Crimen en Badger's Drift
Crimen en Badger's Drift
Crimen en Badger's Drift
Página 2
Caroline Graham
ePub r1.1
Titivillus 25.06.2020
Página 3
Título original: The Killings at Badger’s Drift
Caroline Graham, 1997
Traducción: Celia Filipetto Isicato
Página 4
Caroline Graham
Página 5
Para Christianna Brand,
con mi agradecimiento
por todo su ayuda y su apoyo
Página 6
Y la codicia, como un lobo universal,
doblemente ayudada por el poder y la fuerza
hará del mundo su presa universal
para devorarse finalmente a ella misma.
Troilo y Crésida
Acto I, Escena 3
Página 7
PRÓLOGO
H abía estado caminando en el bosque justo antes de la hora del té cuando las vio.
Caminaba con mucho sigilo aunque no había sido ésa su intención. Se debía
simplemente a que el esponjoso manto de vegetación y hojas enmohecidas en estado
de descomposición amortiguaba cada pisada. Los árboles altos y apretujados también
parecían absorber los sonidos. En uno o dos sitios, el sol se colaba por entre las ramas
firmemente enlazadas enviando a la oscuridad reinante allá abajo unos haces
enceguecedores de luz blanca.
La señorita Simpson atravesó estos rayos mientras miraba fijamente el suelo.
Buscaba la orquídea espolonada de raíz coralina. Ella y su amiga Lucy Bellringer
habían descubierto la primera hacía casi cincuenta años cuando ambas eran
jovencitas. Tuvieron que pasar siete años más antes de que hubiese vuelto a aparecer
y, en aquella ocasión, había sido Lucy quien la había descubierto, lanzándose a la
espesura con un grito de triunfo.
Aquel día había comenzado a desarrollarse la enemistad fingida por ambas. Cada
verano partían, a veces separadamente, a veces juntas, deseosas de hallar otro
espécimen. Con las esperanzas encendidas, la vista aguzada, libretas y lápices
dispuestos, registraban los sombríos bosques de hayas. La primera que descubriera la
planta ofrecía a la perdedora, presumiblemente como una especie de premio
consuelo, un espectacular té merienda. La orquídea florecía rara vez y, debido a un
complicado sistema de rizomas subterráneos, casi nunca lo hacía dos veces en el
mismo sitio. En los últimos cinco años las dos amigas habían comenzado su
búsqueda cada vez más temprano. Cada una de ellas sabía que la otra así lo hacía,
pero ninguna lo había mencionado jamás. En realidad, pensó la señorita Simpson,
separando suavemente una masa de campánulas con su bastón, si seguimos a este
paso un par de años más empezaremos la búsqueda cuando todavía esté todo nevado.
Pero si en el mundo existía la justicia (y la señorita Simpson creía firmemente que
sí) entonces ese año, 1987, le tocaba a ella. Lucy había ganado en 1969 y 1978, pero
ese año…
Apretó los labios casi incoloros. Llevaba su viejo sombrero de paja toscana con el
velo para las abejas echado hacia atrás, un vestido de algodón desteñido de
Horrockses, medias blancas y arrugadas de hilo de Escocia y unas zapatillas de tenis
más bien deformadas y manchadas de verde. En la mano tenía una lupa y un bastón
puntiagudo adornado con un lazo rojo. Había cubierto casi la tercera parte del bosque,
que era pequeño, y se disponía a adentrarse en el corazón. Podían transcurrir
fácilmente diez años entre la aparición de una flor y otra, pero el invierno había sido
frío y lluvioso y la primavera muy húmeda, signos éstos muy propicios. Y ese día
tenía algo que…
Página 8
Se detuvo en seco, respirando profundamente. La noche anterior había llovido un
poco y eso había dado al aire húmedo y cálido una riqueza adicional, un penetrante
aroma de flores y de hojas verdes con un leve olor dulzón de podredumbre.
Se aproximó al tronco de un enorme roble. Los parasoles costrosos de unas setas
se aferraban a la madera, y alrededor de la base del árbol divisó una masa compacta
de eléboros. Rodeó la base del árbol mirando fijamente al suelo.
Y ahí estaba. Casi oculta debajo de los trocitos de hojas enmohecidas, castañas y
blandas como limaduras de chocolate. Apartó con delicadeza aquellas migajas;
molestos, unos cuantos insectos huyeron en tropel. Brillaba en la semi penumbra
como si gozara de luz propia. Era una planta curiosa, muy bonita; los pétalos surgían
del cáliz alimonado como alas de mariposa, salpicados de suaves manchas, de un
tono amarillo cervato pero sin ningún rastro de verde. Carecía de hojas e incluso el
tallo era oscuro, moteado de rosa. Se agachó sobre sus delgadas caderas y hundió el
bastón en el suelo. El lazo colgaba inerte en el aire tranquilo. Se inclinó más hacia la
flor; los quevedos resbalaron por la larga y huesuda nariz. Con delicadeza contó los
capullos. Había seis. La de Lucy sólo había tenido cuatro. ¡Doble triunfo!
Invadida por el entusiasmo, se puso de pie. Se abrazó; habría sido capaz de
ponerse a bailar ahí mismo. Fastídiate, Lucy Bellringer, pensó. Fastídiate y fastídiate.
Pero no permitió que los sentimientos de triunfo persistieran. Lo importante ahora era
el té merienda. La última vez había tomado algunas notas cuando Lucy se había
marchado del cuarto para hacer más té y, sin ánimo de parecer ostentosa, estaba
decidida a duplicar la variedad de bocadillos, a ofrecerle cuatro clases distintas de
tartas y, para rematar, sorbete casero de ciruelas. En la despensa guardaba una enorme
fuente llena de estas frutas, tan maduras que estaban a punto de reventar. Permaneció
inmóvil, presa de una arrobada expectación. Vio la mesa taraceada, estilo reina Ana,
cubierta con el mantel de encaje bordado de su tía abuela Rebecca, y repleta de
delicias.
Budín de plátano y dátiles, bollos cargados de fruta, pastelillos de almendras
molidas, pastitas especiadas de avena y melaza, galletas de almendras, cuajada al
limón y bizcocho de nata fresca, rosquillas de jengibre y naranja. Y antes del sorbete,
lenguas de gato tostadas con anchoas y queso de Leicester…
Oyó un ruido. Una se hacía siempre la ilusión, pensó, de que el corazón del
bosque era silencioso. En absoluto. Pero existían ruidos tan autóctonos que
reforzaban el silencio de los alrededores más que perturbarlo: los movimientos de
pequeños animales, el crujir de las hojas, y sobre todo, el profuso ulular del canto de
los pájaros. Pero aquél era un ruido extraño. La señorita Simpson se quedó muy
quieta y aguzó el oído.
Aquello parecía el sonido de una respiración trabajosa y entrecortada; por un
momento, se le ocurrió que un animal grande había caído en una trampa, pero al poco
rato, la respiración se combinó con unos grititos y gemidos extraños decididamente
humanos.
Página 9
Vaciló. Tan denso era el follaje que se hacía difícil saber de dónde provenían los
sonidos. Rebotaban por el verdor circundante como si se tratara de una pelota. Pasó
por encima de una faja de helechos y volvió a aguzar el oído. Sí… estaba claro que
venían de aquella dirección. Avanzó de puntillas como si supiese de antemano que lo
que se disponía a descubrir debería haber permanecido oculto para siempre.
Se encontraba muy cerca de la fuente del alboroto. Entre ella y el ruido se elevaba
una densa celosía de ramas y hojas. Paró en seco detrás de aquella pantalla y después,
con sumo cuidado, apartó dos de las ramas para espiar. A duras penas logró contener
una exclamación de horrorizado asombro que escapó de sus labios.
La señorita Simpson era una vieja doncella. En muchos aspectos, su educación
había sido incompleta. De niña había tenido una institutriz que se ponía carmesí y
tartamudeaba todo el tiempo que duraban sus lecciones de «naturaleza». Se había
referido incidentalmente al tema de los pájaros y las abejas y había omitido
manifiestamente la condición humana. Pero la señorita Simpson estaba
convencidísima de que sólo una mente cultivada podía ofrecer el estímulo y el
consuelo necesarios para conseguir una vida larga y feliz, y en su época, había
observado impávida las grandes obras de arte en Italia, Francia y Viena. Por eso supo
de inmediato lo que ocurría ante sus ojos. La maraña de brazos y piernas desnudos
(en la vida real parecía que hubiesen muchos más de cuatro de cada) brillaba con un
lustre perlado idéntico al fulgor apreciado en los miembros de Cupido y Psique. El
hombre tenía el cabello de la mujer enlazado entre sus dedos y le tiraba la cabeza
hacia atrás con ímpetu salvaje al tiempo que le cubría de besos los hombros y los
pechos. Fue por eso que la señorita Simpson vio primero la cara de ella. Fue toda una
sorpresa. Pero cuando la mujer apartó a su amante y riendo, se montó encima de él,
pues…
La señorita Simpson parpadeó y volvió a parpadear. ¿Quién se lo hubiera
imaginado jamás? Con mucho cuidado, dejó en su sitio las ramas que había separado
y, conteniendo el afrento, las soltó con suavidad. Transcurrieron varios minutos
durante los cuales permaneció inmóvil y se preguntó qué hacer después. Su mente era
una masa de pensamientos y emociones contradictorios. Sintió una gran sorpresa, una
increíble incomodidad, asco y un leve destello, reprimido al instante y con resolución,
de excitación. Sintió como si alguien acabara de hacerle entrega de una bomba de
tiempo. Al haberse visto impulsada por la fuerza de las circunstancias y su
inclinación natural a evitar de plano el embrollo de la selección, el cortejo, el
matrimonio y el consiguiente choque de brazos, la señorita Simpson se sentía
singularmente mal equipada para manejar la situación.
Una severa irritación comenzó a tomar cuerpo en el borde de su mente. A punto
estuvo de hacer chasquear la lengua. Mira que ir a ocultarse en pleno bosque. Cuando
ambos contaban con una casa perfectamente adecuada. Le habían estropeado lo que
debería haber sido un día realmente maravilloso.
Página 10
No le quedaba otra alternativa que alejarse de allí con el mismo sigilo con el que
se había acercado. Examinó el suelo, pensativa. Debía evitar incluso partir una
ramita. Y cuanto antes se alejara, tanto mejor. Por lo que a ella respectaba podían
haber ido allí para… bueno… para lo que fuera que la gente iba al bosque.
Fue entonces cuando, la mujer lanzó un grito. Un grito extraño, terrible; un pájaro
asustado salió volando de la espesura y fue directo hacia la cara de la señorita
Simpson. Ella gritó a su vez, y llena de vergüenza y horror ante la sola idea de ser
descubierta, se dio la vuelta y echó a correr. Segundos después tropezó con la raíz de
un árbol. Cayó pesadamente al suelo, pero el pánico anuló toda sensación de dolor.
Gateó un poco y se puso en pie para seguir corriendo. A sus espaldas oyó un ruido
pesado y estrepitoso y supo que debían de haberse incorporado de un salto para
apartar las ramas y ver qué ocurría. La reconocerían. Seguramente. Se encontraba a
apenas unos metros de distancia. ¿No irían a perseguirla estando desnudos?
Las piernas de ochenta años respondieron a unas exigencias a las que hacía años
que no se veían sometidas. Volando tras ella, en ángulos irregulares, como palitos
cuajados de pecas, la transportaron en un espacio de tiempo increíblemente corto
hasta el borde del bosque. Allí se detuvo a descansar apoyándose en un árbol,
aguzando el oído y jadeando, con la mano sobre el agónico pecho plano, durante casi
cinco minutos. Después, caminó despacio hasta su casa.
Más tarde, esa noche, se sentó en el alféizar a observar cómo oscurecía sobre el
jardín. Abrió de par en par la ventana batiente y aspiró la fragancia de la nicotiana y
de las macetas perfumadas de noche plantadas directamente debajo de la ventana.
Allí donde terminaba el césped se veía el leve borrón blanquecino —azulado por
efecto de la oscuridad— de las colmenas.
Desde que llegara a casa, hacía casi tres horas, había estado así sentada, sin
apetito; con el paso del tiempo fue notando cada vez más el dolor en la espinilla y
sabiendo cada vez menos qué hacer.
Ahora todo había cambiado. Ellos sabían que ella sabía. Nada iba a cambiar ese
aspecto. No había manera. Hubiera dado cualquier cosa por poder retrasar el reloj
veinticuatro horas. Su propia vanidad la había metido en aquel lío. Por querer
vanagloriarse ante su amiga, por querer ganar. Le estaba bien empleado. Suspiró.
Todos aquellos reproches no conducían a nada.
Se preguntó si irían a verla, y de sólo pensarlo se quedó helada. Se imaginó la
terrible conversación entre los tres. La horrenda turbación. ¿O tal vez no se
mostrarían turbados? Ser capaces de retozar así al aire libre demostraba una cierta
confianza descarada. Quizá debería tomar la iniciativa y ponerse en contacto con
ellos. Prometerles su silencio. El alma remilgada de la señorita Simpson experimentó
una cierta repulsión ante esta idea. Podía dar la impresión de que buscaba intimar aún
más, cosa que posiblemente ellos no querrían. Qué extraño era, pensó, contar de
pronto con una información asombrosa sobre dos personas a las que creía conocer a
Página 11
fondo. Era como si aquello coloreara, borrara casi, todo lo que había sabido
anteriormente de ellos.
Se movió un poco y tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor de la
pierna contusionada. Recordó con nostalgia el momento en que había descubierto la
orquídea y en lo divertido que hubiese sido preparar el té para celebrarlo. Ya no
podría contárselo a Lucy. Todo parecía sucio, estropeado. Bajó con cuidado del
alféizar de la ventana, atravesó la cocina y se internó en la calma perfumada del
jardín. A escasos metros, su rosal preferido, un Papa Meilland, estaba a punto de
florecer. El año anterior los capullos habían sufrido el ataque del mildiú, pero ese año
todo parecía en orden y diversas circunvoluciones oscuras predecían la gloria
inminente. Una tenía todo el aspecto de ir a abrirse por completo a la mañana
siguiente.
Volvió a suspirar y regresó a la cocina a prepararse una taza de cacao.
Desenganchó un perol inmaculado de una de las vigas y midió la leche. Nunca antes
había sentido con más fuerza la verdad del refrán «un problema compartido es un
problema en dos partido». Pero había vivido en un pueblecito el tiempo suficiente
como para saber que lo que acababa de descubrir no podía ser comentado con nadie,
ni siquiera con la querida Lucy, que no era una cotilla, pero que no tenía la más
remota idea de lo que era el disimulo. Ni a las personas que normalmente habría
considerado como confidentes naturales, como su propio abogado (de vacaciones en
Algarve) y, por supuesto, el vicario. Era un cotilla de cuidado, sobre todo después de
la reunión mensual del Círculo del Vino.
Tomó una aflautada taza iridiscente y un platito (nunca había sido capaz de
adaptarse a la costumbre moderna de beber en robustas jarras), echó en su interior
una cucharada colmada de cacao, añadió un poco de azúcar y espolvoreó un poco de
canela. Podía contárselo a su sobrina que vivía en Australia, pero eso implicaría
ponerlo todo por escrito y ante la sola idea sintió náuseas. La leche subió espumosa
hasta el borde del perol y la vertió en la taza sin dejar de revolver.
Sentada en su sillón de orejas, la señorita Simpson bebió un sorbito de cacao. Si
no podía confiar en ninguna persona, sin duda existirían organizaciones a las cuales
recurrir en momentos así. En toda su vida nunca había carecido de amigos, por ello
hubo de hacer un esfuerzo por recordar el nombre de una asociación de ayuda a
quienes no habían tenido su misma suerte. Tenía la certeza de haber visto un cartel en
las oficinas a las que había acudido para quejarse por los descuentos de su pensión.
Era de un hombre que sujetaba el auricular de un teléfono y escuchaba. Y un nombre
que en su momento le había sonado ligeramente bíblico. Los de información lo
sabrían. Gracias a Dios que hoy en día todo era automático: a la señora Beadle,
operadora de la antigua centralita de la oficina postal, no se le hubiera escapado nada.
La muchacha supo de inmediato a qué se refería y la puso en contacto con los
Samaritanos. La voz que contestó a su llamada era de lo más reconfortante. Un tanto
joven, tal vez, pero amable, y sonaba verdaderamente interesada. Y lo que era más
Página 12
importante, le aseguró la más completa confidencialidad. Sin embargo, cuando la
señorita Simpson hubo dado su nombre y apenas había comenzado a explicar la
situación fue interrumpida por un ruido. Dejó de hablar y aguzó el oído. Volvió a
oírlo.
Alguien llamaba, suave pero persistentemente, a la puerta trasera.
Página 13
Primera Parte
SOSPECHA
Página 14
I
—
A quí ocurren cosas muy graves y espero que haga usted algo. ¿No está para
eso la policía?
El sargento Troy observó su respiración, truco aprendido de un colega del Colegio
de Adiestramiento de Policías, muy metido en el T’ai Ch’i y otros pasatiempos
orientales de moda. El ejercicio le resultaba muy útil cuando debía enfrentarse a
motoristas abusivos, a adolescentes enfundados en botas y, como ahora, a ancianas
chifladas.
—Así es, señorita… esto… —El sargento fingió haber olvidado el nombre de la
anciana. En ciertas ocasiones, aquella simple maniobra obligaba a la gente a
preguntarse si su visita merecía realmente la pena y a marcharse, ahorrando así
papeleos innecesarios.
—Bellringer.
Repica a tiempo, pensó el sargento, satisfecho de la velocidad de su asociación de
ideas y de su capacidad para mantenerse serio. Le preguntó:
—¿Pero está segura de que hay algo que investigar? Su amiga era ya bastante
mayor, sufrió una caída y no pudo resistirlo. Es algo bastante frecuente, ¿sabe?
—¡Tonterías!
Tenía el tipo de voz que se le atravesaba: clara, autoritaria, de clase media alta.
Apuesto a que en su época mandaba a unas cuantas sirvientes de acá para allá, pensó
cuando el sustantivo le saltó rápidamente a le mente. Tanto él como su esposa
disfrutaban de las obras históricas con trajes de época que daban por la televisión.
—Era fuerte como un roble —sentenció la señorita Bellringer con firmeza—.
Como un roble. —Al repetir la frase, el temblor de la voz fue claro.
Cielos, pensó el sargento Troy, espero que la vieja no se me eche a llorar aquí
mismo. Con gesto mecánico buscó la caja de Kleenex que guardaba debajo del
mostrador y volvió a controlar la respiración.
La señorita Bellringer hizo caso omiso de los pañuelos de papel. Su brazo
izquierdo desapareció en el interior de un enorme bolso de tapiz, rastreó un poco
hasta que su mano aferró una cajita redonda y enjoyada. La abrió, y esparció una
prolija pila de polvo color del jengibre sobre el dorso de su muñeca. Lo aspiró a
través de cada ventana de la nariz, cerrándolas alternadamente como un sello de
emergencia. Guardó la cajita y soltó un prodigioso estornudo. El sargento Troy sujetó
sus papeles lleno de resentimiento. Cuando el polvo se hubo asentado, la señorita
Bellringer gritó:
—Quiero ver a su superior.
Al sargento Troy le hubiera proporcionado un gran placer informarle que ninguno
de sus superiores se encontraba en el despacho. Por desgracia, no era así. El inspector
Página 15
jefe Barnaby acababa de regresar de las vacaciones y estaba en su despacho,
poniéndose al día con los archivos.
—No tardaré nada —anunció Troy, horrorizado al notar que las palabras «señora
mía» acechaban al final de la frase.
Cuando llamó a la puerta de Barnaby y entró, Troy mantuvo la cara libre de toda
expresión y se guardó firmemente para sí sus ideas con respecto al grado de senilidad
de la señorita Bellringer. En ocasiones, el jefe llegaba a ser muy sucinto. Era un
hombre grande, corpulento, con un aire de tranquilo paternalismo que había seducido
a hombres mucho más sagaces que Gavin Troy, al punto de hacerles emitir opiniones
que luego habían sido hechas trizas.
—¿Qué ocurre, sargento?
—Hay una vieja… bueno una anciana dama en la recepción. Una tal señorita
Bellringer de Badger’s Drift. Insiste en ver a alguien con autoridad. A alguien que no
sea yo, claro.
Barnaby levantó la cabeza. No tiene aspecto de haber tomado vacaciones, pensó
el sargento Troy. Parece cansado. Además, tiene mala cara. La idea no le disgustó. El
frasquito de pastillas que Barnaby llevaba consigo a todas partes estaba sobre el
escritorio, junto a una jarra de agua.
—¿De qué se trata?
—Ha muerto su amiga y no está satisfecha.
—¿Quién podría estarlo?
El sargento reordenó la frase y la repitió. Estaba claro que el jefe tenía uno de sus
días sarcásticos.
—Lo que quería decir, señor, es que está convencida de que hay algo que está
mal. No del todo claro.
El inspector jefe Barnaby bajó la vista y observó el primer archivo de la pila: un
caso particularmente desagradable de abusos deshonestos con un menor. Iba a ser un
placer postergar su lectura.
—Está bien, hágala pasar.
La señorita Bellringer se sentó en la silla que el sargento Troy le preparó y se
acomodó las faldas. Era una espectáculo prodigioso, más que vestida iba festoneada.
Todas sus ropas poseían un lustre tenue pero vibrante, como si alguna vez, mucho
tiempo atrás, hubieran estado ricamente bordadas. Llevaba varios anillos muy
hermosos, con piedras preciosas deslustradas por la mugre. Sus uñas también estaban
sucias. Sus ojos no paraban de moverse y brillaban mucho en aquella cara morena y
arrugada. Parecía un águila andrajosa.
—Soy el inspector jefe Barnaby. ¿En qué puedo ayudarla?
—Bueno… —comenzó a decir observándolo con suspicacia—. ¿Puedo
preguntarle por qué va de paisano?
—¿Cómo? Ah… —siguió su severa mirada—. Soy detective. Por eso voy de
paisano.
Página 16
—Ya. —Satisfecha, prosiguió—: Quiero que investigue usted una muerte. Mi
amiga Emily Simpson tenía ochenta años y como tenía ochenta años se ha expedido
automáticamente un certificado de defunción. Si hubiera tenido cuarenta años menos
habrían hecho algunas preguntas. Y una autopsia.
—No necesariamente, señorita Bellringer. Eso dependería de las circunstancias.
Hacía años que Barnaby no oía un acento como aquél. Desde la época en que
había comenzado a ir al cine. Durante la posguerra, las películas habían estado
repletas de jóvenes ingleses, vestidos con pantalones de buen corte y la raya bien
planchada, que pronunciaban las aes como si fueran ees.
—Pues verá usted, en este caso, las circunstancias son verdaderamente extrañas.
No parecían tan extrañas, pensó Barnaby, mientras cogía una libreta y un
bolígrafo. Al parecer, el cartero había encontrado a la amiga de su visitante tirada
sobre una alfombra delante del hogar. El hombre necesitaba que le firmara el recibo
de un paquete y, al no obtener respuesta cuando llamó a la puerta (exceptuando los
frenéticos ladridos de un perro) había espiado a través de la ventana de la sala.
—Vino a verme directamente… ha sido nuestro cartero durante muchos años…
nos conocía a las dos, y yo llamé al doctor Lessiter…
—¿Es el médico de cabecera de su amiga?
—Es el médico de cabecera de todo el mundo, inspector. Bueno, de todos los
ancianos del pueblo y de quienes carecen de medios de transporte. De lo contrario,
habría que ir a Causton que está a seis kilómetros. En fin… me fui a su casa
corriendo y llevé mi llave, pero no me hizo falta porque… —La señorita Bellringer
levantó un dedo apremiante y agregó—: Y ahí tiene usted la primera cosa rara… la
puerta trasera no estaba cerrada con llave.
—¿Era algo inusual?
—Impensable. Últimamente en el pueblo se habían producido tres robos. Emily
era de lo más meticulosa.
—A cualquiera puede fallarle la memoria —murmuró Barnaby.
—A ella no. Tenía una rutina fija. A las nueve de la noche comprobaba la hora
con la radio, ponía el despertador para las siete, metía a Benjy en su cesta y después
cerraba con llave la puerta trasera.
—¿Sabe usted si había puesto el despertador?
—No lo había puesto. Me fijé expresamente.
—Con toda seguridad eso indica que murió antes de las nueve de la noche.
—Ni hablar. Murió durante la noche. Eso dijo el médico.
—Puede que falleciera durante la noche —prosiguió el inspector con amabilidad
—, pero tal vez perdió el conocimiento horas antes.
—Le daré un argumento definitivo —dijo la señorita Bellringer, brillante como
un águila, como si él no hubiera dicho nada—, ¿qué me dice usted de la orquídea
fantasma?
Página 17
—La orquídea fantasma —repitió Barnaby tranquilamente; los treinta años que
llevaba de trato con el público le resultaban de una utilidad inefable. La señorita
Bellringer le explicó lo de la competición.
—Al día siguiente de producirse la muerte de mi amiga, por la tarde salí a dar un
paseo en el bosque. Una tontería de mi parte, si quiere que le sea franca, porque me
apené mucho. Sin darme cuenta, me puse a buscar la orquídea y después caí en la
cuenta de que en realidad ya no importaba si la encontraba o no. Aquello me hizo ver
con claridad la muerte de Emily, de un modo que no había logrado hacerlo cuando la
vi realmente allí tirada en el suelo. —Observó al inspector, parpadeó varias veces y
aspiró con fuerza por la nariz—. Quizá le parezca un tanto peculiar.
—En absoluto.
—Entonces la encontré. Pero ocurre que Emily la había encontrado antes. —
Respondiendo a las cejas levantadas de Barnaby, prosiguió—: Teníamos un bastón
con un lazo para indicar el lugar. El de ella es rojo, el mío amarillo. Ahora bien… —
la señorita Bellringer se inclinó hacia adelante y su mirada fue tan intensa que
Barnaby a duras penas se contuvo porque había estado a punto de hacer lo mismo—,
¿por qué no vino a contármelo?
—Tal vez hubiera decidido reservárselo. Para darle una sorpresa.
—No, no —repuso la anciana, irritada por la aparente incapacidad del inspector
de captar la situación—, usted no me entiende. Conozco a Emily desde hace casi
ochenta años. Seguramente estaría abrumada por el entusiasmo. Hubiera venido
directamente a contármelo.
—Quizá ya se sentía mal y quería ir a su casa lo antes posible. —Para eso tiene
que pasar por delante de mi portón. Si se hubiera sentido enferma habría venido a
verme. Yo habría cuidado de ella.
—¿La vio usted en algún momento aquel día?
—A eso de las dos de la tarde la vi cuando volvía con Benjy de su paseo. Y antes
de que me lo pregunte, los dos estaban sanos como manzanas. —Miró en derredor
con aire perdido aunque esperanzado, como suelen hacer quienes acaban de quedarse
solos—. No… —fijó la mirada con decisión en el inspector—, algo debió de ocurrir
después de que descubriera la orquídea y antes de regresar al pueblo, para que se
olvidara por completo de su hallazgo. Y debió de tratarse de algo realmente gordo,
créame.
—Si lo que dice usted es cierto, ¿me sugiere entonces que murió a causa del
susto?
—No había sugerido tanto. —La señorita Bellringer frunció el entrecejo—. Pero
hay algo más… —Revolvió con furia el contenido de su bolso y preguntó a gritos—:
¿Qué opina de esto? —Le entregó al inspector una nota de papel en la que había
escrito: Causton 1234 Terry.
—Los Samaritanos.
Página 18
—¿Ah, sí? Verá usted, quizá auxilien a la gente, pero lo que está claro es que no
dan ningún tipo de información. No logré sacarles nada. Me dijeron que todo era
confidencial.
—¿Dónde encontró esto?
—Sobre la mesita de Emily, metido debajo del teléfono. No logro imaginarme
para qué les telefonearía.
—Probablemente porque estaría preocupada o deprimida y necesitaba hablar con
alguien.
—¿Con unos perfectos desconocidos? ¡Pamplinas! —Su bufido incrédulo
ocultaba un cierto resentimiento—. De todos modos, nuestra generación no es de las
que se deprime. Sino de las que batallan. No como hoy en día. Ahora se derrama la
leche y la gente venga a atiborrarse de tranquilizantes.
Barnaby sintió que las entrañas se le retorcían agresivamente y se movió en la
silla. El breve asomo de interés que había levantado la versión de la anciana decayó.
Se sintió irritado e impaciente.
—¿Cuándo fue que murió su amiga?
—El viernes diecisiete. Hace dos días. Desde entonces no he dejado de darle
vueltas. Sabía que no tenía mucho de qué agarrarme. Me imaginé que iban a decirme
que no hacía más que decir tontadas. Cosa que ha resultado ser cierta.
—¿Cómo ha dicho?
—El muchachote de ahí fuera. Ha dicho que a la edad de mi amiga era de
esperarse y me ha sugerido que le estaba haciendo perder su precioso tiempo.
Aunque, la verdad —añadió cáusticamente—, no parecía estar muy ocupado.
—Ya, comprendo. No, no, aquí se investigan todas las quejas y las pistas. Nuestra
opinión acerca de su veracidad es bastante irrelevante. ¿Quién es el pariente más
cercano en este caso?
—Bueno… supongo que yo. Ninguna de las dos teníamos parientes cercanos. Los
primos y las tías murieron hace tiempo. Tenía una sobrina en alguna parte en las
antípodas. Y yo soy su albacea. Cada una de nosotras se lo había dejado todo a la
otra.
Barnaby tomó nota del nombre y la dirección de la señorita Bellringer y luego le
preguntó:
—¿Se hará usted cargo del funeral?
—Sí. La entierran el miércoles. No nos queda demasiado tiempo. —De repente se
encontraron en el reino del melodrama—. ¿Sabe una cosa? No puedo dejar de
acordarme de El caso de la orquesta desaparecida. Las circunstancias son realmente
muy…
—¿Lee usted novelas de detectives, señorita Bellringer?
—Ávidamente. Hay de todo, claro. Mi preferido es… —Se interrumpió y le lanzó
una mirada penetrante—. Ya sé lo que está pensando. Pero se equivoca por completo.
No es producto de mi imaginación.
Página 19
El inspector jefe Barnaby se puso de pie y, después de un revoloteo preliminar de
prendas, su visitante lo imitó.
—Yo en su lugar, no me preocuparía por el funeral, señorita Bellringer. Estas
cosas siempre pueden posponerse en caso de ser necesario.
Cuando estuvo en la puerta, la anciana se volvió y le dijo:
—Conocía bien a Emily. —Sus dedos apretaron con fuerza las asas de hueso de
su bolso—. Todo esto es completamente inusitado. Créame, inspector jefe, aquí hay
algo que está muy mal.
Cuando la anciana se hubo marchado, Barnaby tomó dos pastillas y se las tragó
con un poco de agua. Se reclinó en la silla y esperó a que le hicieran efecto. Al
parecer, cada vez tardaban más. Quizá tendría que empezar a tomarse tres. Se
desabrochó el cinturón y volvió a dedicarse al caso de abusos deshonestos. Una foto
le sonrió desde la mesa: un hombrecito de rostro luminoso como el sol que había sido
condenado en tres ocasiones anteriores y al que más tarde le habían dado un puesto
como celador en una escuela primaria. Suspiró, apartó el expediente y pensó en
Emily Simpson.
Tenía la convicción, forjada por los treinta años que llevaba observando y
escuchando, de que nadie actuaba nunca de forma inusitada. Lo que la gente
consideraba como carácter (la acumulación o falta de ciertos bienes sociales,
educativos y materiales) era algo muy relativo. El verdadero carácter quedaba al
descubierto al serle arrebatadas estas acrecencias. El inspector jefe tenía la
convicción de que todos somos capaces de cualquier cosa. Por extraño que pareciese,
esta idea no le deprimía. Ni siquiera la consideraba un punto de vista pesimista sino
más bien el único punto de vista sensato que podía tener un policía.
Sin embargo, en el último día de su vida, la señorita Simpson había hecho
diversas cosas que, según alguien que la había conocido de cerca desde la niñez,
nunca había hecho antes. Y eso era extraño. Extraño e interesante. El inspector jefe
Barnaby tomó nota del número de los Samaritanos y cogió el teléfono. Pero antes
debía zanjar lo del recibimiento de la señorita Bellringer.
Pulsó el botón del intercomunicador y ordenó:
—Sargento Troy, venga a mi despacho.
Página 20
II
Página 21
—Tengo entendido que fue usted la persona que habló con Emily Simpson el
viernes pasado por la noche.
—Lo siento. —Esta vez parecía más segura—. Pero nunca hablamos de nuestros
clientes con nadie. Nuestro servicio es completamente confidencial.
—Ya, ya, me hago cargo —repuso Barnaby—, pero tratándose de una muerte…
—¡Una muerte! Qué espantoso… jamás hubiera dicho que fuera una suicida. Es
que llevo poco tiempo como voluntaria… Todavía me estoy entrenando, ¿sabe?… —
Las palabras salían a borbotones—. Si hubiera sabido… pero los otros dos
Samaritanos estaban ocupados en las otras líneas y creí que podría arreglármelas
sola… Me refiero a la señorita Simpson…
—Espere, espere. —A medida que pasaban los minutos parecía más joven y al
borde de las lágrimas—. Por lo que sabemos, no ha sido un suicidio. Pero quizá
existan circunstancias sospechosas.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de circunstancias?
—Es justo lo que quiero que me cuente, si quiere. Cuénteme todo lo que recuerde
de esa llamada.
—Lo lamento. No puedo hacerlo. Tendría que preguntarle a…
—He hablado con el señor Wainwright, su director, y le puedo asegurar que en
este caso se pueden obviar las normas. —Le lanzó una sonrisa paternal.
—Bueno… no sé qué hacer…
—¿No querrá usted obstaculizar una investigación policial? —En la sonrisa se
apreció un toque de severidad.
—Por supuesto que no. —Echó una rápida mirada a la puerta entornada. Barnaby
esperó pacientemente sentado, y apostó a que al cabo de un momento la muchacha
recordaría el gesto colaborador con que el Samaritano del escritorio los había
presentado. El rostro de la muchacha se iluminó y dijo—: Me acuerdo bien de la
llamada de la señorita Simpson. Esa noche recibimos unas tres… Aunque no me
acuerdo palabra por palabra.
—No importa. Cuénteme todo lo que sepa. Tómese el tiempo que necesite.
—Bueno, dijo algo así como «He de hablar con alguien. No sé qué hacer». Si
bien es verdad que mucha gente comienza así… Después le pregunté si quería darnos
su nombre, porque no es necesario, y algunos clientes prefieren no identificarse, pero
ella lo hizo. Le di ánimos, ya sabe… y esperé. —Con una vanidad enternecedora
añadió—: Gran parte de nuestro trabajo consiste en estar sentadas y esperar.
—Comprendo.
—Entonces dijo: «He visto algo. Y tengo la sensación de que debo contárselo a
alguien».
Barnaby notó que aumentaba su concentración.
—¿Le explicó lo que había visto?
Terry Bazely negó con la cabeza y repuso:
—Pero sí me comentó que era algo increíble.
Página 22
Barnaby consideró que aquello no significaba mucho. Los ancianos solterones de
ambos sexos tenían una cierta tendencia a tachar de increíble hasta la más leve
demostración de argucia, si se podía uno guiar por las cartas a los periódicos locales.
Casi siempre comenzaban de esta guisa: «Fue para mí una verdadera sorpresa
ver/comprobar/oír/enterarme de…».
—Pero entonces llegó alguien.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió inclinándose hacia adelante.
—Me dijo que tenía que colgar porque alguien había llamado a la puerta. Le dije
que estaríamos aquí toda la noche por si quería volver a telefonear, pero no lo hizo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo miré en el libro cuando llegué.
—¿Y colgó antes de ir a abrir la puerta?
—Sí.
—¿Le dijo qué puerta era?
—No.
—¿Oyó ladrar a un perro?
—No.
—¿Y es todo lo que recuerda?
Parecía angustiada, fruncía el entrecejo, temerosa de decepcionarlo.
—Me temo que sí… al menos… —Siguió una larga pausa y luego añadió—: Lo
lamento.
Barnaby se puso en pie.
—Muchas gracias, señorita…
—Bazely. Pero siempre me llaman Terry. Aquí sólo usamos los nombres de pila.
—Gracias. Ha sido usted muy amable.
La muchacha le abrió la puerta.
—Había algo más… sé que había algo más.
Barnaby pensó que quizá lo hubiera. La chica no tenía aspecto de ser de las que se
inventan cosas para agradar.
—Sin duda le vendrá en mente cuando esté trabajando o lavando los platos.
Llámeme cuando ocurra. A la Central de Causton.
—¿Aunque parezca sin importancia?
—Sobre todo si parece sin importancia. Y… —cerró la puerta—, espero que
comprenda que esto es algo absolutamente confidencial. Que no debe comentar con
sus colegas.
—Ah. —La duda volvió a embargarla. Parecía más preocupada que nunca—.
Pero… tendré que dejar constancia de su visita en el libro.
Barnaby sonrió, volvió a abrir la puerta y le dijo:
—Regístreme usted como un cliente sin identificar que estaba preocupado por la
muerte de una pariente.
Página 23
Eran casi las nueve. El inspector jefe Barnaby estaba sentado a la mesa del
comedor y se enfrentaba a un plato lleno de tiras correosas, oscuras y brillantes como
el regaliz, rodeadas de resortes hechos de una pasta verde amarillenta.
—Cariño, tu plato de hígado con verduras se ha pasado —dijo la señora Barnaby
dando a entender que hubo una ocasión en que no lo estuvo.
Tom Barnaby quería a su mujer. Joyce era buena y paciente. Sabía escuchar. Él
acostumbraba hablar cuando llegaba a casa, normalmente del trabajo, pues sabía que
la discreción de su mujer era absoluta. Y a la media hora solía mostrarse tan
interesada y preocupada como al comienzo. A sus cuarenta y seis años era una mujer
con una hermosura madura y seguía disfrutando de lo que ella misma definía, con una
especie de guiño en la voz, «un poco de mimos». Había criado a la hija de ambos con
afectuosa firmeza; su trabajo de policía había obligado a Joyce a hacer sola la
mayoría de las cosas que los padres suelen hacer juntos, sin pronunciar jamás una
palabra de queja. La casa estaba limpia y era cómoda, y su mujer realizaba con gusto
un montón de tareas aburridas en el jardín, dejándole a él todo el trabajo interesante y
creativo. Sabía actuar muy bien, cantaba como una alondra en vuelo ascendente y
hacía ambas cosas, con brío, en la asociación de ópera y teatro no profesional del
barrio. Sólo tenía un defecto: no sabía cocinar.
No, pensó Barnaby, cuando un trozo particularmente duro de regaliz saltó y fue a
golpearle el paladar. No era sólo que no supiera cocinar, era algo más, mucho más.
Entre ella y cualquier ingrediente fresco, congelado o enlatado existía una especie de
química maligna. Eran adversarios de nacimiento. La observó en cierta ocasión
cuando preparaba una tarta. No se limitaba a medir y mezclar ingredientes, sino que
se ponía en guardia contra ellos, como si tuviera la terrible precognición de que con
un solo instante de alerta combativa pudiera doblegarlos a voluntad. Su mano se
había cerrado sobre la encogida bola de masa con puño de hierro.
Cuando Cully tenía unos trece años había logrado convencer a su madre de que
tomara lecciones de cocina y la noche de la primera clase, la niña y su padre habían
permanecido de pie, junto al portón, aferraditos de la mano, sin poder creer en su
buena suerte. La señora Barnaby había partido cargada con una cesta de delicias
tapada con un paño blanco como la nieve, como en un cuento de hadas. Había
regresado tres horas más tarde con un pequeño felpudo de cuero, tachonado de pasas
de Corinto, crujiente como trozos de carbón. Asistió a unas cuantas clases más y
después tiró la toalla, según ella misma, por deferencia hacia la profesora. La pobre
mujer, que nunca antes había experimentado un fracaso a escala tan monumental,
había comenzado a padecer una tremenda depresión.
El inspector jefe Barnaby reacomodó su plato de tiras y pasta y terminó de
contarle a su mujer lo de la señorita Bellringer y la señorita Simpson.
Página 24
—Es una historia fascinante, cariño —comentó la señora Barnaby bajando el
tejido, una exquisita bola suave de lana sedosa, color de la crema—. ¿Qué pudo haber
visto? —Su marido se encogió de hombros. No se dejó engañar por la indiferencia
del gesto—. Supongo que ahora tendrás que hablar con el médico, ¿no?
—Así es. —Barnaby dejó el tenedor y el cuchillo. Era todo lo que podía pedírsele
a unos cubiertos con filo corriente—. Quizá vaya por la tarde, cuando haya terminado
de atender a sus pacientes. Es posible que vuelva a llegar tarde. No te molestes en
dejarme algo caliente. Comeré fuera.
Página 25
—… y que a usted no se le ocurriera buscar nada fuera de lugar. Perfectamente
natural en las circunstancias. Pero si pudiera usted hacer un poco de memoria, ¿no
hubo nada que tal vez… —se esforzó por encontrar la frase más discreta— no
encajara del todo?
—Nada.
Pero se había producido una leve vacilación. Y la voz del doctor adquirió un tono
que no concordaba con la fuerte negativa. Barnaby esperó. El doctor Lessiter infló los
carrillos. Tenía la cabeza redonda como un nabo y las mejillas del color de las
manzanas rojizas. La nariz era del mismo color y los globos oculares estaban
surcados de delgados hilillos carmesíes. Oculto tras el aceptable aroma a jabón,
antiséptico y caramelos de menta fuerte, el inspector jefe creyó detectar un tufillo a
whisky. Las manos del doctor Lessiter hicieron una pausa y reposaron sobre el vientre
prominente. Al hablar, su tono era judicial, dando a entender que por fin había
decidido que Barnaby era de fiar.
—Bueno… hubo algo… en realidad nada digno de mencionarse. Noté un olor un
poco raro.
—¿Qué clase de olor?
—Mmm… como a ratones.
—Nada sorprendente tratándose de una vieja cabaña. Sobre todo si la señorita
Simpson no tenía un gato.
—No he dicho que fueran ratones. He dicho que era como a ratones. Es la forma
más exacta que tengo de describirlo. —El doctor Lessiter se puso en pie con una
pizca de inestabilidad—. Y ahora tendrá que disculparme. Me espera un día muy
ocupado. —Pulsó el botón de un timbre y momentos después, Barnaby se encontró al
aire libre.
El consultorio se encontraba detrás de la casa, una espléndida mansión victoriana.
Recorrió el largo sendero de grava y se adentró en un estrecho camino bordeado de
espinos y chirivías. Hacía un bonito día soleado. Cortó una ramita de espino y la
masticó mientras andaba. Pan y queso lo llamaban cuando él era niño. Recordó que
solía mascar los dulces capullos verdes. Ahora ya no sabían igual. Quizá estuviera
demasiado avanzada la estación.
Badger’s Drift tenía forma de T. El travesaño, se llamaba simplemente Street, y
estaba formado por una medialuna de casas de protección oficial construidas en
bloques color carbonilla, unas cuantas casas particulares, el pub Black Boy, una
cabina telefónica y una casa georgiana muy grande y hermosa. Esta última estaba
pintada en un tono albaricoque suave y a su costado se alzaba un frondoso magnolio
que casi la ahogaba. Detrás de la casa había varias construcciones propias de una
granja y dos enormes silos. La oficina de correos estaba en un edificio breve, sin duda
debidamente fortificado, llamado Izercummin, que hacía las veces de almacén de
ramos generales.
Página 26
Barnaby enfiló hacia el cuerpo de la T. Church Lane no era tan larga como Street
y en cuestión de nada se metía en campo abierto —kilómetros y kilómetros de trigo y
cebada bifurcados en un punto dado por una llamarada rectangular de colza—. La
iglesia estaba construida con piedra del siglo XII y el pórtico con ladrillos y chapas de
hierro del siglo XX.
Mientras Barnaby caminaba tranquilamente notó con una certeza cada vez mayor
que lo estaban observando. Un forastero en un pueblo pequeño es siempre un objeto
de verdadero interés, y a su paso había visto moverse más de un visillo. Aunque el
camino que dejó atrás parecía desierto, sintió que en la nuca se le formaba un punto
de tensión. Se volvió. Nadie. Entonces vio surgir junto a sus pies un arco iris
luminoso y levantó la mirada. En la ventana de la buhardilla de una casa opulenta
cerca del Black Boy brilló un prisma de luz y una cara se ocultó velozmente.
La señorita Bellringer vivía en una casita moderna al final del camino. Barnaby
subió por el estrecho sendero de guijarros como guisantes invadido por una maraña
de vegetación exuberante. Rododendros, laureles, hypéricum, rosales que crecían
enloquecidos en todas direcciones. Sobre la puerta principal había un llamador de
hierro en forma de cabeza de toro y un letrerito, metido en un sobre de plástico
transparente, que decía llame con fuerza. Llamó con fuerza.
De inmediato una voz chilló:
—¡No hagas eso!
Se oyó un fuerte estrépito, como si se hubiera caído algún mueble, un sonido
como de arrastrarse de pies, y la señorita Bellringer abrió la puerta diciéndole:
—Perdone, es ese Wellington. Pase, por favor.
Lo condujo hasta una sala desordenada y se puso a recoger del suelo una pila de
libros. El inspector jefe se agachó para ayudarla. Todos los libros eran muy pesados.
—Tienen que subirse a todas partes. No sé quién fue el primero en poner en
circulación la idea de que los gatos saben siempre por dónde andan. Es imposible. El
mío se pasa la vida tirando cosas.
Barnaby divisó a Wellington —un gato rechoncho del color de las limaduras del
hierro, con cuatro calcetines blancos— sentado en un piano de cola. El nombre le
pareció adecuado. Tenía cara de bota vieja, aplastada, arrugada y llena de pliegues.
Lo observó mientras volvían a apilar los libros. Tenía un aire entre secreto e irónico.
Era un gato que esperaba su oportunidad.
—Por favor —dijo la señorita Bellringer agitando el brazo de tal modo que estuvo
a un tris de darle a un grupo de fotografías—, siéntese.
Barnaby quitó del sillón de orejas un montón de partituras, un pato de terracota
pintada y una caja de caramelos masticables y se sentó.
—Bueno, inspector jefe… —Ella se sentó delante de él, en un confidente
Victoriano y juntó las rodillas (llevaba calzones largos color cobre)—. ¿Qué ha
averiguado usted?
Página 27
—Bueno —repitió Barnaby a su vez—, está claro que había algo que preocupaba
a su amiga.
—¡Lo sabía! —Se asestó una palmada en el muslo cubierto de brocado que hizo
elevarse una nubecilla de polvo—. ¿Qué le había dicho yo?
—Por desgracia, no parece existir ningún modo de descubrir de qué se trataba.
—Cuénteme qué ocurrió.
Mientras Barnaby le refería su entrevista con Terry Bazely echó una ojeada a la
habitación. Era espaciosa y estaba tapizada del suelo al techo con libros y
ornamentos, flores secas y plantas. Tres de los estantes contenían viejos libros de
Penguin de clásicos del crimen, con tapas verdes y blancas. En el hogar había una
enorme cabeza en piedra antigua, un magnífico equipo de alta fidelidad Quad and
Linn, y un Ben Nicholson, festoneado de telarañas, colgaba cerca de las puertas
ventana.
—¿Y ahora qué hacemos? —Lo miró fijamente, con sus ojos claros y su aire
expectante, sentada en el borde mismo del asiento, dispuesta a todo.
Barnaby notó que comenzaba a fastidiarle aquella confianza. Parecía haberle
otorgado el papel de nigromante. Pero sus ideas sobre el caso (si llegaba a existir un
caso) eran vagas y nebulosas. No disponía de ningún conejo para sacar de la galera.
Ni siquiera estaba seguro de tener la galera.
—No hay nada que usted pueda hacer, señorita Bellringer. Le pediré al médico de
la policía que le eche un vistazo al cadáver. Necesitaré su permiso para hacerlo…
—Claro, claro.
—Si él no viera la necesidad de ir más lejos, lo más probable es que el asunto
termine allí. —Había esperado verla desanimada cuando oyera el comentario, pero en
cambio, asintió con vigorosa aprobación.
—Excelente. Está en la funeraria Brown. En Kerridge Street. Le daré una nota. —
La preparó rápidamente con una pluma fuente de punta ancha, cargada con tinta
china, y en un papel suave, color crema. Le entregó el sobre diciéndole—: No quiero
entretenerle. ¿Me mantendrá al tanto del resultado? Y muy bien hecho, inspector jefe
Barnaby.
Barnaby se cubrió la boca con la mano y tosió. Mientras se dirigían a la puerta, la
señorita Bellringer cogió una de las fotografías enmarcadas y le comentó:
—Ésta es Emily a los dieciocho. Acabábamos de empezar a enseñar.
Barnaby miró la foto de tonos sepia desteñidos. Era un retrato de estudio
fotográfico. Lucy aparecía junto a una jardinera con una palmera. Emily estaba
sentada en un taburete. Miraba directamente a la cámara. Llevaba el suave cabello
rubio recogido en un moño; tenía los ojos separados y la boca firme. Su falda larga
hasta los tobillos y la blusa parecían muy planchadas y limpias. Lucy sonreía
ampliamente. Tenía el moño ligeramente torcido y el dobladillo de la falda le hacía
picos. Posaba una de sus manos con aire protector sobre el hombro de su amiga.
—¿Qué enseñaban? —inquirió Barnaby devolviéndole la foto.
Página 28
—Mi asignatura preferida era la música. Y la de Emily el inglés. Pero
enseñábamos casi de todo, claro. En aquellos tiempos era así. —Lo acompañó hasta
la puerta de calle—. La escuela ha desaparecido ahora. La convirtieron en
apartamentos. Llenos de esa horrible gente de Londres.
—Por cierto —cuando estaba a punto de marcharse, Barnaby se volvió—,
¿alguna vez tuvo su amiga problema con los ratones?
—Santo cielo, no. Su casa estaba limpia como una patena. Emily detestaba los
ratones. Ponía veneno por todas partes. Tenga usted muy buenos días, inspector jefe.
Página 29
III
—
S upongo que el doctor Bullard no estará en el edificio, ¿verdad?
—Sí que está, señor —repuso el sargento de información—. Ha prestado
declaración en una investigación que se ha hecho esta mañana y después se ha ido a
la Oficina del Forense.
Detrás del panel acristalado se oyó gritar a la agente Brierly:
—Lo he visto cuando cruzaba el patio para marcharse a comer.
La cantina se encontraba al final de un largo cuadrilátero. En la comisaría todo el
mundo se quejaba interminablemente de la comida que el paladar torturado del
inspector jefe encontraba opípara. Tendrían que probar de comer en chez Barnaby,
pensó, mientras se llenaba el plato de pastel de cordero, grasientas patatas fritas y
guisantes lívidos y reblandecidos. Así no volverían a abrir la boca. Se sirvió también
una porción de postre de pasas, manzanas y especias. Miró a su alrededor y descubrió
al doctor sentado solo a una mesa junto a la ventana.
—Hola, Tom —lo saludó el doctor Bullard—. ¿Qué es lo que te conduce a estos
desesperados extremos?
—¿Y a ti? —repuso Barnaby y comenzó a atiborrarse.
—Mi mujer está en clase de ikebana.
—Ah. En realidad, quería hablarte de un asunto.
—Habla, pues —replicó el doctor, apartando el plato con restos de bacalao
picante y disponiéndose a atacar el budín castillo.
—Una anciana sufrió una caída y a la mañana siguiente, el cartero la encontró
muerta. Por triste que resulte, no es del todo inusual. Pero la tarde anterior la mujer
había visto algo, probablemente en el bosque cerca de su casa, que la angustió
considerablemente. Tanto que telefoneó a los Samaritanos para hablar del asunto,
pero apenas había dicho alguna cosa cuando alguien llamó a la puerta. Y es todo lo
que sabemos.
—¿Y? —El doctor Bullard se encogió de hombros—. Algo más que inusual.
—Me gustaría que la examinaras.
—¿Quién firmó el certificado de defunción?
—Lessiter. De Badger’s Drift.
—Aaah… —George Bullard infló los carrillos y juntó las puntas de los dedos—.
Bueno, no sería la primera vez que me hablan de él.
—¿Qué opinión te merece?
—Vamos, Tom… Ya sabes qué pienso al respecto.
—Perdona.
—Dios mío, con razón lo llaman budín castillo. Éste es completamente
inexpugnable. —Lo pinchó y añadió—: Te diré nada más lo que todo el mundo sabe.
Página 30
Que tiene un montón de pacientes particulares y que lleva un tren de vida bastante
elevado. Está casado en segundas nupcias; su esposa está de rechupete y su hija no es
precisamente un bombón y ha de tener más o menos la misma edad que mi Karen.
Unos diecinueve.
—¿Puedes examinar el cadáver esta tarde?
—Mm. A las tres tengo que estar en el hospital, de modo que tendríamos que salir
ya mismo.
En Causton sólo había dos funerarias. La de Brown era considerada como la más
selecta. La otra era la Coop. El escaparate de Brown estaba forrado de satén fruncido
en cuyo mismo centro se erigía una urna de basalto negro y brillante con varias
azucenas. La urna llevaba grabado lo siguiente: «Hasta que rompa el amanecer y
huyan las sombras». Aparcado en un lugar adyacente al edificio había un Porsche 924
nuevo, de color plateado, que brillaba al sol.
—Hermoso. —El doctor Bullard lo acarició con aire de admiración—. Pasa de
cero a noventa kilómetros por hora en nueve segundos.
Barnaby se imaginó incrustado en uno de los asientos bajos. La tapicería de
cuadros rojos y negros le pareció horriblemente falta de atractivo. Supo entonces que
siempre iba a ser, desde el punto de vista filosófico y evolutivo, un hombre de coches
estilo sedán familiar tipo medio.
—No sabía que a los de este oficio se les pagara tan bien —comentó, abriendo de
un empujón la puerta de cristal.
—Ellos sí que van a lo práctico —repuso el doctor jocosamente—. Si hay algo de
lo que se puede estar seguro es que tarde o temprano la gente la palma.
El timbre sonó con tonos apagados y la seriedad apropiada. Molestó sólo a un
ocupante: un hombre joven, de aspecto casi incoloro, que surgió de entre unas
pesadas cortinas de terciopelo que colgaban del fondo de la estancia. Vestía traje
negro y tenía la piel pálida, el pelo lacio y claro, las manos pálidas y los ojos pálidos,
endurecidos y alimonados, como caramelos ácidos. Dispuesto casi a darles la extrema
unción, les echó otra mirada y cambió de expresión.
—El doctor Bullard, ¿verdad?
—Así es. Y usted es… no me lo diga… ¿el señor Rainbird?
—Ha acertado a la primera —repuso el joven con una sonrisa radiante. Sus ojos
no cambiaron de expresión. Parecía sonreír con la piel—. Daniel el travieso —añadió,
aparentemente serio. Se volvió con aire inquisitivo hacia el acompañante del doctor.
—Éste es el inspector jefe Barnaby. Del Departamento de Investigación Criminal
de Causton.
—Vaya… —Daniel Rainbird lanzó al inspector jefe una mirada evasiva—. Pues
aquí no encontrará ninguna maldad. Somos todos unos santos.
Barnaby le entregó la nota de la señorita Bellringer y le informó:
—Nos gustaría ver el cuerpo de Emily Simpson, si es usted tan amable. —Al
hablar, observaba la cara del otro hombre. Vio en ella una expresión inmediatamente
Página 31
reprimida de curiosidad malsana mezclada con una pizca de entusiasmo.
—Tut suit —gritó el señor Rainbird mirando la nota; luego desapareció como una
exhalación tras las cortinas—. Siempre dispuestos a ayudar al cuerpo de policía. —
Hablaba como si se tratara de un hecho habitual.
Se colocaron junto al ataúd. Barnaby miró fijamente el cadáver enjuto y vestido
de blanco. Parecía muy compuesta y seca, como si todos los jugos vitales le hubiesen
sido extraídos años atrás y no hacía poco. Resultaba imposible creer que alguna vez
había existido una joven de ojos claros con un moño de pelo suave.
—Allá atrás hay montones de coronas. Era muy conocida —informó el señor
Rainbird—. Fue maestra de mi madre, ¿sabe? Y de todas mis tías.
—Sí. Bueno, muchas gracias. —Barnaby recibió una mirada restrictiva, un tanto
truculenta que él devolvió con calma; el señor Rainbird se encogió de hombros y se
esfumó.
El doctor Bullard se inclinó sobre la señorita Simpson. Levantó las manos sin
anillos, le tocó la piel de la planta de los pies, le subió la mortaja y con la mano hizo
presión sobre las costillas. El rigor mortis había pasado hacía tiempo y el pecho
delgado cedió bajo sus dedos. Frunció el ceño y siguió palpando.
—¿Pasa algo malo?
—Tiene los pulmones muy congestionados.
—La estaban tratando por una bronquitis.
