Apple Que Enseñan Las Escuelas

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CATEDRA SOCIEDAD, CULTURA Y PEDAGOGIA - Prof. MARIELA FONTANA


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APPLE, M.W.: ¿Qué enseñan las escuelas?


En GIMENO SACRISTAN, J. y PEREZ GOMEZ, A. (1989) “La enseñanza su teoría y su práctica”, Ed. Akal S.A., España

A partir de la lectura del texto de Apple analizar:


a) La escuela como instrumento de distribución desigual del capital cultural.
b) El curriculum como herramienta de difusión del arbitrario cultural.

LA ENSEÑANZA Y EL CAPITAL CULTURAL.


Unos de los argumentos menos atractivos que se han utilizado en los últimos años es que las
escuelas son poco estimulantes, que son aburridas, o como quieran llamarlo, y no cumplen su función
adecuadamente (Silberman, 1970). Los argumentos manifiestan que las escuelas enseñan de manera
disimulada todo aquello que tanto les gusta decir a los críticos humanísticos de la escuela: la
acomodación del comportamiento, los objetivos y normas institucionales, más que personales, la
alienación de la persona respecto de lo que hace etc., y otros docentes, en realidad no saben lo que
están haciendo.
Sin embargo, en el mejor de los casos, tal perspectiva es engañosa. En primer lugar, es
fundamentalmente “ahistórica”. Ignora el hecho de que las escuelas fueron creadas en parte para
enseñar estas cosas. El curriculum oculto, la enseñanza tácita de normas sociales y económicas y de
expectativas para los alumnos en las instituciones, no es tan escondido o “descuidado” como tantos
docentes creen. En segundo lugar, esta perspectiva ignora la función capital ejercida por la escuela
como un conjunto básico de instituciones en las sociedades desarrolladas, justificando la preparación
de los adultos. Esto supone considerar a las escuelas más allá de su estricto marco y relacionándolas
más decididamente con las instituciones económicas y políticas que dan significado a las escuelas.
Ello quiere decir que las escuelas parecen, en general, hacer lo que se supone que deben hacer, al
menos en términos de proporcionar, a grandes rasgos, las disposiciones que serán “funcionales” o
útiles en la vida ulterior de un orden social económico complejo y estratificado.
Aunque no hay dudas de que la incompetencia existe, no solo en la mente de Charles
Silberman, ésta no es una estrategia adecuada – no más que la venalidad o la indiferencia – para
entender por qué las escuelas se resisten a cambiar o por qué enseñan lo que enseñan (Gintis y
Bowles, pag. 109). Tampoco es un instrumento conceptual apropiado de rastrear lo que se enseña
exactamente en los colegios o por qué ciertos significados sociales son utilizados en la organización
de la vida escolar.
No obstante, no son exclusivamente los críticos de la escuela los que presentan un análisis
demasiado simple acerca de la importancia social y económica de las instituciones de enseñanza.
Demasiadas veces este significado social de la experiencia escolar ha sido aceptado sin problemas
por los sociólogos de la educación, o simplemente como un asunto de aplicación de técnicas
“ingenieriles” por parte de especialistas del curriculum u otros educadores preocupados con la
programación de la enseñanza. El campo del curriculum, siendo más específico que otras áreas de la
educación, ha sido dominado por una perspectiva que podríamos llamar “tecnológica”, en tanto que
el mayor interés que guía su trabajo reside en encontrar el único y el mejor conjunto de medios para
conseguir los objetivos escolares previamente elegidos. Contra esta perspectiva relativamente
acrítica, que pretende mejorar el estado actual de cosas, ciertos sociólogos y especialistas de
curriculum, fuertemente influenciados por la sociología del conocimiento, tanto de las variantes
marxistas (neo marxistas) como de las fenomenológicas, empezaron a plantear serios interrogantes
acerca de la falta de atención prestada a la relación entre conocimientos escolares y los fenómenos
extraescolares. Michael Young (1971) estableció correctamente un punto de partida básico para
estas investigaciones. El observa que hay una “relación dialéctica entre las posibilidades de acceso al

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poder, la oportunidad para legitimar ciertas categorías dominantes y el proceso que facilita la
disponibilidad de tales categorías para algunos grupos, que así pueden afirmar el poder y el control
sobre otros”. En el fondo, de la misma forma que hay una distribución más o menos desigual del
capital económico en la sociedad, hay también una distribución similar del capital cultural (Kennet,
1973, pág. 238). En las sociedades industriales avanzadas, las escuelas son especialmente
importantes en este sentido, siendo las distribuidoras de estos capitales culturales, jugando un papel
decisivo al legitimar las categorías y formas de conocimientos. El hecho de que ciertas tradiciones y
contenidos normativos sean calificadas como “conocimiento escolar”, constituye una evidencia a
“prima facie” de la legitimidad que se aprecia en ellos.
Podríamos discutir aquí que el problema del conocimiento en educación, de lo que se enseña
en las escuelas, se debe considerar como una forma de distribución más extensa de bienes y servicios
dentro de una sociedad. No es puramente un problema analítico (¿qué se debe entender bajo el
nombre de “conocimientos”?), ni tampoco es un simple problema técnico (¿de qué manera
organizaremos y almacenaremos conocimientos para que los niños puedan acceder a ellos y
“dominarlos”?) y, finalmente, tampoco se trata de un problema esencialmente psicológico (¿cómo
conseguir que los estudiantes aprendan?). El estudio del conocimiento educativo tiene que ser un
planteamiento a nivel de la ideología, es la investigación de lo que se considera como el conocimiento
“auténtico” por grupos y clases socialmente determinadas, en instituciones específicas, en
momentos históricos concretos. Es, además, una forma de investigación críticamente orientada, en
tanto que elige concentrarse en cómo este conocimiento, distribuido como está en las escuelas,
puede contribuir a un desarrollo cognoscitivo y de disposiciones que refuerzan o confirman las
disposiciones institucionales ya existentes en la sociedad (y a menudo problemáticas). Formulándolo
más claramente, los conocimientos tanto el manifiesto como el encubierto, que se encuentran en los
ambientes escolares, y los principios de selección, organización y evaluación de estos conocimientos
constituyen opciones, dirigidas por valores dentro de un universo mucho más extenso de posibles
conocimientos y principios de selección. Por esta razón no se deben aceptar como datos, sino que
deben hacerse problemáticos, de manera que las ideologías sociales y económicas y los significados
institucionalmente estructurados que están detrás pueden escudriñarse. El significado latente y la
configuración que hay detrás de posiciones aceptables de sentido común pueden ser sus más
importantes atributos. Y estos significados disimulados y relaciones institucionales, casi nunca
descubren si uno se guía solamente por la pretensión de mejorar lo que tenemos adelante. Como
Kallos observó, cualquier sistema educativo tiene ambas “funciones”, las manifiestas y las latentes.
Estas necesitan ser caracterizadas no únicamente en términos relativos a la enseñanza (o al
aprendizaje), sino lo que es más importantes, en términos político – económicos. En fin, las
discusiones acerca de la calidad de la vida educativa carecen relativamente de sentido si las
“funciones específicas del sistema educativo no se reconocen (1974, pág. 7). De ser cierta gran parte
de la literatura acerca de lo que las escuelas enseñan tácitamente, sus funciones específicas pueden
ser más de tipo económico que intelectual.
En este artículo, nos gustaría enfocar ciertos aspectos del problema de la enseñanza y su
sentido social y económico. Interpretaremos las escuelas como instituciones que personifican las
tradiciones colectivas y las intenciones humanas. Estas son, a su vez, producto de ideologías sociales
y económicas identificables. Así que, la mejor formulación de nuestro punto de partida sería la
siguiente pregunta: ¿De quién son los significados que se reconocen y se distribuyen a través de los
curriculum explícito y oculto en la escuela? Esto quiere decir, y a Marx le gustaba mucho decirlo, que
la realidad no anda por ahí con la “etiqueta” puesta. El currículo en la escuela responde y representa
recursos ideológicos y culturales que surgen de alguna parte. Las visiones de todos los grupos sociales

