El Bisonte Magico

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DiSEÑADOR

nombre: Silvia

EDITOR
nombre: Jordi, Anna

bisonte mág co
el

i
CORRECTOR
nombre:
Carlos Villanes Cairo, con una
prosa magistral apoyada en la técnica
bisonte má o ESPECIFICACIONES

gi c
del flash-back, nos relata dos historias en

el
título: EL BISONTE MÁGICO
paralelo, distanciadas en el tiempo por miles de
años de diferencia pero estrechamente ligadas por
encuadernación: Rústica sin solapas
un mismo motivo: las pinturas rupestres de Altamira.
medidas tripa: 120 X 200

Carlos Villanes Cairo


Dos protagonistas, María, la hija del científico que medidas frontal cubierta: 120 X 200

dio a conocer al mundo este importante hallazgo medidas contra cubierta: 120 X 200

arqueológico, y Rek, el inquieto joven que pintó medidas solapas:

las cuevas para proteger y traer buena fortu- ancho lomo definitivo : 11mm
na a su clan, nos descubren la importancia
ACABADOS
y la fuerza que tienen la amistad, el valor,
la dignidad y la inteligencia frente a la Nº de TINTAS: 4/0

envidia, la necedad, la mentira, la in- TINTAS DIRECTAS:

gratitud y la insolidaridad. LAMINADO:

PLASTIFICADO:

brillo mate

uvi brillo uvi mate

relieve

falso relieve

purpurina:

estampación:

troquel
PVP 8,95 € 10126692
OBSERVACIONES:

www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com Carlos Villanes Cairo

Fecha:
EL BISONTE MÁGICO

Carlos Villanes Cairo

EL BISONTE MÁGICO.indb 5 29/05/15 13:31


© Carlos Villanes Cairo
© Espasa Libros, S.L., sociedad unipersonal., 2015
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.planetadelibros.com

Primera edición en este formato: julio de 2015


ISBN: 978-84-670-4536-9
Depósito legal: B. 15.383-2015
Impreso en España – Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro
y está calificado como papel ecológico.

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Índice

Capítulo 1. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Capítulo 2. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Capítulo 3. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
Capítulo 4. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Capítulo 5. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Capítulo 6. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Capítulo 7. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Capítulo 8. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Capítulo 9. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
Capítulo 10. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

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E N la puerta del bar, María se detuvo unos segun-


dos, dudó entre quedarse o salir, pero cobró valor
y se dirigió a la barra. Preguntó a los camareros por
Imanol, el ayudante del farmacéutico, y ellos se lo
señalaron:
—Es aquél, de chaqueta marengo y pajarita de
moño, sentado al fondo, junto a un señor de gafas.
Era casi mediodía de domingo. A esa hora de la
mañana la gente más notable de Santander, después
de la misa y antes de la caminata por el paseo ma-
rítimo, se reunía en el bar El Brillante para tomar
el aperitivo. María no se paró hasta tener delante a
Imanol y llamarle por su nombre.
—Sí, guapa, dime...
—Soy hija de don Marcelino...
—Eso ya lo sé —le cortó sin recato, acarició el filo
del vaso que tenía delante y elevó la voz—, ¿en qué
puedo servirte?
—¿Puedo hablar con usted en privado?
El hombre que acompañaba a Imanol se puso en
pie, dispuesto a marcharse. El otro le cogió del brazo.

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—Alto —le dijo y luego se dirigió a María—: Diga
lo que le apetezca, con mis amigos no tengo secretos.
—No es ningún secreto —dijo ella y le miró a los
ojos. Imanol tenía la mirada turbia del que ha bebido
más de una copa—. Don Jacinto, el farmacéutico, ha
salido al campo de cacería y no vendrá hasta la noche,
su esposa me dijo que podía encontrarle aquí, por eso
he venido a buscarle.
—¿Y bien?
—Mi padre está grave y necesita unos jarabes que
encargamos a la farmacia hace una semana. ¿Podría
usted entregármelos?
—¡No! ¡Hoy es domingo y la farmacia está
cerrada! Y no se atiende ese pedido porque nos fal-
ta un ingrediente que llegará mañana o pasado de
Madrid.
—Pero, supongo que puede ser sustituido por ot-
ro.
—¡No! Nosotros somos serios y si hay que aguard-
ar...
—Mi padre está grave, no puede esperar.
—¡Ése no es mi problema!
—No tiene por qué gritar —dijo María con firmeza,
y su voz retumbó entre toda la clientela del bar, que
parecía haberse callado y la miraba con ese falso dis-
imulo que hace más evidente la curiosidad.
—¡Yo hablo como a mí me apetece! —le res-
pondió Imanol, con el alarde de quien se cree impor-
tante.
—Hombre, ya está bien, ¿no? —dijo el señor de
gafas que compartía mesa con el gritón.
—Le ruego que me atienda —insistió valerosa-
mente María, tragándose el bochorno.

