Leguineche Manuel - Los Años de La Infamia
Leguineche Manuel - Los Años de La Infamia
Leguineche Manuel - Los Años de La Infamia
Winston Churchill. Y así fue: La II guerra mundial fue el último gran conflicto bélico
que implicó a las grandes naciones. De los rescoldos de la anterior surgió aquella
«guerra innecesaria» —como también la calificó el estadista británico— que levantó en
armas a más de cincuenta millones de hombres, se libró en todos los continentes, alteró
las fronteras y transformó el mundo modificando sus alianzas y equilibrios y haciéndole
pagar un alto tributo en sangre que con el paso del tiempo se revisa al alza: más de
sesenta millones de muertos.
Este libro arranca con un bombardeo; el de Guernica, en 1937, y se cierra con otro, con el
hongo apocalíptico de Hiroshima. Entre ambos queda el relato palpitante de un
reportero excepcional, un recorrido apasionante, riguroso en lo histórico y audaz en el
análisis de los motivos. Cincuenta años después del final de la guerra, Manuel
Leguineche nos desvela las ambiciones y los miedos de los grandes actores de este gran
drama: Hitler, Hiro Hito, Mussolini, Roosevelt, Churchill, Stalin…, aproxima a nosotros
el desarrollo de las grandes batallas con el testimonio de los supervivientes; descubre
cómo el viejo orden mundial se confeccionó con conferencias como la de Yalta y cómo el
horror del Holocausto transcendió el mundo en procesos como el de Nuremberg; nos
acerca al nihilismo de los ideólogos del nacionalsocialismo de Hitler y la locura de sus
carniceros en los campos de concentración. Un libro en el que el gran reportero se
acerca a los escenarios y a los hechos para hacer hablar a sus protagonistas y convertir
la historia en una crónica viva.
Manuel Leguineche
Los años de la infamia
Una crónica sobre la II Guerra Mundial
A mis amigos de Beléndiz, Arratzu, Gernika, Cañizar, Torija, Brihuega, El Cañal,
Guadalajara y El Espinar.
Prólogo
Antes de que terminara la guerra, Estados Unidos había fabricado 300.000 aviones,
11.000 de los cuales volaban sobre territorio francés el día del desembarco en
Normandía. Al superar la depresión económica y el crack de 1930, la II Guerra Mundial
consagra a Estados Unidos como gran potencia: al terminar la guerra el volumen de sus
productos manufacturados dobla al de 1939, el paro desaparece, de sus minas y de sus
fábricas salen la mitad del carbón, el 60% de la energía eléctrica y dos terceras partes del
petróleo producido a escala internacional. La Unión Soviética ha salido muy castigada
del conflicto mundial, destruida gran parte de su infraestructura y con grandes
pérdidas en vidas humanas. El férreo centralismo le permite a Stalin, aun a falta de
inversiones extranjeras, reconstruir su industria con la transferencia al Este de la
maquinaria y plantas enteras de los vencidos.
Los aliados de ayer, el mundo libre y la URSS y su nuevo imperio sobre el que ha
caído un telón de acero, son los adversarios de hoy. Se han repartido el mundo en zonas
de influencia y en dos alianzas militares, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Berlín, la
capital de Hitler, queda dividida en 4 zonas de ocupación. Las Naciones Unidas que
han nacido en las Conferencias de Yalta y de San Francisco sirven de difícil campo de
entendimiento entre los 2 mundos. El planeta pasa a regirse por un equilibrio muy
frágil. La paz no se instala del todo sobre la inmensa pirámide de muertos: casi 30
millones en China, más de 20 millones en la Unión Soviética, 7 millones en Alemania, 5
millones en Polonia, 2 millones en Japón, 600.000 en Francia, 500.000 en Gran Bretaña,
300.000 en Estados Unidos a los que hay que añadir los 6 millones de judíos devorados
por las cámaras de gas en la «Shoah» (el Holocausto). En palabras de Churchill, ha sido
«la guerra de los soldados desconocidos». Y en palabras de Roosevelt «no luchamos por
una sola generación, sino por todas».
Hitler dividió el mundo entre la raza pura, la suya, y la de los infrahombres. La
guerra es para él la unidad de destino y para Mussolini la única oportunidad para llevar
«todas las energías humanas a su máxima tensión hasta imprimir el sello de la nobleza
sobre los que tienen el coraje de entrar en ella». Pero han calculado mal sus fuerzas y las
del formidable adversario. El resultado es la carnicería, el genocidio de los pueblos, el
odio racial, la solución final. Primo Levi, escritor judío, se negó a tratar de comprender
ese odio de los nazis, «porque tratar de comprender es casi justificar los hechos».
La II Guerra Mundial puso en armas a más de 50 millones de hombres, 12 millones
en Estados Unidos y la URSS, 10 millones en Alemania, 6 millones en Japón, casi 5
millones en Italia y Gran Bretaña. «Lo que nos hicimos unos a otros —escribió el
corresponsal Robert Goralski— supera los límites de la comprensión humana». Hasta
dos millones de hombres tomaron parte en la batalla de Kursk, en Ucrania, en 1943, la
batalla más grande de la historia, con 6000 carros de combate y 4000 aviones. La batalla
de Stalingrado, perdida por Hitler en febrero de 1943, representa el comienzo del fin de
la esvástica, el signo de la raza aria descubierto por el arqueólogo Schliemann sobre las
ruinas de Troya en Turquía. En su poema Desaparecido, John Pudney deplora la muerte
en combate de su amigo «Smith»:
Después del terrible bombardeo de Dresde que asesinó al barroco, alguien pintó en
un muro de la que fue capital sajona: «Gracias, querido Führer». «La II Guerra Mundial —
escribe Paul Fussell en Modern war— puso al descubierto la relativa civilidad de la Primera.
Fue tal el horror que los aliados descubrieron en los campos de exterminio nazis que el general
Eisenhower, comandante supremo, se negó a asistir a la capitulación alemana en la ciudad
francesa de Reims». En 1940 le preguntaron al escritor inglés Forster lo que pensaba de la
guerra: «Es algo que se puede soportar tan sólo una vez en la vida, nunca 2 veces». Volvió a
suceder en la llamada «era de las masas». «El fascismo y el bolchevismo son hijos de la I
Guerra, trasladan a la política —señala Furet— el aprendizaje de las trincheras, la costumbre
de la violencia, la simplicidad de las pasiones extremas, la sumisión del individuo a lo colectivo y,
al fin, la amargura de los sacrificios inútiles o traicionados». En eso ha quedado la aspiración
al hombre nuevo y la movilización de las pasiones revolucionarias modernas de Lenin,
Mussolini e Hitler que se elevan con un increíble apetito de poder sobre pueblos
seducidos o alzados de hombros. El soldado Mitchel Sharpe, que combate a los nazis y a
su ejército, la Wehrmacht, en Francia y Alemania, le escribe a su madre después de ver
que su amigo Neal yace muerto a su lado con la boca y los ojos abiertos: «Somos chicos de
18, 19, 20 años, combatiendo en un país que no significa nada para nosotros, luchando porque se
trata de matar o que te maten, no porque haya que salvar la democracia o destruir el nazismo».
Esa es la amargura de la realidad en las trincheras, pero una vez que Hitler trae la
guerra, hay que ganarla a toda costa, por todos los medios, como sea frente al Imperio
del Mal.
Este es el libro de un reportero, escrito al cumplirse los 50 años del final de la
hecatombe. Si algún valor tiene es el de poner al día la evolución de los acontecimientos
en los casi 6 años que duró la contienda. Al cabo de 50 años hay perspectiva suficiente
como para situar los hechos, esclarecer algunos misterios e iluminar comportamientos
en un mayor acercamiento a la verdad. El reportero se acerca al paisaje de los desastres
de la guerra y en ocasiones hace hablar a sus protagonistas. En uno de esos lugares ha
leído la frase del correligionario y cordial enemigo de Churchill, el conservador Stanley
Baldwin: «La guerra terminaría para siempre si los muertos pudiesen regresar».
Capítulo uno
Gritos de flores,
gritos de pájaros,
gritos de niños
EL ÚLTIMO PUENTE
En su cuartel general, situado en el hotel Frontón de Vitoria, el primo del «Barón Rojo»
señaló a sus hombres dos objetivos sobre el mapa de Guernica: la fábrica de armas
cortas Astra y el puente de Rentería, un puente minúsculo sobre la ría que, años
después, cruzaría con mis amigos para pescar el barbo en cuanto la marea subiera. En
abril de 1937, no se sabe por qué cálculos tácticos o estratégicos, aquel puentecillo de
Rentería se convirtió en el blanco primordial para el general Mola y la Legión Cóndor.
Después del devastador ataque, tras el lanzamiento de unos 30.000 kilos de bombas, el
puente quedó intacto, lo mismo que la fábrica Astra. ¿Para qué quiso Mola destruir algo
que no tardaría en ocupar con sus fuerzas terrestres? Ni el puente ni la fábrica de
Unceta, ni la Casa de Juntas, que albergaba al Arbol de Guernica, resultaron tocados por
las bombas. Mola decidió bombardear un símbolo. Por el puente de Rentería pasaron
las tropas de Mola el 29 de abril: requetés, moros, «camisas negras», todos con el
objetivo de ocupar Guernica. Era la encrucijada, una confluencia de 3 carreteras, el
último puente antes del mar. Richthofen y Vigón trataron de cortar la retirada de las
fuerzas vascas entre Guernica y Marquina. El 26 de abril era lunes, día de mercado. La
villa fundada por el infante don Tello, conde de Vizcaya y hermanastro del rey Pedro 1
de Castilla, iba a cumplir quinientos setenta y un años dos días después del drama. Su
nombre procedía de Gernikazaharra, Guernica la vieja, un robledal enclavado sobre una
colina, no lejos de la ermita de Nuestra Señora Santa María la Antigua, donde el Señorío
de Vizcaya celebraba tradicionalmente sus juntas generales. El rey Fernando el Católico
juró los fueros el 30 de julio de 1476 bajo el árbol de las libertades vascas, que, según el
poeta, «no daba cobijo a confesos ni traidores». Rousseau escribió —varios siglos
después de que don juán de Castilla jurara, en diciembre de 1317, los fueros del Señorío
de Vizcaya— que Guernica era «el pueblo más feliz del mundo». Sus asuntos, añadía el
autor de Contrato social, los gobierna «una junta de campesinos que se reúne bajo un
roble y siempre toman las decisiones más justas». El árbol nuevo fue plantado el 15 de
enero de 1860. Al preparar la redacción de la Constitución de Estados Unidos en 1786,
John Adams escribió que Guernica era «la capital de la república democrática más
antigua del mundo».
Guernica se había convertido para el general Emilio Mola, jefe de las operaciones del
Norte, en un falso nudo gordiano. Las tropas de Euskadi, los gudaris, después de haber
resistido en la altura de los Inchortas, comenzaban a replegarse hacia la seguridad del
cinturón de hierro en Bilbao, cuyos planos vendería a Franco el ingeniero Alejandro
Goicoechea, creador del TALGO. Se había acantonado en Guernica un batallón de
gudaris, el 18 de Loyola, pero su capacidad defensiva era nula. No contaba ni con
antiaéreos ni con artillería (ligera o pesada), y tan sólo disponía de una ametralladora y
de viejos fusiles. Aquel 26 de abril se dieron cita en la villa vasca los aldeanos que
llegaban desde sus caseríos para vender los productos de sus huertas y aprovisionarse
de víveres, ropas, aperos de labranza…
La población, unos 7.000 habitantes, creció de forma anormal con el flujo de los
refugiados, sobre todo guipuzcoanos, que huían de la ofensiva nacionalista. Las
autoridades no pudieron convencer a los campesinos de la necesidad de cerrar el
mercado. Ni el Juicio Final hubiera disuadido a los guerniqueses de la necesidad de
celebrar su mercado los lunes. Guipúzcoa había caído en manos de Mola, y los requetés,
los italianos y las tropas moras progresaban hacia el cinturón de hierro. Por todo ello,
Guernica hervía de actividad en aquellos días. Los refugiados guipuzcoanos fueron
alojados en casas particulares. El horno de la panadería de Antonio funcionaba a gran
ritmo, el hotel Julián estaba lleno y las tabernas rebosaban de parroquianos que bebían
un vaso de vino tras otro para espantar la incertidumbre. Las sastrerías vendían hasta
tela de cortinas para confeccionar ropas. «Había dinero fresco —me diría un paisano—,
pero faltaba el género».
El domingo 25 de abril, en la Taberna Vasca, en Julián, en Arrien, se mezclaba una
masa de gente hambrienta, sedienta, preocupada y nerviosa. Los fugitivos del frente
traían a la retaguardia la narración, con toda la economía de palabras propia del vasco,
de su peripecia personal, del espanto de los ataques aéreos, del ametrallamiento en las
carreteras, de la resistencia en las trincheras de Elgueta (rotas por la presión y la
superioridad en hombres y material del enemigo), de la ocupación de Ochandiano y del
bombardeo de Durango el 31 de marzo por parte de la Legión Cóndor (causante de la
muerte de 131 personas, todas civiles).
Los guerniqueses pusieron manos a la obra para hacer frente a la emergencia, para
construir refugios y acumular sacos de arena —material abundante en la
hinterland(región interior)— para reforzar puertas y ventanas. En la estación se
concentraban cientos de personas deseosas de tomar el tren hacia Bilbao. Aquel
domingo, la banda municipal tocó como de costumbre, y en el cine Liceo se proyectó la
película de rigor. De algún modo había que distraer los nervios. A lo largo de su
historia, a Guernica le había pasado lo suyo: se apuntó al bando gamboino en las
guerras civiles del siglo XV, conoció el paso de los soldados de Napoleón, el pillaje, las
guerras carlistas y, en 1521, sufrió un incendio que la dejó en su esqueleto.
Pero aún quedaba lo peor. Faltaban pocas horas para el apocalipsis. Richthofen
deseaba comprobar el efecto del terror desde el aire. En la base aérea de Burgos, los
Heinkel, los Junker, y los Savoia-Marchetd cargaban ya las bombas en sus vientres
camuflados de color azul: las explosivas de doscientos cincuenta kilos, las incendiarias,
las ECBI y las rompedoras. Las bombas incendiarias eran la novedad pirotécnica:
«Tubos de dos a cuatro kilos, del tamaño del antebrazo —escribió el corresponsal del
Times de Londres, George L. Steer, cuyo libro El árbol de Guernica edité en 1978 por
primera vez en España—. Los tubos tenían las paredes externas fabricadas en aluminio
y magnesio. Dentro, como en el principio del mundo de Prometeo, dormía el fuego, un
fuego en forma de polvo plateado, de sesenta y cinco gramos de peso, listo para fluir a
través de seis aberturas situadas en su base. Así, cuando las casas se desplomaron sobre
sus habitantes, llovió fuego en conserva para abrasarlas».
Según Herbert Southworth, las bombas incendiarias se habían utilizado sobre
Madrid en pequeñas dosis y con discretos resultados. Guernica sería la elegida para la
prueba definitiva. Era la ciudad ideal para ser incendiada, construida en gran parte con
edificios de madera, con una fábrica de armas y con un roble al que veneraban al son de
una canción compuesta por un bardo errabundo, Iparraguirre. Cuando von Richthofen
preguntó a sus pilotos y consejeros: «¿Saben ustedes algo sobre Guernica?», todos se
encogieron de hombros.
El jefe de escuadrilla von Moreau acarició el morro de su reluciente Heinkel III. El
nuevo avión había llegado en febrero, recién salido de las cadenas de montaje. Su
bautismo de fuego lo hizo en un ataque sobre Aranjuez. Lo diseñaron los hermanos
Günter y era una maravilla de la aviación alemana. Reunía dos características
inmejorables: era muy veloz y podía transportar hasta mil cuatrocientos kilos de
bombas. A pesar de ir cargado, su capacidad de maniobra era tal que los «ratas»
republicanos no podían darle caza.
No lejos de la escuadrilla de von Moreau, en las pistas de Burgos, losjunker 52
calentaban motores. El Junker era un avión práctico, muy prusiano, sin concesiones a la
estética o a la elegancia de líneas. Iba equipado con 3 motores BMW.
También los Messerschmidt estaban en línea de despegue. Se trataba de un
monoplano de alas bajas. Podía alcanzar las 354 millas por hora e iba artillado con dos
ametralladoras situadas sobre el motor y dos cañones de veinte milímetros sobre las
alas. Von Moreau consultó su reloj: las 3 y media de la tarde del 26 de abril de 1937. Era
el momento de despegar rumbo al objetivo.
KARMELE
Guernica tardó un día en apagar los incendios. Estaba en los rescoldos cuando entraron
las tropas de Mola, los requetés, los flechas negras, los moros. Llegaban los zapadores
cuando el viento desplomaba las últimas paredes. Se instalaron tiendas de campaña en
el paseo. Los soldados invitaban al rancho; los italianos —«siempre tan atrevidos»,
como diría Karmele— cortejaban a las guerniquesas en el tenderete que los Arrien
levantaron sobre las ruinas. No estaba aquel horno para piropos. Los italianos parecían
haber olvidado muy pronto la derrota de Guadalajara.
Sobre aquella pirámide de desgracias, muertos, heridos y desaparecidos, Guernica
volvió a la vida: en la campa de Zugastieta se abrió un baile con acordeonistas.
Cuando yo crecí en aquella ciudad, habían pasado los arquitectos y urbanistas de
Regiones Devastadas. Les salió una ciudad irónicamente prusiana, cortada con la
regularidad de un tablero de ajedrez. Pero el mercado antiguo, el frontón, los
ventanales de madera, la iglesia de San Juan, los lugares entrañables construidos con el
amor y el sabor de los años habían muerto bajo las bombas alemanas. Todos sabíamos
quién era el responsable, cuáles y cuántos eran los aviones —cuarenta y tres— que la
redujeron a cenizas; pero nadie se atrevía a abrir la boca en público. Los archivos se
cerraron a cal y canto, y al parecer hasta falsificaron las actas del censo. Joseba Elósegui,
comandante de gudaris, que permaneció tres horas en el casco urbano de la ciudad
incendiada y que sacó de las ruinas a un niño de tres años y lo entregó, muerto y
ensangrentado, a su madre, escribió en su libro Quiero morir por algo: «El 19 de julio de
1950, Franco, en el decimotercer aniversario de la ocupación de Bilbao y en la cena de
gala ofrecida por la Diputación de Vizcaya, repitió la acusación: “Guernica fue violada e
incendiada por los marxistas antes de la huida”». Elósegui, hombre de acción, se arrojó
envuelto en fuego a los pies de Franco en un partido de pelota celebrado en un frontón
donostiarra.
Los historiadores no se pusieron de acuerdo sobre el número de muertos en el
bombardeo: según el Gobierno vasco fueron 1645; según Leizaola (4 de mayo de 1937)
fueron 592; Talón rebajó la cifra a 200; y algunos historiadores franquistas afirmaban
que no pasaron de una docena. ¿Cómo era posible una cifra tan baja de víctimas si en el
bombardeo de Durango, a menor escala, murieron 131 personas (258 según el padre
Alberto Onaindía en su obra Hombre de paz en la guerra)? El arquitecto municipal Castor
Uriarte aseguró en el libro Bombas y mentiras sobre Guernica que los muertos no llegaron
a 2 centenares y medio. Los historiadores se muestran desconcertados al enfrentarse al
número de víctimas. Hugh Thomas lo cifró en 1654 en la 1ª edición de La guerra civil, en
ediciones posteriores lo rebajó a 200, y en la edición de 1977 lo dejó en 1000. Según el
historiador Salas Larrazábal, no llegó a los 200.
Los guerniqueses colgaron en sus casas y en sus bares el cuadro que Picasso pintó en
blanco y negro, Gritos de flores, gritos de pájaros, gritos de niños, como un desafío a la burla
histórica, a la conspiración del silencio y a la represión de la época. ¿Quién se atrevería a
meter en la cárcel a un cuadro? Desde entonces, escribió Alberti en un poema, para
Picasso la guerra se llamó Guernica.
El director general de Bellas Artes del Gobierno de Euzkadi, José María Urcelay,
conoció la noticia del bombardeo en París, cuando salía de la boca del metro en
compañía del poeta, también vasco, Juan Larrea. «La noticia —me contó Urcelay— la
voceaban los vendedores de periódicos. Compramos el París Soiry el Ce Soir, los diarios
de la tarde: “Mil bombas incendiarias, caídas sobre Guernica, han causado 800 o 1000
muertos”, decían los titulares. Nos quedamos helados de espanto». Después, Juan
Larrea se dirigiría hacia el café en el que se reunía con Picasso para proponerle que el
bombardeo de Guernica fuera el tema para el mural del pabellón de Euskadi en la
Exposición Universal de París. El famoso cineasta Flaherty dedicó un documental
inacabado a Guernica; otro, este terminado, fue obra de Alain Resnais. El compositor
italiano Luciano Berio compuso una partitura, y Paul Eluard, un poema, como también
hizo Oteiza.
Apenas queda algún rastro del bombardeo en la Guernica de hoy. Los guerniqueses
han perdonado, pero no olvidado. El Gobierno alemán no ha pagado las reparaciones
de guerra, como tampoco Franco pagó a Hitler, para irritación de éste, toda la ayuda
que le proporcionó a lo largo de la contienda. Yo recuerdo que, a lo largo de los años 50,
jugábamos a indios y vaqueros entre los escombros; escondíamos tesoros de piratas
saltando la verja de la iglesia de San Juan. Por aquellos años, Karmele se hizo maestra,
se casó con Francisco y tuvieron 5 hijos. 40 años después del bombardeo, su madre
pudo, por fin, cobrar una pensión por la muerte de su marido. Pero había cumplido los
85 y el dinero —la pensión— no significaba nada para ella.
Se apagaron las últimas brasas. Quedaban atrás las crónicas de Steer y de Monks, la
batalla de la propaganda, la última impresión del enviado especial del diario Euzkadi:
«Nos hemos quedado sorprendidos ante una de las casas, entre un montón de cascotes
humeantes: sin cristales, todo el maderamen de los miradores arde en pompa, y en el
pequeño lugar de la galería, una hermosa máquina de coser termina de deshacerse a
fuego lento…». El periódico publicaba otras noticias relacionadas con el bombardeo y
afirmaba que el embajador alemán en Londres, von Ribbentrop, había sido llamado por
Anthony Edén al Ministerio de Asuntos Exteriores: «Ribbentrop ha llamado la atención a
Edén sobre la actitud de algunos diarios ingleses que han propalado la noticia de la destrucción
de Guernica por los aviadores alemanes, así como de otras cuestiones que se atribuyen a
Alemania en la lucha española». Von Ribbentrop, futuro ministro de Asuntos Exteriores de
Hitler, experimentó no sólo con bombas incendiarias, sino con las mentiras y campañas
intencionadas. Es lo que harían más tarde en la frontera polaca.
El hombre que tuvo la osadía de llamar la atención al Gobierno británico porque la
prensa acusaba a la aviación nazi de la destrucción de Guernica, von Ribbentrop,
transmitió a su embajador en Madrid una nota dirigida a Franco cuando ya era ministro
de Asuntos Exteriores de Hitler. Fue el 20 de enero de 1940: «Sin la ayuda del Führer y el
Duce, hoy no habría ni España nacional ni caudillo». Desde la embajada de Londres,
Joachim von Ribbentrop fue el encargado de desmentir la responsabilidad del
bombardeo. Lo ahorcaron en 1945 tras el proceso de Nuremberg. Ribbentrop fue uno de
los dirigentes más odiados del olimpo nazi. Su carrera como criminal de guerra
comenzó en Guernica. «Ribbentrop es un genio, el segundo Bismarck», afirmó Hitler.
Fue en realidad un tipo mediocre, rudo, envanecido, arrogante y torpe, un vendedor de
vinos y licores con gran conocimiento de lenguas extranjeras. Hitler hablaba tan sólo el
alemán, por lo que le recomendaron a Ribbentrop como traductor. Cuesta trabajo creer
que Hitler se rodeara de personajes como él, sediento de poder al igual que todos ellos,
seres fatuos, sin escrúpulos que, como el propio Führer, se dejaban guiar por palmistas y
astrólogos, brujos y curanderos como el doctor Morell. Lo mismo que Hitler,
Ribbentrop era amigo de interminables monólogos en los que dejaba traslucir su visión
cosmopolita. Se las daba de hombre de mundo. El titulo nobiliario se lo apropió sin más
para prosperar en la corte hitleriana. Todos los testigos coinciden sobre la personalidad
del embajador en Londres (1936-1938) y ministro de Asuntos Exteriores (1938-1945),
desde el ministro francés Bonnet hasta Ciano, el ministro de Asuntos Exteriores italiano,
y el español Serrano Súñer. «Siempre en pose, sin parar de hablar, suelta su discurso
con voz cortante. Poco se puede hacer para responderle, tú no le interesas nada y sólo te
queda despedirte de él y retirarte. Nada hay de humano en este alemán salvo los más
bajos instintos», le retrató Bonnet.
Mientras Ribbentrop recorría Europa de un lado a otro para negar la participación
alemana en el bombardeo de Guernica, el futuro premio Nobel de Literatura, el francés
y católico François Mauriac, escribía proféticamente: «Puede que llegue un día en que se
reconozca que ese pobre pueblo, los vascos, sufría y moría por nosotros. Dios quiera entonces que
no encontremos sus muertos en el mismo lugar en que haya que enterrar los nuestros». Otro
pensador católico, Jacques Maritain, señalaba, a raíz de la destrucción y manipulación
del bombardeo: «En estas civilizaciones de tipo profano (en que lo temporal está
perfectamente diferenciado de lo espiritual), la noción de guerra santa pierde toda su
significación. La guerra no se hace santa, sino que corre el riesgo de hacer blasfemo lo
que es santo».
La ayuda alemana al bando nacionalista empezó con los contactos del futuro
ministro de Asuntos Exteriores español desde Marruecos, Juan Beigbeder, con sus
amigos nazis. El 22 de julio de 1936 dirigió una carta al agregado militar alemán en
París en la que le pedía diez aviones de transporte «con la máxima capacidad de
asientos». A la petición de Beigbeder, que luego sería aliadófilo, le siguió una carta de
Franco a Hitler. El Führer no dudó en complacer al caudillo. Hugh Thomas escribe en La
guerra civil española que Hitler reconocía haber ayudado a Franco para distraer la
atención de las potencias occidentales hacia España, para que Alemania pudiera
continuar su rearme sin ser observada. Hitler dijo en 1941: «De no haber sido por la
amenaza de que el peligro arrollase a Europa, yo no habría intervenido en la revolución
española. La Iglesia habría quedado destruida». Más que la Iglesia española, lo que al
ateo Hitler le interesaba era la España de Franco atravesada entre las comunicaciones
marítimas de Inglaterra y Francia, lo cual añadiría una razón estratégica para la
intervención. También le interesaban las materias primas, el hierro español y otros
minerales, y la alianza de Franco para la guerra que preparaba. En efecto, España
suministró materias primas a Alemania; por medio de sociedades creadas en Berlín y
Burgos con esa misión, cedió sus puertos para que repostaran los submarinos y los
buques alemanes, acogió a los espías de Hitler y a la Legión Cóndor. Franco le sirvió a
su manera: ordenando el envío de la División Azul al frente ruso. ¿Fue España neutral
durante la II Guerra Mundial? Las ayudas prestadas al bando nacional fueron decisivas
para ganar la guerra. La influencia nazi y fascista en España creció extraordinariamente,
contribuyendo a la consolidación de la Falange como partido único, organización
política que no había conseguido un solo diputado en las últimas elecciones de la II
República. «España, por motivos obvios, no pudo ser neutral durante la II Guerra
Mundial. Esto explicará en buena parte la diferencia de resultados con otros países
neutrales», escribe Antonio Marquina, profesor de Relaciones Internacionales de la
Universidad Complutense y autor de España en la política de seguridad occidental 1936-
1945.
«Es significativo que, a más de 40 años de distancia —añadía Marquina—, todavía
haya que resaltar aspectos sobre los que se han cebado la fantasía, la propaganda y la
tergiversación de protagonistas supervivientes. El hecho diferenciador es
fundamentalmente el siguiente: España no firmó el Pacto Tripartito, pero se adhirió al
Pacto de Acero el 22 de mayo de 1939. Esto quedó establecido en el Protocolo de
Hendaya, entrevista Hitler-Franco en diciembre de 1940, punto 3º, que finalmente fue
firmado. ¿Qué cláusulas contenía este pacto?
1. Contactos permanentes para entenderse en todas las cuestiones relativas a
intereses comunes o a la situación general europea.
2. Pleno apoyo político y diplomático cuando una de las partes estuviese
amenazada en su seguridad o intereses vitales.
3. Alianza en caso de guerra y apoyo con todas sus fuerzas militares.
4. Profundización de la colaboración en el campo militar y en el campo de la
economía de guerra para conseguir la rápida aplicación de las obligaciones
de aquella alianza, manteniendo contactos continuos los gobiernos y la
constitución de comisiones permanentes bajo la dirección del ministro de
Asuntos Exteriores.
5. Obligación de no concluir una paz por separado en caso de guerra.
6. Decisión de mantener y desarrollar en común, en el futuro, estas relaciones».
«A nadie se le oculta la gravedad, servidumbre e implicación de este pacto, sin
contrapartida, que alineó a España con los países del Eje —añade el profesor
Marquina—. Las cuatro consecuencias más importantes en España y en su acción
exterior fueron: actuación amplia de la Gestapo, reorganización de los servicios
secretos, incluido el Cuerpo Diplomático, a favor del Eje; estrechas conexiones entre el
Alto Estado Mayor y los Estados Mayores del Eje hasta el final de la guerra
(información, apoyo logístico y de comunicaciones a los submarinos, flota mercante,
pistas de aterrizaje, etc.) y acuerdos económicos favorables al Eje. Conviene resaltar que
algunas de estas facilidades perduraron hasta la derrota de Alemania, si bien España
dio también facilidades importantes a los aliados, sobre todo tras la caída de Serrano
Súñer en 1942». Franco tuvo que dejar de soñar en su Imperio moro.
Max Gallo señala en su Histoire de L’Espagne franquiste que se enviaron a Alemania
trenes de wolframio (2.770 toneladas en 1943), y además, plomo, hierro, comestibles, etc.
Cabe sospechar que también se remitía trigo, aceite, petróleo y legumbres. En fábricas
de Barcelona, Valencia y Sevilla se producían proyectiles y motores para los
submarinos, además de uniformes, etc. La Abwehr del almirante Canaris fue
todopoderosa desde su atalaya en el convento de las Esclavas de Burgos. Estableció
puestos de observación y escucha frente a Gibraltar, en Algeciras, y en todas las zonas
costeras estratégicas. Sólo entre Sevilla y Tánger instaló 6 puestos con unos 400
expertos. Badajoz, Vigo, Sevilla, Bilbao, Baleares y Canarias servían, entre otros puntos,
como bases aéreas para la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. A las 13.30 horas del 13
de noviembre de 1941, el alto mando alemán pudo hundir el portaaviones británico Are
Royal frente a Estepona (Málaga) gracias a los informes transmitidos por los agentes de
la Abwher en Algeciras.
Ribbentrop era, como Goering, un personaje de ópera bufa. En las semanas y meses
que siguieron al bombardeo de Guernica, el embajador de Alemania en Londres se
convirtió en el altavoz de Hitler, que le premió con la cartera de Exteriores. Iba siempre
embutido en un uniforme diplomático que diseñó él mismo con un globo terráqueo
bordado y dominado por el águila nacionalsocialista. Se había hecho adoptar por un
pariente lejano del mismo nombre del que heredó el título. El mariscal Goering
comentó: «Ha comprado su nombre, se casó con el dinero y por medio de la estafa se
abrió paso hacia el despacho». Le llamaban «Ribbersnob». Era un advenedizo, un
parvenu del régimen, un funcionario servil preocupado por su lugar en la pirámide nazi.
Llegó a Londres 3 meses después de su nombramiento para el cargo; el semanario
satírico Punch lo pintó de ario errante y lo calificó en una viñeta de «trabajador a tiempo
parcial». El cargo de embajador le parecía muy poco. Se mostraba siempre más
preocupado en su autopromoción y en las intrigas del poder en Berlín que en su puesto
en Londres. El director del Times londinense, Geofrey Dawson, hizo todo lo posible para
no herir la susceptibilidad de Ribbentrop con las crónicas sobre el terreno de su enviado
especial a Guernica, Steer, que, según Paul Preston, fueron censuradas. El poeta Edgell
Rickword lo expresó así:
La guerra relámpago
Fue en la madrugada del 1 de septiembre de 1939. El día era claro y soleado y los
meteorólogos alemanes dieron el visto bueno —media guerra dependió de sus
informes—. El cielo estaba despejado de nubes, el mejor pronóstico para que los aviones
de Goering pudieran atacar Polonia. En cuanto al paisaje terrestre, no eran necesarios ni
espías ni informes de última hora. La geografía traicionaba a Polonia: su gran llanura
dejaba paso franco a los tanques alemanes. De esta combinación —el ataque de los
aviones y la progresión de los carros de combate en un frente estrecho— nació la nueva
forma de hacer la guerra. Nada que ver con las campañas de desgaste y de
inmovilización en las trincheras de Verdún de la I Guerra Mundial. Esta guerra
alemana, llamada relámpago a imitación de los ingleses, se basaba en la celeridad, en la
sorpresa, en la precisión y en la contundencia de las fuerzas empleadas. La decisión
británica y francesa de considerar la invasión de Polonia como una justificación de la
guerra resultó desastrosa desde el punto de vista militar a pesar de ser moralmente
acertada.
Los polacos no estaban preparados, como tampoco lo estarían luego los franceses,
para hacer frente al aluvión de acero. Los soldados de infantería, muy al contrario que
en la I Guerra Mundial, eran los últimos en llegar. Primero se destruía en tierra la
aviación enemiga, se desarticulaban sus líneas de comunicación y se enviaban por
delante, en camiones, infantería motorizada, tanques y artillería ligera. Pero la pieza
esencial era el carro de combate, que lo arrollaba todo a su paso. «El que se queda en las
trincheras —había dicho Napoleón— resulta derrotado». El general británico Kitchener
llamó al carro blindado «bonito juguete mecánico». Era algo más que eso. Gran Bretaña
inició su fabricación en secreto, que logró conservar difundiendo el falso rumor de que
«las planchas de acero utilizadas en su fabricación estaban destinadas a los depósitos de
agua con destino al ejército de Allenby en Palestina, en 1916. De ahí el nombre de
tanque», según escribe Hugh Thomas en Una historia del mundo.
La mentalidad de los países atacados no estaba preparada para la blitzkrieg, la guerra
relámpago. Es como el águila que hace correr al conejo que, presa del pánico, no sabe
qué camino tomar. El tanque alemán ya no hacía la función del carro británico en 1916
—un mero refugio para los soldados de infantería que avanzan—, se había convertido
en un obús volante, en un instrumento ofensivo imparable. «Con el amor de los suyos,
pero condenados por la pólvora —escribió el poeta Housman—, pasan los soldados
desfilando hacia la muerte».
Dos días después de la invasión de Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra a la
Alemania de Hitler. Así empezó la carnicería, que terminó al cabo de seis años con
sesenta millones de muertos, dos tercios de ellos civiles. Las primeras bajas fueron
polacas. Varsovia llevaba desde el principio todas las de perder. El ejército alemán,
mandado por von Brauchitsch y con Franz Halder como jefe del Estado Mayor, estaba
formado por más de un millón de hombres. Su potencia de fuego era superior en una
proporción de 2 a 1 y puso en pie de guerra 20 veces más tanques que el ejército polaco.
El tanque fue la revelación de este comienzo de la II Guerra Mundial e Hitler tuvo que
convertirse a la religión de Guderian, el teórico del empleo del carro, a través del libro
Achtung Panzer (Atención, tanque).
Polonia, de política y cultura militar tradicional, se había hecho una idea retórica,
romántica, de la situación: los militares polacos creyeron que con caballería y
llamamientos patrióticos a una nación orgullosa podrían oponerse eficazmente a aquel
río de acero. Las máquinas destrozaron a los caballos. El patriotismo no sirvió de nada:
la movilización polaca llegó un día antes de la invasión y se hizo de forma desordenada.
Para cuando los polacos creyeron darse cuenta de la situación, la Luftwaffe, con sus
terribles bombardeos en picado sobre aeródromos y bases, columnas de soldados y
nudos de comunicación, había sentenciado el curso de los acontecimientos. La
«operación Fall Weiss». (Plan blanco) se llevó a cabo más o menos de acuerdo con los
planes previstos, cosa que rara vez ocurre en una guerra. Ni siquiera los ríos polacos
pudieron convertirse en obstáculos naturales para el avance alemán, al encontrarse sus
cursos de agua limitados al mínimo debido al fuerte estiaje de aquel largo verano de
1939.
Hitler obró con precaución y cautela: nada de movilización anunciada y anticipada.
La orden de ataque a Polonia llegó a las 17 horas del 31 de agosto de 1939, y se presentó
así: Y=1 9 4 45, lo que significa 1 de septiembre a las 4.45 de la mañana. Pero algunas
unidades dudaron. El coronel general Gert von Rundstedt y su jefe de Estado Mayor,
Erich von Manstein, no las tenían todas consigo; pensaban que se trataba de una
repetición de lo que ocurrió 6 días antes, cuando llegó una orden de ataque para el 26
de agosto a las 4.30 que fue cancelada por Hider a las 20.30. Un regimiento motorizado
que se lanzaba a toda velocidad hacia la frontera polaca pudo ser detenido in extremis.
Las panzerdivisionen que iban a revolucionar el arte de la guerra y permitir la conquista
de Europa por parte de Hitler pararon los motores en el último minuto.
CRUZAR EL RUBICÓN
A medianoche del 31 de agosto, tanto von Rundstedt como von Manstein dan por
hecho que Hitler, que no desea todavía una guerra mundial, sino sólo con Polonia por
el pasillo de Dantzig, ha cruzado esta vez el Rubicón. No habrá más aplazamientos: es
la «Hora H.». Karl Rudolf Gert von Rundstedt (prefiere que le llamen Gert) pertenece a
esa clase social conocida como los junkers, dominantes del cuerpo prusiano de oficiales
durante los siglos XVIII y XIX que viven de la «espada y del trabajo de sus campesinos»,
sus siervos de la gleba. Von Rundstedt es el primer hijo de un oficial de húsares. Le
gustan la pintura, la música y la interpretación, pero no se le hubiera ocurrido
emprender otra carrera que no fuera la de las armas. Ocho meses antes de cumplir los
17 años, y cuatro después de ingresar en la escuela de cadetes, empieza su carrera
militar. Seis meses más tarde es ya teniente del 83 Regimiento Real de Infantería
prusiana. Se porta bien, se casa bien, no provoca escándalos ni protagoniza
excentricidades de ningún tipo y pasa con éxito los exámenes de la Academia de la
Guerra. Es un oficial de Estado Mayor, o sea, ha pasado por las pruebas más duras en
las que predominan la disciplina y la preparación técnica. Para Earl F. Ziemke,
representa de principio a fin «el modelo de oficial de Estado Mayor en la tradición
Moltke-Schlieffen, maestro de la técnica, reservado en el habla hasta el punto de la
taciturnidad y estudiadamente desdeñoso del triunfo personal».
Von Rundstedt da muestras de tacto, fineza y coraje en combate contra los rusos, en
Bélgica y en Francia durante la I Guerra Mundial, y termina por convertirse en el primer
soldado del Reich. Nada de política, es el soldado profesional. Nada tiene que ver con
los métodos y las ambiciones de von Reichenau, nombrado comandante en jefe del
Ejército. A Rundstedt no le gusta este jefe militar próximo al partido nazi, por eso
presenta una dimisión que el viejo Hindenburg no le admite: «Te necesitamos más que
nunca», le dice.
La primera oportunidad se le presenta a von Rundstedt en el verano de 1938, en la
crisis checoslovaca: asciende al cargo de comandante del Segundo Ejército. Hitler busca
la guerra por los Sudetes, pero sus generales no la quieren. Rundstedt es también de esa
opinión. Las fuerzas armadas bullen por aquellos días de 1938. En los cuartos de
banderas se fragua un intento de golpe de Estado contra Hitler. Los conspiradores se
acercan entonces a von Rundstedt, pero éste se niega a prestar oídos a sus
maquinaciones: «Nunca hubiera aceptado una cosa así —afirmó en el proceso de
Nuremberg—, lo consideré como una traición».
Colocado por Hitler al frente del Grupo de Trabajo, Rundstedt prepara desde su
casa la operación de ataque a Polonia mientras que su segundo, von Manstein, sigue al
frente de la división. El éxito de Hitler en los Sudetes estimula la relación entre el Führer
y sus estrategas. En 1934, las tropas nazis dan por hecho que las SA (fuerzas de asalto)
al mando de Ernst Rohm tratan de sustituir al ejército profesional alemán. Hitler ejecuta
a la plana mayor de las SA. Las Fuerzas Armadas tienen ya a Hitler como comandante
supremo y le juran lealtad eterna, hasta la muerte. También Rundstedt presta ese
juramento. Se le verá al lado de sus jefes Blomberg y Fritsch, entre otros, en la tribuna
de invitados del desfile de Nuremberg en septiembre de 1934. En privado, von
Rundstedt abomina de Hitler, pero en público, calla. «Un soldado —dirá en
Nuremberg— nunca debe tomar parte en actividades políticas».
A mediados de agosto de 1939, von Rundstedt se encuentra en un monasterio cerca
de Neisse, a unos 100 kilómetros de la frontera polaca. A medianoche, le dice a von
Manstein: «Esta vez ya es tarde, no habrá vuelta de hoja. Creo que podemos dormir una hora o 2
antes del ataque». Hitler temía la reacción de los británicos. Despejadas las últimas dudas,
les diría a sus generales: «Esta vez tendréis la guerra». La primera idea era desencadenar
el ataque a finales de agosto, después de la cosecha y antes de las lluvias de otoño. «Si el
coronel general von Brauchitsch me hubiera dicho que nos esperaba una guerra larga, no hubiera
dado la orden de marchar sobre Polonia. Pero me prometió que la conquistaríamos en pocas
semanas». Ya no cree en la intervención de Francia y Gran Bretaña. «He estado con
Daladier y Chamberlain en Munich —afirma—, son dos gusanos». Goebbels asegura en
una reunión secreta: «Nos han dejado hacer lo que nos daba la gana, por eso hemos
atravesado la zona de riesgo».
A quien de verdad temía o respetaba Hitler era a su colega Stalin. Necesitaba un arreglo
con él. El primer paso fue el envío a Moscú de una delegación comercial para tantear el
terreno, hasta que Hitler descubrió sus cartas con un telegrama al Kremlin: Stalin debía
recibir de inmediato a su ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop.
«Noche tórrida, noche enfebrecida, noche de estupor», escribe Raymond Cartier de la noche
que va del 22 al 23 de agosto. Lo increíble había llegado: el encuentro, el pacto entre el
comunismo y el nazismo. El primer ministro francés Daladier se negó a dar crédito a la
noticia cuando le despertaron: «Cerciórense de que no sea la “intoxicación” de algún
periodista». A pesar de todos los escepticismos, era verdad: Moscú y Berlín habían
firmado un pacto de no agresión. De esta manera, Hitler, por medio de una jugada
maestra, se buscaba un aliado donde antes había un enemigo: soviéticos y alemanes
procederían por medio de ese pacto a un cuarto reparto de Polonia. Las líneas del
reparto del botín se pactaron también en Moscú entre Ribbentrop y el ministro de
Asuntos Exteriores ruso, Molotov. Tenía ya un «pacto de acero» con Italia y un pacto de
no agresión con la URSS. Francia y Gran Bretaña, que fracasaron en su intento de
negociar con Stalin, se echaron a temblar. Hitler les había ganado por la mano.
Los ríos polacos Narew, Vístula y San servirían de frontera común entre Rusia y
Alemania. En el reparto de los países bálticos, Lituania sería para Hitler, mientras que la
parte del león: Letonia, Estonia, Finlandia y la Besarabia serían para Stalin. ¿Cuál fue el
propósito de Stalin? Ganar tiempo en su pacto con el diablo. ¿Y el de Hitler? En ningún
caso, el insignificante pasillo de Dantzig, sino algo más suculento: las llanuras rusas,
para asegurarse con ese espacio vital el porvenir del Estado alemán. Sabe que esas
concesiones que acaba de hacer a Moscú son provisionales: todo volverá un día a su
poder con el paso triunfal de sus ejércitos, para edificar la gran Alemania de los mil
años. La única sorpresa para Hitler fue la declaración de Mussolini: ese pacto de acero,
el comienzo del eje Roma-Berlín, se demostró que era de margarina. El Duce le hizo
saber que adoptaría una posición de no beligerancia. Italia no estaba preparada para la
guerra. Además, el país estaba demasiado volcado en la Exposición Universal de 1940
como para dedicar hombres, fondos y energías a la guerra. Mussolini cambiaría pronto
de idea. No en vano, había escrito: «La guerra es para el varón lo que el parto es para la
hembra».
La otra mala noticia le llegó a Hitler desde Londres. No acababa de despedir al
embajador italiano en medio de grandes maldiciones contra «esos italianos cobardes,
traidores, indignos de toda confianza», cuando le llegó la respuesta del Gobierno
británico. De acuerdo con un tratado de ayuda mutua, ingleses y polacos se
comprometían a prestarse apoyo para rechazar por las armas cualquier atentado contra
su independencia. Hitler no acababa de comprender a los ingleses. ¿Quién les había
dado vela en aquel entierro? El hombre del paraguas, Neville Chamberlain, con el que
se entrevistó en Berchtesgaden, en Bad Godesberg y en Munich, le había parecido un
gusano, un tipo frágil, desbordado por los acontecimientos. El Reino Unido estaba
dispuesto a irse a la tumba por Polonia. Un contratiempo. Con lo bien que le había ido
en Checoslovaquia… Hitler se había anexionado Checoslovaquia al romper el acuerdo
de Munich con Chamberlain un año antes.
LOS SUDETES
Cuando Hitler se anexionó Austria —él mismo era un austríaco nacido en Braunau,
cerca de Linz—, los checoslovacos pusieron sus barbas a remojar. De los 14 millones de
habitantes de la república creada en 1919 con las 3 antiguas provincias de Bohemia,
Moravia y la Silesia austríaca más las 2 ex provincias húngaras de Eslovaquia y Rutenia,
3.300.000 eran alemanes. Una minoría jactanciosa y levantisca que para nada se sentía
ligada a aquella República Checoslovaca que Tomas Masaryk y Eduard Benes elevaron
con maestría y habilidad al rango de potencia industrial en muy poco tiempo. Esta
minoría alemana se había concentrado sobre todo en Bohemia, en la región de los
Sudetes.
El irredentismo alemán (nos niegan la igualdad de oportunidades en el reparto de
cargos, nos discriminan con respecto a la mayoría checa, nos han dejado en la
bancarrota…) pidió ayuda a la madre patria. Esas reclamaciones de apoyo y solidaridad
no podían llegar en mejor momento para Hitler: eran los cantos de sirena para una
intervención en Checoslovaquia por medio del caballo de Troya de la minoría alemana.
Los checoslovacos alemanes se sentían por encima de todo alemanes, una raza superior.
Todo lo que necesitaban unos y otros en los Sudetes y en Berlín era un casus belli
(motivo de guerra). Desde el partido pronazi de los Sudetes hasta el Reischstag, el
parlamento de partido único en Berlín, las quejas resonaban cada vez con más fuerza.
La verdad era que el Gobierno de Praga había hecho todo lo posible para desactivar las
protestas de la minoría alemana. Pero tanto Hitler como su ministro de la Propaganda,
Goebbels, eran maestros en la manipulación de la verdad con el uso de la mentira y la
calumnia. «Los checos —aseguró Mussolini— son un pueblo vil, son los hebreos entre
los eslavos. Son un pueblo corrompido por estos 3 males: la masonería, la democracia y
el bolchevismo».
Hitler despachó urgentemente tropas a la frontera checa. Llegaba la hora de la
venganza. Sólo que Francia había firmado acuerdos de defensa mutua con
Checoslovaquia y los hizo valer cuando sonaron los tambores de guerra. Gran Bretaña y
la Unión Soviética se pusieron al lado de Francia. El Führer hizo un análisis de sus
posibilidades: había sido un error de cálculo. Lo mejor sería, ante tan formidables
enemigos, echar marcha atrás y devolver sus fuerzas a los cuarteles de los que habían
salido. Eso hizo. Debería esperar una mejor oportunidad. Enrabietado, dijo a sus
generales en una reunión en la que trató de no perder la cara: «Aplastaré a
Checoslovaquia dentro de poco tiempo». Y, envalentonado, fijó la fecha del 1 de octubre
de 1938 para poner en marcha la «operación Verde». Aquella humillación no podía
quedar así. Pronto sabrían de lo que era capaz Adolf Hitler. Desde los Sudetes, el
partido nazi se dedicó a preparar el terreno, el casus belli para que los ejércitos de Hitler
pudieran hacer realidad sus sueños: la formación de un estado nazi en el interior de
Checoslovaquia. Esta vez, las frágiles democracias occidentales accedieron: Praga tuvo
que ceder ante Hitler, y éste recogió pérfidamente lo que con tanto ahínco pedía. En
efecto, Chamberlain, asustado, viajó a Berchtesgaden, el refugio alpino de Hitler:
Londres y París sacrificarían los Sudetes de mayoría alemana para satisfacer las
demandas del Führer. Sería una forma de apaciguar a la fiera, entregarían los Sudetes a
cambio de evitar una nueva guerra europea. Era tan sólo el principio de una serie de
concesiones a Hitler que no hicieron sino animar a éste a presentar cada vez mayores
demandas territoriales. En caso contrario, de acuerdo con el plan previsto, el 1 de
octubre invadiría Checoslovaquia para quedarse con toda ella. El Gobierno de Praga
aceptó las reclamaciones nazis y dimitió en pleno. Chamberlain corrió esta vez a Bad
Godesberg para ofrecerle la capitulación de los checoslovacos. Pero lo pactado en
Berchtesgaden le parecía ya poco, e Hitler entregó a Chamberlain el mapa de las nuevas
anexiones. El hombre del paraguas, una figura patética, se metió el mapa en el bolsillo y
voló de regreso a Londres.
Los británicos se rendían ante la dialéctica de los puños, las pistolas y las anexiones
del caudillo alemán. «Es la última demanda territorial que tengo que hacer en Europa»,
afirmó en un discurso pronunciado en el Palacio de los Deportes de Berlín. Era el tercer
viaje de Chamberlain a Alemania: creía a pie juntillas que la mejor manera de aplacar a
Hitler era ceder. Ceder Checoslovaquia para salvar Europa. Daladier aseguraba: «Los
cosacos (bolcheviques) conquistarán Europa». Entre los 2 enemigos eligieron el que
consideraban menor: Hitler. Para Chamberlain no había otra alternativa: «O esto, el
viaje a Munich, o la guerra». En Munich, el primer ministro británico firmó una paz
vergonzosa: Hitler se había quedado con tres cuartas partes de Checoslovaquia y casi
un tercio de su población. ¿Quién podía creer en la palabra de Hitler? Chamberlain lo
hizo por temor y por comodidad.
El 7 de marzo de 1937, Hitler cometió su primer acto de agresión. Mientras sus
diplomáticos se reunían en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la
Wilhelmstrasse, con los embajadores de Gran Bretaña, Francia, Bélgica e Italia para
firmar un pacto de veinticinco años, ordenó el envío de 35.000 hombres para ocupar
Renania, considerada por todas las potencias como zona desmilitarizada. Hitler se hizo
con ella. Sus generales, preocupados, contuvieron el aliento. ¿Cuál sería la respuesta de
Francia? ¿Enviaría a sus ejércitos sobre la región renana? Nada. Francia no rechistó, lo
mismo que Gran Bretaña. Hitler resumió así la situación: «Con la recuperación de
Renania, las ambiciones territoriales alemanas han quedado por completo satisfechas».
CHURCHILL
LA INVASIÓN DE AUSTRIA
Los comandos nazis atacaron al corazón del Estado austríaco e hirieron de muerte al
canciller Dollfuss, quien creyó poder defenderse de Hitler cubriéndose con la máscara
del fascismo. Nada podía oponerse ya a las aspiraciones de un Führer que reincorporaba
el Sarre a través de un plebiscito, que creaba la Luftwaffe, que establecía el servicio
militar obligatorio y que se mofaba de las limitaciones de armamento impuestas por el
Tratado de Versalles. Era Hiüer quien imponía condiciones a los vencedores de la
guerra. Por eso, la unión con Austria, la ocupación de la zona del Rin, de los Sudetes y,
más tarde, el ataque a Polonia formaban parte de su calculada estrategia. Cuando las
tropas nazis, en violación flagrante del Tratado de Locarno, reocuparon la zona del Rin,
Hitler no las tenía todas consigo: si los franceses reaccionaban, podían hacer añicos al
ejército alemán, que todavía no estaba preparado para la tarea. Pero los franceses no
respondieron a la provocación y dejaron seguir creciendo al monstruo, al Frankenstein
apocalíptico que se había hecho con el control del Alto Mando de las Fuerzas Armadas
alemanas.
Hitler, que aspiraba al poder total, no lo hacía sólo en un reflejo de su megalomanía:
sabía que si no dominaba el ejército no dominaría nada. Era su juguete, su pasión, la
revancha de un cabo de Infantería con la Historia, el suboficial que llegaba al frente de
la OKW, el Alto Mando. Cuando su ministro de la Reichswehr, el mariscal von
Blomberg, se casó con una tal Erna Gruhn, los cuartos de banderas temblaron de
indignación: fráulein Erna era una prostituta. Hitler complació a los militares y les dijo lo
que querían oír: que el mariscal quedaba excomulgado de las Fuerzas Armadas. A su
sucesor natural, el comandante en jefe del Ejército, von Fritsch, se lo quitó de en medio,
instigado por Goering, porque surgieron pruebas, sin duda falsas, de que era
homosexual.
La reacción de los dos hombres fue asimétrica; mientras que Blomberg se fue con
Erna de viaje de novios a Capri, von Fritsch pidió la primera línea de fuego. Un tribunal
militar le había dejado libre de los cargos de homosexualidad, pero von Fritsch no paró
hasta que lo destinaron al frente polaco, allí donde silbaban los proyectiles. Murió como
había querido, de acuerdo con el código prusiano del honor, en el lugar poco
frecuentado por los generales, en primera línea. Cuenta Louis Snyder que, en el curso
de un tremendo ataque, una bala de ametralladora alcanzó a von Fritsch en un muslo,
seccionándole una arteria. «Un joven oficial que le acompañaba se esforzó por restañar
la hemorragia, pero el general le susurró: “¡No se moleste, por favor!”». A los dos
minutos, exhaló su último suspiro. De esta manera, con Goering, el lacayo elevado a la
categoría de mariscal, y los disidentes militares eliminados, Hitler pudo cantar victoria:
era el jefe supremo e indiscutido de las Fuerzas Armadas.
Al nuevo canciller de Austria tras la muerte de Dollfuss, Kurt von Schuschnigg, no
le quedó más remedio que viajar a Canossa, el refugio de Hitler en Berchtesgaden. Allí
le esperaba el rapapolvo del Führer, quien lo trató como a un perro. El «alemán más
grande de la historia» le mostró los planes de la invasión de Austria para el caso de que
no cediera. La propaganda hitleriana dio su particular versión de la entrevista: el
patriota Schuschnigg se plegaba de buen grado a las exigencias del Führer. Cuando el
canciller regresó a Viena, la «capital de mi pueblo alemán de Austria», como Hitler la
llamaba, decidió plantear un referéndum. El sí o el no a la independencia de Austria, el
sí o el no a Hitler. Pero éste no estaba para paños calientes y aquello le parecía una
burla, por lo que su respuesta no se hizo esperar: «O anula el referéndum, o invado
Austria ahora mismo». En un discurso pronunciado entre sollozos, el canciller austriaco
anunció que se inclinaba ante la fuerza. «He dado órdenes al ejército austriaco de que se
retire sin resistencia. ¡Que Dios proteja a Austria!».
El hombre de paja del nazismo austriaco, Seyss-Inquart, fue nombrado canciller en
la medianoche del 11 de marzo de 1938. Nueve días antes, las tropas del Reich
ocupaban Viena. Austria era ya una provincia del Tercer Reich. Ahora sí se convocó a
austríacos y alemanes a un plebiscito sobre el anschluss: el 99,75% dio su voto afirmativo
en Austria y el 99,08% en Alemania. La Gestapo, policía política nazi, hizo el resto:
persiguió a la oposición, la torturó y mató o la encerró en las cárceles. Los austríacos se
mostraron exultantes de felicidad cuando Hitler atravesó Viena. «¡Mueran los judíos!»,
gritaban, «ein volk, ein reich, ein führer» (un pueblo, un imperio, un líder). Hitler anunció,
como haría siempre, que ésta era la última de sus anexiones. Churchill no se lo creyó.
Diría en los Comunes que Checoslovaquia era la siguiente en la lista. Nadie le escuchó.
El 15 de marzo de 1939, el presidente Emil Hácha firmaba en Berlín el tratado que
convertía a Checoslovaquia en un protectorado alemán. Hitler era ya el protector de
Bohemia, Moravia y Eslovaquia. La opinión pública de Gran Bretaña despertó con
amarga decepción. Los mismos que le habían recibido en triunfo en Londres, tachaban
ahora de cobarde al primer ministro Chamberlain. El tiempo había dado la razón a las
advertencias no escuchadas de Churchill frente a la bajada de pantalones de
Chamberlain. El primer ministro británico se dirigió a la nación a través de la BBC: «Es
horrible, es increíble que tengamos que cavar trincheras y tomar las máscaras de gas por
una pelea en un país lejano entre una gente de la que nada sabemos». Fue entonces
cuando viajó de nuevo a Munich con los resultados que ya conocemos. Al regreso,
Chamberlain se asomó a los balcones del número 10 de la calle Downing, la residencia
del primer ministro: «Os traigo de Alemania la paz con honor —dijo—. Es la paz en nuestro
tiempo». Al día siguiente, Checoslovaquia desaparecía en las garras de la Alemania nazi,
invadida de banderas con la esvástica, signo y símbolo de la prosperidad y de la buena
fortuna entre mesopotámicos, bizantinos e hindúes.
En la Cámara de los Comunes, Churchill escribió el epitafio de Checoslovaquia:
«Todo ha terminado. Silenciosa, abandonada, enlutada, rota, Checoslovaquia ha entrado en la
oscuridad». Pero no fue sólo un epitafio. Churchill advirtió de nuevo: «No crean que éste
es el final, es sólo el comienzo del ajuste de cuentas. Es sólo el primer sorbo de una bebida amarga
que nos harán tragar año tras año a menos que, en una suprema recuperación de la higiene moral
y del vigor marcial, nos alcemos de nuevo y defendamos la libertad como en los viejos tiempos».
Adolf Hitler volvió entonces la mirada hacia el Este: firmó su cínico pacto de no
agresión con Stalin y dijo a los polacos con su amenazante voz gutural que el pasillo de
Dantzig era suyo. Churchill le vio venir: «Si no luchamos cuando podemos vencer fácilmente
sin derramamiento de sangre, si no combatimos cuando la victoria es segura y no demasiado
costosa, llegará un momento en que tengamos que combatir con todo en contra y con pocas
posibilidades de supervivencia. Pero hay algo aún peor, la posibilidad de que tengamos que luchar
cuando ya no haya esperanza para la victoria, porque será mejor morir que vivir como esclavos».
Hay historiadores que han tratado de reivindicar la figura de Neville Chamberlain.
Al primer ministro inglés, según interpretación de sus defensores, no le quedó otro
remedio que hacer lo que hizo. Cargado de buena fe, trató de ganar tiempo; el informe
de sus jefes militares sobre la posibilidad de responder a un ataque alemán a
Checoslovaquia fue concluyente: ni Gran Bretaña ni los aliados europeos estaban
preparados para la guerra. Había, por lo tanto, que ganar tiempo para el rearme… a
cambio de una paz sin honor.
Churchill sabía que, después de la ocupación de Renania, de la anexión de Austria y
de Checoslovaquia, le tocaba el turno a Polonia, la mártir. Por toda Inglaterra
empezaron a aparecer pancartas en las que se leía: «Churchill must come back». (Churchill
debe volver). En su residencia de Chartwell, Winston Leonard Spencer revisaba su
armería acompañado de su viejo amigo Walter Thompson, inspector de Scotland Yard
que había sido su guardaespaldas durante muchos años. «Tengo suficiente información
como para saber —afirmó— que Hitler reconoce en mí a su enemigo. Sé que si la guerra
estalla, y nadie duda que va a estallar, un peso enorme va a caer sobre mí».
Chamberlain saldría de escena con su paraguas y un grotesco papelito de una paz
firmada con Hitler para que entrase en escena el hombre que aglutinaría a los ingleses y
sus aliados en la batalla sin cuartel contra el totalitarismo.
Adolf Hitler era un maestro en el hallazgo de excusas para la guerra. En efecto,
después de las promesas de paz, urdía un ataque a traición, premeditado y alevoso.
Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo, un fracasado maestro de escuela y criador de
pollos que encarnaba la banalidad del mal y que había participado en el putsch (intento
de golpe de Estado) de la cervecería de Munich, su ciudad natal, fabricó el crimen
perfecto: un ataque a la emisora de Gliwice por una partida de presos sacados del
campo de Oranienburg, cerca de Berlín. A doce de ellos les inyectaron veneno, los
fusilaron en campo abierto y luego arrojaron sus cuerpos en las afueras de una aldea
próxima. Iban vestidos de soldados polacos. Los SS entraron en la emisora de radio de
Gliwice, que en ese momento emitía una sinfonía de Mozart, para anunciar por el
micrófono que eran tropas polacas que invadían Alemania. Los asaltantes dejaron otro
cadáver en la emisora, el de otro preso de Oranienburg vestido también con el uniforme
polaco. Al comandante de la fuerza local que intentó oponerse a la sangrienta
superchería, que servía de coartada para desatar la guerra, le taparon la boca con un
terminante «führerbefehl» (órdenes de Hitler).
De inmediato, la radio alemana, que tenía preparado el discurso, empezó a
«denunciar» la invasión de Alemania por los polacos, las matanzas contra la minoría
alemana en Polonia. Pero no era una declaración de guerra, iba a empezar la operación
de castigo. Hitler acudió al Reichstag vestido de soldado de infantería para anunciar
una invasión «necesaria».
«Por primera vez, soldados regulares polacos han abierto el fuego en nuestro propio
territorio. Desde las 5.45 de esta madrugada, estamos devolviendo el fuego, y desde
ahora responderemos a las bombas con las bombas». Las vacas triscaban en los
pastizales de la frontera germano-polaca en Gliwice. Entre la niebla otoñal y el bosque,
podían verse los doce cuerpos de los presos transformados en soldados de la infantería
polaca: el pretexto de la guerra. Llevaron hasta el lugar del crimen a los periodistas de
Berlín para que indagasen, para que filmasen, para que fotografiasen el montón de
cadáveres, el cuerpo del delito. Les pusieron un nombre muy apropiado a estos
criminales sacados del campo de concentración: «comida enlatada». Los SS les hicieron
creer que se trataba de filmar el asalto a una emisora de radio con destino a la
propaganda. Murieron sin darse cuenta de nada. Ninguno de los periodistas que
acudieron al lugar del «incidente» tuvo la precaución de examinar las armas de los
muertos: estaban descargadas.
TRADICIÓN Y CUALIDADES
Hacia el Este, 4 cuerpos de ejército alemanes lo arrollan todo a su paso. Hitler les ha
despedido con estas palabras: «Espero que cada soldado sea consciente de la tradición y de las
cualidades militares, y que cumpla su deber hasta el final. Recordad siempre y en cualquier
circunstancia que sois los representantes de la gran Alemania nacionalsocialista». El Führer ha
escrito con grandes trazos de lápiz rojo sobre la Orden Número 1: «Hora del ataque:
04.45 horas».
Las bombas de los Stukas despiertan a los polacos. El general von Brauchitsch aísla el
pasillo de Dantzig. Se cumple al pie de la letra la promesa de Hitler: «Con mi ejército
mecanizado conquistaré Polonia en 3 semanas». Los polacos, llenos de orgullo, no
pueden creérselo. Al contrario, envalentonados por el increíble triunfalismo de sus jefes
y oficiales, piensan que los alemanes van a salir con el rabo entre las piernas. Llegan a
creer que las tropas polacas desfilarán pronto en Berlín. Así es como el generalísimo
polaco Rydz-Smigly despliega sus fuerzas a lo largo de las fronteras comunes: las
dispersa. La verdad es que Polonia pierde la guerra antes de que suene el primer
cañonazo contra Dantzig. Los generales polacos, estúpidamente confiados en que
podrán llegar hasta Berlín, situado a cien kilómetros de la frontera, dan muestras de
gran incapacidad. Están muy mal armados, cuentan con material de la I Guerra
Mundial, con pocos y mal equipados aviones, con una caballería anacrónica, unas
escasas y obsoletas unidades mecanizadas, una artillería hipomóvil que se desplaza
arrastrada por caballos, apenas disponen de baterías antiaéreas, el sistema de
transmisiones es insuficiente… Casi todo lo que tienen lo transportan en carretas de
heno. O sea, son unas fuerzas armadas equipadas para combatir en otra guerra. ¿Qué
pueden hacer contra el diluvio de fuego, la rapidez de las unidades mecanizadas
alemanas? Nada. Tan sólo morir con dignidad. El ejército alemán está en sus inicios, no
es aún la asombrosa masa de acero de la que Hitler dispondrá dentro de poco, pero las
fuerzas polacas se han quedado en el paleolítico superior. La Luftwaffe no tiene rival en
el cielo: ha pasado de fabricar 900 aparatos a sacar 6000 de sus cadenas de montaje: el
caza Me-109, el Me-110, el bombardero en picado Ju-87, los bombarderos Ju-88, He-111
y el Do-17. Caen sobre Polonia 771 cazas, 408 cazabombarderos Messerschmitt 110
zerstórer (destructores), 336 Stukas y 1180 bombarderos. La motorización es aún débil, la
artillería dispone de obuses modernos, pero también de piezas que datan del tiempo de
Guillermo II.
Hay generales que sostienen que la Wehrmacht no está dispuesta para la acción, que
es arriesgado emprender una nueva guerra. No importa. Hitler tiene prisa en su marcha
hacia el Este. Mientras tanto, la conjura reúne a los generales que se oponen a sus
planes. El general Hoepner está preparado para marchar sobre Berlín con su división
blindada. Ha esperado durante toda la noche la señal de los conspiradores: el coronel
general Halder, el coronel general Beck, el coronel general Witzleben, el general de
Infantería von Stulpnagel y el almirante Canaris. Su plan consiste en detener a Hitler a
su regreso del Congreso Nacionalsocialista de Nuremberg. Nos encontramos a
mediados de septiembre de 1939. La orden no llegará nunca porque la radio anuncia
que el primer ministro inglés Chamberlain vuela hacia Berchtesgaden para reunirse con
Hitler. «La base material del complot —dirá Halder— quedó anulada con la noticia:
Hitler no volvía a Berlín. No podíamos detener a un canciller que negociaba con el
primer ministro de Gran Bretaña una solución pacífica a la crisis». La guerra empieza,
pues, con un complot de los más altos generales contra Hitler. El general Hoepner es el
chivo expiatorio de esta conspiración: morirá a manos del verdugo. Antes de que la
guerra termine, Hitler habrá ahorcado, degollado, pasado por las armas o invitado al
suicidio a más de 50 generales y almirantes. Ahora, en este comienzo del horror, hay
generales que se muestran de acuerdo en que el trazado de las fronteras es arbitrario, en
que el pasillo de Dantzig es de Alemania, en que millones de alemanes viven
sojuzgados en territorio polaco, pero no están de acuerdo en que haya llegado el
momento de la guerra relámpago sobre Polonia. Ni siquiera la firma del pacto de no
agresión con Rusia les tranquiliza lo suficiente. Se han quitado de en medio con ese
acuerdo a un formidable adversario, pero no basta con eso. La plana mayor, salvo los
generales hitlerianos Busch y Reichenau, firman un memorándum redactado por el
general Beck en el que ponen en guardia al Führer contra los peligros de una política
aventurera.
¿Cuál es, mientras tanto, la moral de la nación alemana? Tan baja como la de sus
generales. «Estamos en 1939 —escribe Cartier en La Seconde Guerre Mondiale—, nada se
parece al torrente de entusiasmo, a la marcha hacia el sacrificio de julio de 1914. Hitler
lo sabe. El año anterior, antes de Munich, ha ensayado una experiencia que no se ha
atrevido a repetir este año: el desfile en Berlín de una división blindada. Esperaba un
huracán de patriotismo; sólo se produjo un espectáculo de consternación. Durante tres
horas, los blindados han circulado por la capital en medio de un silencioso estupor,
como un ejército enemigo en una ciudad conquistada, con Hitler en el balcón de la
Cancillería esperando en vano el rumor belicoso que esperaba levantar al paso de sus
monstruos de acero. Al volver a su despacho, se ha arrojado en un sofá injuriando al
pueblo alemán lo mismo que hará seis años más tarde, en el mismo lugar, vencido y
agónico, tras haberlo crucificado y deshonrado».
La tenaza alemana se extiende sobre Polonia. La aviación desarticula las líneas de
comunicación y ataca los núcleos de resistencia. Las carreteras se convierten en un caos.
A las seis de la mañana, los Junkers-87 sobrevuelan Varsovia, una ciudad sin defensa
antiaérea dispuesta para el sacrificio. Su destrucción es un mero ejercicio académico.
Sobre Varsovia, donde está enterrado Chopin, el autor de las Polonesas, suena ahora la
música de la muerte. «Todavía recuerdo —afirmaba el ex presidente de Polonia
Jaruzelski— el día soleado de septiembre, el zumbido de los aviones alemanes
bombardeando a refugiados indefensos, las explosiones, el hedor de los caballos
ardiendo al borde del camino. Pensé que el cielo se desplomaba. Las relaciones entre
Lituania y Polonia no eran muy buenas, y estábamos acorralados en la frontera, para
mayor sensación de miedo. Estábamos convencidos de que volveríamos pronto a casa,
de que una ofensiva francobritánica permitiría al ejército polaco devolver el fuego a las
aplastantes fuerzas enemigas. Ni por un momento pensé, al huir con mi familia hacia
Lituania, que tardaría más de cuatro años en regresar a Polonia».
Inglaterra y Francia esperan hasta las nueve y media de la noche para hacer saber al
Gobierno del Reich que si la ofensiva alemana sigue adelante, se verán obligados a
cumplir sus compromisos con la nación atacada. «¿Es un ultimátum?», pregunta el
ministro de Exteriores Ribbentrop. «No, es una advertencia», responden los
embajadores. Mussolini, que en la anexión de Austria terminó por plegarse a las
exigencias de Hitler, quiere desempeñar de nuevo el papel de mediador con la
convocatoria de una conferencia entre las cuatro potencias. El pasillo de Dantzig es la
moneda de cambio. París responde que acepta la idea. En Inglaterra, que vive un
soleado fin de semana, una adivina lee las estrellas y tranquiliza los espíritus: «No
habrá guerra este año». Pueden disfrutar de un día excepcional para la época.
A las diez de la mañana se escucha la voz de un locutor por la radio: «Permanezcan
a la espera de un anuncio de importancia nacional». Cada 15 minutos el locutor informa
que el primer ministro hablará a la nación a las 11.15. Mientras tanto, suena música
ligera. A las 11.14, una locutora explica cómo se puede sacar el mejor partido de la
comida enlatada. De pronto, la emisión se interrumpe para dar paso a una voz pedante
y tristona. Es la de Neville Chamberlain, que relata con voz cansada que su diplomacia
ha fracasado y que la nación se encuentra en guerra: «La situación se ha hecho intolerable.
No podemos creer en la palabra dada por el líder de Alemania, ningún país puede sentirse a
salvo. Sé que cada uno de ustedes sabrá desempeñar su papel con calma y valentía. En momentos
como este, el apoyo que hemos recibido del imperio representa una profunda señal de ánimo para
nosotros. Que Dios os bendiga. El defiende a los que tienen razón. Vamos a tener que combatir
con el demonio, la injusticia, la persecución y la opresión, y contra todo, estoy seguro de que
prevalecerá la razón».
Winston Churchill apaga la radio cuando las sirenas de alarma empiezan a sonar en
todo Londres. Sin prisas, con su habitual cachaza, la de un guerrero con sangre fría,
Churchill se dirige con su mujer hacia el refugio armado con una botella de brandy y
otras apropiadas ayudas. Una vez en el refugio, se imagina el cuadro de ruina y
carnicería. Las explosiones que sacuden el suelo, edificios que se derrumban entre el
polvo y los cascotes, los coches de bomberos y las ambulancias que cruzan entre el
humo bajo el zumbido de aviones hostiles. Esa hora no ha llegado aún a Londres. Se
trata de una falsa alarma. Churchill se dirige a la Cámara de los Comunes, donde
recibirá la noticia: le han nombrado primer lord del Almirantazgo.
Paul Schmidt, el intérprete de Hitler y Ribbentrop, tradujo el contenido del mensaje
de Chamberlain. «Cuando terminé —escribió en su libro Europa entre bastidores—, se
hizo un silencio absoluto. Hitler se quedó sentado, inmóvil, mirando al vacío. Tras un
intervalo que me pareció un siglo, se volvió hacia Ribbentrop, que continuaba junto a la
ventana. “Y, ahora, ¿qué?”, preguntó con una mirada feroz».
Para Franz Halder, jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, el desarrollo de la
crisis polaca «muestra cómo el político Hitler crea y aviva la crisis para desembocar en
una solución de fuerza, que buscaba desde el primer momento, a pesar de todas las
advertencias de los elementos militares. Los límites de las posibilidades militares que le
poníamos ante los ojos los superaba con la afirmación de que él no se dejaría arrastrar a
la guerra en 2 frentes como “los hombres incapaces de 1914”. Tras el éxito de las
operaciones militares hay que tomar una decisión estratégica con relación a Varsovia.
¿Debe tomarse a viva fuerza por medio de un ataque con todos sus efectos
destructores?». El jefe supremo del Ejército, responsable de las operaciones, se
pronuncia por la primera solución, basándola en que así se evitarán víctimas
innecesarias y se podrá trasladar además toda la artillería pesada para reforzar la
defensa en el amenazado Oeste.
Hitler se decide por el ataque frontal a viva fuerza: la capital polaca debía caer antes
de que los rusos, con los cuales se había firmado un acuerdo secreto, llegasen a
alcanzarla. Esta razón se mantuvo oculta al jefe superior del Ejército, según cuenta
Halder.
Hitler es el primer hombre desde Carlomagno en reunir en su mano poderes
ilimitados. El éxito de la campaña de Polonia le hace olvidar los sinsabores de la
respuesta británica y francesa. A su ministro de Armamento, Albert Speer, le asegura
que es mucho mejor que la Wehrmacht haya tomado Polonia por la fuerza después de
haber obtenido Austria y Checoslovaquia sin ninguna resistencia. «Créame, ni el mejor
ejército podría resistir una cosa como esa. Las victorias sin pérdida de sangre son
desmoralizadoras», cuenta Speer en Dentro del Tercer Reich. En Berlín se vive un clima
de incertidumbre. Como consecuencia del nerviosismo general por la invasión, suena la
alarma aérea en la capital alemana. Como la de Londres, es una falsa advertencia. Speer,
como Churchill, cada uno en su ciudad, se dirige al refugio público. «La atmósfera —
escribe Speer— era de depresión. La gente tenía miedo al futuro».
Los regimientos no se dirigen al frente cubiertos de flores como ocurriera en la I
Guerra Mundial. «Las calles —añade Speer— estaban vacías. No había muchedumbres
en Wilhelmplatz gritando Heil, Hitler1!» El Führer nunca se había acercado a los frentes
de guerra: su visión de los combates había sido siempre intuitiva y telepática, pero,
animado por los partes que recibe de sus generales, decide comprobar sobre el terreno
la acción de sus soldados. «Era un hombre que perdía los nervios por cualquier tontería
—escribe su ministro de Armamento—. Le vi salir de la Cancillería con dirección al
Este. Nadie en las calles se dio cuenta del histórico acontecimiento: Hitler dirigiéndose
hacia la guerra que él mismo había desencadenado. Los nervios, los malos modos, la
incertidumbre desaparecen cuando el general Guderian conduce a su Führer hacia el
pasillo de Dantzig que ha conquistado con sus blindados. A Hitler le llama la atención
el escaso número de bajas alemanas: 150 muertos y 700 heridos para cuatro divisiones.
Recuerda que su propio regimiento había sufrido 2.000 bajas en su bautismo de fuego
en la I Guerra Mundial. En cambio, las bajas polacas son cuantiosas. La brigada de
caballería polaca Pomorska, ignorante de la naturaleza de nuestros tanques, cargó
contra ellos con lanzas y sables, y sufrieron tremendas pérdidas».
CRUZADAS DE BRAZOS
TORPEDOS
Así empieza la siesta estratégica, lo que los franceses llaman la «dróle deguerre» (la
extraña guerra), los alemanes la «sitzkrieg» (la guerra de asentamiento) y los ingleses la
«phony war» (la «guerra de mentirijillas»). Hitler había salido de Berlín con dirección a
Polonia la misma noche en que Chamberlain y los ingleses recibieron la noticia del
hundimiento en el Atlántico Norte del trasadán tico de bandera británica Athenia,
alcanzado por un torpedo disparado por un submarino alemán. El Athenia no llevaba
armas a bordo, pero el Reich quería demostrar que a partir de ese momento se entraba
no en la guerra extraña o de mentirijillas, sino en la guerra total. Nada ni nadie
quedarían a salvo: se contaron 112 víctimas, entre ellas 28 norteamericanos. El 3 de
septiembre, a las 21 horas, tan sólo 10 después de la proclamación del estado de guerra,
el Athenia, que se dirigía a Nueva York, se fue a pique. La II Guerra Mundial tenía su
Lusitania desde el primer día.
Como primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill tuvo un estreno dramático.
Las linternas de los buques de la flota británica transmitieron la noticia de unos barcos a
otros en su código luminoso de señales, desde tierra al mar y desde el Canal de la
Mancha a Singapur: «Vuelve Winston». Winston, «el viejo caballo de la guerra»,
respondió con un puñetazo en su mesa de trabajo. El Athenia fue hundido cerca de la
costa irlandesa. «El torpedo penetró en el barco. Todo se cubrió de humo, estuve a
punto de asfixiarme —dijo una superviviente—. Llamé a gritos a mi marido y me quedé
donde estaba esperándole. Me encontró, me llevó a cubierta y me buscó un bote de
salvamento. Le vi cómo se quedaba junto a la baranda mirando cómo mi bote se iba».
La prensa alemana no tardó en reaccionar al estilo Goebbels: es Churchill el que ha
torpedeado el Athenia con la intención de crear un incidente entre Estados Unidos y
Alemania. El primer lord del Almirantazgo, que ha vuelto a su cargo de 1914, desmintió
la acusación. Era sólo el principio de una larga serie de ataques a los barcos mercantes:
entre 1939 y 1945, 2603 navios aliados se fueron al fondo del mar atacados por los
submarinos alemanes, los V-Boote.
El Tratado de Versalles, que marcó las draconianas condiciones tras la I Guerra
Mundial, había limitado la expansión de Alemania en armamento y buques de guerra.
Los almirantes de Hitler tan sólo contaban con 3 acorazados de bolsillo, 2 cruceros de
batalla, un crucero pesado, 5 cruceros ligeros y 22 destructores. El número de
submarinos se elevaba a 57, pero la mitad desplazaban menos de 250 toneladas.
Inglaterra, que reinó sobre las olas, tenía a su flota en curso de renovación, al contrario
que Francia, que poseía un ejército débil y una potente armada. Los cargueros británicos
saltaron uno después de otro. ¿De qué misterioso procedimiento se servían los
alemanes para hundir los barcos ingleses? Pronto lo descubrirá: se trataba de las minas
magnéticas. La audacia de los marinos alemanes les llevaría a intentar la misión
imposible: la penetración en la bahía británica de Scapa Flow, las defensas de la Home
Fleet. Poco antes de la medianoche del 13 de octubre, el teniente de navio Gunther Prien
escribió en el cuaderno de bitácora de su U-47: «¡Estamos en Scapa Flow!». Puso a punto
sus tubos lanzatorpedos y se guió hacia el objetivo con la luz de la luna —hacía una
noche de aurora boreal—. Eran las 00.59 del 14 de octubre. El acorazado Royal Oak
recibió el impacto de los torpedos del U-47. Mientras el comandante del acorazado
inglés descendía a la sala de máquinas para averiguar el motivo de la explosión, a
menos de dos millas marinas el teniente Prien y sus «lobos grises» recargaban los tubos
para repetir el ataque. Veintisiete minutos después de la primera salva, a las 01.27, la
segunda andanada envió al fondo de la rada al Royal Oak. Mientras el acorazado se
hundía (murieron 24 oficiales y 809 tripulantes), el submarino volvió sobre su estela,
salió de Scapa Flow y puso proa hacia Alemania, donde el teniente Prien y sus hombres
serían recibidos en triunfo. No era para menos. Los alemanes se habían vengado: fue en
Scapa Flow donde se concentró a la derrotada flota germana después de la Gran Guerra
y el lugar donde aquella poderosa armada se autohundió en 1919. En cuanto al teniente
Prien, no pudo disfrutar mucho tiempo de su hazaña porque murió en marzo de 1941,
en el Atlántico, cuando atacaba un convoy aliado. «El submarino —afirmó Churchill—
fue lo que más me preocupó durante toda la guerra. Era nuestro peor enemigo». El U-47 tan
sólo desplazaba 516 toneladas, pero hizo mucho daño a la flota de superficie aliada.