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no están representadas ni tampoco se responde a los significados de todos los grupos. Entonces
¿cómo actúan las escuelas para distribuir el capital cultural?
¿Cuál es la realidad que “anda altivamente” por los pasillos y las aulas de las escuelas
americanas?
Nos centraremos en dos áreas. En primer lugar, ofrecemos una descripción del proceso
histórico a través del cual determinados significados sociales llegaron a ser particularmente
importantes en las escuelas, y que de esta forma fueron aceptados durante décadas. Por otra parte,
propondremos una evidencia empírica de un estudio sobre la experiencia en un jardín de infancia,
para documentar la potencia y el poder de estos significados sociales particulares. Finalmente,
plantearemos la cuestión de si las reformas parciales se orientan en una dirección humanística o en
otra cualquiera, pueden tener éxito.
La tarea de tratar un conjunto de significados en las escuelas ha sido tradicionalmente el
trabajo de un especialista en curriculum. No obstante, en la historia, esta preocupación por los
significados escolares por parte de especialistas ha estado ligada a diversas concepciones de control
social. Esto no nos debería sorprender. Tendría que ser obvio, sin embargo, muchas veces no lo es:
que las preguntas acerca de los significados en las instituciones sociales tienden a convertirse en un
problema de control. Queremos decir que las formas de conocimiento (tanto las de tipo manifiesto
como las de tipo oculto) con que uno se encuentra dentro de los ambientes escolares implican
nociones de poder, de recursos económicos y de control social. El hecho mismo de la elección del
conocimiento escolar, el hecho de diseñar los ambientes escolares, aunque se haga de manera
consciente, se basan muchas veces en presupuestos ideológicos y económicos que dan base a los
patrones de pensamiento y de acción de los docentes. Quizá los vínculos entre el significado y el
control dentro de la escuela llegarían a ser más claros si reflexionáramos sobre un breve resumen de
la historia del curriculum.
EL SIGNIFICADO Y EL CONTROL EN LA HISTORIA DEL CURRICULUM.
El sociólogo británico Bill Williamson (1974), argumenta que los hombres y las mujeres
“tienen que atacar todas las formas institucionales e ideológicas de tiempos pasados, ya que
representan una restricción básica frente a lo que se podría alcanzar (pág 10-11). Si se toma esta
manifestación en serio, entonces uno debe comprender lo que se ofrece y se enseña en las escuelas
con perspectiva histórica. Como dice Williamson: “Antiguas actitudes educativas de los grupos
dominantes en la sociedad siguen teniendo un peso histórico y se manifiestan hasta en los ladrillos y
la argamasa de los edificios escolares” (pág. 10).
Para ser honestos con nosotros mismos, debemos reconocer que el área del curriculum tiene
raíces en el terreno del control social. Su paradigma intelectual tomó formas en el comienzo de este
siglo, y llegó a configurar un conjunto identificable de procedimientos para la selección y la
organización del saber escolar, procedimientos que deben enseñarse a los profesores, y a otros
educadores. En aquel momento, la mayor preocupación de la gente relacionada con el área del
curriculum era el control social. Se entiende en parte esta preocupación. Muchos de los personajes
que influyeron en esta área (tales como Charles C. Peters, Ross Finney y especialmente David
Snedden), tuvieron intereses tanto en lo que se relaciona con la sociología de la educación como con
temas generales sobre cómo debieran ser las escuelas. La idea del control social tenía entonces una
importancia creciente dentro de la sociedad americana de antropología. Además, también era una
idea que fascinaba a numerosos intelectuales del país, e interesaba a departamentos poderosos del
mundo de los negocios. Así que, no es difícil entender que también ocupara a figuras, los dos
sociólogos y estudiosos del curriculum (Franklin, 1974, pág. 2-3).
Pero el interés por la enseñanza como un mecanismo de control social no partió solamente
de la sociología. Los primeros individuos en autodenominarse como especialistas en curriculum (por

