmo: no llegar, pero sin renunciar al logro; dar sentido trascendente a

1. Agradezco a José Sanchis Sinisterra esta aguda percepción.

111
MEMORIA Y JUSTICIA

la eterna imperfección. El judío se resiste a relativizar lo absoluto, pero


a sabiendas de que su logro consiste en ver de lejos la tierra ansiada. Ex-
trae el goce ético de la incompletud, por eso convierte el desencuentro
en búsqueda y no en fracaso. Es difícil expresar más hondamente la con-
dición humana2.

5. La respuesta ilustrada de Lessing, ¿final de la tragedia?

Lo trágico de Moisés consiste en que siendo una transgresión, se creyó ser


el interlocutor de Yahvé o, dicho en términos filosóficos, que siendo un
ser limitado, nacido para morir, se creyó ser absoluto.
Ahora bien, si lo trágico judío nace del equívoco entre ser una trans-
gresión y pensar ser un absoluto, la tragedia desaparecerá cuando el ser
humano se reconcilie con sus limitaciones. Ahí ya no habrá tragedia. Y
en la medida en que eso es la Ilustración, con la Ilustración debería des-
aparecer la tragedia.
Esta es la tesis que subyace a la gran obra de Lessing, Natán el sa-
bio. Advirtamos de entrada que la obra no es una tragedia, sino un drama
moderno, escrito, eso sí, en un momento trágico del autor: muerte de su
mujer y de su hijo; polémica con el infame pastor Götze, etc. Pues bien,
Lessing, en vez de huir o maldecir este mundo, tan inhóspito, lo que hace
es crear este «poema dramático» que rumia la experiencia trágica hasta
darle una forma razonable.
El tema de la obra es la violencia, la guerra, la enconada conflictividad
entre humanos que ha sido tan pertinaz a lo largo de los siglos y entre to-
dos los pueblos porque estaba atizaba no por intereses pasajeros sino por
una obsesión metafísica, a saber, pretender tener la verdad en exclusiva.
Lo que hace Lessing es vaciar de metafísica el conflicto. Lessing no
da la razón a Dios, que se presenta como interlocutor absoluto, ni a Moi-
sés, que piensa estar a la altura de esa interlocución. Lo trágico es el re-
sultado de un desconocimiento de los límites del ser humano.
Con Lessing la tragedia se hace imposible. Y Lessing nos representa
a nosotros que nos sentimos herederos de la Ilustración. Nietzsche lo ha
visto con claridad: con el «hombre teórico» —otra manera de referirse
al hombre ilustrado—, fin de partida.
De esa opinión es George Steiner. En nuestro tiempo no tiene lugar
la tragedia. Entiéndase bien: podemos representar las clásicas y nos se-

2. Esta honda pero desconcertante interpretación de la condición humana sería una


de las razones del persistente antisemitismo en la racionalidad occidental que otro judío,
Franz Rosenzweig, calificó de idealista y por ende totalitaria (Kovadloff, 1996, 154).

112
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

guirán emocionando porque en muchos aspectos somos sus contemporá-


neos. Pero no habrá ya manera de interpretar lo nuevo de nuestro tiempo
en forma trágica.

6. La posibilidad de la tragedia

Lessing, el razonable e ilustrado Lessing, es nuestro contemporáneo. ¿Po-


demos decir, sin embargo, que la suya es la última palabra y que con él
se clausura la tragedia? No parece.
En el mismo momento en que Nietzsche rinde honores «al más sin-
cero de los hombres teóricos» porque ha reconocido los límites de la ra-
zón, está denunciando el combate secular del «hombre teórico» contra
la tragedia. Lessing no tiene la última palabra.
Lo que él, Nietzsche, pretende es avivar el rescoldo y rescatar para
hoy la tragedia. Para ello tiene que ajustar las cuentas con el «hombre
teórico» que tanto se fía de la razón.
Ya hemos visto cómo se despachaba Platón con la tragedia: los dioses
del Olimpo y los héroes trágicos no se merecen ese trato. Pero Nietzsche
con quien la toma no es con el discípulo sino con el maestro, con Sócra-
tes. Le lanza tres dardos.
El primero, dirigido a su catadura intelectual. Sócrates tiene a gala pre-
sentarse como el gran enterrador del arte trágico (Nietzsche, 1967a,64),
pero «¿quién es ese —se pregunta Nietzsche— que por sí solo se atreve
a desautorizar la esencia misma del helenismo [entiéndase: de la trage-
dia]?». Ese tal es el prototipo del «hombre teórico», es decir, del hom-
bre convencido de que el conocimiento puede penetrar hasta los más
recónditos abismos del ser.
Un tipo así es peligroso —y ese es el segundo dardo— porque anula
hasta el instinto animal de conservación. Sócrates, en efecto, prefirió la
pena de muerte al destierro, por pura lógica «y sin experimentar ante lo
desconocido el horror instintivo de la naturaleza» (ibid., 65).
Sócrates, finalmente, confundió la vida con el logos. Su racionalis-
mo le llevó a confundir virtud con conocimiento, a pensar que cuando se
obra el mal es por ignorancia y que siendo virtuoso puede uno ser fe-
liz. Nos podemos maliciar sobre lo que un tipo así vería en la tragedia:
«algo completamente irracional, causa sin efecto y efecto sin causa y, sobre
todo esto, un conjunto tan confuso y diverso que un espíritu reflexivo de-
bía sentirse escandalizado y las almas sensibles, peligrosamente turbadas»
(ibid., 65). Pero el problema no lo tiene el poeta trágico o el espectador
de la tragedia, sino el famoso «hombre teórico» porque olvida que la

113
MEMORIA Y JUSTICIA

ciencia es, sí, muy importante pero tiene un límite. Y la tragedia empie-
za cuando la ciencia no da ya más de sí. Dice Nietzsche:
Si la antigua tragedia fue desviada de sus carriles por una tendencia dialécti-
ca [filosófica] orientada hacia el saber y hacia el optimismo de la ciencia, será
preciso concluir de este hecho una lucha eterna entre la concepción teórica y
la concepción trágica del mundo. Y sólo cuando el espíritu científico, habien-
do llegado a límites que le es imposible franquear, tuviese que reconocer, por
la comprobación de estos límites, lo necio de su pretensión a una validez uni-
versal, podría esperarse un renacimiento de la tragedia (ibid., 79).

La tragedia empieza cuando la ciencia toca fondo y es consciente de


sus límites. Sólo entonces aparecen las grandes preguntas que el hombre
«teórico» —hoy diríamos «ilustrado»— ha tratado de tabular sin éxito.
No debería sorprendernos, pues ese hombre moderno no deja de ser, en
el fondo, «un bibliotecario y un corrector de pruebas que pierde su vida
miserablemente entre el polvo de los libros y corrigiendo las erratas de
imprenta» (ibid., 85). Es un intelectual de cara a la pared, mirando el
estante de sus libros y no la vida.
Ahora bien, aunque a primera vista este es un mundo de contables,
bibliotecarios o correctores de pruebas, ¡que no canten victoria! Sócra-
tes acaba «ejercitándose en la música», dice Nietzsche con gran sorna.
Se refiere a ese momento de la Apología en el que, según contaba a los
amigos que venían a verle a la cárcel, se le aparecía en sueños una som-
bra que le repetía: «¡Sócrates, ejercítate en la música!». Era una forma de
decirle que la lógica tenía un límite: limitaba con la música. La música es
el espíritu de la tragedia, de ahí que lo que se le pedía a Sócrates es que
reconociera los límites de su logos y se abriera a lo trágico (ibid., 68).
De la música, de la «música alemana», de la música de su entonces
amigo Richard Wagner, él esperaba el resurgir de algo tan eterno e impe-
recedero como la tragedia.
Con Nietzsche, el «hombre teórico» —que nosotros somos— es pues-
to en su sitio y bajado del pedestal porque la vida es más que la ciencia.
Hay pues un lugar para la tragedia.
En esto Nietzsche puede contar con la complicidad de Walter Benja-
min, aunque con matices: hoy es posible la tragedia, pero no la clásica.
Los tiempos son otros.

7. De la tragedia al Trauerspiel o de lo trágico a lo triste

Walter Benjamin, que reconoce el lugar de Nietzsche en el estudio de la


tragedia, se permite decir que echa de menos en él el sentido histórico; es

114
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

decir, Nietzsche no acaba de ver que los tiempos son otros y si la trage-
dia clásica supo expresar aquel tiempo, hoy tenemos la responsabilidad
de dar forma a nuestro tiempo. No puede pasarse por alto el hecho de que
Nietzsche y Benjamin dedican un libro al origen de la tragedia clásica, el
uno, y de la tragedia barroca, el otro3.
Lo cierto es que ha habido tragedias modernas pero lo que a Ben-
jamin le llama la atención no son las obras de Schiller o Goethe, sino
algo marginal y menor, a primera vista: el Trauerspiel, traducido como
«drama barroco alemán». Esta traducción tiene el inconveniente de que
no aparecen las dos palabras del término alemán: Trauer (duelo o, me-
jor, tristeza) y Spiel (juego), pero tiene la ventaja de poner el énfasis en
lo esencial: el barroco. A Benjamin le interesa cómo el barroco trata lo
trágico porque el barroco prefigura el expresionismo, que considera la
forma artística de los tiempos que corren. El barroco prefigura nuestro
tiempo, de ahí la importancia que tiene el «drama barroco» como molde
de la tragedia hoy.
Conviene detenerse en las diferencias que señala entre lo trágico clá-
sico y lo trágico barroco porque ahí anticipa lo que tiene de común el
barroco con nuestro tiempo.
Hay diferencias esenciales respecto a la figura del héroe. El héroe
trágico adelanta su tiempo y, en ese sentido, está fuera del tiempo, como
si su lugar fuera la inmortalidad. En el Trauerspiel, por el contrario, el
protagonista es de su tiempo, es decir, es un ser mortal que en el con-
texto de un Spiel —de una representación entendida como un juego—,
aparece y desaparece, sueña y es soñado. Su existencia es tan efímera
como el juego que la da vida.
Otra diferencia afecta a la forma de expresión: en la tragedia clásica
es la palabra; en el Trauerspiel, el sentimiento, sobre todo el de triste-
za. Un desplazamiento de lo trágico a lo triste. Esta importancia de la
tristeza no es casual. Los tiempos del barroco, como dice José Antonio
Maravall, son desastrosos: pestes, hambruna, guerras, persecuciones (Ma-
ravall, 1996). Se impone un golpe de timón, un estado de excepción pro-
clamado por alguien que esté por encima de las circunstancias. Ese tal es
o debería ser el soberano, al que se le reconoce una autoridad casi divi-
na. Pero esa forma secular de lo divino resulta que es impotente, que no
salva4. De ahí la tristeza.

3. Nótese la diferencia de enfoque: Nietzsche investiga el nacimiento (die Geburt)


y Benjamin el origen fontanal (der Ursprung), toda una declaración de intenciones.
4. Aunque en Fuenteovejuna, como dice Mayorga, haga valer su poder soberano
sobre los restos feudales (Mayorga, 2011, 178).

115
MEMORIA Y JUSTICIA

Conviene entenderlo bien. Protagonistas del Trauerspiel son reyes o


príncipes. Esto se debe no a que el contexto sea el de la monarquía ab-
soluta sino a que el soberano es el representante de la historia. Esto tie-
ne que ver con el carácter histórico (y no mítico) del Trauerspiel. Está
hablando de su tiempo. Por la historia sabemos que ese soberano ha sido
investido de un poder absoluto. En él tiene lugar la secularización de la
autoridad divina.
Aunque el barroco se revista de catolicismo, no hay que perder vista
el apego del hombre barroco al mundo presente porque el futuro es la
catástrofe. Barrocas son las iglesias de medio mundo, pero eso no significa
que sea religioso, al menos en el sentido de que ese arte o cultura anuncie
algún tipo de esperanza mesiánica. Es un pensamiento profundamente
antiescatológico —por tanto desesperanzado— y secularizado, es decir,
remitido a sus propias posibilidades.
El abandono de lo escatológico obliga a buscar consuelo, «dada la
renuncia a un estado de gracia, en la regresión a un mero estado crea-
tural» (Benjamin, 1990, 66). El resultado es que el Trauerspiel «se sume
por completo en el desconsuelo de la condición terrena». Es como si este
mundo nada pudiera esperar porque ha perdido la conexión con el Me-
sías que ha de venir. Ha perdido la conexión con el futuro que podría
advenir porque no ve huellas en este mundo de que haya estado. Lo que
caracteriza al drama barroco alemán es la consecuente «huida a una na-
turaleza abandonada por la gracia». De ahí la tristeza.
El drama barroco español —el teatro calderoniano, por ejemplo—
que tiene que desarrollarse en un contexto político fuertemente marca-
do por la religión, negocia con el contexto católico una salida que sigue
siendo igualmente mundana, pero disfrazada de catolicidad, como «si
Dios estuviera en la tramoya» (ibid., 68). Calderón no puede abandonar
al hombre en su desesperación. Tiene que invocar y convocar términos
como redención, gracia o perdón, pero lo hace convirtiendo el mundo
en un teatro. La salvación es entonces teatral. Puede jugar libremente
con apariciones, espectros, más allá, no porque se crea que intervienen
realmente en la historia, sino porque el público lo espera. Estamos ante
un teatro en el que la salvación o la trascendencia pueden hacerse oír,
pero como figuras teatrales cuya entidad depende de la tramoya. Es la
modalidad española de la secularización barroca5.

5. Cuesta creer que se haga justicia a la religiosidad del barroco reduciendo a Dios
a «tramoya». No sería justo y tampoco lo pretende decir Benjamin. Él se atiene a la repre-
sentación de la religión, a lo que Maravall llama poder de la Iglesia o Iglesia como poder.
En el seno del mundo los actores sobrenaturales sólo intervienen como personajes que no

116
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

La diferencia fundamental hay que buscarla en el tratamiento del des-


tino. En la tragedia clásica el destino se impone inexorablemente. Edipo
acabará matando a su padre y siendo la causa de las desdichas de su ma-
dre. El héroe sucumbe aunque su derrota pueda ser capitalizada por los
descendientes como triunfo. Gracias al destino de Antígona hoy somos
más libres. En el Trauerspiel cabe, sin embargo, la posibilidad de ven-
cer al destino. Basilio, el rey y padre de Segismundo de La vida es sueño,
quien, por creerse los fatales vaticinios de los hados, sacrifica a su hijo,
tiene, sin embargo, sus dudas: «Quiero examinar si el cielo / o se mitiga
o se templa / cuando menos, y vencido / con valor y con prudencia / se
desdice, porque el hombre / puede vencer las estrellas». Al decir que «el
hombre puede vencer las estrellas», tiene lugar la diferencia fundamental
entre la tragedia antigua, en la que el héroe no escapa al destino, y la ba-
rroca, en que sí puede, como Segismundo. Para marcar esa singularidad
se califica a la tragedia barroca de «drama de destino». Son obras que se
enfrentan al destino pero plantándole cara. Recordemos que el héroe
antiguo nace culpable, no podrá escapar al destino y morirá asumiendo
su culpa (Edipo se arrancará los ojos). El protagonista de la tragedia ba-
rroca —Segismundo, por ejemplo— también nacerá condenado, como
Edipo o Moisés. Pero hay una diferencia entre Segismundo y el destino
implacable de Edipo o Moisés. La culpa originaria de Segismundo desen-
cadena un proceso en el que van a intervenir factores imprevistos que jue-
gan en muchos sentidos. Estas circunstancias sobrevenidas son ocasión
para que el protagonista escape al destino y se libere. Es un juego desigual
pues las circunstancias juegan en contra, pero es un juego, y Calderón
está muy atento a la «rebelión de los elementos». Todo puede ocurrir. Se-
gismundo puede rebelarse contra sus cadenas y liberarse de ellas. Benja-
min expresa lo mismo, filosóficamente, hablando de «la naturalización de
la historia». Por «historia» entendemos proyectos de vida individual o
colectivos diseñados libremente; por «naturalización de la historia» re-
conocemos el fracaso de esos proyectos libres que mueren a manos de
poderes superiores que se imponen a la voluntad. Pues bien, el filósofo
constata el fracaso de la historia pero con la mirada de un alegorista: el
alegorista, ya lo hemos visto, se fija en las calaveras, los escombros y las
ruinas, en las víctimas... pero viendo en ello no un hecho fatídico, un
triunfo de la muerte, un precio inexorable, sino vida en la muerte, una

alteran el orden del mundo. Incluso en el supuesto de que la Iglesia del poder actúe con-
vencida de que Dios no escapa de la tramoya para intervenir en la historia —algo que es
fácil aceptar teniendo en cuenta la historia—, quedan todos esos hombres y mujeres del
barroco que cultivan un mundo interior que subsiste más allá de la tramoya.

117
MEMORIA Y JUSTICIA

injusticia o, como dice Benjamin, «la infinitud en la ausencia de esperan-


za» (1990, 230), esto es, esperanza en la desesperanza. El crimen no es
un hecho natural, sino privación de vida y, en ese sentido, una injusticia
causada por el hombre y contra la que el hombre puede rebelarse. En
La vida es sueño, se trata de soñar mientras se duerme (de poder ansiar
la libertad desde la condición de encadenado). En alemán y francés hay
dos palabras distintas, con significados opuestos, que en castellano tra-
ducimos por sueño: sommeil y rêve; Schlaf y Traum; estar dormidos y
soñar mundos. El alegorista, siguiendo los pasos de Segismundo, hace la
transición de un significado al otro. Quiere transformar la postración en
rebeldía haciéndonos ver que lo soñado en el sueño puede ser realidad.
Quizá la grandeza de Calderón es poder expresar esas dos realidades,
tan opuestas pero relacionadas, con una única palabra: sueño. Lo mis-
mo que hará Goya cuando sentencie que «los sueños de la razón produ-
cen monstruos». Lo monstruoso puede ocurrir porque se apaga la razón,
durmiendo, y lo humano, porque la razón se enciende, soñando.

8. Auschwitz, lugar eminente de la naturalización


de la historia

De acuerdo con el punto de vista de Benjamin, el espíritu trágico depende


hoy más del Trauerspiel que de una reedición de la tragedia clásica.
Sería posible la tragedia si fuera capaz de recuperar lo que hay de his-
toria en la naturaleza, lo que hay de vida en las ruinas, lo que hay de
elocuencia en el silencio.
No basta por tanto contar los hechos, es decir, situar la trama en un
campo o contar lo que pasó. No basta eso porque los hechos son tram-
posos: son como matriuskas rusas que contienen más de lo que aparece.
El hecho, lo hecho, tiene un secreto que podemos ignorar si sólo nos
atenemos a los hechos. El desafío artístico consiste en dejarse imantar
por el secreto de los hechos, por lo silenciado por los hechos. De nue-
vo, la elocuencia del silencio.
Para entender lo que acabo de decir, conviene tener presente que hay
una experiencia en el siglo xx, Auschwitz, en la que la reducción de la
historia a naturaleza revela una significación desconocida. Auschwitz, de-
cimos, es un hecho singular: no fue un genocidio más sino uno que era
«un proyecto de olvido», es decir, el exterminio físico (genocidio) iba
acompañado de la invisibilización de su significado. Lo ocurrido care-
cía de importancia, de significación. Era un acto natural: la naturalización
de la historia.

118
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

El reto del poeta trágico es ese «silenciamiento» del significado de


tantas víctimas que tuvo lugar gracias a la complicidad de una cultura
que venía de lejos y a la indiferencia de la mayoría de los contemporá-
neos europeos. El reto del poeta consiste en captar la elocuencia de lo
silenciado, de lo des-significado, transmitirlo a nosotros que somos he-
rederos de esa cultura de la ocultación, de la in-significancia.
No se trata por tanto de hablar de aquello, ni de salir mejor informado
sobre lo que ocurrió, sino de dejarnos iluminar por una luz que viene de
atrás y así hacernos ver las zonas oscuras de nuestra propia visión. Se tra-
ta, en definitiva, de situar la tragedia en el contexto del Nuevo Imperativo
Categórico de Adorno: repensar todo a la luz de la barbarie para detectar
las zonas letales en las que gozosamente vivimos y nos reproducimos.
Creo que la obra de Juan Mayorga Himmelweg asume ese reto y abre
un camino nuevo a la vieja tradición trágica. La pieza, llena de matices,
tiene como trasfondo un hecho real: la visita de Maurice Rossel, delega-
do de Cruz Roja en Berlín, y autor de un famoso informe sobre las con-
diciones de vida de los judíos deportados en Theresienstadt. Fue un in-
forme altamente positivo, hecho con la mejor intención. El que se sabía
«los ojos del mundo», no se enteró de nada porque los deportados fueron
obligados a «hacer teatro», a jugar, a representar los papeles propios de
un pueblo autogestionado.
El Delegado no ve nada pero le enseñan todo. Le dejan visitar el La-
ger, circular por sus calles, observar a sus gentes y hasta le sirve de guía
el judío más respetado.
Pero no se entera de nada porque el Comandante ha trasformado el
Lager en un teatro donde cada deportado juega al papel que se le asigna.
El Delegado se acomoda al juego y cuando le dicen «colegio», «teatro»,
«sinagoga», él se cree que tras esas puertas hay un colegio, un teatro y
una sinagoga. Si hubiera empujado alguna de ellas, hubiera descubierto
la realidad letal del Lager. ¿Por qué no lo hizo? Por la teatralización de la
vida en el campo. La representación teatral de los prisioneros oculta la rea-
lidad al mundo exterior. Mayorga coloca ese momento teatral en el cen-
tro de su propio teatro para desenmascararlo, para quitarle la máscara.
Notemos que Himmelweg no es una representación directa de la bar-
barie nazi. No pretende contarnos lo que era en realidad el universo con-
centracionario. ¿Acaso no es inmoral, se pregunta Mayorga, la preten-
sión misma «de representar a las víctimas, de darles un cuerpo?». Hay
que evitar «la manipulación sentimental del sufrimiento, la exhibición
obscena de la violencia, la explotación del siniestro glamour del Lager»
(Mayorga, 2011, 195 s.). La obra fija su objetivo en poner ante nuestros
ojos el alcance de la teatralización de la existencia.

119
MEMORIA Y JUSTICIA

Es como si el acceso directo a la realidad del Lager nos estuviera pro-


hibido y sólo pudiéramos acercarnos indirectamente, esto es, desmontan-
do el concepto teatralizado de la realidad. Cuando el teatro «ocupa la vida
en lugar de iluminarla» se produce la catástrofe, ya que esa teatralización
traiciona la misión del teatro que es «decir la verdad» (ibid., 189).
Hay un momento en el que el Comandante reprocha a Tadeuz su esca-
so talento teatral al no saber representar el papel de «vendedor de globos».
Gottfried, que es el judío que hará de guía, intercede por él diciendo que
Tadeuz es capaz, que es inteligente, tan inteligente que antes enseñaba His-
toria en la Universidad. A lo que replica el Comandante: «Qué historia
puede enseñar, si no distingue la derecha de la izquierda». Si no sabe re-
presentar su papel ¿cómo puede ser un inteligente profesor de Historia?
Lo que está diciendo es que para el poder dominante la realidad es la
representación hasta el punto de que del juego, del juego teatral, depen-
de la vida. Eso se lo dice el Comandante a Gottfried para que colabore.
Mientras dure el teatro, hay vida, pero cuando cae el telón «se rompe el
hechizo y todo vuelve a la vida, que es peor» (ibid., 168). Y en otro lugar:
«Cae el telón y todo ese mundo se desvanece. Cae el telón y al actor no
le queda nada» (ibid., 167).
Lo que Mayorga nos está preguntando a través del Comandante que
detestamos es si nosotros, en el fondo, no pensamos igual que él. Noso-
tros, como él, nos tomamos por lo que representamos o aparentamos;
confundimos estar con ser, por eso hubiéramos hecho lo mismo que el
Delegado de la Cruz Roja: no preguntar, no empujar la puerta, como si
hubiéramos perdido la capacidad de asombro. Nos hubiéramos confor-
mado con las apariencias.
Recordemos que también Benjamin habla del recurso al teatro en el
teatro de Calderón para disimular sus convicciones. Calderón sabe, al
igual que los descreídos dramaturgos alemanes barrocos, que no cabe la
redención: la historia naturalizada es naturaleza muerta. Pero Calderón,
que habla a unos contemporáneos católicos, tiene que decirlo de otra
manera: recurriendo al cielo, al más allá, a la victoria de la vida sobre la
muerte, pero lo hace convirtiendo el cielo, la muerte o la resurrección
en papeles teatrales.
Para Mayorga la catástrofe pasada se repite cuando el teatro ocupa
la vida en vez de iluminarla. Ese es el gran poder y la trampa del teatro
porque al estar la vida teatralizada, es decir, reducida a una farsa, puede
él contribuir como nadie a engordar a la bestia. Puede prolongar el sue-
ño e impedir el despertar.
Pero también puede iluminar la vida. El teatro es ficción, arte, crea-
ción; por eso puede desenmascarar formas de vida que se nos presentan

120
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA

como realidad siendo sólo artificios; y puede hacer ver la diferencia en-
tre ficción y realidad.

9. Volviendo al principio, ¿es posible hoy la tragedia?

George Steiner defiende en Tragedia y mito la tesis de que ya no hay lugar


para la tragedia debido a la secularización del mundo, a la fatiga del len-
guaje y a la ausencia de complicidad mítica entre autores y espectadores.
El lenguaje está desgastado. Estamos tan saturados de informaciones
sobre catástrofes diarias que al final hemos perdido la capacidad de sor-
presa y de indignación. Esta indiferencia, dice Steiner, «tiene una influen-
cia crucial en las posibilidades del estilo trágico» (Steiner, 1990, 212).
Este entumecimiento de la sensibilidad explica que la propuesta creativa
de un autor no diga nada a quien la escucha. Eurípides, cuando escribe
Las troyanas, encuentra en el público una sensibilidad ante la crueldad
que le permite ser entendido. Su obra es como una mecha que incendia
un espacio inflamado.
El único lenguaje que ha conseguido la complicidad del lector y ha
logrado por tanto conmover a toda una generación es el «testimonio des-
nudo y prosaico del diario de Anna Frank» (ibid., 213). Ahora bien, con
un lenguaje «desnudo y prosaico» no recuperamos el estilo de la trage-
dia. Esa complicidad debe estar dada de antemano pues el teatro, a dife-
rencia de la poesía, no dispone de tiempo para madurar una opinión, sino
que tiene lugar en el acto, en presencia, en presente. Para que esa com-
plicidad funcione en el acto tiene que haber sido ya elaborada. La mito-
logía cristiana de Dante tenía detrás siglos de elaboración y precedentes
a los que el lector podía remitirse de una forma natural.
Steiner acaba dando la razón a Nietzsche cuando este decía que el gran
debelador del espíritu trágico es el «hombre teórico» porque este disolvía
el mito. La tragedia griega se movía sobre un imaginario mítico compar-
tido por el público y el poeta. El paisaje del terror era perfectamente fa-
miliar para el público y esa familiaridad aguijoneaba y a la vez limitaba
la invención personal del poeta. Lo mismo con Shakespeare. Ahora bien,
con la Ilustración los antiguos misterios y emblemas fueron devaluados a
trivial decoración. Desde Descartes y Newton prevalecen los mitos de la
razón, no más verdaderos que los antiguos (aunque parezca mentira), pero
menos adecuados a las exigencias del arte (ibid., 217).
Parecería pues que la secularización ha clausurado el tiempo de la tra-
gedia. Pero quizá con todo esto no esté todo dicho. Al menos eso se des-
prende del epílogo a Tragedia y mito. Cuenta ahí Steiner que iba en tren
por el sur de Polonia. Cuando pasaron por delante de las ruinas de un

121
MEMORIA Y JUSTICIA

monasterio, un polaco se puso a hablar de lo que allí había ocurrido.


Los alemanes lo habían utilizado como prisión para oficiales rusos cap-
turados. Cuando los alimentos empezaron a escasear todos sufrieron los
rigores del hambre, también los perros. No se les ocurrió otra solución
a los carceleros que echar esos perros enloquecidos por el hambre a los
presos. Varios fueron devorados. Los alemanes acabaron huyendo pero
dejando encerrados en la bodega a los prisioneros rusos. Sobrevivieron
dos matando y comiéndose a sus compañeros. El Ejército Rojo los en-
contró en su avance victorioso. Los recogió, los dio de comer conve-
nientemente y luego los fusiló para que los soldados no vieran la abyec-
ción en la que habían caído sus antiguos oficiales.
Los demás callaron un buen rato hasta que una mujer se animó a con-
tar por lo que había tenido que pasar su hermana en Matthausen. Steiner
renuncia a reproducirlo porque hay cosas que la escritura no puede sopor-
tar. El silencio volvió a hacerse espeso hasta que un viejo lo rompió con-
tando una parábola medieval que se sabía de memoria: en una descono-
cida aldea de Polonia central había una pequeña sinagoga. Una noche, al
hacer la ronda, entró el rabino y vio a Dios sentado en un rincón sombrío.
Se echó de bruces al suelo y exclamó: ¡Señor Dios! ¿qué haces aquí? Dios le
respondió, pero no como el trueno ni como un torbellino de viento, sino
con voz apagada: «Estoy cansado, estoy muerto de cansancio» (ibid., 221).
Todos tenían algo parecido que contar y es que el siglo xx, el más
violento de la historia, está jalonado de sucesos trágicos. No falta mate-
ria prima para la tragedia. El problema es cómo construirla. El propio
Steiner da una pista que nos acerca al camino emprendido por Himmel-
weg. Y cuenta lo que experimentó viendo Madre Coraje de Brecht, en
el Berliner Ensemble, con Helena Weigel como actriz. Hay un momen-
to en que los soldados entran con el cadáver de Schweizerkas. Sospe-
chan que es el hijo de Coraje pero no están seguros. Llevan el cadáver
ante Coraje para que lo identifique y así poder consumar el castigo de
los demás culpables. Ella lo mira y se limita a hacer un gesto negativo
con la cabeza. Los soldados lo retiran, pero vuelven para obligarla a mi-
rar de nuevo. Ninguna señal de reconocimiento, sólo una mirada vacía.
Cuando lo retiran definitivamente, ella mira para otro lado abriendo la
boca de par en par. Un grito sordo que no se oye pero que estremece al
espectador. Un grito sordo como el del caballo aullante en el Guernika de
Picasso. El sonido era el silencio total. Ese gesto expresa la elocuencia
del silencio. Y concluye Steiner: «Era el mismo grito salvaje con que la
imaginación trágica señaló por primera vez nuestro sentido de la vida...
Quizá no se haya roto la curva de la tragedia» (ibid., 222).

122
2

EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS


O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL*

Al contacto con América los exiliados republicanos alumbraron la idea


de crear una comunidad cultural iberoamericana. Esa idea, que ha fe-
cundado muchas iniciativas, se encarnó en los años ochenta en un ambi-
cioso proyecto, la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, auspiciada
por los Institutos de Filosofía de Madrid, México y Buenos Aires. Ese
largo camino está llegando a su fin1.
Las razones que nos llevaron a aventurarnos en ese proyecto eran
fundamentalmente dos. En primer lugar, la conciencia de una filosofía
dependiente. Hace unos años tuvo lugar en Roma un encuentro italo-
español sobre el tema «¿Son las nuestras filosofías dependientes?». Los
españoles no teníamos duda de que la nuestra lo era. Lo que se discu-
te en Madrid o Barranquilla es lo que nos impone la industria cultural
cuyo centro es evidentemente el mundo anglosajón. Los libros que nos
inspiran están escritos en alemán, inglés o francés, fundamentalmente.
La globalización del inglés como lengua franca empuja el pensamien-
to hacia la uniformidad, al menos en lo que respecta a la agenda temá-
tica, y eso era visto por todos nosotros como la negación de un espacio
propio.

* Una primera versión de este texto fue publicada, con el título «Pensar en español
aquí y ahora», en la revista Arbor 734 (2008), pp. 979-988.
1. La Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía (EIAF), publicada por la editorial
Trotta, de Madrid, cercana a su conclusión, cuenta en la actualidad con 32 volúmenes,
también disponibles en formato digital, y la participación de unos quinientos autores. El
proyecto se puso en marcha en 1988. Está dirigido por Reyes Mate (España), Osvaldo Gua-
riglia (Argentina) y León Olivé (México).

123
MEMORIA Y JUSTICIA

La segunda razón tenía aire de un cierto desafío. En la famosa en-


trevista póstuma a Der Spiegel venía a decir Heidegger que sólo se podía
pensar en griego o en alemán. Un colega de Heidegger, el italiano Er-
nesto Grassi, entendió la frase como una provocación chovinista; hasta
el punto de que eso le animó, según confiesa, al estudio del humanismo
latino en el que ha brillado. Aunque existen otras interpretaciones que,
muy al contrario, la entienden como invitación a otros modos de pensar
que no sean el de la pregunta por el ser del ente, lo cierto es que Hei-
degger no está solo. Tras él podemos divisar la mano de Hegel quien,
en el prólogo a la Filosofía de la Historia, ya decía que el Weltgeist es
germano y protestante, es decir, centroeuropeo. Tenía claro que Europa
acababa en los Pirineos, que la península ibérica era tierra de semitas y
que estos pueblos, al igual que los aborígenes americanos, conformaban
la prehistoria. Si querían entrar en la historia tenían que autodisolverse
como culturas y seguir las huellas y consignas del Weltgeist.
Los textos de Hegel sobre España o América Latina no se andan con
contemplaciones. He aquí un par de muestras:

De América y su cultura, especialmente por lo que se refiere a Méjico y Perú,


es cierto que poseemos noticias, pero nos dicen precisamente que esa cul-
tura tenía un carácter del todo natural, destinado a extinguirse tan pronto
como el Espíritu se le aproximara. América se ha mostrado siempre y se si-
gue mostrando floja tanto física como espiritualmente. Desde que los euro-
peos desembarcaron en América, los indígenas han ido decayendo, poco a
poco, al soplo de la actividad europea... (Hegel, 1970, 10, 107).

Ahí asoma un pesado juicio de valor: América se encuentra en la


pre-historia; es un momento de la Naturaleza. Como tal tiene futuro si
consigue incorporarse a la historia del Espíritu. Esa incorporación se pro-
duce mediante la disolución del propio espíritu, «cuando se aproxima
el Espíritu». Sobre quién o qué sea ese Espíritu que disuelve al Nuevo
Mundo, no hay duda:

El Espíritu germánico es el Espíritu del Nuevo Mundo cuyo fin es la reali-


zación de la verdad absoluta, como autodeterminación absoluta de la ver-
dad, que tiene por contenido su propia forma absoluta. El destino de los pue-
blos germánicos es el de suministrar los portadores del espíritu cristiano
(ibid., 413).

Si tuviera razón Hegel no se podría ser moderno y pensar en español.


Este tipo de tópicos que vienen de fuera han encontrado acomodo
en pensadores autóctonos. Unamuno en un breve ensayo «Sobre la filoso-

124
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

fía española» dice: «Por lo que se hace a este nuestro pueblo español, no
sé que nadie haya formulado sistemáticamente su filosofía». Y si decimos
que cada pueblo tiene su filosofía, «lo cierto es que hasta ahora no se nos
ha revelado que yo sepa sino fragmentariamente, en decires, en obras li-
terarias como La vida es sueño o el Quijote o Las Moradas y en pasajeros
vislumbres de pensadores aislados» (Unamuno, 1958, 555).
Lo que nos empujaba a esta aventura era la asfixiante realidad de una
filosofía dependiente y el tópico de que no se puede pensar en español.
Para poner a prueba esos dos desafíos creamos ese proyecto común,
que no era un proyecto ni fácil ni evidente. No lo era porque pese a ha-
blar la misma lengua las incomunicaciones eran notables: un mexicano
y un chileno podían encontrarse en París o Berlín, pero difícilmente en
una ciudad latinoamericana, salvo por razones de fuerza mayor como el
exilio o la persecución o la emigración. La circulación transversal funcio-
naba en algunos casos más bien excepcionales: el conocimiento mutuo
era escaso. No nos leíamos, ni nos escuchábamos. Preferíamos un mal li-
bro en inglés a uno en castellano aunque fuera bueno. El resultado era la
ausencia de un verdadero diálogo. No había interés por la interpelación.
De lo que se trataba entonces era de establecer una relación transversal,
de leernos y de interpelarnos.
El balance brinda luces y sombras. Hemos creado un espacio común
en el que estamos juntos; hemos construido una obra monumental que
tiene el mérito de existir; el lector puede comprobar que el nivel de in-
formación respecto a temas y autores que revelan los artículos es notable.
Esas son las luces. Pero hay un dato inquietante: apenas si nos hablamos.
La mayoría de citas y de referencias bibliográficas siguen siendo en otras
lenguas. Nos seguimos conociendo mal, no nos interpelamos y quizá se
pueda decir que estamos juntos, pero no que pensamos juntos. Segui-
mos la agenda del imperio y seguimos siendo dependientes.

Lo más positivo en todo este tiempo de actividades conjuntas, de con-


gresos masivos y de intercambios especializados, ha sido la conciencia de
que hay un camino por recorrer. Para avanzar en la creación de una co-
munidad filosófica había antes que clarificar qué significa eso de pensar
en español.
El campo de reflexión tenía que ser la lengua común. Todos hablamos
la misma lengua. Es la lengua del imperio y de los dominados. En 1492
aparece la primera Gramática castellana. Cuando Antonio Nebrija se la

125
MEMORIA Y JUSTICIA

ofrece a Isabel de Castilla, la reina le dice que ella ya habla esa lengua así
que no necesita gramática alguna. A lo que Nebrija responde: «Alteza,
la lengua es el instrumento del imperio». Y también de los dominados.
No hay más que pasearse por México, Bolivia o Perú.
Es la misma lengua pero con experiencias diferentes y hasta enfren-
tadas. Pensar en español tiene que consistir en hacer hablar esas experien-
cias interpelantes que guarda la misma lengua, es decir, pensar en espa-
ñol es pensar con memoria. Volveremos sobre ello.
En uno de los muchos trabajos dedicados a este asunto, Luis Villoro
aceptaba el desafío del pensar en español siempre y cuando no se trans-
gredieran las líneas rojas. Eran dos: en primer lugar, no caer en el casti-
cismo o provincianismo; la razón es universal. Y, la segunda, no perderse
en una razón abstracta, ignorando que todo pensar está situado (Villo-
ro, 1998, 59). Habría que situarse en la onda de Franz Rosenzweig o más
exactamente, de su crítica a la teoría moderna de la igualdad. Como se
recordará, Lessing construyó la atractiva figura de Natán sobre el prin-
cipio de que «todos somos, antes que judíos, cristianos o musulmanes,
hombres», es decir, ponía en la base de su consideración el hecho de la
pertenencia a una misma humanidad, rebajando las diferencias entre unos
y otros al modesto nivel de «la comida y el vestido». Como ese Natán
amigo de la humanidad y universalista no aguantó los primeros embates
del nacionalismo, Rosenzweig apunta en su agenda que ese planteamien-
to de la universalidad es una catástrofe porque «el hombre es más que su
casa, pero no un sin techo» (Rosenzweig, 2003, 122). Todos tenemos una
casa, pero somos más que esa casa. Todos venimos al mundo, en efec-
to, aprendiendo una lengua y no el lenguaje, y nacemos en el seno de
una cultura y hasta de una religión, pero eso no significa que no poda-
mos aprender otros idiomas o cambiar de religión o incorporar otras
culturas.
Podríamos evocar aquí la teoría benjaminiana del lenguaje. Distin-
gue entre un lenguaje adámico y otro posadámico, que es el nuestro. El
adámico tenía la capacidad de nombrar, es decir, de poner a las cosas un
nombre que respondía a su esencia lingüística. Con la salida del paraíso,
el hombre perdió esa habilidad. En vez del nombre apareció la palabre-
ría. El hombre posadámico suple su incapacidad de nombrar con aproxi-
maciones lingüísticas que rondan la charlatanería. La tarea de la filosofía
consiste en separar el grano de la paja hasta dar con el término más ajusta-
do. Ese proceso de depuración, que Hölderlin confía a los poetas, lo sitúa
Benjamin en la traducción. La traducción no es una traición, sino un ban-
co de pruebas para la calidad del lenguaje. En la traducción se produce un
rozamiento que depura las palabras, aproximándolas al nombre.

126
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

La traducción no hay que entenderla sólo como el trasvase de una


lengua a otra, sino como el roce, la confrontación, la interpelación, de los
diferentes mundos o experiencias que están en cada lengua. Una lengua
como la española alberga muchas experiencias de colectivos humanos a
veces enfrentados. El acceso al nombre, es decir, el conocimiento de la rea-
lidad, tiene que ser el resultado de la confrontación o interpelación que es-
conde el lenguaje. Por eso no hay conocimiento sin memoria, es decir, sin
que salgan a flote los aspectos más ocultos y ocultados de la realidad.

Hacer hablar las experiencias que tiene el lenguaje significa pensar con
memoria. Estaríamos ante un logos-con-tiempo. No es desde luego la
anamnesis del Menón de Platón. La clave de la diferencia está en la pre-
gunta de Sócrates sobre si el esclavo habla griego. La memoria en cuestión
es la que conserva el griego de los señores, no el del esclavo.
Aquí se trata de recordar lo que olvida la lengua del señor. Para ex-
plicarlo voy a referirme a dos ejemplos literarios, que tomo de Gabriel
García Márquez y de Cervantes, y que complementaré con una referencia
filosófica a María Zambrano.

3.1. Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, narra la crea-


ción de Macondo, es decir, del Nuevo Mundo. Es una obra ambiciosa
y ha sido comparada, por esa su ambición, con la Ilíada e incluso con la
Biblia. Pertenece en cualquier caso a los relatos fundantes, como lo son los
dos libros mencionados.
Desde Europa esa magna obra ha sido leída en clave de violencia, abo-
nada por la nacionalidad colombiana del autor. De ello darían fe la inter-
minable sucesión de guerras civiles, los golpes dictatoriales y pronuncia-
mientos de espadones sobre los que está construido el relato novelesco.
Convendría, sin embargo, tomarse en serio el título de la novela y
poner en el epicentro de la obra la experiencia de soledad. Macondo, en
efecto, nace aquejado de un mal —la peste del olvido— que se prolonga-
rá a lo largo de las generaciones. Sus habitantes son unos apestados por
la modernidad.
Para poder ser, para poder tener un nombre y ser reconocido por
Occidente, Macondo ha debido perder sus orígenes, renunciar a lo que
había sido, a todo ese complejo que llamamos lo pre-hispánico.
Europa llega a esas tierras para ella desconocidas poseída de la idea
de que el Weltgeist es europeo, y eso significa que lo que no está conta-

127
MEMORIA Y JUSTICIA

giado de ese Geist es prehistórico, es decir, que debe desaparecer si esos


pueblos quieren entrar en la historia.
Para sellar ese cambio en virtud del cual pueblos prehistóricos en-
tran en la historia, Occidente da a esas tierras el nombre de Nuevo Mun-
do. El concepto de novedad no apunta sólo al Viejo Mundo que se ha
visto sorprendido en sus fronteras, declaradas finis terrae, con nuevos
espacios, sino también a los propios pueblos indígenas a los que se les
brinda la oportunidad de entrar en la historia, de estrenar una nueva
forma de ser, si renuncian a lo que eran.
La soledad en cuestión es el resultado de un desencuentro del Nue-
vo Mundo con respecto a sus propios orígenes.
Europa se las prometía felices con esa conquista para la causa de un
Mundo Nuevo, pero lo cierto es que las consecuencias han sido fatales
para los nativos: no logran sentirse sujetos modernos y, cuando lo inten-
tan, siempre hay alguien para recordarles su pasado indígena, es decir,
bárbaro o prehistórico; por otro lado, la ausencia de memoria los anima-
liza pues no logran conservar ni trasmitir las fórmulas exitosas para luchar
contra la propia barbarie; no pueden amar ni ser amados porque debido
a la amnesia no alcanzan el reconocimiento. Estos seres encerrados en sí
mismos, incapaces de hacerse con su destino, traducen sus sentimientos y
pasiones en una violencia primaria que es una violencia sin límites.
Para eludir ese destino hay que curarse del mal que padecen y eso
supone reconciliarse con su pasado. Como sucede al sofocleo Edipo y a
Moisés, la estirpe de los Buendía tiene que averiguar su origen para evitar
la catástrofe. Ese regreso al origen perdido o raptado, es decir, olvidado,
es necesario para curarse y para conjurar la fatalidad. No es un asunto
nada fácil, pues esa memoria curativa está compuesta de mucha sabidu-
ría —de tanta como la que posee el forastero Melquisedec— y de una
buena dosis de experiencia de sufrimiento, semejante a la que posee el
último Aureliano Buendía.
Europa no entiende ese lenguaje, por eso lo ha llamado «realismo
mágico», como si fuera una licencia literaria alejada del «realismo real»
que debe caracterizar la historia. El cubano Alejo Carpentier, otro de los
escritores incluidos en el realismo mágico, protesta contra esa invención
europea recordando que para el habitante de Macondo lo que aquí lla-
mamos mágico forma parte natural de su mundo. La realidad desborda
la facticidad y lo que puede tasar una mentalidad positivista: lo que ya
no es o todavía no es —eso que llamamos mágico— forma parte de la
realidad. Ese plus de realidad que no ha sido amortizado por la factici-
dad es lo que permite al autor del relato hacerse contemporáneo de lo
olvidado, de lo que la modernidad ha declarado in-significante. Lo dice

128
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

el autor con ironía en Los funerales de la Mamá Grande: «… es hora de


recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar los porme-
nores de esta conmoción nacional antes de que tengan tiempo de llegar
los historiadores». El autor quiere rescatar ese momento pre-moderno,
como algo muy propio, para explicar cómo lo que para el ser moderno
son espectros o imaginaciones para él son almas en pena que han pagado
con su vida o con su sufrimiento el precio de la modernidad.
Y Europa quiere desactivar esa voz crítica ubicando esa escritura en
el limbo de lo mágico. Lo que hay que dejar sentado es que Macondo
no puede curarse sin Europa de la peste del olvido porque si esta consis-
te en declarar insignificante sus propios orígenes prehispánicos, parecería
que Macondo no podría ser fiel a sus orígenes y ser moderno, lo que se-
ría una catástrofe para Macondo y también para Europa. Para Macondo
porque la soledad no sólo sería de cien años sino crónica; y para Euro-
pa porque seguiría engañándose con su pretensión de universalidad, que
seguiría siendo excluyente, negadora del otro y, por tanto, no universal.

3.2. La segunda referencia es Cervantes, más en concreto el capítu-


lo VIII del Quijote. Al final del capítulo se narra el duelo entre Don Qui-
jote, apenas repuesto de una esforzada pelea con los molinos de viento, y
el Vizcaíno, a quien el Hidalgo manchego divisa a lo lejos flanqueando una
carreta que a él se le antoja cárcel donde encierra a distinguidas damas,
cuando la verdad es que las escolta para que nada malo les sobrevenga.
Don Quijote reta al Vizcaíno para liberar a las supuestas cautivas. El na-
rrador interrumpe la narración del duelo porque se le agota la inspiración,
«disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijo-
te». Lo que está diciendo Cervantes es que al texto que le está sirviendo de
fuente le faltan hojas. De repente el lector descubre que el relato que tiene
entre manos es, en realidad, una traducción o una trascripción. El narra-
dor, que no quiere dejarnos en vilo sin saber cómo acaba la singular pelea,
empieza a pensar cómo localizar el resto de la fuente que se le niega aho-
ra. Nos dice que ha oído hablar de que hay en Toledo un barrio, la Alcaná,
poblado por marginados aljamiados, es decir, en el que se han refugiado
conversos del islam y del judaísmo y donde se trafica con papeles prohi-
bidos. Y hacia Toledo se dirige el autor. Pronto se le acerca un muchacho
con unos papeles que no entiende porque están en árabe. Se los hace tra-
ducir, al precio «de dos arrobas de pasa y dos fanegas de trigo», y ¡cielos!
nos está contando la secuencia de duelo. Su autor es un tal Cide Hamete
Benengeli, es decir, «el señor Hamete de Toledo» (que los «benengeli» o
«berenjeneros» eran los toledanos), un árabe. En el capítulo IX podemos
enterarnos de cómo acabó la pelea entre el vasco, representante de la Es-

129
MEMORIA Y JUSTICIA

paña castiza, sin una gota de sangre impura, y el caballero manchego, con
una identidad tan mestiza y contaminada que unas veces se llamaba Qui-
jano y otras Quesana, Quejada o Quijada.
El gesto de Cervantes explica genialmente lo que es un pensar que
tenga en cuenta el tiempo. A esas alturas en España el árabe es una len-
gua proscrita. Se prohíbe hablar en árabe, se ordena quemar los libros en
esa lengua y se persiguen los usos y costumbres de ese pueblo. Los moris-
cos no han sido aún expulsados pero la decisión es inminente2. Los judíos
lo habían sido un siglo antes.
Cervantes escenifica un enfrentamiento entre la España dominan-
te y la oculta que es la aljamiada. Quien quiera entender lo evidente, lo
aparente, teniendo sólo en cuenta la lengua del vencedor castellano no
entenderá nada porque esa lengua tiene pliegues ocultos sin los que lo
aparente es sencillamente lo superficial.
Lo que estos dos relatos ponen en evidencia es que el lenguaje de
una manera espontánea es memoria y olvido; guarda unas experiencias
y encubre otras. El desafío de un logos con memoria es que el lengua-
je en vez de guardar silencio, guarde al silencio, es decir, que la palabra
remita al silencio, a lo indecible; que se abra al otro. Lo indecible es lo
que no ha sido codificado en conocimiento pero que, al haber tenido
lugar, tiene una capacidad semántica latente.
Podríamos así distinguir diversos planos del pensar en español en fun-
ción de los niveles de la memoria. Estaría, en primer lugar, la explicitación
de lo oculto, esto es, reconocer la pluralidad de voces, dar voz a los que
no la tienen, dejar hablar y aceptar la interpelación que nos venga del
otro. Este plano es el que visitan ejemplarmente el Quijote y Cien años de
soledad. Pero eso no basta, porque la memoria también acompaña y vi-
gila al logos, transformando la naturaleza del pensar. Estaríamos en el
segundo nivel que podríamos entender de la manera siguiente. Lo que
pone en evidencia la explicitación de las experiencias de la lengua (nivel
primero) es el límite del lenguaje. Hay, en efecto, acontecimientos que,
como Auschwitz, resultaron impensables. Nadie había pensado que el
hombre se abrazara al mal por el mal, siempre se había pensado que si
hacía el mal es porque lo tomaba por un bien. Pues no, se puede querer
el mal por el mal y eso es lo que había sido impensable. También hay acon-
tecimientos que aunque fueran pensables no fueron pensados. Me refiero
al sufrimiento de las víctimas que han jalonado la historia. No se las pensó

2. La Primera Parte del Quijote se escribe en 1605. La Segunda, en 1615. En 1568


Felipe II prohíbe el uso del árabe. La expulsión de los moriscos tiene lugar en 1609. Los
judíos ya han sido expulsados en marzo de 1492.

130
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

porque se las privó de capacidad semántica: eran in-significantes. Aho-


ra bien, cuando lo impensable y lo impensado tienen lugar. Sólo entran
en la órbita del conocimiento si lo ocurrido se convierte en el punto de
partida de la reflexión. Y la memoria consiste en llevarnos de la mano a
lo que tuvo lugar, pero que escapó al conocimiento, para que pensemos
ahora todos a la luz de lo que ocurrió.
Adorno expresaba bien esta memoria —y, por tanto, un logos-con-
memoria— cuando planteaba la figura de un Nuevo Imperativo Categó-
rico, entendido como un repensar todo a la luz de la barbarie para que no
se repita (Mate, 2003, 118 ss.).

3.3. Mucho antes que Adorno, Bartolomé de Las Casas se planteó la


dimensión epistémica de la memoria de la injusticia con un gesto intelec-
tual de gran calado teórico. El contexto del mismo es la Junta de Valla-
dolid, años 1550 y 1551, en la que Bartolomé de Las Casas y Ginés de
Sepúlveda disputan sobre los títulos de la conquista. De las Indias llegan
noticias preocupantes. El obispo de Chiapas lleva años desarrollando una
campaña teórica y práctica contra la presencia de los españoles en aquellas
tierras por carecer de títulos o razones que lo legitimen. Se ha opuesto a
las dos «entradas»: a la primera que supuso la conquista violenta de unas
tierras que no les pertenecían porque las poseían «señores ilegítimos» y, a
la segunda, que no era ni más ni menos que el momento de colonización,
llevada a cabo con la cruz y la espada. El emperador Carlos V, a quien Las
Casas hacía responsable, en última instancia, de aquellos atropellos estaba
tan preocupado que, según el historiador Sarmiento de Gamboa, consi-
deró la idea de abandonarlas3. Lo cierto es que la corona española, en un
gesto poco habitual, propicia un debate público, en Valladolid, entre dos
cualificados representantes de las posiciones controvertidas: el obispo de
Chiapas, Las Casas, y el humanista Ginés de Sepúlveda.
El punto de partida de Las Casas era su experiencia de la presencia
de los españoles en América, caracterizada por el robo, la explotación,
la injuria y la muerte. Desde la experiencia que tiene delante —y que
se concreta en indignación ante tanta injusticia— procede a una argu-
mentación contundente que haga comprensible a los demás las razones
de su indignación.
Recurre a los saberes teológicos y jurídicos que comparte con sus ad-
versarios, proponiendo una interpretación que avale con argumentos el
sentido de su indignación. Por eso discute con sus adversarios uno a uno

3. Sarmiento de Gamboa, Historia índica, dice que «estuvo a punto de dejarlas».


Citado por Gutiérrez, 2003, 569.

131
MEMORIA Y JUSTICIA

los títulos de la conquista: el alcance de la autoridad papal y de la potestas


del emperador, si los indios tienen capacidad para gobernarse, si se puede
hablar de una superioridad de la cultura occidental, si la racionalidad de
los indios es de inferior calidad que la de los españoles, si hay seres naci-
dos para obedecer y otros para mandar... Uno por uno va desmontando
los argumentos contrarios y llevando el agua a su molino.
Hasta que se topa con un argumento que obliga a dar la razón a sus
adversarios: los sacrificios humanos, razón principal, invocada por Se-
púlveda para justificar la guerra contra los indios. Este argumento, que
invoca la solidaridad humana que obliga a defender a los inocentes, tie-
ne un enorme peso porque es compartido por muchos, hasta por el pro-
pio Vitoria que ve en esa práctica «una injuria hecha a otros», algo así
como un crimen contra la humanidad4. Esa práctica obliga a la Iglesia a
intervenir y también a los príncipes cristianos. Las Casas lo tiene difícil:
por un lado está su experiencia, lo que él ha visto, esto es, la presencia
opresora e injusta de los conquistadores. Por otro, el saber de Salamanca,
la sabiduría de su tiempo, que legitima esa presencia con lo que se con-
solida la injusticia que él denuncia. La situación del indio ya es insoste-
nible, pero si se llega a legitimar ese estado de cosas, la catástrofe está
asegurada. La razón dominante se opone a su sentimiento moral y a la
evidencia de la experiencia. ¿Qué hacer?
Es en ese momento cuando tiene lugar el primer movimiento del ges-
to intelectual de Las Casas que le obliga a traspasar y transgredir los ve-
nerables saberes establecidos, en virtud de la experiencia de la injusticia,
en nombre del sufrimiento de las víctimas de la conquista y de la colo-
nización. Lo primero es la experiencia de la injusticia y si los saberes es-
tablecidos proponen interpretaciones de los hechos que en vez de solu-
cionar la injusticia la agravan, habrá que mandar a Aristóteles a paseo, es
decir, habría que declarar irracional a la racionalidad canónica5. Si hay
un conocimiento que legitime la injusticia o que encubra la evidencia,
habrá que ponerlo entre paréntesis y esforzarse por pensar a partir de
esa situación injusta. Si el argumento para legitimar la injusticia es el carác-
ter contra naturam de los sacrificios humanos, habrá que hacer algo: no
negar los hechos, porque se dan, sino cuestionar su interpretación.
La osadía argumentativa de Las Casas rompe todos los esquemas.
Empieza diciendo que es una práctica muy extendida y también practi-
cada por los ancestros hispanos. Y lo es así porque en el fondo es algo

4. Cf. Gutiérrez, 2003, 249.


5. «Mandemos a paseo en esto a Aristóteles» dice en Valladolid, recomendando seguir
más bien la invitación evangélica de considerar al otro como prójimo. Cf. Las Casas, 1975, 3.

132
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

muy natural o, si se quiere, muy religioso. Lo natural, en efecto, es que el


hombre ofrezca sacrificios a sus dioses. Y que les ofrezca lo mejor. Dado
que la vida es lo mejor, es natural que el hombre se la ofrezca a los dioses
que tenga por verdaderos. Sólo la ley humana (positiva) o divina puede
corregir esa tendencia natural. Dice Las Casas: «Dentro de los límites de
la ley natural, esto es, allí donde cesa de tener vigencia la ley humana o
divina, las personas deben inmolar víctimas humanas al Dios verdadero
o putativo considerado como verdadero». Y también: «El hecho de inmo-
lar hombres, aunque sean inocentes, cuando se hace por el bienestar de
toda la república, no es tan contrario a la razón natural como si se trata-
se de algo inmediatamente abominable contrario al dictado de la natura-
leza. Así este error puede tener su origen en la razón natural probable»6.
No cabe, por consiguiente, hacer la guerra a los indios por violación
de la ley natural. Y esto vale para la Iglesia y para los príncipes. La osa-
día es de tal calibre que para Sepúlveda el obispo de Chiapas queda «fuera
de la cristiandad», y para un historiador tan ponderado como José An-
tonio Maravall esa argumentación es puro relativismo cultural y adole-
ce de cierta contaminación pagana (Maravall, 1974). Lo que uno y otro
no entienden es que Las Casas no juzga esa práctica desde el esquema
teórico del conquistador sino desde el sufrimiento del conquistado y eso
cambia la valoración de la práctica: Las Casas se da cuenta de que la va-
loración teórica que hace el conquistador perpetúa el crimen y lo que
él pretende, con la suya, es que cese. Por eso tiene que romper el techo
argumentativo creando razonamientos, aventurándose por caminos que
nadie había hollado (Gutiérrez, 2003, 260).
Podemos llamar memoria al gesto intelectual de Las Casas porque
coloca la experiencia de la injusticia como el hecho que da que pensar
aunque eso suponga la desautorización de los saberes consagrados. La
memoria nos retrotrae a ese momento acaecido que el conocimiento con-
vencional desvirtúa o encubre para convertirlo en lo que da que pensar.
Si lo que se ha hecho en las Indias, como escribe Las Casas en su Con-
fesionario, «ha sido contra todo derecho natural y derecho de gentes, y
también contra todo derecho divino [...] y por consiguiente nulo, invá-
lido y sin ningún valor y momento de derecho»7, la respuesta a la injus-
ticia no puede ser una justicia que se disuelva en ajusticiamiento de las
víctimas. Y tal sería el caso si se declara conforme a derecho y justicia la
invasión de esas tierras.

6. Sobre este particular se extiende Las Casas en el capítulo 183 de su Apologética his-
toria (1957-1958, 106, 183 ss.). Véase también el comentario de G. Gutiérrez, 2003, 254 ss.
7. Citado por Fernández Buey, 2007, 195, que lo comenta debidamente.

133
MEMORIA Y JUSTICIA

Sin necesidad de forzar los conceptos, creo que el gesto intelectual


de Las Casas se corresponde con lo que Adorno entendía por deber de
memoria. Lo que Adorno planteaba como tarea intelectual a las genera-
ciones nacidas después de Auschwitz era repensar los contenidos teórico
y práctico del conocimiento desde la experiencia de la barbarie. De eso se
trata: de colocar la experiencia de la barbarie, gracias a la memoria, en
el punto de partida como lo que da que pensar. ¡Que pese teóricamente
más la injusticia que la filosofía de Aristóteles!

