Reyes Mate - La Piedra Desechada
Reyes Mate - La Piedra Desechada
Reyes Mate - La Piedra Desechada
La piedra
ejemplo, El ateísmo, problema político (1973) o Mís- construido nuestro presente? Sin exagerar bien puede
tica y política (1990)— y la preocupación por la rela- decirse que los intelectuales de nuestro tiempo piensan
desechada
de Occidente (1997), Memoria de Auschwitz (Trotta, que no olvidáramos.
2003), Justicia de las víctimas (2008), Medianoche en El deber de memoria no es, sin embargo, un recuer-
la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin do sentimental de lo mal que lo pasaron las víctimas o
«Sobre el concepto de historia» (Trotta, 22009) o Tra- de lo que nos puede pasar a nosotros, sino la ingente
tado de la injusticia (2011). Es codirector de la En-
ciclopedia IberoAmericana de Filosofía, publicada en
editorial trotta tarea de repensar todo a la luz del sufrimiento que cau-
sa la barbarie. Ha habido cineastas como Claude Lanz-
esta misma Editorial, siendo coordinador del volumen mann o dramaturgos como Peter Weiss y Juan Mayorga
Filosofía de la historia (22005). que lo han intentado, pero los filósofos han seguido
De enorme relevancia es su contribución al recono- leyendo sus viejos y venerables libros como si la verdad
cimiento de la centralidad de las víctimas y su significa- tuviera que ser impasible ante el dolor y la catástrofe.
ción ético-política en el presente, así como su aportación La piedra desechada recoge el guante y se pregunta
a la construcción de una comunidad iberoamericana de cómo pensar hoy la patria y el exilio, la música, el tea-
filosofía, a través de los Congresos Iberoamericanos tro, la política, el tiempo, la religión o la ética tenien-
de Filosofía y el programa «Pensar en español». Es Pre- do en cuenta el dictum adorniano según el cual «dejar
mio Nacional de Ensayo 2009 por su libro La herencia hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad».
del olvido. Ensayos en torno a la razón compasiva. La piedra desechada por los constructores del pensa-
miento dominante —y que se encarna en figuras como
la víctima, el olvido, la marginación o el trapero— re-
sulta ser la piedra angular para quien se atreva a pensar
un tiempo, el nuestro, que germine en esperanza.
ISBN 978-84-9879-458-8
9 788498 794588
La piedra desechada
La piedra desechada
Reyes Mate
E D I T O R I A L T R O T T A
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
Prólogo.................................................................................................. 11
I
LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
1. El tiempo es el otro.......................................................................... 23
2. El progreso, la velocidad y los accidentes......................................... 35
3. El trapero. Pequeña apología de una filosofía pobre.......................... 49
4. El antisemitismo en Rosenzweig, Sartre y Adorno............................. 69
1. El antisemitismo según Franz Rosenzweig, o el antijudaísmo del
cristianismo................................................................................ 69
2. El antisemitismo en Jean-Paul Sartre, o el judío como creación de
la mirada del otro........................................................................ 80
3. El antisemitismo según Adorno, un problema de la racionalidad
moderna...................................................................................... 88
II
MEMORIA Y JUSTICIA
9
LA PIEDRA DESECHADA
III
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
IV
SEMBLANZAS
Bibliografía............................................................................................ 299
Índice onomástico.................................................................................. 307
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PRÓLOGO
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LA PIEDRA DESECHADA
Desde que Auschwitz se hizo visible, a partir de finales de los setenta, nos
hemos ido familiarizando con el «deber de memoria«. Nosotros, las ge-
neraciones posteriores a ese acontecimiento de muerte, tenemos el man-
dato de recordar la barbarie. Ese imperativo anamnético, cuyo objetivo
es hacer justicia y evitar la repetición, no es un requisito sentimental, ni
sólo moral. No se trata, en efecto, de recordar episódica o regularmen-
te lo mal que lo pasaron los judíos, ni conjurarnos para evitar a la hu-
manidad una nueva experiencia de inhumanidad. Es mucho más que eso.
Es un mandato de re-pensar todo a la luz de la experiencia de la barba-
rie. Un mandato epistémico porque relaciona íntimamente memoria con
pensamiento.
Esto supone una gran novedad porque nos habíamos acostumbrado
a relacionar la verdad del conocimiento con atemporalidad. Una teoría
filosófica es buena si vale en cualquier tiempo y espacio. Había que ha-
cer abstracción del tiempo, sobre todo de ese tiempo ya usado al que se
refiere la memoria. Ahora, por el contrario, se plantea como un deber
relacionar verdad y memoria, es decir, se nos impone el mandato de re-
pensar todas las estancias del ser en el mundo desde la memoria de la
barbarie, desde la experiencia del sufrimiento. Repensar la ciencia, la po-
lítica, la ética, la estética, la religión desde Auschwitz o Hiroshima… Re-
sulta entonces que el «deber de memoria» es un exigente plan de vida
que va de lo personal a lo institucional, afectando a todos los campos
de la existencia.
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PRÓLOGO
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LA PIEDRA DESECHADA
2. Otra fue, empero, la reacción de los estudiantes y de la opinión pública, que vie-
ron en Adorno el referente de una tradición que apenas conocían pero que les decía mucho.
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PRÓLOGO
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LA PIEDRA DESECHADA
ticia pasada mientras no sea saldada. «El progreso, la velocidad y los acci-
dentes» se pregunta por qué importan tan poco los accidentes de tráfi-
co, siendo así que producen más muertos y lisiados que las guerras; por
qué conmociona tanto un solo asesinato terrorista y dejan indiferente los
miles de muertos en las carreteras. La respuesta hay que buscarla en el
prestigio del progreso —y nada como el coche lo representa— que exi-
ge el sacrificio de víctimas como el precio inevitable de las bondades que
nos ofrece. En «El trapero. Pequeña apología de una filosofía pobre» se
quiere brindar una clave de la crisis que nos asedia. En alemán, trape-
ro se dice Lumpensammler. Marx despreciaba al Lumpen y cortejaba al
Proletariat por el lugar eminente que este ocupaba en el proceso de pro-
ducción. Para entender la naturaleza del capitalismo del siglo xxi hay
que desplazarse de la fábrica al escaparate, del sistema de producción
al consumo. Hoy todo sólo vale como artículo de consumo. Nada tiene
valor en sí ni merece ser admirado o conservado. Nadie lo sabe mejor
que el trapero. Sabe que el sistema funciona creando desechos y convir-
tiendo todo en basura. Y sabe lo que hay de enfermedad, muerte y hu-
millación en cada descarte. Por eso su figura es tan decisiva si queremos
entender lo que está pasando. «El antisemitismo en Rosenzweig, Sartre
y Adorno» quiere dejar claro que el antisemitismo no es un asunto que
incumba sólo a los judíos ni se agota en actos repudiables como la profa-
nación de un cementerio hebreo. El antisemitismo es como la radiogra-
fía de una sociedad que permite ver cómo está constituida, cómo piensa
y cómo actúa. Para explicarlo comparecen tres autores muy diferentes
que vienen de mundos ajenos pero en los que el antisemitismo ocupa
un lugar destacado. Para Rosenzweig el antisemitismo es un asunto cris-
tiano, entendiendo por cristiano no sólo las Iglesias sino toda la cultura
secularizada de origen cristiano. Para Sartre, el antisemitismo es sobre
todo una mirada externa que crea lo antijudío y también lo judío. Para
Adorno, el antisemitismo hay que verlo desde Auschwitz. Esa forma sin-
gular de barbarie tiene su origen en la propia racionalidad moderna, de
ahí que enfrentarse al antisemitismo sea hacer frente a los grandes retos
de nuestro tiempo.
La segunda parte, «Memoria y justicia», agrupa cinco escritos que re-
piensan algunos problemas morales y políticos desde la memoria del sufri-
miento. «La actualidad de la tragedia» retoma el tema de la representación
del mal, en general, y del holocausto, en particular. Es de sobra sabido que
entre la filosofía y la tragedia rueda un viejo pleito que no ha sido sustan-
ciado, ni quizá podrá serlo. Es como si se disputaran la misma pieza —ni
más ni menos que el sentido de la condición humana— pero con estrate-
gias diferentes y enfrentadas. La filosofía achaca a la tragedia falta de ri-
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PRÓLOGO
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I
EL TIEMPO ES EL OTRO*
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
dad, más antiguos que la palabra tempus, derivados que de una manera u
otra denotan continuidad e interrupción (Marramao, 2008, 14).
Y un poco más adelante dice Agustín:
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EL TIEMPO ES EL OTRO
Al tiempo se le tiene mucho respeto, es decir, miedo. No hay más que ver
cómo borramos sus huellas. Por algo respondió Woody Allen, cuando
le preguntaron por su edad, por la vejez, que «no se lo recomendaba a
nadie». Aunque al modisto Adolfo Domínguez se le ocurrió el exitoso
eslogan «la arruga es bella», lo cierto es que domina la idea de disimu-
larla, de ocultarla, de borrarla. Para eso vale todo: cremas, desde luego,
y, si hace falta, operaciones quirúrgicas. Es posible que en otras culturas
la veteranía, la vejez, sea un grado: en la nuestra, no. Se valora a los jó-
venes, sanos y fuertes.
Miedo al paso del tiempo y miedo a la muerte. Se muere en los hos-
pitales, se vela en los tanatorios y los coches fúnebres circulan de noche.
Nos esforzamos por invisibilizar la muerte. A las campanas de mi pueblo
«tocando a clamor», como se decía de ese triste tañido que convocaba al
pueblo, ha sucedido el anonimato del luto y del duelo.
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
Esta cultura que tiende a invisibilizar el paso del tiempo viene de le-
jos pero se ha acelerado en los últimos tiempos. Viene de lejos, al menos
desde la modernidad que es una apuesta por el presente. A la autonomía
del sujeto que preside eso que llamamos Modernidad o Ilustración, le
sienta mal el pasado, la presencia del pasado, porque esa presencia del
pasado tenía en la premodernidad unas pretensiones normativas (el pa-
sado norma del presente) que le resultan inaceptables a un sujeto cons-
ciente de su autonomía. Son cosas, se dice, de los tradicionalistas, inte-
resados en el cultivo del paso del tiempo, o de los nostálgicos que, en el
fondo, desperdician el presente.
Lo cierto es que la era telemática, que es la nuestra, da una vuelta de
tuerca a ese constreñimiento o presencialismo del tiempo pues refuerza
tanto el presente que no sólo anula el pasado, al privarle de todo valor,
sino que destroza el futuro, al considerarlo más de lo mismo. Paul Virilio
(autor de Le Grand Accélérateur) explica bien el asalto de la telemática
a la fortaleza del tiempo. Dice que hoy en día el tiempo está sometido al
poder del instante real y que eso supone despedir un tipo de vida (es de-
cir, el modo de ser humano y de comprender el mundo), construido sobre
el reconocimiento de la duración. Lo entendemos si recordamos que la
velocidad de internet, que es la de referencia, es la de la luz.
«Duración» se opone a «instante real». Sin necesidad de meternos
en los dibujos de Bergson sobre durée o élan vital, por duración hay que
entender un ritmo de vida que distingue entre noche y día; entre esta-
ciones del año; entre días laborables y días festivos, es decir, tiempo de
trabajo y tiempo de descanso.
Pues bien, todo eso queda disuelto en la era telemática en nombre
del «dopaje electrónico del instante omnipresente». El tiempo telemáti-
co está caracterizado por la instantaneidad y la simultaneidad. Ese tiem-
po opera como una droga porque nos hace sentirnos inmortales. Como
dice Manuel Castells, «la eliminación de la secuencialidad —por mor de
la aceleración— crea un tiempo indiferenciado que es equivalente a la
eternidad».
¿Cómo se manifiesta este imperio de la instantaneidad y de la simul-
taneidad? De múltiples maneras. En primer lugar, obligando al sujeto a
reducir sus acciones a reacciones ante lo imprevisto, lo inatendido, lo que
acontece o sobreviene. Ante tantos estímulos, lo que cabe es la reacción
casi instintiva.
Esta solicitud de lo imprevisto, esta concentración en lo que pueda
ocurrir, fomenta la cultura de masas en el sentido de que se fabrican po-
tentes emisores de estímulos (la televisión, la publicidad, el marketing,
etc.), iguales para todos, a los que los individuos responden indefectible-
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EL TIEMPO ES EL OTRO
mente. Lo vemos en las modas del vestir o de los gustos musicales o en los
modos de pensar.
La cultura de masas logra rizar el rizo cuando el individuo llega a pen-
sar que es él el que decide a la hora de comprar un pantalón estrafalario
o peinarse con una cresta verde. Estamos ante lo más in: «el individuo de
masas».
En segundo lugar, destruyendo la facultad de lo que Paul Virilio llama
le traject. El ser humano puede ser sujeto y objeto, dos herramientas a tra-
vés de las que se realiza. Habría que incluir además la facultad del traject,
de la experiencia del espacio. El ser humano no tiene raíces sino patas por-
que es nómada. Se realiza viajando, que es un momento fundamental de la
experiencia humana. Pues bien, el imperio de la instantaneidad lo destru-
ye, hace imposible ese papel y la consecuente experiencia.
También se manifiesta, en tercer lugar, causando muertes. La acele-
ración de nuestro tiempo es potencialmente mortal. Mata, en primer lu-
gar, la experiencia, sustituyéndola por las vivencias, como bien vio Ben-
jamin. Todo acontecimiento vivido necesita un tempo vital para que sea
metabolizado en experiencia, es decir, sea integrado en la red biográfica
que nos ha ido conformando. En lugar de ese tempo vital la aceleración
lo que ofrece y exige es prisa, que no es llegar antes sino quemar etapas.
«Tenemos la impresión de vivir en cinco años», dice Virilio, «lo que an-
tes en cincuenta». Así no hay manera de que las vivencias maduren. Los
acontecimientos son vividos como shocks que se agotan en sí mismos.
Mueren al tiempo de producirse3.
Y, además, resulta suicida. Nos matamos con tiempo. Me refiero a
que esa forma de tiempo que se expresa como culto a la velocidad es
mortal. Las cifras, como digo en otro lugar4, son escalofriantes. Esa ve-
locidad, cuyo referente es la instantaneidad, opera como el canto de las
sirenas de la Odisea: promete la felicidad pero mata.
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
5. Dice Karl Löwith: «Lo que la muerte pone de manifiesto es el ser del Dasein, su
posibilidad más íntima, la más auténtica...» (Löwith, 1984, 86).
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EL TIEMPO ES EL OTRO
Con este recorrido ¿se consigue algo?, ¿convence este rastreo del tiem-
po?, ¿consuela? Lo que parece desprenderse de lo dicho es, en primer
lugar, que el tiempo es un tema mayor. Independientemente de lo que
digan físicos o metafísicos, la idea que nos hagamos del tiempo acaba
incidiendo en el sentir, en el pensar y en el vivir. Sin entrar siquiera en
el estudio del tiempo como unidad de valor en el sistema capitalista de
producción, lo cierto es que para lo bueno y para lo malo la experiencia
del tiempo es decisiva.
En segundo lugar, que lo específico del tiempo actual es tener por
referente el tiempo de internet, es decir, la velocidad de la luz. Eso, que
ha tenido y tiene fantásticas consecuencias en el desarrollo tecnocientí-
fico, ha creado un tipo de civilización determinado por la prisa.
La prisa no es querer llegar antes sino pretender la instantaneidad.
Ahora bien, la instantaneidad como modelo de vida es mortal porque
mata la experiencia, ha sembrado las carreteras de cadáveres y tetraplé-
jicos y aspira a conformar un tipo de ser humano distinto del que hemos
conocido y por el que la humanidad ha luchado.
Lo que se quiere decir es que la prisa tiene graves contraindicacio-
nes a veces disimuladas por sólidas apariencias. Con razón se habla del
«dopaje electrónico del instante presente» que consigue vender el tiem-
po acelerado como equivalente de eternidad, es decir, como victoria so-
bre el paso del tiempo.
En tercer lugar, que el ser humano está relacionado con ser-para-la-
muerte. Eso explicaría la persistencia de la angustia ante la muerte a pe-
sar de todas las estrategias de negación de la muerte sea, en el pasado,
mediante una potente filosofía idealista, sea, en el presente, mediante
una estudiada escenificación para ocultarla.
Esa conciencia de la finitud no está negada con formas de trascen-
dencia de la susodicha finitud, si bien es verdad que toma formas in-
usuales. Comparemos, por ejemplo, a Miguel de Unamuno y Walter
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Suicida es la velocidad del progreso porque lleva consigo «el empeño im-
posible de sustraerse a las condiciones esenciales de la vida» (ibid., 346),
a saber, el tiempo y el espacio. El hombre construye su identidad a través
de relatos y memoria cuyo componente esencial es el tiempo. También
es cuerpo y, por tanto, espacio: cuerpo personal, cuerpo social y cuerpo
territorial. Pues bien, al ideal de velocidad que maneja el progreso, esos
condicionantes espaciales y temporales le resultan inaguantables, de ahí
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3. La clave (del beneficio) está en la conversión del tiempo en factor de medida del
valor, es decir, en la conversión de los resultados de una actividad individual en norma
temporal abstracta de esa actividad a través de la mediación del sistema productivo capi-
talista (Zamora, 2011, 148).
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Este es el trasfondo filosófico y cultural desde el que hay que juzgar la valo-
ración social de las víctimas viarias. La modernidad ha optado por la vía
de la aceleración que no es la única posible pero que ha sido la dominante.
Esta vía supone, como ya se ha dicho, un atentado a las condiciones
de posibilidad de la existencia, a saber, el tiempo y el espacio. O, dicho en
palabras de Virilio, la aceleración ha generado una «polución dromosféri-
ca» que ha corrompido la sustancia del tiempo al tomar la instantanei-
dad como modelo de referencia temporal. La ciencia consiguió superar
el muro del sonido, luego el del calor. Ahora vivimos un nuevo tiempo, el
de la velocidad de la luz. A 300 000 km por segundo, la velocidad se con-
funde con la inmediatez y esa velocidad es el referente de comunicación
electrónica y el ideal al que debe aspirar todo trayecto entre dos puntos.
Pero a esa velocidad la historia se vacía de historias, porque esta necesita
tiempo y la teletécnica lo reduce todo a la instantaneidad.
Esa velocidad, que ha proporcionado grandes éxitos y conquistas,
cuenta también con un capitulo de pérdidas. Antes el viajar constaba de
partida, trayecto y llegada. Había un momento de preparativos materia-
les y psicológicos que predisponían al aprendizaje de una nueva expe-
riencia, al tiempo que permitía tomar distancias en relación con lo que
hemos vivido hasta ese momento. Luego estaba el trayecto, momento y
lugar, en el que el viajante se enriquecía del espacio que transitaba, de la
naturaleza y de las personas que poblaban y conformaban esa parte del
espacio. Finalmente, la llegada que abría las puertas a un nuevo tiempo
y una nueva experiencia. Ahora sólo hay un tiempo: el de la llegada. El
tiempo invertido en el trayecto es tiempo perdido y la salida indica el ins-
tante en el que dejamos de hacer lo que estamos haciendo a la espera de
lo que haremos cuando lleguemos al destino.