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—Ya le dije, hoy no abrimos... además, su padre
es un farsante y algún día tendrán que dar cuentas de
lo que hace, ¿no?
—Miserable, ¿qué sabrá usted?
—Sé lo que todo el mundo sabe, que hay gente
que engaña en nombre de la ciencia.
—¡Si mi padre muere, usted tendrá parte de culpa!
—le contestó María, vencida por el enfado.
—¡Mueren los enfermos, niña tonta, yo nada
tengo que ver!
—No me diga más, infeliz, desvergonzado.
—Jovencita, si usted fuera hombre...
—¡Canalla! ¡Yo soy hombre! —dijo una voz inter-
rumpiéndole.
Imanol se puso de pie y se volvió rápidamente.
Tropezó con la silla que tenía delante y la apartó con
violencia.
El bar entero contuvo la respiración.
—¿Quién eres? —vociferó, y como accionado por
un resorte, movió la cabeza de un lado a otro, tratando
de identificar a su contrincante.
—Un hombre, no un guaperas que presume de va-
liente con una chica —dijo y dio un paso adelante.
Todas las miradas fueron hacia él. Era todavía
muy joven, de porte atlético, vestía con elegancia y
parecía muy decidido. Su cuerpo contrastaba con el
de Imanol, más bien desgarbado y en camino de la
obesidad.
—¡Bah, chaval, retira esas palabras y me olvidaré
lo que has dicho! —le retó en tono burlón.
—Primero discúlpate con esa chica y luego retiraré
mis palabras.
El ayudante del farmacéutico se llevó a los labios

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la copa que tenía entre las manos y la bebió de un so-
noro trago, algo caballuno.
—Eh, niñato, tú no estás en edad para estar desa-
fiando a la gente —lo escrutó con la mirada como para
reconocer bien de quién se trataba y no lo pudo iden-
tificar. Se rió nerviosamente, luego adoptó una actitud
agresiva y vociferó:
—No sé quién eres, forastero... ¡Anda... discúlpate
y aquí no ha pasado nada!
—Se ofende a una chica y ¿que aquí no ha pasado
nada? —le replicó el joven, apretó los puños y avanzó
hacia Imanol.
Al ver la decisión del desconocido, el ayudante del
farmacéutico volvió a sonreír como si quisiera ablan-
dar la situación, pero lo que consiguió fue hacer más
notable su nerviosismo. La sonrisa de su cara se trans-
formó en una mueca.
—Bueno chico, no es para tanto —masculló, con-
ciliador.
Y al comprobar que el muchacho se le acercaba,
sin vacilar, Imanol empezó a sudar.
—¿Qué quieres chaval?
—¡Que te disculpes ahora mismo! —insistió el
joven.
Se hizo un nuevo silencio. Las miradas divagaron
entre Imanol y la chica.
—¡Perdone señorita, mi enfado no va con usted,
sino con su padre! —dijo a media voz el ayudante del
farmacéutico y fue a sentarse.
María no dijo nada. Sólo atinó a mirarlo con de-
sprecio. Se volvió hacia la puerta y salió del bar, mien-
tras los parroquianos encendían, a viva voz, los co-
mentarios.

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El desconocido también se fue y apresuró los pasos
tras de la joven. María le sonrió con inquietud.
—Gracias, te has metido en un lío por mí —le dijo.
—Tal vez, pero he ganado una amiga —afirmó, sin
inmutarse—. ¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó
a su vez, cuando ya cruzaban la acera.
—No lo sé —el muchacho la miraba con ad-
miración y ella le correspondió con una sonrisa
cortés.
—Me llamo Ignacio —dijo y extendió su mano a la
chica.
—Yo, María —se presentó ella, sintió la calidez de
su piel y volvió a mirarle a los ojos—. ¿Tú no eres de
aquí, verdad?
—No. A mi padre lo han trasladado y vine con él.
Es funcionario de la aduana.
María pareció volver a la realidad.
—Mi padre es un científico que ha sido traicion-
ado y, como has visto, sin conocer sus méritos algunos
se han dejado arrastrar por la corriente... es una larga
historia... y ahora está muy enfermo.
—¿Podría ayudarte de alguna manera?
—No. Debo ir a la casa del médico, al otro lado de
la bahía, en la playa de El Sardinero.
—Si deseas te llevo en mi carro.
—Gracias, tengo el mío. Mira, es aquél —dijo y
señaló uno, más bien pequeño, de dos ruedas tirado
por un caballo moro y en él le aguardaba Pepín, hijo
del mayordomo de su casa.
—Oh, es una tartana preciosa y también parece
veloz.
—Sí.
Ignacio no se resignaba a perder la amistad de

