El Gato Negro Letra Grande
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COSTA RICA
EL GATO NEGRO
EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL
C OST A R I C A
Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y
mi temperamento -me sonroja confesarlo-, por causa del demonio de la
intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me
hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos.
Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con
violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el
cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los
maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí
la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún
escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por
casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi
mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el
tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco
huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de
uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba
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examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi
curiosidad las palabras: “extraño”, “singular”, y otras expresiones parecidas.
Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca
superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una
exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.
Apenas hube visto esta aparición -porque yo no podía considerar aquello más
que como una aparición-, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por
fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido
ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue
invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser
descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana
abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El
derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de
mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en
combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjeron la imagen
tal como yo la veía.
Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi
conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella
profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos
meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació
en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al
remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en
torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito
de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.
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presencia.
Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que
hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón,
también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta
circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho
ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi
rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y
puros.
Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón
directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer
comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me
sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome
con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis
piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi
ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera
querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer
crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del
animal.
Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería
muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en
esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el
pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las
fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces,
había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de
que he hablado y que constituía la
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única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado
yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo
primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases
imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar
como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de
contornos.
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo.
Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y
repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a
librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra:
la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y
crimen, de muerte y agonía!
Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la
Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con
desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a
imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de
noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día,
dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis
sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de
la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que
yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.
Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames
pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más
infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se
acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera.
Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de
siempre. La más paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables
expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo
edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos
peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la
cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y
olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi
mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera
alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia
más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del
obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer
cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.
Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder
el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de
día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron
mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y
arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la
cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí
embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y
encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me
detuve ante un proyecto que consideré el más factible. Me decidí a
emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los
monjes con sus víctimas.
-Señores -dije, por último, cuando los agentes subían la escalera-, es para mí
una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos
ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
señores, tienen ustedes aquí una casa construida -apenas sabía lo que
hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado-. Puedo
asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se
van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón
que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del
tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.
¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes,
me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja,
velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se
hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e
inhumano, un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como
solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono
de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que
gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y,
tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante
detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos.
Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a
tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre
coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se
posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora
voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.