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ejemplo, Franklin Bobbit y W.W. Charters) también estaban preocupados, por razones ideológicas,
por el control social. El movimiento científico sobre dirección empresarial y el trabajo de los
especialistas en medición de variables sociales influyeron en ellos fuertemente. Asimismo, estuvieron
marcados por la creencia que interpretaban el movimiento popular “eugenésico” como una fuerza
social “progresiva”. De esta forma, introdujeron el control social en el corazón mismo del área cuya
tarea era la de desarrollar criterios para la selección de significados con los que los estudiantes
entrarían en contacto en las escuelas.
Todo esto no quiere decir, por supuesto, que si el control social por sí mismo y en sí, sea
siempre poco deseable. Es casi imposible imaginarse la vida social sin ningún elemento de control
social, ya sea solamente por el hecho que las instituciones, como tales instituciones, tienden a dar
respuestas a las regularidades de las interacciones humanas. Más bien, existía históricamente un
conjunto de supuestos, de normas de sentido común sobre los significados escolares y el control, que
influyeron en buena medida en los primeros especialistas del curriculum. No solamente dieron por
sentado que la sociedad organizada debe mantenerse por la preservación de algunas de sus
apreciadas formas de interacción y significado (una aceptación “débil”, bastante generalizada y
completamente comprensible, del control social). Tenían, igualmente, un “fuerte” sentido de control
social, profundamente anclado en su perspectiva ideológica. Aquí, la educación en general y los
significados cotidianos del curriculum, en las escuelas en particular, se tomaron como elementos
esenciales de la preservación de los privilegios sociales existentes, de los intereses que se mantienen
a costa de grupos menos poderosos (Franklin, 1974). La mayoría de las veces, esto se evidencia en la
forma de querer garantizar un control científico en la sociedad, para eliminar o “socializar” a grupos
sociales o étnicos indeseables, o sus características, o producir un grupo económicamente eficiente
de ciudadanos a fin de, como señala C. Peters, reducir el desajuste entre los trabajadores y sus oficios.
Esta preocupación, que es el sustrato económico de la vida escolar diaria, llega a tener una
importancia particular, como veremos adelante, cuando nos ocupemos de lo que las escuelas
enseñan acerca del trabajo y el juego.
El control social, como idea o preocupación, no nació en los primeros intentos del movimiento
curricular para utilizar el conocimiento con fines sociales conservadores. El control social era objeto
subyacente de gran número de programas sociales y políticos que querían mejorar la situación social.
Estos programas corrían a cargo, durante el siglo XIX del Estado y Agencias Privadas. Era su intención
que el orden, la estabilidad y el imperativo del crecimiento industrial podrían mantenerse ante los
cambios sociales (Franklin, 1974). El análisis de Feinberg (1975) de las raíces ideológicas de la política
liberal de la educación demuestra que incluso en este siglo, muchas de las “reformas” propuestas,
tanto en las escuelas como en otros lugares han sido útiles implícitamente a los intereses sociales
conservadores de estabilidad y estratificación social.
El argumento expuesto hasta ahora no pretende desbancar los esfuerzos de los docentes y
los reformadores sociales. Al contrario, es un intento de situar el actual debate respecto a la falta de
una perspectiva humana en los colegios, a la enseñanza tácita de normas sociales, valores, etc.,
dentro de un contexto histórico más amplio. Sin tal contexto no podemos entender plenamente la
relación entre lo que efectivamente hacen las escuelas y una economía industrial tan desarrollada
como la nuestra. El mejor ejemplo de este contexto se puede encontrar en las funciones ideológicas
cambiantes de la enseñanza en general, y en los significados del curriculum en particular. Detrás de
buena parte de la discusión sobre el papel de la educación formal en Estados Unidos durante el siglo
XIX, subyacen múltiples inquietudes sobre la estandarización de los ambientes educativos, sobre la
enseñanza, a través de la interacción escolar cotidiana, de valores morales, normativos y
disposiciones, y sobre el funcionalismo económico. Actualmente Philip Jackson (1968) y otros han
dado ese nombre de “curriculum oculto” a estas preocupaciones. Pero es, precisamente, lo oculto

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mismo lo que puede ayudarnos a descubrir la relación histórica existente entre lo que se enseña en
las escuelas y el contexto más amplio de instituciones que la rodean.
Tendríamos que tener en cuenta que, históricamente, el “curriculum oculto” no era oculto,
sino que era la función abierta de las escuelas durante gran parte de su vida como instituciones. A lo
largo del siglo XIX, la creciente diversidad de atributos y estructuras políticas, culturales y sociales,
empujó a los educadores a recobrar con vigor revitalizado el lenguaje del control social y de la
homogenización que había dominado los planteamientos educativos desde los primeros tiempos
coloniales (Vallance, 1973). Mientras el siglo seguía adelante, la retórica reformista de justificar la
posición ideológica contra otros intereses de grupo no enfoco únicamente la necesidad crítica de una
homogeneidad social. La utilización de las escuelas como el primer medio para inculcar valores y para
crear una “comunidad americana” no fue suficiente. Las presiones crecientes de modernización y de
industrialización crearon también ciertas expectativas de eficiencia y de funcionalismo en algunas
clases y élite industrial. Como lo explica Vallance, “a la socialización activa se añadió un punto de
atención orientado hacia la eficiencia organizativa”. Las reformas tuvieron un efecto muy poderoso
en la organización escolar y, después, sobre los procedimientos y los principios que rigen la vida en
las clases, quedando dominados por el lenguaje de la producción, por el interés de esta por un
funcionamiento económico bien ajustado, y por conocimientos burocráticos de tipo práctico. En este
proceso, las razones subyacentes para la reforma cambiaron lentamente desde una preocupación
activa para el consenso en los valores a un funcionalismo económico. Los rasgos institucionales de
las escuelas con sus formas de interacción diaria relativamente estandarizadas, proporcionaron los
mecanismos mediante los cuales un consenso “normativo” se podría enseñar. Y en estas
coordenadas, a partir del conocimiento regular de la institución, tendrían cabida una serie de normas
para seleccionar el curriculum y organizar las experiencias escolares, apoyándose en la eficacia, en el
funcionalismo económico y en las exigencias burocráticas. Todo esto llego a formar la estructura
profunda, el primer curriculum oculto, cuando se habían establecido un contexto uniforme y
estandarizado de aprendizaje, junto a la aceptación de la escuela de la selección y del control social,
como algo ya dado, solamente entonces se podría atender a las necesidades individuales o a otras
preocupaciones más “etéreas” (Vallance, pág. 18-19).
Históricamente, un núcleo de significados de sentido común que combinan el consenso
normativo con una cierta idea de ajuste económico, se constituyó dentro de la estructura misma de
la educación formal. Lo que no significa que no hubiera importantes movimientos educativos,
favorables a una educación para el auto – desarrollo. Pero más bien, tras estas opciones que implican
una atención a las necesidades individuales existe un conjunto poderoso de expectativas sobre la
enseñanza, que sería la base constitutiva de la experiencia escolar. Recientemente, un grupo de
economistas ha apuntado que la “función latente” más importantes a nivel económico de la vida
escolar parece ser la selección de cualidades personales y de significados normativos que
proporcionan al alumno una supuesta oportunidad de obtener recompensa económica. Ya que la
escuela es la única institución importante que se interpone entre la familia y el mercado de trabajo,
no resulta extraño que ciertos significados sociales que tienen una utilidad diferenciada se
distribuyan en las escuelas. Pero ¿Cuáles son estos significados sociales particulares? ¿Cómo se
organizan y se ofrecen en la vida escolar diaria? Veamos estos interrogantes.
IDEOLOGIA Y CURRICULUM EN USO
Las mayores preocupaciones del apartado anterior, que plantean la relación entre ideología
y el saber escolar, entre los significados y el control, tienden a ser demasiado vagas, a menos que uno
las dirija decididamente a las actividades del personal escolar y de los estudiantes, considerando la
vida particular que cada cual vive dentro de las clases. Tal como los investigadores del curriculum
oculto y otros especialistas han observado, las formas concretas utilizadas para la distribución del