3.4. Los jueces que presidían la Disputa de Valladolid no dictaron


sentencia, pero el triunfador fue Bartolomé de Las Casas. El Aristóteles
en el que se apoyó el humanista Sepúlveda era incapaz de comprender lo
que estaba ocurriendo. Pero Las Casas no se hacía ilusiones. Sabía que la
historia entendería mucho mejor los argumentos de su adversario por-
que eran los de los vencedores políticos. Es entonces cuando se produce
el segundo movimiento de su gesto intelectual. En una de sus últimas
obras, De Thesauris, mira hacia adelante y dice a las generaciones futu-
ras que tienen una responsabilidad histórica respecto del pasado de sus
ancestros: la de restituir lo robado y la de velar por el buen nombre de
los indígenas (cf. Las Casas, 1992, 11/1, 507), es decir, supedita la posi-
bilidad de la justicia a la memoria de la injusticia.
Relaciona el robo y la injuria porque se da cuenta de que si los espa-
ñoles del futuro desacreditan a los indígenas, diciendo que eran bárbaros
o primitivos o incapaces, les harán invisibles como sujetos morales y en-
tonces no habrá razones para repararles el daño causado. La infamia es
la forma sutil de olvido de la injusticia y, como bien decía Horkheimer,
sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. Por eso avisa que «del
más chiquito y del más olvidado tiene Dios la memoria muy reciente y
muy viva» (Las Casas, 1992, 13, 67). Podrán decir los historiadores que
escriban al dictado de los vencedores que aquellos no eran «señores legí-
timos», pero alguien, en algún lugar, guarda memoria de los vencidos y
esa reserva es un aviso de que la justicia sigue pendiente.

«Pensar en español» es una perogrullada para quien tenga al español por


primera lengua. Se piensa como se habla, al menos eso es lo que estima-
ban los griegos cuando se servían del mismo término, logos, para desig-
nar el lenguaje y la razón, el habla y el pensar.
El más entusiasta partidario moderno de esta complicidad entre el ha-
bla y el pensar es sin duda Heidegger, que hizo del lenguaje la casa del ser.

134
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

Quien tiene el secreto del ser es el lenguaje, por eso «sólo el lenguaje con-
fiere el ser a la cosa». Y en otro lugar dice: «Únicamente donde haya pala-
bra habrá mundo […] Sólo donde haya mundo habrá historia»; y también,
citando a Stefan George, «nada hay donde falta la palabra».
Parecería, oyendo al profesor de Friburgo, que cualquier palabra des-
vela la realidad. Walter Benjamin, que comparte el entusiasmo por el len-
guaje, es menos optimista: no cualquier palabra desvela la realidad. El ac-
ceso al nombre, es decir, el conocimiento de la realidad tiene que ser el
resultado de la confrontación o interpelación que esconde el lenguaje. Por
eso, como se ha dicho, no hay conocimiento sin memoria, es decir, sin que
salgan a flote los aspectos más ocultos y ocultados de la realidad. Pensar
en español es, por eso, pensar con memoria: que sepamos interpelarnos,
conscientes de que hemos vivido una historia en común pero desde lugares
diferentes. La pregunta radical es la de Montesinos: «¿Estos no son acaso
hombres como nosotros?». Pregunta por la humanidad del otro sometido,
esclavizado por nosotros mismos y a quien le hemos dado una apariencia
inhumana. Es una vieja pregunta. Es, por cierto, la misma que se hace Pri-
mo Levi cuando se pregunta «si esto es un hombre», pregunta que da título
a su gran libro de memorias de Auschwitz. Y no sólo Levi. En la imagine-
ría religiosa castellana abunda la figura del Nazareno atado a la columna.
El Ecce homo que podemos traducir como «si esto es un hombre». El Na-
zareno, acusado de querer ser un rey que haga sombra al César, aparece
humillado, torturado, deshumanizado. Pilatos pregunta entonces si vale la
pena procesar a quien ni siquiera tiene apariencia humana.
Podríamos llamar ecceitas a esta figura de presencia interpelante. Es
una mostración que interpela desde el fondo de una experiencia negati-
va, pero que no se resigna a la insignificancia, sino que nos asalta como
lo que da que pensar, aunque no está ella en la programación que hace
el conocimiento académico sobre lo que debe ser pensado.
Pues bien, la ecceitas es una figura eminentemente anamnética porque
«eso» que pregunta ha sido declarado como ya amortizado hermenéuti-
camente por el saber dominante; más aún, ha sido desplazado al no-ser
por la ontología canónica8. Es decir, ha sido olvidado. Pero «eso» olvida-
do se hace presente, pese a su levedad hermenéutica y ontológica, como
lo que da que pensar. En eso consiste su ser anamnético: haber sido des-
poseído de toda entidad y significación y, sin embargo, presentarse dando
que pensar.

8. Para Aristóteles, el accidente «es algo que difiere poco del no ser». Y si es cierto que
«no hay ciencia de lo accidental», mucho menos del no ser. Cf. Aristóteles, 1980, 128 s.

135
MEMORIA Y JUSTICIA

Eduardo Subirats se pregunta en un penetrante trabajo (1987, 94) si


esa mala relación de la cultura española con la modernidad no tiene que
ver con una forma despersonalizada y abstracta de entender al hombre y al
mundo, que aquí «fue sentida como la disolución de una memoria históri-
ca riquísima, poblada de valores poéticos, arraigados en lo mitológico, en
un sentir religioso de la vida y de la muerte, del amor o de la esperanza».
En esa forma de pensamiento cabía lo que había sido excluido del logos
ilustrado, a saber, experiencias negativas tratadas como in-significantes o
incluso in-existentes por el logos de las Luces. Zambrano también abun-
da en ello, reivindicando un tipo de sabiduría que atienda a esa dimen-
sión perdida; por eso habla de un tipo de pensamiento que, a diferencia
del convencional, «puede aceptar el sentir directo de un modo de ser
humano originario en una realidad que no llega a ser; realidad, sí, cierta-
mente, pero sin ser». Es la poesía «hija del fracaso del amor, [que] logra
lo que la metafísica, el conocimiento, no puede». Y cita a Antonio Ma-
chado que reconoce a la mente humana la capacidad de comprender la
totalidad de lo real, incluyendo «lo que no es», y que es desde ese lugar
olvidado desde el que se pueden establecer «límite y frontera a la totali-
dad de cuanto es» (Zambrano, 1987, 50).

Pensar en español es pensar teniendo en cuenta el tiempo y, para empe-


zar, la memoria. Tenemos pues que incorporar al discurso filosófico la
dimensión anamnética, es decir, tenemos que hablar de memoria y de res-
ponsabilidad históricas.
Levinas ha hecho bandera de la responsabilidad, que entiende en sen-
tido estructural. El hombre, dice él, no nace sujeto moral sino que se
constituye en sujeto humano gracias al otro, en la medida en que se hace
responsable del otro. Aquí hablamos de algo un poco diferente. La res-
ponsabilidad histórica no tiene delante un otro genérico, sino alguien al
que el hombre ha hecho daño. Nos enfrentamos al sufrimiento del otro,
un sufrimiento que no es algo natural, sino producto de una acción que
ha causado el hombre. Ese hombre ha podido ser nuestro abuelo, pero
lo que no hay que perder de vista es que ese sufrimiento es una injus-
ticia. Es la injusticia del sufrimiento lo que convoca la responsabilidad
histórica9 que puede ser entendida en dos sentidos muy distintos.

9. En esa dirección apunta el relato neotestamentario del Buen Samaritano. A la


pregunta de quién es mi prójimo —y por el contexto deducimos que lo que está en juego

136
EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL

En primer lugar, como responsabilidad que afecta a los herederos


del pasado. Descendientes de indios, descendientes de conquistadores:
somos herederos de un pasado común, con la diferencia de que unos
han heredado las fortunas y otros los infortunios. Como sabemos que
esas diferencias son producto, al menos en parte, de un pasado común,
por eso las generaciones actuales tienen una responsabilidad adquirida.
Esa responsabilidad histórica es la que invocaban García Márquez y otros
intelectuales colombianos cuando la Unión Europea impuso a Colombia
la obligación de un visado:

Los hispanoamericanos no podemos ser tratados por España como unos fo-
rasteros más. Aquí hay brazos y cerebros que ustedes necesitan. Somos hi-
jos, o si no hijos, al menos nietos o biznietos de España. Y cuando no nos
une un nexo de sangre, nos une una deuda de servicio: somos los hijos o los
nietos de los esclavos y los siervos injustamente sometidos por España. No
se nos puede sumar a la hora de resaltar la importancia de nuestra lengua
y de nuestra cultura, para luego restarnos cuando en Europa les conviene.
Explíquenles a sus socios europeos que ustedes tienen con nosotros una obli-
gación y un compromiso histórico a los que no pueden dar la espalda. La
rueda de la riqueza de las naciones se parece a la rueda de la fortuna; no es
conveniente que en los días de opulencia se les cierre en las narices la puer-
ta a los parientes pobres. Quizá un día nosotros (en ese riquísimo territo-
rio donde ustedes y nosotros hemos trabajado, sufrido y gozado) tengamos
también que abrirles a los hijos de España las puertas, como tantas otras ve-
ces ha ocurrido en el pasado10.

Pero ¿qué hay de las generaciones pasadas?, ¿hay forma de reparar


el daño material y espiritual causado a las víctimas? A esta pregunta, tam-
bién formulada en los años treinta por Walter Benjamin, respondía Max
Horkheimer que era una pregunta teológica y que, por tanto, la dejara
en paz. Pero precisamente porque es una pregunta teológica no convie-
ne dejársela sólo a los teólogos. Es la pregunta que obsesionó al filósofo
Benjamin. En la segunda de sus Tesis sobre el concepto de historia escri-
be: «A nosotros, como a cada generación precedente, nos ha sido dada
una débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene derechos». Cada

es cómo constituirnos en hombres, en sujetos morales— responde Jesús que prójimo es el


que se aproxima al caído y se hace cargo de él. Lo realmente fascinante es cómo la men-
talidad religiosa —y hasta la propia teología— ha pervertido el sentido de la parábola re-
pitiendo una y mil veces que el prójimo es el pobre o el caído. Haciendo eso nos saltamos
lo fundamental: sin aproximación al otro sufriente nadie es sujeto moral.
10. Carta de los intelectuales colombianos contra la política migratoria de España
(22 de marzo de 2001).

137
MEMORIA Y JUSTICIA

generación presente tiene respecto a las generaciones anteriores un po-


der, un débil poder mesiánico que estamos obligados a activar. No se tra-
ta, como en el caso anterior, de reparar los daños materiales causados a
los abuelos en las personas de los nietos, sino de reparar de alguna ma-
nera la injusticia hecha a los abuelos. Es el campo de la injuria al que se
refería Las Casas. Podemos perder la batalla histórica por la legitimidad
de la conquista, como la perdió Las Casas, pues, al fin y al cabo, la con-
quista se hizo sin atender a sus razones. Ganó Sepúlveda. Pero no debe-
mos perder la batalla hermenéutica porque los indios eran hombres a los
que se les hizo un daño gratuito. España construye un imperio sobre esa
violencia: por eso la política tiene que ser deuda por el daño causado y
duelo por el sufrimiento inferido. El duelo y la deuda son las formas en
las que hoy podemos concretar ese débil poder mesiánico, del que habla
Benjamin: podemos reparar el buen nombre de las víctimas y podemos
afirmar que la injusticia sigue vigente mientras no se repare.

138
3

POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA*

La justicia siempre ha sido un tema mayor de la reflexión política. Para


los antiguos era una virtud superior, «más admirable que la estrella de la
tarde y de la mañana», dice poéticamente Aristóteles, porque se ocupa
del bien del otro. Para los modernos es incluso algo más: «el fundamen-
to moral de la sociedad». La sociedad moderna, democrática y liberal, se
legitima en tanto en cuanto se base en principios de justicia.
Para visualizar el cambio entre antiguos y modernos, se distingue en-
tre «lo bueno» y «lo justo». Sin pretender de momento hacer un juicio
de valor sobre este celebrado paso de lo antiguo («lo bueno») a lo mo-
derno («lo justo»), sí procede señalar las diferencias entre una y otra con-
cepción.
Para los antiguos la justicia es, en primer lugar, una virtud, es decir,
un tipo de acción con un recorrido limitado puesto que lo suyo es mediar
entre las exigencias de la naturaleza y la realización de su finalidad. En
segundo lugar, importa el otro. Para ser justos hay que atender al otro, dar
al otro lo suyo. En tercer lugar, su materialismo: para que haya justicia
tiene que haber reparación integral, ad aequalitatem. Señalaría un cuar-
to aspecto por lo exótico que resulta: hablan de una «justicia general».
La justicia no es sólo distributiva sino que también se refiere a la crea-
ción del bien común. Para entender la originalidad de esta justicia, que
ha desaparecido totalmente de la circulación, pensemos un momento en
qué consistiría la injusticia contra la justicia general. Una forma de injus-

* El presente texto fue publicado con alguna ligera modificación en Iglesia Viva 247
(2011), pp. 29-49.

139
MEMORIA Y JUSTICIA

ticia sería, claro, negarse a pagar impuestos, pero también la privación


del talento de cada cual o, mejor, impedir el desarrollo de cada uno, pues
sin ese desarrollo la comunidad queda privada de muchos bienes comu-
nes que podrían redundar en el bien de todos.
La justicia de los modernos tiene otra lógica porque asume de en-
trada que hay que impartir justicia en una sociedad plural en la que cir-
culan muchas ideas, legítimas, pero diferentes y opuestas, sobre lo que
es justo o injusto. Para que en una sociedad así la justicia tenga sentido,
hay que conseguir que los criterios para discernir lo justo o injusto sean
entendidos y asumidos libremente por todos. La justicia tiene entonces
estas características: en primer lugar, cambio de virtud a fundamento mo-
ral de la política. En segundo lugar, cambio de acento: si para los an-
tiguos lo importante era el daño hecho al otro, aquí lo que importa es
que nosotros decidamos lo que es justo e injusto. La tercera caracterís-
tica diferenciadora se refiere al contenido de la justicia. Para que la jus-
ticia sea válida para todos, tiene que ser decidida por todos. Un despla-
zamiento del contenido, de lo que sea justo o injusto, al procedimiento,
esto es, al modo de decidir entre todos los criterios con los que juzgar
lo justo o injusto.

Para hablar hoy de justicia hay que tener pues en cuenta que los tiempos
han cambiado: ya no podemos hablar de naturaleza (ni por tanto de vir-
tud) con la ingenuidad de los antiguos. El cambio era inevitable pero hay
que ser conscientes de lo que hemos perdido en el cambio: hemos pasado
de una justicia con sustancia a otra reducida a procedimiento.
Hay otro dato que no puede pasar desapercibido. Observamos que
en los distintos abordajes o tratamientos de la justicia hay dos enfoques
posibles: uno es exigente como si la justicia se sintiera competente con
respecto a todas las injusticias y a todo lo que hay de injusto en cada in-
justicia; el otro, más realista, asumiendo resignadamente que no todo es
reparable, que hay que limitar el campo teórico y práctico de la justicia.
Esa bifurcación ha sido objeto de múltiples explicaciones. Me permito
entrar en el debate diciendo que el doble enfoque que ofrecen las dis-
tintas teorías de la justicia se debe a un equívoco originario. El equívo-
co en cuestión se refiere a que no está claro a qué nos referimos cuan-
do hablamos de justicia: ¿a las injusticias?, ¿a las desigualdades?, ¿a las
dos? El equívoco viene del término «injusticia», que designa lo injusto
y también lo desigual. Son asuntos, sin embargo, muy distintos: la des-

140
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

igualdad habla de diferencias sociales que están ahí; la injusticia, por el


contrario, añade a la desigualdad la culpabilidad o la responsabilidad, no
por supuesto en el sentido de que el pobre sea culpable de su pobreza.
La culpa se refiere al origen de la desigualdad. Las injusticias no están ahí
como los ríos o las montañas, productos del azar o de la naturaleza, sino
que han sido causadas y/o heredadas por el hombre.
No es lo mismo una cosa que la otra. Si el tema de la justicia son las
desigualdades, la justicia debería consistir en reducir unas diferencias so-
ciales que yo no he causado pero cuya existencia ofende una sensibilidad
educada en la igualdad; si el problema son las injusticias, entonces no
podemos reducir las diferencias sin convocar al sujeto que las ha causa-
do. En el primer caso no hay por qué hablar de responsabilidad o me-
moria históricas; en el segundo, sí.
Este es el equívoco originario que nunca, creo yo, ha sido debida-
mente aclarado, ni conjurado. Hemos afinado mucho en la respuesta a
la desigualdad, pero poco con respecto a la genealogía de la desigualdad,
privándonos así de establecer una relación entre desigualdad (determi-
nados tipos de desigualdad) e injusticia.

Decía que había una justicia de los antiguos y otra de los modernos. El
cambio de una a otra se ha explicado como el paso de «lo bueno» a «lo
justo», celebrado como un gran avance moral porque la justicia lograba
una universalidad impensable en el caso de la justicia de los antiguos.
Aclaremos que el cambio era obligado porque la Ilustración introdu-
cía en la historia un tipo de sujeto que no podía tolerar los límites antro-
pológicos que conllevaba la filosofía de la virtud, a saber, las exigencias
de una naturaleza. El sujeto moderno, al estar construido sobre el con-
cepto de autonomía, de libertad, no puede aceptar algo así como una na-
turaleza dada que impusiera límites a la autonomía del ser humano.
Esto también afecta a la justicia, que tiene que ser pensada desde la
autonomía del sujeto, sin que pueda entonces escaparse al «politeísmo de
los valores» que acompaña fatalmente a esa misma autonomía moderna.
Tengamos en cuenta, en efecto, que una vez reconocida la autoridad de
la autonomía del sujeto es inevitable que cada cual se haga una idea de lo
justo en función de sus ideologías o visiones del mundo: para un marxis-
ta, la justicia está en función de la sociedad sin clases; para un nacionalista,
en función de la idea de pueblo. Que el valor sea el pueblo o la sociedad
sin clases, es una decisión imposible de demostrar racionalmente.

141
MEMORIA Y JUSTICIA

Son opciones distintas que no cabe desestimar o jerarquizar. Son «dio-


ses» o valores supremos que cada cual elige, de ahí lo del «politeísmo de
los valores». Sobre ese politeísmo no cabe establecer un ranking de cali-
dad entre los distintos «dioses» o valores o concepciones de lo justo. To-
das las teorías, se dice, merecen el mismo respeto porque emanan de la
autonomía del sujeto y no hay por qué entrar en sus contenidos.
El inconveniente de una mirada semejante —mirada liberal, dice Van
Parijs— es no poder responder a la exigencia de universalidad propia
de la ética en general y de la justicia en particular. Esto es mortal para la
justicia pues de poco serviría una teoría de la justicia que no dijera nada
al otro o del otro.
Todo esto lo saben muy bien los modernos teóricos de la justicia; de
ahí la necesidad de plantearse el tema de la justicia, de lo justo, a un ni-
vel superior al de ese «politeísmo de los valores». Ese nivel superior es el
de la reconciliación entre autonomía del sujeto y universalidad de sus
propuestas. El modelo es el imperativo categórico kantiano: «Actúa sólo
según una máxima que puedas querer, al mismo tiempo, que sea ley uni-
versal», es decir, que será bueno aquello que uno estima que es bueno
para sí y para todos.
Sobre la grandeza de este planteamiento hay mucho escrito; sobre sus
límites también. El neokantiano Hermann Cohen ya llamó la atención so-
bre lo problemático que resulta el hecho de que fuera uno mismo el que
salvara la universalidad de la máxima al pensar por los demás. Mal asunto.
Cohen propuso sindicar la decisión: que los demás dijeran lo que pensa-
ban que era bueno y que la decisión fuera de todos. Como bien sabemos
esta corrección a Kant fue lo que le llevó a hablar de «socialismo ético». Es
una buena pista pero poco elaborada porque si es loable el deseo de supe-
rar el autismo kantiano, convocando a los demás, no se ve cómo compa-
ginar las distintas voluntades en el caso probable de que piensen distinto.
Recurrir a la votación nos lleva a confundir universalidad con mayorías.
La justicia no puede ser el resultado de una votación democrática.
De esto son conscientes contemporáneos como Rawls y Habermas
cuando se plantean la universalidad de lo justo en una sociedad moder-
na necesariamente plural porque habitada por el politeísmo de los va-
lores. En vez del rudo plan de Cohen proponen un modelo mucho más
refinado: que intervengan todos en igualdad de condiciones. Como eso
no es lo que se lleva, es decir, como en la vida real cada cual va a lo suyo
pisando al otro, proponen someter al ser humano a un experimento: crear
la ficción de un «estado originario», es decir, someter a ese sujeto real
egoísta y lleno de prejuicios a la presión de una situación en la que se
comporte como un individuo racional.

142
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

En el laboratorio del estadounidense lo que se va a investigar es lo


que decidiría todo ser humano, si tuviera que hacerlo abstrayendo de sus
«intereses comprensivos» (los malos) pero guiado, eso sí, por los inte-
reses propios de un individuo racional en estado puro (los buenos). ¿A
qué conclusiones llegaría? A estas dos: a) que la libertad es intocable:
prioridad de la libertad; b) que hay que tratar mejor a los peor tratados
por la vida: principio de la diferencia.
En el laboratorio del alemán los resultados son más modestos: no con-
sigue producir principios o leyes de la justicia. Lo que descubre son las
reglas que habría que observar para tomar decisiones justas: a) convocar
a toda la humanidad; b) simetría entre los que participan en la decisión;
c) comprometerse a seguir el argumento más convincente.
Lo que tienen en común Rawls y Habermas es que la justicia no con-
siste en reparar las injusticias, sino en un procedimiento para decidir qué
es lo justo. Es decir, la justicia moderna nada puede hacer o decir sobre
«los grandes males de nuestra existencia: el hambre y la miseria en el Ter-
cer Mundo; las torturas y la violación de los derechos humanos en Es-
tados sin derecho; el creciente desempleo o la injusta distribución de la
riqueza en los países industrializados; la carrera armamentística y la ame-
naza nuclear» (así Habermas).
La reducción de la justicia a mero procedimiento no satisface, sin
embargo, al propio autor. Habermas es, en efecto, además de filósofo
de gabinete, un intelectual activo que toma parte en los conflictos de su
tiempo —defendiendo la singularidad de Auschwitz en el debate de los
historiadores, pronunciándose sobre la Unión Europea, etc.— sin que
conste que haya acudido a su laboratorio para saber lo que tiene que
decir.

Estas teorías, llamadas procedimentales, han dado la vuelta al mundo y


se han impuesto en todo el orbe. Por supuesto que no le han faltado críti-
cos. De entre las críticas quisiera subrayar, por su agudeza, dos que vie-
nen del campo hispanohablante. La primera es de Carlos Nino, el eminen-
te filósofo argentino del derecho. Se pone tanto el acento en la libertad,
dice, que la justicia acaba siendo «un reparto igualitario de la libertad».
Lo decisivo en esta justicia es la decisión libre, la igualdad en la libertad
a la hora de decidir. Pero la justicia siempre había sido un reparto equi-
tativo del pan, de bienes materiales. Pan y libertad no son incompatibles,
por supuesto. Van juntos. Pero con un orden. Como dice Bloch: «El es-

143
MEMORIA Y JUSTICIA

tómago es la primera lamparilla en la que hay que echar aceite». Tienen


que ir juntos pero en ese orden: primero el pan.
El mexicano Luis Villoro, el autor hispanohablante más penetrante
en temas de justicia, hace el segundo apunte crítico. Dice que esas teorías
de la justicia, basadas en el consenso racional logrado por sujetos igua-
les, pueden funcionar en sociedades desarrolladas donde ya hay de hecho
un nivel aceptable de distribución de riquezas. En sociedades con profun-
das desigualdades sociales, sin embargo, ese consenso es impensable, más
aún, inimaginable, y sólo cabe entender la justicia como respuesta a la
injusticia.
Crítica pues a la contaminación liberal, en el caso de Nino, y a la im-
posición en los países pobres de un modelo pensado en, por y para los paí-
ses ricos, en el caso de Villoro.
Pero en vez de proseguir ese doble trazado crítico, prefiero concen-
trarme en las críticas que han salido de sus propias filas, más en concre-
to, las críticas que hace Amartya Sen, premio nobel de economía, autor
de La idea de la justicia, libro dedicado precisamente a John Rawls. Sen
plantea una enmienda a la totalidad: «La pregunta por la sociedad jus-
ta no es un buen punto de partida para una teoría útil de la justicia. A eso
hay que añadir la conclusión adicional de que puede no ser tampoco un
buen punto de llegada». Sen cuestiona el punto de partida y el de llegada.
Cuestiona, en primer lugar, el punto de partida. Dice Sen muy solem-
nemente: «Tengo que expresar mi considerable escepticismo sobre la muy
específica tesis de Rawls sobre la elección única, en la posición original,
de un particular conjunto de principios para las justas instituciones que
se requieren para una sociedad justa». Lo que no ve claro es que el experi-
mento funcione, es decir, que de la posición original salga una posición
consensuada que verse además sobre esos dos grandes principios. Rawls
se inventa las conclusiones. No puede probarlas1.
También cuestiona el punto de llegada porque no es de utilidad algu-
na. No sirve a la causa de la justicia lograr definir la quintaesencia de lo
justo. Trae un ejemplo de la historia del arte para explicar la inutilidad
del modelo. Imaginemos que La Gioconda sea el ideal de la pintura, ¿ser-
viría eso para decir si es mejor un Picasso que un van Gogh?
Por eso mismo el objetivo que persigue Rawls no es un buen punto
de llegada. Lo que mueve a cuantos se ocupan de la justicia, incluso al mis-
mo Rawls, es la mejora de la situación. La causa de la justicia es la lucha
contra la injusticia. Para lograr este objetivo el planteamiento tiene que
ser otro. El arma adecuada para esa lucha es una «teoría de la elección

1. Una explicación de por qué no puede probarlas, en Mate, 2011, 123 ss.

144
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

social», inspirada en la tradición ilustrada «comparatista» que a) pone el


énfasis en lo comparativo y no sólo en lo trascendental; b) que reconoce
la pluralidad de principios que pueden rivalizar entre sí pero contribuir
a la causa; c) que acepta soluciones parciales o medidas concretas que
aminoren la injusticia; d) que no se deja atrapar por el provincianismo
del grupo dando cabida en la decisión a otras voces; e) que se tome en
serio el debate público sobre la mejor decisión sin fiarse de experimen-
tos contrafácticos. El sentido de toda reflexión sobre la justicia es luchar
contra la injusticia y no perderse en florituras sobre la esencia última de
lo justo.

Sen acaba donde empezó Rawls, entendiendo la justicia como respuesta a


la injusticia. La lucha contra el desorden existente, las desigualdades socia-
les, la pobreza, la miseria, era también la motivación de partida de Rawls y
de Habermas. La pregunta es: ¿por qué pierden ese punto de vista cuan-
do se ponen manos a la obra? ¿Por qué, para elaborar una teoría de lo
justo, hay que hacer abstracción de la miserable situación real e imagi-
narse un estado originario de bienaventurados que no existe?
Esa operación de abstracción que tiene lugar en el experimento es
de la mayor importancia. Se pide a todo el mundo que no se fije en lo que
le pasa. Se pide al rico y al poderoso que no hagan valer su situación de
privilegio y, al pobre, que no se lamente de sus miserias. Altura de miras.
Pero esa abstracción es una trampa: para el rico es garantía de que no
se va a cuestionar su riqueza; para el pobre, de que no va a poder hacer
valer las causas de su miseria. Pero ¿por qué hacer abstracción de la rea-
lidad en vez de atenerse a ella?
Si Rawls fuera aristotélico podría invocar en su favor la tesis de que
la injusticia es carencia de justicia y de ser. Es un no-ser, como dice Aris-
tóteles en su Metafísica, y del no-ser, añade, no hay ciencia. Claro que
Rawls no es aristotélico.
No hay necesidad de ir hasta los griegos. La respuesta está en el equí-
voco originario, es decir, en reducir la injusticia a desigualdad. Rawls no
puede hablar de injusticias, ni puede tomarse en serio las experiencias de
injusticia, ni reconocer significación propia a la injusticia. ¿Por qué? Pues
porque para reconocer entidad a la pregunta habría que reconocer que
hubiera alguien al que pedir cuentas porque tiene que ver con el origen
de los hechos y que hubiera algo de lo que dar cuenta porque son sus
hechos o ha heredado sus consecuencias.

145
MEMORIA Y JUSTICIA

Pero Rawls no está dispuesto a perderse por esos vericuetos. Él está


dispuesto a dejarse interpelar por la miseria del mundo pero sólo en tanto
en cuanto la miseria hiere a su sensibilidad moral, no porque los hechos
tengan algo que decirle. Para neutralizar la capacidad interpelante de los
hechos, declara a las desigualdades existentes cosas de la fortuna. Las
desigualdades no son injusticias porque son fruto del azar.
El azar puede tomar la forma de nacimiento, naturaleza o destino.
Ahora bien, lo que hagan estas figuras azarosas «no es justo ni injusto,
como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada
posición social. Esos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser
justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan con respecto a
estos hechos».
No podemos exigir responsabilidades en lo tocante al origen de las
desigualdades puesto que escapan a la voluntad del hombre. Sí podemos
y debemos intervenir con el fin de evitar que las desigualdades de origen
se mantengan o reproduzcan. Por eso Rawls añade que lo que puede ser
justo o injusto es cómo respondan las instituciones a las desigualdades.
Podemos intervenir porque nada impide que con un buen plan de becas
un niño dotado, pero pobre, pueda ser ingeniero, igual que un hijo de
buena familia. Pero ¿por qué habría que hacerlo? Por un prejuicio mo-
ral moderno que nos lleva a tratar igual a todo el mundo. Para el hombre
moderno, que vive al amparo de la utopía de la igualdad, las desigual-
dades de origen no son merecidas. Nadie se las ha merecido y por eso
hay que hacer algo.
La consideración de las desigualdades existentes como caprichos de
la fortuna es un momento fundamental de la teoría rawlsiana. Eso le per-
mite desentenderse del origen de las desigualdades ya que lo que haga la
naturaleza «no es justo ni injusto». El moralista nada tiene que decir sobre
cómo se han creado las desigualdades. El problema empieza a la hora de
ver qué hacemos con ellas.
Con esta interpretación de las desigualdades Rawls toma una decisión
que es clave para toda su construcción teórica. Si las desigualdades no son
injusticias porque nada tienen que ver con la libertad del ser humano, su
tratamiento de la justicia tendrá más que ver con la generosidad de los
que tienen que con los derechos de los que no tienen.
Declarar a las desigualdades hijas del azar es una ingenuidad que no
resiste el menor análisis. No hay más que ver cómo se han hecho las for-
tunas y cómo se transmiten. Fortuito es que uno nazca en un palacio o
en una choza. Lo que no es fortuito es cómo se ha generado el palacio y
la choza. La cínica teoría de Anatole France —«el robo es un delito y el
producto del robo, sagrado»— es insostenible.

146
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

Al plantearse la justicia como reacción de una conciencia moderna


(habitada por el principio de la igualdad) ante las desigualdades moral-
mente neutras (sin que la pobreza ni la riqueza sean en sí mismas signi-
ficativas), la justicia se reducirá a compensar la pobreza de los pobres,
pero no a cuestionar la riqueza de los ricos. Lo que pone en movimiento
a la justicia no está del lado del «objeto» (la desigualdad real) sino del
«sujeto» (nuestra sensibilidad igualitarista que no tolera la existencia de
la pobreza por ser inmerecida). Se invisibiliza la culpabilidad que causa la
injusticia y se magnifica la responsabilidad ante la desigualdad presente.

Decía que el punto débil de las teorías procedimentales es la abstracción.


Sólo funcionan si, a la hora de decidir lo que es justo, hacemos abstrac-
ción de un mundo marcado por desigualdades producidas por el hombre
y si no damos importancia al hecho de que unos sean ricos y otros po-
bres. Tenemos que hacer abstracción de la situación en la que nos encon-
tramos y de cómo hemos llegado hasta ahí. Rawls lo expresa así: «Las
personas en la posición original no tienen ninguna referencia respecto a
qué generación pertenecen». Estamos ante una consideración atemporal
de la desigualdad. Habermas dice algo parecido. Es verdad que empieza
diciendo que toda la humanidad es convocada para decidir en qué con-
sista lo justo. Pero enseguida reduce las voces de la humanidad a las de
los que están presentes aquí y ahora. La fuerza argumentativa de todos
queda remitida al uso del lenguaje que hacen los hablantes que hablan.
La racionalidad de los de «antes» sólo vale en tanto en cuanto es meta-
bolizada por los presentes, es decir, en cuanto potencia mi capacidad ar-
gumentadora, pero en sí mismo ese pasado es mudo. Justo es reconocer
que este planteamiento asusta al propio autor, que se pregunta: «¿No
será obsceno que los beneficiarios de normas que sólo se justifican por
los efectos positivos que producirán después, soliciten de los aplastados
y humillados un consentimiento contrafáctico?». Lo obsceno es que su-
frimientos pasados puedan ser justificados por el beneficio que nos re-
portan a nosotros, nacidos después. Parece duro pedir a las víctimas de
los campos que acepten su sacrificio porque es el precio de la paz y bien-
estar de las generaciones siguientes. Pero eso es lo que pide su modelo
discursivo. En él el pasado se hace presente a través del uso argumental
que hagan las generaciones presentes.
Esta atemporalidad es lo que impide entender la desigualdad como
injusticia. El problema de la justicia es el tiempo. La injusticia es una des-

147
MEMORIA Y JUSTICIA

igualdad que tiene en cuenta el tiempo porque es histórica. Por eso hay
que hacer valer lo olvidado por la presencia, lo ausente que se queda sin
voz porque no les interesa a los presentes. Estamos hablando de la me-
moria. Queda abierta entonces la relación entre memoria y justicia, en-
tre olvido e injusticia.

Lo que diferencia la desigualdad de la injusticia es el concepto de tiem-


po. El tiempo de la desigualdad es un concepto mítico que cree que el
tiempo es inagotable, irresistible y salvífico; el tiempo de la injusticia,
por el contrario, es histórico: lo que en él ocurre es debido a la acción
del hombre, por eso hablamos de responsabilidad y hasta de culpa.
Lo que caracteriza al tiempo histórico es la posibilidad de novedad,
de que el futuro no sea repetición del presente, sino futuro, es decir, rup-
tura con el pasado y, por tanto, novedad. Eso sólo es posible si, como dice
Rosenzweig, «el tiempo es el otro». El otro es el que interrumpe el conti-
nuum del tiempo mítico. El despertar del tiempo mítico, la interrupción
del continuum que se impone como un destino, sólo es posible desde la
aparición del otro.
¿De qué otro estamos hablando? No es un otro cualquiera, sino ese
que nos pregunta, desde la experiencia de Auschwitz, «si esto es un hom-
bre». El mismo al que se refería Antón Montesinos en su sermón de La
Española cuando preguntaba a los encomenderos y conquistadores si es-
tos, los indígenas, «¿no son acaso hombres?». O, si se prefiere, ese otro es
el Autrui, al que se refiere Blanchot, cuando quiere dar a entender, con
ese término, la chispa divina que sobrevive en seres humanos sometidos
a las torturas más extremas y sin apariencia humana2. En el capítulo an-
terior llamábamos ecceitas a esa capacidad interpelante o interruptora
o anunciadora de novedad del ser humano. La ecceitas también es el mé-
todo filosófico de Benjamin: «No tengo nada que decir, sólo mostrar. No
quiero ocultar nada valioso, ni apropiarme de fórmula espiritual algu-
na. Sólo los trapos, las sobras. Eso es lo que quiero inventariar y hacer-
les justicia».
No es lo mismo lo que descubrimos que lo que se nos revela. Son dos
saberes muy distintos. Benjamin los distingue, denominando a la primera
«conocimiento» (lo que iluminamos con la luz de nuestro ojo) y a la
segunda «verdad» (lo que nos adviene o revela, lo que se nos da a cono-

2. Cf. Blanchot, 1969, 191-200.

148
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

cer) (cf. Mate, 2011, 33 s.). Esa verdad «revelada» no tiene que ver con la
revelación teológica, sino con la memoria. El saber que proporciona esa
verdad, en efecto, tiene que ver con acontecimientos que fueron impensa-
bles, es decir, que escaparon al saber del conocimiento, pero que han te-
nido lugar. Me estoy refiriendo al acontecimiento Auschwitz que fue im-
pensado e impensable, pero también a esos aspectos invisibilizados en los
procesos históricos porque se frustran y pasan a la categoría de accidentes.
Cuando el conocimiento muestra sus límites entra en escena la me-
moria de la mano de dos experiencias: que existe lo impensable, es decir,
que el conocimiento es limitado y que lo impensado ha tenido lugar, con
lo que se convierte en lo que da que pensar. Esa es la memoria.
«Dar que pensar» significa tomar al acontecimiento como el a prio-
ri del conocimiento. Pensar es re-pensar todo lo pensable a la luz de ese
acontecimiento impensable pero factible, más aún, realizado. En eso se
sustancia el deber de memoria que impone Auschwitz. Ya no podemos
leer a Aristóteles o a Kant como si nada hubiera ocurrido. Todo —la po-
lítica, la ética, la estética— debe ser repensado desde la memoria de lo
acontecido. También la justicia.

La memoria es justicia. Cuando se hable de memoria hay que precisar


qué se entiende por ello. Como se puede ver, para la filosofía es una ca-
tegoría rigurosa que poco tiene que ver con el uso coloquial del término o
con lo que por ello entienden los historiadores. No es un mero sentimien-
to (evocación sentimental del pasado), ni un mero conocimiento (la in-
formación que proporciona un testigo), sino un imperativo categórico
que aúna experiencia y conocimiento. Es un logos con tiempo.
Esta es la categoría, dotada con los contenidos que han ido aparecien-
do, que hay que tener presente a la hora de afirmar que la memoria es
justicia. Digamos, de entrada, que es una afirmación extraña, una rare-
za, que va contracorriente. Va, en efecto, contra la atemporalidad de la
teoría rawlsiana de la justicia y contra la eternización del presente que
caracteriza la simultaneidad habermasiana. Nunca ha sido la justicia me-
moria. Caso llamativo es el del ya mencionado Amartya Sen. Ya hemos
visto con qué brío critica la teoría rawlsiana en nombre de un plantea-
miento guiado por la idea de que la justicia es respuesta a la injusticia.
Ahora bien, por si alguien cae en la tentación de pensar que las injusti-
cias tienen voz propia y que pueden hacer preguntas por las causas de su
mal o exigir a otros responsabilidades, recurre al criticado pero amigo

149
MEMORIA Y JUSTICIA

Rawls para precisar que «las influencias procedentes del pasado no de-
berían afectar a un acuerdo basado en principios encargados de regular
las instituciones», es decir, las injusticias pasadas no deben influir en la
conformación de los criterios de justicia. Se entiende ahora por qué Sen
dedica este libro a su maestro Rawls: le sigue en lo esencial. Extraña re-
lación, pues, esta de la justicia con la memoria, pero ¿qué se quiere decir
con ello? Intentaré responder con cinco proposiciones:

8.1. Sin memoria no hay injusticia. Esto lo entendió bien Horkhei-


mer cuando escribe: «El crimen que cometo y el sufrimiento que causo
a otro sólo sobreviven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la
conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. En-
tonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no
son verdaderos: ambas cosas son lo mismo». Sin memoria las generacio-
nes siguientes no tendrán, claro, ni idea de lo que ocurrió; más aún, sin
memoria es como si la injusticia no hubiera ocurrido nunca y el mun-
do pudiera organizarse como si la barbarie no hubiera tenido lugar. Si
el proyecto nazi sobre los judíos hubiera triunfado, hoy los jóvenes de
Oswiecim jugarían tan felices al fútbol sobre los campos de Auschwitz,
como si nada hubiera ocurrido.
Se entenderá por qué el vencedor, es decir, el que comete la injusti-
cia, no da por terminada la faena con la perpetración del acto. Sabe que
tiene que afanarse también en el olvido del mismo. Como ya he dicho,
en el mismo crimen o en la misma injusticia, hay dos muertes en juego: la
física y la hermenéutica. Hay que borrar las huellas del crimen pero no con
un burdo negacionismo, sino privando de significado al crimen. La cultu-
ra occidental ha sido maestra en la invisibilización del crimen. Por olvido
hay que entender invisibilización de la víctima o privación de significado.

8.2. Sin memoria no hay justicia. Decía que sin memoria no hay in-
justicia, pero tampoco justicia. Eso plantea un colosal problema porque
lo que se está queriendo decir es que sin memoria de todas las injusti-
cias no hay teoría posible de la justicia ya que la idea de teoría conlleva
la de universalidad. Digo que estamos ante un colosal problema porque
son muchas las injusticias definitivamente olvidadas. Tener presente to-
das las injusticias supera la capacidad humana. Sería más bien, como dice
Horkheimer, la prerrogativa de una mente divina. ¿Cómo entonces pen-
sar la justicia si hay que hacerlo con una mente humana? «Tal es la pre-
gunta de la filosofía», una pregunta aporética pues el ser humano no
puede renunciar a la justicia pero le falta la potencia de una memoria
divina para poder convocar todas las injusticias.

150
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

Tenemos que pensar entonces la justicia teniendo en cuenta la inca-


pacidad radical de hacer memoria total de la injusticia. Aclaremos de en-
trada que la memoria no afecta por igual a todos los pasados. Hay un
pasado presente, que no merece ser recordado porque ya está presente.
Es el pasado de los vencedores. Carece de poder innovador porque su
sentido ya ha sido amortizado y absorbido por el presente. Sólo es crea-
dor el pasado de los vencidos o el de las víctimas. Pero ¿cómo hacer jus-
ticia a ese pasado injusto que podemos conocer o que puede asaltarnos?
Hay que fijarse en los daños recibidos. Veremos que los hay reparables
e irreparables.
Respecto a los reparables, sólo cabe la reparación por parte de la so-
ciedad que recuerda. Es lo que de una manera u otra intentan hacer las
leyes de la memoria histórica que se plantean reparar material o formal-
mente a colectivos victimizados. Pero ¿qué justicia cabe con lo irrepara-
ble? «Pasar página», «echar al olvido»... eran las soluciones habituales. Es
posible, sin embargo, otra respuesta: hacer memoria de lo irreparable.
Reconocer la deuda con el pasado y hacer duelo por los sufrimientos so-
bre los que está construido nuestro bienestar. Es desde luego una forma
muy modesta de justicia pero sin ella no hay justicia que valga.

8.3. La memoria abre expedientes que la ciencia da por archivados.


De la memoria se ocupa la psicología pero también la historia, el dere-
cho y la política. Son miradas diferentes. La «ciencia histórica» tiene por
objetivo contar los hechos si no como fueron al menos lo más parecido a
como ocurrieron. Su afán explicativo no pretende hacer un juicio moral
sobre lo sucedido. La memoria, sí. Para la memoria, en efecto, las injus-
ticias no son desigualdades, por eso habla de víctimas y verdugos o de
responsabilidad histórica. Tampoco se identifica con la «ciencia jurídica»,
especializada en identificar delitos, mientras que la memoria habla de
culpas. El delito se mide por leyes que tabulan la gravedad de la acción
y de las penas consecuentes. La culpa es un concepto moral que liga la
conciencia del agente con el daño a la víctima. La culpa sobrevive al de-
lito de suerte que sigue vigente aunque se haya cumplido el castigo pre-
visto por la ley.
Ni se identifica la mirada filosófica con la «ciencia política» cuya polí-
tica de la memoria poco tiene que ver con la memoria pública que aquí in-
teresa. Aquella, en efecto, está pensada en función de los ciudadanos pre-
sentes porque la política es de los vivos, mientras que la memoria pública
está en función de los ausentes. Son dos perspectivas diferentes. Cabe
imaginarse un archivo del caso por la historia (si el caso está bien expli-
cado), por el derecho (si ha cumplido la pena) o por la política (cuando

151
MEMORIA Y JUSTICIA

orienta el pasado en función de los intereses presentes), pero no por la


memoria mientras no se haya reparado integralmente el daño causado.

8.4. Sin memoria la justicia global no puede ser universal. La justicia


global ha supuesto un gran avance en lo que podríamos llamar la univer-
salidad espacial. Se han roto los límites territoriales que habían levanta-
do los Estados y en su lugar aparece una justicia transterritorial.
Pero la grandeza de la justicia global es que no afecta sólo a asuntos
tan graves como los crímenes de lesa humanidad, sino a algo tan coti-
diano y poco épico como el hambre en el mundo o la pobreza, que son
catalogadas no como hechos productos del azar sino como injusticias.
Thomas Pogge, uno de los teóricos más señalados de esta justicia, dis-
tingue entre el deber positivo de ayudar al necesitado y el deber negati-
vo de combatir la injusticia. La justicia global está por el deber negativo
por estimar que la pobreza es injusta.
Este planteamiento, hecho no desde ideologías izquierdistas sino des-
de el reconocimiento del derecho de los pobres, no se anda con remilgos.
Considera la pobreza actual como un crimen contra la humanidad, y si eso
choca a alguien es, dice, porque no se acaba de ver la relación causal entre
nuestra riqueza y la pobreza de los otros. Vistas así las cosas parecería que
al ciudadano de los países ricos habría que pedirle cuentas no sólo de lo
que pasa en Somalia sino de lo que hicieron los abuelos que conquistaron
esas tierras en el pasado, es decir, habría que hablar de responsabilidad es-
pacial y también de responsabilidad histórica. Pero aquí el defensor de la
justicia global traza una línea roja y dice, tras afirmar que nuestra riqueza
tiene que ver con su empobrecimiento, que «esto no significa que debamos
responsabilizarnos de los efectos más remotos de nuestras decisiones eco-
nómicas». ¿Por qué no? Porque aunque podamos decir que «de aquellos
polvos provienen estos lodos», no podemos precisar en qué proporción
somos responsables. Por supuesto que este mundo desigual es el resulta-
do de una historia común, con el matiz de que unos heredan las fortunas
y otros los infortunios, pero, añade el autor contra toda lógica, «ello no
equivale a decir (tampoco a negar) que los prósperos descendientes de
quienes tomaron parte en esos crímenes tengan alguna obligación espe-
cial de indemnizar a los descendientes empobrecidos de quienes fueron
las víctimas de tales crímenes». No hay responsabilidad histórica. No hay
que tocar la fortuna de los ricos, basta con imponerles un impuesto. Dos
dólares por barril de crudo dice la justicia global amnésica.

8.5. La memoria no es la justicia sino el inicio de un proceso justo


cuyo final es la reconciliación. A primera vista la memoria no arregla nada

152
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

sino que lo complica todo porque abre heridas, sin olvidar que puede y
suele ser utilizada como atizador de la venganza. Pese a todo eso, si la me-
moria es pensada hasta el final, desemboca en la reconciliación.
Un primer paso ha sido ya dado al reconocer el papel político de la
memoria. Ya podemos decir, en efecto, que los pueblos con pasados con-
flictivos han comprendido que no es el olvido sino la memoria la condi-
ción para una convivencia de mayor calidad. Este convencimiento explica
que los descendientes de esclavos hayan planteado a sus antiguos coloni-
zadores la necesidad de la memoria de los abuelos esclavizados como una
forma de justicia; o que los nietos de abuelos conquistados recuerden
a los antiguos señores el deber de solidaridad con respecto a los nietos
convertidos en inmigrantes de sus países más ricos; o que países con un
pasado dictatorial aboguen por la justicia transicional; o que en países
como Vietnam o Corea, escenarios de severas guerras civiles o interna-
cionales se exhumen fosas comunes para posibilitar el duelo.
Habría que consumar ese proceso señalando la relación entre memo-
ria y reconciliación. La memoria supone un progreso moral no sólo por-
que hace posible la justicia a las víctimas (recordemos que sin memoria de
la injusticia no hay justicia posible), sino porque lleva a la reconciliación,
un término polémico porque evoca reciprocidad (como si víctimas y ver-
dugos se debieran algo del mismo valor a lo que tuvieran que renunciar),
aunque no sea el sentido que aquí tiene. Por reconciliación entiendo un
nuevo comienzo de la política, sin violencia, que convoca a todos los ac-
tores. ¿Cómo explicar que el proceso que abre la memoria desemboca en
la reconciliación? Porque la memoria es justicia. La justicia es lo que liga
memoria con reconciliación. Pensemos en el crimen político que produce
daños múltiples (personales, sociales y políticos). Hacer justicia no consis-
te (sólo) en castigar al culpable sino en hacer frente a los daños o injusticias
causados. Esto se resuelve grosso modo reparando lo reparable y haciendo
memoria de lo irreparable. En el próximo capítulo volveremos sobre ello.

La memoria permite rescatar el viejo concepto de justicia general. Hoy


domina en justicia el concepto de «justicia social», un tipo de justicia dis-
tributiva y, por tanto, particular, que no tiene el alcance del concepto
antiguo de justicia general, prácticamente desaparecido. ¿Cabe la posi-
bilidad de recuperar el concepto de justicia general sin las limitaciones
de la justicia de los antiguos? ¿No será eso a lo que Benjamin apunta
cuando habla de una justicia/memoria «en la que nada se pierda»?

153
MEMORIA Y JUSTICIA

La justicia general estaba regida por el principio pars et totum quo-


dammodo sunt idem. Esto equivale a decir, en primer lugar, que el bien
común no existe al margen de las partes, como si cada parte llevara ins-
crita en su singularidad una dimensión comunitaria y, en segundo lugar,
que hay algo más que las partes de suerte que cada parte está remitida a
una dimensión superior. De acuerdo con este planteamiento, cada parte,
para ser justa, tiene que desarrollar sus talentos, en tanto que todos los de-
más son responsables de crear las condiciones para el desarrollo de los
talentos de cada cual. Habría entonces injusticia si uno no desarrolla
los talentos o los demás no crean las condiciones de su desarrollo.
Esta ambiciosa justicia general tenía, sin embargo, un déficit de uni-
versalidad, el mismo que arrastraba el concepto de virtud. El acto vir-
tuoso estaba al servicio de la naturaleza de modo que su recorrido no
podía traspasar lo que dictara la naturaleza. Si, como en el caso de Aris-
tóteles, el esclavo no participaba de la naturaleza humana, no tenía nada
de injusto tratarle inhumanamente. Al centrarse la virtud, por otro lado,
en el acto humano, tenía poco oído para las dimensiones estructurales
o incluso institucionales de la justicia.
Para los modernos, uno de los momentos estructurales más impor-
tantes es el lenguaje. Walter Benjamin hace de él una de las encrucija-
das decisivas de la justicia. En su teoría del lenguaje distingue el lenguaje
adámico, anterior a la caída, y el posadámico, que es el nuestro. Propio
del primero era la adecuación del nombre a la esencia lingüística de lo
que nombra. El nombre que Adán daba a las cosas respondía al ser de
las cosas. El hombre posadámico ha perdido ese poder. Lo único que
ahora podemos es aproximarnos torpemente a las cosas a través de de-
nominaciones que velan más que desvelan o revelan el ser de las cosas.
Ahora las cosas se sienten injustamente nombradas.
Una justicia general, pensada en clave benjaminiana, tendría que ocu-
parse no sólo del bien común, sino de lo innombrado con nuestras pala-
bras para «que nada se pierda», como él dice. Esta nueva forma de justicia
estructural sólo puede ser negativa porque no se nos alcanza positiva-
mente el ser lingüístico de las cosas o de los acontecimientos.
Podríamos recurrir, para explicarlo, a la imagen del ánfora (que el
propio Benjamin propone a propósito de la traducción; cf. GS IV/1, 18).
La justicia es como un ánfora rota cuya reconstrucción depende de que
encontremos a cada parte su trozo correspondiente. Las partes no son
iguales, como no lo son los trozos de un objeto roto. La justicia es el pro-
ceso impulsado por la parte ya localizada. La justicia general reside en
el campo abierto o en la interpelación que nos dirige cada experiencia
—cada trozo encontrado— de injusticia. Lo que la metáfora nos dice es

154
POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA

que el ánfora está rota. No hay foto de archivo que sirva de modelo con
el que guiarnos en la restauración de la obra. El ánfora es un proyecto
que sólo se puede poner en marcha reconociendo a cada parte el carác-
ter de fragmento, de trozo singular a la búsqueda de su complementario.
La justicia no puede ser una teoría cerrada, no tiene un fin, sino que es
un pro-yecto. Las partes rotas del ánfora aluden, por un lado, a esa his-
toria passionis que subyace a cada singular, sustrato que es ninguneado
por la teoría general de la justicia, y, por otro lado, a los silencios subya-
centes a toda palabra y que son declarados insignificantes por los discursos
dominantes. Hablar de justicia es avanzar desde cada fragmento.

155
4

EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN*

El filósofo alemán Ernst Bloch decía que «cuando se acerca la salvación,


crece el peligro»1: nunca peligra tanto la vida del náufrago como cuando
se aproxima a la orilla. Si pierde la tensión que le ha tenido a flote hasta
ese momento, si piensa que ya todo está hecho, si se abandona a la co-
rriente, corre el peligro de que le fallen las pocas fuerzas que necesita
para ponerse a salvo.
Ese peligro se cierne, en este momento de esperanza, sobre el País Vas-
co. El terrorismo ha alterado tan profundamente la convivencia, sembran-
do su geografía de muertos y «socializando el dolor» —por cierto, una de
las frases más despiadadas jamás pronunciadas pues contraviene la tradi-
ción humanitaria que habla de aliviar el dolor o de compadecerlo— que
ahora, cuando Eta ha dicho adiós a las armas, acecha la tentación de volver
la espalda al pasado y de pasar página; de pagar con el precio del olvido o
de la prisa la tranquilidad de una vida «normalizada», «pacificada».
Si cayéramos en esta tentación, naufragaríamos, precisamente cuando
la salvación está al alcance de la mano. Estamos hablando de salvación,
esto es, de la posibilidad de un salto cualitativo en la forma de convivencia.
Ese salto es posible si hacemos valer las reservas de sentido depositadas en
la experiencia de tantos ciudadanos de este país en los años de plomo.

* Este texto, ahora profundamente remodelado, sirvió de base a la conferencia pro-


nunciada en el Congreso Internacional «Políticas de la memoria: una ética del nunca más»,
organizado por el Instituto Globernance de San Sebastián en Bilbao el 18 de mayo de 2012.
1. Lo que hace Bloch es invertir el aforismo de Hölderlin: «Donde hay peligro cre-
ce también lo que salva».

156
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

Dos caminos posibles se abren ante nosotros: o pasar página o en-


frentarnos al pasado. Todo depende de cómo entendamos la violencia
terrorista: si como una cuestión meramente política, esto es, un atentado
a la ley que prohíbe matar y obliga al Estado a proteger la vida de los vi-
vos; o como un asunto moral porque hay que responder del daño a las
víctimas.
Si fuera sólo lo primero, bastaría volver a la legalidad democrática
para que el problema se resolviera. Entonces se podría pensar en pasar
página ya que el castigo por el delito de matar por razones políticas po-
dría negociarse, habida cuenta de que ya no volverá a ocurrir. Otra cosa
es si, además del atentado a la ley, tenemos en cuenta el daño a las vícti-
mas. En ese caso no hay manera de pasar página ni poner el contador
a cero porque ese daño o, mejor, esos daños siguen ahí, aunque no se
produzcan nuevos.
Hubo un tiempo en que lo normal era, en caso del abandono de las ar-
mas, echar al olvido lo ocurrido, pero eso ya es imposible. Fue posible en la
tregua de 1989, bajo el gobierno de Felipe González o en la de 1998, en
tiempos de José María Aznar, pero ya no fue posible en la del 2006, siendo
presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. ¿La diferencia?
Que entre tanto las víctimas se habían hecho visibles. Mientras fueron
invisibles lo decisivo era la vida de los vivos. Se entendía que el primer y
superior mandato de los políticos era conservar la vida de los vivos o, más
exactamente, los bienes de los poseedores, siendo la vida el primero y
más general bien.
Karl Marx ya observó en La cuestión judía que los derechos humanos,
tal y como se formulan en la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano de 1789, acaban siendo una ideología protectora de los que po-
seen. Todos los derechos ahí formulados se resumen en el de propiedad y
seguridad, supremo principio de la sociedad burguesa según el cual «toda
la sociedad sólo existe para garantizar a cada uno de sus miembros la con-
servación de su persona, de sus derechos y de su propiedad» (cf. Bauer y
Marx, 2009, xxxiv). Si la base de los derechos humanos consiste en ga-
rantizar la vida y hacienda de los miembros de una sociedad, nos podemos
imaginar la desazón de cualquier político que tenga que lidiar con el te-
rrorismo. Esa permanente amenaza de muerte es vivida como un atentado
a la razón de ser de la política, de ahí el alivio que supone el abandono
de la lucha armada. Eso lo saben los terroristas, de ahí que siempre mane-
jen el olvido del crimen como un potente ingrediente natural de cualquier
negociación posterior al abandono de la violencia.
Esto ha sido siempre así, hasta ayer, hasta que las víctimas se han he-
cho visibles. No es fácil explicarse cómo ha ocurrido, pero están ahí. La

157
MEMORIA Y JUSTICIA

primera consecuencia de esta aparición es que la justicia ya no puede


verse exclusivamente como castigo al culpable sino también y principal-
mente como reparación de la víctima. La justicia no afecta sólo a los vivos,
también a los muertos. Al igual que en Apocalipsis (6, 9-10) las víctimas
piden justicia por la sangre derramada. La injusticia no queda saldada
con la felicidad de la víctima. No es resentimiento o venganza lo que guía
al bienaventurado en su demanda de justicia por los daños recibidos, sino
la compasión por los que vendrán después. Para interrumpir una lógica
histórica que se construye sobre víctimas, hay que enfrentarse a las vícti-
mas pasadas.

Estamos ante un cambio epocal en el tratamiento de la justicia que ya no


podrá consistir únicamente en castigar al culpable sino también y princi-
palmente en reparar a las víctimas. Aclaremos de entrada que son dos
perspectivas no excluyentes sino complementarias2. Ambas caen bajo el
rótulo de justica y pertenecen, por tanto, al ámbito de la política. El tér-
mino latino ius puede referirse al derecho y a la virtud de la justicia. De
justicia habla la filosofía práctica (la que se ocupa de la moral y de la
política) y también el derecho. Son dos mundos relacionados pero fun-
damentalmente diferentes.
La razón de esta diversificación del ius reside en el hecho de que la
acción injusta produce muchos efectos dañinos. El derecho se ocupa de
alguno de ellos que declara delitos porque atentan contra valores que los
ciudadanos quieren proteger mediante leyes cuya inculcación acarrea pe-
nas y castigos. El delito es una infracción de la ley. Pero hay otros muchos
efectos dañinos que son injusticias aunque no vayan contra una ley penal.
No van contra una ley positiva pero sí contra principios morales o, en el
lenguaje kantiano, contra la ley moral. Son inmoralidades que convierten
al sujeto que las hace en culpable (aunque no en delincuente). Si hacer jus-
ticia, en el caso del delito, consiste en hacer sentir la autoridad de la ley, en
el segundo caso hay que apelar a otra forma de justicia ya que no hay ley
positiva que invocar. De esto también se ocupa la justicia filosófica.

2. No podemos perder de vista la importancia que tiene para la víctima el hecho de


que la ley, que expresa el sentir de la sociedad, caiga sobre el culpable. Es una manera elo-
cuente de decir al ofensor que con su acción violenta humilló y atentó contra la dignidad
de la víctima; una dignidad que ellos, los miembros de la sociedad, reconocen y manifies-
tan en el gesto de castigar la acción del ofensor.