Había logrado penetrar en la base escocesa, burlado las defensas de la dársena y
enviado al fondo del Atlántico a uno de los catorce acorazados de Gran Bretaña.
Churchill recibió con consternación la noticia del hundimiento del Royal Oak.
Primero, el Athenia, luego, el portaaviones Courageus, torpedeado y hundido frente a las
costas de Irlanda; ahora, el Royal Oak. La revancha del primer lord del Almirantazgo se
produciría lejos de aguas inglesas, en un inesperado escenario. El Admiral Graf Spee era
la joya de la corona naval germana, un acorazado de bolsillo, rápido, sólidamente
armado, muy marinero, mandado por el capitán Hans Langsdorf, con una dotación de
1107 tripulantes. Tan rápido y tan eficaz era el Graf Spee que su capitán afirmaba que
había echado a pique un total de 50.089 toneladas de barcos mercantes en aguas del
Atlántico. Su velocidad de 26 nudos, sus 6 cañones de 280 milímetros y sus 8 tubos
lanzatorpedos de 533 milímetros dieron cuenta de 9 mercantes aliados.
Para contento de Churchill, la hora del Graf Spee llegó el 13 de diciembre de 1939, en
el Rio de la Plata, cuando 3 cruceros ingleses, el Exeter, el Ajaxy el Achiles, lo
persiguieron hasta el puerto de Montevideo, Uruguay. Los 3 cruceros sometieron
durante 3 días a un duro castigo al Graf Spee. Después, el Gobierno de Uruguay
permitió al capitán Langsdorf 72 horas de tregua para que enterrara a sus muertos,
dejara en tierra a los heridos y reparara su acorazado de bolsillo. El capitán había
pedido un mínimo de 15 días, pero las autoridades le comunicaron que su única salida
era volver a alta mar, donde le esperaban los buques de guerra británicos. ¿Qué
decisión tomaría el capitán del Graf Spee? ¿Lograría burlar la vigilancia de la marina de
guerra inglesa que esperaba en la bocana del puerto? El 17 de diciembre, el capitán
Langsdorf dio la orden de levar anclas mientras miles de personas apostadas en
observatorios de la costa uruguaya esperaban un final dramático entre andanadas y
humo. No ocurrió nada de eso. Hitler había decidido una vez más por todos: dio
órdenes al capitán del Graf Spee de que se ahorrara la humillación, ya que las
informaciones de radio inglesas habían dado a entender que media Royal Navy
aguardaba al acorazado alemán para dar cuenta de él. Los espectadores contenían la
respiración cuando las lenguas de fuego brotaron de las cubiertas y subieron hacia los
mástiles. Un gran resplandor amarillo fue seguido de una explosión de la santabárbara.
El capitán del Graf Spee y sus hombres fueron llevados a tierra mientras el orgullo de
la industria naval alemana de guerra se hundía al atardecer en medio del estuario. ¿Por
qué Hitler dio la orden de hundir el Graf Spee? ¿Para ahorrarse la humillación, para
evitar que los británicos descubrieran los secretos del barco? El hecho es que Churchill
pudo dormir tranquilamente esa noche. El capitán Langsdorf se pegó un tiro. El final
del Graf Spee sin presentar combate fue un balón de oxígeno para la moral de Gran
Bretaña. Después, a finales de mayo de 1941, vendría el episodio del Bismarck, el
superacorazado alemán hundido a 700 millas de Brest, en el suroeste de Irlanda. El
crucero español Canarias aparejó en El Ferrol para colaborar en el salvamento de los
náufragos: 110 supervivientes sobre un total de 1976 tripulantes. Pero el Canarias llegó
cuando todo había terminado.
FINLANDIA
La alianza con Hitler le daría alas a Stalin para imponer un tratado de ayuda mutua a
los tres Estados del Báltico: Estonia, Letonia y Lituania; una disculpa para la ocupación
militar. Los soviéticos organizaron sus bases en islas y puertos del Báltico. Era la
primera vez que el Ejército Rojo entraba en ciudades occidentales. Un informe de los
servicios secretos de occidente en Riga, la capital de Letonia, informaba de que las
esposas de los oficiales rusos acudían a la gala de la ópera vestidas con saltos de cama
que tomaron por trajes de noche. Según el pacto ruso-alemán, los Estados del Báltico
entrarían en la zona de influencia soviética. Cuando Molotov y Ribbentrop rubricaron el
acuerdo de partición de Polonia el 29 de septiembre, Estonia firmaba el tratado. El 5 de
octubre lo hacía Letonia, y el 10 de octubre, Lituania. «Declaramos que son absurdos
esos rumores que hablan de la sovietización de los Estados bálticos», afirmó el ministro
de Exteriores de Stalin.
El siguiente objetivo era Finlandia, cuya frontera estaba situada a 30 kilómetros de
Leningrado. Pero Finlandia, país medio báltico medio escandinavo, había sabido, mejor
que peor, desembarazarse del diktat ruso. Había sido provincia zarista, pero logró
conservar sus libertades políticas y sus privilegios militares. Los finlandeses, orgullosos
de su independencia, escuchaban con ira las reivindicaciones de un régimen al que
odiaban sobremanera: los soviéticos pedían una parte del litoral ártico, una base naval y
el retroceso de la frontera para que Leningrado respirase mejor. No era sólo eso: querían
la cesión de una parte del Istmo de Carelia para que Leningrado quedase lejos del
alcance de la artillería finesa. Finlandia, con el agua al cuello, regateó en la negociación:
todo salvo la instalación de una base militar soviética en su territorio soberano. ¿Cómo
podía David oponerse a los deseos de Goliat? Para la prensa comunista, la actitud de
Finlandia representaba un desafío que merecía una inmediata respuesta.
Otra vez la coartada: los guardias fronterizos finlandeses abrieron fuego sobre las
patrullas soviéticas. El 30 de noviembre, la aviación de Stalin atacaba Helsinki y Viipuri.
La Sociedad de Naciones expulsó a la URSS de su seno, pero tal medida no preocupó lo
más mínimo al Kremlin ni logró aplazar sus planes de invasión de Finlandia en 5
puntos en el norte, el centro y el sur. Los finlandeses se mostraron dispuestos a vender
cara su piel. Pronto darían muestras de su heroísmo y de su capacidad de resistencia al
invasor. La Sociedad de Naciones tuvo ese último gesto de fortaleza, el que precede a la
muerte. No tardaría en desaparecer.
En su afán de legitimación, la URSS se buscó un gobierno títere presidido por un
patriota exiliado, un tal Kuusinen, que le serviría de caballo de Troya. Desde entonces,
la historia ha registrado fórmulas parecidas: reúno un gobierno local que sirva a mis
intereses y justifico así la invasión. El último que lo hizo fue el dictador iraquí Sadam
Hussein, que invadió Kuwait llamado por un autodenominado Gobierno de Liberación
Nacional. Una farsa.
Stalin creía que la marcha sobre la capital finesa, Helsinki, sería un camino de rosas.
Faltaba poco para que Kuusinen pudiera entrar en la capital, pero el Kremlin no
contaba con una resistencia que asombraría al mundo. Todo lo que pudo reunir
Helsinki para hacer frente al invasor fueron 33.000 hombres, 60 carros envejecidos y
ciento cincuenta aviones que apenas podían volar. El patriotismo incendió las mentes y
los corazones de los finlandeses de tal modo que se les unieron 300.000 nuevos soldados
que formaron 7 nuevas divisiones y 8 brigadas autónomas. La Línea Mannerheim,
llamada así en homenaje del mariscal, resistía todos los asaltos. Suomi (Finlandia) no se
rendía. Los rusos se estrellaron contra los 65.000 lagos y contra la técnica guerrillera de
los invadidos, que se infiltraban detrás de las líneas enemigas y aniquilaban divisiones
enteras. Los carros soviéticos no podían avanzar bloqueados por la nieve y el bosque
profundo. Con sus esquíes y sus uniformes blancos que les confundían con la nieve, los
soldados finlandeses atacaban y se retiraban, combatían y desaparecían. Por su parte,
los rusos no acababan de entender la situación a la que se enfrentaban: sus jefes les
habían dicho que la Línea Mannerheim caería como un trozo de mantequilla puesto al
sol, que no verían resistencia a su paso; sin embargo, lo que encontraban eran soldados
irreductibles que se alimentaban de leche, que resistían las más bajas temperaturas, que
luchaban por cada palmo de su territorio y que se negaban a rendirse. El soldado ruso
no sabía por qué combatía, era analfabeto, campesino, estaba mal alimentado y peor
mandado. Hasta que el mariscal Timochenko tomó las riendas de la conducción del
ataque y puso en escena a sus tropas escogidas y, lo que quizá era más necesario para
sus planes, llevó el orden a una campaña sin pies ni cabeza. Nada de eso fue suficiente:
ninguna de las cinco ofensivas soviéticas podría alcanzar los objetivos previstos. Louis
Snyder recogió en La guerra las palabras de un testigo presencial: «El desastre ruso
sobrepasó todo lo imaginable. A lo largo de seis kilómetros y medio, la carretera y el
bosque estaban sembrados de cadáveres de hombres y caballos, tanques destrozados,
cocinas de campaña, cureñas, camiones, mapas, libros y prendas de vestir. Los
cadáveres, helados, eran tan duros como madera petrificada, y su tez tenía un color
caoba. Algunos estaban amontonados sin orden ni concierto, como una pila de basura,
cubiertos únicamente por el piadoso manto de la nieve; otros aparecían apoyados en los
árboles o en actitudes grotescas. Congelados, todos permanecían en la postura en que la
muerte les había sorprendido».
Stalin erró en el cálculo. A finales de 1939, ya sabía de qué metal están hechos los
finlandeses. Lo más sobresaliente fue que lo habían logrado solos en su círculo polar y
con la única ayuda de un puñado de voluntarios daneses, noruegos, húngaros y suecos,
menos de mil hombres. Inglaterra y Francia removieron en viejos arsenales restos del
naufragio de la Gran Guerra y encontraron fusiles defectuosos, algunas ametralladoras
y unos pocos aviones fuera de circulación. Los heroicos finlandeses se merecían sin
duda algo mejor. Los aviones que envió la Italia de Mussolini fueron confiscados a su
paso por Alemania. Animados por los éxitos de la resistencia finlandesa, Francia y Gran
Bretaña se prepararon para atacar a la Unión Soviética: todo quedó en el aire, en planes
que eran nuevos tigres de papel. El cuerpo expedicionario de cien mil británicos y
franceses ni siquiera llegó a salir porque Noruega y Suecia temían las represalias rusas.
Como consecuencia de ese temor, negaron el paso al cuerpo expedicionario de
salvamento. A la opinión pública alemana le hubiera gustado echar una mano a los
valientes finlandeses, pero nada podían hacer contra los propósitos de sus gobernantes
nazis, que habían prometido Finlandia a Stalin. En resumen, mucha simpatía pero poca
ayuda práctica: el miedo al riesgo paralizó la capacidad de decisión de aquellos que
podían y debían haber corrido en ayuda de los finlandeses. El comienzo de la II Guerra
Mundial fue una sucesión de cobardías e inhibiciones.
Desconcertado, Stalin envió nuevos contingentes de tropas mejor preparadas y
mejor armadas para romper las defensas de la Línea Mannerheim. Sin ayuda, con las
reservas gastadas y con sus ejércitos agotados, a Finlandia no le quedó otro remedio que
aceptar la paz con la mediación sueca. Stalin se jugaba el prestigio de sus legiones. Su
amor propio se vio herido por la inesperada resistencia finlandesa: debía aprender de
aquella experiencia y negociar una paz que le salvara el honor y la cara. No debía ir más
lejos hasta tentar su suerte: Estados Unidos, que protestaba cada vez con más vigor por
la invasión (las simpatías del presidente Roosevelt estaban del lado de la pequeña
nación de cuatro millones de habitantes), podría plantearse una intervención en
Finlandia. Stalin perdió 200.000 hombres, los finlandeses, 25.000.
El tratado de paz entre la URSS y Finlandia se firmó en la noche del 12 al 13 de
marzo de 1940. La superioridad militar soviética, en una proporción de 50 a 1, dictó
unas condiciones que eran aún más leoninas que las anteriores: Finlandia se vio
obligada a ceder 41,438 kilómetros cuadrados de su territorio; 500.000 habitantes
pasaron, literalmente, a vivir bajo el yugo soviético, porque al conocer la noticia del
nuevo tratado llamado cínicamente «de paz», cogieron sus familias, sus enseres y sus
rebaños y, en un nuevo gesto de dignidad, cruzaron la nueva frontera trazada por los
vencedores y se instalaron en su patria. El Gobierno finés entregó a los soviéticos el
Istmo de Carelia, Vüpuri, las orillas occidental y septentrional del lago Ladoga, las islas
del Golfo, un ringlero de tierras situadas al nordeste de la región de Salla y parte de la
península de Rybachi, además de ceder la península de Hangó durante treinta años. El
parlamento finlandés, desolado, aceptó el tratado el 15 de marzo. Los finlandeses
enterraron a sus héroes y lloraron de rabia.
El cuartel general de Hitler levantó acta del comportamiento del Ejército ruso en su
accidentada invasión de Finlandia: «El instrumento militar era gigantesco; la
organización y el equipo, mediocres; la capacidad de mando, dubitativa; los oficiales,
demasiado jóvenes y sin experiencia; los enlaces y transmisiones, malos; el sistema de
transporte, pésimo; y las tropas, dudosas». O sea, que la nación rusa no era adversario
para un ejército dotado de armas modernas y bien mandado. Parecía una invitación a la
marcha hacia el Este, una tentación, la golosina de las estepas rusas. Hitler confundió
sus deseos con realidades al identificar las carencias y los errores del Ejército Rojo en su
aventura finlandesa. Lo comprobaría en la carne de sus soldados cuando envió a sus
legiones contra la Rusia de Stalin en la «operación Barbarroja»: no era lo mismo invadir
un pequeño país que hacer frente a un ejército que combatía en su terreno y defendía la
sagrada patria. Los rusos supieron portarse como finlandeses.
Finlandia lo había perdido casi todo salvo la independencia. Le tocaba el turno a
Noruega, que Hitler ambicionaba desde hacía tiempo. ¿Podrían los noruegos salvar su
independencia como los finlandeses ante la Unión Soviética? La atención del mundo se
iba a concentrar en el escenario escandinavo, mal protegido por su neutralidad. El
buque-prisión Alttmark, que sobrevivió al desastre del GrafSpeeen el Mar del Plata,
trataba de volver subrepticiamente a Alemania con 299 marinos mercantes ingleses a
bordo como prisioneros. Semanas después, el Alttmark reapareció en un fiordo en aguas
de la neutral Noruega. El capitán del Cossack, Vian, con una fuerza de destructores,
cumplió órdenes de Churchill para cerrar la salida al barco alemán: «Aborde el
Alttmark, libere a los prisioneros y tome posesión del buque». El Cossack acostó junto al
Alttmark y el capitán Vian ordenó zafarrancho de combate: murieron 4 marinos
alemanes y otros 5 resultaron heridos; el resto de la tripulación se rindió al escuchar el
grito de «The Vavu here!» (la Armada aquí). En el sollado encontraron a los prisioneros
británicos. En aquel lugar de la costa en el que fondeó el Alttmark y donde fue abordado
por el capitán Vian, los alemanes erigieron un monumento: «Aquí, el 16 de febrero de
1940, el Alttmark fue abordado por los piratas del mar británicos». Churchill lo
interpretó de otra manera mientras cenaba con el alcalde de Londres: «En nuestro
oscuro y frío invierno —dijo—, esta victoria brillante viene a reconfortar el corazón
británico». No era como para echar las campanas al vuelo. La guerra en el mar no había
hecho sino empezar. La neutralidad de Noruega no sobreviviría a las violaciones del
Cossack ni, sobre todo, a las apetencias alemanas. Para los planes de Francia e Inglaterra,
Narvik era el punto de defensa. Si habían intervenido en Petsamo, lo harían en Narvik,
el puerto desde el que se cargaba el mineral de hierro sueco con destino a Alemania.
Hacía tiempo que el almirante de Hitler, Raeder, reclamaba la ocupación de la costa
noruega. Le había presentado a su Führer a un ex ministro noruego, llamado Quisling,
dispuesto a pedir a los nazis que intervinieran en su patria para crear un régimen
nacionalsocialista. Quisling ha pasado a la historia universal de la infamia como
sinónimo de traidor a la patria al servicio de una potencia extranjera. Hitler tenía la
cabeza puesta en la invasión de Francia, pero aceptó al fin el plan propuesto por
Raeder.
La tarea de conquistar Noruega le fue encomendada a un comandante general del 21
Cuerpo de Ejército con base en Coblenza llamado Falnkerhorst, que se puso a trabajar
sobre el mapa y los datos del Baedeker para cumplir con su cometido y obtener nuevos
laureles. Mientras tanto, la paz entre Finlandia y la Unión Soviética dejó sin efecto la
idea del desembarco aliado en el puerto de Narvik. En Francia, el Partido Comunista
trabajaba a favor de Hitler, que había firmado un pacto de no agresión con Stalin. Era
una nación inquieta que no vivía ni en la guerra ni en la paz, y que aguardaba
acontecimientos asustada por los desastres de la I Guerra Mundial. Francia pagó más
que nadie por haber sido el primero y el más duro de los teatros de operaciones. Se
abrieron sospechosas brechas en el patriotismo francés y lo mismo ocurrió en Inglaterra,
donde la ley del servicio militar tan sólo se aplicaba a los solteros. La confusión fue de
tal naturaleza que un prestigioso diario de Londres no se recató en escribir: «Los
jóvenes nazis de Alemania son nuestro baluarte contra el comunismo». Se respiraba un
aire de derrotismo en los dos países. Los ingleses descubrieron la realidad y volvieron a
ella bajo las bombas alemanas; los franceses eligieron por estrecho margen de votos a
Paul Reynaud, considerado como el «Churchill francés», lo que da idea de la imagen de
división del país.
El plan de Hitler estaba decidido y en marcha: ocuparía Dinamarca, desembarcaría
en Oslo y otras ciudades noruegas. El almirante Raeder, consciente de los peligros que
entrañaba una operación de esta envergadura en puntos tan septentrionales, cambió de
idea a última hora y así se lo hizo saber a su Führer. Le aconsejaba el desembarco en
Noruega después de la conquista de Francia. Hitler ni quiso ni pudo volverse atrás. El
17 de marzo, 2 trenes estacionados en paralelo en la misma vía de la pequeña estación
ferroviaria del Brennero llevaban a bordo a Hitler y Mussolini. Era la primera entrevista
entre los 2 dictadores desde el comienzo de la guerra. Hitler quería convencer
definitivamente al Duce de la oportunidad de la guerra. Sus armas eran impresionantes,
su ejército estaba en pie de guerra con 207 divisiones. Trataba de vencer las últimas
resistencias y escrúpulos de Mussolini: nada ni nadie podían oponerse a los planes del
Tercer Reich.
MUSSOLINI
Benito Mussolini mantenía algunas reservas sobre la idea de una guerra en el Oeste. El
jefe del Partido Fascista, hijo de una familia de origen obrero y con carné del Partido
Socialista y director de Avanti, había apoyado la entrada de Italia en la I Guerra
Mundial, en la que sirvió durante un corto período de tiempo para editar después el
diario Il Popolo d’Italia. Encargado por el rey Víctor Manuel III de formar gobierno,
obtuvo de esa manera los frutos de la marcha de sus «camisas negras» sobre Roma. En
1928 había eliminado ya todos los partidos políticos para reunir en el Gran Consejo
Fascista a los privilegiados de un régimen que se hacía pasar por corporativista.
«Autoridad —dijo—, eso es lo que necesitan los pueblos pobres». En el fondo,
Mussolini estaba sediento de gloria, una gloria que sólo podía conseguir en el campo de
batalla, de ahí que hablara con entusiasmo de sus «8 millones de bayonetas». Se
consideraba «el animal más inteligente de la escala zoológica». Para emular al canciller
alemán, Mussolini olvidó sus compromisos con Austria y sus lazos con Polonia y
Hungría para someterse así a la política de hechos consumados de Hitler. Introdujo el
antisemitismo en el lenguaje fascista. En 1937 formó un eje con Alemania para
demostrar a su pueblo que no estaba solo y aislado en el mundo. Era de sentimientos
antialemanes y, al principio, Hitler le pareció un fantoche, un hombre confuso, un
pagano, un nieto de Atila, un charlatán, «un degenerado sexual», más testarudo que
inteligente. «Yo —afirmó— soy más inteligente que Hitler». Mussolini cambió pronto
de idea: estaba ansioso de triunfos en la escena internacional. En 1936 invadió Etiopía,
después se unió a Hitler —a quien llamó «corazón de acero»— en el envío de tropas y
material bélico durante la Guerra Civil española. «Hoy, 29 de agosto de 1938 —aseguró
Mussolini—, profetizo la derrota de Franco. Este hombre no sabe o no quiere hacer la
guerra: los rojos saben luchar, Franco, no. Le falta el concepto sintético de la guerra. Su
objetivo es siempre el terreno, nunca el enemigo».
Mussolini mostró su desilusión hacia Franco, al que conoció en Bordighera, en 1941:
«España nos costó no sólo grandes sacrificios de sangre, sino 12 millones de liras;
Franco sólo me devolvió la mitad. España ha sido muy ingrata. Sin la ayuda italiana,
Franco no hubiera resistido a los rojos». Franco le dijo a su primo, el teniente general
Salgado-Araujo: «España pagó todas sus deudas». Mussolini creía que por cada cien
gotas de la sangre que corría en las venas de los españoles, noventa y nueve eran de
sangre negra. Como se recoge en el libro de Franco Salgado-Araujo Mis conversaciones
privadas con Franco, el caudillo español dijo que Mussolini era «una persona ponderada
y de gran patriotismo. Se diferenciaba de la exaltación e irreflexión del Führer. Su error
fue creer que la guerra estaba ganada cuando Alemania se apoderó de Francia en 1940.
Temió llegar tarde al disfrute de la victoria».
El Duce invadió Egipto, Albania y Grecia, y declaró la guerra a Francia e Inglaterra
después de la invasión de Francia por las tropas de la Wehrmacht. A partir de ahí
declinó su buena estrella: los aliados invadieron Sicilia, fue hecho prisionero en el Gran
Sasso, fundó la república de Saló donde intentó volver a sus ideas de izquierda
renegando del rey, de los aristócratas y los capitalistas; fue detenido cuando huía a
Suiza con su amante Claretta Petacci y terminó colgado boca abajo junto a ella en la
plaza Loreto de Milán. «Te adoro, pequeña Claretta, eres la parte más hermosa de mi vida, eres
mi alma, mi primavera, mi juventud. Te necesito, necesito tu amor fresco, bueno, tempestuoso,
absoluto».
A pesar de los numerosos embrollos en los que le metió, Hitler guardó siempre
afecto y comprensión por Mussolini y perdonó sus errores. Le profesó hasta el final una
comprensión sin desfallecimiento. Lo liberó de la prisión de los Abruzos a la que le
envió el mariscal Badoglio por medio de Otto Skorzeny, aquel gigantón de la cara
cortada al que uno veía cabalgar temprano por las mañanas frente a las pistas del Real
Automóvil Club de Madrid. Cuenta Albert Speer en sus Memorias que, después de uno
de sus primeros encuentros, Hitler se vio en la obligación de dedicar un monumento al
Duce. La plaza Adolf Hitler de Berlín no le gustaba demasiado. Le parecía desfigurada
por los «modernos» edificios de la República de Weimar. «La vamos a bautizar con el
nombre de Mussolini Platz. Creo que es un honor para el Duce que le ceda mi propia
plaza en Berlín». El hijo del herrero y de la maestra de Predappio en la Emilia-Romagna
fue el primero en utilizar el cine como arma política y cautivó a aristócratas como el
primer ministro inglés Chamberlain, quien le enviaba felicitaciones de Navidad y cuyo
hermano pasaba las vacaciones con el Duce y su familia. También Churchill lo conoció
en Roma antes de la guerra: «Nos hicimos muy amigos —escribió Mussolini—, y
cuando lo acompañé a la estación de Roma para despedirle, me dijo: “Dé por hecho,
Duce, que si yo fuera italiano, sería también fascista”».
Mussolini, que consideraba a Julio César la figura histórica más importante después
de Cristo, quiso pasar a la historia como un gran estadista y como el gran pacificador.
Fue quien propuso la conferencia de Munich en 1938 y, cuando los alemanes aprobaron
el documento que había preparado como árbitro imparcial, se lo pasó a Chamberlain
como si nadie lo hubiera visto aún. El primer ministro británico dio su consentimiento.
Mussolini aguantó hasta que Hitler invadió Francia. Contra la opinión del Rey, de sus
generales y de su ministro de Exteriores Ciano (a quien ejecutaría en las postrimerías
del conflicto mundial), se inclinó por la guerra al lado del Führer. «Si no voy ahora a la
guerra, antes de que Francia se venga abajo —reflexionó—, corro el peligro de perder el barco».
Cuando las cosas empezaron a ir mal, Mussolini echó la culpa a los demás. «Yo era el
único pacifista», dijo.
A Hitler le tocó arreglar los platos rotos por Mussolini en su invasión de Grecia y en
sus aventuras por el norte de Africa, donde sus divisiones, la caricatura de un ejército,
se perdieron entre las dunas del desierto. Mussolini, amigo de los gestos espectaculares
(grandilocuencia operística), corrió a ver a Hitler herido, con la mano izquierda
semiparalizada después del atentado del 20 de julio de 1944. Saltó del tren y, al
acercarse Hitler, le rodeó con su brazo y pronunció una de sus frases de la guerra:
«Bueno, después de todo, no está tan mal, me tiene a su lado». Ya no volvieron a verse más.
Aquel 17 marzo de 1940, en el paso del Brennero, Hitler le hizo a Mussolini una
impresionante demostración gráfica de su fuerza: mapas, fotografías, documentos sobre
la reciente campaña de Polonia, un resumen de las nuevas tácticas y las nuevas armas,
una exposición de la superioridad moral y material del nacionalsocialismo sobre
cualquier otro régimen. Mussolini entró en un estado de excitación. El Führer le
convenció por completo. «Italia, le digo, no puede sostener una larga guerra, pero creo,
como usted —le dijo a Hitler—, que la suerte de Francia está echada. Mi decisión esta
>tomada… me comprende, Führer…».
Adolf Hitler, el rayo de la guerra, volvió de la entrevista con Mussolini en el
Brennero lleno de energía, vitalidad y entusiasmo. Así lo hizo constar el general Alfred
Jodl, jefe de Operaciones de la OKW, en sus Memorias: «Nada más llegar, puso manos a
la nueva obra: el desembarco en Noruega. Se ocupó de todos los detalles, reunió a sus
jefes militares, señaló en un mapa el desarrollo de las operaciones. Era el 1 de abril y no
había tiempo que perder. Fijó para el desembarco la fecha del 9 de ese mes y encargó
que la Tercera División de Montaña y las divisiones de Infantería 169 y 196 formaran la
primera oleada, la Segunda División de Montaña y las divisiones de Infantería 181 y 214
seguirían como refuerzo».
NORUEGA
Mientras zarpaban los 3 destructores con destino a Narvik, sin que los servicios de
inteligencia aliados advirtieran nada, Chamberlain pronunciaba estas palabras en una
reunión de jóvenes conservadores de Londres: «Mr. Hitler is a man who has missed the
bus». (Hitler ha perdido el autobús). A las 5 de la mañana del 9 de abril, el ministro
plenipotenciario de Alemania en Oslo entregó una nota al ministro de Asuntos
Exteriores, Dr. Koht, en la que le pedía la inmediata rendición de Noruega porque,
según decía, los aliados estaban a punto de apoderarse de la nación escandinava. Era un
burdo pretexto. El doctor Koht rechazó la nota. Pocas horas después, la Luftwaffe
bombardeaba Noruega.
El día anterior, el mariscal Goering había anunciado que Alemania «debía asestar un
golpe decisivo en Occidente». Hitler estaba radiante. El éxito de la campaña de Polonia
representaba un punto de inflexión: la indiferencia del pueblo alemán o su inquietud se
habían trocado en claro apoyo. La idea de Hitler era ocupar los países escandinavos
para «defenderlos» de los aliados. Dio orden de que cortaran las comunicaciones de
Dinamarca con el exterior. Era el primer paso para la invasión. Fue un paseo militar,
porque Dinamarca no podía defenderse. Las tropas nazis llegaron sin resistencia hasta
Copenhague. El rey Cristián X nada pudo hacer ante la arrolladora irrupción de los
alemanes, salvo pedir a su pueblo «una actitud tranquila y digna» y, eso sí, pasearse
años después desafiante, erguido en su caballo y con la estrella amarilla de los judíos
por las calles de Copenhague.
Los corresponsales en Berlín se hicieron eco en marzo de 1940 de los preparativos de
Hitler para invadir Escandinavia. Estaban mejor informados que los servicios de
espionaje aliados, y más alerta sobre las consecuencias que los propios daneses o
noruegos. William L. Shirer, autor de uno de los libros más lúcidos sobre la Alemania
del Hitler, Rise and fall of the Third Reich, informaba por aquellos días desde Berlín: «Hay
aquí quien cree que la guerra puede extenderse aún a Escandinavia. Hoy se ha recibido
en Berlín la noticia de que la semana pasada una flotilla formada al menos por 9
destructores británicos se concentró frente a la costa noruega. Efectuaron disparos de
advertencia contra mercantes alemanes, que transportaban mineral de hierro. Desde
aquí, parece como si los neutrales, especialmente los países escandinavos, no vayan a
poder librarse de participar en el conflicto». Nadie se libraría, porque Hitler necesitaba,
aparte de las materias primas (el hierro sueco), ocupar la gran fachada occidental de
Noruega para aumentar la presión estratégica sobre su más resistente enemigo: una vez
vencido el país nórdico, sus costas servirían como refugio para la kriegsmarine (marina
de guerra) y como trampolín para las lufflotten (flotas de aviones) que bombardearían
Inglaterra.
A las potencias aliadas les asombró y consternó la audacia de Hitler, que se permitió
la invasión simultánea de Dinamarca y Noruega sin tener en cuenta la superioridad
naval británica. Al final del día, las tropas del Tercer Reich ocupaban Oslo. De nada
valió la presencia de buques de guerra británicos que procedían a colocar minas en la
costa noruega. Churchill afirmó en los Comunes que el desembarco era una buena
noticia: «Tendrán que combatir para guardar esas costas. Nuestra superioridad naval es
evidente y podremos trasladar fuerzas al teatro de operaciones más fácilmente que
ellos». Era una forma de darse ánimos. No hubo, no podía haber desplazamiento de los
barcos necesarios ni un sustancial movimiento de tropas. Las que se encontraban allí
fueron evacuadas, y las de Narvik, retiradas un mes después ante el calibre de la
ofensiva alemana. La documentación descubierta en la posguerra permite pensar, según
Liddell Hart, que a pesar de su ausencia de escrúpulos, Hitler hubiera preferido
conservar la neutralidad de Noruega. No tenía la intención de invadirla de no haber
sido por los signos evidentes que mostraban que los aliados preparaban una acción
hostil en ese sector.
Churchill reconoce en sus Memorias de la guerra que el 19 de septiembre de 1939
presentó al Gobierno un plan para la colocación de minas en aguas territoriales
noruegas con objeto de sabotear el transporte de mineral de hierro de Suecia a Narvik.
Su intención era paralizar la industria de guerra enemiga. Una medida así se pensó
durante la I Guerra Mundial, pero fue descartada porque las consecuencias hubieran
sido graves para Noruega. El Gobierno británico de 1939, que aceptó el plan de
Churchill, tenía menos escrúpulos frente a una pequeña nación indefensa y neutral.
«Ganamos más que perdemos con el ataque alemán a Escandinavia», afirmó Churchill.
No tenía en cuenta los sufrimientos que esa invasión causaría a los pueblos de
Dinamarca y Noruega. La reproducción de la entrevista entre Quisling, el ex ministro
de Defensa de Noruega que buscaba un régimen nazi para su país, e Hitler revela que
este último se mostraba partidario de la neutralidad de Noruega y temía una extensión
del conflicto. Quien sí tenía un plan para la invasión de las costas noruegas era el
comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas, el general Gamelin. Mientras
tanto, Churchill, en discursos incendiarios a través de la radio, invitaba a los no
alineados a abandonar su neutralidad para luchar todos juntos contra Hitler. Cuando el
frente finlandés se derrumbó, ya no había razón para enviar un cuerpo expedicionario a
Narvik y otras ciudades noruegas. Ese envío se retrasó tres días. Los alemanes se
adelantaron a los aliados en su desembarco en Noruega. Liddell Hart describe como
«una de las más hermosas hipocresías de la historia» la acusación aliada en el curso del
proceso de Nuremberg a los jerarcas nazis en torno a Noruega. «La preparación y la
ejecución de la agresión alemana contra Noruega era pura hipocresía, cuando esa
misma acusación pudo haberse hecho contra los gobiernos inglés y francés, que lo
tenían todo a punto pero que llegaron tarde».
Los expertos en esta campaña apuntan los escasos medios de los que los alemanes se
sirvieron para desembarcar en Noruega. Fue la primera vez que se lanzaron efectivos
en paracaídas. En ningún punto desembarcaron más de dos mil hombres. Sin embargo,
fue determinante la presencia de la Luftwaffe, que paralizó al enemigo y disuadió a los
aliados. El grueso de las fuerzas navales británicas no hizo nada por detener a los
buques de guerra alemanes, pero las flotillas de destructores ingleses, al mando del
captain Warburton-Lee, lucharon eficaz y tenazmente contra las unidades alemanas
emboscadas en los fiordos. Doce destructores, diezx de ellos alemanes, resultaron
hundidos. Warburton-Lee se hundió con su buque, el Hardy, y recibió, a título postumo,
la Cruz de la Victoria. Churchill no llegó a creerse, a pesar de la evidencia, los informes
de sus aviones de reconocimiento: la flota alemana se dirigía hacia las costas noruegas.
La respuesta británica fue el silencio. Ni siquiera forzaron el traslado del cuerpo
expedicionario a Noruega cuando se detectó la salida de los cruceros de batalla
germanos.
Tampoco el ejército noruego opuso resistencia al invasor, salvo en casos aislados. Ni
siquiera se dio la orden de movilización. El Gobierno noruego parecía más preocupado
por los aliados, que sembraban minas en sus costas, que por los ejércitos del Tercer
Reich. Su capacidad de combate era casi nula: podían haberse enfrentado con algún
éxito a las débiles (en número) unidades nazis, pero guarniciones enteras se entregaron
sin disparar un solo tiro. Así ocurrió en Narvik, donde tan sólo los guardacostas
presentaron batalla. El crucero Blucher, en el que viajaba parte del Estado Mayor
Alemán, fue torpedeado y hundido por las baterías de costa de la fortaleza de
Oscarborg. Así salvaron los noruegos su honor. Oslo fue tomada por pocos hombres al
paso de la oca. El Rey y el Gobierno tuvieron el tiempo suficiente como para huir hacia
el norte. La guerra relámpago demostró otra vez sus bondades: nri daneses ni noruegos
fueron capaces de reaccionar. No tenían experiencia en la guerra. Ni siquiera pudieron
resistir hasta que llegara la nieve para obstaculizar los avances alemanes. La aviación de
Goering hizo el resto.
El contraataque aliado con desembarco de tropas en varios puntos con la idea de
tomar Trondheim estuvo cuajado de imponderables. Dos de los jefes militares previstos
para la operación quedaron fuera de combate antes de unirse a sus tropas. Después,
preocupados por los riesgos de la operación de ataque en forma de tenaza sobre
Trondheim, cambiaron súbitamente de planes. Los alemanes eran 2000, los aliados,
13.000, pero el destacamento aliado se comportó sobre el terreno nevado peor que el
enemigo. Sin apoyo aéreo y hostigado desde el aire por la Luftwaffe, el destacamento
aliado pidió la evacuación y dejó el centro y el sur de Noruega a merced del enemigo.
Quedaba Narvik. El 7 de junio, cuando las tropas alemanas penetraban ya de manera
profunda en territorio francés, el cuerpo expedicionario aliado en Narvik recibió la
orden de evacuación. Nada pintaban allí.
La campaña aliada en Noruega estuvo plagada de errores. Franceses y británicos no
se llevaban bien, la dirección de la campaña fue timorata, falta de imaginación,
demasiado prudente, lenta y sin reflejos. Aprovechó mal la superioridad numérica en
determinados puntos. Es cierto que el mal tiempo dificultó las operaciones del cuerpo
expedicionario aliado y que la aviación alemana y las escuadrillas de Messerschmitts
mellaron sus columnas, pero el comportamiento sobre el terreno de las tropas del
general Falkerhorst fue muy superior, sacó mejor provecho de la geografía y de la
meteorología. Fue en el mar donde los alemanes sufrieron mayores pérdidas.
El quintacolumnista Vidkum Quisling se instaló en el poder en Oslo. El rey Haakon
VII, perseguido por los aviones alemanes, logró escapar a Inglaterra, donde formó su
Gobierno en el exilio. Quisling, depuesto de su cargo durante un tiempo porque no
consiguió convencer a sus compatriotas para que se sumaran al Nuevo Orden, volvió a
Oslo con plenos poderes. Hasta su ejecución por un piquete noruego, Quisling gobernó
durante 5 años. Había tenido la habilidad suficiente como para preparar el terreno a la
invasión. Colocó a simpatizantes nazis en puestos clave de la Administración y el
Ejército. Ese fue el trabajo de la quinta columna.
«La fortuna se ha mostrado muy cruel con nosotros», afirmó Churchill cuando el
cuerpo expedicionario británico se vio obligado a abandonar suelo noruego después de
tomar Narvik, abrumado por la superioridad numérica del enemigo y su dominio
absoluto del aire. Tampoco en Trondheim se cubrieron de gloria: franceses y británicos
escaparon bajo las bombas, abandonaron sus armas y perdieron varios navios. Se
demostró que el dominio del mar no servía de nada sin el dominio del cielo. Un año y
medio después, Londres no había aprendido la lección cuando perdió el Repulse y el
Prince of Wales frente a las costas malayas por falta de cobertura aérea. Hitler sonreía
feliz en su nido del águila de Berchtesgaden. La conquista de Noruega demostró la
eficacia de sus legiones ante el asombro de los aliados: le entregaron bases
estratégicamente situadas y materias primas, oro, reservas de leche, pescado y
minerales para sus futuras empresas. Menos mal que la flota mercante noruega, la
cuarta del mundo, consiguió refugiarse en los puertos británicos, donde contribuyó al
abastecimiento de las islas.
En Noruega, la fortuna ayudó a los audaces. Alejados de sus bases, a 2000
kilómetros del Elba, las fuerzas alemanas se implantaron con solidez en territorio
noruego. La fuerza expedicionaria aliada no logró romper sus líneas de comunicación y
aprovisionamiento. La resistencia noruega fue más efectiva después de cesar los
combates, cuando había ya perdido la independencia. Los alemanes cometieron el error
de mantener a Quisling, el vendepatrias, hombre odiado, vanidoso y estúpido. Otro
aspecto negativo de la campaña noruega fue la pérdida de importantes efectivos de la
flota alemana de superficie. Se había quedado sin el poder naval suficiente como para
intentar el asalto a Inglaterra.
Esa noche, Churchill se acostó a las 3, cansado y feliz. Recibía en herencia el caos, la
vacilación, la falta de liderazgo: «Me sentía —diría luego— como si marchara con el
destino. Toda mi pasada vida había sido una preparación para esta hora y para esta
prueba. Creía saber lo que me esperaba y estaba seguro de no defraudar. Aunque
impaciente porque llegara el amanecer, dormí como un bendito sin necesidad de sueños
alegres. Los hechos son mejores que los sueños».
Chamberlain se despidió en un discurso radiodifundido: «Debemos ayudar con
todas nuestras fuerzas al nuevo Gobierno[…] y debemos luchar hasta que esta bestia
salvaje que ha salido de su cubil para atacarnos sea al final aniquilada». Salía
Chamberlain, entraba Churchill. El nuevo primer ministro incluyó a los laboristas en su
Gobierno, entre ellos a los dos jefes de fila de la oposición, Clement Attlee y Ernest
Bevin. Al propietario de periódicos lord Beaverbrook le encargó el Ministerio de
Aviación: debería ponerse de inmediato a fabricar aviones.
Winston Churchill era un orador sin rival, poderoso, con sentido de la historia,
mordaz cuando hacía falta, enérgico, capaz de aceptar el desafío. En su primer discurso
ante la Cámara de los Comunes afirmó lo siguiente: «Sólo puedo ofrecer sangre, esfuerzo,
sudor y lágrimas. Nos espera una prueba en verdad terrible. Se extienden ante nosotros muchos
meses, meses muy largos de lucha y sufrimiento. Os preguntaréis: ¿cuál es nuestra política? Y
yo os respondo: es hacer la guerra por mar, tierra y aire, con todo nuestro poder y todas las
fuerzas que Dios pueda darnos; hacer la guerra contra una monstruosa tiranía, jamás
superada en el tenebroso y lamentable catálogo de los crímenes humanos. Esta es
nuestra política. Y también os preguntaréis: ¿cuál es nuestro objetivo? Os puedo
responder con una sola palabra: nuestro objetivo es la victoria, a toda costa, a pesar de
todo el terror, por largo y por duro que sea el camino; pues sin victoria no hay
supervivencia ni salvación».
Capítulo tres
Hacia el Oeste
La fecha fue el 10 mayo de 1940: los alemanes entraban en los Países Bajos, condenados
por la geografía. Bélgica y Holanda se abrían en el sendero de la Wehrmacht. Su
neutralidad no les sirvió de nada. El Grupo B cruzó la frontera mientras la aviación de
Goering atacaba los aeropuertos holandeses. Los paracaidistas y los panzer (tanques)
hallaron poca resistencia a su paso. El plan preveía el control del frente entre Suiza y
Luxemburgo, un papel pasivo, para el Grupo C (19 divisiones al mando de von Leeb); el
activo les quedaba reservado al Grupo B de von Bock y al A de von Rundstedt.
Las órdenes eran claras: el Grupo B debía penetrar a toda velocidad en Holanda y
romper en acción rápida, de relámpago, las defensas de la frontera belga. Los
paracaidistas del general Student y los planeadores del general Sponeck caerían del
cielo sobre aeródromos y autopistas y ocuparían los puentes sobre el Mosa y el Rin. Los
informes meteorológicos habían retrasado algo esta rabiosa ofensiva hacia el Oeste.
Hitler no deseaba ya más aplazamientos. «El día 9 —escribió Cartier— a las 16.48, el
tren especial del Führer sale de Berlín y llega antes del amanecer a Euskirchen. Es un día
negro, húmedo y frío. Las columnas de infantería atraviesan en silencio la aldea. El
ascenso al Felsennest, uno de los puestos de mando preparados por el señor de la
guerra, cuesta media hora. Cuando Hitler y sus 14 oficiales del OKW (Alto Mando)
llegan al grupo de fortines diseminados por el bosque, el sol se eleva por encima de los
negros bosques cubiertos de bruma. Hace algunos minutos que ha comenzado la
ofensiva del Oeste».
Los tres países invadidos, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, en los que Hitler infiltró
tropas la víspera, se convirtieron «en la avenida para la victoria» sobre Francia y una
base costera desde la que poder derrotar a Inglaterra. Era el primer paso para la derrota
del Oeste, para saltar luego al Este. El pacto con la URSS le permitió al Tercer Reich
dedicarse por entero a su campaña de invasión de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y
Francia. Los problemas meteorológicos y las dudas habían retrasado esa ofensiva 29
veces. Esos 7 meses hicieron posible que el ejército alemán analizara la campaña de
Polonia para corregir defectos y comprobar determinadas tácticas.
Que Hitler fuera a invadir Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia era el «secreto
de Polichinela». El 10 de enero, el ruido de los motores de un avión en vuelo rasante
sobre las copas de los árboles despertó a los soldados belgas en la frontera cercana a
Mechelen. El río estaba helado. El avión cayó sobre los árboles, perdió las 2 alas y el
motor se empotró en un hayedo. Cuando los soldados llegaron al lugar del accidente, se
encontraron con que uno de los tripulantes, cubierto con un capote gris, quemaba
documentos. Los soldados belgas dispararon al aire, detuvieron al hombre y apagaron
los papeles. Era el comandante Reinberger de la Séptima de Paracaidistas, que violando
todas las normas de seguridad alemanas había utilizado un avión de enlace para volver
a Colonia. El aparato se perdió entre la niebla y, corto de combustible, aterrizó donde
pudo. Los documentos no eran otros que el plan de invasión por las Ardenas belgas con
lanzamiento de paracaidistas sobre los ríos Mosa y Sambre. En los papeles no figuraban
los planos del «Día D», pero los belgas, que examinaron con lupa los documentos, se
convencieron de que estaba al caer. Mientras los alemanes estudiaban a conciencia su
campaña de Polonia, los aliados no sabían cómo hacer frente a la eventualidad de un
ataque para salvar a los Países Bajos. Los franceses confiaban en exceso en la Línea
Maginot. No acababan de enterarse de los estragos que podía causar la diabólica
combinación de aviación y blindados que correría por las llanuras belgas, hechas a la
medida de los panzer.
En lugar de curarse en salud y lanzar un ataque preventivo, los aliados prefirieron
esperar cruzados de brazos. Bien es verdad que Bélgica y Holanda, como naciones
neutrales, confiaban en el paraguas protector de la neutralidad y se negaron a que las
tropas aliadas tomaran posiciones en su territorio. Tendrían por lo tanto que esperar el
ataque, ya que tanto Bélgica, que disponía de un ejército considerable, como Holanda se
negaron en redondo, salvo algún secreto intercambio de información para coordinar sus
esfuerzos para cuando llegaran el «Día D» y la «Hora H». La ventaja militar es para los
que atacan sin contemplaciones de ningún tipo. La derrota ronda a los que vacilan, que,
en este caso, se agarraban a una neutralidad que no tenía ya ningún valor. Tampoco los
planes previstos por el general Gamelin y el Cuerpo Expedicionario británico asentado
en el continente resultaron un prodigio de imaginación. La Wehrmacht iba a poder con
todos: holandeses, belgas, franceses y británicos. El general Gamelin cometió varios
errores, entre ellos concentrar el grueso de sus tropas a lo largo de la Línea Maginot sin
dejar fuerzas de reserva.
La aviación aliada fue incapaz de destruir los puentes previstos para el avance
alemán. Los aeródromos se encontraban alejados de los puntos de ataque y, en general,
el mando conjunto franco-británico estaba mal coordinado. Se ha echado en cara a los
británicos que no quisieran utilizar sus reservas de bombarderos en la campaña del 10
de mayo. El historiador Gerhard L. Weinberg salva a Londres de esa responsabilidad:
de haberlos puesto en la batalla, los ingleses hubieran perdido unos aviones que
necesitarían para la evacuación de Dunquerque y para la batalla de Inglaterra. La
campaña de invasión del 10 de mayo se había previsto hasta los últimos detalles, con
minuciosidad germana. Los paracaidistas alemanes vistieron uniformes del ejército
holandés y la quinta columna hizo el resto. La rapidez era, una vez más, el arma secreta
de la Wehrmacht. La confusión, el estupor y la falta de acoplamiento afectaron de
nuevo al bando aliado. No bastó con que algunas unidades belgas o francesas
combatieran con denuedo. No fue posible el contraataque.
El sucesor de Gamelin como comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas,
Weygand, reconstruyó sus tropas y sus posiciones al Sur. El general von Rundstedt
prefirió no arriesgar sus carros en los terrenos pantanosos de Flandes. Weygand
esperaba refuerzos. ¿De dónde? ¿Cómo? Nada ni nadie podría detener la ofensiva
alemana. La Línea Maginot, la inexpugnable, no sirvió de nada: las fuerzas alemanas la
flanquearon tomándola luego de revés.
Holanda, que se libró de la Gran Guerra, se vio inerme, desamparada, desentrenada
y con un ejército que ni en número ni en preparación estaba a la altura de las
circunstancias; tan sólo le quedaba un arma: la inundación de las tierras con la
destrucción de los diques. Ni las barricadas, los blocaos y casamatas, los obstáculos en
las carreteras, el minado de algunos puentes, retrasaron la incontenible progresión
germana. La Luftwaffe destruyó en tierra a los pocos aviones holandeses. El mariscal
Goering era dueño absoluto del espacio aéreo: el bombardeo de la ciudad de Rotterdam
fue como la destrucción de Guernica para los vascos, una forma de rebajar la moral de
resistencia de los holandeses. Lo habían ensayado en abril de 1937 en la ciudad vasca y,
más tarde, sobre las ciudades polacas. Oleadas sucesivas de Stukas, heraldos del terror
con sus alas silbantes, invento personal de Hitler, dejaron en ruinas el puerto de
Rotterdam. Como Guernica, Rotterdam era una ciudad abierta. Los alemanes se
sirvieron del mortífero bombardeo del puerto holandés —que causó 840 muertos,
aunque la propaganda aliada habló de 30.000— para disuadir a los ingleses: toda ayuda
era inútil. La capitulación del comandante de la plaza de Rotterdam no libró a la ciudad
de su parte del apocalipsis.
Hitler conquistó Holanda en 5 días. El único consuelo para los holandeses y un
símbolo para la resistencia en el futuro fue la huida de la reina Guillermina. Como el
rey Haakon de Noruega, la valerosa Guillermina logró escapar de las garras nazis al
refugiarse en un destructor británico junto con la familia real. A pesar de que la
aviación alemana persiguió al destructor en ruta a toda máquina hacia Inglaterra,
Guillermina pudo ponerse a salvo sin un rasguño: le quedaban sus posesiones, sus
colonias del Extremo Oriente y Suramérica y la voluntad férrea de seguir el combate
hasta la liberación de la patria perdida.
Sobre la pobre Holanda, que perdió cien mil soldados en la batalla y una cuarta
parte de sus fuerzas armadas, cayó el nuevo orden; o sea, la violencia sistemática de los
nazis contra la población civil, la persecución de los judíos holandeses. La «solución
final» estaba ya en embrión. Hitler lo había anunciado en su discurso al Reichstag el 30
de enero de 1939: los judíos de los territorios conquistados en Europa debían ser
exterminados. Las medidas de esterilización y de destrucción de la raza judía habían
entrado en vigor en 1933 en Alemania de acuerdo con el programa de purificación
étnica del nacionalsocialismo. «La noche de los cristales rotos», el ataque a las
propiedades de los ciudadanos judíos (menos del 1 por ciento de la población alemana)
señaló el principio de un holocausto que, por medio de las duchas que lanzaban un gas
desinfectante, el Zyklon B, causaría entre cinco y seis millones de muertos.
ANA FRANK
Los judíos holandeses no se libraron de la terrible venganza. Entre 1942 y 1945, una niña
judía alemana llamada Ana Frank, refugiada en una buhardilla de Amsterdam con su
familia y otras 4 personas, reflejó en su diario el terror de los nazis. «A pesar de todo —
escribió—, creo que los hombres, en el fondo, son buenos. Me resulta imposible edificar
mis esperanzas sobre unos cimientos formados por una amalgama de confusión,
miseria y muerte. Llegará un tiempo en que volveremos a ser personas, y no sólo
judíos». El poeta vallisoletano Jorge Guillén le dedicó a Ana Frank, que murió de tifus a
los 15 años en el campo de extermino de Bergen Belsen 2 meses antes de la liberación,
estos versos de La afirmación humana:
PÁNICO EN FRANCIA
«La batalla que hoy empieza —había dicho Hitler con su acento napoleónico— decidirá
el destino de la nación alemana para los próximos mil años». Poco después, empieza
una versión algo distinta del «Fall Gelb» (el Plan Amarillo). Francia se convierte en un
enorme atasco ante la avalancha alemana. A orillas del Mosa, el general Rommel escribe
a su mujer: «Todo va maravillosamente hasta ahora». La campaña holandesa deja
ruinas humeantes bajo el cielo azul del verano: en Rotterdam son destruidos dos mil
seiscientos edificios. Desde Londres, la reina Guillermina envía este epitafio para las
tumbas de los muertos: «Han caído sobre nosotros la desolación y la inmovilidad de la
muerte, rota sólo por las lágrimas amargas de los que han sobrevivido. La memoria de
ayer es el olvido de hoy. Pido a Dios que otras naciones puedan librarse de esto».
Bélgica no se libraría, ni Luxemburgo, ni Francia.
Es la hora de las balas, de los morteros, de las granadas, de las bombas, no de las
oraciones. O en todo caso, del «reza, pero pásame el fusil». Pocas veces en la historia se
prepararía otra campaña con tal minuciosidad. Hasta se lanzan maniquíes en forma de
paracaidistas para amedrentar al enemigo. En Francia, la Línea Weygand, llamada así
por el nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas, un patriota de 72
años prestigiado en la guerra de 1914-18, capaz de discutir las modernas ideas de De
Gaulle sobre la importancia de los blindados, no resiste la ofensiva alemana. El 3 de
junio, París sufre los primeros bombardeos. El «mejor ejército del mundo» se bate en
retirada en todos los frentes.
El 15 de mayo, el teléfono suena en la mesilla de noche del primer ministro británico
Winston Churchill. Es su colega Paul Reynaud:
—Nos han derrotado —dice el primer ministro francés con voz emocionada, abatida. Churchill guarda
silencio—. Nos han derrotado. Hemos perdido la batalla.
—¿Tan pronto? —responde escéptico el primer ministro.
Así es. Von Rundstedt abre en Sedán una brecha de cerca de 100 kilómetros y, poco
después, rompe los 2 extremos de la Línea Weygand. Es la pagaille, el pánico, la histeria
en las carreteras y en las trincheras. Los soldados franceses arrojan las armas y se unen a
las columnas de refugiados que buscan refugio camino de Burdeos, al sur. El aire del
verano se puebla de gritos, juramentos y lamentaciones, mientras los Heinkels alemanes
ametrallan las carreteras. Los carros de combate alemanes avanzan entre la tolvanera,
sin descanso.
La situación de Francia parece tan desesperada que Winston Churchill decide volar
a París a bordo de un Flamingo. Todavía está Gamelin al frente y es el encargado de
explicar la gravedad del momento, lo que hace sobre un mapa en el que sobresale «el
siniestro bulto de Sedán». «Cuando terminó de hablar —recuerda Churchill en sus
Memorias— se hizo el silencio. Después pregunté: “¿Dónde están las reservas
estratégicas?”, y traduje al francés, que usaba de forma indistinta: “Où est la Masse de
Manoeuvre?” (¿dónde está la masa de maniobra?). El general Gamelin movió la cabeza
y, con una sola palabra, selló la suerte de su patria: “Aucune” (ninguna)».
Algo anonadado, Churchill se acerca a la ventana del Quai d’Orsay. Abajo, en el
jardín, los funcionarios del Gobierno francés apilan documentos sobre hogueras
improvisadas. Francia quema sus archivos. Los nazis están a las puertas de París. Por la
noche, Churchill duerme mal porque su sueño se ve interrumpido por las alarmas
aéreas. El primer ministro inglés toma dos decisiones: el envío de varias escuadrillas de
aviones de combate para tratar de retrasar el avance alemán, y la puesta en marcha de
un plan de retirada del Cuerpo Expedicionario Británico en suelo continental. Nada
puede detener a los panzer. Lord Gort, jefe del BEF, el Cuerpo Expedicionario Británico,
ordena a sus fuerzas que se dirijan al Sur para combatir a los alemanes, pero es en el
Norte donde encontrará la salvación. El brigadier Smyth contempla las granadas
antitanque: «Son unas armas excelentes contra carros no demasiado blindados. Si nos
las hubieran enviado unos meses antes, mis hombres sabrían cómo servirse de ellas».
Cuando las columnas alemanas se encuentran a 56 kilómetros de París, se sabe en la
capital que los italianos de Mussolini se suman al esfuerzo de guerra alemán con el
envío desde la Riviera de 400.000 soldados. Mussolini, orgulloso del «Pacto de Acero» e
impresionado por el imparable avance alemán en Francia, reclama su parte del botín y
de la gloria. Es la puñalada italiana por la espalda. Hitler llega en su tren personal a los
bosques del sur de Colonia y planea la «operación León Marino» para invadir Gran
Bretaña. Está crecido por sus triunfos. Ahora todo le parece al alcance de la mano. El
almirante Raeder hace meses que estudia el plan de asalto a las islas.
Lord Gort, conocido con el apodo de «el Gordito», de cara sonrosada y con la Cruz
Victoria en el pecho, prepara la escapada que salve a las tropas británicas. Ya no tiene
sentido enfrentarse a los alemanes hasta el último cartucho y el último hombre: el que
salva a su ejército podrá seguir el combate al día siguiente. Los primeros tanques
alemanes han alcanzado el mar en Abbeville. En los blancos acantilados de Dover, al
otro lado del Canal de la Mancha, el almirante Ramsay diseña un plan de evacuación de
las fuerzas en la otra orilla: le servirá todo lo que sea capaz de flotar. La resistencia de
los ingleses en torno a Arras significa un paréntesis, un respiro, porque los blindados de
Rommel interrumpen su avance ante el vigor de los ingleses de lord Gort. ¿Un rayo de
esperanza? Churchill viaja de nuevo a París. Weygand es el nuevo comandante en jefe y
Reynaud se ha asegurado el Ministerio de la Guerra. Mientras cruza por el jardín,
Churchill repara en «un oficial de caballería muy alto que pasea como león enjaulado».
Es su futuro íntimo enemigo Charles De Gaulle: el tiempo ha terminado por dar la
razón a sus teorías de la guerra móvil. Weygand propone un nuevo plan que se
desinflará como un globo. De regreso a Londres, Churchill piensa que sólo un milagro
en forma de contraofensiva del ejército francés puede cambiar el signo de la batalla. Los
franceses no dan muestras de retomar la iniciativa.
Lord Gort sabe que la única posibilidad es la evacuación por mar de sus fuerzas, las
únicas que combaten ya en territorio francés. El «Fall Rot» (el Plan Rojo), sucede al
anterior, es el golpe de gracia a través del Somme hacia el corazón de Francia. El cáncer
de la derrota ha carcomido la moral de las tropas francesas. En la Plaza Venecia, Benito
Mussolini, rodeado de un océano de «camisas negras», brazo en alto, entre los gritos
ensordecedores de «Duce! Duce!», se dirige a sus legiones, a los hombres y mujeres de
Italia, del imperio y del reino de Albania: «La hora del destino ha sonado. Ha llegado la
hora de la decisión irrevocable. Ha sido ya entregada una declaración de guerra a los
embajadores de Gran Bretaña y Francia». Así inicia la lucha contra «las democracias
plutocráticas y reaccionarias». El «pueblo útil» contra los «pueblos en decadencia»,
según la jerga mussoliniana. En su discurso en la Universidad de Virginia, el presidente
de Estados Unidos, Roosevelt, pronuncia una de las frases más conocidas de la guerra:
«Este 10 de junio de 1940, la mano que empuñaba la daga la ha clavado en la espalda de
su vecino». Como siempre, Benito Mussolini corre en auxilio del vencedor.
Churchill ya ha perdido a su cuerpo expedicionario que resistía en Calais. «Los ojos
del imperio —ordena al brigadier Nicholson— están pendientes de la defensa de Calais,
y el Gobierno de Su Majestad confía en que usted y su brigada lleven a cabo una hazaña
digna del nombre de Gran Bretaña». Al día siguiente, al anochecer, el primer ministro
repite la dosis: «Cada hora que resistan será de la mayor, ayuda para el Cuerpo
Expedicionario Británico. El Gobierno ha decidido que ustedes deben seguir luchando.
Les hago llegar mi admiración por su gallardía. La evacuación no, repito, no tendrá
lugar». El mensaje no es necesario en la medida en que el brigadier Nicholson ya había
descartado la rendición de sus fuerzas. Están rodeados, les falta agua, les faltan víveres,
están muertos de sueño y, lo que es peor, se les han terminado las municiones. Los
alemanes, reforzados con tropas de refresco, combaten ahora casa por casa en Calais
hasta que la conquistan. Ya sólo queda Dunquerque como vía de escape. Desde el coro
de la Abadía de Westminster, Churchill cree sentir la emoción y el miedo de la
congregación no por los muertos o los heridos o las pérdidas materiales, sino por la
derrota y la ruina final de Gran Bretaña. También en las iglesias y catedrales de Francia,
que se ha quedado sin pulso y sin alma, se reza y se llora. Es una nación desvertebrada.
Nada queda en ella, dividida por las querellas políticas y la imprevisión, del espíritu de
combate, de la furia de la Revolución, de la era napoleónica, del ardor de la Gran
Guerra. Ha sufrido tanto entre 1914 y 1918 que se ha quedado sin fuelle, sin sangre en
las venas. Para colmo de males, no tiene a un Churchill que sea capaz de aglutinar a la
nación en torno a la sangre, al sudor y las lágrimas.
Churchill viaja de nuevo a Francia. No sabe qué hacer para que sus aliados
reaccionen. Va a poner toda su pasión, su verbo encendido, su capacidad de persuasión
en la tarea, pero el derrotismo anida en los corazones franceses. En la última reunión
con Reynaud, con el mariscal Pétain, de 85 años y héroe de Verdún, con el general
Weygand y con De Gaulle, insiste una y otra vez en torno a la mesa del gabinete de
guerra: deben seguir combatiendo cualquiera que sea el costo. El general Weygand se
justifica: «Nuestras tropas combaten día y noche, no tienen comida y están dominadas
por el sueño. Hay que sacudirles el cuerpo por la mañana para que abran fuego. Me he
quedado sin esperanza. No puedo intervenir porque no cuento con reservas. C’est la
dislocation», dice mirando a Churchill. Pétain no pronuncia palabra, De Gaulle fuma un
cigarrillo tras otro, el primer ministro Reynaud sacude la cabeza nerviosamente. Las
huellas de las cadenas de los tanques han roto algo más que sus líneas de defensa y sus
aldeas o sus cinco millones de hombres en uniforme: han roto su voluntad de lucha.
Al día siguiente, Churchill vuela de nuevo a Francia, esta vez a Tours, donde se ha
refugiado el Gobierno. El Flamingo de Churchill tiene que sortear los cráteres causados
en el aeropuerto de la ciudad por las bombas alemanas. No ha venido nadie a recogerle.
Si su visión de París ha sido la de una ciudad semivacía, fúnebre, como a la espera de la
muerte, sin circulación en las calles, Tours se le aparece mortecina y derrotada de
antemano. Churchill no se deja impresionar por las circunstancias: va a poner de nuevo
sus argumentos sobre la mesa de la prefectura de Tours. Hay que resistir, hay que
recurrir a la guerra de guerrillas, hay que mantener del lado aliado las colonias
norteafricanas de Francia.
Churchill quiere a Francia. Entona un mea culpa: «No puedo olvidar que, con sus 48
millones de habitantes, Gran Bretaña no ha sido capaz de ayudar más a Francia en su
lucha contra Alemania; 9 décimas partes de la carnicería, el 99% del sufrimiento, ha
caído sohre Francia y sólo sobre Francia». El jefe del gabinete del primer ministro, lord
Ismay, explicaría más tarde el estado de ánimo de Churchill: «Su amor por Francia y el
pueblo francés eran auténticos. Por eso se sentía triste, porque no pudiéramos ayudar
más». Weygand reconoce que el fin está ya cerca. Después de una larga pausa,
Churchill habla así: «Si pensáis que en medio de la agonía de Francia lo mejor es que su
ejército capitule, hacedlo, a nosotros nos trae sin cuidado vuestra rendición, porque
estamos decididos a combatir hasta el final. Forever, and euer, and ever». Al salir,
Churchill se encuentra con De Gaulle apoyado en la jamba de la puerta. «L’homme du
destín» (el hombre del destino), De Gaulle, no pestañea, frío como un témpano.
Cuando Churchill vuelve al aeropuerto de Tours, los Hurricanes que lo escoltan
calientan motores. El primer ministro se duerme con un antifaz en los ojos. Al aterrizar
en Londres, uno de los pilotos de los Hurricanes, Tony Bartley, ve cómo un mecánico
abre la caja de los paracaídas donde guarda unas botellas de coñac francés. Churchill,
según cuentan Jack Levine y John Lord en The valiant years, se lleva la mano al bolso de
su abrigo y saca una botella de coñac francés: «He tenido la misma idea». El viaje no ha
sido en balde. Al día siguiente, los alemanes entran en París.
Con su proverbial tenacidad, Winston Churchill intenta 48 horas después una oferta
sin igual en la historia, nada menos que una declaración de unión con Francia. Francia y
el Reino Unido serían una sola nación, la Unión en Armas sugerida por uno de los
padres de Europa, Jean Monnet, un sólo pueblo bajo una misma constitución y un
gabinete de guerra. Es demasiado tarde, aunque la oferta no puede ser más generosa.
Weygand dimite y le sucede el mariscal Henri Philippe Omer Pétain, el soldado más
considerado de Francia después de Foch en la I Guerra. Pétain, a quien De Gaulle, que
sirvió en su regimiento durante la 1ª Guerra, conmutaría la sentencia de muerte
después del conflicto por la de cadena perpetua en una isla de Atlántico, la isla de Yeu,
donde murió en 1951 a los 95 años, rechaza la oferta de unión: «Sería como fundirse con
un cadáver». Weygand expresa su punto de vista profesional: «A Inglaterra le retorcerán el
cuello como a una gallina». Ese es el espíritu de los dirigentes franceses. El historiador
Marc Bloch señala que la velocidad y la inteligencia están de la parte alemana. Es un
veredicto no sólo sobre el ejército, sino sobre el sistema francés. «Interpretamos la
guerra en términos de lanzas contra rifles, como en nuestras guerras coloniales. Ahora
los salvajes éramos nosotros», escribe Bloch en La extraña derrota.
Churchill se va a los micrófonos de la BBC, la radio oficial británica, para resumir
una situación que no puede ser más desesperada: «Las noticias que nos llegan de
Francia son muy malas. Nos hemos quedado como unos campeones en armas para
defender la causa del mundo libre. Haremos todo lo que podamos para cumplir con tan
alto honor». Desde Burdeos, el último refugio del Gobierno francés, sale hacia París una
comitiva de diez coches con la bandera blanca de la rendición. La reunión con los
conquistadores alemanes se celebra a las cinco de la tarde, hora del verano en Alemania.
Los alemanes están eufóricos: en 10 meses han conquistado siete naciones.
Ahora es el mariscal Pétain, que se encontraba en Madrid meses antes como
embajador de Francia, quien es llamado a suceder a Reynaud, y habla así por la radio:
«Es inútil continuar luchando contra un enemigo muy superior en número y
armamento. Con el ánimo embargado por el dolor, os digo que debemos cesar la lucha.
He preguntado a nuestro adversario si está dispuesto a firmar con nosotros, como se
hace entre soldados después de la lucha y poniendo a salvo el honor, un documento
que termine con las hostilidades». Pétain, el defaitiste (el derrotista), se rinde sin conocer
siquiera las condiciones del armisticio. Se refugia en su reino de Vichy, junto a las
fuentes del agua mineral, para poner en pie un Estado fascista que colaboraría de
principio a fin con el enemigo. Entre los jóvenes que se hallan a su lado figura uno que
con el tiempo se hará famoso en Francia: François Mitterrand, admirador del anciano
mariscal.
Pétain, mujeriego y comilón, a quien sus «negros» le escribían los libros, se convierte
en el más popular dirigente de Francia después de Napoleón. «Francia es Pétain y
Pétain es Francia», se dice. De Gaulle sería el único que se negase a escribir un libro
para que lo firmara el mariscal. Ocurrió en 1934 y Pétain no se lo perdonaría nunca. La
encuesta de un diario de París en 1935 lo deja claro. Al ser preguntados sobre a quién
desearían tener como dictador, Pétain figura en primer lugar y Laval (a quien
nombraría más tarde presidente del Gobierno) en segundo lugar. Dicen que cada país
tiene los dirigentes que se merece. Franco recomendó a Pétain, embajador en Madrid,
que no viajara a París: «No vaya, mariscal. Usted es el símbolo de Verdún, de la Francia
victoriosa. No una su nombre a lo que otros perdieron».
La venganza era un plato que Hitler servía helado. Los franceses tenían una
vergonzosa cita en un bosque situado a unos 70 kilómetros de París, en Compiegne.
Durante 22 años habían estacionado allí un vagón de tren. Conservaba la mesa en la que
en 1918 el mariscal Foch recibió la capitulación de los ejércitos del Káiser. Hitler nunca
despreciaba la puesta en escena. Lejos de ser generoso en la victoria, el cabo de
infantería de 1918, a quien los gases asfixiantes dejaron ciego durante un tiempo, había
acariciado durante años aquel momento. Volvía atrás una página negra de la historia
alemana para que el vencedor de entonces hincara ahora la rodilla. Lo hizo al son del
himno alemán, el Deutschland über alles (Alemania por encima de todo).
A las 3.15 de la tarde del 23 de junio, Hitler descendió de su Mercedes. Había un
rictus de desprecio en sus labios cuando llegó al bosque de Compiegne con la Cruz de
Hierro bajo el bolsillo izquierdo superior de su guerrera. Le seguía el mariscal Goering,
que apretaba con satisfacción el mango de su bastón de mariscal cubierto de finas
piedras. Hitler tomó asiento en el mismo sillón que ocupó el mariscal Foch en el vagón
de la derrota alemana. Los oficiales franceses, presididos por el general Hutzinger,
entraron en el vagón. El general Keitel leyó las condiciones del armisticio. Hitler sonrió
antes de salir bruscamente del tren tras alzar el brazo hacia el techo frente a la
humillada delegación francesa. Francia cayó en treinta y cinco días.
Cuarenta y ocho horas después de haber asistido a la ceremonia del bosque de
Compiegne, Hitler cumplía otro de los grandes sueños de su vida. Ante la cripta central
de los Inválidos de París, contempló en silencio el sarcófago que contiene los restos de
Napoleón Bonaparte. Churchill sufría mientras tanto un acceso de furia y melancolía en
su despacho de guerra de Londres. «¿Qué hacen los franceses? ¿Qué piensan? Los
conozco a todos, conozco al viejo Pétain, siempre ha sido un derrotista. Conozco al
almirante Darían que tanto hizo por la Armada francesa, conozco a Reynaud». Las
lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El «León británico» lloraba. «Perdone», se
disculpó con Michel Saint Denis, que almorzaba con él.
Tras la conquista de Francia, el ministro de Armamento, Albert Speer, se convenció
de que Hitler «era ya una de las grandes figuras de la historia alemana». «No dejaba de
llamarme la atención, sin embargo —escribe Speer en sus Memorias—, la apatía que
advertía en la gente a pesar de tan impresionantes triunfos. La autoestima de Hitler
subía puntos. Había encontrado un nuevo argumento para sus monólogos en la mesa»,
señala Speer. «La I Guerra Mundial —contaba Hitler— se perdió por las diferencias
entre la dirección política y militar. Los partidos políticos minaban la unidad de la
nación. Por razones de protocolo, príncipes incompetentes de lascasas reinantes debían
ser comandantes en jefe de sus ejércitos; se supone que debían ganar laureles militares
para incrementar la gloria de sus dinastías». La Alemania de ahora, según el Führer,
estaba unida política y militarmente. Los comandantes de los ejércitos se elegían entre
los oficiales mejor preparados sin tener en cuenta su origen, los privilegios de la nobleza
se habían abolido, la política, las fuerzas armadas y la nación estaban unidos. Hitler se
apuntó el éxito de la campaña en el Oeste.
Poco después de que terminara la campaña de Francia y se firmara el armisticio
negociado por el embajador español, el bilbaíno y filonazi José Félix de Lequerica, que
tan duras condiciones imponía a los franceses, Albert Speer recibió una llamada
telefónica del ayudante de Hitler. El Führer le invitaba a pasar unos días en su cuartel
general provisional situado cerca de Sedán, en una aldea cuyos habitantes habían sido
desalojados de allí. «Me recibió —escribió Speer— con el mejor de los humores. “Dentro
de unos días —me dijo— volaremos a París. Quiero que me acompañe. Breker y Girsser
vendrán también con nosotros”. Me sorprendió que el vencedor se hiciera acompañar
de 3 artistas en su entrada a la capital francesa».
Una división de Infantería del IV Ejército fue la primera en entrar en París. Lo hizo
por la Puerta Maillot y rodeando el Arco del Triunfo para dirigirse hacia la Plaza de la
Concordia y ocupar los cuarteles abandonados. A los parisienses les llamó la atención
que los alemanes arrastrasen sus cañones con caballos. Ni un solo carro de combate a la
vista. Había cafés abiertos, lo mismo que dos o tres cines de los Campos Elíseos, en uno
de los cuales se proyectaba la película norteamericana No te la llevarás contigo. La radio,
ya confiscada, difundía el Deutschland über alies y el Horst WesselLied. El reloj de la
estación de San Lázaro fue inmovilizado por una mano desconocida a las 7.10. La
bandera tricolor de Francia ondeaba sobre la Torre Eiffel. Los primeros soldados
alemanes que subieron a ella la arriaron del mástil y se la quedaron como recuerdo.
Pronto estaría todo París anegado de esvásticas. Pero Hitler no le quería dar a su
entrada en París un tono belicoso y triunfalista. Ni siquiera se ofrecería un desfile de la
victoria: temía que la aviación británica bombardease la parada militar.
El armisticio, el único que Hitler concedió a los países conquistados por las armas en
tan poco tiempo, entraba en vigor a la 1.35 de la mañana del 25 de junio de 1940. En esa
noche, Hitler se reunió con un grupo de ministros y consejeros en torno a una mesa
sencilla en una casa campesina. Poco antes de la 1.35 ordenó que apagaran la luz y
abrieran las ventanas. «Nos sumimos en la oscuridad en silencio —cuenta Speer—,
conmovidos por el hecho de vivir un momento histórico al lado de quien lo había
creado. Fuera, un corneta tocó la señal del fin del combate. Una tormenta se anunciaba
en la distancia porque, como en una mala novela, ráfagas de luz relampaguearon en la
habitación a oscuras. Alguien, dominado por la emoción, se sonó la nariz. Fue entonces
cuando se escuchó la voz de Hitler suave y nada enfática: “Esta responsabilidad…”.
Pocos minutos después, ordenó: “Enciendan la luz”. La trivial conversación siguió su
curso, aunque para mí fue un raro momento. Por primera vez había visto a Hitler como
un ser humano».
París era su sueño. Era, lo recordaba Hitler una y otra vez, la ciudad que le fascinó
desde sus años mozos. Había estudiado a fondo sus planos y fotografías. Lo que quería
ver era la Opera, su edificio neobarroco preferido. La visita a la Opera fue un éxtasis. Se
hallaba desierta y se iluminó como para una noche de gala. Cerca del proscenio, Hitler
echó en falta uno de los salones. El guía le confirmó que, en efecto, ese salón que Hitler
conocía a través de los planos se había eliminado en una renovación del edificio llevada
a cabo hacía unos años. «Como ven —dijo el canciller alemán y vencedor de París a sus
acompañantes—, sé de lo que hablo». Al terminar la visita, Hitler hizo un gesto al coronel
Speidel, jefe de las autoridades militares de ocupación (más tarde conspirador contra
Hitler y, en 1957, comandante en jefe de la OTAN), y a su ayudante Bruckner. Este sacó
un billete de 50 marcos de su bolsillo y se lo tendió al guía. De forma cortés pero firme,
el cicerone se negó a aceptar dinero. Hitler lo intentó por segunda vez y el guía se negó
de nuevo. «Sólo he cumplido con mi deber», le dijo al artista Becker. Los Campos Elíseos, el
Trocadero, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Tumba del Soldado Desconocido, los
Inválidos y el Panteón, que le impresionó sobremanera, fueron los puntos del recorrido.
No demostró demasiado interés en algunas de las primeras obras arquitectónicas de
París como la Plaza de los Vosgos, el Louvre o el Palacio de Justicia. «Volvió a animarse
otra vez —anota Speer, testigo de la visita— cuando llegó a la calle de Rivoli».
La iglesia del Sagrado Corazón en Montmartre, la romántica, insípida imitación de
iglesias medievales, fue el final de la visita. «Una elección sorprendente, incluso para el
gusto de Hitler», escribe su ministro de Armamento. A las 9 de la mañana, Hitler volvió
al aeropuerto de Le Bourget. «Ver París ha sido el sueño de mi vida —aseguró a su
comitiva—. Me siento muy feliz al haber podido realizar hoy ese sueño». Albert Speer sintió
por él «algo parecido a la compasión». Tres horas en París en el cénit de sus triunfos, la
única y última vez que visitó la ciudad, bastaron para hacerle feliz.
Hitler entraba y De Gaulle salía. Poco tenía que hacer «el hombre del destino» en
Burdeos, ciudad degradada, dominada por los pistoleros de Laval, mordida por la
derrota y por los partidarios del armisticio con los nazis. Los regimientos franceses se
habían disuelto. Los hombres enarbolaban la bandera blanca y abandonaban la línea de
fuego. El 17 de junio, un pequeño avión despegaba clandestinamente para sobrevolar
puertos en llamas (Gran Bretaña estaba devorada por los incendios), hacía escala en
Jersey (Inglaterra) y aterrizaba en Croydon. Uno de sus pasajeros, el general De Gaulle,
llegaba a Londres para cumplir la promesa que se hizo en las llanuras del Aisne: luchar
hasta el final.
A De Gaulle, que venía de la guerra y de sus desastres, le chocó la tranquilidad, la
inconsciencia en la que vivía Gran Bretaña. Esas mismas playas amenazadas por la
invasión alemana aparecían repletas de bañistas. «Al llegar de la Francia crucificada, le
llamó la atención la serenidad londinense, con sus parques llenos de paseantes, los
porteros engalanados de los clubes», escribe Cartier. Pero el corazón de las naciones es
complejo como el corazón de los hombres. La indiferencia de la fachada escondía una
profunda preocupación.
El general De Gaulle visitó a Churchill en Downing Street. Tomaron el té en el
jardín. De Gaulle explicó al primer ministro que había llegado para continuar la lucha al
lado de los ingleses: lanzaba un llamamiento a los franceses para que se unieran a la
Francia libre, a la Cruz de Lorena. Cuando De Gaulle se dirigía a la British Broadcasting
Corporation, Churchill se volvió al general Spears, que acompañaba a De Gaulle en su
viaje desde Francia, y le dijo enfadado: «¿Por qué me ha traído a este general
desconocido? ¿Qué quieren que haga con él? ¿Por qué no han elegido a un político
conocido que pueda arrastrar a los franceses, un nombre, un apellido…?».
Más o menos por esas mismas horas, Hitler le explicaba a Albert Speer alguno de
sus secretos: «He leído una y otra vez el libro del coronel De Gaulle sobre la guerra
moderna con el empleo de unidades mecanizadas y he aprendido mucho de él. ¿Dónde
estará el coronel De Gaulle?». Era ya general. El 18 de junio lanzó su primer
llamamiento a través de las ondas de la emisora oficial británica. En contra de lo que
luego se dijo, no fue entonces cuando pronunció la frase que días después aparecería en
los carteles de los muros de Londres: «Francia ha perdido una batalla, pero no ha perdido la
guerra». La voz de De Gaulle era fría, el tono neutro y desapasionado. Entre los heridos
y los fugitivos, esa voz suscitó más ironía y hostilidad, recuerda Cartier, que simpatía y
aprobación. Todavía resonaba en sus corazones el acento patético de la víspera en la voz
del anciano Pétain: «Hago a Francia el don de mi persona para atenuar su desgracia».
Al día siguiente, el embajador español Lequerica despertaba al ministro de Asuntos
Exteriores como Paul Baudouin había despertado al embajador español la madrugada
del 17 de junio para pedir su intervención. Según el mediador y futuro embajador de
Franco en las Naciones Unidas, el Gobierno alemán se mostraba dispuesto a dar a
conocer sus condiciones para un cese el fuego.
Francia perdió la guerra, según De Gaulle, «1º, porque nuestro sistema militar no
poseía una fuerza mecanizada ni del aire ni de tierra; 2º, porque el pánico paralizó a
nuestra población civil cuando se produjo el avance de las unidades mecanizadas
alemanas; 3º, por el efecto tangible que produjeron las actividades quintacolumnistas en
muchos de nuestros dirigentes (de esa quinta columna habló el general Emilio Mola
cuando, al acercarse con 4 columnas a Madrid, afirmó que contaba en el interior con
una quinta); y 4º, por la falta de coordinación entre nosotros y nuestros aliados». El
historiador Marc Bloch lo expresó con menos palabras: «Por la increíble incompetencia
de sus altos mandos».
