Leguineche Manuel - Los Años de La Infamia

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«Después de las guerras de los grandes, vendrán las guerras de los pigmeos», aseguró

Winston Churchill. Y así fue: La II guerra mundial fue el último gran conflicto bélico
que implicó a las grandes naciones. De los rescoldos de la anterior surgió aquella
«guerra innecesaria» —como también la calificó el estadista británico— que levantó en
armas a más de cincuenta millones de hombres, se libró en todos los continentes, alteró
las fronteras y transformó el mundo modificando sus alianzas y equilibrios y haciéndole
pagar un alto tributo en sangre que con el paso del tiempo se revisa al alza: más de
sesenta millones de muertos.
Este libro arranca con un bombardeo; el de Guernica, en 1937, y se cierra con otro, con el
hongo apocalíptico de Hiroshima. Entre ambos queda el relato palpitante de un
reportero excepcional, un recorrido apasionante, riguroso en lo histórico y audaz en el
análisis de los motivos. Cincuenta años después del final de la guerra, Manuel
Leguineche nos desvela las ambiciones y los miedos de los grandes actores de este gran
drama: Hitler, Hiro Hito, Mussolini, Roosevelt, Churchill, Stalin…, aproxima a nosotros
el desarrollo de las grandes batallas con el testimonio de los supervivientes; descubre
cómo el viejo orden mundial se confeccionó con conferencias como la de Yalta y cómo el
horror del Holocausto transcendió el mundo en procesos como el de Nuremberg; nos
acerca al nihilismo de los ideólogos del nacionalsocialismo de Hitler y la locura de sus
carniceros en los campos de concentración. Un libro en el que el gran reportero se
acerca a los escenarios y a los hechos para hacer hablar a sus protagonistas y convertir
la historia en una crónica viva.
Manuel Leguineche
Los años de la infamia
Una crónica sobre la II Guerra Mundial
A mis amigos de Beléndiz, Arratzu, Gernika, Cañizar, Torija, Brihuega, El Cañal,
Guadalajara y El Espinar.
Prólogo

«El día de la infamia», llamó el presidente de Estados Unidos F. D. Roosevelt al


bombardeo de Pearl Harbor por la aviación japonesa. «La guerra innecesaria», la llamó
Winston Churchill. Las democracias occidentales salieron triunfantes de la prueba tras
2191 días de guerra, los años de la infamia, y con ellas, la Unión Soviética de Stalin, que
tan alto precio debió pagar para derrotar a Hitler. Cuando los soldados soviéticos y
norteamericanos se abrazan a orillas del río Elba, camino de Berlín, la vieja Europa pasa
a un segundo plano, el mundo se bipolariza, las 2 grandes potencias pasan a llamarse
Estados Unidos y Unión Soviética, los imperios se desploman.
De los rescoldos de la I Guerra surgió la II Guerra. A partir de 1939 y hasta que el
almirante Shigemitsu se rinde al general MacArthur a bordo del acorazado Missouri en
la bahía de Tokio, el mundo se despedaza, camina al revés, en sentido contrario, como
las agujas del reloj del cementerio judío de Praga. No bastó la carnicería de la I Guerra
Mundial. Tuvieron que morir más de 60 millones de hombres —las cifras se revisan al
alza con el paso de los años— para poner fin a las hostilidades desencadenadas por
aquel que Hindenburg llamó «el cabo bohemio», ebrio de gloria y de espacio vital,
resentido por las condiciones impuestas a Alemania por los vencedores de la I Guerra.
Este libro empieza con un bombardeo, el de Guernica en 1937, y termina con otro,
con el hongo apocalíptico de Hiroshima. Hitler había organizado un Reich, un Estado,
un imperio basado de forma exclusiva en la ciega y total obediencia a su persona. Va a
ser la guerra total en todos los continentes. La I Guerra Mundial se libró en el frente
europeo, la II Guerra desborda todas las fronteras, envuelve a las poblaciones civiles,
ensaya armas cada vez más mortíferas y paga un pesado tributo en sangre. La guerra
fue un terremoto que transformó el mundo, sus continentes, sus alianzas, sus mapas,
sus hombres, su ciencia y su conciencia: Estados Unidos puso su pie en Europa, las
naciones sometidas se rebelaron contra las potencias coloniales, Europa descubrió, por
segunda vez, que las viejas disputas conducían a la catástrofe y que el mejor camino era
el de la unidad entre los pueblos. El doble destino del viejo continente: Europa es
demasiado grande para estar unida y demasiado pequeña para permanecer dividida.
Del final de la guerra brota un rayo de esperanza sobre los escombros y los cuerpos
pulverizados de Hiroshima: la guerra no debe volver a repetirse. Por una de esas
paradojas de la historia, las tres naciones vencidas —Alemania, Italia y Japón— sabrán
aprovechar la segunda oportunidad hasta convertirse en potencias vencedoras gracias a
su sacrificio y a su capacidad de trabajo.
Todo apunta a que el mundo entraría en una nueva era, en un nuevo orden una vez
derrotados los fascismos. Sin embargo, a la guerra caliente le sucedió la guerra fría, las
guerras de la posguerra: más de un centenar de conflictos «pequeños» que han arrojado
un saldo de 30 millones de víctimas. Ahora la televisión retransmitía en directo los
horrores del campo de batalla: a pesar de todo, el hombre no se daba por enterado. Ha
preferido la victoria a la paz. El fin del comunismo, la caída del Muro, descartó el
enfrentamiento entre las grandes potencias, pero quedaban las pequeñas, que libres de
dirección y tutela combatían en el interior de sus fronteras. «El arte de la guerra —
escribió el teórico chino Sun Tzu hace muchos siglos— es de vital importancia para el
Estado… un asunto de vida o muerte». ¿Por qué la guerra? El historiador Tucídides
atribuyó las causas de la guerra del Peloponeso al rápido crecimiento del poder de
Atenas. Otras razones pueden haber sido las ambiciones territoriales, el botín y la
riqueza, los conflictos de fronteras, el imperialismo, el nacionalismo exacerbado, la
lucha de clases, la religión, la carrera de armamentos, los sistemas de alianzas, las
ambiciones de los generales, las venganzas de la historia, el honor, el miedo, el interés,
el afán de poder y territorio, la autoestima, el prestigio y hasta el rapto de una mujer,
Helena, que desencadenó la guerra de Troya; el sentido del honor provoca el conflicto,
muy por encima de otras consideraciones. Tan esencial como el arte de hacer la guerra
es el de saber cómo evitarla. La paz no se conserva por sí misma. En su obra On the
origins of war and the preservation of peace, el historiador de Yale Donald Kagan, celebrado
por George Steiner como uno de los intérpretes más profundos de este siglo trágico,
elige dos guerras antiguas y 2 modernas, la guerra del Peloponeso (431.404 a. de C.) en
paralelo con la I Guerra Mundial, y la II Guerra Púnica entre Roma y Cartago (218-201
a. de C.) en relación con la II Guerra Mundial.
En el primer caso se establecía un equilibrio de poder entre dos alianzas. La
expansión y el dinamismo del Imperio Ateniense del siglo V antes de C. y de la
Alemania del siglo XIX (káiser Guillermo) amenazaban con romper esa estabilidad. En
los dos casos las hostilidades se precipitaron por incidentes menores que no afectan a
los grandes protagonistas, sino a sus aliados (atentado de Sarajevo y declaración de
guerra a Serbia). En Grecia, la ruptura de treinta años de paz se debió al auge del poder
de Atenas que aterrorizaba a los espartanos; en la Europa occidental el equilibrio que se
mantiene desde 1871 se quiebra cuando Alemania reclama del Imperio Británico «el
respeto, el reconocimiento e igual autoridad», en palabras del historiador Jonathan
Steinberg.
¿Se pudieron evitar estas 2 guerras?, se pregunta Donald Kagan. Tanto Atenas como
Gran Bretaña adoptaron una política de disuasión, pero las 2, convencidas de su
superioridad naval «sobrestimaron su capacidad estratégica. Su política no se
correspondía con su capacidad estratégica, de modo que fracasaron en un intento de
cerrar el paso a sus adversarios».
El segundo ejemplo: después de largas y costosas batallas, Roma y Gran Bretaña
dictaron a sus enemigos cláusulas de paz lo bastante duras como para provocar
resentimiento, pero no lo bastante eficaces como para prevenir un nuevo inicio de las
hostilidades. La II Guerra Mundial como la II Guerra Púnica es el resultado del fracaso
de los vencedores para construir sólidas bases para la paz. Si los romanos hubieran
intervenido a tiempo en España, donde Aníbal preparaba a su ejército, no hubiera
podido cruzar los Alpes e invadir Italia. Después de la I Guerra Mundial, en Francia y
Alemania no faltaban los medios para conservar la paz, pero faltaba el entendimiento,
la comprensión de los problemas y el deseo de mantener la paz. Una reacción dura de
franceses y británicos a la remilitarización de Renania por parte de Hitler en 1936 —
añade Kagan— hubiera forzado la retirada nazi «hasta hacer la triunfante ofensiva de
1940 sobre el frente occidental más difícil, si no imposible».
Dios ayuda al ejército que reúne más cañones. La apuesta de Hitler, Mussolini y el
emperador Hirohito contra el «arsenal de la democracia» fue a todas luces
desproporcionada. La victoria aliada se sustentó en la base industrial. El poeta Louis
Simpson se refería a una batalla cerca de Dusseldorf, en Alemania, con estas palabras:

Por cada andanada que dispara Krupp


General Motors le devuelve 3.

Antes de que terminara la guerra, Estados Unidos había fabricado 300.000 aviones,
11.000 de los cuales volaban sobre territorio francés el día del desembarco en
Normandía. Al superar la depresión económica y el crack de 1930, la II Guerra Mundial
consagra a Estados Unidos como gran potencia: al terminar la guerra el volumen de sus
productos manufacturados dobla al de 1939, el paro desaparece, de sus minas y de sus
fábricas salen la mitad del carbón, el 60% de la energía eléctrica y dos terceras partes del
petróleo producido a escala internacional. La Unión Soviética ha salido muy castigada
del conflicto mundial, destruida gran parte de su infraestructura y con grandes
pérdidas en vidas humanas. El férreo centralismo le permite a Stalin, aun a falta de
inversiones extranjeras, reconstruir su industria con la transferencia al Este de la
maquinaria y plantas enteras de los vencidos.
Los aliados de ayer, el mundo libre y la URSS y su nuevo imperio sobre el que ha
caído un telón de acero, son los adversarios de hoy. Se han repartido el mundo en zonas
de influencia y en dos alianzas militares, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Berlín, la
capital de Hitler, queda dividida en 4 zonas de ocupación. Las Naciones Unidas que
han nacido en las Conferencias de Yalta y de San Francisco sirven de difícil campo de
entendimiento entre los 2 mundos. El planeta pasa a regirse por un equilibrio muy
frágil. La paz no se instala del todo sobre la inmensa pirámide de muertos: casi 30
millones en China, más de 20 millones en la Unión Soviética, 7 millones en Alemania, 5
millones en Polonia, 2 millones en Japón, 600.000 en Francia, 500.000 en Gran Bretaña,
300.000 en Estados Unidos a los que hay que añadir los 6 millones de judíos devorados
por las cámaras de gas en la «Shoah» (el Holocausto). En palabras de Churchill, ha sido
«la guerra de los soldados desconocidos». Y en palabras de Roosevelt «no luchamos por
una sola generación, sino por todas».
Hitler dividió el mundo entre la raza pura, la suya, y la de los infrahombres. La
guerra es para él la unidad de destino y para Mussolini la única oportunidad para llevar
«todas las energías humanas a su máxima tensión hasta imprimir el sello de la nobleza
sobre los que tienen el coraje de entrar en ella». Pero han calculado mal sus fuerzas y las
del formidable adversario. El resultado es la carnicería, el genocidio de los pueblos, el
odio racial, la solución final. Primo Levi, escritor judío, se negó a tratar de comprender
ese odio de los nazis, «porque tratar de comprender es casi justificar los hechos».
La II Guerra Mundial puso en armas a más de 50 millones de hombres, 12 millones
en Estados Unidos y la URSS, 10 millones en Alemania, 6 millones en Japón, casi 5
millones en Italia y Gran Bretaña. «Lo que nos hicimos unos a otros —escribió el
corresponsal Robert Goralski— supera los límites de la comprensión humana». Hasta
dos millones de hombres tomaron parte en la batalla de Kursk, en Ucrania, en 1943, la
batalla más grande de la historia, con 6000 carros de combate y 4000 aviones. La batalla
de Stalingrado, perdida por Hitler en febrero de 1943, representa el comienzo del fin de
la esvástica, el signo de la raza aria descubierto por el arqueólogo Schliemann sobre las
ruinas de Troya en Turquía. En su poema Desaparecido, John Pudney deplora la muerte
en combate de su amigo «Smith»:

No hay rosas al final


para mi amigo Smith.

Después del terrible bombardeo de Dresde que asesinó al barroco, alguien pintó en
un muro de la que fue capital sajona: «Gracias, querido Führer». «La II Guerra Mundial —
escribe Paul Fussell en Modern war— puso al descubierto la relativa civilidad de la Primera.
Fue tal el horror que los aliados descubrieron en los campos de exterminio nazis que el general
Eisenhower, comandante supremo, se negó a asistir a la capitulación alemana en la ciudad
francesa de Reims». En 1940 le preguntaron al escritor inglés Forster lo que pensaba de la
guerra: «Es algo que se puede soportar tan sólo una vez en la vida, nunca 2 veces». Volvió a
suceder en la llamada «era de las masas». «El fascismo y el bolchevismo son hijos de la I
Guerra, trasladan a la política —señala Furet— el aprendizaje de las trincheras, la costumbre
de la violencia, la simplicidad de las pasiones extremas, la sumisión del individuo a lo colectivo y,
al fin, la amargura de los sacrificios inútiles o traicionados». En eso ha quedado la aspiración
al hombre nuevo y la movilización de las pasiones revolucionarias modernas de Lenin,
Mussolini e Hitler que se elevan con un increíble apetito de poder sobre pueblos
seducidos o alzados de hombros. El soldado Mitchel Sharpe, que combate a los nazis y a
su ejército, la Wehrmacht, en Francia y Alemania, le escribe a su madre después de ver
que su amigo Neal yace muerto a su lado con la boca y los ojos abiertos: «Somos chicos de
18, 19, 20 años, combatiendo en un país que no significa nada para nosotros, luchando porque se
trata de matar o que te maten, no porque haya que salvar la democracia o destruir el nazismo».
Esa es la amargura de la realidad en las trincheras, pero una vez que Hitler trae la
guerra, hay que ganarla a toda costa, por todos los medios, como sea frente al Imperio
del Mal.
Este es el libro de un reportero, escrito al cumplirse los 50 años del final de la
hecatombe. Si algún valor tiene es el de poner al día la evolución de los acontecimientos
en los casi 6 años que duró la contienda. Al cabo de 50 años hay perspectiva suficiente
como para situar los hechos, esclarecer algunos misterios e iluminar comportamientos
en un mayor acercamiento a la verdad. El reportero se acerca al paisaje de los desastres
de la guerra y en ocasiones hace hablar a sus protagonistas. En uno de esos lugares ha
leído la frase del correligionario y cordial enemigo de Churchill, el conservador Stanley
Baldwin: «La guerra terminaría para siempre si los muertos pudiesen regresar».
Capítulo uno

Gritos de flores,
gritos de pájaros,
gritos de niños

La II Guerra Mundial empezó en mi pueblo, Guernica. Así lo aseguró el embajador de


Estados Unidos en Madrid, Claude Gernade Bowers, en 1954 en su libro Misión en
España. El bombardeo, por vez primera en la historia, de una ciudad abierta le sirvió a la
fuerza aérea alemana para ensayar sus aviones y sus bombas. Hermann Goering, jefe de
la Luftwaffe, afirmó en el proceso de Nuremberg, en marzo de 1946, que la Guerra Civil
española fue «una oportunidad para poner a prueba a mi joven fuerza aérea, así como
para que mis hombres adquirieran experiencia». La guerra y la violencia estaban de
moda. El futuro presidente Roosevelt les dijo en los años veinte a los cadetes de la
Academia de Guerra Naval: «Ningún triunfo de la paz es tan grande como los
supremos triunfos de la guerra». El alemán Ernst Jünger escribió en Tempestades de acero:
«La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas
praderas en que la sangre era el rocío. No hay en el mundo muerte más bella…». La
sangre, se decía, es una tonificante cura de hierro de la humanidad y, para Ruskin, «el
fundamento de todas las artes, la base de todas las demás virtudes y facultades de los
hombres». Se hablaba del valor educativo y del aspecto ético de la guerra. Guernica fue
el principio de Coventry, Dresde, Hiroshima, Vietnam, Afganistán, Sarajevo o Grozny,
la capital de Chechenia.
Según el historiador Martínez Bande, los nazis deseaban que la guerra terminara
cuanto antes, y «la única forma de lograrlo era imponer una táctica destructiva, que
horrorizase a la población civil de la retaguardia, y de rechazo a las tropas del frente».
Se había acabado el tiempo del mariscal Foch en la I Guerra Mundial: «La artillería
conquista el terreno, la infantería lo ocupa». Hasta entonces, el peor bombardeo había
sido el de los zepelines alemanes sobre Londres en 1917. La blitzkrieg (guerra
relámpago) aérea, la combinación de balas rompedoras, bombas explosivas y térmicas,
el bombardeo sistemático sobre Guernica, le sirvió a Goering en la II Guerra Mundial.
Los pilotos de la Legión Cóndor que bombardearon la ciudad sagrada de los vascos
utilizaron sus planos, fotografías, diarios e informes y, lo que es más importante, su
experiencia personal para formar la punta de lanza de la Luftwaffe en la invasión de
Polonia. Von Richthofen, jefe del Estado Mayor de la Legión, desplegó la guerra rápida
aérea sobre Polonia, Francia, Creta y Yugoslavia. El sistema probado en Guernica fue
tan eficaz en estos frentes que Richthofen fue promovido por Hitler al rango de mariscal
de campo.
Aquel día, el tiempo sobre Guernica era despejado, y la visibilidad, buena. El parte
que Freiherr von Richthofen había pedido a sus meteorólogos no podía ser más
favorable: los bancos de niebla se detenían justo a la altura del litoral cantábrico y el
objetivo estaba diáfano. Ni siquiera se necesitaba consultar los mapas, bastaba con
alcanzar el Cantábrico y, una vez allí, mirar de norte a sur para seguir el curso del río
Oca a lo largo de diez kilómetros, hasta situarse en la vertical de Guernica. Después, tan
sólo había que apretar el botón y dejar caer el catálogo de bombas: las rompedoras, las
explosivas, las incendiarias… y, entre tanto, ametrallar a campo abierto, causando el
mayor pánico posible para que los gudaris vascos, la población civil y el mundo entero
temblaran ante la noticia. El Hiroshima de la Guerra Civil española estaba a punto.
«Para nosotros —afirmó luego uno de los pilotos de la Legión Cóndor que bombardeó
la ciudad— el fin justifica los medios». Los medios técnicos tenían nombres
comojunker, Heinkel o Messerschmitt. Von Richthofen los había preferido a los Stuka,
que en el ataque en picado eran precisos, estremecedores. El ataque aéreo sobre
Guernica fue algo más que una simple operación en el mapa de la guerra del Norte. La
combinación de bombarderos y cazas, el lanzamiento de oleadas de escuadrillas —43
aparatos en total— con precisión de relojería suiza, dejó a la villa vasca en cenizas,
borrada del mapa, llena de cráteres, cadáveres, lamentos de heridos y cuerpos
carbonizados. El bombardeo sobre Durango, el ensayo anterior por parte de la Legión
Cóndor y de los italianos, recibió desde el cuartel general de Franco en Salamanca la
misma respuesta que más tarde tendría Guernica: «Han sido los propios vascos quienes
la han incendiado».
El general Emilio Mola lanzó octavillas en las que amenazaba con «arrasar Vizcaya»
en caso de que las tropas vascas no se rindieran: «He decidido terminar rápidamente la
guerra en el norte de España. Tengo medios sobrados para ello». Bilbao y Barcelona eran los 2
grandes centros industriales. El avance de Mola en el País Vasco fue más lento de lo que
esperaba. El general navarro dobló la dosis de artillería y de aviación hasta lograr que
cediese la resistencia vasca, dividida en el mando. Faltaba la guinda: la destrucción de
Guernica. El general Mola, Juan Vigón, jefe del Estado Mayor de las Brigadas de
Navarra, Richthofen y el general Hugo Sperrle decidieron el bombardeo de la ciudad
vasca por la Legión Cóndor y unidades de la Aviazione Legionaria italiana. La Legión
Cóndor era responsable ante Franco. Había llegado a España en marzo de 1937, un mes
antes del bombardeo de Guernica. Estaba formada por unos 5.000 hombres, la flor y
nata de la aviación alemana, algunos de ellos hijos de los pilotos de la I Guerra Mundial.
La Legión Cóndor protegería la ofensiva del Norte dirigida por el general Mola, quien,
antes del golpe militar, pronunció estas palabras: «Hay que sembrar el terror, hay que dejar
sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensan como
nosotros».
El primer jefe de Estado Mayor de la Legión fue el teniente coronel Wolfram von
Richthofen, de cuarenta y un años, primo del legendario «Barón Rojo», muerto en
combate durante la gran guerra. El jefe de la Legión, cuyo primer destino fue Sevilla,
era el general von Sperrle. Unos 100 aviones componían la fuerza de la Legión: un
grupo de batalla, formado por 4 escuadrillas de bombarderos de 12 aviones cada una,
un grupo de cazas de una fuerza equivalente y una escuadrilla de hidroaviones de
reconocimiento. Estaba apoyada por unidades de cañones antiaéreos y antitanques, y
por 2 unidades blindadas formadas por 4 compañías, con 4 tanques por cada compañía.
El general Sperrle, más tarde mariscal, fue el primer comandante de la Legión
Cóndor hasta que le relevó el general Volkmann. Después, puesto al frente de la
Luftflotte III, prestaría el apoyo aéreo en la guerra relámpago a través de Europa. Desde
sus bases en el norte y noroeste de Francia, Sperrle tomaría parte en la batalla de
Inglaterra. No logró imponer sus tesis sobre la necesidad de atacar desde el aire el
tráfico marítimo y los puertos ingleses: fue siempre escéptico sobre el éxito del
bombardeo de los aeropuertos. Era más un hombre arrojado y sin escrúpulos que un
estratega, y se llevó siempre mejor con Franco que con Mola.
Pero el héroe de la Legión Cóndor fue Adolf Galland, quien, desde su llegada hasta
la retirada de la Legión al firmarse el Pacto de No Intervención, llevó a cabo más de 300
misiones en la Guerra Civil española a bordo de su Messerschmidt 109. A los 30 años,
héroe del aire en la II Guerra con 104 victorias, fue promovido al grado de general, el
más joven de la historia del ejército alemán. Galland, que llegó a España después de la
destrucción de Guernica, reconoció que la ciudad había sido bombardeada por los
alemanes. Fue también uno de los héroes alemanes en la batalla contra la RAF en los
cielos de Inglaterra, que terminó con la derrota del Tercer Reich (el I Reich fue el de
Carlomagno y el II Reich, el del káiser Guillermo). En cuanto a von Richthofen, lo
volveremos a ver en los cielos de Polonia, Bélgica y Francia, en Creta y, más tarde, en
Stalingrado.

EL ÚLTIMO PUENTE

En su cuartel general, situado en el hotel Frontón de Vitoria, el primo del «Barón Rojo»
señaló a sus hombres dos objetivos sobre el mapa de Guernica: la fábrica de armas
cortas Astra y el puente de Rentería, un puente minúsculo sobre la ría que, años
después, cruzaría con mis amigos para pescar el barbo en cuanto la marea subiera. En
abril de 1937, no se sabe por qué cálculos tácticos o estratégicos, aquel puentecillo de
Rentería se convirtió en el blanco primordial para el general Mola y la Legión Cóndor.
Después del devastador ataque, tras el lanzamiento de unos 30.000 kilos de bombas, el
puente quedó intacto, lo mismo que la fábrica Astra. ¿Para qué quiso Mola destruir algo
que no tardaría en ocupar con sus fuerzas terrestres? Ni el puente ni la fábrica de
Unceta, ni la Casa de Juntas, que albergaba al Arbol de Guernica, resultaron tocados por
las bombas. Mola decidió bombardear un símbolo. Por el puente de Rentería pasaron
las tropas de Mola el 29 de abril: requetés, moros, «camisas negras», todos con el
objetivo de ocupar Guernica. Era la encrucijada, una confluencia de 3 carreteras, el
último puente antes del mar. Richthofen y Vigón trataron de cortar la retirada de las
fuerzas vascas entre Guernica y Marquina. El 26 de abril era lunes, día de mercado. La
villa fundada por el infante don Tello, conde de Vizcaya y hermanastro del rey Pedro 1
de Castilla, iba a cumplir quinientos setenta y un años dos días después del drama. Su
nombre procedía de Gernikazaharra, Guernica la vieja, un robledal enclavado sobre una
colina, no lejos de la ermita de Nuestra Señora Santa María la Antigua, donde el Señorío
de Vizcaya celebraba tradicionalmente sus juntas generales. El rey Fernando el Católico
juró los fueros el 30 de julio de 1476 bajo el árbol de las libertades vascas, que, según el
poeta, «no daba cobijo a confesos ni traidores». Rousseau escribió —varios siglos
después de que don juán de Castilla jurara, en diciembre de 1317, los fueros del Señorío
de Vizcaya— que Guernica era «el pueblo más feliz del mundo». Sus asuntos, añadía el
autor de Contrato social, los gobierna «una junta de campesinos que se reúne bajo un
roble y siempre toman las decisiones más justas». El árbol nuevo fue plantado el 15 de
enero de 1860. Al preparar la redacción de la Constitución de Estados Unidos en 1786,
John Adams escribió que Guernica era «la capital de la república democrática más
antigua del mundo».
Guernica se había convertido para el general Emilio Mola, jefe de las operaciones del
Norte, en un falso nudo gordiano. Las tropas de Euskadi, los gudaris, después de haber
resistido en la altura de los Inchortas, comenzaban a replegarse hacia la seguridad del
cinturón de hierro en Bilbao, cuyos planos vendería a Franco el ingeniero Alejandro
Goicoechea, creador del TALGO. Se había acantonado en Guernica un batallón de
gudaris, el 18 de Loyola, pero su capacidad defensiva era nula. No contaba ni con
antiaéreos ni con artillería (ligera o pesada), y tan sólo disponía de una ametralladora y
de viejos fusiles. Aquel 26 de abril se dieron cita en la villa vasca los aldeanos que
llegaban desde sus caseríos para vender los productos de sus huertas y aprovisionarse
de víveres, ropas, aperos de labranza…
La población, unos 7.000 habitantes, creció de forma anormal con el flujo de los
refugiados, sobre todo guipuzcoanos, que huían de la ofensiva nacionalista. Las
autoridades no pudieron convencer a los campesinos de la necesidad de cerrar el
mercado. Ni el Juicio Final hubiera disuadido a los guerniqueses de la necesidad de
celebrar su mercado los lunes. Guipúzcoa había caído en manos de Mola, y los requetés,
los italianos y las tropas moras progresaban hacia el cinturón de hierro. Por todo ello,
Guernica hervía de actividad en aquellos días. Los refugiados guipuzcoanos fueron
alojados en casas particulares. El horno de la panadería de Antonio funcionaba a gran
ritmo, el hotel Julián estaba lleno y las tabernas rebosaban de parroquianos que bebían
un vaso de vino tras otro para espantar la incertidumbre. Las sastrerías vendían hasta
tela de cortinas para confeccionar ropas. «Había dinero fresco —me diría un paisano—,
pero faltaba el género».
El domingo 25 de abril, en la Taberna Vasca, en Julián, en Arrien, se mezclaba una
masa de gente hambrienta, sedienta, preocupada y nerviosa. Los fugitivos del frente
traían a la retaguardia la narración, con toda la economía de palabras propia del vasco,
de su peripecia personal, del espanto de los ataques aéreos, del ametrallamiento en las
carreteras, de la resistencia en las trincheras de Elgueta (rotas por la presión y la
superioridad en hombres y material del enemigo), de la ocupación de Ochandiano y del
bombardeo de Durango el 31 de marzo por parte de la Legión Cóndor (causante de la
muerte de 131 personas, todas civiles).
Los guerniqueses pusieron manos a la obra para hacer frente a la emergencia, para
construir refugios y acumular sacos de arena —material abundante en la
hinterland(región interior)— para reforzar puertas y ventanas. En la estación se
concentraban cientos de personas deseosas de tomar el tren hacia Bilbao. Aquel
domingo, la banda municipal tocó como de costumbre, y en el cine Liceo se proyectó la
película de rigor. De algún modo había que distraer los nervios. A lo largo de su
historia, a Guernica le había pasado lo suyo: se apuntó al bando gamboino en las
guerras civiles del siglo XV, conoció el paso de los soldados de Napoleón, el pillaje, las
guerras carlistas y, en 1521, sufrió un incendio que la dejó en su esqueleto.
Pero aún quedaba lo peor. Faltaban pocas horas para el apocalipsis. Richthofen
deseaba comprobar el efecto del terror desde el aire. En la base aérea de Burgos, los
Heinkel, los Junker, y los Savoia-Marchetd cargaban ya las bombas en sus vientres
camuflados de color azul: las explosivas de doscientos cincuenta kilos, las incendiarias,
las ECBI y las rompedoras. Las bombas incendiarias eran la novedad pirotécnica:
«Tubos de dos a cuatro kilos, del tamaño del antebrazo —escribió el corresponsal del
Times de Londres, George L. Steer, cuyo libro El árbol de Guernica edité en 1978 por
primera vez en España—. Los tubos tenían las paredes externas fabricadas en aluminio
y magnesio. Dentro, como en el principio del mundo de Prometeo, dormía el fuego, un
fuego en forma de polvo plateado, de sesenta y cinco gramos de peso, listo para fluir a
través de seis aberturas situadas en su base. Así, cuando las casas se desplomaron sobre
sus habitantes, llovió fuego en conserva para abrasarlas».
Según Herbert Southworth, las bombas incendiarias se habían utilizado sobre
Madrid en pequeñas dosis y con discretos resultados. Guernica sería la elegida para la
prueba definitiva. Era la ciudad ideal para ser incendiada, construida en gran parte con
edificios de madera, con una fábrica de armas y con un roble al que veneraban al son de
una canción compuesta por un bardo errabundo, Iparraguirre. Cuando von Richthofen
preguntó a sus pilotos y consejeros: «¿Saben ustedes algo sobre Guernica?», todos se
encogieron de hombros.
El jefe de escuadrilla von Moreau acarició el morro de su reluciente Heinkel III. El
nuevo avión había llegado en febrero, recién salido de las cadenas de montaje. Su
bautismo de fuego lo hizo en un ataque sobre Aranjuez. Lo diseñaron los hermanos
Günter y era una maravilla de la aviación alemana. Reunía dos características
inmejorables: era muy veloz y podía transportar hasta mil cuatrocientos kilos de
bombas. A pesar de ir cargado, su capacidad de maniobra era tal que los «ratas»
republicanos no podían darle caza.
No lejos de la escuadrilla de von Moreau, en las pistas de Burgos, losjunker 52
calentaban motores. El Junker era un avión práctico, muy prusiano, sin concesiones a la
estética o a la elegancia de líneas. Iba equipado con 3 motores BMW.
También los Messerschmidt estaban en línea de despegue. Se trataba de un
monoplano de alas bajas. Podía alcanzar las 354 millas por hora e iba artillado con dos
ametralladoras situadas sobre el motor y dos cañones de veinte milímetros sobre las
alas. Von Moreau consultó su reloj: las 3 y media de la tarde del 26 de abril de 1937. Era
el momento de despegar rumbo al objetivo.

KARMELE

Mi amiga Karmele tenía entonces 14 años, cursaba 3º de bachiller y estaba empeñada en


que un día sería maestra. Había almorzado a toda prisa en su casa, situada en la
Artecalle de Guernica. Su familia tenía una huerta en el monte Chorroburu y la
muchacha prometió a su madre que aquella tarde, nada más comer, se acercaría hasta el
huerto para vigilar los pimientos. Karmele cruzó a paso rápido la calle, entre los grupos
de soldados que se agolpaban en los bares y los guipuzcoanos que salían de los
comercios. Era un día espléndido. El viento se había parado por completo. Era un día
ideal para ir a por chirlas y almejas a la isla de Chacharramendi.
El vuelo de la escuadrilla de von Moreau se llevó a cabo sin contratiempos:
despegue, subida del tren de aterrizaje y navegación correcta en torno a los 260
kilómetros por hora. Al llegar a la costa, la escuadrilla giró hacia la izquierda y se colocó
en línea recta. Von Moreau buscó la ría de Mundaca y la siguió con la vista hacia el
objetivo.
Desde la caseta de observación del monte Chorroburu, los centinelas hicieron la
señal convenida con la bandera. Se aproximaba un avión y parecía enemigo. En la torre
de la iglesia de Santa María recogieron el aviso. Pocos segundos después, Guernica
estaba bajo el toque de a rebato de las campanas. Alarma aérea. No era la primera, por
lo que algunos, más perezosos o confiados, dudaron un tiempo con el txikito de vino o
la copa de coñac en la mano; otros tardaron en devolver el cambio a los clientes o en
meter las hortalizas en un saco. El Heinkel de von Moreau estaba ya encima de sus
cabezas. Con mayor o menor apresuramiento, corrieron hacia los refugios. Unos
cuantos, más confiados, se quedaron en sus casas.
La primera pasada sorprendió a Karmele con la azada en las manos. «Había gente en
las huertas vecinas. El día era soleado. La repentina llegada del avión nos dejó paralizados: lo
teníamos encima, el ruido era ensordecedor, volaba tan bajo que hasta pudimos ver al piloto.
Luego se perdió en dirección a Mágica, pero de nuevo estaba sobre Guernica. Fue entonces
cuando estallaron las bombas, abajo, en medio del pueblo. Pensé que había sido en casa, justo en
casa», relata Karmele.
El instinto, el reflejo defensivo, la lanzó al suelo de bruces: «Poco a poco, temblando,
me deslicé hacia una cárcava, creyendo que sería un lugar más seguro. Metí la cara
entre los hierbajos y así estuve un rato, sin atreverme a levantarla. Cuando cesaron las
explosiones, me incorporé un poco. Guernica aparecía a mis ojos envuelta en una densa
capa de humo y polvo. Hasta mí llegó el olor de la pólvora, de la cordita. Poco después
volvieron a sonar las campanas de alarma. Los soldados comenzaron a disparar desde
la torre de la iglesia de Santa Clara. La gente abandonó las huertas para correr a
guarecerse en sus casas o en los refugios, pero a muchos de ellos no les dio tiempo a
llegar, porque los aviones, esta vez más y más aviones, regresaban para arrojar más
bombas y abrir fuego con sus ametralladoras contra todo lo que se moviera. A mi
alrededor veía cómo saltaba la tierra».
La escuadrilla de los Heinkel III esperó en el punto convenido, sobrevolando Garay,
el regreso de von Moreau. Luego, escoltados por los Messerschmidt y los cazas italianos
de la aviación legionaria, pusieron rumbo a la ciudad. Esa vez, el rosario de bombas
barrió Guernica de Este a Oeste. Una cadena de explosiones rompió el aire. Las
incendiarias, al caer sobre los edificios rajados por las bombas de 250 kilos, completaban
la destrucción, haciéndolos arder como teas.
La idea fija de Karmele era saltar desde su escondrijo y dirigirse hacia el refugio,
escapar de aquella zanja en terreno abierto. Cuando la oleada de aviones desapareció,
aprovechó la ocasión para correr hacia la Cuesta del Cojo, en la que estaba situado el
refugio de Durán, en una casa solariega. Una cortina de humo y polvo ascendía hacia la
colina desde la parte de la estación. Guernica ardía. «Tosía y me floraban los ojos por efecto
del humo, en pocos minutos se llenó el refugio. No era un lugar demasiado seguro, luego nos
dimos cuenta. Pero el segundo bombardeo nos sorprendió allí. Busqué con la mirada a alguien de
la familia. No encontré a nadie. Todos los que nos concentramos allí éramos como corderos
asustados. Por fortuna —me decía Karmele—, vinieron 2 padres jesuítas; uno de ellos se
llamaba Laurate, creo recordar. Durante unos minutos, se hizo un relativo silencio entre los
lamentos, las lágrimas y las oraciones. Hicimos el acto de contrición y los 2 jesuítas impartieron
la absolución general. Yo sentí que era in articulo mortis».
El miedo de los primeros minutos dio paso al terror. No era como en Durango, sino
un bombardeo programado en toda regla, un carrusel de metralla y fuego líquido que
hacía que las casas ardieran como ninots de fallas. ¿Por qué aquel ensañamiento con la
población civil que buscaba una salida desesperada hacia los caseríos del valle?
«En el interior de nuestro refugio, una simple protección de sacos terreros, se escuchaba el
murmullo de las oraciones, el temblor de las voces, las toses, las angustiosas preguntas
susurradas ante las que nadie parecía tener respuesta. ¿Has visto a mi madre, has visto a mis
hijos, has visto a mis hermanos? ¿Dónde estará mi padre? ¿Crees que volverán los aviones?».
Faltaban 10 años para que Churchill acuñara la frase: «Guernica fue un horror…
experimental». En el terror calculado para probar bombas, para fundir pueblos y
personas con el resplandor del magnesio; para acrecentar la moral de los soldados
franquistas antes del gran asalto al cinturón de hierro bilbaíno o para escarmentar a los
vascos, a los que Franco llamó «herejes», Millán Astray «rencorosos» y la prensa
nacionalista «separatistas malvados». Poco más tarde, el Boletín Oficial del Estado los
tildaría de «traidores». Así cobraba sentido la advertencia lanzada por Mola la noche
del 25 de abril: «Franco está a punto de asestar un golpe demoledor contra el que toda
resistencia es inútil. ¡Vascos! Rendios ahora y ahorraréis el sacrificio de vuestras vidas».
El corresponsal George Steer, un periodista de derechas que fue uno de los primeros
en llegar a la ciudad incendiada (Noel Monks fue el primero), transmitió el 28 de abril
desde Guernica el siguiente cable a su periódico, el Times, que reprodujo a su vez el New
York Times: «Guernica, la ciudad más antigua del pueblo vasco y el centro de su
tradición cultural, ha quedado completamente destruida por una incursión aérea
rebelde. El bombardeo de esta ciudad abierta, situada a una gran distancia del frente,
duró 3 horas y cuarto, durante las cuales una poderosa flota aérea compuesta por 3
tipos de aparatos alemanes, bombarderos Junkers y cazas Heinkel, descargó de forma
ininterrumpida las bombas de hasta mil libras de peso y, según se calcula, más de 3.000
proyectiles incendiarios de aluminio, de 2 libras de peso cada uno. Los cazas, mientras
tanto, efectuaban pasadas en vuelo rasante sobre el centro de la ciudad y ametrallaban a
la población civil que buscaba refugio».
Desde el primer momento, tanto los nacionalistas de Franco como sus aliados
alemanes negaron que hubieran destruido Guernica. Primero, afirmaron desde sus
aparatos de propaganda, y ante el clamor de repulsa que aquel ataque suscitó en el
mundo civilizado, que el bombardeo de saturación no había tenido lugar; después,
aseguraron que habían sido los propios soldados vascos en retirada los que dinamitaron
la ciudad. Pero había testigos de la tragedia: «Llegué a Guernica el 26 de abril, a las 4,40
de la tarde —afirmó al Times de Londres el padre Alberto Onaindía, que más tarde se
haría famoso por sus charlas a través de Radio París—. Apenas había bajado del coche
cuando comenzó el bombardeo. La gente estaba aterrorizada. Los campesinos huyeron
en tropel, abandonando sus animales en el mercado. El bombardeo duró hasta las 7 y 45
de la tarde. Durante ese tiempo, no pasaban 5 minutos sin que el espacio se viera
ennegrecido por los aviones alemanes. Los aviones volaban muy bajo, arrasando los
caminos y bosques con fuego de ametralladora, y en las cunetas de las carreteras se
amontonaban juntos y tirados en el suelo hombres, mujeres y niños. Al cabo de no
mucho tiempo, era imposible ver nada a una distancia de 200 metros por la humareda.
El fuego envolvió la ciudad. Se oían gritos de dolor por todas partes, y las gentes, llenas
de terror, se arrodillaban levantando las manos al cielo, como si implorasen a la divina
providencia».
Guernica fue la primera ciudad en la historia del mundo en quedar destruida por
completo en un bombardeo aéreo de los que luego llamarían de «alfombra». En medio
del escándalo, hubo quien afirmó que el ataque se había llevado a efecto sin el
conocimiento de Franco. Otros afirmaron que sin el conocimiento de Hitler. ¿Un
capricho personal de von Richthofen? El historiador Southworth demostró que la
Legión Cóndor bombardeó la ciudad vasca a petición del general Mola, con el que von
Richthofen se reunió la noche del 25 de abril y la mañana del bombardeo, al día
siguiente. El bombardeo, cuya obra se atribuyó Goering ante el Tribunal de Nuremberg,
destruyó el 75% de las casas de Guernica. En su edición del 29 de abril, la prensa de
Franco atribuía el incendio a los vascos: «Aguirre (presidente del Gobierno vasco) ha lanzado
la mentira infame, porque es un delincuente común, de atribuir a la noble y heroica aviación de
nuestro ejército nacional ese crimen». Pocos días después, Franco declaraba al enviado
especial de un periódico de Liverpool (Gran Bretaña): «Los rojos la incendiaron como a
Oviedo en 1934 y lo mismo que a Irún, Durango, Amorebieta, Munguía y muchas ciudades más
durante esta campaña». La radio nacional, desde Salamanca, llegó a asegurar que no
había aviación alemana ni extranjera en la España «nacional». El «mal tiempo» hizo que
la fuerza aérea no volara ese día.
Franco escribió una carta de agradecimiento y felicitación a Sperrle y a Richthofen.
El 29 de abril, cuando los nacionales llegaron a Guernica, el carlista navarro Jaime del
Burgo preguntó a un teniente coronel del Estado Mayor de Mola: «¿Era necesario hacer
esto?». «Con extraordinaria violencia —escribe Paul Preston en Franco, caudillo de
España— el oficial gruñó: “Esto es lo que hay que hacer con toda Vizcaya y toda
Cataluña”». ¿Estuvo Franco al tanto de los acontecimientos? ¿Conoció los planes del
bombardeo? Se ha dicho que a Franco le consternó descubrir más tarde que tanto Bolin
(jefe del servicio de relaciones con la prensa internacional) como los alemanes le habían
mentido, y que exclamó: «No haré la guerra contra mi propio pueblo». «Si realmente
hizo el comentario —apostilla el historiador británico Paul Preston—, lo cual es bastante
improbable, sólo pudo haberlo pronunciado amparándose en su doblez. No sólo
implicaba una total contradicción respecto a sus actividades desde el 17 de julio de 1936,
sino que también ocultaba la estrecha relación entre la Legión Cóndor, su cuartel
general y el de Mola. Franco había declarado públicamente y en numerosas ocasiones
su juicio sobre la necesidad moral de eliminar al enemigo».
En una guerra, la primera baja es la verdad. A los expertos de la Legión Cóndor les
tocaba borrar sus pistas criminales en el lugar de la tragedia. No sólo se les ordenó
desde su cuartel general que negaran que hubieran tenido algo que ver con el ataque,
sino que retiraran las carcasas de las bombas y cualquier tipo de material con etiqueta
alemana. En su Spanish Rehearsal, Arnold Lunn llamó a las víctimas de Guernica the
inconvenient deads (los muertos inoportunos). Los historiadores norteamericanos
Commager y Morrison señalaron que una de las más aterradoras revelaciones de la I
Guerra Mundial fue la facilidad con la cual las modernas técnicas y la sugestión de
masas «permiten que un gobierno induzca, incluso a personas razonablemente
inteligentes y con cierta preparación individual, a creer cualquier cosa que convenga a
aquél». Hitler se aprendió la lección.
Karmele, acurrucada en un rincón del refugio, tenía la cabeza apoyada sobre los
brazos cruzados. Fue entonces cuando escuchó la terrible noticia: ha muerto Tomás, el
socio de «Catarro». «Me quedé paralizada de pronto, sin poder articular palabra. Tomás
era mi padre. Supe que había podido refugiarse bajo el puente de Rentería sobre la ría
de Mundaca. No deja de ser irónico que el puente que intentaban desintegrar por
razones militares sirviera de refugio a los guerniqueses. De los que permanecieron allí,
no murió ni uno. Mi padre, impaciente por salvar algo de su taller, abandonó el refugio
en el puente. No se volvió a saber de él. La muerte le debió sorprender en el camino.
¿La metralla, las bombas incendiarias que lo fundieron sobre el asfalto, el hundimiento
de alguna casa o de un muro? ¿Cuál fue la causa? Nunca lo sabremos. El último
recuerdo que conservo de él tuvo lugar en la cocina de casa. Mi madre había salido a
hacer unas compras y él se empeñó en prepararme una tortilla de patatas. Rompió los
huevos, los echó en la sartén y olvidó las patatas. Las últimas palabras que escuché de
su boca fueron: “Esta tortilla me ha salido un poco dura, Karmele”».
Al oír el estrépito de los aviones y la explosión de las primeras bombas, mi tía Rosa
salió, muerta de miedo, al balcón de la casa y colgó sobre un palo la bandera de Cuba.
Había nacido en La Habana y tenía nacionalidad cubana. Cuando yo era pequeño,
mientras Franco afirmaba como siempre que la capital había sido destruida por los
propios vascos, la tía Rosa recordaba aquel día en que ardió Guernica: «Yo, en mi
ingenuidad, creí que los pilotos verían la bandera cubana y respetarían mi casa.
¿Respeto? Vivía en el centro mismo del huracán. Nadie podía imaginarse la lluvia de
fuego y acero que cayó sobre nosotros. La idea que conservo del bombardeo es
obsesiva: todavía sueño con ganado enloquecido y suelto por las calles (quizá Picasso se
inspiró en esa imagen para pintar el toro y el caballo moribundo en su cuadro Guernica).
Los burros que escaparon de la feria, los perros que ladraban con el pelo chamuscado o
ardiendo, gallinas y animales domésticos, gente que iba y venía sin rumbo fijo, sin saber
bien dónde hallar refugio. Yo escuchaba gritos, toses cuando me refugié en el
Ayuntamiento, hasta que una bomba de 250 kilos nos echó de allí. Sólo nos quedaba
rezar. Mi hermana, que vivía conmigo, desapareció. No la volví a ver».
Nadie se dio prisa por identificar los aviones. Era obvio que si Guernica se
encontraba en «zona roja», las bombas serían de Franco o de sus aliados alemanes o
italianos. «Era ridículo sostener que Guernica la dinamitaron los vascos cuando diez mil
personas pudieron comprobar en su propia carne que fueron aparatos alemanes los que
destruyeron la ciudad», me decía mi tía Rosa. El miedo mantuvo las bocas cerradas por
mucho tiempo. Vicente Talón (Arde Guernica) fue el primero en contar la verdad en
España. El periodista reproducía un telegrama enviado al general Sperrle por un
teniente coronel de Estado Mayor, según otros historiadores dictado y firmado por el
propio Franco, en el que confirmaba que el ataque se llevó a cabo a petición del mando
franquista en Salamanca. Los ingleses pidieron de inmediato una investigación para
aclarar las dudas sobre los autores de la destrucción. «Unidades primera línea —decía el
telegrama— pidieron directamente a aviación bombardeo cruce carreteras ejecutándolo aviación
alemana e italiana, alcanzando por falta de visibilidad y nubes polvo bombas aviones a la villa.
Por tanto, no es posible acceder investigación, los rojos aprovecharon bombardeo para incendiar
población. Investigación constituye maniobra propaganda y desprestigio a España nacional y
naciones amigas».
Cree Paul Preston que el telegrama de Franco sugiere cierto afán por exonerar a la
Legión Cóndor de cualquier indicio de insubordinación, a fin de evitar que las
repercusiones internacionales obligaran a Hitler a retirar sus fuerzas de España. «El
hecho de que Franco aconsejara implícitamente a Sperrle que mintiera a sus superiores
sobre el bombardeo y sus consecuencias, sugiere que el ataque se preparó con la
aprobación de Salamanca y sin el conocimiento de Berlín. Que Franco y Sperrle
participaran en esa conspiración del silencio también sugiere que, al menos, existía un
elevado grado de complicidad entre ambos».
Hitler dio instrucciones a von Ribbentrop el 15 de mayo de 1937: «No debe ser
admitida, en ninguna circunstancia, una investigación internacional acerca de
Guernica». El 4 de mayo, Joachim von Ribbentrop, embajador alemán en Londres, envió
una nota al ministro de Asuntos Exteriores en Berlín en la que decía: «Por favor,
convenzan a Franco de que formule una enérgica y tajante negativa acerca de que
aviadores alemanes hayan atacado Guernica». Quien sí nombró una comisión
investigadora del bombardeo fue el «Gobierno nacional español». El punto 7º del
informe advertía, en septiembre de 1937: «No hay señales visibles de ninguna explosión
causada por bombas aéreas dentro del pueblo». Y en el punto 8º: «Las explosiones
escuchadas por los habitantes dentro del pueblo de Guernica fueron el resultado de
explosiones de dinamita, detonada en otras partes del pueblo, de acuerdo con el plan
premeditado del Gobierno vasco». El 27 de abril, el presidente del Gobierno vasco, José
Antonio Aguirre, afirmó en una nota que «los aviones alemanes al servicio de los
facciosos españoles han bombardeado Guernica, incendiando la histórica villa, que
tanta veneración tiene entre los vascos. Nos han querido herir en lo más sensible de
nuestros sentimientos patrios».
Cuando se recogieron las primeras bombas incendiarias sin estallar se descubrió un
nombre en ellas: el del fabricante alemán RHS, con el año 1936 impreso en el metal y el
símbolo del águila nacionalsocialista con las alas extendidas.
La fábrica de armas Unceta y Cía, Astra, productora de la pistola de la que hablaba
Hemingway en Adiós a las armas, era una de las primeras de Europa. Allí se fabricaban
morteros, pistolas, revólveres y armas de caza. Se exportaban a todo el mundo. Don
Rufino Unceta había tenido la previsión de construir un refugio propio. Al escuchar el
tañido de alerta de las campanas de Santa María, José Luis de Unceta, uno de sus hijos,
hizo sonar la sirena de la fábrica. Pero el bombardeo, por mucho que Franco hablara en
su telegrama de respuesta a Sperrle de la fábrica de armas, no iba con ellos y no figuró
en las coordenadas de tiro, ni las casas de piedra de la vertiente occidental, ni la Casa de
Juntas con el árbol dentro del recinto, ni los chalés del Paseo de los Tilos. De cualquier
forma, mejor no tocarlo; en cuestión de pocos días todo sería de Mola.
«Al hacer sonar la sirena —me contaría José Luis de Unceta allá por mediados de los
años cincuenta—, todos corrieron hacia el refugio, incluidas las familias y los
transeúntes que pasaban por allí. Cayó una bomba y formamos un equipo de rescate
con mangueras y cubos de arena para apagar el incendio, que podía propagarse a
nuestra fábrica. Al salir a la superficie, pude ver docenas de cadáveres. Era
espeluznante. Todos los registros del horror estaban allí, en los cuerpos mutilados,
aplastados bajo las piedras, cuerpos carbonizados, cadáveres humeantes, heridos graves
que se arrastraban por las aceras en una huida imposible. Los techos se hundían, las
paredes se desmoronaban. Olía a carne humana abrasada».
Pero el ataque no había terminado. Desde las bases de Burgos, Vitoria y Soria
despegaban nuevos aviones. Tomaban el relevo de los que llegaban de vacío y volaban
por la misma ruta.
Al salir de su refugio, Karmele descubrió la dimensión del desastre. Humo, fuego,
derrumbe de fachadas, explosión intermitente de bombas semienterradas por simpatía:
«Intenté dirigirme hacia mi casa, pero los soldados me cortaron el paso. El centro estaba
en llamas. Me desviaron hacia la iglesia de Santa María, donde una bomba incendiaria
abrió un agujero en el techo y cayó al pie del altar, pero no hizo explosión. La apagaron
con agua bendita. Después pasé por la huerta del dentista Nabor, que estaba llena de
gente. Busqué por todos lados a mi familia, pero fue en vano».
El párroco de San Juan, el padre Arronátegui, recorría las calles y administraba la
extremaunción a los moribundos. Los soldados, los bomberos arrastraban como podían
a los heridos y los cadáveres hacia los refugios o al hospital de campaña de las
Carmelitas. Los Heinkel, los Junker y los Messerschmidt se lanzaban sobre todo lo que
se movía. «Las casas eran en su mayoría de madera y estrechas, de modo que el fuego
—escribió Talón— hacía presa en ellas como tiro de chimenea». De Guernica quedaron
sólo las cenizas, como amenazó el general Mola, el candidato de Hitler por encima de
Franco para mandar en España. No tardaría el general navarro en morir al estrellarse su
avión sobre Castil de Peones, en la provincia de Burgos.
Grupos de personas escapaban hacia las alturas de Lumo. La aviación de Richthofen
martilleaba sobre la ciudad en oleadas de veinte en veinte minutos. Los fugitivos del
horror se lanzaban a las cunetas para esquivar el ametrallamiento procedente de los
rápidos Messerschmidt, que iban y volvían de Vitoria a Guernica en 20 minutos. Dos
horas después del primer ataque, el cúmulo de humo, polvo y hollín sobre la villa vasca
era tal que los pilotos alemanes accionaban la palanca de las bombas sin saber dónde
irían a caer. El jefe de escuadrilla von Benst afirmó en sus memorias: «La primera
escuadrilla lanzó sus bombas, las vi caer; pero cuando estaba sobre el objetivo, la
población quedó oscurecida por el polvo y el humo, de modo que tuvimos que arrojar
nuestras bombas como pudimos… Nos era imposible comprobar dónde caían».
El ataque cesó hacia las 7 y media de la tarde.
Karmele había perdido la noción del tiempo: «De pronto, todo se volvió oscuro,
impenetrable. Cuando llegué a Lumo, donde vivía una prima mía, vimos Guernica,
abajo, convertida en una fogata de San Juan. Era ya de noche, pero parecía como de
día». Mi padre pudo ver el resplandor a ocho kilómetros de Guernica. El incendio se vio
pronto desde Lequeitio o desde Bermeo, por todas las poblaciones vecinas de la costa. O
desde la carretera de Bilbao, por la que llegaban los primeros corresponsales extranjeros
para contar la verdad.
Entre ellos venía George Steer. Mientras los pilotos alemanes de la Legión Cóndor
celebraban su éxito con champaña en el hotel Frontón, el corresponsal del Times, que
más tarde moriría en accidente de coche en el frente de Birmania, describió la llegada en
su libro: «Aquel espantoso horno que era Guernica pintaba en el cielo toda la gama del rojo.
Sobre las colinas, rodeando el cadáver de la ciudad santa de los vascos, los caseríos parecían
antorchas. El pueblo de Guernica oyó el redoblar de los motores y el constante ruido de las
explosiones hasta que se apagaron poco a poco en sus oídos. No podían ver sino las tambaleantes
puertas de los refugios, medio desencuadernadas, y los rostros desencajados de sus seres queridos.
Los que andaban por la calle vieron solamente las agujas de fuego que surgían de aquellos tubos
de plata que caían en tropel del cielo, en grupos de 24 y enganchados por un eje. Cuando
entramos, una maraña negruzca de vigas y maderos en combustión y de hilos telefónicos
arrancados y caídos se entrecruzaban por doquier. Los edificios de ambos lados de las calles
escupían fuego. A nuestra derecha yacían 4 corderos muertos en un charco de sangre,
ametrallados. Había gente sentada en toscas sillas o colchones empapados de agua. El Arbol de
Guernica, el viejo roble de las libertades vascas, estaba intacto. La policía motorizada vasca, con
Monzón al frente, contemplaba impotente el espectáculo más allá de la plaza».
Los aviones de von Richthofen no volvieron ya aquella tarde. Ni al día siguiente, ni
nunca. Ya no quedaba en pie nada que bombardear. En medio de la confusión, las
familias comenzaron a buscarse. Karmele confiesa que se encontraba sola y llorosa,
desconcertada, sin saber bien qué rumbo tomar: «Volví de Lumo a Guernica. Tanto a los
que subían como a los que bajaban les hacía la misma pregunta: ¿Has visto a alguien de
mi casa? La respuesta era negativa. Ellos, a su vez, me preguntaban a mí entre sollozos
y voces entrecortadas: ¿Has visto a mi padre, a mis hermanos, a mis primos, a mis hijos,
a mi novia, a mis amigos? No, tampoco yo los había visto. Hasta que por fin, después de
interrogar a varios grupos, alguien pudo facilitarme información sobre mi madre. Se
había refugiado en un caserío de Forua. “Corre hacia allí —me aconsejaron— que los
aviones volverán mañana”. Pero al día siguiente hizo mal tiempo. Estaba agotada, tanto
que no pude dormir. Aproveché las primeras luces del amanecer del día 27 para llegar
hasta Forua, a pocos kilómetros de Guernica. Nada más llegar, mi madre me preguntó:
“¿Sabes algo de él?”. Me quedé muda. Entonces, ella dijo con alguna seguridad: “Está
en Rentería, en el almacén del tío Salustiano y le ayuda a cargar los sacos de cereales”.
Poco después salimos a pie hacia el hospital de las Carmelitas. Al llegar, sacaban a los
muertos en angarillas y los depositaban en furgones. Hubo uno que, de pronto, me
pareció mi padre, pero la ropa no era la suya. De todos modos me acerqué. No, no era
él. Nunca lo encontramos. Aguardamos a la toma de Bilbao, a la ruptura del cinturón de
hierro con la esperanza de que diera señales de vida. Nunca apareció su cadáver. Mi
madre sufrió de tal manera con aquella tragedia que cayó en un estado de hermetismo y
nunca más volvió a hablarnos de aquel bombardeo, de la desaparición de nuestro
padre. Lo habíamos perdido todo: las casas, el taller de carpintería de mi padre, la
ferretería de mi madre. Para colmo de desgracias, recibimos la noticia de familiares, de
amigos, de vecinos muertos, entre ellos un primo mío, que era como un hermano.
Estudiaba conmigo en el instituto. Se refugió en una alcantarilla donde el camino da la
vuelta hacia Lumo. Los aviadores descubrieron el refugio y soltaron una bomba sobre la
boca de la alcantarilla. Al cabo de un tiempo, después de una fuerte lluvia, el agua
empujó el cadáver a la superficie. Era “Cipri”. Tenía la cabeza destrozada». En sus
carretas de bueyes, los aldeanos se llevaban a sus muertos.
RESCOLDOS

Guernica tardó un día en apagar los incendios. Estaba en los rescoldos cuando entraron
las tropas de Mola, los requetés, los flechas negras, los moros. Llegaban los zapadores
cuando el viento desplomaba las últimas paredes. Se instalaron tiendas de campaña en
el paseo. Los soldados invitaban al rancho; los italianos —«siempre tan atrevidos»,
como diría Karmele— cortejaban a las guerniquesas en el tenderete que los Arrien
levantaron sobre las ruinas. No estaba aquel horno para piropos. Los italianos parecían
haber olvidado muy pronto la derrota de Guadalajara.
Sobre aquella pirámide de desgracias, muertos, heridos y desaparecidos, Guernica
volvió a la vida: en la campa de Zugastieta se abrió un baile con acordeonistas.
Cuando yo crecí en aquella ciudad, habían pasado los arquitectos y urbanistas de
Regiones Devastadas. Les salió una ciudad irónicamente prusiana, cortada con la
regularidad de un tablero de ajedrez. Pero el mercado antiguo, el frontón, los
ventanales de madera, la iglesia de San Juan, los lugares entrañables construidos con el
amor y el sabor de los años habían muerto bajo las bombas alemanas. Todos sabíamos
quién era el responsable, cuáles y cuántos eran los aviones —cuarenta y tres— que la
redujeron a cenizas; pero nadie se atrevía a abrir la boca en público. Los archivos se
cerraron a cal y canto, y al parecer hasta falsificaron las actas del censo. Joseba Elósegui,
comandante de gudaris, que permaneció tres horas en el casco urbano de la ciudad
incendiada y que sacó de las ruinas a un niño de tres años y lo entregó, muerto y
ensangrentado, a su madre, escribió en su libro Quiero morir por algo: «El 19 de julio de
1950, Franco, en el decimotercer aniversario de la ocupación de Bilbao y en la cena de
gala ofrecida por la Diputación de Vizcaya, repitió la acusación: “Guernica fue violada e
incendiada por los marxistas antes de la huida”». Elósegui, hombre de acción, se arrojó
envuelto en fuego a los pies de Franco en un partido de pelota celebrado en un frontón
donostiarra.
Los historiadores no se pusieron de acuerdo sobre el número de muertos en el
bombardeo: según el Gobierno vasco fueron 1645; según Leizaola (4 de mayo de 1937)
fueron 592; Talón rebajó la cifra a 200; y algunos historiadores franquistas afirmaban
que no pasaron de una docena. ¿Cómo era posible una cifra tan baja de víctimas si en el
bombardeo de Durango, a menor escala, murieron 131 personas (258 según el padre
Alberto Onaindía en su obra Hombre de paz en la guerra)? El arquitecto municipal Castor
Uriarte aseguró en el libro Bombas y mentiras sobre Guernica que los muertos no llegaron
a 2 centenares y medio. Los historiadores se muestran desconcertados al enfrentarse al
número de víctimas. Hugh Thomas lo cifró en 1654 en la 1ª edición de La guerra civil, en
ediciones posteriores lo rebajó a 200, y en la edición de 1977 lo dejó en 1000. Según el
historiador Salas Larrazábal, no llegó a los 200.
Los guerniqueses colgaron en sus casas y en sus bares el cuadro que Picasso pintó en
blanco y negro, Gritos de flores, gritos de pájaros, gritos de niños, como un desafío a la burla
histórica, a la conspiración del silencio y a la represión de la época. ¿Quién se atrevería a
meter en la cárcel a un cuadro? Desde entonces, escribió Alberti en un poema, para
Picasso la guerra se llamó Guernica.
El director general de Bellas Artes del Gobierno de Euzkadi, José María Urcelay,
conoció la noticia del bombardeo en París, cuando salía de la boca del metro en
compañía del poeta, también vasco, Juan Larrea. «La noticia —me contó Urcelay— la
voceaban los vendedores de periódicos. Compramos el París Soiry el Ce Soir, los diarios
de la tarde: “Mil bombas incendiarias, caídas sobre Guernica, han causado 800 o 1000
muertos”, decían los titulares. Nos quedamos helados de espanto». Después, Juan
Larrea se dirigiría hacia el café en el que se reunía con Picasso para proponerle que el
bombardeo de Guernica fuera el tema para el mural del pabellón de Euskadi en la
Exposición Universal de París. El famoso cineasta Flaherty dedicó un documental
inacabado a Guernica; otro, este terminado, fue obra de Alain Resnais. El compositor
italiano Luciano Berio compuso una partitura, y Paul Eluard, un poema, como también
hizo Oteiza.
Apenas queda algún rastro del bombardeo en la Guernica de hoy. Los guerniqueses
han perdonado, pero no olvidado. El Gobierno alemán no ha pagado las reparaciones
de guerra, como tampoco Franco pagó a Hitler, para irritación de éste, toda la ayuda
que le proporcionó a lo largo de la contienda. Yo recuerdo que, a lo largo de los años 50,
jugábamos a indios y vaqueros entre los escombros; escondíamos tesoros de piratas
saltando la verja de la iglesia de San Juan. Por aquellos años, Karmele se hizo maestra,
se casó con Francisco y tuvieron 5 hijos. 40 años después del bombardeo, su madre
pudo, por fin, cobrar una pensión por la muerte de su marido. Pero había cumplido los
85 y el dinero —la pensión— no significaba nada para ella.
Se apagaron las últimas brasas. Quedaban atrás las crónicas de Steer y de Monks, la
batalla de la propaganda, la última impresión del enviado especial del diario Euzkadi:
«Nos hemos quedado sorprendidos ante una de las casas, entre un montón de cascotes
humeantes: sin cristales, todo el maderamen de los miradores arde en pompa, y en el
pequeño lugar de la galería, una hermosa máquina de coser termina de deshacerse a
fuego lento…». El periódico publicaba otras noticias relacionadas con el bombardeo y
afirmaba que el embajador alemán en Londres, von Ribbentrop, había sido llamado por
Anthony Edén al Ministerio de Asuntos Exteriores: «Ribbentrop ha llamado la atención a
Edén sobre la actitud de algunos diarios ingleses que han propalado la noticia de la destrucción
de Guernica por los aviadores alemanes, así como de otras cuestiones que se atribuyen a
Alemania en la lucha española». Von Ribbentrop, futuro ministro de Asuntos Exteriores de
Hitler, experimentó no sólo con bombas incendiarias, sino con las mentiras y campañas
intencionadas. Es lo que harían más tarde en la frontera polaca.
El hombre que tuvo la osadía de llamar la atención al Gobierno británico porque la
prensa acusaba a la aviación nazi de la destrucción de Guernica, von Ribbentrop,
transmitió a su embajador en Madrid una nota dirigida a Franco cuando ya era ministro
de Asuntos Exteriores de Hitler. Fue el 20 de enero de 1940: «Sin la ayuda del Führer y el
Duce, hoy no habría ni España nacional ni caudillo». Desde la embajada de Londres,
Joachim von Ribbentrop fue el encargado de desmentir la responsabilidad del
bombardeo. Lo ahorcaron en 1945 tras el proceso de Nuremberg. Ribbentrop fue uno de
los dirigentes más odiados del olimpo nazi. Su carrera como criminal de guerra
comenzó en Guernica. «Ribbentrop es un genio, el segundo Bismarck», afirmó Hitler.
Fue en realidad un tipo mediocre, rudo, envanecido, arrogante y torpe, un vendedor de
vinos y licores con gran conocimiento de lenguas extranjeras. Hitler hablaba tan sólo el
alemán, por lo que le recomendaron a Ribbentrop como traductor. Cuesta trabajo creer
que Hitler se rodeara de personajes como él, sediento de poder al igual que todos ellos,
seres fatuos, sin escrúpulos que, como el propio Führer, se dejaban guiar por palmistas y
astrólogos, brujos y curanderos como el doctor Morell. Lo mismo que Hitler,
Ribbentrop era amigo de interminables monólogos en los que dejaba traslucir su visión
cosmopolita. Se las daba de hombre de mundo. El titulo nobiliario se lo apropió sin más
para prosperar en la corte hitleriana. Todos los testigos coinciden sobre la personalidad
del embajador en Londres (1936-1938) y ministro de Asuntos Exteriores (1938-1945),
desde el ministro francés Bonnet hasta Ciano, el ministro de Asuntos Exteriores italiano,
y el español Serrano Súñer. «Siempre en pose, sin parar de hablar, suelta su discurso
con voz cortante. Poco se puede hacer para responderle, tú no le interesas nada y sólo te
queda despedirte de él y retirarte. Nada hay de humano en este alemán salvo los más
bajos instintos», le retrató Bonnet.
Mientras Ribbentrop recorría Europa de un lado a otro para negar la participación
alemana en el bombardeo de Guernica, el futuro premio Nobel de Literatura, el francés
y católico François Mauriac, escribía proféticamente: «Puede que llegue un día en que se
reconozca que ese pobre pueblo, los vascos, sufría y moría por nosotros. Dios quiera entonces que
no encontremos sus muertos en el mismo lugar en que haya que enterrar los nuestros». Otro
pensador católico, Jacques Maritain, señalaba, a raíz de la destrucción y manipulación
del bombardeo: «En estas civilizaciones de tipo profano (en que lo temporal está
perfectamente diferenciado de lo espiritual), la noción de guerra santa pierde toda su
significación. La guerra no se hace santa, sino que corre el riesgo de hacer blasfemo lo
que es santo».
La ayuda alemana al bando nacionalista empezó con los contactos del futuro
ministro de Asuntos Exteriores español desde Marruecos, Juan Beigbeder, con sus
amigos nazis. El 22 de julio de 1936 dirigió una carta al agregado militar alemán en
París en la que le pedía diez aviones de transporte «con la máxima capacidad de
asientos». A la petición de Beigbeder, que luego sería aliadófilo, le siguió una carta de
Franco a Hitler. El Führer no dudó en complacer al caudillo. Hugh Thomas escribe en La
guerra civil española que Hitler reconocía haber ayudado a Franco para distraer la
atención de las potencias occidentales hacia España, para que Alemania pudiera
continuar su rearme sin ser observada. Hitler dijo en 1941: «De no haber sido por la
amenaza de que el peligro arrollase a Europa, yo no habría intervenido en la revolución
española. La Iglesia habría quedado destruida». Más que la Iglesia española, lo que al
ateo Hitler le interesaba era la España de Franco atravesada entre las comunicaciones
marítimas de Inglaterra y Francia, lo cual añadiría una razón estratégica para la
intervención. También le interesaban las materias primas, el hierro español y otros
minerales, y la alianza de Franco para la guerra que preparaba. En efecto, España
suministró materias primas a Alemania; por medio de sociedades creadas en Berlín y
Burgos con esa misión, cedió sus puertos para que repostaran los submarinos y los
buques alemanes, acogió a los espías de Hitler y a la Legión Cóndor. Franco le sirvió a
su manera: ordenando el envío de la División Azul al frente ruso. ¿Fue España neutral
durante la II Guerra Mundial? Las ayudas prestadas al bando nacional fueron decisivas
para ganar la guerra. La influencia nazi y fascista en España creció extraordinariamente,
contribuyendo a la consolidación de la Falange como partido único, organización
política que no había conseguido un solo diputado en las últimas elecciones de la II
República. «España, por motivos obvios, no pudo ser neutral durante la II Guerra
Mundial. Esto explicará en buena parte la diferencia de resultados con otros países
neutrales», escribe Antonio Marquina, profesor de Relaciones Internacionales de la
Universidad Complutense y autor de España en la política de seguridad occidental 1936-
1945.
«Es significativo que, a más de 40 años de distancia —añadía Marquina—, todavía
haya que resaltar aspectos sobre los que se han cebado la fantasía, la propaganda y la
tergiversación de protagonistas supervivientes. El hecho diferenciador es
fundamentalmente el siguiente: España no firmó el Pacto Tripartito, pero se adhirió al
Pacto de Acero el 22 de mayo de 1939. Esto quedó establecido en el Protocolo de
Hendaya, entrevista Hitler-Franco en diciembre de 1940, punto 3º, que finalmente fue
firmado. ¿Qué cláusulas contenía este pacto?
1. Contactos permanentes para entenderse en todas las cuestiones relativas a
intereses comunes o a la situación general europea.
2. Pleno apoyo político y diplomático cuando una de las partes estuviese
amenazada en su seguridad o intereses vitales.
3. Alianza en caso de guerra y apoyo con todas sus fuerzas militares.
4. Profundización de la colaboración en el campo militar y en el campo de la
economía de guerra para conseguir la rápida aplicación de las obligaciones
de aquella alianza, manteniendo contactos continuos los gobiernos y la
constitución de comisiones permanentes bajo la dirección del ministro de
Asuntos Exteriores.
5. Obligación de no concluir una paz por separado en caso de guerra.
6. Decisión de mantener y desarrollar en común, en el futuro, estas relaciones».
«A nadie se le oculta la gravedad, servidumbre e implicación de este pacto, sin
contrapartida, que alineó a España con los países del Eje —añade el profesor
Marquina—. Las cuatro consecuencias más importantes en España y en su acción
exterior fueron: actuación amplia de la Gestapo, reorganización de los servicios
secretos, incluido el Cuerpo Diplomático, a favor del Eje; estrechas conexiones entre el
Alto Estado Mayor y los Estados Mayores del Eje hasta el final de la guerra
(información, apoyo logístico y de comunicaciones a los submarinos, flota mercante,
pistas de aterrizaje, etc.) y acuerdos económicos favorables al Eje. Conviene resaltar que
algunas de estas facilidades perduraron hasta la derrota de Alemania, si bien España
dio también facilidades importantes a los aliados, sobre todo tras la caída de Serrano
Súñer en 1942». Franco tuvo que dejar de soñar en su Imperio moro.
Max Gallo señala en su Histoire de L’Espagne franquiste que se enviaron a Alemania
trenes de wolframio (2.770 toneladas en 1943), y además, plomo, hierro, comestibles, etc.
Cabe sospechar que también se remitía trigo, aceite, petróleo y legumbres. En fábricas
de Barcelona, Valencia y Sevilla se producían proyectiles y motores para los
submarinos, además de uniformes, etc. La Abwehr del almirante Canaris fue
todopoderosa desde su atalaya en el convento de las Esclavas de Burgos. Estableció
puestos de observación y escucha frente a Gibraltar, en Algeciras, y en todas las zonas
costeras estratégicas. Sólo entre Sevilla y Tánger instaló 6 puestos con unos 400
expertos. Badajoz, Vigo, Sevilla, Bilbao, Baleares y Canarias servían, entre otros puntos,
como bases aéreas para la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. A las 13.30 horas del 13
de noviembre de 1941, el alto mando alemán pudo hundir el portaaviones británico Are
Royal frente a Estepona (Málaga) gracias a los informes transmitidos por los agentes de
la Abwher en Algeciras.
Ribbentrop era, como Goering, un personaje de ópera bufa. En las semanas y meses
que siguieron al bombardeo de Guernica, el embajador de Alemania en Londres se
convirtió en el altavoz de Hitler, que le premió con la cartera de Exteriores. Iba siempre
embutido en un uniforme diplomático que diseñó él mismo con un globo terráqueo
bordado y dominado por el águila nacionalsocialista. Se había hecho adoptar por un
pariente lejano del mismo nombre del que heredó el título. El mariscal Goering
comentó: «Ha comprado su nombre, se casó con el dinero y por medio de la estafa se
abrió paso hacia el despacho». Le llamaban «Ribbersnob». Era un advenedizo, un
parvenu del régimen, un funcionario servil preocupado por su lugar en la pirámide nazi.
Llegó a Londres 3 meses después de su nombramiento para el cargo; el semanario
satírico Punch lo pintó de ario errante y lo calificó en una viñeta de «trabajador a tiempo
parcial». El cargo de embajador le parecía muy poco. Se mostraba siempre más
preocupado en su autopromoción y en las intrigas del poder en Berlín que en su puesto
en Londres. El director del Times londinense, Geofrey Dawson, hizo todo lo posible para
no herir la susceptibilidad de Ribbentrop con las crónicas sobre el terreno de su enviado
especial a Guernica, Steer, que, según Paul Preston, fueron censuradas. El poeta Edgell
Rickword lo expresó así:

En los frenéticos delirios mentales de Hitler


Hull y Cardiff están ya ardiendo
y la cúpula gris de la catedral de San Pablo
se balancea
al estallar los torpedos volantes que pasan silbando.

La metedura de pata más sonada, una gaffe en términos diplomáticos, la protagonizó


Ribbentrop allá por los tiempos del bombardeo de Guernica al recibir al rey de
Inglaterra con el saludo nazi. La sociedad británica le rechazó por su rudeza. La
anglofobia del embajador llegó a tal extremo que, al ser nombrado ministro de Asuntos
Exteriores, confundió a Hitler con sus ideas sobre los ingleses: era una nación cobarde y
resignada que no haría nada para rechazar la invasión o el ataque. Hitler terminó por
conocer a fondo al ex vendedor de champaña y lo retiró poco a poco hacia las sombras.
Su carrera terminó el 1 de mayo de 1945, cuando el almirante Doenitz, para evitar una
larga discusión, le invitó a que nombrara a su sucesor al frente del Ministerio de
Asuntos Exteriores. Se tomó un tiempo de reflexión, al cabo del cual le respondió al
almirante que tan sólo había un hombre capaz de sustituir a Ribbentrop: se llamaba
Ribbentrop. A medida que lo dejaban de lado, la saña del ministro hacia los judíos
creció hasta extremos de crueldad repugnantes. Era su forma de hacerse notar: el celo
por la aniquilación.
En las últimas horas de su vida, Ribbentrop demostró, como los Borbones, que no
había aprendido nada ni olvidado nada. Se fue a la horca sin ningún remordimiento. «Si
Hitler entrara ahora en esta celda y me ordenara “haz esto”, yo lo haría sin rechistar».
Joachim C. Fest lo describe en The face of the Third Reich como el condenado de
Nuremberg que no encuentra otro refugio (el del Goering fue el heroísmo
autocomplaciente; el de Hess, la histeria) que «la repetición de sus insoportables
monólogos y la sustitución de la arrogancia del pasado por un servilismo ansioso y sin
dignidad, emperrado en su defensa aun con pruebas abrumadoras en contra. No
convenció a nadie. Era un orador tedioso, sin gracia; la gente dejó de escucharle: no sólo
estaba aburrida, sino avergonzada».
Hermann Goering fue uno de los primeros y más ardorosos defensores de la ayuda
de la Alemania nazi a Franco. Por eso apoyó desde el primer momento el envío a
Marruecos de veinte aviones de transporte para trasladar al ejército franquista de Africa
a la península con 6 cazas de escolta. A cambio obtendría experiencia de combate para
su aviación y el control de los minerales españoles. Robert H. Whealey, en La
intervención extranjera en la guerra de España, escribe que «del 29 de julio al 11 de octubre,
los alemanes transportaron 15.523 soldados de Franco, del ejército de Marruecos, y
270.100 kilos de material de guerra de Africa a Andalucía». Era la primera remesa, a la
que seguiría la Legión Cóndor. Goering se frotaba las manos: la Guerra Civil española
era un providencial campo de pruebas para sus pilotos. «En conjunto —añade
Whealey— entre julio de 1936 y marzo de 1939, los alemanes enviaron a las fuerzas
nacionalistas 110.882 toneladas de armas por un valor de 540 millones de RM
(Reichmarks) equivalentes a 250 millones de dólares. Hitler nunca reconoció
públicamente su ayuda a Franco durante la guerra».
A pesar de que Hitler enseñó sus cartas estratégicas durante la Guerra Civil
española, prólogo de la II Guerra Mundial, las potencias occidentales hicieron como el
avestruz: meter la cabeza debajo del ala. Ante el Tribunal de Nuremberg que juzgó a los
jerarcas nazis, Goering justificó su influencia sobre Hitler para que ayudara a Franco
«con objeto de impedir una mayor extensión del comunismo y para poner a prueba a mi
Luftwaffe en algunos aspectos técnicos». Goering fue el carnicero de Guernica, uno de los
sátrapas de la corte nazi junto con Martin Bormann, al que odiaba. Goebbels era el más
listo y preparado de todos ellos, después estaban Hess y Himmler, maestros también en
el horror.
Goering fue un arribista que se convirtió en el segundo de Hitler y se engolfó en la
voluptuosidad. Fue el gran visir, mariscal del Reich, inmensamente rico y satisfecho por
completo de su éxito. Descuidó sus tareas, la Luftwaffe fracasó en la batalla de
Inglaterra (revancha de Guernica) y la industria alemana se hundió. ¿Qué hacía
mientras tanto el obeso Goering? Se administraba drogas, un vicio adquirido al curar
sus heridas como piloto de la I Guerra Mundial. El historiador inglés Trevor-Roper,
catedrático de Historia Moderna en Oxford y oficial del Servicio Secreto Militar durante
la guerra, lo describe en su palacio campestre de Karinhall «ataviado tan pronto como
un maharajá oriental, con un deslumbrador uniforme azul llevando en la mano un
bastón de oro puro y marfil con incrustaciones de pedrería; o vestido de seda blanca,
igual que un dux veneciano, adornado con joyas, portando en su cabeza las astas
simbólicas del ciervo de San Huberto y una cruz esvástica de relucientes perlas entre la
punta de los cuernos. Allí, en medio de escenas de lujo romano, celebraba fiestas y
cacerías, organizaba reuniones y enseñaba a sus distinguidos invitados las maravillas
arquitectónicas de su morada: un despacho inmenso como la mitad de una iglesia, una
biblioteca semejante a la del Vaticano, con una mesa de 26 pies de larga, toda de caoba,
con incrustaciones de esvásticas en bronce, sosteniendo 2 grandes candelabros barrocos
de oro, una escribanía de ónix, y una larga regla de marfil adornada con piedras
preciosas». «Soy lo que siempre he sido —afirmaría Goering—: el último hombre del
renacimiento». Se unió al nazismo por un «impulso revolucionario, no por debilidad
ideológica». Pocos porfiaron tanto como él por alcanzar el poder y pocos lo dilapidaron
de forma tan ostentosa, tan pomposa y tan ridicula, codicioso de candelabros de oro y
tapices de Gobelinos. Un general lo comparó con Heliogábalo. «Una vez que el Führer
decide algo, los demás no somos más que polvo bajo sus pies», confesó Goering una
vez. Como recogió la revista Aldaba, el futuro jefe del Gobierno vasco, Leizaola, dirigió
una apelación al Tribunal de Nuremberg para que incluyese la destrucción de Guernica
en sus acusaciones contra Goering, jefe de la Luftwaffe.
El gran mariscal del Reich se atribuyó las cualidades del héroe clásico. Fue popular
entre los alemanes y durante un tiempo lo fue más incluso que el propio Hitler: les
atraía su vitalidad, su espontaneidad, su sonrisa de gordo feliz, su brillante hoja de
servicios durante la I Guerra Mundial. Su jovialidad de la primera época, su
naturalidad, sus condecoraciones con la escuadrilla Richthofen, su aire de buen
camarada, su capacidad para ganarse la vida como piloto de exhibiciones después de la
Gran Guerra en Suecia y en Dinamarca le valieron la simpatía de los alemanes, entre
quienes aparecía como uno de ellos. Goering declaró ante el Tribunal de Nuremberg,
donde volvió a recuperar su papel de protagonista camino de la horca: «Yo he sido el
único alemán, después de Hitler, dotado de autoridad. El pueblo quiere amar a sus líderes y el
Führer se hallaba muy alejado de las masas, por eso me eligieron a mí». La baronesa Karin von
Fock-Kantzow, con la que se casó en 1922 en Munich, proporcionó al jefe supremo de la
aviación que bombardeó Guernica el pedigrí aristocrático necesario para sacudirse
cualquier complejo de inferioridad. Un año después, Hitler le puso al frente de sus
tropas de asalto, las SA: espléndido —imaginó el cabo austríaco—, un as de la guerra,
brillantemente condecorado y que, como acaudalado que es, no me costará un céntimo.
En 1933, año de la llegada al poder del nazismo, se había convertido en el paladín más
leal del Führer. «No tengo conciencia —añadió—. Hitler es mi conciencia. Cada vez que
me veo con Hitler, mi corazón se cae hasta los pantalones». Tal era su excitación en este
primer período, en medio de borrascosas peleas por el poder en los cuarteles generales
de Hitler, que era incapaz de comer o probar bocado hasta la medianoche. Antes,
vomitaba todo lo que comía. De vuelta a su palacio, necesitaba pasar unas horas
sentado en el sofá para calmar sus nervios. Como contó Cari Jacob Burckhardt después
de una visita a Goering, estas broncas de los lugartenientes favoritos de Hitler, cada uno
ansioso de obtener sus favores, eran típicas del estilo del movimiento nacionalsocialista.
«La pérdida total del autocontrol —añade Burckhardt— estaba considerada como algo
muy masculino».
Durante los años de la toma del poder, Goering no fue ese «formidable soldado con
corazón de niño», según lo definió Goebbels «en un signo de maliciosa camaradería»,
como apunta Joachim C. Fest, puesto que demostró su energía y brutalidad en la purga
contra Rohm, jefe de las SA. Rohm tenía dos enemigos mortales en la jefatura del
partido nazi. Uno era Goering, que aspiraba a la eliminación de aquél para acercarse a
Hitler; otro era Himmler, que aspiraba a transformar las SS (Schutzstaffen), la guardia
pretoriana de Hitler, en la fuerza armada nacionalsocialista en el interior del Estado
(Reich). Goering e Himmler convencieron a Hitler de que Rohm, al frente de su fuerza
paramilitar de un millón de hombres, preparaba un golpe de Estado en el verano de
1934. Rohm sufría de reumatismo agudo, y estaba lejos de pensar en un cuartelazo, pero
era un obstáculo en el camino de Goering e Himmler. Fue aquella una purga sin
escrúpulos, una matanza espectacular de la cúpula de las SA, los camisas pardas de
Rohm.
El egocéntrico Goering se cambiaba de ropa hasta 5 veces al día. Le gustaba
bambolearse al son de sus condecoraciones, vestido siempre de forma grotesca, con
calcetines rojos de seda, como un cardenal. Disfrutó mucho con la eliminación de su
enemigo Rohm, que aspiraba a convertirse en el alfa y omega de Alemania, en el ejército
por encima del ejército. Una noche de 1934, Goering llegó tarde a una cena con el
embajador británico sir Eric Phipps: «Discúlpeme —dijo—, vengo de una cacería». «De
animales, supongo», replicó sir Eric en el más depurado humor negro británico. En
estos 2 frenéticos años, Goering llegó a acumular los cargos de presidente del Reichstag
(parlamento hitleriano), ministro de Aviación, ministro Prusiano del interior, jefe de la
Gestapo, presidente del Consejo de Estado Prusiano, comisario Forestal y de la Caza del
Reich, comandante en jefe de la Luftwaffe y comisario del Plan de Cuatro Años.
Después, se dejaría deslizar por la pendiente del peor renacimiento para devenir en un
renacentista sin escrúpulos que abandonaba el poder porque sabía que lo tenía,
renunciaba a mandar y se refugiaba en sus fantasías. Se negaba a aceptar las
informaciones que llegaban en cascada a su palacio: Alemania se hundía. Cuando uno
de sus ayudantes le comunicó que los cielos de Alemania estaban negros de
bombarderos norteamericanos, Goering replicó: «Está bien, vamos a cazar».
El mariscal se aisló en sus quimeras. Su última decisión importante fue impedir el
cierre del lujoso restaurante Horcher de Berlín en 1943. El proceso de Nuremberg le dio
de nuevo la oportunidad de ser el número uno de los nazis, el mártir de la causa. Había
intentado tender un puente hacia los aliados al final de la guerra: un Hitler airado le
despojó de todos sus cargos. Tan sólo le quedaba una salida: el martirio. Por eso, dado
su sentido de la teatralidad y de los gestos grandilocuentes, se quitó la vida. Poco antes
había dicho ante el Tribunal de Nuremberg: «Dentro de 50 o 60 años, habrá estatuas de
Hermann Goering por toda Alemania. Estatuas pequeñas quizá, pero una en cada casa
alemana».
Capítulo dos

La guerra relámpago

Fue en la madrugada del 1 de septiembre de 1939. El día era claro y soleado y los
meteorólogos alemanes dieron el visto bueno —media guerra dependió de sus
informes—. El cielo estaba despejado de nubes, el mejor pronóstico para que los aviones
de Goering pudieran atacar Polonia. En cuanto al paisaje terrestre, no eran necesarios ni
espías ni informes de última hora. La geografía traicionaba a Polonia: su gran llanura
dejaba paso franco a los tanques alemanes. De esta combinación —el ataque de los
aviones y la progresión de los carros de combate en un frente estrecho— nació la nueva
forma de hacer la guerra. Nada que ver con las campañas de desgaste y de
inmovilización en las trincheras de Verdún de la I Guerra Mundial. Esta guerra
alemana, llamada relámpago a imitación de los ingleses, se basaba en la celeridad, en la
sorpresa, en la precisión y en la contundencia de las fuerzas empleadas. La decisión
británica y francesa de considerar la invasión de Polonia como una justificación de la
guerra resultó desastrosa desde el punto de vista militar a pesar de ser moralmente
acertada.
Los polacos no estaban preparados, como tampoco lo estarían luego los franceses,
para hacer frente al aluvión de acero. Los soldados de infantería, muy al contrario que
en la I Guerra Mundial, eran los últimos en llegar. Primero se destruía en tierra la
aviación enemiga, se desarticulaban sus líneas de comunicación y se enviaban por
delante, en camiones, infantería motorizada, tanques y artillería ligera. Pero la pieza
esencial era el carro de combate, que lo arrollaba todo a su paso. «El que se queda en las
trincheras —había dicho Napoleón— resulta derrotado». El general británico Kitchener
llamó al carro blindado «bonito juguete mecánico». Era algo más que eso. Gran Bretaña
inició su fabricación en secreto, que logró conservar difundiendo el falso rumor de que
«las planchas de acero utilizadas en su fabricación estaban destinadas a los depósitos de
agua con destino al ejército de Allenby en Palestina, en 1916. De ahí el nombre de
tanque», según escribe Hugh Thomas en Una historia del mundo.
La mentalidad de los países atacados no estaba preparada para la blitzkrieg, la guerra
relámpago. Es como el águila que hace correr al conejo que, presa del pánico, no sabe
qué camino tomar. El tanque alemán ya no hacía la función del carro británico en 1916
—un mero refugio para los soldados de infantería que avanzan—, se había convertido
en un obús volante, en un instrumento ofensivo imparable. «Con el amor de los suyos,
pero condenados por la pólvora —escribió el poeta Housman—, pasan los soldados
desfilando hacia la muerte».
Dos días después de la invasión de Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra a la
Alemania de Hitler. Así empezó la carnicería, que terminó al cabo de seis años con
sesenta millones de muertos, dos tercios de ellos civiles. Las primeras bajas fueron
polacas. Varsovia llevaba desde el principio todas las de perder. El ejército alemán,
mandado por von Brauchitsch y con Franz Halder como jefe del Estado Mayor, estaba
formado por más de un millón de hombres. Su potencia de fuego era superior en una
proporción de 2 a 1 y puso en pie de guerra 20 veces más tanques que el ejército polaco.
El tanque fue la revelación de este comienzo de la II Guerra Mundial e Hitler tuvo que
convertirse a la religión de Guderian, el teórico del empleo del carro, a través del libro
Achtung Panzer (Atención, tanque).
Polonia, de política y cultura militar tradicional, se había hecho una idea retórica,
romántica, de la situación: los militares polacos creyeron que con caballería y
llamamientos patrióticos a una nación orgullosa podrían oponerse eficazmente a aquel
río de acero. Las máquinas destrozaron a los caballos. El patriotismo no sirvió de nada:
la movilización polaca llegó un día antes de la invasión y se hizo de forma desordenada.
Para cuando los polacos creyeron darse cuenta de la situación, la Luftwaffe, con sus
terribles bombardeos en picado sobre aeródromos y bases, columnas de soldados y
nudos de comunicación, había sentenciado el curso de los acontecimientos. La
«operación Fall Weiss». (Plan blanco) se llevó a cabo más o menos de acuerdo con los
planes previstos, cosa que rara vez ocurre en una guerra. Ni siquiera los ríos polacos
pudieron convertirse en obstáculos naturales para el avance alemán, al encontrarse sus
cursos de agua limitados al mínimo debido al fuerte estiaje de aquel largo verano de
1939.
Hitler obró con precaución y cautela: nada de movilización anunciada y anticipada.
La orden de ataque a Polonia llegó a las 17 horas del 31 de agosto de 1939, y se presentó
así: Y=1 9 4 45, lo que significa 1 de septiembre a las 4.45 de la mañana. Pero algunas
unidades dudaron. El coronel general Gert von Rundstedt y su jefe de Estado Mayor,
Erich von Manstein, no las tenían todas consigo; pensaban que se trataba de una
repetición de lo que ocurrió 6 días antes, cuando llegó una orden de ataque para el 26
de agosto a las 4.30 que fue cancelada por Hider a las 20.30. Un regimiento motorizado
que se lanzaba a toda velocidad hacia la frontera polaca pudo ser detenido in extremis.
Las panzerdivisionen que iban a revolucionar el arte de la guerra y permitir la conquista
de Europa por parte de Hitler pararon los motores en el último minuto.
CRUZAR EL RUBICÓN

A medianoche del 31 de agosto, tanto von Rundstedt como von Manstein dan por
hecho que Hitler, que no desea todavía una guerra mundial, sino sólo con Polonia por
el pasillo de Dantzig, ha cruzado esta vez el Rubicón. No habrá más aplazamientos: es
la «Hora H.». Karl Rudolf Gert von Rundstedt (prefiere que le llamen Gert) pertenece a
esa clase social conocida como los junkers, dominantes del cuerpo prusiano de oficiales
durante los siglos XVIII y XIX que viven de la «espada y del trabajo de sus campesinos»,
sus siervos de la gleba. Von Rundstedt es el primer hijo de un oficial de húsares. Le
gustan la pintura, la música y la interpretación, pero no se le hubiera ocurrido
emprender otra carrera que no fuera la de las armas. Ocho meses antes de cumplir los
17 años, y cuatro después de ingresar en la escuela de cadetes, empieza su carrera
militar. Seis meses más tarde es ya teniente del 83 Regimiento Real de Infantería
prusiana. Se porta bien, se casa bien, no provoca escándalos ni protagoniza
excentricidades de ningún tipo y pasa con éxito los exámenes de la Academia de la
Guerra. Es un oficial de Estado Mayor, o sea, ha pasado por las pruebas más duras en
las que predominan la disciplina y la preparación técnica. Para Earl F. Ziemke,
representa de principio a fin «el modelo de oficial de Estado Mayor en la tradición
Moltke-Schlieffen, maestro de la técnica, reservado en el habla hasta el punto de la
taciturnidad y estudiadamente desdeñoso del triunfo personal».
Von Rundstedt da muestras de tacto, fineza y coraje en combate contra los rusos, en
Bélgica y en Francia durante la I Guerra Mundial, y termina por convertirse en el primer
soldado del Reich. Nada de política, es el soldado profesional. Nada tiene que ver con
los métodos y las ambiciones de von Reichenau, nombrado comandante en jefe del
Ejército. A Rundstedt no le gusta este jefe militar próximo al partido nazi, por eso
presenta una dimisión que el viejo Hindenburg no le admite: «Te necesitamos más que
nunca», le dice.
La primera oportunidad se le presenta a von Rundstedt en el verano de 1938, en la
crisis checoslovaca: asciende al cargo de comandante del Segundo Ejército. Hitler busca
la guerra por los Sudetes, pero sus generales no la quieren. Rundstedt es también de esa
opinión. Las fuerzas armadas bullen por aquellos días de 1938. En los cuartos de
banderas se fragua un intento de golpe de Estado contra Hitler. Los conspiradores se
acercan entonces a von Rundstedt, pero éste se niega a prestar oídos a sus
maquinaciones: «Nunca hubiera aceptado una cosa así —afirmó en el proceso de
Nuremberg—, lo consideré como una traición».
Colocado por Hitler al frente del Grupo de Trabajo, Rundstedt prepara desde su
casa la operación de ataque a Polonia mientras que su segundo, von Manstein, sigue al
frente de la división. El éxito de Hitler en los Sudetes estimula la relación entre el Führer
y sus estrategas. En 1934, las tropas nazis dan por hecho que las SA (fuerzas de asalto)
al mando de Ernst Rohm tratan de sustituir al ejército profesional alemán. Hitler ejecuta
a la plana mayor de las SA. Las Fuerzas Armadas tienen ya a Hitler como comandante
supremo y le juran lealtad eterna, hasta la muerte. También Rundstedt presta ese
juramento. Se le verá al lado de sus jefes Blomberg y Fritsch, entre otros, en la tribuna
de invitados del desfile de Nuremberg en septiembre de 1934. En privado, von
Rundstedt abomina de Hitler, pero en público, calla. «Un soldado —dirá en
Nuremberg— nunca debe tomar parte en actividades políticas».
A mediados de agosto de 1939, von Rundstedt se encuentra en un monasterio cerca
de Neisse, a unos 100 kilómetros de la frontera polaca. A medianoche, le dice a von
Manstein: «Esta vez ya es tarde, no habrá vuelta de hoja. Creo que podemos dormir una hora o 2
antes del ataque». Hitler temía la reacción de los británicos. Despejadas las últimas dudas,
les diría a sus generales: «Esta vez tendréis la guerra». La primera idea era desencadenar
el ataque a finales de agosto, después de la cosecha y antes de las lluvias de otoño. «Si el
coronel general von Brauchitsch me hubiera dicho que nos esperaba una guerra larga, no hubiera
dado la orden de marchar sobre Polonia. Pero me prometió que la conquistaríamos en pocas
semanas». Ya no cree en la intervención de Francia y Gran Bretaña. «He estado con
Daladier y Chamberlain en Munich —afirma—, son dos gusanos». Goebbels asegura en
una reunión secreta: «Nos han dejado hacer lo que nos daba la gana, por eso hemos
atravesado la zona de riesgo».

PACTO ENTRE DOS DIABLOS

A quien de verdad temía o respetaba Hitler era a su colega Stalin. Necesitaba un arreglo
con él. El primer paso fue el envío a Moscú de una delegación comercial para tantear el
terreno, hasta que Hitler descubrió sus cartas con un telegrama al Kremlin: Stalin debía
recibir de inmediato a su ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop.
«Noche tórrida, noche enfebrecida, noche de estupor», escribe Raymond Cartier de la noche
que va del 22 al 23 de agosto. Lo increíble había llegado: el encuentro, el pacto entre el
comunismo y el nazismo. El primer ministro francés Daladier se negó a dar crédito a la
noticia cuando le despertaron: «Cerciórense de que no sea la “intoxicación” de algún
periodista». A pesar de todos los escepticismos, era verdad: Moscú y Berlín habían
firmado un pacto de no agresión. De esta manera, Hitler, por medio de una jugada
maestra, se buscaba un aliado donde antes había un enemigo: soviéticos y alemanes
procederían por medio de ese pacto a un cuarto reparto de Polonia. Las líneas del
reparto del botín se pactaron también en Moscú entre Ribbentrop y el ministro de
Asuntos Exteriores ruso, Molotov. Tenía ya un «pacto de acero» con Italia y un pacto de
no agresión con la URSS. Francia y Gran Bretaña, que fracasaron en su intento de
negociar con Stalin, se echaron a temblar. Hitler les había ganado por la mano.
Los ríos polacos Narew, Vístula y San servirían de frontera común entre Rusia y
Alemania. En el reparto de los países bálticos, Lituania sería para Hitler, mientras que la
parte del león: Letonia, Estonia, Finlandia y la Besarabia serían para Stalin. ¿Cuál fue el
propósito de Stalin? Ganar tiempo en su pacto con el diablo. ¿Y el de Hitler? En ningún
caso, el insignificante pasillo de Dantzig, sino algo más suculento: las llanuras rusas,
para asegurarse con ese espacio vital el porvenir del Estado alemán. Sabe que esas
concesiones que acaba de hacer a Moscú son provisionales: todo volverá un día a su
poder con el paso triunfal de sus ejércitos, para edificar la gran Alemania de los mil
años. La única sorpresa para Hitler fue la declaración de Mussolini: ese pacto de acero,
el comienzo del eje Roma-Berlín, se demostró que era de margarina. El Duce le hizo
saber que adoptaría una posición de no beligerancia. Italia no estaba preparada para la
guerra. Además, el país estaba demasiado volcado en la Exposición Universal de 1940
como para dedicar hombres, fondos y energías a la guerra. Mussolini cambiaría pronto
de idea. No en vano, había escrito: «La guerra es para el varón lo que el parto es para la
hembra».
La otra mala noticia le llegó a Hitler desde Londres. No acababa de despedir al
embajador italiano en medio de grandes maldiciones contra «esos italianos cobardes,
traidores, indignos de toda confianza», cuando le llegó la respuesta del Gobierno
británico. De acuerdo con un tratado de ayuda mutua, ingleses y polacos se
comprometían a prestarse apoyo para rechazar por las armas cualquier atentado contra
su independencia. Hitler no acababa de comprender a los ingleses. ¿Quién les había
dado vela en aquel entierro? El hombre del paraguas, Neville Chamberlain, con el que
se entrevistó en Berchtesgaden, en Bad Godesberg y en Munich, le había parecido un
gusano, un tipo frágil, desbordado por los acontecimientos. El Reino Unido estaba
dispuesto a irse a la tumba por Polonia. Un contratiempo. Con lo bien que le había ido
en Checoslovaquia… Hitler se había anexionado Checoslovaquia al romper el acuerdo
de Munich con Chamberlain un año antes.

LOS SUDETES

Cuando Hitler se anexionó Austria —él mismo era un austríaco nacido en Braunau,
cerca de Linz—, los checoslovacos pusieron sus barbas a remojar. De los 14 millones de
habitantes de la república creada en 1919 con las 3 antiguas provincias de Bohemia,
Moravia y la Silesia austríaca más las 2 ex provincias húngaras de Eslovaquia y Rutenia,
3.300.000 eran alemanes. Una minoría jactanciosa y levantisca que para nada se sentía
ligada a aquella República Checoslovaca que Tomas Masaryk y Eduard Benes elevaron
con maestría y habilidad al rango de potencia industrial en muy poco tiempo. Esta
minoría alemana se había concentrado sobre todo en Bohemia, en la región de los
Sudetes.
El irredentismo alemán (nos niegan la igualdad de oportunidades en el reparto de
cargos, nos discriminan con respecto a la mayoría checa, nos han dejado en la
bancarrota…) pidió ayuda a la madre patria. Esas reclamaciones de apoyo y solidaridad
no podían llegar en mejor momento para Hitler: eran los cantos de sirena para una
intervención en Checoslovaquia por medio del caballo de Troya de la minoría alemana.
Los checoslovacos alemanes se sentían por encima de todo alemanes, una raza superior.
Todo lo que necesitaban unos y otros en los Sudetes y en Berlín era un casus belli
(motivo de guerra). Desde el partido pronazi de los Sudetes hasta el Reischstag, el
parlamento de partido único en Berlín, las quejas resonaban cada vez con más fuerza.
La verdad era que el Gobierno de Praga había hecho todo lo posible para desactivar las
protestas de la minoría alemana. Pero tanto Hitler como su ministro de la Propaganda,
Goebbels, eran maestros en la manipulación de la verdad con el uso de la mentira y la
calumnia. «Los checos —aseguró Mussolini— son un pueblo vil, son los hebreos entre
los eslavos. Son un pueblo corrompido por estos 3 males: la masonería, la democracia y
el bolchevismo».
Hitler despachó urgentemente tropas a la frontera checa. Llegaba la hora de la
venganza. Sólo que Francia había firmado acuerdos de defensa mutua con
Checoslovaquia y los hizo valer cuando sonaron los tambores de guerra. Gran Bretaña y
la Unión Soviética se pusieron al lado de Francia. El Führer hizo un análisis de sus
posibilidades: había sido un error de cálculo. Lo mejor sería, ante tan formidables
enemigos, echar marcha atrás y devolver sus fuerzas a los cuarteles de los que habían
salido. Eso hizo. Debería esperar una mejor oportunidad. Enrabietado, dijo a sus
generales en una reunión en la que trató de no perder la cara: «Aplastaré a
Checoslovaquia dentro de poco tiempo». Y, envalentonado, fijó la fecha del 1 de octubre
de 1938 para poner en marcha la «operación Verde». Aquella humillación no podía
quedar así. Pronto sabrían de lo que era capaz Adolf Hitler. Desde los Sudetes, el
partido nazi se dedicó a preparar el terreno, el casus belli para que los ejércitos de Hitler
pudieran hacer realidad sus sueños: la formación de un estado nazi en el interior de
Checoslovaquia. Esta vez, las frágiles democracias occidentales accedieron: Praga tuvo
que ceder ante Hitler, y éste recogió pérfidamente lo que con tanto ahínco pedía. En
efecto, Chamberlain, asustado, viajó a Berchtesgaden, el refugio alpino de Hitler:
Londres y París sacrificarían los Sudetes de mayoría alemana para satisfacer las
demandas del Führer. Sería una forma de apaciguar a la fiera, entregarían los Sudetes a
cambio de evitar una nueva guerra europea. Era tan sólo el principio de una serie de
concesiones a Hitler que no hicieron sino animar a éste a presentar cada vez mayores
demandas territoriales. En caso contrario, de acuerdo con el plan previsto, el 1 de
octubre invadiría Checoslovaquia para quedarse con toda ella. El Gobierno de Praga
aceptó las reclamaciones nazis y dimitió en pleno. Chamberlain corrió esta vez a Bad
Godesberg para ofrecerle la capitulación de los checoslovacos. Pero lo pactado en
Berchtesgaden le parecía ya poco, e Hitler entregó a Chamberlain el mapa de las nuevas
anexiones. El hombre del paraguas, una figura patética, se metió el mapa en el bolsillo y
voló de regreso a Londres.
Los británicos se rendían ante la dialéctica de los puños, las pistolas y las anexiones
del caudillo alemán. «Es la última demanda territorial que tengo que hacer en Europa»,
afirmó en un discurso pronunciado en el Palacio de los Deportes de Berlín. Era el tercer
viaje de Chamberlain a Alemania: creía a pie juntillas que la mejor manera de aplacar a
Hitler era ceder. Ceder Checoslovaquia para salvar Europa. Daladier aseguraba: «Los
cosacos (bolcheviques) conquistarán Europa». Entre los 2 enemigos eligieron el que
consideraban menor: Hitler. Para Chamberlain no había otra alternativa: «O esto, el
viaje a Munich, o la guerra». En Munich, el primer ministro británico firmó una paz
vergonzosa: Hitler se había quedado con tres cuartas partes de Checoslovaquia y casi
un tercio de su población. ¿Quién podía creer en la palabra de Hitler? Chamberlain lo
hizo por temor y por comodidad.
El 7 de marzo de 1937, Hitler cometió su primer acto de agresión. Mientras sus
diplomáticos se reunían en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la
Wilhelmstrasse, con los embajadores de Gran Bretaña, Francia, Bélgica e Italia para
firmar un pacto de veinticinco años, ordenó el envío de 35.000 hombres para ocupar
Renania, considerada por todas las potencias como zona desmilitarizada. Hitler se hizo
con ella. Sus generales, preocupados, contuvieron el aliento. ¿Cuál sería la respuesta de
Francia? ¿Enviaría a sus ejércitos sobre la región renana? Nada. Francia no rechistó, lo
mismo que Gran Bretaña. Hitler resumió así la situación: «Con la recuperación de
Renania, las ambiciones territoriales alemanas han quedado por completo satisfechas».

CHURCHILL

En Londres, Winston Churchill, que aspiraba al Ministerio de Coordinación de la


Defensa, de nueva creación, descubrió el juego de Hitler. Para el ala pactista del Partido
Conservador, Churchill era demasiado agresivo, demasiado enemigo de Hitler y de la
política de apaciguamiento. El Ministerio de Coordinación de la Defensa iba a parar a
manos de un oscuro abogado que no sabía nada de asuntos militares. Churchill tenía
todas las credenciales en su mano: su experiencia en la India, en la Guerra de Cuba al
lado de los españoles, su trabajo como corresponsal en la Guerra de los Boers en
Sudáfrica, su paso por el Ministerio del Interior en 1910, primer lord del Almirantazgo
entre 1911-16, ministro de Municiones entre 1917-18, ministro de la Guerra y del Aire en
1919-20, secretario para las Colonias en 1921-22 y canciller del Exchequer (Hacienda) en
1924-29.
Winston Leonard Spencer Churchill era un hombre de una voluntad de hierro.
Había estudiado en Harrow y en la academia de Sandhurst, y servido en la India y en
Sudán, donde asistió a la batalla de Omdurman. El hijo de lord Randolph Churchill,
nacido en el Palacio de Blenheim —construido por una nación agradecida a su
antepasado, el primer duque de Marlborough—, sentía en sus venas el espíritu de la
aventura: escaparía de un campo de concentración surafricano y huiría en un tren. Su
carrera como diputado conservador y ministro con los liberales, a los que se había
unido, sufriría un contratiempo como primer lord del Almirantazgo: se le hizo
responsable del grave revés ante los Dardanelos durante la I Guerra Mundial (1915), el
desastre de Gallipoli. Pero sería una breve travesía del desierto, porque, tras ocupar
otros cargos ministeriales y derrotar con mano de hierro a los mineros en huelga,
volvería al cargo de primer lord del Almirantazgo en el gabinete de Neville
Chamberlain. De haber muerto Churchill en 1940, su carrera política se hubiera
interpretado como un brillante fracaso. Los 5 años de sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas
al frente de Gran Bretaña harían de él un héroe para la historia. Cometió errores, pero
tuvo las ideas claras, una oratoria inigualable que inflamaba a los enemigos del
totalitarismo nazi. Fue quien inspiró moralmente a todo un pueblo en la resistencia.
Pero en estos años que preceden a la guerra, Churchill se dedicaba a pintar y a escribir
libros. Tenía varios inconvenientes para ocupar una cartera ministerial: veía a Hitler
como una seria amenaza y se había puesto al lado de su amigo, el príncipe de Gales.
Eduardo VIII, casado con una divorciada norteamericana, lady Simpson, debía abdicar.
Era la forma de evitar una crisis institucional. Entre el amor de una mujer y el trono,
eligió a lady Simpson. Churchill consoló a su amigo, el príncipe de Gales, al que conocía
desde 1910. A los barones del partido tory (conservador) no les gustaba nada esa toma
de posición del descendiente del duque de Marlborough. Debería pagar su precio con el
ostracismo. Churchill se retiró a escribir: «Debía controlar mis emociones y aparecer
sereno, indiferente, distanciado. Escribir un libro es tener a un compañero y a un amigo
a tu lado».
Sir Neville Chamberlain, hijo de una acaudalada familia de Birmingham, un hombre
presumido y pagado de sí mismo que pasará a la historia por su paraguas, su bombín y
por ese trozo de papel en el que Hitler le dictó las condiciones, no era santo de la
devoción de Churchill. Y viceversa. Tampoco el anterior primer ministro, sir Stanley
Baldwin, lo había sido. Churchill veía en Chamberlain un político apasionado,
demasiado confiado en sus fuerzas y visiones. Creía que podía hacerse cargo de Europa
y del mundo entero. Quiso pasar a la historia como el gran pacificador, por ello estuvo
siempre dispuesto a correr grandes riesgos para sí y para su patria, según escribió
Churchill en su libro sobre la II Guerra Mundial. Hizo frente a huracanes que no pudo
dominar. «En los años anteriores a la guerra, me hubiera sido más fácil trabajar al lado
de Baldwin que al lado de Chamberlain; pero ninguno de los dos tenía ganas de trabajar
conmigo, al menos hasta el último momento».
La irresistible ascensión de Hitler le producía escalofríos a Winston Churchill. Ese
juramento de lealtad de los soldados alemanes —no por Alemania, sino hacia el propio
Hitler—, daba la medida del carácter y la ambición del que fue cabo de Infantería en la I
Guerra Mundial: «Juro solemnemente ante Dios que obedeceré incondicionalmente a
Adolf Hitler, caudillo del Reich y del pueblo alemán, comandante supremo de la
Wehrmacht, y empeño mi palabra como bravo soldado para observar siempre este
juramento, aun cuando mi vida corra peligro».
Churchill vio con desmayo la anexión de Austria en 1938. Era una señal inequívoca
de la voluntad de Hitler de conquistar Europa. Hace falta estar miope —debió pensar el
león conservador— para no ver en esta acción una amenaza a la seguridad europea.
Hitler se creía con derecho a anexionarse Austria. Había nacido en una aldea (Braunau
am Inn) situada cerca de la frontera alemana. «La misma sangre circula por todo el
Reich», afirmaría en su libro Mi lucha.
Para Hitler, la de Austria era una reivindicación inaplazable, aunque el Tratado de
Saint Germain prohibiese el anschluss, la unión entre Austria y Alemania. A todas las
naciones les venía mal esa unión-anexión, incluida Italia, que se encontraba de pronto
con fronteras alemanas junto a su suelo. Cuando Hitler llegó al poder en 1933, a través
de unas elecciones democráticas, movió los peones nazis en Austria, estableció la
estrategia de la tensión, golpeó, atacó, puso bombas… Fue su joya de la corona, aunque
odiase a Viena, que no le comprendió, con todas sus fuerzas. Haría todo lo posible para
que Alemania y Austria fueran una misma cosa. Austria, depauperada, derrotada,
privada de su imperio, humillada, no hacía nada sola en el mundo.

LA INVASIÓN DE AUSTRIA

Los comandos nazis atacaron al corazón del Estado austríaco e hirieron de muerte al
canciller Dollfuss, quien creyó poder defenderse de Hitler cubriéndose con la máscara
del fascismo. Nada podía oponerse ya a las aspiraciones de un Führer que reincorporaba
el Sarre a través de un plebiscito, que creaba la Luftwaffe, que establecía el servicio
militar obligatorio y que se mofaba de las limitaciones de armamento impuestas por el
Tratado de Versalles. Era Hiüer quien imponía condiciones a los vencedores de la
guerra. Por eso, la unión con Austria, la ocupación de la zona del Rin, de los Sudetes y,
más tarde, el ataque a Polonia formaban parte de su calculada estrategia. Cuando las
tropas nazis, en violación flagrante del Tratado de Locarno, reocuparon la zona del Rin,
Hitler no las tenía todas consigo: si los franceses reaccionaban, podían hacer añicos al
ejército alemán, que todavía no estaba preparado para la tarea. Pero los franceses no
respondieron a la provocación y dejaron seguir creciendo al monstruo, al Frankenstein
apocalíptico que se había hecho con el control del Alto Mando de las Fuerzas Armadas
alemanas.
Hitler, que aspiraba al poder total, no lo hacía sólo en un reflejo de su megalomanía:
sabía que si no dominaba el ejército no dominaría nada. Era su juguete, su pasión, la
revancha de un cabo de Infantería con la Historia, el suboficial que llegaba al frente de
la OKW, el Alto Mando. Cuando su ministro de la Reichswehr, el mariscal von
Blomberg, se casó con una tal Erna Gruhn, los cuartos de banderas temblaron de
indignación: fráulein Erna era una prostituta. Hitler complació a los militares y les dijo lo
que querían oír: que el mariscal quedaba excomulgado de las Fuerzas Armadas. A su
sucesor natural, el comandante en jefe del Ejército, von Fritsch, se lo quitó de en medio,
instigado por Goering, porque surgieron pruebas, sin duda falsas, de que era
homosexual.
La reacción de los dos hombres fue asimétrica; mientras que Blomberg se fue con
Erna de viaje de novios a Capri, von Fritsch pidió la primera línea de fuego. Un tribunal
militar le había dejado libre de los cargos de homosexualidad, pero von Fritsch no paró
hasta que lo destinaron al frente polaco, allí donde silbaban los proyectiles. Murió como
había querido, de acuerdo con el código prusiano del honor, en el lugar poco
frecuentado por los generales, en primera línea. Cuenta Louis Snyder que, en el curso
de un tremendo ataque, una bala de ametralladora alcanzó a von Fritsch en un muslo,
seccionándole una arteria. «Un joven oficial que le acompañaba se esforzó por restañar
la hemorragia, pero el general le susurró: “¡No se moleste, por favor!”». A los dos
minutos, exhaló su último suspiro. De esta manera, con Goering, el lacayo elevado a la
categoría de mariscal, y los disidentes militares eliminados, Hitler pudo cantar victoria:
era el jefe supremo e indiscutido de las Fuerzas Armadas.
Al nuevo canciller de Austria tras la muerte de Dollfuss, Kurt von Schuschnigg, no
le quedó más remedio que viajar a Canossa, el refugio de Hitler en Berchtesgaden. Allí
le esperaba el rapapolvo del Führer, quien lo trató como a un perro. El «alemán más
grande de la historia» le mostró los planes de la invasión de Austria para el caso de que
no cediera. La propaganda hitleriana dio su particular versión de la entrevista: el
patriota Schuschnigg se plegaba de buen grado a las exigencias del Führer. Cuando el
canciller regresó a Viena, la «capital de mi pueblo alemán de Austria», como Hitler la
llamaba, decidió plantear un referéndum. El sí o el no a la independencia de Austria, el
sí o el no a Hitler. Pero éste no estaba para paños calientes y aquello le parecía una
burla, por lo que su respuesta no se hizo esperar: «O anula el referéndum, o invado
Austria ahora mismo». En un discurso pronunciado entre sollozos, el canciller austriaco
anunció que se inclinaba ante la fuerza. «He dado órdenes al ejército austriaco de que se
retire sin resistencia. ¡Que Dios proteja a Austria!».
El hombre de paja del nazismo austriaco, Seyss-Inquart, fue nombrado canciller en
la medianoche del 11 de marzo de 1938. Nueve días antes, las tropas del Reich
ocupaban Viena. Austria era ya una provincia del Tercer Reich. Ahora sí se convocó a
austríacos y alemanes a un plebiscito sobre el anschluss: el 99,75% dio su voto afirmativo
en Austria y el 99,08% en Alemania. La Gestapo, policía política nazi, hizo el resto:
persiguió a la oposición, la torturó y mató o la encerró en las cárceles. Los austríacos se
mostraron exultantes de felicidad cuando Hitler atravesó Viena. «¡Mueran los judíos!»,
gritaban, «ein volk, ein reich, ein führer» (un pueblo, un imperio, un líder). Hitler anunció,
como haría siempre, que ésta era la última de sus anexiones. Churchill no se lo creyó.
Diría en los Comunes que Checoslovaquia era la siguiente en la lista. Nadie le escuchó.
El 15 de marzo de 1939, el presidente Emil Hácha firmaba en Berlín el tratado que
convertía a Checoslovaquia en un protectorado alemán. Hitler era ya el protector de
Bohemia, Moravia y Eslovaquia. La opinión pública de Gran Bretaña despertó con
amarga decepción. Los mismos que le habían recibido en triunfo en Londres, tachaban
ahora de cobarde al primer ministro Chamberlain. El tiempo había dado la razón a las
advertencias no escuchadas de Churchill frente a la bajada de pantalones de
Chamberlain. El primer ministro británico se dirigió a la nación a través de la BBC: «Es
horrible, es increíble que tengamos que cavar trincheras y tomar las máscaras de gas por
una pelea en un país lejano entre una gente de la que nada sabemos». Fue entonces
cuando viajó de nuevo a Munich con los resultados que ya conocemos. Al regreso,
Chamberlain se asomó a los balcones del número 10 de la calle Downing, la residencia
del primer ministro: «Os traigo de Alemania la paz con honor —dijo—. Es la paz en nuestro
tiempo». Al día siguiente, Checoslovaquia desaparecía en las garras de la Alemania nazi,
invadida de banderas con la esvástica, signo y símbolo de la prosperidad y de la buena
fortuna entre mesopotámicos, bizantinos e hindúes.
En la Cámara de los Comunes, Churchill escribió el epitafio de Checoslovaquia:
«Todo ha terminado. Silenciosa, abandonada, enlutada, rota, Checoslovaquia ha entrado en la
oscuridad». Pero no fue sólo un epitafio. Churchill advirtió de nuevo: «No crean que éste
es el final, es sólo el comienzo del ajuste de cuentas. Es sólo el primer sorbo de una bebida amarga
que nos harán tragar año tras año a menos que, en una suprema recuperación de la higiene moral
y del vigor marcial, nos alcemos de nuevo y defendamos la libertad como en los viejos tiempos».
Adolf Hitler volvió entonces la mirada hacia el Este: firmó su cínico pacto de no
agresión con Stalin y dijo a los polacos con su amenazante voz gutural que el pasillo de
Dantzig era suyo. Churchill le vio venir: «Si no luchamos cuando podemos vencer fácilmente
sin derramamiento de sangre, si no combatimos cuando la victoria es segura y no demasiado
costosa, llegará un momento en que tengamos que combatir con todo en contra y con pocas
posibilidades de supervivencia. Pero hay algo aún peor, la posibilidad de que tengamos que luchar
cuando ya no haya esperanza para la victoria, porque será mejor morir que vivir como esclavos».
Hay historiadores que han tratado de reivindicar la figura de Neville Chamberlain.
Al primer ministro inglés, según interpretación de sus defensores, no le quedó otro
remedio que hacer lo que hizo. Cargado de buena fe, trató de ganar tiempo; el informe
de sus jefes militares sobre la posibilidad de responder a un ataque alemán a
Checoslovaquia fue concluyente: ni Gran Bretaña ni los aliados europeos estaban
preparados para la guerra. Había, por lo tanto, que ganar tiempo para el rearme… a
cambio de una paz sin honor.
Churchill sabía que, después de la ocupación de Renania, de la anexión de Austria y
de Checoslovaquia, le tocaba el turno a Polonia, la mártir. Por toda Inglaterra
empezaron a aparecer pancartas en las que se leía: «Churchill must come back». (Churchill
debe volver). En su residencia de Chartwell, Winston Leonard Spencer revisaba su
armería acompañado de su viejo amigo Walter Thompson, inspector de Scotland Yard
que había sido su guardaespaldas durante muchos años. «Tengo suficiente información
como para saber —afirmó— que Hitler reconoce en mí a su enemigo. Sé que si la guerra
estalla, y nadie duda que va a estallar, un peso enorme va a caer sobre mí».
Chamberlain saldría de escena con su paraguas y un grotesco papelito de una paz
firmada con Hitler para que entrase en escena el hombre que aglutinaría a los ingleses y
sus aliados en la batalla sin cuartel contra el totalitarismo.
Adolf Hitler era un maestro en el hallazgo de excusas para la guerra. En efecto,
después de las promesas de paz, urdía un ataque a traición, premeditado y alevoso.
Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo, un fracasado maestro de escuela y criador de
pollos que encarnaba la banalidad del mal y que había participado en el putsch (intento
de golpe de Estado) de la cervecería de Munich, su ciudad natal, fabricó el crimen
perfecto: un ataque a la emisora de Gliwice por una partida de presos sacados del
campo de Oranienburg, cerca de Berlín. A doce de ellos les inyectaron veneno, los
fusilaron en campo abierto y luego arrojaron sus cuerpos en las afueras de una aldea
próxima. Iban vestidos de soldados polacos. Los SS entraron en la emisora de radio de
Gliwice, que en ese momento emitía una sinfonía de Mozart, para anunciar por el
micrófono que eran tropas polacas que invadían Alemania. Los asaltantes dejaron otro
cadáver en la emisora, el de otro preso de Oranienburg vestido también con el uniforme
polaco. Al comandante de la fuerza local que intentó oponerse a la sangrienta
superchería, que servía de coartada para desatar la guerra, le taparon la boca con un
terminante «führerbefehl» (órdenes de Hitler).
De inmediato, la radio alemana, que tenía preparado el discurso, empezó a
«denunciar» la invasión de Alemania por los polacos, las matanzas contra la minoría
alemana en Polonia. Pero no era una declaración de guerra, iba a empezar la operación
de castigo. Hitler acudió al Reichstag vestido de soldado de infantería para anunciar
una invasión «necesaria».
«Por primera vez, soldados regulares polacos han abierto el fuego en nuestro propio
territorio. Desde las 5.45 de esta madrugada, estamos devolviendo el fuego, y desde
ahora responderemos a las bombas con las bombas». Las vacas triscaban en los
pastizales de la frontera germano-polaca en Gliwice. Entre la niebla otoñal y el bosque,
podían verse los doce cuerpos de los presos transformados en soldados de la infantería
polaca: el pretexto de la guerra. Llevaron hasta el lugar del crimen a los periodistas de
Berlín para que indagasen, para que filmasen, para que fotografiasen el montón de
cadáveres, el cuerpo del delito. Les pusieron un nombre muy apropiado a estos
criminales sacados del campo de concentración: «comida enlatada». Los SS les hicieron
creer que se trataba de filmar el asalto a una emisora de radio con destino a la
propaganda. Murieron sin darse cuenta de nada. Ninguno de los periodistas que
acudieron al lugar del «incidente» tuvo la precaución de examinar las armas de los
muertos: estaban descargadas.

TRADICIÓN Y CUALIDADES

Hacia el Este, 4 cuerpos de ejército alemanes lo arrollan todo a su paso. Hitler les ha
despedido con estas palabras: «Espero que cada soldado sea consciente de la tradición y de las
cualidades militares, y que cumpla su deber hasta el final. Recordad siempre y en cualquier
circunstancia que sois los representantes de la gran Alemania nacionalsocialista». El Führer ha
escrito con grandes trazos de lápiz rojo sobre la Orden Número 1: «Hora del ataque:
04.45 horas».
Las bombas de los Stukas despiertan a los polacos. El general von Brauchitsch aísla el
pasillo de Dantzig. Se cumple al pie de la letra la promesa de Hitler: «Con mi ejército
mecanizado conquistaré Polonia en 3 semanas». Los polacos, llenos de orgullo, no
pueden creérselo. Al contrario, envalentonados por el increíble triunfalismo de sus jefes
y oficiales, piensan que los alemanes van a salir con el rabo entre las piernas. Llegan a
creer que las tropas polacas desfilarán pronto en Berlín. Así es como el generalísimo
polaco Rydz-Smigly despliega sus fuerzas a lo largo de las fronteras comunes: las
dispersa. La verdad es que Polonia pierde la guerra antes de que suene el primer
cañonazo contra Dantzig. Los generales polacos, estúpidamente confiados en que
podrán llegar hasta Berlín, situado a cien kilómetros de la frontera, dan muestras de
gran incapacidad. Están muy mal armados, cuentan con material de la I Guerra
Mundial, con pocos y mal equipados aviones, con una caballería anacrónica, unas
escasas y obsoletas unidades mecanizadas, una artillería hipomóvil que se desplaza
arrastrada por caballos, apenas disponen de baterías antiaéreas, el sistema de
transmisiones es insuficiente… Casi todo lo que tienen lo transportan en carretas de
heno. O sea, son unas fuerzas armadas equipadas para combatir en otra guerra. ¿Qué
pueden hacer contra el diluvio de fuego, la rapidez de las unidades mecanizadas
alemanas? Nada. Tan sólo morir con dignidad. El ejército alemán está en sus inicios, no
es aún la asombrosa masa de acero de la que Hitler dispondrá dentro de poco, pero las
fuerzas polacas se han quedado en el paleolítico superior. La Luftwaffe no tiene rival en
el cielo: ha pasado de fabricar 900 aparatos a sacar 6000 de sus cadenas de montaje: el
caza Me-109, el Me-110, el bombardero en picado Ju-87, los bombarderos Ju-88, He-111
y el Do-17. Caen sobre Polonia 771 cazas, 408 cazabombarderos Messerschmitt 110
zerstórer (destructores), 336 Stukas y 1180 bombarderos. La motorización es aún débil, la
artillería dispone de obuses modernos, pero también de piezas que datan del tiempo de
Guillermo II.
Hay generales que sostienen que la Wehrmacht no está dispuesta para la acción, que
es arriesgado emprender una nueva guerra. No importa. Hitler tiene prisa en su marcha
hacia el Este. Mientras tanto, la conjura reúne a los generales que se oponen a sus
planes. El general Hoepner está preparado para marchar sobre Berlín con su división
blindada. Ha esperado durante toda la noche la señal de los conspiradores: el coronel
general Halder, el coronel general Beck, el coronel general Witzleben, el general de
Infantería von Stulpnagel y el almirante Canaris. Su plan consiste en detener a Hitler a
su regreso del Congreso Nacionalsocialista de Nuremberg. Nos encontramos a
mediados de septiembre de 1939. La orden no llegará nunca porque la radio anuncia
que el primer ministro inglés Chamberlain vuela hacia Berchtesgaden para reunirse con
Hitler. «La base material del complot —dirá Halder— quedó anulada con la noticia:
Hitler no volvía a Berlín. No podíamos detener a un canciller que negociaba con el
primer ministro de Gran Bretaña una solución pacífica a la crisis». La guerra empieza,
pues, con un complot de los más altos generales contra Hitler. El general Hoepner es el
chivo expiatorio de esta conspiración: morirá a manos del verdugo. Antes de que la
guerra termine, Hitler habrá ahorcado, degollado, pasado por las armas o invitado al
suicidio a más de 50 generales y almirantes. Ahora, en este comienzo del horror, hay
generales que se muestran de acuerdo en que el trazado de las fronteras es arbitrario, en
que el pasillo de Dantzig es de Alemania, en que millones de alemanes viven
sojuzgados en territorio polaco, pero no están de acuerdo en que haya llegado el
momento de la guerra relámpago sobre Polonia. Ni siquiera la firma del pacto de no
agresión con Rusia les tranquiliza lo suficiente. Se han quitado de en medio con ese
acuerdo a un formidable adversario, pero no basta con eso. La plana mayor, salvo los
generales hitlerianos Busch y Reichenau, firman un memorándum redactado por el
general Beck en el que ponen en guardia al Führer contra los peligros de una política
aventurera.
¿Cuál es, mientras tanto, la moral de la nación alemana? Tan baja como la de sus
generales. «Estamos en 1939 —escribe Cartier en La Seconde Guerre Mondiale—, nada se
parece al torrente de entusiasmo, a la marcha hacia el sacrificio de julio de 1914. Hitler
lo sabe. El año anterior, antes de Munich, ha ensayado una experiencia que no se ha
atrevido a repetir este año: el desfile en Berlín de una división blindada. Esperaba un
huracán de patriotismo; sólo se produjo un espectáculo de consternación. Durante tres
horas, los blindados han circulado por la capital en medio de un silencioso estupor,
como un ejército enemigo en una ciudad conquistada, con Hitler en el balcón de la
Cancillería esperando en vano el rumor belicoso que esperaba levantar al paso de sus
monstruos de acero. Al volver a su despacho, se ha arrojado en un sofá injuriando al
pueblo alemán lo mismo que hará seis años más tarde, en el mismo lugar, vencido y
agónico, tras haberlo crucificado y deshonrado».
La tenaza alemana se extiende sobre Polonia. La aviación desarticula las líneas de
comunicación y ataca los núcleos de resistencia. Las carreteras se convierten en un caos.
A las seis de la mañana, los Junkers-87 sobrevuelan Varsovia, una ciudad sin defensa
antiaérea dispuesta para el sacrificio. Su destrucción es un mero ejercicio académico.
Sobre Varsovia, donde está enterrado Chopin, el autor de las Polonesas, suena ahora la
música de la muerte. «Todavía recuerdo —afirmaba el ex presidente de Polonia
Jaruzelski— el día soleado de septiembre, el zumbido de los aviones alemanes
bombardeando a refugiados indefensos, las explosiones, el hedor de los caballos
ardiendo al borde del camino. Pensé que el cielo se desplomaba. Las relaciones entre
Lituania y Polonia no eran muy buenas, y estábamos acorralados en la frontera, para
mayor sensación de miedo. Estábamos convencidos de que volveríamos pronto a casa,
de que una ofensiva francobritánica permitiría al ejército polaco devolver el fuego a las
aplastantes fuerzas enemigas. Ni por un momento pensé, al huir con mi familia hacia
Lituania, que tardaría más de cuatro años en regresar a Polonia».
Inglaterra y Francia esperan hasta las nueve y media de la noche para hacer saber al
Gobierno del Reich que si la ofensiva alemana sigue adelante, se verán obligados a
cumplir sus compromisos con la nación atacada. «¿Es un ultimátum?», pregunta el
ministro de Exteriores Ribbentrop. «No, es una advertencia», responden los
embajadores. Mussolini, que en la anexión de Austria terminó por plegarse a las
exigencias de Hitler, quiere desempeñar de nuevo el papel de mediador con la
convocatoria de una conferencia entre las cuatro potencias. El pasillo de Dantzig es la
moneda de cambio. París responde que acepta la idea. En Inglaterra, que vive un
soleado fin de semana, una adivina lee las estrellas y tranquiliza los espíritus: «No
habrá guerra este año». Pueden disfrutar de un día excepcional para la época.
A las diez de la mañana se escucha la voz de un locutor por la radio: «Permanezcan
a la espera de un anuncio de importancia nacional». Cada 15 minutos el locutor informa
que el primer ministro hablará a la nación a las 11.15. Mientras tanto, suena música
ligera. A las 11.14, una locutora explica cómo se puede sacar el mejor partido de la
comida enlatada. De pronto, la emisión se interrumpe para dar paso a una voz pedante
y tristona. Es la de Neville Chamberlain, que relata con voz cansada que su diplomacia
ha fracasado y que la nación se encuentra en guerra: «La situación se ha hecho intolerable.
No podemos creer en la palabra dada por el líder de Alemania, ningún país puede sentirse a
salvo. Sé que cada uno de ustedes sabrá desempeñar su papel con calma y valentía. En momentos
como este, el apoyo que hemos recibido del imperio representa una profunda señal de ánimo para
nosotros. Que Dios os bendiga. El defiende a los que tienen razón. Vamos a tener que combatir
con el demonio, la injusticia, la persecución y la opresión, y contra todo, estoy seguro de que
prevalecerá la razón».
Winston Churchill apaga la radio cuando las sirenas de alarma empiezan a sonar en
todo Londres. Sin prisas, con su habitual cachaza, la de un guerrero con sangre fría,
Churchill se dirige con su mujer hacia el refugio armado con una botella de brandy y
otras apropiadas ayudas. Una vez en el refugio, se imagina el cuadro de ruina y
carnicería. Las explosiones que sacuden el suelo, edificios que se derrumban entre el
polvo y los cascotes, los coches de bomberos y las ambulancias que cruzan entre el
humo bajo el zumbido de aviones hostiles. Esa hora no ha llegado aún a Londres. Se
trata de una falsa alarma. Churchill se dirige a la Cámara de los Comunes, donde
recibirá la noticia: le han nombrado primer lord del Almirantazgo.
Paul Schmidt, el intérprete de Hitler y Ribbentrop, tradujo el contenido del mensaje
de Chamberlain. «Cuando terminé —escribió en su libro Europa entre bastidores—, se
hizo un silencio absoluto. Hitler se quedó sentado, inmóvil, mirando al vacío. Tras un
intervalo que me pareció un siglo, se volvió hacia Ribbentrop, que continuaba junto a la
ventana. “Y, ahora, ¿qué?”, preguntó con una mirada feroz».
Para Franz Halder, jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, el desarrollo de la
crisis polaca «muestra cómo el político Hitler crea y aviva la crisis para desembocar en
una solución de fuerza, que buscaba desde el primer momento, a pesar de todas las
advertencias de los elementos militares. Los límites de las posibilidades militares que le
poníamos ante los ojos los superaba con la afirmación de que él no se dejaría arrastrar a
la guerra en 2 frentes como “los hombres incapaces de 1914”. Tras el éxito de las
operaciones militares hay que tomar una decisión estratégica con relación a Varsovia.
¿Debe tomarse a viva fuerza por medio de un ataque con todos sus efectos
destructores?». El jefe supremo del Ejército, responsable de las operaciones, se
pronuncia por la primera solución, basándola en que así se evitarán víctimas
innecesarias y se podrá trasladar además toda la artillería pesada para reforzar la
defensa en el amenazado Oeste.
Hitler se decide por el ataque frontal a viva fuerza: la capital polaca debía caer antes
de que los rusos, con los cuales se había firmado un acuerdo secreto, llegasen a
alcanzarla. Esta razón se mantuvo oculta al jefe superior del Ejército, según cuenta
Halder.
Hitler es el primer hombre desde Carlomagno en reunir en su mano poderes
ilimitados. El éxito de la campaña de Polonia le hace olvidar los sinsabores de la
respuesta británica y francesa. A su ministro de Armamento, Albert Speer, le asegura
que es mucho mejor que la Wehrmacht haya tomado Polonia por la fuerza después de
haber obtenido Austria y Checoslovaquia sin ninguna resistencia. «Créame, ni el mejor
ejército podría resistir una cosa como esa. Las victorias sin pérdida de sangre son
desmoralizadoras», cuenta Speer en Dentro del Tercer Reich. En Berlín se vive un clima
de incertidumbre. Como consecuencia del nerviosismo general por la invasión, suena la
alarma aérea en la capital alemana. Como la de Londres, es una falsa advertencia. Speer,
como Churchill, cada uno en su ciudad, se dirige al refugio público. «La atmósfera —
escribe Speer— era de depresión. La gente tenía miedo al futuro».
Los regimientos no se dirigen al frente cubiertos de flores como ocurriera en la I
Guerra Mundial. «Las calles —añade Speer— estaban vacías. No había muchedumbres
en Wilhelmplatz gritando Heil, Hitler1!» El Führer nunca se había acercado a los frentes
de guerra: su visión de los combates había sido siempre intuitiva y telepática, pero,
animado por los partes que recibe de sus generales, decide comprobar sobre el terreno
la acción de sus soldados. «Era un hombre que perdía los nervios por cualquier tontería
—escribe su ministro de Armamento—. Le vi salir de la Cancillería con dirección al
Este. Nadie en las calles se dio cuenta del histórico acontecimiento: Hitler dirigiéndose
hacia la guerra que él mismo había desencadenado. Los nervios, los malos modos, la
incertidumbre desaparecen cuando el general Guderian conduce a su Führer hacia el
pasillo de Dantzig que ha conquistado con sus blindados. A Hitler le llama la atención
el escaso número de bajas alemanas: 150 muertos y 700 heridos para cuatro divisiones.
Recuerda que su propio regimiento había sufrido 2.000 bajas en su bautismo de fuego
en la I Guerra Mundial. En cambio, las bajas polacas son cuantiosas. La brigada de
caballería polaca Pomorska, ignorante de la naturaleza de nuestros tanques, cargó
contra ellos con lanzas y sables, y sufrieron tremendas pérdidas».

CRUZADAS DE BRAZOS

A pesar de la declaración de guerra, Inglaterra y Francia no movieron un solo pelotón


de soldados para defender Polonia. Los franceses hicieron un tímido movimiento hacia
la frontera occidental alemana y los ingleses se limitaron a lanzar octavillas de
propaganda sobre las posiciones alemanas. Lo que los sitiados y bombardeados
habitantes de Varsovia necesitaban eran armas, antiaéreos. El general Guderian mostró
a Hitler lo que quedaba de un regimiento de la artillería enemiga. Creyó que era el
resultado de los bombardeos en picado de sus Stukas. «No —corrigió Guderian—, lo
han hecho nuestros tanques».
En Alemania corrieron rumores: las tropas francesas habrían cruzado el Rin. Cundió
el pánico, pero Hitler permaneció imperturbable: franceses y británicos no se moverán.
Lord Halifax telefoneó a su colega el conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores y
yerno de Mussolini, para decirle que la conferencia de las cuatro potencias no podía
celebrarse en tanto los alemanes no retirasen sus tropas de la invadida Polonia.
Mussolini respondió que no podía transmitir esa exigencia al Führer. No habría vuelta
atrás. El ultimátum británico se estrelló contra la Cancillería de Berlín. La maniobra de
diversión francesa, con el segundo, cuarto y quinto ejércitos al oeste de los Vosgos y en
el Sarre, llegó demasiado tarde. Fue inútil. Los polacos combatían aún, pero su suerte
estaba zanjada. El avance alemán no se detuvo: en el primer gran cerco de la guerra, en
la bolsa de Bzura, cayeron nada menos que 19 divisiones polacas. El ejército polaco de
Poznan, el mismo que iba a marchar sobre Berlín, sucumbió ante la astucia y la potencia
de fuego de von Rundstedt. Los polacos miraban en vano al cielo por si llegaban los
aviones de Francia e Inglaterra. No llegaron: temían la represalia alemana sobre su
industria de guerra. Francia no podía hacer frente a sus compromisos. Tenía miedo. Sus
soldados, que habían franqueado la frontera occidental, se toparon con un enemigo
formidable y desconocido: las minas. El generalísimo Gamelin sabía mejor que nadie
que había sido un gesto simbólico hacia Polonia, un simulacro de acción. Los ingleses
procedieron a matar todas las serpientes venenosas del zoológico de Londres. Poco más.
Una caballería de la Edad Media no había podido con las fuerzas mecanizadas del siglo
XX: Hitler apretó la tuerca sobre los polacos.

Llegó la hora de la evacuación de Varsovia. El presidente Ignacio Moscicki, el primer


ministro y su gabinete huyeron hacia la frontera rumana. No supieron estar a la altura
de las circunstancias ni organizar la defensa en la retaguardia. La aviación enemiga
desarticuló sus líneas. El mariscal Rydz-Smigly cruzó la frontera con Rumania y se puso
a salvo mientras algunos generales y almirantes resistían abandonados a su suerte por
la plana mayor. Los expertos calculaban que Polonia resistiría 1 año: cayó en 19 días.
Dejó a los alemanes 694.000 prisioneros y 217.000 a los rusos. Las pérdidas alemanas se
elevaron tan sólo a 10 572 muertos, 30.322 heridos y 3049 desaparecidos. La blitzkrieg fue
un éxito: se demostró que es más simple, más fácil y menos costoso reducir la
resistencia del enemigo por medio del hambre (corte de sus líneas de abastecimiento) y
por la parálisis (destrucción del alto mando y desbaratamiento de sus líneas de
comunicación y control) que por el asalto frontal clásico. «Es el reconocimiento del
hecho de que un judoka puede vencer a un enemigo más fuerte y poderoso por medio
de la velocidad, la agilidad y la eficacia; pero, por encima de todo, atacándole donde y
cuando menos se lo espera. Los vehículos acorazados reintroducen la posibilidad del
movimiento en un campo de batalla dominado hasta ahora por el rifle, la ametralladora
y la artillería de largo alcance», escribe Barrie Pitt al ocuparse de la campaña de Polonia
en la obra History of the Second World War, editada por sir Basil Liddell Hart.
Aunque pocas, Hitler había sufrido sus primeras bajas. El vampiro necesitaba
sangre. «La sangre —escribió Clausewitz, el maestro prusiano de la guerra— es el
precio de la victoria. Los filántropos imaginan que puede existir un método para
desarmar y derrotar al enemigo sin derramamiento de sangre. Ese es un error que debe
ser extirpado».
Las últimas esperanzas polacas se vinieron abajo el 17 de septiembre, cuando el
ejército ruso se movió hacia el Oeste para recoger su parte del botín. En eso había
quedado Stalin con Hitler, que odiaba tanto a los polacos, los checoslovacos y los
eslavos en general. Polonia dejó de existir. Las fronteras internacionales de Alemania se
movieron hacia las de Rusia y quienes conocían la historia empezaron a preguntarse en
octubre de 1939 si tan belicosos vecinos, que ya habían compartido antes fronteras,
podrían vivir en armonía. Molotov, ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, declaró la
defunción de la república polaca y procedió en consecuencia a la ocupación de los
territorios que le fueron reconocidos como zona de influencia en su acuerdo con el
Reich alemán. Polonia se vio emparedada entre las fuerzas alemanas al Este y el Ejército
Rojo al Oeste. Era la quinta división en su historia. Más de setenta mil polacos lograron
huir a Francia e Inglaterra para demostrar que la fácil victoria alemana había sido no
sólo el resultado de una impreparación de su ejército, sino también fruto de la
mediocridad de sus mandos, de la superior potencia de fuego del enemigo y de la
confusión que supieron crear en las líneas. Pero había una segunda parte: los pilotos
polacos prestarían un servicio impagable a la causa aliada. Los que se quedaron en los
campos de prisioneros de guerra fueron convertidos en esclavos del Tercer Reich, tan
necesitado de mano de obra.
El periodista y amigo Ryszard Kapuscinski, quizá el hombre que mejor ha sabido
recoger el absurdo y la crueldad de las guerras de la posguerra, tenía siete años cuando
huyó de las tropas nazis. «Me recuerdo andando con mi hermana junto a una carreta
tirada por un caballo —escribe el autor de El emperador, un libro magistral sobre Haile
Selassie—. En lo alto de la carreta, sobre el heno, yacía mi abuelo sobre una sábana de
lino. Estaba paralítico. Cuando empezó el ataque aéreo, toda la muchedumbre fue presa
del pánico. La gente buscó cobijo en las zanjas, entre los arbustos, en los campos de
patatas. En medio de la carretera ahora desierta quedaba sólo la carreta sobre la que
yacía mi abuelo. Pudo ver cómo venían hacia él los aviones y cómo de pronto se
dejaban caer en picado. Cuando desaparecieron, volvimos a la carreta y mi padre
limpió el sudor del rostro del abuelo. Después del ataque, el sudor resbalaba por su cara
cansada y demacrada». Cadáveres por todas partes, heridos, caballos muertos,
columnas de prisioneros. Eso era todo lo que quedaba de Polonia cuando la radio de
Varsovia dejó de emitir las Polonesas de Chopin: un cañonazo hizo que la emisora volara
por los aires.
Entonces llegó la segunda parte, quizá la peor. Hitler había prometido el envío de
unidades de las SS, sus fuerzas de choque, «para matar sin piedad ni misericordia a
todos los hombres, mujeres y niños de raza o lengua polacas». El Führer siempre
cumplía sus promesas de apocalipsis. «Cerrad vuestros corazones a la piedad. Proceded
brutalmente. Ochenta millones de personas deben obtener aquello a lo que tienen
derecho». Bandadas de SS descendieron sobre las ciudades y aldeas polacas para
proceder a un escarmiento sin fisuras. Fue un ensayo del horror, una orgía de sangre:
pasaron a cuchillo a pueblos enteros, buscaron en sus guaridas y refugios a los
intelectuales, a los judíos, a los médicos, a los profesionales, a los profesores y
funcionarios, y los fusilaron sin compasión. El general alemán Petzel, comandante del
ejército acantonado en Poznan, tuvo la osadía de protestar contra el asesinato en masa
de los judíos. El general von Küchler declaró que el ejército alemán «no está hecho para
servir de furriel a una banda de asesinos». Como comandante de las tropas de
ocupación, el general Balskowitz condenó a muerte a los SS culpables de las
atrocidades. Hitler respondió de inmediato: puso fin a su carrera militar. El mismo día
que invadió Polonia, Hitler ordenó el asesinato de todos los enfermos incurables de
Alemania, setenta mil. «La animosidad del antimilitarista que es Hitler contra los
militares de carrera prisioneros de las concepciones anacrónicas del honor nunca dejará
de exasperarle», escribe Raymond Cartier en su historia de la II Guerra. Mientras tanto,
el general von Leeb advertía en su diario: «No hay entusiasmo ni banderas en los
balcones. Los alemanes no desean la guerra».

TORPEDOS

Así empieza la siesta estratégica, lo que los franceses llaman la «dróle deguerre» (la
extraña guerra), los alemanes la «sitzkrieg» (la guerra de asentamiento) y los ingleses la
«phony war» (la «guerra de mentirijillas»). Hitler había salido de Berlín con dirección a
Polonia la misma noche en que Chamberlain y los ingleses recibieron la noticia del
hundimiento en el Atlántico Norte del trasadán tico de bandera británica Athenia,
alcanzado por un torpedo disparado por un submarino alemán. El Athenia no llevaba
armas a bordo, pero el Reich quería demostrar que a partir de ese momento se entraba
no en la guerra extraña o de mentirijillas, sino en la guerra total. Nada ni nadie
quedarían a salvo: se contaron 112 víctimas, entre ellas 28 norteamericanos. El 3 de
septiembre, a las 21 horas, tan sólo 10 después de la proclamación del estado de guerra,
el Athenia, que se dirigía a Nueva York, se fue a pique. La II Guerra Mundial tenía su
Lusitania desde el primer día.
Como primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill tuvo un estreno dramático.
Las linternas de los buques de la flota británica transmitieron la noticia de unos barcos a
otros en su código luminoso de señales, desde tierra al mar y desde el Canal de la
Mancha a Singapur: «Vuelve Winston». Winston, «el viejo caballo de la guerra»,
respondió con un puñetazo en su mesa de trabajo. El Athenia fue hundido cerca de la
costa irlandesa. «El torpedo penetró en el barco. Todo se cubrió de humo, estuve a
punto de asfixiarme —dijo una superviviente—. Llamé a gritos a mi marido y me quedé
donde estaba esperándole. Me encontró, me llevó a cubierta y me buscó un bote de
salvamento. Le vi cómo se quedaba junto a la baranda mirando cómo mi bote se iba».
La prensa alemana no tardó en reaccionar al estilo Goebbels: es Churchill el que ha
torpedeado el Athenia con la intención de crear un incidente entre Estados Unidos y
Alemania. El primer lord del Almirantazgo, que ha vuelto a su cargo de 1914, desmintió
la acusación. Era sólo el principio de una larga serie de ataques a los barcos mercantes:
entre 1939 y 1945, 2603 navios aliados se fueron al fondo del mar atacados por los
submarinos alemanes, los V-Boote.
El Tratado de Versalles, que marcó las draconianas condiciones tras la I Guerra
Mundial, había limitado la expansión de Alemania en armamento y buques de guerra.
Los almirantes de Hitler tan sólo contaban con 3 acorazados de bolsillo, 2 cruceros de
batalla, un crucero pesado, 5 cruceros ligeros y 22 destructores. El número de
submarinos se elevaba a 57, pero la mitad desplazaban menos de 250 toneladas.
Inglaterra, que reinó sobre las olas, tenía a su flota en curso de renovación, al contrario
que Francia, que poseía un ejército débil y una potente armada. Los cargueros británicos
saltaron uno después de otro. ¿De qué misterioso procedimiento se servían los
alemanes para hundir los barcos ingleses? Pronto lo descubrirá: se trataba de las minas
magnéticas. La audacia de los marinos alemanes les llevaría a intentar la misión
imposible: la penetración en la bahía británica de Scapa Flow, las defensas de la Home
Fleet. Poco antes de la medianoche del 13 de octubre, el teniente de navio Gunther Prien
escribió en el cuaderno de bitácora de su U-47: «¡Estamos en Scapa Flow!». Puso a punto
sus tubos lanzatorpedos y se guió hacia el objetivo con la luz de la luna —hacía una
noche de aurora boreal—. Eran las 00.59 del 14 de octubre. El acorazado Royal Oak
recibió el impacto de los torpedos del U-47. Mientras el comandante del acorazado
inglés descendía a la sala de máquinas para averiguar el motivo de la explosión, a
menos de dos millas marinas el teniente Prien y sus «lobos grises» recargaban los tubos
para repetir el ataque. Veintisiete minutos después de la primera salva, a las 01.27, la
segunda andanada envió al fondo de la rada al Royal Oak. Mientras el acorazado se
hundía (murieron 24 oficiales y 809 tripulantes), el submarino volvió sobre su estela,
salió de Scapa Flow y puso proa hacia Alemania, donde el teniente Prien y sus hombres
serían recibidos en triunfo. No era para menos. Los alemanes se habían vengado: fue en
Scapa Flow donde se concentró a la derrotada flota germana después de la Gran Guerra
y el lugar donde aquella poderosa armada se autohundió en 1919. En cuanto al teniente
Prien, no pudo disfrutar mucho tiempo de su hazaña porque murió en marzo de 1941,
en el Atlántico, cuando atacaba un convoy aliado. «El submarino —afirmó Churchill—
fue lo que más me preocupó durante toda la guerra. Era nuestro peor enemigo». El U-47 tan
sólo desplazaba 516 toneladas, pero hizo mucho daño a la flota de superficie aliada.
Había logrado penetrar en la base escocesa, burlado las defensas de la dársena y
enviado al fondo del Atlántico a uno de los catorce acorazados de Gran Bretaña.
Churchill recibió con consternación la noticia del hundimiento del Royal Oak.
Primero, el Athenia, luego, el portaaviones Courageus, torpedeado y hundido frente a las
costas de Irlanda; ahora, el Royal Oak. La revancha del primer lord del Almirantazgo se
produciría lejos de aguas inglesas, en un inesperado escenario. El Admiral Graf Spee era
la joya de la corona naval germana, un acorazado de bolsillo, rápido, sólidamente
armado, muy marinero, mandado por el capitán Hans Langsdorf, con una dotación de
1107 tripulantes. Tan rápido y tan eficaz era el Graf Spee que su capitán afirmaba que
había echado a pique un total de 50.089 toneladas de barcos mercantes en aguas del
Atlántico. Su velocidad de 26 nudos, sus 6 cañones de 280 milímetros y sus 8 tubos
lanzatorpedos de 533 milímetros dieron cuenta de 9 mercantes aliados.
Para contento de Churchill, la hora del Graf Spee llegó el 13 de diciembre de 1939, en
el Rio de la Plata, cuando 3 cruceros ingleses, el Exeter, el Ajaxy el Achiles, lo
persiguieron hasta el puerto de Montevideo, Uruguay. Los 3 cruceros sometieron
durante 3 días a un duro castigo al Graf Spee. Después, el Gobierno de Uruguay
permitió al capitán Langsdorf 72 horas de tregua para que enterrara a sus muertos,
dejara en tierra a los heridos y reparara su acorazado de bolsillo. El capitán había
pedido un mínimo de 15 días, pero las autoridades le comunicaron que su única salida
era volver a alta mar, donde le esperaban los buques de guerra británicos. ¿Qué
decisión tomaría el capitán del Graf Spee? ¿Lograría burlar la vigilancia de la marina de
guerra inglesa que esperaba en la bocana del puerto? El 17 de diciembre, el capitán
Langsdorf dio la orden de levar anclas mientras miles de personas apostadas en
observatorios de la costa uruguaya esperaban un final dramático entre andanadas y
humo. No ocurrió nada de eso. Hitler había decidido una vez más por todos: dio
órdenes al capitán del Graf Spee de que se ahorrara la humillación, ya que las
informaciones de radio inglesas habían dado a entender que media Royal Navy
aguardaba al acorazado alemán para dar cuenta de él. Los espectadores contenían la
respiración cuando las lenguas de fuego brotaron de las cubiertas y subieron hacia los
mástiles. Un gran resplandor amarillo fue seguido de una explosión de la santabárbara.
El capitán del Graf Spee y sus hombres fueron llevados a tierra mientras el orgullo de
la industria naval alemana de guerra se hundía al atardecer en medio del estuario. ¿Por
qué Hitler dio la orden de hundir el Graf Spee? ¿Para ahorrarse la humillación, para
evitar que los británicos descubrieran los secretos del barco? El hecho es que Churchill
pudo dormir tranquilamente esa noche. El capitán Langsdorf se pegó un tiro. El final
del Graf Spee sin presentar combate fue un balón de oxígeno para la moral de Gran
Bretaña. Después, a finales de mayo de 1941, vendría el episodio del Bismarck, el
superacorazado alemán hundido a 700 millas de Brest, en el suroeste de Irlanda. El
crucero español Canarias aparejó en El Ferrol para colaborar en el salvamento de los
náufragos: 110 supervivientes sobre un total de 1976 tripulantes. Pero el Canarias llegó
cuando todo había terminado.