158
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

Después de la Segunda Guerra Mundial y al tiempo que se desarro-


llan las sesiones del juicio de Núremberg (1945-1946), el filósofo alemán
Karl Jaspers escribe un libro titulado El problema de la culpa. Mientras
el tribunal internacional se ocupa de juzgar a algunos de los grandes di-
rigentes nazis, el filósofo despliega un mapa de responsabilidades que
alcanza mucho más que lo que se ventila en Núremberg. Además de «culpa
criminal», que consiste en infringir leyes, había un universo de responsa-
bilidades que él llamaba «culpa política», «culpa moral», incluso «metafí-
sica» (Jaspers, 1998). La primera deriva de cómo sea uno gobernado; si
el gobierno es criminal, cada ciudadano carga con las responsabilidades
políticas del crimen. La «culpa moral» se refiere a cómo se comportó
cada cual ante la política criminal: si miró a otro lado, si se la jugó por
las víctimas, si se escudó en la obediencia debida... La «culpa metafísica»
se refería a la responsabilidad de todo ser humano con respecto a cual-
quier sufrimiento o injusticia. Si no hago lo que puedo, soy culpable.
El filósofo Hegel llega a decir que «todo sufrimiento es culpable». No
quiere decir que no haya inocentes que sufran sino que algo habremos
hecho mal todos si al final alguien sufre por una causa humana. De estas
tres culpas no habla el derecho, ni de ellas se ocupaba el tribunal de Nú-
remberg, pero son injusticias que incumben a una concepción moderna
de la justicia. Hay, pues, delito, y también, culpa.
Conviene detenerse en este punto. La culpa es, en primer lugar, algo
subjetivo, asunto de la propia conciencia. Llegar a sentirse culpable es la
necesaria culminación de la culpa; es el final de un proceso siempre difí-
cil que necesita su tiempo y disponer de circunstancias favorables.
Pero es también algo objetivo. Como dice Kepa Pikabea, autor de una
veintena de asesinatos, en el documental Al final del túnel: «Las armas
te dejan heridas que no cicatrizan nunca». Es la señal de Caín de la que
habla el Génesis. Tras el asesinato de su hermano Abel, Dios maldice a
Caín. Abrumado por la enormidad del castigo, replica Caín: «Ahora me
arrojas de esta tierra. Oculto a tu rostro habré de andar fugitivo y erran-
te por la tierra y cualquiera que me encuentre me matará». «No será así.»,
replica Yahvé. «Si alguien matara a Caín, este sería siete veces vengado.
Puso pues Yahvé a Caín una señal para que nadie que le encontrase le
matara» (Gn 4, 14-15). Esa señal, que no se puede borrar con el casti-
go y que le sobrevive, es la culpa. La culpa no es, por tanto, una mera
creación de la conciencia (o, como se suele decir, de la conciencia ju-
deocristiana). Es una marca en el sujeto moral que la conciencia podrá
silenciar pero cuyas exigencias no quedan anuladas por la inconscien-
cia. Me parece discutible la opinión de Karl Jaspers cuando dice que la
culpa jurídica (la calificación de una acción como delito) o la política (las

159
MEMORIA Y JUSTICIA

responsabilidades derivadas de pertenecer a un Estado criminal), son im-


puestas o vienen de fuera (por la fuerza del derecho, en un caso, por la
voluntad de los vencedores, en el otro), mientras que la culpa moral o
metafísica dependen de la conciencia del ofensor. La consecuencia de
esto sería que «Hitler y sus cómplices […] se encuentran libres de culpa
moral mientras no se percaten de ello» (Jaspers, 1998, 82). Creo que el
autor de tan notable ensayo confunde la culpabilidad con la conciencia
de culpa. Hitler es culpable moralmente aunque el crimen haya borrado
toda conciencia de culpa.
Hay que decir, en tercer lugar, que la culpa es intersubjetiva. Si el de-
lito se las tiene que ver con la ley, la culpa se ventila entre la víctima y
el verdugo, entre el autor del daño y el dañado. Y esa relación le resulta
fatal al verdugo porque si quiso imponerse a la víctima, acaba esta con-
virtiéndose en su destino. Hegel lo ve bien en El espíritu del cristianis-
mo y su destino. Dice ahí que «el criminal pensaba habérselas con una
vida ajena, pero la que destruyó fue la propia, pues la vida no se diferen-
cia de la vida, ya que la vida descansa en la divinidad unida en sí» (He-
gel, 1978, 322), es decir, la vida nos vive y un atentado a la vida afecta a
la víctima pero también al que atenta contra ella. Esa vida es divina, esto
es, un valor supremo que nos anima, de ahí que quien atente contra otro,
atenta contra la vida y, por tanto, contra uno mismo. Y más adelante:

En el momento en que el criminal siente la destrucción de su propia vida (al


sufrir el castigo) o se reconoce como destruido (en la mala conciencia), co-
mienza el efecto de su destino, y este sentimiento de la vida destruida tiene
que transformarse en un anhelo por lo perdido. Lo que se siente como ca-
rencia (la vida destruida del otro), se reconoce como una parte de sí mismo,
como aquello que debiera haber estado en él y no está. Este hueco no es un
no-ser, sino la vida reconocida y sentida como lo que no está (ibid., 323).

Al cometer un crimen y privar al otro de su vida se produce un cambio


imprevisto en el autor del crimen. Más allá de la razón por la que quisie-
ra matar (robo o política) descubre que lo hecho le afecta y le altera en
lo más íntimo: en su modo de vivir. Al quitar una vida se ha quitado la
vida y la vida que le queda siente la pérdida del otro como una carencia
propia, por eso anhela esa vida perdida. La desea. Desea que estuviera
ahí y que ojalá aquello no hubiera ocurrido.
El paralelismo con la reacción de Raskolnikov en Crimen y castigo
de Dostoievski es evidente:

Si maté, no fue para ayudar a mi madre. ¡Tonterías! Si maté no fue con el fin
de agenciarme dinero y poder para convertirme en benefactor de la humani-

160
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

dad. Yo maté sencillamente, maté para mí, para mí solo [...] necesitaba saber, y
lo antes posible, si era yo un piojo como los demás o era una persona. Si sería
capaz de trasponer el límite o no sería capaz (Dostoievski, 2011, 549).

Mata para demostrarse que él pertenece al grupo de seres elegidos,


como Napoleón o César, que pueden matar en nombre de una idea o
de un ideal superior, y sentirse a gusto. Pero no lo consigue. Tras el asesina-
to de la vieja usurera se da cuenta de que no puede seguir adelante. Reco-
noce que su destino está ligado al de la vida arrebatada. En lugar de marcar
el destino de los demás, siente que el suyo depende de la vida asesinada.
Vemos pues que la culpa afecta al sujeto del daño en un doble sentido:
en primer lugar, propicia un cambio cualitativo en el ofensor que que-
da debilitado, alterado, igual que un corazón que ha sufrido un infarto.
Ese debilitamiento afecta a la autonomía que la Ilustración ha reconocido
al sujeto racional y que le habilitaba para construir la ética y la política
desde sí mismo. La culpa le obliga a ponerse bajo la autoridad de la víc-
tima: supeditación del verdugo a la víctima en el sentido de que el crimen
en lugar de demostrar la superioridad del verdugo sobre su víctima lo
que consigue es revelar al verdugo que su proyecto de vida está a expen-
sas del crimen cometido y de la víctima del crimen. El segundo cambio
propiciado por la culpa en el ofensor se refiere a la responsabilidad por
la culpa. El ofensor tiene que cargar con todas las consecuencias estén o
no recogidas en el código penal.

Hay una relación entre culpa y víctima, entre conciencia de culpa y visi-
bilización de la víctima. Si las víctimas, en efecto, no fueran visibles, es
decir, no comparecieran con su demanda de justicia, podríamos pensar
que con cumplir la pena estaba el crimen saldado.
La verdad es que durante mucho tiempo las víctimas han sido invi-
sibles y no por ellas sino por políticas de la memoria. Pero las víctimas
estaban ahí y eran bien visibles a los verdugos, como lo era el espectro
de Banquo en Macbeth. Gracias a esas políticas de la memoria hemos
podido contar la historia a nuestra guisa. Todo ese montaje se viene aba-
jo tan pronto como las víctimas se hacen presentes. Como bien recono-
ce un Macbeth asustado: «Si los osarios y las sepulturas nos devolviesen
los muertos, nuestros monumentos serían festines de buitres» (Shake-
speare, 1982, 82), es decir, si los muertos se hacen presentes, adiós con
nuestra representación del pasado. En lugar del cartón piedra de nues-
tros monumentos, aparecerían la culpa y el destino, esto es, el reconoci-

161
MEMORIA Y JUSTICIA

miento del daño causado a inocentes y la supeditación de nuestro pro-


yecto vital a la vida arrebatada.
Esta manera de entender la justicia queda reforzada si consideramos
la forma en que las víctimas se han hecho visibles. Rastreando la litera-
tura sobre este particular, podemos sentar la tesis de que la visibilización
de las víctimas tiene que ver con Auschwitz, esto es, con la reflexión que
se ha llevado a cabo desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta
hoy sobre la significación del holocausto judío3.
Si Auschwitz es capaz de asumir ese valor simbólico con respecto a
todas las víctimas, no es porque las víctimas judías sean de primera y las
demás de segunda, sino porque es un acontecimiento singular y, al mis-
mo tiempo, ejemplar. Fue como un laboratorio del mal donde se pusie-
ron de manifiesto mecanismos ancestrales pero bien disimulados con los
que se ha construido la historia que conocemos.
¿En qué consiste la singularidad? Es una quaestio disputata; por mi
parte me quedo con la explicación que da un eminente historiador judío
francés, Vidal-Naquet, cuando dice que el holocausto fue un proyecto de
olvido: nada debía quedar. Nada físico debía quedar del pueblo judío para
que la humanidad sin rastros físicos olvidara lo que significaba cultural-
mente, es decir, olvidara la humanidad, la aportación de este pueblo a la
civilización mundial. Un proyecto de olvido, por eso los cuerpos tenían
que ser destruidos, quemados, los huesos triturados y las cenizas aventa-
das. Sin rastros físicos, pensaban ellos, desaparecería su significación meta-
física. Este proyecto de olvido era un desafío a la memoria, de ahí que no
podamos ahora hablar de Auschwitz sin referirnos a su memoria. Lo que
lo hizo único no fue que hubiera más muertos, ni que fueran más impor-
tantes, sino que era un proyecto radical y consecuente de olvido.
Para llevar adelante este propósito no bastaba la decisión del verdu-
go. Había que contar con una meditada estrategia que incluía, en primer
lugar, a la víctima, no en el sentido de que se sumara voluntariamente a
la política de exterminio, sino interiorizando que se lo merecía. Esa in-
ducción es lo que pretendía la organización concentracionaria (por ejem-
plo, mediante el uso del lenguaje: los cadáveres eran «leños», «trapos»,
no cadáveres; «bichos», no personas); se quería así minar la autoridad
moral de la víctima, haciéndola parecer igual que el verdugo, por ejem-
plo, mediante la confraternización de la ignominia en aquel partido de
fútbol entre oficiales nazis y Sonderkommando. Los nazis sabían cómo
romper la resistencia moral de las víctimas. Hay un límite de tormento

3. Véase Vergès, 2010, y las colaboraciones de Jean Améry, Claude Lanzmann y otros
en Les Temps Modernes 635-636 (2005-2006).

162
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

a partir del cual no hay santidad, dignidad o heroicidad posible. Y ese


límite fue sistemáticamente superado en los campos de exterminio.
Había, en segundo lugar, que tomar la iniciativa en la construcción
de un discurso explicativo; iniciativa, por tanto, en la batalla hermenéuti-
ca. No olvidemos que en todo crimen hay dos muertes: la física y la her-
menéutica. El asesino no sólo mata sino que lucha por invisibilizar el
crimen y, para lograrlo, nada ten eficaz como privarle de significación,
es decir, presentarlo como in-significante. A ello se refiere Walter Benja-
min, al final de su Tesis VI: «El don de encender en lo pasado la chispa
de la esperanza sólo le es dado al historiador perfectamente convencido
de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese
enemigo no ha cesado de vencer». Hay que conseguir que el asesinato
no provoque emoción alguna, que se vea con absoluta naturalidad, que
se pase de largo delante de él. Ese es el resultado de la batalla hermenéu-
tica que siempre da el autor de la muerte física. Ese ocultamiento de la
significación moral y política del crimen es la prueba de que el enemi-
go anda suelto. El historiador formado en la escuela benjaminiana tiene
que saberlo y estar preparado para hacerle frente.
El hitlerismo ha mimado esta tarea. Ha sabido poner al servicio de
la invisibilización del genocidio judío los viejos mecanismos que la cul-
tura occidental ha manejado para invisibilizar la violencia antisemita y
los genocidios anteriores. Si no lo consiguió del todo fue porque Hitler
fue vencido, pero su batalla no ha sido en vano. Todavía hoy vemos que
sigue venciendo en los negacionistas y en cuantos hacen memoria de ese
pasado en un sentido histórico pero no moral.
La batalla hermenéutica no es un invento nazi. Lo que en Auschwitz se
pone de manifiesto es que el criminal tiene que actuar así. Ese es su valor
ejemplar. Y que si no lo hemos descubierto antes ha sido por una conste-
lación de complicidades empeñadas en disimular su importancia.
Entre estas complicidades figura, en primer lugar, el sentimiento an-
tisemita, tan expandido en aquella Europa. Hitler podía contar con él.
También podía echar mano del prestigio del progreso, la gran palanca
de la historia como explica Hegel. El progreso está engrasado con vio-
lencia y Hegel lo sabe. Su instinto filosófico le lleva, en un primer mo-
mento que le honra, a asombrarse por la brutalidad con la que el ser hu-
mano construye la historia:

Aun cuando consideremos la historia como el ara en el cual han sido sacrifica-
das la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los indi-
viduos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién,
a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio? (Hegel, 2005, 144).

163
MEMORIA Y JUSTICIA

La historia se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la


sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Pero el asombro humani-
tario le dura dos páginas porque enseguida zanja el asunto: las víctimas
son el precio del progreso y, como este es indiscutible, las víctimas son
in-significantes. ¡Qué le vamos a hacer! La marcha del progreso «aplas-
ta a su paso muchas flores inocentes» (Hegel, 2005, 168). El precio del
progreso no es barato, pues consiste en sacrificar la dicha, la sabiduría
y la virtud. Pues bien, el hitlerismo reclama el beneficio del progreso —de
la violencia del progreso—, porque el hitlerismo es progreso y no una
antigualla primitiva. Los nazis se presentaban como la vanguardia de su
generación. Nada, pues, excepcional en su violencia.
Auschwitz, sin embargo, nos hace ver que progreso y barbarie pue-
den ir juntos. Y que lo que hay tras la invocación del progreso es la in-
visibilización de las víctimas del nazismo.

Si Auschwitz es un proyecto de olvido es, por eso mismo, una cita de la


memoria. En la batalla hermenéutica que acompaña al crimen contra la
humanidad aparece la memoria de las víctimas como la estrategia alter-
nativa al proyecto de olvido que pretendían los nazis.
Reconozcamos que esa estrategia es sorprendente. Cuando los cam-
pos fueron liberados, surgió el grito ahogado de los supervivientes:
«Nunca más». No añoraban los viejos buenos tiempos, ni soñaban con
un mundo mejor, sino que lo vivido no volviera. «Nunca más». Y el re-
medio para ese fin era la memoria de la barbarie, es decir, la experien-
cia recibida. Ahí nace el deber de memoria. Es una propuesta ende-
ble, incluso poco lógica. Los Aliados y los dirigentes judíos no querían
saber nada de ello. Pensaban en otros instrumentos para evitar la re-
petición de la historia: el plan Marshall, una constitución democráti-
ca para Alemania, más educación... En cualquier caso, no mirar hacia
atrás sino adelante. Entonces, ¿por qué las víctimas recurren a la me-
moria?, ¿por qué fiarse tanto de la memoria y darle ese protagonis-
mo, esa responsabilidad? Pues por algo que ellas saben muy bien: han
vivido lo inimaginable, lo impensable (esa producción industrial de la
muerte). Ahora bien, cuando lo impensable ocurre, se convierte en lo
que da que pensar. Este es el nervio de la memoria que no consiste en
acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos, sino en reconocer los
límites del conocimiento, es decir, que lo impensable ocurrió, de ahí
que a la hora de pensar lo fundamental para la convivencia (la ética,

164
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

la política, la estética), tengamos que remitirnos a lo que tuvo lugar y,


sin embargo, escapó al conocimiento.
Quien atrapa lo que ocurrió es la memoria y se lo entrega al conoci-
miento para que se constituya sobre ello, para que reflexione sobre ello.
Esto tiene importancia para la violencia: quien quiera combatirla no debe
fiarse del todo a la razón, a la Ilustración, sino que hay que ser realista y
reconocer que hay violencias que se ocultan a la razón; más aún, a ve-
ces la razón es violenta. Goya decía que «el sueño de la razón produce
monstruos». Lo podemos interpretar en el sentido de que los monstruos
aparecen cuando la razón duerme, pero también cuando la razón sue-
ña. Levinas llega a decir que la filosofía occidental es una ideología de la
guerra.
Lo que es importante señalar es que Auschwitz no sólo rescata la
significación de las víctimas sino que, al mismo tiempo, propone un méto-
do de construcción justa de la historia. Es el «nunca más». Veamos cómo.
Cuando los supervivientes son liberados expresan con un grito el signi-
ficado de lo que han vivido. Ha sido tan extrema la experiencia del cam-
po que la humanidad no puede permitirse algo parecido. Eso no debe
volver a ocurrir. No salen acariciando la utopía de un futuro feliz, ni
añorando los buenos viejos tiempos, sino obsesionados con que la his-
toria pueda repetirse. Y, para lograrlo, no les basta la razón ilustrada. Se
fían de su propia experiencia, de tener siempre presente lo vivido. Para
que no se repita lo que nunca debió suceder, se debe recordar lo que sin
embargo sucedió. Memoria de lo que nunca debió suceder y construc-
ción del futuro sobre lo que sí ha sucedido.
El deber de memoria es un imperativo epistémico, exigido no por los
dioses, ni siquiera por la razón, como el imperativo categórico kantiano.
El deber de memoria es previo a la racionalidad, es su a priori. Cuando
decimos, en efecto, que Auschwitz es lo que nos da que pensar signi-
fica que fue impensado, es decir, que escapó y escapa al conocimiento.
Cuando el conocimiento echa mano de sus registros interpretativos y de
sus saberes adquiridos, resulta que no consigue explicar lo que el presen-
te lleva consigo. Tampoco es capaz de explicar post festum lo que ocu-
rrió. No consigue ofrecer una etiología que explique lo que ocurrió, a
pesar de que algunas mentes privilegiadas adelantaron mucho lo que lue-
go sobrevino. Pero lo impensado e impensable ocurrió y cuando ocurre lo
impensado, lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. La razón
tiene sus límites y, lo que es peor, puede ser cómplice de la barbarie. El
sueño de la razón, efectivamente, ha producido monstruos. Por eso la
memoria de lo ocurrido debe servir de pauta al conocimiento racional.
Esa es la lección de Auschwitz. Detengámonos aquí.

165
MEMORIA Y JUSTICIA

El deber de memoria se inscribe en nuestro modo de pensar una vez


que hemos tomado conciencia de los límites del conocimiento y de su co-
rrespondiente pretensión de invisibilizar el sufrimiento. La memoria, al
retrotraernos a lo que da que pensar, se aproxima a la figura del «acon-
tecimiento» en la filosofía de Alain Badiou. Hay acontecimientos, dice
este autor, tan cargados de significación que no encajan en esquemas inter-
pretativos previos sino que se convierten en lo que da que pensar. Imagi-
nemos la Revolución francesa o, en otro orden de cosas, el lanzamiento
de la bomba atómica sobre Hiroshima. Se puede decir que esos aconte-
cimientos nacen innombrados. No hay esquema filosófico ni lingüístico
en el que encajen sino que ellos mismos provocan el quehacer filosófico.
«Es la dimensión excesiva del acontecimiento, y la tarea que el mismo
propone a la política, lo que condiciona la filosofía», es decir, lo que obliga
a pensar4. Este exceso se produce en acontecimientos históricos o incluso
en expresiones artísticas que nacen sin un lenguaje de acogida sino que
obligan a crearlo.
Hay un texto de Levi muy elocuente:

El acontecimiento es algo que trasciende la verdad y no sólo porque es inefa-


ble (inexpresable), o porque no es reducible a términos lógico-racionales. Hay
algo más: el acontecimiento es, desde un determinado punto de vista, perfec-
tamente inconmensurable. Es algo que no se identifica con la idea de verdad, al
menos en la versión racionalista con la que la expresamos (Levi, 2010, xxiii).

Distingue entre hechos, que pueden ser conocidos, y acontecimien-


tos, que escapan al conocimiento. La memoria se refiere a la actualiza-
ción de estos últimos. Levi confirma a su manera la distinción benjami-
niana entre Erkenntnis (conocimiento) y Wahrheit (verdad). Propio del
conocimiento es el juicio o la intencionalidad, es decir, la luz que proyec-
ta el sujeto sobre el objeto. Las cosas son vistas con la misma luz que pro-
yecta el sujeto. Se conoce conforme al modo de ser del sujeto cognoscen-
te. La verdad por su parte es revelación, la presencia de lo ocultado. No
es lo que nosotros hacemos presente sino lo que se nos hace presente. Esa
presencia tiene una doble exigencia: nos invita a la acogida de algo que
se nos da, de ahí el conocimiento como agradecimiento y se nos presenta
como lo que da que pensar. Auschwitz es lo que da que pensar, esto es,

4. Badiou, 1989, 66. Valga la idea que tiene Badiou del acontecimiento aunque sor-
prende que lo ejemplifique con la revolución de Jomeini. No parece que el entusiasmo que
suscitó el líder religioso iraní en la izquierda francesa haya sido confirmado por los hechos.
Al fin y al cabo lo que ha tenido lugar no ha sido ningún «acontecimiento» sino, en el me-
jor de los casos, una repetición de lo mismo.

166
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

obliga a repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie con una


doble finalidad que se complementa: hacer justicia al pasado y evitar su
repetición. Sólo evitaremos la repetición de la barbarie si hacemos frente
a los daños causados por la injusticia pasada5. En uno y otro caso —en
evitar la repetición y en hacer justicia— lo inadmisible es que la felicidad
de unos (ayer, los nazis; hoy, nosotros) sea al precio de la infelicidad de
otros (ayer, los judíos; hoy, las víctimas de la violencia).
Pues bien, como el deber de memoria se inscribe en nuestro modo
de pensar, hay que concluir que eso vale a la hora de interpretar lo que
ocurrió en Auschwitz y lo que ocurre en muchos otros acontecimientos.
Nuestra generación está marcada de por vida por este descubrimiento
que Tadeusz Borowski tan bien expresa: «No hay belleza si está basada
en el sufrimiento humano. No puede haber verdad que silencie el dolor
ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan do-
lor» (Borowski, 2004, 59). No podemos pensar, a partir de ahora, sin te-
ner en cuenta la memoria, el «deber de memoria», o mejor, la aparición
de un Nuevo Imperativo Categórico, que consiste en repensar todo a la
luz de la barbarie, o aun, desde la oscuridad de la barbarie.
Aclaremos, por tanto, que la memoria no es un recuerdo benevo-
lente o compasivo con lo que les pasó a los judíos en los campos de ex-
terminio. Es mucho más que eso. Es pensar y construir nuestro tiempo
con una lógica distinta a aquella que llevó a la barbarie.

El Nuevo Imperativo Categórico consiste en orientar el pensamiento y la


acción de modo que Auschwitz no se repita6. Se trata, pues, de repensar los
campos de la razón teórica y práctica desde la experiencia de la barbarie.
Esa perspectiva cambia, en primer lugar, la idea de razón. Como ya
hemos visto, pasamos de una racionalidad en la que la memoria es a pos-
teriori7 a otra en la que es a priori en el sentido de que ella trae al pre-
sente lo impensado que da que pensar.

5. Nada tiene que ver este deber de memoria con las políticas de la memoria del
vencedor que obliga a cultivar la propia mientras persigue la de los vencidos, como ocu-
rrió con el franquismo. El deber de memoria se refiere a la memoria de las víctimas.
6. Dice Adorno: «Hitler ha impuesto a los seres humanos en su estado de ausencia
de libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y acción de modo
que Auschwitz no se repita» (Adorno, 1997, 6, 358).
7. En Platón la memoria es un a posteriori del conocimiento. En el Menón hay tres
tanteos interpretativos de esta tesis: desde decir que el alma inmortal lo sabe todo en su

167
MEMORIA Y JUSTICIA

En segundo lugar, la idea de realidad que solemos confundir con fac-


ticidad. La realidad, en efecto, son los hechos, por supuesto, pero también
los «no-hechos». Lo que pudo ser y no consiguió llegar a ser, eso también
forma parte de la realidad. Esto tiene su importancia para el conocimien-
to porque si este pretende conocer la realidad tendrá que hacerse cargo
también de los vencidos de la historia, de lo que fracasó, de los sueños
dormidos en los escombros de la historia. No es lo mismo conocer los he-
chos que los no-hechos. De los hechos se encarga el conocimiento cien-
tífico que analiza e interpreta lo que hay; los no-hechos se nos revelan,
salen al encuentro, nos asaltan. El arte sabe mucho de esta forma de cono-
cimiento. Pensemos en Chillida. Los vacíos o huecos de sus grandes escul-
turas son como las ausencias de los no-hechos que se hacen presentes en
la obra, formando parte del volumen artístico. Esos vacíos materialmente
son nada, pero en la obra se convierten en un potente revulsivo capaz de
traer mundos extraños a la obra y de alterar con su nadería la contunden-
cia de los materiales usados (hierro forjado u hormigón). Observamos, en
efecto, cómo los hierros acusan esa presencia retorciéndose o quebrándo-
se, determinando así el presente y lo presente.
También altera, en tercer lugar, el planteamiento moral. Auschwitz
debe ser recordado moralmente y no sólo históricamente. La moderni-
dad ha construido una filosofía moral basada en la autonomía del sujeto,
de ahí la importancia de la buena conciencia o de la dignidad. Para Kant
lo grande de la humanidad consiste en ser siempre un fin y nunca sólo un
medio. Eso le da una dignidad incomparable porque el reconocimiento
de mi dignidad me lleva a reconocerla en los demás, en reconocerlos su-
jetos de un reino de fines. Tenemos que revisar ese planteamiento por-
que en Auschwitz no hubo dignidad, ni lugar para la buena conciencia.
Levi nos recuerda que se salvaron los peores. ¿Fueron unos inmorales?
Como no podemos permitirnos ese juicio, tenemos que hacer un doble
movimiento: suspender, en primer lugar, el juicio moral sobre el com-
portamiento de las víctimas en el campo y ser muy prudentes sobre la

existencia mítica, hasta que donde está todo sabido es en el lenguaje. En un caso y en otro
el conocimiento humano es reconocimiento. El experimento con el esclavo es significativo.
Sócrates quiere demostrar su teoría de la memoria preguntando al esclavo. Mediante sabias
preguntas el indocumentado esclavo acabará demostrando sus conocimientos matemáticos.
Digo que en este caso la memoria es un a posteriori del conocimiento porque el cono-
cimiento ya ha tenido lugar y lo que hace la memoria es reconocerlo. Ese reconocimiento
gracias a la memoria no es mera repetición de lo ya sabido, sino que es una auténtica crea-
ción. Es el paso de un conocimiento recibido (doxa) a otro razonado (episteme). El puente
es la memoria que está compuesta no de piedras sino de preguntas que despiertan o sacan
a la luz las razones profundas que sustentan las opiniones (Lledó, 1984, 197-201).

168
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

«zona gris», es decir, sobre la participación material de los propios de-


portados en la consumación del crimen. No tenemos autoridad sobre
ello. Y, en segundo lugar, replantearnos el sentido moral, el nuestro, el
de los que estamos fuera del campo. La única ética posible consiste en
responder a la pregunta que nos hace Levi con la frase que da título a
su libro de memorias: «Si esto es un hombre». En el Lager muere la ética
de la dignidad o de la buena conciencia y nace la ética de la alteridad o de
la responsabilidad. Ser bueno es hacerse cargo del otro, de la inhumani-
dad del otro. Nos podemos preguntar qué diferencia hay entre, por un
lado, el imperativo kantiano que nos manda considerar al otro como fin
y nunca sólo como medio y, por otro, hacernos cargo de la inhumanidad
del otro. Hay una diferencia pues en el primer caso es nuestra concien-
cia la que decide sobre lo bueno y lo malo al ser ella la que sentencia si
lo que es bueno para nosotros es bueno para los demás, mientras que en
el segundo caso la iniciativa está en el otro que nos interpela.
El Nuevo Imperativo Categórico obliga, en cuarto lugar, a repen-
sar cómo se construye la historia, es decir, el lugar de la violencia en la
política. Auschwitz, que nos representamos como la personificación de
la barbarie, no es, sin embargo, la negación del progreso. Esto conviene
tenerlo en cuenta porque domina en el hombre moderno la idea de que
el progreso supone alejamiento de la barbarie, de suerte que podemos
identificar civilidad e incluso moralidad o humanidad con progreso. Pues
bien, Auschwitz desmiente ese supuesto y demuestra que el nazi podía
tocar el piano por la noche, leer poesía por la mañana y torturar a me-
diodía8. Benjamin señala en su Tesis VIII esa afinidad entre progreso y
fascismo. El fascismo es un artefacto moderno porque funciona con las
reglas del progreso: hace avanzar la historia, crea riquezas, multiplica el
poder, desarrolla la ciencia, resuelve problemas enquistados.
El progreso puede ser catastrófico. Auschwitz y el progreso coinci-
den en algo tan definitivo como recurrir a las víctimas para construir la
historia, en el sobreentendido de que alcanzar objetivos conlleva costes
humanos y sociales. Es posible que los nazis lo hicieran apáticamente y
el político democrático lo acepte con pesar, pero ni uno ni otro abando-
narán su proyecto por el mero hecho de que cueste víctimas. De ahí la ve-
cindad entre barbarie y progreso.
Es cierto que el fascismo no agota todas las posibilidades del progre-
so. No se trata por tanto de demonizarlo. Puede ser de otra manera si se
decide a repensar críticamente la relación entre política y violencia; más

8. George Steiner se preguntaba precisamente «cómo tocar a Schubert por la noche,


leer a Rilke por la mañana y torturar a mediodía» (Steiner, 2000, 68).

169
MEMORIA Y JUSTICIA

precisamente, la relación entre política democrática y violencia. Adorno


da una pista cuando dice que no es lo mismo colocar a la humanidad como
el objetivo del progreso que al progreso como objetivo de la humanidad
(Adorno, 1997, 10/2, 619). En este segundo caso, las víctimas están ser-
vidas si lo pide el progreso. Sólo en el supuesto de que el progreso fuera
un medio al servicio de la humanización del mundo, podríamos pensar
en una lógica política que cuestionara sustantivamente la violencia.
Ahora bien ¿qué significa políticamente colocar a la humanidad como
objetivo del progreso? Quizá no haya mejor respuesta a esta pregunta
que entender la humanidad como justicia. Es lo que, según Freud y Tu-
gendhat9, diferencia al ser humano del animal. Si lo propio de la animali-
dad es el poder, el dominio del más fuerte sobre el resto, lo característico
de la humanidad sería el «entre todos», el «por igual». La justicia sería,
según Freud, lo propio de la humanidad. Se trataría entonces de recolocar
la política en clave de justicia.
Pero para proseguir en este camino es obligado no perder de vista
el contexto anamnético en el que nos encontramos. Pensar anamnética-
mente la justicia es comprenderla negativamente, esto es, como respues-
ta a la injusticia o injusticias que se cometen sobre aquellos seres humanos
sacrificados por la razón que sea. Estamos por tanto abocados a una jus-
ticia que arranque de la memoria de la injusticia.

¿Cómo se articula esa justicia negativa? Como respuesta a los daños que
han sufrido las víctimas. Los daños son las preguntas que persiguen cons-
truir una historia sin violencia, lo que sólo es posible si interrumpimos la
lógica con la que se ha construido la historia. Hacer justicia a las víctimas
es como desarmar la historia, es decir, desactivar los mecanismos que
sólo funcionan con el combustible del daño.
Y es aquí, precisamente aquí, donde resulta capital el planteamiento
de Karl Jaspers. Lo que este autor vio con claridad es que los nuevos
tiempos que se abrían tras la derrota del fascismo conllevaban un cam-
bio de lógica. No se refería sólo al cambio externo que tanto preocu-
pó a los países aliados vencedores (un cambio económico con el plan
Marshall; un cambio político, imponiendo a Alemania una nueva Ley
Fundamental, etc.), sino también al «cambio interior» que conllevaba la
elaboración de la culpa en todas sus dimensiones y por todos los afecta-

9. Me permito remitir aquí a Mate, 2011, 72.

170
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

dos. Ni impunidad, ni contador a cero; por eso, si hablamos de un nuevo


orden justo, hay que referirse al delito y a la culpa.
La justicia referida al delito se consigue restituyendo la autoridad
de la ley violada y ese es el objetivo del castigo. Pero ¿cómo se expresa la
justicia en relación con la culpa? El único camino es rastrear los daños
materiales que causa el crimen y que se traducen en culpa.

6.1. Ese desglose es importante puesto que nos permite tomar con-
ciencia de la complejidad de una violencia que no mata por matar, para
comer, por odio, por venganza o porque esté en guerra. Utiliza, más bien,
lo más serio de la creación, la vida humana del otro, como un medio
—como un «argumento»— al servicio de unos fines políticos, declara-
dos por el actor de la violencia como superiores a la existencia huma-
na. También nos debe permitir detectar las diferencias entre violencias
políticas distintas, por ejemplo, la nazi y la etarra. Ahora bien, pese a su
incomparable diferencia, hay un punto en común que da idea de la tras-
cendencia de la violencia política: se utiliza la vida humana como medio
para conseguir objetivos políticos. El terrorismo degrada al ser humano,
entronizando en su lugar ideas o ideales indiscutibles y tan superiores
que por ellos se mata. La raza aria o el pueblo vasco emergen como el
valor máximo destinado a destronar la humanización del mundo.
Hay al menos tres tipos de daños: unos son personales; la violencia
mata, amenaza, extorsiona, mutila a personas concretas. Son daños que
afectan a personas, incluyendo en ello la victimación de sus próximos,
que piden justicia. Pero hay también daños políticos: la negación de la ciu-
dadanía de la víctima. La bala que mata lleva un mensaje dirigido a la
víctima: tú estás de más en la sociedad por la que nosotros luchamos. Y
hay, en tercer lugar, daños sociales. En este caso la víctima es la sociedad
que sufre los daños producidos por la violencia. ¿Qué daños? La fractu-
ra y el empobrecimiento de la sociedad. La sociedad queda, en efecto,
dividida entre quienes valoran positivamente el asesinato y quienes lo
condenan; entre quienes lo festejan y aquellos que lo lloran. Y, además
de dividida, empobrecida. Se ha privado, en efecto, de hombres buenos
y justos, y se ha privado de lo mejor de los hombres malos porque han
pasado a ser delincuentes; se ha privado de los que han emprendido el
camino del exilio exterior o interior, un dato este del exilio a tener en
cuenta cuando se hable de acercamiento de los presos10.

10. ¿Cómo se acerca al exiliado? No hay mejor antídoto contra el patrioterismo, el


abertzalismo, que la figura del exiliado, es decir, la experiencia de quien es expulsado de
una patria que confunde ciudadanía con valores inanimados como ser de la misma sangre,

171
MEMORIA Y JUSTICIA

Notemos que los sujetos del daño, aunque diferentes —en un caso
son personas y, en el otro, la sociedad—, están relacionados. Sin la víc-
tima personal no habría víctima social, pero son distintas, de forma que
cuando hablemos de víctimas no tenemos que pensar sólo en lo que ha-
bitualmente pensamos sino también en la sociedad como sujeto dañado
que pide justicia. Cada sujeto plantea exigencias de justicia propias: las
personas, reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable; la so-
ciedad, que se suture la fractura y que se recupere lo perdido.
Hay que reseñar finalmente el daño que la violencia política opera en
el propio agente ofensor. Es Primo Levi quien dice que «destruir al hom-
bre es difícil, casi tanto como crearlo». No es fácil ni breve. El hombre
está hecho para vivir. Para llegar a la conclusión de que el otro tiene que
morir, hay que andar un largo camino, o mejor, hay que desandar y re-
nunciar a valores y conquistas humanitarias que han costado mucho. De-
trás de cada crimen hay una larga marcha atrás hacia la deshumanización.
«Matar a un hombre es matar a un ser humano y no defender una doctri-
na», decía el humanista Castelio al tirano Calvino. Y no se mata impune-
mente a un ser humano porque es mucho lo que muere cuando se mata. Si
algo revela el estudio del proyecto nazi de exterminio de judíos, gitanos u
homosexuales, es que la deshumanización alcanza al que toma la decisión
de matar y al que interviene en cualquiera de los momentos de su ejecu-
ción. Ese aspecto lo recoge bien el escritor Jorge Luis Borges en su relato
Deutsches Requiem. Aquel oficial nazi que va a ser ajusticiado reconoce
que mataba inocentes para matar la compasión que a veces renacía en él.
La compasión, él no podía permitírsela. El precio del asesinato es la propia
deshumanización. Este daño que el terror provoca en sus responsables no
se borra ni con el abandono de las armas ni siquiera con el cumplimiento
de la pena que el derecho penal prevé para el delincuente.
Todos estos daños —a la víctima, a la sociedad, a sí mismo— sobre-
viven al adiós a las armas y están y siguen ahí mientras no sean elabora-
dos uno a uno. En El proceso de Kafka se cuenta la condena de un ino-
cente, Josef K. Cuando lo ejecutan, comentan sus asesinos que murió
«como un perro». Pero no era un perro porque su muerte ignominiosa,

de la misma etnia o de la misma tierra y vuelve a su tierra consciente de que, aunque uno
tenga su casa, es mucho más que su casa. El exiliado sabe que uno tiene su casa, es decir,
nace en el seno de una comunidad que tiene una lengua y unas tradiciones y unos gustos
muy determinados y determinantes; pero esa misma persona, enraizada en un tiempo y
lugar, ha hecho la experiencia de que uno es más que su casa pues puede aprender otras
lenguas, transterrarse y cambiar de costumbres o de religión. La experiencia del exiliado
pone al descubierto los límites del nacionalismo.

172
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

se apresura a escribir el narrador, «fue como si la vergüenza le hubiera


sobrevivido». La sangre del inocente persigue a sus asesinos llenándo-
los de vergüenza, pero también a nosotros si no vemos en el asesinado
a una víctima que pide justicia.

6.2. Quien piense que la vida humana o su muerte no pueden ser


medios o instrumentos políticos, tiene que enfrentarse a esos daños en
clave de justicia, es decir, tiene que reconocer que son daños injustos,
inmerecidos. Son injusticias.
Y la pregunta es: ¿cómo hacerles justicia? Digamos que a los daños
personales mediante la reparación de lo reparable y memoria de lo irre-
parable; a los daños políticos por medio del reconocimiento del carácter
ciudadano de las víctimas; y a los daños sociales… ¿cómo se hace justicia
a una sociedad dividida y empobrecida por la violencia?
El término reparación implica el reconocimiento de daños infligidos a
las víctimas directas y a su entorno. Plantearse la reparación significa ha-
cerse cargo personalmente de esos daños. (Y no remitir la reparación al
Estado, como si no fuera con uno. Por supuesto que el Estado tiene un
responsabilidad subsidiaria). Pero hay más. La mayoría de los daños per-
sonales son irreparables. Podemos hablar de reparación en relación con
un coche, una casa, un trabajo, unos estudios, pero ¿cómo reparar una
vida quitada, una pierna amputada, la angustia vivida, los sufrimientos de
un secuestro o de una simple amenaza? Hay daños irreparables y esos no
pueden ir al baúl de los olvidos. Quien tiene que hacer memoria de estos
daños irreparables es, en primer lugar, el victimario, pero también la socie-
dad en su conjunto. Walter Benjamin, sin embargo, privilegia en su Tesis II
la memoria de los descendientes de las víctimas, otorgando a los nietos el
poder —es verdad que un «débil» poder mesiánico— de hacer justicia a los
abuelos. La forma de justicia en esos casos es la memoria de lo irreparable,
una memoria que debe alcanzar a los victimarios y a la sociedad.
El término reconocimiento se refiere a los daños políticos que causa la
violencia. La acción terrorista contiene un mensaje para la víctima, a saber,
que ella no cuenta para esa sociedad por la que ellos, los violentos, luchan.
Es, de hecho, una negación de su ciudadanía. En la figura de la víctima
se pone de manifiesto el carácter excluyente de la ideología del victima-
rio. Hablar de reconocimiento en este contexto quiere decir reconocer su
condición de ciudadanos no sólo jurídicamente, que siempre lo serán, sino
socialmente. El barrio y el pueblo tienen que expresar con gestos inequí-
vocos esa ciudadanía. Y eso significa hacer desaparecer los nombres de los
victimarios de calles y plazas porque no se lo merecen. También reconocer
la ejemplaridad de las víctimas en un punto: ellos, los hasta ahora tratados

173
MEMORIA Y JUSTICIA

como superfluos, representan algo que la nueva sociedad no puede permi-


tirse, a saber, construir una comunidad con exclusiones.
El término reconciliación apunta a los daños sociales que conlleva
la violencia terrorista. El crimen político no sólo afecta al otro (al con-
siderado superfluo) sino también al «nosotros»: queda dañada la propia
sociedad porque el crimen la divide (entre quienes lloran y festejan la
muerte) y la empobrece. Esa sociedad, en efecto, queda privada del vic-
timario, que pasa a ser un delincuente (por no hablar de la deshumani-
zación que produce el crimen en quien lo comete), y de la víctima, por
razones obvias; pero también de muchos otros ciudadanos que empren-
den el camino del exilio exterior o interior; sin olvidar el fomento en los
más de la indiferencia ante el crimen, una forma particularmente per-
versa de la inmoralidad social.
Se trata, pues, de recuperar para la sociedad a la víctima y al victima-
rio11. Este punto debe ser bien entendido: es la sociedad en su conjunto
la que, al haber sido dañada en su estructura, exige que hagamos frente
a los daños causados por la violencia terrorista. Son daños o injusticias
causados a través del daño, digamos esencial, a la víctima, pero son da-
ños a la sociedad que comprometen al conjunto de la sociedad. Esa so-
ciedad así maltratada pide que se le haga justicia.
Es de justicia reparar el daño social. Es, pues, de justicia recuperar
para la sociedad a víctimas y victimarios porque su pérdida es lo que ha
hecho daño a esa misma sociedad.
¿Cómo se recupera a la víctima? Hay en ella algo irrecuperable y la
única forma de recuperación es la memoria de lo irrecuperable. Pero,
no obstante eso, podemos hacer mucho por su recuperación. Me refie-
ro a todo lo que cabe en el capítulo del reconocimiento al que me he
referido anteriormente.
¿Cómo se recupera al victimario? Aquí hay dos estrategias. La pri-
mera sigue la senda del derecho penal que recurre al castigo y al cum-
plimiento de la pena para lograr la reinserción. La segunda, que consiste
en una nueva presencia del victimario en la sociedad, es resultado de un
«cambio interior» que se logra si se elabora la culpa.
Ya hemos visto cómo la culpa es un proceso subjetivo cuyo motor
es la propia conciencia. Lo que hay que precisar, en primer lugar, es que
es un proceso que lleva su tiempo. Lady Macbeth se mofa de su esposo

11. Con este planteamiento nos alejamos de otras teorías de la reconciliación que son
inaceptables sea porque la confunden con «normalización», sea porque connotan la idea
de que víctimas y victimarios son equidistantes de un punto o consenso al que tienen que
acercarse al precio de renunciar a algo propio. No es eso.

174
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

cuando a este le asaltan los primeros remordimientos. Uno se los puede


quitar de encima con la facilidad con la que se limpia las manos. Pero al
final de la obra vemos cómo ella, enloquecida por el peso de la culpa,
se lava una y mil veces como si sintiera «ahora clavados sus crímenes en
sus manos». Lleva su tiempo y tiene sus fases. Uno puede sentirse culpa-
ble de infringir la ley pero no de la sangre derramada, como le ocurre
al protagonista de Crimen y castigo, que se lamentará de «haber matado
un principio pero no a una persona». Sólo mucho más tarde reconocerá
que «no maté a la vieja sino a mí mismo». Y, aun entonces, le estará ve-
tada la «bendición» del arrepentimiento
Fundamental para la elaboración de la culpa es la presencia de la víc-
tima. Ella tiene el secreto de por qué la acción criminal no fue un acto
grandioso, ni un acto heroico, ni la defensa de un ideal, ni un acto de li-
beración, sino un acto culpable. Ella, su sufrimiento, es la respuesta a la
naturaleza del acto. Bastaría mirarse en ella para reconocerlo12.
El segundo paso de este complejo proceso que arranca con la con-
ciencia de culpa es el arrepentimiento, es decir, desear la vida negada. El
criminal ha llegado a esa conclusión porque no juzga válidos los motivos
del crimen y, sobre todo, porque ha hecho la experiencia en sus propias
carnes de que al matar al otro se ha destruido a sí mismo. Como dice
Raskolnikov a Sonia, «a quien maté fue a mí mismo y no a la vieja. De
esta manera me maté yo para siempre...».
Notemos que hay una gran distancia entre reconocer el delito y arre-
pentirse. Para lo primero basta saber que se ha infringido la ley y que se
es merecedor del corriente castigo13; para lo segundo hay que adentrarse
en el capítulo del daño que se hace al otro y que se hace a uno mismo.
Ambos están relacionados. No se trata de dar más valor a la vida pro-
pia que a la otra, sino de experimentar que la vida propia depende del
otro. Si en un momento pensó demostrar la superioridad propia sobre
la de la víctima, matando, lo que ahora experimenta es la autoridad del
otro. La herida que deja el crimen en uno mismo es la subordinación de
la vida propia a la de la víctima.

12. La culpa puede sobrevivir al cumplimiento de la pena y también lo puede condi-


cionar. Alguien que se sepa culpable, en el sentido que aquí se dice, está en mejores con-
diciones para incorporarse a la sociedad que si pasa más tiempo en prisión: «Sólo en eso
reconocía su delito: en que no lo había soportado y se había entregado a la justicia», dice
el narrador (Dostoievski, 2011, 694).
13. En Crimen y castigo Raskolnikov lo que reconoce es que al principio no pudo
soportar el peso del crimen. Se reconoce culpable de no haber estado a la altura del ser
extraordinario que quería ser.

175
MEMORIA Y JUSTICIA

El tercer paso consiste en solicitar el perdón de la víctima que podría


liberarle de la culpa. El perdón es gratuito, aunque no gratis. Es gratuito
porque nadie puede obligar a la víctima a concederlo. El perdón es siem-
pre un don, lo que no quiere decir que sea arbitrario, como dice Robert
Antelme, un superviviente de los campos nazis y autor del imprescindi-
ble relato titulado La especie humana. Lo que la víctima no puede hacer,
dice, es invocar la venganza para denegar el perdón. Lo inaceptable de
la venganza, sigue diciendo, es confundir al criminal con el crimen, es
decir, identificar de tal manera al autor del crimen con su acción crimi-
nal que le neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de
arrepentirse. El victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción
criminal. Gratuito, por tanto, porque es un don, aunque no puede escu-
darse en la venganza para denegarlo porque eso sería rebajarse al nivel
del antiguo criminal. Pero no es gratis pues exige la conciencia de culpa
y el arrepentimiento. El objetivo del perdón es la solicitud de una se-
gunda oportunidad. El ofensor, que se sabe autor de una acción perver-
sa pero capaz de otras acciones porque no se identifica totalmente con lo
hecho, demanda a la víctima la oportunidad de demostrar que puede
comportarse de otra manera con ella.
Abundan testimonios de víctimas y de victimarios que avalan la tesis
de que el perdón libera. Libera al victimario de su relación con la culpa
y a la víctima del peso de ser víctima. Hay que añadir a renglón seguido
que el perdón supone una prueba de humanidad a la víctima que pue-
de o no perdonar.
En El malestar en la cultura Freud sostiene que «el primer requisito
cultural es el de la justicia» (Freud, 2007, 87), es decir, el acto que cons-
tituye la cultura —o la «vida humana»— es un acto de justicia enten-
diendo por tal un tipo de relación social sin imposición de uno sobre
otro u otros. Es también el punto de vista que defiende Ernst Tugendhat
cuando dice que la justicia, es decir, la toma de decisiones compartida
por todos, es el primer rasgo de la humanidad del ser humano, es decir,
ese modo de ser que despide el modo de ser animal, caracterizado por el
poder, por la imposición de uno sobre los demás. La justicia así entendi-
da sería incluso anterior a la aparición de la moralidad.
Una opinión diferente es la de Calderón, el autor de La vida es sueño.
Segismundo es castigado, siendo inocente, a llevar una vida animal. Su pa-
dre lo apartó de los hombres al tomar en serio un sueño. Él mismo se ve
como un animal: «Soy un hombre de las fieras y una fiera de los hom-
bres», dice de sí mismo. Cuando por fin es liberado, devuelto al mun-
do de los hombres, y reconocida su dignidad de príncipe y de soberano,
pudiendo optar por la venganza contra quienes le han arrojado del tro-

176
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

no y de la condición humana, se decide por el perdón. El primer gesto


de ese ser humanizado es el del perdón. Ese momento es grandioso: «Y
cuando fuera, escuchadme, / dormida fiera mi saña / templada espada mi
furia / mi rigor quieta bonanza, / la fortuna no se vence / con injusticia y
venganza, / porque antes se incita más. / Y así, quien vencer aguarda / a su
fortuna, ha de ser / con prudencia y con templanza». Opta por el perdón
y además generosamente, con sacrificio personal, porque enamorado de
Rosaura acepta que se case con Astolfo, su rival.
Puede que en Calderón mande una tradición teológica, la cristiana,
que liga la humanidad del ser humano al hecho de ser perdonado y, con-
secuentemente, al deber de perdonar. En el cristianismo la condición hu-
mana está marcada por un pecado de origen. La historia del ser huma-
no comienza, como dice Taubes, el octavo día de la creación, cuando
Adán hace uso de su libertad siendo su primera decisión una transgresión.
Dios interviene en esa historia con la gracia del perdón para que pueda
construir la historia desde la libertad y pueda también reconciliar lo que
el mal uso de la libertad fractura. Eso marca al ser humano, que tendrá
que entender su existencia humana como un acto de perdón de los de-
más: «Como Dios os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3,13).
Pablo explica la función arcóntica de Cristo en virtud de que asume la
condición humana para expresar el perdón de Dios y posibilitar la exis-
tencia de una humanidad reconciliada: «Y todo proviene de Dios que
nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconci-
liación» (2 Cor 5, 17-18).
El cristiano se juega la humanidad en el perdón y eso plantea una gra-
ve pregunta a la víctima que, conforme a su derecho, no quiere perdo-
nar. Un amigo judío me lo preguntaba dolorosamente. Y yo no sé qué
responder. Quizá Derrida, cuando afirma una y otra vez que el perdón
es de lo imperdonable, esté señalando a esta tradición, la cristiana, que
liga tan decididamente la humanidad con este exceso que es la gratui-
dad del perdón.
La reivindicación del perdón como virtud política es un asunto harto
polémico. Evoquemos al menos este triple debate. El primero se refiere a
la naturaleza del perdón. Para Jacques Derrida, «el perdón es de lo imper-
donable». Decimos, sí, que el perdón es un don, pero ¿es incondicionado
o exige ser demandado y que lo haga un sujeto arrepentido? Derrida lleva
tan lejos el carácter de don que sólo merece el nombre de perdón el que
perdona incondicionalmente (Derrida, 1996, 108 y 117). Si el perdón
está supeditado a alguna condición, entonces más que perdón hay contra-
to o, sencillamente, trato. Derrida acepta el perdón condicionado, como
el que aquí manejamos, pero como un mal menor. Para la democracia con

177
MEMORIA Y JUSTICIA

la que él sueña —«la democracia por venir»— el perdón incondicionado


será condición necesaria. Digamos que Derrida en esta arriesgada tesis se
aferra al perdón qua don y lo lleva a sus últimas consecuencias. Gracias a
esa radicalidad sabemos hasta dónde puede llegar el perdón, aunque no
haya que despreciar el perdón condicionado que, si es perdón, tiene nece-
sariamente un grado irreductible de gratuidad. Nunca el pago en arrepen-
timiento, por ejemplo, podrá satisfacer cumplidamente lo que el perdón
tiene de gratuidad. Tiene razón Derrida en salvar la gratuidad del perdón,
pero no la tiene si piensa que ese punto de gratuidad está ausente en el
caso de un arrepentido. El arrepentimiento no es billete para comprar el
perdón. Ningún arrepentimiento se lo merece.
La segunda reflexión va en dirección opuesta. Me refiero al peligro de
frivolización cuando se pide perdón para cumplir un requisito burocráti-
co en vista a mejorar la situación carcelaria personal o, también, cuando
se utiliza como arma política, tal y como ha ocurrido en muchas de las
declaraciones surgidas con motivo del abandono de las armas por parte
de Eta. El coordinador de Lokarri, organizador de la Conferencia de Paz
que precedió al alto el fuego, dice, por ejemplo, que «Eta debe recono-
cer el daño causado, pero no pedir perdón». Una parte del clero guipuz-
coano de base, afín al nacionalismo, precisa por su parte que «el perdón
debe ser mutuo». Y para acabar de rematar la faena no falta quien, desde
el lado opuesto al nacionalismo, ridiculice lo del perdón como si fuera
una vulgar «confesión». Esto de Eta, nos dicen, no es como una riña de
colegio donde el vencido lo que tiene que decir es «me rindo» y sanseaca-
bó. Preguntan desafiantes qué es lo que aporta el perdón al daño causado.
Hay que celebrar que Eta llegue a «reconocer el daño causado». Pero
eso ¿qué significa? El daño causado no es una pupa que se cure con una
tirita. Son más de ochocientos asesinatos, por no entrar en los amena-
zados y obligados al exilio exterior o interior. Reconocer el daño es re-
conocerse culpable de daños inconmensurables, como privar de la vida
o de la libertad a un ser inocente. Si uno es consecuente con ese reco-
nocimiento no puede evocar la estrategia del ventilador, ni esconderse
tras la culpabilidad de los demás. La sinceridad del reconocimiento de
la propia culpa no es negociable.
Finalmente, la tentación de las simetrías entre sufrimientos y la equi-
distancia respecto a todos. Hay que decir de entrada que las víctimas
se dan en todos los campos: entre republicanos y entre franquistas. Ha
habido víctimas de Eta y del Gal y todas merecen la misma considera-
ción. Quien ha entendido a una víctima entiende a todas. No puede ser
que cada cual tenga sus víctimas. Quien entienda a las víctimas de Eta,
debería entender a las del Gal y a las de la Guerra Civil. Pero hay que

178
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

huir de las simetrías: no todos los sufrimientos son iguales (el de los fa-
miliares de presos de Eta y el de los familiares de una víctima de Eta) ni
todos los muertos son víctimas. Jorge Semprún cuenta en El largo viaje
cómo, al día siguiente de la liberación del campo de concentración de
Buchenwald, algunos supervivientes deciden ir a Weimar, la población
cercana y prohibida durante el tiempo de cautiverio. Al llegar andando
él siente la necesidad de detenerse y visitar una casa de la entrada. Le
recibe una señora, asustada al ver a un exprisionero con su inconfundi-
ble pijama. Semprún pide que le enseñe la primera planta con excelen-
tes vistas. La señora se siente alagada por el buen gusto del visitante y
le muestra con orgullo la sala de estar, tan confortable y apacible. Pero
Semprún busca otra cosa: «Señora», le dice, «al atardecer, cuando las lla-
mas desbordaban la chimenea del crematorio ¿veían ustedes las llamas?».
La mujer alemana descubre de repente las intenciones del visitante. Se
sobresalta, retrocede llena de miedo, y le suelta a bocajarro: «Mis dos hi-
jos, mis dos hijos han muerto en la guerra». Y escribe entonces Semprún
algo que no deberíamos olvidar:

Me echa como pasto los cadáveres de sus dos hijos, se protege tras los cuer-
pos inanimados de sus dos hijos muertos en la guerra. Intenta hacerme creer
que todos los sufrimientos son iguales, que todas las muertes pesan lo mis-
mo. Al peso de todos mis compañeros muertos, al peso de sus cenizas, opo-
ne el peso de su propio sufrimiento. Pero no todas las muertes tienen el mis-
mo peso, por supuesto. Ningún cadáver del ejército alemán pesará jamás el
peso en humo de mis compañeros muertos (Semprún, 2004, 158).

No todos los sufrimientos son iguales, aunque todos merecen nuestra


solidaridad por lo dicho a propósito de la «culpa metafísica». También
hay que distinguir entre víctimas del terrorismo y muertos o asesinados14.
Finalmente hay que tener en cuenta la graduación en el reconocimien-
to de las víctimas. Aunque víctimas hay en todos los campos o bandos,
hay un tiempo o kairos para cada reconocimiento. Digo esto porque en
Alemania, por ejemplo, ha habido que esperar más de medio siglo para
poder empezar a hablar de los «alemanes como víctimas». Sabíamos que
hubo muchos alemanes que fueron victimizados por soldados de los ejér-

14. Yoyes, asesinada por Eta, ¿puede ser considerada una víctima del terrorismo? Fue,
desde luego, asesinato, pero no se la debería considerar víctima del terrorismo porque,
aunque fuera inocente respecto al daño que se le causa, falta intencionalidad política en
el crimen, es decir, quien la asesina no ve en ella a un representante del sistema político
contra el que lucha Eta (la democracia española). La intencionalidad política del crimen
es fundamental a la hora de definir el acto terrorista. Ella no representaba un sistema al-
ternativo al de los matones. Fue más bien un ajuste de cuentas.

179
MEMORIA Y JUSTICIA

citos aliados. Los relatos sobre violaciones, venganzas, asesinatos, tor-


turas, etc., del ejército soviético eran bien conocidos, pero sólo se pudo
hablar de ellos cuando la opinión pública alemana había interiorizado
bien que los judíos fueron víctimas y que fueron victimizados con la com-
plicidad o la indiferencia de los alemanes. Lo mismo podría decirse a
propósito de las víctimas de Eta.

A ese proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón15,


podríamos llamarlo proceso de reconciliación, si aspiramos a una supe-
ración de la situación y, por tanto, a un «nuevo comienzo». El punto de
partida es una situación conflictiva en la que hay víctimas y victimarios
que dan señales de querer salir de esa situación. La víctima expresa esa
voluntad haciéndose visible y el victimario, abandonando la lucha arma-
da. Lo que procede entonces es elaborar la experiencia vivida por una
y otra parte. La elaboración de la víctima conlleva demanda de justicia,
que es personal y social, como hemos visto. Hablamos de la justicia de-
bida a personas concretas, objetos del daño terrorista. Pero también hay
un daño a la sociedad que clama justicia.
El victimario, por su parte, tiene que elaborar su experiencia a tra-
vés de un largo proceso cuyo primer paso es el reconocimiento de la cul-
pa, culpa legal y, sobre todo, moral porque no sólo ha infringido una ley
sino que ha hecho daño al otro y a sí mismo.
Este doble atentado afecta a su identidad. Si al matar pretendió de-
mostrar la superioridad de sus ideas, imponiéndose al otro hasta matarle,
ahora descubre que depende de él.
En ese proceso de elaboración de la culpa muere un tipo de sujeto y
nace otro. Muere el que se pensaba tan superior que se sentía justificado
para matar. Y nace otro que al asumir su culpa construye su identidad
desde la autoridad de la víctima. El «cambio interior» ha tenido lugar y
ese sujeto renovado está listo para hacerse presente con voz propia en
la nueva sociedad.
Podemos pensar entonces en una nueva era política que nos convoca
a todos: a las víctimas a las que reconocemos su ciudadanía y, con ella,
el rechazo a una sociedad con exclusiones; a los victimarios que piden

15. «El perdón es una forma de curación de la memoria, la terminación de su duelo;


liberado el peso de la deuda, la memoria es liberada para los grandes proyectos. El perdón
da un futuro a la memoria» (Ricoeur, 1995, 195 s.).

180
EL SENTIDO CÍVICO DE LA CULPA Y DEL PERDÓN

a las víctimas una segunda oportunidad porque reconocen que son ellas
la puerta giratoria que da entrada a la ciudad; a toda aquella parte de la
sociedad que consintió por activa o por pasiva y que se sabe moralmen-
te culpable.
Se lo debemos a las nuevas generaciones que nos están esperando.
A las mismas a las que se dirigía Manuel Azaña en su discurso del 18 de
julio de 1938, pidiendo «paz, piedad, perdón»16. Nos pedía que optemos
por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la compasión y el
perdón. La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más
que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la
muerte para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siem-
bra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que
Azaña reconoce a los muertos de la Guerra Civil la grandeza de héroes,
algo difícil de admitir en el caso de los etarras que practicaban el tiro en
la nuca sin exponerse lo más mínimo. Pues bien, incluso esos, los héroes,
son culpables y tienen que pedir perdón.
Los culpables, cualquiera que sea su origen, andarán errantes hasta
que pidan a las víctimas una segunda oportunidad para demostrarles que
pertenecen al mundo de los humanos. La víctima tiene en sus manos el
don de liberarse a sí misma y de liberar al otro.