—Hum. —Valiéndose de los dos pulgares le retiró los párpados—. ¿Cuándo
murió?
—Hace tres días.
—¿No sabes con qué la medicaba?
—No. ¿Por qué?
—Fíjate en esto.
Barnaby observó de cerca los globos oculares muertos y amarillentos. Las pupilas
tenían el tamaño de la cabeza de un alfiler.
—Cielos. ¿Qué opinas entonces?
—Creo que deberías hablar con el forense.
—¿Y solicitar una autopsia?
—Sí. —Los dos hombres intercambiaron una mirada—. No pareces sorprendido.
Barnaby se dio cuenta de que no lo estaba. Después de todo, quizá la señorita
Bellringer no se había equivocado al depositar en él su confianza. Y dijo:
—Le informaré de todo lo que ha ocurrido hasta ahora. ¿Quién crees tú que la
hará?
—Supongo que Eynton. El nuestro se ha marchado un mes a Creta. —Los hay
con suerte.
—Llámame cuando recibas el informe, ¿quieres? Me gustaría saber qué
descubren.
Página 32
Lo recibió el jueves por la mañana. Barnaby telefoneó al doctor Bullard que se
presentó poco antes de mediodía. Leyó el informe. Barnaby observó su cara con
cierto aire de diversión. Era, como se suele decir, un retrato. Bullard dejó el informe
sobre la mesa.
—¿Cicuta?
—Cicuta.
El doctor sacudió la cabeza y comentó:
—Bueno, sin duda es una pieza de coleccionista.
—Sacada del arcón, George. Los Médicis. Shakespeare. El griego aquél.
—Sócrates.
—Ese mismo. No sé, hoy en día normalmente se utiliza el Valium o el Mogadon,
regados con media botella de vodka.
—O algún compuesto útil del cobertizo del jardín.
—Ya. Si vas a utilizar conicina tiene que haber maneras mucho más sencillas que
hervir un destilado de la planta.
—Pues no sé —objetó el doctor—. No es una sustancia que pueda conseguirse
fácilmente en los comercios. No puedes entrar en Boot’s y comprar una caja.
—¿Qué efectos produce?
—Parálisis gradual. Platón describe la muerte de Sócrates de una forma muy
emotiva. Los pies, las piernas, todo se va enfriando gradualmente. Se lo tomó muy
bien. Un verdadero estoico.
—O sea que quienquiera que le haya administrado el veneno, si es que se lo dio
alguien, tuvo que quedarse ahí sentado para verla morir.
—Pues sí. Pobre vieja. Debió de ser espantoso.
—El asesinato siempre lo es.
El doctor Bullard volvió a repasar el informe y comentó:
—Al parecer, llevaba varias horas sin comer. Eso debió de acelerar el efecto. En
el estómago no encontraron semillas, lo que prueba que le dieron a beber un
destilado.
—Sí. Llamé a Patología para preguntarlo justo antes de que llegases. Me dijeron
que es soluble en alcohol, éter o cloroformo.
—¿Y en agua no?
—No.
—¿Entonces quiere decir que para que pareciese una muerte natural tuvo que
bebérselo?
—Pues sí —asintió Barnaby—. Cualquier otra cosa habría sido demasiado
arriesgada. Hasta una dama de ochenta años puede ofrecer una resistencia
considerable si alguien tratara de cubrirle la cara con un lienzo empapado en
Página 33
cloroformo. Podrían haber derribado cosas. O romper algún adorno. El perro habría
montado un cirio.
—Eso explica la congestión de los pulmones. —El doctor Bullard dio unos
golpecitos al papel—. Un tanto excesiva aunque se tratara de una bronquitis. Aunque
no deberíamos ser duros con el viejo Lessiter. Sólo un médico poco corriente habría
buscado síntomas de envenenamiento con conicina en una muerte que, aunque
repentina, tiene todos los visos de ser perfectamente natural. De todos modos —
sonrió aviesamente—, no me importaría ser una mosca para poder posarme en una
pared y verle la cara cuando se lo cuentes.
Página 34
IV
—
S argento, no es necesario que conduzca como si fuera a una audición para The
Sweeney.
—Perdone usted. —De mala gana, Troy aminoró la marcha. ¿Para qué diablos
servía pertenecer al cuerpo de policía, rellenar a máquina todos esos áridos impresos
y aguantar a toda esa gente estúpida que no paraba nunca de formular preguntas
imbéciles si de vez en cuando no se podía pisar el acelerador a fondo, poner la sirena
y conducir a toda pastilla? Todavía seguía dolido por la crítica (en su opinión
totalmente inmerecida) que le había dirigido hacía un par de días. Se conocía las
reglas tan bien como el que más, ¿pero cuántos oficiales seguían e investigaban hasta
la última tontería que se les presentaba? Tuvo la mala suerte de que la vieja foca se
hubiera quejado de él. Y ahí estaban dando vueltas en círculos decrecientes sólo
porque otra vieja pelma había estirado la pata. Lo único agradable de todo aquello era
que el condenado inspector jefe Barnaby saldría de aquel asunto pareciendo todavía
más imbécil que cuando se había metido en él. Feliz desconocedor del contenido del
informe de la autopsia, Troy giró por Church Lane y aparcó delante del número trece.
Barnaby se encontró a la señorita Bellringer cortando pescado en su desordenada
cocina. Wellington estaba sentado sobre la nevera y observaba cómo subía y bajaba el
cuchillo, con la cara de bola embargada de satisfacción.
—No quiere saber nada de comidas enlatadas —dijo la señorita Bellringer a
modo de explicación y luego añadió—: Tengo entendido que han hecho una autopsia.
Barnaby no logró ocultar su sorpresa. Se había criado en un pueblo no mucho más
grande que Badger’s Drift y sabía lo eficaz que llegaba a ser el servicio de
información boca a boca, pero se sintió impresionado por la velocidad a la que esta
noticia se había propagado. Procedente, sin duda, de la funeraria.
—Efectivamente. Mañana se hará la indagatoria. ¿Estará preparada para
identificar a la señorita Simpson?
—Pero… —palideció y tuvo que posar el cuchillo sobre la tabla—, ¿por qué?
—Es necesario después de una autopsia.
—¿Pero… no puede hacerlo usted?
—Me temo que no. Yo no la conocía. —Hizo una pausa—. Podría pedírselo al
señor Rainbird.
—No, no lo haga. Ese horrible engendro. —Siguió una pausa aún más larga—.
Está bien… Si alguien tiene que hacerlo, prefiero ser yo.
Wellington lanzó un ronroneo de protesta y ella continuó cortando.
—Después, el forense expedirá un certificado y su amiga podrá ser enterrada.
—Gracias a Dios. Pobre Emily. —Con estrépito puso el plato en el suelo y abrió
un cartón de crema de leche. Vertió un poco en una fuente y también la colocó en el
Página 35
suelo—. A estas alturas, este gato debe de tener las arterias completamente tapizadas.
Piel por dentro y por fuera. ¡Ja! —Le dio a Wellington un afectuoso golpecito con la
bota—. Pero es que le gusta tanto.
—Me comentó usted que tenía la llave de la casa de la señorita Simpson.
—Así es. ¿Quiere echar un vistazo?
—Seré breve. Mañana se llevará a cabo una investigación más a fondo.
—Ooh… ¿Acaso significa que…?
—Lo siento. Pero no puedo comentar nada de momento.
—Claro, claro. Tiene todo el derecho a regañarme, inspector jefe. —Con un dedo
se presionó los labios—. «Silencioso estaba el rebaño». ¿Admira usted a Keats?
—¿Podríamos irnos ya?
La señorita Bellringer descolgó una capa Burberry de la percha que había detrás
de la puerta y se la puso con gran revuelo. Fueron hasta el portón de entrada; la
señorita Bellringer apartó de una patada una griñolera suplicante.
—Estas plantas y yo solíamos tener una excelente relación. Las dejé en paz y
ellas me dejaron en paz a mí. Ahora están desmadradas. Fíjese en toda esa pelusa.
Creí que los arbustos eran ideales para quienes no gustan de la jardinería.
—De vez en cuando hay que podarlos un poco —le aconsejó el inspector jefe,
cuyos parterres herbáceos eran la envidia de Arbury Crescent.
El sargento Troy los vio cruzar el camino: el hombre alto vestido con pantalón y
chaqueta gris claro de verano y la zarrapastrosa anciana retozando a su lado con todo
el aire de un viejo pastor inglés atrapado en el interior de un saco de lona. Aunque,
pensó Troy, no es que uno pudiera guiarse por la ropa. Recordó entonces que su
madre le hacía la limpieza a la vieja lady Preddicott, que siempre tenía aspecto de
vestirse con los saldos de Oxfam. Se acordó también de que él utilizaba la ropa que le
dejaba el nieto de la Preddicott: unas ropas absurdamente caras de White House y
Harrod’s cuando lo único a que él aspiraba era a tener unos tejanos y una camiseta de
Batman.
Dos niños y una mujer con el carrito de la compra se detuvieron al otro lado del
coche y lo observaron. Él se reclinó en el asiento, tranquilo pero alerta, con una mano
puesta de forma negligente sobre el volante. Montando guardia. Entonces, Barnaby se
giró y le hizo señas con el dedo. Rojo de fastidio Troy bajó a toda prisa del Rover,
comprobó que estuviera cerrado y los siguió.
Beehive Cottage se encontraba a unos pocos metros más arriba por el camino, en
la acera de enfrente de la casa de la señorita Bellringer. Era la perfección. El tipo de
casa que aparece en los calendarios de Esta Inglaterra y en los carteles turísticos. La
casa soñada para el exilio.
La cabaña estaba techada con paja de un modo perfecto e imaginativo, y
presentaba un segundo tejado, como una especie de delantal festoneado, justo encima
del primero. Los cristales de las ventanas estaban guarnecidos de plomo. Un sendero
de ladrillo en espinapez, gastado por los años y bordeado de lavanda y cipresillos se
Página 36
dirigía, sinuoso, hasta la puerta trasera. Había allí malvarrosas y claveles, espuelas de
caballero, tomillo y resedas. De una zona embaldosada partía una extensión de
césped inmaculado. Donde acababa el césped, medio oculto por un enorme Viburnum
bodnantense, había dos colmenas. Después de la primera oleada de placer, Barnaby
permaneció un largo rato en admirativo silencio. El jardín se asentaba a su alrededor
como suelen hacerlo los jardines. Indiferente y armonioso; consoladoramente
hermoso.
—Qué magnífico perfume. —Se acercó a un rosal.
—Ése era el preferido de Emily. No sé cómo se llama.
—Es un Papa Meilland. —Barnaby inclinó la cabeza e inhaló la incomparable
fragancia. El sargento Troy estudió el cielo. La señorita Bellringer sacó una enorme
llave de hierro y abrió la puerta. Ordenando a Troy que esperara afuera, Barnaby
siguió a la anciana y ambos entraron en la casa.
Lo primero que vieron al entrar en la cocina fue un estante de madera en el que
había un delantal de tela de saco prolijamente doblado, un desplantador limpio y un
felpudo. La señorita Bellringer se dirigió rápidamente al centro de la habitación y
gritó:
—¡Uf… qué olor asqueroso! —Fue entonces hacia el fregadero.
—No toque nada, por favor —le gritó Barnaby.
—Oh. —Se paró en seco como una cría que jugara a las estatuas—. ¿Lo dice por
las huellas?
No cabía duda de que en el aire flotaba un potente olor a moho. El inspector jefe
miró a su alrededor. Todo estaba inmaculadamente limpio y ordenado. Encima de la
nevera había un pote de mermelada lleno de perejil. Una cesta para las verduras con
unas cuantas patatas, y una fuente de esmalte tabicado con un par de manzanas.
—¿Ha vuelto a venir por aquí desde que se llevaron el cadáver?
La anciana negó con la cabeza y repuso:
—Sin ella aquí no lo soporto.
—¿Había notado antes el olor?
—No. Pero el equipo olfativo no me funciona demasiado bien. Emily siempre
protestaba. Me pedía que oliera esto, que oliera aquello. Era una completa pérdida de
tiempo.
—¿Pero lo habría notado, sin duda, si hubiera sido tan fuerte como ahora?
—Supongo. —Comenzó a pasearse por la casa con aire desdichado y frunciendo
el ceño, llena de pena—. Santo cielo.
—¿Qué ocurre?
—Aquí está la explicación. ¿Quién diablos pudo haberlo traído? —Le señaló el
frasco que había encima de la nevera. Barnaby se acercó y lo olió. El hedor a ratón
casi le provoca el estornudo.
—¿No es perejil? —preguntó.
—Mi querido caballero… eso es cicuta.
Página 37
—¿Qué?
—Hay un campo lleno junto a las viejas vías del ferrocarril.
—Parece perejil. ¿Cree que quizá su amiga lo confundió con…?
—Santo cielo, no. Emily tenía un trocito de tierra sembrado con perejil. Junto al
nogal. Cultivaba tres tipos diferentes. Olvídese de esa idea. De todos modos… no
estaba aquí la mañana que ella murió.
—¿Está segura?
—Pues sí, bastante segura. Como comprenderá, no recorrí la casa haciendo
inventario.
—¿Y desde entonces la cabaña ha estado cerrada con llave?
—Sí. Y —se anticipó a la siguiente pregunta del inspector— yo tengo la única
copia de la llave. La puerta principal quedaba cerrada por dentro con pestillo. Da
directamente al camino. Emily nunca la utilizaba. ¿No se da cuenta de lo que eso
significa, inspector jefe? —Lo cogió del brazo entusiasmada—. ¡Hemos dado con
nuestra primera pista!
—¿Es ésta la sala? —Barnaby se apartó, agachando la cabeza.
—Sí. —Ella lo siguió—. Abajo sólo están estas dos habitaciones.
—¿La mañana que la encontraron estaba abierta esta puerta?
—No. Estaba cerrada.
Desde su rincón, un reloj de péndulo marcaba los minutos con ritmo soñoliento.
Junto a la chimenea había un pequeño banco y las vigas estaban decoradas con
utensilios de cocina hechos de cobre, un tresillo de calicó lustroso, una mesa estilo
reina Ana y dos aparadores con ventanas en forma de diamante llenos de platos y
figuritas. Una de las paredes estaba tapizada de libros.
El interior de la cabaña se correspondía con tanta precisión con lo que el exterior
inducía a esperar que Barnaby tuvo la molesta sensación de haberse subido a un
escenario de época perfecto. En cualquier momento aparecería una doncella,
descolgaría el pesado teléfono de baquelita negra y diría: «Me temo que su señoría no
está en casa». O un joven vestido con traje de franela color crema preguntaría si
alguien deseaba jugar al tenis. Aunque también cabía la posibilidad de que surgiera el
viejo coronel gruñón: «El cuerpo estaba aquí tirado, inspector».
—¿Cómo dice?
—Justo aquí. —La señorita Bellringer se encontraba delante de la chimenea
vacía.
—¿Podría indicármelo exactamente?
—Haré lo posible. —Mirando la alfombra de la chimenea frunció el ceño, luego
se tendió en el suelo dejando ver una mínima porción de sus calzones color verde
Nilo y se encogió hasta formar una coma—. Tenía la cabeza más o menos aquí…
¿Está bien así?
—Sí. Gracias. —Barnaby maldijo para sus adentros la demora. No había fotos. El
cadáver había sido quitado de en medio limpiamente. No quedaba un solo rastro.
Página 38
La señorita Bellringer se levantó despacio y comentó:
—Aunque el doctor Lessiter debió de… ah, gracias, inspector jefe… debió de
moverla durante la revisión. —Observó a Barnaby dirigirse hacia los aparadores para
verlos más de cerca. Algunos de los platos eran excepcionalmente hermosos, y
brillaban con algún toque de oro—. El de ahí es de Meissen —le informó la señorita
Bellringer inclinando la cabeza hacia la izquierda—, y el otro es de Coalport. Aunque
hay un par de piezas que trajo de Francia. Hace muchos años solíamos ir en bicicleta
a las rebajas. Conseguíamos todo tipo de gangas.
Entre los aparadores, sobre una mesita de pasta, había un teléfono y una pila de
libros. El Almanaque Mundial, de Palgrave, algunas obras de teatro jacobinas, El
jardinero aventurero y la edición de Mermaid de Julio César.
—Adoraba a Shakespeare. Shakespeare y la Biblia. Alimento para la mente y
consuelo para el alma. —Julio César estaba abierto en lo alto de la pila junto a una
lupa—. También le encantaba el teatro. Cuando todavía podíamos conducir íbamos
con frecuencia. Eran unas veladas excelentes. Absolutamente excelentes. —Sacó un
enorme pañuelo de seda en tonos caquis y carmesíes y se sonó la nariz.
Subieron las escaleras. Arriba, sólo uno de los dormitorios estaba amueblado.
Una cama estrecha y virginal, el papel pintado salpicado de nomeolvides, cortinas de
terciopelo desteñido. Todo tan dulce e inocente como un jubón estilo liberty. El
cuarto de huéspedes servía como trastero. Había allí una aspiradora y una pila de
cajas, varios garrafones de vino casero: algunos turbios, otros claros, uno o dos
hipaban en silencio.
—Tenía pensado embotellar el de madreselva este fin de semana. Se parece un
poco al Sancerre, ¿sabe?
Se retiraron por la estrecha escalera y regresaron a la cocina.
—Tiene que haber una botella abierta en alguna parte —comentó Barnaby—.
Antes de morir tomó alguna bebida alcohólica.
—Fíjese en la despensa —le sugirió la señorita Bellringer indicándole una puerta
azul al final de la cocina, y añadió, un poco tarde—: Tenga cuidado con el escalón.
Barnaby se precipitó en la semi penumbra. La escasa luz existente aparecía teñida
de verde; entraba a través de las hojas de un laurel real que se apretujaba contra una
ventana amplia cubierta con malla de alambre del tipo utilizado en las antiguas
fiambreras. Se cerraba con un pasador sencillo que estaba roto. Barnaby sacó el
pañuelo, aferró el pasador, abrió la ventana y la volvió a cerrar con sumo cuidado. El
espacio era más que suficiente para que pudiese entrar una persona delgada.
En la alacena había unos estantes bajos de piedra, repletos de botellas y frascos.
Había condimento de la India a base de frutas, pimientos, cebolla, mostaza y vinagre,
albaricoques especiados en frascos alargados y miel opaca y blancuzca con etiquetas
floreadas y la fecha del año anterior. Una enorme fuente de ciruelas pequeñas,
ligeramente cubiertas de pelusilla. Y mermeladas y jaleas: fruta en almíbar, oscura y
Página 39
translúcida. También salaba judías pintas, como hacía mi madre, pensó Barnaby.
Cerca de la puerta había una media botella de vino. Elderflower cosecha del 1979.
Barnaby abrió la puerta trasera, le hizo una señal a Troy y le dijo:
—Necesito que tome una declaración.
Volvieron a entrar en la sala y se sentaron; la señorita Bellringer tenía un aire
ligeramente aprensivo y estaba muy seria.
—Pues bien —comenzó Barnaby—, me gustaría que me…
—Un momento, inspector jefe. No me ha dicho usted… bueno, ya sabe… eso de
que todo lo que diga puede ser utilizado como prueba y… demás…
—Se trata simplemente de su declaración como testigo, señorita Bellringer. Le
aseguro que en estos casos no es preciso.
Ése es el problema con los ciudadanos, pensó el sargento Troy. Ven en la tele unas
cuantas obras llamadas policiales y piensan que lo saben todo. Sentado fuera de la
línea de visión de su jefe, se permitió el lujo de fruncir los labios en una mueca.
—Cuénteme lo que ocurrió desde el momento en que llegó aquí.
—Entré en la cocina…
—¿Estaba con usted el cartero?
—No. Después de hablar conmigo, siguió haciendo el reparto. Abrí la puerta
trasera, entré a toda prisa y la encontré donde ya le he indicado.
—¿Tocó en algún momento el cuerpo?
—Sí. No la moví pero… pero le cogí la mano un instante.
—¿Tocó algo más?
—Entonces no. Llegó el doctor Lessiter y la examinó… la movió, claro.
Telefoneó entonces al depósito judicial y pidió un coche… En realidad fue una
furgoneta, para que se la llevara. Me explicó lo del certificado de defunción y me
preguntó quién se encargaría de disponer lo del entierro. Le dije que yo y mientras
esperábamos a que llegara la furgoneta. Por desgracia yo… —Llena de pena se
sonrojó mientras miraba a Barnaby y añadió—: Por desgracia limpié un poco.
—¿Qué fue lo que limpió exactamente?
—Había una taza de cacao sobre la mesita del teléfono. Y una copa de vino vacía.
Cosa que me llamó mucho la atención.
—¿Y por qué?
—Porque Emily nunca bebía cuando estaba sola. Era una de sus debilidades. Creo
que lo consideraba un tanto disoluto. Pero si alguien la visitaba era un buen pretexto
para que sacara una botella. La más mínima indicación bastaba. Hacía un vino
delicioso. Era de lo único que se vanagloriaba… —Se cubrió la cara con ambas
manos durante un largo rato y luego se disculpó—: Lo siento…
—No se preocupe. Continúe cuando se sienta en condiciones. —Evidentemente,
si se trataba de un asesinato, sólo iba a haber una copa. La otra habría sido
cuidadosamente lavada y guardada en el armario.
Página 40
—En la cocina había un cacharro con leche —prosiguió la señorita Bellringer—.
Fregué todo y guardé las cosas. Sabía cómo se habría sentido ella. La gente entrando
en la sala y ella con los cacharros sucios. Siempre fue muy meticulosa. Me imagino
que hice lo que no debía. —La culpa la hizo parecer agresiva. Al comprobar que
Barnaby no contestaba, continuó—: Después vacié la nevera. Había algo de leche y
cordero. Y un poco de esto y de aquello. Media lata de comida para Benjy, que por
cierto aproveché para que la terminara. No había desayunado, el pobre.
—¿Dónde está el perro?
—En la granja de Trace. Debe de haberla visto usted. Se encuentra al final del
pueblo… Una construcción de color naranja claro. Ya tienen como media docena, no
notarán uno más. He ido a verlo un par de veces, pero no pienso volver. Da mucha
pena. Se me acerca trotando con la esperanza de que sea Emily. Hacía trece años que
lo tenía.
—¿Lo oyó usted ladrar la noche de la muerte?
—No, en eso sí que era bueno… para ser un Jack Russell. Con tal de que
conociera a la gente, claro. Con los extraños la cosa variaba. —Le sonrió a Barnaby
que no había captado la importancia de los dos últimos comentarios—. Y dormía en
la cocina, de modo que al estar cerrada la puerta de la sala, se creería que su ama se
había ido a la cama.
—Volvamos al viernes por la mañana…
—En realidad no hay mucho más que agregar. Cuando la furgoneta se hubo
marchado, quité la corriente, cogí la correa del perro que estaba detrás de la puerta de
la cocina, cerré todo y nos marchamos.
—Ya. Me temo que tendré que quedarme con la llave. En su debido momento le
entregaré un recibo.
—Ah. —Barnaby notó que en la mente de la anciana se formaban una serie de
preguntas que quedaron sin formular—. Muy bien.
—¿Entonces se fue directamente a la granja? —prosiguió Barnaby—. ¿No fue al
jardín o al cobertizo?
—Bueno… verá… tenía que decírselo a las abejas.
—¿Cómo?
—Cuando alguien se muere hay que decírselo a las abejas. Sobre todo si se trata
de su dueña. De lo contrario abandonan la colmena.
Chalada, observó Troy para sí. Como una regadera. Flexionó los dedos y decidió
no tomar nota de aquel folklórico detalle.
—¿De veras? —inquirió Barnaby.
—Por supuesto. Todo el mundo lo sabe. Golpeé la colmena tres veces con la llave
y les dije, «Vuestra ama ha muerto», y después me fui. La gente de campo dice que
además habría que atar algo negro alrededor de la colmena, pero no me molesté. Son
todas supersticiones. Además, pensé que si me ponía a toquetearlas, las abejas
podrían picarme.
Página 41
—Gracias. El sargento Troy le leerá su declaración y le pedirá que la firme.
Una vez cumplido el trámite, la señorita Bellringer se puso de pie y con cierta
pena inquirió:
—¿Es todo?
—Después de comer me gustaría que me indicara dónde encontró la orquídea.
—¿No comerá algo conmigo? —le preguntó visiblemente animada.
—No, gracias. Tomaré algo en el Black Boy.
—¡Yo que usted no lo haría! La comida de la señora Sweeney tiene mala fama.
Barnaby sonrió y repuso:
—Espero arreglármelas para sobrevivir.
—Ah… ya comprendo. Va usted en busca del color local. De información
adicional.
Utilizando el pañuelo, Barnaby le abrió la puerta a la anciana. Cuando ésta se
volvía para marcharse, algo le llamó la atención.
—Qué raro.
—¿Qué ocurre?
—No he visto la horca de Emily. La guardaba siempre sobre ese estante, junto al
desplantador y el delantal.
—Quizá esté en el jardín.
—No, no. Era una criatura de costumbres fijas. Limpiaba las herramientas con
papel de diario y las ponía sobre el felpudo después de utilizadas.
—Ya aparecerá, seguramente.
—Aunque ya no tiene importancia, ¿no? —Se volvió—. Nos veremos a eso de las
dos de la tarde, ¿le parece?
Cuando se hubo marchado, Barnaby apostó al sargento Troy junto a la puerta
principal y se desplomó sobre el sofá tapizado de calicó en la tranquila y ordenada
habitación, y se puso a escuchar el tictac del reloj. Se encontraba frente a los dos
sillones cuyos cojines aparecían ahora rechonchos y sin arrugas. ¿Acaso alguien
había estado sentado en uno de ellos con una copa de vino en la mano, sonriendo y
hablando con aire tranquilizador? ¿Letal?
En su mente, al inspector jefe no le cabía duda alguna. La cicuta que había en la
cocina era casi con toda seguridad un burdo intento por sugerir que la miope de la
señorita Simpson había cogido un manojo tomándolo por perejil y se había
envenenado. Ésa sería la rápida conclusión a la que todos llegarían cuando se
propagaran por el pueblo los resultados de la autopsia.
Se dirigió a la mesa de pasta, cubierta ya por una fina capa de polvo, y observó
los libros. En lo alto de la pila yacía el libro de Shakespeare abierto. Julio César, el
romano más noble de todos. Por no decir el más aburrido, pensó Barnaby, al recordar
sus luchas con aquel texto hacía treinta años. Desde entonces no había vuelto a leer a
Shakespeare, y la obediente asistencia a una producción exageradamente ingeniosa de
Sueño de una noche de verano, en la que Joyce había hecho el papel de Titania como
Página 42
sufragista eduardiana, no contribuyó en nada a que lamentara aquella decisión.
Observó las páginas abiertas, esforzando la vista. Buscó sus gafas, se acordó de que
las tenía en la otra chaqueta, entonces cogió la lupa con el pañuelo.
La señorita Simpson había llegado casi al final de la obra. Píndaro había llevado
las malas nuevas al campo de batalla. Barnaby leyó unos cuantos versos. Todos le
resultaron completamente desconocidos. Entonces vio algo. Una delicada línea gris
en el margen. Llevó el libro hasta la ventana y volvió a examinarlo con atención.
Alguien había encerrado entre paréntesis tres versos pronunciados por Casio. Los
leyó en voz alta:
Página 43
V
C uando Barnaby entró en el Black Boy cesaron todas las conversaciones. Aunque
aquello no era índice de nada. En un rincón había un vejestorio, parcialmente
visible a través de oleadas de humo malsano; dos jóvenes apoyaban los pies en la reja
de la barra; una muchacha jugaba en la máquina tragaperras. La señora Sweeney, de
cabellos grises y —cosa rara— pecho plano, apostada tras el mostrador tenía todo el
aire de encontrarse al acecho en lugar de como en su casa.
El inspector jefe Barnaby preguntó qué había para comer, se negó a tomar uno de
los pasteles caseros de la señora Sweeney y se decidió por uno campestre y media
pinta de cerveza negra. Estaba seguro de que la curiosidad que provocaba su
presencia allí no tardaría en hacer surgir algún comentario. No obstante, no estaba
preparado para la rapidez con que se llegó al fondo de la cuestión. Apenas había
tomado un sorbo de cerveza (más bien caliente y espumosa) cuando uno de los
jóvenes le preguntó:
—¿Es de la pasma, no?
Barnaby cortó un trozo de queso e hizo un gesto con la cabeza que pudo haber
significado cualquier cosa.
—¿Es por lo de la pobre señorita Simpson, no? —inquirió la señora Sweeney.
—¿La conocía? —preguntó Barnaby.
—Ooh… todo el mundo conocía a la señorita Simpson.
El humo del rincón se disipó un poco y se oyó un cascabeleo como de crótalo.
Dios mío, pensó Barnaby, el pobre está en las últimas. Entonces se dio cuenta de que
el sonido se había producido al desmoronarse una pared hecha con fichas de dominó.
—A mí me enseñó inglés —comentó el viejo.
—Y tanto, Jake, y tanto que te enseñó inglés —convino la señora Sweeney y en
un aparte susurrado a Barnaby añadió—: Y hasta el día de hoy no ha sabido nunca
leer ni escribir.
—¿Entonces era apreciada en el pueblo?
—Claro que sí. No como otros que yo me sé.
—¿Para qué quiere saber cosas de ella? —inquirió uno de los jóvenes.
—Sí, ¿para qué? —intervino el otro—. ¿Andaba metida en algo?
—Sólo estamos efectuando algunas investigaciones.
—¿Sabe lo que creo? —preguntó otra vez el primero de los jóvenes. Llevaba una
camiseta con la leyenda «No bebas y conduzcas, podrían pillarte». Debajo de ella un
michelín de grasa, peludo y blanco como la lepra, colgaba por encima de su cinturón
de comando—. Creo que era una madrina. Jefa de una banda de narcotraficantes.
Escondía la mercancía en la miel. —Los dos se echaron a reír a carcajadas. La
muchacha rió entre dientes.
Página 44
—No le veo la gracia, Keith —lo riñó la señora Sweeney con rabia—. Si es lo
mejor que se te ocurre decir, puedes levantarte e irte a beber a otra parte.
Barnaby se pasó otra media hora escuchando los comentarios de los parroquianos
que iban y venían, pero el veredicto sobre la señorita Simpson no cambió demasiado.
Muy amable. Paciente con los niños. Generosísima si se organizaba algún tenderete
en las fiestas. Mermelada. Miel. Potes de fruta. Hacía unos ramos de flores preciosos
para la iglesia. Pobre señorita Bellringer. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Y qué será de
Benjy? Ya sabe cómo suelen echar de menos a sus amos. Y el pobre sigue vivo. La
echaremos mucho en falta. Una triste pérdida.
Incluso desprovistos de los encomios considerados obligatorios en todos los
comentarios acerca de un recién desaparecido, Barnaby se quedó con el cuadro de un
ser humano singularmente bello. La última observación de la señora Sweeney fue un
compendio perfecto:
—No tenía en el mundo un solo enemigo.
Al internarse en el bosque el aire era verde y fresco, sin embargo, al cabo de unos
minutos, Barnaby notó un cambio. A medida que los árboles entrelazaban firmemente
sus ramas por encima de sus cabezas, la madurez de la vegetación circundante asaltó
sus órganos olfativos con el denso aroma de la putrefacción.
La señorita Bellringer le indicaba el camino. Empuñaba un botador y se mantenía
cerca del inspector jefe, tal como éste le había solicitado.
—Creo que fue justo por ahí, cerca de los eléboros. Sí… ahí está.
—Espere. —Barnaby la aferró del brazo—. Por favor, quédese aquí. Cuanto
menos pisoteemos esto, mejor.
—Comprendo. —Parecía decepcionada, pero esperó obediente donde estaba;
clavó en el suelo el botador y se apoyó en él aferrando su cinta de lona—. Más a la
izquierda —gritó—. Caliente, caliente. Casi casi —agregó mientras el inspector jefe
pisaba con sumo cuidado alrededor del montoncito de flores verdes. Cuando lo vio
inclinarse hacia abajo dijo—: ¿Perfecta, no?
Barnaby estudió la orquídea y el bastón con el lazo rojo. Aunque inanimado, el
indicador parecía mucho más vivo que la planta cenicienta. Había algo conmovedor
en el lazo primorosamente atado. Se incorporó y miró a su alrededor. En la zona
aledaña, el manto de hojas enmohecidas no daba mayores señales de haber sido
pisoteado, salvo algunas pisadas, de conejos quizá, o de otros animales pequeños.
A su izquierda encontró un denso entramado de ramas. Avanzando con
delicadeza, miró hacia el suelo. Vio dos marcas profundas que indicaban que alguien
había permanecido allí de pie durante un tiempo considerable. Notó el sitio donde
había hecho presión la parte más ancha del zapato, se colocó paralelo a esas pisadas y
miró a través de las ramas.
Página 45
Se encontró delante de un hueco. Vio una amplia superficie aplanada: hojas de
campánulas y ramitas de helecho dobladas hacia atrás y aplastadas. Caminó alrededor
de la pantalla de ramas y se acercó al borde del hueco, donde se agachó y analizó el
suelo más de cerca, poniendo cuidado de no pisar la zona aplastada, que era bastante
amplia. Estaba claro que alguien o algo había estado revolcándose un poco. Al volver
adonde se encontraba la señorita Bellringer, en el suelo descubrió una marca que no
resultó lo bastante definida como para ser considerada una silueta, como si un tronco
o algo pesado hubiera descansado allí.
—Gracias por traerme. —Resultaba agradable salir de la opresiva maraña de
árboles y encontrarse en campo abierto. En el cielo lleno de sol y de luz unas avefrías
volaban en círculos—. ¿Le gustaría que la llevaran a la indagatoria, señoría
Bellringer?
—No hace falta. En el pueblo tenemos un taxi estupendo. Me las arreglaré.
Cuando se acercaban a Beehive Cottage vieron al sargento Troy, montando
guardia, rodeado de una audiencia no muy numerosa pero interesada. Barnaby se
despidió de la señorita Bellringer y cruzó el camino. Inmediatamente se le acercó el
más joven del grupo:
—¿Qué hace ahí montando guardia como un poli?
—¿Es de la policía?
—Usted es policía, ¿no?
—¿Por qué no lleva uniforme?
—Vamos, hijo. —Las palabras salieron cortantes a través de los dientes apretados
de Troy—. ¿Por qué no circulas? Aquí no hay nada para ver.
La sugerencia sonó un tanto ajada y mecánica. El grupo no se movió.
—Enviaré a alguien para que lo sustituya, Troy.
—Acabo el turno dentro de media hora.
—Acababa, sargento, acababa. A las cinco tiene que venir alguien. —Al grupo se
unió una adolescente con un niño que empezaba a dar los primeros pasos y un bebé
en un carrito. Barnaby sonrió—. Para entonces, tendrá usted el aforo completo.
Página 46
Segunda Parte
LA INVESTIGACIÓN
Página 47
I
Página 48
Californianas adquirida en Woolworth’s. Empezó a robar a los quince años —cremas,
perfumes y lociones, a los que les quitaba la etiqueta del precio—, segura de que en
su casa nadie habría oído mencionar jamás aquellas marcas.
Cuando a sus hermanas las habían enganchado para trabajar en la fábrica de
dulces del barrio, ella consiguió empleo como archivista en el despacho de un
abogado y, en su propia opinión, un precario asidero en la resbaladiza cuesta que iba
a sacarla de un medio feo y sórdido para conducirla a la brillante perfección de la
vida de clase media. Un mundo donde no era preciso ir a un parque lleno de niños
vociferantes y de perros ladradores para disfrutar del césped y los árboles, porque
para eso los tenía uno de propiedad, en el jardín. Donde la gente lavaba la ropa antes
de que llegara a ensuciarse demasiado, donde los hombres se estrechaban la mano al
verse, mientras que las mujeres rozaban mejilla empolvada contra mejilla empolvada
en una exhibición fácil, carente de sentido.
Barbara no tenía una inteligencia especial pero era astuta y trabajaba mucho, sin
demasiadas alharacas, mantenía la boca cerrada y el ojo avizor. Comenzó a coger
ropa en uno de los grandes almacenes más importantes de Slough, eligiendo en lo
posible estilos similares a los utilizados por la hija casada del socio de más edad. Este
estado de cosas continuó hasta que tuvo casi los dieciocho. Seguía siendo virgen, en
parte porque nunca había conocido a nadie que le gustara lo suficiente, pero en el
fondo, porque tenía la idea vaga y extravagante de que si una mujer era capaz de
ofrecer su virginidad a un galán serio, aquella ofrenda borraría la deuda de sus pobres
orígenes. Nunca hablaba de ellos, por cierto, pero se mantenía permanentemente
alerta, por si la clientela de clase alta que conocía en el despacho llegaba a reflotarlos,
de alguna manera, a la superficie.
Alan Cater, un nuevo aprendiz contratado por la firma, comenzó a trabajar allí el
día que ella cumplía los dieciocho. Era alto, rubio, tenía los ojos vivaces, de color
azul y fumaba unos cigarros oscuros y delgados. Conducía un Cobra rojo deportivo y
tenía un reloj de oro extra plano. Sonreía mucho, sobre todo a Barbara. También la
tocaba, como quien no quiere la cosa, nada de lo que una chica pudiera ofenderse:
una mano posada en el hombro, un brazo rodeándole la cintura en el cuarto de
archivos. Se sintió bastante sorprendida al notar la oleada de placentera excitación
cada vez que él la tocaba, pero no dijo nada, y tampoco se dio cuenta de que los
sonrojos y la respiración acelerada la delataban.
Una noche de verano él se quedó después de hora. Iba a jugar al tenis
directamente desde la oficina y se había metido en el lavabo para cambiarse. Barbara
nunca se marchaba antes que él. Había tomado clases nocturnas de taquigrafía y
mecanografía y se disponía a cubrir la máquina de escribir cuando él salió del lavabo
en pantalón corto y camisa Aertex blanca. Todos los demás se habían marchado. Él se
había quedado allí mirándola durante un largo rato, primero a la cara, después todo lo
demás. Por fin cerró la puerta con llave y le confesó que hacía tiempo que esperaba
Página 49
aquel momento. Barbara se sintió enferma de emoción. Él se le acercó mucho y
guiándole la mano le preguntó:
—¿Te enseño lo que tienes que hacerme?
Mientras le desabrochaba la blusa, en los instantes previos a que se sintiera
completamente transportada, Barbara se vio a sí misma y a su pareja enmarcados en
el portal de una vieja iglesia campestre, ella de blanco, y Alan de traje oscuro.
Después se serviría champán y una tarta de tres pisos, de la que reservarían un poco
para el bautizo.
—Eres una chica estupenda, cariño. —Le desabrochó el sujetador—. Vamos…
¿qué ocurre? ¿No irás a hacerte la sorprendida?
—Es que me fallan las piernas…
—Eso tiene fácil arreglo. En el despacho del viejo Rupert hay un sofá. Y un
espejo.
Allí se dirigieron, abrazados, y dejaron su blusa y su sujetador sobre la máquina
de escribir. Se echaron en el sofá, de cara al espejo y a una ventana con cortinas de
red que daba a la calle. Cuando estaba casi desnuda del todo, Alan amenazó con
apartar las cortinas. Aquello, que debería haberla asustado, le produjo una mayor
excitación. Él parecía saber perfectamente lo que se hacía. Apenas le dolió, no como
la gente solía decir, lo único malo fue que acabó demasiado deprisa. Ella quiso más y
él le dio el gusto. Al cabo de una hora alguien llamó a la puerta exterior y él sonrió,
posándole un dedo en los labios. Tenía a Barbara sentada a horcajadas sobre el regazo
y a través de la ventana vio alejarse a una muchacha con un blanco vestido de tenis y
el largo cabello atado con un pañuelo. Cuando por fin se marcharon eran casi las
nueve de la noche.
Después de aquella vez, se encontraron a menudo, casi siempre a últimas horas de
la tarde. Alan pretextaba que antes debía ponerse al día con los estudios. Iban en
coche hasta los bosques de los alrededores, buscaban un lugar apartado, o si hacía
mal tiempo, utilizaban el coche. Ella nunca lo llevó a su estudio y, para ahorrarse
preguntas incómodas a la hora de las invitaciones, le había dicho que era huérfana.
Las noches que no podían verse a ella la consumían la inquietud y la ansiedad. En el
despacho, él la trataba de modo muy profesional; de vez en cuando, cuando no había
moros en la costa, le guiñaba el ojo. En cierta ocasión, cuando habían quedado solos
por un momento, él se había puesto detrás de su silla y le había metido la mano
debajo de la blusa.
En pleno invierno descubrió que estaba embarazada. Al contárselo se había
sentido ligeramente preocupada, como si ella hubiese tenido la culpa. Concluyó su
confesión preguntándole qué dirían los padres de él. Él le había lanzado una mirada
incrédula al principio, divertida, después, la había abrazado brevemente antes de
decirle:
—No te preocupes. Ya se nos ocurrirá algo.
Página 50
A finales de aquella semana, Rupert Winstanley la había llamado a su despacho y
le había entregado la dirección de una clínica privada en Saint John’s Wood, junto
con un cheque por ciento cincuenta libras. Nunca más había vuelto a verlos.
Como estaba demasiado sola y afligida para buscar otra solución, abortó. Ahora
no lo hubiera hecho, claro. Los iba a exprimir como limones. Si no podía conseguir
su respeto, o su admiración, o su amor procuraría asegurarse de poder quitarles el
dinero.
Una noche, un mes después de haber salido de la clínica y de estar trabajando
como dependienta en Sainsbury’s, alguien llamó a su puerta. La entreabrió. Vio a un
hombre que despedía un ligero aroma a colonia y un fuerte olor a cerveza. Vestía una
chaqueta con un distintivo, una corbata rayada y pantalones de franela gris.
—Ho… ho… hola —la saludó mirándola de la cabeza a los pies.
—¿Qué quiere?
—Pues verás, soy amigo de Alan. Me dijo que quizá podríamos… bueno… que
podríamos entendernos…
Le cerró la puerta en las narices. Una mezcla de rabia, dolor y asco hirvió en su
interior. Se quedó inmóvil, como si cualquier movimiento pudiera lastimarla. ¡El muy
hijo de perra! El dolor fue disminuyendo; el asco se internó en los recovecos de la
memoria, dirigido ahora a Alan y a los de su clase. Sólo quedaba la rabia. Aguzó el
oído. No oyó pasos. Debía de seguir detrás de la puerta. Volvió a abrir. El hombre le
lanzó una sonrisa empalagosa.
—No te saldrá gratis —le dijo ella. Vio disminuir un poco la complacencia
empapada en cerveza del hombre y pensó: «Pues te la envuelves en tu maldita
corbata de colegial y te la metes donde no te dé el sol».
—Ah… esto… de acuerdo…
Intentó dar un paso para meterse en el cuarto. Ella metió el pie en la abertura y le
preguntó:
—¿Cuánto llevas encima?
Él buscó desmañadamente en la billetera, sacó unos billetes, un carné de
conducir, la foto de un niño y repuso:
—Cincuenta libras…
Casi el salario de un mes. Abrió la puerta de par en par.
—Será mejor que pases, ¿no te parece?
Y así había empezado todo. Recomendaciones. Un amigo de un amigo. En
realidad, nunca llegó a estar sin compañía. Por otra parte, nunca se había sentido
realmente segura. Pagaba siempre el alquiler. Había recibido algunos regalos.
Algunos regalos muy bonitos. Un abrigo de lobo de Harrod’s, un enorme televisor en
color, unas vacaciones en Portofino mientras a la esposa oficial le practicaban una
histerectomía. Pero ninguna seguridad. Es decir, ninguna seguridad económica. Sí
tenía seguridad emocional. No se le movía un pelo por ninguno de ellos. Los miraba
desde arriba, como si se encontrara en un sitio aventajado, los veía jadear y sofocarse
Página 51
como leones marinos fofos e impotentes, y los despreciaba a todos. Jamás iba a
permitirse sentir aquella arrolladora oleada de dorado placer que la había arrancado
de las orillas de la cordura en las oficinas de Winstanley, Dennison y Winstanley más
de veinte años atrás. No lograba recordar el apellido de Alan y mucho menos su cara.
Entonces conoció a Trevor Lessiter. Se lo había llevado literalmente por delante
en la sección de comestibles de Marks and Spencers. En uno de los pasillos, giró una
esquina con demasiado ímpetu y sus carritos habían enzarzado sus cornamentas en un
cuerpo a cuerpo metálico. De inmediato, ella le había lanzado una resplandeciente
sonrisa profesional. Él quedó engatusado por el resplandor y no se percató en
absoluto del profesionalismo.
Era un hombrecito cómico, de cabeza redonda y cabello entrecano que llevaba
una bufanda de lana a pesar de que no hacía mucho frío. Ropa cara, pensó ella,
pasando revista a su aspecto con ojo de entendida, aunque un tanto aburrido y
anticuado, claro. El tipo de hombre que lleva el cambio en un monedero. Continuaron
empujando sus carritos uno al lado de la otra. El de él estaba casi lleno.
—Su esposa debe de haberle dado una lista muy larga.
—No… es que… —balbuceó, le echó una rápida mirada y luego volvió examinar
los estantes—. La lista me la ha hecho mi hija… es que soy viudo.
Sin apenas perder el ritmo en el andar, ella repuso:
—Vaya… qué desconsideración de mi parte… Es que no imaginé que… —Se
detuvo entonces, lo miró a los ojos y agregó—: No sabe usted cuánto lo siento.
Tomaron el té en un café que hay encima del Odeon. Barbara se disculpó en
cuanto estuvieron sentados a la mesa y se retiró al lavabo donde se quitó las pestañas
postizas, gran parte de la pintura de labios y se puso más perfume. Volvieron a
encontrarse para tomar el té, y para cenar en Marlow, en un hotel a orillas del
Támesis. Fueron en el hermoso y antiguo Jaguar que él poseía. Las puertas producían
un sonido metálico al cerrarse y tenía asientos de cuero genuino. En la mesa del hotel
había velas dispuestas en copas y flores flotando en redondos recipientes de cristal.
Estaba acostumbrada a cenar en sitios apartados, pero no con hombres que no se
pasaban la velada mirando por encima del hombro. Él le habló del accidente de su
esposa y de su hija.
—Me gustaría que la conocieras —le dijo.
Tardaron bastante en disponerlo. Los fines de semana fueron pasando y Judy
siempre tenía algo que hacer. Sin embargo, con el tiempo, y después de que su padre
insistiera mucho, quedaron un domingo por la tarde. Barbara se vistió con mucho
cuidado: un suave vestido de cachemira y una chaqueta ligera de tweed. Casi nada de
maquillaje: un poco de rubor, base, un lápiz de labios suave y delineador de ojos
castaño claro.
El pueblo se encontraba a unos cuarenta y cinco kilómetros de Slough (a Dios
gracias, pensó ella) y mientras se dirigían hacia allí, ella no paraba de decir, con tono
primoroso y no del todo fingido:
Página 52
—Espero caerle bien.
—Claro que le caerás bien —insistía él, obtuso y engañándose a sí mismo—, ¿por
qué no ibas a gustarle?
Cuando el coche enfiló hacia el sendero de entrada, al principio, ella creyó que
debía tratarse de un error. Que antes de ir a casa de él debía pasar a ver a algún
paciente ricachón o a unos amigos. A ambos lados de la entrada se extendían sendos
mantos de césped. Había árboles, arbustos y parterres. La casa era una amplia villa
victoriana con un torreón, gabletes y (lo descubrió más tarde) siete dormitorios. Al
bajar del coche sintió frío. Era el frío del ansia, de la esperanza y el miedo.
—Me recuerda la casa de mi padre —dijo ella.
—¿Ah, sí? ¿Dónde estaba, querida? —Nunca antes había mencionado a su
familia.
—En Escocia. Mucho me temo que se haya esfumado, igual que el resto. —
Levantó la vista, observó la profusión de ventanas y lanzó un pesado suspiro, plagado
de recuerdos y añoranza—. Era un jugador empedernido.
—Espero que hayas… —Lessiter se contuvo. Barbara sabía qué había querido
decirle y maldijo a la muchacha invisible que estaba en la casa. Jamás se había
llevado bien con las mujeres, nunca había tenido una amiga íntima. En fin… tendría
que adaptarse a las circunstancias.
Y las circunstancias fueron desastrosas. La hija se había quedado ahí sentada,
torpe y censuradora (ésa era la silla preferida de mi madre), sirviendo el té y unas
porciones pesadas y húmedas de pastel casero. Barbara intentó conversar con ella,
pero la hija o no le contestaba o se limitaba a hablar de tiempos pasados cuando
mamá hacía esto o mamá hacía lo otro o todos nos íbamos a…
Entretanto, Barbara miraba a su alrededor y observaba los mullidos sofás
tapizados de lustroso calicó (dos) y los sillones (cinco). Los floreros y las desteñidas
alfombras chinas y los hermosos espejos y adornos. Y a través de las puertas ventana,
la terraza embaldosada, llena de urnas con flores brillantes, que conducía al prado de
césped bien cortado, de un verde incandescente, y por primera vez en muchos años,
rezó una plegaria: Oh, Señor, por favor, haz que se me declare. Advirtió entonces que
estaba aferrando con fuerza inusual el asa de su delicada taza y con sumo cuidado la
depositó sobre el plato.
Al regresar en el coche, él le había dicho:
—Ya cederá.
Ni en sueños cederá, pensó Barbara. Las de su clase nunca lo hacían. Maldita
perra frígida. Con aquel cutis granuloso y el trasero que casi tocaba el suelo.
Solterona de nacimiento. Estaría allí cuidando de papaíto cuando tuviera noventa, con
más razón a los diecinueve.
—¿De veras te parece, Trevor? Tenía tantas ganas de conocerla. —Le tembló un
poco la voz. Cuando él aparcó delante del piso de ella, le dijo—: ¿Te importaría subir
un momentito? Estoy un poco decaída.
Página 53
Era la primera vez que le hacía semejante invitación. Él bajó ansiosamente del
coche y subió las escaleras.
El apartamento se encontraba en Macetta Road, encima de un quiosco de
periódicos, en el centro de la ciudad. No le ofreció nada de beber, simplemente lanzó
la chaqueta sobre una silla, se dejó caer en el sofá tapizado de falso ocelote y sepultó
la cara entre las manos. De inmediato, él acudió a su lado.
—No te pongas así. —Con el brazo regordete, forrado de tweed, le rodeó los
hombros. Ella levantó la cabeza; la pena le daba un aire infantil.
—No sabes cuánto deseaba caerle bien. Me imaginaba hablando con ella de ropa,
de maquillaje, de un montón de cosas… Creí que podría cuidar de ella… de ella y de
ti… Supongo que te parecerá una tontería.
—Cariño, claro que no.
De pronto él advirtió la pesadez de los senos de Barbara que se apretaban contra
la pechera de su camisa. Y el perfume de su pelo. Le levantó la barbilla y se
emocionó al ver lágrimas en sus ojos. La besó. Por un instante, la boca de ella se
abrió ávida, llegó incluso a sentir la punta de su lengua, pero luego, jadeó nerviosa y
lo apartó. Se puso en pie, atravesó la habitación y se volvió para mirarlo. Respiraba
entrecortadamente.
—¿Qué pensarás de mí? Oh… Trevor. No sé qué me pasa… pero no puedo
apartarte de mis pensamientos… Nunca debí haberte invitado a subir.
Entonces volvió a encontrarse entre los brazos de Trevor. Por un momento dejó
que todo su cuerpo se relajara y se apretara contra él, y notó que, llegado el momento,
al menos sería capaz de hacerlo. Otro largo beso. La mano de él se movió. Ella lanzó
un gritito excitado antes de apartarse.
—¿Quién te habrás creído…?
—Barbara… perdóname…
—¿Qué clase de mujer crees que soy?
—Querida, perdóname… por favor…
—Sólo porque te quiero… ¡sí, lo reconozco! Te quiero. Oh, Trevor… —Se echó a
llorar otra vez—. Tienes que marcharte. Esto no nos conducirá a nada.
Él se marchó y regresó al día siguiente. Y al otro. Durante tres semanas fue a
verla, agonizante, ampuloso, le negaron la entrada, se dio por vencido, suplicó, rogó,
se retorció de desesperación. El día que se rindió, Barbara se había sentido tan infeliz
que ni siquiera se había molestado en vestirse y estaba sentada junto al fuego de la
cocina envuelta en una amplia bata.
Se casaron la mañana del 30 de junio de 1982. La noche anterior a la boda él la
pasó en el apartamento, y experimentó unas arrebatos de placer que iba a recordar
después, con un grado creciente de resentida añoranza, por el resto de su vida. Acto
seguido, fueron en coche hasta Badger’s Drift para dar las buenas nuevas a Judy.
Y ahora —Barbara dejó que el tirante cayera y volvió a estudiar el mordisco— lo
estaba arriesgando todo. Una mezcla de frustración y aburrimiento la había empujado
Página 54
a buscarse un amante. Y qué amante. Se habían separado hacía apenas unas horas, y
volvía a tener ganas de estar con él. Por segunda vez se había escapado siguiendo el
recorrido del arroyo dorado. Su cuerpo sintió cosas que ella no le había permitido
sentir durante años. Había sido muy, pero muy cuidadosa, ¿pero cuánto tiempo más
lograría mantener oculta aquella relación? Sin embargo, no podía ponerle fin. Ahora
le resultaba tan necesaria como respirar. Se metió en la cama y se quedó allí tendida
experimentando con el recuerdo los rítmicos movimientos del amor; después, se
quedó profundamente dormida, pero no soñó.
Página 55
II
Página 56
En realidad, hicieron falta menos de veinticuatro horas. El departamento forense
no cerraba nunca (exceptuando los feriados bancarios) y Barnaby tuvo en su poder
los informes sobre la escena del crimen antes del mediodía del día siguiente. Los leyó
con atención y se encontraba ahora sentado delante de una hilera de caras atentas en
una de las salas de entrevistas de la comisaría.
—Intentamos descubrir —hizo una pausa, se tomó la primera pastilla del día con
los restos del café—, dónde se encontraban todos los habitantes del pueblo, incluidos
los niños que no fueron a la escuela, la tarde del diecisiete y la noche del mismo
día… ¿de acuerdo? En esa mesa de ahí hay una pila de impresos. La distribución de
domicilios se encuentra en el tablón de afuera.
—¿A qué hora consideramos que termina la tarde, señor? —inquirió el sargento
Troy quien, olvidadas ya las animadversiones anteriores, se mostraba ansioso por
destacar—. ¿La vio alguien regresar del bosque, por ejemplo?
Barnaby le lanzó una mirada a su sargento. Se había dado perfecta cuenta del
tácito escepticismo anterior del hombre y se maravilló de la facilidad con que
cambiaban las actitudes y creencias inconvenientes, con la misma naturalidad que
una serpiente cambia de piel. Desconocía la vida privada de Troy, pero sospechaba
que manejaba sus relaciones con idéntica despreocupación.
—Evidentemente sería un dato muy útil, pero rara vez la vida es tan servicial. Lo
mejor sería tomar el tiempo como un solo bloque, de las dos de la tarde a
medianoche. Sabemos que a las ocho de la noche la señorita Simpson seguía viva,
porque hizo una llamada telefónica.
—Con respecto a la persona o personas que se supone que vio —preguntó una
joven mujer policía—, ¿cómo sabemos que son del pueblo?
—No tenemos ninguna certeza, pero está claro que se trataba de alguien que ella
conocía, y en los arcenes cerca del campo que conduce al bosque no aparcó ningún
coche. El único otro lugar para aparcar, el descampado de Church Lane, es
claramente visible desde la última casa. El propietario estuvo en el jardín casi toda la
tarde y está casi seguro de no haber visto coches. Lo cual significa que quienquiera
que fuese tuvo que haber ido al bosque a pie.
—¿O sea que estamos buscando a alguien que no tiene una coartada para parte de
la tarde y de la noche?
—Puede ser. Me inclino a creer que se trata de una pareja. El informe indica que
sobre el suelo estuvo tendida una manta de tartán Black Watch. —Notó que Troy le
hacía un guiño lascivo a la agente Brierly y le daba un codazo tan fuerte que a punto
estuvo de hacerle soltar el lápiz—. Además, otros helechos y plantas que se
encuentran fuera de la zona donde se colocó la manta mostraban señales de
aplastamiento que parecen indicar que podía tratarse de un rincón favorito, uno que la
pareja utilizó en varias ocasiones anteriores.
Página 57
—Parece un tanto increíble, señor —era otra vez Troy—. Me refiero a que
pudieran haberla matado por sorprender a alguien en plena faena… —Se aclaró la
garganta—. Es un tanto anticuado. Al fin y al cabo estamos en 1987. Hoy en día,
¿quién espera fidelidad?
Barnaby, que en su vida había sido infiel, repuso:
—Pues se sorprendería usted. La gente todavía puede divorciarse por adulterio. Y
ser desheredadas. La infidelidad puede echar a perder relaciones. Destruir la
confianza. —Notó un montón de expresiones en blanco y uno o dos movimientos de
cabeza comprensivos. Se puso en pie y dijo—: En marcha, pues.