¿FUE INEVITABLE LA GUERRA?

El telón de la esvástica cayó sobre Polonia. Negros nubarrones amenazaban a Europa.


¿Fue inevitable la guerra? Hitler la deseaba más que sus generales. Así ocurrió cuando
envió sus fuerzas á la orilla desmilitarizada del Rin y a la Guerra Civil española: los
generales protestaron otra vez y limitaron el volumen de esa ayuda, pero nada
pudieron hacer cuando se anexionó Austria. Hitler logró sus objetivos sin efusión de
sangre. El memorándum leído por el general Beck ante sus compañeros de armas, en el
que advertía sobre las consecuencias de la política agresivamente expansionista del
nazismo, cayó en saco roto. Hitler serenó los ánimos inquietos de sus jefes militares: ni
Francia ni Inglaterra moverían un dedo por los Sudetes. Por añadidura, el hombre del
paraguas, Chamberlain, se inclinó hacia los deseos del Führer sobre Checoslovaquia. Ya
tenía en su mano dos victorias sobre sus adversarios y sobre sus generales. «De forma
natural —escribe Liddell Hart en su Historia de la II Guerra—, Hitler se vio confirmado
en su presuntuosa fe en una serie ininterrumpida de éxitos fáciles. Incluso cuando se
dio cuenta de que las nuevas iniciativas podrían desembocar en una nueva guerra, tuvo
la impresión de que se trataría, en todo caso, de un conflicto menor, breve. Sus dudas
desaparecieron por el efecto acumulativo de éxitos incontestables». Como escribió
Tácito, nunca hubo mejores esclavos y peores maestros. Hitler explicó su filosofía del
poder: el mundo se divide en «dioses y bestias». Esa es la esencia del
nacionalsocialismo, su modelo de sociedad, su imagen del hombre, su justificación de la
guerra.
Después del acuerdo de Munich, confesó a su plana mayor que, al menos en un
período de 6 años, no emprendería una guerra. Lo que ocurrió fue que, al comprobar la
facilidad con la que Francia e Inglaterra se plegaban a sus caprichos, cruzó el Rubicón
lleno de fe en sus proyectos. «La actitud de las potencias occidentales fue tan
complaciente y su media vuelta, su súbito cambio de opinión de la primavera de 1939
tan brusco e imprevisto, que hizo que la guerra fuera inevitable. Si dejáis que una
caldera se caliente hasta que el vapor sobrepase el punto crítico —añade Liddell Hart—,
tendréis que soportar la responsabilidad de la explosión. Esta verdad de la física se
aplica también a la política, y en particular a los asuntos internacionales».
La verdad es que todo en Hitler, en su neurótica obstinación ideológia y
tecnomilitar, empujaba a la guerra. Su doctrina del poder estaba basada en el lebensraum
(el espacio vital) formado en la geopolítica de Haushofer, la conquista de nuevos
territorios que permitieran la autosuficiencia alemana en materia de alimentación, la
incorporación de mano de obra y levas de forzados: tendría que tomar por la fuerza
aquello que no podía comprar. Ese espacio se encontraba en la Europa oriental, su zona
de expansión natural, su granero. Confiados en que, entretenido con su marcha hacia el
Este, se olvidaría de sus objetivos en el Oeste, le dejaron hacer. Así se lo hizo saber lord
Halifax, el segundo del Gobierno británico, en su visita a Hitler en noviembre de 1937; y
también lord Henderson, en una entrevista confidencial celebrada en febrero de 1938. La
verdad es que los problemas económicos de Alemania para meterse en una guerra les
hicieron creer que Hitler no daría el paso. Salvo las reticencias de Churchill, los políticos
ingleses creían vivir en el mejor de los mundos. Uno de ellos, sir Samuel Hoare,
predecesor de Anthony Edén en Asuntos Exteriores y futuro embajador en España,
creyó ver al mundo en los albores de una «Edad de Oro». Hasta que Chamberlain,
indignado y sintiéndose burlado y humillado por Hitler, decidió, como Mambrú, irse a
la guerra por Polonia. Había pasado sin transición de las concesiones a Hitler a la
oposición más completa. Chamberlain sabía de sobra, por los informes de sus
consejeros militares, que esa ayuda a Polonia era imposible. Hitler, como primer paso,
quería el corredor de Dantzig a toda costa. Era un puerto alemán con un 40% de
población germana. Chamberlain, que desconfiaba de la Unión Soviética, no hizo lo que
aconsejaban las circunstancias: asegurarse una alianza con Stalin para proteger a
Polonia de los proyectos expansionistas de Hitler. Tampoco el Gobierno polaco confiaba
en un tratado de amistad con Stalin: sería como meter al lobo en el aprisco. Quien sí dio
el paso en dirección a Stalin fue el propio Hitler: los dos se repartieron Polonia. Se veía
venir cuando Stalin cesó a Litvinov en su cargo de comisario soviético para Asuntos
Exteriores porque se mostraba partidario de llegar a un acuerdo con las potencias
occidentales para formar un frente común ante el nazismo. En su lugar puso a un
político con menos escrúpulos ante las dictaduras: Molotov.
¿Fue la II Guerra una mera prolongación de la I Guerra, una misma guerra de treinta
y un años (1914-1945)? Sus orígenes y su naturaleza son diferentes, lo mismo que sus
objetivos. «En la I Guerra —escribe Gerhard L. Weinberg en A world at arms—, las dos
partes combatieron por su colocación en el mundo, por fronteras, posesiones coloniales
y el poder militar y naval. Fue una guerra tradicional en la cual las grandes potencias
esperaban sobrevivir. Lo que quería Hitler no era el pasillo de Dantzig, quería la
guerra». Tuvo las dos cosas. Lo que estaba en juego era la posesión de los recursos
mundiales, la guerra total que poco tenía que ver con dos episodios de naturaleza
antigua e imperialista como son la guerra chino-japonesa (1931-37) —otro anticipo de la
II Guerra Mundial—, y la que Italia lanzó sobre Etiopía (1935-36). Con el cañoneo de
Dantzig por el viejo acorazado alemán Schlesien, un veterano de Jutlandia, empieza la II
Guerra Mundial, otra era. No había bastado con la carnicería de la I Guerra con sus 30
millones de muertos, la destrucción de todo un continente, con nuevas y formidables
armas, con la movilización de masas de soldados para una batalla en la que una
tecnología al servicio de la aniquilación causaría enorme número de bajas. «Voces
ancestrales profetizando guerras», dice el poeta.
Para Alemania fue un mazazo la derrota de 1918. No hubo espacio para un
compromiso final, para una paz negociada: fue un descenso a los infiernos sin medias
tintas ni atenuantes. Este derrumbamiento provocó un vacío lleno de resentimiento. El
poder estaba allí, caídas la dinastía y las instituciones, para quien lo quisiera coger. Por
otro lado, provocó un pánico infinito en el Oeste hacia la resurrección alemana: la
aventura no debería volver a repetirse. Esa doble circunstancia creó poco a poco un
monstruo que se puso en manos del hombre que propugnaba la vuelta al pasado
esplendor, aunque fuera por medio de las armas. Alemania era una nación que se sentía
no sólo humillada, sino amputada, sometida a una larga serie de indemnizaciones de
guerra. No era la «Edad de Oro» la que se acercaba, sino una nueva «era de plomo».
Habría quienes aprovechasen ese resentimiento y esa desilusión para trabajar la
psicología de masas y cambiar las reglas del juego. Hitler, que era el producto sintético
del malestar colectivo, llegó al poder en 1933. Quería, como el marxismo, un «hombre
nuevo». Era su tarea para el siglo XX. La guerra era el instrumento del programa
nacionalsocialista, con pocas ideas tomadas de Darwin (en la lucha por la vida ganan
los más fuertes). El nazismo era más práctico que ideológico. El choque de las masas, la
guerra a los demás «ennoblece la sangre del pueblo alemán». El nacionalsocialismo no
era un partido para Hitler: «es más que una religión, es el deseo de crear una nueva
humanidad». Los judíos representaban la primera amenaza contra la pureza racial,
contra el nuevo hombre de la «lealtad ciega, la ciega valentía y la ciega obediencia». La
civilización de los autómatas. Ya para 1927, el lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess, que
no tenía aspecto de nórdico puro, había pronunciado la siguiente frase para atraerse a
los frustrados: «El poder de la raza superior ha alcanzado la supremacía completa e
incontestada». Pero Goebbels era un enclenque; Goering, un obeso alpino; Himmler, un
tipo mediocre y escuchimizado; y Hess, un neurótico profundo. Una colección de
enfermos, pequeños burgueses con sueños imperiales y delirios raciales.
La sola idea, señala Weinberg, de que alguien pudiera pensar en una nueva guerra
tras la experiencia de 1914-18 era inconcebible: nadie se opondría a los manejos y
proyectos de expansión de Hitler. «Dará los primeros pasos con la disculpa de curar los
agravios y, al mismo tiempo, para fortalecer su posición internacional y doméstica»,
añade el historiador norteamericano. Alemania ya era una férrea dictadura a partir de
1933. La moral había muerto sustituida por el uso de la fuerza y la justificación nihilista
de la existencia. Hitler había dicho que, después de los ideales comunes, nada une tanto
a un pueblo como los crímenes comunes. Mientras que Inglaterra se resistía a una
escalada de armamentos (en 1932, contaba con 6 millones de parados) porque no creía
en la guerra y prefería invertir en programas sociales, el Tercer Reich se legitimaba en la
reconstrucción de sus fuerzas armadas y de su arsenal de guerra. Hacía tabla rasa de los
acuerdos de Versalles firmados en 1919, abandonaba la Sociedad de Naciones e
intervenía a favor de Franco en la Guerra Civil. Era una forma de poner a prueba su
musculatura militar, de ensayar nuevas armas y métodos, el bombardeo de ciudades
abiertas como Guernica, por ejemplo. Hitler creó el bombardero Junker-88 con la idea
de un ataque a Inglaterra. No creía en la capacidad combativa de Francia. El Führer
tenía prisa: la guerra —apunta Weinberg— es el instrumento esencial para unas
conquistas que deben llegar cuanto antes. Quiere y debe sorprender a sus enemigos con
la guardia baja. Todo pasa por Hitler, por la identificación religiosa con él. No importa
el programa, importa Hitler. «El mayor honor —afirma Goebbels— es servir a un
genio». Weinberg, profesor de Historia en varias universidades de Estados Unidos,
señala otro factor para esa urgencia: el Führer teme a la muerte. «Prefiere desencadenar
la guerra cuando se encuentra en pleno vigor». Al identificar el destino de Alemania y
su futuro con su vida personal y su papel en la historia, Hitler prefiere llevar a su
nación a la guerra por el temor a que los que le sucedan no lo hagan. Prefería ir a la
guerra a los 49 años en lugar de a los 55 o a los 60. Hemos entrado de lleno en la
psicopatología del poder. Ribbentrop dijo en Nuremberg que matar a Hitler hubiera
sido un parricidio. Hans Frank se mostró contento de abandonar este mundo para
reunirse con él en el otro. Hitler, fanático y calculador, temía morir de cáncer, así que
dictó su testamento y atacó a Checoslovaquia.
Tan sólo le faltaba preparar psicológicamente a su pueblo —desesperado por la
derrota, el vacío de poder de la posguerra, la inflación y la crisis económica—, para el
combate. Lo hizo con la ayuda de Joseph Paul Goebbels, maestro en la manipulación de
las pasiones humanas, de las ilusiones y expectativas. El doctor Goebbels, ex alumno de
los jesuítas y licenciado en Filosofía por la Universidad de Heidelberg, reunió en sus
manos todos los resortes culturales e informativos propios de un Estado totalitario, el
odio unido a la perfección técnica: «Hitler —gritó— es el evangelio, el servidor divino».
El mejor preparado intelectualmerite de la plana mayor del nazismo, entrenado en las
campañas políticas que precedieron a la llegada de Hitler al poder, se sirvió como
ministro de la Propaganda de todos esos útiles y de la magia, la superstición y el
misticismo para lavar el cerebro a toda una nación, la 2ª más poblada de Europa
después de la URSS. «Quiero ser un héroe», gritaba Goebbels entusiasmado. La
propaganda no tenía nada que ver con la verdad; era el primer orador después de
Hitler, mentiroso, persuasivo, maquiavélico y oportunista, odiaba a los judíos por
razones tácticas, era un manipulador de conciencias y partidario de una «movilización
total para una guerra total». «Hitler —confiesa— es peligroso porque cree en lo que
dice. Hitler, te quiero», le declaró su amor. Pasó por ocho universidades antes de
licenciarse en la de Heidelberg; tenía vocación de escritor y había dirigido el periódico
nazi Voelkisch Freinheit. La propaganda y la radio fueron los grandes inventos del
nazismo, sustituyeron a la ideología. Fue un maestro de la comunicación de masas, de
las técnicas de persuasión, del culto al Führer y del control de la opinión pública. Llenó
Alemania de esvásticas, siegheils (saludos), fantasmas, brazaletes, discursos por radio,
desfiles para la catarsis, lemas, mitos e imágenes. Sirvió a Hitler hasta el final de sus
días en un búnquer de Berlín. Se ha dicho de él que fue el único hombre «interesante»
del Tercer Reich después de Hitler. La forma en que preparó a la opinión pública (el
primitivo instinto de las masas) para explicar la invasión de Polonia fue un ejemplo
típico de la escuela de manipulación de Hitler y Goebbels: Alemania había sido atacada
por soldados polacos en una emisora de radio, era una declaración de guerra en toda
regla. Hasta el propio Hitler reconocería, el 23 de mayo de 1939, que el objetivo no era el
pasillo de Dantzig, sino el «espacio vital».
En la guerra no valen las medias tintas: en su reunión con los jefes militares del 22
de agosto, Hitler insistió en la necesidad de la destrucción de Polonia como pueblo sin
que le diera tiempo a respirar. La urgencia no era sólo consecuencia de los pronósticos
meteorológicos —quería aplastar a los polacos antes de que llegase el mal tiempo—,
sino que también pretendía evitar la reacción del aliado francés. Ni la suerte ni la
historia estuvieron con los polacos: en el Este, Moscú rompió el pacto de no agresión
con Varsovia e invadió a su vez la patria de Koziusko. Polonia cayó bajo el sistema de
terror animado por el odio racial, la limpieza étnica y, en el Este, por la ideología de
clase. Stalin afirmó que la amistad entre la Unión Soviética y Alemania se había
«cimentado en sangre».

FINLANDIA

La alianza con Hitler le daría alas a Stalin para imponer un tratado de ayuda mutua a
los tres Estados del Báltico: Estonia, Letonia y Lituania; una disculpa para la ocupación
militar. Los soviéticos organizaron sus bases en islas y puertos del Báltico. Era la
primera vez que el Ejército Rojo entraba en ciudades occidentales. Un informe de los
servicios secretos de occidente en Riga, la capital de Letonia, informaba de que las
esposas de los oficiales rusos acudían a la gala de la ópera vestidas con saltos de cama
que tomaron por trajes de noche. Según el pacto ruso-alemán, los Estados del Báltico
entrarían en la zona de influencia soviética. Cuando Molotov y Ribbentrop rubricaron el
acuerdo de partición de Polonia el 29 de septiembre, Estonia firmaba el tratado. El 5 de
octubre lo hacía Letonia, y el 10 de octubre, Lituania. «Declaramos que son absurdos
esos rumores que hablan de la sovietización de los Estados bálticos», afirmó el ministro
de Exteriores de Stalin.
El siguiente objetivo era Finlandia, cuya frontera estaba situada a 30 kilómetros de
Leningrado. Pero Finlandia, país medio báltico medio escandinavo, había sabido, mejor
que peor, desembarazarse del diktat ruso. Había sido provincia zarista, pero logró
conservar sus libertades políticas y sus privilegios militares. Los finlandeses, orgullosos
de su independencia, escuchaban con ira las reivindicaciones de un régimen al que
odiaban sobremanera: los soviéticos pedían una parte del litoral ártico, una base naval y
el retroceso de la frontera para que Leningrado respirase mejor. No era sólo eso: querían
la cesión de una parte del Istmo de Carelia para que Leningrado quedase lejos del
alcance de la artillería finesa. Finlandia, con el agua al cuello, regateó en la negociación:
todo salvo la instalación de una base militar soviética en su territorio soberano. ¿Cómo
podía David oponerse a los deseos de Goliat? Para la prensa comunista, la actitud de
Finlandia representaba un desafío que merecía una inmediata respuesta.
Otra vez la coartada: los guardias fronterizos finlandeses abrieron fuego sobre las
patrullas soviéticas. El 30 de noviembre, la aviación de Stalin atacaba Helsinki y Viipuri.
La Sociedad de Naciones expulsó a la URSS de su seno, pero tal medida no preocupó lo
más mínimo al Kremlin ni logró aplazar sus planes de invasión de Finlandia en 5
puntos en el norte, el centro y el sur. Los finlandeses se mostraron dispuestos a vender
cara su piel. Pronto darían muestras de su heroísmo y de su capacidad de resistencia al
invasor. La Sociedad de Naciones tuvo ese último gesto de fortaleza, el que precede a la
muerte. No tardaría en desaparecer.
En su afán de legitimación, la URSS se buscó un gobierno títere presidido por un
patriota exiliado, un tal Kuusinen, que le serviría de caballo de Troya. Desde entonces,
la historia ha registrado fórmulas parecidas: reúno un gobierno local que sirva a mis
intereses y justifico así la invasión. El último que lo hizo fue el dictador iraquí Sadam
Hussein, que invadió Kuwait llamado por un autodenominado Gobierno de Liberación
Nacional. Una farsa.
Stalin creía que la marcha sobre la capital finesa, Helsinki, sería un camino de rosas.
Faltaba poco para que Kuusinen pudiera entrar en la capital, pero el Kremlin no
contaba con una resistencia que asombraría al mundo. Todo lo que pudo reunir
Helsinki para hacer frente al invasor fueron 33.000 hombres, 60 carros envejecidos y
ciento cincuenta aviones que apenas podían volar. El patriotismo incendió las mentes y
los corazones de los finlandeses de tal modo que se les unieron 300.000 nuevos soldados
que formaron 7 nuevas divisiones y 8 brigadas autónomas. La Línea Mannerheim,
llamada así en homenaje del mariscal, resistía todos los asaltos. Suomi (Finlandia) no se
rendía. Los rusos se estrellaron contra los 65.000 lagos y contra la técnica guerrillera de
los invadidos, que se infiltraban detrás de las líneas enemigas y aniquilaban divisiones
enteras. Los carros soviéticos no podían avanzar bloqueados por la nieve y el bosque
profundo. Con sus esquíes y sus uniformes blancos que les confundían con la nieve, los
soldados finlandeses atacaban y se retiraban, combatían y desaparecían. Por su parte,
los rusos no acababan de entender la situación a la que se enfrentaban: sus jefes les
habían dicho que la Línea Mannerheim caería como un trozo de mantequilla puesto al
sol, que no verían resistencia a su paso; sin embargo, lo que encontraban eran soldados
irreductibles que se alimentaban de leche, que resistían las más bajas temperaturas, que
luchaban por cada palmo de su territorio y que se negaban a rendirse. El soldado ruso
no sabía por qué combatía, era analfabeto, campesino, estaba mal alimentado y peor
mandado. Hasta que el mariscal Timochenko tomó las riendas de la conducción del
ataque y puso en escena a sus tropas escogidas y, lo que quizá era más necesario para
sus planes, llevó el orden a una campaña sin pies ni cabeza. Nada de eso fue suficiente:
ninguna de las cinco ofensivas soviéticas podría alcanzar los objetivos previstos. Louis
Snyder recogió en La guerra las palabras de un testigo presencial: «El desastre ruso
sobrepasó todo lo imaginable. A lo largo de seis kilómetros y medio, la carretera y el
bosque estaban sembrados de cadáveres de hombres y caballos, tanques destrozados,
cocinas de campaña, cureñas, camiones, mapas, libros y prendas de vestir. Los
cadáveres, helados, eran tan duros como madera petrificada, y su tez tenía un color
caoba. Algunos estaban amontonados sin orden ni concierto, como una pila de basura,
cubiertos únicamente por el piadoso manto de la nieve; otros aparecían apoyados en los
árboles o en actitudes grotescas. Congelados, todos permanecían en la postura en que la
muerte les había sorprendido».
Stalin erró en el cálculo. A finales de 1939, ya sabía de qué metal están hechos los
finlandeses. Lo más sobresaliente fue que lo habían logrado solos en su círculo polar y
con la única ayuda de un puñado de voluntarios daneses, noruegos, húngaros y suecos,
menos de mil hombres. Inglaterra y Francia removieron en viejos arsenales restos del
naufragio de la Gran Guerra y encontraron fusiles defectuosos, algunas ametralladoras
y unos pocos aviones fuera de circulación. Los heroicos finlandeses se merecían sin
duda algo mejor. Los aviones que envió la Italia de Mussolini fueron confiscados a su
paso por Alemania. Animados por los éxitos de la resistencia finlandesa, Francia y Gran
Bretaña se prepararon para atacar a la Unión Soviética: todo quedó en el aire, en planes
que eran nuevos tigres de papel. El cuerpo expedicionario de cien mil británicos y
franceses ni siquiera llegó a salir porque Noruega y Suecia temían las represalias rusas.
Como consecuencia de ese temor, negaron el paso al cuerpo expedicionario de
salvamento. A la opinión pública alemana le hubiera gustado echar una mano a los
valientes finlandeses, pero nada podían hacer contra los propósitos de sus gobernantes
nazis, que habían prometido Finlandia a Stalin. En resumen, mucha simpatía pero poca
ayuda práctica: el miedo al riesgo paralizó la capacidad de decisión de aquellos que
podían y debían haber corrido en ayuda de los finlandeses. El comienzo de la II Guerra
Mundial fue una sucesión de cobardías e inhibiciones.
Desconcertado, Stalin envió nuevos contingentes de tropas mejor preparadas y
mejor armadas para romper las defensas de la Línea Mannerheim. Sin ayuda, con las
reservas gastadas y con sus ejércitos agotados, a Finlandia no le quedó otro remedio que
aceptar la paz con la mediación sueca. Stalin se jugaba el prestigio de sus legiones. Su
amor propio se vio herido por la inesperada resistencia finlandesa: debía aprender de
aquella experiencia y negociar una paz que le salvara el honor y la cara. No debía ir más
lejos hasta tentar su suerte: Estados Unidos, que protestaba cada vez con más vigor por
la invasión (las simpatías del presidente Roosevelt estaban del lado de la pequeña
nación de cuatro millones de habitantes), podría plantearse una intervención en
Finlandia. Stalin perdió 200.000 hombres, los finlandeses, 25.000.
El tratado de paz entre la URSS y Finlandia se firmó en la noche del 12 al 13 de
marzo de 1940. La superioridad militar soviética, en una proporción de 50 a 1, dictó
unas condiciones que eran aún más leoninas que las anteriores: Finlandia se vio
obligada a ceder 41,438 kilómetros cuadrados de su territorio; 500.000 habitantes
pasaron, literalmente, a vivir bajo el yugo soviético, porque al conocer la noticia del
nuevo tratado llamado cínicamente «de paz», cogieron sus familias, sus enseres y sus
rebaños y, en un nuevo gesto de dignidad, cruzaron la nueva frontera trazada por los
vencedores y se instalaron en su patria. El Gobierno finés entregó a los soviéticos el
Istmo de Carelia, Vüpuri, las orillas occidental y septentrional del lago Ladoga, las islas
del Golfo, un ringlero de tierras situadas al nordeste de la región de Salla y parte de la
península de Rybachi, además de ceder la península de Hangó durante treinta años. El
parlamento finlandés, desolado, aceptó el tratado el 15 de marzo. Los finlandeses
enterraron a sus héroes y lloraron de rabia.
El cuartel general de Hitler levantó acta del comportamiento del Ejército ruso en su
accidentada invasión de Finlandia: «El instrumento militar era gigantesco; la
organización y el equipo, mediocres; la capacidad de mando, dubitativa; los oficiales,
demasiado jóvenes y sin experiencia; los enlaces y transmisiones, malos; el sistema de
transporte, pésimo; y las tropas, dudosas». O sea, que la nación rusa no era adversario
para un ejército dotado de armas modernas y bien mandado. Parecía una invitación a la
marcha hacia el Este, una tentación, la golosina de las estepas rusas. Hitler confundió
sus deseos con realidades al identificar las carencias y los errores del Ejército Rojo en su
aventura finlandesa. Lo comprobaría en la carne de sus soldados cuando envió a sus
legiones contra la Rusia de Stalin en la «operación Barbarroja»: no era lo mismo invadir
un pequeño país que hacer frente a un ejército que combatía en su terreno y defendía la
sagrada patria. Los rusos supieron portarse como finlandeses.
Finlandia lo había perdido casi todo salvo la independencia. Le tocaba el turno a
Noruega, que Hitler ambicionaba desde hacía tiempo. ¿Podrían los noruegos salvar su
independencia como los finlandeses ante la Unión Soviética? La atención del mundo se
iba a concentrar en el escenario escandinavo, mal protegido por su neutralidad. El
buque-prisión Alttmark, que sobrevivió al desastre del GrafSpeeen el Mar del Plata,
trataba de volver subrepticiamente a Alemania con 299 marinos mercantes ingleses a
bordo como prisioneros. Semanas después, el Alttmark reapareció en un fiordo en aguas
de la neutral Noruega. El capitán del Cossack, Vian, con una fuerza de destructores,
cumplió órdenes de Churchill para cerrar la salida al barco alemán: «Aborde el
Alttmark, libere a los prisioneros y tome posesión del buque». El Cossack acostó junto al
Alttmark y el capitán Vian ordenó zafarrancho de combate: murieron 4 marinos
alemanes y otros 5 resultaron heridos; el resto de la tripulación se rindió al escuchar el
grito de «The Vavu here!» (la Armada aquí). En el sollado encontraron a los prisioneros
británicos. En aquel lugar de la costa en el que fondeó el Alttmark y donde fue abordado
por el capitán Vian, los alemanes erigieron un monumento: «Aquí, el 16 de febrero de
1940, el Alttmark fue abordado por los piratas del mar británicos». Churchill lo
interpretó de otra manera mientras cenaba con el alcalde de Londres: «En nuestro
oscuro y frío invierno —dijo—, esta victoria brillante viene a reconfortar el corazón
británico». No era como para echar las campanas al vuelo. La guerra en el mar no había
hecho sino empezar. La neutralidad de Noruega no sobreviviría a las violaciones del
Cossack ni, sobre todo, a las apetencias alemanas. Para los planes de Francia e Inglaterra,
Narvik era el punto de defensa. Si habían intervenido en Petsamo, lo harían en Narvik,
el puerto desde el que se cargaba el mineral de hierro sueco con destino a Alemania.
Hacía tiempo que el almirante de Hitler, Raeder, reclamaba la ocupación de la costa
noruega. Le había presentado a su Führer a un ex ministro noruego, llamado Quisling,
dispuesto a pedir a los nazis que intervinieran en su patria para crear un régimen
nacionalsocialista. Quisling ha pasado a la historia universal de la infamia como
sinónimo de traidor a la patria al servicio de una potencia extranjera. Hitler tenía la
cabeza puesta en la invasión de Francia, pero aceptó al fin el plan propuesto por
Raeder.
La tarea de conquistar Noruega le fue encomendada a un comandante general del 21
Cuerpo de Ejército con base en Coblenza llamado Falnkerhorst, que se puso a trabajar
sobre el mapa y los datos del Baedeker para cumplir con su cometido y obtener nuevos
laureles. Mientras tanto, la paz entre Finlandia y la Unión Soviética dejó sin efecto la
idea del desembarco aliado en el puerto de Narvik. En Francia, el Partido Comunista
trabajaba a favor de Hitler, que había firmado un pacto de no agresión con Stalin. Era
una nación inquieta que no vivía ni en la guerra ni en la paz, y que aguardaba
acontecimientos asustada por los desastres de la I Guerra Mundial. Francia pagó más
que nadie por haber sido el primero y el más duro de los teatros de operaciones. Se
abrieron sospechosas brechas en el patriotismo francés y lo mismo ocurrió en Inglaterra,
donde la ley del servicio militar tan sólo se aplicaba a los solteros. La confusión fue de
tal naturaleza que un prestigioso diario de Londres no se recató en escribir: «Los
jóvenes nazis de Alemania son nuestro baluarte contra el comunismo». Se respiraba un
aire de derrotismo en los dos países. Los ingleses descubrieron la realidad y volvieron a
ella bajo las bombas alemanas; los franceses eligieron por estrecho margen de votos a
Paul Reynaud, considerado como el «Churchill francés», lo que da idea de la imagen de
división del país.
El plan de Hitler estaba decidido y en marcha: ocuparía Dinamarca, desembarcaría
en Oslo y otras ciudades noruegas. El almirante Raeder, consciente de los peligros que
entrañaba una operación de esta envergadura en puntos tan septentrionales, cambió de
idea a última hora y así se lo hizo saber a su Führer. Le aconsejaba el desembarco en
Noruega después de la conquista de Francia. Hitler ni quiso ni pudo volverse atrás. El
17 de marzo, 2 trenes estacionados en paralelo en la misma vía de la pequeña estación
ferroviaria del Brennero llevaban a bordo a Hitler y Mussolini. Era la primera entrevista
entre los 2 dictadores desde el comienzo de la guerra. Hitler quería convencer
definitivamente al Duce de la oportunidad de la guerra. Sus armas eran impresionantes,
su ejército estaba en pie de guerra con 207 divisiones. Trataba de vencer las últimas
resistencias y escrúpulos de Mussolini: nada ni nadie podían oponerse a los planes del
Tercer Reich.

MUSSOLINI

Benito Mussolini mantenía algunas reservas sobre la idea de una guerra en el Oeste. El
jefe del Partido Fascista, hijo de una familia de origen obrero y con carné del Partido
Socialista y director de Avanti, había apoyado la entrada de Italia en la I Guerra
Mundial, en la que sirvió durante un corto período de tiempo para editar después el
diario Il Popolo d’Italia. Encargado por el rey Víctor Manuel III de formar gobierno,
obtuvo de esa manera los frutos de la marcha de sus «camisas negras» sobre Roma. En
1928 había eliminado ya todos los partidos políticos para reunir en el Gran Consejo
Fascista a los privilegiados de un régimen que se hacía pasar por corporativista.
«Autoridad —dijo—, eso es lo que necesitan los pueblos pobres». En el fondo,
Mussolini estaba sediento de gloria, una gloria que sólo podía conseguir en el campo de
batalla, de ahí que hablara con entusiasmo de sus «8 millones de bayonetas». Se
consideraba «el animal más inteligente de la escala zoológica». Para emular al canciller
alemán, Mussolini olvidó sus compromisos con Austria y sus lazos con Polonia y
Hungría para someterse así a la política de hechos consumados de Hitler. Introdujo el
antisemitismo en el lenguaje fascista. En 1937 formó un eje con Alemania para
demostrar a su pueblo que no estaba solo y aislado en el mundo. Era de sentimientos
antialemanes y, al principio, Hitler le pareció un fantoche, un hombre confuso, un
pagano, un nieto de Atila, un charlatán, «un degenerado sexual», más testarudo que
inteligente. «Yo —afirmó— soy más inteligente que Hitler». Mussolini cambió pronto
de idea: estaba ansioso de triunfos en la escena internacional. En 1936 invadió Etiopía,
después se unió a Hitler —a quien llamó «corazón de acero»— en el envío de tropas y
material bélico durante la Guerra Civil española. «Hoy, 29 de agosto de 1938 —aseguró
Mussolini—, profetizo la derrota de Franco. Este hombre no sabe o no quiere hacer la
guerra: los rojos saben luchar, Franco, no. Le falta el concepto sintético de la guerra. Su
objetivo es siempre el terreno, nunca el enemigo».
Mussolini mostró su desilusión hacia Franco, al que conoció en Bordighera, en 1941:
«España nos costó no sólo grandes sacrificios de sangre, sino 12 millones de liras;
Franco sólo me devolvió la mitad. España ha sido muy ingrata. Sin la ayuda italiana,
Franco no hubiera resistido a los rojos». Franco le dijo a su primo, el teniente general
Salgado-Araujo: «España pagó todas sus deudas». Mussolini creía que por cada cien
gotas de la sangre que corría en las venas de los españoles, noventa y nueve eran de
sangre negra. Como se recoge en el libro de Franco Salgado-Araujo Mis conversaciones
privadas con Franco, el caudillo español dijo que Mussolini era «una persona ponderada
y de gran patriotismo. Se diferenciaba de la exaltación e irreflexión del Führer. Su error
fue creer que la guerra estaba ganada cuando Alemania se apoderó de Francia en 1940.
Temió llegar tarde al disfrute de la victoria».
El Duce invadió Egipto, Albania y Grecia, y declaró la guerra a Francia e Inglaterra
después de la invasión de Francia por las tropas de la Wehrmacht. A partir de ahí
declinó su buena estrella: los aliados invadieron Sicilia, fue hecho prisionero en el Gran
Sasso, fundó la república de Saló donde intentó volver a sus ideas de izquierda
renegando del rey, de los aristócratas y los capitalistas; fue detenido cuando huía a
Suiza con su amante Claretta Petacci y terminó colgado boca abajo junto a ella en la
plaza Loreto de Milán. «Te adoro, pequeña Claretta, eres la parte más hermosa de mi vida, eres
mi alma, mi primavera, mi juventud. Te necesito, necesito tu amor fresco, bueno, tempestuoso,
absoluto».
A pesar de los numerosos embrollos en los que le metió, Hitler guardó siempre
afecto y comprensión por Mussolini y perdonó sus errores. Le profesó hasta el final una
comprensión sin desfallecimiento. Lo liberó de la prisión de los Abruzos a la que le
envió el mariscal Badoglio por medio de Otto Skorzeny, aquel gigantón de la cara
cortada al que uno veía cabalgar temprano por las mañanas frente a las pistas del Real
Automóvil Club de Madrid. Cuenta Albert Speer en sus Memorias que, después de uno
de sus primeros encuentros, Hitler se vio en la obligación de dedicar un monumento al
Duce. La plaza Adolf Hitler de Berlín no le gustaba demasiado. Le parecía desfigurada
por los «modernos» edificios de la República de Weimar. «La vamos a bautizar con el
nombre de Mussolini Platz. Creo que es un honor para el Duce que le ceda mi propia
plaza en Berlín». El hijo del herrero y de la maestra de Predappio en la Emilia-Romagna
fue el primero en utilizar el cine como arma política y cautivó a aristócratas como el
primer ministro inglés Chamberlain, quien le enviaba felicitaciones de Navidad y cuyo
hermano pasaba las vacaciones con el Duce y su familia. También Churchill lo conoció
en Roma antes de la guerra: «Nos hicimos muy amigos —escribió Mussolini—, y
cuando lo acompañé a la estación de Roma para despedirle, me dijo: “Dé por hecho,
Duce, que si yo fuera italiano, sería también fascista”».
Mussolini, que consideraba a Julio César la figura histórica más importante después
de Cristo, quiso pasar a la historia como un gran estadista y como el gran pacificador.
Fue quien propuso la conferencia de Munich en 1938 y, cuando los alemanes aprobaron
el documento que había preparado como árbitro imparcial, se lo pasó a Chamberlain
como si nadie lo hubiera visto aún. El primer ministro británico dio su consentimiento.
Mussolini aguantó hasta que Hitler invadió Francia. Contra la opinión del Rey, de sus
generales y de su ministro de Exteriores Ciano (a quien ejecutaría en las postrimerías
del conflicto mundial), se inclinó por la guerra al lado del Führer. «Si no voy ahora a la
guerra, antes de que Francia se venga abajo —reflexionó—, corro el peligro de perder el barco».
Cuando las cosas empezaron a ir mal, Mussolini echó la culpa a los demás. «Yo era el
único pacifista», dijo.
A Hitler le tocó arreglar los platos rotos por Mussolini en su invasión de Grecia y en
sus aventuras por el norte de Africa, donde sus divisiones, la caricatura de un ejército,
se perdieron entre las dunas del desierto. Mussolini, amigo de los gestos espectaculares
(grandilocuencia operística), corrió a ver a Hitler herido, con la mano izquierda
semiparalizada después del atentado del 20 de julio de 1944. Saltó del tren y, al
acercarse Hitler, le rodeó con su brazo y pronunció una de sus frases de la guerra:
«Bueno, después de todo, no está tan mal, me tiene a su lado». Ya no volvieron a verse más.
Aquel 17 marzo de 1940, en el paso del Brennero, Hitler le hizo a Mussolini una
impresionante demostración gráfica de su fuerza: mapas, fotografías, documentos sobre
la reciente campaña de Polonia, un resumen de las nuevas tácticas y las nuevas armas,
una exposición de la superioridad moral y material del nacionalsocialismo sobre
cualquier otro régimen. Mussolini entró en un estado de excitación. El Führer le
convenció por completo. «Italia, le digo, no puede sostener una larga guerra, pero creo,
como usted —le dijo a Hitler—, que la suerte de Francia está echada. Mi decisión esta
>tomada… me comprende, Führer…».
Adolf Hitler, el rayo de la guerra, volvió de la entrevista con Mussolini en el
Brennero lleno de energía, vitalidad y entusiasmo. Así lo hizo constar el general Alfred
Jodl, jefe de Operaciones de la OKW, en sus Memorias: «Nada más llegar, puso manos a
la nueva obra: el desembarco en Noruega. Se ocupó de todos los detalles, reunió a sus
jefes militares, señaló en un mapa el desarrollo de las operaciones. Era el 1 de abril y no
había tiempo que perder. Fijó para el desembarco la fecha del 9 de ese mes y encargó
que la Tercera División de Montaña y las divisiones de Infantería 169 y 196 formaran la
primera oleada, la Segunda División de Montaña y las divisiones de Infantería 181 y 214
seguirían como refuerzo».

NORUEGA

Mientras zarpaban los 3 destructores con destino a Narvik, sin que los servicios de
inteligencia aliados advirtieran nada, Chamberlain pronunciaba estas palabras en una
reunión de jóvenes conservadores de Londres: «Mr. Hitler is a man who has missed the
bus». (Hitler ha perdido el autobús). A las 5 de la mañana del 9 de abril, el ministro
plenipotenciario de Alemania en Oslo entregó una nota al ministro de Asuntos
Exteriores, Dr. Koht, en la que le pedía la inmediata rendición de Noruega porque,
según decía, los aliados estaban a punto de apoderarse de la nación escandinava. Era un
burdo pretexto. El doctor Koht rechazó la nota. Pocas horas después, la Luftwaffe
bombardeaba Noruega.
El día anterior, el mariscal Goering había anunciado que Alemania «debía asestar un
golpe decisivo en Occidente». Hitler estaba radiante. El éxito de la campaña de Polonia
representaba un punto de inflexión: la indiferencia del pueblo alemán o su inquietud se
habían trocado en claro apoyo. La idea de Hitler era ocupar los países escandinavos
para «defenderlos» de los aliados. Dio orden de que cortaran las comunicaciones de
Dinamarca con el exterior. Era el primer paso para la invasión. Fue un paseo militar,
porque Dinamarca no podía defenderse. Las tropas nazis llegaron sin resistencia hasta
Copenhague. El rey Cristián X nada pudo hacer ante la arrolladora irrupción de los
alemanes, salvo pedir a su pueblo «una actitud tranquila y digna» y, eso sí, pasearse
años después desafiante, erguido en su caballo y con la estrella amarilla de los judíos
por las calles de Copenhague.
Los corresponsales en Berlín se hicieron eco en marzo de 1940 de los preparativos de
Hitler para invadir Escandinavia. Estaban mejor informados que los servicios de
espionaje aliados, y más alerta sobre las consecuencias que los propios daneses o
noruegos. William L. Shirer, autor de uno de los libros más lúcidos sobre la Alemania
del Hitler, Rise and fall of the Third Reich, informaba por aquellos días desde Berlín: «Hay
aquí quien cree que la guerra puede extenderse aún a Escandinavia. Hoy se ha recibido
en Berlín la noticia de que la semana pasada una flotilla formada al menos por 9
destructores británicos se concentró frente a la costa noruega. Efectuaron disparos de
advertencia contra mercantes alemanes, que transportaban mineral de hierro. Desde
aquí, parece como si los neutrales, especialmente los países escandinavos, no vayan a
poder librarse de participar en el conflicto». Nadie se libraría, porque Hitler necesitaba,
aparte de las materias primas (el hierro sueco), ocupar la gran fachada occidental de
Noruega para aumentar la presión estratégica sobre su más resistente enemigo: una vez
vencido el país nórdico, sus costas servirían como refugio para la kriegsmarine (marina
de guerra) y como trampolín para las lufflotten (flotas de aviones) que bombardearían
Inglaterra.
A las potencias aliadas les asombró y consternó la audacia de Hitler, que se permitió
la invasión simultánea de Dinamarca y Noruega sin tener en cuenta la superioridad
naval británica. Al final del día, las tropas del Tercer Reich ocupaban Oslo. De nada
valió la presencia de buques de guerra británicos que procedían a colocar minas en la
costa noruega. Churchill afirmó en los Comunes que el desembarco era una buena
noticia: «Tendrán que combatir para guardar esas costas. Nuestra superioridad naval es
evidente y podremos trasladar fuerzas al teatro de operaciones más fácilmente que
ellos». Era una forma de darse ánimos. No hubo, no podía haber desplazamiento de los
barcos necesarios ni un sustancial movimiento de tropas. Las que se encontraban allí
fueron evacuadas, y las de Narvik, retiradas un mes después ante el calibre de la
ofensiva alemana. La documentación descubierta en la posguerra permite pensar, según
Liddell Hart, que a pesar de su ausencia de escrúpulos, Hitler hubiera preferido
conservar la neutralidad de Noruega. No tenía la intención de invadirla de no haber
sido por los signos evidentes que mostraban que los aliados preparaban una acción
hostil en ese sector.
Churchill reconoce en sus Memorias de la guerra que el 19 de septiembre de 1939
presentó al Gobierno un plan para la colocación de minas en aguas territoriales
noruegas con objeto de sabotear el transporte de mineral de hierro de Suecia a Narvik.
Su intención era paralizar la industria de guerra enemiga. Una medida así se pensó
durante la I Guerra Mundial, pero fue descartada porque las consecuencias hubieran
sido graves para Noruega. El Gobierno británico de 1939, que aceptó el plan de
Churchill, tenía menos escrúpulos frente a una pequeña nación indefensa y neutral.
«Ganamos más que perdemos con el ataque alemán a Escandinavia», afirmó Churchill.
No tenía en cuenta los sufrimientos que esa invasión causaría a los pueblos de
Dinamarca y Noruega. La reproducción de la entrevista entre Quisling, el ex ministro
de Defensa de Noruega que buscaba un régimen nazi para su país, e Hitler revela que
este último se mostraba partidario de la neutralidad de Noruega y temía una extensión
del conflicto. Quien sí tenía un plan para la invasión de las costas noruegas era el
comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas, el general Gamelin. Mientras
tanto, Churchill, en discursos incendiarios a través de la radio, invitaba a los no
alineados a abandonar su neutralidad para luchar todos juntos contra Hitler. Cuando el
frente finlandés se derrumbó, ya no había razón para enviar un cuerpo expedicionario a
Narvik y otras ciudades noruegas. Ese envío se retrasó tres días. Los alemanes se
adelantaron a los aliados en su desembarco en Noruega. Liddell Hart describe como
«una de las más hermosas hipocresías de la historia» la acusación aliada en el curso del
proceso de Nuremberg a los jerarcas nazis en torno a Noruega. «La preparación y la
ejecución de la agresión alemana contra Noruega era pura hipocresía, cuando esa
misma acusación pudo haberse hecho contra los gobiernos inglés y francés, que lo
tenían todo a punto pero que llegaron tarde».
Los expertos en esta campaña apuntan los escasos medios de los que los alemanes se
sirvieron para desembarcar en Noruega. Fue la primera vez que se lanzaron efectivos
en paracaídas. En ningún punto desembarcaron más de dos mil hombres. Sin embargo,
fue determinante la presencia de la Luftwaffe, que paralizó al enemigo y disuadió a los
aliados. El grueso de las fuerzas navales británicas no hizo nada por detener a los
buques de guerra alemanes, pero las flotillas de destructores ingleses, al mando del
captain Warburton-Lee, lucharon eficaz y tenazmente contra las unidades alemanas
emboscadas en los fiordos. Doce destructores, diezx de ellos alemanes, resultaron
hundidos. Warburton-Lee se hundió con su buque, el Hardy, y recibió, a título postumo,
la Cruz de la Victoria. Churchill no llegó a creerse, a pesar de la evidencia, los informes
de sus aviones de reconocimiento: la flota alemana se dirigía hacia las costas noruegas.
La respuesta británica fue el silencio. Ni siquiera forzaron el traslado del cuerpo
expedicionario a Noruega cuando se detectó la salida de los cruceros de batalla
germanos.
Tampoco el ejército noruego opuso resistencia al invasor, salvo en casos aislados. Ni
siquiera se dio la orden de movilización. El Gobierno noruego parecía más preocupado
por los aliados, que sembraban minas en sus costas, que por los ejércitos del Tercer
Reich. Su capacidad de combate era casi nula: podían haberse enfrentado con algún
éxito a las débiles (en número) unidades nazis, pero guarniciones enteras se entregaron
sin disparar un solo tiro. Así ocurrió en Narvik, donde tan sólo los guardacostas
presentaron batalla. El crucero Blucher, en el que viajaba parte del Estado Mayor
Alemán, fue torpedeado y hundido por las baterías de costa de la fortaleza de
Oscarborg. Así salvaron los noruegos su honor. Oslo fue tomada por pocos hombres al
paso de la oca. El Rey y el Gobierno tuvieron el tiempo suficiente como para huir hacia
el norte. La guerra relámpago demostró otra vez sus bondades: nri daneses ni noruegos
fueron capaces de reaccionar. No tenían experiencia en la guerra. Ni siquiera pudieron
resistir hasta que llegara la nieve para obstaculizar los avances alemanes. La aviación de
Goering hizo el resto.
El contraataque aliado con desembarco de tropas en varios puntos con la idea de
tomar Trondheim estuvo cuajado de imponderables. Dos de los jefes militares previstos
para la operación quedaron fuera de combate antes de unirse a sus tropas. Después,
preocupados por los riesgos de la operación de ataque en forma de tenaza sobre
Trondheim, cambiaron súbitamente de planes. Los alemanes eran 2000, los aliados,
13.000, pero el destacamento aliado se comportó sobre el terreno nevado peor que el
enemigo. Sin apoyo aéreo y hostigado desde el aire por la Luftwaffe, el destacamento
aliado pidió la evacuación y dejó el centro y el sur de Noruega a merced del enemigo.
Quedaba Narvik. El 7 de junio, cuando las tropas alemanas penetraban ya de manera
profunda en territorio francés, el cuerpo expedicionario aliado en Narvik recibió la
orden de evacuación. Nada pintaban allí.
La campaña aliada en Noruega estuvo plagada de errores. Franceses y británicos no
se llevaban bien, la dirección de la campaña fue timorata, falta de imaginación,
demasiado prudente, lenta y sin reflejos. Aprovechó mal la superioridad numérica en
determinados puntos. Es cierto que el mal tiempo dificultó las operaciones del cuerpo
expedicionario aliado y que la aviación alemana y las escuadrillas de Messerschmitts
mellaron sus columnas, pero el comportamiento sobre el terreno de las tropas del
general Falkerhorst fue muy superior, sacó mejor provecho de la geografía y de la
meteorología. Fue en el mar donde los alemanes sufrieron mayores pérdidas.
El quintacolumnista Vidkum Quisling se instaló en el poder en Oslo. El rey Haakon
VII, perseguido por los aviones alemanes, logró escapar a Inglaterra, donde formó su
Gobierno en el exilio. Quisling, depuesto de su cargo durante un tiempo porque no
consiguió convencer a sus compatriotas para que se sumaran al Nuevo Orden, volvió a
Oslo con plenos poderes. Hasta su ejecución por un piquete noruego, Quisling gobernó
durante 5 años. Había tenido la habilidad suficiente como para preparar el terreno a la
invasión. Colocó a simpatizantes nazis en puestos clave de la Administración y el
Ejército. Ese fue el trabajo de la quinta columna.
«La fortuna se ha mostrado muy cruel con nosotros», afirmó Churchill cuando el
cuerpo expedicionario británico se vio obligado a abandonar suelo noruego después de
tomar Narvik, abrumado por la superioridad numérica del enemigo y su dominio
absoluto del aire. Tampoco en Trondheim se cubrieron de gloria: franceses y británicos
escaparon bajo las bombas, abandonaron sus armas y perdieron varios navios. Se
demostró que el dominio del mar no servía de nada sin el dominio del cielo. Un año y
medio después, Londres no había aprendido la lección cuando perdió el Repulse y el
Prince of Wales frente a las costas malayas por falta de cobertura aérea. Hitler sonreía
feliz en su nido del águila de Berchtesgaden. La conquista de Noruega demostró la
eficacia de sus legiones ante el asombro de los aliados: le entregaron bases
estratégicamente situadas y materias primas, oro, reservas de leche, pescado y
minerales para sus futuras empresas. Menos mal que la flota mercante noruega, la
cuarta del mundo, consiguió refugiarse en los puertos británicos, donde contribuyó al
abastecimiento de las islas.
En Noruega, la fortuna ayudó a los audaces. Alejados de sus bases, a 2000
kilómetros del Elba, las fuerzas alemanas se implantaron con solidez en territorio
noruego. La fuerza expedicionaria aliada no logró romper sus líneas de comunicación y
aprovisionamiento. La resistencia noruega fue más efectiva después de cesar los
combates, cuando había ya perdido la independencia. Los alemanes cometieron el error
de mantener a Quisling, el vendepatrias, hombre odiado, vanidoso y estúpido. Otro
aspecto negativo de la campaña noruega fue la pérdida de importantes efectivos de la
flota alemana de superficie. Se había quedado sin el poder naval suficiente como para
intentar el asalto a Inglaterra.

MARCHA CON EL DESTINO

Los noruegos perdieron la independencia; los alemanes, parte de su kriegsmarine; los


ingleses, su Gobierno. La guerra ruso-finlandesa le costó a Francia la derrota del
Gobierno Daladier, mientras que Chamberlain no logró superar la prueba noruega.
Subió la temperatura en la Cámara de los Comunes hasta poner al Gobierno
Chamberlain en situación desesperada. Lo que en Alemania era un pueblo, un Reich, un
Führer (la procesión de las intrigas va por dentro), en el bando aliado era la división, la
indefinición, la duda. En los Comunes, Churchill salió en defensa de su Gobierno, pero
los irritados parlamentarios querían hacer sangre. Los propios tories (conservadores)
abandonaron a su primer ministro. En el voto de censura, 30 conservadores se unieron a
la oposición y sesenta se abstuvieron. En la moción de confianza, la mayoría cayó de 200
a 80. El debate fue de una aspereza desacostumbrada. El diputado Leo Amery terminó
su discurso con la misma coletilla que Cromwell en el Parlamento Largo: «No podemos
seguir con la dirección que hemos tenido hasta ahora. Lleváis ahí sentados demasiado tiempo para
el bien que hacéis. Marchaos, os digo, y terminemos de una vez. En el nombre de Dios,
marchaos». Bajo Chamberlain, el hombre de Munich, el de «la paz para nuestra época»,
no cabía ni siquiera un gobierno de crisis, de unidad nacional. Churchill escribió en sus
Memorias de guerra: «Hacía falta el mazazo de la catástrofe y el aguijón del peligro para hacer
surgir el dormido poderío de la nación británica. El toque a rebato estaba a punto de sonar». Y
era el propio Churchill el encargado de recoger sus tañidos. En la frontera oeste de
Alemania esperaba órdenes, en pie de guerra, el más formidable ejército que había
conocido la larga historia del mundo.
Chamberlain apostaba por Halifax para el cargo de premier, pero el ministro de
Exteriores es un lord al que la Constitución del Reino Unido le cierra el acceso a los
Comunes. No se puede dirigir la guerra desde la Cámara Alta. En cuanto a Churchill,
esperaba su oportunidad en medio de un desacostumbrado silencio. Su biografía tiene
algunas manchas: era un rebelde, un francotirador, responsable de la catástrofe de los
Dardanelos y del desastre de Noruega. El viejo Lloyd George, vencedor de la I Guerra
Mundial, dijo en los Comunes: «El muy honorable caballero (Churchill) no tiene el derecho de
convertirse en refugio antiaéreo para proteger de la metralla a sus colegas». En Francia se
produjo un debate en paralelo. El coronel De Gaulle le había escrito al primer ministro
Paul Reynaud que quería cesar al generalísimo Gamelin: «El cuerpo militar, por
conformismo inherente a su naturaleza, no se reformará solo. Su reforma es una obra que usted
debe emprender. No ambiciono honor más grande que serviros en esta obra capital». Daladier se
resistía a que Gamelin dejase el cargo.
El 10 de mayo, el mismo día en que Hitler atacó sin aviso previo a 3 países neutrales
—Bélgica, Holanda y Luxemburgo—, Neville Chamberlain salió del número 10 de
Downing Street con la cabeza gacha en dirección al palacio de Buckingham. El Rey le
recibió durante 20 minutos. No había mucho que hablar. A las 11 de la mañana,
Churchill fue convocado a la sede del primer ministro. ¿A quién elegiría de los 2
candidatos? ¿Churchill o Halifax? La opinión pública estaba a favor de Churchill.
También Halifax se inclinó por el primer lord del Almirantazgo. A las 6 de la tarde,
Churchill se dirigía al palacio de Buckingham. Jorge VI, por la gracia de Dios, rey,
emperador y defensor de la fe, debía sentirse aliviado y contento del cambio, de buen
humor:
—Supongo que no sabe por qué le he hecho llamar —preguntó el soberano, y Churchill, divertido, le siguió
el juego:
—Señor, no puedo imaginarme por qué.
—Quiero que forme usted gobierno —le respondió el Rey con una sonrisa de complicidad.

Esa noche, Churchill se acostó a las 3, cansado y feliz. Recibía en herencia el caos, la
vacilación, la falta de liderazgo: «Me sentía —diría luego— como si marchara con el
destino. Toda mi pasada vida había sido una preparación para esta hora y para esta
prueba. Creía saber lo que me esperaba y estaba seguro de no defraudar. Aunque
impaciente porque llegara el amanecer, dormí como un bendito sin necesidad de sueños
alegres. Los hechos son mejores que los sueños».
Chamberlain se despidió en un discurso radiodifundido: «Debemos ayudar con
todas nuestras fuerzas al nuevo Gobierno[…] y debemos luchar hasta que esta bestia
salvaje que ha salido de su cubil para atacarnos sea al final aniquilada». Salía
Chamberlain, entraba Churchill. El nuevo primer ministro incluyó a los laboristas en su
Gobierno, entre ellos a los dos jefes de fila de la oposición, Clement Attlee y Ernest
Bevin. Al propietario de periódicos lord Beaverbrook le encargó el Ministerio de
Aviación: debería ponerse de inmediato a fabricar aviones.
Winston Churchill era un orador sin rival, poderoso, con sentido de la historia,
mordaz cuando hacía falta, enérgico, capaz de aceptar el desafío. En su primer discurso
ante la Cámara de los Comunes afirmó lo siguiente: «Sólo puedo ofrecer sangre, esfuerzo,
sudor y lágrimas. Nos espera una prueba en verdad terrible. Se extienden ante nosotros muchos
meses, meses muy largos de lucha y sufrimiento. Os preguntaréis: ¿cuál es nuestra política? Y
yo os respondo: es hacer la guerra por mar, tierra y aire, con todo nuestro poder y todas las
fuerzas que Dios pueda darnos; hacer la guerra contra una monstruosa tiranía, jamás
superada en el tenebroso y lamentable catálogo de los crímenes humanos. Esta es
nuestra política. Y también os preguntaréis: ¿cuál es nuestro objetivo? Os puedo
responder con una sola palabra: nuestro objetivo es la victoria, a toda costa, a pesar de
todo el terror, por largo y por duro que sea el camino; pues sin victoria no hay
supervivencia ni salvación».
Capítulo tres

Hacia el Oeste

La fecha fue el 10 mayo de 1940: los alemanes entraban en los Países Bajos, condenados
por la geografía. Bélgica y Holanda se abrían en el sendero de la Wehrmacht. Su
neutralidad no les sirvió de nada. El Grupo B cruzó la frontera mientras la aviación de
Goering atacaba los aeropuertos holandeses. Los paracaidistas y los panzer (tanques)
hallaron poca resistencia a su paso. El plan preveía el control del frente entre Suiza y
Luxemburgo, un papel pasivo, para el Grupo C (19 divisiones al mando de von Leeb); el
activo les quedaba reservado al Grupo B de von Bock y al A de von Rundstedt.
Las órdenes eran claras: el Grupo B debía penetrar a toda velocidad en Holanda y
romper en acción rápida, de relámpago, las defensas de la frontera belga. Los
paracaidistas del general Student y los planeadores del general Sponeck caerían del
cielo sobre aeródromos y autopistas y ocuparían los puentes sobre el Mosa y el Rin. Los
informes meteorológicos habían retrasado algo esta rabiosa ofensiva hacia el Oeste.
Hitler no deseaba ya más aplazamientos. «El día 9 —escribió Cartier— a las 16.48, el
tren especial del Führer sale de Berlín y llega antes del amanecer a Euskirchen. Es un día
negro, húmedo y frío. Las columnas de infantería atraviesan en silencio la aldea. El
ascenso al Felsennest, uno de los puestos de mando preparados por el señor de la
guerra, cuesta media hora. Cuando Hitler y sus 14 oficiales del OKW (Alto Mando)
llegan al grupo de fortines diseminados por el bosque, el sol se eleva por encima de los
negros bosques cubiertos de bruma. Hace algunos minutos que ha comenzado la
ofensiva del Oeste».
Los tres países invadidos, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, en los que Hitler infiltró
tropas la víspera, se convirtieron «en la avenida para la victoria» sobre Francia y una
base costera desde la que poder derrotar a Inglaterra. Era el primer paso para la derrota
del Oeste, para saltar luego al Este. El pacto con la URSS le permitió al Tercer Reich
dedicarse por entero a su campaña de invasión de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y
Francia. Los problemas meteorológicos y las dudas habían retrasado esa ofensiva 29
veces. Esos 7 meses hicieron posible que el ejército alemán analizara la campaña de
Polonia para corregir defectos y comprobar determinadas tácticas.
Que Hitler fuera a invadir Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia era el «secreto
de Polichinela». El 10 de enero, el ruido de los motores de un avión en vuelo rasante
sobre las copas de los árboles despertó a los soldados belgas en la frontera cercana a
Mechelen. El río estaba helado. El avión cayó sobre los árboles, perdió las 2 alas y el
motor se empotró en un hayedo. Cuando los soldados llegaron al lugar del accidente, se
encontraron con que uno de los tripulantes, cubierto con un capote gris, quemaba
documentos. Los soldados belgas dispararon al aire, detuvieron al hombre y apagaron
los papeles. Era el comandante Reinberger de la Séptima de Paracaidistas, que violando
todas las normas de seguridad alemanas había utilizado un avión de enlace para volver
a Colonia. El aparato se perdió entre la niebla y, corto de combustible, aterrizó donde
pudo. Los documentos no eran otros que el plan de invasión por las Ardenas belgas con
lanzamiento de paracaidistas sobre los ríos Mosa y Sambre. En los papeles no figuraban
los planos del «Día D», pero los belgas, que examinaron con lupa los documentos, se
convencieron de que estaba al caer. Mientras los alemanes estudiaban a conciencia su
campaña de Polonia, los aliados no sabían cómo hacer frente a la eventualidad de un
ataque para salvar a los Países Bajos. Los franceses confiaban en exceso en la Línea
Maginot. No acababan de enterarse de los estragos que podía causar la diabólica
combinación de aviación y blindados que correría por las llanuras belgas, hechas a la
medida de los panzer.
En lugar de curarse en salud y lanzar un ataque preventivo, los aliados prefirieron
esperar cruzados de brazos. Bien es verdad que Bélgica y Holanda, como naciones
neutrales, confiaban en el paraguas protector de la neutralidad y se negaron a que las
tropas aliadas tomaran posiciones en su territorio. Tendrían por lo tanto que esperar el
ataque, ya que tanto Bélgica, que disponía de un ejército considerable, como Holanda se
negaron en redondo, salvo algún secreto intercambio de información para coordinar sus
esfuerzos para cuando llegaran el «Día D» y la «Hora H». La ventaja militar es para los
que atacan sin contemplaciones de ningún tipo. La derrota ronda a los que vacilan, que,
en este caso, se agarraban a una neutralidad que no tenía ya ningún valor. Tampoco los
planes previstos por el general Gamelin y el Cuerpo Expedicionario británico asentado
en el continente resultaron un prodigio de imaginación. La Wehrmacht iba a poder con
todos: holandeses, belgas, franceses y británicos. El general Gamelin cometió varios
errores, entre ellos concentrar el grueso de sus tropas a lo largo de la Línea Maginot sin
dejar fuerzas de reserva.
La aviación aliada fue incapaz de destruir los puentes previstos para el avance
alemán. Los aeródromos se encontraban alejados de los puntos de ataque y, en general,
el mando conjunto franco-británico estaba mal coordinado. Se ha echado en cara a los
británicos que no quisieran utilizar sus reservas de bombarderos en la campaña del 10
de mayo. El historiador Gerhard L. Weinberg salva a Londres de esa responsabilidad:
de haberlos puesto en la batalla, los ingleses hubieran perdido unos aviones que
necesitarían para la evacuación de Dunquerque y para la batalla de Inglaterra. La
campaña de invasión del 10 de mayo se había previsto hasta los últimos detalles, con
minuciosidad germana. Los paracaidistas alemanes vistieron uniformes del ejército
holandés y la quinta columna hizo el resto. La rapidez era, una vez más, el arma secreta
de la Wehrmacht. La confusión, el estupor y la falta de acoplamiento afectaron de
nuevo al bando aliado. No bastó con que algunas unidades belgas o francesas
combatieran con denuedo. No fue posible el contraataque.
El sucesor de Gamelin como comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas,
Weygand, reconstruyó sus tropas y sus posiciones al Sur. El general von Rundstedt
prefirió no arriesgar sus carros en los terrenos pantanosos de Flandes. Weygand
esperaba refuerzos. ¿De dónde? ¿Cómo? Nada ni nadie podría detener la ofensiva
alemana. La Línea Maginot, la inexpugnable, no sirvió de nada: las fuerzas alemanas la
flanquearon tomándola luego de revés.
Holanda, que se libró de la Gran Guerra, se vio inerme, desamparada, desentrenada
y con un ejército que ni en número ni en preparación estaba a la altura de las
circunstancias; tan sólo le quedaba un arma: la inundación de las tierras con la
destrucción de los diques. Ni las barricadas, los blocaos y casamatas, los obstáculos en
las carreteras, el minado de algunos puentes, retrasaron la incontenible progresión
germana. La Luftwaffe destruyó en tierra a los pocos aviones holandeses. El mariscal
Goering era dueño absoluto del espacio aéreo: el bombardeo de la ciudad de Rotterdam
fue como la destrucción de Guernica para los vascos, una forma de rebajar la moral de
resistencia de los holandeses. Lo habían ensayado en abril de 1937 en la ciudad vasca y,
más tarde, sobre las ciudades polacas. Oleadas sucesivas de Stukas, heraldos del terror
con sus alas silbantes, invento personal de Hitler, dejaron en ruinas el puerto de
Rotterdam. Como Guernica, Rotterdam era una ciudad abierta. Los alemanes se
sirvieron del mortífero bombardeo del puerto holandés —que causó 840 muertos,
aunque la propaganda aliada habló de 30.000— para disuadir a los ingleses: toda ayuda
era inútil. La capitulación del comandante de la plaza de Rotterdam no libró a la ciudad
de su parte del apocalipsis.
Hitler conquistó Holanda en 5 días. El único consuelo para los holandeses y un
símbolo para la resistencia en el futuro fue la huida de la reina Guillermina. Como el
rey Haakon de Noruega, la valerosa Guillermina logró escapar de las garras nazis al
refugiarse en un destructor británico junto con la familia real. A pesar de que la
aviación alemana persiguió al destructor en ruta a toda máquina hacia Inglaterra,
Guillermina pudo ponerse a salvo sin un rasguño: le quedaban sus posesiones, sus
colonias del Extremo Oriente y Suramérica y la voluntad férrea de seguir el combate
hasta la liberación de la patria perdida.
Sobre la pobre Holanda, que perdió cien mil soldados en la batalla y una cuarta
parte de sus fuerzas armadas, cayó el nuevo orden; o sea, la violencia sistemática de los
nazis contra la población civil, la persecución de los judíos holandeses. La «solución
final» estaba ya en embrión. Hitler lo había anunciado en su discurso al Reichstag el 30
de enero de 1939: los judíos de los territorios conquistados en Europa debían ser
exterminados. Las medidas de esterilización y de destrucción de la raza judía habían
entrado en vigor en 1933 en Alemania de acuerdo con el programa de purificación
étnica del nacionalsocialismo. «La noche de los cristales rotos», el ataque a las
propiedades de los ciudadanos judíos (menos del 1 por ciento de la población alemana)
señaló el principio de un holocausto que, por medio de las duchas que lanzaban un gas
desinfectante, el Zyklon B, causaría entre cinco y seis millones de muertos.

ANA FRANK

Los judíos holandeses no se libraron de la terrible venganza. Entre 1942 y 1945, una niña
judía alemana llamada Ana Frank, refugiada en una buhardilla de Amsterdam con su
familia y otras 4 personas, reflejó en su diario el terror de los nazis. «A pesar de todo —
escribió—, creo que los hombres, en el fondo, son buenos. Me resulta imposible edificar
mis esperanzas sobre unos cimientos formados por una amalgama de confusión,
miseria y muerte. Llegará un tiempo en que volveremos a ser personas, y no sólo
judíos». El poeta vallisoletano Jorge Guillén le dedicó a Ana Frank, que murió de tifus a
los 15 años en el campo de extermino de Bergen Belsen 2 meses antes de la liberación,
estos versos de La afirmación humana:

En torno al crimen absoluto. Vulgo.


El vulgo más feroz,
En un delirio de vulgaridad
Que llega a ser demente,
Se embriaga con sangre,
La sangre de Jesús,
Y cubre los osarios
Una vergüenza universal: a todos
A todos nos sonroja.
¿Quién, tan extenso el crimen,
no sería culpable?
La noche sufre de inocencia oculta
Y en esa noche tú, por ti alborada,
A un cielo con sus pájaros tan próxima,
A pesar del terror y el ahogo,
Sin libertad ni anchura,
Amas, inventas, creces
En ámbito, en pánico,
Que detener no logra tus esfuerzos
Tan enérgicamente diminutos
De afirmación humana:
Con tu pueblo tu espíritu
y el porvenir de todos.

Algunos historiadores revisionistas negaron la autenticidad de los Diarios de Ana


Frank.
Los tanques de Guderian atravesaron el Mosa en Sedán. En una semana pisaban las
costas del canal: el derrumbamiento de Francia, desintegrado su ejército, era un hecho
irreversible. Una vez más, el éxito militar le dio la razón a Hitler frente a las aprensiones
y dudas de sus generales. La brecha abierta por los carros de Guderian fue tan profunda
que, estupefactos sus mandos superiores, le relevaron durante un tiempo al frente de
las unidades blindadas. Había marchado demasiado rápido. Pero esa velocidad fue otra
vez la clave del espectacular éxito de la Wehrmacht: de haber aprovechado los franceses
el respiro de la punta de lanza alemana, consecuencia de un horror al vacío, del vértigo
del avance, la guerra hubiera experimentado un cambio dramático. «Sin esa celeridad
—escribió Liddell Hart—, es probable que la invasión hubiera fracasado y el curso de la
historia mundial hubiera sido diferente al que fue». Es un hecho comprobado que las
fuerzas alemanas eran inferiores, sus carros menos numerosos y potentes que los que
desplegaban en línea los aliados. Tan sólo en el aire su superioridad era manifiesta. Fue
el triunfo de los blindados, de los Stukas y de los paracaidistas del general Student,
quien ocupó intactos los puentes holandeses: «Fue un éxito total —afirmó el general
alemán, piloto en la I Guerra Mundial y jefe de las operaciones aerotransportadas—.
Perdimos tan sólo ciento ochenta hombres entre muertos y heridos. No podíamos
fracasar en ese ataque sobre los puentes de Rotterdam, Dordrecht y Moerdjik. De no
haberlo conseguido, la invasión hubiera fracasado». El propio Student, que más tarde
repetiría esa operación paracaidista en Creta con fuertes bajas que asustaron a Hitler,
resultó herido en la cabeza.
El plan, elaborado en gran parte por el general von Manstein, dio el resultado que se
esperaba. El Grupo de Ejército B arrojó a franceses y británicos de sus posiciones a lo
largo de la frontera franco-belga. Al mismo tiempo, la punta del avance alemán, con sus
columnas blindadas, pudo moverse veloz y secretamente hacia Luxemburgo y los
bosques de las Ardenas hasta llegar al río Mosa, cruzarlo para seguir hacia el Canal
copando a belgas y holandeses y acorralar a las fuerzas aliadas que avanzaron en su
ayuda. Ni la Línea Maginot, donde se concentraron los franceses, ni los bosques de las
Ardenas fueron obstáculo para la guerra relámpago alemana. El general Gamelin,
chapado a la antigua y mal comunicado con su cadena de mando y con las fuerzas
británicas, nada pudo hacer para abortar la ofensiva. Cuando Weygand se hizo con el
timón, ya era tarde. Los aliados los superaban en número: 149 divisiones por las 136
alemanas, 3000 carros aliados frente a los 2700 alemanes, pero la inercia de la victoria
hizo que nada pudiera detener a la Wehrmacht.
No bastaba la superioridad en hombres y en material. El nivel de entrenamiento
durante la llamada «phony ruar» (la guerra ilusoria, de mentirijillas) hizo del ejército
alemán una fuerza invencible. Estaba mejor guiado, mandado y organizado, y su
doctrina táctica era muy superior a la aliada. Cuando cayeron los blindados alemanes,
el ejército francés había dispersado los suyos. Los británicos no contaban con fuerzas
acorazadas. Los 3000 aviones de la Luftwaffe hicieron papilla a los 2000 aparatos
aliados. Los holandeses resistieron 5 días; los belgas, con fuerzas superiores, 18. El alud
de fuego y acero cayó desde el Mar del Norte hasta el ducado de Luxemburgo. La
escrupulosa política neutralista del rey belga Leopoldo II sucumbió ante la codicia
bélica germana. Había rechazado todas las alianzas militares fiado en la promesa de
Hitler, quien afirmó repetidas veces que nunca atacaría Bélgica si ésta mantenía su
impecable neutralidad.

LA RENDICION DEL REY

El ejército belga se concentró a lo largo de su fortaleza del Canal Alberto y en el fuerte


Eben Emael, cuyo mito de inexpugnabilidad cayó también como un castillo de naipes.
Les costó a los alemanes menos de 2 días doblegar el centro neurálgico de las defensas
belgas. Los tanques alemanes se abrieron paso hacia el Mosa, las columnas del norte
progresaron sin resistencia. Franceses y británicos avanzaban hacia el Dyle como estaba
previsto en sus planes, pero sus posiciones eran frágiles. No había espíritu de combate y
las reservas no llegaban. El 15 de mayo, esas fuerzas recibieron la orden de repliegue y
evacuación de la Línea Dyle ante la inminencia del ataque alemán. Al establecer las
cabezas de puente sobre el río, las fuerzas francesas se echaron para atrás; quizá fue esa
la acción más decisiva de toda la campaña. No hubo contraataque aliado. Como única
respuesta, queda para la historia la breve ofensiva británica en Arras. A los aliados sólo
les quedaba el mar, la salvación de la costa hacia las islas británicas.
La toma de Eben Emael fue una «operación sobrecogedora por lo fantástica», según
Snyder, quien recogió la impresión de un corresponsal de guerra sorprendido porque el
comandante belga de la fortaleza pidió ayuda a los fuertes próximos, que respondieron
bombardeando la fortaleza con granadas de artillería: «Es increíble el espectáculo de una
fortaleza belga cañoneando la fortaleza vecina, era la última de las sátiras contra la defensa
inmóvil».
El asalto, idea personal de Hitler, fue una obra de laboriosas hormigas. Lo habían
ensayado durante meses sobre una reproducción a escala de la fortificación belga.
Cuando llegó el momento del ataque, los paracaidistas y los zapadores cumplieron con
su misión al pie de la letra. Los planeadores de la Luftwaffe dejaron caer a los
comandos sobre la fortaleza de reducto en reducto, de polvorín en polvorín, de batería
en batería, protegidos por cortinas de humo. Los almacenes dejaron fuera de combate a
la legendaria Eben Emael. A las 12.30 del 11 de mayo se rindió «la fortaleza más
poderosa del mundo». Los planes de Gelb y Manstein, corregidos por el esquema de la
OKW, el alto mando de Hitler, funcionaron como una máquina de relojería suiza.
El día 28 de mayo, el rey Leopoldo II se rendía de forma incondicional a los
alemanes. Su llamada de socorro a los aliados sirvió de muy poco. El rey Leopoldo, en
una decisión controvertida que tendría profundas consecuencias, se negó a salir de
Bélgica. Recibió en su castillo, al sur de Brujas, a los miembros del Gobierno que le
urgían para que formase un gabinete en el exilio en Londres, como harían los polacos,
los holandeses, los noruegos o los franceses libres del general De Gaulle. «Ocurra lo que
ocurra —respondió Leopoldo—, me quedaré en Bélgica. Es preferible la rendición a la
resistencia numantina que sólo causaría muertes y destrucciones inútiles». Su Gobierno huyó
a Londres. 400.000 soldados belgas al borde del agotamiento total se rindieron a los
alemanes. El Rey había elegido un camino distinto al tomado por su padre Alberto I
cuando éste se enfrentó a los alemanes. Decían que Leopoldo era germanófilo y
antifrancés. Fue internado por los nazis en un castillo próximo a Bruselas. Los belgas
aprovecharon la primera oportunidad (plebiscito de 1951) para tomar venganza de un
Rey que no supo estar a la altura. Leopoldo tuvo que abdicar en su hijo Balduino. Se
había enajenado aún más las simpatías de sus súbditos al contraer matrimonio
morganático durante la guerra. No pudo volver a Bélgica hasta el año 1950. ¿Fue
correcto, o al menos comprensible, el comportamiento del Rey de los belgas? ¿Fue un
traidor? El Ejército y el Gobierno declararon ilegal el armisticio del Rey, pero era ya
tarde para desobedecer. La decisión real comprometió la retirada de los aliados.
Churchill le avisó: «Tome el avión antes de que sea demasiado tarde». Pero Leopoldo II
prefirió «quedarse con su pueblo y con su ejército». Churchill descargaría luego su
cólera hacia él, lo mismo que la prensa francesa y el primer ministro Reynaud: esa
irritación era injusta, porque el derrumbamiento francés dejó a los belgas a los pies de
los caballos.
Si Leopoldo prefirió quedarse en Bélgica, la gran duquesa Carlota de Luxemburgo
eligió el camino del exilio, primero, en Francia, a donde escapó en avión, y más tarde en
Estados Unidos, donde halló refugio. La ocupación de un país liliputiense de 88
kilómetros de longitud por 55 de anchura, con un ejército no muy superior a la guardia
suiza del Vaticano, fue un ejercicio sin complicaciones para las tropas alemanas. Tanto
el rey Leopoldo como la gran duquesa intentaron pactar con Hitler, pero no pudieron
volver a Bélgica y a Luxemburgo hasta terminada la guerra.

PÁNICO EN FRANCIA

«La batalla que hoy empieza —había dicho Hitler con su acento napoleónico— decidirá
el destino de la nación alemana para los próximos mil años». Poco después, empieza
una versión algo distinta del «Fall Gelb» (el Plan Amarillo). Francia se convierte en un
enorme atasco ante la avalancha alemana. A orillas del Mosa, el general Rommel escribe
a su mujer: «Todo va maravillosamente hasta ahora». La campaña holandesa deja
ruinas humeantes bajo el cielo azul del verano: en Rotterdam son destruidos dos mil
seiscientos edificios. Desde Londres, la reina Guillermina envía este epitafio para las
tumbas de los muertos: «Han caído sobre nosotros la desolación y la inmovilidad de la
muerte, rota sólo por las lágrimas amargas de los que han sobrevivido. La memoria de
ayer es el olvido de hoy. Pido a Dios que otras naciones puedan librarse de esto».
Bélgica no se libraría, ni Luxemburgo, ni Francia.
Es la hora de las balas, de los morteros, de las granadas, de las bombas, no de las
oraciones. O en todo caso, del «reza, pero pásame el fusil». Pocas veces en la historia se
prepararía otra campaña con tal minuciosidad. Hasta se lanzan maniquíes en forma de
paracaidistas para amedrentar al enemigo. En Francia, la Línea Weygand, llamada así
por el nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas, un patriota de 72
años prestigiado en la guerra de 1914-18, capaz de discutir las modernas ideas de De
Gaulle sobre la importancia de los blindados, no resiste la ofensiva alemana. El 3 de
junio, París sufre los primeros bombardeos. El «mejor ejército del mundo» se bate en
retirada en todos los frentes.
El 15 de mayo, el teléfono suena en la mesilla de noche del primer ministro británico
Winston Churchill. Es su colega Paul Reynaud:
—Nos han derrotado —dice el primer ministro francés con voz emocionada, abatida. Churchill guarda
silencio—. Nos han derrotado. Hemos perdido la batalla.
—¿Tan pronto? —responde escéptico el primer ministro.

Así es. Von Rundstedt abre en Sedán una brecha de cerca de 100 kilómetros y, poco
después, rompe los 2 extremos de la Línea Weygand. Es la pagaille, el pánico, la histeria
en las carreteras y en las trincheras. Los soldados franceses arrojan las armas y se unen a
las columnas de refugiados que buscan refugio camino de Burdeos, al sur. El aire del
verano se puebla de gritos, juramentos y lamentaciones, mientras los Heinkels alemanes
ametrallan las carreteras. Los carros de combate alemanes avanzan entre la tolvanera,
sin descanso.
La situación de Francia parece tan desesperada que Winston Churchill decide volar
a París a bordo de un Flamingo. Todavía está Gamelin al frente y es el encargado de
explicar la gravedad del momento, lo que hace sobre un mapa en el que sobresale «el
siniestro bulto de Sedán». «Cuando terminó de hablar —recuerda Churchill en sus
Memorias— se hizo el silencio. Después pregunté: “¿Dónde están las reservas
estratégicas?”, y traduje al francés, que usaba de forma indistinta: “Où est la Masse de
Manoeuvre?” (¿dónde está la masa de maniobra?). El general Gamelin movió la cabeza
y, con una sola palabra, selló la suerte de su patria: “Aucune” (ninguna)».
Algo anonadado, Churchill se acerca a la ventana del Quai d’Orsay. Abajo, en el
jardín, los funcionarios del Gobierno francés apilan documentos sobre hogueras
improvisadas. Francia quema sus archivos. Los nazis están a las puertas de París. Por la
noche, Churchill duerme mal porque su sueño se ve interrumpido por las alarmas
aéreas. El primer ministro inglés toma dos decisiones: el envío de varias escuadrillas de
aviones de combate para tratar de retrasar el avance alemán, y la puesta en marcha de
un plan de retirada del Cuerpo Expedicionario Británico en suelo continental. Nada
puede detener a los panzer. Lord Gort, jefe del BEF, el Cuerpo Expedicionario Británico,
ordena a sus fuerzas que se dirijan al Sur para combatir a los alemanes, pero es en el
Norte donde encontrará la salvación. El brigadier Smyth contempla las granadas
antitanque: «Son unas armas excelentes contra carros no demasiado blindados. Si nos
las hubieran enviado unos meses antes, mis hombres sabrían cómo servirse de ellas».
Cuando las columnas alemanas se encuentran a 56 kilómetros de París, se sabe en la
capital que los italianos de Mussolini se suman al esfuerzo de guerra alemán con el
envío desde la Riviera de 400.000 soldados. Mussolini, orgulloso del «Pacto de Acero» e
impresionado por el imparable avance alemán en Francia, reclama su parte del botín y
de la gloria. Es la puñalada italiana por la espalda. Hitler llega en su tren personal a los
bosques del sur de Colonia y planea la «operación León Marino» para invadir Gran
Bretaña. Está crecido por sus triunfos. Ahora todo le parece al alcance de la mano. El
almirante Raeder hace meses que estudia el plan de asalto a las islas.
Lord Gort, conocido con el apodo de «el Gordito», de cara sonrosada y con la Cruz
Victoria en el pecho, prepara la escapada que salve a las tropas británicas. Ya no tiene
sentido enfrentarse a los alemanes hasta el último cartucho y el último hombre: el que
salva a su ejército podrá seguir el combate al día siguiente. Los primeros tanques
alemanes han alcanzado el mar en Abbeville. En los blancos acantilados de Dover, al
otro lado del Canal de la Mancha, el almirante Ramsay diseña un plan de evacuación de
las fuerzas en la otra orilla: le servirá todo lo que sea capaz de flotar. La resistencia de
los ingleses en torno a Arras significa un paréntesis, un respiro, porque los blindados de
Rommel interrumpen su avance ante el vigor de los ingleses de lord Gort. ¿Un rayo de
esperanza? Churchill viaja de nuevo a París. Weygand es el nuevo comandante en jefe y
Reynaud se ha asegurado el Ministerio de la Guerra. Mientras cruza por el jardín,
Churchill repara en «un oficial de caballería muy alto que pasea como león enjaulado».
Es su futuro íntimo enemigo Charles De Gaulle: el tiempo ha terminado por dar la
razón a sus teorías de la guerra móvil. Weygand propone un nuevo plan que se
desinflará como un globo. De regreso a Londres, Churchill piensa que sólo un milagro
en forma de contraofensiva del ejército francés puede cambiar el signo de la batalla. Los
franceses no dan muestras de retomar la iniciativa.
Lord Gort sabe que la única posibilidad es la evacuación por mar de sus fuerzas, las
únicas que combaten ya en territorio francés. El «Fall Rot» (el Plan Rojo), sucede al
anterior, es el golpe de gracia a través del Somme hacia el corazón de Francia. El cáncer
de la derrota ha carcomido la moral de las tropas francesas. En la Plaza Venecia, Benito
Mussolini, rodeado de un océano de «camisas negras», brazo en alto, entre los gritos
ensordecedores de «Duce! Duce!», se dirige a sus legiones, a los hombres y mujeres de
Italia, del imperio y del reino de Albania: «La hora del destino ha sonado. Ha llegado la
hora de la decisión irrevocable. Ha sido ya entregada una declaración de guerra a los
embajadores de Gran Bretaña y Francia». Así inicia la lucha contra «las democracias
plutocráticas y reaccionarias». El «pueblo útil» contra los «pueblos en decadencia»,
según la jerga mussoliniana. En su discurso en la Universidad de Virginia, el presidente
de Estados Unidos, Roosevelt, pronuncia una de las frases más conocidas de la guerra:
«Este 10 de junio de 1940, la mano que empuñaba la daga la ha clavado en la espalda de
su vecino». Como siempre, Benito Mussolini corre en auxilio del vencedor.
Churchill ya ha perdido a su cuerpo expedicionario que resistía en Calais. «Los ojos
del imperio —ordena al brigadier Nicholson— están pendientes de la defensa de Calais,
y el Gobierno de Su Majestad confía en que usted y su brigada lleven a cabo una hazaña
digna del nombre de Gran Bretaña». Al día siguiente, al anochecer, el primer ministro
repite la dosis: «Cada hora que resistan será de la mayor, ayuda para el Cuerpo
Expedicionario Británico. El Gobierno ha decidido que ustedes deben seguir luchando.
Les hago llegar mi admiración por su gallardía. La evacuación no, repito, no tendrá
lugar». El mensaje no es necesario en la medida en que el brigadier Nicholson ya había
descartado la rendición de sus fuerzas. Están rodeados, les falta agua, les faltan víveres,
están muertos de sueño y, lo que es peor, se les han terminado las municiones. Los
alemanes, reforzados con tropas de refresco, combaten ahora casa por casa en Calais
hasta que la conquistan. Ya sólo queda Dunquerque como vía de escape. Desde el coro
de la Abadía de Westminster, Churchill cree sentir la emoción y el miedo de la
congregación no por los muertos o los heridos o las pérdidas materiales, sino por la
derrota y la ruina final de Gran Bretaña. También en las iglesias y catedrales de Francia,
que se ha quedado sin pulso y sin alma, se reza y se llora. Es una nación desvertebrada.
Nada queda en ella, dividida por las querellas políticas y la imprevisión, del espíritu de
combate, de la furia de la Revolución, de la era napoleónica, del ardor de la Gran
Guerra. Ha sufrido tanto entre 1914 y 1918 que se ha quedado sin fuelle, sin sangre en
las venas. Para colmo de males, no tiene a un Churchill que sea capaz de aglutinar a la
nación en torno a la sangre, al sudor y las lágrimas.
Churchill viaja de nuevo a Francia. No sabe qué hacer para que sus aliados
reaccionen. Va a poner toda su pasión, su verbo encendido, su capacidad de persuasión
en la tarea, pero el derrotismo anida en los corazones franceses. En la última reunión
con Reynaud, con el mariscal Pétain, de 85 años y héroe de Verdún, con el general
Weygand y con De Gaulle, insiste una y otra vez en torno a la mesa del gabinete de
guerra: deben seguir combatiendo cualquiera que sea el costo. El general Weygand se
justifica: «Nuestras tropas combaten día y noche, no tienen comida y están dominadas
por el sueño. Hay que sacudirles el cuerpo por la mañana para que abran fuego. Me he
quedado sin esperanza. No puedo intervenir porque no cuento con reservas. C’est la
dislocation», dice mirando a Churchill. Pétain no pronuncia palabra, De Gaulle fuma un
cigarrillo tras otro, el primer ministro Reynaud sacude la cabeza nerviosamente. Las
huellas de las cadenas de los tanques han roto algo más que sus líneas de defensa y sus
aldeas o sus cinco millones de hombres en uniforme: han roto su voluntad de lucha.
Al día siguiente, Churchill vuela de nuevo a Francia, esta vez a Tours, donde se ha
refugiado el Gobierno. El Flamingo de Churchill tiene que sortear los cráteres causados
en el aeropuerto de la ciudad por las bombas alemanas. No ha venido nadie a recogerle.
Si su visión de París ha sido la de una ciudad semivacía, fúnebre, como a la espera de la
muerte, sin circulación en las calles, Tours se le aparece mortecina y derrotada de
antemano. Churchill no se deja impresionar por las circunstancias: va a poner de nuevo
sus argumentos sobre la mesa de la prefectura de Tours. Hay que resistir, hay que
recurrir a la guerra de guerrillas, hay que mantener del lado aliado las colonias
norteafricanas de Francia.
Churchill quiere a Francia. Entona un mea culpa: «No puedo olvidar que, con sus 48
millones de habitantes, Gran Bretaña no ha sido capaz de ayudar más a Francia en su
lucha contra Alemania; 9 décimas partes de la carnicería, el 99% del sufrimiento, ha
caído sohre Francia y sólo sobre Francia». El jefe del gabinete del primer ministro, lord
Ismay, explicaría más tarde el estado de ánimo de Churchill: «Su amor por Francia y el
pueblo francés eran auténticos. Por eso se sentía triste, porque no pudiéramos ayudar
más». Weygand reconoce que el fin está ya cerca. Después de una larga pausa,
Churchill habla así: «Si pensáis que en medio de la agonía de Francia lo mejor es que su
ejército capitule, hacedlo, a nosotros nos trae sin cuidado vuestra rendición, porque
estamos decididos a combatir hasta el final. Forever, and euer, and ever». Al salir,
Churchill se encuentra con De Gaulle apoyado en la jamba de la puerta. «L’homme du
destín» (el hombre del destino), De Gaulle, no pestañea, frío como un témpano.
Cuando Churchill vuelve al aeropuerto de Tours, los Hurricanes que lo escoltan
calientan motores. El primer ministro se duerme con un antifaz en los ojos. Al aterrizar
en Londres, uno de los pilotos de los Hurricanes, Tony Bartley, ve cómo un mecánico
abre la caja de los paracaídas donde guarda unas botellas de coñac francés. Churchill,
según cuentan Jack Levine y John Lord en The valiant years, se lleva la mano al bolso de
su abrigo y saca una botella de coñac francés: «He tenido la misma idea». El viaje no ha
sido en balde. Al día siguiente, los alemanes entran en París.
Con su proverbial tenacidad, Winston Churchill intenta 48 horas después una oferta
sin igual en la historia, nada menos que una declaración de unión con Francia. Francia y
el Reino Unido serían una sola nación, la Unión en Armas sugerida por uno de los
padres de Europa, Jean Monnet, un sólo pueblo bajo una misma constitución y un
gabinete de guerra. Es demasiado tarde, aunque la oferta no puede ser más generosa.
Weygand dimite y le sucede el mariscal Henri Philippe Omer Pétain, el soldado más
considerado de Francia después de Foch en la I Guerra. Pétain, a quien De Gaulle, que
sirvió en su regimiento durante la 1ª Guerra, conmutaría la sentencia de muerte
después del conflicto por la de cadena perpetua en una isla de Atlántico, la isla de Yeu,
donde murió en 1951 a los 95 años, rechaza la oferta de unión: «Sería como fundirse con
un cadáver». Weygand expresa su punto de vista profesional: «A Inglaterra le retorcerán el
cuello como a una gallina». Ese es el espíritu de los dirigentes franceses. El historiador
Marc Bloch señala que la velocidad y la inteligencia están de la parte alemana. Es un
veredicto no sólo sobre el ejército, sino sobre el sistema francés. «Interpretamos la
guerra en términos de lanzas contra rifles, como en nuestras guerras coloniales. Ahora
los salvajes éramos nosotros», escribe Bloch en La extraña derrota.
Churchill se va a los micrófonos de la BBC, la radio oficial británica, para resumir
una situación que no puede ser más desesperada: «Las noticias que nos llegan de
Francia son muy malas. Nos hemos quedado como unos campeones en armas para
defender la causa del mundo libre. Haremos todo lo que podamos para cumplir con tan
alto honor». Desde Burdeos, el último refugio del Gobierno francés, sale hacia París una
comitiva de diez coches con la bandera blanca de la rendición. La reunión con los
conquistadores alemanes se celebra a las cinco de la tarde, hora del verano en Alemania.
Los alemanes están eufóricos: en 10 meses han conquistado siete naciones.
Ahora es el mariscal Pétain, que se encontraba en Madrid meses antes como
embajador de Francia, quien es llamado a suceder a Reynaud, y habla así por la radio:
«Es inútil continuar luchando contra un enemigo muy superior en número y
armamento. Con el ánimo embargado por el dolor, os digo que debemos cesar la lucha.
He preguntado a nuestro adversario si está dispuesto a firmar con nosotros, como se
hace entre soldados después de la lucha y poniendo a salvo el honor, un documento
que termine con las hostilidades». Pétain, el defaitiste (el derrotista), se rinde sin conocer
siquiera las condiciones del armisticio. Se refugia en su reino de Vichy, junto a las
fuentes del agua mineral, para poner en pie un Estado fascista que colaboraría de
principio a fin con el enemigo. Entre los jóvenes que se hallan a su lado figura uno que
con el tiempo se hará famoso en Francia: François Mitterrand, admirador del anciano
mariscal.
Pétain, mujeriego y comilón, a quien sus «negros» le escribían los libros, se convierte
en el más popular dirigente de Francia después de Napoleón. «Francia es Pétain y
Pétain es Francia», se dice. De Gaulle sería el único que se negase a escribir un libro
para que lo firmara el mariscal. Ocurrió en 1934 y Pétain no se lo perdonaría nunca. La
encuesta de un diario de París en 1935 lo deja claro. Al ser preguntados sobre a quién
desearían tener como dictador, Pétain figura en primer lugar y Laval (a quien
nombraría más tarde presidente del Gobierno) en segundo lugar. Dicen que cada país
tiene los dirigentes que se merece. Franco recomendó a Pétain, embajador en Madrid,
que no viajara a París: «No vaya, mariscal. Usted es el símbolo de Verdún, de la Francia
victoriosa. No una su nombre a lo que otros perdieron».
La venganza era un plato que Hitler servía helado. Los franceses tenían una
vergonzosa cita en un bosque situado a unos 70 kilómetros de París, en Compiegne.
Durante 22 años habían estacionado allí un vagón de tren. Conservaba la mesa en la que
en 1918 el mariscal Foch recibió la capitulación de los ejércitos del Káiser. Hitler nunca
despreciaba la puesta en escena. Lejos de ser generoso en la victoria, el cabo de
infantería de 1918, a quien los gases asfixiantes dejaron ciego durante un tiempo, había
acariciado durante años aquel momento. Volvía atrás una página negra de la historia
alemana para que el vencedor de entonces hincara ahora la rodilla. Lo hizo al son del
himno alemán, el Deutschland über alles (Alemania por encima de todo).
A las 3.15 de la tarde del 23 de junio, Hitler descendió de su Mercedes. Había un
rictus de desprecio en sus labios cuando llegó al bosque de Compiegne con la Cruz de
Hierro bajo el bolsillo izquierdo superior de su guerrera. Le seguía el mariscal Goering,
que apretaba con satisfacción el mango de su bastón de mariscal cubierto de finas
piedras. Hitler tomó asiento en el mismo sillón que ocupó el mariscal Foch en el vagón
de la derrota alemana. Los oficiales franceses, presididos por el general Hutzinger,
entraron en el vagón. El general Keitel leyó las condiciones del armisticio. Hitler sonrió
antes de salir bruscamente del tren tras alzar el brazo hacia el techo frente a la
humillada delegación francesa. Francia cayó en treinta y cinco días.
Cuarenta y ocho horas después de haber asistido a la ceremonia del bosque de
Compiegne, Hitler cumplía otro de los grandes sueños de su vida. Ante la cripta central
de los Inválidos de París, contempló en silencio el sarcófago que contiene los restos de
Napoleón Bonaparte. Churchill sufría mientras tanto un acceso de furia y melancolía en
su despacho de guerra de Londres. «¿Qué hacen los franceses? ¿Qué piensan? Los
conozco a todos, conozco al viejo Pétain, siempre ha sido un derrotista. Conozco al
almirante Darían que tanto hizo por la Armada francesa, conozco a Reynaud». Las
lágrimas se deslizaron por sus mejillas. El «León británico» lloraba. «Perdone», se
disculpó con Michel Saint Denis, que almorzaba con él.
Tras la conquista de Francia, el ministro de Armamento, Albert Speer, se convenció
de que Hitler «era ya una de las grandes figuras de la historia alemana». «No dejaba de
llamarme la atención, sin embargo —escribe Speer en sus Memorias—, la apatía que
advertía en la gente a pesar de tan impresionantes triunfos. La autoestima de Hitler
subía puntos. Había encontrado un nuevo argumento para sus monólogos en la mesa»,
señala Speer. «La I Guerra Mundial —contaba Hitler— se perdió por las diferencias
entre la dirección política y militar. Los partidos políticos minaban la unidad de la
nación. Por razones de protocolo, príncipes incompetentes de lascasas reinantes debían
ser comandantes en jefe de sus ejércitos; se supone que debían ganar laureles militares
para incrementar la gloria de sus dinastías». La Alemania de ahora, según el Führer,
estaba unida política y militarmente. Los comandantes de los ejércitos se elegían entre
los oficiales mejor preparados sin tener en cuenta su origen, los privilegios de la nobleza
se habían abolido, la política, las fuerzas armadas y la nación estaban unidos. Hitler se
apuntó el éxito de la campaña en el Oeste.
Poco después de que terminara la campaña de Francia y se firmara el armisticio
negociado por el embajador español, el bilbaíno y filonazi José Félix de Lequerica, que
tan duras condiciones imponía a los franceses, Albert Speer recibió una llamada
telefónica del ayudante de Hitler. El Führer le invitaba a pasar unos días en su cuartel
general provisional situado cerca de Sedán, en una aldea cuyos habitantes habían sido
desalojados de allí. «Me recibió —escribió Speer— con el mejor de los humores. “Dentro
de unos días —me dijo— volaremos a París. Quiero que me acompañe. Breker y Girsser
vendrán también con nosotros”. Me sorprendió que el vencedor se hiciera acompañar
de 3 artistas en su entrada a la capital francesa».
Una división de Infantería del IV Ejército fue la primera en entrar en París. Lo hizo
por la Puerta Maillot y rodeando el Arco del Triunfo para dirigirse hacia la Plaza de la
Concordia y ocupar los cuarteles abandonados. A los parisienses les llamó la atención
que los alemanes arrastrasen sus cañones con caballos. Ni un solo carro de combate a la
vista. Había cafés abiertos, lo mismo que dos o tres cines de los Campos Elíseos, en uno
de los cuales se proyectaba la película norteamericana No te la llevarás contigo. La radio,
ya confiscada, difundía el Deutschland über alies y el Horst WesselLied. El reloj de la
estación de San Lázaro fue inmovilizado por una mano desconocida a las 7.10. La
bandera tricolor de Francia ondeaba sobre la Torre Eiffel. Los primeros soldados
alemanes que subieron a ella la arriaron del mástil y se la quedaron como recuerdo.
Pronto estaría todo París anegado de esvásticas. Pero Hitler no le quería dar a su
entrada en París un tono belicoso y triunfalista. Ni siquiera se ofrecería un desfile de la
victoria: temía que la aviación británica bombardease la parada militar.
El armisticio, el único que Hitler concedió a los países conquistados por las armas en
tan poco tiempo, entraba en vigor a la 1.35 de la mañana del 25 de junio de 1940. En esa
noche, Hitler se reunió con un grupo de ministros y consejeros en torno a una mesa
sencilla en una casa campesina. Poco antes de la 1.35 ordenó que apagaran la luz y
abrieran las ventanas. «Nos sumimos en la oscuridad en silencio —cuenta Speer—,
conmovidos por el hecho de vivir un momento histórico al lado de quien lo había
creado. Fuera, un corneta tocó la señal del fin del combate. Una tormenta se anunciaba
en la distancia porque, como en una mala novela, ráfagas de luz relampaguearon en la
habitación a oscuras. Alguien, dominado por la emoción, se sonó la nariz. Fue entonces
cuando se escuchó la voz de Hitler suave y nada enfática: “Esta responsabilidad…”.
Pocos minutos después, ordenó: “Enciendan la luz”. La trivial conversación siguió su
curso, aunque para mí fue un raro momento. Por primera vez había visto a Hitler como
un ser humano».
París era su sueño. Era, lo recordaba Hitler una y otra vez, la ciudad que le fascinó
desde sus años mozos. Había estudiado a fondo sus planos y fotografías. Lo que quería
ver era la Opera, su edificio neobarroco preferido. La visita a la Opera fue un éxtasis. Se
hallaba desierta y se iluminó como para una noche de gala. Cerca del proscenio, Hitler
echó en falta uno de los salones. El guía le confirmó que, en efecto, ese salón que Hitler
conocía a través de los planos se había eliminado en una renovación del edificio llevada
a cabo hacía unos años. «Como ven —dijo el canciller alemán y vencedor de París a sus
acompañantes—, sé de lo que hablo». Al terminar la visita, Hitler hizo un gesto al coronel
Speidel, jefe de las autoridades militares de ocupación (más tarde conspirador contra
Hitler y, en 1957, comandante en jefe de la OTAN), y a su ayudante Bruckner. Este sacó
un billete de 50 marcos de su bolsillo y se lo tendió al guía. De forma cortés pero firme,
el cicerone se negó a aceptar dinero. Hitler lo intentó por segunda vez y el guía se negó
de nuevo. «Sólo he cumplido con mi deber», le dijo al artista Becker. Los Campos Elíseos, el
Trocadero, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Tumba del Soldado Desconocido, los
Inválidos y el Panteón, que le impresionó sobremanera, fueron los puntos del recorrido.
No demostró demasiado interés en algunas de las primeras obras arquitectónicas de
París como la Plaza de los Vosgos, el Louvre o el Palacio de Justicia. «Volvió a animarse
otra vez —anota Speer, testigo de la visita— cuando llegó a la calle de Rivoli».
La iglesia del Sagrado Corazón en Montmartre, la romántica, insípida imitación de
iglesias medievales, fue el final de la visita. «Una elección sorprendente, incluso para el
gusto de Hitler», escribe su ministro de Armamento. A las 9 de la mañana, Hitler volvió
al aeropuerto de Le Bourget. «Ver París ha sido el sueño de mi vida —aseguró a su
comitiva—. Me siento muy feliz al haber podido realizar hoy ese sueño». Albert Speer sintió
por él «algo parecido a la compasión». Tres horas en París en el cénit de sus triunfos, la
única y última vez que visitó la ciudad, bastaron para hacerle feliz.
Hitler entraba y De Gaulle salía. Poco tenía que hacer «el hombre del destino» en
Burdeos, ciudad degradada, dominada por los pistoleros de Laval, mordida por la
derrota y por los partidarios del armisticio con los nazis. Los regimientos franceses se
habían disuelto. Los hombres enarbolaban la bandera blanca y abandonaban la línea de
fuego. El 17 de junio, un pequeño avión despegaba clandestinamente para sobrevolar
puertos en llamas (Gran Bretaña estaba devorada por los incendios), hacía escala en
Jersey (Inglaterra) y aterrizaba en Croydon. Uno de sus pasajeros, el general De Gaulle,
llegaba a Londres para cumplir la promesa que se hizo en las llanuras del Aisne: luchar
hasta el final.
A De Gaulle, que venía de la guerra y de sus desastres, le chocó la tranquilidad, la
inconsciencia en la que vivía Gran Bretaña. Esas mismas playas amenazadas por la
invasión alemana aparecían repletas de bañistas. «Al llegar de la Francia crucificada, le
llamó la atención la serenidad londinense, con sus parques llenos de paseantes, los
porteros engalanados de los clubes», escribe Cartier. Pero el corazón de las naciones es
complejo como el corazón de los hombres. La indiferencia de la fachada escondía una
profunda preocupación.
El general De Gaulle visitó a Churchill en Downing Street. Tomaron el té en el
jardín. De Gaulle explicó al primer ministro que había llegado para continuar la lucha al
lado de los ingleses: lanzaba un llamamiento a los franceses para que se unieran a la
Francia libre, a la Cruz de Lorena. Cuando De Gaulle se dirigía a la British Broadcasting
Corporation, Churchill se volvió al general Spears, que acompañaba a De Gaulle en su
viaje desde Francia, y le dijo enfadado: «¿Por qué me ha traído a este general
desconocido? ¿Qué quieren que haga con él? ¿Por qué no han elegido a un político
conocido que pueda arrastrar a los franceses, un nombre, un apellido…?».
Más o menos por esas mismas horas, Hitler le explicaba a Albert Speer alguno de
sus secretos: «He leído una y otra vez el libro del coronel De Gaulle sobre la guerra
moderna con el empleo de unidades mecanizadas y he aprendido mucho de él. ¿Dónde
estará el coronel De Gaulle?». Era ya general. El 18 de junio lanzó su primer
llamamiento a través de las ondas de la emisora oficial británica. En contra de lo que
luego se dijo, no fue entonces cuando pronunció la frase que días después aparecería en
los carteles de los muros de Londres: «Francia ha perdido una batalla, pero no ha perdido la
guerra». La voz de De Gaulle era fría, el tono neutro y desapasionado. Entre los heridos
y los fugitivos, esa voz suscitó más ironía y hostilidad, recuerda Cartier, que simpatía y
aprobación. Todavía resonaba en sus corazones el acento patético de la víspera en la voz
del anciano Pétain: «Hago a Francia el don de mi persona para atenuar su desgracia».
Al día siguiente, el embajador español Lequerica despertaba al ministro de Asuntos
Exteriores como Paul Baudouin había despertado al embajador español la madrugada
del 17 de junio para pedir su intervención. Según el mediador y futuro embajador de
Franco en las Naciones Unidas, el Gobierno alemán se mostraba dispuesto a dar a
conocer sus condiciones para un cese el fuego.
Francia perdió la guerra, según De Gaulle, «1º, porque nuestro sistema militar no
poseía una fuerza mecanizada ni del aire ni de tierra; 2º, porque el pánico paralizó a
nuestra población civil cuando se produjo el avance de las unidades mecanizadas
alemanas; 3º, por el efecto tangible que produjeron las actividades quintacolumnistas en
muchos de nuestros dirigentes (de esa quinta columna habló el general Emilio Mola
cuando, al acercarse con 4 columnas a Madrid, afirmó que contaba en el interior con
una quinta); y 4º, por la falta de coordinación entre nosotros y nuestros aliados». El
historiador Marc Bloch lo expresó con menos palabras: «Por la increíble incompetencia
de sus altos mandos».
En una de sus cóleras homéricas, Churchill llamó a De Gaulle «un oscuro
subsecretario de Estado». Pronto se daría cuenta de que aun no siendo santo de su
devoción, era algo más que eso. «Pase lo que pase, la llama de la resistencia francesa no
debe extinguirse y no se extinguirá», anunciaba a través de la BBC, cuando su mujer,
que se encontraba en Colombey-Les-Deux-Eglises, la residencia de la familia De Gaulle,
recibía un telegrama que decía: «Yvonne, toda la familia debe dirigirse a Carantec a la
cabecera de la tía María, enferma». Yvonne De Gaulle no tenía la costumbre de discutir
las órdenes de su marido. Cuando llegaron a Carantec, en Bretaña, encontraron a la tía
María en perfecto estado de salud. Pero De Gaulle no quería dejar a su mujer y a sus
hijos como rehenes en la Francia ocupada por los alemanes. Antes de volar a Londres en
compañía del general Spears, obtendría cinco pasaportes.
Un carguero inglés zarpaba del puerto de Brest a las 13.20; otro, de bandera polaca,
partía a las 21.00 horas. Yvonne De Gaulle decidió tomar el primero. En un coche
pequeño, la señora De Gaulle salió con tiempo de Carantec acompañada de sus 3 hijos y
de la gobernanta. Tan sólo llevaba consigo un capacho negro que contenía los
pasaportes para entrar en Gran Bretaña. A pocos kilómetros del puerto, el coche sufrió
una grave avería que lograron reparar al cabo de varias horas. Al llegar a Brest, el
carguero inglés hacía tiempo que había zarpado. Debieron esperar, por tanto, a que
levara anclas el barco polaco. Fue una avería providencial, porque el barco inglés nunca
llegó a puerto. Torpedeado en las costas de Francia, se fue al fondo en un santiamén.
Cuando, a las 21.00 horas del 18 de junio, la familia salía de Brest hacia Inglaterra, De
Gaulle lanzaba al aire su llamamiento: «Pase lo que pase, la llama de la resistencia
francesa…». El capitán Xavier De Gaulle, hermano del general, no llegó a escuchar la
voz salvadora de la BBC. Al llegar a la casa de su madre en Paimont, vio encorajinado
cómo las tropas alemanas habían ocupado el pueblo. Un campesino entró con sigilo en
la casa. Traía noticias frescas:
—Parece que no todo ha terminado. Un general francés ha hablado en la radio inglesa.
—¿Weygand? —preguntó una anciana que se aferraba al brazo del cura párroco.
—No, se llama De Gaulle.
—Dios mío —respondió la anciana—, es mi hijo. Espero que no se haya equivocado.

El 18 de junio de 1940, Charles De Gaulle entró en la historia. Al día siguiente,


Yvonne De Gaulle desembarcó con su familia en Falmouth. El cuartel general de los
franceses libres estaba situado en Carlston-Garden. Churchill encontró una casa en el
condado de Sussex para la familia. Los médicos le recetaron a De Gaulle un abundante
consumo de leche. Cuando se dio cuenta de que Yvonne había comprado la leche en el
mercado negro, le reprendió con su impresionante mirada: «¿De dónde la has traído,
Yvonne?». A partir de ese día, no hubo leche en la mesa de los De Gaulle. El general no
quería privilegios. En mayo, Churchill se dirigió por radio a los suyos: «Nos batiremos
en las calles, en las casas…». Al terminar su discurso, tomó del brazo al arzobispo de
Canterbury y le dijo mientras tapaba el micrófono con la otra mano: «Y con botellas de
cerveza, que es todo lo que nos queda».

DUNQUERQUE, LA EVACUACIÓN

El puerto de Dunquerque era la última vía de salida para los cientos de miles de
soldados británicos y franceses rodeados por todas partes salvo por el mar. ¿Llegarían a
tiempo para ser rescatados por la Armada de los Mosquitos, la flota más extraña que
recuerda la historia de la navegación? Si los taxistas de París trasladaron al Marne los
refuerzos necesarios durante la Gran Guerra, esta heteróclita flotilla de yates privados,
barcos de bomberos y para turistas del Támesis, chalupas de Southampton,
remolcadores, atuneros, mercantes, vapores de ruedas, goletas holandesas, balandros,
transbordadores, motoras y botes salvavidas atendió a la llamada de las fuerzas
copadas en el continente.
Cuando todo se desplomaba a su alrededor, al jefe del Cuerpo Expedicionario
Británico sólo le quedaba Dunquerque. Era la «operación Dinamo». Todos esos barcos
de fortuna estaban dispuestos —afirma Churchill— a «navegar hacia Dunquerque y
hacia el querido ejército». O sea, el Cuerpo Expedicionario Británico de Gort, todo el I
Ejército Francés con unidades del VII, IX y X, fuerzas polacas y belgas y hasta
republicanos españoles que servían en las filas francesas. El mariscal Goering pidió a
Hitler que dejara en sus manos la destrucción de esos ejércitos concentrados en la bolsa
de Dunquerque. Von Rundstedt, cumplido su plan, se había atenido a la espera de
nuevas órdenes. ¿Por qué Hitler no asestó el golpe de gracia a las fuerzas aliadas en
Dunquerque? Es este un misterio que aún sobrevuela la historia.
Dunquerque en llamas. Los ingleses abrieron las compuertas de los canales que
rodeaban la ciudad para retrasar la acometida alemana. La Luftwaffe hizo añicos los
muelles. Dunquerque fue «un milagro de salvamento» para Churchill y una «maravilla
de 9 días» para John Masefield. Desde los acantilados de Dover, el vicealmirante
Ramsay demostró su talento para la improvisación. En las playas bombardeadas, en
medio del humo de los incendios, los hombres se caían a pedazos, se subían como
autómatas a las barcas y a las lanchas que les llevarían a los barcos de mayor calado y a
los destructores. Los aliados abrieron un impresionante fuego de barrera para proteger
la retirada. La rada de Dunquerque se llenó de proas de buques hundidos y
desventurados con la proa al cielo.
De los 693 barcos de todo tonelaje que tomaron parte en la evacuación, 226 fueron
hundidos por la artillería y la aviación alemanas, entre ellos seis destructores. Pero la
noria de la salvación no se interrumpió durante 9 días. Los hombres, molidos de
cansancio y con el agua hasta la cintura, esperaban su turno en las playas para subir a
los botes. Parecían ausentes. Apenas reparaban en el vuelo rasante de los aviones de la
Luftwaffe. Pero la mar es la vieja aliada de Inglaterra: no se movía ni una ola. La
aviación británica vio llegado el momento de responder a los Stukas de Goering. De la
aurora al crepúsculo, 16 escuadrillas embistieron a cara de perro a los alemanes.
Goering perdió 262 aparatos; los ingleses, 130. El Canal de la Mancha se convirtió en
una insuperable defensa antitanques. Las cortinas de humo que cubrían Dunquerque
fueron la mejor pantalla antiaérea. Sobre los muelles flotaban los cadáveres, los restos
de los barcos hundidos.
Mientras los soldados avanzaban hacia los barcos, enterraban en las dunas sus
equipos, sus ametralladoras, sus pistolas y sus morteros, liberaban a sus caballos o
disponían en las escolleras los últimos pozos de tirador y puestos de ametralladora. El 2
de junio, los últimos soldados del Cuerpo Expedicionario abandonaron territorio
francés. La salida del puerto era dificultosa: se había producido un monumental atasco
en el mar. Poco a poco, los soldados, extenuados tras una semana de duros combates, se
abrieron camino. Los últimos barcos levaron anclas. Hubo soldados que se quedaron en
tierra. Las órdenes del Almirantazgo eran estrictas: todas las operaciones deberán cesar
a las 3.30 horas. El general francés Allaurent llegó tarde con sus hombres. Sólo le quedó
descargar un taconazo sobre la arena y saludar militarmente a la flotilla que se alejaba.
Era la libertad la que se iba hacia Dover. No importó; la lucha seguía. Los alemanes se
encontraban a 3 kilómetros del puerto. La «operación Dinamo» terminó con un
inesperado éxito: el Almirantazgo contaba con evacuar a 45.000 soldados y terminó
salvando a 340.000 británicos y a 120.000 franceses y belgas.
El 4 de junio, los alemanes entraron en la ciudad e hicieron 40.000 prisioneros, los
últimos de Dunquerque. Fue una lástima que sobraran 10.000 plazas en barcos que
nunca fueron cubiertas. Los soldados aliados llegaron al otro lado sucios, con sus
uniformes cubiertos de sangre y gasóleo, heridos, hambrientos, mareados y alucinados,
pero vivos. El anábasis por mar había merecido la pena. En Berlín, Hitler hizo que
sonaran las campanas del Tercer Reich cuando aquel martes 4 de junio a las 2.23, un día
soleado, el Almirantazgo dio por terminada la «operación Dinamo». Hitler habló de la
mayor batalla jamás librada en la historia del mundo. En 29 días había conquistado la
mitad del continente. Las viejas capitales de Europa cayeron en la oscuridad de la
esvástica, todas salvo una. Hitler anunció sin exagerar que había destruido 75
divisiones y matado o capturado a 1.200.000 soldados enemigos. En cambio, sus
pérdidas habían sido ligeras, tan sólo 10.255 muertos, 42.523 heridos y 8.643
desaparecidos. Churchill advirtió sobre el peligro de atribuirle el sentido de una victoria
a lo que era una operación de salvamento como la de Dunquerque. «Las guerras —
advirtió— no se ganan con evacuaciones». Para los alemanes fue una victoria sin
rematar; para los ingleses, una victoria moral.
El capitán Read consiguió llevar hasta puerto inglés su destartalada embarcación
cargada de soldados. Uno de sus pasajeros murió en la travesía. Sobre las dunas de
Dunquerque, en un paréntesis de los combates entre la ligera brisa de la mañana,
habían recibido la absolución general de un capellán castrense. Read lanzó al mar el
cuerpo del soldado muerto a bordo y, al guardar su macuto, reparó en que llevaba una
botella en el interior. Era whisky. «Nos la bebimos mis compañeros y yo. Qué otra cosa
podíamos hacer después de aquellos días de tensión. Cuando llegué a casa, mi mujer
me pregunto: “¿Borracho o cansado?”. “Las dos cosas —respondí—. Querida, estamos
en las manos de Dios”».
Winston Churchill siempre tenía a punto una respuesta épica: «Llegaremos hasta el
Final, lucharemos en Francia, en los mares y en los océanos, lucharemos con creciente
confianza y fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el precio
que haya que pagar, lucharemos en las playas y en los desembarcaderos, lucharemos en
los campos y en las calles, lucharemos en los montes, no nos rendiremos jamás. Incluso
en el caso, yo no lo creo, de que estas islas o una gran parte de ellas llegaran a ser
conquistadas, entonces nuestro imperio de más allá de los mares, armado y protegido
por la flota británica, seguirá la lucha hasta que Dios quiera. El Nuevo Mundo, con todo
su poder y con todas sus fuerzas, dará un paso adelante para rescatar al Viejo Mundo».
Era algo más que una premonición. Desde el despacho oval de la Casa Blanca, el
presidente Roosevelt seguía con creciente preocupación el paseo militar de Hitler por
los campos de media Europa.
Sólo quedaban Londres, Inglaterra y las reservas al otro lado del Atlántico. De los 9
días críticos de la evacuación en Dunquerque, el general Spears escribirá en sus
memorias de guerra Carnés del 40: «Weygand y el Estado Mayor francés vivían en pleno
delirio, me recordaban a un tubo vacío de pasta dentífrica».
Dunquerque fue uno de los grandes errores de Hitler, al que seguiría esa batalla de
Inglaterra que echaría por tierra el plan de invasión de las islas, la «operación León
Marino». ¿Cómo pudo dejar escapar a cerca de cuatrocientos mil soldados que, cuatro
años más tarde, se volverían contra él a partir del desembarco de Normandía, el día
más largo? A Hitler, de carácter supersticioso, le inquietaban los éxitos fulminantes. Le
iban demasiado bien las cosas; temía un contratiempo. Por eso le asustó el rápido
avance de los blindados de Guderian y le pidió un alto en el camino. La «operación
Dinamo» fue heroica; el resultado, óptimo, pero en gran parte se debió a la vacilación de
Hitler. De haber ordenado un empujón final a los grupos de panzer de Kleist, hubiera
roto la línea del canal y capturado intacto a gran parte del BEF, el Cuerpo
Expedicionario Británico.
El 24 de mayo, Hitler visitó a von Rundstedt en los cuarteles generales del Grupo de
Ejército A para consultarle: ¿No sería mejor conservar los blindados para la próxima
batalla en la Línea Weygand? Rundstedt estaba de acuerdo. Bastaría con la aviación de
Goering para desbaratar la cabeza de playa de Dunquerque. Ese período de gracia fue
una decisión fatal de Hitler. Ni siquiera envió a sus submarinos para ayudar a la
Luftwaffe. A pesar del caos y la desorganización en los primeros días de la retirada y de
la inferioridad de los cazas ingleses, todo discurrió con pie derecho. Hizo un tiempo
excepcional, de mar en calma. La ansiedad de Hitler por éxitos tan espectaculares
quedó reflejada en el diario del jefe del Estado Mayor, Halder: «17 de mayo, día
desagradable. El Führer está muy nervioso. Espantado por su éxito, teme los riesgos
innecesarios y tiende a frenarnos».
También von Rundstedt se equivocó en su diagnóstico. No sólo no era el momento
de parar, sino el de acelerar la embestida, pero no lo entendió así. De temperamento
calculador y autocrítico, el jefe del Grupo de Ejércitos A le recomendó a Hitler un poco
de paciencia: temía los contraataques que pudieran venir del Norte y del Sur, sobre
todo del Sur. Hitler acudió al cuartel general de von Rundstedt en Charleville, cerca de
Sedán, más con la idea de que el jefe del Ejército A le diera pie para confirmar sus
reservas o sus temores que para buscar un consejo objetivo. Antes de viajar aquel 24 de
mayo, había tomado ya la decisión de echar el freno y dilatar las operaciones.
Impaciente en tantas otras ocasiones, Hitler elegía ahora la ponderación ante el asombro
de algunos de sus generales. Era un reflejo de la I Guerra Mundial. Como suboficial de
Infantería, pensaba siempre en términos de soldado de tierra. También Jold y Keitel
compartían sus escrúpulos: los blindados no podrían operar con facilidad en los
terrenos pantanosos de Flandes. El general Warlimont, que se mantenía en estrecho
contacto con el general Jold, negó que la iniciativa de frenar en seco el avance de los
blindados hacia Dunquerque partiera de von Rundstedt: «Otro motivo me fue revelado
por entonces. Goering habría intervenido para dar seguridades a Hitler, afirmando que
su aviación terminaría la maniobra de cerco al cerrar desde el aire la fachada marítima
de la bolsa de Dunquerque». «Yo creo —afirmaría Guderian— que fue la vanidad de
Goering la que provocó esta fatídica determinación de Hitler».
¿Llegaron a influir los factores políticos en la decisión de Hitler? Así lo creía el
general Blumentritt, jefe de Operaciones del Estado Mayor de von Rundstedt: «Después
de la derrota esperaba firmar una paz razonable con Francia e Inglaterra. Nos dejó a
todos estupefactos al hablarnos de la admiración que sentía por el imperio británico.
Nos hizo notar que había creado ese imperio por medios brutales, pero añadió que “no
se hace una tortilla sin romper los huevos”. Luego, pasó a comparar a la Iglesia Católica
con el imperio británico y dijo que eran los dos elementos esenciales de la estabilidad
del mundo. Terminó diciendo que su objetivo era el de hacer la paz con Inglaterra sobre
la base de un acuerdo que fuera compatible con el honor de los ingleses». De haber
destruido al Cuerpo Expedicionario Británico en Dunquerque, ese acuerdo en el que
pensaba Hitler hubiera sido inviable. Los generales saben que hay que dejar una vía de
escape a un enemigo acorralado. En caso contrario, resistirá hasta la muerte. «Hay
elementos en Mein Kampf (Mi lucha) que nos permiten adivinar —escribe Liddell Hart—
amor y odio por Inglaterra en un carácter tan complejo como el de Hitler. Fue el único
desfallecimiento, la única debilidad en un espíritu sin miramientos».

LA BATALLA DE INGLATERRA

Winston Churchill almuerza con Montgomery, futuro vizconde de El Alamein, en el


hotel Royal Albion de Brighton, frente a un mar perezoso. La ciudad balneario apenas
ha cambiado desde que un niño de 10 años apellidado Churchill jugaba alrededor del
mismo quiosco en torno al cual una guardia de granaderos monta un dispositivo de
seguridad con sacos de arena y ametralladoras. ¿Cuándo llegarán los alemanes?
El primer ministro ha metido en danza a todo el mundo: viaja, pregunta, responde,
indaga, inventa, asegura, tranquiliza, da ánimos. Si el imperio durara mil años, ésta,
según Churchill, sería su mejor hora. Para que, en el torpor del verano, los británicos no
olviden el peligro que les acecha, y para que, de paso, los alemanes no olviden que el
león todavía ruge, ordena a la Marina Real que emplace 2 viejos cañones sobre los
acantilados de Dover. Se llaman Winnie y Poohy deben bombardear a través del canal;
los sirvientes de las piezas informarán a la oficina del primer ministro cada vez que
abran fuego. La primera vez que lo hacen, desde la batería de la Marina Real se informa
al primer ministro:
—Winnie ha disparado hoy 3 salvas. Dos impactos directos.
—¿Impactos directos? ¿Dónde?
—Impactos directos sobre Francia.

Los ingleses no han perdido su sentido del humor.


Los teutones ultiman la «operación León Marino». «Esperamos un ataque desde el
aire, con lanzamiento de paracaidistas —escribe el primer ministro a Roosevelt—. Nos
preparamos para ese momento». Gran Bretaña se moviliza. Las ciudades y los pueblos
bullen en desfiles, estudio de mapas, maniobras y preparativos. Los más viejos
engrasan sus antiguos fusiles de la Gran Guerra para la Seelowe. ¿Lograrán los alemanes
lo que no pudo Napoleón? Todas las armas serán necesarias, porque en su retirada de
Dunquerque sólo han podido salvar 9 de 500 carros de combate y una docena de
cañones del millar que llevaron al otro lado del canal. Gran Bretaña sólo dispone de 786
piezas de artillería de campaña, 167 cañones anticarro, 178 tanques ligeros y 181 carros
de tipo medio. Cuenta con 11 divisiones incompletas y mal adiestradas a las que añaden
de un plumazo las 12 divisiones evacuadas de Dunquerque: tras un merecido reposo,
deben ser reequipadas en su totalidad. Medio millón de voluntarios bajo el mando de
Ironside primero, y de Alan Brooke después, se alistan en la Home Guard, la guardia
interior metropolitana: no dejarán que el enemigo establezca una cabeza de playa. «La
batalla de Francia ha terminado —suspira Churchill—, va a empezar la batalla de
Inglaterra».
Los voluntarios reúnen todo lo que sea capaz de disparar, porque todo será
necesario para detener al león marino alemán, hasta los viejos Lee-Enfield. De los
museos retiran las azagayas, los cuchillos, los kukris de los gurkas (esos hombres
chaparros y duros del Nepal), los mosquetes del motín de Calcuta en 1857 y hasta las
culebrinas de los piratas caribeños. También Churchill afina la puntería en su residencia
de Chequers. Su guardaespaldas, el inspector Walter Thompson, explicará a John Lord
y Levine cuáles son las armas del primer ministro: «No está nada dispuesto a que le
cojan vivo. Su Colt 45 lo lleva siempre cargado. Dice que va a disparar todo el cargador
salvo una bala, esa última bala se la reserva para él. Sus armas favoritas son un
Mannlicher, una Webley 38 y el Colt 45, que es su preferido. Donde Churchill pone el
ojo, pone la bala».
Los periódicos y las revistas, incluido el Picture Post, en el que trabajan veteranos de
la Guerra Civil española, explican a los lectores las técnicas de la guerra de guerrillas, la
mejor forma de cavar trincheras y de convertir las casas en fortalezas, la receta para
fabricar un cóctel Molotov, una botella llena de gasolina con una mecha en el cuello:
«Cuando el tanque se acerque, deberán prender fuego a la mecha y lanzar la botella
sobre el monstruo de acero». Nacen en ciudades y aldeas talleres para la fabricación de
armamento casero. La inminente invasión pone a prueba la creatividad, la disciplina, el
fervor y la habilidad manual de los ingleses. En las fábricas convencionales se labora día
y noche: los obreros trabajan hasta que caen rendidos y dejan su puesto a un
compañero.
Churchill se dirige al presidente Roosevelt para pedirle árnica. ¿No les sobran
algunos rifles fuera de uso? Desde luego que sí. En 48 horas, Roosevelt ha reunido
medio millón de fusiles, con 250 balas cada uno; 900 cañones de artillería de campaña,
en su mayoría viejos 75 franceses; y 8.000 ametralladoras. Desde los arsenales del
ejército norteamericano en Nueva Jersey cargan el material en los buques mercantes
británicos. Churchill se lo agradece de todo corazón a Roosevelt: «Es un acto supremo
de fe privarse de ese armamento con destino a un país que muchos daban ya por
vencido».

ROOSEVELT

Franklin Delano Roosevelt, licenciado en Derecho por las universidades de Harvard y


Columbia, ayudante en la Secretaría de Marina (1913-20), fracasado candidato a la
vicepresidencia por el Partido Demócrata en 1920 y gobernador de Nueva York en 1928,
fue el único presidente elegido por 4 mandatos. Después cambiaría la legislación. A
Roosevelt, que sufrió en 1921 un agudo ataque de poliomielitis del que nunca se
recuperaría del todo, le tocó apechugar con la más fea: la aguda depresión de los años
treinta, el crack de la bolsa y el paro. Por medio del New Deal sacó adelante a un país
sumido en la crisis más profunda. Alivió el desempleo con puestos de trabajo en las
obras públicas, la construcción de puentes, presas y carreteras; concedió préstamos a la
industria; se ganó la confianza de los hombres de negocios con la garantía de depósitos
bancarios y dejó hacer a los sindicatos. Cuando Europa cayó en el totalitarismo,
Roosevelt salvó la democracia en Estados Unidos. Fue «el arsenal de las democracias»,
frase de Jean Monnet, futuro constructor moral de la Europa unida de la posguerra, que
el presidente hizo suya.
Durante los años 30 desarrolló la «neutralidad flexible». De temperamento
aislacionista en una primera fase, más preocupado por resolver la crisis interna y atento
a las encuestas de opinión que subrayaban esa tendencia aislacionista de Estados
Unidos (América, lo primero), cambió de política poco a poco, especialmente con las
leyes de Neutralidad de 1937 y 1939. «Toda la ayuda posible a los aliados, salvo la
guerra» era su lema hasta la entrada estadounidense en el conflicto tras el bombardeo
de Pearl Harbor por los japoneses el 7 diciembre 1941. Se reunió varias veces con
Churchill a lo largo de la guerra. Los 2 estadistas se pusieron de acuerdo en un punto: la
derrota de Hitler. Roosevelt, Churchill y Stalin se dieron cita en Teherán en 1943 y, de
nuevo en Yalta, en 1945. Con sus charlas radiofónicasjunto al fuego, Roosevelt
consiguió corregir la tendencia aislacionista. Alian Bullock dice de él que fue el más
grande y el menos comprendido de los presidentes norteamericanos. Sus enemigos, y
tenía muchos, le echaron en cara su condescendencia con Stalin en la reorganización del
mapa mundial diseñado antes del fin de la guerra.
Creía, por encima de todo, en la superioridad moral y material de Estados Unidos, lo
que no impidió que ayudara a su aliado principal, Gran Bretaña, en vísperas de la
teórica invasión alemana. Frente a consejeros y militares que le urgían una mayor
presencia en el teatro de operaciones del Pacífico, Roosevelt decidió que «Alemania
viene antes». Su mayor contribución al esfuerzo de guerra consistió en amasar soldados
y material en los distintos frentes de guerra. Contra la opinión del general Marshall,
quien daría su nombre al plan para la Europa de la posguerra, y de otros consejeros,
Roosevelt opinaba que era demasiado peligrosa una invasión de Europa en 1942 y 1943,
y prefirió, de acuerdo con la opinión de Churchill, la conquista del norte de Africa,
Sicilia e Italia. Trató a Churchill y a Gran Bretaña con el mayor tacto posible: consiguió
con ellos una de las alianzas más armoniosas de la historia. Eligió a un comandante en
jefe, Eisenhower, que sería uno de sus favoritos y que no haría sino profundizar en esa
política de amistad y ayuda. Lo mismo sucedería con respecto a la China de Chiang Kai
Chek y a los soviéticos, hacia los que se mostró mucho más comprensivo que Churchill.
Roosevelt fue el más político de los señores de la guerra mundial y un comunicador
vivaz en sus conferencias de prensa y en sus charlas por radio junto a la chimenea del
hogar, pero no un intelectual. Dejó a sus colaboradores que le escribieran los guiones,
aunque siempre añadía algo de su cosecha, como la frase «a lo único que debemos tener
miedo es al mismo miedo» en su toma de posesión presidencial (1934). Fue un
improvisador nato que se adaptó a las circunstancias. Cuando le presentaban dos
opciones distintas sobre un asunto determinado, el pragmático Roosevelt decidía, según
Taylor, que lo mejor sería que pasasen a la habitación de al lado y se mezclasen las dos
propuestas. Cuando decía «sí» significa que es sí en ese momento; era una forma de
decir que no, que bueno, que ya veremos, a ver qué pasa.
Sólo a finales de los años 30, con la economía norteamericana en período de
recuperación, saltó al ruedo de la política exterior. Las circunstancias le forzaron a ello a
partir de 1940. Porque en 1938, como recuerda A. J. P. Taylor en su retrato del personaje
en tiempos del compromiso de Munich, «se niega a dar señales de un compromiso o
una sugerencia de apoyo a Francia o a Gran Bretaña». Incluso en 1939, aunque
desaprobaba la política de Hitler, se libró de comprometerse con franceses y británicos.
¿Qué era lo que en realidad pretendía? Para unos, no sabía bien lo que iba a decidir
llegado el momento; para otros, era un decidido partidario de la entrada en la guerra.
Durante cuatro meses, desde el final de la caída de Francia en junio de 1940 hasta el
final de la batalla de Inglaterra, Roosevelt dudó de la capacidad de supervivencia de
Gran Bretaña. Pero lo que más le importaba, según Taylor, autor de Orígenes de la
Segunda Guerra Mundial, era que en caso de invasión Churchill dirigiera su escuadra al
Nuevo Mundo. El primer ministro inglés no estuvo por la labor. A partir de 1941,
Roosevelt dispuso, cada vez más, de mayor autonomía para enviar ayuda a Gran
Bretaña, hasta llegar a la Ley de Préstamo y Arriendo. Dicen sus enemigos que Estados
Unidos estaban decididos a combatir hasta el último inglés y hasta el último ruso.
El presidente, elegido en 1932 y reelegido en 1936, 1940 y 1944, un año antes de su
muerte al lado de su amante, que era la secretaria de su mujer Eleanor Roosevelt (a la
que Franco llamaba «machorra»), congenió con Churchill. Tenía, sin embargo, una
pésima opinión sobre el colonialismo y el imperio británicos. Estaba más cerca de Stalin
que de los imperios británico o francés. A través de sus cartas, que fue lo único que
escribió —no dejó memorias ni libros de tesis—, se desprende que llegó a odiar al
«arrogante». Charles De Gaulle más que al propio Hitler. ¿Era Roosevelt un hombre
superficial? Así lo cree A. J. P. Taylor en Los señores de la guerra: «Nunca dijo nada
profundo, nunca expresó ideas profundas, ni siquiera sobre la guerra. Para él, la guerra
era el resultado de la carestía de materias primas: se acabaría con ella con sólo
redistribuir esas materias».
No cabe duda de que, con su forma de ser, con su estilo, huía de los formalismos y
de las largas sesiones de análisis de la situación. Prefería las charlas con sus amigos
junto al fuego. El presidente supo dirigir la guerra como comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Desde diciembre de 1941 en adelante, no le quedó
otro remedio que arrimar el hombro. Lograría por medio de la guerra algo que deseaba
como nada: la conversión de Estados Unidos en la primera potencia del mundo, en el
gendarme del universo. ¿Hubiera discurrido el mundo por el mismo sendero de haber
durado Roosevelt, amigo de Stalin, unos años más, hasta 1948, en la presidencia?
Cambiaba con frecuencia de opinión, a veces según soplara el viento, pero nadie dudó
nunca de que fuera el jefe, enigmático, pero dueño de una gran personalidad que llegó a
confundir a Stalin. El humor del Zar Rojo y el del presidente de Estados Unidos no
funcionaban en la misma longitud de onda. En una de sus entrevistas le dijo a Stalin:
«¿Sabe que Churchill y yo le llamamos “tío Pepe” en privado?». Stalin se ofendió
muchísimo y replicó: «¿Es esa la idea occidental del sentido del humor?». Era el mismo
Stalin que preguntó cuántas divisiones tenía el Papa. También Roosevelt,
anticolonialista pero partidario de que Estados Unidos conquistara el mundo por la vía
económica, se hacía a veces una idea muy ingenua y peculiar de las circunstancias.
Creía conocer Alemania porque la había recorrido en bicicleta cuando era joven, o le
pedía a Stalin que fuera benévolo con Polonia «porque hay muchos votantes polacos en
Estados Unidos, y tiene que presentarse a la reelección».
El hecho es que Churchill recibió su cargamento de fusiles, municiones, cañones y
ametralladoras aunque debería pagarlo a precio de oro. Cuando los barcos llegaron a
Liverpool, fueron recibidos como el maná. Las playas inglesas se cubrieron de minas, de
sacos de arena, de puestos de ametralladoras… En Inglaterra, una nación en armas a la
espera del enemigo, todo eran conjeturas sobre la fecha de la invasión; el portavoz de
Mussolini, Virginio Gayda, aseguró que sería un viernes. «Es un día tan bueno como
cualquier otro», respondió Churchill, que no dejaba de enviar una carta tras otra al
presidente Roosevelt. Eran misivas llenas de un sentimentalismo romántico, épico.
Todos estaban preparados, también Adolf Hitler, que en su mensaje de Navidad
afirmaba, con sus legiones desparramadas del Artico al Mediterráneo: «Estamos
preparados. 1941 completará el triunfo más grande de nuestra historia». George Orwell
diría que «el culto al poder es la nueva religión de Europa».
La Home Guard (guardia metropolitana) estaba en su puesto de combate con los
fusiles Springfield y Lee-Enfield de la Gran Guerra desembalados y a punto; las fábricas
de aviones Spitfire, a pleno rendimiento. Se elevaron globos cautivos sobre los objetivos
militares. Cuando faltó el aluminio para la fabricación de aviones, las amas de casa
británicas hicieron entrega de sus pucheros y sus utensilios de cocina. Hasta se
inventaron armas nuevas, de construcción casera. Pero el arma esencial la hemos visto
expuesta en el Museo Imperial de la Guerra de Londres: el radar. Watson Watt, del
Laboratorio Nacional de Física, confirmó al Ministerio del Aire que contaba con un
instrumento inventado por los alemanes, pero perfeccionado en sus laboratorios, que
era capaz de detectar una aeronave lejos del alcance del ojo humano gracias a la
reflexión de las ondas electromagnéticas sobre la ionosfera. Era la Radio Direction
Finding, el radar. Gran Bretaña se rodeó de estos grandes centinelas metálicos que
recogían en la pantalla cualquier movimiento de los aviones enemigos. Sin ellos no
hubiera sido posible la victoria sobre la aviación de Goering.
Churchill se maravilló del tiempo de respiro que le dejó Hitler. No pudo minar o
cubrir de obstáculos y alambradas los 800 kilómetros de playa en los que
desembarcarían los invasores, los «hunos», como les llamaba el primer ministro, pero
protegió 100 kilómetros de litoral. Lo que después ocurrió no tardaría en demostrar que
Churchill se había preparado mejor para la defensa que Hitler para el ataque. ¿Qué
esperaba? ¿Un mensaje de paz de Churchill? Conocía mal al primer ministro y a los
ingleses. Como en Dunquerque, el canciller alemán dejó la tarea a la aviación. En la
batalla de Polonia, que conquistó en 26 días; en la de Noruega, que le llevó 28; en la de
Dinamarca, de sólo 24 horas; en la de Holanda, de 5 días; en la de Bélgica, durante 18
días; y en la de Francia, durante 35 días, Hitler tomó una parte muy activa. Estuvo
pendiente de los detalles y siguió con pasión los movimientos de sus tropas, había
elaborado planes y hablado con sus generales.
El 19 de julio, sus tropas desfilarían bajo el arco de Brandenburgo entre oriflamas y
ovaciones. Nombró 12 nuevos mariscales. Sin embargo, se resistía, dijo, a seguir la
guerra. Se mostraba generoso y ofrecía la rama de olivo a Winston Churchill. «En
conciencia —dijo Hitler—, me siento en la necesidad de lanzar un nuevo llamamiento a
la razón de Inglaterra. Creo que puedo hacerlo porque soy un vencedor. No veo ningún
motivo para que esta lucha siga adelante. He liberado mi conciencia». Al día siguiente,
el ministro de Exteriores, Halifax, respondió por herr Churchill: «Alemania obtendrá la paz
si evacúa todos los territorios que ha ocupado, si restaura todas las libertades que ha abatido y si
da garantías sobre el porvenir». Era un sopapo en pleno rostro. Hitler se retiró a su refugio
de Berchtesgaden donde paseaba con Blondi, su perra loba, recorriendo el
impresionante escenario de montañas. El hombre que tenía respuestas para todo
dudaba, meditaba. ¿No sería mejor atacar a Rusia en lugar de a Inglaterra? Llamó a su
refugio de las águilas al comandante en jefe de la Wehrmacht, Keitel, al que acababa de
entregar el bastón de mariscal: «¿Cree, Keitel, que si atacamos a Rusia ahora mismo
podremos vencerla antes de que llegue el invierno?». «¿Quién puede oponerse o dudar
de los designios del Führer?». Keitel, señaló Cartier, era un ja-mann, sólo sabía responder
que sí a las preguntas de Hitler.
En el mes de julio había que trasladar las fuerzas desplegadas en el Oeste hacia el
Este. Eso llevaría por lo menos 6 semanas. El almirante Raeder, reunido con Hitler y
otros jefes militares, opinaba que no era el mejor momento para el desembarco en
Inglaterra. Mayo y junio, los meses óptimos, ya habían pasado en el calendario. De
pronto, el Führer entró de nuevo en estado de animación, se había quitado un peso de
encima y tomado una decisión: abandonar momentáneamente a Inglaterra, que caerá
tarde o temprano como una fruta madura, para concentrar su esfuerzo sobre Rusia. Al
fin y al cabo, si Rusia caía, como esperaba, arrastraría a Inglaterra en su caída. Porque
Hitler no calculaba que Estados Unidos fuera a entrar en guerra. Además, se podía
rendir a Gran Bretaña por medio de la guerra aérea y submarina. Ya estaba decidido:
Hitler enviaría 120 divisiones hacia Rusia y guardaría 60 en el Oeste.
¿Cómo una decisión de tanta trascendencia podía tomarse en unas horas y sin
discusión previa? Era la forma de actuar de Hitler. Nadie abrió la boca en la reunión del
31 de julio. Dos días antes, el mariscal Brauchitsh le sugirió a Halder: «Debemos
conservar la amistad con Rusia». Eran las viejas tesis de Bismarck. Los 2 callaron en el
encuentro de Berghof, nadie discutía con Hitler. «Si un general se hubiera levantado
para decirle a Hitler que desaprobaba alguna de sus ideas, no sólo hubiera sido
fusilado, sino que yo lo hubiera tomado por loco», escribió Halder. Había generales de
la Wehrmacht como Jodl, tan próximo a Hitler que consideraban azarosa la invasión de
las islas británicas. Tan sólo Julio César lo consiguió: sugería a cambio la conquista de
Gibraltar, el cierre del Mediterráneo, la ocupación de las Islas Canarias y las Azores, el
envío de blindados a Libia para ayudar a los italianos en la conquista de Suez. Era, en
suma, el plan Mediterráneo. Hitler no quiso más dilaciones. Vivía obsesionado con
Rusia.
Para poner en marcha la «operación León Marino» —la invasión de Inglaterra—, era
necesario que antes su fuerza aérea destrozase a la aviación inglesa, la RAF (Real Fuerza
Aérea), en tierra, en el aire, allí donde la encontrase, y destruyera también las fábricas
de aviones. Alemania contaba con 2669 aparatos entre cazas, bombarderos horizontales
o en picado y caza-bombarderos para poner de rodillas a Churchill. Después del consejo
de guerra del 31 de julio en Berghof, Hitler redactó su orden número 17: la ofensiva
aérea general contra Gran Bretaña comenzaría el 5 de agosto con 3 flotas aéreas que se
repartirían los objetivos, la Luftflotte del general Stumpf al Norte, la del mariscal
Kesselring, que tenía su cuartel general en Bruselas, y la del mariscal de campo Sperrle,
desde Bretaña a Normandía.

HORAS DRAMATICAS

Las condiciones meteorológicas no eran las mejores. La guerra relámpago desde el aire
se retrasaría unos días. Churchill miraba al cielo. Antes de la invasión, Hitler debía
dominar el mar y el aire. «La batalla de Inglaterra —aseguró el primer ministro— está a
punto de empezar. De esta batalla depende la supervivencia de la civilización
cristiana». El plan de Goering era diáfano: primero los aeropuertos de la Real Fuerza
Aérea, los depósitos y las instalaciones; después, las fábricas; y por último, Londres.
Los jóvenes pilotos británicos sabían lo que les esperaba. Uno de ellos, Richard I
lillary, dijo recién salido de la academia: «El piloto de combate debe reunir las
cualidades del que se enfrenta a un duelo: frío, preciso, impersonal. Debe saber matar
bien. Porque sólo hay una salida: o matas o te matan». El as de la aviación alemana,
Adolf Galland, que mandó varios escuadrones de la Legión Cóndor en la guerra de
España, opinaba que el Spitfire inglés era más lento que el Messerschmitt 109 de la
Luftwaífe, pero capaz de un repertorio mayor de piruetas, más ágil y contorsionista, y
su armamento —2 cañones de 20 milímetros y 4 ametralladoras—, sin duda alguna,
letal.
Los aparatos ingleses y alemanes se observaban sobre la vertical del Canal de la
Mancha. No habían empezado aún las escaramuzas. Unos y otros se vigilaban a través
de sus distintas frecuencias de radio. Cuando un piloto inglés insultaba a un piloto
alemán, se escuchaba la voz de éste: «Sucio inglés, te enseñaré a hablar a un alemán». Se
anunciaba un combate no sólo intenso, sino personal, de piloto a piloto, lleno de rabia.
Muchos de aquellos bravos pilotos británicos no habían cumplido aún los 20 años.
Goering dio la orden el 6 de agosto. El tiempo mejoró el 12. Ese día, descargó sobre
Inglaterra la furia de la aviación alemana. En alas —brigadas aéreas— de más de 100
aparatos, en oleadas sin fin, los Stukas, los Messerschmitt y los Dornier cruzaron el cielo
de Inglaterra y soltaron sus bombas sobre los campos de aviación en Dover, al sur de
Londres, en Portsmouth o contra las estaciones de radar en la Isla de Wight. Fue un
espectáculo increíble. Durante el día, a todas horas, los aviones ingleses, advertidos por
el ojo mágico del radar de la llegada de sus enemigos a los acantilados de Albión,
despegaron de sus bases y se enzarzaron con el invasor en una batalla sin respiro. Se
vieron toda clase de acrobacias, de toneles y loopings. El cielo se pobló de nubecillas
blancas de la artillería antiaérea y de paracaídas blancos. Muy pronto se supo que
Goering no podría destruir en tierra a la RAF, como hizo con la fuerza aérea polaca o
francesa. Los ingleses estaban en el aire y daban la cara. El Adlertag (el día del águila,
según Goering) era un título demasiado pomposo para resultados tan decepcionantes.
El 13 de agosto, las escuadrillas alemanas habían hecho ya 1485 salidas. La aviación
alemana abrazaba Inglaterra en forma de pinza desde el Támesis hasta el estuario del
Solent. Pero la Luftwaffe también había perdido 45 aparatos, y los británicos, 13 y tan
sólo 7 pilotos. Desde el primer día aparecieron claros los defectos del ataque aéreo de
Hitler: los Messerschmitt 109 tan sólo podían permanecer 20 minutos más allá del Canal
de la Mancha. Un radio de acción muy limitado al que había que unir una menor
maniobrabilidad que los Spitfire. En cuanto a los Ju-87, héroes de las batallas de Francia,
tropezaron con las barreras de globos cautivos, y se revelaron no sólo vulnerables a las
baterías antiaéreas, sino a los ataques por detrás de los Hurricane y los Spitfire. En
cuanto a los Dornier, Heinkel III o Junkers 88, bombardeaban mal, sin precisión. La
Luftflotte IV, procedente de las bases noruegas, se desprendió de sus bombas en el mar
del Norte, se refugió en las nubes y volvió desordenadamente a sus bases. Ya no
tomaría parte en ninguna otra batalla sobre el cielo de Inglaterra.
Goering no sabía qué hacer. El enemigo era coriáceo, mortífero. La Luftwaffe se
estrellaba contra la RAF. Iba a cambiar de estrategia: más aviones, más bombas, otros
objetivos. El resultado fue el mismo. Churchill, «aquel volcán coronado por el humo de su
cigarro habano», se encontraba recluido en el despacho de operaciones de la colina de
Beggin frente a una batería de teléfonos de campaña y unos indicadores eléctricos en
rojo que anunciaban el despegue de las escuadrillas.
Eran horas dramáticas. Los pilotos británicos, polacos, checoslovacos y belgas
estaban agotados: debían despegar, combatir, aterrizar, repostar y volver a despegar.
«No nos quedan reservas», se lamentaban los generales del aire. Churchill se llevó las
manos a la cabeza. Era domingo y el primer ministro recordó que la batalla de Waterloo
contra Napoleón se ganó en domingo. Cuando estaban casi perdidas las esperanzas,
algo extraño ocurrió en el espacio aéreo británico: el cielo quedó vacío, los pilotos
alemanes se retiraron. Era el instante supremo, el momento crucial. Los aviones
alemanes desaparecieron de la pantalla de radar. Churchill salió de la sala de
operaciones. Quería respirar aire fresco, comprobar si de verdad la Luftwaffe plegaba
velas. Keith Park, el jefe del estratégico Group II, que cubría desde Southampton a
Norwich, se encontraba a su lado y le oyó murmurar: «Nunca en la historia de los
conílictos humanos tantos debieron tanto a tan pocos». Fue un domingo afortunado.
Los alemanes recibieron un duro castigo. Faltaba todavía una tercera fase en el plan de
Goering, la última. Iba a ser Londres la que pagase su fracaso.
Desde el cabo Griz Nez, el comandante de la Luftflotte II, Kesserlring, cuya sonrisa
era tan abierta y tan mortífera como la de un tiburón, vio junto al reichmarschall
(mariscal del imperio). Goering cómo partían los Heinkel y los Dornier con sus bombas
incendiarias, con sus bombas pesadas, con nuevas dosis de cargas mortíferas. Era el blitz
(el rayo, el relámpago). Le iban a dar a Londres la misma ración de metralla y fuego que
recibieron Guernica, Varsovia y Rotterdam. Desde 1935, Churchill había denunciado la
falta de defensas aéreas de la capital. No le hicieron caso. El primer ministro sabía que
los londinenses necesitaban unas salvas de ánimo. A partir del 10 de septiembre
abrirían las bocas de sus baterías. «Más que para hacer daño al enemigo, para dar
satisfacción a la gente». Subió la moral de esos cientos de miles de personas que vivían
en los refugios, en el metro, que no pegaban ojo apretados a sus mantas, pendientes de
las lágrimas de sus hijos, de las señales de sirenas de alarma aérea, del silbido de esas
monstruosas bombas que pulverizaban edificios y desintegraban hasta las piedras.
El terror, cráteres, escombros. Los ingleses sabían cómo soportar una prueba tan
dura: con flema, con esperanza, con sentido del humor. No había que perder los
nervios. Eso era lo que quería un enemigo que se ufanaba: «Nuestras fuerzas aéreas han
asestado por primera vez el golpe en el corazón del enemigo». Fue la tarde del 6 de
septiembre cuando 320 bombarderos, con el apoyo de 600 cazas, remontaron el curso
del Támesis. Así, durante 23 días. Ni siquiera el Palacio de Buckingham se libró de las
bombas explosivas e incendiarias. Winston Churchill se multiplicó, habló, arengó y
animó mientras Hitler se desgañitaba: «Haremos que ese hombre deje de hablar». Nadie
lo había conseguido en 66 años. El estandarte ondeaba sobre Buckingham: el Rey y la
Reina se encontraban en su residencia. La señora Landemare, la cocinera de Churchill,
le preparaba uno de sus postres favoritos cuando el primer ministro le ordenó que
corriera hacia el refugio: había sonado la alarma aérea. 2 minutos después, la cocina de
la calle Downing era un montón de escombros.
Londres vivió durante un mes en las catacumbas. Las bombas alemanas eran cada
vez más potentes. Algunas, de diseño nuevo, llevaban tonelada y media de peso y
colgaban de los paracaídas. Churchill lloró. A los chicos de su vieja escuela de Harrow
les dijo mientras apretaba los puños: «Nunca, nunca, nunca os deis por vencidos». El blitz,
el ataque alemán, se extendió hasta Bristol, llegó a Coventry, a Manchester, a Liverpool,
a Birmingham. Era la demolición generalizada. Churchill no perdió el humor en sus
discursos ante la Cámara de los Comunes. Tampoco lo perdió el locutor de la BBC que,
tras el bombardeo de Monkey Hill, la colina de los monos del zoo londinense, anunció
con voz grave: «La moral de los monos sigue muy alta».
Poco a poco, el humo se dispersó, el cielo se vació y los aviones alemanes
desaparecieron en dirección a Rusia. El primer ministro felicitó a la nación: «Un millón
de ciudadanos británicos murieron en la I Guerra Mundial. Nada sobrepasa a 1940. No hemos
temblado, no nos hemos movido. Hemos desafiado al tirano en el cénit de su poder».
En el vigésimo segundo aniversario de la batalla, que Inglaterra conmemora el 15 de
septiembre, el comodoro Deacon-Elliot, que como muchos héroes no se sentía héroe, me
dijo en la base de Beggin-Hill que el punto débil durante toda la batalla fue la falta de
pilotos: «Yo tuve en la Escuadrilla 72 a una banda de mozos tan valientes como
inexperimentados. La formación de base de un piloto necesitaba 50 veces más tiempo
que la construcción de un Spitfire o de un Hurricane. Por eso, muchos de nuestros
jóvenes fueron presas fáciles. Al no haber tenido tiempo para familiarizarse con el
manejo de sus aparatos, se preocupaban más de pilotar correctamente que de vigilar su
retrovisor, que es donde aparecía el peligro». El miedo o el cansancio no eran los únicos
inconvenientes, sino el sueño, la ansiedad, la angustia, la bisoñez. «¿El miedo? Claro
que teníamos miedo —me decía el capitán inglés—. Venía cada mañana, al despertar,
pero esperábamos a los alemanes como una especie de liberación, porque el primer
combate del día nos ponía las ideas en claro. Cuando empezaba el combate, no había
tiempo para reflexionar. El radar fue una ayuda inestimable. Rara vez pudieron
sorprendernos los pilotos alemanes».