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María y aunque de primera intención prefirió no in-
sistir para evitarle una molestia, finalmente, decidió
ser obstinado.
—Si quieres puedo acompañarte.
Ella dudó unos instantes y luego dijo que sí, con un
leve movimiento de cabeza.
—Dios, hoy día me sacuden —comentó Pepín y
fue a sentarse sobre el maletero de la tartana.
Ignacio se acomodó en la baca y María atizó las
riendas. El caballo arrancó al trote y empezó a subir
una breve ladera desde donde se veían los acantilados,
que cortaban las colinas verdes, y parecían hundirse
en el mar entre la resaca blanca que producían las
olas al estrellarse al pie de los farallones. El sol brillaba
alto y la fresca brisa, después de lamer el lomo del
mar, se adentraba hacia la tierra y acariciaba sus ros-
tros con los vapores marinos cargados de sal y hume-
dad.
Ignacio estuvo tentado de preguntar por qué en
esa ciudad tan bella, sosegada y amistosa, se podía
odiar a un hombre, mucho más si era un científico.
Desistió de la idea. Trató de conseguir, con sutileza, un
pretexto que le explicara algo, pero no lo hizo, prefirió
respetar el silencio de la chica y, mientras continuaba
el ascenso, se cruzaron de nuevo sus miradas sin de-
cirse apenas nada.
Remontaron la breve colina desde donde podía
divisarse la bahía entre azules de mar y cielo, verdes de
bosque y jardines, blancos de velas y oros de playa; el
faro solitario y el soleado perfil de la península de La
Magdalena, anclada sobre los acantilados. Santander
lucía como una chica guapa en primavera.
—¿Está muy enfermo tu padre?

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—Sí —de nuevo el rostro perfilado de María, sin el
menor asomo de maquillaje, se puso triste. Viéndola
así, parecía cobrar con mayor fuerza una extraña bell-
eza que estremeció a Ignacio.
—¿De qué padece?
—Del corazón. Es un hombre muy sensible y du-
rante estos últimos años ha sufrido demasiado.
—Tu madre también debe de sentirlo mucho, ¿ver-
dad?
—Mi madre murió hace tiempo.
—¿Y tus hermanos?
—Soy hija única.
Ignacio sintió una mezcla de admiración y pena.
Estaba sola y luchaba por su padre, que moría despre-
ciado por alguna gente de su propio pueblo.
—Te agradezco, otra vez, que hayas puesto en su
sitio a ese hombre —dijo María.
—No fue nada.
—Fue mucho para mí.
De nuevo la brisa marina les sacudió el rostro, tal
vez un extraviado coletazo del viento norte que busca-
ba refugio tierra dentro.
—¿Realiza tu padre investigaciones? —le preguntó
Ignacio sin poderse contener.
María inclinó la cabeza y respondió:
—Sí, es abogado, pero la investigación científica le
interesa más.
—¿Y por qué se puede odiar a un hombre de cien-
cia?
—Es una vieja historia relacionada con unas pin-
turas rupestres que descubrió. Algún día te contaré
cómo fue aquello. Te juro que mi padre jamás ha sido
un farsante.

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—No jures —se apresuró a decir Ignacio—, yo te
creo.
Empezaron a descender la ladera y al fondo se
podía divisar una casa de dos plantas rodeada de ar-
bustos.
—Allí es —dijo María.