En una de sus cóleras homéricas, Churchill llamó a De Gaulle «un oscuro
subsecretario de Estado». Pronto se daría cuenta de que aun no siendo santo de su
devoción, era algo más que eso. «Pase lo que pase, la llama de la resistencia francesa no
debe extinguirse y no se extinguirá», anunciaba a través de la BBC, cuando su mujer,
que se encontraba en Colombey-Les-Deux-Eglises, la residencia de la familia De Gaulle,
recibía un telegrama que decía: «Yvonne, toda la familia debe dirigirse a Carantec a la
cabecera de la tía María, enferma». Yvonne De Gaulle no tenía la costumbre de discutir
las órdenes de su marido. Cuando llegaron a Carantec, en Bretaña, encontraron a la tía
María en perfecto estado de salud. Pero De Gaulle no quería dejar a su mujer y a sus
hijos como rehenes en la Francia ocupada por los alemanes. Antes de volar a Londres en
compañía del general Spears, obtendría cinco pasaportes.
Un carguero inglés zarpaba del puerto de Brest a las 13.20; otro, de bandera polaca,
partía a las 21.00 horas. Yvonne De Gaulle decidió tomar el primero. En un coche
pequeño, la señora De Gaulle salió con tiempo de Carantec acompañada de sus 3 hijos y
de la gobernanta. Tan sólo llevaba consigo un capacho negro que contenía los
pasaportes para entrar en Gran Bretaña. A pocos kilómetros del puerto, el coche sufrió
una grave avería que lograron reparar al cabo de varias horas. Al llegar a Brest, el
carguero inglés hacía tiempo que había zarpado. Debieron esperar, por tanto, a que
levara anclas el barco polaco. Fue una avería providencial, porque el barco inglés nunca
llegó a puerto. Torpedeado en las costas de Francia, se fue al fondo en un santiamén.
Cuando, a las 21.00 horas del 18 de junio, la familia salía de Brest hacia Inglaterra, De
Gaulle lanzaba al aire su llamamiento: «Pase lo que pase, la llama de la resistencia
francesa…». El capitán Xavier De Gaulle, hermano del general, no llegó a escuchar la
voz salvadora de la BBC. Al llegar a la casa de su madre en Paimont, vio encorajinado
cómo las tropas alemanas habían ocupado el pueblo. Un campesino entró con sigilo en
la casa. Traía noticias frescas:
—Parece que no todo ha terminado. Un general francés ha hablado en la radio inglesa.
—¿Weygand? —preguntó una anciana que se aferraba al brazo del cura párroco.
—No, se llama De Gaulle.
—Dios mío —respondió la anciana—, es mi hijo. Espero que no se haya equivocado.
DUNQUERQUE, LA EVACUACIÓN
El puerto de Dunquerque era la última vía de salida para los cientos de miles de
soldados británicos y franceses rodeados por todas partes salvo por el mar. ¿Llegarían a
tiempo para ser rescatados por la Armada de los Mosquitos, la flota más extraña que
recuerda la historia de la navegación? Si los taxistas de París trasladaron al Marne los
refuerzos necesarios durante la Gran Guerra, esta heteróclita flotilla de yates privados,
barcos de bomberos y para turistas del Támesis, chalupas de Southampton,
remolcadores, atuneros, mercantes, vapores de ruedas, goletas holandesas, balandros,
transbordadores, motoras y botes salvavidas atendió a la llamada de las fuerzas
copadas en el continente.
Cuando todo se desplomaba a su alrededor, al jefe del Cuerpo Expedicionario
Británico sólo le quedaba Dunquerque. Era la «operación Dinamo». Todos esos barcos
de fortuna estaban dispuestos —afirma Churchill— a «navegar hacia Dunquerque y
hacia el querido ejército». O sea, el Cuerpo Expedicionario Británico de Gort, todo el I
Ejército Francés con unidades del VII, IX y X, fuerzas polacas y belgas y hasta
republicanos españoles que servían en las filas francesas. El mariscal Goering pidió a
Hitler que dejara en sus manos la destrucción de esos ejércitos concentrados en la bolsa
de Dunquerque. Von Rundstedt, cumplido su plan, se había atenido a la espera de
nuevas órdenes. ¿Por qué Hitler no asestó el golpe de gracia a las fuerzas aliadas en
Dunquerque? Es este un misterio que aún sobrevuela la historia.
Dunquerque en llamas. Los ingleses abrieron las compuertas de los canales que
rodeaban la ciudad para retrasar la acometida alemana. La Luftwaffe hizo añicos los
muelles. Dunquerque fue «un milagro de salvamento» para Churchill y una «maravilla
de 9 días» para John Masefield. Desde los acantilados de Dover, el vicealmirante
Ramsay demostró su talento para la improvisación. En las playas bombardeadas, en
medio del humo de los incendios, los hombres se caían a pedazos, se subían como
autómatas a las barcas y a las lanchas que les llevarían a los barcos de mayor calado y a
los destructores. Los aliados abrieron un impresionante fuego de barrera para proteger
la retirada. La rada de Dunquerque se llenó de proas de buques hundidos y
desventurados con la proa al cielo.
De los 693 barcos de todo tonelaje que tomaron parte en la evacuación, 226 fueron
hundidos por la artillería y la aviación alemanas, entre ellos seis destructores. Pero la
noria de la salvación no se interrumpió durante 9 días. Los hombres, molidos de
cansancio y con el agua hasta la cintura, esperaban su turno en las playas para subir a
los botes. Parecían ausentes. Apenas reparaban en el vuelo rasante de los aviones de la
Luftwaffe. Pero la mar es la vieja aliada de Inglaterra: no se movía ni una ola. La
aviación británica vio llegado el momento de responder a los Stukas de Goering. De la
aurora al crepúsculo, 16 escuadrillas embistieron a cara de perro a los alemanes.
Goering perdió 262 aparatos; los ingleses, 130. El Canal de la Mancha se convirtió en
una insuperable defensa antitanques. Las cortinas de humo que cubrían Dunquerque
fueron la mejor pantalla antiaérea. Sobre los muelles flotaban los cadáveres, los restos
de los barcos hundidos.
Mientras los soldados avanzaban hacia los barcos, enterraban en las dunas sus
equipos, sus ametralladoras, sus pistolas y sus morteros, liberaban a sus caballos o
disponían en las escolleras los últimos pozos de tirador y puestos de ametralladora. El 2
de junio, los últimos soldados del Cuerpo Expedicionario abandonaron territorio
francés. La salida del puerto era dificultosa: se había producido un monumental atasco
en el mar. Poco a poco, los soldados, extenuados tras una semana de duros combates, se
abrieron camino. Los últimos barcos levaron anclas. Hubo soldados que se quedaron en
tierra. Las órdenes del Almirantazgo eran estrictas: todas las operaciones deberán cesar
a las 3.30 horas. El general francés Allaurent llegó tarde con sus hombres. Sólo le quedó
descargar un taconazo sobre la arena y saludar militarmente a la flotilla que se alejaba.
Era la libertad la que se iba hacia Dover. No importó; la lucha seguía. Los alemanes se
encontraban a 3 kilómetros del puerto. La «operación Dinamo» terminó con un
inesperado éxito: el Almirantazgo contaba con evacuar a 45.000 soldados y terminó
salvando a 340.000 británicos y a 120.000 franceses y belgas.
El 4 de junio, los alemanes entraron en la ciudad e hicieron 40.000 prisioneros, los
últimos de Dunquerque. Fue una lástima que sobraran 10.000 plazas en barcos que
nunca fueron cubiertas. Los soldados aliados llegaron al otro lado sucios, con sus
uniformes cubiertos de sangre y gasóleo, heridos, hambrientos, mareados y alucinados,
pero vivos. El anábasis por mar había merecido la pena. En Berlín, Hitler hizo que
sonaran las campanas del Tercer Reich cuando aquel martes 4 de junio a las 2.23, un día
soleado, el Almirantazgo dio por terminada la «operación Dinamo». Hitler habló de la
mayor batalla jamás librada en la historia del mundo. En 29 días había conquistado la
mitad del continente. Las viejas capitales de Europa cayeron en la oscuridad de la
esvástica, todas salvo una. Hitler anunció sin exagerar que había destruido 75
divisiones y matado o capturado a 1.200.000 soldados enemigos. En cambio, sus
pérdidas habían sido ligeras, tan sólo 10.255 muertos, 42.523 heridos y 8.643
desaparecidos. Churchill advirtió sobre el peligro de atribuirle el sentido de una victoria
a lo que era una operación de salvamento como la de Dunquerque. «Las guerras —
advirtió— no se ganan con evacuaciones». Para los alemanes fue una victoria sin
rematar; para los ingleses, una victoria moral.
El capitán Read consiguió llevar hasta puerto inglés su destartalada embarcación
cargada de soldados. Uno de sus pasajeros murió en la travesía. Sobre las dunas de
Dunquerque, en un paréntesis de los combates entre la ligera brisa de la mañana,
habían recibido la absolución general de un capellán castrense. Read lanzó al mar el
cuerpo del soldado muerto a bordo y, al guardar su macuto, reparó en que llevaba una
botella en el interior. Era whisky. «Nos la bebimos mis compañeros y yo. Qué otra cosa
podíamos hacer después de aquellos días de tensión. Cuando llegué a casa, mi mujer
me pregunto: “¿Borracho o cansado?”. “Las dos cosas —respondí—. Querida, estamos
en las manos de Dios”».
Winston Churchill siempre tenía a punto una respuesta épica: «Llegaremos hasta el
Final, lucharemos en Francia, en los mares y en los océanos, lucharemos con creciente
confianza y fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el precio
que haya que pagar, lucharemos en las playas y en los desembarcaderos, lucharemos en
los campos y en las calles, lucharemos en los montes, no nos rendiremos jamás. Incluso
en el caso, yo no lo creo, de que estas islas o una gran parte de ellas llegaran a ser
conquistadas, entonces nuestro imperio de más allá de los mares, armado y protegido
por la flota británica, seguirá la lucha hasta que Dios quiera. El Nuevo Mundo, con todo
su poder y con todas sus fuerzas, dará un paso adelante para rescatar al Viejo Mundo».
Era algo más que una premonición. Desde el despacho oval de la Casa Blanca, el
presidente Roosevelt seguía con creciente preocupación el paseo militar de Hitler por
los campos de media Europa.
Sólo quedaban Londres, Inglaterra y las reservas al otro lado del Atlántico. De los 9
días críticos de la evacuación en Dunquerque, el general Spears escribirá en sus
memorias de guerra Carnés del 40: «Weygand y el Estado Mayor francés vivían en pleno
delirio, me recordaban a un tubo vacío de pasta dentífrica».
Dunquerque fue uno de los grandes errores de Hitler, al que seguiría esa batalla de
Inglaterra que echaría por tierra el plan de invasión de las islas, la «operación León
Marino». ¿Cómo pudo dejar escapar a cerca de cuatrocientos mil soldados que, cuatro
años más tarde, se volverían contra él a partir del desembarco de Normandía, el día
más largo? A Hitler, de carácter supersticioso, le inquietaban los éxitos fulminantes. Le
iban demasiado bien las cosas; temía un contratiempo. Por eso le asustó el rápido
avance de los blindados de Guderian y le pidió un alto en el camino. La «operación
Dinamo» fue heroica; el resultado, óptimo, pero en gran parte se debió a la vacilación de
Hitler. De haber ordenado un empujón final a los grupos de panzer de Kleist, hubiera
roto la línea del canal y capturado intacto a gran parte del BEF, el Cuerpo
Expedicionario Británico.
El 24 de mayo, Hitler visitó a von Rundstedt en los cuarteles generales del Grupo de
Ejército A para consultarle: ¿No sería mejor conservar los blindados para la próxima
batalla en la Línea Weygand? Rundstedt estaba de acuerdo. Bastaría con la aviación de
Goering para desbaratar la cabeza de playa de Dunquerque. Ese período de gracia fue
una decisión fatal de Hitler. Ni siquiera envió a sus submarinos para ayudar a la
Luftwaffe. A pesar del caos y la desorganización en los primeros días de la retirada y de
la inferioridad de los cazas ingleses, todo discurrió con pie derecho. Hizo un tiempo
excepcional, de mar en calma. La ansiedad de Hitler por éxitos tan espectaculares
quedó reflejada en el diario del jefe del Estado Mayor, Halder: «17 de mayo, día
desagradable. El Führer está muy nervioso. Espantado por su éxito, teme los riesgos
innecesarios y tiende a frenarnos».
También von Rundstedt se equivocó en su diagnóstico. No sólo no era el momento
de parar, sino el de acelerar la embestida, pero no lo entendió así. De temperamento
calculador y autocrítico, el jefe del Grupo de Ejércitos A le recomendó a Hitler un poco
de paciencia: temía los contraataques que pudieran venir del Norte y del Sur, sobre
todo del Sur. Hitler acudió al cuartel general de von Rundstedt en Charleville, cerca de
Sedán, más con la idea de que el jefe del Ejército A le diera pie para confirmar sus
reservas o sus temores que para buscar un consejo objetivo. Antes de viajar aquel 24 de
mayo, había tomado ya la decisión de echar el freno y dilatar las operaciones.
Impaciente en tantas otras ocasiones, Hitler elegía ahora la ponderación ante el asombro
de algunos de sus generales. Era un reflejo de la I Guerra Mundial. Como suboficial de
Infantería, pensaba siempre en términos de soldado de tierra. También Jold y Keitel
compartían sus escrúpulos: los blindados no podrían operar con facilidad en los
terrenos pantanosos de Flandes. El general Warlimont, que se mantenía en estrecho
contacto con el general Jold, negó que la iniciativa de frenar en seco el avance de los
blindados hacia Dunquerque partiera de von Rundstedt: «Otro motivo me fue revelado
por entonces. Goering habría intervenido para dar seguridades a Hitler, afirmando que
su aviación terminaría la maniobra de cerco al cerrar desde el aire la fachada marítima
de la bolsa de Dunquerque». «Yo creo —afirmaría Guderian— que fue la vanidad de
Goering la que provocó esta fatídica determinación de Hitler».
¿Llegaron a influir los factores políticos en la decisión de Hitler? Así lo creía el
general Blumentritt, jefe de Operaciones del Estado Mayor de von Rundstedt: «Después
de la derrota esperaba firmar una paz razonable con Francia e Inglaterra. Nos dejó a
todos estupefactos al hablarnos de la admiración que sentía por el imperio británico.
Nos hizo notar que había creado ese imperio por medios brutales, pero añadió que “no
se hace una tortilla sin romper los huevos”. Luego, pasó a comparar a la Iglesia Católica
con el imperio británico y dijo que eran los dos elementos esenciales de la estabilidad
del mundo. Terminó diciendo que su objetivo era el de hacer la paz con Inglaterra sobre
la base de un acuerdo que fuera compatible con el honor de los ingleses». De haber
destruido al Cuerpo Expedicionario Británico en Dunquerque, ese acuerdo en el que
pensaba Hitler hubiera sido inviable. Los generales saben que hay que dejar una vía de
escape a un enemigo acorralado. En caso contrario, resistirá hasta la muerte. «Hay
elementos en Mein Kampf (Mi lucha) que nos permiten adivinar —escribe Liddell Hart—
amor y odio por Inglaterra en un carácter tan complejo como el de Hitler. Fue el único
desfallecimiento, la única debilidad en un espíritu sin miramientos».
LA BATALLA DE INGLATERRA
ROOSEVELT
HORAS DRAMATICAS
Las condiciones meteorológicas no eran las mejores. La guerra relámpago desde el aire
se retrasaría unos días. Churchill miraba al cielo. Antes de la invasión, Hitler debía
dominar el mar y el aire. «La batalla de Inglaterra —aseguró el primer ministro— está a
punto de empezar. De esta batalla depende la supervivencia de la civilización
cristiana». El plan de Goering era diáfano: primero los aeropuertos de la Real Fuerza
Aérea, los depósitos y las instalaciones; después, las fábricas; y por último, Londres.
Los jóvenes pilotos británicos sabían lo que les esperaba. Uno de ellos, Richard I
lillary, dijo recién salido de la academia: «El piloto de combate debe reunir las
cualidades del que se enfrenta a un duelo: frío, preciso, impersonal. Debe saber matar
bien. Porque sólo hay una salida: o matas o te matan». El as de la aviación alemana,
Adolf Galland, que mandó varios escuadrones de la Legión Cóndor en la guerra de
España, opinaba que el Spitfire inglés era más lento que el Messerschmitt 109 de la
Luftwaífe, pero capaz de un repertorio mayor de piruetas, más ágil y contorsionista, y
su armamento —2 cañones de 20 milímetros y 4 ametralladoras—, sin duda alguna,
letal.
Los aparatos ingleses y alemanes se observaban sobre la vertical del Canal de la
Mancha. No habían empezado aún las escaramuzas. Unos y otros se vigilaban a través
de sus distintas frecuencias de radio. Cuando un piloto inglés insultaba a un piloto
alemán, se escuchaba la voz de éste: «Sucio inglés, te enseñaré a hablar a un alemán». Se
anunciaba un combate no sólo intenso, sino personal, de piloto a piloto, lleno de rabia.
Muchos de aquellos bravos pilotos británicos no habían cumplido aún los 20 años.
Goering dio la orden el 6 de agosto. El tiempo mejoró el 12. Ese día, descargó sobre
Inglaterra la furia de la aviación alemana. En alas —brigadas aéreas— de más de 100
aparatos, en oleadas sin fin, los Stukas, los Messerschmitt y los Dornier cruzaron el cielo
de Inglaterra y soltaron sus bombas sobre los campos de aviación en Dover, al sur de
Londres, en Portsmouth o contra las estaciones de radar en la Isla de Wight. Fue un
espectáculo increíble. Durante el día, a todas horas, los aviones ingleses, advertidos por
el ojo mágico del radar de la llegada de sus enemigos a los acantilados de Albión,
despegaron de sus bases y se enzarzaron con el invasor en una batalla sin respiro. Se
vieron toda clase de acrobacias, de toneles y loopings. El cielo se pobló de nubecillas
blancas de la artillería antiaérea y de paracaídas blancos. Muy pronto se supo que
Goering no podría destruir en tierra a la RAF, como hizo con la fuerza aérea polaca o
francesa. Los ingleses estaban en el aire y daban la cara. El Adlertag (el día del águila,
según Goering) era un título demasiado pomposo para resultados tan decepcionantes.
El 13 de agosto, las escuadrillas alemanas habían hecho ya 1485 salidas. La aviación
alemana abrazaba Inglaterra en forma de pinza desde el Támesis hasta el estuario del
Solent. Pero la Luftwaffe también había perdido 45 aparatos, y los británicos, 13 y tan
sólo 7 pilotos. Desde el primer día aparecieron claros los defectos del ataque aéreo de
Hitler: los Messerschmitt 109 tan sólo podían permanecer 20 minutos más allá del Canal
de la Mancha. Un radio de acción muy limitado al que había que unir una menor
maniobrabilidad que los Spitfire. En cuanto a los Ju-87, héroes de las batallas de Francia,
tropezaron con las barreras de globos cautivos, y se revelaron no sólo vulnerables a las
baterías antiaéreas, sino a los ataques por detrás de los Hurricane y los Spitfire. En
cuanto a los Dornier, Heinkel III o Junkers 88, bombardeaban mal, sin precisión. La
Luftflotte IV, procedente de las bases noruegas, se desprendió de sus bombas en el mar
del Norte, se refugió en las nubes y volvió desordenadamente a sus bases. Ya no
tomaría parte en ninguna otra batalla sobre el cielo de Inglaterra.
Goering no sabía qué hacer. El enemigo era coriáceo, mortífero. La Luftwaffe se
estrellaba contra la RAF. Iba a cambiar de estrategia: más aviones, más bombas, otros
objetivos. El resultado fue el mismo. Churchill, «aquel volcán coronado por el humo de su
cigarro habano», se encontraba recluido en el despacho de operaciones de la colina de
Beggin frente a una batería de teléfonos de campaña y unos indicadores eléctricos en
rojo que anunciaban el despegue de las escuadrillas.
Eran horas dramáticas. Los pilotos británicos, polacos, checoslovacos y belgas
estaban agotados: debían despegar, combatir, aterrizar, repostar y volver a despegar.
«No nos quedan reservas», se lamentaban los generales del aire. Churchill se llevó las
manos a la cabeza. Era domingo y el primer ministro recordó que la batalla de Waterloo
contra Napoleón se ganó en domingo. Cuando estaban casi perdidas las esperanzas,
algo extraño ocurrió en el espacio aéreo británico: el cielo quedó vacío, los pilotos
alemanes se retiraron. Era el instante supremo, el momento crucial. Los aviones
alemanes desaparecieron de la pantalla de radar. Churchill salió de la sala de
operaciones. Quería respirar aire fresco, comprobar si de verdad la Luftwaffe plegaba
velas. Keith Park, el jefe del estratégico Group II, que cubría desde Southampton a
Norwich, se encontraba a su lado y le oyó murmurar: «Nunca en la historia de los
conílictos humanos tantos debieron tanto a tan pocos». Fue un domingo afortunado.
Los alemanes recibieron un duro castigo. Faltaba todavía una tercera fase en el plan de
Goering, la última. Iba a ser Londres la que pagase su fracaso.
Desde el cabo Griz Nez, el comandante de la Luftflotte II, Kesserlring, cuya sonrisa
era tan abierta y tan mortífera como la de un tiburón, vio junto al reichmarschall
(mariscal del imperio). Goering cómo partían los Heinkel y los Dornier con sus bombas
incendiarias, con sus bombas pesadas, con nuevas dosis de cargas mortíferas. Era el blitz
(el rayo, el relámpago). Le iban a dar a Londres la misma ración de metralla y fuego que
recibieron Guernica, Varsovia y Rotterdam. Desde 1935, Churchill había denunciado la
falta de defensas aéreas de la capital. No le hicieron caso. El primer ministro sabía que
los londinenses necesitaban unas salvas de ánimo. A partir del 10 de septiembre
abrirían las bocas de sus baterías. «Más que para hacer daño al enemigo, para dar
satisfacción a la gente». Subió la moral de esos cientos de miles de personas que vivían
en los refugios, en el metro, que no pegaban ojo apretados a sus mantas, pendientes de
las lágrimas de sus hijos, de las señales de sirenas de alarma aérea, del silbido de esas
monstruosas bombas que pulverizaban edificios y desintegraban hasta las piedras.
El terror, cráteres, escombros. Los ingleses sabían cómo soportar una prueba tan
dura: con flema, con esperanza, con sentido del humor. No había que perder los
nervios. Eso era lo que quería un enemigo que se ufanaba: «Nuestras fuerzas aéreas han
asestado por primera vez el golpe en el corazón del enemigo». Fue la tarde del 6 de
septiembre cuando 320 bombarderos, con el apoyo de 600 cazas, remontaron el curso
del Támesis. Así, durante 23 días. Ni siquiera el Palacio de Buckingham se libró de las
bombas explosivas e incendiarias. Winston Churchill se multiplicó, habló, arengó y
animó mientras Hitler se desgañitaba: «Haremos que ese hombre deje de hablar». Nadie
lo había conseguido en 66 años. El estandarte ondeaba sobre Buckingham: el Rey y la
Reina se encontraban en su residencia. La señora Landemare, la cocinera de Churchill,
le preparaba uno de sus postres favoritos cuando el primer ministro le ordenó que
corriera hacia el refugio: había sonado la alarma aérea. 2 minutos después, la cocina de
la calle Downing era un montón de escombros.
Londres vivió durante un mes en las catacumbas. Las bombas alemanas eran cada
vez más potentes. Algunas, de diseño nuevo, llevaban tonelada y media de peso y
colgaban de los paracaídas. Churchill lloró. A los chicos de su vieja escuela de Harrow
les dijo mientras apretaba los puños: «Nunca, nunca, nunca os deis por vencidos». El blitz,
el ataque alemán, se extendió hasta Bristol, llegó a Coventry, a Manchester, a Liverpool,
a Birmingham. Era la demolición generalizada. Churchill no perdió el humor en sus
discursos ante la Cámara de los Comunes. Tampoco lo perdió el locutor de la BBC que,
tras el bombardeo de Monkey Hill, la colina de los monos del zoo londinense, anunció
con voz grave: «La moral de los monos sigue muy alta».
Poco a poco, el humo se dispersó, el cielo se vació y los aviones alemanes
desaparecieron en dirección a Rusia. El primer ministro felicitó a la nación: «Un millón
de ciudadanos británicos murieron en la I Guerra Mundial. Nada sobrepasa a 1940. No hemos
temblado, no nos hemos movido. Hemos desafiado al tirano en el cénit de su poder».
En el vigésimo segundo aniversario de la batalla, que Inglaterra conmemora el 15 de
septiembre, el comodoro Deacon-Elliot, que como muchos héroes no se sentía héroe, me
dijo en la base de Beggin-Hill que el punto débil durante toda la batalla fue la falta de
pilotos: «Yo tuve en la Escuadrilla 72 a una banda de mozos tan valientes como
inexperimentados. La formación de base de un piloto necesitaba 50 veces más tiempo
que la construcción de un Spitfire o de un Hurricane. Por eso, muchos de nuestros
jóvenes fueron presas fáciles. Al no haber tenido tiempo para familiarizarse con el
manejo de sus aparatos, se preocupaban más de pilotar correctamente que de vigilar su
retrovisor, que es donde aparecía el peligro». El miedo o el cansancio no eran los únicos
inconvenientes, sino el sueño, la ansiedad, la angustia, la bisoñez. «¿El miedo? Claro
que teníamos miedo —me decía el capitán inglés—. Venía cada mañana, al despertar,
pero esperábamos a los alemanes como una especie de liberación, porque el primer
combate del día nos ponía las ideas en claro. Cuando empezaba el combate, no había
tiempo para reflexionar. El radar fue una ayuda inestimable. Rara vez pudieron
sorprendernos los pilotos alemanes».
El Alamein
—¿El Alamein? Lo alcanzará usted a unos 400 kilómetros de aquí. No tiene pérdida,
siga la carretera del litoral —me dijo el oficial de la frontera libia en Egipto pocos años
antes de la llegada del coronel Gadafi al poder.
Entre el Mediterráneo y el gran desierto, recorría el camino hacia el delta del Nilo
por este paisaje que fue campo de batalla para romanos y cartagineses y, luego, para los
conquistadores musulmanes, Alejandro y Napoleón. Más tarde sería el escenario del
duelo a muerte entre Rommel y Montgomery.
El forcejeo entre las fuerzas del eje (italianos y alemanes) y los aliados quedó
zanjado, a lo largo de 12 días y 12 noches, en la aldea de El Alamein, en territorio
egipcio. El 2 y el 3 de noviembre, Erwin Rommel escapó de milagro a la aniquilación
total. Las tropas del general Montgomery persiguieron al «Zorro del Desierto» en su
retirada. El 15 de diciembre, se luchaba aún en El Agheila, entre Trípoli y Bengasi, las 2
primeras ciudades de Libia. Rommel quemaba sus últimos cartuchos. Falto de
carburante para sus panzer y con el Afrika Korps seriamente dañado en la batalla,
retrocedió hasta la Línea Mareth en Túnez. Hostigado por la aviación aliada —la suya,
falta de combustible, se había quedado casi inmovilizada en las pistas improvisadas de
los inmensos arenales—, una inesperada lluvia torrencial frenó la persecución por
espacio de 36 horas. Durante casi 2 años, Rommel dominó el desierto occidental entre
alternativas, escaramuzas repentinas, ofensivas y calculados repliegues tácticos.
Desde que salí de El Agheila, sólo en Marsa-el-Brega, terminal de descarga de los
oleoductos, dispuse de unas horas para escapar de 2 tormentas del desierto: el polvo y
las moscas que, además de las minas, los tanques y la aviación, convirtieron estos
parajes en un infierno. Era el terreno ideal para los tanques. Me reconfortaron una
ducha fría y una taza de té helado. Después, reanudé el largo y extenuante paseo por la
Cirenaica entre restos de ruinas romanas, oleoductos, palmeras y arbustos aislados,
escorpiones, ratas, dromedarios, alguna gacela…
Menos de 25 años después de la famosa batalla, el sol homicida del desierto no había
logrado desintegrar los restos de chatarra de los dos ejércitos. Bastaba con seguir la
pista de este material, torretas de tanques enterrados en la arena o piezas de artillería
que asomaban sus cañones en las cunetas, para comprender la dimensión de aquella
guerra librada hasta la aniquilación. Alejandría y el Nilo se encontraban ya al alcance de
Rommel cuando éste fue detenido en seco durante los últimos días de octubre de 1942.
2 meses más tarde, en Stalingrado, la Wehrmacht cedería también la iniciativa en el
frente ruso. «Demasiados rusos y un alemán de más», le diría el general Speidel a Desmond
Young, autor de Rommel. De esta manera, en el espacio de 10 semanas decisivas, Hitler
perdió la guerra. Churchill definió así este período fundamental de la historia: «Antes de
El Alamein, nunca vencimos; después de El Alamein, nunca fuimos vencidos».
Cuando llegué a Tobruk, descubrí que las bombas y la artillería de uno y otro lado
habían dejado una honda huella en la ciudad libia. Hasta el punto de que algunos
cartógrafos la borraron del mapa. Cuando llegué, todavía se vivía la reconstrucción.
Surgían edificios altos y blancos sobre la costa. Sus habitantes abandonaban la pesca por
el petróleo. Tobruk se desperezaba al olor del crudo. Los obreros del petróleo se
gastaban sus billetes ganados en la soledad, el polvo y las tormentas de arena en unas
botellas de cerveza, que eran las más caras del mundo. Veía a los enemigos de ayer,
compañeros hoy como los italianos, franceses, norteamericanos, ingleses, alemanes,
beber juntos, cantar a coro Lili Marlen o tomar el mismo vuelo con dirección a la dolce
vita de Atenas, Malta o Beirut. En Tobruk había unos cuantos comercios abiertos, con
aire de provisionalidad, y un cine en el que proyectaban una película de Hollywood
sobre la vida de Rommel. Fue una de las ciudades más castigadas durante la guerra.
En la terraza de un bar, bajo la cacofonía de los martillos neumáticos, pedí una
cerveza sin alcohol de las que fabricaban en Bengasi. Un inglés de Tobruk llamado
Alian, de bíceps tatuados y cuerpo tostado por el sol, me ofreció un cigarrillo egipcio,
de los que traían de la Tripolitania. Hablamos de Montgomery, de Rommel y de los ex
combatientes del ejército que desde Alemania, Italia, Gran Bretaña o incluso Australia y
Nueva Zelanda venían hasta Tobruk en ese nostálgico salto atrás del soldado que desea
visitar de nuevo el lugar de sus batallas. «Vienen sobre todo en los aniversarios de las
batallas —me decía Alian—. Los ingleses, mis compatriotas, lo hacen sobre todo desde 1954. El
24 de octubre de 1954, el mariscal Montgomery inauguró el memorial de El Alamein, no lejos de
donde estuvo emplazado su cuartel general. Llegan también los italianos y alemanes. Todos ellos
depositan flores en sus respectivos panteones de guerra».
El mariscal Montgomery, enigmático, reservado, calculador, egocéntrico, astuto y
lleno de sangre fría, del que Churchill dijo que era «inesperado en la derrota e insoportable
en la victoria», tenía una calle a su nombre en Tobruk. Los diversos cuerpos del ejército
que combatieron aquí mostraban sus emblemas en los muros de la ciudad: británicos,
australianos, neozelandeses, indios, franceses libres y surafricanos que combatieron a
sus órdenes en aquel carrusel del desierto, de avances y retrocesos.
El Africa Korps desembarcó en febrero de 1941 para deshacer los entuertos italianos
y Rommel recuperó la Cirenaica. Tobruk cambió de bandera cuatro veces, la última
cuando el ejército de Rommel, desarbolado en El Alamein, se batió en retirada con los
restos de las divisiones Panzer 15 y 21 hasta Túnez. De Tobruk a Bardia y Sollum,
circulé bajo el asedio constante de las moscas, por la carretera que construyeron los
italianos con una sangría de liras y hombres que cayeron fulminados por la disentería, a
la mayor gloria del magno imperio de Mussolini. Los italianos levantaron monumentos
de mármol y sus jefes hicieron una guerra con vistosos uniformes, buenos vinos,
salamis y espaguetis.
En 1937, los fascistas construyeron la carretera de la costa desde la frontera de Túnez
a la de Egipto. Seguía más o menos como entonces, agujereada, taladrada por los
proyectiles y rajada por el sol. Las consignas de Mussolini seguían en el mismo sitio, las
fasces y las cruces gamadas. Mussolini proclamó en Venecia el imperio italiano, resucitó
el concepto de mare nostrum y el espíritu de la Roma antigua. Pero ya no se bebía chianti
en Trípoli, ni Rita Pavone cantaba en los salones italianos de Bengasi. Se cerró el Banco
de Roma y más de veinte mil italianos desalojados por Gadafi volvieron a sus orígenes.
Eran algunos de los que combatieron en las divisiones Folgore o Brescia de infantería o
en el XX Cuerpo de Ejército, divisiones Ariete, Littorio y Trieste. ¿Cuál fue el
comportamiento del soldado italiano en la encarnizada batalla del norte de Africa? Un
libio que era maestro en Derna y que combatió junto a los italianos me dio su versión de
la capacidad combativa de unos y otros en aquellos frentes:
—Yo estudié el italiano en Derna —me dijo Sidi Mohamed— porque Libia era
italiana. Me movilizaron al estallar la guerra. Junto con otros paisanos y amigos hicimos
todos 3 meses de instrucción en los que no aprendimos nada. Al terminar los tres meses
nos enviaron a la guerra. Nos entregaron un fusil tan pesado que apenas podíamos
cargar con él. Nos llenaron la cabeza de palabras como imperio, victoria, destino, etc. Yo
no dispararé un solo tiro. Los ingleses nos hicieron prisioneros. Pero ¿quiere saber de
verdad por qué los italianos perdieron la guerra? Por la baja moral, los pésimos jefes, el
mal armamento, la corrupción, la mala adaptación al terreno y el clima. Iban todos
amontonados, de mala manera, en los camiones. Eran carne de cañón. Ni los soldados
ni los vehículos ni sus carros de combate tenían la capacidad de maniobra de los
tanques y los soldados británicos. Pero, más que nada, yo creo que les perdió el asunto
de la comida, del rancho.
—¿Del rancho?
—Sí: espaguetis, canelones, raviolis, tortellinis. Su jamón, el salami, les daba una sed
espantosa, lo mismo que las anchoas. Perdieron un tiempo precioso ocupados en sus
cocinas de campaña mientras mascullaban qué diablos hacían allí, bajo tan altas
temperaturas, tantos mascalzoni… Claro, así les sorprendían los ingleses con la pasta en
el tenedor y con el vino de Falerno o de Frasead en el paladar. Para hacer la guerra en el
desierto, el soldado debe ser muy sobrio, tener temperamento de nómada, no dejarse
dominar por la sed, por la gula, por el licor, y comer poco. Los ingleses, por el contrario,
o los australianos o los indios se bebían una lata, la tiraban y otra vez en marcha.
—¿Cómo vio a los alemanes de Rommel? —pregunté al maestro de Derna.
—Los alemanes confiaban en Rommel, lo idolatraban, le seguían allí adonde fuera,
él mismo vivaqueaba en la primera línea junto a los hombres. Mostraban un sentido
más claro de la disciplina militar. Sabían utilizar sus armas, eran frugales en la comida,
tomaban pastillas de sal, filtraban el agua y no se dejaban engañar por los espejismos;
resistían el polvo, las serpientes, las moscas y los escorpiones y, sobre todo, obedecían.
En sus únicos momentos de expansión, cantaban a coro el Lili Marlen, el himno de la
guerra, o se bañaban en el Mediterráneo. Pero les faltó material humano para cubrir
todos los frentes. Y gasolina. Los suministros que Rommel pedía a Hitler nunca
llegaban.
Gasolina, el eterno problema. Una sola división blindada del Octavo Ejército
británico requería diariamente 320.000 litros de gasolina, 350 toneladas de munición y
50 toneladas de piezas de recambio. Los obreros de Tobruk continuaban en la faena del
desescombro como si la guerra hubiera terminado anteayer. A extramuros de la ciudad
podían verse las reliquias, el fuselaje de un avión, el esqueleto de un Panzer Mark III o
el cañón de un 88 milímetros, un antitanque de tanta eficacia que despedazaba a las
columnas británicas. Todo lo demás les fue vendido como chatarra a los avispados
italianos, que, de vuelta en el escenario de la guerra, se llevaron tanques, cañones y
aviones a Italia para su transformación en ollas o frigoríficos. De esta forma, el material
perdido por los fascistas de Mussolini pasó a manos de los industriales toscanos del
«milagro industrial» enrolados en la Democracia Cristiana de Alcide de Gasperi.
PELIGRO, MINAS
ROMMEL
La reputación de Erwin Rommel no ha hecho sino crecer a los 50 años del fin de la
guerra. Era ya admirado en las 2 partes por su dominio de la guerra moderna, pero
también por su magnetismo, su capacidad de mando, su popularidad entre los
soldados, su caballerosidad y el buen trato que daba a sus prisioneros. «La audacia, el
uso de la sorpresa, la disposición para aceptar riesgos y la intuición del campo de
batalla —escribe en Los generales de Hitler Martin Blumenson, teniente coronel retirado,
ex combatiente de la II Guerra y profesor de Relaciones Internacionales— distinguieron
a Rommel en el ejercicio del mando». Con menos recursos que el enemigo, sin apoyo
aéreo y con un servicio de inteligencia inferior al de los aliados, demostró que era
soberbio en el ataque y en la retirada. Había sido herido y condecorado en la I Guerra
Mundial. Se ganó a pulso la promoción, ya que no formaba parte de la aristocracia
militar ni del grupo de enchufados del Estado Mayor.
En un medio en el que lo normal era el monólogo, Rommel sabía escuchar y sabía
mandar. Su comportamiento en la I Guerra fue impresionante. Luego, estuvo en las
trincheras, fue un héroe de la batalla de Caporetto en la que los italianos perdieron
doscientos cincuenta mil hombres: le condecoraron con la medalla Pour le Mérite, la
misma que recibió Goering en la I Guerra por su actuación como piloto, reservada tan
sólo para excepcionales actos de valor —el futuro filósofo Ernst Jünger sería distinguido
con ella—. También Rommel dio clases en la Academia de Dresde, publicó un libro
titulado Ataques de infantería y estuvo con Hitler en Los Sudetes (Checoslovaquia) al
frente del batallón de seguridad del Führer. Rommel vivió al lado de Hitler a su regreso
a Berlín tras la campaña de Polonia: no le interesaba la política, pero en esos primeros
tiempos admiraba la determinación de Hitler. Despreció, en cambio, a muchos de los
que le rodeaban. Hitler admiraba en Rommel su valentía, su imaginación para hacer la
guerra y su modestia, tan distinta al talante de los junkers, los aristócratas del ejército. La
protección personal de Hitler era un honor, pero el lugar de Rommel estaba en el campo
de batalla. Soñaba con una división acorazada, deseaba entrar en acción. Los despachos
y las academias no eran su sitio. Hitler le concedió la división acorazada. A los 48 años,
Rommel tomaba el mando de la Séptima División de Panzer, acantonada en Godesberg,
en el Rin.
La primera característica de Rommel como jefe era su aproximación al frente. No era
un guerrero de cuartel general. «Los soldados —afirmaba— necesitan un contacto físico
con su comandante en jefe. En momentos de pánico, de fatiga o desorganización, o
cuando se necesita algo extraordinario de ellos, el ejemplo personal del comandante
obra milagros, sobre todo si ha tenido la habilidad de crear una especie de leyenda a su
alrededor». Esta cercanía al peligro le costaría numerosas heridas a lo largo de su
carrera; la última de ellas, cuando dos aparatos aliados atacaron en julio de 1944 el
coche en el que viajaba por una carretera de Francia. El conductor, herido de muerte,
estrelló el coche contra un árbol. Para entonces, 3 días antes del atentado contra Hitler,
ya había perdido la confianza en el Führer. Algunos conjurados pensaron en Rommel
para sucederle.
La campaña de Francia haría de Rommel el «Caballero del Apocalipsis», un héroe
popular en su patria. Su ofensiva con la Séptima División de Panzer hizo que un
derrotado general francés le dijera con admiración: «Es usted demasiado rápido para
nosotros». En 6 semanas de campaña capturó 100.000 prisioneros y más de 450 tanques
franceses; sólo perdió 682 soldados, 1646 resultaron heridos y 296 desaparecidos. Sin
embargo, su hora más alta llegaría cuando Mussolini, con la cuerda al cuello, solicitó la
ayuda de Hitler en el norte de Africa. Rommel dispondría de una ventaja inicial en
medio de un cuadro de desastre: el Gobierno británico había decidido intervenir en
Grecia, invadida por Mussolini. Los italianos le imploraron a Rommel la salvación de
Trípoli, la capital.
No había tiempo que perder. Rommel puso manos a la obra para reconquistar la
Cirenaica, cuya capital era y es Bengasi. La ofensiva empezó el 31 de marzo de 1941 y
fue demoledora. Con dos divisiones alemanas, cuatro divisiones de infantería italiana y
dos divisiones acorazadas italianas, desalojó a los británicos de El Agheila y de Bengasi.
¿Quién podría detener a tamaña fuerza de la naturaleza, a la avalancha blindada? Tan
sólo quedó Tobruk, aislada en manos de los ingleses. La falta de gasolina detuvo el
avance del Afrika Korps, pero la guerra relámpago en el desierto dejó estupefacto al
mundo. Martin Blumenson recoge una frase del general sir Claude Auchinleck, que
sustituyó a Wawell en junio de 1941, dirigida a su Estado Mayor: «Caballeros, hablamos
demasiado de nuestro amigo Rommel».
Auchinleck inició su ataque contra Rommel el 18 de noviembre de 1941; le hizo
retroceder hasta Marsa El Brega. Esa vez, en la ofensiva «Crusader». (Cruzado),
Rommel perdió 38.000 hombres y 340 tanques. Se encontraba corto de carburante y
víveres, pero logró salvar lo esencial para un nuevo contraataque. Al héroe de la guerra
mecanizada le tocaba mover sus piezas, y lo hizo con su furia y coraje habituales. Había
recibido nuevos suministros de hombres y vehículos acorazados gracias a que el general
Kesserling (el mismo que dijo: «la marina alemana es imperial; el ejército de tierra,
republicano; y la aviación, nazi») logró dominar los cielos del Mediterráneo central. El
21 de enero, Rommel puso en marcha sus carros y en menos de 2 semanas retomó
Bengasi y Derna. A partir de ahí, alemanes y británicos procedieron a preparar sus
tropas para la ofensiva. El ataque británico estaba previsto para junio. Con su
característica rapidez de reflejos, Rommel adelantó su embestida a finales de mayo.
La ventaja de Rommel era su autonomía, su arrojo. Las fuerzas británicas sufrieron
problemas de coordinación con la cadena de mando. El general alemán destruiría 260
tanques en Tobruk y ocuparía la ciudad, haciéndose con 30.000 prisioneros. Los colonos
italianos recibieron entre aclamaciones a los soldados de Rommel. Bir Hakeim cayó en
manos italo-alemanas. Era un rayo de gloria para la decaída Francia libre, el intento de
transformar una derrota, un puñado de voluntarios franceses enfrentados a fuerzas
superiores, en una victoria moral. El general Koenig protestó a Londres por este intento
de rehabilitación nacional, por un episodio minúsculo en medio de una gran guerra:
«No es necesario que conviertan el cerco de Bir Hakeim en una novela; yo soy un
soldado, no un payaso». Pero la desesperada y fallida defensa de Bir Hakeim sirvió
para estimular el movimiento de resistencia francés.
Winston Churchill recibió en Washington la noticia de la caída de Tobruk. Después
del desayuno, el presidente Roosevelt le tendió un telegrama que acababa de recibir:
«Tobruk se ha rendido con 25.000 hombres». El cañón de 88 milímetros y la brillantez
de Rommel, su capacidad para decidir y afrontar el riesgo, dieron unos resultados que
dejaron mudo a Churchill. El rey Faruk de Egipto se entrevistó secretamente con
Rommel para preparar su entrada en El Cairo. El Afrika Korps se había convertido en
una gran maquinaria de guerra, resuelta en el ataque y tenaz en la defensa. Sus
soldados fueron adiestrados en una zona arenosa de la Península Báltica: recibieron
tempestades artificiales de arena, vivieron con altas temperaturas, les racionaron el
agua y la comida. Nada les sorprendió cuando desembarcaron en Trípoli. El 7 de junio,
los ingleses habían perdido ya 10.000 hombres. La batalla de Gazala se saldó con la
destrucción completa de las unidades acorazadas británicas. El campamento era una
ruina humeante de carros Grant, Stuarts y Crusaders. Olía a carne humana carbonizada:
el antitanque de 88 milímetros, de tubo largo y elevada velocidad de disparo, hizo otra
vez de las suyas. La victoria tuvo su recompensa: Hitler nombró mariscal de campo a
Rommel. A los 49 años, era el más joven del ejército alemán.
No duraría mucho su felicidad, porque el 1 de julio de 1942, el general Auchinleck
sometió a un duro castigo artillero a sus extenuadas fuerzas. A mediados de julio,
Rommel escribió a su mujer: «Desde el punto de vista militar, este es el peor período
que he vivido hasta ahora». El Octavo Ejército se reforzó de forma considerable,
mientras disminuían los aprovisionamientos del enemigo. En septiembre, el nuevo
comandante del Octavo Ejército, Bernard Montgomery, derrotó a los alemanes en Alam
Alfa. «Monty» se negó a librar una batalla fluida: organizó una sólida defensa estática
protegida por la superioridad aérea de la RAF. La conquista de Tobruk, que los
alemanes celebraron con un pantagruélico banquete a base de buey australiano, patatas
irlandesas, cerveza enlatada y salchichas, fue un efímero episodio. Mientras el olor de
las salchichas fritas subía desde los campamentos de Tobruk hasta desaparecer en la
brisa del mar, Churchill pensaba en las repercusiones de la caída de la ciudad libia. El
presidente Roosevelt le preguntó en ese momento: «¿Hay algo en especial que pueda
hacer por usted?». «Desde luego que sí —repuso Churchill—: entréguenos todos los
tanques Sherman que pueda y envíelos al Oriente Medio lo antes posible». Sin más
demora, 300 carros Sherman y 100 cañones sin retroceso fueron despachados al Canal
de Suez en 6 transportes. Cuando uno de estos buques se hundió en la travesía,
Roosevelt ordenó que cargaran otro con 70 tanques más.
Al regresar a Londres, a Churchill le esperaba una desagradable sorpresa: una
moción de confianza en la Cámara de los Comunes. Había diputados de su propio
partido, el conservador, que discrepaban sobre la conducción de la guerra. El primer
ministro venció por 475 votos contra 25. Al día siguiente, recibió un telegrama del
presidente Roosevelt: «Muy bien por usted». Churchill estaba obsesionado con
Rommel. Hitler, confiado en la conquista de El Cairo y del delta egipcio, le escribió a
Mussolini para que prestase todo el apoyo posible al «Zorro del Desierto»: «La diosa de
las batallas visita a los guerreros tan sólo una vez».
Pero una de las constantes de Montgomery fue ésta: nunca envió a sus hombres a la
batalla hasta que estuvo convencido de que podía ganarla. «Monty» se servía de un
lenguaje lleno de confianza en sus fuerzas: «Le voy a poner (a Rommel) la nariz como
un pimiento morrón», aseguró con el sentido del desafío de un campeón de boxeo.
Formó el nuevo equipo de mando con el general Alexander. Eran 2 tipos humanos
contrapuestos: Alexander era el aristócrata encantador, formado en Harrow y
Cambridge, con aire de gran señor (decían que había nacido con el bastón de mariscal
bajo el brazo); en cambio, Montgomery era nervudo, duro, de voz seca, cortante,
admiraba a Moisés y a Cromwell. Sus seguidores decían con exageración que era
calculador como Wellington y que tenía el sentido táctico de Marlborough. Había
crecido al amor de la Biblia y bajo la amenaza de los azotes de su severa madre. Estuvo
en la India como joven oficial en 1908 y le chocó el estilo de vida de los oficiales
entregados a la ginebra, al juego del polo y a pasarlo bien. Montgomery luchó toda su
vida contra la indolencia. Fue austero hasta el ascetismo. No bebía ni fumaba. Leía
todos los días la Biblia y se acostaba temprano. Fanático del esfuerzo físico, excéntrico
como sólo lo puede ser un inglés, fue la imagen opuesta a la que ofrecía el afable
Alexander. Las virtudes de uno cubrían los defectos del otro y viceversa. Un mando
eficaz para la batalla que se avecinaba en El Alamein. El fracaso de Auchinleck se debió
quizás a que fue incapaz de encontrar un buen comandante en jefe para el Octavo
Ejército. Había luchado en las montañas y en los valles de la India, pero desconocía los
secretos de la guerra en el desierto. «Yo creo que Auchinleck —según palabras de
Montgomery en sus Memorias— no seleccionaba bien a su gente». Sus adversarios
creían que «Monty» sólo era capaz de vencer con fuerzas muy superiores.
Una anécdota nos revela la personalidad de Bernard Montgomery: después de su
inesperado nombramiento para mandar al Octavo Ejército con la misión de derrotar a
Rommel, el general Ismay, jefe de gabinete de Churchill, le acompañó al aeropuerto. De
pronto, «Monty» se entregó a un monólogo lleno de melancolía, una jeremiada: «El
soldado entrega toda su energía a la tarea, vive años de disciplina, de estudio y hasta de
peligro personal. A cambio, recibe el mando, gana una batalla, su nombre suena con
timbre de gloria. Pero he aquí que su fortuna cambia, pierde una batalla y se le
considera un fracasado, una ruina». «No se preocupe —le respondió el general Ismay
para calmar sus nervios—. Todo indica que es usted el que va a ganar». Con gesto de
sorpresa, «Monty» reaccionó: «Pero, ¿qué dice usted, querido Ismay? Yo hablaba de
Rommel, porque eso es lo que le espera a él».
Lo primero que Montgomery hizo al llegar al mando fue cancelar un plan de
retirada que ya estaba en marcha; lo segundo, prohibir que los oficiales fumaran en las
reuniones con él; y lo 3º, prohibir que tosieran. «Caballeros —dijo en el primer
encuentro con sus oficiales de Estado Mayor—, les daré un minuto para que tosan.
Después de ese minuto, no quiero toses». Anunció su decisión de reagrupar las fuerzas,
de concentrarlas como los alemanes en grandes batallones para el martillazo masivo en
un punto crítico. Convencido de que «Monty» era la mejor elección para doblegar a
Rommel, Winston Churchill voló hacia Teherán y después hacia Moscú, donde se
entrevistó con Stalin: la invasión aliada de Francia, prevista para 1942, tendría que
esperar. En cambio, la «operación Antorcha», el desembarco norteamericano en el norte
de Africa, estaba a punto. Fue lo que Churchill explicó a Stalin. Trazó en un papel la
figura de un cocodrilo y contó a Stalin que el plan consistía en atacar al bajo vientre del
saurio y en el hocico. El ateo Stalin exclamó deslumbrado: «¡Dios quiera que el plan
funcione!».
Stalin parecía encantado, pero fue al día siguiente cuando cambió el panorama:
cubrió de insultos a los británicos, a los que acusaba de cobardía. Todo el peso de la
batalla contra el nazismo caía sobre sus espaldas. Churchill no era de los que se
quedaban callados. Asestó un golpe de puño sobre la mesa y empezó a desgranar sus
razones y argumentos con la contundencia habitual del león tory. El general Alan
Brooke, jefe del Estado Mayor, reprodujo la escena en sus Memorias: «Sólo recuerdo el
comienzo de su discurso ante Stalin: “De no haber sido por la capacidad combativa del
Ejército Rojo en Stalingrado…”. La reacción de Stalin al torrente de palabras que siguió
fue notable, continuó chupando de su pipa, una lenta sonrisa apareció en su rostro y,
cuando el intérprete empezó a traducir las palabras de Churchill, le hizo callar con un
gesto y dijo: “No entiendo una palabra de lo que ha dicho, pero Dios sabe que aprecio
sus sentimientos”».
Con la aprobación de Stalin, Churchill volvió a Londres para poner en marcha la
«operación Antorcha». Sus 2 comandantes, Eisenhower y Clark, eran ya amigos suyos y
compartían el mismo gusto por las chuletas irlandesas, uno de los platos preferidos del
primer ministro inglés. Después de un intercambio de telegramas con el presidente
Roosevelt, quedó fijada la fecha para el desembarco norteamericano en Argel,
Marruecos y Túnez: el 8 de noviembre de 1942.
Mientras tanto, en el desierto, Rommel lanzó sus efectivos contra las posiciones de
Montgomery. Esta vez pincharía en hueso porque, con el material recién llegado, el
ataque alemán se estrelló contra las defensas británicas. Aunque Rommel no lo supiera,
los mapas que habían capturado a los ingleses eran falsos. Tras el fracaso del primer
fuego de barrera, Rommel se retiró para poner en práctica su truco favorito: la
colocación en línea de sus cañones de 88 milímetros. Pero el contraataque no llegó esta
vez porque «Monty» había decidido que sólo lucharía en un terreno elegido por él.
Cuando visité la impresionante necrópolis de El Alamein, el cementerio inglés
desparramaba sus tumbas a la derecha de la carretera que conduce a Alejandría. Subí
por una escalinata de piedra. Bandas de mármol forraban las paredes del mausoleo con
la inscripción de los nombres de los soldados muertos en la batalla. Un jardinero
egipcio cuidaba del césped, una jugosa prolongación en pleno desierto de los parques
de Londres. Mantener estas zonas de hierba con riego continuo, como un desafío a la
climatología, a la sequía, era un detalle muy británico. Como lo era el libro de visitors en
el que los viajeros dejaban constancia de su paso por El Alamein. Las frases que leí eran
emocionales, sinceras, de los ex soldados o de los hijos y familiares de los que murieron
allí. De los testimonios escritos en el libro de visitantes en el mausoleo recogí la frase de
un viajero español llegado pocos meses antes que yo: «Desde España —decía—, estuve
de corazón cerca de vosotros. Gracias». Un visitante inglés escribió: «Espero que
lucharan para evitar otra guerra».
Doce mil tumbas se extienden por el camposanto. En 2 enormes nichos se guardan
las cenizas de los cuerpos incinerados. Me detuve en el sepulcro de un aviador inglés:
«No buscó la fama, perdió su joven y preciosa vida. ¿De quién es la culpa?», leí en el
epitafio. Con la ayuda de los prismáticos tendí la mirada hacia El Alamein, un manojo
de casas a un kilómetro sobre el horizonte hacia la depresión de Qatara. El Alamein, un
eslabón en la historia contemporánea, ni siquiera tenía el rango de una aldea. No lo es
hoy tampoco, aunque el eco de la gran batalla había hecho brotar un hotel en la costa y
un museo de guerra. Era tan sólo un apeadero del ferrocarril. Su nombre, como el de
Stalingrado, se convirtió en materia de primera página. Con la ayuda de las películas y
los libros (el Rey nombró a Montgomery vizconde de El Alamein), la batalla pasó a
formar parte del folclore británico.
El combate fue muy desigual. Rommel se encontraba al límite de sus fuerzas, con la
tensión alta, el hígado averiado y problemas de circulación. No lo confesó, pero se
sentía descorazonado: los suministros no llegaban y empezaba a ver claro que el Eje
perdería la guerra. Salió de Africa del Norte el 22 de septiembre de 1942, en baja por
enfermedad. Se detuvo en Roma para decirle a Mussolini que, si no recibía
abastecimientos, lo mejor sería evacuar las fuerzas desplegadas en el frente
norteafricano para la defensa de Europa, que veía en Rommel al soldado hecho para la
guerra. Mussolini le respondió:
«¿Quién le ha dado vela en este entierro?». Rommel siguió viaje hacia la Prusia oriental, la guarida del lobo de
Hitler, en Rastenburg, donde puso sobre el tapete los mismos argumentos. El Führer se lanzó a uno de sus
habituales monólogos sobre nuevas armas invencibles, el tanque Tigre y el lanzacohetes Nebelwerfer, un
mortero móvil de 6 tubos. Después, Rommel se retiró a Semmering, cerca de Viena, para pasar un período de
cura y restablecimiento junto a su mujer. «Mientras descansaba y se recuperaba, le expresó a su mujer —escribe
Blumenson— las primeras reservas sobre Hitler, cuya absurda estrategia llevaba a Alemania al desastre».
El nuevo comandante en jefe, sir Harold Alexander, y el jefe del Octavo Ejército,
Bernard Montgomery, con 40.000 soldados de refresco y 300 tanques Sherman, lanzaron
el 23 de octubre de 1942 la 2ª batalla de El Alamein. Al día siguiente, un miembro del
Cuartel General de Hitler telefoneó a Semmering para informar a Rommel de que su
sucesor al frente de la Panzerarmee Afrika, el general Stumme, había fallecido de un
ataque al corazón. ¿Le importaría volver a tomar el mando de las operaciones? Poco
después, recibió la llamada de Hitler en el mismo sentido. Erwin Rommel llegó a Trípoli
al anochecer del 25 de octubre. Al día siguiente, al amanecer, se dio una vuelta de
inspección por el frente. Lo que vio no le gustó nada: los británicos de Alexander y
«Monty» dominaban el cielo y el mar y se disponían a barrer a las fuerzas italo-
alemanas. No había nada que hacer, ese fue el mensaje que hizo llegar a Hitler y
Mussolini.
La batalla sería desproporcionada, aun cuando en Alejandría, a 96 kilómetros, crecía
el temor a la victoria alemana y todo Egipto sufría el flap, el pánico. Se había producido
en Egipto una corriente de simpatía hacia Rommel: era el caudillo llamado a liberarlos
del yugo inglés. Así pensaba, entre otros, el futuro presidente Sadat, sin tener en cuenta
al servicio de qué y de quién estaba el genio táctico de Rommel.
El comandante del Afrika Korps, con su gorra, sus legendarias gafas de tanquista y
su pañuelo al cuello, se vio obligado a suplir con astucia e imaginación la falta
angustiosa de carburante, la ausencia de apoyo aéreo y naval, de munición y de carros
de combate. La proporción de fuerzas en línea de batalla el 23 de octubre era de 3 a 1 a
favor de Montgomery. Los efectivos del Octavo Ejército se elevaban a 230.000 soldados,
frente a los 77.000 del Afrika Korps y de las divisiones italianas. Montgomery contaba
con 1.400 tanques, de los cuales 480 eran Sherman o Grants, frente a los 500 del
adversario, de los que sólo 200 eran alemanes. Una superioridad de 6 a 1 en carros de
combate si descontamos los ridículos M-40 italianos, tanques casi inservibles, conocidos
como «ataúdes de acero». En la retaguardia, «Monty» guardaba otros 1000 carros de
reserva. Los británicos emplazaron frente a la fortaleza de arena de Rommel 892 piezas
artilleras, el Eje contaba con 522; Montgomery reunía 880 aviones, Rommel, 129. Por
añadidura, la Royal Navy dominaba el Mediterráneo.
«Rommel —me explicó en Alejandría un suizo que vivió los años de la guerra—
logró despistar con frecuencia a los servicios británicos de espionaje. Ataba arbustos y
maleza a la parte posterior de sus carros. Así, la polvareda hacía creer a los aviones
“chivatos” que su fuerza era superior a la real. En varias ocasiones nos prepararon para
la evacuación de Alejandría. La llegada de Rommel parecía inminente».
Cuando Hitler le nombró mariscal de campo, Rommel contestó: «Hubiera preferido
una división más». El mando británico disponía en el Oriente Medio de seiscientos
cincuenta mil hombres, la mayoría soldados bien entrenados que se batieron el cobre en
el desierto. Tan sólo necesitaban orden en el mando, un jefe que les insuflara el fuego de
Júpiter, que les transmitiera confianza: Gott, el Rommel británico, fue el elegido.
Alexander y el Estado Mayor pensaron en Montgomery cuando el avión del general
Gott, que le llevaba de permiso a Bombay, fue interceptado por 2 Messerschmitt a poco
de despegar de El Cairo. Le obligaron a aterrizar y lo destruyeron en tierra, muriendo el
general. En 12 días de lucha, «Monty» evitó que Rommel se fotografiara como un nuevo
Napoleón a la sombra de las pirámides. Fue él quien destruyó el mito de la
invencibilidad de Rommel. El «Zorro del Desierto» sobrevivió gracias a las raciones de
Tobruk. Sus hombres fumaban tabaco inglés, se alimentaban con conservas
norteamericanas y chuletas australianas y viajaban en vehículos fabricados en Coventry
o en Detroit.
Las relaciones entre italianos y alemanes no podían ser peores: a la arrogancia
germana se unía a la susceptibilidad italiana. Rommel diagnosticó las causas de la
debilidad italiana: ineficacia y corrupción del régimen fascista, derrotismo y hasta
sabotaje por parte de los oficiales, que, aunque luchaban al lado de los alemanes,
deseaban su derrota. Después de 3 semanas de espera en Libia, donde había llegado
conduciendo su propio avión, Benito Mussolini, que esperaba entrar en El Cairo en su
caballo blanco, hubo de volver grupas a Roma, decepcionado. En ese tiempo, Rommel
ni siquiera se dignó visitarle en su residencia de Bengasi. El conde Ciano, ministro de
Asuntos Exteriores italiano que fue fusilado por orden de Mussolini en la República de
Saló, recordaba las palabras de Frangois-Poncet el día de la declaración de guerra a
Francia: «Los alemanes son jefes muy duros. Duros y despreciativos». Hitler aseguró:
«Lo que Polonia, Noruega, Francia, Rusia y Africa no han conseguido, los italianos
están a punto de lograrlo: desmoralizan a mis soldados».
El alto mando italiano devolvió a Roma el caballo blanco del Duce. Mientras tanto, la
leyenda de Rommel crecía y crecía. Había ganado fama de caballeroso y humano en el
Octavo Ejército. Charlaba con los prisioneros y les ofrecía pitillos, hasta el punto de que
hubo en su Estado Mayor quien llegó a creer que era más atento y considerado con los
prisioneros que con ellos mismos. Se dijo luego que la batalla de El Alamein fue la
última en la que se respetó el fair play, el juego limpio, la última batalla entre caballeros.
Los británicos eran cautivos psicológicos de la figura de Rommel. Por eso fue elegido
«Monty». Auchinleck llegó a decir ante sus jefes y comandantes: «Existe un peligro en el
hecho de que nuestro amigo Rommel se esté convirtiendo en una especie de mago a los
ojos de nuestras tropas. Hablan demasiado de él. No es un superhombre ni tiene
poderes sobrenaturales». Luego dio una orden a su Estado Mayor: debían hacer todo lo
posible para borrar de la cabeza de los soldados la idea de que Rommel fuera algo más
que un buen general.
También en Gran Bretaña creció la simpatía de la opinión pública hacia el general
enemigo. Churchill fue criticado cuando dijo en los Comunes: «Tenemos ante nosotros
un adversario diestro y arrojado, y debo decir que, al margen de la desgracia de la
guerra, un gran general». Alexander vio en él a un notable estratega con desconcertante
habilidad en el empleo de sus divisiones blindadas en acción y muy rápido en el
descubrimiento de los puntos críticos y en aplicar los cambios precisos a una batalla de
movimiento. Pero le achacaba una tendencia a sobreexplotar sus éxitos inmediatos sin
pensar en el futuro. El general Halder, el jefe de Estado Mayor de la Wehrmacht,
llamaba a Rommel «loco de atar». En la lista de los piropos no podía faltar el de su rival,
Montgomery, que, a raíz de su reencuentro en las playas de Normandía en 1944, opinó
así: «Rommel es un comandante decidido y enérgico. Desde su llegada, todo ha
cambiado. Su secreto es el ataque fulminante, el rompimiento de líneas. Para una batalla
de posiciones fijas resulta demasiado impulsivo».
Quizá por esta razón, Montgomery, un táctico al estilo clásico, le planteó una batalla
conservadora, de posiciones, apoyado en su fuego artillero organizado. Llegó a intuir
sus movimientos y, como prometió al general Alexander, «le hizo añicos» en El
Alamein. Rommel era un hombre modesto y sin pretensiones, claro, enérgico y dotado
de sentido común. Su mayor fallo fue la tendencia a atribuir los errores propios a la
incompetencia de los demás. «Su mayor éxito —escribe Correlli Barnett, autor de Los
generales del desierto y encargado de los archivos de Churchill— fue el de convertir lo
que Hitler vio como una acción defensiva menor en el norte de Africa, en una campaña
que obsesionó a Churchill y que por espacio de 2 años atrajo los esfuerzos del imperio
británico».
Rommel tenía muchos puntos en común con el general George Patton, el primer
experto norteamericano en la conducción de la guerra en movimiento. El temperamento
de Patton, que saltó a los periódicos cuando pegó a un soldado enfermo, no podía
compararse a la cortesía y el buen talante de Rommel, pero Martin Blumenson los
emparejó por su carisma y su coraje, su preparación técnica y su voluntad de hierro, su
afición a jugar fuerte y su impacto en la opinión pública. Cuando Patton desembarcó en
Túnez con la «operación Antorcha», Rommel se había ido ya; en Normandía, cuando
llegó Patton, el «Zorro del Desierto» se encontraba en el hospital tras el ataque aéreo
contra el automóvil en el que viajaba.
Cuando tocaba Alejandría con los dedos, Rommel se sintió al borde del
derrumbamiento físico, lo mismo que su Afrika Korps. Su médico, el profesor Horster,
le diagnosticó «una afección estomacal crónica, catarro intestinal, difteria nasal y
perturbaciones en la circulación», todo ello acompañado de dolores tan violentos que le
producían desvanecimientos. «El mariscal —concluía el informe médico— no está en
condiciones de dirigir la próxima ofensiva». Rommel ofreció un nombre para
sustituirle, el de Guderian. «Inaceptable», respondió Hitler. El «Zorro del Desierto»
debía quedarse donde estaba tres años después del comienzo de la II Guerra Mundial
con la invasión de Polonia. A los tres años, el cuerpo de Rommel, sometido desde
Polonia a un trabajo sobrehumano, daba claras muestras de venirse abajo.
NOVECIENTOS CAÑONES
AL CLARO DE LUNA
Eran las 21.40 del 23 de octubre de 1942 y una luna llena, brillante, iluminaba El
Alamein. De pronto, abrieron fuego las baterías inglesas. Fue un concierto de 900
cañones al claro de luna. Fred Majdalani, que estuvo allí, lo ha definido como «la noche
de los cañones y de las minas». Desde 1918 no se había visto un fuego artillero tan
impresionante. El desierto se incendió desde el mar hasta los lagos salados de la
depresión de Qatara, en un frente de unos sesenta kilómetros. «La noche era tranquila y
clara —escribió Montgomery en sus Memorias— y el efecto fue terrorífico. La reacción
del enemigo, sorprendido por la violencia y lo repentino del bombardeo, fue más lenta
que de costumbre».
Montgomery eligió el «Día D» con sumo cuidado. Necesitaba siete días seguidos de
luna llena y escogió el 23 de octubre para el arranque de su ofensiva. Por simple que les
pueda parecer a los profanos, la guerra del desierto se libró con una atención constante
a la meteorología. Como el capitán de un equipo de fútbol que elige campo según la
incidencia del sol o el viento, así los estrategas de uno y otro lado desencadenaban sus
ataques en función de la posición del sol. Temprano por la mañana, cuando el sol podía
cegar a los soldados del eje, era el momento preferido por el Octavo Ejército. A última
hora de la tarde atacaba el ejército de Rommel. Muy raras veces se entablaba batalla en
la canícula del mediodía. La noche del 23 de octubre, «Monty» se alió para su ofensiva
con la luz de la luna. Rommel estaba atrincherado en El Alamein en inferioridad de
condiciones. Churchill telegrafió al presidente Roosevelt: «La batalla de Egipto
comienza esta noche a las ocho, hora de Londres. Todos los Shermans, los Grants y los
cañones que usted nos envió serán decisivos en la batalla».
Erwin Rommel trató de detener la ofensiva aliada con un cinturón defensivo al que
llamó «los jardines del diablo», un largo perímetro de campos minados, más de medio
millón de artefactos explosivos plantados desde la costa hasta las arenas movedizas de
Qatara. A las 21.55, quince minutos después de abierta la batalla de El Alamein, la
artillería de «Monty» enmudeció durante 5 minutos. A las 22.00, la «Hora H» del
ataque, la artillería volvió a abrir fuego, esta vez en unas coordenadas concretas, hacia
las posiciones de vanguardia del enemigo. El fuego artillero continuó durante toda la
noche. La infantería recibió la orden de empezar la ofensiva y avanzar por tierra de
nadie hacia las posiciones minadas. Montgomery, con una flema sorprendente, se retiró
a dormir.
La infantería del Octavo Ejército trató de abrir 2 corredores a través de los campos
minados con las terribles S y las Teller antitanque. A las 5.30, después de una lucha
porfiada y sangrienta, se alcanzaron los 2 objetivos: el doble boquete en la línea
defensiva alemana e italiana. Las divisiones blindadas del Octavo Ejército penetraron
entonces a través de las brechas abiertas. La 15 División Panzer del Afrika Korps opuso
una feroz resistencia. Fue entonces cuando, desaparecido Stumme, se produjo el relevo
en el mando. Cuando Rommel llegó desde Semmering, la balanza se inclinaba ya hacia
los aliados. El general alemán Beyerlein diría más tarde: «Rommel se hizo cargo de la
batalla cuando se habían agotado todas nuestras reservas. Ninguna decisión podía
cambiar el curso de los acontecimientos».
El frente italo-alemán se resquebrajó en varios puntos. Se habían agotado los
depósitos de combustible alemanes. Rommel intentó un contraataque el día 26, pero sin
demasiada convicción. El Alamein se transformó en un caos de polvo, arena y metralla.
Los soldados no veían más allá de sus narices. La aviación británica hizo estragos en las
posiciones del Eje. Alguien dirá que no fue en puridad una batalla ganada por los
tanques, sino por la infantería y la aviación. Tras 12 días de combate, las fuerzas
alemanas, sin tropas de refresco en la retaguardia, se dieron por vencidas y se batieron
en retirada hacia Tripolitania a lo largo de más de 2.000 kilómetros.
Las bajas británicas se cifraron en 13.500. Montgomery perdió 500 carros de
combate. El número de los prisioneros hechos a las tropas del Eje se elevó a 30.000, de
los cuales 10.000 eran alemanes. Se calcula que murieron 10.000 soldados y oficiales del
ejército germano-italiano y que otros 15.000 resultaron heridos. La Panzerarmee Afrika
dejó sobre la arena 450 carros de combate y 1000 cañones. La batalla de El Alamein, que
el general Hans Cramer definió como «una guerra entre gentlemen (caballeros)», ofreció
escenas escalofriantes. Durante varios días se extendió por el campo de batalla un
penetrante olor a carne humana quemada. La náusea se acentuó con los cuerpos de los
soldados en putrefacción, acelerada por el sol del desierto occidental.
Una vez roto el cordón defensivo italo-germano, a Montgomery, «el general
cuidadoso, metódico y seguro», según lo definió, de forma exagerada, Eisenhower, tan
sólo le quedaba mover sus piezas. Erwin Rommel confesaría en su libro Guerra sin odio:
«Aquella noche me quedé con algunos de mis colegas en la carretera de la costa, cerca
del antiguo cuartel general. Desde ese punto distinguía los continuados fogonazos y las
granadas que estallaban en la oscuridad. También llegaba a mí el fragor de la batalla.
Las formaciones de bombarderos nocturnos ingleses venían en incesantes oleadas,
arrojando su mortífera carga sobre nuestras tropas e iluminando toda la zona de
combate con sus bengalas lanzadas en paracaídas, que permitían ver como si fuese de
día. Nadie podrá imaginarse jamás la angustia que entonces nos agobiaba. Aquella
noche apenas dormí. La pasé levantado, paseando nerviosamente y preguntándome
cómo iría la batalla y qué decisiones debería adoptar. Me parecía dudoso que
pudiésemos continuar resistiendo por mucho tiempo unos ataques de tal violencia, que
yo sabía que los ingleses intensificarían aún más».
Rommel tenía razón: se intensificaron día a día hasta aplastar a sus fuerzas. Al
«Zorro del Desierto» tan sólo le quedaba salvar los muebles. La presencia y potencia del
moderno arsenal norteamericano había llegado hasta El Alamein. «Lo único que los
norteamericanos son capaces de fabricar son hojas de afeitar y neveras», ironizó el
mariscal Goering. Allí estaban sus tanques y sus parques de granadas de 40 milímetros
en manos de combatientes tan magníficos como las «ratas del desierto», la Séptima
División Blindada, que rompió con gritos de guerra el extraño silencio que se hizo tras
las primeras salvas de acero. Mientras tanto, Rommel tan sólo recibía mensajes de
Hitler, no habría más tanques ni abastecimientos de víveres, pero tenían de su parte esa
abstracción llamada voluntad. «El enemigo cuenta con superioridad numérica —decía
el mensaje de Hitler a Rommel—, pero también él terminará por encontrarse sin
recursos. No será la primera vez en la historia en que la fuerza de voluntad prevalece
ante los batallones más fuertes del enemigo. El único camino que podéis mostrar a
vuestras tropas es el que conduce a la victoria o a la muerte». Sorprendido por estas
palabras, Rommel comentó con amargura: «Es pedir lo imposible, porque hasta el
soldado más valiente puede morir bajo una bomba».
No deja de ser curioso que un teórico militar inglés, Liddell Hart, iniciara con sus
textos al mariscal Rommel en el arte de utilizar los carros de combate. Y es más curioso
todavía que Rommel enseñara a los británicos la mejor forma de manejar esos tanques.
Como reconocería el propio Rommel: supieron aprender de la movilidad del Afrika
Korps. Debido a lo que llamaba «la estructura ultraconservadora de su ejército», los
británicos combatían mejor en el frente fijo, estático. «Monty» era superior en armas y
bagajes. Sus aviones hicieron 3200 misiones de caza y combate frente a las 160 salidas de
la Luftwaffe. Rommel reconoce en sus Papeles —editados por Liddell Hart— que la
aviación aliada puso en práctica sistemas mortíferos de ataque que paralizaron a sus
tropas. La falta de gasolina fue decisiva: «En una acción móvil, la carencia de petróleo
significa desastre», afirmó Rommel. Hoy, un promontorio de piedra señala las lindes
del dispositivo alemán. Allí estuvo situado el pasillo de minas desplegadas por el
Afrika Korps y las divisiones italianas.
Los generales de Berlín sentían celos de Rommel, de su versatilidad, de la facilidad
con que mandaba sus fuerzas. No se tomaron en serio la campaña de Africa que, en
caso de victoria, le hubiera permitido al eje controlar el Mediterráneo, los yacimientos
de Oriente Medio, estrangular Suez y hasta alcanzar las zonas petrolíferas de Odessa y
Bakú.
Rommel escribió sobre aquellos momentos críticos: «Estábamos aterrados y, por
primera vez desde el comienzo de la campaña, me sentía indeciso. El desánimo se
apoderó de todos cuando ordené aguantar hasta el fin en las posiciones que
acabábamos de ocupar en El Alamein. Me costó tomar esa decisión, pero yo había
exigido siempre ciega obediencia a mis subordinados y debía obedecer también yo. De
haber podido prever el futuro, mi decisión hubiera sido distinta, porque después eludí
constantemente las órdenes del Führer y el Duce con objeto de salvar a mi ejército». El
general von Tiloma desobedeció las órdenes de Hitler —«no retroceda un metro»— y se
replegó. «No puedo obedecer esa orden de Hitler», dijo el veterano de la guerra de
España y comandante del Africa Korps. Cuando lo detuvieron unos sorprendidos
soldados ingleses, Ritter von Thoma vestía su uniforme de general y lucía sobre el
pecho todas sus condecoraciones.
A Rommel tan sólo le quedaba salvar a su ejército, y fue lo que hizo, de nuevo con
brillantez. Al replegarse hasta Túnez, el «Zorro del Desierto» daría aún muestras de sus
mejores cualidades: les dio sopas con honda a los norteamericanos en el paso de
Kasserin, donde rompió con furia las defensas aliadas y amenazó provocar una grave
escisión en los ejércitos angloamericanos. A Rommel le quedaba la «inexpugnable».
Línea Mareth. En esa línea se consumieron los últimos sueños de Hitler y Mussolini.
Los alemanes se vieron cogidos entre dos fuegos: desde el Este, los generales Patton y
Anderson; desde el Oeste, el Octavo Ejército de Montgomery. Nada podían hacer ya
contra fuerzas tan superiores. En lugar de resistir hasta el último cartucho, 250.000
veteranos del desierto, alemanes e italianos, prefirieron rendir sus armas. Los metieron
en jaulas. Ya estaba el Mediterráneo en manos aliadas. La «operación Antorcha» había
sido un éxito. Desde las bases mediterráneas todo estaba preparado para el desembarco
en Sicilia y en los Balcanes.
Con la derrota, de la que no tenía culpa, y con la desobediencia a la orden de
«victoria o muerte» dictada por Hitler, comenzó la caída en desgracia del «Zorro del
Desierto». Rommel se puso a favor de la destitución de Hitler, no de su asesinato. El
ametrallamiento de su coche en Francia y el fracaso del complot del 20 de julio echaron
por tierra esos y otros planes. El 24 de julio, Rommel, que sufría una fractura de la base
del cráneo, fue trasladado a un hospital de los suburbios de París y, más tarde, llevado a
su casa de Herllingen. El 14 de octubre de 1944 recibió la visita de 2 generales enviados
por Hitler que le ofrecieron la alternativa de aceptar las acusaciones de alta traición o de
decidirse por el suicidio. Si aceptaba esta última opción nadie tocaría a su mujer y a su
hijo. Rommel entró en el coche con los 2 generales, tragó una cápsula de veneno y,
media hora después, desde un hospital de Ulm, llegó la fatal noticia: «Cuando vi a mi
marido —contó la viuda de Rommel—, noté en su rostro una expresión de profundo
desprecio». El 18 de octubre de 1944, poco antes del 2º aniversario de El Alamein, se
celebró en Ulm la comedia de las exequias nacionales de Rommel. El mariscal von
Rundstedt depositó ante el féretro la corona enviada por Hitler. La señora Rommel
rehusó ofrecer su brazo al mariscal al término de la ceremonia. En el otoño de 1994, al
cumplirse 50 años de su muerte, el hijo de Rommel, Manfred, aseguró que los 2
generales nazis enviados por Hitler, Bugdorf y Maisel, obligaron a su padre a ingerir la
cápsula de veneno. Luego afirmaron que había fallecido a resultas de las heridas
sufridas por el ataque aéreo. «No fue un suicidio, sino un asesinato», aseguró Manfred
Rommel.
OPERACION ANTORCHA
Barbarroja
El teniente general Nikolai Kirillovich Popel era oficial político del Octavo Cuerpo
Mecanizado del Ejército Rojo. El sábado 21 de junio de 1941, el día anterior a la
invasión, asistía a una fiesta en su guarnición. «Apenas me dio tiempo de ir a casa y
cambiarme de ropa, por eso, cuando entré, el concierto había ya comenzado. Desde el
escenario llegaba la canción de los tanquistas. Mientras la escuchaba eché un vistazo al
salón en el que nuestros hombres asistían al espectáculo y me puse a pensar en los
acontecimientos de los últimos días, que había pasado en una de las divisiones del
cuerpo. Sólo una semana antes, nuestro parque de carros de combate, que consistía en
viejos T-26, BT, T-28 y T-35, aumentó con algunos modelos nuevos: seis KV-1 y diez T-
34. Poco a poco, se procedía a una completa renovación del equipo. Después del
concierto, el comandante del Cuerpo, 'teniente general Dimitri Ivanovich Ryabishev, y
yo, de acuerdo con la tradición del ejército, invitamos a cenar a los artistas. Llegué a
casa hacia las tres de la madrugada. Mientras tomaba una ducha de agua caliente que
me aliviaba del cansancio, tan sólo pensaba en una cosa: ¿Qué ocurría en la otra orilla
del río San? Mi jefe, el general Ryabishev, señalaba en el mapa la continua llegada de
divisiones a la frontera y no dejaba de repetir que Hitler se preparaba para
desencadenar la guerra. El coronel Varennikov no era de esa opinión: “Le garantizo que
no habrá guerra por lo menos en el espacio de 1 año. Me dejaré cortar una mano si la
hay”».
Como su jefe Ryabishev, él tenía en cuenta no sólo la concentración de tropas
alemanas, sino las violaciones del espacio aéreo por la aviación alemana, la presión
creciente de los servicios de inteligencia y el renacimiento de los nacionalistas
ucranianos. El coronel Varennikov se dejaba guiar, por su parte, por los despachos de la
agencia soviética de prensa, que atribuía esa concentración de fuerzas al hecho de que el
mando alemán sacaba divisiones de Francia para llevarlas a descansar a la frontera con
la URSS. Estaba claro que Stalin confundía deseos con realidades. Una llamada a la
puerta del baño interrumpió las reflexiones del general Popel. Le reclamaba en el
teléfono el general Ryabishev: el comandante general Kostenko le pedía que estuviera
preparado para recibir órdenes. «¿Qué clase de órdenes?», preguntó el general Popel.