—Menos mal que fueron vistos por la tarde, señor. A esa hora, mucha gente está
trabajando, nos facilitará la eliminación.
—No sabemos cuándo fueron vistos. Pudo haber sido a las siete de la tarde. A esa
hora todavía hay luz.
—Ah. —El sargento Troy conducía con cuidado, sin perder de vista el
cuentakilómetros—. Pudieron venir caminando desde Gessler Tye. No está tan lejos.
Para salirse de su zona.
—Es verdad. Quizá tengamos que desplegarnos un poco.
—Claro que aunque se tratara de una pareja, eso no significa que los dos estén
implicados.
A Barnaby ya se le había ocurrido pensar lo mismo. Lo más probable era que uno
de los componentes de la pareja fuera libre, y no tuviera nada que perder si lo
descubrían. También era probable que, incluso si ambos estaban unidos a otra
persona, sólo uno de ellos tuviera tanto que perder que estuviera dispuesto —o
dispuesta— a matar antes que permitir que la relación clandestina fuera descubierta.
Y la pérdida no tenía por qué ser necesariamente de tipo económico. Barnaby no
desechaba la posibilidad de que la señorita Simpson hubiera sido eliminada para
evitarle un disgusto a algún cónyuge legítimo. Al fin y al cabo, era muy posible amar
profundamente al propio cónyuge y al mismo tiempo no poder resistir a la tentación
de un revolcón en el heno. Entraron en Badger’s Drift dejando atrás dos coches
patrulla que ya estaban aparcados junto al Black Boy. Se estaba llevando a cabo la
visita casa por casa.
—Empezaré por la casa de los Lessiter —comentó Barnaby—. Es esa enorme
mansión de los leones.
El sargento Troy lanzó un silbido envidioso cuando el coche avanzó arrancándole
crujidos al sendero de entrada; acercó bastante el automóvil a la puerta principal y
acabó aparcando envuelto en un ostentoso remolino de polvo y grava. Barnaby
suspiró y se bajó del coche. Utilizó el llamador en imitación estilo antiguo y mientras
esperaba, estudió las lámparas de carruaje y un cartelito con una flecha que señalaba
Página 58
hacia el costado, en el que aparecían los horarios de visita del doctor escritos en letras
góticas, de película de terror.
Barnaby empezaba a conocer muy bien el consultorio. Había estado allí el día
anterior para informar al doctor de los resultados de la autopsia. Las noticias no
habían sido bien recibidas. Trevor Lessiter lo había mirado con incredulidad y había
preguntado, casi con el mismo tono que había empleado George Bullard, «¿Cicuta?»
y se había dejado caer en la silla como una piedra. Tal había sido su asombro que se
había olvidado de indicarle a Barnaby que también podía sentarse. Hasta sus dedos
permanecieron inmóviles durante un rato.
—¿Y qué es lo que le hizo sospechar, si no es mucho preguntar? —Ya se había
puesto a la defensiva.
—Se nos pidió que investigáramos el asunto.
—¿Quién? No me extrañaría que hubiese sido la vieja arpía que vive al final del
camino. —Notó el ligero cambio en la expresión de Barnaby e hizo un notable
esfuerzo por calmarse—. Podrían haber tenido el detalle de informarme.
—Le estamos informando, señor Lessiter.
—Antes de esto, y estoy seguro de que usted sabe perfectamente a qué me refiero.
El ruido de pisadas devolvió a Barnaby al presente. Le abrió una muchacha. Al
recordar que el doctor Bullard le había hablado de una hija «que no es precisamente
un bombón», Barnaby supuso de inmediato que aquella debía de ser la muchacha:
baja, mediría poco más de metro cincuenta, regordeta. Su cutis tenía una textura
espesa y gruesa, y en el labio superior se le notaba una línea de pelusilla; su pelo era
áspero pero lleno de vitalidad y se disponía en un halo tieso alrededor de la cabeza.
Tenía unos ojos grandes, bonitos, color avellana y los hacía parpadear rápidamente de
vez en cuando. Esta costumbre le otorgaba un aire timorato y a la vez desafiante: era
el tipo de muchacha que hacía carrera sacando partido de su inseguridad.
Barnaby le informó del motivo de su visita y lo hicieron pasar. Siguió a Judy
Lessiter por el vestíbulo. Las piernas de la chica, que emergían de una falda con peto,
eran realmente notables: muy anchas a la altura de la rodilla, se iban afinando hasta
llegar a los tobillos, finos como patitas de gorrión; parecían bolos puestos de pie. La
chica empujó la puerta de la sala y entró, seguida de cerca por Barnaby.
El doctor Lessiter levantó la vista y con cierto fastidio lanzó a un lado el
Telegraph.
—Dios mío, creí que no tendría que volver a verlo.
—Ya. Lo siento, pero este tipo de investigaciones son bastante frecuentes…
—Están poniendo el pueblo patas arriba.
—Tratándose de una muerte inexplicable…
—La mujer habrá recogido por error un poco de cicuta. Al final de Church Lane
hay un enorme campo lleno. El viento se lleva las semillas a todas partes.
Seguramente, algunas irían a parar a su jardín y germinarían. En mi vida había visto
tanto alboroto.
Página 59
—Estamos pidiendo a todos los habitantes del pueblo que justifiquen sus
movimientos del día en cuestión. Es decir, el viernes pasado, diecisiete de julio, por la
tarde y la noche.
El doctor lanzó un gruñido de irritación, dejó el periódico, se puso de pie
dándoles la espalda y mirando fijamente al hogar dijo:
—En fin… si no queda más remedio. Por la tarde, hice mis visitas a domicilio y
por la noche…
—Las visitas a domicilio las haces los martes y jueves, papá. —El tono de Judy
sonó tranquilo y razonable, pero a Barnaby le pareció notar que en la comisura de los
labios se le insinuaba una sonrisa desagradable.
—¿Cómo? Ah… sí… lo siento. —Sacó una revista del revistero y comenzó a
hojearla para demostrar su despreocupación—. Estuve aquí, por supuesto. Me
dediqué un poco al jardín, pero la mayor parte del tiempo estuve viendo la final de
criquet. Qué partido… algo soberbio…
—¿Y por la noche?
—Me temo que también estuve aquí. En realidad fue un día aburrido.
—¿Y su esposa estuvo con usted en ambas ocasiones?
—Parte de la noche. Por la tarde estuvo haciendo compras.
—Gracias. ¿Señorita Lessiter?
—Durante el día estuve trabajando. Soy bibliotecaria en Pinner.
—¿Y por la noche?
—… estuve aquí…
Los dos policías notaron el sobresalto un tanto teatral que experimentó el doctor
al oír esto, cosa que se suponía que debían hacer. Toma, te han devuelto la pelota,
pensó Barnaby.
—Bueno… —prosiguió la muchacha—, la verdad es que también salí a dar un
paseo… Hacía un tiempo tan estupendo.
—¿Se acuerda de qué hora sería?
—No, lo siento. Pero no estuve fuera mucho rato.
—¿Adónde fue?
—Bajé por Church Lane, y anduve hasta más allá de los campos durante más o
menos un kilómetro y después volví.
—¿Se encontró con alguien?
—No.
—¿Oyó o notó algo fuera de lo normal al pasar por delante de Beehive Cottage?
—No… Me parece que las cortinas estaban echadas.
—¿Y a qué hora regresó?
Se encogió de hombros como si nada de aquello le importase.
—¿Podría ayudarnos usted, doctor Lessiter? —inquirió Barnaby.
—No. —El doctor se había sentado otra vez en el sofá y estaba enfrascado en la
lectura del periódico. Barnaby se disponía a preguntar si podía ver a la señora
Página 60
Lessiter cuando ésta apareció detrás de él, en el vano de la puerta. El inspector jefe lo
notó por el súbito cambio en la atmósfera. El doctor, después de echar un vistazo por
encima del hombro de Barnaby, siguió leyendo el periódico con un grado de
intensidad que sólo podía ser fingido, Judy observaba con mirada colérica a nadie en
particular; la sangre se calentó y fluyó con fuerza bajo la piel casi transparente del
sargento Troy, tiñéndola de un rojo brillante indecoroso.
—Me pareció haber oído voces —dijo la señora Lessiter.
Se dejó caer en un sillón que había junto a la ventana, colocó los pies sobre un
taburetito y le sonrió a los dos policías. Parece salida directamente de uno de mis
desplegables, pensó Troy, mirando codiciosamente las curvas marcadas por el mono
de toalla, el cabello largo y los labios de brillante caramelo. Sus pies delgados y
bronceados estaban aprisionados en unas sandalias doradas de alto tacón. A Barnaby
le pareció que no era tan joven como inducían a creer todo el trabajo y el dinero que
habría costado aquel montaje. No era una treintañera; rondaría más bien los cuarenta
y pico, incluso los cincuenta.
Respondiendo a su pregunta, le dijo que por la tarde había ido a Causton a hacer
compras y que por la noche estuvo en casa, salvo por un corto período en que había
salido a dar un paseo en coche.
—¿El paseo fue por algún motivo en particular?
—No… bueno… para serle sincera, habíamos reñido, ¿no es así, pichoncito?
—Dudo mucho que nuestras rencillas domésticas interesen a la policía, querida…
—Me pasé del límite que tengo asignado para la compra de ropa y se enfadó.
Entonces cogí el Jaguar y estuve dando vueltas durante un rato hasta que consideré
que se habría calmado, y regresé a casa.
—¿A qué hora era?
—Me marché alrededor de las siete, creo. Y estuve fuera más o menos una hora.
—¿Estaba en casa la señorita Lessiter cuando usted regresó?
—¿Judy? —Miró a la muchacha con ceño fruncido y de un modo impersonal,
como preguntándose para qué diablos estaba en la casa—. No tengo ni idea. Se pasa
mucho tiempo en su dormitorio. Ya sabe cómo son los adolescentes.
A Barnaby le costó trabajo asociar aquella silueta rechoncha que ocupaba medio
sofá a una adolescente. La palabra implicaba no sólo falta de confianza, torpeza y una
personalidad en estado fluctuante, sino fragilidad (aunque sólo fuera del ego) y
juventud. Judy Lessiter tenía todo el aspecto de haber nacido vieja.
—¿No paró en ninguna parte, señora Lessiter? ¿A tomar una copa, quizá?
—No.
—Bien, gracias. —Al incorporarse, Barnaby oyó el ruido del buzón. Judy se
levantó con esfuerzo del sofá y salió a paso indolente de la sala. Su madrastra le echó
una mirada a Barnaby y anunció:
—Está enamorada. Cada vez que viene el cartero o suena el teléfono empieza la
tragedia. —Su sonrisa brillante y cruel iba dirigida a los tres hombres, como
Página 61
preguntando «¿no es ridícula?», como si fuera algo natural—. Además, se trata de un
hombre horrible, pero tremendamente atractivo, lo que empeora las cosas.
Trevor Lessiter no soltó el periódico, pero los nudillos se le pusieron blancos.
Judy regresó con un puñado de cartas. Lanzó una sobre el regazo de Barbara y dejó
deslizar el resto por el tobogán del Daily Telegraph. Su padre chasqueó la lengua con
fastidio.
Cuando salieron de la casa, Barnaby se detuvo a admirar una espectacular
clemátide Madame le Coultre que trepaba por el pórtico. Antes de proseguir su
camino, miró hacia la ventana de la habitación que acababan de abandonar. Barbara
Lessiter se encontraba de pie, con la vista perdida en el jardín. Su rostro era una
máscara de miedo. Mientras Barnaby la observaba, la mujer arrugó una carta hasta
convertirla en una pelota y se la metió en el bolsillo del mono.
Página 62
Desde el primer día se había resistido con fuerza a las poco entusiastas
sugerencias que Barbara le hacía con respecto a la ropa, el maquillaje y los cambios
en la decoración de su cuarto. Le gustaba su dormitorio tal como estaba, lleno de
juguetes viejos, con la colcha de retales, los libros de escuela y demás, y encontraba
las sugerencias de Barbara sobre cómo hacerlo más femenino (cortinas fruncidas,
papel pintado con Pierrots bobalicones y mullida alfombra color ostra) francamente
nauseabundas. Se decía, además, que era demasiado inteligente como para dejarse
convencer por las estúpidas revistas que Barbara se pasaba media vida leyendo.
Como si pudiera encontrarse una nueva imagen haciendo pasar hambre a la vieja para
después arrancarle las cejas a lo que quedaba. Pero los consejos maternales no habían
durado mucho y Barbara no tardó en caer en la rutina diaria que desde entonces había
continuado. Mandaba a la señora de la limpieza, visitaba a su peluquero, iba al
gimnasio y a ver tiendas o se pasaba el día recostada, mientras estudiaba lo que Judy
llamaba «Arpías Bizarras y gorgonas varias».
Judy no era feliz. No había sido feliz desde la muerte de su madre. Al menos no
había vuelto a ser feliz en la forma sencilla y sin temores en que lo es una hija única
con unos padres cariñosos. Pero la infelicidad de los otros dos le daba una curiosa
especie de consuelo. Además estaba Michael Lacey. O mejor dicho, no estaba. Y
nunca iba a estar. Era algo que debía repetirse cada vez que el gusanillo de la
esperanza se le retorcía dentro del corazón. No sólo por lo atractivo que era él
(incluso después del accidente seguía teniendo una cara maravillosa) sino por el
trabajo que hacía. Un pintor debe ser libre. La semana anterior le había dicho que iba
a viajar; a estudiar a Venecia, a Florencia, a España. Angustiada, le había preguntado
a gritos, «¿Cuándo, cuándo?», pero él se había encogido de hombros diciendo, «algún
día… muy pronto». Desde que Katherine, su hermana, se había comprometido,
apenas estaba en casa, y algunas veces Judy iba a pie hasta la cabaña para limpiar un
poco y hacerle café. Aunque no muy a menudo. Intentaba espaciar mucho sus visitas
con la secreta esperanza de que él comenzara a echarla de menos.
Hacía dos semanas la había cogido del brazo y la había llevado hasta una ventana.
Le había sujetado la barbilla para estudiar su cara y le había dicho:
—Me gustaría pintarte. Tienes unos ojos impresionantes.
Le había hablado con un tono casi clínico, como si él fuese un escultor y ella un
bloque de piedra con posibilidades, pero a Judy se le había derretido el corazón
dentro del pecho (¡una nueva imagen!), y sus sueños, remozados, adquirieron más
fuerza. No había vuelto a mencionarle el tema. Hacía unos días, al anochecer, había
vuelto a visitarlo, pero al ver por la ventana que estaba pintando, y al faltarle el valor
de interrumpirlo, se había marchado sin hacer ruido. No había vuelto a ir, temerosa de
que una visita inesperada acabara con su paciencia y produjese lo que ella más temía,
un rechazo definitivo.
Trevor Lessiter contempló a su hija, a kilómetros de distancia, como de
costumbre, y dobló el Telegraph. Se preguntó en qué estaría pensando y cómo era
Página 63
posible echar tanto de menos a una persona cuando se la veía cada día. Se alegraba de
que no se hubiese visto obligada, a pesar de las claras indirectas de su esposa, a
buscarse un piso en Pinner «para estar más cerca del trabajo». Judy ya no hacía nada
en la casa. Ella que siempre se había enorgullecido tanto al sacarle brillo a las cosas
de su madre y al arreglar las flores. Ahora, todo lo que la señora Holland no
alcanzaba a hacer, se iba retrasando. Y todas las veces que discutía con Barbara
(últimamente lo hacían con una frecuencia cada vez mayor) notaba un deleite en los
ojos de Judy que le resultaba de lo más hiriente. Sabía que su hija pensaba, «se lo
tiene merecido». Miró a su esposa, contempló los pesados pechos y la cintura
estrecha y se sintió mareado de deseo. No de amor. Reconocía ahora que ya no la
amaba, y se preguntaba si alguna vez lo había hecho, pero era indudable que ella
seguía teniendo poder. Mucho poder. Ojalá pudiera hablar con Judy. Tratar de hacerle
entender cómo lo habían conducido, incluso engañado, a caer en la trampa del
matrimonio. Ahora que ella estaba enamorada, seguramente lo entendería. Pero la
sola idea le daba pavor. Los jóvenes se mostraban invariablemente molestos,
ofendidos incluso, por las revelaciones sobre la sexualidad de sus padres. Y la
persistente indiferencia y crueldad de Judy provocaban en él una reacción similar.
Algo que unos años antes hubiera considerado imposible.
Recordó entonces cómo, al morir su mujer, Judy lo esperaba levantada a que
regresara de alguna visita nocturna y le calentaba un poco de Ovaltine; después le
hacía compañía para asegurarse de que se la bebiera. Tomaba nota de todos los
mensajes con sumo cuidado y escuchaba las divagaciones de sus pacientes con la
misma amabilidad que hubiera empleado su difunta esposa. Al mirar la cara triste y
enfurruñada de su hija, tuvo la impresión de que había desperdiciado algo de un valor
único para reemplazarlo por algo de mala calidad.
Al moverse, Barbara Lessiter notó que la dura bola de papel le presionaba el
muslo. Por millonésima vez en los últimos cinco minutos se preguntó de dónde
diablos iba a sacar cinco mil libras.
Página 64
III
—¿
A dónde vamos ahora, señor?
—Bueno, está la señora Quine de Bumham Crescent…
—Creí que otros iban a encargarse de las casas de protección oficial.
—Yo me encargaré de ésa; allí vive la señora de la limpieza de la señorita
Simpson. Quedan esa casa increíblemente elegante y las cuatro casuchas siguientes…
y la granja de Trace. O mejor dicho, Tye House.
—¿Espera ver algo de calidad, no? ¿La gente de arriba?
—No me hacen falta esos comentarios generalizados, Troy. Mantenga la mente
despejada y los ojos abiertos.
—Sí, jefe.
—Y el lápiz afilado. Empezaremos por la granja e iremos bajando.
Sobre la puerta principal había un gracioso montante de abanico, forjado en
hierro, festoneado de blanco y con finos adornos. El magnolio estaba lleno de flores:
sus grandes tazas de cera sobre pía ti tos de color verde oscuro se apretaban contra las
ventanas. El sargento Troy tiró con fuerza del llamador de bronce y, lejos de allí, se
oyó repicar una campana. Barnaby se preguntó si en la cocina tendrían una caja de
caoba y cristal con una fila de campanitas que tañían imperativamente debajo de sus
respectivos rótulos. Sala de desayunos. Lavandería. Sala de reposo. Cuarto de juegos.
Nadie acudió a abrirles.
—Hoy la doncella debe de tener el día libre. —Troy fue incapaz de mantener el
tono jocoso. Aquel comentario sonó más bien a amargo sarcasmo. Siguió a Barnaby
cuando éste decidió rodear la casa al tiempo que luchaba contra ciertos recuerdos
iracundos. Su madre siempre había tenido que quitarse el delantal antes de salir a
atender. Y el pañuelo de la cabeza. Era como si la estuviese viendo, arreglándose
nerviosamente el pelo delante del espejo del vestíbulo y acomodándose el cuello. «La
señora Willows ha venido a verla, milady».
Entraron en el patio embaldosado que había en la parte trasera de la casa y, al
hacerlo, un perro pequeño, muy flaco, con el morro gris y el pecho leonado, se les
acercó a toda prisa. Era un Jack Russell viejo y sus ojos no tenían buen aspecto. Se
encontraba ya bastante cerca de los dos hombres cuando advirtió su error. Troy se
agachó para acariciar al perro, pero éste se alejó desconsolado. Barnaby se acercó a la
puerta trasera y dijo:
—Quizá aquí tengamos más suerte.
Estaba abierta de par en par y dejaba ver una enorme cocina. Un hombre,
colocado de cara a la puerta, estaba sentado a una mesa de comedor en una actitud de
total abatimiento: con la frente apoyada en una mano y los hombros caídos. Cerca de
él, apoyada en el borde de la mesa, de espaldas a Barnaby, se encontraba una
Página 65
muchacha. Mientras Barnaby los observaba, la muchacha se inclinó hacia adelante y
le tocó el hombro a su acompañante. De inmediato, éste le aferró la mano y al
levantar la mirada, vio a los dos hombres en el umbral y se puso de pie de un salto.
La muchacha se volvió lentamente.
Muchos años después de cerrado el caso, Barnaby seguiría recordando su primer
encuentro con Katherine Lacey. Llevaba un vestido de seda rayado, en tonos marfil y
verde manzana, y era la cosa más hermosa que había visto jamás. La belleza de la
muchacha era algo más que la simple perfección de la cara y la silueta (¿y con cuánta
frecuencia se encontraba uno con algo semejante?); poseía la remota perfección de
una estrella lejana. Destrozaba el corazón. Se dirigió hacia ellos, con una sonrisa en
los exquisitos labios.
—Perdonen… ¿hace mucho que llamaban? Es que aquí en la cocina no siempre
logro oír el timbre. —Barnaby le explicó el motivo de la visita—. Ah, claro… pasen,
pasen. Fue toda una sorpresa enterarnos de que habían llamado a la policía, ¿no,
David? —El hombre, que había vuelto a sentarse en una de las sillas de ruedas, no
contestó—. La señorita Simpson fue maestra de mi padre. Tanto mi madre como mi
padre le tenían mucho cariño. Ah, por cierto, yo soy Katherine Lacey. Y éste es
David Whiteley, el encargado de la granja.
Barnaby asintió con la cabeza y la interrogó sobre sus actividades del día de los
hechos sin dejar de mirar de reojo al hombre que estaba sentado a la mesa. Medía
más de metro ochenta, y tenía la piel bronceada, casi consumida, de quienes trabajan
continuamente al aire libre. Sus ojos eran de un vívido azul cobalto y el pelo color del
lino, y lo llevaba un poco más largo de lo esperado. Aparentaría unos cuarenta años y
en aquel instante tenía un aire más resentido que abatido. Barnaby se preguntó qué
habría pasado si él y Troy no hubiesen aparecido en el umbral. Cuando la muchacha
le tocó el hombro, ¿lo habría hecho como gesto de consuelo? ¿Habría sido una
caricia? ¿Acaso la forma fervorosa con que le había aferrado la mano la habría
obligado a rechazarlo? ¿O a besarlo?
—… es fácil explicarle lo que hice por la tarde. Me pasé casi todo el tiempo en el
pueblo, en el ayuntamiento, preparando la gincana del sábado. Ya sabe… colocamos
vallas… organizamos cosas… Yo estuve ayudando en el puesto del Instituto
Femenino.
—Ya… —dijo Barnaby asintiendo con la cabeza al tiempo que intentaba, sin
lograrlo, imaginarse a la señorita Lacey en el Instituto Femenino—. ¿A qué hora se
marchó?
—Alrededor de las cuatro, me parece. Pero pudo haber sido antes. El tiempo no
es mi fuerte, como le dirá Henry.
—¿Y fue usted directamente a casa?
—Sí. A recoger el Peugeot. Me fui en coche hasta el granero de Hyton’s End a
recoger a Henry. Tiene un despacho…
Se interrumpió de repente y luego dijo:
Página 66
—Oiga, ¿no sería más práctico que hablara con los dos a la vez? Tenemos por
costumbre tomar el café en la sala, más o menos a esta hora. Si gustan, están
invitados.
Barnaby rechazó el café pero admitió que la sugerencia de la muchacha era muy
útil.
—Ven tú también, David. —Volvió a sonreír, esta vez al hombre que estaba
sentado en la silla, y los tres la siguieron tras el espectáculo de su espalda, sólo
ligeramente menos celestial que el de la delantera, y recorrieron el vestíbulo y un
largo pasillo alfombrado. Una de las paredes estaba cubierta de óleos de los
antepasados de Trace, con marcos muy ornados, y la otra, con delicadas acuarelas que
Barnaby observó con ojos envidiosos y expertos. Al final del pasillo, unas dobles
puertas de cristal daban a un invernadero de naranjos: un deslumbrante despliegue de
rizos de hierro blanco. A través del cristal, Barnaby logró atisbar formales
extensiones de césped, un elegante jardín ornamental y una fuente brillante. Se
preguntó si habría pavos reales. Katherine habló por encima del hombro.
—Además de Henry, la única otra persona que vive aquí es Phyllis Cadell, su
cuñada. Su cuarto está arriba. —Giró abruptamente y abrió la primera puerta a su
derecha.
Entraron en una larga sala. Las paredes estaban punteadas en tonos albaricoque y
crema; el brillante parquet color miel estaba cubierto por alfombras persas. Dorados
manojos de hojas estilo rococó decoraban el techo. Al otro extremo de la sala, delante
de un magnífico hogar, había un hombre sentado en una silla de ruedas. La chimenea
no tenía fuego, pero una explosión de flores y hojas blancas y plateadas llenaban su
interior. El hombre se cubría el regazo con una manta de viaje. Su rostro era serio,
casi austero, de la nariz partían dos surcos profundos que le llegaban a las comisuras
de los labios. El cabello oscuro estaba salpicado de gris y tenía los hombros
ligeramente encorvados. Más tarde, al descubrir que Henry Trace sólo tenía cuarenta
y dos años, Barnaby se mostró sorprendido. Se preguntó si David Whiteley había
ocupado el asiento más cercano a su jefe sin habérselo propuesto. Difícilmente podría
haber existido un contraste más cruel. Incluso en reposo, Whiteley poseía un aire de
agresiva vitalidad. Sus miembros, tan rectos y fuertes, daban la impresión de estar a
punto de hacer saltar las costuras de los pantalones de pana y la camisa a cuadros. El
hombre de Marlborough, pensó Troy burlonamente. Katherine le explicó por qué
estaba allí la policía y luego se sentó en un taburete, junto a la silla de ruedas y cogió
a Trace de la mano.
—Un asunto terrible —dijo—, seguramente no será verdad que ha habido juego
sucio, ¿verdad?
—De momento, estamos realizando algunas investigaciones, señor Trace.
—No puedo creer que existiera nadie que quisiese hacerle daño —prosiguió
Trace—, era la persona más dulce de la tierra.
Página 67
Abriendo su libreta, Troy notó que no había dicho que había sido maestra de su
madre. Probablemente fue a una escuela privada. Algunos sí que tienen suerte.
—Yo la vi el día que murió —comentó Katherine; su voz no parecía teñida del
entusiasmo ligeramente salaz que suele acompañar este tipo de observaciones.
—¿Cuándo fue? —inquirió Barnaby, echándole un vistazo a Troy, quien describió
un arco con el lápiz para indicar que había captado el detalle.
—Por la mañana. No me acuerdo exactamente a qué hora pasé por su cabaña.
Había prometido donarnos un poco de miel para el puesto. También me dio un poco
de vino de perejil. Siempre fue muy generosa.
—¿Y ésa fue la última vez que la vio? —Katherine asintió—. Volvamos a lo que
hizo por la tarde… Se marchó del ayuntamiento alrededor de las cuatro… y se llevó
el Peugeot…
—Y me fui al despacho de Henry. Lo recogí, volvimos aquí, cenamos y nos
pasamos el resto de la velada riñendo por…
—Hablando.
—… hablando —repitió ella volviendo la cabeza para lanzarle una mirada
provocativa— de la nueva rosaleda. Me marché a eso de las diez y media.
—¿Entonces no vive usted aquí, señorita Lacey?
—Hasta el próximo sábado, no. Vamos a casarnos ese día. —Intercambió unas
miradas con el hombre de la silla de ruedas. La suya era simplemente tierna, pero la
de él no sólo era adoradora sino triunfal. El triunfo del coleccionista que ha logrado
dar con un raro y hermoso espécimen y, contra todo pronóstico, lo ha capturado para
sí. Todo se puede comprar con dinero, pensó Troy.
—Vivo en una cabaña al comienzo del bosque de hayas. Holly Cottage se llama.
En realidad se encuentra fuera del pueblo. —Una sombra le oscureció los ojos. Y
muy por lo bajo, tanto que Barnaby apenas la oyó, agregó—: Con mi hermano
Michael. —Le preguntó dónde estaba exactamente la cabaña, ella le contestó y
añadió luego—: Pero ahora no lo encontrará allí. Se ha ido a Causton a comprar
pinceles.
Incluso el proporcionar aquella información perturbadora parecía afligirla, apretó
con fuerza los labios y frunció el ceño. Trace le dio unos suaves golpecitos en la
cabeza como si estuviera tratando de calmar a un animal nervioso.
—¿Pasó por delante de la casa de la señorita Simpson al regresar a la suya?
—Sí.
—¿Vio a alguien? ¿Oyó o notó algo?
—Me temo que no.
—¿Había luz? ¿Estaban las cortinas echadas?
—Lo siento… pero no me acuerdo.
—Gracias.
Barnaby centró su atención en Henry Trace. Tuvo la impresión de que en su caso
las preguntas eran un puro formalismo, pero si no lo interrogaba podría pasar por un
Página 68
insensible, por decir poco. Aunque Trace pudo haber ido en su silla de ruedas hasta la
cabaña de la señorita Simpson y envenenarla (en cuyo caso su novia habría mentido
al aseverar que habían pasado juntos la velada), muy difícilmente habría podido estar
aquella tarde retozando en el bosque, asumiendo incluso que cualquier hombre a
punto de casarse con Katherine Lacey habría estado lo bastante enardecido como para
desear hacerlo. Pero ni en el lugar, ni cerca de él, habían descubierto huellas de
ruedas o neumáticos. Barnaby supuso que la parálisis era genuina. Sin duda, sólo en
las películas los hombres fuertes y saludables se pasaban años ocultos tras una manta,
y sentados en una silla de ruedas para poder ponerse de pie de un salto en el momento
crucial y cometer el crimen perfecto.
—¿Confirma usted la versión que da la señorita Lacey sobre las actividades de
ambos, señor Trace? —Oyó a Troy que en su rincón acababa de pasar la hoja.
—Efectivamente.
—¿Había alguna otra persona presente cuando estuvieron en su despacho?
—Sí. Allí guardamos los tractores. Y los fertilizantes. Hay una tolva y… tenemos
las dependencias anexas. Es una zona de la granja con mucha actividad.
—¿Qué extensión tiene la granja?
—Dos mil hectáreas.
El lápiz del sargento Troy se clavó con salvajismo en la página.
—¿Podría darme el nombre de su médico?
—¿De mi médico? —Henry Trace lanzó a Barnaby una mirada divertida. Al
responder, la diversión se esfumó—: Ah, ya entiendo. —Los surcos de su cara se
hicieron más profundos. Sonrió con una sonrisa completamente falta de alegría o
placer—. Trevor Lessiter es mi médico de cabecera. Pero será mejor que hable usted
con el señor Hollingswoerth, del University College de Londres. —Con amargura,
agregó—: Él podrá confirmarle que mi parálisis es auténtica.
Sentada a sus pies, la muchacha lanzó un grito de indignación y miró con rabia a
Barnaby.
—No tiene importancia, cariño —dijo Trace—. Tienen que preguntar estas cosas.
Pero la chica no se apaciguó y siguió mirando colérica a los dos policías durante
el interrogatorio de David Whiteley. A Troy le pareció que el enfado la hacía más
hermosa que nunca. Las respuestas del encargado de la granja fueron breves. Dijo
que la tarde en cuestión la había pasado trabajando.
—¿Dónde exactamente?
—A unos cinco kilómetros por el camino de Gessler Tye. Estuve reparando unas
cercas. Unos días antes se había producido un feo accidente y una gran parte de las
cercas quedó destrozada.
Barnaby asintió y luego inquirió:
—¿Y cuando terminó con eso?
—Fui en coche hasta Causton para hacer otro pedido de malla de alambre. Y
después me fui a casa.
Página 69
—Ya. ¿Y no regresó al despacho de la granja?
—No. Eran casi las seis, además, yo no tengo que marcar la hora de entrada o de
salida. No soy un peón. —Se esforzó por emplear un tono divertido, pero en su voz
se notó un cierto fastidio.
—¿Y su casa está en…?
—Witchetts. Es la casa de los postigos verdes que está delante del pub. Viene con
el trabajo.
—¿Y por la noche?
—Me duché. Me tomé una copa. Vi un rato la televisión. Después me fui al Bear
de Gessler a comer algo y a pasar un rato en compañía.
—¿A qué hora fue eso?
—Calculo que a las ocho y media.
—¿No está usted casado, verdad, señor Whiteley?
—¡Métase en sus asuntos!
—¡David! —gritó Henry Trace—. No hay necesidad de…
—Lo siento, pero no entiendo qué diablos tiene que ver mi estado civil con la
investigación de la muerte de una anciana que apenas conocía. —Cerró la boca
tozudamente, se cruzó de brazos y de piernas. Poco después, las descruzó. Después
volvió a cruzarlas otra vez. Barnaby, sin una pizca de curiosidad en la expresión, se
quedó plácidamente sentado en su sillón. Henry y Katherine parecían bastante
incómodos. Troy contemplaba con ánimo cáustico las pantorrillas y los bíceps tensos
de Whiteley. Conocía a los de su clase. Se creía todo un semental. Probablemente
sería incapaz de que se le empinara sin media docena de cervezas y un vídeo de
porno suave. El silencio se prolongó. Entonces, David Whiteley lanzó un exagerado
suspiro.
—Bueno, si tiene que saberlo, pues sí, estoy casado, pero vivimos separados
desde hace tres años. Fue poco antes de venirme aquí a trabajar. Ella es maestra de
labores domésticas y vive en Slough. Y para ahorrarle el que tenga que hurgar hasta
el último detalle genealógico, le diré que tenemos un hijo de nueve años. Se llama
James Laurence Whiteley; la última vez que lo vi medía algo más de metro veinte y
pesaba unos treinta y dos kilos. Le gustaban los Depeche Mode, los BMX y los
juegos de ordenador; se le daba muy bien uno muy difícil de baloncesto. Claro que
eso fue hace bastante tiempo. Probablemente ahora haya cambiado por completo. —
En la última observación le fallaron el sarcasmo y la rabia. Su voz, cargada de
emoción, se apagó de pronto.
—Gracias, señor Whiteley. —Barnaby esperó unos instantes más y luego añadió
—: Volvamos a la noche del diecisiete. ¿Puede decirme cuándo se marchó del Bear?
Whiteley inspiró profundamente antes de contestar.
—Más o menos media hora antes de que cerraran. Quizá ellos lo recuerden. Soy
un cliente asiduo.
—¿Y regresó en coche directamente a su casa?
Página 70
—Sí.
—¿Podría indicarme la marca y la matrícula de su coche?
—Una camioneta Citroen. ETX 373V.
—Bien. —Barnaby se puso en pie—. Se ha mostrado usted muy colaborador.
Señorita Lacey, me parece que usted mencionó que aquí vivía alguien más, ¿verdad?
—Así es —repuso Henry Trace—, se trata de Phyllis. ¿Pero no ha ido a su nueva
casa?
—No. —Katherine se puso de pie—. La oí entrar hace media hora. Acompáñeme,
por favor. —Dirigió sus palabras hacia donde estaba Barnaby pero sin mirarlo. Al dar
el primer paso, Henry la tomó de la mano.
—Vuelve en seguida.
—Sí, cariño. —Inclinó la cabeza y lo besó en la comisura de los labios.
Fue un beso casto, pero la mirada que recibió a cambio distaba mucho de serlo.
Encantadora pareja, pensó Barnaby. Trace, con su severo perfil lleno de distinción, y
la muchacha fresca y amorosa inclinada sobre él, los dos contra un fondo de cortinas
de seda floreadas. Quizá fuera aquel toque final, más bien teatral, lo que dio a
Barnaby la sensación de que había algo de forzado en aquella encantadora escena.
Tenía una perfección tan calculada, rebozaba falso patetismo, como una romántica
victoriana o una ilustración sacada de un libro de Dickens. No logró explicarse del
todo aquella percepción. No era que creyese que estaban desempeñando un papel.
Paseó la mirada e incluyó a David Whiteley. Quizá su presencia hubiera dado lugar a
aquella idea. Quizá se tratara simplemente de que la muchacha estaba con el hombre
equivocado. Que la juventud debía atraer a la juventud. Barnaby observó cómo
Whiteley miraba a la muchacha. Su mirada también distaba mucho de ser casta.
Barnaby pensó que Henry Trace debía de ser un hombre muy poco corriente si,
cuando su novia y su encargado estaban fuera de su vista, de vez en cuando no se
preguntara… Como es natural, un coleccionista espera encontrar en otros
coleccionistas una actitud codiciosa. Sobre todo en relación con su espécimen
premiado.
Katherine los condujo por una escalinata larga y curvada y por otro pasillo, este
último, adornado con mesitas muy lustradas en forma de media luna sobre las que
había jarrones llenos de flores, cajitas de rapé y miniaturas.
—¿Cuál es el nombre completo de la dama?
—Phyllis Cadell.
—¿Señorita?
—En grado sumo. —Las gotas de limón de su tono intrigaron y agradaron a
Barnaby. En su opinión, al cabo de poco tiempo, un exceso de dulzura y ligereza
llegaban a empalagar. De muy poco tiempo, incluso. Le gustaba lo que él mismo
denominaba «un toque de sabor».
Se preguntó cuál sería exactamente el sitio que Phyllis Cadell ocuparía en la casa
después de la boda. Sin duda, una nueva esposa querría tomar las riendas en sus
Página 71
propias manos. Y, con un marido incapacitado, tendría que ser excepcionalmente
experimentada. Observó la mano ligeramente bronceada de la señorita Lacey cuando
ésta llamó a la puerta. Parecía más fuerte de lo que su aspecto floral conducía a
pensar.
—Phyllis, lamento molestarte…
Barnaby la siguió y entró en el cuarto. Vio a una mujer más bien regordeta, de
mediana edad, con una cara como una losa, ojos verdes como la grosella silvestre y el
deslustrado cabello castaño peinado en un estilo juvenil, con un flequillo abundante y
rizos apretados. En lo alto de su cara pálida y alargada se veía ridículo, como un
caballo con peluca. Estaba sentada delante de un enorme televisor encendido y sobre
su regazo descansaba una caja de bombones.
—… es la policía.
La mujer se puso en pie de un salto. Los cubos de chocolate salieron volando por
todas partes. Se agachó, ocultando el rostro, pero no antes de que Barnaby hubiera
atisbado el miedo en sus ojos. Katherine también se agachó. Eran bombones surtidos:
en tres tonos de marrón (vainilla, moca, chocolate); algunos cuadrados estaban
salpicados de nueces y cerezas.
—Éstos ya no podrás comértelos, Phyllis…
—Soy capaz de recoger unos cuantos bombones, gracias. Déjame sola. —
Apresuradamente y de cualquier manera metió en la caja los bombones llenos de
pelusa. Todavía no había mirado a los dos hombres.
—¿Entonces acompañarás tú al inspector jefe Barnaby hasta la puerta de calle?
—Al no recibir respuesta alguna, Katherine se dio media vuelta para marcharse y
justo antes de cerrar la puerta, le dijo—: Es por lo de la señorita Simpson.
Barnaby notó entonces que al oír el comentario a la mujer le volvió el color a las
mejillas, pero de un modo poco uniforme, dejándole la piel arrebolada, como si
hubiera estado rustiéndose la cara junto al fuego. Y efusivamente les dijo:
—Claro, pobre Emily. ¿Por qué no se me ocurrió pensarlo? Siéntense… por
favor, siéntense los dos.
Barnaby escogió una silla color cervato que había junto al hogar y miró a su
alrededor. Una atmósfera muy diferente de la que había en la sala de abajo. El cuarto
estaba amueblado de forma bastante confortable, pero carecía de personalidad. No
había adornos ni fotos y muy pocos libros. Unos cuantos ejemplares de The Lady, un
par de estampas insípidas y una planta medio seca en el alféizar de la ventana.
Quitando el televisor, podría haberse tratado de la sala de espera de cualquier
odontólogo.
Phyllis Cadell apagó el aparato y se sentó delante de ellos. Toda la ansiedad que
pudo haber experimentado al verlos llegar estaba ya bajo control. Les lanzó a ambos
una mirada blanda pero preocupada. De no haber sido por las rodillas, firmemente
unidas, y los tendones que le resaltaban en el cuello fofo y suave, Barnaby hubiera
creído que estaba muy relajada. Se mostró afablemente locuaz con respecto a sus
Página 72
actividades del día diecisiete. Por la tarde había estado en el ayuntamiento preparando
la tómbola. Y había pasado la noche «de un modo muy inocente, puedo asegurarle,
inspector jefe», mirando la televisión.
Esto no sorprendió a Barnaby. Le costaba trabajo imaginarse a aquella figura de
matrona, cuyas carnes pugnaban por liberarse de los corsés rigurosamente ceñidos,
revolcándose en el bosque. Aunque ciertamente no excluía esa posibilidad. Los
personajes más improbables han hecho surgir en otros los anhelos románticos.
¿Cuántas veces le había oído decir a su esposa «No sé qué le ha visto a ésa»? O, con
menor frecuencia, lo contrario. No, lo que apuntaba en contra de Phyllis Cadell no era
su aspecto poco atractivo, sino el hecho de que no tenía nada que perder con la
experiencia. Si se tenía en cuenta la actitud de la sociedad hacia las solteronas de
mediana edad, incluso podía tener mucho que ganar. De modo que en ese caso, ¿por
qué se había asustado tanto al verlos llegar?
—¿Y a qué hora se marchó del ayuntamiento, señorita Cadell?
—Déjeme ver… —Se golpeó el labio superior con un dedo color del sebo—, fui
casi la última en marcharme… Pues serían más o menos las cuatro y media o las
cinco menos cuarto.
—¿Se marchó con la señorita Lacey?
—¿Con Katherine? Dios santo, no. Ella se fue mucho más temprano. En realidad,
apenas estuvo. —Captó la mirada que el sargento Troy le lanzó al perfil inmutable de
Barnaby—. Cielos… —Hizo un mohín de falso arrepentimiento—. Espero no haber
dicho nada inconveniente.
—¿Y después de regresar a casa volvió a salir por algún motivo?
—No. Subí directamente aquí cuando terminé de cenar. Escribí un par de cartas, y
como ya he manifestado, miré la televisión.
Como ya he manifestado, repitió Troy para sí, mientras transcribía
cuidadosamente. Al hablar con la policía, la gente tenía la costumbre de decir cosas
como aquélla. Observaciones formales, frases jergales que jamás soñarían utilizar en
otras ocasiones. Escuchó mientras la señorita Cadell comenzó a ofrecer detalles de
todos los programas que veía, y luego, como si aquello en sí mismo pudiese ser
considerado sospechoso, agregó:
—Me acuerdo porque era viernes. Por los programas de jardinería, ¿sabe?
Barnaby lo sabía. Él también los veía cuando estaba en casa a esa hora.
—¿Vive aquí alguna persona de servicio? —inquirió.
—No. Tenemos un jardinero y un chico. Entre los dos se ocupan de la parte
exterior, de lavar los coches y de realizar reparaciones. Y está la señora Quine. Llega
alrededor de las diez. Hace la limpieza general, prepara algo de verdura para la cena,
hace una comida ligera y se marcha a eso de las tres. Yo me encargo de la cena y ella
friega los platos al día siguiente. Espero que Katherine la conserve. Viene con la hija
y no todo el mundo acepta niños. Por raro que parezca, también servía en casa de la
Página 73
pobre señorita Simpson. Iba a limpiar allí una hora cada mañana antes de venir
aquí…
—¿Seguirá usted viviendo aquí después de la boda, señorita Cadell?
—Santo cielo, no. —Soltó un gañido estrangulado que pudo haber sido una
carcajada—. Una casa no puede tener dos amas. No, a mí me jubilan. Henry tiene
varias cabañas en la finca. Dos de ellas han sido remozadas con una cierta
precipitación. Tendré un pequeño jardín. Es muy… muy bonito.
No tan bonito como ser el ama de Tye House, pensó Barnaby, al recordar la
espléndida vista que había visto hacía poco a través del invernadero de naranjos. Ni
remotamente parecido.
—¿Hace mucho que enviudó el señor Trace? —Y allí estaba otra vez. Claro como
la llama brillante de una cerilla encendida en una habitación a oscuras. El titilar del
miedo. Phyllis Cadell apartó la mirada y se dedicó a contemplar el menos definido de
los dos paisajes que colgaban de la pared.
—No veo qué relación pueda tener eso con la muerte de la señorita Simpson.
—Es cierto. Le pido disculpas. —El inspector jefe Barnaby esperó. Por su
experiencia sabía que quienes (exceptuando a los criminales más duros de corazón)
tienen algo que ocultar poseen algo en común. Al encontrarse frente a frente con un
policía que hace preguntas, jamás permanecen en silencio durante mucho rato. Al
cabo de unos instantes, Phyllis Cadell comenzó a hablar. Las palabras salieron a
borbotones como si fuese incapaz de esperar a deshacerse de ellas, como si deseara
acabar de una vez con el asunto.
—Bella murió hace cosa de un año. En septiembre. Un accidente de cacería. Fue
una terrible tragedia. Apenas tenía treinta y dos años. Se publicó un informe completo
en el diario local.
Ni una pausa para respirar, pensó Barnaby. Y con los labios del color de la leche.
—¿Fue entonces cuando vino a hacerse cargo de la casa? —inquirió.
—Qué va. Me instalé aquí poco después de la boda. A Bella no le interesaba el
aspecto doméstico de las cosas. Su fuerte eran las actividades campestres. La
equitación, la pesca. Y cuidar de Henry, claro. Cuando ella murió llevaban cinco años
de casados.
—La señorita Lacey parece demasiado joven para hacerse cargo de todo, ¿no? —
sugirió Barnaby, pero en vano. Las emociones de Phyllis se encontraban ya tan
tenazmente contenidas como el descenso rápido de su pecho de paloma buchona.
—Bueno, no lo sé. Supongo que será una encantadora señora de esta casa. Y
ahora —se puso en pie—, si eso es todo…
Bajó veloz la escalinata y los condujo hasta el vestíbulo principal, después se
detuvo de repente entre dos viejas tallas de madera, en otra época cubiertas de
dorado. Por un momento los tres permanecieron de pie sobre el suelo de baldosas
blancas y negras como si fueran piezas de ajedrez, útiles pero impotentes hasta que
Página 74
alguien no las pusiera en juego. Phyllis pasó el peso del cuerpo de un pie al otro (la
reina en jaque) y luego habló.
—Hum… seguramente habrán pensado que me mostré muy sorprendida de
verlos… un tanto contrariada… ¿verdad?
Barnaby se mostró amablemente interesado. Troy miró a los ojos a la más alta de
las dos tallas: un rey con una gran corona y rastros de lapislázuli en las pupilas.
—Lo cierto es que yo… Bueno, es por el impuesto de circulación del coche. Ya
sabe cómo son… —Una sonrisa nerviosa le nació entre muecas dejando al
descubierto unos dientes fuertes y manchados—. Me digo siempre que debo ir a
pagarlo…
—Sí —convino el inspector jefe—, es una idea sensata.
Cuando la puerta se cerró rápidamente tras ellos, Troy le comentó:
—Patética.
Pudo haberse referido al aspecto de la mujer, a su posición en la casa o a la
extraña y evidente mentira sobre el impuesto de circulación. Barnaby no tuvo más
remedio que estar de acuerdo con las tres cosas.
Página 75
—Las tonterías que tengo que oír.
—Sabía que me dirías eso. Pero es que tú no entiendes…
Se interrumpió y observó la cara de Trace. Amable, hermosa, un tanto
complaciente. ¿Por qué no iba a serlo? Los antepasados de los Trace se remontaban a
la época de los normandos. En la fría iglesia del siglo XIII descansaban eternamente
las efigies de sir Robert Trace, de su esposa Ismelda y del gato de ella. Los Trace
habían derramado una modesta cantidad de su sangre terrateniente en las dos guerras
mundiales para regresar a sus deberes cotidianos cubiertos de honor. La expresión
«posesiones seguras» carecía para ellos de sentido. Nunca habían conocido otra cosa.
—Es que tú no entiendes —repitió Katherine—. Como nunca has deseado nada
que no pudieras tener, no te das cuenta de que la vida no siempre es así. Creo que
todo esto que está pasando… la muerte de la señorita Simpson… y ahora lo de
Benjy… y Michael que se niega a venir el sábado a la boda… Creo que todo son
presagios…
—Cuidado con los idus de marzo —rió Henry Trace.
—No te rías.
—Perdona, cariño, pero que yo sepa, en las calles no hay nadie que esté
cotorreando y chillando.
—¿Cómo?
—En cuanto a Michael… bueno… difícilmente puede ser un presagio. Sin duda,
hace tiempo que te consta que podía negarse a entregarte en matrimonio. Ya sabes
cómo es.
—Pero creí que… el día de mi boda…
—¿Quieres que hable con él?
—No servirá de nada. Se diría que después de todo lo que has hecho por nosotros
debería…
—Calla. No debes hablar así. No he hecho nada. —Cuando ella se levantó para
apoyarse en los brazos de la silla de ruedas, él añadió—: Pobres rodillitas mías, todas
marcadas por las baldosas. —Le subió el borde del vestido y le acarició tiernamente
la carne llena de marcas—. Pobres rodillitas… Henry las sanará.
Desde una ventana, por encima de sus cabezas, Phyllis Cadell se apartó
abruptamente. Encendió la televisión y se dejó caer en el sillón más cercano. La
habitación se llenó de voces. En la pantalla, enloquecida por una gula exaltada, una
pareja luchaba por abrazarse a una montaña de artículos duraderos mientras la
audiencia, casi tan exaltada como la pareja, la alentaba a gritos. Con una sonrisa
enloquecida, la mujer resbaló, quitó una lata e hizo que toda la pirámide se viniera
abajo con estrépito. Phyllis pulsó el control remoto y en la pantalla apareció un dúo
infatuado completamente prendado de los cereales del desayuno del otro. El botón
tres activó una escena bucólica en la que se veía una pareja mayor saturada de gozo
leyendo los telegramas de felicitación por las bodas de oro, rodeada de su amante
familia. El botón cuatro puso en pantalla una antigua película en blanco y negro. Dos
Página 76
hombres sujetaban a un tercero de los brazos mientras Sterling Haydon le propinaba
una soberana paliza. Una izquierda a la mandíbula, y después un derechazo. Paf.
Crash. Dos puñetazos al estómago, el aliento contenido y un silbido agónico. Un
rodillazo en la entrepierna y un buen golpe en los riñones.
Phyllis se arrellanó en el sillón. Se acercó la caja de bombones y comenzó a
llenarse la boca de cubos arenosos, embellecidos por la pelusa. Se los metía en la
boca con furia, sin interrupción, como si estuviera efectuando un asalto a sus propias
mandíbulas. Las lágrimas le bañaban las mejillas.
Página 77
IV
—
S upongo que la boda será un montaje de lo más elegante. Tiendas de campaña
en plan monumental y demás, ¿no? —Al hablar, Troy miraba el horizonte
repasando con envidia las posesiones de Henry Trace. Kilómetros y kilómetros de
ondeantes billetes.
—Seguramente. —Barnaby giró a la izquierda cuando se alejaron de Tye House,
y fue hacia la urbanización de casitas. Troy, que no deseaba recibir otro corte de su
jefe, no le preguntó por qué se rebajaba a realizar personalmente esa investigación
puerta a puerta. Pero tuvo la suerte de que Barnaby decidiera tenerlo al corriente.
—Esa casita —dijo inclinando la cabeza hacia el final de la hilera de viviendas—,
es la que me interesa. Allí vive alguien que mantiene un ojo avizor sobre todas las
cosas. Me interesa saber qué tienen que decir esos vecinos.
—Ya entiendo, señor —fue todo lo que a Troy se le ocurrió contestar, pero se
sintió embargado por una cálida satisfacción al recibir esta pequeña confidencia.
La primera vivienda estaba vacía; sus ocupantes, tal como les informó la señora
muy anciana de la casa de al lado, eran forasteros de Londres que hacía por lo menos
un mes que no iban por allí. Y el hombre de la última cabaña estaba fuera todos los
días de la semana hasta las seis, pues enseñaba en Amersham. Troy tomó nota de sus
señas para pasárselas a los investigadores del turno de noche. La vieja dama se
mostró taciturna sobre sus propias actividades, y dijo sencillamente que el día en
cuestión no había salido. Después, inclinó la cabeza en dirección del prolijo seto de
boj de la cabaña número tres.
—Pregúntele a ella dónde estuvo el viernes. Sería capaz de envenenar a su abuela
por medio penique de nueces. —En la casa de al lado una ventana se cerró de golpe.
—¿Y la casita…?
—No sé nada de ellos. —Cerró la puerta con firmeza.
—Es un poco raro, ¿no? —comentó Troy mientras bajaban por el sendero—. En
un pueblo tan pequeño como éste que no sepa nada de los vecinos que viven dos
puertas más abajo.
—Y tanto que es raro —repuso Barnaby; al llegar a la siguiente cabaña, levantó
por las piernas a un duende bufón y lo soltó con elegancia.
Les atendió una dama todavía más vieja y les soltó más o menos la misma
perorata, con la única diferencia que en su caso, la cantidad de dinero obtenido a
costa de la vida ajena fue de dos peniques de queso. Luego, posó un puñado pecoso
de huesos ingrávidos sobre la manga del inspector.
—Escúcheme bien, jovencito —le dijo, y de pronto le pareció la más amable de
las dos ancianas—, si quiere enterarse de lo que está pasando… o de lo que va a pasar
—lanzó una risita seca, asombrosamente lasciva a través de los labios marchitos—,
Página 78
hable usted con la señora Rainbird de la casa siguiente. Es capaz de decirle lo que
lleva en el pañuelo después de sonarse la nariz en plena oscuridad tras una puerta
cerrada. Se pasa todo el tiempo en la buhardilla con un par de prismáticos. Dice que
es una orni no sé qué. Camuflaje. —Repitió la palabra dándole unos golpecitos en la
solapa—. En mi juventud nos poníamos delante del portal y cotilleábamos
abiertamente. Yo no sé en qué se está convirtiendo el mundo. Y ése es un hecho. —
Le confió entonces que la señora Rainbird tenía un hijo dedicado al comercio de cajas
de muertos y sepulturas—. Es una criatura de lo más rastrera y babosa. Se comenta
que guarda los calzones en la nevera.
Al sargento Troy se le escapó una risotada que convirtió en tos. Barnaby, que
había conocido al señor Rainbird, no pudo más que suponer que tenían razón.
Agradeció a la anciana y se retiró.
La casita se llamaba Tranquillada. A Barnaby aquel nombre le sugería una
versión ligeramente relajada de la inquisición española. El nombre colgaba del cuello
de una enorme cigüeña de cerámica que mataba el tiempo erguida sobre una pata,
junto a la puerta principal. Había un jardín bastante amplio, primorosamente cuidado,
lleno de arbustos ornamentales y rosales. El Porsche plateado estaba aparcado en el
sendero de entrada. El sargento Troy decidió usar el timbre en lugar del llamador y
por respuesta recibió un breve y agudo chillido del coro del amanecer. Entonces
apareció Daniel Rainbird.
—Vaya, hola. —Parecía encantado de ver a Barnaby—. Ha venido usted
acompañado. —Le lanzó a Troy una radiante sonrisa que rebotó en el semblante de
piedra del sargento como una pelota de ping-pong en una losa de cemento—. Pasen,
pasen. Madre —gritó por encima del hombro—, es la policía. —Lo pronunció
«polisiiía».
—Ya, los estaba esperando —replicó a cierta distancia un suave sonido aflautado.
Por dentro, la casita parecía mucho más amplia que lo que sugería desde fuera y
al acompañarlos, Daniel pasó por delante de varias puertas abiertas antes de llegar al
salón. Una cocina que brillaba, un dormitorio (todo blanco y dorado) que relucía y un
segundo dormitorio adornado con profusión de ante rojo y bronces resplandecientes.
—Estoy en el salón, Daniel —cantó alegremente la voz. Logró hacer resonar cada
una de las vocales del nombre, y luego, generosa, le agregó una O adicional, por si
acaso. Cuando entraron, la señora Rainbird se levantó de los mullidos cojines como si
saliera de un nido.
Era muy, pero muy gorda. Se extendía a lo ancho y se elevaba a lo alto. Al menos
un cuarto de su altura correspondía al pelo, que llevaba peinado en una rígida
estructura estilo pagoda: un paisaje de picos y ondas, circunvoluciones y rizos que
remataba en una punta afilada, como un cucurucho invertido. Era del color del
caramelo instantáneo. Iba muy maquillada en tonos chillones y llevaba un caftán lila,
más bien corto, que dejaba ver las piernas llenas de rollos y unos pies diminutos. El
Página 79
inspector jefe atajó su mirada de bienvenida, directa y afilada como una lanza, y se
presentó.
—Sabía que estaba en camino. Vi pasar un coche mientras estudiaba unas
golondrinas que había en los cables del teléfono. Estaban dispuestas de una forma
encantadora. Parecían notas musicales.
—Ah… ¿entonces sería usted a quien vi la otra mañana cuando recorría Church
Lane? Estaba en la buhardilla, me parece. Una posición muy ventajosa.