Walter Benjamin expresaba esta pérdida diciendo que vivimos tiem-
pos en los que la experiencia ha dejado su sitio a la vivencia. La expe-
riencia necesita tiempo para integrar las vivencias en una red de rela-
ciones vividas. La experiencia se construye con relatos y memoria que
necesitan un tempo determinado. Eso es lo que se ha perdido, devora-
do por un ritmo frenético que sólo admite vivencias puntuales que se
agotan en sí mismas y demandan ser sustituidas por otras más intensas,
pero igualmente puntuales.
Se sacrifica el trayecto a la llegada, la experiencia a la vivencia y tam-
bién el pasado y el futuro al presente.
Otro tanto cabría decir de la contaminación del espacio, atacado por
la velocidad y por la telemática con sus espacios virtuales. Si se reduce
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PEQUEÑA APOLOGÍA DE UNA FILOSOFÍA POBRE*
* Este texto es una versión corregida y aumentada del que apareció con el título
«Del Proletariat al Lumpen. Sobre el sujeto político en el capitalismo contemporáneo»:
Revista Internacional de Filosofía Política 35 (octubre de 2010), pp. 47-63.
1. Citamos aquí los escritos de Marx por la edición Marx-Engels Werke (= MEW)
(Karl Dietz, Berlín, 43 vols.), indicando volumen y página.
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2. Pablo se hace eco de ello en 2 Cor 8, 9. Este es un punto al que prestan atención
las teologías posidealistas, entre otros G. Gutiérrez, «Pobres y opción fundamental», en
Ellacuría y Sobrino, 1990, 299-301.
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3.1. De esta matizada posición sobre los mitos se hacen eco los au-
tores de Dialéctica de la Ilustración, buque insignia de la Teoría Crítica,
hasta el punto de que se puede resumir la tesis central del libro diciendo
que «el mito es ya Ilustración y la Ilustración recae en mitología» (Hork-
heimer y Adorno, 92009, 56). El concepto de «mito» se convierte así en
piedra angular de su análisis de la racionalidad moderna y también del
capitalismo. Veamos las dos partes de la tesis.
¿En qué sentido la Ilustración es mítica? Esto se entiende si tenemos
en cuenta que la razón es el instrumento de que dispone el ser humano
para alejarse del mundo mítico, es decir, de un mundo en el que la bar-
barie o la animalidad tienen carta de naturaleza. A más razón, menos
barbarie. El ser humano lleva a cabo esta tarea de humanización domi-
nando y sometiendo a su poder la naturaleza externa y la animalidad
interna. Lo que observamos, al analizar cómo se ha producido históri-
camente ese dominio, es que, por un lado, el sometimiento de la natu-
raleza externa ha supuesto un sometimiento del hombre por el hombre.
La técnica ha doblegado muchos males de la naturaleza, pero ha creado
un sistema de producción que somete al hombre y lo reduce a mercan-
cía. Es entonces cuando hablamos de recaída en el mito. También hemos
de tener en cuenta, por otro lado, que el saber de la ciencia disuelve el
mito pero ese conocimiento científico se torna en poder que no sopor-
ta límite, de suerte que el hombre mismo deviene medio o instrumento
para nuevo saber y más poder. El hombre acaba siendo sometido a las
exigencias de la investigación científica. De nuevo aparece el mito. El so-
metimiento que caracterizara al mito volvemos a encontrarlo de la mano
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8. GS V/2, 822 s. Traduzco der Tauschende por «vendedor» a sabiendas de que Benja-
min se está refiriendo al productor que intercambia el valor real del producto por el precio
del mercado.
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10. A ello me refiero más detalladamente en «La actualidad de la tragedia», véase infra,
pp. 103-122.
11. Benjamin juega con dos sentidos distintos de mito: un mito «bueno», que es el
que mantiene una relación dialéctica con el logos; y un mito «malo», que universaliza la
culpa y acaba exculpando de toda responsabilidad.
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
Vida eterna y Camino eterno: son cosas distintas, como lo son la infinitud
de un punto y la infinitud de una línea. La infinitud de un punto sólo puede
consistir en que jamás se borra: se conserva en la eterna autoconservación
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hacer del mundo una comunidad. Esto explica el lugar preeminente que
ocupa en su agenda la conversión de los pueblos paganos y también la
relación entre el poder político y la Iglesia.
Y un poco más adelante dirá que «es odio contra la propia imperfec-
ción, contra el propio todavía no [...] el judío, sin quererlo, avergüenza
al cristiano» (483).
El judaísmo es como el espejo en el que el cristiano ve su imagen, la
imagen esforzada de quien corre hacia la meta. Es tanto su empeño que
tiende a pensar que ya ha llegado cuando la verdad es que sigue en cami-
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
4. Bensussan señala con razón que el Estado no sólo quiere apoderarse del tiempo,
sometiéndolo a sus propios intereses, sino también del espacio, declarando su vocación
de expansión planetaria, que sólo puede llevar a cabo por la violencia con la que debe en-
frentarse a otros Estados y al interés de la humanidad (Bensussan, 2000, 114).
5. Lefort, 2004, 74. Véase el desarrollo de este punto de vista en Barreto, 2013, 112.
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6. Escribe Rosenzweig: «El derecho era nada más que su primera palabra. Esta pa-
labra no puede sostenerse contra el cambio de la vida. Pronuncia ahora su segunda pala-
bra: la palabra de la violencia» (394).
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La vida [del pueblo] no quiere más que cambio [...] No te bañas dos veces en
la onda del mismo río [...] entonces llega el Estado y planta sobre el cambio
su ley. De golpe, existe algo que permanece. Pero el fragor de la vida conti-
núa corriendo sobre esa tabla tan bien plantada (394).
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
rras santas como las naciones del mundo pretenden de una manera u
otra. Sabe que el nacionalismo es un falso mesianismo, porque se ha
apoderado del protagonismo del Mesías pero queriendo imponerlo a
sangre y fuego7. Ve tras el derecho de los Estados, la voluntad artera de
la guerra, por eso los pacifistas cristianos entienden la paz como un ar-
misticio para el rearme.
El judaísmo no apuesta por el Estado porque se sabe «resto» y eso
supone no la negación del Estado, sino de su pretensión absoluta que es
el origen de su violencia.
De Israel al Mesías; del pueblo que estuvo bajo el Sinaí, al día en que la casa de
Jerusalén se llamará casa de oración para todos los pueblos, lleva un concepto
que surgió en los profetas y ha dominado desde entonces toda nuestra historia
íntima: el de resto. El resto de Israel, los que han permanecido fieles, el verda-
dero pueblo en medio del pueblo son, en cada instante, la garantía de que hay
un puente que enlaza aquellos dos polos (cit. en Barreto, 2013, 273).
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
2.2. Este Sartre, que reconoció después no tener mucha idea de los
judíos ni del judaísmo cuando escribió su apasionado alegato en su de-
fensa10, tira de libreto y comienza a desgranar los tópicos puestos en cir-
culación por Hegel sobre el judío: un pueblo antiguo, sí, pero «un pueblo
sin historia», siempre dando tumbos sin orientación alguna y haciendo
prueba de una manifiesta esterilidad cultural, por eso no se puede hablar
de una obra propiamente judía, ni de civilización israelita. Cuando Hegel
critica al pueblo judío por diferente, está apuntando a un pueblo que
no encaja en ninguno de los moldes culturales que la civilización ha ido
construyendo. Ser diferente significa, en este caso, quedarse al margen
del progreso del Espíritu Universal.
Los tópicos del filósofo alemán, compartidos a uno y otro lado del
Rin, obligan a preguntarse a Sartre: ¿qué es lo judío? La respuesta es de
estricta fidelidad hegeliana: «La comunidad judía no es ni nacional, ni
internacional, ni religiosa, ni étnica, ni política: es una comunidad cuasi-
histórica». Para añadir a continuación de su propia cosecha: «Lo que hace
al judío es la situación en la que se encuentra; lo que le une a otros judíos
es el hecho de encontrarse en la misma situación» (176). El judío no es
nada en sí sino la creación de la mirada de los demás.
Cuando Sartre diga que la irracionalidad creó el antisemitismo está
señalando lo arbitrario de esa mirada externa y no está denunciando,
como querrían los ilustrados canónicos, la actitud de los judíos asimilados
a los que les dio vértigo desprenderse de todo lo judío y se quedaron a
medio camino, es decir, conservaron rasgos diferenciales que les denun-
ciaban como no totalmente asimilados.
Llama la atención que un libro como este, escrito desde la simpatía
y con reflexiones muy ajustadas, esté plagado de sonoras ignorancias.
Como si la Biblia, el Talmud, la Cábala, la cultura sefardita y la azkena-
zí... no hubieran existido. Sólo desde el desconocimiento de la rica tra-
dición cultural judía puede afirmarse que el judío —y no sólo el antise-
mitismo— es el producto de la mirada del otro.
Lo que hay que decir de Sartre es que tiene su mérito reconocer la
gravedad de la cuestión judía, como él lo hace, viniendo de una filoso-
10. «Escribí la Cuestión judía sin documentación alguna, sin leer un libro judío», re-
conocía en 1980 a B. Lévy (Sartre y Lévy, 1991, 74).
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
11. «Si es verdad, como dice Hegel, que una colectividad sólo es histórica en la me-
dida en que tiene memoria de su historia, habrá que decir que la colectividad judía es la
menos histórica de todas las sociedades porque sólo puede guardar memoria de un pro-
longado martirio, es decir, de una larga pasividad» (81-82). Ahí se ve que lo que no le fal-
ta al pueblo judío es memoria, pero, desgraciadamente, no de las gestas y héroes a los que
se refiere Hegel, sino de sus sufrimientos. Y esos no cuentan para la historia.
12. El libro se publica en 1946 y las Tesis de Benjamin, traducidas al francés por Pierre
Missac, aparecerán en Les Temps Modernes en octubre de 1947.
13. «La autenticidad consiste en vivir consecuentemente la condición de judío y la
inautenticidad, en tratar de negarla o de disimularla» (110).
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
lo que separa a los hombres y los conduce a la violencia. Bien sabe por
experiencia que él acaba siendo la primera víctima de esa violencia.
No podía faltar entre esos rasgos definitorios el viejo tópico del ju-
dío y del dinero. Pero el interés por el dinero tiene que ver con el gusto
judío por la abstracción. No es el sonido de la moneda de oro lo que le
seduce, sino la figura de un modo abstracto de intercambio. Con dinero,
un cheque o un banco, uno dispone de un modo de compra o de apro-
piación que transciende cualquier lugar (154). El dinero no pregunta por
el color o la idiosincrasia de su titular. El dinero permite vender y com-
prar atendiendo al precio de las cosas y no a los rasgos físicos o psíquicos
del que compra. Frente a la estrategia antisemita que persigue señalarle
como diferente, el judío «se agarra al dinero como al poder legítimo que
sanciona al hombre universal y anónimo que él quiere ser» (155).
Sartre analiza estos y otros rasgos del judío que figuran en la agenda
del antisemita, para preguntarse: ¿de quién es la culpa? ¿Quién es el cul-
pable de que este ser humano específico haya convertido su vida en una
errancia inmemorial huyendo de los demás y de sí mismo? La respuesta
que da Sartre es la que hizo decir a Claude Lanzmann que estamos ante un
nuevo j’accuse, aunque en este caso también se autoacuse. Así dice Sartre:
Han sido nuestros ojos los que le envían la imagen inaceptable que él quiere
ocultar. Han sido nuestras palabras y nuestros gestos —todas nuestras pala-
bras y todos nuestros gestos—, nuestro antisemitismo y nuestro liberalismo
los que los han envenenado hasta la médula. Hemos sido nosotros los que
les hemos obligado a elegirse como judíos... nosotros los que les hemos abo-
cado al dilema de la autenticidad o de la inautenticidad judía (164).
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
Para Sartre, sin embargo, del análisis de los rasgos que el antisemita
ve en el judío —su racionalismo, su espíritu crítico, el sueño de una so-
ciedad reconciliada, su fraternidad universal, su humanismo— lo menos
que se puede decir es que son rasgos de los que no se puede privar una
sociedad madura. Esos rasgos son títulos de ciudadanía que el Estado
francés debería honrar (177). Pero Sartre prefiere que el judío salga del
anonimato y se presente como judío.
Claro que el reconocimiento de su ciudadanía francesa en un Estado
laico no resuelve el problema porque el problema no lo tienen el judío
ni el Estado, sino el antisemita. Lo que habría que superar es el antisemi-
tismo. Y para ese fin todos los medios eficaces son buenos: la educación
debe acabar con los tópicos antijudíos; también leyes severas que cas-
tiguen las prácticas antisemitas... Pero Sartre no espera mucho de todo
este arsenal de medidas. Al fin y al cabo, el antisemita se cree de otra pas-
ta; piensa que pertenece a una sociedad mística que está por encima de
toda legalidad. La propaganda, la educación, el código penal no le alcan-
zan porque las citadas medidas no llegan a las raíces profundas que ali-
mentan el antisemitismo.
Para llegar a ellas no hay que perder de vista que el antisemitismo
es «una visión del mundo en la que el odio del judío ocupa el lugar de un
mito explicativo» (179). Lo que procede entonces es modificar la situa-
ción real que genera esa visión maniquea y primitiva del mundo. ¿A
qué situación se está refiriendo Sartre? A un mundo dividido en clases
sociales. Lo dice así de solemnemente: «Constatamos que el antisemi-
tismo es un esfuerzo apasionado en pro de una unión nacional frente a
una división de las sociedades en clases» (180). El antisemita, en lugar
de enfrentarse a la división entre pobres y ricos, empresarios y traba-
jadores, poderes legales y poderes fácticos, etc., prefiere reducir la divi-
sión real de la sociedad al simplismo judío y no judío. Se deduciría de
todo ello que en una sociedad sin clases no habría lugar para un mito
explicativo como el del antisemitismo. En una sociedad así habría ju-
díos auténticos que se pensarían como judíos pero eso no tendría que
oponerse al asimilacionismo del judío inauténtico, de la misma mane-
ra que un obrero que se sabe miembro de una clase no se opondría a
la liquidación de las clases. Lo que tiene que quedar claro entonces es
que la causa revolucionaria no sólo interesa al obrero, sino también
al judío. Y nos interesa a todos porque el antisemitismo lleva directa-
mente al nacionalsocialismo y eso nos incumbe. Pero, además de que
nos interese e incumba, estamos obligados moralmente: «Si hemos vi-
vido avergonzados por nuestra complicidad involuntaria con los anti-
semitas, que nos ha convertido en verdugos, quizá podamos empezar
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
a comprender que hay que luchar por los judíos ni más ni menos que
como luchamos por nosotros mismos» (182).
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18. Para el caso de la música de Mahler remito a mi trabajo «Mahler, la magia del
hueso cantor», infra, pp. 245-254.
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19. También Marx pensaba que la complicidad del judío y del capitalismo era tal que
si aquel se liberara de este —«de la usura y del dinero»— se acabaría la sociedad burguesa;
cf. Bauer y Marx, 2009, 157.
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20. «El fascismo es totalitario incluso en el hecho de que trata de poner la rebelión de
la naturaleza oprimida contra la dominación directamente al servicio de esta última» (229).
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21. La gran diferencia entre Adorno y Hegel es que este habla de «reconocimiento
por el otro» y a Adorno lo que le importa es el reconocimiento del otro. Sobre esta rela-
ción entre reconocimiento hegeliano y mímesis adorniana, cf. Ricard, 2012, 133.
22. El nazi «no puede sufrir al judío pero lo imita constantemente. No hay antisemita
que no lleve en la sangre la tendencia a imitar lo que para él es judío» (228).
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
podía tratar como gusanos. Esa mirada deshumanizadora del otro abría
el camino a una política que considera el exterminio no como un asesi-
nato sino como una acción benefactora para la especie humana.
Esa cultura del superhombre que exalta la voluntad de poderío y que
ensalza al macho poderoso y bello es, paradójicamente, una cultura del
resentimiento y de la venganza. Como ya hemos visto, la premisa de ese
hombre nuevo es la impotencia. Renuncia a ser sujeto esperando de su
identificación con el colectivo la respuesta a sus frustraciones. Como no
lo consigue, dirige su frustración contra aquel tipo de hombre que, en su
imaginación, ha prosperado porque no ha pagado, como él, el precio de
la renuncia a la diferencia y a satisfacer las exigencias de la naturaleza.
Esta cultura de la venganza y del odio colectivo cala muy hondo, hasta
el punto de que los afectados anteponen el exterminio del judío al triunfo
de la propia causa. Los historiadores se han preguntado por qué Hitler
estaba tan empecinado en desviar recursos materiales y humanos a los
campos de exterminio en lugar de emplearlos en frentes de guerra muy
necesitados. La respuesta la daba el propio Hitler cuando reconocía que
«no estaba en su poder conseguir la victoria pero sí conseguir que los
judíos no salieran jamás victoriosos de la guerra»23. No era desde luego
rentabilidad alguna la que buscaba Hitler con su política de exterminio.
Su antisemitismo «era un lujo»24... suicida, que Hitler se regaló porque
le iba la vida en ello. Es un lujo porque no le va a proporcionar bene-
ficios económicos. Al contrario. Pero tenía que hacerlo porque sin ese
negativo su hombre nuevo hubiera quedado en nada. El nazi sólo podía
considerarse héroe si el judío era un villano; sólo salvador de la humani-
dad si el judío era visto como un ser infrahumano y antihumano25. Se
suele explicar el éxito inicial del hitlerismo por haber sabido dar una res-
puesta económica a la deprimida sociedad alemana, víctima de las duras
sanciones impuestas por los vencedores de la Primera Guerra Mundial
y, también, de la gran depresión de 1929. Pero esa respuesta era un es-
pejismo. La recuperación económica estaba basada en el desarrollo de
la industria militar que sólo sería rentable en el supuesto poco probable
de una victoria indiscutible. Si a pesar de todo se embarcó en esa aven-
tura es porque «la verdadera ganancia con la que cuenta el camarada es
la sanción colectiva de su odio» (141). Aunque no saque nada de pro-
23. Declaración de Hitler del 30 de enero de 1939. Citado por Ricard, 2012, 143.
24. «El antisemitismo se ha mostrado inmune frente al argumento de su falta de ren-
tabilidad. Para el pueblo era un lujo» (215).
25. Nietzsche ya dejó escrito, sin embargo, en su análisis del resentimiento, que quien
necesita convertir al otro en un enemigo perverso es el impotente (La genealogía de la mo-
ral, § 10).
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LA AUTORIDAD DEL SUFRIMIENTO
26. Huelga decir que esta identificación de lo judío con lo natural es producto de
la mente calenturienta del nazi porque en realidad, escribe Adorno, los judíos fueron los
«colonizadores del progreso», los «avanzados en relación con la población atrasada». Lo
incomprensible es que «aquellos que propagaron el individualismo, el derecho abstracto,
el concepto de persona, son ahora relegados a la categoría de especie» (220).