LOS CABALLEROS DEL AIRE

La batalla de Inglaterra tuvo 3 fases: la primera, del 8 al 18 de agosto; la segunda, del 24


agosto al 5 septiembre; y la tercera, del 17 septiembre al 31 octubre. En esta última fase,
los ataques diurnos fueron sustituidos poco a poco por raids (incursiones), generalmente
nocturnas, que crecieron en intensidad mientras terminaba el mes de octubre. Los
historiadores alemanes prolongan la duración de la batalla del 13 de agosto de 1940 al
22 de junio de 1941, fecha de la ofensiva contra la URSS.
«Si la RAF ayudó al país a remontar las dificultades en 1940, la prueba que sufrió
Londres bajo los bombardeos permitió a la aviación encontrar, a cambio, nuevas fuerzas
para la victoria —me decía el capitán Inge, piloto de Spitfire—. Mientras que las
formaciones enemigas se preocupaban en septiembre y octubre de alcanzar la ciudad,
nosotros pudimos poner en orden nuestras bases. Las escuadrillas no abandonaron su
trabajo, pero su funcionamiento mejoró mucho».
Durante el primer adlertag, el capitán Ingle, a los mandos de su Hurricane, subió
hasta los mil metros. El radar había señalado el rumbo del enemigo y el vicealmirante
Park dio la alarma a las escuadrillas. «Puse el avión a todo gas y me dirigí hacia el
primer Dornier que encontré a mi alcance. Los atacantes arrojaron sus bombas y se
disponían a virar para el regreso. Pero yo no abandoné mi presa, caí sobre ella y la tomé
de través, luego reduje la distancia a menos de diez metros antes de abrir fuego con mis
Brownings. Vi cómo estallaba el parabrisas y cómo se abría la carlinga: el Dornier
descendía dando vueltas y en llamas».
Los que el general Ismay, subsecretario del Gabinete de Guerra, llamó «los cinco mil
pilotos de mejillas sonrosadas» supieron dar buena cuenta del enemigo. Fue el primer
choque masivo en la historia de la aviación y dio lugar a numerosas películas. Una de
ellas, La batalla de Inglaterra, se rodó en España y a ella acudió como consejero el as
alemán Adolf Galland, que entonces residía en Bonn y se dedicaba a los negocios. La
resistencia del enemigo frustró a los pilotos alemanes.
El mariscal Goering se vio obligado a aumentar su dosis de paracodeína. Tomaba
treinta tabletas al día para tratar de comprender lo que ocurría sobre los cielos de
Inglaterra. Vivía fuera de la realidad. Uno de sus principales errores fue subestimar la
capacidad de producción de aviones por parte del enemigo. En lugar de concentrarse en
objetivos concretos, prefirió cambiarlos de forma constante, de uno a otro, sin orden ni
concierto: un día las estaciones de radar; otro, los aeropuertos, sin terminar nunca el
trabajo.
El fracaso de sus pilotos le puso rojo de ira: «Son unos consentidos. Los hemos
condecorado demasiado», le dijo a Adolf Galland poco antes de finalizar la guerra.
Galland, que entonces contaba veintinueve años, fue el comandante de la 26 Ala de
Combate en la batalla de Inglaterra, el hombre que se quitó la Cruz de Hierro y la
estampó contra la mesa… No pudieron hacer nada más. Los aviones ingleses eran más
manejables. Ellos, los pilotos alemanes, no tenían comunicación entre cazas y
bombarderos, y ni siquiera una orientación desde tierra. La verdad es que ellos mismos
lo habían querido así. Los pilotos que combatieron en la guerra española, que
bombardearon Durango y Guernica, formaban una casta con un alto sentido del esprit
de corps. Hacían lo que querían. Sus éxitos contra la aviación republicana española, muy
inferior en todos los sentidos, hizo de ellos unos «niños mimados» con sueldos de lujo,
continuos privilegios y rutilantes condecoraciones.
Los ingleses fabricaron el doble de aviones de combate en los meses que duró la
batalla de Inglaterra, el Verdún de la Luftwaffe. Hitler se encontró un día con que le
bombardeaban la capital, Berlín. Aquello era demasiado para su orgullo. Ni había
entendido los secretos de la guerra en el aire, ni hubo coordinación entre los
bombarderos y los cazas de escolta, ni se prolongó el radio de acción de la defensa
aérea, ni se tuvo en cuenta el cargamento de bombas, que en un Heinkel era de
setecientos kilos y en un Lancaster o un Boeing-17 era 10 o 12 veces superior.
El general Johannes Steinhoff, que derribó 176 aparatos aliados, habló del estrés que
afectó a los pilotos alemanes durante la batalla: «Fue el período más duro. Yo volé sobre
Africa, en Rusia, en Stalingrado. Después, contra los Boeings sobre Alemania, y fue en
Inglaterra donde más sufrí. Tan sólo pensábamos en el tiempo que haría. Si era bueno
tenías que despegar a las 8.15. La segunda oleada de bombarderos debía esperar a las 11
de la mañana, por lo que te veías obligado a volver a la base a tiempo para escoltarlos. Y
te quedaba el vuelo de la tarde si el tiempo era bueno. Así todos los días, sin respiro. Y
el alcohol no ayudaba. Tenías que estar en buena forma física». Era el kanalkrankheit
(síndrome del canal). La batalla de Inglaterra los puso enfermos de ansiedad: la
apendicids se hizo endémica entre los pilotos de Goering. Se pegaban un tiro, se abrían
las venas o aparecían flotando en el agua del canal. No podían soportarlo. En cambio,
los ingleses luchaban sobre su territorio, para salvar su patria. Fue, después de todo,
una guerra entre caballeros, quizá la última: no estaba permitido ametrallar a los que se
lanzaban en paracaídas. Pero muchos lo hicieron sotto voce, en uno y otro bando.
El peor trago para Inglaterra fue el del 15 de agosto: 34 aviones llegaron al día
siguiente, 27 al otro. Entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre, los alemanes
destruyeron 295 Hurricanes y Spitfires y dañaron otros 171. Fue aún peor la pérdida de
pilotos: 103 muertos y 128 heridos en ese mismo período. Uno de cada 3 comandantes
de escuadrilla resultó muerto o herido. La revancha de Churchill no se hizo esperar.
«Ahora que han empezado a molestar a Londres —dijo el 25 de agosto a los mandos de los
bombarderos de la RAF—, quiero que les deis duro, y Berlín es el mejor lugar para ello». La
sorpresa de los berlineses fue absoluta al ver sobre sus cabezas a los aviones británicos.
¿Cómo podía ocurrir algo así, cuando Goebbels y Goering afirmaban que la guerra
estaba ganada? William L. Shirer, corresponsal de la cadena de radio norteamericana
CBS, escribió en su diario: «Nunca se lo habían imaginado. Al empezar la batalla de
Inglaterra, Goering les dijo que eso nunca podría ocurrir. Ahora, su desilusión era grande.
Tenías que ver sus caras para comprenderlo».
Los ingleses convirtieron en leyenda viva a los «caballeros del aire». Eran sus héroes,
sus defensores. Peter Townsend, uno de esos héroes de la batalla de Inglaterra, me dijo
en una visita a Madrid, donde presentó su libro sobre los niños del mundo, que
«vivíamos con tanta intensidad, siempre en medio de la acción, despegando, volando, peleando,
aterrizando para volver a despegar, que ese era el mejor antídoto contra el miedo y la fatiga. Tan
sólo cuando cesaba la acción nos hallábamos en condiciones de comprender lo que había pasado.
Todo parecía que conspiraba contra nosotros, pero nos encargaron un trabajo y nos sentíamos
bien preparados para acometerlo. No, nunca llegamos a pensar que perderíamos la batalla de
Inglaterra». Adolf Galland afirmó desde su casa colgada sobre el Rin que «nosotros nunca
veíamos al hombre, sino a su avión. El enemigo era el Hurricane o el Spitfire, no el piloto».
En todas las guerras, los dos bandos exageran sus éxitos en el campo de batalla. La
de Inglaterra no fue una excepción: desde julio hasta finales de octubre, los alemanes
perdieron 1733 aparatos, y no los 2689 anunciados; mientras que la RAF perdió 195
cazas, en lugar de los 3058 de que habló el enemigo. En tierra fue «una guerra de los
ciudadanos», como la llamó el novelista Priestley.
En cuanto a los bravos pilotos ingleses, cuya esperanza de vida era de 87 horas de
vuelo, sus enemigos les hicieron el mejor homenaje al referirse a ellos como «dielords»
(los caballeros). «La línea del frente —escribió Vera Brittain— formaba parte de nuestra vida
cotidiana». Sus nombres retumban todavía hoy en lo más alto de la emoción británica:
Bader, Deere, Fimcane, Johnson, Lacey, Lonkciewski, Mckellar, Malinshi, St. John,
Stanford-Tuck, Szulkowski, Urbanowicz, Vybirzl, Zurakowski; apellidos polacos y
checos, que lograron resistir el desánimo y formaron nuevas unidades con las que hacer
frente al común enemigo (escuadrones 302, 303, 310 y 312).
El balance final, efectuado por la prestigiosa revista After the Battle en una obra
conmemorativa de 815 páginas y publicada en forma de libro en 1980, enumera las
pérdidas humanas de uno y otro bando de la siguiente forma: pilotos de la RAF
muertos en la batalla, 537; pilotos de caza de la Luftwaífe caídos en la misma lucha
(julio-octubre 1940), 551. El total de muertos en las tripulaciones alemanas
(bombarderos y cazas) ascendió a 2.662.
Capítulo cuatro

El Alamein

—¿El Alamein? Lo alcanzará usted a unos 400 kilómetros de aquí. No tiene pérdida,
siga la carretera del litoral —me dijo el oficial de la frontera libia en Egipto pocos años
antes de la llegada del coronel Gadafi al poder.
Entre el Mediterráneo y el gran desierto, recorría el camino hacia el delta del Nilo
por este paisaje que fue campo de batalla para romanos y cartagineses y, luego, para los
conquistadores musulmanes, Alejandro y Napoleón. Más tarde sería el escenario del
duelo a muerte entre Rommel y Montgomery.
El forcejeo entre las fuerzas del eje (italianos y alemanes) y los aliados quedó
zanjado, a lo largo de 12 días y 12 noches, en la aldea de El Alamein, en territorio
egipcio. El 2 y el 3 de noviembre, Erwin Rommel escapó de milagro a la aniquilación
total. Las tropas del general Montgomery persiguieron al «Zorro del Desierto» en su
retirada. El 15 de diciembre, se luchaba aún en El Agheila, entre Trípoli y Bengasi, las 2
primeras ciudades de Libia. Rommel quemaba sus últimos cartuchos. Falto de
carburante para sus panzer y con el Afrika Korps seriamente dañado en la batalla,
retrocedió hasta la Línea Mareth en Túnez. Hostigado por la aviación aliada —la suya,
falta de combustible, se había quedado casi inmovilizada en las pistas improvisadas de
los inmensos arenales—, una inesperada lluvia torrencial frenó la persecución por
espacio de 36 horas. Durante casi 2 años, Rommel dominó el desierto occidental entre
alternativas, escaramuzas repentinas, ofensivas y calculados repliegues tácticos.
Desde que salí de El Agheila, sólo en Marsa-el-Brega, terminal de descarga de los
oleoductos, dispuse de unas horas para escapar de 2 tormentas del desierto: el polvo y
las moscas que, además de las minas, los tanques y la aviación, convirtieron estos
parajes en un infierno. Era el terreno ideal para los tanques. Me reconfortaron una
ducha fría y una taza de té helado. Después, reanudé el largo y extenuante paseo por la
Cirenaica entre restos de ruinas romanas, oleoductos, palmeras y arbustos aislados,
escorpiones, ratas, dromedarios, alguna gacela…
Menos de 25 años después de la famosa batalla, el sol homicida del desierto no había
logrado desintegrar los restos de chatarra de los dos ejércitos. Bastaba con seguir la
pista de este material, torretas de tanques enterrados en la arena o piezas de artillería
que asomaban sus cañones en las cunetas, para comprender la dimensión de aquella
guerra librada hasta la aniquilación. Alejandría y el Nilo se encontraban ya al alcance de
Rommel cuando éste fue detenido en seco durante los últimos días de octubre de 1942.
2 meses más tarde, en Stalingrado, la Wehrmacht cedería también la iniciativa en el
frente ruso. «Demasiados rusos y un alemán de más», le diría el general Speidel a Desmond
Young, autor de Rommel. De esta manera, en el espacio de 10 semanas decisivas, Hitler
perdió la guerra. Churchill definió así este período fundamental de la historia: «Antes de
El Alamein, nunca vencimos; después de El Alamein, nunca fuimos vencidos».
Cuando llegué a Tobruk, descubrí que las bombas y la artillería de uno y otro lado
habían dejado una honda huella en la ciudad libia. Hasta el punto de que algunos
cartógrafos la borraron del mapa. Cuando llegué, todavía se vivía la reconstrucción.
Surgían edificios altos y blancos sobre la costa. Sus habitantes abandonaban la pesca por
el petróleo. Tobruk se desperezaba al olor del crudo. Los obreros del petróleo se
gastaban sus billetes ganados en la soledad, el polvo y las tormentas de arena en unas
botellas de cerveza, que eran las más caras del mundo. Veía a los enemigos de ayer,
compañeros hoy como los italianos, franceses, norteamericanos, ingleses, alemanes,
beber juntos, cantar a coro Lili Marlen o tomar el mismo vuelo con dirección a la dolce
vita de Atenas, Malta o Beirut. En Tobruk había unos cuantos comercios abiertos, con
aire de provisionalidad, y un cine en el que proyectaban una película de Hollywood
sobre la vida de Rommel. Fue una de las ciudades más castigadas durante la guerra.
En la terraza de un bar, bajo la cacofonía de los martillos neumáticos, pedí una
cerveza sin alcohol de las que fabricaban en Bengasi. Un inglés de Tobruk llamado
Alian, de bíceps tatuados y cuerpo tostado por el sol, me ofreció un cigarrillo egipcio,
de los que traían de la Tripolitania. Hablamos de Montgomery, de Rommel y de los ex
combatientes del ejército que desde Alemania, Italia, Gran Bretaña o incluso Australia y
Nueva Zelanda venían hasta Tobruk en ese nostálgico salto atrás del soldado que desea
visitar de nuevo el lugar de sus batallas. «Vienen sobre todo en los aniversarios de las
batallas —me decía Alian—. Los ingleses, mis compatriotas, lo hacen sobre todo desde 1954. El
24 de octubre de 1954, el mariscal Montgomery inauguró el memorial de El Alamein, no lejos de
donde estuvo emplazado su cuartel general. Llegan también los italianos y alemanes. Todos ellos
depositan flores en sus respectivos panteones de guerra».
El mariscal Montgomery, enigmático, reservado, calculador, egocéntrico, astuto y
lleno de sangre fría, del que Churchill dijo que era «inesperado en la derrota e insoportable
en la victoria», tenía una calle a su nombre en Tobruk. Los diversos cuerpos del ejército
que combatieron aquí mostraban sus emblemas en los muros de la ciudad: británicos,
australianos, neozelandeses, indios, franceses libres y surafricanos que combatieron a
sus órdenes en aquel carrusel del desierto, de avances y retrocesos.
El Africa Korps desembarcó en febrero de 1941 para deshacer los entuertos italianos
y Rommel recuperó la Cirenaica. Tobruk cambió de bandera cuatro veces, la última
cuando el ejército de Rommel, desarbolado en El Alamein, se batió en retirada con los
restos de las divisiones Panzer 15 y 21 hasta Túnez. De Tobruk a Bardia y Sollum,
circulé bajo el asedio constante de las moscas, por la carretera que construyeron los
italianos con una sangría de liras y hombres que cayeron fulminados por la disentería, a
la mayor gloria del magno imperio de Mussolini. Los italianos levantaron monumentos
de mármol y sus jefes hicieron una guerra con vistosos uniformes, buenos vinos,
salamis y espaguetis.
En 1937, los fascistas construyeron la carretera de la costa desde la frontera de Túnez
a la de Egipto. Seguía más o menos como entonces, agujereada, taladrada por los
proyectiles y rajada por el sol. Las consignas de Mussolini seguían en el mismo sitio, las
fasces y las cruces gamadas. Mussolini proclamó en Venecia el imperio italiano, resucitó
el concepto de mare nostrum y el espíritu de la Roma antigua. Pero ya no se bebía chianti
en Trípoli, ni Rita Pavone cantaba en los salones italianos de Bengasi. Se cerró el Banco
de Roma y más de veinte mil italianos desalojados por Gadafi volvieron a sus orígenes.
Eran algunos de los que combatieron en las divisiones Folgore o Brescia de infantería o
en el XX Cuerpo de Ejército, divisiones Ariete, Littorio y Trieste. ¿Cuál fue el
comportamiento del soldado italiano en la encarnizada batalla del norte de Africa? Un
libio que era maestro en Derna y que combatió junto a los italianos me dio su versión de
la capacidad combativa de unos y otros en aquellos frentes:
—Yo estudié el italiano en Derna —me dijo Sidi Mohamed— porque Libia era
italiana. Me movilizaron al estallar la guerra. Junto con otros paisanos y amigos hicimos
todos 3 meses de instrucción en los que no aprendimos nada. Al terminar los tres meses
nos enviaron a la guerra. Nos entregaron un fusil tan pesado que apenas podíamos
cargar con él. Nos llenaron la cabeza de palabras como imperio, victoria, destino, etc. Yo
no dispararé un solo tiro. Los ingleses nos hicieron prisioneros. Pero ¿quiere saber de
verdad por qué los italianos perdieron la guerra? Por la baja moral, los pésimos jefes, el
mal armamento, la corrupción, la mala adaptación al terreno y el clima. Iban todos
amontonados, de mala manera, en los camiones. Eran carne de cañón. Ni los soldados
ni los vehículos ni sus carros de combate tenían la capacidad de maniobra de los
tanques y los soldados británicos. Pero, más que nada, yo creo que les perdió el asunto
de la comida, del rancho.
—¿Del rancho?
—Sí: espaguetis, canelones, raviolis, tortellinis. Su jamón, el salami, les daba una sed
espantosa, lo mismo que las anchoas. Perdieron un tiempo precioso ocupados en sus
cocinas de campaña mientras mascullaban qué diablos hacían allí, bajo tan altas
temperaturas, tantos mascalzoni… Claro, así les sorprendían los ingleses con la pasta en
el tenedor y con el vino de Falerno o de Frasead en el paladar. Para hacer la guerra en el
desierto, el soldado debe ser muy sobrio, tener temperamento de nómada, no dejarse
dominar por la sed, por la gula, por el licor, y comer poco. Los ingleses, por el contrario,
o los australianos o los indios se bebían una lata, la tiraban y otra vez en marcha.
—¿Cómo vio a los alemanes de Rommel? —pregunté al maestro de Derna.
—Los alemanes confiaban en Rommel, lo idolatraban, le seguían allí adonde fuera,
él mismo vivaqueaba en la primera línea junto a los hombres. Mostraban un sentido
más claro de la disciplina militar. Sabían utilizar sus armas, eran frugales en la comida,
tomaban pastillas de sal, filtraban el agua y no se dejaban engañar por los espejismos;
resistían el polvo, las serpientes, las moscas y los escorpiones y, sobre todo, obedecían.
En sus únicos momentos de expansión, cantaban a coro el Lili Marlen, el himno de la
guerra, o se bañaban en el Mediterráneo. Pero les faltó material humano para cubrir
todos los frentes. Y gasolina. Los suministros que Rommel pedía a Hitler nunca
llegaban.
Gasolina, el eterno problema. Una sola división blindada del Octavo Ejército
británico requería diariamente 320.000 litros de gasolina, 350 toneladas de munición y
50 toneladas de piezas de recambio. Los obreros de Tobruk continuaban en la faena del
desescombro como si la guerra hubiera terminado anteayer. A extramuros de la ciudad
podían verse las reliquias, el fuselaje de un avión, el esqueleto de un Panzer Mark III o
el cañón de un 88 milímetros, un antitanque de tanta eficacia que despedazaba a las
columnas británicas. Todo lo demás les fue vendido como chatarra a los avispados
italianos, que, de vuelta en el escenario de la guerra, se llevaron tanques, cañones y
aviones a Italia para su transformación en ollas o frigoríficos. De esta forma, el material
perdido por los fascistas de Mussolini pasó a manos de los industriales toscanos del
«milagro industrial» enrolados en la Democracia Cristiana de Alcide de Gasperi.

PELIGRO, MINAS

Junto a la carretera por la que me dirigía a la frontera egipcia, aparecían, dibujados a


gran tamaño, los escudos, las insignias de las tropas vencedoras del Octavo Ejército de
Montgomery. Martin Gilbert explica en su biografía de Churchill la excelente impresión
que le causó Montgomery al primer ministro en las maniobras de ensayo ante la
invasión alemana de Gran Bretaña. Como los generales Alexander y Alan Brooke,
«Monty» era oriundo de Irlanda. Pasó por la academia de Sandhurst, fue herido y
condecorado en la Gran Guerra, y uno de los últimos en abandonar Dunquerque.
Cuando el general William Henry Gott resultó muerto al ser derribado su avión por los
alemanes, «Monty» fue el elegido por Churchill para derrotar al Afrika Korps. No fue
una relación fácil: frente a la impaciencia de Churchill, Montgomery oponía la cautela.
«Dadme 15 días —dijo— y resistiré el ataque alemán, dadme 3 semanas y derrotaré a
los hunos (término despectivo con el que los británicos designaban a los alemanes,
mientras los franceses decían boches), dadme un mes y los echaré de Africa». Era lo que
necesitaba el Octavo Ejército: restaurar la moral, contrarrestar con un general fanfarrón
y pagado de sí mismo el efecto hipnótico que la figura de Erwin Rommel causaba entre
sus tropas. «Monty» era un hombre sin mucho tacto, algo indisciplinado y mandón,
pero el «antizorro del desierto» era capaz de ganarse la devoción de sus soldados. Era,
al mismo tiempo, un general que conocía bien el intríngulis de la guerra mecanizada.
No dejaba un solo detalle al azar, era minucioso en la preparación de la batalla. Era más
querido y respetado por sus hombres que por sus superiores. Tenía su cuartel general
en un remolque. Hijo de un obispo anglicano, era austero, huraño, cascarrabias y duro
de mollera.
En una gasolinera a la salida de Tobruk, me dijeron que todos los años llegaba un
pintor desde Bengasi para repintar los emblemas deteriorados por el salitre. Así, el viaje
por el litoral mediterráneo de Libia se convertía en un paseo por la arena, las ruinas, las
venas del petróleo y los túmulos de los caídos. Al lado de Tobruk se alzaban el
cementerio alemán, dos mausoleos británicos y uno francés. Paralela al cordón negro
del oleoducto, a la sombra de árboles raquíticos, se levantaba una gran cruz sobre las
tumbas alemanas. Dos cruces de Lorena y dos lápidas de mármol escoltaban la cancela
del cementerio francés. En una de ellas aparecían esculpidas las palabras del general De
Gaulle. Tomé nota: «El mundo ha reconocido a Francia cuando en Bir Hakeim un rayo
de su gloria renaciente ha venido a acariciar la frente ensangrentada de sus soldados.
General De Gaulle, jefe de los franceses libres. Londres, 13 de junio de 1942».
Esta frase, pronunciada en el estilo grandilocuente de los generales de aquel tiempo,
celebraba la gesta de Bir Hakeim desde el micrófono de la BBC. No había guardianes en
el cementerio francés. Estaban sólo los muertos en sus tumbas, bajo la soledad sonora
del viento del desierto. Cruces blancas, 2 cañones, un antiaéreo. Vi apellidos de
republicanos españoles en las cruces, apunté los de Treviño, Muñoz, Castaño y
González. En el túmulo se contaba, con el laconismo de un parte bélico, por qué y cómo
murieron estos soldados de la Francia libre.
El 27 de mayo de 1942, la Primera Brigada francesa cubría en Bir Hakeim el flanco
izquierdo del Octavo Ejército británico. El 16 de junio, alemanes e italianos cercaron la
posición. Rommel en persona dirigía el ataque. Después de resistir lo indecible en
condiciones infrahumanas, con numerosas bajas, agotadas las municiones y los víveres,
el general Koenig, que mandaba la guarnición, recibió del cuartel general del Octavo
Ejército la orden de retirada. La resistencia de la Primera Brigada de la Francia libre
permitió a los británicos ganar tiempo para organizar su dispositivo en El Alamein.
Desde Tobruk hasta cerca de Alejandría, los márgenes de la carretera y el desierto
eran una sucesión ininterrumpida de hierros retorcidos, corroídos. Sobre cada palmo de
arena, a medio enterrar, asomaban latas de carburante vacías. Este combustible, más
precioso que el agua, desbarató los proyectos tácticos de Erwin Rommel. Era un paisaje
opresivo, desolado, roto tan sólo por una palmera aquí, una mata de arbusto allá, una
caravana de beduinos en el horizonte. Me recordaba la guerra metro a metro. Alambres
de espino delimitaban las zonas todavía minadas. Los hombres del desierto no
necesitaban de arcilla o ladrillos para construir sus chabolas, les bastaba con las latas de
gasolina con las que Rommel y Montgomery alimentaban sus carros. Era los bidonvilles
del desierto occidental.
Al llegar a Marsa Matruh, supe que esta chatarra no sólo hizo la fortuna de algunos
industriales italianos, sino también la de un comerciante egipcio llamado Hayad, que
compró al rey Faruk la concesión de todo el material abandonado en el desierto egipcio.
«Hayab —me dijo un talabartero de Marsa Matruh— tardó tres años, de 1947 a 1949, en
recoger con su flota de camiones los restos de los carros fuera de combate, los aviones,
morteros, cañones y vehículos blindados y trasladarlos a sus talleres de El Cairo. Se hizo
de oro».
Sin embargo, quedan perímetros minados como en la frontera argelino-tunecina.
Fue allí donde me advirtieron: «Si quiere usted llegar hasta Suez, deberá pasar noches
en el desierto; tenga cuidado al elegir el sitio donde extender su saco de dormir.
Quedan aún miles de minas diseminadas por el desierto. Todavía hoy, en la oscuridad,
hay caravanas de camellos que hacen estallar minas».
He visto, sobre las ondulaciones del terreno, los esqueletos de los camellos
fulminados por las minas Teller alemanas. El color ocre del metal oxidado brillaba al sol
sobre la arena. Como restos de un gigantesco picnic, quedaban en la arena bidones,
utillaje de campaña y latas de conserva made in Portugal.
No lejos de Sollum, hice un alto en el camino en un campamento beduino. Eran
media docena de tiendas pardas preparadas para resistir el kamzin, el fuerte viento del
desierto. Me ofrecieron leche agria, pan ácimo y huevos. Al fondo de la jaima, vi sobre
un arcón, cubierto con una manta, todo un arsenal de armas cortas. Señalé hacia una de
ellas. El jefe me trajo una oxidada Beretta italiana, la preferida de James Bond, y la
manipuló como un maestro armero. Los hijos de los nómadas jugaban con pistolas,
fusiles y ametralladoras de verdad. El jefe de la tribu me regaló una de las pistolas.
Por fin llegué al gran acantilado de Sollum antes de que fuera noche cerrada. Aquí
fue donde empezó, en septiembre de 1940, la ofensiva italiana. El Duce contaba con
medio millón de hombres en Africa, con 10 acorazados y numerosas escuadrillas de
aviones repartidos en sus bases de Sicilia y Libia. La marina mercante inglesa no pudo
navegar por el Mediterráneo y debió tomar el largo rodeo por el Cabo de Buena
Esperanza. Mussolini, el nuevo César, tenía ganas de entrar en acción. Tan sólo el
duque de Aosta, miembro de la familia real italiana y virrey de Etiopía, contaba con
200.000 soldados. Los británicos reunían a 50.000 hombres en todo el Oriente Medio, al
mando del general sir Archibald Wawell, silencioso, impenetrable, musculoso y de
rostro arrugado. Dicen que tenía la intuición militar del gran duque de Marlborough.
Su segundo de a bordo, el general O’Connor, era un maestro de la batalla de castigo: la
aproximación sigilosa, el asalto por sorpresa, la persecución implacable. O’Connor
llevaba todavía en el pecho la Medalla de Plata al Valor, que ganó con el ejército italiano
en 1918. Los amigos de ayer son los enemigos de hoy. También los soldados y oficiales
condecorados en la Guerra Civil española reaparecerían en el teatro de operaciones del
frente norteafricano, entre ellos Bergonzoli, que mandó una de las 4 divisiones
motorizadas en la batalla de Guadalajara, o el general von Thoma, que llegó a España
como coronel para entrenar a los soldados de Franco y entrenarse de paso ellos mismos.
Von Thoma, jefe de las fuerzas de tierra y de las unidades mecanizadas, dijo que los
españoles eran rápidos para aprender y rápidos para olvidar. Pues bien, von Thoma fue
hecho prisionero por los ingleses después de la batalla de El Alamein. Lo encontraron
vagando sin rumbo por el campamento, con todas sus condecoraciones puestas y
echando pestes de Adolf Hitler, que les negó el permiso para una retirada más que
necesaria. Como hizo Napoleón, Mussolini quiso invadir Egipto no para alzar el velo
islámico, sino para cortar su línea vital de comunicaciones con las colonias de la India y
Extremo Oriente.
Los italianos vencieron en el primer asalto. El 19 de agosto de 1940, los ingleses
evacuaban Somalia. El 14 de septiembre, las fuerzas del mariscal Rodolfo Graziani
partieron desde sus posiciones en Bardia y Fuerte Capuzzo hacia la frontera egipcia. En
aquella ocasión lo hicieron sin dormir la siesta hasta llegar a Sidi Barraní, en espera de
refuerzos para proseguir la ofensiva hacia Alejandría. En el mar, las cosas les fueron
peor que en tierra: la escuadra británica pulverizó a la italiana fondeada en el golfo de
Tárenlo en un fulminante ataque con aviones torpederos que resultó ser un ensayo de
Pearl Harbor que nadie, excepto los nipones de Yamamoto, quisieron entender.
En diciembre de 1940 se inició la ofensiva británica en Libia con Wawell al mando.
Un modelo clásico de aniquilamiento, una batalla de Cannas en el desierto. (En Cannas
el cartaginés Aníbal destrozo al ejército romano en el 216 a. de C.). En 1941, las fuerzas
británicas avanzaron en territorio libio y tomaron Tobruk y Bengasi tras destrozar a las
unidades italianas en Beda-Fomm. Los alemanes observaban con inquietud el curso de
los acontecimientos. Pese al poco entusiasmo de Hitler, se verían obligados a intervenir
en el frente meridional. El Afrika Korps desembarcó en febrero de 1941. Entre marzo y
abril, las fuerzas del eje recuperaron la Cirenaica para detenerse en Tobruk, que
conquistaron tan sólo dos meses después. Entre noviembre y diciembre, tuvo lugar la
contraofensiva de Auchinleck que liberó Tobruk.
1942 fue el año de la guerra relámpago de Rommel sobre la Cirenaica. Pero Tobruk
permaneció en manos aliadas. El 26 de mayo se produjo una nueva ofensiva de Rommel
y un ataque a Bir Hakeim, donde el general Koenig resistiría hasta el 10 de junio. El día
21 de ese mismo mes, los alemanes entraban en Tobruk. El 30 de junio, el Afrika Korps
se encontraba en El Alamein, a 96 kilómetros de Alejandría. No pasó de allí. Era la
primera batalla de El Alamein. En octubre llegó la segunda gran ofensiva de
Montgomery, que ganó a los alemanes la decisiva batalla de El Alamein, a la que el
propio «Monty» codificó como Lightfoot (pie ligero).
Al llegar a Sollum, donde terminaba la carretera construida por los italianos, se
entraba en Egipto. Estas posiciones fueron molidas por la artillería pesada de las 2
partes, que arrancó de cuajo las rocas. El paso de Sollum, de gran valor estratégico,
provocó algunas de las más sangrientas batallas de la guerra.
Mohamed El Arabi era guardián del Mausoleo Británico de Sollum. Los sepulcros de
cara al mar estaban tan sólo separados por una franja de playa y por la carretera de El
Alamein y Alex. Los egipcios, al viejo estilo de la guerra, llamaban Alex a Alejandría. El
jefe de El Arabi vivía en El Cairo y venía una vez al año a Sollum en visita de
inspección. En el cementerio reposan los restos de dos mil cuarenta soldados y oficiales
británicos y de la Mancomunidad Británica de Naciones. El Arabi me mostró el catálogo
con los nombres de los caídos y un resumen de lo que fue la campaña. Hablaba italiano.
Estuvo con el duque de Aosta en la campaña de Abisinia. En enero de 1941, los ingleses
le hicieron prisionero cerca de la frontera de Sudán: «Estuve un año en un campo de
concentración inglés, pasé mucha hambre y sed. Allí nos arengó el rey Idris a los
prisioneros libios para que lucháramos junto a los aliados en la liberación de nuestro
país. Después, los oficiales ingleses nos plantearon la alternativa: “Los que se apunten
como voluntarios serán libres, los que prefieran seguir aquí pueden quedarse”. Cuando
me liberaron en 1943, llegué a Tobruk; era una masa informe de escombros y cenizas.
Seguí hasta Sollum y, en 1946, me encargaron de cuidar el cementerio».
El viaje desde Argelia a Port Said, en Egipto, a lo largo de más de 3.000 kilómetros,
es una reflexión monocorde sobre las causas y efectos de la guerra. Neumáticos
abandonados, reliquias de la contienda, cruces en los cementerios. Algún árbol, un
privilegio en esta geografía, proyecta una leve sombra sobre las tumbas. El paisaje no da
otra alternativa que ésta a la imaginación.
Mohamed El Arabi abrió la cancela del camposanto y paseamos un rato sobre el
cemento. Algunos epitafios llamaron mi atención por su fuerza simbólica, su filosofía de
la muerte y lo absurdo de la guerra. En una cruz de mármol leí: «J. Blackshaw, de la
RAF»; grabado en negro sobre la lápida, la frase: «Noches silenciosas, noches de
soledad». Algo más lejos: «Milnes Gaskell. ¡Oh!, valiente corazón». Y sobre la tumba de
dos hermanos muertos en la batalla, su madre había esculpido esta frase: «Viajaron por
los bosques hacia la salida del sol». Mohamed, que vivía junto a los panteones, salió a la
carretera para decirme adiós y desearme buena suerte: «Mabruk, mabruk», gritaba. Poco
después, lo veía por el espejo retrovisor vestido con su galabie, el albornoz de los árabes,
entre una nube de polvo.
De nuevo me sumergí en la carretera del desierto, el hombre a solas consigo mismo.
Un escenario vacío, de ciencia ficción, que permitía una gran libertad de maniobra.
Espacios inmensos en los que cabían un millón de tanques. La campaña puedo
desarrollarse sin testigos ni interferencias. Tan sólo un obstáculo y un propósito: la
destrucción del enemigo. Una región desolada en la que, a veces, no llueve durante
años. Un piso firme sobre la alfombra de arena, más que suficiente para sostener el paso
de las divisiones blindadas. Una ausencia casi total de defensas naturales. Sólo con
dinamita pudieron los zapadores romper la capa de piedra y construir pozos de
tiradores o leves refugios antiaéreos.
En estos días de viaje por el teatro de operaciones del desierto occidental, sufrí la
maldición del polvo, la arena y las moscas como nuevas plagas de Egipto. No resultaba
difícil imaginarse al tanquista de las panzer divisionen o al infante australiano, de
pantalones cortos, casco y botas, o al movilizado ciudadano londinense, con acento
cockney, en el fragor de la batalla norteafricana, perseguidos por el polvo, desorientados:
sólo la brújula o el fuego de las piezas artilleras les permitían a veces conocer su
posición. En El Alamein, los guías y los gaiteros escoceses condujeron a la infantería del
Octavo Ejército hasta las defensas de Rommel. Alexander Cliffors, corresponsal de
guerra, señalaría que la arena pulverizada era fina como el rapé o la harina, penetraba a
través de los párpados o los labios cerrados y atravesaba cualquier tipo de uniforme:
«Es un polvo que se pega a los alimentos y a los cañones de los fusiles, o a los motores
de los aviones. Estraga la boca, irrita los ojos y te convierte el pelo en una mata de
estropajo». Un informe del cuartel general aliado señalaba en El Cairo, en junio de 1940:
«Una de las pocas ventajas para los soldados con un desierto por campo de batalla es
que no hay espectadores».
Aldeas tristes, del color de las dunas. Apenas encontré en ellas algo que llevarme a
la boca. En la marcha hacia el Nilo, Sidi Barraní se me apareció fantasmal, débilmente
alumbrada por lámparas de petróleo. Sidi Barraní sonó mucho en los partes de guerra
del primer asalto, que opuso Wawell a Graziani, el mariscal de opereta. Wawell les dio
duro a los italianos allí, les obligó a replegarse hasta Fort Capuzzo y la frontera egipcia.
Graziani, presa del pánico, pretendía retirarse aún más, pero Mussolini le frenó en seco.
Ya estaba bien de fugas y humillaciones ante el enemigo británico. «He aquí un tipo con
el que no puedo enfadarme porque lo desprecio», diría Mussolini de Rodolfo Graziani.
Churchill necesitaba hombres y material para la defensa de Inglaterra, y tuvo que
llamar a surafricanos, indios, australianos y neozelandeses para romper las defensas
italianas del general Bergonzoli, quien logró huir. En Roma se hablaba de la lucha de la
«pulga» italiana contra el «elefante» británico. Los australianos hicieron cuarenta mil
prisioneros. «Una “pulga” muy singular», se enfadó Mussolini, que disponía de mil
cañones entre Sidi Barrani y Tobruk. Los italianos correrían más allá de Tobruk
perseguidos por la Séptima División Acorazada, que se abría camino entre tormentas de
arena, con un severo racionamiento de agua. Luego llegaron las lluvias, el barro fatal
para el avance de los carros. Pero Graziani no podía detener la ofensiva y se batió en
retirada hacia Tripolitania. El general de la Séptima División Acorazada, Michael
Creagh, logró recorrer 150 kilómetros bajo el claro de luna, hasta que la mañana del 5 de
febrero dio con las columnas italianas que se deslizaban con lentitud hacia la vía Balbia.
Los húsares del coronel Combe cortaron la carretera cerca de Beda-Fomm, y el grueso
de la división blindada cayó sobre el flanco del enemigo. Los italianos arrojaron al suelo
sus armas. Los australianos pudieron entrar en Bengasi: el número de prisioneros
italianos se elevaba ya a 150.000. Esta vez, el general Bergonzoli, el humillado ante
Guadalajara, el de la «barba eléctrica», que había escapado al cerco de Bardia y al de
Tobruk, cayó en manos aliadas.
Hitler hizo el análisis de la situación: Inglaterra podía forzar a Italia a que
abandonara la guerra, la tenía cogida por el cuello, con una pistola sobre la nuca. «El
efecto moral —afirmó el Führer a la plana mayor de la Wehrmacht— sería desastroso, la
posición estratégica de Italia es importante y tenemos ya un flanco débil en el sur de
Francia. Hay que apoyar a Italia». Hitler le impuso una serie de condiciones a
Mussolini. El general Graziani volvió a casa para ceder el puesto al general Garibaldi. El
Deutsche Afrika Korps (DAK) estaba a punto con la Quinta División Ligera, un
regimiento de carros y una división blindada, la 15 PD. Hitler había pensado en el
general von Funck para mandar la fuerza expedicionaria, pero éste acababa de regresar
muy escéptico de un viaje de reconocimiento a Tripolitania. Por eso, el elegido fue un
general más optimista y rompedor llamado Erwin Rommel, comandante de su Cuartel
General durante la campaña de Polonia. Rommel fue llamado a Berlín el 6 de febrero y,
tras una toma de contacto con los italianos en Roma, llegó a Trípoli nueve días después.
Lo que Rommel encontró al llegar era peor de lo que había imaginado: un ejército
italiano desmoralizado, mal mandado y mal pertrechado. Para los generales ingleses, la
arena en los carburadores era una amenaza peor que la de los bersaglieri. El genio de la
guerra móvil, Rommel, tomó nota. Sus carros del Afrika Korps tardarían en llegar.
Churchill prefirió la prudencia, preocupado por la guerra en Grecia y los Balcanes: los
ingleses habían llegado demasiado lejos, corrieron dos liebres estratégicas a la vez. Era
hora de retirarse a las bases. Churchill se jugó mucho en ese envite, no sólo el Canal de
Suez, la llave del paso hacia la India, sino los pozos petrolíferos de Oriente Medio. Una
de sus primeras preocupaciones fue la defensa de Malta, la isla en la que repostaban los
barcos que en la Edad Media se dirigían a las Cruzadas, la base del Mediterráneo
Central en tiempos del almirante Nelson. En 1940, Malta era un muelle mal defendido
por unas obsoletas baterías antiaéreas y unos pocos aviones antediluvianos, una roca
sin vegetación y sin agua. En la capital, La Valetta, un sistema de túneles y galerías
taladradas bajo la roca servía de refugio a los malteses. Los tres aviones Gladiator poco
podían hacer frente los bombarderos italianos. Los llamaron Fe, Esperanza y Caridad.
Llegaron luego algunos Hurricanes e incluso Spitfires, y el as canadiense, George
Bernling, derribó una veintena de aparatos enemigos; pero, mes tras mes, los italianos
no cejaron en sus bombardeos sobre la isla. Murió mucha gente. Bernling cayó después
la guerra, al estrellarse en Roma con su sobrecargado Michell en uno de sus rutinarios
vuelos de amunicionamiento hacia el recién independizado Estado de Israel el 28 de
mayo de 1948.
Durante el verano, los británicos reforzaron sus posiciones en el fértil delta del Nilo.
El general Wawell pudo comprobar que mientras aflojaba a la presión de Hitler sobre
Inglaterra, crecía el envío de armas al ejército del Nilo. Todo le sería necesario para
combatir al nuevo enemigo. Rommel no era Graziani, para desgracia de los británicos.
El general O’Connor había sido cortés con el adversario prisionero, el general
Bergonzoli, al que destrozó en Beda-Fomm. Al llegar hasta él, después de pasar por
depósitos de munición, tiendas, camiones abandonados y miles de prisioneros, se
disculpó ante el general italiano: «Perdone porque no hayamos podido atenderle mejor,
no ha dado tiempo». Replicó Bergonzoli: «Ya he visto que traían mucha prisa». En
efecto, O’Connor había recorrido casi 800 kilómetros, derrotado a un ejército 5 veces
mayor que el suyo, tomado ciento cincuenta mil prisioneros, ganado cuatrocientos
tanques, mil doscientos noventa cañones y cientos y cientos de camiones. Tan sólo
perdió mil setecientos cuarenta y cuatro hombres. Era la blitzkriegal estilo británico. Tan
sólo le quedaba el salto a Trípoli, pero la estrategia requería el envío de unidades a otros
frentes de guerra: Grecia, los Balcanes, Etiopía o Sudán. Los soldados de O’Connor
necesitaban un reposo después de tan larga y fatigosa cabalgada. La llegada de Rommel
se hizo notar: los ingleses y los australianos, al son de sus canciones favoritas como
Waltzing Matilda o El mago de Oz, iban a volver por donde vinieron. Ahora les tocaba
empujar a los alemanes, con «el Zorro del Desierto» a la cabeza.

ROMMEL

La reputación de Erwin Rommel no ha hecho sino crecer a los 50 años del fin de la
guerra. Era ya admirado en las 2 partes por su dominio de la guerra moderna, pero
también por su magnetismo, su capacidad de mando, su popularidad entre los
soldados, su caballerosidad y el buen trato que daba a sus prisioneros. «La audacia, el
uso de la sorpresa, la disposición para aceptar riesgos y la intuición del campo de
batalla —escribe en Los generales de Hitler Martin Blumenson, teniente coronel retirado,
ex combatiente de la II Guerra y profesor de Relaciones Internacionales— distinguieron
a Rommel en el ejercicio del mando». Con menos recursos que el enemigo, sin apoyo
aéreo y con un servicio de inteligencia inferior al de los aliados, demostró que era
soberbio en el ataque y en la retirada. Había sido herido y condecorado en la I Guerra
Mundial. Se ganó a pulso la promoción, ya que no formaba parte de la aristocracia
militar ni del grupo de enchufados del Estado Mayor.
En un medio en el que lo normal era el monólogo, Rommel sabía escuchar y sabía
mandar. Su comportamiento en la I Guerra fue impresionante. Luego, estuvo en las
trincheras, fue un héroe de la batalla de Caporetto en la que los italianos perdieron
doscientos cincuenta mil hombres: le condecoraron con la medalla Pour le Mérite, la
misma que recibió Goering en la I Guerra por su actuación como piloto, reservada tan
sólo para excepcionales actos de valor —el futuro filósofo Ernst Jünger sería distinguido
con ella—. También Rommel dio clases en la Academia de Dresde, publicó un libro
titulado Ataques de infantería y estuvo con Hitler en Los Sudetes (Checoslovaquia) al
frente del batallón de seguridad del Führer. Rommel vivió al lado de Hitler a su regreso
a Berlín tras la campaña de Polonia: no le interesaba la política, pero en esos primeros
tiempos admiraba la determinación de Hitler. Despreció, en cambio, a muchos de los
que le rodeaban. Hitler admiraba en Rommel su valentía, su imaginación para hacer la
guerra y su modestia, tan distinta al talante de los junkers, los aristócratas del ejército. La
protección personal de Hitler era un honor, pero el lugar de Rommel estaba en el campo
de batalla. Soñaba con una división acorazada, deseaba entrar en acción. Los despachos
y las academias no eran su sitio. Hitler le concedió la división acorazada. A los 48 años,
Rommel tomaba el mando de la Séptima División de Panzer, acantonada en Godesberg,
en el Rin.
La primera característica de Rommel como jefe era su aproximación al frente. No era
un guerrero de cuartel general. «Los soldados —afirmaba— necesitan un contacto físico
con su comandante en jefe. En momentos de pánico, de fatiga o desorganización, o
cuando se necesita algo extraordinario de ellos, el ejemplo personal del comandante
obra milagros, sobre todo si ha tenido la habilidad de crear una especie de leyenda a su
alrededor». Esta cercanía al peligro le costaría numerosas heridas a lo largo de su
carrera; la última de ellas, cuando dos aparatos aliados atacaron en julio de 1944 el
coche en el que viajaba por una carretera de Francia. El conductor, herido de muerte,
estrelló el coche contra un árbol. Para entonces, 3 días antes del atentado contra Hitler,
ya había perdido la confianza en el Führer. Algunos conjurados pensaron en Rommel
para sucederle.
La campaña de Francia haría de Rommel el «Caballero del Apocalipsis», un héroe
popular en su patria. Su ofensiva con la Séptima División de Panzer hizo que un
derrotado general francés le dijera con admiración: «Es usted demasiado rápido para
nosotros». En 6 semanas de campaña capturó 100.000 prisioneros y más de 450 tanques
franceses; sólo perdió 682 soldados, 1646 resultaron heridos y 296 desaparecidos. Sin
embargo, su hora más alta llegaría cuando Mussolini, con la cuerda al cuello, solicitó la
ayuda de Hitler en el norte de Africa. Rommel dispondría de una ventaja inicial en
medio de un cuadro de desastre: el Gobierno británico había decidido intervenir en
Grecia, invadida por Mussolini. Los italianos le imploraron a Rommel la salvación de
Trípoli, la capital.
No había tiempo que perder. Rommel puso manos a la obra para reconquistar la
Cirenaica, cuya capital era y es Bengasi. La ofensiva empezó el 31 de marzo de 1941 y
fue demoledora. Con dos divisiones alemanas, cuatro divisiones de infantería italiana y
dos divisiones acorazadas italianas, desalojó a los británicos de El Agheila y de Bengasi.
¿Quién podría detener a tamaña fuerza de la naturaleza, a la avalancha blindada? Tan
sólo quedó Tobruk, aislada en manos de los ingleses. La falta de gasolina detuvo el
avance del Afrika Korps, pero la guerra relámpago en el desierto dejó estupefacto al
mundo. Martin Blumenson recoge una frase del general sir Claude Auchinleck, que
sustituyó a Wawell en junio de 1941, dirigida a su Estado Mayor: «Caballeros, hablamos
demasiado de nuestro amigo Rommel».
Auchinleck inició su ataque contra Rommel el 18 de noviembre de 1941; le hizo
retroceder hasta Marsa El Brega. Esa vez, en la ofensiva «Crusader». (Cruzado),
Rommel perdió 38.000 hombres y 340 tanques. Se encontraba corto de carburante y
víveres, pero logró salvar lo esencial para un nuevo contraataque. Al héroe de la guerra
mecanizada le tocaba mover sus piezas, y lo hizo con su furia y coraje habituales. Había
recibido nuevos suministros de hombres y vehículos acorazados gracias a que el general
Kesserling (el mismo que dijo: «la marina alemana es imperial; el ejército de tierra,
republicano; y la aviación, nazi») logró dominar los cielos del Mediterráneo central. El
21 de enero, Rommel puso en marcha sus carros y en menos de 2 semanas retomó
Bengasi y Derna. A partir de ahí, alemanes y británicos procedieron a preparar sus
tropas para la ofensiva. El ataque británico estaba previsto para junio. Con su
característica rapidez de reflejos, Rommel adelantó su embestida a finales de mayo.
La ventaja de Rommel era su autonomía, su arrojo. Las fuerzas británicas sufrieron
problemas de coordinación con la cadena de mando. El general alemán destruiría 260
tanques en Tobruk y ocuparía la ciudad, haciéndose con 30.000 prisioneros. Los colonos
italianos recibieron entre aclamaciones a los soldados de Rommel. Bir Hakeim cayó en
manos italo-alemanas. Era un rayo de gloria para la decaída Francia libre, el intento de
transformar una derrota, un puñado de voluntarios franceses enfrentados a fuerzas
superiores, en una victoria moral. El general Koenig protestó a Londres por este intento
de rehabilitación nacional, por un episodio minúsculo en medio de una gran guerra:
«No es necesario que conviertan el cerco de Bir Hakeim en una novela; yo soy un
soldado, no un payaso». Pero la desesperada y fallida defensa de Bir Hakeim sirvió
para estimular el movimiento de resistencia francés.
Winston Churchill recibió en Washington la noticia de la caída de Tobruk. Después
del desayuno, el presidente Roosevelt le tendió un telegrama que acababa de recibir:
«Tobruk se ha rendido con 25.000 hombres». El cañón de 88 milímetros y la brillantez
de Rommel, su capacidad para decidir y afrontar el riesgo, dieron unos resultados que
dejaron mudo a Churchill. El rey Faruk de Egipto se entrevistó secretamente con
Rommel para preparar su entrada en El Cairo. El Afrika Korps se había convertido en
una gran maquinaria de guerra, resuelta en el ataque y tenaz en la defensa. Sus
soldados fueron adiestrados en una zona arenosa de la Península Báltica: recibieron
tempestades artificiales de arena, vivieron con altas temperaturas, les racionaron el
agua y la comida. Nada les sorprendió cuando desembarcaron en Trípoli. El 7 de junio,
los ingleses habían perdido ya 10.000 hombres. La batalla de Gazala se saldó con la
destrucción completa de las unidades acorazadas británicas. El campamento era una
ruina humeante de carros Grant, Stuarts y Crusaders. Olía a carne humana carbonizada:
el antitanque de 88 milímetros, de tubo largo y elevada velocidad de disparo, hizo otra
vez de las suyas. La victoria tuvo su recompensa: Hitler nombró mariscal de campo a
Rommel. A los 49 años, era el más joven del ejército alemán.
No duraría mucho su felicidad, porque el 1 de julio de 1942, el general Auchinleck
sometió a un duro castigo artillero a sus extenuadas fuerzas. A mediados de julio,
Rommel escribió a su mujer: «Desde el punto de vista militar, este es el peor período
que he vivido hasta ahora». El Octavo Ejército se reforzó de forma considerable,
mientras disminuían los aprovisionamientos del enemigo. En septiembre, el nuevo
comandante del Octavo Ejército, Bernard Montgomery, derrotó a los alemanes en Alam
Alfa. «Monty» se negó a librar una batalla fluida: organizó una sólida defensa estática
protegida por la superioridad aérea de la RAF. La conquista de Tobruk, que los
alemanes celebraron con un pantagruélico banquete a base de buey australiano, patatas
irlandesas, cerveza enlatada y salchichas, fue un efímero episodio. Mientras el olor de
las salchichas fritas subía desde los campamentos de Tobruk hasta desaparecer en la
brisa del mar, Churchill pensaba en las repercusiones de la caída de la ciudad libia. El
presidente Roosevelt le preguntó en ese momento: «¿Hay algo en especial que pueda
hacer por usted?». «Desde luego que sí —repuso Churchill—: entréguenos todos los
tanques Sherman que pueda y envíelos al Oriente Medio lo antes posible». Sin más
demora, 300 carros Sherman y 100 cañones sin retroceso fueron despachados al Canal
de Suez en 6 transportes. Cuando uno de estos buques se hundió en la travesía,
Roosevelt ordenó que cargaran otro con 70 tanques más.
Al regresar a Londres, a Churchill le esperaba una desagradable sorpresa: una
moción de confianza en la Cámara de los Comunes. Había diputados de su propio
partido, el conservador, que discrepaban sobre la conducción de la guerra. El primer
ministro venció por 475 votos contra 25. Al día siguiente, recibió un telegrama del
presidente Roosevelt: «Muy bien por usted». Churchill estaba obsesionado con
Rommel. Hitler, confiado en la conquista de El Cairo y del delta egipcio, le escribió a
Mussolini para que prestase todo el apoyo posible al «Zorro del Desierto»: «La diosa de
las batallas visita a los guerreros tan sólo una vez».
Pero una de las constantes de Montgomery fue ésta: nunca envió a sus hombres a la
batalla hasta que estuvo convencido de que podía ganarla. «Monty» se servía de un
lenguaje lleno de confianza en sus fuerzas: «Le voy a poner (a Rommel) la nariz como
un pimiento morrón», aseguró con el sentido del desafío de un campeón de boxeo.
Formó el nuevo equipo de mando con el general Alexander. Eran 2 tipos humanos
contrapuestos: Alexander era el aristócrata encantador, formado en Harrow y
Cambridge, con aire de gran señor (decían que había nacido con el bastón de mariscal
bajo el brazo); en cambio, Montgomery era nervudo, duro, de voz seca, cortante,
admiraba a Moisés y a Cromwell. Sus seguidores decían con exageración que era
calculador como Wellington y que tenía el sentido táctico de Marlborough. Había
crecido al amor de la Biblia y bajo la amenaza de los azotes de su severa madre. Estuvo
en la India como joven oficial en 1908 y le chocó el estilo de vida de los oficiales
entregados a la ginebra, al juego del polo y a pasarlo bien. Montgomery luchó toda su
vida contra la indolencia. Fue austero hasta el ascetismo. No bebía ni fumaba. Leía
todos los días la Biblia y se acostaba temprano. Fanático del esfuerzo físico, excéntrico
como sólo lo puede ser un inglés, fue la imagen opuesta a la que ofrecía el afable
Alexander. Las virtudes de uno cubrían los defectos del otro y viceversa. Un mando
eficaz para la batalla que se avecinaba en El Alamein. El fracaso de Auchinleck se debió
quizás a que fue incapaz de encontrar un buen comandante en jefe para el Octavo
Ejército. Había luchado en las montañas y en los valles de la India, pero desconocía los
secretos de la guerra en el desierto. «Yo creo que Auchinleck —según palabras de
Montgomery en sus Memorias— no seleccionaba bien a su gente». Sus adversarios
creían que «Monty» sólo era capaz de vencer con fuerzas muy superiores.
Una anécdota nos revela la personalidad de Bernard Montgomery: después de su
inesperado nombramiento para mandar al Octavo Ejército con la misión de derrotar a
Rommel, el general Ismay, jefe de gabinete de Churchill, le acompañó al aeropuerto. De
pronto, «Monty» se entregó a un monólogo lleno de melancolía, una jeremiada: «El
soldado entrega toda su energía a la tarea, vive años de disciplina, de estudio y hasta de
peligro personal. A cambio, recibe el mando, gana una batalla, su nombre suena con
timbre de gloria. Pero he aquí que su fortuna cambia, pierde una batalla y se le
considera un fracasado, una ruina». «No se preocupe —le respondió el general Ismay
para calmar sus nervios—. Todo indica que es usted el que va a ganar». Con gesto de
sorpresa, «Monty» reaccionó: «Pero, ¿qué dice usted, querido Ismay? Yo hablaba de
Rommel, porque eso es lo que le espera a él».
Lo primero que Montgomery hizo al llegar al mando fue cancelar un plan de
retirada que ya estaba en marcha; lo segundo, prohibir que los oficiales fumaran en las
reuniones con él; y lo 3º, prohibir que tosieran. «Caballeros —dijo en el primer
encuentro con sus oficiales de Estado Mayor—, les daré un minuto para que tosan.
Después de ese minuto, no quiero toses». Anunció su decisión de reagrupar las fuerzas,
de concentrarlas como los alemanes en grandes batallones para el martillazo masivo en
un punto crítico. Convencido de que «Monty» era la mejor elección para doblegar a
Rommel, Winston Churchill voló hacia Teherán y después hacia Moscú, donde se
entrevistó con Stalin: la invasión aliada de Francia, prevista para 1942, tendría que
esperar. En cambio, la «operación Antorcha», el desembarco norteamericano en el norte
de Africa, estaba a punto. Fue lo que Churchill explicó a Stalin. Trazó en un papel la
figura de un cocodrilo y contó a Stalin que el plan consistía en atacar al bajo vientre del
saurio y en el hocico. El ateo Stalin exclamó deslumbrado: «¡Dios quiera que el plan
funcione!».
Stalin parecía encantado, pero fue al día siguiente cuando cambió el panorama:
cubrió de insultos a los británicos, a los que acusaba de cobardía. Todo el peso de la
batalla contra el nazismo caía sobre sus espaldas. Churchill no era de los que se
quedaban callados. Asestó un golpe de puño sobre la mesa y empezó a desgranar sus
razones y argumentos con la contundencia habitual del león tory. El general Alan
Brooke, jefe del Estado Mayor, reprodujo la escena en sus Memorias: «Sólo recuerdo el
comienzo de su discurso ante Stalin: “De no haber sido por la capacidad combativa del
Ejército Rojo en Stalingrado…”. La reacción de Stalin al torrente de palabras que siguió
fue notable, continuó chupando de su pipa, una lenta sonrisa apareció en su rostro y,
cuando el intérprete empezó a traducir las palabras de Churchill, le hizo callar con un
gesto y dijo: “No entiendo una palabra de lo que ha dicho, pero Dios sabe que aprecio
sus sentimientos”».
Con la aprobación de Stalin, Churchill volvió a Londres para poner en marcha la
«operación Antorcha». Sus 2 comandantes, Eisenhower y Clark, eran ya amigos suyos y
compartían el mismo gusto por las chuletas irlandesas, uno de los platos preferidos del
primer ministro inglés. Después de un intercambio de telegramas con el presidente
Roosevelt, quedó fijada la fecha para el desembarco norteamericano en Argel,
Marruecos y Túnez: el 8 de noviembre de 1942.
Mientras tanto, en el desierto, Rommel lanzó sus efectivos contra las posiciones de
Montgomery. Esta vez pincharía en hueso porque, con el material recién llegado, el
ataque alemán se estrelló contra las defensas británicas. Aunque Rommel no lo supiera,
los mapas que habían capturado a los ingleses eran falsos. Tras el fracaso del primer
fuego de barrera, Rommel se retiró para poner en práctica su truco favorito: la
colocación en línea de sus cañones de 88 milímetros. Pero el contraataque no llegó esta
vez porque «Monty» había decidido que sólo lucharía en un terreno elegido por él.
Cuando visité la impresionante necrópolis de El Alamein, el cementerio inglés
desparramaba sus tumbas a la derecha de la carretera que conduce a Alejandría. Subí
por una escalinata de piedra. Bandas de mármol forraban las paredes del mausoleo con
la inscripción de los nombres de los soldados muertos en la batalla. Un jardinero
egipcio cuidaba del césped, una jugosa prolongación en pleno desierto de los parques
de Londres. Mantener estas zonas de hierba con riego continuo, como un desafío a la
climatología, a la sequía, era un detalle muy británico. Como lo era el libro de visitors en
el que los viajeros dejaban constancia de su paso por El Alamein. Las frases que leí eran
emocionales, sinceras, de los ex soldados o de los hijos y familiares de los que murieron
allí. De los testimonios escritos en el libro de visitantes en el mausoleo recogí la frase de
un viajero español llegado pocos meses antes que yo: «Desde España —decía—, estuve
de corazón cerca de vosotros. Gracias». Un visitante inglés escribió: «Espero que
lucharan para evitar otra guerra».
Doce mil tumbas se extienden por el camposanto. En 2 enormes nichos se guardan
las cenizas de los cuerpos incinerados. Me detuve en el sepulcro de un aviador inglés:
«No buscó la fama, perdió su joven y preciosa vida. ¿De quién es la culpa?», leí en el
epitafio. Con la ayuda de los prismáticos tendí la mirada hacia El Alamein, un manojo
de casas a un kilómetro sobre el horizonte hacia la depresión de Qatara. El Alamein, un
eslabón en la historia contemporánea, ni siquiera tenía el rango de una aldea. No lo es
hoy tampoco, aunque el eco de la gran batalla había hecho brotar un hotel en la costa y
un museo de guerra. Era tan sólo un apeadero del ferrocarril. Su nombre, como el de
Stalingrado, se convirtió en materia de primera página. Con la ayuda de las películas y
los libros (el Rey nombró a Montgomery vizconde de El Alamein), la batalla pasó a
formar parte del folclore británico.
El combate fue muy desigual. Rommel se encontraba al límite de sus fuerzas, con la
tensión alta, el hígado averiado y problemas de circulación. No lo confesó, pero se
sentía descorazonado: los suministros no llegaban y empezaba a ver claro que el Eje
perdería la guerra. Salió de Africa del Norte el 22 de septiembre de 1942, en baja por
enfermedad. Se detuvo en Roma para decirle a Mussolini que, si no recibía
abastecimientos, lo mejor sería evacuar las fuerzas desplegadas en el frente
norteafricano para la defensa de Europa, que veía en Rommel al soldado hecho para la
guerra. Mussolini le respondió:
«¿Quién le ha dado vela en este entierro?». Rommel siguió viaje hacia la Prusia oriental, la guarida del lobo de
Hitler, en Rastenburg, donde puso sobre el tapete los mismos argumentos. El Führer se lanzó a uno de sus
habituales monólogos sobre nuevas armas invencibles, el tanque Tigre y el lanzacohetes Nebelwerfer, un
mortero móvil de 6 tubos. Después, Rommel se retiró a Semmering, cerca de Viena, para pasar un período de
cura y restablecimiento junto a su mujer. «Mientras descansaba y se recuperaba, le expresó a su mujer —escribe
Blumenson— las primeras reservas sobre Hitler, cuya absurda estrategia llevaba a Alemania al desastre».
El nuevo comandante en jefe, sir Harold Alexander, y el jefe del Octavo Ejército,
Bernard Montgomery, con 40.000 soldados de refresco y 300 tanques Sherman, lanzaron
el 23 de octubre de 1942 la 2ª batalla de El Alamein. Al día siguiente, un miembro del
Cuartel General de Hitler telefoneó a Semmering para informar a Rommel de que su
sucesor al frente de la Panzerarmee Afrika, el general Stumme, había fallecido de un
ataque al corazón. ¿Le importaría volver a tomar el mando de las operaciones? Poco
después, recibió la llamada de Hitler en el mismo sentido. Erwin Rommel llegó a Trípoli
al anochecer del 25 de octubre. Al día siguiente, al amanecer, se dio una vuelta de
inspección por el frente. Lo que vio no le gustó nada: los británicos de Alexander y
«Monty» dominaban el cielo y el mar y se disponían a barrer a las fuerzas italo-
alemanas. No había nada que hacer, ese fue el mensaje que hizo llegar a Hitler y
Mussolini.
La batalla sería desproporcionada, aun cuando en Alejandría, a 96 kilómetros, crecía
el temor a la victoria alemana y todo Egipto sufría el flap, el pánico. Se había producido
en Egipto una corriente de simpatía hacia Rommel: era el caudillo llamado a liberarlos
del yugo inglés. Así pensaba, entre otros, el futuro presidente Sadat, sin tener en cuenta
al servicio de qué y de quién estaba el genio táctico de Rommel.
El comandante del Afrika Korps, con su gorra, sus legendarias gafas de tanquista y
su pañuelo al cuello, se vio obligado a suplir con astucia e imaginación la falta
angustiosa de carburante, la ausencia de apoyo aéreo y naval, de munición y de carros
de combate. La proporción de fuerzas en línea de batalla el 23 de octubre era de 3 a 1 a
favor de Montgomery. Los efectivos del Octavo Ejército se elevaban a 230.000 soldados,
frente a los 77.000 del Afrika Korps y de las divisiones italianas. Montgomery contaba
con 1.400 tanques, de los cuales 480 eran Sherman o Grants, frente a los 500 del
adversario, de los que sólo 200 eran alemanes. Una superioridad de 6 a 1 en carros de
combate si descontamos los ridículos M-40 italianos, tanques casi inservibles, conocidos
como «ataúdes de acero». En la retaguardia, «Monty» guardaba otros 1000 carros de
reserva. Los británicos emplazaron frente a la fortaleza de arena de Rommel 892 piezas
artilleras, el Eje contaba con 522; Montgomery reunía 880 aviones, Rommel, 129. Por
añadidura, la Royal Navy dominaba el Mediterráneo.
«Rommel —me explicó en Alejandría un suizo que vivió los años de la guerra—
logró despistar con frecuencia a los servicios británicos de espionaje. Ataba arbustos y
maleza a la parte posterior de sus carros. Así, la polvareda hacía creer a los aviones
“chivatos” que su fuerza era superior a la real. En varias ocasiones nos prepararon para
la evacuación de Alejandría. La llegada de Rommel parecía inminente».
Cuando Hitler le nombró mariscal de campo, Rommel contestó: «Hubiera preferido
una división más». El mando británico disponía en el Oriente Medio de seiscientos
cincuenta mil hombres, la mayoría soldados bien entrenados que se batieron el cobre en
el desierto. Tan sólo necesitaban orden en el mando, un jefe que les insuflara el fuego de
Júpiter, que les transmitiera confianza: Gott, el Rommel británico, fue el elegido.
Alexander y el Estado Mayor pensaron en Montgomery cuando el avión del general
Gott, que le llevaba de permiso a Bombay, fue interceptado por 2 Messerschmitt a poco
de despegar de El Cairo. Le obligaron a aterrizar y lo destruyeron en tierra, muriendo el
general. En 12 días de lucha, «Monty» evitó que Rommel se fotografiara como un nuevo
Napoleón a la sombra de las pirámides. Fue él quien destruyó el mito de la
invencibilidad de Rommel. El «Zorro del Desierto» sobrevivió gracias a las raciones de
Tobruk. Sus hombres fumaban tabaco inglés, se alimentaban con conservas
norteamericanas y chuletas australianas y viajaban en vehículos fabricados en Coventry
o en Detroit.
Las relaciones entre italianos y alemanes no podían ser peores: a la arrogancia
germana se unía a la susceptibilidad italiana. Rommel diagnosticó las causas de la
debilidad italiana: ineficacia y corrupción del régimen fascista, derrotismo y hasta
sabotaje por parte de los oficiales, que, aunque luchaban al lado de los alemanes,
deseaban su derrota. Después de 3 semanas de espera en Libia, donde había llegado
conduciendo su propio avión, Benito Mussolini, que esperaba entrar en El Cairo en su
caballo blanco, hubo de volver grupas a Roma, decepcionado. En ese tiempo, Rommel
ni siquiera se dignó visitarle en su residencia de Bengasi. El conde Ciano, ministro de
Asuntos Exteriores italiano que fue fusilado por orden de Mussolini en la República de
Saló, recordaba las palabras de Frangois-Poncet el día de la declaración de guerra a
Francia: «Los alemanes son jefes muy duros. Duros y despreciativos». Hitler aseguró:
«Lo que Polonia, Noruega, Francia, Rusia y Africa no han conseguido, los italianos
están a punto de lograrlo: desmoralizan a mis soldados».
El alto mando italiano devolvió a Roma el caballo blanco del Duce. Mientras tanto, la
leyenda de Rommel crecía y crecía. Había ganado fama de caballeroso y humano en el
Octavo Ejército. Charlaba con los prisioneros y les ofrecía pitillos, hasta el punto de que
hubo en su Estado Mayor quien llegó a creer que era más atento y considerado con los
prisioneros que con ellos mismos. Se dijo luego que la batalla de El Alamein fue la
última en la que se respetó el fair play, el juego limpio, la última batalla entre caballeros.
Los británicos eran cautivos psicológicos de la figura de Rommel. Por eso fue elegido
«Monty». Auchinleck llegó a decir ante sus jefes y comandantes: «Existe un peligro en el
hecho de que nuestro amigo Rommel se esté convirtiendo en una especie de mago a los
ojos de nuestras tropas. Hablan demasiado de él. No es un superhombre ni tiene
poderes sobrenaturales». Luego dio una orden a su Estado Mayor: debían hacer todo lo
posible para borrar de la cabeza de los soldados la idea de que Rommel fuera algo más
que un buen general.
También en Gran Bretaña creció la simpatía de la opinión pública hacia el general
enemigo. Churchill fue criticado cuando dijo en los Comunes: «Tenemos ante nosotros
un adversario diestro y arrojado, y debo decir que, al margen de la desgracia de la
guerra, un gran general». Alexander vio en él a un notable estratega con desconcertante
habilidad en el empleo de sus divisiones blindadas en acción y muy rápido en el
descubrimiento de los puntos críticos y en aplicar los cambios precisos a una batalla de
movimiento. Pero le achacaba una tendencia a sobreexplotar sus éxitos inmediatos sin
pensar en el futuro. El general Halder, el jefe de Estado Mayor de la Wehrmacht,
llamaba a Rommel «loco de atar». En la lista de los piropos no podía faltar el de su rival,
Montgomery, que, a raíz de su reencuentro en las playas de Normandía en 1944, opinó
así: «Rommel es un comandante decidido y enérgico. Desde su llegada, todo ha
cambiado. Su secreto es el ataque fulminante, el rompimiento de líneas. Para una batalla
de posiciones fijas resulta demasiado impulsivo».
Quizá por esta razón, Montgomery, un táctico al estilo clásico, le planteó una batalla
conservadora, de posiciones, apoyado en su fuego artillero organizado. Llegó a intuir
sus movimientos y, como prometió al general Alexander, «le hizo añicos» en El
Alamein. Rommel era un hombre modesto y sin pretensiones, claro, enérgico y dotado
de sentido común. Su mayor fallo fue la tendencia a atribuir los errores propios a la
incompetencia de los demás. «Su mayor éxito —escribe Correlli Barnett, autor de Los
generales del desierto y encargado de los archivos de Churchill— fue el de convertir lo
que Hitler vio como una acción defensiva menor en el norte de Africa, en una campaña
que obsesionó a Churchill y que por espacio de 2 años atrajo los esfuerzos del imperio
británico».
Rommel tenía muchos puntos en común con el general George Patton, el primer
experto norteamericano en la conducción de la guerra en movimiento. El temperamento
de Patton, que saltó a los periódicos cuando pegó a un soldado enfermo, no podía
compararse a la cortesía y el buen talante de Rommel, pero Martin Blumenson los
emparejó por su carisma y su coraje, su preparación técnica y su voluntad de hierro, su
afición a jugar fuerte y su impacto en la opinión pública. Cuando Patton desembarcó en
Túnez con la «operación Antorcha», Rommel se había ido ya; en Normandía, cuando
llegó Patton, el «Zorro del Desierto» se encontraba en el hospital tras el ataque aéreo
contra el automóvil en el que viajaba.
Cuando tocaba Alejandría con los dedos, Rommel se sintió al borde del
derrumbamiento físico, lo mismo que su Afrika Korps. Su médico, el profesor Horster,
le diagnosticó «una afección estomacal crónica, catarro intestinal, difteria nasal y
perturbaciones en la circulación», todo ello acompañado de dolores tan violentos que le
producían desvanecimientos. «El mariscal —concluía el informe médico— no está en
condiciones de dirigir la próxima ofensiva». Rommel ofreció un nombre para
sustituirle, el de Guderian. «Inaceptable», respondió Hitler. El «Zorro del Desierto»
debía quedarse donde estaba tres años después del comienzo de la II Guerra Mundial
con la invasión de Polonia. A los tres años, el cuerpo de Rommel, sometido desde
Polonia a un trabajo sobrehumano, daba claras muestras de venirse abajo.

NOVECIENTOS CAÑONES
AL CLARO DE LUNA

Eran las 21.40 del 23 de octubre de 1942 y una luna llena, brillante, iluminaba El
Alamein. De pronto, abrieron fuego las baterías inglesas. Fue un concierto de 900
cañones al claro de luna. Fred Majdalani, que estuvo allí, lo ha definido como «la noche
de los cañones y de las minas». Desde 1918 no se había visto un fuego artillero tan
impresionante. El desierto se incendió desde el mar hasta los lagos salados de la
depresión de Qatara, en un frente de unos sesenta kilómetros. «La noche era tranquila y
clara —escribió Montgomery en sus Memorias— y el efecto fue terrorífico. La reacción
del enemigo, sorprendido por la violencia y lo repentino del bombardeo, fue más lenta
que de costumbre».
Montgomery eligió el «Día D» con sumo cuidado. Necesitaba siete días seguidos de
luna llena y escogió el 23 de octubre para el arranque de su ofensiva. Por simple que les
pueda parecer a los profanos, la guerra del desierto se libró con una atención constante
a la meteorología. Como el capitán de un equipo de fútbol que elige campo según la
incidencia del sol o el viento, así los estrategas de uno y otro lado desencadenaban sus
ataques en función de la posición del sol. Temprano por la mañana, cuando el sol podía
cegar a los soldados del eje, era el momento preferido por el Octavo Ejército. A última
hora de la tarde atacaba el ejército de Rommel. Muy raras veces se entablaba batalla en
la canícula del mediodía. La noche del 23 de octubre, «Monty» se alió para su ofensiva
con la luz de la luna. Rommel estaba atrincherado en El Alamein en inferioridad de
condiciones. Churchill telegrafió al presidente Roosevelt: «La batalla de Egipto
comienza esta noche a las ocho, hora de Londres. Todos los Shermans, los Grants y los
cañones que usted nos envió serán decisivos en la batalla».
Erwin Rommel trató de detener la ofensiva aliada con un cinturón defensivo al que
llamó «los jardines del diablo», un largo perímetro de campos minados, más de medio
millón de artefactos explosivos plantados desde la costa hasta las arenas movedizas de
Qatara. A las 21.55, quince minutos después de abierta la batalla de El Alamein, la
artillería de «Monty» enmudeció durante 5 minutos. A las 22.00, la «Hora H» del
ataque, la artillería volvió a abrir fuego, esta vez en unas coordenadas concretas, hacia
las posiciones de vanguardia del enemigo. El fuego artillero continuó durante toda la
noche. La infantería recibió la orden de empezar la ofensiva y avanzar por tierra de
nadie hacia las posiciones minadas. Montgomery, con una flema sorprendente, se retiró
a dormir.
La infantería del Octavo Ejército trató de abrir 2 corredores a través de los campos
minados con las terribles S y las Teller antitanque. A las 5.30, después de una lucha
porfiada y sangrienta, se alcanzaron los 2 objetivos: el doble boquete en la línea
defensiva alemana e italiana. Las divisiones blindadas del Octavo Ejército penetraron
entonces a través de las brechas abiertas. La 15 División Panzer del Afrika Korps opuso
una feroz resistencia. Fue entonces cuando, desaparecido Stumme, se produjo el relevo
en el mando. Cuando Rommel llegó desde Semmering, la balanza se inclinaba ya hacia
los aliados. El general alemán Beyerlein diría más tarde: «Rommel se hizo cargo de la
batalla cuando se habían agotado todas nuestras reservas. Ninguna decisión podía
cambiar el curso de los acontecimientos».
El frente italo-alemán se resquebrajó en varios puntos. Se habían agotado los
depósitos de combustible alemanes. Rommel intentó un contraataque el día 26, pero sin
demasiada convicción. El Alamein se transformó en un caos de polvo, arena y metralla.
Los soldados no veían más allá de sus narices. La aviación británica hizo estragos en las
posiciones del Eje. Alguien dirá que no fue en puridad una batalla ganada por los
tanques, sino por la infantería y la aviación. Tras 12 días de combate, las fuerzas
alemanas, sin tropas de refresco en la retaguardia, se dieron por vencidas y se batieron
en retirada hacia Tripolitania a lo largo de más de 2.000 kilómetros.
Las bajas británicas se cifraron en 13.500. Montgomery perdió 500 carros de
combate. El número de los prisioneros hechos a las tropas del Eje se elevó a 30.000, de
los cuales 10.000 eran alemanes. Se calcula que murieron 10.000 soldados y oficiales del
ejército germano-italiano y que otros 15.000 resultaron heridos. La Panzerarmee Afrika
dejó sobre la arena 450 carros de combate y 1000 cañones. La batalla de El Alamein, que
el general Hans Cramer definió como «una guerra entre gentlemen (caballeros)», ofreció
escenas escalofriantes. Durante varios días se extendió por el campo de batalla un
penetrante olor a carne humana quemada. La náusea se acentuó con los cuerpos de los
soldados en putrefacción, acelerada por el sol del desierto occidental.
Una vez roto el cordón defensivo italo-germano, a Montgomery, «el general
cuidadoso, metódico y seguro», según lo definió, de forma exagerada, Eisenhower, tan
sólo le quedaba mover sus piezas. Erwin Rommel confesaría en su libro Guerra sin odio:
«Aquella noche me quedé con algunos de mis colegas en la carretera de la costa, cerca
del antiguo cuartel general. Desde ese punto distinguía los continuados fogonazos y las
granadas que estallaban en la oscuridad. También llegaba a mí el fragor de la batalla.
Las formaciones de bombarderos nocturnos ingleses venían en incesantes oleadas,
arrojando su mortífera carga sobre nuestras tropas e iluminando toda la zona de
combate con sus bengalas lanzadas en paracaídas, que permitían ver como si fuese de
día. Nadie podrá imaginarse jamás la angustia que entonces nos agobiaba. Aquella
noche apenas dormí. La pasé levantado, paseando nerviosamente y preguntándome
cómo iría la batalla y qué decisiones debería adoptar. Me parecía dudoso que
pudiésemos continuar resistiendo por mucho tiempo unos ataques de tal violencia, que
yo sabía que los ingleses intensificarían aún más».
Rommel tenía razón: se intensificaron día a día hasta aplastar a sus fuerzas. Al
«Zorro del Desierto» tan sólo le quedaba salvar los muebles. La presencia y potencia del
moderno arsenal norteamericano había llegado hasta El Alamein. «Lo único que los
norteamericanos son capaces de fabricar son hojas de afeitar y neveras», ironizó el
mariscal Goering. Allí estaban sus tanques y sus parques de granadas de 40 milímetros
en manos de combatientes tan magníficos como las «ratas del desierto», la Séptima
División Blindada, que rompió con gritos de guerra el extraño silencio que se hizo tras
las primeras salvas de acero. Mientras tanto, Rommel tan sólo recibía mensajes de
Hitler, no habría más tanques ni abastecimientos de víveres, pero tenían de su parte esa
abstracción llamada voluntad. «El enemigo cuenta con superioridad numérica —decía
el mensaje de Hitler a Rommel—, pero también él terminará por encontrarse sin
recursos. No será la primera vez en la historia en que la fuerza de voluntad prevalece
ante los batallones más fuertes del enemigo. El único camino que podéis mostrar a
vuestras tropas es el que conduce a la victoria o a la muerte». Sorprendido por estas
palabras, Rommel comentó con amargura: «Es pedir lo imposible, porque hasta el
soldado más valiente puede morir bajo una bomba».
No deja de ser curioso que un teórico militar inglés, Liddell Hart, iniciara con sus
textos al mariscal Rommel en el arte de utilizar los carros de combate. Y es más curioso
todavía que Rommel enseñara a los británicos la mejor forma de manejar esos tanques.
Como reconocería el propio Rommel: supieron aprender de la movilidad del Afrika
Korps. Debido a lo que llamaba «la estructura ultraconservadora de su ejército», los
británicos combatían mejor en el frente fijo, estático. «Monty» era superior en armas y
bagajes. Sus aviones hicieron 3200 misiones de caza y combate frente a las 160 salidas de
la Luftwaffe. Rommel reconoce en sus Papeles —editados por Liddell Hart— que la
aviación aliada puso en práctica sistemas mortíferos de ataque que paralizaron a sus
tropas. La falta de gasolina fue decisiva: «En una acción móvil, la carencia de petróleo
significa desastre», afirmó Rommel. Hoy, un promontorio de piedra señala las lindes
del dispositivo alemán. Allí estuvo situado el pasillo de minas desplegadas por el
Afrika Korps y las divisiones italianas.
Los generales de Berlín sentían celos de Rommel, de su versatilidad, de la facilidad
con que mandaba sus fuerzas. No se tomaron en serio la campaña de Africa que, en
caso de victoria, le hubiera permitido al eje controlar el Mediterráneo, los yacimientos
de Oriente Medio, estrangular Suez y hasta alcanzar las zonas petrolíferas de Odessa y
Bakú.
Rommel escribió sobre aquellos momentos críticos: «Estábamos aterrados y, por
primera vez desde el comienzo de la campaña, me sentía indeciso. El desánimo se
apoderó de todos cuando ordené aguantar hasta el fin en las posiciones que
acabábamos de ocupar en El Alamein. Me costó tomar esa decisión, pero yo había
exigido siempre ciega obediencia a mis subordinados y debía obedecer también yo. De
haber podido prever el futuro, mi decisión hubiera sido distinta, porque después eludí
constantemente las órdenes del Führer y el Duce con objeto de salvar a mi ejército». El
general von Tiloma desobedeció las órdenes de Hitler —«no retroceda un metro»— y se
replegó. «No puedo obedecer esa orden de Hitler», dijo el veterano de la guerra de
España y comandante del Africa Korps. Cuando lo detuvieron unos sorprendidos
soldados ingleses, Ritter von Thoma vestía su uniforme de general y lucía sobre el
pecho todas sus condecoraciones.
A Rommel tan sólo le quedaba salvar a su ejército, y fue lo que hizo, de nuevo con
brillantez. Al replegarse hasta Túnez, el «Zorro del Desierto» daría aún muestras de sus
mejores cualidades: les dio sopas con honda a los norteamericanos en el paso de
Kasserin, donde rompió con furia las defensas aliadas y amenazó provocar una grave
escisión en los ejércitos angloamericanos. A Rommel le quedaba la «inexpugnable».
Línea Mareth. En esa línea se consumieron los últimos sueños de Hitler y Mussolini.
Los alemanes se vieron cogidos entre dos fuegos: desde el Este, los generales Patton y
Anderson; desde el Oeste, el Octavo Ejército de Montgomery. Nada podían hacer ya
contra fuerzas tan superiores. En lugar de resistir hasta el último cartucho, 250.000
veteranos del desierto, alemanes e italianos, prefirieron rendir sus armas. Los metieron
en jaulas. Ya estaba el Mediterráneo en manos aliadas. La «operación Antorcha» había
sido un éxito. Desde las bases mediterráneas todo estaba preparado para el desembarco
en Sicilia y en los Balcanes.
Con la derrota, de la que no tenía culpa, y con la desobediencia a la orden de
«victoria o muerte» dictada por Hitler, comenzó la caída en desgracia del «Zorro del
Desierto». Rommel se puso a favor de la destitución de Hitler, no de su asesinato. El
ametrallamiento de su coche en Francia y el fracaso del complot del 20 de julio echaron
por tierra esos y otros planes. El 24 de julio, Rommel, que sufría una fractura de la base
del cráneo, fue trasladado a un hospital de los suburbios de París y, más tarde, llevado a
su casa de Herllingen. El 14 de octubre de 1944 recibió la visita de 2 generales enviados
por Hitler que le ofrecieron la alternativa de aceptar las acusaciones de alta traición o de
decidirse por el suicidio. Si aceptaba esta última opción nadie tocaría a su mujer y a su
hijo. Rommel entró en el coche con los 2 generales, tragó una cápsula de veneno y,
media hora después, desde un hospital de Ulm, llegó la fatal noticia: «Cuando vi a mi
marido —contó la viuda de Rommel—, noté en su rostro una expresión de profundo
desprecio». El 18 de octubre de 1944, poco antes del 2º aniversario de El Alamein, se
celebró en Ulm la comedia de las exequias nacionales de Rommel. El mariscal von
Rundstedt depositó ante el féretro la corona enviada por Hitler. La señora Rommel
rehusó ofrecer su brazo al mariscal al término de la ceremonia. En el otoño de 1994, al
cumplirse 50 años de su muerte, el hijo de Rommel, Manfred, aseguró que los 2
generales nazis enviados por Hitler, Bugdorf y Maisel, obligaron a su padre a ingerir la
cápsula de veneno. Luego afirmaron que había fallecido a resultas de las heridas
sufridas por el ataque aéreo. «No fue un suicidio, sino un asesinato», aseguró Manfred
Rommel.

OPERACION ANTORCHA

Las grandes formaciones navales que componían la «operación Antorcha» se abrieron


en abanico hacia los 3 puntos de desembarco en el norte de Africa. 650 barcos, entre
buques de guerra y de transporte, zarparon de los puertos de Gran Bretaña y Estados
Unidos en la que algunos expertos consideran como la más completa operación de la
historia militar. No sólo militar, sino política, porque los comandantes aliados debían
sondear las intenciones de los jefes de Vichy en el norte de Africa. El presidente
Roosevelt, después de largas discusiones, dio el sí al plan británico para la invasión del
Africa francesa. En los primeros días de octubre llegó la noticia de que el agente secreto
Robert Murphy, consejero en el consulado norteamericano de Argel, había convencido
al comandante francés para que aceptara negociaciones sobre los planes de los aliados
en la zona. El general Clark fue enviado por Eisenhower en misión clandestina a Argel.
Un submarino británico, el Seraph, lo llevó desde Gibraltar hasta una desierta playa
argelina en la que debía celebrarse la reunión secreta con los franceses de Vichy,
encabezados por el general Emmanuel Mast.
La reunión en la playa no pudo ser más rocambolesca, porque el general Clark se vio
obligado a esconderse en una bodega, mientras que la policía registraba en el piso de
arriba. En medio del escrupuloso silencio, uno de los ayudantes del general sufrió un
acceso de tos. Clark le tendió un chicle. El ayudante se quejó en voz baja de que aquel
chicle no tenía ningún sabor: «Bueno —le contestó el general norteamericano—, yo lo he
chupado antes que usted, por eso no sabe a chicle». Aquella misión no resolvió nada. En
vísperas de la invasión norteamericana, el almirante Darían, vicepresidente del
Gobierno de Vichy aliado de los nazis, llegó a Argel para visitar a un hijo poliomielítico.
A la una de la madrugada del 8 de noviembre de 1942, fue despertado por el mariscal
Juin, comandante militar francés: las primeras tropas aliadas desembarcaban en
Casablanca (Marruecos), en Orán y en Argel. El rostro del almirante Darían se puso de
color púrpura: «Sé desde hace tiempo que los ingleses son estúpidos —estalló
iracundo—, y siempre creí que los norteamericanos eran más inteligentes. Estoy
empezando a creer —le dijo al enviado norteamericano Murphy— que ustedes cometen
tantos errores como ellos».
Bajo el mando del general Eisenhower, la primera fuerza, con unidades británicas, se
dirigió hacia Argel; la segunda, norteamericana, hacia el centro, para ocupar Orán; y la
tercera, mandada por Patton, hacia el Marruecos francés. Las fuerzas francesas de Vichy
en Orán y en Casablanca no se rindieron hasta el 10 y el 11 de noviembre. Argel se
entregó sin lucha gracias a los simpatizantes franceses del general De Gaulle y de la
causa aliada. La orden de un almirante tan respetado como Darían evitaría males
mayores. Al final, Darían se inclinó hacia los aliados, decretó el alto el fuego y, 2 días
después, ordenó a la flota francesa de Toulon que abandonara el puerto antes de que lo
ocuparan los alemanes. Las tropas nazis habían desencadenado ya la «operación Atila»
(la ocupación de la Francia de Vichy) cuando el almirante conoció la noticia de que las
columnas alemanas avanzaban hacia Toulon. «Merde», fue su respuesta. La flota
francesa no podía caer en manos de los nazis, por lo que Darían dio la orden de
hundirla en puerto.
En el norte de Africa la situación se tornó confusa. Después de 6 semanas de
maniobras, intrigas y discusiones sin cuento, un muchacho de 17 años, enemigo del
régimen de Vichy, mató a tiros al almirante Darían en la puerta de su despacho del
Palacio de Verano de Argel. Churchill, al hacer el elogio fúnebre de Darían, se refirió al
alto precio que debió pagar por sus errores de juicio y sus fallos de carácter: «Se inclinó
hacia nosotros y no debemos envilecer su memoria. Dejemos que descanse en paz». Churchill
pensaba ya en la operación principal: el desembarco en el «bajo y blando vientre de
Europa». El comandante en jefe de la «operación Antorcha» era un perfecto
desconocido: se llamaba Eisenhower y los periódicos equivocaban su nombre al escribir
alguno de ellos «D. D. Ersenbeing». Era de origen texano, descendiente de menonitas
alemanes de la región del Rin y tuvo que trabajar muy duro para inscribirse en la
academia militar de West Point en 1910. Era ya un joven lleno de encanto, un buen
deportista. Se hizo muy popular en la academia por su talante conciliador, su abierta
sonrisa y su compañerismo. Dos generales, MacArthur y Marshall, descubrieron sus
virtudes como oficial de Estado Mayor y, aunque había combatido en la I Guerra
Mundial, en noviembre de 1942 lo pusieron a frente de la «operación Antorcha». Como
comandante supremo aliado en el norte de Africa dirigió las invasiones de Sicilia y de
Italia y, más tarde, como comandante supremo de la Fuerza Aliada en Europa, el
desembarco en Normandía. «Ike» fue presidente de Estados Unidos entre 1953 y 1960.
El desembarco en el norte de Africa fue el bautismo de fuego de los marines y los
soldados norteamericanos. Uno de sus comandantes, el general Matthew B. Ridgway,
describió así su primera impresión del desembarco: «Por primera vez veían uno de los
más solitarios y ominosos paisajes, un campo de batalla. Y conocí por primera vez esa
extraña sensación que domina a un hombre cuando sabe que en alguna parte en la
distancia hay ojos hostiles que le miran y que, en cualquier momento, una bala que no
oirá, disparada por el enemigo, al que no puede ver, puede que llegue hasta él y le hiera
o le mate».
El coste de la operación fue muy bajo para los aliados: 860 hombres entre muertos y
desaparecidos y poco más de 1.000 heridos. «Desde el punto de vista norteamericano —
escribió Louis L. Snyder en La guerra—, la “operación Antorcha” era lamentable, pero
absolutamente necesaria. Aquella era la primera vez en la historia que Estados Unidos
había planeado lo que podría calificarse de ataque no provocado contra un país
supuestamente neutral. Pero Vichy colaboró con Hitler y, como país satélite del Eje, no
podía confiar en su neutralidad para mantenerse al margen de aquella guerra total». En
un almuerzo en Mansión House con el alcalde de Londres, Churchill brindó por la
victoria en el norte de Africa: «No es el final, ni siquiera es el principio del fin, pero quizá sea
el final del comienzo», dijo.
Capítulo cinco

Barbarroja

Monumentos, estatuas, cementerios, medallas, todo remite a la gran guerra patriótica


contra los alemanes. A lo largo del río Volga, en las ciudades y aldeas que visitamos
hacia Novgorod o hacia Stalingrado (Volgogrado), las plazas dedican sus monumentos
a los caídos de la guerra, que fueron muchos, estoicos y valientes. Los ancianos ex
combatientes nos muestran sus condecoraciones al valor en la pelea. Se diría que la
guerra mundial ha terminado ahora mismo. Sus huellas están recientes, vivas. Un
anciano en Iaroslav, otro en Riazan, otro en Kazan, otro en Stalingrado nos cuentan su
participación en la guerra, la vibración de las arengas por Radio Moscú del camarada
Stalin (para ellos sigue siendo un camarada), el comandante en jefe, el hombre que, al
fin, derrotó a Hitler y le llevó a la tumba. Uno de estos ex combatientes del Volga me
recuerda el refrán que ni Napoleón ni Hitler tuvieron en cuenta: «Rusia nunca es tan
débil como parece ni tan fuerte como parece».
Las estatuas son para los héroes del pueblo, para los santos laicos que hicieron frente
a las tropas de Hitler desde los mandos de un órgano de Stalin, que sembraba el terror
en las líneas enemigas; o desde el interior de un tanque T-34, la última maravilla de la
técnica rusa cuya coraza no lograron perforar las granadas antitanque de la Wehrmacht;
o desde la infantería o las partidas de guerrilleros, con una metralleta de tambor en las
ruinas de Stalingrado o en Sebastopol. Murió mucha gente. Las babushkas nos cuentan
que sus padres o sus maridos o sus novios o sus hermanos no volvieron del frente. Las
aldeas se quedaron vacías. El frente oriental fue el escenario de los más duros combates:
hubo muchas más víctimas en él que en todo el resto de los teatros de operaciones de la
II Guerra Mundial.
La invasión alemana de la Unión Soviética, la «operación Barbarrossa». (Barbarroja)
llegó el 22 de junio de 1941 y fue una sorpresa total. Stalin no podía esperar que Hitler,
con quien firmó un tratado de paz, invadiera sus fronteras con más de tres millones de
soldados (a los que había que añadir los 500.000 procedentes de naciones aliadas),
600.000 caballos y más de 2.700 aviones de combate. No tardarían las fuerzas de la
División Azul (con 17.000 hombres —cuarenta y ocho mil españoles pasarían por sus
filas—) en unirse a la cruzada antibolchevique. El principio no pudo ser más atractivo:
recibimiento con ramos de flores en Berlín y una orquesta que, por error, tocó el himno
republicano de Riego. La División Azul combatió en torno a Leningrado y el lago limen,
una batalla imposible, hasta su retirada en octubre de 1943. Unos cuantos cientos de
voluntarios formaron entonces la Legión Azul, que aguantó unos meses más en el frente
ruso.
En la primera semana de la invasión, la Luftwaffe destruyó 4.000 aviones soviéticos,
lo que permitió el avance de la tropas de Hitler en una nueva guerra relámpago. La
ofensiva tomó 3 direcciones: al norte, Leningrado; al centro, Moscú; y al sur, Kiev. La
declaración de guerra se entregó por parte del embajador alemán en Berlín, Shulenburg,
una hora después del comienzo de las hostilidades. La irrupción de la máquina de
guerra más poderosa de la historia paralizó a Stalin, que tardó en reaccionar. No se lo
podía creer. A las 5 y media de la mañana de aquel domingo 22 de junio, el ministro de
la Propaganda, Goebbels, se dirigió por radio a los alemanes y leyó una declaración de
Hitler en la que explicaba las razones de la invasión de Rusia. Terminaba así: «He
decidido poner de nuevo el destino del pueblo alemán, del Reich alemán y de Europa en
las manos de nuestros soldados».
Moscú no reaccionó hasta las 12.15 de la tarde, y lo hizo bajo los efectos de la
sorpresa y el desconcierto. Recordó la derrota de Napoleón en 1812 y pidió a los
ciudadanos soviéticos que empuñaran las armas contra el invasor. Al primer ministro
británico sus edecanes lo despertaron a las 4 de la mañana para informarle de la
invasión. «Les he dicho que sólo pueden despertarme si invaden Inglaterra», respondió
encolerizado. Volvió a dormirse y, ya de mañana, bajo el aroma del primer cigarro
habano, redactó la declaración que leería por la noche en los Comunes. No se le podía
considerar a Churchill como un amigo de los comunistas, bien al contrario, pero utilizó
su verbo incendiario para arremeter contra «la catarata de horrores nazis». A Hitler le
llamó «bandido sangriento». «Su invasión de Rusia —añadió— no es otra cosa que un
preludio de la invasión de Gran Bretaña. Hitler quiere destruir Rusia para después caer
sobre esta isla, en la que pagará el precio de sus crímenes».

UN DÍA DE PERMISO ESTROPEADO

El teniente general Nikolai Kirillovich Popel era oficial político del Octavo Cuerpo
Mecanizado del Ejército Rojo. El sábado 21 de junio de 1941, el día anterior a la
invasión, asistía a una fiesta en su guarnición. «Apenas me dio tiempo de ir a casa y
cambiarme de ropa, por eso, cuando entré, el concierto había ya comenzado. Desde el
escenario llegaba la canción de los tanquistas. Mientras la escuchaba eché un vistazo al
salón en el que nuestros hombres asistían al espectáculo y me puse a pensar en los
acontecimientos de los últimos días, que había pasado en una de las divisiones del
cuerpo. Sólo una semana antes, nuestro parque de carros de combate, que consistía en
viejos T-26, BT, T-28 y T-35, aumentó con algunos modelos nuevos: seis KV-1 y diez T-
34. Poco a poco, se procedía a una completa renovación del equipo. Después del
concierto, el comandante del Cuerpo, 'teniente general Dimitri Ivanovich Ryabishev, y
yo, de acuerdo con la tradición del ejército, invitamos a cenar a los artistas. Llegué a
casa hacia las tres de la madrugada. Mientras tomaba una ducha de agua caliente que
me aliviaba del cansancio, tan sólo pensaba en una cosa: ¿Qué ocurría en la otra orilla
del río San? Mi jefe, el general Ryabishev, señalaba en el mapa la continua llegada de
divisiones a la frontera y no dejaba de repetir que Hitler se preparaba para
desencadenar la guerra. El coronel Varennikov no era de esa opinión: “Le garantizo que
no habrá guerra por lo menos en el espacio de 1 año. Me dejaré cortar una mano si la
hay”».
Como su jefe Ryabishev, él tenía en cuenta no sólo la concentración de tropas
alemanas, sino las violaciones del espacio aéreo por la aviación alemana, la presión
creciente de los servicios de inteligencia y el renacimiento de los nacionalistas
ucranianos. El coronel Varennikov se dejaba guiar, por su parte, por los despachos de la
agencia soviética de prensa, que atribuía esa concentración de fuerzas al hecho de que el
mando alemán sacaba divisiones de Francia para llevarlas a descansar a la frontera con
la URSS. Estaba claro que Stalin confundía deseos con realidades. Una llamada a la
puerta del baño interrumpió las reflexiones del general Popel. Le reclamaba en el
teléfono el general Ryabishev: el comandante general Kostenko le pedía que estuviera
preparado para recibir órdenes. «¿Qué clase de órdenes?», preguntó el general Popel.
«No lo sabemos», respondió su jefe.
En la reunión en el cuartel general, los jefes, mandos y oficiales se presentaron con
su maletín de emergencia: 2 mudas, el neceser con el jabón, el cepillo y la pasta de
dientes, y una pequeña cantidad de comida. No predominaba el buen humor: nada hay
peor que estropear el día de permiso de un soldado. Ninguno de ellos podía imaginarse
que había estallado la guerra. «Lo peor de todo —pensaba Popel—, es que nuestro
ejército no está preparado para el combate. Ni siquiera hemos reformado el mando ni
renovado el equipo. No disponemos de los repuestos necesarios. ¿Cómo podemos
entrar en guerra en condiciones tan desfavorables?».
En plena reunión llamó el coronel Varennikov, el mismo que se ofreció a cortarse
una mano si estallaba la guerra, para confirmar que la artillería alemana abría fuego a lo
largo de toda la frontera y que unidades acorazadas y de infantería la cruzaban por
diversos puntos. «No respondan a la provocación —advirtió—. No disparen contra la
aviación alemana, esperen órdenes». Justo cuando el coronel colgaba el teléfono, Popel
escuchó el ruido de los aviones alemanes que sobrevolaban el cuartel general. Eran los
bombarderos de Hitler, que atacaban con precisión la estación central, los cuarteles
evacuados pocos días antes, los nudos de comunicación, las carreteras cercanas y la
refinería. No sonó un solo disparo de la artillería soviética. En la segunda oleada, la
Luftwaffe atacó el centro de la ciudad, incluidas las viviendas de los oficiales. El general
Ryabishev tomó del brazo a Popel y le ordenó: «Póngame con la brigada antiaérea».
Popel marcó el número de las defensas antiaéreas y el general pudo dar la orden:
«Abran fuego sobre la aviación enemiga». En pocos segundos, el fuego de las baterías
soviéticas se confundió con la explosión de las bombas alemanas. Los artilleros, que no
estaban precisamente en forma, derribaron 4 aparatos alemanes. «Vimos en el pasillo a
los oficiales silenciosos, concentrados, preocupados. Tan sólo unos minutos antes
gastaban bromas sobre la falsa alarma que les había estropeado el domingo. Nos
miraron a la espera de que dijéramos algo, pero nosotros sabíamos tan poco como ellos.
Ni siquiera habíamos recibido órdenes».
A las 03.00 horas del día 21 de junio, los alemanes rompieron el frente ruso desde los
Cárpatos hasta el Báltico. La sorpresa táctica fue absoluta. Es difícil de explicar esa
sorpresa, aunque Stalin nunca creyó en el peligro alemán hasta que tuvo a los aviones
sobre el Kremlin. La ciudad de Brest-Litovsk resistió durante 4 días, y cayó el 26 de
junio en manos de una división alemana dejada atrás con ese propósito. Al margen de
una resistencia esporádica y aislada, y a los embotellamientos de tráfico en las
carreteras, el éxito de la «operación Barbarroja» en sus primeros compases fue
completo. La superioridad aérea estaba garantizada para el general Leeb, que marchaba
por el norte; para el general Bock, que lo hacía por el centro; y para el general
Rundstedt, que se dirigía hacia Kiev, la capital ucraniana.
Estos éxitos iniciales parecían dar la razón a Hitler frente a la opinión de veteranos
generales del ejército alemán (entre ellos el comandante en jefe, mariscal de campo von
Brauchitsch; el jefe del Estado Mayor del ejército, coronel general Halder, y el propio
Rundstedt), opuestos a la invasión de Rusia. La campaña de Rusia dio ocasión a nuevas
fricciones entre Hitler y sus generales. Mientras el primero era partidario de dejar de
lado Moscú, los segundos se inclinaban por la toma de la capital: se daría así un fuerte
golpe psicológico al enemigo y caería en manos de los alemanes el centro industrial del
inmenso imperio. Hitler, por el contrario, en su proyecto de «europeización de la estepa
asiática», prefería la ocupación de Leningrado. «Moscú —dijo con suficiencia— es tan
sólo una expresión geográfica. Dada la situación general y la inestabilidad del carácter
eslavo, la caída de Leningrado provocará el colapso de la resistencia soviética en todos
los frentes».
Hitler esperaba acabar con el oso ruso en los últimos 6 meses de 1941. Se equivocó:
había vendido la piel del oso antes de cazarlo, a pesar de que la movilización de las
fuerzas soviéticas fue tardía. Desde el primer momento, Stalin quiso transmitir una
imagen de serenidad a través de los medios informativos: todo estaba bajo control y
discurría de acuerdo con los planes previstos. Cuando, en 1956, Kruschev fulminó
dialécticamente a Stalin y al estalinismo, los historiadores soviéticos pudieron ofrecer
una versión más ajustada a la realidad.
En su Historia de la guerra patriótica, D. S. Tepulchovski enumeró algunos de los
errores tácticos, estratégicos y técnicos del «padrecito». Stalin: errores de cálculo y
previsión sobre las intenciones de Hitler, con el que había firmado un pacto de no
agresión; errores de preparación, que condujeron a una tardía reanimación de la
industria de guerra; errores de organización, que llevaron a la supresión del cuerpo
blindado en 1937; errores de despliegue, que facilitaron la invasión. El historiador
soviético desmintió que hubiera existido, como en 1812 contra Napoleón, un plan
sistemático de repliegue, y reconoció que partes importantes del espacio nacional se
perdieron ante la imposibilidad de organizar un dispositivo de defensa. Fue en Ucrania,
hacia la que se dirigieron los panzer de Rundstedt, donde se concentraron casi la mitad
de las divisiones y la mitad de los blindados. El mando soviético no había dinamitado
un solo puente para frenar el avance de la Wehrmacht. Ni siquiera habían puesto en pie
los sistemas de guerra que preconizaron los comisarios soviéticos del lado republicano
en la Guerra Civil española. Nada.
En número de hombres y masas de metal bélico, la URSS superaba a la Wehrmacht,
lo mismo que el ejército francés fue superior en número al alemán. El manual de
defensa y entrenamiento del Ejército Rojo para el año 1941 ni siquiera mencionaba la
posibilidad de guerra. «La invasión de Rusia por parte de Hitler —señala Frank Spencer
en Historia del siglo XX— es la campaña más grande de la historia con respecto a la
extensión de las fuerzas empleadas y el territorio en el que combatieron».

EL INCREÍBLE VIAJE DE HESS

Stalin no supo cómo interpretar el vuelo de Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, a


Escocia un mes antes de la invasión. ¿Se preparaba una alianza entre Gran Bretaña y
Alemania para hacer frente al enemigo común, la Unión Soviética? Esa fue la razón del
increíble viaje de Hess a Escocia, pero la idea no era de Hitler, sino tan sólo de su
lugarteniente. El Führer se apresuró a condenar la iniciativa de Hess y le desposeyó de
todos sus cargos y condecoraciones. Por su parte, Churchill se mostró desde el primer
momento dispuesto a ayudar a sus enemigos, los bolcheviques, pero no daba un ardite
por la resistencia que los soviéticos pudieran oponer a tan formidable maquinaria de
guerra. ¿Resistirían 2 meses? La sorpresa se extendió a lo largo de casi 2.000 kilómetros
de frente para imponer el nuevo orden de Hitler sobre la hoz y el martillo. El aterrizaje
de Rudolf Hess en tierras de Escocia fue uno de los episodios más novedosos y extraños
de la guerra. ¿Qué fue lo que impulsó al número 3 del régimen nazi, después de Hitler y
Goering, a subirse aquel 10 de mayo a un Messerschmitt 110, desarmado y sin
carburante para el regreso, vestido con uniforme de teniente de la Luftwaffe? No sólo
era el lugarteniente del Führer, sino el jefe del partido nazi, miembro del Gobierno
secreto de Alemania, ministro sin cartera del Reich, miembro del Consejo de Defensa,
etc. Había conocido a Hitler en el teatro de operaciones de Francia durante la I Guerra
Mundial. Fue el perro fiel del cabo austríaco desde el fallido golpe de Estado de la
cervecería de Munich en 1923. Los dos irían a parar a la misma prisión de Landsbeg,
donde Hess pasó a limpio la biblia hitleriana Mein Kampf La estrella de Hess ascendió
junto a la de Hitler. «El jefe nazi sentía predilección —escribe Snyder— por aquel
hombre alto, de ojos oscuros y torvos, cubiertos por pobladas cejas, a quien convirtió,
primero, en árbitro de las querellas intestinas que desgarraban al partido nazi; después,
en miembro de su séquito personal; y por último, en uno de los 6 miembros del
gabinete de guerra nazi». Era un hipocondríaco, y un iluminado, creía que los judíos
poseían un arma secreta: hipnotizaban al pueblo. Por su parte, Hess sentía por su Führer
una admiración llena de fanatismo. Poseía una habilidad especial para gritar con más
fuerza que nadie «Heil, Hitler» durante los mítines del partido. «Mein Führer —gritaba
con voz ronca— nuestra confianza en usted es ilimitada. ¡Que Dios proteja a nuestro
Führer!». En aquel tiempo se les preguntaba a las juventudes femeninas quién era más
grande, si Dios o Hitler. Rudolf Hess caía de rodillas ante su Dios: «Führer, mi Führer,
mi fe, mi luz». Hess, que no era inteligente ni brutal, tan sólo podía ofrecer a Hitler su
lealtad. «Siempre tenía razón», dijo en el juicio de Nuremberg, y añadió ante el tribunal:
«Trabajé para el hijo más grande que haya podido dar a luz una nación en mil años».
La clave de aquel vuelo de Hess a Escocia pudo estar en un aristócrata inglés, el
futuro duque de Hamilton, con el que trabó amistad durante losjuegos Olímpicos de
Berlín en 1936. Hess, trastornado, paranoico, depresivo, neurótico y obsesionado con los
astrólogos y las ciencias ocultas, se creyó el depositario, el demiurgo de una misión
histórica que llevaría a través de Hamilton hasta Churchill y quién sabe si hasta el
mismísimo Rey de Inglaterra para sellar la paz entre los dos pueblos. Con el comienzo
de la guerra y el ajetreo en el cuartel general de Hitler, su lugarteniente, incapaz de
intrigas y conspiraciones de poder, pasó a un discreto segundo plano al que no se
resignaba. Sentía tal pasión por su adorado Führer que, espoleado por la fiebre de la
tuberculosis, empujado por la enajenación mental y dispuesto a la inmolación, concibió
un sueño de paz con Inglaterra para que pudieran emprender, juntos Alemania y Gran
Bretaña, la tarea común de destrucción del comunismo. «Decente, pero enfermo e
indeciso», fue el juicio de Rosenberg, el filósofo del nazismo, sobre Hess.
Hitler sabía por los médicos cuál era el estado mental de su lugarteniente, y fue por
ello por lo que le prohibió volar. Sin embargo, Hess, decidido a dar el paso crucial, no se
quitaba la idea de la cabeza. Ya se veía de regreso, recibido con los máximos honores
por Adolf Hitler y su plana mayor. El vuelo de Hess a Escocia discurrió sin novedad.
Como no dio con el aeropuerto sobre el que aterrizar, se lanzó en paracaídas y fue a caer
en un labrantío a pocos kilómetros del lugar que había señalado en el mapa.
Amenazado por un campesino armado con una horca, Rudolf Hess fue trasladado
con el tobillo roto al hospital militar de Glasgow. Llevaba los bolsillos llenos de
medicinas y pastillas homeopáticas. La noticia provocó la estupefacción general. Ante el
desconcierto de los que lo interrogaron, el lugarteniente de Hitler desgranó sus
condiciones para un pacto entre Alemania y Gran Bretaña: la primera, la unión en la
cruzada contra el comunismo; la segunda, la destitución de Churchill, ya que un
hombre que detestaba hasta tal extremo a su Führer no era digno de figurar al frente del
Gobierno. La idea no podía ser más descabellada. El diagnóstico de los médicos no se
hizo esperar: Hess daba muestras de desequilibrio mental. Churchill lo trató como un
enfermo, lleno de una bondad demente hacia su jefe, más que como un criminal de
guerra. Hess moriría en la cárcel berlinesa de Spandau, custodiado por las potencias
vencedoras. «No sufre ya ninguna perturbación mental —aseguraba un informe
psiquiátrico de mayo de 1948—. Sus cartas a la familia lo confirman». Hitler, para
curarse en salud y desmarcarse de aquella iniciativa, a la que era por completo ajeno,
hizo pública una declaración: «Presa al parecer de un estado alucinatorio, el miembro
del partido, Rudolf Hess, se halla convencido de que puede negociar un acuerdo entre
Inglaterra y Alemania […] El partido nacionalsocialista lamenta que este hombre
idealista haya sido víctima de tal alucinación, que, sin embargo, no tendrá el menor
efecto sobre la continuación de una guerra que le ha sido impuesta a Alemania». En
privado, dijo que si volvía Hess «lo internaría en un manicomio o lo llevaría al
paredón».
Además, ¿para qué necesitaba Hitler una mediación con los ingleses si, ebrio de las
victorias en el frente ruso en la primera fase de la invasión, se convertiría en el hombre
más poderoso del mundo, el San Jorge capaz de acabar con el dragón soviético, el
vencedor de Stalin? El, Hitler, seguiría los pasos de Napoleón, pero lograría lo que el
«rayo de la guerra» no consiguió en su aventura iniciada el 21 de junio de 1812. Ni
Napoleón ni Hitler tuvieron en cuenta las advertencias de sus consejeros y generales. La
invasión de Rusia sería como meterse en la boca del lobo. Alejado de sus bases en
Polonia, caería en la trampa del general Invierno y del general Tiempo. Los dos,
Napoleón e Hitler, que visitó la tumba del emperador en París, cometieron el mismo
error: subestimaron a los rusos al creer que en el escenario del frente oriental se
repetirían sus rápidas y contundentes victorias sobre los países del occidente europeo.
Una vez derrotado el oso ruso, los dos, Napoleón e Hitler, darían el salto al canal para
aniquilar al león británico.
UN ELEFANTE ATACA
A UN EJERCITO DE HORMIGAS

Entre los militares que leyeron historia para aprender de ella se encontraba el mariscal
de campo Paul von Kleist, quien mandó las divisiones de Guderian y Hoth en el cruce
del Mosa en la batalla de Francia en 1940. Como comandante del Primer Grupo de
Blindados en la campaña de Rusia en 1941, dirigió el avance del Cuerpo de Ejércitos del
Sur hacia Kiev. Al año siguiente, Hitler le dio órdenes de avanzar hacia el Cáucaso, el
soñado paraíso de los yacimientos petrolíferos y las grandes extensiones agrícolas, pero
se vio frenado por el comienzo de la batalla de Stalingrado. Von Kleist afirmó en 1941:
«Al invadir Rusia, el ejército alemán puede compararse a un elefante que atacase a un
ejército de hormigas. El elefante matará miles de hormigas, acaso millones, pero, por
último, la superioridad numérica de ellas le derrotará y las hormigas le devorarán hasta
no dejar de él más que los huesos». Hitler, por el contrario, le dijo al embajador búlgaro:
«El ejército ruso es un chiste». Según el plan trazado por el embajador Marcks, tardarían
entre 9 y 16 semanas en destruir la resistencia militar soviética. Hasta se dieron órdenes
para producir menos tanques y aviones. La profecía de von Kleist se cumplió al pie de
la letra. El mariscal de campo, hecho prisionero por los rusos, murió en cautividad en
1954.
Hitler tenía a sus generales por seres grises, acomodaticios y privados de
imaginación. Unos borregos. Sus actitudes prudentes eran consecuencia directa de su
falta de genio militar, de su apego a la teoría escrita en los manuales de las academias.
El, Hitler, tenía la intuición de la victoria, el aura de la audacia. Preferiría el mismo
esquema que en la campaña europea: masas de blindados lanzados a toda velocidad
ante el enemigo, al que sorprendería dormido. Nada podrían hacer los ejércitos
enemigos, rodeados, asustados por la acción de una fuerza aérea dotada del instinto de
golpear en la yugular. Sus generales, sus soldados, eran meros peones de sus geniales
designios: les pedía lo imposible para lograr de ellos lo mínimo. Llegado un momento,
abandonó su guarida del lobo en Rastemburg, en la Prusia oriental, que «olía a cocina,
uniformes y botas», por el cuartel de Vanitza, en Ucrania, donde vivió consumido por la
canícula. Hitler diseñó una guerra de abstracciones. Una mayor cercanía del frente
nunca le permitió valorar las condiciones meteorológicas en las que sus hombres, la
punta de diamante de la raza aria, con la ayuda de esclavos soldados finlandeses,
españoles, eslovacos, italianos, húngaros y rumanos, llevaban a cabo su tarea. En cuanto
llegaron los meses fríos, el general Invierno les pasó la factura.
Esa fue la coartada con la que los generales taparon sus primeras sorpresas sobre el
terreno: el mal tiempo, las bajas temperaturas. También al mal tiempo, a la adversa
meteorología, atribuyeron el fracaso de las incursiones sobre Inglaterra, que estaban a
punto de concluir cuando emprendió la campaña de Rusia. Pero ¿no era acaso algo que
podían esperar en el paisaje inglés? Las fuertes lluvias que dificultaban las operaciones
aéreas y las temperaturas que superaban los 50 y hasta los 60 grados bajo cero eran
previsibles. Hitler envió a Rusia 3 millones de hombres, 3580 carros de combate, 118
divisiones de infantería, 15 divisiones motorizadas y 19 grandes unidades acorazadas,
frente a las que la URSS de Stalin desplegó 4.750.000 soldados, más de 10,000 blindados,
muchos de ellos obsoletos, y 6.000 aviones de combate, de los que sólo 1100 se
encontraban en buen uso. Ya hemos dicho que 2.000 fueron destruidos en el aire o en
tierra en los dos primeros días de la invasión.
El general Espacio: las divisiones alemanas terminaron por perderse en la inmensa
geografía rusa. La falta de aeródromos impidió que la fuerza aérea alemana pudiera
facilitar el apoyo necesario a las divisiones en marcha hacia sus objetivos. La política de
tierra quemada, practicada por las fuerzas regulares e irregulares rusas en su retirada,
impidió que Hitler pudiera utilizar las reservas y las materias primas que tanto
ambicionaba. El comportamiento, en cierto modo caballeroso, de las tropas alemanas en
la I Guerra Mundial no se repitió. Los hombres de Hitler, las temidas SS en primer
lugar, sometieron a los civiles rusos a un duro castigo y a unas represalias sin fin, lo que
no hizo sino encorajinar aún más en el combate a un ejército decidido a ganar la gran
guerra patriótica. El contraataque ruso, tras los renovados avances alemanes de 1942,
tuvo un efecto devastador en las filas de la Wehrmacht.

ROPA DE VERANO

La capacidad de recuperación del Ejército Rojo fue inmediata. Dispuso de un arma


secreta de primera mano: sus aliados le pasaron las informaciones sobre los
movimientos de Hitler a través del sistema Enigma-Ultra. Con el apoyo de las reservas
almacenadas en Siberia y en los Urales, y el envío de pertrechos por parte de británicos
y norteamericanos (entrevista del embajador Harriman por Estados Unidos y de lord
Beaverbrook por Gran Bretaña, con Stalin en Moscú), los rusos lograron superar el mal
resultado de los 12 primeros meses de la invasión. Por añadidura, Japón, que no fue
consultado por Berlín antes de la «operación Barbarroja», decidió mantener el pacto de
neutralidad firmado con Rusia hasta el fin de la guerra.
A Hitler le cegó la velocidad de la ofensiva alemana en su primera fase. Fiado en sus
triunfos, se permitió, el 14 de julio, reducir la fuerza del ejército invasor para
concentrarse en su siguiente paso, el salto a Inglaterra. Daba por hecha la derrota de la
URSS. 5 días después, se permitió cambiar los planes de Guderian, comandante de una
de las 3 primeras divisiones de carros. Cuando Guderian, hijo de un general prusiano y
uno de los primeros comandantes alemanes de la guerra, se aprestaba a unirse desde
Smolensko a las fuerzas del general Bock, que se encontraban a unos trescientos
kilómetros de Moscú para marchar hacia la capital, Hitler le ordenó que tomara el
camino del Sur. Ayudaría a von Rundstedt en su ofensiva hacia Kiev, mientras que
desviaba fuerzas blindadas del sector central para reforzar al general von Leeb en el
cerco de Leningrado. En contra de la opinión de sus generales, entre ellos Guderian, un
talento desperdiciado por Hitler, partidario de atacar directamente Moscú, éste ordenó
las ofensivas contra Leningrado y Kiev, salvando así a la capital. A partir de mediados
de septiembre, von Leeb, con la ayuda de los finlandeses, puso cerco a Leningrado, que
sufrió durante 3 inviernos uno de los más duros asedios que recuerda la historia. La San
Petersburgo de ayer y de hoy resistió hasta el 18 de febrero de 1944, cuando el ejército
sitiador se vio obligado a levantar el cerco.
La suerte le sonrió a Guderian en Kiev. El «rey de los panzer» hizo prisioneros a
600.000 rusos, que añadió a los 400.000 del sector central. Mientras von Rundstedt se
dirigía hacia el Cáucaso, Guderian volvió junto a von Bock, que en octubre reanudó una
ofensiva que le permitió rodear y cercar a seiscientos mil rusos en Vyazma y Bryansk. A
mediados de octubre, Guderian había tomado Mozhaist. A partir de ahí, con la llegada
del invierno, el avance alemán se hizo más lento hasta que cesó casi por completo.
Ucrania y gran parte de Crimea quedaban en manos alemanas, pero las fuerzas
destacadas en el Sur, que habían conquistado Rostov, iniciaban su retirada. En los
primeros días de diciembre, el mariscal Zukov, el general más respetado del Ejército
Rojo, que sustituyó al mariscal Vorochilov en el frente de Leningrado, desencadenó una
fuerte ofensiva con la ayuda de las tropas procedentes de Siberia que le permitió ocupar
un dispositivo de unos 60 kilómetros en torno a Moscú. Zukov, el general cauto y
clarividente, subestimado siempre por los alemanes, tomaría el 16 de abril de 1945 una
cabeza de puente en el río Oder y, nueve días más tarde, rodearía Berlín y el búnquer de
Hitler. El 8 de mayo, el mariscal soviético firmaría la rendición alemana en Berlín.
El 8 de diciembre, la OKW (Oberkommando der Wehrmacht), el alto mando de las
Fuerzas Armadas, suspendió las operaciones debido al mal tiempo, a la baja moral de
las tropas alemanas, a las malas carreteras, al frío intenso, a los ríos desbordados, a los
pies congelados y a las disputas entre Hitler y sus generales, que pedían la retirada.
Rusia era demasiado grande para que las tropas alemanas cubrieran todos los frentes.
El aprovisionamiento no llegaba o lo hacía con cuentagotas, muy por debajo de las
necesidades. El motor de la máquina de guerra alemana se gripó en medio del invierno.
Combatía contra un ejército de sombras, la guerrilla que atacaba y se retiraba sin ser
vista.
Hitler sustituyó a sus 3 comandantes. El mismo tomó el puesto de manos del
mariscal de campo Walter von Brauchitsch, del que Rundstedt esperaba una actitud
más independiente como para oponerse al dictado del Führer. Después de un Frustrado
intento de discutir la ideas de Hitler, el mariscal se sometió a él por completo. Era la
primera vez que un civil se ponía al mando del ejército alemán. Brauchistch
desobedecería por última vez los deseos de Hitler cuando éste le ordenó que destruyera
París. Al destituir al hasta entonces comandante en jefe, Hitler dijo con desprecio: «Esto
del mando de las operaciones es algo que cualquiera puede hacer».
El Ejército Rojo empezaba a recibir ayuda de Gran Bretaña y de Estados Unidos,
sobre todo después de la entrevista que Roosevelt y Churchill mantuvieron a bordo del
crucero Augusta, que selló el Pacto del Atlántico. Gran Bretaña bombardeaba la Europa
ocupada por los alemanes para aliviar en algo la presión de la Werhmacht. Antes de
mediados de 1942, Stalin recibió 2400 carros de combate y 1800 aviones de Churchill, y
200 tanques medios y ligeros y 1300 aviones de Roosevelt. Frente al nuevo orden de
Hitler, el premier británico y el presidente norteamericano firmaron la Carta del
Atlántico aquel 12 de agosto: no se producirían cambios territoriales sin el total
consentimiento de los pueblos en cuestión, todos los pueblos serían libres para elegir la
forma de gobierno que prefirieran y podrían vivir libres del miedo y de la opresión y se
establecería la cooperación económica entre las naciones después de la guerra. Los
Estados agresores serían desarmados antes de la creación de un sistema permanente de
seguridad general.
Los alemanes menospreciaron la capacidad de rearme, el valor y la destreza del
enemigo ruso, quizá fiados en su descalabro frente a los finlandeses o su debilidad en la
I Guerra. A Stalin nunca le importó el coste humano de la guerra. Ahora se trataba de
defender palmo a palmo su propio territorio. A la Grande Armée (gran ejército) de
Bonaparte la echaron antes de que terminara el año. Hitler duró 3 años en suelo ruso.
Los soldados de la Wehrmacht se quedaron con los uniformes de aquel triunfal pero
engañoso verano. Nunca recibieron ropa de invierno. Hitler no tuvo en cuenta esos
detalles ni el estado calamitoso de las carreteras ni las características del nuevo carro
ruso, el T 34, invulnerable al cañón antitanque alemán de treinta y siete milímetros, ni la
voluntad de resistencia y la astucia del mujik (campesino), conocedor del terreno, bien
adaptado a él y bien abrigado. Tampoco tuvo en cuenta, por ejemplo, que para rendir
Leningrado era necesaria una artillería de sitio. ¿Cómo los alemanes, tan minuciosos,
tan óptimos organizadores y planificadores, pudieron olvidar esos y otros detalles?
Hitler estaba consumido por la impaciencia y sólo le dominaba un sentimiento: correr,
vencer, no retroceder ni un sólo milímetro. Pero Leningrado resistió durante 3
inviernos. Sus habitantes no cedieron al empuje de los nazis. Se comieron todo lo que
había: ratas, gatos, ropa, madera, libros… Fueron páginas escritas con sangre y
heroísmo. Por eso, permanecen vivas en la memoria de los rusos.
El general Halder escribió en su diario, a poco de desencadenarse la «operación
Barbarroja»: «La extensión del teatro de operaciones y la dureza de la resistencia
exigirán de nosotros nuevas semanas de esfuerzos». ¿Qué es lo que hacía Stalin
mientras tanto? Había pagado su tremenda imprevisión, su pacto con el diablo, con el
hombre que ahora le invadía. Se dijo que había muerto en una revolución de palacio,
que había sido fusilado, que se había refugiado en Irán, China o Turquía… Durante 10
días no apareció en público. Los libros no explican el paréntesis, la ausencia. Parece que
Stalin fue presa del desánimo más absoluto, que vivió esos 10 días desconcertado y
desfallecido, sin saber cómo reaccionar. En el informe de Kruschev al XX Congreso del
Partido Comunista de la URSS, se desmitifica al hombre del que se aseguraba, con
acento de epopeya, que desde el primer momento tomó las riendas de la guerra y lo
hizo con astucia y determinación. El misterio de esos 10 días, que desconcertaron al
mundo, se pierde en los pasillos y tras los muros del Kremlin. Kruschev vino a decir
que tan sólo las palabras de ánimo y hasta las amenazas de los miembros del Buró
Político hicieron que Stalin volviera en sí.
Su voz se elevó a través de Radio Moscú a las 6 y media de la mañana del 3 de julio,
desde las murallas del Kremlin hasta las estepas, los valles, los inmensos ríos, las
montañas, los lagos, la tundra… Se escuchó una vez más la consigna de la tierra
calcinada: «Ni un vagón, ni una sola locomotora, ni un kilo de trigo, ni un litro de
carburante deben abandonarse al enemigo. En las regiones ocupadas, las bandas de
guerrilleros a pie y a caballo se organizarán para llevar a cabo una guerra de
hostigamiento, para hacer saltar los puentes y las carreteras, incendiar los depósitos, las
aldeas y los bosques. El enemigo debe ser perseguido hasta la aniquilación». Stalin
justificó su pacto con Hitler como una necesidad de ganar tiempo para aplazar lo
inevitable. La realidad es que Stalin temía a Alemania por encima de todo.
Un nuevo Stalin surgió a partir de aquel discurso: fuerte, implacable, coriáceo.
Fusiló o «suicidó» a los generales o a los jefes cobardes o sospechosos de tibieza. A los 3
mariscales nazis que le atacaban opuso los suyos propios: Vorochilovfrente avon Leeb
en el Norte (Leningrado), Timochenko frente a Bock en el sector central (hacia Moscú) y
Budienny frente a von Rundstedt en el Sur (con dirección a Kiev y Stalingrado). Hitler,
que dio de lado el asalto a Moscú, estaba obsesionado con los 2 nombres: Leningrado, la
ciudad de Lenin, y Stalingrado, la ciudad de Stalin, su contrincante, autonombrado
comisario para la Defensa y comandante supremo. O sea, Brauchitsch e Hiüer en una
pieza. Fueron 2 ciudades con nombres simbólicos en el sistema nervioso central de la
revolución soviética. Pero en el terreno que rodea a Leningrado, pantanoso, lacustre y
poco propicio a los tanques, los invasores se toparon con aldeas abandonadas o con
aldeas bien defendidas o con poblaciones empobrecidas por las que vagaban niños
andrajosos que sólo conocían una palabra en alemán: Brot (pan). La guerra que pedía
Stalin era, sobre todo, la guerra subcutánea, la del hostigamiento, la de las emboscadas,
la de inesperados ataques a la retaguardia, la guerra de la hormiga contra el elefante.
Las querellas internas entre Rastenburg (cuartel general de Hitler) y Angerburg
(donde se encontraba su Estado Mayor) y los mariscales y generales sobre el terreno,
entonces helado, no hicieron sino complicar las cosas del lado alemán. Cada maestrillo
tiene su librillo. Los estrategas de secano, alejados de las dificultades que se presentaban
en la campaña rusa, transmitían órdenes terminantes: más aprisa y adelante con los
blindados. ¿En aquellas enlodadas rutas, que más parecían senderos de cabras? Poco a
poco, el enemigo ganó en capacidad de maniobra, en rendimiento táctico. Los alemanes
sufrieron cada vez más los problemas derivados de la falta de reavituallamiento.
Churchill anunció el envío de 3 millones de pares de zapatos, pero Stalin quería, para
aliviar el peso de su carga, que los aliados abrieran un nuevo frente en Europa con un
desembarco masivo en Francia.
Primero fue el calor el que estropeó los motores, ese polvo que se colaba en los
carburadores, que oxidaba los cilindros. Las orillas de los caminos se convertirían poco
a poco en montañas de chatarra. No había recambios. Y también el Afrika Korps de
Rommel los necesitaba para su campaña norteafricana. «La “operación Barbarroja”
dejará al mundo sin habla», pronosticó Hitler. Algo de eso ocurrió al principio. Era el ex
cabo austriaco el que llevaba la iniciativa. El influyente semanario norteamericano Time
escribió por esos días: «El paralelo napoleónico nos lleva a creer que los invasores, al
penetrar en la enorme Rusia, serán vencidos por el clima y las distancias, como le
ocurrió a Napoleón Bonaparte. Pero con sus aviones y sus vehículos, Adolf Hitler es tan
ligero de piernas como una bailarina. Demolerá la pesada maquinaria del ejército ruso
antes de que éste pueda llevarlo lejos para someterlo».

HACIA MOSCÚ

En la cautiva y hambrienta Europa, el nuevo orden hitleriano se extendía como mancha


de aceite. Desde el 1 de septiembre de 1941, poco más de 2 meses después del comienzo
de la invasión de Rusia, se obligaba a todos los judíos alemanes a que llevaran la estrella
amarilla en la solapa. Muy pronto empezarían las deportaciones a los campos de
concentración, el exterminio de la «noche y niebla» y la «solución final», el holocausto,
el genocidio. Los proyectos de Hitler, su economía de guerra, necesitaban levas
gigantescas, ejércitos de esclavos. Miles de republicanos españoles, atrapados en
Francia, fueron conducidos como ganado a los campos de concentración, cuyo solo
nombre haría, cuando se supo lo que allí pasó, que la humanidad temblase de rabia:
Mauthausen, Dachau, Bergen-Belsen, Birkenau, Auschwitz, Treblinka, donde los
teóricos de la raza pura gasearán a 5 o 6 millones de judíos, 11 millones de personas en
total. Hitler soñaba con su reserva de mano de obra para los trabajos forzados:
doscientos millones de rusos y europeos del Este.
«Nach Moskau». (Hacia Moscú), escribieron los tanquistas y los conductores de los
vehículos militares sobre sus blindados y sus camiones. Pero Moscú tendría que
esperar. Ucrania vendría primero. Guderian bramaba de furia, lo mismo que el resto de
los generales. ¿Cómo dejar escapar la oportunidad de tomar Moscú, nudo central de
comunicaciones, el corazón del imperio soviético, el cinturón industrial, la clave del
arco estratégico? Moscú era la palabra que no podía pronunciarse delante del Führer.
Sólo Guderian, comisionado por el resto de los generales, se dirigió al cuartel general de
Adolf Hitler para plantarle cara, para romper el tabú. Tamaña audacia le costó el cese
(25 de octubre de 1941) al primer soldado alemán que, con sus blindados, cruzó el
Mosa, llegó a Sedán y a la costa del canal en la invasión de Francia. El mensajero pagó.
Alfred Jodl, oficial de artillería bávaro como Halder y jefe de la Sección de
Operaciones del OKW desde 1938, el hombre que recibió la misión de dar forma
concreta a las decisiones estratégicas de Hitler, juzgado luego y ejecutado en
Nuremberg, fue el encargado de calmar la impaciencia de Guderian: «No se preocupe,
Guderian, la intuición del Führer es infalible: siempre tiene razón». ¿Acaso temía Hitler
correr la misma suerte que Napoleón en Moscú? La capital de los zares fue incendiada
pocos días después de que el gran ejército entrara en ella. De todos modos, Stalin tomó
la sabia y previsora decisión de evacuar parte de la industria de Moscú y de Ucrania a
los Urales, a la Siberia occidental y al Kazastán, en el corazón del Asia soviética.
La victoria de Ucrania vino a confirmar que el Führer siempre tenía razón. Raymond
Cartier escribió con ironía en La Seconde Guerre Mondiale. «Clásico y revolucionario,
estratega y psicólogo, táctico y visionario, el Führer recibe un título que le concede la
pequeña corte morosa de Rastenburg: el más grande señor de la guerra de todos los
tiempos». A partir de entonces, se acabaron las voces discrepantes, las opiniones
propias: tan sólo cabía una voz, la del infalible Führer.
En septiembre terminó la guerra en Ucrania y entró el gran choque en su 4º mes:
Hitler ya le había dedicado a Rusia el doble del tiempo que a Francia, conquistada en un
abrir y cerrar de ojos, pero el trabajo no estaba terminado. El Ejército Rojo se
recuperaba. El general Halder escribió en su cuaderno de notas: «Empezamos la guerra
contra 200 divisiones enemigas; ahora, son 360. Destruimos una docena y surgen otras
12». Son cientos de miles los ucranianos que han recibido a los soldados nazis como
libertadores, al menos hasta que las SS y el ejército, con excepciones honrosas entre sus
mandos, se ensañen con la población civil, la sometan a tortura y la fusilen en masa.
El 1 de septiembre, 2º aniversario de la entrada en guerra, el dócil Jodl le muestra a
Hitler la estadística comparada: las pérdidas alemanas se elevan en 2 años de
hostilidades a 418.805 bajas, de ellas 90.441 muertos y 29.687 desaparecidos; mientras
que en los dos primeros años de la II Guerra Mundial cayeron 3.117.797, de los cuales
416.672 murieron y 371.321 desaparecieron: 8 veces menos bajas que en la guerra
imperial. Sería Stalin quien riera el último: entre junio 1941 y junio 1944, más del 90% de
las bajas en combate del ejército alemán lo fueron a manos del Ejército Rojo. Si las
comparamos con las víctimas causadas al enemigo por británicos y norteamericanos en
las 2 batallas del norte de Africa, el desembarco en Sicilia y la ofensiva en Italia, estas
últimas operaciones arrojaban una cifra insignificante. A estas alturas de la guerra, los
rusos perdían 3 millones de hombres hechos prisioneros. La naturaleza y el volumen de
las fuerzas empleadas en el combate explican la impresionante estadística.
Hitler iba a cometer un nuevo error de cálculo: en lugar de tomar Moscú y retirarse a
sus cuarteles de invierno, de concentrar sus fuerzas, las dispersó, las diluyó en el
espacio ruso. Era prisionero del calendario. El asalto a Inglaterra debía esperar para
alivio de Churchill. Hitler insistía en que sus objetivos debían cumplirse en 1941. Al
diablo con las precauciones de sus generales, que le recomendaban una campaña sin
prisas, en dos tiempos. «No quiero oír hablar de las dificultades que nuestras tropas
pueden encontrar durante el invierno. Les prohíbo que me hablen de ello porque no
habrá campaña de invierno: la guerra debe reanudarse desde Finlandia al mar de
Azov».
La radio moscovita martilleaba sobre las conciencias de los ciudadanos rusos: debían
seguir el ejemplo de 1812. Sin embargo, la progresión de la Wehrmacht hizo que
cundiera el pánico a lo largo del Volga y en Moscú, parcialmente evacuada. Stalin se
quedó en su despacho del Kremlin. El 10 de octubre, se produjo un acontecimiento que
cambió el curso de la guerra: llegó la nieve. Las lluvias se adelantaron al calendario. El
general Barro y el general Fango se aliaron con los rusos. El fango lo salpicaba todo: los
uniformes, las armas, los vehículos, los ojos, el rostro de los soldados… Lo que para
unos representaba una ventaja (los rusos), para los otros (los alemanes) era un calvario,
una pesadilla logística. Los camiones estaban preparados para las carreteras europeas.
Por eso, el avance alemán se aprovechó de las carreteras francesas. Ahora se atascaban
en un océano de lodo. El abastecimiento se complicó: no tardarían en comerse a sus
caballos, tan mal entrenados como los camiones para la tarea ofensiva que se intentaba
culminar en condiciones tan desfavorables.
Hitler no quería oír hablar del general Invierno. Empezaba a faltar el pan, pero se
negaba a escuchar lamentaciones y excusas. El orgulloso soldado alemán debía
anteponer la victoria al hambre. Su jefe temía el retroceso, la desmoralización, la pausa.
Todo lo que quería oír eran noticias sobre avances sin respiro hacia el Volga, sin tener
en cuenta los sabotajes de los partisanos ni la destrucción de los puentes y presas
hidroeléctricas. Ni un milímetro de repliegue. Los generales callaban, se rebelaban por
dentro, protestaban en su interior porque Hitler se negaba a viajar a esos parajes. Si se
diera una vuelta comprendería por qué la ofensiva se detenía. Ya veían las torres
doradas del Kremlin, ya las tenían casi a tiro de sus armas.
Una vez limpiado el barro de los ojos, tocaban los alemanes con los dedos los
suburbios de Moscú. Guderian se encontraba a sesenta grados bajo cero en la Iasnaia
Poliana de Guerra y paz, la cuna de Tolstoi, mientras Hitler, en pleno ataque de
entusiasmo, gritaba: «Hemos vencido a Rusia, no volverá a levantarse jamás». ¿Habían
hecho pedazos al Ejército Rojo como aseguraba Goebbels? Al contrario que Hitler, al
menos eso dijo Zukov después de la guerra, Stalin no decidía en solitario las cuestiones
militares esenciales, «porque comprendía la necesidad del trabajo colectivo en asuntos
tan complicados: concedió a sus generales libertades tácticas y a veces estratégicas».
También ocurrió que sus mandos, por temor a las purgas, a la cárcel de la Lubianka, al
paredón o a Siberia, se negaron en ocasiones a transmitir a Stalin sus errores o las malas
noticias del frente, con lo que a veces recibía una falsa impresión de la realidad.
La batalla por Moscú comenzó con buenos augurios para los alemanes. Manstein,
considerado junto con Guderian como uno de los grandes generales de la campaña y de
toda la guerra, condecorado por su valor como oficial de infantería durante la I Guerra
Mundial, aunque mal considerado por el Alto Mando por su independencia de criterio,
conquistó Crimea y puso sitio a Sebastopol. Era el maestro de la táctica fluida: ganar
terreno. Un día perdió el favor de Hitler, pero su cese favoreció más a Rusia que a
Alemania. Rundstedt tomó Rostov y, al norte, Leeb entró en Tichvin. La Wehrmacht
había roto la línea de Stalin. El Gobierno soviético y el cuerpo diplomático buscaron
refugio a 800 kilómetros al Este, en Kuibichev. La avanzadilla del general von Bock
llegó a duras penas a las puertas de Moscú. ¿Podían cantar victoria? No, porque el frío
congeló los carros de combate, desarticuló sus cadenas, heló la grasa de los fusiles y
ametralladoras. Hitler mandó a sus soldados a luchar contra los rusos. Ni siquiera había
previsto un motor refrigerado por aceite. Las botas de sus soldados estaban fabricadas
tan a la medida que no permitían más de un par de calcetines. Fue entonces cuando
Goebbels, a través de la radio, que supo dominar con tanta eficacia, lanzó un
llamamiento al patriótico corazón de los alemanes: deberían hacer acopio de ropas de
abrigo. El ciudadano respondió, pero el material llegaría tarde. La Wehrmacht estaba
congelada. Con su chaqueta de piel, sus botas forradas de fieltro, su ropa interior de
lana y su gorro de astracán con grandes orejeras, «Iván el ruso sabía muy bien —escribe
Snyder— cómo servir a las órdenes del general Invierno».
Los ciudadanos alemanes, salvo los cegados por el entusiasmo y el hipnotismo de
Hitler, empezaban a preguntarse qué era de esa rápida victoria prometida el 22 de
junio. ¿Cómo es que Goebbels les pedía ropa de abrigo? Callaban por temor, pero
llegaban los soldados heridos, mutilados, con las extremidades segadas por el frío.
«Nuestras victorias nos destruyen», aseguraban por lo bajo los más cínicos. Las
locomotoras se helaron, el mecanismo de las armas automáticas se congeló, las cadenas
de los tanques se hicieron una masa de hielo, el pan había que cortarlo con hacha, la
mantequilla era de mármol. Una herida significaba la muerte. Los paquetes de gasas se
ponían duros como la madera. Era peligroso defecar: los hombres morían por
congelación del ano. Lanzaban a los muertos a las hogueras para apoderarse de sus
ropas, recalentaban tanques y camiones con la ayuda de grandes fuegos avivados bajo
sus motores. «Alguien tuvo la idea —escribe Cartier— de enviar un tren de vino francés
para sostener la moral de los feldgrauen: llegó, ya que los obuses o la ropa no lo hacían,
bajo la forma de bloques de hielo rosa, rotos los pellejos en los vagones».
La patrulla de reconocimiento se detuvo en la terminal de autobuses y tranvías de
Moscú. No irían más allá. Von Kluge, conocido como «Kluger Hans». (Juan el listo), uno
de los más competentes generales de la II Guerra Mundial, que mandó el Cuarto
Ejército en la campaña de Polonia y que sucedería más tarde a Rundstedt al frente del
ejército de Normandía tras el «Día D», dio la orden de alto al Cuarto Ejército. El mando
alemán debía elegir entre el repliegue, la suspensión de las operaciones, la evacuación y
la cólera de Hitler o el anatema, la excomunión de Rastenburg. A las puertas de Moscú,
los alemanes dieron media vuelta. ¿La segunda retirada de Rusia? El mismo problema,
el frío, las pésimas comunicaciones, el alargamiento de los frentes, la falta de gasolina.
Dos tercios de las fuerzas alemanas quedaron inmovilizadas entre Dimitrov y Tula, en
un sector de trescientos kilómetros. Mientas la guerra llegaba al Pacífico, los japoneses
bombardeaban Pearl Harbor y el conflicto se extendió a las Filipinas, los rusos
contraatacaban en una batalla transformada por el hielo, con el terreno convertido en
pista de patinaje. Si las deserciones no se multiplicaron fue por el temor a caer en manos
de los soldados y partisanos rusos. Hubo quienes prefirieron el suicidio sobre la costra
helada. Los heridos se congelaban en sus camillas como el ejército napoleónico. Los
alemanes sufrieron un triple suplicio: el frío, las distancias y el hostigamiento. ¿La
orden de Hitler?: «Haltebfehl», ni un paso atrás. Haría la guerra sin intermediarios.
Todos los esfuerzos para recomponer las líneas de comunicación fueron inútiles. Por
una vez, Hitler tenía razón: la retirada hubiera representado una catástrofe. Todos los
historiadores coinciden en este punto. Al empezar la ofensiva soviética, se demostró
que las posiciones alemanas podrían defenderse dentro de sus blocaos y defensas con la
ayuda del aprovisionamiento lanzado desde el aire, una retirada inmediata y a gran
escala hubiera conllevado el caos más absoluto. El éxito moderado de esta nueva
decisión le hizo creer a Hitler en su seguro instinto militar. Por eso mantuvo las mismas
órdenes a rajatabla.
Mientras Leningrado resistía el largo asedio en condiciones milagrosas, Sebastopol,
base naval y avanzada estratégica de la península de Crimea, cedió a la presión de los
invasores, que, en junio de 1942, la atacaron desde los 4 puntos cardinales. Aguantó 7
meses de cerco sin cuartel. Los defensores de Sebastopol capitularon el 3 de julio,
víctimas del hambre, las epidemias, faltos de municiones y con la ciudad incendiada
por los cuatro costados. Nada quedó en pie para provecho del enemigo. Fueron muchos
los defensores de la base crimeana que aprovecharon los últimos cartuchos de dinamita
para suicidarse junto a los escombros. No caerían vivos en manos de la Wehrmacht.
El mismo espíritu de resistencia histórica animó a los coroneles de los moscovitas,
que celebraron la Revolución de Octubre en el Metro de Moscú: les rodeaban cincuenta
y una divisiones alemanas, incluidas trece acorazadas. Los trabajadores recibieron una
semana de adiestramiento militar y fueron enviados a tareas defensivas: las líneas de
comunicación con el Este seguían abiertas. No se interrumpieron nunca: era el balón de
oxígeno que necesitaba la asediada capital. Las mujeres ayudaban a cavar trincheras. En
los pequeños talleres artesanales se fabricaban bombas caseras, armas, defensas
rudimentarias con el metal que había a mano. Henry Cassidy, corresponsal de guerra,
transmitió a su periódico: «Miles de mujeres, movilizadas por sus comités locales y
vistiendo ropas ciudadanas, afluían en tren, autobús y camión a los fríos y embarrados
suburbios del este de Moscú para abrir profundas trincheras y fosos antitanque, que
cruzaban el campo como tremendas cicatrices. Las fortificaciones alcanzaban por la
retaguardia hasta la propia ciudad, donde se levantaban barricadas de acero, sacos
terreros y adoquines. El palacio de los soviets, que entonces no pasaba de ser un
esqueleto de vigas de acero, y que una vez terminado hubiera sido el edificio más alto
del mundo, suministró grandes cantidades de material para las fortificaciones. El Metro
de Moscú, el ferrocarril subterráneo más moderno del mundo, se utilizó para
transportar tropas y pertrechos de una parte a otra».
Adolf Hitler se cebó en sus generales, a los que tachó de atajo de inútiles. Al mariscal
Keitel, alias «Lakaitel» (el Lacayo) lo llamó, sin contemplaciones, «portero de cine». Eso
era lo que había sido para el Führer, un lacayo, un portero de cinematógrafo, un
correveidile, la voz de su amo. Por eso lo promovió al empleo de mariscal, por su ciega
obediencia. Cuando en 1938 Hitler disolvió el Ministerio de la Guerra y destituyó a
Blomberg, le preguntó a éste por su asistente, Wilhelm Keitel. «Es, simplemente —
respondió—, el hombre que dirige mi oficina». «Esa es la clase de gente que necesito»,
sentenció Hitler.
Los cambios se sucedieron en la cadena de mando: Rundstedt, Stupnagel,
Brauchitsh y Guderian hicieron mutis. Reichenau, que sucedió a Rundstedt al frente del
Grupo del Ejército del Sur, que combatió en Polonia, Bélgica, Francia y Rusia, rabioso y
cruel con los prisioneros rusos, murió en un accidente de aviación cuando lo
trasladaban al hospital, después de sufrir un infarto. Von Leeb, un militar digno, autor
de un reconocido estudio sobre la guerra defensiva, cayó en la gran purga de los
generales, en enero de 1942. El coronel general Strauss, agotado física y
psicológicamente, se retiró del frente por enfermedad. A Hoepner, que trató en vano de
acercarse a Rastenburg para trasladar a Hitler la preocupación de los mandos
superiores, lo degradó, lo excluyó del ejército y le condenó a no vestir más su uniforme.
Era la política de tierra calcinada en el alto mando. Hitler dio el paso final cuando hizo
votar al Parlamento, el Reichstag, una ley que le daba derecho de vida y muerte sobre
todos los ciudadanos. «Los soldados —afirmó el Führer— han nacido para morir. Los
generales, para desaparecer». Las pérdidas eran enormes: a 31 de marzo de 1942, se
elevaban a 1.074.607 hombres, o sea el 35% de los efectivos puestos en pie de guerra el
22 de junio del año anterior; de ellos, 33.233 eran oficiales. El número de los muertos en
combate se elevó a 223.553; el de los heridos, a 799.389; el de los desaparecidos, a 51.655.
A pesar de todo, la ofensiva de primavera le dio alas a un Hitler que hacía caso omiso
de los informes de sus servicios de inteligencia: «Explotó de furor —escribe el general
Halder— cuando le comunicamos que los rusos fabricaban 1.200 carros de combate al
mes».
Winston Churchill insistió en cerrar el círculo (closing the circle), el anillo de acero
sobre el III Reich en el Atlántico, el Mediterráneo, Africa del Norte, Oriente Medio, Irán
y, en su punto de sutura, en el Cáucaso. Gran Bretaña se convirtió en el arsenal de la
coalición aliada. Las divisiones norteamericanas empezaban a desembarcar en los
puertos y aeropuertos británicos. Pero el desembarco británico en Dieppe, norte de
Francia, con 2 tercios de canadienses entre los asaltantes, fracasó por completo. Tan sólo
uno de los veintisiete carros ingleses pudo recorrer cien metros de playa. La orden de
retirada del mando británico llegó a las 9 de la mañana del 19 de agosto de 1942. La
división SS Panzer, «Adolf Hitler», y la 10 Panzer, bajo el mando del general Kuntzen,
jefe del Cuerpo 81, destrozarían la fuerza invasora. La mitad de los 6.000 hombres
murieron sobre la cabeza de la playa de Dieppe o fueron hechos prisioneros. Hitler dio
las gracias a los británicos porque le hicieron entrega gratuita de una colección de armas
nuevas. El mando en puerto informó que los comercios abrieron con normalidad esa
misma tarde. Habría que esperar al «Día D» tras el frustrado ensayo de Dieppe.
Hitler, eufórico porque había arrojado a los ingleses al mar, interpretó el fracaso del
desembarco como un buen augurio. Su próximo objetivo sería Stalingrado, la clave del
Cáucaso. Su pérdida representaría para los rusos el último eslabón entre la URSS y la
inmensa retaguardia siberiana. Para Joseph Vissarionovich Djugachvili, alias Stalin, que
en 1918 buscaba por aquellos andurriales trigo con el que salvar a Moscú de la
hambruna poszarista, sería un golpe psicológico de primera magnitud. Los rusos
defenderían Stalingrado con uñas y dientes. Hitler nombró a Paulus jefe del Sexto
Ejército. No tenía ni el dinamismo ni la brutalidad de Reichenau, su antiguo
comandante. Era un funcionario sin imaginación, cumplidor y disciplinado.
Capítulo seis

Pearl Harbor

Fue un ataque por sorpresa. El presidente Roosevelt lo llamó «el día de la infamia». Una
sorpresa, aunque las señales del ataque a Pearl Harbor, cerca de Honolulú, en las islas
Hawai, aparecieron por todas partes, incluso en 1925 había visto la luz la novela
profética, de anticipación de Héctor Bymater La gran guerra del Pacífico. Japón, con ese
supuesto táctico, deseaba, necesitaba la guerra para recuperar materias primas. Fue una
sorpresa estratégica, un éxito militar fulminante, pero también un haraquiri anticipado.
Sin el ataque a la flota norteamericana del Pacífico, quizá no hubiera habido Hiroshima
o Nagasaki. Salvo el Arizona, la marina de Estados Unidos reconstruyó su flota, tan
necesaria para las batallas navales de 1944, que dieron un giro a la guerra del Pacífico.
El domingo 7 de diciembre de 1941 fue un día tranquilo en el archipiélago de Hawai.
Fueron muchos los marinos y los soldados que creyeron en un simulacro de ataque
aéreo, en unas maniobras militares. «Estos de la fuerza aérea cada vez lo hacen con
mayor fidelidad», comentó un marino a bordo del Utah. Pero la radio de Honolulú puso
las cosas en su sitio: «Atención, los japs atacan». Los japs eran, despectivamente, los
japoneses. O sea, que los «enanos amarillos» eran capaces de sorprender y humillar a la
que sería primera potencia militar del mundo.
El imperio del Sol Naciente, formado en las ideas alemanas de la guerra como
partera de su reciente historia, como unidad de destino, no podía quedar al margen del
conflicto. En 1919 lo advirtió el senador Henry Cabot Lodge: «El Japón se ha formado
en las ideas alemanas y considera la guerra como una industria, pues por la guerra ha
conseguido su extenso imperio. Se propone explotar China y hacerse fuerte hasta
convertirse en una potencia mundial tan formidable que amenazará la seguridad del
mundo. Pero el país al que más amenazará será al nuestro, a menos que tengamos buen
cuidado en mantener una gran superioridad naval en el Pacífico».
Al menos sobre el papel, esa superioridad se vino abajo en pocas horas. Los
orgullosos japoneses lanzaron el tora, tora, tora sobre la base alegre y confiada de la
Bahía de las Perlas en la isla hawaiana de Oahu. Eran las 7.55 de la mañana, hora de
Hawai. Los marineros se lustraban las botas para saltar a tierra y los marines
desayunaban tranquilamente en sus barracones. Otros disfrutaban de un cigarrillo en
medio de la agradable brisa de la mañana. El cielo prometía otro día claro, lleno de sol,
de un azul interrumpido por unas cuantas nubes altas. A bordo del Tennessee, el
sargento Emmons esperaba que le entregaran el primer informe del día. Ni siquiera
llegó a sus manos, porque sintió un brusco golpetazo que convulsionó al buque de
guerra. «Fue como si otro barco hubiera chocado contra el nuestro. No escuché una
explosión». Fue entonces cuando empezaron a sonar las señales de alarma del Tennessee.
El día, la hora de la infamia. A partir de entonces, esa señal de alarma resonaría en el
ánimo de los norteamericanos, descubiertos en su ingenuidad con la guardia baja:
«Recordad Pearl Harbor».
Aquel ataque cambiaría la historia contemporánea, porque el presidente Roosevelt,
como deseaba Churchill, declaró la guerra a Hirohito, emperador de Japón. Hitler, en
otra decisión precipitada, declaró la guerra a Estados Unidos. «Su presidente —le dijo a
Ribbentrop el encargado de negocios estadounidense— quería la guerra. Ya la tiene».
El bombardeo de Pearl Harbor inauguró la «era del instante»: la radio daba cuenta
minuto a minuto del ataque japonés. La opinión pública reaccionaba al compás de los
acontecimientos. El sargento Emmons escucharía muy pronto, segundos después, las
explosiones, el estallido de los torpedos japoneses, y vería el cielo oscurecido por las
escuadrillas japonesas, cubierto de volutas blancas como consecuencia del tardío fuego
antiaéreo. La banda militar del Nevada tocaba The Star-Spangled Banner. En ese mismo
momento, un Zero japonés enviaba un torpedo a la línea del flotación del Arizona y
barría con ráfagas de ametralladora la cubierta del Nevada. Sólo entonces dejó de tocar
la orquesta. A las 7.58 horas, la radio de Fort Island emitió un nervioso comunicado:
«Ataque aéreo, no es un simulacro». Desde el Oklahoma llegó la orden a través de los
altavoces: «Todos a sus puestos de combate. Esto no es una broma, repito, esto no es
una broma». La orden de Fuchida, comandante de operaciones, ¡To, to, to! (al ataque), se
cumplía al pie de la letra. La explosión sacudió al Atizona de proa a popa. Quedó
desarbolado y en llamas. «Una inmensa columna de oscuro humo rojo llegaba hasta
nosotros», recordó años más tarde el comandante Mitsuo Fuchida. Para entonces,
Fuchida había hecho llegar a Tokio la señal del éxito y la sorpresa: «Tora, tora, tora»
(tigre).
En la modesta habitación de su casa, el vicecónsul japonés en Honolulú, la capital de
Hawai, conectó la radio de onda corta. A las ocho de la mañana, la radio nacional
japonesa no informaba del ataque en su boletín informativo. Nada que interesara a
Takeo Yoshikawa. Al llegar al pronóstico del tiempo, el vicecónsul japonés subió el
volumen de la radio. El locutor, con una inflexión especial de la voz, anunció dos veces:
«Viento del Este, lluvia». Era la señal en clave de que el ataque había comenzado. Mil
hombres del Arizona yacían muertos en el fondo de la bahía cuando las bombas se
dirigieron hacia otro de los siete acorazados anclados en paralelo a la isla Ford, nudo
naval en Hawai, de la flota Cuartel General norteamericana en el Pacífico. «Las bombas
—recuerda Fuchida—, cayeron en perfecto orden, como diablos de la muerte».
El vicecónsul japonés se asomó a la ventana para comprobar con satisfacción la obra
cumplida en forma de columnas de humo que se elevaban verticalmente sobre Pearl
Harbor. El eco de las bombas era música celestial. En realidad, Takeo Yoshikawa no
pertenecía al servicio diplomático de su país. Como alférez de la Armada Imperial, fue
el encargado de enviar, nueve horas antes, la señal decisiva al cuartel general del
almirante Yamamoto. Durante 4 años se había preparado para la misión de espionaje.
Tras comprobar que los suyos daban cuenta de la armada norteamericana en el Pacífico,
se dirigió sin prisas hacia su despacho para destruir sus libros en clave y los despachos
de inteligencia transmitidos por radio. El último de ellos aparecía sobre una pila de
documentos top secret (secreto absoluto): «Buques fondeados en la bahía. 9 navios de
guerra. 3 cruceros de clase B, 17 destructores. Todos los portaaviones y los cruceros
pesados han abandonado la bahía. El Enterprise y el Lexington han zarpado de Pearl
Harbor». Takeo Yoshikawa prendió fuego a los documentos y se preparó un té a la
espera de que llegaran los agentes del FBI.
A 350 kilómetros de allí, desde el puente de mando del portaaviones Akagi,
perteneciente a la Flota Imperial, el almirante Chiuchi Nagumo leía una vez más el
último mensaje enviado por Takeo desde su puesto de observación en Honolulú. Los 6
portaaviones de Nagumo habían llegado a las 5.30 al punto de encuentro. El buque
insignia enarbolaba la bandera que el almirante Tojo llevaba 36 años antes, cuando
envió al fondo del mar a la flota rusa de Pod en Tsushima. 183 aparatos japoneses
despegaban de los seis portaaviones, a pesar del fuerte viento cargado de gotas de
lluvia. Viento del Este y lluvia. Era la primera oleada de ataque. Desde que zarpó de
una de las islas Kuriles, sumidas en la bruma, el almirante Nagumo se mostró
preocupado por la meteorología. Si las formaciones de nubes ocultaban el puerto de
Pearl Harbor a sus hombres, no les resultaría fácil a éstos hacer blanco sobre sus
objetivos. El efecto de sorpresa, el ¡to, to, to!, se habría perdido. Sin embargo, al
acercarse a las islas Hawai, los pilotos japoneses pudieron sintonizar Radio Honolulú,
que transmitía el parte meteorológico: «Parcialmente nuboso en las montañas.
Visibilidad buena por debajo de los 3500 pies». A esa misma hora, la radio de
Washington se hacía eco del partido entre los Pieles Rojas, el equipo de la capital
federal, y los Aguilas de Filadelfia.
Trece aviones B17 norteamericanos volaban a poco más de 300 kilómetros al
nordeste de Hawai. Habían despegado de una base californiana el 6 de diciembre. La
poderosa flota nipona zarpó de las Kuriles, bahía de Tankan, el 25 de noviembre, bajo el
silencio total de la radio y con instrucciones de hundir todos los barcos que encontrase a
su paso. El 5 de diciembre, la escuadra japonesa recibió la orden convenida: «Escalar el
monte Nitaka». No hubo ni un fallo ni un imprevisto en su recorrido en aquella cita con
el destino y con la historia. El cielo sobre Pearl Harbor se cubrió de aviones con el sol
rojo pintado en los fuselajes.
Hacia las 7 de la mañana, o sea, poco menos de una hora antes del ataque japonés, 2
soldados norteamericanos encargados de vigilar los cielos a través del radar situado
sobre una ladera al norte de la isla Oahu descubrieron un enjambre de aviones a unos
220 kilómetros de distancia. Eran los soldados Lockhard y Elliot. Alarmados por lo que
observaban en el radar, telefonearon de inmediato al teniente Kermit Tyler, del centro
de información:
—Mi teniente —informó Elliot—, hemos detectado en la pantalla escuadrillas de aviones en dirección a
Hawai. Distancia, unos 220 kilómetros.
—Tranquilos, muchachos —respondió el teniente—, son los B17 que han despegado de la base de
Hamilton. Los esperamos de un momento a otro.