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conocimiento en las aulas y las prácticas que desarrollan profesores y estudiantes pueden aclarar las
conexiones entre la vida escolar y las estructuras ideológicas, de poder y los recursos económicos de
los que la escuela forma parte.
Al igual que existe una distribución social del capital cultural en la sociedad hay también un
reparto social del conocimiento dentro de la clase. Por ejemplo, diferentes “tipos” de estudiantes se
apropian de distintas “clases” de conocimiento. Keddie (1971) conforma esto claramente en su
estudio sobre el conocimiento que los docentes poseen de sus estudiantes y el conocimiento
curricular que les ofrecen después. No obstante, a pesar de que verdaderamente existe una
distribución diferenciada del conocimiento dentro de las clases que está vinculada con el proceso de
clasificación social que se produce en la escuela (Apple, 1975), esto es menos importante para
nuestro análisis que los que llamaríamos “estructuras profundas” de la experiencia escolar. ¿Qué
significados subyacentes se negocian y transmiten en las escuelas detrás de la actual “materia”
formal de contenidos del curriculum? ¿Qué ocurre cuando el conocimiento es filtrado por los
docentes? ¿Qué categorías se usan para decidir lo que es normal y lo que no lo es en este filtrado?
¿Cuál es el marco básico y organizador del conocimiento normativo y conceptual que reciben
actualmente los estudiantes? En fin, ¿Cuál es el curriculum real que se lleva a cabo? Solamente
observando esta estructura profunda podemos empezar a apuntar cómo las normas sociales, las
instituciones y las reglas ideológicas se alimentan a través de la interacción diaria de los actores,
ejerciendo éstos sus prácticas corrientes. Esto es especialmente válido para las aulas. Las definiciones
sociales del conocimiento escolar, que están dialécticamente relacionadas y enmarcadas por el
contexto mucho más amplio de las instituciones sociales y económicas ambientales, se mantienen y
se recrean a través de las prácticas de la enseñanza y de la evaluación de las clases.
Nos centraremos aquí en el Jardín de la Infancia, por tratarse de un momento crítico en el
proceso por el cual los alumnos llegan a asimilar las reglas, normas, valores y las disposiciones que
son “necesarias” para ocupar una función dentro de la vida institucional existente en la actualidad.
Aprender el papel de estudiantes supone una actividad compleja. Ello exige tiempo y una interacción
continua con las expectativas de la institución. Centrándonos en este proceso y en el contenido de
las características, tanto ocultas como las públicas, del conocimiento en el jardín de infancia,
podemos llegar a saber el tipo de conocimientos básicos que los niños usan como principios de
organización durante la mayor parte de su escolaridad.
Resumiendo, las definiciones sociales asimiladas durante la fase inicial de la vida escolar
proporcionan las reglas constitutivas para el resto de la vida en las clases. Así que será necesario
examinar qué es lo que quiere significarse en conceptos como trabajo y juego, “saber escolar” o
simplemente “mis conocimientos”, normalidad o desviación. Como veremos más adelante, la
utilización del elogio, las normas para manipular los materiales y el control del tiempo y de las
emociones, son todas aquellas atribuciones importantes para la enseñanza de significados sociales
en la escuela. Pero observamos igualmente que los significados vinculados a la categoría de trabajo
los que iluminan más claramente la posible situación de las escuelas dentro del complejo de
instituciones económicas y sociales que nos rodean a todos.
La experiencia en el jardín de la infancia sirve como fundamento para los años posteriores.
Niños que frecuentaron la guardería tienden a mostrar una superioridad general en el rendimiento
en los cursos elementales si se les compara con los niños que no tuvieron la ocasión de ir a esos
centros. No obstante, los intentos para descubrir exactamente qué técnicas de enseñanza y que
experiencias de aprendizaje contribuyen de forma más decisiva al “crecimiento intelectual y
emocional” de los niños del jardín de infancia no han dado resultados del todo concluyentes. El
entrenamiento en el jardín de la infancia parece ejercer una influencia más poderosa y duradera en
las actitudes y en el comportamiento de los niños gracias a su adaptación al ambiente de clase. Los