16. Decía Azaña: «Es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor
bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos y
escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no
tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz,
piedad, perdón».

181
5

DEL EXILIO A LA DIÁSPORA.


A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO*

El exilio es un destino impuesto a los perdedores que no renuncian al lu-


gar de partida aunque tengan un punto de llegada. Nunca se sentirán del
todo en la tierra de acogida y perderán con el paso del tiempo el lugar que
les hubiera correspondido en el país de origen. El exilio, una constante
en la vida de todos los pueblos y, sobre todo, en la construcción de los
Estados, ha sido siempre tratado como un accidente. Sólo un pueblo, el
judío, osó enfrentarse a ese accidente hasta convertirlo en algo sustan-
cial. Entendió pronto lo que el exilio tiene de aporético. Connota, por
un lado, provisionalidad pero acaba siendo, por otro, una constante. Si
uno no quiere frustrar su existencia tiene que elaborar la falsa provisio-
nalidad del exilio. Eso es lo que pretende la diáspora —la forma de exi-
lio propia del pueblo judío— que pasó a ser su forma de existencia. Lo
que habría que preguntarse —y eso me propongo siguiendo el rastro de
Max Aub— es si la diáspora no es a fin de cuentas la forma de existen-
cia más consecuente del exiliado, de todo exiliado.
Max Aub es un escritor español (1903-1972) nacido en París de pa-
dre alemán y de madre francesa judía. Es un exiliado que hizo del exilio
tema de reflexión. Su condición de exiliado y de judío permite que nos
preguntemos por la relación entre exilio y diáspora, es decir, preguntar-
nos si en la vivencia del exilio se funde, como en un plano cinematográ-
fico, la experiencia judía de la diáspora.

* Este texto desarrolla las ideas expuestas en «Max Aub, entre la diáspora y el exi-
lio», en Sánchez Cuervo y Hermida (coords.), 2010, 230-243.

182
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

Hablemos, pues, de la diáspora, un término griego que traduce el hebreo


Galut que significa alejamiento forzoso del pueblo judío de su tierra y es-
tablecimiento en el extranjero. No es un término meramente descriptivo
sino también normativo ya que ese desplazamiento connota castigo di-
vino. Lo cierto es que lo que empezó siendo un desplazamiento en castigo
por sus pecados, acabará siendo asumido como la forma propia de existen-
cia en el mundo del pueblo judío. Ese cambio no se produce por las buenas
sino que es el resultado de una profunda reflexión de los profetas.
Más que de exilio, en el caso del pueblo judío, habría que hablar de
exilios. En su memoria están grabados estos tres. En primer lugar, el inter-
namiento en Egipto donde las tribus de Israel son vendidas como esclavas.
De este acontecimiento, que ocurrió en un tiempo inmemorial, habla la
Tora. Es Moisés quien pone fin al cautiverio con el viaje a la Tierra Prome-
tida que es relatado en un libro curiosamente titulado Éxodo. La vuelta
a casa es, paradójicamente, un éxodo, una salida. Moisés, el mejor de los
hombres, que ha conducido a su pueblo a través del desierto, no podrá
entrar, sin embargo, en la tierra de destino y morirá en el monte Nebo
viendo de lejos el lugar de promisión.
El segundo exilio tiene lugar en un tiempo histórico, en el siglo viii
a.C. y su destino es Babilonia. Los judíos no van a Babilonia huyendo del
hambre sino como un pueblo vencido por Nabucodonosor, que sancio-
nó su triunfo destruyendo el primer Templo y llevándose a los vencidos
lejos de su tierra. Los judíos pudieron volver de ese exilio y prosperar
en la tierra de sus antepasados. El rey Salomón levantó de nuevo el Tem-
plo, hasta que en el año 70 lo destruyen los romanos, dispersando a los
judíos fuera de su tierra.

En la dura experiencia del exilio babilónico madura la figura de la diás-


pora como forma de existencia. Max Weber lo explica diciendo que con
el exilio se produce un salto cualitativo en la comprensión del monoteís-
mo. Que el único templo del Dios único sea destruido, que el pueblo elegi-
do sea llevado en cautividad, que tengan que vivir y hablar de acuerdo con
la nueva situación, todo eso fue vivido como una gran catástrofe, como
una Shoah, que atentaba no sólo a la autoestima del pueblo que se decía
elegido, sino a la esencia misma del Dios en el que creía. ¿Cómo digerir
todo eso?, ¿cómo fiarse de un Dios que se presenta como todopoderoso

183
MEMORIA Y JUSTICIA

y que permite que su pueblo sea llevado en cautividad?, ¿cómo rendir


culto a Dios si el único templo permitido ha sido destruido?
Los profetas se ven obligados a reinterpretar el significado de los con-
tenidos religiosos cargándolos de significación escatológica: en vez de
esperar una vuelta a la tierra de origen, orientan las expectativas hacia
«el día de Yahvé». La expectativa de un regreso a la tierra de donde vinie-
ron se transforma en esperanza, se espiritualiza. Ahí ya se anuncia una for-
ma de relación simbólica con la tierra. La tierra de la que provienen es
una tierra prometida. Otro tanto ocurre con el sufrimiento del exilio que,
en lugar de ser leído como castigo divino por infidelidad del pueblo, es
interpretado como el principio de redención. Ese trabajo reinterpretati-
vo alcanza cotas majestuosas con el relato del «siervo de Yahvé», del que
habla el Segundo Isaías. Israel pasa de ser el pueblo paria, esclavizado y
despreciado, a ser el «resto» de la humanidad redimida, el núcleo de hu-
manidad a partir del cual los hombres pueden crear una comunidad redi-
mida de toda forma de opresión. Otro momento clave de esta reflexión
se refiere al concepto de culpa. Si hubo un tiempo en el que se asociaba
exilio a culpa colectiva, Ezequiel individualizará la culpa. Los hijos no
pagarán por los pecados de los padres porque la culpa es personal e in-
transferible. Se acabó aquello de que si alguien sufre es porque él o sus pa-
dres pecaron. Los inocentes también sufren, por eso el sufrimiento es un
escándalo. Con esta reflexión la humanidad cierra el tenebroso capítulo
de la concepción mítica de la culpa y abre el de la moral.
Sin templo ni altar de sacrificios sólo les quedaban las tradiciones ora-
les y los escritos sagrados. En torno a ellos se reorganiza su identidad. La
sinagoga o reunión de fieles sustituye al templo en el que habitaba Dios y
al que sólo podían acceder los sacerdotes. El libro sirve de referente para
actualizar un origen, una historia originaria y, al mismo tiempo, adap-
tarse, mediante la tarea de interpretaciones constantes, a la situación en
que se encuentran. Ese es también el origen de la memoria, el nacimien-
to del pueblo de la memoria: su identidad está en relatos recibidos que
cada generación tiene que apropiarse, entenderlos, interpretarlos. Sin per-
der de vista que viven en medio de pueblos distintos al suyo, de los que
tienen que aprender y con los que tienen que convivir.
Poco a poco se va conformando la idea de que el exilio es una forma
consciente de existencia. Asistimos a una elaboración racional del exilio.
Los judíos pierden con su exilio los referentes materiales que les daban
una identidad como pueblo, a saber, el templo, la tierra y la lengua. Los
profetas no se amedrentan por esas pérdidas sino que las reinterpretan,
desmaterializando los referentes materiales: el lugar de culto será la reu-
nión de judíos (la sinagoga) y no ya el templo; la lengua hebrea será len-

184
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

gua cultual y la tierra propia, una tierra prometida. Proponen una rela-
ción simbólica con la tierra, con la lengua y con la historia que quedará
sometida a la memoria. Eso significa que el judío podrá vivir en otra tierra
y hablar ordinariamente otra lengua, sin poder, eso sí, instalarse en ellas.
Como dice George Steiner respondiendo a la pregunta de qué es ser judío:
«Es, de entrada, haber preparado el equipaje».

Esa forma de existencia no era fácil. Las dificultades venían unas ve-
ces de querer ser diferentes y otras por tratar de no serlo tanto. Lo que
sí es cierto es que la modernidad, con sus ideas sobre la ciudadanía y la
nación, abrió nuevas perspectivas al destino político del judío. Ante sí
tenía estas posibilidades: asimilarse, si lo que a uno le interesaba era afir-
mar sus derechos individuales. Es el camino para lograr la ciudadanía
en los Estados laicos que se anuncian. No será fácil la empresa porque al
don de la asimilación hay que responder con el tributo de la renuncia a
las propias raíces (esto es lo que dará pie a la famosa cuestión judía en-
tre Bauer y Marx) y, también, porque aunque uno se tome muy en serio
el ser asimilado siempre están ahí los demás, los no judíos, para decirte
que eres judío. Esa fue la obsesión de Freud.
La segunda posibilidad es el internacionalismo, es decir, traducir la
relación simbólica con la patria en universalidad. La patria es el mun-
do. Eso explicaría la abrumadora presencia de judíos en el comunis-
mo, por ejemplo. Marx o Rosa Luxemburgo serían buenos ejemplos
de este camino.
Finalmente, el sionismo que se fija en los derechos colectivos del pue-
blo judío a tener un Estado propio. El sionismo es un producto de la mo-
dernidad y no sólo del antisemitismo (caso Dreyfus)1. Su fundador Theo-
dor Herzl identifica la tierra de Palestina como lugar de residencia de los
judíos en contra de los ortodoxos que mantienen el principio de la re-
lación simbólica con la tierra. Ben Gurión interpreta la existencia del
Estado de Israel, reconocido por Naciones Unidas en 1948, como un
triunfo de la normalización del pueblo judío y un despido de la interpre-
tación diaspórica del mismo. Para los dirigentes sionistas del nuevo Es-
tado no hay que buscar las causas de su creación ni en la mística de la
diáspora ni en la experiencia de la Shoah, íntimamente vinculadas entre
sí, según ellos.

1. Es la tesis que defiende Bensoussan, 2002.

185
MEMORIA Y JUSTICIA

Como dice el historiador Georges Bensoussan, el Estado de Israel


es un proyecto sionista concebido e incoado incluso antes de la llega-
da de Hitler al poder. Si analizamos los elementos que caracterizaban
al Yishouv2, observamos que poco hay en él favorable a la comprensión
del significado de la Shoah. Para empezar, el sionismo es un movimien-
to político, no humanitario, cuyo objetivo era la creación de un Estado
propio y no la lucha contra el antisemitismo o el salvamento de los judíos3.
Los sionistas querían considerar a su pueblo como uno más, con los mis-
mos problemas y mismos derechos, es decir, lejos de toda la constelación
política, moral y religiosa vinculada al discurso del «pueblo que habita
solo». Eso les llevaba a rechazar la figura de la diáspora, como si el exilio
tuviera que ser la forma de ser del pueblo judío. Como, por otro lado, el
sionismo relacionaba la Shoah con la diáspora, se entenderá la frialdad
con la que el Yishouv reaccionó ante la tragedia de los judíos europeos.
Remitían a los malos hábitos de la diáspora la pasividad con la que esos
judíos fueron asesinados, como corderos llevados ante el matadero. Re-
cordemos el contraste, en el film Éxodo, dirigido por Otto Preminger,
entre el sabra (el nacido en Palestina), fuerte, guerrero, alto y rubio (re-
presentado por Paul Newman) y el superviviente de un Lager, peque-
ño, moreno, desconfiado y traidor. Ben Gurión envía, en septiembre
de 1945, a David Shaltiel a Alemania para que inspeccione la zona y va-
lore la situación. El informe confirma todos sus prejuicios:

Han sobrevivido los egoístas, los que sólo pensaban en sí mismos. Lo pode-
mos comprender pero difícilmente compartir el sentimiento […]. El hecho
de estar en un campo no da a nadie el derecho a venir a Palestina. Habrá
que reeducarles en el trabajo porque de lo contrario morirán de hambre o
robarán o irán a la cárcel (Bensoussan, 2002, 82).

Esta frialdad no significa que se desentendieran de lo ocurrido. En la


medida en que el nuevo Estado representaba a todo el pueblo judío, el
problema de los judíos europeos era su problema. Ben Zion Dinur, minis-
tro de educación y autor de una ley «Sobre la memoria de la Shoah y el
heroísmo», en 1953, declara tempranamente que la destrucción de los ju-

2. Nombre hebreo de la comunidad judía en Palestina y de sus instituciones, antes


de la creación del Estado de Israel.
3. Georges Bensoussan cita estas duras palabras de Ben Gurión: «Si yo supiera con
certeza que se podrían salvar todos los niños judíos llevándolos a Inglaterra, y sólo la mi-
tad trayéndolos a Israel, elegiría la segunda opción. Y eso porque nosotros no nos tenemos
que hacer cargo de esos niños, sino del destino histórico del pueblo de Israel» (Bensous-
san, 2002, 49).

186
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

díos de Europa justifica el sionismo al tiempo que invalida definitivamen-


te la figura del exilio. Lo que hay que señalar es que esa recepción de la
Shoah es muy especial: se construye una memoria colectiva pero sin sitio
para las memorias individuales. Se recupera el pasado en tanto en cuan-
to contribuye a forjar la nueva identidad nacional; por eso, por ejemplo,
se pone el acento en el heroísmo del gueto de Varsovia, al tiempo que se
silencia la voz de los supervivientes. Es el tiempo de la represión de la me-
moria y, al mismo tiempo, de la omnipresencia de la tragedia.
Todo cambia con el juicio a Eichmann en Jerusalén en 1961. «Para el
sionismo», escribe Bensoussan, «se trataba de utilizar el proceso de Eich-
mann para insertar la Shoah en la reconstrucción nacional según este es-
quema: Israel antiguo — exilio — renacimiento nacional». El exilio o diás-
pora era visto como un mero paréntesis, un tiempo desastroso que había
desembocado en la catástrofe. Se desconstruía la diáspora en beneficio de
la idea convencional de exilio. La lección que había que sacar era clara:
«Combate nacional por el nuevo Estado, lo que implicaba la aceptación
del sacrificio y del riesgo supremo en vista a asegurar la independencia
nacional» (ibid., 209).
Pero el desarrollo del proceso desborda los cauces establecidos. Apa-
recen los testigos y se oyen sus relatos. El país se inunda de sentimientos
provocados por el descubrimiento de tragedias enormes, vividas por los
vecinos, que hasta ahora no habían podido expresarse. Lo reprimido du-
rante tantos años pasa a ser sustancia de la comunidad. Aquello ya no se
puede perder, ni olvidar. Gershom Scholem se opone a la pena de muerte
contra Eichmann para que nadie caiga en la tentación de pensar que con
el castigo de un culpable se ha hecho justicia y se puede pasar página. La
centralidad de la Shoah para el Estado de Israel, iniciado ahora, encon-
trará nuevos argumentos en las guerras de los Seis Días, de 1967, y del
Yon Kippur, de 1973. El israelí ha recuperado la dualidad clásica del judío:
miembro de un Estado y judío. Lo que es importante señalar, en relación
con nuestro propósito, es que esta imprevista centralidad de la Shoah su-
pone, según comenta Bensoussan, un cierto fracaso del proyecto sionista.
Si los fundadores y pioneros del Estado de Israel estaban animados por la
idea de que Israel sólo alcanzaría la normalidad cuando se entendiera a
sí mismo como uno más —renunciando por tanto a todo atisbo de sin-
gularidad—, lo que la historia estaba demostrando es que sin la referen-
cia al pasado singular el nuevo Estado no podía ser entendido ni sosteni-
do. La Shoah reconciliaba al Estado de Israel con sus raíces.
Hay pues una tensión evidente entre diáspora y sionismo que recorre
no sólo la existencia del Estado de Israel sino también la de todo el judaís-
mo moderno. Rosenzweig, por ejemplo, se manifiesta críticamente contra

187
MEMORIA Y JUSTICIA

el sionismo porque eso cuestiona la identidad diaspórica del pueblo judío.


No sólo rechaza el sionismo político que ha convertido parte de Palesti-
na en Estado judío, sino también el sionismo místico-religioso de Scholem
que tampoco veía con buenos ojos el sionismo político y sólo defendía la
tierra de Palestina como lugar de cultivo de las tradiciones judías. Como
escribe Daniel Barreto en su tesis sobre Rosenzweig:
El exilio estaba en el principio mismo de la constitución del pueblo judío
como tal. Es tan antiguo como el pueblo mismo. Abrahán es un emigrante
y, como subraya Rosenzweig en La estrella de la redención, su instalación en la
tierra no equivale nunca a posesión de la tierra [...] Rosenzweig reivindica las
fuerzas de la diáspora como preservación del alma judía. Esa tendencia fun-
damental del alma judía es la que, en su opinión, ha hecho perdurar al pueblo
judío durante siglos (Barreto, 2013, 288-289).

Esta posición le lleva a un duro enfrentamiento dialéctico con Scho-


lem, partidario de un sionismo no tanto político como espiritual, con-
vencido de que sólo en Palestina (y no en Alemania, por ejemplo) cabía
esperar un renacimiento del judaísmo. Pues bien, para Rosenzweig el sio-
nismo supone una «normalización» del pueblo judío y eso es tanto como
anunciar su defunción4.
Ahora bien, esa posición, compartida por muchos intelectuales
—Walter Benjamin sin ir más lejos— es alcanzada en su línea de flo-
tación por la experiencia de la Shoah. No parecía posible llevar una
existencia pacífica en Estados ajenos. Como dice Ricardo Forster, «con
la Shoah y con la creación del Estado de Israel la diáspora quedó gi-
rando en el vacío, profundamente vaciada su memoria y fragmentada
su identidad» (Forster, 1997, 21).

El exilio republicano al que pertenece el judío Max Aub no es ajeno a


esta historia. Aub es uno de los perdedores de una guerra civil que tiene,
sin embargo, una dimensión mundial porque los bandos que se enfrentan

4. A este episodio se refiere Mosès 1992, 239-259, señalando una rectificación poste-
rior de Scholem que daba de alguna manera la razón a Rosenzweig. También Barreto señala
en su excelente tesis doctoral un intento de Rosenzweig por comprender el sionismo, siem-
pre a condición de que sepa distinguir entre el Estado que construya y el Estado judío por
venir pues, de lo contrario, Israel sería «un pueblo entre los otros sin que ninguna particu-
laridad nos distinguiese», y cita «Über jüdisches Volkstum» de Rosenzweig (1937, 26‑28).
Véase en el capítulo V de la citada tesis el epígrafe «Una conciencia que juzga la historia uni-
versal». No parece que los hechos hayan confirmado esas expectativas.

188
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

—República y fascismo— representan las mismas ideas que protagoniza-


rán la Segunda Guerra Mundial. Estos exiliados republicanos tienen en
general una relación material y no simbólica con España: quieren volver.
El término que se inventa José Gaos para definir al exiliado republicano
—transterrado— expresa bien esa relación material con la tierra, aun-
que esa tierra sea ahora nueva, México. Otra cosa será cuando vuelvan
a la tierra de la que partieron, España, y no se reconozcan en ella, ni ella
les reconozca porque han cambiado ellos y sobre todo su tierra.
Max Aub es uno de esos exiliados. Corre por sus venas sangre alema-
na, por padre, y judía, por madre. Quiere ser escritor pero entendiendo la
literatura como expresión de un intelectual, alguien «para quien los pro-
blemas políticos son ante todo problemas morales»5. Los acontecimien-
tos que le atraviesan vitalmente van a conformar su identidad. Socialista
desde 1929, se implica en la defensa de la República y queda marcado
por la Guerra Civil. Se refugia en París, siendo internado en un campo de
concentración del que partirá hacia México. Treinta años de exilio. Mue-
re en 1972.
Dicen que su escritura está marcada por la experiencia de su tiem-
po, por eso la llaman «realismo testimonial», como si fuera un testimonio
de los padecimientos y esperanzas que le tocó vivir. Pero es la República
el eje de su escritura. No la República que existió verdaderamente, sino
lo que significó. No se limita a describir lo que ocurrió, sino que busca lo
que encerraba como potencial, es decir, su escritura está marcada por
la significación simbólica de la República y no tanto por su facticidad.
Para Aub la Segunda República había intentado «una síntesis de libertad
e igualdad, de cultura y justicia, de arte y trabajo y, por eso, la memoria
de aquellos días iniciales de la República fue siempre para él la experien-
cia de un paraíso vislumbrado, entrevisto, cuya pérdida no podía quedar
dulcificada por la resignación, ni por la sustitución»6. Al verla como un
símbolo ideal de la política, relativiza el significado de la derrota: era
un accidente que no podía afectar a lo esencial. Comparaba la derrota
a la expulsión del paraíso. La expulsión no significa olvido ni renuncia.
Al contrario, su memoria es un continuo peregrinar al punto de partida.
Su gran obra lleva el significativo nombre de Campos, un guiño a los
campos de concentración en los que se estaba decidiendo el destino del
pueblo judío: Campo cerrado, sobre el 18 de julio en Barcelona; Campo

5. M. Aub, «El falso dilema», en El Socialista (México) (1949); citado por Manuel
Aznar Soler en la Introducción a Aub, 2006, 21.
6. Tomado del excelente trabajo de J. L. Villacañas «Max Aub y la tragedia de la
guerra fría», manuscrito.

189
MEMORIA Y JUSTICIA

de sangre, centrado en la batalla de Teruel; Campo abierto, que reco-


ge los sucesos de 1936; Campo del Moro, en torno a los últimos días de
Madrid; Campo francés, que narra su experiencia concentracionaria, lue-
go transformado en guión cinematográfico; y Campo de los Almendros,
cuyo telón de fondo es la ciudad de Alicante, en los momentos finales de
la República.
También es autor de una importante obra teatral, en la que sobresale
San Juan, publicada en México en 1942. En la dedicatoria de la tragedia
remite el origen de la obra a una experiencia personal, cuando, «mania-
tado en la bodega de un barco francés, peor que este San Juan de mi tra-
gedia», era llevado desde el puerto francés de Port Vendrès al campo de
concentración en Djelfa. Esto ocurrió en noviembre de 1941 y la pieza
teatral fue escrita en diciembre de 1942. En España se publica en 1964 y
su primera representación tiene lugar en 1998, en Valencia. Es verdad que
no es una obra fácil de representar (más de cuarenta personajes, sin contar
los acompañantes), pero no es esa la razón de su invisibilidad.
¿De qué va la obra? Recordemos que en 1958 se publica un libro de
gran éxito, Éxodo, de Leon Uris, donde se contaba los avatares sufridos
por un grupo de refugiados judíos antes de la creación del Estado de Is-
rael. Dos años después se estrenaba la versión cinematográfica, dirigida
por Otto Preminger. Es un argumento parecido al de San Juan, pieza es-
crita quince años antes.
Cuando Aub escribe se desconocían los aspectos más tenebrosos del
holocausto, aunque el antisemitismo de la época era de por sí harto elo-
cuente. La obra, San Juan, es la historia de un grupo de refugiados ju-
díos que han huido de Alemania. Logran fletar un barco, antes dedicado
al transporte de animales, para arribar a algún puerto del Mediterráneo.
Mientras esto ocurre, el barco se convierte en un universo cerrado en el
que afloran todos los conflictos imaginables en un marco reducido de con-
vivencia. El barco se convierte en lugar de estudio de las pasiones y emo-
ciones humanas: esperanzas, desesperanzas, miedos, amor y odio, egoís-
mo y humor… «Llevamos tres meses a bordo del San Juan», dice Efraim
a su novia Raquel, «tres meses de angustia, suciedad y hasta de hambre…
Sin embargo, temo desembarcar. Aquí me quieres, aquí te tengo, pero
¿y fuera?» (Aub, 2006, 109). El hermano de Raquel, judío como ella, no
aprueba ese noviazgo porque Efraim es también judío. Lo que desea para
él y para su hermana es «olvidar la sangre que Dios nos ha dado, ese Dios
para todos que dicen que tus abuelos inventaron. Ese Dios no ha traído
más que persecución y muerte, siempre huyendo, como nosotros».
No dominan los afectos projudíos, ni entre los que van a bordo. En
un momento determinado, alguien, Leva, se enfrenta a los padres judíos,

190
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

Chene y Lía, que se oponen a la boda de su hija con un gentil. Y les dice a
modo de reproche: «La misma intolerancia que os echó de Colonia… Por
el mismo motivo, por las mismas razones… ‘No consentiremos que nues-
tra sangre se mezcle con otra impura’. ¿No les suena?» (Aub, 2006, 120).
En ese mundo de pasiones presentes y pasadas, de miedo y de egoísmo,
sólo un joven está decidido a jugársela y a luchar. Es precisamente un jo-
ven comunista… aspecto este que bien señaló Haro Tecglen cuando el es-
treno de Valencia. Observa que es la célula comunista del San Juan la que
lucha contra el pesimismo y se expone a muchos riesgos para buscar la
salvación. Max Aub era socialista y estaba próximo al comunismo, como
Bergamín, un católico de izquierdas que decía a los comunistas: «Estaré
con vosotros hasta la muerte, pero ni un paso más allá». Tecglen aprove-
cha ese tardío momento de 1998 para recordar que «hubo un tiempo en
el que el comunismo era no sólo honorable, sino abnegado, heroico. El
‘partido de los fusilados’ se llegó a llamar en Europa…»7.
El segundo acto está dominado por la negativa de las autoridades pa-
lestinas para desembarcar. Carlos, el hermano de Raquel, que ha inten-
tado escapar solo, es devuelto al barco en un estado lamentable y allí lanza
un duro alegato contra los de su raza:

¿Qué? ¡Ahí estáis todos, como borregos! ¡Os vais a dejar llevar de nuevo al
matadero! Porque vamos a levar ancla con el día. Si no lo sabéis os lo digo yo.
Ningún país quiere nada con nosotros. El mundo es demasiado pequeño. No
hay sitio: han puesto el cartel de completo. Y sois los más aquí a bordo, y ha-
rán con vosotros lo que les dé en gana. ¿No sentís vibrar vuestros puños?
Estáis todos muertos, montón pestilente. Cadáveres hediondos, putrefactos…
¿Hasta cuándo? ¿No hay nada en vosotros de la semilla de los hombres? ¡Ju-
díos habíais de ser, despreciables! ¿Qué esperáis para coger el timón? ¿Qué
esperáis para haceros con el barco? Un solo verdugo basta para conduciros
a la muerte… (Aub, 2006, 144-145).

Lo que busca Carlos es provocar la rebelión. Sólo unos pocos deci-


den pasar a la acción (desembarcan para luchar en España) y se salvan…
Pero ahí aparece la anciana Esther para abortar toda esperanza recordan-
do la historia de sufrimientos de su pueblo.
El tercer acto confirma los peores presagios. El barco se ve envuel-
to en una fuerte tormenta que lo lleva a pique. El único consuelo que les
queda en los últimos momentos es de nuevo la religión de sus padres, la
misma que los ha convertido en perseguidos. Cuando todo se acalla, se

7. E. Haro Tecglen, «Escáner: Max Aub, Wittgenstein», en «Babelia», El País, 6 de


abril de 1998, p. 16.

191
MEMORIA Y JUSTICIA

oye la voz del rabino recitando el Libro de Job y los Salmos. Luego todo
es muerte. El mismo barco que les había servido para huir se convierte
en su tumba.

Lo que Aub persigue con su obra es retratar el naufragio del ser humano
en aquellos tiempos. No es una obra maniquea en la que los buenos fue-
ran de un bando y, los malos, del otro. Son los aliados, los salvadores
del nazismo, los que se niegan a dar asilo a las víctimas de los nazis. Ni
siquiera en Palestina quieren recibirles. Una cosa es la causa de la guerra
y otra, la del hombre abandonado.
La acción tiene lugar en 1938, año de la batalla del Ebro, año tam-
bién de la Noche de los cristales rotos. Pero la obra es menos una crónica
que un adelanto.
No es una obra sobre Auschwitz, que en ese momento no existía como
campo de exterminio. Aub supo después de esta tragedia y, pese a ello,
declaró que no hubiera cambiado gran cosa del planteamiento porque lo
que él perseguía era exponer el naufragio de la virtud humana en su tiem-
po8 y la experiencia que le tocó vivir fue ya un buen banco de pruebas.
Es una tragedia muy especial pues en ella se puede burlar al destino.
Late en su interior un humanismo socialista que confía en que siempre se
puede hacer algo. No todos mueren, por ejemplo. La fatalidad antigua,
como determinista de los males, es sustituida por causas de las que de algu-
na manera se puede escapar: el poder del mar y la ceguera de los gobiernos
democráticos. Leva: «Siempre se puede hacer algo, sea donde sea», porque
siempre se puede hacer más y si no se hace aparece la crítica moral.
El fracaso del hombre se escenifica en el destino del pueblo judío,
pero eso no significa que sea complaciente con los judíos. «Los pinta»,
dice Octavio Paz, «como son y no hay piedad en su retrato». Digamos,
más bien, que ahí aparecen cargados con todos los tópicos del tiempo:
avaros, calculadores y proféticos. El autor tiene en cuenta el antisemitismo
ambiental al que no parece escapar el propio Paz.
Aub visita Israel de noviembre de 1966 a febrero de 1967. En su dia-
rio deja constancia de su amargura:

Releo el San Juan para la edición de Aguilar. Comprendo por qué no les gusta
ni les puede gustar a los israelís, a los judíos de aquí —a los que sean sionis-

8. «San Juan representa todavía la idea que tengo de la literatura de mi tiempo; no


pasa ni puede pasar de ser crónica y denuncia», citado por Aznar Soler, en Aub, 2006, 21.

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DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

tas y a los que no— pero no me importa: tengo razón, tengo la razón… Los
judíos no son lo que piensan ellos sino lo que los demás piensan que son…
Los judíos somos lo que piensan los demás que somos fuera de Israel. Pero
¿qué es Israel? Ni ellos mismos lo saben. Eran internacionalistas y se vuel-
ven nacionalistas; eran inteligentes —hay pruebas— y se vuelven tontos. El
día de mañana, si ya no es un hecho, habrá israelís y judíos. Y «se darán en
la torre» (la de Jericó, claro está) (Aub, 2006, 58).

En estos comentarios recurre a la tradición diaspórica para atacar al


israelí, llegando a proponer una distinción entre el judío (ligado a la tradi-
ción diaspórica) y el israelí (que ha optado por el nacionalismo sionista).
Definir al judío por el reconocimiento de los demás, por la idea que tie-
nen los demás de los judíos fuera de Israel, remite a Sartre, al que él por
cierto rechaza.
Para valorar esta dura crítica al israelí, téngase en cuenta el hecho de
que no quisieron representar su San Juan:
¡Cómo iban a representar esa obra! ¡Qué ceguera la mía! ¡Qué infantilismo!
Ahí se quedará sin montar, pero no me importa. No la tocaría una letra por
nada del mundo, pero así veíamos —veía yo— el problema. Y no miento.
Ahora bien: los del San Juan tal vez eran como los que hoy pueblan Tel Aviv.
Pero ni importa. No sólo de judíos está hecho el mundo sino también de los
que los están mirando (Aub, 2006, 59).

¿Hubiera cambiado de idea si hubiera escrito unos meses más tarde,


después de la guerra de los Seis Días? Quizá, sí. Ahí se puso de manifiesto
que los de Tel Aviv no eran como los del San Juan: ¡lucharon!
Ese barco lleno de judíos es una metáfora de la Segunda República.
La acción se sitúa en 1938 y en ese momento el destino de la República
española es el mismo que el de los judíos del barco, señala Muñoz Molina
(2003). En ese momento Hitler no ha desencadenado aún la guerra pero
el instinto judío de su autor le permite adelantar que lo que va a ocurrir
con ellos, está ocurriendo de alguna manera con la República. Es hora,
por tanto, de definir su lugar en el mundo, el del judío, el del republica-
no, el del ciudadano.

¿Exilio o diáspora? Hay, desde luego, exilio, impuesto por la derrota.


Como todo exiliado, Aub quiere volver en un primer momento a su tierra.
Está aún lejos de la relación simbólica con la tierra y ni siquiera está dis-
puesto a aceptar una tierra de sustitución. Tiene conciencia de la transito-
riedad de su existencia como exiliado. La vuelta es posible y deseable.

193
MEMORIA Y JUSTICIA

Pero reflexionando sobre la experiencia del exiliado que es, descu-


brirá su ser diaspórico. Es un español nacido de padres extranjeros y en
París, siempre a cuestas con un acento que le delata. No hay manera de
que le reconozcan como de casa, castizo:

Qué daño me ha hecho en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna par-


te… En estas horas de nacionalismo cerrado, el haber nacido en París, y ser
español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de ori-
gen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con este acento francés
que desgarra mi castellano ¡qué daño no me ha hecho! (citado por Muñoz
Molina, 2003, 45).

Cuando vuelve a España constata que no le reconocen, ni él conoce


España. Descubre entonces que siempre fue un extraño. En el curricu-
lum vitae que escribió deja constancia de que siempre estuvo en exilio,
marginado. Lo que pasa es que ahora elabora esa memoria y encuentra
un nuevo sentido a la marginalidad que ha padecido. El margen puede
ser un lugar privilegiado para realizarse como ciudadano y hasta para sal-
varse, como ocurre con esos jóvenes que se echan al mar y se van a luchar
a España porque, aunque no sean españoles, la causa sí es suya. Serán los
únicos que se salven.
El paso del exilio a la diáspora consiste en la transformación del con-
cepto de ciudadano. El ciudadano moderno lo es de un Estado-nación
porque se define por la sangre y por la tierra. Eso connota de entrada ex-
clusión de los que no son de la misma sangre y de la misma tierra, dando
origen a la dialéctica amigo-enemigo que, según Carl Schmitt, es la quin-
taesencia de la política estatal.
Esto es viejo. Lo nuevo es que el judío experimenta en el hitlerismo
esa exclusión como negación total. Para el nazi el judío no es que no sea
ciudadano alemán, es que no puede ser ciudadano.
La experiencia de Auschwitz permite preguntarse por qué no pensar
la ciudadanía desde la exclusión, es decir, desde otro lugar que la sangre y
la tierra. A esa pregunta responde la figura de la diáspora. Lo que la carac-
teriza es, según hemos visto, una relación simbólica con la tierra, la len-
gua y el templo. Mientras estuvo en Israel el judío cifraba su identidad
en habitar la tierra de Israel, en hablar la lengua hebrea y en disponer de
un único templo donde se rendía culto al Dios verdadero. En el exilio,
los profetas no renuncian a esos elementos identitarios pero los entien-
den de otra manera: Israel no es la tierra en la que vivieron sino una tierra
nueva; el hebreo no será su lengua de uso, sino una lengua ritual, santa;
también se transforma el espacio cultual que no será físico sino tan es-
piritual como el que resulte del encuentro entre judíos.

194
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

La consecuencia inmediata de este planteamiento es que el judío vivi-


rá en cualquier otro lugar sin identificarse del todo. Hablará otra lengua
pero volverá a la suya en los ritos. Será de cualquier sitio y de ninguno.
Como dice Rosenzweig: «Esta distancia respecto a su tierra y a su lengua
hace del pueblo judío el pueblo menos instalado en el mundo y el más en-
raizado en sí mismo» (cf. Mosès, 1982, 187). Este enraizamiento no hay
que entenderlo como ensimismamiento. Es más bien una forma de ex-
presar la idea de que la identidad no nos la dan elementos tan materiales
como la sangre y la tierra, sino que es creada desde la libertad que opera
sobre esos elementos materiales, es decir, desde la tradición viva9.
La diáspora es un exilio que elabora ese modo provisional de exis-
tencia (la del exiliado) como una forma estable de ciudadanía. Es desde
luego una forma cosmopolita pero no abstracta (como la que se camufla
en el cosmopolitismo de quien dice «no soy de ningún lugar»). Uno es es-
pañol o argentino pero sólo parcialmente. Puede ser de varios lugares y
eso, ser de varios lugares, es no ser de ninguno totalmente.
Esta reserva simbólica del ser diaspórico con respecto a la ciudada-
nía convencional pone de manifiesto su gran diferencia. Al ciudadano que
emerge del exilio no le llama la tierra. Y no es que carezca de tierra. Lo
que pasa es que la suya es santa, es una tierra prometida. ¿En qué se tra-
duce esa santidad? «La santidad de la tierra», dice Rosenzweig, «la pre-
serva de que él se apodere sin más de ella cuando podía haberlo hecho.
Y aumenta su nostalgia por el país perdido hasta lo infinito, y hace que
en adelante ya no se sienta plenamente en casa en ninguna otra tierra»
(Rosenzweig, 1997, 358). Nunca entregará su identidad a la del lugar
en que se encuentre, por muy a gusto que ahí se encuentre. Ahora bien,
si su tierra verdadera es santa, entonces la tierra que habita es profana.
No merece morir por ella; al contrario, la tierra debe estar al servicio de
la vida. «El exilio como actitud significa el no estar dispuestos a colocar
la tierra por encima de la vida», dice Mauricio Pilatowsky (2008, 170).
Este juego entre tierra y vida lo expresa Franz Rosenzweig en unos tér-
minos que pueden llevar a error por el sentido específico que él da al tér-
mino «sangre». Dice Rosenzweig, en efecto, que «nosotros sólo confia-
mos en la sangre y dejamos la tierra; economizamos pues el precioso jugo

9. Quizá apunte María Zambrano en la misma dirección cuando plantea el sueño


como respuesta a la renuncia de todo proyecto de vida, tal y como señala Francisco Mar-
tín (Zambrano, 2000, 37). En su ensayo «Los sueños en la creación literaria: La Celestina»,
Zambrano entiende por sueño la decisión libre que, como en el caso de Melibea y Calixto,
trasciende todas las convenciones racionales, morales o legales de su tiempo. La particula-
ridad de esa decisión es que su consumación o ejecución coincide con la consumición o
sacrificio. Una cita pues de eros y tánatos.

195
MEMORIA Y JUSTICIA

de la vida, que nos ofrecía la garantía de la propia eternidad, y fuimos


los únicos entre todos los pueblos de la tierra que separamos lo que es-
taba vivo en nosotros de toda comunidad con lo muerto» (ibid., 357). La
sangre no está ahí por la raza sino por la vida que se opone a lo muerto,
es decir, a la tierra y a la raza.
Este nuevo ciudadano, forjado en el exilio, que no puede programar
su vida como los demás porque carece de la necesaria complicidad social
para llevarlo a cabo, está remitido a sus raíces. La raíz es más que el yo. Es
la tradición viva, el sustrato patrimonial que lo sustenta. El yo tiene que
hacerse cargo de esas raíces. Su autonomía o libertad no tiene sentido al
margen de esa responsabilidad. El yo tiene que cargar con la promesa que
le precede y de la que él será memoria. Esta remisión a algo más grande y
previo a uno mismo contraviene el supuesto más definitivo del sujeto ilus-
trado y del sujeto político democrático, a saber, su autonomía, que es in-
condicionada y soberana. Nada hay que pueda condicionar la libertad de
los individuos en la toma de decisión. Pues bien, las raíces del ciudadano
diaspórico obligan a revisar esa autonomía o soberanía porque ese sujeto
nace con una responsabilidad. Es memoria y eso significa que tiene que ca-
sar el concepto moderno de autonomía con el de duelo por los sufrimien-
tos causados por el presente, que es el nuestro, y con el de deuda respecto
a las víctimas marginadas sobre las que se ha construido la historia.
No es habitual que un exiliado español dirija su mirada al destino ju-
dío. Para el español, como para cualquier europeo demócrata de la época,
el problema era el fascismo y no el destino del judío. Aub es una excepción
porque une a su sensibilidad republicana la percepción de la gravedad
del crimen contra los judíos. San Juan simboliza ambas tragedias: el relato
sirve para expresar la soledad y abandono de la República por parte de
las potencias occidentales, las mismas que no quieren saber de los judíos
del barco. Su autor era un exiliado que daba una interpretación materia-
lista a la relación simbólica con la tierra (experimentar el abandono de
propios y extraños) y un judío de la diáspora que hizo de la República
algo más que un campo de batalla por la libertad aquí y ahora. En Max
Aub se funde la interpretación materialista de la diáspora con la visión
simbólica del exilio.
La pieza teatral San Juan pasó desapercibida. Max Aub fue persegui-
do por los vencedores y se sintió ignorado por los propios amigos. Ber-
gamín se negó, por ejemplo, a publicarle su San Juan; y él añadía con
desencanto que «ni Losada, ni Calpe, ni Porrúa, ni nadie jamás ha queri-
do publicar un libro mío». Como dice Muñoz Molina: «Fue un novelista
sin lectores, dramaturgo sin teatro y sin público, colaborador de revistas
que nadie leía, escritor de diarios en los que simultáneamente se revela

196
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

y se esconde, se confiesa y guarda silencio». Quizá tenga que ver este fra-
caso con la singularidad de su punto de vista. Encarna la figura del testigo
interesado pero sin compromisos que ve más que los propios implicados.
No será bien recibido.

María Zambrano, que no es judía, ofrece una visión del exilio que coin-
cide en sus grandes rasgos con lo que el judaísmo entiende por diáspora.
Para empezar, llama a su exilio diáspora: «La derrota que dio origen al exi-
lio mío y de millones de gentes […] fue diáspora», dejó dicho10. Y es que
la experiencia de exiliada que le tocó vivir no tenía que ver con la del re-
fugiado que nunca se va de su patria11, ni tampoco con la del desterrado,
que siempre piensa en volver. Ella fue obligada al exilio, descubriendo en
ese exilio forzado su verdadera patria, a saber, ser exiliada. Inició el exilio
pensando que llevaba consigo la auténtica historia de su país, esa que fue
hurtada a los vencedores que se quedaron dentro. Pero lo realmente valio-
so no fue lo que se llevaba sino lo que encontró en el exilio.
Zambrano reflexiona toda su vida sobre esta singular experiencia, de-
jando apuntes de hondura y originalidad innegables. Un hito importante
de esta reflexión es la «Carta sobre el exilio»12, escrita en 1961, y dirigida
a amigos, a jóvenes inconformistas, que dentro de España se enfrentaban a
la dictadura. Esos jóvenes antifranquistas han caído en lo que ella llama el
«positivismo abhistórico» que no deja sitio a lo ausente. Estamos hablando
de la autoridad propia de lo que ha llegado a ser (y del desprecio ontológi-
co a lo que se ha quedado en el camino). El pasado, todo el pasado derro-
tado, debe ser «echado al olvido» porque resulta una hipoteca tan pesada
que no es posible con ella la convivencia. Opinan que son los hijos de la
guerra y no los padres los que tienen cartas que jugar. Mucho más impor-
tante que lo que los protagonistas de los dos bandos enfrentados tengan
que decirnos o haya que decirles, es lo que se digan en la misma España
los hijos de los vencidos y de los vencedores. Otro aspecto de ese «posi-

10. Quiero agradecer a Juan Fernando Ortega Muñoz y a la editorial Anthropos que
me hayan permitido conocer el manuscrito María Zambrano. El exilio como patria, ed., in-
trod. y notas de J. F. Ortega Muñoz, en fase de impresión. Es una impagable clarificación
del pensamiento de María Zambrano sobre el exilio que debería ser definitiva en el debate
español sobre la memoria histórica. Citaré el texto como Ortega, 2013.
11. «El refugiado se siente más fiel a su tierra que nunca, que nadie», en Ortega,
2013, 104.
12. En Cuadernos por la libertad de la cultura (París) 49 (1961), pp. 65-70. También
en Ortega, 2013, 49-64.

197
MEMORIA Y JUSTICIA

tivismo abhistórico» es que el único suelo sobre el que puede construirse


la historia, incluida una historia nueva que supere el pasado, es la España
que existe, que es la España de los vencedores.
Ante semejantes tesis, Zambrano se siente obligada a intervenir para
evitar que los jóvenes repitan errores del pasado13. Lo que tiene que de-
cirles es que el exilio no es un accidente en nuestra historia sino la forma
hispana de construirla. Eso es lo que ha aprendido el exiliado y quiere co-
municarles. «Somos memoria», les dice, del exilio, de los exilios que han
jalonado la historia española. La memoria del exiliado es, en efecto, con-
ciencia de la violencia sobre la que se ha construido España. Lo que sabe el
exiliado y no puede olvidar es que «la historia de España está desde siglos
como encantada ante un umbral, el de la guerra civil […] Sobre la figura
del exiliado se han acumulado todas las guerras civiles de la historia de
España. Por todas ha tenido que ir pasando: todas las ha tenido que ir des-
granando, hasta descubrir algunas no declaradas» (Zambrano, 1961, 70).
Lo grave de esta historia es que pensábamos superar esta historia de
violencia, olvidando. Vana empresa, pues «la verdad es todo lo contrario
[...] Lo pasado, condenado a no pasar, se convierte en un fantasma. Y los
fantasmas, vuelven» (ibid.). Para desactivar la historia, hay que hacerle
frente y entrar a fondo en el significado de los enfrentamientos. Ese es
el rescate de la memoria. Lo que Zambrano propone es mirar de frente
ese pasado doloroso y así rescatar la parte pendiente del mismo, a saber,
el sufrimiento olvidado. Para explicar el alcance político de esa mirada al
pasado oscuro, Zambrano evoca el verso de León Felipe: «Toda la sangre
de España por una gota de luz». Esa luz es la que proyecta la experien-
cia del exiliado. Si conseguimos que esa luz ilumine nuestra historia, «no
será ya necesario que vuelva a correr la sangre». Ese es su primer mensaje:
«Somos memoria que rescata» (ibid., 69).
La segunda palabra que quiere dirigirles se refiere a la ubicación de
la verdadera patria. Ella empezó el exilio pensando que llevaba consigo la
auténtica historia de su país, esa que les era hurtada a los vencedores que
se quedaban dentro. Pero pronto descubriría que el exilio es un proceso
radical de desprendimiento. Para empezar, la radicalidad del éxodo. El
exiliado deja atrás un mundo que nunca más volverá a tener. Es la irrever-
sibilidad del paso de la frontera14. Aunque vuelva, nunca más recupera-

13. En la medida en que muchos de esos jóvenes a los que iba dirigida la carta prota-
gonizaron luego la transición política bajo el signo del olvido o del «echar al olvido», que
tanto da, hay que reconocer la perspicacia de Zambrano.
14. «Ya nunca más se repasaría esa frontera o todo lo más se repasaría sin volver nun-
ca a recuperar la situación que se perdía en ese momento» (cit. en Ortega, 2013, 19 s.).

198
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

rá lo perdido. Sin tierra y sin mundo con el que identificarse15, el exilia-


do está obligado a repensar su lugar en el mundo, es decir, a repensar el
concepto de patria. El exilio es, dice ella, «el lugar privilegiado para que
la Patria se descubra». Contra lo que pudiera parecer, la patria, la «patria
verdadera», se descubre al perder la patria de toda la vida. Quien quiera
adentrarse en esa nueva forma de patriotismo tiene que entender que «la
patria verdadera tiene por virtud crear exilio»16. No es pues el exilio una
circunstancia que ha llevado al exiliado a profundizar en el concepto de
patria, sino que la patria verdadera convierte a su habitante en un exilia-
do. ¿No dijo Bloch que la patria de uno es haber ido?
Esa nueva patria sólo aparece al final de un proceso de desprendi-
miento radical. Ese abandono es externo e interno. Francisco José Mar-
tín ha señalado oportunamente17 cómo el republicanismo español en el
exilio había acariciado largamente la idea de una restauración del orden
democrático en España tras la victoria de los Aliados, pero «pronto des-
cubrieron que fue una ilusión y que ellos, los republicanos españoles en el
exilio, fueron, en verdad, los únicos derrotados en las dos guerras» (Zam-
brano, 2000, 34). Si muchos habían vivido el exilio como una circunstan-
cia provisional, pronto descubren que aquello era irreversible: «Habían
quedado al margen de la historia: en España se les negaba y en Europa se
les olvidaba» (ibid., 36). Eran los únicos que habían perdido en el frente
de los enemigos fascistas y en el de los amigos antifascistas.
Abandono también interno. Sin circunstancias que se lo permitan, el
exiliado interioriza que carece de un proyecto de vida propio y, por tan-
to, que carece del futuro que proporciona el proyecto de vida. Cuando
el exiliado ha perdido todo, la guerra, la tierra, su lugar en el mundo;
cuando ya se sabe sin patria, más aún, cuando «ha dejado de buscarla»
porque en el abandono en que se encuentra no hay lugar para la búsque-
da, entonces se le revela la verdadera que no está conformada por tierra,
lengua, relaciones o tradiciones, sino por haberse ido de todos esos lugares
y establecer una nueva relación, esta vez simbólica, con la tierra, la lengua
y las tradiciones. El exiliado queda enraizado en sí mismo y eso le permite

15. «Falta ante todo al exiliado el mundo, de tal manera es así que no sólo se es exi-
liado por haber perdido la patria primera, sino [por] no hallarla en parte alguna. Sólo tie-
ne, pues, horizonte» (cit. en Ortega, 2013, 90).
16. El exilio «es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma
se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla... cuando ya se sabe sin ella, sin pade-
cer alguno, cuando ya no recibe nada, nada de la Patria, entonces se le aparece... Tiene la pa-
tria verdadera por virtud crear exilio... de aquellos que, por haberla servido aún mínimamen-
te, han de irse de ella... Es ante todo ser creyente el exiliado...» (cit. en Ortega, 2013, 115).
17. En su enjundiosa introducción a Zambrano, 2000.

199
MEMORIA Y JUSTICIA

irse de cualquier lugar o estar en cualquier lugar pudiéndose ir. Zambrano


entiende el exilio como Franz Rosenzweig la diáspora.
La elaboración del pasado fratricida que Zambrano propone con su
invocación de la memoria es la resignificación del concepto de patria.
Pero ¿podemos, los que no hemos hecho la experiencia del exilio, tomar
en consideración ese concepto de patria? Y más aún, ¿puede un pueblo to-
marse en serio una idea de patria que acaba con todas las patrias? María
Zambrano está convencida de que su concepto de patria es universalizable
porque «todo hombre es un exiliado». Evoca el mito de la expulsión del
paraíso para señalar que «fuimos arrojados de esa primera patria para rea-
lizarnos como hombres» (Ortega, 2013, 26). Como dice Jacob Taubes, la
historia del hombre comienza el octavo día de la creación, el día que el
hombre hace uso de su libertad, y lo que ahí tiene lugar es una expulsión
que no ha acabado. En el fondo de nuestra condición humana hay un
desconocido, que somos cada uno de nosotros, cuyo es «no tener lugar
en el mundo, ni geográfico, ni político, ni ontológico. No ser nadie, ni un
mendigo: no ser nada». El exiliado «anda fuera de sí al andar sin patria ni
casa. Al salir de ellas quedó para siempre fuera» (ibid., 31 y 32).
Antolín Sánchez Cuervo se ha aproximado a esta intuición zambra-
niana de que el exilio es un momento de verdad de la existencia huma-
na, señalando cómo el exilio de 1939 enriquece la mirada del filósofo.
Unos, como Eduardo Nicol, redescubren críticamente el descubrimien-
to de 1492, lamentando «el retraso en el hallazgo»; otros, como Joaquín
Xirau, detectan la gravedad de la derrota española y por eso avisan de la
tragedia universal que se prepara; alguien tan chapado a la alemana como
José Gaos descubre la riqueza del ensayo, inaugurando una pista que lle-
va al pensar en español (cf. Sánchez Cuervo, 2008). A diferencia de otros
muchos intelectuales europeos que siguieron filosofando sin dejarse inter-
pelar por las graves circunstancias históricas, estos exiliados sí se sintie-
ron sacudidos por la barbarie totalitaria (Sánchez Cuervo, 2010, 12). A
pesar de todo hay que reconocer que la idea de que «el exilio es una di-
mensión esencial de la vida humana» va a contracorriente de la tradición
política occidental que ha hecho del ciudadano estatal —contrafigura del
exiliado— su gran invento. Para esta tradición el exilio es el gran fraca-
so del ser humano que se queda sin Estado propio. Recordemos lo que
decía Aristóteles del apolis: o menos o más que hombre, pero no ser hu-
mano. Pero entonces ¿cómo presentar como logro espiritual (liberarse de
la patria carnal) lo que es un fracaso histórico (ser expulsado de tu tierra)?
Zambrano es consciente de lo absurda que puede ser la idea de que «el
exilio es una dimensión esencial de la vida humana», dado el sufrimien-
to que ha provocado, de ahí que se contenga —«el decirlo me quema los

200
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

labios, porque no querría que volviese a haber exiliados»—, pero lo man-


tiene porque ahora estamos hablando de un nuevo modo de ser en la
historia, libremente asumido18.
Zambrano arriesga mucho cuando afirma que el exilio es la forma de
existencia más propia del ciudadano. No se pretende desde luego abogar
en favor de que todo el mundo pase por las penas del exilio, sino más bien
reconocer que el exilio «nos ha pasado». Detrás de nuestra existencia es-
tán muchos exilios. Sobre ellos hemos constituido una forma amnésica
de ciudadanía. Cuando reflexionamos críticamente sobre este hecho, ten-
demos a pensar que la superación del exilio consiste en universalizar la
figura del ciudadano ya existente. Que todo el mundo disfrute de los de-
rechos y beneficios que tienen los ciudadanos de los Estados que reco-
nocen la ciudadanía.
Y ese es el problema o, mejor, ese es el error. Si hay exilio no puede
haber universalidad ciudadana por expansión de la ciudadanía de los ya
ciudadanos, sino que la ciudadanía universal debe ser pensada desde la
negación de esa ciudadanía, tal y como propone la exiliada Zambrano.
¿Por qué? ¿Qué fuerza oculta tiene el exiliado que no tenga el ciudadano?
¿O qué debilidad congénita tiene el ciudadano que le impide colonizar el
mundo con la benemérita ciudadanía? Su debilidad congénita es que este
ciudadano ha convivido y convive sin problemas con la negación de la ciu-
dadanía de otros en su propio país o allende del mismo. Una ciudadanía
así tiene que ser de baja calidad.
El destino de Matès Jablonka puede ilustrar bien esta sospecha. Se
trata de un judío polaco que a primeros de los años treinta se hace co-
munista. Para un joven judío, habitante de uno de esos shettel dominados
por la ortodoxia, esa militancia conllevaba una (auto)exclusión de su co-
munidad de origen y, también, un desafío a las autoridades nacionalistas
polacas que se pagaba con la cárcel. Matès fue condenado a cinco años de
prisión. Cuando sale, en 1937, decide abandonar Polonia. Obtiene un pa-
saporte «válido para una única salida al extranjero», es decir, sin retorno,
y unos visados para Alemania, Checoslovaquia y Bélgica que le permiten
el tránsito pero no la permanencia. Deja, pues, Polonia sin regreso po-
sible pero condenado a la ilegalidad de por vida pues sus visados son de
tránsito. Sale legalmente de Bélgica y entra clandestinamente en Francia
donde es tratado como un delincuente. Acosado por la policía sobrevive
gracias a la solidaridad de otros marginados, hasta que en la redada del

18. «Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero el decirlo me
quema los labios, porque no querría que volviese a haber exiliados, sino que todos fuesen se-
res humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio» (cit. en Ortega, 2013, 122).

201
MEMORIA Y JUSTICIA

Vél d’Hiv, en febrero de 1943, es capturado por la policía francesa, junto a


otros 12 883; son entregados a los nazis que ocupan Francia y deportados
por estos a Auschwitz donde son poco después asesinados. La memoria de
este Jablonka y de su esposa, Idesa, ha sido reconstruida por un nieto, hoy
historiador francés, que abre graves interrogantes a lo largo de su conmo-
vedora búsqueda sobre el tema que nos ocupa (Jablonka, 2012). En esos
escasos cinco años que pasan en Francia, esta joven pareja que ha desafia-
do la ortodoxa judía y los primeros brotes fascistas, pagándolo con una se-
vera cárcel, y que huye al país de los derechos humanos, resulta que hace
la experiencia de un partido comunista francés que persigue a los ilegales
y de un gobierno francés que colabora con los nazis en la expulsión de los
judíos. Sobreviven ese tiempo gracias fundamentalmente a la solidaridad
de otros ilegales a los que hoy se venera como héroes. Hoy, héroes, pero
ayer se les negó la ciudadanía. ¿Cómo valorar esa ciudadanía, asentada en
bases legales comunes a las que siguen rigiendo, que pudo disfrutar sus de-
rechos mientras los supuestos legales de la misma mandaban a la cámara
de gas a aquellos que, como Jablonka, no reunían las condiciones que esa
legalidad había impuesto?
Hay que buscar otra forma de entender la ciudadanía y esa nos lleva
camino del exilio. ¿Qué significa eso realmente? En primer lugar, reco-
nocer que el exiliado se sabe sujeto de todos los derechos cívicos nega-
dos por el Estado. Esa conciencia, que es irrenunciable e innegociable, le
lleva a cuestionar la naturaleza del Estado, que se erige en propietario de
la pertenencia al mismo. Quien ha visto el alcance perverso de esa pre-
tensión del Estado ha sido Hannah Arendt. Me refiero a la última página
de su polémico libro Eichmann en Jerusalén. Aunque fue muy crítica con
las formas de ese proceso, no se privó al final de formular su acusación:
Eichmann y los suyos fueron reos de lesa humanidad porque llegaron a
pensar que podían escoger con quién cohabitar la tierra. Nadie tiene el
poder de hacer tal elección porque aquellos con quienes cohabitamos la
tierra nos vienen dados antes de toda opción. Si lo hacemos, destruimos
la condición de posibilidad de la vida política (Arendt, 2011, 405 s.)19.
Entiéndase bien: uno puede ir a vivir donde le plazca; lo que no puede es
decidir que el vecino se vaya. La solemnidad y severidad de su juicio se
entiende si tenemos en cuenta sus consecuencias: si esgrimimos el dere-
cho a decidir quién sea nuestro vecino, podemos volverle la espalda o
quitarle de en medio si no nos gusta. Y fue lo que ocurrió en la Alema-
nia nazi y antes en la España de los Reyes Católicos.

19. Agradezco a Tomás Valladolid las muchas sugerencias que me ha proporcionado


sobre este particular.