Fue una equivocación fatal. Ni siquiera el descubrimiento de un submarino japonés


«de bolsillo» en la bocana de Pearl Harbor despertó las sospechas de la armada
norteamericana. Esperaban el ataque japonés, pero no en Hawai, sino en Filipinas o en
Malasia. Ese error le costaría muy caro a la Flota del Pacífico, que eligió Pearl Harbor
como lugar de refugio seguro: siete battleships (acorazados) hundidos o destruidos —
incluyendo el Pennsylvania en dique seco— y 3.581 aviadores, soldados y marinos
heridos o muertos.

LA GUERRA COMERCIAL.

La ruptura de las negociaciones entre Japón y Estados Unidos era una señal clara de
que Tokio deseaba pasar a la acción. La rivalidad entre ambos países databa de los
primeros años del siglo XX, cuando sus respectivas expansiones comerciales chocaron en
el Pacífico. Las relaciones entre Washington y Tokio se hicieron aún más frías cuando
Japón se adhirió al Pacto Tripartito con Alemania e Italia, y empeoraron cuando los
japoneses cortaron la ruta de Birmania a través de la cual Estados Unidos enviaba
ayuda a su aliado chino, el generalísimo Chiang Kai Chek.
Hirohito se disponía a abrir su «Esfera de la Coprosperidad de la Gran Asia
Oriental». De la Indochina francesa ambicionaba el estaño, el carbón y el cinc; de las
Indias orientales holandesas (la futura Indonesia), el caucho, el petróleo y el estaño. Las
ideas expansionistas de Japón aparecían en el discutido Memorial Tanaka: «Si lo único
que nos proponemos es desarrollar nuestro comercio, a la larga no podremos competir
con Gran Bretaña y Norteamérica, con su insuperable poderío capitalista.
Terminaremos perdiéndolo todo». Tanaka era el nombre del primer ministro japonés
que en 1927 reunió en Tokio a la flor y nata de la milicia y los samurais de la industria
japonesa para informarles de sus designios. La guerra en China era una sangría de
recursos, la población crecía imparable y Japón necesitaba espacio vital (el lebensraum de
los alemanes), recursos y materias primas. Años más tarde, el ministro de la Guerra,
almirante Tojo, resumiría estas urgencias al elegir el combate en lugar del diálogo. Tojo,
el militarista, cambió de idea al llegar a primer ministro: «El plan de ataque a Pearl
Harbor es contrario al honor nacional». La negociación era una pérdida de tiempo; la
guerra, una solución a los problemas. El almirante Isoroku Yamamoto, al frente de la
Armada Imperial, fue el hombre elegido por Tojo para lanzar el ataque sobre el corazón
de la flota norteamericana en el Pacífico. El protocolo le impedía hablar a Hirohito: «Es
un crimen moral», parece que protestó en vano.
En plena guerra económica y comercial entre Japón y Estados Unidos, Washington
prohibió el envío de motores de avión, denunció el trato comercial entre ambos países,
se congelaron las cuentas bancarias niponas en Estados Unidos y se embargaron la
exportación de chatarra y de una larga serie de materias primas vitales para Tokio y su
programa de rearme: caucho, bromo, cobre, latón, níquel, estaño, radio, potasas,
petróleo, aceite, grasa para motores… Japón se vio al borde del caos económico porque
la guerra con China, cuya soberanía, independencia e integridad territorial respaldaba
Estados Unidos (Roosevelt pertenecía al grupo de presión chino), consumía muchas
más materias primas que las que producían las islas y su territorio de Manchuria. La
verdad es que el conflicto ruso-japonés (1904-1905) terminó en una guerra de desgaste,
lo mismo que el que le enfrentaría con China en 1937. Sería mejor adoptar la «estrategia
del Sur»: «Lo conquistaremos en noventa días», le dijo el general Sugiyama al tenno
Hirohito. Necesitaban las materias primas del sureste asiático para sobrevivir. Los
políticos japoneses se dividieron entre partidarios de la negociación para obtener el
levantamiento del embargo y los seguidores de una línea dura, belicista. Para estos
últimos, el plan de ataque a Pearl Harbor, diseñado por Yamamoto, significaba el punto
de no retorno, quemar las naves. A partir de ahí, la iniciativa, pensaban, sería de la flota
japonesa con una guerra de usura instalada en el Pacífico. El resultado fue el contrario:
salvo el Arizona, los barcos hundidos en aguas de poca profundidad fueron reflotados, y
los aislacionistas de Estados Unidos se convirtieron en intervencionistas. Pearl Harbor
provocó una oleada de indignación y patriotismo. Justo lo que esperaba el presidente
Roosevelt, ardoroso antijaponés. En vísperas de la guerra, el príncipe Konoye adoptó
medidas de emergencia: el sistema de partido único y la censura de prensa; pero, al
mismo tiempo, envió a Washington a un embajador extraordinario, el almirante
Nomura, hombre flexible y partidario de la negociación, con un borrador de acuerdo a
cambio de la reanudación de los suministros de materias primas y de la consideración
de potencias iguales. Japón se comprometía a retirarse de China y olvidaría sus
obligaciones en el Pacto Tripartito firmado con Hitler y Mussolini. Este plan fue una
maniobra de distracción. La realidad era que hacía tiempo que los japoneses habían
sucumbido a la tentación hitleriana: la apertura de otro frente, la entrada de Tokio en la
guerra, el desafío a Estados Unidos. Uno de los misterios de la guerra es por qué Hitler
no supo o no pudo ponerse de acuerdo con Japón para coordinar las operaciones. Las
negociaciones con Estados Unidos quedaron rotas. El 2 de julio de 1941, el consejo
presidido por Hirohito decidió pasar a la ofensiva con la ocupación de la Indochina
francesa después de un simulacro de negociación con el Gobierno de Vichy. Poco antes
de la ocupación, el Ministerio de Asuntos Exteriores le fue confiado al almirante
Toyoda, del Partido Militarista. «Todavía podremos llevarles algún tiempo de la
cuerdecita», le dijo el presidente Roosevelt a Churchill. El príncipe Konoye propuso al
presidente norteamericano una reunión en la cumbre en el Pacífico, pero la oferta fue
rechazada. Hay historiadores que apuntan que lo que Tokio pretendía era secuestrar al
presidente Roosevelt.
La situación del Gobierno de Konoye se hizo insostenible. Hirohito aceptó su
dimisión el día 16 de octubre, y el ministro de la Guerra, Hideki Tojo, se hizo cargo del
Gobierno. Era un fanático partidario de la guerra y había negociado con Hitler y
Mussolini el pacto Tripartito. Tojo llegó a la jefatura del Gobierno con el apoyo de
Sugiyama, jefe del Estado Mayor conjunto, y de Nagamo, jefe de la Armada Imperial.
Fue el responsable del ataque a Pearl Harbor. Permaneció en el cargo hasta la caída de
las Islas Marianas, aceptó la responsabilidad de la derrota y fue obligado a dimitir. Le
sucedió Koiso, un general algo más moderado. Después de la rendición de Japón trató
de suicidarse con el procedimiento tradicional, el sepuku, más conocido en Occidente
como el haraquiri. Salvado del suicidio, compareció ante un tribunal de guerra aliado.
Fue ahorcado el 23 de diciembre de 1948. Era un trabajador infatigable. «La cuchilla»,
como le llamaban, era popular en el ejército y muy temido entre los civiles de la
administración. Hideki Tojo aceptó la responsabilidad por la derrota en la guerra.
El 7 de noviembre, el Gobierno norteamericano se reunió para evaluar las
posibilidades de Estados Unidos en la guerra contra Japón. En el plano militar, se daba
por sentada la enorme superioridad de Norteamérica frente a los ejércitos japoneses.
Ese exceso de confianza le fue fatal a Pearl Harbor. «La fuerza aérea japonesa es,
incluso, inferior a la de Italia», declaró un general. Eso explica que el mando de la flota
en Pearl Harbor retirara los vuelos de reconocimiento para ahorrar combustible y las
medidas de seguridad antisubmarinos en torno a la bahía. El coronel Iwakuvo arrojó un
jarro de agua fría sobre el comité militar: la producción de Estados Unidos en acero era
superior a la de Japón en una proporción de veinte a uno; la de petróleo, en cien a uno;
la de carbón, en diez a uno; y la de aviones, en cinco a uno. El que expresara algún tipo
de pesimismo atentaba contra el código del honor. Hasta el propio Hirohito fue
amenazado: si se oponía a la guerra, sería asesinado.
A pesar de su teórica superioridad, el pueblo norteamericano no deseaba ir a la
guerra. La diplomacia estadounidense se encontró en un callejón sin salida: no podía
lanzarse contra el Japón ni deseaba negociar. Tojo afirmó al recibir el comunicado de
sus embajadores: «Nos han humillado, nos han hecho perder meses de esfuerzos. Es el
final». Entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre, el Gobierno japonés, el Consejo de
la Corona, la Conferencia de Coordinación y el Consejo de Antiguos Jefes de Gobierno
decidieron declarar la guerra a Estados Unidos. El casus belli sería el ataque a la base de
la Bahía de las Perlas, al estilo del desencadenado contra Port Arthur en 1904 o del que
lanzaron los ingleses contra la base italiana de Tarento.

TELEGRAMA EN CLAVE

El 6 de diciembre, el Gobierno japonés transmitió secuencialmente un telegrama en


clave a sus dos embajadores en Washington con la orden de entregarlo a las 13.00 horas
de Estados Unidos. En ese momento, los aviones japoneses estarían ya volando en
dirección a la base de Pearl Harbor. Hay varias versiones sobre el hecho: o bien la
traducción se demoró mucho, o bien, aunque los japoneses no lo supieran, los
norteamericanos habían descifrado las claves criptográficas, de modo que el telegrama
de declaración de guerra habría llegado a manos de Roosevelt y el secretario de Estado
(ministro de Asuntos Exteriores), Cordel Hull, unas 26 horas antes del ataque. La clave
era: «Viento del Este, lluvia». El almirante Harold Stark, jefe de Operaciones Navales,
envió un mensaje de alerta a las autoridades de Pearl Harbor, pero la electricidad
estática impidió su transmisión a través de la radio militar, por lo que fue cursado por
vía comercial ordinaria a Honolulú. La Central de Telégrafos de Honolulú «lo envió a
Pearl Harbor por medio de un muchacho en bicicleta con carácter de urgencia —escribe
el historiador Louis Snyder—. Cuando el chico pedaleaba por la carretera de Honolulú
a Pearl Harbor, empezaron a caer las primeras bombas japonesas. El mensajero se arrojó
de cabeza a la cuneta y permaneció tendido en ella durante varias horas, mientras las
bombas llovían de los cielos». Cuando los dos enviados japoneses llegaron al despacho
del secretario de Estado, Cordel Hull conocía ya la noticia del ataque, y el diplomático
norteamericano los echó con estas palabras: «Sois unos granujas, os meáis en los
pantalones, largo de aquí».
El Gobierno japonés, pese a las reticencias del emperador Hirohito, pensaba que la
tremenda sorpresa de Pearl Harbor obligaría a los norteamericanos a aceptar un plan de
paz. Vencidos los estadounidenses, los británicos y los holandeses en el Extremo
Oriente, los japoneses atacarían a la Unión Soviética. La moral de Estados Unidos caería
al suelo. Además del ataque sobre Pearl Harbor, otras operaciones se planeaban por
sorpresa contra Filipinas y Singapur.
Las dos principales bases aliadas en el Pacífico, Pearl Harbor y Singapur, «2 pistolas
que apuntaban —según el almirante Yamamoto— a la nuca del japón», estaban
separadas por 9600 kilómetros. Eso da idea de la capacidad de la armada japonesa para
superar problemas técnicos y logísticos con navios de guerra rápidos y bien armados.
El consulado de Japón en Honolulú se puso a recoger información sobre
movimientos de barcos norteamericanos. El plan de ataque a Pearl Harbor se vio
mejorado con la ampliación del radio de acción de los cazas Zero y con la aplicación de
alerones de madera a los torpedos aéreos. Eso les permitía progresar en aguas bajas
como las de Pearl Harbor, de 15 metros escasos de profundidad. El domingo 7 de
diciembre no habría claro de luna en Hawai. La oscuridad facilitaría el acercamiento de
los portaaviones japoneses. La elección del domingo era obvia: la guarnición bajaba la
guardia durante el fin de semana. Los 3 grandes ataques de la guerra, contra Francia, la
URSS y Pearl Harbor se desencadenaron en domingo.
El almirante Yamamoto había crecido en el espíritu antioccidental estimulado por
las narraciones de su padre, que le hablaba de los «bárbaros que vinieron en sus negros
barcos y amenazaron al Hijo del Cielo». Japón entendía su guerra en el Extremo Oriente
como una liberación de todos los países del yugo colonial de Occidente, aunque
invadieron también Siam (Tailandia), la única nación independiente, el país de los
libres.
En efecto, al principio, desde Indochina a Indonesia, el coolie, el paria asiático, vio
cómo el orgulloso colono francés, británico y holandés mordía el polvo y suplicaba una
escudilla de arroz o un vaso de agua al soldado japonés. Fue la primera victoria moral
antes de la batalla liberadora de Dien Bien Fu, en Indochina (1954), donde se aceleró el
proceso de emancipación del resto de los países asiáticos. Pronto caerían en la cuenta
indochinos, malasios o tailandeses que la Esfera de la Prosperidad Común era una
trampa, y que el ejército del emperador Hirohito actuaba con tanta o mayor brutalidad
que las potencias coloniales.
El almirante Yamamoto creía que la serpiente más feroz podía ser vencida por una
manada de ratas, como recuerda Louis Snyder. Esas ratas eran sus Zeros, sus
portaaviones, sus 104 bombarderos de altura, sus 135 bombarderos en picado, sus 40
aparatos torpederos y sus 81 aviones de caza, además de 3 acorazados, 9 destructores, 3
cruceros, 3 submarinos y 8 buques cisterna. El primer ataque duró media hora, hasta las
8.25, el segundo se inició a las 8.40. No hubo un tercero; el almirante Nagumo no lo
consideró necesario. Fue un error, porque le impidió rematar al adversario. Los
depósitos de combustible quedaron intactos. Los 2 portaaviones no se encontraban allí,
el trabajo de reparación fue rápido y eficaz, con lo que los objetivos japoneses se
cumplieron sólo a medias. Eso sí, la aviación japonesa hizo un trabajo preciso. Los
largos entrenamientos habían servido para algo. Una bomba entró por la chimenea del
Arizona, fondeado en fila india junto al Nevada, el Maryland, el Tennessee, y el California, e
hizo explosión en la santabárbara de proa. El buque se incendió, cayó de costado y
ardió durante dos días; luego quedó como reliquia del ataque japonés.
«La armada norteamericana ha sido sorprendida en paños menores», tituló un
periodista. A los japoneses les costó 55 hombres, menos de 30 aviones, 5 sumergibles
enanos y 1 submarino. La bahía era un mar de petróleo ardiendo. Ardían los buques,
escorados, partidos en dos. Los bombarderos y cazas nipones efectuaban sus pasadas
entre el fuego de las baterías antiaéreas (con la mitad de la dotación porque era
domingo) y los gritos de los heridos, cruzaban por encima del caos. La mitad de la
armada norteamericana quedó inutilizada. Hitler recibió la noticia con gran alegría. Por
fin sus aliados japoneses le habían hecho caso. En Japón era el octavo día del
duodécimo mes del año 16 de Showa, el año propicio de la Serpiente. «Les hemos
reducido a una potencia de tercer orden», señalaban con prematuro optimismo los
editorialistas de la prensa de Tokio. En Washington, la noticia del ataque se conoció a
las 14.22 minutos.
Fue el día de la infamia y de la agonía: cadáveres que flotaban en la bahía y que la
marea depositaba mansamente en las playas, hombres convertidos en teas, otros,
sorprendidos por el ataque, cayeron en un estado de shock, con las manos sobre la
cabeza e incapaces de reaccionar, marinos que lloraban a lágrima viva sin poder
explicarse nada. «Aquello no era una declaración de guerra, era un asesinato en masa»,
afirmó un testigo.
El almirante Yamamoto sabía dónde descargar su espada de samurai. Hoy, a aquel
marino de 57 años que estudió en Estados Unidos y conocía la capacidad de respuesta
del pueblo norteamericano, no se le tiene por un belicista. Sus tesis moderadas se vieron
destrozadas por los militaristas: tan sólo le quedaba cumplir con su oficio. Ordenes eran
órdenes. Los japoneses no eran aquellos soldados bajitos, despistados, con gafas de
cristal de culo de botella de que hablaban los tópicos y los racistas. Los norteamericanos
pagarían caro ese desprecio. Cuando el vicealmirante Nagumo dio la orden, lo celebró
con una copa de sake (el tradicional licor de arroz). Lloraba.
Por increíble que parezca, un teniente japonés, Suguru Suzuki, pudo alquilar en
noviembre de 1941 un avión para turistas y fotografiar las instalaciones militares de
Pearl Harbor. Los pilotos japoneses tuvieron tiempo suficiente como para analizar las
fotografías de los buques de guerra atracados en el muelle de la bahía. Las órdenes de
Yamamoto a la flota japonesa, que había partido subrepticiamente de las Kuriles, fueron
de volver si fructificaban las negociaciones entre Japón y Estados Unidos en
Washington. El 2 de diciembre comunicó a sus almirantes que las negociaciones habían
fracasado.
VIENTO DEL ESTE, LLUVIA

¿Cómo se explica la pasividad de Estados Unidos cuando había logrado descifrar el


código japonés? «Higashi no Kazeame» (viento del Este, lluvia). A mediados de
noviembre, el Centro de Inteligencia Naval, en Maryland, logró interceptar el código de
alerta japonés a sus embajadas y consulados: «Cuando estalle la crisis, después del
boletín meteorológico de la radio de Tokio se dirá: 1) “Viento del Este, lluvia”. Será la
guerra con Estados Unidos. 2) “Viento del Norte, lluvioso”. Significará la guerra contra
la Unión Soviética. 3) “Viento del Este, despejado”. Supondrá la guerra con Gran
Bretaña, incluido un ataque a Tailandia, a Malasia y a las Indias holandesas. Si la noticia
se repite, quemar todos los códigos y papeles secretos». El 4 de diciembre, el Centro
Naval de Maryland captó el código «viento del Este, lluvia». El presidente Roosevelt
recibió el mensaje. ¿Cómo interpretarlo? ¿Cuál sería el lugar elegido por los japoneses
para el ataque? La idea de que Roosevelt, de acuerdo con Churchill, escondió todas las
señales de alarma de un ataque cuyas líneas maestras conocía de sobra ha alimentado
durante 53 años la teoría de la conspiración. Todavía se venden libros con las
circunstancias y las hipótesis del ataque y títulos como Roosevelt lo sabía. Los intentos del
Gobierno norteamericano por borrar las pistas no hicieron sino aumentar las sospechas
sobre las vísperas del «día que vivirá en la infamia».
En 1940, un norteamericano llamado Genevieve Grotjan descifró el código más
secreto de Japón, el Código Púrpura. El 6 de diciembre de 1941, o sea, horas antes del
ataque, el presidente Roosevelt leyó el mensaje que ordenaba a la embajada japonesa en
Washington que quemara las claves y los libros de códigos. «Esto es la guerra»,
comentó el presidente. Guerra sí, pero, ¿dónde? En los mensajes cifrados no se hacía
ninguna referencia a Pearl Harbor. Tan sólo unos pocos generales, almirantes, parte del
Gobierno e Hirohito conocían la fecha y el lugar.
La flota japonesa avanzó hacia las Hawai con la radio en silencio, de modo que no se
captaron señales en ese sentido. Otra cosa es que la aparición en la pantalla del radar de
Oahu de un enjambre aéreo, de un centenar de aviones, que el teniente al cargo
confundió con los B17, y el hundimiento de un par de submarinos de bolsillo japoneses
en aguas de Hawai no desatara la inmediata alarma.
Los norteamericanos tuvieron acceso a los códigos japoneses hasta 1945. El flujo de
información fue ininterrumpido, constante y rico en detalles. Los aliados conocieron los
despachos de los diplomáticos japoneses desde Moscú y desde la Europa occidental,
por ello supieron no sólo de cuestiones que interesaban a Tokio relacionadas con el
imperio del Sol Naciente, sino de asuntos de primordial importancia que tenían que ver
con la fabricación de nuevas armas alemanas o con las intenciones políticas de los
líderes del Eje. Así llegaron a manos aliadas informes de los agregados militares y
navales nipones en Berlín. Entre otros, interceptaron el del embajador de Japón en la
capital alemana, en el que recogía sus impresiones sobre un viaje de inspección de las
defensas alemanas antes de la invasión aliada en Normandía. La lectura de los códigos
japoneses contribuyó a la victoria de la armada norteamericana en las Midway. Los
almirantes estadounidenses conocían de antemano los movimientos de la flota
japonesa.
A pesar de todo —la evidencia recogida en los mensajes descifrados—, faltaba la
pieza esencial: dónde. La laxitud norteamericana en Pearl Harbor, que elevó una oleada
de protestas en Estados Unidos por la negligencia de sus generales y almirantes, hizo
que los servicios de inteligencia (la CIA, el Servicio Nacional de Seguridad) se
convirtieran en una obsesión desde entonces.
Las circunstancias eran propicias para el Mikado (título del emperador en Japón). En
el frente europeo mandaba Hitler con sus tropas cerca de Moscú. Mussolini aspiraba a
un segundo imperio romano y los nazis a un nuevo orden en Europa. Por su parte,
Hirohito aspiraba a la conquista de China y de los países del sureste asiático. Pearl
Harbor fue la obertura de una macabra sinfonía. Sólo unas horas después, Hirohito
presentó la declaración de guerra en el estilo retórico de la corte de Tokio: «Nos, por la
gracia del cielo emperador del Japón, sentado en el trono de una dinastía que se
perpetúa desde tiempos eternos, os hacemos saber, súbditos leales y valientes, que
declaramos la guerra a Estados Unidos de América y al imperio británico». Con las dos
cámaras reunidas en sesión de urgencia, el presidente Roosevelt inició, avanzada la
noche, su discurso con estas palabras «Ayer, 7 de diciembre de 1941, fecha que
perdurará en la infamia…».
Un año más tarde, diez mil norteamericanos y filipinos cayeron en la «marcha de la
muerte» en Batan, 840 marinos británicos desaparecieron en aguas malayas, 80.000
soldados británicos y de la Commonwealth se rindieron en Singapur, doce mil
quinientos norteamericanos murieron en la toma de Okinawa, 250.000 japoneses
perecieron en los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki y otro millón murió
en los bombardeos convencionales norteamericanos. Hasta 10 millones de soldados y
civiles sucumbieron en la guerra de Japón contra China. «Comparado con este diluvio
de muerte —ha escrito Murray Sayle—, Pearl Harbor fue un comienzo relativamente
modesto».
Aquella noche de la infamia, Winston Churchill se fue tranquilo a la cama. «Dormí
como un niño —escribiría en sus Memorias—, con el sueño de los agradecidos». Era lo
que esperaba el primer ministro, la proyección de la maquinaria de guerra
norteamericana sobre el teatro de operaciones del Pacífico y, más tarde, de Europa. Fue
también el final de la hegemonía europea en el mundo. El desastre de Pearl Harbor unió
como una piña a un pueblo norteamericano engañado, humillado y agredido. Las
fábricas volvieron a la vida en medio del impulso patriótico. Había que parar los pies a
los sucios japs. El índice de paro pasó del 13 por ciento a cero. Pearl Harbor señaló el
relanzamiento del capitalismo norteamericano. Después de la guerra, los japoneses
intentaron ganar con los transistores, los coches o los electrodomésticos lo que
perdieron en el campo de batalla. Ya no necesitaban bombardear Pearl Harbor, les
bastaba con comprarlo en parcelas. Las dos naciones intercambiaron derrotas y victorias
con su prosperidad y sus «milagros económicos», la guerra de la posguerra.

POR MI HONOR Y POR MI VIDA

El almirante Yamamoto se retiró a su camarote cuando los primeros aviones


despegaban de los seis portaaviones. El jefe de la Fuerza Naval japonesa escribió un
breve poema en su cuaderno de bitácora: «Tan sólo deseo servir al emperador como
escudo, por mi honor y por mi vida». Los pilotos ensayaban sus canciones de guerra:
«A través del mar, cadáveres en el agua; a través de las montañas, cadáveres en tierra.
Ofrendaré mi vida por el emperador, prometo que nunca daré marcha atrás…».
«El Creador —dijo Hitler ante el Reichstag— nos ha confiado la misión de realizar
una revisión histórica de alcance sin igual». Sin embargo, el ataque japonés no podía
haber llegado en peor momento: dos días después de la contraofensiva soviética. En
medio de grandes aplausos, Churchill habló ante el Parlamento: «Ahora que ha llegado
el momento decisivo y de la manera más directa, lo único que pueden hacer las dos
grandes democracias es afrontar la tarea con la fortaleza que Dios nos quiera conceder.
En el futuro tendremos una luz que brillará sobre la tierra y el mar».
Aquel día, en España los periódicos recogían la noticia de la «visita del general
Moscardó a los heroicos voluntarios de la División Azul». El ministro de Asuntos
Exteriores, Serrano Súñer, regresaba de Berlín, donde se había entrevistado con Hitler.
Franco recibía la Medalla de Oro de la ciudad de El Ferrol al cumplir los 49 años de
edad. En el teatro de Madrid se estrenaba El trueno gordo, con Pepe Isbert. En los cines se
proyectaban Blancanieves y los siete enanitos, Forja de hombres y La fiera de mi niña. Eran los
años del hambre. En un anuncio del diario Ya se decía lo siguiente: «Vuestros hijos
engordarán riendo estrepitosamente hoy y mañana en Fontalba con los variados
programas comiquísimos y con regalos valiosos».
Se recordaba a los jóvenes el día de la madre: «Camarada del Frente de Juventudes,
piensa que los días pasan rápidos y no esperes al último momento para buscar el regalo
que has de hacer a tu madre, el día 8 de diciembre». En el diario ABC se anunciaba: «El
racionamiento aumentará este mes, y el año próximo la distribución será normal».
Argentina, como regalo de Eva Perón, anunciaba el envío del «trigo necesario». La
Vanguardia de Barcelona daba cuenta, aquel 7 de diciembre de 1941, de la «detención
por parte de la Guardia Civil de un especulador con 242 kilos de maíz y doscientos once
de judías en la localidad de Moneada».
¿Lo sabían o no lo sabían? Churchill no habla de ello en sus Memorias, pero los
historiadores, sobre todo uno de ellos, el australiano Eric Nave, autor de Traición en
Pearl Harbor (publicado en 1991 cuando contaba 92 años), llegó a la conclusión de que
Churchill lo sabía y que prefirió no contárselo a Roosevelt para que éste entrara en la
guerra. Eric Nave, que fue especialista en códigos cifrados durante la guerra, afirma que
británicos y agentes de la Commonwealth (Mancomunidad Británica de Naciones)
habían descubierto hacía tiempo el código naval de los japoneses, el JN25.
Tres mensajes del almirante de la flota japonesa Yamamoto fueron interceptados por
la oficina británica para el Extremo Oriente. El primero, el 21 de noviembre de 1941,
ordenaba la puesta en marcha de la segunda fase de las operaciones; el segundo, cuatro
días más tarde, ordenaba a la flota que saliera a alta mar; y el tercero, el 2 de diciembre,
decía así: «Subid al Nitakayama 1208». La fecha de referencia era el 8 de diciembre, la
hora en Tokio para el ataque a Pearl Harbor; Nitakayama, el monte más alto de Taiwán,
era identificable en clave a Pearl Harbor. «Lo que no puedo entender —afirma Eric
Nave— es por qué lo norteamericanos estaban tan mal preparados cuando los
británicos disponían de tan buena información sobre los planes japoneses. La
conclusión es que Churchill, que ordenó la destrucción de los archivos de cifra y
descodificación, mantuvo lejos de los norteamericanos toda información privilegiada
con el objeto de que Estados Unidos entrara en la guerra sin oposición de su opinión
pública». Es probable que nunca conozcamos la verdad.
No sólo fue el día de la infamia, de la sorpresa histórica, sino el final de la inocencia.
La radio retransmitía el concierto del pianista Arturo Rubinstein con la Orquesta
Filarmónica de Nueva York: esa era la metáfora de una nación confiada, replegada
sobre sí misma que, a partir de ese momento, debía asumir el papel de gendarme del
mundo frente a los fascismos. Roosevelt prometió en su campaña electoral para un
tercer mandato en 1940 que «sus hijos no irían a combatir en guerras extranjeras». El
general Tojo cambió de golpe esos planes.
El presidente Roosevelt envió al emperador Hirohito un mensaje en el que le ofrecía
la paz «para evitar al mundo la muerte y destrucción». Los censores militares japoneses
aplazaron diez horas la entrega del mensaje a Hirohito. La decisión estaba ya tomada
por el gabinete dominado por las tesis de intervención. Hirohito deseaba la paz, pero la
respuesta a Roosevelt estaba preparada, tanto como una flota construida con ayuda de
expertos británicos, una infantería entrenada por consejeros franceses y una ciencia
militar moderna inspirada en los alemanes. Esa fue la respuesta, la modernización de
un país aislado y feudal a la entrada del comodoro Perry en 1853 en la bahía de Tokio:
Asia sería para los asiáticos o, al menos, para los primeros de ellos, los japoneses.
Yamamoto, herido en la batalla de Tsushima en 1905, de 1,60 de estatura, graduado
en la Universidad de Harvard, agregado naval en Washington y aficionado al bridge, al
póquer y al ajedrez japonés, creía conocer bien al enemigo.
Durante meses, los aviones japoneses se entrenaron a fondo en la bahía de
Kagoshima, muy parecida a la de Pearl Harbor. A finales de 1940, el almirante
Yamamoto le diría al príncipe Konoye: «Me han pedido que combata sin tener en
cuenta las consecuencias». El vicealmirante Nagumo estaba convencido de que Pearl
Harbor sería el Waterloo de los norteamericanos, que, desmoralizados por el ataque, no
tendrían otro remedio que negociar la paz.
El 17 de noviembre, Yamamoto visitó la base de entrenamiento de Sakei para
arengar a sus hombres antes del ataque: «Japón —dijo— se ha enfrentado a valiosos
enemigos en su larga historia: mongoles, chinos, rusos, pero ahora vamos a
enfrentarnos a los más poderosos de todos. Espero que esta operación sea un éxito».
Después compartió con sus hombres el surume (pescado seco) símbolo de la felicidad, y
el kachiguri (nueces) por la victoria. Junto a los altares sintoístas portátiles, elevó la copa
de sake y brindó por Hirohito gritando: «Banzai». Era el grito de guerra.
El mantenimiento por parte de Estados Unidos del embargo del petróleo a Japón
presagiaba lo peor. «Debemos estar preparados, algo va a ocurrir muy pronto»,
telegrafió Roosevelt a Churchill. También los norteamericanos lograron descifrar los
mensajes japoneses. El problema fue que no supieron despejar aquella jungla de
mensajes, algunos tan evidentes como uno en el que Tokio pedía a su consulado en
Honolulú que enviara un informe sobre el despliegue de la flota norteamericana en
Pearl Harbor. Tampoco supieron entender el sentido de la frase de Yamamoto enviada a
su flota el 2 de diciembre: «Escalad el monte Nitaka». Era nada menos que la señal para
el ataque.
Uno de los jefes de la operación, Mitsuo Fuchida, nieto de un famoso samurai y
nacido el año del Tigre, confesó al historiador norteamericano Gordon Prange, citado
por Time, que se levantó a las 5 de la mañana y se puso unos calzoncillos y una camisa
de color rojo para que, en el caso de resultar herido, sus hombres no se distrajeran con
la presencia de la sangre. Durante el desayuno, su ayudante le informó de la situación:
—Honolulú duerme.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Fuchida.
—La radio de Honolulú emite música ligera. Todo va bien.

De aquí a la eternidad es el título de la novela de James Jones que refleja la vida de los
marines. Muchos de ellos se dieron cita en la playa de Waikiki para tomar unas copas
en el Two Jacks, en el Mint o en el Bill Leader. El almirante Kimmel había dejado
preparados sus palos de golf: le esperaba una disputada partida con el general Short el
domingo por la mañana. De pronto, repiqueteó el teléfono: uno de sus oficiales le
informaba de que los japoneses atacaban Pearl Harbor. En efecto, desde el jardín de la
casa de su ayudante, el capitán Earle, el almirante Kimmel pudo contemplar el humo, el
fuego y el paso rasante de los aviones mientras escuchaba el tableteo de las
ametralladoras y las explosiones. «Su rostro —recordó más tarde la esposa de su
ayudante— era del color del uniforme que llevaba, blanco». Una bala perdida fue a dar,
ya sin fuerza, en el pecho del almirante, que no tardaría en ser apartado del mando, lo
mismo que el general Short. «Esta bala —exclamó— tenía que haberme matado». Fue
una injusticia lo que hicieron con Kimmel y Short: los responsables del desastre fueron
Roosevelt y MacArthur. La pérdida de la aviación en Filipinas significó que MacArthur
tardaría más de un año en recuperar la iniciativa estratégica en el sureste asiático en la
campaña de Nueva Guinea con el sacrificio de miles de vidas más que en Pearl Harbor.
Estados Unidos perdió 2.433 hombres, la mitad de ellos a bordo del Arizona,
mientras que 1.178 resultaron heridos; los japoneses lamentaron la pérdida de 55 pilotos
y 74 marinos; Estados Unidos se encontró con 18 navios de superficie hundidos o
seriamente dañados; los japoneses, ninguno; 188 aviones norteamericanos resultaron
destruidos en el ataque y otros 158 quedaron dañados; los japoneses perdieron
veintinueve. Tres de los acorazados, el California, el Nevada y el West Virginia, pudieron
ser reflotados y volvieron a prestar servicio en la guerra del Pacífico. Los aviones
destruidos en tierra por los nipones fueron sustituidos por los bombarderos que
atacaron Tokio e Hiroshima.
Ya hemos dicho que Churchill recibió con emoción la noticia del ataque. Era lo que
esperaba. «Por fin lo hemos conseguido», afirmó alborozado. Estados Unidos entraba
en guerra. El presidente Roosevelt escribió: «Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha
que perdurará en la historia del mundo…». Al recibir una copia en limpio del discurso
tachó «historia del mundo» y, con su pluma, escribió la palabra «infamia». El día de la
infamia unió a todos los ciudadanos de Estados Unidos en la rabia y el deseo de
venganza.
Al general MacArthur le comunicaron la noticia a las 3.30 horas en su habitación
situada en el ático de su hotel de la capital filipina, el Manila: «Pearl Harbor —
sentenció— será nuestro punto de partida para la victoria final».
Capítulo siete

Stalingrado

El primer libro que leí en mi vida fue una novela del escritor alemán Theodor Plivier
titulada Stalingrado. Yo era un niño nacido en plena ofensiva alemana, la panzerblitz, la
guerra relámpago sobre Rusia. Aquella literatura bélica de combates en la nieve, casa
por casa y a bayoneta calada, con los cadáveres como parapetos, de combatientes
cercados que se comían perros, gatos y caballos, de cuerpos congelados, me impresionó
mucho.
Hay ciudades que, con estos antecedentes, son tuyas para siempre. Cuando la visité,
hacía muchos años que Stalingrado se llamaba Volgogrado, porque está situada a orillas
del Volga. Stalin se va y el Volga se queda. Antes se llamaba Tsarytsin, que en tártaro
significa «arena amarilla». Durante la Guerra Civil (1918-20), la ciudad vivió duros
combates, ya que todos los aprovisionamientos para Moscú y Petrogrado pasaban por
allí. Por lo que me han contado, Stalingrado era un centro industrial en el que se
fabricaban tractores y maquinaria agrícola. Hoy es una sucesión de chimeneas, de
fábricas interminables, de hollín y grisalla.
En otros tiempos, cuando el patriotismo estaba de moda, los rusos llegaban en
grupos compactos hasta Volgogrado. Era su peregrinación hacia el heroico pasado. Un
guía llamado Vasili desgranaba una a una las efemérides de la epopeya. Todo adquiría
ese tono de realismo socialista pasado de moda, pues si los musulmanes van una vez en
su vida a la Meca, los rusos debían acudir a la casa de Pavlov, el héroe entre los héroes,
para una inmersión en la gran guerra patriótica. Vasili describía para los neófitos las
cuatro etapas de la épica batalla: el avance alemán, los combates calle por calle entre el
17 y el 19 de noviembre de 1942; el avance en pinza del Ejército Rojo desde el nordeste y
el sur, que partió a las fuerzas alemanas en dos entre el 19 y el 30 de noviembre; el
rechazo del intento alemán de levantar el cerco; y el VI Ejército, rodeado, que fue
derrotado y destruido. Los soldados alemanes salieron con los brazos en alto. Eran 22
divisiones, 330.000 hombres.
La historia la escriben los vencedores, pero la palabra Stalin aparecía tachada del
mapa de la ciudad que llevó su nombre. Vasili nos dijo que de las 48.190 casas de la
ciudad, 41.685 resultaron incendiadas o destruidas en los combates, entre ellas la del
sargento Pavlov, que defendió su posición durante dos meses con un puñado de
soldados. Entre febrero y abril de 1943, las autoridades locales tuvieron que enterrar a
147.200 alemanes y a 46.700 soviéticos. En ese paisaje todo convocaba a la muerte y a la
estadística del horror.
Hubo quienes defendieron la reconstrucción de Stalingrado, perdón, de Volgogrado,
en otro lugar para dejar en pie las ruinas como recordatorio de la batalla. Al final,
levantaron la nueva ciudad sobre los escombros de la vieja. Quedaron los museos, los
guías, las tarjetas postales y las estatuas. Tan sólo para reconstruir la planta de tractores
hubieron de sacar 8.000 vagones de cascotes. Se aprovecharon todos los desperdicios:
ladrillos, madera y hierro de los edificios demolidos. Vasili nos llevó hasta el centro de
la ciudad, donde está situado el monumento a los héroes caídos en la lucha contra los
rusos blancos en 1919 y contra los nazis en 1942-43. Una vez allí, nos mostró la tumba
de Rubén Ruiz Ibárruri, el hijo de «Pasionaria», caído durante la batalla.
Si 48.000 españoles combatieron con Hitler en la División Azul, más de 700 lo
hicieron con el Ejército Rojo. Hubo quienes murieron en Stalingrado, como Rubén, y
quienes tomaron parte en la defensa de Moscú o en la de Leningrado. Eran pilotos de
caza, mineros zapadores, guerrilleros o soldados veteranos de la Guerra Civil española.
Stalin tuvo buen cuidado de que los españoles de la División Azul y los alistados en el
Ejército Rojo no se enfrentaran en el área de Leningrado con las tropas enviadas por
Franco en ayuda de Hitler y mandadas por Muñoz Grandes. Entre los guerrilleros
encargados de sabotear las líneas férreas que utilizaba el enemigo destacó Francisco
Gullón, capitán y ex combatiente en la zona del Guadarrama, al que el exilio llevó hasta
Jarkov. «El mariscal Vorochilov —escribió Pilar Bonet en El País, en mayo de 1985—
encargó a Francisco Gullón el mando de un destacamento que iba a actuar en
Leningrado y Novgorod. Su instrumento bélico era la trilita. Sólo tres españoles
sobrevivieron. Tras nueve días de aislamiento detrás de las líneas enemigas, un grupo
de supervivientes atravesó el frente por Miasnoi. Gullón murió varios meses más tarde
a consecuencia de las heridas recibidas en el vientre». En total, doscientos siete
españoles murieron en combate. En las trincheras de la defensa de Moscú se escuchaban
las canciones republicanas ¡Ay, Carmela!, El Quinto Regimiento y otras.
Vasili nos llevó luego al teatro Gorki y al lugar en el que fue hecho prisionero el
mariscal Paulus, unos grandes almacenes que sustituyeron a los viejos en los que el jefe
de las fuerzas alemanas, que moriría en la República Democrática Alemana en los años
50, instaló su cuartel general. Sobre una antigua fábrica de harina está situado el
Memorial de Guerra que conmemora la defensa de la ciudad. El panorama del
monumento a Lenin se extiende a lo largo de setenta kilómetros, con torretas de los T34
y los hitos que marcan la línea de defensa del 62 Cuerpo de Ejército Soviético.
La pieza fuerte del recuerdo de la guerra está en la colina de Mamaev Kurgan, que
fue donde con mayor Fiereza se combatió durante 4 meses. Se contaron 1250 proyectiles
de artillería por metro cuadrado. En la primavera de 1943, la hierba no crecía ya en la
colina. Viktor Nekrasov, premio Stalin en 1947 por su novela En las trincheras de
Stalingrado y más tarde disidente y exiliado en París, volvió al Mamaev pocos años
después de la batalla en la que combatió. «Todo estaba lleno de huesos y cráneos
lavados por las lluvias», escribe. La dama de la espada desafía al mundo y, más abajo,
un combatiente semidesnudo sostiene una metralleta en la mano; tiene el rostro
vigoroso del mariscal Chuikov, defensor de Stalingrado.
—¿En qué piensas? —le preguntó Nekrasov a su amigo Vania, el explorador, una tarde en que la batalla era
más dura, más sangrienta desde un abrigo blindado de la ladera de la muerte.
—En una ventana.
—¿Una ventana?
—Sí. Estaríamos como ahora tú y yo con vasos de licor en la mano, pero delante de una ventana, viendo
pasar la vida, la gente, las chicas. Dentro de una hora saldré en misión de reconocimiento a un lugar en el que
no habrá ni ventana ni chicas…

El escritor Nekrasov volvió un día con un amigo, también ex combatiente de


Stalingrado, a la Mamaev Kurgan para beber juntos una botella de vodka en el lugar en
el que abrían las trincheras. «Nos instalamos en el embudo causado por una bomba.
Nada más descorchar la botella, apareció de algún lado un oficial jovencito que nos
pidió a grito pelado que dejáramos de dar el sacrilego espectáculo: “Esto no es una sala
de fiestas o una taberna. Aquí muchos soldados dejaron la piel y derramaron su
sangre”. “Nosotros también —respondió mi camarada—. Debajo de esa mujer de la
espada, yo tenía mi refugio. Por eso bebemos”. El oficial se quedó patidifuso y nos dejó
en paz».

UN VIENTO DE ACERO

A Hitler le rompieron por primera vez los dientes en Stalingrado. Durante los años de
posguerra, todo remitía en la Unión Soviética a la famosa batalla convertida en souvenir
para turistas. Una batalla transformada en llavero y en tarjeta postal. Después, con la
desaparición de la URSS, la gente estaba para menos conmemoraciones, símbolos
bélicos, alegorías, estatuas, monumentos y museos. Cada vez acudía menos público a
los desfiles del aniversario de aquella batalla que duró 200 días. Primero vivir, después
filosofar, conmemorar, celebrar. ¿Para esto luchamos, para esto soportamos un millón
de bombas que los nazis nos lanzaron tan sólo desde sus aviones?, se lamentaba ya en
tiempos de Yeltsin un veterano dividido entre 2 emociones: la celebración del
quincuagésimo aniversario de la batalla y la necesidad de encontrar comida.
En una placa de piedra se podía leer: «Un viento de acero azotaba sus rostros, pero
seguían avanzando y de nuevo un sentimiento supersticioso sobrecogía al enemigo.
¿Dónde volvería a atacar esta gente? ¿Eran simples mortales?». Los muros derruidos en
torno a la estatua de 12 metros con su metralleta y su granada aparecían rodeados de
paredones decrépitos en los que se leían inscripciones como «hasta el último hombre» o
«no hay lugar para nosotros más allá del Volga», que llenaron la ciudad durante la
famosa batalla. La matrona de la espada que puede verse desde casi todos los ángulos
de la ciudad simboliza a la madre patria que llama a sus hijos a la defensa de la nación.
«La estatua mide 51 metros, 72 si se incluye el pedestal», nos dijo con voz lacónica el
guía Vasili. El recorrido de los museos no terminó ahí, faltaba el Museo de la Defensa de
la Ciudad, donde el guía nos mostró la imprenta en la que los alemanes editaron
octavillas en las que se anunciaba «la caída de Stalingrado». Luego las medallas, las
banderas del enemigo, los restos del naufragio alemán, la espada que envió el rey Jorge
VI en 1944 con la inscripción «a los ciudadanos de corazón de acero», el escudo que hizo
llegar el emperador Selassie de Etiopía, un pergamino de Roosevelt, un juego de té
enviado por el Sha de Irán, un juego de ajedrez regalo de Luxemburgo y un mantel de
Coventry.
Nuestro guía Vasili se llamaba así en homenaje al hombre que defendió Stalingrado,
Vasili Chuikov, que, según cuenta en sus Memorias, se encontraba en China cuando los
nazis, en aquella deletérea combinación de aviación y avance de blindados, invadieron
la madre patria. «Yo era —recuerda— agregado y consejero militar cerca del
generalísimo Chiang Kai Chek. Allí todos celebraban las victorias de los nazis y
anunciaban el inmediato colapso de la Unión Soviética. Me las vi y me las deseé para
poder regresar a Moscú y ponerme a disposición de los jefes en la defensa de la madre
patria».
Muy pronto Chuikov escucharía el himno de los siberianos de su 62 Cuerpo de
Ejército. Era una canción compuesta por el sargento Panov, muy sencilla, sin mayores
aspiraciones poéticas o filarmónicas titulada La ciudad heroica:

Las calles de Stalingrado tiemblan bajo las explosiones,


el ruido terrible de los motores llena el cielo,
pero nuestras divisiones son como el granito.
Un camarada habla en la agonía.
El enemigo debe saber que la 62 nunca
dará un solo paso atrás ante el enemigo.

Ese era también el enemigo que quería derrotar Churchill. «Si Hitler invadiera el
infierno —dijo el primer ministro británico—, yo haría una referencia favorable al
diablo en la Cámara de los Comunes». Los británicos permanecían pegados a la BBC a
la espera de las palabras de un anticomunista teológico llamado Churchill que terminó
de redactar su discurso veinte minutos antes de pasar a antena: «Nadie ha sido, en los
últimos veinticinco años, enemigo más cerril del comunismo que yo, pero todo esto se
desvanece ante la “operación Barbarroja”. Veo a los soldados rusos pegados a su tierra,
guardando las huertas que sus padres cultivan desde tiempo inmemorial, les veo
defendiendo sus casas en las que rezan madres y esposas… Veo las diez mil aldeas de
Rusia que sobreviven con dificultades explotando una tierra ingrata, pero donde surgen
las alegrías humanas, donde las muchachas sonríen y los niños juegan. Veo cómo
avanza sobre este paisaje la horrorosa maquinaria de guerra alemana, oigo el taconeo
seco de los elegantes oficiales prusianos que han rendido 12 naciones. Veo también a las
brutas y dóciles masas de soldados hunos cayendo como una plaga de langosta. El
peligro soviético es, por lo tanto, nuestro peligro y el peligro de Estados Unidos, lo
mismo que la causa de cualquier ruso combatiendo por su hogar es la causa de los
hombres libres y de los pueblos libres de todo el mundo».
La disparatada invasión de Grecia por Mussolini, deseoso de victorias, retrasó en un
tiempo precioso la «operación Barbarroja». Hitler tuvo que distraer unas cuantas
divisiones para auxiliar a las tropas italianas en los Balcanes. La guerra es hermosa pero
incómoda. Las lluvias de otoño trajeron el barro, rasputitza, las nieblas, luego el terrible
invierno. La operación llevaba el nombre del legendario emperador sentado para
siempre en su trono de una cueva de los montes Harz, con sus caballeros teutónicos
reunidos en torno a una mesa de piedra, cuando la barba de Barbarroja haya crecido
tres veces en torno a la mesa, habrá llegado la hora de empezar la cruzada que liberará a
Alemania de sus enemigos hasta el fin de los tiempos. Para la horda dorada del nuevo
Gengis Khan quedaba una última oportunidad: Stalingrado, donde sus ejércitos se
metieron sin proponérselo.
La carnicería seguía en el frente ruso. «En las sombrías guerras de las democracias
modernas —escribe Churchill en sus Memorias—, la caballerosidad no tiene ya nada que
hacer. Las matanzas a gran escala dejan de lado cualquier sentimiento humanitario». En
efecto, Himmler, a quien el Führer llamaba «mi leal San Ignacio de Loyola», desplegó
por la estepa rusa a sus einsatzgruppen (grupos especiales de operaciones), sus expertos
en exterminio de masas. Hicieron su trabajo con eficacia y rapidez. Los soldados
alemanes, helados, contenían el aliento en la oscuridad y la nieve. Atardecía a las 3 de la
tarde. Churchill no acababa de comprender a los rusos: «Son —dijo— un acertijo
envuelto en un misterio dentro de un enigma». Era sólo el principio. «Desde la invasión
de los mongoles no se había visto una matanza a tan gran escala. Estamos en la
presencia de un crimen sin nombre». El hambre y la pestilencia que había augurado
llegaron a las puertas de Stalingrado.
Ocho de noviembre de 1942. La vieja guardia de las SA, las tropas de asalto
hitlerianas, habían vuelto con sus cruces gamadas, sus camisas pardas y sus relucientes
botas a la cervecería de Munich donde 19 años atrás intentaron un golpe de Estado
impregnado de cerveza bávara. Allí empezó la ascensión de Hitler. En el Palacio de los
Deportes se escuchaban los gritos de «Sieg Heil, Sieg Heil, Sieg Heil». El Führer tuvo que
explicar a sus hermanos, a sus hijos, por qué la campaña del Este duraba más de lo
esperado: «Quería llegar al Volga —explicó a la muchedumbre en el ecuador de la
guerra—, y en nuestro avance hemos alcanzado una ciudad a orillas del Volga. Por
suerte, lleva el nombre del propio Stalin. Hemos conquistado esa ciudad a falta de
algunas bolsas de resistencia. Os preguntaréis por qué no hemos terminado el trabajo.
La razón es que no quiero otro Verdón. Prefiero llevar a cabo el trabajo con pocas tropas
de asalto. El tiempo no tiene ninguna importancia».
¿Ninguna importancia? Podían preguntárselo a sus soldados atrapados en la
ratonera del cinturón industrial que se extendía a lo largo de más de 50 kilómetros a
orillas del Volga. Cada muro derruido era una frontera, cada casa incendiada era un
bastión por el que se luchaba durante días. Corría la sangre en Stalingrado. Cada
contraataque de los hombres del mariscal Paulus dejaba una alfombra de muertos
alemanes. Era, por ambas partes, el desesperado y heroico sacrificio: la ciudad se
convirtió en un matadero. El 23 de noviembre, la tenaza soviética se cerró sobre los ríos
Volga y Don.
Hitler se negaba a oírlo, pero los altavoces transmitieron un terrible mensaje: «Cada
7 segundos, un soldado alemán muere en Rusia. Stalingrado es una fosa común». La
voz, en perfecto alemán, llegaba por la noche, la peor hora, y se extendía hacia los
desmoralizados soldados de Paulus. En eso había quedado la drag nach Osten (marcha
hacia el Este), el sueño de la conquista del imperio oriental resucitado por Hitler en el III
Reich. 330.000 soldados de Paulus pagaron por la insensatez del Führer, que había
conquistado una tercera parte de Rusia. El derrumbamiento de la ciudad, la
acumulación de chatarra, tanques, vehículos, escombros, ayudaría a los rusos. Los
carros no podían pasar. Los rusos de Stalingrado luchaban con lo que tenían a mano, no
sólo con sus fusiles y ametralladoras, sino con machetes y cuchillos. Conocían el terreno
y se arrastraban como reptiles por las piedras para degollar a los enemigos. Los
alemanes no estaban acostumbrados a la guerra a bayoneta calada, a los choques cuerpo
a cuerpo. Las casas despanzurradas cambiaban de manos una y otra vez. No había
tiempo para enterrar a los muertos: toda la ciudad olía a cadaverina. «Yo no hubiera
podido creer jamás —afirmó el mariscal Zukov— que pudiese un día llegar a crearse
semejante infierno. Los hombres morían, pero no retrocedían».
Hitler, «ese hombre con gran capacidad para engañarse a sí mismo», según su
intérprete Paul Schmidt, recibía partes desalentadores. No se lo podía creer. Pronto
buscó algunas disculpas: los soviéticos no luchaban como mandaban los cánones de las
academias militares prusianas, luchaban «como animales en los pantanos». Paulus
pedía en vano refuerzos: «Quedaos ahí, combatid, no pienso dejar el Volga», respondía
Hitler fuera de sí. Quizá Goering recordase las palabras que pronunció en 1939: «Que el
cielo nos proteja si perdemos esta guerra».

3.000 KILOMETROS DE FRENTE

Los senderos de gloria de los soldados alemanes conducían a la tumba en la nieve y el


hielo. Hitler combatía en varios frentes. Los norteamericanos entraron en guerra tras el
ataque a Pearl Harbor, y en el norte de Africa, a pesar de los triunfos de Rommel, los
británicos mantenían el control de Egipto y del Canal de Suez. El frente decisivo era el
del Este: más de 3.000 kilómetros. La «operación Azul» sustituyó a la «operación
Barbarroja» en junio de 1942. El general Franz Halder lo expresó así: «El destino del
Cáucaso se decidirá en Stalingrado». Churchill aseguró más tarde: «El gozne del destino
giró en Stalingrado». Agosto fue un mes fatídico para los rusos y sus aliados: el fracaso
del desembarco de Dieppe, la conquista de los yacimientos de petróleo de Maikop por
los carros alemanes, la esvástica nazi que ondeaba en el monte más alto del Cáucaso, el
Elbrus. Después de un avance de casi 500 kilómetros en 2 meses, los panzer del Sexto
Ejército alcanzaban el Volga, en la periferia norte de Stalingrado. Las tropas de Hitler,
húngaros, italianos, rumanos, peor equipadas y preparadas, pasaron a ocupar el flanco
decisivo de las fuerzas del Eje. Al sur de Stalingrado, hasta casi el cuello de botella de
Rostov, se abría un vacío de cientos de kilómetros patrullado tan sólo por una división
motorizada alemana. Un dispositivo vulnerable.
Los alemanes se estrellaron en aquella batalla casa por casa: Paulus frente a los
siberianos de Chuikov, entre 8 y 14 divisiones para el mariscal alemán y entre 5 y 8
divisiones, más tarde reforzadas, para el mariscal ruso. Era una guerra sin cuartel, una
de las batallas más sangrientas de los tiempos modernos. A mediados de noviembre,
con la batalla de El Alamein perdida por Rommel en Egipto, Paulus empezó a ceder
terreno. Medio millón de soldados soviéticos y 1500 tanques se concentraron a orillas de
los ríos Volga y Don para el asalto final. El primer ataque se orientó contra el flanco
débil, el ocupado por rumanos, húngaros e italianos. Pronto los soviéticos cercaron a su
enemigo.
Stalingrado pasó de «objetivo que había que destruir o conquistar si el enemigo no
oponía demasiada resistencia» a «objetivo primordial en el que se destruiría el ejército
ruso del Cáucaso». Chuikov quedó al frente del 62 Ejército que defendía casi toda la
ciudad salvo los arrabales del sur y parte del centro urbano en manos del 64 Ejército de
Shumilov. Los 2 ejércitos se encontraban divididos por la cabeza de puente que los
alemanes lograron defender al otro lado del Volga. El mariscal Ieremenko mandaba
todas las fuerzas que defendían la plaza: los 62 y 64 Ejércitos, unidades de refuerzo que
llegaban de Siberia, artillería, carros y aviación, todo ello al otro lado del río. Kruschev,
que llegaría a secretario general del Partido Comunista y primer ministro de la URSS,
era la máxima autoridad política de la zona. Chuikov le dedicó encendidas páginas en
sus Memorias, pero Kruschev, el campesino que aporreó la tribuna de la ONU con un
zapato ante el ministro de Asuntos Exteriores de Franco, Castiella, no pisó la ciudad
asediada ni un solo segundo durante toda la batalla. Chuikov le prometió a Kruschev
en vísperas de la ofensiva alemana: «Conservaré Stalingrado o moriré en ella».
Al norte de la ciudad quedaba la zona industrial; en el centro, el casco urbano; a
continuación, la colina Mamaev, el punto más alto de la ciudad; después, la zona
residencial y los suburbios. Desde el amanecer del día 13 de septiembre, los combates se
centraron en la colina Mamaev. Los alemanes descubrieron que era el observatorio ideal
para que los rusos dirigieran sobre los invasores el fuego de la artillería que tenían
emplazada en la margen izquierda del Volga. La colina fue sometida a un duro castigo
artillero. La infantería alemana la tomó a la bayoneta. Dejó la ladera cubierta de
cadáveres, pero durante la noche los soviéticos recuperaron la posición, también a
cuchillo. El día 14, los carros alemanes irrumpieron en el centro de Stalingrado y los
combates cobraron singular dramatismo en la estación central, que cambió de manos 6
veces durante el mismo día.
La noche del 14 al 15 pareció no tener fin para los alemanes. Miles de ellos murieron
al aventurarse borrachos por la victoria que ya creían al alcance de sus dedos. Los rusos
nunca se daban por vencidos. Desde los tejados, los sótanos, las ruinas, las aspilleras,
los alemanes fueron tiroteados a la luz de los incendios y de las bengalas que
iluminaban la noche. La artillería funcionó sin cesar y Chuikov, que sacrificó los últimos
carros de que disponía, logró impedir que aquella misma noche los alemanes
penetraran en los muelles del Volga, vitales para los soviéticos si deseaban prolongar la
resistencia. Los días 15 y 16, se registraron furiosos combates por el control de la
estación y de la colina Mamaev. La División Rodintsev, recién llegada al teatro de
operaciones, recuperó la colina pero debió ser relevada: había perdido 8.000 hombres en
dos días. De ahí que, sobre el derrumbado muro, una placa nos recuerde todavía hoy:
«Aquí los guardas de Rodintsev resistieron hasta la muerte».
Cuenta Chuikov que fue la división SR Rodintsev la que salvó Stalingrado y
preservó el Cáucaso al negarle a Hitler el petróleo que pretendía «inyectarse en vena».
Sin la resistencia de esa división, los alemanes hubieran alcanzado el día 16 el curso del
Volga en 2 o 3 puntos. Pero también salvó la ciudad el ataque que Ieremenko dirigió
contra el saliente alemán de Rinok. El continuo cañoneo, los bombardeos, la acción de la
infantería pulverizaron todo el centro. La aviación alemana poco podía hacer: era
costumbre de los rusos situarse a poco más de un tiro de granada de mano de las tropas
alemanas de Paulus porque resultaba muy arriesgado lanzar bombas que podían caer
en sus propias posiciones. La artillería disparó con el alza a cero. El Sexto Ejército ganó
terreno metro a metro hasta que se adueñó de la zona comercial el 22 de septiembre.
Había partido en dos el 62 Ejército de Chuikov. La situación de los sitiados se agravó
con la ofensiva alemana.
La zona industrial de Stalingrado ocupaba unos 25 kilómetros a lo largo del Volga y
estaba constituida por cadenas de fábricas edificadas en hormigón o piedra. Los
alemanes conocían de sobra las dificultades que entrañaba un ataque frontal sobre esas
fábricas convertidas en fortalezas. Su importancia estratégica era evidente: una
penetración por el centro de esta zona, llegando hasta el Volga, hubiera colocado bajo el
fuego directo de la artillería alemana todo el tráfico de gabarras que, con tropas de
refresco, armas, municiones y vituallas, afluía a la orilla izquierda del río, hacia la zona
norte de la bolsa. La mitad del 62 Ejército se hubiera visto obligada a la capitulación. La
batalla no hubiera durado dos días.
El 27 de septiembre, los alemanes iniciaron su primera gran ofensiva sobre la zona
industrial. Cientos de Stukas barrenaron el terreno, la artillería pesada alemana demolió
edificios y los campos de minas que protegían el saliente del Orlovka. Y sin embargo,
los rusos aguantaron con tal tesón que causaron graves pérdidas en las filas alemanas,
aunque se vieron obligados a retroceder casi tres kilómetros hacia el Volga. «Un día más
de estas características —cuenta Chuikov— y nos hubieran arrojado al río». Durante la
noche del 27 al 28 cruzaron el Volga dos divisiones soviéticas para cubrir las pérdidas
del día anterior y taponar los huecos abiertos por los tanques alemanes. Chuikov pidió
ayuda a su aviación y artillería. Los combates fueron durísimos y cada bando sufrió no
menos de 5.000 bajas. La Luftwaffe perdió ese día un gran número de aparatos, pero
logró liquidar los restos de las fuerzas aéreas soviéticas y cinco de sus grandes
transportes que navegaban entre ambas márgenes del río. Chuikov, por otra parte,
sacrificó hasta el último tanque, de modo que los alemanes no pudieron alcanzar el
Volga.
Lo peor estaba por llegar. Entre el 29 y 30 de septiembre, el Sexto Ejército liquidó el
saliente de Orlovka. Esa larga cuña clavada entre las tropas alemanas la defendían unos
quince mil hombres, pero el 1 de octubre apenas quedaban tres mil en condiciones de
combatir que hubieron de abandonar sus posiciones para atrincherarse en las fábricas.
Hitler había prometido la conquista de la ciudad para los primeros días de septiembre.
El general Paulus prometió, por su parte, que los soviéticos celebrarían el 25º
Aniversario de la Revolución Bolchevique con una sonada derrota en Stalingrado. El
futuro mariscal estuvo a punto de cumplir su promesa. Los historiadores rusos que se
han ocupado de la batalla de Stalingrado coinciden en afirmar que el mes de octubre fue
el más duro de todo el asedio. Durante el mes de septiembre, las pérdidas de ambos
bandos se cifraron en 60.000 hombres entre alemanes y soviéticos. El mes de octubre
dejó 80.000 bajas en los dos ejércitos.
Entre los dos primeros días de ese mes, Chuikov recibió 3 divisiones siberianas de
refresco. Los combates se intensificaron día por día, sobre todo en el perímetro
industrial. Sin embargo, el 14 de octubre los alemanes se lanzaron a la ofensiva final.
Chuikov lo cuenta así: «El 14 de octubre señaló el principio de una batalla sin igual por
su ferocidad y crueldad. Tres divisiones de infantería y dos de panzer fueron lanzadas
contra nosotros a lo largo de un frente de cinco kilómetros. Esa misma jornada hubo
unas tres mil salidas de la Luftwaffe. Bombardearon y ametrallaron a nuestros hombres
sin dejarles un instante de respiro. Desde la mañana a la noche los cañones y los
morteros germanos nos lanzaban una lluvia de granadas. El día era soleado, pero
debido a las cenizas y al humo la visibilidad se reducía a 100 metros. Nuestros refugios
subterráneos temblaban como si fuesen de papel. Aquel día, los alemanes perdieron no
menos de 40 tanques y sufrieron por encima de las 8.000 bajas. También nosotros
tuvimos que lamentar altísimas pérdidas: durante la noche trasladamos al otro lado del
Volga a 3.500 oficiales y soldados heridos».
Chuikov señala que la moral del enemigo dejaba mucho que desear: «Las fuerzas de
refresco alemanas eran muy inferiores a las que emplearon en las primeras oleadas.
Nosotros, por el contrario, recibimos hombres que ya eran veteranos al llegar a sus
parapetos. La moral era tan elevada como el prestigio que en la URSS y en el mundo
daba el hecho de haber defendido Stalingrado».
El 30 de octubre, Chuikov empezó a darse cuenta de que ganaba la partida: «Estaba
claro que Paulus no era capaz de repetir la ofensiva del 14 de octubre, que nos había
colocado al borde de la catástrofe. Los alemanes perdieron ese mes 40.000 hombres.
Nosotros quemamos nuestra última reserva: las cuatro divisiones con que nos
reforzaron durante este mes se encontraban destrozadas, con menos de mil hombres
útiles cada una. El 62 Ejército quedó convertido en una serie de pequeñas unidades por
debajo de los efectivos de batallón. Se sostenían de forma precaria entre ruinas
humeantes».
El general Paulus no pudo tomar Stalingrado en octubre. Moscú celebró el 25
Aniversario de la Revolución con un homenaje a los defensores de Stalingrado. Los
rusos combatían con el río a sus espaldas. Su retirada era imposible. Los comisarios
políticos se encargaban de mostrar a sus soldados las atrocidades cometidas por los
alemanes, así que sabían lo que les esperaba si se rendían o caían prisioneros. La
anchura del Volga, kilómetro y medio en Stalingrado, impidió que el Sexto Ejército de
Paulus dominara la ciudad, por eso la retaguardia soviética funcionó a la perfección.
Las gabarras rusas que cruzaban el Volga sufrieron grandes pérdidas, pero Chuikov
dispuso siempre de armas, municiones y alimentos para sus hombres.
Otro factor decisivo en la defensa de Stalingrado fue la artillería rusa enmascarada al
abrigo del Volga. La artillería soviética fue superior durante toda la campaña del Este,
por su número y su alcance, a la alemana. La artillería salvó Stalingrado y se apuntó la
mitad de las bajas sufridas por el enemigo.
Los primeros días de noviembre fueron tranquilos en Stalingrado, sobre todo si se
tiene en cuenta la violencia de los combates de los últimos días. La lucha proseguía a un
ritmo más lento, pero los 2 bandos reparaban fuerzas. Paulus preparaba otra gran masa
de ataque sobre las cabezas de puente soviéticas mientras, en el relativo reposo del
guerrero, Chuikov reunía todos los elementos a su disposición para continuar la
resistencia «hasta el último hombre, hasta el último cartucho».
El día 11 de noviembre, el Sexto Ejército desencadenó su último gran ataque sobre
Stalingrado. 5 divisiones de infantería, que avanzaron en un frente de 5 kilómetros,
intentaron bajo cobertura aérea y un amplio apoyo de carros laminar las defensas
soviéticas y llegar hasta el río. El intento fracasó, aunque los hombres de Chuikov
quedaron tan destrozados que los alemanes hubieran logrado su propósito de haber
contado con un batallón de refresco en el momento crítico. Hubo regimientos soviéticos
que al final del asalto sólo disponían de cinco o seis hombres.
Los alemanes se habían dispersado mucho. Los ejércitos rumanos Tres y Cuatro de
Dimitrescu y Constantinescu, el Segundo Ejército húngaro al mando de Jany y el
Octavo Ejército italiano de Garibaldi mostraron su debilidad desde las primeras
escaramuzas. La ofensiva soviética se inició a las 5 de la mañana del 19 de noviembre de
1942. El grupo de ejército mandado por Rokossovski arrolló en cuestión de días al
Tercer Ejército rumano. Tan sólo 3 divisiones de la «Guardia de acero» resistieron
algunos días más un cerco implacable, sin víveres y sin artillería. Se rindieron cuando
las municiones se agotaron por completo. Entre tanto, Ieremenko rompía las defensas
del Cuarto Ejército rumano. Las 2 fuerzas, las de Rokossovski, que durante las purgas
de 1938 había pasado un tiempo en las cárceles de Stalin, y las de Ieremenko, herido en
1941 y fuera de combate durante un año, convergieron hacia Kalataj cerrando la bolsa
de Stalingrado el día 23. Friedrich Paulus, que más tarde se dirigiría por radio a los
soldados de la Wehrmacht para pedirles la rendición en nombre del Movimiento por
una Alemania Democrática desde territorio soviético, estaba cercado.
Dentro de la bolsa quedaron dieciocho divisiones alemanas, dos rumanas y la
Legión Croata (unos 2.000 hombres), además de unidades de aviación, artillería, carros
e intendencia: 280.000 hombres en total. Berlín, sorprendido por el repentino cambio de
la situación, tomó las siguientes medidas: von Manstein, uno de los generales más
capaces de que disponía el alto mando de Hitler, formaría el Grupo de Ejércitos del
Don, mientras que el Sexto Ejército de Paulus agruparía a todas las unidades
comprendidas en la bolsa. Al Grupo de Ejércitos del Don se le asignó la misión de
romper el cerco. Los sitiados se debatían entre la opción de la defensa numantina y la
apertura de una brecha de 10 o 15 kilómetros para sacar al Sexto Ejército de la ratonera.
Paulus aseguró que la Luftwaffe estaba en condiciones de suministrar a los cercados 500
toneladas diarias de víveres, municiones y combustible. Hitler no lo dudó un segundo
más: «Haremos de Stalingrado un nuevo Alcázar de Toledo», dijo.
Aquella fue una misión imposible porque, alargadas hasta casi el infinito las líneas
de comunicación y aprovisionamiento y en medio de tempestades de agua y nieve, los
aviones no pudieron abastecer a los sitiados. En esa región confluyen los helados
vientos siberianos y las corrientes cálidas del Caspio, que chocan con violencia para
ofrecer un cuadro meteorológico de catástrofe. De las 500 toneladas de material y
alimentos prometidos, Goering tan sólo consiguió hacer que llegaran 30 o 40 toneladas
diarias, que muchas veces, y por efecto de la ventisca o de un mal lanzamiento, iban a
caer en tierra de nadie o en las líneas soviéticas.
Así empezó el racionamiento entre unas tropas alemanas que vestían ropa de
verano. Las fuerzas de von Manstein eran la última esperanza, pero los soviéticos se
reforzaban día a día en hombres, en impedimenta y material. Manstein avanzó a sangre
y fuego sobre Stalingrado para salvar a Paulus. Eligió Koltenikovo como punto de
partida por suponer, como luego se demostraría, que los 120 kilómetros que le
separaban de la bolsa en línea recta serían los peor cubiertos por las fuerzas soviéticas:
eran el punto de convergencia del Ejército del Don (Rokossovski) y del Ejército de la
Fortaleza Stalingrado (Ieremenko). Contaba Manstein con una ventaja: el ferrocarril del
Cáucaso, a través del cual podían llegarle los abastecimientos y refuerzos. Su desventaja
eran los ríos Axai y Myskova, obstáculos naturales que los rusos defendían con fiereza.
El 12 de diciembre de 1942, las fuerzas de von Manstein, el general que combatió
como soldado en el viejo regimiento de Hindenburg en la I Guerra Mundial, lanzaron el
ataque sobre un reducido frente de unos veinte kilómetros. Las 5 divisiones de
infantería y los 300 tanques recorrieron 50 kilómetros. Los alemanes derrocharon coraje;
sabían que la suerte de 300.000 hombres faltos de víveres (se estaban comiendo sus
caballos) dependían de esa ofensiva. No menos decididos a resistir, los rusos hicieron
frente con denuedo a Manstein: sabían que en esta operación podría encontrarse la
clave de la guerra y la suerte de Stalingrado. Estaba en juego la liberación del cerco para
unos y la rendición final de la ciudad para otros. Fue entonces, en el último mes del año,
cuando se heló el Volga por completo y los trineos que transportaban abastecimiento y
tropas de refresco comenzaron a llegar de forma ininterrumpida sobre las cabezas de
puente de Vasili Chuikov. Albert Speer, ministro de Armamento del III Reich,
considerado el más hábil de los servidores de Hitler, el hombre que vivió el drama de
Fausto y fue condenado a 20 años de cárcel en el proceso de Nuremberg, se refiere a
Stalingrado en su libro autobiográfico Inside the Third Reich. «Unos cuantos días
después, quizás el 15 o el 16 de noviembre, me encontraba de nuevo en el cuartel
general del Führer. Zeitzler (jefe del Alto Estado Mayor alemán) informaba a diario de la
cantidad de toneladas de vituallas y municiones enviadas por el aire al Sexto Ejército,
sólo una mínima parte de lo prometido. Cierto que Hitler pedía explicaciones a
Goering, pero éste encontraba siempre una salida: que el tiempo era malo, o que la
niebla, las ventiscas o las tormentas de nieve impedían llevar a cabo en toda su
extensión la operación proyectada. Pero tan pronto como cambiara el tiempo, seguía
prometiendo el jefe de la fuerza aérea alemana, conseguiría enviar el número de
toneladas convenido».

PAULUS

Friedrich Paulus era hijo de campesinos y pequeños funcionarios: nada más lejos del
«von», el prefijo aristocrático que erróneamente se le atribuye. Sufrió pronto de un
complejo social que le llevaría a dejar los estudios de Derecho para enrolarse en el
ejército: buscaba una promoción rápida. Mandaría un regimiento en la I Guerra, en la
toma de Arras y, más tarde, en Verdón con el Alpenkorps. Al terminar la guerra tenía el
grado de capitán y las condecoraciones ordinarias. No estaba hecho para el mando: «Le
falta decisión», advertía un informe privado. Era un oficial de la vieja escuela, amable,
modesto, un burócrata de la guerra abstracta. No era un nazi ferviente, pero a Hitler le
gustaba porque no formaba parte de la casta del alto mando, de la créme de la áreme de la
aristocracia militar. En vísperas del ataque a Polonia se encontraba como jefe de
personal del recién formado Décimo Ejército con base en Leipzig. Su jefe, Reichenau,
sería la contrafigura, la antítesis de Paulus, poderoso, lleno de ambición y fuerza.
Paulus se encontraba al lado de Reichenau el 28 de mayo, cuando el rey Leopoldo de los
belgas firmó la rendición de su ejército.
Paulus nunca estuvo a favor de la invasión de Polonia o de Rusia, pero no le quedó
otro remedio que obedecer órdenes. Por eso trabajó día y noche en la preparación de la
«operación Barbarroja». Después, iniciada la invasión, siguió desde el cuartel general de
Alemania los movimientos del Sexto Ejército. Cuando von Rundstedt dimitió del
mando, le sucedió Reichenau. Lo primero que hizo fue llamar a su viejo compañero de
armas para mandar el Sexto Ejército. Hitler y Halder dieron su consentimiento. Todo lo
que había hecho Paulus era mandar un batallón y una compañía de fusileros durante
poco tiempo. Fue una mala elección: no tenía experiencia en el mando de unidades en
combate. Stalingrado le vendría ancho a un hombre de las características de Paulus, que
debía hacer frente a una versión urbana de lo que fue Verdún en la I Guerra Mundial,
una batalla de ruinas sobre ruinas. Paulus eligió la parálisis. Si, como apunta Martin
Middlebrook en Hitler’s generals, hubiera actuado con decisión enviando algunas
unidades al Norte y al Sur para distraer a los rusos mientras se retiraba de la bolsa con
el grueso de su ejército, podría haber salvado gran parte de él. O pudo haber pedido el
relevo al no encontrar solución al grave problema.
El único oficial de Stalingrado que demostró independencia de criterio y que
reclamó libertad de acción para el Sexto Ejército fue el general Seydlitz-Burzbach, el
decano de los comandantes de cuerpo, que urgió en un memorándum a Paulus la
inmediata retirada antes de que fuera tarde: «Está en juego la aniquilación de doscientos
mil combatientes y su armamento. No hay otra elección». Pero Paulus, obediente a sus
jefes, rechazó el plan. Ordenes eran órdenes. Era, también, lo que le convenía a su alma
de burócrata: quedarse donde estaba. Ni siquiera quiso atender la última petición de
Manstein que corría a salvarle: «Abra una brecha para romper el cerco y reúnase con
mis fuerzas de rescate».

VON MANSTEIN

Von Manstein logró penetrar en un sector de varios kilómetros de profundidad. Tras


vadear el río Myskova, la última barrera natural de la ciudad asediada, «los alemanes
pudimos ver —escribe Manstein en sus Memorias— el resplandor de los incendios sobre
el cielo de Stalingrado». Los soviéticos, escamados por el avance del ejército alemán del
Don, enviaron al río Myskova efectivos al mando del mariscal Malinovski que
triplicaban los de Manstein. La marcha de Rodion Malinovski, que fue ascendido a
mariscal en 1944, no fue un camino de rosas: cuando sus fuerzas del Segundo Ejército
de Guardias llegaron al río, tan sólo pudo contar frente a Manstein con la infantería y la
artillería. Después de recorrer 200 kilómetros en 4 días bajo una copiosísima nevada, sus
tanques no disponían ni de munición ni de combustible.
La aventura salvadora de Manstein terminó a orillas de aquel río. Se vio en
inferioridad de condiciones en hombres, carros, artillería y, por primera vez desde el
comienzo de la guerra, sin cobertura aérea. No le quedaba otra salida que volver al
punto de partida, Koltenikovo, antes de que su menguado ejército quedara cercado
contra el río Don. La presión soviética aumentaría en los días sucesivos. Dos ejércitos
rusos, unos 300.000 hombres y no menos de 1.000 tanques, se dieron cita en
Koltenikovo, que fue abandonada el día 29 por los alemanes en busca de posiciones más
defendibles. La retirada les llevaría hasta Zimovniki el 31 de diciembre, 100 kilómetros
al sur del punto inicial de la ofensiva. Stalingrado quedaba entonces a 220 kilómetros de
las tropas alemanas más próximas.
Von Manstein pasará a la historia como «la más importante personalidad alemana
de la II Guerra Mundial». Así lo ha definido el mejor historiador militar germano,
Andreas Hillgrüber. El general Keitel, que no era precisamente un amigo de Manstein,
cuenta en sus Memorias, redactadas mientras esperaba en Nuremberg un proceso que le
llevaría a la horca, que solicitó por lo menos tres veces a Hitler que le sustituyera por
Manstein en el cargo de jefe de las Fuerzas Armadas. En su libro Al otro lado de la colina,
basado en conversaciones e intercambio de cartas con los generales alemanes
prisioneros de guerra después de 1945, Liddell Hart escribió: «Manstein fue
probablemente el más hábil de los generales alemanes. Este es el veredicto de la
mayoría de los militares con los que me entrevisté sobre la guerra desde Rundstedt para
abajo. Tenía un soberbio sentido estratégico combinado con un entendimiento de las
armas mecanizadas superior al de cualquier otro general». Era un cavalier sans peur et
sans reproche. Sin embargo, algunos historiadores le reprochan que no diera a Paulus
una orden terminante de ruptura del cerco por encima de lo que Hitler hubiera
decidido. De haber volado Manstein a Stalingrado para imponer su criterio sobre el
dubitativo Paulus, las cosas quizá hubieran discurrido de otra manera. Hay que
comprender, no obstante, que cualquier desobediencia al Führer represen taba un
desafío a su autoridad como jefe del Estado y como comandante en jefe.
Von Manstein contempló muchas veces la posibilidad de dimitir. No lo hizo a pesar
de que estaba harto de «interminables discusiones que me rompían los nervios y que
debía librar contra el comandante supremo». La verdad, cuenta Manstein, es que un
comandante no tenía las facilidades de cualquier soldado para hacer el petate y
largarse. «El soldado en el frente no se encuentra en la cómoda posición del político que
siempre tiene la posibilidad de subirse al último tren cuando las cosas se ponen feas, o
cuando no le gusta lo que su Gobierno ha decidido. Un soldado debe combatir donde y
cuando le ordenan».
La obra maestra de von Manstein fue la retirada de las fuerzas alemanas del Sur en
contra de la opinión de Hitler, que por encima de todo seguía empeñado en mantenerse
en el Cáucaso. Para Manstein, los objetivos de la «operación Barbarroja» fueron
demasiado ambiciosos. Ofrecía la retirada hacia el Oeste para la creación de una fuerza
de reserva antes de que los aliados desembarcaran en el continente. La insistencia de
Hitler de resistir en Kubán, en Crimea y en la cuenca del Donetz, como apunta el
mariscal de campo británico lord Carver, se reveló fatal. Manstein, el mariscal del juego
limpio, fue condenado en 1949 a dieciocho años de cárcel por un tribunal británico, de
los que cumplió cuatro. Fue puesto en libertad en 1953. No deja de ser una ironía de la
historia que, en 1956, el Gobierno de Adenauer le llamara como consejero para la
formación del nuevo ejército alemán. Los aliados deseaban que Alemania se les uniera
en una alianza militar para combatir a sus camaradas de ayer, la Unión Soviética.
Manstein murió en 1973, a los 86 años de edad.
Manstein actuó siempre de forma honorable. Así lo reconocieron sus amigos y sus
enemigos, salvo los soviéticos, que pidieron en vano su extradición a los ingleses. Fue
una figura respetada a lo largo del proceso de Nuremberg en 1948. La suerte estaba
echada sobre Stalingrado. Manstein perdió 16.000 hombres y dos tercios de sus tanques
en el desesperado intento de rescate. La aviación alemana fue barrida del cielo. El
termómetro caía por debajo de los 30 y 40 grados bajo cero. El ministro de Armamento,
Albert Speer, escribe al referirse a aquellos últimos días de 1942: «El estado de ánimo
general se deprimió conforme pasaba el tiempo. Las caras se convirtieron en rígidas
máscaras y con frecuencia nos reuníamos para permanecer en silencio. Nadie quería
hablar del progresivo hundimiento de un ejército todavía victorioso meses atrás». Speer
lo sabía: el nihilismo de Hitler conducía a Alemania a la catástrofe. Había que hacer lo
posible para, una vez perdida la guerra, salvar la economía, la infraestructura. La
conversión del ministro de Armamento llegó demasiado tarde para los aliados. En
cuanto a los alemanes, que habían elegido democráticamente a Hitler, entregaron su
futuro al Reich de los mil años. Sólo cuando los aliados se asentaron en Francia,
comprendieron que las victorias que cantaban Hitler y Goebbels eran una farsa.

LA CALDERA

En la Cancillería del III Reich, una orden de Hitler suspendió el coñac a los postres en
un gesto de solidaridad con los sitiados de Stalingrado, «la caldera» como la llamaban
los rusos. Los trineos soviéticos cruzaban el Volga helado para llevar raciones calientes
a sus tropas mientras los alemanes se morían de hambre y desesperanza. Todas sus
promesas eran ya inútiles, desde la acción de la Luftwaffe hasta la misión de rescate de
Manstein. Aquel hedor a muerte, los miles de cadáveres que yacían bajo los escombros,
lo decían todo.
«A principios de enero —cuenta Speer en sus Memorias—, cuando estuve en el
cuartel general del Führer, desde el 2 hasta el 7 de ese mes, Hitler continuaba alentando
esperanzas. La contraofensiva ordenada por el Führer, con la que se había pretendido
forzar el cerco de Stalingrado para llevar refuerzos a las tropas que morían poco a poco
en esa ciudad, fracasó dos semanas antes. Quedaba tan sólo una pequeña esperanza:
que se adoptara la decisión de intentar salir de la bolsa. Durante uno de esos días fui
testigo, en el vestíbulo de la sala de conferencias para el estudio de la situación, de las
súplicas hechas por Zeitzler a Keitel para que apoyara ante Hitler su petición de que se
diera la orden de efectuar la salida de los cercados en Stalingrado. Insistió en que era la
única posibilidad de evitar una espantosa catástrofe. Keitel prometió solemnemente a
Zeitzler que le apoyaría en ese sentido, pero cuando Hitler, en el transcurso de la
conferencia, recalcó de nuevo la necesidad de perseverar en la resistencia en
Stalingrado, Keitel se dirigió emocionado hacia él y, señalando en el mapa unos gruesos
círculos rojos que rodeaban los restos de la ciudad destruida, exclamó: “Mi Führer, esto
lo conservaremos”».
Era el certificado de muerte y rendición. El general Halder, jefe del Estado Mayor
del Ejército, el primer bávaro y católico que accedía al cargo, enviado en 1944 al campo
de exterminio de Dachau tras el fallido complot para asesinar al Führer, escribió que,
por lo menos y en los primeros años de la guerra hasta bien entrado 1943, no le faltaron
a Hitler posibilidades para mantener al ejército en una capacidad combativa adecuada a
las misiones con las que se enfrentaba: «La rápida reconstrucción del Sexto Ejército,
aniquilado en Stalingrado, es buena prueba de ello. Pero su voluntad, que se negaba a
reconocer límites a lo posible, dispersó las unidades del ejército alemán, sin aumentarlas
numéricamente lo suficiente, en toda la extensión que va desde el cabo Norte hasta el
desierto libio, y opuso siempre un inflexible “¡no!” a las casi diarias peticiones de
reposición de bajas en el frente oriental, donde tan duramente se combatía, peticiones
que unas veces revestían las fórmulas de un cálculo desapasionado, y otras la de una
acalorada controversia».
Hitler creía que si llamaba «fortaleza» a Stalingrado, los sitiados recibirían una
mágica inyección, un apoyo místico-patriótico. Llegado a ese punto, Hitler esperaba el
milagro. «Stalingrado —afirmó— es la guarnición de una fortaleza, y el deber de las
tropas que guarnecen una fortaleza es resistir al asedio. Si es necesario, resistirán todo el
invierno y los liberaré mediante una ofensiva de primavera». Los rusos estaban en las
últimas: Hitler se aferraba a esa idea. Según él, «sólo los pusilánimes podían dejarse
impresionar por lo que eran sus últimas convulsiones». «La victoria definitiva sobre
Rusia, que ya se tocaba con las manos —escribió Halde en Hitler, general— no necesitaba
nuevas fuerzas: sólo voluntad férrea. Las tropas de refresco, completamente
insuficientes en número, que puso a disposición del frente oriental, procedentes del
interior del país, cedieron por fin ante las acuciantes instancias del ejército, pero no
estaba permitido asignarlas, por orden expresa suya, a las divisiones que desde hacía
años luchaban duramente contra fuerzas superiores, y que se desangraban por esa
razón. Las unidades de refuerzo, y relativamente fuertes en número, pero carentes por
completo de experiencia, no pudieron auxiliar eficazmente a las divisiones del Este,
agotadas por la lucha hasta quedar convertidas en un armazón sin mando y
abastecimiento. La mezcla orgánica de ambas, que era lo único que prometía algún
éxito, fue prohibida expresamente por el Führer con el fin de desmoralizar al enemigo
con la entrada en línea de nuevas divisiones. Los rusos, según decía, se encontraban en
las últimas».
Tan en las últimas que el general Rokossovski, jefe del frente del Don, le envió un
ultimátum al mariscal Paulus con fecha 8 de enero de 1943: «El Sexto Ejército alemán,
las formaciones del Cuarto Ejército Panzer y las unidades que se le enviaron como
refuerzos se encuentran completamente cercados desde el 23 noviembre. Las tropas
alemanas enviadas en su socorro han sido derrotadas y sus restos se retiran ahora hacia
Rostov… El sistema de abastecimiento aéreo que le mantuvo hasta ahora
suministrándole raciones mínimas de alimentos, municiones y combustible se ve
obligado a cambiar de bases y a volar desde grandes distancias para intentar llegar
hasta aquí. Están sufriendo tremendas pérdidas en aviones y pilotos y su ayuda es
ineficaz».
El general ruso le daba a Paulus una hora concreta para la rendición, las 10.00 del 9
de enero de 1943, y prometía todas las garantías de la Convención de Ginebra para los
prisioneros que se rindieran sin combatir. «Vuestras tropas sufren hambre —terminaba
el comunicado de ultimátum—. El severo invierno ruso no ha hecho más que empezar.
No tienen ustedes ninguna posibilidad de romper el cerco. Su posición es desesperada e
inútil toda ulterior resistencia». Berlín dijo no. Ni un solo paso atrás. Los rusos
esperaron a lo largo del 8 de enero la respuesta alemana. «Donde el soldado alemán
pone el pie, allí se queda», dijo Hitler.
Alemania sangraba por la herida de Stalingrado, pero aún conservaba fuerzas para
trasladar tropas al norte de Africa. Tras el éxito de la «operación Antorcha». (Torch),
Hider despachó 15.000 hombres a Túnez que serían 45.000 al cabo de un mes. Al mismo
tiempo, ordenó la retirada de 400 aviones del frente ruso. A lo largo de noviembre, las
tropas del general Eisenhower marcharon hacia Túnez. La resistencia alemana era cada
vez más persistente. A finales de mes habían llegado a unos 20 kilómetros de la capital
tunecina. Fue entonces cuando empezó a llover. En vísperas de Navidad, con los
aeropuertos inservibles, con los tanques y los vehículos dislocados por unas carreteras
imposibles, Eisenhower decidió un parón en las operaciones. Tenía una idea: organizar
el futuro. Los principales aliados deberían reunirse en El Cairo o en Moscú. Churchill
estuvo de acuerdo, pero creía que no se obtendrían resultados firmes a menos que se
reuniesen los 3 jefes de Estado: Stalin, él mismo y Roosevelt. A Churchill le atraía el
calor y a Stalin el frío. ¿Dónde encontrarse?

LA CONFERENCIA DE CASABLANCA

«Lo siento mucho, pero no estoy en condiciones de abandonar la Unión Soviética», le


dijo Stalin a Churchill. En realidad, Hitler y Stalin eran dos paranoicos que vivían
preocupados por un atentado. No visitaban el frente y apenas salían de casa. «Me será
imposible ausentarme ni siquiera por un día —se disculpó Stalin— ahora que están en
curso importantes operaciones militares de nuestra campaña de invierno». Churchill le
pidió al general Bedell Smith que de forma discreta buscase un oasis turístico alejado de
la ciudad. Eligieron Casablanca, en Marruecos. Uno de los puntos de la agenda era la
explosiva situación política entre los 2 jefes de la Francia libre, el general Giraud y el
general De Gaulle. Las 2 partes se pusieron de acuerdo en un compromiso alcanzado a
regañadientes en Casablanca: Giraud y De Gaulle se estrecharon la mano delante de las
cámaras de los fotógrafos. Pocas veces se ha visto una instantánea tan forzada: los
gestos de uno y otro delataban las diferencias.
Charles De Gaulle se encontraba en Londres y hablaba a la Francia libre por la
emisora de la BBC. El general no era un personaje fácil. Se entendía mal con Churchill y
se sentía a disgusto en Inglaterra, como de prestado. «Hay, sin embargo —escribe
Churchill en History of the Second World War—, un elemento dominante en nuestra
relación. No lo puedo ver como el representante de la Francia cautiva y postrada ni de
la Francia que tiene todo el derecho a decidir su futuro por sí misma. Sé que no es
amigo de Inglaterra, pero siempre he reconocido en él el espíritu que lleva consigo la
palabra de Francia a lo largo de toda la historia. Allí lo teníamos como un refugiado, un
exiliado condenado a muerte, dependiendo por entero de la buena voluntad de Gran
Bretaña y de Estados Unidos. Los alemanes han conquistado su país, no tiene dónde
poner el pie. No importa: De Gaulle los desafía a todos. Siempre, incluso cuando peor
actuaba, expresaba la personalidad de Francia, una gran nación, con todo su orgullo, su
ambición y su autoridad».
Orgullo y grandeur (grandeza). El futuro fundador de la V República había servido
como soldado a las órdenes del 33 Regimiento del mariscal Pétain en la I Guerra
Mundial y fue hecho prisionero en Verdún. En el período de entreguerras, «el solitario
de Colombey» se ganó merecida fama de teórico y experto en materias militares: se
mostraba a favor del ejército profesional y de la mecanización. Al frente de la Cuarta
División, fue de los pocos que resistieron el ataque alemán sobre Francia en el
«Corredor de los Panzer», el 19 de mayo de 1940 en Laon. Fue nombrado general de
brigada y subsecretario de la Guerra. Se negó, sin embargo, a negociar el armisticio con
los alemanes y huyó a Inglaterra, donde en junio declaró el nacimiento de la Francia
libre. Andre Joseph Marie De Gaulle, nacido en Lille, hijo de un maestro y educado en
la Escuela Militar de St. Cyr, donde se graduó en 1912, lanzó continuos llamamientos a
la resistencia francesa. Francia era él, De Gaulle, y no el mariscal Pétain, que había
traicionado a la patria al pactar con Hitler el régimen de Vichy. Se desconoce si la
anécdota es apócrifa, pero parece que Churchill dijo que, de todas las cruces con las que
tuvo que cargar a lo largo de su vida, la más pesada había sido la de Lorena. La cruz de
Lorena era el símbolo de la Francia libre de De Gaulle.
De la conferencia de Casablanca brotaron dos palabras decisivas para el futuro de la
guerra, aunque no se hacía alusión a ellas en el comunicado final. Estas dos palabras
fueron: «rendición incondicional». Los norteamericanos del presidente Roosevelt se
presentaron a la conferencia en el hotel Anfa, que dominaba el mar desde la altura, sin
planes tan precisos como los que traían los británicos. Se olía ya el desembarco de
Normandía. Una de las manzanas de la discordia fue la elección de las prioridades: los
ingleses insistían en el teatro de operaciones en Europa, los norteamericanos en la
guerra del Pacífico contra Japón. Otro punto de discordia fue si habría que atacar Italia
desde una cabeza de playa en Sicilia o en Cerdeña. «No habrá paz en el mundo —dijo
Roosevelt en Casablanca— sin la eliminación completa del poderío bélico alemán y
japonés». Pero fue la frase unconditional surrender (rendición incondicional) laque desató
una de las mayores polémicas de la guerra. Esas 2 palabras deslizadas por el presidente
Roosevelt con la anuencia de Churchill en la conferencia de prensa sonaron en
Alemania como un pistoletazo en medio de un concierto. Ante tal amenaza sólo cabía
una posibilidad: defenderse con uñas y dientes. Hubiera sido más de recibo, afirmaban
los partidarios del eufemismo, una frase como «capitulación honorable». Pero la
conferencia de prensa de Casablanca les pilló desprevenidos a Churchill y Roosevelt, de
modo que las 2 palabras se abrieron paso con un chiste sobre el general Ulises S. Grant,
al que llamaban U.S. (iniciales de unconditional surrender). Para otros, ése era el único
lenguaje que entendían los alemanes: el de la intransigencia.
Al terminar la conferencia de Casablanca, Churchill llevó al presidente Roosevelt a
visitar la ciudad de Marraquech, que describió con entusiasmo como «el París del
Sáhara». Roosevelt, una vez fijado el calendario para el final de la guerra, pudo
observar a los adivinos y a los encantadores de serpientes y visitar los mejores burdeles
de todo el continente africano. Churchill se quedó un par de días más y pintó, lleno de
entusiasmo, su única acuarela en tiempo de guerra. Tenía razones para estar contento.
Trípoli había caído en manos del Octavo Ejército de Montgomery.

REGALO DE NAVIDAD

Stalingrado vivía sus últimas horas, siete mil piezas de artillería rusas machacaban de
nuevo la ciudad con un fuego de barrera que se escuchaba a cien kilómetros de
distancia. A los cañones se unieron los bombardeos aéreos. Entre el humo, las
explosiones, el olor a cordita y los aullidos de los heridos, las tropas rusas se lanzaron
de nuevo al asalto: los alemanes resistieron. Como regalo de Navidad, Paulus les dio
permiso para que sacrificaran cuatro mil caballos. Todo se hundía a su alrededor.
Nueva petición a Berlín y nueva respuesta de Hitler: «La palabra “capitulación” está
prohibida en el Sexto Ejército, que deberá mantener sus posiciones hasta el último
hombre y el último cartucho. Este heroico comportamiento será una inolvidable
contribución para el establecimiento de un frente defensivo y la salvación del mundo
occidental. Firmado, Adolf Hitler».
Hitler descubrió una estratagema para sujetar la flojera del general. Ningún mariscal
se había rendido nunca en la historia de Alemania. El 31 de enero, poco antes de que la
guarnición destruyera su equipo de radio y con las granadas estallando ya a la puerta
del búnquer, el timorato Paulus recibió la noticia de su ascenso a mariscal. Fue el mismo
día de la capitulación. Hitler esperaba que Paulus quedara a la altura del código de
honor. Pero el mariscal no se pegó un tiro. Los últimos heridos fueron evacuados el 24
de enero desde el aeropuerto. Hubo oficiales que arrojaron del avión a enfermos y
heridos para ocupar su lugar. Era el último Junker.
Ese día 31 de enero, los soviéticos llegaron hasta los grandes almacenes en los que
Paulus había instalado su cuartel general. Un teniente de 27 años pidió, en nombre de
sus superiores, la rendición del Sexto Ejército. Era mediodía. Después de parlamentar
durante largo rato, el teniente fue llevado hasta la cama en la que yacía el mariscal
Paulus. A través del intérprete, el oficial ruso le pidió la rendición. Paulus dijo sí con la
cabeza. Estaba demacrado, ojeroso, al borde de la desesperación: una capitulación sin
gloria.
La batalla de Stalingrado fue una victoria más importante desde el punto de vista
psicológico y político que desde el militar. Fue el símbolo de un derrumbamiento que se
veía cercano. El mito de la invencibilidad de la Wehrmacht se quebró para siempre. «En
Stalingrado —escribió el corresponsal militar del New York Times, Hanson W.
Baldwin—, Hitler intentó alcanzar objetivos ilimitados con medios limitados. Estaba
convencido de su infalibilidad. Su codicioso deseo del poder global terminó en sangre y
muerte en las ruinas de Stalingrado. De ahí en adelante, Alemania empezó a ceder».
La rattenkrieg (guerra de las ratas) había terminado, aunque unidades dispersas
combatieron entre los escombros hasta el 3 de febrero de 1943. Los rusos contaron
107.800 prisioneros, 16.800 durante los combates y 91.000 en la rendición final. El
número de los alemanes muertos osciló entre los 72.000 y los 100.000. Tan sólo dos
soldados del mariscal Paulus lograron escapar a las líneas alemanas. Años después de
la capitulación de Paulus, sólo 6.000 prisioneros de guerra regresaron a sus hogares.
Aún recuerdo las páginas de la novela de Plivier: la interminable fila de los
derrotados hundidos en la nieve camino de los campos de concentración soviéticos. La
«pesadilla interminable» de que habló el general Kurt Zeitzler, el hambre, las
necesidades, las privaciones y penalidades de todas las clases, el frío riguroso, la
soledad, el desamparo del alma y el miedo a morir congelado dieron paso a aquella
columna que serpenteaba en el paisaje helado. «El Sexto Ejército —escribió Zeitzler— se
consumió como en un incendio, hasta que sólo quedaron las pavesas». Veinticuatro
generales marchaban entre los prisioneros.
«Es una desvergüenza sin precedentes —bramaba Hitler en Berlín—. No siento
ningún respeto por un hombre que teme al suicidio y en cambio acepta el cautiverio.
Este es el último mariscal que nombro». También los rusos sufrieron en Stalingrado.
Perdieron más hombres en esa batalla que Estados Unidos en todos los teatros de la
guerra. Volgogrado quedó como un monumento al desastre, «un símbolo —escribe
Baldwin— de la inhumanidad del hombre para con el hombre, el sitio de una carnicería
espantosa, un sacrificio deliberado e innecesario de vidas humanas, el lugar del fiero
patriotismo y de las abrasadoras lealtades, una ciudad que vivirá para siempre, como
Troya, en las lágrimas y leyendas de los pueblos».
Friedrich Paulus permaneció bajo arresto domiciliario en Moscú durante 11 años.
Los soviéticos lo trataron bien. Tan sólo después del atentado frustrado de 1944 contra
Hitler decidió renunciar al nazismo. Las autoridades de Berlín presionaron a su mujer
para que renunciara al apellido del mariscal. Se negó a ello y su hijo fue detenido.
Paulus murió a los 67 años en una clínica de Dresde, el 1 de febrero de 1957, sin ver a su
esposa.
Capítulo ocho

Stalin

El mariscal Georgi Zukov publicó sus Memorias al cumplirse el vigésimo quinto


aniversario de la batalla de Moscú. Jefe del Estado Mayor conjunto al iniciarse las
hostilidades, Zukov mandó las tropas soviéticas en las batallas de Moscú, de
Leningrado y de Stalingrado y las llevó hasta Berlín: el 8 de mayo de 1945 firmó la
rendición de los altos mandos alemanes.
La popularidad del mariscal al terminar el conflicto era enorme. Por eso, Stalin,
celoso, le desterró a una especie de exilio entregándole el mando de una lejana región
militar. Con la desestalinización, Zukov fue rehabilitado y nombrado ministro de
Defensa. Al colocarse del lado de Kruschev en la lucha contra el grupo antipartido, fue
recompensado con un puesto en el Presidium. Nunca estuvo del todo a salvo: acusado
de debilitar la posición del Partido Comunista en el seno del ejército en 1958, fue de
nuevo alejado de las responsabilidades militares.
Durante toda la guerra, el mariscal Zukov mantuvo contacto telefónico no sólo con
el Stavka (Consejo Supremo Militar Soviético), sino con el propio Stalin. Durante 8 años
permaneció en el olvido hasta que la caída de Kruschev le devolvió a los altares de la
gloria. Recibió la Orden de Lenin, apareció en la televisión en Moscú con motivo de la
publicación de sus Memorias y se interpretó a sí mismo en una película. El tono de sus
Memorias es sobrio y comedido. Como todos los memorialistas, minimiza sus culpas,
esquiva sus errores, que fueron notables, y exalta sus méritos. Como jefe del Estado
Mayor, Zukov fue corresponsable de la falta de preparación de las tropas soviéticas ante
la invasión alemana. Sin embargo, Kruschev, en su informe, atribuyó toda la
responsabilidad a Stalin, a la depuración de los mandos militares y a su estúpida ilusión
de paz con Hitler. Kruschev dijo textualmente en febrero de 1956 ante aquel
desmitificador XX Congreso que Stalin «dirigió la guerra sobre un mapamundi».
Zukov criticó en más de una página a Stalin. A finales de noviembre de 1941,
cuando la situación en Moscú era grave y se preparaba un nuevo y formidable ataque
alemán, el dictador georgiano le ordenó que lanzara las últimas reservas en el
contraataque. El mariscal le expuso los peligros de una acción de aquel género, pero
todo fue en vano, porque Stalin apeló al ordeno y mando. Después, con la presunción
típica de todos los dictadores, «el generalísimo» asumió de forma personal la dirección
de la guerra. Al terminar la batalla de Moscú, mientras Zukov proponía un descanso
para las tropas o, al menos, que se concentraran los ataques en un sólo sector, Stalin
ordenó una ofensiva general que dispersó todos los esfuerzos y limitó los resultados. El
mismo problema de Hitler: la dispersión. Nunca tuvo en cuenta el consejo de Bismarck:
«un solo adversario sobre un solo frente».
Cuenta Zukov en sus Memorias que el comandante supremo le llamó por teléfono en
la segunda mitad de noviembre y le preguntó si Moscú podría ser defendida:
«Dígamelo francamente, como lo debe hacer un comunista», pidió Stalin. Zukov le dio
seguridades porque habían llegado tropas de refresco, más tanques KV (por Konstantin
Vorochilov) y más T-34, de una autonomía de trescientos seis kilómetros, superior a la
de los Panzer III y IV alemanes, de un blindaje de 90 milímetros, un cañón de 76,2 y dos
ametralladoras de 7,62. Una maravilla.
A nadie le hubiera sorprendido una visión áspera y negativa de Zukov sobre su
comandante en jefe. Kruschev lo pintó como un psicópata, violento hacia sus
colaboradores, temeroso hacia el enemigo y cruel con todos. Sin embargo, en las
Memorias de Zukov, Stalin aparece como una persona responsable, sujeta a debilidades
y cóleras súbitas, pero nunca demasiado antipática. Sus errores en el plano militar
revelan incompetencia, nunca locura. La imagen que se desprende no es la de un
superhombre, de un jefe dotado de poderes casi sobrenaturales, como en pleno culto a
la personalidad ofreció la propaganda oficial hasta su muerte en 1953, pero tampoco la
de un mentecato como se desprendía de las revelaciones de Kruschev.
¿Era Stalin un genio militar? Desde luego que no. De los cuatro jefes y señores de la
II Guerra Mundial —Hider, Churchill, Stalin y Mussolini—, el único que llevaba un
título militar era el mariscal o generalísimo Stalin. De los cuatro, tan sólo uno, como
recuerda el historiador británico y capitán Liddell Hart, carecía de instrucción militar
profesional: Winston Churchill. Hitler y Mussolini, por el contrario, sirvieron en filas
durante aquella cruenta prueba estratégica que fue la Gran Guerra. Stalin, aunque no
recibió adiestramiento militar, ejerció el mando de tropas durante la Guerra Civil en
Rusia.
Liddell Hart, cuyas tesis tanto influyeron en Guderian y en su concepción de la
guerra mecanizada, dijo que habría que esperar a que la niebla se disipara sobre el
Kremlin para formular un juicio sobre la capacidad militar de Stalin, ya que los datos
aparecían opacos y confundidos, sesgados. Nada comparable al torrente de información
que nos legó Winston Churchill con sus voluminosas memorias sobre la II Guerra
Mundial, sobre la I Guerra y hasta sobre su ilustre pariente John Churchill, primer
duque de Malborough. Las publicaciones soviéticas dedicadas a aspectos militares de la
II Guerra Mundial eran más bien raras y todas ellas ideologizadas, triunfalistas.
Algunas tan sólo eran compilaciones de comunicados de Moscú y exaltaciones del
genio de Stalin. Tampoco valían las descalificaciones de Kruschev en el XX Congreso
del partido. Stalin habría leído sin duda a Clausewitz y a Friedrich Engels que, en cierto
modo, fue el consejero militar de Carlos Marx. Lenin leyó De la guerra con un lápiz en la
mano para subrayarlo. Todo hace creer que Stalin, en el curso de su carrera como
agitador revolucionario, llevó a la práctica muchas de las enseñanzas del general
prusiano y teórico del arte militar, que ha pasado a la historia del tópico por esta frase:
«La guerra es la continuación de la política por otros medios».

SORDERA INTELECTUAL

Stalin dio pruebas de una gran sordera intelectual en vísperas del ataque alemán, de la
«operación Barbarroja». No sólo disponía de informes cristalinos de la red de espionaje
llamada la Rotekapelle (Orquesta Roja), sino que recibió 76 informes separados de sus
futuros aliados británicos y norteamericanos sobre la inminencia de la invasión. El
testarudo Stalin interpretó los movimientos de tropas alemanas como una maniobra de
diversión: quien recibiría ese ataque sería Gran Bretaña: «Su objetivo —afirmaba— es
Gran Bretaña. Hasta que no conquiste Inglaterra no vendrá a por nosotros».
Si al final la intervención personal de Stalin salvó a Moscú en noviembre de 1941,
también es verdad que fue el responsable de la catástrofe de Izium-Barvenkova, en la
que las fuerzas de Timochenko perdieron al sur del Donetz 240.000 hombres, 1.249
carros de combate y más de 2.000 cañones. Es asimismo cierto que el Ejército Rojo, a
pesar de perder 7 millones de hombres, redobló el número de sus divisiones de
infantería y sextuplicó el de las brigadas blindadas. Hizo un esfuerzo titánico de
producción y organización.
En el momento en que Hitler logró que prevaleciera el despotismo
nacionalsocialista, Stalin despolitizó hasta un cierto punto al Ejército Rojo al disolver el
cuerpo de comisarios políticos y, a la par, liberalizó la vida política e hizo concesiones a
la religión. El ex seminarista nacido en Gori fue un trabajador infatigable. Recordó a sus
soldados todas las glorias del pasado militar de la vieja Rusia, creó condecoraciones con
la efigie de Kutuzov y Suvarov, citó en sus comunicados a los generales vencedores, les
colmó de favores honoríficos y de recompensas tangibles. Al mismo tiempo, exigió a
sus tropas sacrificios increíbles para una mente occidental. Stalin no tenía que rendir
cuentas a nadie. Si Hitler afirmó antes de la invasión que «una guerra no tiene como fin
la justicia, sino la victoria», y el ministro de la Propaganda, Joseph Goebbels, aseguraba
que «una vez que has vencido, ¿quién va a preguntar sobre los métodos?», Stalin repitió
la fórmula en la Unión Soviética. La paráfrasis del tópico de Clausewitz la adaptaría el
mariscal Chaposnikov a las necesidades del futuro: «La paz puede ser la continuación
de la guerra por otros medios».
Tras el desastre del 22 de junio, la URSS perdió 3 cuartas partes de su industria
pesada, sus principales reservas estratégicas, sus mejores víveres y sus principales
materiales. Menos de 3 meses después, 50 millones de habitantes de la Unión Soviética
se hallaban bajo el control de Hitler. En tono melodramático, Stalin le confesó a Stafford
Cripps después de la batalla de aniquilación de Kiev (Ucrania): «Todo lo que Lenin creó
lo hemos perdido para siempre». No para siempre. El mariscal Zukov empezó sus
Memorias el 30 de septiembre de 1941, cuando las fuerzas armadas alemanas se
aprestaban a liquidar lo que 15 días antes habían definido en el cuartel general de Hitler
como «las últimas fuerzas a disposición del mariscal Timochenko». Ni una palabra
sobre las circunstancias de la invasión. Zukov tuvo su parte de culpa en el desastre.

FUSILAMIENTOS

Stalin fusiló a los más brillantes discípulos de Trotsky, primero, y del mariscal
Tukachevsky, después, los padres del Ejército Rojo. Alan Clark cuenta en Operación
Barbarroja que, en septiembre de 1938, o sea, en el umbral de la guerra, de los 80
miembros del Soviet Supremo militar sólo 5 quedaban vivos. Stalin los fusiló a todos y a
11 vicecomisarios de la defensa. En el verano de 1938, envió al paredón a todos los
comandantes de los distritos militares, incluidos los que sucedieron a los primeros
fusilados. Alan Clark facilitó la terrible estadística: Stalin ejecutó a 13 de los 15
comandantes en jefe del ejército, a 57 de los 85 comandantes de cuerpo de ejército, a 110
de los 195 comandantes de división y a 220 de los 406 comandantes de brigada. Otros
5.000 oficiales, hasta el grado de comandantes, fueron pasados por las armas. Entre los
mariscales, sólo sobrevivieron Budionny y Vorochilov, que, como la guerra no tardó en
demostrar, eran los más estúpidos y los más obedientes. No hay como obedecer
siempre para salvar el pellejo.
Adolf Hitler supo recompensar a sus generales, los dóciles, con toda suerte de
reconocimientos y prebendas. A los rebeldes les arrebató el mando. A cambio, obtuvo la
sumisión de la casta militar a su política y se quedó con los que le ofrecían las mayores
muestras de acatamiento: el precio que debió pagar por ello fue enorme, el crepúsculo
wagneriano de los dioses.
Es poco todo lo que se diga sobre la incompetencia de los generales soviéticos en la
primera fase de la guerra. Entre ellos figura, el primero, el mariscal Semion Budionny,
que en las Memorias de Zukov aparece como comandante del Frente de la Reserva en
torno a Moscú: un destino secundario al que fue destinado por Stalin después de su
desastrosa actuación en el sector ucraniano, donde, en el curso del verano de 1941,
perdió la mitad del Ejército Rojo que sobrevivió a los primeros choques de la invasión.
Su promoción la debía el ex oficial de caballería de bigotes puntiagudos a su habilidad
para complacer a Stalin. No sabía nada sobre tácticas modernas. En Ucrania fue incapaz
de reagrupar sus fuerzas en formación defensiva. Stalin lo cesó el 13 de septiembre y lo
sustituyó por el mariscal Timochenko. Budienny admiraba a los cosacos y actuaba como
ellos. Era un hombre bienhumorado, de temperamento campesino, que nunca perdió la
mentalidad de suboficial zarista atraído por 2 cosas: las mujeres y el vodka.
En 1940, como subsecretario de Defensa, visitó Chiscinau en la recién anexionada
Besarabia y fue invitado a la inauguración de una bodega. En el punto más alto de la
fiesta y cuando los invitados empezaban a sucumbir al alcohol, se abrió de pronto el
telón y apareció una enorme cuba de vino en las que nadaban sonrientes 3 ninfas
desnudas. Sin pensarlo 2 veces, el general y su séquito se quitaron la ropa y se
zambulleron en la tinaja entre gritos de alegría y exaltación vitivinícola. Uno de los 3
invitados, irritado porque no quedaba sitio para él en la cuba, empuñó la metralleta y
disparó una ráfaga sobre los bañistas. Uno de ellos resultó herido. Budionny no dejó de
sonreír, de beber y de palpar a las ninfas.
A pesar de todo, fue nombrado comandante del frente meridional porque Stalin
prefería perder a su ejército que el control político de la situación. Sin Zukovy sin
Chaposnikov, es probable que hubiera perdido la guerra, opinan algunos historiadores.
El invierno, el más riguroso de los últimos 150 años, y los refuerzos siberianos salvaron
a Moscú. Las tropas del Extremo Oriente, que tanto reclamaba Zukov, llegaron en el
mejor momento: estaban muy bien adiestradas y formadas por personal especializado,
entrenados en marchas extenuantes para combatir en bajas temperaturas. Un ejército
profesional mandado por oficiales expertos de mentalidad moderna, heredada de uno
de los mejores generales soviéticos: Blucher, fusilado por orden de Stalin en 1938.
Chaposnikov había pedido con insistencia este ejército aquel mes de agosto de 1941,
pero Stalin creyó que los japoneses aprovecharían el movimiento de tropas hacia el
Oeste para saltar sobre las ricas zonas del Amur y de la Provincia Marítima. «Las tropas
tardaban y tardaban en llegar», se quejó Zukov en sus Memorias.
La orden, una de las más decisivas de la historia del conflicto, se dio más o menos la
última semana de noviembre de 1941: a uña de caballo desde el Transbaikal, desde la
Mongolia Exterior, del Amur y del Ussuri, el general Apanasenko condujo al frente de
Moscú todo lo que fue posible rescatar en aquellas zonas: quince divisiones de
infantería, 3 de caballería, 8 brigadas de carros, casi 300.000 hombres, 1500 tanques y
1600 aviones. Sólo cuando, desde Japón, el espía Sorge hizo saber a Stalin y al Stavka
(Consejo Supremo Militar Soviético) que los generales del Mikado preferían lanzarse
sobre el sabroso botín del imperio británico y holandés en el Extremo Oriente, en lugar
de embestir las desoladas estepas siberianas, el generalísimo dio vía libre al ejército
salvador de Moscú.
EL MEJOR ESPÍA

El papel desempeñado por Richard Sorge fue providencial para los soviéticos. Sorge,
como el español Juan Pujol, alias «Garbo», era un prodigio de sangre fría. Nació en
Bakú, puerto del Mar Caspio, de padre alemán y madre rusa y se convirtió al marxismo
en su juventud; entró en el servicio secreto soviético en los años veinte. Además del
alemán, hablaba con fluidez el inglés, el francés, el ruso, el japonés y el chino. Se
acreditó como periodista en la embajada alemana de Tokio y se ganó la confianza del
embajador, de modo que tuvo acceso como agregado de prensa a los acuerdos entre
alemanes y japoneses y a las intenciones del Eje con respecto a Moscú. Fue él quien
alertó al Kremlin sobre el ataque a Pearl Harbor y sobre los movimientos del ejército
imperial japonés. Sorge fue detenido en octubre, sometido a largos interrogatorios y
ahorcado por los japoneses en 1944. Fue nombrado por Stalin Héroe de la Unión
Soviética a título postumo. «Es probable que haya sido el espía de más éxito de toda la
historia», escribe el especialista militar británico John Keegan.
El general Apanasenko llegó al frente de Moscú hacia Navidad con sus soldados
bien abrigados, bien preparados y bien mandados. Los hombres de Hitler tiritaban ya
de frío con un material mal adaptado al terreno y desgastado por casi seis meses de
operaciones ininterrumpidas. Un soldado alemán que acababa de recibir su ración de
caldo perdió 30 segundos en buscar la cuchara; cuando la encontró y probó el primer
sorbo, la sopa estaba tibia; a la mitad de la escudilla, la sopa se había solidificado en un
bloque de hielo. El termómetro marcaba 63 grados bajo cero.
Para el conde León Tolstoi, la batalla de Borodino, la ocupación de Moscú y la
retirada de los franceses fueron «uno de los fenómenos más instructivos de la historia.
Todos los historiadores están de acuerdo en que las actividades externas de los pueblos
en sus conflictos encuentran su expresión en las guerras. Está claro que el poder político
de los pueblos crece o disminuye como resultado inmediato del éxito o el fracaso en la
guerra», escribió en Guerra y paz. La fuerza que decide el destino de los pueblos no
depende muchas veces de sus líderes militares ni siquiera de los ejércitos o las batallas,
sino de algo distinto. Los historiadores franceses que describían las posiciones francesas
antes de su evacuación de Moscú señalaban que todo estaba dispuesto en la Grande
Armée excepto la caballería, la artillería y el transporte. No quedaba forraje para los
caballos ni el ganado. «No había remedio —escribe Tolstoi en Guerra y paz— porque los
campesinos quemaron el heno antes de dejar que lo cogieran los franceses». De acuerdo
con las instrucciones de Stalin, los rusos de 1942 quemaron todo lo que pudiera ser
aprovechado por el enemigo.
COMO PEDRO EL GRANDE

Stalin, siete veces detenido entre 1902 y 1913, exiliado en Siberia hasta 1917, uno de los
protagonistas de la toma del poder bolchevique en Petrogrado (octubre de 1917),
ministro de Control del Estado y de las Nacionalidades en el primer Gobierno de Lenin,
conocía bien los mecanismos del poder. En 1922 fue nombrado secretario general del
Comité Central del partido, cargo que mantuvo hasta su muerte. Trotsky, su enemigo,
lo llamó «el burócrata de la revolución». Era menos brillante que los intelectuales del
partido, el propio Trotsky, Zinoviev o Bujarin, «pero el menosprecio de su inteligencia y
de su astucia política —escribe Alian Bullock— les costó la vida a los 3. Después de la
muerte de Lenin en 1924, Stalin venció a sus rivales. Desde 1928 hasta su muerte en
1953, ejerció el poder personal durante un periodo más largo que cualquier otra figura
en la historia del comunismo».
«Como Pedro el Grande —afirmó Kruschev en sus Memorias—, combatió la barbarie
con la barbarie». Se distinguió en la defensa de la ciudad de Tsaritsyn que, en pago a su
heroísmo, pasó a llamarse Stalingrado. El historiador británico A. J. P. Taylor explica
esos diez días de misterio y desaparición tras la acometida alemana argumentando que
Stalin se había quedado solo, desconcertado, sin nadie a su alrededor a quien respetar y
sin nadie en cuyos consejos pudiera confiar. Stalin, como Hitler, tomaría en solitario
todas las grandes decisiones de la guerra y muchas de las pequeñas decisiones también.
Sabía que contaba con unas reservas humanas inagotables. Sus primeras decisiones
fueron salvajes, hasta que dulcificó su posición para hacerla algo más flexible. Como
narra Boris Pasternak en una de sus novelas, la guerra, incluso en los batallones de
castigo, era una salida a la opresión estalinista.
El único general que le plantó cara fue Zukov, con el que discutió muy a menudo.
Una anécdota ilustra estas relaciones: siendo la guerra ofensiva la obsesión de Stalin, en
una ocasión se quejó al mariscal de falta de tenacidad y agresividad en la dirección de
las operaciones. Después de una bronca monumental, Zukov le ofreció la dimisión
como jefe del Estado Mayor conjunto. «Sí —respondió Stalin—, es mejor que vayas al
frente». De pronto, en uno de sus legendarios cambios de humor, Stalin sonrió y le dijo
a su subordinado: «Camarada general, no te preocupes. Estas cosas pasan en las
guerras. Tu carrera es todo un éxito. Ahora sentémonos y tomemos unas tazas de té».
Hitler nunca hubiera reaccionado así.
Stalin, encerrado dentro de los muros del Kremlin, pero omnipresente en los tres
sectores de Leningrado, Moscú y Stalingrado, se hizo cargo de todo, lleno de pasión y
de rabia, y aunque se mostró dubitativo a veces, en otras actuó más dúctilmente. La
guerra le enseñó a ser paciente y a atender en ocasiones el punto de vista de sus
generales.
La entrevista entre Churchill y Stalin fue uno de los momentos más prodigiosos de
la guerra. Churchill se disculpó por el pasado: «Usted sabe que yo les he sido muy
hostil. Dirigí la intervención contra Rusia después de la I Guerra Mundial. Espero que
me haya perdonado». Stalin, el georgiano educado en el seminario ortodoxo de Tiflis,
contestó: «Dios está para perdonar». En un punto se pusieron de acuerdo 2 hombres de
caracteres tan diferentes: en la necesidad de derrotar a Hitler. Stalin perdería en la tarea
más de 20 millones de personas. A. J. P. Taylor recuerda que en las entrevistas que
mantuvieron Churchill, Stalin y Roosevelt en Teherán (1943) y en Yalta (1945), las
delegaciones norteamericana y británica estaban formadas por docenas y docenas de
consejeros y ayudantes. A Stalin le bastaba con 2 o 3 porque él mismo se bastaba y se
sobraba para discutir todos los problemas militares y políticos. «Se había convertido —
según Taylor— en un estadista, entregado a los intereses de su país con un gran sentido
de la responsabilidad». El embajador de Estados Unidos en Moscú durante gran parte
de la guerra, Averell Harriman, afirmó que Stalin estaba mejor informado que
Roosevelt, era más realista que Churchill, el más eficaz de los señores de la guerra.
Hasta la conferencia de Potsdam, la relación entre Churchill y Stalin fue amistosa y
hasta fluida; después se arruinó con la guerra fría. Como contó Churchill en la
Universidad de Fulton en 1946, un telón de acero había caído sobre el continente.
Al sombrío personaje del Kremlin le gustaba gastar bromas y su especialidad era el
humor negro. En una recepción diplomática llamó a uno de sus generales para
susurrarle al oído: «Bulganin, traiga unas ametralladoras, vamos a fusilar a estos
diplomáticos». Era una broma, una de sus bromas pesadas. Después de soltar una
sonora carcajada, Stalin brindó por la paz y la prosperidad de todos los presentes.
Capítulo nueve

La doctrina
de nuestro tiempo

Hitler recibió una carta inquietante firmada por Mussolini. El Duce, de quien tanto
aprendió en el pasado, se quejaba de las provocaciones de Grecia. Mussolini quería
hacerse un hueco en la historia pero no sabía bien cómo encontrarlo, así que tanteó aquí
y allá en busca de su propio espacio. «Signos innumerables apuntan a que el fascismo es la
doctrina de nuestro tiempo», aseguró el Duce. Pero el fascismo, como el movimiento, se
demuestra andando. Más que 2 filosofías o 2 sistemas coherentes desde el punto de
vista político, económico y social, el fascismo y el nazismo dependían de la
megalomanía de Hitler y Mussolini y de la histeria de millones de sus seguidores que
les hicieron entrega de sus almas y conciencias. ¿Cómo puede explicarse que millones
de europeos en su sano juicio se sometieran durante casi un cuarto de siglo al dictado
de estos dos hombres?
Benito Mussolini, bautizado así por su padre en homenaje al líder mexicano Benito
Juárez, fue el primero de los dictadores representativos del siglo XX, el que marcó la
pauta. Lo expulsaron del seminario porque pegó a un compañero, despreciaba el olor a
incienso de las iglesias, trató de pasar por profesor cuando sólo era maestro de una
escuela elemental, fracasó como estudiante de violín (como Hitler fracasó con el piano)
y se dedicó a escribir ensayos muy simples sobre literatura alemana. En 1902 falsificó un
pasaporte para escapar del servicio militar y fue detenido en Lausana, Suiza, por
mendigar en las calles, así como Hitler llegó a mendigar por las calles de Viena (al
menos eso es lo que dijo para inventarse una leyenda de miseria). La dirigente socialista
Angélica Balabanov escribió que el socialismo mussoliniano era sólo una pose y que lo
que en realidad buscaba era, como Hitler, el reconocimiento de la sociedad y la
revancha contra los que le negaban el genio. En definitiva, lo que buscaba era el poder,
como el Führer. La entrada de Italia en la I Guerra Mundial del lado de los aliados en
mayo de 1915 hizo que cambiase el socialismo por un violento nacionalismo
revanchista. Sus ideas patrióticas las vertía en su periódico II Popolo d’Italia, regalo de un
grupo de hombres de negocios en pago a su traición ideológica.
Llegó a ser cabo, como Hitler, en la Gran Guerra. Pero mientras el Führer fue un
soldado de infantería valiente y condecorado, a él le dieron de baja por una herida que
se hizo en unos ejercicios de lanzamiento de granadas. Más tarde se encargó de que
corriera la voz de su bravura en combate: el ejército austriaco echaba a correr cada vez
que sonaba su nombre en las trincheras. Se pasó el resto de la guerra en su despacho del
periódico pidiendo a los demás el sacrificio de sus vidas por el «destino imperial» de
Italia. En 1919 organizó, con un grupo de ex socialistas y de veteranos de guerra en el
paro, el Fascio di Combattimento (unión para el combate), un popurrí de esquemas
socialistas y retórica nacionalista. Al examinar este período de la historia de Italia,
Robert Goldston recuerda en The road between the wars el curso violento que siguió el
país desde su unificación hacia 1860, «siempre en pugna entre grupos antagónicos:
entre ricos industriales y trabajadores hambrientos en el norte; entre terratenientes y
campesinos pobres en el sur; entre la Iglesia Católica y el Gobierno italiano, que ha
despojado al Papa de sus poderes seculares; entre bandas rivales de la mafia que
controlan extensas zonas de Sicilia y Cerdeña. El anarquismo, socialismo, clericalismo,
monarquismo, imperialismo y una larga colección de otros ismos defendidos con
violencia hicieron que el estofado italiano bullera durante décadas».
Italia, que combatió bien en la I Guerra entre las nieves de sus fronteras alpinas,
donde resultaron muertos 650.000 de sus soldados, fue derrotada en Caporetto (en la
actual Eslovenia) y esperó recibir su recompensa por haber elegido el bando aliado. No
sucedió así, ante la desesperación del primer ministro Vittorio Orlando, enfrentado en
la Conferencia de París con el presidente Wilson. La frustración italiana se tradujo en la
aparición de un nacionalista egomaníaco, poeta y aventurero llamado Gabriel
D’Annunzio, que al mando de sus escuadristas, los «camisas negras», invadió el puerto
de Fiume. La aventura de D’Annunzio no duró mucho, pero le sirvió de inspiración a
Mussolini. Era lo que necesitaban los desempleados, los socialistas renegados, los
capitalistas temerosos de los sindicatos y de la amenaza del Partido Comunista. Con el
Fascio, Mussolini se inventó el Estado corporativo, el sindicato vertical que integraba a
obreros, ejecutivos y propietarios. La respuesta del Duce a la violencia de la época no
fue otra que la violencia con mano dura: era el llamado a poner orden, a restaurar el
imperio de la ley fascista y, de paso, a refundar el imperio romano. La vida política
italiana había degenerado en un fanático extremismo y en una guerra civil a pequeña
escala. El fascismo, que, tras incrementarse el número de sus partidarios, accedió al
Parlamento y consiguió el control de numerosos ayuntamientos, vio llegada su hora en
octubre de 1922. En un mitin fascista en Napóles, el Duce gritó: «O nos entregan el
Gobierno o lo tomamos marchando sobre Roma». Después de marchar durante 2 horas
con sus «camisas negras», un cansado Benito Mussolini se subió a un tren que le llevaría
a la capital. El 30 de octubre, el rey Víctor Manuel, bajito y nervioso, le invitó a formar
gobierno y ahí terminó la democracia parlamentaria: todo para el Estado, nada fuera del
Estado, nada contra el Estado. La Italia fascista pasó, como le gustaba a Nietzsche, a
«vivir peligrosamente». También lo hizo la sociedad alemana de Hitler. Los
propagandistas del régimen aseguraron que, por primera vez, los trenes italianos salían
y llegaban puntualmente. Acabó con el paludismo. Las escuelas y las universidades se
transformaron en centros de reclutamiento e instrucción de «camisas negras». La
cuchilla de la censura cayó sobre los medios informativos. El programa de expansión de
las fuerzas armadas hizo más ricos a los ricos, dio trabajo a los parados y seguridad a
las clases medias. Si el Duce fabricaba armas era para hacer la guerra, para extender su
imperio. «Necesito algunos millares de muertos para justificar mi presencia en la mesa
de la paz —le había dicho al mariscal Graziani—. Que Italia aterrorice al mundo, en
lugar de cautivarlo con su guitarra». George Orwell creyó que el período de la libre
empresa y la democracia llegaba a su fin, de ahí la atracción que ejercían las soluciones
extremas: fascismo o comunismo.
En el otoño-invierno de 1940, los generales italianos hablaban de tomar Grecia como
quien habla de tomarse una taza de café. El Duce se sentía celoso del éxito militar de
Hitler. Le preguntó a su jefe de Estado Mayor, el mariscal Badoglio, cuánto tiempo
necesitaría para conquistar Grecia, y el duque de Adis Abeba le contestó que 20
divisiones y 3 meses. El Duce se decidió por la invasión de Grecia, que formaba parte de
su área de influencia. Pero Badoglio no parecía de acuerdo con la apertura de las
hostilidades: la climatología adversa y los problemas logísticos eran irremontables.
Mussolini amenazó con destituir al mariscal: «Los italianos no temen a los griegos»,
afirmó. No había más que hablar. Tan sólo faltaba un pequeño detalle: la aquiescencia
de Hitler, que había salido decepcionado de su entrevista con Franco en Hendaya, ya
que el general español le pidió gran parte del norte de Africa a cambio de entrar en la
guerra. «La noticia de la inminente declaración de guerra de Italia a Grecia nos
transmitió el mismo calor que el nevado paisaje a través del cual nos dirigíamos en tren
hacia Italia», escribió el intérprete de Ribbentrop e Hitler, Paul Schmidt en Europa entre
bastidores. Cuando el tren del Führer llegó a la estación de Florencia, engalanada a lo
grande, Mussolini tenía noticias frescas que comunicarle: «Führer, mis tropas han
entrado victoriosamente en Grecia a las 6 de la mañana». El rostro de Hitler reflejó
disgusto, por lo que el Duce trató de tranquilizarle: «No se preocupe, dentro de 15 días
habrá terminado todo».
15 días después, el ejército italiano mordía la nieve en Grecia. Una vez más, el Duce
dependía de la «limosna» alemana. El general Papagos llevó la guerra a su terreno, la
montaña. Mientras tanto, las tropas británicas desembarcaban en Grecia. Los italianos
entraron por Albania cantando su himno Giovinezza, pero se toparon con los guerrilleros
griegos, mal armados pero conocedores del paisaje que pisaban y entrenados para las
bajas temperaturas. El general Metaxas destrozó las divisiones italianas una a una. En
eso quedaron las bravatas del Duce. «Vamos a acabar con los griegos y no necesitamos
ninguna ayuda para hacerlo». Claro que la necesitarían, como siempre.
El 29 de enero moría de leucemia el dictador Metaxas, el germanófilo que esperaba
la mediación alemana para desalojar a los italianos. Desaparecía así el último obstáculo
que veía Churchill para poner en marcha su plan balcánico: sesenta divisiones desde el
Egeo hasta el Danubio armadas hasta las muelas por los ingleses. Pero el miedo a
Alemania causaba estragos. Hitler necesitaba proteger su flanco meridional, los
Balcanes. Ya tenía a los búlgaros y a los húngaros y rumanos en su órbita, y tan sólo le
faltaba Yugoslavia. La firma de un pacto tripartito entre el príncipe regente Pablo y
Alemania provocó un golpe de estado en Atenas patrocinado por los enemigos del
acuerdo con Hitler, era la disculpa para la guerra. Como era habitual, Goebbels preparó
el terreno para la invasión: los griegos, aliados de los ingleses, atacaron a los residentes
alemanes y organizaron manifestaciones contra Hitler. A las 5.15 del 6 de abril de 1941,
650.000 soldados alemanes, 20 divisiones y un millar de aviones invadieron Grecia.
Hitler, después de pensar en von Kluge, puso al frente de esas tropas a un suabo, el
mariscal List: «Los Balcanes son montañosos —dijo el Führer—, necesitamos a un
montañero». 44 divisiones italianas y alemanas eran demasiadas para el minúsculo
ejército griego. Con su asalto a Grecia y Yugoslavia, Hitler sacaba del aprieto a
Mussolini y consolidaba sus posiciones en el flanco Sur antes del ataque a Rusia.

LAS TERMÓPILAS

Hitler conquistó Yugoslavia en 11 días, pero quedaban Tito y sus partisanos para librar
una guerra subcutánea, de hostigamiento, de ataque y retirada. Los serbios de Belgrado
creían haber resuelto el problema con el golpe de palacio, ejecutado sin una gota de
sangre, y con el envío al exilio del príncipe Pablo. Orgullosos, rústicos, románticos y
belicosos, cantaban el himno O Serbio y rememoraban la derrota del Campo de los
Mirlos en Kosovo, donde fueron derrotados por los musulmanes, cuando se vieron
obligados a echarse al monte por la invasión alemana. El bombardeo de Belgrado fue
uno de los más feroces que se recuerdan. En cuanto a los griegos, la irrupción de la
punta de lanza de la Wehrmacht desde el Norte y el Este el mismo día de la invasión de
Yugoslavia vino a complicar sus planes defensivos. De nada sirvió el gesto de Churchill
de enviar a 56.657 soldados australianos y neozelandeses para echar una mano a los
griegos. Eran más necesarios en el norte de África.
En el desfiladero de las Termopilas, ya convertido en llanura, he visto algunas
lápidas dedicadas a los soldados británicos, australianos y griegos que contuvieron allí
el arrollador avance de la división motorizada de las SS; su resistencia permitió a los
aliados el repliegue hacia la capital. Al ejército británico tan sólo le quedaba la salida de
un segundo Dunquerque: la evacuación hacia Creta y Egipto. La guerra relámpago en
Grecia y Yugoslavia aplazó la «operación Barbarroja», la invasión de la URSS. A los
yugoslavos, «esa camarilla criminal y perjura» que osó dar un golpe de Estado tras la
firma del pacto con Berlín, les ocurrió lo mismo que a los polacos en 1939: subestimaron
al enemigo, creyeron en exceso en sus fuerzas militares y trataron de cubrir todos los
frentes. Sus aviones no contaban, eran un montón de chatarra. La Luftwaffe destruyó en
tierra los pocos aviones yugoslavos en condiciones de volar. Yugoslavia, una creación
artificial, se descoyuntó: Croacia se separó de Belgrado, se alió con Hitler y se puso a
matar serbios a discreción. Era la limpieza étnica de los fascistas croatas de Ante
Pavelic, que iría a morir en un convento español, como inspirador y cabeza del
genocidio serbio y judío. En 11 días hicieron trescientos cuarenta y cuatro mil
prisioneros serbios. Fue la menos costosa de las victorias alemanas: 151 muertos, 15
desaparecidos y 392 heridos.
En Grecia, los primeros embates de la Wehrmacht se estrellaron contra la Línea
Metaxas, pero por poco tiempo porque el general Veier rompió la línea defensiva.
Papagos autorizó a los sitiados a que capitulasen ante los alemanes. Hitler, en un gesto
raro en él, felicitó a los vencidos: «Sois —dijo— los únicos que habéis aguantado bajo
los Stukas». La evacuación de los británicos y los anzacs (tropas australianas y
neozelandesas) fue un calvario bajo la nieve y la lluvia, sobre carreteras impracticables
con la Luftwaffe siempre sobre sus cabezas. Winston Churchill respondió con
hipocresía a la leal y valiente actitud de los griegos: «No podemos quedarnos en Grecia
contra la voluntad de los griegos». Echó la culpa a todos: al mando helénico, a la
descomposición de su ejército, a la ruptura del frente yugoslavo… a todos salvo a sí
mismo. Su decisión fue un desastre desde todos los puntos de vista. Ya se sabía que la
intromisión de decisiones políticas en las militares —el envío de tropas a Grecia lo fue—
, no haría sino complicar las cosas. En el sálvese el que pueda del nuevo Dunquerque en
los puertos griegos, siete cruceros, veinte destructores y una serie de embarcaciones de
fortuna cargaron con los 55.000 soldados británicos, australianos y neozelandeses en
fuga. Menos mal que fueron noches sin luna: los ingleses destruyeron todo su material,
desde la artillería hasta los depósitos de gasolina. Al amparo de la oscuridad, soldados
ingleses y anzacs lograron embarcar en los buques que los esperaban con todas las luces
apagadas en la costa meridional helénica. El rey Jorge de los griegos había huido a la
isla de Creta en un avión de la RAF. Así terminó la excursión arqueológica de los
ingleses en el Peloponeso, Tebas, Delfos, Corinto, Micenas, Argos, Esparta… La cruz
gamada ondeaba sobre la Acrópolis de Atenas. Al león británico tan sólo le quedaba
una guarida en el continente: el peñón de Gibraltar. Había perdido la Grecia continental
y estaba a punto de perder la insular. Los alemanes iban a invadir Creta desde el aire.
La operación no le acababa de hacer feliz a Hitler, pero el general de los paracaidistas,
Kurt Student, le convenció de que sería una empresa rápida y brillante. En 8 días
alejaría a los bombarderos británicos del petróleo rumano, aseguraría la protección de
los Balcanes y consolidaría el dominio aéreo alemán en el Mediterráneo. Para Hitler, la
prisa era la clave de la invasión desde el aire: todos sus efectivos debían estar a punto
cuando sonara el clarinazo de la «operación Barbarroja».
El cielo más azul del mundo esperaba a los aviones alemanes sobre la vertical de
Creta aquella despejada mañana del 20 de mayo de 1941. El brigadier de la defensa
británica de la isla, Howard Kippenberger, refunfuñaba sobre la calidad de su porridge
(copos de avena hervidos en agua o leche) cuando uno de sus ayudantes llegó casi sin
aliento al comedor en el que desayunaba: «Señor, acabo de ver cuatro planeadores sobre
mi cabeza». «A las armas —ordenó el brigadier—. Tráiganme el rifle y los prismáticos».
«Mientras corría hacia mi cuartel general por la carretera de la cárcel, los paracaidistas
alemanes descendían sobre el valle», relató el ayudante. Con ellos saltaba el ex campeón
de boxeo de los pesos pesados, Max Schmeling. Con prontitud, los alemanes se
organizaron en compañías, en batallones y regimientos. El coronel Robert Laycock
contó en sus Memorias que se hallaba sentado en su cuartel general, situado en una
colina, viendo cómo los Stukas atacaban las posiciones vecinas: «Me volví hacia mi jefe
de enlace, el escritor católico Evelyn Waugh, y le dije: “No puedo dejar de admirar la
precisión con la que los alemanes hacen las cosas”. “Sí —me respondió el autor de
Fechoría negra—. Pero, como todo lo teutónico, esa precisión no llegará muy lejos”».
Nada pudo hacer la RAF para detener las oleadas de planeadoras y aviones de
transporte que vomitaban miles de paracaidistas sobre la montañosa isla en la que Icaro
se lanzó al vacío con alas fabricadas de cera y plumas. El sol fundió la cera e Icaro se
precipitó en el mar como ocurrió con muchos alemanes enredados en sus paracaídas.
Creta era el paso estratégico que protegía la ruta de las Indias Orientales, Palestina y
Egipto. Bastaba con que los paracaidistas alemanes tomaran los tres aeropuertos de la
isla y la capital para decidir la batalla y la ocupación de Creta. La precisión alemana
cometió algunos fallos (la dispersión de los paracaidistas en su salto fue excesiva), pero
la superioridad de los invasores era apabullante. Los alemanes sufrieron gran número
de bajas. Fue una batalla que terminó en tablas. Los soldados de Hitler recibieron en su
descenso un nutrido fuego de ametralladora. Algunos cayeron al mar y murieron
ahogados, otros quedaron colgados de los árboles. Los campesinos cretenses los
degollaban con sus navajas cabriteras. El general neozelandés Bernard Freyberg, viejo
amigo de Churchill, condecorado con la Cruz Victoria por sus hazañas y sus 27 heridas
en la I Guerra Mundial, se hallaba al mando de la guarnición de la isla. A Finales de
mayo se vio desbordado por todas partes: «Siento informarle —decía en su mensaje al
general Wawell— de que las tropas a mi mando han llegado al límite de sus fuerzas».
Pero también los alemanes pagaron cara la invasión aerotransportada: sufrieron entre
15.000 y 17.000 bajas y perdieron 160 aviones. Estas pérdidas impresionaron a Hitler:
nunca más lo volvería a intentar por esa vía. Al condecorar a Student con la Cruz de
Caballero, su Führer no pudo evitar decirle: «Creta ha demostrado que los días gloriosos
de los paracaidistas han terminado. Su utilización exige un efecto de sorpresa que ya no
es posible». No lo sería para Alemania, pero sí para Inglaterra y Estados Unidos.
Capítulo diez

Una cancion de otoño

Son las 12 y media de una noche de lobos, fría y ventosa de junio en la aldea de Sainte-
Mére-Eglise, en Normandía, Francia. Desde la ventana de su casa, la señora Levrault, de
60 años, en camisón y dispuesta ya a refugiarse en la cama, observa cómo una
gigantesca flor cae sobre su jardín desde el cielo. La buena mujer, intrigada, desafía el
mal tiempo y sale al exterior: la extraña flor es un paracaídas verde y caqui de las
fuerzas norteamericanas. De las cintas, en actitud más bien ridicula, cuelga el soldado
Robert Murphy de la 82 División Aerotransportada. Tiene 20 años, mucha suerte y un
grillo de metal en la mano que hace clic-clac. El viento no lo ha barrido, como a muchos
de sus compañeros, lejos del objetivo previsto. Murphy, hoy próspero abogado en
Massachussets, coloca el dedo índice sobre los labios de la señora Levrault para que
guarde silencio. El martes 6 de junio de 1944, a las 00.20 horas, su compañía ha sido
lanzada en el área de Cherburgo. El desembarco aliado comienza sobre el «muro del
Atlántico», uno de los orgullos de Hitler. El Führer duerme a esa hora, drogado, en el
castillo de Berchtesgaden. Ha dado orden de que no se le despierte. Va a ser el día más
largo de la historia contemporánea, la «operación Overlord».
La señal son los 2 primeros versos del poema de Verlaine Canción de otoño. La radio
transmite el mensaje a la resistencia francesa: «Los largos sollozos de los violines de otoño».
Es el primer aviso. El segundo es definitivo: «hieren mi corazón con monótona languidez».
Los servicios de radio alemanes lo interceptan pero, inexplicablemente, no se da la voz
de alerta. El desembarco de la armada más potente jamás puesta en pie por el hombre
va a comenzar. ¿Por qué en Normandía? Es el lugar más lógico. El general Eisenhower,
jefe del Estado Mayor conjunto, necesita un puerto próximo a Inglaterra desde el que
puedan llegar el aprovisionamiento, los pertrechos, los refuerzos y las tropas de
refresco. Los preparativos han sido largos y minuciosos. Se hablaba de la invasión
desde hacía 4 años, pero faltaba por decidir el dónde y el cuándo. El general Patton,
siempre impaciente, era partidario del desembarco en el Paso de Calais, el camino más
corto hacia el corazón de Alemania. Pero en Normandía las defensas alemanas eran más
débiles.
La operación de desembarco en las playas de Normandía estaba prevista para el
verano de 1943. En Londres, en el Comité de los Jefes de Estado Mayor aliados, la
habían inscrito George Marshall y sirJohn Dill, allá por abril de 1942. Su nombre:
«Round-up». Pero no convenía precipitar los acontecimientos. Antes, por razones de
eficacia, prudencia y seguridad se hacía necesario liquidar a Rommel en el norte de
Africa y establecer una cabeza de puente en Sicilia. Después vendría el «inexpugnable
muro del Atlántico». Franklin D. Roosevelt lo anunció así: «El poder de Alemania tiene que
ser aniquilado en los campos de batalla de Europa». Pero no convenía retrasar demasiado la
operación de desembarco, entre otras razones porque a Churchill le interesaba cortar la
ruta de Europa central al ejército soviético y adelantarse a su llegada a Sofía, Bucarest,
Praga, Berlín o incluso Varsovia. El plan de la contraofensiva se cumplía dentro de las
previsiones: los aliados entraban en Nápoles y tomaban el camino de Roma. Para
entonces, Stalin amenazaba al corazón de Alemania. ¿Qué sería antes, Alemania o el
Pacífico? Alemania, la herzland (el corazón del territorio).
Lo esencial entonces era trazar el plan definitivo. La operación sería la «Overlord» y
el lugar elegido las costas normandas por la proximidad con Inglaterra y porque los
alemanes esperarían el asalto de la máquina de guerra aliada entre Amberes y El Havre.
Stalin recibió por fin la información que esperaba de sus aliados. El 2º frente se abriría
en torno al 1 de mayo de 1944. El general Eisenhower sería el comandante supremo de
las fuerzas aliadas en Europa. «Ike» contaba 54 años. Era el delfín de Marshall y había
demostrado preparación para el mando y capacidad diplomática. Su hoja de servicios
no era muy abultada, pero el general tenía otras virtudes como la generosidad de
espíritu, por ejemplo. Un historiador le ha definido como «un hombre de estado
militar», partidario más de convencer que de ordenar y mandar. Todo un éxito
personal, si tenemos en cuenta que Eisenhower era tan sólo teniente coronel en 1940.
Hasta entonces no había escuchado un solo tiro en un campo de batalla. Su primera
tarea consistió en acantonar hombres y material en el sur de Inglaterra; desde allí darían
el salto hacia las 5 playas de Normandía. La habilidad de «Ike» consistía en coordinar
las operaciones entre 2 pueblos «separados por el mismo idioma», como decía Bernard
Shaw. La orden que recibió Eisenhower de los jefes del Estado Mayor conjunto (Estados
Unidos y Gran Bretaña) fue ésta: «Penetrará usted en el continente europeo y, junto con
el resto de las fuerzas aliadas, llevará a cabo las operaciones, cuyo objetivo será la
marcha hacia el corazón de Alemania y la destrucción de sus fuerzas armadas». La
misión de «Ike» consistía en poner en pie de guerra a través de la «operación Bolero» a
2.876.439 hombres, 10.000 barcos de diverso tonelaje, 700 navios de guerra y 18.000
aviones de combate. Hacía dos años que Estados Unidos enviaba todos los meses
750.000 toneladas de material para abastecer a ese gigantesco ejército. Los muelles
estaban hasta los topes. El sur de Inglaterra era, más que un país, un arsenal; su mar, un
océano de barcos de guerra; las verdes colinas, un inmenso campamento de instrucción.
Cientos de miles de soldados hacían ejercicios gimnásticos y de tiro, recibían clases de
táctica y estrategia, saltaban parapetos, se arrastraban entre alambradas y aprendían a
desactivar minas.
Eisenhower escribió en su libro Cruzada en Europa: «Aquel poderoso ejército estaba
tenso como un resorte apretado, y esto es exactamente lo que era: un gran resorte
humano, tenso, a la espera de que llegase el momento de liberar su energía y saltar el
Canal de la Mancha, en el mayor ataque anfibio intentado hasta entonces». La
«operación Overlord» permitiría rodear Alemania desde el Este con el ataque de 5 o 6
millones de soldados rusos, y desde el Oeste con el envío de 30 millones de toneladas
de material. El escenario en el sur de Inglaterra fue descrito por el futuro Nobel John
Steinbeck en sus crónicas como corresponsal de guerra del New York Herald Tribuner.
«Los soldados en las dársenas están sentados sobre sus equipos. Los hombres, con sus
cascos puestos, parecen todos iguales y dan la sensación de hileras de hongos. Tienen
los rifles apoyados en las rodillas. No poseen identidad, ni personalidad siquiera. Son,
sencillamente, unidades de ese conjunto que es el ejército. Los números de sus cascos
son, más o menos, como los números de patente de los robots».