«No lo sabemos», respondió su jefe.
En la reunión en el cuartel general, los jefes, mandos y oficiales se presentaron con
su maletín de emergencia: 2 mudas, el neceser con el jabón, el cepillo y la pasta de
dientes, y una pequeña cantidad de comida. No predominaba el buen humor: nada hay
peor que estropear el día de permiso de un soldado. Ninguno de ellos podía imaginarse
que había estallado la guerra. «Lo peor de todo —pensaba Popel—, es que nuestro
ejército no está preparado para el combate. Ni siquiera hemos reformado el mando ni
renovado el equipo. No disponemos de los repuestos necesarios. ¿Cómo podemos
entrar en guerra en condiciones tan desfavorables?».
En plena reunión llamó el coronel Varennikov, el mismo que se ofreció a cortarse
una mano si estallaba la guerra, para confirmar que la artillería alemana abría fuego a lo
largo de toda la frontera y que unidades acorazadas y de infantería la cruzaban por
diversos puntos. «No respondan a la provocación —advirtió—. No disparen contra la
aviación alemana, esperen órdenes». Justo cuando el coronel colgaba el teléfono, Popel
escuchó el ruido de los aviones alemanes que sobrevolaban el cuartel general. Eran los
bombarderos de Hitler, que atacaban con precisión la estación central, los cuarteles
evacuados pocos días antes, los nudos de comunicación, las carreteras cercanas y la
refinería. No sonó un solo disparo de la artillería soviética. En la segunda oleada, la
Luftwaffe atacó el centro de la ciudad, incluidas las viviendas de los oficiales. El general
Ryabishev tomó del brazo a Popel y le ordenó: «Póngame con la brigada antiaérea».
Popel marcó el número de las defensas antiaéreas y el general pudo dar la orden:
«Abran fuego sobre la aviación enemiga». En pocos segundos, el fuego de las baterías
soviéticas se confundió con la explosión de las bombas alemanas. Los artilleros, que no
estaban precisamente en forma, derribaron 4 aparatos alemanes. «Vimos en el pasillo a
los oficiales silenciosos, concentrados, preocupados. Tan sólo unos minutos antes
gastaban bromas sobre la falsa alarma que les había estropeado el domingo. Nos
miraron a la espera de que dijéramos algo, pero nosotros sabíamos tan poco como ellos.
Ni siquiera habíamos recibido órdenes».
A las 03.00 horas del día 21 de junio, los alemanes rompieron el frente ruso desde los
Cárpatos hasta el Báltico. La sorpresa táctica fue absoluta. Es difícil de explicar esa
sorpresa, aunque Stalin nunca creyó en el peligro alemán hasta que tuvo a los aviones
sobre el Kremlin. La ciudad de Brest-Litovsk resistió durante 4 días, y cayó el 26 de
junio en manos de una división alemana dejada atrás con ese propósito. Al margen de
una resistencia esporádica y aislada, y a los embotellamientos de tráfico en las
carreteras, el éxito de la «operación Barbarroja» en sus primeros compases fue
completo. La superioridad aérea estaba garantizada para el general Leeb, que marchaba
por el norte; para el general Bock, que lo hacía por el centro; y para el general
Rundstedt, que se dirigía hacia Kiev, la capital ucraniana.
Estos éxitos iniciales parecían dar la razón a Hitler frente a la opinión de veteranos
generales del ejército alemán (entre ellos el comandante en jefe, mariscal de campo von
Brauchitsch; el jefe del Estado Mayor del ejército, coronel general Halder, y el propio
Rundstedt), opuestos a la invasión de Rusia. La campaña de Rusia dio ocasión a nuevas
fricciones entre Hitler y sus generales. Mientras el primero era partidario de dejar de
lado Moscú, los segundos se inclinaban por la toma de la capital: se daría así un fuerte
golpe psicológico al enemigo y caería en manos de los alemanes el centro industrial del
inmenso imperio. Hitler, por el contrario, en su proyecto de «europeización de la estepa
asiática», prefería la ocupación de Leningrado. «Moscú —dijo con suficiencia— es tan
sólo una expresión geográfica. Dada la situación general y la inestabilidad del carácter
eslavo, la caída de Leningrado provocará el colapso de la resistencia soviética en todos
los frentes».
Hitler esperaba acabar con el oso ruso en los últimos 6 meses de 1941. Se equivocó:
había vendido la piel del oso antes de cazarlo, a pesar de que la movilización de las
fuerzas soviéticas fue tardía. Desde el primer momento, Stalin quiso transmitir una
imagen de serenidad a través de los medios informativos: todo estaba bajo control y
discurría de acuerdo con los planes previstos. Cuando, en 1956, Kruschev fulminó
dialécticamente a Stalin y al estalinismo, los historiadores soviéticos pudieron ofrecer
una versión más ajustada a la realidad.
En su Historia de la guerra patriótica, D. S. Tepulchovski enumeró algunos de los
errores tácticos, estratégicos y técnicos del «padrecito». Stalin: errores de cálculo y
previsión sobre las intenciones de Hitler, con el que había firmado un pacto de no
agresión; errores de preparación, que condujeron a una tardía reanimación de la
industria de guerra; errores de organización, que llevaron a la supresión del cuerpo
blindado en 1937; errores de despliegue, que facilitaron la invasión. El historiador
soviético desmintió que hubiera existido, como en 1812 contra Napoleón, un plan
sistemático de repliegue, y reconoció que partes importantes del espacio nacional se
perdieron ante la imposibilidad de organizar un dispositivo de defensa. Fue en Ucrania,
hacia la que se dirigieron los panzer de Rundstedt, donde se concentraron casi la mitad
de las divisiones y la mitad de los blindados. El mando soviético no había dinamitado
un solo puente para frenar el avance de la Wehrmacht. Ni siquiera habían puesto en pie
los sistemas de guerra que preconizaron los comisarios soviéticos del lado republicano
en la Guerra Civil española. Nada.
En número de hombres y masas de metal bélico, la URSS superaba a la Wehrmacht,
lo mismo que el ejército francés fue superior en número al alemán. El manual de
defensa y entrenamiento del Ejército Rojo para el año 1941 ni siquiera mencionaba la
posibilidad de guerra. «La invasión de Rusia por parte de Hitler —señala Frank Spencer
en Historia del siglo XX— es la campaña más grande de la historia con respecto a la
extensión de las fuerzas empleadas y el territorio en el que combatieron».
Entre los militares que leyeron historia para aprender de ella se encontraba el mariscal
de campo Paul von Kleist, quien mandó las divisiones de Guderian y Hoth en el cruce
del Mosa en la batalla de Francia en 1940. Como comandante del Primer Grupo de
Blindados en la campaña de Rusia en 1941, dirigió el avance del Cuerpo de Ejércitos del
Sur hacia Kiev. Al año siguiente, Hitler le dio órdenes de avanzar hacia el Cáucaso, el
soñado paraíso de los yacimientos petrolíferos y las grandes extensiones agrícolas, pero
se vio frenado por el comienzo de la batalla de Stalingrado. Von Kleist afirmó en 1941:
«Al invadir Rusia, el ejército alemán puede compararse a un elefante que atacase a un
ejército de hormigas. El elefante matará miles de hormigas, acaso millones, pero, por
último, la superioridad numérica de ellas le derrotará y las hormigas le devorarán hasta
no dejar de él más que los huesos». Hitler, por el contrario, le dijo al embajador búlgaro:
«El ejército ruso es un chiste». Según el plan trazado por el embajador Marcks, tardarían
entre 9 y 16 semanas en destruir la resistencia militar soviética. Hasta se dieron órdenes
para producir menos tanques y aviones. La profecía de von Kleist se cumplió al pie de
la letra. El mariscal de campo, hecho prisionero por los rusos, murió en cautividad en
1954.
Hitler tenía a sus generales por seres grises, acomodaticios y privados de
imaginación. Unos borregos. Sus actitudes prudentes eran consecuencia directa de su
falta de genio militar, de su apego a la teoría escrita en los manuales de las academias.
El, Hitler, tenía la intuición de la victoria, el aura de la audacia. Preferiría el mismo
esquema que en la campaña europea: masas de blindados lanzados a toda velocidad
ante el enemigo, al que sorprendería dormido. Nada podrían hacer los ejércitos
enemigos, rodeados, asustados por la acción de una fuerza aérea dotada del instinto de
golpear en la yugular. Sus generales, sus soldados, eran meros peones de sus geniales
designios: les pedía lo imposible para lograr de ellos lo mínimo. Llegado un momento,
abandonó su guarida del lobo en Rastemburg, en la Prusia oriental, que «olía a cocina,
uniformes y botas», por el cuartel de Vanitza, en Ucrania, donde vivió consumido por la
canícula. Hitler diseñó una guerra de abstracciones. Una mayor cercanía del frente
nunca le permitió valorar las condiciones meteorológicas en las que sus hombres, la
punta de diamante de la raza aria, con la ayuda de esclavos soldados finlandeses,
españoles, eslovacos, italianos, húngaros y rumanos, llevaban a cabo su tarea. En cuanto
llegaron los meses fríos, el general Invierno les pasó la factura.
Esa fue la coartada con la que los generales taparon sus primeras sorpresas sobre el
terreno: el mal tiempo, las bajas temperaturas. También al mal tiempo, a la adversa
meteorología, atribuyeron el fracaso de las incursiones sobre Inglaterra, que estaban a
punto de concluir cuando emprendió la campaña de Rusia. Pero ¿no era acaso algo que
podían esperar en el paisaje inglés? Las fuertes lluvias que dificultaban las operaciones
aéreas y las temperaturas que superaban los 50 y hasta los 60 grados bajo cero eran
previsibles. Hitler envió a Rusia 3 millones de hombres, 3580 carros de combate, 118
divisiones de infantería, 15 divisiones motorizadas y 19 grandes unidades acorazadas,
frente a las que la URSS de Stalin desplegó 4.750.000 soldados, más de 10,000 blindados,
muchos de ellos obsoletos, y 6.000 aviones de combate, de los que sólo 1100 se
encontraban en buen uso. Ya hemos dicho que 2.000 fueron destruidos en el aire o en
tierra en los dos primeros días de la invasión.
El general Espacio: las divisiones alemanas terminaron por perderse en la inmensa
geografía rusa. La falta de aeródromos impidió que la fuerza aérea alemana pudiera
facilitar el apoyo necesario a las divisiones en marcha hacia sus objetivos. La política de
tierra quemada, practicada por las fuerzas regulares e irregulares rusas en su retirada,
impidió que Hitler pudiera utilizar las reservas y las materias primas que tanto
ambicionaba. El comportamiento, en cierto modo caballeroso, de las tropas alemanas en
la I Guerra Mundial no se repitió. Los hombres de Hitler, las temidas SS en primer
lugar, sometieron a los civiles rusos a un duro castigo y a unas represalias sin fin, lo que
no hizo sino encorajinar aún más en el combate a un ejército decidido a ganar la gran
guerra patriótica. El contraataque ruso, tras los renovados avances alemanes de 1942,
tuvo un efecto devastador en las filas de la Wehrmacht.
ROPA DE VERANO
HACIA MOSCÚ
Pearl Harbor
Fue un ataque por sorpresa. El presidente Roosevelt lo llamó «el día de la infamia». Una
sorpresa, aunque las señales del ataque a Pearl Harbor, cerca de Honolulú, en las islas
Hawai, aparecieron por todas partes, incluso en 1925 había visto la luz la novela
profética, de anticipación de Héctor Bymater La gran guerra del Pacífico. Japón, con ese
supuesto táctico, deseaba, necesitaba la guerra para recuperar materias primas. Fue una
sorpresa estratégica, un éxito militar fulminante, pero también un haraquiri anticipado.
Sin el ataque a la flota norteamericana del Pacífico, quizá no hubiera habido Hiroshima
o Nagasaki. Salvo el Arizona, la marina de Estados Unidos reconstruyó su flota, tan
necesaria para las batallas navales de 1944, que dieron un giro a la guerra del Pacífico.
El domingo 7 de diciembre de 1941 fue un día tranquilo en el archipiélago de Hawai.
Fueron muchos los marinos y los soldados que creyeron en un simulacro de ataque
aéreo, en unas maniobras militares. «Estos de la fuerza aérea cada vez lo hacen con
mayor fidelidad», comentó un marino a bordo del Utah. Pero la radio de Honolulú puso
las cosas en su sitio: «Atención, los japs atacan». Los japs eran, despectivamente, los
japoneses. O sea, que los «enanos amarillos» eran capaces de sorprender y humillar a la
que sería primera potencia militar del mundo.
El imperio del Sol Naciente, formado en las ideas alemanas de la guerra como
partera de su reciente historia, como unidad de destino, no podía quedar al margen del
conflicto. En 1919 lo advirtió el senador Henry Cabot Lodge: «El Japón se ha formado
en las ideas alemanas y considera la guerra como una industria, pues por la guerra ha
conseguido su extenso imperio. Se propone explotar China y hacerse fuerte hasta
convertirse en una potencia mundial tan formidable que amenazará la seguridad del
mundo. Pero el país al que más amenazará será al nuestro, a menos que tengamos buen
cuidado en mantener una gran superioridad naval en el Pacífico».
Al menos sobre el papel, esa superioridad se vino abajo en pocas horas. Los
orgullosos japoneses lanzaron el tora, tora, tora sobre la base alegre y confiada de la
Bahía de las Perlas en la isla hawaiana de Oahu. Eran las 7.55 de la mañana, hora de
Hawai. Los marineros se lustraban las botas para saltar a tierra y los marines
desayunaban tranquilamente en sus barracones. Otros disfrutaban de un cigarrillo en
medio de la agradable brisa de la mañana. El cielo prometía otro día claro, lleno de sol,
de un azul interrumpido por unas cuantas nubes altas. A bordo del Tennessee, el
sargento Emmons esperaba que le entregaran el primer informe del día. Ni siquiera
llegó a sus manos, porque sintió un brusco golpetazo que convulsionó al buque de
guerra. «Fue como si otro barco hubiera chocado contra el nuestro. No escuché una
explosión». Fue entonces cuando empezaron a sonar las señales de alarma del Tennessee.
El día, la hora de la infamia. A partir de entonces, esa señal de alarma resonaría en el
ánimo de los norteamericanos, descubiertos en su ingenuidad con la guardia baja:
«Recordad Pearl Harbor».
Aquel ataque cambiaría la historia contemporánea, porque el presidente Roosevelt,
como deseaba Churchill, declaró la guerra a Hirohito, emperador de Japón. Hitler, en
otra decisión precipitada, declaró la guerra a Estados Unidos. «Su presidente —le dijo a
Ribbentrop el encargado de negocios estadounidense— quería la guerra. Ya la tiene».
El bombardeo de Pearl Harbor inauguró la «era del instante»: la radio daba cuenta
minuto a minuto del ataque japonés. La opinión pública reaccionaba al compás de los
acontecimientos. El sargento Emmons escucharía muy pronto, segundos después, las
explosiones, el estallido de los torpedos japoneses, y vería el cielo oscurecido por las
escuadrillas japonesas, cubierto de volutas blancas como consecuencia del tardío fuego
antiaéreo. La banda militar del Nevada tocaba The Star-Spangled Banner. En ese mismo
momento, un Zero japonés enviaba un torpedo a la línea del flotación del Arizona y
barría con ráfagas de ametralladora la cubierta del Nevada. Sólo entonces dejó de tocar
la orquesta. A las 7.58 horas, la radio de Fort Island emitió un nervioso comunicado:
«Ataque aéreo, no es un simulacro». Desde el Oklahoma llegó la orden a través de los
altavoces: «Todos a sus puestos de combate. Esto no es una broma, repito, esto no es
una broma». La orden de Fuchida, comandante de operaciones, ¡To, to, to! (al ataque), se
cumplía al pie de la letra. La explosión sacudió al Atizona de proa a popa. Quedó
desarbolado y en llamas. «Una inmensa columna de oscuro humo rojo llegaba hasta
nosotros», recordó años más tarde el comandante Mitsuo Fuchida. Para entonces,
Fuchida había hecho llegar a Tokio la señal del éxito y la sorpresa: «Tora, tora, tora»
(tigre).
En la modesta habitación de su casa, el vicecónsul japonés en Honolulú, la capital de
Hawai, conectó la radio de onda corta. A las ocho de la mañana, la radio nacional
japonesa no informaba del ataque en su boletín informativo. Nada que interesara a
Takeo Yoshikawa. Al llegar al pronóstico del tiempo, el vicecónsul japonés subió el
volumen de la radio. El locutor, con una inflexión especial de la voz, anunció dos veces:
«Viento del Este, lluvia». Era la señal en clave de que el ataque había comenzado. Mil
hombres del Arizona yacían muertos en el fondo de la bahía cuando las bombas se
dirigieron hacia otro de los siete acorazados anclados en paralelo a la isla Ford, nudo
naval en Hawai, de la flota Cuartel General norteamericana en el Pacífico. «Las bombas
—recuerda Fuchida—, cayeron en perfecto orden, como diablos de la muerte».
El vicecónsul japonés se asomó a la ventana para comprobar con satisfacción la obra
cumplida en forma de columnas de humo que se elevaban verticalmente sobre Pearl
Harbor. El eco de las bombas era música celestial. En realidad, Takeo Yoshikawa no
pertenecía al servicio diplomático de su país. Como alférez de la Armada Imperial, fue
el encargado de enviar, nueve horas antes, la señal decisiva al cuartel general del
almirante Yamamoto. Durante 4 años se había preparado para la misión de espionaje.
Tras comprobar que los suyos daban cuenta de la armada norteamericana en el Pacífico,
se dirigió sin prisas hacia su despacho para destruir sus libros en clave y los despachos
de inteligencia transmitidos por radio. El último de ellos aparecía sobre una pila de
documentos top secret (secreto absoluto): «Buques fondeados en la bahía. 9 navios de
guerra. 3 cruceros de clase B, 17 destructores. Todos los portaaviones y los cruceros
pesados han abandonado la bahía. El Enterprise y el Lexington han zarpado de Pearl
Harbor». Takeo Yoshikawa prendió fuego a los documentos y se preparó un té a la
espera de que llegaran los agentes del FBI.
A 350 kilómetros de allí, desde el puente de mando del portaaviones Akagi,
perteneciente a la Flota Imperial, el almirante Chiuchi Nagumo leía una vez más el
último mensaje enviado por Takeo desde su puesto de observación en Honolulú. Los 6
portaaviones de Nagumo habían llegado a las 5.30 al punto de encuentro. El buque
insignia enarbolaba la bandera que el almirante Tojo llevaba 36 años antes, cuando
envió al fondo del mar a la flota rusa de Pod en Tsushima. 183 aparatos japoneses
despegaban de los seis portaaviones, a pesar del fuerte viento cargado de gotas de
lluvia. Viento del Este y lluvia. Era la primera oleada de ataque. Desde que zarpó de
una de las islas Kuriles, sumidas en la bruma, el almirante Nagumo se mostró
preocupado por la meteorología. Si las formaciones de nubes ocultaban el puerto de
Pearl Harbor a sus hombres, no les resultaría fácil a éstos hacer blanco sobre sus
objetivos. El efecto de sorpresa, el ¡to, to, to!, se habría perdido. Sin embargo, al
acercarse a las islas Hawai, los pilotos japoneses pudieron sintonizar Radio Honolulú,
que transmitía el parte meteorológico: «Parcialmente nuboso en las montañas.
Visibilidad buena por debajo de los 3500 pies». A esa misma hora, la radio de
Washington se hacía eco del partido entre los Pieles Rojas, el equipo de la capital
federal, y los Aguilas de Filadelfia.
Trece aviones B17 norteamericanos volaban a poco más de 300 kilómetros al
nordeste de Hawai. Habían despegado de una base californiana el 6 de diciembre. La
poderosa flota nipona zarpó de las Kuriles, bahía de Tankan, el 25 de noviembre, bajo el
silencio total de la radio y con instrucciones de hundir todos los barcos que encontrase a
su paso. El 5 de diciembre, la escuadra japonesa recibió la orden convenida: «Escalar el
monte Nitaka». No hubo ni un fallo ni un imprevisto en su recorrido en aquella cita con
el destino y con la historia. El cielo sobre Pearl Harbor se cubrió de aviones con el sol
rojo pintado en los fuselajes.
Hacia las 7 de la mañana, o sea, poco menos de una hora antes del ataque japonés, 2
soldados norteamericanos encargados de vigilar los cielos a través del radar situado
sobre una ladera al norte de la isla Oahu descubrieron un enjambre de aviones a unos
220 kilómetros de distancia. Eran los soldados Lockhard y Elliot. Alarmados por lo que
observaban en el radar, telefonearon de inmediato al teniente Kermit Tyler, del centro
de información:
—Mi teniente —informó Elliot—, hemos detectado en la pantalla escuadrillas de aviones en dirección a
Hawai. Distancia, unos 220 kilómetros.
—Tranquilos, muchachos —respondió el teniente—, son los B17 que han despegado de la base de
Hamilton. Los esperamos de un momento a otro.
LA GUERRA COMERCIAL.
La ruptura de las negociaciones entre Japón y Estados Unidos era una señal clara de
que Tokio deseaba pasar a la acción. La rivalidad entre ambos países databa de los
primeros años del siglo XX, cuando sus respectivas expansiones comerciales chocaron en
el Pacífico. Las relaciones entre Washington y Tokio se hicieron aún más frías cuando
Japón se adhirió al Pacto Tripartito con Alemania e Italia, y empeoraron cuando los
japoneses cortaron la ruta de Birmania a través de la cual Estados Unidos enviaba
ayuda a su aliado chino, el generalísimo Chiang Kai Chek.
Hirohito se disponía a abrir su «Esfera de la Coprosperidad de la Gran Asia
Oriental». De la Indochina francesa ambicionaba el estaño, el carbón y el cinc; de las
Indias orientales holandesas (la futura Indonesia), el caucho, el petróleo y el estaño. Las
ideas expansionistas de Japón aparecían en el discutido Memorial Tanaka: «Si lo único
que nos proponemos es desarrollar nuestro comercio, a la larga no podremos competir
con Gran Bretaña y Norteamérica, con su insuperable poderío capitalista.
Terminaremos perdiéndolo todo». Tanaka era el nombre del primer ministro japonés
que en 1927 reunió en Tokio a la flor y nata de la milicia y los samurais de la industria
japonesa para informarles de sus designios. La guerra en China era una sangría de
recursos, la población crecía imparable y Japón necesitaba espacio vital (el lebensraum de
los alemanes), recursos y materias primas. Años más tarde, el ministro de la Guerra,
almirante Tojo, resumiría estas urgencias al elegir el combate en lugar del diálogo. Tojo,
el militarista, cambió de idea al llegar a primer ministro: «El plan de ataque a Pearl
Harbor es contrario al honor nacional». La negociación era una pérdida de tiempo; la
guerra, una solución a los problemas. El almirante Isoroku Yamamoto, al frente de la
Armada Imperial, fue el hombre elegido por Tojo para lanzar el ataque sobre el corazón
de la flota norteamericana en el Pacífico. El protocolo le impedía hablar a Hirohito: «Es
un crimen moral», parece que protestó en vano.
En plena guerra económica y comercial entre Japón y Estados Unidos, Washington
prohibió el envío de motores de avión, denunció el trato comercial entre ambos países,
se congelaron las cuentas bancarias niponas en Estados Unidos y se embargaron la
exportación de chatarra y de una larga serie de materias primas vitales para Tokio y su
programa de rearme: caucho, bromo, cobre, latón, níquel, estaño, radio, potasas,
petróleo, aceite, grasa para motores… Japón se vio al borde del caos económico porque
la guerra con China, cuya soberanía, independencia e integridad territorial respaldaba
Estados Unidos (Roosevelt pertenecía al grupo de presión chino), consumía muchas
más materias primas que las que producían las islas y su territorio de Manchuria. La
verdad es que el conflicto ruso-japonés (1904-1905) terminó en una guerra de desgaste,
lo mismo que el que le enfrentaría con China en 1937. Sería mejor adoptar la «estrategia
del Sur»: «Lo conquistaremos en noventa días», le dijo el general Sugiyama al tenno
Hirohito. Necesitaban las materias primas del sureste asiático para sobrevivir. Los
políticos japoneses se dividieron entre partidarios de la negociación para obtener el
levantamiento del embargo y los seguidores de una línea dura, belicista. Para estos
últimos, el plan de ataque a Pearl Harbor, diseñado por Yamamoto, significaba el punto
de no retorno, quemar las naves. A partir de ahí, la iniciativa, pensaban, sería de la flota
japonesa con una guerra de usura instalada en el Pacífico. El resultado fue el contrario:
salvo el Arizona, los barcos hundidos en aguas de poca profundidad fueron reflotados, y
los aislacionistas de Estados Unidos se convirtieron en intervencionistas. Pearl Harbor
provocó una oleada de indignación y patriotismo. Justo lo que esperaba el presidente
Roosevelt, ardoroso antijaponés. En vísperas de la guerra, el príncipe Konoye adoptó
medidas de emergencia: el sistema de partido único y la censura de prensa; pero, al
mismo tiempo, envió a Washington a un embajador extraordinario, el almirante
Nomura, hombre flexible y partidario de la negociación, con un borrador de acuerdo a
cambio de la reanudación de los suministros de materias primas y de la consideración
de potencias iguales. Japón se comprometía a retirarse de China y olvidaría sus
obligaciones en el Pacto Tripartito firmado con Hitler y Mussolini. Este plan fue una
maniobra de distracción. La realidad era que hacía tiempo que los japoneses habían
sucumbido a la tentación hitleriana: la apertura de otro frente, la entrada de Tokio en la
guerra, el desafío a Estados Unidos. Uno de los misterios de la guerra es por qué Hitler
no supo o no pudo ponerse de acuerdo con Japón para coordinar las operaciones. Las
negociaciones con Estados Unidos quedaron rotas. El 2 de julio de 1941, el consejo
presidido por Hirohito decidió pasar a la ofensiva con la ocupación de la Indochina
francesa después de un simulacro de negociación con el Gobierno de Vichy. Poco antes
de la ocupación, el Ministerio de Asuntos Exteriores le fue confiado al almirante
Toyoda, del Partido Militarista. «Todavía podremos llevarles algún tiempo de la
cuerdecita», le dijo el presidente Roosevelt a Churchill. El príncipe Konoye propuso al
presidente norteamericano una reunión en la cumbre en el Pacífico, pero la oferta fue
rechazada. Hay historiadores que apuntan que lo que Tokio pretendía era secuestrar al
presidente Roosevelt.
La situación del Gobierno de Konoye se hizo insostenible. Hirohito aceptó su
dimisión el día 16 de octubre, y el ministro de la Guerra, Hideki Tojo, se hizo cargo del
Gobierno. Era un fanático partidario de la guerra y había negociado con Hitler y
Mussolini el pacto Tripartito. Tojo llegó a la jefatura del Gobierno con el apoyo de
Sugiyama, jefe del Estado Mayor conjunto, y de Nagamo, jefe de la Armada Imperial.
Fue el responsable del ataque a Pearl Harbor. Permaneció en el cargo hasta la caída de
las Islas Marianas, aceptó la responsabilidad de la derrota y fue obligado a dimitir. Le
sucedió Koiso, un general algo más moderado. Después de la rendición de Japón trató
de suicidarse con el procedimiento tradicional, el sepuku, más conocido en Occidente
como el haraquiri. Salvado del suicidio, compareció ante un tribunal de guerra aliado.
Fue ahorcado el 23 de diciembre de 1948. Era un trabajador infatigable. «La cuchilla»,
como le llamaban, era popular en el ejército y muy temido entre los civiles de la
administración. Hideki Tojo aceptó la responsabilidad por la derrota en la guerra.
El 7 de noviembre, el Gobierno norteamericano se reunió para evaluar las
posibilidades de Estados Unidos en la guerra contra Japón. En el plano militar, se daba
por sentada la enorme superioridad de Norteamérica frente a los ejércitos japoneses.
Ese exceso de confianza le fue fatal a Pearl Harbor. «La fuerza aérea japonesa es,
incluso, inferior a la de Italia», declaró un general. Eso explica que el mando de la flota
en Pearl Harbor retirara los vuelos de reconocimiento para ahorrar combustible y las
medidas de seguridad antisubmarinos en torno a la bahía. El coronel Iwakuvo arrojó un
jarro de agua fría sobre el comité militar: la producción de Estados Unidos en acero era
superior a la de Japón en una proporción de veinte a uno; la de petróleo, en cien a uno;
la de carbón, en diez a uno; y la de aviones, en cinco a uno. El que expresara algún tipo
de pesimismo atentaba contra el código del honor. Hasta el propio Hirohito fue
amenazado: si se oponía a la guerra, sería asesinado.
A pesar de su teórica superioridad, el pueblo norteamericano no deseaba ir a la
guerra. La diplomacia estadounidense se encontró en un callejón sin salida: no podía
lanzarse contra el Japón ni deseaba negociar. Tojo afirmó al recibir el comunicado de
sus embajadores: «Nos han humillado, nos han hecho perder meses de esfuerzos. Es el
final». Entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre, el Gobierno japonés, el Consejo de
la Corona, la Conferencia de Coordinación y el Consejo de Antiguos Jefes de Gobierno
decidieron declarar la guerra a Estados Unidos. El casus belli sería el ataque a la base de
la Bahía de las Perlas, al estilo del desencadenado contra Port Arthur en 1904 o del que
lanzaron los ingleses contra la base italiana de Tarento.
TELEGRAMA EN CLAVE
De aquí a la eternidad es el título de la novela de James Jones que refleja la vida de los
marines. Muchos de ellos se dieron cita en la playa de Waikiki para tomar unas copas
en el Two Jacks, en el Mint o en el Bill Leader. El almirante Kimmel había dejado
preparados sus palos de golf: le esperaba una disputada partida con el general Short el
domingo por la mañana. De pronto, repiqueteó el teléfono: uno de sus oficiales le
informaba de que los japoneses atacaban Pearl Harbor. En efecto, desde el jardín de la
casa de su ayudante, el capitán Earle, el almirante Kimmel pudo contemplar el humo, el
fuego y el paso rasante de los aviones mientras escuchaba el tableteo de las
ametralladoras y las explosiones. «Su rostro —recordó más tarde la esposa de su
ayudante— era del color del uniforme que llevaba, blanco». Una bala perdida fue a dar,
ya sin fuerza, en el pecho del almirante, que no tardaría en ser apartado del mando, lo
mismo que el general Short. «Esta bala —exclamó— tenía que haberme matado». Fue
una injusticia lo que hicieron con Kimmel y Short: los responsables del desastre fueron
Roosevelt y MacArthur. La pérdida de la aviación en Filipinas significó que MacArthur
tardaría más de un año en recuperar la iniciativa estratégica en el sureste asiático en la
campaña de Nueva Guinea con el sacrificio de miles de vidas más que en Pearl Harbor.
Estados Unidos perdió 2.433 hombres, la mitad de ellos a bordo del Arizona,
mientras que 1.178 resultaron heridos; los japoneses lamentaron la pérdida de 55 pilotos
y 74 marinos; Estados Unidos se encontró con 18 navios de superficie hundidos o
seriamente dañados; los japoneses, ninguno; 188 aviones norteamericanos resultaron
destruidos en el ataque y otros 158 quedaron dañados; los japoneses perdieron
veintinueve. Tres de los acorazados, el California, el Nevada y el West Virginia, pudieron
ser reflotados y volvieron a prestar servicio en la guerra del Pacífico. Los aviones
destruidos en tierra por los nipones fueron sustituidos por los bombarderos que
atacaron Tokio e Hiroshima.
Ya hemos dicho que Churchill recibió con emoción la noticia del ataque. Era lo que
esperaba. «Por fin lo hemos conseguido», afirmó alborozado. Estados Unidos entraba
en guerra. El presidente Roosevelt escribió: «Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha
que perdurará en la historia del mundo…». Al recibir una copia en limpio del discurso
tachó «historia del mundo» y, con su pluma, escribió la palabra «infamia». El día de la
infamia unió a todos los ciudadanos de Estados Unidos en la rabia y el deseo de
venganza.
Al general MacArthur le comunicaron la noticia a las 3.30 horas en su habitación
situada en el ático de su hotel de la capital filipina, el Manila: «Pearl Harbor —
sentenció— será nuestro punto de partida para la victoria final».
Capítulo siete
Stalingrado
El primer libro que leí en mi vida fue una novela del escritor alemán Theodor Plivier
titulada Stalingrado. Yo era un niño nacido en plena ofensiva alemana, la panzerblitz, la
guerra relámpago sobre Rusia. Aquella literatura bélica de combates en la nieve, casa
por casa y a bayoneta calada, con los cadáveres como parapetos, de combatientes
cercados que se comían perros, gatos y caballos, de cuerpos congelados, me impresionó
mucho.
Hay ciudades que, con estos antecedentes, son tuyas para siempre. Cuando la visité,
hacía muchos años que Stalingrado se llamaba Volgogrado, porque está situada a orillas
del Volga. Stalin se va y el Volga se queda. Antes se llamaba Tsarytsin, que en tártaro
significa «arena amarilla». Durante la Guerra Civil (1918-20), la ciudad vivió duros
combates, ya que todos los aprovisionamientos para Moscú y Petrogrado pasaban por
allí. Por lo que me han contado, Stalingrado era un centro industrial en el que se
fabricaban tractores y maquinaria agrícola. Hoy es una sucesión de chimeneas, de
fábricas interminables, de hollín y grisalla.
En otros tiempos, cuando el patriotismo estaba de moda, los rusos llegaban en
grupos compactos hasta Volgogrado. Era su peregrinación hacia el heroico pasado. Un
guía llamado Vasili desgranaba una a una las efemérides de la epopeya. Todo adquiría
ese tono de realismo socialista pasado de moda, pues si los musulmanes van una vez en
su vida a la Meca, los rusos debían acudir a la casa de Pavlov, el héroe entre los héroes,
para una inmersión en la gran guerra patriótica. Vasili describía para los neófitos las
cuatro etapas de la épica batalla: el avance alemán, los combates calle por calle entre el
17 y el 19 de noviembre de 1942; el avance en pinza del Ejército Rojo desde el nordeste y
el sur, que partió a las fuerzas alemanas en dos entre el 19 y el 30 de noviembre; el
rechazo del intento alemán de levantar el cerco; y el VI Ejército, rodeado, que fue
derrotado y destruido. Los soldados alemanes salieron con los brazos en alto. Eran 22
divisiones, 330.000 hombres.
La historia la escriben los vencedores, pero la palabra Stalin aparecía tachada del
mapa de la ciudad que llevó su nombre. Vasili nos dijo que de las 48.190 casas de la
ciudad, 41.685 resultaron incendiadas o destruidas en los combates, entre ellas la del
sargento Pavlov, que defendió su posición durante dos meses con un puñado de
soldados. Entre febrero y abril de 1943, las autoridades locales tuvieron que enterrar a
147.200 alemanes y a 46.700 soviéticos. En ese paisaje todo convocaba a la muerte y a la
estadística del horror.
Hubo quienes defendieron la reconstrucción de Stalingrado, perdón, de Volgogrado,
en otro lugar para dejar en pie las ruinas como recordatorio de la batalla. Al final,
levantaron la nueva ciudad sobre los escombros de la vieja. Quedaron los museos, los
guías, las tarjetas postales y las estatuas. Tan sólo para reconstruir la planta de tractores
hubieron de sacar 8.000 vagones de cascotes. Se aprovecharon todos los desperdicios:
ladrillos, madera y hierro de los edificios demolidos. Vasili nos llevó hasta el centro de
la ciudad, donde está situado el monumento a los héroes caídos en la lucha contra los
rusos blancos en 1919 y contra los nazis en 1942-43. Una vez allí, nos mostró la tumba
de Rubén Ruiz Ibárruri, el hijo de «Pasionaria», caído durante la batalla.
Si 48.000 españoles combatieron con Hitler en la División Azul, más de 700 lo
hicieron con el Ejército Rojo. Hubo quienes murieron en Stalingrado, como Rubén, y
quienes tomaron parte en la defensa de Moscú o en la de Leningrado. Eran pilotos de
caza, mineros zapadores, guerrilleros o soldados veteranos de la Guerra Civil española.
Stalin tuvo buen cuidado de que los españoles de la División Azul y los alistados en el
Ejército Rojo no se enfrentaran en el área de Leningrado con las tropas enviadas por
Franco en ayuda de Hitler y mandadas por Muñoz Grandes. Entre los guerrilleros
encargados de sabotear las líneas férreas que utilizaba el enemigo destacó Francisco
Gullón, capitán y ex combatiente en la zona del Guadarrama, al que el exilio llevó hasta
Jarkov. «El mariscal Vorochilov —escribió Pilar Bonet en El País, en mayo de 1985—
encargó a Francisco Gullón el mando de un destacamento que iba a actuar en
Leningrado y Novgorod. Su instrumento bélico era la trilita. Sólo tres españoles
sobrevivieron. Tras nueve días de aislamiento detrás de las líneas enemigas, un grupo
de supervivientes atravesó el frente por Miasnoi. Gullón murió varios meses más tarde
a consecuencia de las heridas recibidas en el vientre». En total, doscientos siete
españoles murieron en combate. En las trincheras de la defensa de Moscú se escuchaban
las canciones republicanas ¡Ay, Carmela!, El Quinto Regimiento y otras.
Vasili nos llevó luego al teatro Gorki y al lugar en el que fue hecho prisionero el
mariscal Paulus, unos grandes almacenes que sustituyeron a los viejos en los que el jefe
de las fuerzas alemanas, que moriría en la República Democrática Alemana en los años
50, instaló su cuartel general. Sobre una antigua fábrica de harina está situado el
Memorial de Guerra que conmemora la defensa de la ciudad. El panorama del
monumento a Lenin se extiende a lo largo de setenta kilómetros, con torretas de los T34
y los hitos que marcan la línea de defensa del 62 Cuerpo de Ejército Soviético.
La pieza fuerte del recuerdo de la guerra está en la colina de Mamaev Kurgan, que
fue donde con mayor Fiereza se combatió durante 4 meses. Se contaron 1250 proyectiles
de artillería por metro cuadrado. En la primavera de 1943, la hierba no crecía ya en la
colina. Viktor Nekrasov, premio Stalin en 1947 por su novela En las trincheras de
Stalingrado y más tarde disidente y exiliado en París, volvió al Mamaev pocos años
después de la batalla en la que combatió. «Todo estaba lleno de huesos y cráneos
lavados por las lluvias», escribe. La dama de la espada desafía al mundo y, más abajo,
un combatiente semidesnudo sostiene una metralleta en la mano; tiene el rostro
vigoroso del mariscal Chuikov, defensor de Stalingrado.
—¿En qué piensas? —le preguntó Nekrasov a su amigo Vania, el explorador, una tarde en que la batalla era
más dura, más sangrienta desde un abrigo blindado de la ladera de la muerte.
—En una ventana.
—¿Una ventana?
—Sí. Estaríamos como ahora tú y yo con vasos de licor en la mano, pero delante de una ventana, viendo
pasar la vida, la gente, las chicas. Dentro de una hora saldré en misión de reconocimiento a un lugar en el que
no habrá ni ventana ni chicas…
UN VIENTO DE ACERO
A Hitler le rompieron por primera vez los dientes en Stalingrado. Durante los años de
posguerra, todo remitía en la Unión Soviética a la famosa batalla convertida en souvenir
para turistas. Una batalla transformada en llavero y en tarjeta postal. Después, con la
desaparición de la URSS, la gente estaba para menos conmemoraciones, símbolos
bélicos, alegorías, estatuas, monumentos y museos. Cada vez acudía menos público a
los desfiles del aniversario de aquella batalla que duró 200 días. Primero vivir, después
filosofar, conmemorar, celebrar. ¿Para esto luchamos, para esto soportamos un millón
de bombas que los nazis nos lanzaron tan sólo desde sus aviones?, se lamentaba ya en
tiempos de Yeltsin un veterano dividido entre 2 emociones: la celebración del
quincuagésimo aniversario de la batalla y la necesidad de encontrar comida.
En una placa de piedra se podía leer: «Un viento de acero azotaba sus rostros, pero
seguían avanzando y de nuevo un sentimiento supersticioso sobrecogía al enemigo.
¿Dónde volvería a atacar esta gente? ¿Eran simples mortales?». Los muros derruidos en
torno a la estatua de 12 metros con su metralleta y su granada aparecían rodeados de
paredones decrépitos en los que se leían inscripciones como «hasta el último hombre» o
«no hay lugar para nosotros más allá del Volga», que llenaron la ciudad durante la
famosa batalla. La matrona de la espada que puede verse desde casi todos los ángulos
de la ciudad simboliza a la madre patria que llama a sus hijos a la defensa de la nación.
«La estatua mide 51 metros, 72 si se incluye el pedestal», nos dijo con voz lacónica el
guía Vasili. El recorrido de los museos no terminó ahí, faltaba el Museo de la Defensa de
la Ciudad, donde el guía nos mostró la imprenta en la que los alemanes editaron
octavillas en las que se anunciaba «la caída de Stalingrado». Luego las medallas, las
banderas del enemigo, los restos del naufragio alemán, la espada que envió el rey Jorge
VI en 1944 con la inscripción «a los ciudadanos de corazón de acero», el escudo que hizo
llegar el emperador Selassie de Etiopía, un pergamino de Roosevelt, un juego de té
enviado por el Sha de Irán, un juego de ajedrez regalo de Luxemburgo y un mantel de
Coventry.
Nuestro guía Vasili se llamaba así en homenaje al hombre que defendió Stalingrado,
Vasili Chuikov, que, según cuenta en sus Memorias, se encontraba en China cuando los
nazis, en aquella deletérea combinación de aviación y avance de blindados, invadieron
la madre patria. «Yo era —recuerda— agregado y consejero militar cerca del
generalísimo Chiang Kai Chek. Allí todos celebraban las victorias de los nazis y
anunciaban el inmediato colapso de la Unión Soviética. Me las vi y me las deseé para
poder regresar a Moscú y ponerme a disposición de los jefes en la defensa de la madre
patria».
Muy pronto Chuikov escucharía el himno de los siberianos de su 62 Cuerpo de
Ejército. Era una canción compuesta por el sargento Panov, muy sencilla, sin mayores
aspiraciones poéticas o filarmónicas titulada La ciudad heroica:
Ese era también el enemigo que quería derrotar Churchill. «Si Hitler invadiera el
infierno —dijo el primer ministro británico—, yo haría una referencia favorable al
diablo en la Cámara de los Comunes». Los británicos permanecían pegados a la BBC a
la espera de las palabras de un anticomunista teológico llamado Churchill que terminó
de redactar su discurso veinte minutos antes de pasar a antena: «Nadie ha sido, en los
últimos veinticinco años, enemigo más cerril del comunismo que yo, pero todo esto se
desvanece ante la “operación Barbarroja”. Veo a los soldados rusos pegados a su tierra,
guardando las huertas que sus padres cultivan desde tiempo inmemorial, les veo
defendiendo sus casas en las que rezan madres y esposas… Veo las diez mil aldeas de
Rusia que sobreviven con dificultades explotando una tierra ingrata, pero donde surgen
las alegrías humanas, donde las muchachas sonríen y los niños juegan. Veo cómo
avanza sobre este paisaje la horrorosa maquinaria de guerra alemana, oigo el taconeo
seco de los elegantes oficiales prusianos que han rendido 12 naciones. Veo también a las
brutas y dóciles masas de soldados hunos cayendo como una plaga de langosta. El
peligro soviético es, por lo tanto, nuestro peligro y el peligro de Estados Unidos, lo
mismo que la causa de cualquier ruso combatiendo por su hogar es la causa de los
hombres libres y de los pueblos libres de todo el mundo».
La disparatada invasión de Grecia por Mussolini, deseoso de victorias, retrasó en un
tiempo precioso la «operación Barbarroja». Hitler tuvo que distraer unas cuantas
divisiones para auxiliar a las tropas italianas en los Balcanes. La guerra es hermosa pero
incómoda. Las lluvias de otoño trajeron el barro, rasputitza, las nieblas, luego el terrible
invierno. La operación llevaba el nombre del legendario emperador sentado para
siempre en su trono de una cueva de los montes Harz, con sus caballeros teutónicos
reunidos en torno a una mesa de piedra, cuando la barba de Barbarroja haya crecido
tres veces en torno a la mesa, habrá llegado la hora de empezar la cruzada que liberará a
Alemania de sus enemigos hasta el fin de los tiempos. Para la horda dorada del nuevo
Gengis Khan quedaba una última oportunidad: Stalingrado, donde sus ejércitos se
metieron sin proponérselo.
La carnicería seguía en el frente ruso. «En las sombrías guerras de las democracias
modernas —escribe Churchill en sus Memorias—, la caballerosidad no tiene ya nada que
hacer. Las matanzas a gran escala dejan de lado cualquier sentimiento humanitario». En
efecto, Himmler, a quien el Führer llamaba «mi leal San Ignacio de Loyola», desplegó
por la estepa rusa a sus einsatzgruppen (grupos especiales de operaciones), sus expertos
en exterminio de masas. Hicieron su trabajo con eficacia y rapidez. Los soldados
alemanes, helados, contenían el aliento en la oscuridad y la nieve. Atardecía a las 3 de la
tarde. Churchill no acababa de comprender a los rusos: «Son —dijo— un acertijo
envuelto en un misterio dentro de un enigma». Era sólo el principio. «Desde la invasión
de los mongoles no se había visto una matanza a tan gran escala. Estamos en la
presencia de un crimen sin nombre». El hambre y la pestilencia que había augurado
llegaron a las puertas de Stalingrado.
Ocho de noviembre de 1942. La vieja guardia de las SA, las tropas de asalto
hitlerianas, habían vuelto con sus cruces gamadas, sus camisas pardas y sus relucientes
botas a la cervecería de Munich donde 19 años atrás intentaron un golpe de Estado
impregnado de cerveza bávara. Allí empezó la ascensión de Hitler. En el Palacio de los
Deportes se escuchaban los gritos de «Sieg Heil, Sieg Heil, Sieg Heil». El Führer tuvo que
explicar a sus hermanos, a sus hijos, por qué la campaña del Este duraba más de lo
esperado: «Quería llegar al Volga —explicó a la muchedumbre en el ecuador de la
guerra—, y en nuestro avance hemos alcanzado una ciudad a orillas del Volga. Por
suerte, lleva el nombre del propio Stalin. Hemos conquistado esa ciudad a falta de
algunas bolsas de resistencia. Os preguntaréis por qué no hemos terminado el trabajo.
La razón es que no quiero otro Verdón. Prefiero llevar a cabo el trabajo con pocas tropas
de asalto. El tiempo no tiene ninguna importancia».
¿Ninguna importancia? Podían preguntárselo a sus soldados atrapados en la
ratonera del cinturón industrial que se extendía a lo largo de más de 50 kilómetros a
orillas del Volga. Cada muro derruido era una frontera, cada casa incendiada era un
bastión por el que se luchaba durante días. Corría la sangre en Stalingrado. Cada
contraataque de los hombres del mariscal Paulus dejaba una alfombra de muertos
alemanes. Era, por ambas partes, el desesperado y heroico sacrificio: la ciudad se
convirtió en un matadero. El 23 de noviembre, la tenaza soviética se cerró sobre los ríos
Volga y Don.
Hitler se negaba a oírlo, pero los altavoces transmitieron un terrible mensaje: «Cada
7 segundos, un soldado alemán muere en Rusia. Stalingrado es una fosa común». La
voz, en perfecto alemán, llegaba por la noche, la peor hora, y se extendía hacia los
desmoralizados soldados de Paulus. En eso había quedado la drag nach Osten (marcha
hacia el Este), el sueño de la conquista del imperio oriental resucitado por Hitler en el III
Reich. 330.000 soldados de Paulus pagaron por la insensatez del Führer, que había
conquistado una tercera parte de Rusia. El derrumbamiento de la ciudad, la
acumulación de chatarra, tanques, vehículos, escombros, ayudaría a los rusos. Los
carros no podían pasar. Los rusos de Stalingrado luchaban con lo que tenían a mano, no
sólo con sus fusiles y ametralladoras, sino con machetes y cuchillos. Conocían el terreno
y se arrastraban como reptiles por las piedras para degollar a los enemigos. Los
alemanes no estaban acostumbrados a la guerra a bayoneta calada, a los choques cuerpo
a cuerpo. Las casas despanzurradas cambiaban de manos una y otra vez. No había
tiempo para enterrar a los muertos: toda la ciudad olía a cadaverina. «Yo no hubiera
podido creer jamás —afirmó el mariscal Zukov— que pudiese un día llegar a crearse
semejante infierno. Los hombres morían, pero no retrocedían».
Hitler, «ese hombre con gran capacidad para engañarse a sí mismo», según su
intérprete Paul Schmidt, recibía partes desalentadores. No se lo podía creer. Pronto
buscó algunas disculpas: los soviéticos no luchaban como mandaban los cánones de las
academias militares prusianas, luchaban «como animales en los pantanos». Paulus
pedía en vano refuerzos: «Quedaos ahí, combatid, no pienso dejar el Volga», respondía
Hitler fuera de sí. Quizá Goering recordase las palabras que pronunció en 1939: «Que el
cielo nos proteja si perdemos esta guerra».
PAULUS
Friedrich Paulus era hijo de campesinos y pequeños funcionarios: nada más lejos del
«von», el prefijo aristocrático que erróneamente se le atribuye. Sufrió pronto de un
complejo social que le llevaría a dejar los estudios de Derecho para enrolarse en el
ejército: buscaba una promoción rápida. Mandaría un regimiento en la I Guerra, en la
toma de Arras y, más tarde, en Verdón con el Alpenkorps. Al terminar la guerra tenía el
grado de capitán y las condecoraciones ordinarias. No estaba hecho para el mando: «Le
falta decisión», advertía un informe privado. Era un oficial de la vieja escuela, amable,
modesto, un burócrata de la guerra abstracta. No era un nazi ferviente, pero a Hitler le
gustaba porque no formaba parte de la casta del alto mando, de la créme de la áreme de la
aristocracia militar. En vísperas del ataque a Polonia se encontraba como jefe de
personal del recién formado Décimo Ejército con base en Leipzig. Su jefe, Reichenau,
sería la contrafigura, la antítesis de Paulus, poderoso, lleno de ambición y fuerza.
Paulus se encontraba al lado de Reichenau el 28 de mayo, cuando el rey Leopoldo de los
belgas firmó la rendición de su ejército.
Paulus nunca estuvo a favor de la invasión de Polonia o de Rusia, pero no le quedó
otro remedio que obedecer órdenes. Por eso trabajó día y noche en la preparación de la
«operación Barbarroja». Después, iniciada la invasión, siguió desde el cuartel general de
Alemania los movimientos del Sexto Ejército. Cuando von Rundstedt dimitió del
mando, le sucedió Reichenau. Lo primero que hizo fue llamar a su viejo compañero de
armas para mandar el Sexto Ejército. Hitler y Halder dieron su consentimiento. Todo lo
que había hecho Paulus era mandar un batallón y una compañía de fusileros durante
poco tiempo. Fue una mala elección: no tenía experiencia en el mando de unidades en
combate. Stalingrado le vendría ancho a un hombre de las características de Paulus, que
debía hacer frente a una versión urbana de lo que fue Verdún en la I Guerra Mundial,
una batalla de ruinas sobre ruinas. Paulus eligió la parálisis. Si, como apunta Martin
Middlebrook en Hitler’s generals, hubiera actuado con decisión enviando algunas
unidades al Norte y al Sur para distraer a los rusos mientras se retiraba de la bolsa con
el grueso de su ejército, podría haber salvado gran parte de él. O pudo haber pedido el
relevo al no encontrar solución al grave problema.
El único oficial de Stalingrado que demostró independencia de criterio y que
reclamó libertad de acción para el Sexto Ejército fue el general Seydlitz-Burzbach, el
decano de los comandantes de cuerpo, que urgió en un memorándum a Paulus la
inmediata retirada antes de que fuera tarde: «Está en juego la aniquilación de doscientos
mil combatientes y su armamento. No hay otra elección». Pero Paulus, obediente a sus
jefes, rechazó el plan. Ordenes eran órdenes. Era, también, lo que le convenía a su alma
de burócrata: quedarse donde estaba. Ni siquiera quiso atender la última petición de
Manstein que corría a salvarle: «Abra una brecha para romper el cerco y reúnase con
mis fuerzas de rescate».
VON MANSTEIN
LA CALDERA
En la Cancillería del III Reich, una orden de Hitler suspendió el coñac a los postres en
un gesto de solidaridad con los sitiados de Stalingrado, «la caldera» como la llamaban
los rusos. Los trineos soviéticos cruzaban el Volga helado para llevar raciones calientes
a sus tropas mientras los alemanes se morían de hambre y desesperanza. Todas sus
promesas eran ya inútiles, desde la acción de la Luftwaffe hasta la misión de rescate de
Manstein. Aquel hedor a muerte, los miles de cadáveres que yacían bajo los escombros,
lo decían todo.
«A principios de enero —cuenta Speer en sus Memorias—, cuando estuve en el
cuartel general del Führer, desde el 2 hasta el 7 de ese mes, Hitler continuaba alentando
esperanzas. La contraofensiva ordenada por el Führer, con la que se había pretendido
forzar el cerco de Stalingrado para llevar refuerzos a las tropas que morían poco a poco
en esa ciudad, fracasó dos semanas antes. Quedaba tan sólo una pequeña esperanza:
que se adoptara la decisión de intentar salir de la bolsa. Durante uno de esos días fui
testigo, en el vestíbulo de la sala de conferencias para el estudio de la situación, de las
súplicas hechas por Zeitzler a Keitel para que apoyara ante Hitler su petición de que se
diera la orden de efectuar la salida de los cercados en Stalingrado. Insistió en que era la
única posibilidad de evitar una espantosa catástrofe. Keitel prometió solemnemente a
Zeitzler que le apoyaría en ese sentido, pero cuando Hitler, en el transcurso de la
conferencia, recalcó de nuevo la necesidad de perseverar en la resistencia en
Stalingrado, Keitel se dirigió emocionado hacia él y, señalando en el mapa unos gruesos
círculos rojos que rodeaban los restos de la ciudad destruida, exclamó: “Mi Führer, esto
lo conservaremos”».
Era el certificado de muerte y rendición. El general Halder, jefe del Estado Mayor
del Ejército, el primer bávaro y católico que accedía al cargo, enviado en 1944 al campo
de exterminio de Dachau tras el fallido complot para asesinar al Führer, escribió que,
por lo menos y en los primeros años de la guerra hasta bien entrado 1943, no le faltaron
a Hitler posibilidades para mantener al ejército en una capacidad combativa adecuada a
las misiones con las que se enfrentaba: «La rápida reconstrucción del Sexto Ejército,
aniquilado en Stalingrado, es buena prueba de ello. Pero su voluntad, que se negaba a
reconocer límites a lo posible, dispersó las unidades del ejército alemán, sin aumentarlas
numéricamente lo suficiente, en toda la extensión que va desde el cabo Norte hasta el
desierto libio, y opuso siempre un inflexible “¡no!” a las casi diarias peticiones de
reposición de bajas en el frente oriental, donde tan duramente se combatía, peticiones
que unas veces revestían las fórmulas de un cálculo desapasionado, y otras la de una
acalorada controversia».
Hitler creía que si llamaba «fortaleza» a Stalingrado, los sitiados recibirían una
mágica inyección, un apoyo místico-patriótico. Llegado a ese punto, Hitler esperaba el
milagro. «Stalingrado —afirmó— es la guarnición de una fortaleza, y el deber de las
tropas que guarnecen una fortaleza es resistir al asedio. Si es necesario, resistirán todo el
invierno y los liberaré mediante una ofensiva de primavera». Los rusos estaban en las
últimas: Hitler se aferraba a esa idea. Según él, «sólo los pusilánimes podían dejarse
impresionar por lo que eran sus últimas convulsiones». «La victoria definitiva sobre
Rusia, que ya se tocaba con las manos —escribió Halde en Hitler, general— no necesitaba
nuevas fuerzas: sólo voluntad férrea. Las tropas de refresco, completamente
insuficientes en número, que puso a disposición del frente oriental, procedentes del
interior del país, cedieron por fin ante las acuciantes instancias del ejército, pero no
estaba permitido asignarlas, por orden expresa suya, a las divisiones que desde hacía
años luchaban duramente contra fuerzas superiores, y que se desangraban por esa
razón. Las unidades de refuerzo, y relativamente fuertes en número, pero carentes por
completo de experiencia, no pudieron auxiliar eficazmente a las divisiones del Este,
agotadas por la lucha hasta quedar convertidas en un armazón sin mando y
abastecimiento. La mezcla orgánica de ambas, que era lo único que prometía algún
éxito, fue prohibida expresamente por el Führer con el fin de desmoralizar al enemigo
con la entrada en línea de nuevas divisiones. Los rusos, según decía, se encontraban en
las últimas».
Tan en las últimas que el general Rokossovski, jefe del frente del Don, le envió un
ultimátum al mariscal Paulus con fecha 8 de enero de 1943: «El Sexto Ejército alemán,
las formaciones del Cuarto Ejército Panzer y las unidades que se le enviaron como
refuerzos se encuentran completamente cercados desde el 23 noviembre. Las tropas
alemanas enviadas en su socorro han sido derrotadas y sus restos se retiran ahora hacia
Rostov… El sistema de abastecimiento aéreo que le mantuvo hasta ahora
suministrándole raciones mínimas de alimentos, municiones y combustible se ve
obligado a cambiar de bases y a volar desde grandes distancias para intentar llegar
hasta aquí. Están sufriendo tremendas pérdidas en aviones y pilotos y su ayuda es
ineficaz».
El general ruso le daba a Paulus una hora concreta para la rendición, las 10.00 del 9
de enero de 1943, y prometía todas las garantías de la Convención de Ginebra para los
prisioneros que se rindieran sin combatir. «Vuestras tropas sufren hambre —terminaba
el comunicado de ultimátum—. El severo invierno ruso no ha hecho más que empezar.
No tienen ustedes ninguna posibilidad de romper el cerco. Su posición es desesperada e
inútil toda ulterior resistencia». Berlín dijo no. Ni un solo paso atrás. Los rusos
esperaron a lo largo del 8 de enero la respuesta alemana. «Donde el soldado alemán
pone el pie, allí se queda», dijo Hitler.
Alemania sangraba por la herida de Stalingrado, pero aún conservaba fuerzas para
trasladar tropas al norte de Africa. Tras el éxito de la «operación Antorcha». (Torch),
Hider despachó 15.000 hombres a Túnez que serían 45.000 al cabo de un mes. Al mismo
tiempo, ordenó la retirada de 400 aviones del frente ruso. A lo largo de noviembre, las
tropas del general Eisenhower marcharon hacia Túnez. La resistencia alemana era cada
vez más persistente. A finales de mes habían llegado a unos 20 kilómetros de la capital
tunecina. Fue entonces cuando empezó a llover. En vísperas de Navidad, con los
aeropuertos inservibles, con los tanques y los vehículos dislocados por unas carreteras
imposibles, Eisenhower decidió un parón en las operaciones. Tenía una idea: organizar
el futuro. Los principales aliados deberían reunirse en El Cairo o en Moscú. Churchill
estuvo de acuerdo, pero creía que no se obtendrían resultados firmes a menos que se
reuniesen los 3 jefes de Estado: Stalin, él mismo y Roosevelt. A Churchill le atraía el
calor y a Stalin el frío. ¿Dónde encontrarse?
LA CONFERENCIA DE CASABLANCA
REGALO DE NAVIDAD
Stalingrado vivía sus últimas horas, siete mil piezas de artillería rusas machacaban de
nuevo la ciudad con un fuego de barrera que se escuchaba a cien kilómetros de
distancia. A los cañones se unieron los bombardeos aéreos. Entre el humo, las
explosiones, el olor a cordita y los aullidos de los heridos, las tropas rusas se lanzaron
de nuevo al asalto: los alemanes resistieron. Como regalo de Navidad, Paulus les dio
permiso para que sacrificaran cuatro mil caballos. Todo se hundía a su alrededor.
Nueva petición a Berlín y nueva respuesta de Hitler: «La palabra “capitulación” está
prohibida en el Sexto Ejército, que deberá mantener sus posiciones hasta el último
hombre y el último cartucho. Este heroico comportamiento será una inolvidable
contribución para el establecimiento de un frente defensivo y la salvación del mundo
occidental. Firmado, Adolf Hitler».
Hitler descubrió una estratagema para sujetar la flojera del general. Ningún mariscal
se había rendido nunca en la historia de Alemania. El 31 de enero, poco antes de que la
guarnición destruyera su equipo de radio y con las granadas estallando ya a la puerta
del búnquer, el timorato Paulus recibió la noticia de su ascenso a mariscal. Fue el mismo
día de la capitulación. Hitler esperaba que Paulus quedara a la altura del código de
honor. Pero el mariscal no se pegó un tiro. Los últimos heridos fueron evacuados el 24
de enero desde el aeropuerto. Hubo oficiales que arrojaron del avión a enfermos y
heridos para ocupar su lugar. Era el último Junker.
Ese día 31 de enero, los soviéticos llegaron hasta los grandes almacenes en los que
Paulus había instalado su cuartel general. Un teniente de 27 años pidió, en nombre de
sus superiores, la rendición del Sexto Ejército. Era mediodía. Después de parlamentar
durante largo rato, el teniente fue llevado hasta la cama en la que yacía el mariscal
Paulus. A través del intérprete, el oficial ruso le pidió la rendición. Paulus dijo sí con la
cabeza. Estaba demacrado, ojeroso, al borde de la desesperación: una capitulación sin
gloria.
La batalla de Stalingrado fue una victoria más importante desde el punto de vista
psicológico y político que desde el militar. Fue el símbolo de un derrumbamiento que se
veía cercano. El mito de la invencibilidad de la Wehrmacht se quebró para siempre. «En
Stalingrado —escribió el corresponsal militar del New York Times, Hanson W.
Baldwin—, Hitler intentó alcanzar objetivos ilimitados con medios limitados. Estaba
convencido de su infalibilidad. Su codicioso deseo del poder global terminó en sangre y
muerte en las ruinas de Stalingrado. De ahí en adelante, Alemania empezó a ceder».
La rattenkrieg (guerra de las ratas) había terminado, aunque unidades dispersas
combatieron entre los escombros hasta el 3 de febrero de 1943. Los rusos contaron
107.800 prisioneros, 16.800 durante los combates y 91.000 en la rendición final. El
número de los alemanes muertos osciló entre los 72.000 y los 100.000. Tan sólo dos
soldados del mariscal Paulus lograron escapar a las líneas alemanas. Años después de
la capitulación de Paulus, sólo 6.000 prisioneros de guerra regresaron a sus hogares.
Aún recuerdo las páginas de la novela de Plivier: la interminable fila de los
derrotados hundidos en la nieve camino de los campos de concentración soviéticos. La
«pesadilla interminable» de que habló el general Kurt Zeitzler, el hambre, las
necesidades, las privaciones y penalidades de todas las clases, el frío riguroso, la
soledad, el desamparo del alma y el miedo a morir congelado dieron paso a aquella
columna que serpenteaba en el paisaje helado. «El Sexto Ejército —escribió Zeitzler— se
consumió como en un incendio, hasta que sólo quedaron las pavesas». Veinticuatro
generales marchaban entre los prisioneros.
«Es una desvergüenza sin precedentes —bramaba Hitler en Berlín—. No siento
ningún respeto por un hombre que teme al suicidio y en cambio acepta el cautiverio.
Este es el último mariscal que nombro». También los rusos sufrieron en Stalingrado.
Perdieron más hombres en esa batalla que Estados Unidos en todos los teatros de la
guerra. Volgogrado quedó como un monumento al desastre, «un símbolo —escribe
Baldwin— de la inhumanidad del hombre para con el hombre, el sitio de una carnicería
espantosa, un sacrificio deliberado e innecesario de vidas humanas, el lugar del fiero
patriotismo y de las abrasadoras lealtades, una ciudad que vivirá para siempre, como
Troya, en las lágrimas y leyendas de los pueblos».
Friedrich Paulus permaneció bajo arresto domiciliario en Moscú durante 11 años.
Los soviéticos lo trataron bien. Tan sólo después del atentado frustrado de 1944 contra
Hitler decidió renunciar al nazismo. Las autoridades de Berlín presionaron a su mujer
para que renunciara al apellido del mariscal. Se negó a ello y su hijo fue detenido.
Paulus murió a los 67 años en una clínica de Dresde, el 1 de febrero de 1957, sin ver a su
esposa.
Capítulo ocho
Stalin
SORDERA INTELECTUAL
Stalin dio pruebas de una gran sordera intelectual en vísperas del ataque alemán, de la
«operación Barbarroja». No sólo disponía de informes cristalinos de la red de espionaje
llamada la Rotekapelle (Orquesta Roja), sino que recibió 76 informes separados de sus
futuros aliados británicos y norteamericanos sobre la inminencia de la invasión. El
testarudo Stalin interpretó los movimientos de tropas alemanas como una maniobra de
diversión: quien recibiría ese ataque sería Gran Bretaña: «Su objetivo —afirmaba— es
Gran Bretaña. Hasta que no conquiste Inglaterra no vendrá a por nosotros».
Si al final la intervención personal de Stalin salvó a Moscú en noviembre de 1941,
también es verdad que fue el responsable de la catástrofe de Izium-Barvenkova, en la
que las fuerzas de Timochenko perdieron al sur del Donetz 240.000 hombres, 1.249
carros de combate y más de 2.000 cañones. Es asimismo cierto que el Ejército Rojo, a
pesar de perder 7 millones de hombres, redobló el número de sus divisiones de
infantería y sextuplicó el de las brigadas blindadas. Hizo un esfuerzo titánico de
producción y organización.
En el momento en que Hitler logró que prevaleciera el despotismo
nacionalsocialista, Stalin despolitizó hasta un cierto punto al Ejército Rojo al disolver el
cuerpo de comisarios políticos y, a la par, liberalizó la vida política e hizo concesiones a
la religión. El ex seminarista nacido en Gori fue un trabajador infatigable. Recordó a sus
soldados todas las glorias del pasado militar de la vieja Rusia, creó condecoraciones con
la efigie de Kutuzov y Suvarov, citó en sus comunicados a los generales vencedores, les
colmó de favores honoríficos y de recompensas tangibles. Al mismo tiempo, exigió a
sus tropas sacrificios increíbles para una mente occidental. Stalin no tenía que rendir
cuentas a nadie. Si Hitler afirmó antes de la invasión que «una guerra no tiene como fin
la justicia, sino la victoria», y el ministro de la Propaganda, Joseph Goebbels, aseguraba
que «una vez que has vencido, ¿quién va a preguntar sobre los métodos?», Stalin repitió
la fórmula en la Unión Soviética. La paráfrasis del tópico de Clausewitz la adaptaría el
mariscal Chaposnikov a las necesidades del futuro: «La paz puede ser la continuación
de la guerra por otros medios».
Tras el desastre del 22 de junio, la URSS perdió 3 cuartas partes de su industria
pesada, sus principales reservas estratégicas, sus mejores víveres y sus principales
materiales. Menos de 3 meses después, 50 millones de habitantes de la Unión Soviética
se hallaban bajo el control de Hitler. En tono melodramático, Stalin le confesó a Stafford
Cripps después de la batalla de aniquilación de Kiev (Ucrania): «Todo lo que Lenin creó
lo hemos perdido para siempre». No para siempre. El mariscal Zukov empezó sus
Memorias el 30 de septiembre de 1941, cuando las fuerzas armadas alemanas se
aprestaban a liquidar lo que 15 días antes habían definido en el cuartel general de Hitler
como «las últimas fuerzas a disposición del mariscal Timochenko». Ni una palabra
sobre las circunstancias de la invasión. Zukov tuvo su parte de culpa en el desastre.
FUSILAMIENTOS
Stalin fusiló a los más brillantes discípulos de Trotsky, primero, y del mariscal
Tukachevsky, después, los padres del Ejército Rojo. Alan Clark cuenta en Operación
Barbarroja que, en septiembre de 1938, o sea, en el umbral de la guerra, de los 80
miembros del Soviet Supremo militar sólo 5 quedaban vivos. Stalin los fusiló a todos y a
11 vicecomisarios de la defensa. En el verano de 1938, envió al paredón a todos los
comandantes de los distritos militares, incluidos los que sucedieron a los primeros
fusilados. Alan Clark facilitó la terrible estadística: Stalin ejecutó a 13 de los 15
comandantes en jefe del ejército, a 57 de los 85 comandantes de cuerpo de ejército, a 110
de los 195 comandantes de división y a 220 de los 406 comandantes de brigada. Otros
5.000 oficiales, hasta el grado de comandantes, fueron pasados por las armas. Entre los
mariscales, sólo sobrevivieron Budionny y Vorochilov, que, como la guerra no tardó en
demostrar, eran los más estúpidos y los más obedientes. No hay como obedecer
siempre para salvar el pellejo.
Adolf Hitler supo recompensar a sus generales, los dóciles, con toda suerte de
reconocimientos y prebendas. A los rebeldes les arrebató el mando. A cambio, obtuvo la
sumisión de la casta militar a su política y se quedó con los que le ofrecían las mayores
muestras de acatamiento: el precio que debió pagar por ello fue enorme, el crepúsculo
wagneriano de los dioses.
Es poco todo lo que se diga sobre la incompetencia de los generales soviéticos en la
primera fase de la guerra. Entre ellos figura, el primero, el mariscal Semion Budionny,
que en las Memorias de Zukov aparece como comandante del Frente de la Reserva en
torno a Moscú: un destino secundario al que fue destinado por Stalin después de su
desastrosa actuación en el sector ucraniano, donde, en el curso del verano de 1941,
perdió la mitad del Ejército Rojo que sobrevivió a los primeros choques de la invasión.
Su promoción la debía el ex oficial de caballería de bigotes puntiagudos a su habilidad
para complacer a Stalin. No sabía nada sobre tácticas modernas. En Ucrania fue incapaz
de reagrupar sus fuerzas en formación defensiva. Stalin lo cesó el 13 de septiembre y lo
sustituyó por el mariscal Timochenko. Budienny admiraba a los cosacos y actuaba como
ellos. Era un hombre bienhumorado, de temperamento campesino, que nunca perdió la
mentalidad de suboficial zarista atraído por 2 cosas: las mujeres y el vodka.
En 1940, como subsecretario de Defensa, visitó Chiscinau en la recién anexionada
Besarabia y fue invitado a la inauguración de una bodega. En el punto más alto de la
fiesta y cuando los invitados empezaban a sucumbir al alcohol, se abrió de pronto el
telón y apareció una enorme cuba de vino en las que nadaban sonrientes 3 ninfas
desnudas. Sin pensarlo 2 veces, el general y su séquito se quitaron la ropa y se
zambulleron en la tinaja entre gritos de alegría y exaltación vitivinícola. Uno de los 3
invitados, irritado porque no quedaba sitio para él en la cuba, empuñó la metralleta y
disparó una ráfaga sobre los bañistas. Uno de ellos resultó herido. Budionny no dejó de
sonreír, de beber y de palpar a las ninfas.
A pesar de todo, fue nombrado comandante del frente meridional porque Stalin
prefería perder a su ejército que el control político de la situación. Sin Zukovy sin
Chaposnikov, es probable que hubiera perdido la guerra, opinan algunos historiadores.
El invierno, el más riguroso de los últimos 150 años, y los refuerzos siberianos salvaron
a Moscú. Las tropas del Extremo Oriente, que tanto reclamaba Zukov, llegaron en el
mejor momento: estaban muy bien adiestradas y formadas por personal especializado,
entrenados en marchas extenuantes para combatir en bajas temperaturas. Un ejército
profesional mandado por oficiales expertos de mentalidad moderna, heredada de uno
de los mejores generales soviéticos: Blucher, fusilado por orden de Stalin en 1938.
Chaposnikov había pedido con insistencia este ejército aquel mes de agosto de 1941,
pero Stalin creyó que los japoneses aprovecharían el movimiento de tropas hacia el
Oeste para saltar sobre las ricas zonas del Amur y de la Provincia Marítima. «Las tropas
tardaban y tardaban en llegar», se quejó Zukov en sus Memorias.
La orden, una de las más decisivas de la historia del conflicto, se dio más o menos la
última semana de noviembre de 1941: a uña de caballo desde el Transbaikal, desde la
Mongolia Exterior, del Amur y del Ussuri, el general Apanasenko condujo al frente de
Moscú todo lo que fue posible rescatar en aquellas zonas: quince divisiones de
infantería, 3 de caballería, 8 brigadas de carros, casi 300.000 hombres, 1500 tanques y
1600 aviones. Sólo cuando, desde Japón, el espía Sorge hizo saber a Stalin y al Stavka
(Consejo Supremo Militar Soviético) que los generales del Mikado preferían lanzarse
sobre el sabroso botín del imperio británico y holandés en el Extremo Oriente, en lugar
de embestir las desoladas estepas siberianas, el generalísimo dio vía libre al ejército
salvador de Moscú.
EL MEJOR ESPÍA
El papel desempeñado por Richard Sorge fue providencial para los soviéticos. Sorge,
como el español Juan Pujol, alias «Garbo», era un prodigio de sangre fría. Nació en
Bakú, puerto del Mar Caspio, de padre alemán y madre rusa y se convirtió al marxismo
en su juventud; entró en el servicio secreto soviético en los años veinte. Además del
alemán, hablaba con fluidez el inglés, el francés, el ruso, el japonés y el chino. Se
acreditó como periodista en la embajada alemana de Tokio y se ganó la confianza del
embajador, de modo que tuvo acceso como agregado de prensa a los acuerdos entre
alemanes y japoneses y a las intenciones del Eje con respecto a Moscú. Fue él quien
alertó al Kremlin sobre el ataque a Pearl Harbor y sobre los movimientos del ejército
imperial japonés. Sorge fue detenido en octubre, sometido a largos interrogatorios y
ahorcado por los japoneses en 1944. Fue nombrado por Stalin Héroe de la Unión
Soviética a título postumo. «Es probable que haya sido el espía de más éxito de toda la
historia», escribe el especialista militar británico John Keegan.
El general Apanasenko llegó al frente de Moscú hacia Navidad con sus soldados
bien abrigados, bien preparados y bien mandados. Los hombres de Hitler tiritaban ya
de frío con un material mal adaptado al terreno y desgastado por casi seis meses de
operaciones ininterrumpidas. Un soldado alemán que acababa de recibir su ración de
caldo perdió 30 segundos en buscar la cuchara; cuando la encontró y probó el primer
sorbo, la sopa estaba tibia; a la mitad de la escudilla, la sopa se había solidificado en un
bloque de hielo. El termómetro marcaba 63 grados bajo cero.
Para el conde León Tolstoi, la batalla de Borodino, la ocupación de Moscú y la
retirada de los franceses fueron «uno de los fenómenos más instructivos de la historia.
Todos los historiadores están de acuerdo en que las actividades externas de los pueblos
en sus conflictos encuentran su expresión en las guerras. Está claro que el poder político
de los pueblos crece o disminuye como resultado inmediato del éxito o el fracaso en la
guerra», escribió en Guerra y paz. La fuerza que decide el destino de los pueblos no
depende muchas veces de sus líderes militares ni siquiera de los ejércitos o las batallas,
sino de algo distinto. Los historiadores franceses que describían las posiciones francesas
antes de su evacuación de Moscú señalaban que todo estaba dispuesto en la Grande
Armée excepto la caballería, la artillería y el transporte. No quedaba forraje para los
caballos ni el ganado. «No había remedio —escribe Tolstoi en Guerra y paz— porque los
campesinos quemaron el heno antes de dejar que lo cogieran los franceses». De acuerdo
con las instrucciones de Stalin, los rusos de 1942 quemaron todo lo que pudiera ser
aprovechado por el enemigo.
COMO PEDRO EL GRANDE
Stalin, siete veces detenido entre 1902 y 1913, exiliado en Siberia hasta 1917, uno de los
protagonistas de la toma del poder bolchevique en Petrogrado (octubre de 1917),
ministro de Control del Estado y de las Nacionalidades en el primer Gobierno de Lenin,
conocía bien los mecanismos del poder. En 1922 fue nombrado secretario general del
Comité Central del partido, cargo que mantuvo hasta su muerte. Trotsky, su enemigo,
lo llamó «el burócrata de la revolución». Era menos brillante que los intelectuales del
partido, el propio Trotsky, Zinoviev o Bujarin, «pero el menosprecio de su inteligencia y
de su astucia política —escribe Alian Bullock— les costó la vida a los 3. Después de la
muerte de Lenin en 1924, Stalin venció a sus rivales. Desde 1928 hasta su muerte en
1953, ejerció el poder personal durante un periodo más largo que cualquier otra figura
en la historia del comunismo».
«Como Pedro el Grande —afirmó Kruschev en sus Memorias—, combatió la barbarie
con la barbarie». Se distinguió en la defensa de la ciudad de Tsaritsyn que, en pago a su
heroísmo, pasó a llamarse Stalingrado. El historiador británico A. J. P. Taylor explica
esos diez días de misterio y desaparición tras la acometida alemana argumentando que
Stalin se había quedado solo, desconcertado, sin nadie a su alrededor a quien respetar y
sin nadie en cuyos consejos pudiera confiar. Stalin, como Hitler, tomaría en solitario
todas las grandes decisiones de la guerra y muchas de las pequeñas decisiones también.
Sabía que contaba con unas reservas humanas inagotables. Sus primeras decisiones
fueron salvajes, hasta que dulcificó su posición para hacerla algo más flexible. Como
narra Boris Pasternak en una de sus novelas, la guerra, incluso en los batallones de
castigo, era una salida a la opresión estalinista.
El único general que le plantó cara fue Zukov, con el que discutió muy a menudo.
Una anécdota ilustra estas relaciones: siendo la guerra ofensiva la obsesión de Stalin, en
una ocasión se quejó al mariscal de falta de tenacidad y agresividad en la dirección de
las operaciones. Después de una bronca monumental, Zukov le ofreció la dimisión
como jefe del Estado Mayor conjunto. «Sí —respondió Stalin—, es mejor que vayas al
frente». De pronto, en uno de sus legendarios cambios de humor, Stalin sonrió y le dijo
a su subordinado: «Camarada general, no te preocupes. Estas cosas pasan en las
guerras. Tu carrera es todo un éxito. Ahora sentémonos y tomemos unas tazas de té».
Hitler nunca hubiera reaccionado así.
Stalin, encerrado dentro de los muros del Kremlin, pero omnipresente en los tres
sectores de Leningrado, Moscú y Stalingrado, se hizo cargo de todo, lleno de pasión y
de rabia, y aunque se mostró dubitativo a veces, en otras actuó más dúctilmente. La
guerra le enseñó a ser paciente y a atender en ocasiones el punto de vista de sus
generales.
La entrevista entre Churchill y Stalin fue uno de los momentos más prodigiosos de
la guerra. Churchill se disculpó por el pasado: «Usted sabe que yo les he sido muy
hostil. Dirigí la intervención contra Rusia después de la I Guerra Mundial. Espero que
me haya perdonado». Stalin, el georgiano educado en el seminario ortodoxo de Tiflis,
contestó: «Dios está para perdonar». En un punto se pusieron de acuerdo 2 hombres de
caracteres tan diferentes: en la necesidad de derrotar a Hitler. Stalin perdería en la tarea
más de 20 millones de personas. A. J. P. Taylor recuerda que en las entrevistas que
mantuvieron Churchill, Stalin y Roosevelt en Teherán (1943) y en Yalta (1945), las
delegaciones norteamericana y británica estaban formadas por docenas y docenas de
consejeros y ayudantes. A Stalin le bastaba con 2 o 3 porque él mismo se bastaba y se
sobraba para discutir todos los problemas militares y políticos. «Se había convertido —
según Taylor— en un estadista, entregado a los intereses de su país con un gran sentido
de la responsabilidad». El embajador de Estados Unidos en Moscú durante gran parte
de la guerra, Averell Harriman, afirmó que Stalin estaba mejor informado que
Roosevelt, era más realista que Churchill, el más eficaz de los señores de la guerra.
Hasta la conferencia de Potsdam, la relación entre Churchill y Stalin fue amistosa y
hasta fluida; después se arruinó con la guerra fría. Como contó Churchill en la
Universidad de Fulton en 1946, un telón de acero había caído sobre el continente.
Al sombrío personaje del Kremlin le gustaba gastar bromas y su especialidad era el
humor negro. En una recepción diplomática llamó a uno de sus generales para
susurrarle al oído: «Bulganin, traiga unas ametralladoras, vamos a fusilar a estos
diplomáticos». Era una broma, una de sus bromas pesadas. Después de soltar una
sonora carcajada, Stalin brindó por la paz y la prosperidad de todos los presentes.