202
DEL EXILIO A LA DIÁSPORA. A PROPÓSITO DE MAX AUB Y MARÍA ZAMBRANO

Este apunte nos interesa hoy porque Arendt y las más lúcidas men-
tes de la posguerra entendían que esta lección había que recordarla des-
pués. Los nuestros son ya tiempos posnacionales, es decir, no podemos
plantearnos el tema del Estado —y por tanto de los nacionalismos o de la
ciudadanía— sin tener en cuenta sus brutales resultados en el siglo xx.
Las generaciones siguientes, nosotros, no podíamos plantearnos el tema
de la cuestión nacional sin tener en cuenta la experiencia de la barbarie.
A eso se refiere el deber de memoria que no consiste en acordarnos de lo
que pasó sino en repensar asuntos como el del nacionalismo, teniendo
en cuenta lo que pasó. Helmut Dubiel, sucesor de Habermas en la direc-
ción del Institut für Sozialforschung, de Fráncfort, sacaba las consecuen-
cias del planteamiento arendtiano: estamos pasando de una forma de legi-
timación colectiva basada en la tradición a otra que «integra la memoria
de las injusticias sobre las que está construido nuestro presente» (Du-
biel, 1999, 11). Lo que quiere decir es que la identidad colectiva no estaría
basada en los elementos de los que el nacionalismo hoy dispone —lengua,
cultura, sentimientos—, ni siquiera en la memoria de los propios sufri-
mientos, sino en la responsabilidad común por los sufrimientos causa-
dos a otros, a esos que hemos quitado de en medio para estar los que
estamos y donde estamos.
Es un planteamiento sorprendente que sólo es aceptable en la medida
en que tomemos o no en serio el deber de memoria, referido ahora a cómo
se han construido los Estados. Los Estados se han abierto paso negando las
diferencias y aprovechándose de los débiles, esclavos incluidos. Por eso no
hay que perder de vista la sólida reflexión de Arendt sobre la maldad del
hitlerismo. Esto nos lleva a entender que el camino de las identidades na-
cionales insatisfechas, como la catalana, por ejemplo, no puede ser el del
viejo nacionalismo que podía recurrir a la cultura de la Ilustración que
empujaba a los pueblos a conformarse como Estados. Hemos visto lo que
ese planteamiento puede dar de sí y eso ya no nos lo podemos permitir. El
camino es otro. Lo primero es garantizar la convivencia entre diferentes,
pero no desde la indiferencia o el cálculo de beneficios, sino desde el su-
puesto de que sólo podemos ser tratados como diferentes si nos hacemos
cargo de la diferencia de los otros. Y como ya tenemos una historia de ne-
gación de los diferentes, esa responsabilidad por los otros pasa por cues-
tionar las pretensiones de las propias identidades.
Judith Butler, comentando estas reflexiones arendtianas (Butler, 2011,
77), llega a plantearse la ciudadanía, en tiempos posnacionales, «como
una forma de exilios convergentes»: los que ya poseen la ciudadanía de-
ben tener en cuenta los exilios sobre los que está construida su ciudada-
nía, y los privados de ella no pueden apostar por una forma de Estado

203
MEMORIA Y JUSTICIA

que pueda excluir a otros, aunque los incluya a ellos. La pertenencia del
nuevo ciudadano conlleva de alguna manera desposesión de la pertenen-
cia. Eso es tanto como entender la pertenencia como exilio, como despo-
sesión ética de la pertenencia.
Esta afirmación de su singularidad irrenunciable y de su pretensión de
universalidad (la exiliada que es María Zambrano plantea, como hemos
visto, el exilio como la forma humana de existencia), emparenta al exilia-
do de Zambrano con la figura bíblica del «resto». El resto es, en un primer
momento, lo marginado por la lógica del poder, pero que se entiende a sí
mismo como lo que se sustrae al poder de esa lógica de la historia. Es un
ejercicio que sistemáticamente practica el pueblo de Israel, mezclado con
los demás pueblos, para cribar lo propio y separarlo así de lo común. Ese
resto, que es exterior a la historia de la que es expulsado, tiene el poder de
juzgarla en el sentido de que se arroga el poder de reivindicar exigencias
de justicia que son impensables para una mentalidad construida de acuer-
do con la racionalidad del Estado. Ese resto, marginado de la historia, se
erige en sujeto de unos derechos o exigencias que nacen de su singularidad
irrenunciable, por eso son universales: porque transcienden lo que el po-
der de la historia piense o pueda con respecto al susodicho resto y porque
en él están incluidos todos los marginados por la historia.
Dice Zambrano que «sobre la figura del exiliado se han acumulado
todas las guerras civiles de la historia de España», es decir, en el exiliado
de hoy se dan cita todos los exilios sobre los que se ha construido la his-
toria. Esa memoria es una cicatriz imborrable. La ciudadanía que encarna
el exilio no puede ser ingenua, ni ingenuamente feliz, porque es cons-
ciente de una pérdida irreparable, por eso no puede haber una ciudada-
nía universal plenamente satisfecha, como la que pretende una ciudadanía
universal por agregación. La ciudadanía del exiliado es un estado de vigía
o vigilancia y de relativización de la ciudadanía existente.
Llegados a ese punto, se entiende que Zambrano no conciba su «vida
sin el exilio», una experiencia que una vez hecha es irrenunciable, que
nada ni nadie puede arrebatarle, ni siquiera el hecho de volver a Espa-
ña. Vuelve a un lugar que era suyo y del que fue violenta e injustamente
expulsada, pero viene sin rencor, sin deseo de revancha o reparación20.
Gracias a la derrota encontró, en efecto, una forma nueva y superior de
existencia. ¿No se apunta ahí un tipo de ciudadano cosmopolita pero
encarnado? Uno que, como decía Rosenzweig, «tiene casa, pero es más
que su casa». Entre el peso del tener y del ser está el juego.

20. «Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más
hermoso la ausencia de rencor» (cit. en Ortega, 2013, 124).

204
III

DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ


1

DIOS Y LAS VÍCTIMAS*

Es este un tema que admite muchos enfoques ya que bajo el término


«Dios» podemos subsumir los de «religión» o «Iglesias» y con el de
«víctimas» podemos pensar en las causadas por el franquismo o el fas-
cismo o el terrorismo, entre otras muchas. Las combinaciones entre esos
diferentes términos son inabarcables. Estando en San Sebastián podría-
mos hablar de cómo se ha comportado la Iglesia vasca con las víctimas del
terrorismo1 o del lugar que tuvo la religión en el nacimiento de Eta.
Pero no va ser ese el eje de estas reflexiones. Me voy a centrar en Dios
y en la pregunta que se hicieron las víctimas en los campos nazis de ex-
terminio, a saber, ¿dónde estaba Dios? Auschwitz es un lugar apropiado
para esa pregunta porque quien la hacía no era un extraño sino su pue-
blo, el pueblo elegido, que por eso no se preguntaba por «quién» era
Dios, sino por «dónde» estaba.
«Dios y las víctimas» es un tema mayor. Se habló de ello en los cam-
pos y nosotros ya no podemos hablar de Dios, dice el teólogo Johann
Baptist Metz, sin partir de esa terrible experiencia. Así que vayamos por
partes y empecemos preguntándonos cómo se hablaba de Dios en esos
lugares y momentos de abandono.
Tengamos en cuenta que, aunque demos por hecho que la pregunta
se hizo, el preguntar en el campo era peligroso. «Hier ist kein warum»2

* Este texto tiene su origen en una conferencia organizada por la Escuela de Teo-
logía, San Sebastián, el 21 de febrero de 2012.
1. Remito sobre este particular al documentado trabajo de Bilbao, 2009.
2. Véase el comentario de Torner, 2001, 162.

207
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

(aquí no se pregunta), dice Levi que les decían desde el primer momento
a los prisioneros. No se admiten preguntas, así que nadie busque una
explicación de por qué se les ha sacado de sus casas, se les ha traído en
vagones de ganado, se ha separado a padres de hijos, se ha seleccionado a
mujeres y niños para enviarles a las cámaras de gas y a los demás se les
ha colocado en la lista de espera. No hay nada que decir. Si preguntar
era arriesgado, podemos colegir que si alguien osaba hacerlo no era por
curiosidad, sino porque le iba en ello la vida, es decir, se la jugaba por-
que necesitaba una respuesta.

A ese género de preguntas necesarias pertenecen algunas como, por ejem-


plo: ¿dónde estaba el hombre?, ¿cómo podía ocurrir esa barbarie en la
culta Alemania?, ¿qué quedaba de la vieja civilización occidental? Y tam-
bién: ¿dónde estaba Dios? Son preguntas sin contemplaciones, como las
de Job, como las que sólo los judíos saben dirigir a su Dios, a veces en-
vueltas en un humor negro. Durante la ocupación nazi, cuenta Wiesel,
llega un judío loco a una sinagoga llena de judíos piadosos que estaban
rezando. «¡Chis, judíos! No recéis tan alto. Dios podría oíros y entonces
sabría que todavía hay algunos judíos vivos en Europa».

a) Las respuestas a la pregunta «¿dónde está Dios?» son de lo más


variado. Está, en primer lugar, la del buscador incansable que vuelve una
y mil veces sobre ella sin respuesta que le satisfaga. «Dios y los campos de
muerte: no lo entenderé jamás... Yo lo intento, y en cada libro, en cada no-
vela, no intento otra cosa. No hay ningún libro mío en el que no intente
aproximarme a las cuestiones teológicas, lo que quiere decir, preguntar
a Dios qué pasó y por qué, por qué, por qué. Siempre acabo fracasando.
Nunca llegaré a entender», dice Wiesel (Metz y Wiesel, 1996, 99).
En su libro de memorias La noche cuenta la ejecución pública de
tres prisioneros, uno de ellos era un niño. Todos están allí, de pie, ante
el patíbulo; alguien a sus espaldas se pregunta: «Pero ¿dónde está Dios?
Y yo sentí en mí una voz que decía: ¿que dónde está?, está ahí, colgado
del patíbulo» (Wiesel, 1958, 103)3. Y comenta:

Algunos hablaban de Dios, de sus caminos misteriosos, de los pecados del pue-
blo judío, de su liberación en el futuro. Yo había dejado de rezar. ¡Cómo en-
tendía a Job! No negaba su existencia, pero sí dudaba de la justicia divina [...]

3. Una selección de estos textos puede verse en AA. VV., 2004, 138.

208
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

Tengo más confianza en Hitler que en cualquier otro. Es el único que ha man-
tenido sus promesas, todo lo que prometió hacer al pueblo judío (ibid., 75).

b) Respuesta diferente es la que se da a sí mismo Primo Levi. «Hoy


pienso», dice el autor de Si esto es un hombre, «que sólo por el hecho de
haber existido un Auschwitz, nadie debería hablar en nuestros días de
Providencia» (Levi, 1987, 165). Cualquier habitante del campo, sea cre-
yente o increyente, debería renunciar a toda respuesta que busque sentido
a ese absurdo. Para quien, como Levi, ha sentido el abandono, esa pregun-
ta por el sentido sólo tiene una respuesta: no procede ni siquiera plan-
teársela. Levi es un agnóstico consecuente, por eso maldice al piadoso
Kuhn, un habitante de su barraca que al sentirse aliviado por no haber
sido seleccionado para la muerte, da gracias en voz alta a Yahvé. «Si yo
fuera Dios», dice Levi, «escupiría en el suelo la oración de Kuhn».
c) Está desde luego la respuesta de los judíos ortodoxos que inter-
pretan el holocausto como un castigo divino. No se sorprenden por el ho-
rror vivido; puede que sus proporciones sean inauditas: lo que pasa, dicen,
es que no plantean nada nuevo. Es un episodio más de una historia de su-
frimientos para la que la teología ya dio una respuesta que sigue siendo
válida: expiación por los propios pecados. Los rabinos Joel Tetelbaum y
M. I. Hartum son representantes de ese judaísmo ortodoxo que explican
el proyecto nazi de exterminio de los judíos europeos como otros judíos
explicaron la expulsión de Sefarad o la destrucción del Templo, a saber,
como un castigo divino al pecado del pueblo de Israel. Ni Auschwitz plan-
tea preguntas radicalmente nuevas, ni la teología judía necesita recurrir
a nuevas interpretaciones para explicar el sentido de la catástrofe4. Si
tenemos en cuenta que murieron cerca de un millón de niños, esta tesis
de la expiación parece un tanto exagerada (o blasfema).
d) En el polo opuesto a estos rabinos que no se inmutan están quienes
piensan que Auschwitz significa la muerte de Dios, una actitud cercana al
agnosticismo de Levi. Entre ellos Richard L. Rubenstein, que declara la
muerte de un Dios que fue incapaz de asistir a su pueblo elegido en el mo-
mento de mayor peligro. Eso no significa que el judaísmo tenga que seguir
el camino funerario de Dios, lo que sí queda, en cualquier caso, es despoja-
do de su dimensión religiosa. El credo de Rubenstein, compartido por otros
muchos, reza así: «Creo en Dios, la santa nada... señora de la creación»5.
e) La pregunta sobre Dios no podía dejar indiferente a los teólogos
cristianos. Hay que reconocer que no era tarea fácil. Wiesel pone el dedo

4. Cf. Boschki, 1997; sobre el particular véase también Sternschein y Mardones, 2000.
5. Rubenstein, 1966, 154; sobre el tema de la muerte de Dios, 223 ss.

209
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

en la llaga cuando dice que «en Auschwitz no murió el judaísmo sino el


cristianismo». El cristianismo, en efecto, ha fabricado o propiciado la ma-
yor parte de los estereotipos antisemitas, sin olvidar que fue una socie-
dad mayoritariamente cristiana la que asistió indiferente al asesinato de
millones de judíos. La teología cristiana se ha empeñado secularmente en
acuñar tópicos antijudíos («los judíos mataron a Dios») y, lo que es peor,
en vaciar de sentido al judaísmo, olvidando que Jesús era judío. Así dice
el teólogo católico Metz:

Desde muy pronto se impuso en el cristianismo una discutible estrategia in-


telectual e institucional, llena de consecuencias graves, encaminada a quitar-
se de encima la herencia recibida de Israel. Primero se entendió el cristianis-
mo a sí mismo como el «nuevo Israel», la «nueva Jerusalén», el «verdadero
pueblo de Dios». Enseguida se pasó a reprimir el significado troncal de Israel
para los cristianos, tal y como exige Pablo en la Carta a los Romanos. Con-
secuentemente Israel pasó a ser una etapa superada de la historia sagrada
(Metz, 1997, 151).

A partir de ese momento el cristianismo perdió media vida y Euro-


pa, su otra alma.
Cercanos a los rabinos ortodoxos son aquellos teólogos o pastores
cristianos que asimilan el sufrimiento de las víctimas a la cruz de Jesús, el
Nazareno6. Sentido sacrificial, expiatorio, del genocidio. Habría que tener
cuidado con esta tendencia cristiana a comparar el campo con el Gólgota.
Fackenheim se pregunta «qué son los sufrimientos de la Cruz compara-
dos con los de una madre cuyo hijo es asesinado al son de risotadas o de un
vals vienés» (Fackenheim, 2002, 101). El aviso nos viene de los propios
deportados. Robert Antelme, el comunista del campo de Gandersheim,
nos cuenta que los camaradas leen un Viernes Santo el relato de la pa-
sión. Se sienten cercanos pero desearían tener la suerte de Jesús:

Es Viernes Santo. Un hombre había aceptado la tortura y la muerte. Un her-


mano. Hemos hablado de él.
Un compañero había conseguido recuperar, en Buchenwald, una vieja Bi-
blia. Lee un pasaje del Evangelio.
La historia de un hombre, nada más que un hombre, la cruz para un hom-
bre, la historia de un solo hombre. Puede hablar y las mujeres que lo aman
están allí. No va disfrazado, es bello, en cualquier caso tiene carne fresca

6. Propia de este conciliarismo es la teología de Paul van Buren: «Tenemos que apren-
der a hablar de Auschwitz desde la perspectiva de la cruz, siempre y cuando aprendamos a
hablar de la cruz desde la perspectiva de Auschwitz», citado por Boschki, 1997, 140 s.

210
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

sobre los huesos, no tiene piojos, puede decir cosas nuevas y si se burlan de
él, es porque al menos se sienten tentados a considerarlo como alguien.
Una historia. Una pasión. En la lejanía, una cruz. Débil cruz, muy lejana.
Bella historia (Antelme, 2001, 193).

Lo que nos obliga a la prudencia en este tipo de comparaciones es que


las situaciones son incomparables. Elie Wiesel señala de pasada algo que
es decisivo. Dice que «los santos son los que mueren antes del final»7.
Hay un límite a la tortura y si se traspasa no hay santidad ni dignidad ni
heroicidad posible. Los santos son los que mueren antes de haber llegado
a ese límite del tormento. En los campos ese umbral fue siempre superado.
Si lo dicho nos obliga a ser prudentes, lo que nos prohíbe la compa-
ración es el uso de la cruz, utilizada por los cristianos, para fomentar el
antijudaísmo. La connivencia del cristianismo con el antisemitismo, en ge-
neral, y con el hitlerismo en particular, debería dar que pensar. Me refiero
a la tibieza del Vaticano en la lucha contra el fascismo y a la desenvuelta
complicidad de muchas Iglesias locales, católicas y protestantes, con el fas-
cismo. Recordemos el movimiento de los «Cristianos alemanes» que asu-
men el ideario antisemita del nazismo: «La cruz esvástica y la cruz cristiana
son lo mismo»; «Un nazi está más cerca de la voluntad de Dios mientras
combate, que una Iglesia que no se une al júbilo por el Tercer Reich».
f) Hubo excepciones como Dietrich Bonhoeffer o la «Iglesia confe-
sante», con Karl Barth a la cabeza, que salvaron el honor de las Iglesias
reformadas. También «justos» como ese párroco polaco del que nos ha-
blaba un buen día en Varsovia el doctor Richard Prasquier, vicepresidente
a la sazón de la Fundación Simone Veil. Hablaba de una visita del gran ra-
bino de Berlín al papa Juan Pablo II. En los primeros momentos del en-
cuentro, siempre azarosos, el rabino quiso contar al papa la historia de
una familia judía polaca que, ante la eventualidad de que fueran depor-
tados a algún campo, decidieron entregar a su hijo a una familia católica
para que, en el caso de que no volvieran, le hicieran llegar a Palestina.
Los padres fueron efectivamente deportados a Maidanek y allí ase-
sinados. Como la familia católica se había encariñado con el niño, aca-
riciaron la idea de quedarse con él. Pero como buenos polacos, quiero
decir, como buenos católicos, fueron a consultarlo con el vicario quien,
tras oír el relato, sentenció con seguridad que se debía cumplir la volun-
tad de los padres.

7. Wiesel, 1961, 57. Por supuesto que hubo excepciones: la amistad de Jean el Piko-
lo, de sus amigos franceses Charles y Arthur. Ha inmortalizado a su amigo Alberto y ha
recordado al bueno de Lorenzo. Pero lo que domina, lo normal, es la eficacia de la tarea
de deshumanización llevada a cabo por los nazis.

211
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

El papa oyó el relato educadamente pero sin mostrar mayor sorpresa.


Le contestó que casos como ese había habido alguno más, a lo que re-
plicó el rabino que no, que este era un caso único porque el niño era él y
el párroco… el papa que tenía delante.

En este rastreo de las reacciones a la pregunta «¿dónde está Dios?» no


pueden faltar aquellas respuestas que revelan una profunda experiencia
mística. Auschwitz fue también el lugar de reflexiones profundas que lo-
graron descubrir aspectos nuevos de la experiencia religiosa. Habría que
hablar de Yósel Rakover y también de Etty Hillesum.

a) Yósel Rakover es el testigo narrador del singular escrito Yósel


Rakover habla a Dios8. El texto se nos presenta como un documento com-
puesto en las últimas horas de la resistencia del gueto de Varsovia. Yósel es
el último superviviente de una familia que ha perdido a todos los suyos
y que, antes de morir, nos entrega sus últimos pensamientos. Aunque en
un momento se pensó que era un documento histórico, no lo es. Es una
ficción literaria, pero «una ficción en la que se reconoce con vértigo cada
una de nuestras vidas de supervivientes»9. Este relato literario se aplica
a sí mismo el principio de que nunca hay que atenerse tanto a la verdad
como cuando se fabula.
Rakover se dirige a Dios para recordarle que le ha servido con entre-
ga sin pedirle nada a cambio. ¿Qué ha recibido? Todos los suyos han sido
asesinados en el gueto y él mismo se sabe condenado a muerte. Antes de
morir se dirige a su Dios pidiéndole explicaciones «sin el más mínimo
temor y con la más absoluta seguridad y paz interior. ¿Dices que hemos
pecado? Evidentemente. ¿Y es por eso por lo que nos castigas? Si fuera
así podría entenderlo. Pero quiero que me digas si hay pecado alguno en el
mundo que merezca el castigo que nosotros hemos recibido». No le vale,
como tampoco le sirve la promesa de que castigará a los culpables.

8. En AA. VV., 2004, se encuentra este relato, cuyo autor es Zvi Kolitz, así como
el análisis de Catherine Chalier «Dios después de la Shoah» (conferencia pronunciada en
el Instituto de Filosofía del CSIC el 4 de febrero de 2000). También el texto de Levinas
«Amar a la Torá más que a Dios». En esta edición figura una potente composición dra-
mática de Juan Mayorga con textos de Job, Wiesel, Kolitz y Hillesum, titulada «Job entre
nosotros».
9. Eso dice Levinas, en AA. VV., 2004, 107.

212
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

La única explicación que le dan los que más saben de estas cosas es
que Dios «ha ocultado su rostro», con lo que el hombre ha sido abando-
nado a sus peores instintos. Pero ¿hasta cuándo habrá que esperar para
que se haga presente? Yósel no pide milagros, ni limosnea piedad y se-
guirá sintiéndose orgulloso de no pertenecer a alguno de «esos pueblos
que han engendrado y alimentado a los perversos agentes de los críme-
nes cometidos contra nosotros». Pero habrá que convenir que Yahvé ha
puesto todo el empeño en que el judío reniegue de él. No lo ha conse-
guido, que quede claro, pero, eso sí, se ve obligado a matizar su creen-
cia: «Me inclino ante su grandeza, pero no besaré la vara con la que me
golpea». La catástrofe que está ocurriendo es de tal magnitud que tiene
que poner un poco de orden en sus creencias. «Yo creo en el Dios de
Israel», dice, «pero más amo su Tora» (AA. VV., 2004, 147). Cree en él
y le quiere, pero ante la contundencia de su silencio, se queda con su
Tora. Lo dice mientras «los disparos de los pisos superiores van amai-
nando con cada minuto que pasa. Ahora caen los últimos defensores de
nuestro bastión y con ellos cae y muere Varsovia, la grande, la bella, la
temerosa de Dios».
¿Qué quiere decir con lo de que ama a Dios pero más a la Tora? Le-
vinas aconseja que nos detengamos aquí. Amar la Tora más que a Dios
supone reconocer que en Auschwitz muere la imagen clásica del Dios
todopoderoso y protector. Ese vacío creado por la disolución del cielo
infantil es ahora ocupado por la Tora, la ley moral, que no es sino la lla-
mada a la plena madurez del hombre, madurez que se expresa en térmi-
nos de responsabilidad absoluta.
Si Dios se oculta, poco puede saber el hombre de Dios. Lo que sí tiene
al alcance es su palabra recogida en la Tora. El hombre tendrá entonces
que atenerse a su palabra, a sus enseñanzas, a la Tora. Pero atenerse a la
Tora significa interactuar con ella, buscar su sentido sin renunciar a la ra-
zón y a la experiencia humana. El judío no cree en Dios a ciegas porque
sabe que no hay un hilo directo con la divinidad: tiene que mediar la
razón, es decir, tiene que interpretar sus enseñanzas. Y estas ¿qué dicen?
Que su comprensión tiene por contexto la ausencia de Dios; y que su
presencia, a través de su palabra, no produce temor ni temblor sino pen-
samientos, elevados pensamientos. La elaboración de esos pensamientos
conlleva sentido de la responsabilidad: hay que hacerse cargo y encarnar
en ellos las exigencias divinas, es decir, esos pensamientos o enseñanzas
transfieren al ser humano una responsabilidad absoluta.
La muerte del Dios todopoderoso echa sobre las espaldas del hom-
bre la tarea de hacerse cargo de las injusticias del mundo. La muerte del
Dios infantil conlleva la afirmación inmediata de la incompatibilidad en-

213
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

tre injusticia y existencia humana, con lo que queda el hombre enfrenta-


do a la inmensa cuestión del mal en el mundo. Hablar de un Dios adulto
es tanto como endosar al justo una existencia vivida como lucha por una
justicia que nunca está del todo ahí. Con esa transferencia de responsa-
bilidades del viejo Dios al nuevo hombre, se proclama la enemiga mortal
entre el hombre y el mal. No hay un solo mal que no exija una respues-
ta al hombre. Lo que produce Auschwitz es la transformación de la vieja
fe en Dios en responsabilidad absoluta por el hombre. Ese es el mensaje
de Yósel Rakover.

b) También hay que hablar de Etty Hillesum, autora de un diario


y unas cartas escritas desde el campo de concentración de Westerbork
(Holanda)10. Es una joven judía, ilusionada con hacerse una gran es-
critora, pero a la que los acontecimientos van macerando espiritualmen-
te hasta alumbrar una experiencia mística sorprendente. De Westerbork
sale cada semana un convoy repleto de deportados judíos con destino a
los hornos crematorios de Auschwitz. A la vista del mercadeo para evitar
ser uno de ellos, decide ir voluntariamente. Allí irá con su familia, pero
cuando decidan los nazis, siendo asesinada a los 29 años.
Para Hillesum todo es campo. No hay un lugar neutro, moralmen-
te no contaminado, en el que poder refugiarse para escapar a la inhu-
manidad. «Toda Europa», escribe a unos amigos, «se va transformando
gradualmente en un gigantesco campo de concentración. Toda Europa
tendrá en común el mismo tipo de experiencia amarga... yo me pregun-
to cuánta gente quedará fuera del campo si la historia sigue por los de-
rroteros por donde actualmente discurre» (Hillesum, 2001, 47 s.). Todo
está afectado por la barbarie, hasta los mejores libros, si han sido publi-
cados con el visto bueno de la autoridad nazi11. El campo de exterminio
es como el vórtice al que apunta la cultura existente y que devora los
valores vigentes.
Pero si eso es así ¿qué salida cabe, qué esperanza? No hay escapato-
ria en el sentido de que la solución no está en evadirse del campo, sino en
desarrollar dentro del campo una superioridad espiritual, en «soportar el

10. Sus cartas y su diario, aparecidos tardíamente y publicados por primera vez en
los años ochenta, conmovieron a sus lectores por la hondura y la originalidad de su itine-
rario espiritual. Las cartas han sido traducidas al castellano (Hillesum, 2001) y también
extractos de su diario (Hillesum, 2007). Sobre su vida e ideas se han multiplicado los es-
tudios; véanse en particular Gaeta, 1999, y González Faus, 2008.
11. «También es verdad que la mayoría de los libros no valen gran cosa; habrá que es-
cribirlos» (Hillesum, 2001, 134). Esta idea coincide con la de Thomas Mann que se prohibía
a sí mismo leer, por sentido moral, cualquier libro que hubiera pasado la censura nazi.

214
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

trago de historia que estamos viviendo sin sucumbir espiritualmente»12.


Recordemos que también Himmler pedía a los jóvenes nazis que sopor-
taran el sufrimiento ajeno sin pestañear. Había que curtirse y para matar
toda reacción humanitaria ante el sufrimiento, nada como matar por ma-
tar. Ahora se trata de lo contrario, de metabolizar en madurez espiritual
esa experiencia de muerte13.
No es un camino fácil, pues Europa, reconoce ella, hace tiempo
que desvinculó la razón de la compasión. Ya no sabe de eso14. Ella, sin
embargo, quiere someterse a la escuela de la vida. No es un aprendiza-
je fácil por las condiciones que la rodean, en particular por la escasez
de tiempo y por la carga que supone. En el campo, en efecto, el tiem-
po escasea. En poco tiempo uno puede destruirse o madurar. Un día es
como una vida15; puedes por la tarde haber integrado totalmente el
hecho de la muerte en tu vida aunque hasta ese mismo día tú no hu-
bieras visto un solo muerto. También pesa la carga que tienes que asu-
mir: te puedes encerrar en ti mismo o abrir la mirada. El sufrimiento
te invita a centrarte en lo tuyo y desinteresarte por los demás. Hille-
sum no se queda ensimismada, ni siquiera encerrada en el destino de
su pueblo. Le interesa Europa porque siente que lo que está en juego
es la humanidad del hombre.
¿Y qué futuro político le aguarda a Europa? Hillesum no se aden-
tra en análisis geopolíticos de altos vuelos. Su propuesta estratégica es casi
apolítica: nosotros sólo podemos salvarnos si salvamos lo mejor que hay
en nosotros16. Habrá que convenir que está hablando de otra salvación,
no de la que supone la derrota del totalitarismo y la vuelta de la libertad
a Europa.

12. Así resume Giancarlo Gaeta la idea de Hillesum. Cf. Gaeta, 1999, 42.
13. «Si todo este sufrimiento no conlleva ampliar el horizonte, si, además de quitarse
de encima asuntos más insignificantes y secundarios, esto no trajera consigo una humani-
dad más profunda, entonces todo habrá sido en vano» (Hillesum, 2007, 155).
14. «El hombre occidental no acepta el sufrimiento como algo que pertenece a la
vida. Y por eso nunca podrá sacar fuerzas positivas de él» (ibid., 145). Hillesum no sólo vin-
cula vida con sufrimiento, sino sufrimiento con razón, por eso se presentaba a sí misma
como «el corazón pensante del barracón» (ibid., 164)
15. La experiencia de que el sufrimiento hace transparente el sentido o sinsentido de
toda una vida es una de las reflexiones más frecuentes entre los testigos: «Desde ayer soy
otra vez más vieja, de un tirón, muchísimos más años mayor; y estoy más cerca de la muer-
te» (ibid., 120). Del mismo parecer es I. Kertesz, quien empieza citando a Wittgenstein:
«Basta un solo día para vivir los horrores del infierno; hay tiempo suficiente para ello»,
para comentar a continuación: «Yo los viví en media hora». Cf. Kertesz, 1997, 138.
16. «Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento
de ti en nosotros» (Hillesum, 2007, 142).

215
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

La salvación de Europa depende de que salvemos lo mejor en el hom-


bre. Para Hillesum, como para Rakover, Paul Celan y tantos otros, nada
hay que esperar de la omnipotencia divina. El campo de concentración
certifica la muerte de esa imagen infantil de Dios. Algo parecido plantea
Hans Jonas:

Tras Auschwitz podemos afirmar con mayor decisión que nunca que una divi-
nidad todopoderosa o no es buena o, si lo es, sería incomprensible. Si Dios
debe ser comprendido de alguna manera y en alguna medida, entonces tie-
ne que ser su bondad compaginable con la existencia del mal y eso sólo es
posible si no es todopoderoso. Entonces sí podemos mantener que es com-
prensible y bueno y, a pesar de todo, hay mal en el mundo. Y porque tene-
mos al concepto de omnipotencia por dudoso, es por lo que hay que recha-
zar este atributo (Jonas, 1984, 39).

Lo que ocurre es que esa constatación no les lleva a la desespera-


ción, ni siquiera al desencanto. Esa experiencia de madurez espiritual se
expresa en dos movimientos complementarios, a saber, ayudar a Dios y
asumir un tipo de responsabilidad absoluta por el hombre.
Sobre la ayuda a Dios Hillesum tiene páginas insólitas: «Si Dios deja
de ayudarme (y todo da a entender que Dios los ha abandonado), tendré
que ser yo quien le ayude... no eres tú quien puedes ayudarnos sino noso-
tros a ti, y haciendo esto, nos ayudamos a nosotros mismos»17 (Hillesum,
2007, 137).
La responsabilidad absoluta es una figura teológica. Propia de la tra-
dición bíblica es la afirmación de que el justo será recompensado porque
la injusticia no tiene la última palabra. Lo que nos dice Hillesum es que esa
figura de la responsabilidad absoluta no puede recaer sobre la imagen de
un Dios inexistente, sino que tiene que ser asumida por el hombre. El
testigo del campo levanta acta de la debilidad de Dios y de la injusticia
del sufrimiento. De esos dos momentos surge la conciencia de la respon-
sabilidad absoluta. No se puede privar, en efecto, al que sufre ni de la
esperanza, ni del derecho a la justicia; el filósofo o el espectador fuera
del campo pueden permitirse el lujo de encogerse de hombros y decir
que la vida es absurda o que qué le vamos a hacer. El testigo no está por

17. También Paul Celan reflexiona sobre la debilidad divina. El poema «Tenebrae» tie-
ne por trasfondo la muerte en los campos. Los muertos aparecen enracimados, enroscados
en un continuum del que forma parte el propio Dios. En la tercera estrofa dice algo sorpren-
dente: «ruega, Señor / ruéganos, / estamos cerca» («Bete, Herr, bete zu uns, wir sind nah»).
Dios deja de ser aquel al que se suplica para convertirse o convertirlo en sujeto suplicante. En
lugar de desentenderse de ese Dios bueno, sí, pero impotente, estos textos se plantean salvar
a Dios, por eso el poeta recomienda a Dios que ruegue al hombre. Cf. Celan, 72013, 125.

216
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

esas: una vez que ha visto la injusticia del sufrimiento, se plantea radical-
mente la exigencia de justicia. Pero es el hombre el que tiene que hacerse
cargo de esa justicia pues él ha experimentado el silencio de Dios.
Ante el mal Dios no interviene, no porque no quiera, sino porque no
puede. La debilidad de Dios queda explicada a través de un mito, el mito
cabalístico del tsimtsum. El mal, la posibilidad del mal está dada en el acto
creador. Dios, en efecto, para poder crear el mundo y al hombre tiene que
retirarse, encogerse, inhibirse. De esta manera se priva de la posibilidad
de intervenir en el mundo. Hay como una deposición de la omnipotencia
en favor del hombre y del mundo.

c) Decía al principio que Auschwitz es un tema mayor de suerte que


marca un antes y un después en el discurso religioso. Después de Ausch-
witz se impone el «deber de memoria». Eso afecta a la política, a la ética,
al arte... y también al discurso religioso. Hay un Dios que muere y, con él,
un determinado discurso religioso; y hay un Dios que se revela y, con
él, una determinada manera de hablar de Dios.
El deber de memoria interpela de una manera particular a las instan-
cias más implicadas en la catástrofe. Si por deber de memoria entende-
mos repensar todo a la luz de la barbarie y uno de los apartados que re-
pensar es el lugar de Dios, obligado es reconocer que las Iglesias tienen
que someterse a este deber.
Ya he señalado la responsabilidad histórica del cristianismo en el an-
tisemitismo. Ni el protestantismo ni el catolicismo mejoraron su papel
histórico durante el hitlerismo. La Iglesia católica, obsesionada con el co-
munismo, colaboró con el fascismo callando, bendiciendo sus cañones o
declarándose parte beligerante junto al fascismo contra la legalidad repu-
blicana, como ocurrió en España. Mit brennender Sorge (1937), la encícli-
ca sobre el fascismo de Pío XI, quiso distanciarse tibiamente, pero lo que
le preocupaba al papa de Roma eran los derechos de la Iglesia y discutir
sobre el panteísmo de los nazis. No hubo una condena clara y contunden-
te de sus prácticas políticas (ya se habían aprobado las leyes de Núrem-
berg de 1935 que negaban al judío alemán la condición de ciudadano).
Pero quizá a ninguna Iglesia como a la española afecta el deber de
memoria ya que ninguna como ella se echó en manos del fascismo. No
sólo bautizó una guerra fratricida de cruzada, sino que intervino con to-
das sus fuerzas, materiales y espirituales, en el triunfo de la misma ideo-
logía que levantó las cámaras de gas y los hornos crematorios. Creo que
los católicos españoles no hemos tomado aún conciencia de lo que eso
supuso: una Iglesia hermanada con los actores del mayor crimen contra
la humanidad conocido y sirviendo de cobertura espiritual a la masacre

217
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

española. Ni los errores de la República, que los hubo, ni las responsabi-


lidades por la victimación de muchos inocentes en el bando franquista,
que también las hubo, justifican su compromiso con el golpe de 1936.
«Todo tiene que medirse a Auschwitz», escribía el teólogo Metz
(1977, 13), lamentando que se diera cuenta de ello «tarde, muy tarde»,
pese a ser uno de los primeros. Lo que caracteriza la teología de Metz es
su ubicación incondicional del lado de las víctimas. A él se le puede apli-
car el título del libro de Alfredo Tamayo, Siempre de vuestro lado. Eso
significa, en primer lugar, huir de versiones apañadas de la teodicea que,
cuando se pregunta a Dios por el mal en el mundo, responde que eso es
cosa de la libertad del hombre. Matar a un inocente libremente resuel-
ve el problema judicial pero no el teológico: ¿por qué el sufrimiento del
inocente? No avanzamos mucho diciendo que los culpables del asesina-
to de un millón de niños fueron los nazis. Eso es desde luego clave para
un tribunal que juzgue el delito. Pero una vez establecida la autoría que-
da por esclarecer lo fundamental: ¿por qué tienen que sufrir esos seres
inocentes? Dios, que no es uno más, tiene que dar la cara.
En segundo lugar, desconfiar de respuestas filosóficas capaces de blin-
dar un sentido del conjunto sin saber qué hacer con el sufrimiento singu-
lar. Si en el párrafo anterior cuestionábamos las respuestas de la teodicea,
en este nos referimos a las que dan las filosofías de la historia. Si no que-
remos expoliar el sentido de las víctimas con interpretaciones en favor
de la especie, hay que plantearse rigurosamente el destino individual, el
sentido de las esperanzas e ilusiones de la víctima en concreto.
Y, en tercer lugar, no fiarse de las utopías. «Las utopías», dice Metz,
«acaban siendo la última treta de la evolución si resulta que sólo exis-
ten ellas y no Dios» (ibid., 170). Y es que las utopías, hoy y mañana, no
pueden sino mostrarse indiferentes respecto a las víctimas en el sentido de
que miran tan hacia adelante que pierden de vista lo que tienen delan-
te. Esas grandes visiones del futuro «con respecto a los muertos sólo tie-
nen palabras vacías, promesas vanas» (ibid., 130). Ni la mala teodicea,
ni las filosofías de la historia, ni la retórica utópica, se toman en serio
a la víctima que pregunta por lo suyo. Metz entiende que lo que piden
las víctimas es una respuesta a la injusticia de sus muertes. Y eso sólo lo
puede dar Dios.
Se entiende entonces por qué este teólogo no acepta la tesis de un
Dios débil que no sería, de ser cierta, una buena noticia para el hombre.
Si Dios está cerca del sufrimiento de su pueblo es para que pueda escu-
char el lamento. La pregunta o el grito del hombre es la expresión de una
confianza en la respuesta de Dios. De Dios no hay que esperar que com-
prenda el sufrimiento sino que nos salve de él.

218
DIOS Y LAS VÍCTIMAS

Metz se pregunta si tras ese discurso con-doliente de Dios no aso-


ma la sensibilidad moderna de la solidaridad del hombre democrático, lo
que llevaría a antropologizar a Dios, vistiéndole con la sensibilidad demo-
crática contemporánea. Haciendo esto caeríamos en el mismo vicio de
los antiguos, denunciado por los modernos, que concebían a Dios bajo
el estereotipo del poder absoluto, que era lo que entonces se llevaba18.
Frente a esas adaptaciones, el teólogo insiste en mantener viva la tradi-
ción de la teodicea que se toma radicalmente en serio el sufrimiento del
hombre y la responsabilidad de Dios, por eso no acepta explicaciones
como la tan socorrida, desde Agustín, que carga la responsabilidad del
mal sobre los hombros del hombre, verdadera causa del mal. La pregun-
ta por el sufrimiento del inocente no se satisface con esa invocación de la
libertad humana. Dios no puede quitarse de en medio porque algo tie-
ne que ver él con la libertad del hombre. Dios tiene que ser interpelado
por esa injusticia. Guardini decía que, cuando viera a Dios, le haría esta
pregunta: «¿por qué el pecado, por qué la culpa?»19, es decir, por qué la
libertad que él concede al hombre cristaliza, desde el primer momento,
en una transgresión, en una injusticia, en la producción de un daño injus-
to, en una víctima.
No se trata de volver al Dios-puédelo-todo. La pregunta del hombre
por el sufrimiento del inocente tiene que surgir de un sujeto humano ínte-
gramente comprometido en la lucha contra la injusticia, como Yósel Rako-
ver, como Etty Hillesum. Sólo entonces y no antes cabe una respuesta. La
respuesta sólo puede ser Dios, dice el teólogo.

18. Habría que señalar que ese Dios que es sensible al sufrimiento del hombre no depo-
ne del todo su omnipotencia, ya que se sobreentiende la invencibilidad de su amor: «¿Cómo
podría ser y seguir siendo Dios, cómo iba a ser otra cosa que el desalentador desdobla-
miento de nuestro propio dolor y de nuestro propio amor, si su mismo amor pudiese fra-
casar en ese padecer y compadecer? ¿No hay una especie de fraude semántico cuando,
intencionadamente o no, se habla, con referencia a Dios, de un sufrimiento que en reali-
dad no puede fracasar de verdad, que no puede sucumbir? Yo no tengo dudas al respecto»
(Metz y Wiesel, 1996, 62).
19. Y Metz comenta: «Yo la he hecho mía, como oración» (Metz y Wiesel, 1996, 64).

219
2

LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR*

«Al concepto de sociedad sin clases hay que devolverle su ver-


dadero rostro mesiánico y eso en provecho de la política...».
Walter Benjamin

1. El lugar político de la religión, a examen

Habermas ha reflexionado mucho últimamente sobre el lugar de la reli-


gión en una democracia deliberativa. Paolo Flores d’Arcais ha cuestio-
nado con encendido brío no pocos de sus planteamientos1. Me permito
terciar en la polémica incorporando algunos aspectos no tomados en
consideración.
Habermas defiende con convicción que la religión tiene el derecho
a hacerse oír y la democracia debe escuchar esa voz, en beneficio de la
política. Fiel a estos principios, critica la situación actual caracterizada
por una vieja laicidad que reduce la religión a «asunto privado», reduc-
ción que atenta contra el ethos igualitario, contra la simetría con que de-
ben ser tratadas todas las opiniones, pues así se le niega el derecho a ser
una voz en la plaza pública. Ese silenciamiento es un mal negocio para
la democracia porque se priva de impulsos motivacionales, imprescindi-
bles para que madure la racionalidad que se presupone en una democra-
cia deliberativa. La democracia liberal acusa un desgaste en el impulso
moral para defender e imponer valores políticos «laicos», por ejemplo,
la solidaridad o la justicia. Las comunidades religiosas son una reserva
de motivaciones morales que vendrían muy bien a la vida democrática:
nada mejor para impulsar la solidaridad que la experiencia de la fraterni-

* Este texto fue publicado en la revista Claves de Razón Práctica 181 (2008),
pp. 28‑34, a propósito del debate entre Jürgen Habermas y Paolo Flores d’Arcais sobre el
lugar de la religión en una sociedad laica. Desde entonces el interés de Habermas por la
religión ha ido en aumento como señala Eduardo Mendieta en su presentación de los tex-
tos recogidos en Mendieta y Vanantwerpen (eds.), 2011.
1. Cf. Habermas, 2006 y Flores d’Arcais, 2008.

220
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

dad. Y, también, porque sin esas tradiciones la política se priva de nue-


vos contenidos. A la hora de conformar nuevos valores políticos, la re-
serva de sentido que suponen las tradiciones religiosas es un potencial
del que no puede prescindir la democracia deliberativa. La Revolución
francesa no inventó los conceptos de igualdad y fraternidad. Eran valo-
res que venían de tradiciones monoteístas y que ella eleva a principios
políticos. Lo mismo puede ocurrir hoy o mañana con el perdón como
virtud política, por ejemplo.
Si la religión es una de las voces que tienen derecho a expresarse
en el espacio público que conforman los integrantes de la sociedad, «el
Estado», dice Habermas, «no puede gravar a sus ciudadanos, a quienes
garantiza la libertad religiosa, con deberes que son incompatibles con su
forma de existencia como creyentes; el Estado no puede exigirles algo
imposible» (Habermas, 2006, 133). No puede prohibirles que defiendan
públicamente sus valores.

2. Los creyentes son primero ciudadanos

¿Cuál es la reacción de Flores d’Arcais? Reivindica el lenguaje laico, acce-


sible a todos los seres racionales, en democracia. Y ese lenguaje debe regir
no sólo en el ámbito del Estado, cosa que Habermas reconoce, sino tam-
bién en la plaza pública de la sociedad, aspecto este que el alemán cues-
tiona, en nombre de la generosidad argumental de la que debe hacer gala
una democracia deliberativa. Para Flores d’Arcais, el púlpito no forma
parte del foro público. También critica el italiano la afirmación haberma-
siana de que «un Estado no puede gravar a sus ciudadanos con deberes,
incompatibles con su forma de existencia como creyentes». Replica, con
razón, que el aborto no se impone a nadie, únicamente que no se castiga
a quien lo practique dentro de las condiciones que explicita la ley. Sobre
si el Estado debe respetar las formas de vida y costumbres de los creyen-
tes, responde que las de los creyentes y no creyentes, siempre y cuando
sean compatibles con la Constitución. Si la vida religiosa manda o acon-
seja la ablación del clítoris, por ejemplo, no hay por qué respetarlo. En
resumen: no cree Flores d’Arcais que la religión sea de mucha ayuda a la
democracia deliberativa. La Ilustración en que se sustenta tiene capacidad
crítica y autocrítica suficiente para mantener «el denominador común de
los valores», el principio procedimental, y hasta para corregir sus excesos.
La medicina contra las insuficiencias o perversiones es más Ilustración.
Si hubiera que juzgar este debate teniendo presente los pronuncia-
mientos morales-políticos de la Iglesia católica española, por ejemplo,

221
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

pocas dudas habría sobre quién tiene razón. Si ante unas elecciones gene-
rales la voz de la Iglesia se sustancia en beligerancia partidista, priman-
do aspectos relacionados con el sexo o la familia, y descuidando otros de
signo social, razón habría para mandar a la Iglesia a la sacristía, es decir,
restringir el campo de la religión a la mera privacidad y pedir que se abs-
tuviera de juicios políticos.
Hay que reconocer que Habermas, en la respuesta que da al propio
Flores d’Arcais (Habermas, 2008), se ve obligado a precisar el sentido de
alguna afirmaciones anteriores que habían provocado la justa crítica del
pensador italiano. La primera se refiere a la posible situación de inferio-
ridad argumental en que se encuentran los creyentes a propósito de le-
yes como la del aborto («inferioridad», en el sentido de que esas leyes
emanan con toda naturalidad de un cultura profana y, sin embargo, van
en contra de la cultura católica). Habermas afirma entonces que lo que no
se puede es impedir que la Iglesia actúe «como comunidad de interpre-
tación», es decir que exprese su punto de vista en la fase deliberativa,
pero con una precisión: «Las Iglesias sobrepasarían las fronteras de una
cultura política liberal si pretendieran alcanzar sus objetivos apelando
de manera directa a la conciencia religiosa. Eso sería como imponer su
autoridad espiritual coaccionando las conciencias, en lugar de traducir
sus motivaciones en un lenguaje comprensible para todos como corres-
ponde a un proceso democrático» (traduzco libremente el barroco len-
guaje de Habermas). Los obispos tienen que considerar a sus feligreses
como ciudadanos que son creyentes. No pueden condicionar el voto ape-
lando exclusivamente a su conciencia religiosa, sino que tienen que asu-
mir el riesgo de dar razones que alcancen al ciudadano, es decir, tienen
que traducir la motivación religiosa en argumentos comprensibles por
todos. Reconozcamos que esta precisión no es menor puesto que condi-
ciona la presencia pública de la Iglesia al hecho de que cambie o adap-
te su lenguaje, en el sentido de que si busca eficacia en la plaza pública
tiene que usar un lenguaje que pueda ser entendido por todos. Esta es
una exigencia de la democracia. ¿Es una exigencia excesiva? Imaginemos
una mayoría religiosa, católica o musulmana. Lo único que puede poner
freno a la tentación fundamentalista es la traducción de sus valores en
un lenguaje comprensible para los que no creen o creen otra cosa. Esta
exigencia está asumida, por ejemplo, por la Conferencia Episcopal, que
en su declaración crítica a propósito del proyecto de ley sobre el abor-
to remite sus tesis a «principios antropológicos básicos», llegando a de-
cir que, si sus tesis no se aceptan, «la razón humana se vendría abajo de
modo clamoroso». Apelan pues al tribunal de la razón y de la ciencia para
traducir sus aprioris sobre el aborto en un lenguaje universalizable. El

222
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

precio de este planteamiento es que si la razón no les ampara, sus tesis


quedan políticamente debilitadas.

3. La ética habermasiana,
heredera de las posibilidades éticas de la religión

Pero si nos quedamos en el nivel de la política eclesiástica no entende-


ríamos la propuesta de Habermas, porque su idea de la democracia de-
liberativa no coincide con lo que habitualmente entendemos por demo-
cracia liberal. Hay un trasfondo filosófico que debemos tener en cuenta
para entender este interés religioso del último Habermas. Ese trasfondo
tiene que ver con la genealogía de la racionalidad occidental, que el au-
tor desvela en el prólogo al libro en el que recoge sus escritos sobre estos
asuntos: «Defiendo la tesis de Hegel según la cual las grandes religiones
pertenecen a la historia de la razón misma» (Habermas, 2006, 14).
Esta conciencia filosófica viene de lejos. Ya en sus primeros escritos
encontramos la referencia a un topos místico para explicar principios
filosóficos básicos. Me refiero al tema cabalístico del tsimtsum, desarro-
llado por el místico Isaac Luria, según el cual, Dios, para crear al hombre
en libertad, se contrae para dejarle sitio2. Dios se autolimita, se oculta o
ausenta para posibilitar la libertad humana. Esa ausencia se hará sentir,
sin embargo, en la historia del hombre y es la que explica «el anhelo de
lo totalmente otro». Habermas hará una traducción racional de este lugar
místico en los siguientes términos: no hay libertad sin autonomía, como
indica Dios con su retirada; si Dios está ausente, la responsabilidad por
las injusticias de este mundo, que Dios aborrece, es cosa del hombre; no
hay manera de conciliar la libertad del hombre con la presencia activa
de Dios.
La apropiación racional del topos religioso no es un recurso retórico,
sino una forma de pensar la racionalidad. Lo vemos en el momento de
madurez de Habermas, en Teoría de la acción comunicativa, obra en la
que expone detenidamente su teoría de la racionalidad. Habermas rela-
ciona sus ideas sobre el proceso de racionalización de Occidente con la
teoría de Max Weber, quien coloca a la base de los distintos modos de

2. Habermas lo entiende así: «Dios desciende a sus propias profundidades para ha-
cerse a sí mismo a partir de ellas, explicando así la creación a partir de la nada según la
imagen dialéctica de un Dios que se contrae y engendra en sí mismo un abismo al que
desciende, sobre el que se repliega, liberando así el espacio que han de ocupar las criatu-
ras» (Habermas, 1975, 341). Sobre este punto véase el ponderado estudio de Díaz-Salazar,
2007, 91‑161 y también Mardones, 1999, 92-112.

223
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

racionalidad conocidos una matriz religiosa. La que subyace a la racio-


nalidad occidental es el protestantismo ascético.
Habermas sigue a Weber en esta explicación... hasta cierto punto. Por-
que si Weber celebra el éxito de esta racionalidad en campos como la cien-
cia o la técnica, acaba certificando con pesadumbre que el proceso en su
conjunto ha sido un fracaso porque el desarrollo de esa racionalidad en la
política y en la moral no ha supuesto la realización mundana de los ideales
religiosos, como pretendía, sino la producción de un mundo «de especia-
listas sin escrúpulos y de hedonistas sin corazón» (Weber, 1981, 166). En
el campo de los valores, «vale» lo que cada cual quiere que valga. Persiste
la vieja irracionalidad religiosa o, peor aún, ahí se ha puesto de manifies-
to la incapacidad de la razón moderna para llevar la racionalidad al cam-
po de la ética. Es como si los viejos dioses hubieran salido de sus tumbas y
hubieran vuelto con más poder que antes. En lugar del previsto desencan-
tamiento se ha producido un reencantamiento del mundo. Habermas es,
sin embargo, más benigno con el juicio. Lo que en realidad ha tenido lugar
ha sido un desarrollo unilateral de la racionalidad instrumental, colosal en
el campo de la ciencia, e impotente en el de los valores. De ahí no se sigue
ningún derrotismo, sino la tarea de construir «una forma secularizada de
la ética religiosa de la fraternidad, capaz de quedar a la altura de la ciencia
moderna y el arte autónomo, es decir, de una ética comunicativa desco-
nectada del fundamento que, a no dudarlo, tuvo en las religiones de reden-
ción» (Habermas, 2010, 285). Ahí se anuncia la novedad habermasiana:
hacer de la ética comunicativa la heredera de las virtualidades éticas de la
religión que la racionalidad moderna no ha sabido hasta ahora hacer suyas.
El yunque en el que el filósofo alemán transforma el mito en logos
es la filosofía del lenguaje. Está convencido de que la construcción de una
racionalidad más razonable consiste hoy como ayer en «la lingüistización
de lo sacro». Las funciones de integración y de explicación del mundo
que en tiempos arcaicos desempeñó la religión mediante símbolos, deben
ser ejercidas ahora por el lenguaje. Hablamos para darnos a entender
y para entendernos, es decir, el lenguaje es comunicación, supone una
comunidad de comunicación basada en la racionalidad, en la capacidad
de entender al otro y de hacernos entender. Eso significa que si quere-
mos universalizar el entendimiento que el lenguaje simbólico limitaba
a los creyentes, la comunidad de fe debe convertirse en una comunidad
de comunicación y la ética religiosa, en una ética comunicativa. Lo dice
con todas las letras: «No son ni la ciencia ni el arte los que recogen la
herencia de la religión; sólo la moral convertida en ‘ética del discurso’,
fluidificada comunicativamente, puede en este aspecto sustituir a la au-
toridad de lo santo» (ibid., 564).

224
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

¿Significa esto que Habermas, al declararse heredero legítimo del con-


tenido racional de la religión, despide definitivamente a la religión de la
política y de la ética? Habermas sabe que ha abierto un nuevo camino al
desarrollo de una racionalidad moderna estancada, pero es consciente de
que el proceso no se ha consumado. Hay espacios de la religión que el
lenguaje racional no sabe aún verbalizar. Por eso dice y repite que «mien-
tras que el habla no encuentre mejores palabras», la religión tendrá su sitio
en la democracia deliberativa. Lo que se espera entonces de la religión
es que verbalice aquellas experiencias que escapan de momento al len-
guaje racional. ¿A qué nos estamos refiriendo exactamente? Habermas
habla de dar «sentido a aquello que ha sido malogrado u objeto de des-
posesión». Está apuntando a experiencias frente a las cuales la filosofía
no sabe qué pensar, por ejemplo, aplicar el noble y universal concepto
de justicia a las víctimas. Para casos así, «la tradición monoteísta [...] tie-
ne a su disposición un lenguaje que posee un potencial semántico toda-
vía no agotado, que se muestra superior en su poder de abrir al mundo,
de formar la identidad...» (Habermas, 1992, 229). Mientras ese capital
semántico no sea gestionado por la razón, bueno es que lo haga valer
la religión.

4. Déficit motivacional de la democracia deliberativa

Hay que reconocer a Habermas que arriesga mucho al poner sobre los
hombros de la razón comunicativa la herencia de la religión, pues así la
política se obliga a grandes exigencias, como se han encargado de recor-
dárselo H. M. Enzensberger, M. Walser o P. Sloterdijk3. Estos autores
incluyen, entre la herencia religiosa de la razón comunicativa, a los dere-
chos humanos. Claro que estos, a diferencia de Habermas, no valoran
positivamente la operación pues opinan que el resultado de tanto com-
promiso es la infelicidad propia por el exceso de responsabilidades. Más
vale, dicen, renunciar a la herencia y vivir con menos pretensiones mora-
les. Comparando a Habermas con estos «posmodernos a la germana» apa-
rece bien la ambición de la racionalidad comunicativa.
Ahora bien, desde estos supuestos que vienen de muy atrás, no se en-
tiende del todo el vivo interés que ahora tiene Habermas por la religión.
La religión ha dejado de ser un resto marginal, que es lo que el autor de

3. «A la idea de derechos humanos se asocia una obligación que en principio no tiene


límites. Ahí se muestra un núcleo teológico que ha sobrevivido a toda secularización. [...]
Ha llegado el momento de liberarse de todas las fantasías morales omnipotentes» (Enzens-
berger, 1994, 36 y 86).

225
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

Teoría de la acción comunicativa lo reconoce, para tratarla ahora como un


interlocutor casi del mismo rango que la razón. La prueba es esta confe-
sión en el debate con Ratzinger, a propósito de la vieja y latente polémica
entre razón y fe: «Sólo merece el calificativo de racional», dice el filó-
sofo, «si, a su vez, a las convicciones religiosas también se les concede,
desde el punto de vista del saber secular, un estado epistémico no total-
mente irracional» (Habermas, 2006, 118).
¿Qué ha pasado para llegar a tanto reconocimiento? Que la raciona-
lidad comunicativa ha encontrado en su desarrollo más dificultades de
las previstas, de ahí la necesidad de replantearla sin la seguridad un tanto
arrogante de los años ochenta. En la ponencia que sostiene ante el car-
denal Joseph Ratzinger se ve obligado, por primera vez, a tomarse en se-
rio la objeción del jurista E. W. Böckenförde, formulada en 1967, que
se pregunta cómo «el Estado liberal podrá sostenerse si vive de presu-
puestos heredados que él mismo es incapaz de garantizar»4. No se trata
sólo de reconocer a la religión como fuente de la ética comunicativa, sino
de interrogarse por el destino de esos valores, ya secularizados: ¿cómo
podrá mantenerlos vivos y defenderlos en el caso de que fueran ataca-
dos por una dictadura, por ejemplo, si rompe con las fuentes que los
alumbraron5? Habermas se apresura a responder que con la cultura del
liberalismo político —entendido como él lo entiende, a saber, como «un
republicanismo kantiano»— la democracia se basta no sólo para funda-
mentar esos valores, sino también para mantenerlos y defenderlos. Reco-
noce que esos valores, que podemos resumir en los derechos humanos,
tienen de alguna manera origen en la teología cristiana (y cita expresamen-
te a la escolástica española tardía), pero sus fuentes son profanas, a saber,
la filosofía de los siglos xvii y xviii. La democracia deliberativa tiene, por
tanto, recursos propios para garantizar la base del sistema, a saber, que
las decisiones que se tomen para organizar la convivencia y resolver los
conflictos deben ser el resultado de un proceso discursivo. ¿Cuál es en-
tonces el problema? ¿Por qué habría que tomarse en serio el dilema del ju-
rista católico? Porque la ciencia política profana garantiza la base común,
que es como un programa de mínimos, pero el republicanismo kantiano
es bastante más exigente. Al ciudadano de esa república no le puede bas-
tar con someterse pasivamente a las leyes, sino que tiene que participar
activamente en las cosas de la ciudad, promocionar el bien común, ha-
cerse cargo de «ciudadanos desconocidos y anónimos» (los emigrantes,

4. Véase en especial Böckenförde, 1967, 93. Y, en referencia a él, Habermas, 2006, 107.
5. Estas mismas preguntas guían el debate francés entre Luc Ferry y Marcel Gauchet
(2007).

226
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

por ejemplo) y, llegado el caso, hacer sacrificios en nombre del interés


general, etc. Todo esto es algo, apostilla Habermas, que «a los ciudada-
nos de una comunidad liberal sólo se les puede, como mucho, sugerir».
Es decir, el Estado liberal, ante tareas que superan lo cotidiano, no pue-
de exigir las correspondientes virtudes políticas, sólo sugerir que sería
bueno. Echa en falta el élan vital que impulse la acción política y cívica
en esa dirección, por eso habla de un «déficit motivacional». Lo que ob-
serva es que, en el Estado liberal, lo que motiva a los ciudadanos no son
las virtudes políticas sino los vicios privados. Por eso el privatismo y la
despolitización de los ciudadanos está a la orden del día.

5. Laicidad y religión en una sociedad postsecular

La democracia deliberativa se mueve en una horquilla interpretativa que


le permite entender el Estado de bienestar, por ejemplo, en plan casero o
extenderlo hasta los sin papeles. El que se interprete de una manera cerra-
da o abierta depende de las convicciones morales o religiosas de los ciu-
dadanos. Para que la solidaridad impregne las leyes y estas sean efectivas,
es fundamental que «los principios abstractos (como la justicia) encuen-
tren acomodo en el entramado, más denso, de orientaciones axiológicas
de carácter cultural» (Habermas, 2006, 112), es decir, sólo habrá solidari-
dad real si la justicia es cultivada por los ciudadanos en su vida cotidiana;
la justicia será algo más que castigo al culpable si se vive en la sociedad
como virtud cardinal; el perdón podrá llegar a ser una virtud política si en
la sociedad no desaparece el sentido de la culpa. Este es el trasfondo des-
de el que lanza una potente llamada de atención que suena a nueva por lo
mucho que se espera de ella. La llamada es esta: «La razón que reflexiona
sobre su más profundo fundamento descubre que tiene su origen en otra
cosa; debe entonces reconocer el poder de esa otra cosa si no quiere per-
der su orientación racional en el callejón sin salida de un híbrido autoapo-
deramiento» (ibid., 114). Y como esa otra cosa es la religión, la razón no
puede perder el vínculo con ella, so pena de agostarse.
La razón no va a salir defraudada de esta operación porque, en rela-
ción con determinados asuntos sobre los que la razón vigente enmude-
ce, va a recibir destellos racionales que ella podrá trasformar en sólidos
argumentos. En este sentido reconoce Habermas:

En los textos sagrados y en las tradiciones religiosas se encuentran articula-


das intuiciones de pecado y redención, de salida redentora de una vida ex-
perimentada como irrecuperable, intuiciones que se han ido verbalizando
sutilmente durante milenios y mantenidas vivas gracias a medios hermenéu-

227
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

ticos. Por eso en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que


logren evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencia, permanece
intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede ser re-
producido en el solo saber profesional de los expertos: me refiero aquí a las
posibilidades de expresión y a sensibilidades suficientemente diferenciadas
para hablar de la vida malograda, de las patologías sociales, de los fracasos
de los proyectos vitales individuales y de la deformación de los contextos de
vida desfigurados (ibid., 116).