LA AVIACIÓN

La aviación desempeñaría un papel decisivo, aunque con lentitud. No existía


coordinación entre aire y tierra. Su misión era transportar 3 divisiones hasta
Normandía, cortar las rutas y las líneas logísticas del enemigo y aislar a las defensas de
costa. Después, 2 divisiones norteamericanas, 2 británicas y una canadiense pondrían
pie en las playas desde las lanchas de desembarco, en una línea de costa de 100
kilómetros situada entre Cherburgo y Caen. Un general de aviación norteamericano de
origen español, «Pete». Quesada, de 38 años, soltero, impulsivo y valiente, fue el
primero en conocer la realidad del combate en tierra, siempre cerca de la infantería. Fue
un aviador heterodoxo que paseó a Eisenhower a bordo de su Mustang por el teatro de
operaciones hasta que se dio cuenta de su osadía y regresó a la base. Los dos, Quesada y
el comandante supremo, recibieron una severa reprimenda de Washington.
De las 5 cabezas de playa, 2 se adjudicaron al Primer Cuerpo de Ejército del general
norteamericano Ornar Bradley; las otras tres, al Segundo Cuerpo de Ejército Británico a
las órdenes de M. C. Dempsey. El general Bernard Montgomery se puso al frente de las
5 divisiones y, a su vez, dependía de «Ike». Eisenhower. Al Oeste, una playa a 10
kilómetros de Sainte-Mére-Eglise llamada en clave «Utah» sería el objetivo de la Cuarta
División de Infantería de Estados Unidos. Luego enlazaría con la 82 y la 101, las 2
divisiones aerotransportadas lanzadas la noche del 5 al 6 de junio. Al Este, una playa de
8 kilómetros entre Vierville y Colleville, con el nombre en clave «Omaha», estaba
destinada a los hombres de la 1 y la 29 divisiones de infantería. Sería allí donde se
produciría el baño de sangre. Más al Este quedaban 3 playas británicas: «Gold»,
responsabilidad de la 50 División de Infantería Británica; «Juno», a la que daría asalto la
3 División Canadiense; y «Sword», que sería para los «azules» de la 3 División
Británica. A estas divisiones les seguirán otras siete.
En los días finales de mayo, la aviación aliada había cumplido su misión en territorio
francés al norte del río Loira: la destrucción de los nudos ferroviarios, de los puentes y
el acoso a los convoyes alemanes. La resistencia, en la que unos 12.000 republicanos
españoles desempeñaban un importante papel, había hecho el resto. El general
Montgomery recibió los partes de la fuerza aérea, el reconocimiento fotográfico.
«Monty» no dejaba nada a la improvisación. Soldado de una vanidad sin límites, se
pavoneaba de su victoria en El Alamein, producto de su paciencia metódica pero
también de una aplastante superioridad de medios. Era el hombre de las batallas
convencionales. Más preocupado de no perder la batalla que de ganarla. Era solitario y
quisquilloso y sólo creía en una preparación cuidadosa concebida en la comodidad
intelectual de las oficinas y de los reglamentos. No le gustaba correr el menor riesgo y
organizaba muy bien las batallas, sabía elegir a sus subordinados y motivar a la tropa.
La «operación Overlord», un bulldozer sobre el «muro del Atlántico» en dirección al
Ruhr, respondía a los esquemas de Eisenhower y Montgomery, era un plan robusto y
seguro, «pero también un plan de intendentes, de contables —como escribió uno de los
que la vivieron, Jean Pouget—, estrecho, falto de imaginación, una ecuación en la que
todo está previsto». La luna sería la que fijase la fecha del desembarco. Según el
calendario, los 3 días favorables eran el 5, el 6 y el 7 de junio, días de grandes mareas y
luna llena. Mientras tanto, al acercarse el «Día D», las medidas de precaución crecían al
sur de Inglaterra. Se suspendió por unos días el correo y se anularon los pases en el
perímetro de la zona militarizada. Al mismo tiempo, se tomaron medidas para engañar
al enemigo con falsos mensajes por radio y equívocos preparativos en Dover sobre las
intenciones aliadas. Había que hacerles creer que el desembarco se produciría en otros
puntos entre España y los Países Bajos; por ejemplo, en el paso de Calais, que era una
franja elegida entre Caen y Cherburgo. Churchill, en plena depresión por la
incertidumbre de la «operación Overlord» y las querellas entre los señores de la guerra
británicos y norteamericanos, pensaba en un desembarco aliado en Portugal. La guerra
era una «confusión organizada». La incógnita, el gran quebradero de cabeza para
Eisenhower, se centraba en el clima en la zona del canal, que resultaba imprevisible,
variable y movido, y que imponía una navegación difícil en mareas profundas.
Después, el estado de las fortificaciones. Lo que Goebbels llamó el «inexpugnable muro
del Atlántico», desde la frontera española a Holanda «imposible de perforar», era en
realidad una irregular sucesión de reductos con enormes distancias entre unos y otros.
Los nazis contaban con escasos recursos humanos para cubrir un frente tan prolongado.
En esta primera línea no formaban ya los héroes de la Wehrmacht, en retirada en
numerosos frentes, sino soldados jóvenes o muy viejos y una recluta improvisada de
franceses, rusos o polacos y trabajadores forzosos de otras nacionalidades, incorporados
a toda prisa al esfuerzo de guerra. El peor problema para los alemanes era, sin embargo,
la falta de buques y aviones. Los aliados eran los dueños del aire semanas antes de la
primera oleada. Este dominio absoluto del cielo les iba a permitir atacar sin oposición
las líneas de aprovisionamiento del ejército alemán. Hitler prometió mil cazas para el
día de la esperada invasión, otra de sus vanas promesas. Eso sí, necesitaba al hombre
adecuado para hacer frente a la invasión. Una vez más, en el momento crítico recurrió a
Erwin Rommel por su audacia, astucia y facultad de improvisación.
Rommel estudió el mapa de los bombardeos aliados y descubrió que trataban de
aislar a Normandía del resto de Francia. Rundstedt, por el contrario, defendió la
concentración de las fuerzas blindadas de la reserva en torno a París. Rommel
sospechaba que Eisenhower atacaría por Normandía. No contó con los mil cazas para el
día prometido por Hitler, quien tampoco le envió a El Alamein la gasolina y los carros
que le había anunciado, pero era partidario de acumular las reservas y depósitos de
combustible cerca de las playas normandas. Su previsión daría en el blanco: «Esta
guerra —afirmó Rommel— se ganará o se perderá en las playas. Las primeras 24 horas
serán decisivas». Sin embargo, por un mal cálculo, para ese día sus meteorólogos
anunciaban galerna en el canal, el «Zorro del Desierto» se tomó unos días de permiso en
Henllingen, la casa familiar, con objeto de asistir al cumpleaños de su mujer. Luego
había previsto entrevistarse con Hitler en su «Nido de Aguilas». El ex comandante del
Afrika Korps contaba con el Cuerpo de Ejército B, cerca de medio millón de hombres
para 1300 kilómetros de costa, desde el Golfo de Vizcaya hasta los Países Bajos. Los
nazis no hicieron caso a Federico el Grande: «El que quiere defenderlo todo termina por
no defender nada».
Al alto mando alemán no le cabían muchas dudas —aunque la opinión de los
historiadores se divide aquí— sobre el lugar en el que se concentraría el asalto. El 23 de
mayo de 1944, la Abwehr, el servicio de espionaje del ejército alemán, envió un
detallado informe sobre el embarque de material y movimiento de tropas en
Portsmouth y Southampton, así como en la isla de Wight. Pero, esta vez, Hitler se
inclinó hacia la hipótesis de Normandía, aunque insistía en que el desembarco se
produciría, sobre todo, en el paso de Calais. Eso era lo que le había hecho creer el M15
británico a través del más famoso agente doble de la II Guerra Mundial, el catalán Juan
Pujol, alias «Garbo». Por eso mantuvo a las reservas móviles del mariscal Rundstedt en
la retaguardia sin decidirse por reforzar a fondo ninguno de los 2 frentes. Por su parte,
Rommel hizo lo que pudo: con más imaginación que medios, minó las playas, el litoral,
reforzando las casamatas donde asomaban los cañones; colocó obstáculos y estacas, los
famosos «espárragos de Rommel», para evitar la aproximación de lanchas de
desembarco; cerró las playas con alambre de espino, con defensas antitanque; y colocó
ametralladoras no lejos de los rompientes, en los acantilados.
Al otro lado, todo estaba previsto para el 5 de junio. En el puesto de mando del
general Eisenhower se convocó una vez más al capitán Stagg, jefe del Servicio de
Meteorología. En el exterior bramaba la tormenta y, por eso, el comandante supremo
hizo regresar a los buques que habían zarpado rumbo a la otra orilla. El capitán escocés
pronosticó una mejoría del tiempo «que se iniciará en las últimas horas del 5 de junio y
que durará hasta la mañana del día siguiente, con disminución en la velocidad del
viento y algunos claros en las nubes». Eisenhower se acariciaba la barbilla acodado
sobre los mapas. El general de brigada Bedell Smith contó la escena al profesor Louis
Snyder: «El silencio duró 5 minutos completos. Hasta entonces, yo nunca había
comprendido la soledad y el aislamiento que puede experimentar un jefe en el
momento de adoptar una decisión tan trascendental. Tenso, pensativo, se sentó en el
sofá ante la librería que ocupaba al fondo de la sala, sopesaba los pros y los contras.
Finalmente, levantó la mirada y la tensión desapareció de su rostro cuando dijo
animosamente: “O.K. Adelante”. Va a empezar el día más largo».

POR EL IMPERIO HACIA DIOS

En España, a comienzos de aquel mes de junio de 1944, las audiencias del jefe de
Estado, la Fiesta de la Banderita y las victorias sobre el maquis ocupaban las primeras
páginas de los diarios. En los vespertinos del día 6 se leía a toda página: «Ha
comenzado la invasión de Europa». Entre anuncios de «Colorete Rubor» o
«Electrociclos Orbea», se publicaban artículos sobre la inminente invasión. En el ABC de
Madrid, Luis de Azcárraga escribía el 3 de junio: «La hora H del día D, en que comienza
la batalla más gigantesca de la historia, acaso ha sonado ya. El final no es más que uno,
la decisión de la guerra en Europa». La renta nacional seguía muy por debajo de la del
año 1935. Sección Femenina, Cara al Sol y Valle de los Caídos. Volverán banderas
victoriosas… Tabaco de picadura, hambre, teatro de Benavente y cine de Cifesa y
Cesáreo González, Franco de cacería, Franco a bordo del Azor. Por el imperio hacia
Dios. Familia, sindicato y municipio. El piojo verde. «España —escribe Francisco
Umbral— olía a victoria y oficialismo. El Pascual Duarte de Cela huele a España negra y
derrota».
Dos días antes, el jueves 1 de junio, el Informaciones insertaba un artículo titulado
«En la colosal Muralla del Atlántico todo está previsto». Los periódicos daban cuenta de
la reaparición de Lola Flores junto a Manolo Caracol en el teatro Fuencarral. Se
celebraban festivales de ayuda a los comedores infantiles con la presencia de las
cámaras del NO-DO. El Sevilla C.F. se enfrentaba al Atlético de Aviación y los lectores
buscaban con avidez las listas de la Lotería Nacional. Se acababa de estrenar la película
Lecciones de buen amor, dirigida por Rafael Gil con argumento y diálogos de Jacinto
Benavente. Se escuchaban canciones de Concha Piquer y Celia Gámez, uno de cuyos
boys se llamaba José Manuel Lara, editor de este libro. La moral de la época impedía el
baile al estilo «agarrao». La censura: «El artículo de la 15, el titular, sólo a dos columnas,
no a cuatro».
Con el apoyo de una imagen sonriente de Robert Taylor y Vivien Leigh, una marca
de dentífrico se anunciaba así: «Dientes. ¡Conquista! ¿Qué sería de los artistas con los
dientes mal cuidados? Cuídese los suyos con Dentichlor». España contaba algo más de
26 millones de habitantes, todos ellos convertidos por obra y gracia del régimen en «la
espada y el brazo de Dios». Franco, Falange, el maquis, el estraperlo, el gasógeno
alimentado de leña y carbón, la mugre, la tuberculosis, arquitectura de Regiones
Devastadas, cartillas de racionamiento. Manolete, nitrato de Chile, Carmen Laforet (que
ganó el Premio Nadal con su novela Nada), el Athletic de Bilbao (que se proclama
campeón de Copa en Montjuic con goles de Zarra y Escudero), sale a la calle el primer
número de la revista ¡Hola!y el primer ejemplar de El Coyote, la historia del bandido
generoso; en la moda mandan las faldas cortas, los hombros altos y los talles marcados:
la época topolino. Cine de teléfonos blancos, penicilina de estraperlo y cócteles exóticos
en Chicote. Franco, que prometió el envío de «un millón de bayonetas para defender
Berlín», no tardará en retirar la foto de Hitler de la mesa de su despacho.

BUENA SUERTE

El martes 6 de junio, el locutor lee por radio la orden del día del comandante en jefe
Eisenhower:
«Soldados, marineros y aviadores de las fuerzas expedicionarias aliadas, os disponéis a participar en una gran
cruzada, cuyos preparativos nos han ocupado durante muchos meses. Las esperanzas y las oraciones de los
pueblos que en todo el mundo aman la libertad, os acompañan. Junto con nuestros valerosos aliados y
hermanos de armas de los otros frentes, conseguiréis la destrucción de la máquina de guerra alemana, la
eliminación de la tiranía nazi que pesa sobre los pueblos oprimidos de Europa y la seguridad para vosotros en
un mundo libre. Vuestra tarea no será fácil. El enemigo está bien adiestrado, perfectamente equipado y
endurecido por cien batallas. Combatirá y luchará ferozmente. Pero en este año de 1944 han pasado muchas
cosas desde los triunfos nazis de 1940 y 1941. La marea retrocede. Los hombres libres del mundo avanzan
juntos hacia la victoria. Tengo plena confianza en vuestro valor, vuestra devoción por el deber y vuestras dotes
combativas. Unicamente nos conformaremos con la victoria total».

En previsión de la derrota, Eisenhower redacta otro mensaje, que espera no utilizar,


en el que justifica la eventual retirada de Francia de las fuerzas aliadas debido a la
resistencia enemiga.
«Buena suerte —concluye— y pidamos al Todopoderoso que otorgue sus
bendiciones a esta empresa grande y noble». A medianoche, la poderosa máquina de
guerra se ha puesto en marcha por mar y aire. A las 10 de la mañana, el presidente
Roosevelt se dirige al país: «Conciudadanos, en esta hora decisiva os pido que unáis
vuestras oraciones a las mías…». La armada de los aliados se ha puesto ya en marcha
con dirección a las playas de Normandía. «Si los alemanes hubieran utilizado las
bombas volantes VI seis meses antes y las hubieran concentrado sobre los puertos de
Portsmouth-Southampton, hubiéramos tenido que borrar de nuestros planes la
“operación Overlord”», escribiría Eisenhower en su diario. Pero el ataque de las VI
alemanas, el arma secreta de Hitler, comenzaría 7 días después, el 13 de junio.
Eisenhower lloró cuando vio partir a sus hombres.
Los primeros paracaidistas de la 82 y la 101 divisiones, entre ellos Robert Murphy,
caído sobre el jardín de la señora Levrault, han saltado ya entre Sante-Mére-Eglise y
Carentin. Los alemanes retiran a la Luftwaffe, debilitada, a las bases en torno a París.
No hay resistencia aérea frente a los 5000 cazas aliados que ametrallan las defensas
costeras y bombardean los objetivos militares: puentes y líneas de ferrocarril. Es la
primera vez que una presión aeronaval semejante se efectúa en la zona de Normandía.
El efecto de terror es inmediato. La «Hora H» se retrasa 65 minutos en función de las
mareas. El asalto principal se da a las 7 de la mañana. Todo está medido pero, como
ocurre en tantas batallas, el desarrollo de los hechos apenas responde al guión. «El
desembarco del 6 de junio fue una mezcla de tragedia y comedia —escribe Pouget—, de
suerte o de decepciones inesperadas, de errores felices y de obediencias nefastas».
Liddell Hart describe Normandía como una operación «que discurrió de acuerdo con el
plan, pero no con el horario previsto».

DESASTRE

En la playa «Omaha», la infantería norteamericana recibió un diluvio de fuego, iba a


producirse el desastre. La corriente arrastró los lanchones de desembarco. Los soldados
se marearon y los ingenieros sólo lograron abrir 6 vías de acceso no balizadas. Ni la
preparación artillera naval ni los bombardeos aéreos acertaron a acallar las bocas de
fuego de la costa. De los 29 carros anfibios que salieron de puerto, sólo 2 alcanzaron la
orilla. Después de 3.000 bajas —con más de un millar de muertos—, ya por la tarde, los
norteamericanos lograron por fin tomar la cabeza de playa. No fue un camino de rosas.
Los aliados necesitaron 3 días para conquistar los 100 kilómetros cuadrados que habían
previsto ocupar al anochecer del «Día D».
En «Omaha», de 8 kilómetros de extensión, la catástrofe rondó desde el primer
momento a las 2 divisiones norteamericanas. La respuesta fue muy desigual. En la
playa «Utah» tan sólo 12 soldados de Eisenhower murieron en las 24 primeras horas;
pero 16 kilómetros al Este, la suerte de las tropas de «Omaha» fue muy distinta. Sobre el
papel era la menos vulnerable, la más difícil y abrupta, con excelentes posiciones
defensivas del enemigo y sólo 2 vías de escape. Lo que no descubrieron los servicios
aliados de inteligencia, tan eficaces frente a la pasividad o incompetencia del espionaje
alemán, era que la 352 División de Choque había sido trasladada a «Omaha» días antes
y en secreto. Al mediodía, los cuerpos de los infantes de la brillante 1ª división
norteamericana flotaban sobre la playa o colgaban de los alambres de espino. Desde sus
posiciones, los soldados alemanes disparaban a los supervivientes del desastre con sus
armas automáticas. Hacia las 13.00 horas, el almirante Kirk, comandante naval
norteamericano, movió sus destructores con rapidez y concentró el fuego sobre los
contrafuertes alemanes. Al mismo tiempo, y por fortuna, la 352 División alemana se
quedó corta de munición y los bombarderos aliados acertaron por fin a cortar las líneas
de abastecimiento. Pero el resultado del ataque fue espeluznante: 3.900 muertos,
heridos y desaparecidos para una penetración de poco más de kilómetro y medio.
Robert Capa, quizás el mejor fotógrafo de combate de la historia, escribió luego:
«Trasladaron a los heridos graves en medio de una mar gruesa. Aquello no era tarea
fácil. Dejé de sacar fotos. Estaba ocupado levantando camillas».
¿A quién culpar por la relativa derrota de «Omaha»? ¿A los servicios de
inteligencia? ¿A la excesiva prudencia de los jefes militares norteamericanos? ¿A la
negativa del general Bradley de disponer de las fuerzas blindadas especializadas que le
había ofrecido Montgomery? ¿Al comandante que abrió las compuertas de los
lanchones de desembarco demasiado lejos de la playa, en medio de una mar gruesa? La
polémica en este sentido no se ha agotado todavía, pero el desembarco demostró la
distinta concepción que de la utilización de los hombres tenían norteamericanos y
europeos. El ejército de Bradley era «civil» y sus jefes temían la reacción popular ante
un excesivo número de bajas. Los jefes norteamericanos elegían la prudencia; por su
parte, los europeos creían que los hombres estaban allí para ser usados en el combate
sin permitir un respiro al enemigo. Ya había ocurrido en el desembarco de la playa
italiana de Anzio, donde los norteamericanos se movieron con lentitud, mientras
Churchill pedía la inmediata marcha sobre Roma sin más dilaciones. En «Omaha», la
playa del horror, ocurrió otro tanto. Años más tarde, cuando el autor de De aquí a la
eternidad, James Jones, recorrió la playa «Omaha» en la que sus compatriotas fueron
cazados como conejos, donde los carros se hundieron con sus hombres en medio de la
confusión bajo un fuego cruzado, donde los oficiales gritaban para tratar en vano de
agrupar a sus hombres y donde los heridos no pudieron ser puestos a cubierto, escribió:
«Cuando recorrí el escenario e imaginé el desembarco, di gracias fervientes a Dios por
no haberme encontrado allí el 6 de junio».
En cambio, en la playa «Utah» el desembarco discurrió sin apenas sorpresas. Por
efecto del azar, las tropas de asalto penetraron en la playa con un margen de error de
1500 metros, lo que les evitó el fuego de las baterías costeras. Los hombres de «Utah»,
con el refuerzo de la 9 y 79 divisiones de la infantería, pudieron tomar su principal
objetivo, el puerto de Cherburgo, el 27 de junio. «Bajo la pálida luz del alba
navegábamos en dirección a la playa —escribió Ernest Hemingway—. Las lanchas de
acero conformadas como ataúdes levantaban olas que caían sobre los cascos de los
soldados: los tanques parecían gigantescos y amarillentos sapos sobre la playa».
Los británicos y canadienses tuvieron mejor suerte y su desembarco en las playas
«Gold», «Juno» y «Sword» fue impecable, digno del sonido de las gaitas escocesas;
depositaron en las playas 21 de sus 25 carros. Es verdad que aquí el bombardeo previsto
tuvo más éxito y que los blindados del comandante Percy Hobbart, que el prudente
Bradley había rechazado para «Omaha», se abrieron camino después de hacer estallar
las minas y destrozar los obstáculos, revelándose hábiles tanto para el mar como para la
marcha en tierra. Sin embargo, la ocupación de Caen, prevista para el día 6 a
medianoche, se retrasó. El enlace de la playa «Sword» con «Juno» y «Gold» se frustró
ante el furioso ataque de la 21 División Panzer. La ciudad de Caen, bisagra hacia el Este
de todo el dispositivo aliado, permaneció en manos alemanas hasta el 18 de julio, y sólo
cayó después de feroces combates.

«GARBO»

La contribución del agente doble, el catalán Juan Pujol, «Garbo» para los aliados y
«Arabel» para los alemanes, fue decisiva en esas horas. «Garbo», que había nacido en
Barcelona en 1912, fue condecorado por los dos bandos. El servicio de inteligencia
británico, que le dio por muerto después de la guerra para protegerle hasta que un
historiador militar lo descubrió en 1981 en Venezuela, lo consideró «el mejor actor del
mundo».
Mientras los aliados preparaban el «Día D», el desembarco en Normandía, «Garbo»
proporcionaba a los nazis informes suministrados por su organización de veinticuatro
agentes. Tales agentes sólo existían en su imaginación. A través de una de las
supercherías más notables de todos los tiempos, los alemanes fueron inducidos a creer
que las tropas aliadas llevarían a cabo la invasión en la zona del paso de Calais. La
habilidad del espía español fue tal que, a pesar del desembarco aliado en Normandía, el
doble agente hizo creer al servicio alemán de inteligencia que se trataba de una
maniobra de diversión: el principal ataque —como dijo desde el principio— se
realizaría en Calais. Los alemanes creyeron a pies juntillas a Juan Pujol. Pocas horas
después de que llegasen a la costa las fuerzas acorazadas y de infantería del ejército
alemán, recibieron la orden de trasladarse desde el paso de Calais para servir de
vanguardia a un contraataque alemán en Normandía. No obstante, a las 7.30 horas del
10 de junio, al día siguiente del mensaje radiado por «Garbo», el mariscal de campo von
Rundstedt dio una contraorden. A finales de junio había más fuerzas alemanas en
Calais que en Normandía. Sin «Garbo» el «Día D» pudo haberse convertido en una
catástrofe. Así se lo reconocieron los aliados.
¿Y Adolf Hitler? Dormía, sedado, en su habitación de Berchtesgaden. Nadie, ni
siquiera el general Alfred Jodl, había osado despertarle para comunicar la noticia del
desembarco aliado. Sería una nueva y falsa alarma. Tampoco Hitler se lo reprochó a
nadie. Estaba ciegamente convencido de que las tropas aliadas no podrían permanecer
más de 9 horas en las playas francesas. Pensaba en una incursión menor como la
producida en el desastroso ensayo de Dieppe. La «operación Overlord» no sería de
envergadura ni definitiva. La reacción alemana, condicionada por los partes de mal
tiempo en el canal y por el engaño de Juan Pujol, fue tardía y débil. Rommel exclamó al
conocer la invasión: «Soy un idiota» y, entre la depresión y la confianza, se puso con un
día de retraso al frente de su Cuerpo de Ejércitos B. Lo mismo les ocurrió a la docena de
generales al mando de las zonas costeras, en la cama con sus amantes como Feuthinger,
o empeñados en maniobras militares menores. Las 2 divisiones panzer, que podrían
haber hecho frente a la invasión, sólo se desplazaban por órdenes directas de Hitler,
obsesionado en dividir a sus generales. Jodl creyó que la orden del estado de alerta la
había dado ya von Rundstedt y se cruzó de brazos. Lo mismo hizo von Rundstedt al
creer que Rommel se había adelantado. El general Bayerlein se mostraba nervioso,
confuso, débil. La reacción de Keitel y Rundstedt fue la siguiente:
—¿Qué se puede hacer? —preguntó Keitel.
—Detener la guerra, idiota —le contestó Rundstedt.

El martes 6, cuando ya miles de hombres habían desembarcado en las playas


normandas, Franco ocupaba la portada de los periódicos. La foto oficial mostraba al jefe
de Estado en El Pardo, recibiendo en audiencia a los ponentes del Primer Consejo
Económico Sindical de Bilbao, presididos por el ministro secretario general del
Movimiento, José Luis Arrese. ABC dedicaba unas páginas a la muerte de la mona
«Chita», propiedad del domador Jesús Vargas. Alfredo Marquerie firmaba el artículo.
Aquel día, los diarios costaban 5 céntimos más, 30 en total, a beneficio de la Escuela
Hogar para Huérfanos de Periodistas.
Al día siguiente, las noticias nacionales quedaron relegadas a páginas interiores. Las
fotografías, recibidas por radio, mostraban el horror de los soldados muertos en el agua
y una interminable perspectiva de barcos, dragaminas y lanchones. «Sólo aceptamos la
victoria total», afirmaba el general Eisenhower. Las ferias del libro y las presentaciones
en sociedad alternaban con las noticias de la guerra. La hermana del general Armada,
María del Socorro Armada Comyn, vestía de largo en casa de los Barones de
Satrústegui.
Los vespertinos del día 7 titulaban con tipografía de grueso calibre: «Fuerte reacción
alemana», para añadir al día siguiente: «Lentos, escasos y costosísimos progresos
aliados en Francia. No han conquistado un solo puerto». Al día siguiente insistían: «La
resistencia alemana aumentó considerablemente». En el Día del Corpus se invitaba a los
españoles a que acudieran a Granada: «Acuda a Granada para admirar la más bella
profesión de fe y las más variadas manifestaciones del arte en un maravilloso
ambiente». Mientras aliados y alemanes combatían a muerte, España se encontraba en
plena lucha contra insectos y roedores: «Desinfección, desinfección y desratización
garantizada, única. Casa Grima», o «Chinches, se exterminan infaliblemente con Mata
Chin». El día 9 se destacaba que Hitler había tomado el mando directo de la
Wehrmacht. Eisenhower calificaba el desembarco de «maravillosa maniobra militar».
Franco visitaba la Feria del Libro.
La primera semana de la invasión fue de angustia y sangre, pero terminó con la
victoria aliada. «Vencieron —escribió el teniente general Speidel— las dificultades de
los primeros días críticos y luego también por la perfecta coordinación entre las 3 armas
y la gran eficacia de su nuevo equipo técnico. Así lograron consolidar su posición. A
partir del 9 de junio la iniciativa estaba en manos de los aliados». A los cinco días de la
invasión, Eisenhower tenía en sus manos una franja de 130 kilómetros. 16 divisiones
aliadas habían desembarcado ya en suelo francés y se situaban frente a las maltrechas
divisiones alemanas. El 20 de julio, Hitler resultaba herido en un atentado. El 25 de
agosto, los aliados liberaban París. A los alemanes les quedaban cien carros de combate;
a los aliados, dos mil; a la Luftwaffe, quinientos setenta aviones; a la fuerza aérea aliada,
catorce mil.
La cabeza de puente aliada en Normandía se consolidó en pocos días, pero las
apariencias engañaban. Uno de los mejores historiadores de la II Guerra Mundial,
Liddell Hart, escribió: «Desde el principio, el margen que separaba la victoria de la
derrota fue dramáticamente estrecho». El mariscal Montgomery fue quien, como
siempre, transmitió una versión triunfalista de lo que fueron los días siguientes a la
invasión: «La batalla se desarrolló como ya se había previsto». Pero la progresión de las
tropas aliadas en el teatro de operaciones del continente europeo fue de «una
maravillosa ingenuidad técnica», como la definió Max Hasting, y más lenta de lo que se
esperaba, a pesar de su aplastante superioridad en hombres y material de guerra. La
victoria final ha hecho que se olvide «el gran peligro que corrieron los aliados en los
primeros tiempos». Para Liddell Hart, el éxito del desembarco a pesar de grandes bajas
en «Omaha» se debió a la supremacía aérea «y a los efectos paralizantes de los
bombardeos de la aviación aliada». El «Día D», los alemanes sólo contaban con una
división de carros, una panzerdivisionen cerca de Normandía. Tan sólo 4 días después
aparecieron otras 3 divisiones blindadas. De haber estado allí el 6 de junio, los aliados
hubieran sido desalojados de sus posiciones. Por el contrario, Hitler reaccionó con el
envío de refuerzos con cuentagotas. Los alemanes perdieron un tiempo precioso en
discusiones, relevos y querellas entre el alto mando. Para irritación del orgulloso
Montgomery, el general Eisenhower tomó el mando directo de las tropas aliadas sobre
el terreno del continente.
Hitler confiaba en sus bombas volantes, las VI. Cuando von Rundstedt le urgió para
que las utilizase contra las playas del desembarco o los puertos de Southampton y
Portsmouth, Hitler mantuvo su orden de que se disparasen contra Londres para obligar
a los ingleses a pedir la paz. La primera orden de fuego de las VI la dio el general de
artillería Heinmann, el 13 de junio a las 3.30 horas en el cuartel general cerca de Amiens.
«La precipitación —escribe Raymond Cartier— hizo perder el efecto físico y psicológico
que se esperaba obtener. Se habían preparado, junto a las 54 rampas de lanzamiento,
más de 500 cohetes, pero sólo se dispararon 10. Cinco estallaron al despegar, un sexto se
perdió en el mar y de los 4 que franquearon la costa inglesa sólo uno llegó a Londres,
donde causó 6 muertos. A pesar de que los alemanes ajustaron el tiro de sus bombas
volantes y de que el efecto que causaban era más destructor y terrorífico que las bombas
de mayor potencia, el ejército aliado había ya penetrado profundamente en territorio
francés. Va a comenzar la guerra de posiciones, pero la guerra se ha ganado el 6 de
junio en las playas de Normandía, el día que cambió la historia, el desembarco que
cambió Europa».
Capítulo once

¡Banzai!

Desde un muelle de Manila, el hidrodeslizador nos lleva hasta la isla rocosa de


Corregidor. Pienso en una escena de tantos años antes: Asomado a la ventana de su
habitación en el ático del hotel Manila, el general MacArthur, con sus gafas de sol y su
pipa de bambú, podía contemplar la isla, de 6 kilómetros de largo por ochocientos
metros de anchura y de gran interés estratégico por estar situada a la entrada de la
bahía de Manila. Los españoles la fortificaron en 1876.
Desde el ataque a Pearl Harbor, los japoneses, llenos de moral, se lanzaron sobre
Filipinas, Singapur y Malaca. El desconcertante general MacArthur tenía ante sí la
difícil tarea de contener al ejército del emperador. Como el optimista incorregible que
era, MacArthur creyó que podría detener en seco el avance japonés, pero sus fuerzas
eran menguadas, insuficientes a todas luces y, desde luego, inferiores en número a las
japonesas. Durante años fue consejero militar del Gobierno filipino, hasta que en julio
de 1942 lo nombraron comandante en jefe de las tropas de Estados Unidos en Filipinas.
Douglas MacArthur, el «César norteamericano», como le llamó William Manchester en
su biografía, era «valiente, brillante, extravagante y amaba la gloria». Era, en palabras
de William L. Shirer, el general más discutido de la historia de Estados Unidos. Su
abuelo combatió a los indios y él presidió los primeros bombardeos atómicos sobre
Hiroshima y Nagasaki el 5 y el 9 de agosto de 1945. El 2 de septiembre aceptó la
rendición japonesa a bordo del acorazado Missouri.
Su padre, Arthur MacArthur, fue un héroe de la Guerra Civil (condecorado con la
Medalla del Honor en 1864) y gobernador de Filipinas. Douglas fue ayudante de campo
del presidente Theodore Roosevelt, combatió con la 42 División en Francia y en el Rin y
fue director de la academia de West Point en la que estudió.
En la península de Batan, un comandante guerrillero mestizo, un hispano-malayo de
19 años llamado Manuel Quezón, se rindió al padre del general MacArthur. En nuestra
visita a Batan y Corregidor, la huella del general MacArthur aparece por todas partes.
Después de los españoles llegaban los yanquis. Los memoriales de guerra, los
monumentos funerarios, salpican el paisaje en el que combatieron las tropas
fílipinoamericanas contra los invasores japoneses. Con la ayuda de mapas y fotografías,
reconstruimos los despliegues de tropas, los puntos de bombardeos, las líneas de
resistencia, los lugares de la terrible «marcha de la muerte», a la que los vencedores, los
japoneses, sometieron a los vencidos. Fue una batalla sin piedad. El gran error de
MacArthur fue dejar su fuerza aérea en las pistas de la base de Clark, sin ninguna
protección, ala con ala. La aviación japonesa la destruyó 9 horas después del ataque a
Pearl Harbor. El reciente libro de John Costello Days of infamy (1995) ha venido a
demostrar que fue la destrucción de la fuerza aérea de Estados Unidos en Filipinas y no
Pearl Harbor la operación decisiva de los japoneses.
En la isla de Corregidor nos contaron una historia de Romeo y julieta, el amor
imposible de 2 jóvenes españoles enamorados que escaparon del hogar allá por el siglo
xvm y fueron detenidos cerca de Batan por el corregidor. La joven María Vélez entró en
un convento y su Romeo se hizo fraile. La montaña de la península de Batan tomó el
nombre de la joven para transformarse luego en Mariveles. La isla recibió el nombre de
Corregidor. El cine de Hollywood nos ha acostumbrado a lo que fue el infierno de
Corregidor, una de las grandes hecatombes de la historia militar de Estados Unidos, un
«glorioso desastre». Si los españoles resistieron 2 horas y 20 minutos a la escuadra de
Dewey en Cavite aquel 1 de mayo de 1898, año en el que se puso el sol sobre el imperio
español en Asia y América, los hombres de MacArthur resistieron durante meses el
asedio japonés, hasta que el presidente Roosevelt ordenó al general del «deber, el honor
y la patria» que abandonara Filipinas. MacArtthur pronunció su famosa frase: «Volveré»,
después de una retirada que sus propagandistas definieron como llena de peligros.
MacArthur desobedeció las órdenes recibidas de Washington de atacar desde el aire las
bases japonesas en Formosa inmediatamente después de Pearl Harbor. ¿Por qué no lo
destituyó el presidente Roosevelt? Porque la publicidad había hecho de él un héroe
nacional. MacArthur era un maestro de las relaciones públicas en tiempo de guerra. La
victoria sobre el fascismo era un fin que justificaba casi todos los medios.
Los imponentes cañones de Corregidor mantuvieron a raya a los japoneses hasta la
capitulación el 9 de abril 1942. Allí habían establecido su cuartel general MacArthur y el
presidente filipino Quezón, el mismo que rindió su espada al padre del general. Los dos
se sentían más seguros junto a las baterías de la montaña de Malinta, rodeados de un
impresionante arsenal de guerra, que en el hotel Manila. Desde el 29 de diciembre de
1941, los japoneses sometieron a Corregidor a un duro asedio. El general Wainwright,
que sucedió a MacArthur en el mando de las defensas de la isla, aguantó bombardeos
diarios y la acción de las piezas artilleras instaladas por el general Homma justo
enfrente de Corregidor. El 29 de abril, cumpleaños del emperador Hirohito, trataron de
regalarle la conquista de la isla. El infierno duró hasta el 6 de mayo al mediodía,
momento en que los norteamericanos izaron la bandera blanca. Como había prometido
el 6 de mayo de 1941, MacArthur volvió: el 20 de octubre de 1944 desembarcaba en la
isla de Leyte, donde le recibió con canciones de bienvenida una joven belleza local
llamada Imelda Romuáldez, nieta de un misionero f ranciscano de Granada y futura
primera dama de Filipinas.
Los japoneses se prepararon a conciencia para invadir el sureste asiático. Sabían
cómo infiltrarse, cómo luchar en la selva, cómo adaptarse al terreno, cómo sobrevivir
con pocas raciones de arroz, cómo vivir en la copa de un árbol, cómo entenderse
imitando los gorjeos de los pájaros y cómo confundirse con la vegetación. Después de
Pearl Harbor, la ofensiva japonesa descargó sobre varios puntos: Kotha Baru en la
Malaca británica, Singora en Tailandia, Singapur (considerada como el Gibraltar de
Asia), Hong Kong, la ex colonia española de Guam, la isla de Wake, Midway y
Filipinas. La primera en caer fue la isla de Guam, situada a menos de 2.000 kilómetros al
sur de Tokio. Medio millar de soldados norteamericanos no pudieron resistir
demasiado tiempo. El 7 de diciembre de 1941, los aviones con la enseña del Sol Naciente
neutralizaron las defensas antiaéreas de la isla y se hicieron con ella tres días después.
Ni los norteamericanos, a pesar de Pearl Harbor, ni los británicos se tomaban aún
demasiado en serio a los japoneses. La falta de preparación de la principal base naval en
el Pacífico (Pearl Harbor) quedó al descubierto en las palabras del teniente Tyler.
Cuando le comunicaron que la pantalla de radar mostraba manchas negras:
«Numerosos aviones a 132 millas 3E de N», el oficial de guardia respondió: «Forget it»
(olvídalo). No bastó que, el 26 de noviembre, el jefe de Estado Mayor de la Marina,
Stark, enviara al comandante de la flota del Pacífico, Kimmel, una nota que empezaba
así: «Este despacho debe considerarse como una advertencia de guerra (war waming)».
Por su parte, el jefe del Estado Mayor del ejército, George C. Marshall, transmitió al
general Walter Short, comandante de las fuerzas terrestres, una advertencia parecida:
«Hostile action possible at any moment» (una acción hostil puede producirse en cualquier
momento). «Yellow bastarás» (amarillos bastardos), fue la respuesta norteamericana llena
de rencor y racismo. Roosevelt sacrificó a Kimmel y Short en el altar de la popularidad
de MacArthur; el teatral personaje, el niño mimado de la derecha republicana, se
convertía en un símbolo del patriotismo y la victoria en igual o mayor medida que las
barras y estrellas de la bandera.
Los vencedores de Pearl Harbor fueron recibidos en Tokio en medio del delirio
patriótico. Hasta el propio Hitler, que despreciaba a los nipones, creía que los hijos del
Sol Naciente eran un tigre de papel. Ni siquiera habían podido con la China rota y
desarticulada. El 15 de diciembre de 1941 eran cuarenta y tres los países que se
encontraban en guerra, de los que quince lo estaban una semana después del ataque a
Pearl Harbor. El equilibrio de fuerzas se inclinaba en contra del eje Berlín-Roma-Tokio.
La entrada de Estados Unidos en la guerra puso de parte aliada a la mayor potencia
industrial y sus recursos, sus hombres y su dominio de los mares. Por entonces, la
iniciativa estaba en manos de los japoneses, que aprovechaban la sorpresa táctica de
Pearl Harbor. La isla volcánica de Wake era su próximo objetivo. Guam se entregó sin
resistencia, pero Wake, con 449 marines (Infantería de Marina) al mando del
comandante Devereux, estaba dispuesta a plantar cara al «yellow bastará». Las armas con
las que contaban eran viejas, casi inservibles: fusiles Enfield, cascos de la I Guerra
Mundial y 6 venerables piezas de artillería. Esa vez fueron los japoneses los que
subestimaron a los norteamericanos que ocupaban la isla desde 1899.
El primer desembarco sobre Wake llegó el 8 de diciembre. La fuerza japonesa se
acercó a la isla. El comandante Devereux esperaba a la presa con el dedo en el gatillo.
Con la ayuda de los viejos cañones y los 4 aviones Wildcat que habían sobrevivido al
bombardeo previo, los norteamericanos hundieron 2 destructores y averiaron los 3
cruceros en los que el enemigo transportaba sus tropas. Los japoneses, que habían
sufrido más de un centenar de bajas, se retiraron desconcertados. Tras la humillación de
Pearl Harbor, la resistencia en la minúscula isla, en la que no hay vegetación ni agua
dulce, poblada tan sólo por pájaros alborotadores y salvajes, dio la medida del
heroísmo. «Send us more japs». (Envíenos más japoneses), parece que dijo por radio el
comandante Devereux, aunque éste siempre lo negó. Los norteamericanos necesitaban
una subida de moral y el comandante que hizo frente con éxito a los japoneses en Wake
era su héroe del momento, el vengador de la pira funeraria de Pearl Harbor. Los 3
portaaviones del Pacífico, el Lexington, el Enterprise y el Saratoga, que zarpó de los
astilleros de San Diego, recibieron la orden del almirante Kimmel, cuyas horas de
mando estaban contadas, de socorrer a los «últimos de Wake». Después del golpe
mortal del 7 de diciembre (un día más tarde en Japón), la flota de guerra japonesa no
dejó rastro en el mar. Además, la Armada norteamericana le había cogido miedo al
Pacífico. F.l Saratoga se acercó a 425 millas de Wake, pero el almirante Fletcher temía
una emboscada. Los 3 portaaviones volvieron a la base de Pearl Harbor. Eran el temor,
la incertidumbre, los sueños rotos, las esperanzas y las ilusiones derrotadas, los errores,
las amarguras. El presidente Roosevelt advirtió en Filadelfia a «esta generación de
norteamericanos», que tenían una «cita con el destino». El presidente dejó de lado su
colección de sellos para dedicarse por entero a la guerra. «No podemos perder la
guerra. Contamos ahora con un aliado que no ha conocido la derrota en los últimos
3.000 años», exclamó Hitler en su guarida del lobo cuando las fuerzas japonesas se
desplegaron sobre el sureste asiático. Winston Churchill charlaba con el embajador
norteamericano, John Winant, cuando la radio difundió la noticia de Pearl Harbor.
«Tendremos que declarar la guerra a Japón», aventuró el primer ministro. «Por Dios —
replicó el embajador—, no puede declarar la guerra tan sólo por una noticia de radio».
Pero Churchill no podía esperar. Había aguardado aquel momento durante años.
Entonces, la II Guerra Mundial se abría en 2 frentes. Llamó por teléfono a Roosevelt
para recabar noticias. Después, más calmado, envió la declaración de guerra dirigida al
embajador japonés en Londres, que terminaba de manera rimbombante: «Con la más
alta consideración, su seguro servidor, Winston Churchill». El primer ministro comentó:
«Aunque vayas a matar a un hombre, no te cuesta nada ser educado».
LA IMAGEN DE CHURCHILL

No sabía lo que le esperaba. La indefensión de Singapur, la negligencia de los mandos,


la victoria japonesa en la «Ciudad del León» mientras los oficiales ingleses jugaban al
cricket o al golf o se tomaban unos gintonics en la barra del hotel Raffles, sería uno de los
pasos en falso de la carrera de sir Winston. En efecto, el libro del historiador John
Charmley Churchill, el fin de la gloria, publicado en 1993, ponía en tela de juicio, por
primera vez en cuarenta años, la imagen del primer ministro. Según el historiador
revisionista, el imperialista Churchill acabó con el imperio británico, dejó el país en la
ruina y cedió el poder al Partido Laborista. El profesor de la Universidad de East Anglia
presentaba una imagen distinta del mito popular, del héroe que salvó a una nación. Sin
él, la guerra hubiera terminado mucho antes, de aceptar el camino de la paz que tantas
vidas costaría a Gran Bretaña. El juicio final de Charmley es lapidario y discutible:
«Churchill luchó por el imperio de Gran Bretaña. En julio 1945, el imperio estaba contra
las cuerdas, la independencia dependía tan sólo de Estados Unidos y la visión
antisocialista se trocaba en victoria laborista en las elecciones. Churchill, el campeón,
destruyó el viejo orden social». Las acusaciones no eran nuevas, incluida la que atribuye
a Churchill una política de apaciguamiento de Stalin parecida a la de Chamberlain con
Hitler. En su libro Barbarossa, el ex ministro de Defensa, Alan Clark, levantó una gran
polvareda al escribir que, en lugar de coquetear con Stalin, el primer ministro debía
haberse aliado con Hitler para acabar con el comunismo. El ministro de Producción
Aérea, Moore-Brabazon, fue cesado por Churchill cuando afirmó en público que lo
mejor que podía hacer Gran Bretaña era dejar que Hitler y Stalin se despedazasen entre
ellos. Había una corriente de opinión a los 2 lados, incluidos los anglofilos alemanes,
que preconizaba la idea de un pacto o un eje Londres-Berlín. En esa idea se comprendía
el impulso del rocambolesco viaje del lugarteniente de Hitler, Hess, a Escocia, y Clark
señaló en su libro que algunos de los documentos relacionados con el «caso Hess» no
habían sido aún abiertos, lo que significaba que Churchill tenía secretos que guardar.
¿Traía el desequilibrado, el hipocondríaco Hess una oferta de paz de Hitler? No lo
parece. ¿Qué tipo de alianza podría haber formado Churchill con un hombre que
preparó la «operación León Marino», que bombardeó las islas, que machacó Londres
con sus bombarderos y que mató a miles de británicos en la campaña norteafricana, en
Malta y en Creta? Cuando Hitler atacó Rusia, la única salida lógica para Churchill era la
de echar una mano a Rusia.
Los pactos de Hitler duraban muy poco. Una victoria hitleriana sobre Rusia hubiera
dado un vuelco completo al mapa. Churchill se vio obligado a elegir entre la peste y el
cólera. ¿Cuál de los dos, Hitler o Stalin, era el peor? La polémica sigue su curso. «Un
pacto británico con Hitler —ha escrito Norman Stone, profesor de historia moderna en
Oxford—, lo hubiera convertido en dueño de Eurasia, y a Gran Bretaña en una
república fantasma como la de Vichy». Algunos historiadores británicos han estado
interesados en rehabilitar la figura de Chamberlain, pero no han llegado muy lejos. «Los
pigmeos odian siempre a los gigantes», señalaba Rhodes James. La tarea de demolición
y deshumanización de Churchill ha recibido amplios apoyos entre los revisionistas. El
«hombre más grande del siglo» era, ya lo sabemos, visceral, imprudente, un egoísta que
abandonó a sus hijos por la política. El historiador revisionista, David Irving, trazó de
Churchill un retrato tan irreconocible como el que daban de él sus aduladores, lleno de
veneno y manipulación. Es verdad que Churchill admiraba a Mussolini, que en 1937
escribió un artículo en el que alababa a Hitler, que estuvo al lado de Franco durante la
mayor parte de la Guerra Civil española, que sus responsabilidades en la batalla de
Gallipoli fueron mayores de lo que creían sus defensores, lo mismo que en la Guerra
Civil rusa o en el desastre de Noruega. Churchill era un ser humano sujeto a errores, un
conservador de libro cuyas ideas en materia militar, naval o aérea eran discutibles. Su
ministro Beaverbrook llegó a decir que Churchill estaba hecho de la misma madera con
la que se fabrican los tiranos. Muchos de los que trabajaron con él entre 1939 y 1945 se
mostraban de acuerdo. David Irving, interesado en blanquear la imagen de Hitler,
afirmó que Churchill deseaba la guerra y trabajó por ella para satisfacer sus ambiciones
políticas personales.
Winston Churchill creyó más bien que la guerra era inevitable. «La siento en mis
huesos», decía. El primer ministro venía advirtiendo desde 1934 sobre los peligros de la
irresistible ascensión del nazismo. No fue Churchill quien creó el monstruo. La historia
demostró que nada podía detener las ambiciones de Hitler, ni las concesiones
territoriales ni la política de apaciguamiento ni los tratados firmados con él. Tampoco
fue culpa suya que el ejército británico estuviera peor preparado en 1939 que en 1914.
Churchill fue el estadista que logró meter a Estados Unidos en la guerra a medias con el
ataque a Pearl Harbor. Esa operación tuvo más mérito aún si se tiene en cuenta que
Roosevelt era enemigo jurado del imperio británico. El primer ministro logró que, con
sus dólares, su complejo militar industrial y sus hombres, Estados Unidos prestara
atención al frente europeo. Norteamérica venció en la II Guerra Mundial y eclipsó a
Europa, pero Churchill salvó a las islas británicas de la invasión y la devastación. Las
bajas británicas fueron altas, pero no tanto como en la I Guerra Mundial. ¿Era el final de
la gloria? Los electores ingleses, que votaron a los laboristas después de la guerra,
pensaban que, para la reconstrucción de la posguerra, eran necesarios otros hombres
que los que habían llevado las riendas del conflicto. Churchill reconoció que
combatieron durante 6 años para tener el derecho a equivocarse. Después de todo, al
cabo de 6 años, Winston Churchill, senil aunque infatigable, volvía al número 10 de la
calle Downing. Nunca debió haberlo hecho; se creía, aún, el centro del universo.
La valoración de la figura de Churchill, como la de otros protagonistas de la historia,
está sometida a la tiranía de los ciclos, a altos y bajos, a las sorpresas de los archivos.
Durante los años 30 fue muy impopular. En 1938 llegó a considerar su retirada de la
vida pública: «Mi carrera es un fracaso. Estoy acabado. No tengo nada más que
ofrecer». Con el estallido de la II Guerra Mundial empezaba una nueva carrera, la
segunda gran oportunidad. Con todas sus equivocaciones, supo aprovecharla a fondo.
Los ingleses le perdonaron su grave error de Noruega. El Rey le encargó la formación
de un nuevo gobierno. No las tenía todas consigo cuando anunció sangre, esfuerzo,
sudor y lágrimas en la Cámara de los Comunes. Como recuerda A. J. P. Taylor, tan sólo
recibió aplausos de los escaños socialistas. Los conservadores, los suyos, no le
perdonaron la manera en la que Chamberlain salió de Downing Street, residencia del
primer ministro.
La figura de Churchill hay que analizarla a la luz de los líderes de la época: Hitler,
Mussolini, Pétain y Stalin, el tiempo de las dictaduras. Churchill, que tenía mucho
carácter, mandó sobre sus generales, pero lo hizo sin forzar la autoridad. «Todo lo que
les pido a los generales y jefes de Estado Mayor —dijo con su típica ironía— es la
aceptación de mis puntos de vista después de una discusión razonable». El cerebro de
Churchill funcionaba con inusitada rapidez, de ahí su impaciencia, su terquedad.
«Winston tiene cien ideas cada día —afirmó Roosevelt—, y es casi seguro que una de
ellas será acertada». Pasaba por períodos de decaimiento, pero volvía a levantarse hasta
transmitir su entusiasmo a los que le rodeaban. «Le gustaba creer que era un tirano —
escribe A. J. P. Taylor—. Cuando alguien le informó de que Hitler abroncaba a los
generales, Churchill replicó: “Yo hago lo mismo”». Le horrorizaban la duda o el fracaso.
No dudó en cesar a generales tan valiosos como Wawell o Auchinleck. Espoleado por la
impaciencia y su espíritu batallador, falló en el envío de una expedición a Grecia;
obsesionado por el Mediterráneo, descuidó el flanco asiático. No tenía un sentido
tradicional de la historia. Cuando, en agosto de 1940, reunió a sus consejeros, lo primero
que les dijo fue: «Vamos a discutir los problemas de la invasión». Todos creyeron que se
refería a la invasión de Gran Bretaña por los nazis. Pero Churchill se remontó a la
invasión de Guillermo el Conquistador en 1066. Se pasó toda la tarde discutiendo los
problemas de la acometida normanda y las razones de su éxito. «Los problemas de 1066
estaban para él tan vivos —apunta A. J. P. Taylor— como los de 1940».
En Churchill se reunían el estratega, el hombre de experiencia y el actor, no sólo y no
siempre trágico. Taylor supone que su mayor error fue el de no tomar demasiado en
serio la amenaza japonesa en el Extremo Oriente; claro que si hubiera concentrado sus
fuerzas en el Lejano Oriente, hubiera perdido el Mediterráneo. Tras la caída de
Singapur se disculpó: «Mis consejeros no me lo advirtieron». Sí que lo hicieron, pero
Churchill se refugió en la seguridad y en la arrogancia del imperio: «Estos hombrecitos
amarillos nunca podrán desafiar el poder del imperio británico». En 1941, en el Extremo
Oriente, ese poder no existía ya. Eran los marines norteamericanos, los llamados «nucas
de cuero», los que habían tomado el relevo, aunque en esa primera fase de la guerra en
el Pacífico izaban bandera blanca en los 3 islotes. El bravo Devereux, después de luchar
cuerpo a cuerpo con los japoneses, perdió Wake.

BATAN Y CORREGIDOR

Les tocaba el turno a Filipinas, la de las 7000 islas, a la Malasia del caucho y el estaño, a
Borneo, Sumatra, Java, Hong Kong y Singapur. La III Flota, mandada por el
vicealmirante Takahashi, y el Decimocuarto Ejército, al mando del teniente general
Homma, se aprestaban para el ataque. Enfrente tenían a Douglas MacArthur, el profeta,
el retador, el actor querido y execrado que desgranaba teorías grandiosas sobre el
porvenir del Pacífico mientras diseñaba una gorra a la altura de su vanidad inagotable.
Había pedido al presidente Manuel Quezón, el mestizo cascarrabias que decía tacos en
español (coño, puñetas, carajo), 10 años para poner a Filipinas a resguardo de todos los
peligros. Le faltó tiempo, en total seis años. El envío de refuerzos no resultaba fácil: 8000
kilómetros de mar separan a Manila de San Francisco. La línea de los Pacific Clippers
tardaba 4 días en llegar de California a la capital filipina. MacArthur contaba con un
regimiento de infantería, algunos carros y muy poca fuerza aérea. El «plan Naranja»
preveía que, en caso de guerra con Japón, una guarnición de diez mil hombres se haría
fuerte en el Peñón de Corregidor y en sus galerías subterráneas.
El general MacArthur no vio con buenos ojos esa retirada a Corregidor. Creía que,
con el apoyo de algunas superfortalezas volantes, su ejército filipino-norteamericano
podría resistir la invasión de Luzón, la isla capital. Salvo Mindanao y Panay, el resto
quedaba abandonado a su suerte. Los norteamericanos trasladaron sus bombarderos y
sus submarinos a Australia. El plan defensivo de MacArthur resultó un fracaso: el
desembarco japonés, el 21 de diciembre, dos semanas después del ataque a Pearl
Harbor, se hizo con precaución. El general Homma no era uno de esos militaristas que
creían que Australia y la India estaban a su alcance y que no tardarían en ocuparlas.
Homma era un declarado enemigo de la política expansionista japonesa de 1937, fecha
de la intervención en China.
Fue una frenética Navidad en Manila. La aviación japonesa destruyó el arsenal de
Cavite y la vieja ciudad española de Intramuros, el puerto. En medio de las
detonaciones y el humo, soldados y civiles se retiraron hacia la península de Batan y la
isla de Corregidor. En su silla de ruedas, el presidente Quezón protestó ante Roosevelt
por la falta de ayuda. También MacArthur se opuso a la teoría «Hitler first». (Hitler
primero), del presidente norteamericano. Las tropas de asalto del general Masaharu
Homma avanzaron sin resistencia sobre Manila, militarmente indefendible. Manuel
Quezón, tuberculoso y en silla de ruedas, el hombre que sobornara a MacArthur con
quinientos mil dólares, dejó colgado en el ayuntamiento de Manila un cartel que decía:
«Ciudad Abierta. No tiréis». Los japoneses abrieron fuego desde todos los ángulos y
arrasaron la ciudad colonial española. Según la ley del bushido, el código del honor
militar nipón, no debe haber piedad para con el vencido. En Manila, los supervivientes
de aquellos años de sangre nos contaron los excesos de las tropas japonesas: ejecuciones
en masa, torturas, humillaciones, pillajes, degollamientos, ataques a bayoneta contra
civiles indefensos. En la cultura japonesa no existe el sentido de culpa.
MacArthur continuó su repliegue hacia la península de Batan (40 kilómetros de
larga por 32 de ancha) que con su gigantesca forma de dedo apunta a la base naval de
Cavite, la isla de Corregidor y la bahía de Manila, en la que fue derrotada en 1898 la
Armada española. De una forma un tanto frívola, había quienes confiaban en que
Corregidor pudiera resistir con sus piezas de 12 pulgadas. Batan y Corregidor no
podrían aguantar el cañoneo constante, los bombardeos, el hostigamiento de las tropas
japonesas. El general Homma le envió a MacArthur una oferta de rendición: «Vuestro
prestigio y honor están a salvo. Para evitar un mayor derramamiento de sangre, os
aconsejamos que os rindáis». Los norteamericanos respondieron con fuego de artillería.
Las tropas japonesas entraron en la destruida Manila en la noche del 2 de enero de 1942.
Las provisiones dejaron de llegar a Batan. En el laberíntico sistema de túneles
horadados en Malinta, con hospitales, depósito de municiones, almacén y cuartel
general, creció la incertidumbre. Se habían comido iguanas, monos, carabaos,
serpientes, bayas y raíces. Los soldados entonaban la siguiente canción, recogida por
Louis Snyder:

Somos los combatientes de Batan,


sin papá, sin mamá, sin tío Sam.

Entre los depósitos de gasolina incendiados, los soldados del emperador entonaban
otra canción, el himno nacional:

El reino del emperador durará


durante mil y después ocho mil generaciones
hasta que los guijarros se conviertan
en poderosas rocas cubiertas de musgo.
Las fuerzas norteamericanas —15.000 hombres— y las filipinas —otros 65.000 salvo
10.000 batidores— formaban un conglomerado mal equipado y peor adiestrado. Con
raciones para 30 días, se esperaba que MacArthur pudiera resistir seis meses. «Su mejor
aliado —escribe John Toland en The rising sun— es el terreno. Los filipinos quieren
demostrar que no se repetirá la desordenada y humillante retirada a Batan. Hay que
combatir o morir». El presidente Quezón estaba desesperado. Sus insultos en español se
oyeron en todos lados: «Por Dios y por todos los santos, ¡hatajo de sinvergüenzas! ¿Por
qué los norteamericanos se preocupan por el destino de un primo lejano (Gran Bretaña),
mientras los japoneses violan a una hija suya en el cuarto de atrás?». MacArthur no
lograba serenar los ánimos del presidente filipino: «La ayuda de Washington está a
punto de llegar. Envían miles de soldados y cientos de aviones. La única puerta para la
salvación es el combate, la defensa, derrotaremos al enemigo». Nadie, ni siquiera él
mismo, creía en sus palabras. El 22 de febrero, el presidente Roosevelt dio la orden a
MacArthur de que abandonara Corregidor y se dirigiese a la segunda isla en
importancia de Filipinas, Mindanao, para desde allí saltar a Australia.
La evacuación de Douglas MacArthur con su familia y su plana mayor estuvo
plagada de amenazas. Tomaron una lancha PT en dirección a Mindanao, donde les
esperaba un bombardero que les llevaría a Australia. Era el 12 de marzo de 1942.
Habían transcurrido noventa y cuatro días desde el estallido de la guerra en el Pacífico.
El general Homma llevaba un retraso de cinco semanas sobre el calendario previsto
para la conquista de las islas. MacArthur cedió el mando al general Jonathan
Wainwright. «Se han metido en Batan como un gato en la talega», afirmó el general
Morioka, uno de los comandantes de división del aristócrata general Homma.
Las medicinas se acababan. Las epidemias, malaria, beri beri y disentería hacían
mella en la guarnición. Tres días después de la partida de MacArthur, los defensores de
Batan se comieron los últimos caballos. Homma reanudó el ataque con artillería de sitio
y morteros pesados. Cuando se agotaron todas las reservas, el general Ring,
comandante de Batan desde que Wainwright se retirara a Corregidor, tomó la onerosa
responsabilidad de la rendición. MacArthur le pidió que resistiera hasta el final, y ese
final había llegado. El 29 abril, cumpleaños del emperador Hirohito, el general Homma
lo celebró con 10.000 tiros de cañón. El 5 de mayo, cuando a la guarnición de Corregidor
le quedaban tan sólo 4 días de agua, disparó 16.000 salvas. Era la preparación artillera
para el desembarco en la isla. Los tanques japoneses avanzaron hacia el Peñón. Los
marines combatieron con la última munición disponible. Dentro de los túneles, el
ambiente era irrespirable: más de 1000 heridos hacinados en las entrañas del monte
Malinta pedían unas medicinas y unos cuidados que nadie podía dispensarles.
Tan sólo quedaba la capitulación. El contraste entre el vencido y el vencedor no
podía ser más llamativo: el general Wainwright, muy alto, se había quedado en los
huesos; el general Homma, vestido con su uniforme tropical cubierto de
condecoraciones, más bajo de estatura, sin embargo pesaba más que el general
norteamericano. Aunque hablaba inglés, se hizo traducir los términos de la rendición
por medio de un intérprete. Su idea era la de mantener a la guarnición de Corregidor en
estado de guerra hasta que capitularan el resto de las fuerzas norteamericanas
diseminadas por las islas filipinas. El 9 de mayo, como escribió Wainwright, «la hora
terrible había llegado». Fue ese día cuando el general Homma le anunció: «Su mando ha
cesado. A partir de ahora usted es prisionero de guerra». Un coche le esperaba para
trasladarle al campamento en el que pasaría tres años de cautiverio. La primera medida
que MacArthur tomó para celebrar la rendición japonesa a bordo del Missouri, en la
bahía de Tokio, fue asegurarse de que el general de Corregidor estaría a su lado.
Cuando Wainwright llegó hasta el comandante del Pacífico, éste no pudo menos que
sorprenderse del estado físico del general: ojeroso, demacrado y enflaquecido, había
envejecido prematuramente y el uniforme le venía muy ancho. Así es como lo vemos en
la fotografía de la rendición nipona. «Caminaba con dificultad —escribió MacArthur—,
y lo hacía con la ayuda de un bastón. Sus ojos aparecían hundidos en las cuencas, su
pelo se había tornado blanco como la nieve y su piel parecía la de un viejo zapato
arrugado. Cuando trató de hablar no consiguió emitir ningún sonido». El 26 de marzo
de 1946, MacArthur firmó la sentencia de muerte contra el general Masahary Homma,
que pagó así con su vida la «marcha de la muerte» en Batan.
El calvario para decenas de miles de soldados norteamericanos y filipinos no
terminó con la rendición. Hasta llegar a los campamentos de San Fernando y O’Donnell,
los prisioneros sufrieron lo indecible. Fue uno de los episodios más salvajes de la guerra
del Pacífico. Los soldados japoneses les sometieron a todo tipo de sevicias: les
golpearon con las culatas de sus fusiles, les negaron el agua que derramaban en la
carretera ante sus ojos, les empujaron con sus bayonetas, remataron a los heridos
incapaces de seguir adelante, les insultaron y escupieron en la cara. Un sol abrasador no
hizo sino aumentar el dolor y el sufrimiento de las derrotadas huestes de MacArthur. La
resistencia de 5 meses del Peñón de Corregidor retrasó el avance japonés sobre la bahía
de Manila y permitió la retirada del resto de las fuerzas acantonadas en el archipiélago.
La noticia de la caída de Filipinas consternó a los norteamericanos. ¿Cómo era posible
que los japoneses, con su fama de sonrientes y corteses, hubieran tratado como bestias a
los soldados de Batan? La Guerra del Pacífico ofrecía su auténtico rostro.
Hong Kong, una de las joyas de la corona británica, cayó en el tiempo de un suspiro.
El gobernador de la isla capituló el día de Navidad. La ciudad ardió por los 4 costados:
los saqueos y las violaciones se sucedieron durante varios días. Las columnas japonesas
avanzaron por las junglas malayas hacia Singapur. Tailandia cayó sin resistencia, en 24
horas. Singapur era la última línea de defensa, el portaaviones indestructible, fortificado
por todos los flancos salvo por el mar. Lo defendían las piezas de artillería más potentes
del mundo, cañones de 15 pulgadas con un alcance de 35 kilómetros. La guarnición
terrestre se redujo a 6 batallones. Se concentraron provisiones y munición para ciento
ochenta días: Singapur estaba preparada para un largo bloqueo por parte de la escuadra
japonesa. Resistiría hasta que llegase la fuerza naval británica. Churchill envió grandes
navios de guerra al estrecho de Johore, el Prince of Wales, de 35.000 toneladas, y el
Repulse, un crucero de batalla de 32.000 toneladas, eran las 2 esperanzas de Gran
Bretaña en la defensa de su imperio. 2 falsas esperanzas porque ¿cómo se puede confiar
todo el poder a 2 acorazados, por sólidos que parezcan, cuando, sin apoyo aéreo, están
condenados a la destrucción? Ya habían surgido críticas en este sentido cuando el
Repulse y el Prince of Wales se construían en los astilleros ingleses. La fuerza aérea había
revolucionado la escala de valores militares como se comprobó en Pearl Harbor.

¡CONDENADO BARCO!

El comandante naval era el vicealmirante Tom Phillips, más conocido por «Tom Pulga»
debido a su estatura, que le obligaba a subirse a una caja de jabón para que sus ojos
pudieran alcanzar la línea de la barandilla en el puente de mando. El 8 de diciembre se
celebró una reunión a bordo del Prince of Wales. Las noticias que llegaban del exterior no
podían ser más descorazonadoras: la flota de invasión japonesa fue descubierta en el
golfo de Siam y nadie había dado la señal de alerta. Bombardearon Singapur con todas
las luces encendidas porque nadie pudo encontrar al jefe de la defensa pasiva
encargado de las medidas de oscurecimiento. Ni el Repulse ni el Prince of Wales sufrieron
ningún rasguño.
El desembarco japonés en el istmo de Kra no les inquietó. Se encontraban aún a mil
kilómetros de Singapur. Malasia era la gran presa del botín japonés. El ataque a Malasia
había precedido cronológicamente al bombardeo de Pearl Harbor. Con el 38% del
caucho y el 58% de la producción de estaño, Malasia constituía, en palabras del
gobernador inglés, Shenton Tilomas, una «fábrica de dólares». Su defensa era, por lo
tanto, esencial. El comandante en jefe, Percival, el de los 2 dientes de liebre, reunió
unidades británicas, indias y nepalíes (gurkas). 100.000 hombres en total, una fuerza
considerable para una guerra tropical contra un enemigo que operaba a 5.000
kilómetros de sus bases. Percival cometió el error de dispersar a sus fuerzas, dejó cerca
de Singapur 2 brigadas tan indisciplinadas como su jefe, Gordon Bennet, de la Octava
División australiana. «Es un político vestido de general», escribió Kayinond Cartier, que
aspiraba a ocupar la plaza de su superior, el general Percival. El Gobierno australiano le
concedió permiso para rechazar toda orden que no se correspondiera con sus planes.
Al llegar al golfo de Siam, las tropas del emperador dividieron sus fuerzas: un
destacamento se dirigió a Kota Baru, otro hacia Patani y el tercero, el más importante,
hacia el puerto tailandés de Singora. La sorpresa fue total. Tan sólo se registró un tiro de
fusil: un policía defendió de esa única manera la neutralidad tailandesa. Un intérprete
japonés le disuadió con estas palabras: «No tiréis, somos el ejército japonés. Hemos
venido a libraros de los blancos». Al mando de los japoneses llegó un general llamado
Yainashita, predestinado a la cuerda del ahorcado. Los soldados japoneses se batieron el
cobre en la campaña de China. Los habían acostumbrado a la austeridad y a la
disciplina, conocían los peligros de la selva, fueron preparados a fondo en la escuela de
guerra tropical de Formosa. La jungla era su fuerte, su sólido apoyo, su elemento.
Debían moverse en ella como peces en el agua. El soldado blanco desconfiaba de la
selva: «Los occidentales son cobardes y afeminados, temen entrar en la jungla —decía el
manual de instrucciones del soldado japonés—, la consideran como impenetrable. Por
eso debemos aprovecharnos de ella para sorprenderlos».
Las lluvias torrenciales desarticularon las líneas británicas, arruinando su artillería y
rompiendo sus enlaces y comunicaciones. La «operación Matador» (así la bautizaron en
español) no servía ya para nada: los legionarios del Sol Naciente llegaban de todas
partes. A bordo del Prince of Wales los criterios diferían: el almirante Layton se mostraba
partidario de arriesgar los dos acorazados fuera del estrecho de Johore: un accidente del
Indomitable en un arrecife de coral de Jamaica les privó de la protección aérea; mientras,
Phillips quería penetrar en aguas turbulentas: el honor de la Royal Navy, afirmaba,
estaba en juego. No podía quedar inmóvil, protegido por las redes antitorpedo, cuando
los japoneses invadían Malasia. Su código del honor le iba a jugar una mala pasada, su
temperamento le pedía salir al encuentro de los convoyes japoneses y confiaba en las
defensas antiaéreas de sus dos navios y en el apoyo que le prometieron las escuadrillas
de tierra. El 8 de diciembre a las 17.35 horas, la Fuerza Z, escoltada por cuatro
destructores, se hizo a la mar.
La confianza reinaba a bordo. Los marinos de sir Tom Phillips se reían de los pilotos
japoneses. Eran tan cegatos, decían, que no podían ver por la noche. Un periodista
norteamericano de la radio NBC escuchó estas conversaciones con rabia mal contenida.
«Vosotros, los británicos —les acusó—, no podéis desprenderos de la vieja costumbre
de subestimar al enemigo. Lo hicisteis en Noruega, en Francia, en Creta y me temo que
lo vais a hacer también aquí». Los hombres del Repulse ardían en deseos de entrar en
fuego. Al menos los del Prince of Wales tuvieron el honor de tomar parte en el
hundimiento del acorazado alemán Bismarck.
Sir Tom Phillips cometió el error de adentrarse en aguas peligrosas sin mirar al cielo.
Estaba convencido de que podría destruir los transportes y las lanchas japonesas de
desembarco. Ni siquiera le asustaba el mensaje que recibió de tierra: «Imposible
asegurar protección aérea». Los 6 buques de guerra navegaban a veinticinco nudos
sobre la mar picada bajo la protección de las nubes. La suerte dejaría de acompañarles,
porque el cielo se abrió y la flota quedó al descubierto. ¿Perderían el factor sorpresa?
Poco antes de la puesta del sol, los serviolas de los dos acorazados escucharon ruido de
motores: eran aviones japoneses de reconocimiento. No tardaron en comunicar la
situación a sus bases de bombardeo. «Tom Pulga» se debatía entre la prudencia y la
temeridad. Aspiraba a tantas medallas, por lo menos, como el almirante Nelson. Eligió
la cautela, la media vuelta. Los marinos del Repulse se rebelaron. «Unlucky ship!»
(malhadado barco). Se retiró a su base sin disparar un solo tiro. Se encontraban a 150
millas marinas de Singapur. Tom Phillips dormía vestido con su uniforme en la cabina
de mando. Los submarinos japoneses los descubrieron a través de sus periscopios. El
teniente de navio Tanisaki disparó 5 torpedos sobre las siluetas del Repulse y el Prince of
Wales. Era noche cerrada. Los ingleses no sospechaban nada, ni siquiera habían visto las
estelas de los torpedos ni escuchado los mensajes de radio: Tanisaki comunicó a su
comandante en jefe que ninguno de sus 5 torpedos había dado en el blanco.
En su base aérea en Saigón, los pilotos del emperador llenaban sus depósitos de
carburante. Antes del alba despegaron diez aviones de reconocimiento y, a renglón
seguido, 34 bombarderos. Tan sólo debían dar media vuelta si llegaban a 2 grados
latitud norte, límite de su radio de acción. La escuadra de Tom Phillips se acercó a la
costa malaya, hacia el puerto de Kuantan, donde se había anunciado la presencia de
tropas japonesas. Era una falsa alarma: una manada de búfalos penetró en un campo de
minas. Eran las 10 de la mañana cuando uno de los destructores, el Tenedós, que se
dirigía hacia Singapur tras abandonar la labor de escolta, comunicó el ataque de nueve
aviones con la enseña del Sol Naciente en el fuselaje. Los japs demostraron su mala
puntería: no acertaron al destructor y tuvieron que volver a su base. Sin embargo, desde
su avión de reconocimiento, el teniente Mishima reconoció a la escuadra: «Es una
oportunidad de oro que sólo se presenta una vez cada mil años». Allí estaba la flor y
nata de la armada enemiga. Iba a olvidar el frío, el cansancio, el sueño y las ganas de
orinar para transmitir el mensaje por radio a toda velocidad: «Grandes navios enemigos
a la vista, cuatro grados latitud norte, 104 grados 55 minutos latitud oeste. Grandes
navios a la vista». Los artilleros del Prince of Wales confiaban en sus baterías antiaéreas,
sobre todo en las ametralladoras pesadas de fabricación norteamericana, a las que
llamaban «los pianos de Chicago», armas de cuatro tubos de cuarenta milímetros.
Las primeras bombas cayeron sobre el Repulse a las 11.15 horas. Eran los 9
bombarderos del teniente de navio Sadao Takai. Durante una hora y cuarto, los navios
de guerra británicos sufrieron un ataque lleno de contundencia y precisión. Los nueve
aviones torpederos lanzaron sus proyectiles sobre el Repulse. «Se vio de inmediato —
transmitió luego Cecil Brown a la CBS— que el Repulse estaba sentenciado a muerte. Los
altavoces anunciaron: “Prepárense a abandonar el barco. ¡Que Dios nos asista!”».
Parecía imposible que el crucero de batalla pudiera hundirse a las primeras de cambio.
Densas columnas de humo brotaban del puente, géiseres de agua surgían junto al
crucero. Llegaron más torpedos, sonaron las ametralladoras pesadas desde el aire.
Rodeado de cajas de munición vacías, un oficial se dirigió al corresponsal Cecil Brown
en la que sería su última confesión: «Valientes japoneses. Es un ataque tan hermoso que
nunca lo hubiera podido imaginar».
El teniente de navio Hariki Iki se abalanzó con sus aviones torpederos sobre el Prince
o/Wales. El capitán del Repulse llamó por radio al segundo navio: «¿Habéis sufrido algún
daño?». «Estamos fuera de control», respondieron al otro lado. El puente se había
hundido sobre los marineros del Repulse. El comandante ingeniero Harland escuchó
«una terrible explosión» sobre el Prince of Wales. El buque orgullo de la marina británica
se detuvo en su veloz andar, tocado el timón, y empezó a describir círculos, herido de
muerte. Nuevos torpedos le alcanzaron. A las 12.10, 3 nuevos torpedos dieron en el
blanco y el Repulse se fue a pique. El comandante dio la orden: «Marinos, al mar». Se
lanzaron al agua oleaginosa. Con la proa al cielo, el Repulse se hundió a las 12.33 horas.
El Prince of Wales navegaba a 8 nudos. La última orden de Tom Phillips a Singapur fue:
«Envíennos remolcadores». Había soñado con la gloria de Nelson y murió en el empeño
a la 1.20. Su navio zozobró frente a la costa malaya. El comandante Harland recordó los
últimos instantes antes de abandonarlo: «El silencio se hizo tras la palpitación de las
máquinas. Eso es lo que recuerdo, el silencio». De un solo y afortunado golpe, la
aviación japonesa acabó con la oposición naval en el Mar de la China y en el Océano
Indico. «En toda la guerra —se lamentó Churchill—, nunca recibí un golpe tan directo.
Japón reinaba como dueña en toda la extensión de las aguas. Nos habían dejado
debilitados y desnudos». Se ha dicho que los ingleses pierden todas las batallas menos
la última.
Al tumbarse de costado, la succión del Prince of Wales se llevó al almirante Phillips y
al capitán Leach que, de acuerdo con las normas, fueron los últimos en saltar por la
borda. En aquel día negro para la historia naval británica, tan sólo la suerte salvó a 2081
oficiales y marinos de los navios, aunque ninguno de los 2 hizo explosión. Los japoneses
perdieron sólo 4 aparatos. Magnánimos en la victoria, hicieron saber a los destructores
de escolta que podían recoger a los supervivientes. Los ingleses ya tenían su Pearl
Harbor. El 12 de diciembre, Winston Churchill zarpó en el Duke of York hacia Estados
Unidos, donde el presidente Roosevelt le esperaba con palabras de consuelo y promesas
de ayuda. La Conferencia Arcadia marcó la pauta para la victoria aliada y el comienzo
imaginativo de un mundo nuevo: allí se diseñó la primera estructura de las que luego
serían las Naciones Unidas.
Los japoneses se encontraban en el cénit de su ofensiva. Dejaban atrás un año
victorioso, el de la Serpiente, y se adentraban en el año del Caballo, lleno de buenos
auspicios. Habían desembarcado en Birmania y las Célebes y se acercaban a un
continente vasto y mal defendido: Australia. Singapur era el siguiente objetivo, la
ciudad alegre y confiada que vivía las delicias de Capua. Al atardecer, en los jardines de
sus casas, los hacendados del caucho y los hombres de negocios, junto a los oficiales
vestidos con sus uniformes inmaculados, bebían su acostumbrada copa de stengahs. Las
orquestas sonaban bajo los cocoteros. No cundía el pánico: Singapur era inexpugnable.
Los soldados del Mikado avanzaban a marchas forzadas. A las fuerzas inglesas tan sólo
les quedaba la fuga a través de la jungla. Al cruzar el puente de Singapur con la
península malaya lo volarían con dinamita para encerrarse en la más poderosa fortaleza
del mundo.
Ante la sorpresa de los malayos, los ingleses se retiraron. Parecían invencibles, los
dueños del mundo. El gran cazador blanco caía en el descrédito. Para los japoneses, el
año del Caballo es el de la «paz luminosa». El emperador lo definió como el de la «nube
sobre la montaña». Es atributo del tenno (emperador) asignar a cada año un nuevo lema.
Churchill hizo llegar al teniente general sir Arthur Ernest Percival su lema, un mensaje
de nuevo año: «La batalla debe continuar a cualquier costo. Los comandantes y los
oficiales deben morir al lado de sus tropas. El honor del imperio y del ejército británico
está enjuego». A las 8.30 del domingo 15 de febrero de 1942, la guarnición de Singapur
se rendía al general Yamashita, cuyo supuesto tesoro buscó infructuosamente
Ferdinand Marcos en algún lugar secreto de Filipinas.
La derrota de Singapur fue considerada como la pérdida más considerable de Gran
Bretaña desde la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Si Pearl Harbor fue «el
día de la infamia», el 15 de febrero de 1942 fue «the day of the tragedy» (el día de la
tragedia). Para los japoneses fue el día de la gloria. El general Yamashita es el vencedor
de Singapur; el general Homma, el de Batan y Corregidor. Ya tenía Japón a su alcance
los yacimientos de petróleo y las materias primas que le negaron Estados Unidos e
Inglaterra. El imperio del Sol Naciente no podía vivir sin el suministro de petróleo que
ahora obtendría en los yacimientos de Java, de Sumatra, de Borneo y de Birmania. El
código de honor japonés elevó el orgullo militar a la categoría de religión, de valor
espiritual. El guerrero era al mismo tiempo sacerdote. Al atacar Pearl Harbor, los
japoneses, humillados por el embargo a que les sometieron Gran Bretaña y Estados
Unidos —el 88% de los suministros de petróleo dependía de ellos—, aceptaban el reto
del destino. Ninguno de los soldados del emperador estaba dispuesto a la indignidad
de la rendición, pero sí al sacrificio por su nación. Se habían reservado el sable para el
sepuku ceremonial (haraquiri) y la última bala del fusil. John Masters escribió: «En
nuestros ejércitos, casi cada soldado japonés hubiera ganado la Medalla del Congreso y
la Cruz Victoria».
PRISIONERO DE GUERRA

Los días de la infamia no acabaron en la bahía de las Perlas el 7 de diciembre; quedaban


por delante muchos días de horror. A los ojos de los japoneses, el prisionero de guerra
no tenía ningún derecho que fuera humano. En Hong Kong, en Manila, en Mindanao,
en Singapur, en Penang, en Saigón, en Yakarta y en Birmania hemos escuchado relatos
de atrocidades cometidas por los guerreros japoneses. Barrie Pitt, historiador militar y
editor del Pumel History of the Second World War, llegó a escribir que «fue una suerte que
la ciencia concediera la bomba atómica a Occidente, porque un mundo dirigido por una
filosofía tan inexorable como la japonesa hubiera sido de una gran crueldad para
todos». Mientras Estados Unidos se recuperaba de la pérdida de Batan y Corregidor,
MacArthur aterrizaba en Darwin (Australia) sano y salvo. La caída de Singapur cerró
las puertas del imperio británico en el Extremo Oriente, seccionó las venas del imperio.
He visitado en las afueras de Singapur el lugar en el que los 2 generales, el vencedor,
Yamashita, y el vencido, Percival, se dieron cita aquel infausto 15 de febrero de 1942.
Era la fábrica de automóviles Ford. Percival, de 55 años, el comandante estoico, correcto
pero sin personalidad, se sentó frente al fornido Yamashita, que después de 70 días de
campaña izaba su bandera sobre el Cathay, el rascacielos más alto de Singapur.
Yamashita, hijo de un médico rural, estaba a punto de entregar un imperio a su patria,
mientras Gran Bretaña lo perdía. Fue el triunfo del trabajo y la dedicación. El general,
alumno brillante de la Academia Militar de Tokio y comandante del 25 Ejército, entregó
a cada uno de sus soldados un folleto titulado «Lee esto y ganaremos la guerra». Eran
los vencedores de la selva «impenetrable». Eran, también, inferiores en número a los
británicos, australianos o indios, pero muy superiores en capacidad de combate.
Percival, hijo de un agente de fincas rústicas, obtuvo la Croix de Guerre francesa en la I
Guerra, pero en aquel escenario, y enfrentado a Japón, no bastaba el coraje personal. Por
ejemplo, fue esencial el trabajo de los espías en la zona. Pescadores japoneses,
caucheros, mineros, barberos y mercaderes prepararon el terreno al general Yamashita.
Por increíble que parezca, el fotógrafo oficial de la base naval de Singapur era japonés.
¿Cómo se justifica la actitud pasiva de los militares y los civiles ingleses de Malasia y
Singapur en trance tan decisivo? James Leasor cuenta en su libro Singapore, the battle that
changed the world que, en vísperas de la rendición, un oficial de artillería británico se
encontró con que le pedían un permiso oficial del comité del club de golf para emplazar
sus baterías sobre el césped. Tenía razón el corresponsal Cecil Brown: los británicos
tendieron a despreciar a su enemigo, lo subestimaron. Sír Archibal Wawell, comandante
en jefe del Extremo Oriente, aseguró que tres semanas más de resistencia hubieran
cambiado el signo de la batalla. Percival le confirmó a James Leasor, poco antes de su
muerte en 1966, que, de haber aguantado dos semanas más, habrían llegado los
refuerzos necesarios para efectuar el contraataque. El general Yamashita tuvo la última
palabra: si Percival hubiera resistido una semana, a los japoneses se les hubieran
agotado las municiones, la comida y la gasolina. Tan sólo le quedaban 100 proyectiles
de cañón cuando entró en Singapur para cortar las arterias del imperio británico y de
todos los imperios europeos en Asia. Las relaciones entre Oriente y Occidente nunca
volverían a ser las mismas. El mundo de Rudyard Kipling terminó en la planta de
fabricación de Ford. Aquella mañana de domingo, antes de dirigirse a la fábrica,
Percival recibió la sagrada comunión en su cuartel general. El general Yamashita se
inclinó en profunda reverencia hacia la Meca nipona, el palacio del emperador en
Tokio.
Fue una capitulación sin gloria. El comandante Wilde fabricó una bandera blanca
con un mantel y se dirigió a las líneas japonesas en un Land Rover: un comandante
llamado Fujita, de amplio mostacho, gafas de culo de botella, un sable más grande que
él y la clavícula rota, le recibió en la encrucijada de Adams Road. Un superviviente
francés, que volvió a Singapur después del largo internamiento en un campamento de
las Indias holandesas, contó aquellos últimos momentos de la gran fortaleza, la «naked
island» (la isla desnuda). Las volutas de humo se elevaban sobre los depósitos de
gasolina incendiados, una nieve negra caía del cielo, la ciudad estaba sometida a intenso
fuego de artillería, los Zero japoneses ametrallaban a ras de los árboles y las casas. Olía
a basura acumulada y a excrementos, a cadáveres en descomposición. Sobre la ciudad
del León se elevaba la tufarada de los cinco millones de galones de licor, whisky, vino y
ginebra arrojados a los sumideros para evitar que la población se emborrachara. Los
campos de golf fueron hollados por los vehículos japoneses. Los desertores blancos,
revólver en mano, trataban de subir a las embarcaciones que zarpaban hacia las Indias
holandesas; los saqueadores reventaban los almacenes alcanzados por la artillería. Y
una escena surrealista: frente a los Army and Navy stores (los almacenes del ejército y la
marina), los soldados australianos, ebrios, bailaban con mujeres desnudas. Eran
maniquíes de cera robadas de las vitrinas.
Los prisioneros de guerra de Singapur fueron dispersados por los campos de
concentración del sureste asiático. Muchos de ellos fueron llevados a Tailandia, a orillas
del río Kwai. Una novela y una película lanzaron a la fama al puente sobre aquel río.
Después de la novela del escritor francés Pierre Boulle, Hollywood, William Holden,
Alee Guinness y el director David Lean tocaron con su varita mágica el puente tailandés
y una fiebre inmobiliaria cayó como el monzón a 2 horas en coche desde Bangkok.
EL PUENTE SOBRE EL RIO KWAI

Como tantas otras veces, la historia real nada tenía que ver con la ficción creada en
torno al famoso puente. En la novela, el comando británico no volaba el puente; en la
película, sí. La verdad, según nos contaron los ex prisioneros de guerra en
Kanchanaburi, fue muy otra. Sobre los campamentos en la jungla, sobre las orillas del
río, junto a los cementerios de guerra en los que reposan las víctimas del Gulag japonés,
se alzan ahora complejos hoteleros, campos de golf, discotecas y pistas de tenis. Los que
diseñan las campañas de publicidad necesitan algo nuevo, una excitante historia que
ofrecer a 5 millones de turistas que visitan todos los años el reino de Bumipol y Sirikit.
El drama es lo de menos, un punto de partida, una disculpa. Cualquier razón es buena
para escapar de una ciudad tan congestionada y tan ávida de dólares como Bangkok. El
humo de los tubos de escape ofusca los templos dorados, las túnicas de color azafrán de
los bonzos y los budas de esmeralda.
También la avalancha de coches, el ruido, los carteles de publicidad han llegado al
Kwai. Acodado en la barandilla de bambú de su casa, el inglés Trevor Deakin
contemplaba esa trepidación con una velada tristeza. Fue uno de los prisioneros de
guerra, sometido y torturado por las tropas de ocupación japonesas junto con otros
62.000 británicos, australianos, holandeses y norteamericanos cazados por el emperador
en la trampa de Singapur, y más de 100.000 coolies asiáticos. En su esfuerzo de guerra,
Japón necesitaba construir una línea de ferrocarril entre Tailandia y Birmania. Había
extendido sus tentáculos sobre Birmania, el país del jade, de la pagoda dorada de
Suedagon, de las leves campanillas colgadas de los templos budistas. También aquí los
británicos se batieron en retirada. Abandonaron la carretera de Birmania, de 1300
kilómetros, que aseguraba la comunicación con China. El general norteamericano
Joseph W. Stilwell, más conocido por «Joe Vinagre», jefe de los ejércitos chinos en
Birmania, se retiró con sus tropas hasta el Assam, en la India, en una de las hazañas de
la guerra. Fueron veintiún días de agotadora marcha a través de una jungla hostil.
Los japoneses ocuparon Birmania a mediados de mayo, salvo algunas pequeñas
bolsas de resistencia. El problema era el abastecimiento del generalísimo Chiang Kai
Chek en China, aislado al quedar cortada la carretera de Birmania. Fue entonces cuando
surgió, o mejor, resurgió, otra figura providencial en estos frentes: el aviador
norteamericano Claire L. Chennault, que recorrió Estados Unidos para reclutar
voluntarios. Se instaló en su cuartel general, doscientos cuarenta kilómetros al norte de
Rangún, la capital birmana, con sesenta pilotos veteranos. Eran los Tigres Voladores de
Chennault. Con ellos y con aviones de fortuna, los Tigres Voladores se enfrentaron con
éxito a los Zeros japoneses. Desde finales de 1941 hasta el verano de 1942, destruyeron
297 aviones japoneses, dejaron fuera de uso otros 300 y causaron 1.500 bajas en el
enemigo.
Para el alto mando japonés en la zona, era de vital importancia tender una línea
férrea entre Tailandia y Birmania. Los prisioneros de guerra serían los encargados de
desbrozar la selva. Así comenzó la ordalía para Trevor Deakin, que, a los 73 años,
cuando le conocí, celebraba el aniversario: «Se han cumplido 50 años —me dijo— y ya
ve, nuestro sufrimiento lo han convertido en hoteles de lujo, en souvenirs para turistas,
en un paraíso turístico. No me quejo, sé que es el signo de los tiempos, pero
comprenderá que me sienta burlado. Han tomado el pelo a los muertos, a 15.000 de los
nuestros, que cayeron bajo la bayoneta de los soldados japoneses, la malaria, el cólera,
el dengue, la pelagra, la desnutrición o la tortura».
Trevor, como un viejo elefante, incapaz de librarse de los fantasmas que lo
perseguían, había venido a morir en el Kwai. Durante años, después de su salida del
campo de concentración, sufrió pesadillas, insomnio, alteraciones nerviosas y malestar
general. Su esposa se separó de Trevor porque no podía aguantar sus decaimientos, sus
depresiones. La última y eficaz recomendación vino de su hijo: «Sólo escaparás de ese
infierno —le dijo— si vuelves al río Kwai, si te enfrentas a tus fantasmas». Fue lo que
Trevor hizo al cabo de tantos años.
La terapia funcionó. El ex viajante de Duffield visitaba los cementerios de guerra —
en uno de los cuales se reservó sitio—, escribía a los familiares de los caídos y reunía
recuerdos y testimonios. Desde su bungalow, no lejos del puente Kwai, veía discurrir las
aguas del río, del color del cacao, veía pasar el tren que llevaba a los turistas en tropel,
escuchaba la cacofonía del discurso de los guías y se lamentaba de la rapacidad de los
que pusieron el tinglado comercial en pie.
A los cincuenta años, japoneses y australianos, holandeses y norteamericanos, los
enemigos de ayer, se daban cita ritual a orillas del río Kwai. Nos paseaban en barca de
motor por el río, almorzábamos opíparamente en los elegantes salones de bambú, nos
ofrecían músicas y danzas tailandesas con bailarinas de dedos doblados. El Kwai era
una sociedad anónima. Nadie engañaba a nadie, pero, si nos atenemos a la conversación
de Trevor Deakin y otros compañeros mártires, habrá que imaginar el calado del
drama: murieron ciento dieciséis mil prisioneros de guerra entre occidentales y
asiáticos.
Para construir la línea férrea entre Tailandia y Birmania en tan ingrato escenario,
bajo un sol que doblegaba el ánimo y un monzón que lo convertía todo en un lodazal,
era necesario el afán de supervivencia, una fuerza física fuera de lo normal y una
capacidad sin límites para la esperanza. Muchos fueron los que se dejaron caer en el
desánimo, sucumbieron a la melancolía y a la enfermedad. Otros, guiados por el
instinto de conservación, resistieron años de penalidades en los campos de prisioneros
de Java, de Malasia y de Birmania. Trevor Deakin y sus compañeros de infortunio
desbrozaron la jungla, derribaron montañas de granito a golpe de martillo y cincel,
limpiaron los empinados caminos hacia la frontera birmana hasta que el «tren de la
muerte» pudo circular. «Ni siquiera nos sirvieron rancho doble», recordaba Trevor. Les
esperaban otras selvas, aeropuertos por construir, puentes que tender para los amos
japoneses.
Los turistas del emperador volvían ahora al lugar del crimen armados con una
cámara de vídeo. «La realidad, lo que vivimos aquí —recordaba Trevor—, no tiene nada
que ver con la película de David Lean. En la novela, el coronel Nicholson representa el
símbolo de la resistencia británica. Resiste estoicamente hasta que los japoneses aceptan
el cumplimiento de las leyes internacionales de guerra. Es entonces cuando se ponen a
construir el puente sobre el río Kwai. Los comandos británicos harán todo lo posible por
obstaculizar esa obra que obsesiona al coronel. O sea, el ideal humano del trabajo bien
hecho frente al patriotismo. Casi nada es verdad. La novela y el cine no tienen por qué
ajustarse a ella, pero este montaje, en el que hasta los cementerios de guerra se
transforman en cebo turístico, me revuelve el estómago. Si estos compañeros míos
levantaran la cabeza…». Trevor exorcizaba las pesadillas: deseaba morir al lado del
puente que ayudó a construir con sus manos.
No hubo asalto al puente, que ahora es de hierro, ni los que lo construyeron llegaron
a sentir ningún orgullo al levantarlo; sólo hubo crueldad, humillación, tiranía. Ni un
rasgo de compasión por parte de los japoneses. Trevor Deakin recorría con su amigo, el
holandés van Linden, los escenarios de su juventud perdida, el núcleo cerrado de
árboles, el sendero, el recodo en el camino, el terrible paso del Fuego del Infierno,
donde tuvieron que abrir a brazo y martillo un paso de dieciocho metros de ancho y
ciento diez de largo a través de la piedra granítica.
Deakin y van Linden se intercambiaban nostalgias. Van Linden fue hecho prisionero
en la isla de Java: «Yo estaba adscrito a la ABDA —me dijo—, la alianza americano-
británica y holandesa-australiana para defender la barrera malaya. Por tratar de
defender tanto, no se pudo defender nada. Para colmo de desgracias, ninguno de los
socios de la ABDA estaba de acuerdo con el otro. Cayeron 2 imperios, el británico y el
holandés de las Indias Orientales. Yo recuerdo con pavor aquellos días de la invasión de
Java: los bombarderos japoneses, el caos y la histeria de las columnas de refugiados que
no sabían a dónde ir, el sol apabullante, las lluvias, el hambre. De pronto, el colono
blanco se veía reducido al nivel de los coolies, de los esclavos. Yo me encontraba en
Bandung cuando entraron los japoneses sin encontrar resistencia. Los hospitales
aparecían repletos de heridos y empezaban a faltar los víveres, la gasolina, la luz y las
municiones. Los indonesios, los indígenas, nos habían jurado lealtad, pero yo veía con
estupor cómo recibían a los japoneses: como libertadores. Ese día comprendí muchas
cosas. La batalla del Mar de Java fue el último intento de rechazar la invasión. En 3 días,
los japoneses destrozaron la flota aliada de Doorman. El gobernador van Mook escapó a
Australia. A nosotros nos metieron en un barco de transporte y nos trajeron al campo de
concentración de Kanchanaburi, aquí en Tailandia».
La película del río Kwai se rodó en Sri Lanka. La reconstrucción del puente, que se
hizo sobre el río Kitani, costó 250.000 dólares. «Ni el orgullo de los japoneses —me dijo
Trevor— ni las reglas inglesas sobre el trabajo voluntario en favor del enemigo hubieran
hecho posible que ocurriera en la realidad lo que inventaron los guionistas. Nosotros lo
pasamos mucho peor que en el cine. Nos hacían trabajar 12 horas diarias a paso de
carga y a golpe de látigo. Nos veíamos obligados a retirar la vista de los compañeros
convertidos en esqueletos ambulantes, vestidos con harapos, castigados por el
paludismo y las diarreas. Yo tuve la suerte de no coger el cólera, pero todavía escucho
los alaridos de agonía, los últimos lamentos de los moribundos. Las raciones que nos
daban los japoneses eran misérrimas: una escudilla de arroz en la que flotaba algún
trozo perdido que no se sabía si era carne o pescado, agua turbia para beber y un
plátano al mes. A los más débiles los dejaban abandonados en la selva».
Se comían, disuelta en la sopa, la pasta de dientes enviada por la Cruz Roja. El 17 de
agosto de 1945, desde los aviones norteamericanos lanzaron una lluvia de octavillas
sobre la selva: «A todos los prisioneros de guerra aliados. Las tropas japonesas se han rendido
sin condiciones. La guerra ha terminado». Algunos guardianes se hicieron el haraquiri. «En
las octavillas —recordaba Trevor— nos aconsejaban que no comiéramos demasiado el
primer día, que el hartazgo era peligroso. Tomé mis precauciones porque no estaba
dispuesto a morir de un atracón el día que nos pusieran en libertad». Trevor Deakin
alejaba el rencor de sus pensamientos. En medio del gran carnaval, tan sólo deseaba
mantener vivo y limpio el recuerdo de los muertos, reducidos a cinta de vídeo y
exotismo tailandés al instante. Su tumba lo esperaba en el cementerio de Chung Kai.
Cuando le visité, Trevor redactaba el epitafio.
Capítulo doce

Bombardeo de Tokio

En pleno apogeo japonés llegó a Estados Unidos una noticia que se derramó como
bálsamo sobre las heridas: la fuerza aérea norteamericana bombardeaba Tokio. El
responsable de la hazaña se llamaba James Harold Doolittle; había dejado la fuerza
aérea en 1930 para volver 10 años después con el cargo de comandante y la misión de
transformar la industria automovilística en aeronáutica. En 1942, siendo coronel, fue
elegido para mandar una espectacular incursión aérea sobre Tokio. En el colmo de la
audacia, se trataba de despegar desde los portaaviones en los B25, bombardear la
capital japonesa y aterrizar, a ser posible, en las bases de China. El impacto militar del
raid fue limitado, pero sus consecuencias estratégicas y psicológicas llegaron lejos, ya
que fue un ataque directo al orgullo japonés. La marina del Sol Naciente no se perdonó
nunca aquella humillación, simbólica venganza de Pearl Harbor. Habían osado atacar la
capital imperial y a la persona del emperador y la afrenta no podía quedar así: en abril
1942, Japón buscó la revancha sobre la armada norteamericana en el Mar del Coral y en
las Midway, pero la fuerza aérea de la Armada Imperial recibió tal castigo que ya nunca
más se enfrentaría en términos de igualdad a su adversaria. Doolitde, hombre
extrovertido que intervino en el frente norteafricano y en el desembarco de Normandía,
fue recompensado con la Medalla de Honor del Congreso.
El ataque a la capital japonesa tuvo lugar poco después del mediodía, hora de Tokio,
del sábado 18 de abril de 1942. El entonces coronel recibió órdenes de no tocar el palacio
imperial. La idea le vino a la cabeza al ingeniero y piloto acrobático poco después del
ataque a Pearl Harbor. También el presidente Roosevelt deseaba propinar un
escarmiento a los orgullosos japoneses. Debían dejar caer unas cuantas bombas, su
tarjeta de visita, sobre la capital. La preparación del grupo de voluntarios se hizo con la
mayor discreción. Doolittle, el primer piloto que cruzó Estados Unidos en doce horas,
era sin duda el mejor jefe para aquella arriesgada misión. Después de varias semanas de
entrenamiento en California, seleccionó a sus hombres, los reunió en el desayuno y les
comunicó el plan de forma lapidaria: «Para los que no lo sepan o para los que estén
preguntándose cuál será nuestro objetivo, les diré que vamos a bombardear Japón». 13
aviones B25 y un bombardero de tipo medio, de poco consumo de carburante y de
velocidad más que aceptable, lanzarían sus 4 bombas de 500 kilos sobre Tokio, mientras
que otros 3 aparatos se encargarían de lanzarlas sobre Nagoya, Osaka y Kobe. «El
portaaviones de la armada nos acercará lo más posible al objetivo. Que levanten la
mano los tripulantes que no deseen tomar parte en la operación». Nadie levantó la
mano.
El portaaviones se hizo a la mar escoltado por el Enterprise, cuatro destructores y un
buque cisterna. La confianza de los tripulantes en el secreto de su misión se vio rota
cuando la radio oficial japonesa se hizo sarcástico eco de una noticia difundida por la
agencia británica Reuter. «Dicen que 3 bombarderos norteamericanos han descargado
sus bombas sobre Tokio. Es una historia de risa. En lugar de preocuparse por tan
estúpidos rumores, los japoneses gozan del bello sol de la primavera y de la fragancia
de los almendros en flor». Como respuesta, Doolittle colocó medallas japonesas en las
bombas con la etiqueta: «No quiero incendiar el mundo, sólo Tokio».
En esa misma radio, la «Rosa de Tokio», la locutora traidora, anunció que colgarían
al general MacArthur frente a la puerta de entrada del palacio del emperador.
A bordo del Hornet, el comandante John Ford, director de cine, filmó el despegue de
los B25. También los japoneses, como los marines en Pearl Harbor, eran capaces de bajar
la guardia, de confiar en sus fuerzas y en la distancia que les separaba de los
portaaviones enemigos. A las 12.30 del mediodía, el coronel Doolittle se encontraba
sobre el objetivo para lanzar la primera bomba. Lo mismo hizo el resto de la escuadrilla.
No hubo oposición de los cazas japoneses ni de las baterías antiaéreas. Ni un solo avión
fue alcanzado. Los habitantes de Tokio creyeron que se trataba de un simulacro aéreo.
El almirante Ugaki fue incapaz de descubrir la flota enemiga y esa misma tarde, como
recoge John Toland en The rising sun, escribió en su diario: «Debemos revisar nuestras
medidas de defensa contra los ataques enemigos y comprobar los tipos, los números y
marcas de los aviones. Hoy la victoria ha sido suya». Tres aviones se estrellaron en
aterrizajes forzosos, 8 pilotos, que se habían lanzado en paracaídas, fueron hechos
prisioneros por los japoneses y llevados a Tokio para ser juzgados. Tres de ellos fueron
ejecutados y un cuarto murió en cautividad. Ante la intriga de los japoneses, el
presidente Roosevelt informó que los aviones habían partido de Shagri-La, el reino de
ficción creado por el novelista James Hilton en Horizontes perdidos. La radio japonesa lo
tomó en serio. El oficial que mandaba las fuerzas antiaéreas se hizo el haraquiri. La
tripulación de Doolittle aterrizó en China, desde donde logró alcanzar las líneas del
aliado Chiang Kai Chek. Los resultados del bombardeo fueron modestos, pero el
impacto psicológico resultó enorme. Los Angeles Times tituló a toda página con un juego
de palabras: «Doolittle do it». (Doolittle lo ha conseguido). Esa era la música que deseaba
escuchar la opinión pública norteamericana. El coronel ascendió a general, a
comandante en jefe de la Decimoquinta Fuerza Aérea (1943) y luego de la Octava
Fuerza Aérea (1944).
Japón respondió con el envío de una flota invasora en dirección hacia Nueva Guinea
y Australia a través del archipiélago de las Salomón. El almirante Nimitz, sucesor de
Kimmel, concentró sus efectivos para cortar el paso del enemigo. Las dos fuerzas
navales se enfrentaron en el Mar del Coral el 8 de mayo. Se trató del primer duelo en la
mar entre 2 fuerzas aeronavales sin que los buques dispararan un solo cañonazo. Puede
decirse que norteamericanos y japoneses hicieron tablas. El novelista James Jones se
encontraba tomando unas copas en la taberna del viejo Waikiki en Honolulú. «Me
enteré de la batalla del Mar del Coral por un marinero borracho —escribió en WWII—.
Yo creo que desde el punto de vista táctico, fue una victoria japonesa, y desde el punto
de vista estratégico, una victoria norteamericana». Los aviones de Nimitz hundieron 7
buques de guerra japoneses, entre ellos el portaaviones Ryukyu. El almirante Nagumo
tampoco se fue de vacío: el poderoso portaaviones Lexington, un destructor y un buque
cisterna se fueron a pique.

LAS MIDWAY

El aspecto decisivo de la batalla del Mar del Coral fue que la flota japonesa se retiró a
toda máquina sin poder poner pie en Port Moresby. Era su primer repliegue en la
guerra. En cuanto a Estados Unidos, acababa de hundir su primer gran barco nipón. Los
dos grandes portaaviones Shokaku y Zuikáku debieron entrar en dique seco para ser
reparados y su ausencia se dejó notar en la gran batalla que se preparaba en el Pacífico
septentrional y que cambiaría el signo de la guerra. El alto mando japonés, irritado por
la incursión del coronel Doolittle, se reunió en el Cuartel General Naval en la capital
japonesa. Los ojerosos y desmejorados rostros de los jefes delataban la rabia y la
indignación. Discutían en torno a la mesa del mapa de operaciones del Pacífico sin
saber bien cómo llevar a cabo el desquite cuando una mano a la que le faltaban dos
dedos señaló en un punto del mapa. Se volvieron y miraron de nuevo en el mapa. Era el
almirante Isoruku Yamamoto, que apuntaba hacia un remoto atolón situado a 2250
millas al este. «Midway», exclamaron los jefes de la marina.
Sí, Midway era el lugar elegido, una cadena de islas, una barrera de coral y arena,
posesión de Estados Unidos, situada a poco más de mil millas de Pearl Harbor. Hasta
entonces, Japón había perdido tan sólo cinco mil hombres a lo largo del blitzkrieg, la
guerra relámpago asiática. Un precio muy barato en un período muy corto, 3 meses:
desde el bombardeo de Pearl Harbor el 7 de diciembre hasta la capitulación de Java el 7
de marzo.
El almirante Yamamoto veía varias ventajas en el proyectado ataque contra Midway.
En primer lugar, se desmantelaba una base ofensiva de los estadounidenses; en 2º lugar,
serviría de rampa de lanzamiento para el asalto japonés a Hawai, y por añadidura,
atraería a la flota norteamericana. Pero el Estado Mayor no las tenía todas consigo, hasta
que la operación de Doolittle, pilotando el Ruptured Duck, les decidió a dar el paso. El
plan de Yamamoto consistía en navegar hasta las Aleutianas con la más poderosa
fuerza naval que podía reunir Japón. El propio Yamamoto se puso al frente de la
armada e izó su pabellón en el Yamato, un coloso de los mares de 63.000 toneladas. El
acorazado estaba artillado con cañones de 18 pulgadas (460 mm). Sus 2 objetivos: la
ocupación de las 3 islas del atolón de las Aleutianas y el atolón de Midway. Nadie sabe
aún por qué Yamamoto dirigió la Quinta Flota hacia las Aleutianas, unas islas sin
ningún valor económico y estratégico sumidas en la bruma helada; tal vez, para usarlas
de futuro trampolín para la conquista de Estados Unidos. Pero Alaska quedaba a 3000
kilómetros del archipiélago y esa división de las fuerzas resultaba incomprensible: la
concentración de los esfuerzos es la esencia del arte militar.
Desde el mes de diciembre, los norteamericanos procedieron a fortificar Midway. Lo
hicieron en un medio hostil, bajo un clima insano, en un territorio en el que el agua
escaseaba, sacudido por el viento del mar, el ruido de los pájaros y el polvo coralífero. A
pesar del clima que enervaba a los soldados, los marines, los aviadores, los zapadores
trabajaron bien. Midway, dicen, es el Gibraltar del Pacífico con sus cinturones minados,
sus alambradas y sus lanzallamas (como han mostrado las películas, los
norteamericanos hicieron un uso muy amplio de ellos). Los obstáculos se adentraban en
el mar.
Para la armada nipona, la ruta hacia Midway fue más o menos como la que le
condujo a Pearl Harbor: una mar violenta, nubes bajas, viento fuerte y niebla. Pero no
era el estado del mar, la bruma, el principal enemigo de Yamamoto, que navegaba al
frente de su formidable escuadra. La clave de esta batalla pertenece al arte del espionaje:
Estados Unidos logró descifrar el código de transmisiones japonés. No sólo sabían que
la armada había zarpado, sino que conocían su destino. Después de una visita de
inspección a la isla, el almirante Nimitz, cuyos cabellos se han vuelto blancos como la
nieve después de Pearl Harbor, felicitó al capitán de fragata Simard por su buen trabajo.
De regreso a las Hawai le envió una nota: «Atención, el ataque se producirá el 4 de
junio». Simard se hizo de cruces. ¿Cómo lo sabía Nimitz?
Al frente de la armada marchaba el almirante Nagumo con 4 portaaviones (el Akagi,
el Kaga, el Soryu y el Hiryü), 250 aviones, 2 acorazados, 2 grandes cruceros y 12
destructores. Las tropas de asalto y desembarco viajaban en 2 grandes buques y otros 38
transportes bajo el mando del vicealmirante Kondo. Detrás, majestuoso señor del mar,
iba el Yamato con su escolta de 7 cruceros y 17 destructores, entre otros navios. En total,
más de 200 buques de guerra. La fuerza naval norteamericana era muy inferior: como
máximo, 2 acorazados, 3 portaaviones, 9 cruceros y una treintena de destructores. El
almirante Nimitz despachó en cabeza al almirante Raymond A. Spruance con su Grupo
de Combate 16 embarcado en 2 portaaviones, el Enterprise y el Hornet, 6 cruceros y 9
destructores. La segunda fuerza, la 17, navegaba a bordo del Yorktown, 2 cruceros y 5
destructores al mando del almirante Frank J. Fletcher. El punto de encuentro entre los 2
grupos de combate se llamó Point Luck (el Punto de la Suerte), al nordeste de Midway,
pero ninguna suerte era mejor que haber descifrado los códigos secretos japoneses, lo
que no sospechaba Yamamoto. Metido en zona de densa niebla, Nagumo estudió 2
opciones: machacar por completo el atolón para efectuar el desembarco o enviar la flota
norteamericana al fondo del mar. Si ésta se encontraba cerca sería la opción elegida. El
jefe de operaciones, capitán de navio Oishi, creía que la flota norteamericana estaba en
Pearl Harbor, a 1100 millas. «Creo —dijo el almirante Nagumo— que debemos
atenernos a los planes y neutralizar Midway, siempre que no topemos con los buques
enemigos». Oishi estuvo de acuerdo y, como por arte de magia, se alejaron las nubes, la
bruma y la niebla. El tiempo mejoró. Perfecto. A las 2.45 de la mañana del 5 de junio, los
altavoces sacaron de la cama a los pilotos. A las 4.30, Nagumo dio la orden de
despegue: los aviones permanecieron en el aire 15 minutos para tomar la dirección de
Midway, a 240 millas. Mientras tanto, los hidroaviones de reconocimiento peinaban la
zona para explorar cualquier pista de los barcos norteamericanos: «No tendremos la
suerte de encontrarlos por estas aguas», pensó el capitán Oishi. Para el Estado Mayor de
Estados Unidos, Midway era un portaaviones imposible de hundir. Habían reunido allí
una fuerza aérea de 121 aparatos de todas clases. La base se encontraba en alerta
máxima desde las 03.00 horas. Un avión Catalina descubrió el convoy japonés. El
almirante Nimitz tenía razón: sería el 4 de junio. A las 5.42 horas la estación de radar de
la isla confirmó: «Muchos aviones, 89 millas, 320 grados».
La batalla, desigual, se entabló en el cielo. La aviación japonesa destrozó a los
Buffalos y a los Wildcats norteamericanos: los Zeros eran más rápidos y manejables. Los
2 islotes desaparecieron entre las llamas y el humo, pero los daños fueron mínimos. El
jefe de la fuerza aérea que atacó Midway, el teniente de navio Tomonaga, repitió la
orden: «Segundo ataque…». Eran las 7.10 cuando los bombarderos norteamericanos se
acercaron a los buques japoneses. El primer ataque de los aviones torpederos resultó un
fracaso. La defensa antiaérea del almirante Nagumo era cerrada y eficaz. Desde la
carlinga de uno de los TBD Devastator tocado por el fuego japonés, un joven piloto
pronunció por el micrófono sus últimas palabras: «Mamá, si me vieses…». El primer
asalto lo ganaron los pilotos del Mikado. El segundo fue un diluvio de fuego sobre los
buques japoneses, que navegaban en zigzag. Los aviones torpederos del Hornet, del
Yorktown y del Enterprise, seguidos de los bombarderos en picado, se lanzaron en
tromba sobre portaaviones, acorazados y cruceros. Los japs no pudieron reaccionar y
Nagumo perdió todos sus aviones desplegados en cubierta. Desde arriba, los pilotos
norteamericanos que habían despegado de los portaaviones contemplaban el desastre:
los buques incendiados, las explosiones de las santabárbaras, las cubiertas de vuelo
destruidas. El chasco de Nagumo y de su jefe superior fue mayúsculo. ¿Cómo habían
aparecido en escena tres portaaviones?
LAS LÁGRIMAS DE UN ALMIRANTE

Los aviones se hicieron para comprometerlos en la batalla a pesar de los riesgos, y


aquella, como la del Coral, fue la batalla de los aviones. Lo esencial en una
confrontación es sorprender al enemigo en el momento en el que es vulnerable, y eso
fue lo que hizo Spruance al lanzar al combate ciento diecinueve aparatos del Enterprise y
el Hornet. Después le tocó el turno al Yorktown con sus diez cazas, doce torpedos y
diecisiete bombarderos. George H. Gay, piloto texano de la Octava Escuadrilla de
Torpedos, despegó de la pista del portaaviones y voló a baja altura por el peso de los
torpedos y con el sol de cara. Al cabo de una hora de vuelo divisó los portaaviones del
almirante Nagumo defendidos por setenta Zeros. Uno a uno, los aviones de la Octava
Escuadrilla cayeron al mar. El alférez Gay escuchó el grito de su ametralladora: «Me
han dado». Tenía enfrente al portaaviones Kagay se dirigió hacia él: «Pulsé el disparador
del primer torpedo, pero falló. Yo estaba herido en un brazo. Tiré entonces del cable con
mi mano buena y allí salió disparado el torpedo. Mi Devastator saltó por encima del
puente del portaaviones. Cuando escapaba del peligro los Zeros japoneses vinieron a
por mí y me alcanzaron. Yo no sabía entonces que de los 15 aparatos y los treinta
hombres que atacaron los portaaviones Kaga y Akagi, yo sería el único en salvarme». Un
desastre para los aviones torpederos.
El alférez Gay cayó a las aguas revueltas, a su lado se abrió la balsa neumática, pero
se hizo el muerto para no llamar la atención de los Zeros. Se tapó la cara con su cojín de
caucho. Un Catalina lo rescató al día siguiente. De pronto, a las 10.46, cambió el curso
de la batalla. Los 3 portaaviones japoneses estaban tocados. Como un sonámbulo, el
anciano almirante Nagumo hubo de abandonar el Akagi. Un ayudante llevaba consigo
el retrato del emperador Hirohito. El Kaga y el Soryu desaparecieron casi al mismo
tiempo. El primero se llevó con él a su capitán, muerto. El Akagi recibió al día siguiente
el tiro de gracia por orden del almirante Yamamoto: «Mi primer blanco de la guerra»,
dijo entre sollozos. Pero la batalla no había terminado porque quedaba otro
portaaviones mandado por el almirante Yamaguchi, el Hiryu: 12 cazas, 18 bombarderos
y otros tantos torpedos buscaron al Yorktown, lo encontraron y lo incendiaron. Como el
Akagi, flotó durante horas hasta que un torpedo norteamericano lo hundió. Todas las
fuerzas del Enterprise y del Hornet se concentraron para acabar a las 17.00 horas con el
único portaaviones japonés; a 30 nudos, el Hiryu zigzagueaba sin descanso haciendo
uso constante de su defensa antiaérea. Todo fue en vano. 4 bombas cayeron sobre el
navio y lo alcanzaron. El almirante Fletcher pudo entonces transmitir el siguiente
mensaje a su jefe Nimitz en Pearl Harbor: «Soy el dueño del aire». A la luz de la luna y
del incendio, que envolvía su portaaviones, el almirante Yamaguchi reunió a sus 800
hombres tiznados, heridos y con los uniformes desgarrados y sucios. «Me quedo a
bordo —les dijo—. Les ordeno que abandonen el navio y continúen sirviendo lealmente
a su majestad el emperador». Los hombres obedecieron y saltaron a un destructor que
había acostado al navio en llamas. Yamaguchi y el capitán Kaka murieron juntos en su
barco.
¿Qué hacía mientras tanto el almirante Yamamoto a bordo del Y amato? Lloraba.
«Me dan ganas de blasfemar», dijo. A las 2.00 del 5 de junio, el buque insignia tocó
retirada. El 4 de junio por la mañana, Japón era invencible; ese mismo día por la noche,
había sido vencido. Era la primera derrota naval japonesa desde 1592 a manos del
coreano Yi Sunsin. Esta vez fueron los japoneses quienes subestimaron a Estados
Unidos. Con fuerzas inferiores causaron 5000 bajas al enemigo, acabaron con los 4
portaaviones y el crucero pesado Mikuma, dañaron gravemente el crucero pesado
Mogami y a otras unidades menores y destruyeron 147 aviones. La escuadra nipona se
esfumó en aguas norteamericanas. Sobre Midway flotaba, como siempre, la bandera de
las barras y estrellas. En 5 minutos, la fuerza de Spruance, los bombarderos en picado,
acabaron con el mito. Donde fallaron los aviones torpederos (se perdieron el 90% de
ellos) y los B17, los bombarderos en picado se revelaron como el instrumento más eficaz
de este nuevo tipo de guerra aeronaval a gran distancia. Todo lo que ganaron los
japoneses en su retirada fueron dos islas desiertas, las de Kisha y Attu. Sus errores
fueron la falta de información, los aviones de reconocimiento, la dispersión, el
lanzamiento del ataque de los aviones de los cuatro portaaviones al mismo tiempo y la
decisión de Yamaguchi, de acuerdo con el código del honor, de hundirse con su barco.
El almirante Yamamoto siguió la batalla de lejos. La capacidad de reacción fue nula,
quizá como efecto de la sorpresa.
Los ataques de los aviones torpederos fueron algo parecido al suicidio. El teniente
John C. Valdron, que mandaba la escuadrilla de torpederos del Hornet, natural de
Dakota del Norte y con sangre india en sus venas por parte de su abuela sioux, estrechó
la mano de su jefe, el capitán Mitscher, y le confió antes de despegar: «Yo sé que mi
escuadrilla está condenada a la destrucción total y que no nos queda ninguna
posibilidad de volver a ver este portaaviones, pero cuente conmigo, señor». Sabían que
les esperaba la muerte. ¿Por qué lo hicieron? «Tan sólo podemos especular»,
respondería James Jones para apuntar alguna hipótesis: profesión al idad, sentido del
sacrificio, espíritu de cuerpo, eran los soldados escogidos de Norteamérica, la fuerza
aérea, y, por añadidura, pilotos de portaaviones. Vanidad y orgullo, masoquismo
nacional, social y hasta racial, una suerte de excitación casi sexual. «El último lujo, el de
que ya nada les importaba un bledo», escribió el novelista. Y también el patriotismo.
Quizá algunos de ellos tenían esposas que ya no les importaban nada, aunque fueran lo
bastante caballeros como para no reconocerlo de forma abierta. «Cualquiera que fueran
las razones —añadió James Jones—, estos hombres salieron a luchar y murieron,
jóvenes norteamericanos sin la tradición medieval del bushido. Su sacrificio fue un factor
importante para la victoria de Midway».

GUADALCANAL

Quedaban otras sangrientas batallas por librar, por ejemplo, la de Guadalcanal, isla que
constituía un punto estratégico vital en el sudoeste. Los japoneses habían salido
escaldados del centro del Pacífico, demasiado cerca de la fortaleza de Pearl Harbor. En
cuanto a Nimitz y MacArthur, nombrado jefe de las fuerzas del sur desde su base en
Australia, necesitaban apretar la tuerca, proceder al contraataque. Guadalcanal fue el
punto elegido. Las Salomón las descubrió un joven español, Alvaro de Mendaña, que
partiendo del Perú en 1576 buscaba minas de oro, las minas del rey Salomón. Allí no
había oro, sino tan sólo unas islas estériles pobladas por ruidosos pajarracos. Esta vez
Tokio adivinó las intenciones de los norteamericanos y reforzó Tulagi y la gran isla
vecina de Guadalcanal, de 145 kilómetros de largo y cuarenta de ancho. El almirante
Nimitz puso a Robert Ghormley al frente de la operación.
El 7 de agosto, después de la preparación artillera y la acción de los bombarderos,
once mil marines pusieron el pie en las playas de Guadalcanal, «el Verdún del Pacífico».
Los obreros japoneses que trabajaban en la isla la abandonaron a toda prisa. En Tulagi
ofrecieron mayor resistencia, pero 6000 marines la ocuparon sin apenas dificultad. Los
japoneses creyeron que resultaría una tarea sencilla desalojar a los marines, mientras
que los norteamericanos nunca pensaron que sus enemigos acumularían fuerzas tan
considerables para su reconquista. La idea de los jefes norteamericanos era la de ocupar,
una tras otra, las islas más importantes. La defensa que los soldados del emperador
hicieron en algunas de ellas fue encarnizada.
El 9 de agosto le tocó el turno a la armada japonesa. Cruceros y destructores
atacaron a las fuerzas norteamericanas de Guadalcanal. Hundieron 4 cruceros pesados
que estaban prácticamente anclados a lo largo de la isla Savo, y cuando debían haber
dado cuenta de los buques de transporte de tropas, que esperaban desembarcar en la
isla, los japoneses tocaron retreta para recuperar fuerzas. Así empezó la batalla de los
seis meses. Los marines conocieron muy pronto la capacidad de adaptación de los
soldados del emperador sobre aquel terreno húmedo, caluroso y malsano. Se fundían y
confundían con la jungla: los «pacos» disparaban desde posiciones inverosímiles,
escondidos en la maleza y colgados de los árboles. Al enemigo humano había que
añadir el adversario de la naturaleza: boas, mosquitos portadores de la malaria, ratas…
El japonés era un enemigo elusivo y los marines se vieron obligados a ir por él. Cada
vez desembarcaban más hombres: su objetivo no era otro que el aeropuerto de
Guadalcanal.
Los japoneses atacaban y los marines repelían el ataque. Se llegaron a disputar seis
encuentros navales. El apoyo aéreo norteamericano era muy inferior al japonés. A
mediados de octubre, la aviación imperial atacó con éxito el aeródromo Henderson:
destruyó 42 de los 90 aparatos que había. El día 24, el mando japonés lanzó una dura
ofensiva por tierra con todos sus efectivos en juego. Los marines se hallaban bien
colocados sobre el terreno, en posición favorable: su artillería causó estragos en las filas
enemigas, que dejaron 2000 cadáveres sobre la playa y la jungla. Los marines
extendieron su perímetro. Los hombres del Sol Naciente, herido su orgullo, no se daban
por vencidos. El Tokyo Express, un convoy naval rápido formado por destructores y al
mando del agresivo Tanaka, uno de los mejores almirantes del emperador,
desembarcaba tropas por la noche, la hora japonesa. Poco a poco, la fuerza naval de
Nimitz se impuso sobre la nipona, que al comenzar la batalla era muy superior.
Llegaron doscientos aviones más. Fue una lucha para comprobar cuál de los dos ponía
más medios y más fuerzas sobre el terreno. En ese aspecto ganó Estados Unidos. Para el
7 de enero de 1943, Nimitz había desembarcado 50.000 soldados en Guadalcanal. El
clima, las enfermedades, el paludismo y la escasa alimentación hicieron mella en los
guerreros japoneses: perdieron 25.000 hombres, nueve mil de ellos por enfermedad, y
seiscientos aviones en Guadalcanal. Muy a su pesar, dieron la orden de retirada. Los
marines perdieron 1592 hombres en las batallas terrestres.
Stalingrado, El Alamein, Guadalcanal: las tres batallas tuvieron un punto de
inflexión en torno al mismo mes de noviembre del mismo año, 1942. Las tres fueron
decisivas.

OBJETIVO, BIRMANIA

El mundo miraba con preocupación lo que ocurría en el norte de Africa, en Italia, en las
acciones de los grandes océanos, el Atlántico y el Pacífico, y olvidaba la guerra de la
jungla. Compañías, batallones y regimientos se disolvieron en la selva birmana que, en
muchos sentidos, acogió a la peor guerra de todas. El enemigo japonés se hizo un
experto en este tipo de enfrentamientos. Vestía uniforme ligero, botas de caucho, se
movía con sigilo, llevaba consigo una botella de agua, una bola de arroz y unos trozos
de pescado seco. Sus armas eran automáticas, adecuadas a los choques en la selva, lo
mismo que las granadas, metralletas ligeras y morteros. Nunca utilizaba las carreteras si
sabía que estaban ocupadas, elegía los senderos menos frecuentados de la selva, abría
nuevos caminos que tan sólo él conocía. En cambio, los soldados británicos y sus
aliados, a los que no les quedó otro remedio que aprender de los primeros errores de
una guerra cuyos secretos desconocían, debían mantener abiertas las principales rutas.
Los japoneses pasaron al lado y les tendieron una emboscada detrás de otra. Los
blindados no servían allí. La única guerra que podían librar era la que planteaba el
enemigo. La verdad es que a los británicos les costó aprender y adaptarse. Rangún, la
capital de Birmania, aguantó el bombardeo durante semanas. Lo hizo a pie firme.
Cuando entraron las tropas japonesas, la capital, una de las joyas de Asia, aparecía en
estado ruinoso, saqueada, destruida por los bombardeos, poblada de dacoits (bandidos),
leprosos, criminales y lunáticos a los que dieron suelta con la evacuación. El general
Slim se replegó a la India tras una marcha de cerca de mil kilómetros entre los montes y
la selva. Era una tropa mal alimentada y mal armada, castigada por el monzón, las
fiebres malignas y las llagas. Por lo menos habían evitado la catástrofe.
En la India, el Partido del Congreso, que dirigía el Pandit Nehru, protegido del
Mahatma Gandhi, llevaba años de lucha contra los colonizadores británicos. Había
surgido mientras tanto un extremista llamado Subas Chandra Bose que organizó un
movimiento clandestino a favor de los japoneses: él sí creía que el Ejército Imperial iba
en plan libertador. Bose llegó a ser muy popular en determinadas zonas de la India, que
preferían la «Esfera de la Prosperidad Común» que les ofrecía Japón al dominio
británico.
He visto retratos de Bose en casas de Calcuta, de Madrás y de las islas Andaman.
Tres son los personajes, cuatro si incluimos al general Slim, que llamaron la atención en
esta guerra olvidada de Birmania: el ya citado Stilwell «Joe Vinagre», Chennault,
aviador de los Tigres Voladores, y el brigadier Wingate. La corriente no pasó entre
Chennault y Stilwell; uno era aviador y el otro de infantería, tan terco este último que se
negó a tomar el avión para la retirada. Stilwell era una leyenda en vida; amigo de los
chinos, a quienes defendía a capa y espada, hablaba su idioma, era tenaz y poco
diplomático. Slim lo definió así: «Los norteamericanos le temían. Era muy valiente. No
era un gran soldado en el sentido más estricto, pero sí un líder sobre el terreno; nadie
hubiera sido capaz de sacarles tanto partido a los chinos».
Joseph Stilwell no se anduvo con rodeos. Cuando salió de la jungla tras la increíble
retirada, exclamó: «Vaya paliza que nos han dado los japoneses. Nos han echado de
Birmania y eso escuece mucho. Es una humillación. Creo que debemos estudiar por qué
nos han vencido, para volver y echarles nosotros a ellos». Iba a contar con la ayuda de
otro singular personaje que sirvió en Palestina, Charles Wingate. Los sionistas le
adoraban hasta el punto de pensar en él como comandante en jefe de un futuro ejército
israelí. Combatió en Abisinia contra los italianos al frente de fuerzas irregulares. Era un
hombre original, puritano, disciplinado y díscolo. Para marzo de 1943, Charles Wingate
había formado unidades selectivas de británicos, indios y gurkas. Los llamó «chindits»
(león en birmano) y los empujó hacia los japoneses, detrás de las líneas enemigas, en la
zona del alto Irawadi. Sus 8 columnas de chindits volaron puentes, destruyeron
depósitos de municiones y aeropuertos y obligaron a los japoneses a moverse sin
tregua. Recibieron suministros desde el aire y combatieron como el enemigo, se
ocultaron como él en la selva y le presentaron el mismo tipo de batalla. Después de 3
meses, volvieron dos mil ciento ochenta y dos de los tres mil que salieron, y, de ellos,
tan sólo seiscientos se hallaban en condiciones de volver a luchar, tal era su ruinoso
estado físico como consecuencia de las privaciones.
Las acciones de los chindits no fueron espectaculares.Cuando regresaron a sus bases
y se cuadraron ante su jefe, Wingate, estaban macilentos, esqueléticos, con la huella de
la enfermedad y la fiebre en sus ojos; pero habían demostrado algo: los japoneses
podían ser vencidos en la jungla. El brigadier Wingate era el hombre que buscaba
Churchill: poco ortodoxo, ascético y lleno de iniciativa. «Este hombre —dijo el primer
ministro— es un genio. Creo que debe conducir al ejército en su batalla contra los
japoneses en Birmania. Después de la ineficacia y la laxitud que han caracterizado las
operaciones en el frente birmano, los resultados obtenidos están ahí. Hombres como
éste no deben ver su carrera obstruida por el escalafón». A pesar de todo, era el general
Slim el que continuaba en el mando. A los chindits de Wingate se incorporaron los de la
Unidad 5.307, más conocidos como «los merodeadores de Merrill». Eran 3.000
voluntarios, seleccionados con cuidado entre casi todas las unidades del ejército
estadounidense. En la primavera de 1944, los chinos de Stilwell estaban preparados
para atacar Mitykina, como preludio de la reconquista de Birmania. Los «merodeadores
de Merrill» cayeron sobre los japoneses como el halcón sobre su presa. Tenían enfrente
a la 18 División, una de las mejores del Ejército Imperial. Desgastados por el clima y la
falta de víveres, quedaron muy pocos «merodeadores» vivos para contarlo, pero su
sacrificio permitió a Stilwell reabrir la ruta de Birmania con China, la lúgubre y
laberíntica carretera de Ledo.

SIN CUARTEL

Los británicos marcharon con dos divisiones a lo largo de la costa hasta Arakan. La
lucha fue aquí salvaje y desesperada, sin cuartel. Los japoneses los cercaron hasta el
punto que los ingleses se vieron obligados a pedir refuerzos, armas, municiones y
abastecimiento desde el aire. Un sargento británico describió las características del
soldado japonés: «Su artillería y sus morteros eran de primera clase, el fusil lo
disparaban mal, pero eran fanáticos y decididos. Un incidente me impresionó mucho.
En la carga a la bayoneta, uno de nuestros oficiales pasó al lado de un japonés herido
sin rematarle. El herido le disparó por la espalda y lo mató de inmediato. El japonés
herido fue rematado por el ayudante del oficial, que a su vez resultó muerto por otro
herido o moribundo. La moraleja corrió entre nosotros: nunca dejes atrás a un japonés
herido».
Las fuerzas del Ejército Imperial en el frente birmano pasaron de 5 a 8 divisiones. Se
temía una ofensiva sobre Imphal, la puerta de la India. Churchill contaba con un amigo
suyo para poner orden en las filas británicas, lord Luis Mountbatten, pero ni siquiera
este comandante supremo para el sureste de Asia podría en primera instancia con la
fuerza bruta japonesa, que el 8 de marzo desencadenó un ataque sobre Imphal desde
varias direcciones. En una aldea de 4 chozas y de hileras de rododendros, el Regimiento
Real del West Kent, un batallón de gurkas y otro del Regimiento de Assam se cubrieron
de gloria ante el asalto de toda una división. Poco a poco se redujo el perímetro.
Después de 15 días de rabiosa batalla los empujaron a una colina. La guarnición de
Kohima hizo cuatro mil bajas entre los asaltantes japoneses. Tras ser rescatados dejaron
esta inscripción entre sus muertos:

Cuando vuelvas a casa


habla de nosotros y di:
por vuestro mañana
nosotros dimos nuestro hoy.

De los 80.000 japoneses que atacaron Imphal a sable y granada, 50.000 estaban
muertos y el resto, desperdigados. A finales de junio, el almirante Mountbatten podía
afirmar con seguridad: «La carrera japonesa hacia la India ha terminado. Nos espera la
primera gran victoria de Gran Bretaña en Birmania». Para entonces, el brigadier
Wingate había desaparecido (marzo de 1944) entre los restos de un avión incendiado en
plena jungla. «Con él se ha extinguido una llama brillante», dijo Churchill.
El Decimocuarto Ejército del general Slim logró el triunfo a un alto costo. En la
primera mitad de 1944 perdió 40.000 hombres. Otros 237 cayeron enfermos. No hubo
banderas ni gaitas escocesas para ellos. Tan sólo la voz de su comandante: «Estos son
los hombres que convirtieron la derrota en victoria». Fue una guerra digna de Kipling.
He visitado el cementerio cerca de Rangún: 27.000 soldados británicos y aliados
descansan allí. De los 4200 soldados que emprendieron la retirada desde Birmania hacia
la India con los japoneses en los talones, 3.000 quedaron en el camino. Las tropas de
Stilwell entraron en Rangún el 3 de mayo de 1945. El cine se ocupó también, a su estilo,
de esta batalla con la película Objetivo, Birmania, protagonizada por un Errol Flynn con
la barba crecida y el barboquejo suelto. Para entonces, «Joe Vinagre» había sido
relevado del mando por sus diferencias con el generalísimo Chiang Kai Chek.
El premio Nobel Kipling escribió sobre Mandalay, la ciudad dorada:
El viento en las palmeras
y las campanillas del templo dicen
vuelve, soldado inglés;vuelve a Mandalay.

He subido los 1729 peldaños que conducen a la colina de Mandalay. El guía Ko Soe
me llevó hasta allí. Los astrólogos, los palmistas, los monjes budistas, mujeres que
fumaban grandes cigarros verdes, todos confluían en Mandalay Hill. Los británicos y
los indios sufrieron allí cuantiosas bajas en marzo de 1945. Quedan como recuerdo las
insignias de los regimientos.

EL SUEÑO DEL GUERRERO

La guerra del Pacífico no había terminado. Japón dominaba desde las Aleutianas hasta
las Salomón, cerca de Australia. Sus ingenieros trabajaron duro y construyeron fortines
de los que sólo se les podía sacar en el cuerpo a cuerpo o con la ayuda del lanzallamas.
De la determinación del soldado japonés da idea el caso del teniente Hiro Onoda, que se
refugió en la selva cuando MacArthur retomó las Filipinas en 1945. Durante años, las
patrullas norteamericanas y filipinas dieron caza a los soldados fugitivos. Todos ellos
resultaron muertos o se rindieron salvo uno, Onoda. En 1974, un viajero japonés tomó
contacto con el teniente, que se negaba a creer que la guerra hubiera terminado con la
derrota de Japón. Ni siquiera sabía que había terminado. Tan sólo creería en la derrota
japonesa si así se lo comunicaba el comandante Taniguchi, su jefe. En marzo de 1974, o
sea, casi 30 años después, Taniguchi le leyó las órdenes de alto el luego del jefe del
Estado Mayor del 14 Ejército. ¿Qué había hecho Onoda durante todos estos años? El
mismo lo contó: «Cuando se pasó mi enfado lo comprendí por primera vez: mis 30 años como
guerrillero en el ejército japonés habían acabado abruptamente. Era el final. Saqué el cargador de
mi fusil y retiré las balas».
Un poeta llamado Hirohito les pidió a sus soldados:

Sed como pinos


cuyo color no cambia
aunque soporten el peso
de una nieve que cae sin cesar.
Treinta y un años pasaron entre la salida a la luz del teniente Onoda en las selvas
filipinas y la muerte del almirante Yamamoto. Una vez más, el acceso a los códigos de
transmisiones japonesas permitió a la Marina norteamericana saber que el almirante
Yamamoto, responsable del ataque a Pearl Harbor, saldría de Rabaul para visitar una
serie de bases del Pacífico suroccidental. Yamamoto viajaría en un Misutbishi bimotor
escoltado por seis cazas Zero. El aterrizaje de Yamamoto y su plana mayor, que viajaba
en otro Mitsubishi, estaba previsto para las 9.45 horas en un aeropuerto de la isla de
Boungaville. El mensaje llegó en código secreto al campo Henderson, el aeródromo de
Guadalcanal. La orden era acabar con Yamamoto. Una escuadrilla de 18 aparatos P-38
despegó de Guadalcanal. El éxito de la operación dependía de la puntualidad,
legendaria, del gran almirante. En efecto, 10 minutos antes de la hora prevista para el
aterrizaje, los dieciocho Lightnigs estadounidenses distinguieron a los dos Mitsubishi.
Yamamoto y su plana mayor murieron en la emboscada al ser derribados sus aviones.
El almirante Koga, que sucedió a Yamamoto, no llegó a mostrarse nunca tan temible
como fue el jefe de la escuadra que atacó Pearl Harbor y las Midway.
En su ruta hacia Tokio, Nimitz y MacArthur hicieron el salto de la rana de isla en
isla del Pacífico. Los combates fueron muy virulentos en las Salomón, en Boungaville y
en otras islas que los norteamericanos laminaron con sus fortalezas volantes. La batalla
del Mar de Bismarck fue, en palabras de MacArthur, «determinante en el avance de
Estados Unidos hacia Japón».
La técnica de Nimitz, con respecto a la toma de la base de Rabaul con 10.000
hombres, 6.000 aviones y la Octava Flota, junto a defensas minadas, bloques de cemento
y trampas con ametralladoras, consistió en aislarla sin atacarla de forma directa. El
almirante Nimitz ocupó las Marshall, Boungaville (diciembre 1943) y otras islas en la
costa de Papua (Nueva Guinea) y se sirvió de ellas como bases aéreas para hostigar a
Rabaul y cortar su ruta de aprovisionamiento por mar. La base japonesa del Pacífico
central quedó rodeada hasta el final de la guerra. Fue en el centro del Pacífico donde se
libró la batalla de Tarawa, fortificada hasta tal punto que el comandante en jefe del
atolón, el almirante Shibasaki, aseguró que ni un millón de soldados norteamericanos
podrían conquistarla en 100 años. A mediados de 1943, el almirante Nimitz,
conquistadas las Marshall, pasó a interesarse por las Gilbert. La «operación Galvanic»
puso en acción una fuerza expedicionaria de 200 barcos y 35.000 tropas de asalto. El 20
noviembre, los marines de la Segunda División desembarcaron en Tarawa con sus
tractores anfibios, que se usaron tácticamente por primera vez. El almirante Shibasaki y
sus 4800 hombres parecían dispuestos a vender cara su piel. El primer día del asalto
cayeron 1500 de los 5000 soldados de la infantería de marina norteamericana.
Calcularon mal la fuerza y la intensidad de la marea. Los marines se vieron obligados a
recorrer muchos metros bajo un fuego mortífero. Eso explica el alto número de bajas. De
los 100 tractores anfibios se perdieron 90, y 323 de los 500 hombres que los conducían
fueron muertos o heridos. La infantería logró abrir una estrecha cabeza de playa gracias
a la artillería naval y a que los japoneses se quedaron sin aviación.
Los aguerridos defensores de Tarawa fueron reducidos uno a uno, cueva por cueva,
blocao por blocao, con el uso de explosivos y lanzallamas. El almirante Shibasaki ardió
como una antorcha en su fortín el 22 de diciembre. De toda la guarnición tan sólo un
oficial y 16 soldados quedaron con vida. El alto número de bajas norteamericanas en
Tarawa, con 1009 muertos y 2101 heridos, hizo que se criticaran las condiciones técnicas
en que se llevó a cabo. Hubo generales que defendieron el ataque en las Marshall antes
que en Tarawa porque, al cabo de un mes, la marea en el atolón hubiera favorecido a los
invasores y no a los invadidos, como ocurrió.
El avance por el centro del Pacífico continuó entre el fogonazo de los lanzallamas y
los contraataques suicidas de los japoneses, emborrachados con sake. El ataque sobre
las Gilbert sirvió a los norteamericanos de enseñanza para futuras operaciones de
desembarco. Los corresponsales titularon sus crónicas: «Tarawa la sangrienta». Después
les tocó el turno a las Marshall y a las Carolinas: esta vez habían asimilado la lección de
Tarawa «la terrible». Los japoneses se habían atrincherado de forma tan profunda que
se vieron obligados a doblar la dosis de fuego de artillería naval y de bombardeos de
saturación, «alfombras» de bombas, para hacerlos salir de sus escondrijos. Los 600
islotes de coral de las Marshall estaban peor defendidos y en Kwjalein recibieron 36.000
obuses; el atolón, el mayor del mundo, cayó en una semana, después lo harían las islas
de Truck y Eniwetok en 4 días. Por todas partes olía a cocotero quemado y a cadáveres
en descomposición. Tras la ocupación de las Marshall y las Carolinas, la marcha de
Nimitz seguía adelante en el Pacífico occidental.
Un haiku, pequeño poema japonés, de Basho dice:

Las hierbas del estío,


he aquí cuanto queda
del sueño del guerrero.

Los marines se disponían a segar esas hierbas en el archipiélago de las Marianas,


mientras los últimos japoneses gritaban «¡banzai!» y cargaban a la bayoneta o con el
sable del samurai. «Tenno haika banzai» (viva el emperador) era su grito de guerra. Los
japoneses buscaban una batalla decisiva después de perder las Gilbert y las Marshall.
Nimitz, para desbaratar la línea de comunicaciones enemiga, se concentró en las 3 islas
de las Marianas: Guam, Saipan y Tinian. En la lucha por el Mar de Filipinas, los
japoneses perdieron 400 aviones. Después, el almirante norteamericano se lanzó al
ataque sobre las islas de Saipan, cuyo comandante en jefe era el almirante Nagumo, al
que hemos visto en acción desde Pearl Harbor hasta Midway. Nagumo ordenó a sus
hombres que, a falta de unas defensas adecuadas, se adelantaran a combatir en las
playas. El fatalismo nipón, su forma de animar a los soldados, consistía en que sus jefes
se pegaran un tiro. Es lo que hizo en Saipan el famoso almirante Nagumo, que se
descerrajó un disparo de pistola. Dos días más tarde, las tropas de Nagumo salieron a
las playas en una serie de ataques banzai. La población civil japonesa se suicidó también
en masa al arrojarse por los acantilados o volarse con granadas. En la batalla de Saipan
murieron 10.347 marines y otros 3674 soldados regulares. El fracaso japonés en las
Marianas —llamadas así en homenaje a la reina de España, esposa de Felipe IV— llevó
a la dimisión del Gobierno del general Tojo el 18 de julio de 1944. Saipan se encuentra a
1250 millas náuticas de Tokio. Mientras, MacArthur seguía su ruta triunfal por el centro
del Pacífico.

LEYTE

Los japoneses aprendieron de la derrota de Saipan: la reducida guarnición de Iwo Jima


causó entre los marines el doble número de bajas. Sin apoyo aéreo y naval, la
guarnición japonesa de Guam estaba condenada a la derrota. En cambio, la artillería
naval norteamericana sometió a la isla a un duro castigo: 28.764 cañonazos tan sólo
desde los buques de guerra. La defensa japonesa se hizo más intensa en las playas del
sur. La resistencia, esporádica, continuó hasta el final de la guerra e incluso después.
El asalto a los bastiones japoneses del Pacífico se llevó a cabo a un ritmo más
acelerado del que se esperaba. En esta fase de la campaña se libraron dos batallas,
también éstas «decisivas», aunque para los corresponsales y los militares todas ellas lo
eran: una fue la batalla del Mar de Filipinas, la otra, la de Leyte. MacArthur se mostró
partidario de elegir Mindanao, la 2ª isla filipina en extensión, para cumplir su promesa:
«Volveré». Pero el 15 de junio de 1944, el comandante en jefe de las fuerzas del Pacífico
Sur cambió de idea: abrirse camino por la isla de Mindanao sería una costosa y
arriesgada operación. MacArthur apuntó entonces en el centro del mapa de Filipinas.
Leyte, una isla menor que contaba con unos cuantos aeródromos, sería más fácil de
atacar y conquistar. Otras 2 opciones eran la isla principal, Luzón, y Taiwán, que por
esas fechas se llamaba aún por su nombre portugués, Formosa. Al fin, el general
Marshall eligió el objetivo: Leyte, pues allí la resistencia japonesa parecía inferior. El
alto mando naval en Washington buscaba una batalla decisiva que dejara fuera de
combate a las fuerzas del Sol Naciente. Esa batalla tuvo lugar en el Golfo de Leyte. La
flota japonesa había salido muy mal parada de las Marianas, pero faltaba el golpe de
gracia.
MacArthur siguió el desarrollo del desembarco norteamericano en Leyte desde el
puente de mando del crucero Nashville. Al mediodía entró en su cabina para ducharse y
cambiarse de ropa. Con el sentido escénico que le caracterizaba, apareció con un
uniforme nuevo, color caqui, gafas oscuras y gorra de mariscal. Después se metió en el
agua, seguido del presidente Osmeña, sucesor de Manuel Quezón, fallecido 3 meses
antes, y del general filipino Carlos Rómulo. «Carlos, chaval —le dijo al general
filipino—, ya estamos en casa». Así fue cómo desembarcó MacArthur con los
pantalones caqui mojados casi hasta la rodilla. El pequeño Rómulo, que estrenaba
zapatos, apenas podía seguir al «César» norteamericano, que daba largas zancadas
hacia la playa en la que aún ardía alguna barcaza de desembarco. «Aquí estamos —
dijo—. Lo creáis o no, hemos regresado. Por vuestros hogares y vuestros corazones,
luchad; en el nombre de las futuras generaciones de vuestros hijos e hijas, luchad;
luchad en el nombre de nuestros muertos. No dejéis que el corazón desfallezca».
La batalla del Golfo de Leyte ha sido definida como el más grande choque naval de
todos los tiempos. 70 buques de guerra y 716 aviones por el lado japonés, y 160 buques
y 1280 aviones norteamericanos se dieron cita en el oriente filipino para dirimir de una
vez quién ganaría la guerra. Después de 3 días de ásperos combates, los japoneses
quedaron K.O. El alto mando japonés nunca supo dónde asestarían sus enemigos el
golpe, por eso prepararon varios planes bajo el nombre de «operación Cho» (victoria).
Uno de los puntos era Leyte. El plan japonés consistió en ofrecer como señuelo sus
portaaviones, les quedaban pocos y dañados, como mejor cebo para atraer a la flota
norteamericana y luego destruirla por medio de la artillería de sus acorazados y las
oleadas aéreas. En efecto, mientras los portaaviones del almirante Ozawa atraían a la
flota de Halsey, una segunda fuerza, bajo el mando del almirante Kurita, llegaba desde
el norte para atacar a la Séptima Flota del almirante Kinkaid, que protegía el
desembarco de los lanchones de las playas. Al mismo tiempo, las fuerzas del almirante
Nishimura llegarían al Golfo de Leyte desde el sur para sorprender a Kinkaid en una
pinza naval. Halsey salió a la caza de Ozawa, pero la trampa se convirtió en un desastre
para los japoneses, que perdieron portaaviones, cruceros y destructores. El almirante
Kinkaid se adelantó a los movimientos de su colega japonés Nishimura. En la noche del
24 al 25 de octubre, la Séptima Flota se situó en posición para efectuar la clásica
operación de dominio naval: cortar la «T» al enemigo. Mientras cada uno de los buques
japoneses llegaba en línea, recibía desde la barra de la «T» las descargas de toda la
artillería de la Séptima Flota. Nishimura lo perdió todo, salvo un destructor. Quedaba la
fuerza central, la del almirante Kurita. Después de cruzar el Estrecho de San
Bernardino, confundió los buques norteamericanos, que eran de pequeño calado, en su
mayoría portaaviones-escolta, por una fuerza mucho mayor y rompió el contacto
cuando podía haber infligido un enorme daño a su adversario. Kurita había perdido ya
el Musashi, uno de los grandes acorazados japoneses —gemelo del Yamamoto—, más 2
cruceros y otro tocado por la aviación y los submarinos; asustado, salió de allí a toda
máquina perseguido por la aviación norteamericana. La gran flota japonesa del Pacífico
naufragó en Leyte. La campaña por tierra, mar y aire le costó a Estados Unidos 5.000
muertos y 14.000 heridos, un balance ligero si se tiene en cuenta la envergadura de la
operación.

CAMICACES

En la batalla de Leyte, las tripulaciones de Halsey y Kinkaid vieron con estupor cómo
algunos aviones japoneses, con sus pilotos a los mandos, se lanzaban en picado sobre
sus barcos. Eran los camicaces (viento divino). Su aparición en las batallas navales del
Pacífico, a partir de Leyte, puso en evidencia la desesperación japonesa, casi agotados el
resto de sus recursos. Después de la caída de Saipan, el almirante Onishi empezó a
entrenar a los pilotos suicidas. Dos eran los tipos de aproximación al objetivo: desde
muy arriba y desde baja altura. En el primer caso, después de beber la tradicional copa
de licor de arroz, los pilotos se abalanzaban sobre su objetivo. La distancia, la alta
velocidad adquirida y el mal control del aparato hacían que muchas veces marraran su
objetivo. En el segundo caso, los camicaces eran invulnerables a las defensas antiaéreas.
Al principio, los pilotos suicidas del «viento divino» causaron graves destrozos a la flota
del Pacífico, pero, poco a poco, los norteamericanos aprendieron cómo evitar a los
aviones suicidas. El almirante Onishi se vio forzado a reclutar pilotos
inexperimentados, al mando de aviones de fortuna, cuando se había ya desvanecido
toda esperanza. Uno de estos nuevos aviones era el monoplaza Oka, bautizado por los
norteamericanos como «baka» (tonto), fabricado de chapa de madera y aluminio y
cargado con 3 cohetes y unos mil kilos de explosivos. La misión de los pilotos era
estrellarse en las cubiertas de los buques de Nimitz, a ser posible junto a la isleta, el
puente de mando. Los transportaba un bombardero hasta unos 20 kilómetros del
objetivo y, ayudado por señales de radio, iba a estrellarse contra el buque, a ser posible
un portaaviones, a una velocidad de unos 600 kilómetros por hora. A medida que se
agotaban los Oka o los Nakajima, el almirante Onishi recurrió a todo lo que fuera capaz
de volar y chocar contra el barco enemigo. También usaron torpedos humanos,
llamados «kaiten», lanzados desde los submarinos o lanchas rápidas. Estaban cargados
con dos toneladas de TNT en la proa. Los camicaces entraron en escena demasiado
tarde como para cambiar el curso de la guerra. La aviación y la flota quedaron muy
debilitados para poder servir de rampa de lanzamiento sobre una escuadra como la
norteamericana, que no dejaba de reunir barcos y más barcos en su masivo dispositivo
de ataque contra Japón.
La utilización de los camicaces ilustra el estado de ánimo de un país desesperado
que, ante la vergüenza de la derrota, se sirvió de los pilotos suicidas en una
movilización de la mística nacional autodestructora. Según el código guerrero del
bushido, inspirado en el budismo, la nación, la sociedad y el cielo formaban una unidad
encarnada en el mikado. El nombre del camicace (en japonés kamikazé) procedía de un
tifón que, según la leyenda, venció a la armada enemiga del guerrero mongol Kublai
Kan que trató de invadir Japón en el siglo XIII. El alto mando japonés presentó como un
gran privilegio el hecho de pertenecer a una escuadrilla camicace y los jóvenes
voluntarios se tomaron muy en serio su misión, a juzgar por los daños que causaron
desde Leyte hasta el final de la guerra. Cuando se agotó la tecnología de guerra,
quedaba el hombre frente al destino. Poco antes de hacerse el sepuku, el almirante
Onishi pidió perdón a las almas de los pilotos suicidas y a sus familiares por su parte de
responsabilidad en la derrota. Ni el «viento divino» logró vencer a la poderosa flota
norteamericana. Entre las ceremonias rituales del haraquiri y las bajas en combate,
Japón se quedó sin pilotos veteranos que pudieran enseñar a los jóvenes. Era la morbosa
fascinación por la muerte, el supremo sacrificio, «un fanatismo, hipnótica fascinación —
señaló el vicealmirante Brown—, muy alejados de la filosofía occidental». No existía
alternativa a la victoria. Se dijo que los drogaban, que los ataban a los mandos de sus
cazas Zeros, pero eran simples voluntarios convencidos de que la razón de existir no
tenía ya sentido. Debían despedirse del mundo lanzándose sobre la cubierta de un
portaaviones enemigo. Su objetivo era un portaaviones; su himno, el Doki no sakura, la
promoción de los cerezos en flor; su licor sacramental, el sake. El almirante Onishi,
creador de los camicaces, dejó un último poema:

Me siento como la luna clara


después de la tempestad.