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EL ANTISEMITISMO EN ROSENZWEIG, SARTRE Y ADORNO
díos no son más que la proyección de los deseos oníricos que pueblan la
noche de la civilización represora. Se les achaca a las víctimas lo que los
autores del crimen reprimen en sí mismos» (Zamora, 2004, 73)27. En el
imaginario nazi, pues, el judío representaba precisamente lo que el nazi
había tenido que pagar pero que él, el judío, conservaba. El antisemita,
en lugar de luchar por recuperar lo que había perdido, se pierde exter-
minando aquello que necesita.
El antisemita es un moderno, un miembro de la civilización avan-
zada que creyó en la promesa del liberalismo, esto es, que los derechos
humanos que este proclamaba eran prenda de felicidad para todos, tam-
bién para ellos, los que no tenían poder. Al constatar que no es así, diri-
gen su furor no sólo contra todos aquellos que aparecen como realiza-
dos, sino sobre todo contra su propio anhelo: todas las expresiones del
deseo reprimido —el extranjero que recuerda la tierra prometida, la belle-
za, el sexo, lo animal— «atraen sobre sí el ansia de destrucción de los ci-
vilizados que nunca han podido llevar a término el doloroso proceso de
civilización» (217). Destruyen lo que desean y, con mayor razón, a aque-
llos que representan exitosamente lo deseado.
27. En este imprescindible libro sobre Adorno hay un apretado análisis del antisemi-
tismo (pp. 64-74) al que deben mucho estas páginas.
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felicidad está ligada al poder, que no hay sentido fuera del esfuerzo, la
moral de la dureza, que la patria está contenida en un territorio sagra-
do, que las compensaciones son contantes y sonantes o que toda reli-
gión necesita sus mitos, sus rituales, sus gestas y sus héroes. Tópicos to-
dos diametralmente opuestos a la cultura judía que venera la vida, que
tiene por forma de existencia el exilio o la diáspora, que cultiva formas
espirituales de agradecimiento, que profesa un monoteísmo sin mitos…
y, sobre todo, que cultiva la idea de «la felicidad sin poder»28. La idea de
que la felicidad no se compra con dinero o poder es un sueño de la hu-
manidad y también la gran promesa de la modernidad. Glück ohne Macht,
esa es la quintaesencia de los derechos humanos. El derecho a la felicidad
es el objetivo de todos los derechos y si es el derecho de todos no pue-
de estar ligado al poder que, por definición, es lo que opone a iguales
y, por tanto, enfrenta a todos entre sí29. Pues bien, eso es lo que el nazi
no podía permitirse. Contra esa idea construye su paranoica identidad
colectiva. Tenía que impedir que alguien de los suyos, animado por la
peregrina teoría de que la felicidad no es cosa del poder, se escapara a ese
lugar de libertad y desde él cuestionara los cimientos de su poder. Tenía
que conseguir, para perpetuarse en el poder, que «los dominados hicie-
ran de aquello que desean el objeto de su odio» (242).
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II
MEMORIA Y JUSTICIA
1
LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA*
1. Introducción
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MEMORIA Y JUSTICIA
No se debe permitir que escuchen eso que dice Esquilo de que «la divinidad
hace a los hombres culpables cuando quiere exterminar de raíz una casa»
[se refiere a la de Níobe]. Al contrario, si un poeta canta las desgracias de
Níobe [...] no se le debe dejar que explique estos males como obra divina
[… y debería] decir que las acciones divinas fueron justas y buenas y que el
castigo redundó en beneficio del culpable. Pero que llame infortunados a los
que han sufrido su pena o que presente a la divinidad como autora de sus
males, eso no se lo toleraremos al poeta. Podremos, sí, decir que los malos
eran infortunados precisamente porque necesitaban un castigo, y que al re-
cibirlo han sido objeto de un beneficio divino. Pero si se aspira a que una
ciudad se desenvuelva en buen orden, hay que impedir por todos los me-
dios que nadie diga en ella que la divinidad, que es buena, ha sido causante
de los males de un mortal, y que nadie, joven o viejo, escuche tampoco esta
clase de narraciones, tanto si están en verso como en prosa; porque quien
relata tales leyendas dice cosas impías, inconvenientes y contradictorias en-
tre sí (República, 380ab).
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2. El concepto de tragedia
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LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA
Nada semejante ha ocurrido nunca, ni habría sido concebible, con las de-
más categorías de prisioneros, pero con ellos, con «los cuervos del crema-
torio», las SS podían cruzar las armas, de igual a igual o casi. Detrás de este
armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conse-
guido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Mi-
lenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos abrazado,
corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como
nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos
jugar juntos (1989, 47).
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3. Tragedia y eticidad
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6. La posibilidad de la tragedia
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ciencia es, sí, muy importante pero tiene un límite. Y la tragedia empie-
za cuando la ciencia no da ya más de sí. Dice Nietzsche:
Si la antigua tragedia fue desviada de sus carriles por una tendencia dialécti-
ca [filosófica] orientada hacia el saber y hacia el optimismo de la ciencia, será
preciso concluir de este hecho una lucha eterna entre la concepción teórica y
la concepción trágica del mundo. Y sólo cuando el espíritu científico, habien-
do llegado a límites que le es imposible franquear, tuviese que reconocer, por
la comprobación de estos límites, lo necio de su pretensión a una validez uni-
versal, podría esperarse un renacimiento de la tragedia (ibid., 79).
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LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA
decir, Nietzsche no acaba de ver que los tiempos son otros y si la trage-
dia clásica supo expresar aquel tiempo, hoy tenemos la responsabilidad
de dar forma a nuestro tiempo. No puede pasarse por alto el hecho de que
Nietzsche y Benjamin dedican un libro al origen de la tragedia clásica, el
uno, y de la tragedia barroca, el otro3.
Lo cierto es que ha habido tragedias modernas pero lo que a Ben-
jamin le llama la atención no son las obras de Schiller o Goethe, sino
algo marginal y menor, a primera vista: el Trauerspiel, traducido como
«drama barroco alemán». Esta traducción tiene el inconveniente de que
no aparecen las dos palabras del término alemán: Trauer (duelo o, me-
jor, tristeza) y Spiel (juego), pero tiene la ventaja de poner el énfasis en
lo esencial: el barroco. A Benjamin le interesa cómo el barroco trata lo
trágico porque el barroco prefigura el expresionismo, que considera la
forma artística de los tiempos que corren. El barroco prefigura nuestro
tiempo, de ahí la importancia que tiene el «drama barroco» como molde
de la tragedia hoy.
Conviene detenerse en las diferencias que señala entre lo trágico clá-
sico y lo trágico barroco porque ahí anticipa lo que tiene de común el
barroco con nuestro tiempo.
Hay diferencias esenciales respecto a la figura del héroe. El héroe
trágico adelanta su tiempo y, en ese sentido, está fuera del tiempo, como
si su lugar fuera la inmortalidad. En el Trauerspiel, por el contrario, el
protagonista es de su tiempo, es decir, es un ser mortal que en el con-
texto de un Spiel —de una representación entendida como un juego—,
aparece y desaparece, sueña y es soñado. Su existencia es tan efímera
como el juego que la da vida.
Otra diferencia afecta a la forma de expresión: en la tragedia clásica
es la palabra; en el Trauerspiel, el sentimiento, sobre todo el de triste-
za. Un desplazamiento de lo trágico a lo triste. Esta importancia de la
tristeza no es casual. Los tiempos del barroco, como dice José Antonio
Maravall, son desastrosos: pestes, hambruna, guerras, persecuciones (Ma-
ravall, 1996). Se impone un golpe de timón, un estado de excepción pro-
clamado por alguien que esté por encima de las circunstancias. Ese tal es
o debería ser el soberano, al que se le reconoce una autoridad casi divi-
na. Pero esa forma secular de lo divino resulta que es impotente, que no
salva4. De ahí la tristeza.
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MEMORIA Y JUSTICIA
5. Cuesta creer que se haga justicia a la religiosidad del barroco reduciendo a Dios
a «tramoya». No sería justo y tampoco lo pretende decir Benjamin. Él se atiene a la repre-
sentación de la religión, a lo que Maravall llama poder de la Iglesia o Iglesia como poder.
En el seno del mundo los actores sobrenaturales sólo intervienen como personajes que no
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LA ACTUALIDAD DE LA TRAGEDIA
alteran el orden del mundo. Incluso en el supuesto de que la Iglesia del poder actúe con-
vencida de que Dios no escapa de la tramoya para intervenir en la historia —algo que es
fácil aceptar teniendo en cuenta la historia—, quedan todos esos hombres y mujeres del
barroco que cultivan un mundo interior que subsiste más allá de la tramoya.
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como realidad siendo sólo artificios; y puede hacer ver la diferencia en-
tre ficción y realidad.
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2
* Una primera versión de este texto fue publicada, con el título «Pensar en español
aquí y ahora», en la revista Arbor 734 (2008), pp. 979-988.
1. La Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía (EIAF), publicada por la editorial
Trotta, de Madrid, cercana a su conclusión, cuenta en la actualidad con 32 volúmenes,
también disponibles en formato digital, y la participación de unos quinientos autores. El
proyecto se puso en marcha en 1988. Está dirigido por Reyes Mate (España), Osvaldo Gua-
riglia (Argentina) y León Olivé (México).
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EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL
fía española» dice: «Por lo que se hace a este nuestro pueblo español, no
sé que nadie haya formulado sistemáticamente su filosofía». Y si decimos
que cada pueblo tiene su filosofía, «lo cierto es que hasta ahora no se nos
ha revelado que yo sepa sino fragmentariamente, en decires, en obras li-
terarias como La vida es sueño o el Quijote o Las Moradas y en pasajeros
vislumbres de pensadores aislados» (Unamuno, 1958, 555).
Lo que nos empujaba a esta aventura era la asfixiante realidad de una
filosofía dependiente y el tópico de que no se puede pensar en español.
Para poner a prueba esos dos desafíos creamos ese proyecto común,
que no era un proyecto ni fácil ni evidente. No lo era porque pese a ha-
blar la misma lengua las incomunicaciones eran notables: un mexicano
y un chileno podían encontrarse en París o Berlín, pero difícilmente en
una ciudad latinoamericana, salvo por razones de fuerza mayor como el
exilio o la persecución o la emigración. La circulación transversal funcio-
naba en algunos casos más bien excepcionales: el conocimiento mutuo
era escaso. No nos leíamos, ni nos escuchábamos. Preferíamos un mal li-
bro en inglés a uno en castellano aunque fuera bueno. El resultado era la
ausencia de un verdadero diálogo. No había interés por la interpelación.
De lo que se trataba entonces era de establecer una relación transversal,
de leernos y de interpelarnos.
El balance brinda luces y sombras. Hemos creado un espacio común
en el que estamos juntos; hemos construido una obra monumental que
tiene el mérito de existir; el lector puede comprobar que el nivel de in-
formación respecto a temas y autores que revelan los artículos es notable.
Esas son las luces. Pero hay un dato inquietante: apenas si nos hablamos.
La mayoría de citas y de referencias bibliográficas siguen siendo en otras
lenguas. Nos seguimos conociendo mal, no nos interpelamos y quizá se
pueda decir que estamos juntos, pero no que pensamos juntos. Segui-
mos la agenda del imperio y seguimos siendo dependientes.
125
MEMORIA Y JUSTICIA
ofrece a Isabel de Castilla, la reina le dice que ella ya habla esa lengua así
que no necesita gramática alguna. A lo que Nebrija responde: «Alteza,
la lengua es el instrumento del imperio». Y también de los dominados.
No hay más que pasearse por México, Bolivia o Perú.
Es la misma lengua pero con experiencias diferentes y hasta enfren-
tadas. Pensar en español tiene que consistir en hacer hablar esas experien-
cias interpelantes que guarda la misma lengua, es decir, pensar en espa-
ñol es pensar con memoria. Volveremos sobre ello.
En uno de los muchos trabajos dedicados a este asunto, Luis Villoro
aceptaba el desafío del pensar en español siempre y cuando no se trans-
gredieran las líneas rojas. Eran dos: en primer lugar, no caer en el casti-
cismo o provincianismo; la razón es universal. Y, la segunda, no perderse
en una razón abstracta, ignorando que todo pensar está situado (Villo-
ro, 1998, 59). Habría que situarse en la onda de Franz Rosenzweig o más
exactamente, de su crítica a la teoría moderna de la igualdad. Como se
recordará, Lessing construyó la atractiva figura de Natán sobre el prin-
cipio de que «todos somos, antes que judíos, cristianos o musulmanes,
hombres», es decir, ponía en la base de su consideración el hecho de la
pertenencia a una misma humanidad, rebajando las diferencias entre unos
y otros al modesto nivel de «la comida y el vestido». Como ese Natán
amigo de la humanidad y universalista no aguantó los primeros embates
del nacionalismo, Rosenzweig apunta en su agenda que ese planteamien-
to de la universalidad es una catástrofe porque «el hombre es más que su
casa, pero no un sin techo» (Rosenzweig, 2003, 122). Todos tenemos una
casa, pero somos más que esa casa. Todos venimos al mundo, en efec-
to, aprendiendo una lengua y no el lenguaje, y nacemos en el seno de
una cultura y hasta de una religión, pero eso no significa que no poda-
mos aprender otros idiomas o cambiar de religión o incorporar otras
culturas.
Podríamos evocar aquí la teoría benjaminiana del lenguaje. Distin-
gue entre un lenguaje adámico y otro posadámico, que es el nuestro. El
adámico tenía la capacidad de nombrar, es decir, de poner a las cosas un
nombre que respondía a su esencia lingüística. Con la salida del paraíso,
el hombre perdió esa habilidad. En vez del nombre apareció la palabre-
ría. El hombre posadámico suple su incapacidad de nombrar con aproxi-
maciones lingüísticas que rondan la charlatanería. La tarea de la filosofía
consiste en separar el grano de la paja hasta dar con el término más ajusta-
do. Ese proceso de depuración, que Hölderlin confía a los poetas, lo sitúa
Benjamin en la traducción. La traducción no es una traición, sino un ban-
co de pruebas para la calidad del lenguaje. En la traducción se produce un
rozamiento que depura las palabras, aproximándolas al nombre.
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Hacer hablar las experiencias que tiene el lenguaje significa pensar con
memoria. Estaríamos ante un logos-con-tiempo. No es desde luego la
anamnesis del Menón de Platón. La clave de la diferencia está en la pre-
gunta de Sócrates sobre si el esclavo habla griego. La memoria en cuestión
es la que conserva el griego de los señores, no el del esclavo.
Aquí se trata de recordar lo que olvida la lengua del señor. Para ex-
plicarlo voy a referirme a dos ejemplos literarios, que tomo de Gabriel
García Márquez y de Cervantes, y que complementaré con una referencia
filosófica a María Zambrano.
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EL GESTO INTELECTUAL DE LAS CASAS O CÓMO PENSAR EN ESPAÑOL
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paña castiza, sin una gota de sangre impura, y el caballero manchego, con
una identidad tan mestiza y contaminada que unas veces se llamaba Qui-
jano y otras Quesana, Quejada o Quijada.
El gesto de Cervantes explica genialmente lo que es un pensar que
tenga en cuenta el tiempo. A esas alturas en España el árabe es una len-
gua proscrita. Se prohíbe hablar en árabe, se ordena quemar los libros en
esa lengua y se persiguen los usos y costumbres de ese pueblo. Los moris-
cos no han sido aún expulsados pero la decisión es inminente2. Los judíos
lo habían sido un siglo antes.
Cervantes escenifica un enfrentamiento entre la España dominan-
te y la oculta que es la aljamiada. Quien quiera entender lo evidente, lo
aparente, teniendo sólo en cuenta la lengua del vencedor castellano no
entenderá nada porque esa lengua tiene pliegues ocultos sin los que lo
aparente es sencillamente lo superficial.
Lo que estos dos relatos ponen en evidencia es que el lenguaje de
una manera espontánea es memoria y olvido; guarda unas experiencias
y encubre otras. El desafío de un logos con memoria es que el lengua-
je en vez de guardar silencio, guarde al silencio, es decir, que la palabra
remita al silencio, a lo indecible; que se abra al otro. Lo indecible es lo
que no ha sido codificado en conocimiento pero que, al haber tenido
lugar, tiene una capacidad semántica latente.
Podríamos así distinguir diversos planos del pensar en español en fun-
ción de los niveles de la memoria. Estaría, en primer lugar, la explicitación
de lo oculto, esto es, reconocer la pluralidad de voces, dar voz a los que
no la tienen, dejar hablar y aceptar la interpelación que nos venga del
otro. Este plano es el que visitan ejemplarmente el Quijote y Cien años de
soledad. Pero eso no basta, porque la memoria también acompaña y vi-
gila al logos, transformando la naturaleza del pensar. Estaríamos en el
segundo nivel que podríamos entender de la manera siguiente. Lo que
pone en evidencia la explicitación de las experiencias de la lengua (nivel
primero) es el límite del lenguaje. Hay, en efecto, acontecimientos que,
como Auschwitz, resultaron impensables. Nadie había pensado que el
hombre se abrazara al mal por el mal, siempre se había pensado que si
hacía el mal es porque lo tomaba por un bien. Pues no, se puede querer
el mal por el mal y eso es lo que había sido impensable. También hay acon-
tecimientos que aunque fueran pensables no fueron pensados. Me refiero
al sufrimiento de las víctimas que han jalonado la historia. No se las pensó
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6. Sobre este particular se extiende Las Casas en el capítulo 183 de su Apologética his-
toria (1957-1958, 106, 183 ss.). Véase también el comentario de G. Gutiérrez, 2003, 254 ss.
7. Citado por Fernández Buey, 2007, 195, que lo comenta debidamente.
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Quien tiene el secreto del ser es el lenguaje, por eso «sólo el lenguaje con-
fiere el ser a la cosa». Y en otro lugar dice: «Únicamente donde haya pala-
bra habrá mundo […] Sólo donde haya mundo habrá historia»; y también,
citando a Stefan George, «nada hay donde falta la palabra».
Parecería, oyendo al profesor de Friburgo, que cualquier palabra des-
vela la realidad. Walter Benjamin, que comparte el entusiasmo por el len-
guaje, es menos optimista: no cualquier palabra desvela la realidad. El ac-
ceso al nombre, es decir, el conocimiento de la realidad tiene que ser el
resultado de la confrontación o interpelación que esconde el lenguaje. Por
eso, como se ha dicho, no hay conocimiento sin memoria, es decir, sin que
salgan a flote los aspectos más ocultos y ocultados de la realidad. Pensar
en español es, por eso, pensar con memoria: que sepamos interpelarnos,
conscientes de que hemos vivido una historia en común pero desde lugares
diferentes. La pregunta radical es la de Montesinos: «¿Estos no son acaso
hombres como nosotros?». Pregunta por la humanidad del otro sometido,
esclavizado por nosotros mismos y a quien le hemos dado una apariencia
inhumana. Es una vieja pregunta. Es, por cierto, la misma que se hace Pri-
mo Levi cuando se pregunta «si esto es un hombre», pregunta que da título
a su gran libro de memorias de Auschwitz. Y no sólo Levi. En la imagine-
ría religiosa castellana abunda la figura del Nazareno atado a la columna.