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niños se introducen en sus papeles como alumnos en las clases de jardín de infancia: la comprensión
y el dominio de este papel es lo que conduce al mayor éxito de estos alumnos en la escuela básica.
La socialización en las clases de preescolar incluye el aprendizaje rutinario de normas y
contenidos de las interacciones sociales. Para funcionar adecuadamente en una situación social, los
implicados deben lograr una misma comprensión de los significados, de las limitaciones y de las
posibilidades que el contexto proporciona al interaccionar con él. A lo largo de las primeras semanas
del curso escolar, los niños y el profesor elaboran de hecho una definición común de situación,
resultado de la interacción continuada en clases. Cuando se ha aceptado un conjunto de significados
sociales, las actividades de la clase discurren con fluidez. La mayoría de las veces estos significados
compartidos permanecen relativamente estables, a menos que el curso de los acontecimientos en
ese ambiente no guarden el orden con que se producían.
Deberíamos comprender, no obstante, que la socialización no es un proceso en una sola
dirección (Mackay, 1973). Hasta cierto punto, los niños en la clase socializan al profesor al mismo
tiempo que se socializan ellos mismos. Sin embargo, los niños y el profesor no tienen la misma
influencia en la definición de la situación de trabajo. El primer día de clase en una guardería, el
profesor tiene ya un conjunto de normas más estructuradas que los niños. Ya que él o ella también
tienen la mayor parte del poder de controlar los acontecimientos y los recursos de las clases, es lógico
que sus significados dominen. Por supuesto, que los educadores no tienen la libertad de determinar
la situación de la clase según sus designios personales. Como vimos anteriormente la escuela es una
institución bien configurada y puede ocurrir que ni el profesor ni los niños sean capaces de entrever
más que caminos marginales para desviarse en alguna medida de estas reglas y expectativas que
diferencias a las escuelas de otras instituciones.
La negociación de significados en la clase de la guardería constituye una fase crítica en la
socialización de los niños. Los significados de los objetos y de los acontecimientos en la clase no
existen en ellos, sino que se forman por medio de la interacción social. Estos significados, así como
otros aspectos de la definición de la situación, pueden alterarse durante algún tiempo, pero en algún
momento, sin embargo, pasan a ser estables y no es probable que se negocien nuevamente, a menos
que el transcurrir de los acontecimientos en la clase cambie para otro rumbo.
Los significados de objetos y hechos se aclaran para los niños cuando estos participan en ese
ambiente social. La utilización de materiales, la naturaleza de la autoridad, la calidad de las relaciones
personales, las advertencias espontáneas, así como otros aspectos de la vida escolar diaria, todo eso,
contribuye a dar conciencia creciente al niño de su papel dentro de la clase y le facilita el
conocimiento del marco social. Por esta razón, para comprender la realidad social del sistema
educativo es necesario estudiarlo tal como se configura en las aulas. Cada concepto, papel u objeto
es como una creación social vinculada a la situación en la que se produce. Los significados de la
interacción en la clase no se dan ya hechos, se deben descubrir. La abstracción de estos significados,
junto a las generalizaciones y lo que se extrae de todo ello, se pueden aplicar a otros contextos: pero
las descripciones iniciales, las comprensiones y las interpretaciones del indagador exigen que estos
fenómenos sociales se perciban allí donde se producen, esto es, dentro de clase.
Las observaciones y entrevistas con alumnos de una clase de jardín de la infancia revelaron
que los significados sociales de los hechos y materiales se establecen extraordinariamente pronto en
el curso escolar. Como ocurre con la mayoría de los ambientes escolares, la socialización de los niños
era una prioridad manifiesta durante las primeras semanas del nuevo curso escolar. Las cuatro
habilidades más importantes que el profesor exigía que los niños aprendieran en estas semanas
fueron la de compartir, la de escuchar, la de recoger las cosas y la de seguir la rutina de la clase. De
esta forma, al manifestar los objetivos de las primeras experiencias de los niños en la escuela,
también se manifestaba cual era la definición del comportamiento socializado en clase.

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Los niños no participaron en la organización de los materiales de la clase y fueron


relativamente impotentes para influir en el curso de los acontecimientos. La profesora no hizo nada
especial para que los niños se sintieran cómodos en clase, ni para reducir su incertidumbre respecto
al plan de actividades. Prefirió exigir que los niños se adaptaran por sí mismos, a los materiales tal
como se presentaban, en lugar de meditar sobre los aspectos inadecuados que pudiera tener el
ambiente. Por ejemplo, cuando el ruido creciente de otra clase distrajo a sus alumnos, la profesora
les llamó la atención. Sin embargo, ella no cerró la puerta de la clase. De igual forma, encima de los
pequeños armarios donde los niños guardan sus lápices, batas y zapatillas de tenis no se pusieron los
nombres, a pesar de que los niños tenían serios problemas en recordar qué armarios les había sido
asignado. Y aunque los lápices se extraviaban y los niños lloraban, la profesora no dejó que el profesor
de prácticas pusiera los nombres. Le dijo que los niños debían aprender a recordar sus respectivos
armarios porque “éste era su trabajo”. Cuando una niña olvidó, al día siguiente, cuál era su armario,
la profesora la expuso a la clase como ejemplo de una “niña que ayer no prestó atención”.
Los objetos en las clases se expusieron atractivamente como una invitación aparente a los
niños a reaccionar y para relacionarse con ellos. La mayoría de los materiales estaban en el suelo o
encima de estanterías al alcance de los niños. No obstante, las oportunidades de manipular estos
materiales en la clase estaban limitadas. La organización del tiempo en la clase que estableció la
profesora contradecía la aparente disponibilidad de los materiales en el medio físico. Durante la
mayor parte de la sesión en la guardería, los niños no tenían permiso para manipular esos objetos.
Los materiales se organizaron de tal forma que los niños tenían que aprender a contenerse;
aprendieron a manejar cosas que estaban a su alcance solo cuando se les daba permiso. La profesora
castigó a dos niños cuando tocaban cosas fuera del tiempo permitido y les “elogió” en los momentos
en que mostraban contenerse. Así, por ejemplo, la profesora alabó a los niños por su rápida
obediencia en el caso de que les mandara parar de jugar con las pelotas de básquet, en el gimnasio,
pero no aludió a sus habilidades para manejar las pelotas.
La profesora les dio a entender a los niños que los buenos alumnos son tranquilos y
colaboradores con su línea. Un día, un niño trajo dos grandes muñecas a la escuela y las sentó en su
propia silla. Al comenzar la clase la profesora se refirió a las muñecas diciendo: “¡Raggedy An y
Raggedy Andy son muy buenos ayudantes! No han dicho nada en toda la mañana”. Como parte del
aprendizaje de la conducta socializada, los niños aprendieron a tolerar la ambigüedad y aquello que
no les gusta aceptando un alto grado de arbitrariedad en sus actividades escolares. Tuvieron que
adaptar sus reacciones emocionales para acomodarse a lo que la profesora consideraba apropiado.
Aprendieron a reaccionar ante ella y a la forma que tenía de organizar el ambiente de clase.
Después de dos semanas de experiencia en la guardería, los niños habían establecido un
sistema de categorías para definir y para organizar su realidad social en la clase. Sus respuestas
durante las entrevistas indicaron que las actividades en clase no tenían un significado intrínseco, los
niños atribuían significados basándose en el contexto en el que se les había puesto. La profesora dio
un cierto valor a los materiales de clase como parte de la enseñanza o, más abiertamente, demostró
su utilización en la clase. Esto es crucial. El uso de un objeto en particular – la forma como nosotros
estamos predispuestos a actuar frente a él – da el significado que tiene para nosotros. Definiendo
los significados de las cosas en clase, la profesora definía las relaciones de los niños con los materiales
en términos de significados contextuales, vinculados al ambiente de la clase.
Cuando se les preguntaba acerca de esos objetos, los niños respondieron con una
extraordinaria uniformidad. Dividían los materiales en dos categorías, las cosas para utilizar en el
trabajo y las que eran para jugar. Ninguno distribuía el material violando lo que parecía ser un
principio básico. Los materiales que emplearon bajo la dirección de la profesora eran materiales de
trabajo. Se incluían libros, papel, plastilina, lápices, pegamento y otras cosas que tradicionalmente