—«Escondite» es el término que preferimos utilizar los ornitólogos, señor
Barnaby. —Se notó un frío en el aire. Barnaby le pidió disculpas. Ella hizo un
ademán con la mano reluciente—. ¿No quiere sentarse? —Barnaby se hundió en un
sillón profusamente cubierto con tapetes de ganchillo.
—¿Y usted, querido? —Daniel bailó alrededor del sargento Troy—. ¿No quiere
descansar un poco los pies?
Rebozando machismo, Troy eligió la silla más dura, se sentó en ella bien erguido
y sacó la libreta. Un agudo silbido surcó el aire.
—¿Daniel? El agua hierve. —Al desaparecer el hijo, la señora Rainbird le dijo a
Barnaby—: Necesitan ustedes ser alimentados y regados.
—Y para desechar sus protestas, añadió: —Vamos, vamos. No irá a decirme que
no están completamente exhaustos de formular tantas preguntas a toda esa gente. Lo
tengo todo dispuesto.
Y así era. Poco después, precedido de un suave traqueteo, Daniel entró
empujando un carrito adornado en exceso y construido con el estilo del retablo del
Oratorio de Brompton. Iba cargado de pequeños bocadillos con las formas de los
símbolos de una baraja y ricas tartas cremosas. La señora Rainbird llenó un plato para
el inspector jefe Barnaby y se lo entregó.
—No debe usted rechazar mi invitación, señor Barnaby. —Durante toda la
conversación se dirigió a él como señor Barnaby, quizá porque creía que los policías
de los niveles más elevados, al igual que sus equivalentes médicos, no utilizaban
título alguno—. No estaría bien, ¿sabe?
Su hijo sirvió el té: sus blancos dedos exangües revoloteaban sobre la loza. Metió
una cucharilla con una gran piedra púrpura incrustada en el mango en un platito y se
lo entregó, junto con la tacita, a Barnaby. Sintiendo una ligera repulsión, el inspector
jefe la aceptó y se reclinó incómodamente en su sillón crujiente.
Daniel repartió un basto de anchoas, una espada de salmón, un diamante de carne
aderezada y un corazón de jamón en un plato, añadió un merengue con una erupción
de gusanitos color castaño y balanceándose se acercó al sargento Troy. Lo dejó todo
sobre una mesita, acercó el té y, balanceándose otra vez, regresó junto a su madre. Se
sonrieron; le acomodó los cojines antes de sentarse, como era natural, en un taburete,
a sus pies. Finalmente, Barnaby pudo hablar.
—Estamos llevando a cabo una serie de investigaciones sobre una muerte
inexplicable…
Página 80
—La pobre señorita Simpson, claro —le interrumpió la señora Rainbird—. Para
mí, la culpa la tienen los padres.
—… y me gustaría mucho que tanto usted como su hijo me dieran una idea de sus
movimientos de la tarde y la noche del viernes pasado.
—Yo estuve en el ayuntamiento haciendo los arreglos florales. Seguramente
habrá oído hablar de la gincana. —Barnaby le indicó que sí—. Me marché a eso de
las cuatro y media, junto con la señorita Cadell de Tye House. Una de las últimas,
como de costumbre. Mucho me temo que soy una de esas horribles personas que
quiere estar en todo. —Un pequeño broche. Una sonrisa relamida. Tenía la boca
como la de un pez que, incluso en reposo, poseía una expresión enfurruñada—.
«¡Delega, Iris, delega!», es mi lema constante. ¿Pero cree usted que puedo? ¿Qué
estaba diciendo?
—Que fue una de las últimas en marcharse.
—Ah, sí. Creo que sólo quedaba la señorita Thornburn, nuestra querida Akela.
—¿Por casualidad se fijó usted a qué hora se marchó la señorita Lacey?
—Unos minutos antes de las cuatro.
—¿Está segura? —Pregunta tonta. Tenía ya la impresión de encontrarse en
presencia de un oráculo más que de una persona meramente observadora. Estaba
claro que la señora Rainbird poseía un ojo de águila, y lo que era igual de importante,
la olímpica falta de interés del águila por el bienestar de su presa.
—Completamente —repuso la señora Rainbird—. En mi opinión, se escapó de un
modo de lo más furtivo. —Se dignó echarle una mirada al sargento Troy al pronunciar
las últimas palabras para asegurarse de que las estaba apuntando—. Pero siento
curiosidad por saber por qué nos están interrogando sobre lo que hicimos por la tarde.
Tenía entendido que la señorita Simpson murió por la noche.
—No estamos completamente seguros de cuándo murió.
—Pues a las cinco de la tarde seguía definitivamente con vida porque yo la vi.
—¡La vio!
—Claro que sí. —Se deleitó un momento con el calor de su reacción. Daniel se
giró y le lanzó una sonrisa de aprobación—. Justamente a esa hora me encontraba en
mi escondite, tomando apuntes sobre el vuelo de una picotera. Emily iba a toda prisa
por Church Lane y venía del bosque. Se detuvo una vez para sujetarse un costado. Me
pregunté si no estaría enferma y me había decidido a salir cuando llegó Daniel a
tomar el té. ¿No es así, pichoncito mío? —¿Acaso su mano apretó el hombro del
hijo? Lo cierto fue que los diamantes se llenaron de inmediato de vida.
—Ajá. —Él posó la mejilla brevemente contra las rodillas de la madre—. Suelo
llegar a casa a eso de las cinco y media pero esa tarde…
—Si no le importa, señor Rainbird, tomaremos nota de esos detalles dentro de un
momento.
—No veo la hora de dárselos. —Daniel se mordió el labio inferior, sonrosado por
el placer de ser el destinatario de unas instrucciones tan imperiosas. Le sonrió al
Página 81
sargento Troy, la suya era una sonrisa tan dulce y empalagosa como la porción de
tarta de vainilla que estaba consumiendo—. Madre, me parece que al sargento no le
gusta el marron lyonnaise.
—Insístele en que tome un poco de tarta de almendras. Sí —volvió a centrar su
atención en Barnaby—, estaba realmente preocupada. En realidad, me había decidido
casi a visitarla después de la cena; pero nos entretuvimos jugando al Monopoly y me
pareció que mejor lo dejaba para el día siguiente. Al fin y al cabo tenía teléfono y la
señorita Bellringer vive muy cerca. Así que no salimos esa noche, ¿verdad,
pichoncito?
—No. Somos pájaros de su casa.
—¿Y quién logró ganar todo Park Lane?
—¡Yo, yo! Y un buen trozo de Piccadilly.
—Aunque volví a ver a Katherine Lacey. Alrededor de las ocho.
—¿De veras? ¿No era un poco tarde para dedicarse a su pasatiempo, señora
Rainbird? ¿Existe algún pájaro que vuele a esas horas?
—Los búhos, señor Barnaby. —Le lanzó una malévola mirada.
—Ah.
—Ciudadanos de la noche.
—Y tanto.
—Habíamos hecho una pausa en el juego, Daniel se puso a preparar café y por
casualidad yo estaba mirando por la ventana.
—Ya. ¿Se fijó usted adónde iba la señorita Lacey?
Se inclinó hacia adelante con gesto teatral y, como todavía tenía la mano sobre el
hombro de su hijo, éste también se inclinó. Qué pareja más macabra hacían, pensó
Barnaby. Sin saber por qué, no podía dejar de recordar la obra teatral de Joe Orton en
la que su esposa había actuado el mes anterior. Habrían encajado a la perfección en
ella.
—Se dirigía hacia Church Lane.
—¿Cree usted que iba a visitar a alguien?
—No pude verlo. Casi en seguida, el camino gira a la derecha de forma abrupta.
Llevaba con ella uno de los perros pachones. Y una carta en la mano.
—¿O sea que a lo mejor iba a echar la carta al buzón? —La señora Rainbird
levantó una ceja que parecía una media luna pintada a lápiz. Aquel gesto implicaba
que si se creía eso, se creería cualquier cosa—. ¿Y la vio regresar?
—Me temo que no. —Su voz se llenó de desazón—. Me telefoneó la señora
Pauncefoot. Quería unos cuantos Lilium regale más para la plataforma de los jueces.
De haberlo sabido —con el puño se golpeó la palma de la mano— podría haber
montado guardia.
Su expresión tenía algo más que malhumor. Parecía hervir de frustración ante este
detalle que le recordaba una oportunidad perdida. Era evidente que no podía soportar
el no saber lo que ocurría en cada lugar, a cada uno y en cada momento. Tomando
Página 82
apuntes sobre el vuelo de una picotera y un cuerno, pensó Barnaby, y se volvió para
interrogar al hijo.
—Estuve trabajando toda la tarde, cosa que mi socio le confirmará. Me marché
alrededor de las cinco menos cuarto, vine en mi coche directamente a casa y aquí
estuve.
—No me había dado cuenta de que era usted socio de la funeraria, señor
Rainbird.
—Mi madre me compró una participación cuando cumplí los veintiuno. Llevaba
en la empresa unos tres años y ya sabía que era el trabajo de mi vida. —Se abrazó las
rodillas con aire de muchachito—. Es algo que adoro. No sé si me entiende.
Barnaby trató de poner cara de que entendía. En realidad las coartadas de los
Rainbird no le preocupaban demasiado. Lo que había ido a buscar a Tranquillada era
algo mucho más útil: información sobre los habitantes del pueblo. Y cotilleos. Si el
análisis de Iris Rainbird era correcto, tanto ella como su hijo se mostrarían afables
una vez jugados los gambitos de apertura adecuados.
—Señora Rainbird, estoy seguro de que sabrá apreciar que, en un caso como éste,
nos sentimos muy agradecidos de contar con la ayuda de una persona tan alerta… y
tan observadora como usted. Para rellenar huecos, digamos. —La pagoda se inclinó
graciosamente—. Dígame una cosa… ¿Hace mucho que la señorita Lacey y su
hermano viven en el pueblo?
—Toda la vida. Aunque no siempre vivieron en Holly Cottage. Sus padres
poseían una granja bastante grande, en las afueras del camino Gessler Tye. No tenían
tierras, sino simplemente unas hectáreas de cultivo. Por esa época eran de clase
bastante alta. Tenían una vieja institutriz, los niños iban a Bedales, tenían ponies y
coches y viajaban a Francia cada dos por tres. Y durante las vacaciones iban de
cacería y demás. Se consideraban unos señores. Aunque no lo eran, claro está. No
tenían ni linaje ni educación.
El sargento Troy, cuyo lápiz descansaba en ese momento, reconoció de inmediato
el resentimiento que ocultaba aquella observación, pero no supo por qué.
—Madelaine caía bien a todo el mundo, pero él era un hombre asombroso. Bebía
mucho y conducía como un energúmeno. Además, era muy violento. Dicen que la
maltrataba. Un hombre despiadado…
—Igual que su hijo. —Daniel habló impulsivamente; tenía las mejillas cetrinas
enrojecidas. En esta ocasión, la señal de advertencia que le dio la mano al cerrarse
con fuerza sobre su hombro resultó clara. Tartamudeando, agregó—: Bueno… eso he
oído comentar.
—Y un buen día, cuando los niños tendrían unos trece años, el dinero
desapareció. Él había estado especulando, había pedido una segunda hipoteca y
después, otra más y acabó perdiéndolo todo. Aquello mató a Madelaine.
—¿Quiere decir usted literalmente?
Página 83
—Sin duda. Se tiró al Támesis con coche y todo en Flackwell Heath. No llevaba
más de dos meses muerta cuando él fue y se casó con una jovenzuela que conoció en
Londres y se marcharon a vivir al Canadá.
—¿Y los niños?
—Bueno… aquello puso punto final a las escuelas privadas, claro. Tuvieron que
volver aquí e ir a Gessler Tye con el resto del populacho. —Su voz destilaba
satisfacción. Inconscientemente, Troy hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—¿Y dónde vivían?
—Aquí es donde entran en escena los Trace. Henry fue una de las primeras
personas a las que Gerald Lacey recurrió para pedir dinero prestado. Le dejó una
suma considerable. Me parece que después habrá pensado que todo hubiera ido mejor
de no haberle prestado nada. Si hubiera ayudado a Gerald a buscar una solución a sus
problemas. Al menos ésa es la impresión que tuve cuando la señora Trace me lo
contó… Me refiero a Bella, claro está…
El inspector jefe Barnaby intentó imaginarse a la difunta señora Trace discutiendo
los asuntos económicos de su marido con la señora Rainbird, pero no lo logró. Se
preguntó de dónde habría sacado realmente aquella información.
—De ahí que vivan en Holly Cottage.
—¿Ah, sí?
—En otros tiempos vivía allí el guarda del coto. Henry le ofreció la cabaña a los
niños y la institutriz se quedó a cuidar de ellos. La pobre mujer las pasó moradas. De
pequeños eran unos bandidos, la tenían siempre con el corazón en vilo. Después,
cuando se hicieron mayores, no paraban de pelearse. Ya sabe usted cómo son los
adolescentes. Y no lo digo porque mi Daniel me haya dado nunca disgustos. —Daniel
sonrió tontamente a su porción de tarta de vainilla. Una mancha de crema, cuyo color
apenas se diferenciaba del de su piel, le adornaba el labio superior—. Solía venir a
verme, me refiero a Sharpe, la institutriz. Venía a tomar una taza de té y a estar un
momento en paz. Eran peor que perro y gato. ¿Ha visto usted la marca que Michael
tiene en la cara?
—Todavía no hemos interrogado al señor Lacey.
—Se la hizo ella… la hermana. Parece ser que le tiró una plancha. —Notó el
cambio de expresión de su cara e hizo una mueca de desprecio—. Vamos, señor
Barnaby, que no ha quedado desfigurado. Esos caras bonitas engañan a todo el
mundo, pero no pueden embaucar a una servidora.
El desapego de la señora Rainbird, que tanto había admirado Barnaby al
comienzo de la entrevista, pareció haberla abandonado momentáneamente. El hecho
de que el hijo al que tanto adoraba, aunque fuera de un modo malsano, hubiera sido
de algún modo menospreciado seguía provocando su encono.
—¿El señor Trace mantuvo económicamente a los Lacey?
—Y tanto. El padre no les dejó un solo penique. Y, por lo que yo sé, Henry sigue
manteniendo a Michael. Aunque no por eso recibe una sola palabra de
Página 84
agradecimiento.
—¿Entonces el señor Lacey no trabaja?
—Si a la pintura se le puede llamar trabajo…
—¿Y tiene éxito? ¿Vende mucho?
—¡Qué va! No me sorprende. Son unos cuadros horribles y violentos. La pintura
la aplica con una pala. Si bien es verdad que modelos no le faltan.
—No —intervino Daniel—. La chica de los Lessiter siempre anda por ahí.
Aunque con eso no conseguirá nada… Es una anticuada. ¿Sabe? Michael me pintó a
mí. —Miró, todo pálida petulancia, en dirección a Troy.
—Y vaya cuadro más horrendo hizo.
—Mientras me estaba haciendo el retrato, fui el gatito del mes —prosiguió Daniel
—, todo iba sobre ruedas. Después, cuando consiguió lo que quería, me mandó a
tomar por saco.
—¡Daniel! ¿Otra pasta confitada, señor Barnaby?
—No, gracias. ¿Y la institutriz, la tal señorita Sharpe, sigue viviendo aquí?
—La señora Sharpe. No. Se fue a vivir a Saint Leonards en cuanto tuvieron edad
de cuidarse solos. Feliz de salir de allí. Por entonces tendrían unos diecisiete años,
creo. Ni siquiera vino a despedirse. Debo decir que me dolió. Les pedí a los Trace su
dirección y le escribí en un par de ocasiones pero no obtuve respuesta. Le envié una
tarjeta por Navidad y después lo dejé. —La frustración volvió a hacer acto de
presencia. Estaba claro que habría preferido un extenso y trágico adiós, plagado de
terribles revelaciones. Mientras se embarcaba en la vivida descripción de una de las
confrontaciones domésticas más espectaculares ocurridas en Holly Cottage, Barnaby,
que de vez en cuando asentía con atención, para estirar las piernas se paseó hasta las
puertas del patio, ubicadas al otro extremo del salón.
Afuera, el césped era claro y liso como un cristal. Había más árboles y arbustos
en flor y un bonito mirador en el extremo más alejado. Le intrigaba cómo se las
habría arreglado el señor Rainbird para hacer dinero. Debió de haber tenido bastante
para poder mantener la casa, la sociedad de Daniel y el juguetito plateado. Por no
mencionar el carrito del té.
Volvió a la conversación. Comenzaba a sentirse incómodo. Aunque hacía un día
cálido, los radiadores estaban a tope. Observó a Daniel, que con las pestañas casi
incoloras le hacía caídas de ojos al sargento Troy, y se preguntó si sentiría el frío.
Estaba claro que no tenía carnes de sobra para que le sirviesen de aislante.
En el salón había una atmósfera insoportablemente opresiva. Estaba atestado de
muebles voluptuosos y llamativos. Y había vitrinas con porcelanas, en su mayoría
Capo da Monti, y estantes con muñecas vestidas con distintos trajes regionales más
varios cuadros originales terriblemente espantosos. El que estaba más cerca de
Barnaby representaba a un cocker spaniel con el morro —al no poder creérselo tuvo
que mirarlo más de cerca— bañado en lágrimas. Todo aquello era lo que su hija
habría denominado el grotesco del siglo XX.
Página 85
—Muchísimas gracias, señora Rainbird. —Contuvo la marea, cortés pero firme.
—No tiene usted por qué darlas, señor Barnaby. —Con las manos marcó un arco
resplandeciente en dirección al inspector jefe. Este no encontró el modo de evitar el
tener que estrecharle la mano. Fue como agarrar una bola de masa—. ¿Para qué
estamos aquí si no es para ayudarnos?
Cuando los dos policías bajaban por el sendero, el sargento Troy dijo:
—Los hombres como ése deberían ser castrados. —Al ver que Barnaby no le
contestaba, para arreglarlo, añadió un «señor» al final de la frase seguido de este
comentario—: En cuanto a su madre… no es más que una asquerosa charlatana.
—La señora Rainbird y la gente como ella son una bendición de Dios en toda
investigación, Troy. No confunda usted cotilleo con hechos. Y cuando le dan lo que
en opinión de ellos son hechos, compruébelos siempre a fondo. Y no saque usted
conclusiones precipitadas. Mantenga la mente abierta, sargento, la mente abierta.
—Sí, señor.
Se dirigieron a Bumham Crescent y a la casa de protección oficial número siete,
hogar de la señora Quine.
Página 86
—A todo. Anda, vamos, ¿dónde lo tienes?
Salieron al jardín. Detrás del mirador había una enorme pila oscura de algo
chorreante; el agua penetraba en la tierra dejando sobre el césped verde brillante unos
círculos concéntricos. Orgulloso, Daniel condujo a su madre hasta allí. Cogidos de la
mano miraron hacia abajo. A la señora Rainbird le brillaban los ojos.
—¿Dónde lo encontraste?
—En el estanque, detrás del bosque de hayas. Los vi cuando lo echaron dentro
con unas cuantas piedras atadas a él.
Ella no contestó; se limitó a lanzar un siseo largo, lento y satisfecho.
—Mi cochecito está todo mojado. Tuve que ponerlo en el maletero, ¿sabes?
—Te compraremos otro.
—Oh, mamaíta… —Presa de la exaltación, apretujó el brazo de su madre—.
¿Entonces, tú crees que vale mucho?
—Y tanto, querido mío. —Avanzó un paso y empujó la masa empapada con la
punta del zapato—. Mucho, pero mucho. Muchísimo.
Página 87
V
E l jardín del número siete era una pocilga. Literalmente. Había una pequeña
pirámide de basura acumulada contra el costado de la casa. Armazones de
camas, cochecitos de bebé rotos, cajas viejas, cadenas herrumbradas y una enorme
conejera astillada. Las cortinas de abajo estaban corridas. Barnaby dio unos golpes en
el buzón. En algún lugar de la casa lloraba un crío. Oyó gritar a una mujer:
—¡Cállate, Lisa Dawn! —Y luego agregó—: Un momento. —Creyendo que
aquello iba dirigido a él, esperó.
Al cabo de un rato apareció la señora Quine. Era una mujer flaca con el pecho
cóncavo y un montón de manchas rojas alrededor de la boca. Estaba fumando y daba
la impresión de moverse constantemente incluso cuando permanecía quieta, como si
acabaran de darle cuerda y estuviese deseosa de ponerse en marcha.
—Pasen. —Se hizo a un lado al entrar ellos—. Mi vecina me dijo que estaban
visitando a todo el mundo.
En el cuarto que acababan de entrar flotaba una espesa nube de humo, estaba mal
iluminado por la lámpara del centro, una araña con pantallas de pergamino en forma
de galeones. La televisión estaba a todo volumen. La señora Quine no dio señales de
ir a bajarlo. El cuarto se encontraba desordenado y no muy limpio. Sentada ante una
mesa de plástico había una niña que lloriqueaba y resollaba con fuerza.
—Fíjate quién ha venido, Lisa Dawn. —La niña miró en dirección de Barnaby—.
Ya te dije que llamaría a un policía si no te portabas bien. —Más lágrimas—. Mire lo
que ha hecho, señor policía. —La señora Quine levantó de la mesa un oscuro objeto
humedecido—. Su Libro Panorama del Niño Jesús. Se lo regalaron por Navidades.
Mire, todo lleno de casis. —Abrió el libro. Jesús, María, José y un puñado de
animales varios surgieron de la página rica y simbólicamente teñidos de púrpura—.
En esta casa no hay nada que dure ni cinco minutos.
—Vamos, seguro que ha sido sin querer. —Barnaby le sonrió a Lisa Dawn, que se
restregaba los ojos tristemente y no paraba de lloriquear.
Se volvió entonces a la señora Quine, que en ese momento se paseaba velozmente
por el cuarto, dándole violentas caladas al cigarrillo y esparciendo las cenizas por
todas partes.
—Tengo que estar siempre al quite —le explicó.
—¿Trabajaba usted para la señorita Simpson, verdad?
—Así es. Allí y en Tye House. También trabajé para la vieja loca. Aunque sólo
una semana. Me dijo que hiciera lo que me viniera en gana con tal de que no le
moviese nada de sitio. ¿Y cómo va una a limpiar sin mover nada de sitio? Dígamelo
usted.
—¿Se refiere usted a la señorita Bellringer?
Página 88
—Sí.
—¿Se presentó usted como de costumbre la mañana en que murió la señorita
Simpson?
—Claro que sí. No tenía motivos para no hacerlo, ¿verdad? La señorita Bellringer
estaba vigilando por la ventana. Salió y me lo dijo. Si quieren pueden sentarse.
—¿Cómo? Ah, gracias. —Barnaby se sentó en el borde de un sofá tapizado en
vinilo negro. Uno de los cojines vomitaba trocitos de espuma multicolor por una raja
hecha con navaja.
—Me sirvió una taza de té por si me encontraba mal. Después me fui a Tye
House.
—Para usted debió de ser un golpe, ¿no?
—Y tanto. El médico había ido a verla unos días antes. La mujer había tenido un
problema de bronquios pero el doctor dijo que si se cuidaba, podría seguir viviendo
diez años más. —La señora Quine encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior
—. Aunque ya sabemos por qué se murió, ¿no? Malditos violadores. La otra noche,
en la tele salió uno. Yo ya sé muy bien lo que les haría. —Se apoyó un instante sobre
la pantalla de la chimenea y lanzó la colilla al hogar vacío. Con el pie tamborileó
furiosamente la alfombra. Inhaló con tanta fuerza que en la carne de debajo de los
pómulos se le marcaron unos hoyos enormes—. Pobre vieja. A su edad.
Absteniéndose de hacer comentario alguno sobre esta increíble pieza de bordado,
Barnaby le preguntó qué tal le había ido trabajando para la señorita Simpson.
—Bien… Se conformaba con todo, pero yo conocía sus gustos. Nos llevábamos
bien.
—¿Y en Tye House qué tal le va?
Le lanzó una sonrisa agradecida, que dejó al descubierto unos dientes postizos
glacialmente perfectos y luego contestó:
—Ya ha estado por ahí, ¿eh? —Cuando Barnaby hubo asentido con la cabeza, ella
continuó—: Lo de ahí sí que tiene gracia. La vieja Phyllis Cadell aguantando firme,
al pie del cañón. Estaba claro por dónde iban los tiros. Se preparaba para ocupar el
puesto vacante, ¿no? Trabajaba como una loca incluso en vida de la señora Trace.
Haciéndose indispensable, al menos eso creía ella. Debió de haberla visto usted
después del accidente. Siempre que se le acercaba alguien ponía cara de pena. ¡Pena!
No cabía en sí de gozo. Se veía de lejos lo que tenía planeado. Pero entonces Miss
Gran Bretaña de Holly Cottage comenzó a entrar y salir de la casa como Perico por
su casa y le arrebató el tesoro. Creí que la señorita Cadell iba a arrojarse debajo del
primer autobús que pasara la mañana que anunciaron el compromiso. Fue de película,
se lo aseguro.
—Volvamos al viernes pasado, señora Quine… ¿Estuvo usted en el ayuntamiento
por la tarde?
—¿Yo? ¿Mezclarme yo con ésas? Está usted de guasa. ¿En el Instituto Femenino
yo? Son un atajo de esnobs. Por mí, que se metan sus arreglos florales donde ellas ya
Página 89
saben. Y sus condenadas nueces confitadas.
—Estuvo usted en casa, entonces.
—Sí. Viendo la tele. ¿No es así, Lisa Dawn? Toda la tarde. Salvo el ratito que
salió a la tienda a buscar unas patatas fritas. —Barnaby observó a Lisa Dawn, cuyas
piernas delgadas colgaban por lo menos a cuarenta centímetros del suelo. Captando al
vuelo el sentido de aquella mirada, la señora Quine prosiguió—: Es un sol cruzando
la calle. Y además, al volver, siempre viene derechita a casa. Ya es una niña mayor,
¿no es así, Lisa Dawn? Dile al señor policía cuántos años tienes.
—Casi cuatro —susurró la niña.
—Tienes cuatro. Tiene cuatro cumplidos —insistió la señora Quine, como si la
cría fuese un par de zapatos—. ¿Y quién te compró caramelos en la tienda?
—Judy.
—La tía Judy. Es la hija del doctor Lessiter. Suele invitarla. Para Pascuas le
compró un huevo lleno de conejitos. —Lisa Dawn se echó a llorar—. Dios santo,
¿quieres callarte? ¿Qué pensará este señor? No debí haberle contado lo del huevo. El
perro de al lado se soltó de la cadena y se comió el conejito de Lisa Dawn.
—Pobre Smokey.
—Está bien, está bien. Ya te compraremos otro.
—¿Qué hora era cuando su hija fue a la tienda?
—No lo sé exactamente. Estábamos viendo Hijos e Hijas, o sea que serían más de
las tres.
—¿Y seguro que fue la tarde del diecisiete?
—Ya se lo he dicho, ¿no? —Encendió un tercer cigarrillo.
—¿Y estuvo en casa toda la noche?
—Con ella no puedo ir a ninguna parte.
—Gracias. —Mientras Troy le leía la declaración y la señora Quine inhalaba,
daba pataditas con los pies y suspiraba, Barnaby intentó hablar con Lisa Dawn, pero
la niña se encogió en la silla y se negó a mirarlo. Tenía la parte interna de los brazos
florecida de marcas negro azuladas, preciosas como pensamientos.
Una vez afuera, se disponían a volver a pasar por entre los postes podridos del
portón cuando Barnaby la oyó echarse a llorar otra vez.
Página 90
—Ah, sí… ¿Qué tal…? ¿Se acuerda del otro día cuando le comenté que me
parecía que había algo que no le había contado?
—Sí.
—Bueno, pues me he acordado de lo que era. ¿Quiere que se lo diga ahora?
—Sí, por favor.
—Ayer estuve en High Wycombe con mi hermana. El mes que viene haré de
dama de honor en su boda, ¿sabe?, y yo tenía que ir a probarme el vestido. La tienda
está bastante cerca de la estación, o sea que siempre se puede dejar el coche aparcado
por ahí, aunque no mucho rato, claro… Bueno, la tienda se llama Anna Belinda. Y
eso fue lo que la señorita Simpson dijo. O casi.
—¿Se acuerda exactamente de sus palabras?
—Sí. Dijo, «Igual que la pobre Annabella».
—¿Está segura?
—Segurísima.
—¿No habrá dicho Bella?
—No. Estoy segura que dijo Annabella.
Barnaby colgó el teléfono y se quedó sentado mirándolo pensativo. Llegó su
bocadillo (de pollo y berros) y un delicioso café de la máquina de la oficina. Barnaby
cogió la taza y le ordenó a la oficial Brierly:
—Haga el favor de telefonear a Servicios Sociales. Alguien debería visitar el
número siete de Bumham Crescent, en Badger’s Drift.
—¿Qué les digo, señor?
—Aah… Probables malos tratos a una menor. La mujer se llama Quine. También
necesita ayuda. Diría que está al borde del ataque de nervios. Y si puede ponerse en
contacto con Slough, necesito la dirección y el teléfono de una tal señora Norah
Whiteley. Es maestra de labores domésticas. Tiene un hijo de nueve años. —Le dio
un bocado famélico al bocadillo, dejándolo reducido a la mitad, cogió el auricular y
volvió a marcar.
—¿Señorita Bellringer? ¿Sabe usted por casualidad si su amiga conocía a alguien
llamada Annabella? —Se produjo una pausa más bien prolongada al cabo de la cual
obtuvo una respuesta negativa—. ¿No sería tal vez la señora Trace?
—No, no… Su nombre era Beatrice. Y se hacía llamar Bella porque le parecía
más sugestivo.
—¿Y la señorita Simpson lo sabía?
—Claro que sí. Recuerdo que me comentó que le parecía un error. Encontraba
precioso el nombre de Beatrice, en cambio el de Bella le parecía un tanto corriente.
—Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Hace años, en mi clase de música
había una Isabella. Una niña inmaculada. Tengo entendido que ahora es diaconesa.
¿Le sirve eso de algo?
Barnaby le dio las gracias y se despidió. Se le había olvidado que la señorita
Simpson había sido maestra durante más de cuarenta años. Existía la posibilidad, aun
Página 91
admitiendo la relativa rareza del nombre, que por sus manos hubieran pasado una o
dos Annabellas, destacando con todo su brillo entre las grises Jeans y Joans y Junes y
Janes. Pero la señorita Simpson recordó aquel nombre después de haber visto a una
pareja fornicando. ¿A qué edad se empezaba hacía veinte, treinta o cuarenta años?
Probablemente, reflexionó, a tan temprana edad como se solía hacer en esos
momentos. Ciertas cosas nunca cambian.
¿Y por qué pobre Annabella? Bebió otro sorbo de café y por el rabillo del ojo vio
una araña distraída balanceándose hacia adelante y hacia atrás. ¿Sería una mujer
desamparada? ¿Depravada? ¿Estaría muerta? Barnaby pensó en todos los personajes
que una mujer de ochenta años pudo haber conocido durante su larga y fructífera
vida. Y de los que pudo haber oído hablar. Y de los que pudo haber leído. Suspiró,
tomó otro bocado y se enfrentó a los hechos. Annabella podía ser prácticamente
cualquier mujer.
—¿Hay algo que pueda hacer, señor? —inquirió Troy.
—Sí. —Barnaby se bebió la jarra de café—. Puede llevarme al Echo. Quiero leer
la nota sobre la muerte de Bella Trace.
—¿No creerá usted que exista alguna relación?
—En estos momentos, no creo nada. Pero no fue una muerte natural y además, se
produjo en el mismo pueblecito y en ella estuvieron presentes una serie de personas
que debemos considerar ahora como sospechosas. No podemos pasarlo por alto.
Termine su té y póngase en marcha.
En el sótano del edificio donde se encontraban las oficinas del Causton Weekly
Echo, Barnaby habló con el anciano que parecía tan integrado al lugar como los
antiguos archivadores verdes y las herrumbrosas tuberías del agua que se retorcían
sobre la pared del fondo. Había también una enorme caldera, que estaba ahora
apagada y silenciosa.
Barnaby pidió ver las ediciones de septiembre y octubre del año anterior. El
anciano fue hasta los archivadores arrastrando los pies y volvió también arrastrando
los pies. No dijo palabra, ni siquiera se quitó el cigarrillo apagado que pendía de sus
labios. Unas cuantas hebras de tabaco rojizo cayeron sobre los periódicos cuando se
los entregó. Barnaby los llevó a un atril que había junto a la ventana. Había muy poca
luz, puesto que las ventanas eran de gruesos vidrios del color de la leche mezclada
con whisky. Acompañado por el sonido de una variedad de pasos provenientes del
piso superior, fue pasando las hojas de los dos primeros ejemplares. La investigación
de la muerte de la señora Bella Trace aparecía reseñada en el tercero. Se le había
dedicado un informe extenso que ocupaba más de media página.
El grupo de cazadores había sido reducido, para lo que suelen ser estas cosas.
Henry Trace, David Whiteley (en un añadido delicadamente redactado, aunque
innecesario, se lo describía como asistente del señor Trace), el doctor T. Lessiter,
Página 92
amigo del señor Trace y su médico personal, la señora Trace, la señorita Phyllis
Cadell y dos propietarios vecinos, George Smollett y Frederick Lawley. Más dos
batidores: Jim Burnet, un peón de la granja, y Michael Lacey, un joven amigo de la
familia.
Al parecer, la señora Trace se encontraba a unos cuantos metros del grupo
principal cuando se produjo el accidente. Como suele ocurrir en estas ocasiones, las
versiones eran confusas y a veces contradictorias. El doctor Lessiter creyó que Bella
había tropezado y que caía al suelo en el momento en que sonó el disparo, con lo que
daba a entender que había pisado mal y que había caído sobre su propia arma. Ya
había tropezado en una ocasión con la raíz de un árbol. El doctor admitió que este
accidente anterior pudo haber contribuido a su versión sobre la muerte de la señora
Trace. Michael Lacey dijo que primero se oyó el disparo, pero posteriormente,
cuando el forense lo interrogó a fondo, pareció mostrarse menos seguro. El resto del
grupo no se percató de nada hasta que la señora Trace quedó tendida en el suelo.
Desesperado por conseguir ayuda para su esposa, el señor Trace giró su silla de
ruedas con demasiado ímpetu y la hizo caer. Los perros corrían enloquecidos; todo
era confusión. Michael Lacey, que se encontraba en ese momento más cerca de la
señora Trace, corrió hacia ella pero el doctor le ordenó que no tocara a la mujer
herida y que corriera a pedir una ambulancia.
Al prestar declaración, el doctor Lessiter dijo que la señora Trace ya se estaba
muriendo cuando él estuvo a su lado. Nadie hubiera podido hacer nada. La mujer no
pronunció palabra, perdió el conocimiento casi de inmediato y murió poco después.
Aparecían algunos detalles técnicos sobre la autopsia que describían el ángulo en que
la bala había penetrado en el corazón y salido del cuerpo, destrozando una de las
vértebras. Tanto el doctor Lessiter como el señor Trace destacaron que, en el
momento del accidente, todos los miembros del grupo, exceptuando a Jim Burnet, se
encontraban detrás o a la izquierda de la señora Trace, por lo tanto, no pudieron haber
disparado la bala letal. Por su parte, aunque Jim estaba más adelantado, se encontraba
situado a unos treinta metros a la derecha de la señora Trace. A pesar de que los dos
batidores habían vuelto posteriormente, a petición del señor Trace, para buscar la
bala, les había sido imposible encontrarla, cosa nada extraña, dada la espesura del
bosque circundante. El forense expresó sus condolencias al acongojado viudo y
emitió el veredicto de muerte accidental.
Barnaby volvió a leer el informe. Estaba escrito con suma claridad, todo parecía
en orden, sin embargo, había algo que le molestaba. Aquel informe encerraba algo
que no acababa de encajar.
Devolvió los tres periódicos al anciano disecado —que parecía menos interesado
en volver a tenerlos de lo que se había mostrado al desprenderse de ellos— y le
enseñó su credencial.
—Quisiera una fotocopia de este informe —le dijo, al tiempo que encerraba en un
círculo los detalles de la investigación.
Página 93
—¡Ya está bien! —Los restos resucitaron de forma involuntaria—. No haga eso.
¡Que es del archivo!
—¿Ah, sí? —Barnaby observó con aire severo el círculo y meneó la cabeza—. Yo
no sé en qué se está convirtiendo el mundo. Y es un hecho. Hágamelas para las
cuatro, es decir, si le va bien.
Página 94
VI
M ientras Troy bajaba en el coche por Church Lane, el inspector jefe notó que
Beehive Cottage había adquirido ya un cierto aire de dejadez, como el de un
caparazón que acaba de ser abandonado. Las plantas de los parterres comenzaban a
crecer sobre el sendero, las cortinas colgaban tiesas e inmóviles. En el muro que se
alzaba en el exterior de la casa de la señorita Bellringer, Wellington descansaba
lanzando de vez en cuando algún zarpazo que le permitía apoderarse de alguna
mariposa despistada para consumo propio.
Al otro lado del descampado, donde terminaban las casas, un cartel de madera
rezaba: Gessler Tye: Un kilómetro y medio. El camino era bastante ancho y se veían
claramente las huellas de neumáticos. Barnaby indicó que debían internarse por allí y
con mucho cuidado Troy metió el coche entre las dos orillas.
—Menos mal que no vamos en el Rover, señor.
—Si fuéramos en el Rover —le espetó Barnaby—, no le hubiera pedido que lo
intentase.
El bocadillo de pollo y berros se había encontrado con la comilona
monstruosamente calórica de la señora Rainbird y experimentaba una gran derrota. Y
se había dejado las pastillas en el despacho.
—Supongo que no, señor.
A Barnaby se le ocurrió que sargento Troy era un nombre adecuado para alguien
que se comportaba siempre como un oso cascarrabias, y se imaginó a sí mismo,
dentro de unos años, reduciendo la excesiva confianza que su sargento tenía en sí
mismo y haciéndole poner los pies sobre la tierra. El sargento cruzó una abertura que
había en el seto y que daba a una amplia extensión de terreno nivelado a la buena de
Dios, aparcó y los dos hombres bajaron.
Qué tétrica, pensó Troy al ver Holly Cottage. La cabaña era gris y austera, se
agazapaba en el borde mismo del bosque como un sapo jorobado. Se echó a temblar a
pesar del calor que hacía. Resultaba fácil imaginarse una bruja saliendo de allí y
tragándose a Hansel y Gretel. Como en los cuentos de Grimm. Sonrió levemente ante
su propia ocurrencia, se preguntó si debía transmitir su ocurrencia a Barnaby y
decidió no hacerlo. El ambiente ya estaba demasiado cargado.
Al acercarse al porche, salió el sol e iluminó la pared orientada al sur. El fuego
prendió en las piedras, brillando con los colores más sutiles. Barnaby tocó una. Era
como un enorme caramelo hirviente, marrón oscuro como el chocolate y estriado de
crema. Llamó a la puerta. Nadie contestó.
Advirtió entonces que, casi a sus pies, había una madreselva raquítica que
pugnaba por crecer en medio de una maraña de ortigas. Quizá la habría plantado la
muchacha, después de desbrozar el terreno, y la habría regado, sin duda con la
Página 95
esperanza de que con el tiempo trepara por el porche y lo cubriera. A pesar de tantas
desventajas, le habían salido dos flores. Parecían tardías.
—Probemos por la parte de atrás.
En la parte trasera de la casa había un pequeño patio de cemento, muchas más
ortigas, un aljibe con verdes aguas estancadas y una gruesa costra de cieno y tres
bolsas de plástico negro que supuraban basura. También había dos ventanitas cuyos
cristales estaban cubiertos por una capa de polvo. Barnaby frotó uno y espió dentro.
Un hombre vestido con una camisa azul y unos vaqueros de pana manchados de
pintura estaba de pie delante de un caballete. Se encontraba de espaldas a la ventana.
Parecía trabajar febrilmente: el pincel pasaba de la paleta a la tela y vuelta a la paleta
con movimientos violentos, como si acuchillaran el aire.
—Tiene que habernos oído, señor.
—Pues no lo sé. Quienes son asaltados por la agonía de la creación… Es probable
que se encuentre muy lejos de aquí.
El sargento Troy olfateó el aire. El que la pintura le volviera a uno sordo no era
una idea que él estuviera preparado a aceptar. No tenía tiempo para lo que él llamaba
el elemento pseudoartístico que no aportaba absolutamente nada de valor a la
sociedad pero que exigía a cambio grandes sumas de dinero. Barnaby dio unos
golpecitos en la ventana.
De inmediato, el hombre se dio la vuelta. Se produjo un movimiento brusco, una
cara blanca se volvió veloz y casi salió corriendo del cuarto, cerrando de un portazo.
Barnaby oyó girar la llave en la cerradura y se dirigió rápidamente a la puerta
principal. Él y Troy llegaron al porche justo cuando Michael Lacey abría la puerta.
Era ligeramente más alto que su hermana y se le parecía lo suficiente como para
que el parentesco resultara inconfundible. Los mismos ojos de color violeta oscuro, el
mismo cabello negro cortado muy corto, cuyos rizos apretados le cubrían la cabeza
de formas perfectas. Las orejas pequeñas, un tanto alejadas de la cara, junto con los
ojos muy separados, le daban un aspecto ligeramente peligroso, como el de un
caballo arisco.
Al recordar el comentario de la señora Rainbird sobre la plancha, Barnaby esperó
ver una espectacular y lívida mutilación, pero, a primera vista, el rostro de Michael
Lacey no parecía marcado. Después, Barnaby notó que desde la parte superior del
pómulo izquierdo hasta la comisura de la boca, la piel se veía artificialmente tensa,
brillante, granulada y de un tono rosa claro. Debió de tratarse de una buena
quemadura para que le tuvieran que hacer semejante injerto. Además de hermosura
(que la tira de piel extrañamente brillante apenas afectaba) rezumaba una
masculinidad irónica y crepitante. Aunque nada de calor. Michael Lacey era de
aquellas personas capaces de organizar a su antojo el mundo y sus habitantes.
Barnaby sintió pena por Judy Lessiter. Y pensándolo bien, incluso por el repelente del
señor Rainbird.
—¿Podemos pasar un momento? —le preguntó.
Página 96
—¿Qué quieren?
—Somos oficiales de la policía…
—Ya, son oficiales de la policía. ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Izar una
bandera?
—Estamos visitando a todos los habitantes del pueblo…
—No vivo en el pueblo. Me asombra que sus poderes de deducción lo hayan
llevado a creer lo contrario.
—… y de la zona circundante. Es algo frecuente, señor Lacey, cuando se lleva a
cabo una investigación general…
—Mire, siento mucho lo de la señorita Simpson. Me caía bien. Pero no suelo
participar en los asuntos del pueblo, como se lo confirmarán los cotilleos locales. Y
ahora tendrán que perdonarme…
—Seremos breves, señor Lacey. —Barnaby avanzó ligeramente y Michael Lacey
retrocedió ligeramente, lo suficiente como para que los dos hombres entraran en la
cabaña. A la izquierda había unas escaleras sin alfombrar y el joven se sentó en ellas,
dejando a los otros dos de pie.
—¿Conocía bien a la señorita Simpson?
—No conozco bien a nadie. Me permitió hacer una serie de pinturas de su
jardín… en distintas épocas del año… pero de eso hace tiempo. Llevaba sin verla por
lo menos… un par de meses. —Miró fijamente al inspector jefe, alerta, distante, un
tanto divertido; había decidido tratar aquella interrupción obligatoria como un
entretenimiento.
—¿Podría decirme dónde estuvo usted la tarde y la noche del viernes pasado?
—Aquí.
—Vaya, es una respuesta muy rápida, señor Lacey. ¿No necesita usted
reflexionar?
—No. Siempre estoy aquí. Trabajando. A veces hago una pausa para dar un paseo
por el bosque.
—¿Y ese día dio un paseo por el bosque? —preguntó Barnaby.
—Es posible. La verdad es que no me acuerdo. Como cada día hago lo mismo, no
necesito llevar agenda.
—Parece una vida un tanto aburrida para un hombre joven.
Michael Lacey se miró los pies desnudos. Eran unos pies hermosos: largos,
estrechos, elegantes, con la piel delgada como el papel y los huesos finos. Unos pies
bizantinos. Después miró a Barnaby a los ojos y repuso:
—Mi trabajo es mi vida.
Habló en voz baja, pero con una carga tal de apasionada convicción que Barnaby,
aficionado a la acuarela, miembro casual del Círculo de Artes de Causton, sintió la
punzada de la envidia. Se dijo entonces que convicción no era sinónimo de talento,
como se lo había confirmado más de uno de sus contactos con el grupo de teatro de
Joyce. Armado con esta percepción más bien rústica, le dijo:
Página 97
—Tengo un par de preguntas más, señor Lacey, si no le importa…
—Sí me importa. Detesto que me interrumpan.
—Tengo entendido —prosiguió Barnaby con tono de seda— que estaba usted
presente al morir la difunta señora Trace.
—¿Bella? —Pareció sorprendido—. Sí, estuve presente, pero no entiendo… —
Hizo una pausa—. ¿No creerá que existe alguna relación…? —Su anterior
animosidad pareció olvidada. Se le veía realmente interesado—. Pero no… ¿Cómo
podría haberla?
—Por el informe del periódico tengo entendido que fue usted la primera persona
que se acercó a la señora Trace después del accidente.
—Así es. Lessiter me ordenó que no la tocara y que fuera corriendo a pedir una
ambulancia, y así lo hice.
—¿Había alguien en Tye House en ese momento?
—Sólo Katherine. Haciendo la pelota como siempre.
—¿Cómo dice?
—En la cocina, preparando bocadillos, rellenando vol au vents, cortando pasteles.
—Mientras usted ayudaba con la batida.
—Eso es distinto. ¡A mí me pagaban! —La observación irónica de Barnaby hizo
que la rabia volviese a asomarle en la voz. Le confirmó entonces que ninguno de los
del grupo había estado en un sitio que le permitiera dispararle a la señora Trace y
luego dijo—: No sé por qué me lo pregunta. Si ni siquiera llevaba escopeta.
—Tengo entendido que usted y el otro batidor buscaron la bala.
—Bueno, yo no lo diría exactamente así. Revisamos la zona superficialmente
pero parecía una tarea tan inútil que no tardamos en dejarlo correr.
—Gracias, señor Lacey.
Cuando los dos policías subieron al coche, Troy, que recordó su anterior metida
de pata con el comentario sobre el Rover, hizo un esfuerzo por encontrar algo
inteligente y perspicaz que decir.
—¿Notó usted que cerró con llave la habitación donde estaba pintando? Me
pareció un poco raro.
—Pues no lo sé. Las personas creativas suelen tener una actitud muy protectora
en relación con sus obras a medio terminar. Acuérdese de la puerta crujiente de Jane
Austen.
El sargento Troy hizo marcha atrás, sirviéndose del doble espejo retrovisor que
habían colocado en el seto, desde el que se veía el sendero y el frente de la cabaña.
—Es verdad, señor —repuso. Ni soñando iba a darle al inspector jefe la
satisfacción de enterarse de que no sabía nada de la puerta crujiente de Jane Austen.
En cuanto a eso de que Michael Lacey fuera el sueño del amor, bueno… Echó un
vistazo al espejo y se alisó brevemente el cabello color zanahoria. Seguramente sólo
en las novelas románticas las muchachas los preferían morenos.
Página 98
Michael Lacey observó desde el porche cómo se alejaba el coche y luego volvió a
su estudio. Cogió la paleta y el pincel, se quedó mirando el caballete durante un
momento y luego los volvió a dejar. Ya no quedaba luz. A pesar de la reciente
interrupción, había sido un buen día. A veces trabajaba presa de una furia de
resentimientos; rompía bosquejos, pintaba encima de escenas que no le salían bien de
entrada, en ocasiones lloraba de rabia. Pero los días como aquél compensaban los
días como éste. De la lucha se desprendía a veces una calma feliz y maravillosa.
Estudió la silueta del cuadro. Todavía le quedaba mucho por hacer. Había puesto ya
los colores apagados, nada más. Pero se sentía muy emocionado. Tenía la absoluta
convicción de que sería un éxito. Era tremendo cuando ocurría algo así. La
convicción de que, hiciera lo que hiciera, lo enfocara como lo enfocara, utilizara la
técnica que utilizara, iba a funcionar. Tan fuerte era su convicción que sintió que no
podría estropearla aunque lo intentara.
Se dirigió a la cocina, abrió una lata de judías estofadas con salchichas y mientras
se metía grandes cucharadas en la boca, regresó a su estudio. La luz mortecina
cambiaba la forma del lugar: las paredes mutaban tomándose amorfas. Cuatro
enormes cuadros abstractos cubiertos de espesa pintura blanca surgieron ante él a
poca distancia. En el rincón de cada uno de ellos aparecía el estallido de una estrella,
apenas una mancha en la luz crepuscular.
En lo alto de la alacena rinconera había una antigua lámpara ajustable de peltre.
Encendió la vela y se paseó por la habitación mirando las telas apiladas contra las
paredes. Aunque del techo pendía un fluorescente, a Michael Lacey le encantaba el
efecto de la luz de las velas. Los colores de las pinturas se tomaban más ricos, como
si tuvieran muchas capas; la ilusión de la luz hacía que los ojos parpadearan y las
bocas se retorcieran. La carne sólida se transformaba en algo raro y delicado. El
efecto resultaba estimulante y le llenaba la mente de ideas sutiles y maravillosas.
En la alacena rinconera había una pila de libros de bolsillo y catálogos de arte,
todos muy manoseados, con los lomos cuarteados y, en ciertos casos, destrozados.
Sacó uno al azar y se sentó a contemplar una lámina de Botticelli. Qué seductoras,
pensó, las tiernas caras vivaces adornadas de frescas flores primaverales. Terminó de
comerse las judías y se quedó sentado un momento más, completamente satisfecho,
imaginándose a sí mismo en los Uffizi, rindiendo homenaje al original. Después abrió
la ventana, lanzó al aire la lata, le dio una patada; la lata describió un brillante arco,
salió por la ventana y se perdió en la noche.
Página 99
VII
A últimas horas de aquella noche Barnaby seguía sentado jugando con la ensalada.
Se había quedado expresamente en la comisaría, repasando las declaraciones tal
como fueron apareciendo en su bandeja, hasta que consideró que la cena estaría
irrecuperable y podría abrir una lata sin provocar resquemores. Había olvidado que
existían cosas como los tomates, los pepinos y las remolachas…
Cualquiera hubiera pensado que ni siquiera Joyce podía haber maltratado una
ensalada hasta el punto de hacerla incomible, pero todos cometemos errores alguna
vez. Además de ser un hervidero de bichitos, estaba empapada en vinagre. Barnaby
levantó una hoja de lechuga mustia. Apareció un pequeño insecto nadando
valientemente contra corriente.
—De segundo hay sorpresas de Bakerwell —le gritó Joyce, doblemente
perceptiva, desde la cocina.
Y qué hambre tenía. Este último fenómeno no acababa nunca de sorprenderle. Era
más bien conmovedor, de verdad: por más palo que le diera a su estómago, ahí
estaba, a las pocas horas, esperanzado aunque aprensivo, preguntándose si esa vez
cambiaría su suerte.
—Ah, este fin de semana viene Cully. —Le dio una tartaleta, una taza de té y un
beso afectuoso—. ¿Te parece bien?
—Estupendo. ¿Hasta cuándo se queda?
—Hasta el domingo a la hora del té.
Barnaby y Joyce se miraron. Querían mucho a su única hija y estaban muy
orgullosos de ella. Pero a los dos les parecía mucho mejor cuando no estaba en casa.
Ninguno de los dos lo admitió jamás. Incluso desde muy pequeña, Cully había tenido
una vista muy aguda y una lengua poco amable. Con el paso de los años, ambas se
habían vuelto más afiladas. Alumna brillante en la escuela, era ahora lectora de inglés
en New Hall y esperaba confiada en hacer un buen papel, a pesar del hecho que
Barnaby tenía la impresión de que su hija se pasaba todo el tiempo ensayando una
obra u otra.
—¿Podrás ir a recogerla el sábado?
—No estoy seguro.
Barnaby pasó por la espada su sorpresa de Bakerwell, que era más de lo que se
merecía, y se preguntó cómo iría vestida su hija. Siempre había llevado ropas
provocativas, pero tanto él como Joyce, al ir a despedirla al tren para Cambridge,
habían supuesto que se le habría pasado la época de las faldas de tela de trapos de
cocina e imperdibles y maquillaje furioso (en realidad medio se temían que la
mandaran de vuelta a casa), pero en cada una de las breves e infrecuentes visitas que
se habían producido desde entonces, se habían encontrado con transformaciones cada
Página 100
vez más exóticas y alarmantes. Lo bonito de estas ocasiones era que se hubiera
marchado de casa mientras gozaba todavía de fuerza y salud —como gustaba ella
decir— y que Cully protegiera esos dos bienes regresando siempre cargada con un
buen surtido de exquisitas comidas de Marks and Spencers y de la charcutería Joshua
Taylor’s.
—¿No te olvidarás de telefonear a tu padre, verdad?
Barnaby tomó la taza de té y se sentó junto al hogar. Llevaba un cuarto de siglo
telefoneando a sus padres una vez por semana, de manera que difícilmente podía
olvidarse. Ambos rondaban los ochenta y hacía unos veinte años se habían retirado a
vivir justo en las afueras de Eastbourne. Allí inhalaban el ozono, jugaban a los bolos
y se dedicaban a la jardinería, siempre activos como todos los que se dedican a hacer
chapuzas.
—No, no me olvidaré.
—Hazlo ahora antes de sentarte.
—Ya me he sentado.
—Después podrás disfrutar de tu té.
Obediente, Barnaby se levantó del sillón. Su madre contestó la llamada y después
de las preguntas de rigor sobre su salud y la de su familia, se lanzó a contarle las
actividades de esa semana, que incluían una espectacular discusión en el Círculo de
Arte, donde una nonagenaria había sugerido que pintaran con un modelo al natural. Y
acabó, como de costumbre, diciéndole:
—Espera que llamo a tu padre.
Barnaby padre le describió entonces las actividades de esa semana, que incluían
una espectacular discusión en la reunión de la Sociedad Conservacionista sobre un
estrado Victoriano para orquesta. Qué belicosos eran todos por aquella zona, pensó
Barnaby, quien al mudarse sus padres se los había imaginado dormitando
pacíficamente en el invernadero para matar el tiempo. Ahora reconocía que aquella
había sido una visión un tanto errónea. Nunca habían sido de los que dormitan. Su
padre terminó de contarle cómo le había arruinado los planes a un contrincante
inescrupuloso en la cancha de bolos.
Barnaby escuchó pacientemente y, casi como una ocurrencia de último momento,
dijo:
—No importa. Estamos en plena temporada de criquet. Supongo que te pasarás
todo el tiempo pegado al televisor.
—Y tanto. Alquilé uno de esos chismes para el vídeo. Para poder repetir las
mejores jugadas. Pero qué terrible lo del viernes, ¿no?
Barnaby sonrió con indulgencia. Su padre sabía que nunca estaba en casa para ver
el partido de criquet, y sin embargo, siempre suponía que sabía exactamente de qué
se estaba hablando.
—¿Qué pasó?
Página 101
—Pues que se suspendió el partido, chico. Por falta de luz. El árbitro dejó elegir a
Allenby y éste decidió suspender el partido. Eran las once. Lo tenía todo a punto. Los
bocadillos de pepino, una jarra de té a la menta. Estaba preparado para todo el
partido. Qué desilusión. Bueno, si debo ser sincero, a tu madre no le importó
demasiado, pero a mí me armiño el día, te lo aseguro.
Después de ofrecerle las conmiseraciones de rigor, Barnaby volvió a su sillón y a
una nueva taza de té.
—Joyce, la gente ha empezado a mentirme.
—¿Ah, sí, cariño? —El tejido sedoso, de tonos pálidos, avanzaba—. ¿Te refieres
al asunto de Badger’s Drift?
—Ajá. Katherine Lacey fue vista por la noche en el pueblo y me dijo que no
había salido. Judy Lessiter dijo que estuvo trabajando toda la tarde y la vieron en la
tienda del pueblo a las tres y media. Trevor Lessiter me dijo que estuvo en casa
viendo el partido de criquet… «Un partido soberbio»… y resulta que lo suspendieron.
Y Phyllis Cadell se puso rígida de miedo cuando nos vio, después trató de disimular
con una tonta historia sobre el impuesto de circulación.
—Cielos… pues parece que tienes en qué entretenerte.
Aquellos nombres no le sugerían nada a Joyce Barnaby y sabía que Tom no hacía
más que pensar en voz alta, tratando de ordenar sus ideas. De todos modos, lo
escuchó con atención.
—Y Barbara Lessiter, la estimada esposa del doctor, recibió algo con el correo de
esta mañana que la hizo poner blanca como el papel.
—¿Cómo lo sabes? —Barnaby se lo contó—. Bueno, quizá se trate de un último
aviso de pago. Supongo que se ha comprado muchos vestidos y ha dejado a deber un
montón de dinero en alguna tienda.