Capítulo nueve
La doctrina
de nuestro tiempo
Hitler recibió una carta inquietante firmada por Mussolini. El Duce, de quien tanto
aprendió en el pasado, se quejaba de las provocaciones de Grecia. Mussolini quería
hacerse un hueco en la historia pero no sabía bien cómo encontrarlo, así que tanteó aquí
y allá en busca de su propio espacio. «Signos innumerables apuntan a que el fascismo es la
doctrina de nuestro tiempo», aseguró el Duce. Pero el fascismo, como el movimiento, se
demuestra andando. Más que 2 filosofías o 2 sistemas coherentes desde el punto de
vista político, económico y social, el fascismo y el nazismo dependían de la
megalomanía de Hitler y Mussolini y de la histeria de millones de sus seguidores que
les hicieron entrega de sus almas y conciencias. ¿Cómo puede explicarse que millones
de europeos en su sano juicio se sometieran durante casi un cuarto de siglo al dictado
de estos dos hombres?
Benito Mussolini, bautizado así por su padre en homenaje al líder mexicano Benito
Juárez, fue el primero de los dictadores representativos del siglo XX, el que marcó la
pauta. Lo expulsaron del seminario porque pegó a un compañero, despreciaba el olor a
incienso de las iglesias, trató de pasar por profesor cuando sólo era maestro de una
escuela elemental, fracasó como estudiante de violín (como Hitler fracasó con el piano)
y se dedicó a escribir ensayos muy simples sobre literatura alemana. En 1902 falsificó un
pasaporte para escapar del servicio militar y fue detenido en Lausana, Suiza, por
mendigar en las calles, así como Hitler llegó a mendigar por las calles de Viena (al
menos eso es lo que dijo para inventarse una leyenda de miseria). La dirigente socialista
Angélica Balabanov escribió que el socialismo mussoliniano era sólo una pose y que lo
que en realidad buscaba era, como Hitler, el reconocimiento de la sociedad y la
revancha contra los que le negaban el genio. En definitiva, lo que buscaba era el poder,
como el Führer. La entrada de Italia en la I Guerra Mundial del lado de los aliados en
mayo de 1915 hizo que cambiase el socialismo por un violento nacionalismo
revanchista. Sus ideas patrióticas las vertía en su periódico II Popolo d’Italia, regalo de un
grupo de hombres de negocios en pago a su traición ideológica.
Llegó a ser cabo, como Hitler, en la Gran Guerra. Pero mientras el Führer fue un
soldado de infantería valiente y condecorado, a él le dieron de baja por una herida que
se hizo en unos ejercicios de lanzamiento de granadas. Más tarde se encargó de que
corriera la voz de su bravura en combate: el ejército austriaco echaba a correr cada vez
que sonaba su nombre en las trincheras. Se pasó el resto de la guerra en su despacho del
periódico pidiendo a los demás el sacrificio de sus vidas por el «destino imperial» de
Italia. En 1919 organizó, con un grupo de ex socialistas y de veteranos de guerra en el
paro, el Fascio di Combattimento (unión para el combate), un popurrí de esquemas
socialistas y retórica nacionalista. Al examinar este período de la historia de Italia,
Robert Goldston recuerda en The road between the wars el curso violento que siguió el
país desde su unificación hacia 1860, «siempre en pugna entre grupos antagónicos:
entre ricos industriales y trabajadores hambrientos en el norte; entre terratenientes y
campesinos pobres en el sur; entre la Iglesia Católica y el Gobierno italiano, que ha
despojado al Papa de sus poderes seculares; entre bandas rivales de la mafia que
controlan extensas zonas de Sicilia y Cerdeña. El anarquismo, socialismo, clericalismo,
monarquismo, imperialismo y una larga colección de otros ismos defendidos con
violencia hicieron que el estofado italiano bullera durante décadas».
Italia, que combatió bien en la I Guerra entre las nieves de sus fronteras alpinas,
donde resultaron muertos 650.000 de sus soldados, fue derrotada en Caporetto (en la
actual Eslovenia) y esperó recibir su recompensa por haber elegido el bando aliado. No
sucedió así, ante la desesperación del primer ministro Vittorio Orlando, enfrentado en
la Conferencia de París con el presidente Wilson. La frustración italiana se tradujo en la
aparición de un nacionalista egomaníaco, poeta y aventurero llamado Gabriel
D’Annunzio, que al mando de sus escuadristas, los «camisas negras», invadió el puerto
de Fiume. La aventura de D’Annunzio no duró mucho, pero le sirvió de inspiración a
Mussolini. Era lo que necesitaban los desempleados, los socialistas renegados, los
capitalistas temerosos de los sindicatos y de la amenaza del Partido Comunista. Con el
Fascio, Mussolini se inventó el Estado corporativo, el sindicato vertical que integraba a
obreros, ejecutivos y propietarios. La respuesta del Duce a la violencia de la época no
fue otra que la violencia con mano dura: era el llamado a poner orden, a restaurar el
imperio de la ley fascista y, de paso, a refundar el imperio romano. La vida política
italiana había degenerado en un fanático extremismo y en una guerra civil a pequeña
escala. El fascismo, que, tras incrementarse el número de sus partidarios, accedió al
Parlamento y consiguió el control de numerosos ayuntamientos, vio llegada su hora en
octubre de 1922. En un mitin fascista en Napóles, el Duce gritó: «O nos entregan el
Gobierno o lo tomamos marchando sobre Roma». Después de marchar durante 2 horas
con sus «camisas negras», un cansado Benito Mussolini se subió a un tren que le llevaría
a la capital. El 30 de octubre, el rey Víctor Manuel, bajito y nervioso, le invitó a formar
gobierno y ahí terminó la democracia parlamentaria: todo para el Estado, nada fuera del
Estado, nada contra el Estado. La Italia fascista pasó, como le gustaba a Nietzsche, a
«vivir peligrosamente». También lo hizo la sociedad alemana de Hitler. Los
propagandistas del régimen aseguraron que, por primera vez, los trenes italianos salían
y llegaban puntualmente. Acabó con el paludismo. Las escuelas y las universidades se
transformaron en centros de reclutamiento e instrucción de «camisas negras». La
cuchilla de la censura cayó sobre los medios informativos. El programa de expansión de
las fuerzas armadas hizo más ricos a los ricos, dio trabajo a los parados y seguridad a
las clases medias. Si el Duce fabricaba armas era para hacer la guerra, para extender su
imperio. «Necesito algunos millares de muertos para justificar mi presencia en la mesa
de la paz —le había dicho al mariscal Graziani—. Que Italia aterrorice al mundo, en
lugar de cautivarlo con su guitarra». George Orwell creyó que el período de la libre
empresa y la democracia llegaba a su fin, de ahí la atracción que ejercían las soluciones
extremas: fascismo o comunismo.
En el otoño-invierno de 1940, los generales italianos hablaban de tomar Grecia como
quien habla de tomarse una taza de café. El Duce se sentía celoso del éxito militar de
Hitler. Le preguntó a su jefe de Estado Mayor, el mariscal Badoglio, cuánto tiempo
necesitaría para conquistar Grecia, y el duque de Adis Abeba le contestó que 20
divisiones y 3 meses. El Duce se decidió por la invasión de Grecia, que formaba parte de
su área de influencia. Pero Badoglio no parecía de acuerdo con la apertura de las
hostilidades: la climatología adversa y los problemas logísticos eran irremontables.
Mussolini amenazó con destituir al mariscal: «Los italianos no temen a los griegos»,
afirmó. No había más que hablar. Tan sólo faltaba un pequeño detalle: la aquiescencia
de Hitler, que había salido decepcionado de su entrevista con Franco en Hendaya, ya
que el general español le pidió gran parte del norte de Africa a cambio de entrar en la
guerra. «La noticia de la inminente declaración de guerra de Italia a Grecia nos
transmitió el mismo calor que el nevado paisaje a través del cual nos dirigíamos en tren
hacia Italia», escribió el intérprete de Ribbentrop e Hitler, Paul Schmidt en Europa entre
bastidores. Cuando el tren del Führer llegó a la estación de Florencia, engalanada a lo
grande, Mussolini tenía noticias frescas que comunicarle: «Führer, mis tropas han
entrado victoriosamente en Grecia a las 6 de la mañana». El rostro de Hitler reflejó
disgusto, por lo que el Duce trató de tranquilizarle: «No se preocupe, dentro de 15 días
habrá terminado todo».
15 días después, el ejército italiano mordía la nieve en Grecia. Una vez más, el Duce
dependía de la «limosna» alemana. El general Papagos llevó la guerra a su terreno, la
montaña. Mientras tanto, las tropas británicas desembarcaban en Grecia. Los italianos
entraron por Albania cantando su himno Giovinezza, pero se toparon con los guerrilleros
griegos, mal armados pero conocedores del paisaje que pisaban y entrenados para las
bajas temperaturas. El general Metaxas destrozó las divisiones italianas una a una. En
eso quedaron las bravatas del Duce. «Vamos a acabar con los griegos y no necesitamos
ninguna ayuda para hacerlo». Claro que la necesitarían, como siempre.
El 29 de enero moría de leucemia el dictador Metaxas, el germanófilo que esperaba
la mediación alemana para desalojar a los italianos. Desaparecía así el último obstáculo
que veía Churchill para poner en marcha su plan balcánico: sesenta divisiones desde el
Egeo hasta el Danubio armadas hasta las muelas por los ingleses. Pero el miedo a
Alemania causaba estragos. Hitler necesitaba proteger su flanco meridional, los
Balcanes. Ya tenía a los búlgaros y a los húngaros y rumanos en su órbita, y tan sólo le
faltaba Yugoslavia. La firma de un pacto tripartito entre el príncipe regente Pablo y
Alemania provocó un golpe de estado en Atenas patrocinado por los enemigos del
acuerdo con Hitler, era la disculpa para la guerra. Como era habitual, Goebbels preparó
el terreno para la invasión: los griegos, aliados de los ingleses, atacaron a los residentes
alemanes y organizaron manifestaciones contra Hitler. A las 5.15 del 6 de abril de 1941,
650.000 soldados alemanes, 20 divisiones y un millar de aviones invadieron Grecia.
Hitler, después de pensar en von Kluge, puso al frente de esas tropas a un suabo, el
mariscal List: «Los Balcanes son montañosos —dijo el Führer—, necesitamos a un
montañero». 44 divisiones italianas y alemanas eran demasiadas para el minúsculo
ejército griego. Con su asalto a Grecia y Yugoslavia, Hitler sacaba del aprieto a
Mussolini y consolidaba sus posiciones en el flanco Sur antes del ataque a Rusia.
LAS TERMÓPILAS
Hitler conquistó Yugoslavia en 11 días, pero quedaban Tito y sus partisanos para librar
una guerra subcutánea, de hostigamiento, de ataque y retirada. Los serbios de Belgrado
creían haber resuelto el problema con el golpe de palacio, ejecutado sin una gota de
sangre, y con el envío al exilio del príncipe Pablo. Orgullosos, rústicos, románticos y
belicosos, cantaban el himno O Serbio y rememoraban la derrota del Campo de los
Mirlos en Kosovo, donde fueron derrotados por los musulmanes, cuando se vieron
obligados a echarse al monte por la invasión alemana. El bombardeo de Belgrado fue
uno de los más feroces que se recuerdan. En cuanto a los griegos, la irrupción de la
punta de lanza de la Wehrmacht desde el Norte y el Este el mismo día de la invasión de
Yugoslavia vino a complicar sus planes defensivos. De nada sirvió el gesto de Churchill
de enviar a 56.657 soldados australianos y neozelandeses para echar una mano a los
griegos. Eran más necesarios en el norte de África.
En el desfiladero de las Termopilas, ya convertido en llanura, he visto algunas
lápidas dedicadas a los soldados británicos, australianos y griegos que contuvieron allí
el arrollador avance de la división motorizada de las SS; su resistencia permitió a los
aliados el repliegue hacia la capital. Al ejército británico tan sólo le quedaba la salida de
un segundo Dunquerque: la evacuación hacia Creta y Egipto. La guerra relámpago en
Grecia y Yugoslavia aplazó la «operación Barbarroja», la invasión de la URSS. A los
yugoslavos, «esa camarilla criminal y perjura» que osó dar un golpe de Estado tras la
firma del pacto con Berlín, les ocurrió lo mismo que a los polacos en 1939: subestimaron
al enemigo, creyeron en exceso en sus fuerzas militares y trataron de cubrir todos los
frentes. Sus aviones no contaban, eran un montón de chatarra. La Luftwaffe destruyó en
tierra los pocos aviones yugoslavos en condiciones de volar. Yugoslavia, una creación
artificial, se descoyuntó: Croacia se separó de Belgrado, se alió con Hitler y se puso a
matar serbios a discreción. Era la limpieza étnica de los fascistas croatas de Ante
Pavelic, que iría a morir en un convento español, como inspirador y cabeza del
genocidio serbio y judío. En 11 días hicieron trescientos cuarenta y cuatro mil
prisioneros serbios. Fue la menos costosa de las victorias alemanas: 151 muertos, 15
desaparecidos y 392 heridos.
En Grecia, los primeros embates de la Wehrmacht se estrellaron contra la Línea
Metaxas, pero por poco tiempo porque el general Veier rompió la línea defensiva.
Papagos autorizó a los sitiados a que capitulasen ante los alemanes. Hitler, en un gesto
raro en él, felicitó a los vencidos: «Sois —dijo— los únicos que habéis aguantado bajo
los Stukas». La evacuación de los británicos y los anzacs (tropas australianas y
neozelandesas) fue un calvario bajo la nieve y la lluvia, sobre carreteras impracticables
con la Luftwaffe siempre sobre sus cabezas. Winston Churchill respondió con
hipocresía a la leal y valiente actitud de los griegos: «No podemos quedarnos en Grecia
contra la voluntad de los griegos». Echó la culpa a todos: al mando helénico, a la
descomposición de su ejército, a la ruptura del frente yugoslavo… a todos salvo a sí
mismo. Su decisión fue un desastre desde todos los puntos de vista. Ya se sabía que la
intromisión de decisiones políticas en las militares —el envío de tropas a Grecia lo fue—
, no haría sino complicar las cosas. En el sálvese el que pueda del nuevo Dunquerque en
los puertos griegos, siete cruceros, veinte destructores y una serie de embarcaciones de
fortuna cargaron con los 55.000 soldados británicos, australianos y neozelandeses en
fuga. Menos mal que fueron noches sin luna: los ingleses destruyeron todo su material,
desde la artillería hasta los depósitos de gasolina. Al amparo de la oscuridad, soldados
ingleses y anzacs lograron embarcar en los buques que los esperaban con todas las luces
apagadas en la costa meridional helénica. El rey Jorge de los griegos había huido a la
isla de Creta en un avión de la RAF. Así terminó la excursión arqueológica de los
ingleses en el Peloponeso, Tebas, Delfos, Corinto, Micenas, Argos, Esparta… La cruz
gamada ondeaba sobre la Acrópolis de Atenas. Al león británico tan sólo le quedaba
una guarida en el continente: el peñón de Gibraltar. Había perdido la Grecia continental
y estaba a punto de perder la insular. Los alemanes iban a invadir Creta desde el aire.
La operación no le acababa de hacer feliz a Hitler, pero el general de los paracaidistas,
Kurt Student, le convenció de que sería una empresa rápida y brillante. En 8 días
alejaría a los bombarderos británicos del petróleo rumano, aseguraría la protección de
los Balcanes y consolidaría el dominio aéreo alemán en el Mediterráneo. Para Hitler, la
prisa era la clave de la invasión desde el aire: todos sus efectivos debían estar a punto
cuando sonara el clarinazo de la «operación Barbarroja».
El cielo más azul del mundo esperaba a los aviones alemanes sobre la vertical de
Creta aquella despejada mañana del 20 de mayo de 1941. El brigadier de la defensa
británica de la isla, Howard Kippenberger, refunfuñaba sobre la calidad de su porridge
(copos de avena hervidos en agua o leche) cuando uno de sus ayudantes llegó casi sin
aliento al comedor en el que desayunaba: «Señor, acabo de ver cuatro planeadores sobre
mi cabeza». «A las armas —ordenó el brigadier—. Tráiganme el rifle y los prismáticos».
«Mientras corría hacia mi cuartel general por la carretera de la cárcel, los paracaidistas
alemanes descendían sobre el valle», relató el ayudante. Con ellos saltaba el ex campeón
de boxeo de los pesos pesados, Max Schmeling. Con prontitud, los alemanes se
organizaron en compañías, en batallones y regimientos. El coronel Robert Laycock
contó en sus Memorias que se hallaba sentado en su cuartel general, situado en una
colina, viendo cómo los Stukas atacaban las posiciones vecinas: «Me volví hacia mi jefe
de enlace, el escritor católico Evelyn Waugh, y le dije: “No puedo dejar de admirar la
precisión con la que los alemanes hacen las cosas”. “Sí —me respondió el autor de
Fechoría negra—. Pero, como todo lo teutónico, esa precisión no llegará muy lejos”».
Nada pudo hacer la RAF para detener las oleadas de planeadoras y aviones de
transporte que vomitaban miles de paracaidistas sobre la montañosa isla en la que Icaro
se lanzó al vacío con alas fabricadas de cera y plumas. El sol fundió la cera e Icaro se
precipitó en el mar como ocurrió con muchos alemanes enredados en sus paracaídas.
Creta era el paso estratégico que protegía la ruta de las Indias Orientales, Palestina y
Egipto. Bastaba con que los paracaidistas alemanes tomaran los tres aeropuertos de la
isla y la capital para decidir la batalla y la ocupación de Creta. La precisión alemana
cometió algunos fallos (la dispersión de los paracaidistas en su salto fue excesiva), pero
la superioridad de los invasores era apabullante. Los alemanes sufrieron gran número
de bajas. Fue una batalla que terminó en tablas. Los soldados de Hitler recibieron en su
descenso un nutrido fuego de ametralladora. Algunos cayeron al mar y murieron
ahogados, otros quedaron colgados de los árboles. Los campesinos cretenses los
degollaban con sus navajas cabriteras. El general neozelandés Bernard Freyberg, viejo
amigo de Churchill, condecorado con la Cruz Victoria por sus hazañas y sus 27 heridas
en la I Guerra Mundial, se hallaba al mando de la guarnición de la isla. A Finales de
mayo se vio desbordado por todas partes: «Siento informarle —decía en su mensaje al
general Wawell— de que las tropas a mi mando han llegado al límite de sus fuerzas».
Pero también los alemanes pagaron cara la invasión aerotransportada: sufrieron entre
15.000 y 17.000 bajas y perdieron 160 aviones. Estas pérdidas impresionaron a Hitler:
nunca más lo volvería a intentar por esa vía. Al condecorar a Student con la Cruz de
Caballero, su Führer no pudo evitar decirle: «Creta ha demostrado que los días gloriosos
de los paracaidistas han terminado. Su utilización exige un efecto de sorpresa que ya no
es posible». No lo sería para Alemania, pero sí para Inglaterra y Estados Unidos.
Capítulo diez
Son las 12 y media de una noche de lobos, fría y ventosa de junio en la aldea de Sainte-
Mére-Eglise, en Normandía, Francia. Desde la ventana de su casa, la señora Levrault, de
60 años, en camisón y dispuesta ya a refugiarse en la cama, observa cómo una
gigantesca flor cae sobre su jardín desde el cielo. La buena mujer, intrigada, desafía el
mal tiempo y sale al exterior: la extraña flor es un paracaídas verde y caqui de las
fuerzas norteamericanas. De las cintas, en actitud más bien ridicula, cuelga el soldado
Robert Murphy de la 82 División Aerotransportada. Tiene 20 años, mucha suerte y un
grillo de metal en la mano que hace clic-clac. El viento no lo ha barrido, como a muchos
de sus compañeros, lejos del objetivo previsto. Murphy, hoy próspero abogado en
Massachussets, coloca el dedo índice sobre los labios de la señora Levrault para que
guarde silencio. El martes 6 de junio de 1944, a las 00.20 horas, su compañía ha sido
lanzada en el área de Cherburgo. El desembarco aliado comienza sobre el «muro del
Atlántico», uno de los orgullos de Hitler. El Führer duerme a esa hora, drogado, en el
castillo de Berchtesgaden. Ha dado orden de que no se le despierte. Va a ser el día más
largo de la historia contemporánea, la «operación Overlord».
La señal son los 2 primeros versos del poema de Verlaine Canción de otoño. La radio
transmite el mensaje a la resistencia francesa: «Los largos sollozos de los violines de otoño».
Es el primer aviso. El segundo es definitivo: «hieren mi corazón con monótona languidez».
Los servicios de radio alemanes lo interceptan pero, inexplicablemente, no se da la voz
de alerta. El desembarco de la armada más potente jamás puesta en pie por el hombre
va a comenzar. ¿Por qué en Normandía? Es el lugar más lógico. El general Eisenhower,
jefe del Estado Mayor conjunto, necesita un puerto próximo a Inglaterra desde el que
puedan llegar el aprovisionamiento, los pertrechos, los refuerzos y las tropas de
refresco. Los preparativos han sido largos y minuciosos. Se hablaba de la invasión
desde hacía 4 años, pero faltaba por decidir el dónde y el cuándo. El general Patton,
siempre impaciente, era partidario del desembarco en el Paso de Calais, el camino más
corto hacia el corazón de Alemania. Pero en Normandía las defensas alemanas eran más
débiles.
La operación de desembarco en las playas de Normandía estaba prevista para el
verano de 1943. En Londres, en el Comité de los Jefes de Estado Mayor aliados, la
habían inscrito George Marshall y sirJohn Dill, allá por abril de 1942. Su nombre:
«Round-up». Pero no convenía precipitar los acontecimientos. Antes, por razones de
eficacia, prudencia y seguridad se hacía necesario liquidar a Rommel en el norte de
Africa y establecer una cabeza de puente en Sicilia. Después vendría el «inexpugnable
muro del Atlántico». Franklin D. Roosevelt lo anunció así: «El poder de Alemania tiene que
ser aniquilado en los campos de batalla de Europa». Pero no convenía retrasar demasiado la
operación de desembarco, entre otras razones porque a Churchill le interesaba cortar la
ruta de Europa central al ejército soviético y adelantarse a su llegada a Sofía, Bucarest,
Praga, Berlín o incluso Varsovia. El plan de la contraofensiva se cumplía dentro de las
previsiones: los aliados entraban en Nápoles y tomaban el camino de Roma. Para
entonces, Stalin amenazaba al corazón de Alemania. ¿Qué sería antes, Alemania o el
Pacífico? Alemania, la herzland (el corazón del territorio).
Lo esencial entonces era trazar el plan definitivo. La operación sería la «Overlord» y
el lugar elegido las costas normandas por la proximidad con Inglaterra y porque los
alemanes esperarían el asalto de la máquina de guerra aliada entre Amberes y El Havre.
Stalin recibió por fin la información que esperaba de sus aliados. El 2º frente se abriría
en torno al 1 de mayo de 1944. El general Eisenhower sería el comandante supremo de
las fuerzas aliadas en Europa. «Ike» contaba 54 años. Era el delfín de Marshall y había
demostrado preparación para el mando y capacidad diplomática. Su hoja de servicios
no era muy abultada, pero el general tenía otras virtudes como la generosidad de
espíritu, por ejemplo. Un historiador le ha definido como «un hombre de estado
militar», partidario más de convencer que de ordenar y mandar. Todo un éxito
personal, si tenemos en cuenta que Eisenhower era tan sólo teniente coronel en 1940.
Hasta entonces no había escuchado un solo tiro en un campo de batalla. Su primera
tarea consistió en acantonar hombres y material en el sur de Inglaterra; desde allí darían
el salto hacia las 5 playas de Normandía. La habilidad de «Ike» consistía en coordinar
las operaciones entre 2 pueblos «separados por el mismo idioma», como decía Bernard
Shaw. La orden que recibió Eisenhower de los jefes del Estado Mayor conjunto (Estados
Unidos y Gran Bretaña) fue ésta: «Penetrará usted en el continente europeo y, junto con
el resto de las fuerzas aliadas, llevará a cabo las operaciones, cuyo objetivo será la
marcha hacia el corazón de Alemania y la destrucción de sus fuerzas armadas». La
misión de «Ike» consistía en poner en pie de guerra a través de la «operación Bolero» a
2.876.439 hombres, 10.000 barcos de diverso tonelaje, 700 navios de guerra y 18.000
aviones de combate. Hacía dos años que Estados Unidos enviaba todos los meses
750.000 toneladas de material para abastecer a ese gigantesco ejército. Los muelles
estaban hasta los topes. El sur de Inglaterra era, más que un país, un arsenal; su mar, un
océano de barcos de guerra; las verdes colinas, un inmenso campamento de instrucción.
Cientos de miles de soldados hacían ejercicios gimnásticos y de tiro, recibían clases de
táctica y estrategia, saltaban parapetos, se arrastraban entre alambradas y aprendían a
desactivar minas.
Eisenhower escribió en su libro Cruzada en Europa: «Aquel poderoso ejército estaba
tenso como un resorte apretado, y esto es exactamente lo que era: un gran resorte
humano, tenso, a la espera de que llegase el momento de liberar su energía y saltar el
Canal de la Mancha, en el mayor ataque anfibio intentado hasta entonces». La
«operación Overlord» permitiría rodear Alemania desde el Este con el ataque de 5 o 6
millones de soldados rusos, y desde el Oeste con el envío de 30 millones de toneladas
de material. El escenario en el sur de Inglaterra fue descrito por el futuro Nobel John
Steinbeck en sus crónicas como corresponsal de guerra del New York Herald Tribuner.
«Los soldados en las dársenas están sentados sobre sus equipos. Los hombres, con sus
cascos puestos, parecen todos iguales y dan la sensación de hileras de hongos. Tienen
los rifles apoyados en las rodillas. No poseen identidad, ni personalidad siquiera. Son,
sencillamente, unidades de ese conjunto que es el ejército. Los números de sus cascos
son, más o menos, como los números de patente de los robots».
LA AVIACIÓN
En España, a comienzos de aquel mes de junio de 1944, las audiencias del jefe de
Estado, la Fiesta de la Banderita y las victorias sobre el maquis ocupaban las primeras
páginas de los diarios. En los vespertinos del día 6 se leía a toda página: «Ha
comenzado la invasión de Europa». Entre anuncios de «Colorete Rubor» o
«Electrociclos Orbea», se publicaban artículos sobre la inminente invasión. En el ABC de
Madrid, Luis de Azcárraga escribía el 3 de junio: «La hora H del día D, en que comienza
la batalla más gigantesca de la historia, acaso ha sonado ya. El final no es más que uno,
la decisión de la guerra en Europa». La renta nacional seguía muy por debajo de la del
año 1935. Sección Femenina, Cara al Sol y Valle de los Caídos. Volverán banderas
victoriosas… Tabaco de picadura, hambre, teatro de Benavente y cine de Cifesa y
Cesáreo González, Franco de cacería, Franco a bordo del Azor. Por el imperio hacia
Dios. Familia, sindicato y municipio. El piojo verde. «España —escribe Francisco
Umbral— olía a victoria y oficialismo. El Pascual Duarte de Cela huele a España negra y
derrota».
Dos días antes, el jueves 1 de junio, el Informaciones insertaba un artículo titulado
«En la colosal Muralla del Atlántico todo está previsto». Los periódicos daban cuenta de
la reaparición de Lola Flores junto a Manolo Caracol en el teatro Fuencarral. Se
celebraban festivales de ayuda a los comedores infantiles con la presencia de las
cámaras del NO-DO. El Sevilla C.F. se enfrentaba al Atlético de Aviación y los lectores
buscaban con avidez las listas de la Lotería Nacional. Se acababa de estrenar la película
Lecciones de buen amor, dirigida por Rafael Gil con argumento y diálogos de Jacinto
Benavente. Se escuchaban canciones de Concha Piquer y Celia Gámez, uno de cuyos
boys se llamaba José Manuel Lara, editor de este libro. La moral de la época impedía el
baile al estilo «agarrao». La censura: «El artículo de la 15, el titular, sólo a dos columnas,
no a cuatro».
Con el apoyo de una imagen sonriente de Robert Taylor y Vivien Leigh, una marca
de dentífrico se anunciaba así: «Dientes. ¡Conquista! ¿Qué sería de los artistas con los
dientes mal cuidados? Cuídese los suyos con Dentichlor». España contaba algo más de
26 millones de habitantes, todos ellos convertidos por obra y gracia del régimen en «la
espada y el brazo de Dios». Franco, Falange, el maquis, el estraperlo, el gasógeno
alimentado de leña y carbón, la mugre, la tuberculosis, arquitectura de Regiones
Devastadas, cartillas de racionamiento. Manolete, nitrato de Chile, Carmen Laforet (que
ganó el Premio Nadal con su novela Nada), el Athletic de Bilbao (que se proclama
campeón de Copa en Montjuic con goles de Zarra y Escudero), sale a la calle el primer
número de la revista ¡Hola!y el primer ejemplar de El Coyote, la historia del bandido
generoso; en la moda mandan las faldas cortas, los hombros altos y los talles marcados:
la época topolino. Cine de teléfonos blancos, penicilina de estraperlo y cócteles exóticos
en Chicote. Franco, que prometió el envío de «un millón de bayonetas para defender
Berlín», no tardará en retirar la foto de Hitler de la mesa de su despacho.
BUENA SUERTE
El martes 6 de junio, el locutor lee por radio la orden del día del comandante en jefe
Eisenhower:
«Soldados, marineros y aviadores de las fuerzas expedicionarias aliadas, os disponéis a participar en una gran
cruzada, cuyos preparativos nos han ocupado durante muchos meses. Las esperanzas y las oraciones de los
pueblos que en todo el mundo aman la libertad, os acompañan. Junto con nuestros valerosos aliados y
hermanos de armas de los otros frentes, conseguiréis la destrucción de la máquina de guerra alemana, la
eliminación de la tiranía nazi que pesa sobre los pueblos oprimidos de Europa y la seguridad para vosotros en
un mundo libre. Vuestra tarea no será fácil. El enemigo está bien adiestrado, perfectamente equipado y
endurecido por cien batallas. Combatirá y luchará ferozmente. Pero en este año de 1944 han pasado muchas
cosas desde los triunfos nazis de 1940 y 1941. La marea retrocede. Los hombres libres del mundo avanzan
juntos hacia la victoria. Tengo plena confianza en vuestro valor, vuestra devoción por el deber y vuestras dotes
combativas. Unicamente nos conformaremos con la victoria total».
DESASTRE
«GARBO»
La contribución del agente doble, el catalán Juan Pujol, «Garbo» para los aliados y
«Arabel» para los alemanes, fue decisiva en esas horas. «Garbo», que había nacido en
Barcelona en 1912, fue condecorado por los dos bandos. El servicio de inteligencia
británico, que le dio por muerto después de la guerra para protegerle hasta que un
historiador militar lo descubrió en 1981 en Venezuela, lo consideró «el mejor actor del
mundo».
Mientras los aliados preparaban el «Día D», el desembarco en Normandía, «Garbo»
proporcionaba a los nazis informes suministrados por su organización de veinticuatro
agentes. Tales agentes sólo existían en su imaginación. A través de una de las
supercherías más notables de todos los tiempos, los alemanes fueron inducidos a creer
que las tropas aliadas llevarían a cabo la invasión en la zona del paso de Calais. La
habilidad del espía español fue tal que, a pesar del desembarco aliado en Normandía, el
doble agente hizo creer al servicio alemán de inteligencia que se trataba de una
maniobra de diversión: el principal ataque —como dijo desde el principio— se
realizaría en Calais. Los alemanes creyeron a pies juntillas a Juan Pujol. Pocas horas
después de que llegasen a la costa las fuerzas acorazadas y de infantería del ejército
alemán, recibieron la orden de trasladarse desde el paso de Calais para servir de
vanguardia a un contraataque alemán en Normandía. No obstante, a las 7.30 horas del
10 de junio, al día siguiente del mensaje radiado por «Garbo», el mariscal de campo von
Rundstedt dio una contraorden. A finales de junio había más fuerzas alemanas en
Calais que en Normandía. Sin «Garbo» el «Día D» pudo haberse convertido en una
catástrofe. Así se lo reconocieron los aliados.
¿Y Adolf Hitler? Dormía, sedado, en su habitación de Berchtesgaden. Nadie, ni
siquiera el general Alfred Jodl, había osado despertarle para comunicar la noticia del
desembarco aliado. Sería una nueva y falsa alarma. Tampoco Hitler se lo reprochó a
nadie. Estaba ciegamente convencido de que las tropas aliadas no podrían permanecer
más de 9 horas en las playas francesas. Pensaba en una incursión menor como la
producida en el desastroso ensayo de Dieppe. La «operación Overlord» no sería de
envergadura ni definitiva. La reacción alemana, condicionada por los partes de mal
tiempo en el canal y por el engaño de Juan Pujol, fue tardía y débil. Rommel exclamó al
conocer la invasión: «Soy un idiota» y, entre la depresión y la confianza, se puso con un
día de retraso al frente de su Cuerpo de Ejércitos B. Lo mismo les ocurrió a la docena de
generales al mando de las zonas costeras, en la cama con sus amantes como Feuthinger,
o empeñados en maniobras militares menores. Las 2 divisiones panzer, que podrían
haber hecho frente a la invasión, sólo se desplazaban por órdenes directas de Hitler,
obsesionado en dividir a sus generales. Jodl creyó que la orden del estado de alerta la
había dado ya von Rundstedt y se cruzó de brazos. Lo mismo hizo von Rundstedt al
creer que Rommel se había adelantado. El general Bayerlein se mostraba nervioso,
confuso, débil. La reacción de Keitel y Rundstedt fue la siguiente:
—¿Qué se puede hacer? —preguntó Keitel.
—Detener la guerra, idiota —le contestó Rundstedt.
¡Banzai!
BATAN Y CORREGIDOR
Les tocaba el turno a Filipinas, la de las 7000 islas, a la Malasia del caucho y el estaño, a
Borneo, Sumatra, Java, Hong Kong y Singapur. La III Flota, mandada por el
vicealmirante Takahashi, y el Decimocuarto Ejército, al mando del teniente general
Homma, se aprestaban para el ataque. Enfrente tenían a Douglas MacArthur, el profeta,
el retador, el actor querido y execrado que desgranaba teorías grandiosas sobre el
porvenir del Pacífico mientras diseñaba una gorra a la altura de su vanidad inagotable.
Había pedido al presidente Manuel Quezón, el mestizo cascarrabias que decía tacos en
español (coño, puñetas, carajo), 10 años para poner a Filipinas a resguardo de todos los
peligros. Le faltó tiempo, en total seis años. El envío de refuerzos no resultaba fácil: 8000
kilómetros de mar separan a Manila de San Francisco. La línea de los Pacific Clippers
tardaba 4 días en llegar de California a la capital filipina. MacArthur contaba con un
regimiento de infantería, algunos carros y muy poca fuerza aérea. El «plan Naranja»
preveía que, en caso de guerra con Japón, una guarnición de diez mil hombres se haría
fuerte en el Peñón de Corregidor y en sus galerías subterráneas.
El general MacArthur no vio con buenos ojos esa retirada a Corregidor. Creía que,
con el apoyo de algunas superfortalezas volantes, su ejército filipino-norteamericano
podría resistir la invasión de Luzón, la isla capital. Salvo Mindanao y Panay, el resto
quedaba abandonado a su suerte. Los norteamericanos trasladaron sus bombarderos y
sus submarinos a Australia. El plan defensivo de MacArthur resultó un fracaso: el
desembarco japonés, el 21 de diciembre, dos semanas después del ataque a Pearl
Harbor, se hizo con precaución. El general Homma no era uno de esos militaristas que
creían que Australia y la India estaban a su alcance y que no tardarían en ocuparlas.
Homma era un declarado enemigo de la política expansionista japonesa de 1937, fecha
de la intervención en China.
Fue una frenética Navidad en Manila. La aviación japonesa destruyó el arsenal de
Cavite y la vieja ciudad española de Intramuros, el puerto. En medio de las
detonaciones y el humo, soldados y civiles se retiraron hacia la península de Batan y la
isla de Corregidor. En su silla de ruedas, el presidente Quezón protestó ante Roosevelt
por la falta de ayuda. También MacArthur se opuso a la teoría «Hitler first». (Hitler
primero), del presidente norteamericano. Las tropas de asalto del general Masaharu
Homma avanzaron sin resistencia sobre Manila, militarmente indefendible. Manuel
Quezón, tuberculoso y en silla de ruedas, el hombre que sobornara a MacArthur con
quinientos mil dólares, dejó colgado en el ayuntamiento de Manila un cartel que decía:
«Ciudad Abierta. No tiréis». Los japoneses abrieron fuego desde todos los ángulos y
arrasaron la ciudad colonial española. Según la ley del bushido, el código del honor
militar nipón, no debe haber piedad para con el vencido. En Manila, los supervivientes
de aquellos años de sangre nos contaron los excesos de las tropas japonesas: ejecuciones
en masa, torturas, humillaciones, pillajes, degollamientos, ataques a bayoneta contra
civiles indefensos. En la cultura japonesa no existe el sentido de culpa.
MacArthur continuó su repliegue hacia la península de Batan (40 kilómetros de
larga por 32 de ancha) que con su gigantesca forma de dedo apunta a la base naval de
Cavite, la isla de Corregidor y la bahía de Manila, en la que fue derrotada en 1898 la
Armada española. De una forma un tanto frívola, había quienes confiaban en que
Corregidor pudiera resistir con sus piezas de 12 pulgadas. Batan y Corregidor no
podrían aguantar el cañoneo constante, los bombardeos, el hostigamiento de las tropas
japonesas. El general Homma le envió a MacArthur una oferta de rendición: «Vuestro
prestigio y honor están a salvo. Para evitar un mayor derramamiento de sangre, os
aconsejamos que os rindáis». Los norteamericanos respondieron con fuego de artillería.
Las tropas japonesas entraron en la destruida Manila en la noche del 2 de enero de 1942.
Las provisiones dejaron de llegar a Batan. En el laberíntico sistema de túneles
horadados en Malinta, con hospitales, depósito de municiones, almacén y cuartel
general, creció la incertidumbre. Se habían comido iguanas, monos, carabaos,
serpientes, bayas y raíces. Los soldados entonaban la siguiente canción, recogida por
Louis Snyder:
Entre los depósitos de gasolina incendiados, los soldados del emperador entonaban
otra canción, el himno nacional:
¡CONDENADO BARCO!
El comandante naval era el vicealmirante Tom Phillips, más conocido por «Tom Pulga»
debido a su estatura, que le obligaba a subirse a una caja de jabón para que sus ojos
pudieran alcanzar la línea de la barandilla en el puente de mando. El 8 de diciembre se
celebró una reunión a bordo del Prince of Wales. Las noticias que llegaban del exterior no
podían ser más descorazonadoras: la flota de invasión japonesa fue descubierta en el
golfo de Siam y nadie había dado la señal de alerta. Bombardearon Singapur con todas
las luces encendidas porque nadie pudo encontrar al jefe de la defensa pasiva
encargado de las medidas de oscurecimiento. Ni el Repulse ni el Prince of Wales sufrieron
ningún rasguño.
El desembarco japonés en el istmo de Kra no les inquietó. Se encontraban aún a mil
kilómetros de Singapur. Malasia era la gran presa del botín japonés. El ataque a Malasia
había precedido cronológicamente al bombardeo de Pearl Harbor. Con el 38% del
caucho y el 58% de la producción de estaño, Malasia constituía, en palabras del
gobernador inglés, Shenton Tilomas, una «fábrica de dólares». Su defensa era, por lo
tanto, esencial. El comandante en jefe, Percival, el de los 2 dientes de liebre, reunió
unidades británicas, indias y nepalíes (gurkas). 100.000 hombres en total, una fuerza
considerable para una guerra tropical contra un enemigo que operaba a 5.000
kilómetros de sus bases. Percival cometió el error de dispersar a sus fuerzas, dejó cerca
de Singapur 2 brigadas tan indisciplinadas como su jefe, Gordon Bennet, de la Octava
División australiana. «Es un político vestido de general», escribió Kayinond Cartier, que
aspiraba a ocupar la plaza de su superior, el general Percival. El Gobierno australiano le
concedió permiso para rechazar toda orden que no se correspondiera con sus planes.
Al llegar al golfo de Siam, las tropas del emperador dividieron sus fuerzas: un
destacamento se dirigió a Kota Baru, otro hacia Patani y el tercero, el más importante,
hacia el puerto tailandés de Singora. La sorpresa fue total. Tan sólo se registró un tiro de
fusil: un policía defendió de esa única manera la neutralidad tailandesa. Un intérprete
japonés le disuadió con estas palabras: «No tiréis, somos el ejército japonés. Hemos
venido a libraros de los blancos». Al mando de los japoneses llegó un general llamado
Yainashita, predestinado a la cuerda del ahorcado. Los soldados japoneses se batieron el
cobre en la campaña de China. Los habían acostumbrado a la austeridad y a la
disciplina, conocían los peligros de la selva, fueron preparados a fondo en la escuela de
guerra tropical de Formosa. La jungla era su fuerte, su sólido apoyo, su elemento.
Debían moverse en ella como peces en el agua. El soldado blanco desconfiaba de la
selva: «Los occidentales son cobardes y afeminados, temen entrar en la jungla —decía el
manual de instrucciones del soldado japonés—, la consideran como impenetrable. Por
eso debemos aprovecharnos de ella para sorprenderlos».
Las lluvias torrenciales desarticularon las líneas británicas, arruinando su artillería y
rompiendo sus enlaces y comunicaciones. La «operación Matador» (así la bautizaron en
español) no servía ya para nada: los legionarios del Sol Naciente llegaban de todas
partes. A bordo del Prince of Wales los criterios diferían: el almirante Layton se mostraba
partidario de arriesgar los dos acorazados fuera del estrecho de Johore: un accidente del
Indomitable en un arrecife de coral de Jamaica les privó de la protección aérea; mientras,
Phillips quería penetrar en aguas turbulentas: el honor de la Royal Navy, afirmaba,
estaba en juego. No podía quedar inmóvil, protegido por las redes antitorpedo, cuando
los japoneses invadían Malasia. Su código del honor le iba a jugar una mala pasada, su
temperamento le pedía salir al encuentro de los convoyes japoneses y confiaba en las
defensas antiaéreas de sus dos navios y en el apoyo que le prometieron las escuadrillas
de tierra. El 8 de diciembre a las 17.35 horas, la Fuerza Z, escoltada por cuatro
destructores, se hizo a la mar.
La confianza reinaba a bordo. Los marinos de sir Tom Phillips se reían de los pilotos
japoneses. Eran tan cegatos, decían, que no podían ver por la noche. Un periodista
norteamericano de la radio NBC escuchó estas conversaciones con rabia mal contenida.
«Vosotros, los británicos —les acusó—, no podéis desprenderos de la vieja costumbre
de subestimar al enemigo. Lo hicisteis en Noruega, en Francia, en Creta y me temo que
lo vais a hacer también aquí». Los hombres del Repulse ardían en deseos de entrar en
fuego. Al menos los del Prince of Wales tuvieron el honor de tomar parte en el
hundimiento del acorazado alemán Bismarck.
Sir Tom Phillips cometió el error de adentrarse en aguas peligrosas sin mirar al cielo.
Estaba convencido de que podría destruir los transportes y las lanchas japonesas de
desembarco. Ni siquiera le asustaba el mensaje que recibió de tierra: «Imposible
asegurar protección aérea». Los 6 buques de guerra navegaban a veinticinco nudos
sobre la mar picada bajo la protección de las nubes. La suerte dejaría de acompañarles,
porque el cielo se abrió y la flota quedó al descubierto. ¿Perderían el factor sorpresa?
Poco antes de la puesta del sol, los serviolas de los dos acorazados escucharon ruido de
motores: eran aviones japoneses de reconocimiento. No tardaron en comunicar la
situación a sus bases de bombardeo. «Tom Pulga» se debatía entre la prudencia y la
temeridad. Aspiraba a tantas medallas, por lo menos, como el almirante Nelson. Eligió
la cautela, la media vuelta. Los marinos del Repulse se rebelaron. «Unlucky ship!»
(malhadado barco). Se retiró a su base sin disparar un solo tiro. Se encontraban a 150
millas marinas de Singapur. Tom Phillips dormía vestido con su uniforme en la cabina
de mando. Los submarinos japoneses los descubrieron a través de sus periscopios. El
teniente de navio Tanisaki disparó 5 torpedos sobre las siluetas del Repulse y el Prince of
Wales. Era noche cerrada. Los ingleses no sospechaban nada, ni siquiera habían visto las
estelas de los torpedos ni escuchado los mensajes de radio: Tanisaki comunicó a su
comandante en jefe que ninguno de sus 5 torpedos había dado en el blanco.
En su base aérea en Saigón, los pilotos del emperador llenaban sus depósitos de
carburante. Antes del alba despegaron diez aviones de reconocimiento y, a renglón
seguido, 34 bombarderos. Tan sólo debían dar media vuelta si llegaban a 2 grados
latitud norte, límite de su radio de acción. La escuadra de Tom Phillips se acercó a la
costa malaya, hacia el puerto de Kuantan, donde se había anunciado la presencia de
tropas japonesas. Era una falsa alarma: una manada de búfalos penetró en un campo de
minas. Eran las 10 de la mañana cuando uno de los destructores, el Tenedós, que se
dirigía hacia Singapur tras abandonar la labor de escolta, comunicó el ataque de nueve
aviones con la enseña del Sol Naciente en el fuselaje. Los japs demostraron su mala
puntería: no acertaron al destructor y tuvieron que volver a su base. Sin embargo, desde
su avión de reconocimiento, el teniente Mishima reconoció a la escuadra: «Es una
oportunidad de oro que sólo se presenta una vez cada mil años». Allí estaba la flor y
nata de la armada enemiga. Iba a olvidar el frío, el cansancio, el sueño y las ganas de
orinar para transmitir el mensaje por radio a toda velocidad: «Grandes navios enemigos
a la vista, cuatro grados latitud norte, 104 grados 55 minutos latitud oeste. Grandes
navios a la vista». Los artilleros del Prince of Wales confiaban en sus baterías antiaéreas,
sobre todo en las ametralladoras pesadas de fabricación norteamericana, a las que
llamaban «los pianos de Chicago», armas de cuatro tubos de cuarenta milímetros.
Las primeras bombas cayeron sobre el Repulse a las 11.15 horas. Eran los 9
bombarderos del teniente de navio Sadao Takai. Durante una hora y cuarto, los navios
de guerra británicos sufrieron un ataque lleno de contundencia y precisión. Los nueve
aviones torpederos lanzaron sus proyectiles sobre el Repulse. «Se vio de inmediato —
transmitió luego Cecil Brown a la CBS— que el Repulse estaba sentenciado a muerte. Los
altavoces anunciaron: “Prepárense a abandonar el barco. ¡Que Dios nos asista!”».
Parecía imposible que el crucero de batalla pudiera hundirse a las primeras de cambio.
Densas columnas de humo brotaban del puente, géiseres de agua surgían junto al
crucero. Llegaron más torpedos, sonaron las ametralladoras pesadas desde el aire.
Rodeado de cajas de munición vacías, un oficial se dirigió al corresponsal Cecil Brown
en la que sería su última confesión: «Valientes japoneses. Es un ataque tan hermoso que
nunca lo hubiera podido imaginar».
El teniente de navio Hariki Iki se abalanzó con sus aviones torpederos sobre el Prince
o/Wales. El capitán del Repulse llamó por radio al segundo navio: «¿Habéis sufrido algún
daño?». «Estamos fuera de control», respondieron al otro lado. El puente se había
hundido sobre los marineros del Repulse. El comandante ingeniero Harland escuchó
«una terrible explosión» sobre el Prince of Wales. El buque orgullo de la marina británica
se detuvo en su veloz andar, tocado el timón, y empezó a describir círculos, herido de
muerte. Nuevos torpedos le alcanzaron. A las 12.10, 3 nuevos torpedos dieron en el
blanco y el Repulse se fue a pique. El comandante dio la orden: «Marinos, al mar». Se
lanzaron al agua oleaginosa. Con la proa al cielo, el Repulse se hundió a las 12.33 horas.
El Prince of Wales navegaba a 8 nudos. La última orden de Tom Phillips a Singapur fue:
«Envíennos remolcadores». Había soñado con la gloria de Nelson y murió en el empeño
a la 1.20. Su navio zozobró frente a la costa malaya. El comandante Harland recordó los
últimos instantes antes de abandonarlo: «El silencio se hizo tras la palpitación de las
máquinas. Eso es lo que recuerdo, el silencio». De un solo y afortunado golpe, la
aviación japonesa acabó con la oposición naval en el Mar de la China y en el Océano
Indico. «En toda la guerra —se lamentó Churchill—, nunca recibí un golpe tan directo.
Japón reinaba como dueña en toda la extensión de las aguas. Nos habían dejado
debilitados y desnudos». Se ha dicho que los ingleses pierden todas las batallas menos
la última.
Al tumbarse de costado, la succión del Prince of Wales se llevó al almirante Phillips y
al capitán Leach que, de acuerdo con las normas, fueron los últimos en saltar por la
borda. En aquel día negro para la historia naval británica, tan sólo la suerte salvó a 2081
oficiales y marinos de los navios, aunque ninguno de los 2 hizo explosión. Los japoneses
perdieron sólo 4 aparatos. Magnánimos en la victoria, hicieron saber a los destructores
de escolta que podían recoger a los supervivientes. Los ingleses ya tenían su Pearl
Harbor. El 12 de diciembre, Winston Churchill zarpó en el Duke of York hacia Estados
Unidos, donde el presidente Roosevelt le esperaba con palabras de consuelo y promesas
de ayuda. La Conferencia Arcadia marcó la pauta para la victoria aliada y el comienzo
imaginativo de un mundo nuevo: allí se diseñó la primera estructura de las que luego
serían las Naciones Unidas.
Los japoneses se encontraban en el cénit de su ofensiva. Dejaban atrás un año
victorioso, el de la Serpiente, y se adentraban en el año del Caballo, lleno de buenos
auspicios. Habían desembarcado en Birmania y las Célebes y se acercaban a un
continente vasto y mal defendido: Australia. Singapur era el siguiente objetivo, la
ciudad alegre y confiada que vivía las delicias de Capua. Al atardecer, en los jardines de
sus casas, los hacendados del caucho y los hombres de negocios, junto a los oficiales
vestidos con sus uniformes inmaculados, bebían su acostumbrada copa de stengahs. Las
orquestas sonaban bajo los cocoteros. No cundía el pánico: Singapur era inexpugnable.
Los soldados del Mikado avanzaban a marchas forzadas. A las fuerzas inglesas tan sólo
les quedaba la fuga a través de la jungla. Al cruzar el puente de Singapur con la
península malaya lo volarían con dinamita para encerrarse en la más poderosa fortaleza
del mundo.
Ante la sorpresa de los malayos, los ingleses se retiraron. Parecían invencibles, los
dueños del mundo. El gran cazador blanco caía en el descrédito. Para los japoneses, el
año del Caballo es el de la «paz luminosa». El emperador lo definió como el de la «nube
sobre la montaña». Es atributo del tenno (emperador) asignar a cada año un nuevo lema.
Churchill hizo llegar al teniente general sir Arthur Ernest Percival su lema, un mensaje
de nuevo año: «La batalla debe continuar a cualquier costo. Los comandantes y los
oficiales deben morir al lado de sus tropas. El honor del imperio y del ejército británico
está enjuego». A las 8.30 del domingo 15 de febrero de 1942, la guarnición de Singapur
se rendía al general Yamashita, cuyo supuesto tesoro buscó infructuosamente
Ferdinand Marcos en algún lugar secreto de Filipinas.
La derrota de Singapur fue considerada como la pérdida más considerable de Gran
Bretaña desde la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Si Pearl Harbor fue «el
día de la infamia», el 15 de febrero de 1942 fue «the day of the tragedy» (el día de la
tragedia). Para los japoneses fue el día de la gloria. El general Yamashita es el vencedor
de Singapur; el general Homma, el de Batan y Corregidor. Ya tenía Japón a su alcance
los yacimientos de petróleo y las materias primas que le negaron Estados Unidos e
Inglaterra. El imperio del Sol Naciente no podía vivir sin el suministro de petróleo que
ahora obtendría en los yacimientos de Java, de Sumatra, de Borneo y de Birmania. El
código de honor japonés elevó el orgullo militar a la categoría de religión, de valor
espiritual. El guerrero era al mismo tiempo sacerdote. Al atacar Pearl Harbor, los
japoneses, humillados por el embargo a que les sometieron Gran Bretaña y Estados
Unidos —el 88% de los suministros de petróleo dependía de ellos—, aceptaban el reto
del destino. Ninguno de los soldados del emperador estaba dispuesto a la indignidad
de la rendición, pero sí al sacrificio por su nación. Se habían reservado el sable para el
sepuku ceremonial (haraquiri) y la última bala del fusil. John Masters escribió: «En
nuestros ejércitos, casi cada soldado japonés hubiera ganado la Medalla del Congreso y
la Cruz Victoria».
PRISIONERO DE GUERRA
Como tantas otras veces, la historia real nada tenía que ver con la ficción creada en
torno al famoso puente. En la novela, el comando británico no volaba el puente; en la
película, sí. La verdad, según nos contaron los ex prisioneros de guerra en
Kanchanaburi, fue muy otra. Sobre los campamentos en la jungla, sobre las orillas del
río, junto a los cementerios de guerra en los que reposan las víctimas del Gulag japonés,
se alzan ahora complejos hoteleros, campos de golf, discotecas y pistas de tenis. Los que
diseñan las campañas de publicidad necesitan algo nuevo, una excitante historia que
ofrecer a 5 millones de turistas que visitan todos los años el reino de Bumipol y Sirikit.
El drama es lo de menos, un punto de partida, una disculpa. Cualquier razón es buena
para escapar de una ciudad tan congestionada y tan ávida de dólares como Bangkok. El
humo de los tubos de escape ofusca los templos dorados, las túnicas de color azafrán de
los bonzos y los budas de esmeralda.
También la avalancha de coches, el ruido, los carteles de publicidad han llegado al
Kwai. Acodado en la barandilla de bambú de su casa, el inglés Trevor Deakin
contemplaba esa trepidación con una velada tristeza. Fue uno de los prisioneros de
guerra, sometido y torturado por las tropas de ocupación japonesas junto con otros
62.000 británicos, australianos, holandeses y norteamericanos cazados por el emperador
en la trampa de Singapur, y más de 100.000 coolies asiáticos. En su esfuerzo de guerra,
Japón necesitaba construir una línea de ferrocarril entre Tailandia y Birmania. Había
extendido sus tentáculos sobre Birmania, el país del jade, de la pagoda dorada de
Suedagon, de las leves campanillas colgadas de los templos budistas. También aquí los
británicos se batieron en retirada. Abandonaron la carretera de Birmania, de 1300
kilómetros, que aseguraba la comunicación con China. El general norteamericano
Joseph W. Stilwell, más conocido por «Joe Vinagre», jefe de los ejércitos chinos en
Birmania, se retiró con sus tropas hasta el Assam, en la India, en una de las hazañas de
la guerra. Fueron veintiún días de agotadora marcha a través de una jungla hostil.
Los japoneses ocuparon Birmania a mediados de mayo, salvo algunas pequeñas
bolsas de resistencia. El problema era el abastecimiento del generalísimo Chiang Kai
Chek en China, aislado al quedar cortada la carretera de Birmania. Fue entonces cuando
surgió, o mejor, resurgió, otra figura providencial en estos frentes: el aviador
norteamericano Claire L. Chennault, que recorrió Estados Unidos para reclutar
voluntarios. Se instaló en su cuartel general, doscientos cuarenta kilómetros al norte de
Rangún, la capital birmana, con sesenta pilotos veteranos. Eran los Tigres Voladores de
Chennault. Con ellos y con aviones de fortuna, los Tigres Voladores se enfrentaron con
éxito a los Zeros japoneses. Desde finales de 1941 hasta el verano de 1942, destruyeron
297 aviones japoneses, dejaron fuera de uso otros 300 y causaron 1.500 bajas en el
enemigo.
Para el alto mando japonés en la zona, era de vital importancia tender una línea
férrea entre Tailandia y Birmania. Los prisioneros de guerra serían los encargados de
desbrozar la selva. Así comenzó la ordalía para Trevor Deakin, que, a los 73 años,
cuando le conocí, celebraba el aniversario: «Se han cumplido 50 años —me dijo— y ya
ve, nuestro sufrimiento lo han convertido en hoteles de lujo, en souvenirs para turistas,
en un paraíso turístico. No me quejo, sé que es el signo de los tiempos, pero
comprenderá que me sienta burlado. Han tomado el pelo a los muertos, a 15.000 de los
nuestros, que cayeron bajo la bayoneta de los soldados japoneses, la malaria, el cólera,
el dengue, la pelagra, la desnutrición o la tortura».
Trevor, como un viejo elefante, incapaz de librarse de los fantasmas que lo
perseguían, había venido a morir en el Kwai. Durante años, después de su salida del
campo de concentración, sufrió pesadillas, insomnio, alteraciones nerviosas y malestar
general. Su esposa se separó de Trevor porque no podía aguantar sus decaimientos, sus
depresiones. La última y eficaz recomendación vino de su hijo: «Sólo escaparás de ese
infierno —le dijo— si vuelves al río Kwai, si te enfrentas a tus fantasmas». Fue lo que
Trevor hizo al cabo de tantos años.
La terapia funcionó. El ex viajante de Duffield visitaba los cementerios de guerra —
en uno de los cuales se reservó sitio—, escribía a los familiares de los caídos y reunía
recuerdos y testimonios. Desde su bungalow, no lejos del puente Kwai, veía discurrir las
aguas del río, del color del cacao, veía pasar el tren que llevaba a los turistas en tropel,
escuchaba la cacofonía del discurso de los guías y se lamentaba de la rapacidad de los
que pusieron el tinglado comercial en pie.
A los cincuenta años, japoneses y australianos, holandeses y norteamericanos, los
enemigos de ayer, se daban cita ritual a orillas del río Kwai. Nos paseaban en barca de
motor por el río, almorzábamos opíparamente en los elegantes salones de bambú, nos
ofrecían músicas y danzas tailandesas con bailarinas de dedos doblados. El Kwai era
una sociedad anónima. Nadie engañaba a nadie, pero, si nos atenemos a la conversación
de Trevor Deakin y otros compañeros mártires, habrá que imaginar el calado del
drama: murieron ciento dieciséis mil prisioneros de guerra entre occidentales y
asiáticos.
Para construir la línea férrea entre Tailandia y Birmania en tan ingrato escenario,
bajo un sol que doblegaba el ánimo y un monzón que lo convertía todo en un lodazal,
era necesario el afán de supervivencia, una fuerza física fuera de lo normal y una
capacidad sin límites para la esperanza. Muchos fueron los que se dejaron caer en el
desánimo, sucumbieron a la melancolía y a la enfermedad. Otros, guiados por el
instinto de conservación, resistieron años de penalidades en los campos de prisioneros
de Java, de Malasia y de Birmania. Trevor Deakin y sus compañeros de infortunio
desbrozaron la jungla, derribaron montañas de granito a golpe de martillo y cincel,
limpiaron los empinados caminos hacia la frontera birmana hasta que el «tren de la
muerte» pudo circular. «Ni siquiera nos sirvieron rancho doble», recordaba Trevor. Les
esperaban otras selvas, aeropuertos por construir, puentes que tender para los amos
japoneses.
Los turistas del emperador volvían ahora al lugar del crimen armados con una
cámara de vídeo. «La realidad, lo que vivimos aquí —recordaba Trevor—, no tiene nada
que ver con la película de David Lean. En la novela, el coronel Nicholson representa el
símbolo de la resistencia británica. Resiste estoicamente hasta que los japoneses aceptan
el cumplimiento de las leyes internacionales de guerra. Es entonces cuando se ponen a
construir el puente sobre el río Kwai. Los comandos británicos harán todo lo posible por
obstaculizar esa obra que obsesiona al coronel. O sea, el ideal humano del trabajo bien
hecho frente al patriotismo. Casi nada es verdad. La novela y el cine no tienen por qué
ajustarse a ella, pero este montaje, en el que hasta los cementerios de guerra se
transforman en cebo turístico, me revuelve el estómago. Si estos compañeros míos
levantaran la cabeza…». Trevor exorcizaba las pesadillas: deseaba morir al lado del
puente que ayudó a construir con sus manos.
No hubo asalto al puente, que ahora es de hierro, ni los que lo construyeron llegaron
a sentir ningún orgullo al levantarlo; sólo hubo crueldad, humillación, tiranía. Ni un
rasgo de compasión por parte de los japoneses. Trevor Deakin recorría con su amigo, el
holandés van Linden, los escenarios de su juventud perdida, el núcleo cerrado de
árboles, el sendero, el recodo en el camino, el terrible paso del Fuego del Infierno,
donde tuvieron que abrir a brazo y martillo un paso de dieciocho metros de ancho y
ciento diez de largo a través de la piedra granítica.
Deakin y van Linden se intercambiaban nostalgias. Van Linden fue hecho prisionero
en la isla de Java: «Yo estaba adscrito a la ABDA —me dijo—, la alianza americano-
británica y holandesa-australiana para defender la barrera malaya. Por tratar de
defender tanto, no se pudo defender nada. Para colmo de desgracias, ninguno de los
socios de la ABDA estaba de acuerdo con el otro. Cayeron 2 imperios, el británico y el
holandés de las Indias Orientales. Yo recuerdo con pavor aquellos días de la invasión de
Java: los bombarderos japoneses, el caos y la histeria de las columnas de refugiados que
no sabían a dónde ir, el sol apabullante, las lluvias, el hambre. De pronto, el colono
blanco se veía reducido al nivel de los coolies, de los esclavos. Yo me encontraba en
Bandung cuando entraron los japoneses sin encontrar resistencia. Los hospitales
aparecían repletos de heridos y empezaban a faltar los víveres, la gasolina, la luz y las
municiones. Los indonesios, los indígenas, nos habían jurado lealtad, pero yo veía con
estupor cómo recibían a los japoneses: como libertadores. Ese día comprendí muchas
cosas. La batalla del Mar de Java fue el último intento de rechazar la invasión. En 3 días,
los japoneses destrozaron la flota aliada de Doorman. El gobernador van Mook escapó a
Australia. A nosotros nos metieron en un barco de transporte y nos trajeron al campo de
concentración de Kanchanaburi, aquí en Tailandia».
La película del río Kwai se rodó en Sri Lanka. La reconstrucción del puente, que se
hizo sobre el río Kitani, costó 250.000 dólares. «Ni el orgullo de los japoneses —me dijo
Trevor— ni las reglas inglesas sobre el trabajo voluntario en favor del enemigo hubieran
hecho posible que ocurriera en la realidad lo que inventaron los guionistas. Nosotros lo
pasamos mucho peor que en el cine. Nos hacían trabajar 12 horas diarias a paso de
carga y a golpe de látigo. Nos veíamos obligados a retirar la vista de los compañeros
convertidos en esqueletos ambulantes, vestidos con harapos, castigados por el
paludismo y las diarreas. Yo tuve la suerte de no coger el cólera, pero todavía escucho
los alaridos de agonía, los últimos lamentos de los moribundos. Las raciones que nos
daban los japoneses eran misérrimas: una escudilla de arroz en la que flotaba algún
trozo perdido que no se sabía si era carne o pescado, agua turbia para beber y un
plátano al mes. A los más débiles los dejaban abandonados en la selva».
Se comían, disuelta en la sopa, la pasta de dientes enviada por la Cruz Roja. El 17 de
agosto de 1945, desde los aviones norteamericanos lanzaron una lluvia de octavillas
sobre la selva: «A todos los prisioneros de guerra aliados. Las tropas japonesas se han rendido
sin condiciones. La guerra ha terminado». Algunos guardianes se hicieron el haraquiri. «En
las octavillas —recordaba Trevor— nos aconsejaban que no comiéramos demasiado el
primer día, que el hartazgo era peligroso. Tomé mis precauciones porque no estaba
dispuesto a morir de un atracón el día que nos pusieran en libertad». Trevor Deakin
alejaba el rencor de sus pensamientos. En medio del gran carnaval, tan sólo deseaba
mantener vivo y limpio el recuerdo de los muertos, reducidos a cinta de vídeo y
exotismo tailandés al instante. Su tumba lo esperaba en el cementerio de Chung Kai.
Cuando le visité, Trevor redactaba el epitafio.
Capítulo doce
Bombardeo de Tokio
En pleno apogeo japonés llegó a Estados Unidos una noticia que se derramó como
bálsamo sobre las heridas: la fuerza aérea norteamericana bombardeaba Tokio. El
responsable de la hazaña se llamaba James Harold Doolittle; había dejado la fuerza
aérea en 1930 para volver 10 años después con el cargo de comandante y la misión de
transformar la industria automovilística en aeronáutica. En 1942, siendo coronel, fue
elegido para mandar una espectacular incursión aérea sobre Tokio. En el colmo de la
audacia, se trataba de despegar desde los portaaviones en los B25, bombardear la
capital japonesa y aterrizar, a ser posible, en las bases de China. El impacto militar del
raid fue limitado, pero sus consecuencias estratégicas y psicológicas llegaron lejos, ya
que fue un ataque directo al orgullo japonés. La marina del Sol Naciente no se perdonó
nunca aquella humillación, simbólica venganza de Pearl Harbor. Habían osado atacar la
capital imperial y a la persona del emperador y la afrenta no podía quedar así: en abril
1942, Japón buscó la revancha sobre la armada norteamericana en el Mar del Coral y en
las Midway, pero la fuerza aérea de la Armada Imperial recibió tal castigo que ya nunca
más se enfrentaría en términos de igualdad a su adversaria. Doolitde, hombre
extrovertido que intervino en el frente norteafricano y en el desembarco de Normandía,
fue recompensado con la Medalla de Honor del Congreso.
El ataque a la capital japonesa tuvo lugar poco después del mediodía, hora de Tokio,
del sábado 18 de abril de 1942. El entonces coronel recibió órdenes de no tocar el palacio
imperial. La idea le vino a la cabeza al ingeniero y piloto acrobático poco después del
ataque a Pearl Harbor. También el presidente Roosevelt deseaba propinar un
escarmiento a los orgullosos japoneses. Debían dejar caer unas cuantas bombas, su
tarjeta de visita, sobre la capital. La preparación del grupo de voluntarios se hizo con la
mayor discreción. Doolittle, el primer piloto que cruzó Estados Unidos en doce horas,
era sin duda el mejor jefe para aquella arriesgada misión. Después de varias semanas de
entrenamiento en California, seleccionó a sus hombres, los reunió en el desayuno y les
comunicó el plan de forma lapidaria: «Para los que no lo sepan o para los que estén
preguntándose cuál será nuestro objetivo, les diré que vamos a bombardear Japón». 13
aviones B25 y un bombardero de tipo medio, de poco consumo de carburante y de
velocidad más que aceptable, lanzarían sus 4 bombas de 500 kilos sobre Tokio, mientras
que otros 3 aparatos se encargarían de lanzarlas sobre Nagoya, Osaka y Kobe. «El
portaaviones de la armada nos acercará lo más posible al objetivo. Que levanten la
mano los tripulantes que no deseen tomar parte en la operación». Nadie levantó la
mano.
El portaaviones se hizo a la mar escoltado por el Enterprise, cuatro destructores y un
buque cisterna. La confianza de los tripulantes en el secreto de su misión se vio rota
cuando la radio oficial japonesa se hizo sarcástico eco de una noticia difundida por la
agencia británica Reuter. «Dicen que 3 bombarderos norteamericanos han descargado
sus bombas sobre Tokio. Es una historia de risa. En lugar de preocuparse por tan
estúpidos rumores, los japoneses gozan del bello sol de la primavera y de la fragancia
de los almendros en flor». Como respuesta, Doolittle colocó medallas japonesas en las
bombas con la etiqueta: «No quiero incendiar el mundo, sólo Tokio».
En esa misma radio, la «Rosa de Tokio», la locutora traidora, anunció que colgarían
al general MacArthur frente a la puerta de entrada del palacio del emperador.
A bordo del Hornet, el comandante John Ford, director de cine, filmó el despegue de
los B25. También los japoneses, como los marines en Pearl Harbor, eran capaces de bajar
la guardia, de confiar en sus fuerzas y en la distancia que les separaba de los
portaaviones enemigos. A las 12.30 del mediodía, el coronel Doolittle se encontraba
sobre el objetivo para lanzar la primera bomba. Lo mismo hizo el resto de la escuadrilla.
No hubo oposición de los cazas japoneses ni de las baterías antiaéreas. Ni un solo avión
fue alcanzado. Los habitantes de Tokio creyeron que se trataba de un simulacro aéreo.
El almirante Ugaki fue incapaz de descubrir la flota enemiga y esa misma tarde, como
recoge John Toland en The rising sun, escribió en su diario: «Debemos revisar nuestras
medidas de defensa contra los ataques enemigos y comprobar los tipos, los números y
marcas de los aviones. Hoy la victoria ha sido suya». Tres aviones se estrellaron en
aterrizajes forzosos, 8 pilotos, que se habían lanzado en paracaídas, fueron hechos
prisioneros por los japoneses y llevados a Tokio para ser juzgados. Tres de ellos fueron
ejecutados y un cuarto murió en cautividad. Ante la intriga de los japoneses, el
presidente Roosevelt informó que los aviones habían partido de Shagri-La, el reino de
ficción creado por el novelista James Hilton en Horizontes perdidos. La radio japonesa lo
tomó en serio. El oficial que mandaba las fuerzas antiaéreas se hizo el haraquiri. La
tripulación de Doolittle aterrizó en China, desde donde logró alcanzar las líneas del
aliado Chiang Kai Chek. Los resultados del bombardeo fueron modestos, pero el
impacto psicológico resultó enorme. Los Angeles Times tituló a toda página con un juego
de palabras: «Doolittle do it». (Doolittle lo ha conseguido). Esa era la música que deseaba
escuchar la opinión pública norteamericana. El coronel ascendió a general, a
comandante en jefe de la Decimoquinta Fuerza Aérea (1943) y luego de la Octava
Fuerza Aérea (1944).
Japón respondió con el envío de una flota invasora en dirección hacia Nueva Guinea
y Australia a través del archipiélago de las Salomón. El almirante Nimitz, sucesor de
Kimmel, concentró sus efectivos para cortar el paso del enemigo. Las dos fuerzas
navales se enfrentaron en el Mar del Coral el 8 de mayo. Se trató del primer duelo en la
mar entre 2 fuerzas aeronavales sin que los buques dispararan un solo cañonazo. Puede
decirse que norteamericanos y japoneses hicieron tablas. El novelista James Jones se
encontraba tomando unas copas en la taberna del viejo Waikiki en Honolulú. «Me
enteré de la batalla del Mar del Coral por un marinero borracho —escribió en WWII—.
Yo creo que desde el punto de vista táctico, fue una victoria japonesa, y desde el punto
de vista estratégico, una victoria norteamericana». Los aviones de Nimitz hundieron 7
buques de guerra japoneses, entre ellos el portaaviones Ryukyu. El almirante Nagumo
tampoco se fue de vacío: el poderoso portaaviones Lexington, un destructor y un buque
cisterna se fueron a pique.
LAS MIDWAY
El aspecto decisivo de la batalla del Mar del Coral fue que la flota japonesa se retiró a
toda máquina sin poder poner pie en Port Moresby. Era su primer repliegue en la
guerra. En cuanto a Estados Unidos, acababa de hundir su primer gran barco nipón. Los
dos grandes portaaviones Shokaku y Zuikáku debieron entrar en dique seco para ser
reparados y su ausencia se dejó notar en la gran batalla que se preparaba en el Pacífico
septentrional y que cambiaría el signo de la guerra. El alto mando japonés, irritado por
la incursión del coronel Doolittle, se reunió en el Cuartel General Naval en la capital
japonesa. Los ojerosos y desmejorados rostros de los jefes delataban la rabia y la
indignación. Discutían en torno a la mesa del mapa de operaciones del Pacífico sin
saber bien cómo llevar a cabo el desquite cuando una mano a la que le faltaban dos
dedos señaló en un punto del mapa. Se volvieron y miraron de nuevo en el mapa. Era el
almirante Isoruku Yamamoto, que apuntaba hacia un remoto atolón situado a 2250
millas al este. «Midway», exclamaron los jefes de la marina.
Sí, Midway era el lugar elegido, una cadena de islas, una barrera de coral y arena,
posesión de Estados Unidos, situada a poco más de mil millas de Pearl Harbor. Hasta
entonces, Japón había perdido tan sólo cinco mil hombres a lo largo del blitzkrieg, la
guerra relámpago asiática. Un precio muy barato en un período muy corto, 3 meses:
desde el bombardeo de Pearl Harbor el 7 de diciembre hasta la capitulación de Java el 7
de marzo.
El almirante Yamamoto veía varias ventajas en el proyectado ataque contra Midway.
En primer lugar, se desmantelaba una base ofensiva de los estadounidenses; en 2º lugar,
serviría de rampa de lanzamiento para el asalto japonés a Hawai, y por añadidura,
atraería a la flota norteamericana. Pero el Estado Mayor no las tenía todas consigo, hasta
que la operación de Doolittle, pilotando el Ruptured Duck, les decidió a dar el paso. El
plan de Yamamoto consistía en navegar hasta las Aleutianas con la más poderosa
fuerza naval que podía reunir Japón. El propio Yamamoto se puso al frente de la
armada e izó su pabellón en el Yamato, un coloso de los mares de 63.000 toneladas. El
acorazado estaba artillado con cañones de 18 pulgadas (460 mm). Sus 2 objetivos: la
ocupación de las 3 islas del atolón de las Aleutianas y el atolón de Midway. Nadie sabe
aún por qué Yamamoto dirigió la Quinta Flota hacia las Aleutianas, unas islas sin
ningún valor económico y estratégico sumidas en la bruma helada; tal vez, para usarlas
de futuro trampolín para la conquista de Estados Unidos. Pero Alaska quedaba a 3000
kilómetros del archipiélago y esa división de las fuerzas resultaba incomprensible: la
concentración de los esfuerzos es la esencia del arte militar.
Desde el mes de diciembre, los norteamericanos procedieron a fortificar Midway. Lo
hicieron en un medio hostil, bajo un clima insano, en un territorio en el que el agua
escaseaba, sacudido por el viento del mar, el ruido de los pájaros y el polvo coralífero. A
pesar del clima que enervaba a los soldados, los marines, los aviadores, los zapadores
trabajaron bien. Midway, dicen, es el Gibraltar del Pacífico con sus cinturones minados,
sus alambradas y sus lanzallamas (como han mostrado las películas, los
norteamericanos hicieron un uso muy amplio de ellos). Los obstáculos se adentraban en
el mar.
Para la armada nipona, la ruta hacia Midway fue más o menos como la que le
condujo a Pearl Harbor: una mar violenta, nubes bajas, viento fuerte y niebla. Pero no
era el estado del mar, la bruma, el principal enemigo de Yamamoto, que navegaba al
frente de su formidable escuadra. La clave de esta batalla pertenece al arte del espionaje:
Estados Unidos logró descifrar el código de transmisiones japonés. No sólo sabían que
la armada había zarpado, sino que conocían su destino. Después de una visita de
inspección a la isla, el almirante Nimitz, cuyos cabellos se han vuelto blancos como la
nieve después de Pearl Harbor, felicitó al capitán de fragata Simard por su buen trabajo.
De regreso a las Hawai le envió una nota: «Atención, el ataque se producirá el 4 de
junio». Simard se hizo de cruces. ¿Cómo lo sabía Nimitz?
Al frente de la armada marchaba el almirante Nagumo con 4 portaaviones (el Akagi,
el Kaga, el Soryu y el Hiryü), 250 aviones, 2 acorazados, 2 grandes cruceros y 12
destructores. Las tropas de asalto y desembarco viajaban en 2 grandes buques y otros 38
transportes bajo el mando del vicealmirante Kondo. Detrás, majestuoso señor del mar,
iba el Yamato con su escolta de 7 cruceros y 17 destructores, entre otros navios. En total,
más de 200 buques de guerra. La fuerza naval norteamericana era muy inferior: como
máximo, 2 acorazados, 3 portaaviones, 9 cruceros y una treintena de destructores. El
almirante Nimitz despachó en cabeza al almirante Raymond A. Spruance con su Grupo
de Combate 16 embarcado en 2 portaaviones, el Enterprise y el Hornet, 6 cruceros y 9
destructores. La segunda fuerza, la 17, navegaba a bordo del Yorktown, 2 cruceros y 5
destructores al mando del almirante Frank J. Fletcher. El punto de encuentro entre los 2
grupos de combate se llamó Point Luck (el Punto de la Suerte), al nordeste de Midway,
pero ninguna suerte era mejor que haber descifrado los códigos secretos japoneses, lo
que no sospechaba Yamamoto. Metido en zona de densa niebla, Nagumo estudió 2
opciones: machacar por completo el atolón para efectuar el desembarco o enviar la flota
norteamericana al fondo del mar. Si ésta se encontraba cerca sería la opción elegida. El
jefe de operaciones, capitán de navio Oishi, creía que la flota norteamericana estaba en
Pearl Harbor, a 1100 millas. «Creo —dijo el almirante Nagumo— que debemos
atenernos a los planes y neutralizar Midway, siempre que no topemos con los buques
enemigos». Oishi estuvo de acuerdo y, como por arte de magia, se alejaron las nubes, la
bruma y la niebla. El tiempo mejoró. Perfecto. A las 2.45 de la mañana del 5 de junio, los
altavoces sacaron de la cama a los pilotos. A las 4.30, Nagumo dio la orden de
despegue: los aviones permanecieron en el aire 15 minutos para tomar la dirección de
Midway, a 240 millas. Mientras tanto, los hidroaviones de reconocimiento peinaban la
zona para explorar cualquier pista de los barcos norteamericanos: «No tendremos la
suerte de encontrarlos por estas aguas», pensó el capitán Oishi. Para el Estado Mayor de
Estados Unidos, Midway era un portaaviones imposible de hundir. Habían reunido allí
una fuerza aérea de 121 aparatos de todas clases. La base se encontraba en alerta
máxima desde las 03.00 horas. Un avión Catalina descubrió el convoy japonés. El
almirante Nimitz tenía razón: sería el 4 de junio. A las 5.42 horas la estación de radar de
la isla confirmó: «Muchos aviones, 89 millas, 320 grados».
La batalla, desigual, se entabló en el cielo. La aviación japonesa destrozó a los
Buffalos y a los Wildcats norteamericanos: los Zeros eran más rápidos y manejables. Los
2 islotes desaparecieron entre las llamas y el humo, pero los daños fueron mínimos. El
jefe de la fuerza aérea que atacó Midway, el teniente de navio Tomonaga, repitió la
orden: «Segundo ataque…». Eran las 7.10 cuando los bombarderos norteamericanos se
acercaron a los buques japoneses. El primer ataque de los aviones torpederos resultó un
fracaso. La defensa antiaérea del almirante Nagumo era cerrada y eficaz. Desde la
carlinga de uno de los TBD Devastator tocado por el fuego japonés, un joven piloto
pronunció por el micrófono sus últimas palabras: «Mamá, si me vieses…». El primer
asalto lo ganaron los pilotos del Mikado. El segundo fue un diluvio de fuego sobre los
buques japoneses, que navegaban en zigzag. Los aviones torpederos del Hornet, del
Yorktown y del Enterprise, seguidos de los bombarderos en picado, se lanzaron en
tromba sobre portaaviones, acorazados y cruceros. Los japs no pudieron reaccionar y
Nagumo perdió todos sus aviones desplegados en cubierta. Desde arriba, los pilotos
norteamericanos que habían despegado de los portaaviones contemplaban el desastre:
los buques incendiados, las explosiones de las santabárbaras, las cubiertas de vuelo
destruidas. El chasco de Nagumo y de su jefe superior fue mayúsculo. ¿Cómo habían
aparecido en escena tres portaaviones?
LAS LÁGRIMAS DE UN ALMIRANTE
GUADALCANAL
Quedaban otras sangrientas batallas por librar, por ejemplo, la de Guadalcanal, isla que
constituía un punto estratégico vital en el sudoeste. Los japoneses habían salido
escaldados del centro del Pacífico, demasiado cerca de la fortaleza de Pearl Harbor. En
cuanto a Nimitz y MacArthur, nombrado jefe de las fuerzas del sur desde su base en
Australia, necesitaban apretar la tuerca, proceder al contraataque. Guadalcanal fue el
punto elegido. Las Salomón las descubrió un joven español, Alvaro de Mendaña, que
partiendo del Perú en 1576 buscaba minas de oro, las minas del rey Salomón. Allí no
había oro, sino tan sólo unas islas estériles pobladas por ruidosos pajarracos. Esta vez
Tokio adivinó las intenciones de los norteamericanos y reforzó Tulagi y la gran isla
vecina de Guadalcanal, de 145 kilómetros de largo y cuarenta de ancho. El almirante
Nimitz puso a Robert Ghormley al frente de la operación.
El 7 de agosto, después de la preparación artillera y la acción de los bombarderos,
once mil marines pusieron el pie en las playas de Guadalcanal, «el Verdún del Pacífico».