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están relacionadas con las tareas escolares. Ningún niño al comienzo del curso escolar eligió uno de
estos materiales en el tiempo destinado al juego. Los materiales que manejaban durante el tiempo
libre se llamaron materiales para jugar o simplemente “juguetes”. Dentro de esta categoría había:
pequeños objetos para manipular, la casa de juguete, muñecas y un carro.
El significado de los materiales de la clase se deduce, entonces, de la actividad en la que son
manipulados. Las categorías de trabajo y de juego surgieron rápidamente como organizadores
poderosos dentro de la realidad de la clase. Tanto la profesora como los alumnos valoraban las
actividades de trabajo como más importantes que las de juego. Aquello que los niños consideraron
como información aprendida en la escuela eran las cosas que la profesora les enseñó durante las
actividades llamadas “trabajo”. Los juegos sólo eran tolerados cuando el horario lo permitía y cuando
los niños habían terminado sus actividades “de trabajo”. Los datos de observación mostraban la
existencia de varios criterios bien determinados para separar nítidamente la categoría “trabajo” de
la categoría “juego”. En primer lugar, el trabajo incluye todos y cualquiera de las actividades dirigidas
por la profesora, únicamente a las actividades desarrolladas durante el tiempo libre se les llamaba
“juego”. Tareas como colorear, dibujar, esperar en fila, escuchar historias y cuentos, ver películas,
recoger o cantar, merecieron el nombre de “trabajo”. Así que, “trabajo” era aquello que a uno se le
dice que tiene que hacer, sin tomar en cuenta la naturaleza de la actividad de que se trata.
En segundo lugar, todas las actividades de trabajo y únicamente estas eran obligatorias. Por
ejemplo, frecuentemente los niños tenían que dibujar algo sobre un tema específico. Mientras
cantaban, la profesora con frecuencia les interrumpía para estimular o exhortar a los niños que no lo
hacían o que cantaban demasiado bajo. Cualquier opción permitida durante los períodos “de trabajo”
estaba “sujeta a” los límites de un procedimiento aceptado. Mientras ejecutaban un baile indio, por
ejemplo, la profesora permitió que los niños “dormidos” roncaran si querían. Después de una visita
al parque de bomberos, todos tenían que hacer un dibujo, pero cada uno podía elegir la parte de la
visita que más le había gustado como tema de su dibujo (por supuesto, también es verdad que a cada
uno se le había exigido ilustrar la parte preferida de la visita). Cuando se comenzaba otro proyecto
artístico, la profesora decía: “hoy pintareis un caballo de un cowboy. Podéis darle el color que
queráis, negro, gris o marrón”. En otro momento, ella anunció con gran énfasis, que los alumnos
podrían escoger tres colores de los frasquitos de pintura para las flores que estaban haciendo. Los
niños gritaron de excitación y aplaudieron. Estas opciones no alteraban el principio de que a los
pequeños se les exigía usar los mismos materiales en forma idéntica durante los períodos de trabajo.
Al contrario, las naturalezas de estas opciones ponían más énfasis en el principio general.
A parte de que cada actividad de trabajo era obligatoria, cada niño tenía también que
empezar a la hora establecida. La clase entera trabajaba simultáneamente en las mismas tareas.
Además, los niños tenían que terminar estas actividades durante el tiempo señalado. El segundo día
de colegio, muchos niños protestaban porque no podían o no querían terminar un trabajo artístico
muy largo, provocando un incidente. La profesora dijo que todos tenían que terminar. A una niña
que preguntaba si podía terminarlo “la próxima vez”, se le ordenó: “debes acabarlo ahora”.
Además de esta exigencia de hacer las mismas cosas a un mismo tiempo, las actividades de
trabajo implicaban los mismos materiales y producían resultados similares o idénticos. Durante los
períodos de trabajo se le presentaban los mismos materiales a toda la clase al mismo tiempo y se
esperaba de cada niño el mismo producto. Se suponía que los niños usaban los materiales de trabajo
de modo similar. Hasta los procedimientos aparentemente sin importancia tenían que ser seguidos
por cada niño. Por ejemplo, después de una intervención ante todo el grupo, el segundo día de clase,
la profesora dijo a los niños: “Tomad un papel y vuestros lápices y volved a vuestras sillas”. Una niña
cogió primero los lápices y se le recordó que en primer lugar tenía que coger un papel.