En el portal, les recibió el doctor Perelló, un hom-


bre con barba y cabello entrecano, médico de la famil-
ia desde hacía muchos años, que había sido alertado
cuando el carro de María apareció en lo alto de la co-
lina.
—María, hija, ¿qué pasa? —dijo, sereno pero frun-
ciendo las arrugas por su sorpresa, cuando ya estaban
muy cerca.
—Hoy por la noche se le acabará la medicina a
mi padre y la farmacia no nos la ha proporcionado
todavía.
—¿Será posible que esto ocurra a un paso del si-
glo xx? —mostró su enfado—. ¿Cuándo la solicitasteis?
—Hace varios días.
—Y él, ¿cómo está?
María quiso hablar y las palabras se le atragan-
taron en la boca. Bajó la mirada y no pudo reprimir
el llanto.
—Está muriéndose... — susurró, apenas.
El médico, estremecido, tomó ambas manos de la
chica.
—Tranquila, María, iré a verle inmediatamente
—ofreció su brazo para ayudar a la joven a descender
del carro—. Yo tengo unas muestras médicas que po-
drán aliviarle hasta que la farmacia pueda atenderos.

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Ignacio y María se quedaron quietos en el portal. El
doctor Perelló les dijo:
—No os quedéis ahí, pasad un momento al salón
mientras preparo mis cosas—. Llamó a su criado y
le pidió que le tuviera lista su tartana, que iba a salir
pronto.
El médico reparó en Ignacio y le preguntó:
—¿Y tú quién eres, joven?
—Ignacio Luna.
—¿Luna? ¿Eres hijo de don Fernando?
—Sí.
—Hombre, mucho gusto. Anteayer estuve en el
Club jugando al mus con tu padre —y le ofreció su
mano que Ignacio estrechó con afecto.
El chico sonrió.
Entraron al salón. Era alto y grande, muy ilumin-
ado y su decoración sobria y antigua, propia del
hombre solterón que vivía con su anciano padre, un
criado-mayordomo, una asistenta-ama de llaves y tres
perros.
De las paredes colgaban varios cuadros, y uno
de ellos, enmarcado en pan de oro, tenía un extraño
dibujo que, inmediatamente, llamó la atención de la
joven. María, caminó hacia él y se quedó contem-
plándolo. Ignacio advirtió esa repentina inquietud y
fue junto a ella.
Era un bisonte que parecía huir, pero en medio de
su carrera volvía la cabeza hacia la espalda y miraba
con los ojos asombrados a alguien que le perseguía.
Los trazos del dibujo eran firmes y bellos, parecían
realizados a pluma y en él sobresalían los ocres y ro-
jos encendidos entre los medios tonos naranjas y ma-
gentas, sobre un fondo perfectamente contrastado de

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veladuras amarillentas y color tierra, como el de las
cuevas.
—El culpable... —dijo María, con la voz apagada.
Ignacio la oyó apenas. Miró intrigado a la joven y le
preguntó:
—Perdón, ¿qué has dicho?
Ella siguió contemplando la imagen como si estu-
viera deslumbrada y sola.
—El bisonte que va a matar a mi padre.
Era un bisonte que al muchacho no le decía, fran-
camente, nada, aparte de los excelentes contrastes de
sus líneas y colores que, sin duda, pertenecían a algún
buen pintor contemporáneo, quién sabe si parisino,
porque según decían por esos días, todos los hitos de
la cultura venían de Francia. Pero Ignacio se sobresaltó
en el acto, miró de reojo a María y no descubrió nada
en particular. ¿Estaba esa chica en sus cabales?
El médico apareció provisto de su maletín y se
dirigió a María al verla con la mirada puesta en el
dibujo.
—Ese cuadro me lo regaló tu padre —había en su
voz un ligero tono de orgullo.
—Me lo suponía —asintió ella y continuó mirán-
dolo.
—Bueno, vamos, que se nos hará tarde —dijo el
doctor Perelló.

El médico, subió a su tartana e invitó a Pepín a ir


con él.
—La señorita María querrá hablar con su amigo
—le comentó— y tú me puedes contar algo de Puente
San Miguel.

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—Gracias —le dijo Ignacio y subió al carro de
María.
Volvieron a Santander y después de atravesar la
ciudad tomaron el camino del sur. Se internaron por
una vía angosta pero bien cuidada, flanqueada de
eucaliptus que contrastaban con los pinos y los abetos,
altos y corpulentos, que apiñados en las laderas de las
colinas le daban un manchón de bosque y sombra.
—Mi padre sembró muchos de estos árboles.
—Vaya, qué bien.
—Cuando era joven participó en la forestación del
valle y también sembró eucaliptus en toda la región.
El muchacho aspiró con fuerza el aire mentolado
y tibio de los árboles y sintió cómo la fragancia, balsá-
mica y gratificante, invadía su cuerpo.
—¿Piensas quedarte en Santander?
—¡No lo sé! —dijo Ignacio y devolvió la mirada
a la chica—. Estoy atravesando un serio conflicto
con mi padre, él y todos nuestros antepasados
fueron hombres de mar y quiere que yo también sea
marino.
—¿Acaso no es bello pilotar un barco?
—Para mí, no. Yo quiero ser médico, es mi sueño
de siempre. Y mi padre no quiere oír una sola palab-
ra de eso. Hoy mismo tuve una seria discusión con él
antes de ir al bar.
—¿Y tu madre?
—Me apoya decididamente.
María sonrió:
—Lo conseguirás, Ignacio.
—No lo sé. Mi padre dice que si no voy a
Cartagena a la Escuela Naval, no me dará un solo
duro... si es así me marcharé de todas maneras de mi