Los obreros japoneses que trabajaban en la isla la abandonaron a toda prisa. En Tulagi
ofrecieron mayor resistencia, pero 6000 marines la ocuparon sin apenas dificultad. Los
japoneses creyeron que resultaría una tarea sencilla desalojar a los marines, mientras
que los norteamericanos nunca pensaron que sus enemigos acumularían fuerzas tan
considerables para su reconquista. La idea de los jefes norteamericanos era la de ocupar,
una tras otra, las islas más importantes. La defensa que los soldados del emperador
hicieron en algunas de ellas fue encarnizada.
El 9 de agosto le tocó el turno a la armada japonesa. Cruceros y destructores
atacaron a las fuerzas norteamericanas de Guadalcanal. Hundieron 4 cruceros pesados
que estaban prácticamente anclados a lo largo de la isla Savo, y cuando debían haber
dado cuenta de los buques de transporte de tropas, que esperaban desembarcar en la
isla, los japoneses tocaron retreta para recuperar fuerzas. Así empezó la batalla de los
seis meses. Los marines conocieron muy pronto la capacidad de adaptación de los
soldados del emperador sobre aquel terreno húmedo, caluroso y malsano. Se fundían y
confundían con la jungla: los «pacos» disparaban desde posiciones inverosímiles,
escondidos en la maleza y colgados de los árboles. Al enemigo humano había que
añadir el adversario de la naturaleza: boas, mosquitos portadores de la malaria, ratas…
El japonés era un enemigo elusivo y los marines se vieron obligados a ir por él. Cada
vez desembarcaban más hombres: su objetivo no era otro que el aeropuerto de
Guadalcanal.
Los japoneses atacaban y los marines repelían el ataque. Se llegaron a disputar seis
encuentros navales. El apoyo aéreo norteamericano era muy inferior al japonés. A
mediados de octubre, la aviación imperial atacó con éxito el aeródromo Henderson:
destruyó 42 de los 90 aparatos que había. El día 24, el mando japonés lanzó una dura
ofensiva por tierra con todos sus efectivos en juego. Los marines se hallaban bien
colocados sobre el terreno, en posición favorable: su artillería causó estragos en las filas
enemigas, que dejaron 2000 cadáveres sobre la playa y la jungla. Los marines
extendieron su perímetro. Los hombres del Sol Naciente, herido su orgullo, no se daban
por vencidos. El Tokyo Express, un convoy naval rápido formado por destructores y al
mando del agresivo Tanaka, uno de los mejores almirantes del emperador,
desembarcaba tropas por la noche, la hora japonesa. Poco a poco, la fuerza naval de
Nimitz se impuso sobre la nipona, que al comenzar la batalla era muy superior.
Llegaron doscientos aviones más. Fue una lucha para comprobar cuál de los dos ponía
más medios y más fuerzas sobre el terreno. En ese aspecto ganó Estados Unidos. Para el
7 de enero de 1943, Nimitz había desembarcado 50.000 soldados en Guadalcanal. El
clima, las enfermedades, el paludismo y la escasa alimentación hicieron mella en los
guerreros japoneses: perdieron 25.000 hombres, nueve mil de ellos por enfermedad, y
seiscientos aviones en Guadalcanal. Muy a su pesar, dieron la orden de retirada. Los
marines perdieron 1592 hombres en las batallas terrestres.
Stalingrado, El Alamein, Guadalcanal: las tres batallas tuvieron un punto de
inflexión en torno al mismo mes de noviembre del mismo año, 1942. Las tres fueron
decisivas.
OBJETIVO, BIRMANIA
El mundo miraba con preocupación lo que ocurría en el norte de Africa, en Italia, en las
acciones de los grandes océanos, el Atlántico y el Pacífico, y olvidaba la guerra de la
jungla. Compañías, batallones y regimientos se disolvieron en la selva birmana que, en
muchos sentidos, acogió a la peor guerra de todas. El enemigo japonés se hizo un
experto en este tipo de enfrentamientos. Vestía uniforme ligero, botas de caucho, se
movía con sigilo, llevaba consigo una botella de agua, una bola de arroz y unos trozos
de pescado seco. Sus armas eran automáticas, adecuadas a los choques en la selva, lo
mismo que las granadas, metralletas ligeras y morteros. Nunca utilizaba las carreteras si
sabía que estaban ocupadas, elegía los senderos menos frecuentados de la selva, abría
nuevos caminos que tan sólo él conocía. En cambio, los soldados británicos y sus
aliados, a los que no les quedó otro remedio que aprender de los primeros errores de
una guerra cuyos secretos desconocían, debían mantener abiertas las principales rutas.
Los japoneses pasaron al lado y les tendieron una emboscada detrás de otra. Los
blindados no servían allí. La única guerra que podían librar era la que planteaba el
enemigo. La verdad es que a los británicos les costó aprender y adaptarse. Rangún, la
capital de Birmania, aguantó el bombardeo durante semanas. Lo hizo a pie firme.
Cuando entraron las tropas japonesas, la capital, una de las joyas de Asia, aparecía en
estado ruinoso, saqueada, destruida por los bombardeos, poblada de dacoits (bandidos),
leprosos, criminales y lunáticos a los que dieron suelta con la evacuación. El general
Slim se replegó a la India tras una marcha de cerca de mil kilómetros entre los montes y
la selva. Era una tropa mal alimentada y mal armada, castigada por el monzón, las
fiebres malignas y las llagas. Por lo menos habían evitado la catástrofe.
En la India, el Partido del Congreso, que dirigía el Pandit Nehru, protegido del
Mahatma Gandhi, llevaba años de lucha contra los colonizadores británicos. Había
surgido mientras tanto un extremista llamado Subas Chandra Bose que organizó un
movimiento clandestino a favor de los japoneses: él sí creía que el Ejército Imperial iba
en plan libertador. Bose llegó a ser muy popular en determinadas zonas de la India, que
preferían la «Esfera de la Prosperidad Común» que les ofrecía Japón al dominio
británico.
He visto retratos de Bose en casas de Calcuta, de Madrás y de las islas Andaman.
Tres son los personajes, cuatro si incluimos al general Slim, que llamaron la atención en
esta guerra olvidada de Birmania: el ya citado Stilwell «Joe Vinagre», Chennault,
aviador de los Tigres Voladores, y el brigadier Wingate. La corriente no pasó entre
Chennault y Stilwell; uno era aviador y el otro de infantería, tan terco este último que se
negó a tomar el avión para la retirada. Stilwell era una leyenda en vida; amigo de los
chinos, a quienes defendía a capa y espada, hablaba su idioma, era tenaz y poco
diplomático. Slim lo definió así: «Los norteamericanos le temían. Era muy valiente. No
era un gran soldado en el sentido más estricto, pero sí un líder sobre el terreno; nadie
hubiera sido capaz de sacarles tanto partido a los chinos».
Joseph Stilwell no se anduvo con rodeos. Cuando salió de la jungla tras la increíble
retirada, exclamó: «Vaya paliza que nos han dado los japoneses. Nos han echado de
Birmania y eso escuece mucho. Es una humillación. Creo que debemos estudiar por qué
nos han vencido, para volver y echarles nosotros a ellos». Iba a contar con la ayuda de
otro singular personaje que sirvió en Palestina, Charles Wingate. Los sionistas le
adoraban hasta el punto de pensar en él como comandante en jefe de un futuro ejército
israelí. Combatió en Abisinia contra los italianos al frente de fuerzas irregulares. Era un
hombre original, puritano, disciplinado y díscolo. Para marzo de 1943, Charles Wingate
había formado unidades selectivas de británicos, indios y gurkas. Los llamó «chindits»
(león en birmano) y los empujó hacia los japoneses, detrás de las líneas enemigas, en la
zona del alto Irawadi. Sus 8 columnas de chindits volaron puentes, destruyeron
depósitos de municiones y aeropuertos y obligaron a los japoneses a moverse sin
tregua. Recibieron suministros desde el aire y combatieron como el enemigo, se
ocultaron como él en la selva y le presentaron el mismo tipo de batalla. Después de 3
meses, volvieron dos mil ciento ochenta y dos de los tres mil que salieron, y, de ellos,
tan sólo seiscientos se hallaban en condiciones de volver a luchar, tal era su ruinoso
estado físico como consecuencia de las privaciones.
Las acciones de los chindits no fueron espectaculares.Cuando regresaron a sus bases
y se cuadraron ante su jefe, Wingate, estaban macilentos, esqueléticos, con la huella de
la enfermedad y la fiebre en sus ojos; pero habían demostrado algo: los japoneses
podían ser vencidos en la jungla. El brigadier Wingate era el hombre que buscaba
Churchill: poco ortodoxo, ascético y lleno de iniciativa. «Este hombre —dijo el primer
ministro— es un genio. Creo que debe conducir al ejército en su batalla contra los
japoneses en Birmania. Después de la ineficacia y la laxitud que han caracterizado las
operaciones en el frente birmano, los resultados obtenidos están ahí. Hombres como
éste no deben ver su carrera obstruida por el escalafón». A pesar de todo, era el general
Slim el que continuaba en el mando. A los chindits de Wingate se incorporaron los de la
Unidad 5.307, más conocidos como «los merodeadores de Merrill». Eran 3.000
voluntarios, seleccionados con cuidado entre casi todas las unidades del ejército
estadounidense. En la primavera de 1944, los chinos de Stilwell estaban preparados
para atacar Mitykina, como preludio de la reconquista de Birmania. Los «merodeadores
de Merrill» cayeron sobre los japoneses como el halcón sobre su presa. Tenían enfrente
a la 18 División, una de las mejores del Ejército Imperial. Desgastados por el clima y la
falta de víveres, quedaron muy pocos «merodeadores» vivos para contarlo, pero su
sacrificio permitió a Stilwell reabrir la ruta de Birmania con China, la lúgubre y
laberíntica carretera de Ledo.
SIN CUARTEL
Los británicos marcharon con dos divisiones a lo largo de la costa hasta Arakan. La
lucha fue aquí salvaje y desesperada, sin cuartel. Los japoneses los cercaron hasta el
punto que los ingleses se vieron obligados a pedir refuerzos, armas, municiones y
abastecimiento desde el aire. Un sargento británico describió las características del
soldado japonés: «Su artillería y sus morteros eran de primera clase, el fusil lo
disparaban mal, pero eran fanáticos y decididos. Un incidente me impresionó mucho.
En la carga a la bayoneta, uno de nuestros oficiales pasó al lado de un japonés herido
sin rematarle. El herido le disparó por la espalda y lo mató de inmediato. El japonés
herido fue rematado por el ayudante del oficial, que a su vez resultó muerto por otro
herido o moribundo. La moraleja corrió entre nosotros: nunca dejes atrás a un japonés
herido».
Las fuerzas del Ejército Imperial en el frente birmano pasaron de 5 a 8 divisiones. Se
temía una ofensiva sobre Imphal, la puerta de la India. Churchill contaba con un amigo
suyo para poner orden en las filas británicas, lord Luis Mountbatten, pero ni siquiera
este comandante supremo para el sureste de Asia podría en primera instancia con la
fuerza bruta japonesa, que el 8 de marzo desencadenó un ataque sobre Imphal desde
varias direcciones. En una aldea de 4 chozas y de hileras de rododendros, el Regimiento
Real del West Kent, un batallón de gurkas y otro del Regimiento de Assam se cubrieron
de gloria ante el asalto de toda una división. Poco a poco se redujo el perímetro.
Después de 15 días de rabiosa batalla los empujaron a una colina. La guarnición de
Kohima hizo cuatro mil bajas entre los asaltantes japoneses. Tras ser rescatados dejaron
esta inscripción entre sus muertos:
De los 80.000 japoneses que atacaron Imphal a sable y granada, 50.000 estaban
muertos y el resto, desperdigados. A finales de junio, el almirante Mountbatten podía
afirmar con seguridad: «La carrera japonesa hacia la India ha terminado. Nos espera la
primera gran victoria de Gran Bretaña en Birmania». Para entonces, el brigadier
Wingate había desaparecido (marzo de 1944) entre los restos de un avión incendiado en
plena jungla. «Con él se ha extinguido una llama brillante», dijo Churchill.
El Decimocuarto Ejército del general Slim logró el triunfo a un alto costo. En la
primera mitad de 1944 perdió 40.000 hombres. Otros 237 cayeron enfermos. No hubo
banderas ni gaitas escocesas para ellos. Tan sólo la voz de su comandante: «Estos son
los hombres que convirtieron la derrota en victoria». Fue una guerra digna de Kipling.
He visitado el cementerio cerca de Rangún: 27.000 soldados británicos y aliados
descansan allí. De los 4200 soldados que emprendieron la retirada desde Birmania hacia
la India con los japoneses en los talones, 3.000 quedaron en el camino. Las tropas de
Stilwell entraron en Rangún el 3 de mayo de 1945. El cine se ocupó también, a su estilo,
de esta batalla con la película Objetivo, Birmania, protagonizada por un Errol Flynn con
la barba crecida y el barboquejo suelto. Para entonces, «Joe Vinagre» había sido
relevado del mando por sus diferencias con el generalísimo Chiang Kai Chek.
El premio Nobel Kipling escribió sobre Mandalay, la ciudad dorada:
El viento en las palmeras
y las campanillas del templo dicen
vuelve, soldado inglés;vuelve a Mandalay.
He subido los 1729 peldaños que conducen a la colina de Mandalay. El guía Ko Soe
me llevó hasta allí. Los astrólogos, los palmistas, los monjes budistas, mujeres que
fumaban grandes cigarros verdes, todos confluían en Mandalay Hill. Los británicos y
los indios sufrieron allí cuantiosas bajas en marzo de 1945. Quedan como recuerdo las
insignias de los regimientos.
La guerra del Pacífico no había terminado. Japón dominaba desde las Aleutianas hasta
las Salomón, cerca de Australia. Sus ingenieros trabajaron duro y construyeron fortines
de los que sólo se les podía sacar en el cuerpo a cuerpo o con la ayuda del lanzallamas.
De la determinación del soldado japonés da idea el caso del teniente Hiro Onoda, que se
refugió en la selva cuando MacArthur retomó las Filipinas en 1945. Durante años, las
patrullas norteamericanas y filipinas dieron caza a los soldados fugitivos. Todos ellos
resultaron muertos o se rindieron salvo uno, Onoda. En 1974, un viajero japonés tomó
contacto con el teniente, que se negaba a creer que la guerra hubiera terminado con la
derrota de Japón. Ni siquiera sabía que había terminado. Tan sólo creería en la derrota
japonesa si así se lo comunicaba el comandante Taniguchi, su jefe. En marzo de 1974, o
sea, casi 30 años después, Taniguchi le leyó las órdenes de alto el luego del jefe del
Estado Mayor del 14 Ejército. ¿Qué había hecho Onoda durante todos estos años? El
mismo lo contó: «Cuando se pasó mi enfado lo comprendí por primera vez: mis 30 años como
guerrillero en el ejército japonés habían acabado abruptamente. Era el final. Saqué el cargador de
mi fusil y retiré las balas».
Un poeta llamado Hirohito les pidió a sus soldados:
LEYTE
CAMICACES
En la batalla de Leyte, las tripulaciones de Halsey y Kinkaid vieron con estupor cómo
algunos aviones japoneses, con sus pilotos a los mandos, se lanzaban en picado sobre
sus barcos. Eran los camicaces (viento divino). Su aparición en las batallas navales del
Pacífico, a partir de Leyte, puso en evidencia la desesperación japonesa, casi agotados el
resto de sus recursos. Después de la caída de Saipan, el almirante Onishi empezó a
entrenar a los pilotos suicidas. Dos eran los tipos de aproximación al objetivo: desde
muy arriba y desde baja altura. En el primer caso, después de beber la tradicional copa
de licor de arroz, los pilotos se abalanzaban sobre su objetivo. La distancia, la alta
velocidad adquirida y el mal control del aparato hacían que muchas veces marraran su
objetivo. En el segundo caso, los camicaces eran invulnerables a las defensas antiaéreas.
Al principio, los pilotos suicidas del «viento divino» causaron graves destrozos a la flota
del Pacífico, pero, poco a poco, los norteamericanos aprendieron cómo evitar a los
aviones suicidas. El almirante Onishi se vio forzado a reclutar pilotos
inexperimentados, al mando de aviones de fortuna, cuando se había ya desvanecido
toda esperanza. Uno de estos nuevos aviones era el monoplaza Oka, bautizado por los
norteamericanos como «baka» (tonto), fabricado de chapa de madera y aluminio y
cargado con 3 cohetes y unos mil kilos de explosivos. La misión de los pilotos era
estrellarse en las cubiertas de los buques de Nimitz, a ser posible junto a la isleta, el
puente de mando. Los transportaba un bombardero hasta unos 20 kilómetros del
objetivo y, ayudado por señales de radio, iba a estrellarse contra el buque, a ser posible
un portaaviones, a una velocidad de unos 600 kilómetros por hora. A medida que se
agotaban los Oka o los Nakajima, el almirante Onishi recurrió a todo lo que fuera capaz
de volar y chocar contra el barco enemigo. También usaron torpedos humanos,
llamados «kaiten», lanzados desde los submarinos o lanchas rápidas. Estaban cargados
con dos toneladas de TNT en la proa. Los camicaces entraron en escena demasiado
tarde como para cambiar el curso de la guerra. La aviación y la flota quedaron muy
debilitados para poder servir de rampa de lanzamiento sobre una escuadra como la
norteamericana, que no dejaba de reunir barcos y más barcos en su masivo dispositivo
de ataque contra Japón.
La utilización de los camicaces ilustra el estado de ánimo de un país desesperado
que, ante la vergüenza de la derrota, se sirvió de los pilotos suicidas en una
movilización de la mística nacional autodestructora. Según el código guerrero del
bushido, inspirado en el budismo, la nación, la sociedad y el cielo formaban una unidad
encarnada en el mikado. El nombre del camicace (en japonés kamikazé) procedía de un
tifón que, según la leyenda, venció a la armada enemiga del guerrero mongol Kublai
Kan que trató de invadir Japón en el siglo XIII. El alto mando japonés presentó como un
gran privilegio el hecho de pertenecer a una escuadrilla camicace y los jóvenes
voluntarios se tomaron muy en serio su misión, a juzgar por los daños que causaron
desde Leyte hasta el final de la guerra. Cuando se agotó la tecnología de guerra,
quedaba el hombre frente al destino. Poco antes de hacerse el sepuku, el almirante
Onishi pidió perdón a las almas de los pilotos suicidas y a sus familiares por su parte de
responsabilidad en la derrota. Ni el «viento divino» logró vencer a la poderosa flota
norteamericana. Entre las ceremonias rituales del haraquiri y las bajas en combate,
Japón se quedó sin pilotos veteranos que pudieran enseñar a los jóvenes. Era la morbosa
fascinación por la muerte, el supremo sacrificio, «un fanatismo, hipnótica fascinación —
señaló el vicealmirante Brown—, muy alejados de la filosofía occidental». No existía
alternativa a la victoria. Se dijo que los drogaban, que los ataban a los mandos de sus
cazas Zeros, pero eran simples voluntarios convencidos de que la razón de existir no
tenía ya sentido. Debían despedirse del mundo lanzándose sobre la cubierta de un
portaaviones enemigo. Su objetivo era un portaaviones; su himno, el Doki no sakura, la
promoción de los cerezos en flor; su licor sacramental, el sake. El almirante Onishi,
creador de los camicaces, dejó un último poema:
Sin munición,
me despido con tristeza del mundo.
He fracasado en la misión que me encomendó
la madre patria.
Ordenó que quemaran las banderas e insignias del Regimiento 145, así como los
libros de códigos y los documentos secretos. El almirante Ichimaru dijo a los suyos: «Es
la hora del ataque general: las 00.01, 18 de marzo de 1945. Combatid hasta la muerte. Yo
me pondré al frente de mis tropas, la pérdida de esta isla significará que las botas de los
norteamericanos hollarán pronto la sagrada tierra de Japón. Guerreros de la gloria, no
temáis a la muerte. Matad el mayor número posible de enemigos, luchad por vuestra
séptima vida. Gracias».
Después hizo que el comandante Takeji Mase leyera en voz alta una carta dirigida a
Roosevelt, en la que acusaba al presidente de envilecer ajapón al llamarlo «peligro
amarillo, nación sedienta de sangre y protoplasma de la camarilla militar». Los sitiados
de la isla, distribuidos a lo largo de 5 kilómetros de túneles, llevaban casi una semana
sin comer ni beber. Las invitaciones a la rendición eran recibidas con sarcasmo por el
general Kuribayashi, que el 26 de marzo transmitió su último mensaje por radio:
«Nuestro espíritu combativo es muy alto. Lucharemos hasta el final. Adiós». Después,
los supervivientes salieron a la superficie, semidesnudos como hombres de las cavernas,
para efectuar el banzai, la carga final. El general Kuribayashi, herido, miró hacia el norte,
en dirección al palacio imperial, y se atravesó el abdomen con su sable. Su ayudante, el
coronel Nakane, hundió su espada en el cuello del general e informó al almirante
Ichimaru de lo que había ocurrido para, inmediatamente después, pegarse un tiro. Esa
misma noche, el almirante abandonó la cueva acompañado de 10 oficiales y soldados de
su Estado Mayor y se colocó al alcance de las ametralladoras norteamericanas, que
tronzaron sus cuerpos en sucesivas ráfagas. La conquista de Iwo Jima costó a los
asaltantes más de 24.000 bajas, el precio más alto pagado en la II Guerra Mundial en las
filas norteamericanas hasta ese momento —aunque después sería superado por la
sangría de Okinawa—, si se tiene en cuenta la duración de la batalla y el número de los
combatientes que tomaron parte en ella. De los 23.000 defensores, 1.083 fueron hechos
prisioneros, quizá porque no les quedaban ya armas o granadas con las que darse
muerte. El resto, unos 300, permanecieron en las cavernas de Iwo Jima. Vivieron como
animales acorralados entre las emanaciones sulfurosas y el olor de los muertos
desparramados por las laderas volcánicas. «Es la batalla más dura que han librado los
marines en ciento sesenta y ocho años», afirmó su comandante, el general Smith. El
«Día D» del ataque a la isla del azufre, los marines desayunaron chuletas y huevos
fritos. «Es cosa de 10 días», aseguró su jefe, el general Smith. Nombres tan famosos
como Turkey Konb, El Anfiteatro, Charlie-Dog Ridge o el Valle de la Muerte evocan la
intensidad de los combates. La declaración del almirante Nimitz fue válida tanto para la
infantería de marina como para los hombres de Kuribayashi, cuyo cuerpo nunca fue
encontrado. Un valor poco común fue la virtud de los que tomaron parte en la batalla
de Iwo Jima. Los norteamericanos sufrieron 5931 muertos y 17.372 heridos. Se
concedieron 24 medallas de honor. Estados Unidos ocupó la isla de Iwo Jima hasta 1968.
OKINAWA
En los primeros días de 1945, el alto mando norteamericano preparaba el asalto anfibio
a Okinawa, la mayor de las islas de Ryukyu, defendida por el 32 Ejército del general
Mitsuru Ushijima, que se componía de 87.000 soldados y de 31.000 auxiliares, además
del apoyo aéreo de 2.000 aviones de las bases de Japón y de Taiwán (Formosa). Lo
abrupto del terreno, montañoso, y la impenetrabilidad de la jungla, muy tupida,
sirvieron de parapeto a los japoneses, que levantaron defensas y se atrincheraron en las
cuevas a la espera de los marines. Okinawa formaba parte del archipiélago japonés. Los
soldados del Sol Naciente combatían en casa. En la «operación Iceberg», que así se
llamó la invasión, tomaron parte ciento setenta mil soldados norteamericanos, incluidas
la primera, la segunda y la 6ª divisiones de marines y 4 divisiones de infantería del 24
Cuerpo del Ejército con la Quinta División como reserva. En la fase preliminar de la
batalla, la aviación norteamericana pasó la garlopa a Okinawa y destruyó 160 aviones.
La respuesta de los pilotos suicidas no se hizo esperar. Uno de cada 10 camicaces cruzó
la barrera de radar y artillería establecida por los almirantes Mitscher y Turner en torno
a la isla. El «viento divino» hundió 34 barcos y averió otros 368 antes de que la isla
cayera en manos norteamericanas.
Esa desesperación suicida no era para menos: el monstruo norteamericano se
encontraba en el umbral de Japón y amenazaba a su centinela, una fortaleza de poco
más de 100 kilómetros de largo que aseguraba las rutas marítimas con las Indias
orientales y guardaba la parte oriental de China. El almirante Raymond Spruance
quería a toda costa los 4 aeropuertos de Okinawa. Por eso Estados Unidos concentró allí
la flota más poderosa que se recordaba en el Pacífico: 1200 buques. Las fuerzas de asalto
se dividieron tras el desembarco del 1 de abril, que fue de una insólita facilidad, sin
nidos de ametralladora ni fuego de mortero. Se diría que los japoneses se hubieran
evaporado. Este silencio presagiaba lo peor. La feroz resistencia japonesa esperaba en
las barrancas, las cavernas, las laderas de los extinguidos volcanes. Los marines
tomaron el camino del Norte, mientras la infantería se dirigía hacia el Sur. El general
Simón Bolívar Buckner, ex comandante de Alaska, fue elegido para mandar las fuerzas
combinadas que partieron la isla en 2. El Décimo Ejército de Buckner rompió la Línea
Machinato y cercó al general Ushijima en la zona rugosa de la costa oeste y en las viejas
fortificaciones de la Línea Shuri, en el centro. Mientras tanto, los camicaces en oleadas
sucesivas atacaban la flota norteamericana, que estableció una cortina de fuego para
detener a los pilotos suicidas.
Fue aquí, en Okinawa, donde cayó el Yamato, el buque japonés que resistió a las
heridas de la batalla de Leyte. El 9 de abril, el buque símbolo de Japón, avistado por los
aviones de reconocimiento, recibió 23 bombas de gran calibre y torpedos y se fue al
fondo del mar con 3000 tripulantes. Era el final de la flota. En tierra no discurrían mejor
las cosas para Ushijima, que se vio obligado a ceder terreno hasta refugiarse con su 32
Ejército en el sur de la isla. Fue la más dura de las batallas en el Pacífico. Estados Unidos
sufrió 72.000 bajas, incluido el general Buckner, herido mortalmente por una esquirla de
coral al estallar un proyectil japonés muy cerca de su puesto de mando en primera
línea, cuando el 18 de junio, en vísperas de la victoria, seguía el curso de la batalla
desde un promontorio. Las pérdidas japonesas se elevaron a 107.539 muertos entre
soldados y auxiliares civiles, otros 10.755 fueron hechos prisioneros, muchos de ellos
heridos. Perdieron asimismo 7.800 aviones. El general Ushijima resistió hasta el último
aliento: entretuvo a las fuerzas americanas durante una guerra de desgaste en la mitad
sur de la isla con ataques, retiradas y contraataques continuos, sin dejarse rodear.
A la oleada de camicaces siguió la oleada de suicidios. La batalla se endureció a
medida que los norteamericanos se acercaban a Japón. El número de bajas tan sólo en
Okinawa presagiaba lo peor para el asalto final. ¿Cuántos hombres costaría la conquista
total de Japón?
En eso pensaba el presidente Roosevelt cuando, el 12 de abril en Palm Springs,
estado de Georgia, posaba ante un acuarelista que le hacía un retrato. A las 13.15 horas,
cerró los ojos y dijo en voz baja: «Tengo un terrible dolor de cabeza», y cayó
desvanecido. Al llegar a la cabecera del enfermo, el doctor James Paullin lo encontró
«bañado en sudor frío, gris como la ceniza y respirando con dificultad». Apenas tenía
pulso, y poco a poco desaparecieron las constantes vitales. El corazón dejó de latir. El
doctor Paullin le administró al presidente una inyección de adrenalina intracardíaca,
pero todo fue inútil. Franklin Delano Roosevelt murió a los 63 años de hemorragia
cerebral. La enfermedad que le perseguía desde hacía años y la tremenda
responsabilidad del peso de la guerra acabaron con la vida del 32ª presidente de
Estados Unidos: un poco más y hubiera asistido al triunfo final de sus ejércitos, que
incluyeron el nombre de Roosevelt en la lista de bajas del 13 de abril.
La inesperada desaparición del presidente llevó la consternación al mundo aliado y
provocó las lágrimas de sus compatriotas. Nunca se vio en Washington un funeral tan
concurrido. Otras exequias fúnebres se celebraron en el mundo libre, incluida una misa
de difuntos que presidió el general De Gaulle en la catedral parisina de Notre Dame. El
presidente norteamericano, algo rencoroso y testarudo, distinguía a De Gaulle en la lista
de los enemigos íntimos. Fue un buen presidente. Todos reconocieron en él al campeón
de las libertades frente a los totalitarismos. Los nazis vieron en su muerte un buen
signo: todavía era tiempo para que la derrota se tornara en victoria. El jefe del
Ministerio de Propaganda, Goebbels, telefoneó a Hitler para darle jubiloso la noticia:
«Führer, Dios no nos ha abandonado. Dos veces le he salvado de asesinos salvajes. La
muerte que le enviaron en 1939 y 1944 se ha llevado ahora a su más peligroso enemigo.
Es un milagro». Estaba escrito en las estrellas. El nuevo primer ministro japonés Suzuki,
que quizás albergaba esperanzas de un acuerdo de paz, presentó sus condolencias en
plena batalla por Okinawa al Gobierno norteamericano. Los militaristas del nippon
banzai cambiaron la última frase pronunciada por el presidente de «Tengo un terrible
dolor de cabeza» por «He cometido una terrible equivocación». El diario de Tokio
Mainichi Shimbun tituló: «Ha sido un castigo del cielo».
En aguas de Okinawa, a bordo de la flota norteamericana, los altavoces anunciaron
la noticia al atardecer del día 13: «Atención, atención. El presidente Roosevelt ha
muerto. Repetimos, nuestro comandante en jefe, el presidente Roosevelt ha muerto».
Fue tal la incredulidad con la que fue recibida que el almirante Turner se vio obligado a
emitir un comunicado oficial. ¿Pediría el sucesor de Roosevelt, Truman, la rendición
incondicional de Japón? Los japoneses aprovecharon el fallecimiento de Roosevelt para
relacionarlo con la suerte de los marines y los soldados del ejército. Hicieron imprimir
octavillas en las que se leía: «Os habéis quedado huérfanos en la isla. La tragedia
americana ha llegado a Okinawa». En realidad, era la tragedia japonesa la que
descendía sobre la fortaleza. El 17 de junio, las fuerzas del «Sol Naciente», ya en «Sol
Poniente», llegaban al límite. Entre el olor a muerto y humo los soldados del 32 Ejército,
encerrados en sus cuevas, reñían entre ellos, se peleaban como salvajes por la última
porción de comida y disparaban sobre los civiles. Se habían vuelto locos en la isla de la
muerte.
El general Ushijima, educado y cortés, no perdió el sentido del humor. Al amanecer
del 22 de junio pidió a su barbero que le cortara el pelo. «Soy una máquina giratoria», le
dijo al barbero cuando éste le pelaba de parte a parte. Tan sólo le quedaban unas
rodajas de piña, que compartió con los que se encontraban con él. Después, su jefe de
Estado Mayor, el teniente general Cho, tendió una sábana blanca, el símbolo de duelo
en Asia, a la puerta de la cueva. La resistencia, salvo un fuego esporádico, había cesado
casi por completo. Los dos generales, Ushijima y Cho, se colocaron al lado uno del otro.
El jefe de las fuerzas japonesas de Okinawa, arrodillado con su uniforme de gala y una
ringlera de condecoraciones sobre el pecho, se abrió el vientre según mandaba el código
samurai. El sargento Fujita seccionó el cuello a ambos oficiales de un golpe seco de
sable. La avanzadilla norteamericana se hallaba a cien metros del lugar del sacrificio. La
sangre de otros suicidios rituales corrió por la isla. «Esa misma tarde, en los cuarteles
del Décimo Ejército cerca del aeropuerto de Kadena, los hombres formaron ante la
banda que tocaba The Star-Spangled Banner (La bandera sembrada de estrellas) —
escribió John Toland—. Y la guardia izó la bandera». Las bajas estadounidenses fueron
terribles: 7.613 muertos y desaparecidos y 31.087 heridos.
El desembarco en Okinawa lo contó para una cadena de periódicos el mejor
corresponsal de guerra de todos los frentes, el pequeño, calvo y retraído Ernie Pyle
junto con mi admirada Martha Gellhorn, la tercera esposa de Hemingway: «Estamos en
Okinawa una hora y media después de la “Hora H” sin que nos hayan disparado y sin
que nos hayamos mojado los pies». Poco después, Ernie formaba parte de la primera
oleada de soldados que desembarcaron en le Shima, una isla ovalada de 7 kilómetros de
largo. Como se prolongaba la toma de Okinawa, el corresponsal, de 44 años y amigo de
los marines, los dejó por unos días para asistir al ataque de le Shima. A las ocho de la
mañana, después del bombardeo naval, los Gis (Government Issue) subían por las dunas
hacia el aeropuerto. El periodista, que informó desde los frentes de Europa, Africa del
Norte y el Pacífico, viajaba en el jeep de un comandante de regimiento, cuando una
ráfaga de ametralladora le destrozó el cráneo. Ernie Pyle fue enterrado en la orilla de la
carretera: «En este lugar —dice la lápida— la 77 División de Infantería perdió a su
camarada Ernie Pyle, 18 de abril de 1945». En Okinawa, los marines lloraron por su
periodista favorito. «Es injusto que un hombre tan grande —dijo un sargento— haya
muerto en una isla tan pequeña».
Nadie contó la guerra como Ernie salvo Martha Gellhorn, en otro estilo. No le
interesaban los comentarios generales ni los toques editorializantes, lo que él quería era
estar allí en primera línea, al lado de «sus» marines y escuchar sus relatos, sus miedos,
sus alegrías y sus cobardías, sus actos heroicos y sus pequeños dramas.
Ernie Pyle se sentía cansado cuando llegó al frente de Sicilia. «Estoy terriblemente
cansado de la guerra y de escribir sobre ella. No encuentro nada nuevo que decir, es
como ver la misma película una y otra vez. La guerra se complica y confunde en mi
cerebro: sobre todo en los días tristes —escribió a su mujer Jerry—. Es casi imposible
creer en tanta carnicería y tanta miseria; y la posguerra se me aparece lóbrega y
patética». En su macuto, los soldados de le Shima encontraron un collar de perlas de
mar y unas notas para un artículo titulado «Sobre la victoria en Europa» que pensaba
publicar en cuanto Alemania se rindiera. Faltaban 20 días para la capitulación. En ese
borrador, el reportero de Indiana escribió: «Muertos en masa, en un país después de
otro, mes tras mes, año tras año. Muertos en invierno y en verano. Muertos en
promiscuidad tan familiar que se hacen monótonos. Muertos en tan infinita
monstruosidad que llegas casi a odiarlos».
«Hay cosas —añadía Pyle— que no te planteas desde tu casa, ni siquiera necesitas
comprenderlas. Desde tu casa son como columnas de figuras. O se da el caso de un
vecino que se fue a la guerra para no volver. No necesitas verlo pálido y grotesco,
tendido sobre una carretera de grava en Francia. Yo en cambio lo vi. Lo vi y a miles de
otros más. Esa es la diferencia».
Estuvo con los marines en el paso de Kasserin en Túnez, cuando Rommel los forzó a
la retirada, en la invasión de Normandía y en las islas del Pacífico. Le interesaban los
héroes anónimos. Resistió la guerra, que odiaba, con la ayuda del alcohol. Desde
Caserta, al norte de Nápoles, escribió a su mujer: «Ha empezado el largo y miserable
invierno. Mañana a esta hora habré llegado a primera línea de fuego. A veces siento que
no me quedan fuerzas, pero ya que estoy aquí daré el paso».
«La guerra es dura en Italia —escribió Ernie Pyle—. Los dos, la tierra y el tiempo,
están en contra nuestra. Llueve y llueve. Los fértiles valles aparecen cubiertos de cieno.
Todos estamos impacientes por llegar a Roma». En la campaña italiana, Ernie, que logró
lo imposible: tener contentos a los militares, a los soldados, a sus editores y a sus
lectores, y, lo que es más asombroso, hasta a sus compañeros de trabajo, transmitió una
de sus más memorables crónicas: al capitán Waskow, tan querido por sus hombres, lo
bajaban de la montaña muerto a lomos de una mula. «Maldita guerra», exclamó un
soldado al ver el cadáver. Eso es lo que había escrito Ernie desde el principio: malditas
guerras, incluso las buenas.
Desde Sicilia, casi todos los caminos llevaban a Roma.
Capítulo trece
2.191 días
«La victoria corre en socorro de la victoria», dice un viejo refrán de los franceses. Los
aliados debían explotar los éxitos del norte de Africa en el lugar natural, el sur de
Europa. En la conferencia de Casablanca (enero de 1943) se decidió separar a Italia de la
guerra. «El colapso de Italia producirá un escalofrío de soledad en el pueblo alemán. Puede ser el
principio del fin», auguró Churchill.
Los aliados vieron otras ventajas en la eliminación de Italia del escenario de la
guerra: su efecto se haría sentir en la Península Balcánica. Si Alemania retiraba sus
considerables fuerzas y sus 25 divisiones de los Balcanes, debería recurrir a las que tenía
en Rusia para llenar el vacío. Era la hora de abrir un nuevo frente para aliviar a los
soviéticos. En Casablanca se tomó la decisión de invadir Sicilia. ¿Y después, qué,
dónde? Los aliados no se ponían de acuerdo en este punto. ¿Cuál sería el plan que
seguiría a la «operación Husky», la conquista de Sicilia? Churchill, que visitó
Washington para aunar voluntades y programas de lucha, pidió al general Marshall que
le acompañase a Argel para hablar con Eisenhower.
Los británicos, que sufrieron fuertes bajas en los combates en las arenas
norteafricanas, disfrutaban de la ventaja moral en la hora de las decisiones. Contaban
con tropas 3 veces superiores en número a las norteamericanas en el área, con 4 veces
más de buques de guerra y más o menos con el mismo número de aviones. A pesar de
todo, habían aceptado a un norteamericano como comandante en jefe (Eisenhower) y
seguido la política de Estados Unidos. «No hay pueblo que responda con mayor
espontaneidad al juego limpio —aseguró Churchill—. Si tratas bien a un norteamericano, él
querrá tratarte aún mejor». Desde el primer momento, Eisenhower afirmó que si Sicilia
caía, cruzaría pronto los estrechos para entrar en Italia. El comandante Bill Fairchild,
que acompañaba a Churchill en su visita a Argel, cuenta que surgieron algunas
diferencias entre las distintas armas sobre el papel que deberían desempeñar en las
operaciones que se avecinaban. La armada británica no se mostró de acuerdo con el
trabajo que se le asignaba. Un marino de altos vuelos se quejó a Churchill en ese
sentido. «Con todos los respetos —le dijo al primer ministro—, no creo que el papel que se le
ha asignado a la armada esté de acuerdo con la tradición». A lo que Churchill le contestó:
«Almirante, ¿se ha preguntado usted cuáles son las tradiciones de la armada británica?». Antes
de que el almirante pudiera responder, Churchill tomó la iniciativa: «Le voy a decir cuáles
son esos hábitos: la ginebra, las mujeres y el látigo».
En Argel y Túnez, en los cuarteles generales aliados, se respiraba el aire de la
victoria: los soldados querían más. Habían descansado en las playas y, cicatrizadas sus
heridas, deseaban dar el salto al continente. Churchill les habló en los anfiteatros
romanos cerca de Cartago, sobre el mismo escenario en el que combatieron los
gladiadores con sus redes y sus tridentes, donde se escuchó el grito de las vírgenes
cristianas mientras las devoraban los leones: «Yo no soy un león, y desde luego no soy
virgen», dijo con humor a sus hombres.
Los servicios secretos alemanes le habían preparado una trampa. Los agentes en
Lisboa descubrieron la salida en un avión comercial de un hombre grueso que fumaba
un enorme cigarro habano y parecía Churchill. Poco después del despegue, un caza
alemán interceptó al avión y lo destruyó con facilidad. Entre los 14 pasajeros muertos se
contaba uno muy famoso: el actor cinematográfico Leslie Howard, el de Pimpinela
Escarlata y Lo que el viento se llevó. Alfred Chenhalls era un músico aficionado y contable
de profesión al que los agentes alemanes confundieron con Churchill.
«Dentro de muy poco —afirmó el primer ministro—, la nación alemana se va a quedar
sola en Europa, rodeada por un enfurecido mundo en armas». Todo estaba preparado para el
desembarco en las playas sicilianas. «¿Has visto alguna vez a un cordero convertirse en lobo?
—le preguntó 3 años antes Benito Mussolini a su yerno el conde Ciano—. La italiana es
una raza de corderos. No bastan 18 años para cambiarla, se necesitan 180 o quizá 180 siglos». El
pastor se iba a encontrar muy pronto en dificultades: el lobo se acercaba a las costas de
Sicilia.
DESEMBARCO EN SICILIA
Los centinelas italianos se iban a tener que restregar los ojos para comprobar que esa
fuerza que se acercaba no era un espejismo, sino tres mil barcos, con grandes
portaaviones, 160.000 hombres con 14.000 vehículos, 600 tanques y 800 cañones. El 3 de
julio, los bombarderos aliados iniciaron su tarea de demolición de la fuerza aérea
enemiga y sus instalaciones. Al cabo de seis días, sólo quedaban en el aire aviones
aliados. El desembarco se llevó a cabo el día 9. Fue como unas maniobras poco más o
menos. Cantaban las chicharras cuando los aliados pusieron pie en las playas. Los
sicilianos estaban, como el resto de los italianos, hartos de Mussolini, de la guerra y de
los alemanes, que tenían al mariscal Kesselring como jefe único. 405.000 hombres entre
italianos y alemanes reunió el mariscal bajo su mando. El Séptimo Ejército
norteamericano y el Octavo Ejército británico, el primero con seis divisiones y el
segundo con siete, incluidas las canadienses, formaban parte de la primera oleada.
«Ike». Eisenhower era su comandante en jefe y el general británico Alexander su 2º de a
bordo. Entre los nombres conocidos que se dieron cita para el desembarco en Sicilia hay
que apuntar los de Montgomery, Patton o el almirante Browne Cunningham.
En contra de lo que se piensa, el desembarco en Sicilia fue «una operación arriesgada y
llena de incertidumbre», como señaló Liddell Hart. El gran error de Hitler y Mussolini fue
el de tratar de salvar la cara en Africa. Perdieron en el escenario norteafricano y
perdieron en Sicilia. No enviaron a Rommel los refuerzos que necesitaba cuando le
hicieron falta y tenía el viento de popa, y entregaron cientos de miles de sus soldados a
la rendición en Túnez. ¿Qué hubiera sucedido de haber sido trasladadas esas tropas
italo-alemanas al sur de la península? Hitler sospechaba que la ofensiva aliada llegaría a
través de España y Portugal o Grecia. Desde luego, en una primera fase, el paso de los
ejércitos aliados lo esperaba en Cerdeña y no en Sicilia. Mussolini acertó en el
pronóstico: desembarcarían en Sicilia.
Para confundir al Eje, los servicios de información británicos se sirvieron, entre
otras, de una estratagema consistente en lanzar, desde Gibraltar hacia las costas del
Golfo de Cádiz, a un cadáver que llevaba en sus bolsillos documentos con los planes
«secretos» aliados para un desembarco en Cerdeña. Fue «el hombre que nunca existió».
La policía española se apresuró a entregar la documentación a los agentes alemanes:
Hiüer se tragó el anzuelo. El resultado fue que los alemanes dispersaron sus fuerzas. El
desembarco en Sicilia no resultó, pese a todo, una maravilla.
Mussolini temía caer bajo el control de las fuerzas alemanas. Su orgullo le impedía
solicitar el número de divisiones que le hubieran permitido hacerse fuerte en el flanco
meridional. Nunca quiso reconocer el estado calamitoso en que se encontraba su
ejército, cansado de pelear y con nulo espíritu de combate. Pretendió defender Italia con
los italianos. Nunca aceptaría que un mariscal o general alemán se hiciera cargo de sus
divisiones. Poco a poco, su plana mayor le convenció de la necesidad de contar con más
ayuda alemana, ya que las fuerzas armadas italianas se venían abajo. Pero cuando el
Duce se mostró dispuesto a recibir esa ayuda suplementaria, Hitler cambió de idea:
empezaba a no fiarse de las intenciones italianas, temía que destituyeran a Mussolini,
como así ocurrió.
Hitler tenía demasiados frentes por cubrir. El descubrimiento en España del cuerpo
del «hombre que nunca existió», con una carta al general Nye en la que daba cuenta de
los (falsos) objetivos reales de los aliados —desembarco en Cerdeña y Grecia—, no
modificó la opinión de Mussolini y del mariscal Kesselring. Siguieron creyendo que
sería en Sicilia, pero a Hitler le impresionó el descubrimiento del cadáver con los planos
en la costa sur de España: confiaba demasiado en su proverbial intuición. La idea de un
desembarco en Cerdeña no era descabellada. Desde ella podrían saltar a Córcega y a las
costas francesas e italianas del continente.
Tras analizar las ventajas, los jefes aliados del Estado Mayor conjunto apostaron por
Sicilia por tres motivos: 1) Garantizaría las líneas de comunicación en el Mediterráneo.
2) Reduciría la presión alemana sobre el frente ruso. 3) Intensificaría la presión sobre
Italia. Churchill sabía que la prisa era un factor esencial. Por eso, en Casablanca, el
primer ministro, «ese semiamericano, borrachín y judaico», como le llamó Hitler en su
testamento en el «búnquer» de Berlín, insistió en que la fecha debía fijarse en junio.
Churchill pensaba que el retraso aliado podría permitir la ocupación, por parte de los
ejércitos soviéticos, de la parte del león en la Europa oriental. El primer objetivo de la
«operación Husky» era la pequeña isla de Pantelaria, situada ente Túnez y Sicilia. La
preparación artillera y los bombardeos sobre la isla hicieron milagros: la guarnición se
rindió antes de que los lanchones de desembarco tocaran sus playas. Sólo se registró
una baja: un soldado resultó mordido por una mula. Pantelaria arrastró en su caída a
otras dos islas, las de Lampedusa y Linosa. Los aliados tenían despejado el camino del
mar.
Para no descubrir sus intenciones reales, los aliados bombardearon Sicilia, pero
también Cerdeña y Grecia. Cuando el 9 de julio de 1943 las nuevas lanchas de
desembarco, las DUKW y las LST (landing shop tanks), que tan buen juego darían más
tarde en las playas del Pacífico, se acercaban a Sicilia, las guarniciones italianas
dormían. Se había dicho tantas veces y durante tantos meses que venía el lobo que,
cuando llegó, los soldados italianos no se encontraban en estado de alerta. Estaban mal
equipados, el rancho era insuficiente. Por eso, cuando los aliados desembarcaron fueron
recibidos con muestras de amistad por la población civil, con vino chianti y rosas. Los
italianos alzaron las manos y se entregaron o echaron a correr vestidos ya de paisano.
Pasada la débil barrera italiana quedaba la división Hermann Goering. Esta sí se
mostraba dispuesta a luchar. La había enviado Hitler para reforzar el dispositivo. Sus
blindados esperaban a la primera división norteamericana. Las llanuras de Gela se
cubrieron de panzer. Los Mark IV de veintiséis toneladas lo arrollaban todo a su paso.
Los británicos tomaron posiciones en las trincheras. El contraataque alemán fue muy
vigoroso. Sus carros Tigre se abrieron paso con facilidad. Desde el mar, los cañones
pulverizaron a parte de las unidades blindadas de la División Goering. Los alemanes,
que se habían servido del Etna como observatorio para vigilar los movimientos de las
tropas aliadas, se retiraron hacia el volcán. Tenían la intención de no moverse de allí.
Como les sucedería a los japoneses en la última fase de la guerra del Pacífico, los
alemanes pasaron de la ofensiva a la defensiva y dejaron la iniciativa al enemigo. Les
atacaron desde el Este y el Oeste. Al cabo de un tiempo, los aliados desembarcaron un
total de 478.000 soldados: 250.000 británicos y 228.000 norteamericanos. En el aire no
había color. Los aliados contaban con 4.000 aparatos por los 1.500 de alemanes e
italianos. El de la División Goering fue el único contraataque serio al que debieron
enfrentarse británicos y norteamericanos. Era difícil de creer, para los que conocían el
Mediterráneo, que extensas formaciones de barcos pudieran echar el ancla enfrente de
la costa sin ningún problema, como apuntó el almirante Cunningham. Los suministros
estaban asegurados. Los italianos se rendían en masa. Los alemanes escaparon por el
Estrecho de Messina.
EL SOPAPO DE PATTON
En líneas generales, la campaña discurrió bien para los aliados. Sólo que Montgomery
tomó una discutible decisión al dividir sus fuerzas, enfrentado al mando
norteamericano. En otro incidente, el iracundo general Patton sopapeó a un soldado
enfermo y abatido moralmente con el que se cruzó en un hospital de campaña.
Montgomery y Patton eran dos generales con ideas propias. La férrea disciplina no iba
con ellos. George S. Patton era hombre de cóleras repentinas. Magnífico soldado pero
imprevisible, inmaduro y lleno de vanagloria; un elefante en una cacharrería, como
demostró en su visita al hospital siciliano. A Patton le ponía enfermo visitar los
hospitales de campaña en la retaguardia. Siempre prefería ver a los enfermos en línea
de fuego, salvo a los que no pudieran tenerse en pie. Al cruzarse con un soldado en los
pasillos del hospital y responderle éste que se sentía «mal de los nervios», le arreó una
bofetada que dejó estupefactos a los médicos y enfermeras, que tuvieron que intervenir
para que Patton no se ensañara con su paciente. El general de blindados desconocía el
cuadro clínico de los 2 soldados con los que se tropezó. Según los médicos, uno de ellos
se encontraba muy enfermo, con una temperatura que superaba los 39 grados. Patton
salió de allí echando pestes contra los cobardes que se refugiaban en las enfermerías
para rehuir el combate.
La bofetada de Patton resonó en los cuartos de banderas, redacciones y hogares de
Estados Unidos como un pistoletazo en medio de un concierto. ¿Quién podía dominar
aquella fuerza de la naturaleza? Eisenhower, que le estimaba mucho, hubo de aplicarle
un correctivo. Un manso y arrepentido Patton se presentó en el hospital siciliano para
pedir disculpas a los enfermos, los médicos y las enfermeras; además de escribir una
carta llena de humildad y propósitos de enmienda. ¿Enmienda? Ya no hubo más
bofetadas, pero el héroe de las batallas de carros esparció sus opiniones al tresbolillo
sobre lo divino y lo humano. Dijo que Gran Bretaña y Estados Unidos estaban
destinados a gobernar el mundo y que el partido nazi era más o menos como el Partido
Republicano estadounidense. George S. Patton falleció en Alemania el 21 de diciembre
de 1945, después de un accidente de tráfico, cuando el coche en el que viajaba chocó
contra un camión militar; contaba sesenta años. Lo enterraron en un cementerio militar
de Estados Unidos al lado de sus soldados, «cuyo afecto conquistó aquel jefe sagaz», en
palabras de Eisenhower.
Ante el comportamiento errático de algunos jefes militares, el general Ornar Bradley
subió posiciones en el escalafón. La campaña de Sicilia provocó dos consecuencias
inmediatas: por un lado, los alemanes se vieron obligados a distraer fuerzas del frente
oriental para enviarlas a Italia y los Balcanes; por otro lado, comprendieron de una vez
por todas que los italianos eran aliados inservibles por su baja moral de combate. Los
aliados bombardearon las ciudades italianas. Los Gis eran recibidos como liberadores.
Fue el golpe de gracia contra el régimen tambaleante de Benito Mussolini. «Las
divisiones italianas —escribió el general Alexander, segundo de Eisenhower— se
desintegraron sin disparar un solo tiro». Bandera blanca en las ciudades. Los alemanes
se quedaban solos. Antes de que cayera el Duce, traicionado desde dentro del sistema,
Hitler ya había pensado en hacerse con el control de Italia y las zonas dominadas por
los fascistas en Francia, Yugoslavia, Grecia y Albania.
LA LIBERACIÓN DE MUSSOLINI
Benito Mussolini fue internado en un hotel de los Abruzos, en los Apeninos. Hitler
estaba decidido a sacarlo del hotel Campo Imperatore del Gran Sasso. Para ello pensó
en un joven comandante austríaco que había servido en el regimiento Adolf Hitler de
las SS. Era un «pirata ario» llamado Otto Skorzeny. Sus planeadores llegaron hasta la
estación de montaña en el centro de la península. Eran unos 100 paracaidistas que, tras
sobrevolar el valle, aterrizaron como pudieron a poca distancia del hotel. «Mani in alto!»
(manos arriba) gritaba un sudoroso Skorzeny. Los farabinieri no ofrecieron resistencia.
Mussolini fue liberado sin disparar un solo tiro. «Mi Duce —dijo Skorzeny—, mi Führer
me envía para liberaros. Sois libre». «Sabía que mi amigo no me dejaría abandonado»,
respondió Mussolini mientras abrazaba a Skorzeny.
En los salones del Madrid de la posguerra, Skorzeny, con el rostro surcado por una
cicatriz de guerra, nos contaría su hazaña bélica que ya habíamos leído en sus libros
Vive peligrosamente y Luchamos y perdimos. Otto Skorzeny, que reapareció en la última
ofensiva organizada por Hitler, la de las Ardenas, no tuvo dificultades para llevar a
Mussolini hasta el avión de reconocimiento Fieseler-Storch (cigüeña), que despegó con
dirección a Roma desde un prado cercado en la cumbre más alta de los Apeninos.
«Todo fue vertiginoso —recordó Mussolini—. Ante mí apareció un gigante rubio que
sudaba mucho. Entre la llegada de los planeadores y la entrada de los alemanes en mi
habitación del hotel, no habían pasado ni 4 minutos».
Una vez en libertad, Mussolini anunció la creación de la nueva república fascista-
socialista de Saló, junto al lago Garda, a la que Passolini dedicó una provocadora
película. Esa república sólo existía en la imaginación del Duce. «Yo, Mussolini,
proclamo, vuelvo a tomar el mando del fascismo en Italia. Italianos…». Hacía tiempo
que los italianos no le escuchaban. Una de las primeras órdenes que dictó en su grotesca
y burlesca república de Saló fue la ejecución de su yerno, el ex ministro de Asuntos
Exteriores Galeazzo Ciano, que fue ejecutado en Verona.
Ciano era yerno de Mussolini y Serrano era cuñado de Franco. A Serrano Súñer,
admirador del Duce, le disgustó la orden mussoliniana de fusilar a su yerno. El entonces
ministro de Exteriores español le envió un telegrama de protesta al Duce. «Ciano era un
hombre ligero, no era culto ni tenía una formación moral. Era un vividor, un
aprovechado y se comportó como un cerdo con su suegro Mussolini, pero de ahí a
enviarle al paredón… Ciano era un hombre mediocre, de cultura plebeya, de escasa
educación y con pretensiones exhibicionistas. A nosotros, al final de la guerra, nos
recibió en Nápoles, para que la gente le viera en plan de triunfador desfilando por las
calles». Ciano votó en contra de su suegro en el Gran Consejo Fascista que le apartó del
poder. Una de sus primeras misiones fue la de negociar en junio de 1936 el tratado del
Eje y, más tarde, en 1939, el Pacto de Acero con Hitler, al que se adhirió España. En 1943
se mostró partidario de mantener a Italia al margen de la guerra. El conde Ciano
contribuyó a la historia de la II Guerra con un Diario en el que transcribió con rara
sinceridad sus impresiones sobre la Guerra Civil española, sobre Franco, Mussolini y el
círculo fascista del poder. Fue él quien recogió de labios de Mussolini la opinión de
Hitler sobre Franco, tras las 9 horas de reunión en el vagón de Hendaya: «Antes de
pasar otra vez por una cosa así, preferiría que me sacaran 3 o 4 muelas». Ribbentrop,
que telefoneó a Ciano para expresarle su satisfacción por el encuentro de Hendaya con
la esperanza de que España entrara en guerra, dio su versión sobre su entrevista cuando
tachó a Franco de «ingrato traidor» y a Serrano de «jesuíta». En la entrevista de
Hendaya —el almirante Canaris le advirtió a su Führer que no le gustaría Franco—,
Hitler tenía en la cabeza otras preocupaciones que las desmesuradas peticiones del
Caudillo, tan orgulloso y obsesionado con su joya de la corona del Marruecos español.
La propaganda franquista situó al Caudillo como un héroe en Hendaya. En realidad
firmó un protocolo por el que España se comprometía más o menos vagamente a entrar
en la guerra al lado del eje. El tiempo corrió a favor de Franco y la paupérrima España.
Fuera por la astucia de unos (Franco y Serrano) o por los enfados de Hitler, que no
podía dar lo que se le pedía (Gibraltar, el Marruecos francés, etc.), España se libró de la
guerra. Franco, el africanista, gozó de la baraka, el influjo benéfico de la suerte.
En Salerno, el Quinto Ejército combatió en una dura batalla con las tropas alemanas
de refresco por la posesión de la cabeza de playa. El 12 de septiembre, las unidades
blindadas alemanas se lanzaron a la ofensiva hasta romper las líneas centrales del
perímetro aliado. La artillería naval y las tropas paracaidistas previstas para caer sobre
Roma corrieron en auxilio del Quinto Ejército. Cuando los alemanes estaban a punto de
arrojar al mar a los aliados, intervinieron 2 batallones de artillería de campaña
norteamericana, los 158 y 189, que frenaron el avance del Décimo Ejército. Todo fue
necesario para rechazar al enemigo, hasta una banda militar enviada a defender una
colina que el general Mark Clark bautizó en su honor con el nombre de Pico Pequeño.
La batalla continuó sobre los márgenes del río Calore. Los 2 batallones de artillería
norteamericana dispararon 3650 obuses en aquella jornada, a un ritmo de 8 cañonazos
por minuto. Los alemanes se batieron en retirada para intentarlo al día siguiente en las
alturas de Salerno, sobre posiciones británicas. También fueron rechazados. El 15 de
septiembre, el comandante en jefe alemán Kesselring ordenó el repliegue.
La victoria de Salerno abrió el camino hacia Nápoles. El puerto se rindió el 1 de
octubre. Antes de 2 semanas, los aliados desembarcaron mil toneladas de suministros
diarios a la sombra del Vesubio. Antes de iniciar la retirada, en un acceso de rabia
contra sus antiguos aliados, las tropas alemanas la emprendieron con los edificios
napolitanos, entre ellos los museos: era la política de tierra quemada que Hitler empezó
a predicar cada vez con mayor brutalidad e insistencia a medida que retrocedía en
todos los frentes.
A bordo del buque acorazado Nelson, que vigilaba a la flota italiana en la bahía de La
Valetta en Malta, el mariscal Badoglio firmó la rendición incondicional el 13 de octubre
de 1943; el Gobierno real italiano declaraba la guerra a Alemania. En la primera fase de
la campaña de Italia, los aliados sufrieron bajas ligeras, si se tiene en cuenta lo
arriesgado de la misión: 2721 británicos y 2811 norteamericanos muertos. En total, entre
muertos, heridos y desaparecidos, 22800 bajas. Un precio barato para 2 objetivos de
primera: la caída de Mussolini y la capitulación de Italia. Aún no se podía cantar
victoria. Quedaba el descenso a los infiernos de Dante. Al norte de la línea de batalla, en
la zona alemana de ocupación, los partisanos antifascistas recibieron de Churchill un
mensaje radiado lleno de esperanza: «Los ejércitos de liberación corren en vuestra
ayuda. Tened fe en vuestro futuro. Pegad duro. Marchad junto a nuestros amigos
norteamericanos y británicos en el gran movimiento mundial hacia la libertad, la
justicia y la paz».
Sí, pero el avance era lento, desesperante. Italia parecía un terreno adecuado para la
guerra defensiva que los alemanes libraron con brillantez. La campaña fue un tira y
afloja. No sólo supieron aprovechar el terreno, sino que destruyeron todo lo que
pudiera servir al enemigo, desde puentes a líneas de ferrocarril. De pronto, todo se
oponía al avance aliado: las minas, los ríos, las carreteras voladas, el tiempo, la lluvia, el
barro… La metáfora de esa dificultad fue la batalla por el monasterio de Monte Cassino,
un bastión de la Línea Gustav situado en los Apeninos: era el centinela de Roma, la
llave para el camino a la Ciudad Eterna. Construido por San Benito en el año 529, los
lombardos, los sarracenos y los terremotos habían derribado la abadía. Se esperaba una
nueva acometida, la más furiosa de todas. Al final de la cadena de montañas de los
Abruzos, donde se juntaban los valles del Liri y el Rápido, se alzaba el monasterio que
dio fama a la orden benedictina.
La fortaleza cubría todo el pico de la montaña y era una tentación servirse de ella
para la guerra. Los alemanes no lo hicieron. La ciudadela del espíritu, el lugar de la
meditación, la contemplación y la paz se vio envuelta en uno de los combates más
ásperos de todo el conflicto. La batalla empezó el 17 de enero de 1944 con un ataque
británico en el río Garellano: una ofensiva destinada a atraer las reservas alemanas
antes del desembarco en Anzio cerca de Roma. La campaña italiana fue pródiga en
sangre: en 6 semanas, las 8 divisiones del Quinto Ejército sólo pudieron avanzar 11
kilómetros, con una pérdida de 16.000 hombres. Las tropas aliadas tardarían ocho
meses en conquistar Roma y otros ocho antes de que lograsen romper el frente, en las
llanuras del norte de Italia. Hasta el general Clark reconoció que el desembarco en
Salerno, la llamada hiperbólicamente «operación Avalancha», había sido casi un
desastre. Fue sólo el principio de las complicaciones sin cuento. Churchill se
desgañitaba en Londres: «Es un escándalo, la guerra se ha estancado, se han
desperdiciado fuerzas muy necesarias».
La idea consistía en atraer a cinco divisiones alemanas a lo largo de los dieciséis
kilómetros del sector de Cassino y entretenerlas con siete divisiones aliadas, mientras
otros efectivos desembarcaban detrás de las líneas enemigas, en Anzio. Era una
operación clave para dar paso a la «Overlord», el desembarco aliado en el norte de
Francia. «Ike». Eisenhower fue retirado del frente italiano junto con Patton,
Montgomery y Bradley. Harold Alexander quedó al mando de las fuerzas aliadas junto
con el general Clark. Cuando el primer cañonazo fue a dar sobre los muros del
monasterio de Cassino, el 18 de enero, la abadía estaba habitada por el abad, 5 monjes,
un sacerdote, tres familias de campesinos, un sordomudo y, de vez en cuando, por el
jefe del 14 Cuerpo Panzer, el general von Senger und Etterlin, graduado en Oxford,
antinazi, gran soldado y miembro laico de la orden benedictina. Sus hombres esperaban
a las tropas aliadas desde una posición ventajosa: una línea de acero y fuego. Mientras
los británicos intentaban cruzar el Careliano, la 36 División de Texas se situaba en la
orilla del Rápido. Durante 2 días y 2 noches, la 36 División se vio sometida, en aquel río
estrecho y endemoniado, a un nutrido fuego de artillería. Un corresponsal escribió que
aquél había sido el desastre mayor de Estados Unidos después de Pearl Harbor. Ya se
sabe que los corresponsales tienden a llenar sus crónicas de sudor, sangre, lágrimas y
cadáveres. Quizá no era para tanto, pero en la dulce Italia se combatía con un ardor
lleno de primitivismo, como si en aquel río se decidiera el curso de la guerra mundial.
En los versos de Leopardi, el pastor errante de Asia, se preguntaba a gritos «¿Qué haces,
Júpiter, en el cielo?». La 36 División quedó reducida a un regimiento. Sólo el coraje de
los tejanos pudo al fin transformar la matanza en victoria.
El empecinamiento de unos y otros en torno al bombardeado sector de Cassino
permitió el desembarco aliado en las playas de Anzio, poblada de italianos en
vacaciones. Fueron 200 los buques que llevaron las tropas hasta la playa. Dos
divisiones, una norteamericana y otra británica, llegaron hasta un paisaje en calma. En
24 horas iban a poner en tierra 36.000 hombres y 3000 vehículos. Los aliados, eufóricos,
se creían ya en Roma, pero no convenía adelantar acontecimientos. Los alemanes
llevaron, en improvisados esfuerzos de movilización y transporte, tropas de refresco
desde Francia y Yugoslavia. El 30 de enero, ocho divisiones alemanas se desplegaron
ante el perímetro aliado. Lo que siguió tras el ímpetu inicial fue una tremenda guerra de
desgaste en las playas de Anzio y en las laderas de los contrafuertes rocosos de Monte
Cassino. Los últimos kilómetros —Anzio se encuentra a 53 de Roma— serían el
escenario de una lucha encarnizada.
En Anzio no había nada, ni siquiera dunas tras las que poder parapetarse. ¿A quién
se le habría ocurrido elegir aquel lugar desnudo para un desembarco, un cementerio
que pronto se cubriría de cadáveres aliados sin enterrar? Tardarían 4 meses en salir del
atolladero. En Monte Cassino, tropas indias y neozelandesas lograron agarrarse a las
rocas y ocupar posiciones. Era necesario el empujón final porque los alemanes, con sus
piezas de ochenta y ocho milímetros, batían desde la loma 516 el valle y la carretera que
serpenteaba hasta el monasterio. Los aliados, tras advertir a los alemanes de lo que les
esperaba, lanzaron a sus bombarderos el 15 de enero. Al abad Diamare y a sus monjes
tan sólo les quedaba rezar. Quinientas setenta y seis toneladas de explosivos cayeron
sobre la abadía hasta dejarla convertida en humeantes ruinas. Como en un Stalingrado
italiano, las tropas alemanas se atrincheraron en los escombros: defenderían la Línea
Gustav hasta su última sangre. Ni el Décimo Cuerpo británico ni las divisiones indias y
neozelandesas ni un grupo de combate francés al mando del luego mariscal Juin, y con
el que luchó el futuro presidente de Argelia, Ben Bella, pudieron reducir la resistencia
alemana. El papa Pío XII —según escriben algunos historiadores— le concedió permiso
a Eisenhower para destruir el monasterio que los alemanes defendían desde el exterior.
Los aliados redoblaron sus dosis de bombas hasta convertir la zona del monasterio
en un paisaje lunar: una de las más hermosas abadías de Europa quedó hecha trizas.
Después de una semana de dura lucha, el 11 de mayo, el Segundo Cuerpo polaco
conquistó la devastada abadía. Fue el Verdún italiano. Tampoco podía el general
norteamericano Clark enorgullecerse de su intervención en Anzio. Después de la
guerra, para irritación de los ingleses, afirmó que el bombardeo de Monte Cassino había
sido un error. Lo fue sin duda su incapacidad para aprovechar la sorpresa inicial del
desembarco en Anzio, aunque la responsabilidad sobre el terreno fuese del general John
Porter Lucas, hombre apático y terriblemente dubitativo que forzó el semidesastre
aliado. De no haber sido por la bravura de las tropas aliadas, por la superioridad aérea
y porque los servicios de inteligencia lograron descifrar el código alemán que les
permitió conocer sus movimientos de antemano, los hombres de Alexander y Clark no
hubieran podido perforar la Línea Gustav.
A estas alturas, los aliados habían ganado la batalla del Atlántico y la del Mediterráneo.
La ocupación del norte de Africa les permitió la libertad de movimientos en el
Mediterráneo, lo que hizo posible los desembarcos en Sicilia y en el continente sin
temor a las represalias navales del enemigo. La ocupación de la costa occidental de
Marruecos, el control aliado de Dakar (Senegal) y la entrada de Brasil en la guerra, el 22
de agosto de 1942, contribuyeron a reducir el peligro de los submarinos alemanes. En
agosto de 1943, los aliados recibieron permiso de Oliveira Salazar para operar desde las
islas Azores. Hitler estaba de nuevo furioso. Sustituyó al almirante Raeder, incapaz de
desbaratar los desembarcos aliados en el norte de Africa, por el almirante Doenitz. El
nuevo jefe de la armada nazi anunció que se incrementaría la construcción de
submarinos, que en abril de 1944 alcanzó la cifra de 444. En 1942, Alemania tan sólo
perdió un submarino por 60.000 toneladas de buques mercantes aliados. 41 submarinos
alemanes fueron destruidos en mayo de 1943, por 299.428 toneladas de barcos
mercantes aliados, menos de 8.000 toneladas por submarino.
De esta manera, al reducirse el número de los buques mercantes destruidos por los
submarinos alemanes, los aliados pudieron dedicarse a incrementar su flota con vistas
al desembarco en Normandía. El almirante Ramsay logró reunir novecientas treinta y
nueve embarcaciones de todos los tipos. Las pérdidas aliadas en el mar se elevaron a
tan sólo 87.000 toneladas en abril de 1944 y a 27.297 toneladas en mayo. Sin embargo,
los alemanes no se dieron por vencidos. Su flota de superficie desapareció del mapa;
mejoraron las condiciones técnicas de los submarinos, los dotaron del esnorquel, un
nuevo tubo de respiración que permitía la aireación interior y la recarga de las baterías,
con lo que lograron burlar el radar aliado. El último modelo de submarino botado en
sus astilleros, el revolucionario modelo XX, alcanzaba una velocidad de 17 nudos frente
a los 9 de los modelos antiguos. Podía asimismo descender a una mayor profundidad,
300 metros, para escapar a la detección del radar. De nuevo como consecuencia de las
innovaciones bélicas germanas, se incrementó el número de los buques mercantes
aliados hundidos en los primeros meses de 1945. Pero como las bombas V-l y V-2, estas
mejoras técnicas llegaron tarde: la batalla estaba ya decidida. Los aliados debieron hacer
frente a las bombas de control remoto lanzadas desde los bombarderos alemanes, pero
no se quedaron atrás: mejoraron sus cargas de profundidad e inventaron las sonoboyas.
El clímax de las victorias alemanas en la batalla del Atlántico se alcanzó en marzo de
1943: los aliados perdieron 73 barcos. Después del 22 de mayo, tras empezar a sufrir
fuertes pérdidas, los submarinos nazis recibieron la orden de abandonar el Atlántico
Norte. No cejarían en sus operaciones hasta el final de la guerra. Sin embargo, ahora los
buques aliados iban mejor escoltados y habían mejorado sus instrumentos de defensa
antisubmarina. En marzo de 1944 quedó reconocida la superioridad de los navios de
escolta cuando Doenitz transmitió a sus submarinos la orden de romper la formación en
grupos —las «manadas de lobos»— para pasar a operar uno a uno. Al terminar la
guerra habían sido destruidos 784 de los 1.161 submarinos alemanes. La batalla del
Atlántico fue mucho más importante que algunos sonados combates en tierra. 83.000
tripulantes británicos perdieron la vida, 52.000 de la Royal Navy y 31.000 de la marina
mercante. Estados Unidos perdió 48.000 hombres, 38.000 en la armada (sin incluir
20.000 marines) y 10.000 en la marina mercante. Las pérdidas aliadas incluyeron a
10.000 marineros franceses, 6.000 noruegos, 5.000 holandeses, 700 daneses y 600 belgas,
además de un número inferior de yugoslavos, griegos y brasileños. En total, 200.000
hombres murieron en las batallas del mar.
En la conferencia de Casablanca se decidió que el primer objetivo sería el de eliminar
a los submarinos alemanes. Hitler llamó al almirante Raeder a su guarida del lobo.
Raeder, creador de la nueva armada alemana y su comandante en jefe desde 1928, era
sustituido por Doenitz. Hasta entonces, los submarinos alemanes dominaron el mar con
sus torpedos, desde el Atlántico Norte hasta Florida y el Caribe, donde los buscaba en
su yate un escritor llamado Ernest Hemingway. «Cada uno de nosotros —explicó el
teniente alemán Heinz Schaeffer— mirábamos por el periscopio. El barco se hundía ante
nuestros ojos. La demoníaca locura de destrucción, que se hizo ley desde que estalló la
guerra, nos tenía cogidos. ¿Qué podíamos hacer? Mientras tanto, bajaban al agua los
botes salvavidas. No podíamos ayudarles sin correr un serio peligro, en los submarinos
sólo había sitio para sus tripulantes y poco más. El enemigo está bien equipado con
material salvavidas y dentro de poco los hombres del buque cisterna podrán ser
rescatados por un navio de guerra». El submarinista alemán, a un kilómetro de
distancia para asegurarse el tiro, lanzaba a veces sus torpedos, donde hundía el
mercante y salía a la superficie en triunfo.
Abril de 1943 fue el punto de inflexión. El H2S, el radar de onda ultra corta, obligó a
los submarinos alemanes a permanecer sumergidos durante el día, lo que limitó mucho
su actividad. El almirante Doenitz, que fue uno de los confidentes de Hitler y más tarde
su sucesor, fue llamado a capítulo por el Führer. «El Atlántico es mi primera línea de
defensa». El almirante confió a las páginas de su diario: «El enemigo tiene todas las
cartas… El enemigo conoce todos nuestros secretos y nosotros no conocemos ninguno
de los suyos». Al terminar la guerra del Atlántico, el primer ministro Churchill
recordaba aquel peligroso invierno de 1917, cuando los submarinos germanos
estuvieron a punto de poner de rodillas a Gran Bretaña: «La batalla del Atlántico fue el
factor dominante a lo largo de toda la guerra. Ni por un momento podíamos olvidar
que todo lo que ocurriera en otras partes, en el mar, en tierra, en el aire, dependería del
resultado de esa batalla».
El hundimiento del superacorazado alemán Bismarck a 700 millas de la costa
francesa, el 27 de mayo de 1941, fue el principio del fin. Un avión de reconocimiento
Catalina —del equipo militar suministrado por Estados Unidos a los británicos—
descubrió al buque fugitivo. Fueron los aviones del Are Royal británico los que enviaron
sus torpedos contra el Bismarck, que pronto quedó a la deriva. Después, las cerradas
salvas del Rodney y del King George V cayeron sobre el símbolo de la armada nazi, que
escoró a babor y se fue al fondo del Atlántico aureolado de humo, pero con su interior
intacto. El hundimiento del Bismark fue para los alemanes como el del Yamato japonés
en el Pacífico, y señaló el crepúsculo de los dioses arios y de los samurais.
Lo peor, sin embargo, llegó para ellos desde el aire. El 30 de mayo de 1942, la ciudad de
Colonia se convirtió en el conejillo de indias de los bombardeos de alfombra. Mil
cuarenta y siete aviones tomaron parte en el ataque aéreo de la ciudad: las tripulaciones
fueron informadas de que si perdían los objetivos primarios, los de la industria de
guerra extendida por toda Colonia, las casas de los trabajadores y los barrios populares
valdrían también para hacer doblegar a los alemanes. La RAF quiso probar aquel día,
con sus 300 bombarderos pesados —el resto eran aparatos más ligeros—, cómo era
aquello de atacar de forma masiva una ciudad alemana. Fue sólo un símbolo de lo que
vendría después y una primera ocasión de discordia entre los estrategas y tácticos
británicos y americanos. Al haber derrotado a la Luftwaffe durante el día, tras sufrir
serias pérdidas ante los cazas alemanes, los ingleses pasaron a atacar por la noche.
No sólo fue cuestión del día y la noche. Churchill creyó en la voladura de ciudades
enteras, en su desaparición del mapa, en el holocausto de poblaciones civiles para que
cediera la moral del enemigo. Por eso los británicos creían en los bombardeos de
saturación. Por el contrario, los estadounidenses apostaban por la precisión en los
ataques sobre objetivos militares o industriales, y por eso volaban y bombardeaban de
día.
El resultado fue demoledor. La historia la escriben los vencedores. El historiador A.
J. P. Taylor se refirió al «consenso de Nuremberg» para explicar la unanimidad. 50 años
después de la guerra, esa unanimidad sigue en pie. Faltan por abrir o expurgar millones
de toneladas de documentos. La gran alianza por la libertad y la democracia contra el
nazi-fascismo veía dos potencias agresoras: Alemania en Europa y Japón en el Pacífico.
«A la hora de juzgar los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad —
escribe Norman Davies—, los aliados no dudaron en llenar el banquillo de la acusación
de jefes enemigos y sólo ellos». Blanco o negro es la dialéctica maniquea de la guerra.
Para los historiadores occidentales, la gran batalla que decidió la guerra fue el
desembarco en Normandía, sin tener en cuenta que para entonces los rusos habían roto
el espinazo de la Wehrmacht en Stalingrado y en la batalla de carros en Kursk, entre
1943 y 1944. Todo eso ocurrió antes de que los aliados hubieran desembarcado en
Francia.
Para los soviéticos, todo empezó en la gran guerra patriótica, como si nada hubiera
ocurrido antes de la «operación Barbarroja». Los manuales británicos hicieron que la
guerra empezara el 3 de septiembre de 1939, cuando para polacos y alemanes empezó el
1 de septiembre a las 4.45 horas, el momento en el que la Wehrmacht invadía Polonia.
Para Lituania, empezó en marzo de 1939, cuando Hitler invadió Memel; para los
italianos y los albaneses, cuando Mussolini atacó Albania en abril de 1941; para los
japoneses y los chinos, en 1931, cuando las fuerzas japonesas invadieron Manchuria, o
en 1937, cuando avanzaron hacia la China central luego de destrozar Shanghai.
Tampoco se ponen de acuerdo sobre el final de la guerra. Para unos llegó el día de la
victoria en Europa, en mayo de 1945, o en agosto del mismo año, en el Pacífico. Los
griegos, los chinos o los ucranianos sólo vieron el final en 1947, 1949 y 1951,
respectivamente. Para Vietnam empezó en 1941 y terminó en 1975. De lo que no caben
dudas es de que la II Guerra Mundial fue el acontecimiento más grande y más
sangriento de la historia, la guerra total.
En una de sus charlas junto al fuego, en febrero de 1943, el presidente Roosevelt la
definió como «una nueva clase de guerra, en términos de cada continente, cada isla,
todos los mares y todos los espacios aéreos». Fue la Unión Soviética la que pagó el
precio más alto: más de 20 millones de muertos, de los que 16 eran población civil. El
historiador Weinberg pone al día la estadística del horror: 15 millones de personas
cayeron en China, en Polonia hubo 6 millones de muertos, en Yugoslavia entre 1 y
medio y 2 millones. En torno a 400.000 británicos, militares y civiles, y 300.000
norteamericanos perdieron la vida. Alemania perdió 4 millones, y Japón más de 2
millones: en total, más de 60 millones incluidos los 6 millones de judíos. «El coste en
sufrimiento y heridas humanas —escribe Weinberg—, en destrucción y ruptura
económica, fue de una magnitud sin precedentes. Si uno se pregunta si la victoria
mereció un precio tan alto para lograr el éxito, uno está obligado a considerar cuáles
hubieran sido las consecuencias de una victoria del Eje». Las pérdidas soviéticas fueron
20 veces las que sufrieron británicos y estadounidenses, mientras que los soldados de
Stalin causaron el 75% de las bajas alemanas. 3.250.000 soldados soviéticos murieron en
los campos de concentración alemanes, 1.000 oficiales polacos fueron asesinados en las
fosas de Katyn a manos de efectivos del KGB soviético. Millones de ucranianos
resultaron muertos por los nazis y por Stalin. El experto en la Unión Soviética, Robert
Conquest (The great terror), ha demostrado que Stalin mató a sus conciudadanos a un
ritmo de un millón por año a lo largo de toda la guerra.
La II Guerra Mundial, la de los 2191 días, culminó, el 1 de septiembre de 1939, los
150 años de historia abiertos con las guerras napoleónicas. Fue el conflicto de la era
posindustrial y de la alta tecnología, a través de batallas de masas de hombres y
material de una enorme potencia destructiva de fuego. La Revolución Francesa dio el
primer paso al imponer la leva forzosa, los soldados de reemplazo. Los ejércitos se
hicieron enormes, y las grandes batallas, frecuentes. La Revolución Industrial puso en
manos de esos hombres armas de una abrumadora capacidad para matar. La artillería y
las ametralladoras de la I Guerra Mundial dieron paso a otros instrumentos más
modernos de lucha. Durante milenios, las guerras se libraron en 2 dimensiones, en el
mar y en tierra. Después de 1914 se extendieron al aire y bajo los mares. En 1945 habían
ganado 3 dimensiones: los misiles balísticos alemanes V-l y V-2, que cayeron sobre Gran
Bretaña, los bombardeos de largo alcance y las guerrillas que envolvieron en el combate
a millones de civiles, hasta que la bomba atómica amenazó las bases mismas de la
civilización. «En 31 años —escribe el profesor de Historia europea Leonard Burhkoff—
la guerra pasó de dos a siete dimensiones».