En las religiones vivas se ha llevado a cabo una reflexión milenaria so-


bre el perdón de lo imperdonable, sobre el sentido de la vida sin sentido
o sobre la memoria salvadora de lo fracasado, que escapa a las posibilida-
des de los expertos que sólo reconocen como racional lo que la razón ya
ha conquistado. Nótese que ya no hablamos de unas funciones marginales
que la razón no ha tenido tiempo de gestionar, sino de nuevos contenidos
que desbordan lo que en este momento la razón considera razonable.
Si Habermas osa dar este salto cualitativo es porque estamos ante un
nuevo tiempo que él llama «sociedad postsecular» y eso significa lo si-
guiente: si la sociedad secular estaba caracterizada por la tesis de la emanci-
pación, el desprendimiento o alejamiento con respecto a la religión, la so-
ciedad postsecular tiene que completar esa tesis con esta otra, a saber, que
esa misma sociedad secularizada es una secularización del cristianismo y
del judaísmo. No es un juego de palabras, pues si la primera tesis pone
el acento en librarse de la religión, la segunda reconoce que esa misma re-
ligión es como el palimpsesto que subyace a la secularidad. La conciencia
postsecular debe reconocer que la conciencia pública está compuesta de
tradiciones laicas y religiosas que se fecundan y transforman mutuamente.
Para estar a la altura de los nuevos tiempos la religión y la razón
ilustrada tienen que hacer un aprendizaje. Las religiones han aprendido
que no tienen el monopolio de la Weltanschauung, es decir, han teni-
do que reconocer la secularización del saber, la neutralidad del Estado y
la generalización de la libertad religiosa. El creyente de un Estado demo-
crático sabe que las exigencias que tiene como miembro de una comuni-
dad religiosa no coinciden exactamente con las que tiene como ciudada-
no. También el ciudadano laico tiene que hacer su aprendizaje y reconocer
que valores tan suyos como la igualdad o la justicia, aunque estén ba-
sados en principios racionales, «deben poder insertarse en los respecti-
vos contextos de fundamentación ortodoxos», es decir, la justicia será
políticamente más exigente si hay ciudadanos que la viven como virtud
cardinal. Esa es la manera de cubrir el «déficit motivacional» que ha de-
tectado en el Estado liberal, motivación que no se reduce al campo de las
emociones sino que alcanza el cognitivo, por eso «los ciudadanos seculari-

228
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

zados no deben negarles a las imágenes religiosas del mundo un poten-


cial de verdad, ni deben cuestionarles a los conciudadanos creyentes el
derecho a hacer aportaciones en el lenguaje religioso a las aportaciones
públicas» (ibid., 119). Si el laicista quiere que el creyente valore racio-
nalmente sus puntos de vista, deberá reconocer al interlocutor que «no
es totalmente irracional» en los suyos. Habermas se toma, pues, muy en
serio el dilema de Böckenförde.

6. Las posibilidades políticas y morales


de una razón que viene de Jerusalén

Si ahora volvemos al debate de Flores d’Arcais con Habermas, parece que


las preocupaciones no son las mismas. Al italiano le preocupa la política
de la Iglesia y el lugar honorífico en política que Habermas otorga a la re-
ligión; al alemán, la posible contribución de la religión a una construcción
racional de la ética y de la política. Aquel juzga los movimientos actuales
de la Iglesia desde el punto de vista laicista; este, los subsume en una re-
flexión sobre las debilidades de la razón laica. No son perspectivas necesa-
riamente opuestas, pero sí diversas. Se puede velar por la autonomía de la
política, rechazando el revival nacionalcatólico de la jerarquía católica es-
pañola, y se puede compartir las preocupaciones filosóficas de Habermas.
Una vez dicho esto, caben dos caminos para resolver los conflictos
entre religión y política o entre razón y fe en una democracia deliberati-
va: o profundizar en la primera tesis, la de la emancipación respecto de
la religión, depurando la laicidad de toda referencia religiosa, que parece
preferir Flores d’Arcais, o repensar la relación entre razón y religión, en
nombre de las exigencias de una sociedad postsecular. El primer camino
es prácticamente intransitable. Plantea, en efecto, no sólo una reducción
de la religión a asunto privado, sino un discurso sin símbolos, un lengua-
je reducido al esperanto6. Ahora bien, eso es lo que no ha tenido lugar ni
parece teóricamente posible. Creo que la segunda postura es no sólo más
fecunda, sino también inevitable. Es Walter Benjamin, a quien no le faltaba
olfato para captar las necesidades de su tiempo, quien la inaugura cuando
en la primera de sus Tesis sobre el concepto de historia7, que es programá-
tica, plantea una reformulación de la crítica ilustrada y marxista de la reli-

6. El diario Le Monde informaba del debate en un liceo parisino desencadenado


por la presencia de un árbol de Navidad. Si no había nacimientos, tampoco tenía que ha-
ber símbolos precristianos pero con connotaciones religiosas. En Braga leí una noticia que
hablaba de que se vendían «belenes laicos», esto es, sin Niño Jesús...
7. Véase una traducción y comentario detallado de las Tesis en Mate, 2006.

229
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

gión. Después de reconocer que el concepto de sociedad sin clases es una


secularización del mesianismo, añade: «Al concepto de sociedad sin clases
hay que devolverle su verdadero rostro mesiánico y eso en provecho de
la política revolucionaria del proletariado» (GS I/3, 1232). Hay que remi-
tirse al mesianismo, que es como el palimpsesto de la sociedad sin clases,
para que esta política tenga alguna posibilidad.
La referencia a Benjamin, nada ausente en el discurso habermasiano,
nos remite al judaísmo. Cuando Habermas apunta en la dirección de un
capital semántico, propio de las religiones, que aún no ha sido metabo-
lizado por la filosofía, está pensando en el que viene de Jerusalén. Pero
Habermas no puede gestionar ese capital porque los supuestos de su ra-
cionalidad comunicativa se lo impiden.
Conviene recordar que el dilema de Böckenförde aparece en el ho-
rizonte habermasiano como objeción que le hace J. B. Metz en los años
noventa con un alcance mucho mayor que el que ahora reconoce Ha-
bermas. Metz comparte la preocupación que subyace al «déficit motiva-
cional», radicalizándola si cabe. Caracteriza al hombre posmoderno de
«analfabeto feliz» porque vive en una inmadurez más grave que la que
provocó la primera Ilustración, a saber, pérdida de sentido de la realidad
(a manos del mundo simulado o virtual), empobrecimiento del lenguaje,
despolitización de la política, ausencia de la conciencia de culpa y aler-
gia al concepto de responsabilidad universal. Este «analfabeto feliz» ado-
lece de un mal que comparten el creyente y el no creyente, la teología
y la ilustración, y que consiste en la ignorancia o desconsideración de
un tipo de racionalidad que no viene de Atenas sino de Jerusalén. Es la
llamada racionalidad anamnética que se emparenta con la recordación
(Eingedenken) benjaminiana. Esa memoria no es la anamnesis platónica
—que sólo recuerda lo que está grabado en el lenguaje dominante— sino
una que recuerda lo que ese logos olvida. Toda memoria mira al pasa-
do pero hay dos tipos de pasado: uno que ha llegado a hacerse presente
(es el pasado de los vencedores) y otro que está ausente del presente (el
de las víctimas, el de los fracasados de la historia). Está refiriéndose al su-
frimiento de tantos inocentes que nos resulta in-significante porque lo
descontamos como el precio de la historia o del progreso. Para la razón
anamnética, sin embargo, ese pasado está lleno de significación ya que es
reconocido como una injusticia que sigue vigente e interpela, por tanto,
al presente. La memoria declara vigente la injusticia pasada y convoca la
responsabilidad de la generación presente sobre la pasada. Surge así la uni-
versalidad de la responsabilidad que es el gran activo del monoteísmo.
Ahora bien, esa racionalidad anamnética en modo alguno se deja tra-
ducir por razón comunicativa o ética discursiva porque esta «coloca la

230
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

capacidad del reconocimiento del otro bajo la reserva de la contempo-


raneidad» (Metz, 1999, 75 s.), es decir, la racionalidad comunicativa sólo
funciona entre sujetos presentes capaces de argumentar, capaces de dar
razones y dejarse convencer por mejores razones, en vista a un acuerdo ra-
cional. Pero ¿qué pasa con los que no saben argumentar o no están pre-
sentes? Con las víctimas no se dialoga, se las escucha. Frente a la interpe-
lación de las víctimas que han sufrido una violencia injusta, de poco vale
el consenso o la comunicación horizontal; lo que importa es responder
de su sufrimiento o de su injusticia.
Habermas no pasó de largo ante este tipo de reflexiones. Se fajó con
ellas en la Lectio titulada «¿A quién pertenece la razón anamnética?», que
impartió ante el propio Metz en el momento de su jubilación. No se apeó
entonces de su filosofía: «La idea de una Alianza (su forma de llamar a la
razón anamnética) que remite la libertad y la solidaridad a una intersub-
jetividad no distorsionada, se encarna en una razón comunicativa que se
hace cargo de las experiencias que amenazan a la identidad de una exis-
tencia histórica» (Habermas, 1994, 110). Entiende que en la estructura
misma del lenguaje se encuentran las condiciones necesarias para hacerse
cargo de las injusticias pasadas, es decir, está convencido de que creyentes
inspirados en el monoteísmo judío pueden poner a disposición del deba-
te público, por ejemplo, el sentido de los que yacen en las cunetas de la his-
toria, habiendo luchado por causas que han sido derrotadas. Habermas
espera que ese sentido, inicialmente expresado en términos teológicos,
pueda ser traducido a un lenguaje racional y, de esa suerte, compartido por
todos. La filosofía podría traducir la esperanza de la resurrección por jus-
ticia terrenal a las víctimas. Pero eso no funciona porque la razón comuni-
cativa sólo puede aceptar lo que sea metabolizable en razón compartible.
Ahora bien, la razón de los vencidos es un grito, una denuncia, una exi-
gencia de justicia. Su fuerza no le viene de la comunicación, del poder
persuasivo o de la capacidad argumental, sino de la experiencia de la in-
justicia. Esta razón no se sustancia en argumentos, sino en memoria. La
flecha que sale de ese arco no busca el entendimiento, sino la respuesta.
La razón comunicativa es experta en palabras; la memoria, en silencios.
Es la memoria la que hace presente lo ausente, de ahí la propuesta pro-
vocadora de Metz: fundamentar la razón comunicativa en la anamnéti-
ca. Ese es el proyecto de Walter Benjamin que Habermas domestica con-
virtiendo la memoria en combustible de su razón comunicativa.

231
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

7. Las víctimas de la historia no piden consenso sino justicia

Se podría sintetizar polémicamente la aportación de la razón anamnética


en términos de primacía del relato sobre el discurso, de las narraciones
sobre las ideas, de la memoria sobre el logos. Lo que se quiere decir con
ello es que, habida cuenta de que la memoria en cuestión es memoria de
lo olvidado o de lo perdido, el recuerdo siempre tiene que ver no con
cualquier pasado sino con el pasado ausente, ese mismo que el presente
ha declarado in-significante. La razón comunicativa da importancia a la
lógica de las ideas, a la argumentación de los que hablan, mientras que
la razón anamnética da significación a lo que esas ideas desprecian por
in-significante. Este punto es fundamental porque los grandes «valores»
de la razón comunicativa (discurso, consenso, procedimentalismo) o de
la ética comunicativa (los derechos humanos) son fruto de un racioci-
nio para el que lo importante es la lógica de las ideas y no la perpleji-
dad ante la realidad. Estas teorías que hacen abstracción de la realidad
crean un tipo de hombre ideal del que cuelgan todos los «derechos» ima-
ginables, empezando por los de libertad e igualdad. Poco importa que
el hombre real viva en la esclavitud y en la injusticia. Eso es desde luego
lamentable, criticable y denunciable, pero no tiene significación teórica.
Poco importa teóricamente que el hombre sea esclavo si teóricamente
hemos decidido que el hombre es libre. Lo que propone la razón anam-
nética es todo lo contrario: hay que empezar por reconocer que en la
mayoría de los sitios el hombre no es igual, ni libre. Ahora bien, si hay
hombres que no son libres e iguales, quien viva en libertad e igualdad, si
quiere ser sujeto moral, tendrá que hacer suyas las causas de la libertad
de ese otro que vive sin ella. Para esta cultura la «felicidad ajena» no es
sólo un deber de justicia, como decía Kant en la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, sino el precio de la «propia perfección».
Podemos intuir que de esta memoria mesiánica deriva un tipo de polí-
tica excesivamente exigente. Es una política con inspiración ética y se
la puede tomar o dejar. Lo que no se puede, como quiere Habermas, es
acostar «el potencial semántico» de esta tradición en el lecho de Procusto
del pensamiento políticamente correcto. A corto plazo estas exigencias
son desmesuradas. Pero cuando ante la gravedad de los desafíos actuales
—lo que ya Heidegger llamaba «el dominio planetario de la técnica»—,
pasamos lista a los balbuceos o mutismos políticos, tenemos la sensación
de que se quiere combatir el cáncer con aspirinas. Y eso no basta.

232
LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR

8. Conclusiones

La primera es recordar que la laicidad propia de una sociedad postsecu-


lar es una secularización o emancipación con respecto a la religión y, tam-
bién, una forma secularizada de la religión. Tan verdad como que la au-
tonomía de lo político es irreversible, es la afirmación de que el capital
semántico de la religión no está aún agotado.
En segundo lugar, hay que reconocer que el sujeto político contem-
poráneo se encuentra ante lo que Habermas llama «déficit motivacio-
nal». Se siente más cliente que ciudadano, más consumidor de bienes que
protagonista de proyectos políticos, de ahí la duda sobre si encuentra en
la cultura política que lo habita razones para defender valores que tras-
cienden su propio interés. El dilema de Böckenförde busca una respuesta
en la relación de la política con la religión. Habermas, que reconoce ha-
ber «envejecido pero no haberse vuelto piadoso», recorre ese camino, mo-
vido por las dificultades que encuentra en su desarrollo la racionalidad
comunicativa. Es como si le hubiera golpeado la admonición de Ador-
no cuando decía, a propósito de las tradiciones religiosas, que «ninguna
está ya a la altura de los tiempos que corren, pero tan pronto como se
apaga una, se da un paso decidido hacia la inhumanidad». Justo en ese
punto se separan los destinos de Habermas y Flores d’Arcais. No hay más
que comparar la displicencia con la que este se sacude de encima la razón
hegeliana, a la que desacredita por teológica, mientras que Habermas se
alinea en la teoría de Hegel «según la cual las grandes religiones pertene-
cen a la historia de la razón misma». No basta decir que ahí se ponen de
manifiesto los acentos divergentes de la cultura germana y de la cultura
latina8. Como demuestra un estudio de Díaz-Salazar, la diferencia entre
germanos y latinos es que los primeros han tenido la osadía intelectual
de pensar la relación conflictiva, mientras que los segundos hemos he-
cho del conflicto un campo de batalla (cf. Díaz-Salazar, 2008).
En tercer lugar, que la capacidad traductora de la razón comunicati-
va es limitada. Funciona bien cuando se trata de traducir el cristianismo
helenizado por la sencilla razón de que entre «Jena» y «Jonia», es decir,
entre el inicio de la filosofía griega y su culmen en la filosofía hegeliana,
hay un hilo conductor. La razón occidental y el cristianismo dominante
se deben a Atenas. Más complicado lo tiene Habermas con las posibili-
dades semánticas que vienen de Jerusalén. Los significados ahí latentes

8. Lo que no impide que se subraye, como hace J. C. Velasco en la presentación del


texto de Habermas (2008), el carácter tan alemán de esta polémica, que se inserta en la
tradición alemana ilustrada.

233
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ

se traducen en términos de interpelación, de pregunta, de otredad y no


de consenso. Demanda una filosofía del otro y no del nosotros. El rawl-
siano «deber de civilidad» que Habermas invoca no es de mucha ayuda
ya que este se refiere al deber que tenemos unos para con otros de dar-
nos razones, de explicar al otro nuestras razones y de hacer el esfuerzo
máximo por entenderlas. Pero ya hemos dicho que las víctimas no argu-
mentan, sino que exponen su indigencia y se exponen en su desnudez.
A la vista de la política que se trae entre manos la Iglesia católica, está
justificada la pregunta de si tienen sentido discursos como estos que bus-
can un sentido político de la religión al margen de la Realpolitik ecle-
siástica. ¿Qué pintan Habermas o Metz al lado de obispos mosqueteros,
como los que pueblan la geografía española, listos para disparar sobre
cualquier movimiento que vaya en esa dirección? Siempre se puede res-
ponder con lo que decía Alfonso Comín, comunista y cristiano, de sí mis-
mo: «Pertenezco a una Iglesia que ha quemado a santos, y a un Partido
que ha fusilado a héroes». Grandes instituciones, como el cristianismo o
el marxismo, están surcadas por una pluralidad de tradiciones. Las que
dominan políticamente no son necesariamente las que más razón tienen.
Lo que importa es de dónde, en situaciones críticas, salen recursos para
sacar adelante una razón, una política o una ética a la altura de los pro-
blemas que tenemos.

234
IV

SEMBLANZAS
1

LOS MENDELSSOHN,
SÍNTOMA DE LA SALUD ESPIRITUAL DE EUROPA

El 11 de marzo de 1829 el auditorio de la Singakademie de Berlín contiene


la respiración mientras oye una pieza casi olvidada. Una lluvia de aplausos
saluda la audición de la Pasión según san Mateo de Johann Sebastian Bach.
El director de la orquesta se aleja del piano desde el que ha dirigido ma-
gistralmente. Los presentes descubren a un joven menudo y moreno, de
rostro expresivo, que tiene veinte años y se llama Felix Mendelssohn.
El millar de personas que han tenido la suerte de escuchar la obra es-
tán emocionadas. Está el rey de Prusia pero también Schleiermacher, He-
gel, Heine y Rahel Varnhagen. El éxito es enorme. Todos comprenden que
el joven Mendelssohn acaba de devolver a Alemania un tesoro espiritual
que tenía olvidado. Mientras todo el mundo le felicita y aclama, el joven
tiene que sonreír por dentro. Al fin y al cabo él, un judío, convertido con
su padre al protestantismo pocos años antes, es aclamado en la Prusia lu-
terana como un héroe nacional. «Tiene gracia», se dice mientras recoge a
sus músicos, «que sea un cómico, un modesto judío, el que devuelva a esta
gente al más grande de los músicos cristianos»1. Bach, que había desapa-
recido de la escena tras su muerte en 1750, llegando a ser un desconoci-
do para los cristianos, no escapó a la curiosidad de esta extraña familia
de judíos que buscaba sus manuscritos y los estudiaba. Felix y su hermana
Fanny, «tan dotada musicalmente como él», según decía Goethe, prepa-
raban minuciosamente el regreso triunfal de Bach.

1. Testimonio recogido por D. Bourel en su monumental obra sobre Moses Men-


delssohn (2004, 11).

237
SEMBLANZAS

La figura de Felix Mendelssohn es inseparable de la de su familia. En el


siglo que va del nacimiento del abuelo, Moses, en 1729, hasta el concier-
to del nieto, Felix, en 1829, encontramos todas las pasiones que adornan
el mestizaje entre el judaísmo y el germanismo.
Prusia y España son los lugares en los que más intensamente se en-
carnaron los judíos de la diáspora. Esos lugares son el epicentro del mun-
do sefardita y del mundo azkenazí. Un observador tan fino como Nietz-
sche supo valorar la significación de la presencia judía en Alemania:

Europa y sobre todo los alemanes —raza miserablemente irracional a la que


todavía hoy hay que lavar el cerebro— deben mucho a los judíos en lo
que concierne a la lógica y a una mayor finura en los hábitos intelectuales. Allá
donde los judíos han ganado en influencia, han enseñado a distinguir con
mayor agudeza, a concluir con mayor rigor, a escribir con mayor claridad y
precisión. Su tarea consistió siempre en llevar a la razón al pueblo2.

Nietzsche no siempre trató a los judíos con esta amabilidad, pero ahí
queda este certero testimonio que hoy pocos discutirían.
Felix, el nieto del patriarca de la saga, es un producto de esa historia.
Es el nieto de un judío que nunca renunció a serlo y es también el hijo
de un converso, que pasa a formar parte de la Bildung, esa clase cultural
compuesta por amigos de la humanidad y representantes de los valores
ilustrados.
En esa Europa ilustrada los Mendelssohn se encontraban como en su
casa. La Ilustración europea, tan ligada a Atenas, es difícilmente compren-
sible sin la presencia de Jerusalén. Por eso se sintieron tan sacudidos cuan-
do llegó la ola nacionalista. Era la negación del mundo en el que ellos se
habían implicado y que habían contribuido a conformar. Nada tiene en-
tonces de extraño que los nazis persiguieran con particular saña a estos
Mendelssohn, representantes de una visión del mundo que ellos, desde su
particular nacionalismo germano, venían a abolir. De ello da fe este relato:

Una veterana de Berlín evoca los sufrimientos que tuvo que padecer siendo
prisionera política. A principios de 1945 trabajaba en el cementerio judío de
Berlín. Era un campo de tránsito para prisioneros políticos. Se construye-
ron trincheras en las tumbas, sacando fuera los esqueletos, utilizando las
calaveras como recipientes para las patatas. Fue entonces cuando observó
cómo un SS, el mayor Elbers, pidió que le trajeran del panteón familiar de los
Mendelssohn-Bartholdy el célebre cráneo del filósofo Moses Mendelssohn

2. F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft, § 348 (1967b, 497).

238
LOS MENDELSSOHN, SÍNTOMA DE LA SALUD ESPIRITUAL DE EUROPA

y que se lo colocaran en un nicho del muro. Se dedicó entonces a afinar la


puntería disparando sobre el cráneo por encima de las cabezas de los prisio-
neros. El oficial de las SS intentaba alcanzar los ojos, la boca y la nariz.

El hecho nunca sucedió porque está tomado de una obra titulada


Nathan im Tiergarten, escrita en 1987, pero explica bien el difícil lugar
de los judíos alemanes en la Alemania moderna. Ellos encarnan lo que el
ario odia y también desea. No hay más que ver a Reinhard Heydrich,
el delfín de Hitler, oyendo a escondidas las sonatas de Mendelssohn cuan-
do escucharle era un delito.

Nathan im Tiergarten representa el final de una elipse cuyo arranque hay


que situar en otro Natán, el que sirvió de modelo a Lessing en su obra Na-
tán el sabio, escrita en 1778, y que no es otro que Moses Mendelssohn, el
fundador de la saga. Es un personaje singular. Considerado en su tiem-
po un filósofo de primera fila, sin haber pisado universidad alguna; ce-
lebrado en la corte, sin rastro de sangre azul; judío confeso y, sin embar-
go, defensor infatigable de la autoridad universal de la razón ilustrada…
Cuentan que era pequeño y contrahecho, de apariencia tímida y salud
delicada. Con humor decía de sí mismo que en él se resumían dos gran-
des hombres de la Antigüedad pues era chepudo como Esopo y tarta-
mudo como Demóstenes. Veamos cómo se presenta:

Nací en Dassau, de un padre que ejercía como maestro de escuela y sofer


(copista de los rollos de la ley). Bajo la dirección del gran rabino de la ciu-
dad estudié el Talmud. Bajo la batuta del doctor en medicina Aron Gumpez
me inicié en las ciencias. Luego me convertí en preceptor de los hijos de un
judío acaudalado que me confió la contabilidad y la gerencia de su manufac-
tura de sedas. Hasta hoy desempeño este cargo. Me casé con treinta y tres
años y tuve siete hijos de los que viven cinco. Nunca pisé una universidad ni
seguí curso alguno. Es una de las mayores dificultades a las que he tenido que
enfrentarme: he tenido que recuperar todo y aprender todo por mi cuenta.

Cuando salió del anonimato y se convirtió en una personalidad pú-


blica de gran autoridad moral, siguió siendo fiel a sí mismo: «Me he man-
tenido al margen de los grandes y de su mundo. Siempre he vivido en la
sombra, sin ganas ni capacidad para mezclarme en los asuntos públicos»
(Hayoun, 1997, 31).
Pese a venir de lejos, el gran Gotthold Ephraim Lessing le tomó como
modelo de su Natán, el judío sabio que en la citada obra desgrana los

239
SEMBLANZAS

principios de la tolerancia moderna3. Pero lo más llamativo del Natán de


Lessing es que sea precisamente un judío el protagonista de la moderni-
dad, el espejo en el que mirarse. Es una rareza porque si algo caracteriza
a la conciencia occidental es la certeza de que este mundo moderno es
una secularización del cristianismo. Es la tesis, desde luego, de Max We-
ber que consideraba el protestantismo ascético como matriz del capita-
lismo y la racionalidad occidental modernos; pero también la de Hegel
o Nietzsche. Lessing rompe esa secuencia y coloca en medio de la escena
a un judío.
Muchos son los que piensan que ese Natán es un homenaje a su ami-
go Moses Mendelssohn, traductor de Rousseau, Platón y autor de Je-
rusalem, libro de gran impacto histórico porque plantea con claridad la
relación entre judaísmo e ilustración. Para Moses Mendelssohn hay ver-
dades eternas y verdades históricas. Las primeras no son objeto de reve-
lación divina sino que están al alcance de la razón. La Biblia está llena de
estas verdades que lo son no porque las diga Dios sino que Dios las dice
porque son verdades. Luego están las verdades históricas que se asientan
sobre el testimonio y la autoridad de quien las transmite. Una varian-
te de estas verdades son las leyes, esto es, ese conjunto de mandatos o
prescripciones divinas, dirigidas en exclusiva al pueblo judío y gracias a
las cuales este pueblo ha conseguido mantenerse con identidad propia.
Esas leyes obligan al pueblo judío por autoridad divina. Lo que conviene
subrayar es que estas leyes son lo único revelado en la Biblia; lo demás
obliga en cuanto tenga fuerza racional. El judío puede pues sentirse en
casa en medio del mundo ilustrado porque su tradición le empuja des-
de dentro hacia la racionalidad; y no tiene que diluirse en esa modernidad
porque tiene unas señas de identidad, las leyes, que le obligan por auto-
ridad divina. Lo que en definitiva Mendelssohn propone a ese judío que
veía incompatible la modernidad y el judaísmo —de ahí que se sintiera
obligado a elegir entre ser judío o ser moderno— es la doble militancia:
«Adaptaos», decía en Jerusalem, «a las costumbres y a la constitución del
país al que os hayáis trasladado, pero manteneos también con perseve-
rancia en la religión de vuestros mayores. ¡Soportad las dos cargas tan
bien como podáis!» (Mendelssohn, 1991, 263). El autor de estas líneas de-
fiende la emancipación del judío (el que se le reconozcan los derechos
cívicos que Europa le niega), sin tener que pagar el precio de la asimila-
ción, al menos en el sentido de renuncia a su propia identidad judía (lo
que podríamos llamar integración cultural).

3. Para un desarrollo de este punto, véase infra, pp. 259 ss.

240
LOS MENDELSSOHN, SÍNTOMA DE LA SALUD ESPIRITUAL DE EUROPA

Lo que también hay en este Mendelssohn es una defensa decidida de la


existencia diaspórica, allende pues de la asimilación y del sionismo. Revi-
sando el destino de las leyes reveladas, se detiene en ese preciso momento
en el que algunos quisieron construir con ellas algo así como una consti-
tución, la Constitución mosaica, convirtiendo las leyes reveladas en prin-
cipios políticos. Es lo que se cuenta en el libro del profeta Samuel. Fue
un gran fracaso porque aquello degeneró en una teocracia que era la nega-
ción del judaísmo. «Esta Constitución», dice Mendelssohn, «sólo ha exis-
tido una sola vez. […] Ha desaparecido y sólo el Omnisciente sabe en qué
pueblo y en qué siglo podrá darse de nuevo algo semejante» (ibid., 259).
El experimento de tener un Estado como los demás pueblos tuvo lugar y
fracasó. Lo propio del pueblo judío es vivir pacíficamente entre los de-
más pueblos, es decir, la diáspora.

Moses Mendelssohn sacaba al judaísmo de la marginación o de la desa-


parición y lo convertía en una fuerza intelectual y social de la sociedad
alemana. Hay que reconocer, sin embargo, que el precio a pagar, esa do-
ble militancia, no era fácil, sobre todo si se cuestionaba de entrada que el
judaísmo nada tenía que decir de propio a la racionalidad. Se podría de-
ducir de sus palabras que los judíos sí podían enriquecer con su trabajo
e inteligencia a la sociedad, pero el judaísmo, no: ¿por qué entonces ser
judío, es decir, «perseverar en la religión de nuestros mayores», como pe-
día el filósofo? Apostar por la emancipación, sin pagar el precio de la asi-
milación, suponía una tensión que supo soportar el primer Mendelssohn
pero no sus sucesores. Sus propios discípulos entendieron que había que
cortar con las raíces si uno quería conseguir el reconocimiento social de
los demás. Había que renunciar a lo que les había hecho diferentes —em-
pezando por la creencia de ser el «pueblo elegido»—, ya que esa diferen-
cia sólo les había traído marginación. La consigna era ser como los demás,
entrar en la historia y ejercer en ella como un ciudadano más. La forma
más plástica de expresar esas ideas era la conversión al cristianismo.
Resulta sintomática la actitud de David Friedländer (1750-1834), su
discípulo preferido, que llegó a ser el primer concejal judío de la ciudad
de Berlín. Es el autor de un escrito anónimo en el que un judío plantea
a un prelado cristiano ilustrado el deseo de convertirse al luteranismo
para expresar su incorporación plena a los tiempos modernos. El autor
quería saber qué precio ideológico había que pagar, un precio que fuera
respetuoso con las exigencias del protestantismo, pero también con el

241
SEMBLANZAS

racionalismo ilustrado. Las respuestas no fueron muy favorables, como


si se denegara al judío la calidad de interlocutor en asuntos que tuvieran
que ver con la Ilustración. Si quería convertirse tenía que pasar por caja
sin exigencias. Lo que no podía un judío era invocar el beneficio de la
razón ilustrada para rebajar el número de dogmas que tenía que aceptar.
Este incidente, en el que intervinieron notables figuras, como el propio
Friedrich Schleiermacher, es, más allá del debate teórico que planteaba,
síntoma del movimiento que había desencadenado Moses Mendelssohn
con su teoría de la doble militancia. Su matizada respuesta a la pregunta
de cómo ser judío y moderno no tuvo sucesores.
Lo que en realidad se produjo quedó bien expresado en el destino
de su propia familia. Abraham, hijo del fundador de la saga, se convirtió
al protestantismo y educó a sus hijos en ese credo. Su mujer, Lea Salo-
mon, mujer de excepcional cultura, tenía uno de esos salones visitados
por la sociedad culta en los que personalidades como Hegel, Humboldt,
Paganini o Heine anunciaban el mundo que venía. Su hijo Felix pudo de-
dicarse al arte, sin tener que preocuparse de la economía, al igual que
su hermana Fanny, otra gran música. Dorothea, hija también de Moses, se
casó con Simon Veit, cuyo hijo fue Philipp Veit, el pintor. Su segundo es-
poso, el filósofo y novelista Friedrich Schlegel, es representante eximio
del romanticismo alemán.
Quedaban lejos los tiempos del abuelo que se había mantenido «al
margen de los grandes y de su mundo» y que decía que «siempre [había]
vivido en la sombra, sin ganas ni capacidad para mezclar[s]e en los asuntos
públicos». En su estirpe encontramos banqueros, científicos, músicos y
profesores. Gente que no sólo visita los salones que evitaba el abuelo sino
que los representa, encarnando ellos esos valores protestantes que van in-
cluidos en el paquete de la asimilación. Debió de ser observando esta de-
riva como Heinrich Heine vio, injustamente creo, en Moses Mendels-
sohn al «Lutero judío», destruyendo este, como también hiciera aquel, el
«catolicismo» (lo que el cristianismo y el judaísmo tenían de asfixiante)
de sus propias religiones.
La vida burguesa de la estirpe no consiguió, sin embargo, borrar las
huellas del pasado. Fue precisamente Felix Mendelssohn (lo de Bartholdy
era un añadido para subrayar la integración social de los recién asimila-
dos) el que se planteó una edición «bella y bien hecha, precisa y auténti-
ca» de las obras completas del abuelo, tal y como se lo comunica a su tío
Joseph, en una carta del 20 de febrero de 1840. Su tío Joseph, banque-
ro, que era el único de la familia que no había abandonado el judaísmo,
apoyó encantado la propuesta. Fue su hijo, Georg Benjamin, profesor
de geografía en la universidad de Bonn, quien se ocupó de la edición. El

242
LOS MENDELSSOHN, SÍNTOMA DE LA SALUD ESPIRITUAL DE EUROPA

tío Joseph escribió en el primer volumen una semblanza de su padre. Lo


que más llama la atención en la presentación general de la edición es la
discreción extrema con la que se trata la dimensión judía de la obra. Lo
que realmente se perseguía era la «germanización» completa de Moses
Mendelssohn y, de paso, de la saga.
Del Mendelssohn músico algunos dicen que tuvo más talento que
genio, más profesionalidad que genialidad4. Su tiempo lo admiró por el
amable equilibrio entre clasicismo y romanticismo. Aunque lo que más
haya llegado al público sea la Marcha nupcial, cuyo abuso ha degradado
un verso de música clásica a la ordinariez del tachín-tachín de los salo-
nes de boda, lo cierto es que estamos ante una música que expresa como
pocas el talante de la Bildung, esa gran cultura centroeuropea ilustrada
basada en la amistad y realmente cosmopolita. En eso sí que recuperaba
el nieto la figura del abuelo que había inspirado a Lessing el personaje
de Natán el sabio. Natán como Felix encarnaban los valores universales
de la Ilustración que iban a ser cuestionados por el ascenso del naciona-
lismo, sobre todo del nacionalsocialismo.

Hemos dejado al oficial de las SS disparando al cráneo de Moses Men-


delssohn para no perder la puntería con su pistola. Eso es ficción. Lo que
sí ocurrió fue que un 9 de noviembre de 1936 —dos años antes de la
Kristallnacht— un grupo de nazis destruyeron en Leipzig el monumen-
to erigido en honor de Felix Mendelssohn. Su música, prohibida. Unos
años antes, en 1933, en vista de la escalada nazi, el Jüdischer Kulturbund
de Berlín quiso inaugurar la temporada teatral con el clásico Natán el sa-
bio, esperando que el viejo mensaje del «¿acaso no somos hombres antes
que judíos, cristianos o musulmanes?» movilizara las energías universa-
listas de la mejor tradición alemana y que, de esta manera, se pusiera coto
a los desmanes asesinos del nacionalsocialismo. Los nazis, ya en el po-
der, autorizan la representación, pero a condición de «judaizar» a Natán
para que ningún alemán cayera en la tentación de seguir al ser tolerante
y fraterno que Lessing había puesto sobre el escenario.
Así acaba una época que creyó honradamente en una emancipación
llevada hasta el extremo del asimilacionismo. Fue en vano. De nada va-
lía lo que esta generación había hecho por la cultura alemana y había

4. Es la opinión de Blas Matamoro en la presentación de Felix Mendelssohn. Sinfo-


nías tercera y cuarta, El País, 2004, p. 25.

243
SEMBLANZAS

querido ser personalmente. El único principio identificador era la mirada


nazi y para esa mirada la música de Felix Mendelssohn estaba contami-
nada por la sangre de una raza inferior que ponía en peligro la pureza
aria. La biología sustituía a la cultura. El fecundo hermanamiento entre
Deutschtum y Judentum, perseguido por tantos judíos, de Moses a Ro-
senzweig, pasando por Marx, Cohen o Kafka, fue alcanzado en su línea
de flotación y echado a pique. Se clausuraba el viejo sueño ilustrado de
una humanidad y aparecían los jinetes del nacionalismo en cualquiera
de sus versiones.
Aunque el crimen tuvo lugar —por eso, desde el juicio de Núremberg,
calificamos a la existencia concentracionaria como un crimen contra la
humanidad—, Hitler fue vencido. Estamos en otro tiempo, aunque no
está claro en qué tiempo estamos. Kafka decía que el artista es como un
reloj que da la hora con adelanto. El que todavía hoy, pese a todo, se siga
escuchando con gusto al Mendelssohn músico puede ser la señal de que
no todo está perdido. Mendelssohn es más que un músico. La historia
ha cargado ese apellido de una significación muy especial ya que en él
se juega el proyecto ilustrado. La valoración de ese apellido es como un
termómetro de la salud espiritual de Europa.

244
2

MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR*

1.  el hombre que venía de lejos

Quería un entierro sencillo, sin pompas ni discursos. Dejó dicho que so-
bre su lápida sólo figurara una palabra, Mahler. «Los que me busquen»,
añadía a modo de explicación, «sabrán quién he sido y los demás no nece-
sitan saberlo». Si se expresaba así es porque tenía confianza en el futuro.
Sabía que un día sus obras se oirían con la misma frecuencia y el mismo
respeto que las de Beethoven en ese momento. Era una apuesta arriesga-
da la de ese famoso director de orquesta que por entonces apenas si podía
comprarse un traje con los derechos de autor de las obras que compo-
nía. Pero todo lo fiaba al tiempo posterior a su muerte. Al fin y al cabo,
como se preguntaba con sorna, «¿hay que estar presente cuando uno se
hace inmortal?».
Estamos en ese tiempo y Mahler tenía razón. Nadie se ha olvidado del
director de orquesta, de ese «demonio divino que sometió volúmenes
tremendos de sonido en fuentes de luz», pero es el compositor, su mú-
sica, la que hoy nos habla con una elocuencia singular. Mahler suena ya
como Beethoven, Mozart o Bach, nombres propios que trascienden una
biografía para significar una música epocal.
Norman Lebrecht, el autor de ¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y
diez sinfonías cambiaron el mundo, invita a corregir un malentendido muy
extendido. No es cierto que sobre su música haya caído el manto del ol-
vido y que luego hubiera resucitado de repente. Salvo el silenciamiento
forzado por los nazis, Mahler siempre se ha hecho oír. Desde su muerte
hasta la Segunda Guerra Mundial su música competía con la de los sin-

* Publicado en la revista Scherzo 269 (diciembre de 2011), pp. 98-102.

245
SEMBLANZAS

fonistas más reconocidos. Lo que ha cambiado ha sido el tono de sus crí-


ticos, que se ha ido atenuando conforme pasaba el tiempo. Ya es raro
escuchar críticas tan desenvueltas como las que le hizo su compatriota
Ludwig Wittgenstein, cuando afirmaba que «había que disponer de ta-
lentos muy raros para producir una música tan mala». Hubo, sí, un tiem-
po en que Mahler se interpretaba menos pero incluso entonces su singu-
lar música seguía ganando el corazón de los que se le acercaban.
¿Quién era Mahler? Un contemporáneo suyo, Georg Simmel, judío
como él, elaboró una figura sociológica, la del «forastero» (que otro judío,
Karl Mannheim, llamó «inteligencia desprendida»), que nos ayuda a com-
prender la obra de Mahler. Se refiere a ese tipo de hombres que vienen de
fuera o de lejos y que se instalan en otro lugar. Nunca serán del todo del
nuevo lugar como tampoco del que provienen. Al carecer de esos prejui-
cios que tienen los del lugar en que se encuentra, son capaces de percibir
lo que se les escapa a los demás. Su mirada desinteresada capta lo que
las convenciones ocultan. Como están libres de prejuicios, su compro-
miso es con la realidad, de ahí que logren darle una forma nueva. Son
ellos los autores de las formas artísticas innovadoras y de nuevas teorías
interpretativas; rompen moldes y abren nuevos caminos.
Esas categorías, que tienen un alcance universal, se aplican perfec-
tamente a biografías como la de Gustav Mahler. Mahler efectivamente
venía de lejos. Su familia pertenecía a una de esas comunidades judías
centroeuropeas condenadas a vivir marginadas, en guetos, hasta 1848.
En la Ilustración, que tanto debe culturalmente al judaísmo, no había, sin
embargo, un lugar para el judío por ser diferente. La famosa universalidad
ilustrada era una proyección del cristianismo y el judío sólo podía vivir
al margen. Este es el trasfondo de La cuestión judía, tema que da título a la
polémica entre Bruno Bauer y Karl Marx. Fue sólo en 1860 cuando el em-
perador austríaco Francisco José permite a los judíos salir del gueto, es de-
cir, cambiar de residencia. Muchos se trasladan a Viena, huyendo del anti-
semitismo rural y buscando la promoción social. Es significativo el hecho
de que en 1890, es decir, en el espacio de una generación, una tercera
parte de todos los estudiantes de la Universidad de Viena fueran judíos.
El padre de Mahler procedía de Iglau, Moravia, donde tenía una desti-
lería, además de posada y panadería. Nada bueno auguraba el primer
oficio, si recordamos lo que decía Bruno Bauer: en el afán de los judíos
por hacer negocio con las destilerías, residía una de las causas del anti-
semitismo (se refería al polaco), pues era tanto como robar el alma de
los polacos, cuyo almario era una jarra de cerveza. Su padre, Bernhard,
estaba empeñado en que su hijo fuera a la universidad y desarrollara los
talentos musicales que ya apuntaba. Era uno de esos «padres imprecisos»,

246
MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR

recuerda Liberman, que ansiaban formar parte de una sociedad a la que


acababan de llegar, al tiempo que se sentían desprendidos del judaísmo
de procedencia. Esa situación daría pie al duro (e injusto) alegato de Kaf-
ka contra su progenitor en la famosa Carta al padre.

2. El marrano de la música

Los hijos que llegan a Viena tienen que elegir entre ser modernos o ser ju-
díos. La propuesta que imaginara Moses Mendelssohn de la «doble mili-
tancia» (ser judío ad intra y moderno ad extra) resultó insoportable para
la mayoría de ellos. Ahora bien, para asimilarse con éxito al medio am-
biente había que renunciar a sus raíces. No bastaba la conversión al cris-
tianismo —que era una de las señas más frecuentes—, había además que
renunciar a los valores y el modo de ver el mundo que eran propios de
su tradición. Era necesario entender que el calendario era el cristiano y
el día de fiesta el domingo, no el sábado; importante era igualmente en-
tender que las virtudes sociales que merecían consideración era las de
la burguesía protestante y no las derivadas del espíritu diaspórico; ha-
bía que reinterpretar su rico e inquietante sentido de la memoria por
el moderno de historia, como pedía Herder, para hacerse un hueco en
el nuevo Estado. La asimilación llevaba aparejada la integración cultu-
ral, es decir, la renuncia a lo más propio. Pero la asimilación no resolvía
el problema. Por mucho que lo intentaban, no lo conseguían. Ante los
demás, siempre aparecía bajo el ropaje del hombre moderno, asimilado,
un resto judío. Mahler se situaba entre dos mundos, «una especie de ma-
rrano como los miles que vivieron en la clandestinidad en España» (Le-
brecht, 2010, 122). Un marrano de la música como Spinoza lo fue de
la razón.
Mahler, igual que Karl Kraus, Bruno Walter, Arnold Schönberg, Hugo
von Hofmannsthal e incluso Theodor Herzl, el fundador del sionismo, en-
tendieron el mensaje y se convirtieron. Otros, como Freud, que no dieron
ese paso, pero sí se asimilaron, vivieron con la angustia de que su pasado
no fuera en contra de su promoción social, intelectual o cultural. Este
tomó la precaución de convertir su nombre originario, Sigismund, en Sig-
mund, mucho más normalizado. El caso más dramático de esta dolorosa
alternativa lo representa quizá Franz Rosenzweig. Como buen hegeliano
entendió que la historia pasaba por un eje que era alemán y protestante.
Cuando estaba a punto de dar el paso de la conversión, lo que dio fue un
puñetazo en la mesa proclamando que se podía ser judío y moderno. Con
él comienza un cambio espectacular que explica, por ejemplo, la fecundi-

247
SEMBLANZAS

dad de la Escuela de Frankfurt. Pero de momento estamos lejos de ese


momento.
Corre el año 1887. Mahler es director de la ópera de Hamburgo, pero
él tiene el ojo puesto en la ópera de Viena. Le avalan su maestría contrasta-
da y las gestiones de algunos amigos. Se le opone su ser judío. Decide en-
tonces bautizarse. El rito tiene lugar el 23 de febrero de ese mismo año
en la Kleine Michaelskirche de Hamburgo. Alma, su mujer, no tiene em-
pacho en escribir que lo hizo «para que no hubiera ningún obstáculo en
su contrato que, pese a todo, encontró trabas por su condición de judío.
Con sumo detalle me habló de sus temores y sus dudas durante la cate-
quesis, de las confusas cuestiones que planteaba el catequista, del orgu-
llo veterotestamentario que le aparecía de repente» (Mahler, 2006, 77).
A diferencia de otros asimilados, Mahler se tomaba en serio la religión,
la cristiana y la judía. Su mujer contaba la curiosa paradoja de que fue-
ra un judío, Mahler, quien defendiera a Cristo, y una cristiana, ella, quien
le criticara a lo Nietzsche. Del cristianismo admiraba su mística; del ju-
daísmo, la capacidad de leer su tiempo como un palimpsesto. Esa sensi-
bilidad religiosa se refleja en toda su música, que él entendía como una
celebración mística y no ya como un divertimento, entretenimiento o
juego estético. Creía en la capacidad redentora de la música, algo que sus
críticos, mucho más positivistas, no le perdonaban. Reflejo de ese interés
es ese Veni Creator Spiritus, un canto fundamental en la liturgia católi-
ca que invoca la presencia del Espíritu Santo, con que arranca su Octa-
va Sinfonía o el hecho de que la Segunda tenga por título Redención o el
adagio final de su Décima Sinfonía, que se hace eco de la creación del
mundo según el Génesis; pero más allá de cualquier detalle está esa ten-
sión por atisbar lo divino que impregna su obra.

3. El claro del bosque

«Tuve que pasar por esto», reconoce a su amigo Bruno Walter, «por instinto
de conservación y […] me ha costado mucho» (Lebrecht, 2011, 122). Lo
que no significa que renunciara a su judaísmo, ni en su vida ni en su obra.
Liberman, un enamorado de Mahler, cuenta la impresión que le produjo
la audición de la Primera Sinfonía, siendo un adolescente: «Pero si esto es
música judía», cuenta que le dijo a su madre (Liberman, 1986, 180). El
propio Liberman rastrea las huellas judías en su música: «El tema klez-
mer de la Primera Sinfonía, la explosión shofar de la Segunda, el movi-
miento final de la Tercera, la lectura de la Cuarta, las melodías del primer
movimiento de la Quinta, el anuncio profético de la Sexta…» (Liber-

248
MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR

man, 2011, 52). Su música, como luego veremos, tiene ese sabor, y tam-
bién su vida, aunque en este caso fuera, a veces, un sabor amargo pues
el antijudaísmo lo acompañó como una sombra. El judío de la época es,
como dice Sartre, una creación del antisemitismo, de ahí que el judío tu-
viera la imposible tarea de defenderse de una imagen en la que él no se
reconocía pero que tenía que combatir como si fuera suya. La maldición
lo persigue por doquier. Al ser nombrado director de orquesta del festi-
val de Kassel, un articulista anónimo lanza la piedra: «Los alemanes ha-
cen el trabajo y los judíos se llevan los honores». Le atacan en Leipzig, en
Budapest y hasta en Londres por la misma razón. «Soy una bestia salvaje
a la que todo el mundo mira fijamente como si esto fuera un zoo», dice
apesadumbrado. Y en Viena, la ciudad donde quizá por primera vez un
alcalde, Karl Lüger, ha hecho del antisemitisimo bandera política, los an-
tisemitas, con Cosima Wagner a la cabeza, intrigan para que en el tem-
plo de la ópera no oficie un judío. La reacción en Múnich al estreno de
su Cuarta Sinfonía es ferozmente xenófoba. Un crítico le acusa de haber
construido la pieza con ingenio judío, «corroyéndola».
Mahler, sin embargo, no se esconde. Por de pronto, no se priva de visi-
tar la sinagoga del lugar en el que se encuentra. Se compromete claramen-
te en el frente que lucha contra el antisemitismo librando la gran batalla
en el caso Dreyfus. La música de Mahler se convierte en la bandera de los
Dreyfussards, cuyos héroes Clemenceau, Painlevé y Picquart, formaron
con él un sólido grupo de amigos —«el cuarteto del caso Dreyfus»— a los
que unía la política y la música. Si clara era en este sentido su posición con
respecto a las circunstancias externas, clara es igualmente su pertenencia
judía en su modo de ser. Nada expresa mejor esa condición judía, cons-
cientemente asumida, que el reconocerse, según cuenta Alma, «apátrida
por triplicado: por ser bohemio entre los austríacos, austríaco entre los
alemanes y judío en todo el mundo. En todas partes soy un intruso, una
persona non grata» (Mahler, 2006, 169). Mahler tenía bien interiorizada
la figura de ese exilio singular que es la diáspora, la del judío errante. Al
final de La canción de la tierra, cuando se enumeran las cosas que dejamos
atrás al despedirnos de la vida, la música comienza a desintegrarse hasta
que se apaga. Hay todavía un momento en que la música se anima como
si surgiera la esperanza de la aceptación de la pérdida. La canción se clau-
sura con ewig (eternamente), que se repite una y otra vez. ¿Qué quiere de-
cir ese ewig?, se pregunta Lebrecht. Se traduce por «eternamente». Pero
es mucho más. Lebrecht lo relaciona con der ewige Jude, el judío errante,
que en el imaginario cristiano está condenado a vagar por la tierra sin
descanso por haber matado a Dios. Los nazis relacionaron ewig con Jude
—Goebbels lo convirtió en el título de una película destinada a justificar

249
SEMBLANZAS

el genocidio judío— para señalar la radicalidad de su proyecto antisemi-


ta. Mahler, con un gesto premonitorio, trata de rescatar la figura de ese
destino, como si quisiera «extraer esperanza de la aceptación de la pér-
dida» (Lebrecht, 2011, 222). Los versos finales dicen así:

La querida tierra florece por doquier


en primavera y se llena de verdor.
Por todas partes y eternamente,
Resplandece de azul la lejanía.
Ewig, ewig… ewig, ewig.

Como un claro en el bosque, la luz es inexplicable sin las tinieblas de


las que procede y que la explican.
Todo esto ocurre en la Viena de 1900, convertida en el epicentro de
la vida cultural, como si la vieja capital imperial quisiera compensar su de-
cadencia política con un entusiasmo incomparable por la vida cultural e
intelectual. En el espacio de una generación se dan cita genios como Sig-
mund Freud, el fundador del psicoanálisis; Ludwig Wittgenstein, que re-
voluciona la filosofía con el giro lingüístico; escritores de la talla de Franz
Kafka, Georg Trakl o Karl Kraus; poetas como Rainer Maria Rilke; ar-
quitectos como Adolf Loos o músicos como Arnold Schönberg, Anton
Bruckner y el propio Gustav Mahler, entre otros muchos.
Y junto al brillo de la ciudad imperial, un submundo de barrios mi-
serables, sórdidos prostíbulos y calles donde se trafica con las ideas más
corrosivas. En esa Viena viven «miles de personas ilegalmente, a diez fa-
milias por sótano, entre ratas y enfermedades, sin derecho a voto y sin
ser vistos. Este es el entorno en el que Adolf Hitler adquiere su educa-
ción política cuando llega en 1906» (ibid., 127).
¿Cómo se relacionaban esos dos mundos? Parece que había un sistema
de comunicación bien reconocido a cargo de las prostitutas. Pero más allá
de esa solución práctica, la Viena del brillo tenía establecida una doctrina
intocable entre la burguesía local, a saber, Schein über Sein (el aparentar
por encima del ser). Lo importante es la apariencia. Es más importante
ser visto que ser. Esta actitud, más allá de la hipocresía que encierra, in-
vita a sustituir la realidad por la representación. Zweig, un fino observa-
dor de la vida vienesa, anota lo que eso supuso para el desarrollo artístico
de la ciudad:

El hecho de saberse constante y despiadadamente vigilado, obligaba al artista


de Viena a dar el máximo y confería a todos ese extraordinario nivel. De aque-
llos años de juventud todos aprendimos a incorporar en nuestra vida una
medida estricta e inexorable de la producción artística (Zweig, 2001, 39).

250
MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR

Lo que pasa es que ese nivel de exigencia podía invertirse en reforzar


el engaño o en desenmascararlo. A Freud, por ejemplo, la máxima vienesa
de privilegiar la apariencia lo empujó a buscar en lo ocultado por la apa-
riencia las claves de la terapia psicoanálitica. Algo parecido hizo Mahler
con su música. En ella se da cita el presente, pero la mirada de Mahler no
se satisface en él sino que busca entre sus decadentes materiales lo que
lo trasciende.

4. Del drama a la tragedia

Con Gustav Mahler la música pasa del drama a la tragedia. Pero lo trágico
se dice de muchas maneras. Nietzsche, por ejemplo, se afana en predicar
la vigencia de la tragedia clásica, esa que representa el triunfo de la vida
sobre la muerte y en la que el héroe triunfa en su derrota. Walter Benjamin
piensa, por el contrario, que sólo la tragedia barroca, el drama barroco o
Trauerspiel, que plantea la victoria de la muerte sobre la vida, tiene sen-
tido hoy. El barroco que ha entendido la naturalización de la historia, es
decir, el triunfo de la naturaleza muerta sobre la vida, abre el camino de
la historización de la naturaleza pero sólo a una mente crítica. Habrá tra-
gedia en el drama o en la música si alguien es capaz de leer lo que hay de
vida en las ruinas y en los escombros sobre los que está construido nuestro
tiempo. Mahler es de esa estirpe.
En Drama e identidad explica Eugenio Trías cómo la forma sonata que
desde Haydn ha caracterizado la gran música se consuma (en el doble sen-
tido de que llega a su realización y a su agotamiento), dando paso a la sin-
fonía que inaugura otra época musical. Propio de la forma sonata es un
discurso con exposición, nudo y desenlace. El tema con el que se arranca
vive mil vicisitudes hasta que todo se aclara y se arregla. El oyente nunca
se siente defraudado. El sobresalto no traumatiza porque siempre se en-
cuentra el camino de regreso a casa. La cosa cambia con el poema sinfó-
nico de un Wagner, por ejemplo, que sustituye el carácter ternario de la
forma sonata por una composición unitaria que tiene todas las trazas de
un organismo viviente. El punto de partida no es una «exposición» del
asunto, sino un embrión confuso y caótico que va creciendo hasta alcan-
zar el clímax. En lugar de la tranquilidad de la vuelta a casa, el espasmo
de una orgasmo, dice Trías, que señala «el carácter profundamente eró-
tico de la música wagneriana» (Trías, 1974, 57).
Mahler, que tanto lo admira, no lo sigue. No hay clímax en su músi-
ca. Al contrario de lo que ocurre en el drama musical wagneriano, cuando
parece acercarse el cenit algo rompe el encanto. En el momento más in-

251
SEMBLANZAS

oportuno irrumpe la melodía canalla de «una banda borracha en una juer-


ga nocturna» (ibid., 60). Hay quien remite esa singularidad a la patología
sexual de su autor —que tuvo un episodio casi novelesco en Holanda, en
el encuentro profesional entre Freud y Mahler, sentados en el banco de
un parque público—, pero acierta Schönberg al ver en esa Unterbrechung
(interrupción) la genialidad de un tiempo nuevo. Un tiempo en descom-
posición como era el suyo no podía ser salvado por la reconciliación de la
sonata, ni satisfecho con el clímax del drama wagneriano. Había que ex-
presar las heridas de la apariencia bella y, más aún, había que preguntarse
si lo ocultado por la apariencia, la existencia canalla, era un mundo irre-
dento o promesa de redención. Pasamos del drama a la tragedia.
Si su música ofendió tanto a los bienpensantes, señala Adorno, es
porque frustra sus ilusiones, convocando en el momento clave los desga-
rros que producen esos sueños o sencillamente el ruido de lo canallesco.
Mahler se enfrenta al imperio o al prestigio de lo aparente que pretende
identificar lo dado con la realidad, es decir, declara la guerra al santo y
seña vienés del Schein über Sein. Va a cepillar la historia a contrapelo cons-
truyendo una estética musical contra el buen gusto burgués:

Cuando quiero obtener un sonido suave y contenido, no hago que lo toque


un instrumento capaz de darlo con facilidad, sino que se lo confío a aquel
instrumento que sólo sea capaz de producirlo con dificultad, forzándose a
sí mismo, e incluso sobreesforzándose y sobrepasando sus límites naturales
(cit. en Adorno, 1997, 13, 164).

¿Cómo lo hace? En primer lugar, animalizando la cultura. Si la estéti-


ca cortesana piensa haber ganado la guerra a la burda animalidad, Mah-
ler resalta el triunfo de la naturaleza o de la animalidad sobre esa cultu-
ra. En el scherzo de la Segunda y de la Tercera Sinfonía la música presta
su voz a la naturaleza para mofarse de una cultura que reproduce lo peor
de la animalidad. Pero Mahler quiere, sobre todo, escapar del curso del
mundo para mostrar que es posible ser de otro modo. Esa alteridad, sin
embargo, no la busca en bellas utopías. Si la satisfacción de la frustra-
ción consistiera en soñar un mundo diferente sería como «convertir su
música en religión de domingo» (ibid., 36). Mahler es mucho más ma-
terialista o inmanentista. Busca la salvación en los materiales de derribo,
en lo popular o folklórico, en las melodías de algunas de esas bandas de
feria que circulan por el Prater. Como escribe Adorno:

Mahler excava en el material musical humillado y ofendido, buscando la


felicidad prohibida. Para que lo perdido no caiga en el olvido —y para que
beneficie a la forma musical— Mahler se compadece de lo perdido. En el

252
MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR

solo escandalosamente osado de la trompeta del postillón de la Tercera Sin-


fonía se ve cómo Mahler hace acopio de lo heterónomo, de lo despreciado,
que es de lo que se nutre la obra autónoma (ibid., 60).

Que el primer movimiento de Alles Vergängliche esté escrito sobre un


trozo de papel higiénico vale como metáfora de dónde buscaba y encon-
traba Mahler lo valioso.

5. El hueso cantor

El sentido musical de la metáfora anterior queda bien explicado en el tex-


to, elaborado por el autor, en Das klagende Lied (la canción del lamento),
compuesta a los dieciocho años. La historia que se cuenta es la de una rei-
na que promete su mano a quien encuentre una flor roja oculta en el bos-
que. Dos hermanos salen en su búsqueda, siendo el menor quien da con
ella. Feliz por el hallazgo se permite una cabezadilla que resulta mortal
porque el hermano mayor se acerca, le arrebata la flor, lo asesina y entie-
rra su cuerpo al pie de un árbol. Al llegar la primavera un juglar ve brillar
un hueso al borde del camino que le resulta muy aparente para hacerse
una flauta. La sorpresa es que cuando le da forma, el hueso se arranca
a cantar para contar su triste historia. Corre al palacio donde se celebra
la boda y los invitados pueden oír los lamentos que emite el hueso can-
tor (Pérez de Arteaga, 2011, 180). El centro del relato es la vida que yace
en la muerte, la música que esconde un resto humano. El hueso cantor da
vida a lo que yacía muerto.
Adorno señala el carácter dialéctico de la estrategia musical mahleria-
na: si, por un lado, conduce las elevaciones al desastre, es capaz de des-
cubrir en el desastre, por otro, la posibilidad de salvación. Si un ejemplo
de lo segundo es el hueso cantor de Das klagende Lied, de lo primero es
la Sexta Sinfonía, su obra más personal en opinión de Alma Mahler. Ahí
se pone a prueba la capacidad del artista de dar la hora por adelantado.
Es una obra trágica. Un Mahler al que todo le va bien en ese momento
compone una obra invadida por trágicas premoniciones. «El protagonis-
ta», explica su autor, «sufre tres golpes del destino, siendo derribado él
mismo como si fuera un árbol por el tercero de ellos». Un año más tarde,
en 1907, los tres golpes anticipados estéticamente se habrán cebado en
sus propias carnes: la dimisión de la ópera de Viena, la muerte de su hija
y el descubrimiento de la enfermedad que le llevará a la tumba.
En la música mahleriana juega un papel fundamental el tiempo. En
la composición clásica domina la idea de matar el tiempo. La música sir-
ve para escapar del aburrimiento. Beethoven rompe con esa cómoda idea.