Ya había introducido el sable en su estómago y vomitaba sangre cuando el almirante


Kodama le pidió que no rematara el suicidio hasta que llegara su mujer. Onishi
respondió con sus últimas fuerzas: «No hay nada más estúpido que un militar que
comete suicidio y espera la llegada de su mujer». Tomó de la mano a Kodama y se
despidió de él y de la vida: «Sayonara» (adiós), dijo. Al final de la batalla de 82 días, los
camicaces habían hundido 34 buques de Estados Unidos y averiado otros 288, entre
ellos 36 portaaviones, 15 acorazados y 87 destructores. En su misión de un único vuelo,
sin regreso, murieron cerca de 4000 pilotos suicidas. 350.000 soldados japoneses
quedaban en Filipinas. El general MacArthur comprometió más tropas norteamericanas
en la batalla de Luzón que en otros teatros de operaciones salvo el «Día D», la invasión
de Normandía. Por primera vez se sabía el nombre del vencedor, MacArthur, deseoso
de volver a ocupar su ático en el hotel Manila, frente al general Tomoyuki Yamashita,
«el Tigre de Malaya». Sólo en Luzón, como apunta James Jones, se dio una batalla del
calibre de las libradas en Africa y Europa con intervención de divisiones enteras. En
ninguna otra isla del Pacífico combatieron y murieron más soldados japoneses que en
Luzón.
Pero el desgaste sufrido por las tropas japonesas, mal organizadas, mal alimentadas,
mal pertrechadas y sin cobertura aérea ni hombres ni medios suficientes para cerrar el
paso a los marines en la playa, le dejó pocas alternativas a Yamashita. Ni siquiera trazó
planes para defender la capital, Manila, y las vastas llanuras centrales. Concentró sus
tropas en los 3 puntos montañosos de la isla para ofrecer un tipo de guerra que poco
tenía que ver con el estilo japonés: a la defensiva. «Nuestro nuevo ejército era muy
diferente del que fue derrotado en 1942 y del que yo formé parte en Guadalcanal —
escribe Jones—. Parecían alienígenas de Marte. Venían con nuevos uniformes diseñados
para ellos, con mejores botas y nuevas mochilas a la espalda. Llevaban en las manos
mejores armas. Las provisiones de gasolina y víveres que les seguían en su marcha eran
de tal volumen que aquello parecía increíble».
Manila quedó destruida casi por completo en la única batalla urbana del Pacífico. La
perla española del Extremo Oriente perdió todo su esplendor de ciudad colonial. Los
16.000 hombres del almirante Iwabuchi que defendían la capital, dispuestos a morir
todos ellos, resistieron por espacio de un mes. Las pérdidas norteamericanas se
elevaron a mil muertos y 5000 heridos. El general Yokoyama, desconectado al norte de
las fuerzas de Yamashita, combatió durante 3 meses hasta que la guerra terminó en el
frente europeo. «Lo hicieron —escribe James Jones— porque les resultaba embarazoso
rendirse». Nada había más ignominioso en el código japonés que caer en manos del
enemigo: era algo peor que la muerte. Entonces, la crueldad japonesa, que alcanzó cotas
inimaginables en la guerra del Pacífico, se volvió contra ellos mismos. Se hicieron el
haraquiri, se volaron con granadas, se arrojaron de los acantilados, mataron en masa a
sus heridos y pasaron a cuchillo a los enfermos de los hospitales. La furia de la
autodestrucción, todo menos caer prisioneros y volver derrotados.
Era la agonía. Tras la batalla naval de Leyte y la victoria de MacArthur en Filipinas,
desde el 1 de abril hasta el 21 de junio de 1945, la guerra se centró en Borneo, en Iwo
Jima y en Okinawa. Para entonces, los bombarderos aliados atacaban el corazón de
Japón. En julio, el almirante británico Rawlings lanzó una mortífera ofensiva naval
sobre Nagoya, Osaka y Nagasaki. Los aliados sometieron a las islas niponas a un
bloqueo sin fisuras.
Ardían las ciudades japonesas, estallaban los depósitos de municiones. No quedó ni
rastro de la flota del emperador que para la última resistencia disponía de una fuerza
aérea sin estrenar y en el territorio japonés, en China, en el sureste asiático, 5 millones
de soldados. ¿Cuál sería el número de bajas que debería soportar el ejército
norteamericano para reducir las últimas defensas japonesas? ¿Trescientos mil? ¿Medio
millón? ¿Un millón? El desembarco aliado tenía 2 fechas: el 1 de noviembre de 1945 en
la isla de Kyushu, y el 1 de marzo de 1946 en la isla de Honshu. Tras el lanzamiento de
las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Japón se rindió el 14 de agosto de
1945.
El general MacArthur fue recibido como un dios en Manila. El misticismo filipino
encontró en él la salvación y la sublimación de los años pasados bajo la bota japonesa.
Los campesinos cubrían de flores su jeep, le besaban la mano, tocaban su uniforme, le
acercaban sus hijos para que los besara. Era el talismán de la victoria final. El almirante
Yamashita prometió que mataría a 300.000 oficiales y soldados de Estados Unidos. Pero
cuando desembarcó del crucero ligero Boise, el general MacArthur tenía el pulso
tranquilo, como pudo comprobar su médico, el doctor Egeberg. Volvía a los paisajes
familiares: «En el horizonte, bajo el sol —escribió—, se veían Manila, Corregidor, Batan. Sólo
con mi memoria, al contemplar estos lugares de mi pasado familiar, sentí una sensación de
pérdida, de dolor, de soledad». MacArthur se acercó al frente en medio de sus soldados. Al
llegar a Batan se aventuró cerca de las líneas enemigas hasta tal punto que un teniente
que iba a su lado, cuando sonaron disparos de armas automáticas, le recomendó:
«Agáchese, señor, estamos bajo el fuego del enemigo». «No estamos bajo el fuego —replicó el
general—. Esas balas no vienen por mí». Quiso entrar en Manila el 26 enero, fecha de su
65º cumpleaños, pero no fue posible. Los filipinos, electrizados por su presencia, lo
mismo que sus soldados, le recibían con gritos de «mabuhay», que significa
«bienvenido» en tagalo. Manila fue, después de Varsovia, la ciudad más castigada por
la II Guerra Mundial: 100.000 filipinos fueron asesinados por los japoneses. «Los
hospitales —escribe William Manchester en American Caesar— fueron incendiados, los
cuerpos fueron mutilados, mujeres de todas las edades fueron violadas antes de ser
acuchilladas, los ojos de los niños, arrancados de las órbitas, fueron arrojados a los
muros como si fueran gelatina». No se libraron los españoles que vivían en Manila,
muchos de los cuales, a pesar de las buenas relaciones que mantenía el Gobierno del
emperador con Franco, murieron a bayonetazos. Cayeron 130 españoles. Los soldados
japoneses atacaron el Consulado de España y mataron a todos los allí refugiados, lo que
dio pie a la ruptura de relaciones con Tokio. A esas alturas, uno de los ministros de
Franco, Arrese, pidió el envío de una División Azul contra los japoneses. Sabía de sobra
de qué lado soplaba el viento. MacArthur, en compañía de su ayudante, el hispano-
filipino Andrés Soriano, dueño de la fábrica de cervezas San Miguel, se acercó con una
patrulla de la 37 División al que había sido su hogar, el hotel Manila. Su apartamento en
el ático quedó reducido a cenizas. Sus libros seguían en los anaqueles «pero cuando los
toqué, se desintegraron». Habían pasado más de 3 años desde que el general salió de
Manila. El 27 febrero, cuando todavía los japoneses resistían en la vieja ciudad española
de Intramuros, MacArthur se reunió con sus leales Osmeña, Rómulo y Soriano. Lloró
durante un rato y, con voz temblorosa, pidió a todos los presentes que rezaran por la
victoria. En su libro Reminiscencias, el general escribió: «Quizá para los demás fuera un
momento de gloria personal, pero para mí era tan sólo la culminación de un panorama de
desastre físico y espiritual. Ver cómo morían mis hombres hizo que algo muriera también dentro
de mí».

IWO JIMA, LA FOTO DE LA GUERRA

Mientras MacArthur diezmaba a los japoneses en Filipinas, los marines desembarcaban


en la isla de Iwo Jima, que pertenecía a la provincia de Tokio y era una bastión
estratégico de la defensa aérea enemiga. Situada en la ruta de los bombarderos desde
las Marianas a Tokio y otras ciudades industriales, a 1200 kilómetros de la capital
japonesa se hacía ya necesaria como base adelantada para los B-29 y, sobre todo, para
los cazas de escolta de las fortalezas volantes. Aquí, como en un movimiento
coreográfico de algún ballet militar clásico, Se repitió el conocido guión, sólo que con
más áspera intensidad en los combates: desembarco en los lanchones —como el
novelista Norman Mailer nos contaría en Los desnudos y los muertos (1948)—, conquista
de la cabeza de playa, avance sobre los blocaos y casamatas, fiera resistenciajaponesa,
retrocesos, contraataques, reducción del enemigo gracias al implacable bombardeo de la
aviación y las baterías navales, lanzallamas, cuerpo a cuerpo y limpieza de las últimas
bolsas de resistencia. En la novela de Mailer la patrulla del sargento Croft seguía en la
batalla sin saber que ésta se había ganado ya. «Nos hemos roto el culo por nada», dirá
Polack.
La toma de Iwo Jima superó todo lo conocido hasta entonces. Los soldados del
general Kuribayashi se pegaban de tal forma a aquel terreno volcánico (Iwo Jima
significa isla de sulfuro) que se hizo necesaria toda la valentía de los infantes de marina
para desalojarlos de sus defensas. El almirante Raymond Spruance, que había sucedido
a Halsey, desautorizado por el mando tras su errónea operación en el estrecho de San
Bernardino, recibió 3 divisiones de marines. Llegó un momento en el que había tantos
soldados concentrados en las playas de arena negra de Iwo que los japoneses
disparaban a placer: los frieron a morterazos y ráfagas constantes de ametralladora. El
vicealmirante Ichimaru había llegado a la isla, vaciada de la población civil, con sus
infantes de marina. Sabía lo que iba a ocurrir en aquella isla que parecía una ballena
medio sumergida en el mar, llena de túneles que se comunicaban unos con otros. El
almirante escribió:

Dejadme que caiga como un pétalo,


que las bombas enemigas caigan sobre mí.
Me voy para siempre,
al volver la cabeza veo la majestuosa montaña (Fuji),
que el emperador viva tanto como ella.

La marina (Ichimaru) y el ejército (Kuribayashi) mantenían criterios diferentes sobre


la mejor manera de defender la isla. La primera preconizaba la instalación de caballos
de Frisia y otras defensas en las playas. Kuribayashi, por su parte, le recordó a Ichimaru
que esas defensas no sirvieron de nada en Tarawa, en Guam, en Tinian y Saipan. Lo
mejor era atrincherarse en las cuevas y abrir fuego sobre los marines. La potencia de
fuego de la artillería naval y la aviación norteamericana era tal que esas defensas y
bloques de cemento, así como las alambradas en la playa, servirían de muy poco. Sería
mejor esperar a que los norteamericanos asomaran sus cascos. Kurabayashi ordenó a
sus hombres: «Resistiréis hasta el fin, vuestra posición será vuestra tumba. Cada soldado hará
todo lo posible para matar a diez enemigos».
El bombardeo preliminar fue el más intenso que se había conocido hasta entonces en
el Pacífico. Los japoneses resistían en sus cuevas y en los túneles, en las galerías
subterráneas abiertas gracias al poroso terreno volcánico. Cuando desembarcaron los
marines el 19 de febrero, fueron recibidos por una furiosa barrera de fuego. El primer
día perdieron 2500 de los 30.000 hombres que desembarcaron. Las laderas escupían
fuego de artillería de grueso calibre, de modo que los marines, aculados en las playas,
tuvieron que avanzar metro a metro entre fuertes pérdidas. La batalla de Iwo duró 5
semanas, cuando estaba previsto tomar la isla en 10 días. Kuribayashi escribió a su
mujer que vivían del agua de lluvia: «Un vaso de agua para beber, para limpiarme los ojos,
para la ducha, para la higiene personal. Todo está lleno de moscas y cucarachas».
Los marines no podían dar marcha atrás: aquella base era decisiva como aeropuerto,
como portaaviones para el asalto final a Tokio. A bordo del buque insignia, el general
Sinith Howling, alias «el Loco», leía la Biblia mientras acariciaba la medalla de San
Cristóbal, bendecida por el Papa al general, de religión metodista. A los soldados del
emperador les explicaron que el enemigo norteamericano no luchaba por los
antepasados, por la prosperidad o por la gloria familiar, sino que le gustaba la aventura
y el peligro, que era mentiroso y materialista. «La primera noche en Iwo Jima fue una
pesadilla en el infierno», escribió el corresponsal Sherrod. En efecto, los marines
volvieron al asalto una y otra vez hasta que conquistaron el monte Suribachi.
La bandera de las barras y estrellas ondeó por fin sobre el volcán. Joe Rosenthal
tomó entonces la mejor fotografía de la II Guerra Mundial: 6 infantes de marina que por
2ª vez clavaban en el suelo volcánico el mástil con la bandera norteamericana.
Rosenthal, de la agencia Associated Press, apenas tuvo tiempo de subirse sobre unos
sacos de arena para tomar con su cámara Speed Graphic la instantánea de los 6
soldados de la Quinta División de Marines, segundo batallón, 28 regimiento. No creyó
que aquella fotografía revistiera una importancia especial: transmitió otras por radio y
el resto de los rollos los envió a Guam para que los revelaran. En la redacción de la
Associated Press en Nueva York, la seleccionaron como la mejor fotografía de Iwo Jima y
al día siguiente, domingo, apareció en las primeras páginas de todos los periódicos,
incluido el New York Times. La revista Time se negó a publicarla, la creía amañada, hasta
que al comprobar su error pidió públicamente perdón al autor de la instantánea, que ha
alimentado la iconografía norteamericana. El dramático encuadre era inolvidable.
Simbolizaba al mismo tiempo el heroísmo, el lenguaje del cuerpo, el sufrimiento y la
conquista. De los 6 soldados de la fotografía, 3 murieron en Iwo Jima, y los otros 3, entre
ellos un indio llamado Ira Haye, fueron enviados a Estados Unidos en misión de
propaganda para recaudar fondos. Se habían convertido en los héroes de toda la nación.
Haye, valiente bajo las balas y las granadas, no pudo soportar la fama y murió
alcoholizado en 1955. Rosenthal, de 83 años, parcialmente ciego, celebró el 50º
aniversario del final de la guerra en su apartamento de San Francisco. El último de los 6
supervivientes de la foto, John Bradley, que trabajó toda su vida en la funeraria familiar,
falleció en un pueblo de Wisconsin, en enero 1994. Rosenthal hizo una carrera gris como
fotógrafo, a pesar de haber ganado el Pulitzer.
El asalto entre la lluvia, el sol, la bruma y las noches heladas proseguía en todo su
furor. El mando norteamericano, impresionado por el alto número de bajas, llegó a
pensar en la utilización de gas venenoso, del que disponían en grandes cantidades. El
almirante Nimitz se opuso: «No será Estados Unidos —dijo— el primero que viole la
Convención de Ginebra». El hedor de los cuerpos en putrefacción se extendía por toda
la isla. Los mensajes de radio del general Kuribayashi eran cada vez más pesimistas:
«¡Tenno heika banzai!».
La derrota japonesa se disolvía en poemas. Cuando la batalla se aproximaba a su
final, Kuribayashi escribió:

Sin munición,
me despido con tristeza del mundo.
He fracasado en la misión que me encomendó
la madre patria.

Ordenó que quemaran las banderas e insignias del Regimiento 145, así como los
libros de códigos y los documentos secretos. El almirante Ichimaru dijo a los suyos: «Es
la hora del ataque general: las 00.01, 18 de marzo de 1945. Combatid hasta la muerte. Yo
me pondré al frente de mis tropas, la pérdida de esta isla significará que las botas de los
norteamericanos hollarán pronto la sagrada tierra de Japón. Guerreros de la gloria, no
temáis a la muerte. Matad el mayor número posible de enemigos, luchad por vuestra
séptima vida. Gracias».
Después hizo que el comandante Takeji Mase leyera en voz alta una carta dirigida a
Roosevelt, en la que acusaba al presidente de envilecer ajapón al llamarlo «peligro
amarillo, nación sedienta de sangre y protoplasma de la camarilla militar». Los sitiados
de la isla, distribuidos a lo largo de 5 kilómetros de túneles, llevaban casi una semana
sin comer ni beber. Las invitaciones a la rendición eran recibidas con sarcasmo por el
general Kuribayashi, que el 26 de marzo transmitió su último mensaje por radio:
«Nuestro espíritu combativo es muy alto. Lucharemos hasta el final. Adiós». Después,
los supervivientes salieron a la superficie, semidesnudos como hombres de las cavernas,
para efectuar el banzai, la carga final. El general Kuribayashi, herido, miró hacia el norte,
en dirección al palacio imperial, y se atravesó el abdomen con su sable. Su ayudante, el
coronel Nakane, hundió su espada en el cuello del general e informó al almirante
Ichimaru de lo que había ocurrido para, inmediatamente después, pegarse un tiro. Esa
misma noche, el almirante abandonó la cueva acompañado de 10 oficiales y soldados de
su Estado Mayor y se colocó al alcance de las ametralladoras norteamericanas, que
tronzaron sus cuerpos en sucesivas ráfagas. La conquista de Iwo Jima costó a los
asaltantes más de 24.000 bajas, el precio más alto pagado en la II Guerra Mundial en las
filas norteamericanas hasta ese momento —aunque después sería superado por la
sangría de Okinawa—, si se tiene en cuenta la duración de la batalla y el número de los
combatientes que tomaron parte en ella. De los 23.000 defensores, 1.083 fueron hechos
prisioneros, quizá porque no les quedaban ya armas o granadas con las que darse
muerte. El resto, unos 300, permanecieron en las cavernas de Iwo Jima. Vivieron como
animales acorralados entre las emanaciones sulfurosas y el olor de los muertos
desparramados por las laderas volcánicas. «Es la batalla más dura que han librado los
marines en ciento sesenta y ocho años», afirmó su comandante, el general Smith. El
«Día D» del ataque a la isla del azufre, los marines desayunaron chuletas y huevos
fritos. «Es cosa de 10 días», aseguró su jefe, el general Smith. Nombres tan famosos
como Turkey Konb, El Anfiteatro, Charlie-Dog Ridge o el Valle de la Muerte evocan la
intensidad de los combates. La declaración del almirante Nimitz fue válida tanto para la
infantería de marina como para los hombres de Kuribayashi, cuyo cuerpo nunca fue
encontrado. Un valor poco común fue la virtud de los que tomaron parte en la batalla
de Iwo Jima. Los norteamericanos sufrieron 5931 muertos y 17.372 heridos. Se
concedieron 24 medallas de honor. Estados Unidos ocupó la isla de Iwo Jima hasta 1968.
OKINAWA

En los primeros días de 1945, el alto mando norteamericano preparaba el asalto anfibio
a Okinawa, la mayor de las islas de Ryukyu, defendida por el 32 Ejército del general
Mitsuru Ushijima, que se componía de 87.000 soldados y de 31.000 auxiliares, además
del apoyo aéreo de 2.000 aviones de las bases de Japón y de Taiwán (Formosa). Lo
abrupto del terreno, montañoso, y la impenetrabilidad de la jungla, muy tupida,
sirvieron de parapeto a los japoneses, que levantaron defensas y se atrincheraron en las
cuevas a la espera de los marines. Okinawa formaba parte del archipiélago japonés. Los
soldados del Sol Naciente combatían en casa. En la «operación Iceberg», que así se
llamó la invasión, tomaron parte ciento setenta mil soldados norteamericanos, incluidas
la primera, la segunda y la 6ª divisiones de marines y 4 divisiones de infantería del 24
Cuerpo del Ejército con la Quinta División como reserva. En la fase preliminar de la
batalla, la aviación norteamericana pasó la garlopa a Okinawa y destruyó 160 aviones.
La respuesta de los pilotos suicidas no se hizo esperar. Uno de cada 10 camicaces cruzó
la barrera de radar y artillería establecida por los almirantes Mitscher y Turner en torno
a la isla. El «viento divino» hundió 34 barcos y averió otros 368 antes de que la isla
cayera en manos norteamericanas.
Esa desesperación suicida no era para menos: el monstruo norteamericano se
encontraba en el umbral de Japón y amenazaba a su centinela, una fortaleza de poco
más de 100 kilómetros de largo que aseguraba las rutas marítimas con las Indias
orientales y guardaba la parte oriental de China. El almirante Raymond Spruance
quería a toda costa los 4 aeropuertos de Okinawa. Por eso Estados Unidos concentró allí
la flota más poderosa que se recordaba en el Pacífico: 1200 buques. Las fuerzas de asalto
se dividieron tras el desembarco del 1 de abril, que fue de una insólita facilidad, sin
nidos de ametralladora ni fuego de mortero. Se diría que los japoneses se hubieran
evaporado. Este silencio presagiaba lo peor. La feroz resistencia japonesa esperaba en
las barrancas, las cavernas, las laderas de los extinguidos volcanes. Los marines
tomaron el camino del Norte, mientras la infantería se dirigía hacia el Sur. El general
Simón Bolívar Buckner, ex comandante de Alaska, fue elegido para mandar las fuerzas
combinadas que partieron la isla en 2. El Décimo Ejército de Buckner rompió la Línea
Machinato y cercó al general Ushijima en la zona rugosa de la costa oeste y en las viejas
fortificaciones de la Línea Shuri, en el centro. Mientras tanto, los camicaces en oleadas
sucesivas atacaban la flota norteamericana, que estableció una cortina de fuego para
detener a los pilotos suicidas.
Fue aquí, en Okinawa, donde cayó el Yamato, el buque japonés que resistió a las
heridas de la batalla de Leyte. El 9 de abril, el buque símbolo de Japón, avistado por los
aviones de reconocimiento, recibió 23 bombas de gran calibre y torpedos y se fue al
fondo del mar con 3000 tripulantes. Era el final de la flota. En tierra no discurrían mejor
las cosas para Ushijima, que se vio obligado a ceder terreno hasta refugiarse con su 32
Ejército en el sur de la isla. Fue la más dura de las batallas en el Pacífico. Estados Unidos
sufrió 72.000 bajas, incluido el general Buckner, herido mortalmente por una esquirla de
coral al estallar un proyectil japonés muy cerca de su puesto de mando en primera
línea, cuando el 18 de junio, en vísperas de la victoria, seguía el curso de la batalla
desde un promontorio. Las pérdidas japonesas se elevaron a 107.539 muertos entre
soldados y auxiliares civiles, otros 10.755 fueron hechos prisioneros, muchos de ellos
heridos. Perdieron asimismo 7.800 aviones. El general Ushijima resistió hasta el último
aliento: entretuvo a las fuerzas americanas durante una guerra de desgaste en la mitad
sur de la isla con ataques, retiradas y contraataques continuos, sin dejarse rodear.
A la oleada de camicaces siguió la oleada de suicidios. La batalla se endureció a
medida que los norteamericanos se acercaban a Japón. El número de bajas tan sólo en
Okinawa presagiaba lo peor para el asalto final. ¿Cuántos hombres costaría la conquista
total de Japón?
En eso pensaba el presidente Roosevelt cuando, el 12 de abril en Palm Springs,
estado de Georgia, posaba ante un acuarelista que le hacía un retrato. A las 13.15 horas,
cerró los ojos y dijo en voz baja: «Tengo un terrible dolor de cabeza», y cayó
desvanecido. Al llegar a la cabecera del enfermo, el doctor James Paullin lo encontró
«bañado en sudor frío, gris como la ceniza y respirando con dificultad». Apenas tenía
pulso, y poco a poco desaparecieron las constantes vitales. El corazón dejó de latir. El
doctor Paullin le administró al presidente una inyección de adrenalina intracardíaca,
pero todo fue inútil. Franklin Delano Roosevelt murió a los 63 años de hemorragia
cerebral. La enfermedad que le perseguía desde hacía años y la tremenda
responsabilidad del peso de la guerra acabaron con la vida del 32ª presidente de
Estados Unidos: un poco más y hubiera asistido al triunfo final de sus ejércitos, que
incluyeron el nombre de Roosevelt en la lista de bajas del 13 de abril.
La inesperada desaparición del presidente llevó la consternación al mundo aliado y
provocó las lágrimas de sus compatriotas. Nunca se vio en Washington un funeral tan
concurrido. Otras exequias fúnebres se celebraron en el mundo libre, incluida una misa
de difuntos que presidió el general De Gaulle en la catedral parisina de Notre Dame. El
presidente norteamericano, algo rencoroso y testarudo, distinguía a De Gaulle en la lista
de los enemigos íntimos. Fue un buen presidente. Todos reconocieron en él al campeón
de las libertades frente a los totalitarismos. Los nazis vieron en su muerte un buen
signo: todavía era tiempo para que la derrota se tornara en victoria. El jefe del
Ministerio de Propaganda, Goebbels, telefoneó a Hitler para darle jubiloso la noticia:
«Führer, Dios no nos ha abandonado. Dos veces le he salvado de asesinos salvajes. La
muerte que le enviaron en 1939 y 1944 se ha llevado ahora a su más peligroso enemigo.
Es un milagro». Estaba escrito en las estrellas. El nuevo primer ministro japonés Suzuki,
que quizás albergaba esperanzas de un acuerdo de paz, presentó sus condolencias en
plena batalla por Okinawa al Gobierno norteamericano. Los militaristas del nippon
banzai cambiaron la última frase pronunciada por el presidente de «Tengo un terrible
dolor de cabeza» por «He cometido una terrible equivocación». El diario de Tokio
Mainichi Shimbun tituló: «Ha sido un castigo del cielo».
En aguas de Okinawa, a bordo de la flota norteamericana, los altavoces anunciaron
la noticia al atardecer del día 13: «Atención, atención. El presidente Roosevelt ha
muerto. Repetimos, nuestro comandante en jefe, el presidente Roosevelt ha muerto».
Fue tal la incredulidad con la que fue recibida que el almirante Turner se vio obligado a
emitir un comunicado oficial. ¿Pediría el sucesor de Roosevelt, Truman, la rendición
incondicional de Japón? Los japoneses aprovecharon el fallecimiento de Roosevelt para
relacionarlo con la suerte de los marines y los soldados del ejército. Hicieron imprimir
octavillas en las que se leía: «Os habéis quedado huérfanos en la isla. La tragedia
americana ha llegado a Okinawa». En realidad, era la tragedia japonesa la que
descendía sobre la fortaleza. El 17 de junio, las fuerzas del «Sol Naciente», ya en «Sol
Poniente», llegaban al límite. Entre el olor a muerto y humo los soldados del 32 Ejército,
encerrados en sus cuevas, reñían entre ellos, se peleaban como salvajes por la última
porción de comida y disparaban sobre los civiles. Se habían vuelto locos en la isla de la
muerte.
El general Ushijima, educado y cortés, no perdió el sentido del humor. Al amanecer
del 22 de junio pidió a su barbero que le cortara el pelo. «Soy una máquina giratoria», le
dijo al barbero cuando éste le pelaba de parte a parte. Tan sólo le quedaban unas
rodajas de piña, que compartió con los que se encontraban con él. Después, su jefe de
Estado Mayor, el teniente general Cho, tendió una sábana blanca, el símbolo de duelo
en Asia, a la puerta de la cueva. La resistencia, salvo un fuego esporádico, había cesado
casi por completo. Los dos generales, Ushijima y Cho, se colocaron al lado uno del otro.
El jefe de las fuerzas japonesas de Okinawa, arrodillado con su uniforme de gala y una
ringlera de condecoraciones sobre el pecho, se abrió el vientre según mandaba el código
samurai. El sargento Fujita seccionó el cuello a ambos oficiales de un golpe seco de
sable. La avanzadilla norteamericana se hallaba a cien metros del lugar del sacrificio. La
sangre de otros suicidios rituales corrió por la isla. «Esa misma tarde, en los cuarteles
del Décimo Ejército cerca del aeropuerto de Kadena, los hombres formaron ante la
banda que tocaba The Star-Spangled Banner (La bandera sembrada de estrellas) —
escribió John Toland—. Y la guardia izó la bandera». Las bajas estadounidenses fueron
terribles: 7.613 muertos y desaparecidos y 31.087 heridos.
El desembarco en Okinawa lo contó para una cadena de periódicos el mejor
corresponsal de guerra de todos los frentes, el pequeño, calvo y retraído Ernie Pyle
junto con mi admirada Martha Gellhorn, la tercera esposa de Hemingway: «Estamos en
Okinawa una hora y media después de la “Hora H” sin que nos hayan disparado y sin
que nos hayamos mojado los pies». Poco después, Ernie formaba parte de la primera
oleada de soldados que desembarcaron en le Shima, una isla ovalada de 7 kilómetros de
largo. Como se prolongaba la toma de Okinawa, el corresponsal, de 44 años y amigo de
los marines, los dejó por unos días para asistir al ataque de le Shima. A las ocho de la
mañana, después del bombardeo naval, los Gis (Government Issue) subían por las dunas
hacia el aeropuerto. El periodista, que informó desde los frentes de Europa, Africa del
Norte y el Pacífico, viajaba en el jeep de un comandante de regimiento, cuando una
ráfaga de ametralladora le destrozó el cráneo. Ernie Pyle fue enterrado en la orilla de la
carretera: «En este lugar —dice la lápida— la 77 División de Infantería perdió a su
camarada Ernie Pyle, 18 de abril de 1945». En Okinawa, los marines lloraron por su
periodista favorito. «Es injusto que un hombre tan grande —dijo un sargento— haya
muerto en una isla tan pequeña».
Nadie contó la guerra como Ernie salvo Martha Gellhorn, en otro estilo. No le
interesaban los comentarios generales ni los toques editorializantes, lo que él quería era
estar allí en primera línea, al lado de «sus» marines y escuchar sus relatos, sus miedos,
sus alegrías y sus cobardías, sus actos heroicos y sus pequeños dramas.
Ernie Pyle se sentía cansado cuando llegó al frente de Sicilia. «Estoy terriblemente
cansado de la guerra y de escribir sobre ella. No encuentro nada nuevo que decir, es
como ver la misma película una y otra vez. La guerra se complica y confunde en mi
cerebro: sobre todo en los días tristes —escribió a su mujer Jerry—. Es casi imposible
creer en tanta carnicería y tanta miseria; y la posguerra se me aparece lóbrega y
patética». En su macuto, los soldados de le Shima encontraron un collar de perlas de
mar y unas notas para un artículo titulado «Sobre la victoria en Europa» que pensaba
publicar en cuanto Alemania se rindiera. Faltaban 20 días para la capitulación. En ese
borrador, el reportero de Indiana escribió: «Muertos en masa, en un país después de
otro, mes tras mes, año tras año. Muertos en invierno y en verano. Muertos en
promiscuidad tan familiar que se hacen monótonos. Muertos en tan infinita
monstruosidad que llegas casi a odiarlos».
«Hay cosas —añadía Pyle— que no te planteas desde tu casa, ni siquiera necesitas
comprenderlas. Desde tu casa son como columnas de figuras. O se da el caso de un
vecino que se fue a la guerra para no volver. No necesitas verlo pálido y grotesco,
tendido sobre una carretera de grava en Francia. Yo en cambio lo vi. Lo vi y a miles de
otros más. Esa es la diferencia».
Estuvo con los marines en el paso de Kasserin en Túnez, cuando Rommel los forzó a
la retirada, en la invasión de Normandía y en las islas del Pacífico. Le interesaban los
héroes anónimos. Resistió la guerra, que odiaba, con la ayuda del alcohol. Desde
Caserta, al norte de Nápoles, escribió a su mujer: «Ha empezado el largo y miserable
invierno. Mañana a esta hora habré llegado a primera línea de fuego. A veces siento que
no me quedan fuerzas, pero ya que estoy aquí daré el paso».
«La guerra es dura en Italia —escribió Ernie Pyle—. Los dos, la tierra y el tiempo,
están en contra nuestra. Llueve y llueve. Los fértiles valles aparecen cubiertos de cieno.
Todos estamos impacientes por llegar a Roma». En la campaña italiana, Ernie, que logró
lo imposible: tener contentos a los militares, a los soldados, a sus editores y a sus
lectores, y, lo que es más asombroso, hasta a sus compañeros de trabajo, transmitió una
de sus más memorables crónicas: al capitán Waskow, tan querido por sus hombres, lo
bajaban de la montaña muerto a lomos de una mula. «Maldita guerra», exclamó un
soldado al ver el cadáver. Eso es lo que había escrito Ernie desde el principio: malditas
guerras, incluso las buenas.
Desde Sicilia, casi todos los caminos llevaban a Roma.
Capítulo trece

2.191 días

«La victoria corre en socorro de la victoria», dice un viejo refrán de los franceses. Los
aliados debían explotar los éxitos del norte de Africa en el lugar natural, el sur de
Europa. En la conferencia de Casablanca (enero de 1943) se decidió separar a Italia de la
guerra. «El colapso de Italia producirá un escalofrío de soledad en el pueblo alemán. Puede ser el
principio del fin», auguró Churchill.
Los aliados vieron otras ventajas en la eliminación de Italia del escenario de la
guerra: su efecto se haría sentir en la Península Balcánica. Si Alemania retiraba sus
considerables fuerzas y sus 25 divisiones de los Balcanes, debería recurrir a las que tenía
en Rusia para llenar el vacío. Era la hora de abrir un nuevo frente para aliviar a los
soviéticos. En Casablanca se tomó la decisión de invadir Sicilia. ¿Y después, qué,
dónde? Los aliados no se ponían de acuerdo en este punto. ¿Cuál sería el plan que
seguiría a la «operación Husky», la conquista de Sicilia? Churchill, que visitó
Washington para aunar voluntades y programas de lucha, pidió al general Marshall que
le acompañase a Argel para hablar con Eisenhower.
Los británicos, que sufrieron fuertes bajas en los combates en las arenas
norteafricanas, disfrutaban de la ventaja moral en la hora de las decisiones. Contaban
con tropas 3 veces superiores en número a las norteamericanas en el área, con 4 veces
más de buques de guerra y más o menos con el mismo número de aviones. A pesar de
todo, habían aceptado a un norteamericano como comandante en jefe (Eisenhower) y
seguido la política de Estados Unidos. «No hay pueblo que responda con mayor
espontaneidad al juego limpio —aseguró Churchill—. Si tratas bien a un norteamericano, él
querrá tratarte aún mejor». Desde el primer momento, Eisenhower afirmó que si Sicilia
caía, cruzaría pronto los estrechos para entrar en Italia. El comandante Bill Fairchild,
que acompañaba a Churchill en su visita a Argel, cuenta que surgieron algunas
diferencias entre las distintas armas sobre el papel que deberían desempeñar en las
operaciones que se avecinaban. La armada británica no se mostró de acuerdo con el
trabajo que se le asignaba. Un marino de altos vuelos se quejó a Churchill en ese
sentido. «Con todos los respetos —le dijo al primer ministro—, no creo que el papel que se le
ha asignado a la armada esté de acuerdo con la tradición». A lo que Churchill le contestó:
«Almirante, ¿se ha preguntado usted cuáles son las tradiciones de la armada británica?». Antes
de que el almirante pudiera responder, Churchill tomó la iniciativa: «Le voy a decir cuáles
son esos hábitos: la ginebra, las mujeres y el látigo».
En Argel y Túnez, en los cuarteles generales aliados, se respiraba el aire de la
victoria: los soldados querían más. Habían descansado en las playas y, cicatrizadas sus
heridas, deseaban dar el salto al continente. Churchill les habló en los anfiteatros
romanos cerca de Cartago, sobre el mismo escenario en el que combatieron los
gladiadores con sus redes y sus tridentes, donde se escuchó el grito de las vírgenes
cristianas mientras las devoraban los leones: «Yo no soy un león, y desde luego no soy
virgen», dijo con humor a sus hombres.
Los servicios secretos alemanes le habían preparado una trampa. Los agentes en
Lisboa descubrieron la salida en un avión comercial de un hombre grueso que fumaba
un enorme cigarro habano y parecía Churchill. Poco después del despegue, un caza
alemán interceptó al avión y lo destruyó con facilidad. Entre los 14 pasajeros muertos se
contaba uno muy famoso: el actor cinematográfico Leslie Howard, el de Pimpinela
Escarlata y Lo que el viento se llevó. Alfred Chenhalls era un músico aficionado y contable
de profesión al que los agentes alemanes confundieron con Churchill.
«Dentro de muy poco —afirmó el primer ministro—, la nación alemana se va a quedar
sola en Europa, rodeada por un enfurecido mundo en armas». Todo estaba preparado para el
desembarco en las playas sicilianas. «¿Has visto alguna vez a un cordero convertirse en lobo?
—le preguntó 3 años antes Benito Mussolini a su yerno el conde Ciano—. La italiana es
una raza de corderos. No bastan 18 años para cambiarla, se necesitan 180 o quizá 180 siglos». El
pastor se iba a encontrar muy pronto en dificultades: el lobo se acercaba a las costas de
Sicilia.

DESEMBARCO EN SICILIA

Los centinelas italianos se iban a tener que restregar los ojos para comprobar que esa
fuerza que se acercaba no era un espejismo, sino tres mil barcos, con grandes
portaaviones, 160.000 hombres con 14.000 vehículos, 600 tanques y 800 cañones. El 3 de
julio, los bombarderos aliados iniciaron su tarea de demolición de la fuerza aérea
enemiga y sus instalaciones. Al cabo de seis días, sólo quedaban en el aire aviones
aliados. El desembarco se llevó a cabo el día 9. Fue como unas maniobras poco más o
menos. Cantaban las chicharras cuando los aliados pusieron pie en las playas. Los
sicilianos estaban, como el resto de los italianos, hartos de Mussolini, de la guerra y de
los alemanes, que tenían al mariscal Kesselring como jefe único. 405.000 hombres entre
italianos y alemanes reunió el mariscal bajo su mando. El Séptimo Ejército
norteamericano y el Octavo Ejército británico, el primero con seis divisiones y el
segundo con siete, incluidas las canadienses, formaban parte de la primera oleada.
«Ike». Eisenhower era su comandante en jefe y el general británico Alexander su 2º de a
bordo. Entre los nombres conocidos que se dieron cita para el desembarco en Sicilia hay
que apuntar los de Montgomery, Patton o el almirante Browne Cunningham.
En contra de lo que se piensa, el desembarco en Sicilia fue «una operación arriesgada y
llena de incertidumbre», como señaló Liddell Hart. El gran error de Hitler y Mussolini fue
el de tratar de salvar la cara en Africa. Perdieron en el escenario norteafricano y
perdieron en Sicilia. No enviaron a Rommel los refuerzos que necesitaba cuando le
hicieron falta y tenía el viento de popa, y entregaron cientos de miles de sus soldados a
la rendición en Túnez. ¿Qué hubiera sucedido de haber sido trasladadas esas tropas
italo-alemanas al sur de la península? Hitler sospechaba que la ofensiva aliada llegaría a
través de España y Portugal o Grecia. Desde luego, en una primera fase, el paso de los
ejércitos aliados lo esperaba en Cerdeña y no en Sicilia. Mussolini acertó en el
pronóstico: desembarcarían en Sicilia.
Para confundir al Eje, los servicios de información británicos se sirvieron, entre
otras, de una estratagema consistente en lanzar, desde Gibraltar hacia las costas del
Golfo de Cádiz, a un cadáver que llevaba en sus bolsillos documentos con los planes
«secretos» aliados para un desembarco en Cerdeña. Fue «el hombre que nunca existió».
La policía española se apresuró a entregar la documentación a los agentes alemanes:
Hiüer se tragó el anzuelo. El resultado fue que los alemanes dispersaron sus fuerzas. El
desembarco en Sicilia no resultó, pese a todo, una maravilla.
Mussolini temía caer bajo el control de las fuerzas alemanas. Su orgullo le impedía
solicitar el número de divisiones que le hubieran permitido hacerse fuerte en el flanco
meridional. Nunca quiso reconocer el estado calamitoso en que se encontraba su
ejército, cansado de pelear y con nulo espíritu de combate. Pretendió defender Italia con
los italianos. Nunca aceptaría que un mariscal o general alemán se hiciera cargo de sus
divisiones. Poco a poco, su plana mayor le convenció de la necesidad de contar con más
ayuda alemana, ya que las fuerzas armadas italianas se venían abajo. Pero cuando el
Duce se mostró dispuesto a recibir esa ayuda suplementaria, Hitler cambió de idea:
empezaba a no fiarse de las intenciones italianas, temía que destituyeran a Mussolini,
como así ocurrió.
Hitler tenía demasiados frentes por cubrir. El descubrimiento en España del cuerpo
del «hombre que nunca existió», con una carta al general Nye en la que daba cuenta de
los (falsos) objetivos reales de los aliados —desembarco en Cerdeña y Grecia—, no
modificó la opinión de Mussolini y del mariscal Kesselring. Siguieron creyendo que
sería en Sicilia, pero a Hitler le impresionó el descubrimiento del cadáver con los planos
en la costa sur de España: confiaba demasiado en su proverbial intuición. La idea de un
desembarco en Cerdeña no era descabellada. Desde ella podrían saltar a Córcega y a las
costas francesas e italianas del continente.
Tras analizar las ventajas, los jefes aliados del Estado Mayor conjunto apostaron por
Sicilia por tres motivos: 1) Garantizaría las líneas de comunicación en el Mediterráneo.
2) Reduciría la presión alemana sobre el frente ruso. 3) Intensificaría la presión sobre
Italia. Churchill sabía que la prisa era un factor esencial. Por eso, en Casablanca, el
primer ministro, «ese semiamericano, borrachín y judaico», como le llamó Hitler en su
testamento en el «búnquer» de Berlín, insistió en que la fecha debía fijarse en junio.
Churchill pensaba que el retraso aliado podría permitir la ocupación, por parte de los
ejércitos soviéticos, de la parte del león en la Europa oriental. El primer objetivo de la
«operación Husky» era la pequeña isla de Pantelaria, situada ente Túnez y Sicilia. La
preparación artillera y los bombardeos sobre la isla hicieron milagros: la guarnición se
rindió antes de que los lanchones de desembarco tocaran sus playas. Sólo se registró
una baja: un soldado resultó mordido por una mula. Pantelaria arrastró en su caída a
otras dos islas, las de Lampedusa y Linosa. Los aliados tenían despejado el camino del
mar.
Para no descubrir sus intenciones reales, los aliados bombardearon Sicilia, pero
también Cerdeña y Grecia. Cuando el 9 de julio de 1943 las nuevas lanchas de
desembarco, las DUKW y las LST (landing shop tanks), que tan buen juego darían más
tarde en las playas del Pacífico, se acercaban a Sicilia, las guarniciones italianas
dormían. Se había dicho tantas veces y durante tantos meses que venía el lobo que,
cuando llegó, los soldados italianos no se encontraban en estado de alerta. Estaban mal
equipados, el rancho era insuficiente. Por eso, cuando los aliados desembarcaron fueron
recibidos con muestras de amistad por la población civil, con vino chianti y rosas. Los
italianos alzaron las manos y se entregaron o echaron a correr vestidos ya de paisano.
Pasada la débil barrera italiana quedaba la división Hermann Goering. Esta sí se
mostraba dispuesta a luchar. La había enviado Hitler para reforzar el dispositivo. Sus
blindados esperaban a la primera división norteamericana. Las llanuras de Gela se
cubrieron de panzer. Los Mark IV de veintiséis toneladas lo arrollaban todo a su paso.
Los británicos tomaron posiciones en las trincheras. El contraataque alemán fue muy
vigoroso. Sus carros Tigre se abrieron paso con facilidad. Desde el mar, los cañones
pulverizaron a parte de las unidades blindadas de la División Goering. Los alemanes,
que se habían servido del Etna como observatorio para vigilar los movimientos de las
tropas aliadas, se retiraron hacia el volcán. Tenían la intención de no moverse de allí.
Como les sucedería a los japoneses en la última fase de la guerra del Pacífico, los
alemanes pasaron de la ofensiva a la defensiva y dejaron la iniciativa al enemigo. Les
atacaron desde el Este y el Oeste. Al cabo de un tiempo, los aliados desembarcaron un
total de 478.000 soldados: 250.000 británicos y 228.000 norteamericanos. En el aire no
había color. Los aliados contaban con 4.000 aparatos por los 1.500 de alemanes e
italianos. El de la División Goering fue el único contraataque serio al que debieron
enfrentarse británicos y norteamericanos. Era difícil de creer, para los que conocían el
Mediterráneo, que extensas formaciones de barcos pudieran echar el ancla enfrente de
la costa sin ningún problema, como apuntó el almirante Cunningham. Los suministros
estaban asegurados. Los italianos se rendían en masa. Los alemanes escaparon por el
Estrecho de Messina.

EL SOPAPO DE PATTON

En líneas generales, la campaña discurrió bien para los aliados. Sólo que Montgomery
tomó una discutible decisión al dividir sus fuerzas, enfrentado al mando
norteamericano. En otro incidente, el iracundo general Patton sopapeó a un soldado
enfermo y abatido moralmente con el que se cruzó en un hospital de campaña.
Montgomery y Patton eran dos generales con ideas propias. La férrea disciplina no iba
con ellos. George S. Patton era hombre de cóleras repentinas. Magnífico soldado pero
imprevisible, inmaduro y lleno de vanagloria; un elefante en una cacharrería, como
demostró en su visita al hospital siciliano. A Patton le ponía enfermo visitar los
hospitales de campaña en la retaguardia. Siempre prefería ver a los enfermos en línea
de fuego, salvo a los que no pudieran tenerse en pie. Al cruzarse con un soldado en los
pasillos del hospital y responderle éste que se sentía «mal de los nervios», le arreó una
bofetada que dejó estupefactos a los médicos y enfermeras, que tuvieron que intervenir
para que Patton no se ensañara con su paciente. El general de blindados desconocía el
cuadro clínico de los 2 soldados con los que se tropezó. Según los médicos, uno de ellos
se encontraba muy enfermo, con una temperatura que superaba los 39 grados. Patton
salió de allí echando pestes contra los cobardes que se refugiaban en las enfermerías
para rehuir el combate.
La bofetada de Patton resonó en los cuartos de banderas, redacciones y hogares de
Estados Unidos como un pistoletazo en medio de un concierto. ¿Quién podía dominar
aquella fuerza de la naturaleza? Eisenhower, que le estimaba mucho, hubo de aplicarle
un correctivo. Un manso y arrepentido Patton se presentó en el hospital siciliano para
pedir disculpas a los enfermos, los médicos y las enfermeras; además de escribir una
carta llena de humildad y propósitos de enmienda. ¿Enmienda? Ya no hubo más
bofetadas, pero el héroe de las batallas de carros esparció sus opiniones al tresbolillo
sobre lo divino y lo humano. Dijo que Gran Bretaña y Estados Unidos estaban
destinados a gobernar el mundo y que el partido nazi era más o menos como el Partido
Republicano estadounidense. George S. Patton falleció en Alemania el 21 de diciembre
de 1945, después de un accidente de tráfico, cuando el coche en el que viajaba chocó
contra un camión militar; contaba sesenta años. Lo enterraron en un cementerio militar
de Estados Unidos al lado de sus soldados, «cuyo afecto conquistó aquel jefe sagaz», en
palabras de Eisenhower.
Ante el comportamiento errático de algunos jefes militares, el general Ornar Bradley
subió posiciones en el escalafón. La campaña de Sicilia provocó dos consecuencias
inmediatas: por un lado, los alemanes se vieron obligados a distraer fuerzas del frente
oriental para enviarlas a Italia y los Balcanes; por otro lado, comprendieron de una vez
por todas que los italianos eran aliados inservibles por su baja moral de combate. Los
aliados bombardearon las ciudades italianas. Los Gis eran recibidos como liberadores.
Fue el golpe de gracia contra el régimen tambaleante de Benito Mussolini. «Las
divisiones italianas —escribió el general Alexander, segundo de Eisenhower— se
desintegraron sin disparar un solo tiro». Bandera blanca en las ciudades. Los alemanes
se quedaban solos. Antes de que cayera el Duce, traicionado desde dentro del sistema,
Hitler ya había pensado en hacerse con el control de Italia y las zonas dominadas por
los fascistas en Francia, Yugoslavia, Grecia y Albania.

LA CAÍDA DEL DUCE

Mussolini, enrabietado, persistía en ofrecer una imagen de independencia y autonomía.


El desembarco aliado le puso al borde de la histeria, lo mismo que a Hitler. En su
consejo de guerra del 17 de julio, el Führer tomó medidas draconianas: «Sólo medidas
bárbaras como las que adoptaron los franceses en 1917 o Stalin en 1941 pueden salvar a
la nación. Hay que crear tribunales marciales en Italia para que podamos deshacernos
de elementos indeseables». En su testamento, Hitler lamentó no haber utilizado los
métodos de Stalin. Mussolini no sabía lo que pasaba, y eso era lo que le pasaba. Era
incapaz de comprender una situación que se le escapaba de las manos. Hitler acudió a
Rimini para inyectar ánimos a su aliado. Sabía que su pronóstico, la caída del Duce,
estaba a punto de cumplirse. El Gran Consejo Fascista conspiró, buscó una solución al
callejón sin salida. El César de cartón piedra perdió su arrogancia y sus sueños de
gloria. Estaba cada vez más en manos de los alemanes. Volvería a Roma justo a tiempo
para presenciar el primer bombardeo aliado contra la Ciudad Eterna a la luz del día. A
su regreso a Berlín, Hitler puso en marcha la «operación Alarico», más tarde llamada en
código «Achse». (Eje), de ocupación de las zonas italianas y las cordilleras alpinas. Era
una humillación para el Duce, que se había quedado sin ejército y sin país. Las fuerzas
que Hitler guardaba para enviar a España y Portugal, en el caso de que el desembarco
aliado se produjera en la Península Ibérica, se desviaron a la «operación Eje» en
territorio italiano. Italia se dividió en tres corrientes: los que eran partidarios de la
resistencia numantina, encabezados por el inflexible doctrinario fascista Roberto
Farinacci; los mussolinianos, que pensaban que el Duce mandaba todavía, aunque
convenía arrebatarle las competencias militares; y la corte de Víctor Manuel III y los
jefes militares de su confianza, que veían llegado el momento de buscar una solución al
drama italiano: la destitución del Duce y la salida de la guerra.
La incapacidad de las fuerzas italo-alemanas para frenar la ofensiva aliada sobre
Italia no hizo sino precipitar la caída del Duce. El Gran Consejo Fascista se reunió por
vez primera desde octubre de 1939, después de tres años y medio de guerra. El 25 de
julio de 1943, la moción de censura apartó del poder a Benito Mussolini por diecinueve
votos contra ocho. El rey Víctor Manuel lo llamó a palacio: «Mi querido Duce, Italia está
hecha pedazos, los soldados se niegan a combatir. En este momento, usted es el hombre
más odiado de Italia». El hombre al que todo el país había adulado durante años se
negaba a reconocer su situación de desventaja y derrota. «Es una decisión muy grave»,
acertó a decir. No daría batalla. Había perdido la jactancia y hasta el temperamento. Ni
siquiera luchó por que el rey cambiase de idea. No le quedaban voluntad ni
argumentos. Al abandonar el palacio real fue detenido por un capitán de carabineros
que le trasladó a una ambulancia y lo encerró en un cuartel.
Hitler recibió con aplomo la noticia de la destitución de su aliado. No le sorprendía
nada. Su legendaria intuición le permitió leer aquel derrumbamiento en su bola de
cristal. «Estaba escrito en las estrellas», que diría Goebbels. El Führer nunca se
equivocaba. Ahora, reunido con sus generales, les anticipó acontecimientos y los
siguientes pasos: «Es claro que los traidores italianos van a confirmarnos su lealtad. Es
una traición. Aunque ese tal mariscal Badoglio declare a continuación que la guerra
sigue, no cambiará nada. Es lo que tienen que decir. Les vamos a seguir el juego
mientras nos preparamos para tomar Italia de un golpe».
Pietro Badoglio fue el nuevo jefe de un Gobierno de burócratas y militares bajo la
protección de su majestad. Terminaban más de 2 décadas de fascismo. En medio de la
hecatombe, el partido fascista se evaporó como el humo. Hitler, que seguía con
preocupación el desarrollo en Ucrania de la más grande batalla de tanques de la
historia, en Kursk, acertó en sus cálculos sobre las intenciones de Badoglio, que no
podía enfrentarse solo a los alemanes. Tenía un pie en lado alemán y el otro en el aliado
e iba a vivir una procesión de dudas, marchas atrás y titubeos. El Führer tomó
decisiones de acuerdo con lo que calculaba que iba a hacer Badoglio: rescató a
Mussolini, ocupó Roma y restauró el régimen fascista; secuestró al rey y a sus
consejeros, puso Italia bajo su bota y destruyó la flota italiana. Creía que le quedaban
tan sólo horas para poner su plan en movimiento. La verdad era que le quedaban días e
incluso semanas, porque las conversaciones secretas de paz entre Badoglio y los aliados
se habían abierto en la ciudad neutral de Lisboa. El general Bedell Smith viajó a
Portugal para entrevistarse con el general Castellano.
El general Bedell Smith llegó a Lisboa disfrazado y con un falso pasaporte británico
que le acreditaba como un comerciante de Londres. Todas las precauciones eran pocas,
porque Lisboa, igual que Madrid, era un nido de espías, sobre todo alemanes. Badoglio
vaciló entre someterse a la nibelúngica venganza de los alemanes o rendirse a los
aliados. La entrevista entre Bedell Smith y Castellano no condujo a nada. Mientras
tanto, Sicilia quedó limpia de alemanes. El general Alexander le envió un telegrama a
Churchill: «A las diez de esta mañana, 17 de agosto de 1943, el último soldado alemán
ha huido de Sicilia. Toda la isla está en nuestras manos». El general Castellano se reunió
con Smith en un olivar cerca de Siracusa. El armisticio se firmó allí el 3 de septiembre.
El general Castellano se perdió el espectáculo. Había movimiento de barcos en el
estrecho de Messina. Al atardecer, el Octavo Ejército, el mismo que derrotó a Rommel
en El Alamein, desembarcaba en el tacón de la bota italiana. En el cuarto aniversario del
estallido de la guerra, puso el pie en la Europa continental. El general Montgomery,
narcisista y cascarrabias, estaba al mando del Octavo Ejército. «Si la dirección y la
organización del desembarco en Sicilia fueron malas —aseguró el insatisfecho
“Monty”—, la forma en que se ha llevado después la campaña es todavía peor». En
efecto, hubo fallos de coordinación entre la «operación Baytown», el salto de «Monty» a
Calabria y la «operación Avalancha», el descenso del Quinto Ejército a Salerno.
Montgomery envió un par de mensajes al general Alexander: «Recibí el 30 de agosto la
orden de invadir el continente europeo. En ausencia de informaciones en sentido
contrario, debo creer que el enemigo presentará alguna resistencia». Ninguna, ninguna
resistencia. Los italianos no eran ya problema. Pero Montgomery era un estratega
prudente, demasiado cauto. Los dos desembarcos, el de Montgomery y el
norteamericano que dirigió un general sin experiencia, Mark Clark, discurrieron cada
uno por su lado, sin coordinación. El Octavo Ejército llegó al continente para cruzarse
de brazos. «Monty», para exasperación de Churchill, se dedicó a reforzar sus posiciones,
a fortificar la cabeza de playa y a almacenar provisiones. ¿Quién desautoriza a un
general con tan alto concepto de sí mismo? Desde luego, ni Alexander ni su defensor
Alan Brooke lo hicieron. En lugar de proseguir su marcha hacia el norte, Montgomery
vivaqueó en su zona de desembarco y esperó el resultado del que los norteamericanos
iban a llevar a cabo en Salerno.
El nuevo Gobierno italiano dudaba a la hora de anunciar el armisticio. Temía por las
consecuencias que pudiera tener sobre Roma, en el mismo momento en el que los
aliados se preparaban para enviar sus tropas de asalto a Salerno. Eisenhower había
pensado en lanzar a sus paracaidistas sobre Roma. El general Maxwell Taylor, al que
conocí a mediados de los años sesenta en Vietnam, fue enviado a entrevistarse con
Pietro Badoglio para fijar un calendario de las operaciones. «Salí de Palermo en medio
de la noche y a bordo de una lancha PT británica, acompañado del coronel Gardner —
recordó Taylor—. Al amanecer nos reunimos con una corbeta italiana al norte de
Palermo y nos dirigimos por el mar Tirreno hacia el puerto de Gaeta, situado entre
Ñapóles y Roma. Una vez allí, nos llevaron a tierra disfrazados de prisioneros de
guerra. En una ambulancia cruzamos la via Apia y llegamos a Roma al anochecer. Todo
parecía normal en las calles, patrulladas por las tropas alemanas. El coronel Gardner y
yo insistimos en que aunque fuera medianoche nos llevaran hasta el primer ministro
Badoglio. Mantuvimos una larga discusión con él. Por desgracia, mostró la misma
actitud pesimista que sus generales. Subrayó el hecho de que las divisiones italianas se
habían quedado sin munición y sin gasolina y que se hallaban vigiladas de cerca por las
fuerzas alemanas. Por eso se opuso a la operación de lanzamiento de paracaidistas
sobre Roma. Desde la radio clandestina conecté con Argel para recomendar la
cancelación del ataque aerotransportado sobre Roma». Para entonces, octavillas
firmadas por Roosevelt y Churchill habían caído sobre la Ciudad Eterna: «Ha llegado el
momento en que debéis decidir si los italianos tienen que morir por Mussolini e Hitler o
vivir por Italia y para la civilización», concluía el texto.
La noticia de la destitución del Duce por el Gran Consejo Fascista conmocionó a
Italia. La gente salió a la calle para insultar a Mussolini y destrozar sus retratos. Las
negociaciones con Badoglio, que se prolongaron durante más de un mes, fueron un
tiempo precioso que los aliados regalaron a los alemanes. Las tropas de Hitler
consiguieron escapar de Sicilia al continente con sus fuerzas casi intactas. Se ha acusado
al mando aliado no sólo de descoordinación, sino de falta de sentido de la velocidad
ofensiva y de carencia de imaginación para aprovechar las circunstancias favorables. La
caída de Mussolini fue una de ellas.
A pesar de la actitud italiana, al general Eisenhower no le quedaba otro remedio que
seguir con sus planes principales. Mientras «Monty» esperaba refuerzos en la llanura de
Catania, la flota de invasión aliada se dirigía hacia Salerno al amparo de la oscuridad.
Ya en ruta, llegó el anuncio del comandante en jefe sobre el armisticio: «El Gobierno de
Italia —decía Eisenhower— ha rendido incondicionalmente sus fuerzas. Como
comandante en jefe de las fuerzas aliadas, garantizo el armisticio militar cuyos términos
han sido aprobados por los gobiernos del Reino Unido, Estados Unidos y la URSS de
acuerdo con los intereses de las Naciones Unidas. El Gobierno italiano ha firmado el
acuerdo sin ninguna reserva. El armisticio lo han firmado mis representantes y los del
mariscal Badoglio y entra en vigor en este mismo instante». Con tan inesperadas
noticias, las tropas de asalto aliadas se acercaron a Salerno bajo una ilusión de
seguridad.
Durante la noche, los alemanes desarmaron a los italianos. Al anticipar el lugar del
desembarco con los británicos en el flanco izquierdo y los norteamericanos en el
derecho, la Wehrmacht, el ejército alemán, dio la bienvenida a los aliados con fuego a
discreción, un fuego nutrido, graneado, que dejó las orillas cubiertas de sangre. La 16
División Panzer se encontraba en el área. A ella se unieron otras unidades alemanas,
situadas en la vecindad.
El 10 de diciembre, dieciséis divisiones desarmaban a las fuerzas regulares italianas
y rodeaban Roma. Los alemanes eran dueños de gran parte de la nación. El rey Víctor
Manuel y el jefe del Gobierno, Badoglio, habían huido a tiempo y se instalaron en
Brindisi, donde pronto gozarían de la protección del Octavo Ejército de Montgomery.
Los guerrilleros italianos, los partisanos, salieron a la superficie: «Hermanos —decían
en sus proclamas volantes—, después de 39 meses de guerra, de dolor y sufrimiento;
después de 20 años de tiranía e inhumanidad, hoy podemos gritar con entusiasmo por
vuestra llegada. Debemos dar gracias a Dios que nos ha permitido ver este día.
Queremos marchar a vuestro lado hasta el último día. ¡Vivan los aliados! ¡Viva la Italia
libre!». Firmaba el Comité Antifascista de Excombatientes de la Gran Guerra. Ellos
serían los últimos italianos que quedaron en armas.

LA LIBERACIÓN DE MUSSOLINI

Benito Mussolini fue internado en un hotel de los Abruzos, en los Apeninos. Hitler
estaba decidido a sacarlo del hotel Campo Imperatore del Gran Sasso. Para ello pensó
en un joven comandante austríaco que había servido en el regimiento Adolf Hitler de
las SS. Era un «pirata ario» llamado Otto Skorzeny. Sus planeadores llegaron hasta la
estación de montaña en el centro de la península. Eran unos 100 paracaidistas que, tras
sobrevolar el valle, aterrizaron como pudieron a poca distancia del hotel. «Mani in alto!»
(manos arriba) gritaba un sudoroso Skorzeny. Los farabinieri no ofrecieron resistencia.
Mussolini fue liberado sin disparar un solo tiro. «Mi Duce —dijo Skorzeny—, mi Führer
me envía para liberaros. Sois libre». «Sabía que mi amigo no me dejaría abandonado»,
respondió Mussolini mientras abrazaba a Skorzeny.
En los salones del Madrid de la posguerra, Skorzeny, con el rostro surcado por una
cicatriz de guerra, nos contaría su hazaña bélica que ya habíamos leído en sus libros
Vive peligrosamente y Luchamos y perdimos. Otto Skorzeny, que reapareció en la última
ofensiva organizada por Hitler, la de las Ardenas, no tuvo dificultades para llevar a
Mussolini hasta el avión de reconocimiento Fieseler-Storch (cigüeña), que despegó con
dirección a Roma desde un prado cercado en la cumbre más alta de los Apeninos.
«Todo fue vertiginoso —recordó Mussolini—. Ante mí apareció un gigante rubio que
sudaba mucho. Entre la llegada de los planeadores y la entrada de los alemanes en mi
habitación del hotel, no habían pasado ni 4 minutos».
Una vez en libertad, Mussolini anunció la creación de la nueva república fascista-
socialista de Saló, junto al lago Garda, a la que Passolini dedicó una provocadora
película. Esa república sólo existía en la imaginación del Duce. «Yo, Mussolini,
proclamo, vuelvo a tomar el mando del fascismo en Italia. Italianos…». Hacía tiempo
que los italianos no le escuchaban. Una de las primeras órdenes que dictó en su grotesca
y burlesca república de Saló fue la ejecución de su yerno, el ex ministro de Asuntos
Exteriores Galeazzo Ciano, que fue ejecutado en Verona.
Ciano era yerno de Mussolini y Serrano era cuñado de Franco. A Serrano Súñer,
admirador del Duce, le disgustó la orden mussoliniana de fusilar a su yerno. El entonces
ministro de Exteriores español le envió un telegrama de protesta al Duce. «Ciano era un
hombre ligero, no era culto ni tenía una formación moral. Era un vividor, un
aprovechado y se comportó como un cerdo con su suegro Mussolini, pero de ahí a
enviarle al paredón… Ciano era un hombre mediocre, de cultura plebeya, de escasa
educación y con pretensiones exhibicionistas. A nosotros, al final de la guerra, nos
recibió en Nápoles, para que la gente le viera en plan de triunfador desfilando por las
calles». Ciano votó en contra de su suegro en el Gran Consejo Fascista que le apartó del
poder. Una de sus primeras misiones fue la de negociar en junio de 1936 el tratado del
Eje y, más tarde, en 1939, el Pacto de Acero con Hitler, al que se adhirió España. En 1943
se mostró partidario de mantener a Italia al margen de la guerra. El conde Ciano
contribuyó a la historia de la II Guerra con un Diario en el que transcribió con rara
sinceridad sus impresiones sobre la Guerra Civil española, sobre Franco, Mussolini y el
círculo fascista del poder. Fue él quien recogió de labios de Mussolini la opinión de
Hitler sobre Franco, tras las 9 horas de reunión en el vagón de Hendaya: «Antes de
pasar otra vez por una cosa así, preferiría que me sacaran 3 o 4 muelas». Ribbentrop,
que telefoneó a Ciano para expresarle su satisfacción por el encuentro de Hendaya con
la esperanza de que España entrara en guerra, dio su versión sobre su entrevista cuando
tachó a Franco de «ingrato traidor» y a Serrano de «jesuíta». En la entrevista de
Hendaya —el almirante Canaris le advirtió a su Führer que no le gustaría Franco—,
Hitler tenía en la cabeza otras preocupaciones que las desmesuradas peticiones del
Caudillo, tan orgulloso y obsesionado con su joya de la corona del Marruecos español.
La propaganda franquista situó al Caudillo como un héroe en Hendaya. En realidad
firmó un protocolo por el que España se comprometía más o menos vagamente a entrar
en la guerra al lado del eje. El tiempo corrió a favor de Franco y la paupérrima España.
Fuera por la astucia de unos (Franco y Serrano) o por los enfados de Hitler, que no
podía dar lo que se le pedía (Gibraltar, el Marruecos francés, etc.), España se libró de la
guerra. Franco, el africanista, gozó de la baraka, el influjo benéfico de la suerte.
En Salerno, el Quinto Ejército combatió en una dura batalla con las tropas alemanas
de refresco por la posesión de la cabeza de playa. El 12 de septiembre, las unidades
blindadas alemanas se lanzaron a la ofensiva hasta romper las líneas centrales del
perímetro aliado. La artillería naval y las tropas paracaidistas previstas para caer sobre
Roma corrieron en auxilio del Quinto Ejército. Cuando los alemanes estaban a punto de
arrojar al mar a los aliados, intervinieron 2 batallones de artillería de campaña
norteamericana, los 158 y 189, que frenaron el avance del Décimo Ejército. Todo fue
necesario para rechazar al enemigo, hasta una banda militar enviada a defender una
colina que el general Mark Clark bautizó en su honor con el nombre de Pico Pequeño.
La batalla continuó sobre los márgenes del río Calore. Los 2 batallones de artillería
norteamericana dispararon 3650 obuses en aquella jornada, a un ritmo de 8 cañonazos
por minuto. Los alemanes se batieron en retirada para intentarlo al día siguiente en las
alturas de Salerno, sobre posiciones británicas. También fueron rechazados. El 15 de
septiembre, el comandante en jefe alemán Kesselring ordenó el repliegue.
La victoria de Salerno abrió el camino hacia Nápoles. El puerto se rindió el 1 de
octubre. Antes de 2 semanas, los aliados desembarcaron mil toneladas de suministros
diarios a la sombra del Vesubio. Antes de iniciar la retirada, en un acceso de rabia
contra sus antiguos aliados, las tropas alemanas la emprendieron con los edificios
napolitanos, entre ellos los museos: era la política de tierra quemada que Hitler empezó
a predicar cada vez con mayor brutalidad e insistencia a medida que retrocedía en
todos los frentes.
A bordo del buque acorazado Nelson, que vigilaba a la flota italiana en la bahía de La
Valetta en Malta, el mariscal Badoglio firmó la rendición incondicional el 13 de octubre
de 1943; el Gobierno real italiano declaraba la guerra a Alemania. En la primera fase de
la campaña de Italia, los aliados sufrieron bajas ligeras, si se tiene en cuenta lo
arriesgado de la misión: 2721 británicos y 2811 norteamericanos muertos. En total, entre
muertos, heridos y desaparecidos, 22800 bajas. Un precio barato para 2 objetivos de
primera: la caída de Mussolini y la capitulación de Italia. Aún no se podía cantar
victoria. Quedaba el descenso a los infiernos de Dante. Al norte de la línea de batalla, en
la zona alemana de ocupación, los partisanos antifascistas recibieron de Churchill un
mensaje radiado lleno de esperanza: «Los ejércitos de liberación corren en vuestra
ayuda. Tened fe en vuestro futuro. Pegad duro. Marchad junto a nuestros amigos
norteamericanos y británicos en el gran movimiento mundial hacia la libertad, la
justicia y la paz».

LA ABADÍA DE MONTE CASSINO

Sí, pero el avance era lento, desesperante. Italia parecía un terreno adecuado para la
guerra defensiva que los alemanes libraron con brillantez. La campaña fue un tira y
afloja. No sólo supieron aprovechar el terreno, sino que destruyeron todo lo que
pudiera servir al enemigo, desde puentes a líneas de ferrocarril. De pronto, todo se
oponía al avance aliado: las minas, los ríos, las carreteras voladas, el tiempo, la lluvia, el
barro… La metáfora de esa dificultad fue la batalla por el monasterio de Monte Cassino,
un bastión de la Línea Gustav situado en los Apeninos: era el centinela de Roma, la
llave para el camino a la Ciudad Eterna. Construido por San Benito en el año 529, los
lombardos, los sarracenos y los terremotos habían derribado la abadía. Se esperaba una
nueva acometida, la más furiosa de todas. Al final de la cadena de montañas de los
Abruzos, donde se juntaban los valles del Liri y el Rápido, se alzaba el monasterio que
dio fama a la orden benedictina.
La fortaleza cubría todo el pico de la montaña y era una tentación servirse de ella
para la guerra. Los alemanes no lo hicieron. La ciudadela del espíritu, el lugar de la
meditación, la contemplación y la paz se vio envuelta en uno de los combates más
ásperos de todo el conflicto. La batalla empezó el 17 de enero de 1944 con un ataque
británico en el río Garellano: una ofensiva destinada a atraer las reservas alemanas
antes del desembarco en Anzio cerca de Roma. La campaña italiana fue pródiga en
sangre: en 6 semanas, las 8 divisiones del Quinto Ejército sólo pudieron avanzar 11
kilómetros, con una pérdida de 16.000 hombres. Las tropas aliadas tardarían ocho
meses en conquistar Roma y otros ocho antes de que lograsen romper el frente, en las
llanuras del norte de Italia. Hasta el general Clark reconoció que el desembarco en
Salerno, la llamada hiperbólicamente «operación Avalancha», había sido casi un
desastre. Fue sólo el principio de las complicaciones sin cuento. Churchill se
desgañitaba en Londres: «Es un escándalo, la guerra se ha estancado, se han
desperdiciado fuerzas muy necesarias».
La idea consistía en atraer a cinco divisiones alemanas a lo largo de los dieciséis
kilómetros del sector de Cassino y entretenerlas con siete divisiones aliadas, mientras
otros efectivos desembarcaban detrás de las líneas enemigas, en Anzio. Era una
operación clave para dar paso a la «Overlord», el desembarco aliado en el norte de
Francia. «Ike». Eisenhower fue retirado del frente italiano junto con Patton,
Montgomery y Bradley. Harold Alexander quedó al mando de las fuerzas aliadas junto
con el general Clark. Cuando el primer cañonazo fue a dar sobre los muros del
monasterio de Cassino, el 18 de enero, la abadía estaba habitada por el abad, 5 monjes,
un sacerdote, tres familias de campesinos, un sordomudo y, de vez en cuando, por el
jefe del 14 Cuerpo Panzer, el general von Senger und Etterlin, graduado en Oxford,
antinazi, gran soldado y miembro laico de la orden benedictina. Sus hombres esperaban
a las tropas aliadas desde una posición ventajosa: una línea de acero y fuego. Mientras
los británicos intentaban cruzar el Careliano, la 36 División de Texas se situaba en la
orilla del Rápido. Durante 2 días y 2 noches, la 36 División se vio sometida, en aquel río
estrecho y endemoniado, a un nutrido fuego de artillería. Un corresponsal escribió que
aquél había sido el desastre mayor de Estados Unidos después de Pearl Harbor. Ya se
sabe que los corresponsales tienden a llenar sus crónicas de sudor, sangre, lágrimas y
cadáveres. Quizá no era para tanto, pero en la dulce Italia se combatía con un ardor
lleno de primitivismo, como si en aquel río se decidiera el curso de la guerra mundial.
En los versos de Leopardi, el pastor errante de Asia, se preguntaba a gritos «¿Qué haces,
Júpiter, en el cielo?». La 36 División quedó reducida a un regimiento. Sólo el coraje de
los tejanos pudo al fin transformar la matanza en victoria.
El empecinamiento de unos y otros en torno al bombardeado sector de Cassino
permitió el desembarco aliado en las playas de Anzio, poblada de italianos en
vacaciones. Fueron 200 los buques que llevaron las tropas hasta la playa. Dos
divisiones, una norteamericana y otra británica, llegaron hasta un paisaje en calma. En
24 horas iban a poner en tierra 36.000 hombres y 3000 vehículos. Los aliados, eufóricos,
se creían ya en Roma, pero no convenía adelantar acontecimientos. Los alemanes
llevaron, en improvisados esfuerzos de movilización y transporte, tropas de refresco
desde Francia y Yugoslavia. El 30 de enero, ocho divisiones alemanas se desplegaron
ante el perímetro aliado. Lo que siguió tras el ímpetu inicial fue una tremenda guerra de
desgaste en las playas de Anzio y en las laderas de los contrafuertes rocosos de Monte
Cassino. Los últimos kilómetros —Anzio se encuentra a 53 de Roma— serían el
escenario de una lucha encarnizada.
En Anzio no había nada, ni siquiera dunas tras las que poder parapetarse. ¿A quién
se le habría ocurrido elegir aquel lugar desnudo para un desembarco, un cementerio
que pronto se cubriría de cadáveres aliados sin enterrar? Tardarían 4 meses en salir del
atolladero. En Monte Cassino, tropas indias y neozelandesas lograron agarrarse a las
rocas y ocupar posiciones. Era necesario el empujón final porque los alemanes, con sus
piezas de ochenta y ocho milímetros, batían desde la loma 516 el valle y la carretera que
serpenteaba hasta el monasterio. Los aliados, tras advertir a los alemanes de lo que les
esperaba, lanzaron a sus bombarderos el 15 de enero. Al abad Diamare y a sus monjes
tan sólo les quedaba rezar. Quinientas setenta y seis toneladas de explosivos cayeron
sobre la abadía hasta dejarla convertida en humeantes ruinas. Como en un Stalingrado
italiano, las tropas alemanas se atrincheraron en los escombros: defenderían la Línea
Gustav hasta su última sangre. Ni el Décimo Cuerpo británico ni las divisiones indias y
neozelandesas ni un grupo de combate francés al mando del luego mariscal Juin, y con
el que luchó el futuro presidente de Argelia, Ben Bella, pudieron reducir la resistencia
alemana. El papa Pío XII —según escriben algunos historiadores— le concedió permiso
a Eisenhower para destruir el monasterio que los alemanes defendían desde el exterior.
Los aliados redoblaron sus dosis de bombas hasta convertir la zona del monasterio
en un paisaje lunar: una de las más hermosas abadías de Europa quedó hecha trizas.
Después de una semana de dura lucha, el 11 de mayo, el Segundo Cuerpo polaco
conquistó la devastada abadía. Fue el Verdún italiano. Tampoco podía el general
norteamericano Clark enorgullecerse de su intervención en Anzio. Después de la
guerra, para irritación de los ingleses, afirmó que el bombardeo de Monte Cassino había
sido un error. Lo fue sin duda su incapacidad para aprovechar la sorpresa inicial del
desembarco en Anzio, aunque la responsabilidad sobre el terreno fuese del general John
Porter Lucas, hombre apático y terriblemente dubitativo que forzó el semidesastre
aliado. De no haber sido por la bravura de las tropas aliadas, por la superioridad aérea
y porque los servicios de inteligencia lograron descifrar el código alemán que les
permitió conocer sus movimientos de antemano, los hombres de Alexander y Clark no
hubieran podido perforar la Línea Gustav.

LA BATALLA DEL ATLANTICO

A estas alturas, los aliados habían ganado la batalla del Atlántico y la del Mediterráneo.
La ocupación del norte de Africa les permitió la libertad de movimientos en el
Mediterráneo, lo que hizo posible los desembarcos en Sicilia y en el continente sin
temor a las represalias navales del enemigo. La ocupación de la costa occidental de
Marruecos, el control aliado de Dakar (Senegal) y la entrada de Brasil en la guerra, el 22
de agosto de 1942, contribuyeron a reducir el peligro de los submarinos alemanes. En
agosto de 1943, los aliados recibieron permiso de Oliveira Salazar para operar desde las
islas Azores. Hitler estaba de nuevo furioso. Sustituyó al almirante Raeder, incapaz de
desbaratar los desembarcos aliados en el norte de Africa, por el almirante Doenitz. El
nuevo jefe de la armada nazi anunció que se incrementaría la construcción de
submarinos, que en abril de 1944 alcanzó la cifra de 444. En 1942, Alemania tan sólo
perdió un submarino por 60.000 toneladas de buques mercantes aliados. 41 submarinos
alemanes fueron destruidos en mayo de 1943, por 299.428 toneladas de barcos
mercantes aliados, menos de 8.000 toneladas por submarino.
De esta manera, al reducirse el número de los buques mercantes destruidos por los
submarinos alemanes, los aliados pudieron dedicarse a incrementar su flota con vistas
al desembarco en Normandía. El almirante Ramsay logró reunir novecientas treinta y
nueve embarcaciones de todos los tipos. Las pérdidas aliadas en el mar se elevaron a
tan sólo 87.000 toneladas en abril de 1944 y a 27.297 toneladas en mayo. Sin embargo,
los alemanes no se dieron por vencidos. Su flota de superficie desapareció del mapa;
mejoraron las condiciones técnicas de los submarinos, los dotaron del esnorquel, un
nuevo tubo de respiración que permitía la aireación interior y la recarga de las baterías,
con lo que lograron burlar el radar aliado. El último modelo de submarino botado en
sus astilleros, el revolucionario modelo XX, alcanzaba una velocidad de 17 nudos frente
a los 9 de los modelos antiguos. Podía asimismo descender a una mayor profundidad,
300 metros, para escapar a la detección del radar. De nuevo como consecuencia de las
innovaciones bélicas germanas, se incrementó el número de los buques mercantes
aliados hundidos en los primeros meses de 1945. Pero como las bombas V-l y V-2, estas
mejoras técnicas llegaron tarde: la batalla estaba ya decidida. Los aliados debieron hacer
frente a las bombas de control remoto lanzadas desde los bombarderos alemanes, pero
no se quedaron atrás: mejoraron sus cargas de profundidad e inventaron las sonoboyas.
El clímax de las victorias alemanas en la batalla del Atlántico se alcanzó en marzo de
1943: los aliados perdieron 73 barcos. Después del 22 de mayo, tras empezar a sufrir
fuertes pérdidas, los submarinos nazis recibieron la orden de abandonar el Atlántico
Norte. No cejarían en sus operaciones hasta el final de la guerra. Sin embargo, ahora los
buques aliados iban mejor escoltados y habían mejorado sus instrumentos de defensa
antisubmarina. En marzo de 1944 quedó reconocida la superioridad de los navios de
escolta cuando Doenitz transmitió a sus submarinos la orden de romper la formación en
grupos —las «manadas de lobos»— para pasar a operar uno a uno. Al terminar la
guerra habían sido destruidos 784 de los 1.161 submarinos alemanes. La batalla del
Atlántico fue mucho más importante que algunos sonados combates en tierra. 83.000
tripulantes británicos perdieron la vida, 52.000 de la Royal Navy y 31.000 de la marina
mercante. Estados Unidos perdió 48.000 hombres, 38.000 en la armada (sin incluir
20.000 marines) y 10.000 en la marina mercante. Las pérdidas aliadas incluyeron a
10.000 marineros franceses, 6.000 noruegos, 5.000 holandeses, 700 daneses y 600 belgas,
además de un número inferior de yugoslavos, griegos y brasileños. En total, 200.000
hombres murieron en las batallas del mar.
En la conferencia de Casablanca se decidió que el primer objetivo sería el de eliminar
a los submarinos alemanes. Hitler llamó al almirante Raeder a su guarida del lobo.
Raeder, creador de la nueva armada alemana y su comandante en jefe desde 1928, era
sustituido por Doenitz. Hasta entonces, los submarinos alemanes dominaron el mar con
sus torpedos, desde el Atlántico Norte hasta Florida y el Caribe, donde los buscaba en
su yate un escritor llamado Ernest Hemingway. «Cada uno de nosotros —explicó el
teniente alemán Heinz Schaeffer— mirábamos por el periscopio. El barco se hundía ante
nuestros ojos. La demoníaca locura de destrucción, que se hizo ley desde que estalló la
guerra, nos tenía cogidos. ¿Qué podíamos hacer? Mientras tanto, bajaban al agua los
botes salvavidas. No podíamos ayudarles sin correr un serio peligro, en los submarinos
sólo había sitio para sus tripulantes y poco más. El enemigo está bien equipado con
material salvavidas y dentro de poco los hombres del buque cisterna podrán ser
rescatados por un navio de guerra». El submarinista alemán, a un kilómetro de
distancia para asegurarse el tiro, lanzaba a veces sus torpedos, donde hundía el
mercante y salía a la superficie en triunfo.
Abril de 1943 fue el punto de inflexión. El H2S, el radar de onda ultra corta, obligó a
los submarinos alemanes a permanecer sumergidos durante el día, lo que limitó mucho
su actividad. El almirante Doenitz, que fue uno de los confidentes de Hitler y más tarde
su sucesor, fue llamado a capítulo por el Führer. «El Atlántico es mi primera línea de
defensa». El almirante confió a las páginas de su diario: «El enemigo tiene todas las
cartas… El enemigo conoce todos nuestros secretos y nosotros no conocemos ninguno
de los suyos». Al terminar la guerra del Atlántico, el primer ministro Churchill
recordaba aquel peligroso invierno de 1917, cuando los submarinos germanos
estuvieron a punto de poner de rodillas a Gran Bretaña: «La batalla del Atlántico fue el
factor dominante a lo largo de toda la guerra. Ni por un momento podíamos olvidar
que todo lo que ocurriera en otras partes, en el mar, en tierra, en el aire, dependería del
resultado de esa batalla».
El hundimiento del superacorazado alemán Bismarck a 700 millas de la costa
francesa, el 27 de mayo de 1941, fue el principio del fin. Un avión de reconocimiento
Catalina —del equipo militar suministrado por Estados Unidos a los británicos—
descubrió al buque fugitivo. Fueron los aviones del Are Royal británico los que enviaron
sus torpedos contra el Bismarck, que pronto quedó a la deriva. Después, las cerradas
salvas del Rodney y del King George V cayeron sobre el símbolo de la armada nazi, que
escoró a babor y se fue al fondo del Atlántico aureolado de humo, pero con su interior
intacto. El hundimiento del Bismark fue para los alemanes como el del Yamato japonés
en el Pacífico, y señaló el crepúsculo de los dioses arios y de los samurais.

LO PEOR LLEGÓ DESDE EL AIRE

Lo peor, sin embargo, llegó para ellos desde el aire. El 30 de mayo de 1942, la ciudad de
Colonia se convirtió en el conejillo de indias de los bombardeos de alfombra. Mil
cuarenta y siete aviones tomaron parte en el ataque aéreo de la ciudad: las tripulaciones
fueron informadas de que si perdían los objetivos primarios, los de la industria de
guerra extendida por toda Colonia, las casas de los trabajadores y los barrios populares
valdrían también para hacer doblegar a los alemanes. La RAF quiso probar aquel día,
con sus 300 bombarderos pesados —el resto eran aparatos más ligeros—, cómo era
aquello de atacar de forma masiva una ciudad alemana. Fue sólo un símbolo de lo que
vendría después y una primera ocasión de discordia entre los estrategas y tácticos
británicos y americanos. Al haber derrotado a la Luftwaffe durante el día, tras sufrir
serias pérdidas ante los cazas alemanes, los ingleses pasaron a atacar por la noche.
No sólo fue cuestión del día y la noche. Churchill creyó en la voladura de ciudades
enteras, en su desaparición del mapa, en el holocausto de poblaciones civiles para que
cediera la moral del enemigo. Por eso los británicos creían en los bombardeos de
saturación. Por el contrario, los estadounidenses apostaban por la precisión en los
ataques sobre objetivos militares o industriales, y por eso volaban y bombardeaban de
día.
El resultado fue demoledor. La historia la escriben los vencedores. El historiador A.
J. P. Taylor se refirió al «consenso de Nuremberg» para explicar la unanimidad. 50 años
después de la guerra, esa unanimidad sigue en pie. Faltan por abrir o expurgar millones
de toneladas de documentos. La gran alianza por la libertad y la democracia contra el
nazi-fascismo veía dos potencias agresoras: Alemania en Europa y Japón en el Pacífico.
«A la hora de juzgar los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad —
escribe Norman Davies—, los aliados no dudaron en llenar el banquillo de la acusación
de jefes enemigos y sólo ellos». Blanco o negro es la dialéctica maniquea de la guerra.
Para los historiadores occidentales, la gran batalla que decidió la guerra fue el
desembarco en Normandía, sin tener en cuenta que para entonces los rusos habían roto
el espinazo de la Wehrmacht en Stalingrado y en la batalla de carros en Kursk, entre
1943 y 1944. Todo eso ocurrió antes de que los aliados hubieran desembarcado en
Francia.
Para los soviéticos, todo empezó en la gran guerra patriótica, como si nada hubiera
ocurrido antes de la «operación Barbarroja». Los manuales británicos hicieron que la
guerra empezara el 3 de septiembre de 1939, cuando para polacos y alemanes empezó el
1 de septiembre a las 4.45 horas, el momento en el que la Wehrmacht invadía Polonia.
Para Lituania, empezó en marzo de 1939, cuando Hitler invadió Memel; para los
italianos y los albaneses, cuando Mussolini atacó Albania en abril de 1941; para los
japoneses y los chinos, en 1931, cuando las fuerzas japonesas invadieron Manchuria, o
en 1937, cuando avanzaron hacia la China central luego de destrozar Shanghai.
Tampoco se ponen de acuerdo sobre el final de la guerra. Para unos llegó el día de la
victoria en Europa, en mayo de 1945, o en agosto del mismo año, en el Pacífico. Los
griegos, los chinos o los ucranianos sólo vieron el final en 1947, 1949 y 1951,
respectivamente. Para Vietnam empezó en 1941 y terminó en 1975. De lo que no caben
dudas es de que la II Guerra Mundial fue el acontecimiento más grande y más
sangriento de la historia, la guerra total.
En una de sus charlas junto al fuego, en febrero de 1943, el presidente Roosevelt la
definió como «una nueva clase de guerra, en términos de cada continente, cada isla,
todos los mares y todos los espacios aéreos». Fue la Unión Soviética la que pagó el
precio más alto: más de 20 millones de muertos, de los que 16 eran población civil. El
historiador Weinberg pone al día la estadística del horror: 15 millones de personas
cayeron en China, en Polonia hubo 6 millones de muertos, en Yugoslavia entre 1 y
medio y 2 millones. En torno a 400.000 británicos, militares y civiles, y 300.000
norteamericanos perdieron la vida. Alemania perdió 4 millones, y Japón más de 2
millones: en total, más de 60 millones incluidos los 6 millones de judíos. «El coste en
sufrimiento y heridas humanas —escribe Weinberg—, en destrucción y ruptura
económica, fue de una magnitud sin precedentes. Si uno se pregunta si la victoria
mereció un precio tan alto para lograr el éxito, uno está obligado a considerar cuáles
hubieran sido las consecuencias de una victoria del Eje». Las pérdidas soviéticas fueron
20 veces las que sufrieron británicos y estadounidenses, mientras que los soldados de
Stalin causaron el 75% de las bajas alemanas. 3.250.000 soldados soviéticos murieron en
los campos de concentración alemanes, 1.000 oficiales polacos fueron asesinados en las
fosas de Katyn a manos de efectivos del KGB soviético. Millones de ucranianos
resultaron muertos por los nazis y por Stalin. El experto en la Unión Soviética, Robert
Conquest (The great terror), ha demostrado que Stalin mató a sus conciudadanos a un
ritmo de un millón por año a lo largo de toda la guerra.
La II Guerra Mundial, la de los 2191 días, culminó, el 1 de septiembre de 1939, los
150 años de historia abiertos con las guerras napoleónicas. Fue el conflicto de la era
posindustrial y de la alta tecnología, a través de batallas de masas de hombres y
material de una enorme potencia destructiva de fuego. La Revolución Francesa dio el
primer paso al imponer la leva forzosa, los soldados de reemplazo. Los ejércitos se
hicieron enormes, y las grandes batallas, frecuentes. La Revolución Industrial puso en
manos de esos hombres armas de una abrumadora capacidad para matar. La artillería y
las ametralladoras de la I Guerra Mundial dieron paso a otros instrumentos más
modernos de lucha. Durante milenios, las guerras se libraron en 2 dimensiones, en el
mar y en tierra. Después de 1914 se extendieron al aire y bajo los mares. En 1945 habían
ganado 3 dimensiones: los misiles balísticos alemanes V-l y V-2, que cayeron sobre Gran
Bretaña, los bombardeos de largo alcance y las guerrillas que envolvieron en el combate
a millones de civiles, hasta que la bomba atómica amenazó las bases mismas de la
civilización. «En 31 años —escribe el profesor de Historia europea Leonard Burhkoff—
la guerra pasó de dos a siete dimensiones».
La guerra de guerrillas (modernizada por los españoles frente a Napoleón), de
sabotaje y resistencia, apuntó hacia lo que ocurriría después de 1945 en el Tercer
Mundo. En Vietnam, Argelia, Malasia o Afganistán los guerrilleros sabían cómo hacer
frente a la potencia de fuego. En la II Guerra Mundial, los civiles sufrieron más que los
militares. El precedente del genocidio fue la matanza de armenios por los turcos en
1915. Sobre todo, los judíos sufrieron las consecuencias de la política de genocidio
dictada por la cúpula nazi, pero también las minorías, los infrahombres, como llamaban
los nazis a las razas inferiores, los «untermenschen» y los esclavos, incluidos los
españoles republicanos encerrados en los campos de exterminio. El mariscal de campo
Goering habló en 1941 de los prisioneros rusos «que después de comerse todo lo que
tenían entre manos, incluidas sus botas, empezaron a devorarse entre ellos, y lo que es
más serio, se comieron a algún centinela alemán».

VARSOVIA

En el 50 Aniversario de la Insurrección de Varsovia, el presidente alemán Herzog pidió


perdón a las víctimas del genocidio nazi en la capital polaca. Porque no tembló el pulso
de Himmler aquel agosto de 1944, cuando dio la orden de acabar con los rebeldes
polacos que llenaron las calles de la capital de ciudadanos que llevaban tiras rojas y
bancas en los brazos (la bandera polaca) y fusiles en las manos. El levantamiento duró
sesenta y tres días y destruyó 4/5 partes de la ciudad en el intento de los insurrectos de
arrebatar Varsovia a los ocupantes nazis. Fue un acto desesperado, ya que los 30 o
40.000 polacos alzados en armas estaban mal equipados: sólo 1 de cada 10 disponía de
un arma de fuego. Las SS de Hitler mataron a 40.000 polacos sólo en los primeros días.
La cifra total de muertos se elevó a 200 o 250.000. El ejército soviético, tan sólo a 20
kilómetros de Varsovia, asistió impasible a la carnicería. Himmler le hizo el trabajo
sucio a Stalin. Los insurrectos de Varsovia, cuyo gueto había sufrido el año anterior un
asalto a sangre y fuego, esperaron en vano la ayuda de Stalin. El historiador Stephane
Meylac afirma que la insurrección de Varsovia fue un «levantamiento militar contra los
alemanes, político contra los rusos y, sobre todo, una demostración en la que el pueblo
polaco expresaba su hastío por el histórico sometimiento al dictador extranjero». El 2 de
octubre, la paz reinaba en Varsovia, la paz de los cementerios. «Las atrocidades cometidas
contra los polacos —declaró Churchill— exceden en escala y severidad a las villanías de Hitler
en otras tierras conquistadas». Hitler lo expresó con claridad: «Negad el derecho de los
polacos a la vida en cualquier forma que sea». Cientos de miles de personas desaparecieron
en los campos de Auschwitz y Treblinka. El general Bor Komorowski, jefe del ejército
polaco clandestino (el Ak anticomunista), declaró el 31 de julio, en su orden del día,
cuando las tropas soviéticas avanzaban hacia el Vístula: «Hoy os transmito la tan esperada
orden de combatir al invasor alemán». Los polacos abrieron fuego a las 5 de la tarde. Las
calles se transformaron en campo de batalla. Con sus 8 divisiones acantonadas en la
capital, los nazis arrasaron las casas una por una y aniquilaron a los rebeldes. Stalin
negó a la aviación aliada el derecho a utilizar sus bases para enviar armas, municiones,
pertrechos y víveres a los polacos asediados. Fue una batalla de exterminio sobre las
calles y las alcantarillas. Las mujeres polacas pidieron la bendición del Papa, mientras
combatían con cuchillos y cócteles molotov antes del asalto final. Una cuarta parte de la
población quedó entre las ruinas. La radio libre de Varsovia emitió su último
comunicado: «Nuestros héroes son los soldados, cuyas únicas armas contra los tanques, aviones
y cañones han sido las pistolas y las botellas inflamables de gasolina. Nuestros héroes son las
mujeres que han atendido a los heridos y llevado mensajes bajo el fuego, que han cocinado entre
ruinas para alimentar a los niños y a los adultos y han cuidado y confortado a los heridos.
Nuestros héroes son los niños que jugaban entre escombros. Así es la gente en Varsovia».
El 13 de septiembre, los aviones norteamericanos recibieron permiso para utilizar el
aeródromo de Poltava. Al día siguiente, los soviéticos reanudaron su avance. Era
demasiado tarde. El 3 de octubre, el general Bor envió un mensaje a Londres: «Al haber
agotado todos los medios de combate, Varsovia ha caído después de 63 días de lucha contra todo y
contra todos». Los habitantes de Varsovia, al igual que los italianos que no se unieron al
mariscal Kesselring tras la caída de Mussolini, fueron conducidos a los campos de
trabajo de Alemania. Cuando los soviéticos entraron en Varsovia 3 meses después, tan
sólo encontraron calles derruidas y cadáveres sin enterrar.
EL COSTE DE LA VICTORIA

No deja de ser una ironía que la II Guerra Mundial contribuyera de forma decisiva al
hundimiento de los últimos imperios coloniales, como la primera señaló el fin del
imperio austrohúngaro y otomano. A la guerra de trincheras le sucedió la guerra de los
tanques, de los Stukas y las superfortalezas volantes. La ciencia penetró en los pasillos
del poder: Robert Oppenheimer y otros científicos nucleares ganaron la batalla, que
hubiera hecho morirse de envidia a Napoleón Bonaparte. El espionaje de la I Guerra
Mundial, tipo Mata Hari, dio paso en 1939 a una era de expertos en descifrar códigos,
en científicos que inventaban nuevas armas, en investigaciones de la guerra electrónica,
submarina o aérea, en especialistas en inteligencia y propaganda cuyos herederos
intelectuales trabajaron luego para la CIA y las agencias secretas, para los institutos de
opinión y el mundo de los ordenadores. Dos potencias emergieron vencedoras sobre las
ruinas humeantes de Hiroshima, Dresde o Varsovia: Estados Unidos y la Unión
Soviética. Los aliados de ayer eran los enemigos hoy: la guerra fría estaba servida.
Un nuevo período negro cayó sobre la tierra. La fachada de la civilización se
derrumbó del mismo modo que las invasiones bárbaras del pasado barrieron todos los
avances logrados en el antiguo mundo mediterráneo. «Sólo que esta vez —escribe
Weinberg en A world at arms—, la destrucción fue más completa y los instrumentos para
una represión continua más elaborados». El coste de la victoria fue inmenso, pero la
alternativa hubiera sido aún más horrenda. Y no sólo para los derrotados; como
reconocieron el teólogo Dietrich Bonhoefer y otros enemigos de Hitler, la derrota y la
muerte hubieran sido mejor que un mundo dominado por el enemigo. El dramaturgo
alemán Rolf Hochuth calificó a Churchill de «criminal de guerra» por los bombardeos
indiscriminados sobre ciudades alemanas.
La opinión de los jefes militares se dividió al juzgar el método de los bombardeos
sobre Alemania. Lord Cherwell apoyó los bombardeos de área, por ejemplo, sobre
objetivos semiprecisos como estaciones de ferrocarril. Sir Henry Tizard prefería
centrarse sobre los submarinos y las bases. El mariscal del aire Harris se decidió por la
concentración de bombardeos «los Mil» sobre Colonia, Essen o Bremen, en mayo y junio
de 1942. Había que preparar el terreno y destruir la fuerza aérea enemiga y su sistema
de transporte y comunicación para el desembarco en Normandía.

DRESDE

La ciudad de Dresde, una de las más hermosas de Europa, se convirtió, en febrero de


1945, en el símbolo de la guerra sin cuartel desde el aire. El 3 de febrero, en una
demostración de fuerza, 764 Lancaster británicos y 450 fortalezas volantes B-17
norteamericanas dejaron Dresde como una tabla, en cenizas. Entre cerca de 40.000
(39.773 según las cifras oficiales), y 135.000 alemanes murieron carbonizados por las
650.000 bombas que cayeron sobre la ciudad. Fue la Hiroshima de los bombardeos
tradicionales. A pesar de la muerte de 600.000 ciudadanos alemanes bajo las bombas, la
guerra siguió adelante: el ministro de Armamento, Albert Speer, le comunicó a Hitler
algo que éste no quiso oír: la economía alemana de guerra había dejado de existir. A
partir de ahí, todo su esfuerzo se concentró en evitar que se cumpliera la orden de tierra
calcinada dictada por Adolf Hitler. Anita Johnson contaba 12 años cuando se encerró en
uno de los refugios de Dresde bajo las bombas. «El humo empezó a entrar en el refugio.
Perdí el sentido. Al despertar descubrí que todos, incluidos mis padres, habían muerto
de asfixia. Corrí hacia la salida. La ciudad ardía por los cuatro costados. Vi cadáveres y
escombros por todas partes. A duras penas pude llegar hasta la casa de una prima. Al
abrirme la puerta caí al suelo desmayada». Al preguntarle los periodistas en el 50
aniversario del bombardeo de Dresde si lo consideraba un crimen de guerra, Anita
Johnson contestó: «Desde luego, aunque debo reconocer que fue Alemania quien inició
la guerra».
La conferencia de Casablanca estructuró el siguiente orden de objetivos para los
comandantes de los grupos de bombardeo británicos y norteamericanos que operaban
desde bases británicas: «Su obligación estratégica será la progresiva destrucción y
desarticulación del sistema económico militar e industrial y también de la moral del
pueblo alemán hasta que quede reducido a la nada su capacidad de resistencia. Bajo
este concepto general, sus objetivos primarios tendrán las siguientes prioridades: 1) Las
bases de submarinos alemanes. 2) La industria aeronáutica alemana. 3) Otros objetivos
de la industria enemiga de guerra». Despegaron para desarticular los nudos ferroviarios
y terminaron por matar a miles de civiles.
Dresde se convirtió en una ciudad de ruinas y monstruosidades. Al visitar la ciudad
sajona en 1992, justo cuando al otro lado del canal la reina madre de Inglaterra
inauguraba un monumento al jefe del Mando de Bombardeo, sir Arthur Harris, el
escritor Ian Buruma sintió una conciencia de culpa por los miles de víctimas convertidas
en antorchas humanas por «Bombardero» o «Carnicero Harris», pero también por la
destrucción de las maravillas arquitectónicas de Dresde, en el corazón barroco de la
ciudad. No había razones estratégicas que justificaran tanta perversidad. «Desde el
nuevo, vacío agujero de Dresde —escribe Buruma en The wages of guilt— donde antes
palpitaba un corazón, podía recordarse de forma constante todo lo que se había
perdido».
A Dresde le esperaba otra perversidad, la reconstrucción dirigida por el primer líder
comunista de la Alemania Oriental, Walter Ulbricht, empeñado en defender el lema
«Dresden, schóner ais je». (Dresde, más bonita que nunca). Ian Buruma pensó al visitar
Dresde en la metáfora de la historia de Walter Benjamín inspirada en un cuadro de Paul
Klee: el ángel que mira con horror hacia el pasado. La historia es como «una sola
catástrofe que acumula una ruina después de otra y las arroja a los pies del ángel. Este
trata de recomponer todo lo que se ha destruido. No puede porque se ve empujado
hacia el futuro mientras que crece la pirámide de escombros. La tempestad es lo que
nosotros llamamos progreso». En la fachada de la Opera hemos leído la frase de Goethe:
«Hay que conservar lo viejo y aceptar con alegría lo nuevo». Dresde volvía a la vida.
La fuerza aérea británica se concentró sobre las regiones industriales. El 5 de marzo
comenzó el calvario del Ruhr. Por la noche, 400 bombarderos descargaron 1000
toneladas de bombas en media hora. Al estilo de Churchill, los pilotos hicieron la «V»
de victoria con los dedos cuando comprobaron el efecto devastador de sus bombas
sobre las plantas industriales de Krupp, el primer fabricante de armas pesadas. Nadie
contó desde el aire los muertos que hubo en los barrios modestos de Essen, volados por
las bombas en un instante. Los Heinkel, los Dornier, los junker no tenían el radio de
acción de los Lancaster británicos o de las fortalezas volantes de Estados Unidos. La
Luftwaffe de Goering quedaba fuera de juego. Los aparatos británicos podían
transportar hasta 10 toneladas de bombas frente a las dos toneladas de 1942. Por eso,
1943 fue un año de apocalipsis para las ciudades alemanas, para los nudos ferroviarios,
las fábricas de gasolina sintética, las presas y diques, las refinerías, los centros de
energía eléctrica y las fábricas de rodamientos. 1.500 toneladas cayeron en una sola
incursión aérea sobre Kiel, 100.000 personas se quedaron sin hogar en una sola noche en
Dormund, más de la mitad de Dusseldorf quedó consumida por el fuego. En julio, la
RAF volvió sobre Hamburgo: los canales y los muelles aparecían reflejados en la
pantalla del radar. No importaba ya el tiempo que hiciera, el radar lo superaba y
atravesaba todo. El hertzland, el corazón de Aemania, estaba tocado de muerte. La
venganza de Coventry (Goebbels habló de «coventrización», que quedó en el
vocabulario como signo de destrucción completa) y de Rotterdam vino como el ángel
exterminador, desde el cielo. Sin embargo, la producción no se detuvo por ello, el afán
de supervivencia y la disciplina de los alemanes aguantaron el castigo y cerca de diez
millones de alemanes perdieron sus hogares.
La demolición de Hamburgo se llevó a cabo en cuatro noches de bombardeo. El
primer ataque se lanzó en la noche del 24 de julio de 1943. Ochocientos bombarderos en
formación impecable cruzaron las defensas a lo largo de unos 8 kilómetros para cubrir
la zona del puerto con bombas incendiarias y contenedoras de magnesio. El bombardeo
no era nada nuevo para los ciudadanos de Hamburgo. La novedad estribaba en que
venían una y otra vez, en oleada tras oleada. El cuarto día, al fósforo y a las incendiarias
se unieron las bombas explosivas. El efecto que hizo sobre una ciudad en llamas, en la
que los bomberos apenas podían trabajar por la densidad del humo, fue el de un ciclón
de fuego. La gente, despavorida, se agolpó en los refugios, donde se encontraban a
salvo del derrumbamiento de los edificios, pero no escaparían a las llamas, que
penetraron a través de los conductos de aire de los sistemas de ventilación. En pocos
minutos, los cuerpos fueron reducidos a cenizas como en los hornos crematorios. Los
que enloquecidos, presa del pánico, escaparon a las calles, cayeron después de caminar
unos pocos metros, sofocados por el intenso calor.
A la mañana siguiente, el ministro Goebbels tomaba nota en su diario de la
magnitud del desastre: «Una ciudad de un millón de habitantes ha quedado destruida
de una manera sin paralelo en la historia. Nos enfrentamos a desafíos de casi imposible
solución. Hay que encontrar comida y refugios, un techo, ropa. Nos enfrentamos a
problemas que ni siquiera hubiéramos imaginado hace unas semanas. 800.000 personas
sin hogar viajan por las calles de un lado para otro sin saber qué hacer». Cuando los
bombarderos volvieron otra vez, la ciudad había quedado borrada del mapa. El número
de víctimas se supo 8 años después: 40.000 muertos, de los cuales 5.000 eran niños.
«Desde el punto de vista psicológico —escribió el as de la aviación alemana y uno de los
mandos de la Legión Cóndor en España, Adolf Galland, enfrentado duramente con la
Octava Fuerza Aérea norteamericana que operaba de día—, la guerra ha alcanzado su
punto crítico. Stalingrado fue peor, pero Hamburgo no se encontraba a cientos de millas
del Volga, sino en el Elba, justo en el corazón de Alemania». Después de Hamburgo se
podía escuchar en el amplio círculo del alto mando político y militar: «la guerra está
perdida».
El 17 de agosto, doce B17 atacaron Rouen. Un año más tarde se alcanzaría el clímax
en la batalla a la luz del día por los cielos de Europa. El 17 de agosto de 1943, la Octava
Fuerza Aérea montó un doble ataque con un grupo sobre Schweinfurt y otro sobre
Regensburg, este último dirigido por el coronel Curtís Le May, el hombre que propuso
con toda seriedad años más tarde convertir Vietnam del Norte en un paisaje de la edad
de piedra. Aquel día, Estados Unidos perdió 59 aviones. Goering había dado orden a
sus pilotos de defender «por encima de todo» la fortaleza alemana. No era tarea fácil.
Los aviones volaban de forma que pudieran aprovechar la potencia de fuego
combinada de todo el grupo. Cada bombardero tenía un papel encomendado en la
tarea.
La vida era una continua paradoja para los tripulantes. Durante la mitad del día se
sumergían en la guerra, vivían en la ansiedad de ser derribados, de no volver a la base.
Regresaban con sus amigos carbonizados en el avión, con el ametrallador muerto o
herido, con el avión averiado. Aterrizaban de manera forzosa junto a las granjas o las
pacíficas aldeas. Se pasaban las tardes o las noches en los pubs, brindando con hombres
cuyo único ejercicio peligroso había sido el de arar la tierra. La repetición de este ciclo,
entre la angustia y la calma, el bombardeo, las canciones regionales y la pinta de
cerveza, un día tras otro, era suficiente para quebrar la moral del más firme de los
pilotos o tripulantes.
El capitán de Grupo Leonard Cheshire describió para el ya citado libro de Lord y
Levine cómo eran los tripulantes de la Real Fuerza Aérea británica: «Podían dividirse en
dos categorías. Los primeros sólo pensaban en lo que pasaría en cuanto llegaran al
objetivo. Pensaban en el peligro, en los cazas, en los antiaéreos. Los veías luchando
consigo mismos para seguir en pie. Los de la segunda categoría eran distintos. En lo
único que pensaban era en que tenían que atacar un objetivo. Eran siempre los que
pensaban en el objetivo y no en el peligro, los más espectaculares pero, en mi opinión,
fueron los otros, los de la primera categoría, los que mostraron un mayor coraje». Las
pérdidas de la aviación aliada fueron enormes. Por eso el alto mando aéreo hizo todo lo
posible para que los cazas de escolta acompañaran a las misiones de bombardeo en la
Europa central. Se extendió el radio de acción de los cazas P38, de los P47 y de los P51
Mustang equipados con depósitos suplementarios de gasolina. Mientras la escolta se
enfrentaba a los cazas de la Luftwaffe, los bombarderos podían dedicarse a lo suyo. En
noviembre, la capital alemana, Berlín, quedó al alcance de las superfortalezas y los
Lancaster.
En febrero, la Octava Fuerza Aérea, con 863 bombarderos, dejó Frankfurt en ruinas.
Las fortalezas volantes tenían radio de acción suficiente como para atacar todos los
objetivos de la Europa ocupada y el corazón del Reich. Pronto se les uniría la
Decimoquinta Fuerza Aérea desde las bases italianas. Al final de la primavera de 1944,
ni un solo objetivo industrial del territorio hitleriano seguía intacto. Hitler no había
visitado aún ninguna ciudad bombardeada. «La fuerza aérea norteamericana atacaba de día
—afirmó el mariscal del aire sir Robert Saundby— y los bombarderos de Harris durante la
noche. Era un plan demoledor, porque significaba que las defensas alemanas se veían obligadas a
trabajar día y noche, sin descanso. La gran ofensiva aérea aliada duró en realidad entre marzo de
1943 y marzo de 1944. Pero sólo en ese año causó una gran destrucción. Cuando llegó la
primavera de 1944, el hecho de que los norteamericanos hubieran batido a los cazas alemanes y
causado un gran daño a la industria alemana de guerra creó las condiciones necesarias para una
invasión de Europa el verano de ese mismo año».
«Ahora somos los dueños del aire», declaró Churchill, ufano.
En Monte Cassino, los cánticos de los monjes se confundieron con las bombas y las
granadas. Cuando se levantó la niebla sobre la abadía, no quedaban sino los cascotes
donde aún resistían los hombres del general Senger und Etterlin, hasta que los polacos
del general Anders hicieron ondear su bandera sobre las ruinas del monasterio. Cuando
visité Monte Cassino 30 años después, la memoria de la guerra seguía viva en la
reconstruida abadía benedictina. En el pueblo nuevo levantado en las faldas de la
montaña, el alcalde Antonio Ferrano recordaba cómo a los 16 años los alemanes le
obligaron a cavar trincheras: «Aquello no tenía razón de ser. El bombardeo no ayudó al
avance aliado». Cinco cementerios de guerra —italiano, alemán, francés, polaco y
británico— con 50.000 tumbas festonean el paisaje de Cassino. Don Agostino, un
benedictino, recuerda aquellos días: «Los aliados nos lanzaron octavillas de advertencia,
pero no nos dio tiempo de huir. Nos bombardearon al día siguiente. No había tropas
alemanas en la abadía, tan sólo unos cuantos monjes y los refugiados. Lo más raro de
todo es que los turistas que vienen aquí, unos 60.000 al año, creen que fueron los
norteamericanos los que lo hicieron; pero no, fueron los ingleses los que destruyeron el
monasterio. Sólo Dios sabe por qué. Fue una gran tragedia: se perdieron muchas vidas y
los tesoros de la abadía. ¿Para qué?».
El comandante de la fuerza expedicionaria neozelandesa, general Freyberg,
consideró que era «una necesidad militar» la destrucción del monasterio. El general
norteamericano Clark no lo creyó así. Los alemanes no se servían de la abadía para la
defensa, aunque ocupaban posiciones en las cercanías. Creía también que la defensa de
Monte Cassino sería más sólida desde los montones de ruinas. «No me queda otra
elección que defender las decisiones de mis generales», aseguró el general Alexander.
Así fue como los aviones británicos acabaron con la abadía benedictina para abrir uno
de los capítulos más polémicos en las relaciones militares entre Estados Unidos y Gran
Bretaña. La verdad es que ni el bombardeo de la abadía ni el de la ciudad de Cassino,
fulminada con mil cuatrocientas toneladas de explosivos en un solo día, el 15 de marzo,
sirvieron de ventaja táctica a los neozelandeses. En realidad, ayudaron a los defensores
protegidos por los escombros. «Nos bombardearon y bombardearon sin cesar —
recordaba el alcalde Ferraro—, bombardearon hasta a sus propias tropas. Demolieron la
ciudad pero no les sirvió de nada: sus carros de combate no pudieron pasar a través de
Cassino. Los paracaidistas alemanes, que se hicieron fuertes entre las ruinas, los
rechazaron con facilidad». Hasta que el tiempo cambió en mayo y el camino de Roma,
situada a 150 kilómetros, quedó expedito tras el ataque de los polacos.
La ofensiva aliada siguió hacia el norte de Italia. Desde Anzio, el general Truscott
atacó Cisterna y, el 25 de mayo, se dio la mano con el Quinto Ejército norteamericano. A
partir de entonces, el Quinto y el Octavo ejércitos rompieron la Línea Gustav después
de cruzar los ríos Garellano y Rápido. Las orillas de las carreteras se convirtieron en un
montón de chatarra: tan sólo el 25 de mayo los alemanes perdieron mil ciento setenta y
un vehículos. Ese mismo día, el general Clark ordenó a Truscott que marchara hacia
Roma con 3 divisiones. El 4 de junio de 1944 a las 7.17 horas, las columnas
norteamericanas de Clark desfilaban por la Plaza Venecia. El Papa le había pedido al
general Clark que no llevara negros a la Ciudad Eterna. Es cierto que los hubo. Como en
las películas, los liberadores regalaban chicle y recibían flores y besos y botellas de
chianti. Como en la película de Rossellini, Roma era, esta vez sí, ciudad abierta. Había
caído la primera capital del Eje. Faltaban Berlín y Tokio.
Tras la Línea Gustav y la Adolf Hitler, al general Kesselring le quedaba la Línea
Gótica entre Pisa y Rimini. A pesar de los esfuerzos de la Wehrmacht por retrasar el
avance —los alemanes volaron hasta los puentes de Florencia salvo el Vecchio—, el 29
de abril las tropas aliadas tomaban Milán. El 1 de mayo de 1945, los alemanes aceptaban
la rendición incondicional. La aviación aliada contaba con los aeropuertos italianos para
bombardear los centros neurálgicos de Alemania. En el cómputo total de la guerra, los
británicos perdieron 22.000 aviones y 79.281 pilotos y tripulantes, y los norteamericanos
18.000 aviones y 79.625 aviadores.
La campaña de Italia distrajo la atención de los alemanes en perjuicio de las
operaciones sobre el Canal de la Mancha. «Si las fuerzas alemanas retenidas en Italia —
escribe Liddell Hart— se hubieran desplazado a Normandía, esa maniobra hubiera
podido ser fatal para el desembarco aliado, aunque cabe preguntarse si los alemanes
estaban en condiciones de realizar un vasto movimiento de tropas con los bombarderos
aliados sobre las líneas férreas».
Dos días después de la entrada en Roma, los aliados desembarcaron en Normandía
y la campaña de Italia pasó a un segundo plano. Los alemanes se hicieron fuertes
durante un tiempo en una nueva línea de defensa, en un río de resonancias históricas: el
Rubicón, conocido en los tiempos modernos con el nombre de Uso.
Capítulo catorce

El brindis de Yalta

En Yalta reinó la euforia del vodka, el caviar y el vino del Cáucaso. Hasta los centinelas
se hartaron de caviar. Se pronunciaron doscientos brindis, necesarios para luchar contra
el relente y las chinches. Al general Alexander, tan puritano, los servicios de Stalin le
metieron una camarera en el lecho. El lord se las vio y se las deseó para sacarla de la
habitación.
Stalin no ahorró elogios en el brindis a Churchill el 8 de febrero en el banquete del
palacio Yusupov que pertenecía a la familia de Rasputín. «Propongo un brindis —
dijo— por el líder del imperio británico, el más valiente de todos los primeros ministros
del mundo que reúne la experiencia política y las dotes de mando, un primer ministro
que cuando Europa estaba a punto de caer frente a Hitler, dijo que Gran Bretaña
lucharía sola contra Alemania, incluso sin aliados». En la respuesta de Churchill, a pesar
de la suavidad y elegancia de sus palabras, se advertía el temor y el sentido de la
responsabilidad: «Tengo que decir que nunca a lo largo de la guerra he sentido tanta
presión, incluidas las horas más negras, como en esta conferencia de Yalta. Pero ahora
nos vemos ya en la cresta de la montaña». En Yalta se bendijo a la ONU, se trazaron de
nuevo las fronteras de Polonia, se decidió la suerte de Alemania y el bombardeo de
Dresde.
Stalin brindó entonces por la salud del presidente Roosevelt, poliomielítico,
demacrado y sin fuerzas por el largo viaje hasta Crimea. Roosevelt, que buscaba sobre
todo el apoyo soviético a la ONU y la declaración de guerra de Stalin a Japón, calificó el
ambiente que reinaba en la ciudad y en el palacio de Livadia, antigua residencia del zar
Nicolás II, como el propio de una familia bien avenida. Allí nació la guerra fría.
Roosevelt, seducido por la personalidad de Stalin —«me cae simpático y es algo
recíproco»—, afirmó que el «tío Joe» no intentaría nuevas anexiones y trabajaría en la
construcción de un mundo de paz y democracia. En la estación balnearia de Yalta se
procedió al reparto del mundo en zonas de influencia.
Cuando se reunieron los tres grandes —De Gaulle no asistió vetado por Roosevelt,
quien, sin embargo, invitó al general a reunirse con él en Argel el 12-13 de febrero de
1945, «oferta» que De Gaulle, orgulloso siempre, rechazó—, el reparto estaba ya
decidido. Cuando Roosevelt —a quien Stalin, con gran astucia, cedió el honor de
presidir la conferencia— pronunció las primeras palabras, los ejércitos de Zukov, de
Rokossovski y de Koniev, tras conquistar Polonia en 3 semanas, habían invadido
territorio alemán. Las grandes unidades de Malinovski y Tolbukin, que ocupaban
Rumania y Bulgaria desde finales de agosto, acababan de apoderarse de 3/4 partes del
territorio húngaro y de parte de Eslovaquia. Yugoslavia estaba ya en sus 2/3 partes en
manos de los partisanos, con los que los rusos tomaron contacto en Belgrado. En Yalta
se habló también de España: la suerte de Franco, aliado de Hitler y Mussolini, estaba
echada. Churchill y Roosevelt defendieron la restauración democrática, pero la
campana salvó al régimen franquista. Por encima de la democracia, Washington
necesitaba un aliado contra el comunismo.
Churchill sabía muy bien lo que significaba esta rápida progresión de los ejércitos
soviéticos: allí donde llegaran, situarían su frontera. Por eso, para contrarrestar las
ambiciones de Stalin, el premier inglés corrió en los tres últimos años de guerra de la
Ceca a la Meca. Estuvo en Africa, en Canadá, en el Oriente Medio, en Moscú y en
Washington para convencer a Roosevelt de la necesidad de crear un frente común
angloamericano contra Stalin y su estrategia de penetración. En la conferencia de
Teherán (28 de noviembre -1 de diciembre de 1943), la primera en la que estuvieron
presentes los 3 grandes, Churchill intentó persuadir a Roosevelt de la necesidad de unir
esfuerzos para avanzar en el Mediterráneo y en los Balcanes, y contener de ese modo las
ofensivas soviéticas. En la capital persa, donde se habló con detalle del segundo frente y
de las reclamaciones soviéticas sobre Polonia, Roosevelt se reunió a solas con Stalin,
que, con gran maestría, explotaba las contradicciones internas de los aliados y sus
flancos débiles. En Yalta, el presidente afirmaría que «entre Estados Unidos y la URSS
no existen diferencias en el plano de la política exterior». En la conferencia de El Cairo,
camino de Teherán, en la que tomó parte Chiang Kai Chek, se decidió la expulsión del
Japón de los territorios conquistados, incluida Corea. En la conferencia de Quebec, en
octubre de 1944, se aprobaron los planes de Eisenhower para avanzar en Europa, la
participación británica en la conquista de Japón y el reparto de Alemania en zonas de
ocupación. También se aprobó el descabellado «plan Morgenthau», la conversión de
Alemania en tierra de agricultores y pastores, proyecto abandonado poco después.
Desde Quebec, Churchill viajó a Moscú para negociar con Stalin un compromiso
entre rusos y polacos y el reparto en zonas de influencia de los Balcanes para «aguantar
el avance del Ejército Rojo y la creciente influencia soviética en región». La sublevación
de Varsovia acababa de ser sofocada. En pocos minutos, Stalin y Churchill, dueño de un
imperio venido a menos, se pusieron de acuerdo sobre un reparto de zonas de
influencia y en porcentajes sin precedentes en la historia. El acuerdo quedó reflejado en
un trozo de papel: Moscú se aseguraba un predominio del 90% en Rumania, de un 75%
en Bulgaria, de un 50% en Yugoslavia y en Hungría y de un 10% en Grecia. Los demás,
en especial Gran Bretaña, se quedaban en esos mismos países con el 10, el 25, el 50 y el
90%, respectivamente.
Stalin subrayó el acuerdo con un grueso trazo de lápiz azul. Después, cuenta
Churchill en sus Memorias, se produjo «un largo silencio». El primer ministro británico
preguntó:
—¿No parecerá un poco cínico que hayamos pretendido resolver de forma tan desenvuelta problemas de
los que depende la suerte de millones de seres? Quememos este papel…
—No, guárdeselo —contestó Stalin.

El generalísimo soviético cumplió durante un tiempo los términos del acuerdo. En


Grecia no movió un dedo cuando el ejército británico intervino para acabar con los
partisanos que dominaban en la zona más importante del país. En Yugoslavia, el «tío
Joe», como llamaban los americanos a Stalin, presionó a Tito, jefe de los guerrilleros
comunistas, para que aceptara el regreso del Rey. «Ya apuñalará más tarde por la
espalda a Walter» (éste era el seudónimo que utilizaba antes de la guerra y en el seno
del Komintern Josip Broz, que aún no se llamaba Tito). La partición de los Balcanes fue el
preludio de la división de Europa.
En Hungría aceptó que las elecciones se desarrollaran no según el sistema de lista
única, que hubiera dado la victoria a los comunistas, sino en condiciones que hicieron
que el Partido de los Pequeños Propietarios pudiera hacer oír su voz. En Rumania y en
Bulgaria pensó en autorizar a políticos burgueses para que actuaran de comparsas en
gobiernos controlados por los comunistas. Roosevelt se opuso al acuerdo entre Stalin y
Churchill. ¿Habría sido diferente el desarrollo de los acontecimientos de haberse
opuesto Roosevelt al acuerdo que aceptó a regañadientes en la primavera de 1944? Esta
es la opinión del ex secretario de Estado Cordell Hull, quien estima en sus Memorias que
el chalaneo de Moscú pesó seriamente en las decisiones de Yalta, el «desastre inevitable»,
como lo llamó Vernon Walters.
«Cuando uno de mis hermanos —escribió Otto de Habsburgo en ABC— mantuvo una
conversación con Roosevelt pocos días antes de su muerte, éste dijo que su peor
experiencia en Yalta había sido tener la sensación de que Stalin siempre le había leído el
pensamiento. Stalin conocía de antemano los más secretos planes de Roosevelt. Por lo
visto, el presidente nunca tuvo claro que su estrecho colaborador Alger Hiss informaba
a Stalin de todas las conversaciones de los aliados, mientras que éstos no tenían ni idea
de los planes de los rusos». El problema fue que Stalin sabía lo que quería y Roosevelt
no.
El presidente Roosevelt y algunos de sus consejeros sentían una honda simpatía por
Stalin, más que por los imperios de Francia y Gran Bretaña, y no se concedería tregua
hasta que la primera abandonara Indochina y la segunda la India. También es cierto que
esa corriente de simpatía hacia la URSS y hacia Stalin era una realidad casi general en
Estados Unidos por aquellas fechas. «Tengo la impresión de que todo lo que Stalin
desea es garantizar la seguridad de su país», afirmó Roosevelt. Lo que el presidente
norteamericano no sabía era hasta dónde podía llegar esa obsesión por la seguridad
propia y la del país, y esa fue la razón de su pactomanía, que le llevó a firmar un
acuerdo con Ribbentrop y a presentar otro al ministro de Exteriores británico Edén en
1941, en el que llegó a ofrecer, entre otras, las bases permanentes de Dunquerque y
Dakar (Senegal) a cambio del reconocimiento de sus propias ambiciones territoriales. En
abril de 1945, Stalin le resumió a Tito cuál era su idea: «Esta guerra no se parece a las del
pasado; cualquiera que ocupa un territorio impone allí su propio sistema social. Todo el
mundo impone su sistema social hasta donde alcanzan sus tropas. No podría ser de otra
manera».
Roosevelt creyó ingenuamente que podría influir sobre el hombre del Kremlin, vio a
Stalin como un ser bonachón, una especie de monarca liberal que cumpliría con las
condiciones de su adhesión a la declaración de las Naciones Unidas en enero de 1942,
declaración que proclamaba de forma solemne el derecho de todo hombre a vivir como
estimara más conveniente. Creyó en él hasta tal punto que negoció la entrada de la
URSS en la guerra contra Japón a espaldas de Chiang Kai Chek y a cambio de la cesión
de Puerto Arturo, de Dairen y del ferrocarril manchó. En esa reunión no estuvo
presente Churchill.
Con respecto a Alemania, los dos grandes, Stalin y Churchill, se pusieron de acuerdo
sin dificultad sobre las grandes líneas de su futuro aprobadas con anterioridad:
capitulación sin condiciones, desmilitarización y ocupación totales, reparación de
guerra, desmantelamiento de ciertas instalaciones industriales y castigo a los criminales
de guerra. La discusión se centró en tres puntos: las pretensiones soviéticas en materia
de indemnizaciones de guerra, que obligaron a Churchill a protestar; la participación de
Francia en la ocupación, asunto en el que insistió con firmeza el primer ministro
británico; y el desmembramiento alemán, cuyo principio se había establecido en
Teherán quince meses antes. Roosevelt le dijo a Stalin en Yalta que no creía que las
tropas norteamericanas pudieran permanecer más de dos años en Europa; era una
invitación a dar el paso hacia adelante. Tan sólo en 1994 abandonarían Berlín las fuerzas
de Estados Unidos, cuando, tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración
de la URSS en 1991, a la guerra fría le sucedió la paz fría. A las guerras de los grandes
les sucederían las guerras de los pigmeos, vaticinó Churchill: «En aquel momento,
teníamos el mundo entero a nuestros pies, un ejército de 25 millones de personas
marchando al son de nuestros tambores, y los tres parecíamos tan amigos».
En todo caso, en ningún momento se pensó en Yalta en dividir Alemania sobre la
base de zonas de ocupación, cuya delimitación, preparada semanas antes por un comité
de expertos, se aprobó sin discusión. En Potsdam, los 3 grandes establecieron una
autoridad única para toda Alemania, pero la oposición del representante francés,
invitado a asociarse a los acuerdos, hizo fracasar un plan de reconstrucción de las
administraciones centrales en el otoño de 1945. Roosevelt creía a pie juntillas en esa
autoridad única llamada Naciones Unidas, que mantendría también la unidad y la
armonía de los puntos de vista de los aliados más allá de la alianza coyuntural de la
guerra. «Roosevelt fue el primero en concebir la ONU —escribe André Fontaine—, de la
que dudaba, con la extraña mezcla de idealismo y de orgullo que le caracterizaba, y en
la que Estados Unidos sería la espina dorsal».
«Inglaterra —confió Roosevelt a su hijo— está en decadencia. China se encuentra
todavía en el siglo xvm, Rusia desconfía de nosotros y, a su vez, hace que desconfiemos
de ella. Norteamérica es la única gran potencia que puede mantener la paz en el mundo.
Nuestro papel en la futura organización de las Naciones Unidas consistirá en conciliar
las divergencias entre los puntos de vista de los ingleses, que piensan en el imperio, y
los de Rusia, que piensan en el comunismo». Roosevelt, en palabras de Robert
Sherwood, era contradictorio hasta el punto de resultar desconcertante: «Sentado entre
los dos, Churchill y Stalin, era considerado de común acuerdo como el moderador, el
árbitro y la autoridad final. Intervenía muy poco en las discusiones y sus frases a veces
ni siquiera se acomodaban al asunto del que se trataba, pero parece ser que en Yalta fue
él quien tuvo la última palabra».
Como dijo Churchill, Roosevelt ya no era un hombre, «sino una apariencia de
hombre». Su médico pensó en trasladarle a su barco en el Mar Negro para cuidarle
mejor. En cuanto a Churchill, pasaba con facilidad del desánimo a la exaltación.
Atravesaba, en opinión del entonces secretario de Estado norteamericano, Stettinius,
«una crisis de menopausia». Llegó cargado de pesimismo. «Lo único que nos unía era el
odio», afirma en sus Memorias. Stalin, en cambio, se hallaba en plena posesión de sus
facultades y llevó el juego «con una maestría que facilitaba su total ausencia de
escrúpulos». Llegó, por ejemplo, a convencer al ingenuo Roosevelt de que reclamando
un puesto para Ucrania en la ONU, actuaba impulsado por la necesidad de
«salvaguardar» la unidad de la Unión Soviética, que de otra forma se habría visto
amenazada por el separatismo ucraniano. Stalin, ladino (su primer éxito fue llevar la
conferencia a su terreno, Yalta), aceptó que la conferencia destinada a la creación de la
ONU se reuniera en San Francisco y renunció a seguir reclamando, como su ministro
Gromyko hizo en Dumbarton Oaks, un escaño para cada una de las repúblicas de la
URSS. Se conformó con tres puestos: uno para la propia Unión Soviética, otro para
Ucrania y otro para Bielorrusia.
Stalin hizo una importante concesión relativa al funcionamiento del Consejo de
Seguridad, pieza maestra, según la filosofía del jefe de la Casa Blanca, de la futura
organización mundial. Esta, que agruparía a las cinco principales potencias y a algunas
otras elegidas por turno rotatorio, debería tener, según el acuerdo conseguido en
octubre en Dumbarton Oaks, «la responsabilidad principal en el mantenimiento de la
paz y la seguridad internacionales». Desde el comienzo de sus discusiones, los
representantes de los tres grandes se pusieron de acuerdo sobre la unanimidad de los
miembros permanentes del Consejo de Seguridad para cualquier respuesta contra una
agresión. Al actuar de esa forma, establecían el derecho de veto que después utilizaría
centenares de veces la Unión Soviética. Apartaban, pues, toda idea de delegación de
soberanía a un verdadero gobierno mundial.
Stalin proporcionó otro motivo de satisfacción a Roosevelt al suscribir de una vez la
Declaración sobre la Europa Liberada. El texto preveía que los 3 ayudarían de común
acuerdo a los pueblos de los Estados europeos liberados o antiguos satélites del Eje, en
los cuales, según su juicio, la situación lo exigiera: 1) A formar gobiernos provisionales
ampliamente representativos de todos los elementos democráticos, que se
comprometiesen a establecer, lo más pronto posible y mediante elecciones libres,
gobiernos que correspondieran a la voluntad de los pueblos. 2) A facilitar, allí donde
fuera necesario, el proceso de tales elecciones. Disponía también que, cuando los tres
grandes juzgaran que se imponía una acción de esa clase, «establecerían de inmediato
un mecanismo parecido para que fuese aplicado el conjunto de las obligaciones
enunciadas en esta declaración».
No se podía descartar de manera más categórica toda idea de reparto. Pero los
términos de «elecciones libres» o de «democracia» no tienen el mismo sentido en el Este
que en el Oeste. El 27 de febrero, o sea, dieciséis días después del final de la conferencia
de Yalta, Vichinsky, el antiguo fiscal de los procesos de Moscú, convertido en
subsecretario de Asuntos Exteriores, llegaba a Bucarest.
«Se dirigió inmediatamente al palacio real, ante el que maniobraban los tanques
soviéticos, mientras el Ejército Rojo procedía a la ocupación del cuartel general del
ejército y al desarme de las fuerzas rumanas del interior —escribe André Fontaine en su
Historia de la Guerra Fría—. Conminaba al monarca a que destituyera al primer ministro
Radescu, acusado de complot contra la URSS. Para facilitar las cosas, él mismo presentó
la lista del gobierno que el Kremlin deseaba que fuese aprobada. Como el joven rey
Miguel parecía dispuesto a resistir, volvió a la carga el 2 de marzo y le concedió de
plazo hasta esa misma noche. Al marcharse, dio tal portazo que desprendió el yeso del
tabique. Como es natural, ganó. El nuevo primer ministro rumano, el “compañero de
viaje”. Petru Croza, se apresuró a conceder el Ministerio del Interior a un comunista. A
partir de entonces, se abatió sobre los políticos burgueses una oleada de detenciones
que se llevó a cabo a pesar de todas las protestas de Londres y de Washington».
En Yalta, Roosevelt pudo advertir que Stalin tenía sobre la cuestión del derecho de
los pueblos a disponer de sí mismos ideas muy diferentes a las suyas. Por ejemplo, con
respecto a Polonia. La discusión sobre Polonia ocupó la mayor parte del tiempo de la
conferencia. Cuando ésta se abrió en Yalta, había dos gobiernos polacos. Desde el
comienzo de la agresión hitleriana, Stalin trató de que los aliados aceptaran el
desplazamiento hacia el oeste de la frontera occidental de la URSS, realizado mediante
el acuerdo con Ribbentrop en septiembre de 1939. No le faltaban argumentos, puesto
que este trazado correspondía a la demarcación entre las poblaciones polacas de una
parte, y ucranianas y rusas blancas de otra. Lord Curzon, secretario del Foreign Office en
1920, propuso entonces establecer allí el límite oriental de Polonia. En la conferencia de
Teherán también se había aceptado grosso modo el retorno a la Línea Curzon bajo reserva
de los acuerdos de los dirigentes polacos. Fue confirmado en Crimea bajo la misma
reserva. En cuanto a la frontera con Alemania, Stalin habló de fijarla en el Oder y el
Neisse occidental. A Churchill le pareció que era pedir demasiado. En su opinión, no
era pertinente «atracar a la oca polaca con tanta comida alemana que reviente de
indigestión». Roosevelt le apoyó. La discusión se reanudaría en Potsdam en julio de
1945 sin que se alcanzara mejor resultado.
Mientras tanto, soviéticos y polacos habían establecido puestos fronterizos situados
al este de esa línea que «serían entregados a la Administración del Estado polaco
mientras llegara el momento del trazado definitivo». ¿Y cuál de los 2 gobiernos
mandaría en Polonia? Durante la guerra se creó en Londres un Gobierno polaco en el
exilio formado por refugiados de todas las corrientes políticas y que coordinó gran
parte de la resistencia interna contra la ocupación nazi. Para Gran Bretaña, y en especial
para Churchill, de este grupo de patriotas debería salir el núcleo del Gobierno
provisional polaco una vez que las fuerzas alemanas se retirasen de Varsovia. De
acuerdo con la idea de Stalin, «quien ocupa un territorio, impone en él su sistema
social».
En su paso victorioso hacia Berlín, el Ejército Rojo llevó consigo un grupo de
comunistas polacos refugiados en la URSS. Se instalaron en Lublin y formaron allí el
Comité Polaco de Liberación Nacional. El Kremlin reconoció al Gobierno de Lublin
como el «legítimo representante» del pueblo polaco. El 18 de enero de 1945 lo trasladó a
Varsovia. Para los soviéticos, bastaba con añadir al Gobierno de base comunista de
Lublin «algunos jefes demócratas de los círculos polacos en el exilio». Para los
occidentales, el actual gabinete provisional polaco sería reorganizado como Gobierno
plenamente representativo y basado en todas las fuerzas democráticas de Polonia, con
inclusión de los jefes demócratas que se encontraban en el extranjero, y procedería tan
pronto como fuera posible a celebrar «elecciones libres y sin estorbos sobre la base del
sufragio universal y del escrutinio secreto; todos los partidos democráticos tendrían
derecho a participar en estas elecciones y a presentar candidatos». Esas elecciones,
durante las que estuve presente en Varsovia como enviado especial, no se celebraron
hasta 1989.
Después de una discusión sin fin, los tres grandes terminaron por ponerse de
acuerdo sobre el Gobierno provisional polaco: el comité de Lublin más el añadido de
algunos demócratas en el exilio. Stalin se había salido con la suya: el comité de Lublin
era la base del Gobierno. Molotov, el ministro de Exteriores soviético, se comprometió a
iniciar consultas con los dirigentes polacos de los diversos grupos. El Gobierno de
Unión Nacional salido de estas consultas procedería a realizar las elecciones conforme a
la fórmula occidental.
—¿Cuánto tiempo se necesita para organizar las elecciones? —preguntó Roosevelt a Molotov.
—Menos de un mes —respondió el ministro de Exteriores soviético.
—Quiero que esas elecciones sean como la mujer del César, que nadie pueda sospechar nada de ellas —
añadió Roosevelt con energía.

Al comentar, un mes más tarde, la situación en Polonia, el «reaccionario». Churchill


le escribió a Roosevelt: «Nos hallamos frente a un inmenso fracaso: el derrumbamiento
completo de lo que se acordó en Yalta». Era el hecho consumado. Las elecciones polacas
quedaron como letra muerta. Violando el acuerdo de Yalta, los hombres de confianza
del Kremlin en el Gobierno de Varsovia, mandados por Bieroslav Bierut, consumaban la
sovietización del país. Churchill era partidario del puñetazo en la mesa; Roosevelt,
enfermo, de enviar telegramas y telegramas a Stalin. Durante tres años, la represión y la
intimidación se abatieron sobre los dirigentes moderados del grupo de Londres: o
fueron a parar a la cárcel o salieron de nuevo hacia el exilio. El círculo se cerró el 22 de
julio de 1952 con la aprobación de una Constitución que era una fotocopia de la Ley
Fundamental soviética; Polonia entraba de forma definitiva en la órbita de Moscú.
Yalta terminó entre abrazos, cálidos apretones de mano y brindis copiosos. La
revista Time escribió que «todas las grandes dudas que se podrían albergar sobre las
posibilidades de colaboración de los tres grandes, tanto en la paz como en la guerra,
habían sido barridas para siempre». Fue la influencia del vodka. Un año y un día
después, Churchill pronunciaba en Fulton el famoso discurso del telón de acero: «Los
rusos —dijo— no admiran nada tanto como la fuerza, y nada respetan menos que la
debilidad militar». Un telón de acero había caído desde Stettin (Polonia) hasta el Mar
Adriático.
La conferencia de Yalta fue uno de los acontecimientos más controvertidos de la II
Guerra Mundial. Para la mayoría, representó el triunfo de las tesis de Stalin; para otros,
Roosevelt y Churchill obtuvieron en la estación balnearia de Crimea más de lo que
podían esperar. Gerhard Weinberg señaló, en la primera oleada de historiadores
revisionistas sobre la guerra, que los dirigentes norteamericanos fueron acusados de
traición en Yalta, de haberse bajado los pantalones frente a Stalin. Después, un nuevo
grupo de revisionistas ha entendido que ese mismo grupo de dirigentes trabajó contra
los intereses de la URSS; el péndulo caía ahora hacia el lado de los que ponían el énfasis
en las concesiones hechas por los soviéticos a los occidentales. «Sería quizá más
razonable —añade Weinberg— pensar en que los tres aliados, Stalin, Roosevelt y
Churchill, lucharon duro por un acomodo entre ideologías e intereses divergentes. El
gran problema fue que algunos de los acuerdos alcanzados en Yalta no se cumplieron
después, por lo que la marea alta de la colaboración fue seguida de nuevas crisis». El
golpe de Bucarest organizado por Vichinsky dio la medida de lo que podía esperarse de
los acuerdos firmados con Stalin. Después, la detención de los líderes clandestinos
polacos terminó con la euforia en Londres. Los norteamericanos tardaron más en
reaccionar; la opinión pública le era favorable a Stalin al menos en los días, semanas y
meses que siguieron a Yalta. Al nuevo presidente, Harry Truman, le tocaría poner la
primera piedra de una actitud más agresiva por parte de Estados Unidos ante la URSS.
Yalta fue la última cita. Tras abrirse los archivos rusos sabemos que Stalin estaba al
tanto de las querellas entre los aliados e hizo todo lo posible por exacerbarlas.
Al situar la conferencia en sus justos términos, sir Ian Jacob, consejero militar de
Churchill, escribió que Yalta se celebró cuando se acercaba el fin de la guerra contra
Alemania. «Llamó mi atención que, mientras las anteriores conferencias —Casablanca,
Quebec, Teherán— sobre asuntos militares fijaron de forma admirable la estrategia y la
táctica para los próximos seis meses, este mismo método dejó de servir para asuntos
políticos que tenían que ver con el futuro de las naciones. Esperar el arreglo de
problemas complejos en una semana, yo creo que era apostar demasiado fuerte. Por eso
miramos hacia Yalta como la conferencia en la que los rusos se llevaron la mejor parte».
Entre la alegría y la desesperanza, Churchill salió eufórico en el Franconia hacia
Sebastopol, donde recorrería el escenario de la batalla de Balaklava, la última carga de
la brigada ligera. La primera impresión de Churchill, la sombría, fue la buena. La
delegación británica ofreció el banquete de despedida en la residencia Vorontzov. La
fiesta resultó animada: cada una de las partes se creyó que había derrotado a la otra. Al
final, Churchill y Stalin mantuvieron la última charla. El primer ministro británico
mencionó las elecciones que se celebrarían en Gran Bretaña en cuanto Hitler fuera
vencido. «Stalin creyó —escribiría Churchill, premio Nobel de literatura, en sus
Memorias— que el pueblo británico buscaría la seguridad de un líder. ¿Quién mejor para
ese papel que quien había llevado la nación a la victoria?».
Churchill le explicó a Stalin que había dos partidos políticos en Gran Bretaña «y yo
pertenezco a uno de ellos». «El partido único es mucho mejor», concluyó Stalin.
Capítulo quince

La conspiración
contra Hitler

No podían darse dos tipos humanos tan diferentes como Hitler y el coronel jefe del
Estado Mayor de las Fuerzas de Reserva, Claus Graf Schenk von Stauffenberg. El
coronel conde Stauffenberg, de 38 años, católico ferviente, hijo de la aristocracia suaba y
uno de los cabecillas de la conspiración, fue el encargado de colocar su cartera de mano
con una bomba de relojería de fabricación británica bajo la mesa de Hitler en la sala de
juntas de la guarida del lobo, en la región de los lagos de Mazurie, hoy Polonia. Si aquel
20 de julio de 1944 a las 12.41 horas, Brandt, el ayudante de campo del general Adolf
Heusinger no hubiera desplazado unos centímetros el maletín de color marrón del
conde, es seguro que el curso de la historia hubiera sido distinto.
Von Stauffenberg era un héroe manco y tuerto de las campañas del norte de Africa.
En Túnez había perdido un ojo, el brazo derecho y 2 dedos de la mano izquierda
cuando su coche saltó sobre una mina. Como en tantas otras ocasiones, aquí hay un
antes y un después de la historia. Antes, Hitler tan sólo había sufrido un atentado, el
que protagonizó en 1939 el simpatizante comunista y relojero Georg Elser, que, tras
hacerse novio de una de las camareras para moverse con mayor libertad, logró colocar
una bomba en una de las columnas de la gran cervecería de Nuremberg en la que, como
todos los años, el Führer tomaba la palabra el 8 de noviembre. La explosión estaba
prevista para las 23.30 horas. Hitler, fiado de sus presentimientos o urgido por los
avatares de la campaña polaca, salió de la cervecería diez minutos antes de que estallara
la bomba de Elser, que mató a siete personas e hirió a otras sesenta y tres.
Hitler tomó siempre las precauciones necesarias: chaleco antibalas, casco especial,
cambio de los planes fijados sobre la marcha. Se hacía probar la comida por sus
ayudantes y no dejaba nada al azar. La idea de la colocación de una bomba, ya que esa
parecía la única posibilidad de eliminar físicamente a un hombre tan bien protegido, se
le pasó por la cabeza antes de la guerra al agregado militar británico en Berlín, coronel
Mason-MacFarlane. En el período victorioso que va desde El Alamein en octubre de
1942 hasta Stalingrado en enero de 1943, los intentos de atentado fueron interpretados
como una traición. Después del fracaso de Stalingrado, revistieron el significado de una
patriótica liberación.
Los conspiradores, gente conservadora, militares en su mayor parte y con
conexiones religiosas y aristocráticas (los enemigos del cabo austríaco), deseaban salvar
a Alemania de la destrucción física y moral. Tan sólo había un medio para lograrlo:
matar a Hitler. La «operación Walkiria» preveía no sólo la eliminación física del Führer,
sino la toma del poder por el ejército en Berlín, Viena y París, así como la formación de
un gobierno cuyo primer gesto sería el de entablar conversaciones con las fuerzas
anglonorteamericanas para poner fin inmediato a la guerra.
«Quien espere encontrar traidores entre nosotros, ignora por completo el carácter
del Estado nacionalsocialista; el que crea poder provocar un 25 de julio en Alemania,
demuestra que no conoce ni mi posición personal ni la lealtad de mis colaboradores
políticos, de mis mariscales de campo, almirantes y generales», afirmó Hitler por la
radio al día siguiente del armisticio en Italia, la caída de Mussolini en la reunión del
Gran Consejo Fascista. Un año después, también en julio, el Führer recibiría a sus pies la
explosión de la cartera de mano del conde Stauífenberg, biznieto por parte de madre de
Geisenau, héroe nacional de la guerra contra Napoleón.
No fue ése el primer intento, como hemos visto. En 1939, el general Hammerstein
trató de atraer a Hitler a su cuartel general en Colonia para destituirlo, pero el Führer no
cayó en la trampa. La misma suerte corrieron otras tentativas similares en 1941 y 1942, y
en la primavera de 1943 en los cuarteles generales de von Bock y de von Kluge en Rusia.
Tan sólo en 1944, en el crepúsculo de los dioses, el número de los atentados se elevó a
siete. En marzo, un grupo de oficiales conjurados pensó en detener a Hitler de visita al
frente de Smolensko. Más tarde, 2 de los oficiales del mariscal von Kluge fabricaron una
bomba de relojería y se la entregaron en el interior de una maleta al coronel Brandt,
quien, sin saber lo que contenía, viajó en el mismo avión de Hitler. La bomba,
defectuosa, no explosionó. En abril, el coronel barón von Gersdorff trató de matar a
Hitler en el curso de una inspección. El mismo mes, el general Helmuth Stieff, llamado
«el enano venenoso», pensó colocar una bomba de relojería en la sala subterránea de
Rastenburg, la guarida del lobo de la Prusia oriental en la que Hitler celebraba de
ordinario sus conferencias militares, pero el general desistió en el último momento.
Von Stauffenberg, como jefe del Estado Mayor del general Fromm desde 1943 y
comandante del Ejército del Interior, pudo tomar contacto con oficiales hostiles a Hitler.
Formaban el núcleo aristocrático de la Wehrmacht. Los militares no deseaban el final de
la guerra santa contra la Unión Soviética. Firmarían el armisticio con los anglo-
norteamericanos pero continuarían la batalla contra la Unión Soviética. En julio de 1944,
el coronel Stauffenberg fue llamado tres veces por Hitler a Berchtesgaden y en las tres
ocasiones se presentó con dos bombas de relojería en su maletín. Los atentados
fracasaron. Quedaba otra oportunidad.
EL DÍA

El día 20 de julio de 1944, jueves, fue «Der Tag», el día. La tarde anterior, el coronel
Stauffenberg supo que al día siguiente debía presentarse en el cuartel general de
Rastenburg. El intento del 11 de julio fracasó porque el conde suabo deseaba acabar con
tres vidas de un solo bombazo, las de Hitler, Himmler y Goering. Estos dos últimos no
aparecieron y se suspendió el plan. El 15 de julio, en el cuartel general de la Prusia
oriental, cuando el conde se disponía a accionar el dispositivo, Hitler salió de la sala de
reuniones y no volvió. Pero aquel 20 de julio no habría más dilaciones: la «operación
Walkiria» pondría fin al nazismo. Unos quince mariscales y generales, además de
políticos, intelectuales, profesionales y oficiales, estaban al tanto del complot. En cuanto
se conociera la noticia de la muerte de Hitler —calculaban que llegaría en torno a la
1.30—, los jefes militares de la conjura, los resistentes Goerdeler, Beck —que sería el
nuevo jefe de Gobierno—, Osten, von Hassel, Olbricht, Canaris —jefe del Servicio de
Inteligencia Militar—, von Stulpnagel —gobernador militar de Francia—, von
Tresckow, etc., darían la orden de ocupar los puntos estratégicos de Berlín, Viena y París
y de desarmar a las SS. Por la tarde, la radio anunciaría la caída del régimen.
El 20 de julio hacía mucho calor incluso en la zona boscosa en la que se hallaba
situado el cuartel general de Hitler. El Führer analizaría la marcha de la campaña en el
Este. Abajo, en el búnquer, hacía tanto calor que sus generales prefirieron celebrar la
reunión en la sala de mapas del piso superior, con las ventanas abiertas de par en par.
El conde llevaba en su cartera de mano una bomba de 250 gramos. Entró en la sala y
depositó el maletín a unos metros de los pies de Hitler bajo la robusta mesa de roble.
Después, con la disculpa de una llamada telefónica desde Berlín, Stauffenberg
abandonó la sala de conferencias. Eran las 12.33, la hora de «Walkiria», la operación que
llevaba el mismo nombre que el plan imaginado por Hitler para dar el poder al ejército
en caso de cualquier intento de sublevación de los trabajadores extranjeros, los
deportados y los prisioneros de guerra en Alemania, más de 8 millones en total. En el
búnquer 88 de la oficina de transmisiones del Ejército, el conde aguardaba la explosión
en compañía de otro de los conspiradores, el general Fellgiebel. Esa misma tarde se
esperaba la llegada por tren de Mussolini.
A las 12.41, Hitler, armado de una lupa, se inclinaba sobre el mapa de operaciones
del Frente oriental. El general Heusinger informaba en ese instante: «Si el grupo de
ejércitos no logra retirarse de Peipus, una catástrofe…». Una catástrofe fue la última
palabra pronunciada por Heusinger antes de que la sala saltara por los aires. El
deslizamiento del maletín por Brandt salvó la vida de Hitler. El Führer cayó por tierra
como consecuencia de la onda expansiva, pero tan sólo sufrió ligeras heridas en el codo
derecho y en la cabeza y magulladuras diversas. Se quedó sordo del oído derecho. En
cuanto se disipó el humo, el mariscal Keitel corrió a socorrer a su jefe y le abrazó con
estas palabras: «Mi Führer, estáis vivo». Sí, estaba vivo bajo las vigas desprendidas, del
techo arrancado de cuajo, de los restos de ventanas, de los vidrios rotos, de la mesa cuya
robusta pata amortiguó la explosión y le salvó la vida.
En su biografía de Stauffenberg, Joachim Kramarz cuenta que, después de la
explosión, el conde afirmó que no volvería ya a la conferencia, sino que almorzaría con
el comandante. «De hecho, él y su ayudante Haeften se dirigieron al aeropuerto. Al
pasar por la sala de conferencias, lo que vieron les confirmó sin lugar a dudas que la
explosión había hecho su trabajo. El coche de Stauffenberg fue detenido en la primera
barrera desde la que se veía el destruido pabellón de invitados. Dijo que debía dirigirse
a toda prisa hacia el aeropuerto. Como el oficial de control le conocía personalmente, le
dejó pasar. En cualquier caso, la alarma no sonó hasta un minuto y medio después. En
la segunda barrera, el conde y conspirador dio la misma explicación. El sargento le
informó que se había recibido la orden de prohibir las entradas y salidas. Stauffenberg
pidió hablar con el comandante por teléfono. Este se encontraba ya en la zona de la
explosión. Su ayudante, el capitán von Molledorf, se puso al aparato. El conde le explicó
que tenía el permiso del comandante para abandonar el área de seguridad ya que su
avión despegaba a las 13.15. La barrera se abrió. La manera de pasar la tercera barrera
rozó la temeridad. Si esta vez, en lugar del ayudante hubiera sido el propio comandante
el que atendiese al teléfono, éste no le habría permitido pasar del Area II del Cuartel
General: tan sólo unos minutos antes aseguró que almorzaría con él».
Camino del aeropuerto, Haeften arrojó lejos del coche un paquete cubierto con papel
marrón que contenía la segunda bomba que quizá hubieran utilizado de no funcionar
bien el detonador de la primera. Stauffenberg subió al avión convencido de que Hitler
había muerto en el atentado. El estado mayor de la conspiración le esperaba en Berlín.
No pudo comunicar con la capital desde el aparato. Fueron 3 horas de vuelo y de
inquietud. Desde la guarida del lobo, el general Fellgiebel, que comprobó que Hitler
estaba vivo, trató de informar a sus cómplices para que abortaran la «operación
Walkiria». Sin embargo, después del atentado todas las comunicaciones quedaron
cortadas entre el cuartel general y el exterior. Fueron horas decisivas que los conjurados
no supieron aprovechar. Con el único hombre capaz de tomar decisiones, Stauffenberg,
inmovilizado en el aire, los demás perdieron el tiempo en cavilaciones y conjeturas. El
ministro de Armamento Albert Speer se encontraba en Berlín en la oficina de Goebbels
cuando un altavoz anunció: «Señor ministro, el cuartel general le llama con urgencia. El
Dr. Dietrich está al aparato». «Doctor Dietrich, aquí Goebbels. ¿Cómo dice? ¿Un
atentado contra el Führer? ¿Ahora mismo? ¿Dice que el Führer está vivo en el barracón
de Speer? El Führer cree que se trata de un obrero extranjero de la organización Todt…».
SOSPECHAS

Las primeras sospechas, en medio de la confusión, recayeron sobre un obrero


extranjero. Los conjurados dispusieron aún de un tiempo para reaccionar. No lo
hicieron. Al llegar al aeropuerto de Rangsdorf, a una hora de Berlín, el conde, el amigo
del poeta Stefan George, el afamado jinete, el músico, el hombre que reverenciaba la
cultura, las buenas maneras y la devoción a la Iglesia católica, la antítesis de Hitler,
descubrió que la «operación Walkiria» no se había puesto en marcha. Tan sólo hacia la
medianoche llegó la señal de alerta a la guarnición de Berlín y algunas unidades
tomaron posiciones cerca de la Puerta de Brandeburgo. Mientras Himmler se hacía
cargo de las investigaciones, Goebbels abría un estuche de su alcoba en el que guardaba
veneno. Por la tarde, ya frustrado el golpe, pudo telefonear a Himmler: «Cuando pienso
en lo que yo hubiera hecho en su lugar… ¿Por qué no han ocupado la Casa de la Radio
y difundido las mentiras más extravagantes? ¡Colocan centinelas a la puerta de mi casa,
pero no se ocupan de nada y hasta me dejan telefonear al Führer para movilizar nuestras
defensas!».
Ningún mensaje partió de la guarida del lobo porque el desconcertado general
Fellgiebel se ocupó primero de socorrer a los heridos; cuando trató de comunicarse con
los cuarteles de la Wehrmacht en la Bendlerstrasse para informar que el golpe había
fallado, las líneas estaban cortadas. Parece que fue el mariscal Keitel el primero en
sospechar de Stauffenberg: había abandonado la sala de conferencias con el pretexto de
una llamada telefónica. «¿Dónde está Stauffenberg? —preguntó el mariscal—. Tendrá
que informar dentro de poco». El general Bühle salió a buscarle pero volvió sin noticias
del conde. Si Stauffenberg no aparecía sería él, Keitel, quien recibiría las iras de Hitler.
Se dirigió hacia la puerta de entrada con la esperanza de ver aparecer al conde cuando
la bomba hizo explosión. Himmler había pedido ya a Berlín un equipo de investigación
de las SS cuando se especulaba aún con las hipótesis del atentado. ¿Un avión soviético
que habría burlado a baja altura las pantallas de radar? ¿Un obrero extranjero de los que
trabajaban en la reforma del búnquer subterráneo de Hitler? La llegada de Mussolini se
aplazó media hora. Cuando apareció el tren del Duce, Hitler se encontraba ya en el
andén, eran las 15.30 horas. El Führer esperó cubierto con un capote negro; cojeaba un
poco, sus oídos estaban tapados con algodón hidrófilo y llevaba un vendaje en la mano
derecha. De los dos fue Mussolini, según algunos testigos, el que ofrecía peor aspecto.
Su poderoso mentón había perdido la altivez del pasado. El Duce había envejecido
varios años y su supervivencia dependía de un Hitler recién salido indemne del terrible
atentado. Stauffenberg figuraba ya a esa hora en la lista de sospechosos. Hitler invitó a
Mussolini a visitar el pabellón de invitados, la sala de mapas violada por la bomba de
plástico tres horas antes. Convencido de la intervención divina, le mostró el uniforme
destrozado, los pantalones hechos jirones y las quemaduras en el brazo derecho y en las
2 piernas. «Lo que hoy ha ocurrido aquí —dijo— me ha dado nuevas fuerzas. Después
del milagro que hemos vivido en esta sala, es inconcebible que nuestra causa sufra las
consecuencias de la mala fortuna». En cuanto se recuperó del susto, Hitler sólo pensó en
una cosa: en dar caza a los culpables. Un viento de venganza sopló sobre Rastenburg.
Antes de que terminara la noche, supo que sus enemigos eran más numerosos de lo que
pensaba.
Cuando el pequeño Heinkel en el que viajaba Stauffenberg aterrizó en Rangsdorf, al
coronel le sorprendió que no le esperara un coche para trasladarle hasta el cuartel
general de los conjurados en Bendlerstrasse. Su ayudante telefoneó desde el aeropuerto
al cuartel general: nadie sabía allí que Hitler hubiera muerto. Tan sólo cuando llegaron
a la sede de la Wehrmacht se puso en funcionamiento la maquinaria del golpe. Las
órdenes militares partieron a las 15.50 horas por teletipo. La llegada de Stauffenberg
puso en acción al cuartel general. Poco después, el general Stulpnagel detuvo en París a
los jefes de las SS. Lo mismo ocurrió en Viena, donde obedecieron de inmediato las
órdenes de los jefes del complot. El jefe de Stauffenberg, el general Fromm, descubrió al
llamar a Rastenburg que Hitler había salido con vida del atentado y que el conde suabo
figuraba en la lista de los sospechosos. Aun cuando él mismo formaba parte de la
conjura, Fromm decidió salvar el pellejo a cambio de ordenar la detención de
Stauffenberg y Olbricht.
El coronel creía aún que Hitler había muerto en su guarida del lobo. Eso explicaba
su frenética entrega a la coordinación del golpe militar. Removió media Europa por
teléfono, impartió órdenes, pero olvidó ocupar esos lugares que Curzio Malaparte
consideró indispensables en su Técnica del golpe de Estado para asegurarse la victoria:
radio, correos y telégrafos, la telefónica, los ministerios y los centros neurálgicos. Ni
siquiera envió un mensaje a través de la radio en el que podía haber invitado al pueblo
alemán a sumarse al pronunciamiento. Creyó que el Batallón de Guardias y el resto de
las instalaciones en Berlín estaban de su parte, cuando no lo estaban. «Organizaba una
revolución en el vacío», escribió Robert Payne en The life and death of Adolf Hitler.
A las seis de la tarde, el comandante Otto Ernest Remer, jefe del Batallón de
Guardias (detenido en España en 1994 y reclamado por las autoridades alemanas),
recibió la orden de hacer preso a Goering. Como fanático servidor del partido, Remer
preguntó al ministro de Propaganda qué era lo que tenía que hacer. A las 5, Goebbels
recibió una llamada de Hitler en la que le informaba de algo así como un intento de
golpe militar en Berlín y le entregaba todos los poderes para sofocarlo. Remer dudaba.
Goebbels pidió comunicación con Rastenburg: «Haced lo que juzguéis necesario —le
dijo el Führer al comandante Remer—. Todos los oficiales, cualquiera que sea su grado,
están ahora bajo su mando. Si es necesario, utilice la fuerza bruta».
John Toland cuenta en su libro Hitler que esa palabra «bruta» (brachial) convenció a
Remer de que, en efecto, «era Hitler el que hablaba». Primero Remer y más tarde Otto
Skorzeny devolvieron al confundido ejército alemán a la senda de la estricta obediencia.
La conspiración se derrumbó como un castillo de arena. Mientras Remer, ascendido por
Hitler al empleo de coronel, ordenaba a todas las unidades de Berlín que se pusieran a
sus órdenes, el ingenuo mariscal Witzleben, uno de los conspiradores, anunció por la
radio la muerte de Hitler en un patético toque de generala: «El Gobierno del Reich,
deseoso de mantener la ley y el orden, me ha confiado el mando supremo de las fuerzas
armadas alemanas». No se podían hacer peor las cosas. Todo el golpe fue un
despropósito, una chapuza de aficionados. 30 minutos después de su anuncio, el
general Witzleben abandonaba el puesto de mando para correr a refugiarse a su casa de
campo.
A las nueve de la noche, los alemanes supieron que Hitler se dirigiría a toda la
nación en un discurso radiodifundido. El discurso llegó a la una de la madrugada por
problemas técnicos en la grabación. Los 6 hombres comprometidos en primer grado con
la conjura —Stauffenberg, Beck, Olbricht, Quirnheim, Haeften y Hoepner— creyeron
que la revolución podía hacerse «hablando por una batería de teléfonos», cuando, como dijo
más tarde Mao Zedong, debía brotar desde la boca del fusil. En lugar de destruir a
Hitler, los conspiradores del 20 de julio se destruyeron a sí mismos. A las 10 de la
noche, un puñado de SS bajo el mando del teniente coronel Herber irrumpieron en el
Ministerio de la Guerra y abrieron fuego a discreción. Los 2 generales, Beck y Hoepner,
recibieron la gracia de la última hora: el suicidio. Ludwig Beck, de 64 años y jefe del
Estado in pectore, un conservador de la vieja escuela, se pegó un tiro. Hoepner fue
detenido. A Stauffenberg, Olbricht, Quirnheim y Haeften los condujeron ante unos
sacos terreros de la defensa pasiva para fusilarlos en un patio mal iluminado por los
faros de un vehículo militar. Stauffenberg tuvo tiempo de gritar «¡Viva nuestra sagrada
Alemania!», antes de desplomarse sobre el pavimento. Hoy son muchas las calles de
ciudades alemanas, incluida Berlín, que llevan su nombre.
Por esos mismos días, la lucha continuaba en las playas de Normandía. Las bombas
V-I caían sobre Inglaterra. Mientras tanto, en París, donde el gobernador militar
Stulpnagel ocupó todos los cuarteles de las SS, Gerhard Heller, encargado desde la
embajada alemana de las relaciones con los escritores y artistas franceses, se disponía a
ofrecer un brindis por la muerte de Hitler con las palabras que Goethe pronunció
después de la batalla de Valmy: «Aquí y ahora comienza una nueva era y podréis decir que
habéis asistido a ella». De pronto, según cuenta en su libro Un alemán en París, le entraron
dudas: «Déjelo», ordenó al maitre del hotel que abría ya una botella de champaña.
El grito de «Heil Hitler!» del traidor general Fromm ante los cadáveres de
Stauffenberg y sus compañeros fusilados no le salvó de la muerte.
CERDOS DE SANGRE AZUL

A la una de la madrugada se escuchó la voz de Hitler a través de la radio: «¡Hombres y


mujeres de Alemania! No sé cuántos intentos de asesinato se habrán urdido contra mi persona.
Si os hablo hoy es para que escuchéis mi voz y sepáis que estoy bien, que no he resultado herido, y
para que estéis informados de un crimen sin precedentes en la historia de Alemania. Una
camarilla de ambiciosos sin escrúpulos, de oficiales estúpidos y criminales, ha organizado un
complot para derribarme y, conmigo, al alto mando de la Wehrmacht. Una bomba colocada por el
coronel Stauffenberg ha hecho explosión dos metros a mi derecha… Los conspiradores eran unos
cerdos de sangre azul, unos prusianos que nunca comprendieron la nobleza del nazismo».
La «operación Tormenta» de las SS hizo que se dictaran 2.000 sentencias de muerte y
7.000 detenciones. Tan sólo unos pocos afortunados escaparon con vida de la furia de la
represión. «Esta vez vamos a ajustarles las cuentas a la manera del nacionalsocialismo»,
declaró Hitler por la radio. La orden fue terminante: «Que los cuelguen de los ganchos
del ganado». En los cuarteles de Plotzensee los principales conspiradores fueron
ahorcados con cuerdas de piano. Hitler degustaba el placer de la venganza hasta las
últimas heces y ordenó que un equipo de filmación rodara la escena de los
ahorcamientos. Revelaron el material a toda prisa. El Führer pudo ver en su sala privada
de proyección el estremecimiento de los ahorcados, desnudos, y su agonía de varios
minutos.
Los conspiradores dejaron tal cantidad de pistas y pruebas que la Gestapo y las SS
pudieron actuar con rapidez y eficacia en la represión; más de 33.000 personas sufrirían
las consecuencias del frustrado complot del 20 de julio, y no sólo los relacionados con la
conspiración, sino también los sospechosos, los disidentes, los hombres y mujeres de las
redes clandestinas de la oposición. La baraka, la buena suerte de Hitler, le salvó de
nuevo. «El hecho de que abandonara la cervecería de Nuremberg antes que de costumbre
(atentado del 8 de noviembre de 1939) me confirmó en las intenciones de la providencia de
permitir que alcanzara mi objetivo». De haberse celebrado la reunión en el búnquer de
Rastenburg, al concentrarse entre los muros de cemento, la explosión hubiera
despedazado a todos los presentes. «En la cadena de acontecimientos entre 1939 y 1945 —
escribe uno de los primeros historiadores de la resistencia al nazismo, Hans Rothels—
parece surgir una lógica férrea, una predisposición interna a una catástrofe inevitable». ¿Fue la
«operación Walkiria» la única revuelta seria durante los 11 años y medio del Tercer
Reich, como señala William L. Shirer?
La onda expansiva del bombazo en la guarida del lobo resonaba aún en Alemania al
cumplirse en 1994 los 50 años del atentado. Para unos, los responsables de la
conspiración no hicieron sino estimular las ansias de venganza de Hitler y de su
régimen. Era un episodio protagonizado por gente bien, de trasfondo aristocrático. Un
ensayo del historiador Hans Mommsen describía la idea filosófico-política del grupo del
20 de julio como una masa informe de idealismos, en la cual la ciega obediencia
impuesta por el nazismo se veía sustituida por los principios de una «auténtica
autoridad». El retrato de los conspiradores de julio trazada por el historiador no les deja
en buen lugar: el grupo del conde Stauffenberg se oponía a las tendencias democráticas
e igualitarias de la sociedad moderna, confundía el nazismo con el bolchevismo y, en el
fondo, buscaba el restablecimiento de un poder central, sólido y paternalista.
Desde el final de la guerra, el análisis de la realidad del 20 de julio tomó dos caminos
distintos: en el primero transitaban los que atribuyeron a Stauffenberg y los suyos la
imagen del heroísmo, los únicos capaces de intentar algo contra el Führer, por el
segundo discurrieron los que miraban con desdén al grupo aristocrático y ponían el
énfasis en el trabajo clandestino de comunistas y socialdemócratas. Los conspiradores
de «Walkiria» representaron un problema para la Gestapo, pero no para el régimen.
Como ha escrito Shirer, todavía en julio de 1944 la gran masa del pueblo alemán
«aceptaba y sostenía el nacionalsocialismo y veía en Adolf Hitler al salvador de la nación».
«El aniversario del héroe —titulaba un semanario europeo en julio de 1994— abre el
bote de los gusanos». Al cumplirse el quincuagésimo aniversario del atentado, el hijo de
Stauffenberg, el conde Franz-Ludwig, ex diputado del partido conservador bávaro
Unión Socialcristiana, mostró su rabia y disconformidad por el hecho de que las
fotografías de su padre figuraran al lado de los estalinistas alemanes orientales Wilhelm
Pieck y Walter Ulbricht que se opusieron al nazismo en Moscú donde vivían exiliados:
«Pieck y Ulbricht —afirmó el hijo de Stauffenberg— pertenecen a la peor banda de criminales
de la historia alemana. Me opondré a todos los intentos que se hagan de denigrar a mi padre al
asociarle con tiranos y ladrones».
El que fue cuartel general de la Wehrmacht servía ahora de marco a una muestra del
20 de julio. El hijo de Stauffenberg señalaba la línea divisoria entre los resistentes al
nazismo como su padre, que dieron su vida para derribar a Hitler, y los que como Pieck
y Ulbricht, futuros dirigentes de la Alemania oriental, o los escritores Thomas Mann y
Bertolt Brecht, se opusieron al nazismo desde el cómodo exilio. En la muestra del
Beldler Block figuraban otros opositores al nazismo como los integrantes de la red de
espionaje Orquesta Roja, detenidos por la Gestapo en 1941 y colgados de ganchos de
carnicero. Esta interpretación de la historia no les gustó nada al hijo de Stauffenberg y a
los familiares de los conspiradores caídos el 20 de julio. «Esos grupos quieren que se
retire a los elementos comunistas que figuran en la muestra. Si lo logran, dimitiré»,
afirmó el organizador de la exposición berlinesa. A los alemanes de 1991, la mitad de
los cuales habían vivido la guerra, no les resultaba nada agradable que lavaran la ropa
sucia en público. Casi todos ellos se mantuvieron leales al Führer y no era cosa de
recordárselo todos los días.
Con motivo del quincuagésimo aniversario del atentado volvía a la superficie la
vieja polémica que hizo furor en los años 80. Los historiadores revisionistas pusieron en
circulación la idea de que el nazismo no habría existido sin el estalinismo. Se
comparaban el holocausto nazi y el Gulag soviético para blanquear así la imagen de
Hitler y su régimen. Durante años, los dirigentes de la Alemania oriental reivindicaron
para ellos solos la herencia de la lucha antinazi. Es cierto que la resistencia comunista y
socialista se adelantó a las conspiraciones del crepúsculo de los dioses. El atentado
contra Hitler llegó más de un mes después del desembarco aliado en Normandía.
También es verdad que los conjurados del 20 de julio, de raíz conservadora y elitistas en
su mayoría, formaban un grupo heterogéneo. El conde Stauffenberg mantenía contactos
con medios liberales. El ex canciller socialdemócrata Helmut Schmidt, editor del
semanario Die Welt, se acercó al equilibrio entre las partes enfrentadas al afirmar que
«cuando se dice, con razón, que el 20 de julio de 1944 es una de las fechas morales más
importantes de la historia alemana, entonces hay que evitar que se eche tierra encima de
los que tomaron parte en la resistencia porque fueran comunistas».
Capítulo dieciséis

De Normandía a Berlín

Las carreteras de Normandía, cubiertas de polvo, están repletas de vehículos militares.