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casa y trabajaré en lo que sea para costearme los es-
tudios.
María le contó que no tenía muy claro qué iba a
estudiar en el futuro.
—Por ahora, con cuidar la salud de mi padre tengo
bastante.
Se contaron cosas comunes, mientras el caballejo
trotón devoraba los kilómetros hasta Puente San
Miguel y esa primera travesía por el exuberante verdor
de pasto y arboleda de Cantabria se les hizo muy corta
a los jóvenes, tal vez muy poco, para cuanto querían
decirse.
De pronto, a la vera del río Pas aparecieron los
portales de la finca del padre de María.
—Aquí es —dijo la joven.
Atravesaron un espacio amplio sembrado con los
árboles más exóticos de la tierra. Al llegar a la casona
la chica llamó desde el portal, pero nadie le respondió.
—¿Padre? ¡Soy yo!
Y se sucedió un nuevo, prolongado y preocupante
silencio.
María miró angustiada al médico y ambos se
apresuraron a subir las escaleras.
Don Marcelino estaba tumbado sobre su cama,
con los ojos cerrados y la rigidez de un muerto.
La muchacha al verlo sintió un retortijón en el
pecho y corrió hacia el hombre yacente.
—¡Padre mío! —dijo angustiada.
Don Marcelino abrió levemente los ojos y dirigió la
vista, cansada y triste, a los recién llegados.
—¿Y cómo está mi ilustre paciente? —le preguntó
el médico, dando un suspiro de alivio.
—Con el pasaporte listo —respondió don Marce-

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lino. Se le notaba muy enfermo, pero su carácter no
dejaba de ser jovial.
—Espero que no tenga que usarlo todavía —dijo el
médico.
—No debió molestarse en venir, doctor —res-
pondió con voz pedregosa el enfermo—, hoy es do-
mingo.
El médico se volvió hacia María.
—Déjanos solos, por favor.
El galeno se llevó a las orejas los auriculares del
estetoscopio y auscultó con sumo cuidado el pecho del
paciente.
—¿Hay dolores?
—Sí doctor, para qué voy a seguir engañándome,
son continuos y muy fuertes —esperó unos instantes
que el médico diera su diagnóstico y luego le pidió—:
Dígame la verdad.
—Don Marcelino, me temo que el mal avanza.
—Se lo dije. En esta casa la muerte ya tiene per-
miso.
—¿Debo decírselo a María?
—Pobre niña, creo que ya lo intuye.
El médico llamó a la joven y le entregó unos jara-
bes que había traído consigo.
—Una cucharada de éste, cada cuatro horas, y dos
de este otro antes de dormir.
Ella asintió solícita y dirigió la mirada al médico en
busca de alguna respuesta.
El hombre, únicamente, movió la cabeza. Se de-
spidió de todos, indicándole a María que le llamara si
don Marcelino empeoraba.
La chica salió al portal donde le aguardaba
Ignacio.

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—Debo irme —le dijo el muchacho.
—Lo sé. Gracias por todo.
—¿Puedo volver a visitarte?
—Sí. Cuando quieras —respondió ella.
Ignacio montó en el carro del médico y partieron
de retorno a Santander.
De nuevo la quietud del paisaje acompañó a los
dos hombres.
—A don Marcelino le mata la ingratitud y el desdén
—dijo el médico—, ha hecho una gran contribución a
la ciencia, no lo han entendido y ahora se muere.
—¿Eso puede matar, doctor?
—La dignidad, joven. Su precio es muy alto.
—No entiendo.
—Es una larga historia... María ya te la contará.
—¿Está relacionada con un bisonte?
—Sí.
—Pero... en España ya no hay bisontes.
—Ahora no, pero los hubo hace miles de años
—dijo el médico.

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