El Ecce homo que podemos traducir como «si esto es un hombre». El Na-
zareno, acusado de querer ser un rey que haga sombra al César, aparece
humillado, torturado, deshumanizado. Pilatos pregunta entonces si vale la
pena procesar a quien ni siquiera tiene apariencia humana.
Podríamos llamar ecceitas a esta figura de presencia interpelante. Es
una mostración que interpela desde el fondo de una experiencia negati-
va, pero que no se resigna a la insignificancia, sino que nos asalta como
lo que da que pensar, aunque no está ella en la programación que hace
el conocimiento académico sobre lo que debe ser pensado.
Pues bien, la ecceitas es una figura eminentemente anamnética porque
«eso» que pregunta ha sido declarado como ya amortizado hermenéuti-
camente por el saber dominante; más aún, ha sido desplazado al no-ser
por la ontología canónica8. Es decir, ha sido olvidado. Pero «eso» olvida-
do se hace presente, pese a su levedad hermenéutica y ontológica, como
lo que da que pensar. En eso consiste su ser anamnético: haber sido des-
poseído de toda entidad y significación y, sin embargo, presentarse dando
que pensar.
8. Para Aristóteles, el accidente «es algo que difiere poco del no ser». Y si es cierto que
«no hay ciencia de lo accidental», mucho menos del no ser. Cf. Aristóteles, 1980, 128 s.
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Los hispanoamericanos no podemos ser tratados por España como unos fo-
rasteros más. Aquí hay brazos y cerebros que ustedes necesitan. Somos hi-
jos, o si no hijos, al menos nietos o biznietos de España. Y cuando no nos
une un nexo de sangre, nos une una deuda de servicio: somos los hijos o los
nietos de los esclavos y los siervos injustamente sometidos por España. No
se nos puede sumar a la hora de resaltar la importancia de nuestra lengua
y de nuestra cultura, para luego restarnos cuando en Europa les conviene.
Explíquenles a sus socios europeos que ustedes tienen con nosotros una obli-
gación y un compromiso histórico a los que no pueden dar la espalda. La
rueda de la riqueza de las naciones se parece a la rueda de la fortuna; no es
conveniente que en los días de opulencia se les cierre en las narices la puer-
ta a los parientes pobres. Quizá un día nosotros (en ese riquísimo territo-
rio donde ustedes y nosotros hemos trabajado, sufrido y gozado) tengamos
también que abrirles a los hijos de España las puertas, como tantas otras ve-
ces ha ocurrido en el pasado10.
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* El presente texto fue publicado con alguna ligera modificación en Iglesia Viva 247
(2011), pp. 29-49.
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Para hablar hoy de justicia hay que tener pues en cuenta que los tiempos
han cambiado: ya no podemos hablar de naturaleza (ni por tanto de vir-
tud) con la ingenuidad de los antiguos. El cambio era inevitable pero hay
que ser conscientes de lo que hemos perdido en el cambio: hemos pasado
de una justicia con sustancia a otra reducida a procedimiento.
Hay otro dato que no puede pasar desapercibido. Observamos que
en los distintos abordajes o tratamientos de la justicia hay dos enfoques
posibles: uno es exigente como si la justicia se sintiera competente con
respecto a todas las injusticias y a todo lo que hay de injusto en cada in-
justicia; el otro, más realista, asumiendo resignadamente que no todo es
reparable, que hay que limitar el campo teórico y práctico de la justicia.
Esa bifurcación ha sido objeto de múltiples explicaciones. Me permito
entrar en el debate diciendo que el doble enfoque que ofrecen las dis-
tintas teorías de la justicia se debe a un equívoco originario. El equívo-
co en cuestión se refiere a que no está claro a qué nos referimos cuan-
do hablamos de justicia: ¿a las injusticias?, ¿a las desigualdades?, ¿a las
dos? El equívoco viene del término «injusticia», que designa lo injusto
y también lo desigual. Son asuntos, sin embargo, muy distintos: la des-
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POR UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA
Decía que había una justicia de los antiguos y otra de los modernos. El
cambio de una a otra se ha explicado como el paso de «lo bueno» a «lo
justo», celebrado como un gran avance moral porque la justicia lograba
una universalidad impensable en el caso de la justicia de los antiguos.
Aclaremos que el cambio era obligado porque la Ilustración introdu-
cía en la historia un tipo de sujeto que no podía tolerar los límites antro-
pológicos que conllevaba la filosofía de la virtud, a saber, las exigencias
de una naturaleza. El sujeto moderno, al estar construido sobre el con-
cepto de autonomía, de libertad, no puede aceptar algo así como una na-
turaleza dada que impusiera límites a la autonomía del ser humano.
Esto también afecta a la justicia, que tiene que ser pensada desde la
autonomía del sujeto, sin que pueda entonces escaparse al «politeísmo de
los valores» que acompaña fatalmente a esa misma autonomía moderna.
Tengamos en cuenta, en efecto, que una vez reconocida la autoridad de
la autonomía del sujeto es inevitable que cada cual se haga una idea de lo
justo en función de sus ideologías o visiones del mundo: para un marxis-
ta, la justicia está en función de la sociedad sin clases; para un nacionalista,
en función de la idea de pueblo. Que el valor sea el pueblo o la sociedad
sin clases, es una decisión imposible de demostrar racionalmente.
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1. Una explicación de por qué no puede probarlas, en Mate, 2011, 123 ss.
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igualdad que tiene en cuenta el tiempo porque es histórica. Por eso hay
que hacer valer lo olvidado por la presencia, lo ausente que se queda sin
voz porque no les interesa a los presentes. Estamos hablando de la me-
moria. Queda abierta entonces la relación entre memoria y justicia, en-
tre olvido e injusticia.
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cer) (cf. Mate, 2011, 33 s.). Esa verdad «revelada» no tiene que ver con la
revelación teológica, sino con la memoria. El saber que proporciona esa
verdad, en efecto, tiene que ver con acontecimientos que fueron impensa-
bles, es decir, que escaparon al saber del conocimiento, pero que han te-
nido lugar. Me estoy refiriendo al acontecimiento Auschwitz que fue im-
pensado e impensable, pero también a esos aspectos invisibilizados en los
procesos históricos porque se frustran y pasan a la categoría de accidentes.
Cuando el conocimiento muestra sus límites entra en escena la me-
moria de la mano de dos experiencias: que existe lo impensable, es decir,
que el conocimiento es limitado y que lo impensado ha tenido lugar, con
lo que se convierte en lo que da que pensar. Esa es la memoria.
«Dar que pensar» significa tomar al acontecimiento como el a prio-
ri del conocimiento. Pensar es re-pensar todo lo pensable a la luz de ese
acontecimiento impensable pero factible, más aún, realizado. En eso se
sustancia el deber de memoria que impone Auschwitz. Ya no podemos
leer a Aristóteles o a Kant como si nada hubiera ocurrido. Todo —la po-
lítica, la ética, la estética— debe ser repensado desde la memoria de lo
acontecido. También la justicia.
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Rawls para precisar que «las influencias procedentes del pasado no de-
berían afectar a un acuerdo basado en principios encargados de regular
las instituciones», es decir, las injusticias pasadas no deben influir en la
conformación de los criterios de justicia. Se entiende ahora por qué Sen
dedica este libro a su maestro Rawls: le sigue en lo esencial. Extraña re-
lación, pues, esta de la justicia con la memoria, pero ¿qué se quiere decir
con ello? Intentaré responder con cinco proposiciones:
8.2. Sin memoria no hay justicia. Decía que sin memoria no hay in-
justicia, pero tampoco justicia. Eso plantea un colosal problema porque
lo que se está queriendo decir es que sin memoria de todas las injusti-
cias no hay teoría posible de la justicia ya que la idea de teoría conlleva
la de universalidad. Digo que estamos ante un colosal problema porque
son muchas las injusticias definitivamente olvidadas. Tener presente to-
das las injusticias supera la capacidad humana. Sería más bien, como dice
Horkheimer, la prerrogativa de una mente divina. ¿Cómo entonces pen-
sar la justicia si hay que hacerlo con una mente humana? «Tal es la pre-
gunta de la filosofía», una pregunta aporética pues el ser humano no
puede renunciar a la justicia pero le falta la potencia de una memoria
divina para poder convocar todas las injusticias.
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sino que lo complica todo porque abre heridas, sin olvidar que puede y
suele ser utilizada como atizador de la venganza. Pese a todo eso, si la me-
moria es pensada hasta el final, desemboca en la reconciliación.
Un primer paso ha sido ya dado al reconocer el papel político de la
memoria. Ya podemos decir, en efecto, que los pueblos con pasados con-
flictivos han comprendido que no es el olvido sino la memoria la condi-
ción para una convivencia de mayor calidad. Este convencimiento explica
que los descendientes de esclavos hayan planteado a sus antiguos coloni-
zadores la necesidad de la memoria de los abuelos esclavizados como una
forma de justicia; o que los nietos de abuelos conquistados recuerden
a los antiguos señores el deber de solidaridad con respecto a los nietos
convertidos en inmigrantes de sus países más ricos; o que países con un
pasado dictatorial aboguen por la justicia transicional; o que en países
como Vietnam o Corea, escenarios de severas guerras civiles o interna-
cionales se exhumen fosas comunes para posibilitar el duelo.
Habría que consumar ese proceso señalando la relación entre memo-
ria y reconciliación. La memoria supone un progreso moral no sólo por-
que hace posible la justicia a las víctimas (recordemos que sin memoria de
la injusticia no hay justicia posible), sino porque lleva a la reconciliación,
un término polémico porque evoca reciprocidad (como si víctimas y ver-
dugos se debieran algo del mismo valor a lo que tuvieran que renunciar),
aunque no sea el sentido que aquí tiene. Por reconciliación entiendo un
nuevo comienzo de la política, sin violencia, que convoca a todos los ac-
tores. ¿Cómo explicar que el proceso que abre la memoria desemboca en
la reconciliación? Porque la memoria es justicia. La justicia es lo que liga
memoria con reconciliación. Pensemos en el crimen político que produce
daños múltiples (personales, sociales y políticos). Hacer justicia no consis-
te (sólo) en castigar al culpable sino en hacer frente a los daños o injusticias
causados. Esto se resuelve grosso modo reparando lo reparable y haciendo
memoria de lo irreparable. En el próximo capítulo volveremos sobre ello.
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que el ánfora está rota. No hay foto de archivo que sirva de modelo con
el que guiarnos en la restauración de la obra. El ánfora es un proyecto
que sólo se puede poner en marcha reconociendo a cada parte el carác-
ter de fragmento, de trozo singular a la búsqueda de su complementario.
La justicia no puede ser una teoría cerrada, no tiene un fin, sino que es
un pro-yecto. Las partes rotas del ánfora aluden, por un lado, a esa his-
toria passionis que subyace a cada singular, sustrato que es ninguneado
por la teoría general de la justicia, y, por otro lado, a los silencios subya-
centes a toda palabra y que son declarados insignificantes por los discursos
dominantes. Hablar de justicia es avanzar desde cada fragmento.
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Si maté, no fue para ayudar a mi madre. ¡Tonterías! Si maté no fue con el fin
de agenciarme dinero y poder para convertirme en benefactor de la humani-
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dad. Yo maté sencillamente, maté para mí, para mí solo [...] necesitaba saber, y
lo antes posible, si era yo un piojo como los demás o era una persona. Si sería
capaz de trasponer el límite o no sería capaz (Dostoievski, 2011, 549).
Hay una relación entre culpa y víctima, entre conciencia de culpa y visi-
bilización de la víctima. Si las víctimas, en efecto, no fueran visibles, es
decir, no comparecieran con su demanda de justicia, podríamos pensar
que con cumplir la pena estaba el crimen saldado.
La verdad es que durante mucho tiempo las víctimas han sido invi-
sibles y no por ellas sino por políticas de la memoria. Pero las víctimas
estaban ahí y eran bien visibles a los verdugos, como lo era el espectro
de Banquo en Macbeth. Gracias a esas políticas de la memoria hemos
podido contar la historia a nuestra guisa. Todo ese montaje se viene aba-
jo tan pronto como las víctimas se hacen presentes. Como bien recono-
ce un Macbeth asustado: «Si los osarios y las sepulturas nos devolviesen
los muertos, nuestros monumentos serían festines de buitres» (Shake-
speare, 1982, 82), es decir, si los muertos se hacen presentes, adiós con
nuestra representación del pasado. En lugar del cartón piedra de nues-
tros monumentos, aparecerían la culpa y el destino, esto es, el reconoci-
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3. Véase Vergès, 2010, y las colaboraciones de Jean Améry, Claude Lanzmann y otros
en Les Temps Modernes 635-636 (2005-2006).
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Aun cuando consideremos la historia como el ara en el cual han sido sacrifica-
das la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los indi-
viduos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién,
a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio? (Hegel, 2005, 144).
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4. Badiou, 1989, 66. Valga la idea que tiene Badiou del acontecimiento aunque sor-
prende que lo ejemplifique con la revolución de Jomeini. No parece que el entusiasmo que
suscitó el líder religioso iraní en la izquierda francesa haya sido confirmado por los hechos.
Al fin y al cabo lo que ha tenido lugar no ha sido ningún «acontecimiento» sino, en el me-
jor de los casos, una repetición de lo mismo.
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5. Nada tiene que ver este deber de memoria con las políticas de la memoria del
vencedor que obliga a cultivar la propia mientras persigue la de los vencidos, como ocu-
rrió con el franquismo. El deber de memoria se refiere a la memoria de las víctimas.
6. Dice Adorno: «Hitler ha impuesto a los seres humanos en su estado de ausencia
de libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y acción de modo
que Auschwitz no se repita» (Adorno, 1997, 6, 358).
7. En Platón la memoria es un a posteriori del conocimiento. En el Menón hay tres
tanteos interpretativos de esta tesis: desde decir que el alma inmortal lo sabe todo en su
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existencia mítica, hasta que donde está todo sabido es en el lenguaje. En un caso y en otro
el conocimiento humano es reconocimiento. El experimento con el esclavo es significativo.
Sócrates quiere demostrar su teoría de la memoria preguntando al esclavo. Mediante sabias
preguntas el indocumentado esclavo acabará demostrando sus conocimientos matemáticos.
Digo que en este caso la memoria es un a posteriori del conocimiento porque el cono-
cimiento ya ha tenido lugar y lo que hace la memoria es reconocerlo. Ese reconocimiento
gracias a la memoria no es mera repetición de lo ya sabido, sino que es una auténtica crea-
ción. Es el paso de un conocimiento recibido (doxa) a otro razonado (episteme). El puente
es la memoria que está compuesta no de piedras sino de preguntas que despiertan o sacan
a la luz las razones profundas que sustentan las opiniones (Lledó, 1984, 197-201).
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¿Cómo se articula esa justicia negativa? Como respuesta a los daños que
han sufrido las víctimas. Los daños son las preguntas que persiguen cons-
truir una historia sin violencia, lo que sólo es posible si interrumpimos la
lógica con la que se ha construido la historia. Hacer justicia a las víctimas
es como desarmar la historia, es decir, desactivar los mecanismos que
sólo funcionan con el combustible del daño.
Y es aquí, precisamente aquí, donde resulta capital el planteamiento
de Karl Jaspers. Lo que este autor vio con claridad es que los nuevos
tiempos que se abrían tras la derrota del fascismo conllevaban un cam-
bio de lógica. No se refería sólo al cambio externo que tanto preocu-
pó a los países aliados vencedores (un cambio económico con el plan
Marshall; un cambio político, imponiendo a Alemania una nueva Ley
Fundamental, etc.), sino también al «cambio interior» que conllevaba la
elaboración de la culpa en todas sus dimensiones y por todos los afecta-
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6.1. Ese desglose es importante puesto que nos permite tomar con-
ciencia de la complejidad de una violencia que no mata por matar, para
comer, por odio, por venganza o porque esté en guerra. Utiliza, más bien,
lo más serio de la creación, la vida humana del otro, como un medio
—como un «argumento»— al servicio de unos fines políticos, declara-
dos por el actor de la violencia como superiores a la existencia huma-
na. También nos debe permitir detectar las diferencias entre violencias
políticas distintas, por ejemplo, la nazi y la etarra. Ahora bien, pese a su
incomparable diferencia, hay un punto en común que da idea de la tras-
cendencia de la violencia política: se utiliza la vida humana como medio
para conseguir objetivos políticos. El terrorismo degrada al ser humano,
entronizando en su lugar ideas o ideales indiscutibles y tan superiores
que por ellos se mata. La raza aria o el pueblo vasco emergen como el
valor máximo destinado a destronar la humanización del mundo.
Hay al menos tres tipos de daños: unos son personales; la violencia
mata, amenaza, extorsiona, mutila a personas concretas. Son daños que
afectan a personas, incluyendo en ello la victimación de sus próximos,
que piden justicia. Pero hay también daños políticos: la negación de la ciu-
dadanía de la víctima. La bala que mata lleva un mensaje dirigido a la
víctima: tú estás de más en la sociedad por la que nosotros luchamos. Y
hay, en tercer lugar, daños sociales. En este caso la víctima es la sociedad
que sufre los daños producidos por la violencia. ¿Qué daños? La fractu-
ra y el empobrecimiento de la sociedad. La sociedad queda, en efecto,
dividida entre quienes valoran positivamente el asesinato y quienes lo
condenan; entre quienes lo festejan y aquellos que lo lloran. Y, además
de dividida, empobrecida. Se ha privado, en efecto, de hombres buenos
y justos, y se ha privado de lo mejor de los hombres malos porque han
pasado a ser delincuentes; se ha privado de los que han emprendido el
camino del exilio exterior o interior, un dato este del exilio a tener en
cuenta cuando se hable de acercamiento de los presos10.
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Notemos que los sujetos del daño, aunque diferentes —en un caso
son personas y, en el otro, la sociedad—, están relacionados. Sin la víc-
tima personal no habría víctima social, pero son distintas, de forma que
cuando hablemos de víctimas no tenemos que pensar sólo en lo que ha-
bitualmente pensamos sino también en la sociedad como sujeto dañado
que pide justicia. Cada sujeto plantea exigencias de justicia propias: las
personas, reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable; la so-
ciedad, que se suture la fractura y que se recupere lo perdido.
Hay que reseñar finalmente el daño que la violencia política opera en
el propio agente ofensor. Es Primo Levi quien dice que «destruir al hom-
bre es difícil, casi tanto como crearlo». No es fácil ni breve. El hombre
está hecho para vivir. Para llegar a la conclusión de que el otro tiene que
morir, hay que andar un largo camino, o mejor, hay que desandar y re-
nunciar a valores y conquistas humanitarias que han costado mucho. De-
trás de cada crimen hay una larga marcha atrás hacia la deshumanización.