Allí donde se detienen, en una alquería o en una taberna, los soldados refrescan el
gaznate con unas copas de calvados o sidra de la región. Por todos lados aparecen
postes indicadores, señales de la posición de las diferentes unidades. Desde las playas
llegan día y noche los camiones que traen víveres a los almacenes o carburante a los
depósitos. El gran ejército aliado es un gargantúa que todo lo devora. Queda mucho
camino hasta Berlín y todo hará falta.
El paisaje está cargado de vehículos despanzurrados. Los embudos causados por las
bombas aparecen aquí y allá. Una larga fila de prisioneros serpentea con lentitud en
dirección a las crestas que dominan el mar. Vienen con los uniformes polvorientos y
rasgados, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, agotados, aturdidos por la
potencia de fuego del enemigo. Los prisioneros del ejército alemán visten de gris; los de
las SS, concentrados aparte, visten uniformes negros. Para ellos, la guerra ha terminado.
«Viejo —se dice a sí mismo uno de estos prisioneros de la Wehrmacht—, no puedes
quejarte. Has tenido toda la suerte del mundo. Has caído en manos de los
norteamericanos y no de los rusos, que te hubieran hecho papilla. Todo fue de repente.
La noche del 6 de junio ninguno de nosotros esperaba ya la invasión, el viento soplaba
fuerte, el cielo apareció cubierto, la aviación enemiga no nos molestó más que cualquier
otro día. De pronto, ya de noche, el cielo se cubrió de aviones. ¿Dónde irán a lanzar esta
noche sus bombas?, nos preguntamos. Fue entonces cuando estalló el mundo. Yo me
encontraba en la sección de radio. Los mensajes se sucedían unos detrás de otros:
“Paracaidistas por aquí, planeadores por allá”. Algunos de nuestros cañones abrieron
fuego lo mejor que pudieron. Por la mañana, los puestos de observación de vanguardia
nos transmitieron un mensaje urgente: “Se acerca una importante fuerza naval.
Repetimos, se acerca una importante fuerza naval”. No pudimos hacernos una idea de
lo que ocurría. Las comunicaciones se cortaron o se embrollaron. Nuestros oficiales
perdieron por completo la noción de lo que pasaba. En medio de la confusión recibí
órdenes de dirigirme a la costa en misión de reconocimiento. Cuando el teniente
impartía la orden, un carro de combate británico apareció por detrás, una dirección en
la que nunca hubiéramos sospechado la presencia del enemigo. El tanque abrió fuego
sobre nosotros. El teniente y yo nos escondimos en el bosque. Cuando tratamos de
ganar nuestras líneas fuimos hechos prisioneros por los paracaidistas británicos. Al
principio me sentía deprimido. Yo, un viejo soldado, era prisionero de guerra pocas
horas después de la invasión de Normandía. Pero cuando vi el material reunido por el
enemigo, me dije para mis adentros que no podríamos con esto. Cuando salió el sol a la
mañana siguiente, pude ver la flota invasora amarrada en las orillas normandas, un
barco detrás de otro. Tropas, armas, carros, vehículos militares y municiones
desembarcaban en tierra firme».

MATAR NAZIS

Los sargentos norteamericanos repetían la frase de sus colegas en las trincheras de la I


Guerra: «Adelante, gandules, no querréis vivir eternamente». Entre los que venían con
la Primera División de Infantería del Ejército de Estados Unidos, la famosa «Big Red
One» a la que veinte años después seguí en sus operaciones bélicas en Vietnam,
figuraba Samuel Fuller. El director de cine, autor entre otros filmes de Shock Corridor,
que dedicó una de sus películas a la saga de la «División Grande y Roja», venía desde
Sicilia: «Cuando los soldados invaden un país, les importa un carajo saber dónde
aterrizan. Nunca, en toda la guerra, supimos a dónde íbamos. Lo nuestro era matar
nazis. Los mandos, o los jefecillos, nos largaban discursos sobre la grandeza de nuestro
cometido. Libertad, democracia. ¡Joder!, nosotros no queríamos liberar a nadie. Nos
importaba un carajo estar en Normandía o en cualquier otro sitio. Nosotros hacíamos la
guerra. Y la guerra es matar, matar, matar…».
Sam Fuller trazó en la revista Cambio 16 un retrato descarnado, sin adornos, del
desembarco: «Seis, siete minutos, eso es lo que dura una batalla. El resto es espera. Y
miedo. Te huelen los pies, las manos duelen, las tripas se revuelven. Los soldados no
escriben cartas a mamá. Marchan, papean, duermen, cagan. Nada más. Ese día no
sabíamos dónde íbamos. No sabíamos nada de los miles de barcos, de los 12.000
aviones. Nadie se encontraba en estado de éxtasis pensando en defender la democracia.
Estábamos en Francia. Bueno, ¿y qué? Lo único que nos preocupaba era saber cuántos
cabrones teníamos enfrente. No sabíamos nada de la operación, sólo que iba a ser
anfibia, y que habría mucho humo; y que habría que matar, matar, matar. Por la
bandera. La guerra son fusiles y balas. A cinco centavos unidad. Y la muerte. Había
Dios, sexo y risas. Nada que ver con las películas de guerra. Además yo lo digo a
menudo: en las películas de guerra tendría que haber un tío detrás de la pantalla
disparando sobre el público con una ametralladora. Para enseñarle lo que es eso del
miedo. Vinieron unos tíos a largarnos unos discursos. Generales, mariscales, hijoputas.
Todos dijeron estupideces. Menos uno. Se llamaba Alexander. Nos dijo: “Hay unos
desgraciados que tienen que hacer este puto trabajo, y esos desgraciados sois vosotros”. No nos
vendió sentimentalismo».
Fuller cruzó sobre el agua los metros que le separaban de la cabeza de playa desde el
lanchón de desembarco: «Corrí 150 metros sobre la playa. Había cantidad de cuerpos a
nuestro alrededor. Y no es como se piensa. No. Era aquí una cabeza, allá, a 50 metros,
unos pies: George Taylor, el coronel, gritaba: “Morid lo más lejos posible”. No decía:
“¡Al ataque!”, gritaba “Morid allá, más lejos”. Estuvimos pillados 3 horas en esa maldita
playa de Omaha. A mi lado un tipo se volvió loco del todo. Estábamos cuerpo a tierra.
El se levantó y empezó a avanzar hacia uno de los morteros que nos disparaban. Se
puso a gritarle al arma: “¡Dispárame! ¡Estás haciendo demasiado ruido!”. No gritó
durante mucho tiempo. Los heridos no eran heridos. Eran tipos destripados, hermanos
a los que uno intentaba volver a meter los intestinos en la barriga. Uno aullaba
“¡Traedme mi pierna!”».
No hay héroes en la historia de Samuel Fuller. Los aliados han puesto el pie en el
continente. Es lo que Eisenhower llamará en el título de su libro La Cruzada de Europa.
La guerra, quién sabe, podría haber terminado ese año si en lugar de penetrar en un
frente amplio el ejército aliado hubiera marchado en derechura hacia Berlín. O si el
coronel Brandt no hubiera deslizado unos centímetros la cartera de mano del conde von
Stauffenberg. Pascal escribió que toda la faz de la guerra hubiera cambiado de haber
sido más corta la nariz de Cleopatra. El año 1944 sería el de la liberación para una
Europa occidental que, a excepción de España, Portugal, Gran Bretaña, Suecia y Suiza,
vivía bajo la ocupación nazi, desde el Canal de la Mancha hasta Polonia y desde el norte
de Escandinavia hasta la Italia septentrional. En la región de Chambois, en Normandía,
alguien ha pintado a mano sobre una roca: «Agosto, 1944, el corredor de la muerte».
Porque los soldados alemanes no han arrojado las armas. Ni británicos ni europeos
podían valerse por sí mismos, necesitaban más que nunca la ayuda del hermano
norteamericano. El asalto sobre las playas de Normandía y la marcha, entre cadáveres,
hacia Berlín fue el tiro de gracia. Ni Europa ni Gran Bretaña volverían a ser las mismas.
Para los británicos esta masiva presencia de tropas y armamento de Estados Unidos en
su suelo representaba algo así como el final del imperio.
Con la bandera de infantería del soldado Samuel Fuller venía el futuro amo del
mundo. «Bloody Omaha», Omaha sangrienta, bautizaron a la playa cubierta de sangre y
bañada por la espuma enrojecida del mar. De no haber desembarcado los aliados el 6 de
junio de 1944 en Normandía, la II Guerra Mundial se hubiera prolongado, por lo menos,
un año más. «Al final —opina el historiador William O’Neill— la bomba atómica no
hubiera caído sobre Hiroshima o Nagasaki, sino sobre la vertical de Berlín o Frankfurt».
AL TROTE

Más allá de la cabeza de playa empieza la guerra. Tanques apostados junto a los
pastizales con vacas normandas, cañones emplazados entre los setos, esos malditos
setos que harán más lento el avance motorizado, campos minados, ambulancias que
cruzan en dirección a los hospitales de campaña. La infantería: la hora de la verdad. Los
cadáveres desparramados por la llanura, como caídos del cielo, como maletas
abandonadas, se descomponen al sol. Es la tierra del bocage, el boscaje enmarañado de
las líneas de setos y matorrales. En cada uno de ellos acecha una emboscada, los nidos
de ametralladoras, los bazucas, los lanzagranadas. ¿Para qué sirven en este terreno los
tanques? El ejército alemán, castigado por la aviación aliada, aparece desplegado contra
la parte oriental del perímetro aliado. Británicos y canadienses combaten en una serie
de acciones limitadas: evitan que la Wehrmacht se desplace hacia el flanco occidental,
donde los norteamericanos se aprestan a abrir una profunda brecha.
Al este, británicos y canadienses se dirigen hacia el Sur, hacia Caen. Los
norteamericanos avanzan por la península de Cotentin y ponen sitio a Cherburgo. La
guarnición alemana, temerosa del comandante, un SS fanático y vengativo, resiste
durante 4 días. Cuando entran los norteamericanos sólo encuentran ruinas. Los
alemanes han dinamitado las instalaciones, bloqueado los muelles con maquinaria y
metal. Han colocado trampas por todos lados. Han logrado cortar la vía de escape
alemana por la costa de Normandía y las defensas de la Wehrmacht al oeste del río Vire
viven el desbarajuste y el caos. Las carreteras están abarrotadas de alemanes en retirada.
El general Patton, con su Tercer Ejército, galopa imparable por la región bretona. Tiene
prisa por llegar a Berlín. Si su jefe Eisenhower le dejara… Es el general «Oíd blood and
guts», vieja sangre y redaños, ama al mismo tiempo a sus caballos y a sus carros, ha
combatido a Pancho Villa en México, va cubierto de medallas y de pistolas de nácar,
profano, vulgar, exhibicionista. Montgomery siente celos de él, quiere llegar más lejos
que él, correr más que él. Sentimental, violento, irascible, intemperante, genial,
jactancioso como Montgomery, querido por sus tropas, dicen que ha dicho que
Eisenhower es un general inglés que se pasa la guerra jugando al golf, que a los
británicos habría que devolverlos a la bolsa de Dunquerque. Va a atravesar Francia al
trote, dejando atrás los vientos, devorado por la prisa, tal y como lo hemos visto en el
papel que representa en la película el actor George Scott. Está hecho para la guerra y la
ofensiva. Se dirige hacia el Sur y hacia el Este, a paso de carga, hacia el Sena para cerrar
al Séptimo Ejército alemán en un anillo de carros y fuego.
Patton trata a sus unidades blindadas como si fueran la caballería. «Elan» se llama
esa figura, ímpetu, brío, impulso. Hiüer le tiene reservada una sorpresa: 5 divisiones
panzer y 2 divisiones de infantería le esperan en Mortain. Al general de caballería le
basta con una división. Los alemanes se retiran en dirección a Falaise. Le deja el trabajo
a su rival Montgomery. Patton ha llegado tan lejos en tan poco tiempo que se ha
quedado sin mapas y sin deberes que hacer. Ya no sabe el terreno que pisa. A paso más
lento, Montgomery avanza hacia el sur de Caen. Si el Séptimo Ejército alemán muerde
el polvo en Falaise, los aliados podrán cruzar el Sena hacia el paso de Calais. El control
aliado del aire frena los movimientos de la Wehrmacht: sufren por los 2 lados, en el
frente ruso y en el frente francés. Montgomery va a cometer un grave error: coloca en
Falaise divisiones canadienses que no han entrado casi en fuego y la División Blindada
polaca. Montgomery desprecia a los generales norteamericanos: no quiere saber nada
de ellos. De la bolsa de Falaise escapan los restos del Grupo B del ejército alemán. A
estas alturas los nazis han sufrido 250.000 bajas. Pero los aliados no se ponen de
acuerdo. El general Montgomery tiene problemas con todos, hasta con sus canadienses:
ha fracasado en el punto de sutura de la bolsa de Falaise. Churchill quiere cancelar a
toda costa el plan de invasión del sur de Francia. Prefiere consolidar el frente italiano.
¿Cómo espera que puedan aprovisionar a los ejércitos aliados sin ocupar los puertos
mediterráneos de Francia? El ambiente se acalora. Están a punto de cesar al rebelde e
intratable Montgomery. Al final Eisenhower impone su ley: la «operación Anvil».
(Yunque), rebautizada con el nombre de «Dragón». Desembarcarán con éxito en Tolon,
Niza y Marsella: franceses y norteamericanos del Séptimo Ejército avanzan hacia el Sur
y el centro. El mariscal Pétain es un simple prisionero de los alemanes, y Laval sigue
dócilmente la estela alemana para formar un gobierno en el exilio: todavía cree en una
contraofensiva de la Wehrmacht, pero Hitler está ya a la defensiva. Laval huirá a Italia,
y de allí escapará a España en un bombardero JU-88 con tripulación alemana, para
aterrizar en Barcelona el 2 de mayo de 1945. Franco no quería saber nada del
colaboracionista francés y Laval tuvo que huir, ya en julio, hacia Austria, donde le
apresaron los norteamericanos, que lo repatriaron a Francia. Encausado judicialmente,
fue condenado a muerte y fusilado en París el 15 de octubre de 1945.

BOMBAS VOLANTES

La primera bomba volante V-l estalló en Inglaterra en la noche del 12 al 13 de junio de


1944. Dos días después cayeron otras doscientas. Es un mortífero artefacto que causa
pánico en la población. Vuela a casi 800 kilómetros por hora, lleva una tonelada de
explosivos, puede volar día y noche sin tripulación y atraviesa las más poderosas
defensas. Su velocidad hace difícil que las baterías antiaéreas acierten en la bomba
volante. Cuando sus motores se paran es que la bomba va a caer: son 7 segundos de
incertidumbre. Emite un petardeo sonoro tan grotesco como intimidante. Estas eran las
armas secretas de Hitler. Entre el 12 y el 20 de junio cayeron 8.000 bombas volantes V-l
sobre Londres. Volvían las horas sombrías del blitz. Es extraño que Hitler no utilizara
estas armas secretas para atacar los puertos del sur de Inglaterra en los que se
preparaba el asalto a Francia, la «operación Overlord». A estas alturas, las V-l causaron
daño: 5479 muertos sólo en Londres, pero no cambiaron el signo de la guerra. Eso sí, las
V-l arman un ruido ensordecedor a cualquier hora. Los pilotos británicos, a bordo de
sus veloces Tempest —800 kilómetros por hora en suave picado— aprenden a destruir
al monstruo en un acto de maestría temeraria: suicidamente, avión y bomba volante
vuelan juntos. Es entonces el momento preciso para que el piloto haga balancear su
aparato y uno de sus planos (alas) golpee al ingenio mortífero. El monstruo pierde su
trayectoria y entra en pérdida, estrellándose. Hitler, con la ayuda del científico Wernher
von Braun, prepara en la base de Peenemünde una bomba más rápida y devastadora, la
V-2, un misil balístico que volaba a 5600 kilómetros por hora. Escapa a todos los
controles, pues cae como un proyectil desde 80 kilómetros de altura. Es un cohete que
no avisa. La primera V-2 cayó sobre Londres el 8 de septiembre de 1944. Para no
alarmar a los ciudadanos, el informe oficial atribuyó la tremenda explosión y los daños
causados a un escape de gas. En todo caso un escape de gas hitleriano. Al principio se
temió que llevara consigo una carga letal bacteriológica. Más de mil V-2 cayeron sobre
la capital y el sureste de Inglaterra, matando o hiriendo a 9277 civiles. Los últimos
cohetes le sirvieron a Hitler para bombardear Amberes y Lieja. En Amberes, objetivo
predilecto por ser el gran puerto continental que recibía el torrente de suministros para
avituallar a los ejércitos aliados, las V-2 provocarían cerca de 30.000 víctimas, la mayoría
civiles.
Las tropas alemanas en desbandada vadean los ríos cubiertos de caballos muertos y
de tanques, como latas de sardinas abiertas. El Séptimo Ejército de Rommel se pierde en
la corriente del Sena. El general Patton, al frente de sus Shermans, avanza en abanico
por las ciudades de Chartres y Orleans hasta las puertas de París. «Alto», le ordena
Eisenhower. El honor de la liberación de París le debe corresponder al general Philippe
Leclerc. Así se lo ha prometido Eisenhower el comandante supremo aliado, al general
De Gaulle. Desde el 6 de junio, la resistencia francesa invita a los parisienses a la
insurrección. Se producen paros en las fábricas y en los transportes. Leclerc, que ha
ganado fama con su marcha al frente de una columna desde el lago Chad para reunirse
con los aliados en el norte de Africa, recibe por fin la orden de Bradley de dirigirse a
París. Recorrerá doscientos kilómetros con su Segunda División Acorazada. El 24 de
agosto por la tarde, el capitán Dronne, al mando de una unidad de reconocimiento de
Leclerc, llega al Ayuntamiento de París: «Tranquilos, aguantad —dice—, ya llegamos».
Los tanques con la Cruz de Lorena entraban en la capital por la puerta de Italia
incluidos los blindados Guadalajara, Ebro, Guernica, Madrid, Don Quijote y Belchiteáe los
Moreno, Elias, Campos, Bullosa, Granell, algunos de los tres mil republicanos españoles
de la División Leclerc. No va a arder París. El general alemán von Choltitz desobedece
las órdenes de Hitler. No habrá más combates por la ciudad que conquistó el 14 de
junio de 1940. En Montparnasse, el general Choltitz firmaba una veintena de órdenes de
alto el fuego. Al flemático Leclerc, tras una jornada impresionante, sólo se le ocurrió
decir: «Maintenant, fay est» (ya está). Los aliados han entrado en la primera de sus
capitales ocupadas. Después de años de sinsabores el general De Gaulle, erguido,
orgulloso, hasta parece una figura humana de carne y hueso cuando desfila en triunfo
por los Campos Elíseos en dirección a Notre Dame. A las siete de la tarde aparecía en el
balcón del Ayuntamiento para pronunciar las famosas palabras: «¡París ultrajado! ¡París
martirizado! ¡París liberado!».
Con la liberación de París, los franceses libres se hicieron una ilusión: habían
desempeñado un mayor papel que los aliados en la expulsión de las fuerzas alemanas.
Aunque la insurrección no derrotó a las tropas nazis, de algo debía alimentarse la
mitología francesa: la bandera tricolor flotaba sobre las barricadas. La cantante Anne
Chapel se subió a un coche para cantar La Marsellesa. Las chicas de París besan a los
libertadores. De Gaulle se dio prisa en enviar a Leclerc hacia París por temor a que se le
adelantaran los comunistas y pusieran en pie una comuna al estilo soviético. Dos
tendencias dividían París: la resistencia gaullista y la resistencia comunista. De Gaulle
hizo la unanimidad cuando empezaron a repicar todas las campanas de las iglesias de
la capital. La del 24 de agosto fue una noche de tiros esporádicos y bailes populares.
París era una fiesta, como escribió más tarde Ernest Hemingway, que entró con las
primeras columnas y se dirigió al hotel Ritz, su lugar preferido, para tomar una ducha y
beberse unos martinis. ¿Con quién se encontró Hemingway en la vanguardia de las
fuerzas que ocupaban París? Con sus viejos amigos los republicanos españoles. En un
bar junto a la fangosa carretera que conduce a París, el futuro premio Nobel de
Literatura descubre a los guerrilleros españoles que «se entretenían cantando, acompañados
de una atractiva joven bilbaína. La joven vasca había combatido desde los 15 años al lado de los
guerrilleros. Ni a ella ni a ellos parecía importarles el choque con los alemanes». Hemingway
limpia sus prismáticos: «Se me hizo un nudo en la garganta. Ante nosotros se ofrecía, gris y
hermosa, la ciudad que más quiero». París no corrió la suerte de Varsovia o Manila. Von
Choltitz era en el fondo una buena persona. El 14 de agosto el gobernador militar del
«Gross París» recibió la demencial orden de Hitler: «Deje la ciudad convertida en un
amasijo de escombros». Sumido en la neurosis de la derrota, avejentado, tembloroso,
alucinado, Hitler había olvidado aquella visita a la Ciudad Luz acompañado por su
ministro Speer. Hubiera querido, como Sansón, morir bajo las columnas de la ciudad
que más amaba en el mundo.

EL PUNTO VITAL

«Todo lo que hemos tocado se ha convertido en oro. Durante las 7 últimas semanas hemos vivido
una serie ininterrumpida de éxitos militares», afirmó Churchill el 10 de septiembre de 1944
cuando llegó a Quebec para tomar parte en la conferencia. En la ciudad canadiense se
aprobará el plan del general Eisenhower de romper la Línea Sigfrido y cruzar el Rin. El
comandante supremo se ha puesto al frente de la campaña desde el día 1 con
Montgomery y Bradley como lugartenientes. Tras la toma de Amberes y Rotterdam, el
plan favorece la línea norte en su aproximación a Alemania siempre que el tiempo sea
favorable. Se deja en paz a las fuerzas alemanas en los Balcanes. Tarde o temprano se
vendrán abajo ellas solas. Además, no hay fuerzas aliadas que se puedan trasladar a esa
región. La conferencia de Quebec deja en el aire una predicción: Japón se rendirá
dieciocho meses después de la derrota de Alemania.
El 17 de septiembre es domingo. El tren que lleva a Churchill y Roosevelt atraviesa
por un paisaje bucólico de granjas y vacas que ramonean en los prados. A miles de
kilómetros de allí florecen desde el cielo miles de paracaídas. Ha empezado la
«operación Market Garden». (Mercadojardín). Patton ha tomado Nancy, se dispone a
cruzar el Mosa entre esta ciudad y Metz. El general Devers, con el grupo de ejércitos del
Sur, avanza desde la Riviera para unirse con él en Dijon 6 días más tarde. El 13 de
septiembre llegará el Primer Ejército del general Hodges para colocarse a la izquierda
de Patton, al borde de la Línea Sigfrido. Todo va bien para los aliados, salvo que las
reservas de combustible se acaban. Los tanques y los vehículos tragan mucha gasolina:
hay nuevas bocas que alimentar y nuevos obuses que cargar.
Montgomery parece inquieto. Sus tropas han entrado en Amberes, pero los
alemanes se defienden cerca del puerto. Lo que «Monty» exige es un rápido avance
hacia la cuenca industrial del Ruhr. Según los principios clásicos de la guerra hay que
concentrar el máximo de poder en un punto vital. La dificultad está en determinar
dónde se encuentra ese punto vital. Montgomery lo sabe: es el Ruhr. Eisenhower tiene
que soportar con toda su paciencia a estos ingleses. «Monty» cree que si sus ejércitos
asestan un golpe certero en el Ruhr, el corazón industrial de Alemania, los cañones y el
acero, los altos hornos de Krupp en Essen, las empresas Thyssen en Mulheim,
Dormund, Duisburgo, Wuppertal, Solingen, etc., todo caerá en sus manos. Eisenhower
dice no, como antes le ha dicho no a Churchill, que pretendía seguir su absurda guerrita
en el bajo y blando vientre de Europa. «Monty» insiste: la guerra puede acabar para la
Navidad. «Ike», el comandante en jefe, defiende un frente más amplio y ataques
continuados en cada sector. Montgomery obedece.

TEMBLOROSO Y AVEJENTADO

¿Qué le ocurre a Hitler? Su mano izquierda ha dejado de temblar, es su mano derecha la


que ahora se agita. ¿Sufrirá la enfermedad de Parkinson? Los médicos se inclinan por
otra hipótesis clínica: esos temblores son de origen histérico. Le duele el estómago, sufre
ataques de náusea. Todos los frentes de su cuerpo, como todos los frentes de guerra,
sucumben a la debilidad, a la tensión, al insomnio. Pero su naturaleza es fuerte. Se
recupera, visita a sus generales heridos. De pronto aparece mejor que nunca, rodeado
de sus militares más ineptos, el mariscal Keitel «el lacayo», el hombre que se lanzó a
salvarle en el pabellón de invitados de Rastenburg al grito de «Attentat, attentat!». Más
que nunca, en sus horas finales se inclina hacia los mariscales inútiles pero fieles. Keitel
es uno de ellos.
Las semanas que siguieron al atentado de la guarida del lobo le traían malas noticias
en cascada. Los aliados han roto el frente en Avranches, Turquía ha roto relaciones con
Alemania, los soviéticos avanzan sin resistencia, ha estallado la revolución en Rumania,
que le ha declarado la guerra, lo mismo que Bulgaria. Se ha quedado sin los yacimientos
de petróleo rumanos. París ha sido liberado. Es ahora cuando Hitler cae en la apatía. «Si
continúan estos espasmos en el estómago —se sincera con una de sus secretarias, frau
Junge—, mi vida no tiene sentido. Si esto continúa así, no dudaré en poner fin a mi vida». No
olvida, sin embargo, cómo se imparten las órdenes. Apenas dispone de ejércitos en sus
mapas. Cargado de hombros, encorvado como un viejo buitre, mueve tropas
imaginarias. De pronto se crece, se yergue y estalla en cólera homérica: «Todos los que me
hablen de paz sin victoria perderán la cabeza, no importa cuál sea la posición que ocupen».
Busca enemigos por los rincones, sólo quiere oír buenas noticias que no llegan de
ninguna parte. Sus monólogos no cesan. Se autoflagela: «Esta guerra no me ha
proporcionado ningún placer, lo deben saber todos ustedes. Durante cinco años he vivido aislado
de todo el mundo. No he podido ir al teatro o a un concierto, a una sala de cine. Sólo vivo con un
propósito, dirigir la lucha».
Hitler arremete contra todo y contra todos, contra los generales incompetentes,
contra los que siegan la hierba bajo sus pies, contra el mariscal von Kluge que se ha
suicidado el 19 de agosto de 1944 al obligar a su chófer a que detuviera el vehículo, y
aprovechar la pausa para ingerir una cápsula de cianuro. Von Kluge le ha dejado una
nota vejatoria: «Ha luchado usted con honor —recomienda a Hitler—. Sea ahora lo bastante
grande para poner fin a un combate sin esperanza». Traidor von Kluge, cerdo von Kluge,
que mantenía conversaciones con los conspiradores de julio y con los ingleses. Lástima
que se haya tomado una porción de veneno. Le quedan las V-2. Con ellas arrasará
Moscú, Nueva York. ¿Es que no escucha los cañonazos de los rusos que se acercan a su
guarida del lobo? El 20 de noviembre de 1944 se verá obligado a dejar la Prusia oriental,
su guarida de Rastenburg, donde ha vivido casi todos los años de la guerra. Ahora que
se secaba ya el cemento del búnquer. Adlerhorst, el nido del águila, es su próximo
destino. Aquí, en Bad Nauheim, en los refugios subterráneos, trabaja en los planes de su
próxima ofensiva. Se llamará «Niebla otoñal»: una penetración masiva en los bosques
de las Ardenas.
UN PUENTE DEMASIADO LEJANO

La «operación Mercado Jardín» de los aliados es un subproducto del plan de


Montgomery: consiste en tomar una cabeza de puente sobre el Rin en Arnhem,
Holanda, con lanzamiento masivo de tropas aerotransportadas. Después, «Monty», con
su 21 Grupo de Ejércitos, cruzará el Rin. El puente de Arnhem es la clave de la
operación. Lo que no sabían los aliados, o no quisieron saber, es que había 2 divisiones
alemanas apostadas en el área. Las dos pertenecen a las SS. A las 2 las han echado de
Normandía y las 2 buscan revancha. Disponen de tanques, cañones autopropulsados,
vehículos acorazados. Es una trampa. Uno de los más costosos hechos de armas de toda
la guerra. Los paracaidistas aliados han saltado sobre campos de tulipanes. Ahora, en el
«Market Garden», les esperan las SS.
Nada se supo de lo que allí ocurrió hasta que el novelista Cornelius Ryan, el mismo
que escribió El día más largo, lo contó en A bridge too far. La versión oficial daba por
hecho que Arnhem fue un pequeño contratiempo y al final unaarrolladora victoria.
Ryan desmintió los hechos, la costumbre de transformar una derrota en triunfo.
Después del «Día D» en Normandía fue la mayor batalla de la II Guerra Mundial para
los aliados democráticos, con 17.000 bajas frente a las 10 o 12.000 que costó la invasión
del 6 de junio. Montgomery creyó que el pasillo abierto entre la frontera belga-
holandesa hasta la ciudad de Arnhem, unos 100 kilómetros, sería la avenida de la
victoria hacia el Ruhr. «Monty» se mostraba sediento de gloria. Quería entrar en Berlín
en un caballo blanco. La división británica resistió cuatro días en el puente final a la
espera de refuerzos que no llegaron. Ese pasillo hacia la gloria no conducía a ninguna
parte. «A los burócratas —reconocía Ryan— no les gusta reconocer los errores. Los
historiadores británicos de la versión oficial reaccionaron como siempre: interpretaron
una derrota en el campo de batalla como un magnífico hecho de armas». Arnhem, la de
«un puente demasiado lejano», fue un desastre total. Los paracaidistas saltaron a
excesiva distancia de sus objetivos, los puentes sobre el Rin. Hizo mal tiempo, como lo
hizo en la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la batalla para decepción
de los espectadores, entre ellos el príncipe de Gales. El fracaso de Arnhem retrasó entre
cuatro y seis meses la ofensiva aliada hacia Berlín. Las gaitas escocesas precedían el
desfile conmemorativo de 1994. Los veteranos no se lo podían creer. Uno de ellos,
Charles Rimes, afirmó que le había sorprendido la cálida respuesta holandesa a lo que
fue una desastrosa campaña que destruyó el centro del país: «Cuando piensas en que
tan sólo les llevamos muerte y miseria y dejamos su ciudad destruida por completo y
nos han recibido así, con gritos de “gracias, maravilloso, bien hecho”, no he podido
menos que echarme a llorar». Los alemanes no estuvieron presentes en la ceremonia: no
deseaban abrir nuevas heridas. El «Market Garden» quedó aquel mes de septiembre de
1944 cubierto de cadáveres de «diablos rojos», la Primera División Aerotransportada
británica, llamada así por sus boinas rojas.
Todos ellos fueron víctimas de la impaciencia y la egolatría de un general con fama
de cauto, escocido por la rapidez de los blindados de Patton. El ejército de las SS Waffen
podía estar más o menos desmoralizado, pero lo que «Monty» olvidó es que empezaban
a combatir en el jardín de su casa. ¿Qué podían hacer las tropas aerotransportadas del
coronel John Frost, tras ocupar los puentes, a la espera de refuerzos, con armas ligeras,
sin agua, sin municiones, sin víveres, con un alto número de bajas y sin medios de
transporte? Montgomery sabía por la resistencia holandesa que dos divisiones panzer de
las SS acampaban en las proximidades de Arnhem. La gloria estaba por encima de los
imponderables. La noche del 26, «Monty» ordenó la retirada. Al cabo de 10 días, había
perdido a todos los jefes menos uno. Escapan a nado o en balsas. El príncipe Bernardo
de Holanda dijo más tarde: «Mi país no podrá permitirse nunca más el lujo de otro éxito
de Montgomery».
Los «Krauts» (los berzas), como llamaban de forma despectiva a los alemanes,
contraatacaron en el sector de Nimega. Se sentían fuertes. Bombardearon el puente
sobre el río Waal, un monstruo de acero y hormigón armado. Los norteamericanos lo
tomaron tras cruzar el río de rápidas corrientes en botes de goma. Los alemanes
cometieron un error al no volar ese puente. Lo intentaron después, pero los hombres
rana de Skorzeny fueron descubiertos en la oscuridad mientras trataban de colocar las
cargas de demolición. Durante el día las baterías alemanas dominaban el río. Los
camiones y los jeeps —el jeep contracción de GP, nombre con el que los soldados
designaban el general purpose (todo terreno) de Ford, y los puertos artificiales
(mulberries) fueron dos descubrimientos de la guerra— se detenían al llegar al puente.
Un enorme cartel les advertía: «Cruzad rápido». Los conductores de los jeeps, fabricados
a partir del 23 de septiembre de 1940 por Tantam, Willys y Ford, apretaban el
acelerador hacia el otro extremo con los dedos cruzados. Al llegar allí se encontraban
con un cartel en el que se leía: «Jesucristo es el salvador».
El frente se estabiliza tras el fracaso de Arnhem en el estuario del Scheldt. La tarea
cae sobre las espaldas de los canadienses. No es fácil. Los germanos se han hecho
fuertes en una serie de islas: parecen dispuestos a todo. Son gente experimentada y
endurecida en los combates. Los canadienses deben hacerles frente con los pies en el
agua, sin la mínima protección. A finales de febrero habían hecho prisioneros a doce mil
quinientos alemanes, muchos de ellos carne de cañón, agotados y sin municiones. El
último obstáculo era la isla de Walcheren, que redujeron después de furiosos combates.
Después fueron a por Amberes y la liberaron. Todavía hemos podido ver en Walcheren
los cañones herrumbrosos y las casamatas medio demolidas de aquella resistencia
alemana en la Holanda meridional: restos de una guerra ya enmohecida en aquel
noviembre de 1944 que advertía sobre la inminencia del finís Germaniae.
Winston Churchill se sintió aliviado por estos éxitos, pero le preocupaba más la
velocidad del Ejército Rojo en marcha hacia Berlín. Habían conquistado Rumania y
Bulgaria. «Es natural —escribió el primer ministro— que sus ambiciones crezcan. El
comunismo levanta cabeza sobre la tormenta del frente ruso. Rusia es la libertadora y el
comunismo el evangelio que predica». Era hora de viajar a Moscú para tantear a Stalin.
Churchill voló a Ñapóles, a El Cairo, a Crimea y aterrizó en Moscú el 8 de octubre. Ya
en el aeropuerto hizo un discurso optimista: «Vengo aquí en la marea alta de la esperanza:
tenemos asegurada la victoria. Vengo también esperanzado porque cuando esa victoria se obtenga
tendremos entre todos que hacer del mundo un lugar mejor para la humanidad».
A la mañana siguiente, Churchill y Stalin se reunieron a partir de las 10. Fue
entonces cuando el primer ministro británico trazó en un papel el porcentaje del
reparto. Grecia: el 10% para la URSS, el 90% para Gran Bretaña; Yugoslavia y Hungría:
el 50% para cada uno; Bulgaria: el 75% para Rusia; Rumania: el 90% para la URSS, el
resto para Gran Bretaña, de acuerdo con Estados Unidos. Churchill fue invitado al
Bolshoi donde asistió al ballet Giselley a los cantos y danzas del Ejército Rojo. Los dos
dirigentes se estrecharon la mano. La audiencia aplaudió. Era la primera aparición
pública de Stalin desde el comienzo de la guerra.

NUTS!

La siguiente parada y fonda fue París. Churchill se vistió con el uniforme azul de
comodoro del aire y acompañó al general De Gaulle en el paseo por la plaza de la
Concordia y los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo. Entre distantes salvas de
honor, el primer ministro depositó una corona de flores en la tumba del soldado
desconocido y otra en la base de la estatua del «Tigre». Clemenceau, uno de los políticos
que más admiró. Después se dirigió hacia el cuartel general de Eisenhower. Churchill
celebró el Día de Acción de Gracias con sus aliados estadounidenses con brindis por el
éxito de una guerra que tenían ganada «en unidad de acción contra la odiada tiranía».
Eran las últimas Navidades de la guerra.
Los norteamericanos estaban rodeados en Bastogne, pero el general Anthony
MacAuliffe no parecía preocupado. Como todas las mañanas, había dado una vuelta de
inspección por el perímetro nevado. Ve a su gente llena de moral. Que no cunda el
pánico. Unas horas antes, 2 emisarios alemanes enarbolando bandera blanca habían
entregado un mensaje para el comandante de la plaza. El sobre llevaba la inscripción:
«Al comandante norteamericano de la cercada ciudad de Bastogne» y la fecha del 22 de
diciembre de 1944. La misiva decía así:
«La fortuna de la guerra ha cambiado. Esta vez, las fuerzas de Estados Unidos en Bastogne han sido
rodeadas por unidades acorazadas alemanas. Sólo existe una posibilidad de salvar de la aniquilación total a las
tropas de Estados Unidos, una rendición honorable. Les concedemos 2 horas para que lo piensen. Si rechazan
la propuesta, un cuerpo de artillería alemana y 6 batallones de baterías antiaéreas están preparadas para
aniquilar a las tropas norteamericanas en Bastogne y sus alrededores. La orden de abrir fuego se dará
inmediatamente después de la tregua de 2 horas. Todas las pérdidas de población civil causadas por el fuego
artillero no se corresponderán con el bien conocido sentido humanitario de los norteamericanos. Firmado, el
comandante alemán general von Luttwitz, XLVII Cuerpo de Panzer».

Los mensajeros alemanes esperaban en el cuartel general con los ojos vendados. Al
cabo de un tiempo hicieron saber que se consideraban con derecho a una respuesta
oficial. El general MacAuliffe no tardó en dársela. Pidió un impreso de comunicaciones
oficiales y escribió: «Nuts. Firmado, el comandante norteamericano». «Nuts». Los
emisarios alemanes no comprendían la palabreja, que en español se puede traducir «y
una mierda», «narices» o «al carajo». El coronel Harper tuvo que explicarles su
significado a los alemanes con algunas otras expresiones del argot de trinchera. En la
transcripción oficial alemana se borró el «nuts» y se dejó en «rendición rechazada». Hoy,
el Museo de Bastogne se llama «Nuts».
Hitler se hacía ilusiones en su nuevo nido del águila. Su soporte espiritual y moral
no era otro que la figura de Federico el Grande, que después de 7 años de cruenta
guerra sufría la presión de sus generales y hasta de su propio hermano: debía poner fin
a la contienda. «La testarudez y la confianza de un hombre cuando los demás lo creían
todo perdido —explicaba Hitler a sus consejeros— allanaron el camino hacia el milagro
y la victoria». Hitler todavía creía en ella. Por eso se sacó de la manga las últimas cartas,
la «operación Niebla Otoñal» y la «operación Greif», la palabra alemana del mitológico
Grifón, medio águila medio león, guardián del oro y de las piedras preciosas de una
región misteriosa del Asia central. «Las mitologías le fascinaron siempre —escribe
Robert Payne— y ahora vivía en una de ellas». Hitler creía que el enemigo estaba tan
obsesionado con sus ofensivas «que no pondrá atención a las nuestras».
El Führer volvía y volvía sobre la parábola de Federico el Grande. Al general
Wolfgang Thomale, inspector general de las Fuerzas Acorazadas, le leyó una carta de
Federico el Grande: «Entré en esta guerra con el ejército más maravilloso de Europa;
ahora tengo ante mí una pirámide de basura. No cuento ya con jefes, mis generales son
incompetentes, mis oficiales no saben mandar, mis tropas están acabadas». Sí, añadió
Hitler, y a pesar de todo ganó la guerra. Cuando el general Guderian fue a comunicarle
que los soviéticos se aprestaban a la ofensiva final, Hitler perdió el control de los
nervios: «Esa es la mayor impostura desde Gengis Kan. ¿Quién ha fabricado esa
basura?». Himmler estaba de acuerdo con su caudillo: «No creo que los rusos vayan a
atacarnos. Las cifras que le han facilitado son exageradas».
LA OFENSIVA DE LAS ARDENAS

La «operación Herbstnebel». (Niebla de Otoño), idea de Hitler, consistía en una ruptura


masiva del frente en las Ardenas con dieciséis divisiones acorazadas precedidas por
comandos alemanes vestidos de norteamericanos. Estos comandos conducían jeeps (el
héroe de 4 ruedas, como les llamó Eisenhower), hablaban inglés y sabían quién era
Betty Grable o quién acababa de ganar el campeonato de la liga de béisbol. El plan
preveía que esas unidades mandadas por Otto Skorzeny sembrarían la confusión en las
líneas norteamericanas. Cortarían las líneas telefónicas, propagarían falsos rumores en
la retaguardia, cambiarían de sentido las señales indicadoras, silenciarían las
transmisiones de radio, matarían a los policías militares, dirigirían los convoyes en
dirección equivocada. Era un plan fantástico: los juegos de la guerra a los que tan
aficionados eran Hitler y su amado discípulo el ingeniero Skorzeny. Al mariscal von
Rundstedt, encargado de la operación, le pareció un plan disparatado. No tenía la
menor posibilidad de éxito. La «operación Grifón», la estratagema de los comandos de
Skorzeny, tampoco podía funcionar: un soldado alemán vestido con uniforme
norteamericano sigue siendo un soldado alemán. Después de la sorpresa inicial
tuvieron pocas dificultades en desenmascarar al enemigo: aquellos alemanes
disfrazados de G.I. hablaban el inglés mejor que ellos el americano.
Como era habitual en él, Hitler retrasó 6 veces la ofensiva de las Ardenas, desde
octubre al 16 de noviembre. Las fuerzas de choque alemanas aprovecharían la niebla de
la región de Eifel, las nubes bajas, la fragosidad de los bosques para avanzar sin ser
vistas. Los aliados se mostraban tan confiados que no esperaban un ataque de tal
envergadura en ese sector. El mariscal von Rundstedt conocía el terreno porque lo
atravesó con sus blindados en 1940.
Hacía un frío polar en las Ardenas. A Hemingway el paisaje le recordaba las
ilustraciones de los Cuentos de hadas de Grimm, «pero en más sombrío». El mariscal
Montgomery manifestó, en carta a Versalles, cuartel general de Eisenhower, que «los
alemanes no pueden ya llevar a cabo operaciones ofensivas». Al final le hacía una
apuesta a su comandante en jefe: cinco libras esterlinas a que la guerra terminaba antes
de la Navidad. Lo que no sabían, a pesar de las advertencias del coronel Dickson del
Primer Cuerpo de Ejército, era que los alemanes emboscaban un cuarto de millón de
hombres, dos mil cañones y cien tanques en la zona de Eifel para romper el frente a lo
largo de setenta kilómetros con la intención de marchar 150 kilómetros hacia Amberes y
retomar la ciudad belga.
«El servicio de inteligencia alemán —escribió uno de los soldados, el periodista Cyril Ray— era mejor que el
nuestro. Sabían que los aliados sostenían el sector de las Ardenas con sólo 5 divisiones, 3 de ellas vapuleadas
en la reciente batalla de Aquisgrán y dispersas en un frente de 120 kilómetros. Los alemanes recordaban su
paso por aquellos parajes para derrotar a Francia en 1940. Los aliados creían que los alemanes de 1944 no eran
los mismos de 1940. Sin embargo, para algunos de nosotros seguían siendo los mejores soldados del mundo
occidental».

Una hora antes del amanecer del 16 de diciembre, mil cañones alemanes vomitaron
fuego a través de la niebla. Después, 20 divisiones de blindados y de infantería se
abrieron paso entre los bosques. Al contemplar la escena, un oficial de la 99 División
aliada, al que le informaron que los alemanes sólo contaban con 2 cañones hipomóviles,
exclamó sorprendido: «Dios mío, van a llevar a sus 2 caballos a la muerte». La niebla
impedía el reconocimiento aéreo. El bombardeo artillero rompió las líneas telefónicas.
En algunas de las aldeas belgas, los estadounidenses iniciaron un tímido repliegue, en
otras resistieron el ataque de aquellos soldados alemanes vestidos con uniformes
blancos para confundirse con la nieve. Un coronel norteamericano entregó el mando a
su segundo y corrió hacia retaguardia en estado de choque: «Voy a por municiones»,
dijo muerto de miedo. Otro general falleció de un ataque al corazón. Al caer la noche
del 16 de diciembre, primer día de la batalla del saliente de las Ardenas, todavía se
preguntaban en el cuartel general aliado de Versalles si se trataba de una ofensiva en
regla o de un simulacro, de una maniobra de diversión. No era de extrañar: los tanques
aliados llevaban ya la inscripción: «Hacia el Pacífico». Eisenhower contaba con 2
ventajas: hombres y movilidad. Dos divisiones acorazadas, una en cada extremo del
arco norte-sur del dispositivo aliado fueron despachadas hacia el centro del ataque.
El grupo de combate de las SS, al mando del coronel Joachim Peiper, abrió una
brecha de casi 50 kilómetros, hasta el puente sobre el río Ambleve: 8.000 soldados de
infantería quedaron embolsados cerca de St. Vith. A los tres días, se rendían a fuerzas
inferiores en número. Antes de ser fusilados según las leyes de la guerra por vestir
uniforme norteamericano, 4 soldados de Skorzeny que viajaban en un jeep confesaron
para despistar que eran miles y miles los comandos que se dirigían como ellos hacia las
posiciones aliadas. Pronto correría el rumor a través de «Radio Macuto»: columnas
acorazadas de soldados disfrazados de norteamericanos se dirigían a París para
asesinar a Eisenhower. «Todavía podemos perder la guerra», aseguró el general Patton en
tono sombrío.
En una entrevista que hicimos a Otto Skorzeny en la agencia de información que
dirigía por entonces, el coronel que liberó a Mussolini y que se instaló en España tras
escapar de un campo de concentración gracias a la ayuda de sus amigos el general
Muñoz Grandes, Vigón y el conde de Mayalde, alcalde de Madrid, afirmó que fue él
quien hizo circular ese rumor. ¿Hubiera sido posible una operación como el secuestro
de Eisenhower?, preguntamos a Skorzeny. «Ya lo creo —respondió con su habitual
seguridad en sí mismo—. Por muchas medidas que se adopten para proteger a alguien,
siempre es posible el éxito de una operación de comandos. De haber intentado el secuestro de
Eisenhower podríamos haber fracasado o triunfado, pero es seguro que en Versalles hubieran
sabido de nosotros».
Los paracaidistas alemanes aparecían por todos lados. Un corresponsal de guerra
británico aseguró haber oído que una mujer alemana que hablaba muy bien el inglés
había sido lanzada detrás de las líneas norteamericanas para seducir a los G.I. y
apuñalarlos después. El truco funcionó al principio: los soldados yanquis se
preguntaban unos a otros, en plena crisis de confianza, cuál era la capital de Dakota del
Norte y cómo se llamaba el marido de Betty Grable. Un general fue detenido porque
colocó a los Cuns de Chicago en una equivocada liga de béisbol. Al corresponsal Cyril
Ray lo metieron preso para preguntarle cuántas barras blancas tenía la bandera de
Estados Unidos y quién ganó el campeonato del año anterior. Cyril mostró los papeles
de identificación. «Si es usted inglés —le fulminó un sargento—, ¿por qué lleva una boina
roja francesa?».
Para añadir un grado más de confusión y caos a la escena, merodeaban por el sector
soldados de permiso que habían robado camiones de gasolina, cajas de jabón y
cigarrillos para venderlos en el mercado negro. «Esto es como el Chicago de los tiempos de
Al Capone», bramó furioso un oficial estadounidense que acababa de detener a un
comandante que envió 36.000 dólares a su casa producto del estraperlo. Era el botín de
la guerra. Pero no fue sólo una historia de incompetencia, cobardía y corrupción. El
coronel de las SS Peiper se quedó sin apoyo tras su cabalgada. Fue entonces cuando el
general Eisenhower ordenó al Tercer Ejército de Patton, que se dirigía hacia el Este, que
diera un giro de 90 grados para fortalecer el flanco sur. Fue una maniobra muy
complicada. Patton tuvo que atravesar colinas nevadas, senderos de mulas, zonas
boscosas: en menos de un día recorrió más de 160 kilómetros. En una semana reunió
dos cuerpos de ejército al sur de las Ardenas y alivió la presión sobre Bastogne.
¿Y al norte de las Ardenas? Las fuerzas del general Ornar Bradley, el camarada de
Eisenhower en la academia de West Point, se dividieron tanto ante el embate alemán
que «Ike» escribió en sus Memorias,«Me di cuenta de que era imposible para él (Bradley)
concentrar las fuerzas norteamericanas del Norte y del Sur en el saliente de las
Ardenas». Así las cosas, Eisenhower puso los 2 flancos bajo el mando unificado de
Montgomery. Mientras tanto, los alemanes habían perdido el impulso de las primeras
horas. Ni siquiera pudieron ocupar los enormes depósitos de gasolina que las unidades
estadounidenses vigilaban, y que estaban señalados como uno de sus objetivos
prioritarios. La congestión del tráfico era tal que se vio a un apopléjico general Model, el
sucesor de von Kluge, de pie en un cruce, dirigiendo la circulación en una aldea.
Se abrió el cielo. Los aviones de reconocimiento y los bombarderos pudieron
despegar ahora para castigar a las columnas de Hitler. Bastogne aguantó el sitio durante
toda la campaña hasta convertirse en una de las leyendas militares de Estados Unidos,
con una lápida de recuerdo en la academia militar de West Point. El día de Navidad, los
sitiados de Bastogne recibieron 100 toneladas de suministros. Los carros de Patton
entraron por fin en la ciudad. La batalla de las Ardenas había terminado: costó a los
alemanes 80.000 bajas, de ellas 13.000 muertos, unos 800 tanques y 1000 aviones. Las
pérdidas norteamericanas fueron más o menos las mismas que las alemanas. Pero los
aliados podrían sustituir a sus muertos y heridos, a sus tanques destruidos; los
alemanes no. Un soldado llamado Eddie Slovik fue ejecutado por deserción, la primera
ejecución de este tipo desde 1865 en el Ejército de Estados Unidos.
El «segundo Dunquerque», como lo llamó Hitler antes de tiempo, podía haber
discurrido mejor de haber dispuesto de fuerzas suficientes para aguantar el tirón. Fue el
último fogonazo del blitzkrieg. Ayudó a los rusos en su avance desde el Vístula y quemó
parte de las veinte divisiones alemanas que hubieran sido necesarias para resistir en el
frente alemán. La mejor defensa no era el ataque como creyó Hitler. Para colmo de sus
desgracias, la última ofensiva aérea alemana del 1 de enero de 1945 terminó con los
restos de la Luftwaffe de Goering. Los aliados bautizaron la batalla de las Ardenas
como la «ofensiva Rundstedt», que nada tuvo que ver en su concepción ni en su
desarrollo. «Hitler —protestó el mariscal— nunca me consultó sobre las posibilidades
de éxito de la batalla de las Ardenas. Las fuerzas de que disponíamos eran insuficientes
para un plan tan ambicioso. No contábamos con los refuerzos apropiados ni con el
necesario abastecimiento de municiones. Aunque el número de las divisiones blindadas
era elevado disponíamos de pocos carros. Eran, en gran parte, unas fuerzas de papel. Pero
resultaba inútil protestar ante Hitler». Los jefes alemanes sabían del alto número de bajas
sufrido por la Wehrmacht en cinco años de combate: 3.800.000 soldados.

LA APUESTA DE 5 LIBRAS

El 14 de enero de 1945, en el Diario de Guerra del Estado Mayor alemán podía leerse
esta frase: «La iniciativa en el área de la ofensiva ha pasado al enemigo». Al día siguiente, con
la guerra pisándole los talones, Hitler abandonó Adlerhorst para volver a la que sería su
última morada, la Cancillería del Reich en Berlín. Durante 100 días más, impartió
órdenes y monólogos, movió sobre el mapa ejércitos que sólo existían en su sesera,
maldijo mil veces a sus enemigos, tantas como años soñó para un imperio, con alianzas
nuevas y nuevas armas secretas. Tan sólo le quedaban 2 alivios: las mentiras de los
horóscopos y las píldoras que le recetaba el doctor Morell.
Montgomery perdió su apuesta del 15 de diciembre con Eisenhower. 15 días antes,
en una carta explosiva, «Monty», lleno de rabia, echó en cara a Eisenhower que
Alemania no hubiera sido aún derrotada y hasta le sugería que abandonara el puesto de
comandante supremo. «Ike» se tragó el escuerzo y le respondió con humor el 16 de
diciembre: «Me quedan 9 días, y aunque parece casi seguro que haya usted ganado sus 5 libras
para Navidad, no las cobrará antes de esa fecha». Quizá para endulzar sus críticas,
Montgomery le devolvió el cumplido: «La batalla de las Ardenas se ha ganado en primer
lugar por las firmes cualidades del soldado norteamericano como combatiente».
La Línea Sigfrido corre de Norte a Sur: minas, obstáculos antitanques, blocaos.
Situado entre el río Maas y el Rin es uno de los peores terrenos de combate de Europa,
un territorio pantanoso que no ofrece protección al atacante y por donde las columnas
de avituallamiento apenas pueden pasar. Por delante, hacia Alemania se extienden los
pinares de Reichwald. Durante tres semanas, las fuerzas de Montgomery se
empantanan en este sector. Los días son cortos, el tiempo calamitoso. El enemigo cuenta
con lo mejor que le ha quedado, 2 divisiones de paracaidistas, una de panzer granaderos
y otra acorazada. La humedad, el agua lo invaden todo. Los soldados están calados
hasta los huesos. Los alemanes desplegados en la frontera parecen dispuestos a vender
cara su piel. Es la respuesta de los desesperados ya en territorio de la madre patria al
oeste del Rin. La victoria para los británicos se mide en metros ganados. Bajo el fuego
de las granadas y las armas automáticas manda el instinto animal, el reflejo de
supervivencia, atrofiada la sensibilidad. El teniente coronel Martin Lindsay anotó en su
diario: «He dado una vuelta por el bosque y he visto al sargento B que encendía un fuego sobre
un alemán muerto y congelado colgado de la rama de un árbol; trataba de arrebatarle las botas.
Yo prefiero nuestras botas, pero la mayoría de los chicos parece que prefieren esas botas alemanas
que llegan hasta la rodilla. Dicen que calientan más y mejor». Un sargento, un joven francés
llamado Roger, resulta herido por fuego de ametralladora. Hemingway llama a los
camilleros. «Estoy satisfecho —le confía Roger— de morir en tierra alemana». El coronel de
la unidad blindada le dice al corresponsal de guerra y futuro Nobel de Literatura:
«Tengo la sensación, todo el tiempo, de tomar parte en una película». Los soldados de las SS
con su rostro ennegrecido por los rebufos, sangran por la boca y la nariz, se arrodillan
en la carretera, se arrastran para apartarse del camino de los pesados vehículos de
guerra. «Tal vez sea esta escena lo único difícil de adaptar al cine», transmitió al semanario
Colliers el autor de Fiesta.

EL PUENTE DE REMAGEN

Mientras los británicos tropiezan con dificultades en el Norte, en el Sur los


norteamericanos corren mejor suerte. El 7 de marzo el ariete blindado de la Novena
División Acorazada de Estados Unidos presiona en dirección al Rin. A 20 kilómetros de
Bonn los tanques de avanzadilla escalan con cuidado la última colina antes de alcanzar
la orilla del río. Al llegar a la cresta se detienen asombrados: el puente de Remagen, de
325 metros de largo, está intacto. Es el único de los cuarenta puentes que continúa en
pie. Serán los primeros que cruzan el Rin. Deciden atravesar a toda velocidad el pueblo
y pocos minutos después se encuentran en la cabecera del puente. Cuando avanzan
para atravesarlo suenan 2 detonaciones que sacuden el arco del puente, pero la tabla
central del mismo, por donde pasan vehículos y personas, no ha sufrido daños. Los
carros prosiguen su marcha con la infantería detrás. El coronel Lindsay lo contó así:
«Había muchos francotiradores y ametralladoras alemanas que protegían el puente. Los tanques
se acercaban a las torres, desde cuyas almenas nos disparaban, y los desalojaron de allí». Los
ingenieros llegaron a tiempo para desconectar los cables de las cargas explosivas. Los
cables que quedaban los cortaron a tiro de fusil. A las 4 de la tarde el Primer Cuerpo de
Ejército de Estados Unidos cruzaba el puente. El mando alemán, sorprendido por el
golpe psicológico del paso del Rin, ordenó fusilar a los ingenieros que no fueron
capaces de volar el puente. Al Sur, los estadounidenses rompieron la Línea Sigfrido. Ni
siquiera las fortificaciones de las que tan orgulloso se sentía Hitler lograron frenar su
paso. Hasta el general Patton se sorprendió de tanta facilidad. La muralla del Oeste era
de mantequilla. «Los bloques de cemento en los que se atrincheraban —contó Patton— no les
han servido de nada. En el curso de las operaciones tan sólo la 90 División destruyó 120 bloques
de hormigón en 48 horas. Sólo perdimos 120 hombres. Les volamos los bloques con cargas de
dinamita y cañones de 155 milímetros que abrieron fuego a corta distancia. Las líneas Maginot y
Sigfrido fueron forzadas —añadió Patton—. Troya cayó lo mismo que las murallas de Adriano,
la muralla china no sirvió de nada: el soldado ingenioso y resuelto puede superar esos y otros
obstáculos». Patton regresaba a sus fuentes de soldado de caballería: «En la guerra, la
única defensa segura es la ofensiva. La eficacia de esa ofensiva depende del alma de los que la
emprenden». Por el puente de Ramagen, que se desplomó por sí solo el 17 de marzo,
paseó Patton entre una nube de fotógrafos.
Uno de los soldados a los que Patton ha condecorado por su valor se llama Harold
Garman y pertenece a la Quinta División de Infantería. En el cruce del río Sauer, un
pequeño bote que lleva a 4 soldados heridos cae bajo el fuego de ametralladora del
enemigo. Poco a poco la corriente devuelve la barca hacia la orilla alemana. Es entonces
cuando Garman se lanza al agua, nada bajo el fuego alemán hasta la barca y la devuelve
a sus posiciones. Cuando el general Patton le preguntó qué le había impulsado a
hacerlo, Garman respondió: «Bueno, alguien tenía que hacerlo».
Con la Línea Sigfrido desbordada, con una cabeza de puente en Remagen, cuyas
piedras se venderían luego como recuerdo para los turistas, ha llegado el momento para
los aliados de cruzar el Rin por el Norte. Son tan buenas noticias que Churchill se muere
de ganas: quiere, también él, llegar al Rin. «Se encontraba a mi lado en mi cuartel de Nimega
cuando supo que cruzaría el río en marzo —dijo Montgomery—. “Quiero verlo”, pidió
Churchill. Lo sabía. Le pedí a mi jefe de Estado Mayor que lo disuadiera, que lo mantuviera
alejado». El primer ministro no podía aceptar la derrota con tanta facilidad. De regreso a
Londres desde Holanda recibió la visita del jefe de Estado Mayor de «Monty», el
general de Guingand: «Señor, mi jefe no le deja ir», dijo con suaves palabras. Rendido a la
evidencia de un hombre duro de mollera, Montgomery escribió una carta a Churchill:
«Vamos a cruzar el Rin y le queremos aquí».
Las caravanas depositaron toneladas y toneladas de equipo en la orilla aliada. Los
bombarderos descargaron cincuenta mil toneladas de bombas sobre la otra orilla. Dos
mil cañones apuntaban al otro lado en la primera barrera de fuego. 3000 aviones
calentaban motores para allanar el camino de la infantería. El ataque comenzó por la
noche. En la primera oleada, 80.000 hombres subieron al anochecer a sus vehículos
anfibios. La artillería rompió el cielo y el aire reverberó bajo los cañonazos. En la otra
orilla empezaron a verse resplandores, explosiones de obuses. Las lanchas anfibias
entraron en el agua y navegaron hacia la otra orilla del Rin. Al amanecer establecían
varias cabezas de puente. Quedaba la segunda parte de la operación: 1326 planeadores,
precedidos por 1253 cazas, lanzaron sobre el terreno a las tropas aerotransportadas. Lo
hicieron a la luz del día. Churchill se encontraba en un observatorio junto a los
corresponsales de guerra. Uno de ellos, Alan Moorehead, autor entre otros de los libros
El Nilo blanco y Los cañones de Navarone, describió la escena:
«Churchill llegó en el último momento para presenciar el espectáculo. Se dijo que estaba muy enfadado
porque Montgomery no le concedió permiso para embarcar en uno de los vehículos anfibios de asalto. Por eso
se encontraba a nuestro lado en la colina que dominaba el río. A la hora prevista llegaron los bombarderos
procedentes de Inglaterra. Volaban muy bajo. Recuerdo que Churchill se emocionó, lanzó su sombrero al aire y
saltó hacia el río en la misma dirección de los aviones mientras gritaba “Aquí vienen, aquí vienen”. Fue un
gesto de colegial, pero tan auténtico, tan conmovedor, que yo creo que todos nosotros nos sentimos mucho
mejor al cruzar el río, mucho mejor de lo que hubiéramos imaginado».

Al día siguiente, el primer ministro visitó a Eisenhower, que desde un puesto de


observación cubierto de sacos terreros le mostró una panorámica completa del río y de
las tierras llanas del otro lado. Churchill se volvió hacia Montgomery para susurrarle al
oído: «“¿Por qué no cruzamos para echar un vistazo al otro lado?”. Ante mi sorpresa —
escribió Churchill— “Monty” respondió: “Sí, ¿por qué no?”. Llegamos a la orilla
alemana bajo un sol espléndido y paseamos durante media hora sin que nadie nos
molestara». A finales de marzo, los aliados se establecían al otro lado del Rin. Habían
tendido una docena de puentes. Día y noche camiones de transporte pasaban armas,
víveres y municiones para la recta final. La zona del Rhur estaba rodeada, el frente
occidental había caído. Los grupos de ejército norteamericanos, canadienses, franceses y
británicos se hallaban dispuestos para el golpe de gracia.
En el plano militar todo iba bien, pero en el plano político nacieron algunas
suspicacias. El 21 de marzo, el embajador británico en Moscú comunicó a las
autoridades soviéticas que se habían celebrado en la ciudad suiza de Berna una serie de
entrevistas entre Alien Dulles, representante del O.S.S. (el antecedente de la CIA) y el
general Karl Wolff, comandante de las tropas de las SS en Italia. Stalin sospechaba que
norteamericanos y británicos preparaban un acuerdo con los nazis. Llegó a creerse que
trasladarían fuerzas nazis de la muralla del Oeste hacia el frente oriental para combatir
al Ejército Rojo. El 7 de abril, Stalin le envió al presidente Roosevelt una nota cargada de
reticencias: «Es difícil de creer que la falta de resistencia de los alemanes en el frente
occidental se deba sólo al hecho de que se ven derrotados. Los alemanes disponen de
ciento cuarenta y siete divisiones en el frente oriental, podrían tomar 15 o 20 de ellas y
transferirlas al frente occidental. Pero no. Continúan en una loca batalla contra nosotros
por una insignificante estación de ferrocarril en Checoslovaquia que vale tanto como
una cataplasma para un cadáver. Sorprende que entreguen sin resistencia ciudades
alemanas como Onasbruck, Manheim o Kassel. Convendrá conmigo en que tal
comportamiento por parte de los alemanes es curioso y difícil de comprender». Era la
primera brecha en la alianza tripartita. El enemigo común, Alemania, estaba a punto de
caer y, con él, desaparecía la armonía, la unidad.
A pesar de la superioridad del adversario, los alemanes aguantaron a pie firme,
disputaron cada palmo de terreno. Muchas de las unidades del Volksturm se formaron
a toda prisa con tropas populares, con niños y viejos, adolescentes de las Juventudes
Hitlerianas, enfermos, tullidos, paisanos mal entrenados y mal armados. La guerra no
había disminuido en salvajismo. El coronel John Hiñes, que llegó con su unidad
blindada hasta las afueras de Frankfurt, describió así su asalto a un aeropuerto:
«Recuerdo que dejaron en las trincheras a un puñado de soldados alemanes que se
habían rendido. Yo me encontraba en la torreta de mi carro de combate hablando por el
radioteléfono sobre el tanque. Recuerdo que traté de cerrar la escotilla con la mano
izquierda cuando una granada me voló la mano y me arrancó los ojos. Caí hacia el
fondo del tanque para quitarme con la mano derecha los fragmentos de metralla en la
garganta y en el pecho».
En las encrucijadas de las carreteras, en las aldeas, en la espesura de los bosques, en
las calles de las ciudades destruidas, grupos desorganizados de soldados combatían
hasta la muerte. Lester Atwell se encontraba con una división de infantería en Eisenach:
«Avanzábamos por una carretera cuando un carro alemán salió del bosque, disparó a
placer, mató a 2 de nuestros hombres y se retiró de nuevo a cubierto de los árboles. La
caravana se detuvo y dos de nuestras compañías de fusileros salieron en dirección a la
arboleda para rodear a un pelotón de soldados alemanes enterrados en sus trincheras.
El tanque alemán abrió fuego de nuevo hasta que le rodearon cuatro de nuestros carros.
Desde distintas direcciones, cada uno de nuestros tanques lanzó sobre la arboleda
llamaradas de gasolina. En pocos segundos todo el lugar se convirtió en un infierno.
Los gritos de los alemanes se escuchaban a través de la cortina de fuego. Algunos de
ellos, con los uniformes en llamas, trataron de salvarse, pero fueron rechazados por
nuestras ametralladoras. Media hora más tarde, al penetrar en el sotobosque,
descubrimos que todo lo que quedaba era carbón y cenizas, un espectáculo alucinante
nada propio de aquel día soleado de primavera».
LA FORTALEZA ALPINA

El 12 abril, el teniente general Simpson, del Noveno Ejército de Estados Unidos, llegaba
al río Elba. Los norteamericanos se encontraban a 90 kilómetros de Berlín y a unos días
de tomar contacto con los rusos. El plan consistía en que Montgomery se adelantaría a
los rusos en Berlín, cuando de improvisto, aquella noche del 28 de marzo de 1944, llegó
a un Londres envuelto en la niebla y a oscuras la comunicación de Eisenhower: el plan
se había cambiado. La dirección principal de la ofensiva no tomaría el camino hacia el
Norte, sino hacia el Sur, hacia Baviera y Austria. El comandante supremo de las fuerzas
aliadas concedía de pronto a Berlín una importancia más psicológica que estratégica (lo
mismo que Hitler pensó sobre Moscú en la «operación Barbarroja») y decidía destruir
las fuerzas nazis concentradas en la Alemania meridional. Berlín sería para los rusos.
¿Por qué Eisenhower tiró así por tierra los planes aliados? «Ike» parecía convencido
que en las montañas de Baviera, en los Alpes austriacos, entre las Dolomitas y el
Brennero, Hitler había organizado la fortaleza alpina, un reducto nacional
inexpugnable, defendido por 200.000 fanáticos de las SS y de la Wehrmacht: el último y
desesperado intento de defensa. A aquel reducto alpino, según Eisenhower, irían a
recluirse en el momento del derrumbamiento del Tercer Reich, Hitler y el resto de los
jefes nazis. Habrían levantado colosales fortificaciones con toneladas de víveres,
copiosos pertrechos, un número increíble de armas, aeropuertos subterráneos, refugios
blindados, hospitales, depósitos y almacenes de todas clases. Allí se habrían dado cita
los maestros de la famosa escuela de formación de las SS de Bad Toeld, para que
sostuvieran por medio del terror los últimos intentos de resistencia. Era la madriguera
de los lobos sanguinarios que, después de la derrota, mantendrían vivo, con guerrillas y
represalias, el mito del nazismo.
Sostenía Eisenhower que era necesario neutralizar la fortaleza alpina, en caso
contrario la guerra podría prolongarse durante un año más. En el frente oriental, en el
Pacífico, en Japón, reclamaban tropas para el asalto decisivo. Se hacía necesario
sacrificar Berlín por la fortaleza alpina.
Nunca existió tal fortaleza alpina. Fue una de las mayores supercherías de toda la
guerra, un caso de sugestión, de hipnosis colectiva en el cuartel general de Eisenhower.
El primero que difundió, sin darse cuenta, el nombre de la fortaleza fue Goering cuando
un día, en Roma, por el placer de lanzar una frase, dijo al mariscal Kesselring: «Tendrá
el mando de la fortaleza alpina y, cuando todo se derrumbe, iré yo a defenderme y
morir en ella». A Skorzeny le pidieron que reuniera dos divisiones; tan sólo logró
reclutar trescientos hombres.
Esa fortaleza alpina tan sólo existía en la Suiza neutral. El alto mando alemán envió
a Innsbruck a un experto en fortificaciones, el general Marcienkiewieck, con un equipo
de técnicos, para estudiar si podrían reforzarse las defensas ya existentes en aquellos
lugares antes de la I Guerra Mundial, con otras más modernas al Norte y al Este. La
noticia, junto con otros rumores sobre un sistema de fortificaciones que corriese a lo
largo de Baviera y Austria hasta Viena, y desde la Italia septentrional hasta Klagenfurt,
llegó a finales de 1943 a oídos de los servicios de espionaje de Eisenhower. La fortaleza
alpina fue un bluff que cambió los planes aliados.
Entre el 12 y el 13 de enero de 1945, los soviéticos desencadenaron una gran
acometida desde la cabeza de puente de Baranov en el Vístula. Las fuerzas alemanas,
agotadas, reclamaban en vano refuerzos, provisiones, carburante sobre todo. Pero las
fábricas de armamento de Hitler y Speer quedaron pulverizadas por los bombardeos
aliados. Con tan inmensos frentes por cubrir Hitler no podía dar abasto a sus tropas.
Alemania era una nación dislocada. La Prusia oriental se venía abajo. Las carreteras se
poblaron de refugiados. Los soldados alemanes corrían a rendirse en las posiciones de
Bradley, de Montgomery antes de caer en manos de los soviéticos. «Los rusos están
sacándoles las tripas a la Wehrmacht», afirmó Churchill. Tenía razón. Stalin había
puesto en pie un ejército de 5 millones de hombres y 300 divisiones, frente a los 2
millones y las 200 divisiones, alemanas.

UN ABRAZO EN EL ELBA

El único problema serio con el que se encontró el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín
fue el del aprovisionamiento. «La campaña principal —escribe Liddell Hart— consistió
en dos grandes ofensivas soviéticas, una sobre cada ala, cada una de ellas seguida por
una larga pausa. La primera se lanzó en medio del invierno, la segunda en medio del
verano. En el curso de la campaña secundaria, que fue la consecuencia de la extensión
del flanco sur a través de la Europa central, las pausas fueron breves. Cuanto más se
extendía el frente, más menguaban las fuerzas alemanas. El desarrollo de los
acontecimientos demostró la importancia decisiva de la relación espacio-fuerza».
El Ejército Rojo había organizado una ofensiva que desencadenó en 1943 contra el
saliente del Orel. En el Sur, las fuerzas soviéticas, muy superiores, expulsaron a las
tropas nazis de su cabeza de puente en Kuban. El 31 de octubre, las unidades alemanas
y rumanas quedaron aisladas en la península de Crimea. A principios de noviembre
perdían Kiev, la capital de Ucrania, con un movimiento de tenaza de Sur a Norte que
copó a todo un grupo de ejércitos alemanes en el sector del Sur. A finales de diciembre,
las unidades alemanas sitiadas sufrieron el ataque en el centro del Primer Frente
Ucraniano, cuatro cuerpos de ejército, al oeste de Kiev. El ataque se extendió hacia el
suroeste y forzó a las fuerzas alemanas a evacuar la orilla del río Dniéper.
La continua ofensiva en el sector sur condujo al Ejército Rojo hasta el Dniéster a
finales de marzo de 1944. Antes de finales de mayo, el mando soviético abrió un nuevo
frente desde el nordeste de los Cárpatos a través de Kovel, Minsk, Orsha, Vitebsk y
Pskov, hasta la orilla occidental del lago Peipus y el Narva. Fue cuando el general
Heusinger hablaba a Hitler del lago Peipus cuando hizo explosión en la guarida del
lobo la cartera de mano del conde y coronel Stauffenberg. El plan soviético consistía en
avanzar hacia los Balcanes para ocupar Rumania y Hungría con objeto de cortar los
suministros de estos dos países al Tercer Reich. Mientras tanto, las tropas soviéticas
capturaban al resto de las fuerzas rumanas y alemanas en Crimea y liberaban la
península. Esta victoria rusa en Crimea permitirá que se celebre en la ciudad balnearia
la Conferencia de Yalta.
La gran ofensiva se inició en mayo de 1944. La primera fase fue la destrucción de los
ejércitos alemanes del centro. Siguió la liberación de Minsk, la capital de Bielorrusia, el
22 de junio. Las pérdidas alemanas se elevaron a veintiocho divisiones y trescientos
cincuenta mil hombres, una derrota más significativa que la de Stalingrado. En el Norte,
las tropas del Primer Frente Báltico tomaron Vilna, aislaron a las fuerzas alemanas en
Estonia, Lituania y Letonia. Las tropas alemanas de Estonia resistieron hasta el final de
la guerra. El mando soviético rehuyó el ataque frontal, contorneó Letonia para
concentrarse en los sectores central y meridional del frente. Las tropas rusas se
aprovecharon de la orden de Hitler de no retroceder un metro. No parecía preocuparles
el problema del abastecimiento. Resistían y avanzaban allí donde cualquier ejército
occidental se hubiera muerto de hambre. Las líneas de comunicación les traían al fresco.
El general alemán Manteuffel, que combatió a los soviéticos en su ofensiva, se lo explicó
así a Liddell Hart (The other side of the hilt): «La progresión de un ejército ruso es algo
que los occidentales no pueden imaginarse. Detrás de los carros de vanguardia avanza
una horda montada en su mayoría a caballo. Cada soldado lleva a la espalda un saco
lleno de cortezas de pan y de legumbres crudas recogidas en los campos y aldeas por
las que pasan. Los caballos comen la paja de los techos de las chozas. Eso es todo lo que
tienen. En su ofensiva los rusos están acostumbrados a vivir de forma tan primitiva
durante períodos que llegan a las tres semanas».
A estas alturas, von Manstein, considerado por los alemanes como su mejor
estratega, fue relevado del mando por Hitler. En junio cayó Finlandia, una ficha de
dominó después de otra. El 10 de julio de 1944, tropas del Cuarto Frente Ucraniano
arrojaron al Cuarto Ejército Panzer hasta el Beskids, mientras que el Primer Frente
Ucraniano alcanzaba la orilla norteña del Vístula. Al llegar a las puertas de Varsovia
habían recorrido 750 kilómetros en 5 semanas. Una vez en el Vístula, fueron detenidos
por 3 sólidas divisiones de carros. Debían recomponer sus líneas de comunicación
prolongadas hasta casi el infinito. Permanecerían cerca de 6 meses en el Vístula antes
del impulso final.
Los camiones y vehículos de la ayuda norteamericana les vinieron muy bien para
preparar el asalto. Los rumanos se rindieron a los rusos que rodearon Belgrado el 15 de
octubre para entrar en la capital yugoslava junto con los guerrilleros de Tito. Mientras
tanto, el Segundo Frente Ucraniano atacaba Budapest. Hitler seguía en sus trece: ni un
paso atrás.
El 12 de enero de 1945, las fuerzas soviéticas lanzaron la tan esperada ofensiva final
con sus 3 grandes generales al mando: Koniev con el Primer Frente Ucraniano, Zukov
en el centro, donde sustituyó a Rokossovsky, mientras que éste se ponía al mando del
Segundo Frente de Bielorrusia al norte de Varsovia. A las diez de la mañana de aquel 12
de enero, al amparo de la niebla que ocultaba el volumen de sus fuerzas, los soviéticos
se desplegaron por las llanuras polacas como un torrente en crecida. A finales de mes
penetraban en Silesia y aislaban a la Prusia oriental. A mediados de febrero, combatían
en la provincia alemana de Pomerania. En abril alcanzaban Viena y la periferia de
Berlín, que rodearon el día 23. Tres días más tarde llegaban al río Elba. Así se cerró el
círculo. Los soviéticos y los norteamericanos se encontraron y abrazaron en Torgau, a
orillas del Elba, el 25 de abril, el mismo día en que se abría en San Francisco la
conferencia de las Naciones Unidas. «Hoy es el día más feliz de nuestra vida», gritó
emocionado un comandante ruso. Antes de que la fiesta empezara con cánticos, bailes,
vodka y coñac, los rusos dieron vivas a Stalin, a su jefe de la LVIII División de Guardias
rusos, el mariscal Iván Koniev. Aquel día reinó la camaradería en Torgau. Soldados
norteamericanos y soviéticos compartían sus ranchos y sus botellas de alcohol. Se
entendían por señas. Fue una fiesta merecida que señaló a los dos nuevos dueños del
mundo. A partir de ese día en Torgau, Europa pasó a un segundo plano: Estados
Unidos y la URSS pasaban a convertirse en las dos grandes potencias. Ahora sólo
quedaba Berlín, la Cancillería de Hitler, el último reducto 120 kilómetros al norte. «No
capitularemos jamás», gritaba Hitler desde su búnquer atacado por aire y por tierra. A
pesar de las circunstancias no dejaban de llegar cartas de amor dirigidas a Adolf Hitler:
«Por favor, querido Führer —decía una de ellas—, déjame que esté a solas contigo. Quiero
tener un hijo tuyo. Lo deseo de todo corazón, amado mío. Soy capaz de llenar de rosas la calle por
la que pases; te besaría mil veces, soy capaz de comerte de amor».
Capítulo diecisiete

Los ultimos dias


de Hitler

En una entrevista que mantuve en un rancio hotel de Madrid en 1962 con el hombre que
le abrió a Hitler las puertas del poder, Franz von Papen, le pregunté si los ojos del que
llamaban Führer tenían aquel poder magnético, hipnótico, que le atribuían quienes le
conocieron. El ex canciller del Reich me miró unos segundos y respondió en francés, el
idioma que utilizamos durante la entrevista:
—Vous savez, su manera de comportarse conmigo fue siempre amable y cortés y, aunque oí hablar mucho
del poder magnético de sus ojos, no recuerdo haberme sentido impresionado por ellos.
—Pero Goebbels declaró que, al ver los ojos azules de Hitler, volvió a nacer, que chocaron con los suyos
como si fueran una llama…

Von Papen, que tenía malas pulgas y estuvo a punto de dar por concluida la
entrevista cuando le pregunté por las «buenas intenciones» de Kruschev, no parecía
dispuesto a dar mayor importancia a aquellos ojos, saltones, que volvían locas a las
mujeres y a los hombres. Le pedí disculpas por mi insistencia. Más calmado, completó
el cuadro de sus impresiones sobre el hombre al que llevó al poder: «Vous savez (sabe
usted), yo nunca encontré en Hitler nada que llamara la atención. No pude advertir
ninguna cualidad interior que explicara su extraordinario dominio de las masas.
Cuando le conocí, vestía traje azul marino y se ajustaba por completo a la imagen de un
pequeño burgués. Tenía un aspecto poco saludable y con su pequeño bigote y su
curioso peinado emanaba una indefinible calidad bohemia».
Los ojos de Hitler reunían, según su rendido admirador Joseph Goebbels, todos los
colores del arco iris. Ahora las llamas no sólo consumían la mirada del ministro de
Propaganda, que murió con Hitler, sino los muros de Berlín. Finís Germaniae, Alemania
kaputt, era el último acto del Gótterdámmerung, el crepúsculo de los dioses arios de
Wagner.

LOS ANGELES PERDIDOS

Hitler, Adolf, nacido en Braunau-am-Inn, Austria, el 20 de abril de 1889; hijo de Alois


Hitler (antes Schilgruber), funcionario de aduanas, y de Clara, de soltera Polzl (prima
segunda y tercera esposa de Alois). Se educó en Linz (Austria). No terminó sus estudios
secundarios. No logró entrar en la Academia de Bellas Artes de Viena. Ciudadano
austríaco, se nacionalizó alemán en 1932. Se alistó en un regimiento de infantería bávara
en 1914. Herido en 1916, gaseado en 1918. Condecorado con la Cruz de Hierro de
Primera clase. Dejó el ejército en 1920. Director de Propaganda del Partido de los
Trabajadores Alemanes, rebautizado Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei
(nacionalsocialista), presidente del Partido en 1921. Encarcelado en 1922 por violencias
políticas. En 1932 fracasó el putsch de Munich y fue condenado a 9 meses de cárcel.
Amoríos con su sobrina Geli Rabaul, que se suicidó en 1931. Canciller de Alemania en
1933. Presidente en 1934. En 1938 se anexiona Austria y Checoslovaquia. El 3 de
septiembre de 1939 invade Polonia. Inglaterra y Francia declaran la guerra a Alemania.
57 naciones intervienen en el conflicto. Unos 60 millones de muertos. La guerra en
Europa acabó el 9 de mayo de 1945. El 20 de abril celebró su último cumpleaños (56). El
29 de abril se casó con Eva, tercera hija de Fritz Braun. Adolf y Eva se suicidaron el 20
de abril de 1945. Libros publicados: Mein Kampf (Mi lucha). Entretenimientos preferidos:
acuarela, automovilismo, ópera, estrategia militar, arquitectura, la política. Dirección:
Berlín, el bunker de la Cancillería.
Los ojos de Adolf Hitler habían perdido el brillo de antaño, no hipnotizaban a nadie.
Estaban turbios, acuosos. Tenía problemas con la vista, cojeaba, se le encaneció el pelo y
le temblaban los pies y las manos. Montaba terribles escenas, gritaba de rabia, pero su
voz había perdido fuelle, era ronca y no asustaba a nadie. Vivía en el búnquer de la
Reichkanzlerei a quince metros de profundidad, un lúgubre conjunto de habitaciones y
pasillos de cemento armado. Dos pisos. En el primero, de trece habitaciones divididas
por un corredor, se encontraban la cocina vegetariana y las alcobas del personal de
servicio. Una escalera semicircular llevaba al piso más profundo, el führerbunker, de 18
habitaciones pequeñas e incómodas distribuidas a lo largo de un pasillo central.
El espectro de Stalingrado se abatía sobre Berlín. Era la ciudad de los ángeles
perdidos que vimos en el cine, la del búnquer de Hitler, la de la bandera roja que
implantaría el sargento ruso Shcherbina sobre el techo del Reichstag, la de Marlene
Dietrich, Cabaret, el Berlín Alexanderplatz de Dóblin, el del Muro y su venta a trozos.
Todavía nos inquietan las imágenes de los niños perdidos entre los escombros de Berlín
en la película de Zinneman. Las novelas de Isherwood, de entreguerras, el mundo de
Boíl. Y los climas creados por otro novelista, Le Carré, los espías llegados del frío en el
momento de cruzar el paso de Charlie, Check Point Charlie. ¿Podría darse algo más
electrizante que cruzar de un Berlín a otro en los años sesenta? Ese paso en autobús con
todo el dispositivo en pie, muro, alambradas, zonas minadas, mecanismos de disparo
automático, torres de vigilancia, prismáticos tendidos en todas las direcciones, perros
lobos y gritos de suboficiales no lejos de la que fue la Cancillería de Hitler te ponían un
nudo en la garganta. Pero era un temor afrodisíaco, heredado del cine y la novela de la
guerra fría.
Hemos llegado tarde para conocer el café Romanisches, el de la «movida» berlinesa
de los años 20 hasta el salto de Hitler al poder cuando aquel caballero de Westfalia,
presumido y tontorrón llamado von Papen, se lo ofreció en bandeja de oro. Era la
capital cultural de Europa, la de los escritores, pintores, artistas, directores de teatro,
actores. Bertolt Brecht se tomaba una copa en Romanisches con Max Reinhardt. El poeta
rumano Paul Celan escribió en el idioma de Goethe que la muerte es una maestra para
Alemania: la noche perpetua de los cristales rotos. Cuando Winston Churchill visitó la
ciudad en 1945 dijo que había visto «una razonable cantidad de destrucción». La frase
que John Kennedy le dedicó a la ciudad dividida por el muro fue más cálida y
reconfortante: «Ich bin eir berliner». También Kennedy se sentía berlinés en los años de la
guerra fría. Para entonces, la ciudad se encontraba «razonablemente» reconstruida. Los
ángeles perdidos que huronearon en los escombros eran ya padres de familia o estaban
a punto de serlo, como hijos del milagro alemán. Las señoritas berlinesas de piernas
largas, las trummenfrauen, tan heroicas, adecentaron la ciudad de punta a cabo. ¿Era de
verdad allí mismo donde murió Hitler?
Quienes vieron los carros de combate soviéticos y alemanes rondando por la
Kurfustendamm, la avenida berlinesa, no podrán olvidar la escena: los soldados que
corrían delante de los tanques y, sobre todo, los desertores ahorcados de las farolas con
un cartel colgado sobre el pecho: «He sido demasiado cobarde para morir por la patria».
Fue aquí al lado donde la actriz Hildegarde Knef fue condenada a muerte por
abandonar su pelotón. Estos alemanes son increíbles: todo se hunde a su alrededor y
tienen que colgar a unos cuantos desertores. «Yo iba vestida como un niño-soldado —
nos dijo Hildelgarde— para huir de las muchas cosas peligrosas que ocurrían en Berlín
por aquellos días. Menos mal que descubrieron mi identidad real; aquello me salvó al
menos hasta que me trasladaron a un campo ruso de prisioneros». Berlín,
autodestructiva, tiene un alma extraña, pecadora, a ratos vibrante, fantasmal, hedonista,
cuna de todos los vicios. Es el esqueleto que tirita de frío en la última preguerra, una
alucinación, la ciudad de arquitectura pomposa, imitación de estilos, cajón de sastre,
asaltada en aquellos años 30, según nos cuenta Isherwood en su Diario, por los niños
campesinos expulsados de los caseríos por el frío, en busca de un poco de calor o de un
mendrugo de pan. Sí, tiene razón el personaje de Giraudoux, hay más misterio y terror
en un solo pino de las calles de Berlín al mediodía que en todo el bosque de Francia a
medianoche.
Las primeras bombas aliadas cayeron sobre Berlín la noche del 29 agosto de 1940.
Apenas causaron algún perjuicio simbólico. Los verdaderos bombardeos comenzarían
en noviembre de 1943: 900 toneladas de bombas. Poco a poco, la ciudad empezó a
mostrar sus heridas, pero el Tiergarten estaba intacto, lo mismo que Unter den Linden,
el paseo de los tilos. Los aviones británicos lanzaron octavillas de advertencia. Llegó el
bombardeo del «Carnicero». Harris. De existir la televisión, Goebbels hubiera
retransmitido en directo las consecuencias del bombardeo de Berlín o de Dresde, como
harían con Ruanda 50 años más tarde. ¿Qué grito de dolor no hubiera alzado el mundo?
Goebbels era el Gauleiter, el gobernador de Berlín. Los ciudadanos, presa del pánico,
tomaron por asalto las estaciones. En agosto, los aliados descargaron 17.000 toneladas
de bombas incendiarias y explosivas. Columnas de humo y lenguas de fuego se
elevaron sobre distintos puntos de la capital. Noche tras noche, la ciudad recibió la
visita de los bombarderos de Harris hasta el 22 de noviembre, en que pareció que el
mundo se venía abajo con el estallido de 310 torpedos aéreos, dos mil cuatrocientas
bombas explosivas, 50.000 bombas de fósforo y 550.000 bastones incendiarios.
Sabremos, por su diario, que Goebbels lloró esa noche por primera vez. Las bombas
habían destruido la mayor sala de espectáculos de Alemania, la productora UFA. La
Gestapo ordenó el fusilamiento de centenares de prisioneros políticos.
Entre el 22 de noviembre y el 31 de diciembre, mil aviones británicos descargaron su
furia sobre la capital en cuyas entrañas buscó refugio Hitler. El cabo austríaco sentía
predilección por la vida de los topos, siempre enterrado en las catacumbas, aficionado a
las tinieblas, la guarida del lobo, el nido del águila, el bunker (voz alemana que significa
pañol o casamata). «Profundamente desmoralizada, convencida ahora de que la guerra
estaba perdida —escribe Raymond Cartier—, la población berlinesa mostraba un
estoicismo que incluía una increíble indiferencia al peligro. Durante semanas se vieron,
en los arroyos y en las corrientes, gruesas bombas que no habían estallado y que nadie
soñaba con desactivar. Cada berlinés organizó una vida nocturna y subterránea, y uno
de los espectáculos más extraordinario de nuestro tiempo era el de los habitantes de la
ciudad que entraban cada noche en sus grutas llevando con ellos sus bienes más
preciosos, o sea, todos los que conservan el calor (mantas, edredones de plumón, pieles,
cortinas, manteles, alfombras con las que cubrirse). La vida berlinesa se repartía entre el
horror del día y la inseguridad llena de angustia de la noche».
Los berlineses recordarán sobre todo aquel período terrible del 22 al 28 de febrero de
1944, conocido por los aliados como «Big Week». (Gran Semana), en el que las
formaciones de bombarderos alcanzaban los mil aparatos, con pérdidas muy escasas
para los atacantes: el 2,1 por mil (21 aparatos). Más adelante, la Octava Fuerza
americana sufrió un fuerte revés en su ataque sobre la capital el 6 de marzo: de
seiscientos cincuenta y ocho bombarderos, sesenta y nueve fueron derribados. Durante
los dieciséis mayores ataques aéreos sobre Berlín, efectuados entre noviembre 1943 y
marzo 1944, los británicos y norteamericanos acumularon 20.224 salidas. Las pérdidas
se elevaron a 1.077 bombarderos derribados y otros 1.862 averiados, pero que lograron
regresar a sus bases. Estas cifras equivalían al 5,72% de las fuerzas atacantes. Hasta abril
de 1945 se calcula que unos 50.000 berlineses murieron por efecto de los bombardeos
angloamericanos. Los proyectores iluminaban la batalla más feroz que se viera sobre los
cielos de Europa, pero ningún combate podía ya cambiar el destino marcado. El 20 de
abril de 1945, la Fuerza Aérea de Estados Unidos celebró el cumpleaños de Hitler con el
envío de 500 aviones B24. Al estruendo en el cielo, que hacía estremecer el búnquer del
canciller, se añadió otro ruido distinto, más lejano pero más persistente, que hacía
tintinear los cristales de Bohemia aún intactos. Era un ruido que helaba el corazón. El 16
de abril, a las 3 de la mañana, los cañones rusos del Oder abrieron fuego sobre las
posiciones del IX Ejército Blindado alemán. El general Georgy Konstantinovich Zukov
corrió en fulgurante ofensiva del Vístula al Oder. Era el general que siempre lograba lo
mejor de sus soldados. Nunca perdió una batalla. Sus colegas le odiaban porque se lo
tenía muy creído. El general Heinrici, el maestro alemán de la guerra defensiva, no
pudo con él y fue destituido por el mariscal Keitel como comandante en jefe del Grupo
del Vístula. Nadie ambicionaba el puesto de defensor de Berlín. «Tenemos que luchar
en grupos pequeños —escribió el capitán Neustroyev, héroe de la Unión Soviética y
encargado de ocupar el Ministerio del Interior, “la casa de Himmler”—. Luchamos por
cada habitación. Humo, humo y humo. Ninguno de los heridos dejó el campo de
batalla, si campo se podía llamar a las oficinas de los carniceros de Himmler. Teníamos
sed, no había agua y ardían muchos de los uniformes de los soldados». «Si alguien
levanta bandera blanca —amenazó Goebbels—, volaremos toda la manzana de casas».
El último tren partió de Berlín el 16 abril. Hitler prohibió, desde ese día, la salida de
los berlineses —2 millones—, para que todos, y el primero él, compartieran la misma
suerte. El primer obús soviético cayó la mañana del 21 abril sobre la Frankfurter Allee.
Le siguieron otros sobre la estación de Silesia y la Alexanderplatz. Los refugiados
acampaban en los parques de la capital, aterrorizados por las noticias que corrían sobre
la inmisericordia de los soldados soviéticos entregados, según «Radio Macuto», al
saqueo y la violación. La carne desapareció del menú de los berlineses, pero los tranvías
se abrían paso entre los incendios: un atisbo de normalidad. En los cines se proyectaba
la última película de la UFA, Kolberg, cuyo argumento explica la heroica resistencia de
una aldehuela prusiana ante los ejércitos de Napoleón. Según los expertos, Hitler
cometió el mismo error que Bonaparte. La inmovilización de Noruega, Italia, Hungría,
Checoslovaquia y, en la línea del Oder, de dos tercios del ejército alemán que sólo
contaba para la defensa de Berlín con 60.000 hombres, un ejército disperso de aviadores
convertidos en tropa de infantería, cadetes de academias militares, tanques en retirada,
jubilados, niños con los cascos de acero colocados hasta las orejas y capotes que les
llegaban hasta los pies, y demás restos del naufragio militar. En los parques, las
juventudes Hitlerianas, muchachos de 12 a 14 años, recibían instrucciones sobre cómo
manejar el panzerfaust, el lanzagranadas. Era una humillación para Hitler que 300
soldados franceses y algunos españoles de la División Carlomagno defendieran su
sótano de la Cancillería.
Algún optimista soñaba aún con el arma secreta del Führer, capaz de pulverizar a los
rusos lanzados en tromba sobre Berlín. A los restos de la Wehrmacht les quedaba
tiempo para sentir miedo: disparaban armas automáticas, granadas, abrían fuego de
ametralladora pesada. Else Qender era una berlinesa que se encontraba en el sótano de
su casa. Leía las páginas de un relato infantil para calmar la ansiedad de sus dos hijos
pequeños, cuando llamaron a la puerta a culatazos. ¡Que vienen los rusos! «La
electricidad estaba cortada y acudí con una vela. Eran 2 soldados soviéticos. Los veía
nerviosos. Me pusieron una pistola sobre la nuca. Si les tendía una trampa, amenazaron,
moriría antes que ellos. Abrí la puerta del sótano. Mis 2 hijos se abrazaron a la luz de
una candela. Nos miraron. Estaban asustados, pálidos. En cuanto los soldados rusos los
vieron, retiraron la pistola de mi nuca y se echaron a reír entre fuertes carcajadas. “¡Son
niños!”, exclamaron. Después subimos de nuevo al salón. Me sentía más nerviosa
cuando subí que cuando bajé. Mis piernas temblaban tanto que estuve a punto de
caerme por las escaleras. Me llevaron fuera de la casa, me colocaron a la puerta y
abrieron fuego… no contra mí, sino contra todo lo que había a mi alrededor, me dejaron
allí rígida como una estatua, aliviada y sorprendida». Los alemanes escondían sus
carros de combate entre las ruinas. Cada escombro era una fortaleza como en Monte
Cassino. Los órganos de Stalin soplaban sobre Berlín. La resistencia fue tan desesperada
como inútil. El cinturón defensivo no aguantó la penetración de los blindados que lo
reventaban todo a su paso; incendiaban los edificios con lanzallamas y destruían
fortines. El 23 de abril por la mañana, los rusos llegaron a la Avenida de Frankfurt. Les
quedaban sólo 2800 metros de escombros para alcanzar el corazón del imperio enemigo,
la nueva Cancillería del Reich. La orden de Hitler fue terminante: «Todo el que debilite
nuestra capacidad de resistencia es un traidor. Debe ser fusilado o ahorcado de
inmediato». Las patrullas de las SS cumplieron hasta el final la orden del Führer.
De poco servía ya, porque los ejércitos de Koniev, Zukov y Rokossovsky rodeaban
Berlín. Los cadáveres de los desertores colgaban de los faroles de las bellas avenidas, el
escenario de los desfiles triunfales, reducido a ruina y devastación. «Me han ahorcado
porque no he utilizado el arma como ordenó el Führer». Los supervivientes apenas
podían respirar entre el humo cerrado, el polvo levantado por los edificios
derrumbados o estremecidos. El cielo de Berlín, negro como el carbón, aparecía cruzado
de proyectiles. Los berlineses se refugiaron en los subterráneos, el metro o los blocaos
del Zoo. Dos eran los temas de conversación: la falta de agua y alimentos y el rumor de
que el general Wenck, comandante del XII Cuerpo de Ejército, encargado de la defensa
del Elba, había firmado una tregua con los norteamericanos para dirigirse a Berlín con
la intención de romper el cerco de los ejércitos soviéticos. Eran quimeras. Berlín dejó de
funcionar. Tan sólo el teléfono, cuyo automatismo ignoraba la guerra, mantenía unidos
a los berlineses. Una familia comunicaba a otra que acababan de estar de charloteo con
unos soldados rusos que acampaban cerca del jardín. No eran tan fieros como los
pintaban.
La jefatura rusa se impacientaba: había que tomar Berlín antes de que llegasen los
aliados. Habían sufrido numerosas bajas. Los defensores, confundidos con las ruinas,
aparecían y desaparecían como fantasmas, se acercaban a los T34 y los destruían. El
subsecretario Naumman rugió por la radio: «Berlín es la tumba de los tanques
soviéticos». Era la desesperación de los sitiados: defendían su vida y la de sus familias,
luchaban por cada adoquín, la Alexanderplatz se resistió a morir. Los combates fueron
allí encarnizados. Los habitantes-topos de la ciudad salieron al descubierto en cuanto
cesaron los disparos para encontrar un caballo muerto o alguna galería de alimentación
abierta por la artillería rusa. Olía a muerto. Algunos jefes nazis dieron un adiós
orgiástico a la vida. Al canto del Horst Weesel Lied, descorcharon las últimas botellas de
champaña y coñac. En plena borrachera, se dispararon un tiro en el cerebro. Otros se
desprendieron del uniforme de la Wehrmacht y se perdieron en aquel océano de
escombros entre la población civil.
A los jerarcas del nazismo les entró prisa por negociar la paz con los aliados: Wolf en
Suiza con Dulles, Himmler con el conde sueco Folke Bernadotte. El almirante
Friedeburg le propuso a Montgomery la rendición a los occidentales y no a los
soviéticos, Hitler se mordía los puños de la camisa. Hatajo de traidores. Pero ya sólo
valía la capitulación sin condiciones. Los nazis no podían ofrecer nada como moneda de
cambio. «Los alemanes debieran haber pensado en algo de esto antes de que la guerra
empezara, sobre todo antes de haber atacado a los rusos», le respondió Montgomery al
almirante Friedeburg.
Zukov, el conquistador, creía que la batalla de Berlín no fue como la de Moscú, la de
Leningrado, ni siquiera como la de Stalingrado. «Durante la primera fase de la guerra
—le dijo a Alexander Werth (Russia at war)— tuvimos que luchar contra toda clase de
contratiempos. Ni nuestros soldados ni nuestros oficiales tenían experiencia. Ahora, en
la batalla de Alemania, éramos superiores en hombres, tanques, aviación y artillería, en
todo. En una proporción de tres a uno, hasta de cinco a uno. Lo importante no era tomar
Berlín, sino ocuparlo en el menor tiempo posible. Los alemanes esperaban y nosotros
debíamos pensar en cómo introducir el factor sorpresa. Ataqué en todo el frente y por la
noche. Como los prisioneros nos contarían más tarde, lo que menos esperaban era una
barrera artillera por la noche. Esperaban un ataque nocturno, pero no una ofensiva
general. Después de la barrera artillera entraron en acción nuestros tanques. Utilizamos
22.000 cañones y morteros a lo largo del río Oder y pusimos por delante 4.000 tanques y
4 o 5.000 aviones. Tan sólo el primer día se llevaron a cabo 15. 000 misiones. La gran
ofensiva la lanzamos a las 4 de la mañana del 16 de abril. Nuestras poderosas linternas
no sólo ayudaron a los tanques, sino que cegaron al enemigo, que no pudo disparar con
precisión sobre nuestros carros. Muy pronto rompimos las defensas del Oder en un
frente muy amplio. Al darse cuenta, el Alto Mando alemán lanzó a la pelea las reservas
con las que contaba para Berlín. No fue una buena idea. Estas reservas fueron hechas
añicos desde el aire o por nuestros tanques. Cuando nuestras tropas entraron en Berlín,
la capital se había quedado casi sin soldados. La mayor parte de las baterías antiaéreas
las trasladaron al Oder y la ciudad se quedó sin defensa antiaérea. Más de medio millón
de soldados alemanes tomaron parte en la operación de Berlín, 300.000 fueron hechos
prisioneros antes de la capitulación, 150 mil resultaron muertos, el resto huyó».
Medio millón de personas entre militares y civiles murieron o resultaron heridas en
la batalla de Berlín, la última página: «Donde ganamos la batalla —concluyó Zukov—,
fue en el Oder. Berlín fue como una inmensa operación de limpieza. Sí, fue algo muy
diferente a la batalla de Moscú».
Dos millones de berlineses —la capital tenía 4.332.000 habitantes en 1939, pero la
mitad de la población huyó de los constantes bombardeos— abandonaron sus toperas
para salir al aire libre, un aire mefítico, impregnado de mierda procedente de las
canalizaciones rotas, entre los edificios agujereados por los proyectiles. Ni siquiera se
sentían con fuerza para echar un vistazo a las octavillas que los aviones
norteamericanos arrojaron sobre la ciudad: «No venimos como agresores…
disolveremos el partido nazi y aboliremos las leyes e instituciones creadas por el
partido. Arrancaremos de raíz el militarismo alemán, que con tanta frecuencia ha
alterado la paz del mundo». Goebbels: «Detendremos a las hordas rojas ante los muros
de Berlín». De nada sirvieron las últimas consignas.
Los berlineses salieron de los refugios subterráneos con la mirada perdida en los
armazones de los edificios a los que bastaría un soplo de aire para que se desplomaran.
Buscaban a sus familiares, indagaban, pedían información, un chusco de pan, un
cigarrillo… Ni siquiera se preocupaban ya por la suerte de Hitler. Hubo quien dijo que
había logrado escapar de su escondrijo para ocultarse en una remota caverna desde la
que, como Federico Barbarroja, volvería un día para guiar al pueblo alemán hacia la
victoria definitiva.

UN LOBO ESTEPARIO

Adolf Hitler era la sombra de sí mismo. Tan sólo le quedaban los horóscopos. Tras la
muerte de Roosevelt, interpretada como un signo favorable, confiaba en su buena
suerte. El diagnóstico lo hizo Goebbels en vísperas del cumpleaños del Führer. «Vimos
los últimos actos de una tremenda tragedia. El desenlace es inminente. Confiemos en nuestra
buena estrella». Hitler sobrevivió dieciocho días días a Roosevelt.
Tan sólo el que conoció a Hitler niño, conoció al Führer. El hombre que hizo de la
prueba documental de antepasados de raza una cuestión de vida o muerte nunca pudo
mostrar un certificado de limpieza de sangre. Nunca supo quién fue su abuelo. Su
padre era hijo ilegítimo de un cocinero. Para borrar huellas, el lugar de nacimiento de
su padre y la tumba de su madre fueron arrollados por los tanques de la Wehrmacht.
Como dijo un jerarca nazi, Hans Frank, la política de Hitler era el gobierno de la fuerza
bruta, la victoria de Hitler y la derrota de Hitler. Nada más que eso. Se fabricó una
leyenda: la del muchacho huérfano que tuvo que salir de su casa a los 17 años para
ganarse la vida a pulso. Fue un mal alumno. Tan sólo en gimnasia obtuvo buenas notas.
Lo que quería era ser artista. Como no pudo ser artista, tuvo que ser el Führer. Se cansó
de las clases de piano, frecuentaba los cafés bohemios de Linz, adoraba a Richard
Wagner, pintaba tarjetas postales a mano para ganarse unos duros. Era de
temperamento inestable. Vivió momentos de fiebre y euforia a los que seguían períodos
de profunda depresión. Un día le preguntaron cuál era su profesión: «Pintor»,
respondió. «¿De brocha gorda?». Hitler se sintió ofendido: «Soy un académico, un
artista», replicó. El hombre que tuvo en un puño a las masas se comunicaba mal con la
gente. Se alimentaba espiritualmente de los panfletos antisemitas de la época. «La lucha
es la madre de todas las cosas», aseguraba. La brutalidad como principio creador. «El
último obstáculo para la conspiración de los judíos con objeto de conquistar el mundo es
Alemania», afirmaba convencido. Todo su odio, su frustración, se centraron en los
judíos. Era el «odio creador» del que más tarde hablaría Goebbels. Ni siquiera Viena
aplacó sus extravagantes fantasías; al contrario, las estimuló. Odiaba Viena, era la
«imagen de la depravación mestiza». Munich le esperaba. Después de los años pasados
en una pensión estudiantil de Viena, sería Munich la que marcara su carácter.
Era la hora de la lucha, la guerra. «La guerra —dijo Hitler a los 25 años—, los 4 años
de guerra, me enseñaron más que treinta años en la universidad». Era un soñador
solitario, un lobo estepario sin amigos. Había leído el resentimiento en los ojos de los
que regresaban derrotados de la guerra de 1914. Ese iba a ser su taller, la desgracia de
Versalles, el «complot judeomarxista» contra Alemania. Reunió su primer público,
gente de clase media baja, obreros, artesanos, en la sala Leiber de la cervecería
Sternecker.
La derrota en la guerra y el antisemitismo fueron sus dos ideas fijas, motrices. Le
gustaba más hablar que escribir. Lo hacía con soltura: convencía, desgranaba con fervor
sus argumentos, le creían. Tenía hambre de acción, como apunta su biógrafo Joachim
Fest. Ahí estaban los enemigos, los hebreos, la democracia, el capitalismo, el marxismo
y el liberalismo. Era en ese ambiente de las cervecerías y las plazas de Munich donde se
movió mejor. En pequeños círculos no sabía cómo reaccionar. Ya tenía quienes le
empujaban a la gloria en esos años de Munich: Rudolf Hess, Goering. Estaban a su lado
en el revanchismo patriótico: en el otoño de 1923 contaba ya con 55.000 seguidores con
carné del partido nacionalsocialista. Un fallido intento de golpe el 8 de noviembre de
1923 fue su suerte mayor, su punto de partida «para una nueva lucha por el poder». Iba
a disponer de un tiempo para reflexionar, para ordenar proyectos, cuando lo encerraron
en la prisión de Landsberg.
Es posible que Hitler, que decidió suicidarse en su búnquer para evitar la
humillación de un tribunal ruso, recordara estas y otras etapas de su vida: tuvo fe ciega
en sí mismo y en su misión; ahora todos, salvo Goebbels y pocos más, le traicionaban.
Abroncó y humilló a los generales, como los generales y mariscales le harían
responsable, tras su muerte, de todos los errores cometidos. A medida que se acercaba
al poder, adoptaba la pose de la estatua: el pueblo sólo respeta lo distante, lo que no
puede tocar con los dedos. Alguna vez se refirió a sus meses en la cárcel como «unas
clases en la universidad a cuenta del Estado». Había leído con avidez y desorden y
escrito la primera versión de Mi lucha, un libro que produjo un retrato exacto de su
autor, señala Fest: el desorden de las ideas, una cultura caprichosa que hacía pasar por
verdad científica. Era la falta de medida y autocontrol, el maníaco egocentrismo, la
monotonía de sus obsesiones, la ausencia de humanidad. Más tarde se arrepintió: «De
haber sabido en 1924 que un día llegaría a ser canciller del Reich, nunca hubiera escrito
ese libro». Estaba necesitado de reconocimiento, de aplausos.
A partir de entonces, refundado el partido a la salida de la cárcel, ya no atacaría de
frente: no volvería a violar las leyes, no lo necesitaba, todo debía hacerse con una
fachada de legalidad. Era la hora de las emociones que desataban la derrota, la
humillación, la inflación: los humillados, los desclasados le aceptaron, le siguieron, le
aplaudieron. Era el estado de parálisis sugestiva. Con él no hacía falta pensar, bastaba
con la fanática devoción. «Sólo las masas fanáticas —dijo— pueden ser dirigidas».
Orden, seguridad, unidad. Se transfiguraba ante las masas, se erotizaba con ellas.
Sudaba, perdía peso. «Es —afirmó— un milagro de nuestro tiempo. Vosotros me habéis
encontrado entre tantos millones y yo os he encontrado a vosotros. Esta es la suerte de
Alemania». El nacionalsocialismo era sólo una justificación ideológica: Hitler se
convirtió en el centro de todo.
«Os equivocáis», les respondió von Papen a los que le soplaron al oído que Hitler
era un peligro. El poder, cada vez más poder, era la obsesión de su vida. En el duelo
entre el intelecto y la fuerza —afirmó— «ganará siempre la fuerza». Los fuertes ganan a
los débiles. Hitler se creía el primer actor de Europa, y también el primer jugador. La
guerra permanente era su motor, su elemento. Que nadie le estropease la gran
oportunidad: la toma de los Sudetes, la invasión de Polonia. «El éxito es lo que
importa». Que ningún perro sarnoso se presentase en el último momento con «un plan
de mediación». No. Ya tenía a su alcance la guerra que quería para demostrar a sus
generales que eran unos ineptos, que su intuición estaba muy por encima de los
diplomas de estrategia, de las teorías pasadas de moda aprendidas en las academias
militares. La guerra resolvería los problemas de la existencia.
Cuando la guerra empezó a irle mal, Hitler se retiró, se replegó sobre sí mismo. Sólo
dos veces apareció en público tras la derrota de Stalingrado. Se refugió en el reino de la
quimera, de la fantasía. Se había bunquerizado y, perdido el contacto con la realidad,
vivía en las sombras, apático, abandonado a sí mismo, indiferente a todo, atormentado.
La razón de su éxito fue, como apuntó en alguna ocasión, «un esfuerzo sin fin por
convencer al pueblo». Los monos, dicen, condenan a muerte a los que intentan vivir
solos.
Las masas e Hitler. Sin Hitler no se explica aquella Alemania, ni aquella Alemania
sin Hitler. Si la guerra se perdía, le dijo Goebbels, también Alemania estaría perdida…
Se arrepintió: en lugar de haber ayudado a Franco en la Guerra Civil española, debía
haberse puesto del lado de los republicanos, debería haberse aliado con los
anglosajones, «pero la providencia nos ha impuesto este error histórico». Weltmacht oder
Niedergang. Victoria o aniquilación. Aniquilación. Tan sólo le quedaban dos amigos: su
amante Eva Braun y su perra alsaciana Blondi. Era un hombre de constitución fuerte,
pero quedó reducido a la ruina física. Dormía 3 horas por la noche. Se levantaba hacia
las 11 y media o las 12 del mediodía en un empleo brutal del tiempo, un horario suicida,
un plan de vida sin pies ni cabeza. Las píldoras del doctor Morell, aquel hombre
grosero, el falso curandero de todos los males, lejos de aliviarle le minaban la salud.
Tenía poco respeto por los médicos: prefería la solución de las ciencias ocultas, de los
nigromantes y charlatanes, de las hechiceras y los astrólogos. Morell era un fabricante
de medicinas, un embaucador autodidacta que se hizo de oro con la venta de chocolates
vitaminizados. Los jerarcas nazis estaban en manos de brujos y masajistas, de
curanderos y astrólogos.
Eva Braun fue el bálsamo de Hitler. Albert Speer, el más inteligente de los jerifaltes
nazis, al que Hitler perdonaría lo que nunca perdonó a nadie, dijo que Eva Braun era
una chica normal que decepcionaría a los historiadores. «No reunía ninguno de los
rasgos característicos convencionales de las amantes de los tiranos», escribe Hugh
Trevor-Roper. «No era una Teodora ni una Pompadour ni una Lola Montes. Tampoco
Hitler era un tirano típico. Detrás de sus accesos de cólera, de sus ambiciones, de su
absoluta confianza en sí mismo, no se escondía la voluptuosidad de un hombre
apasionado, sino los gustos vulgares, las ansias domésticas de un pequeño burgués. No
debemos olvidar su afición a los pastelillos de crema. Lo más destacado de la existencia
de Eva Braun es lo bien guardado que estuvo el secreto de una amistad con Hitler, que
duró doce años».
Fue una situación equívoca: no era la amante ni la esposa. Dormían en camas
distintas, afirmó el doctor Morell, «aunque yo creo…». Eva Braun había decidido morir
con él. Nada ni nadie la arrancaría del lado de su Führer. Con ella se quedaron el
matrimonio Goebbels y sus seis hijos, que ocuparon las habitaciones que dejó el doctor
Theodor Morell, su ayudante el doctor Stumpfegger, su mayordomo Heinz Kinge, su
ayudante de las SS Otto Guensche, sus secretarias, frau Christina y frau Junge, y su
cocinera vegetariana, la señorita Manzialy. También pululaban por el búnquer Martin
Bormann, el general Krebs y sus asistentes, el general Burdorf, etc... hasta un total de
cuarenta personas. Cabe imaginarse el tipo de vida que llevarían bajo las bombas, con el
aire enrarecido, un lugar insalubre a todas luces, un pudridero. Olía a cemento sin
secar.
Hasta el último minuto, Hitler se aferró a sus teléfonos, a sus mapas, a sus
quiromantes, a las inyecciones que le administraba Morell, a sus secretarias, a las que
invita cada vez más a que compartan su mesa; a sus hipótesis sobre la ruptura entre
norteamericanos y soviéticos. Su teórico salvador, el general Wenck, se quedó dormido
al volante de su coche y se estrelló en la autopista Berlín-Stettin.

LA BODA

Nadie sabía, ni los rusos ni los norteamericanos ni los alemanes, dónde se encontraba
Hitler. El día de su cumpleaños, Himmler, Ribbentrop, Raeder, Keitel, Doenitz, Jold, el
nuevo jefe del Estado Mayor general Krebs y Goebbels le estrecharon la mano. Dejó en
libertad a todos, podían irse, pero algunos de ellos deseaban compartir su destino.
Goering abrió negociaciones de rendición con el enemigo. Hitler, fuera de sí, le despojó
de todas sus prerrogativas. Le llamó traidor, morfinómano. Como Sigfrido y Brunilda,
Hitler y Eva iban a morir en un lecho de fuego. Antes los casaría un juez llamado Walter
Wagner, el mismo que unió en matrimonio a Joseph y Magda Goebbels. Goebbels fue el
testigo de Hitler y Bormann el de Eva Braun. Adolf y Eva juraron que eran de pura
ascendencia aria y que no padecían ninguna enfermedad hereditaria.
Walter Wagner, al que los soldados corrieron a buscar a su casa a través de calles
batidas por la artillería soviética, se dirigió a Hitler con estas palabras:
—Mi Führer, Adolf Hitler, ¿quiere tomar a la señorita Eva Braun por esposa?
—Sí, quiero —contestó Hitler.

El juez preguntó entonces a Eva Braun:


—Fraulein Eva Braun, ¿quiere tomar a nuestro Führer, Adolf Hitler, por esposo?
—Sí, quiero —respondió Eva Braun.
—Como los novios han expresado sus intenciones —sentenció el juez—, yo declaro este matrimonio legal a
todos los efectos de la ley.

Los novios y los testigos firmaron el documento. Eva Braun empezó a escribir su
nombre de soltera, lo tachó y puso «Hitler Braun». Walter Wagner añadió la fecha, 29
de abril. Una fecha equivocada porque eran ya las 00.25 de la madrugada del día
siguiente. Cumplido su cometido, Walter Wagner salió sudoroso del búnquer. Vestía un
traje de paisano con el brazalete de las tropas populares; nunca más se supo nada de él.
Los anillos de boda los hallaron quizá en algún cofre de las SS. Sin duda, los habían
arrancado de los dedos de judíos detenidos en algún campo de exterminio. Se brindó
con champaña en el banquete nupcial. Hitler recordó la boda de Goebbels, en la que fue
el padrino: «Fue un día muy feliz. Ahora —añadió con gesto sombrío— todo ha
terminado. La muerte será una liberación para mí. Me ha traicionado y decepcionado
todo el mundo».
Después, mientras Goebbels intentaba en vano elevar su moral con el recuerdo de
los viejos tiempos felices, Hitler convocó a su secretaria frau Junge a su despacho para
dictar su testamento. Ya no era necesario que el arquitecto Speer inyectara gas letal en el
sistema de aireación del búnquer como había proyectado (descubrió que la
remodelación del sistema hacía imposible el atentado) o que alguien urdiera un nuevo
complot. Era el fin. Al despedir a uno de los hombres más desagradables de Alemania,
el doctor Morell, le dijo: «Ninguna medicina puede ayudarme ya». Pero no dejó de
tomar aquellas píldoras de brillantes colores. Estaba agotado. «Ya puede Goering llevar
a cabo todas las negociaciones que quiera. Si la guerra se pierde, da igual lo que haga».
Tan sólo Goebbels y Bormann permanecían allí al margen de toda sospecha. La última
orden de Hitler antes de redactar su testamento fue la de pasar por las armas al general
Fegelein, casado con una hermana de Eva Braun. «Pobre Adolf —le dijo Eva—, todos te
han abandonado». Al enterarse de que Himmler entablaba conversaciones con el conde
Bernadotte, «se enfureció como un loco —cuenta la aviadora Hanna Reitsch, que se
encontraba con él cuando el mayordomo Linge le entregó el telegrama—, su cara se
hizo casi irreconocible, teñida de un rojo púrpura».
En su testamento echaba toda la culpa al judaismo internacional y a sus
colaboradores, y nombraba al almirante Doenitz como sucesor, presidente del Reich,
ministro de la Guerra y jefe supremo de la Wehrmacht, y ajoseph Goebbels como jefe de
Gobierno. No se advertía en el documento ni una sola señal de comprensión, de
generosidad, ni una alusión al patetismo de aquellas horas trágicas: «Sobre todo, ordeno
a los nuevos jefes de la nación y a sus seguidores que mantengan de forma escrupulosa
las leyes raciales y una resistencia sin piedad contra los envenenadores mundiales de
todos los pueblos, el judaismo internacional».
Sólo le quedaba preparar, escenografiar su muerte para no correr el peligro de ser
expuesto en el «Zoológico de Moscú», como temía. Hitler acababa de recibir la noticia
del asesinato de Mussolini y Glara Petacci, y esa noticia no hizo sino convencerle aún
más de la urgencia de quitarse de en medio. Desde el lago Gomo, el Duce y su amante, a
bordo de un coche con la bandera española, se habían unido a una columna alemana de
transporte que se dirigía hacia la frontera suiza. Mussolini iba disfrazado de soldado de
la Wehrmacht tocado de un casco alemán y una guerrera gris sobre los hombros. A las
6:50 del 27 de abril, la columna se detuvo en un control de carretera, en un lugar
llamado Musso. En la siguiente barrera fue reconocido por los partisanos.
Pasaron la noche en una granja y al día siguiente llegó un jefe de guerrilleros que se
presentó a sí mismo como coronel Valerio. Su auténtico nombre era Walter Audisio,
oficial del Comité Nacional de Liberación y miembro del Partido Comunista. Los llevó a
una casa no lejos de allí y los puso ante un muro de piedra. Leyó el veredicto: «Por
orden del alto mando del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad, he sido encargado de
hacer justicia al pueblo italiano». Amartilló su metralleta, apretó el gatillo, y sonó click.
Tomó una pistola que también se encasquilló, arrebató entonces la metralleta a uno de
los partisanos, adornada la boca con una cinta roja, y disparó una larga ráfaga. Los
cadáveres de Mussolini y Clara Petacci fueron llevados por la noche a Milán en un
camión de mudanzas para ser entregados a las masas. Los colgaron de ganchos de
carnicero, boca abajo, en una estación de gasolina de la Plaza Loreto. Antes habían
desfigurado sus cuerpos a pedradas. El descubrimiento en los archivos de Washington
en 1994 de un documental que recogía el linchamiento puso los pelos de punta a la
opinión pública italiana.
Los dos testamentos de Hitler, con un codicilo, los pasó su secretaria a la firma de
los testigos. Después reunió a su chófer Erich Kempka, a su aviador piloto Hans Baur, y
a su criado Linge para hacerles saber que en ningún caso deseaba que sus restos
mortales cayesen en manos de sus enemigos. Lo que el Führer temía era que el veneno
que tenía preparado no fuese letal, de modo que decidió probarlo con su perro
preferido, «Blondi». El responsable de los perros de Hitler, el brigada Tornow, fue el
encargado de atraer a la perra alsaciana. Le abrió la boca mientras el profesor Haase le
introducía la cápsula de cianuro. Hitler pudo ver el cadáver de «Blondi» en el lavabo.
No pareció impresionarle.
El 30 de abril, poco antes de las 15.30 horas, Hitler se despidió de sus colaboradores.
Eva y Adolf estrecharon las manos de todos ellos y se retiraron a sus habitaciones. Fue
entonces cuando comenzó el baile en la cocina del búnquer. De esa fiesta hablaron todos
los que salieron con vida del sótano de la Cancillería. Justo cuando sabían que Hitler se
retiraba para suicidarse, comenzaron los cantos, los bailes, la música: no fue una afrenta
a Hitler, sino más bien una válvula de escape a la tensión nerviosa de los últimos días.
Mientras tanto, copias del testamento político habían partido en varias direcciones. Uno
de los enlaces fue el coronel von Below, encargado de hacérselo llegar al mariscal Keitel.
Fracasó en su misión. Según algunas fuentes, lo rompió días después mientras circulaba
por territorio enemigo. Se lo aprendió de memoria. «Los esfuerzos y sacrificios del
pueblo alemán en esta guerra han sido tan grandes que no puedo creer que hayan sido
en vano». Los cachorros de «Blondi» mamaban del animal muerto cuando fue llevado al
jardín. El aviador Baur mató una a una las crías a tiro de pistola.
El último almuerzo consistió en espaguetis con salsa ligera. Quedaba el último acto
del drama. La despedida se hizo en silencio. Eva vestía un traje azul oscuro, medias de
nylon y zapatos italianos de color marrón. En la muñeca llevaba un reloj de platino
incrustado de diamantes. Abrazó a las mujeres. Los hombres, vestidos de uniforme, le
besaron la mano. Hitler no dijo nada. Poco después entraba en la habitación presidida
por un retrato de Federico el Grande. Otto Guensche, su guardián de las SS, se situó en
la puerta del cuarto que no era mucho mayor que el que tuvo en su juventud, en la
pensión estudiantil de Viena. Magda, la mujer de Goebbels, entró gritando en el pasillo.
Hitler no debía suicidarse. Llegó a abrir la puerta de la habitación: Hitler estaba sentado
en la mesa y Eva en el baño porque escuchó cómo corría el agua del grifo: «No quiero
verla», dijo Hitler antes de que el gigantón Otto Guensche cerrara la puerta. Se escuchó
un solo disparo. Cuando el guardia de las SS Rattenhuber entró en el cuarto, vio que
Hitler se hallaba sentado, caído sobre sí mismo con la cara ensangrentada y la pistola,
una 7,65 Walther, a sus pies. Eva tenía una pistola más pequeña calibre 635 sin disparar,
sobre la falda. Se había tomado una cápsula de cianuro. Un suicidio según las reglas
burguesas, uno al lado del otro. Al criado Linge tan sólo le llegó el olor a pólvora.
Nunca llegó a escuchar un disparo. Hitler mostraba un pequeño agujero en su mejilla
derecha del tamaño de un marco de plata.
Goebbels entró en la habitación acompañado de Arthur Axmann, el jefe de las
Juventudes Hitlerianas. También llegó Bormann, que echó una mirada a los cuerpos de
Hitler y Eva Braun. El criado Linge envolvió el cuerpo de Hitler en una manta, lo llevó
hasta el jardín y arrojó gasolina —habían conseguido ciento ochenta litros— sobre el
cadáver. Bormann cargó con el cuerpo de Eva Braun. Los extendieron al lado de un
embudo abierto en la tierra por las bombas y les prendieron fuego. Todos los presentes
en posición de firmes saludaron con el brazo en alto. ¿Cómo se suicidó de verdad Adolf
Hitler? Según los historiadores occidentales, entre ellos Alian Bullock y William L.
Shirer, se disparó un tiro en la boca; según uno de los testigos oculares, Otto Guensche,
se disparó en la mejilla derecha, mientras que otro testigo, el camarero personal Heinz
Linge, aseguró que se había disparado en la mejilla izquierda. Los historiadores
soviéticos defienden la versión del suicidio con cianuro de potasio. Así lo afirma el
historiador y periodista ruso Lev Besymenski después de interrogar a los forenses del
Ejército Rojo, entre ellos al profesor Krajevski, que practicaron la autopsia al cadáver de
Hitler. Dictamen: se suicidó con veneno porque no se encontraron en su cuerpo señales
de heridas mortales. Cincuenta años después Lev Besymenski descubrió su condición
de agente del KGB y dio la versión real de los hechos: a los rusos le pareció menos
heroico el suicidio por envenenamiento, pero lo cierto es que Hitler murió disparándose
en la mejilla y que sus restos permanecieron depositados en un almacén de
Magdeburgo.
Los rusos no las tenían todas consigo y temían que alguien usurpara el poder en
nombre de Hitler. Al día siguiente de la caída de Berlín, nació la leyenda de Hitler aún
vivo. El comandante en jefe de las fuerzas soviéticas, mariscal Zukov, dijo a un
corresponsal de la agencia United Press: «No hemos encontrado ningún cadáver que
pueda ser identificado definitivamente como el de Hitler. Todo lo que sabemos es que
podría encontrarse tanto en España como en Argentina». De pronto, todos empezaron a
ver a Hitler, con un parche en un ojo en Tokio, con una peluca pelirroja en Buenos
Aires, con el bigote afeitado en Caracas, vestido de monje en una abadía española.
Durante la conferencia de Potsdam, a finales de julio de 1945, Stalin afirmó que el
cadáver no había sido hallado y que Hitler se mantenía escondido en España o en
América del Sur. Los rusos lo sabían. ¿Por qué entonces ocultar el hecho de su muerte?
Por el temor a la resurrección de Hitler.
El 4 de mayo de 1945, el soldado Ivan Chiurakov se encontraba entre las ruinas
humeantes del jardín de la Cancillería del Reich en Berlín. Recibió el encargo junto con
otros conmilitones de hallar los cuerpos de los jerarcas nazis. Era cerca del mediodía. Se
acercó a un cráter lleno de tierra removida y papeles quemados, situado a tres metros
del refugio antiaéreo privado de Hitler: «Camarada coronel —el soldado Chiurakov se
dirigió a su jefe—, aquí se ven unas piernas». Eran los cadáveres carbonizados,
irreconocibles, de un hombre y una mujer que llevaron hasta la mesa para su autopsia.
Los reportajes titulados «Yo vi salir a Hitler vivo del búnquer de Berlín» o «Hitler
desenmascarado en un rancho suramericano» pasaron a la historia cuando 30 años más
tarde dos dentistas noruegos presentaron pruebas de la muerte, por las prótesis
dentarias de Hitler, en un congreso de medicina legal celebrado en Edimburgo, Escocia.
La mañana del 9 de mayo de 1945, los investigadores soviéticos recogieron los restos de
la dentadura del hombre carbonizado hallado por el soldado Chiurakov. La intérprete
del cuartel general del Ejército Rojo, Elena Reyhevskaia, colocó la dentadura del muerto
en un pequeño joyero y se lo llevó al doctor Hugo Blashke, protegido del mariscal
Goering y general de la Waffen SS; era el dentista personal del Führer. El avión en el que
trató de escapar Blashke fue derribado antes de llegar a Austria. Se llevó consigo la
radiografía de las piezas dentales de Hitler, pero había otras en el sótano de la
Cancillería y fue allí donde aparecieron.
Los dos dentistas noruegos encontraron en los archivos de Washington copias de
radiografías de la dentadura de Hitler tomadas por el doctor Morell en 1944. Incluía una
declaración de Blashke. El Führer tenía muy mala dentadura y sentía pavor hacia el
odontólogo. Como era vegetariano, se creyó a salvo de los problemas dentales. El
doctor Sognnaes enseñó a los congresistas de Edimburgo la mandíbula completa de
Hitler. Tuvo tiempo de restaurarla en escayola a tamaño natural. Sólo quedaba una
pregunta en el aire: ¿Qué hicieron los soviéticos con el cadáver de Hitler? El profesor
Trevor-Roper, historiador de los últimos días del Führer, recuerda que, como Alarico,
enterrado bajo el lecho de Busento, el moderno destructor de la humanidad tuvo la
satisfacción de que sus restos no fueran encontrados. ¿Cianuro? ¿Una bala?
Al morir el mayordomo de Hitler, Heinz Linge, dejó un manuscrito que vio la luz
hace pocos años. El criado del Führer, a cuyo servicio entró en 1935, contaba, para que
sólo se publicara a su muerte, el relato de las jornadas dramáticas del búnquer de la
Cancillería: «“Linge —me dijo Hitler cuando ya las bombas soviéticas sacudían la
estructura del sótano—, tiene usted mi permiso para ir a reunirse con su familia”. “Mi
Führer —le interrumpí por primera vez en mi vida—, he estado a su lado en los tiempos
felices, me quedo a vuestro lado en la desgracia”. “No esperaba menos de usted”,
respondió».
El general Steiner se dirigía con sus últimas tropas hacia las líneas norteamericanas.
No hubo forma de convencer a Hitler de que se retirara hacia las defensas de los Alpes.
Morirían allí en Berlín. El mayordomo besó la mano de Eva Braun: «Señora Hitler», la
llamó para satisfacción de la recién casada. Eva le agradeció todo lo que había hecho
por el Führer. El criado inclinó la cabeza: «Le voy a pedir un último favor —le dijo la
señora Hitler—. Si algún día la encuentra, no le diga a mi hermana Gretl cómo ha
muerto su marido, el general Hermann Fegelein».
Al general Fegelein, vestido ya de paisano y dispuesto a pasar al otro lado, los de las
SS enviados por Hitler lo encontraron en su piso de la principal avenida berlinesa, la
Kurfurstedam, acompañado no de la hermana de Eva Braun, sino de una joven y
hermosa desconocida. El día antes reunió cien mil marcos, kilogramos de joyas y
piedras preciosas, y telefoneó a Eva Braun para que abandonaran juntos Berlín. Eva
rehusó la invitación: había llegado de Berschtesgaden para morir junto a su Adolf. El
tribunal de honor de la Cancillería condenó a muerte al general Fegelein. Hacia la
medianoche, el cuñado de Eva Braun fue conducido ante el pelotón de ejecución: Eva
no quiso complicar las cosas con una petición de clemencia. El general, vestido con una
chaqueta de cuero, guantes y gorro deportivo como un dandy de la Kurfurstendam,
escuchó sin inmutarse el acta de acusación. El desertor murió como un soldado.
Linge no volvió a encontrarse nunca con Gretl, la hermana de Eva Braun. Después
del suicidio de Hitler, el médico de las SS Stumpfegger inyectó el veneno a los 6 hijos
del matrimonio Goebbels: Helda, Holde, Hilde, Heide, Hedda y Helmut. Los 6
cadáveres quedaron sobre sus camas envenenados con el cianuro de potasio. 2 horas
después morían en su habitación Joseph y Magda Goebbels. El mayordomo Linge fue
hecho prisionero por los soviéticos. Al descubrir su identidad, fue sometido a un
interrogatorio sin fin. Todavía en Berlín, antes de que lo llevaran a Moscú, Heinz Linge
pudo deslizar en el bolso de una berlinesa que no conocía un reloj de oro que llevaba la
firma y la dedicatoria de Hitler. «No se preocupe —le dijo—, le devolveré su reloj
cuando todo esto termine». Nunca lo hizo. Linge no volvió a ver a la berlinesa ni el reloj
de oro. Durante los años que siguieron, el mayordomo de Hitler sufrió los latigazos y
las presiones de los agentes soviéticos. «Confiesa que Hitler vive», le gritaban antes de
golpearle. «Di la verdad». Un año después de terminada la guerra, fue trasladado hasta
la Cancillería del Reich.
«Yo sabía lo que los rusos querían de mí. Me llevaron a la Cancillería del Reich
donde me esperaba un grupo de comisarios presididos por el mariscal Sokolovski. Les
mostré el sofá en el que murió Hitler, los restos de sangre coagulada en la alfombra.
Comprobé que la habitación había sido saqueada por los cazadores de tesoros ocultos».
Diez años después de la muerte de Hitler, un tren devolvió a Heinz Linge a
Alemania. El precio que había pagado, desde 1945 hasta 1955, fue juzgado suficiente
por las autoridades soviéticas.
Un día, en Berlín Oriental, visité el lugar sobre el que se alzó la Cancillería del Reich.
Sobre sus escombros levantaron una plaza, la Potsdamerplatz. Vi unos cuantos bancos
de madera, un círculo de arena, unos toboganes en los que jugaban los niños bajo la
atenta mirada de sus madres. No sé por qué me acordé de los 6 hijos pequeños de
Goebbels.
El almirante Doenitz era el heredero natural de Hitler. Lejos de intrigas y
ambiciones, el almirante permaneció siempre fiel a la disciplina del partido nazi y al
propio Hitler. Al suceder a su caudillo todavía conservaba la parte occidental de
Holanda, toda Noruega y Dinamarca, una parte sustancial del norte de Alemania y
trozos de Austria, Checoslovaquia y Yugoslavia, pero sabía de sobra que la guerra
estaba perdida. Doenitz formó un nuevo gobierno después de difundir una orden del
día en la que, entre otras cosas, se decía: «Camaradas de las Fuerzas Armadas Alemanas: el
Führer ha caído. Fiel a su gran ideal de salvar a las naciones europeas del comunismo, ha
ofrendado su vida en una muerte propia de un héroe. En él se encarnaba uno de los héroes más
grandes de la historia alemana. Con orgulloso respeto y pesar, inclinamos nuestros estandartes.
Estoy resuelto a continuar la lucha contra el comunismo y contra los británicos y los
norteamericanos. ¡Soldados alemanes!, cumplid con vuestro deber». No había deber que
cumplir. Ningún soldado quiere ser el último muerto de la guerra. A las 2.41 horas del 7
de mayo de 1945, los alemanes firmaban la rendición en el colegio técnico de una
ciudad francesa, Reims, que sirvió de cuartel general al general Eisenhower. «Ike» no
quiso estar presente en la capitulación. Esperó en su despacho. El general Alfred Gustav
Jold, jefe del Estado Mayor y candidato al patíbulo, dijo después de firmar el acta de
rendición: «Espero que el vencedor sabrá tratarnos con generosidad». Los aliados —
Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la URSS— no estaban para protocolos y
cortesías: acababan de visitar los campos de exterminio nazis. Hasta enero de 1953, el
almirante Doenitz, encerrado en prisión, pretendió que era el jefe legítimo de Alemania.
El segundo acto de la capitulación se vivió en Berlín.
Para entonces, se había difundido la orden del almirante Doenitz: «Todas las tropas
alemanas que aún combaten deben someterse a la rendición incondicional». Minutos antes de la
medianoche del 8 de mayo, se ratificó el instrumento de la rendición incondicional en el
cuartel general de los soviéticos. 5 años, 8 meses y 7 días después del estallido de la
guerra, el 9 de mayo de 1945, fue el día de la victoria en Europa. «La guerra ha
terminado», gritaron en medio mundo. Faltaba Japón.
Capítulo dieciocho

El Holocausto

Cuando el 5 de mayo de 1945 las tropas de Estados Unidos liberaron el campo de


exterminio de Mauthausen, situado en Austria —no lejos de donde nació Hitler—, un
oficial de las fuerzas del general Bradley le preguntó al deportado español Antonio
García Barón: «¿Qué ha pasado aquí?» «5 años de atrocidades —respondió el republicano
aragonés—, 5 años de sufrimiento y de miseria. Tan sólo quedamos unos pocos. A los
judíos los metían en las cámaras de gas en fila india. Les entregaban jabón y toallas para
hacerles creer que los llevaban a las duchas. En efecto, había hileras de duchas en baños
de piso de mosaico, muros de baldosa y ventanas de grueso cristal. Pero no era agua lo
que caía de las perillas de las duchas, sino gas mortífero, el Zyklon B, un desinfectante
de ácido prúsico que los asfixiaba a todos. Miles y miles murieron con las manos en la
garganta. Después los incineraban en el crematorio y durante años hemos respirado el
humo y las cenizas de los muertos. El hedor se agarraba a la garganta, un humo acre
que picaba, que escocía. Cuando las cámaras de gas se llenaban, cuando no daban
abasto con tantos judíos y deportados como llegaban, los metían en el “autobús de la
muerte” con los tubos de escape dirigidos hacia el interior, bajo los asientos. El autobús
se ponía en marcha hacia el castillo de Hartheim. Pocos kilómetros después, todos los
viajeros habían muerto de asfixia».
«¿Cómo han logrado salvarse?», preguntó el oficial, sorprendido por un relato que
ponía los pelos de punta. «Hemos trabajado diez, doce horas diarias en las canteras del
campo de Mauthausen con mazos, picos y palas. Un toque de campana nos despertaba
poco antes del amanecer; pasábamos por las letrinas y las duchas, nos vestíamos los
uniformes rayados y nos calábamos las gorras bajo el látigo de los kapos, los cabos de
vara, y los bandidos, los presos comunes de nacionalidad alemana. Formábamos en la
explanada, en la Appelplatz, a la hora de pasar lista. Nos daban un cazo de aguachirle y
nos conducían a golpes a la cantera. ¿Cómo explicarles lo que han sido estos 5 años de
penalidades? Combatimos en Francia en la Línea Maginot contra los alemanes.
Llegamos en vagones de ganado y nos metieron a puntapiés y culatazos en el campo
situado sobre la colina más alta de Mauthausen. Nos dieron un número y un triángulo
azul. Han sido cinco años de ensañamiento, de vergajazos y sopa de colinabo, de
trabajos forzados. Hemos picado toneladas de piedra en la cantera. Nuestro ejército de
canteros ha extraído millones de toneladas de piedra para fabricar carreteras,
aeropuertos, ministerios y fortines. Ha sido un negocio para los SS, los dueños del
campo. Hemos visto linchamientos y cuerpos electrocutados sobre las alambradas de
alta tensión. Hemos olido a carne quemada. Durante años hemos presenciado
ahorcamientos, gente colgada con las manos a la espalda y el despedazamiento de los
deportados por las jaurías de perros lobos adiestrados por las SS. Al primer síntoma de
enfermedad los enviaban al matadero. Han colgado a miles de los nuestros, a los
desertores, a los que ayudaban a un enfermo y a los ladrones de comida, en la plaza
mayor y al son de una orquesta. Hemos comido mondas de patata y quién sabe si
muslos de preso. Hemos visto un día tras otro la llegada de los camiones de transporte
que descargaban judíos y rusos, hemos llevado sobre nuestras espaldas los cuerpos de
nuestros compañeros muertos sobre la nieve. Hemos obedecido a toque de silbato.
Hemos recibido sobre nuestras espaldas los veinticinco latigazos latigazos de rigor.
Cien vergajazos descargaban sobre los más díscolos, hasta que la espalda se rompía en
tiras, en verdugones, en llagas».
«Han fabricado pitilleras con la piel de los muertos y coleccionado calaveras, orejas
y dedos conservados en formol. Han experimentado en nuestros cuerpos, han inyectado
en los presos el virus del tifus y otras enfermedades, han extraído sangre con destino a
los heridos alemanes y han amputado las extremidades para utilizarlas en las pruebas
de injerto. Tan sólo aquí han matado a 6, 7, 10 mil de los nuestros, los republicanos
españoles. Nunca sabremos la cifra exacta. Nuestra idea fija era vivir, vivir un minuto
más, una hora más, un día más, un mes más, vivir por encima de todo, a toda costa.
Hay una tendencia a creer que todo eso no existió o a aceptar las tesis de los nazis: “Sí,
los gaseamos; pero sólo a los enfermos de tifus, a los enfermos mentales, la escoria de la
sociedad. Las matanzas fueron obra exclusiva de los kapos, de los cabos de vara. En
definitiva no murió tanta gente como se ha dicho. Lo exagera la propaganda judía para
financiar al Estado de Israel”. O que todo eso se hizo en beneficio de la humanidad, de
la profilaxis, de los experimentos médicos. Así lo creyó parte de la población civil. Era
una rutina de médicos y científicos. Esa clase de muerte que administraban no era
muerte: nadie se siente culpable. Le cambiaban hasta el nombre. El genocidio, el
Holocausto, se llamaba reeducación o “tratamiento especial”, una cosa clínica, de
laboratorio, una “selección”, algo positivo para la sociedad. El gas era como una forma
limpia de eliminación, una eutanasia, una forma humana de matar, una higiene racial,
un progreso en la investigación, un trabajo bien hecho, matar como si no mataran».
«Las víctimas —los judíos, los rojos, los disidentes, los Testigos de Jehová, los
gitanos— éramos los parásitos, el virus asesino», añadía García Barón. «Leí años más
tarde en Mi lucha de Hitler que, para curar a esta era de enfermedad y de podredumbre,
había primero que fijar “con coraje las causas y operar la gangrena”: el
nacionalsocialismo biológico. Los médicos nazis creían que nuestro campo de
Mauthausen, o de Dachau o Auschwitz eran monumentos a la ciencia del exterminio y
a la técnica de la purificación. “Mi dios es Alemania”, decían los SS».
«Los judíos —añadía Antonio García Barón en su testimonio para mi libro El precio
del paraíso— iban al matadero en silencio, engañados pero pasivos. Hágase la voluntad
de Jehová. Es un fenómeno que todavía me da que pensar. ¿Sabían, no sabían, no
querían saber? Si lo piensas bien, los nazis lograron anestesiarnos a todos. Hasta
nosotros llegamos a creer que todo aquello formaba parte de un plan: si nos daban
muerte, es que la merecíamos. Hasta ese punto la brutalidad y el control psíquico de
nuestras mentes nos dejaron paralizados. Cuando se cierran los ojos, una nación corre el
peligro de encontrarse otra vez con la náusea. Sigo por la radio de Colonia en las
emisiones en español las fechorías de los neonazis en Alemania y Austria. Simón
Wiesenthal cuenta en sus Memorias que, a pesar de que los austríacos representaban
sólo el 8% de la población del Tercer Reich, una tercera parte de los que trabajaban para
la maquinaria de exterminio de las SS eran austríacos. Casi la mitad de los seis millones
de judíos víctimas de Hitler fueron asesinados por austríacos».
«Ustedes, mi teniente —le decía el deportado español al oficial norteamericano que
lo liberó el 5 de mayo de 1945 del campo de la muerte y el horror—, vienen a esta
Europa destructiva desde otro planeta, un mundo inocente, creen en el amor de sus
padres, hermanos y novias, reciben el cariño de sus hijos, juegan al béisbol, mascan
chicle, bailan el fox trot, ponen regalos en los árboles de Navidad y comen pavo. ¿Serán
capaces de comprender todo esto, tanto horror? Han llegado hasta aquí a través de ríos
románticos con nombre de vals vienés, de bosques de alerces, de abedules y coniferas y
de idílicos prados que inspiraron a Mozart. Descubran la axila izquierda de algún
alemán; comprobarán si lleva tatuado el grupo sanguíneo de los superhombres de las
SS. Nosotros hemos sido los infrahombres. El Danubio Azul baja lleno de huesos
humanos, ensuciado por las cenizas de los gaseados. Los SS les dirán que cumplían
órdenes. Ordenes son órdenes. ¿Saben lo que significa rezar en tibetano? Los palillos
entre las uñas de los dedos. Sentaban a los rabinos en las estufas ardientes, ensartaban a
los niños en las bayonetas. “Paracaidistas”, llamaban con sorna a los que empujaban
desde la cima de la cantera. Apuntaban una cruz en el pecho de los que tenían
dentadura de oro. Hemos comido carbón, correas, suelas de zapato, mantas hilo a hilo,
los excrementos de los perros, mejor alimentados que nosotros. Un tártaro se comió el
hígado y el corazón de un checoslovaco. Pude escuchar sus aullidos antes de ser
colgado. Los SS remataban una fiesta, un festín, una borrachera con una marcha sobre
los barracones, a tiros o a mordiscos, para competir con sus dogos. También los SS
competían entre sí: “Hoy he matado más gente que tú”. Un perro llamado Hasso,
propiedad de un teniente de las SS, era experto en comerse el pene de los condenados.
Su dueño les dirá ahora que era una perversión de Hasso; y él mismo, una minúscula e
inocente pieza de un engranaje».
En la primavera de 1945, el aragonés García Barón les recomendaba a los soldados
norteamericanos: «Respiren bien entre los pinos, porque descubrirán Mauthausen por el olor y
la putrefacción, por la niebla de la muerte».
«¡Los americanos, llegan los americanos!», gritaban en el campo. Sobre el terreno
comprobaron que todo lo que les contó Antonio García Barón era cierto; allí estaban las
fosas comunes, los lazaretos, la sima de la cantera, el muro de las lamentaciones, el
crematorio, la escalera de 186 peldaños construida toda ella sobre la sangre de los
españoles, los perros asesinos —que, ya sin dueño, vagaban desamparados—, los
campos de cuarentena, la última fila de cadáveres en descomposición. En el espacio de 3
semanas, desde abril de 1945, murieron por lo menos 3000 judíos de inanición, de frío,
de enfermedad, de tifus o disentería, por las palizas, los malos tratos y las secuelas de
las marchas. Cuando las tropas norteamericanas liberaron el campo apenas quedaban
cinco mil supervivientes. Los muertos y los agonizantes yacían en los caminos,
abandonados, junto con mantas, vestidos, harapos, sandalias y objetos personales. Los
últimos cartuchos, los SS los usaron no para hacer frente al avance aliado, sino para
fusilar contra las tapias de los cementerios a los judíos y a los sospechosos de rebelión.
La peste y el olor a cadaverina reinaban por todas partes. Los supervivientes, con
miembros congelados, ennegrecidos por las bajas temperaturas del pasado invierno,
hambrientos, puros pellejos, comían hierba, cocinaban sopa de ortigas y devoraban
cortezas de árboles, como las cabras. Muertos de agotamiento y debilidad, caían en las
cunetas para no volver a levantarse. Desde las ventanas de tejas rojas, los austríacos
veían pasar aquellos ejércitos de andrajosos con ojeras, con las cuencas hundidas, la piel
pegada a los huesos, círculos negros en torno a los ojos, desgreñados, entecos y
esqueléticos. De los 3.174 españoles que salieron vivos de los campos nazis, cerca de la
mitad murieron durante el primer año de libertad.
Los soldados estuvieron a punto de vomitar cuando vieron los vientres verdes —la
«mancha verde», que aparece en el abdomen de todo cadáver a los dos o tres días del
óbito— sobre los que zumbaban los moscardones, al sentir el olor dulzón de los
cuerpos. Con sus pocas fuerzas, los presos liberados, con su aire de zombis y la marca
de la enfermedad y las privaciones, se abrazaban llorosos a sus salvadores. Las mismas
escenas se contemplaron en el campo polaco de Auschwitz al entrar las tropas
soviéticas del mariscal Koniev.
«He visto muchos muertos —afirmó el general Petrenko— ahorcados, cuerpos
carbonizados, pero no estaba preparado para Auschwitz». Eran fantasmas pálidos,
surgidos de las tumbas, despedían olores nauseabundos. Lloraban, gimoteaban como
niños y besaban las manos de sus libertadores. Otros parecían más preocupados por
ajustar las cuentas al kapo o al bandido, al delincuente común alemán, o a perseguir a los
encargados de los barracones. Soñaron durante años en la hora de la venganza. Se veían
cuerpos de cabos de vara destrozados por los apaleamientos o con el cráneo hundido a
pedradas. Los deportados se tomaban la justicia por su mano. Asaltaban las cocinas y
los almacenes, se comían la carne cruda, se bañaban en harina o se disputaban las
migajas. Cada uno satisfacía sus sueños: unos de hambre, otros de venganza. Las
raciones corrían de mano en mano. A falta de abrelatas, urgidos por el hambre, las
reventaban contra el suelo. El atracón de la libertad les costó la vida a muchos
supervivientes de Mauthausen. Su sistema digestivo no resistió el hartazgo de comida,
de una comida que mataba a los más débiles.
El 50% de los austriacos consideraba a los judíos como «responsables de su
persecución». Una encuesta en Estados Unidos indicaba que 1 de cada 3
norteamericanos dudaba del Holocausto. De los 100.000 verdugos de los campos de
concentración y exterminio alemanes, responsables del asesinato de 10 a 12 millones de
seres humanos, sólo 600 fueron condenados a la horca o ejecutados en el paredón.
Después de la guerra, los historiadores revisionistas se encargaron de negar los
millones de muertos o de rebajar la dimensión de la tragedia. Casi uno de cada cuatro
alemanes se declaraba más o menos antisemita. Según un sondeo del Instituto Emnid,
en marzo 1994, uno de cada cuatro alemanes «no desea tener a un judío por vecino». En
septiembre, un estudio del Instituto Allensbach indicaba que el 15% de los alemanes
conservaba «resentimiento hacia los judíos» y un 8% un «antisemitismo vehemente».
Durante los nueve primeros meses de 1994, la policía tomó nota de cerca de mil delitos
de carácter antisemita en el conjunto del territorio alemán. El más grave fue el incendio
de una sinagoga en Lubeck por cuatro cabezas rapadas. La mayoría del resto de los
delitos eran profanaciones de cementerios y monumentos conmemorativos del
Holocausto, derribados, rotos o mancillados con pintadas de cruces garuadas. Sin
embargo, la opinión pública prefiere no mirar atrás. «El antisemitismo no ha
aumentado —aseguraba el presidente del Consejo de los Judíos Alemanes, Ignatz
Bubis—, pero cada vez se muestra más abiertamente». El 30% de los alemanes se
adhiere, como informaba la agencia AFP desde Bonn, a las tesis antijudías. La ola de
violencia xenófoba de 1991-1993 liberó a los antisemitas que hasta entonces
permanecían callados. Muchos de los jóvenes rechazaban el pasado y buscaban cabezas
de turco.
La mentira de Ulises es el título de un libro que el francés Paul Rassinier publicó a
comienzos de los años cincuenta. Los presos y no los nazis eran responsables de los
crímenes cometidos. No hubo una planificación premeditada del exterminio de los
judíos. Más tarde se diría que no existieron las cámaras de gas. El Instituto
Norteamericano para la Revisión de la Historia y el historiador Irving, que trató de
salvar a Hitler de la responsabilidad del genocidio, llegó a pedir el premio Nobel de la
Paz para Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler, encarcelado en Spandau. Las víctimas
eran los culpables.