253
SEMBLANZAS

Recurre a la aceleración para avisar del vértigo que anuncian los ferro-
carriles. A partir de ahora hay que contar con la velocidad. El público
de Mahler ya ha asimilado el vértigo y se ha reconciliado con la acele-
ración. Viaja en avión con toda normalidad y empieza a pensar que el
tiempo invertido en el viaje es tiempo perdido. Suspira por la instanta-
neidad. La aceleración del tiempo se está llevando por delante no sólo un
modo de vida sino, como dirá Walter Benjamin, la posibilidad de la ex-
periencia. Se produce el trueque de la experiencia por la mera vivencia.
Pues bien, Mahler «coloca a los contemporáneos, habituados a viajar en
avión, en un barco» (Adorno, 1987, 160), como si quisiera rescatarlos de
un tiempo ahistórico y devolverlos al ritmo vital que permite hacer expe-
riencia y no sólo tener vivencias.
Ersterbend (agonizando) es una indicación a mano que escribe Mahler
en el último compás de la Novena Sinfonía, una obra que evoca la fugaci-
dad de la vida y presiente su fin. La muerte es un proceso que va maduran-
do a lo largo de la vida. Morimos poco a poco y en ese proceso el ser
humano va desprendiéndose de lo que tiene hasta quedarse con lo que es.
Franz Rosenzweig observa con agudeza que hay un momento en que el
moribundo sólo responde a su nombre. El nombre es lo esencial. Mahler,
un apellido metabolizado en nombre propio, ha llegado a ese momen-
to mediante un trabajo de desposeimiento radical. Ha perdido la salud
y el amor. En la Décima trata, en un gesto de combate, de reconquistar
el amor perdido, no resignándose a la pérdida, dejando constancia, como
Moisés, de que no renuncia a la tierra prometida, aunque sólo la vea de
lejos. Mientras Mahler apura el proceso que lo llevará a la soledad del
nombre, la noticia de su enfermedad ocupó el centro de la opinión públi-
ca. Los periodistas subían al vagón en cada estación que paraba el tren,
ansiosos por conseguir el último parte médico. Tal era el interés mediático
que ese su último viaje de París a Viena «parecía el de un rey moribun-
do» (Mahler, 2006, 300). Ajeno a todo ese ajetreo, él había dejado bien
dicho que sobre su tumba sólo constara el nombre, Mahler, suficiente
para fraternizar con los que sabían que fue un músico.

254
3

FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR


DE UN NUEVO PENSAMIENTO*

El siglo xx se despide bajo el signo de la posmodernidad. Es un concep-


to muy fluido pero con un par de características inconfundibles. Una se
refiere al contenido, el fracaso de la modernidad, y la segunda, al talante
con la que se valora ese fracaso: celebrándolo.
Constatación, en efecto, del fracaso de la modernidad. Si la Ilustra-
ción había consistido en un ambicioso proyecto de construcción del mun-
do desde la razón, el tiempo acabó enseñándonos que todo quedó en mero
proyecto. El proyecto de pensar la política, la ética, la economía como
construcciones racionales quedó sepultado bajo las ruinas de la Primera
Guerra Mundial.
De la Ilustración conviene tener presente las dos columnas sobre las
que se quería edificar racionalmente la realidad. En primer lugar, la au-
tonomía del sujeto, es decir, que para saber qué es la verdad o la bondad,
había que remitir la respuesta a la libertad del sujeto. En segundo lugar,
que el sueño ilustrado no era nacionalista sino cosmopolita y esa univer-
salidad se basaba en la naturaleza racional de su proyecto. La razón y lo
que sobre la razón se construya trascienden el tiempo y el espacio.
¿Qué ha quedado de todo aquello? Ruinas. Hoy no hablamos de au-
tonomía del sujeto sino de su muerte; y en lugar de la universalidad apa-
rece el culto a lo particular, a lo comunitarista o a lo fragmentario.

* Conferencia inaugural del curso «Los judíos en la España contemporánea: his-


toria y visiones, 1898-1998» (curso de verano de la Universidad de Castilla-La Mancha,
Toledo, 7 de septiembre de 1998).

255
SEMBLANZAS

Y en vez de llorar esa pérdida, la posmodernidad la celebra. Se vive


la quiebra de la razón o de los ideales de la humanidad como una libe-
ración: como si el hombre se hubiera liberado de un mal mito totalita-
rio. Y no es que se haga ascos a los mitos. Pero se distingue entre mitos
buenos y malos. Los malos van en singular (una razón, una humanidad,
una ética, una verdad, etc.) mientras que los buenos son plurales.

Quisiera intervenir en esta discusión con la siguiente reflexión: la crisis de


la modernidad se produce no a finales sino a principios de siglo, por auto-
res judíos, que no se alegran sino que la viven con conciencia apocalíptica
(si no paramos el curso de las cosas, vamos a la catástrofe).
La crisis de la modernidad no ocurre ni se toma conciencia de ella tras
la caída del muro de Berlín, sino a principios de siglo. La Primera Guerra
Mundial fue la gran piedra de toque contra la que se estrelló el optimis-
mo histórico heredado de la Ilustración. Se esperaba la paz cosmopolita
que había anunciado Kant y llegó la guerra; Hegel había apostado por la
reconciliación de intereses y se produjo el odio a las diferencias. Tantos
discursos sobre la universalidad de la razón tuvieron que replegarse ante
el provincianismo de los nacionalismos románticos.
Llama la atención la cantidad de filósofos, artistas o literatos judíos
entre estos madrugadores críticos de la modernidad. No es sólo un pro-
blema cuantitativo lo que queremos señalar sino el hecho de que esa con-
ciencia está expresamente en la base del nuevo pensamiento judío.
Los intelectuales viven este momento con una gran intensidad como
si lo que ahí se ventilara no fuera sólo el fallo parcial de un sistema sino
la necesidad de un cambio de paradigma. Se impone un cambio epocal
no porque haya fallos en el sistema sino porque este se ha consumado,
porque ha dado todo de sí. La Europa en llamas era el final o el resultado
de una «ontología de la guerra», como luego dirá Levinas, que durante
siglos había alumbrado el fuego de la racionalidad occidental. Por eso
hablan de la necesidad de un nuevo comienzo. Hay un desplazamiento
semántico muy significativo: en lugar de progreso, origen; en lugar de
concepto, lenguaje o experiencia o vida. De ese cambio da cuenta el ex-
presionismo, que es el testigo estético de aquel momento, cuando dice
que «el arte no re-produce lo visible: lo hace visible». Estas palabras de
Paul Klee quieren decir que el arte no tiene ya por qué imitar a la natu-
raleza cuyo aparente orden y concierto sólo es eso, apariencia. Lo que
ahora tiene que hacer el arte es hacer visible lo no aparente. Eso supone

256
FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO

ponerse a la escucha de lo más originario, de lo más silencioso y de lo


olvidado.
Dos filósofos que recogen bien el espíritu de los nuevos tiempos son
Ortega y Gasset y Heidegger. El primero habla de una vuelta de la filoso-
fía a la vida y el segundo, de un nuevo comienzo del filosofar.
Heidegger y Ortega, dos nombres de la generación del 14 cuyos com-
ponentes son mayoritariamente judíos: Rosenzweig, Lukács, Hartmann,
Bloch, etc. El componente judío de esta generación crítica de la moder-
nidad no es casual. Sus maestros son Hermann Cohen y Georg Simmel.
Y los dos genios filosóficos de esa generación son Rosenzweig y Benjamin
(el más famoso, sin embargo, es Heidegger). Rosenzweig es la fuente de la
que muchos beben y que pocos citan. Él es quien plantea con una contun-
dencia inhabitual la crítica a la racionalidad occidental y la necesidad de
un nuevo pensamiento. Benjamin saca las consecuencias morales, polí-
ticas y estéticas.
Y ¿por qué tiene que ver el hecho de ser judíos con la prematura con-
ciencia de la crisis de la modernidad? Quede claro, desde un principio,
la gran aportación de los pensadores o escritores judíos a la Ilustración.
Baste recordar que ya Moses Mendelssohn estaba convencido de que el
judaísmo estaba mucho más predispuesto que el cristianismo para el pro-
yecto ilustrado. Pero ese hecho históricamente incuestionable no empece
el sentido de la pregunta que acabamos de plantear. Si uno lee el escri-
to autobiográfico de Gershom Scholem (otro de los grandes nombres de
ese momento) De Berlín a Jerusalén, se percata del estado de postración
en que se encontraba el judaísmo en Alemania y Austria a principios de
siglo. Casi nadie entendía el hebreo, se desconocían las raíces del judaís-
mo y se vivía en la generación de los hijos el ser judíos como un problema
y una dificultad para la promoción profesional. Si se lee La interpretación
de los sueños de Freud, uno se dará cuenta del peso muerto que suponía
para él mismo su ascendencia judía con vistas al reconocimiento social y
académico de su investigación. Había calado en esa generación de judíos
el convencimiento de que el uso y disfrute de la emancipación política
llevaba consigo la asimilación cultural y la integración social.
Esta psicología social, impuesta desde fuera pero asumida por los jó-
venes de dentro, explica que todo judío adulto cultivado tenía una fatal
cita en un momento clave de su vida: tener que optar entre ser moderno
o ser judío. Pero ¿por qué precisamente la Ilustración plantea ese dilema
cuando tantos judíos la vivieron como una liberación? No olvidemos, en
efecto, que la Ilustración se presenta en la historia como un proyecto tan
vasto como la humanidad. Y, pese a eso, obliga al judío que quiera ser
ilustrado a renunciar a su específica forma de racionalidad o a su manera

257
SEMBLANZAS

de interpretar la historia o al hecho de ser judío. ¿Cómo se explica eso?


Porque la pretendida universalidad ilustrada no es tal. Rosenzweig no
decide «permanecer como judío» porque prefiera lo castizo del judaísmo
a la universalidad prometida, sino porque se plantea una universalidad
que lo sea realmente.

Rosenzweig cree descubrir que esa modernidad, que se agota en su pro-


pia realización, es «cristiana». Aunque suene rara a nuestros oídos secu-
larizados, no es esa una afirmación muy original. ¿No decía Hegel que
el Espíritu Universal, en el momento de su madurez, es europeo, es decir,
«cristiano y germánico»? Y Max Weber no decía otra cosa cuando desa-
rrollaba su tesis de que la matriz de la racionalidad occidental era el pro-
testantismo ascético. Por no seguir con Husserl o Heidegger... Es una
tesis constante en la historia de la filosofía.
Pero Franz Rosenzweig añade algo que no decían Hegel ni Weber: que
el fracaso de esa racionalidad en el estadio de la modernidad tiene su raíz
en la interpretación cristiana del principio judío de la elección. Una inter-
pretación que quiere ser generosa pero que acabó siendo perversa. Lo que
caracteriza a la interpretación cristiana de la elección puede leerse en la
filosofía hegeliana de la historia. Hegel afirma, en efecto, que el protago-
nismo de la historia no está asignado a un único pueblo sino que cualquie-
ra puede tenerlo. Su filosofía de la historia es el repaso a la transmisión
del testigo. Pero todavía hay algo más: el protagonismo histórico conlleva
liderazgo político. El sujeto de la historia está legitimado para imponer la
línea correcta, difundirla y, si llega el caso, imponerla por la fuerza.
En esos dos elementos de la filosofía de la historia (que cualquier pue-
blo puede ser sujeto de la historia y que el protagonismo histórico lleva
consigo el liderazgo político) están recogidas dos tesis de la teología cris-
tiana de la elección. La primera es que el cristianismo supone la universa-
lización de la promesa hecha, en el Antiguo Testamento, al pueblo judío.
Todos los pueblos son pueblos elegidos, llamados pues a disfrutar de las
bondades de la promesa. La segunda, que el pueblo cristianizado tiene el
poder y el deber de difundir la buena nueva a los «gentiles». Esa vocación
misionera de los pueblos cristianos fue utilizada como título de legitimi-
dad de la conquista de América por los españoles.
Pues bien, para Rosenzweig esa interpretación cristiana de la elección
judía supone una perversión en los contenidos bíblicos que tenía que des-
embocar fatalmente en la barbarie histórica. Rosenzweig recuerda que la

258
FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO

interpretación judía de la elección se refiere sólo al pueblo judío y no


conlleva ningún tipo de liderazgo político. La exclusividad al pueblo judío
no la entenderá Rosenzweig como excluyente. Al contrario, Israel está en
nombre de la humanidad y ni siquiera él rechaza otro tipo de revelacio-
nes de su mismo Dios a otros pueblos. Y, desde luego, esa elección no es
un título de poder. Un discípulo de Rosenzweig, Emmanuel Levinas, lo in-
terpretaba bien cuando decía que «ser judío en nuestro tiempo consiste,
más que en creer en Moisés y en los profetas, en reivindicar el derecho
a juzgar la historia, esto es, reivindicar el lugar de una conciencia que se
afirma incondicionalmente».
Esa perversión teórica ha tenido efectos políticamente letales pues al
calor de la teoría cristiana de la elección se incuban los gérmenes del na-
cionalismo que asolaron Europa durante el siglo xx. Basta, en efecto,
que dos pueblos se presenten como sujetos de ese momento histórico,
reivindicando el liderazgo correspondiente, para que surja la guerra.

Está en juego la universalidad que, para estos filósofos, no es un mero


point d’honneur intellectuel. Como en esa categoría se juega, en buena
parte, el destino de los pueblos, la universalidad es un asunto vital. El
problema es desde dónde pensar esa universalidad si la racionalidad oc-
cidental, con su pretendida universalidad, lo ocupa todo. ¿Hay un espa-
cio exterior a Occidente? El último episodio de esta conciencia omnia-
barcante lo tenemos con el debate en torno a la globalización. Si bien lo
miramos, la tal globalización es sólo la generalización de la lógica eco-
nómica occidental, pero que todo el mundo hace suya y toma como pro-
pia. Confundimos la expansión planetaria de una lógica con la razón occi-
dental sin más. Pues bien, eso no le vale a Rosenzweig porque se plantea
la universalidad desde la experiencia de marginalidad. Esa experiencia,
que es la de su pueblo, le dice dos cosas: que la pretendida universalidad
occidental es harto particular (la mitad de la cultura europea) y que es
desde el margen desde donde se puede pensar el todo. Así nace el «Nue-
vo Pensamiento» de la mano de una obra genial y difícil, La estrella de
la redención, de Franz Rosenzweig.
El Nuevo Pensamiento tiene dos partes, una de derribo y otra de cons-
trucción. Comienza, efectivamente, enfrentándose radicalmente con la ra-
cionalidad occidental a la que califica de idealista. Es una gran osadía co-
locar tantos siglos de historia bajo un común denominador. Lo común a
toda esa historia de la filosofía, que comienza con los jónicos y llega hasta

259
SEMBLANZAS

la Jena de Hegel, es el idealismo, es decir, la pérdida de la realidad. Baste


la referencia a la última convicción de Hegel que es quien cierra el ciclo
recogiendo en su sistema todo lo que la filosofía había intentado decir a lo
largo de dos milenios. Para Hegel pensar la realidad es pensar-se. En la re-
flexión del sujeto sobre el contenido de la conciencia el conocimiento co-
noce no sólo lo que hay en la conciencia sino toda la realidad cognoscible.
Ese tipo de discursos que no es sólo propio de lo que llamamos «idealismo
alemán» sino que es un rasgo constante en toda la filosofía europea, no lle-
va a conocer la realidad sino a perderla de vista. En la filosofía occidental
hay como un miedo a enfrentarse a la realidad en su crudeza. Esa realidad
es dura, conflictiva, aporética. Pues bien, la filosofía declara la experiencia
de esa dura realidad como algo insignificante para el conocimiento. Quien
quiera conocer la realidad, dice, tiene que recurrir o al mito o a las ideas
que son mundos imaginarios donde se decide lo que pasa en la realidad.
Para caracterizar la diferencia entre un conocimiento idealista de la reali-
dad y un conocimiento experiencial de la misma, pondré un ejemplo, to-
mado de Franz Rosenzweig. Me refiero al tratamiento que se puede dar a
la tolerancia desde uno u otro punto de vista.
Cuando se habla de tolerancia se piensa en Voltaire o Locke, pero so-
bre todo en Natán el sabio, de Lessing. La obra tiene por escenario la Jeru-
salén en tiempos de las cruzadas y sus protagonistas son Saladino, el sultán
moro, Natán, el sabio judío, y el Templario, un guerrero cristiano. Las tres
«fes» están enfrentadas y dos de ellas en guerra declarada. El bueno de Sa-
ladino quisiera acabar con ella pero se da cuenta de que la paz poco tiene
que ver con una victoria militar. La raíz es cultural o, mejor aún, religio-
sa: cada una de esas tres poderosas religiones pretende poseer la verdad
en exclusiva. Mientras las cosas de Dios se planteen así, la guerra entre los
hombres está servida. Pero ¿cómo pueden pretender tres religiones dife-
rentes tener la verdad en exclusiva? Saladino, el hombre político, debió
pensar que si alguien tuviera argumentos con los que demostrar la verdad
de su pretensión, entonces podría acabarse el conflicto.
De ahí la pregunta de Saladino a Natán. Tú eres sabio, le viene a de-
cir, y, como tal, tienes que haber pensado un poco más que el guerrero
cristiano y el político musulmán por qué eres judío, por qué tu religión
es la verdadera. Si tienes razones, dánoslas a conocer puesto que si esas
tales te convencen a ti también podrían convencernos a nosotros.
Natán responde con la parábola de los tres anillos. El contenido de
este relato que, al parecer, Lessing toma de los judíos españoles medievales
(aunque parece que venía de más atrás), es el siguiente. Había un hom-
bre rico en Oriente que poseía un anillo, el cual tenía la propiedad de
hacer a su portador querido por Dios y por los hombres. Durante gene-

260
FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO

raciones este anillo pasó en herencia al hijo predilecto del padre. Hasta
que un padre se encontró con la difícil papeleta de tener que elegir al
heredero del anillo entre tres hijos igualmente queridos. No se le ocu-
rrió otra cosa que mandar hacer otros dos anillos en apariencia iguales
al original. A la hora de la muerte cada hijo recibió un anillo, pensando
cada cual que tenía el único verdadero. Cuando se vieron los tres frente
a frente, portando cada cual su anillo, empezó la guerra por el reconoci-
miento del anillo verdadero. Tras muchos años de guerra y sufrimientos
decidieron acudir a un juez para que dirimiera el caso. Tras oír la histo-
ria, el juez preguntó, puesto que el anillo verdadero tenía la virtud de
que su portador fuera bienquisto por los demás, quién era el más queri-
do de todos ellos. Como ninguno pudo responder, entendió que delan-
te tenía una panda de estafadores que merecían el castigo. Pero en vez
de castigarlos, sacó el lado bueno y les hizo un par de consideraciones:
pensad que vuestro padre no os ha engañado sino que quizá no quiso
someteros a la tiranía de un único anillo verdadero. Y les dio un consejo:
aplacemos la cuestión de la verdad del verdadero anillo. Que cada cual
intente hacerlo verdadero, esforzándose por ser querido por los demás.
Y ya vendrá un juez «dentro de miles y miles de años» que a la vista de
lo que logréis podrá dictar la sentencia definitiva.
De ese relato así como del resto de la obra se desprenden dos respues-
tas a la pregunta de Saladino: en primer lugar, que estamos en el «mien-
tras tanto», en el doloroso tiempo de los «miles y miles de años» que pre-
ceden a la sentencia definitiva. Pues bien, en el «mientras tanto» la verdad
es búsqueda, empeño, tarea. Nadie la tiene en propiedad. Y, en segundo
lugar, que todos —antes y por encima de cualquier diferencia étnica, re-
ligiosa o social— somos hombres. Natán se pregunta, en un diálogo in-
tenso con el Templario: «¿El cristiano y el judío son cristiano y judío antes
que hombres?». Antes que judío y cristiano cada cual es hombre. En esa
afirmación va implícito el convencimiento ilustrado de una humanidad
común, previa y superior a cualquier pertenencia o diferencia, que nos
hermana e iguala en la convivencia real.
«Pero cuán vacío es ese supuesto de la humanidad común». Esa frase,
más que un juicio crítico, es un grito que lanza Franz Rosenzweig desde
lo hondo de la experiencia. Al argumento lessinguiano que funda la to-
lerancia —que somos hombres antes que judíos o cristianos ya que todos
compartimos la misma dignidad de seres humanos—, Franz Rosenzweig
opone este otro: no somos seres humanos, no nacemos con la dignidad
de la humanidad. Eso hay que conquistarlo. Lo que realmente posee-
mos es «la violencia de un hecho» que nos hace diferentes y desiguales.
Si queremos hablar de tolerancia no hagamos abstracción de la realidad

261
SEMBLANZAS

sino partamos de su violenta actualidad y preguntémonos entonces por


la tolerancia entre diferentes, desiguales, entre víctimas y verdugos.

Walter Benjamin es quien mejor precisa los motivos de esa crítica a la


huida por la abstracción. Dice Benjamin que la filosofía occidental crea el
noble concepto de humanidad, que es común a todos los hombres, con lo
que cada hombre tiene los derechos que asignamos al noble concepto de
humanidad. Los hombres, todos ellos, merecen un trato humano gracias
a su inclusión en el concepto de humanidad; el precio de ese razona-
miento es que no hay que fijarse en la situación concreta de cada indivi-
duo. Aunque en la vida real no seamos iguales, no hay que darle impor-
tancia. Es entonces cuando Benjamin deja caer su mordaz crítica: «Para
dotar al colectivo de hombres con rasgos humanos, el individuo tiene que
cargar con lo inhumano: hay que despreciar la humanidad tal y como se
manifiesta en cada individuo para que aquella pueda aparecer en el pla-
no colectivo, gracias, eso sí, a la abstracción de la realidad». El idealismo
constituye un mundo ideal que es la tierra prometida del individuo, pero
al precio de pasar por alto la situación real en la que se encuentra.
Toda esta estrategia está seguramente pensada con la mejor voluntad,
como en el caso de Lessing. Se quiere sin duda sacar al hombre de su mi-
seria haciéndole soñar con un mundo mejor. Pero eso, a pensadores como
Rosenzweig o Benjamin, les resulta intolerable. Si «el invento funciona»,
resultará que esa casa (o Idea) estará vacía. Nadie se reconocerá en ella,
pues los individuos que la habitan son abstracciones de la realidad. Esta-
rá habitada por un tipo de hombre sin historia, sin tradiciones, sin lengua
propia.
Si sustituimos las preguntas que nos planteamos unos a otros, a par-
tir de la realidad de nuestra difícil y conflictiva convivencia, por otras que
son las que nos imponen unas reglas de juego, imparciales y neutras, lo
lógico es que las reglas de juego sean las de los que más pueden, más man-
dan o más se han desarrollado. Vale más la idea sobre el hombre que el
hombre real.
Hay que partir de la experiencia, de la vida, de la realidad. Ese es el
grito de guerra de la generación del 14. Pero es Rosenzweig quien primero
lo plantea, con un sello inconfundible (el judío) y que no encontraremos
en Ortega y sólo camufladamente en Heidegger.
Y es que no se trata de volver a la vida porque es más rica y anterior
a la idea; no se trata de partir del lenguaje porque el concepto se olvida

262
FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO

del ser. Se trata más bien de volver a la experiencia, a la experiencia de la


marginalidad, porque es esa una experiencia del sufrimiento y sólo el
pensar o la razón compasiva puede ser comprensiva, universal.
El aporte genial de estos filósofos judíos consiste en establecer una
relación entre el pensar y el pesar. En otros miembros de esta generación,
como Heidegger y Ortega, pese a tener una aguda sensibilidad con res-
pecto a la crisis de la modernidad, no hay rastro de ese pensar compasivo,
es decir, no son capaces de reconocer la autoridad práctica y teórica
del sufrimiento.
La tarea de reconstrucción de un pensamiento alternativo tiene como
categoría central esta razón anamnética o compasiva, es decir, el recono-
cimiento de la autoridad teórica de la experiencia del sufrimiento. Eso
lleva, como diría F. Rosenzweig, a la «estrella de David», es decir, a una
explicación de la realidad a) que parta de lo que da que pensar y no de
lo que se inventa el conocimiento del hombre. Si uno rompe el caparazón
idealista del conocimiento, lo que descubre dentro como realidades irre-
ductibles, como elementos que han animado y provocado la reflexión
filosófica es esto: Dios, Hombre, Mundo. Eso es lo que da que pensar.
Y b) que piense esas realidades primarias desde la propia tradición, en
este caso, desde el judaísmo. La tradición judía se mueve en torno a tres
ejes: la Creación (la relación de Dios y mundo), la Revelación (la rela-
ción entre Dios y el hombre) y la Redención (la relación entre el hombre
y el mundo). Eso configura la estrella de David:
Dios
Re
ión

ve
eac

lac
Cr

ión

Mundo Hombre

Redención
De eso trata La estrella de la redención de Rosenzweig, que aquí sólo
podemos evocar.

263
SEMBLANZAS

Rosenzweig escribió antes del holocausto (murió en 1929) y parece que


lo hiciera después. No es que tuviera un especial don de profecía sino
una gran perspicacia interpretativa. Había descubierto, partiendo de su
propia experiencia, la ambigüedad de la universalidad moderna. Era ex-
cluyente. Su mérito fue detectar que la ya manifiesta exclusión metafísi-
ca podía acabar en liquidación física. Por eso Benjamin, en la estela de
Rosenzweig, sintetizaba la nueva racionalidad en el término de «interrup-
ción». Había que interrumpir los tiempos que corrían porque eran ca-
tastróficos, es decir, porque llevaban a la catástrofe.
La catástrofe tuvo lugar. ¿Y qué consecuencias ha sacado la filosofía?
Hubo una primera reflexión, la que tuvo lugar en el seno de la Teoría
Crítica, que se tomó muy en serio la interrogación de la Shoah a la racio-
nalidad occidental. De ahí salió la dialéctica de la Ilustración. Pero esa
línea se perdió: demasiado pesimista, dijeron los herederos de esa escue-
la. Y se pusieron a pensar como si nada hubiera pasado. Son los actuales
«frankfurtianos». Otros sí que se lo tomaron en serio. Entendieron que
el viejo logos había degenerado en mito. Había que renunciar a la ra-
zón, a sus ambiciosas pretensiones de universalidad y autonomía. Son los
«posmodernos». Lo que pasa es que la fina sensibilidad crítica de estos
pensadores desemboca, en la mayoría de los casos, en una frivolidad: la
de festejar el fracaso del viejo logos, sin ver que si no salvamos su preten-
sión de universalidad, podemos repetir la historia.
En el olvido ha quedado el Nuevo Pensamiento, es decir, el pensa-
miento de aquellos pioneros que vieron el peligro y se arriesgaron a pen-
sar una alternativa. Para concluir y, a modo de homenaje, recordemos dos
de sus aportaciones básicas. En primer lugar, la importancia del tiempo.
Este mundo, con sus desigualdades y aspiraciones, no es un producto de la
naturaleza, ni un designio de los dioses. Es el fruto de la acción del hom-
bre, es decir, es histórico. Lo que hay es el resultado de un pasado, del
pasado de nuestros abuelos que nosotros heredamos. Somos responsables
del mundo en que nos encontramos, aunque no lo hayamos creado no-
sotros, porque somos sus herederos. Y esa herencia no es moralmente
neutra. Todo esto no nos lo dice el logos pero sí la memoria. En segun-
do lugar, el valor teórico del sufrimiento. Mucho se ha escrito sobre la
significación moral del sufrimiento. Yo me refiero a su valor teórico. No
hay conocimiento verdadero de la realidad que haga abstracción de la
experiencia real de los hombres. Eso es «idealismo». Pensar es responder
a las preguntas que hacen los otros, que nos hacen los otros. «¿Sabes?», le
decía un moribundo Marcuse a su amigo Habermas. «Ya sé dónde se ori-

264
FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO

ginan nuestros juicios de valor más básicos: en la compasión, en nuestro


sentimiento del sufrimiento de los demás». El idealismo, que es la forma
canónica del conocer, ha marginado ciudadosamente esa experiencia.
Esta persecución sistemática de la experiencia del sufrimiento es uno
de los misterios más enigmáticos de la racionalidad occidental. Se empieza
persiguiendo el sentimiento de piedad en uno mismo y se acaba negando
cualquier significado a la experiencia del sufrimiento de los demás. En
el fondo, no se quiere aceptar la autoridad del sufrimiento de los demás
como categoría interpretativa de la realidad. Como escribía una vez Ma-
nuel Vicent: «Se necesita ser muy lúgubre para rescatarlas de la tumba
[se refiere a las víctimas de la historia] con objeto de que te sigan riñendo.
El charlestón es más recordado que la batalla del Marne. El sombrero
de Capone ha sobrevivido a sus crímenes. La canción de Lili Marlen ha
triunfado sobre todas las ruinas de Berlín».

265
4

JORGE SEMPRÚN, MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO*

Jorge Semprún es un personaje singular: exiliado en su juventud por ra-


zones políticas, resistente en Francia, deportado a Buchenwald, supervi-
viente de un campo, combatiente antifranquista en la clandestinidad, es-
critor, guionista de éxito, ministro del gobierno español... Hay que decir
que con la mitad de esto los franceses han hecho de André Malraux un
mito nacional.
Son muchos los perfiles que ofrece un personaje tan singular. Yo me
voy a fijar en uno que tiene que ver con su inquietud filosófica, una in-
quietud que se ha trasladado a algunos ensayos, tales como Mal et Mo-
dernité o Se taire est impossible o sus «Conferencias Aranguren», pero
que sobre todo impregna su literatura. Si la escritura de Semprún se hace
de repente tan densa y profunda es porque asoman en ella las preocu-
paciones filosóficas del resistente que fue detenido guardando en su mo-
chila un ejemplar de la Crítica de la razón práctica de Kant. Fueron preci-
samente las lecturas de Kant sobre el mal las que le llevaron a interpretar
el nazismo como el mal absoluto.
El epicentro de ese mal lo veía Semprún en el tratamiento nazi de
la muerte. Lo que se producía en esos lugares en cuya puerta de entrada
figuraba el lema «El trabajo os hará libres» era la muerte. El nazismo fue
una inmensa «fábrica de cadáveres», decía Arendt, pero Semprún que-
ría decir algo más.
Lo específico, según Semprún, de esa «fabricación de cadáveres» no
era la eficacia en la producción de los muertos, sino la imposibilidad del
morir. Muerte, sí; morir, no. Propio del morir es entender la muerte como

* Palabras pronunciadas en el homenaje que le rindió el Instituto de Filosofía del


CSIC el 20 diciembre de 2011 en Madrid.

266
JORGE SEMPRÚN, MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO

una posibilidad de la vida. Rilke habla del morir como la maduración


«de la gran muerte que llevamos dentro», es decir, como la culminación de
la vida.
Eso es lo que no podían tolerar los nazis. Querían que para los depor-
tados la muerte fuera una necesidad. La vida no podía ser vivida como un
proyecto que culmina en la muerte, sino tan sólo como la antesala de la
muerte. La muerte no podía ser para el prisionero una posibilidad sino un
destino marcado, no por los dioses, sino por ellos, los señores de horca y
cuchillo.
Si el mal absoluto consistía en reducir la vida de los demás a un destino
que niega al otro la vida y el morir, no es difícil concluir que el momento
de la muerte era un lugar de combate: un tiempo y un lugar en el que había
que librar la gran batalla contra el nazismo. Y Semprún, que siempre dio
la cara, también acudió a esta cita, proclamando en primer lugar la liber-
tad del morir. Mueren en el Lager porque han decidido vivir libremente.
Por eso se enfurece contra quienes, desde la lejanía, afirmaban, «como ese
cabronazo de Wittgenstein [que] ‘la muerte no es un acontecimiento de
la vida’». Ellos, los de la Resistencia, son la prueba viviente de que sí hay
una relación entre la muerte impuesta y la libertad de vivir.
Pero a Semprún no le basta la aclaración teórica dirigida a filósofos
como Wittgenstein. Él quiere dejar bien claro que cada muerte en el Lager
es un acto libre, por eso habla tanto de la fraternidad del morir. La «muer-
te fraterna» es una obsesión de Semprún, una expresión extraña porque
nada hay tan propio e inalienable como la muerte. Se muere solo. Sem-
prún lo sabe pero la experiencia del campo le ha enseñado demasiado
bien la complicidad entre vida y muerte. El título de su novela Viviré con
tu nombre, morirás con el mío, es bien elocuente, o la historia de Juan
Larrea, en La montaña blanca, que «se suicidó, muerto en mi lugar».
El sentido fraterno de la muerte es lo que le lleva a la cabecera de
los que están muriendo, «como si el débil estertor de un moribundo
fuera la patria a la que no pudiera escapar». Necesita acompañar a los
agonizantes en esa batalla decisiva para decirles que no mueren por-
que Hitler los haya condenado sino porque han elegido libremente la
vida y el morir. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar
la muerte al nazi, susurrando al moribundo que «todos nosotros, que
íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por
amor a la libertad».
Este gesto fraterno, supremo, lo encontramos en el relato de la muer-
te en sus brazos de su maestro Maurice Halbwachs, el autor de extraordi-
narias investigaciones sobre la memoria, y en la agonía del bravo Diego
Morales, un joven combatiente republicano que había pasado por Ausch-

267
SEMBLANZAS

witz. En uno y otro caso echa mano de la poesía, de Baudelaire o de César


Vallejo, para acompañar al moribundo:

Al fin la batalla
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡no mueras, te amo tanto!»
pero el cadáver, ay, siguió muriendo...
César Vallejo («España, aparta de mí este caliz»)

Ese apunte por la vida, por la libertad, no era sólo asunto intraper-
sonal sino también político, por eso en su testamento espiritual, el tex-
to leído en su última visita a Buchenwald, invita a esta Europa, a pun-
to de zozobrar, a que vuelva al lugar en el que nació, que sea fiel a sus
raíces: el Lager.
Sobre Europa se ha pensado y escrito mucho. También lo ha hecho
la filosofía. Kant, por ejemplo, propuso la utopía de una federación de
pueblos. Pero no ha sido la utopía sino la memoria de los desastres pasa-
dos lo que ha desencadenado el proceso de unión europea. Por eso nos
insta Semprún a visitar Buchenwald, «para meditar sobre el origen de
Europa y sus valores».
Es un aviso que se agradece. Si Europa zozobra no es sólo por el
despilfarro que se les supone a los Südländer, a la gente del sur, sino
porque afloran los viejos demonios, los nacionalismos, como se en-
cargaba de recordar el excanciller alemán Helmut Schmidt. La queren-
cia a los intereses nacionales sólo se neutraliza desde la memoria de la
barbarie que simbolizan los KZ, los campos de concentración y de ex-
terminio.
El peligro de la filosofía es sustraer los conceptos a sus significacio-
nes históricas, jugando con ellos como si tuvieran un origen virginal. En
ese error no cae Semprún. Llama «cabronazo» a Wittgenstein por qui-
tarles a ellos, los condenados a muerte, ese momento de libertad sin el
que la fraternidad del morir sería imposible; denuncia la impostura de
ese Heidegger, filósofo, para quien «el mundo espiritual de un pueblo»
nada tiene que ver con cultura, valores o conocimientos, sino «con las
fuerzas primarias de la raza y de la tierra»; abraza cálidamente a Patoka
y saluda la vocación europeísta de Husserl. Semprún lee la filosofía des-
de la experiencia de Buchenwald.
Decía Thomas Mann que había que evitar leer cualquier libro edita-
do con autorización de la censura nazi. Puede ser una exageración, pero
tiene su aquel. La vida en efecto discurre entre blancos y negros, con
muchos grises. Pero el sufrimiento de la humanidad está pintado, como

268
JORGE SEMPRÚN, MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO

diría Primo Levi, en tecnicolor, para concentrar la mirada. Semprún no


rehuyó ese colorido. Lo combatió, cuando pudo, y luego, como escritor,
siempre lo tuvo presente, fiel al dictum adorniano de que «dejar hablar al
sufrimiento es la condición de toda verdad». Por eso Jorge Semprún es
tan grande y por eso le rendimos homenaje.

269
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA»
CONVERSACIÓN CON REYES MATE*

Fundamentos de una filosofía de la memoria

Nuestra idea es acercar los problemas que plantea tu enfoque filosófico a


nuestros compañeros y compañeras profesores, haciendo especial hincapié
en sus vertientes ética, moral y política. De alguna manera, tú tratas de
pensar la vigencia de la crítica de la Ilustración para recuperar la Ilustra-
ción crítica. Por ello nos interesan las potencialidades que tiene tu reflexión
filosófica y política de cara a fundamentar una acción educativa crítica.
Junto a esto haces una apuesta por la filosofía práctica, por la ética,
donde la justicia es clave y parece tener menos fuerza todo lo relativo al
«ser» y al «conocimiento».

Este discurso se inserta en la dialéctica de la Ilustración, que es una


recepción crítica de la Ilustración. Bien es verdad que esa crítica no se
atiene sólo a la interpretación de Habermas, es decir, que la Ilustración
está incompleta porque ha desarrollado unilateralmente la razón instru-
mental y queda pendiente de desarrollo la vertiente comunicativa de la
razón. Yo pienso que, además de la «razón comunicativa», la Ilustración
ha dejado en el camino una parte de la herencia filosófica europea: Je-
rusalén. Esta recepción de Jerusalén tiene como punto de partida una
idea muy ilustrada y es la de que la religión pertenece a la historia de la
razón. Es una idea weberiana y muy hegeliana, como Habermas recuer-
da en uno de sus últimos libros (2006). Se trata de repensar a fondo la

* La entrevista, que tuvo lugar el 29 de marzo de 2008, fue realizada por Javier
Gurpegui, Carlos López y David Seiz, en la Residencia de Estudiantes (Madrid), y publi-
cada en la revista Con-ciencia Social 12 (2008), pp. 101-121.

271
LA PIEDRA DESECHADA

vieja tesis de la relación entre mito y logos. Mi discurso se inserta en esa


perspectiva pero subrayando que la racionalidad occidental, tal como la
explicita Max Weber, se ha atenido sobre todo a la religión cristiana, al
mito griego, o bien al judeocristianismo pasado por el helenismo, y lo
que queda pendiente es la extracción para la filosofía del núcleo filosó-
fico, del núcleo semántico del judaísmo. Ahí me inserto.
El segundo punto de la pregunta se refiere a si esta interpretación su-
pone una reducción de la filosofía a la ética. Esto conviene precisarlo.
No hay ninguna renuncia a la ontología, pues, como decía Hermann Co-
hen, keine Ethik ohne Ontologie, («ninguna ética sin ontología»), enten-
diendo que no habla de «la» ética, sino de «lo» ético. En alemán es muy
clara la diferencia entre das Ethische y die Ethik. Das Ethische, como
filosofía primera, apunta hacia una interpretación nueva de la ontolo-
gía, en el sentido en que la constitución del ser depende del otro. Sobre
la pretensión ontológica de esta filosofía, puede consultarse a Levinas,
pero para entenderlo debidamente hay que remontarse a Hermann Co-
hen y Franz Rosenzweig que son quienes inauguran esta tradición.
Rosenzweig plantea en La estrella de la redención una crítica global,
una especie de enmienda a la totalidad de la filosofía occidental, como
luego hará Heidegger cuando habla del olvido del ser. Lo que Rosen-
zweig critica de la filosofía occidental —la que va «desde los jónicos hasta
Jena», es decir, desde los presocráticos hasta Hegel— es su carácter per-
sistentemente idealista. Siempre se ha jugado, en efecto, en la filosofía
occidental con la identificación entre el ser y el pensar. El ser es lo pen-
sado, de ahí que lo determinante sean las condiciones de posibilidad del
sujeto que conoce. Por eso Hegel llega a decir que pensar la realidad es
«pensarse». Contra ese idealismo va dirigido este «nuevo pensamiento»,
como decía Rosenzweig, consciente de que «lo que da que pensar» no es
el pensamiento sino algo previo, irreductible al pensamiento, a lo pen-
sado. Esas realidades originarias que dan que pensar son para él, vista la
historia de la filosofía, Dios, hombre y mundo.
Lo que preocupa de la deriva idealista de la filosofía son sus conse-
cuencias prácticas (morales y políticas). El idealismo, en efecto, lleva al
totalitarismo porque cuando reducimos el conocimiento de las cosas a la
aprensión de un único elemento, que llamamos esencia, lo que estamos
haciendo es reducir la riqueza de la realidad a un único elemento que de-
finimos como esencial, como privilegiado, despreciando el resto de carac-
terísticas por «accidentales». Lo esencial puede ser la sustancia, o la raza, la
sangre, el Hombre, el Proletariado… cifras absolutas y excluyentes.
O sea que aquí hay una operación filosófica muy importante que tiene
un aire de familia con Heidegger a la hora de definir la filosofía. Recor-

272
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

demos que Heidegger recurre a una palabra arcaica alemana en desuso


—Gedanc— para definir lo que es el pensar. Está dando a entender que el
pensar es acogida, recepción, memoria. En la palabra Gedanc está inscrito
el término Gedächtnis (memoria) y también Dank (agradecimiento). Son
referencias que no encontramos en el logos griego y que dan idea de la
riqueza filosófica de este «nuevo pensamiento».

¿Cuál es la crítica que haces al tipo de conocimiento que predomina


en nuestra tradición cultural y cuáles serían algunos anclajes que conside-
ras centrales en el núcleo de tu pensamiento?

Hay una diferencia notable en lo que entendemos por verdad o por


conocimiento de la realidad. En filosofía domina la idea de que la reali-
dad es lo que está ahí, lo que se hace presente; y conocer la realidad es
una operación aséptica, objetiva, libre, por tanto, de toda contamina-
ción subjetiva. En el «nuevo pensamiento» se ven las cosas de otra mane-
ra. Para empezar, la realidad no es la facticidad, lo que está ahí. También
forma parte de la realidad lo que no es, lo que quiso ser y no pudo, lo
que quedó frustrado. Eso que está ahí es un momento de la historia, y la
historia forma parte de ese objeto, y por lo tanto la operación del cono-
cimiento no es una operación aséptica y atemporal sino que el elemen-
to del tiempo es fundamental. Cuando introduces el tiempo en el ser es-
tamos hablando de memoria. En el fondo, este planteamiento se podría
definir bajo el rótulo filosófico de «ser y tiempo» de Heidegger, ya que
él se inspira en esta tradición, la de Rosenzweig, que habló de ello diez
años antes. La memoria es la clave categorial de un proyecto filosófico
que podríamos titular «ser y tiempo».
Pensar el ser en el tiempo es una novedad, siempre y cuando el tiempo
no sea la temporalidad, la dimensión temporal de todo ser, sino la expe-
riencia del ser. La memoria son las cicatrices del tiempo vivido en el ser.
Aparece entonces, a la luz del ser, lo negativo, lo olvidado, el conflicto,
que diría Rancière1.

Con lo que acabas de comentar, y quedando claro el núcleo funda-


mental de tu enfoque sobre la epistemología, hay un tema fundamental
en que coincides con Rancière, que plantea la necesidad de un «giro ético»,
y es tu forma de ver la ética, que expones en tu libro Memoria de Ausch-
witz ¿Cómo habría que pensar éticamente en la situación actual?

1. Filósofo francés de tradición althusseriana, autor del polémico libro El maestro ig-
norante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Laertes, Barcelona, 2003.

273
LA PIEDRA DESECHADA

Es un giro ético, pero al mismo tiempo es ontológico, porque la di-


mensión ética aparece en un gesto ontológico que consiste en desvelar la
realidad, traspasando la costra de la facticidad. En la visibilización de lo
oculto se dan la mano la ética y la ontología. Esto afecta a la teoría del
conocimiento, que estará obligado a ser «negativo», en el sentido de res-
puesta a preguntas o interpelaciones que nos vienen de fuera. El conoci-
miento que le cabe al ser humano es la negación de la negación. Por poner
un ejemplo: cuando tratamos de hacer una teoría, como la de la justicia,
nos equivocamos si pensamos —como dicen las teorías procedimentalis-
tas o neocontractualistas— que somos nosotros los sujetos de la teoría.
No somos nosotros, es el otro, es decir, la justicia sólo puede ser una res-
puesta a la injusticia, la respuesta inacabable e inacabada a algo exterior al
«nosotros». La justicia es la respuesta a la injusticia, es decir, la negación
de la negación. Una forma de expresar esa negatividad es el conflicto en
las categorías de Rancière: la justicia no aparece en el mundo porque un
buen día a alguien se le ocurrió traer del Olimpo platónico la idea de jus-
ticia; la idea de la justicia es una respuesta al desafío de la injusticia, del
conflicto existencial, del conflicto político, por eso no puede haber una
teoría de la justicia acabada, porque nadie tiene el secreto de la última
pregunta, esa que surge desde la experiencia de la injusticia. En la com-
prensión de la justicia, el contraste entre este pensamiento y el dominante
es evidente: si para Habermas y para Rawls somos «nosotros» —a través
del experimento originario, en el caso del segundo, y del juego contra-
fáctico de la simetría, en el primero— los que decidimos lo que es justo
e injusto, para una justicia «anamnética», el sujeto es el otro, la pregunta
que viene del conflicto, de la injusticia.

La justicia y su crítica tienen en nosotros, según tu interpretación,


una potente raíz religiosa que nos ha condicionado, y que ha sido secula-
rizada en un largo proceso «desde el mito al logos», proceso que, a todas
luces, es una vía de no retorno. Pero, al mismo tiempo, el pensamiento
moderno ha sido objeto de una revisión profunda debida a la crítica «pos-
moderna» de modo tal que el pensamiento (la filosofía y sus instituciones)
ha quedado reducido a un instrumental muy pobre o, lo que es lo mismo,
se ha hecho patente la «miseria de la filosofía». Aprovechando esta «de-
bilidad» del pensamiento secular, curiosamente la Iglesia católica poten-
cia un ataque por el flanco del relativismo nihilista, llevando la discusión
hasta un asalto a las razones ilustradas.

Es verdad lo del origen religioso de la justicia en el discurso que yo


hago, siempre y cuando se entienda bien. Sobre el lugar de la religión en

274
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

el discurso filosófico me remito a Benjamin cuando en su primera Tesis


plantea una revisión de la crítica ilustrada y marxista de la religión. Sien-
do esta tesis, por cierto, el inicio de un proyecto político, hay que leerla
como programática. ¿Qué hay detrás de eso? El convencimiento por par-
te de Benjamin de que la Ilustración ha restringido tanto el campo de la
razón que ha dejado fuera experiencias fundamentales del hombre. La
religión sí se ha interesado por ellas: la idea, por ejemplo, de que la in-
justicia hecha a los muertos no prescribe con su muerte; la percepción
de que la justicia a los vivos tiene que ver con la respuesta que demos a
las injusticias a los muertos. No podemos dar una respuesta a la justicia
convencional si no tenemos presente la significación de la injusticia pa-
sada. Es un asunto enorme que desborda los límites que la filosofía se
había autoasignado para su reflexión. Pero ¿puede la filosofía desenten-
derse de esa pregunta? Quizá convenga recordar la reflexión de Hork-
heimer: «El hecho aterrador que cometo, el padecimiento que dejo sub-
sistir, sólo sobreviven, luego del instante en el cual ocurren, dentro de la
conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con ella. No tiene sen-
tido alguno decir entonces que son aún verdad. Ya no son, ya no son cier-
tas: ambas cosas son lo mismo. Salvo que hayan quedado preservadas en
Dios ¿Puede admitirse esto y no obstante llevar una vida sin Dios? Tal es
el interrogante de la filosofía». Lo que está diciendo es que no hay justicia
sin memoria de la injusticia. Habría entonces que plantearse la hipótesis
de una memoria que no olvide, si queremos llegar a una teoría de la jus-
ticia. Pero esa hipótesis coloca a la filosofía en una aporía: o contar con la
figura de una memoria divina, cosa que repele a la filosofía; o renunciar a
la teoría de la justicia, cosa que exige la filosofía. Tal es, para el patrón de
la Escuela de Frankfurt, el gran tema de la filosofía contemporánea.
Benjamin se inspira en la literatura mesiánica, pero su respuesta es fi-
losófica, por eso es tan modesta, cercana a lo que Lukács llamaba «filosofía
pobre», que no es una pobre filosofía.
Al final la respuesta que se puede dar a esta pregunta tiene el alcance
de la respuesta que daba Primo Levi a una oyente: «Los jueces sois voso-
tros». La respuesta filosófica a la injusticia irreparable causada a las vícti-
mas es mantenerla viva en la memoria de la humanidad, es no darla por
prescrita mientras no sea saldada. La injusticia cometida sigue vigente,
con independencia del tiempo transcurrido y de la capacidad que ten-
gamos para reparar el daño causado. Una cosa es la respuesta a la injus-
ticia y otra cosa es la posibilidad de responder a la pregunta adecuada-
mente. El mesianismo benjaminiano tiene pretensiones muy modestas,
pero altamente significativas. No estaría de más esa tradición de «filosofía
pobre» porque es muy sensible a los desafíos, aunque no sepa cómo res-

275
LA PIEDRA DESECHADA

ponder a ellos. La respuesta no está a la altura de la pregunta pero no


podemos renunciar a la pregunta, y esto es lo que permite entroncar esta
filosofía con la mejor Ilustración: no se puede renunciar a la pretensión
de universalidad. Aquí no hay ningún relativismo, al contrario; sí hay la
obsesión filosófica de Benjamin de que «nada se pierda».
Otra cuestión es la relación entre la Iglesia y el relativismo: a Ratzin-
ger la realidad y los acontecimientos le son indiferentes, es un platónico,
a diferencia de Metz, por eso en su filosofía Auschwitz no tiene ninguna
significación, porque todo está leído bajo la óptica de la providencia y
del sentido de la teología de la historia. En ese tipo de teologías holísticas
el relativismo es inaceptable, pero tampoco se toman en serio el aconteci-
miento. El universalismo que resulte tiene que ser abstracto, vacío. Poco
tiene que ver esto con la interpretación de la universalidad que da Co-
hen. Este concepto, según el profesor de Marburgo, sería un descubri-
miento del monoteísmo judío y surgió en el preciso momento en que el
otro es tratado como de casa (y no como un bárbaro). El concepto bíbli-
co de universalidad se resuelve en el de responsabilidad. Este tipo de uni-
versalidad está lejos del platónico Ratzinger. Las religiones monoteístas
no pueden renunciar a ella porque es su gran patrimonio, pero hay que
saber que muchas veces se ha recurrido a la universalidad de los propios
valores para justificar la conquista, la colonización o el imperio.

Walter Benjamin, autor muy estudiado por ti y generalmente igno-


rado por el establishment académico, es a la par que objeto de muchos
estudios paralelos y alternativos, objeto, también, de interpretaciones ex-
trañas e incluso esotéricas —de las que habla Mayorga2—. Algunos de sus
escritos más emblemáticos, como las conocidas tesis «sobre el concepto
de historia» han sido objeto de muchos estudios y comentarios (Michael
Löwy, Reyes Mate, Bolívar Echeverría, Juan Mayorga, etc.), pero en cual-
quier caso Benjamin tras su ácida crítica, con algunos ecos surrealistas,
no propone un asalto a los presupuestos ilustrados. ¿Qué opinas de esta
confrontación?

En efecto, Mayorga lo cuenta muy bien en su libro cuando dice que


Benjamin recoge la pregunta barroca pero no renuncia a la respuesta ilus-
trada, aunque sea modesta, porque no renuncia nunca a la pretensión
de universalidad. Lo que pasa es que la respuesta constituye una filoso-
fía de la espera, dirigida a mantener viva la pregunta mientras se crean

2. Mayorga, 2003. Es la publicación de su tesis dirigida por Reyes Mate. Este autor
ha sido Premio Nacional de Teatro 2007.

276
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

condiciones para una respuesta. Por eso en algún momento él habla de


«organizar el pesimismo». Es un fiel representante de la «dialéctica de la
Ilustración». Hasta sus simpatías por el romanticismo son reorientadas
hacia una nueva y más generosa comprensión de la racionalidad.

Y dentro de las aportaciones de Benjamin, está su «instrumental teó-


rico», como son las imágenes, las figuras, las constelaciones, el enfoque
monadológico, las alegorías, etc., asuntos que tú tratas y que también
desarrolla Mayorga. «Constelaciones» consideradas como espacios de ten-
sión entre esperanza-desesperanza, ruina-reconstrucción, el angelus no-
vus frente al demonio «Agesilaus Santander»… ¿Estimas que es un «ins-
trumental» interesante para abordar los dilemas y aporías frecuentes en
nuestra forma de pensar?

No perdamos de vista que Benjamin asume como preguntas filosófi-


cas asuntos que hasta entonces eran gestionados por el sentimiento o por
la religión. Se sentía obligado, para tratarlos filosóficamente, a crear nue-
vos instrumentos. No bastaba el «concepto», tan ligado al logos. Por eso
recurre a nuevas figuras interpretativas: el relato, la literatura, el testimo-
nio, el fragmento, la constelación, la imagen, etc. Eso da a su escritura
ese carácter sugerente, desbordante y, de alguna manera, inabarcable. Ben-
jamin no conduce su pensamiento, en efecto, a un lugar paralizante de
aporías. Sus imágenes son sorprendentes pero no gratuitas. El ángel de la
historia, al que os referís, es una reconstrucción del Ángel de la Victo-
ria, que está en Berlín en una plaza frente a la Puerta de Brandeburgo, en
la que se conmemora la victoria sobre los franceses en 1870, y que do-
mina toda la ciudad. El de Benjamin es la réplica, es el ángel de la derro-
ta, que le presta la mirada retadora sobre las ruinas y los cadáveres. Para
el imaginario alemán el ángel de la historia tenía un poder demoledor.

Otra representación anterior del ángel de la historia es la de la ico-


nología de Gravelot y Cochin, en grabados de 1799.

Benjamin está reivindicando una mirada crítica del ángel de la victo-


ria, que se identifica con el ángel de la historia. Benjamin, que no da una
puntada sin hilo, es muy sobrio escribiendo pero su escritura siempre tie-
ne una serie de figuras y constelaciones que permiten entender el juego.
La Tesis primera, en la que aparecen el enano jorobado y el muñeco, es
una tesis programática en que se está enfrentando con la crítica ilustrada
y marxista de la religión. Se le puede entender en esos contextos y esas
son las constelaciones.

277
LA PIEDRA DESECHADA

En el centro de tu planteamiento ético sitúas la compasión como ele-


mento clave, pero la carga sentimental y vidriosa de este concepto puede
originar malas interpretaciones, a las que se refiere Santiago Alba Rico
(2007), quien, retomando un tema iniciado por Benjamin sobre las des-
gracias del faraón Psamético, nos previene sobre la compasión como falsa
piedad, a causa de los ruidos de la vida actual, especialmente por los me-
dios de comunicación.

La compasión es un término muy equívoco y yo lo uso en un senti-


do muy preciso, por ejemplo, en La razón de los vencidos. En Descartes,
Spinoza o Hegel, no sale bien parado. Yo me remito para su interpretación
a un relato fundante, como lo puede ser el episodio de las sirenas en La
Odisea: se trata de la parábola del Buen Samaritano. Es muy interesan-
te ese relato porque su sentido es tan extremo —o, como diría Levinas,
extravagante— que Occidente se ha confabulado para interpretarlo de
otra manera, para domesticarlo. Si uno se atiene a lo que se cuenta, re-
sulta que el próximo no es el caído sino el que se aproxima al caído. Y si
uno tiene en cuenta a los exégetas, resulta que la pregunta por el prójimo,
por saber identificar al prójimo, es la pregunta por identificar al sujeto mo-
ral. Lo que dice la parábola es que el sujeto moral es quien se aproxima al
otro, al caído. No se nace sujeto moral, ni se logra serlo obedeciendo la
voz de la propia conciencia, sino haciendo propia la causa del otro. Eso
parece tan exagerado que todo el mundo se ha empeñado en cambiar el
significado, hasta el punto de que en el lenguaje ordinario «prójimo» y
«caído» se identifican, lo que es una perversión del sentido originario.
Aquí lo que se está planteando es una estructura ética diferente, to-
talmente en la perspectiva de la alteridad; en ese sentido utilizo la com-
pasión como una especie de refuerzo literario a una interpretación de la
ética como alteridad, que no tiene nada que ver con el uso vulgar que
se hace de la compasión.

Una interpretación, también singular, del pensamiento de W. Benja-


min proviene del ámbito latinoamericano. ¿Cómo valoras esta reflexión
—como la de Bolívar Echeverría— que enfoca de manera peculiar la his-
toria de las independencias, dando especial importancia a las resistencias
al modelo de la Ilustración, desde una suerte de ethos barroco?

En América Latina hay ahora una interpretación de las independen-


cias según la cual estas no habrían sido alimentadas por la Revolución
francesa, sino por el pensamiento novohispano (escolástica hispana inter-
pretada desde América y por latinoamericanos). Es la teología hispana, es

278
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

Suárez el que está inspirando algunos procesos políticos. América Latina


es Occidente y el margen de Occidente. No tiene mucho sentido recu-
rrir al Hegel que desprecia el margen que ellos son, para erigirlo en prin-
cipio explicativo de su propia realidad (como hace Sarmiento). Si hay
alguien que ha experimentado en su propia historia la ambigüedad de la
modernidad es ese Tercer Mundo de Occidente. Para entenderse a sí mis-
ma, Iberoamérica necesita un punto exterior al centro de la modernidad.

Los usos políticos de la memoria

Un aspecto central en W. Benjamin es la relación entre teología (mesianis-


mo, redención, etc.) y filosofía o uso crítico de la racionalidad sobre el his-
toricismo, el progreso, la técnica, el tiempo continuo, la socialdemocracia,
el estalinismo, etcétera.
Desde esta situación conflictiva, en tu comentario a las Tesis de Ben-
jamin, Medianoche en la historia, en tu reflexión final pareces dar más
importancia a la dimensión «teológica» del Benjamin también político e
historiador crítico que redacta las Tesis y que usa lo teológico sólo como
instrumental metafórico.

«Me relaciono con la teología como el secante con la tinta», decía. El


secante seca la tinta de la frase escrita, que pasa a ser una huella en el se-
cante. Consciente del peligro que corría, Benjamin no cesaba de precisar
el uso filosófico que él hacía de la religión. Esto queda bien patente en
la interpretación que da de la modernidad: es secularización de la reli-
gión (en el sentido de emancipación o desprendimiento de la religión) y
también religión secularizada (dando a entender que los contenidos lai-
cos de la modernidad remiten a lugares teológicos previos). Otro tanto
dice a propósito de la sociedad sin clases: es una concreción del mesia-
nismo, y eso está muy bien, pero para añadir enseguida que «al concep-
to de sociedad sin clases hay que devolverle su verdadero rostro mesiá-
nico en provecho de la política revolucionaria del proletariado». Aquí
está anunciando un planteamiento, muy de actualidad ahora, y es que
la modernidad no es sólo secularización del cristianismo, no es sólo «li-
brarse de», «tomar distancia de», sino que también es un mesianismo se-
cularizado. Me remito al debate entre Luc Ferry y Marcel Gauchet (2007)
o al que han sostenido el alemán Habermas y el italiano Flores d’Arcais.
Lo que subyace es el dilema que formuló el jurista Böckenförde en 1967
en Alemania, al preguntarse cómo «el Estado liberal podrá sostenerse si
vive de presupuestos heredados que él mismo es incapaz de garantizar»

279
LA PIEDRA DESECHADA

(dilema que está muy presente en el libro de Habermas Entre naturalis-


mo y religión). La pregunta es la siguiente: si resulta que los valores occi-
dentales vienen del judeocristianismo, ¿cómo se pueden mantener sin
una relación con esas fuentes? Esa pregunta es a la que responde por
anticipado Benjamin diciendo que para que esos valores no se agosten
en la circulación política no se puede perder de vista esa tradición. Ya
hemos visto cómo ese planteamiento acaba, en Horkheimer, exigiendo
una memoria divina que conserve las injusticias. Benjamin diría que no
hace falta una mente divina porque la injusticia deja huellas, y esas hue-
llas están ahí, siempre dispuestas a hacerse valer, esperando el momen-
to oportuno. Esas huellas del sufrimiento se resisten a ser interpretadas
como parte de la naturaleza, parte del paisaje o precio del progreso, es
decir, como algo muerto. Para Benjamin las huellas están vivas, tienen
vida. Hay en el pasado una fuerza irredenta capaz de hacerse presente
cuando se dan determinadas circunstancias, cuando hay un sujeto capaz
de captar esa insinuación. Es el Jetztzeit o ahora, un chispazo que se pro-
duce cuando alguien puede conectar con su significado.
Ese fogonazo ha alcanzado incluso a Jürgen Habermas, con poco
«oído musical» para estos asuntos, según confesión propia, pero muy sen-
sible al «déficit motivacional» de su democracia deliberativa. Y que nadie
se engañe, dice: «Me he hecho viejo, pero no piadoso».