«Matar a un hombre es matar a un ser humano y no defender una doctri-
na», decía el humanista Castelio al tirano Calvino. Y no se mata impune-
mente a un ser humano porque es mucho lo que muere cuando se mata. Si
algo revela el estudio del proyecto nazi de exterminio de judíos, gitanos u
homosexuales, es que la deshumanización alcanza al que toma la decisión
de matar y al que interviene en cualquiera de los momentos de su ejecu-
ción. Ese aspecto lo recoge bien el escritor Jorge Luis Borges en su relato
Deutsches Requiem. Aquel oficial nazi que va a ser ajusticiado reconoce
que mataba inocentes para matar la compasión que a veces renacía en él.
La compasión, él no podía permitírsela. El precio del asesinato es la propia
deshumanización. Este daño que el terror provoca en sus responsables no
se borra ni con el abandono de las armas ni siquiera con el cumplimiento
de la pena que el derecho penal prevé para el delincuente.
Todos estos daños —a la víctima, a la sociedad, a sí mismo— sobre-
viven al adiós a las armas y están y siguen ahí mientras no sean elabora-
dos uno a uno. En El proceso de Kafka se cuenta la condena de un ino-
cente, Josef K. Cuando lo ejecutan, comentan sus asesinos que murió
«como un perro». Pero no era un perro porque su muerte ignominiosa,
de la misma etnia o de la misma tierra y vuelve a su tierra consciente de que, aunque uno
tenga su casa, es mucho más que su casa. El exiliado sabe que uno tiene su casa, es decir,
nace en el seno de una comunidad que tiene una lengua y unas tradiciones y unos gustos
muy determinados y determinantes; pero esa misma persona, enraizada en un tiempo y
lugar, ha hecho la experiencia de que uno es más que su casa pues puede aprender otras
lenguas, transterrarse y cambiar de costumbres o de religión. La experiencia del exiliado
pone al descubierto los límites del nacionalismo.
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11. Con este planteamiento nos alejamos de otras teorías de la reconciliación que son
inaceptables sea porque la confunden con «normalización», sea porque connotan la idea
de que víctimas y victimarios son equidistantes de un punto o consenso al que tienen que
acercarse al precio de renunciar a algo propio. No es eso.
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huir de las simetrías: no todos los sufrimientos son iguales (el de los fa-
miliares de presos de Eta y el de los familiares de una víctima de Eta) ni
todos los muertos son víctimas. Jorge Semprún cuenta en El largo viaje
cómo, al día siguiente de la liberación del campo de concentración de
Buchenwald, algunos supervivientes deciden ir a Weimar, la población
cercana y prohibida durante el tiempo de cautiverio. Al llegar andando
él siente la necesidad de detenerse y visitar una casa de la entrada. Le
recibe una señora, asustada al ver a un exprisionero con su inconfundi-
ble pijama. Semprún pide que le enseñe la primera planta con excelen-
tes vistas. La señora se siente alagada por el buen gusto del visitante y
le muestra con orgullo la sala de estar, tan confortable y apacible. Pero
Semprún busca otra cosa: «Señora», le dice, «al atardecer, cuando las lla-
mas desbordaban la chimenea del crematorio ¿veían ustedes las llamas?».
La mujer alemana descubre de repente las intenciones del visitante. Se
sobresalta, retrocede llena de miedo, y le suelta a bocajarro: «Mis dos hi-
jos, mis dos hijos han muerto en la guerra». Y escribe entonces Semprún
algo que no deberíamos olvidar:
Me echa como pasto los cadáveres de sus dos hijos, se protege tras los cuer-
pos inanimados de sus dos hijos muertos en la guerra. Intenta hacerme creer
que todos los sufrimientos son iguales, que todas las muertes pesan lo mis-
mo. Al peso de todos mis compañeros muertos, al peso de sus cenizas, opo-
ne el peso de su propio sufrimiento. Pero no todas las muertes tienen el mis-
mo peso, por supuesto. Ningún cadáver del ejército alemán pesará jamás el
peso en humo de mis compañeros muertos (Semprún, 2004, 158).
14. Yoyes, asesinada por Eta, ¿puede ser considerada una víctima del terrorismo? Fue,
desde luego, asesinato, pero no se la debería considerar víctima del terrorismo porque,
aunque fuera inocente respecto al daño que se le causa, falta intencionalidad política en
el crimen, es decir, quien la asesina no ve en ella a un representante del sistema político
contra el que lucha Eta (la democracia española). La intencionalidad política del crimen
es fundamental a la hora de definir el acto terrorista. Ella no representaba un sistema al-
ternativo al de los matones. Fue más bien un ajuste de cuentas.
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a las víctimas una segunda oportunidad porque reconocen que son ellas
la puerta giratoria que da entrada a la ciudad; a toda aquella parte de la
sociedad que consintió por activa o por pasiva y que se sabe moralmen-
te culpable.
Se lo debemos a las nuevas generaciones que nos están esperando.
A las mismas a las que se dirigía Manuel Azaña en su discurso del 18 de
julio de 1938, pidiendo «paz, piedad, perdón»16. Nos pedía que optemos
por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la compasión y el
perdón. La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más
que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la
muerte para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siem-
bra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que
Azaña reconoce a los muertos de la Guerra Civil la grandeza de héroes,
algo difícil de admitir en el caso de los etarras que practicaban el tiro en
la nuca sin exponerse lo más mínimo. Pues bien, incluso esos, los héroes,
son culpables y tienen que pedir perdón.
Los culpables, cualquiera que sea su origen, andarán errantes hasta
que pidan a las víctimas una segunda oportunidad para demostrarles que
pertenecen al mundo de los humanos. La víctima tiene en sus manos el
don de liberarse a sí misma y de liberar al otro.
16. Decía Azaña: «Es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor
bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos y
escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no
tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz,
piedad, perdón».
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* Este texto desarrolla las ideas expuestas en «Max Aub, entre la diáspora y el exi-
lio», en Sánchez Cuervo y Hermida (coords.), 2010, 230-243.
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gua cultual y la tierra propia, una tierra prometida. Proponen una rela-
ción simbólica con la tierra, con la lengua y con la historia que quedará
sometida a la memoria. Eso significa que el judío podrá vivir en otra tierra
y hablar ordinariamente otra lengua, sin poder, eso sí, instalarse en ellas.
Como dice George Steiner respondiendo a la pregunta de qué es ser judío:
«Es, de entrada, haber preparado el equipaje».
Esa forma de existencia no era fácil. Las dificultades venían unas ve-
ces de querer ser diferentes y otras por tratar de no serlo tanto. Lo que
sí es cierto es que la modernidad, con sus ideas sobre la ciudadanía y la
nación, abrió nuevas perspectivas al destino político del judío. Ante sí
tenía estas posibilidades: asimilarse, si lo que a uno le interesaba era afir-
mar sus derechos individuales. Es el camino para lograr la ciudadanía
en los Estados laicos que se anuncian. No será fácil la empresa porque al
don de la asimilación hay que responder con el tributo de la renuncia a
las propias raíces (esto es lo que dará pie a la famosa cuestión judía en-
tre Bauer y Marx) y, también, porque aunque uno se tome muy en serio
el ser asimilado siempre están ahí los demás, los no judíos, para decirte
que eres judío. Esa fue la obsesión de Freud.
La segunda posibilidad es el internacionalismo, es decir, traducir la
relación simbólica con la patria en universalidad. La patria es el mun-
do. Eso explicaría la abrumadora presencia de judíos en el comunis-
mo, por ejemplo. Marx o Rosa Luxemburgo serían buenos ejemplos
de este camino.
Finalmente, el sionismo que se fija en los derechos colectivos del pue-
blo judío a tener un Estado propio. El sionismo es un producto de la mo-
dernidad y no sólo del antisemitismo (caso Dreyfus)1. Su fundador Theo-
dor Herzl identifica la tierra de Palestina como lugar de residencia de los
judíos en contra de los ortodoxos que mantienen el principio de la re-
lación simbólica con la tierra. Ben Gurión interpreta la existencia del
Estado de Israel, reconocido por Naciones Unidas en 1948, como un
triunfo de la normalización del pueblo judío y un despido de la interpre-
tación diaspórica del mismo. Para los dirigentes sionistas del nuevo Es-
tado no hay que buscar las causas de su creación ni en la mística de la
diáspora ni en la experiencia de la Shoah, íntimamente vinculadas entre
sí, según ellos.
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Han sobrevivido los egoístas, los que sólo pensaban en sí mismos. Lo pode-
mos comprender pero difícilmente compartir el sentimiento […]. El hecho
de estar en un campo no da a nadie el derecho a venir a Palestina. Habrá
que reeducarles en el trabajo porque de lo contrario morirán de hambre o
robarán o irán a la cárcel (Bensoussan, 2002, 82).
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4. A este episodio se refiere Mosès 1992, 239-259, señalando una rectificación poste-
rior de Scholem que daba de alguna manera la razón a Rosenzweig. También Barreto señala
en su excelente tesis doctoral un intento de Rosenzweig por comprender el sionismo, siem-
pre a condición de que sepa distinguir entre el Estado que construya y el Estado judío por
venir pues, de lo contrario, Israel sería «un pueblo entre los otros sin que ninguna particu-
laridad nos distinguiese», y cita «Über jüdisches Volkstum» de Rosenzweig (1937, 26‑28).
Véase en el capítulo V de la citada tesis el epígrafe «Una conciencia que juzga la historia uni-
versal». No parece que los hechos hayan confirmado esas expectativas.
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5. M. Aub, «El falso dilema», en El Socialista (México) (1949); citado por Manuel
Aznar Soler en la Introducción a Aub, 2006, 21.
6. Tomado del excelente trabajo de J. L. Villacañas «Max Aub y la tragedia de la
guerra fría», manuscrito.
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Chene y Lía, que se oponen a la boda de su hija con un gentil. Y les dice a
modo de reproche: «La misma intolerancia que os echó de Colonia… Por
el mismo motivo, por las mismas razones… ‘No consentiremos que nues-
tra sangre se mezcle con otra impura’. ¿No les suena?» (Aub, 2006, 120).
En ese mundo de pasiones presentes y pasadas, de miedo y de egoísmo,
sólo un joven está decidido a jugársela y a luchar. Es precisamente un jo-
ven comunista… aspecto este que bien señaló Haro Tecglen cuando el es-
treno de Valencia. Observa que es la célula comunista del San Juan la que
lucha contra el pesimismo y se expone a muchos riesgos para buscar la
salvación. Max Aub era socialista y estaba próximo al comunismo, como
Bergamín, un católico de izquierdas que decía a los comunistas: «Estaré
con vosotros hasta la muerte, pero ni un paso más allá». Tecglen aprove-
cha ese tardío momento de 1998 para recordar que «hubo un tiempo en
el que el comunismo era no sólo honorable, sino abnegado, heroico. El
‘partido de los fusilados’ se llegó a llamar en Europa…»7.
El segundo acto está dominado por la negativa de las autoridades pa-
lestinas para desembarcar. Carlos, el hermano de Raquel, que ha inten-
tado escapar solo, es devuelto al barco en un estado lamentable y allí lanza
un duro alegato contra los de su raza:
¿Qué? ¡Ahí estáis todos, como borregos! ¡Os vais a dejar llevar de nuevo al
matadero! Porque vamos a levar ancla con el día. Si no lo sabéis os lo digo yo.
Ningún país quiere nada con nosotros. El mundo es demasiado pequeño. No
hay sitio: han puesto el cartel de completo. Y sois los más aquí a bordo, y ha-
rán con vosotros lo que les dé en gana. ¿No sentís vibrar vuestros puños?
Estáis todos muertos, montón pestilente. Cadáveres hediondos, putrefactos…
¿Hasta cuándo? ¿No hay nada en vosotros de la semilla de los hombres? ¡Ju-
díos habíais de ser, despreciables! ¿Qué esperáis para coger el timón? ¿Qué
esperáis para haceros con el barco? Un solo verdugo basta para conduciros
a la muerte… (Aub, 2006, 144-145).
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oye la voz del rabino recitando el Libro de Job y los Salmos. Luego todo
es muerte. El mismo barco que les había servido para huir se convierte
en su tumba.
Lo que Aub persigue con su obra es retratar el naufragio del ser humano
en aquellos tiempos. No es una obra maniquea en la que los buenos fue-
ran de un bando y, los malos, del otro. Son los aliados, los salvadores
del nazismo, los que se niegan a dar asilo a las víctimas de los nazis. Ni
siquiera en Palestina quieren recibirles. Una cosa es la causa de la guerra
y otra, la del hombre abandonado.
La acción tiene lugar en 1938, año de la batalla del Ebro, año tam-
bién de la Noche de los cristales rotos. Pero la obra es menos una crónica
que un adelanto.
No es una obra sobre Auschwitz, que en ese momento no existía como
campo de exterminio. Aub supo después de esta tragedia y, pese a ello,
declaró que no hubiera cambiado gran cosa del planteamiento porque lo
que él perseguía era exponer el naufragio de la virtud humana en su tiem-
po8 y la experiencia que le tocó vivir fue ya un buen banco de pruebas.
Es una tragedia muy especial pues en ella se puede burlar al destino.
Late en su interior un humanismo socialista que confía en que siempre se
puede hacer algo. No todos mueren, por ejemplo. La fatalidad antigua,
como determinista de los males, es sustituida por causas de las que de algu-
na manera se puede escapar: el poder del mar y la ceguera de los gobiernos
democráticos. Leva: «Siempre se puede hacer algo, sea donde sea», porque
siempre se puede hacer más y si no se hace aparece la crítica moral.
El fracaso del hombre se escenifica en el destino del pueblo judío,
pero eso no significa que sea complaciente con los judíos. «Los pinta»,
dice Octavio Paz, «como son y no hay piedad en su retrato». Digamos,
más bien, que ahí aparecen cargados con todos los tópicos del tiempo:
avaros, calculadores y proféticos. El autor tiene en cuenta el antisemitismo
ambiental al que no parece escapar el propio Paz.
Aub visita Israel de noviembre de 1966 a febrero de 1967. En su dia-
rio deja constancia de su amargura:
Releo el San Juan para la edición de Aguilar. Comprendo por qué no les gusta
ni les puede gustar a los israelís, a los judíos de aquí —a los que sean sionis-
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tas y a los que no— pero no me importa: tengo razón, tengo la razón… Los
judíos no son lo que piensan ellos sino lo que los demás piensan que son…
Los judíos somos lo que piensan los demás que somos fuera de Israel. Pero
¿qué es Israel? Ni ellos mismos lo saben. Eran internacionalistas y se vuel-
ven nacionalistas; eran inteligentes —hay pruebas— y se vuelven tontos. El
día de mañana, si ya no es un hecho, habrá israelís y judíos. Y «se darán en
la torre» (la de Jericó, claro está) (Aub, 2006, 58).
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y se esconde, se confiesa y guarda silencio». Quizá tenga que ver este fra-
caso con la singularidad de su punto de vista. Encarna la figura del testigo
interesado pero sin compromisos que ve más que los propios implicados.
No será bien recibido.
María Zambrano, que no es judía, ofrece una visión del exilio que coin-
cide en sus grandes rasgos con lo que el judaísmo entiende por diáspora.
Para empezar, llama a su exilio diáspora: «La derrota que dio origen al exi-
lio mío y de millones de gentes […] fue diáspora», dejó dicho10. Y es que
la experiencia de exiliada que le tocó vivir no tenía que ver con la del re-
fugiado que nunca se va de su patria11, ni tampoco con la del desterrado,
que siempre piensa en volver. Ella fue obligada al exilio, descubriendo en
ese exilio forzado su verdadera patria, a saber, ser exiliada. Inició el exilio
pensando que llevaba consigo la auténtica historia de su país, esa que fue
hurtada a los vencedores que se quedaron dentro. Pero lo realmente valio-
so no fue lo que se llevaba sino lo que encontró en el exilio.
Zambrano reflexiona toda su vida sobre esta singular experiencia, de-
jando apuntes de hondura y originalidad innegables. Un hito importante
de esta reflexión es la «Carta sobre el exilio»12, escrita en 1961, y dirigida
a amigos, a jóvenes inconformistas, que dentro de España se enfrentaban a
la dictadura. Esos jóvenes antifranquistas han caído en lo que ella llama el
«positivismo abhistórico» que no deja sitio a lo ausente. Estamos hablando
de la autoridad propia de lo que ha llegado a ser (y del desprecio ontológi-
co a lo que se ha quedado en el camino). El pasado, todo el pasado derro-
tado, debe ser «echado al olvido» porque resulta una hipoteca tan pesada
que no es posible con ella la convivencia. Opinan que son los hijos de la
guerra y no los padres los que tienen cartas que jugar. Mucho más impor-
tante que lo que los protagonistas de los dos bandos enfrentados tengan
que decirnos o haya que decirles, es lo que se digan en la misma España
los hijos de los vencidos y de los vencedores. Otro aspecto de ese «posi-
10. Quiero agradecer a Juan Fernando Ortega Muñoz y a la editorial Anthropos que
me hayan permitido conocer el manuscrito María Zambrano. El exilio como patria, ed., in-
trod. y notas de J. F. Ortega Muñoz, en fase de impresión. Es una impagable clarificación
del pensamiento de María Zambrano sobre el exilio que debería ser definitiva en el debate
español sobre la memoria histórica. Citaré el texto como Ortega, 2013.
11. «El refugiado se siente más fiel a su tierra que nunca, que nadie», en Ortega,
2013, 104.
12. En Cuadernos por la libertad de la cultura (París) 49 (1961), pp. 65-70. También
en Ortega, 2013, 49-64.
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13. En la medida en que muchos de esos jóvenes a los que iba dirigida la carta prota-
gonizaron luego la transición política bajo el signo del olvido o del «echar al olvido», que
tanto da, hay que reconocer la perspicacia de Zambrano.
14. «Ya nunca más se repasaría esa frontera o todo lo más se repasaría sin volver nun-
ca a recuperar la situación que se perdía en ese momento» (cit. en Ortega, 2013, 19 s.).
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15. «Falta ante todo al exiliado el mundo, de tal manera es así que no sólo se es exi-
liado por haber perdido la patria primera, sino [por] no hallarla en parte alguna. Sólo tie-
ne, pues, horizonte» (cit. en Ortega, 2013, 90).
16. El exilio «es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma
se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla... cuando ya se sabe sin ella, sin pade-
cer alguno, cuando ya no recibe nada, nada de la Patria, entonces se le aparece... Tiene la pa-
tria verdadera por virtud crear exilio... de aquellos que, por haberla servido aún mínimamen-
te, han de irse de ella... Es ante todo ser creyente el exiliado...» (cit. en Ortega, 2013, 115).
17. En su enjundiosa introducción a Zambrano, 2000.
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18. «Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero el decirlo me
quema los labios, porque no querría que volviese a haber exiliados, sino que todos fuesen se-
res humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio» (cit. en Ortega, 2013, 122).
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Este apunte nos interesa hoy porque Arendt y las más lúcidas men-
tes de la posguerra entendían que esta lección había que recordarla des-
pués. Los nuestros son ya tiempos posnacionales, es decir, no podemos
plantearnos el tema del Estado —y por tanto de los nacionalismos o de la
ciudadanía— sin tener en cuenta sus brutales resultados en el siglo xx.