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Los resultados o habilidades a lograr al terminar un período de trabajo se querían que fuesen
idénticos o, al menos, similares. La profesora hacía una demostración previa de la mayoría de los
trabajos de arte delante de la clase, antes de que los niños fueran por sus materiales. Los alumnos
trataban de conseguir un producto lo más similar posible al que había hecho la profesora. Solamente
los trabajos que eran casi idénticos al que había hecho ésta se guardaron y fueron expuestos en clase.
Los niños conciben los períodos de trabajo como períodos donde todos ellos trabajan al
mismo tiempo, haciendo la misma actividad, con los mismos materiales y dirigidos hacia los mismos
objetivos finales. Lo importante de las actividades de trabajo era “hacerlas”, no era necesario
hacerlas bien. Ya en el segundo día muchos niños terminaban rápidamente sus tareas para poder ir
con sus amigos a jugar con los juguetes. Cuando cantaban, la profesora estimulaba a los alumnos a
hacerlo alto. Ella no mencionaba en absoluto la melodiosidad, el ritmo, la pureza de tono, ni la
disposición de ánimo ni esperaba tal cosa de ellos. Lo que exigía era su participación entusiasta y
alegre. La profesora aceptó todos los trabajos de arte de los niños siempre que les hubieran dedicado
bastante tiempo. Las tareas fijadas eran obligatorias e idénticas, aceptando todo lo que le
entregaban; la profesora permitió con frecuencia trabajos pobres y burdos. El hecho de aceptar tales
trabajos anulaba la noción de perfección como categoría evaluativa. La diligencia, la persistencia, la
obediencia, y la participación se recompensaban. Y éstas son características de los niños, no de su
trabajo. De esta forma, la noción de calidad se separó de la del trabajo bueno o aceptable y se
sustituyó por el criterio de participación adecuada.
Nuevamente, al entrevistarlos en septiembre y octubre, los niños utilizaban las categorías de
trabajo y juego para configurar y describir su realidad social. Sus respuestas indicaban que las
primeras semanas en la escuela constituyen un periodo importante para aprender cuál es la
naturaleza del trabajo en clase. En septiembre ningún niño decía que fuese “trabajo” cuando se le
preguntaba qué es lo que hacían en el jardín de infancia. Para octubre la mitad ya respondía
“trabajar” cuando se les entrevistó. Todos hablaban más ahora del “trabajo” y menos del “juego”,
respecto de septiembre. La profesora se sintió satisfecha del progreso de la clase durante las
primeras semanas del curso, y repetidas veces se refirió a sus alumnos con los términos “mis buenos
trabajadores”.
La profesora justificó la demostración previa de las actividades de trabajo en la clase como
algo que preparaba a los niños para la escuela primaria y para la edad adulta. Estaba convencida de
que las actividades de trabajo deben ser obligatorias porque los niños necesitaban practicar
siguiendo instrucciones, sin que pudieran ellos elegir, como una preparación a la realidad del trabajo
adulto. Los alumnos tenían que ver el jardín de infancia como un año preparatorio para el primer
nivel. Dando mucha importancia a colorear con limpieza o a ordenar correctamente los dibujos, la
profesora habló de la necesidad de estas habilidades en primer grado y de la dificultad que suponía
su carencia al año siguiente para los alumnos que no prestaban atención en el jardín de infancia.
Los niños carecían de poder para influir en el curso de los acontecimientos diarios y la
obediencia se valoró más que la ingeniosidad. También veían este ambiente como un puente
importante entre el hogar y las situaciones futuras de trabajo. La profesora quería que los niños se
adaptaran a la situación de clase y toleraran cualquier nivel de molestias propias del proceso de
adaptación.
Los niños pequeños reciben su primera iniciación en la dimensión social del mundo del trabajo
como parte de su participación en la comunidad del jardín de infancia. El contenido de las lecciones
específicas era relativamente menos importante que la experiencia de trabajar en ellas. Los atributos
personales de obediencia, entusiasmo, adaptabilidad y perseverancia se valoran más que la calidad
académica. A través de las primeras clases de un jardín de infancia se enseña a aceptar la autoridad
sin pedir explicaciones, así como las vicisitudes de la vida en los ambientes institucionales. La finalidad

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que tienen estas lecciones es la aceptación progresiva de un modo natural de lo que es un