—No. —Barnaby meneó la cabeza—. Se trataba de algo más que eso. ¿Y dónde
estaba ella la noche que murió Emily Simpson? Dando un paseo en coche. Es muy
vago.
—Pero las personas inocentes son vagas. No siempre cuentan con una coartada.
Ni saben exactamente lo que estaban haciendo y a qué hora. Tú mismo lo has dicho
siempre. ¿Dónde estuvo por la tarde?
—De compras en Causton.
—Ya te lo decía yo —repuso Joyce con tono irrefutable—. Estuvo gastando
demasiado.
Barnaby le sonrió, vació su taza y la depositó sobre el platito. Algo le decía que
no era tan sencillo. Que nada iba a ser tan sencillo.
Página 102
VIII
Página 103
6B. No tan común como algunos, pero difícilmente era una especie en vías de
desaparición. El lápiz no había sido encontrado. Las pruebas eliminatorias
demostraban que las huellas pertenecían o bien a la difunta o bien a la señorita Lucy
Bellringer.
Volvió a hojear brevemente el segundo informe pero la primera vez había pasado
por alto muy pocas cosas. Habían organizado la búsqueda de la alfombra, pero
Barnaby no abrigaba demasiadas esperanzas. Una persona que había sido tan
puntillosa con las huellas difícilmente iba a dejarse la alfombra tirada en la parte
trasera de un coche o encima de un sofá. Aunque, claro está, casi nadie sabía que se
habían encontrado fibras de una alfombra y era de público conocimiento que las
manchas de semen eran tan concluyentes como las huellas. Quizá la policía pudiera
tener un poco de suerte. Troy abrió la puerta.
—El coche está listo. Cuando usted diga, jefe.
Página 104
chocar contra el parabrisas. Una silueta había saltado de repente desde detrás del
buzón del pueblo para plantarse casi en medio del camino. Barnaby bajó la ventanilla
y habló a través de labios descoloridos.
—No me parece una buena idea, señorita Bellringer…
—Qué casualidad. —Les lanzó una brillante sonrisa. Un ligero aroma de claveles
y lirios de Florencia inundó el interior del coche. Antes de que Barnaby pudiera
impedírselo, la anciana había abierto la puerta, se había subido al coche y se había
acomodado en el asiento trasero—. Y ahora —anunció—, antes de que se me olvide,
el funeral es mañana. A las once y media. No sé si ustedes querrán venir.
Barnaby murmuró una evasiva. Con dedos temblorosos, el sargento Troy sacó un
paquete de Chesterfield.
—Joven, aquí dentro no. Nos pondrá a todos en peligro. —El sargento dejó caer
los cigarrillos sobre su regazo, se reclinó en el asiento y cerró los ojos—. Vamos a ver
—la anciana lanzó una dulce sonrisa a Barnaby—, cuénteme cómo le va su
inquisición. ¿Ha averiguado algo más?
—Seguimos con las investigaciones.
—Vamos, inspector jefe, no tiene por qué ser tan arrogante. Al fin y al cabo, si no
fuera por mí, no tendría usted un caso entre manos. Además, fue usted quien dijo que
yo podía ayudar. —Acompañó esta fantástica mentira con una mirada brillante, clara
y cándida como la de un crío. Antes de que Barnaby lograse respirar, la anciana le
preguntó—: ¿Han hablado con la horrenda de la señora Rainbird?
—Sí, hemos hablado con ella.
—¿Qué dijo? ¿Vio algo?
El inspector jefe no consideró necesario ocultarle las revelaciones de la señora
Rainbird. Sin duda, a esas alturas ya se habrían difundido por todo el pueblo.
—Esa noche vio a la señorita Lacey cuando salió a llevar una carta al buzón.
—Mmm. —La señorita Bellringer lanzó un bufido—. Esa muchacha es
demasiado hermosa para el bien del prójimo. Vea, inspector, no hay necesidad de irse
con vueltas. Incluso para una vieja como yo está claro por qué nos interrogan sobre
nuestras actividades de la tarde así como de la noche del viernes. Emily vio algo en el
bosque y en mi opinión, nos estamos refiriendo a pasiones ilícitas. —Su voz resonó
dándole a las palabras un esplendor decididamente brontëano—. Es decir, Katherine
Lacey y su inamorato. Más claro, échele agua. ¿Se imagina usted lo que habría
pasado si llegaba a saberse? Para empezar, fuera boda. A Henry pueden haberlo
embaucado, pero no es tan tonto. Si se llegaba a saber, adiós Tye House y todo el
dinero y, de paso, a un cónyuge fácilmente convertible en cornudo. ¿Locamente
enamorado y atado a una silla de medas? Vaya combinación más deseable. La
muchacha habría sido capaz de hacer más o menos lo que se le antojara. Y los de esa
familia tienen muy malas entrañas. El padre no era buena persona. Llevó a la tumba a
su pobre mujer.
—Eso he oído decir.
Página 105
—De los padres los pecados sacan los hijos corcovados. —Barnaby permaneció
en silencio—. ¿Le dijo la señora Rainbird si vio volver a la chica?
—Al parecer no la pudo ver porque se puso a jugar al Monopoly con su hijo.
—¿El baboso ése? —Barnaby sonrió, agradecido.
—Lo que sí me comentó era que la señorita Lacey llevaba uno de los perros
pachones.
—Uno de los perros pachones. —La señorita Bellringer aferró al inspector jefe
del brazo—. ¿Está seguro?
—La señora Rainbird está segura.
La anciana se encogió en el asiento. Incluso sus vistosos ropajes, que ese día
llevaba adornados con algo parecido a ralladuras de remolacha, parecieron
marchitarse.
—Entonces se nos viene abajo el caso.
—¿Y por qué? —le preguntó el inspector jefe, pasando momentáneamente por
alto el «se nos viene».
—Benjy no ladró. Se estaba callado si una persona conocida se acercaba a la
puerta… un perfecto angelito… Pero si otro perro llegaba a meter aunque fuera una
pata en su jardín, se volvía loco. Y viviendo tan cerca, yo lo hubiera oído ladrar.
—A lo mejor la señorita Lacey lo dejó atado —sugirió Troy, estimulado muy a su
pesar por la vitalidad de la conversación—. Me refiero al perro pachón.
—Uuuh. —Un ulular como la bocina de un barco—. Usted no sabe cómo son los
pachones. Son incapaces de sentarse mansamente y esperar mientras usted se ocupa
de sus cosas. Son una raza muy vociferante. Si lo hubiese atado, se habría enterado
todo el pueblo. No… Esa noche no ladró un solo perro, estoy segura. Bueno —abrió
la puerta de la derecha, quitándole diez años de vida a un ciclista que pasaba en esos
momentos y salió con gran elegancia—, tendremos que seguir pensando. Lamento
tener que descartar a los Lacey. ¿Qué me dice del hermano?
—El hermano carece de móviles, señorita Bellringer. Y ahora, me temo que
tendrá usted que disculparnos.
—Lo entendería perfectamente si alguien llegara a retorcerle el cuello. —Al
arrancar, Troy lanzó un suspiro profundo y trémulo—. No les importa nada, ¿verdad?
A los excéntricos de pura cepa no les importa lo que uno piense.
—Un excéntrico de pura cepa —repuso Barnaby— ni siquiera se percata de lo
que uno piensa. —Y cuando Troy entró en el patio cubierto de guijarros de Tye
House, y aparcó cerca de la puerta de la cocina, casi castamente y sin su brío habitual,
agregó—: Ojo con el perro.
Pero la advertencia no fue necesaria. Benjy no acudió a recibirlos sino que siguió
acostado en el escalón, flaco y con el morro gris apoyado sobre las patas. Levantó la
cola del suelo y la agitó una o dos veces mientras miraba ansiosamente en dirección
de los recién llegados. Fiel hasta el final, como el sabueso de Ulises.
Página 106
—Pobre animal —dijo el sargento—. Pobrecito. —Se disponía a acariciar al
perro, pero cuando se agachó, Benjy volvió la cabeza y algo en sus ojos contuvo la
mano de Troy—. Deberían haber sacrificado a este pobre bicho.
Barnaby señaló hacia donde terminaba el césped.
—En el jardín —dijo.
Mientras los dos hombres bajaban los escalones entre urnas de piedra rebosantes
de flores, el inspector jefe notó que una brisa agradable le acariciaba las sienes. La
misma brisa empujaba la seda color limón del vestido de Katherine Lacey contra las
esbeltas curvas de su cuerpo. Se encontraba de pie, detrás de la silla de Henry, con los
brazos cruzados sobre el pecho del hombre y la cabeza junto a la de él. Al acercarse
Barnaby, ella señaló un bosquecillo de álamos. Henry sacudió la cabeza y los dos se
echaron a reír. Después, ella comenzó a empujar la silla de ruedas en dirección a
Barnaby.
—El sábado meteremos aquí a cien personas, inspector —gritó Trace—. ¿Dónde
le parece que deberíamos colocar la tienda?
En un jardín de aquellas dimensiones, pensó Troy, había sitio para elegir. Sin
embargo, ni todo el dinero del mundo iba a darle vida a aquellas piernas. Imagínate,
recorrer el pasillo que te conducirá a una mujer tan hermosa sentado en una silla de
ruedas. Sonrió confiado y saludó:
—Buenas tardes, señorita Lacey.
—La pongamos donde la pongamos —dijo ella sonriendo a los dos policías—
causará un increíble destrozo.
—Bueno, el césped se recupera pronto —repuso Henry—. ¿Es usted aficionado a
la jardinería, inspector Barnaby?
Barnaby le contestó que sí y le preguntó si ya habían decidido dónde poner la
rosaleda. La pregunta dio pie a una agradable conversación sobre horticultura y a que
Henry le describiera el regalo de boda para Katherine: diecinueve rosas musgosas y
trepadoras. Una flor por cada año de su vida.
—Después, cada aniversario de nuestra boda plantaremos un rosal hasta que
seamos viejos —dijo Katherine—. Y así formaremos nuestra rosaleda.
Barnaby permitió que la conversación fluyera durante un rato hasta formar un
estanque en el que lanzó su piedra:
—Por cierto, señorita Lacey. Hace unos días, cuando hablé con usted, me pareció
entender que me dijo que había pasado la noche del diecisiete aquí, en compañía del
señor Trace.
—Sí, así es.
—¿Y no salió usted en ningún momento?
—No. Estuvimos aquí todo el rato.
—Pero la vieron en el pueblo.
—¿A mí? —Se mostró verdaderamente sorprendida—. No puede ser… ¡Ah!
Claro, es verdad. Salí a despachar una carta. ¿Te acuerdas, cariño? Dijimos que
Página 107
íbamos a pedir un catálogo de Notcutts y se me ocurrió hacerlo inmediatamente.
—¿No hubiera sido más rápido hacerlo por teléfono?
—No son gratuitos. Hay que mandar un cheque.
—¿Envió el pedido a la oficina principal de Woodbridge? —Ella asintió—. ¿Se
acuerda cuánto tiempo estuvo fuera?
—No exactamente. Llevé a Peel corriendo hasta el final de Church Lane y volví a
casa. Seguramente —añadió con frialdad—, quien me vio salir me habrá visto
también regresar.
—Parece ser que no.
—Cielos. ¿Se durmió mientras montaba guardia?
—¿No vio usted a nadie mientras estuvo fuera?
—Ni un alma.
—¿Corroboraría usted lo que acaba de decir la señorita Lacey, señor Trace?
—Bueno… Yo no vi salir a Katherine…
—No, después de cenar te quedaste dormido. En realidad, fue por eso que
aproveché para ir.
—Sí. A veces me pasa. —Trace le sonrió a Barnaby—. Pero estaba aquí cuando
me desperté.
Mientras hablaba, dos furgones negros y dorados de «Lazenby et cie» avanzaron
haciendo crujir los guijarros del sendero y traspusieron el portón principal.
—Son los del banquete —gritó Katherine—. Será mejor que vaya a atenderlos…
—Señorita Lacey, es que tendría que hacerle otras preguntas…
—Ah. —La muchacha miró a su novio con aire dubitativo.
—No te preocupes… Ya iré yo. —Henry Trace hizo avanzar su silla en dirección
a la rampa de madera que había junto a la escalinata de la terraza. Katherine lo siguió
despacio, Barnaby iba a su lado, y Troy cerraba el grupo con la boca llena de saliva.
—¿Por casualidad se acuerda usted del día en que murió la señora Trace? —
inquirió Barnaby.
—¿Bella? Claro que sí. —Lo miró con curiosidad—. No son de esas cosas que se
olvidan en seguida. Fue terrible.
—Tengo entendido que usted no iba con el grupo.
—No. Me quedé aquí para preparar el té. Normalmente Phyllis se encargaba de
hacerlo, pero ese día salió a cazar con los demás.
—Fue algo inusual, ¿no?
—Mucho.
—O sea que la primera noticia que tuvo de la tragedia…
—Fue cuando Michael vino corriendo, cogió el teléfono y pidió a gritos que
mandaran una ambulancia.
—Ya. Diría usted que… —vaciló, tratando de escoger cuidadosamente las
palabras— el señor y la señora Trace eran felices.
Página 108
—Pues… sí… Al menos a mí me lo parecían. Aunque es verdad que los de fuera
nunca lo saben a ciencia cierta, ¿verdad? Los dos fueron muy buenos con Michael y
conmigo. Henry quedó destrozado por la muerte de su mujer.
Barnaby se volvió a mirar la fila de álamos y los bosques que había al fondo del
jardín.
—¿Fue por ahí donde se produjo el accidente?
Katherine siguió su mirada y repuso:
—No… Fue en el bosque de hayas que se extiende detrás de Holly Cottage.
—Ya. Bueno, gracias otra vez.
Habían llegado ya a los escalones y subieron juntos. Cuando cruzaron el patio,
Benjy lanzó un quejido desde el umbral y tambaleándose, se puso en pie. Katherine se
volvió para no verlo.
—¡No sé por qué no quiere comer! —exclamó apasionadamente dirigiéndose a
los dos hombres—. Le he comprado de todo, una carne exquisita, galletas. Le hemos
traído la cesta, la manta y el plato… Todo lo que tenía en la otra casa…
—Suelen echar de menos a sus amos —dijo Barnaby.
—Ya lo sé, pero lo lógico es que por más tristes que se sientan se aferren a la
vida.
—El pobrecito ya está viejo, señorita —dijo Troy, compasivo—. Yo creo que está
cansado. Está cansado de vivir.
—¿Ha terminado con Katherine, inspector? Porque necesito que venga.
—Bueno, pues eso es todo —suspiró Barnaby momentos después cuando se
alejaban—. Supongo que era mucho esperar que Katherine Lacey y la chica de los
Lessiter estuvieran paseándose por Church Lane a la misma hora el viernes por la
noche.
—Pero… usted se cree lo que le ha dicho, ¿no, señor? —inquirió Troy,
obnubilado aún por el brillo multicolor de la sonrisa Lacey—. Me refiero a la carta.
—Pues sí. Haré que lo comprueben, claro está, pero no me cabe duda de que la
despachó tal y como ella ha dicho. Si es inocente, no tendría sentido que se inventara
esa historia. Y si es culpable, ya se habrá asegurado bien de que todo lo que
pudiésemos comprobar fuera cierto.
—Culpable. —Troy cometió la torpeza de apartar la vista del camino para lanzar
una mirada incrédula a su jefe y dejó atrás la entrada de la casa de los Lessiter.
—Troy, debe dejar usted de juzgar a las personas por su aspecto. Es un serio
inconveniente en su carrera. Esa chica tiene mucho más que perder que cualquiera de
ellos.
—Pero el perro, señor. El perro no ladró.
—Ya. El perro es un problema, lo reconozco.
O tal vez el perro no fuera un problema, pensó Barnaby mientras Troy hacía
marcha atrás y se dirigía luego a la puerta principal de los Lessiter. Tal vez el perro
fuera señal de que podía tachar de una vez por todas a Katherine Lacey de la lista.
Página 109
Una menos. Faltaban seis. O siete, si se mantenía con la mente abierta a todas las
posibilidades e incluía al aparentemente imposible Henry Trace. ¿Y si se había
enamorado perdidamente de Katherine cuando su esposa vivía aún y hubiera
contratado a alguien para que se ocultara en el bosque y matara a Bella? Barnaby se
esforzó por volver al presente y se recordó una vez más que no tenía motivos para
suponer que la muerte de la señora Trace no había sido accidental. Y que en realidad
estaba dedicado a la investigación de algo completamente distinto.
Página 110
Mírala, pensó el sargento Troy, convencido siempre de que en el trabajo, todos
menos él cometían faltas impunemente.
—¿Y su padre podrá corroborarnos a la hora que llegó usted?
—¿Mi padre? —Primero se mostró asombrada, luego, circunspecta—. Tengo
entendido que estuvo en casa toda la tarde.
Se produjo un silencio mientras la muchacha miraba primero a Barnaby y después
al sargento Troy.
—¿Se trata de un truco?
—¿Cómo?
—Quiero decir…, ¿trata de hacerme caer?
—No la comprendo, señorita Lessiter. Su padre declaró que estuvo en casa toda la
tarde. Simplemente le pregunto si él puede confirmarme a qué hora llegó usted.
—Bueno… Al llegar me fui directamente a mi cuarto… de modo que no lo vi.
—Ya. ¿Y por la noche?
—Pues no tengo nada que cambiar de mi declaración. Fui a dar un paseo, como
ya le dije.
—Por el camino, y un kilómetro más allá de los campos y luego regresó,
¿verdad?
—Así es.
—¿Y no se detuvo en ninguna parte ni fue a ver a nadie? —Antes de que pudiera
contestarle, añadió rápidamente—: Por favor, piense bien antes de contestar.
Se lo quedó mirando. Él se mostró serio, alentador, incluso bien informado. Notó
que la muchacha se preguntaba a qué obedecía aquel nuevo interrogatorio.
—Bueno… No sé si me acuerdo exactamente… —Tragó saliva y se mordió el
labio inferior.
—Ya sé lo difícil que ha de ser cambiar una declaración, pero si es preciso que lo
haga, éste es el momento. Debo recordarle que ocultar información que pueda
resultar de utilidad en una investigación policial es un asunto muy serio.
—¡Pero no estoy ocultando nada! Nada que pudiera servir, quiero decir…
—Creo que debería dejar que yo juzgara ese punto.
—Sí. —Inspiró profundamente. Dejó de apoyarse contra el fregadero, se irguió;
tenía un aspecto tenso y asustado, como el de alguien que se prepara para zambullirse
desde muy alto—. Pues tengo… Es decir, soy amiga de Michael Lacey. De Holly
Cottage. Hacía días que no tenía noticias de él y… bueno, dijo que quería pintarme
un cuadro, así que pensé… pues en pasar por su casa… ya sabe, para ver cuándo
quería empezar.
Barnaby la escuchaba con aire comprensivo. Al tratar de utilizar un tono casual,
la muchacha no había hecho otra cosa que destacar más su desesperación.
—Así que fui andando hasta la casa pero cuando llegué… vi por la ventana que
estaba trabajando…
—¿Qué ventana era?
Página 111
—La del frente, la que está junto al porche.
—Pero ése no es el cuarto que suele utilizar, ¿verdad?
—A veces sí… por las noches. Para aprovechar las últimas horas de luz.
—Comprendo. Continúe.
—Se enfada mucho si lo interrumpen cuando está pintando. Dice que es muy
difícil recuperar el hilo. De modo que pensé que lo mejor era… bueno… Me fui sin
hacer ruido.
—¿Cree usted que no se dio cuenta de su presencia?
—Estoy segura de que no. Tuve mucho cuidado de no hacer ruido. —Hizo una
pausa y luego, mirando a Barnaby por primera vez, le soltó de sopetón—: No debe
creer lo que la gente dice de Michael. Aquí todos lo odian porque a él no le interesan
las mismas cosas que a los demás… No se preocupa por tonterías. ¡Es un espíritu
libre! Con tal de poder pintar y pasear por el bosque y mirar el cielo… Además ha
sido tan infeliz. Katherine es tan burguesa… A ella sólo le importan las cosas
materiales… Cuando se haya casado, él se quedará solo…
La última frase fue un canto a la esperanza. Por un momento los ojos le brillaron
tanto que su cara apagada se transformó. Barnaby comprendió por primera vez por
qué Michael Lacey debió de haberle pedido que posara para él. Echó un vistazo al
reloj que había encima de la puerta de la cocina. Judy, lamentando ya su apasionada
declamación, les volvió la espalda y abrió los dos grifos. Se quedó allí, mirando cómo
rebotaba el agua sobre el metal reluciente, y escuchando los dos pares de pies alejarse
hacia la puerta y cruzar el vestíbulo. Cerró un poco los grifos hasta que el agua se
redujo a un delgado chorro incoloro. La puerta principal se cerró. Y ella cerró los
grifos.
Le temblaron las manos y se aferró al borde del fregadero para serenarlas. Hablar
de Michael siempre le producía el mismo efecto. El describir su visita fallida, su falta
de coraje y su humillante retirada de puntillas, le había dado náuseas. Pero había
servido para corregir su declaración, eso era lo principal. Se alegraba. Sobre todo
después de su estúpido intento por pasarse de lista en relación con sus actividades de
la tarde. Advirtió entonces que su reciente confesión le había aportado un beneficio
secundario. Si la muerte de la señorita Simpson había sido provocada (¿y a qué
venían si no tantos interrogatorios?), le había proporcionado una coartada a Michael.
Fuera como fuese quizá a él le trajera sin cuidado, pero era un hecho innegable.
Atesoró en su corazón aquella ayuda. Tal vez no se enterara nunca, pero era algo que
podría reservarse para ofrecérselo si se presentaba el momento oportuno.
Oyó el clic del teléfono. Debía de ser Barbara. Judy se había pasado los últimos
minutos allí de pie, tan quieta y silenciosa que su madrastra debió de suponer que
estaba en su dormitorio. O en el jardín. Porque aquel clic tenía algo demasiado suave,
casi furtivo. Judy avanzó por las baldosas de vinilo paso a paso; el ruido de sus
pisadas fue amortiguado por las zapatillas. Barnaby había dejado la puerta entornada
y Judy espió a través de la abertura.
Página 112
Barbara se encontraba de espaldas a la cocina y cubría el micrófono con la mano.
No obstante, sus roncos susurros hacían que cada palabra resultara perfectamente
audible.
—Cariño, lo siento pero he tenido que llamarte. ¿No recibiste mi nota?… ¿Cómo
que tú no puedes hacer nada? Tienes que ayudarme. Tienes que hacerlo… Algo de
dinero tendrás… Sí, ya lo he hecho. He vendido todo lo que me pareció que él no
echaría en falta, hasta el abrigo… No, lo tenía guardado en la cámara hasta el
invierno… ¿Cómo diablos quieres que sepa lo que voy a decirle?… Tres mil y le ha
costado diez mil, o sea que todavía me faltan mil. Por el amor de Dios… Estoy
metida en este lío por tu culpa… Cabrón, no fui yo quien dijo que estaba contando las
horas… Perdona, no he querido ofenderte. ¿Cariño? Te he pedido perdón… ¡No
cuelgues! Por favor… tienes que ayudarme. Aquí se me acabará todo si él se entera.
No sabes cómo era mi vida antes. No pienso volver a todo aquello. Te… ¿Oiga,
oiga…?
Agitó febrilmente el soporte del auricular. Se quedó quieta un momento, con los
hombros caídos por la desesperación, luego colgó de golpe y corrió escaleras arriba.
En su puesto de observación secreto, Judy retrocedió un paso y sonrió.
La consulta estaba vacía. Al entrar, una mujer, con el semblante del color de la
arcilla, salió del despacho del médico y miró a su alrededor con azorada incredulidad.
La recepcionista salió velozmente de su cubículo pero la mujer la empujó, pasó junto
a los dos hombres y salió casi corriendo de la consulta. Sonó el intercomunicador del
doctor Lessiter y un momento después, hicieron entrar a los dos policías. El médico
estaba guardando un archivo en un enorme mueble de madera.
—Es la peor parte de mi trabajo —dijo con tono cortante e indiferente—, no
existe una buena fórmula para dar malas noticias.
—La verdad es que no, doctor Lessiter. —Barnaby no podría haber pedido una
introducción más apta—. Yo mismo soy partidario de ir al grano. ¿Podría decirme
qué estuvo haciendo la tarde del viernes diecisiete de este mes?
—Ya se lo he dicho. —Se sentó tras su escritorio y se hizo sonar los huesos de los
dedos—. Son ustedes un puñado de ineficientes. No me diga que ya se le había
olvidado.
—Declaró usted que estuvo viendo el partido de criquet en la televisión.
—Así es.
—¿Toda la tarde?
—Efectivamente.
Lessiter tiró del último dedo. El crujido sonó muy fuerte en la calma de la
habitación. De repente, el silencio se tomó muy denso; su naturaleza cambió. El
doctor se miraba los dedos con cierto aire de sorpresa como si no se los hubiera visto
Página 113
en la vida. Estudió el rostro serio de Barnaby, observó luego a Troy y otra vez a
Barnaby e insistió:
—Sí, así es. Toda la tarde. —Pero la seguridad había desaparecido. Ya no
afirmaba un hecho. Tenía todo el aspecto del hombre que sabe que lo han descubierto
pero que todavía no sabe cómo.
—A las once de la mañana suspendieron el partido por falta de luz. Lo
suspendieron por todo ese día.
—Ah… bueno… Entonces puede que fuera el jueves cuando vi televisión. Sí, eso
es, fue el jueves. Ahora me acuerdo…
—Los jueves tiene usted sus visitas a domicilio. Al menos eso es lo que afirmó en
su anterior declaración.
—Ah, sí… claro. Qué tonto soy… —El sudor le perlaba la frente y comenzó a
caerle, como diminutas cuentas de vidrio, por la nariz. Sus ojos se pasearon nerviosos
por la habitación y buscaron inspiración en el gabinete con el instrumental, la camilla
cromada cubierta de goma, el enorme mueble de madera—. La verdad es que no
entiendo a qué viene todo esto. Ya sabemos que la anciana falleció por la noche.
—Puedo asegurarle que nuestras investigaciones son muy pertinentes. No
perdemos innecesariamente nuestro tiempo ni se lo hacemos perder a los ciudadanos.
Trevor Lessiter seguía sin contestar. Barnaby no tenía muchas ganas de darle
demasiado margen. El golpe de la coartada desmontada había derribado al doctor,
pero el inspector jefe notó cómo trataba de buscar una salida adecuada. Había llegado
la hora de los sustos.
—No negará usted que posee el conocimiento y los medios necesarios para
preparar una infusión de cicuta, ¿verdad?
—¿Cómo? Pero eso es ridículo… No hacen falta medios especiales. Cualquiera
podría…
—No cualquiera puede firmar un certificado de defunción.
—En mi vida había oído semejante… Estuve aquí toda la noche.
—Sólo tenemos su palabra, señor.
—Mi esposa y mi hija…
—Recuerde usted que salieron.
—Le juro que…
—También nos juró sobre sus actividades de la tarde, doctor Lessiter. Y nos
mintió. ¿Por qué no iba a mentirnos ahora?
—¡Cómo se atreve! —Tragó saliva y su nuez de Adán subió y bajó con furia
como buscando huir de su garganta—. En mi vida había oído…
—¿Puede explicarnos por qué, si fue usted la última persona en utilizar el
teléfono de la señorita Simpson, no encontramos sus huellas en él?
—Por supuesto que no.
—¿Qué motivos tenía para borrar sus huellas del auricular?
Página 114
—¿Yo? Ni siquiera lo toqué… Yo no fui. —Volvió a tragar saliva nerviosamente
—. Vea… Está bien… No estuve aquí por la tarde. Mire, Barnaby… ¿Lo que voy a
decirle ahora quedará estrictamente entre nosotros?
—Me temo que no podré garantizárselo. Aunque si no está relacionado con el
caso no hay motivos para que se sepa.
—Pero quedará asentado en los informes, ¿verdad?
—Vamos a tomarle otra declaración, por supuesto. —Y aprovechando el pie, Troy
sacó su libreta.
—Si esto llegara a saberse tendría que dejar la consulta. Mudarme de aquí. —
Trevor Lessiter se dejó caer en su elegante sillón de cuero. Sus mejillas de ardilla
listada, ahora bastante desinfladas, eran como grises bolsas colgantes. Con el pánico,
el gris viró a rojo—. ¿No se lo contará usted a mi esposa, verdad?
—No le «contamos» nada a nadie, señor. Ésa no es nuestra manera de trabajar.
Comprobamos las coartadas tanto para eliminar inocentes como para descubrir a los
culpables.
—Ah —gritó—, pero no he hecho nada malo.
La gama de personas que creían que mentirle a la policía no era nada malo,
reflexionó Barnaby, no cesaba de crecer. Esperó.
—Ya ha conocido a… a mi mujer, inspector jefe. Sé que soy envidiado por
muchas personas… es decir, por muchos hombres… —Llegado a este punto, en lugar
de su profunda ansiedad, un brillo satisfecho le surcó el rostro. Barnaby recordó por
un instante a Henry Trace—. Pero Barbara es… cielos, no sé cómo expresarlo sin
parecer desleal. Es una estupenda compañera… Estar a su lado es muy divertido pero
no es… —Su cara pareció empequeñecer, encogida por la incomodidad. Lanzó una
risita forzada—. Será mejor que sea brutal. No está demasiado interesada en el
aspecto físico del matrimonio.
Vaya con el bonito envoltorio, pensó Barnaby, al recordar los ojos maquillados, el
perfume intenso y los picos gemelos que podían haber hecho titubear de incredulidad
hasta al corpulento Cortez.
—De modo que —prosiguió el doctor—, como es obvio que deseo su felicidad,
procuro no presionarla con mis atenciones. —Apartó la mirada, pero antes de hacerlo
Barnaby alcanzó a ver en sus ojos la chispa del resentimiento y la amargura. Era la
mirada del hombre que ha cumplido con su parte del trato y ha sido traicionado—.
Sin embargo… —se encogió de hombros alegremente—, tengo ciertas necesidades…
—Llegado a este punto, su párpado izquierdo tembló al límite de un guiño colusorio
—… como todos, y esto… de vez en cuando, muy de vez en cuando, visito un
establecimiento en el que… esto… puedo satisfacerlas.
—¿Se refiere a un burdel?
—¡Oooh! —Abandonada ya la vía brutal, se mostró casi asqueado por la falta de
delicadeza de Barnaby—. Yo no lo llamaría así. En absoluto. Es muy… refinado, de
veras. Tiene una tienda en la que venden todo tipo de cosas estupendas. Y dan un
Página 115
pequeño espectáculo. Y después si uno lo desea, uno puede reunirse con una de las
jóvenes damas. Y casi siempre uno lo desea. Los espectáculos son bastante
estimulantes. De buen gusto pero estimulantes.
—¿Y la tarde del diecisiete la pasó usted allí? —El doctor asintió—. ¿Dónde está
este establecimiento y cómo se llama?
Lessiter revolvió el contenido de su billetera y sacó una tarjeta.
—Tal vez conozca usted… esto… el club…
Barnaby le echó un vistazo a la tarjeta.
—Sí, me parece que sí. —Después, le pidió una foto.
—¡Una foto! —El doctor lanzó un chillido horrorizado.
—Es pura y simplemente para poder identificarlo. Se la devolveremos, se lo
aseguro. ¿O prefiere acompañarme?
—Santo Dios, no. —Hizo una pausa—. Acabo de hacerme unas para el pasaporte.
Las tengo en el estudio. —Abandonó el despacho y volvió al cabo de unos minutos
con cuatro nítidos cuadraditos en blanco y negro. Le entregó dos a los policías—.
Creo que ésta… Mire… en la que salgo sonriente… es la más…
—Sólo necesito una, gracias.
Mientras Barnaby se volvía, el doctor añadió:
—Debe preguntar por Krystal. Ella es mi amiga especial.
Página 116
IX
Página 117
—Prácticamente vive aquí, chico.
—Necesito saberlo con seguridad.
—Entonces será mejor que hables con Krystal.
—Pídale que venga, por favor.
—Ésa irá adonde sea… a cambio de algo. —Le dio un codazo—. Pareces un tío
bien plantado. ¿Por qué no te dejas caer por aquí cuando no estés de servicio? Para
relajarte un poco. Date ese lujo. —Le otorgó un minuto a la mirada indiferente de
Barnaby para que cambiara de idea y luego añadió—: Bueno… Muérete de asco
entonces. Krystal está haciendo la clase artística. Todavía le faltan diez minutos. La
segunda puerta a la derecha.
Barnaby apartó una cortina de terciopelo y se encontró en un gélido pasillo de
piedra. El pasillo estaba flanqueado de puertas. Abrió la segunda a la derecha y se
encontró frente a otra cortina con olor a humedad. La apartó y avanzó con innecesaria
cautela. Nadie volvió la cabeza. Todos miraban hacia el escenario.
Sobre un tablado brillantemente iluminado, una chica bien desarrollada miraba
con cara de espanto al estilo de la «commedia dell’arte»: con los ojos como platos,
las manos tendidas hacia adelante para atajar el peligro, volviéndose a medias como
para huir. Vestía una faldita plisada de colegiala, una blusa blanca y una chaqueta
azul. Un sombrero de fieltro con una banda rayada se columpiaba inseguro sobre su
cabeza. El pelo rubio le llegaba hasta la cintura. Un hombre joven, con pantalones
ceñidos, una chaqueta de terciopelo y un gorro a juego pintaba en el aire delante de
un caballete. Una ronca voz masculina, apuntalada por una música marcial de
bombos y platillos, salió a todo volumen de dos altavoces colgados de la pared.
—Y así, la hermosa Brigitte, en su desesperación por conseguirle medicamentos a
su padre moribundo, se dejó engañar por el famoso artista Fouquet; abandonó el
convento y fue a posar a su estudio. Cuando tuvo a la muchacha a su merced en su
guarida, y a pesar de las fervientes promesas de no propasarse, el lujurioso Fouquet le
reveló que sólo le pagaría si posaba para él desnuda.
En este punto, mediante una pantomima más bien gráfica, el joven explicó lo que
deseaba que hiciera la dulce Brigitte. Ésta lloró, chilló y se restregó las manos
desesperada, y después, temblorosa y patética, comenzó a desvestirse. Primero se
quitó la chaqueta, luego la blusita blanca de colegiala en la que a duras penas cabía, y
por último la faldita plisada. Exhibió una timidez bastante real: cruzó los delgados
brazos sobre un pecho extraordinariamente abundante. La voz continuó graznando.
—«Si quieres salvarle la vida a tu amado padre, ya sabes lo que tienes que hacer»,
gritó el malvado Fouquet.
Llorosa, la muchacha se quitó los zapatos de cordones, los calcetines largos hasta
la rodilla y el sujetador. El malvado Fouquet, para no ser menos, se arrancó la bata de
terciopelo, dejando al descubierto el pecho moreno y lampiño. Lo único que llevaba
puesto Brigitte era una especie de bragas que cualquier madre superiora pundonorosa
hubiera lanzado a las llamas con unas pinzas.
Página 118
—Pero cuando el lascivo artista intentó colocar a la hermosa virgen, lo invadió
una oleada de deseo.
Sorpresa, sorpresa, pensó Barnaby, al tiempo que bostezaba. Volvió a trasponer la
cortina y esperó en el gélido pasillo. Las deprimentes posturas de la clase de arte le
ofrecieron una súbita y clara perspectiva de su vida hogareña y de los abrazos dulces
y limpios que compartía con Joyce. De acuerdo, la sorpresa de Bakewell de su mujer
era dura como la tapadera de un túnel de inspección. De acuerdo, su hija parecía
salida del naufragio del Hesperus y tenía unas respuestas y observaciones de estilo
swiftiano. Pero al compararla con la amiga especial del doctor Lessiter, se consideró
afortunado.
Aliviados por fin por un falso grito orgásmico, los excursionistas salieron
arrastrando los pies. Jóvenes, de mediana edad, entrados en años. Al parecer, ninguno
había venido con pareja. Salieron en solitario, parpadeando al ver la luz fuerte como
topos melancólicos. Barnaby esperó unos minutos y volvió a entrar en la sala.
«Brigitte» se había encaramado al taburete del artista y fumaba envuelta en una
bata. Sus carnes brillaban tenuemente a través de la tela translúcida. La carne perlada,
los rizos largos, blancos como la plata y su cutis lechoso le daban un aire saludable
completamente reñido con el ambiente. Tenía todo el aspecto de verse más cómoda
en una granja ordeñando vacas. Habló.
—Darnos un maldito respiro, cariño. El próximo espectáculo es dentro de media
hora. Paga afuera. —Barnaby sacó la billetera—. Me cago en la leche. —Apagó el
cigarrillo pero el inspector jefe ya había reconocido el olor—. No tomo cosas duras,
¿sabe? Créame, hasta usted se aficionaría a algún estimulante si tuviera este
condenado trabajo.
—Quisiera hacerle un par de preguntas…
—No pienso hablar con usted sin testigos.
Desapareció por una puerta que había detrás del escenario. Daba directamente a
un diminuto camarín. Barnaby logró pasar a duras penas. El cuarto olía a perfume
barato, a laca para el pelo, a sudor y a tabaco. Allí había dos muchachas, cuyos
traseros estaban calzados en unas sillas de plástico. Llevaban unas brillantes plumas
gastadas y estrellas sobre los pezones. De entrada sospecharon de él, y le lanzaron
unas miradas duras y apesadumbradas.
—¿Qué has hecho, Kris?
—Nada. Y éste no puede decirme lo contrario.
Barnaby le enseñó la foto de Trevor Lessiter y le preguntó:
—¿Conoce a este hombre?
—Sí… Es el infeliz de Amorfugaz. O Amoreterno como se hace llamar él. No sé
cuál es su nombre verdadero.
—¿Estuvo aquí el viernes por la tarde?
—Está aquí todos los viernes por la tarde. Y los lunes y los miércoles. No da
problemas, pero ata. Alguna vez pide algo extra, pero casi siempre lo normal. Su
Página 119
mujer no le da nunca de comer, ¿sabe?
—Es verdad. —La intervención de las plumas rojas tuvo la fuerza de un puñetazo
—. Y eso que para navidad le regaló un abrigo de visón y todo.
—Hice el cálculo —dijo Krystal—, y se lo dije. Yo tendría que hacerlo quinientas
veces para comprarme un abrigo de visón. Me refiero a uno decente… no a uno de
esos escapados del zoológico.
—Quedarías tan cansada que no podrías disfrutarlo, Kris.
—¿Tú crees? —Lanzó una carcajada carente de toda alegría.
—Además, si se te llega a mojar bajo la lluvia huelen que apestan —dijo la de las
estrellas rojas en los pezones—. A nosotras nos sientan mejor los abrigos de conejo.
Más risotadas sin alegría. Barnaby las interrumpió con firmeza.
—¿Podría decirme a qué hora se marchó el señor Amoreterno el viernes pasado?
—A las cinco y media. Me acuerdo porque es justo cuando tengo mi hora libre.
Me invitó a tomar el té con él. Siempre me invita a salir. Una tiene que fingir. Ya
sabe, que te caen bien y eso. Después, algunos, los más simplones, van y se lo creen.
Tratan de convencerte para que los veas fuera de aquí. Son patéticos, de verdad.
Subió ambas manos y levantó la pesada masa de rizos plateados. Debajo asomó el
pelo sucio y rojizo, cortado muy corto, a tijeretazos salvajes. Le lanzó una sonrisa
forzada al inspector jefe cuando éste dio un respingo de sorpresa.
—Se creyó que era natural… ¿no es así, chato?
—Adoro a los inocentones, ¿y tú? —comentó la chica de la voz gruesa—. Son
para mearse.
—Yo también fui inocente —dijo Krystal—. Hasta que descubrí este lugar me
creía que cipote era el nombre de un pájaro prehistórico.
Graznidos de risa; las plumas rotosas se sacudieron. Lo miraron con ojos duros y
brillantes. Eran unos ojos a la vez rapaces e inofensivos, como aves de rapiña sin
pico. Buscó cualquier pretexto y se marchó.
Página 120
X
L a pequeña iglesia de pueblo estaba atestada. Barnaby entró sin ser visto y se
colocó detrás de una de las columnas del fondo. Hacía un día estupendo; el sol
entraba a raudales por las ventanas del triforio. Tras la reja del antealtar todo era
blanco: el vicario de cabello cano y blanca sotana; dos bonitos arreglos de flores
blancas flanqueaban el altar; un simple ramo de lirios adornaba el pequeño ataúd.
La mayoría de los miembros de la comitiva fúnebre vestía ropa corriente, pero
había una cierta profusión de negros. Varios hombres llevaban brazaletes, algunas de
las mujeres, pañuelos oscuros. Barnaby se sorprendió de comprobar que casi la cuarta
parte de los allí reunidos eran lo que él consideraba jóvenes, o sea, menores de
treinta.
La señorita Bellringer, vestida con ropas negras deslustradas, salpicadas de
azabache, estaba sentada en el primer banco de la derecha, con su inexpresivo perfil
de águila medio oculto por el sombrero de caballero con plumas, y los ojos secos. En
el banco opuesto (¿reservado quizá para el hacendado y sus parientes?) estaba
sentado Henry Trace, de traje oscuro, acompañado de Katherine. Ella llevaba un
vestido de seda, color café y un pañuelo negro de chifón con moneditas doradas
cosidas en el borde. Los Lessiter ocupaban el mismo banco, pero estaban bien
separados, y miraban fijamente al frente. Difícilmente podría haber uno adivinado
que formaban una familia.
Daniel, en su papel de acomodador se había jugado el todo por el todo al atarse al
brazo un enorme lazo negro, cuyos extremos se le posaban tímidamente sobre la
cadera. Su madre yacía tranquila en el segundo banco; era una montaña de tafetán
color bala y velo gris. La señora Quine también había hecho acto de presencia y con
grandes aspavientos se secaba una lágrima inexistente. A su lado, Lisa Dawn
lloriqueaba. Phyllis Cadell iba de azul marino, David Whiteley con tejanos y una
camisa oscura de rayas. En la fila de atrás, el viejo Jake lloraba abiertamente, y se
secaba las lágrimas con un pañuelo de lunares rojos. Cuando todos se arrodillaron y
Henry Trace inclinó la cabeza, Barnaby vio a Michael Lacey, quien permaneció
erguido en su asiento mientras observaba a la respetuosa congregación con una
mezcla de impaciencia y desdén. No había realizado ninguna concesión al decoro y
vestía un mono manchado de pintura y una gorra tejana.
«Porque el hombre que nace de mujer tiene una vida corta…».
En comparación con gran parte de la población mundial, Emily Simpson había
tenido una vida bastante larga, pero aun así, no se le había permitido completar su
tiempo asignado. Nadie, pensó Barnaby, debería ser enviado a ese largo viaje, ni un
día, ni una hora, ni siquiera un segundo antes de su tiempo natural. El calor le obligó
Página 121
a desabrocharse el cuello, cerró los ojos y posó un momento la frente contra la piedra
fresca.
Tras sus párpados cerrados se movía una serie de figuras: los Lacey y los Lessiter,
Phyllis Cadell, David Whiteley, los Rainbird, Henry Trace. Se acercaban los unos a
los otros, se encontraban, se mezclaban, se separaban en una pavana desapasionada.
¿Con quién encajaba cada uno de ellos? Si lo supiera, lo sabría todo.
Barnaby había empezado a soñar con la pareja del bosque: dos siluetas retozantes,
lazos y nudos de blancos miembros por momentos fijos como esculturas, por
momentos fundiéndose tiernamente. La noche anterior habían girado muy despacio,
como un móvil de lujuria pendiente de un hilo invisible, y él había esperado en el
sueño, conteniendo la respiración, para poder verles las caras por primera vez. Pero
cuando las siluetas terminaron sus lentas evoluciones, lo único que vio fueron dos
óvalos blancos, sin cabellos y sin rostro.
Un haz de sol lleno de polvo se paseó sobre el ramillete de lirios. Todos se
pusieron en pie para cantar «El día que nos has dado, Señor, ha concluido». A
espaldas de Barnaby, una oscura rama de tejo, impulsada por una repentina ráfaga de
viento, golpeó el cristal.
Página 122
Tercera Parte
REPETICIÓN
Página 123
I
Página 124
continuó con la descripción de la huella que podía haber sido dejada por alguien de la
altura y el peso de Emily Simpson al caerse a unos metros del lugar. El forense
solicitó hacer una pausa para comprobar la declaración del doctor Lessiter. Le
preguntó entonces al doctor si los morados que tenía la señorita Simpson en la canilla
podían haber sido causados por una caída anterior. El doctor lanzó un potente suspiro
y, con voz que indicaba que ya le habían hecho perder bastante de su valioso tiempo,
dijo que suponía que sí.
El oficial continuó. Dio detalles de las huellas. El pasaje del volumen de
Shakespeare había sido marcado con un lápiz 6B que no lograron encontrar. La tarde
transcurría lenta. Llamaron a declarar al cartero, y también a la señorita Lucy
Bellringer. Ésta aseguró al tribunal que la mañana en que encontró muerta a su amiga,
la ventana de la despensa estaba intacta y que en la casa no había visto cicuta. Y en
relación con el lápiz 6B, manifestó que la señorita Simpson habría sido incapaz de
mutilar a su amado Shakespeare. «Nunca ponía una sola marca en sus libros. Los
consideraba demasiado preciosos para hacer una cosa así».
El inspector jefe Barnaby describió la primera visita de la señorita Bellringer y su
encuentro con Terry Bazely, esto produjo un murmullo de interés aún más intenso.
Echó una mirada a la sala cuando mencionó el nombre de Annabella, pero sólo vio
unas cuantas miradas sorprendidas. Ni un solo temblor momentáneo de
reconocimiento. Al sentarse, observó al jurado. Su seriedad ya no era fingida.
Estaban totalmente enfrascados y miraban fijamente al forense. Una mujer se había
puesto muy pálida. Un ujier se le acercó, le murmuró algo al oído, pero ella sacudió
la cabeza y se sentó más en el borde de su asiento.
El forense comenzó con su resumen final y acabó con las instrucciones al jurado
que resultaron inconfundibles. Consultaron entre ellos sólo durante un momento antes
de dar su veredicto: Emily Simpson había sido asesinada por uno o varios
desconocidos.
De inmediato, el reportero del Echo, influido quizá por demasiados films noirs, se
puso su flamante impermeable blanco, se colocó unas antiparras invisibles y salió de
la sala como una exhalación. Los demás se marcharon con más lentitud; hablaban,
preguntaban, se miraban entre sí con una mezcla de entusiasmo y consternación,
como hace un puñado de críticos la noche de un prestigioso estreno cuando sus
peores presentimientos se ven confirmados.
Barnaby observó a Barbara Lessiter abandonar la sala del brazo de su marido.
Había estado sentada, aparentemente tranquila, durante todo el procedimiento, pero
había notado cómo movía las manos. El inspector jefe se dirigió al final de la fila en
la que estaba el asiento de la señora Lessiter y miró en el suelo. Justo delante del
asiento que ella había ocupado había una pequeña pirámide de pañuelos de papel
rotos. Recordó la carta que con tanta velocidad había ocultado la otra mañana y
lamentó que la señora llevara velo. Le hubiera gustado ver la expresión de su cara
cuando anunciaron el veredicto.
Página 125
Casi todos se habían marchado ya. Pero en un banco, a cierta distancia, una figura
solitaria seguía sentada con la cabeza gacha. Fue hasta ella y se sentó a su lado.
—¿Señorita Bellringer…? —La anciana lo miró. Tenía la piel cenicienta y los
bonitos ojos apagados—. ¿Se encuentra bien? —Al no recibir respuesta, añadió en
voz baja—: Sin duda sabía usted adonde apuntaban nuestras investigaciones, ¿no es
así?
—Por supuesto… Es decir… supongo que sí. —Había perdido su efusividad.
Parecía muy vieja—. Pero ocurre que todavía no lo había formulado en palabras. ¿Por
qué parece mucho peor ahora que lo han puesto en palabras? —Lo miró inquisitiva
como si él supiera la respuesta. Se produjo una larga pausa.
—Lo lamento —dijo Barnaby.
—Cuánta maldad. —Un relámpago de cólera le surcó el rostro dejándole una
chispa en los ojos—. Después de pasarse toda la vida preocupándose por los demás.
Era una maestra estupenda, ¿sabe? Mucho mejor que yo. Y está claro que los
conocía, quienesquiera que hayan sido. Eso es lo terrible. Debió de haberles recibido
en su casa. —Barnaby asintió en silencio—. Pues bien, tienen que atraparlos —
añadió. Su voz se iba fortaleciendo por momentos—. Bien… ¿Cuáles son sus
instrucciones, inspector jefe? ¿Qué tengo que hacer ahora?
—Me temo que nada. Nosotros…
—Ah, pero tengo que hacer algo. Puedo hablar con la gente, ¿no? Averiguar si el
día que ella murió alguien notó algo, lo que sea. ¿Y qué me dice de la misteriosa
Annabella? A lo mejor logro descubrir quién es.
—Lo lamento, señorita Bellringer…
—Pero tengo que ayudar. Inspector jefe, imagino que entiende por qué.
—Claro que entiendo su…
—Poirot —lo interrumpió con añoranza— tenía a su Hastings, ¿no?
—Y yo, señorita Bellringer, tengo a mi disposición todos los recursos de un
cuerpo de policía moderno. El mundo ha cambiado.
—No pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Y además, estoy segura de
que —le puso la mano enguantada sobre el brazo— no pueden ser todos tan
inteligentes como usted.
—Por favor, sea sensata —insistió Barnaby, resistiéndose lo mejor que pudo a tan
flagrante lisonja—. Estoy seguro de que su amiga no querría que usted arriesgara su
vida.
Apartó la mano e inquirió:
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—En una comunidad tan reducida como la de Badger’s Drift todo el mundo sabrá
qué se propone usted. Y alguien que ha matado una vez y que cree que puede
protegerse matando una segunda vez, no dudará en hacerlo. Y no olvide —se volvió y
juntos caminaron hacia la salida— que si la señorita Simpson conocía bien al asesino,
usted también.
Página 126
II
E ran las nueve de esa misma noche. Phyllis Cadell se encontraba junto a la
cómoda con espejo en la más grande de las dos salas de Tye House. Estaba
inmóvil y escuchaba. Había engullido el budín tan deprisa que creyó que los otros dos
se iban a dar cuenta, pero como era asquerosamente habitual, no tenían ojos más que
para ellos.
Miró fijamente la puerta entornada. Katherine estaba en la cocina, metiendo los
platos en el lavavajillas. Como era inevitable, Henry estaría por ahí cerca,
contemplando con fatua admiración tan difícil hazaña. Phyllis destapó rápidamente la
garrafa de cristal tallado. Cogió un vaso rechoncho y lo llenó de brandy hasta la
mitad. Sonó un claro tintineo al chocar la copa y la garrafa. Volvió a echar un vistazo
hacia la puerta, colocó el tapón y comenzó a beber.
Era maravilloso. Fuerte, de fuego. Aquel calor postergaba sus desdichas, como un
cómodo abrigo. Durante la cena habían tomado vino, ¿pero qué eran dos botellas de
vino entre tres personas? Y en cualquier caso, el vino ya no parecía hacerle ningún
efecto. Vació su copa, quitó el tapón a la garrafa y se sirvió otra, derramando un poco
con las prisas.
—Una pequeñita para mí también, Phyllis, ¿quieres?
—¡Ah! —Se dio la vuelta rápidamente. Henry hacía avanzar su silla de ruedas
por la alfombra—. Claro… Perdona… no te había oído. —Le dio la espalda,
ocultando la copa casi llena que tenía en la mano. La empujó hasta esconderla detrás
de una planta y le llevó el brandy a su cuñado—. ¿Otra para Katherine? —inquirió,
orgullosa de la serenidad de su voz.
—No lo creo. Ya sabes que apenas bebe.
Porque no le hace falta, pensó Phyllis con brutalidad. ¿Acaso te piensas que yo
bebería si llevara la misma vida que ella? ¿Si tuviera su belleza? ¿Su futuro?
Ocultando la copa en la mano, se dirigió a la ventana y se colocó detrás de una
jardinera. Bebió otro sorbo largo.
Comenzó a sentirse mejor. A medida que la desdicha aminoraba, su percepción de
lo que la rodeaba sufrió una extraña distorsión. La mullida alfombra de terciopelo
pareció adquirir vida y enroscársele alrededor del pie como un gato; las rayas de la
cortina adquirieron volumen y avanzaban a toda velocidad como rieles del ferrocarril.
Una rama de estefonotes de la jardinera despedía un aroma rico, sensual, que se le
metía cruelmente por la nariz. Le recordaba la próxima boda. Si nos pinchas, acaso
no sangramos, pensó caóticamente.
Quizá en la cabaña no estaría mal del todo. Al menos dejaría de ser un estorbo. Se
encontraba a diez minutos andando de la casa principal y seguramente no irían a verla
Página 127
cada dos por tres. Al principio la visitarían con más frecuencia, porque se sentirían
vagamente incómodos con su soledad, pero pronto se les pasaría.
La cocina estaba ahora en silencio. Katherine se reuniría con ellos de un momento
a otro. Phyllis inspiró profundamente para recuperar la compostura. Parpadeó con
fuerza, obligándose a ver la sala como era realmente y no como un escenario
anormalmente lleno de vida. Vio entonces a la futura esposa atravesar el patio con las
flores marchitas que había quitado de la mesa del comedor. Phyllis la miró a través
del cristal. Tal vez, pensó, no haya boda después de todo. Tal vez Katherine podría
sufrir un accidente… caerse en el lago, chocar con el Peugeot, ser atropellada por la
cosechadora. Las imágenes que pasaron por su mente la asustaron. No. Katherine era
joven y fuerte y viviría mucho, mucho tiempo. Quizá eternamente.
Y podrían tener niños. En lo más hondo, debajo del cómodo abrigo, comenzó a
hurgar un cuchillo. Entonces volvería a ser de utilidad. Pobre tía Phyllis. Qué cómica
la tía Phyllis. Una lágrima cayó, sonora, en su copa vacía. Cielos, qué bien le vendría
otra copa. Notó vagamente que Henry le estaba hablando.
—… y nos tienes muy preocupados a los dos.
—¿Preocupados por qué, Henry?
—¿No me estabas escuchando? —Ella lo miró con una intensa concentración de
beoda—. Por ti, claro.
—No me pasa nada.
Henry dejó la copa y avanzó hasta donde ella se encontraba.
—Mira, Phyllis… No tienes que mudarte a la cabaña. Fuiste tú quien lo sugirió.
Kate y yo nos sentiríamos muy contentos si te quedaras aquí. —Phyllis hizo un ruido
extraño que pudo haber sido un sollozo o una carcajada—. De cualquier modo, los
dos esperamos que sigas pasando mucho tiempo con nosotros. Katherine no está
acostumbrada a llevar una casa tan grande, ya lo sabes. Te estará agradecida por toda
la ayuda que puedas prestarle. Como lo he estado yo.
—¿Entonces es eso a lo que me veo reducida? ¿A una empleada doméstica sin
sueldo?
—Claro que no. Yo simplemente te…
—¿Es ése el precio que debo pagar por mi cabaña? ¿Fregar suelos?
—Vamos, no seas ridícula. —Phyllis observó en su rostro las arrugas de la
irritación. Henry odiaba las peleas. Bella había sido una maestra en diluirlas antes de
que llegaran a más. Ella le habría puesto fin allí mismo—. Tú no sabes lo que es. Lo
que he tenido que aguantar desde que vino. Los comentarios despectivos, las
pequeñas humillaciones. Nunca lo hace cuando tú estás presente.
—Te lo estás imaginando…
—¿Ah, sí? Ah, es muy lista. Tú estabas ciego, pero yo vi qué tramaba. Acababan
de enterrar a Bella y ella ya se había presentado… Echaba una mano por aquí…
echaba una mano por allá… sonreía tímidamente… se metía donde no la llamaban.
Página 128
—¡Para, Phyllis, para ya! Henry acabará odiándote—. No me sorprendería nada que
lo hiciese incluso cuando Bella estaba todavía viva.
—Ya basta. Sabes que no es cierto. No permitiré que hables así de Katherine.
—Se casa contigo sólo por tu dinero. ¿Crees acaso que se habría molestado en
echarte dos vistazos seguidos si fueras paralítico y pobre?
Y siguió adelante. Henry Trace la miraba, más asombrado y triste que enfadado.
Cuánto veneno. Casi esperaba ver la bilis, negra y espesa como la melaza,
burbujeándole entre los labios. Cuando hubo terminado, él le dijo:
—Jamás imaginé que sintieras todo esto. Creía que te alegrarías de verme feliz.
Creía que me tenías aprecio.
—Aprecio…
Entonces comenzó a gritar, cosas duras, horribles. Sus mejillas seguían secas y
rojas de ira. Cuando Katherine apareció en el umbral, Phyllis Cadell salió corriendo
de la sala, apartando de un empujón la delgada figura de la muchacha, incapaz de
mirarla a la cara, porque estaba segura de descubrir una sonrisa socarrona —o algo
peor— de pena.