Paolo Flores d’Arcais va en esta línea criticando a Habermas3.

Yo he respondido en el número de abril de la misma revista4, hacien-


do ver que la respuesta de Habermas es interesante, pero insuficiente,
porque su «razón comunicativa» no puede gestionar la herencia ilustra-
da. No olvidemos, en efecto, que su racionalidad sólo reconoce voz a
los que la tienen, sólo se interesa por argumentos que se exponen, pero
nada dice de los que no tienen voz. Y ese es el gran problema de la Ilus-
tración: ¿qué pasa con los sin-nombre, con los sin-voz, con las víctimas
invisibles? ¿Se puede seguir avanzando como si no existieran?
Flores d’Arcais lo que hace es responder a Habermas reduciendo la
religión a política eclesiástica: «Ten cuidado con esto de hacer un sitio
a las religiones en la democracia deliberativa», le dice, «porque estos
son antimodernos, son un peligro…». Habermas por fortuna sabe que
la religión es más que su institucionalización. Por supuesto que él sabe

3. En Claves de Razón Práctica 179 (2008).


4. R. Mate, «El debate Habermas/Flores d’Arcais»: Claves de Razón Práctica 181
(abril de 2008).

280
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

adónde puede llegar esa política, pero de donde parte es del dilema de
Böckenförde. Ve que su democracia deliberativa pierde fuerza, no aca-
ba de imponerse frente al dominio de la razón instrumental. Él busca un
impulso para la razón comunicativa y lo encuentra en la religión. Pero
aquí se queda a medio camino porque la religión que podría serle signi-
ficativa es Jerusalén y Jerusalén, como bien vio Benjamin, se expresa en
términos de grito, denuncia, interrupción, es decir, no en la gramática
de la razón deliberativa.
El planteamiento de Benjamin está imponiéndose en la filosofía con-
temporánea, aunque abre muchos interrogantes, por ejemplo, si las víc-
timas son de naturaleza muy dispar, ¿cómo se relacionan entre sí, cómo
hacerse cargo de todas? Como las víctimas no tienen voz, el peligro es que
cualquiera, incluso los más cercanos, les hagan decir cualquier cosa. Lo
hemos visto recientemente en España con la Asociación de Víctimas del
Terrorismo. Yo creo que la significación de las víctimas no tiene que ver
para nada con su ideología. Su significación es objetiva. Lo que caracteri-
za a la víctima es su inocencia, el hecho de recibir una violencia inmere-
cidamente. «Víctima e inocencia» es un pleonasmo. Ser víctima es sufrir
una violencia impuesta y eso puede ocurrir en cualquier bando. Víctimas
hubo en el bando republicano y en el otro. Y si alguien reconoce a una
víctima tiene que reconocer a todas. Los alemanes hasta hace poco tiem-
po no osaban hablar de víctimas alemanas, pero las hubo, producidas por
los atropellos de los Aliados. Leía recientemente en Berlín las memorias
de Peter Glotz, un dirigente del SPD y conocido filósofo. Provenía de los
Sudetes, enclave alemán en Checoslovaquia. Al acabar la guerra, todos los
alemanes del lugar fueron tratados como nazis. Lo que se les hizo estuvo
a la altura de lo que los nazis hicieron con los checos. Pero, curiosamente,
muchos de esos alemanes fueron resistentes contra el nazismo, mientras
que muchos checos se hicieron colaboracionistas. Han tenido que pasar
muchos años hasta que gente como Glotz haya podido reivindicar la ino-
cencia de los suyos. Aunque alemanes, fueron víctimas.
El concepto de víctima no es patrimonio de un campo político, lo que
no significa que a la hora de revisar el pasado todo valga lo mismo, la fide-
lidad a la Segunda República que la sublevación contra el orden estableci-
do. El juicio histórico o político sobre el pasado puede y debe ser hecho.
La significación de las víctimas, sin embargo, no tiene que ver con el
juicio histórico porque está en el hecho mismo de la violencia que sufren.
Y si se entiende eso, hay que tomarse en serio a todas las víctimas, es de-
cir, estamos obligados a pensar una política sin víctimas. Es un reto pen-
diente que tiene la democracia. El asunto no está resuelto por el hecho de
tener una Constitución, aprobada por todos y a la que todos tenemos que

281
LA PIEDRA DESECHADA

someternos. Con políticas democráticas también se puede generar vio-


lencia, aunque las víctimas se produzcan a kilómetros de distancia, en el
Tercer Mundo, por ejemplo. Thomas Pogge cuenta que en el penúltimo
informe de la ONU se cifra en unos dieciocho millones los muertos por
hambre al año, resultantes de decisiones del Fondo Monetario Interna-
cional y de la Organización Mundial del Comercio. Son las víctimas de
una globalización económica que tan bien les va a muchas democracias
liberales. Seis millones de judíos murieron durante el nazismo, los mis-
mos que ahora en un cuatrimestre. Y no pasa nada. La significación de
la víctima es repensar la relación entre la política y la violencia, reflexión
difícil porque la violencia está muy instalada en nuestra cultura.

Los relatos fundadores de todas las naciones han hecho un uso sim-
bólico, martirial y en ocasiones torpemente mitómano de «sus víctimas».
Todas las naciones, podríamos decir también que todas las ideologías, tie-
nen su propio recorrido de lugares de la memoria, héroes y mártires que
son celebrados e incorporados a un santoral laico. Este es el uso que se
hace evidente en el tratamiento que se da en ocasiones a las víctimas de la
Guerra Civil o el que reciben este año los fusilados del 3 de mayo de 1808.
¿Cómo podemos hacer justicia a las víctimas sin enturbiar esa reparación
con una política de la memoria para la que las víctimas son un mero ins-
trumento de legitimidad simbólica?

Hay que distinguir entre políticas de la memoria y justicia de las víc-


timas. Aunque ahora se hable como nunca de la memoria, siempre se ha
sabido que era un arma política fundamental. No hay nación que se pre-
cie, decía Renan, que no construya su identidad sobre un invento del pa-
sado cuyo inconveniente es que casi siempre es falso. Es la trampa de los
nacionalismos y también del victimismo, si entendemos por tal el recurso
al sufrimiento pasado o de los antepasados para legitimar intereses pre-
sentes. De esta suerte se les hace una doble injusticia: la que acarreó en
su momento el sufrimiento que se les infligió y la que se les hace ahora al
primar nuestros intereses sobre la respuesta a la injusticia que se les hizo
entonces.
Eso ha sido posible mientras las víctimas eran invisibles, es decir, en
tanto no se reconocía significado al sufrimiento causado. Hablar de me-
moria o de visibilización de las víctimas es lo mismo que reconocer un
significado a ese sufrimiento. Benjamin dice, con razón, que la memoria
es un problema hermenéutico porque consiste en dar significado a algo
que siempre ha estado ahí, pero en lo que nadie reparaba. Es preciso dis-
tinguir entre políticas de la memoria y la justicia de las víctimas.

282
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

Sobre el holocausto también se ha practicado una discutible política


de la memoria, tal y como cuenta Peter Novick (2007), historiador judío,
americano. En su libro pone de manifiesto que, en un primer momento
que duró veinte años, los responsables judíos dan la orden de que no se
hable de esto. Lo que tiene que hacer el superviviente es convertirse en el
mejor ciudadano norteamericano, el más anticomunista, perfectamen-
te asimilado y mucho mejor si se casa en matrimonio mixto. Mejor si
no habla de su pasado y lo olvida. Esta estrategia del avestruz dura has-
ta que advierten que caminan hacia la desaparición de la identidad judía,
que persiste el antisemitismo y que la memoria del holocausto puede ser
la gran bandera para dar la vuelta a la situación. Esta evolución es pa-
ralela a la que tiene lugar en Israel. A ellos, que habían conquistado un
territorio y tenían que defenderlo con uñas y dientes, les costaba iden-
tificarse con el judío que se dejó matar, como un cordero, sin oponer
resistencia…

¿El Paul Newman de la película Éxodo (1960)?

Correcto: rubio, activo, triunfador y nacido en Israel. Contrasta en el


film con el superviviente del holocausto que es moreno, pequeño, resen-
tido y hasta traidor. Hay que reconocer que la política de la memoria no
consigue ahogar la necesidad de hablar del testigo o de recordar, aunque
fuera en la intimidad. Lo que se les pide es que hablen bajo, no sea que se
les oiga.

En ese momento, las víctimas, digamos, no salen del espacio privado,


hablan entre ellas, si acaso.

Levi cuenta que al volver a casa hablaba sin parar hasta que se dio
cuenta de que aquello no interesaba. Entonces escribió Si esto es un hom-
bre que pudo publicar en una editorial menor. Luego vinieron muchos
años de silencio. En aquella Europa desvastada se impuso la idea de que
para reconstruir el país no había que mirar atrás.

Si analizamos la memoria sobre la Guerra Civil española, el proceso


es muy parecido, primero el olvido: «esto queda en familia, de esto no se
habla»; luego pasamos por las fases de «podemos hablar pero poco»; lue-
go, «todos fuimos culpables»; luego, «esto no lo vamos a menear mucho
hasta que pase tiempo». Hay una recuperación también y una utilización
política de la memoria por parte de los poderes públicos y por las élites
intelectuales, muy particular y además muy estudiada. En relación con las

283
LA PIEDRA DESECHADA

transiciones en Latinoamérica, la idea que tienen de los regímenes dicta-


toriales, es curioso comprobar, cuando lees un libro como el de Baraho-
na de Brito y Paloma Aguilar (2002) sobre la gestión de la memoria y la
justicia a las víctimas, cómo los autores latinos no comprenden muy bien
esa política del olvido que se aplica en el caso español.

El caso español aparece como un caso muy raro dentro de la justicia


transicional. Argentina o Chile salieron de las dictaduras con una ley de
autoamnistía que se habían regalado los dictadores o con amnistías rá-
pidamente concedidas por el nuevo poder. Alfonsín reconoció que las
leyes de Punto Final y de Obediencia Debida fueron resultado de la de-
bilidad de la democracia, es decir, que los procesos de olvido eran pro-
movidos por los dictadores, y si la democracia se avenía era por la nega-
tiva relación de fuerzas. Pero la sociedad siguió recordando, hasta que se
revocaron esas leyes y se crearon las Comisiones de la Verdad y de la Re-
conciliación. Es cierto que estas comisiones no fueron muy lejos, pero
al menos consiguieron que no se olvidara.
En España fue diferente. Todo el mundo quiso olvidar o, como dice
Santos Juliá, quiso «echar al olvido», no dar importancia al recuerdo (por-
que nadie olvidó). Hubo tal satisfacción por la fórmula que la presenta-
mos como remedio universal para la justicia transicional. ¿El resultado?
Que hoy hablamos del pasado más que nunca, como prueba el debate
en torno a la mal llamada ley de la «memoria histórica».

Aunque la posición de Santos Juliá es precisamente muy crítica so-


bre el alcance de ese pretendido olvido. Plantea Santos Juliá (2006) que
no parece apropiado hablar de olvido cuando los trabajos sobre la Gue-
rra Civil, el Franquismo y la Transición han sido desde comienzos de los
años setenta hasta nuestros días numerosísimos.

La tesis de Santos Juliá es muy lúcida, aunque suene casi cínica, por-
que aquí todo el mundo sabía lo que había pasado, pero había acuerdo
en echarlo al olvido, es decir, no queríamos que eso tuviera significación
política. Lo cierto es que los tiempos son cada vez menos favorables a
ese tipo de políticas de la memoria porque las víctimas son más visibles.
Quienes cuestionan esas políticas no son los historiadores, ni los políti-
cos, sino las víctimas que se han ido haciendo presentes. Lo hemos vis-
to con las treguas de Eta. Me he detenido a ver el papel que jugaron las
víctimas en las treguas declaradas en tiempos de Felipe González y de Az-
nar: no figuran para nada. Han aparecido ahora, en la tregua que tiene
lugar durante el gobierno de Rodríguez Zapatero, aunque tengo la im-

284
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

presión de que al Presidente se le escapó ese detalle. Habría que estudiar


esta presencia de las víctimas y por tanto de las críticas a las políticas de
la memoria. Hay muchas causas: la aparición de los nietos que quieren
saber; la construcción de una teoría de la memoria que desborda los lí-
mites de la memoria clásica, una teoría construida en torno a las dos gue-
rras mundiales. En fin, toda una cultura que ha pillado por sorpresa a los
historiadores españoles, presos de concepciones muy antiguas. Siguen
pensando que la memoria es un sentimiento y no un conocimiento; y
que es algo privado y no público. Dos errores graves.

Incluso hay a veces un intento por parte de los historiadores de que la


memoria sea tutelada, controlada por la historia, que es científica y que
se contrapone a una memoria más cercana a las emociones personales y
por ello más sospechosa.

Esto es lo que se está rompiendo. En Berlín y en Tel Aviv he tenido


ocasión de discutir con historiadores españoles y extranjeros sobre la re-
lación entre memoria e historia. Costaba entender a los españoles por
esa cultura atrasada de la memoria. Tampoco resultaba convincente el
supuesto de que la historia es una reconstrucción científica del pasado.
Las críticas al historicismo siguen vigentes. El historiador alemán y el de
Israel saben de la importancia cognitiva que tiene la memoria, no lo dis-
cuten. Otra cosa es que sean consecuentes. En Israel, por ejemplo, no se
puede hablar de lo que ocurrió con su pueblo en esas tierras hace sesenta
años, pero nadie se llama a engaño sobre el sentido de ese olvido. Repito,
hay una cultura de la memoria en los historiadores europeos, que han te-
nido que asimilar la filosofía y la sociología de la memoria entre guerras,
que no hay en España. Y eso se nota en el debate del día a día.

¿Pero cuál es la diferencia? Algunos defensores de la memoria —Pri-


mo Levi es un caso paradigmático— dudan mucho de la memoria, porque
realmente está reflejando simplemente una demanda de justicia. ¿Pode-
mos pensar en el pasado solamente a partir de esa demanda de justicia? Los
historiadores hacen un análisis del pasado que va más allá de hacer justicia
a las víctimas, porque se intenta justificar por qué suceden determinadas
cosas. Es por ahí por donde creo que está la duda de la memoria. En este
sentido, ¿podrías ser más concreto para ver la incomprensión que se plantea
entre los historiadores españoles y alemanes, por ejemplo?

Historia y memoria son dos formas de relacionarse con el pasado.


Hasta ahora la división de campos era clara: para la historia, el conoci-

285
LA PIEDRA DESECHADA

miento científico; para la memoria, una relación sentimental y privada


con el pasado. Eso ha cambiado, como acabo de decir. Las Tesis de Ben-
jamin, que son el tratado más agudo sobre la memoria, están dedicadas
a la historia. Su título es Sobre el concepto de historia. Es una forma de
dar a entender que la nueva teoría de la memoria compite en el terre-
no de la historia. Se trata de comprender el pasado pero de una forma
más completa pues el objetivo es «que nada se pierda». ¿Qué es lo que
pierde de vista la historia? Lo declarado in-significante. Los perdedo-
res sólo interesan como botín de los vencedores. Es verdad que en las
historias hay una referencia a los vencidos, pero siempre desde la pers-
pectiva del vencedor. En Benjamin la perspectiva cambia. Imaginemos
un precioso abrigo de piel con un pequeño roto que ha sido zurcido. El
zurcido no afecta al valor del abrigo en proporción a los centímetros del
mismo, sino que todo el abrigo queda comprometido con ese roto. El zur-
cido obliga a valorar el conjunto del abrigo desde el pequeño roto. Por
eso aparecen historiadores que empiezan a tener en cuenta la intuición
benjaminiana de que no hay un solo documento de cultura que no lo
sea de barbarie. Cuando admiremos la estética de las catedrales tenemos
que considerar también el sistema esclavista sobre el que fueron construi-
das; no podemos estudiar el desarrollo espectacular del capitalismo del si-
glo xix sin tener en cuenta la fuerza de trabajo que representaban los es-
clavos. En la medida en que pasa a ser responsabilidad del historiador el
conocimiento de ese pasado oculto, el conocimiento del pasado se carga
de preguntas morales. Eso es la memoria para cuya comprensión exacta
habría que tener en cuenta la sociología de la memoria de Halbwachs y
la filosofía crítica de los primeros frankfurtianos. Lo cierto es que para
el nuevo historiador es importante el archivo, como siempre, pero tam-
bién los testimonios, que hasta ahora eran cosa menor.

Y mucho más sospechosos.

Agamben llega al extremo de colocar al «musulmán» —el testigo que


ya no puede hablar— como testigo ideal. Es una boutade que no se sos-
tiene, entre otras razones porque él venera a Primo Levi. Naturalmen-
te que hay un problema de veracidad en el testimonio del testigo, pero
también lo hay en el documento del archivo. Lo que sí es importante se-
ñalar es que si relacionamos verdad con testimonio, tenemos que acep-
tar que en el fondo la verdad es inalcanzable porque el testigo que ha
experimentado el mal hasta el final no ha vuelto o ha enmudecido. Por
eso la verdad de la memoria debe remitir siempre a un silencio. No debe
guardar silencio pero sí guardar al silencio.

286
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

¿Cuáles deberían ser los usos políticos de la memoria? ¿Cómo deberían


ser, ya que los que hasta ahora conocemos nos hablan sobre glorias pasadas
y víctimas cuidadosamente elegidas? ¿Cómo deberíamos gestionar esa po-
lítica de la memoria más allá de la anécdota y saliéndonos de las últimas
fechas celebradas por los poderes públicos?

Una memoria digna de ese nombre, tal como la estamos definiendo


aquí, no se presta a ninguna celebración. La memoria digna de ese nombre
es la memoria del pasado ausente. Hay un pasado que está presente y es
el de los vencedores; como el vencedor de hoy se siente receptor de un
patrimonio que han creado los vencedores del pasado, se siente autoriza-
do para señalar determinados días del calendario y festejarlos de gene-
ración en generación. Pero también hay un pasado vencido, ausente del
presente. Ese es el pasado moral y políticamente creativo. Pero ese pasado
no se celebra sino que se lo recuerda para hacer actual la injusticia pa-
sada y para marcar un sentido al futuro.

Y hay un pasado inventado, como señala Hobsbawm.

El filósofo francés Victor Cousin sostiene la tesis de que el vencedor


es el mejor y siempre tiene razón. Si ha vencido es porque ha sido capaz
de superar mejor que nadie la barbarie. El hecho de triunfar lo legitima
para explicar el pasado vencido como digno de la derrota, y la causa del
vencedor como un momento de racionalidad. Eso nos lleva a interpretar
el pasado de los indígenas americanos en la clave de Sepúlveda (que los
indígenas eran brutales, hacían sacrificios humanos, eran incapaces de
gobernarse, no tenían reglas de convivencia, etc.). Inventamos su pasa-
do y el nuestro. Basta leer los relatos de la conquista hechos por los in-
dígenas y recogidos en La visión de los vencidos por León Portilla para
percatarnos del cuento que nos contamos los españoles. Nos hemos in-
ventado América y también nuestra propia historia. Cuando el español
actual saca pecho, pensándose tolerante porque la España medieval fue
tierra de convivencia de las tres culturas, olvida que nosotros somos hi-
jos de una España que expulsó a judíos y moriscos, es decir, somos des-
cendientes de la intolerancia. La invención del pasado se dispara cada
vez que el nacionalismo trata de definir sus señas de identidad. No hay
más que comparar la idea que tiene Ibarretxe del vasco con la que tiene
Cervantes del Vizcaíno en el Quijote.

La memoria nos recuerda a las víctimas porque nosotros sobre sus-


ceptibles de convertirnos en víctimas. Quizá convenga reconstruir nuestra

287
LA PIEDRA DESECHADA

memoria, no como vencedores, sino como supervivientes y así hermanar


nuestra visión con los arrojados al margen de ese gran relato de la Historia.

La razón de ser de la memoria es hacernos cargo de las injusticias


pasadas, aunque sea bajo la forma modesta de proclamar la vigencia de
la injusticia. Sólo en segundo lugar cabe hablar de «recordar para que la
barbarie no se repita», es decir, para que no nos pase a nosotros lo que
les pasó a ellos. Lo que se deriva de uno y otro objetivo es interrumpir
la lógica política que ha producido esas injusticias y esos daños. En la me-
dida en que esa lógica siga vigente estamos abocados a ser o víctimas o
verdugos.
Pese a aquel «nunca más» que les salió del alma a los supervivientes en
el momento de su liberación, la barbarie se ha repetido y razones hay para
pensar que las lógicas que llevaron al holocausto siguen vigentes. Euro-
pa volvió inmediatamente la espalda al pasado y actuó como si nada hu-
biera ocurrido. Eso explica la pregunta indignada de Adorno —«¿cómo
hacer poesía después de Auschwitz?»—, que no era tanto una prohibición
como la indignación que le provocaba la reconstrucción de Alemania pa-
sando página. En el fondo la lección está por aprender y el Nuevo Impe-
rativo Categórico que debe acompañar a los que viven después del holo-
causto está por estrenar. No es que no lo hayan hecho los políticos, es que
tampoco lo ha hecho la filosofía, que no se da por enterada. Después
de la Primera Guerra Mundial, Europa sí supo sacar consecuencias, por
eso fue tan creativa en arte, literatura y pensamiento; lo que ha seguido
a la Segunda Guerra Mundial ha sido muy pobre.
Después del 45 se repiten las mismas corrientes, con la variante del
existencialismo. Al final de siglo aparece la posmodernidad, que es una
renuncia definitiva a pensar en el pasado y un centrarse en el presente. Los
desafíos de Auschwitz siguen pendientes. La política debería, por ejemplo,
pensarse como duelo y deuda. El duelo es la integración en nuestras vidas
de una experiencia luctuosa, que es al mismo tiempo una deuda con el
pasado. Este concepto de deuda y duelo cuestiona el de autonomía, que
remite a un sujeto sin hipotecas, sin más condiciones que el libre ejerci-
cio de su voluntad. No creo que podamos ya pensar la autonomía al mar-
gen de la responsabilidad.

¿Sería también algo cercano a lo que plantea Mayorga sobre respon-


sabilidad y libertad y a lo que tú planteas con respecto a la conciencia in-
tencional y la conciencia preintencional, que establecen una constelación
que llevaría a un replanteamiento de la memoria?

288
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

El concepto de responsabilidad moderna está vinculado a la libertad:


desde Kant somos responsables de nuestros actos. Hans Jonas estira el
argumento y nos dice que somos responsables no sólo de las consecuen-
cias inmediatas, sino de las consecuencias de las consecuencias. Respon-
sables, pues, de nuestros actos, pero sólo de ellos. El concepto de memo-
ria perturba esta lógica al hablar de que también lo somos de lo que no
hemos hecho pero hemos heredado. Aparece el concepto de responsabi-
lidad histórica que mira hacia atrás y no sólo adelante, como Hans Jonas.
La memoria es política y no moralina.

Pero está funcionando como moralina: la moralina sistemática en el


tratamiento del holocausto, ir a un museo con los alumnos del instituto a
Dachau, etcétera.

España ha llegado tarde a la cultura del holocausto y corre el peligro


de reducir su significado a puros sentimientos de compasión. También
acecha la industria del holocausto que a través de la mercantilización y
la museización convierte la memoria en olvido. No hay que confundir
memoria…

… con efusión afectiva, que no lleva a un compromiso existencial


y vital.

Por eso no hay que perder de vista la formulación del Nuevo Impe-
rativo Categórico de Adorno: «Repensar la verdad, la política y la moral,
teniendo en cuenta Auschwitz, para que la barbarie no se repita». Esa es
la tarea filosófica y esto es lo que impide que el deber de memoria de-
caiga en moralina.
La memoria de Auschwitz nos afecta como seres humanos y también
como españoles. La historia del holocausto es impensable sin un milena-
rio antisemitismo, religioso y profano. Una estación capital de esa his-
toria es la España inquisitorial que recurrió al concepto de «pureza de
sangre» para distinguir al cristiano y al español «pata negra» del mestizo
o impuro. Una investigadora belga, Christiane Stallaert, autora del libro
Ni una gota de sangre impura, señala el cuidado con que la España fran-
quista, una vez derrotado el Eje, evitaba en sus traducciones de la bar-
barie nazi cualquier término que relacionara el racismo nazi con el etni-
cismo inquisitorial. Claro, eran muy conscientes de esa relación, mucho
más que muchos biempensantes actuales que creen que Auschwitz es un
asunto de judíos y alemanes.

289
LA PIEDRA DESECHADA

La sangre se contaminaba cuando se había tenido simplemente un


abuelo o bisabuelo, en una sola de las ramas, de origen judío o musul-
mán. Las políticas nazis previas a la Segunda Guerra Mundial, que evi-
taban que los individuos contaminados llegaran a la administración, son
justamente las que se aplicaban en la España moderna para evitar la lle-
gada de conversos a los puestos clave de la administración del reino.

La impureza de sangre era un sambenito, nunca mejor dicho, que aca-


rreaba fatales consecuencias. Los conversos no podían ir a Indias, ni ser
admitidos en las órdenes religiosas, salvo dispensa especial, ni ser canó-
nigos. Quizá por eso, cuando un marrano quería escapar a la justicia, se
defendía diciendo que era «vizcaíno», que era la imagen del cristiano y es-
pañol sin mancha.

El aprendizaje de la memoria en la esfera pública

Si a partir de la constatación de la singularidad del holocausto, la memoria


de este acontecimiento histórico se hace ejemplar, generadora de un plan-
teamiento ético, ¿no se está forzando en ocasiones esta singularidad hasta
hacerla intransitiva, justamente cuando su carácter ejemplar debería ilu-
minar la historia hacia atrás y hacia delante (hacia atrás, recordando a
todas las víctimas, y hacia delante, contribuyendo a una ética que impida
que Auschwitz se repita)?

La singularidad del holocausto tiene que ser explicable históricamen-


te. Ese genocidio es singular porque tuvo características, históricamente
demostrables, que no se dieron en ningún otro lugar. Y no por el tama-
ño, ni la brutalidad, ni nada que nos llevara a pensar que hay víctimas
de primera y de segunda. Lo singular es que Auschwitz fue un proyec-
to de olvido. No debía quedar rastro físico del genocidio para que des-
apareciera de la conciencia de la humanidad cualquier huella metafísica.
Esto no impide que sea ejemplar, es decir, que lo que allí ocurrió
sirva para entender lo que pasa en muchas otras calamidades, sólo que
más disimuladamente. Muchos supervivientes lo entendieron así. Fijaos
en Primo Levi, por ejemplo, que se pronunció sobre el conflicto de Pa-
lestina. Marek Edelmann, superviviente del gueto de Varsovia, que, por
cierto, había estado aquí en España, en las Brigadas Internacionales, tomó
partido en la ex-Yugoslavia con este argumento: «Somos nosotros los que
no podemos callarnos ante estas barbaridades». O lo que le decía Steiner a
Wiesel: «Si nosotros no podemos hablar de lo que pasa en Palestina, a ver

290
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

de qué podemos hablar». La singularidad del holocausto hay que conec-


tarla con la ejemplaridad. Allí se pusieron en evidencia mecanismos de
muerte que están presentes en otros muchos sitios. La voluntad de olvi-
do está presente en todos los genocidios, de alguna manera; lo que pasa
es que los nazis supieron instrumentalizarla, darle forma. La voluntad
de hacer insignificante un hecho ya es de alguna manera una estrategia
de olvido, y eso está presente en cualquier genocidio. Entonces tenemos
que estar atentos a la estrategia de olvido que lleva cualquier crimen per-
sonal o colectivo. Y ese es el valor ejemplar de Auschwitz.
Es verdad que a veces se interpreta la singularidad como si ese acon-
tecimiento no admitiera relación con ningún otro genocidio o como si
las víctimas de las cámaras de gas fueran de primera… Ese no es el sen-
tido que se debe dar al término «singularidad».

En los últimos años han tenido lugar diversas polémicas acerca de


la representación visual de los «campos», que se han centrado en el cine
como medio eminentemente popular, pero también se han referido a la
fotografía como documento. Esta discusión ¿está siendo fructífera filosó-
fica y socialmente? ¿O bien, en el intento de oponerse a la banalización de
Auschwitz —Finkelstein habla de una explotación del sufrimiento judío
llevada a cabo por la «industria del holocausto»—, se está estableciendo
un canon rígido de representación, que ni ilumina las prácticas visuales
reales, ni propone alternativas más allá de lo especulativo? Pensamos es-
pecialmente en Claude Lanzmann, director de Shoah (1985), cuyas opi-
niones sacralizan el exterminio.

Lo que tenemos es un problema con la representación estética del


mal. La representación estética tiene un momento de placer, de com-
placencia, y eso plantea problemas cuando tienes que representar pre-
cisamente el sufrimiento. Hay un problema, de ahí la provocación de
Adorno al preguntarse si era posible hacer arte, hacer lírica después
de Auschwitz. Y la respuesta la dio él mismo, cuando dijo que el sufri-
miento no podía permitirse no ser representado, que no podía renun-
ciar a esa posibilidad. Y la respuesta práctica es la que dio Paul Celan con
una poesía sobre el sufrimiento que remite al silencio. Es capaz de no re-
tener al lector en la seducción de la letra, sino que le coloca ante el abis-
mo del horror.
La representación, con todas sus limitaciones, es posible y tiene va-
rios registros. Tiene expresiones eminentes, como Shoah, film en el que
no hay actores profesionales sino sólo supervivientes; ni reconstrucción
artificial de los lugares, sino visita a lo que han devenido para, desde ahí

291
LA PIEDRA DESECHADA

y mediante la palabra del testigo, deconstruir todo el olvido que conlle-


va la historia. Notables me parecen La lista de Schindler (1993), La vida
es bella (1997), El pianista (2002) o la propia serie, muy discutida, Ho-
locausto (1978). Son desde luego obras discutibles pero que cumplen su
tarea pedagógica. La peor desde el punto de vista artístico es la serie, y
sin embargo, gracias a ella el mundo entero está hablando del holocaus-
to. Los aprendizajes tienen un ciclo y un desarrollo y es bueno acabar en
Shoah, pero los otros son pasos necesarios que han servido. Por eso el
fundamentalismo de Lanzmann no es la única respuesta a la pregunta de
Adorno de cómo expresar artísticamente el sufrimiento.

Otro posible integrismo es ese olvido que tiene Adorno de la vertiente


lúdica del arte. Parece que la experiencia artística sea una especie de asce-
sis. Al mismo tiempo, olvidamos otra cosa: la mímesis, la representación
narrativa y visual es necesaria para recordar a las víctimas. El profesorado
es a lo mejor partidario de confiar en la carga conceptual que acompaña
al arte, cuando este tipo de contenidos debe convivir con la experiencia
artística. En muchos ámbitos de la enseñanza la mímesis, la lógica no pro-
posicional, se escinde de lo conceptual. Respecto del holocausto se hace
un planteamiento doblemente fundamentalista, derivado de un respeto
al sufrimiento mal entendido y del fetichismo con relación al concepto
abstracto.

Aquí tenemos que tener cuidado, porque si en la escuela prima tanto


el concepto y en la calle prima tanto la imagen, tenemos que conjugar esos
dos momentos. Adorno tiende a las frases exageradas: «Toda la cultura
después de Auschwitz es basura». O: «Incluso el árbol que florece mien-
te en el instante en que percibe su florecer sin la sombra del horror». La
«educación en Auschwitz» exige un contacto con lugares y personas; con
lugares de la memoria y con testigos que sepan transmitir algo de lo que
vivieron. Ya hay una gran experiencia acumulada sobre el particular en
Alemania, Francia e Italia.

La cultura, también la que transmite la escuela, forma parte del «bo-


tín del vencedor» del que habla Walter Benjamin en sus Tesis. Sin embargo,
ese botín no sólo consiste en aquellas producciones culturales que la histo-
ria recuerda, sino también en esas elecciones que configuran espacios de
olvido monumentales y que forman parte del conocimiento ¿Cuáles son
esos grandes olvidos que en la historia escolar favorecemos, en los que le
hacemos el juego a los vencedores del pasado?

292
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

Para detectar los grandes olvidos hay que mirar las grandes construc-
ciones, sobre todo las grandes construcciones ideológicas. Señalaré algu-
nas. Aristóteles define la política en el libro del mismo nombre como una
relación entre ricos y pobres. La sociedad consta de dos partes o partidos
y la gracia de la política consiste en encontrar reglas de juego comunes.
Eso es realmente difícil porque los ricos quieren imponer las suyas y los
pobres, únicos interesados en unas reglas universales, carecen de fuerza
para realizarlas. En este texto fundacional aparece la política como un
problema de justicia.
Cuando Rousseau inaugura la política moderna, de la que vivimos,
ocurre algo parecido. Pensemos en sus dos grandes libros: El origen de la
desigualdad y El contrato social. En el primero nos cuenta una ficción
—él es consciente de eso— sobre el origen de los hombres: los hombres
nacen iguales por naturaleza y la desigualdad aparece cuando el hombre
se hace adulto, es decir, cuando entra en razón. Ese momento coincide
con el nacimiento de la sociedad. La desigualdad es producto de la ac-
ción del hombre. El mensaje que está mandando a través de esta historia
es que las desigualdades existentes en su tiempo son injusticias. No son
naturales, son el resultado de una operación, de una decisión racional
del hombre adulto. El otro libro, El contrato social, trata de dar respuesta
política a esta situación. ¿Qué podemos hacer para que eso no se repi-
ta, para que funcionemos como iguales? Un contrato social, un acuer-
do entre todos gracias al cual todos valgamos lo mismo y todos seamos
igualmente libres. Si bien se mira, El contrato social es una operación
de olvido: el punto de partida es la constatación de que las desigualda-
des existentes son injusticias; y el punto de llegada es: tratémonos como
iguales. Podía haber dicho: construyamos una sociedad justa y eso sig-
nifica empezar haciendo justicia a las injusticias existentes. Pero no se
hace eso sino que se trueca justicia por igualdad. Por algo Rousseau está
en la base de Rawls. En Habermas, el mismo esquema. El punto de par-
tida es la preocupación por un mundo injusto, de torturas, sufrimientos,
guerras… ¿Y qué ofrece? Una teoría procedimental donde lo importante
es que los ciudadanos decidan en condiciones simétricas, es decir, igual-
mente libres. Toda la teoría política moderna pivota en torno al con-
cepto de libertad, pero en sus momentos fundacionales aparece la in-
justicia como el gran problema. La libertad es muy importante y el pan
(la justicia) también. Pero, como decía Bloch, hay un orden entre ellos:
«El hambre es la primera lamparilla en la que echar aceite». Ese es otro
momento de olvido.
Y hay un tercero que ya hemos mencionado. Lo que subyace al nue-
vo imperativo de Adorno es que tengamos presente algo que siempre ha

293
LA PIEDRA DESECHADA

estado ahí y a lo que nunca hemos dado importancia. Eso ausente que-
da formulado así: «Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda
verdad».

Y ya que sale el tema, ¿no piensas que hay un cierto tufillo rousseaunia-
no, tanto en la LOE como en la asignatura de Educación para la Ciuda-
danía? Y te lo preguntamos siendo sabedores de que tú has estado impli-
cado en la elaboración de materiales. ¿No deberían haber aprendido las
administraciones educativas de intentos anteriores de «asignaturizar» la
formación ética y sociopolítica? ¿Hasta qué punto localizar el aprendi-
zaje de lo social especialmente en una asignatura implica encorsetarlo en
los cánones de las rutinas escolares?

Cuando me pidieron que escribiera sobre ello, pensando en los pro-


fesores y padres, no se me pasó por la cabeza hacer una apología de la
Constitución, sino contar críticamente los valores que sustentan una cons-
titución democrática: los conceptos de ciudadano, responsabilidad, to-
lerancia y paz. Ese relato no lleva a ninguna complacencia, ni con los
valores ni con la constitución.
No hay en ello ninguna complacencia rousseauniana, es decir, idea-
lista. Uno es muy consciente de los límites de la escuela y de que, por tan-
to, no basta hablar de valores para que se respeten y se cumplan. Pero tam-
bién es uno muy consciente del poder de la escuela, de la transmisión
oral, argumentada, de los valores. Es inevitable, llegados a este punto,
recodar la anécdota de Carlyle, el humanista británico, hablando con un
banquero suizo. El británico hablaba con entusiasmo de la evolución de
las ideas en Europa, hasta que le oyó al banquero un comentario cáusti-
co: «Ideas, sólo ideas». Picado en su amor propio, Carlyle le recordó a
quien sólo valoraba los números que hubo un grupito de hombres que
sólo tenían ideas. Con ellas escribieron los muchos volúmenes de la En-
ciclopedia. «¿Sabe usted», le espetó de repente, «que la segunda edición
se hizo con la piel de los que se habían reído de la primera?». Sin llegar
a tanto, las ideas —y, por tanto, la transmisión de las ideas que lleva a
cabo la escuela— son importantes.

Es interesante escuchar tu reflexión sobre Robespierre y los jacobinos.


Las tesis de Robespierre sobre los derechos ciudadanos son una referencia
importante para algunos enfoques sobre la renta ciudadana5. La reflexión
que hacen los jacobinos y que recogen los teóricos de la renta ciudadana

5. Pisarello y de Cabo, 2006.

294
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

es que, por muchos derechos políticos que tengas, de nada te sirven si te


mueres de hambre.

La debilidad de los derechos humanos es que el sujeto de tales dere-


chos es un sujeto transcendental, que tiene el inconveniente de no exis-
tir. El hombre de carne y hueso no siempre nace libre ni igual. Esa teoría,
tan difundida hoy, priva de significación teórica a la miseria real, a la
desigualdad real. La realidad es irrelevante para la teoría. Yo quiero que
tenga significación teórica la miseria real, para eso tenemos que cuestio-
nar los derechos humanos, reducirlos de momento a aspiraciones mora-
les. Si queremos que además sean «derechos» hay que pensar en una ins-
tancia que los ampare, los imponga y sancione si no se cumplen. Ese es el
recorrido de los derechos humanos, de ahí el discurso crítico que debe
acompañarlos en la situación actual.
La figura de Robespierre es apasionante, maltratada interesadamente,
porque fue el único que abolió la esclavitud, abandonó las colonias y uni-
versalizó el sufragio. Ha pasado a la historia como sinónimo de sanguina-
rio, pero su violencia es incomparable con la de Napoleón o la represión
de la Comuna de París.

Pero en esto de la Educación para la Ciudadanía, habrás visto la can-


tidad de textos que han salido para una asignatura que no tiene ni cuerpo ni
sentido. Hay en educación un cierto interés en este enfoque de la libertad
como sinónimo meramente de no-dominación, como si bastara tan sólo
con «conquistar los corazones» de los ciudadanos.

La asignatura puede tener sentido si en lugar de ser una apología de


la ley fundamental quiere ser una especie de ética cívica que aborda los ci-
mientos morales de la vida política. Lo de menos es cómo se llame.

Da la sensación de que existe una confianza incondicional, bastante


poco fundamentada, por cierto, en que cualquier problema social puede
ser resuelto por la escuela, y más concretamente por algunas asignaturas a
las que se les encomienda la formación en los valores cívicos. Hace ya unos
años, en tiempos de la reforma experimental, también hubo una asigna-
tura semejante, Educación para la Convivencia, que no generó tanta po-
lémica porque no existía la oportunidad política.

Deduzco de tu pregunta una crítica al lugar de la escuela en una socie-


dad burguesa. Es un lugar muy ambiguo pues se le pide, por un lado, que
refuerce ideológicamente los valores que la sustentan y, por otro, da a

295
LA PIEDRA DESECHADA

entender que los problemas sociales se resuelven hablando de ellos. Os-


cila, pues, entre la ideología y el idealismo. El lugar de la escuela es otro:
formar críticamente la opinión de los ciudadanos, enseñarles a pensar,
incitarles al sapere aude ilustrado. Yo creo que la escuela actual permite
esa tarea. Otra cosa es que seamos capaces de llevarla a cabo. Es verdad
que los planes de estudio están orientados a acumular conocimientos de
filosofía, por ejemplo, y no tanto a enseñar a pensar. Pero me pregunto
si el profesor de filosofía está dispuesto a ello. Lo que oigo en España de
filosofía me parece tan repetitivo y poco creativo... Prima la erudición
sobre el pensamiento y así es difícil «atreverse a pensar».
No tiene mucho sentido criticar a los políticos por falta de radica-
lidad —por no ir a la raíz de los problemas— cuando no hay pensamien-
to radical. Los problemas están ahí y son de una magnitud cósmica, pero
¿dónde se los piensa? Desde que hemos despedido al marxismo, no se ven
teorías a la altura de los problemas. ¿Tendrá razón Benjamin cuando dice
que lo que cabe es «organizar el pesimismo»?

Más que frente a un pesimismo sectorial, tú estás cada vez más ante un
campo, un Lager general, holístico. Toda la sociedad sería un campo. La
relación con el holocausto parece que va a ser una cuestión sectorial, pero
con el enfoque que tú le das nos lleva a una reflexión de alcance global.

Agamben sostiene efectivamente que el campo o Lager es el símbo-


lo de la política contemporánea. Es una afirmación muy grave pues sig-
nifica reconocer que vivimos en un estado permanente de excepción en
el que los derechos han sido suspendidos. Por mi parte prefiero la idea
de Benjamin, en la Tesis octava, cuando dice que «para los oprimidos
el estado de excepción es permanente». Existe, sí, un Estado social y de
derecho, pero para algunos. Para los «oprimidos» el sistema político, la
democracia liberal, es un campo. Los «oprimidos» están en el margen
del Primer Mundo y en el Tercer Mundo.
Este tipo de afirmaciones sería difícil sin el «respaldo» de la expe-
riencia del holocausto. Esa experiencia nos permite mirar críticamente
la modernidad, el progreso o la Ilustración. El alcance de los problemas
es de tipo más general, y la inconsciencia también. Ante esto nos queda or-
ganizar el pesimismo, el «motín de la anécdota», soplar al rescoldo para
que no se apague, disparar a los relojes como gesto simbólico. Cuando
se disparaba a los relojes, se estaba deteniendo el tiempo, pero hoy nadie
dispara a los relojes. Hay un desajuste entre la gravedad de la situación
y la conciencia que tenemos de ello. Y si viajas mucho al Tercer Mundo,
como es mi caso, entonces te das cuenta de que cada vez las cosas están

296
«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE

peor. Aquí vivimos como en una campana donde no sólo controlamos la


situación, sino que decidimos sobre el grado de dificultad en que se en-
cuentra el mundo.

Queríamos preguntarte sobre el Tercer Mundo: ¿cuáles son las gran-


des líneas de transformación? La teología de la liberación ha entrado en
crisis, algunas izquierdas han entrado en gobiernos como en Venezuela…
¿Cómo ves esto?

Conozco bien algunos de esos países desde hace veinte años. Grosso
modo puede decirse que la situación no ha mejorado, que en el camino
han quedado sepultadas muchas esperanzas, que han fracasado muchos
experimentos. Pensemos en Nicaragua, en la caricatura de cualquier
ideario revolucionario en que ha caído el «sandinista» Daniel Ortega. ¿Y
Cuba? De Cuba hay que hablar con muchos matices, pero la revolución en
que se pensó no es lo que ha devenido. Venezuela ¿de izquierdas? Cuesta
creerlo cuando se está allí. En Brasil está Lula pero Frei Betto abandonó
el gobierno porque no se ponía en marcha el plan prometido contra el
hambre… Pero algo se está moviendo en esos países. Esos movimientos
son particularmente interesantes en determinadas franjas sociales, en de-
terminados topoi teóricos sobre el hambre, la memoria, la violencia…
Mi percepción es que el Tercer Mundo no saldrá adelante sin el Pri-
mer Mundo, pero este o los hombres y mujeres de este que estén por la
labor tendrán que mirar el conjunto con los ojos del Tercer Mundo. Ese
mundo ofrece una mirada determinante sobre la riqueza o el dominio
desde la miseria y la explotación. Eso es lo que tenemos por delante.

Pero el gran desarrollo utópico de la esperanza está en receso, lo que


era la liberación.

Lo que inspiró aquello ha sido políticamente un fracaso. Pero los pro-


blemas siguen. Hay que recoger las «astillas mesiánicas» de ese pasado y
volver a soñar de nuevo. Pero nada será posible si el Primer Mundo no
llega a cuestionar sus seguridades, teóricas y prácticas, desde el convenci-
miento de que hay una relación entre su bienestar y aquel malestar. Esto
afecta al presente y al pasado. Nos necesitamos para salir de la propia in-
humanidad.

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Índice onomástico

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Adán: 154, 177 Ben Gurión, D.: 185s
Adorno, Th. W.: 13s, 16, 53s, 58, 60, 65s, Benjamin, W.: 14, 27, 30ss, 34, 42, 44ss,
69, 88s, 91, 94, 96-100, 119, 131, 51-54, 56, 59-67, 78, 83, 114-118,
134, 167, 170, 233, 252ss, 288s, 120, 126, 135, 137s, 148, 153s, 163,
291ss 166, 169, 173, 188, 220, 229ss, 251,
Agamben, G.: 286, 296 254, 257, 262, 264, 275-282, 286,
Aguilar, P.: 284 292, 296
Agustín de Hipona: 23s, 219 Bensoussan, G.: 69, 185ss
Alba Rico, S.: 278 Bensussan, G.: 70, 76
Alfonsín, R.: 284 Benveniste, É.: 23
Allen, W.: 25 Bergamín, J.: 191, 196
Améry, J.: 162 Bergson, H.: 24, 26, 84
Antelme, R.: 176, 210s Bilbao, G.: 207
Antígona: 104ss, 108s, 117 Bílek, F.: 110
Aragon, L.: 57 Blanchot, M.: 148
Arendt, H.: 94, 202s, 266 Bloch, E.: 143, 156, 199, 257, 293
Aristóteles: 15, 17, 29, 66, 78, 132, 134s, Böckenförde, E. W.: 226, 229s, 233, 279,
139, 145, 149, 154, 200, 293 281
Aub, M.: 17s, 182, 188-193, 196 Bonhoeffer, D.: 211
Azaña, M.: 181 Borges, J. L.: 172
Aznar, J. M.ª: 157, 284 Borowski, T.: 167
Aznar Soler, M.: 189, 192 Boschki, R.: 209s
Bourel, D.: 237
Bach, J. S.: 237, 245 Bruckner, A.: 250
Badiou, A.: 166 Buck-Morss, S.: 55
Barahona de Brito, A.: 284 Butler, J.: 203
Barreto, D.: 72, 76, 79s, 188
Barth, K.: 211 Cabo, A. de: 294
Baudelaire, Ch.: 268 Caín: 107, 159
Bauer, B.: 92, 157, 185, 246 Calderón de la Barca, P.: 106, 116ss, 120,
Bauman, Z.: 63 176s

307
LA PIEDRA DESECHADA

Calixto: 195 Forster, R.: 188


Calvino, J.: 172 France, A.: 146
Carlos V: 131 Francisco José, emperador: 246
Carlyle, Th.: 294 Frank, A.: 121
Carpentier, A.: 128 Frei Betto: 297
Castelio, S.: 172 Freud, S.: 91, 110, 170, 176, 185, 247,
Castells, M.: 26 250ss, 257
Celan, P.: 216, 291 Friedländer, D.: 241
Cervantes, M. de: 127, 129s, 287
Chagall, M.: 84 Gaeta, G.: 214s
Chalier, C.: 212 Gaos, J.: 189, 200
Chillida, E.: 168 García Márquez, G.: 127, 137
Clemenceau, G.: 249 García Morente, M.: 39s
Cochin, Ch.-N.: 277 Gauchet, M.: 226, 279
Cohen, H.: 30, 62, 142, 244, 257, 272, 276 George, S.: 135
Comín, A. C.: 234 Girardi, G.: 51
Cousin, V.: 287 Glotz, P.: 281
Creonte: 105 Goethe, J. W.: 115, 237
Critias: 43 González, F.: 157, 284
González Faus, J. I.: 214
Dante Alighieri: 121 Goya, F. de: 118, 165
Demóstenes: 239 Grassi, E.: 124
Derrida, J.: 177s Gravelot, M. M.: 277
Descartes, R.: 121, 278 Guardini, R.: 219
Díaz-Salazar, R.: 223, 233 Gumpez, A.: 239
Dinur, B. Z.: 186 Gurpegui, J.: 18, 271
Dostoievski, F.: 160s, 175 Gutiérrez, G.: 50, 131ss
Dubiel, H.: 203
Habermas, J.: 13s, 18, 63-67, 142s, 145,
Echeverría, B.: 276, 278 147, 149, 203, 220-234, 264, 271,
Eco, U.: 48 274, 279s, 293
Edelmann, M.: 290 Halbwachs, M.: 267, 286
Edipo: 104, 106, 111, 117, 128 Haro Tecglen, E.: 191
Eichmann, A.: 187, 202 Hartmann, N.: 257
Einstein, A.: 84 Hartum, M. I.: 209
Ellacuría, I.: 50 Haydn, J.: 251
Engels, F.: 49 Hayoun, M. R.: 239
Enzensberger, H. M.: 225 Hegel, G. W. F.: 30, 76-79, 82s, 91, 94,
Epicuro: 48 96, 108s, 124, 159s, 163s, 223, 233,
Esopo: 239 237, 240, 242, 247, 256, 258, 260,
Ezequiel: 184 271s, 278s
Heidegger, M.: 28, 83, 87, 91, 124, 134,
Fackenheim, E.: 210 232, 257s, 262s, 268, 272s
Federico el Grande: 74 Heine, H.: 237, 242
Felipe II: 130 Heinsohn, G.: 99
Fernández Buey, F.: 133 Heráclito: 107
Ferry, L.: 226, 279 Herder, J. G.: 247
Finkelstein, N. G.: 291 Hermida, F.: 182
Flores d’Arcais, P.: 18, 220ss, 229, 233, Herzl, Th.: 185, 247
279s Heydrich, R.: 239

308
índice onomástico

Hillesum, E.: 15, 18, 27, 212, 214ss, 219 Levinas, E.: 14, 30, 78, 136, 165, 212s,
Himmler, H.: 215 256, 259, 272, 278
Hitler, A.: 91, 95, 99, 160, 163, 167, Liberman, A.: 247s
186, 193, 209, 244, 250, 267 Lledó, E.: 168
Hobsbawm, E.: 287 Locke, J.: 260
Hofmannsthal, H. von: 247 Loos, A.: 250
Hölderlin, J. C. F.: 126, 156 López, C.: 18, 271
Horkheimer, M.: 57, 65, 88s, 91, 134, Lowell, J.: 46
137, 150, 275, 280 Löwith, K.: 28, 91
Humboldt, A. von: 242 Löwy, M.: 276
Husserl, E.: 84, 258, 268 Lüger, K.: 249
Lukács, G.: 257, 275
Ibarretxe, J. J.: 287 Lula da Silva, L. I.: 297
Luria, I.: 223
Jablonka, I.: 202 Luxemburgo, R.: 185
Jablonka, M.: 201s
Jaspers, K.: 105, 108s, 159s, 170 Macbeth: 161, 174
Jesús de Nazaret (Jesucristo, Cristo): 19, Machado, A.: 136
32, 74s, 80, 135, 137, 177, 210, Mahler, A.: 248s, 253
229, 248 Mahler, B.: 246
Jiménez Redondo, M.: 65 Mahler, G.: 14, 18, 91, 245-254
Jomeini, R. (ayatolá): 166 Malraux, A.: 266
Jonas, H.: 216, 289 Mann, Th.: 15, 214, 268
Josué: 110 Mannheim, K.: 246
Juan Pablo II: 211 Maquiavelo, N.: 66
Julio César: 161 Maravall, J. A.: 115s, 133
Juliá, S.: 284 Marcuse, H.: 65, 87, 264
Jünger, E.: 31 Mardones, J. M.ª: 209, 223
Marramao, G.: 23s
Kafka, F.: 14, 84, 172, 244, 247, 250 Martín, F. J.: 195, 199
Kant, I.: 39, 142, 149, 158, 165, 168s, Martín Garzo, G.: 31
226, 232, 256, 266, 268, 289 Marx, K.: 16, 41s, 44, 49-52, 54s, 60, 66,
Kelsen, H.: 14 68, 92, 157, 185, 244, 246
Kertesz, I.: 215 Matamoro, B.: 243
Klee, P.: 30, 256 Mate, M. R.: 36, 42, 44, 46, 56, 63, 79,
Kolitz, Z.: 212 107, 123, 131, 144, 149, 170, 229,
Kovadloff, S.: 110ss 276, 280, 304
Kraus, K.: 247, 250 Mayorga, J.: 17, 23, 25, 115, 119s, 212,
Kriege, H.: 50 276s, 288
Melibea: 195
Lady Macbeth: 174 Melquisedec: 128
Lanzmann, Cl.: 85, 162, 291s Mendelssohn, A.: 242
Las Casas, B. de: 17, 131-134, 138 Mendelssohn, D.: 242
Lebrecht, N.: 245, 247-250 Mendelssohn, familia: 238
Lefort, C.: 76 Mendelssohn, Fanny: 237, 242
León Felipe: 198 Mendelssohn, Felix: 18, 237ss, 242ss
Lessing, G. E.: 81, 112s, 126, 239s, 243, Mendelssohn, G. B.: 242
260ss Mendelssohn, J.: 242s
Levi, P.: 107, 135, 166, 168s, 172, 208s, Mendelssohn, M.: 18, 83, 237-244, 247,
269, 275, 283, 285s, 290 257

309
LA PIEDRA DESECHADA

Mendieta, E.: 220 Procusto: 13, 232


Metz, J. B.: 11s, 18, 70, 207s, 210, 218s, Proust, M.: 84
230s, 234, 276 Psamético (faraón): 278
Miguel Ángel: 110
Millás, J. J.: 48 Quijote: 28, 129
Missac, P.: 83
Moisés: 78, 110ss, 117, 128, 183, 254, Rakover, Y.: 212ss, 216, 219
259 Rancière, J.: 273s
Montesinos, A. de: 135, 148 Raskolnikov, R. R.: 108, 160, 175
Morales, D.: 267 Ratzinger, J.: 226, 276
Mosès, S.: 73s, 80, 188, 195 Rawls, J.: 66, 142-147, 149s, 234, 274,
Mozart, W. A.: 245 293
Muñoz Molina, A.: 193s, 196 Renan, E.: 282
Reyes Católicos: 126, 202
Nabucodonosor: 183 Ricard, M.-A.: 88, 94s
Napoleón: 161, 295 Ricoeur, P.: 180
Natán: 126, 239s, 243, 260s Rilke, R. M.: 169, 250, 267
Nebrija, A. de: 125s Robespierre, M.: 294s
Newton, I.: 121 Rodríguez Zapatero, J. L.: 157, 284s
Nicol, E.: 200 Rojas Marcos, L.: 36
Nietzsche, F.: 95, 104, 106ss, 112-115, Rosenzweig, F.: 14, 16, 18, 28-31,
121, 238, 240, 248, 251 69-80, 83, 91, 100, 108, 112, 126,
Nino, C. S.: 143s 148, 187s, 195, 200, 204, 244, 247,
Novick, P.: 283 254, 255-264, 272s
Rossel, M.: 119
Oé, K.: 11 Rousseau, J. J.: 240, 293s
Ortega, D.: 297 Rubenstein, R. L.: 209
Ortega, J. F.: 197-201, 204
Ortega y Gasset, J.: 62s, 257, 262s Salomón: 183
Salomon, L.: 242
Pablo (apóstol): 50, 70, 74, 177 Sánchez Cuervo, A.: 182, 200
Paganini, N.: 242 Sarmiento, D. F.: 279
Painlevé, P.: 249 Sarmiento de Gamboa, P.: 131
Patoka, J.: 268 Sartre, J.-P.: 16, 69, 80-88, 100, 193, 249
Paz, O.: 192 Schelling, F. W. J. von: 30
Pérez de Arteaga, J. L.: 253 Schiller, F.: 115
Peters, T.: 12 Schlegel, F.: 242
Picasso, P. Ruiz: 67, 122, 144 Schleiermacher, F. D. E.: 237, 242
Picquart, M.-G.: 249 Schmidt, H.: 268
Pikabea, K.: 159 Schmitt, C.: 14, 194
Pilatos, P.: 135 Scholem, G.: 79s, 187s, 257
Pilatowsky, M.: 195 Schönberg, A.: 247, 250, 252
Pío XI: 217 Schubert, F.: 169
Pisarello, G.: 294 Segismundo: 117s, 176
Platón: 43, 47, 104, 108, 113, 127, 167, Seiz, D.: 18, 271
240 Semprún, J.: 18, 179, 266-269
Pogge, Th.: 152, 282 Sen, A.: 144s, 149s
Portilla, L.: 287 Sepúlveda, G. de: 131-134, 138, 287
Prasquier, R.: 211 Shakespeare, W.: 121, 161
Preminger, O.: 186, 190 Shaltiel, D.: 186

310
índice onomástico

Simmel, G.: 246, 257 Varnhagen, R.: 237


Sloterdijk, P.: 225 Veit, Ph.: 242
Sobrino, J.: 50 Veit, S.: 242
Sócrates: 43s, 104, 113s, 127, 168 Velasco, J. C.: 233
Spinoza, B.: 84, 247, 278 Vergès, F.: 162
Stallaert, Ch.: 289 Vicent, M.: 265
Steiner, G.: 112, 121s, 169, 185, 290 Vidal-Naquet, P.: 162
Sternschein, R.: 209 Villacañas, J. L.: 108, 189
Stirner, M.: 50 Villoro, L.: 126, 144
Suárez, F.: 279 Virilio, P.: 26s, 41, 45-48
Subirats, E.: 136 Vitoria, F. de: 132
Szondi, P.: 108s Voltaire: 260

Tamayo, A.: 218 Wagner, C.: 249


Taubes, J.: 177, 200 Wagner, R.: 114, 251s
Teilhard de Chardin, P.: 72 Walser, M.: 225
Tetelbaum, J.: 209 Walter, B.: 247s
Torner, C.: 207 Weber, M.: 31, 55, 61, 66, 91, 183, 223s,
Trakl, G.: 250 240, 258, 271s
Traverso, E.: 80, 87 Weigel, H.: 122
Trías, E.: 251 Wiesel, E.: 208s, 211s, 219, 290
Tugendhat, E.: 170, 176 Wittgenstein, L.: 31, 215, 246, 250, 267s
Wohlfarth, I.: 52ss, 58
Ulises: 58
Unamuno, M. de: 31, 33s, 124s Xirau, J.: 200
Uris, L.: 190
Yoyes (González Catalaín, M.ª D.): 179
Valladolid, T.: 202
Vallejo, C.: 268 Zambrano, M.ª: 17s, 127, 136, 195,
Van Buren, P.: 210 197-201, 204
Van Gogh, V.: 144 Zamora, J. A.: 41, 54, 58, 97
Van Parijs, P.: 142 Zimmermann, R.: 99
Vanantwerpen, J.: 220 Zweig, S.: 250

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