La guerra de guerrillas (modernizada por los españoles frente a Napoleón), de
sabotaje y resistencia, apuntó hacia lo que ocurriría después de 1945 en el Tercer
Mundo. En Vietnam, Argelia, Malasia o Afganistán los guerrilleros sabían cómo hacer
frente a la potencia de fuego. En la II Guerra Mundial, los civiles sufrieron más que los
militares. El precedente del genocidio fue la matanza de armenios por los turcos en
1915. Sobre todo, los judíos sufrieron las consecuencias de la política de genocidio
dictada por la cúpula nazi, pero también las minorías, los infrahombres, como llamaban
los nazis a las razas inferiores, los «untermenschen» y los esclavos, incluidos los
españoles republicanos encerrados en los campos de exterminio. El mariscal de campo
Goering habló en 1941 de los prisioneros rusos «que después de comerse todo lo que
tenían entre manos, incluidas sus botas, empezaron a devorarse entre ellos, y lo que es
más serio, se comieron a algún centinela alemán».
VARSOVIA
No deja de ser una ironía que la II Guerra Mundial contribuyera de forma decisiva al
hundimiento de los últimos imperios coloniales, como la primera señaló el fin del
imperio austrohúngaro y otomano. A la guerra de trincheras le sucedió la guerra de los
tanques, de los Stukas y las superfortalezas volantes. La ciencia penetró en los pasillos
del poder: Robert Oppenheimer y otros científicos nucleares ganaron la batalla, que
hubiera hecho morirse de envidia a Napoleón Bonaparte. El espionaje de la I Guerra
Mundial, tipo Mata Hari, dio paso en 1939 a una era de expertos en descifrar códigos,
en científicos que inventaban nuevas armas, en investigaciones de la guerra electrónica,
submarina o aérea, en especialistas en inteligencia y propaganda cuyos herederos
intelectuales trabajaron luego para la CIA y las agencias secretas, para los institutos de
opinión y el mundo de los ordenadores. Dos potencias emergieron vencedoras sobre las
ruinas humeantes de Hiroshima, Dresde o Varsovia: Estados Unidos y la Unión
Soviética. Los aliados de ayer eran los enemigos hoy: la guerra fría estaba servida.
Un nuevo período negro cayó sobre la tierra. La fachada de la civilización se
derrumbó del mismo modo que las invasiones bárbaras del pasado barrieron todos los
avances logrados en el antiguo mundo mediterráneo. «Sólo que esta vez —escribe
Weinberg en A world at arms—, la destrucción fue más completa y los instrumentos para
una represión continua más elaborados». El coste de la victoria fue inmenso, pero la
alternativa hubiera sido aún más horrenda. Y no sólo para los derrotados; como
reconocieron el teólogo Dietrich Bonhoefer y otros enemigos de Hitler, la derrota y la
muerte hubieran sido mejor que un mundo dominado por el enemigo. El dramaturgo
alemán Rolf Hochuth calificó a Churchill de «criminal de guerra» por los bombardeos
indiscriminados sobre ciudades alemanas.
La opinión de los jefes militares se dividió al juzgar el método de los bombardeos
sobre Alemania. Lord Cherwell apoyó los bombardeos de área, por ejemplo, sobre
objetivos semiprecisos como estaciones de ferrocarril. Sir Henry Tizard prefería
centrarse sobre los submarinos y las bases. El mariscal del aire Harris se decidió por la
concentración de bombardeos «los Mil» sobre Colonia, Essen o Bremen, en mayo y junio
de 1942. Había que preparar el terreno y destruir la fuerza aérea enemiga y su sistema
de transporte y comunicación para el desembarco en Normandía.
DRESDE
El brindis de Yalta
En Yalta reinó la euforia del vodka, el caviar y el vino del Cáucaso. Hasta los centinelas
se hartaron de caviar. Se pronunciaron doscientos brindis, necesarios para luchar contra
el relente y las chinches. Al general Alexander, tan puritano, los servicios de Stalin le
metieron una camarera en el lecho. El lord se las vio y se las deseó para sacarla de la
habitación.
Stalin no ahorró elogios en el brindis a Churchill el 8 de febrero en el banquete del
palacio Yusupov que pertenecía a la familia de Rasputín. «Propongo un brindis —
dijo— por el líder del imperio británico, el más valiente de todos los primeros ministros
del mundo que reúne la experiencia política y las dotes de mando, un primer ministro
que cuando Europa estaba a punto de caer frente a Hitler, dijo que Gran Bretaña
lucharía sola contra Alemania, incluso sin aliados». En la respuesta de Churchill, a pesar
de la suavidad y elegancia de sus palabras, se advertía el temor y el sentido de la
responsabilidad: «Tengo que decir que nunca a lo largo de la guerra he sentido tanta
presión, incluidas las horas más negras, como en esta conferencia de Yalta. Pero ahora
nos vemos ya en la cresta de la montaña». En Yalta se bendijo a la ONU, se trazaron de
nuevo las fronteras de Polonia, se decidió la suerte de Alemania y el bombardeo de
Dresde.
Stalin brindó entonces por la salud del presidente Roosevelt, poliomielítico,
demacrado y sin fuerzas por el largo viaje hasta Crimea. Roosevelt, que buscaba sobre
todo el apoyo soviético a la ONU y la declaración de guerra de Stalin a Japón, calificó el
ambiente que reinaba en la ciudad y en el palacio de Livadia, antigua residencia del zar
Nicolás II, como el propio de una familia bien avenida. Allí nació la guerra fría.
Roosevelt, seducido por la personalidad de Stalin —«me cae simpático y es algo
recíproco»—, afirmó que el «tío Joe» no intentaría nuevas anexiones y trabajaría en la
construcción de un mundo de paz y democracia. En la estación balnearia de Yalta se
procedió al reparto del mundo en zonas de influencia.
Cuando se reunieron los tres grandes —De Gaulle no asistió vetado por Roosevelt,
quien, sin embargo, invitó al general a reunirse con él en Argel el 12-13 de febrero de
1945, «oferta» que De Gaulle, orgulloso siempre, rechazó—, el reparto estaba ya
decidido. Cuando Roosevelt —a quien Stalin, con gran astucia, cedió el honor de
presidir la conferencia— pronunció las primeras palabras, los ejércitos de Zukov, de
Rokossovski y de Koniev, tras conquistar Polonia en 3 semanas, habían invadido
territorio alemán. Las grandes unidades de Malinovski y Tolbukin, que ocupaban
Rumania y Bulgaria desde finales de agosto, acababan de apoderarse de 3/4 partes del
territorio húngaro y de parte de Eslovaquia. Yugoslavia estaba ya en sus 2/3 partes en
manos de los partisanos, con los que los rusos tomaron contacto en Belgrado. En Yalta
se habló también de España: la suerte de Franco, aliado de Hitler y Mussolini, estaba
echada. Churchill y Roosevelt defendieron la restauración democrática, pero la
campana salvó al régimen franquista. Por encima de la democracia, Washington
necesitaba un aliado contra el comunismo.
Churchill sabía muy bien lo que significaba esta rápida progresión de los ejércitos
soviéticos: allí donde llegaran, situarían su frontera. Por eso, para contrarrestar las
ambiciones de Stalin, el premier inglés corrió en los tres últimos años de guerra de la
Ceca a la Meca. Estuvo en Africa, en Canadá, en el Oriente Medio, en Moscú y en
Washington para convencer a Roosevelt de la necesidad de crear un frente común
angloamericano contra Stalin y su estrategia de penetración. En la conferencia de
Teherán (28 de noviembre -1 de diciembre de 1943), la primera en la que estuvieron
presentes los 3 grandes, Churchill intentó persuadir a Roosevelt de la necesidad de unir
esfuerzos para avanzar en el Mediterráneo y en los Balcanes, y contener de ese modo las
ofensivas soviéticas. En la capital persa, donde se habló con detalle del segundo frente y
de las reclamaciones soviéticas sobre Polonia, Roosevelt se reunió a solas con Stalin,
que, con gran maestría, explotaba las contradicciones internas de los aliados y sus
flancos débiles. En Yalta, el presidente afirmaría que «entre Estados Unidos y la URSS
no existen diferencias en el plano de la política exterior». En la conferencia de El Cairo,
camino de Teherán, en la que tomó parte Chiang Kai Chek, se decidió la expulsión del
Japón de los territorios conquistados, incluida Corea. En la conferencia de Quebec, en
octubre de 1944, se aprobaron los planes de Eisenhower para avanzar en Europa, la
participación británica en la conquista de Japón y el reparto de Alemania en zonas de
ocupación. También se aprobó el descabellado «plan Morgenthau», la conversión de
Alemania en tierra de agricultores y pastores, proyecto abandonado poco después.
Desde Quebec, Churchill viajó a Moscú para negociar con Stalin un compromiso
entre rusos y polacos y el reparto en zonas de influencia de los Balcanes para «aguantar
el avance del Ejército Rojo y la creciente influencia soviética en región». La sublevación
de Varsovia acababa de ser sofocada. En pocos minutos, Stalin y Churchill, dueño de un
imperio venido a menos, se pusieron de acuerdo sobre un reparto de zonas de
influencia y en porcentajes sin precedentes en la historia. El acuerdo quedó reflejado en
un trozo de papel: Moscú se aseguraba un predominio del 90% en Rumania, de un 75%
en Bulgaria, de un 50% en Yugoslavia y en Hungría y de un 10% en Grecia. Los demás,
en especial Gran Bretaña, se quedaban en esos mismos países con el 10, el 25, el 50 y el
90%, respectivamente.
Stalin subrayó el acuerdo con un grueso trazo de lápiz azul. Después, cuenta
Churchill en sus Memorias, se produjo «un largo silencio». El primer ministro británico
preguntó:
—¿No parecerá un poco cínico que hayamos pretendido resolver de forma tan desenvuelta problemas de
los que depende la suerte de millones de seres? Quememos este papel…
—No, guárdeselo —contestó Stalin.
La conspiración
contra Hitler
No podían darse dos tipos humanos tan diferentes como Hitler y el coronel jefe del
Estado Mayor de las Fuerzas de Reserva, Claus Graf Schenk von Stauffenberg. El
coronel conde Stauffenberg, de 38 años, católico ferviente, hijo de la aristocracia suaba y
uno de los cabecillas de la conspiración, fue el encargado de colocar su cartera de mano
con una bomba de relojería de fabricación británica bajo la mesa de Hitler en la sala de
juntas de la guarida del lobo, en la región de los lagos de Mazurie, hoy Polonia. Si aquel
20 de julio de 1944 a las 12.41 horas, Brandt, el ayudante de campo del general Adolf
Heusinger no hubiera desplazado unos centímetros el maletín de color marrón del
conde, es seguro que el curso de la historia hubiera sido distinto.
Von Stauffenberg era un héroe manco y tuerto de las campañas del norte de Africa.
En Túnez había perdido un ojo, el brazo derecho y 2 dedos de la mano izquierda
cuando su coche saltó sobre una mina. Como en tantas otras ocasiones, aquí hay un
antes y un después de la historia. Antes, Hitler tan sólo había sufrido un atentado, el
que protagonizó en 1939 el simpatizante comunista y relojero Georg Elser, que, tras
hacerse novio de una de las camareras para moverse con mayor libertad, logró colocar
una bomba en una de las columnas de la gran cervecería de Nuremberg en la que, como
todos los años, el Führer tomaba la palabra el 8 de noviembre. La explosión estaba
prevista para las 23.30 horas. Hitler, fiado de sus presentimientos o urgido por los
avatares de la campaña polaca, salió de la cervecería diez minutos antes de que estallara
la bomba de Elser, que mató a siete personas e hirió a otras sesenta y tres.
Hitler tomó siempre las precauciones necesarias: chaleco antibalas, casco especial,
cambio de los planes fijados sobre la marcha. Se hacía probar la comida por sus
ayudantes y no dejaba nada al azar. La idea de la colocación de una bomba, ya que esa
parecía la única posibilidad de eliminar físicamente a un hombre tan bien protegido, se
le pasó por la cabeza antes de la guerra al agregado militar británico en Berlín, coronel
Mason-MacFarlane. En el período victorioso que va desde El Alamein en octubre de
1942 hasta Stalingrado en enero de 1943, los intentos de atentado fueron interpretados
como una traición. Después del fracaso de Stalingrado, revistieron el significado de una
patriótica liberación.
Los conspiradores, gente conservadora, militares en su mayor parte y con
conexiones religiosas y aristocráticas (los enemigos del cabo austríaco), deseaban salvar
a Alemania de la destrucción física y moral. Tan sólo había un medio para lograrlo:
matar a Hitler. La «operación Walkiria» preveía no sólo la eliminación física del Führer,
sino la toma del poder por el ejército en Berlín, Viena y París, así como la formación de
un gobierno cuyo primer gesto sería el de entablar conversaciones con las fuerzas
anglonorteamericanas para poner fin inmediato a la guerra.
«Quien espere encontrar traidores entre nosotros, ignora por completo el carácter
del Estado nacionalsocialista; el que crea poder provocar un 25 de julio en Alemania,
demuestra que no conoce ni mi posición personal ni la lealtad de mis colaboradores
políticos, de mis mariscales de campo, almirantes y generales», afirmó Hitler por la
radio al día siguiente del armisticio en Italia, la caída de Mussolini en la reunión del
Gran Consejo Fascista. Un año después, también en julio, el Führer recibiría a sus pies la
explosión de la cartera de mano del conde Stauífenberg, biznieto por parte de madre de
Geisenau, héroe nacional de la guerra contra Napoleón.
No fue ése el primer intento, como hemos visto. En 1939, el general Hammerstein
trató de atraer a Hitler a su cuartel general en Colonia para destituirlo, pero el Führer no
cayó en la trampa. La misma suerte corrieron otras tentativas similares en 1941 y 1942, y
en la primavera de 1943 en los cuarteles generales de von Bock y de von Kluge en Rusia.
Tan sólo en 1944, en el crepúsculo de los dioses, el número de los atentados se elevó a
siete. En marzo, un grupo de oficiales conjurados pensó en detener a Hitler de visita al
frente de Smolensko. Más tarde, 2 de los oficiales del mariscal von Kluge fabricaron una
bomba de relojería y se la entregaron en el interior de una maleta al coronel Brandt,
quien, sin saber lo que contenía, viajó en el mismo avión de Hitler. La bomba,
defectuosa, no explosionó. En abril, el coronel barón von Gersdorff trató de matar a
Hitler en el curso de una inspección. El mismo mes, el general Helmuth Stieff, llamado
«el enano venenoso», pensó colocar una bomba de relojería en la sala subterránea de
Rastenburg, la guarida del lobo de la Prusia oriental en la que Hitler celebraba de
ordinario sus conferencias militares, pero el general desistió en el último momento.
Von Stauffenberg, como jefe del Estado Mayor del general Fromm desde 1943 y
comandante del Ejército del Interior, pudo tomar contacto con oficiales hostiles a Hitler.
Formaban el núcleo aristocrático de la Wehrmacht. Los militares no deseaban el final de
la guerra santa contra la Unión Soviética. Firmarían el armisticio con los anglo-
norteamericanos pero continuarían la batalla contra la Unión Soviética. En julio de 1944,
el coronel Stauffenberg fue llamado tres veces por Hitler a Berchtesgaden y en las tres
ocasiones se presentó con dos bombas de relojería en su maletín. Los atentados
fracasaron. Quedaba otra oportunidad.
EL DÍA
El día 20 de julio de 1944, jueves, fue «Der Tag», el día. La tarde anterior, el coronel
Stauffenberg supo que al día siguiente debía presentarse en el cuartel general de
Rastenburg. El intento del 11 de julio fracasó porque el conde suabo deseaba acabar con
tres vidas de un solo bombazo, las de Hitler, Himmler y Goering. Estos dos últimos no
aparecieron y se suspendió el plan. El 15 de julio, en el cuartel general de la Prusia
oriental, cuando el conde se disponía a accionar el dispositivo, Hitler salió de la sala de
reuniones y no volvió. Pero aquel 20 de julio no habría más dilaciones: la «operación
Walkiria» pondría fin al nazismo. Unos quince mariscales y generales, además de
políticos, intelectuales, profesionales y oficiales, estaban al tanto del complot. En cuanto
se conociera la noticia de la muerte de Hitler —calculaban que llegaría en torno a la
1.30—, los jefes militares de la conjura, los resistentes Goerdeler, Beck —que sería el
nuevo jefe de Gobierno—, Osten, von Hassel, Olbricht, Canaris —jefe del Servicio de
Inteligencia Militar—, von Stulpnagel —gobernador militar de Francia—, von
Tresckow, etc., darían la orden de ocupar los puntos estratégicos de Berlín, Viena y París
y de desarmar a las SS. Por la tarde, la radio anunciaría la caída del régimen.
El 20 de julio hacía mucho calor incluso en la zona boscosa en la que se hallaba
situado el cuartel general de Hitler. El Führer analizaría la marcha de la campaña en el
Este. Abajo, en el búnquer, hacía tanto calor que sus generales prefirieron celebrar la
reunión en la sala de mapas del piso superior, con las ventanas abiertas de par en par.
El conde llevaba en su cartera de mano una bomba de 250 gramos. Entró en la sala y
depositó el maletín a unos metros de los pies de Hitler bajo la robusta mesa de roble.
Después, con la disculpa de una llamada telefónica desde Berlín, Stauffenberg
abandonó la sala de conferencias. Eran las 12.33, la hora de «Walkiria», la operación que
llevaba el mismo nombre que el plan imaginado por Hitler para dar el poder al ejército
en caso de cualquier intento de sublevación de los trabajadores extranjeros, los
deportados y los prisioneros de guerra en Alemania, más de 8 millones en total. En el
búnquer 88 de la oficina de transmisiones del Ejército, el conde aguardaba la explosión
en compañía de otro de los conspiradores, el general Fellgiebel. Esa misma tarde se
esperaba la llegada por tren de Mussolini.
A las 12.41, Hitler, armado de una lupa, se inclinaba sobre el mapa de operaciones
del Frente oriental. El general Heusinger informaba en ese instante: «Si el grupo de
ejércitos no logra retirarse de Peipus, una catástrofe…». Una catástrofe fue la última
palabra pronunciada por Heusinger antes de que la sala saltara por los aires. El
deslizamiento del maletín por Brandt salvó la vida de Hitler. El Führer cayó por tierra
como consecuencia de la onda expansiva, pero tan sólo sufrió ligeras heridas en el codo
derecho y en la cabeza y magulladuras diversas. Se quedó sordo del oído derecho. En
cuanto se disipó el humo, el mariscal Keitel corrió a socorrer a su jefe y le abrazó con
estas palabras: «Mi Führer, estáis vivo». Sí, estaba vivo bajo las vigas desprendidas, del
techo arrancado de cuajo, de los restos de ventanas, de los vidrios rotos, de la mesa cuya
robusta pata amortiguó la explosión y le salvó la vida.
En su biografía de Stauffenberg, Joachim Kramarz cuenta que, después de la
explosión, el conde afirmó que no volvería ya a la conferencia, sino que almorzaría con
el comandante. «De hecho, él y su ayudante Haeften se dirigieron al aeropuerto. Al
pasar por la sala de conferencias, lo que vieron les confirmó sin lugar a dudas que la
explosión había hecho su trabajo. El coche de Stauffenberg fue detenido en la primera
barrera desde la que se veía el destruido pabellón de invitados. Dijo que debía dirigirse
a toda prisa hacia el aeropuerto. Como el oficial de control le conocía personalmente, le
dejó pasar. En cualquier caso, la alarma no sonó hasta un minuto y medio después. En
la segunda barrera, el conde y conspirador dio la misma explicación. El sargento le
informó que se había recibido la orden de prohibir las entradas y salidas. Stauffenberg
pidió hablar con el comandante por teléfono. Este se encontraba ya en la zona de la
explosión. Su ayudante, el capitán von Molledorf, se puso al aparato. El conde le explicó
que tenía el permiso del comandante para abandonar el área de seguridad ya que su
avión despegaba a las 13.15. La barrera se abrió. La manera de pasar la tercera barrera
rozó la temeridad. Si esta vez, en lugar del ayudante hubiera sido el propio comandante
el que atendiese al teléfono, éste no le habría permitido pasar del Area II del Cuartel
General: tan sólo unos minutos antes aseguró que almorzaría con él».
Camino del aeropuerto, Haeften arrojó lejos del coche un paquete cubierto con papel
marrón que contenía la segunda bomba que quizá hubieran utilizado de no funcionar
bien el detonador de la primera. Stauffenberg subió al avión convencido de que Hitler
había muerto en el atentado. El estado mayor de la conspiración le esperaba en Berlín.
No pudo comunicar con la capital desde el aparato. Fueron 3 horas de vuelo y de
inquietud. Desde la guarida del lobo, el general Fellgiebel, que comprobó que Hitler
estaba vivo, trató de informar a sus cómplices para que abortaran la «operación
Walkiria». Sin embargo, después del atentado todas las comunicaciones quedaron
cortadas entre el cuartel general y el exterior. Fueron horas decisivas que los conjurados
no supieron aprovechar. Con el único hombre capaz de tomar decisiones, Stauffenberg,
inmovilizado en el aire, los demás perdieron el tiempo en cavilaciones y conjeturas. El
ministro de Armamento Albert Speer se encontraba en Berlín en la oficina de Goebbels
cuando un altavoz anunció: «Señor ministro, el cuartel general le llama con urgencia. El
Dr. Dietrich está al aparato». «Doctor Dietrich, aquí Goebbels. ¿Cómo dice? ¿Un
atentado contra el Führer? ¿Ahora mismo? ¿Dice que el Führer está vivo en el barracón
de Speer? El Führer cree que se trata de un obrero extranjero de la organización Todt…».
SOSPECHAS
De Normandía a Berlín
MATAR NAZIS
Más allá de la cabeza de playa empieza la guerra. Tanques apostados junto a los
pastizales con vacas normandas, cañones emplazados entre los setos, esos malditos
setos que harán más lento el avance motorizado, campos minados, ambulancias que
cruzan en dirección a los hospitales de campaña. La infantería: la hora de la verdad. Los
cadáveres desparramados por la llanura, como caídos del cielo, como maletas
abandonadas, se descomponen al sol. Es la tierra del bocage, el boscaje enmarañado de
las líneas de setos y matorrales. En cada uno de ellos acecha una emboscada, los nidos
de ametralladoras, los bazucas, los lanzagranadas. ¿Para qué sirven en este terreno los
tanques? El ejército alemán, castigado por la aviación aliada, aparece desplegado contra
la parte oriental del perímetro aliado. Británicos y canadienses combaten en una serie
de acciones limitadas: evitan que la Wehrmacht se desplace hacia el flanco occidental,
donde los norteamericanos se aprestan a abrir una profunda brecha.
Al este, británicos y canadienses se dirigen hacia el Sur, hacia Caen. Los
norteamericanos avanzan por la península de Cotentin y ponen sitio a Cherburgo. La
guarnición alemana, temerosa del comandante, un SS fanático y vengativo, resiste
durante 4 días. Cuando entran los norteamericanos sólo encuentran ruinas. Los
alemanes han dinamitado las instalaciones, bloqueado los muelles con maquinaria y
metal. Han colocado trampas por todos lados. Han logrado cortar la vía de escape
alemana por la costa de Normandía y las defensas de la Wehrmacht al oeste del río Vire
viven el desbarajuste y el caos. Las carreteras están abarrotadas de alemanes en retirada.
El general Patton, con su Tercer Ejército, galopa imparable por la región bretona. Tiene
prisa por llegar a Berlín. Si su jefe Eisenhower le dejara… Es el general «Oíd blood and
guts», vieja sangre y redaños, ama al mismo tiempo a sus caballos y a sus carros, ha
combatido a Pancho Villa en México, va cubierto de medallas y de pistolas de nácar,
profano, vulgar, exhibicionista. Montgomery siente celos de él, quiere llegar más lejos
que él, correr más que él. Sentimental, violento, irascible, intemperante, genial,
jactancioso como Montgomery, querido por sus tropas, dicen que ha dicho que
Eisenhower es un general inglés que se pasa la guerra jugando al golf, que a los
británicos habría que devolverlos a la bolsa de Dunquerque. Va a atravesar Francia al
trote, dejando atrás los vientos, devorado por la prisa, tal y como lo hemos visto en el
papel que representa en la película el actor George Scott. Está hecho para la guerra y la
ofensiva. Se dirige hacia el Sur y hacia el Este, a paso de carga, hacia el Sena para cerrar
al Séptimo Ejército alemán en un anillo de carros y fuego.
Patton trata a sus unidades blindadas como si fueran la caballería. «Elan» se llama
esa figura, ímpetu, brío, impulso. Hiüer le tiene reservada una sorpresa: 5 divisiones
panzer y 2 divisiones de infantería le esperan en Mortain. Al general de caballería le
basta con una división. Los alemanes se retiran en dirección a Falaise. Le deja el trabajo
a su rival Montgomery. Patton ha llegado tan lejos en tan poco tiempo que se ha
quedado sin mapas y sin deberes que hacer. Ya no sabe el terreno que pisa. A paso más
lento, Montgomery avanza hacia el sur de Caen. Si el Séptimo Ejército alemán muerde
el polvo en Falaise, los aliados podrán cruzar el Sena hacia el paso de Calais. El control
aliado del aire frena los movimientos de la Wehrmacht: sufren por los 2 lados, en el
frente ruso y en el frente francés. Montgomery va a cometer un grave error: coloca en
Falaise divisiones canadienses que no han entrado casi en fuego y la División Blindada
polaca. Montgomery desprecia a los generales norteamericanos: no quiere saber nada
de ellos. De la bolsa de Falaise escapan los restos del Grupo B del ejército alemán. A
estas alturas los nazis han sufrido 250.000 bajas. Pero los aliados no se ponen de
acuerdo. El general Montgomery tiene problemas con todos, hasta con sus canadienses:
ha fracasado en el punto de sutura de la bolsa de Falaise. Churchill quiere cancelar a
toda costa el plan de invasión del sur de Francia. Prefiere consolidar el frente italiano.
¿Cómo espera que puedan aprovisionar a los ejércitos aliados sin ocupar los puertos
mediterráneos de Francia? El ambiente se acalora. Están a punto de cesar al rebelde e
intratable Montgomery. Al final Eisenhower impone su ley: la «operación Anvil».
(Yunque), rebautizada con el nombre de «Dragón». Desembarcarán con éxito en Tolon,
Niza y Marsella: franceses y norteamericanos del Séptimo Ejército avanzan hacia el Sur
y el centro. El mariscal Pétain es un simple prisionero de los alemanes, y Laval sigue
dócilmente la estela alemana para formar un gobierno en el exilio: todavía cree en una
contraofensiva de la Wehrmacht, pero Hitler está ya a la defensiva. Laval huirá a Italia,
y de allí escapará a España en un bombardero JU-88 con tripulación alemana, para
aterrizar en Barcelona el 2 de mayo de 1945. Franco no quería saber nada del
colaboracionista francés y Laval tuvo que huir, ya en julio, hacia Austria, donde le
apresaron los norteamericanos, que lo repatriaron a Francia. Encausado judicialmente,
fue condenado a muerte y fusilado en París el 15 de octubre de 1945.
BOMBAS VOLANTES
EL PUNTO VITAL
«Todo lo que hemos tocado se ha convertido en oro. Durante las 7 últimas semanas hemos vivido
una serie ininterrumpida de éxitos militares», afirmó Churchill el 10 de septiembre de 1944
cuando llegó a Quebec para tomar parte en la conferencia. En la ciudad canadiense se
aprobará el plan del general Eisenhower de romper la Línea Sigfrido y cruzar el Rin. El
comandante supremo se ha puesto al frente de la campaña desde el día 1 con
Montgomery y Bradley como lugartenientes. Tras la toma de Amberes y Rotterdam, el
plan favorece la línea norte en su aproximación a Alemania siempre que el tiempo sea
favorable. Se deja en paz a las fuerzas alemanas en los Balcanes. Tarde o temprano se
vendrán abajo ellas solas. Además, no hay fuerzas aliadas que se puedan trasladar a esa
región. La conferencia de Quebec deja en el aire una predicción: Japón se rendirá
dieciocho meses después de la derrota de Alemania.
El 17 de septiembre es domingo. El tren que lleva a Churchill y Roosevelt atraviesa
por un paisaje bucólico de granjas y vacas que ramonean en los prados. A miles de
kilómetros de allí florecen desde el cielo miles de paracaídas. Ha empezado la
«operación Market Garden». (Mercadojardín). Patton ha tomado Nancy, se dispone a
cruzar el Mosa entre esta ciudad y Metz. El general Devers, con el grupo de ejércitos del
Sur, avanza desde la Riviera para unirse con él en Dijon 6 días más tarde. El 13 de
septiembre llegará el Primer Ejército del general Hodges para colocarse a la izquierda
de Patton, al borde de la Línea Sigfrido. Todo va bien para los aliados, salvo que las
reservas de combustible se acaban. Los tanques y los vehículos tragan mucha gasolina:
hay nuevas bocas que alimentar y nuevos obuses que cargar.
Montgomery parece inquieto. Sus tropas han entrado en Amberes, pero los
alemanes se defienden cerca del puerto. Lo que «Monty» exige es un rápido avance
hacia la cuenca industrial del Ruhr. Según los principios clásicos de la guerra hay que
concentrar el máximo de poder en un punto vital. La dificultad está en determinar
dónde se encuentra ese punto vital. Montgomery lo sabe: es el Ruhr. Eisenhower tiene
que soportar con toda su paciencia a estos ingleses. «Monty» cree que si sus ejércitos
asestan un golpe certero en el Ruhr, el corazón industrial de Alemania, los cañones y el
acero, los altos hornos de Krupp en Essen, las empresas Thyssen en Mulheim,
Dormund, Duisburgo, Wuppertal, Solingen, etc., todo caerá en sus manos. Eisenhower
dice no, como antes le ha dicho no a Churchill, que pretendía seguir su absurda guerrita
en el bajo y blando vientre de Europa. «Monty» insiste: la guerra puede acabar para la
Navidad. «Ike», el comandante en jefe, defiende un frente más amplio y ataques
continuados en cada sector. Montgomery obedece.
TEMBLOROSO Y AVEJENTADO
NUTS!
La siguiente parada y fonda fue París. Churchill se vistió con el uniforme azul de
comodoro del aire y acompañó al general De Gaulle en el paseo por la plaza de la
Concordia y los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo. Entre distantes salvas de
honor, el primer ministro depositó una corona de flores en la tumba del soldado
desconocido y otra en la base de la estatua del «Tigre». Clemenceau, uno de los políticos
que más admiró. Después se dirigió hacia el cuartel general de Eisenhower. Churchill
celebró el Día de Acción de Gracias con sus aliados estadounidenses con brindis por el
éxito de una guerra que tenían ganada «en unidad de acción contra la odiada tiranía».
Eran las últimas Navidades de la guerra.
Los norteamericanos estaban rodeados en Bastogne, pero el general Anthony
MacAuliffe no parecía preocupado. Como todas las mañanas, había dado una vuelta de
inspección por el perímetro nevado. Ve a su gente llena de moral. Que no cunda el
pánico. Unas horas antes, 2 emisarios alemanes enarbolando bandera blanca habían
entregado un mensaje para el comandante de la plaza. El sobre llevaba la inscripción:
«Al comandante norteamericano de la cercada ciudad de Bastogne» y la fecha del 22 de
diciembre de 1944. La misiva decía así:
«La fortuna de la guerra ha cambiado. Esta vez, las fuerzas de Estados Unidos en Bastogne han sido
rodeadas por unidades acorazadas alemanas. Sólo existe una posibilidad de salvar de la aniquilación total a las
tropas de Estados Unidos, una rendición honorable. Les concedemos 2 horas para que lo piensen. Si rechazan
la propuesta, un cuerpo de artillería alemana y 6 batallones de baterías antiaéreas están preparadas para
aniquilar a las tropas norteamericanas en Bastogne y sus alrededores. La orden de abrir fuego se dará
inmediatamente después de la tregua de 2 horas. Todas las pérdidas de población civil causadas por el fuego
artillero no se corresponderán con el bien conocido sentido humanitario de los norteamericanos. Firmado, el
comandante alemán general von Luttwitz, XLVII Cuerpo de Panzer».
Los mensajeros alemanes esperaban en el cuartel general con los ojos vendados. Al
cabo de un tiempo hicieron saber que se consideraban con derecho a una respuesta
oficial. El general MacAuliffe no tardó en dársela. Pidió un impreso de comunicaciones
oficiales y escribió: «Nuts. Firmado, el comandante norteamericano». «Nuts». Los
emisarios alemanes no comprendían la palabreja, que en español se puede traducir «y
una mierda», «narices» o «al carajo». El coronel Harper tuvo que explicarles su
significado a los alemanes con algunas otras expresiones del argot de trinchera. En la
transcripción oficial alemana se borró el «nuts» y se dejó en «rendición rechazada». Hoy,
el Museo de Bastogne se llama «Nuts».
Hitler se hacía ilusiones en su nuevo nido del águila. Su soporte espiritual y moral
no era otro que la figura de Federico el Grande, que después de 7 años de cruenta
guerra sufría la presión de sus generales y hasta de su propio hermano: debía poner fin
a la contienda. «La testarudez y la confianza de un hombre cuando los demás lo creían
todo perdido —explicaba Hitler a sus consejeros— allanaron el camino hacia el milagro
y la victoria». Hitler todavía creía en ella. Por eso se sacó de la manga las últimas cartas,
la «operación Niebla Otoñal» y la «operación Greif», la palabra alemana del mitológico
Grifón, medio águila medio león, guardián del oro y de las piedras preciosas de una
región misteriosa del Asia central. «Las mitologías le fascinaron siempre —escribe
Robert Payne— y ahora vivía en una de ellas». Hitler creía que el enemigo estaba tan
obsesionado con sus ofensivas «que no pondrá atención a las nuestras».
El Führer volvía y volvía sobre la parábola de Federico el Grande. Al general
Wolfgang Thomale, inspector general de las Fuerzas Acorazadas, le leyó una carta de
Federico el Grande: «Entré en esta guerra con el ejército más maravilloso de Europa;
ahora tengo ante mí una pirámide de basura. No cuento ya con jefes, mis generales son
incompetentes, mis oficiales no saben mandar, mis tropas están acabadas». Sí, añadió
Hitler, y a pesar de todo ganó la guerra. Cuando el general Guderian fue a comunicarle
que los soviéticos se aprestaban a la ofensiva final, Hitler perdió el control de los
nervios: «Esa es la mayor impostura desde Gengis Kan. ¿Quién ha fabricado esa
basura?». Himmler estaba de acuerdo con su caudillo: «No creo que los rusos vayan a
atacarnos. Las cifras que le han facilitado son exageradas».
LA OFENSIVA DE LAS ARDENAS
Una hora antes del amanecer del 16 de diciembre, mil cañones alemanes vomitaron
fuego a través de la niebla. Después, 20 divisiones de blindados y de infantería se
abrieron paso entre los bosques. Al contemplar la escena, un oficial de la 99 División
aliada, al que le informaron que los alemanes sólo contaban con 2 cañones hipomóviles,
exclamó sorprendido: «Dios mío, van a llevar a sus 2 caballos a la muerte». La niebla
impedía el reconocimiento aéreo. El bombardeo artillero rompió las líneas telefónicas.
En algunas de las aldeas belgas, los estadounidenses iniciaron un tímido repliegue, en
otras resistieron el ataque de aquellos soldados alemanes vestidos con uniformes
blancos para confundirse con la nieve. Un coronel norteamericano entregó el mando a
su segundo y corrió hacia retaguardia en estado de choque: «Voy a por municiones»,
dijo muerto de miedo. Otro general falleció de un ataque al corazón. Al caer la noche
del 16 de diciembre, primer día de la batalla del saliente de las Ardenas, todavía se
preguntaban en el cuartel general aliado de Versalles si se trataba de una ofensiva en
regla o de un simulacro, de una maniobra de diversión. No era de extrañar: los tanques
aliados llevaban ya la inscripción: «Hacia el Pacífico». Eisenhower contaba con 2
ventajas: hombres y movilidad. Dos divisiones acorazadas, una en cada extremo del
arco norte-sur del dispositivo aliado fueron despachadas hacia el centro del ataque.
El grupo de combate de las SS, al mando del coronel Joachim Peiper, abrió una
brecha de casi 50 kilómetros, hasta el puente sobre el río Ambleve: 8.000 soldados de
infantería quedaron embolsados cerca de St. Vith. A los tres días, se rendían a fuerzas
inferiores en número. Antes de ser fusilados según las leyes de la guerra por vestir
uniforme norteamericano, 4 soldados de Skorzeny que viajaban en un jeep confesaron
para despistar que eran miles y miles los comandos que se dirigían como ellos hacia las
posiciones aliadas. Pronto correría el rumor a través de «Radio Macuto»: columnas
acorazadas de soldados disfrazados de norteamericanos se dirigían a París para
asesinar a Eisenhower. «Todavía podemos perder la guerra», aseguró el general Patton en
tono sombrío.
En una entrevista que hicimos a Otto Skorzeny en la agencia de información que
dirigía por entonces, el coronel que liberó a Mussolini y que se instaló en España tras
escapar de un campo de concentración gracias a la ayuda de sus amigos el general
Muñoz Grandes, Vigón y el conde de Mayalde, alcalde de Madrid, afirmó que fue él
quien hizo circular ese rumor. ¿Hubiera sido posible una operación como el secuestro
de Eisenhower?, preguntamos a Skorzeny. «Ya lo creo —respondió con su habitual
seguridad en sí mismo—. Por muchas medidas que se adopten para proteger a alguien,
siempre es posible el éxito de una operación de comandos. De haber intentado el secuestro de
Eisenhower podríamos haber fracasado o triunfado, pero es seguro que en Versalles hubieran
sabido de nosotros».
Los paracaidistas alemanes aparecían por todos lados. Un corresponsal de guerra
británico aseguró haber oído que una mujer alemana que hablaba muy bien el inglés
había sido lanzada detrás de las líneas norteamericanas para seducir a los G.I. y
apuñalarlos después. El truco funcionó al principio: los soldados yanquis se
preguntaban unos a otros, en plena crisis de confianza, cuál era la capital de Dakota del
Norte y cómo se llamaba el marido de Betty Grable. Un general fue detenido porque
colocó a los Cuns de Chicago en una equivocada liga de béisbol. Al corresponsal Cyril
Ray lo metieron preso para preguntarle cuántas barras blancas tenía la bandera de
Estados Unidos y quién ganó el campeonato del año anterior. Cyril mostró los papeles
de identificación. «Si es usted inglés —le fulminó un sargento—, ¿por qué lleva una boina
roja francesa?».
Para añadir un grado más de confusión y caos a la escena, merodeaban por el sector
soldados de permiso que habían robado camiones de gasolina, cajas de jabón y
cigarrillos para venderlos en el mercado negro. «Esto es como el Chicago de los tiempos de
Al Capone», bramó furioso un oficial estadounidense que acababa de detener a un
comandante que envió 36.000 dólares a su casa producto del estraperlo. Era el botín de
la guerra. Pero no fue sólo una historia de incompetencia, cobardía y corrupción. El
coronel de las SS Peiper se quedó sin apoyo tras su cabalgada. Fue entonces cuando el
general Eisenhower ordenó al Tercer Ejército de Patton, que se dirigía hacia el Este, que
diera un giro de 90 grados para fortalecer el flanco sur. Fue una maniobra muy
complicada. Patton tuvo que atravesar colinas nevadas, senderos de mulas, zonas
boscosas: en menos de un día recorrió más de 160 kilómetros. En una semana reunió
dos cuerpos de ejército al sur de las Ardenas y alivió la presión sobre Bastogne.
¿Y al norte de las Ardenas? Las fuerzas del general Ornar Bradley, el camarada de
Eisenhower en la academia de West Point, se dividieron tanto ante el embate alemán
que «Ike» escribió en sus Memorias,«Me di cuenta de que era imposible para él (Bradley)
concentrar las fuerzas norteamericanas del Norte y del Sur en el saliente de las
Ardenas». Así las cosas, Eisenhower puso los 2 flancos bajo el mando unificado de
Montgomery. Mientras tanto, los alemanes habían perdido el impulso de las primeras
horas. Ni siquiera pudieron ocupar los enormes depósitos de gasolina que las unidades
estadounidenses vigilaban, y que estaban señalados como uno de sus objetivos
prioritarios. La congestión del tráfico era tal que se vio a un apopléjico general Model, el
sucesor de von Kluge, de pie en un cruce, dirigiendo la circulación en una aldea.
Se abrió el cielo. Los aviones de reconocimiento y los bombarderos pudieron
despegar ahora para castigar a las columnas de Hitler. Bastogne aguantó el sitio durante
toda la campaña hasta convertirse en una de las leyendas militares de Estados Unidos,
con una lápida de recuerdo en la academia militar de West Point. El día de Navidad, los
sitiados de Bastogne recibieron 100 toneladas de suministros. Los carros de Patton
entraron por fin en la ciudad. La batalla de las Ardenas había terminado: costó a los
alemanes 80.000 bajas, de ellas 13.000 muertos, unos 800 tanques y 1000 aviones. Las
pérdidas norteamericanas fueron más o menos las mismas que las alemanas. Pero los
aliados podrían sustituir a sus muertos y heridos, a sus tanques destruidos; los
alemanes no. Un soldado llamado Eddie Slovik fue ejecutado por deserción, la primera
ejecución de este tipo desde 1865 en el Ejército de Estados Unidos.
El «segundo Dunquerque», como lo llamó Hitler antes de tiempo, podía haber
discurrido mejor de haber dispuesto de fuerzas suficientes para aguantar el tirón. Fue el
último fogonazo del blitzkrieg. Ayudó a los rusos en su avance desde el Vístula y quemó
parte de las veinte divisiones alemanas que hubieran sido necesarias para resistir en el
frente alemán. La mejor defensa no era el ataque como creyó Hitler. Para colmo de sus
desgracias, la última ofensiva aérea alemana del 1 de enero de 1945 terminó con los
restos de la Luftwaffe de Goering. Los aliados bautizaron la batalla de las Ardenas
como la «ofensiva Rundstedt», que nada tuvo que ver en su concepción ni en su
desarrollo. «Hitler —protestó el mariscal— nunca me consultó sobre las posibilidades
de éxito de la batalla de las Ardenas. Las fuerzas de que disponíamos eran insuficientes
para un plan tan ambicioso. No contábamos con los refuerzos apropiados ni con el
necesario abastecimiento de municiones. Aunque el número de las divisiones blindadas
era elevado disponíamos de pocos carros. Eran, en gran parte, unas fuerzas de papel. Pero
resultaba inútil protestar ante Hitler». Los jefes alemanes sabían del alto número de bajas
sufrido por la Wehrmacht en cinco años de combate: 3.800.000 soldados.
LA APUESTA DE 5 LIBRAS
El 14 de enero de 1945, en el Diario de Guerra del Estado Mayor alemán podía leerse
esta frase: «La iniciativa en el área de la ofensiva ha pasado al enemigo». Al día siguiente, con
la guerra pisándole los talones, Hitler abandonó Adlerhorst para volver a la que sería su
última morada, la Cancillería del Reich en Berlín. Durante 100 días más, impartió
órdenes y monólogos, movió sobre el mapa ejércitos que sólo existían en su sesera,
maldijo mil veces a sus enemigos, tantas como años soñó para un imperio, con alianzas
nuevas y nuevas armas secretas. Tan sólo le quedaban 2 alivios: las mentiras de los
horóscopos y las píldoras que le recetaba el doctor Morell.
Montgomery perdió su apuesta del 15 de diciembre con Eisenhower. 15 días antes,
en una carta explosiva, «Monty», lleno de rabia, echó en cara a Eisenhower que
Alemania no hubiera sido aún derrotada y hasta le sugería que abandonara el puesto de
comandante supremo. «Ike» se tragó el escuerzo y le respondió con humor el 16 de
diciembre: «Me quedan 9 días, y aunque parece casi seguro que haya usted ganado sus 5 libras
para Navidad, no las cobrará antes de esa fecha». Quizá para endulzar sus críticas,
Montgomery le devolvió el cumplido: «La batalla de las Ardenas se ha ganado en primer
lugar por las firmes cualidades del soldado norteamericano como combatiente».
La Línea Sigfrido corre de Norte a Sur: minas, obstáculos antitanques, blocaos.
Situado entre el río Maas y el Rin es uno de los peores terrenos de combate de Europa,
un territorio pantanoso que no ofrece protección al atacante y por donde las columnas
de avituallamiento apenas pueden pasar. Por delante, hacia Alemania se extienden los
pinares de Reichwald. Durante tres semanas, las fuerzas de Montgomery se
empantanan en este sector. Los días son cortos, el tiempo calamitoso. El enemigo cuenta
con lo mejor que le ha quedado, 2 divisiones de paracaidistas, una de panzer granaderos
y otra acorazada. La humedad, el agua lo invaden todo. Los soldados están calados
hasta los huesos. Los alemanes desplegados en la frontera parecen dispuestos a vender
cara su piel. Es la respuesta de los desesperados ya en territorio de la madre patria al
oeste del Rin. La victoria para los británicos se mide en metros ganados. Bajo el fuego
de las granadas y las armas automáticas manda el instinto animal, el reflejo de
supervivencia, atrofiada la sensibilidad. El teniente coronel Martin Lindsay anotó en su
diario: «He dado una vuelta por el bosque y he visto al sargento B que encendía un fuego sobre
un alemán muerto y congelado colgado de la rama de un árbol; trataba de arrebatarle las botas.
Yo prefiero nuestras botas, pero la mayoría de los chicos parece que prefieren esas botas alemanas
que llegan hasta la rodilla. Dicen que calientan más y mejor». Un sargento, un joven francés
llamado Roger, resulta herido por fuego de ametralladora. Hemingway llama a los
camilleros. «Estoy satisfecho —le confía Roger— de morir en tierra alemana». El coronel de
la unidad blindada le dice al corresponsal de guerra y futuro Nobel de Literatura:
«Tengo la sensación, todo el tiempo, de tomar parte en una película». Los soldados de las SS
con su rostro ennegrecido por los rebufos, sangran por la boca y la nariz, se arrodillan
en la carretera, se arrastran para apartarse del camino de los pesados vehículos de
guerra. «Tal vez sea esta escena lo único difícil de adaptar al cine», transmitió al semanario
Colliers el autor de Fiesta.
EL PUENTE DE REMAGEN
El 12 abril, el teniente general Simpson, del Noveno Ejército de Estados Unidos, llegaba
al río Elba. Los norteamericanos se encontraban a 90 kilómetros de Berlín y a unos días
de tomar contacto con los rusos. El plan consistía en que Montgomery se adelantaría a
los rusos en Berlín, cuando de improvisto, aquella noche del 28 de marzo de 1944, llegó
a un Londres envuelto en la niebla y a oscuras la comunicación de Eisenhower: el plan
se había cambiado. La dirección principal de la ofensiva no tomaría el camino hacia el
Norte, sino hacia el Sur, hacia Baviera y Austria. El comandante supremo de las fuerzas
aliadas concedía de pronto a Berlín una importancia más psicológica que estratégica (lo
mismo que Hitler pensó sobre Moscú en la «operación Barbarroja») y decidía destruir
las fuerzas nazis concentradas en la Alemania meridional. Berlín sería para los rusos.
¿Por qué Eisenhower tiró así por tierra los planes aliados? «Ike» parecía convencido
que en las montañas de Baviera, en los Alpes austriacos, entre las Dolomitas y el
Brennero, Hitler había organizado la fortaleza alpina, un reducto nacional
inexpugnable, defendido por 200.000 fanáticos de las SS y de la Wehrmacht: el último y
desesperado intento de defensa. A aquel reducto alpino, según Eisenhower, irían a
recluirse en el momento del derrumbamiento del Tercer Reich, Hitler y el resto de los
jefes nazis. Habrían levantado colosales fortificaciones con toneladas de víveres,
copiosos pertrechos, un número increíble de armas, aeropuertos subterráneos, refugios
blindados, hospitales, depósitos y almacenes de todas clases. Allí se habrían dado cita
los maestros de la famosa escuela de formación de las SS de Bad Toeld, para que
sostuvieran por medio del terror los últimos intentos de resistencia. Era la madriguera
de los lobos sanguinarios que, después de la derrota, mantendrían vivo, con guerrillas y
represalias, el mito del nazismo.
Sostenía Eisenhower que era necesario neutralizar la fortaleza alpina, en caso
contrario la guerra podría prolongarse durante un año más. En el frente oriental, en el
Pacífico, en Japón, reclamaban tropas para el asalto decisivo. Se hacía necesario
sacrificar Berlín por la fortaleza alpina.
Nunca existió tal fortaleza alpina. Fue una de las mayores supercherías de toda la
guerra, un caso de sugestión, de hipnosis colectiva en el cuartel general de Eisenhower.
El primero que difundió, sin darse cuenta, el nombre de la fortaleza fue Goering cuando
un día, en Roma, por el placer de lanzar una frase, dijo al mariscal Kesselring: «Tendrá
el mando de la fortaleza alpina y, cuando todo se derrumbe, iré yo a defenderme y
morir en ella». A Skorzeny le pidieron que reuniera dos divisiones; tan sólo logró
reclutar trescientos hombres.
Esa fortaleza alpina tan sólo existía en la Suiza neutral. El alto mando alemán envió
a Innsbruck a un experto en fortificaciones, el general Marcienkiewieck, con un equipo
de técnicos, para estudiar si podrían reforzarse las defensas ya existentes en aquellos
lugares antes de la I Guerra Mundial, con otras más modernas al Norte y al Este. La
noticia, junto con otros rumores sobre un sistema de fortificaciones que corriese a lo
largo de Baviera y Austria hasta Viena, y desde la Italia septentrional hasta Klagenfurt,
llegó a finales de 1943 a oídos de los servicios de espionaje de Eisenhower. La fortaleza
alpina fue un bluff que cambió los planes aliados.
Entre el 12 y el 13 de enero de 1945, los soviéticos desencadenaron una gran
acometida desde la cabeza de puente de Baranov en el Vístula. Las fuerzas alemanas,
agotadas, reclamaban en vano refuerzos, provisiones, carburante sobre todo. Pero las
fábricas de armamento de Hitler y Speer quedaron pulverizadas por los bombardeos
aliados. Con tan inmensos frentes por cubrir Hitler no podía dar abasto a sus tropas.
Alemania era una nación dislocada. La Prusia oriental se venía abajo. Las carreteras se
poblaron de refugiados. Los soldados alemanes corrían a rendirse en las posiciones de
Bradley, de Montgomery antes de caer en manos de los soviéticos. «Los rusos están
sacándoles las tripas a la Wehrmacht», afirmó Churchill. Tenía razón. Stalin había
puesto en pie un ejército de 5 millones de hombres y 300 divisiones, frente a los 2
millones y las 200 divisiones, alemanas.
UN ABRAZO EN EL ELBA
El único problema serio con el que se encontró el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín
fue el del aprovisionamiento. «La campaña principal —escribe Liddell Hart— consistió
en dos grandes ofensivas soviéticas, una sobre cada ala, cada una de ellas seguida por
una larga pausa. La primera se lanzó en medio del invierno, la segunda en medio del
verano. En el curso de la campaña secundaria, que fue la consecuencia de la extensión
del flanco sur a través de la Europa central, las pausas fueron breves. Cuanto más se
extendía el frente, más menguaban las fuerzas alemanas. El desarrollo de los
acontecimientos demostró la importancia decisiva de la relación espacio-fuerza».
El Ejército Rojo había organizado una ofensiva que desencadenó en 1943 contra el
saliente del Orel. En el Sur, las fuerzas soviéticas, muy superiores, expulsaron a las
tropas nazis de su cabeza de puente en Kuban. El 31 de octubre, las unidades alemanas
y rumanas quedaron aisladas en la península de Crimea. A principios de noviembre
perdían Kiev, la capital de Ucrania, con un movimiento de tenaza de Sur a Norte que
copó a todo un grupo de ejércitos alemanes en el sector del Sur. A finales de diciembre,
las unidades alemanas sitiadas sufrieron el ataque en el centro del Primer Frente
Ucraniano, cuatro cuerpos de ejército, al oeste de Kiev. El ataque se extendió hacia el
suroeste y forzó a las fuerzas alemanas a evacuar la orilla del río Dniéper.
La continua ofensiva en el sector sur condujo al Ejército Rojo hasta el Dniéster a
finales de marzo de 1944. Antes de finales de mayo, el mando soviético abrió un nuevo
frente desde el nordeste de los Cárpatos a través de Kovel, Minsk, Orsha, Vitebsk y
Pskov, hasta la orilla occidental del lago Peipus y el Narva. Fue cuando el general
Heusinger hablaba a Hitler del lago Peipus cuando hizo explosión en la guarida del
lobo la cartera de mano del conde y coronel Stauffenberg. El plan soviético consistía en
avanzar hacia los Balcanes para ocupar Rumania y Hungría con objeto de cortar los
suministros de estos dos países al Tercer Reich. Mientras tanto, las tropas soviéticas
capturaban al resto de las fuerzas rumanas y alemanas en Crimea y liberaban la
península. Esta victoria rusa en Crimea permitirá que se celebre en la ciudad balnearia
la Conferencia de Yalta.
La gran ofensiva se inició en mayo de 1944. La primera fase fue la destrucción de los
ejércitos alemanes del centro. Siguió la liberación de Minsk, la capital de Bielorrusia, el
22 de junio. Las pérdidas alemanas se elevaron a veintiocho divisiones y trescientos
cincuenta mil hombres, una derrota más significativa que la de Stalingrado. En el Norte,
las tropas del Primer Frente Báltico tomaron Vilna, aislaron a las fuerzas alemanas en
Estonia, Lituania y Letonia. Las tropas alemanas de Estonia resistieron hasta el final de
la guerra. El mando soviético rehuyó el ataque frontal, contorneó Letonia para
concentrarse en los sectores central y meridional del frente. Las tropas rusas se
aprovecharon de la orden de Hitler de no retroceder un metro. No parecía preocuparles
el problema del abastecimiento. Resistían y avanzaban allí donde cualquier ejército
occidental se hubiera muerto de hambre. Las líneas de comunicación les traían al fresco.
El general alemán Manteuffel, que combatió a los soviéticos en su ofensiva, se lo explicó
así a Liddell Hart (The other side of the hilt): «La progresión de un ejército ruso es algo
que los occidentales no pueden imaginarse. Detrás de los carros de vanguardia avanza
una horda montada en su mayoría a caballo. Cada soldado lleva a la espalda un saco
lleno de cortezas de pan y de legumbres crudas recogidas en los campos y aldeas por
las que pasan. Los caballos comen la paja de los techos de las chozas. Eso es todo lo que
tienen. En su ofensiva los rusos están acostumbrados a vivir de forma tan primitiva
durante períodos que llegan a las tres semanas».
A estas alturas, von Manstein, considerado por los alemanes como su mejor
estratega, fue relevado del mando por Hitler. En junio cayó Finlandia, una ficha de
dominó después de otra. El 10 de julio de 1944, tropas del Cuarto Frente Ucraniano
arrojaron al Cuarto Ejército Panzer hasta el Beskids, mientras que el Primer Frente
Ucraniano alcanzaba la orilla norteña del Vístula. Al llegar a las puertas de Varsovia
habían recorrido 750 kilómetros en 5 semanas. Una vez en el Vístula, fueron detenidos
por 3 sólidas divisiones de carros. Debían recomponer sus líneas de comunicación
prolongadas hasta casi el infinito. Permanecerían cerca de 6 meses en el Vístula antes
del impulso final.
Los camiones y vehículos de la ayuda norteamericana les vinieron muy bien para
preparar el asalto. Los rumanos se rindieron a los rusos que rodearon Belgrado el 15 de
octubre para entrar en la capital yugoslava junto con los guerrilleros de Tito. Mientras
tanto, el Segundo Frente Ucraniano atacaba Budapest. Hitler seguía en sus trece: ni un
paso atrás.
El 12 de enero de 1945, las fuerzas soviéticas lanzaron la tan esperada ofensiva final
con sus 3 grandes generales al mando: Koniev con el Primer Frente Ucraniano, Zukov
en el centro, donde sustituyó a Rokossovsky, mientras que éste se ponía al mando del
Segundo Frente de Bielorrusia al norte de Varsovia. A las diez de la mañana de aquel 12
de enero, al amparo de la niebla que ocultaba el volumen de sus fuerzas, los soviéticos
se desplegaron por las llanuras polacas como un torrente en crecida. A finales de mes
penetraban en Silesia y aislaban a la Prusia oriental. A mediados de febrero, combatían
en la provincia alemana de Pomerania. En abril alcanzaban Viena y la periferia de
Berlín, que rodearon el día 23. Tres días más tarde llegaban al río Elba. Así se cerró el
círculo. Los soviéticos y los norteamericanos se encontraron y abrazaron en Torgau, a
orillas del Elba, el 25 de abril, el mismo día en que se abría en San Francisco la
conferencia de las Naciones Unidas. «Hoy es el día más feliz de nuestra vida», gritó
emocionado un comandante ruso. Antes de que la fiesta empezara con cánticos, bailes,
vodka y coñac, los rusos dieron vivas a Stalin, a su jefe de la LVIII División de Guardias
rusos, el mariscal Iván Koniev. Aquel día reinó la camaradería en Torgau. Soldados
norteamericanos y soviéticos compartían sus ranchos y sus botellas de alcohol. Se
entendían por señas. Fue una fiesta merecida que señaló a los dos nuevos dueños del
mundo. A partir de ese día en Torgau, Europa pasó a un segundo plano: Estados
Unidos y la URSS pasaban a convertirse en las dos grandes potencias. Ahora sólo
quedaba Berlín, la Cancillería de Hitler, el último reducto 120 kilómetros al norte. «No
capitularemos jamás», gritaba Hitler desde su búnquer atacado por aire y por tierra. A
pesar de las circunstancias no dejaban de llegar cartas de amor dirigidas a Adolf Hitler:
«Por favor, querido Führer —decía una de ellas—, déjame que esté a solas contigo. Quiero
tener un hijo tuyo. Lo deseo de todo corazón, amado mío. Soy capaz de llenar de rosas la calle por
la que pases; te besaría mil veces, soy capaz de comerte de amor».
Capítulo diecisiete
En una entrevista que mantuve en un rancio hotel de Madrid en 1962 con el hombre que
le abrió a Hitler las puertas del poder, Franz von Papen, le pregunté si los ojos del que
llamaban Führer tenían aquel poder magnético, hipnótico, que le atribuían quienes le
conocieron. El ex canciller del Reich me miró unos segundos y respondió en francés, el
idioma que utilizamos durante la entrevista:
—Vous savez, su manera de comportarse conmigo fue siempre amable y cortés y, aunque oí hablar mucho
del poder magnético de sus ojos, no recuerdo haberme sentido impresionado por ellos.
—Pero Goebbels declaró que, al ver los ojos azules de Hitler, volvió a nacer, que chocaron con los suyos
como si fueran una llama…
Von Papen, que tenía malas pulgas y estuvo a punto de dar por concluida la
entrevista cuando le pregunté por las «buenas intenciones» de Kruschev, no parecía
dispuesto a dar mayor importancia a aquellos ojos, saltones, que volvían locas a las
mujeres y a los hombres. Le pedí disculpas por mi insistencia. Más calmado, completó
el cuadro de sus impresiones sobre el hombre al que llevó al poder: «Vous savez (sabe
usted), yo nunca encontré en Hitler nada que llamara la atención. No pude advertir
ninguna cualidad interior que explicara su extraordinario dominio de las masas.
Cuando le conocí, vestía traje azul marino y se ajustaba por completo a la imagen de un
pequeño burgués. Tenía un aspecto poco saludable y con su pequeño bigote y su
curioso peinado emanaba una indefinible calidad bohemia».
Los ojos de Hitler reunían, según su rendido admirador Joseph Goebbels, todos los
colores del arco iris. Ahora las llamas no sólo consumían la mirada del ministro de
Propaganda, que murió con Hitler, sino los muros de Berlín. Finís Germaniae, Alemania
kaputt, era el último acto del Gótterdámmerung, el crepúsculo de los dioses arios de
Wagner.
UN LOBO ESTEPARIO
Adolf Hitler era la sombra de sí mismo. Tan sólo le quedaban los horóscopos. Tras la
muerte de Roosevelt, interpretada como un signo favorable, confiaba en su buena
suerte. El diagnóstico lo hizo Goebbels en vísperas del cumpleaños del Führer. «Vimos
los últimos actos de una tremenda tragedia. El desenlace es inminente. Confiemos en nuestra
buena estrella». Hitler sobrevivió dieciocho días días a Roosevelt.
Tan sólo el que conoció a Hitler niño, conoció al Führer. El hombre que hizo de la
prueba documental de antepasados de raza una cuestión de vida o muerte nunca pudo
mostrar un certificado de limpieza de sangre. Nunca supo quién fue su abuelo. Su
padre era hijo ilegítimo de un cocinero. Para borrar huellas, el lugar de nacimiento de
su padre y la tumba de su madre fueron arrollados por los tanques de la Wehrmacht.
Como dijo un jerarca nazi, Hans Frank, la política de Hitler era el gobierno de la fuerza
bruta, la victoria de Hitler y la derrota de Hitler. Nada más que eso. Se fabricó una
leyenda: la del muchacho huérfano que tuvo que salir de su casa a los 17 años para
ganarse la vida a pulso. Fue un mal alumno. Tan sólo en gimnasia obtuvo buenas notas.
Lo que quería era ser artista. Como no pudo ser artista, tuvo que ser el Führer. Se cansó
de las clases de piano, frecuentaba los cafés bohemios de Linz, adoraba a Richard
Wagner, pintaba tarjetas postales a mano para ganarse unos duros. Era de
temperamento inestable. Vivió momentos de fiebre y euforia a los que seguían períodos
de profunda depresión. Un día le preguntaron cuál era su profesión: «Pintor»,
respondió. «¿De brocha gorda?». Hitler se sintió ofendido: «Soy un académico, un
artista», replicó. El hombre que tuvo en un puño a las masas se comunicaba mal con la
gente. Se alimentaba espiritualmente de los panfletos antisemitas de la época. «La lucha
es la madre de todas las cosas», aseguraba. La brutalidad como principio creador. «El
último obstáculo para la conspiración de los judíos con objeto de conquistar el mundo es
Alemania», afirmaba convencido. Todo su odio, su frustración, se centraron en los
judíos. Era el «odio creador» del que más tarde hablaría Goebbels. Ni siquiera Viena
aplacó sus extravagantes fantasías; al contrario, las estimuló. Odiaba Viena, era la
«imagen de la depravación mestiza». Munich le esperaba. Después de los años pasados
en una pensión estudiantil de Viena, sería Munich la que marcara su carácter.
Era la hora de la lucha, la guerra. «La guerra —dijo Hitler a los 25 años—, los 4 años
de guerra, me enseñaron más que treinta años en la universidad». Era un soñador
solitario, un lobo estepario sin amigos. Había leído el resentimiento en los ojos de los
que regresaban derrotados de la guerra de 1914. Ese iba a ser su taller, la desgracia de
Versalles, el «complot judeomarxista» contra Alemania. Reunió su primer público,
gente de clase media baja, obreros, artesanos, en la sala Leiber de la cervecería
Sternecker.
La derrota en la guerra y el antisemitismo fueron sus dos ideas fijas, motrices. Le
gustaba más hablar que escribir. Lo hacía con soltura: convencía, desgranaba con fervor
sus argumentos, le creían. Tenía hambre de acción, como apunta su biógrafo Joachim
Fest. Ahí estaban los enemigos, los hebreos, la democracia, el capitalismo, el marxismo
y el liberalismo. Era en ese ambiente de las cervecerías y las plazas de Munich donde se
movió mejor. En pequeños círculos no sabía cómo reaccionar. Ya tenía quienes le
empujaban a la gloria en esos años de Munich: Rudolf Hess, Goering. Estaban a su lado
en el revanchismo patriótico: en el otoño de 1923 contaba ya con 55.000 seguidores con
carné del partido nacionalsocialista. Un fallido intento de golpe el 8 de noviembre de
1923 fue su suerte mayor, su punto de partida «para una nueva lucha por el poder». Iba
a disponer de un tiempo para reflexionar, para ordenar proyectos, cuando lo encerraron
en la prisión de Landsberg.
Es posible que Hitler, que decidió suicidarse en su búnquer para evitar la
humillación de un tribunal ruso, recordara estas y otras etapas de su vida: tuvo fe ciega
en sí mismo y en su misión; ahora todos, salvo Goebbels y pocos más, le traicionaban.
Abroncó y humilló a los generales, como los generales y mariscales le harían
responsable, tras su muerte, de todos los errores cometidos. A medida que se acercaba
al poder, adoptaba la pose de la estatua: el pueblo sólo respeta lo distante, lo que no
puede tocar con los dedos. Alguna vez se refirió a sus meses en la cárcel como «unas
clases en la universidad a cuenta del Estado». Había leído con avidez y desorden y
escrito la primera versión de Mi lucha, un libro que produjo un retrato exacto de su
autor, señala Fest: el desorden de las ideas, una cultura caprichosa que hacía pasar por
verdad científica. Era la falta de medida y autocontrol, el maníaco egocentrismo, la
monotonía de sus obsesiones, la ausencia de humanidad. Más tarde se arrepintió: «De
haber sabido en 1924 que un día llegaría a ser canciller del Reich, nunca hubiera escrito
ese libro». Estaba necesitado de reconocimiento, de aplausos.
A partir de entonces, refundado el partido a la salida de la cárcel, ya no atacaría de
frente: no volvería a violar las leyes, no lo necesitaba, todo debía hacerse con una
fachada de legalidad. Era la hora de las emociones que desataban la derrota, la
humillación, la inflación: los humillados, los desclasados le aceptaron, le siguieron, le
aplaudieron. Era el estado de parálisis sugestiva. Con él no hacía falta pensar, bastaba
con la fanática devoción. «Sólo las masas fanáticas —dijo— pueden ser dirigidas».
Orden, seguridad, unidad. Se transfiguraba ante las masas, se erotizaba con ellas.
Sudaba, perdía peso. «Es —afirmó— un milagro de nuestro tiempo. Vosotros me habéis
encontrado entre tantos millones y yo os he encontrado a vosotros. Esta es la suerte de
Alemania». El nacionalsocialismo era sólo una justificación ideológica: Hitler se
convirtió en el centro de todo.
«Os equivocáis», les respondió von Papen a los que le soplaron al oído que Hitler
era un peligro. El poder, cada vez más poder, era la obsesión de su vida. En el duelo
entre el intelecto y la fuerza —afirmó— «ganará siempre la fuerza». Los fuertes ganan a
los débiles. Hitler se creía el primer actor de Europa, y también el primer jugador. La
guerra permanente era su motor, su elemento. Que nadie le estropease la gran
oportunidad: la toma de los Sudetes, la invasión de Polonia. «El éxito es lo que
importa». Que ningún perro sarnoso se presentase en el último momento con «un plan
de mediación». No. Ya tenía a su alcance la guerra que quería para demostrar a sus
generales que eran unos ineptos, que su intuición estaba muy por encima de los
diplomas de estrategia, de las teorías pasadas de moda aprendidas en las academias
militares. La guerra resolvería los problemas de la existencia.
Cuando la guerra empezó a irle mal, Hitler se retiró, se replegó sobre sí mismo. Sólo
dos veces apareció en público tras la derrota de Stalingrado. Se refugió en el reino de la
quimera, de la fantasía. Se había bunquerizado y, perdido el contacto con la realidad,
vivía en las sombras, apático, abandonado a sí mismo, indiferente a todo, atormentado.
La razón de su éxito fue, como apuntó en alguna ocasión, «un esfuerzo sin fin por
convencer al pueblo». Los monos, dicen, condenan a muerte a los que intentan vivir
solos.
Las masas e Hitler. Sin Hitler no se explica aquella Alemania, ni aquella Alemania
sin Hitler. Si la guerra se perdía, le dijo Goebbels, también Alemania estaría perdida…
Se arrepintió: en lugar de haber ayudado a Franco en la Guerra Civil española, debía
haberse puesto del lado de los republicanos, debería haberse aliado con los
anglosajones, «pero la providencia nos ha impuesto este error histórico». Weltmacht oder
Niedergang. Victoria o aniquilación. Aniquilación. Tan sólo le quedaban dos amigos: su
amante Eva Braun y su perra alsaciana Blondi. Era un hombre de constitución fuerte,
pero quedó reducido a la ruina física. Dormía 3 horas por la noche. Se levantaba hacia
las 11 y media o las 12 del mediodía en un empleo brutal del tiempo, un horario suicida,
un plan de vida sin pies ni cabeza. Las píldoras del doctor Morell, aquel hombre
grosero, el falso curandero de todos los males, lejos de aliviarle le minaban la salud.
Tenía poco respeto por los médicos: prefería la solución de las ciencias ocultas, de los
nigromantes y charlatanes, de las hechiceras y los astrólogos. Morell era un fabricante
de medicinas, un embaucador autodidacta que se hizo de oro con la venta de chocolates
vitaminizados. Los jerarcas nazis estaban en manos de brujos y masajistas, de
curanderos y astrólogos.
Eva Braun fue el bálsamo de Hitler. Albert Speer, el más inteligente de los jerifaltes
nazis, al que Hitler perdonaría lo que nunca perdonó a nadie, dijo que Eva Braun era
una chica normal que decepcionaría a los historiadores. «No reunía ninguno de los
rasgos característicos convencionales de las amantes de los tiranos», escribe Hugh
Trevor-Roper. «No era una Teodora ni una Pompadour ni una Lola Montes. Tampoco
Hitler era un tirano típico. Detrás de sus accesos de cólera, de sus ambiciones, de su
absoluta confianza en sí mismo, no se escondía la voluptuosidad de un hombre
apasionado, sino los gustos vulgares, las ansias domésticas de un pequeño burgués. No
debemos olvidar su afición a los pastelillos de crema. Lo más destacado de la existencia
de Eva Braun es lo bien guardado que estuvo el secreto de una amistad con Hitler, que
duró doce años».
Fue una situación equívoca: no era la amante ni la esposa. Dormían en camas
distintas, afirmó el doctor Morell, «aunque yo creo…». Eva Braun había decidido morir
con él. Nada ni nadie la arrancaría del lado de su Führer. Con ella se quedaron el
matrimonio Goebbels y sus seis hijos, que ocuparon las habitaciones que dejó el doctor
Theodor Morell, su ayudante el doctor Stumpfegger, su mayordomo Heinz Kinge, su
ayudante de las SS Otto Guensche, sus secretarias, frau Christina y frau Junge, y su
cocinera vegetariana, la señorita Manzialy. También pululaban por el búnquer Martin
Bormann, el general Krebs y sus asistentes, el general Burdorf, etc... hasta un total de
cuarenta personas. Cabe imaginarse el tipo de vida que llevarían bajo las bombas, con el
aire enrarecido, un lugar insalubre a todas luces, un pudridero. Olía a cemento sin
secar.
Hasta el último minuto, Hitler se aferró a sus teléfonos, a sus mapas, a sus
quiromantes, a las inyecciones que le administraba Morell, a sus secretarias, a las que
invita cada vez más a que compartan su mesa; a sus hipótesis sobre la ruptura entre
norteamericanos y soviéticos. Su teórico salvador, el general Wenck, se quedó dormido
al volante de su coche y se estrelló en la autopista Berlín-Stettin.
LA BODA
Nadie sabía, ni los rusos ni los norteamericanos ni los alemanes, dónde se encontraba
Hitler. El día de su cumpleaños, Himmler, Ribbentrop, Raeder, Keitel, Doenitz, Jold, el
nuevo jefe del Estado Mayor general Krebs y Goebbels le estrecharon la mano. Dejó en
libertad a todos, podían irse, pero algunos de ellos deseaban compartir su destino.
Goering abrió negociaciones de rendición con el enemigo. Hitler, fuera de sí, le despojó
de todas sus prerrogativas. Le llamó traidor, morfinómano. Como Sigfrido y Brunilda,
Hitler y Eva iban a morir en un lecho de fuego. Antes los casaría un juez llamado Walter
Wagner, el mismo que unió en matrimonio a Joseph y Magda Goebbels. Goebbels fue el
testigo de Hitler y Bormann el de Eva Braun. Adolf y Eva juraron que eran de pura
ascendencia aria y que no padecían ninguna enfermedad hereditaria.
Walter Wagner, al que los soldados corrieron a buscar a su casa a través de calles
batidas por la artillería soviética, se dirigió a Hitler con estas palabras:
—Mi Führer, Adolf Hitler, ¿quiere tomar a la señorita Eva Braun por esposa?
—Sí, quiero —contestó Hitler.
Los novios y los testigos firmaron el documento. Eva Braun empezó a escribir su
nombre de soltera, lo tachó y puso «Hitler Braun». Walter Wagner añadió la fecha, 29
de abril. Una fecha equivocada porque eran ya las 00.25 de la madrugada del día
siguiente. Cumplido su cometido, Walter Wagner salió sudoroso del búnquer. Vestía un
traje de paisano con el brazalete de las tropas populares; nunca más se supo nada de él.
Los anillos de boda los hallaron quizá en algún cofre de las SS. Sin duda, los habían
arrancado de los dedos de judíos detenidos en algún campo de exterminio. Se brindó
con champaña en el banquete nupcial. Hitler recordó la boda de Goebbels, en la que fue
el padrino: «Fue un día muy feliz. Ahora —añadió con gesto sombrío— todo ha
terminado. La muerte será una liberación para mí. Me ha traicionado y decepcionado
todo el mundo».
Después, mientras Goebbels intentaba en vano elevar su moral con el recuerdo de
los viejos tiempos felices, Hitler convocó a su secretaria frau Junge a su despacho para
dictar su testamento. Ya no era necesario que el arquitecto Speer inyectara gas letal en el
sistema de aireación del búnquer como había proyectado (descubrió que la
remodelación del sistema hacía imposible el atentado) o que alguien urdiera un nuevo
complot. Era el fin. Al despedir a uno de los hombres más desagradables de Alemania,
el doctor Morell, le dijo: «Ninguna medicina puede ayudarme ya». Pero no dejó de
tomar aquellas píldoras de brillantes colores. Estaba agotado. «Ya puede Goering llevar
a cabo todas las negociaciones que quiera. Si la guerra se pierde, da igual lo que haga».
Tan sólo Goebbels y Bormann permanecían allí al margen de toda sospecha. La última
orden de Hitler antes de redactar su testamento fue la de pasar por las armas al general
Fegelein, casado con una hermana de Eva Braun. «Pobre Adolf —le dijo Eva—, todos te
han abandonado». Al enterarse de que Himmler entablaba conversaciones con el conde
Bernadotte, «se enfureció como un loco —cuenta la aviadora Hanna Reitsch, que se
encontraba con él cuando el mayordomo Linge le entregó el telegrama—, su cara se
hizo casi irreconocible, teñida de un rojo púrpura».
En su testamento echaba toda la culpa al judaismo internacional y a sus
colaboradores, y nombraba al almirante Doenitz como sucesor, presidente del Reich,
ministro de la Guerra y jefe supremo de la Wehrmacht, y ajoseph Goebbels como jefe de
Gobierno. No se advertía en el documento ni una sola señal de comprensión, de
generosidad, ni una alusión al patetismo de aquellas horas trágicas: «Sobre todo, ordeno
a los nuevos jefes de la nación y a sus seguidores que mantengan de forma escrupulosa
las leyes raciales y una resistencia sin piedad contra los envenenadores mundiales de
todos los pueblos, el judaismo internacional».
Sólo le quedaba preparar, escenografiar su muerte para no correr el peligro de ser
expuesto en el «Zoológico de Moscú», como temía. Hitler acababa de recibir la noticia
del asesinato de Mussolini y Glara Petacci, y esa noticia no hizo sino convencerle aún
más de la urgencia de quitarse de en medio. Desde el lago Gomo, el Duce y su amante, a
bordo de un coche con la bandera española, se habían unido a una columna alemana de
transporte que se dirigía hacia la frontera suiza. Mussolini iba disfrazado de soldado de
la Wehrmacht tocado de un casco alemán y una guerrera gris sobre los hombros. A las
6:50 del 27 de abril, la columna se detuvo en un control de carretera, en un lugar
llamado Musso. En la siguiente barrera fue reconocido por los partisanos.
Pasaron la noche en una granja y al día siguiente llegó un jefe de guerrilleros que se
presentó a sí mismo como coronel Valerio. Su auténtico nombre era Walter Audisio,
oficial del Comité Nacional de Liberación y miembro del Partido Comunista. Los llevó a
una casa no lejos de allí y los puso ante un muro de piedra. Leyó el veredicto: «Por
orden del alto mando del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad, he sido encargado de
hacer justicia al pueblo italiano». Amartilló su metralleta, apretó el gatillo, y sonó click.
Tomó una pistola que también se encasquilló, arrebató entonces la metralleta a uno de
los partisanos, adornada la boca con una cinta roja, y disparó una larga ráfaga. Los
cadáveres de Mussolini y Clara Petacci fueron llevados por la noche a Milán en un
camión de mudanzas para ser entregados a las masas. Los colgaron de ganchos de
carnicero, boca abajo, en una estación de gasolina de la Plaza Loreto. Antes habían
desfigurado sus cuerpos a pedradas. El descubrimiento en los archivos de Washington
en 1994 de un documental que recogía el linchamiento puso los pelos de punta a la
opinión pública italiana.
Los dos testamentos de Hitler, con un codicilo, los pasó su secretaria a la firma de
los testigos. Después reunió a su chófer Erich Kempka, a su aviador piloto Hans Baur, y
a su criado Linge para hacerles saber que en ningún caso deseaba que sus restos
mortales cayesen en manos de sus enemigos. Lo que el Führer temía era que el veneno
que tenía preparado no fuese letal, de modo que decidió probarlo con su perro
preferido, «Blondi». El responsable de los perros de Hitler, el brigada Tornow, fue el
encargado de atraer a la perra alsaciana. Le abrió la boca mientras el profesor Haase le
introducía la cápsula de cianuro. Hitler pudo ver el cadáver de «Blondi» en el lavabo.
No pareció impresionarle.
El 30 de abril, poco antes de las 15.30 horas, Hitler se despidió de sus colaboradores.
Eva y Adolf estrecharon las manos de todos ellos y se retiraron a sus habitaciones. Fue
entonces cuando comenzó el baile en la cocina del búnquer. De esa fiesta hablaron todos
los que salieron con vida del sótano de la Cancillería. Justo cuando sabían que Hitler se
retiraba para suicidarse, comenzaron los cantos, los bailes, la música: no fue una afrenta
a Hitler, sino más bien una válvula de escape a la tensión nerviosa de los últimos días.
Mientras tanto, copias del testamento político habían partido en varias direcciones. Uno
de los enlaces fue el coronel von Below, encargado de hacérselo llegar al mariscal Keitel.
Fracasó en su misión. Según algunas fuentes, lo rompió días después mientras circulaba
por territorio enemigo. Se lo aprendió de memoria. «Los esfuerzos y sacrificios del
pueblo alemán en esta guerra han sido tan grandes que no puedo creer que hayan sido
en vano». Los cachorros de «Blondi» mamaban del animal muerto cuando fue llevado al
jardín. El aviador Baur mató una a una las crías a tiro de pistola.
El último almuerzo consistió en espaguetis con salsa ligera. Quedaba el último acto
del drama. La despedida se hizo en silencio. Eva vestía un traje azul oscuro, medias de
nylon y zapatos italianos de color marrón. En la muñeca llevaba un reloj de platino
incrustado de diamantes. Abrazó a las mujeres. Los hombres, vestidos de uniforme, le
besaron la mano. Hitler no dijo nada. Poco después entraba en la habitación presidida
por un retrato de Federico el Grande. Otto Guensche, su guardián de las SS, se situó en
la puerta del cuarto que no era mucho mayor que el que tuvo en su juventud, en la
pensión estudiantil de Viena. Magda, la mujer de Goebbels, entró gritando en el pasillo.
Hitler no debía suicidarse. Llegó a abrir la puerta de la habitación: Hitler estaba sentado
en la mesa y Eva en el baño porque escuchó cómo corría el agua del grifo: «No quiero
verla», dijo Hitler antes de que el gigantón Otto Guensche cerrara la puerta. Se escuchó
un solo disparo. Cuando el guardia de las SS Rattenhuber entró en el cuarto, vio que
Hitler se hallaba sentado, caído sobre sí mismo con la cara ensangrentada y la pistola,
una 7,65 Walther, a sus pies. Eva tenía una pistola más pequeña calibre 635 sin disparar,
sobre la falda. Se había tomado una cápsula de cianuro. Un suicidio según las reglas
burguesas, uno al lado del otro. Al criado Linge tan sólo le llegó el olor a pólvora.
Nunca llegó a escuchar un disparo. Hitler mostraba un pequeño agujero en su mejilla
derecha del tamaño de un marco de plata.
Goebbels entró en la habitación acompañado de Arthur Axmann, el jefe de las
Juventudes Hitlerianas. También llegó Bormann, que echó una mirada a los cuerpos de
Hitler y Eva Braun. El criado Linge envolvió el cuerpo de Hitler en una manta, lo llevó
hasta el jardín y arrojó gasolina —habían conseguido ciento ochenta litros— sobre el
cadáver. Bormann cargó con el cuerpo de Eva Braun. Los extendieron al lado de un
embudo abierto en la tierra por las bombas y les prendieron fuego. Todos los presentes
en posición de firmes saludaron con el brazo en alto. ¿Cómo se suicidó de verdad Adolf
Hitler? Según los historiadores occidentales, entre ellos Alian Bullock y William L.