Página 129
La aprensión le aguó un tanto la pasión de sus entrañas, dejándolo frío como el
hielo. La aferró de los brazos y la miró colérico bajo la luz de la figurita de marfil.
¿Cómo no adivinó el motivo de tanto abandono y aquel comportamiento distante?
—¡Has estado con otro!
—¡Oh, Pichoncito! —gritó ella y se cubrió la cara con las manos—. ¿Cómo eres
capaz de pensar una cosa así de tu pobre Barbie?
El alivio reparó parte del estropicio sexual. Allá en la selva, algo se agitó.
—Bueno… ¿De qué se trata, entonces? No puede ser tan terrible. Díselo en el
oído a Pichoncito.
El encaje volvió a expandirse con sentida anticipación.
—Bueno… El otro día cuando fui a sacar del almacén el abrigo de visón para
llevarlo a la boda de los Trace, lo dejé en el asiento trasero del coche… un momentito
nada más mientras hacía unas compras y… Oh, cariño… y me lo robaron…
Estalló en un mar de lágrimas y al ver que él no le decía nada, espió tímidamente
por entre los dedos. Esta acción que en otros tiempos le había resultado encantadora,
le pareció ahora únicamente adecuada para una niña de tres años. Una niña
asquerosamente graciosa, por cierto.
—¿Para qué rayos quieres ponerte un abrigo de visón en pleno julio?
—Quería que estuvieras orgulloso de mí.
—¿Has hecho la denuncia?
—No… Estaba tan nerviosa… que no pude hacer otra cosa que dar vueltas con el
coche muerta de preocupación… y después me vine para casa.
—Tienes que poner la denuncia mañana mismo. Dale todos los detalles a la
policía. Por suerte, está asegurado.
—Sí, cariño… Bueno, supongo que… —un brazo como una serpentina se
enroscó alrededor de los hombros y del cuello del doctor—. Pichoncito no le va a
comprar a la malita de Barbie otro abriguito, ¿no es cierto?
La mirada de Pichoncito no dejó entrever nada. En ese momento trataba de
recordar el comentario de Krystal; la pequeña Krystal que siempre se alegraba tanto
de verlo; cuyo recibimiento era siempre cálido y amistoso. ¿Qué era lo que le había
dicho Krystal? «Tendría que hacerlo quinientas veces para conseguir un abrigo así».
Le sonrió tranquilo, casi clemente, a su mujer y le dio unas palmaditas en el hombro
suave y bronceado.
—Habrá que esperar a ver qué pasa, ¿no?
Página 130
III
Página 131
motivo lógico para creerlo así. Sin embargo, le resultaba imposible abandonar la idea.
Barnaby volvió a leer la fotocopia del informe de la indagatoria aunque a esas alturas
ya se lo sabía de atrás para adelante. Recordó su primera y rápida convicción de que
había notado algo extraño, algún hecho oculto sepultado en esas páginas que no
encajaba, pero aquella sensación estaba ya tan añeja que se preguntó de dónde habría
surgido el impulso primero. Estaba claro que las repetidas lecturas no habían hecho
nada para apuntalar o dilucidar esta creencia instintiva.
La mañana del segundo día se había entrevistado con Norah Whiteley en el
despacho discretamente desalojado del director de la escuela para la cual trabajaba.
Era una mujer delgada, de boca amarga, erróneamente vestida con ropas muy
juveniles. Lo que tenía que decirle era perturbador.
—Abandoné a David porque tenía miedo. Podía soportar que saliera con otras
mujeres. Al menos así me dejaba en paz. Pero era muy violento. Nunca sabía por qué
motivo iba a saltar. Porque la cena no estaba bien, o porque el coche no arrancaba.
Por mí hubiera aguantado, pero cuando empezó a meterse con Jamie… le pedí que se
marchara de casa, y como no me hizo caso, metí todas sus cosas en una maleta, se la
dejé afuera e hice cambiar las cerraduras. Incluso así tuve que conseguir una orden
judicial para que dejara de molestarnos.
—¿Tiene acceso al niño?
—No. —En sus labios había una mueca dura, desdichada pero a la vez satisfecha
—. Apeló, pero logré ganarle. Luché. No me fío de él, no habría sabido dominar su
violencia.
—¿Sabe usted si tiene… si tiene alguna relación con alguien en estos momentos?
—Es probable. David nunca se pasa mucho tiempo sin una mujer. Está loco por el
sexo.
Cuando la mujer hizo este comentario, Barnaby recordó nítidamente la primera
vez que vio a Whiteley sentado cerca de Katherine Lacey en la cocina de Tye House.
Entonces había desconfiado de su inmediata conclusión. Pinceladas de D.
H. Lawrence. Y aquellas maravillosas y tórridas películas de su infancia: Doble
compensación, El cartero siempre llama dos veces. Estaban todos los ingredientes: la
hermosa novia, el esposo inadecuado, el lascivo semental. Tan obvio, tan trillado. Y
sin embargo, sin embargo… cuántas veces lo obvio resultaba ser cierto.
Pero Barnaby no consideró oportuno fingir que había advertido signos de
culpabilidad cuando la pareja había advertido su presencia y se había separado.
Whiteley se había mostrado deprimido e irritado, Katherine simplemente interesada y
preocupada. Y la muchacha tenía un no sé qué de frescura, una belleza con una
pureza casi asexuada. Se imaginaba que cuando todos los nudos estuvieran
convenientemente atados, ofrecería su cuerpo a su poseedor legal, no necesariamente
sin amor, quizá con un moderado grado de ternura. Resultaba más difícil imaginársela
como presa de una pasión tan huracanada por la que mereciera la pena arriesgar un
dorado futuro.
Página 132
David Whiteley era otra cosa: amoral, egoísta y, según acababa de descubrir,
violento. A Barnaby no le resultó demasiado difícil verlo en el papel de asesino. Pero
la muerte de la señorita Simpson por curioso que pareciese, había carecido de
violencia, había sido casi sutil. Barnaby no se imaginaba al encargado de la granja
marcando un pasaje de Julio César y, con aquellos brazos y piernas tan musculosos,
resultaba imposible que hubiese podido entrar por la ventana de la despensa.
Hizo girar la rueda mecánicamente. No pudo evitar compararla con la ruleta rusa.
Cinco vueltas no conducían a ninguna parte. Con la sexta podías volarte la tapa de los
sesos. Se bebió el café, satisfecho de que en el fondo de la jarra lo único parecido a la
vida animada fuese un sedimento dulzón, oscuro y primigenio. Entonces sonó el
teléfono.
—Señor, tengo a la señora Sweeney en línea —anunció la agente Brierly—. Ha
pedido hablar con quien esté al frente de la investigación de la muerte de la señorita
Simpson.
—Pásemela.
—Soy la señora Sweeney, del Black Boy. ¿Con quién estoy hablando?
—El inspector jefe Barnaby.
—¿Es usted el caballero que vino el otro día a tomarse media pinta de cerveza y
un trozo de pastel?
—El mismo.
—Creo que debería venir ahora mismo. En casa de los Rainbird ocurre algo
extraño.
—¿Como qué? —La voz, que él recordaba lúgubre, resonaba ahora llena de
agitación.
—No sabría decírselo exactamente… Es como si alguien cantara, pero canta de
un modo que nunca había oído… En realidad es como un lamento. Y lleva así la tira.
Más tarde, Barnaby recordó aquel momento con gran claridad. Al colgar el
teléfono tuvo la fuerte sensación de que la maquinaria del caso, que al parecer se
encontraba prácticamente atascada por coartadas, declaraciones probadas o no y el
deliberado deseo de engañar, al menos por parte de dos personas, volvía a ponerse en
movimiento. Aunque no podía saber con qué velocidad arrancaría la maquinaria, ni
que una mano aún desconocida por él iba a meter una llave de tuercas en los
engranajes produciendo unas repercusiones tremendas.
Página 133
Los dos hombres subieron por el sendero de entrada. Nadie intentó seguirlos. Ese
detalle por sí solo resaltó la sensación de pavor que flotaba en el aire caluroso y
tranquilo. Normalmente, reflexionó Barnaby, había que impedirles avanzar. Él y Troy
esperaron en el umbral. La endecha continuó. Barnaby se preguntó cómo era posible
que algo, en apariencia tan carente de emoción, produjera semejante efecto en el
corazón de quien lo escuchaba. Cesó para continuar luego con inhumana regularidad,
como una aguja atascada en un disco estropeado. Después de utilizar el llamador sin
obtener resultados, Barnaby se agachó y gritó a través de la abertura del buzón:
—Señor Rainbird… Abra la puerta.
El lamento subió una o dos notas, se convirtió casi en un chillido y cesó de
repente. De inmediato, la multitud hizo silencio. Barnaby golpeó con fuerza con el
llamador. Los sonidos resonaron en la calle silenciosa como disparos de pistola.
—¿Quiere que derribe la puerta, señor? —Troy estaba nervioso. No dejaba de
mirar a la gente amontonada junto al portón, a Barnaby y a la casa, para resaltar la
importancia de su posición.
—Por la ventana será más rápido. Primero trate de buscar una abierta. —Cuando
Troy salió corriendo por el costado de la casa, Barnaby volvió a observar al grupo. Se
habían acercado los unos a los otros instintivamente. Sus sombras caían, cortas y
rechonchas, sobre el asfalto caliente. Una mujer llevaba en brazos a un crío. Al ver
que Barnaby los observaba, la mujer le hizo volver la cara al crío para que no viera la
casita y se cobijara contra su pecho. La cigüeña de cerámica los miraba a todos con
indiferencia.
Barnaby se volvió y notó, por primera vez, que en el umbral había una pila de
setas. ¿Por qué diablos tardaría tanto Troy? Con el tiempo que llevaba ahí dentro
podía haber entrado y salido a través de media docena de ventanas. Barnaby se
disponía a alzar otra vez el puño cuando oyó el clic de la cerradura y la puerta se
abrió. Troy miró al inspector jefe con rostro inexpresivo. No habló, simplemente se
hizo a un lado para dejar pasar a Barnaby. Cuando el inspector jefe entró, notó unas
cosquillas en la piel como si alguien le hubiera tendido sobre el rostro una telaraña
escarchada.
Recorrió el vestíbulo y dejó atrás un teléfono rojo que colgaba de su cable, las
paredes y puertas estucadas de rojo; echó un vistazo en el interior de cada cuarto a
medida que pasaba y vio que estaban vacíos. Buscó la fuente de un silencio más
terrible que los sonidos que lo habían precedido y la encontró en el salón.
Se detuvo un momento en el umbral, enfermo de horror. Había sangre por todas
partes. En el suelo, en las paredes, en los muebles, en las cortinas. Pero más que nada
sobre Daniel Rainbird. Era como si lo hubiesen bañado en sangre. Su rostro, al igual
que el de un bravío guerrero, brillaba con estelas de rojo. El rojo le apelotonaba el
pelo y le enguantaba las manos. Llevaba una corbata empapada de rojo y una camisa
de flores rojas. Tenía rodillas y zapatos enrojecidos. Y las mejillas surcadas de rojas
lágrimas.
Página 134
Barnaby regresó al vestíbulo.
—No se quede ahí aguantando la pared. Coja el teléfono y ponga en marcha las
cosas. —Y cuando Troy avanzó como un sonámbulo por el vestíbulo, le gritó—: ¡No
toque ese teléfono, maldita sea! Use el del coche. Y no vuelva a abrir esa puerta sin
cubrirse las manos. Cualquiera diría que lleva usted cinco minutos en el cuerpo en
vez de cinco años.
—Lo siento… —Troy sacó un pañuelo.
Barnaby regresó al salón. Avanzó hacia las dos figuras del centro de la habitación,
poniendo los pies cuidadosamente sobre las escasas zonas limpias de la alfombra que
logró encontrar.
¿Cómo pudo una sola persona haber derramado tanta sangre? ¿Acaso aquella
escena no tenía algo de vagamente teatral? Sin duda, un director de escena demasiado
entusiasta se había tomado la molestia de lanzar cubos de aquella cosa por todas
partes, preparándose para una función de Grand Guignol. Lo extraño fue que por
encima y por debajo de la oleada de incredulidad y horror Barnaby sintió que su
memoria daba una potente coz. Déjà vu. ¿Pero cómo era posible? Seguramente, si
hubiese experimentado algo aunque fuera remotamente parecido a aquella
espectacular escena de pesadilla no se le habría olvidado.
—¿Señor Rainbird…?
Se inclinó y, asaltado por un nuevo ataque de náuseas, notó que el brazo con el
que Daniel Rainbird rodeaba el cuello de su madre era lo único que impedía que la
cabeza de la mujer echara a rodar por el suelo. Le habían hecho un corte tan profundo
en la garganta que Barnaby alcanzó a distinguir el cartílago azulado de la tráquea.
Tenía cortes por todo el rostro, el cuello y los brazos, y le habían abierto el vestido a
cuchilladas.
El cuarto se encontraba en un tremendo desorden. Había fotos y cuadros
desparramados por todas partes, cojines y adornos en el suelo, dos mesas patas arriba,
el televisor estaba destrozado. En la alfombra se habían clavado fragmentos de vidrio
gris.
—Señor Rainbird —insistió Barnaby y lo tocó ligeramente.
Como si este movimiento hubiera activado un mecanismo oculto, el hombre
comenzó a canturrear en voz baja. Sonreía; era una sonrisa radiante, amplia,
enloquecida. El cruel simulacro del arrobo reflejado en las caras de los supervivientes
de un terremoto o de los padres ante una casa en llamas en la que arden sus hijos. Un
rictus de dolor y desesperación.
Transcurrieron casi veinte minutos.
—Dios santo…
Barnaby se puso de pie. George Bullard esperaba en el vano de la puerta. Llevaba
un maletín negro y miró a su alrededor, espantado.
—¿Qué diablos pasa aquí?
—Fíjate por dónde caminas.
Página 135
El doctor observó un momento las dos figuras, con una mezcla de lástima y asco
en el rostro, luego avanzó delicadamente por el salón. Se arrodilló y abrió el maletín.
Barnaby se quedó mirando mientras cortaba el puño rígido y enrojecido de la camisa
de Daniel Rainbird y le sujetaba la delicada muñeca.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Lo encontramos hace más o menos media hora. Calculo que una media hora
más antes de que llegáramos. ¿Has pedido una ambulancia antes de venir?
—Ajá. —El doctor alumbró las pupilas de Daniel con una luz. Ni siquiera
parpadeó—. Estará a punto de llegar.
—Es importantísimo que hable con él…
—Por el amor de Dios, Tom, usa tu sentido común. Este hombre está catatónico.
—Ya lo veo. ¿No puedes darle algo?
—No. —George Bullard se puso de pie—. Han hecho un buen trabajo y no
cometieron errores.
—¿Cuánto suelen durar estos ataques?
—Un día. Un mes. Seis meses. No hay manera de saberlo.
—Lo que me faltaba.
—Lo siento.
A través de las cortinas de red, Barnaby vio acercarse la ambulancia seguida, casi
de inmediato, por tres coches patrulla. De la multitud surgió un murmullo
entusiasmado. Los empleados de la ambulancia, acostumbrados a estas carnicerías
después de años de recoger restos de la carretera, parecían menos asombrados por lo
que había ocurrido en el salón de Tranquillada que Barnaby o el doctor Bullard.
Mientras uno de ellos hablaba con el doctor, el otro trató de separar a Daniel de su
madre. Tiró con suavidad de la muñeca de Daniel, pero los dedos estaban aferrados al
hombro derecho de la mujer y a la parte superior del brazo con tanta fuerza como si
estuviese a punto de caer por el borde de un precipicio. Con paciencia, el hombre
desprendió los dedos uno por uno y desenganchó el pulgar. La cabeza de la señora
Rainbird cayó hacia atrás: la unía al cuello un fino trozo de piel. El torso se inclinó
hacia adelante y se deslizó sobre la alfombra. El canturreo de Daniel perdió fuerza y
cesó.
—¿Cree usted que podrá caminar?
—Probemos. Vamos, chico, arriba.
Daniel se puso de pie con las piernas como si fueran de goma; seguía sonriendo.
Su rostro, siempre pálido, estaba ahora tan descolorido que parecía el de un albino.
—¿Le parece que lo limpiemos un poco?
—Lo siento —intervino Barnaby—, pero no se puede tocar nada.
—Vale. En marcha, pues.
Los tres abandonaron el cuarto; Daniel iba colgado de los otros dos como un niño
confiado. Barnaby los acompañó hasta afuera. La multitud, que había visto hacerse
Página 136
realidad sus más increíbles expectativas, desempeñó su papel hasta el final resollando
y gritando abiertamente. Una mujer dijo:
—Y pensar que casi me quedo en casa para ver el telediario de las seis.
—¿Pueden meter toda la ropa que lleva en una bolsa? —inquirió Barnaby—.
Mandaré a alguien a recogerla.
—Está hecho.
Barnaby volvió a entrar en el salón y se encontró con que el doctor le estaba
bajando el vestido al cadáver y agitando un termómetro.
—¿Qué opinas?
—Aah… Diría que ocurrió hace una hora… Como mucho hora y media. —Cerró
el vestido por los cortes—. Debió de darle una especie de ataque.
—Tendré que enviar un hombre al hospital. No quiero que Daniel Rainbird se
quede solo.
—De acuerdo, Tom, conoces tu trabajo mejor que nadie. Pero puedo asegurarte
que ese hombre no irá a ninguna parte. Y tampoco intentará nada contra sí mismo.
—No me preocupa que se haga daño a sí mismo. —Barnaby oyó que el equipo de
investigación de la escena del crimen entraba en el vestíbulo—. Pero quizá diga algo
que nos ayude. Puede incluso que haya visto algo. Debió de haber llegado a casa
poco después de que ocurriera.
—¿Quieres decir entonces…? Vaya. Creo que he sacado conclusiones
precipitadas. En fin… Haya sido Daniel o no… quien lo haya hecho está loco de
remate.
—¿Loco?
—Bueno —el doctor frunció el ceño y añadió—, siempre es así, ¿no? Sobre todo
en un ataque de este tipo.
—¿No crees que una mujer podría ser físicamente capaz?
—Físicamente, sí… supongo… Si contara con las iras suficientes. Pero
psicológica y emocionalmente… pues es otro cantar. Tendría que tratarse de una
mujer muy peculiar para que pudiera hacer algo así.
—George, eres un viejo chovinista —sentenció Barnaby con una sonrisa.
—Eso mismo me dice siempre mi hija. De todos modos —se hizo a un lado para
dejar pasar al fotógrafo—, supongo que los asesinos son peculiares.
—No siempre. Ojalá lo fueran. Sería mucho más fácil atraparlos.
—¿Es aquí donde encontraron el cuerpo, señor? —inquirió el fotógrafo.
—Imagino que sí —repuso Bullard.
Barnaby estuvo de acuerdo.
—Creo que el hijo la levantó un poco y la sujetó entre sus brazos. No creo que la
arrastrara. Hay más sangre aquí que en el resto del salón.
El doctor Bullard volvió a echar un vistazo al cuarto y sacudió la cabeza.
—Nadie creería que sólo tenemos cuatro litros y pico. Y a la pobre le queda
mucha todavía.
Página 137
Barnaby miró las piernas llenas de collarines de la señora Rainbird que aparecían
tan rechonchas y llenas de vida como lo habían estado hacía un par de días, cuando
había hablado con ella. Estaba descalza. Una pequeña chinela dorada, cubierta de
plumas blancas de avestruz yacía, milagrosamente inmaculada, en el hogar. La otra
no se veía por ninguna parte.
El cuarto comenzó a llenarse. Barnaby se fue al vestíbulo, contento de huir del
fuerte olor metálico, y habló con el encargado del equipo de investigación.
—¿Van a poner un equipo portátil ahí fuera?
—Está todo previsto. Llegarán dentro de una hora. Nos pusimos en contacto con
Servicios Técnicos… Le haremos un vídeo.
Barnaby asintió y luego fue a buscar a Troy. Dos agentes estaban colocando un
cordón en la calzada y la multitud, monstruosamente aumentada, era obligada a
alejarse del portón. A pesar de que Daniel Rainbird había salido ofreciendo un
espectáculo lo bastante horripilante como para satisfacer las expectativas más
truculentas, se podían oír murmullos de protesta contra esta nueva alineación. Troy,
que había recuperado su color normal, bajó por el sendero que corría paralelo al
costado de la casa.
—¿Dónde diablos se había metido?
—Estaba revisando la parte de atrás, señor. Encontré algo un poco raro.
—Parece mentira, sargento, tendría que saber que no se debe ir por ahí pisoteando
el suelo del lugar del crimen.
—No he pisoteado… Caminé siempre por el sendero de cemento. Venga a ver.
Condujo a Barnaby hasta un pequeño cobertizo de cedro ubicado a escasos
metros del mirador. Alrededor del sendero y del escalón adyacente estaba todo
húmedo. Barnaby buscó un grifo roto o una manguera pinchada pero no vio nada.
—Hace días que no llueve, ¿no es así, señor?
—Sí.
El inspector jefe echó un vistazo a través de la ventana. En el suelo, junto a la
máquina de cortar césped había un enorme charco de agua. No logró ver ningún
recipiente agujereado. Pues bien, habría que revisar todos los edificios exteriores. No
tenía sentido perder el tiempo en inútiles conjeturas. Troy se mostró complacido y al
mismo tiempo deseoso de recibir alabanzas, como un perro que ha devuelto a su amo
un palito. Resultaba de lo más irritante.
—¿Ya se encuentra bien? —inquirió Barnaby severamente.
—¿Yo? —Su sargento se mostró primero inexpresivo y después inmensamente
asombrado—. Me encuentro muy bien.
Un doble seto de espinos con un portón verde en medio marcaba el fondo del
jardín. Detrás del seto había un estrecho sendero bordeado por una tupida maraña de
rosales silvestres, avellanos y chirivías. El sendero y los últimos metros de jardín se
veían desde las ventanas del piso superior del número siete de Bumham Crescent,
unos ojos de cristal con cataratas de sucio encaje. A la señora Rainbird no le habría
Página 138
hecho gracia que Barnaby oyera acercarse unas pisadas y viera a alguien trasponer el
portón.
—Buenas tardes, señor Lacey.
—Vaya. —Michael Lacey se paró en seco y se los quedó mirando—. Pero si son
los detectives de nuestro amable vecindario, que salen de un salto de detrás del seto
para asustar a los inocentes viandantes.
—¿Le importaría decirme adónde se dirige?
—Voy al Black Boy por este atajo. Que yo sepa, todavía no es un delito.
—Un poco temprano, ¿no?
—Suele abrir para servir si uno golpea en los postigos. —Y antes de que Barnaby
pudiera replicar, Lacey se había alejado a toda prisa.
—Es increíble —murmuró Troy—. Ni siquiera preguntó qué hacíamos por aquí.
Pero si tenemos a medio pueblo cotilleando allá delante. ¿Cómo es posible que no
sienta ninguna curiosidad?
—Si ha venido directamente de Holly Cottage a través del bosque y por Church
Lane es imposible que haya visto a la gente.
—De todos modos, ¿por qué se marchó tan deprisa? —Troy frunció los labios con
astucia antes de añadir—: El asesino vuelve al lugar del crimen.
—Raras veces, sargento —repuso el inspector jefe—, al menos en asuntos no
domésticos. Algo que ya debería saber por experiencia.
—Pero están relacionadas, ¿no es así, señor? —insistió Troy—. Me refiero a las
dos muertes.
—Claro que sí.
Los dos hombres volvieron al sendero de cemento. Barnaby vio el salón a través
de las puertas ventana. Parecía atestado de gente que vagaba sin rumbo de un lado a
otro. Sin embargo, Barnaby sabía que se estaba llevando a cabo una catalogación y
unos análisis de lo más precisos. Y en esa ocasión, el aroma estaba fresco. Se
realizarían descubrimientos. Nunca se mataba a una persona sin llevarse algo (en
general sin intención) del lugar del crimen. O sin dejarse algo.
Se dirigió a la puerta de la cocina y al llegar a ella se detuvo, se volvió entonces
para echar un vistazo al sendero que había recorrido. Era imposible, pensó, que un
jardinero intentase ocultar su personalidad. Contar los propios sueños difícilmente
podía resultar más revelador. En el caso de la señorita Simpson, una armonía sin
sofisticaciones; en el de la señorita Bellringer, una exuberancia enmarañada; y aquí…
Observó los arbustos llamativos, el césped liso como una mesa de billar, el estanque
con el querubín de cemento orinando mecánicamente sobre un lirio de plástico. Había
allí una vulgaridad ostentosa, literalmente en plena floración.
Entró en el vestíbulo. Un par de zapatos Oxford negros aparecieron justo por
encima de su cabeza y bajaron por los escalones de pino desde la buhardilla, seguidos
por unos pantalones de tweed, una camisa de manga corta y una cara barbuda, de
aspecto acalorado.
Página 139
—¿Ya han terminado ahí arriba? —inquirió Barnaby.
—Sí. Hay muchas huellas. Aunque parece ser que son todas de la misma persona.
Pronto lo sabremos.
Barnaby subió las escaleras. Había aproximadamente una docena de escalones
anchos, con una sólida base, muy diferentes a los caprichosos escalones de aluminio
normalmente hallados en las casas restauradas. La abertura había sido ampliada, sin
duda para permitirle el paso a la señora Rainbird, y había una barandilla a ambos
lados de la entrada a unos noventa centímetros del suelo. Barnaby se aferró para darse
impulso y subió seguido de Troy.
La buhardilla era muy amplia. Las vigas estaban sin pintar, las paredes eran
blancas, el suelo estaba cubierto por una alfombra de lana del color de las gachas. A
ambos extremos de la buhardilla había sendas ventanas redondas. Directamente
debajo de cada una había un estrecho alféizar donde encontró una libreta y un
bolígrafo. En el asiento de una de las sillas había un estupendo par de prismáticos
Zeiss. Había dos enormes archivadores grises y nada más. Barnaby, que había
esperado encontrarse con la típica profusión de madera o una habitación de
huéspedes increíblemente barroca, miró a su alrededor un tanto sorprendido. Cogió
los prismáticos y miró hacia Street.
Una cara de la multitud surgió ante él con profusión de sorprendentes detalles.
Poros abiertos, pelitos en la nariz, rulos de plástico rosa, pétalos de un pañuelo
floreado. Ajustó el anillo de enfoque y consiguió una visión más amplia. El patio del
Black Boy estaba atestado. Iban llegando cada vez más coches. Toda la actividad
humana parecía centrarse ahí fuera. Y no era un bonito espectáculo.
—Vacíe esos archivadores, sargento. Comience a bajarlo todo.
Dejó los prismáticos, hojeó una de las libretas y escogió un día al azar. Las
anotaciones decían así:
Página 140
vino.
16:50 La señora L ha aparcado su coche en el garaje de W. (Aquí había
un asterisco en rojo.)
17:03 El señor Y sale de la cabaña. Mete dos cartas en el buzón. Vuelve
a su casa.
Página 141
IV
Página 142
—Bueno… pues será a la madre, digo yo. —Miró entusiasmado a su alrededor—.
¿Me están filmando?
Barnaby guardó los archivos en el maletero del coche y lo cerró con llave.
—No han tardado mucho en salir a husmear —comentó Troy.
—Bueno, siempre hay un corresponsal del pueblo para el periódico local. Cubre
las noticias sobre el Instituto de Mujeres y las exposiciones florales. Supongo que se
han puesto en contacto. —Comenzó a andar a paso vivo por Church Lane, Troy se
puso a su lado y se afanó por mantener el ritmo.
Cuando llegaron al indicador de madera que señalaba el sendero de Gessler Tye,
Troy inquirió:
—¿Irá a buscar a los sospechosos ahora mismo, señor?
Barnaby no contestó. Respiraba velozmente, tenía la cara sonrojada y los labios
apretados. Para él, el asesinato de la señora Rainbird había conmocionado el caso,
que hasta el día anterior había sido árido y no ofrecía salidas, para llenarlo de
pletórica vida y nuevos aspectos y posibilidades. Y aunque el asesino continuaba
careciendo de rostro, su olor se había vuelto más fuerte y en alguna parte, no muy
lejos, Barnaby presentía que su presa ya no corría ligera y alegre, riéndose por
encima del hombro, sino que comenzaba ya a volver sobre sus pasos, a moverse con
violencia, consciente de que la distancia entre ambos se acortaba.
Años antes, al adquirir gradual y a veces bruscamente conciencia del placentero
regocijo que sentía al llegar a ese punto de un caso, Barnaby se había deprimido
muchísimo. Había tenido la impresión de que su papel, el de cazador de hombres, era
muy vil. Durante un tiempo se había esforzado por trabajar de un modo menos
interesado. Por fingir que no existía aquella oleada de entusiasmo cuando tensaba la
red. O que si era así como ocurría, no era nada de lo que debía avergonzarse. Pero
cuando el recurso le falló, tuvo una fase, que duró varios años, en la que había hecho
el papel de hombre duro, pasando por alto o pisoteando estas percepciones de otros
tiempos. La presa era pura escoria. Sólo entendían una cosa. Si les dabas un
milímetro de confianza, te cortaban el cuello. Para conocerlos hay que ser un poco
como ellos.
Los ascensos fueron continuados. Había hecho bien su trabajo. En este período,
fueron colgados tres de los hombres que detuvo. Había recibido a cambio mucho
respeto; con frecuencia, de personas a las que odiaba. Pero a medida que el caparazón
de odio despectivo hacia el delincuente fue endureciéndose a su alrededor,
inexplicablemente, el odio hacia sí mismo creció hasta el día en que sintió que
preferiría morir a ser el hombre en el que lentamente se estaba convirtiendo.
Había ido a ver a George Bullard y le habló en los términos más vagos posibles
de jaquecas y cansancio; sin hacerle casi ninguna pregunta le concedieron un mes de
permiso. Se había pasado ese mes cuidando del jardín, pintando acuarelas, hablando
con Joyce. Concluido el plazo, supo que no deseaba hacer ningún otro trabajo y que
el caparazón se había roto de tal manera que ya no tenía arreglo. Y volvió y siguió
Página 143
adelante: al principio inseguro (aunque nunca dejó de ser competente), sabía que la
falta de opiniones instantáneas y extremas sobre temas cotidianos le hacía parecer
insípido a algunos de sus ex colegas, quienes normalmente poseían un exceso de
ambas cosas. Por esa época, además, como reacción exagerada contra su anterior
dureza, se mostró reacio a las reprimendas y a la disciplina aun cuando fueran
necesarias. Confundieron esta actitud con debilidad. Poco a poco trató de reparar esta
idea falsa. Y ahora avanzaba por un polvoriento camino de campo habiendo en cierto
modo completado el círculo. Era un policía ni orgulloso ni avergonzado de su trabajo
que iniciaba la última fase de su carrera y de la persecución de un asesino; se sentía
entusiasmado por ello y aceptaba ese entusiasmo como un hecho de la vida. Como
parte de su forma de ser. Troy le tocó el brazo.
Habían recorrido la mitad del sendero de tierra que conducía a Holly Cottage.
Barnaby se detuvo y escuchó. Alguien gritaba; palabras ininteligibles, cargadas de
ira. Los dos hombres avanzaron en silencio, ocultos tras el seto alto, hasta llegar el
descampado para aparcar coches. Ocultándose tras las sombras de los árboles, se
acercaron a la casa. Una ventana del piso de abajo estaba abierta de par en par. Y las
palabras sonaron claras.
—Pero Michael, tienes que venir… debes venir…
—No me vengas con deberes. No esperes que me presente con un clavel en la
boca y un par de velas haciendo juego para ver cómo te vendes al mejor postor.
—Pero no es así. Eres tan injusto. Le tengo cariño… de veras. ¿Cómo puedo
evitarlo? Hace años que cuida de nosotros.
—En mi vida había oído tanta mierda de sentimentalismo. Me dan ganas de
vomitar. Está claro que lo has engañado como a un niño, pobre infeliz.
—¡Es mentira! Sabe muy bien cómo están las cosas… No he fingido nada que no
sintiera. Seré una buena esposa…
—¡Dios mío! Atada a un maldito lisiado a tu edad.
—¡No entiendes nada! Para ti es diferente. A ti sólo te importa tu trabajo. Es lo
único que te ha importado siempre. Con tal de poder pintar, por ti el resto del mundo
podría muy bien no existir. Pero yo no soy así. No descolló en nada. No estoy
preparada para nada. No tengo dinero… Si no fuera por Henry ni siquiera tendría una
casa donde vivir. Por el amor de Dios, Michael, ¿qué hay de malo en que busque
seguridad?
—Tenemos seguridad. Henry sería incapaz de echamos. Está tan embobado
contigo que podrías tenerlo a tu merced durante años.
—Pero no quiero seguir viviendo en esta casa tan húmeda y tan oscura. La odio.
—No se puede negar que tienes gustos caros. Tye House y dos mil hectáreas. Ya
que estás, podrías hacer la faena completa, y dedicarte a recorrer las calles.
Se oyó el ruido de una sonora bofetada. Michael Lacey gritó:
—¡Maldita puta!
Página 144
Katherine gritó. Barnaby empujó a su sargento detrás de un grupo de alerces.
Poco después, Katherine Lacey pasó cerca de ellos como un vendaval, con el rostro
crispado, lanzaba grititos ahogados, y desapareció por el sendero rumbo a Church
Lane. La puerta de la cabaña se cerró con fuerza y Michael se quedó un momento en
el porche como indeciso. Luego se dio la vuelta y a grandes zancadas se internó en el
bosque que había detrás de la casa, apartando una rama caída de su camino de una
furiosa patada.
Cuando hubo desaparecido, Barnaby se acercó a la casa, abrió la puerta principal
y entró sin hacer ruido. Disimulando su sorpresa, Troy lo siguió. Si yo hubiese
sugerido semejante cosa, pensó, me habría puesto de vuelta y media.
Estaban en el vestíbulo; el frío húmedo les caló hasta los huesos. Parecía muy
adecuado que aquellas paredes fueran testigo de palabras amargas, lágrimas y
pesares. Barnaby tuvo la sensación de que la poca felicidad que accidentalmente
hubiera podido quedar encerrada en semejante ambiente no habría tenido ocasión de
desarrollarse y sobrevivir, sino que, al igual que la madreselva del porche, habría
acabado ahogada y estrangulada lentamente por las fuerzas de la desesperación. Se
dirigió a la cocina. No era una habitación atractiva. Los muebles eran baratos y
mostraban signos de abandono. Sobre el suelo frío y desigual de ladrillos había unos
cuantos tapetes. Sobre la mesa de madera había una lata medio vacía de espaguetis,
una loncha de pan cortada torpemente, una jarra, una tetera y media botella de leche
que parecía cortada. Estaba todo lleno de moscas.
El cuarto contiguo a la cocina, que daba al frente de la casa, tenía esteras de
junco, una mesa, cuatro sillas, estantes, un sofá de dos cuerpos y un teléfono. El
segundo cuarto del piso de abajo estaba cerrado con llave.
—Aquí es donde estaba pintando la otra vez que vinimos, ¿no?
—Sí. —Barnaby trató de abrir la puerta otra vez y luego desistió—. No podemos
hacer nada sin una orden. De momento, ya hemos quebrantado bastante las reglas.
Y tanto, pensó Troy, subiendo detrás de su jefe por las escaleras alfombradas. No
entendía por qué estaban recorriendo aquella casa. Sin duda, el motivo de que
hubiesen ido a la cabaña era para comprobar qué coartada tenía Lacey para esa tarde.
—Cuanto más sepa uno de un sospechoso, sargento, más cartas se tienen en la
mano. Y eso incluye su ambiente natural.
Troy parpadeó alarmado ante esta manifestación telepática. Era de lo más
preocupante. Si un hombre no podía ser dueño de sus propios pensamientos, seguiría
siendo sargento el resto de su vida.
Había tres dormitorios. El más pequeño contenía una sola cama, un armario y una
cómoda. La cama estaba rígida y eficientemente hecha, era una cama de hospital.
Sobre la almohada había un camisón doblado pulcramente. El armario estaba casi
vacío y la cómoda tenía una fina capa de polvo. Un ramo de flores silvestres dentro
de un bote perfumaba suavemente el cuarto. Barnaby recordó las plantas que
pugnaban por florecer entre el montón de ortigas.
Página 145
La habitación contigua era mucho más amplia; en ella sólo había una cama
pequeña, de aspecto anticuado, dos sillas de mimbre y una mesa de jardín.
—Supongo que aquí dormía la institutriz —sugirió Troy.
El tercer dormitorio, el más grande de los tres, pertenecía sin duda a Michael
Lacey. La cama estaba sin hacer, las sábanas liadas, una de las almohadas en el suelo.
Había un poco de café espumoso y grisáceo sobre una mesilla de noche llena de
marcas, junto a un ejemplar de Vidas de los Artistas, de Vasari, y un paquete de
Gitanes. El olor acre de los cigarrillos flotaba en el aire, mezclado con el olor a sudor
rancio. La única silla del cuarto estaba decorada con una camisa y un par de
pantalones sucios. El sargento Troy, «limpio como una patena», como solía jactarse
su mujer en la lavandería de su barrio, levantó la nariz y olió.
—Un poco descuidado —dijo cuando volvieron al vestíbulo—. Se dejó la puerta
abierta.
—No lo sé. —Barnaby la entreabrió, miró si había alguien y luego salió—. El
único cuarto en el que podía haber algo que mereciera la pena ser robado está cerrado
con llave.
—¿Se refiere a las grandes obras de arte? —inquirió Troy con sarcasmo mientras
volvían hacia el seto.
—Me refiero a las telas… Cuestan un ojo de la cara. Igual que las pinturas.
Aunque también podría estar haciendo un Keating.
—No caigo, señor.
—Tom Keating es un falsificador de mucho éxito.
—Bueno, sea como sea, está claro que de éxito, nada. He visto familias en el paro
que viven mejor que él. Ni siquiera tiene televisor.
—Y ya más bajo no se puede caer.
Troy miró a su jefe con suspicacia mientras seguían andando, pero la expresión de
Barnaby se mantuvo imperturbable. Cuando llegaron a la confluencia de Church
Lane y Street aparecieron varios coches patrulla más. La multitud, reforzada ahora
por el regreso de la fuerza trabajadora local, era disuadida para que volvieran a casa o
circulara. Barnaby se preguntó cuánto tardarían los periódicos nacionales en enterarse
de la noticia. Se produjo un murmullo especulativo al aparecer los dos hombres, un
murmullo que se convirtió en un fuerte zumbido cuando Barnaby y Troy entraron en
el jardín de los Lessiter. El que dentro de poco todo el pueblo estuviera a punto de ser
interrogado era, incluso de haberse sabido, completamente irrelevante. La policía iba
a ver a los Lessiter. Los Lessiter, que de algún modo todavía desconocido estaban
relacionados con el crimen.
Mientras Barnaby volvía a encontrarse de pie bajo la Madame le Coultre y miraba
a través de la ventana vio, una vez más, a Barbara Lessiter. Esta vez, lejos de parecer
temerosa y conmocionada, había adoptado una actitud combativa. No lograba verle la
cara, pero sus hombros habían adoptado una postura marcial y tenía los puños
iracundos firmemente cerrados. Oyó a Lessiter gritar:
Página 146
—Anoche, en la cama, tu actitud fue muy distinta.
—Eso fue anoche. —Echó la cabeza hacia atrás al gritar su respuesta.
Barnaby atisbo aquel perfil tenso y enfadado. Troy enarcó las rubias cejas y
masculló:
—Mala chica, muy mala.
Luego tocó el timbre.
Entrar en la sala era como meterse en un campo de batalla. La vaharada de las dos
últimas salvas flotaba tranquila y temblorosa en el aire recargado. Barnaby les
concedió un momento antes de cerciorarse de que se habían enterado de la muerte de
la señora Rainbird.
—¡Qué terrible! —exclamó Lessiter—. Tengo entendido que le cortaron la cabeza
con un hacha. Supongo que le daría una especie de ataque… Me refiero a Daniel. Al
menos —añadió frunciendo desdeñosamente los labios— en esta ocasión nadie podrá
acusarme de expedir un certificado de defunción incorrecto.
Los dos Lessiter miraban a los policías con interés, alegrándose, sin duda, de
aquel respiro. Sin embargo, al doctor no le duró mucho su aire de indiferente
atención. Barnaby le preguntó dónde había estado entre las tres y las cinco de esa
tarde.
—¿Yo? —Los miró boquiabierto, su tez rubicunda se destiñó hasta adquirir una
tonalidad levemente rojiza—. ¿Qué diablos tengo yo que ver en esto?
—Cariño, están interrogando a todos por un caso de asesinato. —Barnaby se
alegró de que nadie le hubiera llamado nunca «cariño» de aquel modo—. ¿Qué te
pasa?
—Nada. —El doctor se dirigió a su escritorio—. Muy bien, inspector. Yo… he
ido a visitar a un paciente particular. No tengo ningún inconveniente en darle por
escrito su nombre y su dirección. —Garrapateó algo, arrancó la hoja y se dirigía a
Barnaby para entregársela cuando su mujer corrió hacia él y se la quitó de las manos
—. ¡Barbara!
La señora Lessiter leyó el trozo de papel y luego se lo entregó a Barnaby. Parecía
tranquila, pero los ojos le brillaban como trocitos de diamante.
—¿Y usted, señora Lessiter?
—He estado en mi gimnasio de Slough… Es el Abraxas, por si quiere
comprobarlo. He almorzado una ensalada, he tomado una sauna y me han hecho un
masaje. He estado allí hasta alrededor de las tres y media y después he hecho unas
compras. He llegado a casa las cinco y media.
—Gracias. ¿Está en casa la señorita Lessiter? Me gustaría hablar con ella.
—No. Cuando he llegado nos hemos cruzado en el vestíbulo. Iba a salir y tenía un
aspecto muy extraño.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno… Si hubiese sido otra y no Judy, le diría que tenía todo el aspecto de
haber estado con un amante.
Página 147
—Es un comentario con muy mala espina, incluso viniendo de ti —le espetó
Lessiter, y lo lamentó de inmediato cuando atisbo el brillo de satisfacción en el rostro
de Troy.
—Me ha lanzado una sonrisa extática. Por cierto, es la primera que recibo de ella
desde el día que me mudé a esta casa. Me ha dicho que se iría en el coche a High
Wycombe a comprarse un vestido nuevo antes de que cerraran las tiendas. Lo cual es
muy extraño. Nunca la he visto manifestar el menor interés por la ropa. Aunque
resulta comprensible si se piensa que tiene la silueta de un budín de sebo.
No sé lo que habrá puesto esa nota, pensó Troy, pero está claro que le ha dado un
valor a toda prueba. En aquel momento, ya no parecía un sueño salido del
desplegable de una revista. Debajo del polvo color bronce, las arrugas faciales
parecían mucho más profundas, sus ojos eran duros y su pelo poseía esa falta de
elasticidad que lo hacía parecer completamente artificial. Incluso sus curvas parecían
rígidas e inflexibles.
—Alguien vendrá más tarde para hablar con su hija, doctor Lessiter —murmuró
Barnaby y se despidió de ambos. La puerta no había terminado de cerrarse tras ellos
cuando Trevor Lessiter se volvió hacia su esposa.
—Supongo que no esperarás que…
—¡Puerco asqueroso!
—No me hables así. Yo no me vería obligado a acudir a sitios como el Casa Nova
si fueras una esposa como Dios manda.
—Sería una esposa como Dios manda si tuvieras la más mínima idea de cómo
hacer las cosas. Eres un pobre infeliz.
—Al menos allí me aprecian. Krystal está siempre…
—¿Que te aprecian? Estarán partiéndose de risa.
—¿Cómo diablos sabes tanto tú de esto? Me sorprende incluso que hayas oído
hablar de ese sitio.
—Para que sepas, he oído algunos comentarios en el Abraxas. Algunas de las
putas viejas van allí para someterse a sesiones de rejuvenecimiento.
—Pero no da resultado, ¿no es así, Barbara?
—¿Cómo?
—Lo del rejuvenecimiento. Porque en estos momentos, aparentas la edad que
tienes. Fue una de las primeras mentiras que me contaste, ¿no? Tu edad. Dios mío,
hoy se me han abierto los ojos. Es como si te viera por primera vez.
Barbara se dirigió a la ventana, con sumo cuidado escogió un cigarrillo de la caja
de plata y lo encendió. Se volvió y se enfrentó a él, soltando un frío penacho de
humo.
—Bueno, eso va por los dos, esposo mío —dijo con una sonrisa implacable que
dejaba sus dientes al descubierto—. Eso va por los dos.
Página 148
V
D avid Whiteley les abrió la puerta de Witchetts; vestía unos vaqueros de trabajo y
una camisa manchada de sudor y llevaba un vaso de whisky en la mano. Los
condujo a la sala y apagó el estéreo que sonaba a todo volumen. («Puente sobre aguas
turbulentas»). Los invitó a sentarse y le ofreció a Barnaby «un trago de Jameson». Al
ser rechazada su invitación, se bebió el contenido de su copa y se sirvió otra. Su
mano era firme como la roca; su voz fuerte y clara y, aunque durante la breve visita
consumió un tercer vaso lleno, tanto la mano como la voz no experimentaron
cambios.
—¿Sabe lo que ha ocurrido, señor Whiteley?
—Sí. Me he parado con el coche y le he preguntado a alguien de la multitud que
había delante del Black Boy. Vaya panda de truculentos.
Barnaby le preguntó por sus actividades de esa tarde. Whiteley estaba sentado en
una mecedora de madera y la movía despacio hacia adelante y hacia atrás mientras
estudiaba a los dos policías. Parecía fuera de lugar en aquel refugio tradicional de
ancianos y resignados. Su masculinidad, su rubia belleza y su vigor sexual más bien
vulgar tenían algo de potente. Resultaba apropiado que, como el dios del maíz, se
pasara los días segando y renovando la tierra.
—He estado supervisando la tolva más o menos hasta las tres… o tres y media…
—dijo—, luego he llevado una cosechadora a Gessler Tye. Empezamos a segar
dentro de un par de días… Quizá no lo hagamos el sábado por lo de la boda, supongo
que el domingo.
—¿El domingo?
—Sí. Cuando empieza la cosecha puede uno despedirse de los fines de semana.
—¿Conocía usted a la señora Rainbird?
—Sólo de vista. No socializo mucho con la gente del pueblo. Los… ligues los
hago en el Bull de la zona de Gessler. O en Causton.
—¿Ninguno más cerca de casa? —murmuró Barnaby con delicadeza.
—No. Ya sé lo que pensó el otro día, inspector. En la cocina de Tye House. Pero
ahí lo tengo crudo, créame. Es decir, por el momento. En realidad no creo que nuestra
Kate sea tan fría como parece. Volveré a intentarlo cuando esté casada.
A éste no le hace falta visitar el Casa Nova, pensó Troy, admitiendo por una vez
la existencia de una personalidad masculina que resultaba probablemente tan
atractiva a las mujeres como la suya propia. Al echar un vistazo por la habitación
Barnaby notó que en el estante de la chimenea había una foto de un niño, cuyo cristal
era una telaraña de astillas y roturas.
—Cuando nos vimos en la cocina tuve la impresión de que estaba usted
deprimido por algo —comentó.
Página 149
—¿Yo? Está usted de broma. Yo nunca me deprimo. —Miró a Barnaby con
agresividad—. El doctor Jameson cura todos los males.
Levantó el vaso y lo inclinó hacia atrás. El tipo de hombre, pensó el inspector
jefe, que utilizará la pérdida de su hijo como un contragolpe generador de compasión
en el juego con las mujeres, pero que jamás admitiría sentir un afecto paternal delante
de un miembro de su propio sexo.
—¿Y después de llevar la cosechadora? —prosiguió Barnaby.
—He vuelto a Tye House en el Land-Rover, he recogido a ese patético Jack
Russell y lo he llevado al veterinario. Katherine no quiso que fueran ellos a la casa.
En mi opinión, tendrían que haberlo hecho antes, pero ella insistía en hacerlo comer.
Después de eso…
—Un momento, señor Whiteley. ¿Estaban en casa la señorita Lacey y el señor
Trace cuando usted ha recogido el perro?
—Sí.
—¿Qué hora era más o menos?
—Pues supongo que entre las cuatro y media y las cinco. A Katherine la he visto
de pasada. Al llegar yo ha subido corriendo las escaleras… para no ver cuando me
llevaba al animal. Cuando he entregado el perro, he vuelto aquí en el coche, me he
servido una copa y han aparecido ustedes.
—Tiene la constitución física y la fuerza necesarias para hacerlo —comentó Troy
poco después, cuando cruzaban el camino en dirección de Tye House—. Y con una
finca tan grande como la de Trace, la mitad de las veces no sabrán ni dónde se mete.
La verdad, señor, cuando lo interrogamos por el primer asesinato, pensé… ya sabe
usted, la pareja del bosque. —Alentado por el silencio de Barnaby, prosiguió—: No
sé, ¿quién le impide tomarse media hora libre para echar un polvo rápido cuando se
encuentra a kilómetros de todo? Por ejemplo hoy, sin ir más lejos… pudo haber
dejado lo de la tolva un ratito. O aparcar la cosechadora en el campo más cercano en
lugar de llevarla a Gessler Tye, volver sobre sus pasos y matar a la señora Rainbird.
Lástima que no tengamos idea del móvil.
Barnaby, que sí tenía una muy buena idea de cuál podía ser el móvil del asesino,
llegó una vez más a la granja color albaricoque. Katherine Lacey le abrió la puerta.
Estaba muy pálida y, aunque Barnaby no hubiera presenciado la escena de Holly
Cottage, habría adivinado que había estado llorando. La pena no estropeaba su
asombrosa belleza. Las lágrimas aún no derramadas hacían parecer más grandes sus
ojos color violeta. Llevaba un inmaculado vestido blanco de lino y sandalias planas.
Los miró sin sonreír y dijo:
—Estamos en la cocina.
Henry hizo girar su silla de ruedas cuando entró el inspector jefe, y cruzó la
cocina.
—¿Qué es lo que ha pasado en realidad, Barnaby? No puede ser verdad que el
chico de los Rainbird haya atacado a su madre.
Página 150
—La señora Rainbird ha sido asesinada, señor. De un modo muy violento y
desagradable.
Henry contempló a su novia con rostro asombrado.
—¿Lo ves, cariño? —inquirió Katherine con tono suave pero firme—. Ahora no
podemos… Tendremos que esperar.
—Katherine cree que deberíamos suspender la boda. Es ridículo. Tenemos cien
invitaciones aceptadas. El banquete organizado. Mañana montarán la tienda. La casa
está llena de regalos…
—Aunque sea una o dos semanas. Hasta que se aclare este horrible asunto. Quizá
para entonces Michael habrá cambiado de parecer.
—¿Desde cuándo tu hermano…? —se interrumpió. Barnaby consideraba que no
era el tipo de hombre capaz de reconocer una desavenencia familiar y mucho menos
darla a conocer delante de unos extraños. Parecía envejecido. Tenía unas ojeras del
color del hígado y se le veía distraído—. No quiero saber nada de esto, Katherine.
Queda absolutamente descartado. Al fin y al cabo, esto no tiene nada que ver con
nosotros.
—¿Podría preguntarles qué han hecho esta tarde, señor Trace?
—¿Nosotros? Pues hemos estado organizando lo del sábado —repuso Henry—.
Hoy no he ido al despacho. Katherine y yo nos hemos pasado la mañana colocando
los regalos de boda en el comedor principal, luego hemos almorzado, y hemos
decidido por fin dónde colocar la tienda; luego Katherine ha ido a buscar setas…
—¿A buscar setas? —Barnaby recordó la pila que había en el umbral de la casa
de los Rainbird.
—Sí. No muy lejos de Holly Cottage salieron unas planas —dijo la muchacha—.
Y algunos girolles. Tienen un sabor exquisito. No como las que se compran en las
tiendas. Quería hacer una tortilla para la cena.
—Encontré unas cuantas ante la puerta de la señora Rainbird.
—Sí… Ahora iba a explicárselo. La última vez que la vi…
—¿Cuándo fue?
—Ayer, en la reunión del Consejo de la Parroquia. Me dio una receta para
preparar una salsa con setas y anchoas y le prometí que la próxima vez que cogiera
algunas, le regalaría unas cuantas. He ido a su casa, he llamado pero no me ha
contestado nadie, por eso he decidido dejarlas delante de la puerta y me he marchado.
Ahora no puedo dejar de pensar que… él debe de haber estado ahí dentro…, incluso
que… Pero estaba todo en silencio… He pensado que habría salido. —Y con voz
súbitamente aguda y crispada repitió—: He pensado que habría salido.
—Kate. —Henry tendió la mano y ella se la aferró echándose a llorar.
—Todo sale mal… Como te dije el otro día… se nos escapa de las manos.
—Basta ya, cariño. ¿De acuerdo? Estás diciendo tonterías.
Barnaby se acercó a la mesa y a las setas. Cogió una y la olió. Había una cesta
grande a medio llenar, pero con muchas setas todavía.
Página 151
—Debió de tardar bastante en recoger tantas.
—No mucho. Supongo que media hora.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Cariño, ¿qué hora sería cuando me he marchado de aquí? Más o menos a las
tres y cuarto y he vuelto a eso de las cuatro…
—Dice que el sitio donde crecen está muy cerca de Holly Cottage. ¿Ha pasado
usted por su casa?
—Sí. He pensado que a lo mejor Michael habría… —Se interrumpió y sus ojos se
encontraron con los de Henry—. De todos modos he perdido el tiempo porque no lo
he encontrado.
—¿Y eso ha sido antes o después de coger las setas?
—Después.
—En otras palabras, serían entre las cuatro y las cuatro y media, ¿verdad?
—Más o menos.
No habló de la visita posterior y de la espectacular riña, y como las horas no
resultaban realmente importantes en el presente interrogatorio, Barnaby no vio
necesidad de mencionarla. No le cabía duda de que no habría contado con la
aprobación del novio.
—Señor Trace, ¿estaba usted aquí cuando ha regresado la señorita Lacey?
—Sí. Estaba con Sam… Es el chico que nos hace las reparaciones y ayuda con las
tareas del jardín. Hemos desempaquetado las rosas de Katherine; estaba mezclando
turba y harina de huesos para preparar el terreno. Habíamos hecho un poco de té.
Kate ha llamado a la cabaña para preguntarle a Phyllis si quería venir, pero quería
seguir confeccionando las cortinas y desembalando cosas.
—Señor, ¿la señorita Cadell se ha mudado definitivamente? —preguntó Barnaby.
—No exactamente. Esta noche dormirá aquí. Supongo que por última vez. —A
Barnaby le costó mucho trabajo desentrañar la mezcla de emociones que advirtió en
la voz de Trace. Alivio, satisfacción y bastante preocupación.
—¿Podría indicarnos por favor dónde está la cabaña? —pidió el inspector jefe.
—Es difícil de explicar —repuso Katherine—. Ya los acompañaré yo.
Cuando salían de la casa, Barnaby le dijo a Troy:
—Encárguese de la señorita Cadell, sargento. Ya sabe lo que estoy buscando. Y
después, puede volver a intentar en Holly Cottage. Le esperaré en la sala del equipo
portátil cuando haya acabado.
Observó cómo atravesaban el césped para dirigirse hacia el bosquecillo de
álamos; la muchacha llevaba los hombros ligeramente encorvados, la brisa vespertina
le agitaba el pelo negro. Troy caminaba muy cerca de ella, más de lo necesario quizá,
para soltar el torrente de animada conversación que su vivaz perfil sugería. De vez en
cuando, se bajaba el blouson de cuero negro y se alisaba el pelo. Barnaby se dirigió
hacia el equipo portátil.
Página 152
Allí todo era actividad. Ya se había llevado a cabo un cierto número de sencillas
tareas forenses. El oficial a cargo había logrado anotar gran cantidad de detalles. Toda
la sangre pertenecía a la señora Rainbird. Tenía filamentos debajo de las uñas;
todavía no los habían analizado, pero esto sugería que el asesino se había cubierto la
cara con una media o unos leotardos. El jabón del lavabo estaba veteado de sangre, lo
cual indicaba que alguien se había duchado. Barnaby se puso en contacto con la
comisaría y dio instrucciones al inspector Moffat para que se encargara de las
comunicaciones con la prensa. Cuando estaba en esto, un camión de la televisión
aparcó afuera y un oficial uniformado del equipo de investigación del lugar del
crimen entró en el equipo móvil.
—Ah, señor, ha vuelto. Tengo un mensaje de la señora Quine. Me ha dicho que
había visto a Michael Lacey en los matorrales; iba hacia la casa de la señora Rainbird
y actuaba de un modo muy sospechoso…
—Pues nosotros también hemos visto al señor Lacey en los matorrales actuando
de un modo bastante normal. Pero gracias. ¿Se han llevado ya el cadáver?
—Lo están sacando ahora mismo, señor —repuso el hombre, aunque no era
necesario. Los murmullos de asombro podían oírse a un kilómetro de distancia.
—¿Han empezado a revisar las edificaciones externas?
—Todavía no, señor. Hemos empezado por la cocina.
—De acuerdo.