conocimiento importante o poco importante, del trabajo y del juego, de la normalidad y de la
divergencia.
MÁS ALLÁ DE UN HUMANISMO RETÓRICO.
Como dijera Gramsci, el control del conocimiento que se reservan y producen ciertos sectores
de la sociedad es un factor crítico para el dominio ideológico de un grupo de personas o de una clase
sobre grupos o clases menos poderosas (Bates, 1975 – pág. 360). A este respecto, el papel de la
escuela en la selección, preservación y transmisión del concepto de competencia, de normas
ideológicas y de valores (que suelen ser solamente “el conocimiento” de ciertos grupos sociales) y
que están recogidos en el curriculum público y oculto de las escuelas, es bastante decisivo.
Por lo menos, hay dos aspectos de la vida escolar que sirven a las funciones distributiva, social
y económica. Como lo demuestra la literatura existente sobre el tema del curriculum oculto y como
hemos querido aquí afianzarlo con la evidencia histórica y empírica, las formas de interacción en la
vida escolar pueden servir como mecanismos para comunicar los significados normativos y las
disposiciones a los estudiantes. Sin embargo, la parte central del conocimiento escolar mismo – lo
que se incluye y lo que se excluye que es importante y lo que no tiene importancia – sirve también a
un objetivo ideológico.
Uno de los autores que ha demostrado que gran parte del contenido formal del conocimiento
curricular está dominado por un consenso ideológico ha sido Apple (1971). El conflicto, tanto
normativo como intelectual, se interpreta como una cualidad negativa en la vida social. Así, pues,
existe un tipo peculiar de redundancia en el conocimiento escolar. Tanto la experiencia diaria como
el conocimiento curricular proporcionan mensajes de consenso normativo y cognoscitivo. La
estructura profunda de la vida escolar, el contexto básico y organizador de las reglas más corrientes
que se establecen, que se interiorizan, que parecen dar sentido a nuestra experiencia en las
instituciones educativas, están estrechamente relacionadas con las estructuras normativas y
comunicativas de la vida industrial. ¿Cómo no iba a ser así?
Quizá podemos esperar algo más de la experiencia escolar que lo que hemos reflejado aquí.
Una hipótesis que no se tiene que descartar es que, de hecho, las escuelas funcionan. De manera un
tanto extraña, pueden tener éxito en reproducir a un grupo humano que a grandes rasos se
corresponda con las estratificaciones económicas y sociales en la sociedad. Así que, cuando uno pide
de las escuelas: ¿Dónde está su preocupación humanística? Quizá sea más difícil hacer frente a la
cuestión de lo que uno esperaba.
Se podría interpretar este artículo como una exposición en contra de la existencia de un
compromiso particular de la comunidad con la educación o como una manifestación negativa sobre
ciertas clases de profesores que son “menos capaces de lo que podrían ser”. Creemos que esta
apreciación sería incorrecta. La ciudad en la que tuvo lugar la experiencia está preocupada por la
educación, gasta gran parte de sus recursos en la enseñanza y está convencida y sabe que se merece
el tener uno de los mejores sistemas escolares de la región, sino de la nación.
Resulta igualmente importante tener cuidado en considerar que este tipo de profesor está
deficientemente formado, que no obtiene buenos resultados o tiene pocas preocupaciones. Muchas
veces es todo lo contrario. La profesora que observamos es, de hecho, aceptada como docente
competente por los administradores, colegas y padres. Dicho esto, las actividades del profesor deben
entenderse, no simplemente en términos de modelos de interacción social que dominan en la clase,
sino como un modelo más amplio de relaciones económicas y sociales dentro del a estructura social
de la cual el profesor y la escuela forman parte (Sharp y Green, 1972, pág. 8),
Cuando los profesores realizan una interpretación normativa acerca de lo que es trabajo y
juego, como los ejemplos que acabamos de comentar, uno debe hacerse la siguiente pregunta (Junto

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a Sharp y Green): ¿Para qué son útiles estos enfoques para los educadores?; ¿Cuál es el contexto
interpretativo de los educadores y a qué presupuestos ideológicos responde? De este modo
podemos situar el conocimiento y la actividad de la clase dentro del contexto más amplio de las
relaciones estructurales que normalmente determina lo que ocurre en esta.
En este artículo no podemos comentar todo lo que las escuelas parecen lograr de manera
latente para afianzar un orden social ya de por si estratificado, y con desigualdades en su interior. No
obstante, ciertos análisis recientes demuestran cómo las escuelas, por medio de la distribución de
categorías sociales e ideológicas que realizan, contribuyen a promover un contexto institucional más
estático. Así que nuestros argumentos no se deben tomar como una manifestación en contra de una
escuela concreta o de cualquier grupo de docentes en particular. Queremos sugerir que los
especialistas en educación tienen que ver a los profesores como profesionales “encerrados dentro
de la capsula” que es el contexto social y económico, que a su vez es el que produce a menudo los
problemas con los cuales se enfrentan y las limitaciones materiales con que se encuentran. Este
amplio contexto “externo” es el que legitima sustancialmente la distribución del tiempo y de las
energías del docente dedicados a los tipos de capital cultural encarnado en la misma escuela (Sharp
y Green – 1975).
Si es esto lo que realmente ocurre, como insistentemente sugerimos, las preguntas que
planteamos tienen que ir más allá del nivel de preocupación humanística (sin perder esa intensión
humanística y emancipadora), hasta una aproximación que dé cabida a todas esas relaciones.
Mientras que los educadores siguen preguntándose lo que anda mal en las escuelas y lo que se puede
hacer – queriendo solucionar nuestros problemas con profesores “más humanos, con mayor
apertura, con mejor contenido, etc., es de capital importancia que empecemos a enfocar seriamente
las siguientes preguntas: ¿A qué interés favorece la escuela, hoy en día? ¿Cuál es la relación entre
distribución del capital cultural y el capital económico? Y ¿Podemos abordar desde la realidad política
y económica el crear instituciones que mejore los significados y disminuyan el control social?
Sharp y Green hacen un buen resumen de esta preocupación sobre el humanismo retórico:
“queremos poner el énfasis en que la preocupación humanística por el niño necesita mayor
conciencia de los límites dentro de los cuales el educador puede operar, y plantear las siguientes
cuestiones: ¿A qué intereses sirven las escuelas, a los de los padres y de los niños, a los de los
profesores y directores? y ¿A qué otro interés más amplio sirve la escuela?; y, posiblemente, lo más
importante. “¿Cómo conceptualizar los “intereses” en la realidad social?”. Por esta razón, en vez de
observar la clase como un sistema social y, como tal, aislada de los procesos estructurales exteriores,
sugerimos que el profesor que ha comprendido su posición en este proceso más amplio, se encuentra
en mejor situación para entender cuándo y cómo es posible alterar esta situación. El profesor que,
necesariamente, es un moralista. Debe preocuparse por las condiciones previas para la realización
de sus ideales. Antes que afirmar la separación entre política y educación, como se hace con las
suposiciones liberales más corrientes, los autores dan por hecho que toda la educación es, en todas
sus implicaciones, un proceso político (Sharp y Green, 1975) …”
Así que, aislar una experiencia escolar de la totalidad compleja de la cual es parte constitutiva,
supone limitarse demasiado en el análisis. El estudio de la relación entre ideología y conocimiento
escolar es especialmente importante para comprender la colectividad social más amplia de la que
todos formamos parte. Nos posibilita empezar a ver cómo una sociedad se produce, como perpetúa
sus condiciones de existencia a través de la selección y la transmisión de ciertos tipos de capital
cultural, del que depende una sociedad industrial compleja, con sus desigualdades; y cómo mantiene
la cohesión entre las clases sociales y los individuos, mediante la propagación de ideologías que, en
última instancia, sancionan la organización institucional existente, que puede causar una

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estratificación innecesaria y desigual, en primer lugar. ¿Podemos permitirnos el lujo de renunciar a


comprender estas cosas?

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