Shirer, se disparó un tiro en la boca; según uno de los testigos oculares, Otto Guensche,
se disparó en la mejilla derecha, mientras que otro testigo, el camarero personal Heinz
Linge, aseguró que se había disparado en la mejilla izquierda. Los historiadores
soviéticos defienden la versión del suicidio con cianuro de potasio. Así lo afirma el
historiador y periodista ruso Lev Besymenski después de interrogar a los forenses del
Ejército Rojo, entre ellos al profesor Krajevski, que practicaron la autopsia al cadáver de
Hitler. Dictamen: se suicidó con veneno porque no se encontraron en su cuerpo señales
de heridas mortales. Cincuenta años después Lev Besymenski descubrió su condición
de agente del KGB y dio la versión real de los hechos: a los rusos le pareció menos
heroico el suicidio por envenenamiento, pero lo cierto es que Hitler murió disparándose
en la mejilla y que sus restos permanecieron depositados en un almacén de
Magdeburgo.
Los rusos no las tenían todas consigo y temían que alguien usurpara el poder en
nombre de Hitler. Al día siguiente de la caída de Berlín, nació la leyenda de Hitler aún
vivo. El comandante en jefe de las fuerzas soviéticas, mariscal Zukov, dijo a un
corresponsal de la agencia United Press: «No hemos encontrado ningún cadáver que
pueda ser identificado definitivamente como el de Hitler. Todo lo que sabemos es que
podría encontrarse tanto en España como en Argentina». De pronto, todos empezaron a
ver a Hitler, con un parche en un ojo en Tokio, con una peluca pelirroja en Buenos
Aires, con el bigote afeitado en Caracas, vestido de monje en una abadía española.
Durante la conferencia de Potsdam, a finales de julio de 1945, Stalin afirmó que el
cadáver no había sido hallado y que Hitler se mantenía escondido en España o en
América del Sur. Los rusos lo sabían. ¿Por qué entonces ocultar el hecho de su muerte?
Por el temor a la resurrección de Hitler.
El 4 de mayo de 1945, el soldado Ivan Chiurakov se encontraba entre las ruinas
humeantes del jardín de la Cancillería del Reich en Berlín. Recibió el encargo junto con
otros conmilitones de hallar los cuerpos de los jerarcas nazis. Era cerca del mediodía. Se
acercó a un cráter lleno de tierra removida y papeles quemados, situado a tres metros
del refugio antiaéreo privado de Hitler: «Camarada coronel —el soldado Chiurakov se
dirigió a su jefe—, aquí se ven unas piernas». Eran los cadáveres carbonizados,
irreconocibles, de un hombre y una mujer que llevaron hasta la mesa para su autopsia.
Los reportajes titulados «Yo vi salir a Hitler vivo del búnquer de Berlín» o «Hitler
desenmascarado en un rancho suramericano» pasaron a la historia cuando 30 años más
tarde dos dentistas noruegos presentaron pruebas de la muerte, por las prótesis
dentarias de Hitler, en un congreso de medicina legal celebrado en Edimburgo, Escocia.
La mañana del 9 de mayo de 1945, los investigadores soviéticos recogieron los restos de
la dentadura del hombre carbonizado hallado por el soldado Chiurakov. La intérprete
del cuartel general del Ejército Rojo, Elena Reyhevskaia, colocó la dentadura del muerto
en un pequeño joyero y se lo llevó al doctor Hugo Blashke, protegido del mariscal
Goering y general de la Waffen SS; era el dentista personal del Führer. El avión en el que
trató de escapar Blashke fue derribado antes de llegar a Austria. Se llevó consigo la
radiografía de las piezas dentales de Hitler, pero había otras en el sótano de la
Cancillería y fue allí donde aparecieron.
Los dos dentistas noruegos encontraron en los archivos de Washington copias de
radiografías de la dentadura de Hitler tomadas por el doctor Morell en 1944. Incluía una
declaración de Blashke. El Führer tenía muy mala dentadura y sentía pavor hacia el
odontólogo. Como era vegetariano, se creyó a salvo de los problemas dentales. El
doctor Sognnaes enseñó a los congresistas de Edimburgo la mandíbula completa de
Hitler. Tuvo tiempo de restaurarla en escayola a tamaño natural. Sólo quedaba una
pregunta en el aire: ¿Qué hicieron los soviéticos con el cadáver de Hitler? El profesor
Trevor-Roper, historiador de los últimos días del Führer, recuerda que, como Alarico,
enterrado bajo el lecho de Busento, el moderno destructor de la humanidad tuvo la
satisfacción de que sus restos no fueran encontrados. ¿Cianuro? ¿Una bala?
Al morir el mayordomo de Hitler, Heinz Linge, dejó un manuscrito que vio la luz
hace pocos años. El criado del Führer, a cuyo servicio entró en 1935, contaba, para que
sólo se publicara a su muerte, el relato de las jornadas dramáticas del búnquer de la
Cancillería: «“Linge —me dijo Hitler cuando ya las bombas soviéticas sacudían la
estructura del sótano—, tiene usted mi permiso para ir a reunirse con su familia”. “Mi
Führer —le interrumpí por primera vez en mi vida—, he estado a su lado en los tiempos
felices, me quedo a vuestro lado en la desgracia”. “No esperaba menos de usted”,
respondió».
El general Steiner se dirigía con sus últimas tropas hacia las líneas norteamericanas.
No hubo forma de convencer a Hitler de que se retirara hacia las defensas de los Alpes.
Morirían allí en Berlín. El mayordomo besó la mano de Eva Braun: «Señora Hitler», la
llamó para satisfacción de la recién casada. Eva le agradeció todo lo que había hecho
por el Führer. El criado inclinó la cabeza: «Le voy a pedir un último favor —le dijo la
señora Hitler—. Si algún día la encuentra, no le diga a mi hermana Gretl cómo ha
muerto su marido, el general Hermann Fegelein».
Al general Fegelein, vestido ya de paisano y dispuesto a pasar al otro lado, los de las
SS enviados por Hitler lo encontraron en su piso de la principal avenida berlinesa, la
Kurfurstedam, acompañado no de la hermana de Eva Braun, sino de una joven y
hermosa desconocida. El día antes reunió cien mil marcos, kilogramos de joyas y
piedras preciosas, y telefoneó a Eva Braun para que abandonaran juntos Berlín. Eva
rehusó la invitación: había llegado de Berschtesgaden para morir junto a su Adolf. El
tribunal de honor de la Cancillería condenó a muerte al general Fegelein. Hacia la
medianoche, el cuñado de Eva Braun fue conducido ante el pelotón de ejecución: Eva
no quiso complicar las cosas con una petición de clemencia. El general, vestido con una
chaqueta de cuero, guantes y gorro deportivo como un dandy de la Kurfurstendam,
escuchó sin inmutarse el acta de acusación. El desertor murió como un soldado.
Linge no volvió a encontrarse nunca con Gretl, la hermana de Eva Braun. Después
del suicidio de Hitler, el médico de las SS Stumpfegger inyectó el veneno a los 6 hijos
del matrimonio Goebbels: Helda, Holde, Hilde, Heide, Hedda y Helmut. Los 6
cadáveres quedaron sobre sus camas envenenados con el cianuro de potasio. 2 horas
después morían en su habitación Joseph y Magda Goebbels. El mayordomo Linge fue
hecho prisionero por los soviéticos. Al descubrir su identidad, fue sometido a un
interrogatorio sin fin. Todavía en Berlín, antes de que lo llevaran a Moscú, Heinz Linge
pudo deslizar en el bolso de una berlinesa que no conocía un reloj de oro que llevaba la
firma y la dedicatoria de Hitler. «No se preocupe —le dijo—, le devolveré su reloj
cuando todo esto termine». Nunca lo hizo. Linge no volvió a ver a la berlinesa ni el reloj
de oro. Durante los años que siguieron, el mayordomo de Hitler sufrió los latigazos y
las presiones de los agentes soviéticos. «Confiesa que Hitler vive», le gritaban antes de
golpearle. «Di la verdad». Un año después de terminada la guerra, fue trasladado hasta
la Cancillería del Reich.
«Yo sabía lo que los rusos querían de mí. Me llevaron a la Cancillería del Reich
donde me esperaba un grupo de comisarios presididos por el mariscal Sokolovski. Les
mostré el sofá en el que murió Hitler, los restos de sangre coagulada en la alfombra.
Comprobé que la habitación había sido saqueada por los cazadores de tesoros ocultos».
Diez años después de la muerte de Hitler, un tren devolvió a Heinz Linge a
Alemania. El precio que había pagado, desde 1945 hasta 1955, fue juzgado suficiente
por las autoridades soviéticas.
Un día, en Berlín Oriental, visité el lugar sobre el que se alzó la Cancillería del Reich.
Sobre sus escombros levantaron una plaza, la Potsdamerplatz. Vi unos cuantos bancos
de madera, un círculo de arena, unos toboganes en los que jugaban los niños bajo la
atenta mirada de sus madres. No sé por qué me acordé de los 6 hijos pequeños de
Goebbels.
El almirante Doenitz era el heredero natural de Hitler. Lejos de intrigas y
ambiciones, el almirante permaneció siempre fiel a la disciplina del partido nazi y al
propio Hitler. Al suceder a su caudillo todavía conservaba la parte occidental de
Holanda, toda Noruega y Dinamarca, una parte sustancial del norte de Alemania y
trozos de Austria, Checoslovaquia y Yugoslavia, pero sabía de sobra que la guerra
estaba perdida. Doenitz formó un nuevo gobierno después de difundir una orden del
día en la que, entre otras cosas, se decía: «Camaradas de las Fuerzas Armadas Alemanas: el
Führer ha caído. Fiel a su gran ideal de salvar a las naciones europeas del comunismo, ha
ofrendado su vida en una muerte propia de un héroe. En él se encarnaba uno de los héroes más
grandes de la historia alemana. Con orgulloso respeto y pesar, inclinamos nuestros estandartes.
Estoy resuelto a continuar la lucha contra el comunismo y contra los británicos y los
norteamericanos. ¡Soldados alemanes!, cumplid con vuestro deber». No había deber que
cumplir. Ningún soldado quiere ser el último muerto de la guerra. A las 2.41 horas del 7
de mayo de 1945, los alemanes firmaban la rendición en el colegio técnico de una
ciudad francesa, Reims, que sirvió de cuartel general al general Eisenhower. «Ike» no
quiso estar presente en la capitulación. Esperó en su despacho. El general Alfred Gustav
Jold, jefe del Estado Mayor y candidato al patíbulo, dijo después de firmar el acta de
rendición: «Espero que el vencedor sabrá tratarnos con generosidad». Los aliados —
Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la URSS— no estaban para protocolos y
cortesías: acababan de visitar los campos de exterminio nazis. Hasta enero de 1953, el
almirante Doenitz, encerrado en prisión, pretendió que era el jefe legítimo de Alemania.
El segundo acto de la capitulación se vivió en Berlín.
Para entonces, se había difundido la orden del almirante Doenitz: «Todas las tropas
alemanas que aún combaten deben someterse a la rendición incondicional». Minutos antes de la
medianoche del 8 de mayo, se ratificó el instrumento de la rendición incondicional en el
cuartel general de los soviéticos. 5 años, 8 meses y 7 días después del estallido de la
guerra, el 9 de mayo de 1945, fue el día de la victoria en Europa. «La guerra ha
terminado», gritaron en medio mundo. Faltaba Japón.
Capítulo dieciocho
El Holocausto
El doctor Franz Blaha confesó que había dirigido experimentos clínicos con los
prisioneros del campo de Dachau: «Desde mediados de 1941 hasta finales de 1942 se
llevaron a cabo más de 500 operaciones con personas que gozaban de buena salud.
Había que enseñar a los estudiantes de medicina de las SS, e incluían operaciones de
estómago, vejiga o garganta. A pesar de que se trataba de intervenciones muy
peligrosas, las efectuaron médicos o estudiantes con tan sólo 2 años de práctica
quirúrgica. Muchos de los prisioneros murieron en el quirófano. Durante el tiempo que
pasé en Dachau, sometimos a los hombres-cobayas a experimentos médicos por órdenes
directas de Himmler. Les inoculamos el veneno de la malaria y todos los pacientes
murieron como consecuencia de paludismo o de enfermedades derivadas de su estado
de debilidad. Entre 1942 y 1943 se llevaron a cabo experimentos sobre los cambios de
temperatura o de presión. Se trataba de saber cuáles eran los efectos de la altura o de los
descensos rápidos en paracaídas en los seres humanos. Casi todos los prisioneros
murieron de hemorragias internas en el cerebro o los pulmones. Los que se salvaron
escupían sangre cuando fueron sacados del vagón de los experimentos. Después los
mataron a tiros. Se hicieron otras pruebas sobre la reacción ante el agua helada, a
temperaturas de 16 y 20 grados bajo cero. El propio Himmler estuvo presente en uno de
estos ensayos. Era práctica corriente remover la piel de los prisioneros muertos, pieles
que dejábamos que se secaran al sol. Las más solicitadas por las SS eran las pieles
tatuadas. Les disparaban en la nuca para que se salvara la piel. Me pedían con
frecuencia cráneos y esqueletos de los prisioneros».
«A Dachau llegaban cargamentos humanos procedentes de Studthof, Belsen,
Auschwitz y Mauthausen, entre otros campos. Esos viajes duraban entre 10 y 14 días,
sin agua ni comida. En un cargamento que llegó en noviembre de 1942 encontré la
evidencia de casos de canibalismo. Los vivos se habían comido la carne de uno de los
muertos».
El doctor rumano y judío Segismund Bendel estuvo a las órdenes del siniestro
doctor Mengele en el campo de Birkenau. Mengele, «el ángel de la muerte», fue
nombrado por Himmler jefe de los experimentos médicos en Auschwitz: arrancaba los
ojos de los niños, introducía cemento en la vagina de las prisioneras e inoculaba virus a
los enanos. Escapó a Sudamérica después de la guerra y parece que murió ahogado en
1979 en una playa cercana a Sao Paulo, Brasil.
El doctor Bendel vio las cámaras de gas y los crematorios en acción: «La capacidad
de los hornos era casi fantástica. El crematorio nº 4 podía quemar a mil personas
durante el día; pero, en caso de necesidad, su sistema de hornos incineraba al mismo
número en una hora. A las 11 de la mañana llegó en una motocicleta el jefe del
Departamento Político para comunicarnos que el nuevo transporte estaba a punto de
llegar. Había que limpiar los hornos crematorios, cargar la leña y extender gasolina para
que los cuerpos ardieran antes. El nuevo cargamento llegó a las 12, unas 800 o 1000
personas. Recibieron órdenes de desnudarse y dejar a un lado sus pertenencias. Los
hicieron pasar a un gran salón. 5 o 6 minutos después trajeron el gas en una ambulancia
de la Cruz Roja. Las puertas de acero se abrieron y el cargamento humano pasó a las
cámaras de gas. A golpes de bastón y de porras de goma redujeron a los que,
desesperados al saber que les llegaba la muerte, intentaban salir de nuevo. Por fin los
guardias lograron cerrar las puertas. Escuché entonces los gritos. Empezaron a pegarse
entre ellos, otros golpeaban las paredes y las puertas. Eso duró unos minutos. Después
se hizo un completo silencio. A los 5 minutos se abrieron las puertas. Los comandos
especiales empezaron a actuar. Los cadáveres cayeron sobre ellos, estaban pegados
unos a otros. Tuve la impresión de que habían luchado y resistido a la muerte con todas
sus fuerzas. Los cuerpos aparecían contraídos y era imposible separarlos. Cualquiera
que haya visto una cámara de gas cubierta con metro y medio de cadáveres no podrá
olvidarlo. Los sonderkommandos tenían que arrastrar los cuerpos aún calientes y
cubiertos de sangre, pero antes de ser trasladados a los hornos crematorios debían pasar
por las manos de un barbero y un dentista para que les cortaran el pelo y les arrancaran
los dientes de oro. El abogado de Salónica, el ingeniero electricista de Budapest no eran
ya seres humanos porque los habían separado a golpes; sus cuerpos aparecían
desfigurados. Mientras tanto, los fusilamientos de prisioneros o deportados se sucedían
en el exterior: no había sitio para ellos en las atestadas cámaras de gas. Después de hora
y media, el trabajo estaba hecho y un nuevo transporte llegaba a las puertas del
crematorio número 4».
El Noveno Cuerpo de Ejército norteamericano liberó el campo de Buchenwald y el
Segundo Ejército británico el campo de Bergen Belsen. Los soldados comprobaron
entonces el estado del «Nuevo Orden» de Hitler: las factorías de la muerte sistemática.
De los casi 10 millones de judíos que vivían en la Europa conquistada por los nazis,
entre 5 y 6 millones murieron en los campos de exterminio, en los campos de
concentración o en los desplazamientos. Tan sólo 3 millones quedaban vivos. Fue el
espectáculo del horror el que se ofreció a sus ojos entre abril y mayo de 1945, a medida
que liberaban los campos de la muerte. «Entráis por la puerta, pero saldréis por la
chimenea», les decía el doctor Mengele a los judíos.
Al principio, los campos de concentración guardaban a los enemigos del Reich,
presos políticos, criminales, prostitutas, liberales y, claro está, judíos. Pero a medida que
las fronteras del imperio de Hitler se extendían hacia el Este, las poblaciones de las
razas inferiores debían desaparecer para que prevaleciera la raza aria de sangre pura. A
los esclavos les llegaba su hora. Erich Koch, comisario del Reich para Ucrania, reunió al
pueblo de Kiev para gritarle: «Somos la raza superior. Tenéis que saber y recordar que
el más bajo obrero alemán es racial y biológicamente mil veces superior que vosotros».
Ni Roosevelt ni Churchill hicieron nada por liberar antes a los deportados en los
campos de concentración y exterminio. «Los aliados —me decía uno de los españoles
encerrados 5 años en el campo de Mauthausen, Antonio García Barón— lo sabían de
sobra y tengo la impresión de que no hicieron todo lo posible por liberarnos antes. Un
bombardeo de las líneas férreas que llegaban hasta la misma rampa de los hornos
crematorios hubiera ahorrado muchas vidas humanas. Yo creo que trataron de evitar el
flujo de los refugiados. A ellos les interesaba ganar la guerra, no les interesábamos los
judíos, los gitanos o nosotros. Eran un estorbo, más bocas que alimentar. O es que no se
lo creyeron hasta enfrentarse en los campos con los miles de cadáveres desnudos, con
los hornos, con la pestilencia de la muerte. He escuchado sus excusas por las emisoras:
el radio de acción de sus aviones no era suficiente para alcanzar el corazón de Polonia.
No me lo creo. Antes de 1945 tan sólo emitieron comunicados de condena. Roosevelt ni
siquiera ofreció asilo a los judíos. Mucho bla, bla, bla, mucha retórica, pero nada más.
Empezaba la guerra fría, había que luchar contra el comunismo, los aliados necesitaban
nuevos dirigentes para Alemania. Casi nadie se hallaba libre de culpa. Hicieron la vista
gorda. Una vez cerrado el capítulo del proceso de Nuremberg, el 28 de julio de 1948,
con la sentencia a los ejecutivos de la I. G. Farben, contrataron a las mismas firmas que
contribuyeron a la eliminación de los judíos y los disidentes, los infrahombres, como
nos llamaban».
Por un lado, en la conferencia de Wansee, en Berlín, el 20 de enero de 1942, se
estudiaba la mejor manera de exterminar a los judíos con métodos que no llamaran la
atención. Por otro, en la conferencia de las Bermudas, celebrada en abril de 1943, los
anglonorteamericanos decidieron rechazar cualquier responsabilidad sobre la suerte de
los judíos: no harían nada por ellos y no se criticarán entre sí por esa inhibición. «Un
pacto mutuo anti-conciencia», lo define Paul Johnson en Modern Times.
Por eso, funcionarios modelo como Adolf Eichmann pudieron actuar, sin cortapisas,
en el monstruoso genocidio. «Jamás he sentido odio hacia los judíos —afirmó en el
proceso de Jerusalén—. Ni yo ni mi familia. Me limitaba a cumplir órdenes». La
escritora alemana Hannah Arendt, de ascendencia judía, señaló durante el proceso, que
duró 8 meses, que Adolf Eichmann «no era el monstruo por el que le tomábamos». No
era ni un demente ni un sádico, sino que cumplía de forma escrupulosa, sin la menor
conciencia de culpa, todo lo que le encomendaron. Esa obediencia ciega, ese sentido del
deber elevado a las últimas consecuencias lo definió Hannah Arendt en su libro
Eichmann en Jerusalén como «la banalidad del mal». La autora de Los orígenes del
totalitarismo levantó una considerable polvareda al acusar a los inhibidos judíos
europeos de su propia aniquilación.
Eichmann era un burócrata ejemplar, instrumento del terror de una tiranía, celoso y
competente a la hora de ejecutar las órdenes recibidas. La demencia homicida se
justificaba con una frase: «Befehl ist befehl» (órdenes son órdenes). Primo Levi escribió
que el Holocausto no podía compararse con ningún otro crimen: «La principal
diferencia reside en la finalidad, al antiguo deseo de eliminar o aterrorizar a los
adversarios políticos, ellos añadieron un objetivo moderno y monstruoso, el de la
eliminación de pueblos y culturas».
A los pocos días de iniciar el Ejército Rojo su gran ofensiva final contra el Tercer
Reich, llegó a Auschwitz la orden de evacuación inmediata hacia otros campos. Un día
antes de que los soviéticos tomaran Cracovia, donde un seminarista llamado Wojtyla,
de 24 años, estaba a punto de ser ordenado sacerdote, a tan sólo sesenta kilómetros de
Auschwitz las temidas unidades especiales de las SS, encargadas desde 1934 del
mantenimiento de los campos de concentración, dieron la orden de salida al primer
cortejo de prisioneros. Un total de 58.000 deportados que, a juicio de sus verdugos,
podían aún ser explotados como fuerza de trabajo, emprendieron una penosa marcha.
Fue el último acto de la tragedia, la sentencia de muerte. Se cree que entre 9 y 15.000
prisioneros cayeron en el camino. En el campo de Auschwitz quedaron tan sólo 7.000
enfermos incapaces de tenerse en pie, no aptos para el transporte. Los guardianes de las
SS recibieron la orden de liquidarlos para eliminar testigos. El 27 enero les llegó la
salvación, la liberación a los últimos de Auschwitz, espectros vivientes dignos de Goya
o El Bosco: el pánico de los SS ante la inminente llegada de los rusos les salvó la vida.
Los participantes en la «marcha de la muerte» caminaron noche y día en columna.
Mal abrigados, mal alimentados, debieron soportar temperaturas de -28º. Los que
desfallecían en el camino recibían un tiro de los escoltas SS y eran abandonados en la
cuneta. La escritora israelí Halina Birembaum, que contaba 15 años cuando la noche del
18 de enero de 1945 la sacaron de Auschwitz, relata en sus Memorias cómo fue aquella
marcha de la muerte:
«Nos hicieron marchar sin descanso toda la noche, todo el día siguiente y todos los días y noches que
siguieron. Al que le abandonaban las fuerzas, caía al suelo o se quedaba atrás, lo mataban a tiros. El camino,
helado, quedaba sembrado de cadáveres de hombres y mujeres con el cráneo perforado por las balas».
Un proceso en Nuremberg
Hay quien ha dicho que es imposible contar el Holocausto. Elie Wiesel, Samuel Pisar,
Primo Levi o Jorge Semprún, entre otros, han demostrado que se puede y que se debe.
«La respuesta —ha escrito Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz, internado once meses en
el campo de Auschwitz—, la única respuesta es la memoria. Diles a los que quieran
saberlo que nuestro dolor es auténtico, nuestra perplejidad infinita y nuestro agravio
profundo». «Sucedió, luego puede volver a suceder», escribió el italiano Primo Levi,
que, perseguido por los fantasmas de un holocausto sufrido en sus carnes y que
atormentó su cerebro, se arrojó en 1987 por el hueco de la escalera. El autor de Sobrevivir
a Auschwitz respondía a lo que escribió el filósofo judío y austríaco Jean Amery, que se
quitó la vida 33 años después de salir del campo: «Todo el que ha sido torturado vivirá
toda su vida torturado». Faltaba la justicia —¿o la venganza?— de los vencedores: el
proceso de Nuremberg que juzgaría a los jerifaltes nazis.
El 18 de octubre de 1945, los cuatro miembros del Ministerio Fiscal presentaron una
acusación de 24.000 palabras contra seis organizaciones alemanas, veinticuatro
dirigentes nazis y jefes militares. Martin Bormann fue juzgado en rebeldía: murió en los
escombros de Berlín. Otros afirmaron que logró huir a Suramérica. El misterio continúa
en nuestros días. Dicen que le han visto en Brasil, en Argentina, en Bolivia o en
Uruguay. Bormann intentó escapar de la Cancillería. El jefe de las Juventudes
Hitlerianas, Artur Axmann, iba con él. En unas declaraciones a David Solar, de la
agencia que el autor de este libro dirigía a finales de los años sesenta, Otto Skorzeny
afirmó que, según todos los indicios, Bormann murió bajo el fuego soviético en Berlín:
«Yo me encontraba en Austria, pero Axmann me contó que llegó a ver los cadáveres de Bormann y del
doctor Stumpfegger muy cerca de la estación de Lehrter. Los disparos de los rusos le impidieron comprobar
cómo habían muerto. No mostraban heridas visibles. La versión de Axmann, que trató de abrirse camino hacia
el oeste, me convence porque conocía a los 2. Había asistido a las últimas horas de Hitler en la Cancillería, y,
por tanto, no necesitaba acercarse mucho para saber quiénes eran. Sin embargo, nada se ha sabido de Bormann
y Stumpfegger desde aquella noche del 1 al 2 de mayo. Hay otro dato que debemos tener en cuenta: de haber
sobrevivido Stumpfegger hubiera dado señales de vida: nada tenía que temer ya que era médico».
ENGAÑADOS
EL PATIBULO
A más de doce mil kilómetros de distancia, en Japón, les llegó también su hora a los
militaristas, a los responsables del ataque a Pearl Harbor, a los que ordenaron las
matanzas, a todos menos al emperador. También funcionó un tribunal de guerra
formado por las potencias vencedoras. El enemigo número uno era el general Hideki
Tojo, primer ministro cuando se ordenó el ataque a Pearl Harbor. Permaneció en el
cargo hasta la caída de las islas Marianas. Tojo era la imagen del fanatismo nipón.
Conocido como «La Cuchilla», era muy popular en el ejército. Los liberales y los
hombres de la armada japonesa lograron sustituirlo por Koiso.
Tojo esperaba en su modesta residencia de Tokio a los soldados norteamericanos
encargados de apresarle. MacArthur ordenó la detención inmediata de cuarenta
criminales de guerra. Tojo era el primero de la lista. Los fotógrafos y los periodistas
rodearon su casa de Setagaya. El general escribía en su despacho presidido por una
fotografía con su mejor uniforme y todas las condecoraciones. En frente, se veía
desplegada en la pared una piel de tigre regalo de un admirador malayo. El general
pidió a su mujer que abandonara la casa junto con la sirvienta. «Cuídate», le dijo su
esposa antes de partir. Temía que el general se hiciera el haraquiri. La policía militar
norteamericana rodeó en ese momento la casa del ex primer ministro. Eran las 4.17
horas cuando se escuchó un disparo. El comandante Paul Kraus y el reportero del New
York Times George Jones irrumpieron en el despacho de Tojo. El general aparecía caído
en una mecedora con el pecho ensangrentado y una pistola humeante en su mano
derecha, un revólver Colt calibre 32. Estaba vivo. Pidió un vaso de agua. Se lo bebió y
pidió otro más. En el jardín, la señora de Tojo repetía de rodillas una oración budista. A
las 4.29, el ex general abrió los labios para declarar a los periodistas que le rodeaban
mientras le atendía un médico japonés: «La gran guerra de Asia Oriental era recta y estaba
justificada. No deseaba que me juzgara el tribunal de los vencedores. Espero el recto juicio de la
historia». Su voz se hizo más audible: «Pretendía suicidarme, pero a veces hasta eso falla». La
bala le rozó el corazón. Cuando el general Eichelberger llegó hasta el hospital de
Yokohama donde internaron al ex primer ministro, Tojo abrió los ojos y trató de
inclinarse. «Me muero», dijo. John Toland recogió así la escena:
«—Siento haberle causado tantos problemas, general.
—¿Se refiere a esta noche o a los años anteriores? —preguntó Eichelberger con ironía.
—Esta noche. Quiero regalarle mi nuevo sable».
Los médicos salvaron la vida del general, juzgado luego como criminal de guerra. Al
día siguiente, el mariscal Sugiyama fue más certero con su pistola: se disparó un tiro en
el centro del corazón. También el príncipe Konoye tuvo mejor suerte. El proceso por
parte de los vencedores era algo que mal podía aceptar un aristócrata orgulloso como
él. Cuando su hijo entró en la alcoba se encontró a Konoye extendido en la cama, con
expresión de serenidad en su rostro de patricio. Una botella de color marrón que
contenía el veneno apareció vacía junto a la almohada.
El Tribunal aliado de Tokio condenó a muerte a siete dirigentes japoneses, uno de
ellos el general Hideki Tojo. Los siete fueron colgados y otros dieciocho condenados a
penas de prisión mayor. Varios tribunales declararon culpables a cinco mil japoneses,
de los cuales más de novecientos fueron ejecutados. Entre ellos había uno muy
conocido, el general Yamashita, el «Tigre de Malaya», el más hábil de los guerreros
japón eses. Lo juzgaron durante 42 días en la sala de baile de la residencia del procónsul
norteamericano en Manila, la destruida capital filipina. Como los acusados alemanes, el
general, con el cráneo afeitado y todas sus condecoraciones sobre el pecho, intentó
salvarse al desviar responsabilidades: tan sólo cumplía órdenes de sus superiores.
Nunca oyó hablar de atrocidades cometidas por sus legiones que causaron la muerte a
un millón de filipinos. El 7 de diciembre de 1945, aniversario del bombardeo de Pearl
Harbor, el general Yamashita fue condenado al patíbulo. Sería ahorcado el 23 de febrero
de 1946 cerca de Manila. Denis Warner, compañero de fatigas en la guerra de Vietnam,
que asistió al proceso, ha escrito que el general Yamashita no pudo ser responsable
absoluto de los excesos de aquel terrible período.
Tras redactar su testamento, en el que pedía a los norteamericanos que defendieran
a los japoneses del contagio del marxismo —«Hemos sido el único baluarte en Asia
contra el comunismo»—, el general Tojo escribió dos poesías:
Subió lleno de dignidad ante la muerte los trece peldaños que le separaban del
cadalso. Poco después de la medianoche del 22 de diciembre de 1948, el escotillón se
abrió para dejar que cayera el cuerpo del general. Todos menos Hirota gritaron
«¡Banzai!» en homenaje al emperador. El general Tojo rindió un último servicio al Hijo
del Cielo, al dios hecho hombre que subió al trono del Crisantemo en 1926: cargó sobre
sus espaldas con todas las culpas. A las 2.30 horas del domingo 23 de diciembre, los
siete condenados habían muerto ahorcados en la fúnebre prisión de Sugamo. El
emperador Hirohito se encerró solo en la biblioteca de palacio. No quiso que nadie le
molestara. Ese día, el príncipe heredero Akihito cumplía años. El emperador dio orden
de que suspendieran la fiesta del aniversario. En su soledad, debió recordar los versos
de su abuelo, el emperador Meiji, que leyó a los generales que se preparaban para
atacar Pearl Harbor: «Todos los océanos son hermosos, ¿por qué, entonces, los vientos y
las olas invaden el mundo?». «Mi vida —afirmó un día— ha sido la de un pájaro en una
jaula».
El presidente Truman decidió salvar la vida del emperador. Tojo se fue a la horca
con los labios cerrados «como un caballero y un patriota», como afirmó uno de los
abogados defensores de los criminales de guerra. Joseph Keenan, que tanto hizo en su
defensa, fue recibido por Hirohito antes de abandonar Japón. Le dedicó una fotografía y
le entregó un bolso de mano como regalo para su mujer. El dueño de una galería de arte
de la famosa calle Ginza regaló al abogado un topacio «como agradecimiento porque el
emperador fuera declarado inocente». En el Nuremberg asiático, el general Tojo
aseguró ante el tribunal: «La guerra la decidió mi Gobierno. Desde el comienzo de las
hostilidades, el emperador tan sólo deseó la paz. La guerra se declaró contra sus deseos y su amor
a la paz». Un diario japonés tituló por aquellos días: «¿Qué es lo que piensa el
emperador? No podrá ocultar por más tiempo su responsabilidad por los crímenes de
guerra».
Hirohito solicitó una entrevista con el general Douglas MacArthur. Se celebró junto
a una chimenea en la embajada de Estados Unidos en Tokio. Los consejeros de la corte
le recomendaron que no aceptara ninguna responsabilidad por la guerra y por los
crímenes cometidos por sus soldados y sus procónsules, pero hizo todo lo contrario:
«Vengo aquí, general MacArthur, para ofrecerme al juicio de los poderes que usted
representa y hacerme responsable de todas las decisiones políticas y militares tomadas
por mi pueblo en el curso de la guerra».
MacArthur escribió en sus Memorias que «se sintió conmovido “hasta los huesos”.
Era el Emperador por nacimiento desde la cuna, pero en ese instante me di cuenta de
que me encontraba frente al primer caballero de Japón por derecho propio».
MacArthur le tendió un cigarrillo rubio americano que el emperador, el
cientoveintuatro de la dinastía, aceptó. El general le encendió el pitillo y las manos del
Hijo del Cielo temblaban. Cuando, allá por los años sesenta, le pedí una entrevista al
soberano del Sol Naciente, convertido tras la guerra en un rey de carne y hueso, el jefe
de protocolo del palacio imperial me respondió: «Haremos todo lo posible para
satisfacer su honorable deseo». Era la forma japonesa de decir que no. Días más tarde, el
funcionario me dijo con una leve inclinación de cabeza: «La familia imperial no concede
entrevistas desde hace dos mil años».
Capítulo veinte
Hiroshima
Dudé un momento cuando me llegó la hora de firmar en el libro de visitas del Museo de
Hiroshima. Por lo que pude observar, los que firmaron antes que yo lo habían dicho
todo —la pena, la compasión, el horror, la solidaridad—, de modo que me limité a
trazar un garabato con mi nombre. Nada más. En el Parque de la Paz de la ciudad
japonesa, los niños daban de comer a las palomas o lanzaban al aire cometas de pájaros
de papel, el símbolo del cumplimiento de un sueño, el de la paz eterna. Estos niños
vestían como los hijos de los que arrojaron la bomba atómica aquel 6 de agosto de 1945.
Comían palomitas, bebían el refresco de los vencedores y jugaban al béisbol. El día
anterior, los héroes del béisbol de Hiroshima, los Carpas, habían ganado a los Gigantes
de Tokio. El hombre que me vendió un perrito caliente no recordaba el 6 de agosto:
«Pero mi madre —me dijo— no lo ha olvidado aún, tiene pesadillas». No dijo más. Para los
que viven, el día de la bomba atómica se trata de un recuerdo demasiado directo,
repetido, ruidoso, envolvente, pesado. «¿Quién se preocupa de mirar la flor de la
zanahoria en el tiempo de las cerezas?», se preguntaba el poeta Sode Yamaguchi en el
siglo XVIII.
El tren Bala me trajo en 5 horas desde Tokio. La ciudad contaba ahora con un millón
de habitantes. Las agujas del reloj, encontrado entre los escombros, marcaban la hora de
la tragedia, las 8.15. Hiroshima, por el contrario, pegó un brinco colosal: era no sólo la
sede de los Carpas, sino de una conocida fábrica de coches. Los escaparates de los
comercios bullían de lujo, con bolsos importados de Italia y perfumes de París. En los
restaurantes servían las mejores ostras del Japón. La otra cara, la de la ciudad
desintegrada por la explosión y los rayos gamma, era la que atraía a millones de
visitantes: «Nunca más Hiroshima». La ciudad no podía menos que prosperar con
hombres como el presidente de la empresa automovilística. Un mes después del
desastre, Tsuneji Matsada se dirigió a la vecina Kyushu para buscar neumáticos usados,
cubiertas y restos de aviones con los que empezar de nuevo. En la cresta de la ola del
milagro japonés, su empresa era la tercera constructora de coches de Japón y empleaba
a 28.000 personas en Hiroshima.
La adelfa es la planta de la ciudad mártir. Blanca y roja, crece con profusión en los
parques y jardines, en las largas avenidas, en las orillas del río que discurre al sur de la
ciudad. «Fueron las primeras flores que crecieron aquí —nos dijo Yonekura—. Nos
demostró que nuestro suelo no quedaría estéril durante décadas, como pronosticaron
algunos expertos. Fue la promesa de que nuestra ciudad volvería a ser verde otra vez».
Una décima parte de los habitantes de Hiroshima están censados como supervivientes
de la bomba, bien porque se encontraban en la ciudad el 6 de agosto o porque llegaron
poco después, cuando la radioactividad era todavía muy alta. Cada mes de agosto,
miles de visitantes de todo el mundo se reúnen ante el cenotafio del Parque de la Paz en
el que aparecen inscritas las palabras: «Descansen en paz, no volveremos a cometer el
error». El error se nos atribuye a nosotros, a los turistas que nos inclinamos hacia esas
palabras, no a los que lanzaron la bomba, la Little Boy, los norteamericanos, o los que
desataron la guerra del Pacífico, los generales japoneses. Muchos de éstos tan sólo se
sienten víctimas, en ningún caso agresores o verdugos al servicio de uno de los
regímenes militares más implacables de la historia. El lema «Nunca más Hiroshima»,
evocado cada año en el momento de las conmemoraciones, sonará a hueco «mientras
haya ministros que vengan a apoyar la actuación del Ejército Imperial durante la última
guerra —nos decía Kazuhito Yatabe—, y mientras en los manuales escolares no cuenten
la estricta verdad histórica. En esta nación posmoderna en la que reina el simulacro, en
que domina el culto a la imagen, la transmisión de la realidad intangible pasa al final
por la palabra: en el otoño de sus vidas, todos los que han sobrevivido al infierno se
transforman en kataribe, como los narradores de cuentos de la corte imperial de la
historia nipona».
Muchas de las predicciones apocalípticas que se hicieron después de la bomba
atómica no se convirtieron en realidad. No sólo la ciudad volvió a cubrirse de verde,
sino que muchos de los supervivientes criaron niños robustos, que a su vez fueron
padres de hijos llenos de salud y de vida. Pero no se pueden adelantar los efectos a
largo plazo de la explosión que conmovió al mundo. Es la vida en la incertidumbre. En
los tiempos del miedo nuclear, el alcalde de Hiroshima afirmaba: «La humanidad se
encuentra en la encrucijada entre la supervivencia y la destrucción». Una mujer sentada
en el Parque de la Paz me decía: «Tenemos que hacer algo. Piense en que las armas
nucleares de hoy son mucho más poderosas que la bomba atómica. Un sólo submarino
nuclear puede desencadenar dos mil Hiroshimas». Frente a la cúpula y el esqueleto del
edificio que fue el salón de Fomento Industrial que se conserva tal como quedó después
del bombardeo del Enola Gay, un monje budista de túnica azafrán recitaba unos mantras
con la sílaba sagrada «Om». Hiroshima no puede evitar esa vertiente de gran carnaval
de Lourdes o Fátima, la comercialización de la tragedia. Todo aparece allí envuelto en el
celofán del negocio. Después de los coches, los barcos y las ostras, la paz es la cuarta
gran industria de la ciudad. Es lo que llaman el «picadon shobai», el negocio del
resplandor y el pum del hongo apocalíptico y la explosión. Sinceras, místicas,
arrebatadas o preocupadas por su negocio, las criaturas más insólitas pueblan el Parque
de la Paz. Un profesor de filosofía retirado que se hacía llamar el «Reactor Humano»
rezaba durante días enteros frente al cenotafio entre los cánticos y el sonido de los
tambores de los bonzos. Los niños japoneses se nos acercaban para probar su inglés con
esta pregunta: «¿Ama usted la paz?». Sesenta y tres tomos recogen los nombres de los
186.949 muertos hasta hoy por la bomba.
No había ninguna referencia a los 100.000 chinos asesinados a bayonetazos en
Nanking en 1937, a los destrozos causados en Manchuria en 1931, en Pearl Harbor, en
Manila, en Singapur, en Java o en Hong Kong. Los japoneses han cancelado esa parte de
la historia, los ataques a los chinos con gás nervioso o los experimentos bacteriológicos
en Manchuria. Por fin en 1994 el Museo de la Paz abrió un ala Este en la que se
recordaban, con sordina, algunas de las guerras libradas por los japoneses el siglo
pasado. La sacralización de Hiroshima, mon amour de Marguerite Duras y Alain Renais
ha provocado un sarpullido de fuentes, parques, monumentos, museos, campanas de la
paz, signos de paz. Escribe el periodista Tiziano Terzani que «hasta las palomas están
aburridas con la paz». Es la saturación del mensaje, la trivialización del mito. Pero
Hiroshima es la alternativa al templo sintoísta de Yasukuni Jinja de Tokio: el altar de los
nostálgicos del pasado, de los ciudadanos de extrema derecha, que se embriagan con el
sonido de las marchas militares. Los ex combatientes se encierran bajo una campana de
cristal llena de fotografías del glorioso ejército imperial: inclinan la cabeza en dirección
al palacio del emperador. En el Museo de la Guerra no veo ninguna referencia a la
culpabilidad japonesa: son los artefactos de la campaña desde Pearl Harbor en adelante
hasta el día, en 1948, en que ahorcaron al general Tojo por criminal de guerra. Allí
figuran el avión Zero, un cañón como los que segaron las vidas de los marinos en el
Pacífico y la primera locomotora que circuló por la carretera de Birmania desde
Tailandia. Al asomarse al templo sintoísta, no puede uno menos de recordar al amigo
Deakin, el inglés que descendió en aquel infierno del río Kwai en territorio tailandés.
Hay piedras y lápidas conmemorativas por todas partes. Ni un recuerdo para las
víctimas, los Deakin del sureste asiático o del Pacífico. Es el culto a los muertos de la
guerra. Hasta los Kempeitai, el equivalente nipón de los SS, tienen su lugar en el museo.
Ni una sola referencia a la derrota.
Los bombardeos estratégicos sobre Tokio causaron más muertes que en Hiroshima y
Nagasaki y más que el demoledor ataque aéreo sobre Dresde. La bomba atómica es el
punto de referencia, el arma demoníaca y sobrenatural, el peor pecado cometido en el
siglo XX; pero en los museos de Hiroshima no hubo sitio durante años para los asiáticos
que cayeron ante los soldados japoneses. Han pasado esa página de la historia. Los
veinte mil coreanos muertos se merecen un pequeño recuerdo en un oscuro rincón del
Parque de la Paz. Sus descendientes, al contrario que los japoneses, no han recibido
ninguna compensación. La crítica a los comportamientos japoneses se interpreta
siempre o casi siempre como cosa de racistas: ni un solo recuerdo para los excesos
cometidos en la que Churchill llamó «la guerra innecesaria».
CONCIENCIA DE CULPA
EL ÚLTIMO ACTO
MIL SOLES
El padre jesuita Pedro Arrupe, que fue general de su Orden y que vivió el primer
bombardeo atómico a unos kilómetros de Hiroshima, me contó una vez algo que le
llamó la atención: «A pesar de la importancia militar de Hiroshima y de que todas las
ciudades importantes de alrededor fueron bombardeadas con terrible intensidad, tan
sólo nuestra ciudad quedó intacta. Sólo una vez, casi podríamos decir que por descuido,
cayó una bomba en el centro sin causar el menor daño». La explicación era sencilla: los
científicos deseaban comprobar los efectos de las bombas sobre un escenario virgen, no
tocado. Harry S. Truman no sentía ningún escrúpulo moral: «Nunca abrigué la menor
duda sobre la necesidad de emplearla. Era un arma militar», escribió en sus Memorias.
Ocho horas, quince minutos y cinco segundos del 6 de agosto de 1945. Las cuatro
toneladas de Littte Boy, equivalentes a 20.000 toneladas del explosivo clásico, el TNT,
cayeron sobre la ciudad de las adelfas. Un relámpago más fulgurante que mil soles lo
barrió todo en un radio de acción de un kilómetro. En las escaleras del Banco Sumitomo
quedó impresa la sombra de un cuerpo humano desintegrado a una temperatura de
3.000 grados. Hemos visto en el Museo de la Paz la reproducción de esta sombra, la de
una mujer sobre la piedra. De regreso de la misión, el entonces coronel Tibbets pasó los
mandos a su adjunto Lewis y se durmió sin remordimientos: misión cumplida. La
noche del 5 al 6 de agosto, en un barracón de la isla de Tinian, el coronel Tibbets reunió
a sus tripulaciones: «Esta es la noche que esperábamos —anunció—. Vamos a poner a prueba
nuestro entrenamiento y en pocas horas más conoceremos el éxito o el fracaso. Un acontecimiento
histórico depende ahora de nuestros esfuerzos. Vamos a despegar dentro de poco para lanzar una
bomba de un modelo nuevo del que hasta hoy nadie ha oído hablar y que es el equivalente a
20.000 toneladas de trinitrotolueno». Tras sus palabras, Tibbets pidió a los reunidos:
«¿Alguna pregunta, muchachos?». No, no había preguntas, tan sólo, como confesó el
navegante van Kirk, unas ganas enormes de echar una partida de póquer para eludir la
tensión. Después, los tripulantes fueron conducidos hasta la iglesia bajo la luz de la
luna. El capellán militar Downey tomó la palabra: «Padre todopoderoso, escucha las súplicas
de quienes te quieren, te pedimos que acompañes a los que cruzan las cimas de tus cielos para
llevar la batalla al enemigo. Te imploramos que los guardes durante su misión. Que los hombres
que vuelan esta noche vuelvan sanos y salvos por tu misericordia, sostenidos por nuestras
creencias… Amén». El desayuno consistió en huevos, salchichas, pan tostado, porridge y
café.
Los primeros aviones en despegar fueron los meteorológicos. 1.30 de la mañana: uno
de los aparatos tomaría la dirección de Kokura, el otro se dirigiría hacia Hiroshima y el
otro hacia Nagasaki. Según el tiempo que hiciera, se elegiría una de las ciudades. A las
2.00 horas, el Enola Gay, bautizado así por el piloto Tibbets en homenaje a su madre, se
deslizaba pesadamente por la pista de Tinian con 29.000 litros de carburante y la bomba
Little Boy en su vientre. Los proyectores y las cámaras fotográficas y cinematográficas
iluminaban la escena. «Parecía la inauguración de unos grandes almacenes», afirmó un
testigo.
Los tripulantes del Enola Gay llevaban gafas oscuras: la explosión —decían—
desataría una fortísima luminosidad. El capitán Parsons se deslizó al pañol cuando el
Enola Gay hubo superado la zona de turbulencias. Provisto de una linterna Parsons
armó la bomba, «el huevo que íbamos a arrojar sobre el país de los cerezos». Parsons
había repetido aquella operación de ensamblaje tantas veces, que cuando Tibbets le
preguntó cómo había ido, el técnico respondió mientras se limpiaba las manchas de
grasa: «Ha sido un juego de niños». Pocas horas antes, el padre Arrupe, nacido en Bilbao
en 1907, estudiante de medicina en Madrid en 1922 y jesuíta en 1927, se había acostado
tras los rezos de rigor: dio gracias a Dios, en la capilla del noviciado de los jesuitas en
Nagatsuka, a 6 kilómetros del centro de Hiroshima, porque les hubiera ahorrado la
destrucción y los ataques de los bombarderos norteamericanos. Los dioses nos
protegen, pensaban mientras tanto los 300.000 habitantes de la ciudad. A las 7 de la
mañana, la ciudad se puso en movimiento: columnas de obreros se dirigían a las
fábricas de aviones Mitsubishi, a los astilleros, hacia la estación, el puerto y las
empresas conserveras. Los niños, vestidos de uniforme, se preparaban para los
ejercicios gimnásticos y los ensayos de protección civil.
A las 7.09 comenzaron a sonar las sirenas de la alarma aérea. Nada de qué
preocuparse, pensaron los habitantes de Hiroshima, acostumbrados a este tipo de
alertas. Era un avión metereológico que sobrevolaba la ciudad en un día claro, soleado,
luminoso. El avión norteamericano desapareció a las 7.25. Desde el Straight Flush, que
así se llamaba el avión metereológico, al mando del comandante Eatherly, se dirigió el
siguiente mensaje al B-29 que se acercaba a las costas japonesas. «Y2-9 2-B 2-C1». A
bordo del Enola Gay, a 10.000 metros de altitud, bromeaban sobre sus gorros. Unos los
llevaban de cricket, otros de rugby, y Nelson, el encargado de la radio, se tocaba con un
sombrero de paja. El resto eran gorros de policía. La llamada de Eatherly hizo que
Nelson dejara su sombrero de paja a un lado para descifrar el mensaje: «Nubes bajas, 1 a
3/10. Nubes medias a 3/10, nubes altas 17/10. Consejo: primer objetivo». «¿Y ahora?»,
preguntó el comandante Forebee. «Hiroshima», respondió sin descomponer la figura el
comandante del Enola Gay.
Tras mirar los cuadrantes y modificar el rumbo, el sargento Stiborik, que vigilaba el
radar, le preguntó al jefe mecánico Schumard: «¿Crees que funcionará este cacharro?».
Todos se preguntan lo mismo, incluido el jefe Tibbets. «¿Qué es lo que hará? ¿Un
bummm espantoso?». Va a ser cosa del comandante Forebee, que tiene a Little Boy bajo
sus pies. Es el especialista en dar en la diana. Los dados ruedan sobre la mesa. Tibbets
comunica a los 2 aparatos de escolta que se alejen del avión. Tom Forebee comienza la
cuenta atrás: «4 minutos, 3 minutos, 2 minutos, 1 minuto… Pónganse las gafas oscuras».
Nueve horas, quince minutos y diecisiete segundos, hora del Enola Gay. Forebee
descubre a través de la mira el puente cuyas fotografías ha analizado durante horas y
horas. Es el objetivo ideal. «Go!» (vete) grita al apretar el botón. Las compuertas se
abren y Forebee confirma: «Ha salido». El coronel Tibbets deberá dominar el B-29.
Tienen el tiempo contado para alejarse 15 kilómetros de Little Boy, que desciende en
paracaídas y que estallará a 550 metros sobre Hiroshima. El coronel vira 155 grados.
Seis horas, quince minutos y cinco segundos, hora de Hiroshima: los tripulantes del
Enola Gay cierran los ojos deslumbrados por la luz que libera la explosión. «Atención,
onda de choque —advierte ahora el ametrallador Carón— se acerca». Tibbets lo explicaría
así: «Se parecía sólo que en más terrorífico a esos espejismos del desierto. Carón gritó que veía un
segundo círculo con ligero retraso. En efecto, nos alcanzaron las 2 ondas. La primera de una
fuerza de 2,2,5 prevista por los expertos, la otra, más débil. Cuando Carón me anunció que
llegaban las 2 ondas viré de nuevo hacia la ciudad: quise comprobar los efectos de la explosión».
El navegante, capitán van Kirk, lo explicó 8 meses más tarde: «Se diría una marmita con
aceite negro en ebullición». «Sí, pero debajo —le corregiría Carón— parece como si hubiera un
lecho de brasas que la hacen cocer».
El Enola Gay se dirige hacia el mar. Lewis, uno de los tripulantes, recordó más tarde:
«En tres minutos la nube atómica, en forma de hongo monstruoso, subió hasta nuestra
altura, nueve mil setecientos cincuenta metros, después nos superó». Van Kirk: «Yo
pensé: Gracias, Dios mío, la guerra ha terminado y podré volver a casa». Son las 9.20,
hora de Tinian: se recibe un mensaje del Enola Gay: misión cumplida con éxito. «Good
results». «Good results?», exclama Parsons al leer el mensaje que el radio ha enviado a la
isla de las Marianas. ¿Buenos resultados? «Son extraordinarios, increíbles, no hay
palabras para describirlo», corrige Parsons a Tibbets. «De acuerdo —responde el
comandante—, resultados que han superado con mucho las previsiones». La euforia
reina a bordo. Los tripulantes ríen, se abrazan, se palmean en la espalda, hablan de sus
proyectos. «Los japoneses habrán comprendido después de recibir eso en la jeta»,
afirma uno de ellos, radiante.
UN FOGONAZO DE MAGNESIO
«Todos los días, a eso de las cinco y media de la mañana —escribió Pedro Arrupe—,
aparecía en el cielo un avión norteamericano B-29 en viaje de reconocimiento. Su
puntualidad matemática era tal, que la señal que anunciaba su venida coincidiría casi
todos los días con la que me daban a mí para decir la Misa de 5 y media. Nadie se
inmutaba por la venida del bombardero, incluso se le tomaba a broma. Le pusieron el
nombre de “correo americano”. Así pasaron varios meses».
La mañana del 6 de agosto ocurrió algo nuevo: a eso de las 8 menos 5 de la mañana,
fuera de su hora, apareció otro bombardero B-29. Pero la señal de alarma no produjo la
menor impresión entre los jesuítas. Estaban acostumbrados a ver pasar sobre sus
cabezas a escuadrillas de más de 100 aviones. La señal de alarma cesó 10 minutos
después: «8 y cuarto de la mañana —consultó Arrupe el reloj—. Estaba yo en mi cuarto
con otro Padre cuando, de repente, vimos una luz potentísima, como un fogonazo de
magnesio disparado ante nuestros ojos. Naturalmente, extrañados, nos levantamos para
ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del cuarto que daba hacia la ciudad, oímos
una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por
delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles que, hechas añicos, caían sobre
nuestras cabezas. La onda expansiva nos arrojó al suelo. Un padre alemán de más de 90
kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su habitación y se encontró de pronto
sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, con un libro en la mano. Seguía
cayendo sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro
segundos que nos parecieron mortales, porque cuando uno teme que una viga se
derrumbe sobre su cabeza el tiempo se hace muy largo».
El jesuíta vasco, licenciado en Medicina, tenía a su cargo a los treinta y cinco
novicios de la Compañía de Jesús en Nagatsuka: «Cuando pudimos ponernos en pie,
fuimos a recorrer la casa. No encontré a ningún novicio herido, ni siquiera con el menor
rasguño. Salimos al jardín para comprobar dónde había caído la bomba. Al recorrerlo
todo nos miramos extrañados: allí no había ningún hoyo, ninguna señal de explosión.
Los árboles, las flores, todo parecía normal. Recorrimos los arrozales que circundaban
nuestra casa cuando pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se
levantaba una desoladora humareda. Subimos a una colina: teníamos ante nuestros ojos
Hiroshima totalmente destruida, arrasada. Como las casas eran de madera, papel y paja
y a esa hora se preparaba en todas las cocinas la primera comida del día, a las 2 horas de
la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego».
«Llamas de color azul y rojo, seguidas de un espantoso trueno y de insoportables
oleadas de calor cayeron sobre Hiroshima, arruinándolo todo. Una gigantesca montaña
de nubes se arremolinó en el cielo. En el centro mismo de la explosión apareció un
globo de terrorífica cabeza. Una ola gaseosa a 750 kilómetros por hora barrió una
distancia de 6 kilómetros de radio. Por fin, a los 10 minutos de la primera explosión,
una especie de lluvia negra y pesada cayó sobre el noroeste de la ciudad. Era el pikadon,
“pika” por el fogonazo y “don” por el estrépito que hizo la explosión de Little Boy». El
presidente Truman, a bordo del crucero Augusta, regresa de Europa donde ha asistido a
la conferencia de Potsdam. Un mensaje de radio le trae la esperada noticia: la primera
bomba atómica de la historia ha sido lanzada con éxito. Reúne a los marinos del
Augusta y les comunica la noticia: el lanzamiento de una bomba nueva. El anuncio fue
recibido con vivas y aplausos. Esa es la versión que dio en sus Memorias. La verdad es
que sus palabras fueron otras: «Chicos, les hemos lanzado un pepino de 20.000 toneladas de
TNT». Después de la guerra un periodista le preguntó al presidente: «¿Cuál ha sido el
remordimiento más grande de su vida?». Truman contestó: «No haberme casado antes».
En Tokio, la mañana del 7 de agosto, la radio difundió la noticia: «Una pequeña
formación de B-29 ha sobrevolado Hiroshima ayer por la mañana y ha lanzado unas
cuantas bombas. Como consecuencia de esta incursión las casas han prendido fuego, se
han incendiado. Se ha lanzado un nuevo tipo de proyectil en paracaídas que al parecer
ha explosionado en el aire. Se lleva a cabo una investigación para comprobar la eficacia
de esa bomba». En efecto, el alto mando envió un equipo investigador dirigido por el
general Seizo Arisue: «Llegué a Hiroshima hacia las 5 y media de la tarde —escribió en
su informe—. Cuando mi avión sobrevoló la ciudad sólo pude ver un árbol calcinado.
No vi nada más que ese árbol muerto. La ciudad había sido totalmente aniquilada. Sí,
esa era la palabra, “aniquilada”». Las primeras víctimas se cifran en 79.400. Los
supervivientes son los hibakusha, los apestados de la Bomba A, el «pepino» de Truman.
La leucemia afectará de una u otra forma entre 10 y 50 veces más de lo normal, a los
supervivientes, que se encontraban a menos de 1 kilómetro de la explosión. Hasta los
1500 metros de distancia del punto cero el número de los cánceres se duplicará con
relación a la media.
«Apenas se podía avanzar entre tanto ruido —recordó Pedro Arrupe—. Miles de
personas salían de aquel infierno. Huían a duras penas, para escapar cuanto antes. No
podían correr por las espantosas heridas que sufrían». Todo lo que el maestro de
novicios guardaba en su botiquín era un poco de yodo, aspirina, sal de frutas y
bicarbonato. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? Abrumado por el espectáculo, Arrupe
cayó de rodillas: «Hice lo único que se podía hacer ante una hecatombe de aquella
envergadura: rezar pidiendo luz y ayuda al cielo». Lo primero que vio en la ciudad
arrasada fue un grupo de chicas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían
agarradas unas a otras, arrastrándose: una de ellas tenía la mitad del rostro quemado y
un corte producido por la caída de una teja, que al desgarrarle el cuero cabelludo,
dejaba ver el hueso. Le resbalaba por la cara una gran cantidad de sangre. Uno de los
pacientes le dijo que sufría quemaduras cuyo origen no podía explicarse: «He visto una
luz, una explosión terrible y no me ha sucedido nada: pero al cabo de media hora he
sentido que se me iban formando en la piel unas ampollas superficiales y al cabo de 4 o
5 horas era ya una quemadura que empezaba a supurar, y eso sin fuego…». Se trataba
de las radiaciones infrarrojas que mataban los tejidos y producían no sólo la destrucción
de la epidermis y de la endodermis, sino también del tejido muscular.
«Son sufrimientos espantosos, terribles dolores que hacen que los cuerpos se
retuerzan como serpientes. Sin embargo, no escuchaba un solo quejido: todos sufrían en
silencio. Aquí es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales:
en su estoicismo, en el control absoluto del dolor, tanto más admirable cuanto más
espantosa es la hecatombe». Nadie gritaba ni lloraba. Filas de heridos pasaban delante
de las enfermeras improvisadas que, con un fude, un pincel para escribir caracteres,
pintaban las heridas con mercurio cromo. O aplicaban pulpa de nabos, recomendados
contra las quemaduras. El mercurio producía la destrucción de los tejidos. «Al principio
el efecto era refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus
que supuraban las heridas, aparecía una costra que provocaba dolores insoportables».
Arrupe convirtió el noviciado en un hospital improvisado: un aldeano le trajo un saco
de ácido bórico. Fabricaron vendas con las sábanas. Llegaban ancianos con heridas en
carne viva, niños con los cuerpos abrasados, con cristales clavados en las pupilas o en el
rostro, jóvenes que entraban en la casa dejando a su paso un reguero de pus.
«Desde que ocurrió la explosión no había vuelto a ver a una joven, que yo mismo
había bautizado hacía menos de un año. Dos semanas después me avisaron que se
encontraba en las ruinas de su casa. Me lancé hacia Hiroshima. Los escombros hicieron
desaparecer todos los puntos de referencia para encontrar una calle o un edificio. Al
cabo de 4 horas de inútil búsqueda, unas muchachas me dijeron: “Padre, por aquí, en
aquella esquina, a la vuelta”. Les rogué que me acompañasen. Un japonés jamás dice
que no a un extranjero, pero en aquella ocasión sólo me contestaron: “Sí, es allí, a la
vuelta”. Fui solo. En el lugar indicado me encontré con que unos palos sostenían un
tejadillo de latas chamuscadas. Intenté entrar pero un hedor insoportable me echó hacia
atrás. Nakamura San apareció tirada en el suelo con las 4 extremidades hinchadas.
Supuraban un pus que en hilillos turbios caía y empapaba el suelo. La carne requemada
apenas dejaba ver más que el hueso y la piel. Así había permanecido 15 días, tendida
sobre una tabla sin cepillar, sin que la pudieran atender, ni limpiar, alimentada tan sólo
con un poco de arroz que le traía su padre, también herido. La espalda era una llaga
medio gangrenada. No pudo cambiar de postura. Al tratar de limpiar la quemadura en
la región coxal, me encontré con que la masa muscular corrompida y convertida en pus
dejaba ver una cavidad, en la que cabía un puño cerrado, y en cuyo fondo hervía una
madeja de gusanos».
Cuando Nakamura San abrió los ojos y vio que era el padre Arrupe el que se
encontraba a su lado, sólo dijo estas palabras que no se le olvidarían nunca al jesuíta:
«Padre Arrupe, ¿me trae la comunión?».
La trasladaron al noviciado. Las curas eran muy dolorosas. La fiebre hacía delirar a
la enferma que creía ver a un fantasma que le oprimía el cuello para ahogarla. Dos
meses después un ataque al corazón le arrebató la vida. Su propio padre se encargó de
quemar el cadáver cerca de la casa. Pero a la mitad de la cremación se le apagó la
hoguera y corrió a llamar al padre Arrupe. «Aún me quedaba por ver, a media noche, el
cadáver de Nakamura San con el rictus del dolor en su rostro y su carne medio
derretida por el fuego. Entonces vino a mi memoria aquella frase de San Ignacio en su
libro de los Ejercidos. “Como una llaga y postema de donde ha salido… ponzoña tan
turpísima”».
Pregunté al padre Arrupe cuáles fueron las curaciones que causaron más
sufrimiento: «Las de los niños —respondió—, todos saben que en Japón se adora a los niños.
Al producirse la explosión, miles de ellos quedaron separados de sus padres, heridos,
abandonados a su suerte en la ciudad y sin poder valerse por sí mismos. Lo que nos desconcertó
fue que muchas personas, que no sufrieron ninguna herida, pasados unos cuantos días, venían a
nosotros para decirnos que se sentían débiles, que se abrasaban por dentro. Poco después morían.
Tenían las encías ensangrentadas, la fosa bucal llena de heridas pequeñas, perdían los cabellos:
los síntomas del ataque radioactivo. La bomba atómica emitió tres clases de ondas, una explosiva,
otra térmica y la última radioactiva».
UNA PROCESION DE HORMIGAS
El relámpago que desgarró el cielo y destrozó la materia, el hongo rojo que escapó hacia
el cielo, dejó, además de los muertos, 9.000 heridos y 14.000 desaparecidos. Mizu no
Muyako, la metrópoli de las aguas, el nombre poético de Hiroshima, había dejado de
existir. ¿Será así el fin del mundo? «Fue horrible —contó el doctor Tabuchi—.
Centenares de heridos pasaban por delante de nuestra casa huyendo hacia las
montañas. La piel se les caía a tiras. Desfilaron como una procesión de hormigas
durante toda la noche hasta que al llegar la mañana detuvieron la marcha. Se
amontonaban tantos muertos en las carreteras que resultaba difícil pasar». Soldados sin
rostro, cuerpos carbonizados que, como en la explosión de Pompeya, permanecían tal y
como fueron sorprendidos por la luz cegadora de Muchachito, en los bancos de los
tranvías, en los parques, con las orejas fundidas. «Vi grandes estanques de agua —contó
el doctor Hanaoka— cubiertos hasta el borde de cadáveres, cocidos vivos. En uno de
estos estanques vi cómo al lado de un muerto un hombre bebía sangre mezclada con
detritus humanos. Se había vuelto loco. Sufrían diarreas, espantosos dolores en la
garganta, erupciones en la piel, vómitos, fiebres violentas. Por la tarde, el viento trajo
olor a sardinas asadas. Los equipos de rescate quemaban los cadáveres. Centenares de
cuerpos se consumían en los braseros. Los primeros mártires del átomo no sabían que
habían sido atomizados. No sabían por qué morían. También los médicos se
preguntaban qué era lo que les mataba. Sin embargo, no se escuchaba una sola voz
contra los causantes de la tragedia. Nadie protestaba. No cundía el pánico. El pueblo
estaba habituado a las catástrofes naturales, tifones, terremotos, olas marinas».
Se sucedieron episodios extraordinarios como el que cuenta Michihito Hachiya en
Diario de Hiroshima:
«Yasuda era el encargado de proteger la imagen del Emperador, un empleado de la Central de Correos al
que la explosión le sorprendió en un tranvía que le llevaba a Hiroshima. Sin pensar en otra cosa se precipitó a
través de las ruinas de las casas y llegó a la central antes de que la devoraran los incendios. Lo primero que
hizo fue subir al cuarto piso donde se encontraba el retrato del Emperador. Forzó la puerta de hierro del salón.
Se hizo con la efigie de Hirohito y se dirigió con ella al despacho del director. Después de deliberar sobre el
siguiente paso todos decidieron que lo mejor sería llevarlo al castillo de Hiroshima, que parecía relativamente a
salvo del fuego. Colocaron la imagen del Emperador atada sobre la espalda del funcionario señor Yasuda y el
cortejo se puso en marcha. Se dirigió primero al jardín interior de la Central donde el director anunció a los
empleados reunidos allí que se disponían a guardar la imagen del Emperador en un lugar seguro. Ante el
anuncio, todos, incluidos los heridos, inclinaron la mirada hacia el suelo».
Mientras uno de los funcionarios corría en busca de la bandera del Sol Naciente, que
debía preceder a la efigie del emperador, el cortejo se puso en marcha. Durante el
trayecto la procesión se encontró con gran número de muertos y heridos que
aumentaban a medida que se acercaban al río Ota. Los miembros de la comitiva
gritaban a los heridos que se interponían a su paso: «¡La imagen del emperador! ¡Abran
paso!». Ante estas palabras, todos, civiles y soldados, cualquiera que fuera su estado,
con sus rostros cubiertos de llagas, devorados por el fuego, se inclinaban o saludaban
militarmente. Los que eran incapaces de ponerse en pie juntaban las manos a la altura
del pecho. La muchedumbre abría paso. El cortejo pudo llegar por fin al río. Cuando la
imagen fue llevada hasta una barca en la que viajaría hasta el castillo los soldados
desenvainaron sus sables. «Todos los civiles se inclinaron hacia la tierra —añadía en su
relato Michihito Hachiya—. Era algo sublime». «No sé lo que sentía —confesó el
director de Correos, el señor Ushio— pero rezaba para que nada le ocurriera a la
imagen de su majestad». El río se hallaba en calma. El señor Ushio tendía la imagen del
emperador hacia el cielo en medio de todos aquellos seres agonizantes. Hachiya,
médico famoso, director del hospital, terminó con estas palabras la narración de la
escena: «Yo creí que la imagen del Emperador había perecido entre las llamas, pero al
ver que lo poníamos a salvo sentí mi corazón invadido por un calor sobrehumano».
Estallaba el apocalipsis y todo lo que les preocupaba era salvar el retrato del
Emperador.
UN LUJO MORTAL
Era el presagio de un mundo terrible. «La vieja bomba —escribió Anthony Burgess— es
grande, pero acogedora y familiar, como los nazis y Glenn Miller. Hemos progresado
mucho desde entonces. Hemos aprendido a vivir con la bomba. Hoy sabemos —añadía
el autor de La naranja mecánica— y entonces lo suponíamos, que Japón estaba dispuesto
a rendirse antes del 6 de agosto de 1945. La bomba fue un lujo mortal. Se invirtieron
cantidades tan ingentes en su desarrollo que había que utilizarla. No haberla utilizado
hubiera sido como gastar millones en una producción en cinemascope con un reparto
estelar y luego tirarla a la basura. Así, pues, todos nos sentamos en la oscuridad
comiendo nuestras palomitas y viendo el show. Duró poco, pero fue espectacular: un
hongo monstruoso en el cielo. Valió el precio. Pero nos alejamos del cine con una
sensación más de depresión que de alegría. Y sin embargo, dimos gracias a Dios de que
Hitler hubiera echado de su país a los genios científicos judíos, dando al traste con la
posibilidad de crear la bomba. No nos hacía ninguna gracia la posibilidad de que
nuestro gran aliado, el tío José Stalin, se hiciera con ella. A pesar de todo no éramos del
todo felices. Y a pesar de que nos decíamos a nosotros mismos que los japoneses lo
estaban pidiendo, no podíamos dejar de sentirnos culpables». «Dios mío, qué hemos
hecho», musitó el copiloto del Enola Gay, Robert Lewis. «Ahora todos somos unos hijos
de puta», exclamó Robert F. Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, cuando el 16
de julio de 1945 el resplandor de los mil soles iluminó Alamo Gordo. «Oppie», como le
llamaban sus amigos, fue un hombre triste hasta su fallecimiento en 1967. El
comandante del avión meteorológico que seleccionó Hiroshima para tan terrible
prueba, Eatherby, trató de buscar la paz interior en un monasterio. El remordimiento no
le dejaría vivir. «Los físicos han conocido el pecado», afirmó Oppenheimer al
abandonar Los Alamos. Poco después caerían sobre él las sospechas de los cazadores de
brujas.
La noticia conmovió al mundo. El Alcázar de Madrid titulaba «La ciudad de
Hiroshima destruida por un incendio». Pueblo: «Toda señal de vida quedó extinguida en
Hiroshima». El día 22, El Alcázar facilitaba nuevos datos: «Más de 60.000 muertos y
100.000 heridos en Hiroshima por la bomba atómica». Franco se enteró en su despacho
de El Pardo de cómo las gastaban los yanquis. Todo estaba a punto para cambiar de
ritmo: de Hitler a Eisenhower. En España se fusilaba a diario. Según el historiador
franquista Salas Larrazábal, hasta 30.000 personas cayeron ante el paredón. La canción
de moda, de Bonet de San Pedro, era la metáfora de la situación de avitaminosis en que
vivía una nación destrozada por la guerra civil. «Rascayú, cuando mueras qué harás tú;
tú serás un cadáver nada más». Los anuncios recomendaban Sarnical (de sabor muy
agradable). Para los estómagos caídos el elevador Narla y para los que caminaran
encorvados, Espaldillas Juventud.
A partir de entonces, todo empezó a ser atómico: las escobas que se llevaron los
manifestantes contra el bloqueo de la ONU al palacio de Oriente eran «atómicas»,
fabricadas en España, las bellezas eran anatómicas y atómicas, lo mismo que los ases del
balompié, los goles atómicos o los tortazos de los campeones de boxeo o las pedaladas
de Julián Berrendero o Delio Rodríguez. Faltaban casi 15 años para la visita del
presidente Eisenhower a Madrid. «Hoy ha terminado la guerra civil», aseguró el jefe del
Estado después de abrazar a «Ike».
Franco sacó el dedo mojado a su ventana de El Pardo para conocer hacia dónde
soplaba el viento: cambió el Gobierno, en Exteriores al elegante filonazi bilbaíno José
Félix de Lequerica le sustituyó un cristiano, Alberto Martín Artajo, cuyas palabras 15
días después de la explosión de Hiroshima reprodujo José María Izquierdo en un
reportaje publicado en 1985 en El País: «La rendición del Japón, que pone fin a la guerra,
es la noticia más grata que han podido recibir todos los españoles amantes de la paz.
Por eso, creyendo interpretar el sentir de todos los españoles, el Gobierno dispuso que
ondeara la bandera nacional, en señal de júbilo, en todos los edificios públicos». Así se
barrían seis años de colaboración con los países del Eje. En 1966, en Palomares
(Almería), los españoles conocieron, a pesar del baño reparador del ministro Fraga
Iribarne y el embajador norteamericano Duke, un presagio de Hiroshima, un soplo, un
escalofrío del demonio nuclear.
El calipso caribeño, con su talento para el sarcasmo, puso en circulación una melodía
con esta letra: «Fue el final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando la bomba atómica
cayó sobre Hiroshima. Aunque algunos tontos lo tacharon de crimen internacional. Sin
embargo mostraba el progreso de los tiempos modernos».
En el Museo de la Paz hemos visto los cuerpos «fotocopiados» en las paredes por la
explosión, figuras de cera de mujeres y niños de piel fundida por los rayos, restos de
cuerpos desintegrados. Hemos escuchado los testimonios de los hibakusha, los
supervivientes del infierno.
LA VOZ DE JADE
Tres días después del Muchachito de uranio, Fat Man, otra bomba, cayó sobre Nagasaki.
El Gordo, de plutonio. Según el Estado Mayor, «una doble dosis les enseñaría a los japs
lo que era bueno». Los científicos deseaban saber si El Gordo se portaría como
Muchachito. Después de Hiroshima fue una acción totalmente cruel e innecesaria. El
buen tiempo, la meteorología condenaron a Nagasaki y salvaron a Kokura: 35.000
muertos y 60.000 heridos por las radiaciones. El Fat Man estuvo a la altura de Little Boy.
Ese mismo día, la URSS declaraba la guerra al Japón para invadir Manchuria, Corea del
Norte, el sur de Sajalín, las Kuriles. Conquistaron un territorio más de 3 veces el tamaño
de España con tan sólo 8.000 muertos. «Puede decirse —declaró el general soviético
Malakov— que la tontería norteamericana no ha tenido límites». El embajador japonés
en Moscú buscaba por esos días la mediación de Stalin.
El 10 de agosto, «la voz de Jade», Hirohito, de 32 años, Hijo del Cielo pidió a los
dirigentes de Japón que le comunicaran sus impresiones. ¿Qué debía hacer? Unos se
mostraron partidarios de poner condiciones a la rendición, otros pensaron que tan sólo
una cláusula podría negociarse con MacArthur: el sagrado estatuto del Emperador. El
primer ministro Suzuki zanjó el asunto con un grito: «Propongo que nos dirijamos al
guía imperial». Un mortal tenía la audacia de dirigirse al emperador para pedirle su
opinión: «Hay que soportar lo insoportable», dijo el dios-emperador con voz lenta. No
podían rechazarse las condiciones de los aliados. Suzuki se volvió hacia sus colegas y
dijo: «Su majestad ha hablado». En Estados Unidos el demócrata Tom Stewart pidió que
colgaran a Hirohito por los pies. El senador Langer sugirió que «lo mataran como a
Hitler». Acalladas esas y otras voces que clamaban venganza, la moderación se impuso:
había que salvar al trono para que Japón se uniera a las «naciones libres» en su lucha
contra el comunismo.
El general Anami pidió un papel y un pincel para escribir un poema y despedirse
del mundo y de la vida: con todos los respetos solicitaba perdón al Emperador por
quitarse la vida. Se abrió el vientre con su sable mirando hacia el palacio imperial. Japón
vivió una formidable ola de suicidios. Los últimos camicaces hicieron despegar sus
aviones y se estrellaron contra el suelo. Grupos de jóvenes nacionalistas se quitaron la
vida ante la puerta principal de palacio.
El 15 de agosto se anunció en todas las ciudades de Japón que el emperador hablaría
al mediodía por la radio. Todos deberían escuchar su voz. Los trenes se detuvieron, los
niños dejaron de ir a la escuela, los obreros abandonaron las fábricas y los campesinos
sus huertos. Los altavoces instalados en medio de las ruinas traerían a todos la voz del
Hijo del Cielo. Los hombres se pusieron sus trajes de boda. A mediodía sonaron las
sirenas y la radio difundió el himno nacional, el Kimiyago. Era la primera vez que los
japoneses escuchaban la voz de su emperador. «El enemigo —dijo la voz sagrada— ha
empezado a utilizar una bomba nueva de una crueldad inaudita, cuya potencia de
destrucción es incalculable. Si continuáramos la lucha, ésta nos daría por resultado no
sólo la destrucción de la nación japonesa, sino que conllevaría la extinción total de la
civilización humana. Por eso hemos ordenado la aceptación…». La voz calló. Todo el
Japón lloraba.
¿Qué es lo que pasaba mientras tanto en la ciudad atomizada? Cuenta el doctor Hachiya
en Diario de Hiroshima que alguien gritó: «“Más vale morir que ser vencidos”. Todo el
hospital respondió en un grito unánime de indignación. Nada podía calmarles. Yo
mismo pensaba que era mejor luchar hasta el final. Pero el Emperador nos había dado la
orden de capitular. Sólo nos quedaba inclinarnos ante su voluntad». En Tokio, cuatro
adolescentes de quince años anunciaron a sus padres con el mayor de los respetos que
se disponían a suicidarse bajo los pinos, cerca de Palacio, para ayudar al Emperador a
soportar su cruz.
En su cuartel general de la isla de Guam, el jefe de la flota del Pacífico, el almirante
Nimitz, acogió sin que le temblara un músculo la noticia de la rendición japonesa. En
cambio, los jefes de su Estado Mayor reaccionaron con júbilo, con lanzamiento de
gorros al aire y frases como ésta: «Que los sucios japs se vayan al infierno». Fue entonces
cuando el almirante se retiró a su despacho para redactar una orden que exigía a sus
hombres el respeto para con el vencido: «Ahora que la guerra ha terminado no deben
insultar a los japoneses, tanto como raza como individualmente. Una actitud así sería
indigna de los oficiales de la Marina de Estados Unidos».
El emperador era el único que no podía hacerse el haraquiri. La efusión de sangre
real representaba en sí misma un acto sacrilego. Hirohito no se encontraba a bordo del
Missouri, el acorazado preparado para el ceremonial de la rendición nipona y fondeado
en la bahía de Tokio. Sería más útil desde su palacio imperial encerrado en su
laboratorio de experto en biología marina. El acorazado Missouri, de 45.000 toneladas,
era el buque insignia de la flota del Pacífico. Ahora, tras cañonear varias islas, con el
olor a pólvora aún fresco, su proa apuntaba hacia el monte sagrado, el Fujiyama. Todo
estaba dispuesto para la ceremonia de la capitulación.
La delegación de los derrotados la encabezaba el ministro de Asuntos Exteriores,
Mamoru Shigemitsu, vestido de chaqué y chistera, y el general Umezu, que
representaba al Estado Mayor nipón, vestido de uniforme. Era un día frío, demasiado
frío para primeros de septiembre. El ministro de Exteriores japonés arrastraba su pierna
ortopédica cuando subió a bordo. Había sufrido un atentado terrorista en Shanghai, en
el que perdió una pierna. Era el 2 de septiembre de 1945. Para los japoneses el segundo
día del noveno mes del vigésimo año de Showa del 2.605 de la subida al trono del
emperador Jimmu. El general Umezu mostraba el pecho cubierto de condecoraciones.
Al principio se negó a tomar parte en la ceremonia de la rendición: hubo de recibir la
oportuna llamada de Hirohito. Pero ni siquiera el emperador pudo convencer al
almirante Toyoda para que subiera a bordo del Missouri con objeto de firmar el acta de
capitulación. El almirante pidió a su Jefe de Operaciones, Tomioka, que ocupara su
lugar en un momento tan triste para un militar japonés. «Usted perdió la guerra, luego
le toca firmar la rendición», le dijo a Tomioka, que prometió que se haría el haraquiri en
cuanto regresara a su casa. La delegación japonesa subió al acorazado a las 8.55 de la
mañana. Un testigo escribió que los comandantes aliados, los mismos que sufrieron la
tortura y el cautiverio a manos del ejército imperial, contemplaron la llegada de los
vencidos «con una salvaje satisfacción». El The Star-Spangled Banner (La bandera
estrellada) sonó a través de los altavoces. Entonces apareció en uno de sus teatrales
golpes de efecto el general Douglas MacArthur vestido de caqui, sin condecoraciones en
el pecho, flanqueado por los almirantes Nimitz y Halsey. Así habló el general
MacArthur:
«No nos hemos reunido aquí, como representantes de la mayoría de los pueblos de la tierra, animados por
un espíritu de desconfianza, odio o malicia. Por el contrario, todos nosotros, tanto vencedores como vencidos,
debemos esforzarnos por alcanzar aquella elevada dignidad que es la única que puede beneficiar los sagrados
fines que nos disponemos a cumplir, comprometiéndonos todos sin reservas a cumplir fielmente los
compromisos que nos proponemos asumir. Es mi más fervorosa esperanza y ciertamente la esperanza de toda
la humanidad, que de esta solemne ocasión nazca de la sangre y las matanzas del pasado un mundo mejor; un
mundo fundado sobre la fe y la comprensión; un mundo consagrado a la dignidad del hombre y el
cumplimiento de sus más profundos anhelos: la libertad, la tolerancia y la justicia».