UNA MUJER JUDIA

Sophia Litwinska, un mujer judía, logró sobrevivir al campo de Auschwitz cerca de la


ciudad polaca de Oswiecim, creado por Himmler en abril de 1940 y al que siguió
Auschwitz II o Birkenau. Allí mataron a un millón y medio de personas, judíos en su
gran mayoría. «Tuvimos que abandonar nuestros camastros y formar casi desnudas
ante los doctores Enna y Koening —contó Sophia Litwinska—. Eramos más de 3.000
mujeres judías. A las que por enfermas o débiles no pudieron dejar sus camas les
tomaron el número; estaba claro que las condenaban a muerte. Aquellas cuyos cuerpos
aparecían esqueléticos o que no recibían la aprobación de los caballeros encargados de
la selección, les tomaron el número. Sabíamos lo que les esperaba. También anotaron mi
número. Pasamos la noche en el bloque número 4 y al día siguiente nos trasladaron al
bloque 18. Hacia las 5 y media de la tarde llegaron los camiones a Auschwitz. Nos
subieron a ellos, desnudas como animales. Nos llevaban a las cámaras de gas. Me dio la
impresión de que el lugar al que nos llevaban era una sala de duchas. Había toallas
colgadas, cremas y hasta espejos. No puedo recordar cuántas nos encontrábamos en la
sala de duchas. Estaba aterrorizada. Ni siquiera recuerdo si las puertas estaban
cerradas. La gente lloraba a mi alrededor, se gritaban y agredían unas a otras. Había allí
gente saludable y fuerte, gente debilitada y enferma. De pronto vi cómo salía el humo
desde un tragaluz del techo. Rompí a toser, las lágrimas brotaban de mis ojos, sentí
como si me asfixiara. Ni siquiera me puse a mirar a las demás porque cada una de
nosotras se concentraba en lo que le ocurría a ella y sólo a ella».
Fue en ese momento cuando Sophia Litwinska escuchó su nombre. No se sentía con
fuerzas para responder, pero levantó la mano.
«Sentí de pronto que alguien tiraba de mí, me sacaba de la habitación. Hoessler (uno
de los comandantes del campo) puso una manta sobre mi cuerpo y me llevó en una
moto a un hospital en el que permanecí 6 semanas. Como resultado del gas que había
inhalado, sufría frecuentes dolores de cabeza y palpitaciones. Cada vez que salía al
exterior para respirar, mis ojos se llenaban de lágrimas. Me llevaron al departamento
político y supe que al parecer me habían librado de la cámara de gas porque procedía
de una cárcel en Lublin, lo que hacía de mí una persona distinta. Aparte de ese dato, yo
era la esposa de un oficial polaco».
EXPERIMENTOS

El doctor Franz Blaha confesó que había dirigido experimentos clínicos con los
prisioneros del campo de Dachau: «Desde mediados de 1941 hasta finales de 1942 se
llevaron a cabo más de 500 operaciones con personas que gozaban de buena salud.
Había que enseñar a los estudiantes de medicina de las SS, e incluían operaciones de
estómago, vejiga o garganta. A pesar de que se trataba de intervenciones muy
peligrosas, las efectuaron médicos o estudiantes con tan sólo 2 años de práctica
quirúrgica. Muchos de los prisioneros murieron en el quirófano. Durante el tiempo que
pasé en Dachau, sometimos a los hombres-cobayas a experimentos médicos por órdenes
directas de Himmler. Les inoculamos el veneno de la malaria y todos los pacientes
murieron como consecuencia de paludismo o de enfermedades derivadas de su estado
de debilidad. Entre 1942 y 1943 se llevaron a cabo experimentos sobre los cambios de
temperatura o de presión. Se trataba de saber cuáles eran los efectos de la altura o de los
descensos rápidos en paracaídas en los seres humanos. Casi todos los prisioneros
murieron de hemorragias internas en el cerebro o los pulmones. Los que se salvaron
escupían sangre cuando fueron sacados del vagón de los experimentos. Después los
mataron a tiros. Se hicieron otras pruebas sobre la reacción ante el agua helada, a
temperaturas de 16 y 20 grados bajo cero. El propio Himmler estuvo presente en uno de
estos ensayos. Era práctica corriente remover la piel de los prisioneros muertos, pieles
que dejábamos que se secaran al sol. Las más solicitadas por las SS eran las pieles
tatuadas. Les disparaban en la nuca para que se salvara la piel. Me pedían con
frecuencia cráneos y esqueletos de los prisioneros».
«A Dachau llegaban cargamentos humanos procedentes de Studthof, Belsen,
Auschwitz y Mauthausen, entre otros campos. Esos viajes duraban entre 10 y 14 días,
sin agua ni comida. En un cargamento que llegó en noviembre de 1942 encontré la
evidencia de casos de canibalismo. Los vivos se habían comido la carne de uno de los
muertos».
El doctor rumano y judío Segismund Bendel estuvo a las órdenes del siniestro
doctor Mengele en el campo de Birkenau. Mengele, «el ángel de la muerte», fue
nombrado por Himmler jefe de los experimentos médicos en Auschwitz: arrancaba los
ojos de los niños, introducía cemento en la vagina de las prisioneras e inoculaba virus a
los enanos. Escapó a Sudamérica después de la guerra y parece que murió ahogado en
1979 en una playa cercana a Sao Paulo, Brasil.
El doctor Bendel vio las cámaras de gas y los crematorios en acción: «La capacidad
de los hornos era casi fantástica. El crematorio nº 4 podía quemar a mil personas
durante el día; pero, en caso de necesidad, su sistema de hornos incineraba al mismo
número en una hora. A las 11 de la mañana llegó en una motocicleta el jefe del
Departamento Político para comunicarnos que el nuevo transporte estaba a punto de
llegar. Había que limpiar los hornos crematorios, cargar la leña y extender gasolina para
que los cuerpos ardieran antes. El nuevo cargamento llegó a las 12, unas 800 o 1000
personas. Recibieron órdenes de desnudarse y dejar a un lado sus pertenencias. Los
hicieron pasar a un gran salón. 5 o 6 minutos después trajeron el gas en una ambulancia
de la Cruz Roja. Las puertas de acero se abrieron y el cargamento humano pasó a las
cámaras de gas. A golpes de bastón y de porras de goma redujeron a los que,
desesperados al saber que les llegaba la muerte, intentaban salir de nuevo. Por fin los
guardias lograron cerrar las puertas. Escuché entonces los gritos. Empezaron a pegarse
entre ellos, otros golpeaban las paredes y las puertas. Eso duró unos minutos. Después
se hizo un completo silencio. A los 5 minutos se abrieron las puertas. Los comandos
especiales empezaron a actuar. Los cadáveres cayeron sobre ellos, estaban pegados
unos a otros. Tuve la impresión de que habían luchado y resistido a la muerte con todas
sus fuerzas. Los cuerpos aparecían contraídos y era imposible separarlos. Cualquiera
que haya visto una cámara de gas cubierta con metro y medio de cadáveres no podrá
olvidarlo. Los sonderkommandos tenían que arrastrar los cuerpos aún calientes y
cubiertos de sangre, pero antes de ser trasladados a los hornos crematorios debían pasar
por las manos de un barbero y un dentista para que les cortaran el pelo y les arrancaran
los dientes de oro. El abogado de Salónica, el ingeniero electricista de Budapest no eran
ya seres humanos porque los habían separado a golpes; sus cuerpos aparecían
desfigurados. Mientras tanto, los fusilamientos de prisioneros o deportados se sucedían
en el exterior: no había sitio para ellos en las atestadas cámaras de gas. Después de hora
y media, el trabajo estaba hecho y un nuevo transporte llegaba a las puertas del
crematorio número 4».
El Noveno Cuerpo de Ejército norteamericano liberó el campo de Buchenwald y el
Segundo Ejército británico el campo de Bergen Belsen. Los soldados comprobaron
entonces el estado del «Nuevo Orden» de Hitler: las factorías de la muerte sistemática.
De los casi 10 millones de judíos que vivían en la Europa conquistada por los nazis,
entre 5 y 6 millones murieron en los campos de exterminio, en los campos de
concentración o en los desplazamientos. Tan sólo 3 millones quedaban vivos. Fue el
espectáculo del horror el que se ofreció a sus ojos entre abril y mayo de 1945, a medida
que liberaban los campos de la muerte. «Entráis por la puerta, pero saldréis por la
chimenea», les decía el doctor Mengele a los judíos.
Al principio, los campos de concentración guardaban a los enemigos del Reich,
presos políticos, criminales, prostitutas, liberales y, claro está, judíos. Pero a medida que
las fronteras del imperio de Hitler se extendían hacia el Este, las poblaciones de las
razas inferiores debían desaparecer para que prevaleciera la raza aria de sangre pura. A
los esclavos les llegaba su hora. Erich Koch, comisario del Reich para Ucrania, reunió al
pueblo de Kiev para gritarle: «Somos la raza superior. Tenéis que saber y recordar que
el más bajo obrero alemán es racial y biológicamente mil veces superior que vosotros».

UNA NUBE GRIS

Los nazis emprendieron la tarea de despoblación sistemática de Polonia, del Báltico, de


la Rusia central y del sur. Millones de ciudadanos del Este fueron llevados hacia el
Oeste en vagones de ganado para trabajar en las fábricas alemanas de armas y
municiones, en la construcción de carreteras, trincheras y blocaos. Los maestros
alemanes del exterminio, camino de la «solución final», fracasado su intento de enviar a
todos los judíos a la isla de Madagascar, descubrieron la eficacia del «tratamiento
especial». En palabras de Himmler, ese trato especial consistía en liquidar a los inútiles,
a los enfermos, a los rebeldes: «Ahórquenlos, pero no en la proximidad de los campos».
Los servicios de seguridad de las SS cayeron sobre estas poblaciones esclavizadas con
sus patíbulos, sus látigos, sus pistolas, sus agresivos perros y sus cachiporras de goma.
Eran los Grupos Especiales de Acción, una banda de sádicos asesinos, escuadrones del
exterminio en masa. «El trabajo os hará libres», se leía a la entrada del campo de
Auschwitz. Los hornos crematorios del campo situado en Polonia se tragaban 6.000
cuerpos judíos al día. Día y noche, las chimeneas escupían restos de pelo y cenizas. Una
nube gris flotaba sobre los campos.
Allí donde faltaban cámaras de gas se utilizaban los viejos métodos: la horca, el
fusilamiento en masa. Un ingeniero alemán, Hermann Graebe, vio cómo en Dubno,
Ucrania, metieron a cientos de presos vivos en una fosa: «Una anciana de pelo blanco
mantenía a un niño en sus brazos. Le susurraba canciones al oído y el niño reía. Los
padres del bebé asistían a la escena con lágrimas en los ojos. Aquello era una tumba.
Los vivos enterrados apenas podían asomar sus cabezas, pegados unos cuerpos con
otros. Casi todos tenían sangre sobre sus hombros, sangre que manaba de sus cabezas.
Algunos de ellos sacaban las manos al aire y movían las cabezas para demostrar que
aún seguían con vida. La fosa estaba ya llena en sus 2 terceras partes. Calculé que
habría unas mil personas. En un extremo del foso vi a un SS que empezaba a disparar
su ametralladora mientras se fumaba un cigarrillo». «El sentimiento humanitario —
aseguraba Himmler— es un reblandecimiento medular propio de los cristianos».
El 4 de octubre de 1943, Heinrich Himmler se dirigía a los jefes de las SS reunidos en
Posen: «La mayor parte de ustedes saben lo que significa que 100 cadáveres o 500 o mil
aparezcan alineados en tierra, juntos. Eso nos ha hecho duros y decentes». Su lema era:
«Bendito sea todo lo que nos endurezca». Terminaría por conocerse la estadística del
horror. Uno de cada 30 campos de concentración era un campo de exterminio. Rudolf
Höss, comandante de Auschwitz, dijo en Nuremberg: «Nos ordenaron que
extermináramos en secreto, pero el hedor nauseabundo de los cuerpos incinerados
cubría el área y en los pueblos de alrededor sabían que el exterminio seguía su curso en
Auschwitz». La muerte fue también un negocio para los SS y muchos empresarios
alemanes que suministraban las cámaras de gas, los hornos crematorios marca Topf, los
cristales del gas Zyklon B, las plantas de reconversión de la grasa humana en jabón, de
los dientes de oro en barras de oro, del pelo de los muertos en productos químicos y
fertilizantes. El Reichsbank reunió tantas toneladas de anillos, alhajas, relojes y medallas
confiscadas a los judíos que ya no cabían en sus almacenes: los vendió en pública
subasta. Quedó claro en el proceso de Nuremberg que la conspiración para aniquilar
una raza no era sólo un secreto de los SS.
El ministro de Armamento del Tercer Reich, Albert Speer, cuenta en sus Memorias
que Hitler dio en su presencia muy pocas muestras de antisemitismo. Los historiadores
relativistas exculpan a Hitler de los crímenes (si es que los hubo, puntualizan) contra la
raza judía. El británico David Irving ha escrito que Hitler no sabía nada, que todo se
hizo a sus espaldas. No es esa la impresión que nos transmiten sus libros y su
testamento en el búnquer de Berlín. El historiador A. J. P. Taylor escribió que con su
muerte y desaparición, Hitler hizo un servicio final al pueblo alemán, se llevó con él a la
tumba la responsabilidad por la guerra mundial y la culpa de los crímenes y las
atrocidades que la acompañaron. El resultado fue que el pueblo alemán quedó libre de
culpa. Libre de culpa. En abril de 1945, cuando se liberó el campo de Buchenwald en el
que, entre otros, estuvo prisionero el escritor español Jorge Semprún, el teniente coronel
Martin Lindsay contó que una bella enfermera alemana se acercó al cuartel general. Uno
de sus oficiales mostró a la enfermera fotografías del campo de concentración: «Es sólo
para judíos», respondió sin inmutarse.
«Las hordas judeobolcheviques se han unido para el asalto final —afirmó Hitler en
su orden del día del 16 de abril—. Quieren destruir Alemania y exterminar a nuestro
pueblo». Todas las naciones son híbridas, mestizas, aunque Hitler, cuyos papeles de
ario puro nunca estuvieron en regla, no lo creyera así. Vivía obsesionado como sus
teóricos de la raza pura, Alfred Rosenberg entre ellos, por «la naturaleza perversa del
judaismo». Los prejuicios contra las razas mixtas han sido constantes a lo largo de la
historia.
En su libro sobre Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, A. J. P. Taylor escribe que
todo lo que hizo Hitler contra los judíos «fue la consecuencia lógica de las doctrinas
raciales en las que la mayoría de los alemanes creían vagamente. Hitler les tomó la
palabra. Hizo que los alemanes vivieran de acuerdo con sus creencias o —en contra de
su voluntad— morir por ellas».
Las doctrinas raciales se extendían no sólo por Alemania, sino por toda Europa. Paul
de Lagarde publicó en 1878 un libro en el que señalaba a los judíos como la imagen
misma de la degeneración, la modernidad y la división del espíritu nacional. El «caso
Dreyfus», el honrado capitán de artillería acusado de haber vendido vital información
militar al agregado alemán en París y condenado con pruebas falsificadas por el
verdadero culpable —el comandante Estherazy— a la deportación en la tétrica isla del
Diablo en 1894, es un ejemplo de racismo ideológico y de nepotismo militar. Dreyfus
fue condenado por segunda vez en 1899 a pesar de las abrumadoras pruebas que
presentó a su favor el jefe del Contraespionaje francés, coronel Picquart, y del famoso
artículo «Yo acuso», publicado en L Aurore un año antes por el decidido y bien
informado Emile Zola, quien denunció al general francés por su nombre. Se demostró
que Dreyfus fue considerado culpable «especialmente» por ser judío y haber nacido en
Alsacia, región entonces ocupada por Alemania.
Wilhelm Marr fue el inventor de la palabra «antisemitismo» en 1873, y Treitschke
confirió cierta respetabilidad a la misma al afirmar, en 1879, que «los judíos son nuestra
desgracia nacional». «El, Hitler, puso contra ellos la tecnología y la ideología, el gas
Zyklon B y la propaganda de la radio. El racismo volkish —escribe Tilomas en Una
historia del mundo— prendió muy pronto entre los universitarios y profesores de clase
media. Las ideas se extendieron a Austria. El volk (el pueblo) empezó a ser allí una
especie de Iglesia mítica, con sus festivales y solsticios. La primera persona que utilizó
en Europa el signo de la esvástica (de origen hindú) fue Lanz von Lebenfels, un
austríaco que deseaba fundar una nueva orden religiosa de personas racialmente puras
(lo cual fue la inspiración de las SS de Himmler). Creía que los hombres se dividían en
arios y hombres mono. Pero Lebenfels era un individuo aislado sin apenas seguidores».
«No obstante —añade Tilomas—, la mezcla de soberbia y sentimentalismo, de
confianza en sí mismo, de amargura (sobre todo por el hecho de haber sido tratado con
espíritu condescendiente por Francia durante muchas generaciones), de ignorancia y de
autoritarismo jerárquico fue característica de buena parte del pueblo alemán a finales
del siglo XIX y principios del XX. La consecuencia fue un sentimiento exterior de
antipatía hacia Alemania». Winston Churchill calificaba a los alemanes de «ovejas
carnívoras». Clemenceau creía que los alemanes «no entienden y no pueden entender
nada más que la intimidación».
En Alemania había muy pocos judíos si se los compara con los tres millones de
Polonia. El antisemitismo destruyó la supremacía intelectual alemana de la década de
los años 30 y envió a muchos judíos y arios al exilio, desde el que trabajaron contra
Alemania. Si Hitler hubiera utilizado a los judíos tal como hizo el káiser, es posible que
hubiera conseguido ganar la guerra.
HIMMLER

Himmler, partidario de la búsqueda de hombres rubios de ojos azules en Francia para


convertirlos en dirigentes, no respondía él mismo al arquetipo del héroe ario. Eso le
torturó toda su vida. En una reunión con jefes de las SS en 1941, aseguró que se hacía
necesaria la eliminación de treinta millones de eslavos para que Alemania pudiera
buscar ese espacio vital que era el resultado de las fantasías antisemitas y de los falsos
«Protocolos de los sabios de Sion», que anunciaban cómo los judíos se proponían la
conquista del mundo. Los rusos eran, si cabe, más antisemitas que muchos alemanes.
No es extraño que fueran los agentes del zar los encargados de engañar a Occidente con
los «protocolos» y con todo tipo de propaganda antijudía.
Himmler, que fue recibido en Madrid con la capital engalanada de banderas con la
cruz gamada y asistió a una corrida de toros, fue el encargado de aplicar la ciencia, la
tecnología en la destrucción industrial de una raza. Pocos hombres tan mediocres como
Himmler, inseguro, necesitado de afirmación y reconocimiento, llegaron tan alto.
«Mitad ogro, mitad maestro de escuela», dijo de él Albert Speer. Era un funcionario
fanático, un monstruo disciplinado, el administrador del terror hitleriano. Era el más
siniestro de todos, «más siniestro que el propio Hitler», ha apuntado algún historiador.
Glacial más que frío, el perfecto idiota organizador de esa expresión wagneriana de
«Noche y niebla», un autómata de la crueldad, el predicador del evangelio nazi, de la
sangre pura. No tenía nada de la extravagancia de Goering, era un tipo normal, capaz
de cometer las mayores barbaridades. ¿Cómo se explica su irresistible ascensión al
olimpo nacionalsocialista? Por su normalidad, su aparente sentido común, su
sobriedad, su capacidad de obediencia, su sentido de la organización. Llegó a plantar
jardines en torno a los campos de concentración.
Era un granjero fracasado que se casó con la hija, ella sí rubia y de ojos azules, de un
terrateniente prusiano, aficionada a la homeopatía y al hipnotismo. Himmler era un
alfeñique, por eso buscó la protección del falansterio de sus SS. «Gente —decía—
honrada, leal y decente con los miembros de la propia sangre y con nadie más». Uno de
sus lemas, el de la Schutz-Staffeln, la guardia escogida de las SS era: «Debéis ser crueles
con los demás y con vosotros mismos para dar la muerte». Pero no pudo resistir una
ejecución que él mismo ordenó de 100 mujeres judías en Minsk. Con el primer disparo,
casi se desmayó. Himmler se puso a chillar cuando el pelotón de fusilamiento no logró
matar a 2 mujeres colocadas en el paredón. Era tierno con las flores y los animales. Se
derretía al ver niños rubios y llevó una campaña histérica contra la caza, a la que
siempre consideró como «puro asesinato». «La naturaleza —decía— es hermosa y todos
los animales tienen el derecho a vivir». Pero no los hombres.
Su modelo era el de los monjes budistas que, antes de entrar en un bosque, hacían
sonar una campanilla para evitar que a su paso pudieran causar daño a los animales.
Himmler fue el primero de los traidores. Pocos meses antes del final, predicaba la
lealtad absoluta al Führer. «Tan sólo una cosa no perdonamos los alemanes —dijo el 19
de marzo de 1945—, la traición». Un mes más tarde, el cobarde Himmler abría
negociaciones con el conde Folke Bernadotte. El 21 abril recibió a un representante del
Congreso Judío Mundial y le hizo esta increíble oferta: «Es hora de que ustedes, los
judíos, y los nacionalsocialistas enterremos el hacha de guerra».
El 7 de octubre de 1939, Hitler nombró a Himmler comisario del Reich para la
Consolidación de la Nacionalidad Alemana: la primera orden de limpieza étnica. Si la
lengua, según Nebrija, era la compañera del imperio, las SS, los einsatzgruppen, las
escuadras de exterminio, los ángeles exterminadores de las SS, eran la compañera de las
conquistas territoriales nazis, el heraldo de la crueldad.
La endlosung, la «solución final» encargada a Heydrich, el lugarteniente de Himmler
que sería asesinado por paracaidistas checos, consistía en la destrucción biológica,
planificada, de la raza judía en los territorios del Este. Así lo confirmó Eichmann, huido
a Argentina en 1950 y secuestrado por el Mossad (servicio secreto israelí) en Buenos
Aires cuando se hacía llamar Ricardo Clement, en el proceso al que fue sometido en
Israel en 1961 y que le condenó en 1962 a la muerte en la horca. Eichmann confesó que
le temblaron las piernas cuando en 1939 presenció una ejecución. Fue el fontanero, el
ingeniero del Holocausto, el encargado del transporte forzoso de los judíos europeos.
Un año antes del fin de la guerra, el teniente coronel de las SS, nacido en Solingen,
dirigió personalmente el exterminio de unos 200.000 judíos húngaros.
El Zyklon B se estrenó en agosto de 1941 con quinientos prisioneros soviéticos como
conejillos de indias. Rudolf Hóss fue el encargado de gasear a los prisioneros. «El
Zyklon B hace que mi mente se serene», dijo el criminal Hóss, que llamó a su territorio
de Auschwitz «el mayor espacio de aniquilación humana de todos los tiempos». Las
grandes firmas, la Fergen, una de cuyas sociedades fabricaba el pesticida Zyklon B
utilizado para matar a los judíos; la Topt, que construía los hornos crematorios; la
Krupp y la Siemens, entre otras empresas, se hicieron de oro con la mano de obra
forastera (8 millones de extranjeros trabajaban en Ucrania en agosto de 1944) y con la
industria de la muerte en cantidades inverosímiles.
El primer gaseamiento en masa se hizo en Belzec el 17 de marzo de 1942: sus
cámaras de gas podían matar a 15.000 personas al día. A principios de 1945, Hitler, que
nunca visitó un campo de concentración y guardó en secreto la «solución final», había
matado a cerca de tres millones de judíos polacos, a 750.000 judíos rusos, a otros tantos
de Rumania, a 400.000 de Hungría, a 227.000 de Checoslovaquia, a 180.000 de Holanda,
a 83.000 de Francia, a 70.000 de Letonia, a 65.000 de Grecia, a otros tantos de Austria, a
20.000 de Yugoslavia, a 40.000 de Bulgaria, a 28.000 de Bélgica y a 9.000 de Italia.
Himmler, el hombre que recomendó a los alemanes que comieran porridge para
conservarse esbeltos, pidió a sus oficiales que nunca mencionaran en público los
gaseamientos en los campos de exterminio. El 29 de mayo de 1944, informó a los
Gauleiters, los gobernadores que, antes de fin de año, todos los judíos estarían muertos.
«Lo saben ya todo, pero es preferible que lo guarden para ustedes. Quizá más tarde les
digamos a los alemanes algo sobre todo esto. Pero creo que será mejor que no lo
hagamos. Ha sido responsabilidad nuestra la idea y la puesta en práctica (del
genocidio) y es mejor que nos llevemos nuestro secreto a la tumba». Los aliados lo
sabían desde 1942. El secreto se rasgó tras las crónicas de radio de los corresponsales
norteamericanos en el frente europeo y en las páginas gráficas de las revistas como Life.
Los norteamericanos se quedaron horrorizados. El gran Edward R. Murrow, de la
emisora CBS, contó la entrada en el campo de Buchenwald:
«Surgió a mi alrededor una muchedumbre maloliente; los hombres y los muchachos tendían las manos hacia
mí para tocarme. Iban cubiertos de harapos y uniformes hechos jirones. La muerte se pintaba en la cara de
muchos de ellos. Os ruego que creáis lo que os cuento sobre Buchenwald. Los muertos abundaban en la guerra,
pero allí vi muertos vivientes —más de 20.000 en un solo campo— y la campiña de alrededor era bella y
bucólica, y los alemanes que vivían en la región estaban bien alimentados y bien vestidos». El 56% de los
alemanes mayores de 60 años sostiene «no haber visto ni oído nada sobre los campos nazis».

LA BANALIDAD DEL MAL

Ni Roosevelt ni Churchill hicieron nada por liberar antes a los deportados en los
campos de concentración y exterminio. «Los aliados —me decía uno de los españoles
encerrados 5 años en el campo de Mauthausen, Antonio García Barón— lo sabían de
sobra y tengo la impresión de que no hicieron todo lo posible por liberarnos antes. Un
bombardeo de las líneas férreas que llegaban hasta la misma rampa de los hornos
crematorios hubiera ahorrado muchas vidas humanas. Yo creo que trataron de evitar el
flujo de los refugiados. A ellos les interesaba ganar la guerra, no les interesábamos los
judíos, los gitanos o nosotros. Eran un estorbo, más bocas que alimentar. O es que no se
lo creyeron hasta enfrentarse en los campos con los miles de cadáveres desnudos, con
los hornos, con la pestilencia de la muerte. He escuchado sus excusas por las emisoras:
el radio de acción de sus aviones no era suficiente para alcanzar el corazón de Polonia.
No me lo creo. Antes de 1945 tan sólo emitieron comunicados de condena. Roosevelt ni
siquiera ofreció asilo a los judíos. Mucho bla, bla, bla, mucha retórica, pero nada más.
Empezaba la guerra fría, había que luchar contra el comunismo, los aliados necesitaban
nuevos dirigentes para Alemania. Casi nadie se hallaba libre de culpa. Hicieron la vista
gorda. Una vez cerrado el capítulo del proceso de Nuremberg, el 28 de julio de 1948,
con la sentencia a los ejecutivos de la I. G. Farben, contrataron a las mismas firmas que
contribuyeron a la eliminación de los judíos y los disidentes, los infrahombres, como
nos llamaban».
Por un lado, en la conferencia de Wansee, en Berlín, el 20 de enero de 1942, se
estudiaba la mejor manera de exterminar a los judíos con métodos que no llamaran la
atención. Por otro, en la conferencia de las Bermudas, celebrada en abril de 1943, los
anglonorteamericanos decidieron rechazar cualquier responsabilidad sobre la suerte de
los judíos: no harían nada por ellos y no se criticarán entre sí por esa inhibición. «Un
pacto mutuo anti-conciencia», lo define Paul Johnson en Modern Times.
Por eso, funcionarios modelo como Adolf Eichmann pudieron actuar, sin cortapisas,
en el monstruoso genocidio. «Jamás he sentido odio hacia los judíos —afirmó en el
proceso de Jerusalén—. Ni yo ni mi familia. Me limitaba a cumplir órdenes». La
escritora alemana Hannah Arendt, de ascendencia judía, señaló durante el proceso, que
duró 8 meses, que Adolf Eichmann «no era el monstruo por el que le tomábamos». No
era ni un demente ni un sádico, sino que cumplía de forma escrupulosa, sin la menor
conciencia de culpa, todo lo que le encomendaron. Esa obediencia ciega, ese sentido del
deber elevado a las últimas consecuencias lo definió Hannah Arendt en su libro
Eichmann en Jerusalén como «la banalidad del mal». La autora de Los orígenes del
totalitarismo levantó una considerable polvareda al acusar a los inhibidos judíos
europeos de su propia aniquilación.
Eichmann era un burócrata ejemplar, instrumento del terror de una tiranía, celoso y
competente a la hora de ejecutar las órdenes recibidas. La demencia homicida se
justificaba con una frase: «Befehl ist befehl» (órdenes son órdenes). Primo Levi escribió
que el Holocausto no podía compararse con ningún otro crimen: «La principal
diferencia reside en la finalidad, al antiguo deseo de eliminar o aterrorizar a los
adversarios políticos, ellos añadieron un objetivo moderno y monstruoso, el de la
eliminación de pueblos y culturas».
A los pocos días de iniciar el Ejército Rojo su gran ofensiva final contra el Tercer
Reich, llegó a Auschwitz la orden de evacuación inmediata hacia otros campos. Un día
antes de que los soviéticos tomaran Cracovia, donde un seminarista llamado Wojtyla,
de 24 años, estaba a punto de ser ordenado sacerdote, a tan sólo sesenta kilómetros de
Auschwitz las temidas unidades especiales de las SS, encargadas desde 1934 del
mantenimiento de los campos de concentración, dieron la orden de salida al primer
cortejo de prisioneros. Un total de 58.000 deportados que, a juicio de sus verdugos,
podían aún ser explotados como fuerza de trabajo, emprendieron una penosa marcha.
Fue el último acto de la tragedia, la sentencia de muerte. Se cree que entre 9 y 15.000
prisioneros cayeron en el camino. En el campo de Auschwitz quedaron tan sólo 7.000
enfermos incapaces de tenerse en pie, no aptos para el transporte. Los guardianes de las
SS recibieron la orden de liquidarlos para eliminar testigos. El 27 enero les llegó la
salvación, la liberación a los últimos de Auschwitz, espectros vivientes dignos de Goya
o El Bosco: el pánico de los SS ante la inminente llegada de los rusos les salvó la vida.
Los participantes en la «marcha de la muerte» caminaron noche y día en columna.
Mal abrigados, mal alimentados, debieron soportar temperaturas de -28º. Los que
desfallecían en el camino recibían un tiro de los escoltas SS y eran abandonados en la
cuneta. La escritora israelí Halina Birembaum, que contaba 15 años cuando la noche del
18 de enero de 1945 la sacaron de Auschwitz, relata en sus Memorias cómo fue aquella
marcha de la muerte:
«Nos hicieron marchar sin descanso toda la noche, todo el día siguiente y todos los días y noches que
siguieron. Al que le abandonaban las fuerzas, caía al suelo o se quedaba atrás, lo mataban a tiros. El camino,
helado, quedaba sembrado de cadáveres de hombres y mujeres con el cráneo perforado por las balas».

Aquellas imágenes no estremecieron a los corazones malvados como el de Rudolf


Hóss, que sería ahorcado en Polonia en 1947 como criminal de guerra. «Era fácil
reconstruir el camino de aquel cortejo de mártires: cada pocos centenares de metros yacía un
prisionero agotado, muerto por el frío o con el cráneo reventado por las balas». Los
supervivientes fueron llevados a vagones abiertos utilizados para el transporte de
carbón. Cien prisioneros por vagón, 5 por metro cuadrado. Josef Tobaczynski, que fue
trasladado al campo de Mauthausen, en suelo austríaco, le contó a Janeck Lepiarz: «Se
producían escenas espeluznantes. Los prisioneros más débiles, los derrengados, morían para
desplomarse sobre el piso del vagón, entre los pies de sus compañeros de infortunio. Los gemidos
de los moribundos se mezclaban con los alaridos de los que se volvían locos». Para ellos, el
infierno no había terminado.
Capítulo diecinueve

Un proceso en Nuremberg

Hay quien ha dicho que es imposible contar el Holocausto. Elie Wiesel, Samuel Pisar,
Primo Levi o Jorge Semprún, entre otros, han demostrado que se puede y que se debe.
«La respuesta —ha escrito Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz, internado once meses en
el campo de Auschwitz—, la única respuesta es la memoria. Diles a los que quieran
saberlo que nuestro dolor es auténtico, nuestra perplejidad infinita y nuestro agravio
profundo». «Sucedió, luego puede volver a suceder», escribió el italiano Primo Levi,
que, perseguido por los fantasmas de un holocausto sufrido en sus carnes y que
atormentó su cerebro, se arrojó en 1987 por el hueco de la escalera. El autor de Sobrevivir
a Auschwitz respondía a lo que escribió el filósofo judío y austríaco Jean Amery, que se
quitó la vida 33 años después de salir del campo: «Todo el que ha sido torturado vivirá
toda su vida torturado». Faltaba la justicia —¿o la venganza?— de los vencedores: el
proceso de Nuremberg que juzgaría a los jerifaltes nazis.
El 18 de octubre de 1945, los cuatro miembros del Ministerio Fiscal presentaron una
acusación de 24.000 palabras contra seis organizaciones alemanas, veinticuatro
dirigentes nazis y jefes militares. Martin Bormann fue juzgado en rebeldía: murió en los
escombros de Berlín. Otros afirmaron que logró huir a Suramérica. El misterio continúa
en nuestros días. Dicen que le han visto en Brasil, en Argentina, en Bolivia o en
Uruguay. Bormann intentó escapar de la Cancillería. El jefe de las Juventudes
Hitlerianas, Artur Axmann, iba con él. En unas declaraciones a David Solar, de la
agencia que el autor de este libro dirigía a finales de los años sesenta, Otto Skorzeny
afirmó que, según todos los indicios, Bormann murió bajo el fuego soviético en Berlín:
«Yo me encontraba en Austria, pero Axmann me contó que llegó a ver los cadáveres de Bormann y del
doctor Stumpfegger muy cerca de la estación de Lehrter. Los disparos de los rusos le impidieron comprobar
cómo habían muerto. No mostraban heridas visibles. La versión de Axmann, que trató de abrirse camino hacia
el oeste, me convence porque conocía a los 2. Había asistido a las últimas horas de Hitler en la Cancillería, y,
por tanto, no necesitaba acercarse mucho para saber quiénes eran. Sin embargo, nada se ha sabido de Bormann
y Stumpfegger desde aquella noche del 1 al 2 de mayo. Hay otro dato que debemos tener en cuenta: de haber
sobrevivido Stumpfegger hubiera dado señales de vida: nada tenía que temer ya que era médico».

DONDE EMPIEZA EL SECRETO

Martin Bormann, en medio de un serial de traiciones, recibió el mejor regalo de Hitler.


Lo definió como «el camarada más leal del partido». A Bormann le atraía el poder en las
sombras. Era la eminencia marrón de su Führer, mudo, secreto y peligroso. Hannah
Arendt escribió que en un sistema totalitario «el poder real empieza donde empieza el
secreto». Ese era Bormann, el hombre perfecto y callado del aparato hitleriano.
También Heinrich Himmler se libró de las amarguras del proceso de Nuremberg. Su
traición a Hitler, «el cabo bohemio», como lo llamó Hindenburg, sembró el desconcierto
en las SS y provocó un reguero de suicidios. Sus hombres, decepcionados, se
despidieron de la vida después de cantar el juramento de las SS Wenn alie untreu werden
(Cuando todo se convierte en mentira). Himmler se cambió de nombre y pasó a
llamarse Hitiznger.
Se cortó el bigote, se colocó un parche en el ojo izquierdo y se disfrazó de sargento
de Policía Secreta Militar, una subdivisión de la Gestapo. Eligió el peor de los disfraces.
El 21 de mayo fue detenido en un puesto de control británico. Después de todo era un
ingenuo. Le perdió su amor al reglamento: presentó una documentación demasiado en
regla. Los soldados desmovilizados, los heridos, los niños, las mujeres y los ancianos,
que eran presa del pánico y trataban de llegar al Oeste, no mostraban papeles. Himmler
sí lo hizo. Eso levantó las sospechas de los oficiales británicos del puesto de Meinstedt.
Le pusieron bajo custodia y le interrogaron. A Himmler le perdieron los nervios. El
coronel Murphy llegó aquella misma noche para hacerse cargo de uno de los hombres
más buscados del Tercer Reich.
—¿Han registrado bien a Himmler? —fue lo primero que preguntó.
—Sí, mi coronel —respondió el centinela—. Llevaba una ampolla de veneno en la
chaqueta.
—¿Han examinado bien su boca? —preguntó entonces el coronel al jefe médico. El
doctor Wells quedó atónito unos segundos y negó con la cabeza.
Los centinelas fueron a por el prisionero y lo condujeron a presencia del médico. El
doctor Wells le ordenó que abriera la boca. Himmler entornó los ojos y, durante una
fracción de segundo, algo crujió entre sus mandíbulas. Himmler cayó fulminado al
suelo. El médico trató de extraer la cápsula de cianuro; luego se le practicó un lavado de
estómago. Todo resultó inútil. A las 11 y cuarto de la noche falleció el jefe de las SS. «El
Reich alemán —había pronosticado— necesitaba a las SS por lo menos para unos
cuantos siglos».
También Hermann Goering, condenado por el Tribunal, pudo librarse de la horca.
Los jueces de Nuremberg —un norteamericano, un soviético, un británico y un
francés— dispusieron que los reos serían ejecutados en la noche del 15 al 16 de octubre
por el procedimiento inglés de la horca. A las 10 de la noche, el doctor Pflucker acudió a
la celda de Goering para administrarle sedantes.
—No cabe duda de que esta noche se prepara algo. ¿Vale la pena que me desnude,
doctor? —preguntó el ex mariscal de Reich.
—Esta noche puede ser muy corta —respondió el médico.
A las 11 y cuarto, el centinela que custodiaba a Goering echó una ojeada al interior
de la celda. Goering aparecía tumbado boca arriba, mirando al techo y con las manos
sobre la manta, en la posición reglamentaria. Todo era normal. «Un poco más tarde —
escribió Fedor Nepjenkowitz en El proceso de Nuremberg—, el centinela volvió a mirar
por la mirilla. Las manos de Goering le llamaron la atención. Se movían nerviosamente;
estrujaba la manta apretándola contra su vientre. El rostro del ex mariscal de la
Luftwaffe comenzó a contraerse y sus piernas se agitaron como sacudidas por un
violento calambre. El centinela, alarmado, llamó al oficial de guardia. El rostro del
condenado se tornaba azulado por momentos. El sudor cubría sus desencajadas
facciones. El doctor Pflucker sólo pudo certificar su muerte. ¿Cómo había llegado el
veneno a sus manos, a pesar de las estrictas medidas de seguridad? ¿Fue el doctor que
les administraba los sedantes?»
En su libro, publicado en 1994, The anatomy of the Nuremberg Trials, quien fue
ayudante del fiscal a lo largo del proceso, Telford Taylor, escribió que el teniente del
Primer Ejército de Estados Unidos, Jack G. Wheelis (fallecido en 1954), pudo entregar la
cápsula de veneno a Goering. El mariscal le regaló a Wheelis un reloj de oro, una pluma
estilográfica, una caja de oro para guardar el tabaco, un par de guantes y una fotografía
en las que se les veía juntos, con la dedicatoria: «Al gran cazador de Texas».
El juez Jackson, de Estados Unidos, fue acusado de debilidad ante la vibrante
oratoria de Goering. «No cabe duda —sentenció el juez— de que en todas las guerras, y
también en ésta, los dos bandos en lucha cometieron crueldades y actos de violencia.
Estos actos resultan terribles para quienes se convierten en sus víctimas, y no trato de
disculparlos o menguarlos. Pero eran hechos casuales y aislados; sin embargo, los
acontecimientos que estamos juzgando en Nuremberg fueron algo muy diferente:
fueron hechos organizados de forma consciente y preparados metódicamente».

ENGAÑADOS

Con cinismo, los acusados negaron en redondo la abrumadora lista de hechos, el


interminable catálogo de crímenes. El asesino Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo desde
1943, ejecutor de las órdenes de Himmler, afirmó con descaro: «En la cuestión de los
judíos fui engañado como muchos otros. Nunca di mi aprobación al exterminio
biológico de los hebreos. El antisemitismo de Hitler, tal como lo conocemos hoy, era una
barbarie». Funk, ministro de Economía y presidente del Reichsbank, alegó: «Hemos
sido informados de unos horrendos crímenes en los que aparecían mezcladas
autoridades a mis órdenes. De todo eso me he enterado aquí, en esta sala. No tenía
conocimiento de los crímenes que me llenan, como a todos los alemanes, de profunda
vergüenza».
El 1 de octubre de 1946, el Tribunal dictó tres absoluciones, doce penas de muerte y
siete penas de privación de libertad, de las cuales tres eran a cadena perpetua. Terminó
así un laborioso y complicado proceso dentro del proceso. Churchill propuso en la
conferencia de Yalta que todos los criminales de guerra alemanes fueran ejecutados sin
juicio previo «en cuanto fueran detenidos y esclarecida su identidad». Stalin propuso
por el contrario un tratamiento judicial más que político. Roosevelt intervino para decir
que no debía ser un proceso con excesivas garantías jurídicas: «Habría que mantener al
margen a los periodistas y a los fotógrafos hasta que los criminales estuvieran bien
muertos».
Las ejecuciones sumarias fueron un hecho común en la Europa de la inmediata
posguerra. Hasta 12.000 fascistas italianos fueron asesinados en los primeros meses de
paz. La revancha de Francia causó un número similar de víctimas. Rousseau escribió en
el siglo XVIII, en el Contrato social, que durante la guerra los «individuos son enemigos
sólo accidentalmente, no por el hecho de ser hombres o incluso ciudadanos, sino como
soldados». En 1899, la convención de La Haya, y más tarde la de Ginebra, codificaron
las reglas de juego de los conflictos. El secretario de la Guerra de Estados Unidos, Henry
L. Stimson, zanjó la ardua cuestión sobre cómo debía tratarse a los criminales de guerra:
«Estoy dispuesto a creer —escribió en una carta dirigida en septiembre de 1944 al
presidente Roosevelt— que por lo menos, y en lo que concierne a los dirigentes nazis,
deberíamos formar parte de un tribunal internacional creado para juzgarlos».
A los aliados les costó llegar a un acuerdo sobre el procedimiento para formar el
Tribunal. Telford Taylor, que fue más tarde fiscal jefe en los tres años que siguieron al
proceso de Nuremberg, cuenta en su libro ya citado que resultó difícil ponerse de
acuerdo sobre la relación de los acusados. El propio Hitler fue inscrito en la lista
«porque no se podía demostrar de forma fehaciente que hubiera muerto». Los
soviéticos se mostraban descontentos por el pequeño número de jerarcas nazis, casi
todos ellos de segundo y tercer nivel, que cayeron en sus manos. Para «acariciar el ego
de los soviéticos» se incluyó a un tal Hans Fritzsche, un propagandista de la radio que
ni siquiera conoció a Hitler y que fue perdonado por el Tribunal. Cada nación aliada
veía el proceso según le iba en él: los franceses ponían el acento en las feroces
represalias contra los civiles, pero no mencionaban la deportación y muerte de 83.000
judíos franceses por el régimen de Vichy, la mayor parte de ellos gaseados en
Auschwitz. Los soviéticos insistían en el asesinato en masa de millones de prisioneros
de guerra, los británicos subrayaron en mayor medida las acusaciones contra los
almirantes Doenitz y Raeder por el ametrallamiento deliberado de los tripulantes de los
buques de guerra y mercantes que trataban de subirse en los botes salvavidas después
de que los submarinos alemanes (que a veces, para despistar a sus adversarios,
lanzaban a la superficie piernas, brazos y visceras de animales para darse por hundidos)
enviasen a pique su barco.
Hubo un crimen de guerra que no pudo abordarse: el asesinato de quince mil
oficiales polacos en las fosas de Katyn en 1940. El fiscal de los soviéticos, coronel Yuri
Prokovsky, llegó a leer en Nuremberg extractos de un informe que acusaba a los
alemanes, sin reparar en que la matanza se llevó a cabo cuando aún estaba en vigor el
pacto germano-soviético y un año antes de que las tropas de la Wehrmacht llegaran a
Katyn. Fue una tarea hercúlea para el Tribunal juzgar dos mil días de intenso terror que
causaron más de 20 millones de víctimas. Los judíos —el Estado de Israel no existía aún,
«de haber existido, los judíos se habrían salvado del genocidio», afirmó un
historiador— no tuvieron en Nuremberg una representación en consonancia con el
Holocausto. Israel nació como Estado diecinueve meses después de conocidas las
últimas sentencias. Los israelíes tuvieron su oportunidad con Adolf Eichmann.
En Nuremberg salió al aire tanta miseria y crueldad que un funcionario británico
informó a Londres de que se guardó parte de la documentación, tal era la carga que
contenía: se le ahorraba al Tribunal lo más horrible y escabroso. Uno de los documentos
se refería a los cadáveres de mujeres judías enviadas desde Auschwitz a Estrasburgo
para practicar en ellos experimentos médicos: «Nos quedan pocos cráneos de mujeres
de raza judía, por lo que es imposible llegar a conclusiones precisas después de su
examen». El jefe nazi de Polonia, Hans Frank, cuyos diarios revelaron ante el Tribunal
su decisión de asesinar a 2 millones de judíos polacos, comentó después de una
intervención del fiscal francés: «Qué estimulante es oírle. Esta es la mentalidad europea
que me gusta. Me encantaría charlar con este hombre». Julius Streicher, un reconocido
psicópata, editor del periódico antisemita Der Sturmer, respondió cuando le acusaron
con pruebas aplastantes de haber ordenado la destrucción de la sinagoga de
Nuremberg: «Lo hicimos por razones arquitectónicas, no por antisemitismo».
Llamó la atención la seguridad en sí mismos, la autoconfianza de algunos de los
acusados, cuando le preguntaron a von Papen por su perfil biográfico, respondió con
orgullo que había nacido en un territorio que fue propiedad de su familia «desde hacía
por lo menos 900 años». Von Neurath, que fue ministro de Asuntos Exteriores,
respondió engreído por su árbol genealógico: «Por parte de mi padre, procedo de una
vieja familia de funcionarios. Mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo fueron ministros
de Justicia y de Asuntos Exteriores de Wurtemberg. Por parte de mi madre, provengo
de una noble familia de Suabia». Para explicar que nunca fue antisemita, von Neurath
contestó así: «Me lo hubieran prohibido mis convicciones cristianas». Le traicionó algo
más que el subconsciente al afirmar poco después: «Yo creo que era necesario acabar
con la influencia judía en la esfera pública y en la vida cultural como se desarrolló
después de la Primera Guerra Mundial».
El pliego de cargos resultaba tan abrumador que los acusados se mostraban cada
vez más alterados. Se removían en sus banquillos, hacían muecas y gestos, negaban la
evidencia que llegaba en tres mil documentos, en testimonios, en filmaciones del horror.
Cada día que pasaba se mostraban más inseguros, más desanimados. Goering retiró la
vista de la pantalla cuando proyectaron documentales sobre los campos de exterminio.
También él se sentía inocente. «Reconozco —dijo— que los campos de concentración
son obra mía. Pero yo lo único que me proponía era reeducar a los prisioneros políticos.
No tenía la menor idea de que se cometiesen semejantes atrocidades».
Nuremberg dividió a los juristas de todo el mundo. Unos pusieron en duda su
legalidad, los vencedores juzgaban a los vencidos. Otros, por el contrario, afirmaron
que el juicio se había celebrado con todas las garantías jurídicas en sus 216 sesiones. El
veredicto, para 24 de los acusados (incluido Bormann, juzgado en rebeldía), fue el de
«muerte en la horca».

EL PATIBULO

Joachim von Ribbentrop fue el primero en subir al patíbulo, el tablado en el que se


ejecutaba la pena de muerte. El último después de 2 horas de ejecuciones fue Arthur
Seyss-Inquart, ex gobernador de Holanda y Austria. La mayoría de los condenados
mostró su valentía y hasta su altanería en la hora final. Otros invocaron al
Todopoderoso en petición de clemencia. Todos, salvo Rosenberg, pronunciaron sus
últimas palabras desde la plataforma del cadalso. El único que hizo una referencia a
Hitler o a la ideología nazi fue Julius Streicher.
El lugar elegido para los ahorcamientos fue un gimnasio en el que hasta unos días
antes los soldados norteamericanos de guardia en la prisión jugaban al baloncesto. Se
alzaban tres patíbulos, uno de ellos de reserva. Para ganar tiempo, la policía militar
llevaba hasta la horca al siguiente condenado mientras el que le precedía se balanceaba
en la soga. Hubo una soga nueva para cada condenado. Von Ribbentrop entró en el
gimnasio a la 1.11, hora de Nuremberg. Después del suicidio de Goering, todos los
condenados fueron esposados por sus guardianes. Cuando el oficial leyó su nombre,
von Ribbentrop subió los escalones del patíbulo sin asomo de vacilación. Delante de los
testigos pronunció su última voluntad: «Que Dios proteja a Alemania», dijo y añadió:
«¿Puedo decir algo más?». Cuando el intérprete respondió afirmativamente, el ex
ministro de Asuntos Exteriores manifestó con voz firme: «Mi último deseo es que
Alemania siga unida y que el Este y el Oeste lleguen a un acuerdo. Le deseo paz al
mundo». El verdugo le puso la capucha negra, ajustó la cuerda, movió la palanca y el
cuerpo de von Ribbentrop cayó al vacío.
El mariscal von Keitel fue conducido hasta la horca situada al lado. El periodista
Kingsbury Smith, testigo de los ajusticiamientos, escribió que Keitel subió al patíbulo
mucho más sereno que su antecesor. Cuando le preguntaron por su nombre respondió
en voz alta y subió la escalera «como si fuera a pasar revista a los ejércitos alemanes».
Sus últimas palabras las pronunció con voz clara: «Pido a Dios que tenga piedad del
pueblo alemán. Más de dos millones de soldados alemanes han muerto por su patria
antes que yo. Sigo a mis hijos. Todo por Alemania». Keitel demostró mayor coraje ante
la horca que ante el Tribunal, donde cargó toda la culpa sobre las espaldas de un
suicidado, Hitler. Tras la ejecución de Ribbentrop y Keitel se hizo una pausa para fumar
unos cigarrillos. Los forenses subieron al patíbulo: «Han muerto», comunicaron al
oficial. Los dos cadáveres fueron sacados en parihuelas. «Por favor, caballeros, apaguen
sus cigarrillos», pidió entonces el coronel, según la vivida descripción de Smith.
Kaltenbrunner se humedeció los labios para pronunciar su nombre en voz baja: «He
querido a mi pueblo alemán y a mi patria con todo mi corazón —dijo—. He cumplido
mi deber y con las leyes de mi pueblo. Siento que mi nación estuviera guiada por
hombres que no eran soldados y que cometieron crímenes de los que yo no tenía
noticia». El sucesor de Heydrich, el hombre que ordenó a Rudolf Hess el gaseamiento
de más de millón y medio de judíos polacos, el nazi que le dijo un día a Himmler «la
represión es la esencia del poder», tan sólo pronunció estas palabras: «Alemania, buena
suerte». Su trampilla se abrió a la 1.39.
Rosenberg, uno de los tipos más grises y repulsivos de la nomenklatura nazi, fue
acompañado al cadalso por un pastor protestante. Se negó a pronunciar palabra. Hans
Frank subió a la horca con la sonrisa en los labios. Se acababa de convertir al
catolicismo. El ángel exterminador de Polonia veía la soga como una liberación. Según
Smith, respondió con sangre fría a su nombre. Después susurró estas palabras: «Les
agradezco el tratamiento que me han dado durante el cautiverio y pido a Dios que me
acepte con misericordia». La única frase de Wilhelm Frick, protector de Bohemia-
Moravia y ministro del Interior hasta 1943, fue: «¡Viva la Alemania eterna!».
La de Julius Streicher quedó para la historia como la intervención más
melodramática. Merece la pena reproducir el testimonio de Kingsbury Smith, director
general para Europa del International News Service.
«Aquel feo hombrecillo, parecido a un enano, que vestía un traje raído y una camisa azulada, muy usada y
abrochada hasta el cuello, sin corbata, miró a los tres patíbulos de madera que se alzaban amenazadores ante
él. Dos de los patíbulos se utilizaban alternativamente para ejecutar a los condenados y el tercero se guardaba
en reserva. Dos guardias, uno a cada lado, lo llevaron a la primera horca, situada a la izquierda de la entrada.
Streicher recorrió con paso firme los dos metros que le separaban de los peldaños de madera, pero su rostro
mostraba un tic nervioso. Cuando los guardianes le hicieron detener al pie de la escalera para proceder a su
identificación oficial, Julius Streicher lanzó un grito penetrante: “Heil Hitler!”. Cuando el eco del grito se apagó,
otro coronel norteamericano, que permanecía de pie junto a la escalera, dijo con aspereza: “Pregúntele su
nombre”. Streicher vociferó: “¡Sabéis muy bien cómo me llamo!”. El intérprete repitió la pregunta y el
condenado gritó: “¡Julius Streicher!”. Cuando subió a la plataforma, dijo con voz estentórea: “¡Ahora es Dios
quien ha de juzgar!”.
Después de subir los trece escalones que conducían a la plataforma de madera pintada de negro, de 2,40
metros de altura por 2,40 de ancho, Streicher fue empujado, haciéndole dar dos pasos en dirección al punto
fatídico, situado bajo el nudo corredizo. Este se hallaba suspendido de un anillo de hierro sujeto a un viga
horizontal apoyada sobre dos postes. El verdugo, que era un sargento del ejército norteamericano, sostenía la
soga apoyada en un listón de madera. Sus guardianes hicieron girar a Streicher para que mirase hacia adelante.
Contempló de nuevo a los oficiales aliados y a los ocho corresponsales que representaban a la prensa mundial,
alineados frente a una pared y ante unas mesitas, vueltos de cara al patíbulo. Los ojos de Streicher echaban
llamaradas de odio. Mirando a los testigos, vociferó: “Put Purim fest, 1946! El Purim o fiesta de Esther es una
festividad judía que se celebra en la primavera y conmemora la muerte en la horca de Aman, opresor bíblico de
los judíos. (Anotación del libro de Louis L. Snyder La guerra, en la excelente traducción de Antonio Ribera).
“Pregunte a este hombre si quiere pronunciar unas últimas palabras”. “Los comunistas te colgarán algún día”, dijo el
condenado. Cuando le ajustaron la caperuza negra sobre la cabeza, pudo oírse que Streicher decía: “Adela, mi
querida esposa”.
En aquel momento, el escotillón se abrió con fuerte golpe. La cuerda quedó tensa de inmediato y el cuerpo
se balanceó locamente. Todos pudieron oír con claridad un gemido procedente del oscuro interior del patíbulo,
seguido de un estertor ahogado».

El segundo condenado más desafiante después de Streicher fue Ernst Sauckel,


responsable de la deportación de cinco millones de personas desde sus hogares hasta
Alemania para ser utilizadas en los trabajos forzados. Sauckel ordenó que los
deportados fueran explotados «en el mayor grado posible con el menor coste posible».
«Muero inocente —gritó—. Esta sentencia es equivocada. Dios proteja a Alemania y la haga
grande otra vez. ¡Viva Alemania! Dios proteja a mi familia». El escotillón se abrió a las 2.26
de la madrugada.
El noveno jerarca nazi en acceder a los peldaños del patíbulo fue el mariscal Alfred
Jodl. Lo hizo con abundantes signos de nerviosismo. El jefe de la Sección de
Operaciones habló con voz tranquila: «Saludos, Alemania mía».
El último de los condenados, el checoslovaco Seyss-Inquart, subió despacio,
ayudado por 2 guardias: «Espero —afirmó— que esta ejecución sea el último acto de una
tragedia, la Segunda Guerra Mundial. La paz y el entendimiento deben existir entre los pueblos.
Creo en Alemania».
En la hilera de cadáveres del gimnasio de Nuremberg no podía faltar el cadáver de
Hermann Goering. Cuando todavía se balanceaba el cuerpo de Seyss-Inquart, canciller
de Austria y comisario en Holanda, llegó el cuerpo de Goering. El coronel encargado de
las ejecuciones alzó la manta que cubría al ex mariscal y mostró el cadáver a los
corresponsales para que éstos comprobaran que estaba muerto y bien muerto. No debía
extenderse el rumor de que el jefe de la Luftwaffe y número dos del régimen nazi hasta
su traición había escapado con vida. Vestía pijama negro de seda cubierto con un jersey.
LA HORCA EN JAPON

A más de doce mil kilómetros de distancia, en Japón, les llegó también su hora a los
militaristas, a los responsables del ataque a Pearl Harbor, a los que ordenaron las
matanzas, a todos menos al emperador. También funcionó un tribunal de guerra
formado por las potencias vencedoras. El enemigo número uno era el general Hideki
Tojo, primer ministro cuando se ordenó el ataque a Pearl Harbor. Permaneció en el
cargo hasta la caída de las islas Marianas. Tojo era la imagen del fanatismo nipón.
Conocido como «La Cuchilla», era muy popular en el ejército. Los liberales y los
hombres de la armada japonesa lograron sustituirlo por Koiso.
Tojo esperaba en su modesta residencia de Tokio a los soldados norteamericanos
encargados de apresarle. MacArthur ordenó la detención inmediata de cuarenta
criminales de guerra. Tojo era el primero de la lista. Los fotógrafos y los periodistas
rodearon su casa de Setagaya. El general escribía en su despacho presidido por una
fotografía con su mejor uniforme y todas las condecoraciones. En frente, se veía
desplegada en la pared una piel de tigre regalo de un admirador malayo. El general
pidió a su mujer que abandonara la casa junto con la sirvienta. «Cuídate», le dijo su
esposa antes de partir. Temía que el general se hiciera el haraquiri. La policía militar
norteamericana rodeó en ese momento la casa del ex primer ministro. Eran las 4.17
horas cuando se escuchó un disparo. El comandante Paul Kraus y el reportero del New
York Times George Jones irrumpieron en el despacho de Tojo. El general aparecía caído
en una mecedora con el pecho ensangrentado y una pistola humeante en su mano
derecha, un revólver Colt calibre 32. Estaba vivo. Pidió un vaso de agua. Se lo bebió y
pidió otro más. En el jardín, la señora de Tojo repetía de rodillas una oración budista. A
las 4.29, el ex general abrió los labios para declarar a los periodistas que le rodeaban
mientras le atendía un médico japonés: «La gran guerra de Asia Oriental era recta y estaba
justificada. No deseaba que me juzgara el tribunal de los vencedores. Espero el recto juicio de la
historia». Su voz se hizo más audible: «Pretendía suicidarme, pero a veces hasta eso falla». La
bala le rozó el corazón. Cuando el general Eichelberger llegó hasta el hospital de
Yokohama donde internaron al ex primer ministro, Tojo abrió los ojos y trató de
inclinarse. «Me muero», dijo. John Toland recogió así la escena:
«—Siento haberle causado tantos problemas, general.
—¿Se refiere a esta noche o a los años anteriores? —preguntó Eichelberger con ironía.
—Esta noche. Quiero regalarle mi nuevo sable».

Los médicos salvaron la vida del general, juzgado luego como criminal de guerra. Al
día siguiente, el mariscal Sugiyama fue más certero con su pistola: se disparó un tiro en
el centro del corazón. También el príncipe Konoye tuvo mejor suerte. El proceso por
parte de los vencedores era algo que mal podía aceptar un aristócrata orgulloso como
él. Cuando su hijo entró en la alcoba se encontró a Konoye extendido en la cama, con
expresión de serenidad en su rostro de patricio. Una botella de color marrón que
contenía el veneno apareció vacía junto a la almohada.
El Tribunal aliado de Tokio condenó a muerte a siete dirigentes japoneses, uno de
ellos el general Hideki Tojo. Los siete fueron colgados y otros dieciocho condenados a
penas de prisión mayor. Varios tribunales declararon culpables a cinco mil japoneses,
de los cuales más de novecientos fueron ejecutados. Entre ellos había uno muy
conocido, el general Yamashita, el «Tigre de Malaya», el más hábil de los guerreros
japón eses. Lo juzgaron durante 42 días en la sala de baile de la residencia del procónsul
norteamericano en Manila, la destruida capital filipina. Como los acusados alemanes, el
general, con el cráneo afeitado y todas sus condecoraciones sobre el pecho, intentó
salvarse al desviar responsabilidades: tan sólo cumplía órdenes de sus superiores.
Nunca oyó hablar de atrocidades cometidas por sus legiones que causaron la muerte a
un millón de filipinos. El 7 de diciembre de 1945, aniversario del bombardeo de Pearl
Harbor, el general Yamashita fue condenado al patíbulo. Sería ahorcado el 23 de febrero
de 1946 cerca de Manila. Denis Warner, compañero de fatigas en la guerra de Vietnam,
que asistió al proceso, ha escrito que el general Yamashita no pudo ser responsable
absoluto de los excesos de aquel terrible período.
Tras redactar su testamento, en el que pedía a los norteamericanos que defendieran
a los japoneses del contagio del marxismo —«Hemos sido el único baluarte en Asia
contra el comunismo»—, el general Tojo escribió dos poesías:

Aunque ahora me voy,


volveré a mi tierra,
porque debo pagar la deuda contraída con mi nación.

Ha llegado la hora del adiós


esperaré bajo el musgo
hasta que nazcan las flores
en las islas de Yamoto (japón).

Subió lleno de dignidad ante la muerte los trece peldaños que le separaban del
cadalso. Poco después de la medianoche del 22 de diciembre de 1948, el escotillón se
abrió para dejar que cayera el cuerpo del general. Todos menos Hirota gritaron
«¡Banzai!» en homenaje al emperador. El general Tojo rindió un último servicio al Hijo
del Cielo, al dios hecho hombre que subió al trono del Crisantemo en 1926: cargó sobre
sus espaldas con todas las culpas. A las 2.30 horas del domingo 23 de diciembre, los
siete condenados habían muerto ahorcados en la fúnebre prisión de Sugamo. El
emperador Hirohito se encerró solo en la biblioteca de palacio. No quiso que nadie le
molestara. Ese día, el príncipe heredero Akihito cumplía años. El emperador dio orden
de que suspendieran la fiesta del aniversario. En su soledad, debió recordar los versos
de su abuelo, el emperador Meiji, que leyó a los generales que se preparaban para
atacar Pearl Harbor: «Todos los océanos son hermosos, ¿por qué, entonces, los vientos y
las olas invaden el mundo?». «Mi vida —afirmó un día— ha sido la de un pájaro en una
jaula».
El presidente Truman decidió salvar la vida del emperador. Tojo se fue a la horca
con los labios cerrados «como un caballero y un patriota», como afirmó uno de los
abogados defensores de los criminales de guerra. Joseph Keenan, que tanto hizo en su
defensa, fue recibido por Hirohito antes de abandonar Japón. Le dedicó una fotografía y
le entregó un bolso de mano como regalo para su mujer. El dueño de una galería de arte
de la famosa calle Ginza regaló al abogado un topacio «como agradecimiento porque el
emperador fuera declarado inocente». En el Nuremberg asiático, el general Tojo
aseguró ante el tribunal: «La guerra la decidió mi Gobierno. Desde el comienzo de las
hostilidades, el emperador tan sólo deseó la paz. La guerra se declaró contra sus deseos y su amor
a la paz». Un diario japonés tituló por aquellos días: «¿Qué es lo que piensa el
emperador? No podrá ocultar por más tiempo su responsabilidad por los crímenes de
guerra».
Hirohito solicitó una entrevista con el general Douglas MacArthur. Se celebró junto
a una chimenea en la embajada de Estados Unidos en Tokio. Los consejeros de la corte
le recomendaron que no aceptara ninguna responsabilidad por la guerra y por los
crímenes cometidos por sus soldados y sus procónsules, pero hizo todo lo contrario:
«Vengo aquí, general MacArthur, para ofrecerme al juicio de los poderes que usted
representa y hacerme responsable de todas las decisiones políticas y militares tomadas
por mi pueblo en el curso de la guerra».
MacArthur escribió en sus Memorias que «se sintió conmovido “hasta los huesos”.
Era el Emperador por nacimiento desde la cuna, pero en ese instante me di cuenta de
que me encontraba frente al primer caballero de Japón por derecho propio».
MacArthur le tendió un cigarrillo rubio americano que el emperador, el
cientoveintuatro de la dinastía, aceptó. El general le encendió el pitillo y las manos del
Hijo del Cielo temblaban. Cuando, allá por los años sesenta, le pedí una entrevista al
soberano del Sol Naciente, convertido tras la guerra en un rey de carne y hueso, el jefe
de protocolo del palacio imperial me respondió: «Haremos todo lo posible para
satisfacer su honorable deseo». Era la forma japonesa de decir que no. Días más tarde, el
funcionario me dijo con una leve inclinación de cabeza: «La familia imperial no concede
entrevistas desde hace dos mil años».
Capítulo veinte

Hiroshima

Dudé un momento cuando me llegó la hora de firmar en el libro de visitas del Museo de
Hiroshima. Por lo que pude observar, los que firmaron antes que yo lo habían dicho
todo —la pena, la compasión, el horror, la solidaridad—, de modo que me limité a
trazar un garabato con mi nombre. Nada más. En el Parque de la Paz de la ciudad
japonesa, los niños daban de comer a las palomas o lanzaban al aire cometas de pájaros
de papel, el símbolo del cumplimiento de un sueño, el de la paz eterna. Estos niños
vestían como los hijos de los que arrojaron la bomba atómica aquel 6 de agosto de 1945.
Comían palomitas, bebían el refresco de los vencedores y jugaban al béisbol. El día
anterior, los héroes del béisbol de Hiroshima, los Carpas, habían ganado a los Gigantes
de Tokio. El hombre que me vendió un perrito caliente no recordaba el 6 de agosto:
«Pero mi madre —me dijo— no lo ha olvidado aún, tiene pesadillas». No dijo más. Para los
que viven, el día de la bomba atómica se trata de un recuerdo demasiado directo,
repetido, ruidoso, envolvente, pesado. «¿Quién se preocupa de mirar la flor de la
zanahoria en el tiempo de las cerezas?», se preguntaba el poeta Sode Yamaguchi en el
siglo XVIII.
El tren Bala me trajo en 5 horas desde Tokio. La ciudad contaba ahora con un millón
de habitantes. Las agujas del reloj, encontrado entre los escombros, marcaban la hora de
la tragedia, las 8.15. Hiroshima, por el contrario, pegó un brinco colosal: era no sólo la
sede de los Carpas, sino de una conocida fábrica de coches. Los escaparates de los
comercios bullían de lujo, con bolsos importados de Italia y perfumes de París. En los
restaurantes servían las mejores ostras del Japón. La otra cara, la de la ciudad
desintegrada por la explosión y los rayos gamma, era la que atraía a millones de
visitantes: «Nunca más Hiroshima». La ciudad no podía menos que prosperar con
hombres como el presidente de la empresa automovilística. Un mes después del
desastre, Tsuneji Matsada se dirigió a la vecina Kyushu para buscar neumáticos usados,
cubiertas y restos de aviones con los que empezar de nuevo. En la cresta de la ola del
milagro japonés, su empresa era la tercera constructora de coches de Japón y empleaba
a 28.000 personas en Hiroshima.
La adelfa es la planta de la ciudad mártir. Blanca y roja, crece con profusión en los
parques y jardines, en las largas avenidas, en las orillas del río que discurre al sur de la
ciudad. «Fueron las primeras flores que crecieron aquí —nos dijo Yonekura—. Nos
demostró que nuestro suelo no quedaría estéril durante décadas, como pronosticaron
algunos expertos. Fue la promesa de que nuestra ciudad volvería a ser verde otra vez».
Una décima parte de los habitantes de Hiroshima están censados como supervivientes
de la bomba, bien porque se encontraban en la ciudad el 6 de agosto o porque llegaron
poco después, cuando la radioactividad era todavía muy alta. Cada mes de agosto,
miles de visitantes de todo el mundo se reúnen ante el cenotafio del Parque de la Paz en
el que aparecen inscritas las palabras: «Descansen en paz, no volveremos a cometer el
error». El error se nos atribuye a nosotros, a los turistas que nos inclinamos hacia esas
palabras, no a los que lanzaron la bomba, la Little Boy, los norteamericanos, o los que
desataron la guerra del Pacífico, los generales japoneses. Muchos de éstos tan sólo se
sienten víctimas, en ningún caso agresores o verdugos al servicio de uno de los
regímenes militares más implacables de la historia. El lema «Nunca más Hiroshima»,
evocado cada año en el momento de las conmemoraciones, sonará a hueco «mientras
haya ministros que vengan a apoyar la actuación del Ejército Imperial durante la última
guerra —nos decía Kazuhito Yatabe—, y mientras en los manuales escolares no cuenten
la estricta verdad histórica. En esta nación posmoderna en la que reina el simulacro, en
que domina el culto a la imagen, la transmisión de la realidad intangible pasa al final
por la palabra: en el otoño de sus vidas, todos los que han sobrevivido al infierno se
transforman en kataribe, como los narradores de cuentos de la corte imperial de la
historia nipona».
Muchas de las predicciones apocalípticas que se hicieron después de la bomba
atómica no se convirtieron en realidad. No sólo la ciudad volvió a cubrirse de verde,
sino que muchos de los supervivientes criaron niños robustos, que a su vez fueron
padres de hijos llenos de salud y de vida. Pero no se pueden adelantar los efectos a
largo plazo de la explosión que conmovió al mundo. Es la vida en la incertidumbre. En
los tiempos del miedo nuclear, el alcalde de Hiroshima afirmaba: «La humanidad se
encuentra en la encrucijada entre la supervivencia y la destrucción». Una mujer sentada
en el Parque de la Paz me decía: «Tenemos que hacer algo. Piense en que las armas
nucleares de hoy son mucho más poderosas que la bomba atómica. Un sólo submarino
nuclear puede desencadenar dos mil Hiroshimas». Frente a la cúpula y el esqueleto del
edificio que fue el salón de Fomento Industrial que se conserva tal como quedó después
del bombardeo del Enola Gay, un monje budista de túnica azafrán recitaba unos mantras
con la sílaba sagrada «Om». Hiroshima no puede evitar esa vertiente de gran carnaval
de Lourdes o Fátima, la comercialización de la tragedia. Todo aparece allí envuelto en el
celofán del negocio. Después de los coches, los barcos y las ostras, la paz es la cuarta
gran industria de la ciudad. Es lo que llaman el «picadon shobai», el negocio del
resplandor y el pum del hongo apocalíptico y la explosión. Sinceras, místicas,
arrebatadas o preocupadas por su negocio, las criaturas más insólitas pueblan el Parque
de la Paz. Un profesor de filosofía retirado que se hacía llamar el «Reactor Humano»
rezaba durante días enteros frente al cenotafio entre los cánticos y el sonido de los
tambores de los bonzos. Los niños japoneses se nos acercaban para probar su inglés con
esta pregunta: «¿Ama usted la paz?». Sesenta y tres tomos recogen los nombres de los
186.949 muertos hasta hoy por la bomba.
No había ninguna referencia a los 100.000 chinos asesinados a bayonetazos en
Nanking en 1937, a los destrozos causados en Manchuria en 1931, en Pearl Harbor, en
Manila, en Singapur, en Java o en Hong Kong. Los japoneses han cancelado esa parte de
la historia, los ataques a los chinos con gás nervioso o los experimentos bacteriológicos
en Manchuria. Por fin en 1994 el Museo de la Paz abrió un ala Este en la que se
recordaban, con sordina, algunas de las guerras libradas por los japoneses el siglo
pasado. La sacralización de Hiroshima, mon amour de Marguerite Duras y Alain Renais
ha provocado un sarpullido de fuentes, parques, monumentos, museos, campanas de la
paz, signos de paz. Escribe el periodista Tiziano Terzani que «hasta las palomas están
aburridas con la paz». Es la saturación del mensaje, la trivialización del mito. Pero
Hiroshima es la alternativa al templo sintoísta de Yasukuni Jinja de Tokio: el altar de los
nostálgicos del pasado, de los ciudadanos de extrema derecha, que se embriagan con el
sonido de las marchas militares. Los ex combatientes se encierran bajo una campana de
cristal llena de fotografías del glorioso ejército imperial: inclinan la cabeza en dirección
al palacio del emperador. En el Museo de la Guerra no veo ninguna referencia a la
culpabilidad japonesa: son los artefactos de la campaña desde Pearl Harbor en adelante
hasta el día, en 1948, en que ahorcaron al general Tojo por criminal de guerra. Allí
figuran el avión Zero, un cañón como los que segaron las vidas de los marinos en el
Pacífico y la primera locomotora que circuló por la carretera de Birmania desde
Tailandia. Al asomarse al templo sintoísta, no puede uno menos de recordar al amigo
Deakin, el inglés que descendió en aquel infierno del río Kwai en territorio tailandés.
Hay piedras y lápidas conmemorativas por todas partes. Ni un recuerdo para las
víctimas, los Deakin del sureste asiático o del Pacífico. Es el culto a los muertos de la
guerra. Hasta los Kempeitai, el equivalente nipón de los SS, tienen su lugar en el museo.
Ni una sola referencia a la derrota.
Los bombardeos estratégicos sobre Tokio causaron más muertes que en Hiroshima y
Nagasaki y más que el demoledor ataque aéreo sobre Dresde. La bomba atómica es el
punto de referencia, el arma demoníaca y sobrenatural, el peor pecado cometido en el
siglo XX; pero en los museos de Hiroshima no hubo sitio durante años para los asiáticos
que cayeron ante los soldados japoneses. Han pasado esa página de la historia. Los
veinte mil coreanos muertos se merecen un pequeño recuerdo en un oscuro rincón del
Parque de la Paz. Sus descendientes, al contrario que los japoneses, no han recibido
ninguna compensación. La crítica a los comportamientos japoneses se interpreta
siempre o casi siempre como cosa de racistas: ni un solo recuerdo para los excesos
cometidos en la que Churchill llamó «la guerra innecesaria».
CONCIENCIA DE CULPA

La BBC llevó a Hiroshima, cuarenta y cinco años después, a los supervivientes de la


tripulación del Enola Gay, el B-29, la superfortaleza volante que lanzó la bomba. Nunca
habían estado allí. Las reacciones de los pilotos y tripulantes sobre el terreno dieron la
medida de lo que podía esperarse: uno de ellos lloró y no dijo nada, otro dio palmaditas
en la espalda de los supervivientes y dijo tonterías, otro de ellos hizo una pregunta
después de otra como si tratara de resolver un conflicto interior. «Todos ellos —señaló
un cronista— hallaron gran alivio en la discusión de los tecnicismos: el lugar exacto del
epicentro, el color concreto de las nubes, la altura del avión, la temperatura del aire…
En una palabra, todo lo que apartara sus mentes y sus conciencias de los efectos de la
bomba sobre los seres humanos». Estos hombres no eran crueles, por el contrario, eran
gente normal, con emociones humanas normales. El general Paul Tibbets, jefe de la
expedición, confirmó lo que ya sabíamos: «Nunca he perdido una sola noche de sueño
por este asunto, y nunca la perderé. No tengo nada de que avergonzarme». Es lo mismo
que Primo Levi y los supervivientes de los campos nazis dijeron de sus verdugos: son
como tú y como yo. El exterminio nace en nombre de la disciplina y el progreso
científico. Uno de los doctores nazis del campo de Auschwitz aseguró, convencido, que
matar gente era «un asunto meramente técnico». La bomba atómica es el sustitutivo
científico del Juicio Final. El doctor Oppenheimer, uno de los científicos que fabricaron
la bomba que borró Hiroshima del mapa, citó el libro sagrado de la India, el Bhagavad
Gita, al comprobar los efectos de Little Boy: «Me he transformado en la muerte, el
destructor de los mundos». Los bombardeos estratégicos sobre Alemania convirtieron
en bellas artes uno de los horrores inaugurado en Guernica: rebajar la moral del
enemigo que se encuentra bajo las bombas.
Desde que la bomba Little Boy (muchachito) destruyó Hiroshima se han realizado
casi 2.000 ensayos nucleares. Al cumplirse los 45 años del lanzamiento de la bomba,
10.175 nuevos nombres se añadieron a la lista de las víctimas del holocausto nuclear de
Hiroshima. Aquella bomba de uranio de 3 metros de longitud, 70 centímetros de
diámetro y 4 toneladas de peso que estalló sobre la ciudad formó una gigantesca
columna de humo en forma de hongo y dio origen a una temperatura de 4000 grados
centígrados; había matado para entonces a 167.243 personas. Es de bárbaros escribir un
poema después de Auschwitz, señaló Theodor Adorno. ¿Y después de Hiroshima? El
historiador alemán Ernst Nolte relacionó el asesinato en masa de los judíos con el
exterminio de los kulaks (campesinos acomodados de Rusia) por Stalin. La aniquilación
de los judíos europeos, según Nolte, fue una reacción de Alemania a la amenaza del
bolchevismo que Hitler identificaba objetivamente con el judaismo. Para los militaristas
japoneses no hay nada que aprender del pasado: la guerra fue una consecuencia de la
actitud racista de los norteamericanos, que querían el Pacífico para ellos solos. La suya
habría sido una guerra de liberación de los imperios coloniales.
Es distinta la aproximación de los alemanes y japoneses a la cuestión de la
culpabilidad en la guerra. Los alemanes han hecho una virtud de su conciencia de
culpa. Cuando en diciembre de 1970 al canciller alemán Willy Brandt viajó a Varsovia
para negociar un nuevo tratado entre Polonia y la República Federal, visitó el mausoleo
de las víctimas del gueto de Varsovia y cayó de rodillas: «Este gesto no estaba
preparado. Oprimido por la memoria de la historia reciente de Alemania, hice lo que la
gente hace cuando se queda sin palabras», escribió más tarde. Unas palabras como esas
no hubieran sido posibles en Japón. Es lo que opina Ian Buruma, autor de un revelador
libro titulado The wages of guilt: Memories of war in Germany and Japan. Cuando en
diciembre de 1991 el alcalde de Honolulú pidió al presidente Bush que invitara a las
autoridades japonesas a la celebración del 50 Aniversario de Pearl Harbor sólo si
mostraban su arrepentimiento por el ataque, las autoridades niponas rechazaron la
invitación. «Todo el mundo es responsable de la guerra», contestó un portavoz del
Gobierno de Tokio. Según esta regla de tres, también Estados Unidos debía pedir
perdón.
El escritor holandés Ian Buruma, profundo conocedor de Japón y del idioma y la
cultura niponas, vivió allí en los años setenta y ochenta. Una de las cosas que más le
llamó la atención fue que a pesar de la popularidad de la película El puente sobre el río
Kwai, nadie se planteó la cuestión del brutal tratamiento de los prisioneros de guerra
por parte del Ejército Imperial. En cambio, en Alemania descubrió el fenómeno
contrario. «La guerra alemana se recordaba en la televisión, en la radio, en las escuelas,
en los museos, en los auditorios de las comunidades. Se trabajaba la memoria alemana,
era como una gran lengua que presionaba una y otra vez sobre una muela picada».
Culpa y vergüenza. Los alemanes, abrumados por la culpa, necesitaban confesar sus
pecados para que éstos les fueran perdonados. Una gran parte de los japoneses
permanecen en silencio. El presidente del Parlamento alemán, Philipp Jenninger,
cometió el error en 1988, en el quincuagésimo aniversario del primer ataque sistemático
contra los judíos, «la noche de los cristales rotos», de recordar a los alemanes cómo llegó
Hitler al poder, con el aplauso y la connivencia de la inmensa mayoría. Los alemanes
creyeron que Jenninger compartía actitudes y sentimientos que sólo trató de describir.
El resultado fue la dimisión. Al alcalde de Nagasaki, Motoshima Itoshi, se le ocurrió
decir que, en su opinión, el emperador, agonizante por aquellas fechas, era el primer
responsable de la guerra. El alcalde jugaba con fuego. Esa acusación era algo que las
organizaciones patrióticas y de extrema derecha no pudieron soportar. Lo expulsaron
de su partido político. Al día siguiente de la muerte de Hirohito, un fanático
nacionalista disparó contra el alcalde y estuvo a punto de matarlo. Ni todos los
alemanes, ni todos los japoneses desean que les restrieguen en la cara los pecados del
pasado. Cuando en los años ochenta una estudiante de la ciudad alemana de Passau
trató de escribir una tesis sobre la colaboración de sus ciudadanos con el nazismo,
tropezó con la hostilidad de Fuenteovejuna. Primero fueron sus profesores los que
trataron de persuadir a Anja Rosmus: no era un asunto lo bastante interesante como
para dedicarle una tesis. Anja estaba decidida a terminar su trabajo. Se le cerraron los
archivos y las bibliotecas. Después llegaron las amenazas. Puños anónimos golpearon la
puerta de su casa, rompieron los cristales de sus ventanas durante la noche, mataron a
su gato y la llevaron a juicio por difamación.
Alemania sufre de amnesia en los años de la posguerra: están demasiado
preocupados consigo mismos. Después, la nueva generación de alemanes empieza a
preguntarse qué es lo que pasó en el hitlerseit, en la guerra y el Holocausto. Ian Buruma
atribuye este cambio de mentalidad, este nuevo interés por el pasado a 2 hechos: uno, la
serie de televisión norteamericana Holocausto, que fue vista por 20 millones de alemanes
en enero 1979; otro, quizá más sustancial, la serie de procesos a oficiales y guardianes
del campo de Auschwitz en 1964, y contra los empleados del campo de Maidanek (en
1975-81) por crímenes contra la humanidad. Nuremberg no se ocupó demasiado de los
crímenes contra los judíos. Se conoce poco a poco la guerra dentro de la guerra, la
historia sobre cómo los nazis trataron de exterminar a todo un pueblo. La guerra
relámpago, Stalingrado, la invasión de Francia o el bombardeo de Dresde, lo que al final
ha quedado por encima de otros recuerdos ha sido el Holocausto. En Japón ese
recuerdo es Hiroshima, no la batalla de las Midway o Guadalcanal o las matanzas de
Nanking. El ministro de Justicia de uno de los gobiernos de los años 90 llegó a decir que
el asesinato de 100.000 chinos (por lo menos) en Nanking era una invención. Son las
víctimas de la guerra, no los agresores. Ese mismo argumento es el que esgrimen los
neonazis en Alemania.
Nada decían hasta ahora los libros de texto japoneses sobre el régimen imperial, que
preparaba a los soldados dentro de una rigurosa disciplina para cometer las mayores
barbaridades sobre los pueblos ocupados. Aunque Japón renunció al uso de la fuerza en
1945, sus dirigentes nunca han pedido perdón por el comportamiento durante la guerra.
Algo se ha avanzado. El emperador Akihito esbozó un borrador de disculpas cuando
visitó China en 1992. Los libros de texto se han censurado hasta tiempos recientes para
ocultar ese lado oscuro. La aparición de las comfort women (literalmente, mujeres
consuelo, esclavas sexuales) vino a irritar aún más a los que han levantado una torre de
marfil en la sociedad japonesa para evitar que se conozca la verdad. Entre 1931 y 1945
más de 150.000 jóvenes coreanas, chinas, filipinas y hasta europeas de las Indias
holandesas fueron obligadas a prostituirse por las autoridades niponas. «Me llevaron
virgen a un campamento de Shanghai. Cada día me obligaban a acostarme con 15 soldados. El
asco y el cansancio eran tales que quise morir», así se manifestó una de las comfort girls de
nacionalidad coreana. Muy pocas volvieron a casa, porque se suicidaron o murieron
asesinadas o víctimas de las enfermedades y el hambre. Eso no figuraba en los libros de
texto. «Los prostíbulos militares organizados a punta de bayoneta fueron
responsabilidad de los empresarios privados y no del Ejecutivo», se disculpó un
portavoz del Ministerio del Trabajo en Tokio. Shintaro Uno aseguró que había matado a
40 personas y torturado a muchas otras «por el bien de nuestro país, por la obligación Filial
con nuestros antepasados». Un joven oficial destinado en China confirmó que el rito
iniciático consistía en decapitar a un ciudadano chino: «Eramos —confesó— seres
humanos convertidos en demonios asesinos, una prolongación natural del
entrenamiento que recibimos en el Japón».
Como los científicos nazis, sus colegas japoneses hicieron, aunque no a tan gran
escala, experimentos con los prisioneros de guerra; les inyectaron desde la peste
bubónica hasta la fiebre tifoidea. De vez en cuando, noticias del mea culpa de algunos
soldados y científicos aparecen en rincones perdidos de los periódicos. Lo hacen a título
particular. Su testimonio es personal. No figuran en los libros de texto escolares, al
menos hasta tiempos recientes. El ataque a Pearl Harbor se toca de pasada en esos
textos. «¿Fue la bomba atómica realmente necesaria?», se pregunta uno de estos libros.
«El presidente Truman dijo que el uso de la bomba salvó las vidas de decenas de
millones de norteamericanos y soldados aliados. Y los científicos ingleses aseguran que
el lanzamiento de la bomba atómica sacrificó a los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki
como instrumentos de la estrategia de la posguerra frente a la Unión Soviética». Otra
teoría señala que «la bomba fue lanzada para justificar los 2.000 millones de dólares que
se invirtieron en su fabricación». Poco a poco, los libros de texto japoneses empiezan a
reflejar al menos una parte de la verdad: el horror se explica aunque sea en dosis
homeopáticas.
Cuando el primer ministro Murayama celebraba el 49º Aniversario de la Rendición
japonesa, hablaba del «profundo arrepentimiento de corazón» y presentaba sus
condolencias a las víctimas «en Asia y en todo el mundo», 6 miembros de su Gobierno
se reunían en el templo de Yasakuni, dedicado a los 2.600.000 caídos en la guerra. Es,
como ya hemos contado, el emblema del pasado militarista. Los nombres de los héroes
de esa guerra aparecen reflejados en las lápidas e inscritos en los árboles. En Europa,
explicaba el alcalde de Nagasaki, los sentimientos de sus ciudadanos están basados en
siglos de filosofía y religión. «Los japoneses sólo reverencian la naturaleza. Y en un
mundo regido por la naturaleza no se plantea la cuestión de la responsabilidad
individual». Eso hace que el ministro de Medio Ambiente, Shin Sakurai, afirme sin que
le tiemble la voz «que la ocupación japonesa de las naciones asiáticas ayudó a la
independencia, a la difusión de la democracia y al aumento en la tasa de
alfabetización». La organización de ex combatientes, los «viejos soldados» los llaman, es
muy poderosa en Japón. Se han publicado novelas antibélicas como La condición humana
de Gomikawa o Fuego en la llanura de Ooka, pero en las novelas populares Japón gana
en la ficción las batallas que perdió en la realidad. Así, en El gran cambio de Yosklaki
Hiyama el buque Yamato, hundido por los aviones norteamericanos, se salva de milagro
y destruye la flota de Estados Unidos. Todavía hoy el Parlamento japonés no ha pedido
perdón a los países agredidos.
El resultado de este escamoteo de la historia es que los niños japoneses, dada la
importancia que se concede al bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, terminan por
creer, según las encuestas, que Japón fue la víctima y no el verdugo de la guerra. Ahora,
por lo menos, en medio de la conspiración de silencio, algunos textos mencionan la
matanza de Nanking.

EL ÚLTIMO ACTO

Antes de cumplirse cincuenta años del bombardeo de Hiroshima, la polémica se


trasladó a Estados Unidos. Los ex combatientes norteamericanos se opusieron a que una
institución de Washington, la Smithsonian, organizara una exposición titulada «El
último acto: la bomba atómica y el final de la Segunda Guerra Mundial» en el Museo
Nacional del Aire y el Espacio. La bomba atómica, otra vez, en el centro de un acerado
debate. John Correll, director de la revista de las Fuerzas Armadas, órgano de la
Asociación de Veteranos (cerca de dos millones de miembros), criticó el hecho de que
hubiera treinta y dos fotografías de las víctimas japonesas en el bombardeo y tan sólo
siete de los norteamericanos que fueron víctimas de la agresión japonesa en el Pacífico.
«Es una interpretación partidista la que se hace en la exposición —afirmó airado el
general retirado Paul Tibbets, que llevó los mandos del Enola Gay en su viaje hacia el
apocalipsis de Hiroshima—. Esa exposición es un insulto».
La vieja controversia salía de nuevo a la superficie: el debate de Hiroshima dividía
aún a los estadounidenses a los 50 años del lanzamiento de Little Boy. El Enola Gay
simbolizaba el final de una era y el comienzo de otra. Para los combatientes del Pacífico
representaba el final de la II Guerra Mundial, para los jóvenes significó el comienzo de
la era nuclear, la espada de Damocles. Paul Tibbets, comandante del Enola Gay que
entonces contaba 29 años, le dijo a su copiloto después de lanzar a Muchachito: «Creo
que es el final de la guerra». 5 días después, Japón se rendía. La bomba atómica abrió la
caja de Pandora del terror nuclear durante la guerra fría.
Para unos, incluido el presidente Truman y el primer ministro británico Churchill,
que apoyó la operación sin reservas, la bomba se lanzó para salvar vidas. Para otros, se
trató de un genocidio. Entre medio millón y 1 millón de soldados se calcula, según
algunas fuentes, que hubiera costado la continuación de la guerra. Según otros
historiadores, esa cifra podría no haber pasado de más o menos 46.000. Los cálculos de
bajas estimadas por los norteamericanos para el total cumplimiento de las operaciones
«Olympic» y «Coronet» —previstas para noviembre de 1945 y marzo de 1946,
respectivamente— consideraban un promedio de entre 300 a 500 mil. Las cifras de
Okinawa (casi 38.000 bajas para los norteamericanos) suponían un contundente aviso
para quienes planificaban los desembarcos aliados sobre el territorio metropolitano
nipón. Además, según los veteranos del Pacífico, conviene analizar Hiroshima en el
espíritu de aquellos años.
¿Por qué no haber bombardeado una isla despoblada del archipiélago japonés? Los
científicos del «proyecto Manhattan» necesitaban comprobar en carne fresca el
resultado de sus investigaciones, de la fusión del átomo nacida de la famosa ecuación
de Einstein E=mc2, la energía es igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la
luz. La bomba atómica, en la que trabajaban alemanes y japoneses, no estuvo a punto
hasta poco después del final de la guerra en Europa. En caso contrario, Roosevelt, que
encargó el «proyecto Manhattan», o Truman la hubieran lanzado sobre Berlín o
Frankfurt. Los bombardeos estratégicos, convencionales, sobre Alemania se calcula que
causaron 600.000 víctimas. Para los ex combatientes del Pacífico, el acento no hay que
ponerlo en Hiroshima, sino en las atrocidades cometidas por los japoneses en
Guadalcanal, en Filipinas, en Singapur, en las Marianas, en Okinawa. Más de doce mil
vidas de soldados norteamericanos costó la rendición de esta última isla. Había que
evitar, según los partidarios del uso de la bomba atómica, una cadena de Okinawas en
el asalto final de un extremo a otro de Japón.
Según la versión de los antinucleares, la bomba se lanzó para intimidar a la Unión
Soviética, para hacerse respetar, no para evitar un alto número de bajas. Según estas
tesis, una intervención diplomática y la concesión de un estatuto especial para el
emperador, hubieran evitado la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. El diario
de Truman, publicado en 1979, mostró que el presidente sabía por los mensajes
descifrados del código secreto japonés que al enemigo le faltaba poco para rendirse.
También el general Eisenhower sabía que la guerra podría terminar sin la necesidad de
desembarcar en Kyushu y en la isla mayor de Honshu. El resultado de esta nueva
polémica, en vísperas del quincuagésimo aniversario, fue que los ex combatientes
triunfaron en su propósito de cancelar la exposición en el Museo del Aire y el Espacio.
Entre otros, se retiró un texto de la biografía que Stephen Ambrose escribió sobre
Eisenhower. El comandante en jefe de las fuerzas aliadas le confesó a su secretario de la
Guerra, Stimson, que creía que «Japón estaba ya derrotado y que el lanzamiento de la
bomba era algo completamente innecesario».
EL NIÑO HA NACIDO BIEN

El 16 de julio de 1945, Churchill, Truman y Stalin se sentaron en torno a una mesa en


Potsdam, en la residencia de verano del ex príncipe de la corona. Como en Yalta, Stalin
llegó con retraso. Truman, que acababa de sustituir a Roosevelt, examinó a Stalin con
curiosidad. Diría más tarde que el jefe de Estado soviético le recordaba a su antiguo
patrón de la tienda de ropa para hombres en Kansas City. Churchill se inquietó por el
hecho de que los comunistas trataran de llevarse la parte del león en el reparto de
Europa. Aquel 16 de julio, la atmósfera de la Conferencia cambió de pronto. Truman, el
primerizo, el ex juez de Missouri, el senador y vicepresidente, parecía mucho más
seguro de sí mismo. Acababa de recibir un telegrama secreto que decía: «El niño ha
nacido bien»; el ministro de la Guerra le comunicaba el nacimiento de la Bomba A, de la
que Truman ni siquiera había oído hablar cuando accedió a la presidencia a los 61 años.
Los propios fabricantes de la bomba, en Los Alamos, se enteraron por los periódicos al
día siguiente de la destrucción de Hiroshima que el «proyecto Manhattan», en el que
trabajaron en el desierto de Nuevo México, era nada menos que la bomba, el Little Boy
que lanzaría luego el Enola Gay sobre Japón.
El telegrama recibido por Truman no sólo cambió la relación de fuerzas entre los allí
reunidos, sino que hizo que la humanidad entrara en una nueva era: la era atómica.
Churchill debió abandonar la última conferencia de la guerra para interesarse por los
resultados de las elecciones del 5 de julio: no volvería al palacio Cecilienhof de
Potsdam; ante su gran sorpresa y la de todo el mundo, el ganador de las elecciones fue
el laborista Clement Attlee. En Potsdam se pusieron en práctica los acuerdos tomados
en Yalta. Alemania quedaba dividida en cuatro zonas de ocupación.
Aquel telegrama le informaba a Truman de la primera experiencia atómica, de una
bomba que podría ser usada para fines militares: la ensayaron con éxito en el desierto
de Nuevo México al pie de los montes Sangre de Cristo. La explosión de la bomba
fabricada en Alamo Gordo se produjo a las 5 y media de la mañana. Los testigos vieron
un resplandor mil veces más brillante que el sol del mediodía, el día más soleado de
todo el verano. Una gigantesca bola de fuego, un hongo de amarillo vivo, se elevó sobre
el horizonte color violeta con volutas rosas, púrpura, que se oscurecían y se iluminaban
de nuevo. El resplandor se vio a 400 kilómetros de distancia. Una cadena de radio
mencionó la formidable detonación. Las autoridades militares, para guardar el secreto,
hicieron público un comunicado según el cual un depósito de municiones había hecho
explosión en la zona.
En la conferencia de Potsdam, que puso en marcha la desnazificación, la
desmilitarización y la descentralización de Alemania, Truman le consultó a Churchill si
debía a no informar a Stalin, cuya entrada en la guerra contra Japón le interesaba
sobremanera. Al fin Truman, sopló al oído de Stalin: «Estados Unidos acaba de poner a
punto una nueva arma de capacidad destructiva sin precedentes». Stalin, cuyos científicos
trabajaban también en un proyecto de fabricación de la bomba, contestó imperturbable:
«Bueno, espero que se sirvan de ella contra los japoneses». ¿Estaba ya informado por sus
espías —Hiss y Rosenberg—, que más tarde pasarían por la silla eléctrica, de lo que se
cocía en el «proyecto Manhattan»?
El 26 de julio, la primera bomba atómica embarcaba sobre el crucero Indianapolis con
destino a una isla del Pacífico que había sido posesión española, Tinian. El ministro
japonés de la Guerra, el general Anami, se negó en redondo a aceptar la rendición:
«Capitular sin condiciones es para Japón no sólo inaceptable, sino inconcebible». En su
biografía sobre Hirohito, mi compañero de fatigas en algunos frentes de guerra,
Edward Behr, cuenta que la idea de poner fin al sueño de Showa, de una dinastía de
2600 años de vida, paralizó al emperador. ¿Cómo podía rendirse un dios vivo jamás
derrotado por nadie? Kido, su consejero y señor del Sello Privado, le aconsejó que
pidiera el cese de las hostilidades. El emperador no actuó con rapidez suficiente:
decidió ignorar el ultimátum a Japón conocido como «declaración de Potsdam».
Desde la isla de Tinian llegó la última información a Potsdam: El Grupo 509 de la
Fuerza Aérea de Estados Unidos se hallaba preparado, a reserva de las condiciones
meteorológicas, para llevar a cabo la misión encomendada. Los objetivos seleccionados
son cuatro. La «bomba especial» deberá caer después del 3 de agosto sobre uno de ellos:
Hiroshima, Kokura, Niigata o Nagasaki. El jefe de la Fuerza Aérea estratégica había
exigido una orden escrita del presidente Truman: comprendía sin duda que esa vez se
trataba de asumir responsabilidades históricas que consistían en matar de un golpe a
cien mil personas y al doble si eran 2 las ciudades atacadas. La opinión se dividió en
torno a Truman. El arma atómica fue concebida para ser utilizada contra la Alemania
nazi. ¿Por qué entonces lanzarla sobre Japón? Algunos meses antes asomaron los
primeros escrúpulos. El doctor Leo Szilard, que presionó a Einstein para que
convenciera a Roosevelt sobre la necesidad de utilizar la energía nuclear con fines
militares, se hallaba ahora torturado por la duda y trataba de disuadir al presidente
Truman. Otros, como el doctor Franck, pensaban que la bomba atómica debería
lanzarse sobre un lugar deshabitado, el monte Fujiyama, por ejemplo. Eso bastaría para
reducir el espíritu de lucha de los japoneses en la fase terminal. Se celebró un consejo
que decidiría la oportunidad o no de servirse del arma atómica para terminar la guerra.
Fueron consultados los más grandes sabios: Enrico Fermi, premio Nobel de Física de
1938, profesor de la Universidad de Roma y más tarde de Chicago, que empezó a
bombardear el uranio con neutrones, o el doctor Oppenheimer. El «proyecto
Manhattan» inició sus trabajos en 1942 bajo la dirección del doctor Bush, jefe de la
Oficina de Investigación Científica y de Desarrollo. En Los Alamos, cerca de Santa Fe
(Nuevo México), el doctor Oppenheimer fue el encargado de dirigir un laboratorio
especial. Sería, como escribió Snyder, el secreto mejor guardado de la guerra. Ningún
obrero, y se necesitaron casi 200.000 para construir las instalaciones, ni un solo
colaborador del «proyecto Manhattan» sabía lo necesario del mismo, tan sólo una
pequeña parte. Nadie tuvo acceso a la totalidad del proyecto, salvo el comité director. El
brigadier Farrell, uno de los encargados de la explosión de Alamo Gordo, habló de un
«espectáculo magnífico, hermoso y terrorífico». El bramido que siguió a la explosión
parecía más propio del día deljuicio Final. «¿Cómo nos atrevimos nosotros, en nuestra
insignificancia, a desatar fuerzas que hasta entonces le estaban reservadas al
Todopoderoso?».
El 1 de junio, mientras la fuerza aérea del general Curtis Le May bombardeaba Tokio
y otras ciudades japonesas, el comité hizo llegar sus conclusiones al presidente: 1) La
bomba atómica debía ser utilizada contra japón. 2) Debía hacerse sin advertencia previa.
3) Debería ejercer sin equívocos su poder de destrucción. O sea, sin tapujos, sin
limitaciones. Los miembros del comité concluían que ninguna demostración técnica,
como por ejemplo, una explosión sobre un lugar desértico, conduciría al final de la
guerra: por lo tanto había que arrojar la bomba sobre un objetivo real. El 9 de marzo de
1945 el bombardeo convencional de la aviación norteamericana causó la muerte de al
menos 83.793 civiles.

MIL SOLES

El padre jesuita Pedro Arrupe, que fue general de su Orden y que vivió el primer
bombardeo atómico a unos kilómetros de Hiroshima, me contó una vez algo que le
llamó la atención: «A pesar de la importancia militar de Hiroshima y de que todas las
ciudades importantes de alrededor fueron bombardeadas con terrible intensidad, tan
sólo nuestra ciudad quedó intacta. Sólo una vez, casi podríamos decir que por descuido,
cayó una bomba en el centro sin causar el menor daño». La explicación era sencilla: los
científicos deseaban comprobar los efectos de las bombas sobre un escenario virgen, no
tocado. Harry S. Truman no sentía ningún escrúpulo moral: «Nunca abrigué la menor
duda sobre la necesidad de emplearla. Era un arma militar», escribió en sus Memorias.
Ocho horas, quince minutos y cinco segundos del 6 de agosto de 1945. Las cuatro
toneladas de Littte Boy, equivalentes a 20.000 toneladas del explosivo clásico, el TNT,
cayeron sobre la ciudad de las adelfas. Un relámpago más fulgurante que mil soles lo
barrió todo en un radio de acción de un kilómetro. En las escaleras del Banco Sumitomo
quedó impresa la sombra de un cuerpo humano desintegrado a una temperatura de
3.000 grados. Hemos visto en el Museo de la Paz la reproducción de esta sombra, la de
una mujer sobre la piedra. De regreso de la misión, el entonces coronel Tibbets pasó los
mandos a su adjunto Lewis y se durmió sin remordimientos: misión cumplida. La
noche del 5 al 6 de agosto, en un barracón de la isla de Tinian, el coronel Tibbets reunió
a sus tripulaciones: «Esta es la noche que esperábamos —anunció—. Vamos a poner a prueba
nuestro entrenamiento y en pocas horas más conoceremos el éxito o el fracaso. Un acontecimiento
histórico depende ahora de nuestros esfuerzos. Vamos a despegar dentro de poco para lanzar una
bomba de un modelo nuevo del que hasta hoy nadie ha oído hablar y que es el equivalente a
20.000 toneladas de trinitrotolueno». Tras sus palabras, Tibbets pidió a los reunidos:
«¿Alguna pregunta, muchachos?». No, no había preguntas, tan sólo, como confesó el
navegante van Kirk, unas ganas enormes de echar una partida de póquer para eludir la
tensión. Después, los tripulantes fueron conducidos hasta la iglesia bajo la luz de la
luna. El capellán militar Downey tomó la palabra: «Padre todopoderoso, escucha las súplicas
de quienes te quieren, te pedimos que acompañes a los que cruzan las cimas de tus cielos para
llevar la batalla al enemigo. Te imploramos que los guardes durante su misión. Que los hombres
que vuelan esta noche vuelvan sanos y salvos por tu misericordia, sostenidos por nuestras
creencias… Amén». El desayuno consistió en huevos, salchichas, pan tostado, porridge y
café.
Los primeros aviones en despegar fueron los meteorológicos. 1.30 de la mañana: uno
de los aparatos tomaría la dirección de Kokura, el otro se dirigiría hacia Hiroshima y el
otro hacia Nagasaki. Según el tiempo que hiciera, se elegiría una de las ciudades. A las
2.00 horas, el Enola Gay, bautizado así por el piloto Tibbets en homenaje a su madre, se
deslizaba pesadamente por la pista de Tinian con 29.000 litros de carburante y la bomba
Little Boy en su vientre. Los proyectores y las cámaras fotográficas y cinematográficas
iluminaban la escena. «Parecía la inauguración de unos grandes almacenes», afirmó un
testigo.
Los tripulantes del Enola Gay llevaban gafas oscuras: la explosión —decían—
desataría una fortísima luminosidad. El capitán Parsons se deslizó al pañol cuando el
Enola Gay hubo superado la zona de turbulencias. Provisto de una linterna Parsons
armó la bomba, «el huevo que íbamos a arrojar sobre el país de los cerezos». Parsons
había repetido aquella operación de ensamblaje tantas veces, que cuando Tibbets le
preguntó cómo había ido, el técnico respondió mientras se limpiaba las manchas de
grasa: «Ha sido un juego de niños». Pocas horas antes, el padre Arrupe, nacido en Bilbao
en 1907, estudiante de medicina en Madrid en 1922 y jesuíta en 1927, se había acostado
tras los rezos de rigor: dio gracias a Dios, en la capilla del noviciado de los jesuitas en
Nagatsuka, a 6 kilómetros del centro de Hiroshima, porque les hubiera ahorrado la
destrucción y los ataques de los bombarderos norteamericanos. Los dioses nos
protegen, pensaban mientras tanto los 300.000 habitantes de la ciudad. A las 7 de la
mañana, la ciudad se puso en movimiento: columnas de obreros se dirigían a las
fábricas de aviones Mitsubishi, a los astilleros, hacia la estación, el puerto y las
empresas conserveras. Los niños, vestidos de uniforme, se preparaban para los
ejercicios gimnásticos y los ensayos de protección civil.
A las 7.09 comenzaron a sonar las sirenas de la alarma aérea. Nada de qué
preocuparse, pensaron los habitantes de Hiroshima, acostumbrados a este tipo de
alertas. Era un avión metereológico que sobrevolaba la ciudad en un día claro, soleado,
luminoso. El avión norteamericano desapareció a las 7.25. Desde el Straight Flush, que
así se llamaba el avión metereológico, al mando del comandante Eatherly, se dirigió el
siguiente mensaje al B-29 que se acercaba a las costas japonesas. «Y2-9 2-B 2-C1». A
bordo del Enola Gay, a 10.000 metros de altitud, bromeaban sobre sus gorros. Unos los
llevaban de cricket, otros de rugby, y Nelson, el encargado de la radio, se tocaba con un
sombrero de paja. El resto eran gorros de policía. La llamada de Eatherly hizo que
Nelson dejara su sombrero de paja a un lado para descifrar el mensaje: «Nubes bajas, 1 a
3/10. Nubes medias a 3/10, nubes altas 17/10. Consejo: primer objetivo». «¿Y ahora?»,
preguntó el comandante Forebee. «Hiroshima», respondió sin descomponer la figura el
comandante del Enola Gay.
Tras mirar los cuadrantes y modificar el rumbo, el sargento Stiborik, que vigilaba el
radar, le preguntó al jefe mecánico Schumard: «¿Crees que funcionará este cacharro?».
Todos se preguntan lo mismo, incluido el jefe Tibbets. «¿Qué es lo que hará? ¿Un
bummm espantoso?». Va a ser cosa del comandante Forebee, que tiene a Little Boy bajo
sus pies. Es el especialista en dar en la diana. Los dados ruedan sobre la mesa. Tibbets
comunica a los 2 aparatos de escolta que se alejen del avión. Tom Forebee comienza la
cuenta atrás: «4 minutos, 3 minutos, 2 minutos, 1 minuto… Pónganse las gafas oscuras».
Nueve horas, quince minutos y diecisiete segundos, hora del Enola Gay. Forebee
descubre a través de la mira el puente cuyas fotografías ha analizado durante horas y
horas. Es el objetivo ideal. «Go!» (vete) grita al apretar el botón. Las compuertas se
abren y Forebee confirma: «Ha salido». El coronel Tibbets deberá dominar el B-29.
Tienen el tiempo contado para alejarse 15 kilómetros de Little Boy, que desciende en
paracaídas y que estallará a 550 metros sobre Hiroshima. El coronel vira 155 grados.
Seis horas, quince minutos y cinco segundos, hora de Hiroshima: los tripulantes del
Enola Gay cierran los ojos deslumbrados por la luz que libera la explosión. «Atención,
onda de choque —advierte ahora el ametrallador Carón— se acerca». Tibbets lo explicaría
así: «Se parecía sólo que en más terrorífico a esos espejismos del desierto. Carón gritó que veía un
segundo círculo con ligero retraso. En efecto, nos alcanzaron las 2 ondas. La primera de una
fuerza de 2,2,5 prevista por los expertos, la otra, más débil. Cuando Carón me anunció que
llegaban las 2 ondas viré de nuevo hacia la ciudad: quise comprobar los efectos de la explosión».
El navegante, capitán van Kirk, lo explicó 8 meses más tarde: «Se diría una marmita con
aceite negro en ebullición». «Sí, pero debajo —le corregiría Carón— parece como si hubiera un
lecho de brasas que la hacen cocer».
El Enola Gay se dirige hacia el mar. Lewis, uno de los tripulantes, recordó más tarde:
«En tres minutos la nube atómica, en forma de hongo monstruoso, subió hasta nuestra
altura, nueve mil setecientos cincuenta metros, después nos superó». Van Kirk: «Yo
pensé: Gracias, Dios mío, la guerra ha terminado y podré volver a casa». Son las 9.20,
hora de Tinian: se recibe un mensaje del Enola Gay: misión cumplida con éxito. «Good
results». «Good results?», exclama Parsons al leer el mensaje que el radio ha enviado a la
isla de las Marianas. ¿Buenos resultados? «Son extraordinarios, increíbles, no hay
palabras para describirlo», corrige Parsons a Tibbets. «De acuerdo —responde el
comandante—, resultados que han superado con mucho las previsiones». La euforia
reina a bordo. Los tripulantes ríen, se abrazan, se palmean en la espalda, hablan de sus
proyectos. «Los japoneses habrán comprendido después de recibir eso en la jeta»,
afirma uno de ellos, radiante.

UN FOGONAZO DE MAGNESIO

«Todos los días, a eso de las cinco y media de la mañana —escribió Pedro Arrupe—,
aparecía en el cielo un avión norteamericano B-29 en viaje de reconocimiento. Su
puntualidad matemática era tal, que la señal que anunciaba su venida coincidiría casi
todos los días con la que me daban a mí para decir la Misa de 5 y media. Nadie se
inmutaba por la venida del bombardero, incluso se le tomaba a broma. Le pusieron el
nombre de “correo americano”. Así pasaron varios meses».
La mañana del 6 de agosto ocurrió algo nuevo: a eso de las 8 menos 5 de la mañana,
fuera de su hora, apareció otro bombardero B-29. Pero la señal de alarma no produjo la
menor impresión entre los jesuítas. Estaban acostumbrados a ver pasar sobre sus
cabezas a escuadrillas de más de 100 aviones. La señal de alarma cesó 10 minutos
después: «8 y cuarto de la mañana —consultó Arrupe el reloj—. Estaba yo en mi cuarto
con otro Padre cuando, de repente, vimos una luz potentísima, como un fogonazo de
magnesio disparado ante nuestros ojos. Naturalmente, extrañados, nos levantamos para
ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del cuarto que daba hacia la ciudad, oímos
una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por
delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles que, hechas añicos, caían sobre
nuestras cabezas. La onda expansiva nos arrojó al suelo. Un padre alemán de más de 90
kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su habitación y se encontró de pronto
sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, con un libro en la mano. Seguía
cayendo sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro
segundos que nos parecieron mortales, porque cuando uno teme que una viga se
derrumbe sobre su cabeza el tiempo se hace muy largo».
El jesuíta vasco, licenciado en Medicina, tenía a su cargo a los treinta y cinco
novicios de la Compañía de Jesús en Nagatsuka: «Cuando pudimos ponernos en pie,
fuimos a recorrer la casa. No encontré a ningún novicio herido, ni siquiera con el menor
rasguño. Salimos al jardín para comprobar dónde había caído la bomba. Al recorrerlo
todo nos miramos extrañados: allí no había ningún hoyo, ninguna señal de explosión.
Los árboles, las flores, todo parecía normal. Recorrimos los arrozales que circundaban
nuestra casa cuando pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se
levantaba una desoladora humareda. Subimos a una colina: teníamos ante nuestros ojos
Hiroshima totalmente destruida, arrasada. Como las casas eran de madera, papel y paja
y a esa hora se preparaba en todas las cocinas la primera comida del día, a las 2 horas de
la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego».
«Llamas de color azul y rojo, seguidas de un espantoso trueno y de insoportables
oleadas de calor cayeron sobre Hiroshima, arruinándolo todo. Una gigantesca montaña
de nubes se arremolinó en el cielo. En el centro mismo de la explosión apareció un
globo de terrorífica cabeza. Una ola gaseosa a 750 kilómetros por hora barrió una
distancia de 6 kilómetros de radio. Por fin, a los 10 minutos de la primera explosión,
una especie de lluvia negra y pesada cayó sobre el noroeste de la ciudad. Era el pikadon,
“pika” por el fogonazo y “don” por el estrépito que hizo la explosión de Little Boy». El
presidente Truman, a bordo del crucero Augusta, regresa de Europa donde ha asistido a
la conferencia de Potsdam. Un mensaje de radio le trae la esperada noticia: la primera
bomba atómica de la historia ha sido lanzada con éxito. Reúne a los marinos del
Augusta y les comunica la noticia: el lanzamiento de una bomba nueva. El anuncio fue
recibido con vivas y aplausos. Esa es la versión que dio en sus Memorias. La verdad es
que sus palabras fueron otras: «Chicos, les hemos lanzado un pepino de 20.000 toneladas de
TNT». Después de la guerra un periodista le preguntó al presidente: «¿Cuál ha sido el
remordimiento más grande de su vida?». Truman contestó: «No haberme casado antes».
En Tokio, la mañana del 7 de agosto, la radio difundió la noticia: «Una pequeña
formación de B-29 ha sobrevolado Hiroshima ayer por la mañana y ha lanzado unas
cuantas bombas. Como consecuencia de esta incursión las casas han prendido fuego, se
han incendiado. Se ha lanzado un nuevo tipo de proyectil en paracaídas que al parecer
ha explosionado en el aire. Se lleva a cabo una investigación para comprobar la eficacia
de esa bomba». En efecto, el alto mando envió un equipo investigador dirigido por el
general Seizo Arisue: «Llegué a Hiroshima hacia las 5 y media de la tarde —escribió en
su informe—. Cuando mi avión sobrevoló la ciudad sólo pude ver un árbol calcinado.
No vi nada más que ese árbol muerto. La ciudad había sido totalmente aniquilada. Sí,
esa era la palabra, “aniquilada”». Las primeras víctimas se cifran en 79.400. Los
supervivientes son los hibakusha, los apestados de la Bomba A, el «pepino» de Truman.
La leucemia afectará de una u otra forma entre 10 y 50 veces más de lo normal, a los
supervivientes, que se encontraban a menos de 1 kilómetro de la explosión. Hasta los
1500 metros de distancia del punto cero el número de los cánceres se duplicará con
relación a la media.
«Apenas se podía avanzar entre tanto ruido —recordó Pedro Arrupe—. Miles de
personas salían de aquel infierno. Huían a duras penas, para escapar cuanto antes. No
podían correr por las espantosas heridas que sufrían». Todo lo que el maestro de
novicios guardaba en su botiquín era un poco de yodo, aspirina, sal de frutas y
bicarbonato. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? Abrumado por el espectáculo, Arrupe
cayó de rodillas: «Hice lo único que se podía hacer ante una hecatombe de aquella
envergadura: rezar pidiendo luz y ayuda al cielo». Lo primero que vio en la ciudad
arrasada fue un grupo de chicas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían
agarradas unas a otras, arrastrándose: una de ellas tenía la mitad del rostro quemado y
un corte producido por la caída de una teja, que al desgarrarle el cuero cabelludo,
dejaba ver el hueso. Le resbalaba por la cara una gran cantidad de sangre. Uno de los
pacientes le dijo que sufría quemaduras cuyo origen no podía explicarse: «He visto una
luz, una explosión terrible y no me ha sucedido nada: pero al cabo de media hora he
sentido que se me iban formando en la piel unas ampollas superficiales y al cabo de 4 o
5 horas era ya una quemadura que empezaba a supurar, y eso sin fuego…». Se trataba
de las radiaciones infrarrojas que mataban los tejidos y producían no sólo la destrucción
de la epidermis y de la endodermis, sino también del tejido muscular.
«Son sufrimientos espantosos, terribles dolores que hacen que los cuerpos se
retuerzan como serpientes. Sin embargo, no escuchaba un solo quejido: todos sufrían en
silencio. Aquí es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales:
en su estoicismo, en el control absoluto del dolor, tanto más admirable cuanto más
espantosa es la hecatombe». Nadie gritaba ni lloraba. Filas de heridos pasaban delante
de las enfermeras improvisadas que, con un fude, un pincel para escribir caracteres,
pintaban las heridas con mercurio cromo. O aplicaban pulpa de nabos, recomendados
contra las quemaduras. El mercurio producía la destrucción de los tejidos. «Al principio
el efecto era refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus
que supuraban las heridas, aparecía una costra que provocaba dolores insoportables».
Arrupe convirtió el noviciado en un hospital improvisado: un aldeano le trajo un saco
de ácido bórico. Fabricaron vendas con las sábanas. Llegaban ancianos con heridas en
carne viva, niños con los cuerpos abrasados, con cristales clavados en las pupilas o en el
rostro, jóvenes que entraban en la casa dejando a su paso un reguero de pus.
«Desde que ocurrió la explosión no había vuelto a ver a una joven, que yo mismo
había bautizado hacía menos de un año. Dos semanas después me avisaron que se
encontraba en las ruinas de su casa. Me lancé hacia Hiroshima. Los escombros hicieron
desaparecer todos los puntos de referencia para encontrar una calle o un edificio. Al
cabo de 4 horas de inútil búsqueda, unas muchachas me dijeron: “Padre, por aquí, en
aquella esquina, a la vuelta”. Les rogué que me acompañasen. Un japonés jamás dice
que no a un extranjero, pero en aquella ocasión sólo me contestaron: “Sí, es allí, a la
vuelta”. Fui solo. En el lugar indicado me encontré con que unos palos sostenían un
tejadillo de latas chamuscadas. Intenté entrar pero un hedor insoportable me echó hacia
atrás. Nakamura San apareció tirada en el suelo con las 4 extremidades hinchadas.
Supuraban un pus que en hilillos turbios caía y empapaba el suelo. La carne requemada
apenas dejaba ver más que el hueso y la piel. Así había permanecido 15 días, tendida
sobre una tabla sin cepillar, sin que la pudieran atender, ni limpiar, alimentada tan sólo
con un poco de arroz que le traía su padre, también herido. La espalda era una llaga
medio gangrenada. No pudo cambiar de postura. Al tratar de limpiar la quemadura en
la región coxal, me encontré con que la masa muscular corrompida y convertida en pus
dejaba ver una cavidad, en la que cabía un puño cerrado, y en cuyo fondo hervía una
madeja de gusanos».
Cuando Nakamura San abrió los ojos y vio que era el padre Arrupe el que se
encontraba a su lado, sólo dijo estas palabras que no se le olvidarían nunca al jesuíta:
«Padre Arrupe, ¿me trae la comunión?».
La trasladaron al noviciado. Las curas eran muy dolorosas. La fiebre hacía delirar a
la enferma que creía ver a un fantasma que le oprimía el cuello para ahogarla. Dos
meses después un ataque al corazón le arrebató la vida. Su propio padre se encargó de
quemar el cadáver cerca de la casa. Pero a la mitad de la cremación se le apagó la
hoguera y corrió a llamar al padre Arrupe. «Aún me quedaba por ver, a media noche, el
cadáver de Nakamura San con el rictus del dolor en su rostro y su carne medio
derretida por el fuego. Entonces vino a mi memoria aquella frase de San Ignacio en su
libro de los Ejercidos. “Como una llaga y postema de donde ha salido… ponzoña tan
turpísima”».
Pregunté al padre Arrupe cuáles fueron las curaciones que causaron más
sufrimiento: «Las de los niños —respondió—, todos saben que en Japón se adora a los niños.
Al producirse la explosión, miles de ellos quedaron separados de sus padres, heridos,
abandonados a su suerte en la ciudad y sin poder valerse por sí mismos. Lo que nos desconcertó
fue que muchas personas, que no sufrieron ninguna herida, pasados unos cuantos días, venían a
nosotros para decirnos que se sentían débiles, que se abrasaban por dentro. Poco después morían.
Tenían las encías ensangrentadas, la fosa bucal llena de heridas pequeñas, perdían los cabellos:
los síntomas del ataque radioactivo. La bomba atómica emitió tres clases de ondas, una explosiva,
otra térmica y la última radioactiva».
UNA PROCESION DE HORMIGAS

El relámpago que desgarró el cielo y destrozó la materia, el hongo rojo que escapó hacia
el cielo, dejó, además de los muertos, 9.000 heridos y 14.000 desaparecidos. Mizu no
Muyako, la metrópoli de las aguas, el nombre poético de Hiroshima, había dejado de
existir. ¿Será así el fin del mundo? «Fue horrible —contó el doctor Tabuchi—.
Centenares de heridos pasaban por delante de nuestra casa huyendo hacia las
montañas. La piel se les caía a tiras. Desfilaron como una procesión de hormigas
durante toda la noche hasta que al llegar la mañana detuvieron la marcha. Se
amontonaban tantos muertos en las carreteras que resultaba difícil pasar». Soldados sin
rostro, cuerpos carbonizados que, como en la explosión de Pompeya, permanecían tal y
como fueron sorprendidos por la luz cegadora de Muchachito, en los bancos de los
tranvías, en los parques, con las orejas fundidas. «Vi grandes estanques de agua —contó
el doctor Hanaoka— cubiertos hasta el borde de cadáveres, cocidos vivos. En uno de
estos estanques vi cómo al lado de un muerto un hombre bebía sangre mezclada con
detritus humanos. Se había vuelto loco. Sufrían diarreas, espantosos dolores en la
garganta, erupciones en la piel, vómitos, fiebres violentas. Por la tarde, el viento trajo
olor a sardinas asadas. Los equipos de rescate quemaban los cadáveres. Centenares de
cuerpos se consumían en los braseros. Los primeros mártires del átomo no sabían que
habían sido atomizados. No sabían por qué morían. También los médicos se
preguntaban qué era lo que les mataba. Sin embargo, no se escuchaba una sola voz
contra los causantes de la tragedia. Nadie protestaba. No cundía el pánico. El pueblo
estaba habituado a las catástrofes naturales, tifones, terremotos, olas marinas».
Se sucedieron episodios extraordinarios como el que cuenta Michihito Hachiya en
Diario de Hiroshima:
«Yasuda era el encargado de proteger la imagen del Emperador, un empleado de la Central de Correos al
que la explosión le sorprendió en un tranvía que le llevaba a Hiroshima. Sin pensar en otra cosa se precipitó a
través de las ruinas de las casas y llegó a la central antes de que la devoraran los incendios. Lo primero que
hizo fue subir al cuarto piso donde se encontraba el retrato del Emperador. Forzó la puerta de hierro del salón.
Se hizo con la efigie de Hirohito y se dirigió con ella al despacho del director. Después de deliberar sobre el
siguiente paso todos decidieron que lo mejor sería llevarlo al castillo de Hiroshima, que parecía relativamente a
salvo del fuego. Colocaron la imagen del Emperador atada sobre la espalda del funcionario señor Yasuda y el
cortejo se puso en marcha. Se dirigió primero al jardín interior de la Central donde el director anunció a los
empleados reunidos allí que se disponían a guardar la imagen del Emperador en un lugar seguro. Ante el
anuncio, todos, incluidos los heridos, inclinaron la mirada hacia el suelo».

Mientras uno de los funcionarios corría en busca de la bandera del Sol Naciente, que
debía preceder a la efigie del emperador, el cortejo se puso en marcha. Durante el
trayecto la procesión se encontró con gran número de muertos y heridos que
aumentaban a medida que se acercaban al río Ota. Los miembros de la comitiva
gritaban a los heridos que se interponían a su paso: «¡La imagen del emperador! ¡Abran
paso!». Ante estas palabras, todos, civiles y soldados, cualquiera que fuera su estado,
con sus rostros cubiertos de llagas, devorados por el fuego, se inclinaban o saludaban
militarmente. Los que eran incapaces de ponerse en pie juntaban las manos a la altura
del pecho. La muchedumbre abría paso. El cortejo pudo llegar por fin al río. Cuando la
imagen fue llevada hasta una barca en la que viajaría hasta el castillo los soldados
desenvainaron sus sables. «Todos los civiles se inclinaron hacia la tierra —añadía en su
relato Michihito Hachiya—. Era algo sublime». «No sé lo que sentía —confesó el
director de Correos, el señor Ushio— pero rezaba para que nada le ocurriera a la
imagen de su majestad». El río se hallaba en calma. El señor Ushio tendía la imagen del
emperador hacia el cielo en medio de todos aquellos seres agonizantes. Hachiya,
médico famoso, director del hospital, terminó con estas palabras la narración de la
escena: «Yo creí que la imagen del Emperador había perecido entre las llamas, pero al
ver que lo poníamos a salvo sentí mi corazón invadido por un calor sobrehumano».
Estallaba el apocalipsis y todo lo que les preocupaba era salvar el retrato del
Emperador.

UN LUJO MORTAL

Era el presagio de un mundo terrible. «La vieja bomba —escribió Anthony Burgess— es
grande, pero acogedora y familiar, como los nazis y Glenn Miller. Hemos progresado
mucho desde entonces. Hemos aprendido a vivir con la bomba. Hoy sabemos —añadía
el autor de La naranja mecánica— y entonces lo suponíamos, que Japón estaba dispuesto
a rendirse antes del 6 de agosto de 1945. La bomba fue un lujo mortal. Se invirtieron
cantidades tan ingentes en su desarrollo que había que utilizarla. No haberla utilizado
hubiera sido como gastar millones en una producción en cinemascope con un reparto
estelar y luego tirarla a la basura. Así, pues, todos nos sentamos en la oscuridad
comiendo nuestras palomitas y viendo el show. Duró poco, pero fue espectacular: un
hongo monstruoso en el cielo. Valió el precio. Pero nos alejamos del cine con una
sensación más de depresión que de alegría. Y sin embargo, dimos gracias a Dios de que
Hitler hubiera echado de su país a los genios científicos judíos, dando al traste con la
posibilidad de crear la bomba. No nos hacía ninguna gracia la posibilidad de que
nuestro gran aliado, el tío José Stalin, se hiciera con ella. A pesar de todo no éramos del
todo felices. Y a pesar de que nos decíamos a nosotros mismos que los japoneses lo
estaban pidiendo, no podíamos dejar de sentirnos culpables». «Dios mío, qué hemos
hecho», musitó el copiloto del Enola Gay, Robert Lewis. «Ahora todos somos unos hijos
de puta», exclamó Robert F. Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, cuando el 16
de julio de 1945 el resplandor de los mil soles iluminó Alamo Gordo. «Oppie», como le
llamaban sus amigos, fue un hombre triste hasta su fallecimiento en 1967. El
comandante del avión meteorológico que seleccionó Hiroshima para tan terrible
prueba, Eatherby, trató de buscar la paz interior en un monasterio. El remordimiento no
le dejaría vivir. «Los físicos han conocido el pecado», afirmó Oppenheimer al
abandonar Los Alamos. Poco después caerían sobre él las sospechas de los cazadores de
brujas.
La noticia conmovió al mundo. El Alcázar de Madrid titulaba «La ciudad de
Hiroshima destruida por un incendio». Pueblo: «Toda señal de vida quedó extinguida en
Hiroshima». El día 22, El Alcázar facilitaba nuevos datos: «Más de 60.000 muertos y
100.000 heridos en Hiroshima por la bomba atómica». Franco se enteró en su despacho
de El Pardo de cómo las gastaban los yanquis. Todo estaba a punto para cambiar de
ritmo: de Hitler a Eisenhower. En España se fusilaba a diario. Según el historiador
franquista Salas Larrazábal, hasta 30.000 personas cayeron ante el paredón. La canción
de moda, de Bonet de San Pedro, era la metáfora de la situación de avitaminosis en que
vivía una nación destrozada por la guerra civil. «Rascayú, cuando mueras qué harás tú;
tú serás un cadáver nada más». Los anuncios recomendaban Sarnical (de sabor muy
agradable). Para los estómagos caídos el elevador Narla y para los que caminaran
encorvados, Espaldillas Juventud.
A partir de entonces, todo empezó a ser atómico: las escobas que se llevaron los
manifestantes contra el bloqueo de la ONU al palacio de Oriente eran «atómicas»,
fabricadas en España, las bellezas eran anatómicas y atómicas, lo mismo que los ases del
balompié, los goles atómicos o los tortazos de los campeones de boxeo o las pedaladas
de Julián Berrendero o Delio Rodríguez. Faltaban casi 15 años para la visita del
presidente Eisenhower a Madrid. «Hoy ha terminado la guerra civil», aseguró el jefe del
Estado después de abrazar a «Ike».
Franco sacó el dedo mojado a su ventana de El Pardo para conocer hacia dónde
soplaba el viento: cambió el Gobierno, en Exteriores al elegante filonazi bilbaíno José
Félix de Lequerica le sustituyó un cristiano, Alberto Martín Artajo, cuyas palabras 15
días después de la explosión de Hiroshima reprodujo José María Izquierdo en un
reportaje publicado en 1985 en El País: «La rendición del Japón, que pone fin a la guerra,
es la noticia más grata que han podido recibir todos los españoles amantes de la paz.
Por eso, creyendo interpretar el sentir de todos los españoles, el Gobierno dispuso que
ondeara la bandera nacional, en señal de júbilo, en todos los edificios públicos». Así se
barrían seis años de colaboración con los países del Eje. En 1966, en Palomares
(Almería), los españoles conocieron, a pesar del baño reparador del ministro Fraga
Iribarne y el embajador norteamericano Duke, un presagio de Hiroshima, un soplo, un
escalofrío del demonio nuclear.
El calipso caribeño, con su talento para el sarcasmo, puso en circulación una melodía
con esta letra: «Fue el final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando la bomba atómica
cayó sobre Hiroshima. Aunque algunos tontos lo tacharon de crimen internacional. Sin
embargo mostraba el progreso de los tiempos modernos».
En el Museo de la Paz hemos visto los cuerpos «fotocopiados» en las paredes por la
explosión, figuras de cera de mujeres y niños de piel fundida por los rayos, restos de
cuerpos desintegrados. Hemos escuchado los testimonios de los hibakusha, los
supervivientes del infierno.

LA VOZ DE JADE

Tres días después del Muchachito de uranio, Fat Man, otra bomba, cayó sobre Nagasaki.
El Gordo, de plutonio. Según el Estado Mayor, «una doble dosis les enseñaría a los japs
lo que era bueno». Los científicos deseaban saber si El Gordo se portaría como
Muchachito. Después de Hiroshima fue una acción totalmente cruel e innecesaria. El
buen tiempo, la meteorología condenaron a Nagasaki y salvaron a Kokura: 35.000
muertos y 60.000 heridos por las radiaciones. El Fat Man estuvo a la altura de Little Boy.
Ese mismo día, la URSS declaraba la guerra al Japón para invadir Manchuria, Corea del
Norte, el sur de Sajalín, las Kuriles. Conquistaron un territorio más de 3 veces el tamaño
de España con tan sólo 8.000 muertos. «Puede decirse —declaró el general soviético
Malakov— que la tontería norteamericana no ha tenido límites». El embajador japonés
en Moscú buscaba por esos días la mediación de Stalin.
El 10 de agosto, «la voz de Jade», Hirohito, de 32 años, Hijo del Cielo pidió a los
dirigentes de Japón que le comunicaran sus impresiones. ¿Qué debía hacer? Unos se
mostraron partidarios de poner condiciones a la rendición, otros pensaron que tan sólo
una cláusula podría negociarse con MacArthur: el sagrado estatuto del Emperador. El
primer ministro Suzuki zanjó el asunto con un grito: «Propongo que nos dirijamos al
guía imperial». Un mortal tenía la audacia de dirigirse al emperador para pedirle su
opinión: «Hay que soportar lo insoportable», dijo el dios-emperador con voz lenta. No
podían rechazarse las condiciones de los aliados. Suzuki se volvió hacia sus colegas y
dijo: «Su majestad ha hablado». En Estados Unidos el demócrata Tom Stewart pidió que
colgaran a Hirohito por los pies. El senador Langer sugirió que «lo mataran como a
Hitler». Acalladas esas y otras voces que clamaban venganza, la moderación se impuso:
había que salvar al trono para que Japón se uniera a las «naciones libres» en su lucha
contra el comunismo.
El general Anami pidió un papel y un pincel para escribir un poema y despedirse
del mundo y de la vida: con todos los respetos solicitaba perdón al Emperador por
quitarse la vida. Se abrió el vientre con su sable mirando hacia el palacio imperial. Japón
vivió una formidable ola de suicidios. Los últimos camicaces hicieron despegar sus
aviones y se estrellaron contra el suelo. Grupos de jóvenes nacionalistas se quitaron la
vida ante la puerta principal de palacio.
El 15 de agosto se anunció en todas las ciudades de Japón que el emperador hablaría
al mediodía por la radio. Todos deberían escuchar su voz. Los trenes se detuvieron, los
niños dejaron de ir a la escuela, los obreros abandonaron las fábricas y los campesinos
sus huertos. Los altavoces instalados en medio de las ruinas traerían a todos la voz del
Hijo del Cielo. Los hombres se pusieron sus trajes de boda. A mediodía sonaron las
sirenas y la radio difundió el himno nacional, el Kimiyago. Era la primera vez que los
japoneses escuchaban la voz de su emperador. «El enemigo —dijo la voz sagrada— ha
empezado a utilizar una bomba nueva de una crueldad inaudita, cuya potencia de
destrucción es incalculable. Si continuáramos la lucha, ésta nos daría por resultado no
sólo la destrucción de la nación japonesa, sino que conllevaría la extinción total de la
civilización humana. Por eso hemos ordenado la aceptación…». La voz calló. Todo el
Japón lloraba.

MAS VALE MORIR

¿Qué es lo que pasaba mientras tanto en la ciudad atomizada? Cuenta el doctor Hachiya
en Diario de Hiroshima que alguien gritó: «“Más vale morir que ser vencidos”. Todo el
hospital respondió en un grito unánime de indignación. Nada podía calmarles. Yo
mismo pensaba que era mejor luchar hasta el final. Pero el Emperador nos había dado la
orden de capitular. Sólo nos quedaba inclinarnos ante su voluntad». En Tokio, cuatro
adolescentes de quince años anunciaron a sus padres con el mayor de los respetos que
se disponían a suicidarse bajo los pinos, cerca de Palacio, para ayudar al Emperador a
soportar su cruz.
En su cuartel general de la isla de Guam, el jefe de la flota del Pacífico, el almirante
Nimitz, acogió sin que le temblara un músculo la noticia de la rendición japonesa. En
cambio, los jefes de su Estado Mayor reaccionaron con júbilo, con lanzamiento de
gorros al aire y frases como ésta: «Que los sucios japs se vayan al infierno». Fue entonces
cuando el almirante se retiró a su despacho para redactar una orden que exigía a sus
hombres el respeto para con el vencido: «Ahora que la guerra ha terminado no deben
insultar a los japoneses, tanto como raza como individualmente. Una actitud así sería
indigna de los oficiales de la Marina de Estados Unidos».
El emperador era el único que no podía hacerse el haraquiri. La efusión de sangre
real representaba en sí misma un acto sacrilego. Hirohito no se encontraba a bordo del
Missouri, el acorazado preparado para el ceremonial de la rendición nipona y fondeado
en la bahía de Tokio. Sería más útil desde su palacio imperial encerrado en su
laboratorio de experto en biología marina. El acorazado Missouri, de 45.000 toneladas,
era el buque insignia de la flota del Pacífico. Ahora, tras cañonear varias islas, con el
olor a pólvora aún fresco, su proa apuntaba hacia el monte sagrado, el Fujiyama. Todo
estaba dispuesto para la ceremonia de la capitulación.
La delegación de los derrotados la encabezaba el ministro de Asuntos Exteriores,
Mamoru Shigemitsu, vestido de chaqué y chistera, y el general Umezu, que
representaba al Estado Mayor nipón, vestido de uniforme. Era un día frío, demasiado
frío para primeros de septiembre. El ministro de Exteriores japonés arrastraba su pierna
ortopédica cuando subió a bordo. Había sufrido un atentado terrorista en Shanghai, en
el que perdió una pierna. Era el 2 de septiembre de 1945. Para los japoneses el segundo
día del noveno mes del vigésimo año de Showa del 2.605 de la subida al trono del
emperador Jimmu. El general Umezu mostraba el pecho cubierto de condecoraciones.
Al principio se negó a tomar parte en la ceremonia de la rendición: hubo de recibir la
oportuna llamada de Hirohito. Pero ni siquiera el emperador pudo convencer al
almirante Toyoda para que subiera a bordo del Missouri con objeto de firmar el acta de
capitulación. El almirante pidió a su Jefe de Operaciones, Tomioka, que ocupara su
lugar en un momento tan triste para un militar japonés. «Usted perdió la guerra, luego
le toca firmar la rendición», le dijo a Tomioka, que prometió que se haría el haraquiri en
cuanto regresara a su casa. La delegación japonesa subió al acorazado a las 8.55 de la
mañana. Un testigo escribió que los comandantes aliados, los mismos que sufrieron la
tortura y el cautiverio a manos del ejército imperial, contemplaron la llegada de los
vencidos «con una salvaje satisfacción». El The Star-Spangled Banner (La bandera
estrellada) sonó a través de los altavoces. Entonces apareció en uno de sus teatrales
golpes de efecto el general Douglas MacArthur vestido de caqui, sin condecoraciones en
el pecho, flanqueado por los almirantes Nimitz y Halsey. Así habló el general
MacArthur:
«No nos hemos reunido aquí, como representantes de la mayoría de los pueblos de la tierra, animados por
un espíritu de desconfianza, odio o malicia. Por el contrario, todos nosotros, tanto vencedores como vencidos,
debemos esforzarnos por alcanzar aquella elevada dignidad que es la única que puede beneficiar los sagrados
fines que nos disponemos a cumplir, comprometiéndonos todos sin reservas a cumplir fielmente los
compromisos que nos proponemos asumir. Es mi más fervorosa esperanza y ciertamente la esperanza de toda
la humanidad, que de esta solemne ocasión nazca de la sangre y las matanzas del pasado un mundo mejor; un
mundo fundado sobre la fe y la comprensión; un mundo consagrado a la dignidad del hombre y el
cumplimiento de sus más profundos anhelos: la libertad, la tolerancia y la justicia».

El guerrero, para sorpresa de todos, hablaba de libertad, tolerancia y justicia. Dos


copias del Acta de Capitulación esperaban a los firmantes en la cubierta del acorazado
sobre una sencilla mesa. Una encuadernada en cuero, la de los aliados, y la otra en
negro, la de los japoneses. El ministro Shigemitsu se desprendió sus guantes amarillos,
se quitó la chistera y firmó al pie del documento. Después lo hizo el general Umezu,
pálido, como en otro mundo. Un testigo japonés, al contemplar a los representantes de
las 4 grandes naciones, se preguntó «cómo fue posible que Japón, una nación pobre, cayera en
la temeridad de declarar la guerra a un conjunto de naciones tan poderosas. Fue Japón contra
todo el mundo». En efecto, el exceso de soberbia, la incapacidad para comprender las
necesidades tácticas y estratégicas de una guerra total llevaron a Japón al Missouri.
Mientras los aliados se ponían al día en armamento y en reclutamiento, los japoneses
olvidaron que sin nuevos aviones, sin tácticas nuevas, con tan sólo el banzai, las miradas
al palacio del Emperador y el recurso al haraquiri no se ganaba una guerra.
La ceremonia discurrió sin incidentes. La delegación japonesa, que esperaba un
rapapolvo, una humillación añadida, tardó en comprender el significado de las palabras
de MacArthur, el hombre que unos años más tarde propondría arrojar la bomba
atómica al norte del río Yalu para ganar la guerra de Corea. Un general de la República
china, un almirante de Gran Bretaña, un teniente general soviético, un general de
Australia, un coronel por Canadá, el general Leclerc, el libertador de París, por Francia,
un almirante por Holanda y un general de la fuerza aérea de Nueva Zelanda rodeaban
a MacArthur. Tan sólo un delegado de los aliados, borracho, se puso a hacer gestos
hostiles a la delegación nipona. MacArthur sacó cinco estilográficas de su bolsillo y
estampó su firma con ellas. Después, entregó la primera a Wainwright, al que puso a su
lado, recién salido de un campo de prisioneros, el hombre de Corregidor. La segunda
pluma fue para Percival, el general británico derrotado en Singapur. La tercera pluma
iría a la academia de West Point y la cuarta a Annapolis. La última, una pluma barata,
color rojo, pertenecía a su mujer Jean.
La ceremonia duró 18 minutos. A las 9.45 de la mañana, MacArthur se levantó para
pedir con su voz de acero que todos los presentes rezaran por la paz «y que Dios la
conserve para siempre». A Douglas MacArthur le esperaban en los cincuenta las
trincheras de Corea. La guerra, que empezó con el bombardeo de mi pueblo, Guernica,
terminó ocho años después con el bombardeo y la destrucción de Hiroshima. «Después
de las guerras de los grandes, vendrán las guerras de los pigmeos», profetizó Churchill.
El tiempo le daría la razón.

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