Barnaby salió del equipo móvil, le pasó los sabuesos de la prensa (los dos del
principio más otros cinco y un equipo de televisión) al inspector Moffat y volvió a su
coche a esperar a Troy. Cogió una brazada de los archivos de la señora Rainbird,
sentimentalmente rosados y azules, y una de las libretas y se encerró a leer en el
asiento trasero.
Primero hojeó la libreta. Sus páginas se parecían mucho a la que ya había leído.
Se identificaba a las personas sólo mediante iniciales y, de vez en cuando, éstas iban
precedidas de un asterisco rojo. Ninguna de ellas parecía hacer nada fuera de lo
normal. Caminaban, hablaban, iban de visita, utilizaban la cabina de teléfonos. Y
cada una de ellas era traspasada por el rayo omnisciente de la poderosa óptica de la
señora Rainbird.
Barnaby dejó a un lado la libreta para dedicarse a los archivos. De inmediato
advirtió que su suposición previa al revisar la buhardilla había sido correcta. La
señora Rainbird poseía un enfoque nuevo y nada irrazonable de su profesión.
Barnaby dudó en utilizar el adjetivo marxista para calificar una actividad tan
individualista y antisocial como el chantaje, pero no cabía duda de que las exigencias
de la mujer eran sensatas. La gente le pagaba lo que podía. Cada uno según su
capacidad.
Durante los últimos (Barnaby lo comprobó) diez años un hombre le había llevado
huevos y verduras dos veces por semana. Otra persona le llevaba periódicamente
cargamentos de leña. Unos meses antes habían cesado estos regalos y la señora
Página 153
Rainbird había trazado una nítida línea debajo del nombre y escrito la palabra
«Fallecido». Pobre diablo, pensó el inspector jefe, preguntándose de qué pecadillo
habría sido culpable el viejo. Probablemente nada demasiado terrible. En un
pueblecito, la idea del bien y el mal, sobre todo entre sus habitantes más ancianos, era
a menudo considerada arcaica por las mentes más modernas. Abrió otro archivo. Dos
libras por semana durante tres años, después nada. Quizá la víctima habría levantado
campamento. Se habría visto obligada a marcharse como única forma de evitar el
pago. Siguió leyendo. Cincuenta libras mensuales. Una libra semanal. Servicio
técnico regular para el Porsche de Daniel. Planchado de ropa, suministro de arbustos.
¿Quién hubiera dicho que en un pueblo de unas trescientas almas habría tanto
«pecado» suelto?
Pero también estaba Brown’s. Y Daniel con sus modales pegajosos, recorriendo
Causton para visitar a los afligidos deudos y ofrecerles su oleaginoso consuelo. En
momentos de dolor, las personas hablan sin tapujos y en los funerales el cotilleo está
a la orden del día. Una abundante cosecha por ese lado. Entre él y su madre debían de
haber cubierto una zona bastante extensa.
Como al descuido, sin ninguna sensación premonitoria, Barnaby se decidió por la
última carpeta rosa. No tenía idea de que aquélla iba a ser la recámara con la bala.
Vuelta número seis.
Ya no había necesidad de preguntarse, pensó, al ver la extensa columna de
números, de dónde habían salido el coche plateado o la participación en la empresa
funeraria. El número 117C había pagado miles de libras. Incluso antes de ver la fecha
del primer pago, supo con qué iba a encontrarse. No eran muchos los delitos que
podían producir tanto dinero conseguido a costa de la vida ajena. De hecho, quizá
fuera sólo uno. Lo invadió una oleada de emoción demasiado fuerte para ser
denominada satisfacción. Se sintió en el séptimo cielo. Le había resultado imposible
apartar de su mente la muerte de Bella Trace. Sin la más mínima prueba, incluso a
pesar de que los presentes habían insistido en que se trataba de algo fortuito, Barnaby
había llevado consigo el incidente durante una semana mientras éste le tironeaba del
pensamiento como un niño que tiene algo que contar. Y ahora, ahí estaba él, vengado.
Unos ligeros golpecitos en la ventanilla del coche lo sacaron de su ensoñación.
—Ah, Troy. —Bajó del coche y cerró de un portazo—. ¿Ha visto a la señorita
Cadell?
—Sí. Me ha dicho que ha estado en su nueva casa todo el día. Después he vuelto
a pasar por Holly Cottage, como usted me había sugerido, pero todavía no hay nadie.
—Se esforzó por mantener el ritmo de Barnaby—. El señor Trace parece tener una
reserva inagotable de cabañas. Mucha gente tarda toda una vida en comprar…
—Enséñeme dónde está la casa de Phyllis Cadell, ¿quiere?
—Ahora no está ahí, jefe. Se ha marchado cuando yo me he ido. Comía con los
Trace.
—Bien. —Barnaby cruzó el camino—. ¿Qué impresión le ha dado?
Página 154
—Bueno, no se había enterado del asesinato, claro. Cuando se lo he dicho se ha
puesto un poco rara. Se ha reído mucho pero parecía… bueno, no sé… Me parece que
había estado bebiendo.
Phyllis Cadell se encontraba junto a la ventana en el cuarto en el que se habían
visto por primera vez. Se volvió cuando entraron y en cuanto Barnaby le vio la cara
supo que sus sospechas quedaban confirmadas. Dio un paso al frente.
—Phyllis Cadell. Queda usted arrestada como sospechosa del asesinato de…
—¡Oh, no! —Se apartó de él y corrió al otro extremo del cuarto—. ¡Ahora no…
ahora no! —Entonces se cubrió el rostro con las manos y comenzó a gritar.
Página 155
VI
Página 156
ama de llaves le hiciera todo lo que yo le hacía. Cómo le encantaba jactarse de su
felicidad. No tardó en darse cuenta de lo que yo sentía por Henry. Bella no tenía un
pelo de tonta.
Barnaby se movió y se sentó sin apartar los ojos del rostro de Phyllis.
—Había aprendido cómo manejar un arma cuando era muy joven. En el campo es
lo normal. Pero nunca me gustó matar nada. —Sus labios se retorcieron ante esta
paradoja—. Le dije a Bella que me apetecía hacer algo para variar mis actividades
domésticas y que tenía ganas de unirme al grupo de cazadores. Henry se mostró un
tanto sorprendido, pero le satisfizo la idea. Me llevé una petaca llena de vodka. Por
aquella época no bebía demasiado. No contaba con un plan concreto, pero estaba
segura de que se presentaría una ocasión. Ya sabe usted que la gente no se mantiene
en fila ni en grupos, sino que se despliega…, se separa un poco. A medida que iba
pasando el tiempo, parecía hacerse cada vez más imposible. Siempre se interponía
alguien entre las dos o ella se alejaba o se acercaba demasiado. Comencé a
desesperarme. No sabía qué hacer. No paraba de beber de la petaca. Sabía que nunca
reuniría el valor suficiente para volver a salir con ellos… Todas aquellas aves
muertas, la sangre… Empecé a sentir náuseas. Entonces tuve una idea brillante. Pensé
que si me colocaba delante de ellos y me ocultaba entre los árboles… y disparaba
desde allí, nadie se enteraría. Entonces les dije que no me encontraba bien, o que me
había aburrido, no sé, inventé cualquier pretexto y me marché. Di un rodeo en semi
círculo hasta colocarme frente a ellos. Se oían tiros por todas partes. Supongo que
podrían haberme dado fácilmente. —Sepultó la cara entre las manos y en voz muy
queda añadió—: Ojalá Dios lo hubiera querido así.
»Entonces… le disparé. Fue terrible. La vi inclinarse hacia adelante y caer al
suelo. Me asusté. Me puse en pie y eché a correr sin parar. Tiré el arma entre unos
arbustos. Al cabo de unos minutos me detuve y me bebí el resto de la vodka, entonces
me di cuenta…
—¿Sí? —La voz de Barnaby era suave. La habitación estaba quieta. Troy, cuyo
lápiz volaba, creyó que se habían olvidado de su presencia.
—… pues que todo el mundo advertiría que no había sido un accidente. Todos los
demás, salvo el peón de la granja estaban detrás de ella, ¿sabe? Y el chico se
encontraba demasiado lejos. Y entonces pensé, «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a
hacer?». Me quedé sentada allí un rato largo. Pensé en huir, pero entonces todos
sabrían que había sido yo… de modo que me obligué a regresar. Para entonces, claro
está, todo había terminado. La ambulancia había llegado y se había ido y Trevor
Lessiter me dijo que Bella había tenido un accidente. Que había tropezado y se había
caído sobre su escopeta. No podía creérmelo. No podía creer que nadie tuviera tanta
suerte. Me eché a llorar, aliviada. No podía parar de llorar. Todo el mundo estaba muy
conmovido. Semejante interés fraternal.
»Cuando todos se marcharon, preparé la cena para mí y para Henry. No puse la
mesa. Nos sentamos junto al fuego. Tuve que insistirle mucho para que comiera. Yo
Página 157
nunca había sido tan feliz. Supongo que pensará que es una aberración, pero es la
verdad. En lo único que podía pensar era en que no me habían descubierto y en que
tenía a Henry. Entonces, a eso de las siete y media sonó el teléfono. —Su voz se
tornó seca, poco más que un graznido—. Discúlpeme… Necesito una copa.
—Sargento —ordenó Barnaby.
—No se moleste. —Se sirvió de una garrafa y agregó un chorro de soda—. La
que llamaba era Iris. Me pidió que fuera a verla. Le dije lo que le había ocurrido a
Bella y que no podía dejar solo a Henry. Entonces me dijo, «Vendrás ya mismo. ¿O
prefieres que vaya yo a verte?». La noté muy rara, pero no me alarmé. Le serví un
poco de budín a Henry y me fui a la casa de Iris.
»Me ofreció café e insistió mucho a pesar de que no me apetecía, y Daniel se
marchó a la cocina. Estábamos sentadas frente a frente en su asqueroso salón. No me
decía qué quería. No paraba de parpadear y de decirme que a partir de ese momento,
en Tye House iban a necesitarme más que nunca. “Serás dueña y señora de la casa,
querida”, me decía. Entonces entró Daniel empujando el carrito. En el estante de
abajo había café y galletas y en el de arriba estaba… la escopeta. Nadie dijo nada.
Fue horrible. Ellos se miraban entre sí y luego me miraban a mí y no paraban de
sonreírse. Como si yo hubiese llevado a cabo algo extraordinario. Y supongo que así
era.
»Entonces Daniel dijo que me había visto dispararle a Bella, tirar el arma y echar
a correr. Me dijo que aunque se sentían muy ansiosos porque siguiera siendo feliz en
Tye House, estaban segurísimos de que yo comprendería que también los pobres
tenían derecho a un sitio bajo el sol y que siempre habían sabido que yo era una
persona generosa con sus amigos. Yo estaba tan obsesionada con mi plan que no me
había detenido a pensar en nadie más, y menos en Daniel Rainbird. Pero por aquella
época estaba loco por Michael Lacey. Lo seguía a todas partes. Tendría que haberme
acordado de eso. En fin —encorvó los hombros—, no tengo mucho más que contar,
en realidad. Desde entonces me han estado desplumando. Henry me dio las joyas de
Bella. Las vendí y se quedaron con el dinero. Después estaban mis ahorros y
cincuenta mil libras que me había dejado mi madre… y al final —una oleada de pena
le cruzó el rostro—, todo, todo para nada. Él no me quería. Sólo lo hacía por pura
amabilidad. Entonces apareció Katherine.
Como el silencio se prolongaba y Phyllis no hablaba, Barnaby le preguntó:
—¿Acaba aquí su declaración, señorita Cadell?
—Sí.
—¿Y la muerte de la señora Rainbird? —Incluso antes de formular la pregunta, el
inspector jefe sabía cuál sería la respuesta.
Se la imaginaba perfectamente, envalentonada por la convicción de que Henry la
quería y animada por la petaca de vodka, disparándole a Bella y después, presa del
horror y el pánico, huyendo de allí y lanzando lejos la escopeta. Pero no lograba ver a
esa mujer de rostro tonto y adusto empuñar un cuchillo para asestar una puñalada tras
Página 158
otra, no lograba verla pisar los charcos de sangre, empaparse de sangre. Y cambiarse
fríamente de ropa y limpiar los rastros. No se sorprendió pues cuando la oyó
contestar:
—No he tenido nada que ver en eso.
A pesar de todo, consideró oportuno formularle otras preguntas. Al fin y al cabo,
no tenía coartada para esa tarde y la muerte de la señora Rainbird no podía más que
aportarle beneficios. Le hizo notar ambos aspectos.
—No veo en qué podría beneficiarme su muerte. Tendría que haberlo hecho hace
un año y medio. Además, hacía varias semanas que sabían que no me quedaba un
céntimo. Y les dije que si yo caía, me aseguraría de que ellos cayeran conmigo.
Sabían perfectamente que la amenaza iba en serio.
Después de escuchar la lectura de su declaración, la señorita Cadell la firmó, Troy
se colocó junto a la puerta del dormitorio mientras ella preparaba sus cosas. Salió con
una pequeña maleta, el bolso y un impermeable sin forma. Parecía más envejecida.
Nunca había sido una mujer atractiva, pero había tenido una cierta vitalidad y un
color subido que le habían otorgado una cierta vida a su aspecto. En aquel momento,
sin embargo, se la veía vacía, y hasta su pelo parecía más gris. Cuando llegaron al pie
de las escaleras, se abrió una puerta y Barnaby notó que su prisionera se encogía y se
acercaba más a él.
—Phyllis. —Henry impulsó su silla de ruedas y entró en el vestíbulo, seguido de
cerca por Katherine—. ¿Qué rayos ocurre? ¿Qué está pasando aquí?
—Ya te enterarás.
Sin mirarlo, se dirigió a toda prisa a la puerta principal, seguida de Troy. Barnaby
cerró la puerta y se volvió a la pareja que esperaba.
—Lamento tener que decirle esto, señor Trace, pero la señorita Cadell acaba de
confesarse autora de la muerte de su esposa.
—¡No puede ser! —Katherine estaba absolutamente asombrada.
Henry se había quedado sin habla. Al cabo de un rato dijo:
—¿Está seguro? Tiene que tratarse de un error. No puedo creerlo.
—Me temo que no existe duda alguna. —Barnaby volvió a abrir la puerta—. La
hemos detenido. Será mejor que se ponga en contacto con su abogado.
Cerró la puerta y se dirigió al coche para reunirse con los demás.
Página 159
VII
Página 160
Eran casi las nueve. Apuntó en un papel una comanda para el restaurante chino
que hacía comida para llevar —sopa de jengibre y judías pintas, gambas agridulces,
arroz y rollitos primavera, manzanas al caramelo— y acababa de mandar a buscarla
cuando sonó el teléfono.
—Es una tal señora Quine que pregunta por usted, señor. Llama desde una cabina.
He tomado nota del número.
—Pásemela… ¿Señora Quine?
—¿Oiga? ¿Qué es lo que pasa? ¿No le dio mi mensaje el tipo ése de la caravana?
¿No le dijo lo de Michael Lacey?
—Sí. Me pasaron su mensaje.
—¿Entonces qué está haciendo suelto por el pueblo? Acabarán con nosotros antes
de que ustedes levanten el trasero de la silla y hagan algo. Lo vi acercarse a esa casa
con todo el morro.
—También tenemos… —Barnaby se interrumpió. A su alrededor los teléfonos
seguían sonando, una máquina de escribir matraqueaba, afuera chillaron unos
neumáticos al detenerse un coche. Pero él no oía ninguno de estos sonidos. Su
concentración se aferraba a un solo punto. Sólo existían él, el teléfono y la señora
Quine. Tenía la garganta reseca cuando le preguntó—: ¿Dice usted que se acercó a la
casa?
—Eso mismo le dije. En el mensaje. Cruzó el seto, subió por el sendero del jardín
y se acercó a la puerta trasera. Llevaba puestos sus vaqueros y esa gorra. Lo
reconocería en cualquier parte.
—¿A qué hora fue?
—Bueno… Acababa de terminar Jóvenes doctores y todavía no había empezado
Cosquillas en la barriga. Había subido para hacer las camas, fue por eso que lo vi,
¿sabe? Por la ventana del dormitorio. Lisa Dawn estaba preparando una taza de té.
—Sí —dijo Barnaby, maravillándose de cómo controlaba su voz—, ¿pero qué
hora sería más o menos?
—Pues… más o menos las cuatro menos cinco.
Se quedó sentado aferrando el auricular un momento más. La mujer siguió
hablando pero sus palabras se perdieron cuando una oleada de alegría se abatió sobre
él. Tenía la sensación de que su cerebro era arrastrado de un lado para el otro por
caballos salvajes. Las cuatro menos cinco. Santo cielo. Las cuatro menos cinco. Más
palabras llegaron a sus oídos.
—¿Fue usted quien envió a esa fisgona de la Seguridad Social? Ha fastidiado a
Lisa Dawn.
Los pitidos le concedieron un piadoso alivio. Barnaby se fue a buscar al inspector
Moffat para conseguir una orden de registro.
—¡Troy! —gritó a voz en cuello mientras recorría el despacho exterior, un grito
que pudo haberse oído hasta el mercado de ganado y el Soft Shoe Café. Su sargento
Página 161
interrumpió de un salto su sesión de encendido coqueteo ocular con la agente Brierly
y respondió automáticamente con un «¡Señor!», gritado en el mismo tono.
—El coche. Muévase.
Lanzando otro «señor» que hizo añicos la atmósfera, Troy salió corriendo del
despacho. Esto sí que es acción, pensó, atravesando el aparcamiento a toda carrera y
metiéndose en el Fiesta de un salto. El pie pisando a fondo. La sirena a todo volumen.
Una información bajo cuerda. El delincuente huye. Troy y Barnaby lo acorralan. Las
esposas dispuestas. Pero el jefe se retrasa. En su época era veloz, pero ahora… De
modo que es Troy quien practica la detención. Además era un cabrón. Uno de los
duros. Más tarde, Barnaby lo reconocería. «Sin usted, sargento, no habría podido…».
—Por el amor de Dios, no se quede ahí sentado. ¡Muévase!
—Sí, señor.
—Vamos al pueblo. Y ya puede apagar esa cosa. —Sin embargo no le ordenó que
aminorara la velocidad, y Troy alcanzó los ciento veinte al salir de la ciudad.
—¿Qué ocurre, señor? —Barnaby se lo explicó. Troy lanzó un silbido y comentó
—: Jo. Entonces ya lo tenemos.
—No aparte la vista del camino.
—Pero… es bastante concluyente, ¿no cree usted?
—Está claro que tiene mucho que explicar.
—Ojalá no se haya escapado. No estaba en la cabaña cuando volví por ahí.
Cuando entraron en el pueblo, alrededor del equipo portátil sólo había un puñado
de curiosos. El camión de la televisión se había marchado para cubrir el siguiente
drama. Oscurecía. En cuanto Troy cruzó con cuidado por la abertura del seto, vieron
una luz en la cabaña.
—Ha vuelto.
—No hay necesidad de hablar en susurros, sargento. —Barnaby bajó del coche—.
Ya se habrá dado cuenta de nuestra llegada por los faros delanteros del coche.
Se ponía el sol. El brillo suavizaba el aspecto de la casa. Un tono dorado profundo
bordeaba la oscura masa de árboles circundantes. En una de las ventanas superiores
se reflejó el sol. Troy entrecerró los ojos cuando los rayos se detuvieron en el centro
del cristal. Se le ocurrió que se parecía a una mancha de sangre. Barnaby llamó a la
puerta.
—Dios santo, otra vez ustedes. —Michael Lacey los observó fríamente desde el
umbral. Estaba comiendo un enorme trozo de pan y queso—. No paran, ¿eh? Es todo
un placer pagar impuestos. Es decir, si ganara lo suficiente como para pagarlos.
—Quisiéramos hacerle unas cuantas preguntas.
Lanzó un gemido que sonó falso. Parte de un juego. Abrió la puerta.
—Si no queda más remedio, pasen. Pero ya me han hecho unas cuantas
preguntas. Vino uno de sus esbirros hace apenas media hora.
—Entonces supongo que sabrá ya que la señora Rainbird ha sido eliminada…
—¿Eliminada? Pero qué maravilloso arcaísmo.
Página 162
—De un modo particularmente brutal.
—No pretenderá usted que le ofrezca falsas expresiones de dolor. Era una mujer
detestable. Casi tan detestable como el rubito de su niño.
—¿De veras? No sabía que la conociera usted tan bien.
—No era preciso conocerla bien.
Desgraciado arrogante, pensó Troy, atesorando en su corazón la revelación de la
señora Quine. Barnaby le preguntó a Michael Lacey dónde había estado entre las tres
y las cinco de la tarde.
—Trabajando.
—¿No le gustaría darnos más detalles?
—En realidad, no. Gracias de todos modos.
—¿Y si alguien dijera que lo vio subir por el sendero del jardín de la señora
Rainbird a las cuatro de la tarde…?
—Le diría que fuera al oculista.
Barnaby sacó una de las dos órdenes.
—Señor Lacey, tengo una orden para registrar su casa.
Al oír esto, el hombre cambió de expresión. Eso te ha borrado la sonrisa de la
cara, pensó Troy. Pero permitió que en la suya se insinuara una.
—Espero —prosiguió Barnaby— que coopere con nosotros.
—¡No pueden hacerlo!
—Lo siento mucho, pero este papel dice que sí. Sargento… —Barnaby señaló
hacia las escaleras con un movimiento de cabeza y Troy desapareció—. ¿Quiere
usted acompañarme a la cocina, señor Lacey?
Registró a fondo la cocina mientras su acompañante esperaba malhumorado junto
al fregadero. Después fueron al cuarto con el sofá y las estanterías. Sacó los libros de
bolsillo, levantó los tapetes. Lacey se apoyó en una de las incómodas sillas del
comedor y lo observó. Troy volvió a entrar en el cuarto, miró a Barnaby y sacudió la
cabeza de un modo que imaginó resultaría tiernamente imperceptible. El inspector
jefe terminó con su tarea y se volvió hacia Lacey, que seguía junto a la mesa y le dijo:
—Si puedo guiarme por esas increíbles señas de absoluta desesperación, el
ignorante de su sargento tampoco ha encontrado nada. Les sugiero que se vayan por
donde han venido y que me dejen en paz.
—El cuarto de al lado, Troy. —El sargento asintió y salió. Lacey se puso en pie
de un salto.
—Ése es mi estudio. No permitiré que me fastidien mi trabajo. No hay nada más
que cuadros.
—Está cerrado con llave, señor —gritó Troy.
—Eche abajo la puerta.
Michael Lacey salió disparado hacia el pasillo y se colgó del brazo de Troy.
Encantado, el sargento lo aferró por las muñecas, y le colocó los brazos detrás de la
espalda.
Página 163
—Ya vale, sargento, ya vale. —Barnaby se acercó a ellos—. No se escapará, ¿no
es así, señor Lacey?
Troy soltó a Lacey y éste les lanzó una mirada furibunda. Pero en su expresión
había algo más que rabia. Había temor.
—¿Por qué no abre usted la puerta y nos ahorra problemas? —le preguntó el
inspector jefe.
Lacey no se dio por aludido. Troy apoyó el hombro sobre la puerta. Cedió al
cuarto empellón. La colocó en el vestíbulo y retrocedió, sin apartar la vista de Lacey
que estaba apoyado contra la barandilla de las escaleras, inmóvil, con el rostro
inexpresivo.
Barnaby entró en el estudio; le pareció del todo inocente. Y meticulosamente
ordenado en comparación con el resto de la casa. Algunas telas estaban apiladas
contra la pared, una o dos atadas con una cuerda. Una sábana cubría el caballete; la
tela así oculta le daba forma de cuadrado. El suelo aparecía limpio y barrido y en el
aire flotaba un aroma de aguarrás y resina. Sobre una mesa de caballetes había gran
variedad de jarros y pinceles bien ordenados y un calentador Calorgas apagado, en un
rincón.
En el vestíbulo, Troy esperaba, con las piernas separadas, dispuesto a todo. Por
encima de su cabeza, el contador eléctrico zumbó como una abeja atrapada. Levantó
la vista. Unos delgados cables grises serpeaban libremente. Era extraño ver un
contador en una casa particular. Muchos inquilinos de viviendas de protección oficial
los tenían, por supuesto. En la mayoría de los casos estaban regulados en un valor
demasiado alto para que al vaciarlos sobrara algo de dinero. Un ruido
condenadamente molesto. Se volvió y miró hacia arriba. No era el contador lo que
zumbaba. Eran moscas. Docenas de moscas; unos enormes y sucios moscones
azulados con alas iridiscentes. Estaban apelotonados sobre algo. Algo atascado detrás
del contador. Se irguió sobre la punta de los pies y miró con más atención.
—Jefe… —Barnaby se presentó de inmediato—. ¡Mire ahí arriba!
—Traiga una silla… y algo con qué sujetarlo.
Troy se subió a una de las sillas del comedor con una toalla de té sucia en la mano
y tiró del cuchillo. Estaba cubierto de manchas oscuras. Las moscas levantaron vuelo
lentamente pero no se alejaron demasiado. Mientras Troy sujetaba el cuchillo, los
insectos revolotearon sobre su mano. Barnaby miró a Michael Lacey, y éste se apartó
de la baranda y fue hacia ellos, contemplando el cuchillo con gran asombro.
—¿Puede explicarnos qué hace esto detrás de su contador, señor Lacey?
—Por supuesto que no puedo.
—¿Es suyo el cuchillo?
Al ver que Lacey no contestaba Troy le dio un codazo muy poco gentil y le dijo:
—El inspector jefe le está hablando.
—No lo sé… —Lo examinó más de cerca, frunciendo los labios en una mueca de
asco—. Sí; es el cuchillo que usamos para las verduras.
Página 164
—¿Y dónde ha escondido las ropas, señor Lacey?
—¿Qué?
—El mono, el gorro, los guantes. Los leotardos.
—Los leotardos. ¿Por qué me toma? ¿Por un travestí?
—La ropa que llevaba puesta —continuó Barnaby, implacable— cuando mató a
la señora Rainbird.
—¿Cuando yo qué…? —Lacey lo miró con la boca abierta—. Está loco de
remate. A mí no va a achacármelo. He oído todo tipo de comentarios sobre la
corrupción policial. Seguro que ustedes mismos se han encargado de poner ahí el
cuchillo. Han venido antes, cuando yo no estaba.
Barnaby se disponía a regresar al estudio cuando Lacey echó a correr. Apartó de
un fuerte empellón al inspector jefe, golpeó a Troy en el pecho, salió disparado por la
puerta y atravesó a toda velocidad el descampado que había delante de la cabaña.
Troy se puso en pie, salió tras él y lo redujo cerca del coche. Cuando Barnaby se
acercó, Lacey estaba esposado y Troy tenía el rostro sonrosado por el esfuerzo y el
orgullo.
—Suba al coche, Lacey.
El prisionero de Barnaby se lo quedó mirando. Aquella mirada contenía todo lo
que esperaba ver, miedo y desesperación, pero aquellos ojos ocultaban algo más. Una
expresión perturbadora para la que el inspector jefe carecía de nombre. Troy metió al
hombre en el asiento trasero. Barnaby guardó el cuchillo en el maletero y luego le
preguntó:
—¿Tiene llave para poder cerrar la casa?
—Nunca cierro con llave.
Partieron. Cuando Troy aminoró la marcha para acercarse a la confluencia de
Church Lane y Street, Katherine Lacey doblaba la esquina llevando dos perros. Había
luz suficiente como para que pudiera reconocer a Barnaby, y le sonrió a medias.
Entonces vio a su hermano y su rostro cambió de expresión.
—¿Michael? —gritó y comenzó a cruzar el camino para dirigirse hacia ellos. Él
levantó las muñecas esposadas, trazó un cuadrado alrededor de su cara y le gritó:
—¡Mira qué cuadro!
Después, el coche cogió velocidad y se alejó.
Página 165
VIII
Página 166
estómago no dejaba de experimentar una desagradable opresión. Un estómago
insatisfecho. Cuando lo alimentaba, se quejaba, y si no lo hacía, más quejas. Pero
todo estaba en orden. Las frases cansadas que normalmente nunca solía utilizar le
saltaban a la mente. Un caso abierto y cerrado. Lo pescamos infraganti. No había
problemas.
Echó la comida china en la papelera gris de metal y se levantó del asiento.
—Estoy hasta el gorro —le dijo al despacho en general—. Nos veremos por la
mañana.
Troy, que seguía cumpliendo su turno de doce horas, se puso en pie de un salto,
acompañó a Barnaby hasta la puerta principal, y la sujetó para permitirle pasar.
—Vaya sesión la de hoy, ¿no? —le comentó con el rostro bruñido de satisfacción.
—¿Por qué lo dice?
—Pues lo digo —repuso Troy avanzando al lado de Barnaby quien se dirigía al
aparcamiento—, porque, ¿cuántas veces en su carrera ha arrestado dos asesinos en un
mismo día? Es una ocasión única en la vida, ¿no le parece, jefe? —Barnaby abrió la
puerta de su Orion y el sargento añadió—: Dios mío, en mi vida he visto muchos
mentirosos, pero ese Lacey…
—Hasta mañana, sargento.
Troy lanzó una última mirada brillante por la ventanilla e inquirió:
—Un caso abierto y cerrado, ¿no le parece, jefe?
Se quedó observando mientras el coche azul se alejaba. Pedazo de amargado.
Troy pensó entonces que si a él le hubiera tocado un doble acierto como aquél, habría
convidado a copas a todos los muchachos y antes de concluida la noche, tendría en la
guantera de su coche las bragas de la agente Brierly.
Arbury Crescent estaba en silencio cuando Barnaby metió el coche en el garaje.
Los suburbios soñaban. Todavía se veían unos cuantos televisores despidiendo su
fulgor titubeante, pero la mayoría de los habitantes inocentes dormía; recuperaban
energías para la dura rutina de ir a trabajar a la ciudad.
—¿Eres tú, Tom? —le gritó Joyce, como tenía siempre por costumbre.
Barnaby se detuvo un instante en el patio, miró hacia el jardín, a la oscura masa
de siluetas arbóreas. Las hojas crepitaban bajo la brisa nocturna y la luna las bañaba
de plata. Se alegró de no poder ver los parterres llenos de hierba. Hacía quince días
que no se dedicaba a ellos. Ese fin de semana le pediría a Joyce que le adelantara un
poco la tarea, sin cobrar, claro. Aquel desafortunado pensamiento le recordó su
trabajo y el suspiro de los árboles dejó de ser un consuelo. Entró en la casa.
—Te tengo preparada un poco de sopa caliente. —Joyce llevaba la bata y las
zapatillas, y se había desmaquillado.
—Ooh… —Barnaby cogió a su mujer por la cintura—. No deberías haberte
molestado.
—¿Cómo te ha ido hoy?
—Más o menos. —Barnaby cogió la jarra.
Página 167
—Lo siento, pero no es casera.
Agradecido, Barnaby aceptó la sopa y la bebió ávidamente. Estaba deliciosa.
Glutamato monosódico. Estabilizantes autorizados. HC y FCF. Todas aquellas ees
angustiantes. La dicha.
—¿No te habrás olvidado que este fin de semana vendrá Cully?
—La verdad, sí. —Barnaby se bebió todo el contenido de la jarra.
—¿Te apetece un poco más?
—No me importaría.
Le sirvió unos cazos más pero antes de que pudiera tomársela, lo abrazó.
—¿Tom?
—Mmm.
—Pareces triste. —Acercó la cabeza grisácea de su marido hacia su pecho suave
—. ¿Te apetecen unos mimos?
—Sí, por favor. —La besó. Tenía un olor dulce y fresco a pasta dentífrica y a la
loción para bebés que utilizaba como hidratante. Sintió una súbita y abrumadora
oleada de gratitud. Tanto ese día como todos los demás, por más negras que fueran
sus horas de trabajo, al anochecer llegaba a la base meta. Le acarició el pelo y añadió
—: Y no sólo porque esté triste.
Página 168
IX
H acía un bonito día para una boda. Los arcos de piedra estaban cubiertos por
cascadas de lúpulo entrelazadas con jazmines; unos ramilletes anticuados
adornaban los extremos de cada banco. Las barandillas del altar estaban tapizadas de
nardos. La novia esperaba: una columna brillante de níveo satén y espumoso encaje,
incomparablemente hermosa. El novio avanzaba por el pasillo en su silla de ruedas.
Al detenerse delante de los escalones del antealtar, la novia se volvía y lo miraba
fijamente; su cara se transformaba poco a poco en una máscara horrorizada.
Firmemente apoyada en los inmaculados hombros del novio aparecía una calavera
sonriente. El vicario decía:
—Queridos hermanos… —Los allí congregados sonreían. Nadie parecía notar
nada fuera de lugar. Las campanas tañían. Y tañían. Y tañían.
Barnaby tanteó desmañadamente en su mesilla de noche. Le dio la vuelta al
despertador. Por el amor de Dios, las cinco y media. Descolgó torpemente el teléfono.
—Barnaby. —Escuchó un momento y se despertó del todo—. Cristo santo… ¿Ha
llamado a Bullard?… No… En seguida voy para allá.
Joyce se volvió hacia él.
—Cariño… ¿qué ocurre?
Él ya se había levantado y se estaba vistiendo.
—Tengo que marcharme… No te levantes.
Con esfuerzo, ella logró sentarse y acomodar las almohadas.
—Tendrás que desayunar algo.
—La cantina abre a las seis. Ya tomaré algo allí.
Página 169
tiempo tendría que seguir adelante sabiendo que Henry y Katherine vivían felices en
Tye House. De todos modos…
El sargento encargado de la custodia entró en el despacho del inspector jefe
Barnaby y cerró muy despacio la puerta, como si ésta fuera de frágil cristal. Echó una
mirada a la figura sentada al escritorio y con eso le bastó. Durante el tiempo que duró
la entrevista no apartó la vista del suelo.
—Muy bien, Bateman… hable.
—Sí, señor. No ha sido…
—Y si me dice que no ha sido culpa suya, le haré tragar este archivador.
—Sí, señor.
—Empiece desde el principio.
—Bien. Acepté a la prisionera pero antes de que pudiera rellenar el formulario de
custodia, me pidió permiso para ir al lavabo.
—¿No la habrá dejado ir sola?
Bateman carraspeó y repuso:
—Verá, señor, ocurre que las agentes Brierly y McKinley estaban cacheando a un
par de prostitutas que habíamos detenido en el distrito. Envié a alguien a que
acompañara a la prisionera hasta la puerta…
—Qué maravilla, sargento. Brillante idea. La vigilaría mirando a través de la
puerta, ¿no? Para ver si tramaba algo, ¿no?
—No, señor.
—No, señor. ¿Se llevó algo al lavabo?
Bateman tragó saliva, apartó la vista del suelo y miró por la ventana.
—El bolso…
—¡Más alto! Estoy medio sordo.
—El bolso, señor.
—No me lo puedo creer. —Barnaby sepultó el rostro entre las manos—. Siga.
—Bueno… Preparé el formulario… y después la llevé abajo. Hicimos una lista de
sus cosas, y le entregamos un recibo. La acomodé y le di una taza de té. Cuando hice
la primera ronda dormía profundamente.
—¿Entonces cuándo se tomó las pastillas?
—Con el té, supongo. En el lavabo debió de esconderlas en la palma de la mano.
Llevaba una chaqueta de punto con un bolsillo y un pañuelo. Cuando registré el
contenido del bolso —balbuceó el hombre para justificarse— le encontré un frasco de
somníferos con media docena de pastillas. Incluso me preguntó si podía tomarse una.
Fue muy lista…
—Mucho más lista que usted, de eso no cabe duda.
—Si el frasco hubiera estado vacío, habría sospechado, claro…
—El hecho mismo de que llevara somníferos en el bolso debería haber bastado
para que sospechara de ella, maldita sea. ¿O acaso cree que la gente toma pastillas
para dormir mientras se ocupa de sus asuntos cotidianos?
Página 170
—No, señor.
—¿En Sainsbury’s o en Boot’s? ¿O cuando están en la biblioteca? —Silencio—.
¿Cuándo se dio cuenta de que había muerto?
—En la tercera ronda, señor. Poco antes de las cinco. Noté que no respiraba.
Llamé en seguida al médico de la policía, pero ya era demasiado tarde.
—¡Maldita sea! Si no respiraba está claro que ya era demasiado tarde, ¿no le
parece?
El sargento, con el rostro rígido por la mortificación y el bochorno, murmuró:
—Sí, señor.
—Bateman, es usted tan útil al cuerpo como un suspensorio masculino en un
convento de monjas. —Silencio—. Lo haré degradar. —Pausa—. Y eso, para
empezar.
—Si pudiera…
—Queda suspendido de empleo y sueldo. Se le notificará cuándo será la
audiencia. Y no quiero volver a verle la cara hasta entonces. Fuera de aquí.
La puerta acababa de cerrarse tras el desdichado sargento cuando volvió a abrirse
para dar paso a un joven agente.
—Señor, el prisionero de la celda tres quiere hacer una declaración sobre sus
actividades de ayer por la tarde.
—Supongo que lleva usted con nosotros el tiempo suficiente como para
encargarse de eso sin padecer un ataque de estrés.
—Lo siento, pero quiere hablar con usted.
El prisionero de la celda tres estaba terminando de desayunar, limpiaba el plato
con un trozo de pan.
—Una estrella en comodidad, inspector, pero la cocina se merece sin duda dos.
No recuerdo cuándo fue la última vez que me comí un huevo escalfado tan bueno
como éste.
—Dése prisa y diga lo que tenga que decirme.
—Me gustaría irme a mi casa ahora mismo.
—¡Lacey, nada de juegos! —Barnaby se acercó al hombre que estaba en la cama
y se inclinó de modo tal que sus caras estuvieron a menos de un palmo de distancia
—. Estoy de usted hasta aquí. —Le habló despacio y en voz baja pero la corriente de
ira que fluía de él era casi palpable. Lacey se apartó y palideció. El injerto de piel
permaneció inmutable y resaltaba tenso y rosado—. Y debo advertirle —prosiguió
Barnaby—, que si ayer me mintió, se encuentra usted en serios problemas.
—No, no le mentí… es decir, técnicamente… —Hablaba ahora deprisa, de un
modo poco fluido, se le notaba un cierto tono de ansiedad—. Cuando le dije que
estuve toda la tarde trabajando era verdad. Hice unos bocetos preliminares para un
óleo que voy a pintarle a Judy Lessiter. Hace tiempo que lo tenía pensado y ayer me
llamó a las doce para recordármelo. Trabajamos en el jardín.
Barnaby inspiró hondo, pugnando por no perder la calma.
Página 171
—¿Pero no suele trabajar usted en su casa?
—Los bocetos se pueden hacer en cualquier parte. Además, me invitó a comer. Y
nunca rechazo una comida decente.
—¿A qué hora llegó?
—A eso de la una y media. Empezamos a trabajar después de las dos y estuvimos
ocupados hasta eso de las cuatro. Hicimos una pausa para tomar té y pasteles.
Seguimos trabajando hasta las cinco y después me fui.
—¿Y por qué —le preguntó Barnaby con la voz tensa por el esfuerzo de
controlarse— no me dijo todo esto ayer?
—Pues… la verdad, no lo sé. —Michael Lacey tragó saliva nerviosamente—.
Supongo que me asombré tanto cuando descubrieron el cuchillo que… me asusté y
cuando quise darme cuenta, estaba esposado, dentro del coche y después… metido en
una de sus celdas grises. —Intentó sonreír. El inspector jefe no respondió—. Y no sé,
cuanto más esperaba para contárselo, más difícil se me hacía, por eso decidí
consultarlo con la almohada y dejarlo para la mañana. —Se produjo un largo y
pesado silencio después del cual, Lacey se puso en pie y un tanto inseguro preguntó
—: ¿Me puedo marchar ahora?
—No, Lacey, no se puede marchar ahora. —Barnaby se alejó—. Le diré una cosa.
No sabe usted la suerte que tiene. Conozco a otros hombres que lo habrían encerrado
tras esos barrotes media docena de veces si hubiera jugado con ellos como ha jugado
conmigo. —Cerró de un portazo, echó la llave y luego la colgó en el panel.
Al subir las escaleras para dirigirse a la sala general, notó que cerraba y abría los
puños con furia. Cambió de rumbo, fue a su despacho y esperó junto a la ventana,
pugnando por calmarse. Su cabeza era un hervidero, le ardía la piel, notaba como una
banda de acero en la frente y el estómago le corcoveaba como un potro enloquecido.
Se sintió enfermo de rabia y frustración. Pero no se sintió decepcionado. Porque
desde el fondo de su corazón había sabido desde el momento en que vio a Lacey
mirar incrédulo el cuchillo manchado de sangre que era todo demasiado fácil. Cogido
infraganti. Sin problemas. Un caso abierto y cerrado.
Se sentó en la silla, detrás del escritorio y cerró los ojos. Poco a poco el pulso y el
ritmo cardíaco le fueron bajando. Respiró lenta y uniformemente. Pasaron cinco
largos minutos y se obligó a permanecer sentado otros cinco más. Para entonces, le
pareció que había recuperado más o menos la normalidad, y con ella, por
sorprendente que fuese, el apetito. Echó un vistazo al reloj. Si se daba prisa, tendría
tiempo para exponer a sus arterias al consuelo de una rápida fritura en la cantina y
para ver a Judy Lessiter antes de que ésta se marchara a trabajar.
Página 172
X
Página 173
Había sacado una tarta de queso del congelador, la había metido en el
microondas, había tomado un baño rápido y se había puesto y quitado tres vestidos.
Había incluso ensayado con el maquillaje de Barbara. Michael había llegado media
hora más tarde con una libreta de bocetos y de inmediato le pidió que fuera a lavarse
la cara.
Almorzaron en el jardín y él se pasó las dos horas siguientes dibujando de un
modo rápido pero indiferente mientras ella procuraba no moverse y no mirarlo todo el
tiempo. Michael tiró muchos de los bocetos. Pero no con rabia, arrugándolos y
lanzándolos lejos, sino dejándolos caer de un modo impersonal, como caen las hojas
de los árboles. A eso de las cuatro, alrededor de sus pies había un pequeño mar de
hojas y en el portafolio había guardado media docena de bocetos. Ella había
preparado un poco de té y lo tomaron junto con un pastel de jengibre sentados en el
banco de madera que había alrededor del cedro gigantesco.
—¿Puedo guardarme uno de éstos? —le había pedido ella recogiendo uno de los
bocetos del suelo.
—No.
—Pero Michael —había protestado echando un vistazo al papel—, si es precioso.
—Es horrible. Son todos horribles. Prométeme que los quemarás. O que los
tirarás a la basura.
Ella asintió tristemente y le sirvió más té. Él cogió su libreta y al cabo de unos
minutos le entregó un boceto diciéndole:
—Puedes quedarte con éste.
Estaba todo allí. La triste curva de sus labios, los ojos hermosos, los dedos torpes
asiendo la tetera, la línea tozuda aunque dócil del cuello. Lo había firmado
claramente M. L. Era tan exacto y tan cruel. Judy sintió que se le cerraba la garganta
en un preludio de las lágrimas y, consciente de que nada hubiese fastidiado más a
Michael, parpadeó para no dejarlas caer.
—Ey, Jude… —canturreó él en voz baja—, no tengas miedo… —Dejó la taza en
el césped y le tocó el brazo—. Tendrías que marcharte de esta casa. Alejarte de esos
dos miserables.
Ella se bebió el té de golpe y repuso:
—Se dice fácil.
—Bueno, no lo sé. Cuando empiece a viajar por Europa necesitaré una burra de
carga completamente servil que además me haga de modelo. Quizá te lleve conmigo.
—Y después la besó. En la boca.
Judy cerró los ojos. Inspiró el aroma del cedro y la dulzura del jengibre, sintió
cada una de las migajas húmedas de pastel en la punta de los dedos, oyó cantar a un
mirlo. El beso duró una millonésima de segundo. Y un siglo. En el mismo instante en
que pasaba, «Recordaré este momento el resto de mi vida», ya había acabado.
—Te he preguntado si quieres más café.
Judy miró a su madrastra con rostro inexpresivo y respondió:
Página 174
—No, gracias.
—¿Trevor?
No hubo respuesta. Barbara se sirvió una segunda taza para ella, desenrolló la
última edición de Country Life y luego la dejó a un lado con cara de asco. A ese paso,
acabaría llevando medias de lana y zapatos de cordón estilo monacal. De todos
modos, ya nadie lo leía. Iba a parar directamente a la sala de espera. Decidió cancelar
la suscripción y comprar otra cosa con un poco más de vivacidad. Eso iba a
aumentarle la tensión sanguínea a los ancianitos. Mordisqueó una tostada untada de
mantequilla y observó disimuladamente la corbata de su marido. Entre eso y Judy que
tenía todo el aspecto de salir de un anuncio de MacDonald’s, el día empezaba de
maravilla. Y sólo faltaban (echó una ojeada al reloj de pulsera tachonado de
diamantes) seis horas para el meneíto. Sonó el timbre.
—¿Quién diablos será a estas horas de la mañana?
—Ya voy yo. —Barbara salió y regresó acompañada por el inspector jefe
Barnaby.
—¿Qué hora del día se cree que es? —inquirió el doctor, iracundo.
—¿Señorita Lessiter?
—¿Sí? —Judy se puso rápidamente de pie como una colegiala—. ¿Qué ocurre?
—Quisiera hacerle unas preguntas sobre ayer a la tarde, si no le importa. Sobre
sus actividades…
—Anoche ya vino alguien a preguntárnoslo —le espetó Lessiter.
—No te preocupes —le dijo Judy—. No me importa volver a hablar de lo mismo.
Estuve en casa. Tenía la tarde libre. Y vino a verme mi amigo Michael… Michael
Lacey estuvo aquí conmigo. Preparó unos bocetos preliminares para el cuadro que
espera poder empezar pronto.
—¿Podría decirme cuándo lo organizó?
—Pues lo llamé yo… —Barbara Lessiter ocultó una sonrisa con la mano, como al
descuido—. Aunque lo primero que me dijo en cuanto contestó al teléfono fue que
iba a llamarme. —Miró fijamente a las dos personas sentadas a la mesa. Parecía
desafiante y vulnerable—. ¿Por qué es tan importante?
—Alguien ha declarado que vio al señor Lacey entrar en casa de los Rainbird a
eso de las cuatro de la tarde.
—¡No! —gritó Judy horrorizada—. No es verdad. No puede ser. Estaba conmigo.
¿Por qué todo el mundo se mete siempre con él? ¿Por qué tratan de ponerlo en
aprietos?
En esta ocasión Barbara ni siquiera se molestó en tratar de ocultar la sonrisa. Judy
se volvió y señaló con el dedo a su madrastra.
—¡Con ella tiene que hablar! ¿Por qué no le hace unas cuantas preguntas?
—¿A mí? —inquirió Barbara entre divertida y asombrada.
—Pregúntele dónde está su abrigo de pieles. Y por qué trata de conseguir cinco
mil libras. ¡Pregúntele por qué la están chantajeando!
Página 175
Lanzando un grito de ira, Barbara Lessiter se levantó de un salto y arrojó el café a
la cara de su hijastra. Judy chilló:
—¡Mi vestido… mi vestido!
El doctor Lessiter agarró a su mujer y le sujetó los brazos a los costados. Judy
salió corriendo del cuarto. Su padre fue tras ella. Barbara, súbitamente libre, se dejó
caer en la silla más próxima. Siguió un largo silencio.
—Y bien, señora Lessiter, ¿por qué la están chantajeando? —preguntó Barnaby.
—Es una tontería. No sé de dónde habrá sacado esa foca semejante idea.
—Quizá debería saber que hemos encontrado muchos archivos, copias de cartas y
documentos en la casa de la difunta señora Rainbird. —Esta vez el silencio fue
todavía más prolongado—. ¿Preferiría acompañarme a la comisaría para…?
—Cielos, no. Espere… —Se dirigió al aparador y con dedos temblorosos sacó un
cigarrillo y lo encendió—. Recibí una carta de ella hace una semana.
—¿Estaba firmada?
—Sí. «Tu amiga, Iris Rainbird». La escribió en ese horrible papel lila que huele a
flores muertas. Sólo me decía que sabían lo que estaba pasando y que si no quería que
mi marido se enterara de los jugosos detalles, me costaría cinco mil libras. Me daba
una semana para reunir esa cantidad y me decía que después volvería a ponerse en
contacto conmigo.
—¿Y a qué se refería?
—A lo mío con David Whiteley.
—Ya. —La mente de Barnaby retrocedió. Ella pudo haber sido la mujer del
bosque (no contaba con una coartada comprobable). Y David Whiteley podía ser el
hombre (ídem). En el momento en que mataron a la señorita Simpson, Barbara
Lessiter había salido a dar una vuelta en coche. Y podía muy bien haber entrado por
la ventana de la despensa. Vaciló un momento mientras trataba de pensar cómo
formular del modo más delicado posible la siguiente pregunta, cuando la mujer del
doctor le proporcionó la respuesta.
—Solíamos usar su coche. Los asientos son abatibles. Me decía dónde estaba
trabajando. Yo me iba hasta allí en coche. Lo ocultaba detrás de un seto o de unos
árboles y nos adentrábamos en la finca durante media hora.
Una a favor del sargento Troy, pensó Barnaby y luego preguntó:
—¿Y cree usted que uno de los Rainbird pudo haberlos visto?
—Oh, no. —Sacudió la cabeza—. Imposible. Pero hubo una ocasión… Habíamos
quedado en vernos a eso de las tres pero Henry lo retuvo en la oficina toda la tarde.
Cuando se hicieron las cinco de la tarde, sabía que estaría en su casa y me fui a verlo
en mi coche. —Barnaby recordó la libreta. La señora L aparcó el coche en el garaje
de W. Y el asterisco rojo.
—Habíamos acordado que aquello era algo que yo jamás haría, pero no podía
esperar, ¿sabe? Me moría por acostarme con él. —Miró a Barnaby, desafiante—.
Supongo que le sorprenderá, ¿no? —Barnaby logró poner cara de leve reproche—. Y
Página 176
a él le pasaba igual. Ni siquiera me dejó bajar del coche. Después, subimos a su
cuarto y volvimos a empezar.
La descripción no tenía nada de amatorio. Ni siquiera se molestó en utilizar el
confortante eufemismo «hacer el amor». El amor, tal como Barnaby concebía la
palabra, probablemente no había formado parte del acuerdo entre los dos. Preguntó si
la tarde anterior habían estado juntos.
—Sí. Nos encontramos a eso de las tres y media. Llevaba la cosechadora, de
manera que no tenía el Citroën. Pero nos arreglamos en el asiento delantero de mi
Honda. Estuvimos juntos aproximadamente una hora.
—Bien, gracias por su cooperación, señora Lessiter. —Barnaby se volvió para
marcharse—. Quizá tenga que volver a hablar con usted.
—Ya sabe dónde encontrarme. —Ella también se volvió, pero se detuvo para
mirar por encima del hombro del inspector jefe. El doctor Lessiter estaba de pie en el
umbral de la puerta. Al marcharse, Barnaby logró verlo de reojo. En el rostro del
doctor, la ira y el triunfo pugnaban por conseguir la supremacía.
Al cerrarse la puerta tras el inspector jefe, Trevor Lessiter dijo:
—No estaría tan seguro de eso.
—¿Cuánto has oído?
—Más que suficiente.
La ira y el triunfo se disolvieron en una mirada de intensa satisfacción. La
observó con detenimiento, efectuando un escrutinio reconfortante. Había empezado a
bajar a desayunar sin lo que ella misma llamaba sus pinturas de guerra. Algo que
jamás habría hecho en los primeros tiempos de casados. Y se le notaban los años.
Tardaría mucho en encontrar otro primo como él. Pero tal vez no le hiciera falta. Si se
doblegaba. Si hacía lo que se le ordenaba. Disponía de demasiado tiempo libre, ése
era su problema. Demasiado tiempo libre y demasiado dinero. Para empezar, le
quitaría su asignación mensual. Y el coche. Y la ayuda de la señora Holland.
Mantener limpia y ordenada una casa de aquel tamaño, cocinar para tres, cuidar del
jardín, y los deberes corrientes de la esposa de un médico mantendrían ocupada a
Barbara. Y por la noche habría otros deberes. Ya se encargaría él de que no le
escatimara nada en ese plano. Una vez por noche, cada noche, y más si le apetecía.
Después había montones de pequeñas variantes que había aprendido en el Casa Nova.
Podría aprendérselas todas sólo para empezar. Él continuaría yendo al club, por
supuesto (no podía defraudar a la pequeña Krystal), aunque no con tanta frecuencia.
De sólo pensar en el dinero que se había gastado en los últimos dos años mientras su
esposa había estado… Se acordó de su tensión sanguínea y trató de tomárselo con
calma. Sí, señor, la muy zorra tenía muchas cosas que pagarle (cada puerta cerrada
con llave, cada jaqueca, cada respuesta cortante), y bien que se las pagaría, si no, a la
calle. Recordó el agujero barato y sin clase en el que vivía cuando se conocieron.
Aquel lugar tendría que haberle dado algún indicio acerca de cómo era. Haría lo que
fuera antes de volver a un lugar como aquél. La haría bailar al son de su música, vaya
Página 177
si la haría bailar. Se imaginó un futuro rosado, lleno de sensuales delicias y comenzó
a explicarle la situación a su mujer.
Barbara escuchó su monótono discurso. De vez en cuando, el doctor se alzaba
sobre la punta de los pies, acunándose el vientre protuberante entre los dedos
abiertos. Tenía que hacer esto. Tenía que hacer aquello. Tenía que ser una madre
amante con esa torpe insociable de ojos saltones de Judy. Y escuchar y atender
caritativamente a los piojosos de sus pacientes cuando empezaban con sus letanías.
Se habló incluso de comidas con cuatro platos.
Barbara pensó en el dinero del chantaje que guardaba arriba, en el bolso. Cuatro
mil libras. Y eso que todavía no se había vendido el reloj. Podía reunir lo suficiente
como para pagar la entrada de una casa. ¿Pero qué clase de casa sería? Un cuchitril en
una urbanización como el que tenían sus padres, donde con toda probabilidad
seguirían viviendo si no se habían muerto. De vuelta al principio pero con una
venganza. ¿Y cómo demonios iba a pagar una hipoteca? ¿A su edad qué clase de
trabajo iba a conseguir? Claro que siendo propietaria de un inmueble podía alquilar
habitaciones. Con extras opcionales si hacía falta. Pero si iba a pasarse el resto de su
vida combatiendo entre las sábanas, ¿por qué no hacerlo allí mismo, rodeada de
comodidades? Le quedaba siempre la solución de tenderse de espaldas y pensar en
Capri. O en Ibiza. O en la Costa Azul.
Miró por la ventana. Bajo los hipnóticos aspersores vio brillar el dulce césped.
Vio los árboles en flor y la terraza con sus mesas y sus parasoles y sus urnas
rebosantes de flores. Paseó entonces la mirada por la sala. Gruesas alfombras chinas,
mullidos sillones, mesas de ónix, planchas verdes y doradas unas metidas dentro de
las otras. Todo lo que tenía que hacer era fingir. Saldría adelante. Al fin y al cabo, se
había pasado toda la vida fingiendo.
Miró a su marido. Se estaba entusiasmando con su papel. Los ojos saltones y
colorados miraban fijamente, un leve tic malévolo le torcía los labios. Tendría que
arreglárselas sin el coche. Tres en una sola casa era algo ridículo. Habría que despedir
a la señora Holland. Y revisar drásticamente las horas del jardinero. A Barbara no le
vendría nada mal enterarse de lo que era un duro día de trabajo. O una dura noche de
trabajo, ya que estaba. Los días de gorronería se habían acabado. Ah… eso sí que la
había tocado en lo más hondo. Por fin se había dado cuenta de lo que valía un peine.
Barbara se le acercaba con una tierna sonrisa en los labios. Le tendía una mano y se
la posaba suavemente en el brazo.
—Vete a la mierda, pichoncito —le dijo ella.
Página 178
XI
B arnaby estaba sentado dentro del Orion, al final de Church Lane. Tenía las
ventanillas abiertas y el sol le calentaba la cara. Estaba pensando.
La coartada de Lacey, tal como él se lo esperaba, quedaba confirmada. El hombre
era inocente del asesinato de Iris Rainbird. Sin embargo, había tratado de huir. ¿Por
qué? ¿Sería cierto que se había asustado? ¿Que había presentido que le tendían una
trampa? ¿Que le caían encima los primeros pliegues de una red lanzada por una mano
invisible? Era posible y Barnaby lo sabía. Más de una vez había visto a muchas
personas reaccionar con menos provocaciones. Lacey había salido disparado como un
rayo y sin embargo Troy, que había tenido que levantarse del suelo antes de ir tras él,
había logrado atraparlo y derribarlo antes de que el joven hubiera cubierto apenas
unos cuantos metros.
Barnaby recordó la escena y la cara de Lacey se sobreimprimió en el ojo de su
mente. Primero había visto en ella el asombro. Luego el pánico. Y algo más. Se
habían mirado un instante antes de que Lacey acabara esposado en el asiento trasero
del coche y Barnaby había notado una tercera emoción reflejada en aquellos ojos.