Las generaciones siguientes, nosotros, no podíamos plantearnos el tema
de la cuestión nacional sin tener en cuenta la experiencia de la barbarie.
A eso se refiere el deber de memoria que no consiste en acordarnos de lo
que pasó sino en repensar asuntos como el del nacionalismo, teniendo
en cuenta lo que pasó. Helmut Dubiel, sucesor de Habermas en la direc-
ción del Institut für Sozialforschung, de Fráncfort, sacaba las consecuen-
cias del planteamiento arendtiano: estamos pasando de una forma de legi-
timación colectiva basada en la tradición a otra que «integra la memoria
de las injusticias sobre las que está construido nuestro presente» (Du-
biel, 1999, 11). Lo que quiere decir es que la identidad colectiva no estaría
basada en los elementos de los que el nacionalismo hoy dispone —lengua,
cultura, sentimientos—, ni siquiera en la memoria de los propios sufri-
mientos, sino en la responsabilidad común por los sufrimientos causa-
dos a otros, a esos que hemos quitado de en medio para estar los que
estamos y donde estamos.
Es un planteamiento sorprendente que sólo es aceptable en la medida
en que tomemos o no en serio el deber de memoria, referido ahora a cómo
se han construido los Estados. Los Estados se han abierto paso negando las
diferencias y aprovechándose de los débiles, esclavos incluidos. Por eso no
hay que perder de vista la sólida reflexión de Arendt sobre la maldad del
hitlerismo. Esto nos lleva a entender que el camino de las identidades na-
cionales insatisfechas, como la catalana, por ejemplo, no puede ser el del
viejo nacionalismo que podía recurrir a la cultura de la Ilustración que
empujaba a los pueblos a conformarse como Estados. Hemos visto lo que
ese planteamiento puede dar de sí y eso ya no nos lo podemos permitir. El
camino es otro. Lo primero es garantizar la convivencia entre diferentes,
pero no desde la indiferencia o el cálculo de beneficios, sino desde el su-
puesto de que sólo podemos ser tratados como diferentes si nos hacemos
cargo de la diferencia de los otros. Y como ya tenemos una historia de ne-
gación de los diferentes, esa responsabilidad por los otros pasa por cues-
tionar las pretensiones de las propias identidades.
Judith Butler, comentando estas reflexiones arendtianas (Butler, 2011,
77), llega a plantearse la ciudadanía, en tiempos posnacionales, «como
una forma de exilios convergentes»: los que ya poseen la ciudadanía de-
ben tener en cuenta los exilios sobre los que está construida su ciudada-
nía, y los privados de ella no pueden apostar por una forma de Estado
203
MEMORIA Y JUSTICIA
que pueda excluir a otros, aunque los incluya a ellos. La pertenencia del
nuevo ciudadano conlleva de alguna manera desposesión de la pertenen-
cia. Eso es tanto como entender la pertenencia como exilio, como despo-
sesión ética de la pertenencia.
Esta afirmación de su singularidad irrenunciable y de su pretensión de
universalidad (la exiliada que es María Zambrano plantea, como hemos
visto, el exilio como la forma humana de existencia), emparenta al exilia-
do de Zambrano con la figura bíblica del «resto». El resto es, en un primer
momento, lo marginado por la lógica del poder, pero que se entiende a sí
mismo como lo que se sustrae al poder de esa lógica de la historia. Es un
ejercicio que sistemáticamente practica el pueblo de Israel, mezclado con
los demás pueblos, para cribar lo propio y separarlo así de lo común. Ese
resto, que es exterior a la historia de la que es expulsado, tiene el poder de
juzgarla en el sentido de que se arroga el poder de reivindicar exigencias
de justicia que son impensables para una mentalidad construida de acuer-
do con la racionalidad del Estado. Ese resto, marginado de la historia, se
erige en sujeto de unos derechos o exigencias que nacen de su singularidad
irrenunciable, por eso son universales: porque transcienden lo que el po-
der de la historia piense o pueda con respecto al susodicho resto y porque
en él están incluidos todos los marginados por la historia.
Dice Zambrano que «sobre la figura del exiliado se han acumulado
todas las guerras civiles de la historia de España», es decir, en el exiliado
de hoy se dan cita todos los exilios sobre los que se ha construido la his-
toria. Esa memoria es una cicatriz imborrable. La ciudadanía que encarna
el exilio no puede ser ingenua, ni ingenuamente feliz, porque es cons-
ciente de una pérdida irreparable, por eso no puede haber una ciudada-
nía universal plenamente satisfecha, como la que pretende una ciudadanía
universal por agregación. La ciudadanía del exiliado es un estado de vigía
o vigilancia y de relativización de la ciudadanía existente.
Llegados a ese punto, se entiende que Zambrano no conciba su «vida
sin el exilio», una experiencia que una vez hecha es irrenunciable, que
nada ni nadie puede arrebatarle, ni siquiera el hecho de volver a Espa-
ña. Vuelve a un lugar que era suyo y del que fue violenta e injustamente
expulsada, pero viene sin rencor, sin deseo de revancha o reparación20.
Gracias a la derrota encontró, en efecto, una forma nueva y superior de
existencia. ¿No se apunta ahí un tipo de ciudadano cosmopolita pero
encarnado? Uno que, como decía Rosenzweig, «tiene casa, pero es más
que su casa». Entre el peso del tener y del ser está el juego.
20. «Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más
hermoso la ausencia de rencor» (cit. en Ortega, 2013, 124).
204
III
* Este texto tiene su origen en una conferencia organizada por la Escuela de Teo-
logía, San Sebastián, el 21 de febrero de 2012.
1. Remito sobre este particular al documentado trabajo de Bilbao, 2009.
2. Véase el comentario de Torner, 2001, 162.
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DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
(aquí no se pregunta), dice Levi que les decían desde el primer momento
a los prisioneros. No se admiten preguntas, así que nadie busque una
explicación de por qué se les ha sacado de sus casas, se les ha traído en
vagones de ganado, se ha separado a padres de hijos, se ha seleccionado a
mujeres y niños para enviarles a las cámaras de gas y a los demás se les
ha colocado en la lista de espera. No hay nada que decir. Si preguntar
era arriesgado, podemos colegir que si alguien osaba hacerlo no era por
curiosidad, sino porque le iba en ello la vida, es decir, se la jugaba por-
que necesitaba una respuesta.
Algunos hablaban de Dios, de sus caminos misteriosos, de los pecados del pue-
blo judío, de su liberación en el futuro. Yo había dejado de rezar. ¡Cómo en-
tendía a Job! No negaba su existencia, pero sí dudaba de la justicia divina [...]
3. Una selección de estos textos puede verse en AA. VV., 2004, 138.
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DIOS Y LAS VÍCTIMAS
Tengo más confianza en Hitler que en cualquier otro. Es el único que ha man-
tenido sus promesas, todo lo que prometió hacer al pueblo judío (ibid., 75).
4. Cf. Boschki, 1997; sobre el particular véase también Sternschein y Mardones, 2000.
5. Rubenstein, 1966, 154; sobre el tema de la muerte de Dios, 223 ss.
209
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
6. Propia de este conciliarismo es la teología de Paul van Buren: «Tenemos que apren-
der a hablar de Auschwitz desde la perspectiva de la cruz, siempre y cuando aprendamos a
hablar de la cruz desde la perspectiva de Auschwitz», citado por Boschki, 1997, 140 s.
210
DIOS Y LAS VÍCTIMAS
sobre los huesos, no tiene piojos, puede decir cosas nuevas y si se burlan de
él, es porque al menos se sienten tentados a considerarlo como alguien.
Una historia. Una pasión. En la lejanía, una cruz. Débil cruz, muy lejana.
Bella historia (Antelme, 2001, 193).
7. Wiesel, 1961, 57. Por supuesto que hubo excepciones: la amistad de Jean el Piko-
lo, de sus amigos franceses Charles y Arthur. Ha inmortalizado a su amigo Alberto y ha
recordado al bueno de Lorenzo. Pero lo que domina, lo normal, es la eficacia de la tarea
de deshumanización llevada a cabo por los nazis.
211
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
8. En AA. VV., 2004, se encuentra este relato, cuyo autor es Zvi Kolitz, así como
el análisis de Catherine Chalier «Dios después de la Shoah» (conferencia pronunciada en
el Instituto de Filosofía del CSIC el 4 de febrero de 2000). También el texto de Levinas
«Amar a la Torá más que a Dios». En esta edición figura una potente composición dra-
mática de Juan Mayorga con textos de Job, Wiesel, Kolitz y Hillesum, titulada «Job entre
nosotros».
9. Eso dice Levinas, en AA. VV., 2004, 107.
212
DIOS Y LAS VÍCTIMAS
La única explicación que le dan los que más saben de estas cosas es
que Dios «ha ocultado su rostro», con lo que el hombre ha sido abando-
nado a sus peores instintos. Pero ¿hasta cuándo habrá que esperar para
que se haga presente? Yósel no pide milagros, ni limosnea piedad y se-
guirá sintiéndose orgulloso de no pertenecer a alguno de «esos pueblos
que han engendrado y alimentado a los perversos agentes de los críme-
nes cometidos contra nosotros». Pero habrá que convenir que Yahvé ha
puesto todo el empeño en que el judío reniegue de él. No lo ha conse-
guido, que quede claro, pero, eso sí, se ve obligado a matizar su creen-
cia: «Me inclino ante su grandeza, pero no besaré la vara con la que me
golpea». La catástrofe que está ocurriendo es de tal magnitud que tiene
que poner un poco de orden en sus creencias. «Yo creo en el Dios de
Israel», dice, «pero más amo su Tora» (AA. VV., 2004, 147). Cree en él
y le quiere, pero ante la contundencia de su silencio, se queda con su
Tora. Lo dice mientras «los disparos de los pisos superiores van amai-
nando con cada minuto que pasa. Ahora caen los últimos defensores de
nuestro bastión y con ellos cae y muere Varsovia, la grande, la bella, la
temerosa de Dios».
¿Qué quiere decir con lo de que ama a Dios pero más a la Tora? Le-
vinas aconseja que nos detengamos aquí. Amar la Tora más que a Dios
supone reconocer que en Auschwitz muere la imagen clásica del Dios
todopoderoso y protector. Ese vacío creado por la disolución del cielo
infantil es ahora ocupado por la Tora, la ley moral, que no es sino la lla-
mada a la plena madurez del hombre, madurez que se expresa en térmi-
nos de responsabilidad absoluta.
Si Dios se oculta, poco puede saber el hombre de Dios. Lo que sí tiene
al alcance es su palabra recogida en la Tora. El hombre tendrá entonces
que atenerse a su palabra, a sus enseñanzas, a la Tora. Pero atenerse a la
Tora significa interactuar con ella, buscar su sentido sin renunciar a la ra-
zón y a la experiencia humana. El judío no cree en Dios a ciegas porque
sabe que no hay un hilo directo con la divinidad: tiene que mediar la
razón, es decir, tiene que interpretar sus enseñanzas. Y estas ¿qué dicen?
Que su comprensión tiene por contexto la ausencia de Dios; y que su
presencia, a través de su palabra, no produce temor ni temblor sino pen-
samientos, elevados pensamientos. La elaboración de esos pensamientos
conlleva sentido de la responsabilidad: hay que hacerse cargo y encarnar
en ellos las exigencias divinas, es decir, esos pensamientos o enseñanzas
transfieren al ser humano una responsabilidad absoluta.
La muerte del Dios todopoderoso echa sobre las espaldas del hom-
bre la tarea de hacerse cargo de las injusticias del mundo. La muerte del
Dios infantil conlleva la afirmación inmediata de la incompatibilidad en-
213
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
10. Sus cartas y su diario, aparecidos tardíamente y publicados por primera vez en
los años ochenta, conmovieron a sus lectores por la hondura y la originalidad de su itine-
rario espiritual. Las cartas han sido traducidas al castellano (Hillesum, 2001) y también
extractos de su diario (Hillesum, 2007). Sobre su vida e ideas se han multiplicado los es-
tudios; véanse en particular Gaeta, 1999, y González Faus, 2008.
11. «También es verdad que la mayoría de los libros no valen gran cosa; habrá que es-
cribirlos» (Hillesum, 2001, 134). Esta idea coincide con la de Thomas Mann que se prohibía
a sí mismo leer, por sentido moral, cualquier libro que hubiera pasado la censura nazi.
214
DIOS Y LAS VÍCTIMAS
12. Así resume Giancarlo Gaeta la idea de Hillesum. Cf. Gaeta, 1999, 42.
13. «Si todo este sufrimiento no conlleva ampliar el horizonte, si, además de quitarse
de encima asuntos más insignificantes y secundarios, esto no trajera consigo una humani-
dad más profunda, entonces todo habrá sido en vano» (Hillesum, 2007, 155).
14. «El hombre occidental no acepta el sufrimiento como algo que pertenece a la
vida. Y por eso nunca podrá sacar fuerzas positivas de él» (ibid., 145). Hillesum no sólo vin-
cula vida con sufrimiento, sino sufrimiento con razón, por eso se presentaba a sí misma
como «el corazón pensante del barracón» (ibid., 164)
15. La experiencia de que el sufrimiento hace transparente el sentido o sinsentido de
toda una vida es una de las reflexiones más frecuentes entre los testigos: «Desde ayer soy
otra vez más vieja, de un tirón, muchísimos más años mayor; y estoy más cerca de la muer-
te» (ibid., 120). Del mismo parecer es I. Kertesz, quien empieza citando a Wittgenstein:
«Basta un solo día para vivir los horrores del infierno; hay tiempo suficiente para ello»,
para comentar a continuación: «Yo los viví en media hora». Cf. Kertesz, 1997, 138.
16. «Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento
de ti en nosotros» (Hillesum, 2007, 142).
215
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
Tras Auschwitz podemos afirmar con mayor decisión que nunca que una divi-
nidad todopoderosa o no es buena o, si lo es, sería incomprensible. Si Dios
debe ser comprendido de alguna manera y en alguna medida, entonces tie-
ne que ser su bondad compaginable con la existencia del mal y eso sólo es
posible si no es todopoderoso. Entonces sí podemos mantener que es com-
prensible y bueno y, a pesar de todo, hay mal en el mundo. Y porque tene-
mos al concepto de omnipotencia por dudoso, es por lo que hay que recha-
zar este atributo (Jonas, 1984, 39).
17. También Paul Celan reflexiona sobre la debilidad divina. El poema «Tenebrae» tie-
ne por trasfondo la muerte en los campos. Los muertos aparecen enracimados, enroscados
en un continuum del que forma parte el propio Dios. En la tercera estrofa dice algo sorpren-
dente: «ruega, Señor / ruéganos, / estamos cerca» («Bete, Herr, bete zu uns, wir sind nah»).
Dios deja de ser aquel al que se suplica para convertirse o convertirlo en sujeto suplicante. En
lugar de desentenderse de ese Dios bueno, sí, pero impotente, estos textos se plantean salvar
a Dios, por eso el poeta recomienda a Dios que ruegue al hombre. Cf. Celan, 72013, 125.
216
DIOS Y LAS VÍCTIMAS
esas: una vez que ha visto la injusticia del sufrimiento, se plantea radical-
mente la exigencia de justicia. Pero es el hombre el que tiene que hacerse
cargo de esa justicia pues él ha experimentado el silencio de Dios.
Ante el mal Dios no interviene, no porque no quiera, sino porque no
puede. La debilidad de Dios queda explicada a través de un mito, el mito
cabalístico del tsimtsum. El mal, la posibilidad del mal está dada en el acto
creador. Dios, en efecto, para poder crear el mundo y al hombre tiene que
retirarse, encogerse, inhibirse. De esta manera se priva de la posibilidad
de intervenir en el mundo. Hay como una deposición de la omnipotencia
en favor del hombre y del mundo.
217
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
218
DIOS Y LAS VÍCTIMAS
18. Habría que señalar que ese Dios que es sensible al sufrimiento del hombre no depo-
ne del todo su omnipotencia, ya que se sobreentiende la invencibilidad de su amor: «¿Cómo
podría ser y seguir siendo Dios, cómo iba a ser otra cosa que el desalentador desdobla-
miento de nuestro propio dolor y de nuestro propio amor, si su mismo amor pudiese fra-
casar en ese padecer y compadecer? ¿No hay una especie de fraude semántico cuando,
intencionadamente o no, se habla, con referencia a Dios, de un sufrimiento que en reali-
dad no puede fracasar de verdad, que no puede sucumbir? Yo no tengo dudas al respecto»
(Metz y Wiesel, 1996, 62).
19. Y Metz comenta: «Yo la he hecho mía, como oración» (Metz y Wiesel, 1996, 64).
219
2
* Este texto fue publicado en la revista Claves de Razón Práctica 181 (2008),
pp. 28‑34, a propósito del debate entre Jürgen Habermas y Paolo Flores d’Arcais sobre el
lugar de la religión en una sociedad laica. Desde entonces el interés de Habermas por la
religión ha ido en aumento como señala Eduardo Mendieta en su presentación de los tex-
tos recogidos en Mendieta y Vanantwerpen (eds.), 2011.
1. Cf. Habermas, 2006 y Flores d’Arcais, 2008.
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LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR
221
DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
pocas dudas habría sobre quién tiene razón. Si ante unas elecciones gene-
rales la voz de la Iglesia se sustancia en beligerancia partidista, priman-
do aspectos relacionados con el sexo o la familia, y descuidando otros de
signo social, razón habría para mandar a la Iglesia a la sacristía, es decir,
restringir el campo de la religión a la mera privacidad y pedir que se abs-
tuviera de juicios políticos.
Hay que reconocer que Habermas, en la respuesta que da al propio
Flores d’Arcais (Habermas, 2008), se ve obligado a precisar el sentido de
alguna afirmaciones anteriores que habían provocado la justa crítica del
pensador italiano. La primera se refiere a la posible situación de inferio-
ridad argumental en que se encuentran los creyentes a propósito de le-
yes como la del aborto («inferioridad», en el sentido de que esas leyes
emanan con toda naturalidad de un cultura profana y, sin embargo, van
en contra de la cultura católica). Habermas afirma entonces que lo que no
se puede es impedir que la Iglesia actúe «como comunidad de interpre-
tación», es decir que exprese su punto de vista en la fase deliberativa,
pero con una precisión: «Las Iglesias sobrepasarían las fronteras de una
cultura política liberal si pretendieran alcanzar sus objetivos apelando
de manera directa a la conciencia religiosa. Eso sería como imponer su
autoridad espiritual coaccionando las conciencias, en lugar de traducir
sus motivaciones en un lenguaje comprensible para todos como corres-
ponde a un proceso democrático» (traduzco libremente el barroco len-
guaje de Habermas). Los obispos tienen que considerar a sus feligreses
como ciudadanos que son creyentes. No pueden condicionar el voto ape-
lando exclusivamente a su conciencia religiosa, sino que tienen que asu-
mir el riesgo de dar razones que alcancen al ciudadano, es decir, tienen
que traducir la motivación religiosa en argumentos comprensibles por
todos. Reconozcamos que esta precisión no es menor puesto que condi-
ciona la presencia pública de la Iglesia al hecho de que cambie o adap-
te su lenguaje, en el sentido de que si busca eficacia en la plaza pública
tiene que usar un lenguaje que pueda ser entendido por todos. Esta es
una exigencia de la democracia. ¿Es una exigencia excesiva? Imaginemos
una mayoría religiosa, católica o musulmana. Lo único que puede poner
freno a la tentación fundamentalista es la traducción de sus valores en
un lenguaje comprensible para los que no creen o creen otra cosa. Esta
exigencia está asumida, por ejemplo, por la Conferencia Episcopal, que
en su declaración crítica a propósito del proyecto de ley sobre el abor-
to remite sus tesis a «principios antropológicos básicos», llegando a de-
cir que, si sus tesis no se aceptan, «la razón humana se vendría abajo de
modo clamoroso». Apelan pues al tribunal de la razón y de la ciencia para
traducir sus aprioris sobre el aborto en un lenguaje universalizable. El
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LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR
3. La ética habermasiana,
heredera de las posibilidades éticas de la religión
2. Habermas lo entiende así: «Dios desciende a sus propias profundidades para ha-
cerse a sí mismo a partir de ellas, explicando así la creación a partir de la nada según la
imagen dialéctica de un Dios que se contrae y engendra en sí mismo un abismo al que
desciende, sobre el que se repliega, liberando así el espacio que han de ocupar las criatu-
ras» (Habermas, 1975, 341). Sobre este punto véase el ponderado estudio de Díaz-Salazar,
2007, 91‑161 y también Mardones, 1999, 92-112.
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LA RELIGIÓN EN UNA SOCIEDAD POSTSECULAR
Hay que reconocer a Habermas que arriesga mucho al poner sobre los
hombros de la razón comunicativa la herencia de la religión, pues así la
política se obliga a grandes exigencias, como se han encargado de recor-
dárselo H. M. Enzensberger, M. Walser o P. Sloterdijk3. Estos autores
incluyen, entre la herencia religiosa de la razón comunicativa, a los dere-
chos humanos. Claro que estos, a diferencia de Habermas, no valoran
positivamente la operación pues opinan que el resultado de tanto com-
promiso es la infelicidad propia por el exceso de responsabilidades. Más
vale, dicen, renunciar a la herencia y vivir con menos pretensiones mora-
les. Comparando a Habermas con estos «posmodernos a la germana» apa-
rece bien la ambición de la racionalidad comunicativa.
Ahora bien, desde estos supuestos que vienen de muy atrás, no se en-
tiende del todo el vivo interés que ahora tiene Habermas por la religión.
La religión ha dejado de ser un resto marginal, que es lo que el autor de
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DIOS DESPUÉS DE AUSCHWITZ
4. Véase en especial Böckenförde, 1967, 93. Y, en referencia a él, Habermas, 2006, 107.
5. Estas mismas preguntas guían el debate francés entre Luc Ferry y Marcel Gauchet
(2007).
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8. Conclusiones
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IV
SEMBLANZAS
1
LOS MENDELSSOHN,
SÍNTOMA DE LA SALUD ESPIRITUAL DE EUROPA
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SEMBLANZAS
Nietzsche no siempre trató a los judíos con esta amabilidad, pero ahí
queda este certero testimonio que hoy pocos discutirían.
Felix, el nieto del patriarca de la saga, es un producto de esa historia.
Es el nieto de un judío que nunca renunció a serlo y es también el hijo
de un converso, que pasa a formar parte de la Bildung, esa clase cultural
compuesta por amigos de la humanidad y representantes de los valores
ilustrados.
En esa Europa ilustrada los Mendelssohn se encontraban como en su
casa. La Ilustración europea, tan ligada a Atenas, es difícilmente compren-
sible sin la presencia de Jerusalén. Por eso se sintieron tan sacudidos cuan-
do llegó la ola nacionalista. Era la negación del mundo en el que ellos se
habían implicado y que habían contribuido a conformar. Nada tiene en-
tonces de extraño que los nazis persiguieran con particular saña a estos
Mendelssohn, representantes de una visión del mundo que ellos, desde su
particular nacionalismo germano, venían a abolir. De ello da fe este relato:
Una veterana de Berlín evoca los sufrimientos que tuvo que padecer siendo
prisionera política. A principios de 1945 trabajaba en el cementerio judío de
Berlín. Era un campo de tránsito para prisioneros políticos. Se construye-
ron trincheras en las tumbas, sacando fuera los esqueletos, utilizando las
calaveras como recipientes para las patatas. Fue entonces cuando observó
cómo un SS, el mayor Elbers, pidió que le trajeran del panteón familiar de los
Mendelssohn-Bartholdy el célebre cráneo del filósofo Moses Mendelssohn
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SEMBLANZAS
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SEMBLANZAS
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2
Quería un entierro sencillo, sin pompas ni discursos. Dejó dicho que so-
bre su lápida sólo figurara una palabra, Mahler. «Los que me busquen»,
añadía a modo de explicación, «sabrán quién he sido y los demás no nece-
sitan saberlo». Si se expresaba así es porque tenía confianza en el futuro.
Sabía que un día sus obras se oirían con la misma frecuencia y el mismo
respeto que las de Beethoven en ese momento. Era una apuesta arriesga-
da la de ese famoso director de orquesta que por entonces apenas si podía
comprarse un traje con los derechos de autor de las obras que compo-
nía. Pero todo lo fiaba al tiempo posterior a su muerte. Al fin y al cabo,
como se preguntaba con sorna, «¿hay que estar presente cuando uno se
hace inmortal?».
Estamos en ese tiempo y Mahler tenía razón. Nadie se ha olvidado del
director de orquesta, de ese «demonio divino que sometió volúmenes
tremendos de sonido en fuentes de luz», pero es el compositor, su mú-
sica, la que hoy nos habla con una elocuencia singular. Mahler suena ya
como Beethoven, Mozart o Bach, nombres propios que trascienden una
biografía para significar una música epocal.
Norman Lebrecht, el autor de ¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y
diez sinfonías cambiaron el mundo, invita a corregir un malentendido muy
extendido. No es cierto que sobre su música haya caído el manto del ol-
vido y que luego hubiera resucitado de repente. Salvo el silenciamiento
forzado por los nazis, Mahler siempre se ha hecho oír. Desde su muerte
hasta la Segunda Guerra Mundial su música competía con la de los sin-
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SEMBLANZAS
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MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR
2. El marrano de la música
Los hijos que llegan a Viena tienen que elegir entre ser modernos o ser ju-
díos. La propuesta que imaginara Moses Mendelssohn de la «doble mili-
tancia» (ser judío ad intra y moderno ad extra) resultó insoportable para
la mayoría de ellos. Ahora bien, para asimilarse con éxito al medio am-
biente había que renunciar a sus raíces. No bastaba la conversión al cris-
tianismo —que era una de las señas más frecuentes—, había además que
renunciar a los valores y el modo de ver el mundo que eran propios de
su tradición. Era necesario entender que el calendario era el cristiano y
el día de fiesta el domingo, no el sábado; importante era igualmente en-
tender que las virtudes sociales que merecían consideración era las de
la burguesía protestante y no las derivadas del espíritu diaspórico; ha-
bía que reinterpretar su rico e inquietante sentido de la memoria por
el moderno de historia, como pedía Herder, para hacerse un hueco en
el nuevo Estado. La asimilación llevaba aparejada la integración cultu-
ral, es decir, la renuncia a lo más propio. Pero la asimilación no resolvía
el problema. Por mucho que lo intentaban, no lo conseguían. Ante los
demás, siempre aparecía bajo el ropaje del hombre moderno, asimilado,
un resto judío. Mahler se situaba entre dos mundos, «una especie de ma-
rrano como los miles que vivieron en la clandestinidad en España» (Le-
brecht, 2010, 122). Un marrano de la música como Spinoza lo fue de
la razón.
Mahler, igual que Karl Kraus, Bruno Walter, Arnold Schönberg, Hugo
von Hofmannsthal e incluso Theodor Herzl, el fundador del sionismo, en-
tendieron el mensaje y se convirtieron. Otros, como Freud, que no dieron
ese paso, pero sí se asimilaron, vivieron con la angustia de que su pasado
no fuera en contra de su promoción social, intelectual o cultural. Este
tomó la precaución de convertir su nombre originario, Sigismund, en Sig-
mund, mucho más normalizado. El caso más dramático de esta dolorosa
alternativa lo representa quizá Franz Rosenzweig. Como buen hegeliano
entendió que la historia pasaba por un eje que era alemán y protestante.
Cuando estaba a punto de dar el paso de la conversión, lo que dio fue un
puñetazo en la mesa proclamando que se podía ser judío y moderno. Con
él comienza un cambio espectacular que explica, por ejemplo, la fecundi-
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SEMBLANZAS
«Tuve que pasar por esto», reconoce a su amigo Bruno Walter, «por instinto
de conservación y […] me ha costado mucho» (Lebrecht, 2011, 122). Lo
que no significa que renunciara a su judaísmo, ni en su vida ni en su obra.
Liberman, un enamorado de Mahler, cuenta la impresión que le produjo
la audición de la Primera Sinfonía, siendo un adolescente: «Pero si esto es
música judía», cuenta que le dijo a su madre (Liberman, 1986, 180). El
propio Liberman rastrea las huellas judías en su música: «El tema klez-
mer de la Primera Sinfonía, la explosión shofar de la Segunda, el movi-
miento final de la Tercera, la lectura de la Cuarta, las melodías del primer
movimiento de la Quinta, el anuncio profético de la Sexta…» (Liber-
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MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR
man, 2011, 52). Su música, como luego veremos, tiene ese sabor, y tam-
bién su vida, aunque en este caso fuera, a veces, un sabor amargo pues
el antijudaísmo lo acompañó como una sombra. El judío de la época es,
como dice Sartre, una creación del antisemitismo, de ahí que el judío tu-
viera la imposible tarea de defenderse de una imagen en la que él no se
reconocía pero que tenía que combatir como si fuera suya. La maldición
lo persigue por doquier. Al ser nombrado director de orquesta del festi-
val de Kassel, un articulista anónimo lanza la piedra: «Los alemanes ha-
cen el trabajo y los judíos se llevan los honores». Le atacan en Leipzig, en
Budapest y hasta en Londres por la misma razón. «Soy una bestia salvaje
a la que todo el mundo mira fijamente como si esto fuera un zoo», dice
apesadumbrado. Y en Viena, la ciudad donde quizá por primera vez un
alcalde, Karl Lüger, ha hecho del antisemitisimo bandera política, los an-
tisemitas, con Cosima Wagner a la cabeza, intrigan para que en el tem-
plo de la ópera no oficie un judío. La reacción en Múnich al estreno de
su Cuarta Sinfonía es ferozmente xenófoba. Un crítico le acusa de haber
construido la pieza con ingenio judío, «corroyéndola».
Mahler, sin embargo, no se esconde. Por de pronto, no se priva de visi-
tar la sinagoga del lugar en el que se encuentra. Se compromete claramen-
te en el frente que lucha contra el antisemitismo librando la gran batalla
en el caso Dreyfus. La música de Mahler se convierte en la bandera de los
Dreyfussards, cuyos héroes Clemenceau, Painlevé y Picquart, formaron
con él un sólido grupo de amigos —«el cuarteto del caso Dreyfus»— a los
que unía la política y la música. Si clara era en este sentido su posición con
respecto a las circunstancias externas, clara es igualmente su pertenencia
judía en su modo de ser. Nada expresa mejor esa condición judía, cons-
cientemente asumida, que el reconocerse, según cuenta Alma, «apátrida
por triplicado: por ser bohemio entre los austríacos, austríaco entre los
alemanes y judío en todo el mundo. En todas partes soy un intruso, una
persona non grata» (Mahler, 2006, 169). Mahler tenía bien interiorizada
la figura de ese exilio singular que es la diáspora, la del judío errante. Al
final de La canción de la tierra, cuando se enumeran las cosas que dejamos
atrás al despedirnos de la vida, la música comienza a desintegrarse hasta
que se apaga. Hay todavía un momento en que la música se anima como
si surgiera la esperanza de la aceptación de la pérdida. La canción se clau-
sura con ewig (eternamente), que se repite una y otra vez. ¿Qué quiere de-
cir ese ewig?, se pregunta Lebrecht. Se traduce por «eternamente». Pero
es mucho más. Lebrecht lo relaciona con der ewige Jude, el judío errante,
que en el imaginario cristiano está condenado a vagar por la tierra sin
descanso por haber matado a Dios. Los nazis relacionaron ewig con Jude
—Goebbels lo convirtió en el título de una película destinada a justificar
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SEMBLANZAS
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MAHLER, LA MAGIA DEL HUESO CANTOR
Con Gustav Mahler la música pasa del drama a la tragedia. Pero lo trágico
se dice de muchas maneras. Nietzsche, por ejemplo, se afana en predicar
la vigencia de la tragedia clásica, esa que representa el triunfo de la vida
sobre la muerte y en la que el héroe triunfa en su derrota. Walter Benjamin
piensa, por el contrario, que sólo la tragedia barroca, el drama barroco o
Trauerspiel, que plantea la victoria de la muerte sobre la vida, tiene sen-
tido hoy. El barroco que ha entendido la naturalización de la historia, es
decir, el triunfo de la naturaleza muerta sobre la vida, abre el camino de
la historización de la naturaleza pero sólo a una mente crítica. Habrá tra-
gedia en el drama o en la música si alguien es capaz de leer lo que hay de
vida en las ruinas y en los escombros sobre los que está construido nuestro
tiempo. Mahler es de esa estirpe.
En Drama e identidad explica Eugenio Trías cómo la forma sonata que
desde Haydn ha caracterizado la gran música se consuma (en el doble sen-
tido de que llega a su realización y a su agotamiento), dando paso a la sin-
fonía que inaugura otra época musical. Propio de la forma sonata es un
discurso con exposición, nudo y desenlace. El tema con el que se arranca
vive mil vicisitudes hasta que todo se aclara y se arregla. El oyente nunca
se siente defraudado. El sobresalto no traumatiza porque siempre se en-
cuentra el camino de regreso a casa. La cosa cambia con el poema sinfó-
nico de un Wagner, por ejemplo, que sustituye el carácter ternario de la
forma sonata por una composición unitaria que tiene todas las trazas de
un organismo viviente. El punto de partida no es una «exposición» del
asunto, sino un embrión confuso y caótico que va creciendo hasta alcan-
zar el clímax. En lugar de la tranquilidad de la vuelta a casa, el espasmo
de una orgasmo, dice Trías, que señala «el carácter profundamente eró-
tico de la música wagneriana» (Trías, 1974, 57).
Mahler, que tanto lo admira, no lo sigue. No hay clímax en su músi-
ca. Al contrario de lo que ocurre en el drama musical wagneriano, cuando
parece acercarse el cenit algo rompe el encanto. En el momento más in-
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SEMBLANZAS
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5. El hueso cantor
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SEMBLANZAS
Recurre a la aceleración para avisar del vértigo que anuncian los ferro-
carriles. A partir de ahora hay que contar con la velocidad. El público
de Mahler ya ha asimilado el vértigo y se ha reconciliado con la acele-
ración. Viaja en avión con toda normalidad y empieza a pensar que el
tiempo invertido en el viaje es tiempo perdido. Suspira por la instanta-
neidad. La aceleración del tiempo se está llevando por delante no sólo un
modo de vida sino, como dirá Walter Benjamin, la posibilidad de la ex-
periencia. Se produce el trueque de la experiencia por la mera vivencia.
Pues bien, Mahler «coloca a los contemporáneos, habituados a viajar en
avión, en un barco» (Adorno, 1987, 160), como si quisiera rescatarlos de
un tiempo ahistórico y devolverlos al ritmo vital que permite hacer expe-
riencia y no sólo tener vivencias.
Ersterbend (agonizando) es una indicación a mano que escribe Mahler
en el último compás de la Novena Sinfonía, una obra que evoca la fugaci-
dad de la vida y presiente su fin. La muerte es un proceso que va maduran-
do a lo largo de la vida. Morimos poco a poco y en ese proceso el ser
humano va desprendiéndose de lo que tiene hasta quedarse con lo que es.
Franz Rosenzweig observa con agudeza que hay un momento en que el
moribundo sólo responde a su nombre. El nombre es lo esencial. Mahler,
un apellido metabolizado en nombre propio, ha llegado a ese momen-
to mediante un trabajo de desposeimiento radical. Ha perdido la salud
y el amor. En la Décima trata, en un gesto de combate, de reconquistar
el amor perdido, no resignándose a la pérdida, dejando constancia, como
Moisés, de que no renuncia a la tierra prometida, aunque sólo la vea de
lejos. Mientras Mahler apura el proceso que lo llevará a la soledad del
nombre, la noticia de su enfermedad ocupó el centro de la opinión públi-
ca. Los periodistas subían al vagón en cada estación que paraba el tren,
ansiosos por conseguir el último parte médico. Tal era el interés mediático
que ese su último viaje de París a Viena «parecía el de un rey moribun-
do» (Mahler, 2006, 300). Ajeno a todo ese ajetreo, él había dejado bien
dicho que sobre su tumba sólo constara el nombre, Mahler, suficiente
para fraternizar con los que sabían que fue un músico.
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raciones este anillo pasó en herencia al hijo predilecto del padre. Hasta
que un padre se encontró con la difícil papeleta de tener que elegir al
heredero del anillo entre tres hijos igualmente queridos. No se le ocu-
rrió otra cosa que mandar hacer otros dos anillos en apariencia iguales
al original. A la hora de la muerte cada hijo recibió un anillo, pensando
cada cual que tenía el único verdadero. Cuando se vieron los tres frente
a frente, portando cada cual su anillo, empezó la guerra por el reconoci-
miento del anillo verdadero. Tras muchos años de guerra y sufrimientos
decidieron acudir a un juez para que dirimiera el caso. Tras oír la histo-
ria, el juez preguntó, puesto que el anillo verdadero tenía la virtud de
que su portador fuera bienquisto por los demás, quién era el más queri-
do de todos ellos. Como ninguno pudo responder, entendió que delan-
te tenía una panda de estafadores que merecían el castigo. Pero en vez
de castigarlos, sacó el lado bueno y les hizo un par de consideraciones:
pensad que vuestro padre no os ha engañado sino que quizá no quiso
someteros a la tiranía de un único anillo verdadero. Y les dio un consejo:
aplacemos la cuestión de la verdad del verdadero anillo. Que cada cual
intente hacerlo verdadero, esforzándose por ser querido por los demás.
Y ya vendrá un juez «dentro de miles y miles de años» que a la vista de
lo que logréis podrá dictar la sentencia definitiva.