Inesperada y fuera de lugar. ¿Qué emoción era? A Barnaby le empezaron los sudores
mientras pugnaba por recordar exactamente esos pocos segundos, tan fugaces e
imprecisos.
Entonces lo supo. Alivio. Ésa era la tercera emoción. Aferrándose de este nuevo
dato, volvió a repasar la escena por segunda vez. Lacey huía; Lacey era cogido sin
duda antes de lo necesario; Lacey aliviado. ¿Cuándo había echado a correr
exactamente? No lo había hecho, como era de esperarse, cuando descubrieron el
cuchillo. Sino minutos después, cuando Barnaby se disponía a entrar otra vez en el
estudio. Tenía que ser eso. Habían encontrado algo en Holly Cottage. Pero no habían
encontrado lo que Lacey temía que encontrasen.
Barnaby se bajó del coche y cruzó el camino. Tenía la boca reseca y sentía cómo
el corazón le saltaba en el pecho. Mientras andaba recordó el estudio. Limpio.
Profesional. Mesas de caballete. Pinceles y pinturas. Nada fuera de lo corriente, pero
mientras bajaba rápidamente por el sendero de tierra, se reforzó su convicción de que
su súbita percepción era correcta.
Holly Cottage, sin el calor del sol, volvía a parecer fría y gris. Barnaby abrió la
puerta principal, se asomó a las escaleras y gritó:
—¡Señorita Lacey!
Le pareció poco probable que la muchacha hubiera dormido allí la noche anterior
pero, por si acaso, no quiso asustarla. Nadie respondió. Cruzó la abertura sin puerta
que conducía al estudio.
Página 179
Todo parecía exactamente igual. Levantó todos los tarros, tubos y latas; abrió y
olió. No parecían contener nada fuera de lugar. Los pinceles eran sólo pinceles. Había
muchos libros de bolsillo y catálogos de arte en el armario del rincón. Los abrió y
agitó las páginas. Al suelo no cayó ninguna carta incriminatoria. Había un pote con
alcohol limpio, otro sucio de pintura, unos cuantos trapos, algunos limpios y
doblados prolijamente, algunos manchados y arrugados. El alféizar de la ventana
estaba vacío. Barnaby se concentró entonces en las pinturas.
No sabía a ciencia cierta qué esperaba encontrar. Iris Rainbird las había calificado
de horribles y violentas. Barnaby fue consciente de que aquella observación había
encendido en su pecho la innoble esperanza, después de haber conocido al hombre,
de que Lacey careciera de talento. Esperanza que ahora se veía bruscamente
desbaratada.
La primera tela que cogió era el retrato de Daniel Rainbird. Era sorprendente. La
pintura brillaba como si estuviera fresca. Una combinación de grises y amarillos
ocres le recordó a Barnaby una masa de arcilla pegajosa. De cerca, la pintura parecía
inacabada, casi cruda, pero colocada en el alféizar de la ventana y a unos metros de
distancia, se llenaba instantáneamente de una vida complicada. Daniel llevaba una
camisa con el cuello desabrochado, el contorno de la prenda, al igual que sus manos,
se veían borrosos, se fundían con el oscuro fondo. Las clavículas destacaban a través
de la piel fina y clara; eran frágiles como los huesos de un pajarillo. Los planos de su
cara eran unas densas capas de pintura amarilla que, milagrosamente, lograban
sugerir el sutil tejido vivo de la carne verdadera con todos sus secretos y
fluctuaciones. La boca aparecía firmemente controlada y la mirada se volvía hacia
adentro reflejando los pensamientos del modelo. En los ojos se le veía la soledad y la
pena. El pintor había comprendido y volcado en la tela mucho más que el aspecto
físico de Daniel Rainbird. Había dejado expuesto el lado secreto del corazón de aquel
hombre. Con razón su madre había odiado el cuadro.
Otro retrato. Una anciana con un ramillete de violetas. Sus ojos se hundían en una
cara oscura y marchita. Su expresión contenía toda la gravedad de los viejos, sin
embargo, sus labios sonreían con una ligereza y una gracia juveniles. Las violetas
exhibían un leve halo plateado allí donde el rocío había hecho mella. Barnaby
encontró varias pinturas abstractas y varios paisajes, y muy en contra de su voluntad,
sintió una oleada de admiración al volverlos de cara a él. Con todo aquello en la
cabeza, era lógico que a Lacey le importara un rábano el paisaje circundante.
Campos de maíz con amapolas, una ribera tapizada de flores silvestres, otros dos
que podían haber sido del jardín de la señorita Simpson. Aquello se encontraba a años
luz del naturalismo cuidadoso y discreto al que apuntaba el club de arte al que
Barnaby pertenecía. Había allí cielos de bronce arqueados sobre playas interminables,
casi incoloras; edificios rielando bajo el calor; jardines plagados de plantas y flores
vividas, todo bañado en una luz dorada. Los apoyó contra la pared revestida de
Página 180
madera y las telas parecían despedir rayos de sol, formando charcos brillantes sobre
el suelo de madera.
Los cuadros abstractos eran grandes y sencillos. Densas capas de pintura blanca y
en un rincón el nacimiento de una estrella. Anillos galácticos de color profundísimo
se encogían en un núcleo llameante negro como el alquitrán. Junto a éstos había un
portafolio. Barnaby lo abrió y extrajo un montón de dibujos. Los bocetos de Judy
Lessiter; realizados velozmente pero llenos de animación. Al verlos, Barnaby regresó
a la realidad y al motivo de su visita.
Volvió a mirar de cerca todas las pinturas. No parecían contener nada revelador.
Nada que indicara por qué debían guardarse tras puertas cerradas con llave. Al
retroceder chocó contra el caballete. Éste se inclinó hacia un costado y la vieja sábana
que lo cubría cayó al suelo. Barnaby enderezó el caballete y volvió a colocar la
sábana en su sitio. Tenía una forma rectangular sostenida por los dos travesaños. Pero
aquella forma era distinta de la que él había visto el día anterior. Menos sólida. Estaba
completamente seguro de que el día anterior había una tela bastante grande en aquel
caballete. Lo cual significaba que, entre aquel momento y éste, alguien había entrado
en la cabaña y se la había llevado.
Página 181
nerviosismo. Me cago en su estampa, pensó Barnaby—. En el momento en que fue
detenido me parece que en el caballete de su estudio había una tela bastante grande,
cubierta con una sábana.
—Lo dudo. Iba a empezar un retrato de Judy Lessiter, como usted bien sabrá.
Nunca trabajo en dos cosas a la vez.
—De todos modos, ésa fue mi impresión.
—Entonces su impresión era incorrecta, inspector jefe. ¿Disfrutó curioseando
entre mis cosas? ¿Qué le han parecido? —Y antes de que Barnaby pudiera
contestarle, agregó—: Déjeme que yo se lo diga, ¿puedo? No sabe usted nada de
pintura, pero sabe lo que le gusta.
Aguijoneado por la suposición paternalista de que no era más que un torpe
detective, un filisteo, Barnaby le espetó:
—Al contrario. Sé bastante de pintura y creo que posee usted un notable talento.
Observó a Lacey mientras le hablaba. Notó que su rostro cambiaba. La altanería y
la belicosidad desaparecieron. Una expresión de intenso placer le recorrió el rostro.
—Pues sí que es verdad —dijo, aunque en su voz no había arrogancia alguna.
Sólo felicidad entremezclada con una pizca de incertidumbre.
—Su técnica es muy segura. ¿Ha estudiado usted en alguna escuela de arte?
—¿Qué? —gritó lanzando una carcajada—. Sólo un período académico… y me
bastó. Son un atajo de pajoleros presuntuosos. Sólo existe un modo de aprender y es
sentándose a los pies de los grandes maestros. —La sinceridad de su tono despojó a
la frase de toda jactancia—. Iré al Prado. A los Uffizi. A Viena, a París, a Roma y a
Nueva York. Y aprenderé mi oficio. —Se produjo una larga pausa y luego inquirió—:
¿Ocurre algo, inspector? Parece usted… bueno… desconcertado. —Al ver que
Barnaby no le contestaba, se puso de pie—. Bueno… ¿Me puedo marchar ahora?
—¿Cómo? Ah… —Barnaby se puso de pie—, sí…, puede marcharse.
Michael Lacey fue hasta la puerta diciéndole al sargento Troy:
—Perdone usted —y luego añadió—, pero la verdad es que debería mantener la
boca cerrada, sargento. Podría coger alguna enfermedad desagradable.
Troy apretó las mandíbulas y lanzó una mirada enfurecida a la puerta que se
cerraba.
—¿Por qué diablos lo deja marchar, señor?
—Estuvo con la señorita Lessiter toda la tarde de ayer.
—Pero… la señora Quine lo vio.
—Vio a alguien, de eso no hay duda. A alguien que llevaba ropas y un gorro muy
parecidos a los que Lacey utiliza. Ahora la cuestión es —murmuró Barnaby—: si el
asesino tenía tanto interés en incriminar a Lacey, ¿por qué no hizo el trabajo completo
y dejó también en la cabaña las ropas? —Al comprender que las preguntas se las
formulaba el inspector a sí mismo, Troy se quedó callado—. Pues no pueden andar
muy lejos. Quienquiera que haya sido disponía de poco tiempo; con suerte, quizá la
búsqueda dé resultados y las encontremos hoy mismo. Me voy a la oficina del forense
Página 182
a ver qué novedades hay. Regreso dentro de diez minutos. Consígame un coche,
¿quiere? Y traiga una pala y un cubo. —Las mandíbulas de Troy volvieron a
separarse. Barnaby llegó hasta la puerta, se volvió y sonriendo sombríamente, agregó
—: Nos iremos a la playa.
Página 183
XII
Página 184
—¿Cómo…? ¿Quiere decir que ya sabe quién cometió los asesinatos?
—Sí.
—¿Los dos asesinatos?
—Los tres.
—Pero… no lo entiendo…
—¡Fíjese por dónde va, hombre!
—Lo siento, señor. —Troy miró cuidadosamente el camino durante unos instantes
y luego prosiguió—: Pero una cosa es segura, que Phyllis Cadell mató a la señora
Trace.
—No lo creo.
—Pero… lo confesó. Dios santo… pero si incluso se suicidó.
Barnaby no contestó. Se mantuvo en silencio hasta que entraron en Saint
Leonards. Al acercarse a la orilla del mar, le pidió al sargento que se detuviera y
preguntara cómo llegar a De Montfort Close a un viejo caballero rígidamente
adornado con patillas recubiertas de sal. Troy siguió sus indicaciones y se detuvo
delante de Sea Breeze, una casita blanca con un bonito jardín, indistinguible de otras
miles iguales. Barnaby se bajó pero frenó a Troy cuando éste hizo ademán de
seguirlo.
—¿No quiere que le acompañe, señor? ¿Para tomar declaración?
—Lo dudo. Es sólo información adicional. Lo llamaré si lo necesito. Una vez a
solas, el sargento le dio vueltas y más vueltas en la cabeza a los crípticos comentarios
de Barnaby. Desde el punto de vista de Troy no tenían mucho sentido. Más bien
ninguno. Tuvo que haber sido Lacey. Y la chica de los Lessiter lo protegía. Se notaba
a la legua que estaba loca por él. En lugar de dejar marchar a Lacey, Barnaby tendría
que haberla arrestado a ella como cómplice. Eso es lo que él habría hecho. ¿Porque
quién diablos pudo haber sido si no? Daniel estaba trabajando, Lessiter estaba
follando en el Casa Nova, la señora Lessiter y David Whiteley ídem en el Honda de
la primera, Katherine estaba con Henry. Y si la misma persona cometió los dos
asesinatos, eso eliminaba a Phyllis Cadell que no pudo haber sido la mujer del bosque
y que, por lo tanto, no tenía motivos para cargarse a la señorita Simpson. En
cualquier caso (y aquí Troy se inclinaba por darle la razón a Barnaby) su negativa
tenía un cierto aire de verdad. Al fin y al cabo, si estás confesando haber cometido un
asesinato, no tiene demasiado sentido que mientas para ocultar un segundo.
Y ella debió de haber matado a Bella Trace. Troy luchó por recordar el contenido
del informe periodístico. Ningún miembro del grupo pudo haber disparado, eso quedó
bien claro en la investigación. Katherine estaba en la casa preparando bocadillos de
modo que Phyllis Cadell fue la única… ¡Un momento! Los pensamientos de Troy
bullían frenéticamente en todas direcciones como hormigas enfurecidas. Uno de los
sospechosos no había explicado sus movimientos de ese día. ¿Dónde estaba Barbara
Lessiter? No había salido de cacería (habría sido todo un espectáculo verla) y no
contaba con una coartada definitiva. Ahora bien, ella pudo haber matado a la señorita
Página 185
Simpson. Y a la señora Rainbird. No había podido precisar con exactitud el tiempo
que había pasado en el coche en compañía de Whiteley. Y el evitar que sus relaciones
se descubriesen habría sido un móvil más que suficiente en ambos casos. Pero, por el
amor de Dios, ¿y Bella Trace dónde encajaba entonces? ¿Cuál habría sido su móvil
en ese caso? Por otra parte, ¿para qué iba Phyllis Cadell a confesarse culpable de algo
que no había hecho? No tenía ningún sentido.
Troy se quedó sentado mientras rechinaba los dientes. Había estado junto a
Barnaby desde el principio del caso. Había presenciado todos los interrogatorios,
había tenido acceso a los resultados de los análisis del forense. Todo lo que Barnaby
había visto, él también lo había visto y oído. Le enfurecía oír a su jefe hablar con
tanta certeza de las conclusiones que sacaba. Troy asestó un puñetazo sobre el panel
de mandos y el dolor le hizo dar un respingo. ¿En qué momento había perdido el
hilo? ¿Acaso analizaba las cosas desde un ángulo equivocado? Era posible. Vamos a
ver, utilicemos el pensamiento lateral, probemos un enfoque nuevo. Practicaría un
poco de respiración china, regresaría tranquilamente al principio y volvería a
empezar.
Barnaby esperó erguido en el centro del escalón lustrado, de color rojo cardenal,
levantó la cola del llamador en forma de sirena y la dejó caer. Una anciana dama le
abrió la puerta. Lo miró, echó un vistazo al coche por encima del hombro del
inspector y luego posó en él los ojos. Parecía infinitamente triste y muy cansada.
—¿La señora Sharpe? —preguntó Barnaby.
—Pase —le pidió ella, apartando el rostro—. Lo estaba esperando.
Página 186
Cuarta Parte
CONCLUSIÓN
Página 187
I
M ientras el coche avanzaba veloz por las calles pálidas y discretas y salía a la
campiña de Sussex, Barnaby repasó lo que él siempre consideraría el caso
Simpson, a pesar del número de muertes ocurridas. Había llegado a una solución que
creía correcta y el rompecabezas estaba completo excepto por una pequeña pieza.
Recordó la escena en cuestión. La recordó con infinita claridad, casi palabra por
palabra. El problema de aquella pequeña pieza era que no lograba adquirir sentido en
sus conclusiones. Sin embargo, no podía pasar por alto esa escena ni fingir que nunca
había tenido lugar. De un modo u otro, debía hacerla encajar.
Troy aminoró la marcha cuando volvieron a entrar en Tunbridge Wells. Conducía
realmente bien, pensó Barnaby. A pesar de las ocasionales reprimendas que le
lanzaba por su estilo atrevido y excesivamente desbordante, Barnaby reconoció la
destreza y el sentido de orientación de Troy. Al observarlo ahora, al ver cómo
controlaba con frecuencia el camino que quedaba atrás, al ver cómo sus ojos iban del
retrovisor al camino, del camino al retrovisor, del retrovisor al…
—¡Pero si ya lo tengo!
—¿Cómo, señor? —Los ojos de Troy se desviaron una fracción de segundo hacia
su jefe. Barnaby no contestó. Troy, quien a pesar de sus ejercicios chinos de
respiración y sus circunvoluciones no había llegado a ninguna conclusión, no insistió
en el tema. Estaba decidido a no darle al desgraciado de su jefe la satisfacción de
reaccionar con ojos asombrados y preguntas ansiosas. Sin duda, cuando lo
considerara oportuno, ya se lo contaría. Hasta entonces, pensó Troy, sus brillantes
deducciones podían cocerse a fuego lento en su propio jugo—. ¿Vamos directamente
a Causton, verdad?
—No —respondió Barnaby—. Estoy en pie desde las cinco y media y me muero
de hambre. Pararemos en Reading para almorzar. Ya no hay prisa.
Más tarde recordaría esas palabras, las recordaría durante mucho tiempo. Pero no
había forma de que supiese que, en el pueblo que acababan de dejar atrás, una vieja
dama levantaba el teléfono y que, con lágrimas en los ojos, marcaba un número de
Badger’s Drift.
Página 188
miles de tiendas de fiesta, un aroma a recipientes de té y paja dulzona y pan recién
cortado.
Mientras Barnaby bajaba las escaleras de la terraza por última vez vio a Henry
Trace que avanzaba en su silla de ruedas entre floristas y proveedores del banquete;
asentía, sonreía, señalaba con la mano, era un estorbo. Incluso a varios metros de
distancia, su felicidad era tangible. Barnaby buscó a Katherine Lacey.
—Vaya, inspector jefe. —Henry impulsó su silla de ruedas con destreza por las
baldosas—. Qué bien. ¿Ha venido a desearnos felicidades? —Su sonrisa se esfumó al
ver el rostro del policía. Detuvo la silla de ruedas a unos pasos, como si aquella
distancia pudiera mitigar las noticias de las que Barnaby fuera portador.
—Lo siento mucho, señor Trace, pero tengo malas noticias.
—¿Se trata de Phyllis? Ya estoy enterado… Me telefonearon. Me temo que
parezca un tanto insensible de mi parte continuar con todo esto, pero las cosas
estaban tan adelantadas… —con un ademán indicó el césped—, que decidí… —Su
voz se apagó poco a poco. Se produjo una larga pausa mientras observaba a los dos
hombres y el temor se iba reflejando en sus ojos.
Barnaby habló durante unos momentos, amable, sabedor de que no había ninguna
forma de convertir en piadosas las crueles palabras. Troy, que siempre había abrigado
la esperanza de estar algún día en posición de ver cómo un miembro de las capas más
altas recibía su justo castigo, tuvo que apartar la vista de la silueta encogida en la silla
de ruedas.
—¿Podría decirme dónde se encuentra la señorita Lacey?
Barnaby esperó, repitió la pregunta y volvió a esperar.
Se disponía a formularla por tercera vez cuando Henry Trace le contestó:
—Ha ido a la cabaña… —Su voz era irreconocible—. Alguien ha telefoneado…
—¿Cómo? ¿Le dijo quién era?
—No. Yo contesté la llamada… Era una mujer… Creo que estaba muy afectada.
Parecía muy vieja.
—¡Cristo santo! —exclamó Barnaby al tiempo que se ponía en marcha. Troy
corrió a su lado—. Deje el coche… Llegaremos antes por el soto.
Cortaron camino por el jardín de Tranquillada, dejaron atrás al asombrado agente
de policía, y atravesaron el seto en dirección al soto. Barnaby rompía los helechos
para internarse en el bosque. Corría como el viento, apartando con salvajes patadas
las ramas y todo lo que se interponía en su camino. Troy lo oyó mascullar, «Maldito
imbécil… maldito, maldito imbécil». Y como no sabía a quién o a qué se refería
Barnaby, se vio arrastrado por el torbellino de urgencia engendrado por la carrera de
su jefe.
Entretanto, en la terraza, Henry Trace se encogió en su silla de ruedas. A su
alrededor, la actividad continuaba en su apogeo. A su lado pasaron unas cajas con
copas de champán y una cesta de mimbre con mantelería. Una bonita muchacha,
vestida con un mono rosa, enlazaba claveles blancos en el arco de la puerta. Cantaba.
Página 189
Henry cerró los ojos y se armó de fuerzas para hacer frente a otra oleada de dolor.
Comenzó despacio, pero no tardó en desgarrarlo con maligna ferocidad.
—Perdone, señor… —Pausa—. ¿Señor?
—¿Sí?
—Voy a preparar las gipsófilas. Pensé que se verían muy bonitas entrelazadas a la
barandilla y luego cayendo en cascada por la escalera…
Miró a la muchacha, después a la tienda, ahora alegremente decorada con
banderitas. La gente iba deprisa de un sitio al otro gritándose cosas. La montaña de
sillas era desmantelada y llevada al interior de la tienda. Tenía que hacer algo para
detener el impulso. Aunque rogaba porque se tratara de un error, sabía que no era un
error. Todo lo que Barnaby le había contado encajaba. Todo tenía que ser cierto.
¿Pero qué podía decirle a la muchacha? Observó su cara amable y sonriente.
—Sí —repuso girando la silla de ruedas para entrar en la casa—, muy bien.
Cayendo en cascada por la escalera.
Página 190
II
—
E mpiece por la cocina —gritó Barnaby—, yo revisaré la parte de arriba.
Los tres dormitorios estaban vacíos y tenían el mismo aspecto que antes:
la camita de una plaza conservaba su prístino efecto, la cama doble era un
enmarañado desorden. Barnaby revisó el armario y se disponía a abrir un baúl
enorme del rellano cuando oyó gritar a Troy. Bajó las escaleras como una exhalación
y se encontró a su sargento de pie, en el estudio, delante del caballete. Se lo veía
completamente estupefacto.
—Pero… —miró a Barnaby con la boca abierta y le preguntó—: ¿Quién es?
El inspector jefe echó una ojeada al cuadro. Apoyado en el borde del caballete
había un sobre con este encabezamiento: «A quien corresponda». Lo cogió y salió
rápidamente del cuarto. Troy, que tenía el rostro del color de la langosta hervida, lo
siguió.
En el pasillo, Barnaby abrió el sobre y echó un rápido vistazo a las páginas.
Después corrió a la cocina. La mesa estaba cubierta de algo muy parecido al perejil.
Y en el aire flotaba un olor a humedad. Un olor a ratones.
Troy se quedó mirando a su jefe con incertidumbre. El hombre parecía aturdido.
Se sentó y meneó la cabeza de un lado al otro como para apartar pensamientos
atormentadores o un insecto punzante. Después se levantó y miró a su alrededor
como atontado. Se metió la carta en el bolsillo y salió a toda prisa del cuarto. No le
dijo nada a su compañero. Troy tuvo la sensación de que Barnaby se había olvidado
de su presencia. No obstante, siguió a su jefe cuando éste salió, rodeó la cabaña y se
internó en el bosque. Troy, incómodamente consciente del efecto que le había
producido el cuadro, lo siguió a grandes zancadas.
Barnaby giró, regresó sobre sus pasos y volvió a girar. Demasiado tarde,
demasiado tarde. Era todo lo que se le ocurrió pensar a medida que iba dando vueltas
en círculos mientras los segundos inexorables se le escapaban entre los dedos como
arena de plata. En su mente, estas imágenes: una pantalla de televisión con un
cuadrado que iba marcando las fracciones de segundo a una velocidad tal que el ojo
no alcanzaba a verlos; montones de ordenadores y una voz nasal contando: «Cinco.
Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero». Un reloj de arena por el que bajaban los últimos
granos dorados. Y, superpuesta a todas estas imágenes, otra en la que él y Troy
aparecían relajados en el restaurante Copper Kettle. Un entrante, un primer plato.
Queso y galletas y un poco de budín. Café. ¿Le sirvo otra tacita, señor? ¿Por qué no?
No hay prisa. Disponemos de todo el tiempo del mundo.
¿Dónde diablos estaba el sitio? Trató de recordar si había algo de especial en él.
Algún hito. Sólo la orquídea fantasmal que había echado a rodar toda aquella historia
Página 191
y el bastón con el lazo rojo que habrían quitado hacía días. De modo que no había
nada…
Dios… Ya había visto aquellos costrosos parasoles en el tronco de aquel árbol.
Había estado corriendo en condenados círculos. Se detuvo, vagamente consciente de
que Troy se había parado en seco a su lado. Sólo en ese momento notó que cada
latido del corazón le provocaba el más intenso de los dolores. Que llevaba la chaqueta
empapada de sudor y llena de enganches, y la cara arañada por las zarzas. Que abría
la boca bien grande y respiraba como si estuviera a punto de ahogarse. Permaneció
muy quieto, obligándose a pensar con calma.
Fue entonces cuando vio los heléboros. Y supo por qué los parasoles costrosos le
resultaban familiares. A escasos metros vio las ramas firmemente entrelazadas que
formaban una pantalla curva. Caminó a lo largo de la abertura; la mullida capa de
hojas amortiguó sus pisadas hasta que llegó al final.
Se encontró frente a un hueco. En el suelo había una gran superficie aplanada; las
campánulas y los helechos estaban aplastados y doblados hacia atrás. Katherine
Lacey yacía en brazos de su amante. Acurrucados en busca de protección, como
niños extraviados en el bosque. Muy cerca de la mano inerte de él había un solo vaso.
Ella llevaba el vestido de novia: todo pliegues tiesos de satén amarfilado y un velo
sujeto por una diadema de flores silvestres. El velo, ricamente bordado con perlitas y
pedrería se extendía desde el cuerpo de la novia y se internaba, cual un estanque
estrellado y luminoso, en la oscuridad circundante. La muerte no había afectado en
nada la extraordinaria belleza de la muchacha. Mientras Barnaby, enmudecido,
observaba la escena en silencio, una hoja enorme cayó planeando y fue a depositarse
sobre la cara de la novia para brillar contra la piel de cera y cubrirle los ojos ciegos.
Página 192
III
—
H a sido muy amable al venir a verme, inspector jefe.
Barnaby se reclinó en el sillón de orejas; a su lado tenía una gruesa
rebanada de bizcocho con pasas y un Teachers doble.
—No tiene importancia, señorita Bellringer. Tal como comentó, si no recuerdo
mal, al comienzo de las investigaciones, de no haber sido por usted, no habríamos
tenido un caso.
—Siempre sospeché de la señorita Lacey, ¿sabe?
—Sí —asintió Barnaby—, ocurre que uno siempre se siente inclinado a rechazar
la solución más obvia. Aunque con frecuencia suele ser la correcta.
—Claro que cuando descubrió usted que no trabajaba sola…
—Exactamente. Entonces vi con claridad cómo pudieron cometerse los tres
asesinatos.
—Estoy muy apenada por lo de Phyllis Cadell. Qué terrible. Pero todavía no
entiendo bien todas las ramificaciones. ¿Por qué diablos se confesó culpable de un
crimen que no había cometido?
—Es bastante complicado. —Barnaby bebió un sorbo de su copa de Teachers—.
Tendré que remontarme a unos cuantos años atrás para empezar a explicárselo. A la
infancia de los Lacey, para ser más preciso. ¿Se acuerda de la señora Sharpe?
—¿La institutriz? Claro que sí. Pobre mujer. Tengo entendido que la llevaban al
retortero.
—Eso me dijo la señora Rainbird. Al parecer, de pequeños los niños eran carne y
uña, siempre tramaban cosas, se protegían entre ellos, se defendían, pero cuando se
hicieron mayorcitos, la cosa cambió por completo. No paraban de pelearse, hasta tal
punto que en cuanto tuvieron edad suficiente como para arreglárselas solos, la
anciana señora Sharpe se marchó en busca de un poco de paz y tranquilidad y se
estableció en un pueblo de playa. Acepté esta historia tal como me la contaron sólo
porque no tenía motivos para dudar de ella. Y el comportamiento de los Lacey la
corroboraba, sin duda. Yo mismo los oí discutir amargamente. Pero de mi
conversación con la señora Sharpe obtuve un cuadro completamente diferente.
Tomó un bocado del exquisito bizcocho, firme y lleno de fruta y un sorbo de
Teachers. En su mente se vio otra vez sentado en el inflexible sofá de Rexine,
observado por una constelación de Laceys sonrientes. La señora Lacey de pequeña y
de jovencita, fotos de la boda, de los bautizos. Los niños a medida que iban
creciendo, tan parecidos, tan alertas, siempre juntos.
—Ella era la más fuerte de los dos —dijo la señora Sharpe—. Se parecía a su
padre.
—Tengo entendido que era un hombre difícil.
Página 193
—¡Era malvado! —El delgado rostro de la señora Sharpe se sonrojó—. No soy
nada partidaria de toda esa basura moderna que pretende entender qué impulsa a la
gente a hacer ciertas cosas. Para mí hay gente que nace mala y él era un caso. Le
rompió el corazón a mi pobre niña y la llevó a la tumba. Ella era una criatura
encantadora… tan gentil. Y tenía otras mujeres… Se dice que había conocido a esa
odiosa con la que se marchó al extranjero después de la muerte de Madelaine. Pero
yo nunca me lo creí y nunca me lo voy a creer. A mi modo de ver, estuvo con ella
desde el principio.
—¿Entonces el muchacho se parecía más a su madre?
—La adoraba. A mí me daba tanta pena. Trataba de ser valiente… de protegerla,
pero el pobrecito no estaba a la altura de su padre. Gerald era un hombre muy
violento… En una ocasión le tiró una plancha a Madelaine; Michael se interpuso
entre los dos y le dio de lleno en la cara. De ahí le viene esa cicatriz.
Barnaby meneó la cabeza y comentó:
—Vaya, no lo sabía.
—Katherine defendía siempre a su padre. Y mire usted cómo son las cosas, él se
marchó y la abandonó sin pensárselo dos veces. Una persona más débil habría
quedado marcada para siempre por algo así, pero ella… ella… bueno… de tal palo,
tal astilla. En apariencia no se parecía demasiado a su padre. Él era grandilocuente,
un fanfarrón… Ella era más retraída, pero en el fondo de sus corazones eran tal para
cual. Temperamentos fogosos y una voluntad de hierro. Al marcharse su padre, ella
se volcó por completo en Michael. Y él, pobre niño, con su madre muerta, se aferró
desesperadamente a su hermana. Nadie hubiera dicho nunca que él era el mayor. Para
él, ella era la madre, el padre, la hermana, todo. A veces me preguntaba qué
necesidad tenía yo de quedarme, pero claro, alguien tenía que ocuparse de ellos hasta
que alcanzaran la mayoría de edad.
»Michael empezó a pintar cuando tenía más o menos catorce años. A pintar en
serio, quiero decir. Porque en la escuela siempre había destacado en las clases de
dibujo y le insistieron mucho para que fuese a la universidad. Asistió durante un
tiempo, pero después lo dejó. Según él, todo aquello era basura. Y Katherine lo
alentaba. Le decía que le resultaría más provechoso viajar por toda Europa, visitar
galerías y museos. Le decía que eso era lo que los pintores habían hecho siempre. En
fin, así estaban las cosas hasta poco antes de que Katherine cumpliera los diecisiete.
Unos meses antes, Michael había cumplido los dieciocho y fue entonces cuando
empezaron las riñas. A mí me parecían riñas de adolescentes. Se pasaban la vida
buscando camorra, todos los días había un combate de insultos. Ella le gritaba y él se
marchaba de la casa. Y sin embargo, inspector —se inclinó hacia adelante y su voz
sonó muy queda—, mientras ocurría todo esto yo tenía la sensación de que allí había
algo raro. No sé, presentía que la corriente subterránea de lo que sentían el uno por el
otro era más fuerte que nunca. No sé, de alguna manera me parecía… forzada… poco
natural.
Página 194
»Entonces, una noche en que no podía dormirme, me pasé dando vueltas en la
cama durante horas hasta que a las tres de la madrugada decidí darme por vencida y
bajar a prepararme una taza de té. Cuando pasé por delante de la puerta de Katherine
oí unos ruidos… como grititos. Imaginé que tendría una pesadilla así que abrí la
puerta y… me asomé. —Su cara se enrojeció al recordar la escena y se la cubrió con
ambas manos—. Después de aquello ya no pude quedarme. A los Trace les dije que
los niños…, porque todavía pensaba en ellos como niños, ¿sabe?…, pues les dije que
me daban demasiado trabajo y que quería jubilarme. Mi hermana había muerto unos
meses antes y me había dejado su casita. Las dos últimas semanas que pasé en la
cabaña fueron muy diferentes. Ya no había necesidad de fingir más peleas para que
yo no notase nada raro. Ni siquiera se molestaron en ocultar lo que sentían. Era como
si no encontraran nada de malo en ello. Les parecía tan natural, ¿sabe usted?, como
una extensión de sus fuertes sentimientos. No entendían por qué tenía que
marcharme. Por qué no me alegraba por ellos. En un par de ocasiones consideré la
posibilidad de quedarme… En cierto modo seguían siendo mis niños y le había
prometido a su madre que cuidaría de ellos, pero entonces, un día Katherine empezó
a hablar de su gira por Europa. Iban a visitar este sitio… y este otro… ni yo misma sé
a cuántos lugares habían planeado ir. Les pregunté: “¿Y quién va a pagar todo eso?”.
Y ella me contestó: “Henry, por supuesto”. Y Michael dijo: “Kate puede conseguir lo
que quiera de Henry”.
»Me acuerdo de que estaban de pie muy juntos, detrás de la mesa de la cocina,
aferrados de la cintura. Entonces me di cuenta de lo fuertes que eran… Se
alimentaban el uno del otro. Casi se veía cómo… cómo fluía la energía entre ellos y
se… se fortalecía. Entonces tuve miedo. Pensé que no habría manera de detenerlos.
Que todo lo que desearan podían…
»Alguien me envió el periódico con la nota sobre la investigación de la muerte de
la señora Trace. Estaba claro que parecía un accidente. Pero cuando me enteré de lo
del compromiso y supe que la señorita Simpson había muerto, no pude evitar el
preguntarme… Quizá si me hubiese puesto en contacto con la policía no se habría
producido la tercera muerte. Pero no lo sabía con certeza, era sólo un presentimiento.
¿Y cómo iba a traicionarlos? Los quería, ¿sabe usted?… Eran los hijos de Madeleine.
Se produjo una larga pausa. La señorita Bellringer asintió seriamente.
—Ahora empiezo a entender. —Se sirvió otro poco de whisky y prosiguió—: Pero
todavía no comprendo cómo pudieron haber matado a Bella.
—Al principio, yo tampoco. Leí el informe hasta sabérmelo de memoria.
Además, encajaba tan bien con la confesión de Phyllis Cadell que no encontré
demasiados motivos para seguir investigando. Sin embargo había algo que no
acababa de cuajar del todo y que me estuvo fastidiando durante días hasta que me di
cuenta de qué se trataba. Verá, no soy un aficionado a la cacería, pero tengo la
impresión de que el lugar del batidor está delante de las armas. ¿Entonces por qué
Michael Lacey y la señora Trace estaban juntos? Y puestos a preguntar, ¿qué diablos
Página 195
pintaba él ahí? Él me puso la excusa del dinero, pero no había nada más alejado de la
verdad. Estaba allí para apartar a la señora Trace del resto del grupo. Para aislarla de
manera tal que se convirtiese en un blanco perfecto, en otras palabras, en una víctima
perfecta. Katherine estaba oculta en la maleza… No olvide usted que sólo tenemos la
palabra de su hermano de que se encontraba en la cocina de Tye House… y en un
momento prefijado, sin duda con bastante margen para ambos, se cometió el
asesinato.
—¿Así como así?
—Los hermanos Lacey eran expertos tiradores. La señora Rainbird me lo dijo. Y
obviamente, con la confusión que montarían los perros y todo el mundo que corría de
aquí para allí, logró escabullirse entre los árboles sin hacer ruido. Y Michael, más que
dispuesto a ayudar, salió corriendo a pedir una ambulancia. Y ahora viene el segundo
detalle que me llamó la atención. En un caso de emergencia, está claro que uno echa a
correr hacia el camino más cercano y llama a la primera puerta que encuentra, pero
Lacey fue a Tye House. Casi lo más lejos posible del lugar donde ocurrió el
accidente. ¿Por qué no fue a la primera casa de Church Lane? ¿O a Holly Cottage,
que le quedaba todavía más cerca? Sólo puede haber una razón. Porque quería que la
llegada de la ambulancia se retrasase lo más posible. Lo último que les hacía falta era
que un equipo médico eficaz llegara al lugar de los hechos en un santiamén y salvara
a Bella.
—Ya… Ahora veo que pudo muy bien haber sido así… —La señorita Bellringer
había encontrado tan subyugante la explicación de Barnaby que atendía inmóvil con
un trozo de bizcocho a mitad de camino entre su plato y la boca. Se comió entonces
el bizcocho y mientras masticaba, añadió—: ¿Pero entonces… por qué Phyllis?
—Bueno, no es nada sorprendente si se considera la terrible presión emocional a
la que estaba sometida, su falta de práctica con un arma unida al vodka que había
bebido, pues la señorita Cadell falló el disparo. Además, no me extrañaría que
hubiera fallado por varios metros. Pero por una de esas espantosas coincidencias que
suelen darse y que al darse nos cambian la vida, Bella tropezó con la rama de un
árbol justo cuando Phyllis disparaba. Lessiter mencionó en el curso de la
investigación que la señora Trace ya se había caído en una ocasión. No puede haber
otra explicación.
—Pero… si Daniel presenció lo ocurrido debió de haber visto que ella volvía a
incorporarse. Quiero decir, después de que Phyllis echara a correr.
—Imagino que sí. Eso es algo que averiguaremos cuando él esté en condiciones
de ser interrogado. Pero no me extrañaría nada que decidieran exprimir a alguien
como un limón, aun sabiendo que era inocente.
—Es absolutamente asombroso. —La señorita Bellringer echó una ansiosa
mirada a la exuberante habitación como si analizara su vulnerabilidad. Se inclinó,
recogió a Wellington, lo estrechó contra su pecho plano. Cuatro patas resentidas se
Página 196
proyectaron tiesas—. Y el asesinato de Bella… ¿acaso era el primer paso de un plan
más amplio?
—Sin duda. Dejaron una carta donde lo explican todo.
Una caligrafía osada y negra que rezumaba ira. La única palabra de pena o
lamentación en las siete páginas fue para decir que no habían podido resistir la
tentación de realizar una breve visita a su lugar secreto la tarde de aquel fatídico
viernes. No tenía sentido que hiriese a su anciana acompañante repitiendo los epítetos
con que habían calificado a su inocente amiga.
—Creo que fue usted, señorita Bellringer, la que utilizó la expresión «malas
entrañas». Recuerdo que en el momento en que la usó me sonó muy melodramática.
Como si la maldad pudiera transmitirse genéticamente, igual que los ojos azules y el
pelo rojizo. Pero ahora… no estoy tan seguro. Todo esto recuerda tanto el
comportamiento del padre. Eso de utilizar a la gente con absoluta insensibilidad,
dejarla a un lado después y alejarse del dolor y la infelicidad para pasar al siguiente
objetivo.
—¿Objetivo?
—Perdón… víctima. Necesitaban dinero. Muchísimo dinero. No se conformaban
con vivir tranquilamente hasta que Michael tuviera éxito con sus cuadros, cosa que
estoy seguro que habría conseguido a la larga. Era asombrosamente talentoso. No,
tenían que viajar. El Gran Tour. Venecia, Florencia, Amsterdam, Roma. Todo el
tiempo que a Michael le hiciera falta para impregnarse de la atmósfera artística.
Después, pensaban establecerse en el extranjero, vivir quizá como marido y mujer.
—¿Y Henry?
—Aah… pobre Henry. Me temo que su muerte no habría tardado en producirse.
Tengo la impresión de que había bebido ya una cierta cantidad de la sustancia que
mató a su amiga. Sin duda no habría sido una mera coincidencia que la noche en que
murió la señorita Simpson, él se quedara convenientemente dormido después de la
cena. Y no fue ésa la única ocasión. Lo que Henry me dijo fue: «Debí de quedarme
dormido después de cenar. Suele ocurrirme últimamente».
—Entiendo por qué la chica se vio obligada a salir de la casa, inspector jefe. Pero
lo que todavía sigo sin entender es lo del perro.
—Es sencillo. Fue andando hasta el buzón con la carta para Notcutts, la echó,
siguió hasta el final de la calle, se encontró con Michael en el sendero que hay junto a
Holly Cottage, le entregó el perro. Él se lo llevó a su casa y Katherine fue a ver a su
amiga, con el resultado que todos conocemos.
—Debió de haberse quedado un buen rato para… para asegurarse de que… —El
rostro se le crispó de pena—. Lo siento… Todos estos detalles… lo hacen tan real…
—¿Está segura de que quiere que continúe?
—Segurísima. Pero antes, vamos a recuperar fuerzas… —Dejó a Wellington en el
suelo, desenroscó la tapa de la botella de Teachers, se sirvió un poco en su copa—. Y
dos… esto… dos dedos para usted, ¿no es así?
Página 197
—No, gracias. Volvamos a Beehive Cottage. Katherine necesitaba quedarse sólo
hasta que la señorita Simpson se hubiera bebido el vino envenenado. Después, volvió
andando a Holly Cottage donde recogió al perro y Michael la sustituyó. Sin duda
fingirían que los dos querían hablar con ella. Qué le dijeron, nunca lo sabremos. Le
rogarían que callara, le suplicarían que los comprendiese. Incluso puede que le
hicieran la falsa sugerencia de que pondrían fin a aquella relación. Los dos eran
magníficos actores. —Su voz se endureció al recordar la llorosa actuación de
Katherine ante la lenta muerte de Benjy.
—Cuánto habrá detestado aquella conversación. Me refiero a Emily. Era tan
melindrosa. ¿Entonces fue Michael quien…?
—Sí. Se quedó hasta que su amiga perdió la consciencia, después cerró la puerta
de la sala para que Benjy no viera a su ama y diera la alarma. Lavó la copa de
Katherine pero dejó la de la señorita Simpson. Está claro que los dos esperaban que
pasase por una muerte natural, pero en el caso poco probable de que se realizara una
investigación, se encontraría una sola copa con las huellas de la señorita Simpson y
con restos del veneno. Mejor dicho, habrían encontrado…
La señorita Bellringer se sonrojó e inquirió:
—¿De modo que lo de Shakespeare era solamente un dato más? Por si acaso.
—Sí. Encontró el libro abierto. Quizá se entretuviera echando un vistazo mientras
esperaba. El parlamento debió de llamarle la atención y parecerle propicio. Y sacó el
lápiz 6B. Cuál de ellos entró por la ventana de la despensa es algo que no mencionan.
Lo que me quedó claro mientras leía la carta fue que la chica de los Lessiter se salvó
de puro milagro.
—¿Judy? No lo entiendo.
—Fue a la cabaña mientras Katherine estaba con su amiga. Incluso vio a Michael
por la ventana. Pero lo que ella no pudo haber adivinado nunca era que el perro
estaba con él. Si hubiese llamado a la puerta y el perro se hubiera puesto a ladrar…
—Pobre chica. Mucho me temo que nació para ser infeliz. A algunas personas les
pasa, ¿sabe?
—Sí. —Barnaby asintió—. Los Lacey la utilizaron igual que hicieron con todos
los que caían dentro de su órbita. Por ejemplo, era de vital importancia que Michael
pasara con ella la tarde en que asesinaron a la señora Rainbird. Recuerdo que mi
sargento me comentó entonces: «Suerte para él que tenía una coartada». Aunque la
verdad es que no fue una cuestión de suerte. Una parte crucial del plan era que él
contara con una coartada. El cuchillo fue colocado en Holly Cottage no para
incriminar a Lacey, como yo pensé en un principio, sino para desviar las sospechas
del culpable hacia alguien que el asesino sabía que era inocente. Y que podía probar
esa inocencia.
»Incluso si Judy no se hubiera puesto en contacto con Michael Lacey, él se habría
encargado de llamarla, tal como se infiere de sus primeras palabras, «Estaba a punto
de telefonearte». Y es evidente que tenía que trabajar en casa de los Lessiter para que
Página 198
la cabaña estuviera vacía y pudiesen dejar el cuchillo. Después y, nuevamente según
lo que dice la carta, tenía que haberse producido una información anónima que nos
sugiriera que registrásemos la cabaña. Pero la señora Quine se les adelantó.
—Vaya riesgo corrió la chica. Imagínese, ir por ahí vestida con la ropa de su
hermano a plena luz del día.
—Claro que fue directamente desde la cabaña, pasó por el bosque y el soto. Estoy
seguro de que si se hubiera encontrado con alguien cara a cara habrían abandonado el
plan pero, vista de lejos, con el pelo recogido debajo de la gorra, era seguro que la
confundiría con Michael.
—Pero él tenía una sólida coartada, ¿no?
—Exactamente. Corrían bastante riesgo, pero la señora Rainbird les había dado
de plazo hasta el día de la boda para que efectuaran el primer pago.
—¿Antes de tirar de la manta?
Barnaby sonrió. Iba a echar de menos a Lucy Bellringer.
—Más o menos.
—Pero Daniel no se lo habría callado, sobre todo después de lo que le ocurrió a
su madre. ¿Qué iban a hacer con él?
—Michael iba a encargarse de despachar a Daniel. De hecho se salvó porque
llegó a casa media hora antes de lo habitual. Nos encontramos con Lacey en el soto
que hay detrás de la casa. Fingió que iba de camino al pub pero ahora sabemos que su
verdadera intención era asegurarse de que Daniel Rainbird no sobreviviera a su
madre.
—Debían de estar desesperados.
—Sin duda. De no haberlo estado, se habrían dado cuenta de que si veían a
Katherine, incluso de lejos, todo el plan podía descubrirse. ¿Entre nuestro pequeño
grupo de sospechosos, quién otro podía tener la constitución y la altura como para ser
confundido con Michael Lacey?
—Pero seguramente la chica se había asegurado de contar con una coartada.
—Una especie de coartada. Declaró que había estado recogiendo setas. En la
mesa de la cocina había una cesta con setas. Y estaban frescas. Las olí. Está claro que
no le habría dado tiempo a recogerlas, cometer el asesinato, ducharse, cambiarse de
ropas y demás. Pero si Michael las hubiera recogido un poco más temprano, ese
mismo día, y las hubiera dejado en Holly Cottage…
—Aaah. —La señorita Bellringer asintió—. Ésa tiene que ser la explicación.
—Después de lavarse… —Como en un destello, Barnaby recordó a la muchacha
asombrosa, irónicamente pura en su vestido blanco como la nieve—, sin duda lo
primero que hizo fue examinar cuidadosamente el camino, salir de la casa por la
puerta principal y después llamar con fuerza para llamar la atención sobre sí misma.
La señora Sweeney, al oír que llamaban y ver que dejaba las setas en el umbral y se
marchaba supuso, como hubiera hecho cualquiera, naturalmente, que había llegado
hasta allí por el sendero de entrada.
Página 199
—Pero las ropas… el gorro y todo lo demás. Además, mencionó algo de una
alfombra. ¿Sabe qué pasó con todo eso?
—Claro que sí… La alfombra estaba enrollada junto al seto del jardín de atrás.
Michael la recogió al salir de casa de los Lessiter y volvió para echarla al estanque.
Las ropas se las llevaron en la cesta de las setas. Era una cesta muy grande y cuando
la vi en la cocina, estaba a medio llenar, de modo que quedaba espacio más que
suficiente. La chica se fue andando hasta Holly Cottage, ocultó el arma del crimen,
quizá con demasiado éxito según resultaron después las cosas, la ropa la dejó
temporalmente en el bosque y volvió a Tye House.
—¿Y eso qué significa? Me refiero a su comentario sobre el arma del crimen.
—Bueno, teníamos una orden para registrar la casa. Ahora bien, si ella hubiera
ocultado el cuchillo en el cajón de la cocina o en el dormitorio de él, es posible que
no hubiésemos entrado en el estudio, habitación que resultó crucial, hasta más tarde.
—Seguramente pensaron que usted buscaría por todas partes, ¿no es así, inspector
jefe? Como procedimiento corriente.
—Normalmente, sí, pero Lacey intentó huir simplemente porque, como descubrí
más tarde, quería alejarnos de la casa. Y yo ya había echado un rápido vistazo al
estudio. Parecía en perfecto orden. Pero cuando nos marchábamos del pueblo,
Katherine vio nuestro coche. Y cuando su hermano se enmarcó la cara con las manos
y le gritó: «¡Mira qué cuadro!», lo consideré simplemente como una bravuconería.
Pero en realidad era un mensaje que no podía haber sido más claro y explícito.
Además, ¿por qué si en la cabaña había tantas cosas que él consideraba tan valiosas,
es decir, toda su obra hasta la fecha, se marchaba sin cerrar con llave? ¿Por qué fingió
que nunca cerraba con llave? Porque el estudio contenía algo que debían ocultar, y si
esto se hacía con las puertas cerradas con llave, la culpable, por ser la única persona
que tenía llave, habría sido Katherine. Si dejaba las puertas abiertas, podía haber sido
cualquiera.
—Sí… ya lo entiendo. ¿Pero qué era lo que debían ocultar? ¿Un cuadro? ¿Y por
qué era tan importante que lo ocultasen?
Barnaby se bebió el resto de su copa de Teachers, se reclinó en el sofá y trató de
pensar cuál sería la mejor manera de contestar a esas preguntas. Vio otra vez la
pintura y oyó gritar a Troy: «¿Pero quién es?». Volvió a sentir casi el mismo golpe
físico en el plexo solar que notó al contemplar la pintura del caballete. Comprendió a
la perfección el asombro de Troy. Porque Katherine Lacey estaba prácticamente
irreconocible. Aquel cuadro era el desnudo más erótico que había visto en su vida.
Aparecía tendida en la cama doble y aunque la postura de sus miembros sugería un
coito reciente, en la obra no había nada de relajado ni reflexivo. Estaba cargada de
fuerza. La piel de la muchacha aparecía perlada de sudor; sus piernas y sus brazos
destilaban energía, al punto que parecían moverse en la tela. Había en ellos algo
voraz. Y algo levemente siniestro. Barnaby se acordó de la mantis religiosa, tentadora
y mortífera. Parecía más grande en todos los sentidos que la mujer que él había
Página 200
conocido. Tenía un cuello grueso y potente, los pechos grandes, el vientre
opulentamente curvado.
Pero fue el rostro lo que había impulsado a Troy a gritar, incrédulo. Era el
semblante de una ménade. Los húmedos labios rojos estaban distendidos en una fiera
sonrisa: una sonrisa lujuriosa, voraz, cruel. Los ojos le brillaban con impía
satisfacción. Lo único reconocible era su pelo e incluso éste parecía estar dotado de
vida propia, se retorcía y serpeaba como un nido de víboras. Barnaby sintió que de un
momento a otro aquella mujer iba a saltar de la tela para devorarlo.
La señorita Bellringer repitió su pregunta. Barnaby cayó en la cuenta de que sus
reminiscencias le habían dejado el rostro muy sonrojado y contestó:
—Era un cuadro de su hermana que dejaba muy poca duda acerca de la naturaleza
de sus relaciones.
Con razón, pensó Barnaby, la camita de una plaza siempre parecía tan prístina y
recién hecha. Probablemente la muchacha no había dormido en ella desde que la
señora Sharpe se marchara. Y ahora sabía por qué Katherine no se había trasladado al
dormitorio desocupado que era mucho más amplio que el suyo.
—Qué listos han sido. Pero con qué finalidad más terrible.
—Sí. Por extraño que parezca, mi sargento comentó algo al principio del caso que
pudo haber sido un indicio si hubiera tenido la sensatez de verlo. Se dio cuenta de que
la señora Lessiter jamás perdía oportunidad de hacer una observación irónica con
respecto a Lacey y me dijo: «No sería la primera vez que una mujer casada, para
despistar, finge en público que no le gusta su amante».
—Sin duda fueron muy convincentes.
—Ajá. Hubo un episodio que me dio mucho trabajo. Troy y yo…
—Ese hombre me sigue cayendo gordo.
Barnaby sonrió evasivamente y prosiguió:
—Caminábamos por el sendero rumbo a Holly Cottage y oímos a los Lacey en
plena riña. Más tarde, cuando ya había decidido que eran culpables, no logré hacer
encajar la escena en el rompecabezas general. ¿Para qué molestarse en continuar en
privado con una charada que está pensada exclusivamente para consumo público? No
tenía sentido. De hecho, me temo que el haber oído aquella discusión hizo que me
retrasara en llegar a la conclusión final. Y después, al regresar desde Saint Leonards y
al notar que mi sargento se fijaba constantemente en el retrovisor, me di cuenta de
que aquella escena había sido representada en beneficio mío. Porque aunque nos
encontrábamos detrás de un seto elevado y no podíamos verlos, ellos nos habían visto
llegar claramente por el espejo colocado cerca de la abertura para poder ver la curva
del camino.
Se produjo una larga pausa al cabo de la cual la señorita Bellringer dijo:
—De modo que ya está… La última pieza ha encajado en su sitio. Barnaby se
terminó la copa y con las deliciosas migas sobrantes del bizcocho hizo una bola.
Parecía como si hubieran pasado más de dos semanas desde que su anfitriona había
Página 201
estado sentada en su despacho, hurgando en su enorme bolso y observándolo con sus
ojos chispeantes. ¿Qué acababa de decir? ¿La última pieza? Sí, quizá fuera así. La
vaga sensación de que quedaba un cabo suelto tenía que deberse sencillamente a su
incapacidad natural para creer que la vida era ordenada.
No había nada más que decir. Se puso de pie. Lucy también se incorporó y le
tendió la mano.
—Bien, adiós inspector jefe. Ha sido realmente estimulante trabajar con usted. No
sé cómo voy a hacer para acostumbrarme otra vez a la aburrida rutina cotidiana.
Barnaby le estrechó la mano y respondió con absoluta sinceridad:
—No logro imaginarme cómo algo puede ser aburrido en su presencia.
Al dirigirse al descampado donde había aparcado el Orion pasó por delante del
cementerio de la iglesia y después de un momento de vacilación, entró. Rodeó el
edificio, traspuso un portón en el seto de boj y se dirigió al lugar donde se hallaban
las tumbas más recientes, tiras rectangulares de tierra fría en el prado verde.
Una de ellas estaba cubierta de coronas, las flores seguían lozanas y vibrantes; de
otra ya habían quitado los tributos para dejar sólo un florero lleno de rosas rojas,
dulcemente perfumadas. Ya le habían colocado una sencilla lápida. Decía así:
EMILY SIMPSON
Una querida amiga
1906-1987
Página 202
poco. No había discutido el desenlace del caso Simpson con Joyce; había esperado a
que Cully llegase, y se lo había guardado para la primera y larga comida en familia.
La muchacha había escuchado con atención y se había mostrado muy reflexiva hasta
el final. Joyce volvía ahora a sacar el tema.
—Siempre creí que… esto… ese tipo de cosas… ya sabes… sólo se producían
en… bueno, en familias más pobres.
—Vamos, mamá, no seas tan remilgada. Si te refieres a la clase obrera, ¿por qué
no lo dices? De todos modos no es verdad. Tanto en la vida real como en la ficción,
hay muchos ejemplos en los que vemos a hermanos de la clase alta fornicando. —
Cully mordisqueó una chocolatina—. Como la pobre Annabella.
—¿Qué? —inquirió Barnaby, depositando con sumo cuidado la taza en el platito.
—Perdona, cariño, qué no, quién.
—Annabella. Ya sabes… la de Tis Pity.
—No, no lo sé. Instrúyeme.
—Por favor, papá… Me dejé el alma en esa obra, fue el primer gran papel que
conseguí… Tis Pity She’s a Whore… en el ADC. Viniste a verme y ahora ni siquiera
te acuerdas.
Sí, ya se acordaba. Un escenario a oscuras iluminado de repente con las ráfagas
de luz despedidas por antorchas. Ricos brocados y caras maquilladas que surgían
arremolinadas de las sombras. Terribles imágenes de sangre y muerte. Su hija vestida
con una blanca túnica empapada en sangre; dagas que se hundían una y otra vez en la
carne viva; un corazón atravesado por un cuchillo y llevado en ristre. Un horror tras
otro, escenas que anunciaban la muerte y la destrucción que él había contemplado
hacía tan poco en Tranquillada. Y, por encima de todo, la trágica y lastimera pasión
incestuosa de Annabella por su hermano Giovanni. Barnaby volvió a ver la mesita de
pasta de Beehive Cottage con la pila de libros. El jardinero aventurero, Shakespeare,
El almanaque mundial. Y el ejemplar de obras de teatro jacobinas.
Cully hablaba con tono soñador, su voz ronca rebosaba una tristeza infinita:
—Un alma, una carne, un amor, un corazón, un todo…
Barnaby la observó con orgullo y admiración de padre. Volvió a levantar su taza.
—Sí —dijo—, es más o menos así.
Página 203
CAROLINE GRAHAM (nacida en Nuneaton, Inglaterra, el 17 de julio de 1931), es
una dramaturga, guionista y novelista inglesa.
Estudió con la Open University y recibió una licenciatura en escritura para el teatro
de la Universidad de Birmingham.
Su primer libro publicado fue «Fire Dance» (1982), una novela romántica, pero es
más conocida como la escritora de la serie del Inspector Jefe Barnaby, versionada
para TV como «Midsomer Murders».
Página 204