De ese relato así como del resto de la obra se desprenden dos respues-
tas a la pregunta de Saladino: en primer lugar, que estamos en el «mien-
tras tanto», en el doloroso tiempo de los «miles y miles de años» que pre-
ceden a la sentencia definitiva. Pues bien, en el «mientras tanto» la verdad
es búsqueda, empeño, tarea. Nadie la tiene en propiedad. Y, en segundo
lugar, que todos —antes y por encima de cualquier diferencia étnica, re-
ligiosa o social— somos hombres. Natán se pregunta, en un diálogo in-
tenso con el Templario: «¿El cristiano y el judío son cristiano y judío antes
que hombres?». Antes que judío y cristiano cada cual es hombre. En esa
afirmación va implícito el convencimiento ilustrado de una humanidad
común, previa y superior a cualquier pertenencia o diferencia, que nos
hermana e iguala en la convivencia real.
«Pero cuán vacío es ese supuesto de la humanidad común». Esa frase,
más que un juicio crítico, es un grito que lanza Franz Rosenzweig desde
lo hondo de la experiencia. Al argumento lessinguiano que funda la to-
lerancia —que somos hombres antes que judíos o cristianos ya que todos
compartimos la misma dignidad de seres humanos—, Franz Rosenzweig
opone este otro: no somos seres humanos, no nacemos con la dignidad
de la humanidad. Eso hay que conquistarlo. Lo que realmente posee-
mos es «la violencia de un hecho» que nos hace diferentes y desiguales.
Si queremos hablar de tolerancia no hagamos abstracción de la realidad
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FRANZ ROSENZWEIG, EL INSPIRADOR DE UN NUEVO PENSAMIENTO
ve
eac
lac
Cr
ión
Mundo Hombre
Redención
De eso trata La estrella de la redención de Rosenzweig, que aquí sólo
podemos evocar.
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JORGE SEMPRÚN, MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO
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Al fin la batalla
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡no mueras, te amo tanto!»
pero el cadáver, ay, siguió muriendo...
César Vallejo («España, aparta de mí este caliz»)
Ese apunte por la vida, por la libertad, no era sólo asunto intraper-
sonal sino también político, por eso en su testamento espiritual, el tex-
to leído en su última visita a Buchenwald, invita a esta Europa, a pun-
to de zozobrar, a que vuelva al lugar en el que nació, que sea fiel a sus
raíces: el Lager.
Sobre Europa se ha pensado y escrito mucho. También lo ha hecho
la filosofía. Kant, por ejemplo, propuso la utopía de una federación de
pueblos. Pero no ha sido la utopía sino la memoria de los desastres pasa-
dos lo que ha desencadenado el proceso de unión europea. Por eso nos
insta Semprún a visitar Buchenwald, «para meditar sobre el origen de
Europa y sus valores».
Es un aviso que se agradece. Si Europa zozobra no es sólo por el
despilfarro que se les supone a los Südländer, a la gente del sur, sino
porque afloran los viejos demonios, los nacionalismos, como se en-
cargaba de recordar el excanciller alemán Helmut Schmidt. La queren-
cia a los intereses nacionales sólo se neutraliza desde la memoria de la
barbarie que simbolizan los KZ, los campos de concentración y de ex-
terminio.
El peligro de la filosofía es sustraer los conceptos a sus significacio-
nes históricas, jugando con ellos como si tuvieran un origen virginal. En
ese error no cae Semprún. Llama «cabronazo» a Wittgenstein por qui-
tarles a ellos, los condenados a muerte, ese momento de libertad sin el
que la fraternidad del morir sería imposible; denuncia la impostura de
ese Heidegger, filósofo, para quien «el mundo espiritual de un pueblo»
nada tiene que ver con cultura, valores o conocimientos, sino «con las
fuerzas primarias de la raza y de la tierra»; abraza cálidamente a Patoka
y saluda la vocación europeísta de Husserl. Semprún lee la filosofía des-
de la experiencia de Buchenwald.
Decía Thomas Mann que había que evitar leer cualquier libro edita-
do con autorización de la censura nazi. Puede ser una exageración, pero
tiene su aquel. La vida en efecto discurre entre blancos y negros, con
muchos grises. Pero el sufrimiento de la humanidad está pintado, como
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JORGE SEMPRÚN, MÁS ALLÁ DEL TESTIMONIO
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«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA»
CONVERSACIÓN CON REYES MATE*
* La entrevista, que tuvo lugar el 29 de marzo de 2008, fue realizada por Javier
Gurpegui, Carlos López y David Seiz, en la Residencia de Estudiantes (Madrid), y publi-
cada en la revista Con-ciencia Social 12 (2008), pp. 101-121.
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LA PIEDRA DESECHADA
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«UNA FILOSOFÍA DE LA MEMORIA». CONVERSACIÓN CON REYES MATE
1. Filósofo francés de tradición althusseriana, autor del polémico libro El maestro ig-
norante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Laertes, Barcelona, 2003.
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2. Mayorga, 2003. Es la publicación de su tesis dirigida por Reyes Mate. Este autor
ha sido Premio Nacional de Teatro 2007.
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adónde puede llegar esa política, pero de donde parte es del dilema de
Böckenförde. Ve que su democracia deliberativa pierde fuerza, no aca-
ba de imponerse frente al dominio de la razón instrumental. Él busca un
impulso para la razón comunicativa y lo encuentra en la religión. Pero
aquí se queda a medio camino porque la religión que podría serle signi-
ficativa es Jerusalén y Jerusalén, como bien vio Benjamin, se expresa en
términos de grito, denuncia, interrupción, es decir, no en la gramática
de la razón deliberativa.
El planteamiento de Benjamin está imponiéndose en la filosofía con-
temporánea, aunque abre muchos interrogantes, por ejemplo, si las víc-
timas son de naturaleza muy dispar, ¿cómo se relacionan entre sí, cómo
hacerse cargo de todas? Como las víctimas no tienen voz, el peligro es que
cualquiera, incluso los más cercanos, les hagan decir cualquier cosa. Lo
hemos visto recientemente en España con la Asociación de Víctimas del
Terrorismo. Yo creo que la significación de las víctimas no tiene que ver
para nada con su ideología. Su significación es objetiva. Lo que caracteri-
za a la víctima es su inocencia, el hecho de recibir una violencia inmere-
cidamente. «Víctima e inocencia» es un pleonasmo. Ser víctima es sufrir
una violencia impuesta y eso puede ocurrir en cualquier bando. Víctimas
hubo en el bando republicano y en el otro. Y si alguien reconoce a una
víctima tiene que reconocer a todas. Los alemanes hasta hace poco tiem-
po no osaban hablar de víctimas alemanas, pero las hubo, producidas por
los atropellos de los Aliados. Leía recientemente en Berlín las memorias
de Peter Glotz, un dirigente del SPD y conocido filósofo. Provenía de los
Sudetes, enclave alemán en Checoslovaquia. Al acabar la guerra, todos los
alemanes del lugar fueron tratados como nazis. Lo que se les hizo estuvo
a la altura de lo que los nazis hicieron con los checos. Pero, curiosamente,
muchos de esos alemanes fueron resistentes contra el nazismo, mientras
que muchos checos se hicieron colaboracionistas. Han tenido que pasar
muchos años hasta que gente como Glotz haya podido reivindicar la ino-
cencia de los suyos. Aunque alemanes, fueron víctimas.
El concepto de víctima no es patrimonio de un campo político, lo que
no significa que a la hora de revisar el pasado todo valga lo mismo, la fide-
lidad a la Segunda República que la sublevación contra el orden estableci-
do. El juicio histórico o político sobre el pasado puede y debe ser hecho.
La significación de las víctimas, sin embargo, no tiene que ver con el
juicio histórico porque está en el hecho mismo de la violencia que sufren.
Y si se entiende eso, hay que tomarse en serio a todas las víctimas, es de-
cir, estamos obligados a pensar una política sin víctimas. Es un reto pen-
diente que tiene la democracia. El asunto no está resuelto por el hecho de
tener una Constitución, aprobada por todos y a la que todos tenemos que
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Los relatos fundadores de todas las naciones han hecho un uso sim-
bólico, martirial y en ocasiones torpemente mitómano de «sus víctimas».
Todas las naciones, podríamos decir también que todas las ideologías, tie-
nen su propio recorrido de lugares de la memoria, héroes y mártires que
son celebrados e incorporados a un santoral laico. Este es el uso que se
hace evidente en el tratamiento que se da en ocasiones a las víctimas de la
Guerra Civil o el que reciben este año los fusilados del 3 de mayo de 1808.
¿Cómo podemos hacer justicia a las víctimas sin enturbiar esa reparación
con una política de la memoria para la que las víctimas son un mero ins-
trumento de legitimidad simbólica?
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Levi cuenta que al volver a casa hablaba sin parar hasta que se dio
cuenta de que aquello no interesaba. Entonces escribió Si esto es un hom-
bre que pudo publicar en una editorial menor. Luego vinieron muchos
años de silencio. En aquella Europa desvastada se impuso la idea de que
para reconstruir el país no había que mirar atrás.
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La tesis de Santos Juliá es muy lúcida, aunque suene casi cínica, por-
que aquí todo el mundo sabía lo que había pasado, pero había acuerdo
en echarlo al olvido, es decir, no queríamos que eso tuviera significación
política. Lo cierto es que los tiempos son cada vez menos favorables a
ese tipo de políticas de la memoria porque las víctimas son más visibles.
Quienes cuestionan esas políticas no son los historiadores, ni los políti-
cos, sino las víctimas que se han ido haciendo presentes. Lo hemos vis-
to con las treguas de Eta. Me he detenido a ver el papel que jugaron las
víctimas en las treguas declaradas en tiempos de Felipe González y de Az-
nar: no figuran para nada. Han aparecido ahora, en la tregua que tiene
lugar durante el gobierno de Rodríguez Zapatero, aunque tengo la im-
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Por eso no hay que perder de vista la formulación del Nuevo Impe-
rativo Categórico de Adorno: «Repensar la verdad, la política y la moral,
teniendo en cuenta Auschwitz, para que la barbarie no se repita». Esa es
la tarea filosófica y esto es lo que impide que el deber de memoria de-
caiga en moralina.
La memoria de Auschwitz nos afecta como seres humanos y también
como españoles. La historia del holocausto es impensable sin un milena-
rio antisemitismo, religioso y profano. Una estación capital de esa his-
toria es la España inquisitorial que recurrió al concepto de «pureza de
sangre» para distinguir al cristiano y al español «pata negra» del mestizo
o impuro. Una investigadora belga, Christiane Stallaert, autora del libro
Ni una gota de sangre impura, señala el cuidado con que la España fran-
quista, una vez derrotado el Eje, evitaba en sus traducciones de la bar-
barie nazi cualquier término que relacionara el racismo nazi con el etni-
cismo inquisitorial. Claro, eran muy conscientes de esa relación, mucho
más que muchos biempensantes actuales que creen que Auschwitz es un
asunto de judíos y alemanes.
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Para detectar los grandes olvidos hay que mirar las grandes construc-
ciones, sobre todo las grandes construcciones ideológicas. Señalaré algu-
nas. Aristóteles define la política en el libro del mismo nombre como una
relación entre ricos y pobres. La sociedad consta de dos partes o partidos
y la gracia de la política consiste en encontrar reglas de juego comunes.
Eso es realmente difícil porque los ricos quieren imponer las suyas y los
pobres, únicos interesados en unas reglas universales, carecen de fuerza
para realizarlas. En este texto fundacional aparece la política como un
problema de justicia.
Cuando Rousseau inaugura la política moderna, de la que vivimos,
ocurre algo parecido. Pensemos en sus dos grandes libros: El origen de la
desigualdad y El contrato social. En el primero nos cuenta una ficción
—él es consciente de eso— sobre el origen de los hombres: los hombres
nacen iguales por naturaleza y la desigualdad aparece cuando el hombre
se hace adulto, es decir, cuando entra en razón. Ese momento coincide
con el nacimiento de la sociedad. La desigualdad es producto de la ac-
ción del hombre. El mensaje que está mandando a través de esta historia
es que las desigualdades existentes en su tiempo son injusticias. No son
naturales, son el resultado de una operación, de una decisión racional
del hombre adulto. El otro libro, El contrato social, trata de dar respuesta
política a esta situación. ¿Qué podemos hacer para que eso no se repi-
ta, para que funcionemos como iguales? Un contrato social, un acuer-
do entre todos gracias al cual todos valgamos lo mismo y todos seamos
igualmente libres. Si bien se mira, El contrato social es una operación
de olvido: el punto de partida es la constatación de que las desigualda-
des existentes son injusticias; y el punto de llegada es: tratémonos como
iguales. Podía haber dicho: construyamos una sociedad justa y eso sig-
nifica empezar haciendo justicia a las injusticias existentes. Pero no se
hace eso sino que se trueca justicia por igualdad. Por algo Rousseau está
en la base de Rawls. En Habermas, el mismo esquema. El punto de par-
tida es la preocupación por un mundo injusto, de torturas, sufrimientos,
guerras… ¿Y qué ofrece? Una teoría procedimental donde lo importante
es que los ciudadanos decidan en condiciones simétricas, es decir, igual-
mente libres. Toda la teoría política moderna pivota en torno al con-
cepto de libertad, pero en sus momentos fundacionales aparece la in-
justicia como el gran problema. La libertad es muy importante y el pan
(la justicia) también. Pero, como decía Bloch, hay un orden entre ellos:
«El hambre es la primera lamparilla en la que echar aceite». Ese es otro
momento de olvido.
Y hay un tercero que ya hemos mencionado. Lo que subyace al nue-
vo imperativo de Adorno es que tengamos presente algo que siempre ha
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estado ahí y a lo que nunca hemos dado importancia. Eso ausente que-
da formulado así: «Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda
verdad».
Y ya que sale el tema, ¿no piensas que hay un cierto tufillo rousseaunia-
no, tanto en la LOE como en la asignatura de Educación para la Ciuda-
danía? Y te lo preguntamos siendo sabedores de que tú has estado impli-
cado en la elaboración de materiales. ¿No deberían haber aprendido las
administraciones educativas de intentos anteriores de «asignaturizar» la
formación ética y sociopolítica? ¿Hasta qué punto localizar el aprendi-
zaje de lo social especialmente en una asignatura implica encorsetarlo en
los cánones de las rutinas escolares?
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Más que frente a un pesimismo sectorial, tú estás cada vez más ante un
campo, un Lager general, holístico. Toda la sociedad sería un campo. La
relación con el holocausto parece que va a ser una cuestión sectorial, pero
con el enfoque que tú le das nos lleva a una reflexión de alcance global.
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Conozco bien algunos de esos países desde hace veinte años. Grosso
modo puede decirse que la situación no ha mejorado, que en el camino
han quedado sepultadas muchas esperanzas, que han fracasado muchos
experimentos. Pensemos en Nicaragua, en la caricatura de cualquier
ideario revolucionario en que ha caído el «sandinista» Daniel Ortega. ¿Y
Cuba? De Cuba hay que hablar con muchos matices, pero la revolución en
que se pensó no es lo que ha devenido. Venezuela ¿de izquierdas? Cuesta
creerlo cuando se está allí. En Brasil está Lula pero Frei Betto abandonó
el gobierno porque no se ponía en marcha el plan prometido contra el
hambre… Pero algo se está moviendo en esos países. Esos movimientos
son particularmente interesantes en determinadas franjas sociales, en de-
terminados topoi teóricos sobre el hambre, la memoria, la violencia…
Mi percepción es que el Tercer Mundo no saldrá adelante sin el Pri-
mer Mundo, pero este o los hombres y mujeres de este que estén por la
labor tendrán que mirar el conjunto con los ojos del Tercer Mundo. Ese
mundo ofrece una mirada determinante sobre la riqueza o el dominio
desde la miseria y la explotación. Eso es lo que tenemos por delante.
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índice onomástico
Hillesum, E.: 15, 18, 27, 212, 214ss, 219 Levinas, E.: 14, 30, 78, 136, 165, 212s,
Himmler, H.: 215 256, 259, 272, 278
Hitler, A.: 91, 95, 99, 160, 163, 167, Liberman, A.: 247s
186, 193, 209, 244, 250, 267 Lledó, E.: 168
Hobsbawm, E.: 287 Locke, J.: 260
Hofmannsthal, H. von: 247 Loos, A.: 250
Hölderlin, J. C. F.: 126, 156 López, C.: 18, 271
Horkheimer, M.: 57, 65, 88s, 91, 134, Lowell, J.: 46
137, 150, 275, 280 Löwith, K.: 28, 91
Humboldt, A. von: 242 Löwy, M.: 276
Husserl, E.: 84, 258, 268 Lüger, K.: 249
Lukács, G.: 257, 275
Ibarretxe, J. J.: 287 Lula da Silva, L. I.: 297
Luria, I.: 223
Jablonka, I.: 202 Luxemburgo, R.: 185
Jablonka, M.: 201s
Jaspers, K.: 105, 108s, 159s, 170 Macbeth: 161, 174
Jesús de Nazaret (Jesucristo, Cristo): 19, Machado, A.: 136
32, 74s, 80, 135, 137, 177, 210, Mahler, A.: 248s, 253
229, 248 Mahler, B.: 246
Jiménez Redondo, M.: 65 Mahler, G.: 14, 18, 91, 245-254
Jomeini, R. (ayatolá): 166 Malraux, A.: 266
Jonas, H.: 216, 289 Mann, Th.: 15, 214, 268
Josué: 110 Mannheim, K.: 246
Juan Pablo II: 211 Maquiavelo, N.: 66
Julio César: 161 Maravall, J. A.: 115s, 133
Juliá, S.: 284 Marcuse, H.: 65, 87, 264
Jünger, E.: 31 Mardones, J. M.ª: 209, 223
Marramao, G.: 23s
Kafka, F.: 14, 84, 172, 244, 247, 250 Martín, F. J.: 195, 199
Kant, I.: 39, 142, 149, 158, 165, 168s, Martín Garzo, G.: 31
226, 232, 256, 266, 268, 289 Marx, K.: 16, 41s, 44, 49-52, 54s, 60, 66,
Kelsen, H.: 14 68, 92, 157, 185, 244, 246
Kertesz, I.: 215 Matamoro, B.: 243
Klee, P.: 30, 256 Mate, M. R.: 36, 42, 44, 46, 56, 63, 79,
Kolitz, Z.: 212 107, 123, 131, 144, 149, 170, 229,
Kovadloff, S.: 110ss 276, 280, 304
Kraus, K.: 247, 250 Mayorga, J.: 17, 23, 25, 115, 119s, 212,
Kriege, H.: 50 276s, 288
Melibea: 195
Lady Macbeth: 174 Melquisedec: 128
Lanzmann, Cl.: 85, 162, 291s Mendelssohn, A.: 242
Las Casas, B. de: 17, 131-134, 138 Mendelssohn, D.: 242
Lebrecht, N.: 245, 247-250 Mendelssohn, familia: 238
Lefort, C.: 76 Mendelssohn, Fanny: 237, 242
León Felipe: 198 Mendelssohn, Felix: 18, 237ss, 242ss
Lessing, G. E.: 81, 112s, 126, 239s, 243, Mendelssohn, G. B.: 242
260ss Mendelssohn, J.: 242s
Levi, P.: 107, 135, 166, 168s, 172, 208s, Mendelssohn, M.: 18, 83, 237-244, 247,
269, 275, 283, 285s, 290 257
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